La manzana de oro: Ensayos sobre literatura
 9783954870813

Table of contents :
Índice
Señor de los tristes
Hijo y padre, maestro y discípulo
En el rincón de un quicio oscuro
Primeras letras con Borges
Castillo de luces
El río de la pasión
Una épica doméstica
Esplendor del Caribe
El infierno tan temido
Con garra de animal de presa
El que nunca deja de crecer
El Evangelio según Cortázar
Un friso oscuro y esplendoroso
Don José
Horno al rojo vivo
Nada llega a perderse
Atajos de la verdad
De guapos de tiempos idos
La manzana de oro
El regreso de la diosa
Cuaderno de encargos
Los verdaderos vicios se adquieren temprano
Sobre las fuentes

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Sergio Ramírez

La manzana de oro Ensayos sobre literatura

La Crítica Practicante, 7

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LA CRÍTICA PRACTICANTE Ensayos latinoamericanos Vol. 7 «LA CRÍTICA PRACTICANTE», como crítica imaginativa y descifradora, aspira a unir creación y crítica, sobre todo en el campo del ensayo. Desde que en 1890 Wilde hablara del «crítico como artista», desde que T. S. Eliot apelara a un poeta crítico, consecuente y consciente de la racionalidad de su obra, la exégesis literaria ha intentado acortar las distancias con el texto mismo que comenta. Dentro de la producción ensayística hispanoamericana no faltan ejemplos de esa proximidad; entre ellos, piezas fundamentales para lo que es ya una historia nutrida y variada de la crítica literaria. La presente colección desea recuperar y publicar libros que subrayen la continuidad y coherencia del pensamiento crítico, y no sólo en torno a la literatura; también aquellos que, en sentido amplio, aborden creativamente la cultura latinoamericana.

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Sergio Ramírez

LA MANZANA DE ORO Ensayos sobre literatura

Iberoamericana • Vervuert • 2012

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Derechos reservados © Iberoamericana, 2012 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2012 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-662-3 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-713-8 (Vervuert) Depósito Legal: M-29410-2012 Cubierta: Carlos Zamora

Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

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Índice

Señor de los tristes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Hijo y padre, maestro y discípulo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . En el rincón de un quicio oscuro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Primeras letras con Borges . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Castillo de luces . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El río de la pasión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Una épica doméstica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Esplendor del caribe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El infierno tan temido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Con garra de animal de presa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El que nunca deja de crecer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El Evangelio según Cortázar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Un friso oscuro y esplendoroso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Don José . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Horno al rojo vivo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Nada llega a perderse . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Atajos de la verdad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . De guapos de tiempos idos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La manzana de oro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El regreso de la diosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cuaderno de encargos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Los verdaderos vicios se adquieren temprano . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sobre las fuentes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Señor de los tristes Rey de los hidalgos, señor de los tristes, que de fuerza alientas y de ensueños vistes, coronado de áureo yelmo de ilusión… Rubén Darío, Letanía de Nuestro Señor Don Quijote

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or los pueblos de la España de los mendigos ingeniosos, los frailes andariegos, los hidalgos pobres y los nobles altivos e indiferentes, anda Cervantes de burócrata oscuro, el brazo seco como un sarmiento. Investido de autoridad real requisa aceite y trigo con el mandamiento de comisario de abastos, un oficio que sólo atrae pendencias y enemistades, y del que hay que rendir cuentas cabales para no caer en la desgracia de las sospechas. En un país plagado de marrullas y cohechos, robarle a la hacienda pública sus bastimentos no causa asombro, pero sí desdichas. Pleitea con los remisos, mete en la cárcel a quienes se niegan a entregar lo requerido, él mismo amenazado con prisión por los poderosos a quienes intima; y cuando toca los bienes de la Iglesia es excomulgado por el obispo de Sevilla. Dos veces excomulgado. Pasa ya los cuarenta años, con poca fortuna hasta entonces en la literatura, y no es ineficiente en su cargo; sabe ponerle celo, y no se arredra ante las dificultades. Conoce bien de cuentas, de pesos y medidas, y de trámites. Es un burócrata esforzado, una biela de esa inmensa maquinaria de poder del reinado de Felipe II, que en aquel año de 1588 artilla y avitualla barcos para preparar su Armada Invencible, la más formidable empresa de guerra naval que habían

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visto los siglos. Y no sólo conoce las razones por las que se mueve esa maquinaria, sino que cree en ellas, y conviene, además, a su condición que su adhesión al poder sea conocida. Quiere la derrota de los ingleses, como quiso la derrota de los turcos en la batalla de Lepanto, donde él mismo, en plena juventud, recibió la herida que inmovilizó su brazo y que no dejará de mencionar en sus alegatos para solicitar destinos administrativos más altos. Ha sido soldado. Pero no es un soldado que se sienta abandonado por el poder, y sabe volver por las glorias del oficio militar. En el prólogo de la segunda parte de El Quijote, ante los vituperios de Avellaneda, su imitador, muy solemnemente proclama: “lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas a lo menos en la admiración de los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en la batalla, que libre en la fuga...”. Las consideraciones políticas de Cervantes sobre estos dos universos, el del letrado y el del soldado, llevarán a don Quijote a hilvanar uno de sus discursos más memorables, el que pronuncia en la venta sobre las armas y las letras (capítulos XXXVII y XXXVIII; I). Son, al fin y al cabo, las de ese discurso, consideraciones sobre el poder. Las letras son el universo de los letrados, al que Cervantes pertenece, aunque ha de ser en sus estamentos menos gloriosos, primero requisador de provisiones de boca, después recaudador de impuestos: el universo solemne y marrullero, impostado y lleno de peligros donde bullen oidores, escribanos, alguaciles, tasadores, magistrados, regidores, amanuenses, esa maquinaria torpe y al mismo tiempo eficaz, embarullada y cínica, que muele sin tregua y a la vez exalta y deshonra. A Cervantes le tocó vivir en un país procesal, como bien señala Andrés Trapiello (Las vidas de Miguel de Cervantes), el poder organizado en una burocracia extensa tanto en la paz como en la guerra, que debía defender la preeminencia militar de España, y la unidad política de sus territorios. Un universo contrapuesto y a la vez amigo del otro del cual viene, el de las armas, al que nunca denigra, y por el 8

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contrario, prefiere tasar por el prestigio de sus glorias, “las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida” (XXXVII, I). Aunque prefiera el de las armas, el universo de los letrados es también esencial para don Quijote, como lo expone en su discurso, armas y letras parejos sustentos del poder, y cada uno asentado en sus propias justificaciones éticas. El de las letras tiene una muy principal, puesto “que es su fin poner en su punto la justicia distributiva, y dar a cada uno lo que es suyo, entender y hacer que las buenas leyes se guarden”. Pero don Quijote abre aquí, con su elocuencia tan poco disparatada, el abismo entre lo real y lo imaginario, entre lo posible y lo imposible, entre lo verosímil y lo inverosímil; toda la distancia que siempre hay entre la proclamación legal del orden justo y las pobres posibilidades de realizarlo. Un universo, el de los letrados, al que Cervantes pertenece por fuerza de que quiere prosperar, ya que la burocracia puede ser vista también como una empresa; demasiado riesgosa por las inquinas y celos que despierta, como todo poder que se ejerce, por menguado que sea, pero fuente de fortuna al fin. Pertenece a él, aunque no es su mejor preferencia, si nos atenemos a su definición de los tres estamentos ideales que el cautivo, un personaje que también viene a ser un retrato de él mismo y sus aventuras de rehén en Argel, da en la venta a la hora de relatar los avatares de su vida. El cautivo cuenta que su padre, al despedirlos a él y a sus hermanos, les había dicho: “quien quisiere valer y ser rico, siga, o la Iglesia, o navegue ejercitando el arte de la mercancía, o entre a servir a los reyes en sus casas... digo esto porque querría, y es mi voluntad, que uno de vosotros siguiese las letras, el otro la mercancía, y el otro sirviese al rey en la guerra, pues es dificultoso entrarle a servir en su casa; que ya que la guerra no dé muchas riquezas, suele dar mucho valor y mucha fama” (XXXIX, I). El poder resume a los tres, pero Cervantes no fue ni obispo —los letrados de mejor fortuna—, ni mercader, ni capitán, aunque quisiera coronar su carrera de burócrata con un destino más alto, y productivo, en América: contador de las galeras en Cartagena, corregidor de La Paz, gobernador de Soconusco. A los que repartían prebendas y canonjías en el Consejo de Indias, no les pareció que el solicitante 9

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tuviera méritos, ni seguramente las influencias suficientes, y le denegaron la solicitud. Altos o no sus destinos, la política de Estado, la que mueve la maquinaria de guerra de la Corona, será siempre justa para Cervantes. Los designios imperiales están en una esfera de razones indiscutibles. El descalabro de la Armada Invencible lo toca a fondo, como se ve en su soneto a las glorias de Felipe II. Y la renovada expulsión de los moros obedece, también para él, a una razón de Estado y no la discute, sino que más bien la justifica. Cuando Sancho abandona sus dominios de la ínsula de Barataria, desencantado del poder (LIV, II), se encuentra en su camino de regreso a su vecino Ricote, el morisco, tendero de su aldea, disfrazado de peregrino. Ricote, expulsado de España a raíz de la razia decretada por Felipe III, ha entrado oculto de regreso. Y dice en su coloquio con Sancho: “Porque bien vi y bien vieron nuestros ancianos, que aquellos pregones no eran sólo amenazas, como algunos decían, sino verdaderas leyes que se habían de poner en ejecución a su determinado tiempo; y forzábame a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados intentos que los nuestros tenían, y tales, que me parece que fue inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución, no porque todos fuésemos culpados, que algunos había cristianos firmes y verdaderos; pero eran tan pocos que no se podían oponer a los que no lo eran, y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa”. El alegato de Cervantes, en boca de Ricote, puede entenderse como un alegato de benevolencia para los moros expulsados, que añoran volver a España. Pero defiende una política de Estado. A menos que quisiéramos ver detrás una colosal ironía, está repitiendo lo que dice la propaganda oficial. En este sentido, Cervantes es exégetico del poder y de la ley. Leyes de requisa, leyes de leva, leyes de expulsión. Todo pertenece a un universo ético de por sí, porque encarna la voluntad del poder, que es infalible, y todo cae bajo la denominación del bien común. Donde el espacio de libertad crítica se abre por completo para Cervantes, es en la aplicación de ese poder, que debe ser justa bajo las reglas que el poder mismo ha creado, y que son permanentemente 10

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transgredidas, empezando por aquellos que deben aplicarlas. Es la misma historia. Es el eterno desacuerdo entre lo que ley justa manda y el modo injusto en que cumple, o la ofensa aún más grave de que no se cumpla del todo. En ese país procesal de letrados, las leyes que castigan la avaricia, que ordenan justos pesos y medidas, que penan los desfalcos, que prohíben el enriquecimiento ilícito, terminan siendo dictadas para no ser cumplidas. Lo sabe Cervantes pero no lo sabe Sancho que, nuevo en el poder de su ínsula, quisiera crear todo un orden justo nuevo, aunque todo esté ya consignado en viejas leyes abandonadas y olvidadas. En “Las constituciones del gran gobernador Sancho Panza” lo vemos muy bien: prohibió el acaparamiento de los bastimentos en la república, decretó el libre ingreso de los vinos, y la pena de muerte para el que los aguase; mandó moderar el precio del calzado, puso tasa a los salarios de los criados, y gravísimas penas a los que cantasen cantares lascivos y descompuestos; ordenó que ningún ciego cantase milagros en coplas, sin probar ser ciego verdadero, e hizo y creó un alguacil de pobres, “no para que los persiguiese, sino para los examinase si lo eran, porque a la sombra de la manquedad fingida y la llaga falsa, andan los brazos ladrones y la salud borracha” (LI, II). Es un mundo como Sancho quiere que sea, sin mancos falsos ni pobres ilícitos, ni ciegos de mentira, sin timadores ni truhanes ni borrachos que pegan a sus mujeres, donde los milagros que se ofrecen tendrán que ser verdaderos, es decir, la España imposible de alcahuetas certificadas y lazarillos que no roben a los ciegos, una España sometida al orden de la ley justa, y por lo tanto, sin desigualdades ni tristezas, sin pícaros y sin literatura picaresca. Una España que vista así, también es cómica al sólo imaginarla sin comicidades, y es cómico que Sancho quiera limpiar su ínsula “de todo género de inmundicia y de gente vagamunda, holgazana y malentretenida” (XLIX, II). Pero, al mismo tiempo, quiere también, con gravedad, “favorecer a los labradores, guardar sus preeminencias a los hidalgos, premiar los virtuosos...” (XLIX, II). Al fin y al cabo, él quiere gobernar, “sin perdonar derecho ni llevar cohecho” (XLIX, II). La concesión del gobierno de la ínsula de Barataria a Sancho es un acto bufo, y lo es su ejercicio del poder en ese breve plazo. Pero 11

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es el único momento en todo El Quijote que el poder político se ejerce de manera real por uno de sus dos personajes protagonistas, y no sólo se discute sobre él. Lo ejerce Sancho, y no don Quijote, como corresponde, desde lo real, no desde el ideal. Se desciende del ideal político a la política real, y es un momento de prueba. Sancho le dice claramente a su mujer, cuando le informa por carta de su nombramiento, que su intención es enriquecerse: “De aquí a pocos días me partiré al gobierno, adonde voy con grandísimo deseo de hacer dineros, porque me han dicho que todos los gobernadores nuevos van con este mesmo deseo...”. Es lo ordinario. En la carta que don Quijote le dirige, ya Sancho gobernador, le aconseja, en cambio, lo extraordinario: “No hagas muchas pragmáticas, y si las hicieres, procura que sean buenas, y sobre todo que se guarden y cumplan, que las pragmáticas que no se guardan, lo mismo que si no lo fuesen; antes dan a entender que el príncipe que tuvo discreción y autoridad para hacerlas, no tuvo valor para hacer que se guardasen; y las leyes que atemorizan y no se ejecutan vienen a ser como la viga, rey de las ranas, que al principio las espantó, y con el tiempo la menospreciaron y se subieron sobre ella” (LI). El abismo entre lo ideal y lo real está lleno de risa. Desde los viejos tiempos de Erasmo, Cervantes sabe que el ejercicio del poder deviene de la locura del interés y el cinismo, y que en cada acto de gobierno trasudan las miserias estrafalarias de la condición humana, entre las buenas intenciones, la tentación de oprimir, la debilidad ante los halagos, el deseo de fama, la crueldad, la compasión, y la impostura. Y Cervantes, muy justamente, pone el discurso sobre el ideal del buen poder en boca de un loco. El buen gobierno, la recta justicia, no son sino imágenes desbocadas en la mente de don Quijote, que ha perdido el juicio. La propuesta, como quimera, es del loco; la prueba de poder, por el contrario, es para el rústico analfabeta, la mejor en toda la literatura, y muchas veces repetida en la vida real. Hay pocos personajes más atractivos para un lector que Sancho mandando; o pocos personajes más atractivos para un ciudadano, como en tantas ocasiones en América Latina, que un arriero, o porquerizo, o sargento, o tinterillo mandando, convertido en presidente; los mecanismos imprevistos que tiene el poder, desde la ignorancia, están 12

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llenos siempre de misterio y de interés, y de risa, y de drama, en la literatura y en la vida. Don Quijote sabe bien lo que las leyes, hechas siempre para no cumplirse, deben contener, y las recomendaciones a Sancho para el ejercicio de su poder son muy concretas: el justo medio, la discreción, la sencillez en el atuendo, la rectitud de costumbres: ni codicioso, ni mujeriego, ni glotón. Y le pide hacer lo que al pueblo descreído de la rectitud de sus gobernantes un día le gustaría ver: que visite las cárceles para consolar a los presos, las carnicerías y las plazas para vigilar los pesos y medidas. Es un espejo útil al ejercicio del poder real, que suele representar todo lo contrario. El poder venal, ensartado de corruptelas del que Cervantes habla por boca de los galeotes, y también en La ilustre fregona: “Que no falte ungüento para untar a todos los ministros de la justicia, porque si no están untados gruñen más que carretas de bueyes”. Pero también sabe don Quijote, como lo ha dicho en su discurso sobre las armas y las letras, para qué sirve el poder a los que se esfuerzan en conseguirlo, y pasan tantas penurias hasta llegar a la cima: “...tropezando aquí, cayendo allí, levantándose acullá, tornando a caer acá, llegan al grado que desean; el cual alcanzado, a muchos hemos visto que habiendo pasado por estas Sirtes y por estas Scilas y Caribdis, como llevados en vuelo de la favorable fortuna, digo que los hemos visto mandar y gobernar el mundo desde una silla, trocada su hambre en hartura, su frío en refrigerio, su desnudez en galas, y su dormir en una estera, en reposar en holandas y damascos...” (XXXVII, I). Y no deja de agregar, por si las eternas moscas: “premio justamente merecido a su virtud”. Y le dice luego don Quijote a Sancho —quizás acordándose Cervantes de sí mismo— que otros “cohechan, importunan, solicitan, madrugan, ruegan, porfían, y no alcanzan lo que pretenden; y llega otro, y sin saber cómo ni cómo no, se halla con el cargo y oficio que otros muchos pretendieron...” Muchas veces, el oído del poder ni atiende, ni entiende, y otras premia de improviso, como en un juego de azar. Y todo sirve para ilustrar los mecanismos de esa ruleta, y la lucha por entrar en las apuestas, lejos del plano de ideal en que don Quijote se coloca, pero en la certidumbre pesimista, a la vez, de que las cosas nunca podrán ser de otro modo. La 13

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línea entre el bien y el mal, que se pierde tantas veces en la vida en la bruma de las confusiones, se confunden aún más desde el ejercicio del poder. De esa línea difusa, nos habla Cervantes en el Persiles: “Parece que el bien y el mal distan tan poco el uno del otro, que son como dos líneas concurrentes, que aunque parten de apartados y diferentes principios, acaban en un punto”. El poder, suspendido en la bruma entre el bien y el mal, seguirá siendo fruto de la locura. “Para eso estoy yo, la locura”, dice Erasmo para regocijo de Cervantes, “...adormecidos por las voces de los aduladores... ¡qué felices se sienten gracias a mí! Libres de los cuidados del gobierno, se dedican a la caza, a cabalgar en briosos corceles, a vender los puestos y las magistraturas, a discurrir sin cesar nuevos métodos con los cuales se apropian del dinero de los súbditos para sus vicios y sus lujos. Cubriendo sus iniquidades con la máscara de la dignidad, resucitan e inventan títulos honoríficos para sus favoritos, y hasta, de cuando en cuando, halagan al pueblo con cualquier bagatela, para tenerlo contento” (Elogio de la Locura). Y a medida que el poder trata de establecer sus decretos de buen comportamiento entre la ralea miserable de desocupados, tahúres, matarifes, soldados, sangradores, solicitantes, sacamuelas, prostitutas, sacristanes, alcahuetas, mendigos falsos y reales, y los pone bajo la amenaza de la vara del alguacil comisionado de medir las costillas de los pícaros, el choque de la justicia con la realidad hace brotar aún más las alegres chispas de la risa. La ralea imagina el poder de manera contradictoria: quiere en la cárcel a los ricos y nobles, los ladrones verdaderos, pero también quisiera el poder alguna vez, más que para hacer justicia, para lucrarse de él. Alguien de abajo, como Sancho, tiene ese deseo legítimo. Al llegar a las alturas del poder, sueña con dormir en lecho mullido, y ser servido en una mesa espléndida: “...pues cuando pensé en venir a este gobierno a comer caliente y a beber frío, y a recrear el cuerpo entre sábanas de holanda sobre colchones de pluma...” (LI, I). Es el mismo camino de imaginación que en Las mil y una noches se abre para los desposeídos de la fortuna, que sueñan en ser sultanes por un día, como Sancho gobernador por un día; y desde su pensamiento humilde, pero ya poderoso, quisiera también 14

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suprimir los dones: “Pues advertid, hermano, que yo no tengo don, ni en todo mi linaje lo ha habido, Sancho Panza me llaman a secas, Sancho se llamó mi padre, y Sancho mi agüelo; y todos fueron Panzas sin añadiduras de dones ni donas; y yo imagino que en esta ínsula debe haber más dones que piedras; pero basta... yo escardaré esos dones, que por la muchedumbre deben escardar como mosquitos” (XLV). Es el poder diluyéndose en la risa, y son esos mismos pícaros que sueñan con el poder que regala, encadenados por delincuentes cuando transgreden la ley, a quienes don Quijote se sirve perdonar cuando los encuentra de camino, con destino a galeras. Ordena soltarlos, como un acto de poder que encarna el sentido de justicia innato a la caballería andante. Pero también es un acto de poder que no oculta desprecio por la impunidad en que viven los poderosos, y por el castigo siempre a mano para los delitos de los más humildes y desamparados, por muy pícaros que sean, o precisamente por eso. “—Esta es cadena de galeotes, gente forzada del Rey, que va a las galeras”, le dice Sancho. “¿Cómo gente forzada? —preguntó don Quijote: ¿es posible que el Rey haga fuerza a ninguna gente?” (XXII, I). La pregunta es retórica. El rey es un eufemismo. Es la maquinaria del poder la que manda a los pobres a galeras, la misma que requisa víveres para la guerra, que crea sinecuras, que designa honores, que persigue a los alcahuetes y a los hechiceros, que castiga por robar una bacía de barbero o una canasta de ropa blanca, que atormenta en el suplicio para arrancar confesiones, y que también tasa el papel de los libros, dispone las concesiones para el cobro de los impuestos, designa honores y deniega nombramientos solicitados. Cervantes quiso ser gobernador de Soconusco, como Sancho gobernador de Barataria, con más suerte Sancho porque tuvo un poder de pocos días, y a Cervantes se lo negaron. El rey genérico, la serpiente de innumerables anillos de la burocracia, es la que premia o castiga, enseña su saña o su sordera. En las páginas de El Quijote es muchas veces risible. En la vida de Cervantes, muchas veces temible. Pero al fin y al cabo, los mejores actos de poder de Cervantes están en la novela, y no en su vida. Porque fracasó en conseguir 15

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poder, existe quizás El Quijote. Y su dictum en la novela, en boca de don Quijote, es que nadie debe ir por fuerza y no de su voluntad, así sea a las galeras. Es El Quijote donde Cervantes puede encarnar su voluntad de libertad. Libertad y poder siempre quedarán opuestos. Nadie puede hacer esclavos a los que Dios creó libres, dice, repitiendo la frase que a su vez habría de repetirse desde el Renacimiento hasta el Iluminismo, y hasta hoy día. Y es Sancho, por el contrario, pies en tierra, el que le recuerda que la justicia, que es el mismo rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos. ¿Pero cuál es la verdadera justicia y cómo se ejerce? “Si a su tiempo tuviera yo esos veinte ducados que vuestra merced ahora me ofrece”, le dice a don Quijote uno de los galeotes, “hubiera untado con ellos la péndula del escribano, y avivado el ingenio del procurador...” (XXII, II). Es la justicia corrupta, bajo sus adornos pomposos y sus togas de luto, la que otra vez mueve a risa. Pero Cervantes se cuida en El Quijote de hablar todo el tiempo por sí mismo. Sabe separarse de sus personajes, y de sus criterios. Y al hacerlo, abre la posibilidad de ofrecer opiniones diferentes sobre el poder: las suyas propias, sobre el poder de la época; las de don Quijote, sobre el ideal de poder, el poder que propone un universo ético; y las de Sancho, sobre el poder terrenal, el poder que se propone a sí mismo como fuente de ventaja personal, pero que él termina ejerciendo con honradez humilde, y con justa sabiduría, para asombro de quienes le preparan la celada bufa. Los discursos, sin embargo, se trasiegan de una a otra boca, y no son nunca irreductibles, fijados siempre en esa tela que ya Erasmo llamaba “el libre albedrío”, el escenario cambiante de la voluntad, y de la percepción de la realidad. Sancho, el rústico ambicioso, es el más recto de los jueces, y el primero en despreciar las ventajas materiales del poder, precisamente el móvil que lo había llevado a aceptar la gobernatura de Barataria: “Venid vos acá, compañero mío y amigo mío, y conllevador de mis trabajos y miserias:” —le dice entre llantos a su jumento— “cuando yo me avenía con vos, y no tenía otros pensamientos que los que me daban los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero después que os 16

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dejé, y me subí sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado en el alma mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos” (LV, I). Y cuando, ya sin poder, regresa al lado de los duques y cae por accidente en una sima, hay un estudiante socarrón que dice: “—Desta manera habían de salir de sus gobiernos todos los malos gobernadores, como sale este pecador del profundo del abismo: muerto de hambre, descolorido y sin blanca, a lo que yo creo” (LV, I). Todo el discurso de Cervantes sobre el poder, tiene aquí su remate y corona de gracia. Los malos gobernantes salen siempre ricos, muy dados a enseñar sus opulencias, y si acaso llegaron al poder en nombre de los pobres, se quedan para siempre hablando de los pobres. Se vuelve cosa de risa. Y por contraste, pensar en un gobernante que entra pobre, y salga pobre, es también cosa de risa. Y es lo que nos queda de Cervantes cuando se mete con el poder. La risa. Y el recuerdo de la libertad y la justicia. Porque don Quijote es, al fin y al cabo, el héroe del libre albedrío, tal como lo recuerda Rubén en sus letanías: Contra las certezas, contra las conciencias y contra las leyes y contras las ciencias, contra la mentira, contra la verdad...

Managua, enero de 1998.

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Hijo y padre, maestro y discípulo

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os quedamos esperando por José Martí en Nicaragua desde el año de 1877 cuando, en el mes de marzo, el comienzo de nuestro ardiente verano, entró en tierras de Centroamérica, aquella Centroamérica ya desunida tras la ruptura tantos años atrás del efímero pacto federal en que habían naufragado los sueños de Francisco Morazán. Tenía apenas 24 años Martí cuando viniendo de Belice remontó en una canoa las aguas del río Dulce, y luego, guiado por un arriero y su mujer, a lomo de “la más pequeña, rebelde y mal intencionada mula que vio nunca la montaña de Izabal”, llegó a Gualán al canto de los gallos, y bordeando el poblado por un trillo siguió la travesía. Ya oscuro entró en El Roblar, donde comió una frugal cena a la luz de la lumbre de una fogata de leños perfumados, y tras pasar la noche sobre un petate tendido sobre la tierra apisonada, siguió al amanecer hacia San Pablo. A mediodía estaba ya en Zacapa. Era viernes santo, y la urna con la imagen del Cristo yacente, golpeado y ensangrentado, envuelto en su mortaja de seda, recorría a paso lento las calles entre nubes de polvo mientras la trompeta dolida de una banda que tocaba una marcha fúnebre a la zaga de la procesión se alzaba sobre el silencio tan pesado como de piedra. La soledad, el cansancio, la travesía a lomo de la mula díscola. El polvo en las cejas y en el pelo. Su amigo de los tiempos de estudiante en Madrid, el oftalmólogo Juan Santos Fernández, lo había tratado en La Habana a comienzos de ese mismo año por una afección

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de la vista, y en su libro de consultas el médico anotó que la enfermedad del paciente se debía al excesivo trabajo en la corrección de pruebas de imprenta, con mala luz. Le mandó usar anteojos con cristales convexos No.24, pero el paciente no hizo caso. No tenía tiempo para nimiedades. El 2 de abril estaba entrando a la Ciudad de Guatemala, donde se quedaría hasta finales de año, y no tardaría en entrevistarse con el presidente Justo Rufino Barrios, capitán de la revolución liberal que había destronado a Carrera, el tirano oscurantista amamantado en las sacristías que a su vez había destronado a nuestro general Morazán. Y en agosto de 1878, aún más cerca de Nicaragua, estaría también en Honduras, por rumbos del puerto de Trujillo en la costa norte. Y lo seguíamos esperando en Nicaragua donde Rubén Darío, entonces un niño de diez años deslumbraba a sus mayores en León —y si era abril, cuando Martí estaba llegando a la Ciudad de Guatemala, hacía en León un calor de horno en el que se tostaban en oro las cigarras— recitando largas poesías de memoria y discutiendo en las tertulias literarias de todas las noches en la casa del coronel Ramírez Madregil y de su tía Bernarda Sarmiento, como Jesús niño en el templo. Debe haber sido por ese tiempo, nos cuenta en su autobiografía que “en un viejo armario encontré los primeros libros que leyera. Eran un Quijote, las obras de Moratín, Las mil y una noches, La Biblia, Los Oficios de Cicerón, La Corina, de Madame Staël, un tomo de comedias clásicas españolas, y una novela terrorífica de ya no recuerdo qué autor, La Caverna de Strozzi. Extraña y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un niño”. El niño poeta de melena alborotada y pobremente vestido, que luego sería aprendiz de sastre para llevar algo del sustento a la casa de la tía Bernarda, que ganaba fama por hacer versos, aun por encargo, para fiestas de cumpleaños y funerales solemnes. “De mí sé decir que a los diez años ya componía versos y que no cometí nunca una sola falta de ritmo”, dice. Y también componía versos para las procesiones de Semana Santa, una de esas Semanas Santas de su infancia, como la de 1877 en que Martí pasó por Zacapa. “Del centro de uno de los arcos, en la esquina de mi casa, pendía una 20

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granada dorada. Cuando pasaba la procesión de Jesús del Triunfo, el domingo de Ramos, la granada se abría y caía una lluvia de versos. Yo era el autor de ellos. No he podido recordar ninguno... pero sí que eran versos, versos brotados instintivamente. Yo nunca aprendí a hacer versos. Ello fue en mí orgánico, natural, nacido”. Martí tenía entonces 24 años, y ambos no se encontrarían sino en 1893 en Nueva York. Faltaría mucho tiempo todavía. El niño entraba apenas entonces al colegio que los jesuitas habían abierto en el convento junto a la Iglesia de la Recolección en León, gracias a que un tío rico podía pagar la colegiatura y el almuerzo, que luego le suprimió de manera brutal, de la misma manera que le comunicaron en el refectorio la noticia de que ya no podía sentarse a la mesa porque no había quien pagara por su comida. Los jesuitas habían sido expulsados de Guatemala por Barrios, y acogidos en Nicaragua por el gobierno de don Pedro Joaquín Chamorro, y Darío los recuerda bien, porque le enseñaron los primeros clásicos latinos. “Había entre ellos hombres eminentes”, dice: “un padre Köenig, austríaco, famoso como astrónomo; un padre Arubla, bello e insinuante orador; un padre Valenzuela, célebre en Colombia como poeta”. Mientras tanto el niño se entregaba a sus libros y a sus versos, Martí conquistaba Guatemala. Lo invitaron a pronunciar el discurso central en la velada literaria que la Escuela Normal Central dedicaba a los jefes políticos de los departamentos, reunidos en la capital por convocatoria del gobierno de Barrios. Fue nombrado catedrático de Literatura francesa, inglesa, italiana y alemana, y de Historia de la Filosofía de la misma Escuela Normal. Fue admitido como miembro de la Sociedad Literaria “El Porvenir”, donde estaban los más destacados intelectuales del país. Y se decidió a impartir clases gratuitas de composición literaria en la Academia de Niñas de Centroamérica, institución que dirigía Margarita Izaguirre en la antigua calle de San Agustín, hermana ella de su amigo José María Izaguirre, atraído por su pasión pedagógica, y cuándo no, por el implacable femenino. Y allí empieza una leyenda, la leyenda de la niña de Guatemala, el poema que escribirá 16 años más tarde. Entre las alumnas que se apuntaron a sus clases de composición literaria, se hallaba María 21

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Granados, hija del político Miguel García Granados, cuya casa solía frecuentar Martí. Otros dirán que la niña de Guatemala era una adolescente nicaragüense, María Zavala, cuya familia vivía para entonces en Guatemala. Y así se alimenta también la leyenda. Nunca vino Martí a Nicaragua pero Nicaragua fue a buscarlo primero a Guatemala en la forma de la niña que se murió de amor al saber a Martí casado, si es que nos quedamos con nuestra parte de la leyenda, y fue a buscarlo luego a Nueva York, cuando Darío, que luego sería Nicaragua toda, lo encontró aquella noche, también de leyenda, en Hardman Hall. Mientras tanto, sigamos de manera paralela sus dos destinos, antes de que se toquen por un momento a finales de aquella primavera de 1893 en Manhattan, para no volverse a encontrar jamás. Y esa vez que se encuentran, recordemos, Darío tiene apenas 26 años, y Martí tiene 40, lo suficiente para que lo llame “hijo” al abrazarlo. Ambos han vivido ya intensamente, han rebasado la copa de la amargura, han pasado por desengaños y frustraciones. Darío, con su vida familiar hecha pedazos, ya viudo, y luego traicionado. Martí, bregando por mantener unido al Partido Revolucionario Cubano, para hacer posible la independencia de su patria. Nada es fácil para ninguno de los dos. Tras volver de Chile, ya consagrado por la publicación de Azul, que don Juan Valera elogió en una de sus Cartas Americanas, Darío se casó en Guatemala con Rafaela Contreras en 1891, a la edad de 24 años. Ella era su alma gemela, su Stella, su Ligea —Ligea, por quien mi alma a veces es tan triste— y siempre habría de evocarla bajo la envoltura etérea de las musas dolientes de Edgard Allan Poe. La boda religiosa no pudo realizarse en San Salvador, donde se había radicado tras su regreso de Santiago, porque el presidente Meléndez, su protector, había sido derrocado por un golpe de Estado dirigido por los hermanos Ezeta, y prefirió huir a Guatemala donde fue acogido por el presidente Lizandro Barillas. Al cerrar Barillas El Correo de la Tarde, el periódico donde lo había colocado, se embarca con su mujer y su suegra hacia Costa Rica, pobre y lleno de deudas, y allá nace su primogénito, Rubén Darío Contreras. Sus penurias económicas no disminuyen, y al subir a la presidencia de Guatemala el general Reina Barrios, vuelve 22

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allá bajo promesas de trabajos periodísticos que no se cumplen. Es cuando recibe el nombramiento de secretario de la delegación de Nicaragua a las fiestas del cuarto centenario del descubrimiento que habrán de celebrarse en octubre de 1892 en Madrid, y se va a Panamá para juntarse con el resto de la delegación, con lo que ya nunca volverá a ver a su esposa; y a su hijo, sólo muchos años después en París. A su regreso de España, y cuando el vapor recala en Cartagena, visita al ex presidente Rafael Núñez en su quinta de El Cabrero, y como Núñez siempre tiene el poder aunque el presidente sea Miguel Antonio Caro, le promete nombrarlo cónsul en Buenos Aires. Se va a Nicaragua con esa promesa, y en enero de 1893 se halla en León donde debe recitar unos versos en las honras fúnebres que se tributan en el Teatro Municipal al ciudadano Vicente Navas. No hay escapatoria para un poeta de su fama en una ciudad donde los entierros se convierten siempre en espectáculos líricos, y según don Edelberto Torres, su mejor biógrafo, los versos que lee entonces los escribe bajo el influjo de Martí: Tejo mi corona, llévola para honrar al ciudadano que hubiera puesto su mano sobre las brasas de Escévola... a quien por firme y leal, el deber bronce daría; y quien el alma tenía fundida en bronce inmortal...

En León recibe por telegrama esa misma noche de la velada fúnebre la noticia de la muerte de su esposa, Rafaela Contreras, a consecuencia de una operación quirúrgica que le han practicado en San Salvador, y se entrega amargamente a la bebida por varios días, una de esas crisis alcohólicas que habrán de repetirse tanto a lo largo de su vida. Cuando despierta de su letargo, como en sueños ve que quien vela junto a su cama es su madre, Rosa Sarmiento, a la que tiene 20 años de no ver. Otra historia triste y desgraciada la de su madre, casada a fuerza de la conveniencia con Manuel García, un

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tendero rico pariente suyo, mucho mayor que ella, y al que dejará por fin para huir a Honduras con un estudiante de abogacía. Un tendero desobligado, una mujer vestida de luto que vigila el dolor de su viudez mientras espera que despierte; esos son sus padres. ¿Y la que será su segunda esposa? No tardará en encontrarla otra vez, antigua novia suya de adolescencia, cuando repuesto de aquella crisis viaja a Managua en busca del pago de sus sueldos atrasados. Rosario Murillo. Cree que la ha desterrado de su corazón, pero mientras va en coche desde la estación del ferrocarril a su alojamiento, al no más divisarla que asoma por la puerta de una casa donde está de visita, se baja del coche y corre en su busca. La garza morena de sus años adolescentes, vuelve a seducirlo. En la novela Oro de Mallorca, que apenas comenzó, lo que quería era confesar el peor desengaño sentimental de su vida: Rosario Murillo, una musa sórdida y poco letrada, ya no era virgen cuando se casaron. Un agravio imperdonable en una sociedad de horca y cuchillo. En esa novela escogió a un músico como protagonista de sí mismo, Benjamín Istaspes. Un pianista. Y en su piano Pleyel, que siempre permaneció bajó amenaza de embargos judiciales, se esforzaba en ensayar los estudios de Chopin. Oro de Mallorca transcurre en la isla de Mallorca, y si tiene algún valor es el autobiográfico. Istaspes (no es coincidencia que Istaspes fuera el padre del rey Darío de Persia), le cuenta a la parisiense Margarita, álter ego del mismo Rubén, y pretexto suyo para confesarse delante del lector bajo el tenue disfraz de Istaspes, la conspiración de que fue víctima cuando lo forzaron a casarse. Viudo a los 25 años, era “un buen partido”. Pero también un buen ingenuo. Era la época de Cuaresma en Nicaragua bajo los soles ardorosos, cuando se prenden los montes y suelen ocurrir los terremotos. Una tarde fue llevado por Rosario a una casa abandonada, al lado de la vía férrea frente al lago Xolotlán, a saber bajo qué promesas de deleites. Subieron a la segunda planta por una vieja escalera que crujía bajo sus pasos, y una vez dentro del aposento donde sólo había una cama de fierro y un aguamanil desportillado sobre un banco, de una pieza vecina, separada por un tabique, salió de pronto el hermano mayor de Rosario, Andrés Murillo, armado de un 24

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revólver, y detrás suyo, un cura de sotana enlutada, como un ave carroñera. En su despecho, el autor y protagonista de la novela se cuida de contar que aquella muchacha que así se ingeniaba para atrapar al incauto cisne, había sabido dar muestras de heroísmo a la temprana edad de once años, cuando en 1878 un espantoso aluvión se despeñó tronando desde las sierras sobre Managua. Se lanzó ella a la embravecida corriente que llenaba la calle frente a su casa, con la sola prudencia de quitarse los zapatos, para salvar a aquel hermano que ahora la ayudaba a obtener marido promisorio, y a quien el turbión en el que navegaban cadáveres, troncos de árboles y muebles, ya arrastraba sin misericordia; con lo que podría decirse que al poner la pistola en el pecho del candoroso poeta, no estaba sino devolviendo un viejo favor fraterno. El dolor del engaño atormentaba tanto a Rubén como el ridículo. La boda forzada se celebró esa misma tarde en casa de la novia, y ofició el mismo cura carroñero que había aparecido en escena en la casa abandonada. Fue padrino el meritísimo maestro cubano Fajardo Ortiz, inválido de las piernas, quien hubo de ser llevado cargado en un taburete a la ceremonia. El cura se había abrochado mal los botones de la sotana y le sobraba el último ojal. No cuenta esos detalles en su novela, lástima, porque los consideró demasiado graciosos para adornar una tragedia. Rubén confiesa en Oro de Mallorca, sin embargo, que sufrió la más terrible decepción de su vida la noche del estreno nupcial, al encontrar “el vaso poluto”. En la novela, Benjamín Istaspes lo cuenta así a Margarita la parisiense, quien es, además, escultora: —Perdone, amigo mío, —dijo Margarita, dejando aparecer la sonrisa y la mirada de la antigua “gamine” de la orilla izquierda… —el amor, por allá, debe ser un poco salvaje… —Como en todas partes, el amor físico, la posesión, es salvaje… la cultura no penetra en nuestros instintos, en nuestras herencias ancestrales. Pero yo amé puramente, y son esas ilusiones las que antaño elevaron mi espíritu de artista y mis ensueños nacientes. Había acariciado la visión de un paraíso. Su inocencia sentimental, aumentada con su concepción artística de la vida, se encontró de pronto

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con la más formidable de las desilusiones. El claro de luna, la romanza, el poema de sus logros, se convertía en algo que le dejaba el espíritu frío; y un desencanto incomparable ante la realidad de las cosas, le destrozó su castillo de impalpable cristal. Ello fue el encontrar el vaso de sus deseos poluto… ¡Ah, no quería entrar en suposiciones vergonzosas, en satisfacciones que la darían una explicación científica! La verdad le hablaba en su firme lenguaje: “el obex”, el obstáculo para su felicidad, surgía. Un detalle anatómico deshacía el edén soñado… la razón y la reflexión no pueden nada ante eso. Es el hecho, el hecho que grita. Su argumento no permite réplica alguna…

Conforme el argumento que la realidad escribía para él, Rubén supo luego, y eso tampoco está en Oro de Mallorca, que el amante de Rosario Murillo era el ex presidente Pedro Joaquín Chamorro, aquel que ocupaba la silla presidencial en Nicaragua cuando Martí llegó a Guatemala, y cuando Rubén deslumbraba por su genio de niño poeta a los diez años de edad. Y recordaba con rabia que en los tiempos de su primer noviazgo, estando enfermo el anciano estadista, y corriéndose por agónico, él mismo acompañaba a Rosario a visitarlo, y ella le daba las cucharadas de medicina en la boca, a guisa de ejemplar samaritana adolescente. “Cuando el Señor creó palomas, no debió haber creado gavilanes”, concluye diciendo en su poema Ananké, donde trata sobre la fatalidad de la creación. Distintas suertes sentimentales, es cierto, las del maestro y su alumno. Martí, años después, no evocaría en su célebre poema La niña de Guatemala a una mujer pérfida, sino, por el contrario, a la virgen inocente que sufrió un golpe fatal al ver regresar casado a su antiguo novio, y se lanzó a las aguas del río para ahogarse, para morir de amor, en la más pura tradición romántica que le dictaba la realidad. Martí no era el engañado, sino el engañador. Todos decían que la niña había muerto de frío; él sabía que había muerto de amor. Para mejor apreciar la textura de los dos desengaños, el de él en Oro de Mallorca, el de ella en La niña de Guatemala, oigamos ahora la música perfecta de estos versos:

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Ella, por volverlo a ver, salió a verlo al mirador; él volvió con su mujer, ella se murió de amor. Como de bronce candente, al beso de despedida, era su frente –¡la frente que más he amado en mi vida!... Se entró de tarde en el río, la sacó muerta el doctor; dicen que murió de frío, yo sé que murió de amor. Allí, en la bóveda helada, la pusieron en dos bancos: besé su mano afilada, besé sus zapatos blancos. Callado, al oscurecer, me llamó el enterrador; nunca más he vuelto a ver a la que murió de amor.

Sólo y decepcionado es que Darío parte en abril de 1893 de Panamá, donde recibe sus cartas patente de cónsul general de Colombia en Argentina. Se embarca hacia Nueva York, camino de París, para seguir luego a Buenos Aires. Ya esta en Nueva York. Ya está a punto de producirse aquel encuentro entre el maestro y el hijo, que nunca más volverá a repetirse. El maestro anda desde comienzos del año muy angustiado por la lucha de liberación de Cuba. En enero, Máximo Gómez ha sido nombrado jefe militar supremo de todos los hombres en armas, y en un mitin celebrado ese mismo mes en Hardman Hall, el Partido Revolucionario Cubano rechaza cualquier política autonomista, porque se trata de la independencia total o nada. Un poco más tarde Martí le ofrecerá a Maceo un puesto dirigente en el directorio del nuevo movimiento revolucionario, pero Maceo no le responde.

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La atmósfera está cargada de disensiones, de decires, de pugnas amargas, y lo peor viene cuando los hermanos Manuel y Ricardo Sartorio se lanzan a encabezar una insurrección en Purnio y Velasco, provincia de Holguín, de la que el Partido Revolucionario no sabe una palabra. Cuando la revuelta es sofocada por los españoles de manera sangrienta, Martí se haya viajando por la Florida, crecen los rumores en su contra, y empiezan a culparlo del fracaso. Desde antes de ese fracaso militar tiene que viajar a cualquier lugar de los Estados Unidos donde haya cubanos exiliados, a sofocar los ánimos adversos. Sale en febrero de Nueva York con gran cautela. Se va a Savannah, donde debía recibir a un comisionado que llega de Cuba, el general Julio Sanguilí, pero es avisado que lo espera más bien en Fernandina y hacia allá parte, permaneciendo varios días hospedado en el Hotel Florida mientras lo espera. Sigue para Tampa, donde es recibido por los miembros del Cuerpo de Consejo, con los que se reúne en la casa del general Carlos Roloff. Visita los talleres de Pons y de Martínez Ibor, donde habla con los obreros. Por la noche participa en una reunión extraordinaria en el Liceo Cubano, y allí pronuncia un discurso. Al concluir el encuentro, la multitud asistente lo acompaña hasta la estación del ferrocarril, para despedirlo. Toma luego una embarcación de regreso a Tampa. Se va después a Cayo Hueso. Habla ante los miembros del club de partidarios, vuelve a Tampa para visitar el club Ignacio Agramonte, y habla a los trabajadores de la fábrica de Martínez Ibor. A las cinco de la mañana parte hacia Ocala. Ahora está en Central Valley, Nueva York, donde don Tomás Estrada Palma tiene su colegio. Informa al partido, en Nueva York, del resultado de su viaje de propaganda. Sigue para Filadelfia y se hospeda en la casa de Marcos Morales, donde se reúne con numerosos visitantes, luego asiste a la sesión constitutiva del club femenino Hermanas de Martí y a la fundación de la Liga Cubano Americana de Filadelfia. Habla en un mitin de masas que concluye a medianoche. A las tres de la madrugada se encuentra en la estación de ferrocarril, para continuar el viaje. Pasa por Atlanta, camino a Nueva Orleans. Planea dirigirse hacia Costa Rica, pero la noticia del alzamiento de los hermanos Sartorio lo hace variar de planes.

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Está otra vez en Tampa. Participa en un gran mitin convocado por el Cuerpo de Consejo. Su pasión es la unidad, y no deja de referirse a la unidad, tan precaria, en su discurso. Al finalizar el acto, la multitud se organiza frente al Liceo y, precedida por la bandera de Cuba y por una banda de música, lo acompaña hasta el paradero del ferrocarril. Ahora está de nuevo en Cayo Hueso. En el club San Carlos lo esperan cientos de sus compatriotas. ¿A qué horas duerme? ¿A qué horas come? ¿A qué horas escribe? Son tantas sus cartas, sus artículos, sus prosas, sus versos, treinta tomos de escritos. Vuelve, agotado, desvelado, pero siempre febril, a Nueva York, donde ya ha llegado Rubén Darío. El encuentro, va a producirse por fin, y la fecha será la del 24 de mayo de 1893. Darío aparece en Nueva York, ajeno a la tormenta que se cierne sobre la cabeza de Martí, pero es entonces cuando va a conocerlo, tras tanto años de admirarlo y de quererlo, Martí que tanto ha escrito también sobre el destino de Nicaragua desde hace tanto tiempo, aunque nunca hubiera venido y lo siguiéramos esperando, preocupado por la construcción del canal interoceánico y por el daño irreparable que una obra semejante, si Nicaragua no toma el control, puede causar a su soberanía. Martí que ya sabe también que las raíces del mestizaje nicaragüense se hunde en El Güegüense, ese bailete popular que se representa en las calles al son de un tambor y una chirimía, y que tanto lo sedujo, como se muestran en escritos suyos. “Me hospedé en un hotel español, llamado el Hotel América”, cuenta Darío, “y de allí se esparció en la colonia hispanoamericana de la imperial ciudad la noticia de mi llegada. Fue el primero en visitarme un joven cubano, verboso y cordial, de tupidos cabellos negros, ojos vivos y penetrantes y trato caballeroso y comunicativo. Se llamaba Gonzalo de Quesada, y es hoy ministro de Cuba en Berlín... me dijo que la colonia cubana me preparaba un banquete que se verificaría en casa del famoso restaurateur Martín, y que el ‘Maestro’ deseaba verme cuanto antes. El maestro era José Martí, que se encontraba en esos momentos en lo más arduo de su labor revolucionaria”. Gonzalo de Quesada le dijo que Martí lo esperaba esa misma noche en Hardman Hall, el lugar donde el Partido Revolucionario celebraba habitualmente sus reuniones, y donde Martí tendría que 29

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enfrentarse todavía a los descontentos provocados por el fracaso de Holguín, en el que no tenía parte pero que a esas alturas, consideraba que alguna ventaja había rendido para la causa, al exacerbar la odiosa reacción de las autoridades coloniales españolas, y dejar en evidencia que no había conciliación posible, ni otra solución más que la independencia total. “Yo admiraba altamente el vigor general de aquel escritor único, a quien había conocido por aquellas formidables y líricas correspondencias que enviaba a diarios hispanoamericanos como La Opinión Nacional, de Caracas; El Partido Liberal, de México, y, sobre todo, La Nación, de Buenos Aires”, explica Darío. “Escribía una prosa profusa, llena de vitalidad y de color, de plasticidad y de música. Se transparentaba el cultivo de los clásicos españoles y el conocimiento de todas las literaturas antiguas y modernas; y, sobre todo, el espíritu de un alto y maravilloso poeta”. Una prosa profusa, llena de vitalidad y color, de plasticidad y de música, el espíritu de un alto y maravilloso poeta, Darío podría estar hablando de sí mismo cuando habla de Martí, porque en esa descripción está atrapando la esencia innovadora del modernismo, que es música, vitalidad, color, aventura, ruptura. Atreverse con el idioma, descoyuntar las viejas estructuras verbales, sacarle un brillo nuevo a las palabras, alterar la sintaxis, acarrear neologismos escogidos por su áurea resonancia, buscar los metros de las canciones populares y de la poesía simbolista francesa. Este parentesco tácito entre Martí y Darío estaba en el aire del cambio y la renovación necesarios a la lengua y era una empresa compartida que Darío podría llevar hasta el final. El hijo que cumpliría la obra trunca de un padre disperso en mil batallas, la de la poesía una de ellas, la del periodismo otra, la de corresponsal numeroso, pero sobre todo, la de la independencia de su patria, una hazaña tan llena de minuciosas agobiantes, de decepciones y de cuidados, porque hasta querían matarlo, como escribe a Serafín Sánchez en carta del 19 de enero de ese mismo año: “A Vd. puedo decirle que mi enfermedad de Tampa no fue natural, que el aviso expreso que recibí de antemano sobre el lugar, y casi sobre la persona, fue cierto, y que padezco aún las consecuencias de una maldad que se pudo detener a tiempo”. 30

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Pero al fin van a encontrarse. Darío relata que fue puntual a la cita y que temprano en la noche entraba en compañía de Gonzalo de Quesada por una de las puertas laterales de Hardman Hall. “Pasamos por un pasadizo sombrío; y de pronto, en un cuarto lleno de luz, me encontré entre los brazos de un hombre, pequeño de cuerpo, rostro de iluminado, voz dulce y dominadora al mismo tiempo, y que me decía esta única palabra: ¡Hijo!”. Le pidió Martí que se sentara con él en el estrado, en la mesa de la presidencia del acto, junto a la dirigencia del Partido Revolucionario. El tímido cisne, que se aterraba ante las multitudes, y que sufría con la idea de que fuera a pedírsele algún discurso o salutación. Si Martí era el orador por excelencia, él era el mudo por excelencia. Y se sintió aterrado, además, por el hecho mismo de su presencia allí: “¡Y yo pensaba lo que diría el gobierno colombiano de su cónsul general, sentado en público, en una mesa directiva revolucionaria antiespañola!”, confiesa años después, con humor, casi al filo de su muerte. Del predicado en que se hallaba Martí a consecuencia de los acontecimientos de Holguín, nos deja también su visión: “Martí tenía esa noche que defenderse. Había sido acusado; no tengo presente ya si de negligencia o precipitación en no sé cuál movimiento de invasión a Cuba. Es el caso que el núcleo de la colonia le era en aquellos momentos contrario; mas aquel orador sorprendente tenía recursos extraordinarios, y aprovechando mi presencia, simpática para los cubanos que conocían al poeta, hizo de mí una presentación ornada de las mejores galas de su estilo. Los aplausos vinieron entusiásticos, y él aprovechó el instante para sincerarse y defenderse de las sabidas acusaciones, y como ya tenía ganado al público, y como pronunció en aquella ocasión uno de los más hermosos discursos de su vida, el éxito fue completo, y aquel auditorio, antes hostil, le aclamó vibrante y prolongadamente”. Si alguna contribución prestó Darío a la causa de la independencia de Cuba, fue ésta, la de su presencia en aquel mitin de Hardman Hall esa noche del 24 de mayo de 1893, una presencia que Martí aprovechó para dar pie a su discurso crucial y terminar de despejar la animosidades de la colonia cubana en Nueva York, después que tras tanta fatiga de viajes había logrado aplacar las de otros tanto lugares en Estados Unidos.

