La liturgia y los sacramentos en el derecho de la Iglesia [3ª ed.]
 9788431324827

Table of contents :
Índice general

Siglas y abreviaturas
Presentación
Nota a la tercera edición
Nota a la segunda edición
Parte primera. Cuestiones generales
Capítulo I. El derecho litúrgico-sacramental en el sistema codicial y en la ciencia canónica
Capítulo II. La función de santificar de la iglesia
I. Relación entre la función de santificar y la liturgia
II. Participación en las acciones litúrgicas. El carácter sacerdotal del pueblo de Dios
Capítulo III. Regulación canónica del culto divino:Competencias normativas
I. Principios fundamentales
II. Competencias normativas generales
III. Competencias de la sede apostólica
IV. Competencias del obispo diocesano
V. Competencias de las conferencias episcopales
VI. Deber de los ministros sagrados
Capítulo IV. La disciplina litúrgica y sacramental en perspectiva ecuménica
I. Fuentes normativas
II. Ordenación canónica de la «communicatio in sacris»
Capítulo V. Exigencias de justicia en el ejercicio de la función santificadora
I. Relaciones jerarquía-fieles en la administración de los sacramentos y en otros actos de culto
II. Actividad litúrgica en general
III. Actividad sacramental
Parte segunda. Los sacramentos de la nueva alianza
Capítulo VI. Presupuestos doctrinales básicos y dimensión jurídica de los sacramentos
I. Presupuestos doctrinales básicos
II. Naturaleza jurídica de los sacramentos
Sección primera. Los sacramentos de la iniciación cristiana; bautismo, confirmación, eucaristía
Capítulo VII. El sacramento del bautismo
I. Naturaleza y estructura sacramental del bautismo
II. Relevancia jurídica del bautismo
III. El ministro del bautismo
IV. Sujeto del bautismo
V. Los padrinos: funciones y requisitos canónicos
VI. Prueba y anotación del bautismo
Capítulo VIII. El sacramento de la confirmación
I. La estructura sacramental de la confirmación y su proyección canónica
II. El ministro de la confirmación
III. La persona que va a ser confirmada
IV. Los padrinos: función y requisitos canónicos
Capítulo IX. La santísima eucaristía
I. La santísima eucaristía y el misterio de la iglesia
II. La celebración eucarística y modos de participación
III. Los ritos sacramentales: aspectos disciplinares más importantes
Capítulo X. El ministro de la santísima eucaristía
I. El ministro del sacrificio eucarístico (sacramento-sacrificio)
II. Ministro de la sagrada comunión (sacramento-comunión)
III. Ministro de la exposición y bendición eucarística (sacramento- presencia)
Capítulo XI. Participación de los fieles en la eucaristía
I. Participación de los fieles en la Eucaristía
II. Participación en la Comunión eucarística
Capítulo XII. Intenciones de la misa y estipendios
I. Anotación introductoria
II. Criterios y normas básicas del CIC
III. Acumulación de estipendios de misas: El Decreto de 22.II.1991
Sección segunda. Los sacramentos de curación: Penitencia y unción de los enfermos
Capítulo XIII. El sacramento de la penitencia
I. Introducción
II. El signo sacramental
III. La celebración del sacramento
Capítulo XIV. Sacramento de la penitencia: el ministro y el fiel penitente
I. El ministro del sacramento de la penitencia
II. Especiales deberes en el ejercicio del ministerio de la penitencia
III. El penitente
Capítulo XV. Las indulgencias
Capítulo XVI. El sacramento de la unción de los enfermos
I. Institución divina de este sacramento
II. El signo sacramental
III. Los efectos del sacramento
IV. El ministro de la unción de los enfermos
V. Los fieles a quienes ha de administrarse el sacramento
Sección tercera. Los sacramentos al servicio de la comunidad: el orden y el matrimonio
Capítulo XVII. El sacramento del orden
I. Cuestiones generales de índole doctrinal
II. El ministro del sacramento del orden
III. Capacidad para recibir el orden sagrado
IV. Requisitos de licitud
V. Idoneidad del candidato
VI. Requisitos previos a la ordenación
VII. Irregularidades e impedimentos
VIII. La documentación requerida y el escrutinio sobre la idoneidad .
IX. Inscripción y certificado de la ordenación
Capítulo XVIII. El sacramento del matrimonio. Cuestiones doctrinales básicas
I. Introducción
II. El matrimonio entre bautizados: sacramento de la nueva alianza
III. Estructura y eficacia sacramental del matrimonio
IV. Identidad entre matrimonio y sacramento
V. Consecuencias teológico-canónicas de la inseparabilidad
Capítulo XIX. La dimensión sacramental del matrimonio en la vigente legislación codicial
I. El principio de inseparabilidad en las codificaciones latina y oriental
II. Fe y pacto conyugal entre bautizados
III. Forma canónica y forma litúrgica
IV. Relevancia jurídica de la significación sacramental
V. El consentimiento y los aspectos sacramentales del matrimonio
VI. La preparación adecuada para el matrimonio en la disciplina canónica vigente
Parte tercera. Otros actos de culto. Lugares y tiempos sagrados
Capítulo XX. Otros actos de culto
I. Los sacramentales
II. Liturgia de las horas
III. Exequias eclesiásticas
IV. El culto de los santos, de las imágenes sagradas y de las reliquias
V. El voto y el juramento
Capítulo XXI. Lugares sagrados
Capítulo XXII. Tiempos sagrados
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TOMÁS RINCÓN-PÉREZ

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA Tercera edición actualizada

EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A. PAMPLONA

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Primera edición: Marzo 1998 Segunda edición: Agosto 2001 Tercera edición: Agosto 2007 © Copyright 2007. Tomás Rincón-Pérez Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA) ISBN: 978-84-313-2482-7 Depósito legal: NA 0.000-2007 Nihil Obstat: Carmelo de Diego-Lora Imprimatur: José Luis Zugasti, Vicario General Pamplona, 8-XII-1997 Foto cubierta: El Cordero y los ancianos. Beato de Fernando I. Biblioteca Nacional Tratamiento: PRETEXTO. Pamplona Impreso en: GRAPHYCEMS, S.L. Pol. San Miguel. Villatuerta (Navarra) Printed in Spain – Impreso en España

Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA) Plaza de los Sauces, 1 y 2. 31010 Barañáin (Navarra) - España Teléfono: +34 948 256 850 - Fax: +34 948 256 854 e-mail: [email protected]

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

ÍNDICE GENERAL

SIGLAS Y ABREVIATURAS ...........................................................................................

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NOTA A LA TERCERA EDICIÓN .....................................................................................

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NOTA A LA SEGUNDA EDICIÓN .....................................................................................

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PRESENTACIÓN

PARTE PRIMERA CUESTIONES GENERALES CAPÍTULO I EL DERECHO LITÚRGICO-SACRAMENTAL EN EL SISTEMA CODICIAL Y EN LA CIENCIA CANÓNICA I. ANOTACIONES HISTÓRICAS ................................................................................ 1. El derecho litúrgico-sacramental en el CIC 17 ........................................ 2. La renovación litúrgica en el Concilio y en la etapa posterior ................ 3. Los trabajos de codificación ..................................................................... II. EL SISTEMA CODICIAL DE LA IGLESIA LATINA ................................................... 1. Las dos grandes tradiciones litúrgicas de oriente y occidente ................. 2. La tradición latina y su sistema codicial .................................................. III. PERSPECTIVA ADOPTADA EN EL TRATAMIENTO DEL DERECHO LITÚRGICO-SACRAMENTAL ............................................................................................................

33 33 35 36 37 37 39 40

CAPÍTULO II LA FUNCIÓN DE SANTIFICAR DE LA IGLESIA I. RELACIÓN ENTRE LA FUNCIÓN DE SANTIFICAR Y LA LITURGIA ........................... 1. Valor santificador y cultual de la liturgia ................................................. 2. Centralidad de la liturgia eucarística ........................................................ 3. La eficacia santificadora de otros medios litúrgicos no sacramentales ... 4. Medios de santificación no litúrgicos .......................................................

43 43 45 46 47

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

II. PARTICIPACIÓN EN LAS ACCIONES LITÚRGICAS. EL CARÁCTER SACERDOTAL DEL PUEBLO DE DIOS .............................................................................................. 1. Cooperación orgánica de los dos sacerdocios en la celebración litúrgica . 2. Participación del fiel no ordenado en las acciones litúrgicas: tareas propias y tareas de suplencia ......................................................................... 3. Precisiones sobre el término «ministerio laical» ...................................... 4. Las nuevas normas de la Santa Sede: la Instrucción Ecclesiae de Mysterio de 15.VIII.1997 .......................................................................................... III. RELACIÓN ENTRE FE Y CULTO CRISTIANO ..........................................................

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CAPÍTULO III REGULACIÓN CANÓNICA DEL CULTO DIVINO: COMPETENCIAS NORMATIVAS I. PRINCIPIOS FUNDAMENTALES ............................................................................ II. COMPETENCIAS NORMATIVAS GENERALES .......................................................... 1. La sagrada liturgia en general .................................................................. 2. Los Sacramentos ....................................................................................... 3. Los Sacramentales .................................................................................... III. COMPETENCIAS DE LA SEDE APOSTÓLICA ......................................................... IV. COMPETENCIAS DEL OBISPO DIOCESANO ........................................................... V. COMPETENCIAS DE LAS CONFERENCIAS EPISCOPALES ....................................... 1. Competencias legislativas atribuidas por el derecho común ................... 2. Adaptaciones de los libros litúrgicos (c. 838 § 3) .................................... a) Criterios Conciliares ........................................................................... b) Adaptaciones previstas en los libros litúrgicos .................................. c) Inculturación de la liturgia romana: la Instr. Varietates Legitimae de 1994 ............................................................................................... d) La Instr. Liturgiam authenticam (28.III.2001) ................................... VI. DEBER DE LOS MINISTROS SAGRADOS ...............................................................

59 60 60 61 61 62 63 65 66 67 67 68 69 72 72

CAPÍTULO IV LA DISCIPLINA LITÚRGICA Y SACRAMENTAL EN PERSPECTIVA ECUMÉNICA. LA «COMMUNICATIO IN SACRIS» I. FUENTES NORMATIVAS ...................................................................................... 1. La disciplina antigua y el nuevo enfoque doctrinal y disciplinar del Vaticano II ....................................................................................................... 2. El primer Directorio ecuménico (1967) ................................................... 3. El CIC y la vigencia parcial del Directorio .............................................. 4. El nuevo Directorio ecuménico (1993) .................................................... 5. El derecho particular ................................................................................ II. ORDENACIÓN CANÓNICA DE LA «COMMUNICATIO IN SACRIS» ............................ 1. Cambio terminológico .............................................................................. 2. La oración en común: las celebraciones ecuménicas ............................... 3. Uso común de lugares sagrados y de otros objetos de culto ................... 4. Participación conjunta en el culto litúrgico no sacramental .................... 5. La comunicación en los sacramentos ....................................................... 6. La comunicación en la Eucaristía ............................................................ 7. La comunicación en la Eucaristía en los últimos Documentos de la Sede Apostólica .................................................................................................

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ÍNDICE GENERAL

CAPÍTULO V EXIGENCIAS DE JUSTICIA EN EL EJERCICIO DE LA FUNCIÓN SANTIFICADORA I. RELACIONES JERARQUÍA-FIELES EN LA ADMINISTRACIÓN DE LOS SACRAMENTOS Y EN OTROS ACTOS DE CULTO ........................................................................... II. ACTIVIDAD LITÚRGICA EN GENERAL ................................................................. 1. El derecho a una participación activa en las acciones litúrgicas ............. 2. El derecho a participar en la acción litúrgica según el modo propio de cada fiel .................................................................................................... 3. Derecho a participar en una acción litúrgica celebrada rectamente ......... 4. Derecho al propio rito .............................................................................. 5. Los derechos de los fieles reconocidos por la Instr. «Redemptionis Sacramentum» (25-III-2004) .................................................................... III. ACTIVIDAD SACRAMENTAL ............................................................................... 1. Reconocimiento canónico del derecho a recibir los sacramentos ............ 2. Límites al ejercicio del derecho a los Sacramentos ................................. 3. Peculiaridades de algunos sacramentos .................................................... 4. Preparación presacramental: deber y derecho ..........................................

91 92 93 93 95 95 95 97 97 98 99 100

PARTE SEGUNDA LOS SACRAMENTOS DE LA NUEVA ALIANZA CAPÍTULO VI PRESUPUESTOS DOCTRINALES BÁSICOS Y DIMENSIÓN JURÍDICA DE LOS SACRAMENTOS I. PRESUPUESTOS DOCTRINALES BÁSICOS .............................................................. 1. Noción de sacramento .............................................................................. 2. Elementos esenciales ................................................................................ 3. Duplicidad de efectos sacramentales ........................................................ 4. Dimensión eclesial de los Sacramentos ................................................... II. NATURALEZA JURÍDICA DE LOS SACRAMENTOS .................................................. 1. Celebración y administración según justicia ............................................ 2. Eficacia jurídica de los sacramentos ........................................................ 3. Los sacramentos como objeto de regulación canónica ............................

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SECCIÓN PRIMERA LOS SACRAMENTOS DE LA INICIACIÓN CRISTIANA; BAUTISMO, CONFIRMACIÓN, EUCARISTÍA CAPÍTULO VII EL SACRAMENTO DEL BAUTISMO I. NATURALEZA Y ESTRUCTURA SACRAMENTAL DEL BAUTISMO ............................. 1. El signo sacramental ................................................................................. 2. Los efectos sacramentales ........................................................................ II. RELEVANCIA JURÍDICA DEL BAUTISMO .............................................................. 1. Eficacia jurídica ........................................................................................

121 121 122 123 123

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

III. IV.

V. VI.

2. La necesidad del bautismo y su proyección sobre la disciplina bautismal . 3. El bautismo y la sacramentalidad del matrimonio ................................... 4. El bautismo como vínculo de unidad ....................................................... EL MINISTRO DEL BAUTISMO ............................................................................. 1. Normas generales ..................................................................................... 2. La función de la parroquia en la administración del bautismo ................ SUJETO DEL BAUTISMO ..................................................................................... A. Principios generales .................................................................................. 1. Capacidad para recibir el bautismo .................................................... 2. Bautismo bajo condición .................................................................... a) Norma general .............................................................................. b) Los bautizados en una comunidad eclesial no católica ................ 3. La debida preparación prebautismal .................................................. B. Celebración del bautismo de niños .......................................................... 1. El bautismo de los niños en la praxis multisecular de la Iglesia ....... 2. Garantías canónicas para la licitud del bautismo de los niños ........... 3. Las garantías canónicas y el derecho al bautismo ............................. C. Celebración del bautismo de adultos ........................................................ 1. Requisitos de validez y licitud ........................................................... 2. El deber de la preparación catecumenal y el derecho al bautismo .... LOS PADRINOS: FUNCIONES Y REQUISITOS CANÓNICOS ..................................... PRUEBA Y ANOTACIÓN DEL BAUTISMO .............................................................. 1. Norma cautelar ......................................................................................... 2. Prueba testifical ........................................................................................ 3. Prueba documental: la inscripción en el libro de bautismo ..................... a) Responsable de la inscripción ............................................................ b) Contenido general de la inscripción ................................................... c) Inscripción de un hijo de madre soltera ............................................. d) Inscripción de un hijo adoptivo ..........................................................

CAPÍTULO VIII EL SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN I. LA ESTRUCTURA SACRAMENTAL DE LA CONFIRMACIÓN Y SU PROYECCIÓN CANÓNICA ............................................................................................................ 1. El signo sacramental ................................................................................. 2. Los efectos del sacramento y su proyección canónica ............................. II. EL MINISTRO DE LA CONFIRMACIÓN .................................................................. 1. Historia reciente ........................................................................................ 2. Disciplina vigente ..................................................................................... III. LA PERSONA QUE VA A SER CONFIRMADA ......................................................... 1. Requisitos de capacidad ........................................................................... a) Sólo el bautizado ................................................................................ b) El bautizado aún no confirmado ........................................................ c) Todo bautizado ................................................................................... 2. Requisitos de licitud ................................................................................. a) El peligro de muerte ........................................................................... b) El caso de los infantes y de los equiparados a ellos (c. 99) por carecer habitualmente del uso de razón .......................................................... c) Los supuestos normales ...................................................................... 3. Obligaciones y derechos del fiel .............................................................. a) Obligación de recibir el sacramento en el tiempo oportuno .............. b) El derecho a recibir el sacramento en el tiempo oportuno ................. c) La preparación presacramental como deber y como derecho ............ 4. La disciplina sobre la edad para la confirmación .....................................

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ÍNDICE GENERAL

a) Pervivencia de la tradición en la Iglesia Oriental .............................. b) Apertura a una nueva disciplina en la Iglesia latina .......................... c) Problemas teológicos y pastorales subyacentes ................................. IV. LOS PADRINOS: FUNCIÓN Y REQUISITOS CANÓNICOS ..........................................

160 160 162 164

CAPÍTULO IX LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA I. LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA Y EL MISTERIO DE LA IGLESIA ............................... II. LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA Y MODOS DE PARTICIPACIÓN ............................. III. LOS RITOS SACRAMENTALES: ASPECTOS DISCIPLINARES MÁS IMPORTANTES ........ 1. La materia del Sacrificio eucarístico ........................................................ 2. La Consagración bajo las dos especies .................................................... 3. La comunión bajo las dos especies .......................................................... 4. Tiempo y lugar de la celebración Eucarística ..........................................

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CAPÍTULO X EL MINISTRO DE LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA I. EL MINISTRO DEL SACRIFICIO EUCARÍSTICO (SACRAMENTO-SACRIFICIO) ........... 1. Capacidad: aspectos dogmáticos .............................................................. 2. Aspectos disciplinares .............................................................................. a) Celebración lícita de la Santa Misa .................................................... b) Observancia de las leyes litúrgicas ..................................................... c) Concelebración ................................................................................... d) Invitación a la celebración diaria del Sacrificio eucarístico .............. e) Celebración del Sacrificio eucarístico en el mismo día ..................... II. MINISTRO DE LA SAGRADA COMUNIÓN (SACRAMENTO-COMUNIÓN) ................... 1. Ministros ordinarios y extraordinarios ..................................................... 2. La interpretación auténtica de 1988 ......................................................... a) Antecedentes Legales ......................................................................... b) Origen y motivos de la respuesta ....................................................... 3. El art. 8 de la Instrucción de 1997 ........................................................... 4. Naturaleza supletoria de la función del laico como ministro extraordinario de la comunión .................................................................................... 5. El ministro extraordinario de la Sagrada Comunión en la Instr. Redemptionis Sacramentum ................................................................................... III. MINISTRO DE LA EXPOSICIÓN Y BENDICIÓN EUCARÍSTICA (SACRAMENTO-PRESENCIA) 1. El culto a la santísima Eucaristía ............................................................. 2. Ministro de la exposición y bendición; ministro extraordinario de la exposición ......................................................................................................... 3. La reserva del Santísimo. El sagrario ....................................................... 4. La tutela de la Santísima Eucaristía .........................................................

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CAPÍTULO XI PARTICIPACIÓN DE LOS FIELES EN LA EUCARISTÍA I. PARTICIPACIÓN DE LOS FIELES EN LA EUCARISTÍA ............................................. 1. Obligación y derecho a una participación activa ..................................... 2. La participación a través de los «ministerios» litúrgicos; el servicio al altar de las mujeres ................................................................................... 3. La reserva de la Homilía, durante la santa Misa, al sacerdote o al diácono II. PARTICIPACIÓN EN LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA .................................................

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

A. Derecho de todo bautizado a recibir la Eucaristía ................................... 1. Principio general ................................................................................. 2. Límites establecidos por el Derecho; el problema específico de los divorciados .......................................................................................... 3. La conciencia de pecado grave y la obligación de confesarse ........... 4. Primera comunión: edad y preparación debidas ................................ a) Edad requerida .............................................................................. b) Preparación debida ....................................................................... c) Responsables de impartir la preparación ...................................... B. La facultad para comulgar dos veces al día ............................................. C. La obligación de comulgar ....................................................................... 1. El precepto pascual ............................................................................. 2. La comunión en forma de viático .......................................................

203 203 204 208 208 208 209 209 210 211 211 212

CAPÍTULO XII INTENCIONES DE LA MISA Y ESTIPENDIOS I. ANOTACIÓN INTRODUCTORIA ............................................................................ 1. Legitimación teológica y pastoral ............................................................ 2. Reglamentación canónica: Código y normas diocesanas ........................ II. CRITERIOS Y NORMAS BÁSICAS DEL CIC .......................................................... 1. Aceptación del estipendio y obligaciones de justicia .............................. a) Obligaciones del celebrante ................................................................ b) La transmisión a otros de los estipendios recibidos ........................... c) El registro de los estipendios recibidos .............................................. 2. Evitación de toda apariencia de lucro o de negocio ................................. a) Fijación oficial del estipendio ............................................................ b) Número de estipendios que pueden recibirse en el mismo día .......... III. ACUMULACIÓN DE ESTIPENDIOS DE MISAS: EL DECRETO DE 22.II.1991 ........... 1. La praxis de las misas pluriintencionales ................................................. 2. Objetivos y normas principales del Decreto ............................................ 3. La prohibición absoluta del art. 1 ............................................................. 4. La excepción de ley del art. 2 .................................................................. 5. Destino de los estipendios legítimamente acumulados ............................ 6. Otros deberes complementarios ...............................................................

213 213 214 217 217 217 218 219 219 220 221 223 223 224 225 226 227 228

SECCIÓN SEGUNDA LOS SACRAMENTOS DE CURACIÓN: PENITENCIA Y UNCIÓN DE LOS ENFERMOS CAPÍTULO XIII EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA I. INTRODUCCIÓN ................................................................................................. II. EL SIGNO SACRAMENTAL .................................................................................. 1. Partes esenciales ....................................................................................... 2. Naturaleza judicial y medicinal del signo penitencial ............................. 3. Individualidad y eclesialidad del proceso penitencial .............................. III. LA CELEBRACIÓN DEL SACRAMENTO ................................................................. 1. Principio general ....................................................................................... 2. Modos ordinarios de celebración ............................................................. 3. Supuestos excepcionales: las absoluciones colectivas ............................. a) Presupuestos doctrinales ..................................................................... b) Resumen histórico ..............................................................................

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233 234 234 235 236 237 237 238 239 239 240

ÍNDICE GENERAL

c) Disciplina vigente ............................................................................... d) Disciplina vigente actualizada (M. Pr. Misericordia Dei) .................. 4. Lugar y sede para la celebración ............................................................. a) El contexto legal vigente .................................................................... b) La interpretación auténtica de 7.VII.1998 .......................................... c) Reconocimiento explícito de los derechos del confesor ....................

240 243 245 245 247 250

CAPÍTULO XIV SACRAMENTO DE LA PENITENCIA: EL MINISTRO Y EL FIEL PENITENTE I. EL MINISTRO DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA ........................................... 1. Potestad de orden y facultad para ejercerla .............................................. 2. Adquisición de la facultad ........................................................................ a) Facultad ipso iure ............................................................................... b) Facultad vi officii ................................................................................ c) La facultad por especial concesión ..................................................... d) Facultad por suplencia de la Iglesia ................................................... e) Facultad en peligro de muerte ............................................................ 3. Ámbito de ejercicio de la facultad ........................................................... 4. Pérdida de la facultad ............................................................................... a) Modos legalmente establecidos .......................................................... b) Ámbito de la revocación .................................................................... II. ESPECIALES DEBERES EN EL EJERCICIO DEL MINISTERIO DE LA PENITENCIA ....... 1. Los oficios de juez y médico .................................................................... 2. Normas de prudencia en los interrogatorios ............................................ 3. La absolución del cómplice ...................................................................... 4. Absolución condicionada de la falsa denuncia ........................................ 5. El sigilo sacramental ................................................................................ a) Inviolabilidad del sigilo sacramental .................................................. b) La obligación del secreto .................................................................... c) El uso indebido de la ciencia adquirida en la confesión .................... 6. Los deberes de justicia en la administración del sacramento ................. III. EL PENITENTE ................................................................................................... 1. El derecho del fiel a recibir el sacramento del perdón ............................. 2. Libertad para elegir el confesor ................................................................ 3. Obligaciones del fiel ante el sacramento de la penitencia ....................... 4. La confesión frecuente .............................................................................

253 253 254 254 254 255 255 256 257 258 258 258 259 259 259 260 261 261 262 262 263 264 265 266 267 267 269

CAPÍTULO XV LAS INDULGENCIAS Introducción .............................................................................................. Concepto de indulgencia .......................................................................... Clases de indulgencias .............................................................................. Autoridad competente para concederlas .................................................. Capacidad y requisitos para lucrar indulgencias ......................................

271 272 272 272 273

CAPÍTULO XVI EL SACRAMENTO DE LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS I. INSTITUCIÓN DIVINA DE ESTE SACRAMENTO ...................................................... II. EL SIGNO SACRAMENTAL .................................................................................. III. LOS EFECTOS DEL SACRAMENTO .......................................................................

275 276 276

1. 2. 3. 4. 5.

13

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

IV. EL MINISTRO DE LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS ................................................ V. LOS FIELES A QUIENES HA DE ADMINISTRARSE EL SACRAMENTO .......................

277 279

SECCIÓN TERCERA LOS SACRAMENTOS AL SERVICIO DE LA COMUNIDAD: EL ORDEN Y EL MATRIMONIO

I.

II.

III.

IV. V.

VI.

VII.

VIII.

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CAPÍTULO XVII EL SACRAMENTO DEL ORDEN CUESTIONES GENERALES DE ÍNDOLE DOCTRINAL ............................................... 1. Sacramento del orden y estructura jerárquica de la Iglesia ..................... 2. Consagración y misión ............................................................................. 3. Diversos órdenes o grados de participación ............................................. 4. Signo y efectos sacramentales .................................................................. EL MINISTRO DEL SACRAMENTO DEL ORDEN ..................................................... 1. Ministro capaz .......................................................................................... 2. Ministro legítimo ...................................................................................... a) Consagración episcopal ...................................................................... b) Ordenación de presbíteros y diáconos: obispo propio y letras dimisorias ................................................................................................... CAPACIDAD PARA RECIBIR EL ORDEN SAGRADO ................................................. 1. Condiciones de capacidad: estar bautizado y ser varón ........................... a) La Decl. Inter insigniores de la C. para la Doctrina de la Fe (15.X.1976) ......................................................................................... b) Carta Apostólica del Papa Juan Pablo II Ordinatio sacerdotalis (22.V.1994) ......................................................................................... 2. La intención debida del ordenando ......................................................... REQUISITOS DE LICITUD .................................................................................... 1. Elenco general .......................................................................................... 2. La utilidad de la Iglesia ............................................................................ IDONEIDAD DEL CANDIDATO .............................................................................. 1. La debida libertad ..................................................................................... 2. Formación adecuada ................................................................................. 3. Vocación divina canónicamente autentificada ......................................... 4. Edad canónica ........................................................................................... REQUISITOS PREVIOS A LA ORDENACIÓN ........................................................... 1. Sacramento de la confirmación ................................................................ 2. Admisión como candidato ........................................................................ 3. Ministerios de lector y acólito .................................................................. 4. Declaración formal ................................................................................... 5. Aceptación pública del celibato ............................................................... 6. Práctica de ejercicios espirituales ............................................................. IRREGULARIDADES E IMPEDIMENTOS ................................................................. 1. Irregularidades .......................................................................................... a) Irregulares para recibir las órdenes .................................................... b) Irregulares para ejercer las órdenes .................................................... 2. Impedimentos simples .............................................................................. a) Impedidos para recibir las órdenes ..................................................... b) Impedidos para ejercer las órdenes .................................................... 3. Cesación y dispensa .................................................................................. LA DOCUMENTACIÓN REQUERIDA Y EL ESCRUTINIO SOBRE LA IDONEIDAD ......... 1. Documentos requeridos (c. 1050) ............................................................

283 283 284 285 287 288 288 288 289 289 293 293 294 295 297 298 298 299 300 300 300 301 303 304 304 305 305 305 306 306 307 307 308 309 310 310 311 312 312 313

ÍNDICE GENERAL

2. El escrutinio sobre la idoneidad del ordenando y otros medios de investigación ..................................................................................................... a) Selección y prueba de los candidatos ................................................. b) El escrutinio para las órdenes ............................................................. c) Otros medios lícitos de investigación ................................................ d) La responsabilidad de los Obispos ..................................................... IX. INSCRIPCIÓN Y CERTIFICADO DE LA ORDENACIÓN ..............................................

I. II. III.

IV.

V.

CAPÍTULO XVIII EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO. CUESTIONES DOCTRINALES BÁSICAS INTRODUCCIÓN ................................................................................................. EL MATRIMONIO ENTRE BAUTIZADOS: SACRAMENTO DE LA NUEVA ALIANZA ...... 1. La sacramentalidad del matrimonio como verdad de fe .......................... 2. La realidad sacramental y su conceptualización histórica ....................... ESTRUCTURA Y EFICACIA SACRAMENTAL DEL MATRIMONIO ............................... 1. Estructura y esencia de la sacramentalidad .............................................. 2. El matrimonio como signo real y permanente de la unión de Cristo y de la Iglesia..................................................................................................... 3. Doble eficacia sacramental del matrimonio ............................................. IDENTIDAD ENTRE MATRIMONIO Y SACRAMENTO ............................................... A. La peculiaridad primaria y fundamental del sacramento del matrimonio .. B. La inseparabilidad «entre contrato y sacramento» en perspectiva histórica 1. Teólogos clásicos que niegan la inseparabilidad ................................ 2. Defensores clásicos de la inseparabilidad .......................................... 3. El Concilio de Trento ......................................................................... 4. El regalismo y el liberalismo. Doctrina de los Pontífices .................. 5. El proyecto de Decreto del Concilio Vaticano I ................................. 6. Conclusión histórica ........................................................................... C. El replanteamiento de la polémica a raíz del Concilio Vaticano II ......... 1. Los problemas pastorales subyacentes ............................................... 2. La tesis de la separabilidad: principales argumentos ......................... a) La libertad religiosa y la autonomía de las realidades temporales . b) La fe de los contrayentes, elemento constitutivo o condicionante de la sacramentalidad del matrimonio ...................................... 3. Los fundamentos teológicos y jurídicos de la inseparabilidad .......... 4. El Sínodo de Obispos de 1980 y la Exh. Ap. Familiaris Consortio . CONSECUENCIAS TEOLÓGICO-CANÓNICAS DE LA INSEPARABILIDAD .................. 1. Función del bautismo en la configuración sacramental del matrimonio 2. El pacto conyugal y los ritos sacramentales ....................................... 3. Los ministros del sacramento del matrimonio ................................... 4. La intención sacramental ....................................................................

314 314 315 318 319 319

321 322 322 323 323 323 324 326 327 327 328 329 330 331 332 334 335 336 336 337 337 339 340 341 346 346 347 348 351

CAPÍTULO XIX LA DIMENSIÓN SACRAMENTAL DEL MATRIMONIO EN LA VIGENTE LEGISLACIÓN CODICIAL I. II. III. IV. V.

EL PRINCIPIO DE INSEPARABILIDAD EN LAS CODIFICACIONES LATINA Y ORIENTAL . FE Y PACTO CONYUGAL ENTRE BAUTIZADOS ..................................................... FORMA CANÓNICA Y FORMA LITÚRGICA ............................................................ RELEVANCIA JURÍDICA DE LA SIGNIFICACIÓN SACRAMENTAL ............................. EL CONSENTIMIENTO Y LOS ASPECTOS SACRAMENTALES DEL MATRIMONIO ........ 1. Datos legales ............................................................................................. 2. Valoraciones jurisprudenciales .................................................................

353 355 357 359 361 362 362

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

VI. LA PREPARACIÓN ADECUADA PARA EL MATRIMONIO EN LA DISCIPLINA CANÓNICA VIGENTE ........................................................................................................... 1. Introducción .............................................................................................. 2. Necesidad actual de la preparación para el matrimonio .......................... 3. Objetivos generales de la catequesis prematrimonial .............................. 4. Fases y contenidos de la preparación ....................................................... 5. Organización de la pastoral prematrimonial ............................................ 6. Preparación para el matrimonio y «ius connubii» ...................................

364 364 365 366 368 369 370

PARTE TERCERA OTROS ACTOS DE CULTO. LUGARES Y TIEMPOS SAGRADOS CAPÍTULO XX OTROS ACTOS DE CULTO I. LOS SACRAMENTALES ....................................................................................... 1. Noción ...................................................................................................... 2. Administración de los sacramentales ....................................................... a) Consagraciones y dedicaciones .......................................................... b) Bendiciones ....................................................................................... c) Exorcismos ......................................................................................... II. LITURGIA DE LAS HORAS .................................................................................. III. EXEQUIAS ECLESIÁSTICAS ................................................................................. 1. Normas generales ..................................................................................... 2. Celebración de las exequias ..................................................................... 3. Concesión o denegación de las exequias ................................................. a) Concesión de exequias ....................................................................... b) Denegación de exequias ..................................................................... IV. EL CULTO DE LOS SANTOS, DE LAS IMÁGENES SAGRADAS Y DE LAS RELIQUIAS .. 1. El culto de los Santos ............................................................................... 2. Las imágenes sagradas ............................................................................. 3. Reliquias sagradas .................................................................................... V. EL VOTO Y EL JURAMENTO ............................................................................... 1. El voto ...................................................................................................... a) Noción y clases de voto ...................................................................... b) Requisitos de capacidad y validez ...................................................... c) Cesación de los votos ......................................................................... 2. El juramento ............................................................................................. a) Noción y clases de juramento ............................................................ b) Requisitos de validez .......................................................................... c) Cesación de la obligación ...................................................................

375 375 376 377 377 378 378 380 380 381 382 382 383 384 384 384 384 385 385 385 386 387 388 388 388 389

CAPÍTULO XXI LUGARES SAGRADOS 1. 2. 3. 4. 5.

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Concepto de lugar sagrado ....................................................................... Usos permitidos en un lugar sagrado ....................................................... Profanación y execración ......................................................................... Jurisdicción eclesiástica sobre los lugares sagrados ................................ Clases de lugares sagrados .......................................................................

391 392 392 392 393

ÍNDICE GENERAL

a) b) c) d) e) f)

Iglesias ................................................................................................ Oratorios ............................................................................................. Capillas privadas ................................................................................ Santuarios ........................................................................................... Altares ................................................................................................. Cementerios ........................................................................................

393 393 394 394 395 396

CAPÍTULO XXII TIEMPOS SAGRADOS 1. 2. 3. 4.

Normas generales ..................................................................................... Los días de fiesta ...................................................................................... Asambleas dominicales en ausencia de sacerdote ................................... Los días de penitencia y los usos penitenciales prescritos .......................

397 397 400 402

BIBLIOGRAFÍA ............................................................................................................

405

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SIGLAS Y ABREVIATURAS

AAS ASS BOCEE c./cc. CEE CCEO CIC 17 CIC Comm. Const. Ap. CPITL NDE Exh. Ap. FC GS ID. IVS LG M. Pr. OE PB PC PO SC UR

Acta Apostolicae Sedis Acta Sanctae Sedis Boletín Oficial de la Conferencia Episcopal española canon/cánones Conferencia Episcopal española Codex Canonum Ecclesiarum Orientalium Codex Iuris Canonici, 1917 Codex Iuris Canonici, 1983 Communicationes (Revista del CPITL) Constitución Apostólica Pontificium Consilium de Legum Textibus Interpretandis Nuevo Directorio ecuménico Exhortación Apostólica Exh. Ap. Familiaris Consortio Gaudium et Spes IDEM Instituto de vida consagrada Lumen Gentium Motu Proprio Decreto Conciliar Orientalium Ecclesiarum Const. Ap. Pastor Bonus Decreto Conciliar Perfectae caritatis Decreto Conciliar Presbyterorum Ordinis Const. Sacrosanctum Concilium Decreto Conciliar Unitatis redintegratio

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PRESENTACIÓN

«Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre el Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he enseñado. Yo estaré siempre con vosotros hasta la consumación del mundo» (Mt 28, 18-20). En este solemne mandato de Cristo se encierran los dos grandes ministerios o servicios encomendados a la Iglesia: Palabra de Dios y Sacramentos; o lo que es lo mismo, la proclamación del Evangelio o anuncio de Cristo Redentor del hombre, y la realización de la obra de la salvación a través de la liturgia, especialmente la sacramental. La Constitución conciliar sobre la sagrada liturgia subrayó, a este respecto, que el Señor no sólo envió a los Apóstoles a predicar el Evangelio a toda criatura, «sino también a realizar la obra de la salvación que proclamaban mediante el sacrificio y los sacramentos, en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica» (SC, 6). En la Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente (n. 31), el Papa Juan Pablo II insiste en ese principio conciliar cuando convoca a toda la Iglesia a preparar el gran Jubileo del año 2000: «Conforme a la articulación de la fe cristiana en Palabra y Sacramento, parece importante unir, también en esta particular ocasión, la estructura de memoria con la de la celebración, no limitándonos a recordar el acontecimiento sólo conceptualmente, sino haciendo presente el valor salvífico mediante la actualización sacramental». Y para hacer efectivo ese esfuerzo de actualización sacramental, el Papa propone para el primer año de preparación la reflexión sobre Cristo, y el descubrimiento del bautismo como fundamento de la existencia cristiana (n. 41). La segunda fase preparatoria (año 1998), se dedicará de modo particular al Espíritu Santo y a su presencia santificadora, también sacramentalmente, por medio del Sacramento de la Confirmación (n. 45). La tercera y última fase de preparación (año 1999) tendrá como fin principal mostrar que toda la vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del Padre, como un camino de auténtica conversión. Un contexto adecuado, subraya el Papa, «para el redescubrimiento y la 21

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

intensa celebración del sacramento de la Penitencia en su significado más profundo» (n. 50). Finalmente, el Año 2000, el del Gran Jubileo en el que se celebrará en Roma el Congreso eucarístico internacional, será un Año intensamente eucarístico: «en el Sacramento de la Eucaristía el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina» (n. 55). Con estas breves pinceladas del magisterio conciliar y pontificio se pone de manifiesto la perenne transcendencia de la actividad litúrgico-sacramental de la Iglesia por medio de la cual se actualiza en todos los tiempos la obra salvífica de Cristo. Ello hace ver la necesidad de un mejor y más profundo conocimiento de los misterios de nuestra salvación desde las múltiples perspectivas desde las que pueden ser observados y estudiados. Es básica y fundamental en este sentido, la perspectiva teológica; es decir, el estudio de la Teología sacramentaria, bien sea la dogmática o moral, bien sea la pastoral o litúrgica. Pero siendo fundamental y básica esa perspectiva teológica, es preciso acceder también a la actividad litúrgica y sacramental de la Iglesia desde los aportes doctrinales de la ciencia canónica. Este es el cometido que se propone la presente obra «La liturgia y los sacramentos en el derecho de la Iglesia». Ello no es óbice para que en momentos determinados se tomen en consideración ciertos presupuestos teológicos básicos, o se hagan ingerencias expresas en el campo de la teología moral y del derecho litúrgico propiamente dicho. Con todo, las pretensiones últimas de esta obra, en los contenidos materiales como en la metodología, son prevalentemente jurídicas. Al ministerio sacramental de la Iglesia se le podría aplicar aquella máxima del Papa Pablo VI: «sin ordenación jurídica no es posible la vida eclesial» (Discurso, 27.V.1977); o aquella otra del Papa Juan Pablo II: «No cabe un ejercicio de auténtica caridad pastoral que no tenga en cuenta ante todo la justicia pastoral» (Discurso, 18.I.1990). Sin el derecho litúrgico-sacramental no sería posible una adecuada y justa pastoral litúrgica y sacramental; más aún, sin el conocimiento preciso de esa ordenación canónica, tampoco sería posible una cabal comprensión de los misterios salvíficos confiados por Cristo a la Iglesia para que los celebre y administre rectamente. Téngase en cuenta, en este sentido, que la Liturgia en general, y de modo especial los sacramentos, son relevantes jurídicamente por muchos motivos: primero, porque en sí mismos tienen una virtualidad constitutiva de la Iglesia; además, porque son causa de múltiples efectos jurídicos hasta el punto que en esas raíces sacramentales fundamentan muchos la naturaleza intrínseca de todo el Derecho de la Iglesia. Finalmente, porque requieren una ordenación adecuada que asegure una celebración, administración y recepción según verdad y justicia. Desde la promulgación del CIC 83 han sido muchos los análisis exegéticos y los estudios monográficos acerca de la disciplina litúrgico-sacramental al filo de las disposiciones codiciales. Pero parece ya llegado el momento de ini22

PRESENTACIÓN

ciar una etapa nueva en la que se retome aquel esfuerzo sistematizador, que tras el CIC 17, cristalizó en los conocidos manuales y tratados de derecho sacramental, si bien ahora con planteamientos nuevos, no sólo porque así lo requiere la renovación litúrgico-sacramental, propiciada por el Concilio Vaticano II, sino porque lo exige también la renovación de la propia ciencia canónica que impulsó asímismo el Concilio y que culminó con la promulgación del CIC 83. Este libro aparece publicado en el 2.º año de preparación para el Gran Jubileo del año 2000; es decir, en el tiempo en el que el Pueblo cristiano dirige su mirada de modo especial al Espíritu Santo, para suplicar su presencia santificadora en la Iglesia y en el mundo; también aquella virtud santificadora que está inscrita por voluntad divina en la Liturgia y en los Sacramentos de la Nueva Alianza. Quiera el Espíritu Santo derramar también sus Dones divinos sobre quienes lean o estudien las páginas de este «Derecho litúrgico-sacramental», escrito con el deseo de contribuir a conocer mejor aspectos complementarios pero importantes de los misterios divinos por medio de los cuales se actualiza en el aquí y ahora de la Iglesia la acción redentora de Cristo. Abades (Segovia), Navidad 1997

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NOTA A LA TERCERA EDICIÓN

Siguiendo las pautas doctrinales y disciplinares del Concilio Vaticano II, el Derecho de la Iglesia plasmó ya en el Código de 1983 la centralidad del ministro eucarístico en el ser y en el vivir de la Iglesia. De ello nos hicimos eco en la primera y segunda edición del Derecho litúrgico-sacramental. Llegado el momento de sacar a la luz la tercera edición, no podemos pasar por alto un hecho de especial importancia, también para el derecho sacramental. Nos referimos a la profusión de documentos pontificios o de la Sede Apostólica que tienen como argumento la Santísima Eucaristía, fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia. El comienzo del tercer milenio cristiano ha tenido sin duda un profundo significado eucarístico, como lo tuvo el año 2000. El Papa Juan Pablo II así lo anunció en la Cart. Ap. Tertio Millennio Adveniente (16-XI-1994): «El año 2000 será un año intensamente eucarístico: en el sacramento de la Eucaristía el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina» (n. 55). A partir del año del gran jubileo, los documentos más importantes emanados de la Sede Apostólica en la etapa final del Pontificado del Siervo de Dios Juan Pablo II fueron los siguientes por orden cronológico: — M. Pr. Sacramentorum Sanctitatis tutela (30-IV-2001) en donde se recogen los diez delicta graviora reservados por razón de la materia a la Congregación para la Doctrina de la Fe. Cinco de esos delitos afectan a la Santísima Eucaristía y cuatro al sacramento de la Penitencia. — Encíclica Ecclesia de Eucharistia (17-IV-2003), la última del Pontificado del Siervo de Dios Juan Pablo II en donde la Eucaristía se nos presenta como el núcleo del misterio de la Iglesia. Junto a los aspectos doctrinales y pastorales, la Encíclica no olvida los aspectos disciplinares ligados a la celebración digna y justa de la Eucaristía. — Instrucción Redemptionis Sacramentum (25-III-2004) publicada por la Congregación para el Culto divino y la Disciplina de los Sacramentos. 25

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

El Documento responde a una expresa solicitud del papa en la Encíclica citada (n. 52) con el fin de atajar mediante normas concretas los abusos que puedan cometerse contra el Misterio augusto confiado a nuestras manos. Misterio demasiado grande para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal. — Carta Ap. Quédate con nosotros (7-X-2004) en donde el Papa anuncia el año Eucarístico, que comenzaría en octubre de 2004 y terminaría en octubre de 2005; mes en que se celebró el Sínodo de obispos que tuvo como tema central el Misterio Eucarístico. Sabemos que el 2-IV-2005, el Siervo de Dios Juan Pablo II fue llamado a la Casa del Padre, sin ver concluir en la tierra el año eucarístico, ni presidir el Sínodo de Obispos sobre la Eucaristía. El 19 de abril de 2005 tuvo lugar la elección del nuevo Romano Pontífice Benedicto XVI, a quien cupo la responsabilidad de presidir el Sínodo de Obispos sobre la Eucaristía y de clausurar el año Eucarístico. — Es bien sabido que su primer gran Documento Pontificio fue la Enc. Deus Caritas est (25-XII-2005). El Dios es amor se hace visible en Jesucristo, el amor de Dios encarnado. Su muerte en la Cruz es amor en su forma más radical. Pero, como dirá el papa seguidamente «Jesús ha perpetuado este acto de entrega mediante la institución de la Eucaristía durante la Última Cena», lo cual testifica que es este acto oblativo de Jesús el culmen del Dios es amor. — A poco más de un año de concluido el Sínodo de Obispos sobre la Eucaristía, el Papa Benedicto XVI publica la Exh. Ap. Postsinodal Sacramentum Caritatis (22-II-2007) haciendo suyas muchas de las proposiciones de los Padres Sinodales. Se trata de un Documento amplio dividido en tres partes: I. Eucaristía, misterio que se ha de creer; II. Eucaristía, misterio que se ha de celebrar; III. Eucaristía, misterio que se ha de vivir. Es obvio que, al ser una Exhortación Apostólica fruto de las reflexiones sinodales, predominan los aspectos doctrinales y pastorales, pero no son escasos los aspectos disciplinares en relación con numerosas cuestiones de la vida eclesial que tiene su fuente y culmen en la Eucaristía. Son significativas, a este respecto, las relaciones entre Eucaristía y orden sagrado, o entre Eucaristía y matrimonio. Además de este elenco de Documentos pontificios que tienen como argumento central la Eucaristía, prestamos atención también a otros Documentos recientes como el M. Pr. Misericordia Dei (7-IV-2002) del Siervo de Dios Juan Pablo II, referido al sacramento de la Penitencia, o la Nota de la Congregación para la Doctrina de la Fe acerca del ministro del sacramento de la Unción de los enfermos, o el Discurso del Papa Juan Pablo II a la Rota Romana de 2003, en el que el Siervo de Dios reitera su doctrina sobre la peculiaridad sacramental del matrimonio y sus efectos canónicos. La actualización del Derecho litúrgico-Sacramental que llevamos a cabo en esta tercera edición se sustenta en esa serie de Documentos recientes. Dejamos 26

NOTA A LA TERCERA EDICIÓN

claro que dichos documentos, tanto los doctrinales como los más directamente normativos o disciplinares, en ningún caso tienen como objetivo modificar la legislación vigente en materia litúrgica y sacramental. Constituyen, no obstante, un gran aporte doctrinal sobre numerosos problemas disciplinares, al tiempo que nos advierten de los abusos e incumplimientos de las normas litúrgicas de manera especial las relativas al sacramento de la Eucaristía. Nos hacen conscientes, una vez más, de la profunda relación que existe entre la Communio fidei y la Communio disciplinae. Cuando esta última se resquebraja en cuestiones importantes, se corren muchos riesgos de que se cuartee también el edificio de la Communio fidei. En todo caso, el incumplimiento de las normas litúrgicosacramentales, implica en muchos casos, el incumplimiento de un deber de justicia por parte del ministro sagrado, correlativo al derecho de los fieles a que se realice rectamente la acción litúrgico-sacramental. Es significativo, a este respecto, el elenco amplio de derechos de los fieles o del Pueblo de Dios, que reconoce formalmente la Instr. Redemptionis sacramentum arriba mencionada. Nunca un Documento de esta índole había sido tan explícito en el enunciado de los derechos del fiel. Con estas palabras concluye el Documento: «Cada uno de los ministros sagrados se pregunte también con severidad si ha respetado los derechos de los fieles laicos, que se encomiendan a él y le encomiendan a sus hijos con confianza, en la seguridad de que todos desempañan correctamente las tareas que la Iglesia, por mandato de Cristo, desea realizar en la celebración de la sagrada Liturgia, para los fieles. Cada uno recuerde siempre que es servidor de la Sagrada Liturgia» (n. 186).

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NOTA A LA SEGUNDA EDICIÓN

Han transcurrido tres años desde la publicación de la 1.ª edición de este manual de Derecho sacramental. Durante este tiempo, si bien no ha habido modificaciones sustanciales de la ley codicial, no han faltado, sin embargo, documentos magisteriales y disposiciones normativas de distinta índole que ayudan a comprender mejor la disciplina litúrgico-sacramental. Ése es el motivo por el que hemos considerado conveniente presentar una segunda edición ampliada y puesta al día, en conformidad con las novedades doctrinales y canónicas que afectan explícita o implícitamente a nuestra materia. Entre los nuevos documentos magisteriales cabe destacar los siguientes: – La Declaración Dominus Jesus (6.VIII.2000) cuyos principios doctrinales iluminan aspectos concretos relacionados con el ecumenismo. – La Carta Apostólica Dies Domini (31.V.1998) que ayuda a comprender el alcance canónico del precepto dominical. – El Discurso del Papa a la Rota Romana de 21.I.2000, en el que el Romano Pontífice, dirigiéndose explícitamente a toda la Iglesia, reafirma con un tono solemne la doctrina sobre la indisolubilidad absoluta del matrimonio rato y consumado. – El Discurso del Papa a la Rota Romana de I.II.2001, en el que se reiteran aspectos importantes acerca de la índole natural y sacramental del matrimonio. – La modificación del n. 1623 que introduce la Edición típica latina del Catecismo de la Iglesia católica, lo que nos obliga a redactar de nuevo todo lo relativo a los ministros del sacramento del matrimonio. Entre las disposiciones normativas nuevas que incorporamos a esta 2.ª edición, destacamos las siguientes: – Las normas de la Instr. Ecclesiae de Mysterio (15.VIII.1997) afectan en gran medida a la materia litúrgico-sacramental, y aparecen ya incorporadas en la 1.ª edición de este Manual. Ahora sólo se fija su precisa deno29

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

minación y su valor normativo de acuerdo con la edición típica latina de AAS 89, 1997, 852-877. – El M. Pr. Ad tuendam fidem (18.V.1998) introduce un nuevo párrafo en el c. 750, que conviene tener en cuenta a la hora de valorar la doctrina, por ejemplo, sobre la no admisión de la mujer a la ordenación sacerdotal. – La interpretación auténtica del c. 1367, de 3.VIII.1999, que nos ha aconsejado redactar un nuevo apartado bajo el título “Tutela de la Santísima Eucaristía”. – La interpretación auténtica del c. 964 § 2, de 7.VII.1998, nos ha movido a redactar de nuevo todo lo relativo al lugar y la sede para la celebración del sacramento de la Penitencia. – La Carta Circular de la C. para el Culto Divino y Disciplina de los Sacramentos, fechada el 10.XII.1997, establece una serie de directrices para la admisión y escrutinio de los candidatos a las Sagradas Órdenes, de acuerdo con los cc. 1050-1052. La 1.ª edición tenía una laguna a este respecto, que subsanamos en esta 2.ª edición, incorporando dos apartados nuevos: la documentación y el escrutinio sobre la idoneidad; inscripción y certificado de la ordenación. – Finalmente, hacemos mención expresa —con apartado propio— de la quinta Instrucción para la recta aplicación de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II, en especial el art. 36 sobre el uso de las lenguas vernáculas en la publicación de los libros de la liturgia romana. La mencionada Instrucción que lleva por título “Liturgiam authenticam”, fue promulgada el 28.III.2001, y entró en vigor el 25.VI.2001. * * * Cuando vio la luz la 1.ª edición de este libro, la Iglesia se preparaba intensa y sacramentalmente para la celebración del Jubileo del año 2000. La 2.ª edición aparece con los primeros albores del nuevo milenio. El Papa en la Carta Apostólica Novo milennio ineunte ha invitado a todo el Pueblo de Dios a remar mar adentro —duc in altum— con la confianza puesta en la presencia de Cristo Resucitado, y ha marcado una serie de prioridades pastorales, entre las que no podían faltar las referidas a la Liturgia y a la vida sacramental, dando un realce particular a la Eucaristía dominical y al domingo mismo, verdadera Pascua de la semana, así como al sacramento de la reconciliación. A propósito de este último sacramento, el Papa no oculta la crisis que padece, especialmente en algunas regiones del mundo. «Pero el año Jubilar, que se ha caracterizado particularmente por el recurso a la Penitencia sacramental, nos ha ofrecido un mensaje alentador, que no se ha de desperdiciar: si muchos, entre ellos tantos jóvenes, se han acercado con fruto a este sacramento, probablemente es necesario que los Pastores tengan mayor confianza, creatividad y perseverancia en presentarlo y valorizarlo. ¡No debemos rendirnos, queridos hermanos sacerdotes, ante las crisis contemporáneas! Los dones del Señor —y los Sacramentos son de los más preciosos— vienen de Aquél que conoce bien el corazón del hombre y es el Señor de la historia» (n. 73). 30

PARTE PRIMERA

CUESTIONES GENERALES

CAPÍTULO I:

El Derecho litúrgico-sacramental en el sistema codicial y en la ciencia canónica

CAPÍTULO II:

La función de santificar de la Iglesia

CAPÍTULO III:

Regulación canónica del culto divino: competencias normativas

CAPÍTULO IV:

La disciplina litúrgica y sacramental en perspectiva ecuménica. La «communicatio in sacris»

CAPÍTULO V:

Exigencias de justicia en el ejercicio de la función santificadora

CAPÍTULO I

EL DERECHO LITÚRGICO-SACRAMENTAL EN EL SISTEMA CODICIAL Y EN LA CIENCIA CANÓNICA

1. Anotaciones históricas Durante siglos la disciplina sobre los sacramentos ha constituido uno de los ejes fundamentales sobre los que ha girado el derecho de la Iglesia. Se tuviera o no conciencia refleja de que los sacramentos son la base en que se asienta ese derecho, la realidad sacramental ha estado siempre presente en la actividad jurídica de la Iglesia, primero como su elemento configurador más importante y, además, como objeto privilegiado del quehacer legislativo. Será, no obstante, el Concilio Vaticano II el que sentará nuevas bases doctrinales, para una comprensión más clara acerca de la fundamentación sacramental de la estructura jurídica de la Iglesia, propiciando a la par una profunda reforma de la disciplina litúrgico-sacramental que comienza a poco de terminar el Concilio y culmina con la promulgación de los Códigos latino (1983) y de las Iglesias orientales (1990). No es éste el lugar apropiado para hacer un amplio recorrido histórico sobre la cuestión. Pero sí parece oportuno traer a la memoria, como contraste iluminador, el modo como venía contemplada la disciplina litúrgico-sacramental en el CIC 17, así como alguno de los principios que la informaban. Se estará así en mejor condición para comprender el alcance de la reforma conciliar que servirá de base a los trabajos de codificación. a) El derecho litúrgico-sacramental en el CIC 17 Sabido es que la sistemática del CIC 17 tomó su origen en la tripartición del jurista Gayo para quien «todo el derecho que usamos se refiere a las personas, a las cosas o a las acciones». De acuerdo con esta tripartición estaban 33

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

concebidas las Instituciones de derecho canónico de Pablo Lancelotti, cuyo influjo fue decisivo a la hora de elaborar el CIC 17 1. En efecto, inspirándose en estos antecedentes, el CIC 17 contempla todo lo relativo a las personas en el Libro II, y lo correspondiente a las cosas, en el Libro III. Las cosas son aquellos medios para conseguir el fin de la Iglesia, es decir, la salvación de las almas. Y como quiera que los sacramentos son los principales instrumentos de santificación, el legislador sitúa su regulación en la primera parte del Libro III, de rebus. Por su semejanza con los sacramentos, venían comprendidos también en esa parte los sacramentales. La segunda parte se ocupaba de los lugares y tiempos sagrados, y, por último, la tercera estaba destinada al culto divino y a las cuestiones litúrgicas. Esta diversificación sistemática entre los sacramentos, por un lado, y el culto divino o la liturgia, por otro, pone ya de relieve la importante deficiencia doctrinal acerca de la naturaleza de la liturgia en cuanto medio de santificación y, a la par e inseparablemente, como acto de culto y de glorificación de Dios. Aparte de ello, desde una perspectiva más canónica, es común entre los autores señalar como rasgos característicos de la antigua disciplina litúrgico-sacramental, la centralización normativa y la consiguiente uniformidad litúrgica con pocas atribuciones para el legislador inferior como no sea la de vigilar sobre el cumplimiento exacto de los sagrados cánones, y con escasas concesiones al principio de diversidad litúrgica por razones culturales o de otra índole 2. En todo caso, para juzgar adecuadamente esa antigua disciplina codicial conviene tener presente que el propósito de los codificadores no fue tanto llevar a cabo una profunda reforma del Derecho canónico, cuanto el de codificar la normativa vigente, dispersa en múltiples fuentes, en un cuerpo legal más manejable y más ágil para la acción pastoral. Quiere esto decir, que los juicios severos que puedan hacerse al respecto no deberán recaer sólo sobre el Código, sino sobre la normativa disciplinar que recopila, inspirada por lo demás en los criterios doctrinales y disciplinares que venían imperando en la Iglesia desde la reforma tridentina. En este sentido, tampoco conviene olvidar que la reforma sobre liturgia y sacramentos que promueve el Concilio de Trento está situada en un contexto doctrinal bien preciso en el cual debe ser analizada. No es éste el lugar apropiado para hacerlo. Pero sí conviene tener en cuenta, a este respecto, que todo intento de reforma canónica de cierta entidad, resulta muy difícil si no viene precedido de una profunda revisión de la doctrina en que ha de sustentarse. Por este motivo, las innovaciones disciplinares que se van introduciendo poco a poco, tras la promulgación del Código, las interpretaciones auténticas, las directrices dadas por la autoridad competente en la materia litúrgica, la llamada entonces Congregación de Ritos, el impulso dado a la reforma por el denominado «movimiento litúrgico», cambian muy poco la situación consolidada en el CIC 17. Esa profunda reforma sólo será efectiva cuando la Iglesia reunida en Concilio y guiada por la luz

1. Cfr. A. LONGHITANO, I Sacramenti «azioni di Cristo e della Chiesa», en «Il Codice del Vat. II. I Sacramenti della Chiesa», Bologna 1989, pp. 7-16. 2. Cfr. A. MONTAN, Liturgia e sacramenti nel nuovo Codice di Diritto canonico, en «Rivista Litúrgica» 71, 1984, pp. 153-181.

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del Espíritu Santo, ilumine con luces nuevas el propio Misterio de la Iglesia, Pueblo de Dios y Pueblo sacerdotal, así como el Misterio de Cristo y su perenne actualización a través de la liturgia.

b) La renovación litúrgica en el Concilio y en la etapa posterior Un dato de especial significado lo constituye el hecho de que la primera Constitución aprobada por el Concilio fue la Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, promulgada el 4.XII.1963. Se trata de un documento magisterial en el que el cuerpo colegial de los Obispos con el Papa ejerce su función docente; pero es, a la vez, un documento normativo en el que se ejerce de manera expresa la función de regir, en concreto, la función legislativa. Cierto es que las normas emanadas del propio Concilio sobre materia litúrgica y sacramental son por lo general de índole básica y fundamental, necesitadas, por ello, de un ulterior desarrollo normativo, pero tampoco faltan normas cuya eficacia vinculante es inmediata, una vez que la Constitución conciliar entra en vigor el 16.II.1964. Pero la renovación litúrgica, que el Concilio alienta, no se localiza sólo en la Const. Sacrosanctum Concilium. Habrá que acudir a otras fuentes conciliares como los Decretos Christus Dominus y Presbyterorum Ordinis, y de manera fundamental, a la Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia. Aquí se hallan muchos de los principios doctrinales que hacen más comprensible y más efectiva la renovación litúrgico-sacramental y la respectiva renovación canónica. Basta ahora recordar, a modo de ejemplo, la doctrina sobre la Iglesia, como Cuerpo místico de Cristo o como Pueblo de Dios, eminentemente sacerdotal, y la relación de todo ello con la vida sacramental. O bien, desde una perspectiva más canónica, la enseñanza conciliar acerca del sacerdocio común de todos los fieles para cuyo servicio fue instituido el sacerdocio ministerial; o el principio de igualdad fundada en el bautismo, en virtud del cual todos los fieles, según su propia condición, se constituyen en sujetos activos de la acción liturgico-sacramental; o, finalmente, el principio eclesiológico de comunión asentado sobre dos pilares: el de unidad y el de diversidad. Más adelante veremos cómo los rasgos que caracterizan al nuevo derecho litúrgico-sacramental toman su fundamento en esos principios conciliares. Ahora importa recordar que, una vez concluido el Concilio, en el espacio de pocos años se producen importantes reformas en el campo litúrgico, muchas de las cuales van a venir canalizadas formalmente a través de los nuevos libros litúrgicos, reelaborados en conformidad con los principios conciliares. Un dato de especial alcance canónico a tener en cuenta es que dichos libros litúrgicos, además de contener los ritos y ceremonias propias de la celebración, contienen también numerosas normas disciplinares, sobre todo en sus Praenotanda y en sus instituciones generales previas. Ello servirá de guía, sin duda, para la ela35

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boración de la nueva disciplina codicial, pero a la vez ampliará «el campo de potencial colisión entre los ordines litúrgicos y el Código» 3. Más adelante abordaremos directamente la cuestión. c) Los trabajos de codificación La tarea de revisar la materia litúrgico-sacramental es encomendada a tres grupos diferentes que se ocupan respectivamente de los sacramentos, de los lugares y tiempos sagrados y otros actos de culto, y del matrimonio. La peculiar naturaleza de este sacramento, que reside en ser el mismo pacto conyugal del principio contraído por dos bautizados, aconsejó una revisión autónoma, como autónomo suele ser su tratamiento doctrinal. El Concilio se había guiado por dos grandes principios a la hora de establecer las normas generales para la reforma litúrgica. Es consciente, en primer lugar, de que la liturgia, en especial la liturgia sacramental, «consta de una parte que es inmutable, por ser de institución divina, y de otras partes susceptibles del cambio, que en el decurso del tiempo pueden y aun deben variar…» (SC, 21) Esta revisión, por lo demás, ha de atender a dos coordenadas: tradición y progreso. «Para conservar la sana tradición y abrir, con todo, el camino a un progreso legítimo debe preceder siempre una detenida investigación teológica, histórica y pastoral sobre cada una de las partes de la Liturgia que se ha de revisar» (SC, 23). Aparte de estos principios, los revisores del CIC tienen ante sí como punto de referencia la gran reforma litúrgico-sacramental llevada a cabo en el Concilio y en múltiples disposiciones posconciliares, asi como en los propios libros litúrgicos. Se trata de reformas que no afectan sólo a los ritos y ceremonias para la celebración, sino a la propia disciplina canónica, en virtud de lo cual el Código antiguo había quedado en buena parte derogado, a través de cauces formales atípicos pero con indudable fuerza derogatoria. Todo ello hace que las nuevas normas, incluidas las que se sitúan en los praenotanda de los libros litúrgicos, son fuente obligada para los revisores del Código. Téngase en cuenta, sin embargo, que la legislación posconciliar suele estar revestida de un cierto carácter experimental hasta la promulgación del Código. Por eso los revisores van adecuando las normas del futuro Código a la reforma disciplinar ya emprendida, pero sin renunciar a la función correctora, pues se trata ya de establecer una disciplina con vocación de estabilidad. En este sentido, el c. 2 establecerá que el Código ordinariamente no determina los ritos que han de observarse en las celebraciones litúrgicas, y que, en consecuencia, las leyes litúrgicas vigentes hasta ahora conservan su fuerza, salvo cuando alguna de ellas sea contraria a los cánones del Código. Esto último evidencia la subordinación jerárquica de esas normas litúrgicas a las establecidas en el Código.

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3. Javier OTADUY, Comentario al c. 2, en VV.AA., Comentario Exegético al CIC (A. MARJ. MIRAS, R. RODRÍGUEZ-OCAÑA, dirs.), Vol. I, 2.ª ed., Pamplona 1997, pp. 260-264.

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De todos modos, una dificultad con que tropiezan los revisores del Código estriba precisamente en encontrar el criterio adecuado para acotar el contenido litúrgico que corresponde regular al CIC. Para ello, establecen el criterio de considerar litúrgicas —pertenecientes al ámbito del derecho litúrgico— aquellas normas que están dirigidas principalmente a la ordenación adecuada del culto divino; mientras que son canónicas, y se conservarán por ello en el CIC, sólo aquellas que están destinadas a servir y promover el buen orden público en la Iglesia 4. Veremos más adelante como este criterio tan general pudo servir entonces para iniciar los trabajos de revisión, pero no sirve hoy para delimitar los contenidos normativos ni del Código ni de los libros litúrgicos. Armonizar el principio de unidad y el de diversidad, es decir, establecer cuál sea aquello que corresponde regular al CIC, y cuál lo que es propio del derecho particular o de las costumbres locales, es una preocupación que también acompaña desde el primer momento a los revisores de esta parte del Código. Se trata, en definitiva, de perfilar en este ámbito concreto el alcance del principio de descentralización normativa, o si se prefiere, el más general principio de subsidiariedad, el quinto de los principios directivos que habrían de guiar toda la reforma codicial 5. 2. El sistema codicial de la Iglesia latina a) Las dos grandes tradiciones litúrgicas de oriente y occidente El misterio celebrado en la liturgia es uno, en todo lugar se celebra el mismo misterio pascual; con todo son diversas las formas de su celebración. Fruto de esa diversidad es la rica pluralidad de ritos existentes en la Iglesia. Los actualmente en uso son: «el rito latino (principalmente el rito romano, pero también los ritos de algunas iglesias locales, como el rito ambrosiano, el rito hispano-visigótico, o los de diversas órdes religiosas) y los ritos bizantino, alejandrino o copto, siriaco, armenio, maronita y caldeo» 6. A este respecto, el Concilio declaró que «la Santa Madre Iglesia concede igual derecho y honor a todos los ritos legítimamente reconocidos, y quiere que en el futuro se conserven y fomenten por todos los medios» (SC, 4). Pero dentro de esa variedad de ritos, tienen una gran relevancia canónica las dos grandes tradiciones litúrgicas de Oriente y Occidente, hasta el punto de que sobre ellas prevalentemente se ha justificado durante siglos la existencia en la Iglesia de dos sistemas jurídicos diferentes, si bien no independientes ni incomunicados entre sí, puesto que, entre otros muchos y fundamentales ele4. Cfr. Comm. 5, 1973, p. 42. 5. Cfr. J. HERRANZ, Génesis y elaboración del nuevo Código de Derecho canónico, Prolegómenos II, en VV.AA., Comentario Exegético..., cit., Vol. I, p. 183. 6. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1203.

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mentos de interconexión, ambos sistemas «encuentran en la potestad suprema de la Iglesia su fuente común y su razón de unidad» 7. Esta tradición jurídica se ha consolidado al promulgar el Papa Juan Pablo II el Código de cánones de las Iglesias orientales, mediante la Const. Ap. Sacri canones, de 18.X.1990, en la cual se señala de forma bien expresiva cómo «la voluntad constante de los Romanos Pontífices de promulgar dos códigos, uno para la Iglesia latina y otro para las Iglesias orientales católicas, pone perfectamente de manifiesto que ellos querían conservar lo que en la Iglesia sucedió por la providencia de Dios, que ella, congregada por el único Espíritu, respire como con los dos pulmones de oriente y occidente, y arda en la caridad de Cristo con un corazón que tiene dos ventrículos». La existencia de esos dos sistemas codiciales y la necesidad de su adecuación a los principios conciliares, recien formulados, fue uno de los motivos que dio origen a aquel primer proyecto de ley fundamental a la manera de un Ius Constitutivum para toda la Iglesia, según se desprende de estas palabras del Papa Pablo VI pronunciadas en 1965: «Peculiaris vero hic existit quaestio eaque gravis, eo quod duplex est Codex Iuris Canonici, pro Ecclesia latina et orientali, vicelicet num conveniat communem et fundamentalem condi Codicem, ius constitutivum Ecclesiae continentem» 8.

Una vez que se abandona por el momento la idea de una Ley fundamental de la Iglesia, algunos de los cánones del antiguo proyecto se incorporan a los dos Códigos, por lo que éstos, además de normas ordinarias, acogen también normas fundamentales cuyo discernimiento tiene especial trascendencia canónica a la hora de establecer una adecuada jerarquía de normas en el sistema canónico, así como para sentar bases fundamentales en orden a resolver los problemas que surjan de la interconexión de los dos sistemas canónicos. Se trata, en este último caso, del llamado por la doctrina el derecho interritual, una de cuyas normas básicas se asienta sobre un derecho fundamental de los fieles: el de tributar culto a Dios según las normas del propio rito (c. 214 del CIC), o según las normas de la propia Iglesia sui iuris en expresión del c. 17 del CCEO. Un rito propio o una Iglesia sui iuris, al que el fiel se adscribe de acuerdo con las normas que establecen los cc. 111-112 del CIC, o los cc. 29-38 del CCEO 9. Por lo que respecta al ámbito latino y al contenido litúrgico sacramental, otras referencias de índole interritual contenidas en el CIC son las siguientes: según el c. 846 § 2, el ministro ha de celebrar los sacramentos según su propio rito. No obstante, a los fieles se les permite participar en el Sacrificio eucarístico y recibir la sagrada comunión en cualquier rito católico (c. 923), y se les reconoce el derecho a confesarse con el confesor legítimamente aprobado que prefiera aunque sea de otro rito (c. 991). Por lo que respecta al sacramento del orden sagrado, está prohibido al Obispo, sin indulto apostólico, ordenar a un súbdito de rito oriental, así como el enviar las dimisorias a los Obispos de un 7. J. OTADUY, Comentario al c. 2, cit., p. 255. 8. AAS 57, 1965, p. 988; Comm. 1, 1969, p. 41; cfr. D. CENALMOR, La ley fundamental de la Iglesia. Historia y análisis de un proyecto legislativo, Pamplona 1991. 9. Cfr. P. ERDÖ, Questioni interrituali del diritto dei sacramenti (battessimo e cresima), en «Periodica» 1995, pp. 315-353.

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rito distinto al del ordenando (cc. 1015 § 2 y 1021). En relación con la asistencia válida al matrimonio por parte del Ordinario del lugar o del párroco, el c. 1109, establece como requisito que por lo menos uno de los contrayentes pertenezca al rito latino, pues si ambos perteneciesen al rito católico oriental, habrían de aplicarse las normas de este derecho, relativo a la forma de celebrar el matrimonio (cc. 828 y ss. del CCEO) 10. b) La tradición latina y su sistema codicial Aunque en momentos bien precisos habrá referencias expresas al derecho litúrgico-sacramental de las Iglesias orientales, el objeto directo y único de este estudio es el sistema canónico de la Iglesia latina, y de manera principal el contenido en el Código de 1983. En este sentido, son muy numerosas las normas esparcidas por todos los Libros del Código, que interesan y conforman el derecho litúrgico-sacramental. Bastaría recordar, a modo de ejemplo, los cc. 11, 98, 129, situados en el Libro I, o los cc. 204-208, dentro del Libro II. En ellos aparece la fuerza estructurante de dos sacramentos: bautismo y orden sagrado, así como el fundamento sacramental en el que se sustentan los derechos fundamentales del fiel y la potestad sagrada, el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial. De todos modos, el lugar sistemático donde se encuentra el núcleo principal de las normas litúrgico-sacramentales, es el Libro IV, titulado «La función de santificar de la Iglesia». Por eso, el contenido y la estructura de este estudio se corresponde íntegramente con la disciplina establecida en ese Libro, si bien no faltarán ocasiones en que habrá de acudirse a otras fuentes canónicas. Tras unos cánones preliminares (cc. 834-839) en los que se establecen los principios fundamentales del derecho litúrgico, el Libro IV se divide en tres partes: I. De los sacramentos; II. De los demás actos de culto; III. De los lugares y tiempos sagrados. Esta es la pauta sistemática que ha guiado la estructuración de este estudio aunque la centralidad del mismo, como ocurre por lo demás en el Código, lo ocupe el derecho sacramental. Sabido es que, en atención a su peculiar configuración sacramental y canónica, el matrimonio ha necesitado siempre un tratamiento autónomo, por lo que generalmente queda excluido del ámbito de los estudios sobre derecho sacramental. Incluimos también su estudio, pero sólo en lo referente a los aspectos sacramentales del mismo. La autonomía sistemática que ahora se concede al derecho litúrgico-sacramental, en contraste con el CIC antiguo, es consecuencia de la profundización doctrinal acerca de los munera Ecclesiae, en cuanto reflejo y participación de los 10. Cfr. J. OTADUY, Comentario al c. 1 en VV.AA., Comentario Exegético..., cit., Vol. I, pp. 258-259.

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

munera Christi, que llevó a cabo el Concilio Vaticano II, y prueba clara de la relevancia que esta materia adquiere en el conjunto de la disciplina canónica. En efecto, el munus docendi (Libro III) y el munus sanctificandi (Libro IV) son las dos grandes misiones de la Iglesia, a cuyo servicio está el munus regendi. De otro lado, no es suficiente el anuncio de la palabra, la evangelización; la Iglesia tiene además la fundamental misión de realizar la salvación que proclama «mediante el sacrificio y los sacramentos en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica» (SC, 6). La sistemática interna del Libro IV ofrece también datos positivos en consonancia con el sentido de la renovación litúrgica conciliar. El esquema del CIC 17 era: sacramentos, lugares y tiempos sagrados y culto divno. Es decir, la dimensión cultual aparecía separada de la actividad sacramental. La sistemática actual, por el contrario, parte del presupuesto doctrinal según el cual la liturgia, en cuyo centro están los sacramentos, es a la vez un acto de culto y de santificación; por ella «Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados» (SC, 7). Además de esta unidad entre santificación y culto, el nuevo derecho resalta la centralidad de la liturgia, su primado en la vida de la Iglesia así como la atribución a toda la comunidad cristiana, en cuanto Pueblo sacerdotal, el carácter de sujeto activo de la función de santificar, sin menoscabo de la función propia del ministerio ordenado. 3. Perspectiva adoptada en el tratamiento del derecho litúrgico-sacramental Lo litúrgico-sacramental es estudiado por otras ciencias sagradas, tales como la Teología sacramentaria o la Teología moral. Muchos de esos principios dogmáticos o morales, de forma explícita o latente, estarán siempre presentes como presupuestos ineludibles para la comprensión de la disciplina canónica. Pero no es esa la perspectiva con que aquí se enfoca el tema del culto divino en sentido amplio. Por otra parte, la materia litúrgico-sacramental es también objeto de regulación por normas estrictamente litúrgicas, el conjunto de las cuales integra el llamado Derecho litúrgico, encargado de regular todo lo concerniente a los ritos y ceremonias con que se celebra la liturgia, los utensilios sagrados que se emplean, etc. Toda esta normativa litúrgica está contenida en los Órdenes, Rituales o Libros litúrgicos. Es decir, tiene una propia aunque relativa autonomía normativa, al margen del CIC. Este, según establece el c. 2, ordinariamente no determina los ritos que han de observarse en la celebración de las acciones litúrgicas; de ahí que las leyes litúrgicas vigentes hasta la promulgación del Código conserven su fuerza, salvo cuando alguna de ellas sea contraria a los cánones del Códigos; en cuyo caso prevalece la norma canónica. Con el fin de lograr esta adecuación de los libros litúrgicos al nuevo CIC, en ejecución de lo establecido en el c. 2, la S. Cong. para los Sacramentos y el Culto Divino dictó un Decreto de fecha 12.IX.1983, por el que se aprueban las variaciones que deben introducirse en las nuevas ediciones de los libros litúr40

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gicos. Son bastante numerosas las variaciones introducidas, pero ello no es debido tanto a un conflicto entre las normas litúrgicas y canónicas, cuanto a un conflicto de fuentes de producción normativa, explicable por el hecho de que cuando se promulgaron los Órdenes litúrgicos, el viejo Código estaba en parte derogado por el propio Concilio, y en parte se iba derogando por disposiciones normativas que, siendo propiamente canónicas, se canalizaban o formalizaban en los Prenotandos de los Rituales. Una vez clarificadas las fuentes de producción de un tipo u otro, de normas litúrgicas o canónicas, los conflictos serán menores. Pero si existieran, por principio prevalecen las normas contenidas en el Código de Derecho Canónico, porque de algún modo ellas vienen a constituir el Código litúrgico fundamental 11. En todo caso, es preciso señalar que tampoco es la perspectiva normativa litúrgica la que se adopta en este estudio, sino más bien la disciplinar canónica en todo lo que afecta a las acciones litúrgico-sacramentales y a otros actos de culto, motivo este último por el cual los cánones preliminares buscan dejar sentados los principios doctrinales acerca de la naturaleza de la liturgia y de los sacramentos, al tiempo que establecen las normas fundamentales que regulan toda la materia. Situados ya en las perspectiva canónica, son varios los enfoques posibles del derecho sacramental. En efecto, los sacramentos son objeto de estudio de quienes teorizan sobre la fundamentación del derecho canónico, pues con toda razón se afirma que este derecho hunde sus raíces en los sacramentos. Además, está fuera de toda duda que la sociedad eclesiástica aparece estructurada y organizada en torno a los sacramentos, de ahí que éstos se constituyan también en objeto de estudio del derecho constitucional, dos de cuyos principios básicos —el de igualdad de todos los fieles y el jerárquico— se fundamentan respectivamente en el sacramento del bautismo y en el sacramento del orden, y ambos en el sacramento de la Eucaristía, factor fundamental de comunión y de interacción entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial. Dando por supuestos estos dos enfoques, es decir, que el derecho canónico en general tiene un fundamento sacramental, y que la sociedad eclesiástica está estructurada primordialmente por los sacramentos, el enfoque que aquí prevalece consiste en considerar lo litúrgico-sacramental como un bien común de la Iglesia y objeto principal de regulación canónica, bien sea por el ius divinum, o por el meramente eclesiástico. Regulación canónica que abarca al menos estas tres dimensiones: el propio bien sacramental, las relaciones de los ministros y de los sujetos a los efectos de una celebración válida, lícita y fructuosa, y las relaciones entre ministros y fieles a los efectos de una administración según justicia de esos bienes salvíficos. 11. Variationes in novas editiones librorum Liturgicorum, en «Notitiae» 19, 1983, pp. 540 ss. Cfr. P.-M. GY, Le changements dans les «Praenotanda» des livres liturgiques à la suite du Code de Droit canonique, en «Notitiae» 19, 1983, pp. 558-561; M. RIVELLA, Il rapporto fra Codice di diritto canonico e diritto Liturgico, en «Quaderni di Diritto ecclesiale» VIII, 1995, pp. 193-200; E. TEJERO, Las normas y los actos de la Conferencia Episcopal de España en materia liturgico-sacramental, en «Ius Canonicum» XXXII, 1992, pp. 261-300.

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

A este propósito, cabría preguntarse si el llamado derecho sacramental, sin menoscabo de su denominación clásica, entraría a formar parte de la rama de derecho administrativo. Hasta ahora no ha sido usual este tratamiento metodológico. Ello es explicable por dos razones: por la escasa propensión del canonista a abandonar el método exegético en el que fue formado, y por las especiales dificultades que entraña una aplicación al ámbito canónico de los principios y técnicas que son propias de esa rama del derecho. A esto habría que añadir la dificultad proveniente de quienes rechazan o son reticentes para aceptar que el derecho canónico es verdadero derecho, y la ciencia que lo estudia verdadera ciencia jurídica, necesitada en cuanto tal de una sistematización basada en la distinción en ramas, atendida la diversa perspectiva formal en que son observadas materias o relaciones aparentemente idénticas. En todo caso, y por lo que a nuestro tema se refiere, aceptadas hoy no sólo la posibilidad, sino también la conveniencia y hasta la necesidad de un derecho administrativo en la Iglesia, que sirva de instrumento técnico para el buen gobierno, para la eficacia de la acción y, de manera principal, para la tutela y protección de los derechos de los fieles, no es difìcil concluir que el derecho litúrgico-sacramental —cualquiera que sea la denominación que se elija, a efectos pedagógicos o académicos— constituye una parte del derecho administrativo canónico. Se trata de regular un servicio, un ministerio público para cuyo ejercicio se requiere estar revestido por lo general de la potestad que confiera el sacramento del orden sagrado. Una potestad, por lo demás, que es calificada de ministerial no sólo para mostrar que esa debe ser la actitud ascético-moral del ministro, sino para significar demás que dicha potestad no es autárquica ni ilimitada sino que está sometida a determinadas exigencias jurídicas, entre ellas las que emanan de los derechos fundamentales del fiel y de los derechos públicos subjetivos del administrado. No hay que olvidar, en este sentido, que Cristo instituyó los sacramentos y se los confió a su Iglesia en cuyo seno existe un orden jerárquico, cuyo deber más radical es de índole ministerial, es decir, tiene por objeto servir a los hombres la palabra de Dios y los sacramentos, y otros bienes salvíficos como los sacramentales. En consecuencia, las normas que conforman el derecho sacramental no son únicamente normas jurídicas que regulan conductas, sino que son, a la vez, normas que establecen relaciones jurídico-administrativas a través de las cuales se pretende garantizar el ejercicio de verdaderos derechos. En definitiva, un cometido importante de la disciplina litúrgico-sacramental es ordenar según justicia la administración de los bienes salvíficos que Cristo confió a la Iglesia, a fin de satisfacer convenientemente los derechos de los fieles a recibirlos. Todo esto no es ajeno a la función propia del derecho administrativo, en el que es encuadrable por ello el derecho litúrgico sacramental 12.

12. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, Derecho administrativo y relaciones de justicia en la administración de los sacramentos, en «Relaciones de Justicia y ámbitos de libertad en la Iglesia», Pamplona 1997, pp. 95-108.

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CAPÍTULO II

LA FUNCIÓN DE SANTIFICAR DE LA IGLESIA

El presente capítulo, cuyo título se corresponde con el del Libro IV del CIC, tiene por objeto analizar sistemáticamente los contenidos teológico-canónicos de los cánones que sirven de pórtico a la disciplina del culto divino. El primer apartado toma como referencia el c. 834, en el que se establece la relación íntima entre la función santificadora y la liturgia. El segundo se inspira fundamentalmente en el c. 835 para describir a los sujetos de la acción litúrgica. Finalmente, el tercer apartado glosa el contenido doctrinal y disciplinar del c. 836, relativo a la relación entre culto cristiano y fe.

I. RELACIÓN ENTRE LA FUNCIÓN DE SANTIFICAR Y LA LITURGIA 1. Valor santificador y cultual de la liturgia Lo describe así el c. 834: «§ 1. La Iglesia cumple la función de santificar de modo peculiar a través de la sagrada liturgia, que con razón se considera como el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo, en la cual se significa la santificación de los hombres por signos sensibles y se realiza según la manera propia a cada uno de ellos, al par que se ejerce íntegro el culto público a Dios por parte del Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y los miembros. § 2. Este culto se tributa cuando se ofrece en nombre de la Iglesia por las personas legítimamente designadas y mediante actos aprobados por la autoridad de la Iglesia».

El CIC, en concordancia, muchas veces literal, con lo enseñado por la Const. Sacrosanctum Concilium, comienza así el Libro IV describiendo la 43

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naturaleza y fines de la liturgia, así como las exigencias canónicas que implica todo acto de culto público 1. El Concilio enseña, en efecto, que «toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia» (SC, 7). Dicho de otro modo, «la liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza» (SC, 10). La sagrada liturgia constituye el modo peculiar de cumplir la Iglesia su misión, e íntima unión con Cristo presente en todas las acciones litúrgicas. Es, en suma, el momento culminante en el que se ejerce el sacerdocio común de los fieles a cuyo servicio fue instituido el sacerdocio ministerial. «La palabra liturgia significa originariamente obra o quehacer público, servicio de parte de y en favor del pueblo. En la tradición cristiana quiere significar que el Pueblo de Dios toma parte en la Obra de Dios (Jn 17, 4). Por la liturgia, Cristo, nuestro Redentor, y sumo sacerdote, continúa en su Iglesia, con ella y por ella, la obra de nuestra redención» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1069). Un elemento fundamental de la liturgia es ser «el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo», actualizado por la mediación de la Iglesia. Cuando un sacerdote consagra, es Cristo quien está presente en la persona del ministro, y quien está presente sobre todo bajo las especies eucarísticas. Cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Cuando el confesor perdona, es Cristo quien perdona. La liturgia, de otra parte, pertenece al orden de los signos sensibles por medio de los cuales se significa y se realiza la santificación según el modo propio de cada uno de estos signos; estas expresiones se recogen en el Código en referencia clara a los diversos signos sacramentales, y a la relación de semejanza entre signo y significado, entre sacramentum et res según la denominación clásica. A la par que signo eficaz de salvación y de gracia, la liturgia es el momento culminante en que el Cuerpo Místico de Cristo tributa a Dios un culto público y completo. Según había enseñado ya la Enc. Mediator Dei, n. 6, «la liturgia es (…) el culto público que nuestro Redentor tributa al Padre, como cabeza de la Iglesia, y el que la sociedad de los fieles tributa a su fundador, y por medio de Él, al Eterno Padre: es, diciéndolo brevemente, el completo culto público del Cuerpo Místico de Cristo, es decir, de la Cabeza y de sus miembros». Pero para que este culto sea en verdad un culto litúrgico y público, es preciso que se verifiquen las tres exigencias canónicas establecidas en el c. 834 § 2: a) que se ofrezca en nombre de la Iglesia; b) por personas legítimamente designadas, c) por medio de actos aprobados por la autoridad de la Iglesia. 1. Cfr. E. TEJERO, Introducción el libro IV, en VV.AA., Comentario Exegético..., cit., Vol. III, pp. 364 ss.; J.A. ABAD IBÁÑEZ-M. GARRIDO BONAÑO, Iniciación a la liturgia de la Iglesia, Madrid 1988.

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Verificadas esas exigencias, la celebración litúrgica, en cuanto acción de la Iglesia tiene siempre un carácter público y comunitario, aunque se realice sin asistencia y participación activa de los fieles. Lo cual no es obstáculo obviamente para que el c. 837 § 2 destaque la importancia de esa asistencia y participación activa de los fieles, ni para que se haga efectivo este deseo conciliar: «Los pastores de almas deben vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente» (SC, 11). Una consecuencia, implícita en todo lo dicho acerca de las dimensiones santificadora y cultual de la liturgia, la resume así SC, 7: «toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo Sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia». La asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos, celebrada para conmemorar el vigésimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, en una llamada a recuperar el sentido de lo sagrado que contrarreste el clima secularizador de nuestro tiempo, ha resaltado ese aspecto de la liturgia: «precisamente la liturgia debe fomentar el sentido de lo sagrado y hacerlo resplandecer. Debe estar imbuida del espíritu de reverencia y de glorificación de Dios» (II, B, b, 1). 2. Centralidad de la liturgia eucarística Todo lo dicho anteriormente respecto a la liturgia en general, se verifica de modo principal en la liturgia sacramental, y de modo eminente en la celebración eucarística. No en vano la doctrina conciliar ha mostrado cómo la Iglesia es, en lo más profundo de su misterio, comunidad eucarística. La Eucaristía es la razón de su existencia, el centro, cima y culmen de toda su actividad; en su celebración se significa y realiza la plenitud de la comunión eclesial 2. De ahí que en la celebración del misterio eucarístico se actualice de modo eminente el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial: los sacerdotes consagrados por el sacramento del orden —y sólo ellos— actúan impersonando a Cristo, esto es, no sólo «en nombre o en lugar de Cristo», sino «in persona Christi», «en la identificación específica sacramental con el Sumo y Eterno Sacerdote que es el autor y el sujeto principal de este su propio sacrificio en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie» 3. Los restantes fieles, tanto clérigos como laicos, concurren tomando parte activa cada uno según su modo propio de acuerdo con la diversidad de órdenes 2. Cfr. A. BANDERA, La Iglesia, «Communio Sanctorum»: Iglesia y Eucaristia, en «Sacramentalidad de la Iglesia y Sacramentos», Pamplona 1983, pp. 269-357; H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Bilbao 1959, pp. 141-156. 3. JUAN PABLO II, Carta Dominicae Cenae, 8, AAS, 72, 1980, 115.

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y de funciones litúrgicas (c. 899 § 2) . No debe olvidarse, en este sentido, que la Eucaristía es ante todo un sacrificio; el sacrificio de la nueva alianza. De ello se sigue «que el celebrante en cuanto ministro del sacrificio, es el auténtico sacerdote que lleva a cabo —en virtud del poder específico de la sagrada ordenación— el verdadero acto sacrificial que conduce de nuevo los seres a Dios. En cambio, todos aquellos que participan en la Eucaristía, sin sacrificar como él, ofrecen como él, en virtud del sacerdocio común, sus propios sacrificios espirituales representados en el pan y en el vino desde el momento de su presentación en el altar» 4. En la Enc. Ecclesia de Eucharistia, el Papa Juan Pablo II manifiesta su preocupación por el oscurecimiento de la recta fe y de la doctrina católica sobre este admirable sacramento. «Privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro significado y valor que el de un encuentro convival fraterno. Además, queda a veces oscurecida la necesidad del sacerdocio ministerial, que se funda en la sucesión apostólica, y la sacramentalidad de la Eucaristía se reduce únicamente a la eficacia del anuncio» (n. 10)5. 3. La eficacia santificadora de otros medios litúrgicos no sacramentales Así como la liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia, tampoco la actividad litúrgico-sacramental constituye el único modo de tributar culto a Dios y de obrar la santificación. La parte II del Libro IV del CIC es bien expresiva en este sentido, al regular el ejercicio de otra serie de actos litúrgicos, de culto y de santificación, como son los sacramentales (consagraciones, bendiciones, etc.) instituidos por la Iglesia, a imitación en cierto modo de los sacramentos, por medio de los cuales los cristianos se disponen a recibir el efecto principal de los sacramentos, y se santifican las diversas circunstancias de la vida (cfr. SC, 60). En concordancia con el Concilio, el Código resalta la importancia del Oficio divino o liturgia de las horas, como voz de la Iglesia que alaba públicamente a Dios y ruega por la salvación del mundo entero, es decir, como verdadero culto público de la Iglesia (SC, 99; cc. 1173 ss.). Forman parte, también, de la función de santificar de la Iglesia, son actos de culto la celebración de las exequias eclesiásticas, el culto a la Santísima Virgen y a los Santos (c. 1186), así como el voto y el juramento (cc. 1191, 1199).

4. Ibidem. 5. La Instr. Redemptionis Sacramentum, n. 38, reproduce sustancialmente la doctrina de la Encíclica Pontificia.

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4. Otros medios de santificación no litúrgicos Además de las celebraciones litúrgicas, existen otros medios a través de los cuales realiza la Iglesia —el conjunto de los fieles— la función santificadora. Así lo determina el c. 839: «§ 1. También por otros medios realiza la Iglesia la función de santificar, ya con oraciones, por las que ruega a Dios que los fieles se santifiquen en la verdad; ya con obras de penitencia y de caridad, que constribuyen en gran medida a que el Reino de Cristo se enraice y fortalezca en las almas, y cooperan también a la salvación del mundo. § 2. Procuren los Ordinarios del lugar que las oraciones y prácticas piadosas y sagradas del pueblo cristiano estén en plena conformidad con las normas de la Iglesia».

Se trata de las devociones privadas, inspiradas en una religiosidad popular por la que tantas veces el pueblo cristiano expresa creativamente su fe. Al igual que hiciera el Sínodo Extraordinario de 1985, el Sínodo de Obispos de 1987 que trató sobre los laicos, reiteró la conveniencia de revitalizar las devociones populares como medio de santificación, a la vista de que muchos fieles, al desaparecer una gran parte de esas devociones populares, estaban experimentando una gran laguna en su vida espiritual. Por eso recomienda que se haga un gran esfuerzo para favorecer todas las demostraciones públicas de fe como peregrinaciones, procesiones, etc., así como la oración familiar hecha en casa. II. PARTICIPACIÓN EN LAS ACCIONES LITÚRGICAS. EL CARÁCTER SACERDOTAL DEL PUEBLO DE DIOS 1. Cooperación orgánica de los dos sacerdocios en la celebración litúrgica Es una convicción profundamente arraigada en nuestro tiempo que la función de santificar y tributar culto a Dios por medio de la liturgia corresponde a la Iglesia en su totalidad. Así lo pone de relieve el Concilio cuando formula su doctrina sobre el carácter sacerdotal del Pueblo de Dios y sobre la recíproca ordenación de los dos sacerdocios. Ahondar en la doctrina teológica acerca de la configuración del entero Pueblo de Dios como un Pueblo sacerdotal rebasa sin duda los objetivos de este estudio. No obstante, es preciso tenerla en cuenta como telón de fondo puesto que es ahí donde radica el principal fundamento de todo el desglose canónico del munus sanctificandi, en especial de los derechos del fiel. Dice así un conocido texto de Lumen gentium, 10: «El sacerdocio común de los fieles, y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque difieren en la esencia y no sólo en el grado, se ordenan sin embargo el uno al otro; ambos según su modo propio participan del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial en virtud de la potestad sagrada de que goza, modela y rige

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el Pueblo sacerdotal, realiza el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo; los fieles, por otro lado, en virtud de su sacerdocio real, concurren en la oblación de la Eucaristía, y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y caridad operante».

A esta cooperación orgánica de los dos sacerdocios se refiere el c. 835. De su tenor literal se infiere que es todo el Cuerpo místico de Cristo el que está implicado en la función santificadora, aunque cada miembro según la misión que está llamado a desempeñar: unos actuando en nombre y en la persona de Cristo-Cabeza; otros participando activamente, tanto interna como externamente. La acción litúrgica, de modo especial la acción litúrgico-sacramental es, en suma, acción del entero Pueblo de Dios en su condición de Pueblo sacerdotal y a la vez jerárquicamente estructurado. Ello significa que, en la función litúrgica de santificación, la Iglesia actúa de modo coordinado el sacerdocio común y el ministerial; por eso es decisivo en este punto tener presente la distinción esencial entre uno y otro, según se pone de manifiesto en el c. 835, al enumerar los sujetos que toman parte activa en la función santificadora. En efecto, desde los Obispos hasta los padres de familia, todos están llamados a participar de modo activo en la función santificadora, pero el precepto codicial define a la par con precisión la diversidad de participación, diversidad en esencia, en unos casos, y diversidad en el grado, en otros. Hay una diversidad esencial de participación entre los que pertenecen al orden sacerdotal (Obispos, presbíteros) y todos los demás fieles. Por el contrario, se da tan solo una diversidad de grado en la participación del sacerdocio de Cristo entre los presbíteros y los Obispos. Estos tienen la plenitud del sacerdocio, por ello están constituidos como los principales dispensadores de los misterios de Dios. Los presbíteros participan asimismo del sacerdocio de Cristo, son verdaderos ministros suyos; en virtud del sacramento del orden, han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento; pero ejercen su ministerio bajo la autoridad de los Obispos (LG, 29). Los diáconos, por su parte, constituyen el grado inferior de la Jerarquía, y reciben la imposición de las manos, no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio. De ahí que su actuación en la celebración del culto divino no pertenezca a la esfera del sacerdocio ministerial, sino al sacerdocio común, si bien por el sacramento del orden reciben la misión y la gracia para servir al Pueblo de Dios en el ministerio litúrgico. En su condición de bautizados, todos los demás fieles participan también de la función sacerdotal de Cristo, pero según su modo propio, y coordinado con lo que corresponde al sacerdocio ministerial. Puede haber, además, otros modos de participar el fiel no ordenado 6 en las funciones litúrgicas. De ellos nos ocu6. «Los demás se denominan laicos». De esta forma describe el c. 207 § 1 a los que no son ministros sagrados, es decir, a los que no han recibido el sacramento del orden. A efectos de la

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paremos más adelante. Pero quede ya sentado que su participación activa, interna y externa, la actuación de su sacerdocio común es lo verdaderamente relevante. Los otros modos posibles —ser lector, acólito, monitor, etc.—, aunque puedan ser importantes en un momento dado, lo son de modo secundario. Es significativa la explícita alusión del c. 835 § 4 al modo peculiar de participar los padres de familia en la función santificadora de la Iglesia, cuando impregnan de espíritu cristiano la vida conyugal y cuidan amorosamente de la educación cristiana de sus hijos. «El matrimonio cristiano, como todos los sacramentos que están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios (SC, 59), es en sí mismo un acto litúrgico de glorificación a Dios en Jesucristo y en la Iglesia», y fuente de gracia para transformar la vida conyugal «en un continuo sacrificio espiritual» (FC, 55). 2. Participación del fiel no ordenado en las acciones litúrgicas: tareas propias y tareas de suplencia La función propia e insustituible de los ministros sagrados (Obispos, presbíteros y diáconos) en las acciones litúrgicas, será objeto de un estudio amplio y detallado a lo largo de todo el trabajo. De ahí que sea oportuno analizar aquí la participación propia de los fieles laicos, o fieles no ordenados. En virtud de su sacerdocio común, fundado en el bautismo, el fiel laico queda «habilitado» para tributar el culto debido a Dios. Más aún, siendo así que la liturgia es la fuente de la vida cristiana, y que los sacramentos, en concreto, son los medios por excelencia con los que «se rinde culto a Dios y se realiza la santificación de los hombres» (c. 840), el cristiano tiene el deber de participar en los sacramentos y en los demás medios salvíficos desde la perspectiva maximalista en que le sitúa el c. 210, es decir, desde su afán por llevar una vida santa, así como por incrementar la Iglesia y promover su continua santificación. El ejercicio activo y responsable del sacerdocio común no sólo comporta deberes; también genera una serie de derechos fundamentales entre los cuáles ahora solo enunciamos los siguientes: a) el derecho a participar activamente en las acciones litúrgicas, sacramentales y no sacramentales (no está explícitamente formulado en el CIC pero a ese derecho se refiere de forma expresa la Const. Conciliar Sacrosanctum Concilium, 14); b) El derecho a tributar culto a Dios según el propio rito formalizado en el c) 214; c) el derecho a recibir los bienes salvíficos, especialmente la Palabra de Dios y los sacramentos (LG, 37; c. 213). participación litúrgica, por un lado están los ministros sagrados, y por otro los laicos, sean éstos religiosos o no, según otro criterio de clasificación.

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Lo dicho hasta aquí, debe completarse con otro principio general. En efecto, el oficio sacerdotal del laico al que Cristo le asocia, además de la participación activa en las celebraciones litúrgicas, especialmente en la Eucaristía, consiste fundamentalmente en consagrar el mundo a Dios, puesto que «todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso del alma y del cuerpo, si son hechas en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (1 Pet 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor» (LG, 34). Sentados esos dos principios, es obligada aquí una referencia a la participación del fiel laico en las celebraciones litúrgicas a través de los llamados «ministerios laicales», muchos de los cuales tienen contenido litúrgico. Según constata la Exh. Ap. Christifideles laici, 23, «como consecuencia de la renovación litúrgica promovida por el Concilio, los mismos fieles laicos han tomado una más viva conciencia de las tareas que les corresponden en la asamblea litúrgica y en su preparación, y se han manifestado ampliamente dispuestos a desempeñarlas. En efecto, la celebración litúrgica es una acción sacra no sólo del clero, sino de toda la asamblea. Por tanto, es natural que las tareas no propias de los ministros ordenados sean desempeñadas por los fieles laicos». La doctrina pontificia distingue dos clases de funciones (o ministerios): a) las que son propias de los fieles laicos, «que tienen su fundamento en el bautismo y en la confirmación, y para muchos de ellos, en el matrimonio»; b) las funciones de suplencia, esto es, aquellas que, siendo propias de los ministros sagrados y estando reservadas por norma a su ministerio público, en ocasiones pueden ser confiadas a los fieles laicos cuando razones especiales así lo exijan o aconsejen y la autoridad competente lo determine. Se trata, obviamente, de funciones que, aunque propias de los ministros ordenados, no exijen el sacramento del orden, pues de lo contrario nunca podrían ser suplidas. Pero veamos cómo está contemplada esta disciplina en el CIC. Es bien conocido que el CIC 17, recogiendo por lo demás una tradición milenaria, consideraba clérigos a efectos canónicos, no sólo a los ministros sagrados, es decir, a quienes habían recibido el sacramento del orden, sino a todos aquellos fieles que hubieran recibido la primera tonsura, las llamadas órdenes menores, entre ellas las de lector y acólito, y el orden mayor del subdiaconado. El Concilio Vaticano II no introduce innovación alguna en este sentido, pero sus orientaciones doctrinales van en dirección a los cambios que iban a producirse en años sucesivos. En efecto, el 15.VIII.1972, el Papa Pablo VI promulga el M. Pr. Ministeria quaedam, cuya principal innovación consistió, precisamente, en restringir la noción de clérigo, identificándola con la de ministro sagrado, al tiempo que, como consecuencia, se desclericalizan algunos ministerios eclesiales, confiándose su ejercicio a los laicos. La reforma llevaba a cabo por Pablo VI en el sentido indicado, se incorpora definitivamente al CIC 83. El c. 230 es el mejor exponente de esta 50

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reforma. Pero conviene tener en cuenta los distintos supuestos que contempla la norma codicial. El primer supuesto es el de los ministerios estables de lector y acólito que sólo pueden ser conferidos a los varones laicos. De algún modo, esto supone una limitación del principio general sentado en el c. 228 § 1, según el cual los laicos que sean considerados idóneos (sunt habiles), tienen capacidad de ser llamados por los sagrados Pastores para aquellos oficios eclesiásticos y encargos que pueden cumplir según las prescripciones del derecho. El límite, iure divino, de esa capacidad lo constituyen las funciones o ministerios que exigen el sacramento del orden, directa o indirectamente. La exigencia de ser varón, o de otro modo, la inhabilidad de la mujer para ser llamada a los ministerios estables de lector y acólito, tal y como establece el c. 230 § 1, no parece que entre dentro de la cláusula del c. 228 § 1 «los laicos que sean considerados idóneos»; no es problema de idoneidad, sino de capacidad canónica decretada por el legislador eclesiástico, tal vez por la mutua implicación entre los ministerios estables y los conferidos como requisito previo para la recepción del sacramento del orden (cc. 1035 y 1050), y habida cuenta de la exigencia esencial de ser varón para recibir ese sacramento (cfr. c. 1024). Junto a estos ministerios instituidos de los que se excluye a las mujeres, el c. 230 contempla otros «ministerios» o servicios algunos de los cuales, los del § 2, se fundan en la condición bautismal, son propios de todos los fieles sin discriminación por razón de sexo, si bien su ejercicio, en este caso temporal, requiere la intervención de la autoridad eclesiástica para el buen orden de las acciones litúrgicas. Según la interpretación auténtica del Pontificio Consejo para la interpretación de los textos legislativos de 15.III.1994 7, entre las funciones litúrgicas del c. 230 § 2, puede enumerarse también el servicio al altar, que puede desempeñar por ello cualquier laico, sea varón o mujer, siempre que se observen las instrucciones emanadas de la Congregación para el Culto divino, publicadas conjuntamente con la interpretación auténtica. Otros ministerios, en cambio, son en gran medida, en términos generales, funciones que pueden ejercer los laicos —varones y mujeres— pero en régimen de suplencia. Son en realidad propios de los ministros sagrados por su relación íntima, aunque no esencial, con el orden sagrado, por lo que sólo pueden ser ejercidos por los laicos cuando lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros. El ejemplo más claro es el de ministro extraordinario de la comunión. Esta disciplina ha sido ampliamente desarrollada por la instr. Redemptionis Sacramentum (vid. nn. 151-160). Aparte de la naturaleza suplementaria y provisional del ministro extraordinario de la Comunión, es significativo el énfasis que el Documento pone en la cuestión terminológica al referirse al 7. AAS 86, 1994, 541-542; cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, El servicio al Altar de las mujeres en «Relaciones de Justicia y ámbitos de libertad en la Iglesia. Nuevos Perfiles de la ley canónica», Pamplona 1997, pp. 363 y ss.

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ministro extraordinario de la sagrada Comunión: «Este ministerio se entiende conforme a su nombre en sentido estricto, este es ministro extraordinario de la sagrada comunión, pero no ministro especial de la sagrada comunión, ni ministro extraordinario de la Eucaristía, ni ministro especial de la Eucaristía; con estos nombres es ampliado indebida e impropiamente su significado» (n. 156). 3. Precisiones sobre el término «ministerio laical» Esta disciplina, que se inicia con el Ministeria Quaedam de 1972, y se consolida en el CIC de 1983, fue debatida, como es sabido, en el Sínodo de Obispos de 1987 que expresó su vivo deseo de que el M. Pr. Ministeria Quaedam «sea sometido a revisión, habida cuente del uso de las Iglesias locales, indicando sobre todo los criterios según los cuales deben ser elegidos los destinatarios de cada ministerio» (Prop. 18). El Papa, en la Exh. Ap. Christifideles laici se hace eco de los problemas que habían estado latentes en el Sínodo episcopal, en estos términos: «En la misma Asamblea sinodal no han faltado, sin embargo, junto a los positivos, otros juicios críticos sobre el uso indiscriminado del término ministerio, la confusión y tal vez la igualación entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, la escasa observancia del ciertas leyes y normas eclesiásticas, la interpretación arbitraria del concepto de suplencia, la tendencia a la clericalización de los fieles laicos y el riesgo de crear de hecho una estructural eclesial de servicio paralela a la fundada en el sacramento del orden» (n. 23). Por todo ello, no es extraño que el Papa acoja la propuesta del Sínodo de revisar el Ministeria Quaedam: «A tal fin ha sido constituida expresamente una Comisión, no sólo para responder a ese deseo manifestado por los Padre sinodales, sino también, y sobre todo, para estudiar en profundidad los diversos problemas teológicos, litúrgicos, jurídicos y pastorales surgidos a partir del gran florecimiento actual de los ministerios confiados a los fieles laicos» (Christifideles laici, 23). Es del todo necesario, añade más adelante, «pasar del reconocimiento teórico de la presencia activa y responsable de la mujer en la Iglesia a la realización práctica» (ibidem, 51). Junto con el problema sobre una posible discriminación de la mujer, al menos para el ejercicio de ministerios estables, la imprecisión terminológica de la palabra ministerio, así como su uso indiscriminado o su aplicación extensiva a cualquier función que se encomiende al laico, constituyen uno de los temas que la mencionada Comisión está llamada a dilucidar y a poner en claro. De lo contrario, existe el riesgo de que pierda vigor la ministerialidad propia del orden sagrado, y el concepto mismo de ministro sagrado, equivalente hoy al de clérigo, al menos en la disciplina de la Iglesia latina 8.

8. En el Código de las Iglesias Orientales (c. 327) aun se admite la posibilidad de otros ministros constituidos en un orden menor, generalmente llamados clérigos menores.

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A este respecto, no está de más que nos hagamos eco de algunas ideas expresadas recientemente por el Papa Juan Pablo II, en una alocución al Simposio de la Cong. para el Clero que versó sobre «La participación de los fieles laicos en el ministerio presbiteral» (22.IV.1994). Y es oportuno que nos hagamos eco de ellas, primero porque son un reflejo del contexto eclesial al que nos estamos refiriendo, en el cual se inserta el tema concreto del servicio al altar por parte de las mujeres. Pero, además, porque de esas reflexiones brotan consecuencias que, según el Romano Pontífice, deberán encontrar expresión en la revisión del M. Pr. Ministeria Quaedam de acuerdo con lo que solicitaron los Padres sinodales en 1987 9. Comienza el Papa su Alocución, reconociendo el principio de igualdad fundado en la común dignidad cristiana (LG, 32; c. 208) y el consiguiente valor que posee todo oficio, todo don y toda tarea eclesial. Pero advierte a la vez sobre el riesgo del democraticismo, inaplicable a la Iglesia, remitiéndose expresamente al n. 17 del Directorio para el Ministerio y vida de los presbíteros. Seguidamente, el Papa reitera una advertencia que recogió ya el Documento preparatorio del Sínodo sobre los laicos (Lineamenta, 9): No podemos hacer que crezca la comunión y la unidad de la Iglesia, ni clericalizando a los fieles laicos ni laicizando a los presbíteros. Por consiguiente, será rechazable cualquier experiencia de participación que implique «una incomprensión teórica o práctica de las diversidades irreductibles queridas por el mismo Cristo…». Esta hipotética incomprensión teórica o práctica de la diversidad de vocaciones y estados de vida, de ministerios, de carismas y de responsabilidades en la misión de la Iglesia, hacen ver al Papa la necesidad de reflexionar atentamente y prioritariamente sobre el término ministerio y sobre las diversas acepciones que puede tener en el lenguaje teológico y canónico. En efecto, desde hace tiempo prevalece la costumbre de llamar ministerios no sólo a los officia o munera que ejercen los Pastores, esto es, los fieles ordenados, sino cualquier otro fiel laico. Esta cuestión del léxico, añade el Papa, resulta aún más compleja y delicada cuando se trata de tareas de suplencia, es decir de aquellas funciones que, siendo propias de los clérigos, pueden ejercer los laicos en casos especiales. Igual acontece con los términos Pastor o actividad pastoral: «La forma de pastor es una e indivisible y ningún otro miembro de la grey la puede sustituir: los servicios y los ministerios que ejercen los fieles laicos, por consiguiente, nunca son propiamente pastorales, ni siquiera cuando suplen ciertas acciones o ciertas preocupaciones del Pastor» 10. Constatada esta realidad, es decir, el uso frecuente e indiscriminado del término ministerio, el Romano Pontífice no niega que en algunos casos y en cierta medida, sea permisible la extensión del término a los munera de los fieles laicos en cuanto que son participación en el único sacerdocio de Cristo. «En 9. De donde se deduce que aquella Comisión, de la que dio noticia la Exh. Ap. Christifideles Laici, continúa sus trabajos en orden a clarificar desde múltiples ángulos la cuestión de los llamados ministerios laicales. 10. El Papa se remite al n. 19 del Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros.

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cambio, cuando el término se diferencia en la relación y en la confrontación entre los diversos munera y officia, es preciso advertir con claridad que sólo en virtud de la Sagrada ordenación obtiene (la voz ministerio) la plenitud y univocidad de significado que la tradición le ha atribuido siempre». En todo caso, concluye el Papa, «precisar y purificar el lenguaje se convierte en urgencia pastoral porque detrás de él pueden esconderse asechanzas mucho más peligrosas de lo que se cree. Del lenguaje corriente a la conceptualización el paso es breve». El Papa no se refiere en ningún momento de la Alocución a los ministerios, en cuanto que ejercidos por mujeres. Le interesa resaltar la necesidad de clarificar los términos y consiguientemente los conceptos. Pero ello no significa que este deseo de clarificación conceptual no tenga efectos en la plena integración de la mujer en todas aquellas tareas o servicios encomendados a los laicos, incluso de forma estable. Hoy no es posible a tenor del c. 230 § 1. Pero tal vez lo pueda ser en el futuro, cuando se entiendan, sin confusión alguna, estas dos ideas que también resalta el Papa: a) que toda función eclesial de los laicos se arraiga ontológicamente en su participación común en el sacerdocio de Cristo y no en una participación ontológica en el ministerio ordenado propio de los Pastores; b) que, en consecuencia, «los laicos deben saber arraigarlas [las tareas] existencialmente en su sacerdocio bautismal y no en otra realidad». Cuando se refiere a los laicos no distingue el Papa entre varones y mujeres; donde pone el acento es en la necesidad de romper el nexo equívoco entre las funciones que se fundan en el bautismo, en el sacerdocio común, y aquellas que se originan en el sacramento del orden. Resuelto este equívoco, el papel de la mujer podrá ser también legalmente idéntico al del laico varón, revisándose en este sentido el vigente c. 230 § 1 11. 4. Las nuevas normas de la Santa Sede: la Instrucción «Ecclesiae de Mysterio» de 15.VIII.1997 El 15.VIII.1997, la Santa Sede ha promulgado una serie de normas relativas a la colaboración de los fieles laicos en el ministerio de los sacerdotes. El Documento viene firmado por 8 Dicasterios de la Curia Romana y en su virtud «quedan revocadas las leyes particulares y las costumbres vigentes que sean contrarias a estas normas, como asimismo eventuales facultades concedidas ad experimentum por la Santa Sede o por cualquier otra autoridad a ella subordinada» 12. Tal vez por eso, para dotarle de fuerza legislativa, el documento nor-

11. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, El servicio al altar de las mujeres…, cit., p. 377. 12. Firman el Documento los siguientes Dicasterios: C. para el Clero, C. para la Doctrina de la Fe, C. para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, C. para los Obispos, C. para la Evangelización de los Pueblos, C. para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, Pontificio Consejo para los Laicos, Pontificio Consejo para la Interpretación de

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LA FUNCIÓN DE SANTIFICAR DE LA IGLESIA

mativo es aprobado en forma específica por el Sumo Pontífice, por lo que, más bien que un decreto general, conforme al c. 29, se trataría de un decreto-ley conforme al art. 18 de la Const. Ap. Pastor Bonus 13. Dejando a un lado estas cuestiones formales que aquí no interesan, es conveniente poner de relieve que el Documento no tiene como fin analizar en profundidad «toda la riqueza teológica y pastoral del papel de los laicos en la Iglesia», tal y como ya ha sido aclarada ampliamente por la Exh. Ap. Christifideles laici, sino poner orden y claridad en las nuevas formas de participación de los fieles no ordenados en el ámbito de las parroquias y de las diócesis. Según se constata en el preámbulo del Documento, «con frecuencia, en efecto, se trata de praxis que si bien originadas en situaciones de emergencia y precariedad, y repetidamente desarrolladas con la voluntad de brindar una generosa ayuda en las actividades pastorales, pueden tener consecuencias gravemente negativas para la entera comunión eclesial». Este Documento pretende, en suma, trazar precisas directivas que aseguren por un lado la eficaz colaboración de los fieles no ordenados en situaciones extraordinarias de falta o escasez de ministros sagrados, y por otro, el respeto a la integridad del ministerio pastoral de los clérigos. En este sentido, «es necesario hacer comprender que estas precisiones y distinciones no nacen de la preocupación de defender privilegios clericales, sino de la necesidad de ser obedientes a la voluntad de Cristo, respetando la forma constitutiva que Él ha impreso indeleblemente en su Iglesia» 14. La casi totalidad del contenido disciplinar del Documento afecta al ámbito de nuestro estudio, por lo que habremos de tenerlo en cuenta en momentos sucesivos. Pero no está de más hacer aquí una breve sinopsis de las disposiciones prácticas explanadas a lo largo de 12 artículos. El art. 1 lleva por título: Necesidad de una terminología apropiada. A ello nos hemos referido ya en el apartado anterior, tomando como base el Discurso del Papa al Simposio organizado por la Cong. para el Clero. Los dos primeros §§ del art. 1 son una resumen de lo expresado por el Papa en el mencionado discurso. El § 3 establece al respecto lo siguiente:

los Textos Legislativos. El texto del Documento está tomado de DP-163, 1997, pp. 211-219, Anexo de Rev. «Palabra», diciembre 1997. 13. La versión aparecida en AAS 89, 1997, 852-877, es la siguiente: «Summus Pontifex in forma specifica hanc instructionem approbavit...». Conviene tener en cuenta este dato, porque en la primera versión latina aparecía el término nominatim, si bien las versiones castellana, francesa e italiana traducían ese término con la expresión en forma específica, ratificada finalmente por AAS. La Instr. Ecclesiae de Mysterio tiene un carácter netamente disciplinar que busca restablecer la communio disciplinae, pero con la preocupación latente de que no se resquebraje, por la vía de la praxis, la communio fidei. Un comentario amplio de la Instrucción puede verse en T. RINCÓN-PÉREZ, La colaboración del laico en el ministerio de los sacerdotes (principios y normas de la Instr. «Ecclesiae de Mysterio»), XIX Jornadas de la Asociación Española de Canonistas, Universidad Pontificia de Salamanca, 2000, pp. 41-94. 14. JUAN PABLO II, Discurso al Simposio sobre «Colaboración de los laicos en el ministerio pastoral de los presbíteros» (22 abril 1994); L’Osservatore Romano, 23 abril 1994.

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

«El fiel no ordenado puede asumir la denominación general de ministro extraordinario, sólo si y cuando es llamado por la autoridad competente a cumplir, únicamente en función de suplencia, los encargos a los que se refiere el c. 230 § 3, además de los cc. 943 y 1112. Naturalmente puede ser utilizado el término concreto con que canónicamente se designa la función confiada, por ejemplo, catequista, acólito, lector, etc. La delegación temporal en las acciones litúrgicas, a las que se refiere el c. 230 § 2, no confiere alguna denominación especial al fiel no ordenado. No es lícito, por tanto, que los fieles no ordenados asuman, por ejemplo, la denominación de pastor, de capellán, de coordinador, moderador o títulos semejantes que podrían confundir su función con aquella del Pastor, que es únicamente el obispo y el presbítero». El art. 2 se ocupa del ministerio de la palabra, y desarrolla y precisa todo lo relativo a la predicación de los laicos a tenor de lo dispuesto en el c. 766. El art. 3 contiene las normas relativas a la homilía, distinguiendo, al respecto, entre la homilía durante la celebración de la Eucaristía, que se reserva al ministro sagrado, sacerdote o diácono (§ 1), y la homilía fuera de la Santa Misa, que «puede ser pronunciada por fieles no ordenados, según lo establecido por el derecho o las normas litúrgicas y observando las cláusulas allí contenidas» (§ 4). «En ningún caso la homilía puede ser confiada a sacerdotes o diáconos que han perdido el estado clerical o que, en cualquier caso, han abandonado el ejercicio del sagrado ministerio» (§ 5). Los arts. 4 y 5 establecen y precisan las normas relativas a la colaboración de los laicos en las parroquias y en otros organismos diocesanos, tales como el Consejo presbiteral, el Consejo pastoral, el Consejo parroquial para los asuntos económicos, el arciprestazgo, etc. 15.

Del contenido de los restantes artículos nos ocupamos en su momento oportuno. Por eso, hacemos sólo el enunciado: art. 6 art. 7 art. 8 art. 9 art. 10 art. 11 art. 12

: : : : : : :

Las celebraciones litúrgicas. Las celebraciones dominicales en ausencia de presbíteros. El ministro extraordinario de la sagrada comunión. El apostolado con los enfermos y el sacramento de la santa unción. La asistencia a los matrimonios. El ministro del bautismo. La animación de la celebración de las exequias eclesiásticas.

III. RELACIÓN ENTRE FE Y CULTO CRISTIANO «La sagrada liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia, pues para que los hombres puedan llegar a la liturgia es necesario que antes sean llamados a la fe y a la conversión» (SC, 9).

15. Hay que hacer notar que el Documento de la Santa Sede en vez de laico usa con frecuencia la expresión fiel no ordenado. Ello hace más claro que la disciplina que establece afecta a los laicos (seglares) y a los religiosos o consagrados no ordenados, incluyendo por tanto a todas las religiosas. Cfr. al respecto, T. RINCÓN-PÉREZ, La vida consagrada en la Iglesia latina. Estatuto Teológico-canónico, EUNSA, Pamplona 2001, pp. 240-244.

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LA FUNCIÓN DE SANTIFICAR DE LA IGLESIA

«Los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios; pero, en cuanto signos, también tienen un fin pedagógico. No sólo suponen la fe, sino que, a la vez, la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y cosas; por esto se llaman sacramentos de la fe» (SC, 59).

Con estas palabras, el Concilio resalta la importancia de la fe en las actividades de culto; importancia que es asimismo puesta de relieve por el c. 836: el culto cristiano, en cuanto ejercicio del sacerdocio común de los fieles, es una obra que procede de la fe y en ella se apoya. De ahí que los ministros sagrados hayan de procurar diligentemente suscitar e ilustrar la fe, especialmente con el ministerio de la palabra, por la que nace y se alimenta la fe. De ahí mana también, como una consecuencia más concreta, la obligación de preparar convenientemente a los que han de recibir los sacramentos del bautismo (c. 851), de la confirmación (cc. 889-890), de la Eucaristía (c. 914) y el propio sacramento del matrimonio (c. 1063). Con ser cierto todo lo anterior, en aras de una mayor precisión doctrinal, es necesario distinguir diversos niveles en las relaciones entre fe y actividad litúrgico-sacramental. En efecto, los sacramentos, como enseña el Concilio, suponen la fe, son ellos mismos sacramentos de la fe, no es pensable una celebración litúrgicosacramental como no sea en el marco de la fe. Al menos siempre está presente la fe de la Iglesia. Pero ¿es necesaria siempre la fe del ministro, o la fe del que participa o recibe el sacramento? Para responder a esta pregunta, es preciso distinguir previamente entre actividad sacramental válida, lícita y fructuosa, tanto del ministro sagrado, como del sujeto que participa en ella. Por parte del ministro, la fe nunca es, por principio, una exigencia de validez. Respecto al sujeto que recibe el sacramento, sólo está implicada la validez en el sacramento de la penitencia, habida cuenta de que este sacramento está configurado esencialmente por los actos del penitente junto con la absolución del confesor. En los restantes sacramentos, su recepción puede ser válida independientemente de la fe personal, si se cumplen las condiciones litúrgico-canónicas exigidas, pero, con excepción del bautismo o confirmación de niños, la fe personal del sujeto, aparte de ser un requisito de licitud, opera como un factor importante para el logro de una mayor eficacia sacramental. Desde una perspectiva litúrgico-pastoral es natural que se acentúe y fomente en la actividad sacramental el opus operantis, es decir, la respuesta eficiente del hombre al don que se le comunica en los sacramentos. Pero, desde una perspectiva teológico-canónica, también es necesario resaltar el ex opere operato, especialmente respecto a los sacramentos que imprimen carácter (c. 845) y al sacramento del matrimonio cuya esencia radica en la res et sacramentum, es decir, en el vínculo. La recepción infructuosa, por falta de disposiciones subjetivas, del sacramento del bautismo, de la confirmación o del orden 57

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

sagrado, no impide el despliegue de la eficacia sacramental ex opere operato. Se trata de una eficacia objetiva fundada en los méritos de Cristo, y no en los méritos del ministro, que sólo actúa como causa instrumental para la realización del signo, ni en los méritos del sujeto, quien en un caso dado, por falta de disposiciones subjetivas, obstaculiza de hecho la eficacia causativa de la gracia pero no todo el despliegue sacramental. El sujeto queda, en efecto, bautizado, confirmado o consagrado como ministro. Algo semejante ocurre con el sacramento del matrimonio. La falta de fe de los contrayentes, por ejemplo, aparte de ser un elemento subjetivo dificilmente mensurable por categorías teológico-canónicas, no necesariamente y por principio constituye un factor de nulidad del vínculo sacramental. Este opera objetivamente, ex opere operato, cuando se verifican dos concidiones: a) que estén bautizados los contrayentes; b) que sea válido el pacto conyugal en su configuración natural 16.

16. Cfr. E. TEJERO, Introducción al libro IV y comentario al c. 836, en VV.AA., Comentario Exegético..., cit., Vol. III, pp. 367 y 391; P. RODRÍGUEZ, Fe y sacramentos, en VV.AA., Sacramentalidad de la Iglesia y Sacramentos, Pamplona 1983, pp. 551-584: T. RINCÓN-PÉREZ, El matrimonio cristiano. Sacramento de la Creación y de la Redención, Pamplona 1997.

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CAPÍTULO III

REGULACIÓN CANÓNICA DEL CULTO DIVINO COMPETENCIAS NORMATIVAS

I. PRINCIPIOS FUNDAMENTALES «Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la misma Iglesia, que es ‘sacramento de unidad’, es decir, pueblo santo reunido y ordenado bajo la guía de los Obispos; por tanto, pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, lo manifiestan y lo realizan…».

De este modo describe el c. 837 § 1, el carácter público del culto divino, en el cual se fundamenta la necesidad de su ordenación canónica así como que ésta sea llevada a cabo por la Jerarquía eclesiástica. Junto a este carácter público, no está de más recordar la profunda conexión de la liturgia con los principios de la fe según la máxima lex orandi, lex credendi, al tiempo que se configura como uno de los pilares en los que se sustenta el principio de comunión plena: profesión de fe, sacramentos y régimen eclesiástico (c. 205). Al tratar de la Eucaristía, el c. 897 añade cómo ese augusto misterio es el máximo exponente de comunión eclesial, «por el que se significa y realiza la unidad del pueblo de Dios y se lleva a término la edificación del Cuerpo de Cristo». Todos estos factores eliminan cualquier duda sobre la necesidad de un orden adecuado en las celebraciones litúrgicas establecido por quienes tienen autoridad en la Iglesia. Entendemos aquí por regulación canónica aquella actividad normativa en sentido amplio mediante la cual se ordenan adecuadamente los actos litúrgicos en sentido estricto (c. 2), y se establece el régimen jurídico o disciplinar tendente a garantizar, ya sea el valor intrínseco de los signos litúrgico-sacramentales, ya sea su licitud, la dignidad de su celebración en cuanto culto sagrado, la fructuosidad en cuanto bien salvífico o, finalmente, su justa administración en cuanto que se trata de bienes debidos en justicia a los fieles convenientemente dispuestos. 59

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

Esta actividad normativa, con sus correspondientes competencias, viene regida por dos grandes principios: el principio de unidad y el de diversidad. En efecto, el misterio celebrado en la liturgia es único, aunque sean diversas las formas de su celebración. Por lo demás, «en la liturgia, sobre todo en la de los sacramentos, existe una parte inmutable —por ser de institución divina— de la que la Iglesia es guardiana, y partes susceptibles de cambio, que ella tiene el poder, y a veces incluso el deber, de adaptar a las culturas de los pueblos recientemente evangelizados (SC, 21)» 1. El principio de unidad, y el imperio del derecho divino como fuente directa de la disciplina litúrgico-sacramental, son factores que reclaman por lo general un régimen normativo centralizado, con validez universal; mientras que el principio de diversidad, y las materias susceptibles de cambio, postulan, por el contrario, la descentralización normativa. En estos dos principios se inspiran las competencias normativas establecidas por el c. 838 en sus cuatro apartados, así como otras muchas normas codiciales a las que haremos seguidamente una breve alusión. II. COMPETENCIAS NORMATIVAS GENERALES A. La sagrada liturgia en general Corresponde su regulación a la autoridad de la Iglesia, que reside en la Sede Apostólica y, de acuerdo con las normas del Derecho, en el Obispo diocesano. Una vez sentado este principio general, el c. 838 establece después las diversas competencias que corresponden a la Sede Apostólica, a las Conferencias Episcopales y al Obispo diocesano. Salvada la unidad sustancial en aquello que afecte a la fe o al bien de la comunión eclesial, fue deseo del Concilio no imponer una rígida uniformidad, sino promover una cierta pluralidad de formas litúrgicas, atendidas la mentalidad y tradiciones de los diversos pueblos (SC, 37-39). Se trata de una manifestación de lo que se ha venido en llamar «inculturación»; es decir, la aceptación de las culturas de los pueblos en todo aquello que esté en condiciones de expresar mejor las inagotables riquezas de Cristo, a condición de que sea compatible con el Evangelio y no contradiga la comunión con la Iglesia universal 2. La adaptación de la liturgia a la mentalidad y tradiciones de los pueblos se canaliza a través de las Conferencias Episcopales. A ellas corresponde, a tenor del c. 838 § 3, preparar las traducciones de los libros litúrgicos a las lenguas

1. JUAN PABLO II, Lit. Ap. Vicesimus quintus annus, 16, en AAS 81, 1989, p. 912. 2. JUAN PABLO II, Familiaris Consortio, 10.

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REGULACIÓN CANÓNICA DEL CULTO DIVINO: COMPETENCIAS NORMATIVAS

vernáculas, convenientemente adaptadas dentro de los límites establecidos en los mismos libros litúrgicos, y editarlas con la revisión previa de la Santa Sede. En todo caso, recuerda la Instr. Redemptionis Sacramentum, n. 18, «los fieles tienen derecho a que la autoridad eclesiástica regule la sagrada liturgia de forma plena y eficaz para que nunca sea considerada la liturgia como «propiedad privada de alguien, ni del celebrante ni de la comunidad en que se celebran los misterios» 3. B. Los sacramentos Los sacramentos de la Nueva Ley han sido instituidos por Cristo y, por ello, sustancialmente tienen como norma constitutiva el propio ius divinum. No obstante, salva eorum substantia, compete también a la autoridad de la Iglesia la ulterior determinación de los elementos requeridos para su validez. Ahora bien, como quiera que los sacramentos son los mismos para toda la Iglesia y pertenecen al depósito de verdades reveladas, la aprobación o establecimiento de esos requisitos de validez corresponde exclusivamente a la autoridad suprema de la Iglesia, es decir, al Romano Pontífice o al Concilio Ecuménico (c. 841). Por tanto, respecto a la validez de los sacramentos no cabe pluralidad de regulaciones, no es posible la descentralización normativa. En cambio, para establecer lo concerniente a su celebración, administración y recepción lícita, así como al ritual que debe observarse en su celebración, son también competentes, dentro de su ámbito, la Conferencia Episcopal y el Obispo diocesano. C. Los sacramentales Los sacramentales han sido instituidos por la Iglesia, y son signos sagrados por medio de los cuales, a imitación en cierto modo de los sacramentos, se significan y se obtienen por intervención de la Iglesia unos efectos sobre todo de carácter espiritual (SC, 60; c. 1166). Compete exclusivamente a la Sede Apostólica establecer nuevos sacramentales, interpretar auténticamente los que existen y suprimir o modificar algo. En cambio, los ritos y fórmulas que deben observarse en su celebración o administración, pueden acomodarse a los diversos lugares y tiempos mediante rituales propios de cada región, es decir, establecidos por las Conferencias Episcopales y revisados por la Sede Apostólica (SC, 62, 63 y 79; c. 1167).

3. Enc. Ecclesia de Eucharistia, n. 52.

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

III. COMPETENCIAS DE LA SEDE APOSTÓLICA A tenor del c. 361, bajo el nombre de Sede Apostólica se comprende no solo al Romano Pontífice, sino también a otras instituciones que componen la Curia Romana. En el apartado anterior ya se ha hecho referencia a la competencia exclusiva de la autoridad suprema de la Iglesia para aprobar o definir los elementos necesarios para la validez de los sacramentos (c. 841). Además, «compete a la Sede Apostólica ordenar la sagrada liturgia de la Iglesia universal, editar los libros litúrgicos, revisar sus traducciones a lenguas vernáculas y vigilar para que las normas litúrgicas se cumplan fielmente en todas partes» (c. 838 § 2).

De acuerdo con la distribución de competencias de la Curia Romana, llevada a cabo por la Const. Ap. Pastor Bonus (28.VI.1988), aparte de las que corresponden a la Cong. para la Doctrina de la fe en razón a las implicaciones dogmáticas que tienen las acciones litúrgico-sacramentales, las competencias con carácter universal de la Sede Apostólica son atribuidas a la Cong. del culto divino y de la disciplina de los sacramentos 4. En términos generales, la Congregación se ocupa de la dirección y promoción de la sagrada liturgia, así como del fomento y tutela de la disciplina de los sacramentos, especialmente en lo que se refiere a su válida y lícita celebración. Estas funciones podrán llevarse a cabo por medio de normas de carácter ejecutorio, que en todo caso han de someterse a la aprobación del Sumo Pontífice. En el caso de que, excepcionalmente, estableciera normas litúrgico-sacramentales con fuerza de ley o con capacidad para derogar las prescripciones del derecho universal vigente, necesitarían la aprobación específica del Romano Pontífice, en virtud de la cual dichas normas se convertirían en un acto Pontificio, o al menos en un acto complejo con una doble autoría, la de la Congregación que las redacta, y la del Papa que les da fuerza de ley 5. Descendiendo a ámbitos más concretos, la Congregación del Culto divino provee a la elaboración y corrección de los textos litúrgicos, y a ella le compete también una importante tarea: revisar las traducciones de los libros litúrgicos y sus adaptaciones legítimamente preparadas por las Conferencias Episcopales. A ella le compete asimismo especiales tareas en el proceso para la dispensa del matrimonio rato y no consumado (cc. 1697 ss.), así como lo concerniente a las causas de nulidad de la sagrada ordenación (cc. 1708 ss.).

4. Vide Const. Ap. Pastor Bonus, 62-70. 5. Ibidem, n. 18. Cfr. A. VIANA, El Reglamento general de la Curia romana (4.II.1992). Aspectos generales y regulación de las aprobaciones pontificias en forma específica, en «Ius Canonicum» XXXII, 1992, pp. 465-529.

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REGULACIÓN CANÓNICA DEL CULTO DIVINO: COMPETENCIAS NORMATIVAS

Finalmente, le corresponde vigilar «atentamente para que las disposiciones litúrgicas sean observadas con exactitud, para que se prevengan los abusos y sean erradicados allí donde se produzcan» (Pastor Bonus, 66). De entre todas esas competencias normativas, que el c. 838 § 2 atribuye de forma genérica a la Sede Apostólica y la Pastor Bonus concreta en la Cong. del Culto divino, sobresalen por su importancia práctica las que tienen por objeto la edición de los libros litúrgicos y la revisión de sus traducciones a las lenguas vernáculas. Téngase en cuenta que, para dar cumplimiento a la reforma litúrgica impulsada por el Concilio (cfr. SC, 21-40), la Sede Apostólica desarrolló una intensa actividad normativa, canalizada formalmente a través de los libros litúrgicos en cuyos Praenotanda generalia no sólo se plasmarán las normas litúrgicas o rituales, sino también otras muchas normas de índole disciplinar; normas básicas a las que se habrán de someter los ulteriores desarrollos normativos, a cargo en primer lugar de las Conferencias Episcopales. En este sentido se ha escrito certeramente que «toda la reforma litúrgica desarrollada a partir del Vaticano II se ha realizado siempre por iniciativa de la Santa Sede, que, en cumplimiento de su misión ordenadora de la liturgia, ha preparado siempre la edición correspondiente de cada uno de los libros litúrgicos, permitiendo así la intervención posterior y derivada de las Conferencias Episcopales para hacer las pertinentes versiones y adaptaciones» 6; versiones y adaptaciones que deberán ser revisadas, antes de su entrada en vigor, por la propia Sede Apostólica. De ello nos ocupamos más adelante, al tratar de las competencias de las Conferencias Episcopales. IV. COMPETENCIAS DEL OBISPO DIOCESANO «El Obispo, por estar revestido de la plenitud del sacramento del Orden, es el ‘administrador de la gracia suprema del sacerdocio’, sobre todo en la Eucaristía que él mismo celebra o procura que sea celebrada, y mediante la cual la Iglesia vive y crece continuamente». Y añade más adelante el Concilio: «toda legítima celebración de la Eucaristía es dirigida por el Obispo a quien ha sido confiado el oficio de ofrecer a la Divina Majestad el culto de la religión cristiana y de reglamentarlo en conformidad con los preceptos del Señor y con las leyes de la Iglesia, precisadas más concretamente para su diócesis, según su criterio». A los Obispos compete, finalmente, la santificación de los fieles, por medio de los sacramentos «cuya administración legítima y fructuosa regulan ellos con su autoridad» (LG, 26).

En esta fuente conciliar se inspira el c. 835 § 1 según el cual «ejercen en primer lugar la función de santificar los Obispos, que al tener la plenitud del sacerdocio, son los principales dispensadores de los misterios de Dios y, en la Iglesia a ellos encomienda, los moderadores, promotores y custodios de toda la vida litúrgica». 6. E. TEJERO, Comentario al c. 838, en VV.AA., Comentario Exegético..., cit., Vol. III, p. 404.

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

A la vista de estos principios, es muy lógica la consecuencia que extrae el c. 838: la ordenación de la sagrada liturgia depende exclusivamente de la autoridad de la Iglesia, que reside en la Sede Apostólica y, ad normam iuris, en el Obispo diocesano. Por eso, en la Iglesia a él confiada, y dentro de los límites de su competencia, le corresponde dar normas obligatorias para todos sobre materia litúrgica. Los preceptos del Señor (el ius divinum), las leyes universales de la Iglesia, así como el ámbito competencial circunscrito a la propia diócesis, son los límites —por lo demás obvios— que condicionan la actividad legislativa del Obispo diocesano en materia litúrgica y sacramental. Dentro de esos límites, el campo litúrgico y sacramental confiado al derecho particular diocesano es muy amplio. En efecto, el Obispo diocesano, si bien no puede legislar contra legem, bien sea ésta la ley divina, bien la ley eclesiástica con eficacia universal, tiene, no obstante, amplias competencias para legislar no solo iuxta legem, urgiendo y determinando la ley universal, sino también praeter legem, organizando de forma autónoma zonas importantes pertenecientes al ministerio cultual, litúrgico y sacramental de la propia diócesis, mediante verdaderas leyes canónicas, esto es, mediante normas con capacidad para comprometer la conciencia y la conducta externa de los fieles, de manera principal de aquellos a quienes ha sido confiado el ministerio de la santificación. Hay que tener en cuenta, a este respecto, que «el pueblo cristiano tiene derecho a que el Obispo diocesano vigile para que no se introduzcan abusos en la disciplina eclesiástica, especialmente, en el ministerio de la palabra, en la celebración de los sacramentos y sacramentales, en el culto a Dios y a los santos» 7. Aparte de esas competencias generales, la vigente legislación codicial remite a la legislación particular diocesana la determinación y desarrollo de numerosos preceptos. Sería muy prolijo hacer aquí una enumeración exhaustiva de esas remisiones legales 8. Basten algunos ejemplos, relativos a la actividad sacramental: – la preparación para los sacramentos (c. 843 § 2); – el lugar para la celebración del bautismo (c. 860); – la eventual dilación del bautismo de niños a tenor de las disposiciones del derecho particular (c. 868 § 1, 2.º); – la edad para la confirmación, cuando la Conferencia Episcopal, como es el caso de España, permite al Obispo diocesano seguir la norma común de la Iglesia, es decir, la edad de la discreción (c. 891); – organizar la celebración de Misas de trinación y binación (c. 905 § 2); – lo relativo a los ministros extraordinarios de la exposición del Santísimo sacramento (c. 943); 7. Instr. Redemptionis Sacramentum, 24. 8. Cfr. J. CALVO, Las competencias de las Conferencias Episcopales, y del Obispo diocesano en relación con el «munus sanctificandi», en «Ius Canonicum» XXIV, 1984, pp. 645-673; J.M. DÍAZ MORENO, El Derecho litúrgico diocesano postcodicial en «El Derecho particular de la Iglesia en España», Salamanca 1986, p. 153.

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REGULACIÓN CANÓNICA DEL CULTO DIVINO: COMPETENCIAS NORMATIVAS

– la determinación de los casos en los que se verifica la necesidad grave requerida para la absolución colectiva (c. 961 § 2); – la celebración comunitaria de la unción de los enfermos (c. 1002); – la disciplina sobre ofrendas y estipendios de Misas (cc. 848, 951 ss.).

V. COMPETENCIAS DE LAS CONFERENCIAS EPISCOPALES La doctrina es unánime al afirmar las competencias legislativas de las Conferencias Episcopales para regular aspectos concretos de la vida eclesial que afectan al área jurisdiccional de cada una de ellas. Así lo establece, por lo demás, el c. 455. Estas competencias se circunscriben, no obstante, a las materias que bien el derecho común o un mandato especial de la Santa Sede les atribuye. Ello significa que la potestad legislativa que ostentan es de naturaleza distinta a la que ostenta el Obispo diocesano. En este sentido, y ya en el ámbito litúrgico-sacramental, o más genéricamente, en el ámbito de la función santificadora de la Iglesia, es de notar la diferencia entre las competencias legislativas reconocidas a la autoridad de la Iglesia —Sede Apostólica y Obispo diocesano—, y aquellas otras atribuidas expresamente a las Conferencias Episcopales. Dice así el c. 838 § 1: «La ordenación de la sagrada liturgia depende exclusivamente de la autoridad de la Iglesia, que reside en la Sede Apostólica y, según las normas del derecho, en el Obispo diocesano». Una ordenación que se traduce, entre otras cosas, en «dar normas obligatorias para todos sobre materias litúrgicas» (ibidem, § 4). Por contra, a las Conferencias Episcopales no les compete por principio la ordenación de la sagrada liturgia, ni el dar normas obligatorias, salvo aquellas que le atribuya el derecho común o un mandato especial de la Santa Sede a tenor del c. 455, o las específicas que les confiere el c. 838 § 3: «Corresponde a las Conferencias Episcopales preparar las traducciones de los libros litúrgicos, y editarlas con la revisión previa de la Santa Sede». Parece conveniente desglosar y analizar en apartados diversos estas específicas competencias, teniendo en cuenta, además, las novedades introducidas, al respecto, por la Instrucción de la Cong. del Culto divino, Varietates Legitimae, sobre la liturgia romana y la inculturación, publicada el 25.I.1994 9, así como los nuevos criterios y la forma de proceder en la traducción de los textos de la Liturgia Romana a las lenguas vernáculas que establece autorizadamente la Instr. Liturgiam authenticam promulgada por la misma Congregación el 28.III.2001.

9. Cfr. J.A. FUENTES, Disposiciones y carácter normativo de la Instr. «Varietates legitimae», sobre la liturgia romana y la inculturación, en «Ius Canonicum» XXXVI, 1996, pp. 181-203.

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1. Competencias legislativas atribuidas por el derecho común Nos referimos aquí a las competencias que, a tenor del c. 455, concede el derecho común a las Conferencias Episcopales sobre materias que dicen relación directa o indirecta con el ejercicio de la función santificadora de la Iglesia. — En relación con el diaconado permanente, el Concilio decretó que «en el futuro, podría establecerse el diaconado como un grado propio y permanente de la jerarquía» (LG, 29), al tiempo que atribuye a las distintas Conferencias Episcopales la decisión de restablecerlo, con la aprobación del Sumo Pontífice. De ahí que el M. Pr. Sacrum Diaconatus ordinem (18.VI.1967) estableciera como primera norma las competencias asignadas en esta materia a las Conferencias Episcopales. Ello conlleva otra serie de competencias normativas, algunas de las cuales aparecerán expresamente atribuidas a las Conferencias por el CIC. Así, por ejemplo, el plan de formación de los candidatos al diaconado permanente, de acuerdo con el c. 236, o la determinación de aquella parte de la liturgia de las horas a cuya celebración o rezo queda obligado el diácono permanente (c. 276 § 2,3.º), o el establecimiento de una edad superior para recibir el presbiterado o el diaconado permanente (c. 1031 § 3). — En relación con los ministerios estables de lector y acólito, instituidos mediante el rito litúrgico prescrito, las Conferencias Episcopales son competentes para determinar la edad y condiciones de los candidatos, que en todo caso, mientras no se derogue la ley, deberán ser varones laicos (c. 230 § 1). — En relación con la celebración, administración y recepción lícita de los sacramentos, a que se refiere el c. 841, las Conferencias Episcopales reciben competencias específicas para los siguientes supuestos: – bautismo de adultos y catecumenado (c. 851,1.º); – forma de administrar el bautismo (c. 854); – edad para la Confirmación (c. 891); – criterios acordados para la absolución sacramental colectiva, que habrá de tener en cuenta el Obispo diocesano (c. 961 § 2); – la Sede para oír confesiones (c. 964 § 2); – edad para la celebración lícita del matrimonio (c. 1083 § 2). — En relación con el matrimonio, son además competentes para establecer el régimen de los esponsales (c. 1062), para dictar normas sobre el expediente matrimonial, examen de los contrayentes, proclamas, etc. (c. 1067) y sobre algunos aspectos relativos a los matrimonios mixtos (cc. 1126 y 1127). Finalmente, para elaborar un rito propio del matrimonio en conformidad con lo establecido en el c. 1120 y de la fuente conciliar de la que toma origen: Sacrosanctum Concilium, 77. — En relación con los días de precepto y con la práctica penitencial, corresponde a la Conferencia Episcopal la posibilidad de suprimir o trasladar a 66

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domingo algunas de las fiestas de precepto (c. 1246 § 2), así como el determinar con más detalle el modo de observar el ayuno y la abstinencia, o bien sustituirlos en todo o en parte por otras formas de penitencia (c. 1253) 10. 2. Adaptaciones de los Libros litúrgicos (c. 838 § 3) a) Criterios conciliares En virtud de este precepto legal, «corresponde a las Conferencias Episcopales preparar las truducciones de los libros litúrgicos a las lenguas vernáculas, adaptándolas de manera conveniente dentro de los límites establecidos en los mismos libros litúrgicos, y editarlas con la revisión previa de la Santa Sede». De este modo se traducen al lenguaje sobrio de una ley canónica los criterios normativos dictados por el Vaticano II en su primer documento, aprobado antes de que se definiera por el propio Concilio el perfil canónico de las Conferencias Episcopales. Esto explica que la Const. Sacrosanctum Concilium hable de las competentes asambleas territoriales, o de la autoridad eclesiástica territorial, para expresar lo que hoy llamamos Conferencias Episcopales. Entre esos criterios, aptos para una adecuada reforma de la sagrada liturgia, el Concilio destaca el criterio de la diversidad atribuyendo competencias para llevarla a cabo a las Conferencias Episcopales. «La Iglesia no pretende imponer una rígida uniformidad en aquello que no afecta a la fe o al bien de toda la comunidad, ni siquiera en la liturgia; por el contrario, respeta y promueve el genio y las cualidades peculiares de las distintas razas y pueblos» (SC, 37). En consecuencia, «al revisar los libros litúrgicos, salvada la unidad sustancial del rito romano, se admitirán variaciones y adaptaciones legítimas a los diversos grupos, regiones, pueblos, especialmente en las misiones, y se tendrá esto en cuenta oportunamente al establecer la estructura de los ritos y las rúbricas» (SC, 38). Finalmente, serán las Conferencias Episcopales —«la competente autoridad eclesiástica territorial», en la terminología de la Constitución conciliar—, las encargadas de determinar estas adaptaciones dentro de los límites establecidos en las ediciones típicas de los libros litúrgicos (cfr. SC, 39). Aparte de que se trata de adaptar y no de suplantar el rito romano, creando un nuevo rito, las Conferencias Episcopales tienen limitadas sus competencias 10. Para las normas complementarias al CIC, dictadas por la Conferencia Episcopal Española, vide Código de Derecho canónico, 5.ª ed., Pamplona 1992, Apéndice III, pp. 1179-1208. Para las dictadas por otras Conferencias Episcopales, vide J.T. MARTÍN DE AGAR, Legislazione delle Conferenze Episcopali complementare al CIC, Milano 1990; ID., Estudio comparado de los Decretos generales de las Conferencias Episcopales, en «Ius Canonicum» XXXII, 1992, pp. 173-229. Cfr. A. URRU, Competenza delle Conferenze episcopale nella disciplina dei sacramenti, Milano 1984, pp. 166-175.

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por las normas tanto rituales como disciplinares que establecen las ediciones típicas de los libros litúrgicos, que son las primeras destinatarias de las directrices conciliares. De ahí que el Concilio, cuando trata más adelante de la necesidad de una reforma en los ritos sacramentales, invoque un criterio análogo, en una disposición general, y en otra referida al matrimonio: los rituales particulares han de prepararse de acuerdo con la nueva edición del Ritual romano, sin omitir las instrucciones que en el Ritual romano preceden a cada rito y, en todo caso, antes de entrar en vigor, han de ser revisados por la Sede Apostólica (cfr. SC, 63/b). Respecto al matrimonio, las Conferencias Episcopales «tienen la facultad de elaborar un rito propio adaptado a las costumbres de los diversos lugares y pueblos, quedando en pie la ley de que el sacerdote asistente pida y reciba el consentimiento de los contrayentes» (SC, 77). b) Adaptaciones previstas en los libros litúrgicos Las adaptaciones del rito romano a la mentalidad y tradiciones de los pueblos, auspiciadas y reglamentadas básicamente por el Concilio, se acogen y desarrollan ulteriormente en las diversas ediciones típicas latinas de los libros litúrgicos, y se hacen efectivas mediante la promulgación de las ediciones en lengua vernácula. Así, para la celebración eucarística la Ordenación general del misal romano, que sigue a la promulgación de la Const. Ap. Missale Romanum (3.IV.1969) 11, prevé que las Conferencias Episcopales puedan establecer para su territorio normas que mejor tengan en cuenta las tradiciones y el modo de ser de los pueblos, regiones y comunidades diversas. En relación, por ejemplo, con los gestos y las actitudes de los fieles, los textos de los cantos, el rito de la paz, las vestiduras litúrgicas, la materia y forma de los vasos sagrados, etc. Para los demas sacramentos y sacramentales, la edición típica latina de cada ritual indica las adaptaciones que pueden hacer las Conferencias Episcopales. En relación con el matrimonio, para realizar la adaptación a las costumbres del lugar y de los pueblos, cada Conferencia Episcopal tiene la facultad de establecer un rito propio del matrimonio, que deje a salvo lo esencial del matrimonio cristiano en sus vertientes natural y sacramental. Los otros rituales, como el de exequias o el de bendiciones, también ofrecen posibilidades de adaptación, de conservación de costumbres locales y de admisión de usos populares. En relación con las exequias, por ejemplo, el Ritual romano propone varias formas, correspondiendo a las Conferencias Episcopales la elección de aquella forma que se adapte mejor a las costumbres locales. 11. AAS 61, 1969, 221. Cfr. E. TEJERO, Las normas y los actos de la Conferencia Episcopal de España en materia litúrgico-sacramental, en «Ius Canonicum» XXXII, 1992, pp. 261300.

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En todo caso, las adaptaciones que realice cada Conferencia Episcopal, antes de su entrada en vigor, han de someterse a la revisión previa de la Sede Apostólica, siguiendo un procedimiento que concreta de este modo la reciente Instrucción Varietates Legitimae, a la que nos referiremos en el apartado siguiente: «La Conferencia Episcopal, al preparar la edición propia de los libros litúrgicos, se pronunciará sobre la traducción y las adaptaciones previstas, según el derecho (cc. 455 § 2, c. 838 § 3). Las actas de la Conferencia, con el resultado de la votación, se enviarán, firmadas por el presidente y el secretario de la Conferencia, a la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, junto con dos ejemplares completos del proyecto aprobado. »Además, se expondrán de forma resumida pero precisa las razones por las cuales se ha introducido cada modificación, se indicará igualmente qué partes se han tomado de otros libros litúrgicos ya aprobados y cuáles son nuevas. »Una vez obtenida la recognitio de la Sede Apostólica, según la norma establecida (c. 838 § 3), la Conferencia Episcopal dará el decreto de promulgación e indicará la fecha de su entrada en vigor» (n. 62).

Tal vez la Congregación ha querido precisar este procedimiento —que vale también para una nueva edición de los rituales—, con el fin de evitar en el futuro la inseguridad jurídica que han podido ocasionar ciertos descuidos en el rigor formal; tanto en lo tocante a la conformación de la voluntad colectiva, como en lo referente a la promulgación del decreto. La remisión al c. 455 no deja lugar a dudas de que se trata de un procedimiento idéntico al establecido para la validez y eficacia jurídica de los decretos generales que pueden dar las Conferencias Episcopales. c) Inculturación de la liturgia romana: la Instr. «Varietates legitimae» de 1994 12 Además de las adaptaciones ya previstas en los libros litúrgicos, el Concilio aludió a que, en ciertos lugares y circunstancias, urgía una adaptación más profunda de la liturgia y por eso más difícil. A tal efecto establece un procedimiento básico a seguir por las Conferencias Episcopales (cfr. SC, 40). No obstante, esa adaptación más profunda, no alcanzó un desarrollo ulterior salvo las escasas referencias de la Instrucción Liturgicae instaurationes (5.IX.1970). Para impulsar y ordenar convenientemente la inserción de la liturgia en las diversas culturas, así como para desarrollar esa previsión conciliar, la Cong. para el Culto divino, por mandato del Sumo Pontífice, publicó el 25.I.1994 la Instrucción Varietates Legitimae, por medio de la cual «se explican de modo 12. AAS 87, 1995, pp. 288-314. También, en «Ecclesia» 54, 1994, pp. 1056-1066; en «Documentos Palabra», 39, 1994, pp. 80-88. Cfr. J.A. FUENTES, Disposiciones y carácter normativo… cit.

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más preciso ciertos principios (conciliares), se aclaran las prescripciones de forma más apropiada y, por fin, se determina el orden a seguir para observarlas, de manera que se pongan en práctica únicamente según estas prescripciones» (n. 3). En sintonía con el reciente magisterio de la Iglesia, la Instrucción considera más apropiado el término inculturación que adaptación. «Este término, en efecto, tomado del lenguaje misionero, hace pensar en modificaciones sobre todo puntuales y externas. La palabra inculturación sirve mejor para indicar un doble movimiento. ‘Por la inculturación, la Iglesia encarna el Evangelio en las diversas culturas y, al mismo tiempo, ella introduce los pueblos con sus culturas en su propia comunidad’ (Redemptoris Missio, 52)» (n. 4). Según la Instrucción, la inculturación litúrgica ha de tener en cuenta estos tres principios conciliares que resumimos (nn. 35-37): 1.º La finalidad que debe guiarla: «ordenar los textos y los ritos de manera que expresen con mayor claridad las cosas santas que significan y, en lo posible, el pueblo cristiano pueda comprenderlas fácilmente y participar en ellas por medio de una celebración plena, activa y comunitaria» (SC, 21). 2.º El proceso de inculturación se hará conservando la unidad sustancial del rito romano. No se trata de formar nuevas familias de ritos, o ritos alternativos, sino que las nuevas adaptaciones formen parte también del rito romano, incluidas las adaptaciones más profundas a que se refiere el Concilio. 3.º La inculturación del rito romano depende únicamente de la autoridad de la Iglesia. No es algo que quede a la iniciativa personal de los celebrantes, o a la iniciativa colectiva de la asamblea. Teniendo a la vista estos principios, el Documento de la Santa Sede dicta unas normas prácticas para dos ámbitos concretos: las adaptaciones ya previstas en los libros litúrgicos, a las cuales nos hemos referido en el apartado anterior, y la adaptación prevista por la SC, 40, es decir, la adaptación más profunda del rito romano. Importa conocer las normas de procedimiento para llevar a cabo esa adaptación más profunda confiada a las Conferencias Episcopales, pues difieren del procedimiento establecido por el c. 455 para los decretos generales, siendo por lo demás un desarrollo de la norma básica sentada por el Concilio. La puesta en marcha de este proceso supone, en primer lugar, que «una Conferencia Episcopal ha empleado antes todos lo recursos ofrecidos por los libros litúrgicos, ha evaluado el funcionamiento de las adaptaciones ya realizadas, y ha procedido donde ha sido preciso a su revisión, antes de tomar la iniciativa de una adaptación más profunda» (n. 63). Entre las fases procedimentales, sistematizamos las siguientes: 1.ª Examen previo: Vista la utilidad o necesidad de esa adaptación, corresponde a la Conferencia episcopal examinar lo que se debe modificar de las celebraciones litúr70

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gicas en razón de las tradiciones y de la mentalidad del pueblo. Para ello, como primer paso, «confíe el estudio a la comisión nacional o regional de liturgia, la cual ha de solicitar la colaboración de personas expertas para examinar los diversos aspectos de los elementos de la cultura local y de su prosible inserción en las celebraciones litúrgicas. A veces resultará oportuno pedir también consejo a exponentes de las religiones no cristianas sobre el valor cultural o civil de tal o cual elemento. »Este examen previo, si el caso lo requiere, se hará en colaboración con las Conferencias Episcopales de los países limítrofes o de los que tienen la misma cultura» (n. 65).

2.ª Remisión del proyecto a la Congregación: «La Conferencia Episcopal expondrá el proyecto a la Congregación antes de cualquier iniciativa de experimentación. La presentación del proyecto debe comprender una descripción de las innovaciones propuestas, las razones de su admisión, los criterios seguidos, los lugares y tiempos en que se desea hacer, llegado el caso, el experimento previo y la indicación de los grupos que han de hacerlo y, por último, las actas de la deliberación y de la votación de la Conferencia sobre este asunto» (n. 66).

3.ª Facultad para la experimentación: «Después de un examen del proyecto, hecho de común acuerdo entre la Conferencia Episcopal y la Congregación, ésta última dará a la Conferencia Episcopal la facultad de permitir, si se presenta el caso, la experimentación durante un tiempo determinado» (n. 66).

4.ª Periodo de experimentación: «La Conferencia Episcopal cuidará del buen desarrollo de la experimentación, solicitando normalmente la ayuda de la comisión nacional o regional de liturgia. La Conferencia cuidará también de no permitir que la experimentación se prolongue más allá de los límites permitidos en lugares y tiempos, informará a pastores y pueblo de su carácter provisional y limitado, y cuidará de no dar al experimento una publicidad que podría influir ya en la vida litúrgica del país» (n. 67).

5.ª Nueva comunicación a la Congregación: «Al terminar el período de experimentación, la Conferencia Epispocal juzgará si el proyecto corresponde a la utilidad buscada o si se ha de corregir en algunos puntos, y comunicará su deliberación a la Congregación, junto con la documentación relativa a la experimentación» (n. 67).

6.ª Consentimiento de la Congregación: «Una vez examinada esa documentación, la Congregación podrá dar por decreto su consentimiento, con posibles observaciones, para que las modificaciones pedidas sean admitidas en el territorio que depende de la Conferencia Episcopal» (n. 68).

Aparte de la información debida al pueblo cristiano y de una adecuada preparación, la puesta en práctica de los cambios litúrgicos decididos deberá hacerse según lo exijan las circunstancias, estableciendo si fuera oportuno un 71

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

período de transición (n. 69), a fin de evitar los fenómenos de rechazo o de crispación de las formas anteriores (n. 46). d) La Instr. «Liturgiam authenticam» (28.III.2001) Se denomina así a la quinta Instrucción «para la recta aplicación de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II». En especial, se trata de aplicar rectamente el art. 36 de la mencionada Constitución Conciliar, es decir, el uso de las lenguas vernáculas en la publicación de los libros de la liturgia romana. La Instrucción fue publicada por la Congregación para el Culto Divino y Disciplina de los Sacramentos, el 28.III.2001, y entró en vigor el 25.IV.2001. Con esta nueva Instrucción se inicia una nueva etapa en la traducción de los extos litúrgicos, mediante criterios y normas que sustituyen a todas las anteriores, a excepción de las directrices de la cuarta Instrucción Varietates legitimae arriba comentadas, pues el nuevo texto precisa que ambas Instrucciones deben ser entendidas como complementarias (n. 8). Aprovechando la experiencia de más de treinta años, se trata de mejorar la traducción de los textos litúrgicos, al tiempo que se hace notar la necesidad de una continua vigilancia para garantizar la identidad y la unidad del Rito Romano en todo el mundo. No es este el lugar para recoger ni siquiera sumariamente, las múltiples directrices contenidas en los 133 números o artículos de que consta la nueva Instrucción. Basta tener en cuenta que para la aprobación de los nuevos textos litúrgicos siguen en vigor sustancialmente las competencias y el procedimiento que establece el c. 838 §§ 2 y 3 13. VI. DEBER DE LOS MINISTROS SAGRADOS Según lo señalado en los apartados anteriores, sólo a la autoridad de la Iglesia compete regular la actividad litúrgico-sacramental. Por tanto, a los ministros sagrados en cuanto tales y a cualquiera que participe en la celebración litúrgica, les corresponde observar fielmente las normas establecidas por la autoridad competente. El Concilio, en una norma que recoge literalmente el c. 846, fue muy tajante al respecto: «que nadie, aunque sea sacerdote, añada, suprima o cambie cosa alguna por propia iniciativa en la liturgia» (SC, 22 § 3). El fundamento en que se asienta esa prohibición es muy claro: la liturgia es un patrimonio público de la Iglesia entera, no es patrimonio privado del celebrante. La liturgia es, además, el principal factor de comunión eclesial; por 13. Sobre la utilidad de proseguir el proceso de inculturación en el ámbito de la celebración eucarística de acuerdo con las normas vigentes, vid. Exh. Ap. Sacramentum Caritatis, 54.