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Salieron a la calle, cuenta Darío, ya Martí seguramente más relajado y contento de su éxito. “No bien habíamos andado algunos pasos cuando oí que alguien le llamaba: ‘¡Don José! ¡Don José!’ Era un negro obrero que se le acercaba humilde y cariñoso. ‘Aquí le traigo este recuerdito’ —le dijo, y le entregó una lapicera de plata—. ‘Vea usted —me observó Martí— el cariño de esos pobres negros cigarreros. Ellos se dan cuenta de lo que sufro y lucho por la libertad de nuestra pobre patria’”. He puesto íntegra esta escena del pobre cigarrero negro que le obsequia a Martí una lapicera de plata porque le dijo mucho a Darío para que no la olvidara nunca, y porque el gesto vale demasiado, si tomamos en cuenta, sobre todo, que precisamente en ese mes de mayo se había declarado una severa recesión económica en los Estados Unidos, provocando ya en el otoño el cierre de numerosas fábricas y tiendas. La industria del tabaco en el sur fue seriamente afectada y miles de trabajadores cubanos perdieron sus puestos, con lo que las contribuciones al Partido Revolucionario se hicieron cada vez más exiguas. Luego fueron a tomar el té a casa de una dama, a la que Darío juzga inteligente y afectuosa, que ayudaba a Martí en sus trabajos revolucionarios. “Allí escuché por largo tiempo su conversación. Nunca he encontrado, ni en Castelar mismo, un conversador tan admirable. Era armonioso y familiar, dotado de una prodigiosa memoria, y ágil y pronto para la cita, para la reminiscencia, para el dato, para la imagen. Pasé con él momentos inolvidables, luego me despedí. Él tenía que partir ese misma noche para Tampa, con el objeto de arreglar no sé que preciosas disposiciones de organización. No le volví a ver más”. No se volvieron a ver nunca más, ya dije. Un banquete en honor de Darío, que Martí iba a presidir, lo dejó en manos del general venezolano Nicanor Bolet Peraza, íntimo colaborador suyo. Darío partió el 7 de junio para Francia, en busca del París de sus sueños, donde nunca había estado y donde habría de conocer esa vez a Verlaine, apartado en una mesa del café D’Harcourt, envuelto en las brumas del hachís. “Un poeta americano que quiere conocerlo”, le diría Alejandro Sawa a Verlaine, llevando a Darío delante de su presencia. Darío intentaría una frase en su francés 32

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chapurreado, que terminaba en la palabra gloria. “La gloire!, la gloire…! Merde, merde encore...!”, contestaría Verlaine sin alzar la cabeza. Y eso fue todo. El 26 de mayo Martí partió para Tampa, y allí se embarcó para Santo Domingo, en busca de encontrarse de nuevo con Máximo Gómez. Tomó otro barco para Puerto Príncipe y de allí se fue a Costa Rica, para verse por primera vez con Maceo. Trataba de entenderse con los dos caudillos y que los dos caudillos se entendieran entre ellos. Volvería después para tratar de reconciliar a Maceo con Flor Combret. Tan cerca de Nicaragua, donde lo seguíamos esperando, porque estuvo en Nicoya. Luego, en julio de 1893, se embarcó hacia Panamá, en ruta de regreso a Nueva York. Casi al mismo tiempo, Darío se embarcaba en Francia con rumbo a Buenos Aires. Ya lo sabemos, nunca volverían a verse. Martí cae en Dos Ríos el 19 de mayo de 1895, al día siguiente de que nace en Niquinohomo Augusto C. Sandino, como si se tratara de un relevo en la historia. Cae Martí, porque se sube al caballo ya que el general Máximo Gómez lo ha dejado sin ningún papel militar en los combates que se están librando en contra de las tropas españolas, y se siente humillado. ¿Alguna vez han creído los caudillos en los intelectuales? Y Darío jamás habría de perdonárselo, nunca dejaría de lamentar esa muerte de aquel hombre que solo, acompañado nada más de un lugarteniente, fue blanco tan fácil de los fusiles enemigos cuando atravesaba un vado. Era un raro. En Los Raros Darío traza el retrato dolido de Martí, un retrato maestro, que retrata también la lucha de Cuba por su independencia, pero en el que no le otorga el perdón al intelectual caído, que nunca vistió uniforme militar: Y ahora, maestro y autor y amigo, perdona que te guardemos rencor los que te amábamos y admirábamos, por haber ido a exponer y a perder el tesoro de tu talento. Ya sabrá el mundo lo que tú eras, pues la justicia de Dios es infinita y señala a cada cual su legítima gloria. Martínez Campos, que ha ordenado exponer tu cadáver, sigue leyendo sus dos autores preferidos: Cervantes y Ohnet. Cuba quizás tarde en cumplir contigo como se debe. La juventud americana te saluda y te llora; pero ¡oh maestro!, ¿qué has hecho?

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Y paréceme que con aquella voz suya, amable y bondadosa, me reprende, adorador como fue hasta la muerte del ídolo luminoso y terrible de la patria, y me habla del sueño en que viera a los héroes: las manos, de piedra; los ojos de piedra; los labios, de piedra; las barbas, de piedra; la espada, de piedra...

El hijo y su padre. El maestro y su alumno. La noche aquella en Hardman Hall, la del único y último abrazo. El abrazo que todavía no termina. Managua, enero de 2003.

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En el rincón de un quicio oscuro

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na tarde de diciembre de 1896, en la casa de su hermana Ignacia, calle de las Vendederas en Huelva, Juan Ramón Jiménez leía, embargado por la novedad, unos poemas de Rubén Darío que habían aparecido en La Nueva Ilustración de Barcelona. Un reventar de cohetes, un repicar de campanas, gritos, y las notas de la marcha de Cádiz que tocaba una banda lo hicieron salir al balcón, y vio que las calles estaban llenas de gente porque pueblo y autoridades celebraban la muerte de José Antonio Maceo al grito entusiasta de ¡mueran los mambises! Se quedó acongojado contemplando aquella celebración que presidían los curas y los militares, en la mano el número de la revista. Y, triste, como si el muerto fuera Darío y la celebración contra Darío, pensó en América y en la Cuba de los cromos de las cajas de tabaco, con sus paisajes románticos de palmas airosas, y superpuso en su mente el rostro de Maceo, que adornaba las cajas de chocolate, al de Darío que lo miraba desde la portada de la revista. Por las calles y plazas en toda España se festejaba en grandes algaradas la caída de Maceo, que se tomaba como anuncio del triunfo inminente de la guerra en Cuba. El general Weyler, que había inventado desde entonces la reconcentración de campesinos en aldeas estratégicas, lo había cazado con su ardid de partir la isla en cuatro con fosos rellenos de dinamita y alambre de púas que los focos eléctricos iluminaban en las noches.

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La guerra de Cuba era una guerra perdida desde muchos años atrás, y España no lo sabía, o pretendía ignorarlo, y todavía ignoraba mucho más a manos de quién iba a perderla. Los dos rostros, Maceo y Darío, el uno negro, el otro mestizo, representaban la imaginería exótica de un continente del que sólo Cuba y Puerto Rico quedaban ya como parte del viejo imperio; un rezago. Desde Céspedes, Cuba peleaba otra vez su guerra de independencia, la seguía peleando tras la caída de Martí en Dos Ríos, en mayo del año anterior, y no iba a dejar de pelearla tras la muerte de Maceo. Para España, era la última de sus guerras coloniales. Para Estados Unidos, sería la primera de la construcción de su imperio. Ramiro de Maeztu, uno de los intelectuales de la generación del 98, sabía ya que la guerra en Cuba era una guerra en contra de los tiempos, como lo sabía Darío. Maeztu se había ganado la vida en Cuba —una colonia más rica que la propia península— recitando a Ibsen, a Marx y Schopenhauer a los cigarreros de una fábrica de tabaco, un oficio exótico, como aquellos rostros de cromos y portadas. También ya para entonces eran exóticos los indianos que regresaban ricos a España, y se segregaban en barrios nuevos, como recuerda Clarín en La Regenta. La idea de América misma, lejana a los ardides hispanistas de la Restauración, era exótica. Aquel sentimiento triunfal, que llegó a convertirse en delirio, ya no cesaría ni cuando Estados Unidos entró en la guerra menos de dos años después, y los acontecimientos fueron demasiado vertiginosos para que el público de los cafés y las corridas entendiera que se trataba, desde el principio, de una guerra perdida. Por diez céntimos los niños podían volar el Maine en una postal untada con una pequeña dotación de fósforo, y el ardor patriótico alcanzaba para atizar campañas en contra del consumo de la Emulsión de Scott, por ser producto yanqui. Un enemigo lejano y más bien risible, zaherido en las zarzuelas. “¿Cómo va a tener miedo de los marranos el país de las corridas de toros?”, se decía en las crónicas taurinas. Y la imagen del yanqui fue la del cerdo, rudo, vulgar y mantecoso. Una lucha ya inadvertidamente desigual entre el león rampante y el cerdo productor de montañas de tocino al que Darío, desde Buenos Aires, aborrecía como enemigo de la sangre latina. En mayo de 1898, cuando tras la 36

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batalla de Cavite, que significó la pérdida de Filipinas, era inminente la derrota en Cuba, escribía desde Buenos Aires: Y los he visto a esos yankees, en sus abrumadoras ciudades de hierro y piedra... parecíame sentir la opresión de una montaña, sentía respirar en un país de cíclopes, comedores de carne cruda, herreros bestiales, habitadores de casas mastodontes. Colorados, pesados, groseros, van por sus calles empujándose y rozándose animadamente a la caza del dollar. El ideal de esos calibanes está circunscrito a la bolsa y la fábrica...

Ésta era una visión del bárbaro que también se alentaba en España en esos días, en los periódicos, los sermones y los discursos, pero una visión que no trasladaba a la opinión pública la advertencia de que eran bárbaros ya poderosos, preparándose para iniciar su expansión en el mundo, dueños de los nuevos avances tecnológicos. Y la imagen contrapuesta del viejo y noble poderío español, arraigado en la propaganda de los regímenes de la Restauración, iba a servir de muy poco. Darío, desde el otro lado del Atlántico, muy partidario de España, bien sentía, a la par que una fuga de americanos potros, el estertor postrero de un caduco león. En las tres décadas finales del siglo XIX los Estados Unidos habían multiplicado sus índices de producción en hierro, carbón y acero, ya mayor que la de Inglaterra y Francia a la vez; tenían, además, las fuentes del petróleo en su propio territorio, y dos veces más kilómetros construidos de ferrocarril que toda Europa en su conjunto. Su producción de cereales era diez veces mayor que las de Alemania y Francia. No eran todavía la primera potencia naval, pero comenzarían a serlo después de destrozar la flota española en Filipinas y Santiago de Cuba. La era de las cañoneras, bajo McKinley, estaba por abrirse. Y pronto empezarían los sufrimientos del caribe exótico, de donde Darío venía, que se verían ocupados militarmente a partir de entonces por la infantería de Marina: Haití, México, Honduras, Nicaragua. Y así como McKinley había ocupado Cuba y Puerto Rico bajo un nuevo régimen colonial, Roosevelt segregaría Panamá del territorio de Colombia para construir el canal interoceánico. 37

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Darío siempre había tomado partido del lado de Cuba en su guerra de independencia, aunque hubiera lamentado como un sacrificio inútil la muerte de Martí: “¡Oh, maestro! ¿Qué has hecho?”, le preguntaba en un artículo recogido en Los Raros. Martí, a quien había conocido en Nueva York en 1893, invitado por él a un mitin patriótico en Hardman Hall, lo llamó entonces, hijo. Y desde entonces, Darío sabía lo que aquellos “búfalos de dientes de plata” representaban para América: “Behemot es gigantesco pero no he de sacrificarme por mi propia voluntad bajo sus patas”. Derrotada España, y sacrificada Cuba, Darío volvía por España, y volvía a España, donde sólo había estado una vez, con motivo de las fiestas del cuarto centenario del descubrimiento, en 1892, como parte de la delegación de Nicaragua, que sólo constaba de dos personas. Tenía veintidós años entonces, pero ya había publicado Azul, al que Valera dedicó una de sus Cartas Americanas; y en el salón de doña Emilia Pardo Bazán, y en otros cenáculos, pudo conocer entonces a toda la ancianidad intelectual de España, al propio Valera, a Núñez de Arce, a Zorrilla, a Campoamor y a Menéndez y Pelayo, que vivía en el Hotel de las Cuatro Naciones, donde Darío se hospedaba; como preámbulo, ausente el anciano en Santander, un mozo le había abierto en secreto la puerta del apartamento para dejarlo husmear entre sus libros y papeles, y advirtió las sábanas manchadas de tinta. Nunca escapó a su percepción que aquella vieja generación intelectual moría ya, cada uno de sus próceres coronados por turnos en fiestas parnasianas, con lauros de utilería. La nueva generación estaba por venir, y vendría en la circunstancia de la derrota. Un día de finales de noviembre de 1898 se apareció en la redacción de La Nación en Buenos Aires, para averiguar si no había en ciernes la muerte de algún personaje célebre. Las notas fúnebres se las encargaban por adelantado —un croquetmort, como se llama él mismo— pero sólo se las pagaban cuando el deceso se consumaba, y ya algunos, como Mark Twain, le habían jugado la mala pasada de no morirse. Ese año, fructífero en necrologías, le había tocado escribir las de Mallarmé y Puvis de Chavanne. Se encontró, en cambio, con que necesitaban de urgencia a alguien que fuera a España para informar sobre las consecuencias de 38

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la debacle, y él se ofreció voluntario. Iba a cumplir treinta y dos años. Después de Azul ya había publicado Los Raros en 1896, y Prosas Profanas en 1897, y Juan Ramón Jiménez, el poeta adolescente que lo leía en un balcón en Huelva mientras abajo celebraban la muerte de Maceo, iría en su busca luego a Madrid, y formaría parte de la pléyade de los modernistas que nacería con Darío, y con el fin del imperio colonial: Valle-Inclán, Azorín, Benavente, Baroja, Pérez de Ayala, Villaespesa, los Machado. “Esparcí entre la juventud los principios de libertad individual y personalismo estético que había sido la base de nuestra vida nueva en el pensamiento y el arte de escribir. Y la juventud vibrante me siguió”, diría él mismo. De aquel viaje —y ya no volvería más a Buenos Aires, sino de paso— resultó España contemporánea, que contiene los despachos de más de un año para La Nación, y que vistos en su conjunto resultan una crónica lúcida —verdaderamente contemporánea hoy día— de la vida española del fin del siglo XIX, en momentos de pesimismo e incertidumbre. Una España “amputada, doliente, vencida”, abatida de decadencia, los ancianos poetas y oradores esperando turno de ser embalsamados, las exposiciones pictóricas aturdidas de color local, el teatro sin lustre que sólo saca chispas en los corrales, los periódicos de servidumbre política, las editoriales de catálogos pobres y las librerías lejos de las novedades europeas, y más lejos aún de las americanas. Y pudo ver a realce los colores de la España honda, la vieja España negra tan de Goya y tan socorrida —ya había en su memoria otra Juana la Loca, la viuda de Cánovas del Castillo, que se había encerrado en vida después del asesinato de su marido—, la España de los supliciados de Semana Santa y la reina regente, con fama de avara, lavando los pies de los mendigos en una ceremonia palaciega y los nobles sirviéndoles la comida, como en una toma negra de Buñuel; la España popular de los toreros, el Guerra, Algabeño y Machaquito, y el entierro de la sardina en la Cuaresma de carnavales, ya la gente olvidándose de la derrota mientras Madrid iba llenándose de más mendigos inválidos de guerra, los repatriados de Cuba y Filipinas recibidos con charanga y alboroto mientras estallaban los motines reprimidos a tiros, toda la España siempre negra de los esperpentos de Valle-Inclán que en Luces de 39

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bohemia agregaría a otros dos —él mismo y Darío— de paseo, bastón en mano, entre las tumbas de un cementerio. Lo que conmovía más a España, desbastada por la derrota, tal como lo percibió Darío desde su arribo a Barcelona a finales de 1898, era el sentimiento, en el fin de siglo, del fin de todo un poderío gestado cuatro siglos atrás con el descubrimiento y que venía perdiendo impulso desde siempre, una piedra que había empezado a rodar ya desmoronándose, las semillas de su propia destrucción en su cauda incandescente desde la derrota de la Armada Invencible cuando Cervantes manco requisaba vituallas en las provincias, hasta el reinado de esperpentos de Carlos IV cuando Goya pintaba a Godoy cebado en los establos reales, un imperio que había terminado, realmente, con las guerras de independencia del primer cuarto de siglo en América, tras la invasión napoleónica. Cuba, Puerto Rico y las Filipinas, no eran sino las últimas pertenencias del reino venido a menos. Una cauda ya macilenta que no se apagaba con la debacle de 1898, y que arrastraría todavía, por años, más allá del fin de siglo, el peso muerto de la Restauración. Darío regresaba a España con el encargo de ver a España como periodista, bajo la influencia de ideas que siendo contradictorias, son recurrentes, no sólo en España contemporánea, sino en otros escritos suyos, y aun en sus mejores poemas de esa época, y que la debacle contribuyó a aguzar. Recurrentes, pero no homogéneos. Darío no tenía ideas ni homogéneas ni invariables, más que las obsesivas de la vida y la muerte; y advertía que si en sus cantos había política, es porque la política era universal. Y viendo ya de cerca a España en España, sentado entre los jóvenes que le rodeaban, se encontraba con visiones diversas, y también contradictorias; desde los desparpajos anarquistas de Valle-Inclán, a las tesis regeneracionistas de Maeztu, a Baroja, que creía en las viejas hidalguías castellanas y a Unamuno, que quería enterrarlas. Y en su visión de la España contemporánea, Darío es precisamente atractivo por contradictorio, y porque, además, la realidad lo contradice, a su vez, muchas veces. En su selva plena de armonía los ruidos del mundo no siempre entraban tal como eran. Traía a vender una Argentina donde al fin se había realizado el ideal expuesto por Sarmiento en Facundo, civilización triunfante 40

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contra barbarie. Tras seis años de vivir en Buenos Aires, primero como cónsul de Colombia, y después como redactor de La Nación, Darío habla como argentino, y su idea americana es argentina. Buenos Aires es la metrópoli universal, cosmopolita, el crisol de razas, contrapunto de Nueva York. Madrid, siempre provinciano, no. Argentina es el país de la aurora, abierto a las nutridas migraciones europeas —uno de los grandes ideales del positivismo copiado en América—, que atasca sus graneros, exporta barco tras barco de carne congelada, levanta enjambres de fábricas, y hace crecer una masa obrera pujante, un espejo que multiplica a Bilbao y Barcelona, nada más, pero que deja fuera de sus reflejos a la España feudal y rural de los caciques. Y Darío, con cifras en la mano, recomienda que España debería hacer otro tanto, modernizarse, transformar el régimen del campo, introducir la ganadería en Andalucía, abrirse al comercio internacional, desarrollar la industria. Ser, en fin de cuentas, como Argentina. En el Canto a la Argentina, un largo poema escrito en 1910 con motivo de las fiestas del centenario de Buenos Aires, Darío canta las glorias de esa tierra de promisión y granero del orbe, sus montañas de simientes, sus hecatombes bovinas, y llama los pueblos extraños a que vengan a comer el pan de su harina, un país abierto, tolerante, y en paz, según el guión de Sarmiento en Facundo. Ensalza puntualmente las corrientes migratorias, una estrofa para cada una —rusos, judíos, italianos, suizos, franceses, españoles— que han encontrado allá su tierra prometida, y propone crear la otra España, la moderna, en suelo de Argentina, con todos los inmigrantes andaluces, asturianos, vascos, castellanos, catalanes, levantinos que siguen llegando en los barcos: ...que heredasteis los inmortales fuegos de hogares latinos; iberos de la península que las huellas del paso de Hércules visteis en el suelo natal: ¡he aquí la fragante campaña en donde crear otra España en la Argentina universal!

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No dejaba de ser un espejismo el desarrollo interno y la prosperidad argentina, como lo fue bajo Perón, y como aún lo sigue siendo un siglo después. Argentina exportaba —en barcos británicos— carne congelada y cereales, pero el régimen de propiedad seguía siendo atrozmente feudal, de explotación inicua de los trabajadores campesinos; y, para colmo, la expansión del comercio exterior estaba en manos de Inglaterra, para entonces la mayor potencia colonial del mundo. Inglaterra, que además de los barcos, era dueña de los ferrocarriles, los frigoríficos, las fábricas de conservas, el gas, los tranvías, la banca y los seguros, y le vendía a Argentina las manufacturas. El ingreso de Argentina en los mercados internacionales no significaba industrialización real, ni desarrollo hacia adentro, como el que impulsaban en Estados Unidos “los estupendos gorilas colorados”, lanzándose hacia el oeste con los ferrocarriles y abriendo a la agricultura mecanizada nuevos campos, sino una alianza entre el capital oligárquico y los capitales ingleses. Argentina no era, realmente, el otro polo de desarrollo en el continente americano, como contaba, y cantaba, Darío, aunque lo parecía, y aunque tenía más pujanza que España empobrecida. Buenos Aires era, de verdad, una gran urbe. Precisamente, la política de los gobiernos liberales posteriores a la dictadura de Rosas —el de Bartolomé Mitre, propietario de La Nación el primero— había consistido en convertir a Buenos Aires en eje de atracción e impulso, y era ya la metrópoli macrocéfala, típica de la posterior configuración urbana de América Latina, tan engañosa para medir el desarrollo. La Nación, uno de los diarios más grandes del mundo, tenía lectores suficientes para enviar a Europa un corresponsal como Darío con tarjeta de presentación en cartulina de lino, un verdadero embajador. Ningún diario de Madrid, con tiradas mucho más modestas, podía pagarse entonces ese lujo. Mitre puso desde el principio a su periódico del lado de España en la guerra contra los Estados Unidos. Electo en 1862, tras la caída de Rosas, había gobernado con el apoyo de la burguesía porteña más moderna. Para él, partidario de una Argentina unitaria y de cabeza fuerte como debía serlo Buenos Aires, seguía válido el ideal de civilización y progreso que Sarmiento —presidente en el período siguiente al suyo— había planteado en Facundo. 42

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Facundo no era un mito. Juan Facundo Quiroga, caudillo sanguinario de La Rioja, había mandado a Sarmiento al exilio. La Argentina bárbara de los años posteriores a la independencia se encarnaba en su figura, con todo lo que representaba de brutalidad y atraso; ayudó a poner a Rosas en el poder, y Rosas había sido eficaz en su política de tierra arrasada entre los indios para asegurar el dominio de los latifundistas en las pampas. Rosas centralizó el poder en sí mismo, y unificó la Argentina, bajo su puño, desarrollando el agro sin que la tierra se quitara de manos de los terratenientes, y amplió el comercio exterior. Era la modernidad arcaica del caudillo. Pero el ideal civilizador propuesto en Facundo también era un mito americano, de inspiración europea. Sarmiento admiraba a James Fenimore Cooper en su visión de El último mohicano, donde, a fuerza, del choque de dos razas una debía resultar triunfante. Civilización, otra vez, contra barbarie. El progreso pasaba necesariamente por esta dilucidación; y la raza vencedora del salvaje era europea, ni siquiera mestiza. Lo que resultó fue que en Argentina, como en toda la América Latina bajo los gobiernos liberales, nuevos terratenientes —muchos de ellos mestizos disfrazados de europeos— pasaron a señorear la economía agraria, y la forma de dominio fue siempre feudal. Darío comparte muchas veces este ideal de civilización americana, que llega a emparentarse con el darwinismo social, extremo del positivismo europeo, tan de moda en la época pero ya al fin de siglo sujeto a revisión, como estaba ocurriendo dentro de España entre los jóvenes de la generación del 98. El progreso ya no sería inevitable, ni sólo sobrevivirían los más fuertes. La razón se había vuelto diabólica. Es Unamuno el que señala la pérdida absoluta de fe en la razón humana, base del Iluminismo, y la necesaria vuelta a la fe en el hombre, que es más que razón, como en tiempos del Renacimiento. Y Darío, el positivista americano, es el que más creía, a la vez, en su propuesta literaria, en la necesidad del regreso a los abismos de la psiquis individual, sensaciones más que razones. La esencia del modernismo dariano es el artista capaz de mirarse a sí mismo: “¿tu corazón las voces ocultas interpreta?”, interroga Darío a Juan Ramón Jiménez, planteándole los requisitos para 43

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ser poeta. Libertad en el arte y personalismo estético. Y no pocos de los escritores que desde sus obras liquidaban cuentas con el positivismo en el final del siglo —Ibsen, Dostoievski, Tolstoi— estaban entre sus raros de Los Raros. Pero más allá de estas dilucidaciones, el mundo se estaba repartiendo entre las potencias, a finales del siglo XIX, en base a un darwinismo aún más feroz, el darwinismo geopolítico, un reparto del que España había sido excluida por quienes ahora dominaban la tecnología de punta, transporte, comunicaciones, armamentos. Lord Salibsury hablaba en mayo de 1898 de “naciones moribundas” que no debían estorbar la misión civilizadora de las grandes potencias en África, Asia y América. Es a esa España moribunda desde hace siglos, que ha arrastrado en su cauda las semillas de su propia decadencia, a la que ahora hay que culpar, la raza “atrasada, imaginativa, y presuntuosa, perezosa e improvisadora, incapaz para todo” de que habla Joaquín Costa, y que según Maeztu sólo será regenerada si llega a ser un día vasca o catalana. Es decir, que trabaje para ser moderna. Darío, también está de acuerdo. Pero a la vez exalta a la otra España, la de Goya, la de Cervantes, la de Quevedo, que lo asalta con sus legiones de mendigos desde que baja en la estación ferroviaria, y que encuentra viva en sus chulos, en su manolas, mozos de cordel, cocheros, carreteros y desocupados desde que se asoma a la Puerta del Sol donde por toda novedad moderna circula un tranvía eléctrico. Con la derrota, Darío ampara todo un concepto de España de siempre, que tiene un vago arraigo lírico en la propuesta restauradora de contrarreforma y reconquista, pero en contra punto a la advenediza pretensión imperial de Estados Unidos, bárbara y arrogante, y la extiende al concepto de América española —un eco también del hispanismo restaurador—. Reconstruir las glorias de España, en España y en todo ese universo descuadernado del viejo imperio americano, de panteras condecoradas y licenciados venales y presuntuosos, no es ya más sino un sueño necio. Y también lo sabe. En Cantos de vida y esperanza, su libro más trascendental, están sus mejores poemas españoles, que son poemas de esperanza forzada, traspasados por la conmoción. En Salutación del optimista hay mil cachorros sueltos del león español, pero en Los Cisnes sólo 44

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se escucha el estertor postrero de ese león caduco. Ha llegado la era del cerdo que coloca en cada puerto del Caribe sus acorazados: ¿seremos entregados a los bárbaros fieros? tantos millones de hombres hablaremos inglés? ¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros? ¿Callaremos ahora para llorar después?

El cisne, es el ave heráldica del modernismo. Es el ideal del arte, el de la poesía, la belleza, y a la vez el único símbolo que ahora puede oponerse a los bárbaros fieros que conquistan el mundo. Es en sus alas que Darío quiere dejar escrita su protesta, al menos. Y pone su fe inútil en la nobleza antigua de los bravos caballeros, el primero de ellos don Quijote. Un cuento suyo, D. Q., que, si se publicó en Buenos Aires en el almanaque Peuser de 1899, debió haber sido escrito en Madrid en 1898, revela la magnitud de esa fe: el abanderado de la tropa acantonada en Santiago de Cuba, un enjuto manchego ya maduro en edad y de poco hablar, al que apenas se conoce por sus iniciales D. Q., se arroja al vacío cuando se recibe la orden de rendición ante los yanquis; “y todavía, de lo negro del abismo, devolvieron las rocas un ruido metálico, como de una armadura”. Dejar constancia, por lo menos. En las crónicas de la conquista, delante de los soldados españoles peleaba Santiago a caballo contra los indios, como había peleado contra los moros, matando él solo muchos cientos. Ahora, este otro caballero de armadura —rey de los hidalgos, señores de los tristes— no tiene ya otro recurso que despeñarse frente a la ignominia de la derrota. Para quienes como Azorín y Baroja creían en la moral del hidalgo castellano, don Quijote la encarnaba como ningún otro, aun en la derrota; para Unamuno, igual que para Maeztu, representaba más bien la decadencia, una rémora espiritual, y material, que seguía haciendo arcaica a España. El futuro, para Maeztu, estaba en algo muy parecido a la formidable maquinaria del progreso yanqui, que había visto trepidar en Nueva York, como la había visto Darío, y no en el páramo manchego. Y como, de todos modos, creía Darío que debía ocurrir en España, si ya creía que estaba ocurriendo en 45

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Argentina. El progreso, para Maeztu, no estaba en los campos desolados de la España rural, sino en las ciudades iluminadas; las mismas ciudades feéricas que Darío adoraba —fulgor, velocidad— iconos del modernismo. “Este país de obispos gordos, de generales tontos, de políticos usureros, enredadores y analfabetos, no quiere verse en esas yermas llanuras sin árboles, de suelo arenoso, en el que apenas si se destacan cabañas de barro, donde viven vida animal doce millones de gusanos, que doblan el cuerpo, al surcar la tierra con aquel arado, que importaron los árabes al conquistar Iberia”, dice Maeztu en Hacia otra España, y Darío le da la razón, y lo saluda entonces como “un vasco bravísimo y fuerte”. Había también algo muy importante que dilucidar, y en lo que Darío y el modernismo fueron claves. El anquilosamiento de la lengua era una expresión de la rémora de transformación social que la restauración seguía imponiendo. Las rigideces de la vieja gramática y el purismo castizo eran la parálisis de la sociedad también, una expresión del ideal reaccionario de la vieja España hispanista, la España eterna que Darío añoraba, pero a la que ayudaría a enterrar con la revolución modernista en la lengua. Y en la aventura de cambiar la lengua, unos y otros, cualquier que fuese su camino —Valle-Inclán iconoclasta, Machado después republicano, Maeztu por último falangista— sí que estaban de acuerdo. Y junto con la propuesta de modernidad de la literatura —que por una graciosa paradoja se le llamó a veces decadente— Darío traía entonces a España algo más importante que su visión positivista: unas señales de identidad compartida. A la hora de la debacle él devolvió a España, en la renovación de la lengua común, la prueba de que España era parte de la cultura americana, una cultura mestiza de pluma debajo del sombrero, capaz de crear un idioma nuevo que regresaba a la península con Darío. Aquel era, en momentos de crisis pero también de búsqueda, un viaje de regreso que encarnaba una gran ruptura y una gran invención después de la cual ya nada sería lo mismo en la lengua. Así lo había advertido Clarín: “el poeta nicaragüense ha de traer cola y dejar huella, para unos beneficiosa y para otros funesta”.

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La piedra que venía rodando desde siglos no se había detenido en 1898 a la hora de la debacle, y el régimen sepulcral de la restauración sobrevivió todavía muchos años. Pero la corriente de cambio ya se había establecido. Darío, metido siempre dentro de su España contemporánea como periodista, como embajador de uniforme alquilado, como literato, estuvo siempre allí, en las tertulias de los cafés y las librerías, en las redacciones de los periódicos, en los cenáculos, en la inquerida bohemia, y en su propia soledad, en su pobreza y sus desamparos, hasta la cercanía misma de su muerte. Juan Ramón Jiménez lo dejaba, con repugnancia y tristeza, cuando llegaba la hora en que empezaba a beber lo que en crudo eufemismo de dipsómano él llamaba su “veneno”, y sólo ya enterrado en Nicaragua recordaría Unamuno que había tratado tan injustamente a aquel a quien se le veía la pluma debajo del sombrero. Y él, quizás borracho, lloraría a Castelar que había muerto enseñándole latín a su loro. Era la España contemporánea suya y seguiría siendo la España negra de Goya, Valle-Inclán y Buñuel juntos, y otra vez la suya. Aun en la Semana Trágica de 1909, cuando la piedra aún no terminaba de rodar, un carbonero alzado en las barricadas en Barcelona sería fusilado por haber bailado con el cadáver de una monja, otro aguafuerte de la serie infinita en aquel año de turbulencias en que tuvo que cerrar la misión de Nicaragua en la calle de Serrano después de verse forzado a vender su piano, porque nadie en Managua se acordaba de pagarle sus sueldos de embajador y no tenía ni para el coche. En Barcelona se embarcó para ya nunca más volver, un 25 de octubre de 1915, gracias a un pasaje que le había regalado el marqués de Comillas, ya cuando arreciaban los vientos de la Primera Guerra Mundial. Pobre y enfermo, custodiado por malandrines, ya a bordo de su camarote del Antonio López se despedía llorando, una despedida de toda la noche, de su hijo de pocos años y de su mujer, la campesina de Navalsauz que había conocido en el parque de la Casa de Campo en 1899 mientras paseaba con Valle-Inclán y ella le daba de comer a los cisnes del estanque —otro paseo entre cisnes, como aquel entre tumbas—. Francisca Sánchez, “la princesa Paca”, criada entre cabras en la sierra de Gredos, la que olía a cebolla, no la princesa de Éboli de sus tardes de Aranjuez. 47

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El último de sus poemas españoles será un poema negro, y de los más hondos suyos, ése que relata una peregrinación fantasmagórica a Compostela en compañía de Valle-Inclán —el propio marqués de Bradomín—, todavía un paseo final. Y Valle-Inclán, en Luces de bohemia, hace que el personaje Rubén Darío recite, entre esperpentos, la última estrofa de ese poema desolado, un infinito juego de espejos oscuros entre los dos: ...la ruta tenía su fin y dividimos un pan duro en el rincón de un quicio oscuro con el Marqués de Bradomín.

Managua, abril de 1998.

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Primeras letras con Borges

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i primer encuentro con Borges tuvo lugar en San José de Costa Rica en una tarde de octubre de 1964. Fue un encuentro sin presentimientos, como ocurre siempre en el infinito juego de azares y certidumbres imprevistas que es la existencia, según él mismo habría de enseñarme. Vas a encontrarte mientras caminas por aquella Avenida Central con un escritor clave en tu existencia y no lo sospechas. Yo estaba apenas llegado para entonces a San José, en la meseta central brumosa donde siempre lloviznaba y los contrafuertes de los montes cercanos eran siempre grises, un paisaje manso al que no terminaba de acostumbrarme viniendo como venía de un país donde siempre sobra el sol que sollama la arena negra de los volcanes y enciende en deslumbres calinosos el mar siempre cercano, un país donde llueve a ramalazos cuando llueve, y no aquella pelusa difusa fría y persistente que goteaba sobre la seda funeral de mi inmenso paraguas recién comprado. Y así me detuve frente a las vitrinas de la Librería Lehmann, que solía exhibir sus novedades acomodadas sobre un lienzo de seda recogido en pliegues, como si se tratara de estuches de joyas o frascos de perfume. Entonces, como todo es obra del azar, y de los espejos, estaban allí esperándome las tapas grises de Ficciones, y las de su Obra Poética, ediciones en rústica de las obras completas de Borges que para entonces comenzaba a publicar la Editorial Losada, y con las que me inicié en su universo. Borges del otro lado de la vitrina mojada y yo mirándome en ella y en sus libros como

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en el espejo que prefija la continuidad de los encuentros hasta el infinito. De vuelta en mi casa, recuerdo, puse mi firma en las portadillas, y la fecha, un hábito escolar de herrar los libros al entrar en posesión de ellos, que he perdido, pero que me sirve ahora, al volver a esos dos ejemplares tantas veces manoseados, y anotados, para comprobar cuándo fue realmente que empezó Borges a ser mi maestro de primeras letras. Fue para ese mismo tiempo que descubrí también a Juan Rulfo, dicho sea de paso, Pedro Páramo en la edición de tapas duras de Letras Mexicanas del FCE. Y pronto me encontraría, en la misma vitrina, con las tapas negras de Rayuela. Es curioso. Mis lecturas de Cortázar —dejo de un lado Rayuela y me refiero a sus cuentos de Bestiario, Las armas secretas y Final de juego— ocurrieron al mismo tiempo que mis lecturas de Borges, de modo que en mi proceso de aprendizaje les di a los dos una condición contemporánea que no tenían, pero que venía de sus parentescos literarios, y de la herencia borgiana confesada por Cortázar. Y cada vez que vuelvo a leer un cuento maestro como Casa tomada, o Las armas secretas (“abrir una lata de sardinas es abrir al infinito la misma lata de sardinas”), pienso en Borges tras el oído de Cortázar, o saliendo de su cabeza, como alguna vez debo haberlo visto en el dibujo de una vieja revista argentina, en el que Borges salía, a su vez, de la cabeza de Kafka. En apariencia, quizás no haya nada tan lejano al mundo de Borges que el mundo del Caribe, de donde yo vengo, y de donde venía cuando me encontré la primera vez con él bajo una llovizna centroamericana que no era propiamente del Caribe; entonces, para un aprendiz de escritor recién graduado de abogado, ir de Nicaragua a Costa Rica era como atravesar el mundo; ya no digamos la distancia que en todos los sentidos mediaba entre Managua y Buenos Aires, de donde llegaban en mi infancia, sin embargo, los textos escolares, Billiken y El Peneca. Pero fue el mismo Borges quien alguna vez estableció esas conexiones invisibles para muchos, cuando recuerda a “el moreno que asesinó a Martín Fierro, la deplorable rumba El Manisero (juicio que prueba que conocía otras rumbas que lo seducían), el napoleonismo arrestado y encalabozado de Toussaint Louverture, la 50

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cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las cabras degolladas por el machete del papaloi, la habanera madre del tango, el candombe…” (“El espantoso redentor Lazarus Morell”, Historia universal de la infamia). El Caribe, que tiene mucho que ver con el sur de Borges, porque son parcelas distantes de un mismo territorio arcaico. Recabarren, el patrón de la pulpería que tendido en el camastro va a presenciar pronto un duelo (“El Fin”, Ficciones), o Juan Dalhmann, que empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura a que lo maten (“Sur”, Ficciones), también eran historias de la Nicaragua rural y ganadera; de modo que Borges porteño, jamás me pudo ser ajeno, aunque también me fascinara el otro, el de las construcciones imaginativas que le ganaron la fama de escritor fantástico. A partir de mi lectura inicial de Borges, y las muchas que hice de él desde entonces, encontré en sus libros una virtud que para mí poco tiene que ver con ese color de escritor de literatura fantástica que cierta crítica persiste en dar a su obra, y que no hace más que desmerecerlo. Borges fue para mí, desde la apreciación ávida de mis años juveniles, un escritor ecuménico en por lo menos tres sentidos principales. Primero, porque logró una constante identidad estilística, capaz de trasegar los rigores deslumbrantes del lenguaje a la prosa de ficción, a los ensayos literarios, y a la poesía, como si se tratara de las tres caras de una misma moneda imposible. Este párrafo, por ejemplo, del cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (Ficciones), que yo podía leer como un dístico: “Ocurrió en un departamento de la calle Laprida, frente a un alto balcón que miraba al ocaso”, o como dos versos que están pidiendo otros dos, rimados, para completar un cuarteto. Borges no dejaba de apuntar, por supuesto, si ustedes recuerdan, que la pasión de Flaubert por limpiar cada párrafo de repeticiones y rimas impertinentes, no era sino una manía de quien lee, pero no un estorbo para quien escucha, porque en fin de cuentas la prosa es oral; y que la mejor manera de escribir un relato de ficción es en verso, para hacer que el lector reconozca, a través del artificio, que se trata de mentiras, como en una penitencia constante. 51

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Consejos, por supuesto, que alguien como él, que perseguía la perfección con delirio, muy poco practicó. Y, prueba en su contra, siempre buscó alejar al lector de la idea de que el acto de leer es el acto de congeniar con una mentira, tratando de fingir a fondo para lograr algo que fuera lo más parecido a la verdad, aún con trampas, como las citas falsas de autores que nunca existieron. Precisamente, otra cualidad ecuménica de Borges estaba para mí en el uso de la inmensa ventaja de su erudición, que es el primero de sus juegos infinitos de espejos. No una falsa erudición, sino la erudición verdadera, insondable, arcana, a través de la cual es posible construir todo un mundo imaginario, utilizando sus reflejos, y sus caminos y entreveros como si se tratara de un laberinto imposible donde el lector, que es el Minotauro, dueño falso de ese laberinto, que es el mundo apócrifo de la ficción, morirá siempre de una puñalada limpia, como en el cuento “La casa de Asterión” (El Aleph). Me maravillaba ver cómo Borges articulaba sus distintos instrumentos, o ámbitos de la ficción, como un todo, la filosofía, la teología, la mitología, y la crítica literaria, las traducciones, las citas de autores verdaderos, o imaginados. Nada escapa a esta inmensa urdimbre, desde la que siempre estará haciéndonos un guiño, porque al fin y al cabo Borges viene a resultar un formidable humorista. Un humorista con vestiduras de escritor serio, como Chesterton, o como Quevedo. Recuerdo uno de esos guiños. En la introducción de “Las mil y una noches según Burton” (La Biblioteca de Babel) cita unos versos de “El diván de Almotanabí”: El caballo, el desierto, la noche me conocen El huésped y la espada, el papel y la pluma…

Que como bien puede oírse, no es sino el mismo Borges citando su propio estilo, en dos versos impecables. Pero tampoco hay que olvidar que sus escritos, decía él mismo, haciéndonos otra vez un guiño, no son sino el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias (Prólogo a Historia Universal de la infamia). 52

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Muchos años después de mi aprendizaje con Borges, que me deparó la oportunidad de intentar una contemplación total y simultánea de los instrumentos y de los ardides de la literatura, igual que todo el universo podía ser contemplado en el Aleph, encontré en la lectura de Pale Fire (Pálido Fuego) de Vladimir Nabokov un uso similar de esas virtudes ecuménicas en la ficción: una novela llena de humor y de sorpresas, que parte de un poema que contiene los misterios del argumento y los desenlaces de la trama se dan en el aparato crítico, comentarios estilísticos y glosas a ese poema. Como si Borges la hubiera escrito. Y hallé aún otro sentido en la dimensión ecuménica de Borges, que como la luz pasando por las aristas de un prisma es también los otros dos de que he hablado; la misma luz, siempre que el prisma pueda ser uno y diverso. Es la identidad de las correspondencias temáticas de su obra, en poesía, en narrativa, en ensayo, una fidelidad apasionada a un número selecto de temas, u obsesiones, que se corresponden ciegamente con su idea del universo, del infinito, del tiempo, de la eternidad, de la realidad, que es siempre ilusoria, del azar, que gobierna los destinos, del ser, que es siempre todos los seres y uno mismo, y de las cosas: “Todo es todo. Cada cosa es todas las cosas. El sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y el sol” (“Historia de la eternidad”). Si nos fijamos bien, todo su intento literario está comenzando siempre de un punto cero, como quien tira sobre el tapete verde los mismos dados, capaces de presentar, en las combinaciones de sus cifras, figuras infinitas. En el arquetipo de esas cifras, y de esas figuras que se despliegan en toda su obra, Borges está recurriendo siempre a la idea de Berkeley sobre el mundo real, que él mismo, como filósofo de la ficción, o inventor de filosofía, se ha encargado de transmutar, y de iluminar, quitándolas del panteón enclaustrado adonde apenas pudo llevarlas aquel obispo anglicano tenido por lunático en su tiempo. Berkeley, el sumo sacerdote del idealismo, es en Borges, igual que lo es Schopenhauer, el instrumento de un aparato imaginativo poderoso. Citando el libro tercero de la Enéadas, Borges nos dice que la materia es irreal, “una mera y hueca pasividad que recibe las formas universales como las recibiría un espejo; éstas la agitan y la pueblan 53

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sin alterarla. Su plenitud es precisamente la de un espejo, que simula estar lleno y está vacío; es un fantasma que ni siquiera desaparece, porque no tiene ni la capacidad de cesar (“Historia de la eternidad”). Es allí donde la filosofía se llega a parecer más a la invención literaria. Bastaba entonces la idea del mundo real como un asunto de la mente, a manera de contrapunto, para que Borges me pudiera decir en inolvidable prosa: “es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro” (“Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”; Ficciones). La invención literaria necesita de pretextos. La idea del tiempo según Parménides, que está en los ensayos de Borges, la imposibilidad de sincronizar el tiempo individual de cada persona con el tiempo general de las matemáticas, va a dar también a sus cuentos. La pregunta ¿cómo pueden compartir miles de hombres, o aun dos hombres distintos el tiempo, que es un proceso mental? (“Historia de la eternidad”), es respondida de manera recurrente en la fábula de Aquiles y la Tortuga, la posibilidad de la división infinitesimal del tiempo, que es como asomarse al vacío de las ínfimas reducciones, y de las imposibilidades. (“La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga”; Discusión). O la reversión del tiempo, “aquel inverso mundo de Bradley, en que la muerte precede al nacimiento y la cicatriz a la herida y la herida al golpe” (“Examen de la obra de Herbert Quain”; Ficciones), ideas prefiguradas en 1941, más o menos para la época de mi nacimiento, y cuando aún la mitad de la ciencia era aún mitología, y que, décadas después, como sucede siempre que la ficción gobierna a la ciencia, Stephen Hawking convierte en un asunto de la física cuántica en A brief history of time (Breve historia del tiempo), el tiempo que se contraería del pasado hacia el futuro, invirtiendo la lógica de las secuencia de los hechos, si la ocurrencia cósmica constante fuera una implosión y no una explosión, la materia volviendo a su origen, un big crunch en lugar del big bang ya tan popular en las mentes profanas. Pero también el tiempo y los hechos del tiempo y sus infinitas posibilidades y alternativas (“Examen de la obra de Herbert Quain”; Ficciones). La novela de su personaje Herbert Quain, April March, que es regresiva y ramificada, consta en realidad de nueve 54

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novelas, toda una multiplicación de posibilidades, en un orden ternario, que da lugar a diferentes versiones y por tanto, a diferentes finales; una manera de leer, también, selectiva, o caprichosa, como ensayó Cortázar que fuera Rayuela y como seguramente habrá en el siglo XXI, o en el tercer milenio, si se quiere, novelas virtuales contadas en imágenes con múltiples argumentos, múltiples tramas y múltiples finales, una realización del ideal borgiano en la cibernética del futuro. Y agrego la íntima e inquietante relación entre tiempo y espacio, que me aturdía en la ciencia contemplada de lejos y me deslumbraba en Borges. Como ocurre en la mente de Funes el memorioso, “que dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había durado un día entero (“Funes el memorioso”; Ficciones); y como ocurre con el mapa del imperio que tenía el tamaño del imperio y coincidía puntualmente con él, y que las nuevas generaciones de cartógrafos entregaron a las inclemencias del sol y de los inviernos para que por fin las ruinas del mapa terminaran habitadas por animales y por mendigos (“Del rigor de la ciencia”; El hacedor). Desde aquellos años aprendí también a compartir su ardid de que un hombre es todo los hombres, y de que hay una operación de metempsícosis permanente en la existencia; un mismo juego de correspondencias misteriosas que puede ser aplicado a la obra literaria, desde luego que la literatura es el mejor de los avatares de la existencia. Las líneas maestras de El diván de Almotanabí pudieron haber sido escritas, muchos siglos atrás, sólo para que Borges volviera a inventarlas, reencarnando en ellas. Y Rubén Darío ya escribía de la misma manera como décadas después lo haría Borges. Oigan esos versos de Borges escritos por Darío en 1900: La tortuga de oro camina por la alfombra y traza por la alfombra un misterioso estigma; sobre su carapacho hay grabado un enigma y un círculo enigmático se dibuja en su sombra. Esos signos nos dicen al Dios que no se nombra y ponen en nosotros un autoritario estigma:

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ese círculo encierra la clave del enigma que a Minotauro mata y a la medusa asombra… (“A Amado Nervo”, París, 1900; Poesías dispersas).

El mismo Borges dejó dicho que un autor prefigura a otro a través del tiempo, adelantándose a escribir como el otro lo haría en la posteridad, tal es el caso de Nathaniel Hawthorne y Franz Kakfa: “La deuda es mutua; un gran escritor crea a sus precursores. Los crea y de algún modo los justifica. Así ¿qué sería de Marlowe sin Shakespeare?” (“Nathaniel Hawthorne”; Otras inquisiciones). Y en “La noche cíclica” (El otro, el mismo), Borges, a su vez, prefigura a Darío, ya muerto, y es Darío quien le presta sus mejores acentos modernistas: Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras: Los astros y los hombres vuelven cíclicamente; Los átomos fatales repetirán la urgente Afrodita de oro, los tebanos, las ágoras. En edades futuras oprimirá el centauro Con el casco solípedo el pecho del lapita; Cuando Roma sea polvo, gemirá en la infinita Noche de su palacio fétido el minotauro…

Pero este juego de correspondencias no termina tan fácilmente, y seguirá consumándose mientras la poesía de Borges, como la de Darío, permanezcan en el abismo del tiempo como el ardid supremo de las identidades repetidas; y otra vez yo volvía a oír a Darío repitiendo a Borges antes de que Borges intentara sus primeros versos; antes, aún, de que Borges naciera. Porque en Metempsícosis, Darío dice en 1893, en lo que bien pudo ser un poema, o un breve cuento de Borges: Yo fui un soldado que durmió en el lecho de Cleopatra la reina. Su blancura y su mirada astral y omnipotente. Eso fue todo.

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¡Oh mirada! ¡oh blancura y oh aquel lecho en que estaba radiante la blancura! ¡Oh la rosa marmórea omnipotente! Eso fue todo. Y crujió su espinazo por mi brazo; y yo, liberto, hice olvidar a Antonio. (¡Oh el lecho y la mirada y la blancura!) Eso fue todo. Yo, Rufo Galo, fui soldado, y sangre tuve de Galia, y la imperial becerra me dio un minuto audaz de su capricho. Eso fue todo. ¿Porqué en aquel espasmo las tenazas de mis dedos de bronce no apretaron el cuello de la blanca reina en broma? Eso fue todo. Yo fui llevado a Egipto. La cadena tuve al pescuezo. Fui comido un día por los perros. Mi nombre, Rufo Galo. Eso fue todo. (“El canto errante”, 1907).

Y a la par, están estos otros versos de Borges, “Le Regret D’Heraclite”, atribuidos a Gaspar Cameramius, que bien hubiera querido escribir Darío: Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.

El alma de un antepasado o maestro puede entrar en el alma de un desdichado, para confortarlo e instruirlo, según la idea de la metempsícosis que Borges expone en “El acercamiento a Almotásim” (Ficciones). Pero como ya se ve por la idea que sobre

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ese tema comparte con Darío, también la transmigración de las almas en un asunto de celo, adulterio, pasión y venganza, o simplemente nostalgia de los amores imposibles, y no sólo un asunto moral, o pedagógico. Cuando me encontré la primera vez con Borges, yo era ya, por supuesto, un lector impenitente de Darío, capaz de citarlo de memoria. Borges era un modernista que empezó negando a Darío, pero se colocó sin saltos ni sobresaltos dentro de la herencia de sensibilidad que creó el modernismo, no sólo en sus sonoridades, sino en su esencia, en la ruptura con la idea del positivismo —la idea del progreso ineluctable, sin retrocesos, inviolable y severo— una ruptura que desde finales del siglo XIX devolvió los ojos de los poetas, Lugones entre ellos, al mundo introspectivo; y dentro de ese mundo introspectivo las dudas sobre la existencia y el sentido de la vida, que los modernistas habían encontrado en “los raros” de Darío, como Ibsen, Poe y Dostoievski, y que Borges habría de resolver décadas después en universos paralelos, incertidumbres de sueños vividos y espejos infinitos. Y no olvidemos tampoco que de aquel lenguaje modernista que se abría a todos los vientos, y no pocas tempestades sonoras, nacieron las milongas, los tangos y los boleros. Y sobre todo la “Milonga de Jacinto Chiclana”. Para los años de aquellas primeras lecturas de Borges, cuando leía a la par a Juan Rulfo, a Horacio Quiroga, a quien no debe olvidar, y a los cuentistas norteamericanos, también como ejercicio de aprendizaje, pude alegrarme de descubrir los parentescos iluminados entre “El milagro secreto” (Ficciones) y An occurrence at Owl Crea Bridge (Un suceso en el puente sobre el riachuelo del Búho), de Ambrose Bierce, el tiempo detenido como un vértigo infinito para que ocurra el milagro de que un condenado a muerte, el de Borges, pueda escribir una pieza de teatro y guardarla línea a línea en su memoria, y el otro, el de Bierce, imaginar su huida antes de que la trampa del patíbulo se abra bajo sus pies. En esto consistía para mí la fascinación por la literatura, encontrar en un texto la perfección, que uno reconoce por el gozo, la felicidad de leer una pieza perfecta. Y encontrarla dos veces. Años después, como quien entra a revisar los papeles de un muerto querido en la casa ya sin ruidos, fui recorriendo rigurosa58

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mente el itinerario de las preferencias literarias de Borges en su Biblioteca de Babel y en su Biblioteca Personal. Allí me encontré con su selección de cuentos de H. G. Wells (La puerta en el muro) y en esa selección, con la larva de “El Aleph” en el cuento “El huevo de cristal”, influjo que Borges por supuesto reconoce. Pero el mejor Borges de las páginas de Wells escogidas por el mismo Borges está para mí en “La puerta en el muro”, un bello cuento inquietante de esos que jamás se olvidan, y que me lleva a la convicción de que para Borges el arte de elegir era como el arte de escribir, piezas ambas de un todo de correspondencias exactas. Cuando se lee como escritor, el acto de la lectura se vuelve vicioso y termina perdiendo muchos de sus sanos placeres. No sé hoy en día cómo lee un lector común, y quizás por deformación profesional, o por egoísmo, he llegado a la convicción de que Borges es, antes que nada, un escritor para escritores, como él mismo pensaba de Quevedo. Y lo cito aquí: “Lamb dijo que Edmund Spenser era the poet’s poet, el poeta de los poetas. De Quevedo habría que resignarse a decir que es el literato de los literatos. Para gustar de Quevedo hay que ser (en acto o en potencia) un hombre de letras; inversamente, nadie que tenga vocación literaria puede no gustar de Quevedo (“Quevedo”; Otras inquisiciones). Éste es mi propio retrato de Borges. Y frente a sus posiciones políticas, tan irritantes para mí, aprendí a consolarme con la idea de que nunca fue un político, como él mismo también pensaba de Quevedo: “la grandeza de Quevedo es verbal. Juzgarlo un filósofo, un teólogo o un hombre de estado, es un error…” (“Quevedo”; Otras inquisiciones). Y con pleno sentido del humor nos dice que cuando Quevedo saca a la vergüenza a los enemigos de Dios, dando su lista, lo que está haciendo “es mero terrorismo”. Quienes como Quevedo o como Borges fueron tan grande humoristas, no pudieron dejar de ser al mismo tiempo grandes provocadores y terroristas. De todas maneras, nos dice Borges, “un autor puede adolecer de prejuicios absurdos, pero su obra, si es genuina, si responde a una genuina visión, no podrá ser absurda” (“Nathaniel Hawthorne”; Otras inquisiciones). Pero vuelvo al Borges de mi preferencia. Para mi suerte, y mi dicha, hallé a ese Borges inmerso en los demás, tanto en su poesía 59

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como en sus relatos, al que podría llamar sin pena de mí mismo el Borges criollo, si no fuera porque ese término me espanta tanto como el término fantástico, por el uso que se les da; literatura criolla, literatura fantástica son, quizás, cara y cruz de una moneda falsa. Ese Borges que me tocó para suerte mía desde mi juventud, vino a mí desde el Buenos Aires de almacenes que naufragan en el atardecer hasta la vitrina de una librería ya lejana en el tiempo y la memoria, y del cristal de esa vitrina volvió conmigo hasta la Managua de los terremotos cíclicos. El Borges que podía describir una y otra vez el duelo a muerte de Martín Fierro, al revés o al derecho, matando o muriendo, y siempre la eternidad que estaba en él mismo, en sus antepasados, en sus compadritos de faca urgida, y en su paisaje sin mesura. Como el tiempo no existe, uno podrá siempre estar viendo reflejados en el mismo espejo turbio de una habitación ya cerrada para siempre en Adrogué, o en la vitrina de aquella librería Lehmann de San José, la noche de cuchillos ensangrentados de “El hombre de la esquina rosada”. El Borges de “Funes el memorioso”, el de “El muerto” —Otálora—, el capitán de contrabandistas “que comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto” (El Aleph). El Borges de “Emma Zunz” (El Aleph) verdadero el pudor, verdadero el odio, verdadero también el ultraje. Son los cuentos suyos donde yo lo sentí tocar fondo dentro de mí mismo cuando me enseñaba las primeras letras, el Borges del sur, el sur de Borges que pese a las distancias era como Nicaragua, como también el sur de Faulkner era Nicaragua, humo de lámparas de kerosén, olor a cueros al sol y a quesos rancios, y un vuelo funeral de moscas sobre el rostro de un muerto cubierto con un poncho bajo la luna pálida. Borges era mi país y era mi infancia. Y era la literatura como pasión, o como vicio, o como desesperación. Managua, mayo de 1999.

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Castillo de luces

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uede resultar redundante decir que Mulata de Tal es una novela verbal, desde luego que toda obra literaria es una construcción de lenguaje. Pero debe tratarse de un lenguaje capaz de producir, como demostró Manet en la cumbre de la pintura impresionista, un mundo que siendo el mismo parezca otro y siempre el mismo, con los trazos o con las palabras. Es lo que el arte verdadero siempre persigue. Por esas razones es que de la segunda lectura de esta novela, treinta años después, y toda una vida de libros de por medio, lo que me queda otra vez como seducción es toda su pirotecnia verbal, ese chisporroteo inagotable de pólvora de todos los colores, del azul luciferino al rojo de llamaradas díscolas que va alumbrando con incandescencias sonoras el relato, giraldas rosicler y surtidores granate, una reventazón entre repiques de misa mayor, cuando repican duro, castillo de luces que arde, castillo de pólvora que se quema, como en las fiestas de los santos patronos de los pueblos de Centroamérica. El atributo principal de Mulata de Tal es, por tanto, su tentación cumplida de desplegar un universo verbal. Un territorio descrito por las palabras, y construido en base a palabras, pretende ser la realidad, como en los cuadros de Manet, pero no la realidad tan solo, sino un resplandor irisado suyo, un espejismo encarnado en reflejos, una ilusión manifiesta, una simulación de esplendores, un tinglado de representaciones armado por el viento —sombras suele

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vestir—, hasta desencadenarse en una construcción paralela donde las palabras son piedras, vigas, argamasa ilusoria pero sustancial. Se trata, entonces, de una realidad exaltada. Nada de eso se consigue en la literatura sino con las palabras, que en Mulata de Tal revientan en esplendores de pólvora viva. Llamativo, dicho sea de paso, que siendo ésta una de las últimas novelas de Asturias, ya lejos de su ciclo pedagógico de la Trilogía del banano, sea tan aventurada, y desbocada, una novela montada a pelo, escrita sin respiros, ni tientos, y con gozosa pasión juvenil, cuando alguien esperaría una obra de lo que se da en llamar la madurez reflexiva del escritor. Pero para contento del lector, Mulata de Tal empieza con la entrada de Celestino Yumí a la iglesia de San Martín Chile Verde, en plena misa mayor de fiesta patronal cantada por tres curas gordos; y entra a la iglesia con la bragueta abierta, enseñando la mercancía, porque así se lo ha ordenado al diablo Tazol, con quien anda en pactos. Este afán de perseguir un universo verbal distinto del verdadero, aparece como una herencia del surrealismo francés que Asturias conoció de primera mano durante sus primera temporada en Francia en la década de los veinte, y que tanto marcó su obra desde el principio, cuando a través de las enseñanzas del profesor Raynaud fue a encontrarse en La Sorbona con los secretos del mundo maya que, paradójicamente, había dejado atrás en Guatemala. Y fue, curiosamente, un doble descubrimiento, el de la herencia de su propio mundo tradicional y el del surrealismo, entonces en la vanguardia de los experimentos estéticos europeos. En Mulata de Tal, publicada en Buenos Aires por la Editorial Losada en 1963, ya en la etapa final de su carrera como narrador, Asturias arrastra aún esa doble cauda, como el alquimista que envejece recordando sus primeras cábalas y sus primeros asombros. Vuelve a sus instrumentos primeros de Leyendas de Guatemala, escrito en París, aparecido en Madrid en 1930 y celebrada por Paul Valéry a la hora de su traducción al francés; y quién duda que a partir de entonces la visión europea de Centroamérica, y sobre todo la francesa, sería definida por ese pequeño libro, un reinado que habría de durar hasta la aparición de Cien años de soledad casi cuarenta años después. 62

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En Mulata de Tal Asturias se sirve todavía del surrealismo como un instrumento, una piedra de afilar, un buril, y regresa al mismo tiempo a los mitos ancestrales del mundo maya-quiché. Éste es un repositorio que, en ambos sentidos, difícilmente se agota a lo largo de su carrera de escritor, como queda patente a mitad del camino en Hombres de maíz, su novela publicada en 1949. Es la pequeña caja de miniaturas de doble compartimiento adonde siempre puede ir por algo más, como Celestino Yumí, su personaje de Mulata de Tal, para extraer cada vez una nueva riqueza. Lejos de convertirse en una abstracción, el lenguaje en Asturias busca transformar las cosas concretas que va tocando; no sólo las evocaciones de la tradición indígena, y todo el acervo de mitos sagrados, historias y leyendas de que se hace dueño, sino lo que está en sus recuerdos visuales del país que recorrió en sus años de estudiante ávido de descubrimientos, paisajes, montes, cabildos, plazas, portales, cantinas, iglesias, y procura hacerlas brillar con deslumbres distintos. Y la lengua es entonces el fuego que prende la mecha y despierta la algarabía de retumbos y estallidos que va haciendo arder la pólvora por toda la plaza, como en las cargas cerradas que ponen los mayordomos de las fiestas patronales rumbosas que de verdad se respetan. Y es a través de esa ambición por el lenguaje que el mundo rural despierta en las páginas de Mulata de Tal. Porque ésta es una novela del mundo rural, y no indígena, o indigenista, como mal podía pensarse. La Guatemala que entra en sus páginas es arcaica, como lo es el mundo indígena; pero es arcaica en su globalidad, y eso incluye lo ladino. De esa separación, o contradicción, entre nuestra idea de modernidad y las imágenes del mundo rural, un mundo anterior que todavía existe aunque pretendemos que ya ha sido enterrado, es que surge esa fascinación mágica que sólo puede ser atraída con imágenes, que a su vez dependen del lenguaje. Y sólo el lenguaje llevado hasta el fondo de la magia deja a un escritor de aquellos años a salvo de la indigencia del indigenismo, o del vernaculismo, o el regionalismo, que se erigieron entonces como barreras de la mediocridad provinciana y que aún muestran sus escombros. Y también, por razones culturales, entramos en las páginas de una novela ladina, escrita por un ladino, y creo que no hay otro 63

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escritor que sea mejor expresión de la cultura ladina que Asturias. Igual que en Hombres de maíz, su visión del mundo indígena en Mulata de Tal es la del ladino letrado, lo que le permite, en primer término, explorar, recrear, y si se quiere reconstruir el mundo indígena desde el lenguaje. Reinventarlo, igual que una vez quiso interpretarlo en términos académicos, en su tesis de grado El problema social del indio, con que recibió en 1923 su título de abogado y notario en la Universidad de San Carlos. Los ladinos y los indígenas están arraigados en el territorio rural que comparten, y no pueden excluirse en términos culturales, como no podría hacerlo, por supuesto, ni con unos ni con otros, el propio Asturias, enfrentado a la compleja sustancia narrativa de su país, fruto él mismo de esa dualidad que asume con toda pasión, y sin la cual no tendría razón de ser. El mundo rural es un mundo derrotado, pero vivo, con todos sus rasgos del pasado que van acumulándose hasta dejarle encima una pátina de antigüedad, una costra de lodo, una capa de polvo. Es por eso que prefiero ubicar Mulata de Tal en ese mundo rural, no propiamente indígena, donde la fábula despierta con todo su poder, encandilada por el lenguaje. Al fin y al cabo, en términos de la literatura, y sus consecuencias, éste es el territorio cultural donde se encuentran los textos sagrados indígenas, la lengua colonial, las tradiciones verbales, las leyendas, los cuentos de camino, los bailetes callejeros, los romances memorizados, las oraciones nocturnas y los conjuros, el bullicio sonoro de las plazas y los mercados que también es verbal, junto a la vasta realidad de desamparo, atraso y miserias seculares, opresión y rebeliones, que son, todo ellos, los soportes del mundo narrativo de Asturias en su dimensión mestiza. Quizás ninguna otra novela de Asturias se entrega con tanta pasión al hecho de inventar como Mulata de Tal. En términos de imaginación, es una novela sin respiro, la de un mago callejero que bajo el sol crudo de la plaza en feria va sacando sorpresas del sombrero, una tras otra, sin amago ni pausas. El lector, al final de la experiencia, queda exhausto de invenciones, magias y sorpresas, como ante las visiones de una linterna mágica que cambia sus escenarios a una velocidad tal que amenaza destrastarlos. 64

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He enlistado mis criterios de seducción, pero no todos. Si por algo me seduce más Mulata de Tal, ya dije, es por el lenguaje; pero no menos me seduce el que sea una novela picaresca, contada como un cuento de camino, como las historias que se oyen de boca de los peones deslenguados a la luz de la lumbre en las haciendas, o en las tardes de ocio en las barberías de los pueblos centroamericanos, en boca de los léperos irreverentes. Celestino Yumí, un pobre desventurado, no será sino una víctima de las burlas perversas del diablo Tazol, un diablo de pura envoltura sin sustancia —el tazol, o la tuza que envuelve la mazorca del maíz sirve, antes que nada, para encender los fogones, y una llamarada de tazol es siempre efímera, y risible—. Tazol obliga a Celestino a entrar con la bragueta abierta a la iglesia en media misa, lo obliga luego a entregarle en cuerpo y alma a su mujer Catalina Zabala, pobre víctima de las calumnias del diablo lenguaraz que la afama de adúltera, para luego devolvérsela convertida en pastorcita de barro de los que adornan los nacimientos, metida dentro de la caja secreta de donde él va sacando las riquezas prometidas, y no resucitará sino en forma de enana de circo, cuando se resuelve al fin a sacarla también de la caja. Tazol, juguetón con las almas, le había entregado por nueva mujer a la mulata de tal, que nunca llegará a tener nombre propio, tetona, culona y desgreñada, un portento de carnes que no es sino el diablo mismo, un endriago que a la hora de la cópula no le da a Celestino sino la espalda y lo obliga al pecado contra natura, la peor mancilla de todos los sueños de sus glorias carnales de pobre desgraciado; y por fin lo pierde Tazol en las riquezas sin fin para después quitárselas, y convertirlo, a su vez, en enano, a petición vengativa de su esposa Catalina, hasta que los volverá brujos a los dos, servidores suyos, en Tierrapaulita, que es tierra de aquelarres, el pueblo de las más pícaras brujerías al que se llega por un camino desaforado, camino de léperos, al fin y al cabo. El lector corre parejas con el novelista por un territorio encantado, e inventado, y en esa carrera desbocada uno va viendo que ocurre de todo, como debe ocurrir siempre en las novelas, y va viendo que lo que ocurre estalla en alboradas de pólvora, y que es divertido y es risible, la mejor moraleja de las novelas desde los 65

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tiempos de Cervantes y de Henry Fielding. Y ése es el mejor embrujo y la mejor magia de Mulata de Tal, una novela de demonios burladores, brujos concupiscentes, compadres envidiosos, mulatas encandiladas, curas malandrines y sacristanes redomados, urdida en palabras que chisporrotean sollamando los cielos tal si el mundo fuera a acabarse en encantamientos. Mulata de Tal es el cierre de un ciclo, el regreso al origen. En la carta que Paul Valéry escribe en 1931 a Francis de Miomandre, el traductor de Leyendas de Guatemala, le dice: “¡Qué mezcla esta mezcla de naturaleza tórrida, de botánica confusa, de magia indígena, de teología de Salamanca, donde el Volcán, los frailes, el Hombre-Adormidera, el Mercader de joyas sin precio, las ‘bandas de pericos dominicales’, los maestros magos que van a las aldeas a enseñar la fabricación de los tejidos y el valor del Cero, componen el más delirante de los sueños!”. Es el mismo sueño delirante que surge, otra vez, en las páginas de Mulata de Tal. Managua, mayo de 1999.

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El río de la pasión

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uando llamaba al portón de su casa en el callejón de las Flores de Coyoacán, siempre acudía él mismo a abrirme, con paso menudo y casi aéreo, la cabeza en sesgo y ya encorvado, el pico de la nariz apuntando al suelo como un pájaro en busca de migas. Y en aquella sala de su casa mexicana, vidrio y piedra, venía a sentarse Lya con figura de ballerina en reposo, más blanca aún bajo el turbante, daguerrotipos vivos los dos de un tiempo extrañamente ya tan antiguo, y que había sido tan moderno. Aquel anciano amigo, juvenil en sus gestos, siempre agudo e irónico, y tan metido siempre en lo actual como en una camisa que crecía con él, había participado en la construcción de esa modernidad del siglo cuyos reflejos aún podían verse en las pinturas y en las fotografías suyas que lo rodeaban. Era su vida la que historiaba esas paredes. Junto a Picasso en Niza, por ejemplo, sentados bajo un parasol, en traje de baño, los codos hundidos en la arena, como dos veraneantes comunes. El retrato que le había hecho Orozco. Un dibujo del mismo Picasso. La suya fue una presencia múltiple en la cocina de la modernidad, del surrealismo de Breton al cubismo de Picasso, de Rivera a Orozco en el muralismo mexicano, de la revolución guatemalteca a la revolución cubana, del Bogotazo a sus exilios, siempre de cabeza en el debate sobre el papel del arte en la vida, militante de toda causa libre, el antihéroe convertido en el héroe de su propia novela. El río, novelas de caballería, un río que como el de Heráclito nunca

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cesa de fluir, y sin embargo, es siempre distinto. Un río de la pasión, que corre reflejado en un espejo de múltiples reflejos. Imaginativo, y estricto en su memoria. Regresando una vez de California le hablé de mi visita de todo un día al Museo de San Diego donde tantas maravillas desconocidas había encontrado, e iba a decirle, pero me lo dijo él, que allí estaba El bodegón de Fray Juan Sánchez Cotán, el mismo que vio Jorge Guillén y dejó en su poema exacto “Naturaleza siempre viva”, un membrillo y un repollo que cuelgan de hilos, como péndulos, y un melón y un pepino en el alféizar de la ventana, nada más simple y nada más avant garde que aquel cuadro de finales del siglo XVI; y por esa fidelidad, no es gratuito que tan bien recuerde en El río... que el caballo de Zapata en el mural del Palacio de Cortés de Cuernavaca, pintado por Diego Rivera, es el mismo caballo blanco en un muro de la Biblioteca Piccolomini de Siena, pintado por Pintoricchio en el Renacimiento ya lejano. Quizás ningún otro centroamericano estuvo tan presente en el debate que construyó la modernidad del siglo XX. Ni Miguel Ángel Asturias. A finales de los sesenta, en las tertulias de la Hacienda las Brisas, a orillas del río Medio Queso, con José Coronel Urtecho y Carlos Martínez Rivas, solíamos hacer, en un ejercicio lúdico, como lo cuento en Estás en Nicaragua, listas de centroamericanos partiendo de un concepto, elaborado entre risas, de lo centroamericano como contrario de lo universal, y bajo esa guillotina iban pasando muchas cabezas. Muy pocos eran los que se salvaban de ascender las gradas de aquel patíbulo erigido con humor, pero también con rigor. A veces se salvaba Asturias. Siempre, en cada revisión, Luis. Él representaba, sin concesiones, la ruptura de todo el espeso muro provinciano que nos rodeó siempre y que ha disminuido hasta hoy muy pocos centímetros de su espesor. El Río, novelas de caballería es un libro múltiple, y es también la segunda parte de Guatemala, las líneas de su mano, si sabemos ver ambos como piezas de la autobiografía que Luis estuvo escribiendo siempre en su memoria, y de la que también formó parte Miguel Ángel Asturias, casi novela, publicado poco antes de su muerte. Fui testigo de los escrúpulos que lo asaltaban en el curso de la escritura de este libro suyo final. Asturias había aceptado el 68

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puesto de embajador en Francia del gobierno de Méndez Montenegro, que en nada se diferenciaba de los demás gobiernos en la Guatemala negra de los suplicios y los horrores cotidianos. Era un personaje suyo entrañable, de su vida y de su tiempo, y no podía quedarse sin juzgarlo. Y tampoco deja de advertirse la pena con que recuerda en El Río... que Asturias una vez dirigió un noticiero de radio proclive al dictador Ubico. La Centroamérica tropical que abraza siempre con sus tentáculos sofocantes. En la presentación de Miguel Ángel Asturias, casi novela —y el título es muy pariente de El río, novelas de caballería, nada es autobiografía y todo es la novela, y viceversa— en la sala Reyes Heroles de Coyoacán, donde lo vi por última vez, desde su lugar en el estrado asentía ante la aguda observación de Carlos Monsiváis, uno de los presentadores del libro: Asturias había creado en Hombres de maíz un extraordinario arquetipo del indio guatemalteco buscando satisfacer la idea que los franceses tenían del indio guatemalteco. Un feliz accidente artístico. Yo sonreía esa noche, recordando la pregunta de Luis en El río... sobre el indio guatemalteco, cromo de postal y sangre renegrida, y su respuesta: “¿Qué es el indio guatemalteco, aparte de ser Guatemala? Ha llevado a la nación pendiendo de la frente en el mecapal. Su lengua es la única herida patria que le queda. Empezó a erguirse cuando se dio cuenta de quiénes eran los que le explicaban las cosas más allá del sufrimiento”. Para Luis, pues, la autobiografía fue un género múltiple, y para mí, su género mejor. Saber recordar es dejarse ir en el río de la memoria, entre la vigilia y el sueño, y reconstruir el mundo tal como los ojos creen ahora que lo vieron, porque otra fidelidad es imposible. Es una deconstrucción que no sólo reconstruye al mismo tiempo, también construye desde abajo, desde la raíz, desde la tierra arrasada. Es lo que podríamos llamar realismo imaginativo. El realismo imaginativo que tiñe las baladronadas del orfebre Benvenuto Cellini, maestro del arma blanca, cuando cuenta su vida pendenciera. Una especie de realismo exaltado en el relato de la propia vida, que desde el otro lado del espejo sirve también para ejecutar el trabajo de la novela. Ya no podremos saber en cuántos casos, desde la autobiografía, o desde la novela, se ha transfigurado 69

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la verdad imaginada en verdad histórica, y en qué momento esas aguas agitadas comienzan a revolverse. Pero sí sabemos que no pocas veces la verdad imaginada ha resultado más trascendente que la verdad histórica. Los frisos humanos descritos por Balzac tienen todo el poder que ya desearía la historia oficial. La probable realidad, como el mismo Luis señala. “Saber narrarla es más arduo que narrar lo imaginado: hay que inventar mucho más. Todo gira en derredor de lo vivido y lo soñado o su confluencia”. En esa frase, que es clave para entender el ars poética de Luis, y su ars narrativa. Invención, que es inventario; la memoria debe siempre inventar, e inventariar. La escritura de Luis nunca cesa de ser un diálogo. Una discusión, a veces consigo mismo, y siempre con los personajes de su entorno, que nunca son dejados en reposo. Existen para opinar, y para ser contradichos, de lo contrario no tendrían sentido. “Plantear interrogantes, introducir incertidumbres, cuestionar aspectos fundamentales de la cultura latinoamericana del siglo XX...”. Estamos hablando de un espíritu libre, más en el molde de Voltaire venenoso y sibarita, que en el de Rosseau simplón y vegetariano, y ya no digamos que en el de ningún comisario de la cultura. Porque no era fácil en aquellos tiempos de pasión ortodoxa de la izquierda, cuando los moldes de pensamiento eran dictados por las internacionales, enfrentarse a las tesis oficiales sobre el arte, bajo el riesgo de ser excomulgado, como le ocurrió a Luis. Ahora da risa verlo sentado ante el tribunal de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR), sometido a trampas y zancadillas, “un ruiseñor entre pingüinos”. Pero entonces, hasta reírse era peligroso. Lejos de la provincia, fue siempre un exiliado. Tampoco se acomodó a los balances que el poder crea, aunque sea un poder de izquierda, como le ocurrió tras la Revolución de Octubre en Guatemala. Aun para un bienintencionado como Arévalo, Luis era demasiado moderno, y representaba demasiados riesgos. De ese reencuentro con su país lo mejor que le ocurre a él, y a la literatura centroamericana, es Guatemala, las líneas de su mano, aunque ocurre también la fundación de La Revista de Guatemala, un hito en la historia de nuestra cultura. Un inconforme como él, ya no encontrará conformidad en la provincia real, el solar natal que se vuelve 70

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evocación y recuerdo, y también carnicería y espanto. El exilio será entonces la medida no sólo de su libertad, sino de su modernidad, lo hará contemporáneo, le dejará abierto el mundo del que una y otra vez volverá a ser actor y testigo. Descubrirá a su tierra en Europa, como él mismo lo dice, y no será ni el último ni el primero. La lejanía tiene siempre en la memoria la virtud del acercamiento. Pero no sólo descubrir a su tierra, sino descubrirse él mismo, como es, y como lo hicieron, y como siempre será, idéntico a su país, y al tejido de su país, en cada hebra por separado y en todas entretejido. Este diálogo eterno entre el intelectual latinoamericano y Europa, está también, y cuándo no, en él, que al afirmarse en la modernidad perseguía lo que en cada generación todos hemos llamado la civilización. Toda obra de transformación, pensada en términos culturales, y políticos, se piensa como una obra civilizadora. Es un viejo sino que trata de desvelar a una realidad que permanece tercamente aferrada a sus viejos moldes y escenarios, y que desemboca siempre en un fracaso repetido, aun revoluciones mediantes. Pero no hay, dice, más posibilidad de cultura que en la revolución. La revolución es la verdadera cultura de nuestros días, un concepto que pareciera obsoleto a la luz cenital de este fin de siglo, aunque nada extraño en la boca de alguien que vivió subvirtiéndose siempre y subvirtiendo al mundo, creyente de las revoluciones políticas, aunque no cupiera en ellas, y de las revoluciones artísticas. De manera que quedamos sabidos: la oportunidad única de crear la cultura está en la inconformidad, en la rebelión, en la subversión. Este guatemalteco de Antigua, universal y moderno, camina a filo entre las dos Guatemalas, la ladina y la indígena, al medio de la herida, perseguido por las voces de la multitud distante de indios, colorida, y olvidada, que clama en los socavones de la historia. Es un mestizo que desprecia esa cultura ladina suya, y se precia sin embargo de ella. Indios y ladinos, ése es su diálogo final, y su destino. Nunca podría ser universal, ni moderno, si no dejara de repartirse, y compartirse. Ese diálogo suyo, insustituible, entre la modernidad y la civilización pretendidas, y el atraso que no cesa, entre el sueño y el 71

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escarnio, entre la novedad y el vicio arcaico. Vio nacer el mundo moderno del arte del siglo XX y siguió viendo desfallecer a su patria al final del siglo XX, esa patria lejana donde los coroneles seguían orinándose en sus muros, y adonde ya nunca habría de volver. Managua, enero de 1998.

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Una épica doméstica

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n su libro de memorias Confieso que he vivido, Neruda dedica apenas una página para contar los sucesos de su existencia ocurridos entre agosto de 1952 y abril de 1957, porque los considera irrelevantes. “Casi todo ese tiempo lo pasé en Chile y no me sucedieron cosas curiosas ni aventuras capaces de divertir a mis lectores. Sin embargo es preciso enumerar algunos hechos importantes de ese lapso. Publiqué el libro Las uvas y el viento, que traía escrito. Trabajé intensamente en las Odas elementales, en las Nuevas odas elementales y en el Tercer libro de las odas...”, nos dice; y en este apretado recuento, sólo utiliza dos líneas para informar que se separó de su esposa Delia del Carril (en 1955), que construyó su casa “La Chascona”, y que se trasladó a vivir en ella con Matilde Urrutia, su nueva y definitiva mujer, a quien seguramente va dedicada la “Oda al secreto amor” de las Nuevas odas elementales. Es obvio que se trataba de un período de reposo comparado con el anterior, que podemos medir a partir de la mitad de los años cuarenta. En 1945 fue electo senador por las provincias de Tarapacá y Antofagasta, con lo que se inició de lleno en la vida política; pero más importante aún fue su ingreso como militante al Partido Comunista de Chile el 15 de julio de ese mismo año. De allí en adelante todo entraría en el territorio del vértigo y la sorpresa. Gabriel González Videla, del Partido Radical, fue electo presidente de la república en 1946, con el apoyo de un frente popular, pero una vez en el poder se volteó contra sus antiguos aliados, al

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grado de prohibir el funcionamiento del Partido Comunista. Sobrevino una intensa represión. En 1949, tras su desaforación en el Senado, Neruda tuvo que pasar a la clandestinidad y vivió por varios meses oculto en distintas casas de militantes y colaboradores, hasta que logró escapar a la Argentina, cruzando la cordillera. González Videla “piojo maligno, degradado insaciable”, pasó a figurar en la lista de villanos de El canto general. Esos años representaron para Neruda una honda transformación interior. Se sintió mucho más cerca del pueblo anónimo y solidario de lo que hubiera estado nunca, y variaron también sus ideas estéticas y su concepción de la literatura, hasta llegar a sentirse un poeta militante, defensor de la causa proletaria y abanderado del humanismo socialista. No le bastaba ya su propio país como escenario de explotación y miseria, y su proyecto original de un Canto a Chile se transformó en El canto general, escrito a salto de mata, en los escondites en que le tocó vivir, y que se publicó por primera vez en México en 1950. Las uvas y el viento, que comienza a escribir en 1952 y no se publicará sino en 1954, es una continuación de la línea de El canto general, y según el propio Neruda, el libro suyo que la crítica llegó a considerar el más político. Pero enseguida vendrá un cambio radical de rumbo en su poesía con la aparición de sus tres libros de odas, que componen un mismo cuerpo lírico. Odas elementales apareció en julio de 1954; Nuevas odas elementales, en enero de 1956; y Tercer libro de las odas, en diciembre de 1957, todos publicados por la Editorial Losada de Buenos Aires. Mucho se ha dicho que El canto general representa el apogeo de la poesía barroca americana del siglo XX, en el sentido en que para su composición Neruda recurrió a diversos elementos, que van desde la historia y la geografía a la política, todo un entramado que trata de advertir sobre el destino terrible de América, y revelar al mismo tiempo su grandeza. En el lado luminoso aparecen los héroes libertarios, y en el lado oscuro los villanos traidores del pasado, y los del presente, generalmente aliados de los Estados Unidos. Y como si hubiera quedado exhausto al concluir esta tarea ecuménica, en las odas lo que hace es despojar su lenguaje de las elevaciones de la retórica y de la ambición barroca, y regresar a la fuente más 74

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simple, que es la recreación de los objetos del mundo terrestre y doméstico, como quien va quitando las capas de una cebolla hasta dejar visible su centro, resplandeciente en toda su desnudez. Es el paso de lo complejo a lo elemental, de las sensaciones elaboradas a las sensaciones primigenias. “En las Odas elementales me propuse un basamento originario, nacedor”, dice. “Quise redescribir, muchas cosas ya cantadas, dichas y redichas. Mi punto de partida deliberado debía ser el niño que emprende, chupándose el lápiz, una composición obligatoria sobre el sol, el pizarrón, el reloj o la familia humana. Ningún tema podía quedar fuera de mi órbita. Todo debía tocarlo yo andando o volando, sometiendo mi expresión a la máxima transparencia y virginidad”. En este inventario de cosas y asuntos sencillos que vienen a ser las odas, su sustancia visible está sostenida por un lenguaje de armazón simple, y muchas veces transparente, sin osadías de complejidades verbales ni conjeturas, porque Neruda persigue antes que nada la ambición de que le entiendan. De que le entienda cualquiera. No es por lo tanto un libro para letrados, sino una especie de silabario en el que se puede ir desde la a de algarrobo hasta la z de zapato; no en balde en los tres libros las odas están puestas en estricto orden alfabético. Y la intención es el canto. Un canto de alabanza para cada objeto, fenómeno o habitante de los tres reinos tradicionales de la naturaleza, lo mismo para el mar que para el relámpago, para las tijeras que para el cuchillo, para el tomate que para la alcachofa, para la gaviota que para el ciervo. Y un canto elevado también en homenaje a los seres sencillos, a los desamparados, al amor de la pareja, a los poetas clásicos que vienen a resultar ejemplares para el propio Neruda; y aún hay espacio para las anti-odas, como la “Oda a Juan Tarrea”, de Nuevas odas elementales, y la “Oda al pícaro ofendido”, del Tercer libro de odas, pues no son de alabanza, sino de desquite burlón en contra de los personajes mezquinos a quienes van dedicadas. En una especie de colofón retórico que agrega a algunas de las odas, Neruda se preocupa en recordarnos que van dirigidas al pueblo llano al que quiere llegar por la vía franca de una poesía enten75

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dible y sencilla, elemental, que quiere además reivindicar a los humildes como los verdaderos sujetos de la historia. Porque antes —según nos recuerda al iniciar la empresa caudalosa de El canto general— anduvo desviado: “las horas amargas de mi poesía debían terminar. El subjetivismo melancólico de mis 20 poemas de amor o el pesimismo doloroso de Residencia en la tierra tocaban a su fin... ya había caminado bastante por el terreno de lo irracional y lo negativo. Debía detenerme y buscar el camino del humanismo, desterrado de la literatura contemporánea, pero enraizado profundamente en las aspiraciones del ser humano”. Las odas están siempre llenas de optimismo en el futuro luminoso de los seres humanos, y ésta parecer ser una regla didáctica que Neruda aplica por convicción ideológica de militante. Y aunque advierte que jamás aceptará ninguna clase de realismo deliberado (“detesto el realismo cuando se trata de la poesía”), la filosofía estética del realismo socialista está demasiado extendida por los campos en que entonces se mueve como para que pueda ignorarla. Es un hombre de partido, y se siente en buena compañía. El humanismo, el amor a los hombres, va a desembocar necesariamente en la fe optimista en el futuro, en contra de todo pesimismo, y sobre esto tendrá mucho que decirnos. “Yo también he hablado duramente de Residencia en la tierra”, dice. “Pero lo he hecho pensando, no en la poesía, sino en el clima pesimista que este libro mío respira”. Pero si rechaza el realismo como presupuesto, en las odas busca repartir los pesos de la realidad, de acuerdo a sus intenciones o necesidades. “El aire del mundo transporta las moléculas de la poesía”, advierte, “ligera como el polen o dura como el plomo, y esas semillas caen en los surcos o sobre las cabezas, le dan a las cosas aire de primavera o de batalla, producen por igual flores o proyectiles”. Es en este sentido que las odas, pese a su redonda sencillez y a la diafanidad de su elaboración, tienen esta intención de servir a veces como proyectiles. Neruda nos recuerda a cada paso que tanto la humilde cebolla como el airoso albatros están inscritos por igual en un mundo injusto, y que la papa nutricia será siempre alimento del pobre, y parte esencial de su felicidad terrena cuando puede llevársela a la boca.

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Para el tiempo en que escribe las odas, tiene ya un concepto muy bien definido de la felicidad como propuesta filosófica de su poesía, y la felicidad está estrechamente ligada al optimismo. El optimismo es parte de los valores en los que la humanidad, en marcha al socialismo, debe apoyarse para conseguir el mundo del futuro, un mundo de satisfacción plena de las necesidades materiales y espirituales. No se puede construir un mundo nuevo con pesimismo, y el pesimismo es un valor negativo con el que la burguesía ha querido encadenar a los poetas, y es por tanto un valor decadente. Para explicarlo, recurre al ejemplo de Lautreámont: “fue mucho más abajo, quiso ser infernal. Y mucho más alto, un arcángel maldito. Maldoror, en la magnitud de la desdicha, celebra el Matrimonio del Cielo y el Infierno...”; pero enseguida agrega que “Lautreámont proyectó una nueva etapa, renegó de su rostro sombrío y escribió el prólogo de una nueva poesía optimista que no alcanzó a crear. Al joven uruguayo se lo llevó la muerte en París”. Neruda quiere ser este Lautreámont que quedó incompleto porque no alcanzó a mostrar el lado optimista de su poesía. No es cierto, alega, que los poetas deban torturarse y sufrir, que deban vivir en medio de la desesperación y el desencanto; ésta no es más que la norma impuesta por una clase social, que así consigue que, preocupados por su infierno interior, desatiendan el mundo exterior, donde reina poderosa la injusticia, y dejen por lo tanto de combatirla y condenarla. Como se ve, ésta es una proclamación que se acerca a los parámetros del realismo naturalista decimonónico, o del realismo socialista de la era soviética: “Las cosas cambiaron porque el mundo cambió. Y los poetas, de pronto, encabezamos la rebelión de la alegría. El escritor desventurado, el escritor crucificado, forman parte del ritual de la felicidad en el crepúsculo del capitalismo”, dice también. Las odas están escritas en este clima de homenaje a la felicidad. La mera contemplación de las cosas sencillas, su alabanza exaltada, se convierte en un acto de optimismo, y un llamado a los seres humanos para congregarse de manera solidaria alrededor de los humildes portentos de la creación, pintados con lápices de colores. La alabanza de los milagros que nos rodean, nunca puede ser pesimista por 77

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definición. Debemos dar gracias por los dones recibidos, no afligirnos ni renegar de ellos. Es lo que siempre se hace en las mesas antes de partir y compartir el pan. Pero en las odas las gracias no van dirigidas a la divinidad que provee, sino a las manos que segaron el trigo, y a las que lo molieron, a las que amasaron la masa y encendieron el horno hasta crear la fragante y esponjosa maravilla. Pero Neruda, al explorar dentro de sí mismo no puede esquivar sus dualidades, y corrige su discurso entusiasta sobre el optimismo y la felicidad. Así nos habla del héroe positivo y del héroe enlutado. “Del mismo modo que me gusta ‘el héroe positivo’ encontrado en las turbulentas trincheras de las guerras civiles por el norteamericano Whitman o por el soviético Maiakovski, cabe también en mi corazón el héroe enlutado de Lautreámont, el caballero suspirante de Laforgue, el soldado negativo de Baudelaire. Cuidado con separar estas mitades de la manzana de la creación y dejaríamos de ser. ¡Cuidado! Al poeta debemos exigirle sitio en la calle y en el combate, así como en la luz y en la sombra”. Y la mejor demostración de que siempre aspirará a moverse entre la luz y la sombra, nos la da en sus odas a don Jorge Manrique, a Jean Arthur Rimbaud (en el centenario de su nacimiento), y a Walt Whitman, las tres correspondientes a Nuevas odas elementales. Son tres iconos de la literatura muy disímiles, pero todos caros a la sensibilidad de Neruda: “Adelante le dije,/y entró el buen caballero/de la muerte”, empieza su oda a Manrique, con cuyo espectro dialoga: “Entonces, él me dijo:/‘Es la hora/ de la vida/ Ay/ si pudiera morder una manzana/ tocar la polvosa suavidad de la harina...’”; ido el fantasma, regresa entonces a su “deber de pueblo y canto”. La oda a Rimbaud es más interesante aún porque se trata de un personaje alejado por completo del ideal literario que por entonces persigue Neruda; es el poeta maldito por excelencia, pero busca cómo reivindicarlo: “A ti te enloquecieron,/ Rimbaud, te condenaron/ y te precipitaron al infierno...”. Con Whitman no tiene por qué tratar de ponerse en buenos términos, ni buscarle ningún lado amable, como en el caso de Manrique, el caballero de la muerte, y en el de Rimbaud, el caballero de los infiernos que terminó en el África como tratante de esclavos; Whitman ha sido siempre su modelo, el poeta de respiración 78

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planetaria por excelencia, el que canta la grandeza del optimismo constructor del futuro: “tú/ me enseñaste/ a ser americano,/ levantaste/ mis ojos/ a los libros/ hacia/ el tesoro/ de los cereales...”. Esta reconciliación con los extremos, que lo aleja del discurso que trata de atraerlo hacia el abismo de lo homogéneo, es la que hace de verdad posible la esplendorosa, y a la vez transparente, poesía de Neruda en las odas. Es una reconciliación íntima, que puede a veces no manifestarse de manera visible, pero está en la hondura de su propio entendimiento como artista, más allá de la retórica oficial del partido que receta la felicidad y el optimismo. Es tan patente este asunto, que al derrumbarse todo el aparato de ideas y reglas del realismo socialista sobre la creación artística, las odas sobreviven incólumes en su transparencia, y el aire puede pasar a través de ellas. Al ponerle un membrete al humanismo en nombre de una doctrina, Neruda no puede consigo mismo y con su verdadero sentimiento humanista, que es integral, y no simplemente el resultado de una propuesta política. A pesar de haber renegado del “subjetivismo melancólico” de los 20 poemas, el más popular de todos sus libros de todas maneras, siempre estará volviendo sobre el tema de la mujer, y el amor de la pareja. El mismo año de 1952 en que aparece Las uvas y el viento, publicará de manera anónima la edición privada de Los versos del capitán, donde regresa a la poesía amatoria, y que con el tiempo se convertirá también en libro de cabecera de los enamorados. Y aquél es también el año en que comienza a escribir las Odas elementales, con lo que advertimos que está al mismo tiempo preocupado por las luchas sociales, por el amor, y por las cosas sencillas; con las cosas sencillas seguirá en los años siguientes en sus otros dos libros de odas, y con el amor en sus Cien sonetos de amor que comenzará a escribir en 1957, el mismo año en que aparece su Tercer libro de odas. Nunca podrá, por tanto, encasillarse a sí mismo bajo ningún dictado político de estética. Y al mismo tiempo que consuma su tarea diversa, nos da las razones de esa multiplicidad: “el poeta que no sea realista va muerto. Pero el poeta que sea sólo realista va muerto también. El poeta que sea sólo irracional será entendido sólo por su persona y por su amada, y esto es bastante triste. El poeta que sea sólo un racionalis79

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ta será entendido hasta por los asnos, y esto también es sumamente triste. Para tales ecuaciones no hay cifras en el tablero, no hay ingredientes decretados por Dios ni por el diablo, sino que estos dos personajes importantísimos mantienen una lucha dentro de la poesía, y en esta batalla vence el uno y vence el otro, pero la poesía no puede quedar derrotada”. Es su poesía lo que al final importa, su factura y su eficacia lírica, la forma en que es capaz de resolver por medio de la palabra sus disputas interiores, abrir a la contemplación del lector sus cielos de gloria y sus infiernos tenebrosos, sus formas de perdurar en un verso que alguien recordará de memoria muchos años después en el futuro, sea un verso de amor, un verso de imprecación contra la injusticia, o el que canta la perfecta redondez de una naranja. Al examinar en conjunto los tres libros de odas, escritos en un período de cinco años, de ninguna manera debemos ver las Nuevas odas elementales y el Tercer libro de odas como secundarios o complementarios a Odas elementales, o simplemente escritos con materiales sobrantes. Se trata de dos libros parejos en calidad al primero, parte de un universo que sigue siendo explorado porque no logró agotarse en el primer intento, y que presenta poemas excepcionales, en algunos casos superiores a los del libro inicial. En Nuevas odas elementales está, por ejemplo, la “Oda a la tipografía”, tan celebrada como para haber merecido una edición aparte, publicada en 1956 por la Editorial Nascimento de Santiago. Si El canto general recurre a la desconcertante historia pública de América Latina, a sus héroes de a caballo y a sus villanos de frac y chistera, a sus grandes escenarios naturales, cordilleras, desiertos y océanos, y es, por lo tanto, un canto épico, también las odas de estos dos libros vienen a ser un canto épico de factura diferente, porque se trata de una épica doméstica; un canto al acontecer de todos los días, y a los símbolos siempre presentes de ese acontecer. No relatan una sucesión de batallas y de hazañas, sino que se nos presentan a manera de una galería de cuadros, como si página tras página recorriéramos las salas de una pinacoteca. Y no encuentro mejor ejemplo para ilustrar lo que digo, que “Oda a un gran atún en el mercado”, del Tercer libro de odas, que tiene todas las calidades de una naturaleza muerta magistral. 80

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La sencillez de los objetos del mundo que nos rodea, transformados en símbolos de la vida terrenal, pasan frente a nuestros ojos descritos con fidelidad rigurosa, igual que si sus contornos y detalles hubiesen sido grabados con buril en una plancha de cobre, para ser después iluminados amorosamente por la misma mano que los grabó. Y ese inventario de naturalezas muertas, representadas con pasión panteísta, se convierten también en figuras populares, como aquellas de las viejas loterías que jugaban los pobres en busca de un premio también pobre, cada cual atento a su tablero mientras la voz cantante anunciaba gaviota, gallo, estrella, pantera, pez, serrucho, sol, tijeras. Sus atributos de fidelidad, y sus atributos populares, se deben antes que nada a la cuidadosa y delicada escogencia de las palabras que se enlazan para formar los cantos, y que tienen todas un peso leve y una textura diáfana. Neruda, en esta imaginería lírica y popular, es capaz de transmitir el asombro frente a lo que desdeñamos por cotidiano, porque nos es de sobra conocido, una hogaza de pan, una cuchara, un par de calcetines, una pastilla de jabón, la farmacia de la esquina con sus olores de hierbas y pócimas que evocan siempre nuestra infancia perdida, la nostalgia por la casa abandonada que queda atrás, sumida en la oscuridad y el silencio. Otras de las odas, más que naturalezas muertas, congeladas en su esplendor, parecen más bien tomas cinematográficas en las que las palabras hacen el papel de la cámara que registra con minuciosidad los movimientos, como por ejemplo “Oda a la lavandera nocturna” y “Oda al niño de la liebre”, de Nuevas odas elementales; y “Oda a la calle San Diego” y “Oda a un camión colorado cargado de toneles”, del Tercer libro de odas. Las manos y brazos de la lavandera que resplandecen entre la espuma a la pobre luz de la vela; las vitrinas de la calle San Diego, una de ellas que exhibe terribles aparatos ortopédicos, ese café pequeño de la esquina con la calle Alameda que parece un autobús cargado de viajeros, y el viejo librero de la librería Araya como tallado en piedra; y en fin, la visión fugaz de ese camión colorado en un camino cerca de Melipilla, que surge como un toro de entre la niebla del otoño, con su carga de barriles.

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Éste es entonces un libro de alabanza a los milagros de la vida. La oda es siempre un canto. Y este tejido elemental de palabras es como un coro que entona una epifanía. La epifanía de nuestro encuentro con el milagro siempre renovado del universo cotidiano. Managua, junio de 2003.

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Esplendor del Caribe

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odos somos del Caribe —estoy oyendo que podría decirme, tan dueño de sus frases con filo de estilete, Edgardo Rodríguez Juliá— todos quienes habitamos islas, meandros y la tierra firme, montes y llanuras que rodean este mare nostrum de la imaginación. Todos, salvo quienes, por ejemplo, viven en esa alta planicie de lluvias frías de Santa Fe de Bogotá, lejos de los fragores marinos de la costa caliente, y donde la única lujuria del paisaje son las reglas gramaticales. Todavía hace poco se vestían los bogotanos de luto riguroso y llevaban paraguas de seda, maestros temibles de la circunspección, hasta que apareció por las calles para alborotarlo todo el temible Pedro Navaja, seguido de su corte de narcotraficantes alhajados en cuello, muñecas y dentadura, y que se sientan, además, en retretes de oro macizo. El Caribe, esa deidad tan ubicua y tan vasta, coronada de pámpanos y flores negras de Citeres, que comienza donde uno quiere que comience y termina en un confín de sombras vaporosas donde navega el bergantín en cuya proa se alza, enfundada, la primera guillotina traída a América por Víctor Huges, el oscuro y ardoroso comerciante marsellés afincado en Puerto Príncipe, héroe dual que vive en las páginas de El siglo de las luces. Mar revuelta, encajes de espumas sanguinolentas tejidos en la prosa de Alejo Carpentier, real y maravilloso novelista, cuyo centenario celebramos este año. Tal vez comienza el Caribe en tierras del Dorado, río Magdalena abajo, desde la ciénaga a las aguas teñidas de colores lúbricos que se

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revuelven frente a Cartagena, allí donde el cabello de las doncellas difuntas enterradas en los conventos crece para siempre jamás; hacia Barranquilla en fiesta perpetua, adonde se sigue yendo el caimán de fauces descomunales, dormido como un niño en la corriente; hacia Santa Marta, donde recaló adolorido el libertador, ya sin espada que empuñar; y de allí, al otro lado del cabo de La Vela, hacia Maracaibo, junto al lago de oro negro; y hacia Caracas, tras el cerro del Ávila prendido de misérrimas casuchas infinitas, el País portátil de Adriano González León. Y entonces, después de tanto andar y navegar por entre tantas islas, sabremos que esos colores lúbricos están también en el habla, en la lujuria del acento que se dispersa como un polen sagrado: no hay venezolano circunspecto, aunque sea un venezolano andino, porque todo allí es una revoluta de discusiones donde la palabra se arrebata a mansalva. Paseando a pie, de noche, por esas calles provincianas de Caracas, atrapadas entre autopistas y rascacielos excesivos, porque en el Caribe todo es también una exageración, se podría estar, igual, en cualquier barrio de Tegucigalpa rodeado de cerros, barrios plateados por la luna donde los vecinos se sientan a conversar en las aceras y brillan entre las acacias del andén las farolas de las farmacias de turno. Oigan esos ecos cantarinos, esas parrafadas que terminan atropellando en un solo sostenido las palabras mutiladas. Son los mismos dejes, los mismos acentos que ya oímos antes en Barranquilla, en Cartagena, en Santa Marta, en Maracaibo, y que seguiremos oyendo en Veracruz, en Panamá, en Santo Domingo, en La Habana, en San Juan, una sílaba comida, una entonación risueña, un registro más alto, una muletilla esplendorosa, tan sólo como leves distinciones de un mismo cantar en el que suenan, a lo lejos, los tambores africanos que los esclavos escuchaban en lo hondo de sus sueños, hacinados en los barcos que los traían desde Guinea y desde el Congo. Hablamos cantando, hablamos cantado. Pregones de fruteras, pregones de cerrajeros, pregones de lotería. Y hablamos contando. Todos somos novelistas en ciernes, desde luego que a cada quien, desde la infancia, lo deslumbra una historia maravillosa. Todos somos nietos de una novelista que es la abuela, todos hemos sido llevados de la mano a conocer el hielo por un abuelo. El polen 84

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mágico, las palabras y sus músicas y sus ecos vuelan sobre el mar de las Antillas arrastradas por los vientos de tormenta que empujan las velas en harapos del barco errante de Víctor Huges, libertador de esclavos y luego monteador de esclavos, el barco errante que aparece de nuevo en las páginas de Cien años de soledad. O voces, y músicas, y ritmos, y cantos, pregones, historias cantadas o historias contadas, que pueden oírse de una ciudad a otra, de una isla a otra, de una costa a otra, el sonsonete del ballenato cuando salga de parranda no me acuerdo de la muerte que desde Río Hacha se revuelve en ecos hasta México, costa adentro, donde otra voz melancólica responde en un corrido, murmullos bajo tierra de las voces de los muertos de Juan Rulfo, no vale nada la vida, la vida no vale nada; voces que oyen también en alta mar los marineros, a como oyen los timbales de las cumbiambas que suenan hasta el amanecer en las bocas del Magdalena, o los sones de una guaracha que traen los vientos del Jibao, o como se divisan desde isla Mujeres las luces de la isla de Pinos, al otro lado del mar, si la noche es serena y el cielo está despejado de borrascas. Un mar de ecos, un mar de espejismos. Yo vengo del otro Caribe, el de la costa del Pacífico de Centroamérica. Allí, donde yo vivo, también reina la exageración. Después de un aguacero los ríos no vuelven jamás a su cauce, y también hay huracanes que pueden soplar noches enteras, y volcanes que amanecen humeantes donde antes era campo llano. Y revoluciones, que también cambian para siempre el paisaje y vuelven codiciosos a quienes una vez estuvieron dispuestos a sacrificarlo todo, tal la maldición de ese Víctor Huges revolucionario intransigente que después llegó a empuñar el fuete del amo. Los escritores del Caribe, como Carpentier lo probó con creces, somos hijos dóciles de la misma exageración. Los ingleses inventaron en la costa del Caribe de Nicaragua, para beneficio de los novelistas, una dinastía de reyes zambos, los reyes misquitos coronados con pompa en la catedral anglicana de Kingston, y que recibían cada año, como dote real, una generosa provisión de barricas de ron. Uno de esos misquitos, marinero de un bergantín de la flota de Dampier, fue abandonado en castigo a su indolencia en la isla desierta de Juan Fernández. 85

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Se llamaba Robin. Daniel Defoe lo transformó en Robinson Crusoe, un europeo dueño de la hazaña de valerse por sí mismo en la soledad. De allí viene el mito. Es un mito europeo, el hombre civilizado capaz de resistir las más duras condiciones materiales, no sólo el aislamiento espiritual. Nosotros, aquí donde vivimos, no conocemos la soledad. Pero este Robinson Crusoe es, de todas maneras, un personaje del Caribe que nació en el Caribe, porque no hay mito que se nos escape ni invención que no tenga aquí sus raíces alucinógenas. Aquí, donde se incuban las mejores ideas redentoras y los sueños más perversos. ¿Dónde si no habría de aparecer Henri Christophe, el antiguo cocinero de una fonda en Cape Française que inventó el trono de Haití para coronarse rey? Un rey que a diferencia de los fantoches de la dinastía de los zambos misquitos de Nicaragua, tenía poder de vida y muerte sobre sus súbditos, los antiguos esclavos que él mismo había liberado, después de pasar a cuchillo a los colonos franceses, y que bajo su férula volvían a ser lo mismo de siempre, esclavos. Hizo construir encima de las lejanas rocas de las cumbre del Gorro del Obispo la ciudadela de La Ferrière, cada bloque de piedras subido a lomo de sus súbditos, y en el palacio de cantera rosada de Sans Souci estableció su remedo de corte francesa con duques y marqueses que llevaban ahora las pelucas empolvadas de sus antiguos amos, una corte que quería ser más suntuosa que la que había seguido a Paulina Bonaparte, en el mismo Haití, por los salones de su propio palacio de Cape Française. Henri Cristophe, el esclavo liberto dueño de esclavos, es el personaje de la novela El reino de este mundo de Alejo Carpentier, como lo fue de la pieza Emperor Jones de Eugenio O’Neill. “¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?”, dice el mismo Carpentier. En nuestro mar cerrado nació la imaginación más desbocada, porque los hechos eran desbocados. ¿La realidad persigue a la imaginación o es la imaginación la que persigue a la realidad? A las ventanas del palacio de Sans Souci se asomaban damas coronadas de plumas, con el abundante pecho alzado por el talle de los vestidos de moda. En uno de los suntuosos salones ensayaba una 86