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ello toda arbitrariedad litúrgica entraña una ruptura de esa comunión eclesial, más o menos intensa según el grado de arbitrariedad y según la naturaleza de la acción litúrgica. Así por ejemplo, el Sacrificio eucarístico es el máximo exponente de esa comunión eclesial; «por él se significa y realiza la unidad del pueblo de Dios y se lleva a término la edificación del cuerpo de Cristo» (c. 897). Ello explica que las arbitrariedades en su celebración comporten el mayor riesgo contra la unidad. Finalmente, la liturgia está en estrecha relación con el depósito de la fe, expresada en la máxima: lex orandi, lex credendi. De ahí que la relajación de la disciplina litúrgica sea efecto y causa, a la vez, de importantes desenfoques dogmáticos. El cumplimiento fiel de las normas litúrgicas no contradice lo que los liturgistas llaman «ámbitos de creatividad». Los libros litúrgicos, en efecto, no imponen en momentos determinados de la celebración litúrgica modos uniformes de actuar, sino que permiten pluralidad de formas. En estos casos, justamente por no estar reglados, puede ser no sólo lícito sino provechoso el uso de la discrecionalidad de la iniciativa personal con tal de que no traspase el ámbito para el que se concede, ni contradiga el espíritu litúrgico en que se sitúa, porque entonces derivaría en arbitrariedad. Los últimos Documentos sobre la Eucaristía insisten en el deber de los ministros sagrados de cumplir fielmente las normas litúrgicas y no solo como un deber de caridad sino a la vez como una exigencia de justicia. El Siervo de Dios Juan Pablo II, siente el deber de hacer una acuciante llamada de atención para que se observen con gran fidelidad las normas litúrgicas en la celebración eucarística. Son una expresión concreta de la auténtica eclesialidad de la Eucaristía; este es su sentido más profundo. La liturgia nunca es propiedad privada de alguien, ni del celebrante ni de la comunidad en que se celebran los Misterios (…). A nadie le está permitido infravalorar el Misterio confiado a nuestras manos: este es demasiado grande para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo que no respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal» (Ecclesia de Eucharistia, 52). Inspirada en esta enseñanza pontificia, la Instr. Redemptionis Sacramentum, 12 reconoce que «todos los fieles cristianos gozan del derecho de celebrar una liturgia verdadera, y especialmente la celebración de la Santa Misa (…). Además, el pueblo católico tiene derecho a que se celebre por él, de forma íntegra, el Santo Sacrificio de la Misa, conforme a toda la enseñanza del Magisterio de la Iglesia. Finalmente, la comunidad católica tiene derecho a que de tal modo se realice para ella la celebración de la Santísima Eucaristía, que aparezca verdaderamente como sacramento de unidad excluyendo absolutamente todos los defectos y gestos que puedan manifestar divisiones y facciones en la Iglesia».

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CAPÍTULO IV

LA DISCIPLINA LITÚRGICA Y SACRAMENTAL EN PERSPECTIVA ECUMÉNICA LA «COMMUNICATIO IN SACRIS»

Dada la multiplicidad de fuentes normativas que regulan la llamada tradicionalmente communicatio in sacris, parece conveniente dividir el tratamiento de la cuestión en dos apartados. En el primero, se hace un elenco de las principales fuentes normativas, a partir de las disposiciones fundamentales del Vaticano II hasta el Directorio para la aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo (25.III.1993), publicado por el Pontificio Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos, a quien la Const. Pastor Bonus (nn. 135-138) atribuye las competencias sobre las cuestiones ecuménicas. Teniendo a la vista este conjunto de normas, y su distinto rango jerárquico, el segundo apartado tratará de exponer la disciplina vigente, en especial la que afecta a la actividad sacramental y, dentro de ella, a la comunicación en la Eucaristía. I. FUENTES NORMATIVAS 1. La disciplina antigua y el nuevo enfoque doctrinal y disciplinar del Vaticano II Respecto a las cuestiones ecuménicas, el Conc. Vaticano II marca una clara línea divisoria entre un antes y un después, que afecta de forma importante a la disciplina canónica. En el CIC 17, en efecto, estaba prohibido de forma absoluta asistir o tomar parte en las funciones sagradas de los acatólicos (c. 1258); incluso estaba sancionada como delito la «communicatio in divinis» (c. 2316). Cuando se suscite más adelante el movimiento ecuménico, la Santa Sede dará normas precisas al respecto, pero señalando a la vez, como condición que está absolutamente prohibida la communicatio in sacris 1. 1. Cfr. Instr. Ecclesia Catholica, AAS 42, 1950, pp. 142-147; también el Monitum Cum Compertum (5.VI.1948), en AAS, 40, 1948, p. 257.

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Al igual que el tema de la libertad religiosa, el Vaticano II propicia un nuevo enfoque de la cuestión ecuménica, asentado sobre estos dos fundamentos: la urgencia de buscar y recorrer caminos para la unidad sin menoscabo de la verdad, y la dignidad de todo bautizado, que como tal está incorporado a Cristo y vinculado, por ello, aunque sea de modo imperfecto, a la Iglesia de Jesucristo, cualquiera que sea la comunidad en que haya tenido lugar el bautismo. Ello conduce a que en el propio Concilio se produzca ya una modificación importante de la disciplina canónica sobre el movimiento ecuménico en general, y sobre la communicatio in sacris, en particular. En este sentido, se puede decir que el Concilio es un exponente normativo fundamental y básico en el que habrán de inspirarse las normas posteriores, incluidas las del CIC 83, y a cuya luz habrán de interpretarse. A los efectos disciplinares que aquí interesan conviene tener en cuenta algunos principios conciliares acerca de la licitud de la communicatio in sacris. Se ocupan directamente de esta cuestión el Decreto Orientalium Ecclesiarum (OE) y el Decreto Unitatis Redintegratio (UR). En el primero de ellos, el Concilio sienta este principio general: «Está prohibida por la ley divina la comunicación en las cosas sagradas que ofenda la unidad de la Iglesia o bien que lleve consigo adhesión formal al error o peligro de errar en la fe, de escándalo o de indiferentismo» (OE, 26).

El segundo documento, después de estimar lícito, e incluso deseable, que los católicos se unan con los hermanos separados para orar en ciertas circunstancias especiales, matiza seguidamente que no sería lícito considerar la comunicación en las cosas sagradas como un medio que pueda usarse indiscriminadamente para restablecer la unidad de los cristianos. «Esta comunicación depende principalmente de dos principios: de la necesaria significación de la unidad de la Iglesia y la participación en los medios de la gracia. La significación de la unidad prohíbe la mayoría de las veces esta comunicación. La necesidad de procurar la gracia la recomienda a veces» (UR, 8) 2.

Por el juego conjunto de estos dos principios se explica que algunos sacramentos —el de la confirmación y el orden sagrado— no formen parte de la comunicación en los sacramentos; o que se pongan condiciones bien precisas para que la participación en los medios de la gracia no menoscabe la significación de la unidad. Junto a estos principios doctrinales con una indiscutible proyección jurídica, el Concilio hizo también una precisa diferenciación entre la condición teológicocanónica de las Iglesias orientales, y la correspondiente a las Iglesias y Comunidades eclesiales separadas en Occidente. Ello conlleva un distinto tratamiento 2. Principios doctrinales importantes relacionados con el ecumenismo, y con el diálogo interreligioso en general, pueden verse en la Declaración Dominus Jesus, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ratificada y confirmada por el Romano Pontífice, y publicada el 6.VIII.2000. Vid. DP-111, Palabra, octubre de 2000.

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disciplinar por lo que respecta a la comunicación en las cosas sagradas, que servirá de base a los ulteriores desarrollos normativos. A tal efecto, bastaría cotejar el c. 844 con la disciplina establecida ya en OE, 26-29 y en UR, 15, 19 y 22. 2. El primer Directorio ecuménico (1967) La primera parte de este Directorio, Ad totam Ecclesiam, fue publicada el 14.V.1967 3. Casi tres años más tarde, el 16.IV.1970, se publicó la segunda parte, Spiritus Domini 4. El Directorio en su conjunto tiene como fin ejecutar las leyes sobre materia ecuménica promulgadas por el Concilio Vaticano II. En consecuencia, sus normas tienen por principio carácter ejecutorio y reglamentario. En todo caso, hasta la promulgación del CIC 83, son las normas de referencia que rigen la actividad ecuménica en sus diversos aspectos; por lo que no sería del todo inexacto afirmar su carácter propiamente legislativo. Entre esos aspectos, aquí interesan sólo los relativos a la vida litúrgica y sacramental, es decir, los que caen en el ámbito del munus sanctificandi. A ellos se refiere Ad totam Ecclesiam, resultando ser, por ello, la parte más disciplinar del Directorio. Esta parte disciplinar o normativa, se desarrolla sistemáticamente sirviéndose de unos conceptos que previamente ha elaborado el propio Directorio. Así, «bajo el nombre de comunicación en lo espiritual se entienden todas las oraciones que se hagan en común, el uso en común de las cosas y lugares sagrados, y todo aquello que propia y verdaderamente se llama comunicación en lo sagrado —communicatio in sacris—» (n. 29). Como se ve, se trata de un concepto amplio —communicatio in spiritualibus— que engloba el más estricto de communicatio in sacris. Esta, a su vez, tiene dos manifestaciones cuya diversidad exige también un tratamiento normativo distinto: la participación en cualquier acto litúrgico, y la más específica participación en los sacramentos. Se entiende por culto litúrgico el regulado «por los libros, prescripciones o costumbres de alguna Iglesia o Comunidad, y celebrado por un ministro o delegado de tal Iglesia o Comunidad en funciones de tal ministro» (n. 31). 3. El CIC y la vigencia parcial del Directorio Muchas de las normas del Directorio, sobre todo las relativas a la comunicación en lo espiritual y en lo sagrado, fueron acogidas por el Código. Tal es el caso, por ejemplo, de los cc. 256, 463 § 3, 825 § 2, 933, 1127, 1170, 1183 § 3 y 1365. Y de modo especial, el c. 844 sobre la comunicación en los sacra3. AAS 59, 1967, pp. 574-592. 4. AAS 62, 1970, pp. 705-724.

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mentos. En estos supuestos, parecía obvio que el punto de referencia ya no fuera el Directorio sino el Código 5. Por lo demás, el c. 755, al tiempo que asume el concepto de movimiento ecuménico, auspiciado por el Decreto conciliar Unitatis Redintegratio, 4, determina las diversas competencias, jerárquicamente ordenadas, incluidas las competencias normativas al respecto de las Conferencias Episcopales y de los Obispos. Todo ello pudo hacer pensar que las normas del Directorio habían quedado derogadas por una doble vía: por las normas concretas del CIC 83, y por la descentralización normativa a favor de la legislación particular operada en el propio Código. Estos argumentos, sin embargo, no son óbice para afirmar la vigencia parcial del Directorio ecuménico a la entrada en vigor del nuevo código, y la existencia, por tanto, de una legislación complementaria de ámbito universal, relativa a las materias ecuménicas. El legislador codicial, en efecto, ha corregido aspectos concretos de la comunicación en los sacramentos (cfr. c. 844), y ha regulado expresamente otros aspectos de la communicatio in spiritualibus. Además, recoge y no define el concepto de communicatio in sacris (cfr. c. 1365), por lo que es obligada la referencia a la legislación anterior; y finalmente, en el CIC 83 se silencian otros aspectos de la actividad ecuménica, que no por ello quedaban fuera de la disciplina canónica vigente. En resumen, la legislación codicial no regula ex integro los múltiples aspectos relacionados con la actividad litúrgica y sacramental en la perspectiva ecuménica, lo cual significa que, a tenor del c. 6 § 1, 4.º, siguen en vigor las anteriores normas siempre que no contradigan el derecho codicial, y atendidas las correcciones de pequeño o gran alcance que en éste se hayan introducido. Dicho lo anterior, parece también claro que en el CIC 83, en concreto en el c. 844, se ordenan ex integro todos los aspectos relacionados con la comunicación en los sacramentos, quedando por ello abrogadas las normas anteriores. 4. El nuevo Directorio ecuménico (1993) Tras un largo proceso de elaboración que se inicia en 1988, el 25.III.1993 el PCUC publica en francés el Directorio ecuménico noviter compositum, que lleva por título en versión castellana: «Directorio para la aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo» 6. Junto al marco legal antes apuntado, hay que añadir que el nuevo Directorio aparece una vez que ha entrado en vigor el Código de cánones de las Igle5. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, Comunicación en la Eucaristía y derecho particular, en «Ius Canonicum» XXIV, 1984, pp. 675-709. D. SALACHAS, La comunione nel culto liturgico e nella vita sacramentali tra la Chiesa catholica e le altre Chiese o comunità ecclesiale, en «Angelicum» 66, 1989, pp. 403-421. 6. AAS 85, 1993, pp. 1040 ss.; cfr. E. FORTINO, Directorio ecuménico de la Iglesia Católica, en «Pastoral Ecuménica» 1994, pp. 11-25.

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sias Orientales (CCEO). Esto tiene una especial relevancia canónica en orden a conocer el alcance normativo del Directorio, habida cuenta de que por su carácter plenamente universal, sus normas son aplicables tanto en el ámbito de la Iglesia latina, como en el de las Iglesias Orientales católicas 7. El hecho de que se trate del Directorio ecuménico noviter compositum hace pensar que no es en rigor un nuevo Directorio, sino el Directorio que sale a la luz tras el Concilio, pero revisado y actualizado por imperativo de dos circunstancias: por un lado, la entrada en vigor, en 1983 y 1990 respectivamente, de los Códigos de Derecho Canónico de la Iglesia latina y de las Iglesias orientales; por otro lado, se constata cómo en el transcurso de los últimos años han nacido y se han extendido nuevas relaciones ecuménicas, alentadas por un clima propicio en la búsqueda de la unidad de los cristianos, pero necesitadas a su vez de unas directrices universales que, sin frenar ese proceso, lo encaucen adecuadamente. Ésos son los objetivos que el propio Directorio se traza: fomentar la actividad ecuménica, iluminarla y guiarla, y en ciertos casos particulares, como los relativos a la actividad litúrgica y sacramental, dar también normas obligatorias. A tal fin, el Directorio «reúne todas las normas ya fijadas para aplicar y desarrollar las decisiones del Concilio, y, cuando es preciso, las adapta a la nueva realidad» (n. 6). Es, por tanto, una recopilación de normas vigentes y, en su caso, una adaptación a la nueva realidad ecuménica. Adaptación que se lleva a cabo mediante orientaciones, y también mediante normas de aplicación universal, entre cuyos objetivos está el garantizar que la actividad ecuménica de la Iglesia sea conforme con la unidad de fe y disciplina, al tiempo que se evitan los abusos que pudieran alentar la tendencia al confusionismo doctrinal, existente en algunos lugares, y el consiguiente indiferentismo religioso. De ahí esta conclusión: «La no observancia de las directrices de la Iglesia en este punto crea un obstáculo al progreso de la búsqueda auténtica de la plena unidad de los cristianos» (n. 6). A la vista de estos objetivos genéricos, cabría concluir que las normas del Directorio tienen sólo carácter administrativo, es decir, se sitúan en el ámbito de los decretos generales ejecutorios, no pudiendo, en consecuencia, restringir, ampliar ni modificar sustancialmente la legislación vigente, sino urgir su cumplimiento, adaptándola, a lo sumo, a la realidad actual. Esto es lo que trasciende de la generalidad de las normas del Directorio. Y lo que cabe deducir también de la forma —aprobación común— en que fue aprobado el Documento por el Romano Pontífice. Cuando se promulga el Directorio ya estaba en vigor la Const. Pastor Bonus, cuyo art. 18 § 2, establece: «Los Dicasterios no pueden publicar leyes o decretos generales que tengan fuerza de ley, ni derogar las prescripciones del derecho universal vigente, a no ser en casos singulares y con la aprobación específica del Sumo Pontífice». Poco más tarde, el art. 110 § 4 del Reglamento general de la Curia Romana determinará que

7. Cfr. M. BROGI, Aperture ecumeniche del Codex Canonum Ecclesiarum Orientalium, en «Antonianum» 66, 1991, pp. 455-468.

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para que conste la aprobación en forma específica, se deberá decir explícitamente que el Sumo Pontífice «in forma specifica aprobavit» 8. De haberse pretendido que el Directorio fuera un texto legislativo, o que tuviera normas de rango legislativo, se hubiera dejado constancia de que se aprobaba «en forma específica». Nada de esto ha sido óbice, sin embargo, para que la doctrina se haya preguntado si algunas de las normas del Directorio, relativas a la communicatio in sacris, van más allá de la mera ejecución de las leyes vigentes, convirtiéndose en verdaderas leyes con fuerza innovadora y, a veces, derogatoria. Tal vez por ello hubiera sido deseable, en aras de una mayor seguridad jurídica, o bien una aprobación específica particularizada, o bien una aprobación específica general 9. Téngase en cuenta que, por su carácter universal, las normas del Directorio afectan tanto a la Iglesia latina regida por el CIC 83, como a las Iglesias orientales, regidas por el CCEO 90. Ocurre, a veces, que aspectos disciplinares concretos están en vigor en un ámbito eclesial, mientras que no lo están en el otro ámbito, o lo están de forma diferente. En estos casos, las normas del Directorio, o bien optan por una de las soluciones disciplinares, o bien silencian la solución adoptada por el otro cuerpo legal. Veamos un ejemplo concreto. Entre los requisitos para ser padrino del bautismo, el c. 874 destaca la exigencia canónica de ser católico. Ello implica que un bautizado no católico, en ningún caso puede ser padrino, si bien puede ser admitido en calidad de testigo del bautismo. En los trabajos de revisión de ese canon 10 se formuló una propuesta, que fue rechazada, instando a que se diferenciara la situación de un oriental no católico —que podría ser admitido como padrino— y la de los demás cristianos no católicos, que sólo podrían ser admitidos como testigos. Así está establecido en el c. 685 § 3 del CCEO 1990. Y a estas dos excepciones se refiere también el Directorio ecuménico, n. 98. Por tanto, hoy en la Iglesia latina, pese al c. 874, puede admitirse como verdadero padrino a un cristiano no católico oriental. ¿Significa esto que el nuevo Directorio realiza una interpretación auténtica, o modifica en realidad el c. 874 § 2?

5. El derecho particular Se entiende por tal no solo el derecho diocesano sino el que emana de las competencias normativas atribuidas a las Conferencias Episcopales 11. La descentralización normativa en el campo ecuménico se dejó ya sentir en el Concilio. Refiriéndose a la communicatio in sacris en general, estableció que fuera la autoridad episcopal local la encargada de «determinar prudentemente el modo de obrar en concreto, atendidas las circunstancias de tiempo, lugar y personas, a no ser que la Conferencia Episcopal, a tenor de sus propios estatutos, 8. Cfr. A. VIANA, El Reglamento general de la Curia Romana (4.II.1992). Aspectos generales y regulación de las aprobaciones pontificias en forma específica, en «Ius Canonicum» XXXII, 1992, pp. 465-499. 9. Cfr. P. GEFAEL, Il nuovo Direttorio ecumenico e la «Communicatio in sacris», en «Ius Ecclesiae» VI, 1994, pp. 259-279. 10. Cfr. Comm. 13, 1981, pp. 230-231. 11. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, Comunicación en la Eucaristía… cit.; J. MANZANARES, Posibilidades y límites de la Iglesia local en la «Communicatio in sacris» en «Revista Española de Derecho Canónico» XXXI, 1975, pp. 285-311.

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o la Santa Sede provean de otro modo» (UR, 8). No se precisaba ahí si estas competencias abarcaban también la comunicación en los sacramentos. En OE, 29, se atribuían también competencias normativas a los jerarcas locales, pero en nota aparte se especificaba que se trataba de communicatio in sacris extra sacramenta. En todo caso, la legislación universal posterior (Ad totam Ecclesiam, 42; c. 844 §§ 4 y 5; Directorio ecuménico 1993, n. 130), confiere esas competencias al Obispo y a las Conferencias, en clara referencia ya a la comunicación en los sacramentos, aparte de las que tienen en otros ámbitos de la communicatio in sacris en general. A tenor de la ley vigente, por tanto, son muy amplias las facultades normativas del Obispo diocesano y de la Conferencia Episcopal, si bien en relación con la actividad sacramental, en concreto con la communicatio in sacramentis, ese derecho particular en la práctica está fuertemente condicionado, primero por el propio c. 844 al que está subordinado jerárquicamente, y por los límites impuestos por el derecho divino, que en esta materia tiene especial alcance.

II. ORDENACIÓN CANÓNICA DE LA «COMMUNICATIO IN SACRIS» 1. Cambio terminológico La adaptación a la nueva realidad ecuménica del nuevo Directorio, tiene ya una primera manifestación en el cambio de los términos clásicos con los que se han venido denominando la participación conjunta de católicos y cristianos no católicos en actividades espirituales, litúrgicas y sacramentales. En vez de hermanos separados, como se denominaban en el Concilio, el Directorio prefiere referirse a los miembros de Iglesias y Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia Católica. La expresión conciliar «communicatio in sacris», asumida por el CIC 83 (cfr. c. 1365), es sustituida por la expresión genérica «compartir actividades y recursos espirituales», que abarca realidades tales como la oración hecha en común, el compartir el culto litúrgico en sentido estricto, no sacramental y sacramental, así como el uso común de lugares y de todos los objetos litúrgicos necesarios 12. Este cambio terminológico obedece, sin duda, al nuevo enfoque dado a las relaciones ecuménicas, según se refleja en estos dos grandes principios «que deberían regir el compartir espiritual»:

12. El Papa JUAN PABLO II en la Encíclica Ut unum sint (25.V.1995) ha puesto de relieve también este cambio terminológico: «Por otra parte, hoy se tiende a sustituir incluso el uso de la expresión hermanos separados por términos más adecuados para evocar la profundidad de la comunión —ligada al carácter bautismal— que el Espíritu alimenta a pesar de las roturas históricas canónicas. Se habla de «otros cristianos» de «otros bautizados», de «cristianos de otras Comunidades» (…) Esta ampliación de la terminología traduce una notable evolución de la mentalidad. La conciencia de la común pertenencia a Cristo se profundiza» (n. 42).

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«a. A pesar de serias diferencias que impiden la plena comunión eclesial, es claro que todos aquellos que por el bautismo son incorporados a Cristo comparten muchos elementos de vida cristiana. Existe, pues, entre los cristianos una real comunión que, aunque imperfecta, puede expresarse de múltiples formas, incluido el compartir la oración y el culto litúrgico, como se especifica en el párrafo siguiente. b. Según la fe católica, la Iglesia católica ha sido provista de toda la verdad revelada y de todos los medios de salvación en un don que no puede perderse. Sin embargo, entre los elementos y dones que pertenecen como propios a la Iglesia Católica (por ejemplo, la Palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza, la caridad, etc.), algunos pueden existir fuera de sus límites visibles. Las Iglesias y Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia católica, no han sido en modo alguno privadas de significación y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no rehúsa servirse de ellas como medio de salvación…» (Directorio, 104; cfr. UR, 3, 15 y 22).

En consecuencia, compartir las actividades y recursos espirituales debe reflejar este doble hecho: la comunión real en la vida del espíritu, por un lado, y el carácter incompleto de esta comunión por otro. En esta realidad compleja se fundamenta la necesidad de establecer normas sobre el compartir espiritual, así como la prohibición en todo caso de concelebrar la Eucaristía con ministros de otras Iglesias y comunidades eclesiales (Directorio, 104, d. y c.; cfr. c. 908). 2. La oración en común: las celebraciones ecuménicas Fue el propio Concilio (UR, 8) el que fomentó la oración en común, como una manifestación del llamado ecumenismo espiritual. Haciéndose eco de este deseo del Concilio, el Directorio 13 recomienda vivamente estas prácticas, de manera especial la oración común orientada al restablecimiento de la unidad de los cristianos, las celebraciones ecuménicas, y otra serie de prácticas tendentes a profundizar en una vida espiritual común. Las normas que rigen esas celebraciones comunes, o celebraciones ecuménicas son muy flexibles. Por ejemplo, respecto a la Iglesia en que pueden tenerse esas celebraciones (n. 112). No obstante, el Directorio urge el cumplimiento del precepto de participar en la Misa de los domingos y días de precepto (c. 1247). «Por ese motivo se desaconsaja organizar celebraciones ecuménicas en domingo, y se recuerda que, incluso cuando los católicos participen en celebraciones ecuménicas y en celebraciones de otras Iglesias y Comunidades eclesiales, permanece la obligación de participar en la Misa esos días» (n. 115). 3. Uso común de lugares sagrados y de otros objetos de culto No nos referimos al uso común de lugares sagrados para orar en común, sino para celebrar verdaderos actos de culto. A este respecto tan sólo hay una 13. En lo sucesivo nos referimos siempre al nuevo Directorio ecuménico (NDE).

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referencia explícita en el c. 933 del CIC, situada dentro de la disciplina sobre la santísima Eucaristía. En este precepto legal se permite que el sacerdote católico, con justa causa, con licencia expresa del Ordinario del lugar y evitando el escándalo pueda celebrar la Eucaristía en el templo de una Iglesia o comunidad eclesial no católica. Nada se regula en el Código de la situación inversa, es decir, de la permisión de que hermanos separados celebren sus cultos en lugares sagrados católicos. Hay que acudir, por ello, como fuente complementaria, al Directorio ecuménico, nn. 137-142, que extiende a todos los hermanos separados la comunicación en los lugares sagrados permitida explícitamente por el Concilio (OE, 28) a los hermanos separados orientales. En efecto, las Iglesias católicas están generalmente reservadas al culto católico. No obstante, si existen sacerdotes, ministros o comunidades que no están en plena comunión con la Iglesia católica, que carecen de lugar o material necesarios para celebrar dignamente sus ceremonias religiosas, el Obispo de la diócesis puede permitirles utilizar una iglesia o un edificio católico, así como prestarles el material necesario para sus celebraciones. Este criterio normativo se proyecta sobre los cementerios católicos, y sobre las iglesias y capillas de escuelas e instituciones católicas, así como de hospitales, residencias de ancianos e instituciones semejantes, dirigidas por católicos, en donde haya presencia de cristianos pertenecientes a otras Iglesias o comunidades eclesiales (cfr. NDE, 137, 141 y 142). Más allá de este uso común ocasional de lugares sagrados, la ley prevé asimismo la posibilidad de poseer o usar en común lugares de culto durante un tiempo prolongado. Se trata de los lugares de culto interconfesional, tales como la capilla de un aeropuerto o una iglesia en un campamento militar. Las iniciativas en esta materia sólo pueden emprenderse bajo la autoridad del Obispo diocesano, y de acuerdo con las normas de la Conferencia Episcopal, además de las establecidas por el Directorio (cfr. nn. 138-140). 4. Participación conjunta en el culto litúrgico no sacramental La participación en el culto litúrgico, aunque éste no sea sacramental, es una forma de communicatio in sacris en su sentido verdadero y específico. Por culto litúrgico se entiende «el realizado según los libros, prescripciones y costumbres de una Iglesia o Comunidad eclesial y celebrado por un ministro o delegado de tal Iglesia o Comunidad» (NDE, 116). Según estos criterios, cabe entender como communicatio in sacris, la permisión de exequias eclesiásticas a los bautizados no católicos, siempre que no conste la voluntad contraria de éstos, y no pueda hacerlas su propio ministro (c. 1183 § 3). Igualmente, las bendiciones, que son sacramentales en cuya celebración o administración por ministros competentes deben observarse diligentemente los ritos y fórmulas aprobados por la autoridad de la Iglesia, pueden impartirse a los no católicos si no obsta una prohibición de la Iglesia (c. 1170). 83

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Ninguna otra precisión sobre la común participación en el culto litúrgico no sacramental aporta la legislación codicial. Hay que atenerse, por ello, a lo establecido en el Directorio ecuménico (nn. 117-121). A propósito de las bendiciones, por ejemplo, el Directorio añade que «pueden hacerse oraciones públicas por otros cristianos, vivos o difuntos, por las necesidades e intenciones de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales y de sus dirigentes espirituales, durante las letanías y otras invocaciones de un servicio litúrgico, pero no durante una anáfora eucarística. La antigua tradición cristiana, en liturgia y en eclesiología, no permite citar en la anáfora eucarística más que nombres de personas que están en plena comunión con la Iglesia que celebra esa Eucaristía» (NDE, 121). Una consideración especial merece el tema en relación con los sacramentos del bautismo y del matrimonio. En efecto, no parece que estos dos supuestos quepan en sentido propio dentro de la llamada comunicación en los sacramentos. Por tanto, la regulación de sus aspectos ecuménicos, forma parte más bien de lo que venimos denominando comunicación o participación en el culto litúrgico no sacramental. El sacramento del bautismo, respecto a la materia que nos ocupa, no deja de ser una realidad atípica: primero porque el bautizando no es miembro de ninguna Iglesia o Comunidad eclesial; y segundo, porque, dada la naturaleza de este sacramento, la Iglesia ha previsto desde tiempos inmemoriales la posibilidad de que pueda ser ministro extraordinario cualquier persona, aun no bautizada, lo cual trasciende el propio concepto de communicatio in sacris tal y como éste es entendido ordinariamente. Teóricamente, se daría communicatio in sacris en la llamada celebración ecuménica del bautismo de niños. Pero nada se contempla al respecto en la legislación universal, ni en el Concilio, ni en el Directorio ecuménico ni, por supuesto, en el Código. Esas prácticas ecuménicas, carecen, por tanto, de toda justificación teológico-canónica, aunque aparezcan apoyadas en pretendidas razones pastorales de índole ecuménica: hay una manifiesta desproporción entre los bienes que se pretenden alcanzar, y los riesgos a los que se somete la unidad de la Iglesia o la unidad de fe, además de que la posibilidad de participar en los medios de la gracia, criterio fundamental por el que se legitima la comunicación en los sacramentos, está canónicamente garantizada al ser posible que cualquier persona con la debida intención pueda administrar el sacramento del bautismo en caso de necesidad 14.

14. Son graves los riesgos provenientes de las celebraciones ecuménicas del bautismo, a los que alude J. MANZANARES, Posibilidades y límites… cit., p. 293: «Uno podría ser el abrir paso hacia una especie de Tercera Iglesia, compuesta por estos bautizados, a mitad de camino entre sus dos comunidades de origen (…) Riesgo también el de situar al niño en una especie de opción indiferenciada ante cualquiera de las dos Iglesias. De ahí el problema grave en torno a la catequesis. Riesgo, en fin, de puro formalismo en el compromiso adquirido por el cónyuge católico cuando fue dispensado del impedimento existente para contraer matrimonio».

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Existe un cierto reflejo de comunicación en el culto litúrgico en el supuesto contemplado en el c. 874 § 2, al permitir como excepción que un cristiano no católico pueda ser admitido a la celebración del bautismo en calidad de testigo. A este respecto, ya se indicó más arriba que el Directorio podría haber modificado ese precepto codicial, al permitir que por una razón justa se admita a un fiel oriental como padrino al mismo tiempo que un padrino católico (o una madrina católica) para el bautismo de un niño o adulto católico (NDE, 98). Los matrimonios mixtos no son un caso de comunicación en los sacramentos en sentido estricto, aunque lo sean en el culto litúrgico. Serían un caso de comunicación en los sacramentos, si la sacramentalidad del matrimonio se midiera con los mismos parámetros sacramentales que los demás sacramentos, incluida la necesidad absoluta de un rito en virtud del cual la realidad natural se transformara en sacramental. Pero no parece que sea ése el modo más adecuado de entender la sacramentalidad del matrimonio. De ahí que no pueda denominarse con rigor o de manera unívoca comunicación en los sacramentos a la celebración de un matrimonio mixto, aunque se realice en el marco de un acto litúrgico, y pueda ser entendido, por ello, como participación en el culto litúrgico no sacramental. Por sus especiales connotaciones ecuménicas, el Directorio da un especial relieve a los matrimonios mixtos (nn. 143-160). Respecto a la participación en los ritos litúrgicos, urge en primer lugar el cumplimiento del c. 1127 § 3 para subrayar la unidad del matrimonio. Ello no impide que, si son invitados, y previa autorización del Ordinario del lugar, un sacerdote católico o un diácono puedan estar presentes o participar de algún modo en la celebración de matrimonios mixtos, cuando se haya concedido la dispensa de la forma canónica. También «puede permitir el Ordinario del lugar, si la pareja lo pide, que el sacerdote católico invite al ministro de la Iglesia o de la Comunidad eclesial de la parte no católica a participar en la celebración del matrimonio, a leer la Escritura, hacer una breve exhortación y bendecir a la pareja» (NDE, 157-158). Para evitar los problemas que comportaría una participación eucarística, un matrimonio mixto celebrado según la forma católica, se celebra de ordinario fuera de la liturgia eucarística. «No obstante, y por una razón justa el Obispo de la diócesis puede permitir la celebración de la Eucaristía» (NDE, 159). En este caso, la ulterior admisión de un no católico a la comunión eucarística se rige por lo prescrito en el c. 844, que urge de este modo el Directorio: «Aunque los esposos de un matrimonio mixto tengan en común los sacramentos del bautismo y del matrimonio, el compartir la Eucaristía sólo puede ser excepcional, y en cada caso han de observarse las normas antes mencionadas sobre la admisión de un cristiano no católico a la comunión eucarística, así como las relativas a la participación de un católico en la comunión eucarística en otra Iglesia» (n. 160) 15. 15. Cfr. J. GARCÍA HERNANDO, Los matrimonios mixtos en España a la luz del Directorio ecuménico, en «Pastoral Ecuménica» 32, 1994, pp. 199-230.

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5. La comunicación en los sacramentos La disciplina común para la Iglesia latina sobre la comunicación en los sacramentos está hoy comprendida íntegramente en el c. 844. En este precepto se establecen además los criterios que las Conferencias Episcopales y los Obispos diocesanos han de tener en cuenta a la hora de elaborar el derecho particular al respecto. A ese canon y al correlativo c. 671 del CCEO se remiten las normas del Directorio (nn. 129-136) bajo el título: «compartir la vida sacramental con los cristianos de otras Iglesias y Comunidades eclesiales». Resumidamente, la disciplina se rige por estas normas: — Regla general: los ministros católicos administran los sacramentos lícitamente sólo a los fieles católicos. Y éstos los reciben lícitamente tan sólo de los ministros católicos. — Excepciones: hay circunstancias que pueden hacer legítima la comunicación en ciertos sacramentos. Estos son únicamente la penitencia, la Eucaristía y la unción de los enfermos. Los destinatarios de estas normas en cuanto meramente eclesiásticas (c. 11) son, como es obvio, los católicos, en su condición de sujetos de los sacramentos o en su condición de ministros. Según esto, a un fiel católico le es lícito recibir los sacramentos de la penitencia, Eucaristía y unción de los enfermos de manos de un ministro no católico cuando se verifiquen conjuntamente las siguientes circunstancias, condiciones y requisitos: a) que lo exija una necesidad o lo aconseje una verdadera utilidad espiritual; b) que exista imposibilidad física o moral de acudir a un ministro católico; c) que en la Iglesia del ministro no católico sean válidos esos sacramentos; d) que se evite, en todo caso, el peligro de error o de indiferentismo. Las normas que regulan la situación inversa, es decir, la admisión de fieles no católicos a los sacramentos administrados por ministros católicos, parten de la diferenciación entre dos clases de cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia católica: los orientales o equiparados a ellos a juicio de la Sede Apostólica, y los demás cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia católica. Respecto a los primeros, las normas son mucho más flexibles: tan sólo se exige que pidan los sacramentos espontáneamente y estén bien dispuestos. Según señaló el Concilio, esas Iglesias orientales, aunque separadas, tienen verdaderos sacramentos y, sobre todo, gracias a la sucesión apostólica, el sacerdocio y la Eucaristía, están unidas a la Iglesia católica «con un vínculo estrechísimo» (UR, 15). Más rigurosos son, por el contrario, los requisitos que se exigen para que sea lícita la administración de los sacramentos a los otros hermanos separados, pues es más difícil en estos casos salvaguardar la unidad de la Iglesia, que los sacramentos —en especial la Eucaristía— significan. 86

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Los requisitos exigidos son los siguientes: a) que haya peligro de muerte o, a juicio del Obispo diocesano o de la Conferencia Episcopal, urja otra grave necesidad; b) que esos cristianos —se entiende no orientales— no puedan acudir a un ministro de su propia comunidad; c) que pidan los sacramentos a un ministro católico de forma espontánea; d) entre todos los requisitos formulados en el c. 844, destaca el enunciado como condición en el § 4 en estos términos: «con tal de que manifiesten la fe católica respecto a estos sacramentos y estén bien dispuestos». Esta exigencia de manifestar la fe católica sólo afecta a los otros hermanos separados; no afecta, por tanto, a los orientales ni asimilados a éstos a juicio de la Sede Apostólica. Adviértase que la exigencia radica en la manifestación de fe católica respecto a los sacramentos, lo cual explica el distinto tratamiento disciplinar según sean hermanos orientales u otros hermanos separados: en el caso de los orientales, el legislador presume que en sus Iglesias se profesa esa fe católica respecto a los sacramentos, y no exige, por ello, a sus miembros ninguna manifestación; sin embargo, esta presunción no se da en las restantes comunidades eclesiales, lo cual determina que sus miembros, en el caso de acceder a esos sacramentos en la Iglesia católica, hayan de manifestar antes la fe católica respecto a ellos; de lo contrario no sería lícito administrárselos, aunque se verificasen los otros requisitos. El Decreto conciliar sobre el ecumenismo, tras señalar los dos principios fundamentales sobre los que se asienta la legitimidad de la communicatio in sacris, apela a la autoridad episcopal a la hora de determinar el modo concreto de obrar, atendidas las circunstancias de tiempo, lugar y personas, salvo que la Conferencia Episcopal, a tenor de sus propios estatutos, o la Santa Sede provean de otro modo (UR, 8). Haciéndose eco de esta Declaración conciliar, el c. 844 § 5 atribuye competencias normativas al Obispo diocesano y a la Conferencia Episcopal. Son competencias teóricamente muy amplias, pero el despliegue efectivo de esa legislación particular está fuertemente condicionado por varios factores: por el propio c. 844 al que ha de estar subordinado jerárquicamente, y por los límites impuestos por el derecho divino del que es un reflejo la exigencia de profesar la fe católica, al menos quoad sacramenta. Por lo demás, antes de dar esas normas generales han de consultar a la autoridad, por lo menos local de la Iglesia o Comunidad no católica de que se trate, sin que se requiera que la consulta tenga un resultado favorable 16.

16. Cfr. L. MARTÍNEZ SISTACH, Contenidos ecuménicos del nuevo Código y su incidencia pastoral, en «Boletín informativo del Secretariado de la Comisión Episcopal de Relaciones interconfesionales» 20, 1984, pp. 3-17.

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6. La comunicación en la Eucaristía En el conjunto de los problemas implicados en el amplio marco de la communicatio in sacris, destaca de forma muy notable —por sus repercusiones doctrinales y disciplinares— todo lo concerniente a la comunicación en la Eucaristía. La praxis de la llamada inadecuadamente «intercomunión» y «hospitalidad eucarística» ha sido justificada a veces con argumentos que oscurecen la estrecha relación existente entre Eucaristía e Iglesia, llegándose a considerar dicha praxis como un medio para lograr la unidad, cuando en verdad la Eucaristía común no es un medio, sino la meta ansiada por todo ecumenismo rectamente entendido 17. La Santa Sede, por medio del Secretariado para la Unión de los Cristianos, fue dictando sucesivos documentos al objeto de cortar las praxis abusivas que pretendían apoyarse en la disciplina del antiguo Directorio ecuménico, erróneamente interpretada. El error de interpretación radicó principalamente en el alcance que se quiso dar a la fórmula empleada por el Directorio ecuménico, y que por ello ha sido preciso modificar en el nuevo Código. En efecto, el documento de 1967, entre otros requisitos, condicionaba la licitud de la administración de la Eucaristía a un hermano separado de occidente, a que profesara una fe en la Eucaristía conforme (consentaneam) con la fe de la Iglesia católica. En el c. 844 § 4, se suprime de intento el término consentaneam, conforme a, con el fin de evitar los equívocos y rechazar además una línea de interpretación según la cual profesar una fe conforme o acorde con la fe eucarística católica no significaba una fe idéntica a la de la Iglesia católica, es decir una fe plena en el misterio eucarístico tal y como objetivamente lo propone la Iglesia católica. En el c. 908, de otro lado, se prohíbe de forma absoluta a los sacerdotes católicos que concelebren la Eucaristía con sacerdotes o ministros de Iglesias o Comunidades eclesiales que no están en comunión plena con la Iglesia católica (cfr. NDE, 104, e.). De acuerdo con las citadas declaraciones oficiales de la Santa Sede y la modificación introducida en la redacción final del c. 844 § 4, la fe en la Eucaristía que se exige es la misma fe que profesa la Iglesia católica, y que resume así Juan Pablo II en la Enc. Redemptor Hominis, 20: el sacramento de la Eucaristía «es al mismo tiempo Sacramento-Sacrificio, Sacramento-Comunión, Sacramento-presencia» (cfr. también los cc. 897 y 899). Hay que significar en este sentido, que el nuevo Directorio (n. 130, nota 135), al recomendar vivamente que el Obispo diocesano establezca normas generales que sirvan para juzgar las situaciones de necesidad grave o apremiante, o 17. Cfr. P. RODRÍGUEZ, La «intercomunión» y la unidad de fe de la Iglesia, en «Ius Canonicum» XV, 1975, p. 348; J. MANZANARES, Unidad de fe y comunidad eucarística. Sobre el problema de la intercomunión, en «Diálogo ecuménico» 8, 1973, pp. 3-30. Vide otros datos bibliográficos en T. RINCÓN-PÉREZ, Comunicación en la Eucaristía… cit., pp. 690 ss.

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para verificar las condiciones del c. 844 § 4, se remite a esos documentos en una nota: «Para el establecimiento de estas normas se hará referencia a los documentos siguientes: Instrucción sobre los casos de admisión de los otros cristianos a la Comunión Eucarística en la Iglesia católica (1972), y Nota sobre algunas interpretaciones de la Instrucción sobre los casos de admisión… (1973). Con estos documentos la Santa Sede advertía —y advierte— de los riesgos para la propia y anhelada unidad que conllevan ciertas experiencias de intercomunión eucarística, como el de los hogares mixtos 18. Es ciertamente dolorosa la situación de esos hogares cuyos miembros, llamados a estar unidos por los vínculos sacramentales del matrimonio, han de separarse, no obstante, a la hora de participar en la mesa eucarística. Dar normas al respecto no puede implicar la dispensa de las condiciones exigidas; entre ellas, la de profesar la misma fe sobre la Eucaristía que profesa la Iglesia católica. Esto es lo que impide que sobre supuestos de esta índole se pueda dictar una norma general que haga del caso excepcional una categoría, o legislar sobre la epiqueya haciendo de ésta una norma general. En todo caso nunca será lícito adulterar la estrecha relación entre el misterio de la Iglesia y el misterio de la Eucaristía, cualquiera que sean las industrias pastorales que se empleen en casos bien definidos. Pues por su propia naturaleza, celebración de la Eucaristía significa plenitud de profesión de fe y de comunión eclesial. La fe eucarística implica en el fondo plenitud de fe católica, pues la Eucaristía recapitula todo el misterio de la Iglesia. 7. La Comunicación en la Eucaristía en los últimos Documentos de la Sede Apostólica Esta es una cuestión que ha sido abordada por todos los Documentos recientes que tratan de la Eucaristía. Recogemos, a modo de síntesis, algunos testimonios al respecto. En relación con la Concelebración, el Siervo de Dios Juan Pablo II es tajante en su enseñanza: «Precisamente porque la unidad de la Iglesia, que la Eucaristía realiza mediante el sacrificio y la Comunión en el cuerpo y la sangre del Señor, exige inderogablemente la completa comunión en los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos y del gobierno eclesiástico, no es posible concelebrar la misma liturgia eucarística hasta que se restablezca la integridad de dichos vínculos (…). El camino hacia la plena unidad no puede hacerse si no es en la verdad».

18. Un análisis más detallado del contexto en que aparecen esos documentos de la Santa Sede, así como de su contenido, puede verse en T. RINCÓN-PÉREZ, Plenitud de fe católica y comunicación en la eucaristía, en «Le nouveau Code de Droit Canonique», Ottawa 1986, pp. 423-440.

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Pero si la concelebración no es en ningún caso legítima si falta la plena comunión, no ocurre lo mismo con la administración de la Eucaristía, en circunstancias especiales, a personas pertenecientes a Iglesias o comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia Católica. En este caso, «el objetivo es satisfacer una grave necesidad espiritual para la salvación eterna de los fieles, singularmente considerados, pero no realizar una intercomunión, que no es posible mientras no se hayan restablecido del todo los vínculos visibles de la comunión eclesial». Para la legitimidad de esa praxis es preciso en todo caso cumplir la ley canónica (c. 844 §§ 3-4) y todas las condiciones fijadas en ella 19. Estas condiciones «son inseparables entre sí, por lo que es necesario que siempre sean exigidas simultáneamente» 20. También el Papa Benedicto XVI se ha referido a esta cuestión en la Exh. Ap. Sacramentum Caritatis, n. 56. «Nosotros sostenemos, dice en síntesis el Papa, que la Comunión eucarística y la comunión eclesial se corresponden tan íntimamente que hace imposible generalmente por parte de los cristianos no católicos la participación en una sin tener la otra. Menos sentido tendría aún una concelebración propia y verdadera con ministros de Iglesias o Comunidades eclesiales no en plena comunión con la Iglesia Católica. No obstante, es verdad que, de cara a la salvación, existe la posibilidad de admitir individualmente a cristianos no católicos a la Eucaristía, al sacramento de la Penitencia y a la Unción de los enfermos. Pero eso solo en situaciones determinadas y excepcionales, caracterizadas por condiciones bien precisas. Estas están indicadas claramente en el Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 1398-1401) y en su Compendio (n. 293). Todos tienen el deber de atenerse fielmente a ellas».

19. Enc. Ecclesia de Encharistia, nn. 44-46. 20. Instr. Redemptionis Sacramentum, n. 85.

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CAPÍTULO V

EXIGENCIAS DE JUSTICIA EN EL EJERCICIO DE LA FUNCIÓN SANTIFICADORA

I. RELACIONES JERARQUÍA-FIELES EN LA ADMINISTRACIÓN DE LOS SACRAMENTOS Y EN OTROS ACTOS DE CULTO

Los sacramentos son signos visibles por medio de los cuales se significa y se realiza la santificación de los hombres; son los cauces materiales y visibles a través de los cuales se canaliza y llega hasta cada hombre que no pone obstáculos, la gracia salvadora de Cristo, los frutos de la redención. Fueron instituidos por Cristo y son siempre acciones de Cristo, pero son también acciones de la Iglesia porque a ella fueron encomendados y ella es la que en su fase terrena realiza instrumentalmente los signos sensibles portadores de gracia, y los distribuye a los hombres. A la luz de esta breve descripción de lo que son los sacramentos se comprende fácilmente que un cometido importante de la disciplina sacramental consiste en establecer las normas más convenientes en orden a una válida y lícita confección y administración de los sacramentos, por parte de los ministros sagrados, y a su válida, lícita y fructuosa recepción por los fieles. De este modo, la disciplina sacramental toma como punto de mira la relación de ministros y fieles con los propios sacramentos. Pero no es ésta la única relación posible; la actividad sacramental comporta, a su vez, relaciones de justicia entre el orden ministerial y los fieles, portadoras de deberes y derechos fundamentales. Por eso, es también un cometido importante de la disciplina sacramental ordenar según justicia la administración de los sacramentos a fin de satisfacer convenientemente los derechos de los fieles a recibirlos. Este es además un presupuesto previo a toda acción pastoral rectamente entendida, porque «no puede existir un ejercicio de auténtica caridad pastoral que no tenga en cuenta ante todo la justicia pastoral» 1. 1. JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 1990. El Papa trata de mostrar en este discurso la intrínseca pastoralidad del derecho canónico, y, a la vez, la dimensión de justicia inherente a toda acción pastoral. Vide «Ius Canonicum» XXXI, 1991, pp. 227-230.

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Esto significa que toda acción litúrgico-pastoral estaría viciada en su raíz, si, al no tomarlo en cuenta, ocasionara un grave quebranto a los derechos del hombre o a los derechos del fiel. No hay que olvidar que Cristo instituyó los sacramentos y se los entregó a su Iglesia, y que en el seno de esta Iglesia existe un orden jerárquico cuyo deber más radical es de índole ministerial, es decir, tiene por objeto servir a los hombres la palabra de Dios y los sacramentos. Se cumple positivamente este deber de justicia organizando convenientemente la administración de los sacramentos, de modo que todos los fieles puedan gozar de estos auxilios según su propia vocación. Por contra, constituyen un abuso contra el derecho de los fieles la falta de una pastoral sacramental adecuada que haga imposible o muy difícil el acceso a los sacramentos, así como otras prácticas pastorales que retrasen indebidamente la recepción de los sacramentos o que transformen en obligatorios modos que en el Derecho no están configurados como tales. Pero esta dimensión de justicia no corresponde únicamente a la actividad sacramental; es asimismo inherente a cualquier otra acción litúrgica, en cuanto medio por excelencia de santificación, realizada por el sacerdocio ministerial en servicio al sacerdocio común. A este respecto, no está de más considerar que el sacerdocio ministerial entraña una relación de servicio, mientras que, por lo que atañe al sacerdocio común, se trata de una ordenación basada en la necesidad de ser servido. Los fieles necesitan el servicio litúrgico-sacramental, además del profético y pastoral, para ser y vivir como cristianos; necesitan las acciones propias del sacerdocio ministerial —muchas de ellas, acciones litúrgicas— para poder ejercer las propias del sacerdocio común. En esa necesidad del servicio se descubre la dimensión de justicia inherente al ministerio sacerdotal. Analizamos a continuación, por separado, los dos aspectos: la acción litúrgica en general, y la actividad sacramental. En este último caso, sólo se hace un análisis general de la cuestión, remitiendo al estudio de cada sacramento los aspectos singulares que definen el derecho de los fieles y las circunstancias concretas que delimitan legítimamente su ejercicio 2. II. ACTIVIDAD LITÚRGICA EN GENERAL Ya sabemos que la acción litúrgica es el modo peculiar por el que la Iglesia realiza su función santificadora; una función que corresponde al entero Pueblo de Dios en su condición de Pueblo sacerdotal. En la acción litúrgica se sitúa de modo coordinado el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial; por eso, es decisivo en este punto tener en cuenta la distinción esencial entre uno y otro sacerdocio (cfr. c. 835). 2. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, Relaciones de justicia y ámbitos de libertad en la Iglesia. Nuevos perfiles de la ley canónica, Pamplona 1997, especialmente, el cap. II sobre las relaciones de justicia en el ámbito de la función santificadora de la Iglesia (pp. 91-218).

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Además, las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, Pueblo sacerdotal y a la vez jerárquicamente estructurado, Pueblo santo reunido y ordenado bajo la guía de los Obispos. Este carácter público de las acciones litúrgicas fundamenta las competencias exclusivas de la autoridad eclesiástica para su regulación precisa, y la consiguiente incompetencia de los ministros sagrados, salvo en aquello que expresamente se deje a su iniciativa personal. De esos dos principios doctrinales se derivan una serie de consecuencias jurídicas, entre las que destacamos las siguientes: 1. El derecho a una participación activa en las acciones litúrgicas En la medida en que la celebración litúrgica es una acción de toda la Iglesia, los fieles tienen derecho a una participación activa en ella, como modo propio de ejercer su sacerdocio común. Este derecho, no formalizado en el CIC, viene así establecido en la Const. Ap. Sacrosanctum Concilium, 14: «La Madre Iglesia desea vivamente que se lleve a todos los fieles a la plena, consciente y activa participación en las celebraciones litúrgicas, que exige la naturaleza de la liturgia misma, y a la que el pueblo cristiano (…) tiene derecho y obligación en virtud del bautismo» 3. Tal vez por la dificultad para determinar su contenido, este derecho no pasó a integrar el estatuto fundamental del fiel (cfr. cc. 208-223). Pero aparece formalizado en el Concilio, y habrá de ser la praxis eclesial la que contribuya a determinar su alcance, al menos por la vía negativa de señalar las conductas arbitrarias o atentatorias de ese derecho. En todo caso, la participación activa del fiel no se identifica necesariamente con la que tiene lugar a través de los ministerios laicales (lector, acólito, ministros extraordinarios, etc.). Estos ministerios no son objeto de un derecho subjetivo de los fieles, ni constituyen, por lo demás, el modo más pleno o más específico, o casi único, de participar el fiel laico en la función santificadora de la Iglesia, ni tampoco en las acciones propiamente litúrgicas. 2. El derecho a participar en la acción litúrgica según el modo propio de cada fiel Esta consecuencia jurídica viene determinada por el hecho de ser la acción litúrgica una cooperación orgánica y jerárquicamente estructurada de los dos sacerdocios. No se puede invertir, por tanto, el orden jerárquico. Cada fiel par3. Cfr. J. HERVADA, Elementos de Derecho Constitucional, Pamplona 1987, p. 123; A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, 3.ª ed., Pamplona 1991, p. 150.

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ticipa según el modo que le es propio: el fiel ordenado, actuando en nombre y en la persona de Cristo-Cabeza, los restantes fieles participando activamente, tanto interna como externamente, pero sin suplantar nunca las tareas propias del sacerdocio ministerial. Sabemos, a este respecto, que son funciones propias de los fieles laicos, aquellas que tienen su fundamento sacramental en el bautismo y en la confirmación. Otras están reservadas absoluta y exclusivamente a los ministros sagrados. Y existen otras funciones que, no estando absoluta y necesariamente reservadas a los ministros, están conectadas, no obstante, íntimamente a su ministerio de pastores, razón por la cual sólo pueden ser ejercidas por los fieles no ordenados en caso de necesidad y con carácter de suplencia. La Exh. Ap. Christifideles laici, 23, fue muy clara al advertir los riesgos de un uso abusivo de las funciones de suplencia. En la Asamblea general sobre los laicos, señala el Papa, hubo juicios positivos sobre los ministerios de los laicos, pero tampoco faltaron «otros juicios críticos sobre el uso indiscriminado del término ministerio, la confusión y tal vez igualación entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, la escasa observancia de ciertas leyes y normas eclesiásticas, la interpretación arbitraria del concepto de suplencia, la tendencia a la clericalización de los fieles laicos y el riesgo de crear de hecho una estructura eclesial de servicio paralela a la fundada en el sacramento del orden». Por todo ello, dirá más adelante, «es necesario también que los pastores estén vigilantes para que se evite un fácil y abusivo recurso a presuntas situaciones de emergencia o de necesaria suplencia, allí donde no se dan objetivamente o donde es posible remediarlas con una programación pastoral más racional» 4. Esta especial vigilancia que el Papa reclama de los pastores, tiene una concreta aplicación en el supuesto del ministro extraordinario de la comunión, al que se refieren los cc. 230 § 3 y 910 § 2. La función de ministro extraordinario de la comunión, no es propia de los fieles laicos. Su ejercicio, por tanto, está condicionado por los requisitos que marca el régimen de suplencia, y por las circunstancias reales, no ficticias o forzadas, que lo legitiman. «La tarea realizada en calidad de suplente, dice el Papa, tiene su legitimación —formal e inmediatamente— en el encargo oficial hecho por los pastores, y depende, en su concreto ejercicio, de la dirección de la autoridad eclesiástica» (Christifideles laici, 23). De todo lo dicho cabe concluir que un uso abusivo de la suplencia, de manera especial en el caso del ministro extraordinario de la comunión, no sólo sería contrario a la ley, sino que distorsionaría el genuino carácter de la participación del laico en la vida y misión de la Iglesia, elevando al rango de misión propia del laico aquella que corresponde al ministro ordenado. Ello comporta4. Esos abusos disciplinares, con su trasfondo de confusión doctrinal, de los que se hizo eco el Sínodo de Obispos sobre los laicos, y que ulteriormente reproduce la Exh. Ap. Christifideles laici, lejos de erradicarse de la vida de la Iglesia, han tenido un especial auge en los últimos años. Éste es, sin duda, el motivo fundamental que ha inspirado la Instr. Ecclesiae de Mysterio de 15.VIII.1997, a la que ya hemos hecho referencia en el cap. II.

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ría una doble injusticia: con el fiel laico a quien de algún modo se le «fuerza» a hacer algo que no le corresponde, y con los fieles que se ven obligados a recibir la comunión de manos de un ministro no legitimado. 3. Derecho a participar en una acción litúrgica celebrada rectamente Esta exigencia de justicia deriva de la terminante prohibición conciliar que recoge literalmente el c. 846: «que nadie, aunque sea sacerdote, añada, suprima o cambie cosa alguna por propia iniciativa en la liturgia» (SC, 22 § 3). La liturgia es un patrimonio público de la Iglesia entera, no es patrimonio privado del celebrante. La liturgia es, además, el principal factor de comunión eclesial. Como consecuencia de todo ello, no es impropio decir que los fieles tienen derecho a participar en una celebración litúrgica en la que se cumplan fielmente las normas, sin menoscabo de los llamados «ámbitos de creatividad». 4. Derecho al propio rito Teniendo en cuenta la diversidad de ritos como opción histórica constitucional, a las consecuencias anteriores hay que añadir el derecho al propio rito, de acuerdo con el c. 214: «Los fieles tienen derecho a tributar culto a Dios según las normas del propio rito aprobado por la Iglesia». Este derecho de libertad, que opera dentro de los límites puestos por el CIC para la pertenencia a un rito (cfr. cc. 111 y 112), además de su inmunidad de coacción, obliga —como principio informador— a constituir estructuras de los distintos ritos, allí donde haya suficiente número de personas de ese rito y lo postule el bien de los fieles 5. 5. Los derechos de los fieles reconocidos por la Instr. «Redemptionis Sacramentum» (25-III-2004) «A nadie le está permitido infravalorar el Misterio confiado a nuestras manos: este es demasiado grande para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo que no respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal» 6. Precisamente para evitar esto y reforzar el sentido profundo de las normas litúrgicas, el Papa en el texto citado solicita a los Dicasterios competentes de la Curia Romana que preparen un documento más específico, incluso de carácter jurídico, sobre ese tema. Fruto de esa solicitud del Siervo de Dios

5. Cfr. J. HERVADA, Elementos… cit., p. 125. 6. Enc. Ecclesia de Eucharistia del Sumo Pontífice Juan Pablo II, de 17-IV-2003 (n. 52).

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Juan Pablo II, es, sin duda, la Instr. Redemptionis Sacramentum de la Congregación para el Culto divino y la Disciplina de los sacramentos publicada el 25III-2004. Tendremos ocasión de ir desgranando su contenido disciplinar en otros capítulos del libro. En este contexto, es conveniente poner de manifiesto algunas de las muchas veces en que el Documento se refiere a los derechos de los fieles y de modo indirecto o implícito a los deberes de justicia de los responsables de la vida litúrgico-sacramental. Hacemos sólo un breve elenco de los derechos enunciados. — «Los actos arbitrarios no benefician la verdadera renovación, sino que lesionan el verdadero derecho de los fieles a la acción litúrgica, que es expresión de la vida de la Iglesia, según su tradición y disciplina» (n. 11). — «Todos los fieles cristianos gozan del derecho de celebrar una liturgia verdadera, y especialmente la celebración de la santa misa (…). Además, el pueblo católico tiene derecho a que se celebre por él, de forma íntegra, el santo sacrificio de la Misa, conforme a toda la enseñanza del Magisterio de la Iglesia (…). Finalmente, la comunidad católica tiene derecho a que de tal modo se realice para ella la celebración de la Santísima Eucaristía, que aparezca verdaderamente como sacramento de unidad, excluyendo absolutamente todos los defectos y gestos que puedan manifestar divisiones y facciones en la Iglesia» (n. 12) — «Los fieles tienen derecho a que la autoridad eclesiástica regule la sagrada liturgia de forma plena y eficaz…» (n. 18). — «El pueblo cristiano tiene derecho a que el obispo diocesano vigile para que no se introduzcan abusos en la disciplina eclesiástica…» (n. 24). — «Todos los fieles tienen derecho a que la celebración de la Eucaristía sea preparada diligentemente en todas sus partes…» (n. 58). — «Cualquier bautizado católico, a quien el derecho no se lo prohíba, debe ser admitido a la Sagrada Comunión. Así, pues, no es lícito negar la sagrada Comunión a un fiel, por ejemplo, solo por el hecho de querer recibir la Eucaristía arrodillado o de pie» (n. 91). Están implícitos verdaderos derechos de los fieles. — «Cualquier católico, sea sacerdote, diácono o fiel laico, tiene derecho a exponer una queja por un abuso litúrgico…» ante cualquier instancia eclesiástica y haciéndolo siempre con «veracidad y caridad» (n. 184). — En la conclusión del Documento (n. 186) se insta a que «cada uno de los ministros sagrados se pregunte también con severidad si ha respetado los derechos de los fieles laicos, que se encomiendan a él y le encomiendan sus hijos con confianza (…). Recuerde siempre cada uno que es servidor de la sagrada Liturgia».

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III. ACTIVIDAD SACRAMENTAL 1. Reconocimiento canónico del derecho a recibir los sacramentos El derecho de todo hombre a recibir el bautismo radica en la condición de persona humana llamada a la salvación y potencialmente ordenada, por tanto, a ser miembro del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. El derecho del fiel a recibir los demás sacramentos se funda en la dignidad bautismal. Por tal razón, esos derechos existen independientemente de que estén o no declarados o reconocidos expresamente en el ordenamiento canónico. Con todo, para hacer más efectiva su protección, la Iglesia los recoge expresamente en su ordenamiento. Y así, en el c. 682 CIC 17, ya se establecía que «los laicos tienen derecho a recibir del clero, conforme a la disciplina eclesiástica, los bienes espirituales y especialmente los auxilios necesarios para la salvación». Pero ha sido el Concilio Vaticano II el que, de forma más explícita, y de conformidad con el principio de igualdad proclamado por el propio Concilio, establece que «los laicos, como todos los fieles, tienen derecho a recibir abundantemente de los Pastores sagrados, de entre los bienes espirituales de la Iglesia, de manera principal la ayuda de la palabra de Dios y de los sacramentos» (LG, 37). Posteriormente, esta declaración conciliar pasó a integrar el elenco de derechos y deberes del proyecto de la Ley fundamental de la Iglesia. Como es sabido, al no promulgarse esta Ley fundamental, algunos de los contenidos del proyecto hubieron de recibir acomodo en el nuevo CIC, sin que ello haya supuesto la pérdida de su condición de derechos y deberes fundamentales. Entre otros, éste es el caso del c. 213, en donde se reconoce que «los fieles tienen derecho a recibir de los Pastores sagrados la ayuda de los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la palabra de Dios y los sacramentos». Tomando como base este derecho fundamental del fiel, el c. 843 regula su ejercicio al establecer el deber correlativo de los ministros sagrados, y al señalar los límites canónicos que el ejercicio de este derecho comporta. En efecto, «los ministros sagrados no pueden denegar los sacramentos a quienes los pidan oportunamente, estén bien dispuestos y el derecho no les prohíba recibirlos». Son tres, por tanto, las condiciones que limitan el ejercicio del derecho a recibir los sacramentos: la oportunidad en la petición, la disposición debida del sujeto y la legitimidad. Pero adviértase que alguno de estos límites no proviene sólo del derecho positivo sino que se funda en el propio derecho divino, hasta el punto que, más que un límite al ejercicio de un derecho, cabría considerarlo como una condición sine qua non para que exista en acto ese derecho. Así, la exigencia «estar bien dispuesto» no depende sólo de las disposiciones positivas que se establezcan al respecto, sino de la naturaleza misma del sacramento de que se trate. Por ejemplo, la falta de un serio propósito de enmienda puede determinar la negación de la absolución por parte del confesor. Pero esta nega97

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ción no significa negación del derecho a recibir el sacramento, sino constatación de que es el propio penitente el que se niega a realizar el signo sacramental en la parte que le corresponde. El hallarse en pecado grave, si se diera una situación de escándalo público, sería motivo suficiente para que el ministro negara la comunión. En cuyo caso tampoco se trataría de la denegación de un derecho, sino de la constatación de que esa situación de pecado grave es incompatible con el sacramento de la Eucaristía. Conviene señalar a este respecto que la situación de pecado grave es indemostrable porque de internis neque Ecclesia. De ahí que el legislador eclesiástico apele a la responsabilidad del fiel imponiéndole el deber moral de acudir antes a la confesión sacramental (c. 916); o, por el principio de la presunción, declare ilegítima la admisión a la comunión sacramental de quienes persistan obstinadamente en un manifiesto pecado grave al igual que prohíbe la admisión a la sagrada comunión a los excomulgados (c. 915) 7. 2. Límites al ejercicio del derecho a los sacramentos Además de esa potestad de naturaleza declarativa, la autoridad eclesiástica tiene también el poder de establecer límites al ejercicio del derecho fundamental a los sacramentos, y siempre que tales límites estén fundados en motivos de gravedad proporcional al derecho cuyo ejercicio se limita. Ello significa que la discrecionalidad en el ejercicio de ese poder limitador, en ningún caso es absoluta; está ella misma condicionada por los límites que le señala el derecho fundamental sometido a regulación. En este sentido, la autoridad puede regular el ejercicio del derecho a los sacramentos, y consecuentemente, limitarlo, fundándose en motivos varios, tales como proteger la celebración digna del sacramento, o garantizar lo más posible su validez, o bien favorecer una fructuosa recepción. Entre esos motivos, sobresale la salvaguardia de la comunión eclesial, a la que están obligados todos los fieles, también en el ejercicio de sus derechos (c. 209 § 1), así como la garantía del bien común y el respeto de los derechos ajenos (c. 223 § 1). Son motivos de entidad objetiva suficiente para fundar en ellos legítimos límites al ejercicio del derecho a los sacramentos. No obstante, dado que se trata a veces de conceptos indeterminados, susceptibles de ser interpretados de modos diversos, el sentido de la justicia debe venir en ayuda para no desvirtuar su más genuino significado. En última instancia, la atención a la persona en su individualidad irrepetible, es decir, al fiel cristiano en su personalísima vocación, debe constituir el punto de mira capital hacia el que se oriente toda actividad institucional de la Iglesia, y de manera especial la sacramental, al igual que debe ser la persona el

7. Cfr. P. MONETA, Il diritto ai sacramenti dell’iniziazione cristiana, en «Monitor Ecclesiasticus» 115, 1990, pp. 613-626.

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centro sobre el que graviten todas las acciones institucionales de la sociedad humana. Ahora bien, si el fiel como persona se diluyera en los contornos confusos de lo comunitario, difícilmente podría predicarse la trascendencia de la persona humana en el actuar público o privado de la sociedad. También en esto el derecho de la Iglesia debería ser paradigma para el derecho de los Estados 8. Lo refleja bien la máxima clásica: sacramenta propter homines. 3. Peculiaridades de algunos sacramentos Lo dicho hasta aquí es válido para los sacramentos de la penitencia, Eucaristía, confirmación y unción de los enfermos. Los restantes sacramentos —bautismo, matrimonio y orden sagrado— tienen al respecto peculiaridades específicas que han de ser puestas de relieve. El bautismo tiene como peculiar no ser un derecho del fiel sino de toda persona humana, puesto que todos los hombres han sido llamados a la salvación, son miembros en potencia del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Tienen, por ello, derecho a que se les predique la palabra de Dios y se les administre el bautismo si lo piden rite dispositi. Este derecho de todo hombre adquiere un peculiar realce cuando se trata de los catecúmenos a tenor de los cc. 206 y 788. El matrimonio se rige también por principios distintos. El derecho a contraer matrimonio es, primero, un derecho radicado en la naturaleza humana. Pero, cuando los contrayentes son bautizados, el derecho a contraer se convierte en un derecho fundamental radicado en la condición de fiel. Habida cuenta de la inseparabilidad entre el matrimonio en cuanto realidad natural y matrimonio-sacramento, el derecho natural a contraer —el ius connubii— queda subsumido en el derecho fundamental a contraer aquel tipo de matrimonio que se corresponda con la condición de bautizado; y este tipo de matrimonio no es otro que el sacramental. Por ello es injusto coartar indebida o arbitrariamente ese derecho fundamental a contraer el matrimonio-sacramento con el pretexto de que se deja incólume el ius connubii, puesto que negando aquél se impide así mismo el ejercicio de éste. Respecto al sacramento de orden, finalmente, no cabe hablar de un derecho. La recepción de este sacramento presupone una específica vocación divina y un llamamiento jerárquico. Las personas así elegidas, lo son de forma graciosa, sin que les asista ningún derecho. Lo cual no significa que en el proceso de la llamada jerárquica, esté del todo ausente la dimensión de justicia.

8. Cfr. Discurso del Papa JUAN PABLO II a los participantes en el Simposio Internacional de Derecho Canónico (23.IV.1993), en «Ius in vita et in missione Ecclesiae». Ed. Vaticana, 1994, p. 1267.

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4. Preparación presacramental: deber y derecho Uno de los límites más importantes, de mayor trascendencia pastoral y jurídica, es el realtivo a la preparación debida. Por tal entendemos aquella que, sin ser exigida para la validez del acto sacramental, lo es sin duda para su digna y fructuosa recepción. Respecto a esta preparación presacramental, el derecho universal apenas hace otra cosa que enunciar su existencia, dejando su determinación al derecho particular, que suele llevarla a cabo a través de los denominados «Directorios pastorales sobre los sacramentos». En todo caso, el momento normativo es muy apropiado para proceder a una debida armonización del derecho a recibir oportunamente el sacramento, por un lado, y del deber jurídico a prepararse convenientemente de acuerdo con el régimen de preparación establecido. En el plano teórico, dicha armonización no es difícil. En la práctica, sin embargo, es decir, en la actividad pastoral, las cosas resultan a veces menos simples. La preparación presacramental, así como su resultado, la recta disposición, son conceptos indeterminados. Consecuentemente, su determinación, bien por ley o por disposición administrativa, o por un acto de administración, está expuesta a un cierto grado de subjetividad que en ocasiones podría servir de coartada pastoralista para justificar la denegación de un derecho o el retraso indebido de su ejercicio. No es improcedente afirmar que en materia de sacramentos, un retraso indebido equivale a una denegación injusta. Téngase en cuenta que la necesidad de la salus animarum, o de la gracia concreta que se dispensa por medio de un sacramento, opera hic et nunc, y sobrepasa, por tanto, las veleidades del administrador correspondiente. Esto significa que la administración de un sacramento en un momento preciso, sin retrasos indebidos, constituye un deber de justicia de los pastores, correlativo al derecho del fiel a recibirlo oportuna y abundantemente, cuando legítima y libremente lo pida. La ley establece límites objetivos; tal es el caso de la preparación. El pastor debe actuar conforme a la ley, pero interpretada con espíritu de justicia de modo que la preparación, sin duda requerida, no se traduzca en la práctica en el sistema mediante el cual quedan veladamente desprotegidos los derechos de los fieles, bajo el pretexto, loable si fuera real, de salvaguardar la communio o la dignidad del propio sacramento. En la actualidad se dan en la Iglesia circunstancias especiales que agravan la dificultad para discernir cual sea lo justo en un momento concreto. Las diócesis —o las parroquias— albergan hoy en su seno a fieles muy diversos por lo que respecta a la formación y a los compromisos cristianos. Ello plantea la cuestión de si la preparación presacramental, siendo un deber jurídico aplicable a todos los fieles, lo debe ser de forma idéntica para todos, o si, por el contrario, cabe hacer, es más justo que se haga, una diversificación en el tiempo, o en los contenidos, o en la propia forma de llevar a cabo esa formación. Parece indudable que en una misma comunidad existen bautizados cuya vida discurre al margen de la fe cristiana, lo que no impide que, ya sea por la inercia de la tradición o por imperativo de los usos sociales, muchos de ellos 100

EXIGENCIAS DE JUSTICIA EN EL EJERCICIO DE LA FUNCIÓN SANTIFICADORA

pidan ser admitidos a la recepción de algunos sacramentos. Es obvio que en estos casos la preparación requerida ha de ser especialmente cuidada, pudiendo ser exigible o aconsejable un retraso en la admisión hasta tanto no haya mayores garantías a favor de una celebración digna y fructuosa del sacramento. Pero este ambiente de agnosticismo o increencia no debe ocultar otra realidad: la coexistencia en esa comunidad de familias cristianas, fuertemente arraigadas en su fe, y bien formadas doctrinalmente. A la vista de ello, no es infundado plantearse la cuestión de si medir con el mismo rasero a estas familias cristianas, a la hora de admitirlos a los sacramentos, no constituiría un igualitarismo injusto. Dicho de otro modo, si no se atentaría contra su derecho a recibir el sacramento en el momento oportuno, una vez cumplido el requisito de la preparación debida. Definida la preparación presacramental como un deber jurídico, habida cuenta de que es requerida para ser admitido a la recepción de un sacramento, tal preparación se convierte a la vez en un verdadero derecho, dado que es impensable un deber de esa índole sin el soporte subjetivo que haga factible su cumplimiento. También aquí, por tanto, entra en juego el elemento justicia en el actuar del pastor a quien se le ha confiado la administración de los sacramentos. Preparar adecuadamente es un cometido también de justicia, por ser un derecho del fiel. La desatención sistemática de esta tarea ministerial, comportaría, en consecuencia, una injusticia.

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PARTE SEGUNDA

LOS SACRAMENTOS DE LA NUEVA ALIANZA

CAPÍTULO

VI Presupuestos doctrinales básicos y dimensión jurídica de los sacramentos

CAPÍTULO VII CAPÍTULO VIII IX CAPÍTULO X CAPÍTULO XI CAPÍTULO CAPÍTULO XII

CAPÍTULO XIII CAPÍTULO XIV CAPÍTULO XV CAPÍTULO XVI

SECCIÓN PRIMERA Los sacramentos de la iniciación cristiana bautismo, confirmación, Eucaristía El sacramento del bautismo El sacramento de la confirmación La santísima Eucaristía El ministro de la santísima Eucaristía Participación de los fieles en la Eucaristía Intenciones de la Misa y estipendio SECCIÓN SEGUNDA Los sacramentos de la curación penitencia y unción de los enfermos El sacramento de la penitencia Sacramento de la penitencia: el ministro y el fiel penitente Las indulgencias El sacramento de la unción de los enfermos

SECCIÓN TERCERA Los sacramentos de servicio a la comunidad orden y matrimonio CAPÍTULO XVII El sacramento del orden CAPÍTULO XVIII El sacramento del matrimonio. Cuestiones doctrinales básicas CAPÍTULO XIX La dimensión sacramental del matrimonio en la vigente legislación codicial

CAPÍTULO VI

PRESUPUESTOS DOCTRINALES BÁSICOS Y DIMENSIÓN JURÍDICA DE LOS SACRAMENTOS

Al no ser éste un tratado de teología, no procede aquí una exposición amplia de la rica doctrina sacramentaria en cuanto objeto de reflexión teológica. No obstante, buena parte de esa doctrina pertenece al depósito de la fe, y como tal es propuesto por el Magisterio de la Iglesia, razón por la cual es conveniente tenerla en cuenta sumariamente, en la medida en que sobre esos presupuestos doctrinales se asienta la dimensión jurídica que cabe atribuir a los sacramentos y a su celebración eclesial. Por lo demás, en la intención del propio legislador, es ésta la función que cumplen los cánones preliminares que preceden a la regulación codicial de cada uno de los siete sacramentos de la Iglesia. El mejor ejemplo lo constituye el c. 840 cuyo contenido doctrinal más que normativo es el siguiente: «Los sacramentos del Nuevo Testamento, instituidos por Cristo Nuestro Señor y encomendados a la Iglesia, en cuanto que son acciones de Cristo y de la Iglesia, son signos y medios con los que se expresa y fortalece la fe, se rinde culto a Dios y se realiza la santificación de los hombres, y por tanto contribuyen en gran medida a crear, corroborar y manifestar la comunión eclesiástica; por esta razón, tanto los ministros sagrados como los demás fieles deben comportarse con grandísima veneración y con la debida diligencia al celebrarlos».

Tomando como guía la enseñanza básica propuesta en este precepto codicial, es preciso conocer la realidad sacramental, primero en su vertiente teológica, y posteriormente en cuanto realidad revestida también de naturaleza jurídica. I. PRESUPUESTOS DOCTRINALES BÁSICOS 1. Noción de sacramento El término sacramento ha sido aplicado analógicamente a la Iglesia, sacramento de Cristo, y a la misma Humanidad santísima de Cristo, sacramento de 105

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

su divinidad. En efecto, «la Iglesia es en Cristo como un sacramento (veluti sacramentum) es decir, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG, 1). Más adelante, el Concilio reitera: «por El (por el Espíritu vivificante) hizo a su cuerpo que es la Iglesia, Sacramento universal de salvación» (LG, 48) 1. A la vista de esta enseñanza conciliar, cabe hablar de una sacramentalidad radical de la Iglesia de la que resultan ser manifestaciones distintas los siete sacramentos de la Nueva Alianza. En todo caso, la noción de sacramento en sentido propio es aquella por la que se define la realidad expresada por todos y cada uno de esos siete sacramentos. Por otro lado, conviene distinguir al respecto entre la realidad sacramental que se remonta al mismo Cristo, autor de los sacramentos 2, y al instante mismo en que comienza la Iglesia su andadura histórica, y la conceptualización doctrinal acerca de qué sea y cómo definir esa realidad, o cómo aplicarla unívocamente a todos los sacramentos, sin menoscabo de la peculiariedad de cada uno de ellos. Este proceso histórico de conceptualización culmina en el momento en que el Magisterio de la Iglesia define dogmáticamente el número septenario de los sacramentos, aplicando a todos el mismo concepto, al tiempo que describe lo propio y específico de cada uno. Téngase en cuenta que los datos bíblicos del Nuevo Testamento constituyen la base de la ulterior reflexión teológica sobre la naturaleza de la realidad sacramental. En este sentido, son muy claros los datos extraídos de la Sagrada Escritura, referidos al bautismo y a la Eucaristía, por lo que no fue difícil elaborar el concepto de signo sacramental. Fue más laboriosa, en cambio, su aplicación a otras realidades sacramentales, como por ejemplo el sacramento del matrimonio. En todo caso, como señala el Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1117, «la Iglesia reconoció poco a poco este tesoro recibido de Cristo y precisó su dispensación, tal como lo hizo con el canon de las Sagradas Escrituras y con la doctrina de la fe, como fiel dispensadora de los misterios de Dios. Así, la Iglesia ha precisado a lo largo de los siglos, que, entre sus celebraciones litúrgicas, hay siete que son, en el sentido propio del término, sacramentos instituidos por el Señor». El c. 840, arriba transcrito, describe los sacramentos del Nuevo Testamento como «signos y medios con los que se expresa y fortalece la fe, se rinde culto a Dios y se realiza las santificación de los hombres». Es ésta una descripción de los sacramentos en clara sintonía con lo que ha dicho el c. 834 a propósito de la liturgia. En ella —y en los sacramentos, por tanto—, se significa y se realiza la santificación de los hombres, al tiempo que se rinde culto a 1. Cfr. A.M. JAVIERRE, La Iglesia como «sacramento», en «Sacramentalidad de la Iglesia y sacramentos», IV Simposio Internacional de Teología, Pamplona 1983, pp. 39-74. 2. Así describe esta autoría divina de los sacramentos el Catecismo de la Iglesia Católica, 1114: «Adheridos a la doctrina de las Santas Escrituras, a las tradiciones apostólicas y al sentimiento unánime de los Padres, profesamos que ‘los sacramentos de la nueva Ley fueron todos instituidos por nuestro Señor Jesucristo’ (DS 1600-1601)».

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PRESUPUESTOS DOCTRINALES BÁSICOS Y DIMENSIÓN JURÍDICA DE LOS SACRAMENTOS

Dios y se expresa y fortalece la fe. Tenemos aquí implícita la definición clásica de sacramento, adoptada por el Magisterio de la Iglesia: Todo sacramento es un signo eficaz de gracia; significa lo que causa y causa lo que significa. Significación y causalidad son, por tanto, dos componentes esenciales de la sacramentalidad del Nuevo Testamento, a diferencia de los sacramentos de la Antigua Ley que prometían y significaban pero no realizaban la salvación. Ahora, es el actuar de Cristo el que comunica la gracia que el sacramento significa 3. A este respecto, conviene tener en cuenta dos expresiones técnicas usadas desde antiguo por la teología sacramentaria, y asumidas por el Magisterio eclesiástico 4: la eficacia ex opere operato y ex opere operantis. Con la primera categoría se quiere expresar la eficacia objetiva de todo sacramento, supuestas la validez del signo y la adecuada disposición del sujeto; eficacia que se funda en los méritos de Cristo y no en los del ministro ni en los del que recibe el sacramento. Decir que el sacramento es eficaz ex opere operato equivale a proclamar que es Dios y no el hombre quien justifica, que es la acción de Cristo, y no la del hombre, la fuente de la salvación. Equivale a decir, en suma, que los sacramentos son acciones en primer lugar de Cristo y subordinadamente de la Iglesia, que sólo instrumentalmente son acciones del ministro. En ocasiones será bueno pastoralmente poner el acento en el ex opere operantis a fin de que la acción santificadora no quede bloqueada por la falta de disposiciones adecuadas de quien administra o recibe el sacramento. Pero en ningún caso eso debe ser un pretexto o una consecuencia de considerar la eficacia sacramental ex opere operato como una especie de automatismo mágico contra el que hay que luchar, cuando en verdad estamos ante un núcleo fundamental del misterio cristiano: el hombre, desde su libertad, puede hacer inútil la salvación, pero es Dios quien salva, son los méritos de Cristo comunicados por medio de los signos sacramentales los que confieren toda la eficacia santificadora a los sacramentos.