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orquesta de cámara. Los oficiales de casaca roja y bicornio, con espadas al cinto, parecían oficiales napoleónicos. Una corte de negros servida por esclavos negros. “Negras eran aquellas hermosas señoras, de firme nalgatorio, que ahora bailaban la rueda en torno a una fuente de tritones”. Y aquel mundo maravilloso se vuelve inexplicable para Ti Noel, el antiguo esclavo, ya anciano, que lo está viendo todo con ojos de asombro, y sobre cuya espalda los capataces van a encajar pronto una piedra para que la lleve, uno más entre aquel hormiguero de esclavos, hasta la cumbre donde se construye la fortaleza de La Ferrière. “Para empezar”, dice Carpentier, “la sensación de lo maravilloso presupone una fe”, y lo maravilloso comienza a serlo de verdad cuando surge de una alteración de la realidad. “Porque no es el hombre renacentista quien realiza el descubrimiento y la conquista, sino el hombre medieval”, dice Carpentier. No era la modernidad la que trajeron consigo, sino el pasado represado que se resolvía en oscuridad de sacristías, supersticiones, brutalidad patriarcal. Un mundo nuevo que iba a moldearse a semejanza de otro que se volvía ya caduco, pero lleno de los engendros de la imaginación que fulguraban en esa oscuridad. Los exagerados y arbitrarios engendros de los libros de caballería que Cervantes no tardaría en someter al juicio de las risas, volviéndolos risibles. En el Caribe se sufren fiebres que derriten la imaginación, como lo probaron los conquistadores. El Dorado, hacia el sur, en tierras de Macondo, ciudades pavimentas de oro macizo, cúpulas y almenares de diamante, árboles que daban joyas en lugar de frutas, el viento que llevaba en el aire polvillo de oro como si fuera arena. Y hacia el norte, la Florida, donde bastaba meterse en las aguas de los ríos, que eran las aguas de la eterna juventud, para perder de inmediato las inapetencias sexuales y las magras carnes de la senectud, y recuperar las alegrías y los bríos de la mocedad, como en el cuadro de Lucas Cranack. El Dorado, donde ahora se libra la guerra más desalmada que nunca antes vieron nuestros ojos, y la Florida, donde ahora se alzan las torres de los castillos de Disneyworld. Pero por causa de esos sueños los conquistadores fueron comidos por la fiebre y por las fieras, y tragados por los torrentes. El cadáver de Hernando de Soto, atado a un tronco, fue echado por 87

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sus hombres a las aguas del río Mississippi, otro río del Caribe, y allí terminó su búsqueda de la fuente de la eterna juventud. Aún en 1780, unos cuerdos españoles, salidos de Angostura, se lanzaron todavía a la búsqueda de El Dorado, dice Carpentier, y “en días de la revolución francesa —¡vivan la razón y el ser supremo!—, el compostelano Francisco Méndez andaba por tierras de la Patagonia buscando la Ciudad Encantada de los Césares”. Pero en Los pasos perdidos nos devuelve a los rigores exaltados de la realidad apenas la barca de los viajeros empieza a adentrarse en el Orinoco, cuando aún se piensa en la ciudad encantada de Manoa: los hombres anfibios que iban a dormir al fondo de los lagos, y los que se alimentaban con el solo olor de las flores; los perrillos carbunclos que llevaban una piedra resplandeciente entre los ojos, las piedras de prodigiosas virtudes halladas en las entrañas de los venados, los tatunachas bajo cuyas orejas podían cobijarse hasta cinco personas —recuerdos de los libros de caballería y recuerdos Colón—; los que tenían las piernas rematadas por pezuñas de avestruz, y la Arpía Americana, exhibida en Constantinopla, donde murió rabiando y rugiendo, y cuyos portentos habían sido cantados a lo largo de dos siglos por los ciegos del Camino de Santiago. El Caribe no es sólo un espacio geográfico. También es una confluencia de visiones y obsesiones. Todo lo que respira con el aliento de un animal oscuro vestido de lentejuelas es el Caribe. Una tierra bárbara. En el Caribe llamamos bárbaro a todo lo que es muy bueno, increíblemente bueno, muy bello. Una mujer bárbara. Un crepúsculo bárbaro. Un poeta bárbaro, como Rubén Darío, paseado su cadáver en andas funerarias por las calles, vestido de peplo griego y coronado de mirtos, antes de ser enterrado bajo las naves de la catedral de León. En aquel país de peones, arrieros, mozos de cordel y aurigas analfabetos, sólo unos cuantos eran letrados, y los que leían poesías se contaban con los dedos. Pero en la procesión fúnebre marcharon miles. Hacía un calor de infierno esa tarde del funeral y no se movían los penachos de las palmeras. Delante de la procesión las canéforas regaban pétalos de rosas sobre el empedrado donde ardían los cagajones de los caballos de tiro. Décadas después, en Guayaquil, avanzada del Caribe en el Pacífico, habrían de enterrar a Julio Jaramillo, el rey de 88

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las roconolas, en medio de un carnaval fúnebre al que asistió una multitud frenética de cien mil personas, un espectáculo que sólo en tierras estremecidas por los fragores de la exageración y el desenfreno se puede ver. De aquí de donde venimos nada se hace en solitario, ni nunca puertas adentro. Hasta las decepciones amorosas cantadas en las cantinas, se vuelven espectáculos. Cocineros coronados. Comerciantes de ultramarinos dueños de la guillotina. Funerales como fiestas. Cantantes como reyes de naipes, tal cual Daniel Santos, héroe de todas las batallas pendencieras, y preso como reo de una de esas batallas en la cárcel del Príncipe en La Habana, donde compuso “El preso”, “preso estoy sufriendo mi condena, la condena que me da la sociedad....”. Yo buscaba ese dato para mi novela Sombras nada más, porque la mítica popular repite en mi país que esa canción fue compuesta en las cárceles del Hormiguero, en Managua, bajo la dictadura de Somoza, cuando Daniel Santos, “vengo a decirle adiós a los muchachos”, fue encarcelado por escándalo en la vía pública, según el alegato oficial, pero según el propio, por seducir a la mujer de un coronel. Me corrigió Edgardo Rodríguez Juliá, el del estilete, dueño de un humor de mar serena, que parece que nunca quiebra un plato: “Lamento informarte que no fue en una cárcel nicaragüense donde escribió esa canción. Para más detalles te tengo la sabiduría de Josean Ramos, quien fue secretario de Daniel en los años crepusculares de El Jefe. Josean fue para Daniel lo que Eckermann fue para Goethe....”. El Caribe es una dimensión geográfica, y una dimensión cultural, de encuentros múltiples, pero mucho más. Es el territorio del mito que nunca cesa. El sur de los Estados Unidos, el Mississippi que fluye hacia el golfo de México desde el venero de las novelas de Mark Twain. El profundo sur caluroso de William Faulkner. Yoknapatawpha. El Orinoco de oscuras aguas verdes incesantes, increíble como río porque más bien parece el mar, que está en Los pasos perdidos de Carpentier. El queso bajo una jaula en el mostrador de la tienda de abarrotes en alguna página de Luz de agosto, de Faulkner, igual que en la pulpería de mi padre en Masatepe, donde todo olía a cuero, trementina, manteca de cerdo, candelas de cebo, kerosén. O al otro 89

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lado del mar Caribe, Macondo, donde un padre lleva a su hijo a conocer el hielo, como el coronel Félix Ramírez Madregil llevó en León de Nicaragua a Rubén Darío, su hijo adoptivo, a conocer el hielo, y las manzanas de California, y los cuentos pintados, y el champaña de Francia. Es que somos parte de una misma tramoya, imágenes del mismo juego de espejos. La misma caja de música. “Daréis vueltas a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de música que toca valses, cuadrillas, y galopas”, le dice el Rey Burgués al filósofo. ¿Y cómo era esa caja de música del cuento de Azul de Darío? Carpentier lo explica: “una gran caja de música en que unas mariposas doradas, montadas en martinetes, tocaban valses y redowas en una especie de salterio”, y al lado de la que “había retratos de monjas profesas coronadas de flores” y una “Santa de Lima, saliendo del cáliz de una rosa en un alborotoso revuelo de querubines”, que “compartía una pared con escenas de tauromaquia”. Un tenderete de anticuario donde se abigarran artilugios e imágenes viejas y a la vez contemporáneas. Eso también es el Caribe. La Florida, El Dorado. Norte y sur del arco que pulsa la brisa y que se tiende por el golfo de México. Veracruz de Carlos Fuentes y Agustín Lara. La multitud de islas que la golondrina negra de Derett Walcott se esta llevando siempre hacia el África, a la deriva. El arco que pasa sobre el lomo de Centroamérica alisando su pelambre, Castilla de Oro, de vuelta al friso donde el caimán se está yendo siempre, otra vez, para Barranquilla, y de allí a los confines de las Guayanas y Trinidad Tobago, ese Caribe finis terris de sotavento, del five o’clock tea en las verandas, con sus buzones pintados de rojo y su estricta higiene municipal, decorado con mano victoriana por V. S. Naipaul. Una gran olla en la lumbre, el más excelso de los milagros culinarios híbridos, como el que Carpentier recuerda en El siglo de las luces: Desembarcose al día siguiente en una costa desierta y boscosa donde (...) había cochinos salvajes. (...) Después de limpiarlos tendieron los cuerpos sobre parrillas llenas de brasas con las entrañas tenidas abiertas por finas varas de madera. Sobre aquellas carnes empezó a caer una tenue lluvia de jugo de limón, naranja amarga, sal, pimienta,

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orégano y ajo, en tanto que una camada de hojas de guayabo verde, arrojada sobre los rescoldos, llevaba su humo blanco oloroso a verde a las pieles, que iban cobrando un color carey (...). Y cuando faltó poco para que los cerdos hubiesen llegado a su punto, sus vientres abiertos fueron llenados de codornices, palomas torcaces, gallinetas y otras aves. Entonces se retiraron las varas que mantenían las entrañas abiertas y los costillares se cerraron sobre la volatería (...) consustanciándose el sabor de la carne oscura y escueta con el de la carne clara y lardosa, en un bucán que fue Bucán de Bucanes.

Codornices en el vientre de la bestia. Un gran vuelo de cuervos que mancha el azul celeste. Una gran cocina de razas y lenguas y música y religiones y ritos. El gran melt pot sin parangones. Zainos, arahuacos, caribes, mayas, nahuas, chibchas, negros esclavos del África negra, mestizos, ladinos, mulatos, zambos, pardos y cuarterones, aventureros de Andalucía y porquerizos de Extremadura en coraza de conquistadores, y campesinos y tenderos de Galicia y de las Canarias, los colonos portugueses llenos de prosopopeya, las juderías sefarditas en éxodo asentadas en Curazao cuando huían de los progroms de sus santas majestades católicas, los árabes de Siria y Líbano y los palestinos del Imperio Otomano que hollaron todos los caminos como buhoneros antes de señorear en San Pedro Sula y Barranquilla, y los chinos de Cantón que llegaron de contrabando escondidos en barriles de tocinos salados, los hindúes de Bombay en sus tiendas perfumadas de sándalo, los holandeses luteranos, los corsarios franceses. “Aquí no se habían volcado, en realidad, pueblos consanguíneos, como los que la historia malaxara en ciertas encrucijadas del mar de Ulises, sino las grandes razas del mundo, las más apartadas, las más distintas, las que durante milenios permanecieron ignorantes de su convivencia en el planeta”, dice Carpentier en Los pasos perdidos. Un caldo barroco que hierve y no reposa. Bucán de Bucanes. La cucharada de prueba en busca de su sazón le toca a José Lezama Lima, una prueba de noche tropical, según Paradiso: “La brisa tenía algo de sombra, la sombra de hoja, la hoja mordida en sus bordes por la iguana columpiaba de nuevo a la noche”.

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El verde Caribe de los bananales de la United Fruit Company de las novelas de la trilogía del banano de Miguel Ángel Asturias, donde vemos el rostro del Papa Verde, el Caribe de la asesina fiebre del caucho de José Eustasio Rivera en La vorágine, el Caribe no menos verde de las plantaciones de cacao de Jorge Amado en Bahía, atlántico adentro, otra avanzada del Caribe, un universo el suyo habitado por personajes que bien pudieran vivir en La Habana o en San Juan. Los ruidos nutridos de la calle, el olor del salitre, del sudor y de las frituras, el alboroto de situaciones, el desenfado provocador de las mujeres que pueblan los escenarios calurosos de los mediodías encendidos, esos caballeros tan compuestos y presuntuosos que se pierden en los meandros de la noche en busca del algún amor patibulario. Y las barriadas erizadas de antenas de televisión, donde se esconden los expulsados de las campiñas arruinadas, que se repiten en sus miserias y colores, en islas y tierra firme, esas barriadas donde nunca deja de sonar La guaracha del Macho Camacho tocada por Luis Rafael Sánchez. Azoteas donde flamea la ropa tendida, y las voces de soprano de las mujeres que se cruzan de una a otra ventana, asomadas a los balcones decrépitos llenos de tiestos de flores, como los que nunca dejó de ver Eliseo Diego en La Habana, “los balcones, de fragantes barandas de hierro, como flores extrañas, secas entre páginas...”. Un Brasil caribeño, no ese falso Brasil de Carmen Miranda bailando con un adorno de frutas tropicales de cera en la cabeza. El Brasil del maê de santo, o el pai de santo, las santerías bahianas que son las mismas de los altares haitianos del vudú, y de los ritos garífunas del wallagallo en Laguna de Perlas en Nicaragua, y de los altares cubanos de Regla consagrados a los santos yorubas donde comparece en busca de protección, para una limpia de malos espíritus, el mismísimo Enrico Caruso después que una bomba que descalabra el teatro habanero donde cantaba Aída lo hace huir, disfrazado de Radamés, a refugiarse a la cocina de un hotel, según está debidamente contado en la novela Como un mensajero tuyo de Mayra Montero. Y los fetiches de Wilfredo Lam, y los gallos de Mariano Rodríguez que cantan a medianoche, y la noche negra del alma de Reinaldo Arenas, y las historias de George Lamming contadas a la 92

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luz de la lumbre, y la poesía de símbolos nutricios de Aimée Cesaire, y aquellas advertencias de que éramos desde entonces los condenados de la tierra en la voz apocalíptica de Frank Fannon. Un territorio que está donde los vientos de la pasión nos empujen. Y así, a lo mejor, vamos a dar hasta el río de La Plata si pensamos en el candombe, esa música afrocaribe de donde nació la milonga y después el tango, una tesis peligrosa ésta, que si la llevamos más lejos, vendría a resultar en que Carlos Gardel, el morocho del abasto, sería también de estos pagos solares, más que de Toulouse o de Tacuarembó. El tango, y también el danzón, mezcla excelsa de la contradanza de la corte francesa y el fragor de los tambores africanos inventado, a lo mejor, en las fiestas de la corte del rey Henri Christopher en Sans Souci, y las habaneras que Bizet llevó hasta las tramoyas de Carmen, y los boleros de Álvaro Carrillo en noche de luna, y las bachatas y los merengues de Juan Luis Guerra, ¡ojalá, de verdad, lloviera café en el campo!, y los vallenatos de Rafael Escalona, y los que canta Diomedes, prófugo de la justicia pero amado en todas las barriadas, y protegido por santos y sicarios. Don Pedro Flores, mayordomo de una central azucarera, las manos metidas en la melaza de la música. Obsesiones. Siempre obsesiones, no importa cuán alto esté el cielo en el mundo. Y Benny Moré, un alarido solitario que nunca termina, y Bola de Nieve, caballeros, chivo que rompe tambor, con el pellejo lo paga. Y el calipso trinitario, y el reggae de Bob Marley, no woman no cry, el mambo “Patricia” de Dámaso Pérez Prado que sigue en el fondo de la noche en La Dolce Vita, y la rumba “El manisero” que está en Arroz amargo y que siempre sigue cantando el fantasma adorable de Silvana Mangano en un viejo disco de pizarra raspado por la aguja, y los timbales de Tito Puente, y toda la selva de Rómulo Gallegos que huele a frutos podridos. Podemos navegar por esas aguas de espejismos sin perdernos, si acertamos a adivinar que no hay Caribe sin África, ése es el eje de la brújula. Sólo tenemos que poner oído a los tambores que palpitan en nuestras sienes, oír a través de los siglos el ruido de las viejas cadenas en los galpones de las plantaciones de algodón del sur de Estados Unidos, en los bohíos de los ingenios azucareros. 93

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Y todo lo que llamamos Barroco es también el Caribe. Ese paisaje arquitectónico y de decorados que nos asalta desde las primeras páginas de El siglo de las luces, exuberancia y movimiento en las formas, crecerá en diversidad y contraste hasta el punto de una explosión, la explosión de una catedral indigesta de artilugios y ornamentos. Porque igual que el Caribe, esta novela es una representación barroca de elementos barrocos, un arrastre de la propia historia y sus tramoyas que hace contemporáneo el desconcierto de las acumulaciones del pasado. Igual que Asturias, Carpentier pasa su visión por el tamiz del surrealismo. Y el Caribe es ya desde antes surrealista. “Sólo lo maravilloso es bello”. Lo maravilloso, y lo desconcertante. La selva, madre de toda existencia, igual que el mar, que se abre como una muralla vegetal para dejar salir “un cargamento de mariposas, o pieles de lagartos, sacos llenos de plumas de garza, pájaros vivos que silbaban de extraña manera, o piezas de alfarería antropomorfa, enseres líricos, cesterías raras... veinte indios que traían orquídeas”. Y otra vez, la vieja pregunta acerca de la realidad y la imaginación. Carpentier había nacido en un mundo barroco, que daba sustento a lo real maravilloso, y lo real maravilloso dio sustento luego al realismo mágico. Todo cocinado en el Caribe, todo resultado de esa mezcla incesante de elementos hirviendo en la lumbre, la convivencia de un mundo rural, antiguo, anacrónico, ecos de esclavos y gritos de encomenderos, con las pretensiones de mundo moderno, que fracasa siempre bajo el peso del caudillo enlutado. La supervivencia de aquel mundo viejo, al que nunca se come la polilla, produce el asombro. El desajuste es lo maravilloso, y es real maravilloso porque es real. Mágico vendrá a ser todo lo demás, como el repentino despertar del vuelo de mariposas que alarga las noches porque forman manto tan denso que oscurece al sol. “Eran mariposas pequeñas, de un amaranto profundo, estriadas de violado, que se habían levantado por miríadas y miríadas, en algún ignoto lugar del continente, detrás de la selva inmensa, acaso espantadas, arrojadas, luego de una multiplicación vertiginosa, por algún cataclismo, por algún suceso tremendo, sin testigos ni historia. Una noche diurna, enrojecida de alas”. 94

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Cuba es quizás el país más barroco de entre todos los nuestros, y el que acumula más nutridos elementos de cultura africana, y más elementos de la cultura peninsular española, por más tiempo, desde luego que el régimen colonial se prolongó hasta finales del siglo XIX. Cuba y Puerto Rico, escenarios de la agonía final del imperio español, destinado a disolverse en el humo de los cañones de la armada de los Estados Unidos, cuando aquel maltrecho Quijote ceñido de latas viejas, como lo vio Darío, se enfrentó a los búfalos de dientes de plata que salían a estrenar en las aguas esmeralda de este mar sus acorazados, con ímpetus de nuevo imperio. Pero en el siglo XVIII los criollos de Cuba eran los más ricos de todo el Caribe, y los más ilustrados, dueños de las centrales azucareras y de los cañaverales, de las destilerías de ron, de las factorías de tabaco, del comercio de ultramarinos, más rica y próspera Cuba que la propia metrópoli arruinada. Es el mundo de abigarrados contrastes, de potentados y esclavos que se nos ofrece en vísperas de La Revolución Francesa en El siglo de las luces. En sus páginas suena el clarín de una batalla, la batalla por los derechos del hombre que encandilará la imaginación de ese héroe confuso que es Víctor Huges. La Revolución Francesa viene a proclamar el fin de todos los privilegios reales, y los de casta, a anunciar algo tan peligroso y disolvente como la abolición de la esclavitud, el nuevo Evangelio que reverberará en los oídos de Henri Christopher el cocinero. Y Víctor Huges abolirá en Cayena y Guadalupe la esclavitud bajo el Directorio, agente fiel de Robespierre, y la restablecerá sin parpadeos bajo el Consulado, agente fiel de la Restauración. Sofía, la heroína de El siglo de las luces, ha vivido todo para saberlo todo —al fin y al cabo Sofía no significa sino sabiduría—. Aguarda el advenimiento del poder redentor, lo busca y lo provoca. Y el ideal resulta en desilusión porque Huges, el amante y el héroe, ahora montea con perros a los esclavos que una vez liberó, igual que Henri Christopher los hace llevar las piedras para construir sus palacios. Para Esteban, el otro adolescente hermano de Sofía, el ideal es intocable, y eso lo vuelve frágil y vulnerable. Ha sido la encarnación de la rebeldía ética, el individuo que quiere la revolución a su propia medida, como Cándido de Voltaire. Y 95

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ambos ven cómo los sueños de los ideales son trastocados por las pesadillas del poder. Los sueños de la razón que terminan engendrando monstruos. “Las palabras no caen en el vacío”, advierte Zohar: las palabras que llevan a la acción, y la acción que contradice las palabras. No hay conciliación posible. Lo alegórico para Carpentier es que las revoluciones son hechos históricos que desbordan la suerte de los personajes. Un péndulo que va y viene, de la luz hacia la oscuridad, repitiendo el mismo viaje desde siempre. El poder, que se vuelve contra los ideales. Las revoluciones terminan en fracasos éticos, y devoran a sus propios hijos, como Saturno. ¿Es un proceso que tiene fin, o se trata de una repetición dialéctica hasta la eternidad, sin síntesis posible? Los ideales libertarios llegan a cristalizar luego la figura del caudillo que deviene en dictador, tal como Carpentier lo exhibe en El recurso de método. Es el dictador ilustrado, que ahora sólo entiende el poder a partir de su propia persona. El dictador arquetípico del Caribe, modelo de los demás dictadores que habrán de surgir luego en la vida, y en la literatura. No libra Carpentier a las revoluciones de su sino trágico. Las revoluciones son deidades mudas, como la guillotina embozada que navega en las aguas del Caribe sobre la cubierta de un barco que será luego un barco fantasma. Nadie puede librar su cabeza de ese péndulo con filo de guillotina que es el destino vestido con los ropajes del poder. “Una revolución no se discute, se hace”, proclama Victor Huges, y eso es lo que hemos venido escuchando cada vez que se asalta el cielo, por alto que esté el cielo en el mundo. Es decir, cada vez que se asalta el poder. Pero para un novelista curtido como Carpentier, que prueba no ser ingenuo, la repetición de la historia humana no termina con ninguna ideología, o con la imposición de un régimen político. Los seres humanos, que siguen siendo los mismos. El Caribe no cesa, ni tampoco terminan de reproducirse sus personajes. El Caribe, un acorde de músicas y un ruido de voces, como de tormenta. El Caribe que somos todos. San Juan, junio de 2004. 96

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El infierno tan temido

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raham Greene llegó por primera vez a México en 1938, cuando tenía 34 años de edad. No fue el primero de los grandes escritores ingleses del siglo XX en sentirse atraído por los misterios y el drama de una tierra estremecida por la magia ancestral y por los cataclismos políticos, pues D. H. Lawrence y Malcolm Lowry lo habían precedido, y cada uno de los tres escribiría una obra maestra como resultado de su propia estancia: el propio Greene, El poder y la gloria (1940); Lawrence, La serpiente emplumada (1926), que regresa al mito de Quetzalcóatl, esencial en la cultura mexicana; y Lowry, Bajo el volcán (1947), que aunque publicada tardíamente, tras varios rechazos editoriales, había tenido sus origines en la primera permanencia del escritor en Cuernavaca en 1936, una novela en la que su personaje central, el cónsul Geoffrey Firmin, alcohólico impenitente, no será distante a los propios personajes de Greene. Sin saber una sola palabra de español, y sin preocuparse nunca de aprenderlo, su corta visita no varió la idea que ya llevaba de México, a sus ojos un país salvaje y atrasado, de mestizos tramposos e indios indolentes, donde hasta hacía poco los curas eran fusilados y las iglesias clausuradas convertidas en establos. Era para entonces crítico de cine de The Spectator, en cuya redacción había recalado a su regreso de Liberia, una exploración que describe en Viaje sin mapas, y se había convertido al catolicismo en 1926, para la temprana época en que tenía ya el cargo de subdirector del Times

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de Londres, “un católico con una creencia intelectual, sino emocional, en el dogma católico”, según él mismo señala. Pero en todo caso, un católico dispuesto a defender los fundamentos de la fe que había abrazado. Su viaje a México estaba motivado por la intención de escribir un reportaje sobre la persecución contra la Iglesia, que había tenido su clímax diez años atrás, y de su recorrido por los estados sureños de Tabasco y Chiapas resultó el libro Caminos sin ley, que vino a ser también el cuaderno de apuntes, en cuanto a escenarios y personajes, para El poder y la gloria. Pero si en el primero asume una posición, y deja oír sus opiniones, casi siempre adversas al país, y algunas veces sesgadas, en el segundo sabe preservar su condición de novelista y narra desde una impecable distancia, con una mirada que es capaz de envolver a los personajes desde todos los ángulos. Iba en pos de las huellas de la persecución religiosa, pero no buscó documentar la guerra de los cristeros, librada desde 1927 hasta 1929 en Guadalajara y Guanajuato, al noroeste de la capital, y otros cuatro estados vecinos más, entre las tropas del gobierno y campesinos católicos alzados en armas, sino la represión contra los sacerdotes en Tabasco, uno de los estados más pobres y más despoblados, de caluroso clima tropical, abundantes lluvias, ríos caudalosos y selvas todavía vírgenes, pantanos y sabanas. En Tabasco había gobernado hasta el año de 1935 un extravagante personaje, Tomás Garrido Canabal (1891-1943). Fanático anticlerical como pueden encontrarse pocos en la historia de América Latina, dispuso en el año de 1925 que los sacerdotes estaban obligados a casarse, y de allí arranca uno de los temas esenciales de El poder y la gloria; saqueó y clausuró las iglesias, hizo quemar las imágenes de los santos, mandó a quitar las cruces de las tumbas en los cementerios, de donde hizo desaparecer imágenes y mausoleos, para que fueran cambiados por columnas truncas de igual tamaño, que tuvieran por todo epitafio un número, un nombre y una fecha; sustituyó las fiestas religiosas por ferias agrícolas y ganaderas, ordenó cambiar los nombres de las poblaciones que llevaran nombres de santos, para que fueran repuestos por nombres de héroes, sabios, maestros y artistas; prohibió la palabra “adiós” para despedirse, y mandó que en cambio se usara “salud”; en su 98

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finca experimental, La Florida, bautizó a un burro catalán como El Papa, a un toro como Dios, a una vaca como La Virgen de Guadalupe y a un cerdo como San José. Y durante su segundo período como gobernador, creó “Los camisas rojas”, una milicia privada formada por jóvenes fieles a su credo radical, que asoman en las páginas de El poder y la gloria. Si era rubio y apuesto como se le veía en el mural de famosos de la historia de México en el viejo restaurante Prendes, cercano al Zócalo, en el cuadrante antiguo de la capital, debe haber parecido antes sus súbditos una estrella de cine. Tenía una hija a la que puso Zoila Libertad, un hijo al que puso Lenin, director de teatro luego en Costa Rica, adonde la familia debió exiliarse en 1935, tras la caída del padre; Luzbel, el otro hijo, que por supuesto se cambió de nombre, fue dueño de una fábrica de margarina, también en Costa Rica. Un personaje semejante hubiera sido atractivo para cualquier novelista hispanoamericano, empezando por Valle-Inclán, pero Graham Greene era ascético en todo lo que se refiere a los esperpentos, o al realismo mágico, es decir, a las graves exageraciones que la realidad impone a la imaginación, y a los desbordes de humor que esas exageraciones traen consigo. El humor en sus novelas queda implícito en las situaciones, y es mucho más sosegado, eso que algunos podrían llamar “un humor inglés”. Al contrario de acercarse a los episodios históricos de la época, su advertencia inicial en El poder y la gloria, donde Garrido Canabal no se menciona por su nombre, aunque permanece como una sombra en el relato, es la de que la novela “se basa en la situación de uno de los estados de México hace algo más de diez años. No se ha intentado reproducir a ninguna persona real en ninguno de los caracteres”. De pronto aparece “un primo del gobernador”, pero sólo como contrabandista de vino y de licores al amparo del poder. En 1938, cuando llegó desde Estados Unidos a la Ciudad de México, para ir luego al puerto de Veracruz, y de allí por barco a través del río Grijalva hasta Villahermosa, la capital de Tabasco, ya había cesado “la más feroz persecución religiosa conocida en país alguno desde la época de la reina Isabel”, como él mismo la calificó. El nuevo presidente, el general Lázaro Cárdenas, normalizó en el año de 1936 las relaciones con la Iglesia, en crisis desde que el gene99

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ral Plutarco Elías Calles había promulgado en 1926 la ley que reglamentaba el artículo 130 de la Constitución de 1917, y facultaba al gobierno para cerrar templos, escuelas católicas y conventos, expulsar sacerdotes extranjeros y reducir su número en el territorio nacional. Esta ley fue la que dio manos libres al gobernador Garrido Canabal para imaginar, y desatar, su propia represión, y terminó por dar origen a la mencionada guerra de los cristeros, desatada en enero de 1927, cuando los campesinos católicos, indios y mestizos, atizados por la Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa, se alzaron al grito de “¡Viva Cristo Rey!”, bajo el estandarte de la Virgen de Guadalupe. El culto guadalupano, que se remonta en México al siglo XVI, es el mejor ejemplo del sincretismo entre la religión católica y las antiguas creencias indígenas, pues en el mismo sitio de la aparición de la Virgen, el cerro del Tepeyac, se adoraba a la diosa Coatlicue, llamada también Tonantzin; y es también el mejor ejemplo del poder de la Iglesia enraizado en las creencias populares, desde luego que miles de los más pobres fueron a combatir con las armas, y en desigualdad de condiciones, en contra de la revolución que prometía entregarles la tierra y cambiar su situación secular de miseria. La muerte del general Álvaro Obregón, asesinado en noviembre de 1927 por el joven católico José León Toral, vino a agravar la situación de guerra; Obregón, otro de los caudillos de la revolución, iba a ser de nuevo presidente, y tanto Toral como los demás supuestos implicados en el complot, entre ellos el padre jesuita Agustín Pro, elevado a beato por el papa Juan Pablo II, fueron ejecutados sumariamente. De modo que el dramático enfrentamiento entre el poder laico de la Revolución Mexicana, y la Iglesia Católica, está en el trasfondo de El poder y la gloria, como un hecho reciente del pasado. Cuando Greene llega a México en 1938, ya zanjado en términos políticos el asunto religioso, lo que encuentra en caliente es la nacionalización de las riquezas petroleras, consumada ese mismo año. La decisión de Cárdenas de reivindicar el petróleo, hasta entonces en manos de compañías norteamericanas y británicas, habría de tensar las relaciones con Inglaterra hasta el extremo de la ruptura diplomática. En Caminos sin ley, tomando el lado de su 100

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país, y el de las empresas expropiadas, Greene dirá que los trabajadores petroleros no hacían sino reclamar “grotescas condiciones”. El enfrentamiento religioso, que campea de manera casi invisible en El poder y la gloria, y que se encarna en la implacable persecución del personaje central, el “Padre Whisky”, el último de los sacerdotes que queda en el estado de Tabasco, y que debe huir y esconderse siempre, había desembocado en aquella guerra de los cristeros, con su trágico saldo de decenas de miles de muertos, y en los desmanes de Garrido Canabal, que lleva su fobia a los extremos de una caricatura. Pero venía de mucho más lejos. Quienes encabezaron en el siglo XIX en México al partido victorioso en las Guerras de Reforma libradas entre 1858 y 1867, eran liberales ilustrados, mientras los derrotados, de la facción conservadora, se identificaban estrechamente con la Iglesia, como ocurrió en toda América Latina a la hora de las revoluciones liberales que sucedieron a la independencia frente a España. Las nuevas Constituciones empezaron por separar los intereses del Estado de los de la Iglesia, confiscaron sus propiedades y declararon el laicismo, aboliendo también las órdenes monásticas y declarando la secularización de los conventos y monasterios, como había ocurrido en España con la Ley de Desamortización de Mendizábal en 1836. Durante la dictadura del general Porfirio Díaz, uno de los caudillos de la guerra en contra de las tropas francesas de ocupación, y quien gobernó desde 1876 hasta 1910, toda una era en la historia de México, la Iglesia Católica pudo llevar adelante una “segunda evangelización” que la ayudó a consolidar de nuevo su gran poder en un país mayormente campesino y analfabeto. A la caída de Díaz sobrevino el gobierno civil del presidente Francisco Madero, asesinado en 1913, y bajo el gobierno del general Venustiano Carranza, que sucedió a Madero, se alzaría de nuevo una oleada anticlerical, otra vez bajo los presupuestos liberales de que la Iglesia encarnaba una rémora para el progreso que la Revolución venía a representar. La Constitución política de 1917 reafirmó los principios laicos del Estado en forma más radical que la anterior de 1857; no sólo se prohibieron los votos religiosos, y a la Iglesia la propiedad de bienes, sino que ésta quedó despojada de existencia legal, y el culto restringido al interior de los templos. 101

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En 1923, bajo el gobierno del general Obregón, el nuncio papal fue expulsado del país por haber presidido una ceremonia dedicada a la consagración de Cristo Rey en el cerro del Cubilete, en el estado de Guanajuato, uno de los más conservadores y católicos de México, y territorio de la guerra de los cristeros. Y dos años más tarde, ya Calles en el poder, se dio el intento de establecer la “Iglesia Católica Mexicana”, que tendría como patriarca al cura cismático Joaquín Pérez, otro buen personaje de novela. Estos acontecimientos, que marcan la historia de México en el siglo XX, llegan a las páginas de El poder y la gloria pero en sordina, porque no se trata de una novela histórica, ni política. El enfrentamiento entre el poder y la fe no tiene ningún gran escenario épico, y se reduce a una dimensión casi íntima, doméstica, en un villorrio junto a un río oscuro, cercado por la selva, y en el territorio salvaje y olvidado de Tabasco, donde se da la persecución del “Padre Whisky”, acosado por un joven teniente de las fuerzas de policía, sin nombre ni apellido, encarnación del nuevo orden laico que trata de imponerse destruyendo todo resabio del pasado; y acosado también por sus propias debilidades, vicios y miserias, que a la postre se volverán, más que el teniente custodio de la nueva fe atea, sus peores enemigos. Es, pues, el relieve interior del conflicto lo que ha vuelto arquetípica a esta novela, un conflicto que tiene que ver con la preservación de la fe, y con el pecado y el delito. “El pecado y el delito se prestan mucho más que sus contrarios a excitar la fantasía de sus lectores, y, sobre todo, como en el caso clásico de Dostoievski, a escrutar en las profundidades más oscuras del alma humana”, dice Giovanni Papini, igual que Green, convertido al catolicismo. “No se puede negar que algunos novelistas de nuestro tiempo, incluso católicos, como, por ejemplo, Mauriac y Green, parecen atraídos y como fascinados por todo lo más vicioso y odioso que existe en las criaturas de esta época”. Es ésta la fascinación que atrajo al novelista a explorar la oscura vida del “Padre Whisky”, un personaje al que pudo identificar de lejos en Caminos sin ley, pero que no hubiera podido sustentarse solamente como víctima de la persecución si no encarnara, al mismo tiempo, a un hombre acorralado por el pecado, alcohólico, 102

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infiel a sus votos de castidad, padre sacrílego de una niña, y que debe vivir entre dos infiernos: el de su alma atormentada y el de la persecución. Desde luego que se trata de una épica personal, el número de personajes viene a ser limitado, y la mayoría de ellos son de aparición circunstancial, suficientes para ayudar a forjar los eslabones del relato. La lucha de contrarios, en un escenario casi siempre despejado, se libra entre el “Padre Whisky”, un personaje solitario, por perseguido, porque darle asilo o amparo significa el riesgo de la muerte para sus feligreses; y su perseguidor, el teniente sin nombre, quien no abriga razones personales en su obsesión de capturarlo y llevarlo ante el paredón de fusilamiento. Sus razones son ideológicas, y si se quiere, profesionales; un hombre joven que al encarnar el aparato de ideas laicas de la Revolución, no ve en los curas sino una especie cuya extinción debe ser apresurada, para que el futuro racional, sin oscurantismo ni fanatismo, sea posible. Es el guardián ascético del laicismo intransigente del presidente Calles, y del laicismo exuberante del gobernador Garrido Canabal, quien tenía por divisa una frase atribuida a Victor Hugo: “En cada aldea hay una vela encendida: el maestro de escuela, y una boca que sopla para apagarla: el cura”, y otra a Emilio Zola: “La humanidad no llegará a su perfeccionamiento hasta que no caiga la última piedra de la última iglesia sobre el último cura”. Otros personajes de la novela no son sino instrumentos del destino, o de la divinidad, como en el caso de “El Mestizo”, que tampoco tiene nombre ni apellido, y que aparece en el camino del “Padre Whisky” solamente para entregarlo, ansioso de cobrar la recompensa. Su misión, como delator es llevarlo hacia la expiación, y la purificación, un papel maquinado por la Providencia, sin escapatoria posible, como el de Judas en las Escrituras, igual que el teniente sin nombre es también un instrumento de la divinidad, y lo mismo el propio “Padre Whisky”. Si estamos hechos a imagen de Dios, reflexiona el perseguido, “Dios era entonces el padre, pero también la policía, el criminal, el cura, el maniático y el juez. Algunas veces la imagen de Dios colgaba de una horca o adoptaba raras actitudes ante las balas en el patio de una cárcel o se retorcía como un camello durante el acto sexual”. 103

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Dios es el perseguidor, el instrumento de la persecución, y el perseguido, como dirá Flaubert de sí mismo en su carta de 1873 a George Sand: “Me parece que atravieso una soledad sin fin, para ir no sé adónde. Y soy a la vez el desierto, el viajero y el camello”. Una propuesta como las de Jorge Luis Borges, que también debe aplicarse al propio “Padre Whisky”, porque junta en sí mismo al pecador, al pecado y la expiación, siendo al mismo tiempo el perseguidor de su propio pecado y el perseguido. Greene parece echar mano de las herramientas de una antigua fe puritana, construida en base a los mandatos implacables del Viejo Testamento, para abrirse paso hacia su nuevo catolicismo donde la gracia de los Evangelios ocupa el lugar central, una gracia capaz de lavar todas las culpas. Bajo esta doble condición, como novelista es dueño de una doble potestad, desde luego que el novelista también es dios a la hora de juzgar a sus personajes y decidir la suerte que les toca. En el Antiguo Testamento, Dios, que encarna el bien sin concesiones, y maneja los resortes de la buena conducta, capaz de exigir su cumplimiento a costa de cualquier sacrificio o penuria, encarna también el mal, y contienen en su propia divinidad al demonio, porque no hay todavía ángel caído en el orden inmutable de los cielos y de la tierra. Es sólo después que habrán de separarse el bien y el mal, y habrá entonces ángeles de luz y ángeles de las tinieblas, y en el Nuevo Testamento la gracia será posible aparte del mal, la gracia que busca el “Padre Whisky” y que, precisamente por eso, siente que no puede encontrar, porque se trata de la gracia independiente, alejada del mal. Antes no. La conciencia tiene que luchar toda la noche consigo misma, dentro de sí misma, como Jacob que lucha en el Génesis con el ángel, que es a la vez Dios, y es su propia conciencia. El “Padre Whisky” es un ser culpable ante sus propios ojos de pecador, porque como sacerdote nadie mejor que él está preparado para juzgar el pecado; pero no conseguirá la expiación de sus culpas sino al precio de la purificación total. Es un mandato severo que no puede evadir: para salvar su alma tiene primero que perderla. Pero antes de perderla tiene que encontrarla. No cabe huir del ángel que quiere la lucha, ni vale la pena hacerlo en términos de la fe. La persecución consumada es necesaria para la expiación del pecado. De alguna manera, el teniente sin nombre, de opiniones 104

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implacables y asépticas, es el ángel justiciero. Por eso, al mismo tiempo que huye, en busca de la frontera del estado de Chiapas, donde la aplicación de las leyes anticlericales es más benigna, en el fondo de su conciencia atribulada sabe que debe regresar a Tabasco, donde le espera la muerte. Se trata de un deber simple, y nunca se atreverá a pensar en el martirio, una corona que no merece. Es el último de los sacerdotes, porque los demás han huido fuera de las fronteras del estado, o han sido fusilados, y uno de ellos, el padre José, ha aceptado casarse en obediencia a la nueva ley. Su papel, por lo tanto, es irrenunciable; debe volver en busca de fieles a quienes administrar los sacramentos, un deber que su propia vida ha corrompido, pero al cual será fiel a pesar de todo. Pero más que eso, fiel a su destino, que es el del martirio, aunque se niegue a darle ese nombre. El mayor de los pecadores siempre será salvado en el arrepentimiento y en la expiación. Pero el sacerdote que ha envilecido su ministerio tiene que ir mucho más allá, debe regresar para recibir su castigo. Borracho, sacrílego, concupiscente, vuelve a manos de sus perseguidores, sabiendo que ni siquiera puede aspirar a mártir de la causa de la fe, porque es demasiado impuro para ello. Sus feligreses necesitaban que cuidara de ellos un mártir verdadero, y no un necio como él, que amaba todas las cosas falsas. Y el amor, que le ha dado una hija, ¿es también una cosa falsa? El amor no es malo, se responde, pero ha de ser dichoso y visible, tan sólo es malo cuando es oculto y desgraciado, “puede ser la mayor desgracia entre todas salvo la de perder a Dios. En sí, es perder a Dios... la lujuria no es lo peor. Porque un día, una vez, puede convertirse en el amor que debemos evitar. Y cuando amamos nuestro propio pecado, estamos condenados sin remedio...”. Hacia donde quiera huir, el “Padre Whisky”, tan miserable y desprovisto, no tendrá más camino que el regreso, ni más salida que la de entregarse a su perseguidor. Su pecado, está siempre delante de él. Ya sabe también que el sacerdote perseguido por el poder que trata de reducirlo a cero como ministro de Dios y como hombre, no puede transar con ese poder porque se convierte en esperpento, como le ocurre al padre José, que se vuelve una figura trágica al haber aceptado casarse con su antigua ama de llaves, única manera 105

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de salvar su vida. ¿Y para qué salvarla? ¿A qué precio? El precio del desprecio. Ahora es el hazmerreír de los niños cuando la esposa lo llama a la cama; él mismo “sabía que era un bufón. Un viejo que se casa ya es grotesco; pero un cura viejo...”. Entonces, la verdadera escogencia para librarse de la persecución, y del pecado, viene a ser la muerte, y el “Padre Whisky” acaba de comprenderlo cuando, ya a salvo en Chiapas, acepta regresar a territorio de Tabasco para dar la extremaunción a un moribundo, un yanqui prófugo de la justicia, como él, pero por asaltante de bancos; cede por fin a la trampa, porque quiere la expiación, y “El Mestizo” lo lleva de regreso adonde el teniente sin nombre lo espera. Y como católico converso, muy consciente del valor de su propia fe, Green no puede dejar de hacer explícito un mensaje que se transfigura a lo largo de toda la novela: el sacerdote, por muy bajo que haya caído y por numerosos que sean sus pecados, no deja de ser nunca sacerdote, y conserva hasta el momento de su muerte el poder de convertir la hostia en la carne y la sangre de Cristo, el gran misterio y fundamento de la fe que se repite todos los días; pero si no se halla en estado de gracia, y ha corrompido sus votos, cada vez que eleve el cáliz en la consagración cometerá un sacrilegio. Ni siquiera la inocencia de su hija puede redimir al “Padre Whisky” de la impureza, ni devolverle la gracia. En las horas de vigilia en la cárcel, antes de comparecer al alba delante del pelotón de fusilamiento, entre las llamas de su infierno personal alumbra una terrible convicción: si a pesar de sus culpas, como sacerdote conserva la facultad de perdonar los pecados de otros, y dejarlos limpios, él no puede perdonarse a sí mismo, y debe ser absuelto en confesión. Sólo queda recurrir al padre José, tan culpable y corrompido como él, y aun en eso fracasa, porque el otro se niega, lleno de miedo. Por tanto, se queda más solo que nunca en la hora final. Ni siquiera, reflexiona amargamente, era digno del infierno, y su peor tristeza es presentarse delante de Dios con las manos vacías. Y tan poco esfuerzo que le hubiera costado llegar a ser santo; solamente necesitaba un poco menos de cobardía. Una de las cualidades más atractivas de Greene es su asombrosa capacidad de registrar escenarios y maneras de ser de países y regiones donde sólo ha estado de paso, y donde a lo mejor no regresará 106

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nunca, aprehendiéndolos como si fueran propios y como si tuviera de ellos un conocimiento de por vida. Semejante poder de elaboración, depende generalmente en un escritor de la vivencia constante. Se trata, en su caso, de una percepción minuciosa e inteligente, que comunica al lector no sólo con un paisaje, urbano o rural, sino con toda una atmósfera, que se ofrece sin visos de adulteración. En este sentido Greene es un novelista trashumante, como en muchos sentidos lo fue Joseph Conrad, uno de sus maestros preferidos, y sus novelas ambientadas en países de América Latina no dejan de recordar el sabio aparato de invención que es Nostromo, donde Conrad consigue a través de una síntesis histórica y geográfica un país arquetípico, que puede ser reconocido a través de muy diversos y diferentes elementos; un verdadero prodigio, porque él mismo se preciaba de haber divisado apenas el relieve de las costas del continente desde un barco mercante. Y es Conrad quien apunta de primero, desde una óptica exterior, hacia la percepción de un “espíritu nacional” que desde la independencia de los países latinoamericanos habrá de repetirse siempre en revueltas, golpes de y revoluciones, la disputa viciosa por el poder, la fatuidad, las bravatas y los alardes, la intolerancia, la venalidad y la corrupción, como algo inherente a la naturaleza de las cosas, “tiranía, ineptitud, falsía y brutalidad salvaje”, como en la imaginaria, pero tan real, Costanagua. Ideas que ya estaban prefiguradas en la mente de Greene al arribar a México en 1938. Aquella misma verosimilitud que Conrad da a su país imaginario tienen la ciudad de La Habana de Nuestro hombre en La Habana, el Puerto Príncipe de Los comediantes, el norte de Argentina de El cónsul honorario y el estado de Tabasco de El poder y la gloria. Pero no se trata solamente de conseguir una virtuosa verosimilitud, sino de trasponer en términos literarios la realidad, una realidad que podríamos llamar adoptada, pero que tampoco es inocente al punto de servir nada más como un recurso de composición. El poder y la gloria conmueve no sólo por el drama del “Padre Whisky”, sino también porque ese personaje perseguido y desvalido brota de la historia real de México, estremecido por el cataclismo de una revolución que altera el paisaje social, y que mientras no termina de asentarse producirá excesos y deslumbres, 107

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heroísmos y villanías. Sin ese cataclismo, una novela tan espléndida no sería posible. No se trata, por tanto, ni de escenarios ni de espacios intercambiables, por el hecho de que Greene sea un escritor trashumante. Tabasco bajo la persecución religiosa de Garrido Canabal no es sustituible en El poder y la gloria, como no lo es el Haití del siniestro Papa Doc Duvalier en Los comediantes. Representan, en cambio, pruebas de la maestría de apropiación que sólo se consigue con ese ojo fresco con que saben ver Greene los territorios extraños que se ofrecen llenos de novedad ante su vista y su memoria. Un poder de apropiación que alcanza, por supuesto, a los personajes. En la composición del riguroso cuadro de personajes de sus novelas, habrá siempre la presencia insoslayable de algún “modelo” en el que el propio autor se desdobla, como una manera de narrar desde dentro del escenario sin riesgo de parecer un escritor de costumbres exóticas, demasiado exaltado por la novedad. Y ese personaje será siempre inglés, y masculino, aficionado al buen whisky, aburrido del trópico, quizás, y frustrado, siempre deseoso de irse del lugar, y de alguna manera absorbido o transfigurado en la propia herrumbre de las cosas y su desidia, deshaciéndose en el calor y la lluvia, como el dentista míster Trench, que aparece desde las primeras páginas de El poder y la gloria. Esta manera de conectarse con la situación de lugar, muy peculiar suya, es lo que libra a Greene de los riesgos de una familiaridad abusiva, que podría comprometerlo con incidencias demasiado locales que sería incapaz de dominar. Sólo una vez que presenta a su personaje inglés, míster Trench, y lo elabora lo suficiente, permitirá la entrada en escena del “Padre Whisky”. Y su personaje inglés, aquí y en otras de sus novelas, tendrá siempre rasgos de sí mismo. El poder y la gloria, sin lugar a dudas una obra maestra, fue la primera de sus grandes experiencias por este camino de apropiarse de ambientes extraños que precisamente, gracias a su maestría, nunca llegaron a ser exóticos; y fue el primero de sus grandes logros literarios para siempre, en una dilatada y magistral obra narrativa. Managua, junio de 2003.

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Con garra de animal de presa

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n 1961 Juan Bosch vivía en Costa Rica una de las etapas del largo exilio que lo había llevado por distintos países dejando libros guardados por todas partes, en cajas de cartón que nadie abriría ya nunca de nuevo, como suele ocurrir. Los libros, que luego esponja la humedad y se come la polilla, son la cauda de los exilios. Fue el año en que lo conocí. Él era entonces un desterrado emblemático del Caribe revuelto, que al tiempo que escribía cuentos ejemplares reclamaba una alternativa democrática para la República Dominicana, dominada por un tirano a su vez emblemático, el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo. Yo recordaba que Trujillo había enviado una banda militar a los funerales del viejo Somoza, muerto a tiros por un poeta en el curso de una fiesta, y que los músicos vestidos de uniformes negros con bordaduras doradas marchaban de cuatro en fondo por las calles desoladas de Managua tocando marchas fúnebres, los fuegos del sol de mediodía prendidos en el cobre de las bombardas; creo que se lo conté, y creo que se rió apaciblemente, con cierta melancolía. Ese mismo Trujillo de bigotito canalla que solía aparecer en los periódicos de Nicaragua retratado con un bicornio en el que flameaba un airón de plumas de avestruz, copiado de algún viejo figurín de pompas militares. Emblemáticos los dos, pero cada uno por su propio lado, representantes de mundos que jamás iban a reconciliarse.

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Pero las fanfarrias y los disfraces de Trujillo no lo eran todo. Más siniestro que su uniforme de opereta era su modo de manejar los hilos del poder, entre el envilecimiento, el terror y el halago, y su mano sabía alcanzar a sus enemigos por muy lejos que se hallaran. Así había ocurrido con el atentado que su policía secreta urdió para matar al presidente de Venezuela, Rómulo Betancourt, en 1960, haciendo detonar al paso de su caravana un coche cargado de explosivos. Betancourt sobrevivió, con quemaduras, y aquel atentado marcó el inicio del fin de Trujillo, porque perdió el favor de los Estados Unidos de Kennedy y la OEA lo puso en cuarentena. Juan Bosch se hallaba en Caracas para entonces, y ese mismo año en que empezaba el ocaso de Trujillo, él escribía el último cuento de su vida, “La mancha indeleble”. En adelante, el torbellino de los acontecimientos, en los que quedó envuelto, lo sacaría para siempre de la literatura. Pero como quiero explicar luego, no sólo los acontecimientos lo empujaban fuera, sino su propia convicción ética que envolvía por igual la literatura y la política, y asimismo sus ideas sobre el oficio del escritor. Cuando lo conocí en el mes de mayo de aquel año de 1961, enseñaba historia de América Latina en la escuela que la hermandad de líderes socialdemócratas —José Figueres, Muñoz Marín, Haya de la Torre, Rómulo Betancourt y él mismo— habían abierto en San Isidro de Coronado, un poblado del Valle Central cercano a San José, para entrenar a jóvenes dirigentes políticos del continente. Yo venía de participar en un congreso centroamericano de estudiantes celebrado en Panamá, y me detuve a visitar a amigos nicaragüenses que estudiaban en la escuela. Uno de ellos, Julio López Miranda, me presentó delante de don Juan como escritor, y él se complació mucho en sentarse conmigo a compartir una taza de café y aleccionarme por una media hora sobre el arte de escribir cuentos, oficio en el que yo me iniciaba entonces. Recuerdo su figura delgada en mangas de camisa, la corbata formalmente anudada, sus ojos celestes, sus anteojos de marco de carey, su pelo rizado prematuramente cano y su acento neutro, que no tenía ningún deje caribeño, severo y cordial de voz y maneras como recuerdo que eran mis tíos los Mercado, siempre buscando una moraleja en la conversación. Todo el mundo le decía “el profesor”, y 110

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por la forma didáctica de explicar sus convicciones, fueran políticas o literarias, hacía honor al nombre. Así pude escuchar de su voz sus ideas acerca del cuento, expuestas en sus “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”, publicados en El Nacional de Caracas en 1958. Él era para entonces un cuentista consumado, que no faltaba en ninguna antología latinoamericana del género, un cuentista sobre todas las cosas, aunque también escribió dos novelas: La mañosa (1936) y El oro y la paz (1976); y se sentía muy a sus anchas y muy señor de su territorio al señalar las reglas de un arte que había practicado desde sus veinte años, cuando escribió sus primeros cuentos, entre ellos “La mujer”, que encabezó su primer libro, Camino Real, publicado en La Vega en 1933. Cuando en 1942 escribió El río y su enemigo, recuerda que se dijo: “Ahora ya domino este género y hago con esto lo que quiera”. Eran unas reglas que, esbozadas en su tono cordial, parecían muy simples: persistir en el tema central; extraer al tema elegido las consecuencias últimas, con garra de animal de presa; hacer que el relato conserve el tamaño de su propio universo; no darle al relato medidas fraccionadas y distintas; y conseguir un final que sea siempre sorpresivo para el lector, todo resumido en la frase lapidaria de Horacio Quiroga: “El cuento es una flecha dirigida rectamente hacia el blanco”. A ese conglomerado supo siempre agregar una regla más, aunque no la proclamara, y que seguramente aprendió de Chejov, a quien tanto admiró: el cuento debe tener siempre como personajes a los pequeños seres. Los otros de quienes aprendió mucho, según él mismo confiesa, fueron Maupassant, Sherwood Anderson y Rudyard Kipling, de quien siguió siempre el consejo clave de que el verdadero arte de escribir consiste en borrar palabras. Esas reglas suyas ya las había descrito desde mucho antes, cuando en 1944 publicó en La Habana, una de sus primeras estaciones de exiliado, su Teoría sobre el cuento; refiriéndose a La Luna Nona y otros cuentos de Lino Novas Calvo, que acababa de aparecer, partía del ejemplo de aquel libro para delimitar desde entonces las que para él eran las diferencias fundamentales entre novela y cuento. A su juicio, los relatos de Novas Calvo tenían más bien la estructura de novelas cortas. 111

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Abandonar para siempre la literatura resulta extraño en alguien que apenas sobrepasados los cincuenta años se encuentra en su plenitud creativa. Pero los acontecimientos se aceleraron. A los pocos días, ya de vuelta yo en Nicaragua, mataron a Trujillo en Santo Domingo, un acontecimiento decisivo en la vida de Juan Bosch. Volvió triunfante, y resultó electo al año siguiente presidente de la República con más del sesenta por ciento de los votos, en las primeras elecciones libres que la República Dominicana conocía en toda su historia. Tomó posesión en febrero de 1963, y siete meses más tarde fue derrocado por un golpe militar encabezado por el general Wessin y Wessin, bajo la misma vieja justificación de que se trataba de un gobierno de inspiración comunista. Exilio y escritura se habían convertido para él en una unidad indisoluble, aunque al mismo tiempo se mantuviera en lucha contra la tiranía. Había salido al destierro hacia Puerto Rico en 1937, el mismo año de la matanza de los braceros haitianos ordenada por Trujillo; dos años más tarde fundó desde La Habana el Partido de la Revolución Dominicana (PRD), y fue participante de varios movimientos armados, el más importante de ellos la fracasada expedición de Cayo Confites en 1947. Pero al regresar a su patria tras el fin del trujillato, ya no volvería a escribir más que reflexiones políticas y ensayos históricos. Las reformas que desde la presidencia quiso imponer a la realidad arcaica de su país, vistas a la luz de hoy parecen moderadas, tan moderadas como lo fueron las que Jacobo Arbenz había querido para Guatemala una década atrás, y que le costaron también el derrocamiento y el exilio. No podía haber flores de invernadero en el páramo de la Guerra Fría. Y el hecho de que un escritor fuera depuesto por un golpe militar no venía a resultar nada nuevo en América Latina. Era lo mismo que le había ocurrido al novelista Rómulo Gallegos en Venezuela en 1948, víctima del cuartelazo que tras pocos meses de su toma de posesión dio paso a la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez. Si la democracia era un concepto sospechoso bajo los términos de la Guerra Fría, más sospechosos aún resultaban los intelectuales, que junto con la necesidad de democracia planteaban reformas a las estructuras sociales, despertando la alarma tanto en el 112

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Departamento de Estado de los Estados Unidos, aún en plena era Kennedy, como en los cuarteles de los ejércitos que, como los de la República Dominicana, Haití y Nicaragua, habían sido creados a imagen y semejanza de las fuerzas de marines norteamericanos que en distintos momentos de la primera mitad del siglo XX ocuparon esos países. La vida de Juan Bosch seguiría siendo azarosa tras sus pocos meses en el poder. Exiliado otra vez en Puerto Rico, hasta allá lo alcanzaron en 1965 los ecos de la rebelión nacionalista que trajo como secuela la intervención militar ordenada por el presidente Lyndon Johnson. Esa rebelión, encabezada por el coronel Francisco Caamaño en nombre de una facción juvenil del ejército que seguía siendo dominado por los viejos generales trujillistas, pretendió restablecerlo en el poder. La historia, que parece imaginada por los novelistas, o por los cuentistas, había puesto en su camino a aquel joven oficial, encargado de custodiarlo durante el viaje del barco que lo había llevado al destierro en septiembre de 1963, y que ahora quería devolverlo a la silla presidencial. El hecho de que no volviera a escribir un solo cuento, su oficio de toda la vida, tiene que ver seguramente con su concepción ética de la literatura. Aún consciente de que sin atributos artísticos verdaderos una pieza literaria no es importante para nada, ni siquiera como recurso de propaganda, y muy dueño de un arte que había practicado a conciencia, capaz aún de definir sus reglas, siempre estuvo convencido de que la literatura debía servir para un fin moral, yo diría pedagógico, tal como él mismo se coloca dentro del universo didáctico de Eugenio María de Hostos (1839-1903), uno de los mentores del positivismo en América Latina. Desde su juventud se proclamó un hostoniano, bajo la convicción de que las dos palancas que mueven al mundo son la moral y el trabajo; y precisamente, una de sus tareas del exilio en Puerto Rico y Cuba sería dirigir la edición de las Obras completas de Hostos. “Hostos fue para mí un maestro a través de su obra”, dice él mismo. “Él transformó mi destino. Antes de leer la obra completa de Hostos yo era un proyecto de hombre... un proyecto de hombre que quería hacer algo por su pueblo y por los pueblos latinoamericanos. Pero no sabía cómo...”. De modo que esas ideas, que educa113

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ban para articular en armonía la conducta personal con el entorno social, sobrevivieron siempre en él, en sus tiempos de adhesión a la social democracia, y aun en sus tiempos posteriores de adhesión al marxismo. Esta finalidad ética la define al elegir el universo de sus cuentos, que es el del medio rural dominicano, propiamente la región del Cibao. Fue allí donde nació en el año de 1909, en el poblado de La Vega, hijo de un inmigrante catalán, que de albañil pasó a comerciante, y de una portorriqueña de padre gallego. En una de las pocas ocasiones en que la intención ética y social aflora de manera explícita en sus cuentos, propone en boca de Juan, el personaje central, la visión que tiene sobre el escenario campesino del Cibao. Se trata del cuento “Rosa”: No era culpa del campo ser arena de tragedias ni semillero de hombres que se desconocían a sí mismos. Esa era culpa de otros, de los que sacaban de nuestro sudor la parte que usaban en rodearse de comodidades o simplemente en envilecerse, y ni siquiera nos devolvían en escuelas lo que nos quitaban todos los días. Rodando por el mundo conocí muchos de esos culpables y me percaté que gran parte de ellos ignoraban que vivían a costa nuestra. A los que me decían que con lo que yo sabía podía hacerme rico en la capital o en alguna ciudad, les respondía que yo sabía que era un explotado, pero que prefería eso a ser un explotador.

La visión que tiene de su país —moral, política, literaria— es integral, y cuando tuvo la oportunidad de ejercer el poder, quiso hacer desde el gobierno lo que había venido haciendo toda su vida desde la literatura: reivindicar un mundo atrasado, olvidado, oprimido, hacerle justicia. Era el mundo de los campesinos que había conocido en el Cibao desde su infancia, minifundistas dueños de pequeñas parcelas, colonos y aparceros, peones sin tierra, braceros haitianos de los ingenios de azúcar, todo un universo tejido de costumbres ancestrales, supersticiones, códigos de honor, siempre en lucha con los excesos de la naturaleza, sequías o ríos desbordados, y en lucha también con el poder, los campesinos carne de cañón de las montoneras y de las guerras civiles, víctimas de la ley impuesta

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por los latifundistas, y víctimas, sobre todo, de la miseria ineluctable que acarrea, antes que nada, la muerte. “La muerte era el gran personaje de la vida campesina”, dice, y frente a ella todo era indefensión, sin ninguna posibilidad de asistencia médica. Cuando se fue al exilio en 1937, quedó intacto en su memoria este mundo que pronto sería teñido con los colores del trujillismo; lo fue recreando siempre en sus cuentos, desde la lejanía, y así permaneció hasta que volvió a él por la puerta del poder político, con afán reivindicatorio. Está visto que fracasó en esta tarea, que era todo un experimento social y democrático muy nuevo en un país atrasado, y ultrajado por décadas, porque su visión política idealista no fue tan eficaz como la visión imaginativa que desarrolló en sus cuentos, y chocó rápidamente con la realidad heredada por el trujillismo, que seguía presente en la sociedad dominicana y principalmente en el ejército, obediente a la filosofía de la Guerra Fría, que lo derrocó sin demora. Después, tampoco hubo el tiempo ni las circunstancias para volver a la literatura. Regresaría del exilio en 1965 tras la revuelta abortada del coronel Caamaño, sería otra vez candidato presidencial en las elecciones de 1966 ganadas por el doctor Joaquín Balaguer, heredero del trujillismo, abandonaría en 1973 el partido que él mismo había fundado, para organizar uno nuevo, el Partido de la Liberación Dominicana (PLD), y dos veces más se presentaría como candidato, ya sin éxito. La literatura era para él un oficio serio, que no podía compartirse con la política. Se podía ser ambas cosas a la vez, escritor y político, pero no ambas cosas a un tiempo, y ésta es una de sus reglas sabias: “No es cierto que la política perjudique a la literatura. Lo que ocurre es que la política es una actividad a la cual hay que dedicarle todo el tiempo y la literatura también es una actividad a la que hay que dedicarle todo el tiempo... de manera que para realizar la actividad literaria y la política al mismo tiempo, cualquiera de las dos es excluyente de la otra...”. El mundo que le sobrevivirá es el mundo del Cibao, el mundo de su imaginación y su memoria. Sobrevivirá porque está en sus cuentos, la única manera en que pudo exponerlo y, en fin de cuentas, reivindicarlo. Lo escogió deliberadamente, más allá de la moda 115

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y costumbre de aquellos años de forja de una literatura latinoamericana que aún buscaba su identidad en la naturaleza y en el paisaje, y en los seres que habitaban esa naturaleza y ese paisaje. De esa pretensión de organizar un universo autóctono, distinto al que reflejaba la literatura europea, para ir por ese camino hacia una identificación de lo propio, que sirviera como argamasa de las nacionalidad por construir, nacieron todos los ismos de color local, criollismo, regionalismo, equivocados en la manera de abordar el universo rural que se ofrecía a los ojos del escritor en todo su esplendor y su miseria. Porque la literatura vernácula fragmentó ese universo, o se conformó con extraerle sus colores más banales, como si se tratara de una expedición para explorar lo exótico tierra adentro. Bosch supo ir al encuentro de ese mundo porque lo reconoce en su complejidad, y no lo banaliza nunca. Lo entiende en el conjunto de sus elementos atrayentes, no porque esos elementos sean pintorescos, sino porque tienen un peso humano, y enseguida acierta en transformarlos en materia literaria a través de una compleja operación imaginativa. Lejos de quedarse en una propuesta de decorados, a ser resuelta en excentricidades del habla, o en juegos continuados de metáforas, nos convence de que el mundo rural que describe permanece allí, vivo y poderoso, no sólo como paisaje, aguardando a quien quiera entender su verdadera dimensión. A lo largo del siglo XX, y sobre todo en la primera mitad que le toca literariamente a Bosch, ese mundo rural es dominante en nuestra realidad, y trastoca aún lo que llamamos nuestra cultura urbana. Es de la sobrevivencia de sus valores arcaicos, transfigurados en la vida cotidiana, que surgirá el asombro de los contrastes que da paso a esa entidad que ha dado en llamarse realismo mágico. Y al tocar esos elementos como habitante él mismo del mundo rural del Cibao, y no como visitante, es que Bosch da con las primeras claves de la literatura moderna, como podemos verlo en cuentos suyos como “Fragata”, la historia de la prostituta gorda que acarrea sus enseres en una carreta de bueyes para establecerse en una calle olvidada de un pueblo olvidado, y que preludia a La cándida Eréndida y su abuela desalmada; como en “Dos pesos de agua”, grabado con buril tenebroso en negro profundo, semejante 116

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a un aguafuerte de Goya, las ánimas del purgatorio entre las llamas, chillando como arpías que deciden la suerte de los pequeños seres que penan abajo al desatar sobre ellos el diluvio; o como el espléndido retrato del abuelo Juan, su abuelo materno, que está en el cuento “El abuelo”. Bosch escoge deliberadamente unas fronteras para sus cuentos, que son las del territorio del Cibao. Pero no son creaciones de ninguna forma maniqueas, ni están construidos de manera pintoresquista. Son cuentos vernáculos porque se delimitan en un universo campesino, pero están elaborados desde abajo; y muy lejos de la usanza de la época, el autor no desciende hacia ese universo envuelto en metáforas sobre el paisaje, sino que sabe explorarlo a fondo; y cuando recurre a la naturaleza con sus fuerzas desatadas, esas fuerzas encarnan al destino, porque los seres humanos, pequeños seres desvalidos, viven o perecen bajo su imperio, como en “Mal tiempo”, que para mí es una de sus mejores piezas. Y esa escogencia deliberada de escenario, tiene consecuencias en toda su obra. Fue dependiente de comercio en el Cibao, oficial de estadísticas en Santo Domingo, vendedor de un puesto de licores en Madrid; durante sus primeros años en Venezuela, gerente de una compañía de variedades y descargador de camiones en el mercado de San Jacinto, en Caracas, y pintor de carteles de cine en Valencia; fue anunciador en un parque de diversiones ambulante, en gira por Curazao, Martinica y Trinidad, donde también fue panadero. Fue todo eso, y además exiliado político, que es ya un oficio en sí mismo, experiencias de vida suficientes para reflejar una múltiple diversidad de temas en su narrativa. Pero se quedó, con terquedad, en el escenario campesino del Cibao, saliendo de ese territorio sólo ocasionalmente, y de manera ejemplar, como lo demuestra en su inolvidable cuento “Rumbo al puerto de origen”, en el que cuenta la historia mágica de un pescador que cae al agua por agarrar una paloma, mientras su barca de vela se aleja empujada por el viento. Esa constancia fue una manera de proclamar su compromiso con los personajes de su infancia, que fueron los campesinos, y no los pescadores, aunque en este cuento demuestre conocimientos sobre el mar de un virtuoso.

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Todo lo que he querido decir sobre el entramado entre su vida política y su vida literaria, bajo el mismo presupuesto ético, está reflejada en la escogencia que hizo de sus cuentos preferidos en su Antología personal, publicada por la Editorial de la Universidad de Puerto Rico en 1998. Aunque no sean los mejores, son los que más se acercan a su propia concepción de la literatura como reflejo de una realidad que no está allí sólo para ser contemplada, en la vena de los que algunos críticos llaman el realismo social, o socio-realismo. Y ese mismo entramado está presente en el criterio con que a partir de la década de los sesenta ordenó todos sus cuentos, desde los primeros que aparecen en Camino Real, para ser publicados en tres volúmenes: Cuentos escritos antes del exilio, Cuentos escritos en el exilio, Más cuentos escritos en el exilio. Al fin y al cabo su vida se cuenta antes y después del exilio. Y como insisto en que los escenarios de la historia parecen siempre preparados por la imaginación de los novelistas, o de los cuentistas, termino recordando que cuando nos encontramos por primera vez en San Isidro de Coronado en mayo de 1961, nadie podía decirle entonces que le tocaría suceder en el poder a Trujillo, su antítesis ética y política, aunque fuera por pocos meses. Tampoco nadie pudo haberme dicho a mí entonces, aprendiz de cuentista sentado frente a su maestro, que dos décadas después me tocaría suceder a Somoza como miembro de la Junta de Gobierno, al triunfo de la revolución en Nicaragua. Al fin y al cabo, en el Caribe de llamaradas revueltas, las historias privadas sucumben ante la Historia pública, que las arrastra en su turbión, las transforma y, como una deidad funesta, decide la suerte de los escritores. Managua, junio de 2000.

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El que nunca deja de crecer

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ara los escritores de mi generación en América Latina, la década de los sesenta abrió más de una perspectiva, porque fue una década de retos, desafíos e interrogantes como ninguna otra del siglo XX. Entrar en el universo de la escritura precisaba de héroes literarios, como siempre ha ocurrido, y de iconos envejecidos a los que destronar, como siempre ha ocurrido también. Pero más allá de ese ámbito de preferencias y rechazos en la literatura, campeaba la rebeldía frente al orden establecido y frente los modos imperantes de vida, y el hecho de escribir no se separaba de la idea de acción para trastocar el mundo. Es obvio que teníamos muy de frente a nosotros la realidad de nuestros países marginados donde todo estaba por cambiar, pero aspirábamos no sólo a un cambio de la realidad, sino también de todos aquellos usos de conducta social e individual que eran parte de la realidad de miseria y atraso. Un solo frente de rebeldía. Los años sesenta fueron vertiginosos. Los roaring twenties se le quedaron cortos. La muerte del Che Guevara en Bolivia en 1967 le dio un resplandor ético a la ansiedad por un mundo nuevo que debía levantarse sobre los escombros del otro que creíamos despedirnos porque los Beatles le habían puesto la primera carga de dinamita con la aparición de su primer álbum en 1962. Ese mismo mundo nuevo abierto en el horizonte, al que Julio Cortázar venía a dar las reglas de juego con la publicación de Rayuela un año después, en 1963. Esas reglas consistían, antes que nada, en no aceptar

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ninguno de los preceptos de lo establecido, y poner al mundo patas arriba de la manera más irreverente posible, y sin ninguna clase de escrúpulos o concesiones. Hablando con la nostalgia de toda edad pasada que siempre fue mejor, diría que entonces las causas, aquellas por las que manifestarse y luchar, eran reales, podían tocarse con la mano. Se vivía en una atmósfera radical, en el mejor sentido de la palabra, un radicalismo implacable que compartían viejos como Bertrand Russell, y del que es heredero hoy día José Saramago. Los principios eran entonces letra viva y no como hoy, reliquias a exhumar. La palabra ‘causa’ tenía un aura sagrada. No es que no existan hoy las causas. Pero siento que las causas capaces de convocar a la juventud tienen un carácter más virtual, y son representaciones un tanto abstractas, como la globalización, por ejemplo. No es tan fácil luchar contra los ajustes monetarios y los dogmas de la privatización, o contra el envenenamiento del medio ambiente, porque se trata de blancos demasiado borrosos. En los sesenta estaba de por medio la lucha por los derechos civiles de los negros en Estados Unidos, la guerra de Vietnam, las dictaduras en Grecia, en América Latina o en España y Portugal. Un solo gran concierto de rock como el de Woodstock podía interpretar todo esa rebeldía espiritual. Y aun el envejecimiento de las universidades, que se había vuelto momias crepusculares, era una causa por la que salir a las calles. Las jornadas de rebeldía en las calles de París en la primavera de 1968, y la masacre de estudiantes en la plaza de Tlatelolco en México el mismo año, tuvieron como detonante la obsolescencia académica, para transformarse después en reclamos por el cambio a fondo de la sociedad anquilosada y mentirosa. Y las crónicas de esos hechos fueron escritas por testigos de primera mano, Carlos Fuentes que nos hablaba del París del 68 en un reportaje memorable, y Elena Poniatowska que historiaba la masacre de México en La noche de Tlatelolco. El espíritu de Julio Cortázar flotaba sobre esas aguas revueltas de la historia que los cronopios querían tomar por asalto, porque los seres humanos quedaban implacablemente divididos en cronopios, esperanzas y famas. La rebeldía juvenil se encarnizaba contra 120

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los modos de ser, y también contra los modos de andar por la vida, porque se trataba de un cuestionamiento a fondo, no de doble fondo. El mundo anterior no servía, se había agotado. Sistemas arcaicos, verdades inmutables. Patria, familia, orden, la buena conducta, los buenos modales, las maneras de vestir. En Rayuela, Cortázar seguía colocando cargas de dinamita a toda aquella armazón. Y no era solamente un asunto de melenas largas, alpargatas, y boinas de fieltro con una estrella solitaria. Todos queríamos ser cronopios, nos burlábamos de los esperanzas y repudiábamos a los famas. Eran ésas, al fin y al cabo, categorías éticas que iban más allá de la patafísica, y que llegarían a tener consecuencias políticas. Cortázar el desterrado se volvió un autor que leían los revolucionarios clandestinos en las catacumbas, porque planteaba las maneras de no ser, frente a las descaradas manera de ser que ofrecían sociedades como las de América Latina, donde no bastaría abolir las injusticias, sino buscar nuevas formas de conducta personal. Al fin y al cabo, se estaba en rebeldía no sólo en contra de la sociedad, sino en contra de uno mismo, o de lo que habían hecho de nosotros. Quizás esto fue siempre una quimera, tratar de sacar lecciones políticas de un libro que como Rayuela planteaba antes de nada la destrucción sistemática de todo el catálogo de valores de Occidente, pero no contenía propuestas. Se quedaba en una operación de demolición, y no aspiraba a más, porque en las respuestas estaba ya el error. Las propuestas políticas de Cortázar vinieron después, frente a Cuba primero, luego frente a Nicaragua, y casi nunca estuvieron contenidas en sus escritos literarios, ni siquiera en El libro de Manuel, pero sí en su conducta ciudadana. La conducta, hoy tan extraña también, de un escritor con creencias, y capaz de defenderlas. Y mucho tuvo que enseñarnos Cortázar sobre ese viaje en el filo de la navaja, cuando el escritor que se compromete no debe comprometer su propia escritura de invención. La libertad de escribir era como la de los pájaros que vuelan largas distancias en perfecta formación, dijo en Managua al recibir la Orden de la Independencia Cultural “Rubén Darío” que le otorgaba la revolución. Cambian de lugar constantemente en la formación, y aunque son los mismos pájaros, siempre estarán cambiando de lugar. No estoy citando más que de memoria este símil de la libertad del escritor. 121

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A lo mejor, en los tiempos de Rayuela, su propuesta verdadera más valiosa se quedó siendo el terrorismo verbal, que conducía de la mano a la inconformidad perpetua, algo con lo que al fin no podían compadecerse las revoluciones una vez en el poder, porque de todas maneras terminaban buscando un orden institucional que desde el primer día empieza, por ley inexorable, a conspirar contra la rebeldía que le dio vida a ese poder. Viéndolo bien, la rebeldía perpetua del Che, huyendo de todo aparato de poder terrenal y buscando siempre un teatro nuevo de lucha, venía a parecerse mucho a la persecución que de sí mismo hace con todo virtuosismo Horacio Oliveira en Rayuela. La rebeldía inagotable como propuesta ontológica. No en balde estos iconos de los años sesenta de que hablo se quedaron jóvenes en la memoria, como sucede siempre con los héroes verdaderos, que nunca envejecen. Jóvenes necesariamente, según la más estricta de las reglas de canonización de los héroes, de Joseph Campbell. No hay héroes decrépitos. Los Beatles, ya se sabe que nunca envejecieron y siempre los veremos lo mismo en las carátulas de sus discos, sobre todo después del asesinato de John Lennon, que lo arrebató a esa categoría imperecedera del Olimpo juvenil. Los dioses, que siempre mueren jóvenes. Y junto con los Beatles el Che mirando en lontananza, el héroe al que el poder ya no puede nunca contaminar, ni disminuir. Por eso Cortázar es también un joven que nunca envejece, como tampoco, según la leyenda, dejó nunca de crecer. Y es que, en realidad, no ha dejado nunca de crecer. Ni de hacerse más joven. Viene de atrás hacia delante, botando años por el camino hasta quedarse en una figura de adolescente que se va haciendo niño, como aquel personaje Isaac McCaslin de William Faulkner. Managua, 2001.

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El Evangelio según Cortázar

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i primer encuentro con Julio Cortázar ocurrió en 1976 en San José de Costa Rica. Llegaba él para dictar un ciclo de conferencias en la sala mayor del Teatro Nacional, invitado por el recién fundado Colegio de Costa Rica, y entonces, Ernesto Cardenal, y yo, que vivía virtualmente exiliado allá, le invitamos a visitar Solentiname, el archipiélago del Gran Lago de Nicaragua donde Ernesto tenía su comunidad religiosa. El cineasta costarricense Óscar Castillo nos acompañó en el viaje en avioneta hasta el poblado fronterizo de Los Chiles, donde nos recibió el poeta José Coronel Urtecho, que vivía en retiro en la hacienda Las Brisas, junto al río San Juan, y de allí fuimos por lancha, navegando las aguas del lago, hasta Mancarrón, la mayor de las islas del archipiélago, donde estaba establecida la comunidad. Era un sábado. Fue un viaje clandestino, porque pasamos de lejos el control militar del puerto de San Carlos, un poblado en la confluencia del río San Juan con el lago. Nunca se enteró Somoza de aquella visita de Julio Cortázar a Nicaragua, en perpetuo estado de sitio. Nos conocimos entonces, para una amistad de toda la vida, y también conoció entonces Nicaragua –el río San Juan, el Gran Lago, las islas del archipiélago— para un amor de toda la vida, el último y el más perdurable de sus amores políticos. Y como eran tiempos ya de conspiraciones, conoció ese rumor subterráneo de rebeldía que empezaba a crecer desde lo hondo del país, cansado ya de una dictadura dinástica de medio siglo, una rebeldía que tres

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años después barrería con esa dictadura y pondría en marcha una revolución, la última revolución triunfante del siglo XX en América Latina. Al día siguiente, Ernesto celebró su misa dominical a la que acudían en botes los campesinos de todo el archipiélago. Era una misa conversada. Después de la lectura del Evangelio se habría un diálogo entre todos los asistentes para comentarlo. Ese domingo tocaba el prendimiento de Jesús en el huerto (Mateo 26, 36-56). La conversación, en la que Julio y yo participamos, está transcrita en el libro El Evangelio de Solentiname, que reúne el registro de los diálogos de todas las demás misas, a lo largo de varios años. Quienes tomaron la palabra esa mañana eran en su mayor parte muchachos que luego se hicieron guerrilleros, y cayeron en la lucha casi todos. Las construcciones de la comunidad, aun la iglesia, fueron más tarde incendiadas y arrasadas por el ejército de Somoza. Cuando Ernesto lee el pasaje de las treinta monedas que recibe Judas por entregar a Jesús, Julio comenta: “El evangelista estaría usando una metáfora; como nosotros también la usamos cuando alguien se vende al enemigo, y decimos que se vendió por treinta monedas”. Luego de que doña Olivia, una campesina, dice que el dinero es la sangre de los pobres, Ernesto agrega que Somoza es dueño de una compañía llamada Plasmaféresis S. A. que compra la sangre a los menesterosos para vender luego el plasma en el extranjero, y que a la compañía le quedan varios millones de ganancia cada año. “De ganancia líquida”, comenta Julio desde su banca, “es un negocio vampiresco”. Después viene el pasaje en que Pedro desenvaina su espada y corta la oreja a uno de los sicarios, y Jesús le dice que quienes pelean con la espada, morirán por la espada. Un mandamiento que resulta espinoso, en tiempos en que se gesta la rebelión contra Somoza. Yo digo entonces que Jesús ha elegido un método de lucha que es su propia muerte; no quiere que otros se interpongan impidiéndole convertir su muerte en un símbolo. Óscar Castillo opina que no tenía objeto pelear porque estaban de todos modos perdidos. Entonces dice Julio: “Sí, yo estoy de acuerdo con lo que dice Óscar, que fue una decisión táctica que había que tomar en ese momento para que sobrevivieran los discípulos, si no los hubieran 124

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matado a todos. Si los discípulos no han huido, hoy día no existiría esto”, y al decir “esto” recorre con la mirada la humilde iglesia rural de blancas paredes desnudas, piso de tierra y techo de teja. A continuación lee Ernesto: “¿No sabes que podría pedirle a mi Padre, y él me enviaría ahora mismo más de doce legiones de ángeles? Pero en ese caso, ¿cómo se cumplirían las escrituras, que dicen que tiene que suceder así?”. Y Julio: “Es un pasaje muy, muy oscuro, que habría que analizar en relación con el resto del Evangelio. Pero es evidente que toda la vida de Jesús va cumpliendo una tras otra las profecías que se han hecho de él; digamos que él es fiel a las profecías, a un plan preconcebido; entonces no puede dejar de cumplir la última, que es su muerte. Sería un contrasentido de su parte pedir que vengan doce divisiones de ángeles, no lo puede hacer, no quiere hacerlo”. Yo digo que Jesús está advirtiendo que no se puede confiar todo a los ángeles, que los ángeles no tienen nada que ver con las luchas terrenas, como la del pueblo de Nicaragua contra Somoza. Entonces, Julio: “Una interpretación sumamente tendenciosa, me parece”. Yo: “Ni él mismo creía que pudieran venir doce divisiones de ángeles a ayudarlo”. Julio: “Quién sabe, en aquella época los ángeles eran muy eficaces, porque intervienen frecuentemente en la Biblia”. Yo: “En el Antiguo Testamento, no en el Nuevo”. Y Julio: “De nuevo no estoy tan seguro, pero en el Antiguo su eficacia está comprobada”. En su cuento maestro “Apocalipsis de Solentiname”, Julio empieza narrando la historia real de nuestro viaje en avioneta desde San José, la travesía por el río y por el lago, y habla de las fotos que tomó a los cuadros primitivos pintados por los campesinos: las islas nutridas de verdura, las aguas azules del lago surcadas por barquitos. Luego, haciendo ese sesgo peculiar de sus cuentos, donde la realidad cede de manera imprevista, y natural, el paso a lo extraordinario, cuenta que ya de regreso en París, cuando tras revelar los rollos proyecta una noche en su apartamento las diapositivas a colores, en la pantalla, en lugar de aquellos cuadros inocentes empiezan a parecer escenas del horror diario de la América Latina, el Cono Sur y Centroamérica igualados en barbarie, un coche que estalla, prisioneros encapuchados, torturados, cadáveres mutilados. 125

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Pero hay algo aún más singular. Julio está entrando entonces por primera vez a Nicaragua, y a Centroamérica. Y el horror narrado no queda, como pudiera esperarse de un cuento que en fin de cuentas tiene un sentido político, en denunciar nada más la represión brutal de las dictaduras militares, sino, y he aquí lo singular, sino que denuncia, episodio principal de la trama, el asesinato del poeta salvadoreño Roque Dalton, ejecutado en la clandestinidad por sus propios compañeros de armas tras un juicio sumario, acusado de ser agente de la CIA. Ésa era la textura real de aquella región, en donde la lucha contra la opresión chocaba en el camino con la conducta de quienes, desde las catacumbas, ensayaban ya la conducta de sus opresores, asesinando a un poeta, uno de los mejores de Centroamérica, bajo la acusación más terrible que pudiera haber en aquel entonces entre revolucionarios. La acusación de ser agente de la CIA iba más allá de la ejecución física. Pretendía también la ejecución moral. Me parece que éste es un punto crucial en lo que se refiere a la actitud de Julio Cortázar frente a los nuevos movimientos revolucionarios en Centroamérica, que es el escenario del continente donde se libraba entonces la lucha armada. Comienza a ser una actitud de antemano crítica, y no está dispuesto a dejar pasar desapercibido un crimen que muchos años más tarde pretendió justificarse como un “error de juicio”. Después, tras el triunfo de la revolución en Nicaragua, sus visitas, hasta antes de su muerte, fueron constantes, y la relación que abrió con Nicaragua fue íntima. En su retiro del balneario de El Velero, en la costa del pacífico, estaba con Carol Dunlop cuando recibieron los resultados de los exámenes médicos que marcaban la suerte irremediable de Carol. En la mesa de noche del hospital en París donde Julio murió, había un tomo de poesías de Rubén Darío, tal como lo vio otro poeta salvadoreño, Roberto Armijo. Julio escribió todo un libro sobre su relación con Nicaragua, Nicaragua tan violentamente dulce, y Carol publicó un libro de fotos sobre Nicaragua, Llenos de niños los árboles. “Las rosas de ustedes dos estuvieron junto al féretro de Carol”, me dice Julio en una carta. Estuvo conmigo en el acto de nacionalización de las minas celebrado en Siuna en octubre de 1979, un acto histórico de proclama126

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ción de soberanía. Fue su primera visita pública. Le habían robado en Panamá los pasaportes, a él y a Carol, y entraron en Managua con pasaportes nicaragüenses, y en el avión que hasta hacía pocos meses había pertenecido a Somoza. Julio se sentó en el asiento que solía ocupar Somoza, un asiento que según sus recuerdos olía al cuero de que estaba forrado. A Siuna fuimos en un avión militar de la desaparecida fuerza aérea de Somoza, un avión de bancas transversales y que parecía más bien un autobús destartalado. En un pedazo de una bolsa de mareo, entre los sobresaltos del vuelo de regreso, me escribió: “Sergio: nunca dejaré de agradecerte que me hayas permitido la oportunidad de volar en un avión con una escoba. Por si no lo creés, la escoba está junto al asiento de Carol”. Volvió al año siguiente. García Márquez ha contado la lectura de los dos, al aire libre en un parque de Managua, el parque del Carmen, frente a una multitud reverente compuesta de jóvenes. Entonces, en aquella década de la revolución, era corriente ver por las calles de Managua a Cortázar, a García Márquez, a Carlos Fuentes. Y a Graham Greene, a Salman Rushdie, a William Styron, a Günter Grass, a Harold Pinter. Y fuimos juntos, también, en fin, a actos de entrega de títulos de reforma agraria en varias comarcas del departamento de Rivas. Eso habrá sido en 1982. Las fotos, andan por allí, Julio y Carol continuaron viniendo, vivieron largas temporadas entre nosotros. Estuvieron en la vigilia de Bismuna en la costa del Caribe, junto con otros escritores, una vigilia destinada a mostrar respaldo en contra de las amenazas de agresión militar que el gobierno de Reagan lanzaba todos los días. Y fuera de Nicaragua, desde París, fue un defensor oficioso de la revolución, en artículos de prensa, en comparecencias de televisión donde quiera que fuera necesario, en Barcelona o en Londres. Tengo la impresión de que las causas se tomaban más en serio que ahora, o es que las causas han cambiado de naturaleza. Cortázar, como Fuentes, o como José Saramago, son defensores de causas muy a la manera de Voltaire, el primer defensor ciudadano de la historia. Y ya no quedan muchos de esa especie en extinción.

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Quizás debería ir aún más atrás en este recuento de la relación de Cortázar con Nicaragua. Más atrás aún de 1976, el año de nuestro primer encuentro en Costa Rica, el año de nuestra entrada clandestina por el río San Juan. Cuando la policía de Somoza hacía el recuento de las pertenencias de los guerrilleros sandinistas asesinados tras el asalto a algunos de sus refugios de la resistencia urbana, hablo de los años sesenta, alguna vez se encontró entre esas pertenencias con un ejemplar manoseado de Rayuela. Y años después Salman Rushdie en La sonrisa del jaguar, el relato de su visita a Nicaragua en el año de 1986, habla de su sorpresa porque en los mercados de Managua, el nombre de Cortázar, el autor de “la diabólicamente esotérica y complicada Rayuela” hubiera llegado a ser popular entre las gordas mujeres de delantal que servían la comida en las largas mesas comunales. Allí comió Cortázar alguna vez. No es, por supuesto, que las mercaderas de Managua leyeran Rayuela, como si fueran personajes lezamalimianos sacados de Paradiso, o como de verdad lo hacían los guerrilleros en la clandestinidad. Es que el nombre de Cortázar había llegado a sus oídos por razones políticas, desde luego que Cortázar era ese defensor fervoroso de la revolución que de alguna manera había ayudado a detonar con aquella novela “endiabladamente esotérica y complicada”. ¿Porqué un guerrillero habría de leer Rayuela? Porque Rayuela fue un libro para jóvenes, los jóvenes de entonces, los jóvenes de la esplendorosa década de los sesenta. Un libro de iniciación en la rebeldía, que no se encuentra de ninguna manera fenecido. Las categorías éticas de Rayuela llegarían a tener consecuencias políticas. Algo tan insólito como una escoba dentro de un avión. Alguien podrá preguntarse si Cortázar fue crítico de la frustrada revolución nicaragüense. Yo no diría que crítico, sino vigilante. Si durante la década de poder acumulamos errores, la verdad es que los pecados capitales fueron cometidos después de la derrota electoral de 1990, cuando todo el código de valores éticos fue malversado, y el heroísmo de muchos se convirtió en rapiña. Y de todas maneras, a Julio le tocó vivir los primeros años de la revolución, esos años en que los sueños aún no daban paso a las pesadillas. Pero si de algo estoy seguro, es que Julio encontró en 128

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Nicaragua en aquellos años primeros, la frescura y la libertad de conducta, la improvisación, el desenfado, la ausencia de formalidades y las inspiraciones, que para entonces en Cuba ya no existían. Nosotros estábamos planteando un modelo que no presuponía un partido único, ni medios de comunicación únicos, ni un pensamiento único. Ensayábamos la diversidad, que poco a poco fue entrando en riesgo, en la medida que la guerra de agresión crecía con toda su brutalidad de muerte y destrucción. Pero al fin y al cabo, el fin del período de los diez años de revolución fue marcado por unas elecciones libres y limpias, mediante las que entregamos el poder, algo que Julio ya no vio. Seguramente habría aplaudido esa decisión de respetar la voluntad popular. No quiero especular sobre lo que alguien como Julio Cortázar hubiera hecho o no hubiera hecho. Y no quisiera pensar en su decepción al ver en lo que quedó de la revolución después de aquel sueño de cambio que acompañó desde el principio. Pero si de algo estoy seguro es de que Nicaragua hubiera seguido siendo para él, violentamente dulce. Managua, enero de 2004.

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Un friso oscuro y esplendoroso

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a vida de Augusto Roa Bastos parece a veces asunto de sus propias invenciones, sometida a una variante de registros y matices que son el fruto de su imaginación impenitente. Está claro que nació el 13 de junio de 1917 en Asunción, la capital del Paraguay, y que pasó su infancia en Iturbe, un poblado de las selvas del Guairá, en el Alto Paraná, al sur del país, donde se habla por igual el guaraní y el castellano, lo que dio al niño esa lengua escindida, o doble, que habría de marcar su escritura no sólo en la tesitura verbal, sino también en su carga de tradición oral. Algunos de sus biógrafos afirman que su padre, Lucio Roa, severo y autoritario, se trasladó a Iturbe como administrador de un ingenio azucarero. “Su presencia había sido siempre muy turbadora para mí, por la fuerza de su temperamento y por su afectividad grande y callada”, habría de recordar el propio Augusto. Se trataba de un hombre que tras recibir las órdenes menores dejó su designio de hacerse cura y se dedicó al duro oficio de tumbar árboles en la selva, con lo que quedó marcado por la leishmaniasis, o lepra de montaña. Tomás Eloy Martínez, uno de los amigos más entrañables de Augusto durante los años del exilio que le tocó vivir en Buenos Aires, nos cuenta, sin embargo, que lejos de dirigir el ingenio, el padre llegó como un simple peón que seguía en su labor de talar árboles con el hacha, ya que el ingenio estaba en construcción y los campos para sembrar la caña de azúcar en proceso de ser desbroza-

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dos. Con sus manos construyó los pupitres donde Augusto y su hermana Rosa, la mayor de los dos, se sentaban a recibir las lecciones que él mismo les impartía, una hora diaria después de la siesta de la tarde, porque nunca asistieron a la escuela pública. Lucio no quería que los niños se contaminaran de la lengua guaraní, que veía como una degradación, y luego les daría a leer a Quevedo, a Cervantes y a San Agustín. En el patio se izaba a diario la bandera nacional y había una campana que sonaba llamando al inicio de las clases. Cuando se casó con Lucía Bastos se acercaba ya al medio siglo de vida, veinte años mayor que la esposa, con la que estuvo unido por otro medio siglo, pues murió ya casi centenario, una relación que según el recuento del hijo fue siempre “serena, armónica, profunda… sin que el tiempo del amor pasara nunca”. A ellos está dedicada Hijo de hombre: “A mi padre, a la memoria de mi madre”. Tener un padre que se llama Lucio y una madre que se llama Lucía no deja de ser un azar novelesco, aunque esta coincidencia el hijo la vio como una metáfora de la plácida relación que ambos vivieron. Lucía, de ascendencia francesa y portuguesa, era una mujer dotada de una buena voz de mezzosoprano y sensible a la literatura, y fue ella la cómplice que Augusto tuvo para aprender la lengua guaraní prohibida por el padre. Leía a los dos hermanos episodios de la Biblia que luego comentaba en guaraní, e introdujo a Augusto en los dramas de Shakespeare, en una versión condensada por Charles Lamb, y en el mundo oral de las leyendas indígenas. Es cuando aprendió que, según la tradición guaraní, los árboles guardan dentro de su corteza a personas silenciosas que se lamentan con quejidos lastimeros si son talados. En 1930, cuando Augusto tenía trece años de edad, compuso una breve pieza de teatro que se llamó La carcajada, y que tenía que ver con una movilización militar hacia la frontera con Bolivia, ocurrida ese mismo año, preludio de la Guerra del Chaco. Los soldados campesinos, abandonados a su suerte, tuvieron que regresar a pie a sus lugares de origen, y no pocos perecieron en el camino de hambre, sed y enfermedades. Según el relato que Augusto hizo en Caracas a Ernesto González Bermejo, su madre le dijo: “Vamos a formar una compañía de teatro independiente y vamos a hacer una gira por los pueblos para ayudar a esa pobre gente que regresa de la 132

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movilización… tienes que escribir una pieza”. El público aplaudía con sentimiento, conmovido hasta las lágrimas. La pieza, según palabras del autor, “cuenta la historia de un combatiente que volvía loco a su casa y encontraba su campo gastado por la destrucción y la maleza. En el fondo era feliz. Se reía todo el tiempo”, de allí el título de la obra. Un episodio semejante es el que hallaremos en el último capítulo de Hijo de hombre, cuando el sargento Crisanto Villalba vuelve a Itapé una vez terminada la Guerra del Chaco, perseguido por la locura y por la desgracia que lo aguarda, su heredad destruida y su mujer, Juana Rosa, que ha huido tras haber sido forzada al amancebamiento por el jefe político del pueblo, dejando atrás a su pequeño hijo Cuchuí. Sólo que en lugar de reír a carcajadas, Crisanto lanza las bombas de mano que lleva en la mochila contra su rancho. También cuentan sus biógrafos que en 1925 Augusto había sido enviado a Asunción para que siguiera sus estudios en el Colegio de San José, al cuidado de un tío de su padre, el obispo Hermenegildo Roa, lo que puede sonar a un grato privilegio. Pero según le contó a Tomás Eloy, “tenía un solo par de medias y vivía muerto de hambre”, el más pobre entre todos los alumnos de diversas edades, hacinados en un dormitorio comunal. Para ese viaje a Asunción, emprendido a los ocho años de edad, estrenó unos zapatos con suela crepé. Era la primera vez que salía de Iturbe, y la primera vez que se subía a un tren. Los zapatos los había comprado ahorrando las monedas que recibía de su padre por barrer las estancias y lavar los trastos de la cocina. En sus recuerdos, o en su imaginación, eran unas veces unos zapatos usados, y otras, aunque nuevos, tan duros que le costó un mundo amansarlos. El padre encargó su custodia para el trayecto a una conocida suya, que llevaba consigo un niño de pecho. Debían trasbordar de un tren a otro, con lo que tenían que amanecer en la estación intermedia donde había un inmenso cráter provocado por un estallido de explosivos durante una de las tantas revueltas militares. Y cuando en la oscuridad la mujer dio de mamar a la criatura, él se prendió al otro pecho, la primera vez, dice, “que tuvo una sensación erótica”. Esta escena, figurada en sus recuerdos, o en su imaginación, pasó a las páginas de Hijo de hombre. En 1917, el antihéroe de la 133

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novela, Miguel Vera, viaja desde su lugar natal de Itapé hacia Asunción destinado a la Escuela Militar, en compañía de Damiana Dávalos, que va a visitar a su marido preso llevando consigo a su crío. En Sapukai deben pernoctar para el cambio de tren. Cinco años atrás, en 1912, durante la llamada Rebelión de los Agrarios, cuando un destacamento de revolucionarios se prepara a partir en un convoy para atacar Asunción, son denunciados por el jefe político. Los mandos militares del gobierno sueltan en las vías un tren lleno de explosivos que choca en la estación con el convoy ya listo, y provoca la muerte de dos mil personas, dejando aquel inmenso cráter que aún no ha sido rellenado. Es allí, donde esa noche, Miguel Vera se prende a uno de los pechos de Damiana, mientras ella da de mamar con el otro al crío. Cabe recordar que los personajes de Hijo de hombre vienen de las aldeas sureñas de Itapé y Sapukai; Itapé pertenece al departamento de Guairá, donde también se encuentra Iturbe, el pueblo de la infancia de Augusto, ambos a orillas del río Tebicuarymí; mientras tanto Sapukai, fundado en 1910 a raíz del establecimiento de la vía ferroviaria que lleva a Asunción, poco antes de la Rebelión de los Agrarios, se halla en el vecino departamento de Paraguarí. El niño que llega a la capital desde las remotidades del país, la ve con ojos de asombro, y recuerda un monumento en una plaza, “una mujer enorme, vestida con un peplo, en cuya boca abierta se detienen los pájaros”. Piensa que aquella mujer los devora y se alimenta de ellos. La ciudad, donde viven apenas cincuenta mil almas, no tiene calles pavimentadas ni agua potable, ni tampoco electricidad en la gran mayoría de los hogares, ni servicio de aguas negras. Y la economía nacional se basa entonces en las exportaciones de yerba mate, maderas aserradas, algodón y frutas. El Paraguay seguía siendo en el siglo XX un páramo olvidado, la única isla del mundo que en lugar de agua estaba rodeada de tierra por todos lados. Desde tiempos de la colonia había vivido una historia de episodios singulares registrados por Roa Bastos en el telón de fondo del escenario donde se mueven los personajes de Hijo de hombre, o que se mezclan en su trama, desde los más lejanos, como el establecimiento de las misiones jesuíticas guaraníes en 1607, pueblos fundados por la Compañía de Jesús para evangelizar a los 134

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indígenas, que llegaron a tener su propia organización social y económica, y que duraron hasta 1768, después de ocurrida la rebelión guaraní, y cuando el rey Carlos III ordenó la expulsión de los jesuitas de todos los territorios de la Corona. El doctor Aleix Dubrowsky, el ruso errante fundador del leprosorio de Sapukai, uno de los personajes más atractivos y enigmáticos de Hijo de hombre, que aparece un día en el pueblo aventado por los pasajeros iracundos desde una de los vagones del tren, recibe en pago de una curación una talla de San Ignacio, del tiempo de las misiones jesuitas. La talla resulta ser hueca, y está llena de monedas de oro y plata, con lo que, de allí en adelante, enloquecido por la codicia, reclama de sus pacientes que le lleven tallas de ésas en pago de sus servicios, y las descabeza todas, en busca de las cascadas de monedas. Al ocurrir la independencia de España en 1811, vendrá a surgir la figura dominante del doctor José Gaspar Rodríguez de Francia y Velasco, Supremo Dictador Perpetuo de la República del Paraguay, el célebre doctor Francia que luego habría de ser el personaje central de la novela de Roa Bastos, Yo el Supremo, publicada en 1974: el Karaí Guazú que ya figura en las páginas de Hijo de hombre como la gran sombra patriarcal que sigue siendo, pese a que su reinado había terminado con su muerte en 1840. Por obra de la memoria del anciano mendigo Macario Francia lo vemos cabalgar desde las primeras páginas por las calles desiertas, frente a las casas cerradas a piedra y lodo, “bajo la sombra del enorme tricornio, todo él envuelto en la capa negra de forro colorado, de la que sólo emergían las medias blancas y los zapatos de charol con hebillas de oro, trabados en los estribos de plata”. Macario Francia, que vaga por las calles desoladas de Itapé perseguido por los niños, es un sobreviviente de la época de la Dictadura Perpetua, hijo del liberto Pilar Francia, ayuda de cámara del doctor Francia, que llevaba su apellido porque todos los manumitidos tenían la obligación de tomarlo como propio. Pero Macario conserva otra marca de aquella época, cuando el Karaí Guazú herraba a todos con su fierro: la cicatriz en la mano con que se atrevió a coger una onza de oro, calentada por el propio dictador en un brasero para que la quemadura denunciara al culpable del robo y se volviera un estigma. 135

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El doctor Francia había convertido al Paraguay en un sepulcro cerrado para quienes vivían en su territorio, sin mendigos ni ladrones ni asesinos, pero también sin enemigos, hacinados en los calabozos, o en los cementerios. Lo sucedió su sobrino Carlos Antonio López, que a pesar de su codicia, pues amasó una inmensa fortuna a la sombra del poder, hizo entrar al país en la modernidad construyendo nuevas líneas de ferrocarril y la primera fundidora de hierro que hubo en el Cono Sur; redujo el desempleo y liquidó la deuda externa, estableció la educación pública gratuita y obligatoria, y entregó a los campesinos en arriendo tierras estatales, las llamadas ‘estancias de la patria’. Tras su muerte en 1862, el poder pasó a manos de su hijo, Francisco Solano López, disoluto aficionado a las faldas, premiado por su padre con las insignias de brigadier a los dieciocho años de edad, y elevado por sí mismo a mariscal. Había sido enviado a Francia a comprar un cargamento de armas, y en París se enamoró de las pompas de Napoleón III, y de una irlandesa a quien se llevó de regreso consigo, Elisa Alicia Lynch, llamada “la Madama” por los paraguayos, un personaje de inmenso poder en la corte de su marido, que la convirtió en la más grande terrateniente de Paraguay, y que ya viuda habría de morir en la miseria. A partir de 1865 se declaró la Guerra de la Triple Alianza, o Guerra Grande, librada contra Brasil, Uruguay y Argentina, y que duró hasta 1870, en el curso de la cual murió un millón de los habitantes del país, entre ellos el propio mariscal presidente, crucificado por las tropas brasileñas en el cerro del Korá, y sobrevivieron apenas doscientos mil, más que nada niños, mujeres y ancianos, y un puñado de hombres. Encima de eso, a consecuencia de la derrota, Paraguay debió sufrir por varios años la ocupación de Brasil, bajo una especie de virreinato, además de la desmembración de su territorio. A comienzos del siglo XX, setenta y nueve personas poseían la mitad de la tierra del país, mientras campeaban la marginalidad, el atraso y el analfabetismo, que cubría al ochenta por ciento de la población. En el primer cuarto del siglo XX el Paraguay tuvo quince efímeros presidentes. Las fiestas del centenario de la independencia celebradas en 1911 encuentran a un país entregado a una 136

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interminable disputa política entre azules (liberales) y colorados (conservadores), y desgarrado por alzamientos como la ya citada Rebelión de los Agrarios de 1912; y es entre altos y bajos de inestabilidad política que el país se pondrá a las puertas de la Guerra del Chaco, librada contra Bolivia a partir de 1932. El Chaco era una región hasta entonces abandonada, de muy poca población, excepto por algunos grupos indígenas y unas cuantas colonias menonitas. Pero después que Bolivia había perdido su salida al mar como consecuencia de la Guerra del Pacífico contra Chile, finalizada en 1883, su única posibilidad de navegación, ahora hacia el Atlántico, era el río Paraguay. Y había otra razón aún más poderosa para encender la disputa, y es que en los años veinte llegó a creerse con ciega certeza que debajo de aquellas tierras pobres yacía un lago de petróleo. Si los yacimientos de salitre habían estado detrás de la Guerra del Pacífico, ahora era el fatídico oro negro el que movía las ambiciones territoriales. El doctor Arturo Frondizi, que luego sería presidente de Argentina, diría en 1956: “en primera línea aparecen las repúblicas de Bolivia y Paraguay, pero detrás de ellas están: detrás de la primera, la Standard Oil of New Jersey; detrás de la segunda, los intereses económicos generales del capital anglo-argentino invertido en el Chaco y los intereses especiales de la Royal Dutch-Shell”. Las acciones bélicas se desataron el 15 de junio de 1932, cuando tropas bolivianas asaltaron el fortín Carlos Antonio López a orillas del lago Pitiantuta, pero la posición fue recuperada por las fuerzas paraguayas a un costo sangriento, en tanto los bolivianos, en un nuevo asalto, tomaban Boquerón, a poca distancia de la capital. El 29 de septiembre de 1932, después de casi un mes de incesantes combates, el sitio fue reconquistado, y es alrededor de este hecho bélico, narrado en toda su intensidad y su crudeza, que se centra el diario de Miguel Vera en Hijo de hombre. El ejército de Bolivia, de corte prusiano, era más numeroso, estaba mejor equipado, y su jefe era un militar alemán, el general Hans Kundt; pero desde marzo de 1934 comenzó a perder posiciones, hasta que en enero de 1935 las tropas paraguayas, al mando del mariscal José Félix Estigarribia, convertido en héroe nacional y después en presidente de la república, consolidaron su dominio sobre todo el 137

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Chaco, y aun sobre parte del territorio boliviano. El tratado de paz se firmó en Buenos Aires el 12 de junio de 1935, pero lo que quedaba otra vez en el país era la muerte y los mutilados, la devastación y la ruina, tras una guerra librada, en el fondo, por unos campos petroleros que en realidad no existían. Uno de los veteranos, Hilarión Benítez, dice amargamente en Hijo de hombre: “¡Dejamos allá brazos y piernas! ¡Sembramos los huesos de cincuenta mil muertos… ¿Para qué? ¡Los hombres bajo tierra no prenden!”. La Guerra del Chaco es el escenario hacia el que se dirigen todos los hilos de Hijo de hombre, una guerra de la que Roa Bastos será testigo presencial, pues en 1933, cuando tenía dieciséis años, se escapó del colegio San José con otros cinco compañeros, decididos al combate. Viajaron ocultos en un barco que llevaba tropas desde Asunción a Puerto Casado, y al ser descubiertos se les impuso como castigo lavar letrinas y vigilar prisioneros bolivianos en la retaguardia; y una vez que la guerra llegó a su fin, fueron parte de la custodia que llevó a un grupo de estos prisioneros hasta la frontera boliviana para ser entregados. Las huellas de esta experiencia, aunque marginal, habría de calar en la mente del adolescente que velaba apenas sus armas de escritor. Roa Bastos había huido del Paraguay en 1947 cuando un ideólogo del fascismo criollo llamado Patrocino González, ministro de Hacienda del gobierno del general Higinio Morinigo, ordenó su captura, vivo o muerto. González, que se creía escritor, había sufrido las burlas de Roa Bastos y aprovechó la reciente derrota de una rebelión contra Morinigo para acusarlo de conspirador comunista. Lo buscaron en las oficinas del diario El País, donde trabajaba como redactor, y tras escaparse en el último momento por la azotea, pasó varios días escondido dentro de un depósito de agua, hasta que pudo buscar refugio en la casa del agregado cultural de Brasil. Salió al destierro y se estableció en Buenos Aires. Escribió los cuentos de su libro El trueno entre las hojas, publicado en Buenos Aires en 1953 bajo el sello de la editorial Losada, mientras trabajaba como mozo de dormitorio en la amueblada F, un hotel de parejas clandestinas. “El trabajo que hago no es exigente y me quedan muchas horas libres”, le dice en una carta a Tomás Eloy; “llevo bebidas a los cuartos y las parejas me dan propinas 138