Como es obvio, la eficacia sacramental a la que nos referimos, pende de una condición: que el sacramento sea válido, es decir, que los elementos que integran el signo sacramental sean puestos de acuerdo con la voluntad fundacional de Cristo —derecho divino—, y con las normas de validez establecidas por la Iglesia. Celebrado o administrado válidamente, se opera ya objetivamente su eficacia salvífica; pero falta aún que ese don de la salvación comunicado sacramentalmente, sea acogido o no rechazado por el destinatario. Y es aquí cuando entra en juego la virtualidad del ex opere operantis, haciendo que el sacramento sea además fructuoso. Pero estas dos categorías —validez y fructuosidad—, descritas genéricamente, requieren un estudio más detenido que nos lleve a perfilar mejor todos sus contornos. Se trata de analizar estas dos cuestiones conexas: los elementos 3. Cfr. J. SANCHO, Significación y causalidad de los sacramentos («Sacramenta Novae Legis efficiunt quod significant»), en «Sacramentalidad de la Iglesia y Sacramentos», Pamplona 1983, pp. 637-650. 4. Vide C. de Trento, Sess. VII, canones de sacramentis in genere, c. 8.

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que integran la noción de sacramento, y en los que se sustentará fundamentalmente su validez, y la propia estructura sacramental, tal y como ha sido descrita por la doctrina clásica para explicar la duplicidad de efectos que se opera de forma relevante en algunos sacramentos, como los que imprimen carácter y el sacramento del matrimonio. 2. Elementos esenciales Los elementos que configuran el sacramento son: el signo sensible, la realidad no sensible significada y causada por el signo —la res sacramenti—, el ministro que celebra, confecciona y administra el sacramento, y el sujeto que lo recibe. El signo sacramental, cuya eficacia simbólica y causal deriva de la institución divina, es siempre de naturaleza sensible y está compuesto por una materia (cosas y acciones) y por una forma (palabras) mediante la cual se determina el significado de la materia. En el bautismo, por ejemplo, la materia es el agua junto con la acción de lavar por parte del ministro, mientras que la forma está representada por las palabras prescritas —«Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»— que el ministro debe pronunciar al tiempo mismo que realiza la acción de lavar, y que sirven para diferenciar el lavado espiritual del bautismo de una ablución con fines naturales 5. La res sacramenti, o realidad significada y causada, es la gracia santificante que recibe el sujeto debidamente dispuesto. Se trata del efecto último del sacramento, pero no del único efecto. Más adelante nos referiremos a otros efectos que produce siempre un sacramento válido con independencia de que, por la falta de la debida disposición, el sujeto impida el efecto de la gracia. El ministro del sacramento es quien confecciona el signo sacramental y administra el sacramento a los fieles. Su función es sólo instrumental, razón por la cual no se requiere esencialmente ni su fe personal ni su santidad de vida para que opere válida y eficazmente el sacramento. Al ministro sólo se le pide que haga correctamente el signo, para lo cual es preciso que tenga el poder correspondiente —la potestad de orden en gran parte de los sacramentos— y un mínimo de intencionalidad, pues su acción sacramental es una acción humana. La doctrina y el Magisterio eclesiástico 6 lo ha expresado con la fórmula: intentio faciendi quod facit Ecclesia. Esta voluntad, actual o virtual, de hacer lo que hace la Iglesia, no requiere necesariamente la fe del ministro. El ejemplo más patente al respecto es la posibilidad de que en caso de necesidad cualquier persona que tenga la debida intención, sea ministro del bautismo (c. 861 § 2). 5. Cfr. C.J. ERRÁZURIZ, Sacramenti e sacramentali, en «Enciclopedia del Diritto», vol. 41, Milano 1989, pp. 197-208. 6. Vide C. Trento, sess. VII, de sacramentis, c. 11.

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En todo caso, aunque sea meramente instrumental, pues en verdad es Cristo como ministro principal el que bautiza, el que perdona, el que consagra etc., la actuación del ministro es tan necesaria que no cabe nunca un sacramento sin ministro 7. El último de los elementos enunciados es el sujeto que recibe el sacramento. En el caso del sacramento de la penitencia, los actos del sujeto —del penitente— constituyen parte esencial del rito sacramental; por eso la validez del sacramento pende de las disposiciones interiores del penitente, entre ellas la fe. Fuera de este caso, la falta de esa buena disposición es un obstáculo para recibir el efecto de la gracia sacramental, pero no necesariamente para la celebración válida del sacramento. Hay casos, como el bautismo de niños, en que ni siquiera se requiere conocimiento y voluntad para recibir el sacramento. En la mayoría de los casos, supuesto que se reciba el sacramento gozando el sujeto de uso de razón y de libertad, la ley exige incluso para la validez un mínimo de conocimiento y voluntad. En el caso del matrimonio, además de una edad determinada, se exige un grado de libertad suficiente para realizar el pacto conyugal. Y en el caso del sacramento del orden sagrado, se exige que el ordenando sea varón (c. 1024). A los elementos hasta aquí reseñados, algunos 8 añaden como nuevo elemento la comunidad entera que celebra el rito sacramental. En una perspectiva litúrgico-celebrativa, es cierto que la comunidad o pueblo sacerdotal que participa en los ritos sacramentales, constituye un elemento importante de la celebración litúrgica. De ahí la recomendación del c. 837 § 2 de que las acciones litúrgicas, en la medida en que su propia naturaleza postule una celebración comunitaria, y siempre que sea posible, se realicen con la asistencia y participación activa de los fieles. El caso más significativo al respecto sería el de la celebración del Sacrificio eucarístico. Pero en una perspectiva que afecte a la esencia de la sacramentalidad, la comunidad que celebra, o bien no es requerida, o bien aparece subsumida por los elementos ministro y sujeto. Cuando un confesor y un penitente celebran «a solas» el sacramento de la penitencia, no por ello dejan de celebrar un acto comunitario en el que está presente la Iglesia. Cuando un sacerdote celebra la Misa sin asistencia de fieles, no por ello deja de ser una acción de Cristo y de la Iglesia, y momento en el que los sacerdotes cumplen su principal ministerio. De ahí la encarecida recomendación a que se celebre diariamente (c. 904).

7. Por eso es inexplicable la tesis según la cual —dentro del ámbito de las Iglesias orientales— el ministro del sacramento del matrimonio sería el sacerdote, y la bendición sobre los esposos un actuar como ministro, al tiempo que se contempla la forma extraordinaria de contraer matrimonio al que está inseparablemente unido el sacramento, sin sacerdote y sin la bendición sacerdotal, ante sólo los testigos (cfr. c. 832 del CCEO). Si la presencia del sacerdote y el rito sagrado de la bendición fueran tan esenciales para la celebración del sacramento del matrimonio, no cabría excepción alguna, como no cabe la celebración del sacrificio eucarístico sin sacerdote, o la administración del bautismo sin que haya una persona humana que actúe como ministro. 8. Cfr. A. MONTÁN, La funzione di santificare della Chiesa, en «Il Diritto nel mistero della Chiesa», III, Roma 1992, pp. 45-58.

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3. Duplicidad de efectos sacramentales Supuesta la validez del sacramento por haberse verificado todos sus elementos esenciales, objetivamente se produce la res sacramenti, es decir, la gracia significada y causada. No obstante, el sujeto puede poner obstáculos a la recepción de la gracia, y hacer, en este sentido, que el sacramento sea ineficaz. Pero hay otros efectos de especial relevancia teológica y canónica, derivados de un sacramento válido, cualesquiera que sean las disposiciones del sujeto. En este sentido, el sacramento siempre es eficaz. Para explicar esta nueva eficacia sacramental, es conveniente acudir a unas categorías sacramentarias, pacíficamente asumidas ya por los grandes teólogos del siglo XIII, incluido Santo Tomás de Aquino, una vez que aparece resuelto en sus líneas básicas el gran problema teológico de la causalidad de los sacramentos, de manera especial del sacramento del matrimonio. Se trata de las categorías: sacramentum tantum, res et sacramentum, res tantum. Entre la realidad externa y visible —sacramentum tantum—, y la gracia causada por el sacramento —res sacramenti—, la teología advierte de la existencia de una realidad intermedia —res et sacramentum— directa e inmediatamente causada por el signo sacramental, por lo cual se denomina res, siendo a la vez sacramento, esto es, signo y causa de la gracia. De este modo, la teología y la ciencia canónica han tratado de explicar fenómenos tan importantes como la existencia de un efecto sacramental intermedio, anterior a la gracia, cuya operatividad sólo depende de la validez del sacramento. Pero sobre todo, esas categorías han servido —y sirven— para dar razón de aspectos sacramentales tan importantes como el carácter sacramental del bautismo, confirmación y orden sagrado, o la presencia real y permanente de Cristo en las especies sacramentales, o bien la naturaleza sacramental del vínculo conyugal a que da lugar el pacto conyugal entre dos personas bautizadas 9. En efecto, la res et sacramentum del bautismo, su efecto inmediato, es el carácter o señal indeleble por la que el fiel queda configurado con Cristo, consagrado y destinado al culto de la religión cristiana e incorporado a la Iglesia. Algo semejante cabe decir del carácter del sacramento de la confirmación, por el que los fieles se vinculan más estrechamente a la Iglesia y adquieren un compromiso apostólico reforzado. O del carácter sacramental del orden sagrado, en virtud del cual los fieles quedan sellados para siempre, configurados con Cristo Sacerdote Supremo y destinados a ejercer las funciones de Cristo-Cabeza.

9. Para conocer la evolución histórica y el alcance teológico-canónico de esas categorías sacramentarias, cfr. R. MASI, La estructura dei sacramenti: sacramentum tantum, res et sacramentum, res tantum, en «Divinitas» 12, 1968, pp. 199 ss.; E. TEJERO, La «res et sacramentum», estructura y espíritu del ordenamiento canónico. Síntesis doctrinal de S. Tomás, en «Sacramentalidad de la Iglesia y sacramentos», Pamplona 1983, pp. 427-460.

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Por lo que se refiere a la Eucaristía, la res et sacramentum, el sacramento permanente, es el Cuerpo y la Sangre del Señor, el primero e inmediato efecto del signo sacramental rectamente puesto. En relación con el matrimonio, la reciente polémica doctrinal acerca de si es exigible o no la fe de los contrayentes para configurar sacramentalmente el pacto conyugal, es debida en gran parte a que no se advierte con claridad la peculiaridad propia de este sacramento consistente en ser el mismo pacto conyugal del principio realizado entre bautizados, es decir, entre dos personas que por el carácter bautismal están ya indefectiblemente insertas en la Nueva Alianza esponsal de Cristo y de la Iglesia 10; y a no tomar en consideración que este signo eficaz de gracia —como todo sacramento de la Nueva Alianza— es primero un signo permanente; es decir, lo primero que opera el pacto conyugal válido es un vínculo sacramental, que es la res et sacramentum del matrimonio. Si falta la fe, el sacramento evidentemente no es fructuoso, pero ello no impide por principio que sea válido, y que produzca como consecuencia el efecto de la significación sacramental, en virtud de la cual el matrimonio deja de ser un símbolo vacío para convertirse en un misterio. En estos términos se expresa la Exh. Ap. Familiaris Consortio, 13: «Los esposos participan en cuanto esposos, los dos, como pareja, hasta el punto que el efecto primario e inmediato del matrimonio (res et sacramentum) no es la gracia sobrenatural misma, sino el vínculo conyugal cristiano, una comunión en dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la Encarnación de Cristo y su misterio de Alianza» 11. 4. Dimensión eclesial de los sacramentos Los sacramentos fueron instituidos por Cristo. En esa institución divina reside la ley fundamental por la que se rigen y a la que están subordinadas las ulteriores disposiciones de la Iglesia. Los sacramentos son principalmente acciones de Cristo. Ellos rememoran la acción redentora de Cristo: son signos rememorativos. Ellos actualizan aquí y ahora la acción salvífica de Cristo: son signos demostrativos. Ellos anuncian el estado futuro de la consumación definitiva en la segunda venida del Señor: son signos pronósticos. Dicho de otro modo, toda celebración sacramental 10. «El sacramento del matrimonio tiene esta peculiaridad respecto a los otros: ser el sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la creación; ser el mismo pacto conyugal instituido por el Creador ‘al principio’». Ex. Ap. Familiaris Consortio, n. 68. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, El matrimonio cristiano. Sacramento de la Creación y de la Redención, Pamplona 1997, pp. 320-345. 11. Esta enseñanza pontificia parece un eco de estas palabras de Santo Tomás de Aquino: «Sicut aqua baptismi cum forma verborum non operatur inmediate ad gratiam sed ad characterem; ita actus exteriores et verba exprimentia consensum directe faciunt nexum quendam, qui est sacramentum matrimonii; et huiusmodi nexus ex virtute divinae institutionis dispositive operatur ad gratiam» (Supl., q. 42, a. 3 ad 2).

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conmemora los misterios redentores de Cristo, realiza esos Misterios en el tiempo de la Iglesia, y anuncia la plenitud de la salvación en Cristo al final de los tiempos 12. En ser acciones de Cristo, finalmente, se funda la eficacia sacramental ex opere operato. No proviene ésta de los méritos o disposiciones del ministro o sujeto, sino de la acción salvífica de Cristo, canalizada a través de cada signo sacramental. Pero, a la vez que acciones de Cristo, los sacramentos son también acciones de la Iglesia. A través de ellos se construye y edifica la Iglesia; son parte esencial de su misterio, razón por la cual ella está implicada siempre en cualquier celebración sacramental, aunque estén presentes sólo el ministro y quien recibe el sacramento. Por los sacramentos —y por las virtudes— se actualiza el carácter sagrado y orgánicamente estructurado de la comunidad sacerdotal (LG, 11). De este principio general arranca el aspecto eclesial que el Concilio atribuye seguidamente a cada sacramento. En efecto, los fieles incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana. En la confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia. En la Eucaristía se manifiesta la unidad del Pueblo de Dios, significada y producida por este sacramento. En la penitencia, el cristiano obtiene el perdón de Dios, y al mismo tiempo se reconcilia con la Iglesia, a la que hirió al pecar. Con la unción la Iglesia entera encomienda a los enfermos al Señor paciente y glorificado. Con el orden sagrado, los fieles quedan destinados en el nombre de Cristo a apacentar la Iglesia con la palabra y con la gracia de Dios. Finalmente, los esposos cristianos en virtud del sacramento del matrimonio manifiestan y participan del misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (LG, 11). La Iglesia no tiene poder sobre la sustancia de los sacramentos, es decir, sobre aquellas cosas que, según las fuentes de la Revelación, Cristo determinó debían mantenerse en el signo sacramental. En este sentido, la Iglesia depende y existe por los sacramentos, tal y como éstos están determinados por el derecho divino. Pero ese depósito institucional de los sacramentos ha sido confiado a la Iglesia: al Magisterio para que lo defienda e interprete, y a la potestad sacerdotal y de gobierno, para que lo administre correctamente y regule su régimen, de modo que, manteniendo la institución intacta, determine o cambie lo que estime más conveniente, para utilidad de los fieles 13. Bajo este último aspecto, los sacramentos dependen de la Iglesia. En síntesis, la Iglesia hace los sacramentos y los sacramentos hacen la Iglesia. Nada más lógico que ellos contribuyan «en gran medida a crear, corroborar y manifestar la comunión eclesiástica» (c. 840).

12. Cfr. S.Th. III, 60, 3. 13. Cfr. T. CARDENAL, Los Sacramentos en la misión de la Iglesia, en «Sacramentalidad de la Iglesia y sacramentos», Pamplona 1983, p. 842.

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PRESUPUESTOS DOCTRINALES BÁSICOS Y DIMENSIÓN JURÍDICA DE LOS SACRAMENTOS

Hay además otra dimensión eclesial que debe ser puesta de relieve. Los sacramentos son celebraciones de la fe; «son signos y medios con los que se expresa y fortalece la fe» (c. 840); «no sólo suponen la fe, sino que, a la vez, la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y cosas, por lo cual se llaman sacramentos de la fe» (SC, 59). Es decir, además de estar ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo, y a dar culto a Dios, los sacramentos en cuanto signos tienen también un fin pedagógico. En este marco se inscriben las expresiones conciliares «suponen la fe», «son sacramentos de la fe». Por eso, no sería legítimo interpretarlas en el sentido de que sea necesaria la fe del ministro para su validez, ni que la falta de fe del sujeto haga necesariamente inválido el sacramento. El Concilio, sin duda, ha puesto el acento en la relevancia de la fe, en una perspectiva pastoral, lo cual no significa que se haya desconectado de toda la tradición anterior. Como certeramente se ha puesto de relieve, «el Concilio considera como patrimonio indiscutible de la fe católica las grandes definiciones tridentinas sobre la gracia que objetivamente confieren los sacramentos, pero estima —con la mejor teología y pastoral de nuestra época— que debe urgir la dimensión personal de la fe en la celebración del sacramento, poniendo de relieve el papel que la fe tiene en el sacramento fructuoso» 14. En todo caso, los sacramentos son celebraciones de la fe, sacramenta fidei, en el sentido de que se celebran siempre en la fe de la Iglesia; su constitución como signos pende de la fe de la Iglesia. En síntesis, ello significa estas tres cosas: a) es la fe de la Iglesia la que asume la intención del ministro (cualesquiera que sea su fe); b) la fe de la Iglesia entra en la constitución misma del sacramentum a través del verbum fidei que pronuncia por medio del ministro, y otorga su significación eficaz al elementum; c) la fe de la Iglesia no otorga la eficacia al sacramento, sino que lo constituye en instrumento de Dios, causa eficiente principal 15. II. NATURALEZA JURÍDICA DE LOS SACRAMENTOS Según el designio de Dios, los sacramentos son bienes salvíficos instituidos en favor de todos los hombres, y confiados a la Iglesia para que los administre rectamente a través de sus ministros. Esta alteridad entre ministro y sujeto muestra ya la existencia de una relación intersubjetiva de estricta justicia cuya materia son los propios sacramentos 16.

14. P. RODRÍGUEZ, Fe y sacramentos, en «Sacramentalidad de la Iglesia y sacramentos», Pamplona 1983, p. 552. 15. Ibidem. 16. Cfr. C.J. ERRÁZURIZ, Sacramenti e sacramentali…, cit., pp. 202-205.

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

Por otro lado, los aspectos eclesiales a los que se ha referido el apartado anterior, constituyen también un presupuesto básico del que deriva inmediatamente buena parte de la relevancia jurídica atribuible a la realidad sacramental. En efecto, los sacramentos son jurídicamente relevantes ya sea porque tienen una virtualidad constitutiva de la Iglesia, o porque son causa de efectos jurídicos en el ordenamiento de la Iglesia, o bien porque requieren una ordenación adecuada que asegure una celebración, administración y recepción según justicia y verdad 17. Analizamos a continuación los diversos aspectos en que se manifiesta esa naturaleza jurídica de los sacramentos, sin menoscabo de su intrínseca naturaleza salvífica y sobrenatural. 1. Celebración y administración según justicia Este aspecto de la cuestión ha sido analizado por la doctrina de forma distinta según se enfoque desde una perspectiva objetiva o realista del derecho, o se tome en consideración el derecho subjetivo a recibir el sacramento. Este último enfoque es el más común entre los autores, ya que viene propiciado por la propia ley canónica, bien sea cuando reconoce formalmente el derecho fundamental de los fieles a recibir de los pastores sagrados la ayuda de los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la palabra de Dios y los sacramentos (c. 213); bien sea cuando regula el ejercicio de ese derecho subjetivo en la parte general (c. 843) o en los respectivos sacramentos. No es extraño por eso que para algunos 18 el derecho a recibir los sacramentos del c. 213 —enunciado de derecho divino y verdadero derecho subjetivo— represente el fundamento último de la juridicidad de los sacramentos. No abundamos aquí en esta perspectiva porque ya se aludió a ella ampliamente en el Cap. V de la Primera Parte 19. Según el otro planteamiento, no se trata de ver si los fieles tienen derecho subjetivo ante la organización eclesiástica a recibir los sacramentos, sino de descubrir si los sacramentos son en sí mismos res iustae, un bien debido en justicia por virtud de un título, de modo que sea justo concederlos e injusto denegarlos a quien esté convenientemente dispuesto. Se trata, en suma, de discernir la juridicidad primaria e intrínseca de los sacramentos 20. 17. Cfr. A. MONTÁN, La funzione di santificare… cit., pp. 45-58. 18. Cfr. ibidem, p. 47. 19. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, La justicia pastoral en el ejercicio de la función santificadora de la Iglesia, en «Relaciones de Justicia y ámbitos de libertad en la Iglesia», Pamplona 1997, pp. 157-185. 20. Cfr. C.J. ERRÁZURIZ, Sacramenti e sacramentali… cit., p. 203.

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PRESUPUESTOS DOCTRINALES BÁSICOS Y DIMENSIÓN JURÍDICA DE LOS SACRAMENTOS

Este nuevo planteamiento fue propuesto por J. Hervada en un estudio tendente a descubrir las raíces sacramentales del derecho canónico 21. Para ello, el autor parte de un sentido realista y objetivo del término derecho, y lo proyecta así sobre los sacramentos. En ese sentido realista, el derecho equivale a cosa justa. Pero para que una cosa sea justa, es decir, constituya un derecho, es preciso que sea debida en virtud de un título. Por ello, el derecho es opuesto a don gratuito, a lo que se llama gracia. Además, para que exista el derecho y la justicia, es condición necesaria que las cosas puedan dividirse y repartirse entre distintos sujetos. Siendo esto así, ¿cómo entender que en la Iglesia haya derecho, supuesto que la economía de la salvación es ley de gracia, y esta gracia que es Dios mismo es indivisible? Según la tesis que comentamos, la respuesta a este interrogante viene dada por la existencia de los sacramentos. Estos son signos sensibles, cauces materiales por los que se canaliza la gracia, y bienes que pueden ser repartidos y administrados por manos humanas, siempre que se realce su eficacia ex opere operato, es decir, fundada en los méritos de Cristo, y no en los méritos del ministro ni del sujeto. Así entendidos, los sacramentos —y por su medio la gracia— son ciertamente bienes administrables. Pero, ¿son derecho del fiel; son debidos en justicia? La respuesta afirmativa depende de dos cosas: a) que los sacramentos estén yan atribuidos por voluntad de Cristo a los fieles; b) que esta atribución suponga que el ministro ha sido constituido en favor de los hombres, en favor de los fieles, es decir, como depositario y dispensador de esos misterios divinos. Dos supuestos, como se ve, en los que se asienta la economía sacramental. Por eso se puede concluir, no ya sólo que los fieles tienen derecho a los sacramentos, sino que los sacramentos son derechos de los fieles debidamente dispuestos. Pero bien entendido que no son derecho ante Dios, sino ante el ministro; es la acción del ministro la que es debida en justicia. Ante Dios, los sacramentos son don, gracia, misericordia.. 2. Eficacia jurídica de los sacramentos Los sacramentos son signos eficaces de gracia. Fueron instituidos con la finalidad de actualizar permanentemente en el tiempo histórico de la Iglesia la salvación de Jesucristo. Pero esta finalidad primaria y sustancial no impide la consideración de los sacramentos como causa de múltiples efectos jurídicos, incluso su configuración como hechos o actos jurídicos. Entre el signo visible y la gracia, se afirmó en apartados anteriores, existe un efecto intermedio —la res et sacramentum— revestido de importantes connotaciones jurídicas. En este sentido, resulta procedente hablar de la eficacia jurídica de los sacramen21. Cfr. J. HERVADA, Las raíces sacramentales del Derecho canónico, en «Sacramentalidad de la Iglesia y Sacramentos», Pamplona 1983, pp. 359-383.

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

tos. Analizamos seguidamente supuestos varios en donde se manifiesta esa eficacia jurídica. Entre ellos, es clara la relevancia canónica de los sacramentos del bautismo y del orden sagrado 22. La Iglesia tiene su origen primario en la voluntad fundacional de Cristo, pero de modo inmediato son los sacramentos los que hacen la Iglesia, los que la construyen como sociedad estructurada y organizada. Cabe decir, en síntesis, que los sacramentos estructuran jurídicamente la Iglesia; de manera especial, el bautismo y el orden sagrado son la fuente de la estructura de la Iglesia como sociedad externa jurídicamente ordenada. Dicho de otro modo, son la causa de las relaciones jurídicas básicas sobre las que se asienta el entramado orgánico de la Iglesia. En efecto, en el bautismo y el orden toman origen los dos grandes principios constitucionales del Pueblo de Dios: el principio de igualdad y el principio jerárquico. Por su regeneración en Cristo, es decir, por el bautismo se da entre todos los fieles una verdadera igualdad (c. 208). Mediante el sacramento del orden, algunos de entre los fieles, quedan constituidos ministros sagrados, con el fin de desempeñar en la persona de Cristo Cabeza las funciones de enseñar, santificar y regir (c. 1008). Sobre los ordenados se funda la constitución jerárquica de la Iglesia, al tiempo que constituyen el núcleo central o línea principal de la organización eclesiástica. Por el bautismo, el hombre se incorpora a la Iglesia y se constituye persona en ella, con los deberes y derechos que son propios de los cristianos (c. 96). En el hecho del bautismo, por tanto, se funda o toma su origen el vínculo jurídico de incorporación a la Iglesia, así como el estatuto jurídico de fiel, con los deberes y derechos fundamentales que lo integran. Por el sacramento del orden, el fiel se incorpora al orden de los clérigos o ministros sagrados, dando origen a su vez a un estatuto jurídico propio que afecta tanto a la vida como al ministerio. La incardinación originaria —y por tanto el estatuto del clérigo incardinado— se funda también en la recepción del orden del diaconado (hecho jurídico) en virtud de lo dispuesto en el c. 266. El sacramento del orden, finalmente, capacita para el ejercicio de las funciones propias del orden recibido —diaconado, presbiterado, Episcopado— y crea vínculos de fraternidad que se manifiestan también jurídicamente. Por lo que al sacramento del matrimonio se refiere cabe hablar también de su eficacia jurídica. Al afirmar esto no nos referimos ahora a su esencial contenido jurídico, en cuanto pacto conyugal, creador de un vínculo jurídico. Nos referimos a su condición de sacramento de la Nueva Alianza, al que le son aplicables las categorias de sacramentum tantum, res et sacramentum, res tan-

22. Cfr. E. MOLANO, Dimensiones jurídicas de los sacramentos, en «Sacramentalidad de la Iglesia y Sacramentos», Pamplona 1983, pp. 513-522. Las tres dimensiones a las que se refiere el autor son: 1. Los sacramentos, en cuanto instituidos por Cristo; 2. los sacramentos, en cuanto causa de efectos jurídicos; 3. los sacramentos, en cuanto objeto de regulación por la Iglesia.

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PRESUPUESTOS DOCTRINALES BÁSICOS Y DIMENSIÓN JURÍDICA DE LOS SACRAMENTOS

tum 23. La eficacia jurídica del sacramentum tantum reside en ser la causa de un vinculo sacramental a través del cual queda impregnado de eficaz significación todo el orden conyugal, con especial incidencia jurídica en lo relativo a la consumación y a la indisolubilidad y unidad, que alcanzan una especial firmeza por razón del sacramento (c. 1056), hasta el punto de que, cuando el matrimonio es rato —sacramental— y consumado, no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte (c. 1141) 24. Aparte de estos efectos jurídicos, hay que tener en cuenta que el matrimonio es el fundamento de la familia cristiana —a modo de Iglesia doméstica— en la que nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad humana, que luego por el bautismo quedan constituidos en hijos de Dios para perpetuar el Pueblo de Dios en el correr de los tiempos (LG, 11). Menos perceptibles son los efectos jurídicos de los restantes sacramentos. Así, la confirmación imprime carácter; éste es, por tanto, el efecto inmediato del sacramento. Como quiera que por este sacramento el cristiano se vincula más estrechamente a la Iglesia y se obliga más intensamente a difundir y defender la fe, el carácter le habilita o capacita para esta misión, pero no es fácil saber si se trata de una capacidad jurídica, distinta a la que ya tiene por ser bautizado 25. Por lo que respecta a la santísima Eucaristía, más que producir en cuanto tal consecuencias jurídicas, es el sacramento más augusto al que se ordenan todos los demás, y a través del cual se significa y realiza la unidad del Pueblo de Dios y se lleva a término la edificación del Cuerpo de Cristo (c. 897). 3. Los sacramentos como objeto de regulación canónica La institución por Cristo de los sacramentos constituye la ley fundamental por la que se rigen sus aspectos sustanciales. No obstante, salva eorum sustantia, la Iglesia ha tenido siempre poder para establecer o cambiar en la administración de los sacramentos aquello que según la variedad de las circunstancias, tiempos y lugares, juzgue más conveniente para la utilidad de quienes los reciben o para la veneración de los mismos sacramentos. Cuando el Concilio de Trento sanciona autorizadamente esta doctrina, deja también claro que compete a la potestad de la Iglesia aprobar o definir no sólo 23. Esta doctrina aplicada al matrimonio aparecía ya consolidada en el Doctor Angélico: Supl., q. 42, a. 1 ad 4 et 5. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, El matrimonio Misterio y Signo (Siglos IXXIII), Pamplona 1971, pp. 347-361. 24. De aquí se infiere que la gracia específica sacramental puede no operar cuando uno o los dos cónyuges —la gracia tiene siempre una dimensión personal— ostaculizan su eficacia. En cambio, la otra eficacia sacramental, aquello que afecta al propio matrimonio como misterio y signo, se produce siempre que los contrayentes bautizados crean un verdadero vínculo conyugal. 25. Cfr. C.J. ERRÁZURIZ, Sacramenti… cit., p. 205; J.M. RIBAS, Efectos jurídicos de la Confirmación, en «Ius Canonicum» VI, 1966, pp. 403-439; E. TEJERO, La «res et Sacramentum»…, cit., pp. 440-442, en referencia al carácter del sacramento de la confirmación.

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los requisitos de licitud, sino también aquellos que condicionan la validez de los sacramentos. Esta potestad general es reconocida así por el c. 841: «Puesto que los sacramentos son los mismos para toda la Iglesia y pertenecen al depósito divino, corresponde exclusivamente a la autoridad suprema de la Iglesia aprobar o definir lo que se requiere para su validez, y a ella misma o a otra autoridad competente, de acuerdo con el c. 838 §§ 3 y 4, corresponde establecer lo que se refiere a su celebración, administración y recepción lícita, así como también al ritual que debe observarse en su celebración».

Con fundamento en esa potestad, los sacramentos han constituido siempre un objeto primordial de regulación canónica, residiendo ahí, si no la más importante, si al menos su más conocida dimensión jurídica. El esquema del régimen sacramental lo constituyen los elementos a los que se ha hecho referencia más arriba. En efecto, la ley canónica determina los aspectos fundamentales del signo sacramental y de los factores que lo integran (materia y forma), así como los requisitos de validez y licitud (poderes, capacidades, disposiciones, derechos, deberes) que afectan tanto al ministro del sacramento como al sujeto que lo recibe. Éste será, por tanto, el esquema que regirá el estudio sistemático de cada uno de los sacramentos, siguiendo el orden tradicional y agrupándolos en tres secciones, de acuerdo con la distinción establecida por el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1211). En la Sección primera, se estudiarán los sacramentos de la iniciación cristiana: bautismo, confirmación y Eucaristía. En la Sección segunda, los sacramentos de la curación: penitencia y unción de los enfermos. En la Sección tercera, finalmente, los sacramentos que están al servicio de la comunión y misión de los fieles: orden y matrimonio.

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SECCIÓN PRIMERA LOS SACRAMENTOS DE LA INICIACIÓN CRISTIANA BAUTISMO, CONFIRMACIÓN, EUCARISTÍA

«Los sacramentos del bautismo, de la confirmación y de la santísima Eucaristía están tan íntimamente unidos entre sí, que todos son necesarios para la plena iniciación cristiana» (c. 842, § 2). De este modo sobrio, como corresponde a un texto legal, el CIC se hace eco de la antiquísima institución de la «Iniciación cristiana», restablecida por el Concilio Vaticano II (SC, 64, 66, 71), cuyo primer y más importante reflejo normativo fue la promulgación en 1972 del Ritual de la Iniciación cristiana de adultos. El Papa Pablo VI describe así, en la Const. Ap. Divinae Consortium naturae, el significado de los sacramentos de la iniciación cristiana: «La participación en la naturaleza divina que los hombres reciben como don mediante la gracia de Cristo, tiene cierta analogía con el origen, el crecimiento y el sustento de la vida natural. En efecto, los fieles renacidos en el bautismo se fortalecen en el sacramento de la confirmación y finalmente, son alimentados en la Eucaristía con el manjar de la vida eterna, y, así, por medio de estos sacramentos de la iniciación cristiana, reciben cada vez con más abundancia los tesoros de la vida divina y avanzan hacia la perfección de la caridad». El Papa Benedicto XVI pone también el acento en la Eucaristía como plenitud de la iniciación cristiana, y se pregunta, junto con los Padres sinodales, si en nuestras comunidades cristianas se percibe de manera suficiente el estrecho vínculo que hay entre el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. La Santísima Eucaristía lleva la iniciación cristiana a su plenitud y es como el centro y el fin de toda la vida sacramental. De ahí que el Papa se refiera seguidamente a la necesidad de prestar atención al tema del orden de los Sacramentos de la iniciación (…) «Concretamente, es necesario verificar qué praxis puede efectivamente ayudar mejor a los fieles a poner de relieve el sacramento de la Eucaristía como aquello a lo que tiende toda la iniciación (Exh. Ap. Sacramentum Caritatis, nn. 17-19).

CAPÍTULO VII

EL SACRAMENTO DEL BAUTISMO

I. NATURALEZA Y ESTRUCTURA SACRAMENTAL DEL BAUTISMO La naturaleza y estructura esencial, así como los efectos sacramentales del bautismo vienen expresados así en este canon preliminar: «El bautismo, puerta de los sacramentos, cuya recepción de hecho o al menos de deseo es necesaria para la salvación, por el cual los hombres son liberados de los pecados, reengendrados como hijos de Dios e incorporados a la Iglesia, quedando configurados con Cristo por el carácter indeleble, se confiere válidamente sólo mediante la ablución con agua verdadera acompañada de la debida forma verbal» (c. 849).

1. El signo sacramental Como todo sacramento de la Nueva Ley, el bautismo es un sacramentum o signo visible mediante el que se expresa y se causa una realidad invisible, esto es la res sacramenti. El tránsito de la mera significación a la realización efectiva de lo significado se opera mediante un rito sagrado que en el caso del bautismo consiste en la ablución con agua verdadera acompañada de la debida forma verbal. La materia remota, por tanto, es el agua verdadera, pero el signo visible se manifiesta en la ablución. La debida forma verbal es la prescrita en los libros litúrgicos cuyos componentes esenciales son las palabras que el ministro pronuncia con intención sacramental durante la ablución, y en las que deben constar el ministro, el sujeto, la acción de bautizar, la unidad de la naturaleza divina y el misterio de la Trinidad beatísima. Estas palabras en la Iglesia latina son: «yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo». Actualmente se establecen dos modos o ritos de ablución: por inmersión y por infusión. La primera es considerada teóricamente como la más apta para 121

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

significar la muerte y resurrección de Cristo. Pero la determinación de uno u otro modo corresponde establecerlo a la Conferencia Episcopal (c. 854); y así, por ejemplo, la Conferencia Episcopal Española ha establecido que se siga la costumbre extendida en España del bautismo por infusión 1. Respecto a la licitud del rito bautismal han de tenerse en cuenta estas normas: a) Salvo en caso de necesidad, el agua debe estar bendecida según las prescripciones de los libros litúrgicos (c. 853). b) Se suprime la antigua clasificación del bautismo en privado y solemne. Era, en efecto, una clasificación equívoca porque ninguna acción litúrgica es privada, independientemente de las solemnidades exteriores. c) Excepto en caso de necesidad, además de la fórmula esencial deben cumplirse otras prescripciones rituales. Y esto es aplicable tanto en el caso de que bautice un ministro ordinario, como cuando bautiza un ministro extraordinario. El Concilio mandó, a tal efecto, que se redactara un rito más breve que pudiera ser usado, principalmente en las misiones, por los catequistas y en general, en peligro de muerte, por los fieles, cuando falta un sacerdote o un diácono (SC, 68).

2. Los efectos sacramentales Una vez analizados los componentes del signo sacramental, veamos ahora cuál es la res sacramenti, la realidad causada o los efectos teológico-canónicos del bautismo, sintéticamente expresados en el c. 849: 1) El bautismo produce la liberación de los pecados; el pecado original y los pecados personales, si el bautizado es adulto. 2) En el bautismo somos reengendrados como hijos de Dios: se restablece el don de la filiación divina. 3) Por el carácter indeleble del bautismo nos configuramos con Cristo, «ya que en este sagrado rito se representa y realiza el consorcio con la muerte y resurrección de Cristo» (LG, 7). 4) Por el bautismo somos incorporados a la Iglesia y a su misterio sacramental. Por eso, el bautismo no sólo es el primero de los sacramentos sino la puerta de todos los demás. Por el carácter indeleble que imprime, los fieles

1. No sería correcto interpretar el c. 854 en este sentido: el bautismo, tanto si se administra por inmersión como si se hace por infusión, ha de celebrarse de acuerdo con las normas de la Conferencia Episcopal. Parece inequívoca la voluntad de la ley universal de dejar a la determinación del legislador particular la elección del modo concreto más adecuado a las costumbres y circunstancias de cada región. Cfr. Ier Decreto de la Conferencia Episcopal Española, art. 8, 3, en BOCEE 3, 1984, p. 102. Vide, para una interpretación distinta, P. FARNÉS, Del bautismo y la confirmación, en «Phase» 141, 1984, p. 223.

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EL SACRAMENTO DEL BAUTISMO

quedan destinados al culto de la religión cristiana (LG, 11). Adviértase que el carácter es la res et sacramentum del bautismo, el efecto inmediato en el que radican las consecuencias jurídicas que exponemos a continuación sintéticamente. II. RELEVANCIA JURÍDICA DEL BAUTISMO 1. Eficacia jurídica La incorporación a la Iglesia no sólo en cuanto Cuerpo Místico de Cristo, sino entendida también como Pueblo de Dios y sociedad visible, que se realiza mediante el bautismo, tiene hondas repercusiones jurídicas. Entre ellas destacan las siguientes: 1) Por el bautismo el hombre adquiere la condición de fiel cristiano, de miembro de la Iglesia, y se hace partícipe de la función sacerdotal, profética y real de Cristo (c. 204). 2) En el bautismo se fundamenta la igualdad radical de todos los fieles, la común dignidad, la común llamada a la santidad y la corresponsabilidad en la edificación del Cuerpo de Cristo, según la propia condición y oficio (c. 208). 3) El bautismo es la puerta de los demás sacramentos, en virtud de lo cual el bautizado queda capacitado para el culto de la religión cristiana. Por eso, quien no lo ha recibido no puede ser admitido válidamente a los demás sacramentos (c. 842 § 1). 4) El bautismo, en suma, es el origen y fundamento de todos los derechos y deberes fundamentales del fiel. 5) Dado que «el único Mediador y camino de salvación es Cristo, quien se hace presente a todos nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia» (LG, 14); supuesta, por tanto, la necesidad de la Iglesia en la que los hombres entran por el bautismo (cfr. ibid.), este sacramento se convierte de este modo en un derecho de todo hombre convenientemente dispuesto para recibirlo. 6) Una última dimensión jurídica del bautismo que conviene tener presente es la que refleja el c. 11, referida únicamente a los bautizados en la Iglesia católica o admitidos en ella tras haber recibido el bautismo válido en una Iglesia o Comunidad eclesial separada. El bautismo en este caso no sólo incorpora a la Iglesia como miembro, sino que determina a la vez el sujeto pasivo de las leyes meramente eclesiásticas. A estas leyes no están sometidos quienes han sido bautizados y permenecen en una Iglesia o Comunidad no católica. Están, en cambio, sujetos a ellas los bautizados en la Iglesia católica, aunque posteriormente se hubieran separado de ella notoria o formalmente, salvo en los casos expresamente previstos por la ley (cc. 1086, 1117). 123

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

2. La necesidad del bautismo y su proyección sobre la disciplina bautismal El principio teológico de la necesidad del bautismo para la salvación (c. 849) no sólo es, como se indicó en el apartado anterior, el fundamento último en el que se asienta el derecho de todo hombre a recibirlo, sino que es por ello mismo el principio canónico en el cual se inspiran aspectos importantes de la disciplina bautismal. Sobresalen entre esos aspectos los siguientes: a) La disciplina general sobre el bautismo de niños, según se pondrá de relieve más adelante. b) La obligación de los padres de procurar que sus hijos sean bautizados en las primeras semanas (c. 867), y el derecho a que no se retrase indebidamente el bautismo de sus hijos. c) El deber de bautizar sin demora a un niño en peligro de muerte (c. 867 § 2). d) La licitud del bautismo de un niño en peligro de muerte aun contra la voluntad de sus padres (c. 868 § 2) 2. e) Las cautelas que deben tomarse para asegurar que el bautismo fue real y válidamente administrado (cc. 869 y 870). f) Las reiteradas referencias a la excepción disciplinar fundada en el caso de necesidad o en el peligro de muerte (cc. 850, 853, 857, 860, 862, 865 § 2 y 867 § 2). g) La capacidad y legitimidad para ser ministro extraordinario del bautismo, en caso de necesidad, de cualquier persona —incluso no bautizada— que tenga la debida intención (c. 861 § 2). En cuanto a la necesidad del Bautismo en general, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña que «el Bautismo es necesario para la salvación en aquellos a los que el Evangelio ha sido anunciado y han tenido la posibilidad de pedir este sacramento (Mc 16, 16). La Iglesia no conoce otro medio que el Bautismo para asegurar la entrada en la bienaventuranza eterna; por eso está obligada a no descuidar la misión que ha recibido del Señor de hacer “renacer del agua y del Espíritu” a todos los que pueden ser bautizados. Dios ha vinculado la salvación al Sacramento del Bautismo, sin embargo, Él no queda sometido a sus sacramentos» (n. 1257). En cuanto a los niños muertos sin el Bautismo, dice más adelante el Catecismo: «la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia divina, como hace en el rito de las exequias por ellos. En efecto, la gran misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven (I Tm 2, 4) y la ternura de Jesús con los niños, que le hizo decir: “dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis” (Mc 10, 14), nos permiten confiar en que haya un camino de salvación para los niños que mueren sin Bautismo. Por esto es más apremiante aún la llamada de la Iglesia a no impedir que los niños pequeños vengan a Cristo por el don del santo Bautismo» (n. 1261). 2. Cfr. J.M. MARTÍ, La regulación canónica del bautismo de niños en peligro de muerte, en «Ius Canonicum» XXXI, 1991, pp. 709-733.

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Las exequias de niños no bautizados, a las que se refiere el Catecismo, están contempladas así en el c. 1183 § 2: «El Ordinario del lugar puede permitir que se celebren exequias eclesiásticas por aquellos niños que sus padres deseaban bautizar, pero murieron antes de recibir el bautismo».

3. El bautismo y la sacramentalidad del matrimonio El bautismo es la puerta de todos los sacramentos y, por tanto, condición necesaria para su válida administración. Respecto al matrimonio, el bautismo representa además un elemento determinante y configurador de su sacramentalidad. Téngase en cuenta que la peculiaridad del sacramento del matrimonio reside en ser el mismo pacto conyugal del principio, que adviene sacramento por el hecho de que los dos contrayentes están ya insertos por el bautismo en la Alianza nupcial de Cristo y la Iglesia. En efecto, enseña el Papa, «mediante el bautismo, el hombre y la mujer se insertan definitivamente en la Nueva y Eterna alianza, en la Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia. Y debido a esa inserción indestructible, la comunidad íntima de vida y amor conyugal, fundada por el Creador, es elevada y asumida en la caridad esponsal de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza redentora» (FC, 13). Ello determina que, si se dan las dos circunstancias —el bautismo de los dos contrayentes y un pacto conyugal válido— el efecto primario e inmediato de ese pacto sea un vínculo sacramental —res et sacramentum—, sin que para ello sea requerido esencialmente ningún rito especial, ni siquiera en las Iglesias Orientales en las que se exige ad validitatem la bendición sacerdotal. Este requisito viene exigido jurídicamente, no para hacer el sacramento, sino porque es sacramento. La prueba es que excepcionalmente puede celebrarse el matrimonio ante sólo dos testigos, sin sacerdoce y sin bendición, lo que no impide que sea un verdadero sacramento. Ello sería difícil de entender si la bendición sacerdotal se configurara como un rito esencial para convertir el matrimonio en sacramento. Esta eficacia del bautismo en la configuración sacramental del matrimonio tiene un claro reflejo en el bautismo de adultos previamente casados. Dando por supuesto que ese matrimonio es verdadero por haberse contraído de acuerdo con las disposiciones del derecho natural, adviene sacramento de la Nueva Alianza tan pronto como los dos cónyuges, si los dos están sin bautizar, o uno de ellos, si el otro ya lo está, reciben el sacramento del bautismo. No se requiere para ello ni un nuevo pacto conyugal, ni ritos de ningún tipo. Aquel matrimonio, que ya era de algún modo sacramento de la creación, por virtud del bautismo que inserta a los cónyuges en la Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia, queda elevado al rango de sacramento de la redención 3. 3. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, El matrimonio cristiano. Sacramento de la Creación y de la Redención, Pamplona 1997; C.J. ERRÁZURIZ, Il Battesimo degli adulti come diritto e come causa

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

4. El bautismo como vínculo de unidad Por el sacramento del bautismo debidamente administrado según la institución divina, una persona es incorporada verdaderamente a Cristo y a su Iglesia, y regenerada para participar en la vida divina. El bautismo, por tanto, constituye un poderoso vínculo de unidad entre todos los que lo han recibido, con hondas repercusiones ecuménicas. Es cierto, como enseña el Concilio, que el bautismo por sí mismo es tan sólo un principio y un comienzo, pues tiende a la adquisición de la plenitud de la vida en Cristo (UR, 22); pero es un inicio, un punto de partida en el que se fundamenta la acción ecuménica, incluida la comunicación en el culto litúrgico y en los sacramentos. En efecto, «a pesar de serias diferencias que impiden la plena comunión eclesial, es claro que todos aquellos que por el bautismo son incorporados a Cristo comparten muchos elementos de la vida cristiana. Existe, pues, entre los cristianos una real comunión que, aunque imperfecta, puede expresarse de múltiples formas, incluido el compartir la oración y el culto litúrgico…» (NDE, 92). III. EL MINISTRO DEL BAUTISMO 1. Normas generales A efectos de validez, es ministro del bautismo cualquier persona humana que realice el signo sacramental con la debida intención. Por tanto, las normas que regulan las distintas clases de ministros afectan sólo a la licitud de la administración. Esto supuesto, es ministro ordinario el clérigo o fiel ordenado, incluido el diácono, una de cuyas misiones recibidas en la ordenación es la de bautizar (LG, 29). En circunstancias en que esté ausente o impedido el ministro ordinario, es ministro extraordinario un catequista u otro fiel destinado ad hoc por el Ordinario del lugar. Así como para ser lector y acólito, como ministerios litúrgicos estables, es preciso ser varón laico, donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros ordenados, pueden también los laicos —varones o mujeres sin distinción— administrar el bautismo (c. 230 §§ 1 y 3). Por el oficio de catequista a que se refiere el c. 861 § 2, parece obligado entender un ministerio estable, a semejanza de los de lector y acólito, según la facultad que el M. Pr. Ministeria quaedam de 15.VII.1972 concedió a las Conferencias Episcopales para establecer en sus respectivas regiones otros ministerios, entre ellos el de catequista, cuando se juzgaren necesarios o muy útiles. De no ser así, cualquier catequista podrá ser destinado para la función de administrar el bautismo por el Ordinario del lugar, al igual que los demás fieles. di effetti giuridico-canonici, en «Ius Ecclesiae» II, 1990, pp. 3-21; ID., Il battessimo degli adulti nell’attuale diritto canonico, en «Monitor Ecclesiasticus» 115, 1990, pp. 81-111.

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Adviértase que este ministerio extraordinario no está establecido tan sólo para caso de necesidad —para tal supuesto es ministro extraordinario cualquier persona, aun no bautizada—, sino para supuestos de algún modo normales, con la sola condición de que esté ausente o impedido el ministro ordinario. Por ello, los laicos que bautizan legítimamente, salvo en caso de peligro de muerte, no se limitan sólo a realizar la ablución y la fórmula esencial del bautismo, sino que el sacramento debe ser conferido según el rito establecido para el caso. Esta es otra razón que explica la desaparición de la distinción entre bautismo solemne y privado. Respecto al ministro extraordinario del bautismo, «se debe estar atento a interpretaciones demasiado extensivas y evitar conceder tal facultad de modo habitual. Así, por ejemplo, la ausencia o el impedimento, que hacen lícita la delegación a fieles no ordenados de administrar el bautismo, no pueden asimilarse a las circunstancias de excesivo trabajo del ministro ordinario, o a su no residencia en el territorio de la parroquia, como tampoco a su no disponibilidad para el día previsto por la familia. Tales motivos no constituyen razones suficientes» (art. 11, Instrucción de 15.VIII.1997). Otro aspecto destacable en relación con el ministro del bautismo es la función específica que compete al párroco. En la disciplina antigua, la función de administrar el bautismo estaba reservada al párroco. Actualmente le está tan sólo encomendada especialmente (c. 530) por razones de buena administración. Esto quiere decir que es una función suya específica, pero no exclusiva. En todo caso, a él le corresponde, por principio, la administración del bautismo, hasta el punto que, salvo en caso de necesidad, a nadie le es lícito bautizar en territorio ajeno, ni siquiera a sus súbditos, sin la debida licencia (c. 862), la cual no parece que deba negarse sin graves motivos. Por lo que respecta al bautismo de adultos, al menos de quienes han cumplido catorce años, el c. 683 establece que sea el Obispo el que lo administre, si lo considera conveniente. Está en conexión con el instituto del catecumenado, al que nos referiremos más adelante, y con el c. 866.

2. La función de la parroquia en la administración del bautismo Por ser el bautismo la puerta de los demás sacramentos y el medio por el cual se nace a la vida de la Iglesia y se adquiere personalidad cristiana, la disciplina canónica cuida de que de modo especial —no exclusivo— sea la comunidad parroquial bajo la guía del párroco, como pastor propio, el centro donde gravite la organización de la pastoral bautismal; y la parroquia, el órgano administrativo encargado de dejar constancia registral del acto sacramental celebrado; constancia registral de gran trascendencia canónica, no sólo por afectar a la condición jurídica originaria de fiel, sino porque el bautismo es irreiterable (c. 845) y requisito esencial para la validez de los demás sacramentos (c. 842). Como consecuencia de todo ello, la disciplina canónica confiere específicas competencias a la organización parroquial en lo concerniente a la preparación, celebración, registro y prueba del bautismo. En efecto, al párroco deben acudir cuanto antes los padres para pedir el sacramento para su hijo y prepararse debidamente (c. 867 § 1). Y es al párroco, personalmente o por medio de otras personas, a quien corresponde la preparación doctrinal y litúrgica de los padres y padrinos (c. 851, 2.º). 127

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El párroco tiene encomendada específicamente, como ya se dijo, la función de administrar el bautismo. Y es competencia y obligación del párroco del lugar donde se celebra el bautismo inscribir en el libro correspondiente, con diligencia y sin demora, por la trascendencia antes señalada, el acto sacramental, de acuerdo con las reglas establecidas en el c. 877. Por lo que se refiere al lugar de la celebración del bautismo, es regla general que sea la iglesia parroquial propia, si se trata de adultos, o la de los padres, en el caso de los niños. Motivo éste por el cual toda iglesia parroquial ha de tener baptisterio, aunque, para comodidad de los fieles, el Ordinario del lugar pueda permitir que haya pila bautismal en otra iglesia u oratorio dentro de los límites de la parroquia (cc. 857 y 858). Además del caso de necesidad, las excepciones a esa regla general vienen determinadas por causas diversas. Por ejemplo, bastaría una causa justa, como puede ser la lejanía de la iglesia parroquial, para que pueda y deba conferirse el bautismo en otra iglesia u oratorio, o en otro lugar adecuado (c. 859). Se necesita, en cambio, una causa grave, de mayor entidad, para justificar que el Ordinario del lugar permita la administración del bautismo en casas particulares. Tampoco está permitido, por principio, celebrar el bautismo en las clínicas u hospitales, salvo que el Obispo diocesano establezca una disciplina distinta en su diócesis, o se trate de un caso de necesidad, o lo exija así otra razón pastoral. Es conveniente tener presente, en todo caso, que si no se hubiere celebrado el bautismo en la iglesia parroquial, ni hubiera sido administrado por el párroco, ni estando él presente, el ministro, quienquiera que sea, tiene el deber de informar al párroco de la parroquia en que se celebró el sacramento, con el fin de que haga la correspondiente inscripción en el libro de bautismos (c. 878).

IV. SUJETO DEL BAUTISMO A. Principios generales 1. Capacidad para recibir el bautismo «Es capaz de recibir el bautismo todo ser humano aún no bautizado y sólo él» (c. 864). De este modo señala la ley las dos condiciones de capacidad para recibir el bautismo: ser persona humana y no estar bautizado. La capacidad de todo ser humano para ser bautizado se funda, por un lado en la voluntad divina de salvar a todos los hombres, y por otro, en la necesidad de la Iglesia y del bautismo para la salvación. «El único Mediador y camino de salvación es Cristo, quien se hace presente a todos nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia. Él mismo, al inculcar con palabras explícitas la necesidad de la fe y el bautismo (cf. Mc 16, 16; Jo 3, 5), confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia en la que los hombres entran por el bautismo como por una puerta» (LG, 14). Como se ha escrito certeramente, «en el ámbito de la capacidad que aquí se contempla, carecen de relevancia circunstancias como la infancia o la con128

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dición adulta, o las previsiones humanas sobre la futura educación cristiana del bautizado: porque esas situaciones, que se contemplan en los cánones posteriores, aunque tienen una relevancia específica en cuanto a la legitimación de los sujetos a bautizar, no tienen la menor incidencia en el ámbito de la capacidad jurídica para recibir el bautismo y, por tanto, no pueden hacerlo nulo» 4. Es cierto que el precepto codicial sólo se refiere a la capacidad de todo ser humano para recibir el bautismo. Pero si a ello se añade la necesidad del bautismo para la salvación, no sería difícil concluir que, además de capacidad, todo ser humano tiene derecho a recibir el bautismo o, dicho de otro modo, que el bautismo es un derecho de todo ser humano debidamente dispuesto. La ley hace extensibles al feto abortivo esa capacidad y derecho a recibir el bautismo. Lo cual supone un reconocimiento claro de que los fetos abortivos, sean provocados o espontáneos, son verdaderos seres humanos, informados por el alma racional y llamados a la salvación. El c. 871 lo determina así: «En la medida de lo posible se deben bautizar los fetos abortivos, si viven». El legislador abandona de intento la antigua casuística del CIC 17 para sentar una norma general a partir de la cual será luego el ministro quien juzgue sobre la posibilidad y el modo de proceder en el bautismo de los fetos abortivos. No se hace mención expresa de un hipotético bautismo bajo condición. Si viven, deberán ser bautizados de forma absoluta. Pero ello no impide que, si existen dudas razonables, el ministro proceda a su bautismo condicionando su intención sacramental al hecho de que vivan. El otro requisito de capacidad establecido en el c. 864 se funda en el hecho de que el bautismo imprime carácter y, por tanto, no puede reiterarse (c. 845 § 1). Podrán surgir dudas acerca de si existió o fue válido un primer bautismo, en cuyo caso sería legítimo el bautismo bajo condición. Pero ello no hace sino justificar el carácter absoluto del principio según el cual ninguna persona bautizada es capaz de recibir un nuevo bautismo. 2. Bautismo bajo condición Como acabamos de ver, el bautismo bajo condición está en estrecha relación, por un lado, con el principio de la no reiteración del bautismo, y por otro, con la necesidad de este sacramento para la salvación. A ello hay que añadir que el bautismo es la puerta de los demás sacramentos, por lo cual quien no ha recibido el bautismo, no puede ser admitido válidamente a los otros sacramentos (c. 842 § 1). Por motivos de tanto peso, nada tiene de extraño que el legislador reitere, a propósito del bautismo (c. 869), los criterios normativos sentados con carácter general en el c. 845 § 2, al tiempo que contempla y regula el supuesto de los bautizados en una comunidad eclesial no católica.

4. E. TEJERO, Comentario al c. 864, en Edición anotada del CIC, 5.ª ed., Pamplona 1992, p. 539.

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a) Norma general Como principio general, cuando hay duda tanto sobre el hecho del bautismo como sobre su validez, y esta duda persiste después de una investigación cuidadosa, se ha de proceder al bautismo bajo condición. Es decir, no es sólo legítimo en esa circunstancia bautizar bajo condición, es además obligatorio hacerlo por ser ese el único camino para despejar toda incertidumbre, en un asunto de tanta trascendencia para el interesado y para la Iglesia. Este criterio general es aplicable al supuesto contemplado en el c. 870: «El niño expósito o que se halló abandonado, debe ser bautizado, a no ser que conste su bautismo después de una investigación diligente». En principio se presume el no bautismo, en cuyo caso debe ser bautizado de forma absoluta; pero, si tras una diligente investigación persistieran dudas serias sobre la existencia o validez del bautismo, habría que proceder al bautismo bajo condición. b) Los bautizados en una comunidad eclesial no católica De acuerdo con el c. 869 § 2, los bautizados en una comunidad eclesial no católica, no deben ser bautizados bajo condición, a no ser que haya un motivo serio para dudar de la validez de su bautismo; duda que puede provenir, o bien de la materia y la fórmula empleadas en su administración, o bien de la intención del bautizado, si era adulto, y del ministro. Todos estos criterios tienen una efectiva aplicación cuando se trata de recibir a un cristiano en la plena comunión de la Iglesia Católica. El Ritual de Iniciación cristiana de adultos prevé una fórmula para recibir a dichos cristianos. En esos casos, la autoridad católica puede sentir la necesidad de investigar si el bautismo ya recibido fue celebrado válidamente. Para ello, el Directorio Ecuménico formula una serie de recomendaciones, siguiendo el criterio de distinción entre los cristianos de las Iglesias Orientales y los cristianos de otras Iglesias o Comunidades eclesiales (cfr. nn. 93-95, especialmente n. 99): a) No ofrece duda alguna la validez del bautismo tal como se administra en las diferentes Iglesias Orientales. b) Respecto a las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, antes de examinar la validez del bautismo de un cristiano, habrá que saber si se ha efectuado un acuerdo sobre el bautismo entre las autoridades católicas y las de las otras Iglesias y Comunidades, y si el bautismo se celebró según dicho acuerdo. En todo caso, la ausencia de ese acuerdo formal no debe llevar automáticamente a dudar de la validez del bautismo. c) Cuando esos mismos cristianos aportan un testimonio oficial eclesiástico, no hay ninguna razón para dudar de la validez del bautismo administrado en esas Iglesias y Comunidades, salvo que existan dudas serias en un caso particular. 130

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d) En el caso de que persistiera esa duda, y se juzgara necesario bautizar bajo condición, el ministro católico deberá mostrar su respeto por la doctrina según la cual el bautismo sólo puede ser administrado una vez, explicando el motivo, así como la significación del rito del bautismo condicional. 3. La debida preparación prebautismal La capacidad y la invocación del derecho de todo ser humano a recibir el bautismo no son suficientes para una celebración lícita, incluso válida, de este sacramento. Se requiere, además, una preparación adecuada, y otra serie de garantías por parte del bautizando. Pero a este sacramento acceden también los niños sin capacidad alguna de instrucción, razón por la cual es preciso distinguir, y analizar por separado, la preparación requerida para el bautismo de infantes y para el bautismo de adultos. En el primer caso, por principio, no hay lugar a la dilación del bautismo porque, como diría Santo Tomás, de los infantes no se espera ni una mayor instrucción, ni una conversión más plena. En el caso de los adultos, por el contrario, la dilación del bautismo está fundada en varias razones. Aunque también para los adultos el bautismo es necesario ad salutem, en ellos cabe, sin embargo, el bautismo de deseo. La Iglesia exige cautelarmente una preparación catecumenal antes de administrar el bautismo a los adultos con el fin de evitar el engaño con acceso ficticio al sacramento. Además, la preparación del adulto está pensada en provecho del propio bautizando que necesita de un cierto tiempo para instruirse plenamente en la fe, y ejercitarse en la vida cristiana. La reverencia al sacramento y a su celebración solemne en el tiempo litúrgico indicado, es una última razón invocada por Santo Tomás para justificar la dilación del bautismo de adultos y la conveniente preparación previa. En todo caso, matiza el Doctor Angélico, la dilación no cabe cuando existe peligro de muerte, y cuando los bautizandos «apparent perfecte instructi in fide et ad baptismum idonei», a semejanza de lo que hizo Felipe, que bautizó al instante al eunuco (Act 8, 36), y Pedro que bautizó a Cornelio y a los que estaban con él (Act 10, 47-48) 5. No es difícil adivinar la razón por la que hemos traído a colación casi literalmente el pensamiento de Santo Tomás: en él vemos reflejado ejemplarmente el adecuado equilibrio entre la exigencia de preparación, y la consiguiente dilación del bautismo, y la necesidad en justicia de su pronta administración en el caso de los infantes, o el de los adultos perfectamente instruidos en la fe e idóneos para el bautismo, cualquiera que haya sido el medio por el que se haya logrado esa preparación. Es cierto que el carisma apostólico de Pedro y Felipe no es extrapolable a otras situaciones de la Iglesia, pero reflejan de algún modo que lo importante es el fin, en este caso la debida preparación para el bautismo, 5. Summa Theologiae, q. 68, a. 3. Cfr. C.J. ERRÁZURIZ, Il battesimo degli adulti come diritto… cit., p. 6.

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mientras que es accesorio el capítulo de los medios por los que se consigue esa preparación adecuada. B. Celebración del bautismo de niños 1. El bautismo de los niños en la praxis multisecular de la Iglesia El rechazo o dilación indebida del bautismo de niños por motivos pretendidamente pastorales ha comprometido en los últimos años una doctrina de importancia tan capital como lo es la de la necesidad del bautismo. Por tal motivo, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe publicó en 1980 una Instrucción que tiene por objeto recordar los puntos esenciales de la doctrina de la Iglesia en este campo, que justifican la praxis constante de la Iglesia a lo largo de los siglos, y que demuestran su valor permanente, a pesar de las dificultades surgidas actualmente 6. El bautismo de niños, en efecto, constituye una praxis inmemorial que algunos insertan en la misma tradición apostólica, y ha sido una enseñanza constante del magisterio eclesiástico, conciliar y pontificio, fundada en la existencia del pecado original y en la necesidad de la regeneración por medio de la cual los que han nacido sin la gracia sobrenatural, renazcan por el agua y el Espíritu Santo a la vida divina de Cristo Jesús. Entre las objeciones a esta praxis multisecular a que se refiere el documento de la Santa Sede, las más frecuentes son la apelación a la fe y a la libertad humana como exigencias previas a la recepción de la gracia bautismal. Como todos los sacramentos, el bautismo es sacramento de la fe, y por ello, se objeta, debería retrasarse hasta tanto el niño pudiera hacer una profesión personal de la fe. Además, el bautismo comporta una serie de compromisos que el niño es incapaz de asumir: ¿no debería esperarse a que el niño alcance la edad suficiente para que por sí mismo decida y opte por algo que ha de comprometer su vida entera?, ¿lo contrario no es un atentado contra la libertad de las conciencias? Tras estos argumentos se esconde un rechazo más o menos explícito de al menos estos tres postulados dogmáticos: a) La existencia del pecado original que afecta a toda persona humana, excepto a la Virgen María. b) La virtualidad ex opere operato de los sacramentos. c) La salvación como don de Dios, no como conquista del hombre. Es cierto que el bautismo es sacramento de la fe, pero también es su causa. Por eso, el hecho de que los niños no puedan aún profesar personalmente su fe,

6. Instr. Pastoralis actio (AAS 77, 1980, 1139-1146).

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no impide que la Iglesia les confiera este sacramento en su propia fe, tal y como viene expresado en el Ritual del bautismo, cuando el celebrante pide a los padres y padrinos que profesen la fe de la Iglesia «en la que son bautizados los niños». Por otra parte, el argumento de la libertad para negar o retrasar el bautismo de los niños, se vuelve contra los que lo emplean. El bautismo, en efecto, es el medio querido por Dios para iniciar en el hombre la vida sobrenatural, comunicándole el don de la gracia. La persona humana tiene un derecho incuestionable a que nadie le impida la recepción de ese don divino. Por eso, quienes niegan el bautismo al recién nacido en nombre de la libertad, disponen de una voluntad que no es la suya negando al niño un derecho que Dios le ha dado. Es precisamente la negación del bautismo la que comporta un atentado a la libertad, como lo sería, en el orden natural, impedir el nacimiento o desarrollo del niño, pretextando que no se ha obtenido su consentimiento previo para nacer. Sobre estos principios doctrinales se asientan estos tres preceptos canónicos: a) El deber de bautizar sin demora al niño que se encuentre en peligro de muerte (c. 867 § 2) para asegurarle el bien infinito de la vida eterna. b) La licitud del bautismo de un niño en peligro de muerte aun contra la voluntad de sus padres (c. 868 § 2). c) La obligación, en todo caso, de los padres de procurar que sus hijos sean bautizados en las primeras semanas que siguen al nacimiento, haciendo compatible el disponer de un tiempo conveniente para preparar la celebración del bautismo con la necesidad de evitar riesgos innecesarios y demoras indebidas (cfr. c. 867 § 1). 2. Garantías canónicas para la licitud del bautismo de los niños «La Iglesia, aunque consciente de la eficacia de su fe que actúa en el bautismo de los niños y de la validez del sacramento que ella les confiere, reconoce límites a su praxis, ya que, exceptuando el caso de peligro de muerte, ella no acepta dar el sacramento sin el consentimiento de los padres y la garantía seria de que el niño bautizado recibirá la educación católica; la Iglesia, en efecto, se preocupa tanto de los derechos naturales de los padres como de la exigencia del desarrollo de la fe en el niño» 7.

En estos principios se fundamentan estas dos disposiciones canónicas: a) Los padres del niño que va a ser bautizado, así como quienes asumirán la función de padrinos, han de ser convenientemente ilustrados sobre el significado de este sacramento y las obligaciones que lleva consigo, también en orden a la celebración litúrgico-sacramental (c. 851, 2.º). 7. Instr. Pastoralis actio, 15.

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b) De otro lado, para bautizar lícitamente a un niño, se requiere en primer lugar que den su consentimiento los padres o al menos uno de los dos, o quienes legítimamente hacen sus veces. Es preciso, además, que haya esperanza fundada de que el niño va a ser educado en la religión católica; es decir, esperanza fundada de que el bautismo dará su fruto. De lo contrario, si falta por completo esa esperanza, debe diferirse el bautismo a tenor de lo dispuesto por el derecho particular (c. 868 § 1). Estas garantías de educación católica del niño normalmente son proporcionadas por los padres o la familia cercana, pero puede ser una garantía suficiente, por ejemplo, la ofrecida por el padrino o la madrina, o por la propia comunidad cristiana en la que se desarrollará la vida del niño. 3. Las garantías canónicas y el derecho al bautismo Según hemos visto, existen razones fundadas para diferir el bautismo de un niño. La legislación universal las ha tomado en consideración, procurando armonizar adecuadamente el derecho a recibir sin dilación el bautismo con la exigencia de la debida preparación de los padres y padrinos a fin de lograr esto dos objetivos: una digna celebración litúrgico-sacramental, y la garantía seria de que el niño será educado en la religión católica. Veamos cómo se armonizan en el CIC las garantías canónicas con el derecho del niño a recibir sin dilación el bautismo. a) Es obligación de los padres hacer que los hijos sean bautizados en las primeras semanas (c. 867 § 1). Se trata de una obligación en justicia correlativa al derecho de los hijos a ser bautizados. Salvo en caso de peligro de muerte, los padres no son los ministros del sacramento, por lo que esa obligación opera como un derecho ante el párroco. Por otro lado, esa obligación ha de cumplirse en las primeras semanas. Sería injusto, por tanto, no hacerlo sin motivación grave dentro de ese plazo. Adviértase, además, que la norma se refiere a las primeras semanas; luego, por principio, no sería justo dilatarlo por varios meses. b) Ese deber-derecho debe armonizarse con la obligación de preparar convenientemente la celebración del bautismo. En efecto, según establece el c. 851, 2.º, los padres del niño y quienes asumirán la función de padrinos, han de ser convenientemente ilustrados sobre el significado de este sacramento y las obligaciones que lleva consigo; tarea de formación que corresponde especialmente pero no exclusivamente al párroco, personalmente o por medio de otras personas. c) El modo de armonizar la exigencia de no dilación más allá de las primeras semanas después del nacimiento con el deber de la preparación, lo establece sabiamente el c. 867 § 1: porque es obligación bautizar al niño en las primeras semanas, y porque es obligación a la vez prepararlo convenientemente, «cuanto antes después del nacimiento e incluso antes de él, acudan al párroco para pedir el sacramento para su hijo y prepararse debidamente». A la luz de 134

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esta disposición, una pastoral prebautismal que pretenda ser justa, única forma de que sea verdaderamente pastoral, deberá hacer compatible el cumplimiento de todas esas obligaciones con el ejercicio de todos los derechos ahí imbricados, y de manera fundamental con el derecho del niño a recibir oportunamente, es decir, cuanto antes, el bautismo. d) Todo bautismo tiene una dimensión comunitaria, cualquiera que sea el modo litúrgico en que se administre. Se hace en la fe de la Iglesia, y se inserta al niño en la comunidad de los cristianos. No obstante, es loable el empeño por hacer que la celebración refleje mejor esa intrínseca dimensión comunitaria. En todo caso, tal empeño deberá armonizarse con los derechos del niño y de sus padres. No sería legítimo por eso que, por resaltar ese sentido comunitario, se dilatara indebidamente el bautismo, minusvalorando, a la par, la comunidad originaria por excelencia que es la familia. e) Dado el ambiente descristianizado, se puede objetar que, por encima de todo lo dicho, hay que lograr que exista una esperanza fundada de que el niño será educado en la religión católica; de lo contrario, deberá diferirse el bautismo a tenor de lo dispuesto por el derecho particular (cfr. c. 868 § 1). Esas garantías de educación católica del niño las proporcionan normalmente los padres o la familia cercana, pero puede ser una garantía suficiente, por ejemplo, la ofrecida por los padrinos o por la propia comunidad cristiana en la que se desarrollará la vida del niño. En todo caso, la preparación de los padres o padrinos con ese fin, podría ser suficiente motivo para diferir el bautismo, con tal de que no se incluyan en el mismo supuesto y se midan con el mismo rasero las familias cristianas. Respecto a éstas, nunca estaría justificado el aplazamiento del bautismo más allá del tiempo determinado por la ley general, incluso en aquellas regiones donde las familias cristianas estuvieran en franca minoría. Sabido es que en los Prenotandos, n. 8, del Ordo baptismi parvulorum, tras establecerse el plazo común del bautismo en las primeras semanas después del nacimiento, se permitió a las Conferencias Episcopales que, por graves razones de orden pastoral, pudieran establecer un intervalo más amplio. Es a este propósito cuando la Inst. Actio Pastoralis, de la Congr. para la Doctrina de la Fe, introduce el importante matiz de que las familias cristianas que viven en ese ambiente poco cristiano conservan todo su derecho a hacer bautizar a sus hijos cuanto antes, «como lo quiere la Iglesia y como lo merecen la fe y la generosidad de esas familias». C. Celebración del bautismo de adultos Se entiende por adulto a efectos del bautismo todo aquel que ha pasado de la infancia y tiene uso de razón. Por lo mismo, se asimila al infante quien, aun habiendo salido de la infancia, no tuviera uso de razón por los motivos que fuere (c. 852). Esto es importante tenerlo presente, porque algunas disposicio135

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nes disciplinares son distintas según se trate de un adulto, o de un niño o asimilado al niño. Por el mismo motivo, es importante advertir que, a efectos del bautismo, tan adulto es un niño de 7 años con uso de razón, como un hombre maduro de 50 años. No obstante, a los efectos de una adecuada preparación catecumenal no es del todo irrelevante esa diferencia de edad. No es extraño, por eso, que en la regulación del catecumenado se contemple a veces esa diversidad de situaciones 8. 1. Requisitos de validez y licitud Para que un adulto pueda ser bautizado, se requiere en primer lugar y como requisito de validez, la voluntad de recibir el bautismo. Cuando el hombre es capaz de decisiones libres, ni la fe ni el bautismo se pueden imponer contra la voluntad del sujeto. En caso de peligro de muerte, bastaría que hubiera manifestado de algún modo esta intención para que pueda ser bautizado. Esto significa que la intención requerida para la validez es tan sólo la habitual, la que se tuvo y no ha sido retractada. No es necesaria la actual ni la virtual. Otros requisitos, no exigidos para la validez pero sí para la licitud de su bautismo, son la suficiente instrucción acerca de las verdades de fe y de las obligaciones cristianas, la experiencia en la vida cristiana a través de las etapas del catecumenado y el arrepentimiento de sus pecados (c. 865). Estos requisitos comportan la necesidad de una etapa de preparación previa a la celebración del bautismo, institucionalizada a través del catecumenado cuya regulación minuciosa está establecida en el Ordo initiationis Christianae adultorum, adaptado a las circunstancias peculiares de cada región por las respectivas Conferencias Episcopales, habida cuenta de las diferencias que en esta materia existen entre territorios de misión, por ejemplo, e Iglesias en las que desde tiempo inmemorial lo ordinario es el bautismo de niños (c. 851, 1.º). Salvo que lo impida una causa grave, inmediatamente después del bautismo de un adulto, éste ha de recibir también los otros dos sacramentos de la iniciación cristiana, esto es, la confirmación y la comunión (cc. 866 y 842 § 2). 2. El deber de la preparación catecumenal y el derecho al bautismo La vieja institución del catecumenado, vigorizada tras el Concilio Vaticano II, e incorporada a la disciplina codicial, es el medio ordinario de prepa8. El Ritual de la Iniciación cristiana de Adultos dedica el cap. V a los «Niños en edad de catecismo», exigiendo el consentimiento de sus padres o tutores. A este propósito la doctrina se ha preguntado si la edad de catorce años, establecida en la norma canónica para situaciones análogas (c. 111 § 2), no debería constituir un límite para la exigencia del consentimiento de los padres. Cfr. C.J. Errázuriz, Il battesimo degli adulti come diritto e come causa di effetti giuridico-canonici, en «Ius Ecclesiae» III, 1990, pp. 10-11.

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ración para el bautismo de adultos; es un requisito previo para el recto ejercicio del derecho al bautismo, puesto que el objeto de este derecho no es sólo el bautismo válido, sino el bautismo verdaderamente salvífico. La preparación catecumenal no es, por tanto, una exigencia contrapuesta al derecho al bautismo, sino un medio para facilitar su adecuado ejercicio 9. Conviene, no obstante, hacer algunas precisiones con el fin de armonizar lo mejor posible los deberes de preparación, con el derecho fundamental de la persona humana a recibir, sin dilaciones innecesarias, el sacramento del bautismo. a) El catecumenado es abordado por el Código desde una triple perspectiva. El c. 206, en perspectiva personal, se refiere no tanto al catecumenado cuanto a los catecúmenos. El c. 788 está situado dentro del título dedicado a la actividad misional de la Iglesia, y regula los aspectos básicos tanto del catecumenado como del estatuto de los catecúmenos, correspondiendo su ulterior desarrollo a las Conferencias Episcopales. Finalmente, el c. 851, así como el c. 865, contemplan el catecumenado como institución que acoge al catecúmeno y lo prepara para el bautismo. b) Es importante poner de relieve que el ser catecúmeno es algo previo o preexistente a la institución catecumenal. Es decir, no se es catecúmeno porque se haya ingresado en el catecumenado, sino que se ingresa en él porque ya se es catecúmeno. Así describe a los catecúmenos el c. 206: «son aquellos que movidos por el Espíritu Santo, solicitan explícitamente ser incorporados a ella (a la Iglesia) y por este mismo deseo, así como también por la vida de fe, esperanza y caridad que llevan, están unidos a la Iglesia, que los acoge ya como suyos». Es evidente que el canon no dice que son catecúmenos sólo quienes ya han sido admitidos formal y litúrgicamente en el catecumenado, y han sido inscritos en el registro correspondiente (c. 788 § 1), sino que lo son desde el momento en que manifiestan la voluntad de incorporarse a la Iglesia a la que ya de algún modo están unidos por el deseo y por la vida teologal que llevan. c) La anterior consideración tiene una importante consecuencia canónica: la incorporación formal al catecumenado no sólo es un deber moral y jurídico de quien manifiesta su voluntad de incorporarse a la Iglesia, sino que es, a la vez, un derecho del catecúmeno, no importa que el juicio sobre la condición de tal corresponda dictarlo a la autoridad eclesiástica. Al versar sobre un derecho, el juicio de la autoridad que no se ajustara a la verdad, o no estuviera bien fundado, adolecería de arbitrariedad y, al menos en teoría, sería revisable jurídicamente en otras instancias. En todo caso, la decisión de no recibirlo formalmente en el catecumenado, sería una decisión injusta, aunque la injusticia fuera indemostrable. d) Esto se advierte más claramente cuando se trata de la preparación para el bautismo. Uno de los requisitos es el haber sido probado en la vida cristiana 9. Cfr. C.J. ERRÁZURIZ, Il battesimo degli adulti come diritto…, cit., p. 6.

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mediante el catecumenado (c. 865). Por eso, el adulto que desee recibir el bautismo ha de ser admitido al catecumenado (c. 851, 1.º). La norma no dice sobre quien recae la obligación de admitirlo, acaso porque toda esta materia del catecumenado se deja a la determinación del derecho particular, pero es claro que se trata de un deber de justicia que se corresponde con el derecho del adulto a hacer efectivo el ejercicio de su derecho fundamental al bautismo 10. e) Dada la diversidad de situaciones en la Iglesia, nada tiene de extraño que la institución del catecumenado aparezca reflejada solo en sus líneas básicas en el derecho universal, y que, consiguientemente, se haya dejado su determinación al derecho particular. A los efectos del catecumenado, es muy diferente la situación en tierras de misión que la que tiene lugar en las comunidades cristianas de vieja tradición, aun contando con la profunda descristianización que en ellas se ha producido. Todo ello tiene, sin duda, su reflejo en el distinto modo de configurar el régimen del catecumenado. No puede ser idéntico este régimen en las zonas en donde el bautismo de adultos es la norma que en donde es la excepción. En todo caso, estimamos que el derecho a recibir el bautismo cuanto antes, supuesta la debida preparación, debe jugar un papel importante en orden a la flexibilización del régimen catecumenal, prevaleciendo su ejercicio en el supuesto de que entren en colisión otros derechos o intereses 11.

V. LOS PADRINOS: FUNCIONES Y REQUISITOS CANÓNICOS En la medida de lo posible, no debe admitirse a nadie al bautismo sin un padrino. Pero la función que tiene encomendada el padrino o la madrina es distinta según se trate del bautismo de un adulto o de un niño. En el primer caso, la primera función del padrino es ayudar al adulto en su iniciación cristiana, al menos en la última fase de preparación al sacramento. Después de bautizado, contribuirá también a su perseverancia en la fe y en la vida cristiana. En el bautismo de niños, el padrino, o los padrinos —padrino y madrina—, tiene como misión, juntamente con los padres, presentar al niño que va a recibir el bautismo y ayudarle después a comportarse fielmente de acuerdo con la vocación cristiana recibida (c. 872). Con el fin de garantizar, del mejor modo posible, el cumplimiento de esas funciones, la ley establece un elenco de requisitos necesarios para ser padrino. 10. Cfr. F.J. URRUTIA, Praxis non admittendi polygamos ad baptismum: cur non mutatur? en «Periodica» 70, 1981, p. 499-522. En los trabajos de codificación se propuso que el polígamo, al acceder al bautismo, no debiera verse obligado a elegir a una esposa, y abandonar las restantes. Pero los Consultores consideraron que la cuestión estaba fuera de su competencia; correspondía a la Congr. para la Doctrina de la Fe (cfr. Comm. 10, 1978, p. 114). La cuestión aparece resuelta en el c. 1148. 11. Sobre el diferente régimen catecumenal establecido por las respectivas Conferencias Episcopales, cfr. J.T. MARTÍN DE AGAR, Legislazione delle Conferenze episcopali complementare al CIC, Milano 1990.

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A tenor del c. 874, es necesario que haya sido elegido por quien va a bautizarse o por sus padres o tutores o, faltando éstos, por el párroco o ministro. Se requiere, además, que tenga capacidad para esta misión, e intención de desempeñarla. Respecto a la edad, la norma codicial es bastante flexible, exigiéndose por principio que el padrino haya cumplido dieciséis años, pero remitiendo al derecho particular diocesano la posibilidad de establecer otra cosa, y al juicio del párroco o del ministro la facultad de admitir una excepción por justa causa. Por tratarse de funciones complementarias pero distintas, ser el padre o la madre del bautizando es incompatible con la función de padrino o madrina 12. Finalmente, entre estos requisitos destaca la exigencia canónica de ser católico, de haber recibido todos los sacramentos de la iniciación cristiana — confirmación y Eucaristía—, y de llevar una vida congruente con la fe y con la misión que va a asumir. Esta última exigencia creará a la práctica pastoral dificultades que habrán de ser resueltas con criterios de prudencia, pero es una consecuencia lógica de la función que está llamado a cumplir el padrino. La condición de ser católico implica que un bautizado perteneciente a una comunidad eclesial no católica, en ningún caso puede ser padrino, si bien puede ser admitido junto con un padrino católico y exclusivamente en calidad de testigo del bautismo. Es ésta también una medida disciplinar coherente con la función de padrino, como lo es la de exigir que éste haya recibido el sacramento de la confirmación. En todo caso, en relación con el c. 874 § 2 conviene hacer algunas puntualizaciones a la luz de la disciplina que establece el nuevo Directorio ecuménico, n. 98. El principio general viene establecido en estos términos: «La concepción católica es que los padrinos y madrinas, en el sentido litúrgico y canónico, deben ser ellos mismos miembros de la Iglesia o de la Comunidad eclesial en la que se celebra el bautismo. No asumen sólo la responsabilidad de la educación cristiana de la persona bautizada (o confirmada) en tanto que parientes o amigos, sino que están ahí también como representantes de una comunidad de fe, garantes de la fe y del deseo de comunión eclesial del candidato». En los dos apartados siguientes, dentro del mismo número del Directorio, se establecen dos excepciones según se trate de comunidades eclesiales no católicas o de Iglesias orientales ortodoxas: «a) No obstante, basándose en el bautismo común, y a causa de lazos de familia o de amistad, un bautizado perteneciente a otra comunidad eclesial puede ser admitido como testigo del bautismo, pero sólo junto con un padrino católico. Un católico puede ejercer el mismo papel para una persona que va a ser bautizada en otra comunidad eclesial». Es éste, como se ve, el supuesto literal que contempla el § 2 del c. 874. Un sector doctrinal generalizó el supuesto, extendiéndolo a todos los no católicos, incluidos los de las Iglesias orientales. El nuevo Directorio remite en nota (nota 107) a las actas de la Comisión de reforma del CIC 13 en donde se dice que la expresión Communitas eccle12. Cfr. G. DAMMACCO, Missione dei genitori e munus dei padrini, en «Monitor Ecclesiasticus» 115, 1990, pp. 642-645. 13. Cfr. Comm. 15, 1983, p. 182.

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sialis no incluye a las Iglesias orientales que no están en plena comunión con la Iglesia Católica. Por esta razón el c. 874 § 2 habría que interpretarlo estrictamente. Y esto es lo que hace el nuevo Directorio al establecer una segunda excepción de este tenor: «b) Por razón de la estrecha comunión existente entre la Iglesia Católica y las Iglesias orientales ortodoxas, está permitido que por una razón justa se admita a un fiel oriental como padrino al mismo tiempo que un padrino católico (o madrina católica) para el bautismo de un niño o adulto católico, a condición de que se haya provisto de modo suficiente a la educación del bautizado y que sea reconocida la idoneidad del padrino». Con esta disposición, el nuevo Directorio ecuménico ¿realiza una interpretación autorizada, o modifica en realidad el c. 874 § 2? En este sentido, hay que tener presente que en los trabajos de revisión se formuló una propuesta, que fue rechazada, en la que se instaba a que «haec § in duas dividatur ad clarius considerandam orientalium aliorumque christianorum conditionem, sequentibus vel similibus verbis: § 2. Orientalis non catholicus ad munus patrini admitti potest una cum patrino catholico. § 3. Ceteri christiani non catholici nonnisi ut testis baptismi admitti possunt, adstante quidem patrino catholico» 14. Probablemente, lo que el Directorio ecuménico, que tiene como destinatarios los católicos de la Iglesia universal (latina y oriental), pretende con dicha disposición es extender a la Iglesia latina la norma del c. 685 § 3 del Código oriental 15. En todo caso, siguiendo lo dipuesto en el Directorio, un cristiano oriental no católico puede ser no sólo testigo sino verdadero padrino del bautismo (y de la confirmación). Tampoco se prohíbe a un católico según el Directorio ecuménico «el papel de padrino en un bautismo administrado en una Iglesia oriental ortodoxa, si es invitado a ello. En tal caso, la obligación de cuidar de la educación cristiana corresponde en primer lugar al padrino (o madrina) que es fiel de la Iglesia en la que el niño es bautizado».

VI. PRUEBA Y ANOTACIÓN DEL BAUTISMO 1. Norma cautelar El padrino, o en su ausencia un testigo, no son requeridos esencialmente para la celebración del bautismo. Pero por razones de prueba el legislador establece esta norma cautelar: «Quien administra el bautismo procure que, si falta el padrino, haya al menos un testigo por el que pueda probarse su administración» (c. 875). 2. Prueba testifical En el caso de que falten pruebas documentales fehacientes, el c.876 establece como suficientes dos medios de prueba testifical: a) la declaración de un 14. Comm. 13, 1981, pp. 230-231. 15. Cfr. P. GEFAELL, Il nuovo Direttorio ecumenico e la «Communicatio in sacris», en «Ius Ecclesiae» VI, 1994, p. 275.

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único testigo, siempre que no se cause perjuicio a nadie, y esté inmune de toda sospecha; b) el juramento del mismo bautizado en el supuesto de que hubiera recibido el bautismo siendo ya adulto 16. 3. Prueba documental: inscripción en el libro de bautismo a) Responsable de la inscripción Según la disciplina antigua, el deber de inscribir el bautismo afectaba tanto al párroco propio por razón del origen o del domicilio o cuasidomicilio, como al párroco ministro efectivo del bautismo 17. Para evitar ese doble asentamiento registral, la ley vigente prescribe que sea el párroco del lugar en que se celebra el bautismo (c. 877 § 1), el principal responsable de inscribir diligentemente y sin demora el bautismo celebrado. En el caso de que el párroco no sea el ministro ni esté presente en la celebración, corresponde al ministro, quienquiera que sea, el deber de informar al párroco de la parroquia en la que se ha celebrado el bautismo, para que proceda a la inscripción. b) Contenido general de la inscripción En el libro de bautismo que ha de tener toda parroquia (c. 535), además del nombre de los bautizados, se hará mención del ministro, los padres, padrinos, testigos, si los hubo, y el lugar y día en que se administró el bautismo, indicando asimismo el día y lugar del nacimiento (c. 877 § 1). La legislación particular podrá añadir otros datos para registrar 18. c) Inscripción de un hijo de madre soltera En este caso, a tenor del c. 877 § 2: — se ha de inscribir el nombre de la madre, si consta públicamente su maternidad o ella misma lo pide voluntariamente, por escrito o ante dos testigos; — se ha de inscribir asimismo el nombre del padre, si su paternidad se prueba por documento público o por propia declaración ante el párroco y dos testigos; 16. Cfr. M. BLANCO, Comentario a los cc. 875-878, en VV.AA., Comentario Exegético..., cit., Vol. III, pp. 501-503. 17. Cfr. cc. 777-778 del CIC 17, y la Instr. de la Congr. de Sacramentos, 29.VI.1941, en AAS 33, 1941, p. 306. 18. Cfr. M. BLANCO, Comentario a los cc. 875-878..., cit., p. 501.

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— en los demás casos, se inscribirá sólo el nombre del bautizado, sin hacer constar para nada el del padre o de los padres. Téngase en cuenta que, a estos efectos, la ley vigente abandona los conceptos de «hijo ilegítimo» y «padre desconocido». d) Inscripción de un hijo adoptivo Según establece el c. 110, «los hijos que han sido adoptados de conformidad con el derecho civil, se consideran hijos de aquel o aquellos que los adoptaron». Este parentesco legal proveniente de la adopción origina como principal efecto canónico, el impedimento para contraer válidamente matrimonio de acuerdo con lo establecido en el c. 1094. A los efectos de la inscripción en el libro del bautismo, que ahora nos ocupa, el c. 877 § 3 manda que se inscriba «el nombre de quienes lo adoptaron y también, al menos si así se hace en el registro civil de la región, el de los padres naturales, según lo establecido en los §§ 1 y 2, teniendo en cuenta las disposiciones de la Conferencia Episcopal» 19.

19. El art. 9 del I Decreto de la Conferencia Episcopal de España, establece al respecto lo siguiente: «En observancia con lo que se dispone en el c. 877 § 3, los párrocos deben cuidar que en las inscripciones de un hijo adoptivo en el Libro de los bautizados, se haga constar el nombre o nombres de sus adoptantes, y que en dicha inscripción consten además los otros datos que recoja la inscripción de adopción efectuada en el Registro Civil, a cuyo efecto el párroco exigirá antes de proceder a la inscripción en el libro de los bautizados, el oportuno documento del Registro Civil que certifique legítimamente la adopción practicada» (BOCCE 3, 1984, p. 102; o en CIC anotado, Apéndice III, 5.ª ed. Pamplona 1992, p. 1194). Para otras Conferencias Episcopales, cfr. J.T. MARTÍN DE AGAR, Legislazione delle Conferenze episcopali complementare al CIC, Milano 1990.

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CAPÍTULO VIII

EL SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN

I. LA ESTRUCTURA SACRAMENTAL DE LA CONFIRMACIÓN Y SU PROYECCIÓN CANÓNICA

1. El signo sacramental La confirmación es el segundo sacramento de la iniciación cristiana, destinado a perfeccionar y completar la gracia y el carácter del bautismo. En efecto, la nueva vida a la que se nace en el bautismo está llamada a crecer y a robustecerse por la acción constante del Espíritu Santo. Pero fue voluntad de Cristo, al instituir el sacramento de la confirmación, que este robustecimiento de la gracia bautismal, que opera el Espíritu Santo, se canalizara también sacramentalmente; es decir, que se confiriera al bautizado el don del Espíritu Santo mediante un signo sacramental específico. Según la Const. Ap. Divinae Consortium naturae, promulgada por Pablo VI el 15.VIII.1971 1, y el c. 880, en la Iglesia latina el sacramento de la confirmación se confiere mediante la unción del crisma en la frente, que se hace con la imposición de la mano, y mediante las palabras «Accipe Signaculum Doni Spiritus Sancti», o su versión castellana aprobada «Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo». Al igual que el agua verdadera en el bautismo, la materia remota del sacramento de la confirmación es el crisma, es decir, el aceite mezclado con bálsamo u otra sustancia olorosa o aromática, como signo del buen olor de Cristo que el confirmado está obligado a esparcir con sus obras. Respecto al aceite, no es necesario que sea del oliva, basta que sea vegetal (c. 847 § 1). En todo caso, el 1. AAS 63, 1971, pp. 657-664.

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crisma o aceite aromático ha de estar consagrado por el Obispo, aunque sea un presbítero quien administre el sacramento (c. 880 § 2). Esta consagración es un sacramental que el legislador reserva exclusivamente al Obispo, por ser éste el ministro «originario» del sacramento 2. Pero, al ser la citada consagración un sacramental, es de institución eclesiástica (cc. 1166-1167), por lo que no repugnaría que la Sede Apostólica concediera a un presbítero la potestad de consagrar el crisma, aunque esto no esté previsto en la disciplina vigente, como lo está para la bendición del óleo de los enfermos (c. 999). La materia próxima de la confirmación, a semejanza también de la ablución en el bautismo, es la unción del crisma en la frente, que se hace con la imposición de la mano. Esta unción crismal en la frente e imposición de la mano, junto con la pronunciación de la fórmula sacramental, son los elementos esenciales del rito en cuya virtud se realiza el signo sacramental. No es elemento esencial, en cambio, la imposición de las manos sobre los confirmandos que se realiza antes de la crismación, pero «hay que tenerla en gran consideración ya que forma parte de la perfecta integridad del mismo rito y favorece la mejor comprensión del sacramento» 3. Por lo que respecta al lugar y momento en que se ha de celebrar el sacramento de la confirmación, el c. 881 estable como normal y conveniente que se celebre en una Iglesia y dentro de la Misa. De este modo se significa mejor el itinerario de la iniciación cristiana que tiene su culmen en la Eucaristía. En todo caso, por causa justa y razonable puede celebrarse fuera de la Misa y en cualquier lugar digno.

2. Los efectos del sacramento y su proyección canónica «Por el sacramento de la confirmación (los fieles) se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu Santo, y con ello quedan obligados más intensamente a difundir y defender la fe de palabra y de obra como verdaderos testigos de Cristo» (LG, 11).

En estas palabras del Concilio, que recoge el c. 879, se contienen los efectos teológico-canónicos del sacramento de la confirmación: es decir, aquello que se significa y realiza mediante el signo sacramental antes descrito. En cuanto que perfecciona la gracia bautismal, la confirmación es un sacramento de vivos que sólo opera eficazmente cuando el que lo recibe está en gracia de Dios: el don del Espíritu Santo, en cuanto gracia específica del

2. Esta consagración tiene lugar en la Misa Crismal del Jueves Santo por la mañana, si bien por motivos pastorales suele adelantarse a los primeros días de la Semana Santa. 3. Const. Ap. Divinae Consortium naturae. Cfr. J.L. GUTIÉRREZ, Comentario a los cc. 880881, en VV.AA., Comentario Exegético..., cit., Vol. III, pp. 518-526.

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sacramento de la confirmación, no lo recibe el confirmando que accediere al sacramento en pecado mortal. Pero la confirmación no sólo perfecciona la gracia bautismal, sino que completa el carácter del bautismo y todos sus efectos; por eso es también un sacramento que imprime carácter, lo que significa que, además de conferir una gracia específica, si no se bloquea su eficacia por el pecado, imprime en el alma una señal espiritual e indeleble mediante la cual el confirmado queda vinculado más perfectamente a la Iglesia, y fortalecido y urgido con mayor fuerza a ser testigo de Cristo, difusor y defensor de la fe. Si no hay voluntad contraria a recibir el sacramento en el caso de un adulto, y si el signo sacramental se ha realizado válidamente, estos efectos inherentes al carácter sacramental se producen objetivamente ex opere operato, con independencia de las disposiciones subjetivas del confirmando, incluidos el estado de gracia y el diverso grado de fe personal, o los distintos niveles de formación y de instrucción. Adviértase, de otro lado, que los efectos que produce el sacramento de la confirmación no comportan una misión nueva que no tuviera el bautizado, ni modifican sustancialmente la condición jurídica del fiel radicada en el bautismo. Lo específico de la confirmación consiste en el perfeccionamiento y fortalecimiento de la condición bautismal, en virtud de la cual ya se está vinculado a la Iglesia y se es en verdad testigo de Cristo, y propagador y defensor de la fe. De todos modos, ese nuevo enriquecimiento con el don del Espíritu Santo y el fortalecimiento del vínculo que el fiel tiene con la Iglesia, además de su hondo contenido teológico, tienen también su correspondiente reflejo canónico. Y así, es exigible para la licitud el haber recibido el sacramento de la confirmación en numerosas situaciones en las que el cristiano se dispone a asumir especiales responsabilidades en la vida eclesial para cuyo mejor cumplimiento son muy convenientes —nunca absolutamente necesarias, por eso no es una exigencia para la validez—, la fortaleza y madurez cristianas que dimanan del carácter de la confirmación. Se exige, por ejemplo, la confirmación para ser padrino del bautismo y de la misma confirmación: es una lógica consecuencia de la función del padrino. Pero de modo especial, se exige la recepción del sacramento de la confirmación siempre que el cristiano accede, o se prepara para acceder, a un nuevo estado canónico: se exige la confirmación para ser admitido en el seminario mayor (c. 241 § 2) o para ser admitido en el noviciado (c. 645 § 1). Si ello es posible sin grave dificultad —pues prevalece en todo caso el ius connubii—, antes de ser admitidos al matrimonio, los contrayentes deben recibir el sacramento de la confirmación (c. 1065 § 1). Es exigencia absoluta de licitud, finalmente, para recibir el sacramento del orden (c. 1033); por eso el certificado de la confirmación es uno de los documentos requeridos para acceder a las sagradas órdenes (c. 1050, 3.º), como lo es en los demás casos, ya que el certificado o partida de la confirmación es el documento ordinario de prueba. De ahí la trascendencia de la inscripción de los nombres de los confirmados en el libro de confirmaciones de la curia diocesana, y el deber de notificarlo al párroco del lugar del bautismo, para que éste proceda a anotar la confirmación en el libro de bautizados (c. 895).

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II. EL MINISTRO DE LA CONFIRMACIÓN 1. Historia reciente Con el fin de comprender mejor el alcance de la reforma llevada a cabo en lo relativo al ministro extraordinario de la confirmación, es conveniente recoger algunos datos de su historia más reciente, a partir sobre todo de la promulgación del CIC 17 4. Según la disciplina establecida por el CIC 17, el Obispo era el ministro ordinario de la confirmación, mientras que era ministro extraordinario únicamente el presbítero al que se le hubiera concedido esta facultad, o por el derecho común —los Cardenales si no eran Obispos (actualmente, después del M. Pr. Cum gravissima de Juan XXIII, de 15.IV.1962, todos los Cardenales reciben la consagración episcopal), los Abades y Prelados nullius, los Vicarios y Provicarios, y los Prefectos y Proprefectos apostólicos—, o por indulto peculiar de la Sede Apostólica. Con anterioridad a la promulgación del CIC 17, en 1897 en concreto, León XIII concedió de forma generalizada estas especiales facultades a presbíteros de Hispanoamérica, con tal de que estuvieran constituidos, en la medida de lo posible, en alguna dignidad eclesiástica, o desempeñaran el cargo de arciprestes. Estas facultades fueron posteriormente prorrogadas, pues habían sido otorgadas para un tiempo determinado, y extendidas a los sacerdotes de las islas Filipinas, en los pontificados de Pío XI, Pío XII y Juan XXIII, estando ya en vigor el Código de 1917. Las circunstancias de la segunda guerra mundial, en la que muchos fieles mueren sin confirmar por falta de ministros, y otras razones de carácter general, aconsejan al Papa Pío XII modificar la disciplina del Código, ampliando las facultades a iure de que pueda gozar el simple presbítero. El Decr. Spiritus Sancti munera, de 1946, en efecto, faculta a los párrocos y asimilados para que administren personalmente el sacramento de la confirmación a los fieles que se encontrasen en verdadero peligro de muerte. En el Concilio Vaticano II no se modifica la disciplina, pero se deja sentado doctrinalmente que los Obispos son los ministros originarios de la confirmación (LG, 26), con referencia expresa a la primera efusión del Espíritu Santo en el día de Pentecostés, y a su transmisión a los fieles por medio de la imposición de la mano. Se puede decir, por ello, que los Obispos tienen respecto al sacramento de la confirmación una potestad originaria, mientras que la de los presbíteros es una potestad participada. Inmediatamente después del Concilio, el M. Pr. Pastorale Munus extiende a los capellanes de toda clase de sanatorios, centros de crianza y educación de niños y cárceles, la facultad, anteriormente otorgada a los párrocos, para confirmar a los fieles que se hallaren en peligro de muerte. En el Ordo Confirmationis de 1971 se introducen tres importantes novedades en relación con toda la disciplina anterior. a) Goza ipso iure de la facultad de confirmar el presbítero que legítimamente ha recibido la misión de bautizar a un adulto o a un niño en edad catequética, o admite a un adulto bautizado válidamente a la plena comunión de la Iglesia. 4. Cfr. A. MOSTAZA, El problema del ministro extraordinario de la Confirmación, Salamanca 1952; G.H. BAUDRY, La reforme de la Confirmation de Vatican II a Paul VI, en «Melanges de science Religieuse» 45, 1988, pp. 84-89; E. TEJERO, Comentario al c. 882, en VV.AA., Comentario Exegético..., cit., Vol. III, pp. 527-540.

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b) En peligro de muerte, en ausencia del párroco, ecónomo, vicarios parroquiales, coadjutores, etc., puede administrar la confirmación cualquier sacerdote que no tenga censura ni otra pena canónica. c) Cuando se da una verdadera necesidad o causa especial, tanto el ministro ordinario como el extraordinario que confiere el sacramento por especial indulto de la Sede Apostólica o por determinación del Derecho, puede admitir a otros presbíteros para que juntamente con él administren el sacramento, aunque es necesario que estos presbíteros ostenten cargos peculiares en las diócesis o tengan una relación especial con los confirmados.

2. Disciplina vigente La disciplina que establecen los cc. 882-888, en parte concuerda con la establecida en el Ordo Confirmationis, pero en parte la modifica. De ahí que en las nuevas ediciones del Ritual habrán de introducirse los cambios correspondientes para adecuarlo al Código, de acuerdo con lo determinado en el c. 2 y en el Decreto que, en su ejecución, promulgó la S. Cong. para los Sacramentos y el Culto Divino el 12.IX.1983 5. Las disposiciones canónicas sobre el ministro de la confirmación que están en vigor son las siguientes: 1) El ministro ordinario es el Obispo. Por tanto, por razón del ministro, es siempre válida la confirmación administrada por un Obispo, sea o no diocesano, cualquiera que sean los fieles y el lugar o diócesis donde se administre. La licitud, en cambio, está sometida a algunas circunstancias: a sus propios súbditos, el Obispo administra lícitamente la confirmación dentro y fuera de la diócesis propia. A los que no son súbditos cuyos, también les administra lícitamente la confirmación, dentro de su diócesis, salvo que exista una prohibición expresa del Obispo propio. Pero para administrar lícitamente la confirmación en diócesis ajena y a los no súbditos, el Obispo necesita licencia, al menos razonablemente presunta, del Obispo diocesano. La calificación de ministro ordinario que hace el Código, no contradice la calificación conciliar de ministro originario: la adecúa en lenguaje canónico a la situación de la Iglesia latina como destinataria de sus normas, para la que se prescribe que el Obispo, además de ser el ministro originario, sea también el ministro ordinario. En la Iglesia oriental es habitual que administre la confirmación un presbítero inmediatamente después de administrar el bautismo. Justamente por ser el ministro originario y ordinario, el Obispo diocesano tiene el deber de administrar por sí mismo la confirmación, o cuidar que la administre otro Obispo (c. 884). De este modo, la recepción del Espíritu Santo por el ministerio del Obispo demuestra más estrechamente el vínculo que une 5. Cfr. «Notitiae», 1983, pp. 540 ss.

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a los confirmados a la Iglesia y el encargo recibido de dar testimonio de Cristo entre los hombres. Esto pone de relieve que la confirmación es un ministerio episcopal que no debe delegarse como regla en los presbíteros, salvo que una necesidad lo requiera. Aunque el sacramento de la confirmación no es absolutamente necesario para la salvación, dados los bienes que comporta, es una obligación del fiel recibirlo oportunamente, pero es también un derecho del fiel al que corresponde el deber correlativo del Obispo diocesano de procurar que le sea administrado a los súbditos que lo pidan debida y razonablemente (c. 885 § 1). 2) Además del Obispo, puede administrar válidamente la confirmación el presbítero que está dotado de facultad, o ipso iure o por una concesión peculiar de la autoridad competente. No basta, por tanto, la sola potestad de orden para administrar válidamente la confirmación, como tampoco basta para ser confesor. Se requiere estar dotado de facultad, sea cual sea la naturaleza teológico-canónica de esta facultad 6. Tienen facultad ipso iure: a) quienes se equiparan al Obispo diocesano a tenor del c. 381 § 2. Esta facultad es de carácter territorial y se ejerce válida y lícitamente tan sólo dentro de esos límites; b) el presbítero que, por razón de su oficio o por mandato del Obispo diocesano, bautiza a un adulto, en el sentido del c. 852 § 1, o admite a uno ya bautizado en la comunión plena de la Iglesia católica. Esta facultad sólo se tiene respecto a la persona de que se trata. En el caso del bautismo de adultos, la concesión de esta facultad es consecuencia de lo que prescribe el c. 966, según el cual, si no obsta una causa grave, el adulto que es bautizado debe ser confirmado inmediatamente después del bautismo; c) en peligro de muerte, administra válidamente la confirmación cualquier presbítero. Esta facultad se tiene de forma absoluta, sin ninguna limitación personal o territorial, y sin que obste a la misma el estar incurso en censura o en otra pena canónica. Esta era una condición que señalaba el Ritual, pero que desaparece en el c. 833, 3.º, y que se corresponde además con el vigente sistema penal (cfr. por ejemplo el c. 1331). 3) Es también ministro de la confirmación el presbítero dotado de facultad por una peculiar concesión de la autoridad competente. En la disciplina antigua, incluido el Ordo Confirmationis de 1971, la concesión de esta facultad se realizaba por un especial indulto de la Sede Apostólica. Era además doctrina común que sólo la Sede Apostólica podía conceder dicha facultad. 6. Cfr. A. MOSTAZA, La potestad de confirmar de los ministros extraordinarios, en «Revista Española de Derecho Canónico» 14, 1959, pp. 503-516; E. TEJERO, Comentario al c. 882, cit., p. 531.

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Actualmente, además de la Sede Apostólica, también el Obispo diocesano, cuando la necesidad lo requiera, puede conceder facultad a uno o varios presbíteros determinados para que administren la confirmación. Pero esto no significa necesariamente que se haya rectificado la doctrina anterior; cabe también pensar que tan sólo se ha modificado el sistema de concesión y que la competencia le adviene al Obispo diocesano —no a cualquier Obispo— por virtud de lo establecido por el legislador universal en el c. 884. El presbítero dotado de esta facultad administra válidamente la confirmación a todos los fieles —incluidos los extraños— que se encuentren dentro del territorio asignado en la concesión de la facultad. La administra también lícitamente a los extraños al territorio, salvo que obste una prohibición del Ordinario propio de éstos. A diferencia del Obispo, en cambio, ningún presbítero, incluidos los que por derecho se equiparan al Obispo diocesano, administra válidamente la confirmación en territorio ajeno (c. 887) o fuera de los límites de su jurisdicción (c. 883, 1.º). 4) Cualquier ministro, sea el Obispo o el presbítero dotado de facultad, cuando se da una causa grave —el Ritual pone como ejemplo el gran número de confirmandos— puede, en casos singulares, asociarse a otros presbíteros que administren también el sacramento. El c. 884 § 2 omite el requisito de que esos presbíteros hayan de ostentar algún cargo especial. Por lo tanto, eso ya no es exigible, aunque sea aconsejable, según se indica en el Ritual revisado. 5) Para los supuestos contemplados en los cc. 882 y 883, es decir, para todos los que, no siendo Obispos, gozan de la facultad de confirmar, rigen los criterios de suplencia de potestad establecidos en el c. 882. El legislador aplica a las facultades —en este caso, a la facultad para confirmar—, la norma de suplencia de la potestad ejecutiva de régimen.

III. LA PERSONA QUE VA A SER CONFIRMADA 1. Requisitos de capacidad De forma sobria y concisa, el c. 889 § 1 establece los requisitos de capacidad: «Sólo es capaz de recibir la confirmación todo bautizado aún no confirmado»

a) Sólo el bautizado El bautismo es la puerta de los demás sacramentos (cfr. c. 849); por eso, quien no ha recibido el bautismo, no puede ser admitido válidamente a los 149

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demás sacramentos (cfr. c. 842 § 1). Sobre estos dos fundamentos de derecho divino se apoya el requisito de capacidad establecido en el canon. En el orden práctico, y por lo que a este requisito se refiere, la dificultad tan sólo puede provenir de la duda persistente acerca de la válida celebración del bautismo, para cuyo caso la ley ha previsto el bautismo bajo condición (c. 869 § 1). Tratándose de los bautizados en una comunidad eclesial no católica, el c. 869 § 2 establece como principio general que no deben ser bautizados bajo condición, «a no ser que haya un motivo serio para dudar de la validez de su bautismo, atendiendo tanto a la materia y a la fórmula empleadas en su administración como a la intención del bautizado, si era adulto, y del ministro». En consecuencia, los bautizados en esas Iglesias o comunidades no católicas son, por principio, sujetos capaces de recibir el sacramento de la confirmación. En todo caso, cuando la autoridad católica siente la necesidad de investigar para saber si el bautismo ya recibido fue celebrado válidamente, habrán de tenerse en cuenta una serie de recomendaciones que propone el nuevo Directorio ecuménico de 3.III.1993. b) El bautizado aún no confirmado La confirmación es uno de los sacramentos que imprimen carácter, por lo que no puede reiterarse (cfr. c. 845 § 1). En el ámbito católico, este principio no ofrece dificultad alguna, ni doctrinal ni práctica: en la duda de si se ha recibido la confirmación realmente, o lo fue válidamente, habrá de administrarse el sacramento bajo condición (cfr. c. 845 § 2). En las relaciones ecuménicas, tampoco ofrece especiales dificultades el sacramento de la confirmación (crismación) administrado en las Iglesias orientales por el sacerdote al mismo tiempo que el bautismo. Lo cual comporta que con frecuencia en el testimonio canónico del bautismo no se haga ninguna mención de la confirmación. Según el nuevo Directorio ecuménico, «esto no autoriza en modo alguno a dudar de que la confirmación haya sido también administrada» (n. 99, a). Respecto a las otras Comunidades eclesiales, las dificultades son patentes tal y como refleja el Directorio ecuménico: «En el actual estado de nuestras relaciones con las Comunidades eclesiales surgidas de la Reforma del siglo XVI, aún no se ha llegado a un acuerdo sobre la significación, ni sobre la naturaleza sacramental, ni siquiera sobre la administración del sacramento de la confirmación. Por consiguiente, en las circunstancias actuales, aquellos que entraran en la plena comunión con la Iglesia Católica viniendo de dichas Comunidades, deberían recibir el sacramento de la confirmación según la doctrina y el rito de la Iglesia Católica, antes de ser admitidos a la comunión eucarística» (n. 101). 150

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c) Todo bautizado El bautismo es un requisito de capacidad necesario (sólo el bautizado) y a la vez suficiente (todo bautizado) para recibir válidamente el sacramento de la confirmación. Téngase en cuenta que la confirmación no sólo perfecciona la gracia bautismal, sino que completa el carácter del bautismo y todos sus efectos, según se dijo en un apartado anterior. A tenor de lo dicho, ni la edad, ni el estar en posesión plena de las facultades mentales, o convenientemente preparados, constituyen exigencias de capacidad. Todo bautizado —sea infante recién nacido, o niño o amente o sin instrucción alguna—, es sujeto capaz, y por serlo, le asiste el derecho fundamental a recibir el sacramento, si bien el ejercicio de este derecho está legal y legítimamente limitado. De lo dicho se desprende también que la acción sacramental puede operar por principio sin la mediación positiva del sujeto (el caso de un infante o de un amente). Pero ello no significa que el acto de voluntad sea siempre irrelevante. Es lógico que, tratándose de un adulto en posesión de sus facultades mentales, la intención o voluntad, al menos virtual, de confirmarse sea un requisito de validez, y que, en consecuencia, toda voluntad contraria, así como la falta de libertad que anule el acto humano, produzca la nulidad de la celebración sacramental, como la anularía una celebración fingida o simulada. 2. Requisitos de licitud «Fuera del peligro de muerte, para que alquien reciba lícitamente la confirmación se requiere que, si goza de uso de razón, esté convenientemente instruido, bien dispuesto y pueda renovar las promesas del bautismo» (c. 889 § 2).

La norma establece tres requisitos que han de darse simultáneamente en el candidato a recibir la confirmación: instrucción debida, recta disposición y capacidad para renovar las promesas del bautismo. Se trata, en todo caso, de requisitos que se mueven primordialmente en el ámbito de la licitud canónica, sin menoscabo de que se proyecten también sobre ámbitos morales. Junto a esta ley general, la norma contempla a la vez los casos excepcionales en que esa ley no regiría. Para comprender mejor el alcance de las excepciones, no está de más tener a la vista como contraste el primitivo texto del Schema de 1975, que manejaron los órganos de consulta. Decía así: «ut quis licite confirmationem recipiat, nisi agatur de infante in periculo mortis versanti, requiritur usu rationis polleat atque rite sit dispositus et sufficienter instructus». Del tenor literal de este proyecto se desprenden dos cosas: a) que sólo se exceptuaba el caso del peligro de muerte de un infante; b) que como consecuencia, el tener uso de razón entraba a formar parte de los requisitos de licitud. No se habla en aquel momento del requisito de la capacidad para renovar 151

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las promesas del bautismo, porque otro de los cánones de aquel proyecto se ocupaba de ejecutar lo mandado por SC, 71, del siguiente modo: «Ut sacramenti confirmationis intimo cum tota initiatione christiana conexio eluceat, promissiones baptismi renovent confirmationem recepturi». En la revisión de 1977 desaparece este proyecto de canon por entender la Comisión revisora que el criterio conciliar aparece manifestado en otros cánones, en concreto en el § 2 del c. 889 que comentamos 7. Tal vez también por su contenido más litúrgico que disciplinar. Dejando de lado ahora el requisito de las promesas bautismales, a nadie se le oculta que existen notables diferencias entre el Schema de 1975 y el vigente c. 889 § 2. A la luz del precepto en vigor, los requisitos de licitud expresamente sancionados sólo operan cuando no existe peligro de muerte y cuando se goza de uso de razón. Conviene analizar con más detalle esta doble excepción. a) El peligro de muerte No se trata sólo, como rezaba el primitivo proyecto de canon, del peligro de muerte de un infante, sino de cualquier fiel cristiano aún no confirmado. Para la licitud canónica, es suficiente que el sujeto capaz —el bautizado no confirmado— no muestre o haya mostrado palmariamente una voluntad contraria al sacramento, si se trata de un confirmando adulto. No se requeriría, en consecuencia, ni una conveniente instrucción, ni la capacidad para renovar las promesas del bautismo. Ateniéndonos a la literalidad del canon, tampoco parece que se requiera estar «rite dispositus», por el motivo antes indicado de que la norma se está refiriendo fundamentalmente a un requisito canónico de licitud, y no tanto a un requisito «teológico» como podría considerarse el estado de gracia, al que expresamente se refería el CIC 17. De no ser así, el requisito hubiera de ser aplicado expresamente al caso del peligro de muerte cuando el confirmando no ha perdido la conciencia o el uso de razón. A propósito del peligro de muerte, téngase en cuenta que el párroco tiene encomendada especialmente la función de administrar el sacramento en esa circunstancia (cfr. c. 530,2.º) para lo cual el c. 883, 3.º le confiere la facultad de ser ministro de la confirmación. b) El caso de los infantes y de los equiparados a ellos (cfr. c. 99) por carecer habitualmente del uso de razón Por principio, según la disciplina vigente de la Iglesia latina no es lícito confirmar a un infante, salvo que una causa grave, a juicio del ministro, acon-

7. Cfr. Comm. 3, 1971, p. 203; 4, 1974, p. 36; 5, 1975, p. 31; 10, 1978, p. 82.

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seje otra cosa. El problema reside en saber si se equiparan a los infantes, a estos efectos, aquellos adultos que carecen habitualmente del uso de razón. En el mencionado Schema de 1975, gozar de uso de razón se erigía en uno de los requisitos de licitud. En la norma vigente, tener uso de razón no es un requisito de licitud para ser confirmado, sino la circunstancia en que justamente operan los requisitos establecidos. A sensu contrario, cuando esa circunstancia no se verifica, es decir, cuando el fiel adulto carece habitualmente de uso de razón, no por ello deja de ser sujeto activo y pasivo de la confirmación. Como se ha escrito acertadamente «è il caso di ricordare che la maturità cristiana non è da far coincidere con la maturità psicologica: certamente l’uomo e il cristiano sono una realtà unica e unitaria, ma la maturità umana segue sue leggi naturali; la maturità cristiana segue piste misteriose, perché è primariamente il risultato dell’azione ineffabile dello Spirito (…). Il sacramento va amministrato anche agli infanti, se in pericolo di morte, e ai “perpetuo amentes” perché siano portati alla maturità cristiana, che, come abbiamo appena ricordato, è per tutti, dono dello Spirito» 8. Sería, en efecto, ininteligible, que se administrara el sacramento de la confirmación a los «perpetuo amentes» si no se realza la primacía del don que Dios otorga con el sacramento, esto es, si no se parte del principio de que la confirmación, «aunque implica necesariamente la libre respuesta del creyente que tiene uso de razón, es, ante todo, un don gratuito de la iniciativa salvadora de Dios» 9. El fiel adulto que carece de uso de razón es, como hemos dicho, sujeto pasivo y activo del sacramento de la confirmación. Esto es, está facultado para recibir el sacramento sin que, como es obvio, precise de ninguna disposición personal, y tiene a la vez, o por ello mismo, derecho a recibirlo. Cosa distinta es que el ejercicio de ese derecho esté a expensas de la decisión de los padres o, en su caso, de los tutores, en analogía con lo que establece el c. 868 § 1, 1.º respecto al bautismo de infantes. Sólo hay una diferencia: en el caso de la confirmación no parece que quepa la analogía con el c. 868 § 2, según el cual un infante en peligro de muerte puede ser bautizado aun en contra de la voluntad de los padres. Sabido es que en los primeros trabajos de revisión no se seguía este criterio, el cual prevaleció finalmente al estimarse que en caso de peligro de muerte próximo y moralmente cierto, la necesidad del bautismo para la salvación habría de primar incluso sobre los propios derechos de los padres 10. No es éste el caso del sacramento de la confirmación, no requerido con necesidad de medio; por lo que en ninguna circunstancia puede administrarse a un infante o a un amente contrariando la voluntad de los padres o de los tutores. 8. E. CAPPELLINI, Il conferimento della Confermazione in ordine alle esigenze teologiche e canoniche, en «Monitor Ecclesiasticus» 115, 1990, p. 131. 9. Nota de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe de la CEE, en BCEE 32, 1991, pp. 159-162. 10. Cfr. J.M. MARTÍ, La regulación canónica del bautismo de niños en peligro de muerte, en «Ius Canonicum» XXXI, 1991, pp. 709-733.

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c) Los supuestos normales Cuando no se dan las circunstancias excepcionales expuestas —peligro de muerte y carencia perpetua del uso de razón—, el candidato a recibir la confirmación deberá estar convenientemente instruido, rectamente dispuesto y con capacidad para renovar las promesas del bautismo. Como bien se ve, se trata de requisitos de licitud basados en conceptos indeterminados: la conveniente instrucción, la buena o recta disposición, y la capacidad para renovar las promesas bautismales. La tarea de concreción o determinación de esos conceptos corresponde primordialmente al legislador particular a través de los llamados «Directorios sobre los sacramentos de la iniciación cristiana». De modo inmediato esa tarea le corresponde también al pastor encargado de preparar, admitir y administrar el sacramento. En cualquiera de los casos, se trata de una facultad discrecional que ha de ejercitarse con adecuada flexibilidad, con equilibrio pastoral, «senza dannoso rigorismo o inacettabile lassismo» 11; con justicia pastoral diríamos más claramente, una justicia que va más allá de la pura legalidad. Ser justos en la administración de los sacramentos requiere estar atentos no sólo a la letra, sino al espíritu de la ley que aparece plasmado en el derecho fundamental (cfr. c. 213). La atención a la persona en su individualidad irrepetible, en nuestro caso, al fiel cristiano en su personalísima vocación, debe constituir el punto de mira capital hacia el que se oriente toda la actividad institucional de la Iglesia, al igual que debe ser la persona el centro sobre el que graviten todas las acciones institucionales de la sociedad humana 12. Ahora bien, si el fiel como persona se diluyera —como a veces ocurre 13— en los contornos confusos de lo comunitario, difícilmente podría predicarse la trascendencia de la persona humana en el actuar público o privado de la sociedad. También en esto el derecho de la Iglesia debe ser paradigma para el derecho de los Estados. Así lo refleja la máxima clásica: sacramenta propter homines 14. De ahí que toda regulación jurídica de un derecho fundamental —esto es lo que hace el c. 889— debe ser interpretada a la luz del principio de justicia que la inspira y la fundamenta. A este propósito, no está de más recordar que el Obispo diocesano tiene la obligación de procurar que se administre el sacramento de la confirmación a sus súbditos que lo pidan debida y razonablemente (cfr. c. 885 § 1).

11. E. CAPPELLINI, Il Conferimento…, cit., p. 131. 12. Cfr. JUAN PABLO II, Discurso en el Simposio Internacional de Derecho Canónico. Vaticano, 19-24.IV.1993, en Ius in vita et in missione Ecclesiae, Città del Vaticano 1994, p. 1267. 13. Cfr. M.R. QUINLAN, Parental Rights and Admission of Children to the sacraments of Initiation, en «Studia Canonica» 25, 1991, pp. 385-401. 14. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, La justicia pastoral en el ejercicio de la función santificadora de la Iglesia, en «Relaciones de justicia y ámbitos de libertad en la Iglesia», Pamplona 1997, pp. 157-183.

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Respecto al requisito de capacidad para renovar las promesas bautismales, ya indicamos más arriba cómo en los primeros trabajos de revisión se formuló un canon que se hacía eco de lo mandado por SC, 71: era conveniente que se manifestara con claridad la íntima conexión del sacramento de la confirmación con toda la iniciación cristiana, para lo cual en la recepción del sacramento habrían de renovarse las promesas del bautismo. Tal vez el carácter litúrgico que rezumaba el tenor literal de ese proyecto de norma, aconsejó suprimirla, dando cumplimiento al deseo conciliar tanto el c. 842 § 2 como el c. 889 § 2. Aparte de esa inserción de la confirmación en el conjunto de los sacramentos de la iniciación cristiana, el requisito de la capacidad para renovar los compromisos bautismales no tiene otro alcance disciplinar que servir, de algún modo, de medida para una adecuada preparación teniendo en cuenta que litúrgicamente habrán de hacerse esas promesas bautismales salvo cuando un adulto recibe la confirmación inmediatamente después del bautismo (cfr. c. 866) 15. En ningún caso es un exponente de ciertas actitudes pastorales erróneas que «parecen poner lo sustancial de este sacramento (de la confirmación) en la ratificación personal y libre que, de su bautismo, hacen los candidatos al aceptar como suyos la fe y los compromisos bautismales que en su infancia otros profesaron en su lugar. En este contexto, la aceptación libre de la fe, expresada públicamente en la confirmación vendría a subsanar la falta de libertad con que recibieron el bautismo quienes fueron bautizados antes de tener uso de razón». Quienes sustentan estas opiniones, añaden los Obispos españoles, no sólo se distancian de la verdadera naturaleza del sacramento de la confirmación, sino que simultáneamente desvirtúan el verdadero alcance sacramental del bautismo de niños 16.

3. Obligaciones y derechos del fiel A tenor del c. 890, «los fieles están obligados a recibir este sacramento en el tiempo oportuno; los padres y los pastores de almas, sobre todo los párrocos, procuren que los fieles sean bien preparados para recibirlo y que lo reciban en el tiempo oportuno». Ciertamente, el c. 890 de modo explícito sólo se refiere a una serie de deberes relativos a la preparación y recepción del sacramento de la confirmación. Pero no es ocioso repetir que tales deberes decaerían en su eficacia vinculante, moral o jurídica, si no se tomaran en consideración los correlativos derechos a los que de forma genérica se refieren otros preceptos legales. a) Obligación de recibir el sacramento en el tiempo oportuno Están obligados directamente todos los fieles que se encuentren dentro del marco legal en que es legítima la administración del sacramento, sobre todo por lo que se refiere a la edad. Están obligados indirectamente, esto es, están 15. Cfr. Comm. 15, 1983, p. 187. 16. Cfr. Nota de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la fe..., cit.

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obligados a procurar que los fieles reciban el sacramento en el tiempo oportuno, en primer lugar los padres y después los pastores de almas, sobre todo los párrocos. En ambos supuestos, la obligación está ligada a la recepción del sacramento «en el tiempo oportuno». Por tal hay que entender el que establece la ley, tanto la universal como la ley particular de las Conferencias Episcopales. En consecuencia, el fiel tiene obligación de recibir este sacramento desde el momento en que ha llegado a la edad legal, no antes. Por lo cual es preciso que los legisladores particulares —en especial los legisladores diocesanos— den a conocer a sus fieles la edad en que pueden recibir el sacramento, por ser ése el momento en que se origina la obligación. Cosa distinta es que se inculque ese deber antes de que surja de modo efectivo. En el caso de peligro de muerte de un niño, es claro que el tiempo oportuno en que surge la obligación viene determinado por esa circunstancia. Precisamente para cumplir esa obligación grave, los párrocos, e incluso cualquier presbítero, gozan ipso iure de la facultad de confirmar (c. 883, 3.º). Se trata de una obligación positiva: los fieles tienen el deber de poner todo su empeño en recibir el sacramento de la confirmación y no sólo de no rechazarlo cuando se les presente la ocasión. El c. 890 es, en este sentido, más positivo y más vinculante que el c. 787 del CIC 17. En efecto, el antiguo precepto partía del principio teológico de la no necesidad de la confirmación, con necesidad de medio, para salvarse, pese a lo cual, a nadie le era lícito rechazarla, presentada la ocasión de recibirla. En los primeros schemata de revisión, incluido el que se envió en 1975 a los órganos de consulta de toda la Iglesia, aún se mantenía la cláusula de la no necesidad con necesidad de medio para la salvación. En una ulterior revisión 17, se prestó atención a las observaciones críticas que se habían formulado, y se suprimió dicha cláusula. Acertadamente, a nuestro juicio, no ya porque ese principio teológico no siga siendo verdadero, sino por no ser el pórtico más adecuado para tratar de la obligación de recibir este sacramento. Sobrados argumentos hay de carácter positivo para fundamentar teológicamente esta obligación. Baste pensar que todo fiel está llamado a vivir en plenitud la vida cristiana, siguiendo el itinerario sacramental querido por el mismo Cristo. No tendría sentido detenerse en el comienzo de la iniciación cristiana, o dar un salto desde el bautismo a la Eucaristía. Fue voluntad de Cristo, al instituir el sacramento de la confirmación, que el robustecimiento de la gracia bautismal que opera el Espíritu Santo, se canalizara también sacramentalmente; es decir, que se confiriera al bautizado el don del Espíritu Santo mediante un signo sacramental específico. Hecha esta consideración general sobre el carácter positivo de la obligación, parece conveniente indagar un poco más acerca de su naturaleza; en

17. Cfr. Comm. 10, 1978, p. 82.

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concreto si se trata de una obligación moral, o cabe también calificarla de jurídica. En principio, el deber genérico enunciado en el canon es de índole moral; salvo que califiquemos de jurídico, por fundarse en la justicia legal, el cumplimiento de las leyes de la Iglesia. En todo caso, los reflejos jurídicos de este deber son más perceptibles cuando el fiel cristiano está llamado a ejercer ciertas funciones o a asumir especiales responsabilidades en la vida eclesial, y se le exige para ello haber recibido el sacramento de la confirmación. Se exige, por ejemplo, la confirmación para ser padrino del bautismo y de la misma confirmación. Pero de modo especial se exige la recepción de la confirmación siempre que el cristiano accede a un nuevo estado canónico o se prepara para el mismo: se exige, por ejemplo, para ser admitido en el seminario mayor (c. 241 § 2) o para ser admitido en el noviciado (c. 645 § 1). Si ello es posible sin grave dificultad —pues prevalece en todo caso el ius connubii— antes de ser admitidos al matrimonio, los contrayentes deben recibir el sacramento de la confirmación (c. 1065 § 1). Es exigencia absoluta de licitud, finalmente, para recibir el sacramento del orden (c. 1033); por eso, entre los documentos requeridos (c. 1050, 3.º) se exige el certificado de la confirmación. El deber de los padres respecto a sus hijos, y de los pastores de almas —párrocos— respecto a sus fieles, de procurar que reciban el sacramento en el tiempo oportuno, es claramente no sólo un deber moral sino también jurídico, en el sentido de que es correlativo a un derecho de los hijos y de los fieles y, en consecuencia, exigible en justicia. Esta exigibilidad al menos sirve para calificar de injusto el incumplimiento de ese deber. b) El derecho a recibir el sacramento en el tiempo oportuno No se entendería adecuadamente la obligación de recibir la confirmación, si no viniera acompañada de un derecho. Se trata de un derecho fundamental, formalizado genéricamente en el c. 213, y ulteriormente regulado en el c. 843 18. Correlativo a ese derecho es el deber de justicia que incumbe a los ministros sagrados. Así lo establece genéricamente el c. 843 § 1: «Los ministros sagrados no pueden negar los sacramentos a quienes los pidan de modo oportuno, estén bien dispuestos y no les sea prohibido por el derecho recibirlos». El

18. P. MONETA, Il Diritto ai sacramenti..., cit., p. 624. Como se ha escrito acertadamente, todos los requisitos establecidos en el c. 889, que dan un gran margen de discrecionalidad a la autoridad eclesiástica, y el contrapeso de las obligaciones impuestas a los fieles y a los padres y pastores de almas, por el c. 890, «dimostrano che nei confronti della confermazione sussiste un vero e proprio diritto del fedele e che il potere demandato all’autorità ecclesiastica va inteso in quei ristretti termini che sono necessari perché l’esercizio di tale diritto risponda effettivamente a quegli interesi individuali e comunitari che sono, come abbiamo già più volte sottolineato, insopprimibili nell’ambito di una comunità a fini spirituali come la Chiesa».

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c. 885 § 1 se expresa en parecidos términos, refiriéndose en concreto a la confirmación: «El Obispo diocesano tiene la obligación de procurar que se administre el sacramento de la confirmación a los súbditos que lo pidan debida y razonablemente». Como se ve, el ejercicio legítimo de ese derecho, así como la correlativa obligación de justicia, están supeditados a una serie de requisitos previos. Entre ellos, la preparación previa, de la que nos ocupamos en el apartado siguiente, y el requisito de la edad (c. 891). Pero no hay que olvidar el caso del peligro de muerte: el fiel tiene derecho a que se le administre el sacramento cuanto antes, sin trabas innecesarias, y el ministro, incluido cualquier presbítero, que goza para ello de facultad, tiene la obligación de administrarlo con diligencia. De lo contrario se le privaría de un bien salvífico al que tiene derecho (no ante Dios, como es obvio, sino ante la Iglesia en cuanto administradora de esos bienes), no importa que las categorías teológicas lo califiquen como un bien no necesario, con necesidad de medio, para la salvación. c) La preparación presacramental como deber y como derecho La preparación presacramental es un presupuesto o condición requerida para ser admitido a la recepción del sacramento de la confirmación. Ello hace que el deber genérico a la formación cristiana, por lo común de índole moral, se convierta además en deber jurídico cuando se trata de la preparación presacramental 19. El derecho universal apenas hace otra cosa que enunciar su exigencia, configurando un deber indeterminado. Tal es el caso del c. 890, en donde aparece implícito el deber de los confirmandos de instruirse adecuadamente, y en donde aparece explícita la responsabilidad de los padres y pastores de almas a la hora de procurar que los fieles se preparen adecuadamente para recibir oportunamente el sacramento. Es, por consiguiente, en el ámbito de las normas particulares, de modo principal en las diocesanas, donde debe realizarse una determinación precisa de ese deber jurídico, estableciendo un régimen de preparación adecuada y armónica. Vistas las cosas en su simplicidad teórica, no parece difícil armonizar los dos elementos que podrían entrar en colisión: el derecho a recibir oportunamente el sacramento, y el deber de estar convenientemente preparado. En efecto, una vez cumplido el deber —la preparación requerida— se hace operativo el derecho a recibir el sacramento. Por el contrario, si falta el presupuesto de una adecuada preparación, el ejercicio de ese derecho queda en suspenso, sin que por ello se quebrante ningún deber de justicia, siempre que los respon19. Cfr. C.J. ERRÁZURIZ, Il «munus docendi Ecclesiae». Diritti e Doveri dei fedeli, Milano 1991, pp. 68-76.

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sables hayan puesto los medios adecuados para la requerida preparación. En la práctica concreta, sin embargo, no está de más advertir que un retraso indebido en la administración de un sacramento equivale a una denegación injusta, por la razón de que la necesidad de la salus animarum, o de la gracia que se dispensa por medio de un sacramento, opera hic et nunc y sobrepasa, por tanto, las veleidades de un administrador determinado. Habrá de cuidarse, en definitiva, de que la preparación requerida no se traduzca en la práctica en el sistema mediante el cual queden veladamente desprotegidos los derechos de los fieles, bajo el pretexto, indeterminado, de salvaguardar la communio y la dignidad del propio sacramento. No hay que olvidar, finalmente, que las diócesis albergan hoy en su seno a fieles muy diversos, por lo que respecta a la formación y a los compromisos cristianos, razón por la cual, la preparación que se exige para los sacramentos —en concreto para la confirmación—, siendo en principio un deber jurídico aplicable a todos los fieles, no por ello ha de ser idéntico para todos ni en el tiempo ni en los contenidos, ni en la forma de llevarse a cabo esa formación. Los fieles no sólo tienen el deber de prepararse; les asiste también el derecho a recibir esa adecuada preparación, atendida su condición personal y familiar 20. 4. La disciplina sobre la edad para la confirmación El requisito de la edad, tal y como se contempla en la Iglesia latina, está ligado disciplinarmente a la exigencia de una adecuada preparación para recibir el sacramento de la confirmación. El tiempo oportuno para acceder a este sacramento será, por tanto, el establecido por el Derecho. Y como quiera que el fijar la edad compete en buena medida al legislador particular a tenor de lo que establece el c. 891, el tiempo oportuno será el que establezca el derecho particular para cada región, y, en su caso, para cada diócesis. Vistas así las cosas, es decir, desde un ángulo estrictamente canónico o disciplinar, la cuestión no plantea especiales problemas: el fiel tiene derecho a recibir este sacramento en el tiempo oportuno, pero este tiempo le viene fijado por el derecho positivo. Por eso, si el administrador del sacramento se atiene al requisito de la edad fijada canónicamente, y no la supera arbitrariamente, cumple sin duda las exigencias de la justicia legal. Consiguientemente, al fiel que deseara recibirlo antes —incluso fundado en serias razones— no le quedaría otro recurso que la súplica, la petición de una gracia, puesto que el ejercicio de su derecho ha quedado temporalmente limitado por la ley. Pero el problema debe ser observado desde una perspectiva más amplia, o si se prefiere, más fundamental, al objeto de precisar con mayor rigor los lími20. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, La salvaguardia de los derechos de los fieles en el proceso de preparación para los sacramentos, en «Relaciones de Justicia…» cit., pp. 127-156.

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tes que sería legítimo imponer al ejercicio del derecho a recibir el sacramento de la confirmación, distinguiéndolos de aquellos otros que, dada la naturaleza de este sacramento, acaso no sean siempre tan legítimos. Para lo cual, bueno será recordar sucintamente la reciente evolución histórica de la disciplina sobre la edad en la Iglesia latina, a diferencia de lo que ha acontecido en la Iglesia oriental. a) Pervivencia de la tradición en la Iglesia Oriental En efecto, según el Derecho oriental, recientemente codificado, la confirmación debe administrarse conjuntamente con el bautismo, salvo que exista verdadera necesidad, en cuyo caso se ha de cuidar de que se administre cuanto antes (cfr. c. 695 § 1 CCEO). Por otro lado, según el mismo Derecho, los padres tienen obligación de bautizar cuanto antes al infante según las legítimas costumbres (cfr. c. 686 § 1 CCEO). Lo que quiere decir que la confirmación se sigue administrando como norma a los niños recién nacidos, sin que ello suponga un obstáculo para los efectos del carácter sacramental; es decir, que los signados con el don del Espíritu Santo se hagan testigos más aptos, y coedificadores del Reino de Cristo. En el fondo de esta disciplina late, sin duda, la prevalencia del ex opere operato sobre el ex opere operantis, y la consideración objetiva del carácter sacramental. En la disciplina oriental aparece claro, por lo demás, que la Eucaristía es el culmen de la iniciación sacramental. Así lo refleja el CCEO: «Initiatio sacramentalis in mysterium salutis susceptione Divinae Eucharistiae perficitur, ideoque Divina Eucharistia post baptismum et chrismationem sancti myri christifideli ministretur quam primum secundum normam iuris particularis propriae Ecclesiae sui iuris» (c. 697). b) Apertura a una nueva disciplina en la Iglesia latina En la disciplina de la Iglesia latina, la cuestión de la edad tomó otros derroteros. El CIC 17 determinó que la edad más conveniente para la confirmación en la Iglesia latina era la de 7 años aproximadamente, salvo en caso de peligro de muerte o cuando el ministro creyera oportuno anticiparla fundándose en justas y graves causas. Entre esas causas se invocó la costumbre legítima contraria, tal como ocurría en España y en Hispanoamérica, en donde se acostumbraba a administrar la confirmación antes de los 7 años, incluso inmediatamente después de recibir el bautismo. A la vista de la regla común que establecía el Código, se preguntó a la Santa Sede en 1932 si se podía seguir observando esa costumbre; a lo que con160

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testó afirmativamente la S. Cong. de Sacramentos 21, advirtiendo a la vez sobre la conveniencia de acomodarse paulatinamente a la regla general, y de instruir en este sentido a los fieles, así como que en todo caso la confirmación precediera a la primera comunión, conservándose así el orden lógico en los sacramentos de la iniciación cristiana. Fue el Ordo Confirmationis de 1971 el que, al tiempo que ratificaba la disciplina codicial, estableció la posibilidad de que las Conferencias Episcopales introdujeran por razones pastorales una edad más idónea, cuando los niños sean ya algo mayores y hayan recibido una conveniente formación. Esto influirá decisivamente en la revisión del Código en cuyos primeros esquemas, incluido el de 1980, aparecía suprimida la edad de la discreción como criterio determinante y principal. Es en la Relatio de 1981 donde se propone una nueva fórmula que dará lugar al c. 891. Según esa fórmula: «Sacramentum confirmationis regulariter conferatur cum pueri aetatem discretionis adepti sunt dummodo sint rite praeparati. Attamen, ob rationes pastorales, Conferentiae episcopales possunt decernere ut sacramentum aetate maturiore conferatur. In mortis periculo confirmatio infantibus conferatur. »Ratio est ut servetur principium quod confirmatio danda est infantibus qui aetatem discretionis attigerunt et parati inveniantur ideoque procrastinanda non est, nam: a) standum est “Ordo confirmationis, Praenotanda III, 11”; tota Ecclesiae latinae traditio affirmat initiationem christianam haberi per baptismum dein per confirmationem et per Eucharistiam compleri (unus Pater)» 22.

A la luz de la disposición codicial, es patente la posibilidad teórica de una doble disciplina sobre la misma materia en una misma región o nación. Pero en la práctica prevalecen las razones pastorales —una preparación más intensa— sobre la edad de la discreción. Recorriendo la legislación de las diferentes Conferencias Episcopales, se advierte que la tendencia generalizada es a situar la edad más conveniente en torno a los 12 y 15 años, pero con matices diferenciales importantes según el grado de flexibilidad con que están dictadas las respectivas normas. La Conferencia Episcopal española, por ejemplo, sitúa la edad en torno a los 14 años, pero deja a salvo el derecho del Obispo diocesano a seguir la norma común de la discreción. Otras Conferencias, como la del Ecuador, sientan primero un principio general: la confirmación se administrará a quienes estén debidamente preparados y tengan un conocimiento suficiente de la doctrina cristiana. Como norma, en cambio, se administrará a quienes hubieran seguido un curso completo de preparación y cumplido 12 años de edad, por lo menos. La Conferencia Episcopal francesa sitúa la edad en el período de la adolescencia, entendiendo ésta entre los 12 y los 18 años. A cada Obispo corresponde después establecer la edad concreta, tomando como referencia ese 21. Cfr. AAS 24, 1932, p. 271. Cfr. D. TETTAMANZI, L’età della cresima nella disciplina della Chiesa latina, en «Scuola Cattolica» 195, 1967, pp. 34-61. 22. Comm. 15, 1983, p. 188.

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amplio margen general. Los Obispos suizos, por su parte, han fijado como edad mínima los 11 años 23. Estos pocos ejemplos sólo pretenden mostrar cómo, a partir de una misma disciplina universal, los diversos legisladores particulares introducen matices interesantes en los cuales se refleja un mayor o menor grado de flexibilidad, según que se favorezca o se dificulte el ejercicio de los derechos de los fieles. A partir de la edad de la discreción, norma común en la Iglesia latina, es indudable que un fiel ve más favorecido el ejercicio de su derecho a recibir la confirmación en el tiempo oportuno, cuando se le brindan posibilidades varias, que cuando se le fija una edad sin otras alternativas. c) Problemas teológicos y pastorales subyacentes El aludir a estos problemas, en última instancia, no significa que nos apartemos momentáneamente del ámbito canónico en que se sitúa este trabajo. Se trata, más bien, de ilustrar desde otro ángulo lo dicho hasta aquí, y de sacar las consecuencias canónicas pertinentes en línea con esa mayor flexibilidad de las normas particulares por la que abogamos. La conveniencia de diferir la administración de la confirmación suele justificarse pastoralmente, apelando a la oportunidad que ello comporta para una adecuada e intensa catequesis de los adolescentes. Este es, sin duda, un argumento válido por principio; la historia dirá más adelante si a la vez ha sido un criterio eficaz, pues no está muy claro, vistas las cosas teológicamente, si la catequesis amplia de adolescentes sería más fecunda antes de recibir el sacramento, como preparación para el mismo, o después de que los jóvenes han sido fortalecidos por el don del Espíritu Santo. En todo caso el argumento pastoral aducido es legítimo. Pero no lo sería tanto, si se pretendiera condicionar la administración de la confirmación a una supuesta capacidad para asumir particulares compromisos eclesiales derivados del sacramento. Dicho con palabras de los Obispos españoles, es ciertamente positivo que hoy se resalte el valor de la preparación, pero con la condición de que ello contribuya no a oscurecer sino a realzar «la primacía del don que Dios otorga con el sacramento» 24. Tales argumentos cuestionan a veces aspectos fundamentales de la teología sacramentaria, como son la virtualidad de la confirmación ex opere operato, y su eficacia permanente por ser un sacramento que imprime carácter; eficacia por ello progresivamente asumible por el confirmado, en la medida en que, justamente por la acción del sacramento, vaya madurando en la fe. Como bien se ve, la cuestión está en advertir que no se recibe el sacramento porque 23. Cfr. J.T. MARTÍN DE AGAR, Legislazione delle Conferenze episcopali complementare al CIC, Milano 1990. 24. Nota de la Comisión Episcopal para la doctrina de la Fe, en BCEe 32, 1991, pp. 159162.

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ya se es adulto en la fe, sino precisamente para poder serlo. Dicho de otro modo: «La palabra confirmar, como demostró el sabio liturgista B. Botte, está muy lejos de significar que el bautizado confirme personalmente lo que en su nombre otros profesaron; confirmar significa que lo que el mismo Señor inició en el bautismo a través de un ministro ahora lo confirma, lo termina, a través de una nueva acción ministerial del obispo» 25. Además de lo dicho, suele justificarse el retraso de la confirmación, apelando al criterio de la descristianización ambiental y a la consiguiente necesidad de una más intensa preparación previa. A nadie se le oculta que éste es un grave problema pastoral de nuestros días cuya solución reclama una intensa reevangelización y catequización de niños y adolescentes, desconectados en mayor o menor medida de la vida cristiana. Pero hay aquí un problema pastoral que no podemos pasar por alto: consiste en aplicar indiscriminadamente ese criterio a muchachos que viven en familias cristianas, privándoles de ese modo del bien del sacramento en una etapa de su vida y en unas circunstancias ambientales en que más lo necesitan. Según esto, no se puede negar que las dificultades externas provenientes de la descristianización de la sociedad, hacen en ocasiones muy aconsejable la dilación de la confirmación; pero no faltan ocasiones en que esas mismas dificultades aconsejan que el niño reciba pronto los dones del Espíritu Santo que le hagan fuerte ante las mismas, sin perjuicio de una preparación previa adecuada a su edad, y teniendo en cuenta el clima familiar cristiano en que se desenvuelve su vida. Bien se ve que la solución de este problema no es tarea fácil. Más arriba se apuntó una posible vía: la conveniencia de flexibilizar el derecho particular respectivo, a fin de que se le concedan al fiel mayores márgenes para el ejercicio del derecho a recibir oportunamente el sacramento de la confirmación. Tampoco es descartable la vía de la jurisprudencia en sentido amplio. Tal es el caso, por ejemplo, de una adolescente a quien su obispo le deniega la Confirmación por no tener la edad prevista por las leyes particulares, pese a que el propio obispo admite que «está bien instruida y que sus padres son en verdad buenos católicos». La denegación, por configurarse como un acto administrativo, es recurrible y de hecho los padres de la adolescente interponen un recurso ante la Congregación para el Culto divino y Disciplina de los sacramentos la cual resuelve a favor de que «la posibilidad de recibir el sacramento de la Confirmación sea ofrecida a la joven adolescente tan pronto como sea convenientemente posible». Cierto es que una ley particular establece una edad superior para recibir el sacramento, pero esa ley particular debe ser interpretada de acuerdo con la norma general del c. 843 § 1, según la cual «los ministros sagrados no pueden denegar los sacramentos a quienes los piden oportunamente, están debidamente dispuestos y no les está prohibido por el derecho recibirlos». Según la resolución del Dicasterio Romano, la adolescente del caso cumple esos requisitos, y otros referidos al sacramento de la Confirmación (c. 889), por lo que cualquier otra consideración, incluso las contenidas en las disposiciones diocesanas, deben ser entendidas de manera subordinada a las normas generales que regulan la recepción de los sacramentos». Se trata, en suma, de no poner obstáculos innecesarios al ejercicio de un derecho fundamental del fiel, ante el que deben ceder o a cuya luz deben interpretarse las leyes canónicas, especialmente las de rango particular. No está de más resaltar esta 25. P. FARNÉS, Del bautismo y de la confirmación, en «Phase» 141, 1984, pp. 241-243.

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última advertencia del Dicasterio Romano: «Verdaderamente, cuanto más se retrase la administración de este sacramento de la edad del uso de razón, mayor será el número de candidatos que, estando preparados para recibirlo, sin embargo estarán privados de su gracia por un amplio periodo de tiempo» 26. La doctrina ha puesto de relieve, finalmente, otro problema que suscita el retraso de la confirmación hasta los 14 o más años: la inversión del orden de los sacramentos de la iniciación cristiana. Según ese orden, no debería recibirse la primera comunión sin estar confirmado. El retraso de la confirmación consagra, no obstante, la práctica contraria. En este sentido, tal vez se cumpla un día este augurio crítico de un conocido autor: «Hoy muchos juzgan adelanto haber retrasado la confirmación hasta la edad del compromiso; pensamos que dentro de unos años —quizás no muchos— se juzgará más bien pobreza y decadencia teológica el que nuestro final del siglo XX no supiera captar el verdadero significado iniciático de la confirmación colocada como complemento del bautismo y pórtico de la 1.ª Comunión» 27. Como ya señalamos más arriba, la Exh. Ap. Sacramentum Caritatis, n. 18, de Benedicto XVI, considera necesario prestar atención al tema del orden de los sacramentos de la iniciación, y manda a este respecto que, en estrecha colaboración con los competentes Dicasterios de la Curia Romana, las Conferencias Episcopales verifiquen la eficacia de los actuales procesos de iniciación.

IV. LOS PADRINOS: FUNCIÓN Y REQUISITOS CANÓNICOS La presencia de padrinos (o madrinas) en la confirmación se remonta a una costumbre antiquísima, como reconocía expresamente el c. 793 del CIC 17. En efecto, en la época en que la confirmación se confería inmediatamente después del bautismo, bastaba sólo un padrino. Pero cuando la administración de estos sacramentos se separa en el tiempo, comienza a aparecer la presencia de los padrinos específicos de la confirmación. En el Decreto de Graciano, por ejemplo, ya se citan documentos antiguos que prescribían el empleo de padrinos en la confirmación, denominados sustentadores, compadres, etc. 28. A través del c. 892 la Iglesia se hace eco de nuevo de esa antigua costumbre, prescribiendo la presencia de padrinos (o madrinas) tanto en el acto litúrgico de la confirmación como en la vida del propio confirmado. Se trata, en todo caso, de una presencia sumamente aconsejable, pero no absolutamente necesaria: en la medida de lo posible, tenga el confirmando un padrino (o madrina). Esto obedece no sólo al hecho de una imposibilidad física, sino tal vez de manera principal a que la función del padrino se funda en el principio de subsidiariedad: lo que a ellos les compete en el padrinazgo, es función pro26. Por su peculiar importancia, el Dicasterio ha estimado oportuno hacer pública esta resolución. Vid. «Notitiae», 400-401, 1999, pp. 537-540. 27. P. FARNÉS, Del bautismo..., ibid., p. 242. 28. D. 4, cc. 100-102, de Cons.; cfr. A. ALONSO LOBO, Comentarios al Código de Derecho Canónico, Madrid 1963, p. 183.

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pia de los padres y sólo subsidiaria de los padrinos. Por eso, su presencia es tanto más necesaria cuanto menos dispuestos estén los padres —por increencia, indiferentismo o ignorancia— a cumplir la tarea de ayuda espiritual al confirmado 29. La función del padrino, esto es, el munus que la ley le confía, se realiza en un doble plano: a) en la participación en el acto celebrativo del sacramento, según los libros litúrgicos; se trata, en este caso, del padrino en sentido litúrgico; b) en la ayuda permanente al ya confirmado a fin de que se comporte como verdadero testigo de Cristo, y cumpla fielmente las obligaciones que dimanan de este sacramento, entre ellas, la de ser propagador y defensor de la fe; se trata del padrino en sentido canónico. Con el fin de garantizar del mejor modo posible el cumplimiento de esa importante función eclesial, la ley establece una serie de requisitos para poder ser padrino de la confirmación. Son los mismos que el c. 874 establece para el padrino del bautismo. Incluso se aconseja —con criterio distinto al del c. 796, 1.º del CIC 17— que el padrino de la confirmación sea el mismo que el del bautismo, como un modo nuevo de expresar la profunda conexión de los dos sacramentos de la iniciación cristiana. Entre estos requisitos destaca la exigencia canónica de ser católico, de haber recibido todos los sacramentos de la iniciación cristiana —confirmación y Eucaristía—, y de llevar una vida congruente con la fe y con la función que va a asumir. En el apartado dedicado a los padrinos del bautismo, ya se indicó que, a tenor del nuevo Directorio ecuménico, un bautizado no católico de las Iglesias orientales puede ser, no sólo testigo sino padrino de un bautizando católico. Nada impide que lo sea también de un confirmando.

29. Cfr. G. DAMMACCO, Missione dei genitori e munus dei padrini, en «Monitor Ecclesiasticus» 115, 1990, pp. 642-645.

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CAPÍTULO IX

LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA

I. LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA Y EL MISTERIO DE LA IGLESIA La genuina naturaleza de la Iglesia se manifiesta de modo excelso en el «divino sacrificio de la Eucaristía» (SC, 2) que es «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG, 11). De la liturgia, sobre todo de la Eucaristía, «mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin» (SC, 10). En efecto, «los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están profundamente vinculados a la Eucaristía y a ella se ordenan. Y la razón es que en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne…» (PO, 5). La edificación del Cuerpo (místico) alcanza su plenitud mediante el Sacrificio eucarístico (LG, 17). Por eso, «ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzarse toda educación en el espíritu de comunidad» (PO, 6). Y es que los fieles, «confortados con el Cuerpo de Cristo en la sagrada liturgia eucarística, muestran de modo concreto la unidad del Pueblo de Dios, significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento» (LG, 11). Esta doctrina conciliar muestra cómo la Iglesia es en lo más profundo de su misterio comunidad eucarística. La Eucaristía es la razón de su existencia, el centro, cima y culmen de toda su actividad. La Eucaristía es el sacramento de la unidad de la Iglesia: en su celebración se significa y realiza la plenitud de la comunión eclesial. El profundo nexo entre Eucaristía e Iglesia ha sido expresado también reiteradamente por el magisterio pontificio: «Es verdad esencial, no sólo doctrinal sino también existencial, que la Eucaristía construye la Iglesia, y la cons167

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truye como auténtica comunidad del Pueblo de Dios, como asamblea de los fieles, marcada por el mismo carácter de unidad del cual participaron los Apóstoles y los primeros discípulos del Señor. La Eucaristía la construye y la regenera a base del sacrificio de Cristo mismo, porque conmemora su muerte en la Cruz (…). La Iglesia vive de la Eucaristía, vive de la plenitud de ese sacramento» 1. Fue mérito de H. de Lubac 2 haber sintetizado en una fórmula, ese profundo nexo entre Eucaristía e Iglesia; fórmula hoy familiar a la teología contemporánea. «Es la Iglesia —dijo— la que hace la Eucaristía, pero es también la Eucaristía la que hace la Iglesia». La Iglesia hace la Eucaristía puesto que la consagra por medio de sus ministros, pero téngase presente que éstos existen en función de la Eucaristía, y no a la inversa: existe en la Iglesia el poder de consagrar fundado en el sacramento del orden, pero «no es la Eucaristía la que procede del orden, sino que es el orden el que “nace” de la Eucaristía y tiene toda la razón de ser en la Eucaristía misma, la cual, así, aparece efectivamente como el origen, fuente y cima de la vida de la Iglesia entera, incluidos los ministros» 3. El Magisterio reciente sobre la Eucaristía, tanto la Carta Encíclica de Juan Pablo II, como la Exh. Ap. de Benedicto XVI, pone el acento en ese profundo nexo entre la Eucaristía y la Iglesia. Así comienza la Enc. Ecclesia de Eucharistia: La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia». El c. 897 es el marco doctrinal en que se inscribe la disciplina eucarística, y representa por ello una síntesis perfecta de los aspectos esenciales de la fe católica acerca del misterio eucarístico en su esencia y en su relación con la Iglesia. Se puede desglosar así su contenido: a) La santísima Eucaristía es el sacramento más augusto pues en él se contiene (presencia real), se ofrece (sacrificio) y se recibe (comunión) al mismo Cristo Nuestro Señor. b) Por la santísima Eucaristía la Iglesia vive y crece continuamente. c) En el Sacrificio eucarístico, memorial de la muerte y resurrección del Señor, se perpetúa a lo largo de los siglos el Sacrificio de la Cruz. d) El Sacrificio eucarístico es culmen y fuente de todo el culto y de toda la vida cristiana. Con él están estrechamente unidos y a él se ordenan los demás sacramentos y todas las otras obras eclesiásticas de apostolado. e) Por medio del Sacrificio eucarístico se significa y realiza la unidad del Pueblo de Dios y se lleva a plenitud la edificación del Cuerpo de Cristo. 1. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor Hominis, 20. 2. Meditación sobre la Iglesia, Bilbao 1959, p. 141. 3. A. BANDERA, La Iglesia, «Communio Sanctorum»: Iglesia y Eucaristía, en «Sacramentalidad de la Iglesia y Sacramentos», Pamplona 1983, pp. 269-357.

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Siendo esto así, no cabe edificar ninguna comunidad cristiana si no tiene su raíz y quicio en la santísima Eucaristía. Y así lo deja subrayado expresamente el propio Código, en varios de sus preceptos. Por ejemplo, al definir la diócesis (c. 369); o cuando determina como un deber primordial del párroco el esfuerzo por hacer que la santísima Eucaristía sea el centro de la comunidad parroquial (c. 528 § 2); o cuando establece que la celebración eucarística sea el centro de toda la vida del seminario (c. 246 § 1); o cuando preceptúa, finalmente, que en toda casa religiosa haya al menos un oratorio, en el que se celebre y esté reservada la Eucaristía a fin de que sea verdaderamente el centro de la comunidad (c. 608). II. LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA Y MODOS DE PARTICIPACIÓN La celebración eucarística, aun cuando no pudiera tenerse con asistencia de fieles (c. 904), es siempre una acción de Cristo y de la Iglesia (cfr. c. 899). Es una acción de Cristo, porque Cristo está real y operativamente presente, bien en la persona del ministro que actúa in persona Christi; bien sobre todo bajo las especies eucarísticas o en el propio Sacrificio ofrecido al Padre, que es el mismo Sacrificio de Cristo en la Cruz. Pero es a la vez una acción de la Iglesia porque Cristo actúa por su mediación, especialmente por el ministerio del sacerdote, y porque en dicha celebración está implicada la Iglesia entera: la peregrina y la celestial; al celebrar el Sacrificio eucarístico, dijo el Concilio, «es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia celestial» (LG, 50) entrando en verdadera comunión con los Santos. La celebración eucarística es al mismo tiempo sacrificio y comunión. En ella, Cristo nuestro Señor substancialmente presente bajo las especies del pan y del vino, por medio del sacerdote que actúa personificando a Cristo, se ofrece a sí mismo a Dios Padre, perpetuando de este modo el Sacrificio de la Cruz, y se da como alimento espiritual a los fieles asociados a su oblación (c. 899). La doctrina católica sobre la Eucaristía abarca estas varias dimensiones esenciales del sacramento, de modo que «no es lícito ni en el pensamiento ni en la vida, ni en la acción, quitar a este sacramento, verdaderamente santísimo, su dimensión plena y su significado esencial. Es al mismo tiempo sacramentosacrificio, sacramento-comunión, sacramento-presencia. Y aunque es verdad que la Eucaristía fue siempre y debe ser ahora la más profunda revelación y celebración de la fraternidad humana de los discípulos y confesores de Cristo, no puede ser tratada sólo como ocasión para manifestar esta fraternidad. Al celebrar el sacramento del Cuerpo y la Sangre del Señor, es necesario respetar la plena dimensión del misterio divino, el sentido pleno de este signo sacramental» 4.

4. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor Hominis, 20, en AAS 71, 1979, pp. 257-324.

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En conformidad con esta doctrina católica, la obligación que los fieles tienen de tributar la máxima veneración a la santísima Eucaristía se concreta de tres modos: a) tomando parte activa en la celebración del Sacrificio augustísimo; b) comulgando frecuentemente y con mucha devoción; c) dándole culto con suma adoración (c. 898). Como ya se señaló más arriba, toda acción litúrgico-sacramental es una acción del entero Pueblo de Dios en su condición de Pueblo sacerdotal y a la vez jerárquicamente estructurado. Esto mismo se verifica de modo eminente en la celebración eucarística; se actúa en ella el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, pero la participación de uno y otro es esencialmente diversa: los sacerdotes, consagrados por el sacramento del orden, actúan impersonando a Cristo; los restantes fieles asistentes, tanto clérigos como laicos, concurren tomando parte activa, cada uno según su modo propio, de acuerdo con la diversidad de órdenes y de funciones litúrgicas (c. 899 § 2). No debe olvidarse que la Eucaristía es por encima de todo un sacrificio: sacrificio de la redención y al mismo tiempo sacrificio de la nueva alianza. Se sigue de aquí «que el celebrante en cuanto ministro del sacrificio es el auténtico sacerdote que lleva a cabo —en virtud del poder específico de la sagrada ordenación— el verdadero acto sacrificial que conduce de nuevo los seres a Dios. En cambio, todos aquellos que participan en la Eucaristía, sin sacrificar como él, ofrecen con él, en virtud del sacerdocio común sus propios sacrificios espirituales representados en el pan y en el vino, desde el momento de su presentación en el altar» 5. El art. 6 de la Instrucción Ecclesiae de Mysterio establece lo siguiente acerca de las celebraciones litúrgicas: «§ 1. Las acciones litúrgicas deben manifestar con claridad la unidad ordenada del Pueblo de Dios en su condición de comunión orgánica y, por tanto, la íntima conexión que media entre la acción litúrgica y la manifestación de la naturaleza orgánicamente estructurada de la Iglesia. Esto se da cuando todos los participantes desarrollan con fe y devoción la función propia de cada uno. § 2. Para que también en este campo sea salvaguardada la identidad eclesial de cada uno, se deben abandonar los abusos de distinto tipo que son contrarios a cuanto prevé el canon 907, según el cual en la celebración eucarística, a los diáconos y a los fieles no ordenados, no les es consentido pronunciar las oraciones y cualquier parte reservada al sacerdote celebrante —sobre todo la oración eucarística con la doxología conclusiva— o asumir acciones o gestos que son propios del mismo celebrante. Es también grave abuso el que un fiel no ordenado ejercite, de hecho, una casi «presidencia» de la Eucaristía, dejando al sacerdote sólo el mínimo para garantizar la validez. En la misma línea resulta evidente la ilicitud de usar, en las ceremonias litúrgicas, por parte de quien no ha sido ordenado, ornamentos reservados a los sacerdotes o a los diáconos (estola, casulla, dalmática). Se debe tratar cuidadosamente de evitar hasta la misma apariencia de confusión que puede surgir de comportamientos litúrgicamente anómalos. Como los 5. JUAN PABLO II, Carta Dominicae Cenae, 9, en AAS 72, 1980, 115-134.

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ministros ordenados son llamados a la obligación de vestir todos los sagrados ornamentos, así los fieles no ordenados no pueden asumir cuanto no es propio de ellos. Para evitar confusiones entre la liturgia sacramental presidida por un clérigo o un diácono con otros actos animados o guiados por fieles no ordenados, es necesario que para estos últimos se adopten formulaciones claramente diferentes».