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generosas por eso. Cuando se van, recojo las sábanas y las toallas y las llevo a la lavandería. Todos los clientes se avergüenzan. Los aterra el escándalo y por lo general no hay problemas. Yo finjo que a nadie reconozco, pero más de una vez me he cruzado con escritores que me dan vuelta la cara. ¡Si supieras! Los aterra la idea de que uno de sus colegas se rebaje a menesteres tan despreciables, porque ven en mí el espejo de sus abismos…”. Tuvo también otros oficios, profesor en un taller de escritura en la Sociedad Argentina de Escritores, empleado de una editorial de partituras musicales, guionista de cine y vendedor de seguros para la compañía Continental. Era lo que hacía cuando Hijo de hombre, escrita en pocos meses en 1959, ganó ese mismo año el premio del Concurso Internacional de Novelas abierto por la editorial Losada, que la publicó al año siguiente. Su exilio continuaba, porque ahora Paraguay vivía bajo el reinado del general Alfredo Stroessner, llegado al poder en 1954. Cuando en 1982 se atrevió a regresar, protegido por su fama de escritor ya establecida, el dictador lo despojó de su ciudadanía y lo expulsó del país junto con su familia, acusado de tener “ideas bolcheviques, ultramoscovitas, y por querer adoctrinar a la juventud del país con dichas ideologías”, razones parecidas a las que décadas atrás había esgrimido Patrocinio González para perseguirlo. Hijo de hombre se publica en el contexto de transformaciones profundas que asume la narrativa latinoamericana en la mitad del siglo XX, y que habrán de consolidarse en la década de los sesenta en el fenómeno del boom. En los años vecinos anteriores a la aparición de Hijo de hombre se han publicado novelas claves para la transformación literaria del continente, entre ellas Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, que enseña una nueva manera de entrar en las honduras del mundo rural; Gran sertón, veredas (1956), de Joao Guimarães Rosa, que es también una incursión novedosa en el mundo de los yagunzos del sertón brasileño. Y también están El coronel no tiene quien le escriba (1957), de Gabriel García Márquez; Coronación (1957), de José Donoso y La región más transparente (1958), de Carlos Fuentes. La tregua, de Mario Benedetti, se publica el mismo año que Hijo de hombre. 139

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En su estructura Hijo de hombre altera el discurso cronológico, lo mismo que los planos espaciales, a la manera como poco después empezará a hacerlo Mario Vargas Llosa a partir de La ciudad y los perros (1962), y en esto debemos verlo como un precursor de lo que será la modernidad literaria del continente, de la que él mismo será figura señera después de la aparición de Yo el Supremo. Las historias que se cuentan en Hijo de hombre parecen tener independencia entre ellas, pero en el camino iremos encontrando los puntos de encuentro entre los relatos y los personajes, hasta que se acomodan todos en un solo friso a la vez oscuro y esplendoroso. Hijo de hombre sería revisado por su autor, y la nueva versión apareció en Asunción en 1983, con un nuevo capítulo, “Madre quemada”. El porqué de los cambios que introdujo lo explica él mismo en la Nota de Autor que figura en la edición de la editorial Alfaguara de 1997: “corregir y variar un libro ya publicado me pareció una aventura estimulante, porque el texto no cristaliza de una vez para siempre ni vegeta el sueño de las plantas. Un texto, si es vivo, crece y se modifica. Lo varía y reinventa el lector en cada lectura. Si hay creación, ésta es su ética”. Roa Bastos utiliza en Hijo de hombre la misma estrategia narrativa de José Eustasio Rivera en La vorágine (1924), cuando el cuerpo de la novela no es sino un manuscrito que ha llegado a manos del autor. En el caso de La vorágine, el manuscrito dejado por Arturo Cova antes de ser tragado por la selva es entregado al propio Rivera, funcionario de la cancillería en Bogotá, después que es remitido por el consulado colombiano en Manaos. En el caso de Hijo de hombre, las páginas con la narración del teniente Miguel Vera, que termina suicidándose de una extraña forma, son conservadas por la doctora Rosa Monzón, que las envía al autor, el propio Roa Bastos. Hijo de hombre es también, en muchos sentidos, un relato polifónico, que a través de los intersticios del lenguaje se escapa de la voz de Vera, quien comienza a contar a partir de los recuerdos de su infancia en Itapé, apoyado en la voz de Macario Francia, que desciende a las cavernas del pasado más remoto para enhebrar la historia del Paraguay y sus desastres, y a esa voz se sumarán otras de diversos tonos y procedencias. Pero la que canta más alto en el coro es la de Macario, eslabón de la humilde dinastía que se remon140

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ta a su padre liberto y desciende hacia su sobrino Gaspar Mora, el fabricante de instrumentos musicales que al saberse infectado de lepra huye hacia el monte y allí labra un Cristo a imagen de los leprosos. Este hecho abrirá la primera de las grandes controversias de la novela cuando el cura se niega a bendecir al crucificado por haber salido de las manos de un descreído, y será entonces entronizado por los propios pobladores en el cerro de Tupia-Itapé, convertido en santuario. El Cristo leproso es así un símbolo que dominará no sólo el paisaje selvático desde las alturas, y la vida del pueblo, sino toda la novela. Alejandro Maciel, muy cercano a Roa Bastos hasta el final de su vida, ve en este episodio una especie de retablo que revive la pasión de Cristo: “en esta nueva pasión hay un Cristo de madera, una víctima llamada Gaspar Mora, un artista leproso que acaba transformándose en su propia obra, una prostituta llamada María Rosa, que ama sin pedir nada a cambio como la Magdalena y un evangelista, Macario”. Hijo de hombre es muchas cosas. En primer lugar, es una novela híbrida que habla dos lenguajes, parienta cercana de Los ríos profundos de José María Arguedas, publicada poco antes, en 1958, donde el quechua ocupa el lugar del guaraní. El mismo Roa Bastos explica las razones de semejante dualidad: “este discurso, este texto no escrito subyace en el universo lingüístico hispano-guaraní, escindido entre la escritura y la oralidad. Es un texto en que el escritor no piensa, pero que lo piensa a él. Esta presencia lingüística del guaraní en la escritura de la novela se impone desde la interioridad misma del mundo afectivo de los paraguayos. Plasma su expresión coloquial cotidiana, así como la expresión simbólica de su noción del mundo, de sus mitos sociales, de sus experiencias de vida individuales y colectivas”. Es también una novela que describe un mundo mágico y a la vez cruel, y que si bien hunde sus raíces en el pasado, también describe esa permanente situación estática, de desidia y abandono que vive el mundo rural del Paraguay donde el destino sin remedio es la peor de las deidades, un destino que se resuelve en pobreza para siempre, en guerras y en locura. Los personajes claves de la novela son poseídos por la demencia. Macario Francia entregado a sus 141

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veleidades seniles, donde la historia parece otra de sus locuras; el errante Alexis Dubrowsky enajenado por la codicia descabezando santos; Casiano Jara tan trastornado como para empujar un inservible vagón de tren hasta lo hondo de la selva; Miguel Vera descalabrado por la sed, la implacable muerte blanca, hasta convertirse en homicida de quien llega a salvarlo; Crisanto Villalba que vuelve de la guerra con la razón extraviada, condecorado con medallas de mentira, y decidido a regresar al campo de batalla que ya no existe. Y es una novela sobre el poder. Según su autor, pertenece a una “trilogía paraguaya” que trata de establecer un panorama total del “monoteísmo del poder”, su peso y sus mecanismos pervertidos, un mural móvil que corre a lo largo de la historia del Paraguay marcada por los desafueros y las excentricidades de los eternos caudillos. Las otras dos piezas de esa trilogía son Yo el Supremo, de 1974, y El fiscal, de 1989; destruida por el autor la versión original de esta última, y vuelta a escribir, cuenta la historia de Félix Moral, que persigue ajusticiar al “tiranosaurio” Alfredo Stroessner, derrocado por fin en 1989 por un golpe de Estado que le dio su consuegro, el general Andrés Rodríguez. La historia del Paraguay, seguía siendo una historia familiar. Para Roa Bastos, “el poder constituye un tremendo estigma, una especie de orgullo humano que necesita controlar la personalidad de otros. Es una condición antilógica que produce una sociedad enferma. La represión siempre produce el contragolpe de la rebelión...”. Pero hay una distancia muy grande entre la manera en que aborda el asunto del poder en Hijo de hombre y la manera en que lo trata en Yo el Supremo. En esta última el doctor Francia es el astro central y absorbente de un sistema solar regido por la obediencia total, y las emanaciones de ese poder son patentes y letales, página tras página. En cambio, en Hijo de hombre, el poder de quienes mandan a la guerra a los humildes, indígenas, campesinos, artesanos, aparece como distante y casi nunca identificado, si no es por los mandos subalternos que obedecen las órdenes de arriba. Vemos la guerra librarse desde abajo, y aun el enemigo parece invisible en el campo de batalla, si no es por el fragor de sus armas o por uno u otro prisionero anónimo. 142

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Es entonces una novela sobre los efectos del poder en la gente común, y sobre cómo sus vidas son dislocadas por la exacerbación del amor patriótico, las levas, el abandono de sus poblados y de sus campos, para convertirse en carne de cañón y ser obligados a un heroísmo inevitable, o a la cobardía, que también resulta inevitable, todo como oscuros destellos de esa deidad omnímoda que mueve sus peones en el campo de batalla. En el gran escenario que es la Guerra del Chaco, la confrontación dramática final no se dará en la novela entre los países fronterizos que agotan sus fuerzas en el campo de batalla y excavan su sepultura por mucho que uno de los dos sea el triunfador, sino entre Miguel Vera y Cristóbal Jara (Kiritó), combatientes en las mismas filas. Es esa fuerza ciega del destino, sin ningún deus ex machina de por medio, la que conduce a ambos a un enfrentamiento sin remedio y a convertirlos a uno en el antihéroe sobreviviente, que luego busca consuelo en el suicidio, y al otro en el héroe que muere a manos del antihéroe enloquecido por la sed. Roa Bastos sabía muy bien lo que era el cine, y conocía el dominio de la imagen, desde luego que escribió el guión para la película que se hizo sobre Hijo de hombre, dirigida por Lucas Demare y estrenada en 1961 bajo el título de La sed. Es una novela de imágenes sucesivas que de pronto se congelan, y pareciera que lo que tenemos de frente es una galería de fotografías fijadas por el relámpago de magnesio, fotografías maestras talladas en el adecuado tono de luz y la exacta carga de sombras. La exactitud en la descripción del paisaje la convierte en una historia natural de las cosas, con virtud panteísta. Es la naturaleza viva encarnada en el lenguaje. Y también es la vida con sus excentricidades apuntadas por la mano de quien vive de transcribir asombros, o de imaginarlos: la cabellera que cubre el cráneo desnudo del Cristo leproso de Itapé es la cabellera de la loca del pueblo, que se rapa para donarla a la imagen; Macario Francia es enterrado en una caja de criatura, de tan mínimo que la ancianidad lo había vuelto; las manecillas del reloj de la iglesia de Itapé giran al revés, con lo que no es extraño que la historia del Paraguay siempre retroceda; el borracho dispuesto a matar al anciano médico “el Karaí” Bonpland, ofendido porque no le devuelve el saludo, lo que 143

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apuñala es su cadáver que, embalsamado desde hacía tres días, habían puesto a orear al sereno en el corredor de la casa; Cristóbal Jara, perseguido a muerte por conspirador, se oculta en un hueco del cementerio protegido por María Regalada, heredera de una dinastía de sepultureros, y sale de allí una noche en extraño desafío para asistir a una fiesta en honor de las tropas del gobierno, seguido por una corte de leprosos que bailan como fantasmas blancos a la luz de las antorchas festivas. Es, en fin, una novela de milagros verbales donde la imaginación conquista la belleza de lo prodigioso y de lo terrible. Managua, noviembre de 2010.

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Don José

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e pregunté a don José en aquella comida en el palacio de San Ildefonso en la Ciudad de México si el nombre de su personaje de Todos los nombres, don José, lo había escogido en homenaje a sí mismo, y me respondió con esa sonrisa humilde que lo desarma, pero desarma antes a su interlocutor, que le había puesto don José a su personaje porque no se le había ocurrido otro nombre más humilde. Ya estaba antes don José el carpintero en las páginas de su Evangelio según Jesucristo, y ahora don José nos salía con éste otro don José el amanuense. Don José el amanuense. Un oscuro burócrata, muy humilde, que se pasa la vida asentando nombres de muertos en el registro público y vive allí mismo, soltero y solitario, y desde esa soledad comienza a vivir una inmensa historia de amor, dramática, misteriosa, sorpresiva, pero un amor de papeles como corresponde a un cumplido amanuense. Una alegoría, una novela negra, una novela de amor. El amanuense don José, enamorado de una mujer desconocida que es sólo una ficha en el registro, sale a buscarla en la gran aventura de su vida, y vuelve al final para comparecer delante del gran registrador, dueño de los destinos, vidas y muertes, dentro del sombrío edificio antiguo donde están registrados todos los nombres. Le pregunté también a don José, con esa impertinencia que uno pone al interrogar a los escritores que a lo mejor ya han olvidado los detalles de la trama del libro porque están dedicados a urdir la

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del siguiente, si Pastor de El Evangelio según Jesucristo era el mismo Pastor que al final de Todos los nombres acerca su rebaño de ovejas al cementerio donde don José el amanuense busca la tumba de su amada, el diablo vestido otra vez de pastor de ovejas; aquel Pastor que en medio del lago Tiberíades, solo con Jesús en una barca solitaria, lo interroga y lo tienta, uno de los más bellos pasajes de todas las literaturas. Me dijo don José, con sonrisa compasiva, que sí, que tal vez. Era en marzo cuando estábamos en México esa vez, para el encuentro Geografía de la Novela convocado por El Colegio Nacional, gracias a Carlos Fuentes, y cuando conocí también a ese otro gran escritor que busca siempre cómo pasar desapercibido y ojalá sea Premio Nobel alguna vez, el sudafricano J. M. Coetzee, que ha escrito por lo menos dos espléndidas novelas Esperando a los Bárbaros y Foe. Don José aparecía esos días en todos los periódicos hablando con dignidad y valentía sobre Chiapas. Nos habíamos encontrado por primera vez la tarde anterior en el acto presidido por Cuauhtémoc Cárdenas en que México era proclamada ciudad de refugio para los escritores perseguidos, y fui directo a él por su imagen de las fotos y por aquella sonrisa suya tan cálida, y tan franca fue como si nos hubiéramos conocido desde siempre. Ese hombre con cara de profesor universitario, de estatura imponente y andar juvenil, tez morena y lentes de gruesa montadura, está sonriendo siempre con tranquilidad salvo cuando se enoja a fondo en defensa de las buenas causas, frente a las que no puede ser sino radical a fondo, una palabra tan manoseada hoy, radical, pero a la que don José concede tanta dignidad en sus palabras y en sus actos. Nos habíamos encontrado otra vez en Madrid, en los ritos multitudinarios de la Feria del Libro del Retiro, parvadas de lectores yendo y viniendo por las alamedas, cada oveja con su pareja, diríamos, cada rebaño con su pastor, cada escritor en su caseta, unos con su cola de lectores devotos como don José, firmando con pausas cordiales, otros suspirando por los lectores, como una enamorada en su ventana, toda una feria de las vanidades, como la de William Makepeace Thackeray en su novela inolvidable. 146

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Ahora era junio en Lanzarote. Entró don José con Pilar, su mujer, a la Casa de la Cultura de Arrecife, frente a los arrecifes de la playa de pocos bañistas en el atardecer del principio de otoño, como un vecino más, tranquilo y circunspecto, (si hubieran sido los años treinta a lo mejor hubiera llevado sombrero panamá, y si principios de siglo, bastón con empuñadura de plata) para asistir a la presentación de mi novela Margarita, está linda la mar, un famoso tan famoso por los pasillos, dando sin protagonismo sus puntos de vista a la hora del diálogo con el público desde su asiento de primera fila, y luego por las calles para subirnos al pequeño coche, cruzándose con los turistas alemanes, rojos como langostas cocidas, como seguramente Robert Graves andaba por las calles de Dejá en Mallorca, lejos de todo alarde publicitario. En el restaurante de Puerto del Carmen seguimos hablando de literatura, y un poco de soslayo hablando del Premio Nobel, ése es un tema que a don José no mucho le gustaba, y decía Pilar: “Cada vez que se acerca el anuncio del ganador, acampan los fotógrafos y los camarógrafos frente a la casa, y sólo se van cuando no hay nada, se lo dieron a otro”. Pero también hablamos, y bastante, de América Latina. Don José es esa clase de profeta laico que explica sus posiciones como analista, con opiniones reposadas y seguras, pero irreductibles. Y por fin quiero contar esto último. Saliendo esa alta medianoche de su casa de Los Topes, en el poblado de Tías, las casas blancas en el paisaje de hierro de Lanzarote, le dije: “Don José, éste será el último año que tendrá a los fotógrafos y a los camarógrafos acampando frente a su casa”; y me hizo un gesto con la mano, como apartándose de la cara la idea, sonriente: qué va a ser. Y fue. Le han dado el Premio Nobel a José Saramago, un gran escritor de este siglo; se lo han dado a la lengua portuguesa, que es como dárselo al mismo tiempo a Eça de Queiros, a Fernando Pessoa, a Joachim Machado de Assis, a João Guimarães Rosa; pero también se lo han dado a la lengua española, porque don José es muy nuestro. Y se lo han dado a la dignidad que él representa. Managua, octubre de 1998.

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Horno al rojo vivo

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la hora del desayuno ya estaba allí el correo de Carlos Martínez Rivas como si una mano invisible lo hubiera dejado sobre la mesa: un sobre de manila que había tenido antes otro uso, rotulado con su letra escolástica, firmes y elásticos arabescos de tiempos de empatador y tintero que enlazaban con sus rúbricas, como virutas, unas palabras con otras. Caligrafía de alumno díscolo del Colegio Centroamérica, mimado de los jesuitas y de las musas. Dóctor, se dirigía a mí en el sobre, o Doktor. Él era para mí the poet, nada más, el poeta. Ya estaban allí también los informes oficiales, los recados tempraneros, los partes y las tiras de télex, pero la avidez me llevaba de primero a rasgar la bolsa para encontrar, si no era otra vez su testamento ológrafo (porque varias veces fui su heredero universal honorífico), sus poemas aún envueltos en el dorado calor del horno: magdalenas para mojar en la taza de té de tilo a la hora del asma en Combray, para comer de pie junto a la barra en los desayunaderos de piso cubierto de aserrín de la rue Monsieur-le-Prince, año de 1950, muy al alba, a la hora de la alta resaca, mareo nostrum. Su casa de Managua en el barrio Altamira era como una panadería. Aunque alguien dijera por allí (quizás nosotros dos mismos conversando en eterna risa, risa que ya traíamos muertos de risa desde los años ejemplares de Costa Risa, en mi oficina de San Pedro de Montes de Oca, en su celda monacal del falso Hotel Sheraton de la Avenida Central, o en las tertulias de anochecer dis-

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cutiendo literatura con José Coronel Urtecho a la luz de lámparas tubulares en el corredor con barandas de Las Brisas que daba al río Medio Queso anegándose en tinieblas), aunque alguien dijera, digo, que se trataba más bien de la cueva de Altamira, con sus bisontes rupestres en la pared y el minotauro hidrópico paseándose en pelota entre esos muebles que no eran de hogar, sino de oficina de impuestos, acaso sobre su desnudez una robe de chambre amarilla como una capa pluvial esponjándose en el aire tibio de la mañana. Y el espejo y la navaja de afeitar cruzados sobre la bacía llena de espuma de jabón. Cueva, o torre. A esa puerta de la panadería, válgame Dios, llamó Graham Greene y el panadero barrigón en robe de chambre amarilla, pelo hirsuto y labios tumefactos, abotagado de gin barato como aquel de la Fábrica Nacional de Licores de Costa Rica, comprado por cuartas en el Chellez Bar y que sabía a Pinesol, no le quiso abrir; our man in Managua se quedó en el porche donde crecía, feraz, el monte. La zarza ardiendo. Llamó con mejor suerte Mario Vargas Llosa, suerte que conocía a Blanca Varela y tuvo entonces entrada, y en la boca del horno le propuso al fauno comprarle su tomo crítico de las cartas de Flaubert, un viejo Flammarion de posguerra, y no se lo quiso vender. Por nada del mundo vendería tampoco la reproducción de la foto de Baudelaire, obra de Nadal, fijada con chinches al estante, pero quién quita un día de éstos se la roban, como tantas cosas que desaparecen aquí, en toda fábrica de pan ocurre, se roban los huevos, la mantequilla. Hasta los moldes. Tanto derelict (palabra suya preferida = a social outcast, vagrant) rodeando a su dioscuro coronado de pámpanos, pululando ya de noche entre los sacos de harina, hurgando entre los desperdicios, un cardumen de gorgojos que busca pedacitos de gloria, fragmentos brillantes dispersos por el piso sin barrer, y a quienes el panadero de barba entrecana, una barba de días, gozoso de su papel, dirige como si se tratara de las pulgas amaestradas de un circo venido a menos. En ese cuarto —la alacena— están los libros en sus estantes y los viejos periódicos arpillados en mesas y en el piso donde andan los gatos, el viejo Poe que bota a su paso pelambre, el primero. ¡Amontillado! ¡Quién tuviera a su disposición un barril de amonti150

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llado aunque fuera en el rincón de la escena de un crimen! Huele por doquier a orines estancados, a materia fecal, a desperdicios de cocina; pero aquí en la alacena toda la materia prima es apetitosa, aceite, harina, azúcar, sal: son los libros sabios y suculentos que uno siempre quisiera leer, libros citables, precisos, suficientes para confeccionar las hogazas de pan que se sirven en la fonda de Henry Fielding (Tom Jones, expósito, Libro I, Capítulo 1): los formidables portables de Penguin, ese Edmund Wilson, por ejemplo (y se colocaba imaginariamente el tomo bajo el brazo, dando un orgulloso paseo). O el sólido bollo, harina y levadura, que es Jude the obscure de Thomas Harding, y qué me decís de Sons and Lovers de D. H. Lawrence, ¿y Der Tod des Vergil, de Hermann Broch?, la muerte de Virgilio, no menos que la otra muerte, La muerte en Venecia, Der Tod in Venedig de Thomas Mann, y Dirk Bogarde sudando en la barbería funeraria bajo el maquillaje espectral. Una pronunciación espaciada, declamatoria, de cada título, el goce sapiente de cada palabra, como lo haría seguramente en las tertulias de cinco de la tarde Alexander Pope conversando con Orlando, el caballeromujer de Virginia Wolf. Libros arrastrados en el aluvión de su vida, piedras, lodo, amores perdidos, guitarras despanzurradas como aquella su guitarra en bandolera con la que lo vio llegar Octavio Paz, Carlos trastejando las cuerdas en el bar ya sin clientes del Hôtel des Etats-Unis, y otros amaneceres con Blanca Varela, y Fernando de Szyslo, y Julio Cortázar, y Ernesto Cardenal, todos juntos en aquella mesa del fondo que se aleja en un zoom inverso hasta que el obturador de la cámara se cierra en oscuridad, eternos desconsuelos, rencores de bolero, él, que como San Juan de la Cruz lloraba por verse postergado (“a ti te premian, a mi me plagian”, le dijo en un poema a Octavio Paz), manías persecutorias, desprecio fementido de la fama. Lecturas insuficientes: no hay lecturas suficientes, Doktor, porque ser sabio del todo sería como la muerte según el Doktor Faustus de Thomas Mann. Libros metidos en cajas de leche condensada para atravesar el mar, handle with extreme care, y los que se quedaron perdidos en París, y los otros abandonados en el apartamento de Argüelles en Madrid, y los que reposan en una oscura 151

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bodega en Los Ángeles en espera del regreso de su dueño, el empleado de aduana puntual cuando no estaba en las cantinas, de corbata y cuello duro, mangas cortas, un clerk, como Rosseau el aduanero de los leones apacibles en azul nocturno (igual a como vestía cuando lo conocí en León en tertulia improvisada, en la casa de Edgardo Buitrago en mayo de 1964, yéndose ya a España), clerk: la persona que realiza tales funciones como llevar registros y atender correspondencia, el clerk (oficinista) que guarda en una gaveta del escritorio el libro que lee furtivamente, tal vez las poesías escogidas de William Blake, tal vez las de Emily Dickinson: “At last, to be identified!/At last, the lamps upon thy side/The rest of life to see!” (“¡Al fin, ser identificado! ¡Al fin las lámparas a tu lado, lo que queda de vida para ver!”). Después, en esa casa, estaban las sartenes, colocadas en orden, donde esperaban para entrar al horno los textos en proceso (work always in progress). Se ve lo que no se toca. Carpetas rotuladas con plumones violeta, negro, marrón, a las que nadie puede asomarse, y sin embargo, todo el mundo se asoma, todo el mundo se siente en esta feria con el derecho de secuestrar esos manuscritos (mecanoscritos) para llevárselos como souvenires, travestis sin fortuna, efebos indefensos, como aquel del dormir plácido en el sótano del Louvre, erinias mal disfrazadas de monjas, o peor, de vedettes, o de vampiresas, putillas, poetillas: “si no estuviera el otro. El difuso terco mundillo del amanecer. La pululante línea de la imperfección y el anonimato…”. Y finalmente el horno, la máquina de escribir, sólidamente colocada sobre el escritorio de contador segundo, frente al sillón de vinilo estacionado a la distancia precisa. La manía cmr ha llegado a consistir en que los tipógrafos primero, y las operadoras de computadora al acabarse los tipógrafos, cometen demasiados errores y arruinan los textos ¡La fatalidad de una letra trastocada, de la línea de un verso mal cortada, traiciones a la fidelidad! De modo que las cuartillas salidas de la máquina, y tecleadas con primor maniático —a veces con subrayados en rojo (llegó la hora en que esas cintas de dos colores dejaron, alas, de existir)— iban directamente a la plana del periódico, fotografiadas en vivo. Si es que iban.

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Pasaron los años. El horno, con su rojo fulgor de infierno, aventando chispas por la boca que traga las sartenes, sigue encendido en la casa desierta del panadero que toda la vida pasó aprendiendo a actuar, a vivir, a beber como Baudelaire, la performance de su vida que fue toda su vida. Suyo el rescoldo del absintio, suya la resaca del ajenjo que tiñen de verde las llamas del horno y el cielo del paraíso, infierno de cielo. Un ensayo de infierno. Ensayo con trajes, hoy, general rehearsal, y la gran gala, poet, suspendida por fuerza mayor. Pan duro, duro aprendizaje. La cama final de hospital. La última sopita. ¿Hay un ataúd que clavan con gran prisa en alguna parte? Ce bruit mystérieux sonne comme un départ… Y vestido ya para la gran gala, según la foto de Nadal, mantos y mangas de mujeres lo depositan en la obscura y helada tumba que se buscó. Y que viene a ser lo mismo según su San Malcolm Lowry y el mío, la obscura tumba donde yace mi amigo. Managua, agosto de 1998.

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Nada llega a perderse

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ebe ser el mes de junio de 1997. En esa mañana del valle de México nublada ya de gases tóxicos, cuando los vehículos se desbocan de ida y vuelta por los vericuetos de las autopistas, bajo apresuradamente frente a las puertas del Sanborns de Perisur, porque traigo ya cinco minutos de retraso, y tras buscar ávidamente descubro por fin a Gabo que como un personaje de Dashiell Hammett, o el de una película de espionaje, revisa con disimulo una revista, muy cerca de la entrada, pero apenas me ve abandona su aire de conspirador y viene hacia mí con su corto paso militar que tiene también algo del desenfado de una cadencia de cumbia, sacando pecho, la sonrisa abriéndose bajo el bigote entrecano, me toma por el brazo con los dedos que aprietan como una tenaza, y me conduce hacia el restaurante entre la gente que por milagro no lo nota, porque cuando aparece en los lugares públicos ejerce la misma atracción de una estrella de cine. Nos habíamos citado la noche antes al final de la cena en su casa del Pedregal de San Ángel a desayunar aquí, “tú y yo tenemos que hablar todavía”, me dijo, una conversación siempre pendiente que nunca es suficiente, y cuando nos sentamos a la mesa junto a la baranda de fierro, y la muchacha disfrazada de tehuana de Diego Rivera trae los grandes menús recubiertos de plástico, debo aceptar, condolido, que cinco minutos es un retraso demasiado prolongado para alguien que como él se atiene a la más rigurosa puntualidad, tan ajena a las informalidades y los desenfados del ardiente trópico de donde ambos venimos. 155

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Nos hemos citado para seguir hablando de literatura, y para intercambiar noticias sobre libros recién leídos, o autores recién descubiertos, que anotamos meticulosamente, él en una pequeña libreta, yo en el revés de una tarjeta de visita. E. G. Sebald y Los anillos de Saturno, Esperando a los bárbaros de Coetzee, y como no agotamos lo que tenemos que decirnos durante ese interminable y copioso desayuno mexicano, va a dejarme en su carro a la casa de los Barcárcel, en Tlalpan, donde siempre me quedo, y por seguir conversando nos perdemos, seguimos por todo Insurgentes hasta casi la salida a Cuernavaca, al pie del Ajusco, y ya casi nos está dando el mediodía sin parar de hablar, un extravío dichoso porque a lo mejor nos importa poco encontrar el camino correcto. De política tratamos casi siempre poco, y menos aún de la revolución naufragada de Nicaragua. Ya había pasado el tiempo en que hablábamos de ese tema sin cesar, desde la vez que nos conocimos en Bogotá, en agosto de 1977, cuando llegué a buscar su ayuda en la conspiración para botar a Somoza, y me recibió esa vez en los estudios de la RTI, donde se rodaba para entonces la serie basada en La mala hora, en una oficina llena de monitores y casetes de cintas de tres cuartos de pulgada, sin que resultara ningún esfuerzo convencerlo de que el triunfo de la revolución sandinista se hallaba a las puertas, pues la ofensiva que se preparaba contra la Guardia Nacional sería indetenible, y lo que necesitábamos de él era que fuera a Caracas a plantearle al presidente Carlos Andrés Pérez el reconocimiento del nuevo gobierno que presidiría Felipe Mántica, dueño de una cadena de supermercados en Managua, apenas pusiéramos pie en tierra nicaragüense, pues todos los miembros de ese gobierno secreto vivíamos asilados en Costa Rica. Fue cumplidamente a Caracas, le contó aquella historia inverosímil al presidente, quien la creyó, y si no triunfamos entonces de todos modos no faltaría mucho, pues las fuerzas guerrilleras entraron en Managua el 19 de julio de 1979, menos de dos años después. Vino al poco tiempo a Managua, y se quedó un buen tiempo con Mercedes en nuestra casa, aquella casa sombreada por enormes chilamates donde ya no vivimos, y que ahora ocupa un empresario taiwanés. Hoy, tras tanta agua corrida debajo del puente, y lejos ya yo de aquella revolución pervertida por la codicia, su único comen156

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tario casual sobre el tema es lacónico, y certero como una pedrada: “A mí, me estafaron”. En otras dilatadas pláticas sobre literatura alrededor de una mesa de varios comensales, alta ya la noche, Carlos Fuentes termina citando de memoria párrafos enteros de Our Mutual Friend de Dickens. Álvaro Mutis recita los sonetos de Shakespeare. Gabo se sabe de corrido a Rubén Darío, y cuando yo lo cito mal, me corrige, baldón para quien aprendió a leer en rima dariana en la escuela de párvulos, con “La cabeza del Rawí” y “La Sonatina”. Hoy, los dos solos, vamos a empezar hablando de Yasunari Kawabata, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1968. Es Gabo quien me había hablado en una de mis visitas anteriores a México de esa pequeña maravilla que es Las bellas durmientes, y que sólo encontré tras una larga búsqueda en la Librería Gandhi. Leí el libro en el avión, de regreso a Managua, y lo dejé olvidado en el asiento, por uno de esos imperdonables azares del destino, pero el destino mismo me compensó luego cuando la siguiente vez, Gabo me regaló uno de los dos ejemplares de la rara edición francesa que recién había recibido, publicada por Albin Michel con ilustraciones y fotografías de Frédéric Clément. Se trata de una historia de terrible belleza, que no necesita durar muchas páginas: clientes ya viejos acuden a una casa de citas donde habrán de encontrarse en el silencio de los aposentos con muchachas desnudas, y narcotizadas, a las que está prohibido despertar. Pueden pasar la noche en el lecho al lado de las bellas durmientes, pero no pueden tocarlas. Uno de esos ancianos visitantes de la casa va a encontrarse, entre el espanto y el delirio, frente al muro final de su vida, imposible de abrir, como símbolo de la decrepitud y de todo lo perdido para siempre. Después, en mi exploración de Kawabata, habré de hallarme también con Belleza y tristeza y La bailarina de Izu, las dos historias de amores trágicos que me recordaron mucho la fatalidad irreparable que acude a las novelas de Somerset Maugham, como en The Painted Veil, o a las de Vladimir Nabokov, como en Laughter in the Dark, donde la muerte sobreviene como remedio de la pasión extraviada. Todo esto, con lo que Gabo se muestra de acuerdo, lo tramitamos por el teléfono, del que sólo se sirve para asuntos importantes: un libro que vale la pena, una conspiración a favor de alguien. 157

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Fascinado como sigue por la historia de Las bellas durmientes, me habla en ese desayuno de Sanborns de la idea de emprender un remake, volviendo a escribirla, y con afán de detective se ha puesto ya sobre las pistas literarias que le ayuden a desentrañar la factura del libro y sus entretelones misteriosos; de ello habrá de quedar constancia en un cruce de cartas suyo con otro Premio Nobel japonés (1994), Kenzaburo Oé, autor de las novelas La presa y el grito silencioso, documentado en la revista Nexos de México. Pero al fin dejó ese proyecto, por el momento, y se decidió mejor por sus memorias. El primer capítulo del primer tomo de Vivir para contarlo, inédito para entonces, se lo oí leer en 1998 en un salón tan abarrotado que debieron colocar pantallas de video en los corredores y en el patio del palacio de San Ildefonso, en el antiguo cuadro de la Ciudad de México, al clausurarse el encuentro “Geografía de la Novela”, organizado por Carlos Fuentes bajo el patrocinio de El Colegio Nacional. Todos los invitados, entre los que se hallaban Coetzee, José Saramago, Edna O’Brien, Susan Sontag, Juan Goytisolo, habíamos hecho reflexiones sobre el oficio de escribir. Como siempre, Gabo prefirió leer de lo suyo. Así lo hizo también, años atrás, en su participación en el Coloquio de Invierno en la Universidad Autónoma de México, cuando estrenó “Tu rastro de sangre sobre la nieve”, uno de sus Doce cuentos peregrinos. Y entonces, siguiendo su relato esplendoroso del regreso a Aracataca en compañía de su madre Luisa Márquez, que va allá a vender una casa, la casa, la única en el mundo, la vieja casa de los abuelos, descubrí de nuevo que toda escritura es siempre un retorno al origen, la vuelta remorosa e insistente de la memoria a su punto de partida, porque “nada llega a perderse, la memoria acumula tesoros, secretos que crecen entre la oscuridad y el polvo”, según las palabras de Nabokov; que ese capítulo primero descorre los cerrojos que guardan los aposentos clausurados de Cien años de soledad y todos sus relatos anteriores al año de gracia de 1967, porque “el fin de toda nuestra búsqueda será volver al lugar donde comenzamos”, según la sentencia de T. S. Elliot en Four Quartets. Es lo mismo. Es lo mismo la literatura que la vida, los recuerdos que la imaginación, un espejo nublado de cara a otro lleno de la luz 158

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de la tarde frente a la vieja estación del ferrocarril bananero en Aracataca, toda una tramoya armada por el viento sólo para que la madre pueda exclamar: “¡Dios mío!” al ver tanta desolación y ruina, y para que así puedan ella y el hijo conjurar el olvido. Managua, junio de 2003.

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Atajos de la verdad

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o es casual que en su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez comience hablando de Antonio de Pigafetta, astrónomo, geógrafo, cartógrafo y lenguaraz —que entonces quería decir políglota—, uno de los pocos sobrevivientes del viaje de Magallanes alrededor del mundo. Y si García Márquez abre con él su espléndida alocución sobre la soledad de América Latina es porque encuentra en Pigafetta a un par, alguien incapaz de separar por un instante la verdad de la imaginación. Esa cualidad de poder borrar las fronteras entre ilusión y realidad, tan sustancial a la literatura, fue también de los conquistadores y cronistas de la conquista, y de muchos otros geógrafos y cartógrafos, exploradores y naturalistas que penetraron en el nuevo mundo. Sus historias nacieron de las fábulas y sagas de la imaginación popular europea, y se diseminaron en tierras de América para pasar a ser parte de un imaginario común que fue ganando prestigio con los siglos, bajo el favor de una mezcla insólita de culturas donde lo portentoso se volvió moneda corriente. “Los hechos, tanto los más triviales como los más arbitrarios, estaban a disposición desde los primeros años de mi vida, pues eran material cotidiano en la región donde nací y en la casa donde me criaron mis abuelos”, dice García Márquez. La imperturbable destreza de contar mentiras sacadas de la entraña de la realidad cotidiana, como se las contaban a García

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Márquez sus abuelos, “en un tono impertérrito, con una serenidad a toda prueba que no se alteraba aunque se les estuviera cayendo el mundo encima”, es el hálito invisible que habrá de mover las bielas de Cien años de soledad, un libro de portentos que encuentra su tradición en los fabuladores que con el mayor de los aplomos describen lo que vieron, o lo que otros juraron haber visto. Naipaul recuerda en La pérdida de El Dorado que los conquistadores españoles no venían preparados para el asombro porque en sus cabezas había ya fantasías persistentes. Era soldados de fortuna, no pocos de ellos analfabetos, pero que no necesitaban haber leído los libros de caballería para participar de la atmósfera imaginativa que las aventuras excesivas de esos libros habían creado en las mentes, ni para dar crédito a las historias del reino de los Incas que hablaban de príncipes cubiertos de oro molido, como un segundo pellejo. Eran todos ellos hijos bastardos de los libros de caballería. A la exageración real que la naturaleza americana abría ante sus ojos, y que vendría a ser parte de la imaginería de Cien años de soledad — ríos sin orillas a la vista que parecían mares serenos, cordilleras nevadas que descendían por un lado hacia páramos de espejismos y por el otro hacia selvas impenetrables, volcanes dormidos que al estallar creaban un nuevo paisaje, tormentas de arena sin tregua capaces de llevar a la locura y al suicidio, huracanes capaces de arrancar de cuajo un navío y encallarlo en mitad de la selva—, agregaron sus propias invenciones, no menos hijas de la exageración que los paisajes mismos que se alzaban ante sus ojos, y no tardaron en poblarlos de sirenas, tritones, centauros, mantícoras —leones con rostro de mancebo que se alimentaban de carne humana—, unicornios que sólo podían ser cazados por doncellas a la luz de la luna, basiliscos que transmitían la maldición de la sífilis, monos que al verse cautivos lloraban con el llanto inconsolable de un niño acongojado y gentes con cola de asno hasta las corvas. De esta misma estirpe vienen los Buendía, que por culpa de su afición recurrente al incesto están condenados a nacer, al cabo de los excesos, con cola de cerdo. Nada más cierto: llegado a las costas de Cuba en el curso de su segundo viaje, Colón, que hizo levantar acta al notario Juan Pérez de Luna certificando que se hallaba en la 162

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fabulosa Mangi de Marco Polo, cuenta, además, que todos los habitantes de una isla cercana tenían rabos de más de ocho dedos de largo, lo mismo hombres que mujeres. También Pedro Mártir de Anglería habla en sus Décadas de seres provistos de colas duras y alzadas como las de los caimanes, que no podían sentarse sino en asientos con agujeros. Ponce de León oyó hablar a unos indios del Caribe de una fuente en cuyas aguas se remozaban los viejos tornándose mancebos, y dispuso una expedición en su busca. Era ya un viejo invento del Preste Juan que aparecía en el Roman d’Alexandre. Y hombres y carabelas anduvieron perdidos por más de seis meses, cuenta Fernández de Oviedo, quien se queja de que fue muy gran burla decirlo los indios y mayor desvarío creerlo los cristianos. Buscaban la fuente de la eterna juventud en la península de la Florida; la ciudad de El Dorado en la Guyana y en Nueva Granada; el país de la canela en las selvas del Amazonas... Pero eran sueños destructivos: muchos perecieron ahogados en los torrentes, murieron de tifus o viruelas, fueron comidos por las fieras o se vieron obligados a comerse a sí mismos; y porque los guiaba la ambiciosa imaginación, nombraron a los territorios que iban pisando, o trataban de encontrar, con los nombres que llevaban en sus cabezas: la Florida, El Dorado, California, Amazonas, Patagonia, una geografía ya definida en los libros de caballería o inspirada en ellos. El propio Colón quiso ver huertos floridos de azahares como los de Valencia en parajes donde la lujuria del trópico desconcertaba toda armonía. Y aún más: con toda gravedad escribió a los Reyes Católicos, al navegar frente a la desembocadura del brazo occidental del Orinoco durante su tercer viaje, que aquel río tenía su fuente primigenia en el mismo Paraíso Terrenal. José Arcadio Buendía descubrió que la tierra era redonda, y que si se navegaba siempre hacia el Oriente se regresaría al punto de partida. Colón, por su parte, según recuerda fray Bartolomé de las Casas, “vino a concebir que el mundo no era redondo, contra toda la máquina común de astrólogos y filósofos, sino como una teta de mujer”, y que sobre aquel pezón de aquella teta le parecía que podía estar situado el Jardín del Edén.

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En su último viaje encontró Colón en Caratasca a una tribu de la raza de los orejones, con los lóbulos de las orejas tan grandes como para que cupiera en ellos un huevo de gallina. Era una variante del Homo fanesius auritus, habitante de la California de la caballería andante, seres que podían protegerse del frío con sus propias orejas, y que seguirían siendo avistados en América, igual que los esternocéfalos, que tenían los ojos, la boca y la nariz en el pecho, a los que situó sir Walter Raleigh en la Guyana; o los gastrocéfalos, que los tenían en el estómago, según la Relación universal del abate Botero; o los nativos que tenían los pies al revés, talones delante y dedos atrás, que Cristóbal de Acuña vio en las selvas del Amazonas. Pero aún dejó constancia el Almirante de mucho más: gente con un solo ojo en medio de la frente, como los cíclopes de la Odisea, y sirenas con plumas de gallo. Por esa misma ruta debió de pasar Ulises, quien se había arrimado a las costas de Campeche y Yucatán en su viaje de regreso a Ítaca, según Pedro Sarmiento de Gamboa. Y amazonas que se cercenaban un pecho para no estorbarse al disparar el arco, según Mártir de Anglería, y que convocaban a los hombres una vez al año a fin de hacer sus ayuntamientos, según Fernández de Oviedo. Mártir de Anglería va aún más allá y cuenta de un método para fabricar gigantes. Y según Américo Vespucio, había en Curazao un poblado de ellos, y Juan de Aréizaga habla de uno al que solo alcanzaba a llegar él mismo con la cabeza a la altura de sus órganos vergonzosos, sin duda también descomunales. Y se cuenta de otros gigantes, castigados por el pecado de sodomía en la isla de Santa Helena, de los que sólo quedaban sus huesos de mamut como recuerdo, y un diente roto que, de haber estado entero, hubiera sido del grosor de un puño, grandísimos huesos y calaveras que halló también Pizarro en Puerto Viejo. Gigantes más altos que árboles, y hartones capaces de despachar una recua de carneros tras pasarlos por las brasas, aligerada la vianda con un tonel de vino, y que vomitan sólo para empezar a comer de nuevo. Aurelio Segundo, bendecido por la suerte que le trae Petra Cotes, dueña de la virtud de hacer parir sin cesar a las bestias de asta y pezuña, vuelve a recrear en Macondo el reino de 164

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Jauja, que siglos atrás se había trasladado de Europa a América. Un reino donde llueven del cielo longanizas y jamones, abundan las codornices y los pichones que vuelan ya guisados para posarse en las mesas, corren por los prados ríos de miel y se despeñan cascadas de vino, donde los platos mismos se cortan de los árboles y los cubiertos se arrancan como la hierba. Así nació una narración al mismo tiempo que nacía un continente, y desde entonces no ha sido posible separar la mentira de la verdad, que es el punto donde la escritura de invención alcanza su apogeo. Los conquistadores que suben desde Veracruz en busca de Tenochtitlán, antes que a Cortés, llevaban como capitán al mismo apóstol Santiago, que guerreó en la batalla de Tlaxcala al lado de la Virgen María, dedicada por su parte a cegar con artes de magia a los indígenas, según recuerda con algo de duda y respetuoso desdén Bernal Díaz del Castillo. Pero los reinos indígenas eran, a su vez, dueños de su propia cosmogonía imaginativa y de un rico credo acerca del oficio implacable de los dioses, que, igual que en el panteón griego y en la tradición medieval católica, provocaban la abundancia y las hambrunas, la lluvia y las sequías, y se regodeaban en la venganza, como los señores de Xibalbá del Popol Vuh, amos del inframundo, que convierten en frutos del jícaro las cabezas de sus enemigos. Y no sólo la fatalidad, también la picardía ligada a la exageración, como en la historia del dios Titlacahuan, transformado en un humilde tohuenyo, que se instaló desnudo a vender chiles frente al palacio del rey sólo para que la princesa Huémac se prendara de su falo descomunal, tan descomunal como el de José Arcadio Buendía, lleno de tatuajes y escrituras en diversos idiomas. Y cuando aparecieron los esclavos africanos, sus creencias, sus historias orales y sus ritos, los fetiches y las hechicerías, su familiaridad con los ancestros muertos y, sobre todo, sus dioses tan maleables, capaces de fundirse en los altares con los santos católicos, vinieron a formar parte de esa triple amalgama imaginativa, europea, indígena y africana, que pasaría a permear la conducta cotidiana, donde el prodigio se volvió parte de lo real. La exageración vino a encarnarse desde entonces en nuestra manera de ser, y así en la literatura. Todo pasó a ser desproporcio165

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nado. Y de allí nació también la epopeya, que marcó la independencia. El héroe libertador que atraviesa las cordilleras cumple las hazañas más intrépidas y traspasa los límites de la historia real para entrar en el territorio de la ficción. Su pasión es crear un Nuevo Mundo, la utopía. Pero a pesar de eso, y por eso, igual que los conquistadores, son héroes de novela y terminan generalmente derrotados, olvidados, en el exilio, en galeras o frente al paredón de fusilamiento, como el coronel Aureliano Buendía, que nunca pudo ganar una guerra de las tantas que peleó. Y la formidable contradicción que nace entre el proyecto de nación utópica y realidad espuria viene a ser parte del mito, el abismo entre la perfección de los sueños históricos y la realidad heredada, entre mundo rural y modernidad frustrada. Ésta es una consideración que no debemos perder de vista a la hora de desentrañar las razones de Cien años de soledad, que nos enfrenta a ese interminable juego de espejos entre la realidad de desamparo rural en la que se represan el atraso y la miseria de la sociedad patriarcal —y, al mismo tiempo, las fábulas que persisten en el imaginario colectivo de esa misma sociedad— y la propuesta racional de modernidad inventada desde la Ilustración y que nos persigue aún con sus fantasmas encendidos de retórica. La cauda de portentos que arrastramos desde el Descubrimiento nunca ha sido casual en la vida, ni lo es tampoco en la literatura. En lo hondo de los sueños y las ansiedades de los pobres de la sociedad rural bullen siempre la ambición y la necesidad, junto con el temor a lo desconocido, como desde el origen de los tiempos. Quien ve pasar la riqueza como una caravana lejana que sólo levanta polvo, inventa las lámparas maravillosas que, al ser frotadas, despiertan al genio capaz de todos los favores, y se inventa también a sí mismo como quien, bendecido de pronto por el milagro de la riqueza, utiliza los billetes para empapelar las paredes de su casa, como ocurre con Aureliano Segundo, que no para de colmar sus establos. No hay fábula sin sentido, y toda fábula desciende hasta los resquicios más secretos del alma humana, donde la necesidad tiene siempre cara de perro hosco. Pero un perro capaz de transformarse en efrit dadivoso. La maravilla, vista y aceptada desde la vida diaria, quedó arraigada en el Caribe, el territorio al que pertenece Macondo, y aún 166

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sigue siendo el patrimonio anónimo de los marginados de la riqueza, aventados al fondo del abismo de una sociedad siempre injusta. El patrimonio de los pescadores de los villorrios costeros que nunca han dejado de creer en la probabilidad de encontrar una joya en el vientre de un pargo, o mejor aún, de que el pez les hable para entregarles las claves de la felicidad; de los carpinteros de ribera que sueñan con casar a su hija, convertida en reina de carnaval, con un príncipe de tierras lejanas, y de menestrales y campesinos, arrieros y buhoneros que esperan siempre el premio de la lotería de animalitos de Petra Cotes, todo ese público marginal a la literatura que, sin embargo, halló en Cien años de soledad un relato de su propia historia. El ajuste de cuentas pendiente entre el mundo rural, que sobrevive pese a todo, y nuestra idea ilusionada de civilización, entre lo arcaico, conservado como estrato geológico, y lo moderno, entrevisto como panacea, es la marca fundamental de nuestra cultura. Eso que se ha dado en llamar “realismo mágico” no es más que el choque de imágenes y concepciones entre el terco universo rural que sobrevive y nuestra idea de modernidad nunca alcanzada del todo. El desajuste entre la realidad rural y la idea de modernidad comienza desde los tiempos de la independencia, cuando los caudillos liberales conciben las nuevas repúblicas bajo la doble premisa del credo iluminista de libertades y derechos del hombre de la Revolución Francesa y la organización del Estado laico en equilibrio de poderes independientes que prodiga la nueva Constitución de los Estados Unidos. No dejan nunca de ser quimeras que alcanzan la letra de las leyes, pero nunca la realidad, de modo que el gorro frigio de los sans-coulottes de las barricadas de París se quedó extraviado, como recuerdo exótico, en los escudos de armas de las banderas republicanas, desde Argentina a Cuba y Nicaragua, aun durante las dictaduras más oscuras de la reacción. De allí nace nuestro asombro ante la sobrevivencia de lo pretérito, donde se mezclan el autoritarismo arcaico del poder patriarcal, la persistencia de la familia encerrada en sí misma como fetiche apolillado, las costumbres sociales que privilegian la represión del sexo y el sometimiento de las mujeres, y la ceguera de la superstición religiosa, con lo que en este universo de ascendencia rural, que 167

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es el universo de Macondo, conviven sin estorbarse los orfebres que dejan la mesa del taller para encumbrarse en caudillos militares, los curas que levitan, los funcionarios conservadores que llenan las urnas de papeletas falsas, las solteronas entregadas a la amargura de la soledad tras noviazgos que no encontraron cauce en la sagrada institución del matrimonio, y los hijos bastardos concebidos en los campamentos militares con mujeres sin rostro. Es un universo, como recuerda el mismo García Márquez, del que no se puede eludir “la sensiblería, el melodramatismo, lo cursi, la mixtificación moral, las grandes mentiras históricas y otras tantas cosas que son verdad en la vida y no se atreven a serlo en la literatura”. Mientras tanto, la modernidad, en lugar de ocupar el lugar de la realidad, ocupa el de la ilusión. Es un contrasentido feliz para la literatura, que se alimenta de la anormalidad. El mundo rural es la realidad y la modernidad urbana, el sueño político que se ofrece en un futuro siempre pospuesto. Y en esa sociedad rural, donde reina la mitología de la exageración y perviven la fe en el destino implacable y las bondades fortuitas de la suerte, sobreviven también tanto el lenguaje arcaico oral, con toda su riqueza represada, como el escrito, que proviene de las floridas construcciones parabólicas de los pliegos y mandamientos coloniales. Ese mundo no sería sino un recuerdo lejano al realizarse la sociedad urbana moderna, un referente del patrimonio histórico de la cultura al que se acudiría con algo de nostalgia y otro poco de desdén. Pero la modernidad se queda retenida en el marco teórico, mientras el mundo rural penetra los tejidos urbanos y socava y deforma la idea feliz de modernidad. Por eso la fábula no se queda relegada al bosque encantado de las sagas europeas, como un coto cerrado de fantasías ejemplares o arquetípicas, sino que es esencial a la vida cotidiana y se encarna en los seres comunes, que viven su cultura de la pobreza adornada de milagros y pasan a convertirse ellos mismos en personajes capaces de aceptar lo sobrenatural como parte de su propia realidad, ya habiten en lo hondo del mundo rural, en las ciudades de provincia o hacinados en los asentamientos improvisados de las grandes ciudades. Igual que la segunda piel de oro de los príncipes de El Dorado, la piel de la cultura rural no abandona a quienes provienen de esa matriz, y esa piel conserva sus propios destellos prodigiosos. 168

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El cúmulo de creencias y prejuicios abonados por siglos de cultura rural, que domina los resquicios más íntimos de las relaciones personales, del machismo a la sumisión femenina, de la virginidad obligada de las desposadas a la obediencia ciega de los hijos, toma cuerpo en las relaciones sociales de poder, que se vuelven relaciones autoritarias, marcadas por la injusticia, la desigualdad, la marginación y la intolerancia. Es la sociedad patriarcal, que Cien años de soledad describe minuciosamente, y que se alimenta de su propia anomalía. Todo tiene allí una implacable explicación racional que nace de lo irracional, y todo aquello que no se resuelve en la realidad se resuelve en la superstición, que es una forma espuria de la imaginación. En el principio feliz de los tiempos inocentes de Macondo se halla el patriarca José Arcadio Buendía, como fundador no solamente de una estirpe, sino de un poblado. La estirpe es consecuencia de la figura del patriarca, como lo es el poblado mismo, que seguirá existiendo porque existe la estirpe. La suerte de ambos está soldada por el destino. Es el patriarca quien guía el éxodo, el que señala el lugar de la fundación, el que traza las calles y reparte los solares, afirma el orden político primitivo y reparte las responsabilidades sociales. Su autoridad es indelegable e irrenunciable, salvo por línea de sucesión hereditaria. La figura del primer Buendía es un arquetipo y sirve también como puente de la parábola. Es él el único capaz de conectar el poder fundacional con el portento, el sentido de la autoridad con el del riesgo y la aventura de la exploración. Y busca desbordar no sólo los confines geográficos para averiguar cómo es el mundo, sino también para elegir y adaptar los beneficios de la civilización a través de los descubrimientos de la ciencia, para los que inventa siempre una desaforada utilidad práctica. Es en el momento de la entrada de la modernidad cuando se rompe el encanto de la pureza primitiva y el escenario se nublará con los vapores maléficos del poder. El viejo patriarcado inocente no podrá sobrevivir, y el orden de las cosas sólo podrá ser devuelto a su pureza de nacimiento gracias a los intentos de Úrsula Iguarán por someter los esperpentos del poder con mano de mujer. Pero ya la figura del coronel Aureliano Buendía, convertido en caudillo, va a llenarlo todo, y el matriarcado fugaz no podrá con su ambición de guerras. 169

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Úrsula Iguarán sostiene a la familia como entidad a través de las generaciones, pero no determina lo que ocurre con los varones, que igual que los diecisiete Aurelianos con la cruz de ceniza, están marcados por el signo patriarcal. Es la vocación masculina la que se impone, según la enumeración que la misma Úrsula hace de los vicios que se repiten como una maldición de la estirpe: las guerras, los gallos de pelea, las mujeres de mala vida y los proyectos extravagantes. Las mujeres, salvo conatos de rebeldía, sólo cumplen un papel pasivo dentro de la casa. De esta manera, la familia extenderá su autoridad inequívoca más allá de las divisas políticas y los credos ideológicos, y el orden arcaico que representa será capaz de intervenir aun en la conducta del espíritu y en las relaciones sentimentales, pues sus leyes invisibles lo alcanzan todo. El arbitrio del patriarca cubre no sólo a los hijos legítimos y bastardos, sino también a los ahijados de bautismo, sirvientes, caporales y mozos de la hacienda, porque el patriarca es primero terrateniente, y de la autoridad agraria pasa a la autoridad política por la vía de la familia. Y esa figura de autoridad rural, a falta de instituciones sólidas que las repúblicas independientes no pudieron cimentar, habrá de servir de molde al Estado, extendiéndose al comportamiento social en general. Así, el patriarcado sigue siendo la institución social y cultural más persistente en América Latina. El caudillo es el patriarca en armas, una figura que desde las guerras de la independencia se ha reproducido de manera incesante, y tiene su marco clásico de expresión en los enfrentamientos entre liberales y conservadores que se inician en el siglo XIX y entran en el XX, como atestigua la Guerra de los Mil Días, en la que participa el coronel Aureliano Buendía. Se trata, aparentemente, de un conflicto ideológico, en el que el orden nuevo ilustrado proclama el cambio del régimen oscurantista, clerical y terrateniente, de resabios coloniales, por otro de naturaleza laica y libertaria, promotor del progreso. Los jefes insurgentes que proclaman la revolución liberal representan a una nueva clase que no se funda ya en la pasividad de los obrajes de añil y de la hacienda ganadera, sino en otros cultivos más dinámicos, como el café, la caña de azúcar y el banano, que presuponen una modernización de las formas de producción. Es el 170

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ascenso de la gleba mestiza que fue surgiendo a lo largo de los siglos de la colonia, y que ahora reclama para sí participación económica y política. El antiguo orden no sirve ya a esta dinámica, y el primer presupuesto es el de la separación de los negocios de la Iglesia de los negocios del Estado. Don Teodoro Moscote, el capitoste conservador enviado a representar el principio de autoridad en Macondo, le explica la naturaleza del conflicto entre conservadores y liberales al joven Aureliano Buendía, que pretende a su hija y aún no ha tomado las armas: “los liberales son masones, gente de mala índole, partidaria de ahorcar a los curas, de implantar el matrimonio civil y el divorcio, de reconocer iguales derechos a los hijos naturales que a los legítimos, de despedazar el país en un sistema federal que despojara de poderes a la autoridad suprema. Los conservadores, en cambio, que habían recibido el poder directamente de Dios, propugnaban por la estabilidad del orden público y la moral familiar; eran los defensores de la fe de Cristo, del principio de autoridad”. La reflexión del futuro caudillo es muy simple: ¿cómo podía hacerse una guerra por cosas que no podían tocarse con las manos? Aureliano Buendía no entrará en la guerra por razones ideológicas, sino por los abusos de los militares conservadores. Se subleva contra la crueldad, la injusticia y la corrupción. Se alza por humanidad, no por ideología. Pero luego, mientras se hunde en el tremedal de la guerra, va a seguir peleando movido por la soberbia del poder, que lo lleva a fusilar no sólo a sus enemigos, sino a ordenar la ejecución del coronel Gerineldo Márquez, su lugarteniente más íntimo y querido. Es cuando comienza a pudrirse en vida. Entre los rebeldes del bando liberal hay de todo, como en la asamblea que convoca el coronel Aureliano Buendía: “idealistas, ambiciosos, aventureros, resentidos sociales, y hasta delincuentes comunes. Había, inclusive, un antiguo funcionario conservador refugiado en la revuelta para escapar a un juicio por malversación de fondos. Muchos no sabían ni siquiera por qué se peleaba”. El asunto está en que, más allá de la retórica encendida de proclamas y discursos de inspiración francmasónica, la conducta de los caudillos liberales durante las campañas militares viene a diferenciarse poco de la conducta de los gamonales conservadores en la 171

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perversión en el ejercicio del mando, la reiteración de los abusos, el provecho personal y la corrupción. José Arcadio, uno de los dos hijos del patriarca fundador, empieza arando su patio y luego sigue por las tierras de los contornos, hasta acaparar todo lo que cubre su vista. Su alegato para justificar la rapiña tiene una inocencia cínica: prueba de que su padre estaba loco desde los tiempos de la fundación de Macondo es que no había registrado esas tierras a nombre de la familia. Y su sobrino, que se llama Arcadio a secas porque es bastardo y ha sido dejado al mando de Macondo por el coronel Aureliano Buendía cuando éste se va a la guerra, abre una oficina de registro para legalizar el latrocinio. Otra historia eterna y común en el continente, la del despojo agrario. Y el propio Arcadio pasará de maestro de escuela a rico potentado. Macondo es primero la Arcadia feliz donde no hay cementerio porque no se muere la gente, pero José Arcadio Buendía no se conforma con haber llegado en éxodo a la tierra prometida. Su ambición, como la de los positivistas liberales del siglo XIX, es la civilización. Primero, los objetos de la modernidad llegan periódicamente a Macondo y tienen un peso mágico en tanto sus portadores son los gitanos: el astrolabio, la lupa, el imán, el daguerrotipo, el hielo; pero luego esos objetos pasarán a tener una dimensión más terrena. No la marqueta de hielo dentro de un cofre de pirata custodiada por un gigante de pantomima, sino la fábrica de hielo como negocio real, y la fábrica de helados, el gramófono de cilindro, el cine, la planta eléctrica y las bombillas, el teléfono y, por fin, el ferrocarril. La conexión del mundo rural con la modernidad se consuma con la llegada de la compañía bananera, un impacto suficiente para convertir Macondo en algo desconocido aun para sus propios habitantes. Mr. Herbert, que es primero un personaje de feria, sustituye el globo aerostático por los bananos como objeto de su preocupación científica, y allí empieza la catástrofe. La terrible consecuencia, como afirma el coronel Aureliano Buendía, de haber invitado a un gringo a comer guineo. Y Aureliano Segundo, con un destino menos mítico que sus ancestros, acabará convertido en líder sindical para defender los derechos de los trabajadores bananeros. Llegan los gringos y, con ellos, parvadas incesantes de forasteros, la mano de obra que requiere la producción de la fruta, cuyos 172

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sembríos transforman también, de manera radical, el paisaje. Es un fenómeno en el que todo el Caribe puede reconocerse: la aparición de la United Fruit Company, diosa poderosa que al crear enclaves bajo sus propias leyes, con su policía, sus comisariatos, su propia moneda, sus ferrocarriles y sus puertos, trastoca y pervierte el mundo rural. Desde inicios del siglo XX, y durante al menos cincuenta años, la United Fruit pone en jaque la soberanía de Guatemala, Costa Rica, Honduras, Panamá y Colombia. Quita y pone presidentes a través de golpes de Estado y controla a los diputados para que voten las leyes que más le convienen. Para aquellas naciones de economía rural, desperdigadas y pequeñas, el estigma de repúblicas bananeras vino a deshacer sus sueños de modernidad ideal, trocados en una modernidad falsa y vergonzante. Es el punto donde chocan de manera brutal el universo arcaico rural y el universo de la modernidad impuesta, que ahora sí ha tomado sustancia. La apoteosis de Cien años de soledad empieza con la aparición de la compañía bananera en tierras de Macondo, y alcanza su clímax con la masacre de los trabajadores, asesinados a tiros por el ejército como castigo ejemplar a la huelga, un fenómeno de represión que llega a ser constante en todas las repúblicas bananeras. El crecimiento de los movimientos sindicales, amparados por los partidos comunistas, se dio en la primera mitad del siglo XX gracias a la aparición de los cultivos de banano y, en contrapartida, los despidos masivos, las desapariciones, los asesinatos y las manifestaciones reprimidas a balazos. Igual que en la segunda parte del Quijote, la realidad va apoderándose de la novela y los personajes pasan a tener sustancia tangible. La entrada en escena de la bananera en Cien años de soledad viene a disputarle al mito el territorio. Las demandas que los trabajadores amparan con su huelga se alejan de la imaginación: la insalubridad de las viviendas, el engaño de los servicios médicos y la iniquidad de las condiciones de trabajo. No hay nada de mito en todo eso. Tampoco en la masacre de los más de tres mil trabajadores ocurrida el 6 de diciembre de 1928 bajo el decreto del jefe civil y militar de la provincia de Magdalena que “declaraba a los huelguistas cuadrilla de malhechores y facultaba al 173

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ejército para matarlos a bala”. Ni en el viaje nocturno del tren frutero hacia el mar, repleto de cadáveres, para ser botados como fruta de desecho. Ni en la afirmación oficial de que no hubo un solo muerto. Ni tampoco en que la gente, aun los deudos de los asesinados, empezó a repetir desde la misma madrugada que siguió a la masacre, entumida por el miedo, que no había pasado nada. Es el retorno de la Arcadia feliz, solo que vestida de mortaja. Y lo único que hace la verdad, en este caso, es tomar un atajo.

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De guapos de tiempos idos La más gloriosa calumnia que me han levantado. Gabo

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na noche de hace tiempo, en casa de José María Pérez Gay en la colonia Roma, la conversación en espiral alrededor de la mesa de la cena se prolongaba en busca del amanecer, en todos los labios había risas, inspiración en todos los cerebros, y ahora Fuentes sostenía que los libros verdaderos de cabecera son aquellos de los que uno puede recitar la primera línea, y yo me acordé de que vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo, y me atajó Héctor Aguilar Camín: porque acá, no aquí, vivía mi padre,y entonces Fuentes citó con el aplomo de sir Lawrence Olivier en las tablas del Old Vic, It was the best of times, it was the worst of times, it was the age of wisdom, it was the age of foolishness, y siguió adelante con todo el párrafo inicial de Historia de dos ciudades, aquel libro donde las parcas revolucionarias hediondas a vino tejen el destino de los decapitados por la reluciente guillotina, la cabeza que cae en la canasta, y luego con toda la página, a ver quién se le atravesaba con Dickens, “antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”, se oyó recitar a Gabo, y un coro respondió: La vorágine, José Eustasio Rivera, y Gabo, con su voz bien acentuada de crupier de feria que reparte los números de la lotería, agregó que mejor memoria había que tener para la letra de los boleros, y con precisión ahora de relojero suizo que no equivoca ni bielas ni contrapesos melódicos entonó 175

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Tú, que llenas todo de alegría y juventud y ves fantasmas en la noche de trasluz, vete de mí, y miró a todos desafiante en busca de alguien que adivinara el nombre del compositor, pero calló el coro, los compositores, dijo Fuentes, porque son dos, Homero y Virgilio Espósito, y Álvaro Mutis, su mano que alisaba la melena blanca, y que siempre hablaba de guapos de tiempos idos, te acordás, Carlos, que cuando te presenté a Gabito que acababa de llegar desde Nueva York con Mercedes, bien apaleados en un tren cogido en Nuevo Laredo, de aquellos mismos viejos trenes del norte que en tiempos de Pancho Villa jadeaban cargados de soldados y soldaderas, me dijiste: me parece raro este tipo, y estalló Álvaro en carcajadas capaces de espantar el sueño de los vecinos de los otros pisos en la alta madrugada, y que de aquel barrio quieto iban a interrumpir el imponente y profundo silencio, y Chema, al que yo recordaba de pelo largo hasta los hombros en nuestros días de Berlín, citó otra vez a Heimito von Doderer, y entonces Álvaro, llamando cariñosamente Jaimito a Heimito, expresó con otra carcajada la opinión de que se necesitaba el aliento de un atleta de pentatlón para subir Las escaleras de Strudlhof, la novela más célebre y más ardua de Jaimito, y preguntó Fuentes cómo Álvaro y yo nos habíamos conocido, y fue que Álvaro me visitó en Managua en los años de la revolución para cobrar al gobierno en nombre de la Paramount, de la que era agente, la deuda por unas películas pasadas por el Sistema Sandinista de Televisión, le dije simplemente que no teníamos dólares, no había dólares ni para las medicinas, no se preocupó, y más bien terminamos hablando de la zarina Alexandra Fiódorovna, presa en la fortaleza de Ekaterimburgo y ejecutada por los bolcheviques con su esposo el zar Nikolái Aleksándrovich y toda su familia, drama que Álvaro contaba con sentimiento de poeta, porque era monárquico confeso, y de esa plática salió convertido en un confeso monárquico sandinista, y me preguntó Álvaro con vozarrón de ventarrón cómo había conocido yo a Fuentes, y conté que lo conocí, pero no nos conocimos, en el año de 1971. 176

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Cómo es eso, preguntó Gabo, alzando las espesas cejas de matorral. Fue que en Viena asistí al estreno de Todos los gatos son pardos con María Casares en el escenario. No, el estreno de El tuerto es rey, terció Fuentes. Bueno, lo que sea, Fuentes estaba en un palco lateral cercano al escenario con sus padres, ellos sentados y él de pie, los brazos cruzados en el pecho, repitiendo los parlamentos con movimientos de los labios como si fuera el director de escena o al menos el apuntador, en el palco había también una mujer muy bella, una aparición o un falso recuerdo, y abajo en la platea yo me hallaba sentado al lado de Carlos Monsiváis, veníamos los dos de un congreso de juventudes en Salzburgo donde conocimos a don Helder Cámara y a Bruno Kreisky, y Monsiváis me prometió una entrevista al día siguiente con Fuentes pero nada se pudo y luego se fueron los dos a Venecia a presenciar la filmación que hacía Luchino Visconti de Muerte en Venecia, ya se sabe, con aquel Dirk Bogarde bajo el sol de la playa del Lido maquillado por el barbero, en sus ojos la última visión del bello ángel de la muerte que era Bjorn Andresen en el papel de Tazdio, pero quién iba a decirlo, pasarían años, hasta los años de la revolución, cuando por fin nos encontramos en Managua, la historia de una amistad mucho más vieja que la que marca un primer encuentro porque la verdad es que nos conocimos en 1963, o en 1964, a mis veinte años, cuando yo iba las primeras veces a México desde Managua como un ruso de las estepas llega a Petersburgo con los ojos abiertos de asombro en un cuento de Gogol, y tras bajar las escaleras de la librería El Sótano cercana al Caballito, entre Juárez y Reforma, donde los libros se exhibían sobre tablas sin cepillar como en una feria de remate, me hallé con el breve tomo de Aura publicado por la editorial ERA, que leí esa noche en mi habitación del hotel Regis, uno que derribó el terremoto de 1985, desvelado y deslumbrado, y salí al día siguiente en busca del número 815 de la calle Donceles, un patio muy oscuro, unas escaleras ruinosas, una dirección que no existía, como un día busqué en Buenos Aires el número 348 de la calle Corrientes, segundo piso, ascensor, que tampoco existía, 177

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y propuso Fuentes de pronto a los de la mesa que cada quien dijera cuál era su poema preferido de Rubén Darío, y Gabo, que estaba con la barba en la mano meditabundo, dijo que el poema más grande que se había escrito en lengua castellana era “Lo fatal”, y entonces yo recité “Y la carne que tienta con sus verdes racimos, y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos”, y Gabo me corrigió: “con sus frescos racimos”, y hubo una discusión de si eran frescos o verdes racimos, y fue Chema a la biblioteca por el libro correspondiente y Gabo tenía razón, “frescos racimos, y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos ¡y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos!” y me miró Héctor con desconsuelo, un nicaragüense no debería nunca equivocarse al citar a Rubén Darío, si lo aprenden desde que van a la escuela de párvulos, y yo dije entonces que no sólo los escolares, también recitan a Rubén Darío en las cantinas, y le atribuyen poesías ajenas, de manera que los bohemios piensan que “El brindis del bohemio”, que tanto le gusta a Carlos Monsiváis, por mi madre, bohemios, era obra de Rubén Darío, pero quien verdaderamente lo escribió es Guillermo Aguirre y Fierro, que nació en San Luis Potosí, y ese poema pertenece a su libro Sonrisas y lágrimas, año 1942, dijo Fuentes, no, dijo Gabo, nació en El Paso, Texas, en 1915, pero esa discusión quedó allí, y yo dije que esos bohemios nicaragüenses empedernidos también pensaban, orgullosos de ser colegas de Rubén Darío en la disipación y el vicio, que era suyo aquel otro poema sobre guapos que igual recitan los declamadores, conversaban unos criollos de guapos de tiempos idos; ayer hombres, hoy leyendas con temblor de aparecidos, parece de Borges, dijo Gabo, pero es de Luis Escagria, dijo Fuentes, un poema gaucho, quién más en el mundo sabe quién escribió “El brindis del bohemio”, quién más conoce a un poeta que se llama Luis Escagria, carajo, dijo Álvaro, y tras dejar estallar su carcajada hizo mutis por el foro para acostarse en un sofá, como siempre lo hacía, 178

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y los últimos ecos de las risas se escapaban… simbolizando al resolverse en nada la vida de los sueños. Y ya clareaba el día. Guadalajara, noviembre de 2008.

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La manzana de oro

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l debate librado desde comienzos del siglo XX sobre tradición y modernidad en la literatura latinoamericana, vino a ser resuelto en 1958 no con una nueva aportación teórica, sino con la aparición de una novela. En efecto, La región más transparente, una desbordante obra juvenil, rompía todos los diques y fijaba una transformación definitiva empezando por la manera osada de narrar, y alterando los viejos cánones introducía a la ciudad como un personaje hasta entonces ignorado, de múltiples rostros y de múltiples voces. Carlos Fuentes logra consumar en esta primera novela suya una doble ruptura, porque el ámbito urbano se convierte en sinónimo de modernidad, y su presencia total en la narración expresa al mismo tiempo el fenómeno de transformación social que se está operando entonces en América Latina, cuando la sociedad campesina ha dado ya paso a las grandes concentraciones anómalas de población, un acontecimiento hasta entonces ignorado por la literatura. Los escritores que a mitad del siglo XX viven en las ciudades que crecen día a día, enseñan en sus universidades, escriben en sus periódicos, y participan a diario del ambiente urbano y de sus atractivos y fealdades, lo ignoran sin embargo, y siguen tendiendo una mirada nostálgica hacia el ámbito rural, del que sólo tienen, por lo general, un conocimiento de visitantes ocasionales. El mundo rural que continúa sobreviviendo con sus relieves arcaicos cobra aún el precio de su dilatada existencia, y el debate

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entre modernidad y tradición queda siempre atado al lastre de lo que se insiste en llamar literaturas nacionales, un concepto que exige una definición de lealtad hacia el paisaje y las gentes que lo habitan, campesinos e indígenas fundidos siempre en el molde doctoral con alevosía académica. Todo un resabio del viejo romanticismo, inoculado de realismo y de naturalismo, viejas escuelas decimonónicas, que lleva a docenas de autores a pasear la mirada por un universo que aunque reclaman como suyo, viene a ser exótico porque les es ajeno, empezando por el habla que tocan con guantes quirúrgicos, que son las comillas, para no contaminarse de barbarismos. El debate sobre las literaturas nacionales, que se da en diferentes latitudes de América Latina, obvia el asunto central de que la literatura es capaz de crear una realidad paralela, que al cobrar su propio peso independiente exalta y transforma los materiales de la realidad de que proviene, entre ellos el lenguaje diario en sus múltiples matices, no importa si campesino o urbano, culto o degradado. José Gálvez, quien se hallaba entre los “futuristas” del Perú a comienzos del siglo XX, sostiene que el artista “debe desdeñar altivamente la facilidad que le ofrece el modismo callejero, admirable muchas veces para el artículo de costumbres, pero que está distante de la fina aristocracia que debe tener la forma artística”. Dos clases de lenguaje que pertenecen a esferas irreconciliables, el culto y el popular, algo que Fuentes viene a anular de manera espléndida en su novela. José Carlos Mariátegui, en “El proceso de la literatura”, el último de sus 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, llama a Gálvez y a los suyos más bien “pasadistas”, pues cuando hablan de literatura nacional la refieren a una tradición que tenía que ver con la historia, y apenas se preguntaban si esa historia empezaba en el momento colonial o se debía ir más atrás, a las civilizaciones prehispánicas, como una suerte de concesión. Historia, tradición y naturaleza eran los elementos fundamentales a la creación literaria, bajo una apreciación paternalista. Mariátegui, en defensa de lo que llamaba “una literatura del pueblo”, sostenía que, al contrario, “el presente es también historia”, mientras que para los “pasadistas” la historia, “en su sentimiento, no era entonces sino pasado”, un pasado muerto que tam182

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poco traducía al Perú en su globalidad. Es una discusión que no podía resolverse, obviamente, en el plano teórico, y Fuentes vino a hacerlo en el cuerpo narrativo mismo de La región más transparente: el presente es también historia, y la historia regresa al presente, mientras la novela, que se alza como un coro abigarrado de voces disonantes, que por eso conquistan su armonía final, traduce totalmente a México en la vida del lenguaje. “Imaginar el pasado, recordar el futuro”, dice el mismo Fuentes. Y su trama verbal, tejida en el lenguaje de cada estrato social, es la celebración triunfal de lo que Gálvez llamaba sin entusiasmo “el modismo callejero”, y rompe así todas las barreras para llevar las voces de las cantinas de barriadas y de los cocteles de los salones esnob, voces de pachucos y burgueses, campesinos recién emigrados y aristócratas decadentes, a los cauces de la literatura. Las discusiones que se dan acerca de la modernidad en esa primera mitad del siglo XX se sitúan todas alrededor de las literaturas nacionales y las maneras de definirlas y encontrarles un sentido trascendente, con lo que se va en busca de otra dilucidación que hoy parece no menos ociosa, la de cosmopolitismo y nacionalismo, con lo que el término cosmopolitismo se entretiene en el mismo nivel provinciano del nacionalismo. Mucho tiempo se perdió antes de descubrir que las claves de la modernidad de la novela, y su verdadero sentido universal se hallaban en el uso indiscriminado del lenguaje, sin limitaciones timoratas ni clasificaciones previas, toda una aventura de exploraciones que barre la frontera entre lo culto y lo popular, como lo consiguieron, sin abandonar el ámbito rural, Juan Rulfo en Pedro Páramo (1955), y Joao Guimarães Rosa en Gran Sertón, Veredas (1956). Ambas vienen a cancelar todo el viejo debate, y a poner en perspectiva la obsolescencia de la visión académica del mundo rural, de una manera que hoy parece sencilla: en lugar de contemplar el paisaje desde el balcón, el novelista baja a él, se quita los guantes quirúrgicos, se mezcla con sus personajes, se convierte en uno de ellos y adopta como propias todas sus voces, con lo que gamonales y campesinos dejan de ser materia extraña y lejana. El escritor está dentro de la novela, y literatura y realidad se vuelven una totalidad para crear el nuevo mundo paralelo desde el que los muertos se 183

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cuentan sus historias bajo tierra, o los vivos pactan con el diablo que anda suelto en las ventiscas que alzan los remolinos. “Yo escribí La región más transparente porque leí Pedro Páramo y dije: esta temática ya la culminó Rulfo, que ya nadie la toque, porque es como un árbol desnudo del cual cuelga una especie de manzana de oro que es Pedro Páramo”, dice Fuentes. Rulfo cerraba cuentas con ese mundo transformándolo, pero era de verdad un acto de clausura, un mundo al que sólo volvería a entrar sin daño Gabriel García Márquez, el único que pudo tocar la manzana de oro al escribir la gran saga rural que es Cien años de soledad (1967), la épica campesina que los escritores de la primera mitad del siglo buscaron en vano porque habían equivocado los caminos. Pero el regreso al mundo rural no podía ser sino un acto de genialidad solitaria, y en lugar de abrir caminos, Cien años de soledad los cerró todos de una vez arriesgando a quienes se atrevieran por esa senda a la imitación. El universo rural seguía allí, atrapado en el ámbar de los anacronismos de la realidad, y siempre habría de causar sorpresa al ser expuesto como algo natural en la prosa de exageraciones deslumbrantes de García Márquez. Fuera de los ejemplos de Rulfo y Guimarães que transforman la visión del universo rural, la modernidad se construía a sí misma en otros ámbitos de la narración, gracias también a su propio poder verbal, y podemos encontrarla desde el siglo XIX en Memorias póstumas de Blas Cubas (1881), de Joaquín María Machado de Asís, una herencia de humor y experimentación que Fuentes y los novelistas del boom no despreciarían, y de la que son parte también Roberto Arlt, sobre todo su novela Los siete locos (1929); Juan Carlos Onetti, empezando con El Pozo (1939); José Lezama Lima, aunque su obra mayor, Paradiso (1966), no aparecería sino después, y Jorge Luis Borges. Pero la modernidad no había sido hasta entonces sólo un asunto de nuevas formas de expresión literaria, sino que involucró algo más trascendente, porque desbordaba los ámbitos de la literatura misma al plantearse las formas de representarse el continente, visto como un todo vivo y siempre como una obra inacabada de civilización. La preocupación por la identidad había campeado desde el momento de las independencias en el siglo XIX, cuando la búsqueda 184

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de la institucionalidad republicana no se separaba de la búsqueda del progreso. La civilización. La pregunta de quiénes éramos al soltarnos de las amarras del imperio español en decadencia, llevaba a otra, si seríamos rurales o urbanos. Bárbaros o ciudadanos. Salvajes o civilizados. De allí ese debate persistente que comienza con Domingo Faustino Sarmiento en las páginas de Facundo (1845), acerca de civilización y barbarie, y que llegará hasta las páginas de Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos. La naturaleza y el paisaje, cerriles por sí mismos antes de ser tocados por la mano redentora del hombre, eran declarados culpables de antemano junto con los seres que los habitaban, y ambos, adversarios naturales de la obra de civilización, por lo que había que someterlos al mismo tiempo, única manera de que pudieran lavar el pecado original. El dictum era que no hay buenos salvajes, como en el paraíso de Rousseau. En Facundo, la barbarie engendra a los gauchos, o los gauchos engendran la barbarie, que engendra a su vez a los caudillos de montoneras como Facundo Quiroga, el mal salvaje de La Rioja, cuya voluntad es hacer fracasar la civilización, lo mismo que en Doña Bárbara los llanos ganaderos de Apure, en la Venezuela profunda, engendran la barbarie que el civilizador reformista Santos Luzardo busca domesticar, llevando el orden de las particiones legales de tierras donde el límite ha sido siempre el horizonte, y el ganado pasa libremente de uno a otro fundo. Por allí, por definir los derechos de propiedad, empieza la civilización. Barbarie rural frente a civilización urbana. Son dos mundos que para Sarmiento se distancian y contradicen, empezando por la manera de vestir: “el hombre de la campaña, lejos de aspirar a semejarse al de la ciudad, rechaza con desdén su lujo y sus modales corteses, y el vestido del ciudadano, el frac, la capa o la silla, ningún signo europeo puede presentarse impunemente en la campaña. Todo lo que hay de civilizado en la ciudad, está bloqueado por allí, proscrito afuera; y el que osara mostrarse con levita por ejemplo, y montado en silla inglesa, atraería sobre sí las burlas y las agresiones brutales de los campesinos…”. Nada más el hombre creado por la ciudad puede ser elemento de orden y progreso, responsable bajo las leyes en términos políticos, 185

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forjado en la educación sistemática y en los ambientes de cultura y relaciones sociales que sólo la ciudad depara. Es en la ciudad donde “están las leyes, las ideas de progreso, los medios de instrucción, alguna organización municipal, gobierno regular…”. La ciudad es la Arcadia, no la campiña. Pero esa ciudad que Sarmiento proponía, pertenecía por eso mismo a un ideal imaginativo, y como propuesta venía a resultar utópica, en tanto la sabiduría del comportamiento ciudadano se daba en un orden social teórico, y no en la contradicción viva de la ciudad verdadera, numerosa y caótica. La ciudad de Fuentes, no la ciudad de Sarmiento. La ciudad de Sarmiento parte de un concepto que no sirve siquiera a la literatura, que se nutre siempre de las contradicciones y de la diversidad, como tampoco le sirve la división maniquea que entrega al universo rural a las llamas profilácticas, mientras exalta las bondades de la urbe redentora. Y de antemano, Sarmiento ha borrado de cualquier mapa de civilización al indio, a quien no considera siquiera sujeto social, ni capaz de pasar por la rehabilitación forzada que propone para el campesino, que es el gaucho. Pero de otro lado, una manera de desaparecer a los campesinos, y al mismo tiempo al indio, era falsificándolos como personajes, que es lo que la literatura costumbrista, hija bastante espuria del realismo de costumbres, siguió haciendo hasta la aparición de Pedro Páramo. Mientras tanto la Ciudad de México de la que Fuentes se ocupa, y que contradice a la ciudad ideal de Sarmiento, vendrá a ser poblada por todos, como verdadera polis que a la mitad del siglo XX es el fruto de una incesante concurrencia, indios herederos de los sobrevivientes de la antigua Tenochtitlán, o llegados desde las sierras salvajes, campesinos campiranos, soldados de la revolución que se quedaron extraviados en las alamedas porfirianas, abogados y coroneles, viejos cristeros y nuevos reformadores, segundones provincianos vueltos burgueses capitalinos, banqueros que batieron el cobre como Federico Robles, y viejas familias aristócratas reducidas a habitar una parcela de sus viejas mansiones, como la de Pimpinela de Ovando, arribistas y mengalos, los de frac y los de alpargatas, los que se sientan en los restaurantes de ínfulas parisienses y los que rebuscan en la basura, mercachifles y cabareteras, burócratas y chulos, oleada tras oleada de inmigrantes, figuras y 186

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más figuras agregadas al Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central de Diego Rivera, que aquí se presenta siempre en movimiento, siempre sus personajes cambiantes, entrando y saliendo del mural que es su escenario. Es la disolución del universo compartimentado de Sarmiento, que estalla para revolverse en la gran ciudad verdadera, que es la de la novela, y es la novela. Un nuevo escenario. La narrativa latinoamericana de la primera mitad del siglo XX se construyó en base a una sucesión de arquetipos de escenarios que fijaban el papel insoslayable de la naturaleza, personaje en sí mismo definido por el poder de su fuerza telúrica y de sus espacios inconmensurables, capaz de contener y representar a sus habitantes, y transmitirles sus propias características salvajes: la selva, la pampa, el sertón, el llano, donde se libra el combate de primera mano entre civilización y barbarie, pero sobre todo la selva, un cuerpo vivo e indomable, eterno y misterioso, capaz de devorarlo y ocultarlo todo, y de inocular su veneno salvaje y su maldición en la sangre de quienes se atreven a penetrar en ella violando su santidad milenaria, la deidad que cobra siempre su precio en sacrificios humanos, tal como aparece, como personaje de crueldad insaciable, en La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera. En la selva, la lucha entablada entre el hombre y la naturaleza viene a ser otra que la de los llanos. Quienes la penetran no van en busca de la civilización que habrá de llegar a derramarse sobre todas las cabezas, como proyecto de vida, sino que con voracidad de fiebre persiguen la riqueza individual, una búsqueda que el riesgo y el desamparo convierten en aventura sin esperanza, de antemano víctimas propiciatorias que serán aniquiladas por el paludismo y la disentería, el ataque de las fieras salvajes, los piquetes de las víboras, y las inquinas entre ellos mismos que terminan en el crimen. La aniquilación viene a ser el vellocino de oro, como ocurre a Arturo Cova y los suyos en La vorágine. Pero en la imaginería literaria está también la naturaleza sometida a la explotación, la tala de maderas preciosas, la extracción del chicle y del caucho, un producto que los conflictos bélicos mundiales vuelven estratégico, las minas de cobre, estaño, tungsteno, oro, plata, y las plantaciones de cacao, de banano y de caña de azúcar desde que América Latina comienza a servir los postres en la 187

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mesa de la civilización. Surgen así los enclaves en manos de las compañías transnacionales de entonces, de la Anaconda a la United Fruit, dueñas de una soberanía de hecho sobre los territorios que recibían en concesión, en los que imponían desde su propia moneda al orden policial, provocaban guerras fronterizas y compraban diputados y ponían presidentes. La hacienda feudal que aún sobrevive con su orden social determinado por el patrón terrateniente, que es el modelo del caudillo político decimonónico, y los enclaves extranjeros, con los que despunta el siglo XX, vienen a representar así el gran filón de la novela social, la naturaleza explotada más el hombre explotado y humillado, una circunstancia en la historia que es también, y por consecuencia, una circunstancia de la literatura, donde vienen a juntarse las huelgas sindicales masivas, animadas por los partidos comunistas clandestinos, y las matanzas de obreros, con los soplos literarios del realismo socialista que llegan desde la Unión Soviética y detrás de los que asoma el viejo naturalismo. La mejor de las causas sociales, que englobaba la reivindicación de los explotados con la reivindicación de las soberanías nacionales, no dio la mejor de las literaturas, y la novela que describía las situaciones de expoliación, opresión y miseria, y la complicidad de las oligarquías, de los ejércitos y de los gobiernos con las compañías dueñas de los enclaves, fue a dar no pocas veces al territorio del panfleto. Parece imposible que César Vallejo, que había escrito Trilce (1922), la cumbre de la poesía de vanguardia en lengua española, escribiera luego la novela Tungsteno (1931), acerca de los explotaciones mineras en el Perú. Pero América era un territorio que al fin y al cabo no podrá ser reducido nunca a ninguna cartografía, ni siquiera la cartografía literaria. El mito de la naturaleza, en lucha contra los seres que la habitan, el mito de la geografía que no se deja dominar. La naturaleza como partera de personajes a los cuales luego encarna ella misma, porque la representan y son fruto de su metamorfosis constante. Cada geografía da paso entonces a un personaje, fruto de su circunstancia telúrica: don Segundo Sombra, hijo de la pampa; doña Bárbara, señora de los llanos; Arturo Cova, condenado a la vorágine de la selva amazónica; Pedro Páramo, hijo del páramo de Jalisco; 188

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Riobaldo, hijo de los sertones de Mato –Grosso; Gaspar Ilom, hijo de las milpas doradas de los Cuchumatanes en Hombres de maíz (1949) de Miguel Ángel Asturias; Ernesto, el niño errante, hijo de la sierra andina en Los ríos profundos (1958) de José María Arguedas; Aureliano Buendía, hijo de la Ciénaga Grande. Y ahora, Ixca Cienfuegos, hijo bastardo de la ciudad que todo lo devora igual que la selva, y es él mismo la ciudad, mezcla del águila y la serpiente que son el mito fundacional de México: “en sus ojos de águila pétrea y serpiente de aire, la ciudad, sus voces, recuerdos, presentimientos, la ciudad vasta y anónima, con los brazos cruzados de Copilco a los Indios Verdes, con las piernas abiertas del Peñón de los Baños a Cuatro Caminos, con el ombligo retorcido y dorado del Zócalo…”. La ciudad, a partir de Fuentes, viene a ser la nueva deidad salvaje que tampoco se deja dominar. Pero una ciudad así, la devoradora de almas, como la selva lo es en las novelas de la naturaleza salvaje, necesita estar alimentada por un mito que proviene desde su primer sustrato, donde yace la tradición ancestral indígena que a su vez es dueña de su propia fuerza telúrica, algo que no corresponde a ninguna de las otras grandes urbes novelables, como Buenos Aires o São Paulo, o Caracas. Por eso es que Ixca Cienfuegos puede pasar a ser ese personaje ubicuo, que es juez de las almas, cínico y despiadado como las viejas deidades aztecas que encarnan las furias de la naturaleza, y que a su vez proviene del humus fundamental que encarna su madre, Teódula Moctezuma, guardadora de los ritos y del poder de la muerte. “Las ruinas de la ciudad azteca no se resignan a desaparecer… el mundo mexicano prehispánico está vigente, uno rasca un poquito y ahí está siempre. Además hay un mundo colonial, un mundo barroco, un mundo decimonónico y un mundo moderno. En México coexisten todos estos momentos históricos de nuestra vida”, señala Fuentes. Un universo compuesto de capas superpuestas, de pasados más que de presentes, pero pasados vivos, que puede leerse como un corte geológico a través de sus diversas edades. Con las viejas piedras de los templos ceremoniales de los sacrificios humanos se construyeron las iglesias barrocas, pero esas mismas piedras sirvieron también para edificar los cuarteles, piedras para el culto y para 189

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el orden del poder que se trasegaba de un imperio a otro, del imperio azteca al imperio español. Unas deidades se transfiguraron en otras, tal como Tonantzin, la madre tierra, llegó a encarnarse en la Virgen de Guadalupe: “no hace falta ir a la Villa porque la madrecita santa anda suelta por todos lados”, dice Teódula Moctezuma, “tú no necesitas altar porque yo te ofrezco mi corazón, ay tilma de rosas, ay falda de serpientes, ay madre misericordiosa, ay corazón de los vientos…”. La gran Tenochtitlán siempre renacida, la gran urbe del orbe nuevo que al poder vertical de sus príncipes sumó el poder vertical de los conquistadores, y luego el poder vertical de los caudillos, la pirámide de los sacrificios el símbolo de la autoridad, de Moctezuma, a Cortés, a Santa Anna, a Maximiliano, a Porfirio Díaz, a Huerta, a Carranza, a Obregón, a Calles, a los jerarcas embalsamados del PRI que a la mitad el siglo XX son los repartidores del progreso y de las prebendas y de los negocios y de la corrupción en la figura del presidente Miguel Alemán, que reina invisible en las páginas de La región más transparente. México se vuelve la gran urbe caótica bajo su sombra, y para que no haya dudas una gigantesca estatua suya de ocho metros de alto, inspirada en las de José Stalin, se alza en la ciudad universitaria, el súmmum arquitectónico de la modernidad con la que cierra su sexenio en 1952. “Excentricidad, más que contraste. Ésta puede ser nuestra palabra: excentricidad”, razona en un largo soliloquio Manuel Zamacona, otro de los personajes de La región más transparente. La ciudad excéntrica oscurecida por los humos industriales y que pierde su centro y lo multiplica al expandirse, como ocurrirá con las otras grandes ciudades latinoamericanas que desde su núcleo de rascacielos van abriéndose en anillos de miseria, barriadas improvisadas, calles sin asfalto, lodazales y polvaredas, inmensos botaderos de basura, páramos sin nombre donde las aguas negras corren a flor de piel. Federico Robles, y luego Artemio Cruz, dos de los personajes emblemáticos de Fuentes en la saga de sus novelas, serán capaces de explicar la filosofía de los nuevos tiempos creados por la revolución mexicana. El pasado se acabó para siempre, sentencia Federico Robles desde el altar de sacrificios en la cumbre de la gran pirámide del poder financiero, mientras empuña el cuchillo de obsidiana, 190

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porque todo poder reclama víctimas. El pasado que ha muerto para él no es otro que el suyo personal, la pobreza que vivió en carne propia, el suyo y el de tantos que tomaron las armas para pelear por las exigencias de la revolución, la tierra para los campesinos la primera de todas. Ahora siente que tiene una responsabilidad, que es una responsabilidad de poder. Crear industrias, impulsar la economía del país “que ha tenido que correr, que galopar diría, para ponerse al corriente de las naciones civilizadas”. Crear una clase media, la beneficiaria directa de las medidas de progreso. Inversiones de capital, no importa de dónde vengan; dar legitimidad a la riqueza, no importa cómo fue amasada. La preeminencia social subiendo a empellones los escalones de la pirámide. Los perdedores abajo, los ganadores arriba, bajo las mismas leyes que al fin y al cabo determinan entonces el crecimiento urbano de América Latina. Las leyes del capitalismo, ya tan antiguas, que son ahora la modernidad, en el momento en que la ciudad, al reconocerse como deidad, reclama sus víctimas. “No es muy agradable vivir estos momentos de la iniciación burguesa”, le dice Natasha a Rodrigo Zamacona: “Me da risa estar viendo aquí lo que pasó en Europa hace más de un siglo. Nueva casta dominante hecha a base de dinero y negocios turbios sancionados por la ley… la revolución está enterrada. Ahora hay una corte burguesa que sólo respeta el dinero y la elegancia…”. Es la vieja lección de Balzac que Fuentes no olvida: las revoluciones tienen siempre su imperio como sucedáneo. Los Robespierre llegan a ser Napoleones. Y siempre habrá un papá Goriot que salta desde detrás de las barricadas para terminar dueño de fábricas y viñedos. Federico Robles es la síntesis mestiza de ese mundo urbano cuyo caos quiere ordenar, pero no puede improvisar. De una u otra manera, es heredero de una tradición, aunque no se reconozca en ella, y la desprecie. No es sino otro arquetipo. Miles como él, inmigrantes ambiciosos han llegado a encumbrarse en las ciudades latinoamericanas que bullen de pasiones por el poder del dinero. Solamente que antes no estaban en la novela. Pero es un arquetipo con pasado, aunque él mismo declare muerto ese pasado, un pasado que va más allá de su propia vida, y entra en la historia mexicana. Es hijo de la repetición. La visión de 191

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Fuentes es cercana a la de Octavio Paz en El laberinto de la soledad (1950), dice Peter Elmore en La ciudad interminable. “La conciencia mexicana está habitada por arquetipos, motivos y presencias que solo se entienden desde la perspectiva de la larga duración”, arquetipos que son parte de un drama incesante, que siempre se está repitiendo y renovando, y “ese drama cultural cobra su forma a través de la ceremonia de la fiesta, el uso de la máscara y el ritual del sacrificio. De hecho, esos tres elementos cumplen funciones decisivas en la construcción novelesca y son símbolos cruciales en el mundo representado”. Es en este sentido que Federico Robles sube a escena en vestiduras de sacerdote del ritual del sacrificio, encubierto en su máscara de banquero. El banquero que no logra contentar su propia dualidad mestiza, en la que hay parte del mundo indígena que la burguesía emergente a la que pertenece busca negar. El arquetipo de inmigrante campesino, pasado por el fuego de la revolución, que se ha apropiado de la ciudad asentada en el sustrato indígena que yace vivo en sus propios cimientos como si la sangre de los sacrificios siguiera humeando. Y es en ese mismo sentido que la Ciudad de México es única en el concierto, o en el desconcierto, de las grandes ciudades latinoamericanas como Buenos Aires o São Paulo, que sin tradición indígena son hijas más bien de la inmigración anónima, buena parte de ella una inmigración de ultramar, como viene a ser también Lima, asentada en la costa, lejos de los centros de civilización inca de la sierra, aunque Perú sea, a la par de México, el otro gran virreinato latinoamericano. México es la ciudad que a mitad de la década de los cincuenta, cuando Fuentes inicia la aventura de escribir La región más transparente, ensaya a ser la monstruosidad en que a finales del siglo se habrá ya convertido, un laboratorio entonces de caos y contrastes, de crecimiento anormal, de superposición arbitraria de espacios urbanos, una gran metástasis con sus apenas cuatro millones de habitantes, cifra que hoy es común a las ciudades medianas en América Latina y que ya han alcanzado Guadalajara y Monterrey, para entonces poblados provincianos; y antes de que sobrevenga la catástrofe definitiva, hacinamiento masivo, multiplicación sin límite 192

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de las barriadas, polución sin freno, la Ciudad de México es desde entonces la gran cabeza atrofiada de un cuerpo raquítico, como lo son Buenos Aires y São Paulo, o Caracas, que no cesan de recibir también corrientes de inmigración rural atraídas por el gran espejismo de las oportunidades. La ciudad, espejo de los espejismos, que sobre todo a raíz de la Segunda Guerra Mundial, con las políticas de sustitución de importaciones, empleó de verdad a unos en las fábricas de bienes de consumo destinados al mercado interno, y desde entonces dejó en la orfandad a otros, que tras abandonar el campo sobrevivían en los cinturones de miseria improvisados alrededor de los esplendores de la urbe. En el credo de Federico Robles, aquello es lo normal. La riqueza no puede ser creada sin pobreza. La Ciudad de México, en la que Federico Robles reina desde la pirámide, su despacho en las alturas que miran al paseo de la Reforma, succiona inmigrantes de manera implacable a mitad del siglo XX, igual que las demás ciudades latinoamericanas: en veinte años, entre 1930 y 1950, la población urbana en el continente había pasado del 34 al 42 por ciento, mientras que la población rural descendía del 67 al 57 por ciento. Desde 1950 a 2005, el porcentaje de la población urbana pasó del 42 al 78 por ciento, y el 67 por ciento de los pobres viven ahora en las zonas urbanas. La pobreza no ha hecho sino trasladarse de sitio y hacerse más visible en el reino de espejismos y contrastes que es la ciudad, el reino sin centro de las excentricidades. Lejos del modelo urbano que pregonaba Sarmiento, los campesinos no pasan a convertirse en proletarios porque la mecanización de la agricultura haga sobrar la mano de obra, sino todo lo contrario, porque persiste el atraso feudal del campo pese a los intentos de reforma agraria, entre ellos, el más notable, el de la revolución mexicana; y junto con los campesinos sin tierra emigran a la ciudad las mujeres destinadas al servicio doméstico de la clase media que comienza a crecer, mientras otros contingentes campesinos se apuntan, desde entonces también, al éxodo hacia la frontera con Estados Unidos en busca de trabajo de braceros, los espaldas mojadas, ese fenómeno hoy masivo que arrastra emigrantes desde todo el continente, y que ya aparece registrado en la novela de Fuentes.

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Los señuelos se multiplican cuando la gran ciudad es a la vez la capital, como ocurre con México, y la gran cabeza hidrópica se vuelve un conglomerado universal en el que llegan a estar representadas todas las provincias, tanto en los espacios de poder político y burocrático como en los financieros y económicos, y son las provincias las que se convierten en nutrientes de la clase media, según queda registro en el mural de Fuentes. Entonces, en los símbolos de la cultura urbana campea el desprecio por el mundo rural, como forma arcaica e inculta de vida a la que nunca se debe regresar. Es el ideal de Sarmiento, que penetra también a los campesinos trasegados a la fuerza, sujetos a las imposiciones de un medio a la vez atrayente y hostil, del que ha desaparecido para siempre la opción de su vida anterior. Los inmigrantes de cualquier condición deben pagar su tributo. Se sobrevive o se perece, no hay medias tintas. Es lo que queda patente en el tejido de La región más transparente. El coro canta abajo la tragedia, a veces con música de comedia, mientras las voces de los solistas bajan desde la cúspide de la pirámide en ecos confusos pero perceptibles que ensalzan las seducciones de la modernidad, incitan tramposamente al consumo, imponen la imitación patética de modas y costumbres, y establecen, en fin, las reglas del juego. Personajes grotescos arriba y abajo, arrancados de los murales de Rivera y puestos en movimiento, pero también arrancados de los cuadros de Max Beckman o de George Grosz, los mismos de Berlin Alexanderplatz (1929), la novela de Alfred Döblin. Las grandes novelas adivinan o acompañan los grandes acontecimientos de la historia. Al tiempo de la aparición de La región más transparente, América Latina daba un vuelco sin retorno, y la ciudad pasaba a ser el nuevo reino de las exageraciones, el nuevo territorio de los contrastes, la nueva deidad inconmensurable, tan cruel y majestuosa como la naturaleza misma. La realidad cambiaba en el continente, y la cultura urbana venía a imponerse como algo también capaz de causar asombro en sus arbitrariedades, distorsiones y desmesuras. La ciudad entraba de lleno en la nueva novela de América Latina, y dentro de ese nuevo ámbito espacial, el lenguaje cobraba vida por sí mismo y venía a invadir todos los resquicios, de la Ciudad y los perros (1963) de 194

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Mario Vargas Llosa, a Tres tristes tigres (1968) de Guillermo Cabrera Infante, a País portátil (1968) de Adriano González León, a Un mundo para Julius (1970) de Alfredo Bryce Echenique, para no citar sino algunos cuantos nombres. La región más transparente era la manzana de oro del otro árbol desnudo plantado en medio del asfalto, que hasta entonces había pasado desapercibida. Pero no sería ya un fruto intocable por otras manos que no fueran las de Fuentes. La modernidad dejaba, por fin, de ser una propuesta de debate teórico, para convertirse en novela. Es decir, en la vida. Managua, julio de 2008.

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El regreso de la diosa

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ada una de las novelas de Carlos Fuentes ensaya una medida de la historia, y todas juntas hacen la Historia que se escribe con mayúsculas, la Historia pública que como una hidra insaciable se alimenta toda la vida de las historias privadas. Lo he recordado cuando Harry Jaffe, el exiliado del macartismo que purga sus penas de conciencia en Tepoztlán, le dice a Laura Díaz, la inagotable protagonista de esta novela: “Hay que olvidar las historias personales para que aparezca la historia verdadera”. Y ella responde con una pregunta: “¿Y no es la historia verdadera sólo la suma de las historias personales?”. Ésta es la novela de un siglo largo de Historia verdadera, y también en lo que toca a la vida de Laura Díaz y su saga familiar. El siglo de Historia verdadera comienza con la dictadura de Porfirio Díaz, que dispuesto a volverse eterno sentado en la silla del águila envileció su propia lucha contra la ocupación francesa de México, y termina con el fin de calendario del siglo XX en Los Ángeles de los mexicanos emigrantes. No el siglo corto que empieza en 1910 con la revolución que arrasa con el viejo régimen, y termina en la plaza de Tlatelolco en 1968, cuando la revolución misma ya esclerótica, arrasa con sus nietos. Y el siglo largo de la historia de Laura Díaz comienza cuando su abuelo materno, Felipe Kelsen, el socialista utópico discípulo de Lasalle, llega a Veracruz desde la Renania en la corriente de inmigrantes europeos que América Latina quería a toda costa para construir su imagen de progreso liberal y positivista.