III. LOS RITOS SACRAMENTALES: ASPECTOS DISCIPLINARES MÁS IMPORTANTES 1. La materia del Sacrificio eucarístico El pan y el vino constituyen la materia necesaria e indispensable —por institución divina— para la confección del sacramento de la Eucaristía. Es requisito de licitud, según la antigua tradición de la Iglesia latina, que el sacerdote, donde quiera que celebre la Misa, lo haga empleando pan ázimo (c. 926). Es asimismo obligatorio añadir al vino unas gotas de agua, según la disposición del Concilio de Trento (Sess. XXII, cc. 7 y 9) que recoge el c. 924 § 1. Es importante resaltar que el pan ha de ser exclusivamente de trigo, y ha de conservar intactas todas sus propiedades naturales. Por eso, ha de estar hecho recientemente de manera que no haya ningún peligro de corrupción. Son pocas todas las cautelas que se tomen en este sentido, porque un pan corrompido dejaría de ser materia válida del sacramento, y unas especies sacramentales que perdieran su condición de pan verdadero dejarían de ser las especies sacramentales en las que Cristo está realmente presente. Respecto al vino, cabe hacer las mismas observaciones: debe ser natural, fruto de la vid, y no corrompido (c. 924 § 3). Como veremos más adelante, es materia válida el fruto de la vid, aunque éste no haya fermentado, es decir, el mosto. En relación con la materia de la Santísima Eucaristía, la Instr. Redemptionis Sacramentum (25-III-2004) precisa que es un abuso grave introducir, en la fabricación del pan para la Eucaristía, otras sustancias como frutas, azúcares o miel. Respecto al vino, fruto de la vid, puro y sin corromper, el Documento declara que está totalmente prohibido utilizar un vino del que se tiene duda en cuanto a su carácter genuino o a su procedencia, pues la iglesia exige certeza sobre las condiciones necesarias para la validez de los sacramentos. No se debe admitir bajo ningún pretexto otras bebidas de cualquier género, que no constituyen materia válida. (vid. nn. 48-50). A la vista de estos datos doctrinales y disciplinares, la Cong. para la Doctrina de la Fe ha dado unas respuestas claras a los problemas que plantean ciertas enfermedades, como el alcoholismo y la enfermedad celíaca, a la hora de participar en la Mesa eucarística 6. 6. Responsa ad dubia, 29.X.1982, en AAS 74, 1982, 1298.

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Lo más destacado de estas respuestas es lo siguiente: a) El Ordinario del lugar puede permitir que un sacerdote que padezca del alcoholismo y celebra él sólo la Misa, comulgue per intinctionem, con tal que el fiel que asiste a la Misa consuma el cáliz. b) El Ordinario del lugar puede permitir la comunión bajo la sola especie de vino a aquellos fieles que padecen la enfermedad celíaca cuyo modo de curarse exige que el enfermo se abstenga del gluten presente en la harina de trigo, y por tanto también en el Pan eucarístico. Sería éste un caso de necesidad a que se refiere el c. 925. c) El Ordinario del lugar, en cambio, en ningún caso puede permitir que el sacerdote consagre hostias especiales, desprovistas de gluten, para que puedan comulgar los mencionados enfermos celíacos. La razón de esta absoluta prohibición reside en que la eliminación del gluten desnaturaliza la harina de trigo, de modo que el pan ázimo o fermentado confeccionado con harina sin gluten, no sería pan de trigo, ni consecuentemente materia válida para la Eucaristía, como no lo sería el vino del que se eliminara el alcohol. Más recientemente, la Santa Sede ha dado nuevas normas al respecto. Por estar implicadas cuestiones doctrinales, ha sido la Cong. para la Doctrina de la Fe quien ha dictado dichas normas, puestas en conocimiento de las Conferencias Episcopales en la Carta de 19.VI.1995. Uso de pan con poca cantidad de gluten — La licencia para el uso de este tipo de pan puede ser concedida por el Ordinario a los sacerdotes y laicos afectados de celiaca, previa presentación del correspondiente certificado médico. — Las condiciones para la validez de la materia son: a) Las hostias «quibus glutinum ablatum est» son materia inválida para el sacramento. b) Dichas hostias, en cambio, son materia válida si en ellas permanece la cantidad de gluten suficiente para obtener la panificación, si no se han añadido materias extrañas, y si el procedimiento usado para su confección no desnaturaliza la substancia del pan. Uso del mosto — La solución preferible sigue siendo la comunión por intinción, o bien, en la concelebración, la comunión bajo la sola especie de pan. — La licencia para el uso del mosto puede ser concedida por el Ordinario a los sacerdotes afectados de alcoholismo o de otra enfermedad que le impida tomar alcohol incluso en mínima cantidad, previa presentación del correspondiente certificado médico. — Por mosto se entiende el zumo de uva fresco o conservado, suspendiendo la fermentación mediante congelamiento u otro método que no altere su naturaleza. — Quien goce de esa licencia le está impedido en principio presidir la santa Misa concelebrada. En casos excepcionales, como el de un Obispo o Superior general, u otros supuestos con permiso del Ordinario, quien preside podrá usar la especie de mosto, pero los demás concelebrantes deberán usar la especie de vino normal. — Para el rarísimo caso en que pida un laico el uso del mosto se deberá recurrir a la Santa Sede. Aparte de estas normas concretas, la Carta establece una serie de disposiciones comunes, tales como el deber del Ordinario de verificar si el producto usado es conforme a las mencionadas exigencias. Entre ellas, destaca la siguiente:

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«Los aspirantes al sacerdocio afectados de celíaca, alcoholismo o enfermedades análogas, dada la centralidad de la celebración eucarística en la vida sacerdotal, no pueden ser admitidos a las órdenes sagradas» 7.

2. La Consagración bajo las dos especies «Está terminantemente prohibido, aun en caso de extrema necesidad, consagrar una materia sin la otra, o ambas fuera de la celebración eucarística» (c. 927).

Esta prohibición está formulada de tal modo que jamás cabe excepción ni dispensa, ni siquiera por parte del Romano Pontífice, puesto que en ella están implicados aspectos dogmáticos acerca del Sacrificio eucarístico, que sólo se consuma cuando se consagra el pan y el vino. Téngase en cuenta además que, a tenor de lo establecido por el M.Pr. de Juan Pablo II Sacramentorum Sanctitatis tutela (30-IV-2001), la consagración con fin sacrílego de una especie eucarística sin la otra o de ambas fuera de la celebración eucarística, constituye uno de los delicta graviora, reservado a la competencia exclusiva ratione materiae de la Congregación para la Doctrina de la Fe (vid. Art. 2, § 2). 3. La comunión bajo las dos especies El Concilio Vaticano II permitió que en casos determinados se pudiera distribuir la comunión bajo las dos especies, «manteniendo firmes los principios dogmáticos declarados por el Concilio de Trento» (SC, 55). Según estos principios dogmáticos a que se refiere la Constitución conciliar, en la comunión bajo cualquiera de las dos especies se recibe a Cristo total e íntegro y el verdadero sacramento. No hay, en consecuencia, una mayor plenitud de participación cuando se recibe el Cuerpo de Cristo bajo las dos especies. Tan sólo adquiere una forma más plena por razón del signo. Y esto es lo que ha justificado esas mayores facultades para comulgar bajo las especies de pan y vino. La disciplina codicial al respecto asume la ya implantada a raíz del Concilio en varios documentos. La regla general es que se distribuye la sagrada comunión bajo la sola especie del pan. Excepcionalmente, en caso de necesidad, estaría también permitido distribuirla bajo la sola especie del vino, como es el caso antes mencionado de los enfermos celíacos. De acuerdo con las leyes litúrgicas, también está permitido hacerlo bajo las dos especies. Pero, así como en otras materias —por ejemplo, la comunión dos veces en el mismo día— la disciplina codicial abandona el criterio casuístico implantado tras el Concilio, para la comunión bajo las dos especies se mantiene el criterio restrictivo: es preciso atenerse al elenco de supuestos establecido en el Misal Romano (n. 7. En BOCCE 48, 1995, p. 159.

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

242) y a los otros que pueda establecer la Conferencia Episcopal, evitándose en todo caso, como criterio general, ese modo de comulgar cuando sea grande el número de comulgantes. 4. Tiempo y lugar de la celebración eucarística La renovación litúrgica propiciada por el Concilio Vaticano II afectó de manera muy importante a la celebración eucarística, como lo demuestran las numerosas normas postconciliares que regulan aspectos concretos del misterio eucarístico. Muchas de esas normas fueron reordenadas ex integro por el CIC 83 por lo que es a esta fuente legal a la que hay que recurrir para conocer la disciplina vigente. Ello no es óbice para que aquellas fuentes posconciliares puedan seguir siendo útiles como criterio interpretativo. Nos estamos refiriendo en concreto a la reordenación de la disciplina sobre el tiempo y lugar de la celebración eucarística. Respecto al tiempo, el c. 931 sienta una norma general amplia: «la celebración y administración de la Eucaristía puede hacerse todos los días y a cualquier hora». Esto es aplicable tanto a la celebración de la Santa Misa, como a la administración de la sagrada comunión. Las excepciones a esta norma general vienen establecidas en las normas litúrgicas. Y así, el Jueves Santo, la Misa crismal que se celebra por la mañana normalmente en la Catedral, es única en toda la diócesis. Por razones pastorales se puede celebrar con anterioridad al Jueves Santo. Por la tarde se celebra la Misa in Cena Domini, pudiendo permitir el Ordinario del lugar que se celebre otra Misa vespertina, tanto en Iglesias como en oratorios para aquellas personas que no podrán participar en la Misa in Cena Domini. La comunión sólo se puede administrar dentro de algunas de las Misas, salvo a los enfermos a quienes se les puede administrar a cualquier hora. El Viernes Santo no se celebra la Eucaristía. La comunión sólo se administra dentro de los oficios vespertinos, con excepción de los enfermos. El Sabado Santo tampoco está permitido celebrar la Santa Misa hasta la hora de la Vigilia Pascual, generalmente por la noche, aunque por razones pastorales puede anticiparse al atardecer. Antes de la Vigilia Pascual, sólo se puede recibir la comunión en forma de Viático.

Por lo que se refiere al lugar de la celebración, la norma general es que sea un lugar sagrado (c. 932), es decir, que esté destinado al culto divino mediante la dedicación o bendición prescrita por los libros litúrgicos (c. 1205). Lugares sagrados son, en este sentido, las iglesias (c. 1214), los oratorios (c. 1223), las capillas privadas (c. 1226), las capillas privadas de los obispos (c. 1227) y los santuarios (c. 1230). Excepcionalmente, cuando en un caso particular la necesidad lo exija, puede celebrarse en otro lugar con tal de que sea un lugar digno como corresponde a la alta dignidad de la celebración eucarística. A tenor del c. 932 § 1, es claro que no se requiere licencia del Ordinario del lugar para celebrar fuera 174

LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA

del lugar sagrado en un caso particular. Ello no impide que el derecho particular pueda establecer normas al respecto, entre las que podría estar el requisito de la licencia para casos particulares o para casos generales, así como los criterios para determinar la necesidad, o las condiciones de decoro y dignidad que debe reunir el lugar no sagrado, elegido para la celebración eucarística. La vía de la legislación particular puede ser el mejor instrumento canónico para acercar esta disciplina a la realidad de cada Iglesia particular. Tal vez por eso, la ley codicial es deliberadamente genérica, sin descender al casuismo de la legislación posconciliar en la que se señalaban expresamente algunos lugares como no aptos —dignos— para la celebración eucarística. Entre ellos, el dormitorio, el comedor y la mesa destinada a comer. Nos parece que aquella legislación está hoy derogada. Cosa distinta es que los criterios que sirvieron de base a aquellas normas prohibitivas puedan seguir siendo orientativos en la elaboración de leyes particulares. Por principio, ni el dormitorio ni el comedor son lugares excluidos. El dormitorio tal vez sea el único lugar posible para que un enfermo reciba el Viático dentro de la Misa 8. El comedor puede ser asimismo, el lugar más digno para que un sacerdote enfermo o de edad avanzada pueda celebrar la Misa todos los días en su casa 9.

En relación con el altar en el que se debe celebrar el sacrificio eucarístico, la norma es paralela a la anterior: de modo ordinario el Sacrificio eucarístico se realiza en un altar dedicado o bendecido de acuerdo con los cc. 1235-1239. Cuando excepcionalmente se celebre la Misa fuera del lugar sagrado, se puede emplear una mesa apropiada, utilizando siempre el mantel y el corporal (c. 932 § 2). La comunicación o uso común de lugares sagrados entre la Iglesia católica e Iglesias o comunidades eclesiales no católicas, es una manifestación de la llamada genéricamente communicatio in sacris. El c. 933 establece, en este sentido, que un sacerdote católico puede celebrar la Eucaristía en el templo de una Iglesia o comunidad eclesial no católica, siempre que se cumplan estos requisitos: que haya justa causa, que medie la licencia expresa del Ordinario y que se evite el escándalo. El CIC no contempla la situación inversa, por lo que hay que acudir a otras fuentes normativas, en concreto, a lo dispuesto en el nuevo Directorio ecuménico. A todo ello ya nos hemos referido en la Parte primera, cap. IV.

8. Cfr. Ordo Unctionis infirmorum, 7.XII.1972. 9. Cfr. M. Pr. Pastorale munus, 7, de 30.XI.1963, en AAS 56, 1964, pp. 5-12.

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CAPÍTULO X

EL MINISTRO DE LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA

En los demás sacramentos de la Iglesia, la confección del signo sacramental y la administración a los fieles constituyen una y única acción realizada por el mismo ministro. La Eucaristía en cambio, de acuerdo con lo anteriormente expuesto, es a la vez sacramento-sacrificio, sacramento-comunión y sacramento-presencia. De ordinario, estas tres dimensiones esenciales del misterio eucarístico se verifican conjuntamente dentro de una misma celebración eucarística, pero pueden ser objeto, no obstante, de actividades litúrgicas diversas y separadas. Puede administrarse la comunión, por ejemplo, fuera de la santa Misa, o exponerse el Santísimo a la adoración de los fieles. Y en todo caso, aun dentro de la celebración eucarística, es distinta la acción sacrificial o la confección del sacramento, de la administración de la comunión a los fieles. Por todo ello, es preciso tener en cuenta esa triple dimensión a la hora de analizar la disciplina sobre el ministro de la Eucaristía; disciplina que, en unos casos, está determinada por el propio derecho divino, y en otros, depende de las disposiciones positivas de la Iglesia. I. EL MINISTRO DEL SACRIFICIO EUCARÍSTICO (SACRAMENTO-SACRIFICIO) 1. Capacidad: aspectos dogmáticos «Sólo el sacerdote válidamente ordenado es ministro capaz de confeccionar el sacramento de la Eucaristía, actuando en la persona de Cristo» (c. 900 § 1).

La norma aquí establecida no es sino una formulación canónica del propio derecho divino. Es, consiguientemente, una norma inmutable como lo es el fundamento dogmático en que se apoya. Confeccionar el sacramento u ofrecer el sacrificio in persona Christi significa más que hacerlo «en nombre» o «en lugar de Cristo». In persona quiere 177

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

decir «en la identificación específica sacramental con el Sumo y Eterno Sacerdote que es el Autor y el Sujeto principal de éste su propio sacrificio en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie» 1. Estos principios han sido y son patrimonio de la fe católica, tanto sobre la Eucaristía como sobre el sacramento del orden que tiene su razón de ser en función de la Eucaristía. Cuando el Concilio Vaticano II enseñó que el sacerdocio ministerial o jerárquico difiere esencialmente, y no sólo en grado, del sacerdocio común de los fieles (LG, 10), expresó la certeza de fe de que solamente los Obispos y los presbíteros pueden celebrar el Misterio eucarístico; sólo ellos están capacitados, en virtud del sacramento del orden, para celebrar el Sacrificio eucarístico, in persona Christi, y ofrecerlo en nombre de todo el pueblo cristiano 2. En estos últimos años, sin embargo, se han difundido, y a veces puesto en práctica, errores graves, que «hieren en lo íntimo la vida de la Iglesia. Este fue el motivo por el que la S. Cong. para la Doctrina de la Fe enviara una carta a todos los Obispos de la Iglesia católica (6.VIII.1983) denunciando tales errores, proponiendo los puntos esenciales de la doctrina de la Iglesia acerca del ministro de la Eucaristía e invitando a los Sagrados Pastores a una vigilancia activa. Los principales errores que el Documento denuncia pueden resumirse del siguiente modo; a) Se niega la diferencia esencial entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial. b) Se afirma que cualquier comunidad cristiana está dotada de todos los poderes que el Señor ha confiado a su Iglesia. c) Todos los bautizados, por el hecho de serlo, son también realmente sucesores de los Apóstoles. Son también, consecuentemente, destinatarios de las palabras de la institución de la Eucaristía. d) El sacramento del orden no añade una capacidad nueva «sacerdotal» en sentido estricto. Esta capacidad se recibiría ya por el bautismo; el orden solamente la haría efectiva. e) Al radicar la potestad en la propia comunidad, según estas opiniones erróneas, «si viniera (la comunidad) a encontrarse privada por mucho tiempo del elemento constitutivo que es la Eucaristía, podría reapropiarse su originaria potestad y tendría derecho a designar el propio presidente y animador, otorgándole todas las facultades necesarias para la guía de la misma comunidad, no excluida la de presidir y consagrar la Eucaristía». f) Además de la negación de la diferencia esencial entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, otro trasfondo doctrinal erróneo en que se inspiran tales opiniones consiste «en el hecho de que la celebración de la Eucaristía se entiende muchas veces simplemente como un acto de la comunidad local, reunida para conmemorar la última cena del Señor mediante la fracción del pan. Sería, por consiguiente, un banquete fraterno en el cual la comunidad se reúne y se expresa, más bien que la renovación sacramental del sacrificio de Cristo, cuya eficacia salvífica se extiende a todos los hombres, presentes o ausentes, vivos o difuntos». 1. JUAN PABLO II, Carta «Dominicae Cenae», 8, 24.II.1986, en AAS 72, 1980, pp. 141-142. 2. Cfr. Epist. Sacerdotium ministeriale, en AAS 75, 1983, pp. 1001-1009.

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Todas estas opiniones erróneas, en definitiva, confluyen en la misma conclusión: que el poder de celebrar el sacramento de la Eucaristía no está unido a la ordenación sacramental. Y «es evidente que esta conclusión no puede concordar absolutamente con la fe transmitida, ya que no sólo niega el poder confiado a los sacerdotes, sino que menoscaba la entera estructura apostólica de la Iglesia y deforma la misma economía sacramental de la salvación». Es cierto que en la Iglesia rige el principio de igualdad en virtud del cual todos los bautizados gozan de la misma dignidad ante Dios; pero también es un principio dogmático que «en la comunidad cristiana que su divino fundador quiso jerárquicamente estructurada, existen desde sus orígenes poderes apostólicos específicos, basados en el sacramento del orden». De todo ello se infiere que «los fieles que atentan la celebración de la Eucaristía al margen del sagrado vínculo de la sucesión apostólica establecido con el sacramento del orden, se excluyen asimismo de la participación en la unidad del único Cuerpo del Señor, y en consecuencia no nutren ni edifican la comunidad, más bien la destruyen» 3. La ley penal vigente también tipifica esa acción como delito al establecer que quien atenta celebrar la acción litúrgica del Sacrificio eucarístico, sin haber sido promovido al orden sacerdotal, incurre en pena latae sententiae de entredicho o, si se trata de un diácono, de suspensión. A estas penas pueden añadirse otras, según la gravedad del delito, sin excluir la excomunión (c. 1378 §§ 2 y 3). Por lo demás, quien negare pertinazmente una verdad de fe (c. 751) incurre en excomunión latae sententiae, sin exceptuar la expulsión del estado clerical, si lo requiere la contumacia prolongada o la gravedad del escándalo (c. 1364) 4.

2. Aspectos disciplinares a) Celebración lícita de la santa Misa Una vez vista la cuestión del ministro desde la vertiente de la capacidad, corresponde ahora analizar las normas disciplinares que hacen no sólo válida sino también lícita la celebración de la Eucaristía. El c. 900 § 2 sienta a este respecto una norma general: «celebra lícitamente la Eucaristía el sacerdote no impedido por ley canónica, observando las prescripciones de los cánones que siguen».

Además de las penas canónicas que impiden la celebración de la santa Misa, al sacerdote que tuviera conciencia de hallarse en pecado grave le está prohibido también celebrarla sin acudir antes a la confesión sacramental, a no

3. Cfr. Enc. Ecclesia de Eucharistia n. 29; Instr. Rademptionis Sacramentum, n. 42; Exh. Ap. Sacramentum Caritatis n. 23. 4. El delito de atentar la celebración de la Santa Misa por quien no tiene el carácter sacerdotal (c.1378 § 2, 1º), aparece integrado entre los delicta graviora reservados a la competencia exclusiva de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Cfr. M. Pr. Sacramentorum Sanctitatis tutela (30-IV-2001), art. 2, n. 2.

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ser que concurra un motivo grave y no tenga oportunidad de confesarse, en cuyo caso deberá hacer un acto de contrición perfecta que incluye el propósito de confesarse cuanto antes (c. 916). Es ésta una norma fundada en el derecho divino y, consiguientemente, indispensable. El deber que implica, no obstante, es de índole moral, sin repercusión canónica perceptible, salvo que se trate del caso en que el sacerdote persiste obstinadamente en un manifiesto pecado grave (c. 915). Y en este supuesto, la prohibición con relevancia canónica de celebrar la santa Misa no vendría determinada por lo que prescribe el c. 915, sino por estar afectado por alguna pena canónica. Atentar matrimonio civil en el caso de un simple fiel, por ejemplo, es causa suficiente para que no deba ser admitido a la sagrada comunión si persiste obstinadamente en ese pecado, en virtud del c. 915. Pero la prohibición de celebrar la santa Misa a un sacerdote que haya atentado matrimonio civil radica en el hecho de que dicho sacerdote ha incurrido en la pena de suspensión latae sententiae (c. 1394 § 1). b) Observancia de las leyes litúrgicas La norma general acerca de la observancia fiel de la disciplina litúrgica (c. 846) tiene un alcance especial por lo que respecta a la celebración eucarística. En ella, cada miembro del Pueblo de Dios tiene su función propia que cumplir y su modo particular de participar. Consiguientemente, no es lícito a los diáconos ni a los laicos decir las oraciones, especialmente la plegaria eucarística, ni realizar aquellas acciones que son propias del sacerdote celebrante (c. 907). Pero tampoco a éste le está permitido añadir, suprimir o cambiar cosa alguna por propia iniciativa en la liturgia eucarística (SC, 22 § 3); ni le es lícito celebrar y administrar la Eucaristía sin vestir los ornamentos sagrados prescritos por las rúbricas (c. 929); ni puede moralmente celebrar la Misa empleando pan ordinario, sino que está obligado a hacerlo con pan ázimo (c. 926). En este sentido, «hay que realizar en todas partes un esfuerzo indispensable —según manifestó Juan Pablo II a los Obispos— para que dentro del pluralismo del culto eucarístico, programado por el Concilio Vaticano II, se manifieste la unidad de la que la Eucaristía es signo y causa. Esta tarea sobre la cual, obligada por las circunstancias, debe vigilar la Sede Apostólica, debería ser asumida no sólo por cada una de las Conferencias Episcopales, sino también, por cada ministro de la Eucaristía, sin excepción. Cada uno debe además recordar que es responsable del bien común de la Iglesia entera. El sacerdote como ministro, como celebrante, como quien preside la asamblea eucarística de los fieles, debe poseer un particular sentido del bien común de la Iglesia, que él mismo representa mediante su ministerio, pero al que debe también subordinarse, según recta disciplina de la fe. El no puede considerarse como propietario, que libremente dispone del texto litúrgico y del sagrado rito como de un bien propio, de manera que pueda darle un estilo personal y arbitrario. Esto 180

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puede a veces parecer de mayor efecto, puede también corresponder mayormente a una piedad subjetiva; sin embargo, objetivamente, es siempre una traición a aquella unión que, de modo especial, debe encontrar la propia expresión en el sacramento de la unidad» 5. c) Concelebración En la disciplina antigua eran raras las circunstancias en que estaba permitida la concelebración. La Const. Sacrosanctum Concilium, 7, amplía considerablemente los casos en que se tiene facultad para concelebrar. Y fundamenta esa nueva praxis en el hecho de que en la concelebración se manifiesta de modo adecuado la unidad del sacerdocio. Ulteriores documentos de la Santa Sede (Instr. Eucharisticum Mysterium, 25.V.1967; Decl. In celebratione Misae, 7.VIII.1972; Misal Romano, 1975, n. 153) amplían aún más esas facultades, determinando un elenco de casos en los que está permitida la concelebración. El c. 902, recogiendo el espíritu de esa reforma conciliar, sienta dos reglas generales con sendas excepciones: 1.ª regla: está permitido concelebrar —sin especificar circunstancias concretas—, salvo que la utilidad de los fieles requiera o aconseje otra cosa, en cuyo caso la celebración individual será siempre una obligación prevalente. 2.ª regla: cada sacerdote tiene libertad para celebrar individualmente, salvo que en ese momento se esté concelebrando en la misma iglesia u oratorio. Para ilustrar el alcance de la norma establecida en el c. 902, es conveniente hacer una breve alusión a la historia de su redacción. Hasta el esquema de 1980, el canon recomendaba la concelebración. El texto definitivo no la recomienda, tan sólo la permite al cambiarse deliberadamente la palabra commendatur por possunt. Estas modificaciones disciplinares, aparentemente intrascendentes, esconden problemas teológicos de fondo que no han pasado inadvertidos a la doctrina. Las ventajas de la concelebración se fundamentan en razones de significación. En ella se manifiesta adecuadamente la unidad del sacerdocio y la unidad del Sacrificio de la Cruz. Pero, ¿es suficiente este argumento para hacer recomendable la concelebración, salvo que el servicio a los fieles exija otra cosa? El legislador se ha inclinado por permitirla y no por

5. JUAN PABLO II, Carta Dominicae Cenae, 1. La obediencia a las normas litúrgicas ha sido puesta de relieve con especial énfasis por el Siervo de Dios Juan Pablo II en la Enc. Ecclesia de Eucharistia, n. 52. Por ello solicita que los Dicasterios competentes preparen un documento más específico incluso de carácter jurídico, sobre este tema de gran importancia. Y es que para el Papa el Misterio eucarístico es «demasiado grande para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo que no respetaría, ni su carácter sagrado ni su dimensión universal. Cfr. también la Instr. Redemptionis Sacramentum, nn. 10-12.

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recomendarla, fundándose probablemente no en meras razones ascéticas —el bien del propio sacerdote— sino en razones de orden teológico. En la concelebración se significa mejor, según se ha dicho, la unidad del sacerdocio —por eso se permite— y en circunstancias especiales, como cuando celebra el Obispo, puede estar aconsejada. Pero en la concelebración se celebra una única Misa, aunque sean muchos los sacerdotes que concelebren. Esto es, al menos, lo que se desprende de las siguientes palabras del Decr. Ecclesiae Semper 6, mediante el cual se promulgó el rito de la concelebración: «En este modo de celebrar la Misa muchos sacerdotes, en virtud del mismo sacerdocio y en la persona del Sumo Sacerdote actúan simultáneamente con una sola voluntad y una sola voz, y confeccionan y ofrecen a la vez un único sacrificio mediante un único acto sacramental». Siendo esto así, y como quiera que en cada Misa, en cada acto sacramental, se realiza la obra redentora de Cristo, recomendar como regla la concelebración hubiera equivalido a dar una cierta prevalencia al signo —a la mejor manifestación de la unidad del sacerdocio— sobre la realidad causada por el sacramento, esto es, sobre los frutos de la redención inherentes a todo acto sacrificial 7. Es oportuno además tener presentes otros dos tipos de normas mediante las cuales, aunque por razones diversas, se pretende salvaguardar el significado profundo de la concelebración eucarística. Este impide, en efecto, que la concelebración pueda tener lugar en ningún caso con sacerdotes o ministros de Iglesias o Comunidades eclesiales que no están en comunión plena con la Iglesia católica (c. 908). No cabe invocar, al respecto, razón alguna de índole ecuménica, que pueda justificar en algún caso ese tipo de concelebración, como se puso de manifiesto al tratar de la communicatio in sacris 8. Por razones de otra naturaleza —para no desviar el genuino fin de la concelebración—, está también prohibido de modo absoluto que el sacerdote que concelebra una segunda Misa el mismo día reciba por ella estipendio bajo ningún título (c. 951 § 2).

d) Invitación a la celebración diaria del Sacrificio eucarístico Fundada en profundas razones teológicas, la disciplina actual, en claro contraste con la antigua, considera un deber de todo sacerdote celebrar frecuentemente la santa Misa, y recomienda encarecidamente su celebración diaria, con independencia de que el sacerdote tenga o no a su cargo el cuidado pastoral de una comunidad, o de que celebre o no con asistencia de fieles. No es necesario que una norma canónica explicite su propia ratio legis. No obstante, el legislador lo juzga a veces oportuno, como en el caso presente, a fin de favorecer un cumplimiento más fiel del deber o de la recomendación

6. Publicado el 7.III.1965, en AAS 57, 1965, p. 411. 7. Cfr. J. DE SAINTE-MARIE, Célébration et concélebration eucharistique dans le Nouveau CIC, en «La pensée catholique» 206, 1983, pp. 25-38. 8. En el NDE,, 104, e) se ratifica la disciplina codicial en estos términos: «Puesto que la concelebración eucarística es una manifestación visible de la plena comunión de fe, de culto y de comunidad de vida de la Iglesia católica, expresada por los ministros de la Iglesia, no está permitido concelebrar la Eucaristía con ministros de otras Iglesias y Comunidades eclesiales». En términos parecidos se manifiesta la Enc. Ecclesia de Eucharistia, n. 44.

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correspondiente, al tiempo que sale al paso de ciertas desviaciones doctrinales que sobre la materia puedan producirse. Las razones que el c. 904 invoca para recomendar encarecidamente la celebración diaria, tomadas literalmente del Decreto conciliar PO, 13, son las siguientes: 1) En la celebración de la Misa, el sacerdote cumple su principal ministerio. El sacramento del orden, como ya se dijo más arriba, existe fundamentalmente en función de la Eucaristía. Consiguientemente, la razón fundamental del existir sacerdotal es la santa Misa. 2) En el Sacrificio eucarístico —en cada Misa— se realiza continuamente la obra de la redención. Y como quiera que es el sacerdote el único capaz de realizar ese Sacrificio eucarístico, a él le corresponde el deber de celebrarlo, a fin de que la Iglesia —y la humanidad entera— no se vea privada de sus frutos. Se trata en este caso de un verdadero deber, no de una simple recomendación, si bien es un deber de celebrarlo frecuentemente, no diariamente. A este respecto, puede sorprender que la disciplina canónica imponga a los sacerdotes como deber el rezo diario de la Liturgia de las horas mientras que tan sólo recomiende la celebración diaria de la santa Misa (c. 276 § 2, 2.º y 3.º). La razón estriba, probablemente, en el hecho de que para la celebración de la Liturgia de las horas no se exigen disposiciones especiales, mientras que, como ya se ha dicho, para celebrar la Eucaristía es preciso no tener conciencia de hallarse en pecado grave. 3) La celebración eucarística es siempre una acción de Cristo y de la Iglesia; consiguientemente, es siempre una acción pública y comunitaria en la que está presente la Iglesia entera, cualquiera que sea el modo —solemne o privado— de la celebración. La celebración diaria encuentra aquí un argumento fundamental: es deseable ciertamente celebrar con la asistencia y la participación activa de los fieles, pero, en todo caso, es mejor celebrar sin asistencia que no celebrar. El modo en que está formulado lo prescrito en el c. 906, favorece también la celebración diaria de la Misa. La norma antigua (cfr. c. 813 § 1 del CIC 17) era mucho más estricta: se prohibía absolutamente al sacerdote celebrar Misa sin ayudante que le asista y le conteste. Sólo un indulto pontificio podía facultar para celebrar sin ayudante. Pero en la concesión de dicho indulto debía constar la cláusula: «con tal de que asista algún fiel» 9. Actualmente, el sacerdote no debe celebrar el Sacrificio eucarístico sin la participación por lo menos de algún fiel. Pero basta una causa justa y razonable para que sea lícito hacerlo. Y es causa justa y razonable el deseo de cele9. Cfr. Enc. Mediator Dei, 20.XI.1947, en AAS 39, 1947, 557; Instr. S. Cong. de Sacramentos, 1.X.1949, en AAS 41, 1949, 508.

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brar diariamente la santa Misa, siempre que se haya puesto la suficiente diligencia para celebrar con asistencia de algún fiel 10. e) Celebración del Sacrificio eucarístico en el mismo día Como regla común y universal, salvo en la fiesta de Navidad y en la de los Fieles Difuntos, sólo está permitido celebrar o concelebrar la Eucaristía una vez en el mismo día. No obstante, causas diversas pueden aconsejar que en la legislación particular o diocesana se permita la binación (en los días laborables) y la trinación (en los domingos y fiestas de precepto). En virtud del c. 87, también cabe la dispensa de esta ley universal y particular, permitiendo a algún sacerdote la celebración de más de dos Misas en días laborables y más de tres en los domingos y fiestas de precepto. Pero no debe confundirse la dispensa —acto administrativo concreto— con la legislación particular. Ésta sólo es posible dentro de los límites establecidos en la legislación universal; es decir, no cabe una legislación particular contra legem. Por ello, si un legislador particular quisiera establecer en su diócesis una norma contraria a lo establecido en el c. 905, que permitiera celebrar Misa más de tres veces en el mismo día, necesitaría facultad expresa de la Santa Sede. Hasta aquí, el problema está contemplado en términos estrictamente jurídicos. Sin embargo, la actual escasez de sacerdotes y la necesidad pastoral de facilitar la participación en la santa Misa a tantas comunidades cristianas, demandan un planteamiento más amplio de la cuestión que tenga en cuenta, por un lado, el cumplimiento de la ley, y dé satisfacción, por otro, a esas necesidades pastorales. No es fácil la solución de este dilema. Ya sabemos que algunos pretenden resolverlo acudiendo a prácticas contrarias a la fe católica y al derecho divino que capacita tan sólo al sacerdote para ofrecer el Sacrificio eucarístico. Otros, en cambio, en línea ciertamente ortodoxa, lo resuelven celebrando todas las Misas que la capacidad física permita y la necesidad pastoral demande. Pero no parece que la celebración de cinco, seis o más Misas sea la solución más conveniente, ni para el celebrante, ni para la comunidad cristiana que participa, ni sobre todo para la debida veneración que requiere la celebración del santo Sacrificio. Quizás deban arbitrarse otras medidas pastorales de suplencia, en conformidad con lo previsto en el c. 1248 § 3 y con lo que sugieren estas palabras de la Carta de la S. Cong.

10. Respecto a la celebración diaria de la Santa Misa por parte del Sacerdote, cfr. Enc. Ecclesia de Eucharistia,n. 31. La celebración cotidiana de la Santa Misa, aún cuando no hubiera participación de fieles fue también una viva recomendación de los Padres Sinodales que el Papa Benedicto XVI hace suya con estas palabras: «Esta recomendación está en consonancia ante todo con el valor objetivamente infinito de cada Celebración eucarística; y, además, está motivada por su singular eficacia espiritual, porque, si la Santa Misa se vive con atención y con fe, es formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve la conformación con Cristo y consolida al sacerdote en su vocación». Exh. Ap. Sacramentum Caritatis (22-II-2007), n. 80.

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para la Doctrina de la Fe, de 6.VIII.1983, escritas como respuesta a los errores modernos acerca del ministro del Sacrificio eucarístico: «A cada fiel o a las comunidades que por motivo de persecución o por falta de sacerdotes se ven privados de la celebración de la Sagrada Eucaristía por breve o, también, por largo tiempo, no por eso les falta la gracia del Redentor. Si están animados íntimamente por el voto del sacramento y unidos en la oración con toda la Iglesia; si invocan al Señor y elevan a Él sus corazones, viven por virtud del Espíritu Santo en comunión con la Iglesia, cuerpo vivo de Cristo, y con el mismo Señor. Unidos a la Iglesia por el voto del sacramento, por muy lejos que estén externamente, están unidos a ella íntima y realmente, y por consiguiente reciben los frutos del sacramento, mientras que los que intentan atribuirse indebidamente el derecho de celebrar el Misterio eucarístico terminan por cerrar su comunidad en sí misma». Entre esas medidas pastorales, pueden ser muy útiles las contempladas en el «Directorio para las celebraciones Dominicales en ausencia de presbítero», publicado por la Cong. para el Culto Divino de 2.VI.1988 11. En el Documento se sientan los criterios generales a tener en cuenta en ese tipo de celebraciones dominicales, en especial por parte del Obispo diocesano a quien compete «oído el parecer del Consejo presbiteral, decidir si en la propia diócesis se han de tener regularmente reuniones dominicales sin la celebración de la Eucaristía, y establecer normas no sólo generales sino también particulares, habida cuenta de los lugares y de las personas. Por tanto, no se deben organizar asambleas de este tipo, si no es por convocatoria del Obispo y bajo el ministerio pastoral del párroco» (n. 24).

La disciplina sobre las celebraciones dominicales en ausencia del presbítero la resume así el art. 7 de la Instrucción Ecclesiae de Mysterio: «§ 1 En algunos lugares, las celebraciones dominicales son guiadas, por la falta de presbíteros o diáconos, por fieles no ordenados. Este servicio, válido cuanto delicado, es desarrollado según el espíritu y las normas específicas emanadas por la competente autoridad eclesiástica. Para animar las mencionadas celebraciones, el fiel no ordenado deberá tener un especial mandato del Obispo, el cual pondrá atención en dar las oportunas indicaciones acerca de la duración, lugar, las condiciones y el presbítero responsable. § 2. Tales celebraciones, cuyos textos deben ser los aprobados por la competente autoridad eclesiástica, se configuran siempre como soluciones temporales. Está prohibido inserir en su estructura elementos propios de la liturgia sacrificial, sobre todo la «plegaria eucarística», aun en forma narrativa, para no engendrar errores en la mente de los fieles. A tal fin debe ser siempre recordado a quienes toman parte en ellas que tales celebraciones no sustituyen al Sacrificio eucarístico y que el precepto festivo se cumple solamente participando en la S. Misa. En tales casos, allí donde las distancias o las condiciones físicas lo permitan, los fieles deben ser estimulados y ayudados todo lo posible para cumplir con el precepto».

11. Cfr. el texto del Documento y comentario en «Ius Canonicum» XXIX, 1989, 447-574.

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II. MINISTRO DE LA SAGRADA COMUNIÓN (SACRAMENTO-COMUNIÓN) 1. Ministros ordinarios y extraordinarios De acuerdo con lo prescrito en el c. 916, son ministros ordinarios de la sagrada comunión el Obispo, el presbítero y el diácono. Es ministro extraordinario el acólito, o también otro fiel designado según el c. 230 § 3. La elevación del diácono a ministro ordinario de la comunión fue realizada ya por el Concilio Vaticano II, al confiarle como oficio propio, reservar y administrar la Eucaristía (LG, 29). Respecto al ministro extraordinario, institucionalmente es el acólito, esto es, el laico varón a quien se le ha conferido el ministerio del acolitado mediante un rito litúrgico, bien de forma estable (c. 230 § 1), bien de forma transitoria en orden al diaconado (c. 1035). El acólito así instituido, por tanto, no necesita una designación especial para ser ministro extraordinario de la comunión. Lo es en virtud de su propio ministerio; pero lo es extraordinariamente, es decir, en régimen de suplencia, cuando falta o está impedido el ministro ordinario. Además del acólito, pueden ser designados como ministros extraordinarios de la comunión otros fieles laicos —en el sentido de no ordenados—, sean varones o mujeres, si se verifican conjuntamente estas dos circunstancias del c. 230 § 3: que lo aconseje una necesidad pastoral y no haya ministros ordinarios. 2. La interpretación auténtica de 1988 La disciplina así descrita parece clara; no obstante, las interpretaciones y la praxis pastoral no siempre han discurrido por el cauce señalado. Lo cual motivó que se formulara a la Comisión Pontificia para la interpretación auténtica del CIC, la siguiente duda: «Si el ministro extraordinario de la sagrada comunión, designado a tenor de los cc. 910 § 2 y 230 § 3, puede ejercer su función supletoria incluso estando presente en la Iglesia, aunque no participen en la celebración eucarística, ministros ordinarios que no estén impedidos de algún modo».

La respuesta, publicada el 1.VI.1988 12 fue negativa. Por tanto, siempre que haya en la Iglesia ministros ordinarios —diáconos, sacerdotes— que no estén de algún modo impedidos, no están legitimados para ejercer su función de suplencia los ministros extraordinarios cualesquiera que sea la forma en que hayan sido designados. Para conocer mejor el alcance canónico, tanto de la ley codicial como de la mencionada interpretación auténtica, es conveniente tener en cuenta los

12. AAS 80, 1988, 1373. Vid. comentario a la respuesta en T. RINCÓN-PÉREZ, Carácter supletorio de la función de ministro extraordinario de la comunión, «Ius Canonicum» XXIX, n. 58, 1989, 589-598.

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antecedentes legales así como los motivos que dieron lugar a la intervención de la Santa Sede. a) Antecedentes legales El c. 845 del CIC 17 establecía, al respecto, lo siguiente: «§ 1. Sólo el sacerdote es ministro ordinario de la Sagrada Comunión. § 2. El diácono es ministro extraordinario, con licencia del Ordinario del Lugar o del párroco, la cual debe concederse con causa grave, y se presume legítimamente en caso de necesidad». Comentando este canon, Alonso Lobo escribía en el año 1963: «Sabemos que durante los primeros siglos de la Iglesia, y en épocas posteriores de persecución (antiguas y modernas), fue preciso servirse de los mismos fieles cristianos para guardar la Eucaristía y llevarla a los enfermos, a los perseguidos o a los encarcelados. Dejando a un lado esta clase de administraciones excepcionales, exigidas por circunstancias totalmente extrañas a la organización social y litúrgica de la Iglesia, vamos a fijarnos en la actual disciplina canónica sobre este ministerio, que en sustancia es la que viene practicándose desde los tiempos apostólicos» 13. En efecto, siempre se han dado situaciones de excepción en las que, tanto los laicos como los clérigos no ordenados in sacris, han podido distribuir la sagrada comunión. Pero hasta épocas recientes, posteriores al Concilio Vaticano II, la administración de la comunión era función propia y exclusiva de los sacerdotes y extraordinariamente de los diáconos. Así lo había dejado sentado el Concilio de Trento recogiendo una costumbre que se remonta, según sus palabras, a la tradición apostólica: «In sacramentali autem sumptione semper in Ecclesia Dei mos fuit, ut laici a sacerdotibus communionem acciperent, sacerdotes autem celebrantes se ipsos communicarent; qui mos tanquam ex traditione apostolica descendens iure ac merito retineri debet» 14. La revisión disciplinar, que va a tener lugar a raíz del Concilio Vaticano II, tiene sin duda caracteres nuevos pero sin una desconexión absoluta con la tradición a que se refiere el Concilio de Trento. No será superfluo tener en cuenta este dato a la hora de interpretar adecuadamente la naturaleza de la función de ministro extraordinario de la comunión que la disciplina vigente confiere a los laicos, y que en la respuesta que comentamos viene configurada como función supletoria. De donde se deduce que dicho ministerio sigue siendo propio de los ministros ordenados.

La reordenación de esta materia se inicia ya tímidamente en el propio Concilio Vaticano II. Hasta entonces, el diácono era sólo ministro extraordinario. Pero según el último Concilio ecuménico, es oficio propio del diácono, o a él le corresponde entre otras funciones la de conservar y distribuir la Eucaristía 15.

13. Comentarios al Código de Derecho Canónico, vol. II, BAC, Madrid 1963, p. 246. 14. Con. Trid., Sess. XIII, cap. 8, DENZIGER, Enchiridion Symbolorum, n. 881. 15. Cfr. LG, 29. Posteriormente estas competencias fueron ratificadas por la Const. Sacrum Diaconatus Ordinem de 1967.

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No obstante, la verdadera reforma que cristalizará en los cc. 910 § 2 y 230 § 3, tiene su origen en dos fuentes normativas posconciliares. 1.ª El M. Pr. Ministeria quaedam (15.VIII.1972) por el que se reforma la disciplina de la Iglesia católica acerca de la tonsura, de las órdenes menores y el subdiácono. Sabido es que estas órdenes menores, así como el subdiaconado son sustituidas por los llamados ministerios laicales, siendo obligatorios para toda la Iglesia latina, los de lector y acólito. Entre las funciones que corresponden a este último, según el Documento pontificio, está la de distribuir la santa comunión, como ministro extraordinario, cuando falten los ministros de los que se trata en el c. 845 del CIC (sacerdotes o diáconos), o cuando se hallan impedidos por enfermedad, por edad avanzada, o por algún otro ministerio pastoral, o cuando el número de fieles que se acercan a la sagrada Mesa es tan grande que hace demasiado larga la celebración de la Misa 16. 2.ª La Instr. Immensae caritatis, de 29.I.1973 17. Tras enunciar las causas o circunstancias que hacían aconsejable la reforma disciplinar, la Instrucción que viene aprobada y confirmada por la autoridad de Su Santidad Pablo VI, concede a los Ordinarios del lugar la facultad para designar nominalmente ministro extraordinario a una persona idónea, y permitirle a manera de acto, o por un tiempo determinado, e incluso de modo estable si así lo exige una necesidad, que se dé la comunión a sí mismo, la distribuya a otros fieles y la lleve a los enfermos en sus casas, siempre que se verifique alguna de las siguientes condiciones: a) que no haya sacerdote, diácono o acólito; b) o que habiéndolos, no puedan administrar la comunión por impedírselo otro ministerio pastoral, o falta de salud, o edad avanzada; c) que sean tantos los fieles que piden la comunión que sería preciso alargar demasiado la Misa o la distribución de la comunión fuera de ella 18. Toda esta disciplina posconciliar es ordenada ex integro por el nuevo Código (c. 910) por lo que las normas anteriormente referidas, han quedado abrogadas conforme a lo establecido en el c. 6 § 1, 4.º. Ello significa que no será en su tenor en donde debamos inspirarnos, sino en el tenor propio del Código. Por ejemplo, podrá ser aconsejable, pero no exigible el orden de prelación que, para determinar la persona idónea, establecía el n. IV de Immensae caritatis. Lo mismo cabe decir de las circunstancias que legitiman la actuación del ministro extraordinario: el punto de referencia son las normas codiciales tal y como son interpretadas auténticamente por la Comisión Pontificia. De ahí la importancia de conocer primero el contexto en que se da esta respuesta auténtica, y más tarde

16. Cfr. M. Pr. Ministeria quaedam, n. VI, en AAS 64, 1972, 527. 17. En AAS 65, 1973, 265. 18. Tras ratificar esta disciplina, la Instr. Inaestimabile Donum de 3.IV.1980, n. 10 (AAS 72, 1980, 336) sale al paso de prácticas que no se corresponden con dicha disciplina: «Reprobandus ideo mos est eorum sacerdotum, qui licet celebrationi ipsi intersint, a communione tamen distribuenda se abstinent, laicis id munus committentes».

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su contenido o alcance, teniendo en cuenta el carácter supletorio que tiene la función del laico como ministro extraordinario de la comunión. b) Origen y motivos de la respuesta Hasta el momento, de los numerosos cánones interpretados auténticamente por la Comisión Pontificia, apenas conocemos otra cosa que el tenor literal de la duda formulada y la respuesta escueta. Desconocemos quien ha propuesto la duda, de donde ha partido la iniciativa, o cual sea el trasfondo doctrinal y práctico que ha motivado la propuesta, aunque ésto sea fácil de adivinar en ocasiones por el tenor de la duda. En el caso que nos ocupa, por el contrario, tenemos datos suficientes para saber quien propuso la duda y los motivos por los que lo hizo. Datos que conviene tener en cuenta también, para descubrir el alcance de la respuesta y, consecuentemente, el genuino sentido de la disciplina codicial. Esos datos están contenidos en el texto de una carta dirigida por el Nuncio de Su Santidad en España al Presidente de la Conferencia Episcopal 19. Por medio de esa carta, los Obispos españoles —y por el mismo procedimiento los restantes Obispos del mundo 20— tuvieron conocimiento de la respuesta auténtica antes de que ésta fuera publicada en Acta Apostolicae Sedis. Lo cual es un indicio claro del interés pastoral y disciplinar que el tema encierra, y de la urgencia de frenar abusos constatados y en prevenir otros posibles abusos que, al filo de la facultad para ser ministro extraordinario de la comunión, pudieran cometerse. Pero lo importante es dejar constancia aquí de tres datos de interés de los que da noticia la mencionada Carta del Nuncio en España: 1. Fue la Cong. para los Sacramentos la que pidió a la Comisión Pontificia una interpretación exacta de los cc. 910 § 2 y 230 § 3, y la que formuló la duda en los términos que ya conocemos. 2. La petición de la Congregación estuvo motivada por una serie de abusos que se venían observando en el ejercicio de ese ministerio laical, de carácter supletorio y extraordinario. En efecto, «dicha facultad, que ha resultado un verdadero alivio tanto para el celebrante como para los fieles, en ocasiones de gran afluencia en el momento de la Comunión, ha llevado, con frecuencia, a olvidar el carácter de «extraordinariedad» de dicho ministerio, hasta el punto de considerarlo como

19. Cfr. la revista «Palabra», n. 270, diciembre de 1987, p. 43. 20. En un Discurso a los Obispos de Estados Unidos, el Papa Juan Pablo II deja constancia de que fue él mismo quien pidió a la Congregación para los Sacramentos que comunicara a las Conferencias Episcopales de todo el mundo la decisión adoptada por la Pontificia Comisión para la interpretación auténtica del Código. Cfr. Discurso, 10.XII.1988, n. 6, en «L’Osservatore Romano», 11.XII.1988.

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de ordinaria administración, o bien como una especie de premio para agradecer la colaboración de los laicos». De modo concreto, según el Nuncio de Su Santidad, «los abusos tienen lugar cuando: — Los ministros extraordinarios distribuyen ordinariamente la comunión junto con el celebrante, ya en ocasiones en que el escaso número de comulgantes no constituye motivo de necesidad; ya en presencia de otros concelebrantes o de otros ministros ordinarios disponibles, aunque no concelebren. — Los ministros extraordinarios, en el momento de la comunión la distribuyen a sí mismos y a los fieles mientras el ministro ordinario y los eventuales concelebrantes permanecen inactivos» 21. 3. A la vista de estos datos que son los que motivan la iniciativa de la Cong. para los Sacramentos, y a la luz de la respuesta auténtica, el Nuncio deduce que no está permitido a los ministros extraordinarios distribuir la sagrada comunión, ni a sí mismos, ni a los demás, cuando estén presentes ministros ordinarios, participen o no en la celebración eucarística, con tal de que no estén impedidos por otro ministerio o sean insuficientes en número. 3. El art. 8 de la Instrucción «Ecclesiae de Mysterio» «Los fieles no ordenados, ya desde hace tiempo, colaboran en diversos ambientes de la pastoral con los sagrados ministros, a fin de que ‘el don inefable de la Eucaristía sea siempre más profundamente conocido y se participe en su eficacia salvífica más abundantemente’. Se trata de un servicio litúrgico que responde a objetivas necesidades de los fieles, destinado, sobre todo, a los enfermos y a las asambleas litúrgicas en las cuales son particularmente numerosos los fieles que desean recibir la sagrada Comunión. § 1. La disciplina canónica sobre el ministro extraordinario de la sagrada Comunión debe ser, sin embargo, rectamente aplicada para no generar confusión. Establece que el ministro ordinario de la sagrada Comunión es el Obispo, el presbítero y el diácono, mientras son ministros extraordinarios sea el acólito instituido, sea el fiel delegado para ello a tenor de la norma del can. 230, § 3. Un fiel no ordenado, si lo sugieren motivos de verdadera necesidad, puede ser delegado por el Obispo diocesano, en calidad de ministro extraordinario, para distribuir la sagrada Comunión también fuera de la celebración eucarística, ad actum vel ad tempus, o de modo estable, utilizando para esto la apropiada forma litúrgica de bendición. En casos excepcionales e imprevistos, la autorización puede ser concedida ad actum por el sacerdote que preside la celebración eucarística.

21. Según se desprende del discurso del Papa a los Obispos de Estados Unidos en visita ad limina (vide nota anterior), estos abusos no se advierten sólo en las práxis pastoral y litúrgica, sino también en las directrices diocesanas al respecto: «En algunos casos —les dice el Papa— puede haber todavía necesidad de corregir las directrices diocesanas en esta materia no sólo para asegurar la fiel aplicación de la ley sino también para fomentar la verdadera noción y el genuino carácter de la participación en la vida y misión de la Iglesia».

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§ 2. Para que el ministro extraordinario, durante la celebración eucarística, pueda distribuir la sagrada Comunión, es necesario o que no se encuentren presentes ministros ordinarios o que éstos, aunque presentes, se encuentren verdaderamente impedidos. Pueden desarrollar este mismo encargo también cuando, a causa de la numerosa participación de fieles que desean recibir la sagrada Comunión, la celebración eucarística se prolongaría excesivamente por insuficiencia de ministros ordinarios. Tal encargo es de suplencia y extraordinario y debe ser ejercitado a tenor del derecho. A tal fin es oportuno que el Obispo diocesano dé normas particulares que, en estrecha armonía con la legislación universal de la Iglesia, regulen el ejercicio de tal encargo. Se debe proveer, entre otras cosas, a que el fiel delegado para tal encargo sea debidamente instruido sobre la doctrina eucarística, sobre la índole de su servicio, sobre las rúbricas que se deben observar para la debida reverencia a tan augusto Sacramento y sobre la disciplina acerca de la admisión para la Comunión. Para no provocar confusiones, han de ser evitadas y suprimidas algunas prácticas que se han venido creando desde hace algún tiempo en algunas Iglesias particulares, como por ejemplo: — la comunión de los ministros extraordinarios como si fueran concelebrantes; — asociar, a la renovación de las promesas de los sacerdotes en la S. Misa crismal del Jueves Santo, otras categorías de fieles que renuevan los votos religiosos o reciben el mandato de ministros extraordinarios de la Comunión. — el uso habitual de los ministros extraordinarios en las SS. Misas, extendiendo arbitrariamente el concepto de ‘numerosa participación’».

4. Naturaleza supletoria de la función del laico como ministro extraordinario de la comunión Conocidos los abusos disciplinares que han motivado la respuesta auténtica a instancia de la Santa Sede y últimamente el art. 8 de la Instrucción de 1997, no está de más que ahondemos en las razones últimas en virtud de las cuales el fiel laico sólo extraordinariamente —en el caso de necesidad y en ausencia de ministros ordinarios— puede ejercer la función de ministro de la comunión. Estas razones están sintetizadas en el carácter de munus supletorium que reviste dicha función, tal y como aparece reflejado en el texto de la respuesta auténtica. Y de manera explícita a ello se refiere el Papa en el mencionado discurso a los Obispos de Estados Unidos en visita ad limina, cuando reclama la necesidad de corregir las directrices diocesanas en esta materia no sólo por simples motivos legislativos: «para asegurar la fiel aplicación de la ley»; sino también por razones teológicas de fondo: «para fomentar la verdadera noción y el genuino carácter de la participación en la vida y misión de la Iglesia» 22. En efecto, se distorsionaría el genuino carácter de la participación del laico en la vida y misión de la Iglesia, si una función de mera suplencia, reservada

22. JUAN PABLO II, Discurso, 10.XII.1988, cit.

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por principio a los ministros sagrados, se elevara al rango de misión propia del laico, ejercitable como tal en circunstancias ordinarias, aun estando presente el ministro ordenado. Es cierto que la posición activa del laico en cuanto fiel ha adquirido un relieve especial, tanto en el Concilio como en el Código. Pero no todas las manifestaciones de esa posición activa del laico en la Iglesia tienen el mismo alcance canónico o eclesiológico. Unas constituyen actividades propias —institucionalizadas o no— del laico en cuanto fiel mediante las cuales coopera orgánicamente con las propias del sacerdocio ministerial; mientras que otras conllevan actividades que, estando reservadas a los ministros sagrados, no lo están de forma absoluta o necesaria 23, por lo que, en caso de necesidad, pueden ser ejercitadas por los laicos en régimen de suplencia. A la vista de estos dos tipos de ministerios, oficios y funciones de los laicos: los que son propios por fundarse en su condición de bautizados, y los que tienen naturaleza supletoria por corresponder propiamente a los ministros sagrados, cabe preguntarse a qué tipo corresponde la función de ser ministro extraordinario de la comunión. Para resolver con más claridad la cuestión, conviene tener en cuenta dos clases de ministros extraordinarios: los comprendidos en los cc. 230 § 3 y 910 § 2 respectivamente. La diferencia entre unos y otros reside sólo en el modo de designación: los primeros son designados ad hoc por la autoridad competente, mientras que los segundos son institucionalmente ministros extraordinarios de la comunión por el hecho de haber sido instituidos como acólitos; no necesitan una designación especial; lo son en virtud de su propio ministerio, una de cuyas funciones es precisamente esa. Pero lo son extraordinariamente, es decir, cuando falta o está impedido el ministro ordinario. En este aspecto concreto no existen diferencias entre los dos tipos de ministros de la comunión: también la función del acólito es función de suplencia, porque la distribución de la Eucaristía es función propia de los ministros ordenados. Esta última idea la ilustró el papa Juan Pablo II en los comienzos de su Pontificado con las siguientes palabras: los sacerdotes, en cuanto ministros de la sagrada Eucaristía, «tienen sobre las Sagradas Especies una responsabilidad primaria porque es total; ofrecen el pan y el vino, lo consagran, y luego distribuyen las Sagradas Especies a los participantes en la Asamblea (…). Por eso cuán elocuente, aunque no sea primitivo, es en nuestra ordenación latina el rito de la unción de las manos, como si precisamente a estas manos fuera necesaria una especial gracia y fuerza del Espíritu Santo. »El tocar las Sagradas Especies, su distribución con las propias manos es un privilegio de los ordenados, que indica una participación activa en el ministerio de la Eucaristía» 24. 23. Tal sería el caso del poder de consagrar o de perdonar los pecados sacramentalmente. Estos poderes nunca puede ser suplidos por los laicos. 24. JUAN PABLO II, Carta Dominicae Cenae, 24.II.1980, n. 11.

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El carácter supletorio que venimos atribuyendo a la función de ser ministro extraordinario de la comunión, no es una mera cuestión teórica sino que tiene una gran relevancia práctica en orden a interpretar correctamente las normas y a discernir aquellos supuestos extraordinarios en que es legítimo a un fiel laico distribuir la comunión. De forma general, pero perfectamente aplicable a nuestro caso, en la Exh. Ap. Christifideles laici, 23, el Sumo Pontífice advierte cómo en la Asamblea sinodal, junto a los positivos, no han faltado «otros juicios críticos sobre el uso indiscriminado del término “ministerio”, la confusión y tal vez la igualación entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, la escasa observancia de ciertas leyes y normas eclesiásticas, la interpretación arbitraria del concepto de “suplencia”, la tendencia a la “clericalización” de los fieles laicos y el riesgo de crear de hecho una estructura eclesial de servicio paralela a la fundada en el Sacramento del Orden». Por todo ello, dirá más adelante, «es necesario también que los pastores estén vigilantes para que se evite un fácil y abusivo recurso a presuntas “situaciones de emergencia” o de “necesaria suplencia”, allí donde no se dan objetivamente o donde es posible remediarlos con una programación pastoral más racional». El carácter supletorio de la función de ministro extraordinario de la comunión comporta también una importante consecuencia canónica: compete a los Obispos discernir si se dan las circunstancias extraordinarias según las cuales es legítimo y pastoralmente aconsejable que un fiel no ordenado administre la comunión. Pero si esas circunstancias de hecho no se dan, el Obispo no tiene facultad para dispensar; es decir, no puede convertir a ese fiel en ministro ordinario de la comunión. No operaría aquí el c. 87, sino el c. 86.

5. El ministro extraordinario de la Sagrada Comunión en la Instr. Redemptionis Sacramentum Esta Instrucción publicada por la Congregación para el Culto divino y la disciplina de los sacramentos, el 25-III-2004, es como ya sabemos, la respuesta a una solicitud del Papa Juan Pablo II en la Encíclica sobre la Eucaristía. El Documento, de naturaleza disciplinar o jurídica, dedica un capítulo íntegro al tema de los Ministerios extraordinarios de los fieles laicos (Cap. VII); y dentro de él, un apartado importante sobre el ministro extraordinario de la Sagrada Comunión. En síntesis, estos son algunos de los aspectos disciplinares subrayados por la Instrucción, en línea de continuidad con lo ya dicho: 1. «Solamente por verdadera necesidad se recurra al auxilio de ministros extraordinarios, en la celebración de la Liturgia. Pero esto no está previsto para asegurar una plena participación de los laicos, sino que, por su naturaleza, es suplementaria y provisional…» (n. 151). 2. Estos ministerios de mera suplencia en ningún modo den lugar a una deformación del mismo ministerio de los sacerdotes y a una confusión de lo específico de cada uno (cfr. n. 152). 3. El nombre de Ministro de la Eucaristía, sólo es aplicable en sentido propio al sacerdote, porque sólo él es ministro capaz de confeccionar el sacra193

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mento de la Eucaristía, actuando in persona Christi. Ministros ordinarios de la Sagrada comunión son el Obispo, el presbítero y el diácono. 4. Como ministros extraordinarios: el acólito instituido como tal, otro fiel laico a quien el Obispo diocesano delegue esa facultad, bien para ese momento, o para un tiempo determinado, recibida en la manera debida la bendición. A este respecto, la norma precisa que el acto de designación no tiene necesariamente una forma litúrgica y de tenerla, ha de evitarse que se asemeje a la Sagrada Ordenación. Sólo en casos especiales e imprevistos, termina diciendo la norma, el sacerdote que preside la celebración eucarística puede dar un permiso ad actum (n. 155). 5. Otras normas de la Instrucción (nn. 157-160) recuerdan aspectos disciplinares establecidos con detalle por la Instr. Ecclesiae de Mysterio, arriba analizados. Es conveniente tener en cuenta esta advertencia de índole terminológica: el ministro extraordinario de que se trata es «ministro extraordinario de la sagrada comunión, pero no ministro especial de la sagrada comunión, ni ministro especial de la Eucaristía; con estos nombres es ampliado indebida e impropiamente su significado» (n. 156).

III. MINISTRO DE LA EXPOSICIÓN Y BENDICIÓN EUCARÍSTICA (SACRAMENTO-PRESENCIA) 1. El culto a la santísima Eucaristía Además de sacrificio y banquete, la Eucaristía es el sacramento de la presencia real de Cristo bajo las especies sacramentales. Por ello, el culto de la santísima Eucaristía, si bien acompaña y se enraíza ante todo en la celebración de la liturgia eucarística, no termina con el momento celebrativo sino que se prolonga de modo permanente a través de la reserva del santísimo Sacramento en los tabernáculos, y de las múltiples formas de devoción y culto eucarístico que la Iglesia ha promovido desde tiempos antiguos. De este modo se cumple el precepto imperativo del c. 898: «Tributen los fieles la máxima veneración a la santísima Eucaristía, tomando parte activa en la celebración del Sacrificio augustísimo, recibiendo este sacramento frecuentemente y con mucha devoción, y dándole culto con suma adoración; y los pastores de almas, al exponer la doctrina sobre este sacramento, inculquen diligentemente a los fieles esta obligación».

«La adoración a Cristo en este sacramento de amor debe encontrar expresión en diversas formas de devoción eucarística: plegarias personales ante el Santísimo, horas de adoración, exposiciones breves, prolongadas, anuales (las cuarenta horas), bendiciones eucarísticas, congresos eucarísticos. A este respecto merece una mención particular la solemnidad de Corpus Christi como 194

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acto de culto público tributado a Cristo presente en la Eucaristía, establecida por mi Predecesor Urbano IV en recuerdo de la institución de este gran misterio» 25. Estas formas de culto eucarístico, señaladas por el Sumo Pontífice, encuentran un refrendo positivo en el nuevo Código (cc. 941-944), al conceder éste mayores facultades en todo lo concerniente a la exposición y bendición eucarística. Y así, no se necesita, como en la disciplina antigua, causa grave, ni autorización del Ordinario, para la exposición con la custodia. Cumpliendo las normas litúrgicas, la exposición tanto con el copón como con la custodia se puede hacer en cualquier circunstancia y día, en toda iglesia y oratorio en los que esté permitido tener reservada la santísima Eucaristía (c. 941). 2. Ministro de la exposición y bendición; ministro extraordinario de la exposición Es, no obstante, en relación con el ministro de la exposición del Santísimo donde son mayores las facultades que otorga la nueva disciplina. Ministro de la exposición y de la bendición es tan sólo el sacerdote o el diácono. Pero, en circunstancias peculiares, omitiendo la bendición, son también ministros de la exposición y reserva el acólito, el ministro extraordinario de la sagrada comunión u otra persona designada por el Ordinario del lugar (c. 943). 3. La reserva del Santísimo. El sagrario Previamente, la ley canónica (cc. 934-940) ha regulado con especial esmero todo lo concerniente al lugar sagrado donde debe estar reservada la santísima Eucaristía (iglesias, oratorios, capillas), y a las cualidades que debe reunir el sagrario o tabernáculo donde se guardan las sagradas formas. Por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, la Iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas. Para resaltar esa presencia de Cristo y para facilitar su adoración, «el sagrario debe estar colocado en un lugar particularmente digno de la iglesia; debe estar construido de tal forma que subraye y manifieste la verdad de la presencia real de Cristo en el sacramento» 26. Y para evitar además cualquier peligro de profanación, deben cumplirse con especial diligencia estas normas establecidas en el c. 938: «§ 1. Habitualmente, la santísima Eucaristía estará reservada en un solo sagrario de la iglesia u oratorio.

25. JUAN PABLO II, Carta Dominicae Cenae, 3. 26. Catecismo de la Iglesia Católica, 1379.

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§ 2. El sagrario en el que se reserva la santísima Eucaristía ha de estar colocado en una parte de la iglesia u oratorio verdaderamente noble, destacada, convenientemente adornada, y apropiada para la oración. § 3. El sagrario en el que se reserva habitualmente la santísima Eucaristía debe ser inamovible, hecho de materia sólida no trasparente, y cerrado de manera que se evite al máximo el peligro de profanación. § 4. Por causa grave, se puede reservar la santísima Eucaristía en otro lugar digno y más seguro, sobre todo durante la noche. § 5. Quien cuida de la iglesia u oratorio ha de proveer a que se guarde con la mayor diligencia la llave del sagrario en el que está reservada la santísima Eucaristía».

4. La tutela de la Santísima Eucaristía «La Sagrada Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia» (PO, 5). Nada tiene de extraño, por ello, que las normas de la Iglesia traten de impedir preventivamente cualquier tipo de profanación de las especies consagradas, llamando a los pastores o responsables de las iglesias u oratorios a usar la mayor diligencia en la custodia de ese Bien supremo. Pero además de las normas cautelares ya señaladas (vid. también el c. 935), la ley canónica tutela también la sagrada Eucaristía mediante la imposición de la pena de excomunión latae sententiae (automática) reservada a la Sede Apostólica, a quien cometiere los delitos tipificados así en el c. 1367: «Quien arroja las especies consagradas, o las lleva o retiene con una finalidad sacrílega, incurre en excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica; el clérigo puede ser castigado, además, con otra pena, sin excluir la expulsión del estado clerical».

Los tipos delictivos contenidos en las expresiones «llevarse o retener» las especies sagradas con una finalidad sacrílega, parecen claros. Pero no ha sucedido así con la expresión arrojar —abicit—. Se planteó la duda de si la palabra abicit debía entenderse únicamente en su sentido propio, pero limitado, de arrojar las especies eucarísticas, o en el sentido demasiado genérico de profanar. Ello llevó a solicitar que el Consejo Pontificio para la interpretación de los textos legislativos diera al respecto una respuesta auténtica a la siguiente duda: «Si en los cc. 1367 del CIC y 1442 del CCEO la palabra abicere se debe entender como el acto de arrojar o no».

La respuesta fue negativa y ad mentem. «La mente es ésta: cualquier acción voluntaria y gravemente despreciativa se ha de considerar incluida en la palabra abicere» 27. 27. El Sumo Pontífice confirmó esta Respuesta y ordenó su publicación el 3.VII.1999. Vid. DP-100, Palabra, octubre 1999. Aquí aparece también, junto a la transcripción de la Respuesta auténtica, una glosa o nota explicativa de Mons. Julián Herranz, Presidente del PCITL.

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EL MINISTRO DE LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA

Según comenta y explica Mons. Julián Herranz, Presidente del PCITL, «el verbo abicit no se ha de entender sólo en su sentido estricto de arrojar, ni tampoco genéricamente en el sentido de profanar, sino en el sentido más amplio de despreciar, menospreciar, humillar. Por tanto, comete un grave delito de sacrilegio contra el Cuerpo y la Sangre de Cristo quien se lleva o retiene las sagradas especies con finalidad sacrílega (obscena, supersticiosa o impía) y quien, incluso sin sacarlas del tabernáculo, del ostensorio o del altar, las hace objeto de cualquier acto externo, voluntario y grave, de desprecio...». La Instr. Redemptionis Sacramentum, n. 107, se hace eco de esta interpretación auténtica, tras señalar el delito tipificado en el c. 1367. «En este caso se debe considerar incluida cualquier acción, voluntaria y grave, de desprecio a las sagradas especies. De donde, si alguno actúa contra las normas arriba indicadas, por ejemplo, arrojando las sagradas especies en el lavabo de la sacristía, o en un lugar indigno, o por el suelo, incurre en las penas establecidas». «Se debe tener presente, dirá el Documento más adelante, que sustraer o retener las sagradas especies con un fin sacrílego, o arrojarlas, constituye uno de los graviora delicta, cuya absolución está reservada a la Congregación para la Doctrina de la Fe» (n. 132). En efecto, el 30-IV-2001, el Papa Juan Pablo II promulgó el M. Pr. Sacramentorum Sanctitatis tutela en donde se dictan normas —sustantivas y procesales— acerca de los delitos más graves (delicta graviora) reservados a la competencia exclusiva de la Congregación para la Doctrina de la Fe. I. Los delitos contra la Santísima Eucaristía contemplados entre los delicta graviora son los siguientes: 1. la profanación de las especies eucarísticas a tenor de lo establecido en el c. 1367, junto con la interpretación auténtica ya comentada. 2. La atentación de la celebración litúrgica del sacrificio eucarístico por quien no es sacerdote (c. 1378 § 2, n. 1). 3. La simulación de la celebración litúrgica del Sacrificio eucarístico (c. 1379). 4. La concelebración del sacrificio eucarístico con ministros de comunidades eclesiales que no tienen sucesión apostólica ni reconocen la dignidad sacramental de la ordenación sacerdotal (cc. 908, 1365). 5. La consagración con fin sacrílego de una especie eucarística sin la otra, o de ambos fuera de la celebración eucarística (c. 927). II. Los delitos más graves contra la santidad del sacramento de la penitencia son los siguientes: 1. La absolución del cómplice en pecado contra el sexto mandamiento del Decálogo (c. 1378 § 1). 2. La solicitación en confesión a tenor del delito tipificado en el c. 1387. 197

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3. La violación directa o indirecta del sigilo sacramental a tenor del c. 1388. La inclusión de la violación indirecta del sigilo fue una decisión ulterior del Papa, ex audiencia, de 7-II-2003. 4. La captación hecha por cualquier instrumento técnico así como la divulgación a través de los medios de comunicación social de aquello que se dice en confesión, sea del confesor o del penitente. También este delito fue introducido entre los delicta graviora por decisión del Papa, ex audiencia, 7-II-2003. III. Entre los delitos contra mores, aparece tipificado como delito más grave, reservado como los anteriores a la Congregación para la Doctrina de la Fe, el delito contra el sexto precepto del Decálogo cometido por un clérigo con un menor de 18 años.

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CAPÍTULO XI

PARTICIPACIÓN DE LOS FIELES EN LA EUCARISTÍA

I. PARTICIPACIÓN DE LOS FIELES EN LA EUCARISTÍA 1. Obligación y derecho a una participación activa En virtud del bautismo, el pueblo cristiano —y por consiguiente, cada fiel— tiene derecho y obligación de participar consciente y activamente en las celebraciones litúrgicas en general, y en la liturgia eucarística en particular. Ya se señaló más arriba que, tal vez por la dificultad para determinar su contenido, este derecho-deber, formalizado en el Concilio (cfr. SC, 14), no pasó a integrar el estatuto fundamental del fiel, formalizado en el CIC 83. Se cumple este deber y se ejerce este derecho, según el modo propio que a cada fiel corresponde siguiendo la línea trazada por la diferencia esencial entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común. Si en algún momento tiene una aplicación más directa esa diferencia, es precisamente en la celebración del misterio augusto de la Eucaristía. Por lo demás, participación activa no significa necesariamente colaboración con los ministros sagrados en los distintos actos celebrativos que integran la santa Misa; por ejemplo, en el servicio de lector o de acólito. Tales servicios no son un deber de todos y cada uno de los fieles, ni constituyen un derecho 1.

1. El Papa, en un Discurso (9.X.1998) a un grupo de obispos de Estados Unidos, ha glosado de este modo la exhortación del Concilio a «la participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas» (SC, 14): «Participación plena significa ciertamente que todos los miembros de la comunidad tienen que desempeñar un papel en la liturgia; y a este respecto se ha logrado mucho en las parroquias y comunidades de vuestro país. Pero, participación plena no significa que todos puedan hacer todo, ya que esto llevaría a clericalizar el laicado, y a secularizar el sacerdocio; y esto no es lo que el Concilio pretendía. La liturgia, como la Iglesia, debe ser jerárquica y polifónica, respetando los diversos papeles asignados por Cristo, y permitiendo que todas las voces diferentes se fundan en un único y gran himno de alabanza». La participación activa «no excluye la pasividad activa del silencio, la quietud y la escucha: en realidad la exige (...)». La participación consciente tampoco significa «un intento constante en la liturgia por haber explícito lo implícito (...)». Vid. DP-130, 1998, en Palabra, diciembre 1998.

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Un modo activo y pleno de participar en la celebración del Sacrificio eucarístico lo constituye la recepción de la sagrada comunión. Pero hay que tener en cuenta, a este respecto, que la participación en la santa Misa tiene un valor salvífico en sí misma, con independencia de que se comulgue o no. Este es el motivo por el que todos los fieles católicos tienen obligación y derecho a participar en ella, aunque tengan limitado el ejercicio de su derecho a comulgar. El ejemplo más claro es el de los divorciados que se casan de nuevo: por principio, no pueden ser admitidos a la comunión eucarística, «dado que su estado y condición de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía» (FC, 83). Pero no por ello se deben considerar separados de la Iglesia, antes bien pueden y aun deben, en cuanto bautizados, participar en su vida. Por eso, se les debe exhortar, entre otras cosas, a escuchar la palabra de Dios y a frecuentar el sacrificio de la Misa (cfr. FC, 84). El valor salvífico de la Santa Misa con independencia de que se comulgue o no, ha sido puesto de relieve por Benedicto XVI con estas palabras: «Sin duda, la plena participación en la Eucaristía se da cuando nos acercamos también personalmente al altar para recibir la Comunión. No obstante, se ha de poner atención para que esta afirmación correcta no induzca a un cierto automatismo entre los fieles, como si por el solo hecho de encontrarse en la iglesia durante la liturgia se tenga ya el derecho o quizá incluso el deber de acercarse a la Mesa eucarística. Aún cuando no es posible acercarse a la comunión sacramental, la participación en la Santa Misa, sigue siendo necesaria, válida, significativa y fructuosa» (Instr. Sacramentum Caritatis, n. 55). 2. La participación a través de los «ministerios» litúrgicos; el servicio al altar de las mujeres Tras la reforma iniciada por Pablo VI con el M. Pr. Ministeria quaedam (15.VIII.1972), muchos de los ministerios encomendados a los clérigos de órdenes menores, pasaron a ser desempeñados por los laicos —fieles no ordenados—. El c. 230 es el mejor exponente de esta nueva disciplina. Pero conviene tener en cuenta los distintos supuestos que contempla la norma codicial. El primer supuesto es el de los ministerios estables de lector y acólito, que sólo pueden ser conferidos a varones laicos. Como quiera que nada hay iure divino que lo impida, no sería extraño que se revisara en un futuro esta discriminación legal, una vez que desaparezca el nexo equívoco entre las funciones que se fundan en 2. Cfr. Alocución del Papa JUAN PABLO II en el Simposio de la Congregación para el Clero, sobre «La participación de los fieles laicos en el ministerio presbiteral (22.IV.1994). Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, El servicio al altar de las mujeres, en «Relaciones de justicia y ámbitos de libertad en la Iglesia», Pamplona 1997, pp. 363-377. 3. Para obrar rectamente en este campo de la participación de los fieles laicos en las celebraciones litúrgicas, conviene tener en cuenta las precisiones que hace al respecto el art. 6, § 2 de la Instrucción de 1997: «Para que también en este campo sea salvaguardada la identidad ecle-

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el bautismo o en el sacerdocio común de los fieles, y aquellas que se originan en el sacramento del orden. A ello podrá contribuir muy positivamente el uso adecuado del término «ministerio» cuya plenitud y univocidad de significado la tradición ha atribuido siempre a quienes han recibido la sagrada ordenación 2. Junto a esos ministerios instituidos de los que se excluye a las mujeres, el c. 230 contempla otros servicios, algunos de los cuales se fundan en la condición bautismal, son propios de todos los fieles sin limitación alguna, si bien su ejercicio, en este caso temporal, requiere la intervención de la autoridad eclesiástica para el buen orden de la celebración eucarística. Otros, en cambio, son en gran medida funciones que pueden ejercer los fieles laicos —varones y mujeres— pero en régimen de suplencia, por ser propios de los ministros sagrados 3. De entre todas esas funciones litúrgicas, cuyo más efectivo cumplimiento tiene lugar en la celebración de la Eucaristía, la del servicio al altar ha permanecido durante algún tiempo en la penumbra interpretativa hasta que, a instancias de diversos episcopados, la Congregación para el Culto Divino elevó al Pontificio Consejo para la Interpretación de los textos legislativos la siguiente cuestión: «Si entre las funciones litúrgicas que pueden desempeñar los laicos, varones o mujeres, a tenor del c. 230 § 2 del CIC, puede enumerarse también el servicio al altar». La respuesta, que el Papa confirma y manda publicar el 11.VII.1992, tiene este tenor: «Affirmative et iuxta instructiones a Sede Apostolica dandas». La entrada en vigor de la respuesta se hacía depender del momento en que la Congregación dictara esas instrucciones, por eso no se hizo pública hasta el 15.III.1994, fecha en que se remiten en carta circular esas instrucciones a todos los presidentes de las Conferencias Episcopales 4. De acuerdo con esta respuesta auténtica, y sin menoscabo de prestar atención a las instrucciones que la acompañan, no cabe ya duda de que entre las funciones señaladas sial de cada uno, se deben abandonar los abusos de distinto tipo que son contrarios a cuanto prevé el c. 907, según el cual en la celebración eucarística, a los diáconos y a los fieles no ordenados no les es permitido pronunciar las oraciones y cualquier otra parte reservada al sacerdote celebrante —sobre todo la oración eucarística con la doxología conclusiva— o asumir acciones o gestos que son propios del mismo celebrante. Es también grave abuso el que un fiel no ordenado ejercite, de hecho, una casi presidencia de la Eucaristía, dejando al sacerdote sólo el mínimo para garantizar la validez. En la misma línea resulta evidente la ilicitud de usar, en las ceremonias litúrgicas, por parte de quien no ha sido ordenado, ornamentos reservados a los sacerdotes o a los diáconos (estola, casulla, dalmática). »Se debe tratar de evitar cuidadosamente hasta la misma apariencia de confusión que puede surgir de comportamientos litúrgicos anómalos. Como los ministros ordenados tienen la obligación de vestir los ornamentos sagrados, así los fieles no ordenados no pueden asumir lo que no es propio de ellos. »Para evitar confusiones entre la liturgia sacramental presidida por un clérigo o un diácono y otros actos, animados o guiados por fieles no ordenados, es necesario que para estos últimos se adopten formulaciones claramente diferentes». 4. Se publica junto con las Instrucciones en AAS, 86, 1994, pp. 541-542. 5. Vide Inst. Liturgicae Instaurationes, n. 7, 5.IX.1970; Instr. Inaestimabile donum, n. 18, 31.IV.1980. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, El servicio al altar…, cit.

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en el c. 230 § 2 se encuentra la de servicio al altar. Y como quiera que esas funciones son propias de todo bautizado, sea varón o mujer, tampoco hay duda de que la mujer es canónicamente hábil para ejercer el servicio al altar. De este modo quedan derogadas las normas anteriores al CIC 83 según las cuales estaba prohibido a las mujeres desempeñar el cargo de acólito o de servicio al altar 5. Pero téngase en cuenta en todo caso estas precisiones: a) La norma parte de un presupuesto: la capacidad canónica de todos los bautizados sin excepción para ejercer esas funciones litúrgicas, incluido el servicio al altar. b) No se trata de una norma preceptiva, sino permisiva. Dicha permisión, además, no es efectiva hasta tanto no haya un encargo temporal por parte de la autoridad competente. c) Como consecuencia de todo ello, esos encargos temporales no son exigibles como derecho, ni se ponen en acto por la iniciativa espontánea de los propios fieles, sino que se otorgan discrecionalmente por la autoridad correspondiente. Al Obispo le corresponde juzgar y dar normas generales al respecto, siendo después los responsables de cada iglesia quienes tendrán la competencia para encargar a determinados fieles laicos el ejercicio de esas funciones, de acuerdo con las normas diocesanas.

3. La reserva de la homilía, durante la santa Misa, al sacerdote o al diácono Los fieles laicos pueden ser admitidos a predicar en una iglesia u oratorio, en circunstancias determinadas (c. 766), pero no así a predicar la homilía, en cuanto que ésta forma parte de la misma liturgia eucarística. Así lo establece explícitamente el c. 767 § 1: «Entre las formas de predicación destaca la homilía, que es parte de la misma liturgia y está reservada al sacerdote o al diácono; a lo largo del año litúrgico, expóngase en ella, partiendo del texto sagrado, los misterios de la fe y las normas de vida cristiana».

Como explanación y desarrollo de esta norma codicial, el art. 3 de la Instrucción de 1997 establece al respecto lo siguiente: «§ 1. La homilía, forma eminente de predicación ‘qua per anni liturgici cursum ex textu sacro fidei mysteria et normae vitae christianae exponuntur’, es parte de la misma liturgia. Por tanto, la homilía, durante la celebración de la Eucaristía, se debe reservar al ministro sagrado, sacerdote o diácono. Se excluyen los fieles no ordenados, aunque desarrollen la función llamada ‘asistentes pastorales’ o catequistas, en cualquier tipo de comunidad o agrupación. No se trata, en efecto, de una eventual mayor capacidad expositiva o preparación teológica, sino de una función reservada a aquel que es consagrado con el sacramento del orden, por lo que ni siquiera el Obispo diocesano puede dispensar de la norma del canon, dado que no se trata de una ley meramente disciplinar, sino de una ley que toca las funciones de enseñanza y santificación estrechamente unidas entre sí. No se puede admitir, por tanto, la praxis, en ocasiones asumida, por la cual se confía la predicación homilética a seminaristas estudiantes de teología, aún no ordenados. La homilía no puede, en efecto, considerarse como una práctica para el futuro ministerio.

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Se debe considerar abrogada por el can. 767, § 1 cualquier norma anterior que haya podido admitir fieles no ordenados a pronunciar la homilía durante la celebración de la santa Misa 6. § 2. Es lícita la propuesta de una breve monición para favorecer la mayor inteligencia de la liturgia que se celebra, y también cualquier eventual testimonio, siempre según las normas litúrgicas y con ocasión de las liturgias eucarísticas celebradas en particulares jornadas (jornada del seminario, del enfermo, etc.), si se consideran objetivamente convenientes, como ilustrativas de la homilía regularmente pronunciada por el sacerdote celebrante. Estas explicaciones y testimonios no deben asumir características tales que lleguen a confundirse con la homilía. § 3. La posibilidad del «diálogo» en la homilía, puede ser, alguna vez, prudentemente usada por el ministro celebrante como medio expositivo con el cual no se delega a otros el deber de la predicación. § 4. La homilía fuera de la santa Misa puede ser pronunciada por fieles no ordenados, según lo establecido por el derecho o las normas litúrgicas y observando las cláusulas allí contenidas. § 5. La homilía no puede ser confiada, en ningún caso, a sacerdotes o diáconos que han perdido el estado clerical o que, en cualquier caso, han abandonado el ejercicio del sagrado ministerio»

II. PARTICIPACIÓN EN LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA A. Derecho de todo bautizado a recibir la Eucaristía 1. Principio general Todos los fieles tienen reconocido un derecho fundamental a recibir de los pastores sagrados los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la palabra de Dios y los sacramentos (c. 213). En consecuencia, no se pueden negar los sacramentos a quienes los pidan oportunamente, estén bien dispuestos y no les sea prohibido por el Derecho recibirlos (c. 843). Hubieran bastado estas normas generales para argumentar a favor del derecho del fiel a recibir la Eucaristía. Pero el legislador ha querido subrayar de modo expreso este derecho. No en balde, el Pan eucarístico, Cristo mismo, es el bien más preciado de la Iglesia, que no puede negarse por principio, pero tampoco puede despilfarrarse. De ahí que todo bautizado puede y debe ser admitido a la sagrada comunión pero siempre que el Derecho no se lo prohíba (c. 912); con todo, el fiel debe juzgar en conciencia si puede, en cada caso, acercarse a recibir el Cuerpo del Señor (cfr. c. 916). La unión profunda entre sacrificio y banquete hace muy recomendable que los fieles reciban la sagrada comunión 6. Cfr. Instr. Redemptionis Sacramentum, nn. 65-66.

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dentro de la celebración eucarística. Pero el derecho se extiende también a recibirla fuera de la Misa cuando se pide con causa justa (c. 918) 7. 2. Límites establecidos por el Derecho: el problema específico de los divorciados El Derecho prohíbe el acceso a la sagrada comunión, en primer lugar, a todos aquellos bautizados que no se hallan en plena comunión con la Iglesia católica. La separación de la plena comunión comporta una suspensión de los derechos y deberes específicamente eclesiales. La Iglesia, no obstante, puede autorizar el acceso a la comunión eucarística a hermanos separados cuando se verifican las circunstancias previstas en el c. 844. El Derecho prohíbe, asimismo, el acceso a la sagrada comunión a los excomulgados, a los que están en entredicho y a aquellos que obstinadamente persisten en un manifiesto pecado grave (c. 915). Dos tipos de fieles contempla esta norma: a) Los fieles que, tras la comisión de un delito, han incurrido en las penas de excomunión o entredicho, que son las únicas que privan del derecho a la recepción de los sacramentos. Si tales penas fueran latae sententiae, se necesitaría además que estuvieran declaradas para que se pudiera denegar la comunión. Téngase en cuenta, de otro lado, que esas penas quedan en suspenso cuando el reo se hallare en peligro de muerte; por lo que en tal circunstancia el fiel recupera el derecho a recibir la Eucaristía (c. 1352 § 1). b) Los otros fieles a quienes se prohíbe recibir la comunión son aquéllos que, aun no estando afectados por una pena canónica, persisten obstinadamente en un manifiesto pecado grave. Nótese que el destinatario directo de esta norma prohibitiva no es el fiel, sino el ministro de la comunión o el responsable de la celebración eucarística: «no deben ser admitidos», dice expresamente el c. 915. Pero el ministro sólo puede juzgar en el fuero externo; razón por la cual se ha modificado el tenor literal de la disciplina antigua que decía así: el ministro debe negar también la comunión «a los pecadores ocultos, si lo piden ocultamente y sabe que no se han enmendado» (c. 855 § 2 CIC 17). Actualmente, puede y debe negarse la comunión tan sólo a los que persisten obstinadamente en un manifiesto pecado grave. La norma pone el acento

7. En la Instr. Redemptionis Sacramentum (nn. 91-92) se precisa además que «no es lícito negar la Sagrada Comunión a un fiel, por ejemplo, solo por el hecho de querer recibir la Eucaristía arrodillado o de pie». Tampoco se puede negar la Comunión a quien quiere recibir en la mano el Sacramento en los lugares donde la Conferencia Episcopal lo haya permitido con la confirmación de la Sede Apostólica. En este caso de la comunión en la mano habrá de ponerse «especial cuidado en que el comulgante consuma inmediatamente la Hostia, delante del ministro, y ninguno se aleje teniendo en la mano las especies eucarísticas. Si existe peligro de profanación, no se distribuya a los fieles la Comunión en la mano».

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no tanto en el pecado grave —aunque éste sea el fundamento último de la prohibición— cuanto en el hecho de que sea persistente y manifiesto. Dos ejemplos claros de situación irregular son el de los casados civilmente, estando obligados a la forma canónica, y el de los divorciados que se casan de nuevo civilmente. Respecto a los primeros, es cierto que su situación no puede equipararse sin más a la de los que conviven sin vínculo alguno. Con todo, tampoco esa situación es aceptable para la Iglesia. De ahí que, «aun tratándoles con gran caridad e interesándoles en la vida de las respectivas comunidades, los pastores de la Iglesia no podrán admitirles al uso de los sacramentos» 8. Recogiendo sumariamente los principios sentados por la Exh. Ap. Familiaris Consortio, 84, el Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1650, enseña lo siguiente: «Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la Comunión Eucarística mientras persista esta situación, y, por la misma razón, no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales. La reconciliación mediante el sacramento de la penitencia no puede ser concedida más que a aquellos que se arrepienten de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo y que se comprometan a vivir en total continencia».

A esa razón teológica de fondo, FC, 83, añade otro motivo pastoral: «si se admitieran esas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio». Ante las desviaciones pastorales habidas en los últimos años, la Congregación para la Doctrina de la Fe envió una Carta a todos los Obispos fechada el 14.IX.1994 9, recordándoles la doctrina y disciplina de siempre, e instándoles el deber de ponerla en práctica, saliendo al paso con fortaleza de esas desviaciones pastorales. Estas desviaciones pastorales, permitiendo el acceso a la comunión eucarística a los divorciados casados de nuevo, se han venido fundando recientemente en un argumento nuevo: la convicción subjetiva, en conciencia, de que el anterior matrimonio, irreparablemente destruido, jamás había sido válido. La Carta mencionada parte de este presupuesto: «La errada convicción de poder acceder a la comunión eucarística por parte de un divorciado vuelto a casar, presupone normalmente que se atribuya a la conciencia personal el poder de decidir en último término, basándose en la propia convicción, sobre la existencia o no del anterior matrimonio, y sobre el valor de la nueva unión. Sin embargo, dicha atribución es inadmisible». El c. 1085 § 2 establece en este sentido que, «aun cuando el matrimonio anterior sea nulo o haya sido disuelto por cualquier causa, no por eso es lícito contraer otro antes de que conste legítimamente y con certeza la nulidad o disolución del precedente». Sobre la base de que el matrimonio es esencialmente una realidad pública, como lo es el consentimiento sobre el cual se funda, el texto de la Carta resalta el principio,

8. JUAN PABLO II, Exhort. Ap. Familiaris Consortio, 82, 22.XI.1981. 9. Vid. BOCEE, 44, 1994, p. 170.

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ya apuntado, de la insuficiencia de la sola conciencia personal, y la necesidad de la mediación eclesial: «Es verdad que el juicio sobre las propias disposiciones con miras al acceso a la Eucaristía debe ser formulado por la conciencia moral adecuadamente formada (…)». Pero estamos ante una realidad pública, eclesial y sacramental. Por eso, añade el texto: «el juicio de la conciencia sobre la propia situación matrimonial no se refiere únicamente a una relación inmediata entre el hombre y Dios, como si se pudiera dejar de lado la mediación eclesial que incluye también las leyes canónicas que obligan en conciencia». No basta, en suma, que la conciencia individual diga que el primer matrimonio fue nulo, y válido el segundo. Es preciso que así lo declare la autoridad eclesiástica. Dicho de otro modo, cuando se cuestione la legitimidad o incluso la validez de un acto —en este caso el matrimonio—, el punto de referencia ha de ser el juicio dado correctamente por la legítima autoridad, y, de ningún modo el supuesto juicio privado y mucho menos un convencimiento arbitrario de la persona 10.

Dada la persistencia en la interpretación errónea del c. 915 según la cual no sería aplicable a los fieles divorciados que se han vuelto a casar, una Declaración del Pontificio Consejo para los textos legislativos (24.VI.2000), de acuerdo con la C. para la Doctrina de la Fe y la C. para el Culto Divino 11, insta de nuevo a una interpretación correcta del precepto codicial por la razón fundamental de que la prohibición en él establecida «por su propia naturaleza, deriva de la ley divina y trasciende el ámbito de las leyes eclesiásticas positivas: éstas no pueden introducir cambios legislativos que se opongan a la doctrina de la Iglesia». Una tradición eclesial que se apoya siempre en el texto de San Pablo de 1 Cor 11, 27-29. Seguidamente la Declaración aporta otra razón fundamental para explicar que la prohibición afecta a los fieles divorciados que se han vuelto a casar. En efecto, la prohibición de comulgar indignamente concierne ante todo al mismo fiel y a su conciencia moral, lo cual se formula en el Código en el sucesivo c. 916. «Pero el ser indigno porque se está en estado de pecado grave crea también un grave problema jurídico en la Iglesia: precisamente el término indigno está recogido en el canon del Código de Cánones de las Iglesias Orientales que es paralelo al c. 915 latino: “Deben ser alejados de la recepción de la Divina Eucaristía los públicamente indignos” (c. 712). En efecto, recibir el cuerpo de Cristo siendo públicamente indigno constituye un daño objetivo a la comunión eclesial; es un comportamiento que atenta contra los derechos de la Iglesia y de todos los fieles a vivir en coherencia con las exigencias de esa comunión. En el caso concreto de la admisión a la Sagrada Comunión de los fieles divorciados que se han vuelto a casar, el escándalo, entendido como acción que mueve a los otros hacia

10. En el Discurso a la Rota Romana de 10.II.1995, el Papa ha insistido en estas ideas. Cfr. R. RINCÓN-PÉREZ, Ley canónica y conciencia cristiana en la vida actual de la Iglesia, en «Relaciones de justicia y ámbitos de libertad en la Iglesia», Pamplona 1997, p. 45. 11. Vid. DP. 98, Palabra, agosto-septiembre de 2000.

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el mal, atañe a un tiempo al sacramento de la Eucaristía y a la indisolubilidad del matrimonio. Tal escándalo sigue existiendo aún cuando ese comportamiento, desgraciadamente, ya no cause sorpresa: más aún, precisamente es ante esta deformación de las conciencias cuando resulta más necesaria la acción de los pastores, tan paciente como firme, en custodia de la santidad de los sacramentos, en defensa de la moralidad cristiana, y para la recta formación de los fieles». Sentados estos principios, la Declaración ofrece seguidamente las bases para una correcta interpretación del c. 915: «La fórmula “y los que obstinadamente persisten en un manifiesto pecado grave” es clara, y se debe entender de modo que no se deforme su sentido haciendo la norma inaplicable. Las tres condiciones que deben darse son: a) el pecado grave, entendido objetivamente, porque el ministro de la Comunión no podría juzgar la imputabilidad subjetiva; b) la obstinada perseverancia, que significa la existencia de una situación objetiva de pecado que dura en el tiempo y a la cual la voluntad del fiel no pone fin, sin que se necesiten otros requisitos (actitud desafiante, advertencia previa, etc.) para que se verifique la situación en su fundamental gravedad eclesial; c) el carácter manifiesto de la situación de pecado grave habitual». Por no encontrarse en situación de pecado grave habitual, señala la Declaración, remoto scandalo podrían acceder a la Comunión eucarística los fieles divorciados vueltos a casar que por serias razones no pueden satisfacer la obligación de separarse, y asumen el empeño de vivir en perfecta continencia (vid. FC, n. 84), y que sobre la base de ese propósito han recibido el sacramento de la penitencia. A continuación, la Declaración establece algunas directrices sobre el modo de proceder cuando se presentan situaciones en las que las precauciones pastorales previas no hayan tenido efecto o no hayan sido posibles. En esos casos, el ministro de la Comunión «debe negarse a darla a quien sea públicamente indigno». Y esto lo hará con extrema caridad, pero a la vez con firmeza, «sabedor del valor que semejantes signos de fortaleza tienen para el bien de la Iglesia y de las almas». Dado el fundamento divino de esta norma, «ninguna autoridad eclesiástica puede dispensar en caso alguno de esta obligación del ministro de la Comunión, ni dar directrices que la contradigan». «El Sínodo de los Obispos (octubre de 2005) ha confirmado la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura (cf. Mc 10, 2-12), de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados de nuevo, porque su estado y su condición de vida contradicen objetivamente esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que se significa y actualiza en la Eucaristía. Sin embargo, los divorciados vueltos a casar, a pesar de su situación, siguen perteneciendo a la Iglesia, que los sigue con especial atención, con el deseo de que, dentro de lo posible cultiven un estilo de vida cristino mediante la participación en la Santa Misa, aunque sin comulgar, la escucha de la Palabra de Dios, la

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Adoración eucarística, la oración, la participación en la vida comunitaria, el diálogo con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la entrega a obras de caridad, de penitencia ,y de tarea educativa de los hijos» (Benedicto XVI, Exh. Ap. Sacramentum Caritatis, n. 29).

3. La conciencia de pecado grave y la obligación de confesarse Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave no debe celebrar la Misa ni comulgar el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental, a no ser que concurra un motivo grave y no haya oportunidad de confesarse; y en este caso, está obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes (c. 916). Sigue por tanto vigente y lo estará siempre en la Iglesia la norma inculcada por San Pablo (1 Cor 11, 28) y por el mismo Concilio de Trento, en virtud de la cual antes de la comunión debe preceder la confesión de los pecados, cuando uno es consciente de pecado mortal 12. Se trata, en suma, de un precepto asentado sobre la sólida base dogmática de las palabras de 1 Cor 11, 27-29, interpretadas por la Tradición viva de la Iglesia 13. Esta exigencia de la gracia, y la consiguiente obligación de confesarse si se tiene conciencia de pecado grave, aunque estén reconocidas canónicamente como otras muchas obligaciones, no traspasan sin embargo el ámbito moral. Es cierto que inciden en el ejercicio de los derechos del cristiano, pero tan sólo en la esfera de la propia conciencia. Por eso, no parece acertado hablar de la relevancia jurídica de la gracia, ni, como consecuencia de ello, propugnar la necesidad de añadir a los criterios establecidos en el c. 205 un cuarto criterio de pertenencia a la plena comunión eclesiástica.

4. Primera comunión: edad y preparación debidas La falta de edad y de preparación son también límites canónicos del derecho del bautizado a recibir la Eucaristía que merecen un tratamiento aparte. a) Edad requerida Respecto a la edad, la ley no establece expresamente una determinada. El c. 913 se refiere tan sólo a que el niño «tenga suficiente conocimiento». De todo el contexto legal, sin embargo, se infiere sin mayor dificultad que la edad conveniente a partir de la cual el niño puede y debe recibir la primera comunión,

12. JUAN PABLO II, Discurso a los Penitenciarios, 30.I.1981; Exhort. Ap. Reconciliatio et Poenitentia, n. 27, 2.XII.1984. 13. Cfr. JUAN PABLO II, Enc. Ecclesia de Eucharistia, n. 36; BENEDICTO XVI, Exh. Ap. Sacramentum Caritatis, n. 20.

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convenientemente preparado, es la de la discreción, generalmente situada en torno a los siete años. Es obvio que lo decisivo no es en sí misma la edad, sino la capacidad intelectiva o mental del niño para prepararse convenientemente. Pero, en todo caso, la ley canónica recuerda a padres, tutores y párrocos la obligación de procurar que el niño, una vez llegado al uso de la razón, se prepare y reciba cuanto antes, la primera comunión (cfr. c. 914). Sobre esta base y esas responsabilidades se asienta el c. 920 relativo al precepto pascual. El CIC 17 extendía este precepto a todos los fieles que tuvieran uso de razón. Con buen criterio, la ley vigente no ha querido cargar el peso de la responsabilidad de un posible incumplimiento de este precepto sobre el niño que sin culpa suya no haya recibido a tiempo la primera comunión. Por eso, el precepto pascual obliga una vez recibida la primera comunión. Pero es obligación de padres y párrocos que ésta se reciba cuanto antes, una vez llegado el niño al uso de razón. b) Preparación debida Pero los problemas pastorales en su proyección canónica no suelen situarse en la edad para recibir la primera comunión, sino en el alcance que haya de tener la preparación debida, y en quiénes sean los responsables de impartirla. Respecto al contenido de la preparación, el legislador distingue dos supuestos: el ordinario, y el caso de peligro de muerte. En este último supuesto, sería suficiente que el niño fuera capaz de distinguir el Cuerpo de Cristo del alimento común, y de recibir la comunión con reverencia (c. 913 § 2). Para los casos ordinarios se exige además una preparación cuidadosa, de manera que los niños «entiendan el misterio de Cristo en la medida de su capacidad, y puedan recibir el Cuerpo del Señor con fe y devoción» (c. 913 § 1). No hay que olvidar que a la primera comunión debe preceder la confesión sacramental (c. 914) por lo que debe ser formada también la conciencia moral del niño. A este respecto conviene recordar que una declaración conjunta de las Congregaciones de Sacramentos y de Clérigos (24.V.1973) puso fin a ciertos experimentos en sentido contrario, retornándose a la disciplina establecida por S. Pío X en el Decreto Quam singulari de 8.VIII.1910, según la cual la costumbre de no admitir a la confesión a los niños con uso de razón era absolutamente reprobable. Por todo ello, resultó esclarecedor que en la última redacción del c. 914 se introdujese el inciso «previa confesión sacramental». c) Responsables de impartir la preparación Nos queda por analizar otro aspecto, acaso el que más dificultades puede originar a la hora de salvaguardar los derechos de los fieles relativos a la primera comunión. Se trata de saber quiénes son los obligados a procurar la preparación del niño para recibir la comunión. El c. 914 establece la siguiente gra209

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dación: son responsables primarios los padres y quienes hacen sus veces; son, en cambio, responsables subsidiarios los párrocos. Cierto es que el precepto reconoce el deber-derecho del párroco de vigilar para que no accedan al sacramento quienes no han llegado al uso de la razón, o quienes no juzgue suficientemente dispuestos. Pero este derecho de vigilancia ha de hacerse compatible con el derecho a la preparación que corresponde primariamente a los padres. Lo cual significa, entre otras cosas, que el párroco no deberá negar la comunión a un niño por el simple hecho de no haber sido instruido a través de los cauces catequéticos que la organización parroquial tiene establecidos. Habrán de ser otros los motivos de esa negativa 14. La Instr. Redemptionis Sacramentum, n. 87, recoge la disciplina del c. 914, pero añade este matiz importante: «Sin embargo, cuando suceda que un niño, de modo excepcional con respecto a los de su edad, sea considerado maduro para recibir el sacramento, no se le debe negar la primera Comunión, siempre que esté suficientemente instruido».

B. La facultad para comulgar dos veces al día El Código de 1917 recomendaba la comunión frecuente y diaria, pero al mismo tiempo prohibía de modo expreso comulgar más de una vez al día, salvo que el fiel se encontrara en peligro de muerte o fuera necesario hacerlo para evitar la profanación de la santísima Eucaristía. Con el Concilio Vaticano II se inicia una nueva etapa doctrinal, basada en una profundización sobre el misterio eucarístico, que tendrá pronto su reflejo disciplinar. En concreto, el Concilio recomendará encarecidamente «aquella más perfecta participación en la Misa que consiste en que los fieles tras la comunión del sacerdote reciben del mismo Sacrificio el Cuerpo del Señor» (SC, 55). Para facilitar esa más perfecta participación en la Misa que es la comunión, la disciplina irá progresivamente aumentando las facultades para comulgar dos veces en el mismo día. Hasta la promulgación del Código de 1983, sin embargo, esa facultad no se justifica en ningún caso por la sola devoción, sino que se basa en circunstancias especiales y objetivas, tales como la participación en Misas rituales, en las Misas de difuntos, exequial y de primer aniversario, en las Misas de congresos eucarísticos o marianos, etc. 15. 14. Como se ha puesto de relieve recientemente, la tendencia histórica camina hacia una progresiva liberalización, en las normas y en la praxis, en todo lo relativo al acceso a los medios salvíficos en general. Por lo que a la formación cristiana se refiere, en la legislación universal los límites a esa libertad son casi inexistentes; por ello sería poco congruente que el derecho particular recorriera vías ya superadas, de excesiva obligatoriedad de ciertos medios formativos oficiales, no atribuyendo relevancia, por ejemplo, a las catequesis presacramentales que pueden impartir los padres o las escuelas realmente católicas. Cfr. C.J. ERRÁZURIZ, Il «munus docendi Ecclesiae»: Diritti e doveri dei fedeli, Milano 1991. 15. Cfr. Instr. Immensae Caritatis, 29.I.1973.

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Tras la promulgación del Código, se suscitó un especial interés por conocer el alcance disciplinar del c. 917. Literalmente el precepto legal facultaba para comultad de nuevo (iterum) siempre que fuera dentro de una celebración eucarística. Pero comulgar de nuevo podía significar comulgar tan sólo otra vez o comulgar cuantas veces se participara en la santa Misa. Para disipar esta duda fue precisa la intervención de la Comisión Pontificia para la interpretación auténtica del CIC, la cual, en respuesta de 11.VII.1984, declaró que sólo es legítimo recibir la comunión otra vez, es decir a lo sumo dos veces, no cuantas veces se participe en la celebración eucarística. Por tanto, según la interpretación auténtica del c. 917, a cualquiera que esté bien dispuesto, le está permitido comulgar una segunda vez dentro de la santa Misa en la que participa, aunque sea por devoción, y aunque esa Misa se celebre en un oratorio sin especial solemnidad ni obedeciendo a circunstancias objetivas concretas. No está permitido, en cambio, comulgar una segunda vez fuera de la Misa, salvo que haya de administrarse el viático en peligro de muerte (c. 921 § 2), porque la razón que justifica una segunda comunión reside en que por la comunión se participa más plenamente del Sacrificio eucarístico. Lo cual en modo alguno significa que sin la comunión de los fieles el Sacrificio del altar carezca de sentido, no tenga un valor per se 16. C. La obligación de comulgar 1. El precepto pascual La obligación de comulgar tiene un fundamento divino: la vida del cristiano —en realidad de todo hombre— necesita del alimento divino, según manifestó el mismo Cristo: «si no coméis la carne del Hijo del hombre, no tendréis vida en vosotros» (Ioh 6, 53). La obligación de comulgar por lo menos una vez al año (c. 920) es ciertamente una determinación positiva de la Iglesia, pero fundada en aquella exigencia divina. Es un modo concreto de estimular el cumplimiento del precepto divino, justificado históricamente por la decadencia del fervor cristiano. Sigue siendo obligatorio cumplir el precepto durante el tiempo pascual, pero cualquier causa justa permite cumplirlo en otro tiempo dentro del año, simplificándose así la disciplina antigua. El origen divino de este precepto eclesiástico es lo que explica que obligue a todos los fieles desde el momento en que tienen uso de razón. En el CIC

16. Cfr. RINCÓN-PÉREZ, La facultad para comulgar dos veces al día a tenor del c. 917, en «Ius Canonicum» XXIV, 1984, pp. 769-781. En este trabajo se comenta la interpretación auténtica del 11.VII.1984 (AAS 76, 1984, 746). La pregunta se formuló en estos términos: «Si, a tenor del c. 917, el fiel que ya ha recibido la santísima Eucaristía, puede recibirla el mismo día solamente otra vez, o siempre que participa en la celebración eucarística»: Afirmativamente a lo primero; negativamente a lo segundo.

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17 así estaba explicitado. En el nuevo Código, lo está de modo implícito. Obliga, en efecto, el precepto pascual a todo fiel que haya recibido la primera comunión. No quiere el legislador cargar el peso de la responsabilidad del incumplimiento de este precepto sobre el niño que sin su culpa no ha recibido a tiempo la primera comunión; más bien, indirectamente grava la conciencia de los responsables —padres, tutores, párrocos— de procurar que los niños llegados al uso de razón reciban cuanto antes la comunión. 2. La comunión en forma de viático «La comunión en forma de viático ha de considerarse como un signo peculiar de la participación en el misterio que se celebra en el sacrificio de la Misa, a saber, la muerte del Señor y su tránsito al Padre. En ella el fiel, en su tránsito de esta vida, robustecido con el Cuerpo de Cristo, se ve protegido por la garantía de la resurrecjción» 17. En este profundo significado del viático se funda la obligación del fiel de recibirlo en peligro de muerte, cualquiera que sea su causa (c. 921 § 1). Es un deber, ciertamente, que afecta de modo directo al propio fiel. Pero, dado que su situación de peligro de muerte dificulta en muchos casos que sea él el que lo pida, la norma canónica cuida de resaltar a la vez el derecho del fiel y la obligación correlativa de los directos responsables de su vida cristiana y, en caso de necesidad, de cualquier sacerdote, incluso de cualquier otro ministro de la sagrada comunión. En efecto, la función de administrar el viático está especialmente encomendada al párroco y a los vicarios parroquiales, a los capellanes y a los superiores de comunidades religiosas clericales o sociedades de vida apostólica. Sobre ellos recae primordialmente el deber de justicia de administrar el viático, o de procurar que otros lo administren. Pero en caso de necesidad, cualquier otro sacerdote o diácono o ministro de la sagrada comunión, no sólo está facultado sino que está también obligado en justicia a administrar el viático 18.

17. Instr. Eucharisticum mysterium, n. 35, 25.V.1967, en AAS 59, 1967, 562. 18. En el apartado en donde pone en relación la Eucaristía y la Unción de los enfermos, el Papa Benedicto XVI, haciendo suya una proposición del Sínodo de los Obispos, pone de manifiesto: «puesto que el Santo Viático abre al enfermo la plenitud del misterio pascual, es necesario asegurarle su recepción» (Exh. Ap. Sacramentum Caritatis, n. 22).

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CAPÍTULO XII

INTENCIONES DE LA MISA Y ESTIPENDIOS

I. ANOTACIÓN INTRODUCTORIA 1. Legitimación teológica y pastoral Uno de los argumentos a los que se suele acudir para contradecir la praxis inmemorial de la Iglesia de aplicar los frutos de la Misa por intenciones particulares, reside en un hecho cierto: la celebración Eucarística actualiza el misterio de nuestra redención, razón por la cual la destinataria de sus frutos es la humanidad entera, bien sea la que por el bautismo está congregada ya, en torno a la Eucaristía, en una única Iglesia, o bien esa otra parte de la humanidad potencialmente destinada a engrosar el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Pero esta aplicación universal de los frutos de la redención no ha sido obstáculo para que la teología católica, y la propia liturgia eucarística, haya considerado no sólo legítima sino provechosa la práctica de aplicar los frutos de la Misa por intenciones particulares. Esta práctica está sancionada hoy de forma inequívoca en el c. 901, que reconoce la facultad, o tal vez el derecho —integrum est— que el sacerdote celebrante tiene de aplicar la Misa por personas concretas, tanto por los vivos como por los difuntos. La aplicación por los difuntos se funda, como es claro, en la doctrina católica sobre el Purgatorio hacia el que se proyectan también los frutos purificadores de la muerte de Cristo, actualizada en el Sacrificio del altar. Siempre que la celebración sea privada, la aplicación de la Misa por cualesquiera, tanto vivos como difuntos, no tiene ningún límite. La celebración pública, en cambio, y de modo concreto la Misa exequial, está sometida a los límites establecidos en los cc. 1183-1185. A los bautizados que estaban adscritos a una Iglesia o Comunidad eclesial no católica, se les puede conceder exe213

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quias eclesiásticas, con tal de que no conste su voluntad contraria, y no pueda hacerlas su propio ministro (c. 1183 § 3) 1. Unida desde antiguo a esa intención particular de la Misa está la práctica del estipendio o limosna que los fieles ofrecen al celebrante para que aplique la Misa por una intención concreta. Se funda en una costumbre inmemorial cuyos orígenes los autores acostumbran a situar en torno al siglo VIII 2. Así lo reconoce el Papa Pablo VI en el M. Pr. Firma in traditione 3: es costumbre vigente en la Iglesia «que los fieles, impulsados por su sentido religioso y eclesial, quieran dar su aportación personal para una participación más activa en la celebración eucarística, contribuyendo así a las necesidades de la Iglesia, y, sobre todo, al sustento de sus ministros». Con ocasión de la promulgación del CIC 83, la Iglesia ha vuelto a alentar la práctica de las limosnas de Misas, resaltando su sentido eclesial, reconociendo su necesidad en muchos casos, y perfilando su naturaleza de limosna que el fiel ofrece con ocasión de la celebración y aplicación de la santa Misa. En efecto, confirma el c. 946 que «los fieles que ofrecen un estipendio para que se aplique la Misa por su intención contribuyen al bien de la Iglesia, y con esta ofrenda participan de su solicitud por sustentar a sus ministros y actividades». Por lo que se refiere a la necesidad de estas limosnas en la actualidad, la comisión revisora del Código reconoció que en no pocas regiones, hoy principalmente, la limosna ofrecida con ocasión de la celebración de la Eucaristía, es prácticamente la única fuente de la que provienen los recursos necesarios para cubrir diversas necesidades de la Iglesia y contribuir al sustento de sus ministros 4. El cambio de la voz stipendium por stips, al menos en la intención revisora, fue debido al deseo de perfilar mejor el concepto de limosna, evitando cualquier connotación de precio o remuneración por la Misa encargada 5. 2. Reglamentación canónica: Código y normas diocesanas El CIC 83 no se ha limitado a reconocer la legitimidad de los estipendios, sino que a la vez ha vuelto a regular su uso con normas precisas y claras, si bien simplificando la abundante y casuística legislación del CIC 17. 1. En este caso, si nos atenemos a lo establecido en el Decreto Accidit in diversis (1976) de la CDF (AAS, 68, 1976, p. 621), no deberá hacerse memoria del difunto en las preces eucarísticas, porque tal conmemoración presupone la plena comunión con la Iglesia católica. Cfr. también NDE, 121. 2. Cfr. D. BOROBIO, Para una fundada valoración de los estipendios, «Phase» 19, 1979, pp. 137-154. 3. AAS 66, 1974, 308. 4. Cfr. Com. 4, 1972, p. 58. 5. Ibidem, p. 57.

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Hasta el último momento de la revisión codicial, hasta la Relatio de 1982, no faltaron propuestas por las que se pretendía, o bien suprimir el sistema de estipendios, o la remisión de su regulación a las Conferencias Episcopales, o en todo caso, la reducción al máximo de las normas que regulan su práctica, evitando el casuismo y dejando claros tan sólo los principios de moral y de derecho. Pero la comisión codificadora mantuvo firme el criterio de mantener las normas que más tarde serán promulgadas. No es este el único sistema para la sustentación del clero, se afirmó, pero «ubi viget, necesse est ut normis claris et perspiquis reguletur, ne ansam praebeatur abussibus, qui in hac materia facile irrepunt». Más adelante, en respuesta a otro Padre, la comisión relatora dice: «sistema non imponitur. Ubi tamen in usu est opportet ut normae clarae statuantur, nam de re agitur in qua pericula non pauca comercii, avaritiae, injustitiae latent» 6. No hay que olvidar que esta materia está directamente ligada al augusto sacramento de la Eucaristía; un motivo más por el que toda apariencia de lucro o simonia, por pequeña que sea, causaría escándalo. De ahí que «en materia de estipendios, evítese hasta la más pequeña apariencia de negociación o comercio» (c. 947). En caso contrario, es decir, «quien obtiene ilegítimamente un lucro con el estipendio de la Misa, debe ser castigado con una censura o con otra pena justa» (c. 1385). Como se ve, la ley universal aprueba y promueve, pero no impone el sistema de estipendios en todas partes. Todo sacerdote que celebra o concelebra puede recibir estipendio, pero no está obligado. Incluso se recomienda encarecidamente a los sacerdotes que celebren la Misa por las intenciones de los fieles, sobre todo de los más necesitados, aunque no reciban ningún estipendio» (c. 945). Pero una vez que se acepta y se incorpora a la vida eclesial el uso aprobado de los estipendios, necesita una reglamentación universal que salvaguarde en toda la Iglesia su sentido originario y eclesial, y sirva de garantía para el cumplimiento de los estrictos deberes de justicia en ese uso implicados. Esta reglamentación universal no hace olvidar que la materia de los estipendios está muy ligada a circunstancias de lugar y de tiempo, por lo que siempre ha sido objeto además de una legislación particular, generalmente diocesana, que urge, aplica, adapta y determina aspectos múltiples del régimen de los estipendios, teniendo en cuenta aquellas circunstancias. En ocasiones, esas determinaciones son necesarias porque la propia ley universal las confía a instancias particulares. Tal es el caso, por ejemplo, de la competencia del Concilio provincial, o de la reunión de Obispos de una provincia, para fijar periódicamente el estipendio que debe ofrecerse en ese ámbito jurisdiccional (c. 952). Compete también al Ordinario determinar los fines a los que destinar los estipendios que no puede hacer suyos el celebrante (c. 951). A los Ordinarios 6. Com. 15, 1983, p. 200.

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corresponde, además, determinar el modo según el cual habrán de entregarse las cargas de Misas que no se hubieran cumplido dentro del año (c. 956). Pero aparte de estas determinaciones prescritas por el CIC, es muy conveniente una ordenación canónica de los estipendios, hecha en sede diocesana, adaptable por tanto a los usos y costumbres del lugar, y más cercana de la realidad social y eclesial de cada presbiterio. Muchos de los valores que están en juego, y que pretende salvaguardar la ley universal, serán más fácilmente operativos, en suma, si el legislador diocesano los asume, urge y adapta a las peculiares circunstancias de la diócesis. Así será más fácil, además, la tarea de vigilancia que corresponde al Ordinario (c. 957). Muchas de esas normas diocesanas tendrán carácter administrativo, es decir, tendrán como función determinar el modo que ha de observarse en el cumplimiento de la ley codicial, o urgirán su observancia. Pero cabe también una verdadera legislación praeter legem que regule aspectos o usos no contemplados por la ley universal. Es el caso, por ejemplo, de las llamadas «Misas gregorianas», a las que la praxis de la Iglesia y la piedad de los fieles han reconocido su valor como sufragio por los difuntos. El CIC no contempla esa práctica, pero nada impide que sea reconocida y regulada por un derecho diocesano a la luz de lo que demanda la concreta realidad eclesial 7. El legislador particular, en ésta como en otras materias, solo puede legislar iuxta o praeter legem, nunca contra legem. A la luz de este principio se comprende mejor lo que aconteció mientras se elaboraba la disciplina codicial, incluso después de su entrada en vigor en 1983. Nos referimos en concreto a la práctica extendida de las llamadas misas pluriintencionales o colectivas. Consiste esa praxis en aceptar o percibir indistintamente estipendios para la celebración de la santa Misa en favor de la intención de los oferentes, acumulando tales ofertas e intenciones, y satisfaciendo las obligaciones que de ellas se derivan con una única Misa celebrada con intención colectiva. En los trabajos de revisión del CIC se llegó a contemplar un tipo de Misa pluriintencional que luego se decide suprimir para evitar que sirva de apoyo a ciertas prácticas abusivas, mencionándose expresamente los abusos de las llamadas Misas comunitarias 8. Ello no impide que algunos Obispos se vean forzados a regular esa práctica, en concordancia por lo general con la ley universal, pero a la vez con grave riesgo de legislar contra ius. Se salva este escollo, de índole formal pero no por ello carente de relevancia práctica y pastoral, mediante la promulgación del Decreto de la Cong. para el Clero sobre acumulación de estipendios (22.II.1991). Del análisis detallado de este Decreto nos ocuparemos más adelante, una vez que conozcamos los criterios normativos básicos del CIC. 7. A esa práctica se refirió la S. Cong. del Concilio (24.II.1967) al declarar que si por un impedimento imprevisto (la enfermedad del celebrante) o por otra causa razonable (la celebración de un funeral o de una boda), se interrumpiera la celebración consecutiva de las treinta Misas, no por ello se perdían los frutos del sufragio, al tiempo que permanece firme la obligación del sacerdote celebrante de cumplir cuanto antes la celebración de las treinta Misas, y el deber del Ordinario de vigilar para que, en materia tan importante, no se cometan abusos (AAS, 59, 1967, 229-230). 8. Cfr. Com. 13, 1981, p. 434.

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II. CRITERIOS Y NORMAS BÁSICAS DEL CIC Aparte de otros objetivos genéricos, tendentes a dignificar la práctica de los estipendios y a preservar su genuino sentido eclesial, las normas codiciales se proponen primordialmente estos dos objetivos: la salvaguardia de la justicia y la evitación de toda apariencia de lucro, negocio o mercadería en el uso de los estipendios. Analizamos por separado estos dos principios informadores, así como las normas en que se expresan. 1. Aceptación del estipendio y obligaciones de justicia La aplicación de la Misa por una determinada intención no significa una contraprestación nacida de una obligación contractual. El estipendo tampoco es el precio que se paga por un servicio. Es una ofrenda o limosna que voluntariamente el fiel ofrece al sacerdote con el fin de que aplique la Misa por su intención. Ello no impide que entre celebrante y oferente nazca una verdadera relación de justicia, pero bien entendido que el título de justicia que sustenta esa relación no es la ofrenda como tal, sino su aceptación y el compromiso anejo de aplicar la Misa por esa intención. El celebrante no está obligado a aceptar el estipendio con el consiguiente compromiso de celebrar la Misa, pero al aceptarlo, queda obligado en justicia a celebrar la Misa por la intención indicada, o en su caso, a que la celebre otro sacerdote 9. a) Obligaciones del celebrante Una vez que el sacerdote ha aceptado un estipendio, aunque sea pequeño, nace la obligación de justicia de celebrar una Misa distinta por cada intención a la que está unida el estipendio. Más adelante nos referiremos a las excepciones de esta ley, establecida así en el c. 948: «Se ha de aplicar una misa distinta por cada intención para la que ha sido ofrecido y se ha aceptado un estipendio, aunque sea pequeño».

Por fundarse en la aceptación y no en el propio estipendio, la obligación no deja de nacer cuando el estipendio es pequeño, ni se extingue por el hecho de que el estipendio recibido y aceptado perezca o desaparezca por cualquier causa. Así lo determina el c. 949: «El que está obligado a celebrar y aplicar la misa por la intención de quienes han ofrecido estipendios, sigue estando obligado a hacerlo, aunque el estipendio recibido hubiera perecido sin culpa suya». 9. Cfr. A. MARZOA, Comentario a los cc. 948-949, en Código comentado, 5.ª ed., Pamplona 1992, p. 574.

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

Para garantizar el cumplimiento de esta obligación personal, la norma establece esta cautela temporal: «A nadie es lícito aceptar tantos estipendios para celebrar Misas personalmente, que no pueda satisfacerlos en el plazo de un año» (c. 953).

No es infrecuente que un fiel entregue al sacerdote una cantidad determinada sin especificar el número de Misas que habrían de ser celebradas. En este supuesto, y con el objeto de garantizar al máximo los derechos del oferente y el cumplimiento de los correlativos deberes de justicia, el c. 950 establece estos criterios: el número de Misas se determinará, en primer lugar, atendiendo al estipendio fijado para el lugar en el que reside el oferente, a no ser que deba presumirse legítimamente que fue otra su intención. Al ser el estipendio una ofrenda voluntaria, no es extraño que en éste, como en otros casos (cfr. c. 945), la norma atribuya un valor prevalente a la voluntad o intención del oferente. b) La transmisión a otros de los estipendios recibidos Es frecuente que los fieles ofrezcan estipendios sin especificar el nombre de celebrante, ni el tiempo y lugar de la celebración de la Misa. Los receptores de estos estipendios los aceptan, o bien con la intención de celebrar la Misa personalmente, o con el compromiso de transmitir a otros el encargo de su celebración. También en este último supuesto nacen especiales deberes de justicia, tal y como determinan los cc. 955-958. De alcance básico son las exigencias contenidas en el c. 955 § 1 que resumimos así: 1.ª Quien desee encomendar a otros la celebración de esas Misas, debe transmitirlas cuanto antes a sacerdotes de su preferencia con tal que le conste que son dignos de confianza. De este modo, la ley trata de evitar el riesgo de que se ofrezcan encargos de Misas sin la garantía o certeza de que se cumplirán las obligaciones de justicia anejas. Se podría presumir que cualquier sacerdote es digno de confianza, pero en este caso el legislador ha preferido que se garantice la justicia exigiendo la constancia y no la mera presunción. En la práctica no será fácil determinar el modo de adquirir esa constancia en todos los casos, pero el deber impuesto servirá al menos para no obrar con ligereza en la transmisión de estipendios. 2.ª Una segunda obligación es entregar íntegro el estipendio recibido, supere o no la cantidad fijada en la diócesis. En el caso de que supere esa cantidad, sólo podrá quedarse con el excedente cuando le conste con certeza que le fue entregado intuitu personae. 3.ª La responsabilidad de velar por el cumplimiento del encargo transmitido pervive hasta que le conste tanto la aceptación de la obligación como la 218

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recepción del estipendio. Verificadas estas dos condiciones, la relación de justicia pasa al sacerdote receptor; sobre él recae ya directamente la obligación de celebrar las Misas correspondientes. c) El registro de los estipendios recibidos A fin de garantizar al máximo el cumplimiento de los deberes de justicia señalados, y de tutelar debidamente los derechos del oferente, la ley prevé e impone a todos el deber genérico de llevar una adecuada contabilidad de los estipendios recibidos y de las Misas celebradas. En efecto, el c. 955 § 4, establece que «todo sacerdote debe anotar cuidadosamente los encargos de Misas recibidos y los ya satisfechos». Pero este deber genérico requiere una mayor determinación cuando está referido a quienes transmiten a otros los estipendios recibidos. Ellos están obligados, además, a anotar «sin demora en un libro, tanto las Misas que recibieron, como las que han encargado a otros, anotando también sus estipendios» (c. 955 § 3). No basta una anotación cuidadosa, se requiere, además, que se efectúe sin demora en un libro destinado para este fin. Con el mismo propósito de garantizar una cuidadosa contabilidad de los encargos de Misas recibidos, el c. 958 § 1 establece la siguiente norma: «El párroco y el rector de una iglesia o de otro lugar piadoso, donde suelen recibirse estipendios de Misas, han de tener un libro especial en el que tomarán diligentemente nota del número de Misas que se han de celebrar, de la intención, del estipendio ofrecido y del cumplimiento del encargo».

No parece que la exigencia de este libro especial se extienda a todos los párrocos y rectores de iglesias, sino tan solo a quienes suelen recibir estipendios de Misas en cantidad suficiente que requiera esa contabilidad especial. Para evitar interpretaciones subjetivas, al respecto, parece muy conveniente que sea el derecho diocesano quien determine los lugares en donde sean exigibles esos libros especiales de estipendios, que «el Ordinario tiene obligación de revisar cada año, personalmente o por medio de otros» (c. 958 § 2). 2. Evitación de toda apariencia de lucro o de negocio «En materia de estipendios, evítese hasta la más pequeña apariencia de negociación o comercio» (c. 947).

En previsión del incumplimiento de ese precepto tan categórico, la ley penal tipifica el siguiente delito: «Quien obtiene ilegítimamente un lucro con el estipendio de la Misa, debe ser castigado con una censura o con otra pena justa» (c. 1385).

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

Aparte de estas normas generales, el legislador ha instrumentado otra serie de medidas tendentes a evitar cualquier apariencia de lucro en materia de estipendios. a) Fijación oficial del estipendio La fijación del estipendio que debe ofrecerse por la celebración y aplicación de la Misa, no compete al sacerdote celebrante cualquiera que sea su oficio, sea párroco o superior religioso. Ni siquiera corresponde al Obispo diocesano determinarlo unilateralmente para su propia diócesis. El c. 952 § 1 atribuye expresamente esta competencia al Concilio provincial, o a la reunión de Obispos de la provincia eclesiástica, con el fin de unificar criterios en esta materia en un ámbito más amplio, evitando así las comparaciones odiosas entre parroquias limítrofes de distintas diócesis. Podría haberse elegido un ámbito todavía más amplio, por ejemplo, el correspondiente a una Conferencia Episcopal, pero ha primado tal vez el deseo de acercar más el estipendio a la realidad social y eclesial determinada más concretamente por una provincia eclesiástica 10. La norma que atribuye esas competencias a la provincia eclesiástica, no impone, sin embargo, ningún deber de hacerlo. De ahí esta norma subsidiaria del § 2: «A falta de tal decreto, se observará la costumbre vigente en la diócesis». Como toda costumbre, también ésta podría ser revocada por una ley contraria (c. 28), pero no parece que el Obispo diocesano sea competente para dar esa ley revocadora, pues, de ese modo, se erigiría de facto en autoridad competente para fijar unilateralmente el estipendio en su diócesis, en contra de lo establecido en el c. 952 § 1. Una vez fijado el estipendio a percibir, bien sea por decreto o por costumbre, todos los sacerdotes, incluidos los religiosos, quedan vinculados a él. A ninguno, por tanto, le es lícito pedir una cantidad mayor que la prefijada, ni tampoco, según creemos, pedir una menor. En este sentido, conviene distinguir entre pedir y recibir. Nunca es lícito pedir una cantidad distinta a la fijada por ley o por costumbre. En cambio, es lícito recibir un estipendio mayor, si es espontáneamente ofrecido, y también uno menor. El c. 945 § 2 recomienda encarecidamente a los sacerdotes que celebren la Misa por las intenciones de los fieles, sobre todo de los necesitados, aunque no reciban ningún estipendio. Pero el cumplimiento de esta saludable recomendación no implica necesariamente que sea lícito pedir un estipendio menor que el fijado en la diócesis. De lo contrario, un párroco se podría erigir en autoridad competente para fijar, no sólo ad casum sino de forma general, un estipendio menor para su parroquia, con grave quebranto para las parroquias limítrofes donde legítimamente mantienen el estipendio fijado para toda la diócesis. 10. Cfr. J. CALVO, Comentario al c. 952, en VV.AA., Comentario Exegético..., cit., Vol. III, pp. 730-735.

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INTENCIONES DE LA MISA Y ESTIPENDIOS

Además del deber de vigilancia, al Obispo diocesano compete especialmente: a) urgir en cada momento en el ámbito diocesano, el estipendio fijado conjuntamente por los Obispos de la provincia eclesiástica, o en su caso, respetar la costumbre vigente; b) dictar normas diocesanas que garanticen el cumplimiento fiel de la cantidad fijada, y que eviten los abusos en tan delicada materia. b) Número de estipendios que pueden recibirse en el mismo día Hasta el M. Pr. Prima in traditione 11, la norma de derecho común prohibía a los sacerdotes recibir estipendios por más de una Misa al día. No obstante, por la vía del índulto apostólico, o por concesiones especiales, se hizo frecuente la posibilidad de percibir estipendio por la Misa de binación, si bien con la obligación de entregar el estipendio de la Misa de binación a causas pías o necesidades especiales de la diócesis, como el Seminario. En todo caso, fue el mencionado M. Pr. de Pablo VI el que concedió a los Obispos diocesanos y equiparados en derecho la facultad de permitir la percepción de estipendios de binación o trinación, con la condición de que su importe se destine a subvenir las necesidades determinadas por el Obispo diocesano. El c. 951 permite ya directamente a todo sacerdote que celebre legítimamente más de una vez al día, aplicar cada una de las Misas por la intención por la que se ha ofrecido el estipendio, pero sólo puede hacer suyo el estipendio de una Misa, debiendo destinar los otros a los fines determinados por el Ordinario. De este modo se cumplen los dos fines de los estipendios: participar en la solicitud de la Iglesia por el sustento digno de sus ministros, y por el desarrollo de otras actividades (cfr. c. 946), evitando a la vez, legalmente, el peligro de celebrar más de una Misa con la finalidad de lucrarse de los estipendios. Tal vez sea ésta la razón por la que el sacerdote que concelebra una segunda Misa el mismo día, no puede recibir por ella estipendio bajo ningún título (c. 951 § 2). Entre esos diversos estipendios cuya cuantía, según vimos, puede ser superior o inferior a la fijada por la autoridad competente, el celebrante puede hacer suyo legítimamente cualquiera de ellos, con tal de que entregue los otros íntegramente a los fines determinados por el Ordinario. La ley exceptúa el día de Navidad, en atención a la peculiaridad de esta fiesta cuya celebración comporta por tradición algún gasto extraordinario. También permite el c. 951 que el sacerdote, en los casos de binación o trinación, pueda recibir alguna retribución por un título extrínseco; es decir, por algo ajeno al propio estipendio, o a la intención de la Misa que se celebra, como pueden ser los gastos de viaje, la predicación, la Misa cantada, etc. Sería muy útil, en todo caso, que el derecho dio11. AAS 66, 1974, 308-311.

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

cesano estableciera normas más concretas al respecto, con el fin de evitar que una interpretación amplia y generosa del «título extrínseco» hiciera ineficaz la norma que prohíbe hacer suyo más de un estipendio. Como es sabido, el Obispo diocesano (c. 388) y el párroco (c. 534) tienen obligación, por razón de su oficio, de aplicar la Misa pro populo, los domingos y fiestas de precepto. La doctrina ha discutido si quien aplica esa Misa, podrá hacer suyo el estipendio de la binación, o deberá entregarlo a los fines determinados por el Ordinario 12. En los trabajos de revisión del c. 951, estuvo planteada la cuestión, y se resolvió a favor de la permisión de hacer suyo el estipendio de la binación, aunque el párroco ya hubiera celebrado la misa pro populo. Esta posibilidad «no se prohíbe; por tanto, se permite» 13. Así de lacónica y clara fue la respuesta de la Relatio. Pese a todo, la polémica se ha mantenido con posterioridad a la entrada en vigor del CIC, tal vez porque no se advierte que la misa pro populo se funda en un título de justicia distinto al que se origina del estipendio. Como certeramente concluye Joaquín Calvo, «esta debida aplicación de la intención (pro populo) no procede de la aceptación de una stips ofrecida previamente y aceptada por el celebrante, sino de la obligación ministerial del titular del oficio, según lo dispuesto por el Derecho universal; y el desempeño de ese oficio es retribuido con carácter general y, en todo caso, no por medio de estipendio propiamente dicho. Partiendo de esta postura, si el mismo sacerdote que ha celebrado una Misa pro populo celebra una segunda Misa en el día, puede aplicarla a la intención para la que haya recibido una stips; y hacer suya dicha stips. Si celebra lícitamente otra Misa más (cfr. c. 905 § 2) ya no podría hacer suya la correspondiente stips, sino destinarla a los fines determinados por el Ordinario» 14. Otra de las cuestiones que suscitaron dudas de interpretación tras la promulgación del CIC, fue la referida al Ordinario competente para determinar los fines a los que deben destinarse los estipendios que el celebrante no puede hacer suyos. El M. Pr. Firma in traditione se refirió, al respecto, a los Obispos diocesanos. En la primera fase de los trabajos de revisión del vigente c. 951, se decidió que el término Obispo diocesano fuera sustituido, en principio por Ordinario del lugar, y definitivamente por Ordinario 15. Una vez promulgado el CIC, persistió la duda de si por Ordinario hay que entender el Ordinario del lugar en el que se celebre la Misa, o bien se trata del Ordinario propio del celebrante. Es estos términos se formuló un dubium al PCI, cuya respuesta (23.IV.1987) fue la siguiente: «negativamente a la primera parte; afirmativamente a la segunda, a no ser que se trate de párrocos o vicarios parroquiales, para los cuales por Ordinario se entiende el Ordinario del lugar» 16. 12. 13. 14. 15. 16.

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Cfr. J. CALVO, Comentario al c. 952, cit. Com. 15, 1983, p. 200. Comentario al c. 952, cit., p. 725. Cfr. Com. 13, 1981, pp. 431-433. AAS 79, 1987, 1132.

INTENCIONES DE LA MISA Y ESTIPENDIOS

De acuerdo con esta respuesta auténtica, es ya claro que el Ordinario competente para determinar los fines a los que deben destinarse los estipendios que está obligado a entregar el celebrante, es el Ordinario de este último, no necesariamente el Ordinario del lugar en que se celebra la Misa. De este modo, los estipendios de binación o trinación que reciban los sacerdotes religiosos, o los miembros de una sociedad de vida apostólica clerical y de derecho pontificio, podrán ser entregados a sus Ordinarios propios a los que compete determinar los fines a los que se destinan. A los efectos prácticos de esta norma, tienen Ordinario propio los sacerdotes de un instituto religioso clerical de derecho pontificio, y los sacerdotes miembros de una sociedad de vida apostólica clerical y de derecho pontificio. Tienen, igualmente, Ordinario propio los sacerdotes de una prelatura personal y los de un ordinariato castrense. Mantienen, además, su Ordinario propio aquellos sacerdotes que se trasladan legítimamente a otra diócesis sin incardinarse en ella. Teóricamente también a estos últimos les afecta la norma según la cual destinarán los estipendios, que no pueden hacer suyos, a los fines determinados por su Ordinario propio, que no es otro que el de la incardinación. En la práctica, deberá tenerse en cuenta esta cuestión en la convención escrita entre el Obispo a quo y ad quem, en la que se determinan los derechos y deberes de los sacerdotes agregados a otra diócesis 17.

III. ACUMULACIÓN DE ESTIPENDIOS DE MISAS: EL DECRETO DE 22.II.1991 1. La praxis de las Misas pluriintecionales Para dar respuesta a la solicitud de muchos Obispos de ordenar adecuadamente la praxis de las llamadas «Misas pluriintencionales» con acumulación de estipendios, la Congregación para el Clero promulga un Decreto el 22.II.1991, cuyo valor legislativo es indiscutible al haber sido aprobado específicamente por el Romano Pontífice, según establece el art. 18 § 2 de la Const. Pastor Bonus. Para comprender mejor el alcance de las misas pluriintencionales, o de la práctica anómala que motivó la promulgación de este Decreto, conviene tener en cuenta como contrapunto otras prácticas compatibles con el sistema legal en vigor. Tal es el caso, por ejemplo, de aquella práctica antigua según la cual los fieles suelen llevar al sacerdote ofrendas modestas sin pedir expresamente que se celebre una Misa por cada una de ellas, sino para contribuir al culto público y al sustento de los sacerdotes. Saben esos fieles que después el sacerdote celebrará la santa Misa por sus intenciones y necesidades, pero ellos no han dado la limosna con ese objetivo preciso, por eso es lícito unir esas diversas ofrendas y celebrar el número de Misas que corresponda a los estipendios vigentes en la diócesis. Es también práctica habitual y legítima que el fiel una sus intenciones y sus ofrendas para la celebración de una sola Misa por esas varias intenciones. 17. Cfr. A. DE FUENMAYOR, Sobre el destino de los estipendios de misas binadas o trinadas, en «Ius Canonicum» XXVIII, 1988, pp. 201-217.

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Esta acumulación de intenciones no la hace el celebrante sino los propios oferentes libremente, y ello no contradice ninguna norma canónica. Bien diferente es el caso, señala el Decreto, «de aquellos sacerdotes que, recogiendo de los fieles estipendios destinados a la celebración de distintas santas Misas con distintas intenciones particulares, los acumulan en una única ofrenda y los satisfacen con una única Misa, celebrada según una intención denominada precisamente colectiva». 2. Objetivos y normas principales del Decreto La práctica de las Misas pluriintencionales «puede comportar el grave riesgo de no satisfacer una obligación de justicia con respecto a la persona del oferente». Por eso, el objetivo inmediato del Decreto es encauzar adecuadamente esa práctica con el fin de salvaguardar los derechos de los fieles. Se pretende, además, atajar la difusión de una mentalidad contraria a los estipendios de Misas que aparece manifiesta o implícita en esas prácticas. El Decreto advierte a los pastores, en este sentido, que incluso el uso legitimado excepcionalmente, «si llegara a difundirse excesivamente —incluso como consecuencia de ideas erróneas sobre el significado de las ofrendas destinadas a las santas Misas—, debería considerarse como un abuso, que podría llevar a que entre los fieles se pierda la costumbre de ofrecer estipendios para la celebración de distintas santas Misas según distintas intenciones particulares, con lo que desaparecería un uso antiquísimo y saludable para las almas y para toda la Iglesia» (art. 2, 3). La parte dispositiva del Decreto está integrada por siete artículos, la mayoría de los cuales establecen normas de índole ejecutoria, mediante las cuales se urge el cumplimiento de los deberes de justicia y de vigilancia previstos en la ley codicial. Tan sólo el art. 2 contiene normas con un claro carácter legislativo por cuanto constituyen una excepción a la vigente ley canónica 18. Respecto a su contenido material el núcleo del Decreto lo constituyen los tres primeros artículos cuyo tenor literal es el siguiente: «Art. 1. 1. De acuerdo con el c. 948, “se ha de aplicar una Misa distinta por cada intención para la que ha sido ofrecido y se ha aceptado un estipendio, aunque sea pequeño”. Por eso, el sacerdote que acepta el estipendio para la celebración de una santa Misa por una intención particular, está obligado ex iustitia a cumplir personalmente la obligación asumida (cfr. c. 949) o a encomendar a otro sacerdote el cumplimiento de la obligación, conforme a lo que prescribe el derecho (cfr. cc. 954 y 955). 18. El decreto fue aprobado por el Romano Pontífice en forma específica (AAS 83, 1991, 446) por lo que no hay duda de su carácter legislativo y de su vigor derogatorio. Para los aspectos formales cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, Deberes de justicia y acumulación de estipendios de Misas, en «Relaciones de justicia y ámbitos de libertad en la Iglesia», Pamplona 1997, pp. 187-201.

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2. Violan, por tanto, esta norma, y deben responder de ello en conciencia, los sacerdotes que recogen indistintamente estipendios para la celebración de Misas de acuerdo con intenciones particulares y, acumulándolas sin que los oferentes lo sepan, las cumplen con una única santa Misa celebrada según una intención llamada “colectiva”. Art. 2 1. En el caso de que los oferentes, previa y explícitamente advertidos estén de acuerdo libremente en que sus estipendios sean acumulados junto con otros para la celebración de una sola Misa, será lícito satisfacer esas ofrendas con una única Misa, aplicada por la intención “colectiva”. 2. En este caso, es necesario que se indique públicamente el lugar y la hora en que esa santa Misa se celebrará, y no más de dos veces por semana. 3. Los Pastores en cuyas diócesis tienen lugar estos casos, han de darse cuenta de que este uso, que constituye una excepción a la vigente ley canónica, si llegara a difundirse excesivamente —incluso como consecuencia de ideas erróneas sobre el significado de las ofrendas destinadas a las santas Misas—, debería considerarse como un abuso, que podría llevar a que entre los fieles se pierda la costumbre de ofrecer estipendios para la celebración de distintas santas Misas según distintas intenciones particulares, con lo que desaparecería un uso antiquísimo y saludable para las almas y para toda la Iglesia. Art. 3 1. En el caso al que se refiere el artículo 2, párrafo 1, al celebrante sólo le será lícito conservar el estipendio fijado en la diócesis (cfr. c. 950). 2. La suma que exceda ha de ser entregada al Ordinario, conforme al c. 951 § 1, que la destinará a los fines establecidos por el derecho (cfr. c. 946)».

3. La prohibición absoluta del art. 1 Contempla este artículo el supuesto de los sacerdotes celebrantes que por su cuenta, sin informar ni dar razón alguna a los oferentes «recogen indistintamente estipendios para la celebración de Misas de acuerdo con intenciones particulares y, acumulándolas, sin que los oferentes lo sepan, las cumplen con una única santa Misa celebrada según una intención llamada colectiva». Este modo de actuar quebranta siempre los deberes de justicia establecidos en el Código. Por eso, el Decreto, tras señalar las normas codiciales que aparecen afectadas por ese modo injusto de actuar (cc. 948, 949, 954 y 955), establece de modo categórico que quienes actúan de ese modo violan la norma canónica y deben responder de ello en conciencia. La prohibición es clara y absoluta; llama no obstante la atención la sola apelación a la conciencia, tratándose de una norma jurídica que trata de proteger los derechos del fiel y, en definitiva, el valor de la justicia intraeclesial que está en juego. En relación con los estipendios, existe una figura delictiva tipificada en el c. 1385. La doctrina ha señalado que la figura delictiva abarca el tráfico ilegítimo con estipendios 225

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

de Misas, «bien negociando con ellos, bien incumpliendo lo establecido en los cc. 948 y 955» 19. Parece según ello que quienes acumulan ilegítimamente estipendios e incumplen los deberes de justicia del c. 948, no sólo contraen una responsabilidad moral sino también jurídica. 4. La excepción de ley del art. 2 El art. 2 constituye el núcleo del Decreto; su principal razón de ser. De ahí la conveniencia de un análisis detenido. En él se establece la legitimidad excepcional de un supuesto concreto de acumulación de estipendios por parte de los sacerdotes celebrantes. Esto quiere decir que sigue en vigor como principio, como modo ordinario de actuar, la norma del c. 948. Quiere decir también que la excepción debe interpretarse estrictamente (c. 18) con el fin de evitar que lo previsto como excepcional se convierta insensiblemente, por la vía de la interpretación amplia, en regla ordinaria de actuación. A este respecto es importante subrayar los requisitos que configuran el supuesto legitimado: los oferentes deben consentir libremente, para lo cual es preciso que se les informe previa y explícitamente sobre la acumulación de intenciones y estipendios que el celebrante pretende realizar en una única Misa. Ni se presume, por tanto, el consentimiento, ni basta el consentimiento implícito fundado en el hecho, por ejemplo, de que se acostumbra a hacer así, que el oferente conoce esa práctica y que está de acuerdo con ella. Del tenor literal de la norma se desprende que el legislador quiere que la legitimidad de la acumulación se funde en el consentimiento plenamente libre del oferente, lo que comporta una información previa y explícita, bien del celebrante o bien de la parroquia o iglesia donde se ha de celebrar la santa Misa. Tipificado así el supuesto, es decir, siempre que haya por parte del oferente consentimiento explícito y libre, «será lícito satisfacer esas ofrendas con una única Misa, aplicada por la intención colectiva». Pero esa licitud está condicionada por una nueva exigencia: «es necesario que se indique públicamente el lugar y la hora en que se celebrará esa santa Misa, y no más de dos veces por semana» (art. 2, 3). Al constituir una excepción a la vigente ley canónica, el legislador pretende evitar por este medio que la excepción se convierta en regla, o lo que es lo mismo, que se difunda la práctica de tal modo que lleve a que entre los fieles se pierda la costumbre de ofrecer estipendios para la celebración de distintas Misas según distintas intenciones particulares. Abundando en este temor, el 19. J. ARIAS, Comentario al c. 1385, 5.ª ed., Pamplona 1992, p. 829. Para el comentarista de la edición comentada de la BAC, el tipo delictivo del c. 1385 es «cualquier manipulación ilegítima —v.gr., exigir más de lo permitido en los aranceles, permitir más de un estipendio al día, etc.—, realizada con o por los estipendios y que suponga la obtención de un lucro o beneficio».

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legislador advierte a los Pastores que tomen conciencia de que la difusión excesiva de ese uso excepcionalmente legitimado, debería considerarse como un abuso (art. 2, 3). El instrumento legal para contener en lo posible la difusión de esa práctica es el ya señalado: que en el mismo lugar de culto no tenga lugar esa práctica más de dos veces por semana, a la vez que se indica públicamente el lugar y la hora en que se celebrará la misa pluriintencional. Teóricamente, estas dos exigencias no ofrecen especiales dudas de interpretación. Tan sólo podría dudarse si la norma afecta únicamente a los lugares de culto y a sus responsables, o indirectamente a todo sacerdote celebrante. De no ser así, podría darse el caso de un sacerdote que celebrara todos los días Misas pluriintencionales, con tal de que lo hiciera en lugares distintos 20. 5. Destino de los estipendios legítimamente acumulados Oportunamente, el art. 3 del Decreto urge el cumplimiento de lo dispuesto en los cc. 950 y 951 cuando se trata de estipendios acumulados legítimamente. El celebrante sólo podrá hacer suya la cantidad prefijada como estipendio en la diócesis, debiendo entregar al Ordinario la suma que supere esa cantidad, el cual la destinará a los fines establecidos por el derecho. Se intenta evitar de este modo la más pequeña apariencia de negociación o comercio (c. 947) y de enriquecimiento personal del celebrante a que podría dar lugar una práctica de esa naturaleza. En los casos ordinarios, sabido es que cuando se entrega una cantidad de dinero sin indicar el número de Misas, éste debe determinarse atendiendo al estipendio fijado en el lugar donde reside el oferente, salvo que se presuma legítimamente que fue otra su intención (c. 950). También está previsto para los casos ordinarios (c. 951 § 1) que el celebrante pueda recibir alguna retribución por un título extrínseco cuando se trate de Misas de binación o trinación. ¿Son aplicables al caso que nos ocupa estas disposiciones codiciales? A primera vista, dada la rotundidad con que se expresa el art. 3, 1, y atendida la finalidad que busca, podría parecer que no. Pero, bien mirado el fundamento legal en que se apoyan las normas codiciales, no sería ilegítimo aplicarlas al caso de los estipendios acumulados, siempre que se extremen las cautelas para evitar los abusos. En lo referente a la primera disposición codicial, el legislador hace ver que por encima de todo está la intención del oferente. Y no se alcanza a ver la razón por la que este criterio no sirve para el supuesto contemplado aquí. Por lo que respecta a la retribución por un título extrínseco, 20. Tampoco parece ofrecer duda la interpretación del ad summum bis in hebdomada. No más de dos veces por semana literalmente no significa dos días por semana. Por lo que no cabría interpretar que en aquel lugar donde se celebran varias misas al día, puedan celebrarse en cada una de ellas misas pluriintencionales.

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

tampoco parece que sea ilegítimo aplicar esa norma al caso que nos ocupa, con tal de que no se entienda que ese tipo de Misas plurintencionales constituyen por sí mismas un título extrínseco por el que pueden recibir una retribución añadida al propio estipendio. Al igual que el c. 951, la norma habla de Ordinario, y por tal hay que entender tanto el Ordinario del lugar como el Ordinario propio del celebrante, a no ser que se trate de párrocos o vicarios parroquiales, en cuyo caso por Ordinario se entiende el Ordinario del lugar 21. Sólo se advierte un pequeño cambio entre la norma codicial y la del Decreto: en la primera, se insta a los sacerdotes a que destinen los demás estipendios a los fines determinados por el Ordinario; en el art. 3, 2 se dice, en cambio, que la cantidad que supere el estipendio fijado en la diócesis será entregada al Ordinario quien la destinará a los fines establecidos por el derecho. Se sobreentendía que los fines determinados por el Ordinario habrían de ser los fines establecidos por el derecho, y que genéricamente vienen fijados en el c. 946. En todo caso, el matiz que introduce la norma del Decreto podría haber sido buscado deliberadamente con el fin de evitar cualquier desvío de los fondos provenientes de los estipendios de Misas hacia fines distintos a los que establece el derecho para este tipo de limosnas.

6. Otros deberes complementarios Una vez sentadas las anteriores normas disciplinares, que han de ser observadas por todos los sacerdotes, el Decreto menciona explícitamente el especial deber de vigilancia que corresponde a los rectores de santuarios y lugares de peregrinación, a los que diariamente llegan numerosas ofertas para la celebración de Misas. Ello, sin duda, crea condiciones muy favorables para la práctica de las Misas pluriintencionales con acumulación de estipendios, razón por la cual el art. 4 les recuerda el deber en conciencia de vigilar con suma atención a fin de que se cumplan cuidadosamente las normas codiciales y las del Decreto. El Decreto no tiene sólo como finalidad controlar los posibles abusos de las Misas pluriintencionales, sino que busca a la vez evitar la difusión de esas prácticas y la consiguiente y paulatina desaparición del uso antiquísimo y saludable de los estipendios. Por eso, el art. 5 recuerda a los sacerdotes que reciben un gran número de ofrendas para intenciones particulares, que si no pueden cumplirlas personalmente dentro del año, como establece el c. 953, en vez de rechazarlas, «frustrando así la piadosa voluntad de los oferentes y apartándolos de su buen propósito», deben pasarlas a otros sacerdotes (c. 955), o al propio Ordinario (c. 956). En éste, y en casos análogos, deberá respetarse la voluntad de los oferentes conforme a lo establecido en el c. 954.

21. Cfr. la respuesta de C.P. para la interpretación auténtica del CIC de 25.IV.1987 en AAS 79, 1987, 1132. Cfr. también A. DE FUENMAYOR, Sobre el destino de los estipendios de misas binadas o trinadas, «Ius Canonicum» XXVIII, 1988, pp. 201-217.

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Según el art. 6, incumbe principalmente a los Obispos diocesanos el deber de dar a conocer con prontitud y claridad estas normas a los sacerdotes tanto del clero secular como del religioso, que para todos son obligatorias, y de preocuparse de que sean observadas. La última disposición del Decreto, el art. 7, establece el deber de los Pastores de instruir convenientemente a los fieles laicos en esta materia mediante una catequesis específica en la que se habrán de poner de relieve los siguientes aspectos: a) el alto significado teológico de la ofrenda dada al sacerdote para la celebración del Sacrificio eucarístico, con el fin de evitar el escándalo que supondría dar la apariencia de estar comerciando con cosas sagradas; b) la importancia ascética de la limosna en la vida cristiana, enseñada por Jesús mismo, una de cuyas formas excelentes es precisamente el estipendio que se ofrece para la celebración de Misas; c) finalmente, la efectiva participación de los fieles en la misión de la Iglesia, mediante su cooperación al sustento de los ministros sagrados y a la realización de las actividades apostólicas.

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SECCIÓN SEGUNDA LOS SACRAMENTOS DE CURACIÓN PENITENCIA Y UNCIÓN DE LOS ENFERMOS

«El Señor Jesucristo, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, que perdonó los pecados al paralítico y le devolvió la salud del cuerpo (cfr. Mc 2, 1-12), quiso que su Iglesia continuase, con la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación, incluso en sus propios miembros. Esta es la finalidad de los dos sacramentos de curación: el sacramento de la penitencia y de la unción de los enfermos» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1421). La doctrina y la práctica de las indulgencias en la Iglesia están estrechamente ligadas a los efectos del sacramento de la penitencia. Por eso, son tratadas también en esta sección.

CAPÍTULO XIII

EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

I. INTRODUCCIÓN Es un dato esencial de fe que Jesucristo instituyó el sacramento de la penitencia para que los fieles caídos en pecado después del bautismo, al acercarse a este sacramento, obtengan de la misericordia de Dios «el perdón de la ofensa hecha a Él y al mismo tiempo se reconcilien con la Iglesia, a la que hirieron pecando» (LG, 11). Como los demás sacramentos, también el de la penitencia es un signo eficaz de gracia, es el signo eficaz del perdón y de la reconciliación; perdón y reconciliación que conllevan como fruto último la consecución de la gracia santificante por parte del penitente. Aparece descrita, de este modo, una estructura sacramental similar a la de los restantes sacramentos: un signo visible, sacramentum tantum (actos del penitente y absolución sacramental); la res et sacramentum (según S. Th., q. 84, a. 1 ad 3, poenitentia interior peccatoris); y la res tantum (gracia santificante: vuelta a la gracia ante Dios y ante la Iglesia, es decir, la remisión del pecado). A diferencia, no obstante, de los restantes sacramentos —salvo la peculiaridad sacramental del matrimonio—, en el sacramento de la penitencia, los actos del penitente junto con la absolución del sacerdote forman parte esencial del signo sacramental, de tal modo que sin esos actos, al igual que sin la absolución, no existe el sacramento. Esto explica sobradamente que en un estudio canónico de la disciplina penitencial sea de todo punto necesario conocer previamente los fundamentos sacramentales en que dicha disciplina se apoya, a fin de determinar, en un proceso ulterior, cuándo se está ante normas de derecho divino —por tanto, inmutables e indispensables— y cuándo ante disposiciones de rango meramente eclesiástico —y, en consecuencia, revisables y dispensables por principio—. 233

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

II. EL SIGNO SACRAMENTAL 1. Partes esenciales Son cuatro las partes esenciales que componen el signo sacramental del perdón y de la reconciliación. Dos de ellas, la contrición y la confesión, son actos del penitente; la absolución es el acto del ministro o confesor; y la satisfacción o penitencia corresponde al ministro imponerla y al penitente aceptar cumplirla (cc. 959 y 981). La contrición implica tanto el dolor o rechazo claro y decidido del pecado como el propósito de no volver a cometerlo. Es cierto que para acercarse al sacramento de la penitencia es suficiente la atrición, o sea, un arrepentimiento imperfecto, debido más al temor que al amor; «pero en el ámbito del sacramento, bajo la acción de la gracia que recibe, el penitente ex attrito fit contritus, de modo que la Penitencia actúa realmente en quien está dispuesto a la conversión en el amor» 1. La confesión o acusación de los pecados es un acto del penitente exigido por la necesidad de que el pecador sea conocido por aquel que en el sacramento ejerce el papel de juez, y a la vez hace el papel de médico. Pero tiene también el valor de signo: «signo del encuentro del pecador con la mediación eclesial en la persona del ministro; signo del propio reconocerse ante Dios y ante la Iglesia como pecador, del comprenderse a sí mismo bajo la mirada de Dios (...)». La acusación de los pecados no es un mero intento de autoliberación sicológica; «es un gesto litúrgico, solemne en su dramaticidad, humilde y sobrio en la grandeza de su significado» 2. Una condición indispensable para que tanto la contrición como la confesión sean fructuosas, es la transparencia de la conciencia cuyo medio principal es el acto tradicionalmente llamado examen de conciencia. La absolución que el sacerdote, ministro del perdón, concede al penitente «es el momento en el que, en respuesta al penitente, la Santísima Trinidad se hace presente para borrar su pecado y devolverle la inocencia (...); es el signo eficaz de la intervención del Padre en cada absolución y de la resurrección tras la muerte espiritual, que se renueva cada vez que se celebra el sacramento de la penitencia» (RP, 31, III). Mediante la fórmula sacramental y los gestos que la acompañan (la imposición de la mano y la señal de la Cruz, trazada sobre el penitente) se manifiesta que en aquel momento, por el ministerio de la Iglesia, el pecador contrito y convertido entra en contacto con el poder y la misericordia de Dios. La satisfacción —también llamada penitencia, en cuanto que aceptada por parte del penitente forma parte sustancial del sacramento— «es el acto final,

1. JUAN PABLO II, Exh. Ap. Reconciliatio et Paenitentia, 31, nota 185; Cfr. VV.AA., Reconciliación y Penitencia, Actas del V Simposio Internacional de Teología, Pamplona 1984. 2. Reconciliatio et Paenitentia, 31, III (= RP).