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Mientras las historias discurren entre sus dos grandes paréntesis, Catemaco, 1905, Los Ángeles 2000, con su prólogo en Detroit, 1999, el apuntador entre bambalinas nos recuerda los hechos puntuales de la Historia de México a cada paso. El porfiriato, la revolución, la traición de Victoriano Huerta, el asesinato del presidente manco Álvaro Obregón, Plutarco Díaz Calles y la guerra de los cristeros, Lázaro Cárdenas y la nacionalización del petróleo, los exiliados republicanos de la Guerra Civil española, los años de la modernidad viciosa de Miguel Alemán, los años siniestros de Díaz Ordaz y la masacre de Tlatelolco, porque sin ellos todo lo demás no sería posible, miserias y sobresaltos, amores y muertes desgraciadas, heroísmos trocados en vilezas. Es la historia de una sola vida, la de Laura Díaz, que se cruza con otras vidas, contada por sus descendientes últimos, reconstruida en su nombre. Es la Historia como escenario en movimiento, espléndida y miserable ante nuestros ojos, la Historia que lo quiere todo y lo contiene todo, y la Historia como deidad maléfica que termina devorándolo todo. La Historia encarnada en quienes la viven, dispuestos en el escenario a pesar suyo, cumpliendo a veces el papel que creen que escogieron; otras, empujados a ocupar un lugar trágico en ese mismo escenario, también a pesar suyo; y otras, en fin, poniendo la cabeza mansa ante la devoradora, conscientes de lo inevitable. Y es allí, en ese escenario tan ambicioso y totalizador como el que concebían los muralistas mexicanos para contar la Historia, donde Fuentes ejecuta el constante juego de espejos que es esta novela, el reflejo de la Historia en las vidas privadas, y los múltiples espejos de las vidas privadas reflejados en la Historia que pasa sin detenerse, el inmenso mural incesante en el que entra de primero el guapo de Papantla, que de antiguo oficial del ejército imperial de Maximiliano se ha convertido en malhechor, y cercena de un solo tajo los dedos de la mano a la abuela Cósima Kelsen para robarle así los anillos, y el corazón. Catemaco, 1905. El escenario se llena a partir de la presencia de la niña Laura Díaz, que será la mujer que habrá de cumplir el ciclo completo de su vida empezando allí, en la casa hacienda del plantío cafetalero del abuelo Felipe Kelsen, y terminando también allí, 75 años después, abrazada al tronco erizado de cuchillos de una ceiba. 198

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Una vida completa en todo sentido, porque este personaje femenino total no pierde nunca la iniciativa. Es sujeto de la Historia, y de sus propias historias trágicas o dichosas, y nunca el objeto de la Historia, ni la víctima pasiva de sus propias historias. Laura Díaz se asigna ella misma el rol de protagonista desde su trono de libertad celosamente defendido en cada acto de su vida, empezando por los actos de amor, a cargo de sus propias escogencias. Y quizás no podamos leer esta novela sin recurrir antes a La muerte de Artemio Cruz, como antecedente necesario, y quizás, también, debemos leer después La silla del águila, para entender cómo el novelista total catapulta la misma Historia hacia el futuro, el México del 2020, cuando apagados los satélites de comunicaciones por decisión imperial de Estados Unidos, el país debe volver a vivir como en el pasado, de vuelta a las cartas de amor y de negocios. En las tres novelas es el mismo escenario en movimiento, la misma Historia de México marcada por los vicios y la corrupción del sistema. Pero en la primera de ellas, Artemio Cruz es el caudillo que recuerda su historia, y la Historia, desde su lecho de muerte, cuando ya nada puede ser cambiado y la revolución, desde la fuerza y la astucia política, y las ambiciones de quienes la hicieron, es un hecho que nadie quiere variar, envuelto en la retórica de la justificaciones y en los pretextos. La Historia es como es, fue como fue. Laura Díaz, por el contrario, tan protagonista con voluntad como Artemio Cruz, entra en el relato desde la visión de lo que, desde el principio, ella pueda cambiar porque no se somete al papel que según los cánones tradicionales debía cumplir. La mujer no está destinada a cambiar la Historia, ni siquiera a vivirla en su intensidad, sino nada más a padecerla, como víctima, o a observarla de lejos, como personaje marginal del reparto. Ésta es una novela en la Historia, que no puede prescindir de ella porque la Historia es el caudal revuelto adonde van a desembocar todas las historias. Pero antes de eso es entonces una novela sobre la libertad. La libertad encarnada en una mujer que se apodera del relato y proclama la posesión propia de los acontecimientos que arden así bajo el signo femenino. Al terminar de leerla, sabemos que se ha completado un ciclo, el ciclo del regreso de la diosa. 199

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Laura Díaz no es la bella de las historias de la revolución mexicana, contadas en las novelas y en el cine, que reducida al papel de soldadera lleva por la brida el caballo del macho de cananas cruzadas sobre el pecho y fusil en bandolera, marchando con todas las demás mujeres de a pie, las concubinas de cama y cocina. No es más la bella que sólo brilla con fulgores mortecinos, carne de cabaret, carne de crimen, abandonada a la prostitución y a la miseria por destino fatal, sólo buena para morir cosida a puñaladas por otro macho de saco cruzado y sombrero borsalino. Ni es más la bella casada de velo y corona, esposa fiel que se convierte, por gracia también del destino inmutable, en la madre condenada a reclusión perpetua dentro de las cuatro paredes del santo hogar dichoso, toda bondad en el llanto y el sacrificio, mientras el mal masculino encarnado en el macho anda suelto por la calle. Lejos de la pasividad, que no es sino uno de los rostros de la fatalidad, la diosa regresa encarnada en la libérrima Laura Díaz, no como soldadera, ni como víctima, ni como esposa dócil, sino como protagonista y testigo de la Historia que su propia conducta modifica. No se somete. No se queda en la cocina de la Historia, sino que entra en el entramado de los acontecimientos dramáticos del siglo que le toca. No es nunca la esposa perfecta del caudillo sindical, Juan Francisco López Greene, que de las luchas sangrientas en las minas de Cananea, bajo el porfiriato, pasa a ser parte del nuevo poder burocrático de la revolución, y se conforma y se corrompe. Es la trasgresora que busca la libertad en la fuga, en la desobediencia a los cánones, en la cama clandestina de sus amantes. Pero rebelde sobre todo en las preguntas. La sumisión, ella lo sabe, está en no preguntar nunca, o en creer que se saben todas las respuestas. A cada paso de su vida, la tragedia la espera agazapada, y el nombre trágico se repite. Santiago. Santiago el mayor, su medio hermano asesinado por los sicarios de Porfirio Díaz. Santiago el menor, su hijo, el pintor que se desvanece del mundo sin haber alcanzado a hacer todas sus preguntas. Santiago el nieto, asesinado en la plaza de Tlatelolco. Muertos en la juventud, vidas incompletas, sacrificados como consecuencia de la rebeldía, del atrevimiento de haber preguntado, y de no conformarse con las respuestas.

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Pero ella no está allí, de pie en medio de la historia en llamas, sólo para llorar, sino para juzgar desde la conciencia propia. La diosa regresa como jueza, armada de esa seductora espada que Fuentes pone en manos del ángel israelita, y que abre de un tajo la hendidura que todos llevamos entre la punta de la nariz y el labio superior, la marca para no olvidar. En manos de ella, Laura Díaz, el tajo nos advierte que tampoco se debe callar, ni transigir. Apropiada de su libertad trasgresora, elige su propio lugar en la historia. En lugar de esposa fiel de un líder de los trabajadores que termina derrotado por la perversión del sistema, se convierte primero en amante de un frívolo mundano ingenioso, Orlando Ximénez, y luego, encontrándose por fin a sí misma, en amante de un luchador republicano de la Guerra Civil española, Jorge Maura. En lugar de la madre que empareja por deber sabido el amor a sus hijos, escoge de entre los dos, Santiago y Dantón, al artista condenado a morir joven, Santiago, y no al ambicioso que calcula cada jugada, Dantón, y que luego entrará también, con pie propio, en la feria de la corrupción. Protagonista, se hace dueña final de la hazaña de su libertad fotografiando incesantemente la historia, cuando descubre ya en la madurez su vocación de fotógrafa, y usa la cámara como un instrumento de registro, un ojo de mirada incesante y minuciosa, la abuela que no sólo pierde a su nieto Santiago en la masacre de Tlatelolco, ya cuando la revolución es una caricatura de sí misma, sino que lo fotografía entrando entre la multitud de jóvenes a la plaza donde serán masacrados, lo persigue con la cámara mientras marcha, y tomará su foto final, desnudo en la plancha de la morgue. Actora, no testigo. La abuela no hace calceta, desafía al destino. No sólo llora al nieto asesinado, lo deja para la historia en el horror de aquella noche. Retrata la historia con su cámara como una manera de entrar en ella. Pero ésta no es tampoco sólo una novela donde las historias que ocurren en la vida de Laura Díaz alimentan la Historia insaciable, ni tampoco una novela sólo sobre la libertad. Es una novela sobre la culpa, y es allí donde tiene su entraña más honda. ¿Quiénes son los culpables y quiénes son los inocentes, si de todas maneras todos serán devorados por la Historia? La diosa regresa para despertar 201

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otra vez todo lo femenino que hay en nosotros. Despertar el sentido de la culpa que siempre es más diáfana al ojo implacable de la mujer. Pero saberse culpable, o saber al otro culpable no serviría de nada, sin el sentido de la compasión, de la misericordia y del perdón, que son también regalos de la diosa. La única manera de tomar venganza, dice Laura Díaz, es perdonando. La justicia no tiene matrícula, nos dicen las voces que desde distintos planos del escenario resuenan en esta novela. La voz sometida de Juan Francisco López Greene. La voz de un Santiago que se extingue tras haber pintado no la caída de la pareja original tras el pecado, sino su ascenso. La voz de otro Santiago y la de otro Santiago muertos en la flor de la edad bajo las balas del sistema que se repite. Las de los republicanos derrotados por Franco, comunistas, anarquistas, socialistas, que nunca estarán de acuerdo entre ellos. Las de los escritores y cineastas perseguidos por McCarthy, obligados a escoger entre la lealtad y la delación. “Los tres actos y el epílogo de los dramas políticos”, advierte Laura Díaz con perspicacia y sensibilidad femenina a Harry Jaffe el exiliado, amante suyo también, “nunca se presenta bien ordenados y aristotélicos, sino enmarañados, mezcladas las razones con las sinrazones, la esperanza con el desaliento, la justificación con la crítica, la compasión con el desprecio”. Habla por boca de la diosa que regresa, uno de cuyos atributos es el reconocimiento de la complejidad de la trama de la vida, lejos de la simplicidad, o de la simpleza, de las teorías políticas y de las ideologías. La política, dice el propio Fuentes, no es más que la expresión pública de las pasiones privadas. La justicia no pertenece a la razón de las ideologías, ni pertenece a la proclama de las verdades absolutas, oímos resonar las voces. La justicia sólo puede ser dilucidada en la intimidad de la conciencia, no frente a la majestad de los sistemas políticos, unos que han llegado a representar el Mal sin disfraces, y otros que se han vestido con los ropajes del Bien, pero sin dejar de encarnar el Mal. Nazismo y estalinismo, las grandes catástrofes del siglo XX, el siglo de Laura Díaz. ¿Y puede haber justicia sin libertad? Laura Díaz nos dice a lo largo del relato de sus historias que entran en la Historia, que no es posible. Justicia y libertad son her202

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manas siamesas que siempre están huyendo hacia delante, buscando escapar de nuestras vidas, pero que sólo serán posibles mientras no dejemos de buscarlas. Y nadie puede buscar la justicia maniatado, renunciando a su propia libertad, ni renunciando tampoco al poder del perdón, otro de los dones de la diosa. Masatepe, febrero de 2007.

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Cuaderno de encargos

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aniel Defoe, como José Saramago, comenzó tarde a escribir. Su primera novela, Robinson Crusoe, apareció en 1719, cuando tenía ya la edad de sesenta años, pero de allí en adelante quiso desquitarse del tiempo terco escribiendo con arrebato hasta la hora misma de su muerte. Más allá de haber creado en Robinson uno de los personajes arquetípicos de la literatura de todos los tiempos, se propuso escribir, con pulso de viejo que ya venía de vuelta, historias que sonaran verídicas en los oídos y lo parecieran a los ojos, y para ello utilizó la precisión fría del notario que inventaría bienes en subasta, o del maestro de obras que anota en su bitácora los celemines de argamasa que precisa un arco de punto. Pero su vida, no tan honrada, ni tan pacífica, viene a resultar tan asombrosa como sus libros. Cuando decide empezar a escribir, ya había conocido las glorias tan engañosas de la política —el cobijo de esa tersa sombra siempre perversa del poder— lo mismo que sus amargas decepciones. Y no sólo eso. Un panfleto que por inútil precaución no firmó, El medio más rápido de acabar con los disidentes, enderezado contra el teólogo de la Iglesia anglicana Sacheverell, fue causa de que lo recluyeran en la temida prisión de Newgate, donde no quiso desperdiciar el tiempo que dedicaba en zaherir a sus enemigos y escribió otra sátira, el Himno a la picota. Defoe se decepcionó, por fin, de aquellos que, más encumbrados que él, habían sacado ventaja de sus hojas irónicas, o incendiarias, en las que apuntaló causas políticas que una vez creyó suyas; y

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llegaron a tanto su melancolía y su disgusto que sufrió un derrame cerebral, un accidente que no dañó, sin embargo, sus facultades mentales. Ya se ve que no. Logró sobreponerse a las dolencias físicas, y decidió que no haría otra cosa en adelante sino escribir. Escribir en soledad, escondido de los ojos de sus muchos acreedores, porque murió endeudado hasta la coronilla. ¿Se puede, de verdad, mezclar estos dos oficios, que parecen ser tan ajenos y contradictorios, los de político y escritor? Al hacer yo mismo la pregunta, debo responder con mi propia vida. En un país como Nicaragua, como en cualquier otro de la América Latina, el peso de la acción pública se vuelve insoslayable en la vida de un adolescente, aunque ese adolescente quiera ser escritor. Cuando a los diecisiete años emprendí el viaje desde mi pueblo natal, Masatepe, de la mano de mi padre, hacia la ciudad de León para matricularme en la escuela de Derecho, él, que venía de una familia de músicos pobres, se preparaba de alguna manera para entregarme a la vida pública. Quería que fuera abogado, y los abogados han sido tradicionalmente los que conducen la vida política, no sólo los litigios en los tribunales. Son los oradores, los tribunos, los ministros, los legisladores, los presidentes; y de alguna manera, intelectuales en la primera fila de los acontecimientos. Pero era la Nicaragua de los Somoza, una familia impuesta en el poder por la intervención militar de los Estados Unidos, y que para entonces llevaba ya más de veinte años de mando. La idea de la política que mi padre tenía estaba ligada a la permanencia inmutable de aquella dinastía que de acuerdo a las cuentas que él hacía, no tendría fin. Cuando yo llegué a la universidad, y me quedé allí solo, en un mundo nuevo, comencé a entender que la vida era diferente. Había agitación en las calles, bandadas de estudiantes se lanzaban a protestar casi todos los días contra la dictadura. Y ese mismo año de mi llegada a la universidad, a los pocos meses, la tarde del 23 de julio de 1959, un pelotón de soldados disparó contra nosotros. Nosotros, digo, porque pronto yo estaba ya en la calle protestando. Hubo, fruto de aquella brutalidad insensata, cuatro muertos, dos de ellos mis compañeros de banco en el aula, y más de sesenta heridos.

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Era esa Nicaragua de los Somoza que mi padre asumía como natural, la que mi generación quería cambiar de raíz. Éramos, naturalmente, radicales. Ahora solemos olvidar que radical viene de raíz, y no quiere decir más que querer cambiar las cosas desde la raíz. Compromiso solía ser una palabra generosa. Hoy pasa, a veces, por una torpeza, o una falta de razón práctica. Un tributo de los nuevos tiempos a aquella vieja filosofía del liberalismo fundador decimonónico, de que cada quien debe cuidar su parte porque el todo se cuida solo. Radicales para enfrentarse a un poder matrero, pero implacable que el viejo Somoza, el fundador de la dinastía, había heredado a sus dos hijos, Luis y Anastasio, tras ser muerto a tiros en 1956 por un poeta de 26 años, Rigoberto López Pérez, precisamente en aquella ciudad de León donde yo me entrenaba como revolucionario, y como escritor. Nací bajo el viejo Anastasio Somoza, fui a la universidad bajo el gobierno de su hijo mayor Luis Somoza Debayle. Me marché a un exilio voluntario bajo ese mismo Somoza, y fue protagonista del derrocamiento del último de ellos, Anastasio Somoza Debayle, que ya preparaba el reinado de su hijo, Anastasio Somoza Portocarrero. Y el 20 de julio de 1979, veinte años después, entramos en triunfo a la Plaza de la Revolución en Managua. El último Somoza, el último marine, había huido, su ejército pretoriano se había desbandado. El poder había sido conquistado por una generación aguerrida, que no estaba dispuesta a hacer concesiones al pasado. A veces me inquieta el sólo pensar que pude haber nacido demasiado antes, o demasiado después, y haberme perdido así de participar en aquella vorágine que me cambió para siempre. “Fue el mejor de los tiempos, fue el peor de los tiempos; fue tiempo de sabiduría, fue tiempo de locura; fue una época de fe, fue una época de incredulidad; fue una temporada de fulgor, fue una temporada de tinieblas; fue la primavera de la esperanza, fue el invierno de la desesperación”, como empieza diciendo Dickens en Historia de dos ciudades. José Saramago ha dicho alguna vez que no cree en el papel del escritor como misionero de una causa, pero que de todos modos éste tiene deberes ciudadanos. Hace poco le escuché decir, en un encuentro celebrado en Santillana del Mar, y dedicado a su propia 207

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obra y a la de Carlos Fuentes y Juan Goytisolo, que lo que se exige del escritor en cuanto a semejantes deberes, se parece al “cuaderno de encargos”, en el que los albañiles llevan la cuenta de lo que deben hacer cada día. Julien Green, en el diario del último año de su vida, Le grand large du soir (1997-1998), se refiere a unas anotaciones del cuaderno de encargos de un restaurador suizo en 1873, comisionado para reparar un fresco en el techo de una iglesia de Boswil, en Aargau: Modificar y barnizar el séptimo mandamiento: 3.45 francos. Ensanchar el cielo y ajustar algunas estrellas; mejorar el fuego del infierno y darle al diablo un aspecto razonable: 3.86 francos. Retroceder el fin del mundo, ya que se halla demasiado próximo: 4.48 francos.

Modificar los mandamientos, ensanchar el cielo y ajustar las estrellas, atizar las llamas del infierno, disfrazar al diablo con las vestiduras de Pastor, retardar el fin del mundo. Ni más ni menos. Un cuaderno de encargos como el que también llevaba Voltaire. Cuando Voltaire fracasó en su quimera de reformar el poder monárquico, para que la razón terminara de brillar con todas sus luces —no en balde aquella debía ser la era de la razón total— se dedicó con fervor a la causa de la defensa de los ciudadanos, escribiendo la asombrosa cantidad de 18.000 cartas, publicadas muchos después de su muerte en 89 volúmenes. En ellas combatía las injusticia, los abusos de poder, denunciaba las sentencias judiciales mal resueltas y las ejecuciones atroces de prisioneros; lo que hoy en día llamaríamos un ombudsman. Si fuera contemporáneo nuestro, Voltaire tendría un blog. Esa experiencia compartida, la del intelectual y político, viene de muy atrás en la tradición de la vida pública de América Latina. Y alguna vez fue también una tradición europea. Francis Bacon fue Lord Canciller del rey Jaime I; John Milton, secretario del Consejo de Estado durante el gobierno de Cronwell; preso tras la restauración, Milton tuvo tiempo suficiente en la cárcel para dedicarse a terminar El paraíso perdido.

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Y una tradición española. Don Benito Pérez Galdós no sólo demostró que le concernía la historia al escribir sus Episodios nacionales, sino la política viva, porque se adhirió al Partido Republicano, y pronunció discursos en contra de la monarquía y del clero desde su asiento de diputado de la coalición republicanosocialista; y aún más, creía en el poder regenerador de la literatura; así nos dice, hablando de su pieza teatral Electra: “En Electra puede decirse que he condensado la obra de mi vida, mi amor a la verdad, mi lucha contra la superstición y el fanatismo y la necesidad de que, olvidando nuestro desgraciado país las rutinas, convencionalismos y mentiras, que nos deshonran y envilecen ante el mundo civilizado, pueda realizarse la transformación de una España nueva que, apoyada en la ciencia y la justicia, pueda resistir las violencias de la fuerza bruta y las sugestiones insidiosas y malvadas sobre las conciencias”. Y don Manuel Azaña, escritor, orador, periodista, presidente de la República española. Y también Rafael Alberti, diputado comunista en las Cortes para los tiempos de la transición hacia la democracia, al final del franquismo, un símbolo político como Pablo Neruda, que fue también senador por el Partido Comunista de Chile y candidato simbólico a la presidencia. El novelista André Malraux, que luchó del lado de la República en España, hombre de acción, fue el paradigma de eso que llamaríamos más tarde “el internacionalista”, un tanto en la tradición romántica de Stendhal, internacionalista también bajo las banderas napoleónicas en Europa, no importaba que Napoleón reprendiera a los oficiales de su ejército por dedicarse a la vana distracción de leer novelas en los campamentos, en lugar de aleccionarse en los libros de historia. Pero Malraux terminó congelado en la inmovilidad oficial que depara el poder; y vuelvo aquí al dicho de su amigo Julien Green, que lo describe solitario en los corredores sombríos y desiertos de su Ministerio de Cultura en el Palais Royal: “Aquel que estuvo siempre por la acción, se hallaba ahora recluido en su pasado por su fidelidad a De Gaulle”. Los escritores de Estados Unidos, tan lejos del poder, y tan ajenos a la política, si alguna vez se presentan de candidatos, son vistos como rarezas excéntricas: Upton Sinclair, que había escrito La jungla, perdió 209

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las elecciones porque su adversario, poco honesto como tantas veces en las campañas políticas, hacía que se leyeran por la radio párrafos de sus novelas donde sus personajes hablaban mal de la Iglesia, de los partidos y hasta de los boy-scouts. O Norman Mailer, derrotado como candidato a alcalde de Nueva York, o Gore Vidal, oveja negra de una familia de patricios, varias veces candidato perdedor a senador. Cuando hay en Estados Unidos un presidente que no desprecia a los escritores, ni los considera peligrosos, los reúne en la Casa Blanca en alguna velada singular, para darse un baño de intelecto. Pero los escritores jamás han sido “inquilinos de la Casa Blanca”, como se dice en la jerga política. Pese a todo lo dicho, el general Lewis Wallace, perteneciente a la Union Army, y gobernador del territorio de Nuevo México, fue quien escribió la popular novela Ben Hur a finales de los años setenta del siglo pasado, no sé si para gloria de las armas o de las letras. Y siempre hubo en Alemania una filosofía secular detrás de la literatura, capaz de interpretar los grandes oleajes de la historia, y los sacudimientos que ese oleaje produce en el alma de los seres humanos. Como Goethe, por ejemplo. Nadie más alejado de la imagen del político que aturde con sus discursos que Henrich Böll, un ermitaño rebelde al establishment político, un inconforme sin concesiones, enemigo hasta su muerte de toda manifestación terrenal de poder. ¿Pero Goethe? Goethe fue consejero secreto de Carlos Augusto, duque de Weimar. Era un ducado pequeño, pero él perteneció al aparato de poder, y ahora hay quienes ponen en su cuenta no pocos abusos, como la venta de prisioneros a Inglaterra, ladronzuelos y vagabundos, para que sirvieran de mercenarios en la lucha contra los revolucionarios norteamericanos. Parece una calumnia, un chismorreo que brota de los túneles de la historia, pero se han escrito libros sobre este Goethe tan desconocido, el consejero secreto, metido en las entrañas del poder, que siempre son oscuras. Los escritores alemanes han tenido el poder singular, o la pretensión, de ser jueces de la historia de su país, o sus visionarios. Thomas Mann, exiliado en los años siniestros del nazismo, y Henrich Böll, el profeta que guiaba a quienes volvían de las trincheras a encontrarse con su destino en ruinas. Y Günter Grass, capaz de obligar a la sociedad alemana a mirarse en un espejo irri210

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tante que les devuelve el rostro que no quiere, “el Spateraufklärer”, como se llama a sí mismo: el visionario tardío, el último apóstol de una era falta de razón, que ahora se sacude, con algo desdén, el lodo que salpica su uniforme de miembros de las Waffen-SS, que vistió de adolescente. Por vivir en las entrañas del poder, o a su sombra, siempre se paga un precio. Bacon fue juzgado bajo la acusación de enriquecimiento ilícito, y despojado de su cargo de lord canciller; Milton tuvo que defender públicamente las acciones más infames de Cronwell, incluyendo las masacres de Irlanda. Fue whig y fue tory, balanceándose en el trapecio de izquierda a derecha. Y también fue agente secreto al servicio de la causa de la unificación de Escocia con Inglaterra, como lo había sido Christopher Marlowe, quien, para el tiempo en que murió asesinado en una reyerta de cantina, figuraba inscrito en la planilla de sir Francis Walsingham, jefe de los servicios de espionaje de Isabel I. Espía, como el poeta William Wordsworth, a su tiempo admirador de la revolución francesa, y más tarde comprometido en misiones de espionaje en Alemania. En América Latina, la acción política, sobre todo aquella que se propone una voluntad transformadora, ha comprometido a los intelectuales desde los tiempos de las luchas por la independencia, y ese papel nunca ha dejado de tener congruencia. Pienso en Antonio José de Irisarri, el criollo guatemalteco que escribió novelas satíricas como la Historia del perínclito Epaminondas del Cauca por el bachiller Hilario de Altagumea, un aventurero radical, y conspirador de oficio, que fue canciller del gobierno del general Bernardo O’Higgins en Chile, y luego prófugo tras ser condenado a muerte, por lo que regresó a la Centroamérica olvidada, desde entonces un traspatio de ruidos confusos. Pero el intelectual que es hombre de acción en América, tiene necesariamente una visión ecuménica desde los tiempos de la independencia, como es el caso de Baltasar Bustos, el personaje de la novela La Campaña de Carlos Fuentes. Es el hombre ilustrado que peleará todas las guerras de la independencia de uno a otro confín, desde Buenos Aires, a Santiago, a Lima, a Caracas, a Veracruz, siempre en busca de Simón Bolívar, el mítico libertador, y en busca también de una mujer, Ofelia Salamanca, quien, en la gran alegoría 211

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de la escritura de Fuentes, seguirá siendo la América nunca encontrada, la libertad que huye y se multiplica en espejismos, y que, como doña Bárbara, seguirá siendo el espacio rural sin conquistar. Otra vez, el viejo dilema entre civilización y barbarie planteado por Sarmiento. Si los escritores cargamos en América Latina con la pasión de la vida pública es porque la vida pública tiene entre nosotros una calidad insoslayable. Apartarse de ella sería dejar una oquedad sin fin en el paisaje. No es la vida privada encarnando la historia de las naciones, como pensaba Balzac, sino la vida pública metiéndose en todos los intersticios de la vida privada. Los escritores llegan a convertirse en cronistas iluminados de la historia, y también en jueces implacables de la historia, compuesta al mismo tiempo de episodios inagotables que nunca dejarán de ser un depósito de materiales para el novelista, hazañas y episodios olvidados, personajes de extraña singularidad, injusticias sin fondo. Es al novelista a quien toca exhumarlos para volverlos a la vida. La pasión crítica. El escritor apasionado de los hechos de la vida pública, pendiente de la suerte de las naciones y de quienes las habitan, pendiente de la opresión, y de los desmanes del poder arbitrario; una pasión que anduvo a caballo por los caminos de la independencia cuando los próceres eran filósofos y eran letrados que cargaban La nueva Eloisa en sus alforjas de campaña, y leían a Tocqueville en los altos de la marcha, muchos de ellos luego caudillos que olvidaron sus letras y sus sueños libertarios porque el poder no quiere estorbos de conciencia, aun cuando se trate de ejecutar el progreso. Los próceres que se subieron a los caballos lo eran todo a la vez, como buenos enciclopedistas. Eran una conjunción y resumen de oficios: estrategas militares, filósofos iluministas, ideólogos liberales, doctrinarios masones, juristas imaginativos, legisladores osados, tribunos de salón y oradores de barricada, periodistas de hojas panfletarias, curas rebeldes a los cánones a veces, a veces terratenientes arruinados, a veces comerciantes encandilados por la libertad de comercio, a veces aristócratas en rebeldía. Escribían, además de proclamas, odas y sonetos. Son el todo creador, antes de que cada parte ciudadana reclame su especificidad y el todo se descom212

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ponga en sus partes insidiosas, y los actores revolucionarios se enfrenten entre ellos mismos en inquinas y disensiones, y de las quimeras magníficas de unidad se pase a las burdas fragmentaciones de territorios independientes. Eran jóvenes díscolos y radicales, hijos de obras prohibidas, filosofía y novelas, que entraban de contrabando escondidas en barriles de harina, y porque se trataba de ejemplares tan escasos había quienes los copiaban a mano en los mismos libros en cuarto mayor forrados con lona marinera donde transcribían también su correspondencia y llevaban sus cuentas, y aun la lista de la ropa sucia a entregar a las lavanderas. Hijos, por tanto, de ideas que causaban estragos y eran vistas como disolventes, enemigas de la monarquía absoluta y de la fe guardada por el Santo Tribunal del Santo Oficio, que sustentaba a la monarquía. Ideas acusadas de foráneas, con lo que se quería hacer ver que no tenían que ver con la realidad interna que hasta entonces nadie perturbaba. Ideas liberales, subversoras del poder de la aristocracia terrateniente y del clero dueño de los privilegios del régimen de propiedad de manos muertas, un término éste que parece inofensivo por inerme, pero que implicaba la acumulación de un inmenso poder económico por parte de la jerarquía eclesial. Y la francmasonería, donde militaban los sediciosos, era una internacional de conspiradores, una hermandad clandestina. Ideas, en fin, exóticas. Ideas trasplantadas a América con todo y los símbolos que las encarnaban. Véase si no el gorro frigio de los sans coulotte de las barricadas de la revolución francesa, que quedó extraviado en los escudos de armas de las nuevas repúblicas, desde Argentina hasta Cuba y Nicaragua, ya metido en el nuevo paisaje, porque en el escudo de Nicaragua fue sembrado en un palo encima de la cordillera de cinco volcanes, como sobre una barricada, uno por cada pobre e indefensa nueva nación centroamericana. El gorro frigio rojo sangre, como después la hoz y el martillo. Y los aires tropicales se llenaron, ya se sabe, de los acordes de los himnos nacionales republicanos que copiaban en sus acordes marciales a “La Marsellesa”. Yo me reconozco en la calidad doble del intelectual que imagina y también piensa, que inventa y a la vez predica, que no pone freno 213

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a la creación, pero tampoco a la calidad ética de su escritura, una calidad que viene desde aquellos intelectuales ilustrados de la época de la independencia, que también eran escritores y filósofos, y que tanto tuvieron que ver con las ideas que engendraron las lucha libertarias. El escritor que como Voltaire, o como Saramago, o como Fuentes, no deja nunca de estar pendiente de los temas ciudadanos, o el escritor como ciudadano que siempre está obligado a denunciar las situaciones de injusticia, porque para eso se lleva su cuaderno de encargos. Esto quiere decir que de no tratarse de una revolución dispuesta a sacudir desde sus cimientos una sociedad injusta, como la que ocurrió en Nicaragua, y dispuesta a derribar un poder obsceno y sanguinario, nunca me hubiera sentido atraído por la política. Una revolución que es un momento de llamado a filas, cuando muchos dejan sus oficios habituales, abandonan los escenarios de la vida común y pasan a otro distinto, e inesperado, que cambia para siempre sus vidas y las marca. El gran poeta nicaragüense Salomón de la Selva, que peleó en la Primera Guerra Mundial bajo la bandera de Inglaterra, lo dice mejor en “Vergüenza”, uno de sus poemas del libro El soldado desconocido: Éste era zapatero, éste hacía barriles, y aquel servía de mozo en un hotel de puerto... Todos han dicho lo que eran antes de ser soldados; ¿Y yo? ¿Yo qué sería que ya no lo recuerdo? ¿Poeta? ¡No! Decirlo me daría vergüenza.

Mi experiencia en la revolución fue una experiencia insustituible. Pero al fin y al cabo, una experiencia de poder. Otros escritores, tuvieron menos fortuna con el poder cuando lo buscaron. A Rómulo Gallegos, electo presidente de Venezuela en 1948, por el prestigio de haber escrito Doña Bárbara, lo derrocaron a los nueve meses los militares de polainas lustradas que parecían salidos de las páginas de Canaima, para los tiempos en que barbarie y jungla 214

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eran sinónimos en la literatura. Gallegos pretendía aplicar desde el poder un proyecto de reforma de la sociedad venezolana, tan rural y cerril todavía, como el que Santos Luzardo, el personaje de Doña Bárbara, quería aplicar en el mundo feudal de los llanos ganaderos del Apure. Pero a los militares no les bastó con derrocar a un escritor ilustre. Pocos años después, el dictador general Marcos Pérez Jiménez, uno de los golpistas, encargó a Camilo José Cela, de paso por Caracas, que escribiera, bajo remuneración, una contraparte de Doña Bárbara. De ese encargo salió una novela llena de falsos venezolanismos que se llamó La Catira. Es el mismo proyecto de instituciones modernas y democracia representativa que el escritor Juan Bosch quiso que apareciera como por arte de magia en la República Dominicana, al ser electo presidente de manera abrumadora en 1962, tras la caída de la feroz dictadura del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, y también a los nueve meses fue derrocado por los militares trujillistas que allí estaban todavía, porque eran demasiado reales para las artes de la magia democrática de Bosch. Ya se sabe también que a Mario Vargas Llosa lo derrotó en unas elecciones presidenciales un personaje que parece salido de las páginas de La casa verde, como aquel inmigrante japonés Fushía que enfermo de lepra viaja en una balsa por el río Marañón, en lo hondo de la Amazonía, para ir a morir al pudridero de la isla de San Pablo. Se trata, como pueden ver, de novelistas que resultan atrapados en los hilos de su propia imaginación. Pero Fujimori, el otro inmigrante japonés que llegó a presidente del Perú, dio paso a un personaje aún más atractivo, Vladimiro Montesinos, todopoderoso jefe de los servicios secretos que guardaba miles de cintas de video donde aparecía él mismo corrompiendo a jueces, magistrados, diputados, empresarios, periodistas, militares, siempre un sobre lleno de dinero en su mano mientras las cámaras secretas trabajaban. Allí hay otra novela esperando, La cueva de Montesinos. Vivimos aún en América Latina una realidad rural, un mundo anacrónico que es contemporáneo y a la vez cercano; y esa dimensión, desolada y esplendorosa, se expresa necesariamente en la imaginación; de lo rural nace eso que tanto se ha llamado realismo mágico. Y lo rural, envuelto en su vieja aura sorprendente, nos per215

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sigue aun dentro de las grandes ciudades, como México, São Paulo, Buenos Aires o Caracas. Y el lenguaje latinoamericano de los libros es todavía, en mucho, el lenguaje elíptico de los cronistas de Indias, un lenguaje fruto del asombro frente a lo desconocido que por primera vez se ve y se toca. Hay una ambición de volver a contar la historia, o reinventarla, o corregirla. Y para hablar de los asuntos de la vida privada, amor, celos, inquinas traiciones, ambiciones, aun del adulterio, los pasamos siempre por el tamiz de la vida pública, que es su escenario de fondo; es la historia con minúsculas dentro de la Historia con mayúscula. Eva Perón, la actriz provinciana que termina en la cumbre del poder, y que se encarna como mito en su propio cadáver, es el personaje de un mundo subyacente, que es de todas maneras rural aunque brille con fulgores urbanos, tal como lo describe Tomás Eloy Martínez en su novela Evita. E igual ocurre con Isabel Perón, la bailarina de cabaret que llegar a ser presidenta de Argentina, y tiene por consejero a un brujo que tira las cartas del Tarot cada mañana para aconsejar las decisiones de Estado, y que dispone de su propio escuadrón de la muerte para eliminar a los enemigos señalados por la cábala. Bien podrían ser personajes del Caribe, propios de las consabidas repúblicas bananeras. Y son, en todo caso, personajes de nuestra vida política, y la ficción sólo los copia. Todo es anacrónico pero contemporáneo, y por lo tanto, real. Sucede, o puede suceder, tanto en Buenos Aires como en Managua, donde el viejo Somoza mandaba en los años cincuenta que falsificaran los votos para robarse las elecciones de Miss Nicaragua a favor de su candidata, que a lo mejor era su amante, y en su zoológico doméstico hacía convivir a los prisioneros políticos en jaulas vecinas a las de los leones africanos y las panteras. O en Honduras, donde el dictador Tiburcio Carías había hecho instalar en los sótanos del palacio presidencial una silla eléctrica de voltaje moderado, suficiente para chamuscar las carnes de un prisionero bajo tortura, sin electrocutarlo. Entre nosotros, las dimensiones del poder continúan siendo fantasmagóricas, o esperpénticas, como gustaba a don Ramón del Valle-Inclán. No hay que olvidar, tampoco, que muchas veces la Historia contada por los novelistas viene a resultar más definitiva que la 216

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contada por los historiadores. El alcalde de Ciénaga, en el departamento de Magdalena, al inaugurar un modesto obelisco en el sitio de la masacre de los trabajadores bananeros ocurrida en 1928, frente a la antigua estación del ferrocarril, episodio que pasó a las páginas de Cien años de soledad, recordó en su discurso a las tres mil víctimas de ese día, un número que sólo está en la novela, en boca de José Arcadio Segundo, y que seguramente nunca llegó a ser tan grande. Pero ahora es una cifra oficial de la Historia. Haber pasado por la vida pública supone una marca indeleble para un escritor que se aventura más allá de la imaginación y busca alterar la realidad desde los hechos, que es, de todos modos, otra manera de imaginar. Alterar la historia haciéndola, no sólo contándola. Cuando se me pregunta qué me ha dejado el ejercicio de la política para la literatura, suelo responder que nada. La política, desde el gobierno, se vuelve un asunto de trámites, de agendas, de juegos protocolarios; y sobre todo, de mucha distancia con la gente. Aun en una revolución, los que gobiernan, por la fuerza de la rutina, y de los espacios congelados que crea el poder, van alejándose de la gente y de la realidad circundante. Los filtros palaciegos, las intermediaciones burocráticas, los informes, las cifras, terminan siendo la realidad. Pero la repuesta es diferente si se refiere al poder. Hay tres temas que son fuente y razón del oficio del escritor, y que están en el título de uno de los libros de cuentos de Horacio Quiroga: el amor, la locura y la muerte; asuntos que Gabriel García Márquez reduce sólo a dos, el amor y la muerte, pero que yo prefiero aumentar a cuatro: el amor, la locura, la muerte y el poder. El poder termina modificando la vida de quien lo ejerce, y de los que están colocados bajo su dominio. Es un paisaje circundante que no puede pasar inadvertido, un juego con dados cargados. La gente común, queriéndolo o no, vive dentro de una atmósfera que al cambiar, cambia sus propias vidas, sobre todo cuando los cambios son abruptos, y las vidas se convierten en manos de las viejas Parcas, armadas de poder, en eso que tan simplemente se ha dado en llamar juguetes del destino. El efecto del poder sobre las vidas privadas, he allí la fascinación. Pero hay otra fascinación en el hecho de ser parte de esa máquina capaz de alterar la vida de las gentes, y poder contarlo luego, 217

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contar la manera en que se mueven sus bielas y funcionan sus poleas y engranajes. El raro privilegio de vivir, como testigo y protagonista, en la entraña del poder y conocer desde dentro su sistema digestivo. Y además de que el poder de una revolución tiene atributos de cataclismo, de todas maneras es el mismo poder de siempre, el mismo de hace por lo menos diez mil años, con sus reglas ciegas, sus juegos, sus seducciones, su sensualidad, su erótica, vicios, liviandades, miserias y secretos. Noam Chomsky, uno de los estadounidenses más lúcidos de este siglo, dice que a pesar de que el ser humano ha venido desarrollando su capacidad científica y tecnológica, sus repuestas frente a la naturaleza y su dominio sobre ella, en cambio, sus pasiones y sus debilidades son las mismas de siempre, las mismas de miles de años atrás. Es por lo que Esquilo y Sófocles suenan tan frescos a nuestros oídos. Y sobre todo, cuando en sus dramas nos hablan de las luchas de poder, parece que fueran contemporáneos nuestros, viviendo en Lima, en México, en Bogotá o en Managua. El poder comienza a deteriorar los ideales que le dieron aliento desde el mismo día en que se asume. Es un ser viviente, y responde a las leyes de la vida, como todo lo que nace, crece y muere. Los ideales, íntegros al principio en toda su virtud romántica, dice Boris Pasternak en Doctor Zhivago, ya pierden algo cuando se transforman en leyes; y cuando esas leyes se aplican, ya pierden mucho más de aquella virtud primigenia. Es la manera en que como escritor he visto el poder, como un fascinante proceso que impulsa, deslumbra, discrimina, y luego enfrenta, y divide. Del otro lado está la búsqueda del consenso, que equilibra y armoniza, y crea la estabilidad democrática; pero una revolución hecha por jóvenes, y nunca hay revoluciones hechas por viejos, difícilmente busca consensos, sobre todo cuando el proyecto transformador se base en el presupuesto de la totalidad. Cambiarlo todo, alterarlo todo. He aquí la gran contradicción. Una revolución fraguada en su momento, en base a los elementos históricos del momento, en un escenario determinado, y hecha por jóvenes que privilegian los ideales y desprecian los castigos inclementes de la realidad, y que convierten la ideología en una virtud sin fisuras, es necesariamente un proceso radical. No hay, por lo tanto, revoluciones moderadas. Eso haría 218

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que las revoluciones nacieran viejas, y ya sería un contrasentido. Es la hora de incendiar el universo, acelerar el cataclismo, magma y lava derretida brotando de la tierra abierta en llamas. Pero el poder, inconmovible como es, cumple sus reglas. Y el poder pensado para siempre, eso que llamamos entonces proyecto histórico, viene a resultar un imposible. Una paradoja en la que uno consume su propia vida. Las política militante es una experiencia de mi vida de escritor. Habrá quienes han tenido una experiencia de escritor en su vida de políticos. Y seguramente por eso de que el escritor ha dominado en mi vida, nunca fui ese animal político de que he oído hablar, que cae y se levanta como si nada, y vuelve a empezar como si nada, la piel de lagarto resistente al filo de cualquier cuchillo. Ésos son los que tienen madera de caudillos. En América Latina los caudillos siguen siendo una realidad persistente porque, quiero repetirlo, nuestra cultura sigue teniendo un hondo sustrato rural. De la política me queda, como a Voltaire, el gusto por el oficio de hombre público, el que siempre quiere opinar mientras haya problemas sobre los que opinar, el espíritu crítico que nunca habrá de alejarme del debate. Pero también me queda el gusto por la tolerancia, y la desilusión de las ideas eternas y los credos inviolables, de las verdades para siempre. Me queda el gusto ciudadano, de que habla Saramago. Y me queda, para siempre, la fe en las utopías. Creo que la sociedad perfecta no es posible, pero nunca dejaré de creer que la justicia, la equidad, y la compasión, son posibles. Que los más pobres tienen derecho a vivir con dignidad, y a sentarse en el banquete de la civilización, a participar del desarrollo tecnológico, y del bienestar, que son dones de toda la humanidad. Ésa es la utopía, que volverá triunfante algún día, cuando el péndulo que anda lejos, regrese de su viaje hacia la oscuridad, y el desamparo. Las torres de la ciudad del sol, brillan siempre a lo lejos. Y por mucha que sea la distancia, uno tiene que verlas siempre como si pudiera tocarlas con la mano. Imaginar, que es una forma de acercarse a la utopía. Cartagena de Indias, julio de 2007.

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Los verdaderos vicios se adquieren temprano

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l libro que mejor recuerdo de mi temprana adolescencia en Masatepe es La condesa Gamiani. Era un libro clandestino, más bien un cuaderno mecanografiado con pastas de papel manila y cosido con hilo como los folios judiciales, que amenazaba deshacerse de tan manoseado. Su dueño era un lejano primo por parte de mi madre, llamado Marcos Guerrero, de pelo y barba rizada y ojos de fiebre, como un personaje de D. H. Lawrence, que hablaba arrastrando las palabras con deje algo ronco y cansino. Vivía solitario en una casa desastrada, sus gallos de pelea por única compañía, desde que su hermano Telémaco se había suicidado de un balazo en la cabeza. Marcos Guerrero guardaba la copia a máquina de La condesa Gamiani en un cajón de pino, de esos de embalar jabón de lavar ropa, junto con libros tan dispares como El conde Montecristo, Gog de Giovanni Papini o Flor de Fango de Vargas Vila. Ésa era su biblioteca secreta, y la primera a la que tuve acceso. De modo que mi lectura de La condesa Gamiani, que pasaba de mano en mano entre mis compañeros de la escuela, fue una iniciación no sólo en el rito de la lectura, sino también en el de la sensualidad. Trataba de una condesa pervertida, muy refinada en sus juegos sexuales que solía ejecutar no sólo con hombres de cualquier calaña, criados o nobles, y con otras mujeres, sino también con animales, principalmente perros de caza. Sólo muchos años después, en 221

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mis correrías por tantas librerías, volví a encontrarme con la condesa Gamiani, y descubrí que aquel libro inolvidable, Gamiani, dos noches de pasión, no había sido escrito por una mano anónima como siempre había creído, pues en ninguna parte del viejo cuaderno se mencionaba el nombre del autor. Era una obrita de Alfred de Musset, del año 1833, no por menor menos deliciosa para un adolescente ansioso de penetrar en los secretos de la carne, con todo lo que entonces tenía de mito y adivinación a ciegas. Esa sensualidad de las lecturas ha permanecido intacta en mí desde entonces, y se ha trasladado al cuerpo mismo de los libros. Siempre entro en ellos oliendo primero su perfume al abrirlos, y no dejo de recordar con inacabada nostalgia aquellos tomos en rústica de cuadernillos cerrados que era necesario romper con un abrecartas porque en la imprenta no los refilaban, una manera de ir penetrando poco a poco en los secretos de la lectura oculta en cada pliego sellado. Por eso es que desconfío tanto de esas horribles predicciones de un futuro en que no habrá más libros que acariciar y que oler, porque toda lectura será electrónica y esas caricias deberemos traspasarlas a las frías pantallas de cuarzo. Las lecturas primeras persisten siempre en la memoria, como las huellas de un camino que todavía no sabemos adónde habrá de llevarnos. Y volvemos a veces a andar sobre esas mismas huellas, volvemos a leer lo leído, volvemos a encantarnos, o nos desencantamos. Recuerdo por ejemplo El infierno de Henri Barbusse, al que regresé años después, encandilado aún por los fulgores que me dejó su lectura cuando adolescente. Mejor no hubiera regresado. Sentí el libro pobre, lleno de lugares comunes, y sería seguramente porque cada lectura en cada momento está teñida por un aura particular, y por el estado de ánimo que nos domina en ese momento, y que tiene que ver con las carencias, o con los excesos de la edad. También están los libros desaparecidos, extraviados o robados, que echaremos siempre en falta, como aquel pequeño tomo de la editorial Aguilar con las poesías completas de Rubén Darío, empastado en cuero e impreso en papel biblia, como un misal, que me regalaron una vez las autoridades del Ministerio de Educación Pública porque participé en nombre de mi departamento de Masaya en la eliminatoria nacional de un concurso escolar de 222

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declamación. Gracias a ese obsequio aprendí de memoria a Darío, y pude repetir sus poemas desde mis tiempos de estudiante, o contradecir a otros que se precian de conocerlos tan bien como yo, en justas de cantina, o en tertulias hasta el amanecer. Y a Darío siempre regreso con la misma fruición religiosa de aquellos entonces, una lectura sustancial en la que puedo descubrir siempre nuevas aristas, nuevas oquedades, nuevos misterios. También a Chejov regreso con toda confianza, como quien visita una casa a la que se puede entrar sin llamar porque sabemos que la puerta no tiene cerrojo, y lo imagino siempre sosteniendo sus quevedos de médico provinciano para examinar a las legiones de pequeños seres que se mueven por las páginas de sus cuentos y sus piezas de teatro, tan tristes de tan cómicos, y tan desvalidos, repartidos en las catorce categorías del escalón burocrático fijado por las ordenanzas de Pedro el Grande, cada quien vestido con su uniforme de rigor, y todas aquellas mujeres que envejecen mientras esperan. Son los que me enseñaron a escribir, como O’Henry también, ahora tan olvidado, pero cuyo cuentos, que repasé tantas veces en aquel tomo de tapas rojas, siguen siendo para mí una lección de precisión matemática, como perfectos teoremas que se resuelven sin tropiezos, qué mejor ejemplo sino que Los Reyes Magos; y lo imagino aburrido en su exilio del puerto de Trujillo en la costa del Caribe de Honduras, adonde había huido después de defraudar a un banco, y donde escribió su novela De coles y reyes; y Horacio Quiroga y sus cuentos de Amor, de locura y de muerte, que me hicieron aprender que el arte de escribir es tantas veces el arte de suprimir. Y hay otros libros que tampoco se olvidan. La perla, de John Steinbeck, el primero que leí en inglés, esforzándome en noches de desvelo con el diccionario Webster de bolsillo, durante aquel curso de verano en al escuela de idiomas de la Universidad de Kansas en 1966. Y la vez que tirado sobre la hierba bajo un tilo en el Volkspark de Berlín en 1973, cerré el ejemplar de La metamorfosis y le dije triunfalmente a Tulita, mi mujer: “Ya puedo leer a Kafka en alemán”. Lecturas infinitas e infinitas esperas por más lecturas. En mi biblioteca de Managua tengo más libros de los que alcanzaré a leer 223

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durante mi vida, y sin embargo, cada vez que entro en una librería me domina la avidez de quien no es dueño de uno solo y regreso siempre de cada viaje con las maletas llenas de libros, o me los hago enviar por correo, como la vez que compré en una librería de viejo en Clermont-Ferrand La comedia humana de Balzac, treinta tomos empastados en amarillo por novecientos francos, qué vicioso desde niño puede perderse de una ganga así, me dije, y cuando ya cerrado el trato le pregunté al librero por qué una colección tan barata, dio una chupada a su Gauloise y me respondió que porque ocupaba mucho espacio en sus estantes. Allá él. Managua, agosto de 2002.

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Sobre las fuentes

“Señor de los tristes”, ponencia en el X Congreso Cervantino celebrado en Guanajuato, México, en febrero de 1998. “Hijo y padre, maestro y discípulo”, Jornada del 150 Aniversario del Nacimiento de José Martí (1853-1895), Universidad Centroamericana, Managua, enero de 2003; Revista Encuentro de la Cultura Cubana, nº 26-27, Madrid, otoño/invierno de 2002-2003. “En el rincón de un quicio oscuro”, prólogo a España contemporánea, de Rubén Darío (1867-1916). Madrid: Alfaguara, 1998. Edición conmemorativa del centenario de la Guerra de Cuba entre España y Estados Unidos. Fue leída por su autor en Casa de América, Madrid, en junio de 1998. “Primeras letras con Borges”, ponencia en el “Encuentro Borges y yo”, Buenos Aires, 2 al 4 de junio de 1999, organizado por el Fondo Nacional de las Artes y el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Maryland, en conmemoración del centenario del nacimiento de Jorge Luis Borges (18991986). “Castillo de luces”, prólogo a la edición crítica de Mulata de Tal, de Miguel Ángel Asturias (1899-1974), en la colección Archivos dirigida por Amos Segala, Madrid/París, 2001, conmemorativa del centenario del nacimiento del autor. “El río de la pasión”, prólogo al libro de Francisco Rodríguez Cascante, Autobiografía y dialoguismo, el género literario y el río, novelas de caballería. San José: Universidad de Costa Rica, 1998.

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“Una épica doméstica”, prólogo a Odas elementales y Otras odas, de Pablo Neruda (1904-1973), en Obras completas. Buenos Aires: Sudamericana, 2004. “Esplendor del caribe”, lección magistral en el Primer Congreso Internacional de Lengua, Literatura y Educación, San Juan, Puerto Rico, 31 de mayo al 3 de junio de 2004; centenario del nacimiento de Alejo Carpentier (1904-2004). “El infierno tan temido”, prólogo a El poder y la gloria, de Graham Greene (1904-1991).Barcelona: Círculo de Lectores, 2003. “Con garra de animal de presa”, prólogo a los Cuentos completos de Juan Bosch (1909-2001). México: Alfaguara, 2002. “El que nunca deja de crecer”, prólogo a Julio Cortázar, el otro lado de las cosas, de Miguel Herráez; biografía de Julio Cortázar (1914-1984). Valencia: Institución Alfonso el Magnánimo, 2001. “El Evangelio según Cortázar”, leído en el homenaje a Julio Cortázar en el 20 aniversario de su muerte, Universidad de Guadalajara, febrero de 2004. Publicado en la Revista de la Universidad de México, nº 30, agosto de 2006; revista Cronopio, 21 edición, mayo de 2010. “Un friso oscuro y esplendoroso”, prólogo a Hijo de hombre, de Augusto Roa Bastos (1917-2005). Buenos Aires: Librería y Editorial Eterna Cadencia, 2011. “Don José”, en El País, Madrid, octubre de 1998; en ocasión de la concesión del Premio Nobel de Literatura a José Saramago (1922-2010). “Horno al rojo vivo”, en Nuevo Amanecer Cultural, El Nuevo Diario, Managua, agosto de 1998, en ocasión de la muerte de Carlos Martínez Rivas (1925-1998). Escogido como prólogo a la selección poética del autor a ser publicada en la colección “Poesía para todos” del diario El País, Madrid, dirigida por José Manuel Caballero Bonald; en 2008 el texto fue vetado por el gobierno de Nicaragua, dueño de los derechos de la obra de Martínez Rivas, y el libro tuvo que ser sacado de la colección. “Nada llega a perderse”, en el número especial de la revista Cambio, octubre 2002, Bogotá, conmemorativo de la aparición de Vivir para contarlo, memorias de Gabriel García Márquez (1927).

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“Atajos de la verdad”, epílogo a la edición conmemorativa de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, en los 40 años de su aparición y en los 80 años del nacimiento del autor. Madrid: Real Academia Española de la Lengua/Asociación de Academias de la Lengua Española/Alfaguara, 2007. “De guapos de tiempos idos”, publicado en la revista Nexos, nº 370, octubre de 2008, México. Leído en el homenaje a los 80 años de Carlos Fuentes, noviembre de 2008, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, México. “La manzana de oro”, epílogo a la edición conmemorativa de La región más transparente, de Carlos Fuentes, en los 50 años de su aparición. Madrid: Real Academia Española de la Lengua/Asociación de Academias de la Lengua Española/Alfaguara, 2008. “El regreso de la diosa”, prólogo a Los años con Laura Díaz, de Carlos Fuentes (1928-2012), en Obras reunidas, vol. I. México: Fondo de Cultura Económica, 2007. “Cuadernos de encargos”, conferencia magistral en el I Encuentro Internacional de Becas Líder, Fundación Carolina, Cartagena de Indias, 10 al 14 de julio de 2007. Publicado en la revista Hispamérica, Universidad de Maryland, College Park, nº 108, diciembre de 2007; revista Cuadernos Hispanoamericanos, nº 693, Madrid, diciembre de 2008; revista Encuentro, nº 79, 2008. “Los verdaderos vicios se adquieren temprano”, introducción al catálogo de la Feria del Libro de Guadalajara, noviembre de 2002.

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