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que corona el signo sacramental», aunque el cumplimiento efectivo de los compromisos aceptados se sitúe ya fuera del marco sacramental. El Concilio de Trento declaró, a este respecto, contra los que negaban la necesidad de la satisfacción sacramental, que es absolutamente falso y ajeno a la palabra de Dios que el Señor nunca perdona la culpa sin perdonar también toda la pena 3. Las obras de satisfacción o de penitencia, impuestas y aceptadas, no constituyen el precio que se paga por el perdón recibido, pues éste solo puede ser fruto de la preciosísima Sangre de Cristo; pero tienen un profundo significado que resume así el Papa: «son el signo del compromiso personal que el cristiano ha asumido ante Dios, en el sacramento, de comenzar una existencia nueva (...); incluyen la idea de que el pecador perdonado es capaz de unir su propia mortificación física y espiritual, buscada o al menos aceptada, a la Pasión de Jesús que le ha obtenido el perdón; recuerdan que también después de la absolución queda en el cristiano una zona de sombra (...) que siempre es necesario combatir con la mortificación y la penitencia (RP, 31, III). 2. Naturaleza judicial y medicinal del signo penitencial «El sacramento de la Penitencia es, según la concepción tradicional más antigua, una especie de acto judicial; pero dicho acto se desarrolla ante un tribunal de misericordia, más que de estrecha y rigurosa justicia, de modo que no es comparable sino por analogía a los tribunales humanos...» (RP, 31, II). Con estas palabras, el Documento pontificio reafirma una de las convicciones fundamentales de fe acerca del sacramento de la penitencia: la función a modo de acto judicial —ad instar actus iudicialis, según la expresión del Concilio de Trento— que se realiza mediante el sacramento. Es cierto que el c. 959 no califica expresamente de judicial a la absolución dada por el sacerdote, pero esto no significa en modo alguno que se haya querido ocultar ese carácter. La razón por la que se consideró conveniente suprimir el adjetivo judicial fue precisamente el deseo de evitar que ese carácter judicial se restringiera sólo a la acción absolutoria, siendo así que es todo el signo sacramental el que está penetrado de esa dimensión 4. Dimensión judicial tienen, en efecto, los actos del penitente, en especial la acusación de los pecados; función judicial desempeña asimismo la imposición de la satisfacción sacramental mediante la cual el sacerdote ata al penitente con un mandato obligatorio, como ejercicio de la potestad de atar y desatar. Finalmente, es acto judicial, es decir, verdadera sentencia —aunque en sentido analógico en relación con los tribunales humanos— la que dicta el sacerdote mediante la absolución sacramental. Por su medio, la Iglesia emite un juicio visible sobre el cristiano penitente, que se convierte en el signo del

3. Cfr. Sess. XIV, cap. 8, D.S. 1689. 4. Cfr. Comm. 10, 1978, p. 50.

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juicio invisible de Dios; y en un signo eficaz, porque lo que se ata y desata en la tierra, se ata y desata en el cielo. Además del carácter de juicio en el sentido indicado, la conciencia de la Iglesia descubre en el sacramento de la penitencia un carácter terapéutico o medicinal. A la vez que es un tribunal de misericordia, es un lugar de curación espiritual en el que el penitente recibe la salud del alma. Sobre esa doble dimensión se asienta el deber que establece el c. 978 § 1: el sacerdote ha de tener presente en el ejercicio de este ministerio que hace las veces de juez y médico, y que ha sido constituido por Dios ministro de justicia y a la vez de misericordia divina, a fin de que provea al honor de Dios y a la salud de las almas. Es también en esa naturaleza del sacramento donde se funda la exigencia divina de la confesión íntegra de los pecados, tal y como lo expone RP, 31, II: «Tribunal de misericordia o lugar de curación espiritual; bajo ambos aspectos el sacramento exige un conocimiento de lo íntimo del pecador para poder juzgarlo y absolver, para asistirlo y curarlo. Y precisamente por esto el Sacramento implica, por parte del penitente, la acusación sincera y completa de los pecados, que tiene por tanto una razón de ser inspirada no sólo por objetivos ascéticos (como el ejercicio de la humildad y de la mortificación), sino inherente a la naturaleza misma del sacramento». 3. Individualidad y eclesialidad del proceso penitencial El pecado es un hecho profundamente personal; es la ofensa a Dios que se origina en el corazón de cada hombre, en su individualidad, cuyas primeras y más importantes consecuencias, por tanto, afectan al pecador mismo. Pero todo pecado tiene, a la vez, una dimensión social o comunitaria en el sentido de que sus efectos negativos repercuten misteriosamente en los demás miembros de la familia humana y de la comunidad eclesial. Todo ello explica que, al mismo tiempo que el perdón de Dios, con la absolución sacramental se obtiene la reconciliación con la Iglesia a la que se ha herido también con el pecado. En esta fórmula del c. 959, tomada del Concilio (LG, 11), se pretende poner de manifiesto que, además de la dimensión individual del pecado y de la penitencia, existe un aspecto comunitario y eclesial, inherente a la estructura sacramental de la penitencia, que debe resaltarse en la praxis penitencial de la Iglesia, con tal de que lo comunitario no suplante lo individual. Como recordó Juan Pablo II en la Enc. Redemptor Hominis, 20, «en los últimos años se ha hecho mucho para poner en evidencia —en conformidad por otra parte con la antigua tradición de la Iglesia—, el aspecto comunitario de la penitencia, y sobre todo el sacramento de la penitencia en la práctica de la Iglesia. Estas iniciativas son útiles y servirán ciertamente para enriquecer la praxis penitencial de la Iglesia contemporánea. No podemos, sin embargo, olvidar que la conversión es un acto interior de una especial profun236

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didad, en el que el hombre no puede ser sustituido por los otros, no puede hacerse reemplazar por la comunidad». La eclesialidad del proceso penitencial es algo inherente al sacramento mismo, con independencia del modo cómo se celebre. Es algo inherente, por ejemplo, a la naturaleza judicial del proceso penitencial. «Se comprende entonces por qué la acusación de los pecados debe ser ordinariamente individual y no colectiva, ya que el pecado es un hecho profundamente personal. Pero, al mismo tiempo, esta acusación arranca en cierto modo el pecado del secreto del corazón y, por tanto, del ámbito de la pura individualidad, poniendo de relieve también su carácter social, porque mediante el ministro de la penitencia es la comunidad eclesial, dañada por el pecado, la que acoge de nuevo al pecador arrepentido y perdonado» (R P, 31, III). Como queda dicho, esa eclesialidad se infiere también de los efectos que produce el sacramento, cualquiera que sea la forma en que se celebre. Esos efectos son: la reconciliación con Dios a quien se ofendió pecando, y la reconciliación con la Iglesia a la que se hirió también por el pecado. Ambos efectos se producen simultáneamente, aunque desde un punto de vista causativo, parece lógico pensar que la reconciliación con la Iglesia no es res y a la vez sacramentum de la reconciliación con Dios, sino a la inversa, la reconciliación con la Iglesia depende de la reconciliación con Dios; la herida que produjo a la Iglesia el pecador se sana cuando éste restablece su amistad con Dios. Así lo entiende el Documento pontificio, según el cual el fruto más precioso del perdón obtenido consiste en la reconciliación con Dios. «Pero hay que añadir que tal reconciliación con Dios tiene como consecuencia, por así decir, otras reconciliaciones que reparan las rupturas causadas por el pecado: el penitente perdonado se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con la Iglesia; se reconcilia con toda la creación» (RP, 31, V).

III. LA CELEBRACIÓN DEL SACRAMENTO 1. Principio general «La confesión individual e íntegra y la absolución constituyen el único modo ordinario con el que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia; sólo la imposibilidad física o moral excusa de esa confesión, en cuyo caso la reconciliación se puede obtener también por otros medios» (c. 960).

Este principio doctrinal y legal tiene un triple alcance que es preciso poner de relieve: a) El sacramento de la penitencia es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de los pecados graves cometidos después del bautismo. La Exhort. Ap. Reconciliatio et Paenitentia, tras reafirmar esta convicción fun237

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damental de fe, reconoce la existencia en Jesucristo de lo que los teólogos llaman la potestad de excelencia en virtud de la cual «el Salvador y su acción salvífica no están ligados a un signo sacramental, de tal manera que no puedan en cualquier tiempo y sector de la historia de la salvación actuar fuera y por encima de los sacramentos». Pero esa potestad de excelencia sólo la tiene Jesucristo; no la tiene la Iglesia ni sus ministros. Por eso, el único modo ordinario de perdón y de reconciliación de que dispone el cristiano es el sacramento de la penitencia. La contrición perfecta, que es también un modo de obtener el perdón, está intrínsecamente ordenada al sacramento; es decir, no sería verdadera si no contuviera el voto del sacramento. Pero, así entendida, sería un medio extraordinario de reconciliación en el caso de una imposibilidad física o moral para acceder al sacramento. b) Dentro ya del ámbito sacramental, la confesión individual e íntegra así como la absolución constituyen el único modo ordinario de reconciliación, salvo que lo impida una imposibilidad física o moral. En el contexto de la confesión individual e íntegra, se entiende por imposibilidad física: una enfermedad extrema, la falta de tiempo ante un peligro inminente, la imposibilidad de hablar, la ignorancia u olvido inculpables. La imposibilidad moral para confesar íntegramente los pecados puede estar motivada, por ejemplo, por el peligro de quebrantar el sigilo sacramental, por el peligro de escándalo o pecado para el penitente o confesor, por grandes escrúpulos de conciencia, por el peligro de infamia del todo extrínseca a la confesión. En todos estos casos, desaparecidas las circunstancias que dan lugar a esa imposibilidad de confesar íntegramente todos los pecados, renace la obligación de confesar aquellos pecados graves, que no fueron sometidos directamente al poder de las llaves de la Iglesia ni acusados en confesión individual (c. 988 § 1). c) El precepto legal, finalmente, tiene el alcance de principio general en relación con la disciplina que establecen los cánones siguientes acerca de la confesión y absolución generales o colectivas. En este sentido, la confesión individual e íntegra, y la absolución también individual, son no sólo el modo ordinario sino el único modo ordinario de reconciliación, salvo que excepcionalmente una imposibilidad física o moral excuse de este modo de confesión. 2. Modos ordinarios de celebración El Ordo Paenitentiae (2.XII.1973) ha autorizado tres ritos distintos para la celebración del sacramento de la penitencia: el rito A para reconciliar a un solo penitente; el rito B para reconciliar a varios penitentes pero con confesión y absolución inclividuales; y el rito C para reconciliar a varios penitentes con confesión y absolución generales. Los ritos A y B son los modos ordinarios de 238

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celebrar el sacramento de la penitencia. Ambos supuestos exigen confesión individual e íntegra de los pecados así como la absolución también individual. Se distinguen sólo por el hecho, importante pero accesorio, de que según el rito A la reconciliación es de un solo penitente mientras que según el rito B, a la reconciliación del penitente propiamente dicha preceden y siguen celebraciones comunitarias en las que participan varios penitentes. Con este nuevo rito se pretende poner más de relieve el aspecto comunitario del sacramento, sin que esto signifique, como ya se indicó más arriba, que la celebración individual (rito A) no contenga en sí misma esa dimensión comunitaria y eclesial, como no carece de ella la celebración privada del Sacrificio de la Misa, ni otra acción litúrgica y sacramental (cfr. cc. 837 y 840). 3. Supuestos excepcionales: las absoluciones colectivas a) Presupuestos doctrinales Las Normas pastorales Sacramentum Paenitentiae de la S. Cong. para la Doctrina de la Fe, de 16.VI.1972, que son la fuente inmediata de los cánones que regulan la disciplina sobre las absoluciones colectivas, establecen en el preámbulo un principio doctrinal de índole dogmática a cuya luz ha de interpretarse cualquier norma que afecte a la estructura sacramental de la penitencia. Según ese Documento, aprobado por el Papa Pablo VI, «el Concilio de Trento declaró solemnemente que para la remisión íntegra y perfecta de los pecados se requieren en el penitente tres actos como partes del sacramento, a saber, la contrición, la confesión y la satisfacción; declaró asimismo que la absolución dada por el sacerdote es un acto de orden judicial, y que por derecho divino es necesario confesar al sacerdote todos y cada uno de los pecados mortales, así como las circunstancias que cambian su especie, de los cuales uno se acuerde tras un diligente examen de conciencia». La exigencia de confesar íntegramente los pecados previamente a la absolución está fundada por tanto en el derecho divino, y hasta tal punto pertenece a la estructura sacramental de la penitencia, que nunca es dispensable, ni siquiera cuando en circunstancias excepcionales se permite impartir la absolución colectiva. En estos casos, también se exige la previa contrición y confesión, aunque ésta, por razón de la imposibilidad física o moral, tan sólo pueda ser genérica. Llegado el momento, los pecados graves no confesados deberán someterse en todo caso al poder de las llaves; lo cual demuestra que no se está ante una cuestión meramente disciplinar sobre la cual la Iglesia pueda introducir cambios, sino de una exigencia de orden dogmático irreformable. Así como la absolución reclama la confesión individual e íntegra, ésta reclama la absolución individual; puesto que tanto el acto absolutorio del confesor, juez y médico, como los actos del penitente, integran esencialmente el signo sacramental. 239

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b) Resumen histórico La disciplina sobre las absoluciones colectivas tiene una historia relativamente reciente 5. Los dos primeros Documentos están motivados por las dos guerras mundiales. Se trata de una Declaración de la Sagrada Penitenciaria Apostólica de 6.II.1915 6, y de las facultades concedidas por Pío XII a través de la Sagrada Congregación Consistorial el 8.XII.1939 7. El 25.III.1944 8 la Sagrada Penitenciaría dicta una Instrucción en la que, además de cuando se dé el peligro de muerte por guerra o por otras causas, se concede la facultad de absolver a varios a la vez, cuando se verifique otra grave y urgente necesidad, proporcionada al precepto divino de la integridad de la confesión. Será éste el documento básico en el que se inspirarán las normas posteriores. El 16.VI.1972 9, la S. Cong. para la Doctrina de la Fe con la aprobación especial del Papa Pablo VI, publica las Normas pastorales Sacramentum Paenitentiae. Como es sabido, la publicación de estas Normas fue una respuesta de la Santa Sede a los deseos manifestados por muchos Obispos en el sentido de que era necesaria la intervención del magisterio eclesiástico que saliera al paso de los errores doctrinales y de las prácticas pastorales y litúrgicas abusivas que estaban poniendo en serio peligro la naturaleza del sacramento de la penitencia tal y como había sido definida por el Concilio de Trento. Esto explica que, mientras que las normas de 1944 no mencionan explicítamente al Concilio de Trento, aunque subyace su doctrina de principio a fin, las normas de 1972 comienzan sentando sin ambigüedad que «se ha de mantener con firmeza y se ha de continuar poniendo fielmente en práctica la doctrina del Concilio de Trento» en especial en lo referente a la integridad de la confesión. La Const. conciliar Sacrosanctum Concilium (n. 72) había mandado que se revisasen «el rito y las fórmulas de la penitencia, de manera que expresen más claramente la naturaleza y efecto del sacramento». Para dar cumplimiento a este mandato, a finales de 1966 ya estaban en marcha los trabajos de reforma del Ordo Paenitentiae. No obstante, éste no se promulgó hasta el 2.XII.1973, un año más tarde de las Normas pastorales que sirvieron de base doctrinal a la reforma disciplinar y litúrgica del sacramento de la reconciliación.

c) Disciplina vigente La disciplina vigente acerca de las absoluciones colectivas está contenida en los cc. 960-963 y 988 10. Por tanto, han quedado derogadas las Normas pas5. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, Documentos Pontificios más recientes acerca del Sacramento de la Penitencia, en «Sobre el sacramento de la Penitencia y las absoluciones colectivas», Pamplona 1974, pp. 19-49. 6. AAS 7, 1915, 72. 7. AAS 31, 1939, 721. 8. AAS 36, 1944, 155-156. 9. AAS 64, 1972, 510-514. 10. Para una interpretación adecuada de esta disciplina codicial, vid. la Nota Explicativa del c. 961, dada por el PCITL, el 8.XI.1996, en Comm., 29 (1997), pp. 177-181. Un comentario de esa Nota Explicativa puede verse en T. RINCÓN-PÉREZ, Los derechos de los fieles y el sacramento de la penitencia, en «Ius Canonicum», 39, n. 77 (1999), pp. 227 ss.

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torales de 1972, mientras que los aspectos disciplinares que contiene el Ordo Paenitentiae deberán acomodarse a la legislación codicial de acuerdo con lo que estableció el Decreto de la S. Cong. de los Sacramentos y el Culto Divino, de 12.IX.1983. Esta observación es importante porque, si bien en lo sustancial hay una línea de continuidad entre la disciplina vigente y la anterior, las prácticas e interpretaciones abusivas han hecho que el legislador haya introducido cambios de cierto relieve con el fin de favorecer una interpretación más restrictiva de acuerdo con la reiterada enseñanza pontificia de Pablo VI y Juan Pablo II. Son muy numerosas, en efecto —imposibles de recoger aquí—, las intervenciones magisteriales de los Pontífices. A la luz de estas enseñanzas, las condiciones para administrar la absolución colectiva que establece el c. 961 tienen el siguiente alcance: a) Las dos condiciones del c. 961 § 1, 2.°, esto es, la insuficiencia de confesores y el hecho de que los penitentes se vean forzosamente privados, sin culpa por su parte, de la gracia sacramental o de la sagrada comunión —durante notable tiempo—, deben verificarse conjuntamente. b) La reunión de grandes masas de fieles para celebraciones penitenciales no justifica per se la absolución colectiva. Menos aún si la convocación ha tenido como objetivo forzar un hecho consumado. Los fieles convocados, en cualquier caso, han podido confesarse antes, o pueden hacerlo después; pues ninguna obligación ni necesidad existe para hacerlo ese día y a esa hora, máxime si se cumple el precepto del c. 986. En consecuencia, el legítimo uso del rito B dejaría de ser tal, si se forzara desde él un tránsito al rito C previsto para la absolución colectiva, bajo el pretexto de que no hay suficientes sacerdotes para confesar a los fieles participantes. c) «En la vida de la Iglesia no se puede dar la absolución colectiva como opción pastoral normal ni como medio para afrontar cualquier situación difícil. Está permitido solamente en situaciones extraordinarias de necesidad grave (...). Tiene un carácter absolutamente excepcional» 11. «No puede convertirse en forma ordinaria», ratifica Juan Pablo II (RP, 33). d) Respecto a las competencias que el c. 961 § 2 atribuye al Obispo diocesano, adviértase que «los Ordinarios no están autorizados a cambiar las condiciones requeridas, o sustituirlas con otras, a determinar según criterios personales (por muy válidos que éstos fueren) si existe necesidad grave» 12. Al Obispo diocesano le corresponde, en efecto, juzgar tan sólo si se dan las condiciones requeridas, y determinar los casos en los que se verifica la necesidad grave, pero teniendo en cuenta al respecto los criterios acordados con los demás miembros de la Conferencia Episcopal 13. 11. PABLO VI, Discurso de 20.IV.1978, AAS 70, 1978, 328-332. 12. Ibidem. 13. Vide los criterios acordados por la CEE en el texto reconocido por la Santa Sede en Decreto de 3.II.1989, BOCEE 22, 1989, pp. 59-60; también en CIC, 5.ª ed. anotada, Apéndice III, Pamplona 1992, p. 1195.

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En todo caso, el Obispo «dará este juicio sintiendo la grave carga que pesa sobre su conciencia en el pleno respeto de la ley y de la praxis de la Iglesia...». Y sin olvidar, en definitiva, que «ni el uso excepcional de la tercera forma de celebración deberá llevar jamás a una menor consideración, y menos al abandono, de las formas ordinarias, ni a considerar esta forma como alternativa a las otras dos; no se deja en efecto a la libertad de los pastores y de los fieles el escoger entre las mencionadas formas de celebración aquella considerada más oportuna» (RP, 33). La historia del propio texto del c. 961 propicia también una interpretación restrictiva de los supuestos excepcionales que hacen legítima la absolución colectiva. En efecto, hasta muy avanzados los trabajos de revisión del Código, en los esquemas del actual c. 961, el § 1 estaba redactado con una fórmula positiva de este tenor: «puede, incluso debe, impartirse la absolución de modo general…». La actual formulación negativa: «No puede darse... a no ser que», así como la supresión de «debe darse», contribuirá a evitar abusos 14. No hay duda de que el precepto legal, en cuanto que regula una excepción, exige una interpretación estricta (cfr. c. 18). Por lo que respecta al § 2 del c. 961, tanto en las Normas pastorales de 1972 (n. V), como en el Ordo Paenitentiae (n. 32) —y así constaba también en los primeros esquemas de revisión 15— se dejaba al juicio del sacerdote-confesor la posibilidad de determinar la existencia de necesidad grave, legitimadora de la absolución colectiva, siempre que no le fuera posible recurrir previamente al Ordinario del lugar. En el Código desaparece ese texto, restringiendo al máximo las atribuciones del confesor, y privando de cualquier fundamento legal un uso indiscriminado e ilegítimo —cuando no inválido— de la absolución general. En orden a valorar el carácter excepcional de las absoluciones colectivas, de no menor importancia que lo anterior son los requisitos que el c. 962 establece para recibir válidamente la absolución colectiva, así como las exigencias posteriores a la recepción de dicha absolución, contenidas en el c. 963. En efecto, además de los requisitos comunes para la validez de toda confesión sacramental, existe un requisito para la validez, específico de este tipo de confesiones genéricas con absolución colectiva: el propósito de confesarse individualmente y a su debido tiempo de los pecados graves que han quedado sin confesar y sin someter al poder de las llaves de la Iglesia (c. 988). De otro lado, es claro que, impartida la absolución general y cumplidos los requisitos para la validez del c. 962, así como otros requisitos exigidos por el derecho canónico y litúrgico, se perdonan todos los pecados, también los confesados de modo genérico. Con todo, el precepto divino de la confesión íntegra, circunstancialmente impedido por causas externas a la confesión y contra la voluntad del sujeto, vuelve a revivir gravando la conciencia del penitente en 14. Cfr. Comm. 15, 1983, p. 205; para la fórmula primitiva, Comm. 9, 1978, pp. 52-54. 15. Cfr. Comm. 9, 1978, p. 52.

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el sentido de que queda obligado a acceder cuanto antes a la confesión individual, antes de recibir otra absolución general, a fin de acusarse en ella de todos los pecados graves que aun no han sido manifestados en una confesión sacramental válida. Todo esto significa que los casos señalados de validez de las confesiones genéricas no constituyen excepciones al precepto divino de la confesión, pues la Iglesia no tiene potestad para establecerlas. Y que tampoco se trata de una simple aplicación del principio de que nadie está obligado a lo imposible. De hecho, aunque se dé una verdadera imposibilidad, física o moral, de confesar individualmente los pecados al confesor, sigue siendo necesario el acto del penitente, que forma parte esencial del signo sacramental: confesarse en la medida que sea posible, con deseo eficaz de completar la confesión cuando hayan desaparecido las causas que impedían hacerla completa. Por eso, los penitentes, en esos supuestos de absoluciones colectivas, han de manifestar genéricamente que se reconocen pecadores. d) Disciplina vigente actualizada (M. Pr. Misericordia Dei) El Papa Benedicto XVI, en la Exhortación Sacramentum Caritatis (22-II2007), pide «a los Pastores que vigilen atentamente sobre la celebración del sacramento de la Reconciliación, limitando la praxis de la absolución general exclusivamente a los casos previstos, siendo la celebración personal la única forma ordinaria» (n. 21). Los casos previstos son aquellos que establece el M. Pr. Misericordia Dei (7-IV-2002) de su predecesor Juan Pablo II. Pero hay que anticipar que este último Documento pontificio no hace sino refrendar, con algunas precisiones, las normas del Código a las que ya hemos hecho referencia, así como los principios teológicos inderogables, por ser de derecho divino, en que se sustentan esas normas. El motivo pastoral que inspira el M. Pr. Misericordia Dei es la constatación de que «en algunas regiones se observa la tendencia al abandono de la confesión personal, junto con el recurso abusivo a la absolución general o colectiva, de tal modo que ésta no aparece como medio extraordinario en situaciones completamente excepcionales», por medio de una ampliación arbitraria del requisito de la grave necesidad. Entre los principios doctrinales que inspiran las leyes canónicas universales, y la obligación de cumplirlas el Papa reitera la doctrina del Concilio de Trento que declaró necesario «de derecho divino confesar todos y cada uno de los pecados mortales» 16. De ahí la insistente invitación del papa a los Obispos y presbíteros, «a reforzar solícitamente el sacramento de la Reconciliación, 16. Sess. XIV, Doctrina de sacramento paenitentiae, can. 7; DS 1707.

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incluso como exigencia de auténtica caridad y verdadera justicia pastoral, recordándoles que todo fiel con las debidas disposiciones interiores, tiene derecho a recibir personalmente la gracia sacramental». Como es sabido, el término caridad pastoral fue acuñado por el Concilio Vaticano II, si bien remitiéndose a S. Agustín quien hablaba ya del ministerio pastoral como officium amoris (Cfr. PO, 14). En concordancia con ese término conciliar, el Papa Juan Pablo II acuñó el de justicia pastoral en un memorable discurso a la Rota Romana de 1990 17. Implícitamente, el Papa se refiere a la justicia pastoral siempre que reconoce los derechos de los fieles ante sus pastores. Pero es en el texto citado de Misericordia Dei donde de forma explícita vuelve a referirse a la exigencia de verdadera justicia pastoral en correlación con el derecho del fiel a recibir personalmente la gracia sacramental. En cuanto a las disposiciones normativas del Motu Proprio, constituyen en gran medida una sistematización de las normas codiciales que ya hemos glosado en páginas anteriores. La pretensión del Papa es recordar y urgir el cumplimiento de la ley canónica universal (cc. 960, 961, 962, 963, 986, 988), con algunas precisiones acerca sobre todo del caso de grave necesidad como causa posible para impartir la absolución con carácter general a tenor del c. 961. Se trata, en efecto, de situaciones que, objetivamente, son excepcionales, como las que pueden producirse en territorios de misión. Las dos condiciones establecidas en el canon son inseparables, deben verificarse conjuntamente, decíamos más arriba. La primera condición, es decir, la imposibilidad de oir debidamente la confesión dentro de un tiempo razonable, «hace referencia sólo al tiempo razonable requerido para administrar válida y dignamente el sacramento, sin que sea relevante a este respecto un coloquio pastoral más prolongado». «Sobre la segunda condición, se ha de valorar, según un juicio prudencial, cuánto deba ser el tiempo de privación de la gracia sacramental para que se verifique una verdadera imposibilidad según el c. 960, cuando no hay peligro inminente de muerte. Este juicio no es prudencial si altera el sentido de la imposibilidad física o moral, como ocurriría, por ejemplo, si se considera que un tiempo inferior a un mes implicaría permanecer un tiempo razonable con dicha privación» (n. 4). Sobre la aplicación del c. 961, el Documento Pontificio manda que todas las Conferencias episcopales envíen cuanto antes a la Congregación para el Culto divino el texto de las normas que piensan emanar o actualizar a la luz del M. Pr. Misericordia Dei (n. 6). En lo concerniente a las disposiciones personales de los penitentes, el Motu Proprio recuerda los preceptos del c. 962 § 1 y § 2, precisando que «no pueden recibir válidamente la absolución los penitentes que viven habitual-

17. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, Relaciones de justicia y ámbitos de libertad en la Iglesia, Eunsa, Pamplona 1997, pp. 67 ss., 157 ss.

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mente en estado de pecado grave y no tienen intención de cambiar su situación» (n. 7, c). El Papa urge también el cumplimiento de la norma del c. 963 (n. 8) así como todo lo relativo al lugar y a la sede para la celebración del sacramento (n. 9) de lo cual nos ocupamos seguidamente. 4. Lugar y sede para la celebración del sacramento El carácter sagrado y eclesial de la penitencia postula para su más digna celebración un lugar sagrado. Por eso, el c. 964 § 1 establece que el lugar propio para oír confesiones es una iglesia u oratorio. En todo caso, nada impide que este sacramento pueda celebrarse en otros lugares cuando haya una causa razonable, ni que la autoridad competente permita que se instalen confesionarios fuera de las iglesias u oratorios. Esta disciplina es clara y no necesita mayores comentarios. Por tanto, nuestra atención se va a centrar en el análisis detallado de la disciplina acerca de la sede de la confesión, porque aquí aparecen implicados derechos importantes de los penitentes y de los propios confesores. a) El contexto legal vigente Toda la materia sobre la sede para la celebración del sacramento de la penitencia está regulada hoy por normas de alcance universal dentro de la Iglesia latina 18, y por normas que corresponde dictar a las Conferencias Episcopales, de acuerdo con lo que establece el c. 964 § § 2 y 3. Es norma universal «que haya siempre, en lugar patente, confesionarios provistos de rejilla fija entre el penitente y el confesor, que puedan utilizar libremente los fieles que lo deseen». También es de alcance universal la prohibición de oír confesiones fuera del confesionario, si no es con causa justa (§ 3). La ley pretende garantizar de este modo el derecho de libertad del fiel a utilizar el confesionario «tradicional», provisto de rejilla fija, a la vez que se prescribe el uso obligatorio de la sede para oír confesiones, sea ésta la «tradicional», o la sede alternativa que determine la Conferencia Episcopal respectiva, salvo las excepciones que se funden en causas justas. Tras muchos debates en la Comisión de reforma, finalmente la disciplina vigente no establece diferencia alguna al respecto entre varones y mujeres, pero es una elemental norma de prudencia el exigir una causa más grave para justificar la confesión de mujeres

18. En el Código de las Iglesias orientales no se hace mención de la sede para oír confesiones, dejando tal vez su determinación al derecho particular. El c. 736 sólo establece que «el lugar propio para celebrar el sacramento de la penitencia es la iglesia, sin perjuicio del derecho particular».

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fuera del confesionario, entendido éste tanto en su versión tradicional como en la forma alternativa propuesta por las Conferencias Episcopales. En todo caso, la gran novedad disciplinar reside en las competencias de las Conferencias Episcopales para dictar normas sobre la sede para oír confesiones, dejando a salvo lo que el c. 964 regula con carácter universal. En virtud de ello, habrá una sede preceptiva en toda la Iglesia latina, y la modalidad alternativa que discrecionalmente establezcan las Conferencias Episcopales. A modo de ejemplo, esto es lo que establece la Conferencia Episcopal Española 19: «De acuerdo con lo establecido en el c. 964 § 2, en las iglesias y oratorios existirá siempre en lugar patente el confesionario tradicional, que pueden utilizar libremente los fieles que así lo deseen. »Existirá, además, en la medida en que, por razones de espacio, pueda hacerse así, la sede alternativa prevista en el canon, para cuantos fieles expresamente la pidan y que ha de estar reservada en exclusiva para este ministerio. En cuanto a su forma concreta, se tendrán en cuanta las condiciones de cada lugar y las directrices diocesanas sobre arte sacro y liturgia, garantizando, en todo caso, tanto la facilidad y la reserva del diálogo entre el penitente y el confesor como el carácter religioso y sacramental del acto» 20. Se entiende aquí por confesionario «tradicional» el provisto de rejilla entre el penitente y el confesor. La sede alternativa prevista por la ley particular, se distingue de la anterior por no estar provista de rejilla, pero coincide en ser un verdadero confesionario, es decir, una sede reservada en exclusiva para el ministerio sacramental de la penitencia. De ahí que quien oiga confesiones en esa sede alternativa no incumple por principio lo mandado por el c. 964 § 3, es decir, no actúa extra sedem confessionalem. Cosa distinta es que su actuación pueda no ser legítima por forzar al penitente a confesarse en la sede alternativa conculcando el derecho del fiel a utilizar libremente el confesionario «tradicional». La existencia obligatoria de este tipo de confesionarios con rejilla fija, que el Papa Pablo VI llamó diafragma protector, así como las normas relativas a su utilización, en especial la de la libertad de elección por parte del penitente, cumplen estas importantes funciones: a) se salvaguarda la necesaria discreción y reserva; b) se garantiza el derecho de todos los fieles a confesar sus pecados sin necesidad de revelar su identidad personal; c) se facilita la comprensión del carácter sacramental del acto; d) se protege el derecho de cada fiel (confesor y penitente) a defender su integridad y su honra de cualquier peligro o sospecha. 19. Para las decisiones al respecto de otras Conferencias Episcopales, vid. A. MARTÍNEZ SAGASTI, La Sede para oír confesiones en las normas y en la pastoral del sacramento de la penitencia, en «Ius in vita et in missione Ecclesiae», Libreria Editrice Vaticana 1994, pp. 1061-1075. 20. Il Decr. BOCEE 6, 1985, p. 62. También en código anotado, 5ª ed., Apéndice III, Pamplona 1992, p. 1196.

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Algunas de estas funciones las cumple también la sede alternativa, por eso es discrecional y legítima su implantación. Pero el cumplimiento de otras funciones sólo es posible a través del confesionario con rejilla fija. Por eso es obligatoria su existencia, como único medio de garantizar, por ejemplo, el derecho del penitente al anonimato, o el derecho del confesor a proteger su integridad moral o su honra, no ya de cualquier peligro, sino también de cualquier sospecha más o menos fundada. b) La interpretación auténtica de 7.VII.1998 El Consejo Pontificio para la interpretación de los textos legislativos, con fecha de 7.VII.1998, publicó una respuesta auténtica por la que se disipan algunas dudas surgidas en la interpretación y aplicación del c. 964 § 2, y referidas en especial a si el confesor está obligado a aceptar siempre la opción de un penitente de confesarse en la sede alternativa desprovista de rejilla fija, o si por el contrario, pueden existir causas suficientes que legitimen una decisión contraria a la solicitada por el penitente. El Consejo Pontificio responde afirmativamente a la siguiente duda: «Si, considerado lo dispuesto por el c. 964 § 2, el ministro del sacramento, por justa causa y excluido el caso de necesidad, puede decidir legítimamente, también cuando el penitente solicite diversamente, que la confesión sacramental se reciba en el confesionario provisto de rejilla fija». «El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en la audiencia concedida al subscrito presidente el 7 de julio de 1998, informado sobre la mencionada decisión, la ha confirmado y ha ordenado su publicación» 21.

En la primera noticia que se dio de la decisión tomada por el Consejo Pontificio 22, se indicaba que fue debida a la consulta formulada por algunas Conferencias Episcopales. En todo caso, la cuestión o duda a la que se da respuesta autorizada estaba planteada en numerosos foros canónicos y pastorales. Al decretarse la existencia de una sede alternativa para cuantos fieles expresamente la pidan, no era improcedente la duda sobre cómo actuar en el supuesto de que se produjera un conflicto entre la petición expresa de un fiel y la posible negativa de un confesor. ¿Estaríamos en este caso ante un conflicto entre dos derechos cuya prevalencia no era fácil resolver sin que mediara una interpretación auténtica? 21. DP-104, 1998, Palabra, octubre 1998. El texto latino es el siguiente. «D. Utrum attento praescripto c. 964 § 2 CIC, Sacramenti minister, iusta de causa et excluso casu necessitatis, legitime decernere valeat, etiamsi poenitens forte aliud postulet, ut confessio sacramentalis excipiatur in sede confessionali crate fixa instructa. R. Affirmative. Summus Pontifex Ioannes Paulus II in audientia die 7 Julii 1998 infrascripto Praesidi impertita, de supradicta decisione certior factus, eam confirmavit et promulgari iussit». Vid. Comm. XXX, 1998, p. 27. 22. Vatican Information Service, 24.VII.1998.

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En el plano teórico, la pregunta no carece de interés a la hora de discernir el alcance jurídico formal de la Respuesta auténtica que estamos comentando. Sabido es que este tipo de interpretaciones a veces tienen un valor meramente declarativo, o tal vez explicativo en el sentido de iluminar términos oscuros de la ley, pero en otras ocasiones se trata de una interpretación llamada extensiva por la doctrina, en el sentido de que el intérprete autorizado extiende a casos no previstos el contenido de la norma interpretada, confiriendo a la interpretación el carácter de una nueva ley 23, con la consiguiente necesidad de ser promulgada y de recibir la aprobación en forma específica del Papa. No nos parece que éste sea el caso de esta interpretación auténtica. Su función es aclarar puntos oscuros, explicitar lo que aparece implícito en el c. 964 § 2, declarar el derecho que asiste al confesor de negarse a aceptar la petición del penitente para confesarse en un confesionario sin rejilla fija, con los límites precisos que corresponden al ejercicio de cualquier derecho subjetivo. Téngase en cuenta que el precepto codicial reconoce un derecho subjetivo del penitente a elegir libremente, sin coacciones, el confesionario con rejilla fija con el fin de proteger, por ese medio, otros derechos del propio penitente y del confesor. De otro lado, la ley particular, al establecer una modalidad alternativa de confesionario, reconoce al penitente la facultad, o si se quiere el derecho a pedir expresamente ser oído en confesión de ese modo, pero no el derecho a que se acceda obligatoriamente a esa petición. De todos modos, y a efectos prácticos, la respuesta auténtica aparece confirmada por el Romano Pontífice, quien ordena su promulgación 24. Por tanto, no hay ya ninguna duda sobre el derecho que asiste al confesor para decidir que la confesión sacramental se reciba en el confesionario provisto de rejilla fija, aun cuando el penitente solicite la sede alternativa y más aún si solicita la confesión extra sedem confessionalem, sin causa justa. Pero antes de determinar el alcance de ese derecho y de sus límites, parece oportuno hacer un breve análisis de los precedentes históricos más inmediatos en donde se han podido fundar las dudas que han originado la intervención autorizada del Consejo Pontificio. El CIC del 17, además de determinar que el confesionario «debe estar provisto de una rejilla fija y con agujeros pequeños entre el penitente y el confesor» (c. 909 § 2), establecía una clara diferencia disciplinar entre las confesiones de mujeres, y de hom-

23. Cfr. J. HERRANZ, El Pontificio Consejo para la interpretación de los textos legislativos, «Ius Canonicum», XXX, n. 59, 1990, pp. 115-132. Cfr. R.J. CASTILLO LARA, De iuris canonici authentica interpretatione in actuositate Pontificiae Commisionis adimplenda, en «Communicationes», 20, 1988, p. 281. 24. Adviértase que en la respuesta que comentamos, la fórmula latina es promulgari iussit. Sabido es que no tiene el mismo alcance canónico el término publicación que el de promulgación.

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bres, por motivos evidentes de prudencia. Pero junto a estos motivos de prudencia «la rejilla en el confesionario ha desempeñado la misión importante de velar al confesor la identidad del penitente, puesto que la recepción de la absolución no impone al que se confiesa la obligación de identificarse» 25. Dicho de otro modo, el confesionario provisto de rejilla ha cumplido históricamente la función de proteger el derecho del penitente al anonimato. El Ordo Paenitentiae publicado en 1974, no dio lugar a un cambio disciplinar en la materia 26, pero en aquellos años fue cristalizando en ciertos sectores de la Iglesia un pretendido «espíritu pastoral» contrario al uso del confesionario, o propicio a su supresión. «Con frecuencia se dejó de usar el confesionario como sede para las confesiones, especialmente cuando se tenían celebraciones comunitarias previstas en el Ritual, en las que oían confesiones un número elevado de sacerdotes para los que no se disponía de suficientes confesionarios» 27. El hecho es, recuerda el mismo autor, «que, entre el año 1974 —fecha de la publicación del Ritual— y el año 1983 —fecha de entrada en vigor del nuevo Código— se comenzó a introducir en algunas regiones la costumbre de no usar los confesionarios para atender las confesiones» 28. Mientras esto ocurre en la acción pastoral de la Iglesia, se está elaborando en la Comisión de reforma del CIC la redacción del vigente c. 964. En el esquema de 1980, ampliamente divulgado, el canon tenía la siguiente redacción: § 2. «Ad sedem confessionalem quod attinet, normae ab Episcoporum Conferentia statuantur, cauto tamen ut habeatur in loco patenti Sedes confessionalis crate fixa inter paenitentem et confessarium instructa. § 3. Mulierum confesiones extra sedem confesssionalem crate instructam ne excipiantur nisi ex causa infirmitatis aliusve necessitatis». Las razones que aconsejaban mantener la disciplina del antiguo Código respecto a la confesión de las mujeres, eran las siguientes: «a) una larga praxis eclesial; b) el derecho de los fieles a no ser identificados; c) la prudencia por causa de la debilidad humana» 29. En la V Congregación Plenaria de la Comisión para la reforma del Código, celebrada los días 20-29 de octubre de 1981, reapareció el debate sobre la conveniencia o no de la distinción entre mujeres y varones. No obstante alguna opinión en contra de la distinción, el debate se centró más bien en determinar el tipo de causa que haría legítima la confesión de mujeres extra confessionalem 30.

25. T. MARTÍN DE AGAR, El c. 964 del CIC: sobre el uso del confesionario, en «Reconciliación y Penitencia», V Simposio Internacional de Teología, Universidad de Navarra, Pamplona 1983, pp. 1011-1024. 26. El n. 12 de los Praenotanda, establece de forma clara: «Sacramentum Paenitentiae administratur in loco et sede, quae iure statuuntur». 27. A. MARTÍNEZ SAGASTI, La sede para oír confesiones..., cit., p. 1062. 28. Ibidem, p. 1068. Cfr. También T. MARTÍN DE AGAR, El c. 964 del CIC..., cit., p. 1015; J.A. MARQUES, Lugar y sede de la administración del sacramento de la penitencia, en «Sobre el Sacramento de la Penitencia y las absoluciones colectivas», Pamplona 1976, pp. 162-165. Sabido es también que el Papa Pablo VI en la audiencia general de 3.IV.1974, sale al paso de esa corriente que pretende abolir los confesionarios con estas palabras: «Il confessionale in quanto diaframma prottettivo tra il ministro ed il penitente, per garantire l’assoluto riserbo della conversazione loro imposta e loro riservata, è chiaro, debe rimanere». 29. Communicationes, X, 1978, p. 69; 15, 1983, p. 207. 30. Congregatio Plenaria, Libreria Editrice Vaticana 1991, pp. 464-469.

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El hecho es que el vigente c. 964 contiene notables cambios en relación con el del esquema de 1980. Se suprime la referencia a la confesión de mujeres del § 3, y se da una redacción nueva al § 2 con estos tres cambios significativos: a) se introduce el adverbio semper a la hora de imponer el confesionario con rejilla fija; b) Se manda que existan siempre varios confesionarios en plural, para facilitar el ejercicio del derecho del fiel a confesarse en esa sede «tradicional», y tal vez para garantizar mejor el derecho al anonimato; c) Se añade finalmente una cláusula: «que puedan utilizar libremente los fieles que así lo deseen». Se refiere obviamente al uso libre del confesionario provisto de rejillas, una de cuyas funciones es hacer de diafragma protector del anonimato del penitente que no quiera renunciar a este derecho. Estos cambios introducidos en la última redacción del c. 964 § 2, han tenido como fin reforzar y facilitar el ejercicio de los derechos de los penitentes, al tiempo que subrayan la correlativa obligación de la autoridad competente para que disponga y ordene el ministerio sacramental de la penitencia de modo que no obstaculice o dificulte su ejercicio, ni siquiera con el pretexto de que es más genuino y auténtico el signo sacramental, cuando media la imposición de manos sobre la cabeza del penitente, según determina el Ritual de la Penitencia, y para lo cual sería preciso una disposición del confesionario distinta de la preceptuada por el c. 964 § 23 31.

c) Reconocimiento explícito de los derechos del confesor A la vista de todo lo expuesto, aparece claro que el fiel penitente está facultado, en primer lugar para confesarse extra sedem confessionalem, pero en este caso sólo si existe causa justa, a tenor del c. 964 § 3. Al derecho particular le correspondería determinar, en la medida de lo posible, el concepto indeterminado de causa justa, objetivando algunos supuestos a modo de ejemplo sin caer en el casuismo. De no existir esa causa justa, el penitente aun tiene dos opciones: o confesarse en el confesionario provisto de rejilla fija, o elegir la modalidad alternativa que haya establecido la Conferencia Episcopal. Mientras no existió esa modalidad alternativa, y la exigencia de confesarse en el confesionario con rejilla afectaba prevalentemente a la confesión de mujeres, no se cuestionó el derecho del confesor a oír en confesión a las mujeres en la única sede preceptuada por la ley. Las causas que podrían limitar ese derecho, habrían de ser proporcionales en su gravedad al correlativo deber del confesor de salvaguardar su propia vida espiritual, y de evitar cualquier tipo de

31. Al no ser esencial este rito en la administración de la Penitencia, en el caso de conflicto entre el cumplimiento de esa rúbrica litúrgica y los derechos enunciados de los fieles, prevalecen obviamente éstos. Pero además, como bien se ha señalada, «el Ordo Paenitentiae 19, dispone que el sacerdote extienda las manos, o al menos la derecha, sobre la cabeza del penitente, mientras recita la fórmula de la absolución. Lo cual no exige desde luego que deba tocar físicamente con las manos la cabeza del penitente; no habla de imponer las manos sino de extenderlas, lo cual puede hacerse levantando las manos (al menos la derecha) por encima de la cabeza del penitente. Ésta viene siendo por otra parte la praxis habitual en la Iglesia». T. MARTÍN DE AGAR, El canon 964..., cit., p. 1020.

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escándalo para los fieles, como encarece a todo ministro sagrado el c. 277 a propósito del deber del celibato. Sólo cuando se suprime la distinción entre hombres y mujeres —a nuestro juicio, acertadamente porque su mantenimiento legal hubiera ocasionado más inconvenientes que ventajas—; y cuando, por otro lado, al penitente varón o mujer se le faculta para confesarse en una modalidad de confesionario sin rejillas, es entonces cuando surge la duda de si al confesor le asiste el derecho, no ya sólo a no aceptar las confesiones fuera de cualquier sede confesional, sino a no aceptar tampoco la confesión sea de varones o de mujeres, fuera de la sede «tradicional», es decir, sin el diafragma protector de la rejilla. Al no desaparecer el fundamento en que se ampara —de naturaleza bastante permanente, infirmitatis humananae causa—, tampoco ha decaído ese derecho. En todo caso, la interpretación auténtica que comentamos aclara cualquier duda al respecto, y explicita lo que estaba ya implícito en la ley. El titular de ese derecho es el ministro del sacramento o confesor. A él le corresponde decidir que la confesión sacramental sea recibida en un confesionario provisto de rejilla fija, no importa que el penitente haya pedido confesarse en otra sede. Si la petición afectara a lo que establece el § 3 del c. 964, el confesor no sólo sería titular de un derecho, sino también sujeto de una obligación: la de no oír confesiones extra sedem confessionalem, si no es por causa justa. Como todo derecho, también el que nos ocupa tiene sus propios límites que la interpretación auténtica determina de forma genérica. En efecto, la legitimidad de la decisión está condicionada en primer lugar por la existencia de una causa justa; es decir, no debe ser tomada arbitrariamente, ni siquiera discrecionalmente porque de algún modo su decisión está reglada. En todo caso, a quien tiene el poder de decidir compete también de forma prevalente la facultad para juzgar sobre la existencia de la causa justa. No se descarta que una ley particular pueda establecer algunos criterios objetivos al respecto. Pero es inevitable que en la toma de decisión de esta índole sea muy fuerte el factor subjetivo. Es el confesor quien mejor puede juzgar si es justa la causa que se invoca, tomando en cuenta sus circunstancias personales, las del lugar en que se realiza el acto sacramental, y las del propio penitente. Junto a la causa justa como límite positivo, la interpretación auténtica excluye, como límite negativo, los casos de necesidad. Sin duda, éstos son más fáciles de evaluar objetivamente. Algunas de las causas que se han invocado tradicionalmente para legitimar la confesión de mujeres fuera del confesionario, tales como la enfermedad, la sordera, las peregrinaciones multitudinarias, las misiones populares, etc., podrían erigirse en caso de necesidad que deslegitimara la negativa del confesor a oír la confesión fuera del confesionario provisto de rejilla. Pero adviértase, en todo caso, que los supuestos que afectan al § 3 del c. 964 no se identifican necesariamente con los del § 2 a los que se refiere directamente la respuesta auténtica. Por eso, el caso de necesidad debería seguir pautas diferentes para su determinación, según se trate de uno u otro supuesto. 251

CAPÍTULO XIV

SACRAMENTO DE LA PENITENCIA EL MINISTRO Y EL FIEL PENITENTE

I. EL MINISTRO DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA 1. Potestad de orden y facultad para ejercerla Sólo el sacerdote es ministro del sacramento de la penitencia; sólo a él se le ha conferido el poder de perdonar los pecados, en nombre y en la persona de Cristo. Pero el carácter sacerdotal, siendo necesario, no es, sin embargo, suficiente para administrar válidamente el sacramento. Además de la potestad de orden, el ministro ha de tener la facultad de ejercerla sobre los fieles a quienes da la absolución (cc. 965-966). Desde una vertiente práctica, esta disciplina concuerda en lo sustancial con la del Código antiguo. Técnicamente, en cambio, el legislador ha preferido usar el término facultad en lugar de jurisdicción, por considerar que este último término no era el más adecuado para expresar la naturaleza de la facultad con que debe estar revestido el sacerdote-confesor, habida cuenta de que la absolución sacramental no parece encuadrable entre los actos de la potestad de régimen en el sentido técnico del c. 129. De acuerdo con esta nueva orientación, cabe decir que para la administración válida del sacramento de la penitencia no es necesario que concurran dos potestades, la de orden y la de jurisdicción, sino únicamente la potestad de orden, respecto a la cual la Iglesia regula y exige, incluso para la validez del sacramento, la facultad de ejercerla sobre unos fieles. Este cambio terminológico arrastra consigo otras consecuencias canónicas. Por ejemplo, no cabe hablar ya de potestad de jurisdicción ordinaria y delegada, y en su lugar han de emplearse los términos facultad ipso iure o vi officii o por especial concesión. Se evitan así los problemas técnicos que entrañaba la disciplina anterior respecto a la jurisdicción ordinaria para oír 253

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

confesiones, que pese a tener ese carácter de ordinaria, no era sin embargo delegable. 2. Adquisición de la facultad La facultad para oír confesiones se adquiere de dos modos diversos conforme establece el c. 966 § 2: por virtud del propio derecho (ipso iure) y por especial concesión de la autoridad competente. Al primero de esos modos cabe reconducir otras formas de adquisición: la que tiene lugar mediante la colación de un oficio (facultad vi officii), la que se adquiere en ciertos supuestos que justifican la llamada suplencia de jurisdicción —en este caso, de facultad—, y la facultad que todo sacerdote tiene ipso iure en caso de peligro de muerte. a) Facultad «ipso iure» Además del Romano Pontífice, los Cardenales tienen ipso iure facultad de oír confesiones en todo el mundo y sobre todos los fieles, sin que ningún Obispo diocesano pueda limitársela, ni para la validez, ni para la licitud. De la misma facultad ipso iure gozan todos los Obispos, que la ejercitan también lícitamente en cualquier sitio, a no ser que el Obispo diocesano se oponga en un caso concreto (c. 967). b) Facultad «vi officii» Con carácter territorial, adquieren la facultad en virtud del propio oficio, el Ordinario del lugar en el sentido del c. 134 § 2, el canónigo penitenciario y el párroco y quienes hacen sus veces. Los capellanes tienen también facultad vi officii (c. 566) de oír las confesiones de los fieles encomendados a su cuidado. Parece probable que también tienen esa facultad los rectores de iglesias (c. 556). Con carácter personal, en virtud del oficio, tienen también facultad de oír las confesiones de sus súbditos y de aquellos que moran día y noche en la casa, los Superiores de los institutos religiosos y sociedades de vida apostólica clericales y de derecho pontificio; es decir, de aquellos institutos o sociedades cuyos Superiores, a tenor del c. 596 § 2, gozan de potestad eclesiástica de régimen, y son llamados Ordinarios conforme al c. 134 § 1 1. 1. El c. 968 § 1 se refiere expresamente a los titulares vi officii de la facultad para oír confesiones, en el marco de las comunidades jerárquicas diocesanas (y asimiladas a tenor del c. 368). Tal vez por eso no hace mención expresa del Ordinario militar ni del Prelado de una prelatura personal, cuya condición de Ordinarios (c. 295 § 1) y dotados a iure de potestad determina que también gocen vi officii de la facultad para oír confesiones. Cfr. F. LOZA, Comentario al c. 968, en VV.AA., Comentario Exegético..., cit., Vol. III, p. 783.

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SACRAMENTO DE LA PENITENCIA: EL MINISTRO Y EL FIEL PENITENTE

c) La facultad por especial concesión Los sacerdotes no comprendidos en los supuestos anteriores, adquieren la facultad para confesar mediante concesión concreta —las antiguas licencias— de la autoridad competente. Respecto a la competencia para otorgar la facultad, entran también en juego los criterios de territorialidad y de personalidad: con carácter general, pero limitado al ámbito jerárquico diocesano, tan sólo el Ordinario del lugar es competente para otorgar dicha facultad. Con carácter personal, es decir, referida únicamente a los súbditos y a aquellas personas que moran día y noche en la casa del instituto o sociedad, dicha facultad puede ser concedida también a cualquier presbítero por los Superiores de los institutos religiosos y sociedades de vida apostólica que gocen de potestad ejecutiva. En el ámbito jerárquico, si bien con carácter personal, son también competentes para conceder esa facultad el Ordinario de un ordinariato castrense y el Prelado personal. La concesión de esta facultad, por el que tiene competencia para ello, es un acto administrativo que está sometido a una serie de cautelas y requisitos (cc. 970-973). Destaca, entre todos, la exigencia de idoneidad para ser confesor, que la autoridad correspondiente evaluará mediante examen, o de otro modo. Es también una norma de prudencia que, cuando se trate de conceder esa facultad de un modo habitual, el Ordinario del domicilio o del cuasidomicilio del presbítero no lo haga sin antes haber oído al Ordinario propio, quien por principio podrá juzgar mejor sobre la idoneidad del candidato. Finalmente, la concesión de la facultad habitual deberá hacerse en todo caso por escrito. La concesión de la facultad es un acto discrecional del Superior puesto que a él le corresponde juzgar sobre la idoneidad para ser confesor. Con todo, esa discrecionalidad tiene como límite el derecho del sacerdote a ejercer el sagrado ministerio del perdón, siempre que esté capacitado para ello. En la práctica, no es imposible que la discrecionalidad degenere en arbitrariedad. Tal sería el caso de una denegación de la facultad sin causa objetiva o sin causa suficiente, lo que equivaldría a una denegación injusta contra la cual el sacerdote estaría facultado para acudir al instrumento legal del recurso contra los decretos administrativos de conformidad con los cc. 1732 y ss. Adviértase que uno de los principios que orientaron la elaboración de la nueva disciplina canónica buscaba como objetivo salvaguardar los derechos de los fieles, evitando a tal efecto cualquier sombra de arbitrariedad en el ejercicio de la potestad eclesiástica.

d) Facultad por suplencia de la Iglesia Con el fin de asegurar en ciertos supuestos la validez del acto sacramental de la penitencia, buscando en definitiva el bien del penitente, el legislador aplica a la facultad para oír confesiones los criterios de suplencia de la potestad ejecutiva de régimen contenidos en el c. 144. Según esto, la Iglesia suple la 255

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

real o posible carencia de facultad para confesar en los supuestos de error común tanto de hecho como de derecho, así como en la duda positiva y probable de derecho o de hecho. Pero tal suplencia no significa sino que, cuando se verifican esos supuestos, es decir, para esos casos singulares, el sacerdote que por hipótesis no tuviera facultad la recibe a iure y absuelve válidamente. Por ello, cabe configurar el supuesto de la suplencia como un modo singular de adquirir la facultad. Desde un punto de vista penal, el c. 1378 § 2, 2.° tipifica el delito de quien atenta dar la absolución u oír la confesión sacramental sin poder hacerlo válidamente. Pero no entraría en este supuesto el sacerdote que, mediando causa grave, provocase el error común o usase, en un caso no procurado, de la facultad suplida. e) Facultad en peligro de muerte Es éste un último supuesto en que actúa el propio derecho (c. 976) como cauce para la concesión de la facultad para confesar a cualquier sacerdote que esté desprovisto de ella. En efecto, «todo sacerdote, aun desprovisto de facultad para confesar, absuelve válida y lícitamente a cualquier penitente que se encuentre en peligro de muerte de toda censura y pecado, aunque esté presente un sacerdote aprobado».

Mediante este precepto la Iglesia vela de modo peculiar por la salvación del pecador, evitando cualquier traba canónica que impida o dificulte la absolución sacramental del mismo en peligro de muerte. Ninguna traba existe, ni para la validez ni para la licitud en relación con el sacerdote: si no tuviere facultad para confesar ni para remitir censuras, la obtiene en peligro de muerte por virtud del c. 976, incluida la facultad para absolver al cómplice en un pecado contra el sexto mandamiento del decálogo (c. 977). En el supuesto de que un sacerdote estuviere excomulgado, y le estuviese prohibido como regla celebrar sacramentos (c. 1331), quedaría suspendida dicha prohibición en peligro de muerte (c. 1335), por lo cual absolvería válida y lícitamente al penitente que se encontrare en esa situación. De igual modo, al sacerdote que pierde el estado clerical se le prohíbe ejercer la potestad de orden, pero se exceptúa la absolución del penitente en peligro de muerte (c. 292). También en relación con el penitente, en peligro de muerte desaparecen todas las trabas que pudieran hacer inválida o ilícita la absolución. Así, no es óbice el ser cómplice en pecado contra el sexto mandamiento, ni lo es estar incurso en alguna censura, pues ésta puede ser absuelta por cualquier confesor en el acto sacramental. Cosa distinta es que, a tenor del c. 1357 § 3, los que hayan sido absueltos en peligro de muerte de una censura irrogada o declarada o reservada a la Sede Apostólica, tras la convalecencia tienen obligación de recurrir a la autoridad competente. 256

SACRAMENTO DE LA PENITENCIA: EL MINISTRO Y EL FIEL PENITENTE

3. Ámbito de ejercicio de la facultad Los criterios que rigen actualmente el ámbito de ejercicio de la facultad para oír confesiones han modificado notablemente la disciplina antigua. Recuérdese que el párroco, por ejemplo, sólo tenía jurisdicción ordinaria en el ámbito de su parroquia, mientras que para poder confesar en las demás parroquias de la diócesis necesitaba jurisdicción delegada del Ordinario propio, que a su vez sólo era competente para concedérsela dentro del ámbito del territorio diocesano. A la vista de los problemas pastorales que entrañaba ese sistema, el legislador ha optado por otro distinto, en virtud del cual, quien tenga facultad en su propio territorio, en principio goza de esa facultad en todas partes (ubique) con las siguientes precisiones canónicas que es conveniente exponer sistemáticamente para su mejor comprensión: a) Los Cardenales, los cuales gozan ipso iure de facultad para oír confesiones, la ejercitan válida y lícitamente en todo el mundo, sin ningún límite jurídico, salvo que les sea revocada por la Sede Apostólica en un caso extremo, o les esté prohibido su ejercicio por causa de una pena canónica. b) Los Obispos ejercitan también válidamente dicha facultad en todo el mundo sin ningún límite jurídico, salvo por revocación de la suprema autoridad de la Iglesia. Respecto a la licitud, además de los límites impuestos por una pena canónica, la facultad les puede ser denegada, en un caso particular, por el Obispo de la diócesis en que pretenda ejercer el ministerio de la confesión. c) Los que la obtienen vi officii a tenor del c. 968 § 1, también gozan de ella en todo lugar, sin ningún límite territorial ni personal, salvo que el Ordinario de algún lugar se la deniegue o se la revoque en su propio territorio; en cuyo caso quedarían privados de la facultad en dicho territorio. d) Los Superiores que gozan de facultad vi officii (c. 968 § 2) la poseen también en todo lugar, pero sólo respecto a los miembros y a cuantos viven día y noche en la casa del instituto o de la sociedad. Pueden tenerla también respecto a todos los fieles, pero no vi officii sino por especial concesión del Ordinario del lugar de la incardinación, si están incardinados en una diócesis, o del domicilio en caso contrario. e) Los que obtienen la facultad en el propio territorio por especial concesión, la obtienen en todo lugar sólo cuando ha sido concedida por el Ordinario del lugar de la incardinación o del domicilio. De no ser así, la obtendrían únicamente para el ámbito jurisdiccional del que la concede. f) Finalmente, los que obtienen la facultad por especial concesión del Superior competente, con potestad de régimen ejecutiva, de un instituto religioso o sociedad de vida apostólica, la pueden ejercer también en todo lugar, pero tan sólo sobre los miembros y cuantos habitan día y noche en la casa del instituto o sociedad. 257

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4. Pérdida de la facultad a) Modos legalmente establecidos Los modos de perder la facultad están en conexión con los modos de adquirirla. Y así, cuando se adquiere en virtud de un oficio, cesa dicha facultad con la pérdida del oficio. Cuando la ha concedido el Ordinario del lugar de la incardinación u Ordinario propio, cesa mediante la excardinación; y si la ha concedido el Ordinario del domicilio, la pérdida de éste acarrea asimismo la cesación de la facultad (c. 975). Además, la facultad habitual para oír confesiones puede cesar por revocación expresa del Ordinario del lugar o del Superior competente. Para ello es preciso que exista causa grave, de lo contrario cabría interponer recurso en devolutivo en conformidad con los cc. 1736 y ss. Que sea en devolutivo, como expresamente señalaba la disciplina antigua, parece lógico atendida la naturaleza de la revocación y el fin de la salus animarum que presumiblemente persigue, y que no debe sufrir ningún detrimento mientras no se sustancie el recurso. La disciplina antigua preveía la posibilidad, no sólo de revocar la jurisdicción delegada, sino de prohibir el ejercicio de confesar al párroco y al penitenciario, es decir, a los que en la terminología antigua tenían jurisdicción ordinaria. El c. 974 nada establece expresamente al respecto, quizás porque la vía más simple sea la remoción del oficio. En todo caso, nada parece impedir que, sin necesidad de esa remoción, el Ordinario del lugar prohíba temporalmente al párroco o al penitenciario el ejercicio de la facultad que tienen vi officii. En la disciplina antigua, además de por revocación y por pérdida del oficio, la jurisdicción cesaba mediante privación penal. Así aparecía regulado en los primeros esquemas de revisión del Código. Pero tal mención desaparece del texto definitivo, por lo que actualmente, ni la excomunión, ni la suspensión del oficio, ni el entredicho privan de la facultad de oír confesiones, sino que tan sólo prohíben su ejercicio. b) Ámbito de la revocación El ámbito en que surte efecto la revocación se mide por el mismo criterio, en sentido inverso, que rige en la adquisición de la facultad. En consecuencia, si la facultad de oír confesiones es revocada por el Ordinario del lugar que la concedió, por lo mismo que dicha facultad se hizo universal en virtud del derecho (c. 967 § 2), el presbítero queda privado ipso iure de la misma en todas partes; mientras que si es revocada por el Ordinario de otro lugar, queda privado de ella tan solo en el territorio del que la revoca. De igual modo, si la facultad de oír confesiones es revocada por el Superior mayor propio, el presbítero queda privado de ella en todas partes, respecto a los miembros del instituto; 258

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pero si es revocada por otro Superior competente, la pierde sólo para con los súbditos del revocante (c. 974 §§ 2 y 4). Siguiendo estos mismos criterios, parece lógico concluir que el presbítero que hubiera perdido la facultad por cesar o ser removido del oficio en virtud del cual la adquirió, o por abandonar el domicilio o la diócesis del Ordinario que se la concedió, pierde esa facultad en todas partes; y su recuperación, con idénticos efectos universales, sólo puede tener lugar o mediante la colación de un nuevo oficio, o mediante la concesión expresa del nuevo Ordinario propio o del Ordinario del nuevo domicilio. II. ESPECIALES DEBERES EN EL EJERCICIO DEL MINISTERIO DE LA PENITENCIA 1. Los oficios de juez y médico El sacramento de la penitencia es tribunal de misericordia y lugar de curación. Por eso, al sacerdote-confesor se le asignan dos oficios principales: el de juez y el de médico. Como juez debe valorar tanto la gravedad de los pecados como las disposiciones del penitente, y dictar sentencia, teniendo presente que ha sido constituido por Dios ministro de la justicia y a la vez de la misericordia divina, a fin de restaurar el honor de Dios conculcado por el pecado y restablecer la salud de las almas. Como médico, debe conocer el estado del enfermo, indagar las causas de la enfermedad moral y ofrecer las medicinas oportunas que lo curen y fortalezcan. El cumplimiento de estas fundamentales tareas, contrapuesto en principio a todo falso comunitarismo, requiere por parte del confesor una actitud previa de fidelidad a la doctrina del magisterio y a las normas dictadas por la autoridad competente, teniendo presente que no actúa como juez y médico a título privado, sino como ministro de la Iglesia (c. 978 § 2). De no ser así, la revocación de la facultad para confesar, a tenor del c. 974, no sólo sería algo legítimo sino debido en justicia respecto al penitente-enfermo a quien le asiste el derecho a encontrar en el sacramento la luz y la paz verdadera, no la duda y la confusión. 2. Normas de prudencia en los interrogatorios Las funciones de juez y médico, así como la misma integridad de la confesión, exigen en muchas ocasiones que el confesor interrogue acerca del número, especie y circunstancias del pecado, cuando no lo expone convenientemente el propio penitente. Pero, «al interrogar, el sacerdote debe comportarse con prudencia y discreción, atendiendo a la condición y edad del penitente; y ha de abstenerse de preguntar sobre el nombre del cómplice» (c. 979). 259

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Salvo la prohibición expresa de inquirir el nombre del cómplice con quien el penitente realizó alguno de los pecados confesados, las otras recomendaciones del precepto canónico son forzosamente genéricas por tratarse de una materia que pertenece más al ámbito moral que al canónico. En todo caso, el confesor deberá atenerse a éstas y otras muchas normas morales de prudencia emanadas de la autoridad competente. A este respecto, por ejemplo, no han perdido vigencia las disposiciones de la S. Cong. del Santo Oficio de 16.V.1943 acerca de la forma de interrogar a los penitentes en materia de castidad. Baste recordar este principio general: «Tenga presente el confesor que el precepto divino de la integridad de la confesión no urge con grave daño del confesor o del penitente si este daño es extrínseco a la confesión; y, por tanto, siempre que se tema el escándalo del penitente o el daño del mismo confesor a causa de las preguntas, debe prescindirse de ellas. Mas, en la duda, hay que tener siempre presente el consejo común de los doctores: que en esta materia es mejor quedarse cortos que, con peligro de pecado, excederse (...)» 2.

3. La absolución del cómplice Fuera del peligro de muerte, en que no existe limitación ni para la validez ni para la licitud, la absolución del cómplice en un pecado contra el sexto mandamiento del decálogo acarrea dos consecuencias canónicas importantes: a) Invalidez de la absolución: todo sacerdote —presbítero u Obispo— queda privado ipso iure (c. 977) de la facultad para absolver el pecado de complicidad contrario a la virtud de la castidad en el que fue parte. Esta inhabilitación, por tanto, afecta sólo a los pecados externos contra el sexto mandamiento en los que ha habido complicidad formal entre el penitente y el confesor; no afecta a otros posibles pecados individuales del penitente, ni tampoco a otra clase de pecados en que haya podido existir complicidad, por ejemplo, robos, homicidios, etc. Respecto a estos últimos, el sacerdote conserva la facultad de absolverlos. b) Responsabilidad penal: el sacerdote que absuelve al cómplice en pecado contra el sexto mandamiento incurre en excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica, a tenor del c. 1378 § 1. Tan sólo incurre en dicha excomunión el sacerdote que de hecho absuelve al cómplice, no el que meramente oye la confesión 3.

2. X. OCHOA, Leges Ecclesiae 2, Roma 1969, pp. 2174-2176. Cfr. F. LOZA, Comentario al c. 979, cit., p. 807. Cfr. también el Vademecum para los confesores sobre algunos temas de moral conyugal publicado por el Consejo Pontificio para la Familia el 12.II.1997. 3. Téngase en cuenta que este delito es uno de los que integran los delicta graviora reservados exclusivamente por razón de la materia a la Congregación para la Doctrina de la Fe.

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4. Absolución condicionada de la falsa denuncia En la disciplina antigua, la falsa delación por la que un sacerdote inocente era acusado del delito de solicitación constituía el único pecado reservado a la Santa Sede por sí mismo, y no por razón de la censura. Al suprimirse en el Código vigente la reservación de pecados, el de falsa delación o falsa denuncia pierde su carácter reservado, pero, además de constituir el delito tipificado en el c. 1390, la absolución del pecado en cuanto tal está supeditada a dos condiciones: la retractación formal de la falsa denuncia y la disposición del penitente a reparar los posibles daños (c. 982). Conviene también recordar que, respecto a la obligación de denunciar el delito de solicitación, el c. 904 del CIC 17 imponía dos obligaciones graves: por parte del penitente, la obligación de denunciar al sacerdote, que fuere reo de solicitación, en el plazo de un mes; y por parte del confesor, el deber de amonestar, bajo pena de pecado mortal, acerca de esta obligación. Este precepto ha sido abolido por considerarse que se trata de deberes que pertenecen más bien al ámbito de la teología moral. La cuestión fue, sin embargo, muy debatida en los trabajos preparatorios 4. En el c. 1387 se tipifica el delito de solicitación y se determinan las penas en que incurriría el sacerdote que, en el acto o con ocasión o pretexto de la confesión, indujere al penitente a un pecado contra el sexto mandamiento del decálogo. En los casos más graves, cabría imponer la pena expiatoria más grave para un clérigo: la expulsión del estado clerical.

5. El sigilo sacramental Permanece invariada, incluso está expresada con mayor rigor, la disciplina sobre el sigilo sacramental. La única variación respecto a la disciplina anterior es de carácter técnico. Se distingue ahora entre el sigilo sacramental propiamente dicho que afecta sólo al confesor, y la obligación del secreto que corresponde al posible intérprete, y a otras personas que puedan tener noticia de los pecados declarados en confesión. Esta diferencia entre uno y otro supuesto tiene su reflejo canónico en dos figuras delictivas tipificadas por la ley penal. Atendiendo al especial cuidado que pone el legislador en tutelar la inviolabilidad de la confesión sacramental para proteger al penitente y al propio sacramento de la penitencia, es conveniente analizar con un cierto detalle las disposiciones canónicas al respecto, tanto en su vertiente sustantiva como penal.

4. Cfr. Com. 10, 1978, p. 65.

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a) Inviolabililad del sigilo sacramental «El sigilo sacramental es inviolable; por lo cual está terminantemente prohibido al confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por ningún motivo» (c. 983 § 1).

La inviolabilidad del sigilo, como la propia norma se encarga de aclarar, significa que jamás y de ningún modo, directo o indirecto, puede quebrantarse, cualquiera que sea el daño privado o público que se pretendiera evitar o el bien que se pudiera promover. La gravísima obligación del sigilo afecta sólo al confesor y se origina únicamente en la confesión sacramental, es decir, cuando se acusan los pecados en orden a obtener la absolución aunque ésta no se recibiere por cualquier causa. Por ello mismo, es materia del sigilo todo y sólo lo que el penitente declara como pecado para ser absuelto, aunque sobre las otras materias sea preciso guardar la máxima reserva para no hacer odioso el sacramento. Como medio de defensa de los intereses jurídicos fundamentales de la lglesia, representados en este caso por el sacramento de la penitencia, la ley establece la máxima pena para quienes osaren violar la gravísima obligación del sigilo. Pero, para determinar esta responsabilidad penal, es preciso distinguir entre violación directa e indirecta del sigilo, pues a cada uno de estos conceptos corresponde una figura diferente de delito. Se quebranta directamente el sigilo cuando se manifiesta el pecado oído en confesión y la persona del penitente, por su nombre o por circunstancias que permiten identificarlo. Este tipo de violación está sancionado con excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica. Hay violación indirecta cuando de las palabras, hechos u omisiones del confesor puede deducirse e identificarse el pecado y el pecador. Este otro tipo de delito, que admite graduaciones, ha de ser castigado en proporción con la gravedad del mismo (c. 1388 § 1) 5. b) La obligación del secreto «También están obligados a guardar secreto el intérprete, si lo hay, y todos aquellos que, de cualquier manera, hubieran tenido conocimiento de los pecados por la confesión» (c. 983 § 2).

La materia del secreto es idéntica a la del sigilo; sólo varía el sujeto de la obligación, que en este caso es cualquier persona, distinta del confesor, que por cualquier vía hubiera llegado a conocer los pecados confesados. Por ley canónica no está obligado al secreto el propio penitente, aunque pudiera estarlo por

5. La violación directa e indirecta del sigilo sacramental constituye también un delictum gravius reservado exclusivamente a la Congregación para la Doctrina de la Fe.

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otras razones de índole moral. En efecto, para el penitente «no hay pecado ni pena canónica, si espontáneamente, y sin provocar daños a terceras personas, revela fuera de la confesión lo que ha acusado. Pero es evidente que, al menos por un pacto implícito en las cosas, por un deber de equidad, y tal vez también por un sentido de nobleza hacia el sacerdote confesor, debe a su vez respetar el silencio sobre lo que el confesor, confiando en su discreción, le manifiesta dentro de la confesión sacramental» 6. También los que quebrantan el secreto de la confesión deben ser castigados con una pena justa, sin excluir la excomunión (c. 1388 § 2). La Congregación para la Doctrina de la Fe promulgó un Decreto general el 23.IX.1988, en virtud del cual incurre automáticamente en excomunión «todo aquel que capta, sirviéndose de cualquier instrumento técnico, o divulga en un medio de comunicación social lo que dice el confesor o el penitente en el Sacramento de la confesión, sea ésta verdadera o fingida, propia o de un tercero» 7. c) El uso indebido de la ciencia adquirida en la confesión Con el fin de evitar la desconfianza de los fieles y hacer odioso, en definitiva, el sacramento de la penitencia, la ley establece otras prohibiciones distintas a la del sigilo sacramental, pero relacionadas con él. En efecto, aunque no haya peligro de quebrantar el sigilo, le está también prohibido al confesor de modo terminante hacer uso, en perjuicio del penitente, de los conocimientos adquiridos en la confesión (c. 984 § 1). Según determinó una Instrucción de la S. Cong. del Santo Oficio de 15-VI-1915, «en negocio de tanta importancia conviene evitar con muchísimo cuidado no sólo la falta completa y consumada, sino también toda apariencia y sospecha de falta (...). Pues, aunque eso se haga salvando sustancialmente el secreto sacramental, no podrá menos de ofender los oídos de gente piadosa y excitar en sus almas la desconfianza». Como un corolario de ese principio general, y con el propósito añadido de mostrar una más nítida distinción y separación entre el fuero interno sacramental y el que corresponde al gobierno exterior, la ley canónica establece estas dos prohibiciones: «Quien está constituido en autoridad, no puede en modo alguno hacer uso, para el gobierno exterior, del conocimiento de pecados que haya adquirido por confesión en cualquier momento» (c. 984 § 2). 6. JUAN PABLO II, Alocución a la Penitenciaría Apostólica, 12.III.1994, en «Palabra» DP30, 1994. 7. AAS 80, 1988, 1367. Cfr. el comentario de A. MARZOA a ese Decreto general, Protección penal del sacramento de la Penitencia y de los derechos de los fieles, en «Ius Canonicum» XXX, 1990, pp. 165-172. El delito mencionado en el texto integra también uno de los delicta praviora reservados a la Congregación para la Doctrina de la Fe.

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Prevalece, en este caso, el bien del penitente y el bien común eclesial, representado por el sacramento de la penitencia, sobre el hipotético bien para el gobierno de la Iglesia que se podría derivar de un mejor conocimiento de las personas adquirido a través de la confesión. «El maestro de novicios y su asistente y el rector del seminario o de otra institución educativa no deben oír confesiones sacramentales de sus alumnos residentes en la misma casa, a no ser que los alumnos lo pidan espontáneamente en casos particulares» (c. 985). No es ésta una prohibición absoluta que no admita excepciones, como se ve; pero es una norma cautelar importante que busca, por un lado, garantizar más la libertad del alumno en relación con el sacramento de la penitencia, y trata, por otro, de evitar llevar al ámbito del gobierno del instituto religioso o del seminario, aquello que ha podido conocerse en sede sacramental, perjudicando de ese modo al penitente y haciendo odioso el sacramento de la penitencia. Esta última es también la razón por la que se excluye a los confesores del seminario de tomar parte activa en las decisiones acerca de la admisión de los alumnos a las órdenes sagradas, o de la expulsión del seminario (c. 240 § 2).

6. Los deberes de justicia en la administración del sacramento El deber de justicia de administrar el sacramento del perdón tiene un primer reflejo en la propia relación sacramental como atestigua el c. 980: «No debe negarse ni retrasarse la absolución si el confesor no duda de la buena disposición del penitente y éste pide ser absuelto».

Realmente, en esta norma están reconocidos implícitamente dos deberes: el deber de absolver cuando no hay duda de la buena disposición del penitente, y el deber de no absolver o diferir la absolución cuando existen dudas serias. Los dos son deberes de justicia fundados en la naturaleza del poder de las llaves conferido por Dios a sus ministros, esto es, en el poder de atar y desatar, de impartir la misericordia divina cuando el penitente no pone obstáculos a ella, o, en caso contrario, de administrar la justicia que restaure el honor de Dios conculcado por el pecado. El deber de absolver es correlativo al derecho del penitente bien dispuesto a recibir del ministro que representa a la Iglesia el don del perdón a ella confiado. Además de esos deberes que nacen de la propia relación sacramental, el legislador ha dejado también patentes los deberes de justicia que se derivan de la relación entre los fieles y los encargados de administrar el sacramento de la penitencia. Estos son, en primer lugar, todos los sacerdotes que por su oficio tienen encomendada la cura de almas. Pero, cuando la necesidad lo requiera, la obligación de justicia pesa sobre todo confesor —todo sacerdote con facultad para confesar—; y en peligro de muerte, sobre cualquier sacerdote. De intento, el legislador no ha querido recoger la distinción del Código antiguo entre obli264

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gación de justicia que afectaba sólo a los primeros, y obligación de caridad que correspondía a los sacerdotes sin cura de almas. Ello significa que se ha ampliado el marco de los obligados en justicia, haciendo depender esa obligación del derecho del fiel a recibir el sacramento de manos de quien ha sido constituido administrador de él. Esto no impide que la mayor responsabilidad recaiga sobre los que por oficio tienen encomendada la cura de almas. A ellos les corresponde no sólo el deber de confesar personalmente, sino que están también obligados «a proveer que se oiga en confesión a los fieles que les están confiados y que lo pidan razonablemente; y a que se les dé la oportunidad de acercarse a la confesión individual, en días y horas determinados que les resulten asequibles» (c. 986 § 1). Las Normas pastorales de 1972, en que se inspira este precepto canónico, a fin de evitar una interpretación abusiva del concepto «necesidad grave» que legitimase las absoluciones colectivas, pusieron de relieve el deber que recae sobre Obispos y sacerdotes «de procurar que no sea insuficiente el número de confesores por el hecho de que algunos sacerdotes descuiden este noble ministerio, dedicándose a asuntos temporales o a otros ministerios menos necesarios» (n. IV). Y más adelante añaden: «para que los fieles puedan satisfacer fácilmente la obligación de la confesión individual, procúrese que haya en las iglesias confesores disponibles en días y horas determinados, teniendo en cuenta la comodidad de los fieles» (n. IX). Comentando estas normas, decía Pablo Vl a los Obispos de Estados Unidos: «Los sacerdotes pueden verse obligados a posponer o incluso a dejar otras actividades por falta de tiempo, pero nunca el confesonario» 8. La conveniente organización pastoral del ministerio de la penitencia forma parte también del deber de justicia correlativo al derecho del fiel a recibir oportunamente el sacramento, según el modo en que de ordinario éste debe ser administrado. III. EL PENITENTE Una vez regulado todo lo relativo al ministro del sacramento de la penitencia, el Código establece unas pocas disposiciones enmarcadas bajo el epígrafe «Del propio penitente». Por tal se entiende en sentido estricto el fiel que de hecho accede al sacramento dispuesto a recibir la absolución, tomando parte activa en la realización del signo sacramental. Al penitente así entendido se refieren algunas de las disposiciones de este capítulo, mientras que el destinatario de las otras es el fiel en cuanto penitente potencial. Es esta doble perspectiva la que nos sirve también para enmarcar doctrinalmente toda esta materia.

8. Discurso de 20.lV.1978, en AAS 70, 1978, 328-332.

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1. El derecho del fiel a recibir el sacramento del perdón Tomando pie de esa doble acepción cabe decir que el penitente rectamente dispuesto tiene derecho a ser absuelto, si bien el juicio sobre si existen esas disposiciones esenciales corresponde emitirlo al ministro. De otro lado, todo fiel tiene derecho a ser penitente, es decir a ser oído en confesión y a recibir el perdón de sus pecados por el único medio ordinario que es el sacramento de la penitencia. Es cierto que el don de la salvación y del perdón ofrecidos en el sacramento son una acción graciosa de la misericordia divina; consecuentemente, el derecho del fiel no se sitúa en ese nivel, no es concebible como una exigencia de la gracia sobrenatural del sacramento habida cuenta de que no puede exigirse en justicia algo que se ofrece como un don gratuito. Pero Cristo entregó ese don salvífico a la Iglesia, convirtiéndola en dispensadora del mismo por medio de sus ministros. Y es así entendido, en cuanto instancia ante los ministros y en general ante los pastores de la Iglesia, como surge el derecho del fiel a recibir sacramentalmente el perdón de los pecados cometidos después del bautismo; y el deber correlativo de todos los pastores de hacer posible y fácil el ejercicio de ese derecho y la satisfacción de esa necesidad del alma; en definitiva, de proporcionar a los fieles los medios salvíficos instituidos por Cristo. Este es el verdadero alcance del término «diaconía» con el que el Concilio Vaticano Il calificó el ministerio de los pastores (cfr. LG, 24). Al ser el sacramento de la penitencia el único medio instituido por Cristo para perdonar los pecados mortales cometidos después del bautismo, el alcance del derecho aquí contemplado se mide en primer lugar por la necesidad que el alma tenga de reconciliarse con Dios y con la Iglesia. Pero el sacramento confiere además una gracia específica que ayuda al cristiano a perseverar en la gracia. De ahí que le asista también el derecho a recibir abundantemente esa gracia, aun cuando no tuviere conciencia de pecado mortal. Ha sido sin duda la práctica abusiva de las absoluciones colectivas la que ha dado ocasión al reciente magisterio del Papa Juan Pablo II para recordar esta dimensión de justicia inherente a la administración del sacramento de la penitencia. Así lo reconocía el propio Pontífice en una catequesis del año jubilar de la redención tras recordar su magisterio anterior: «muy frecuentemente he insistido no sólo sobre el deber de la absolución personal, sino también sobre el derecho que tiene cada uno de los pecadores a ser acogido y llegar a él en su originalidad insustituible e irrepetible» 9. De forma inequívoca lo ha expresado también en la Exhort. Ap. Reconciliatio et Paenitentia, 33: «A los pastores queda la obligación de facilitar a los fieles la práctica de la confesión íntegra e individual de los pecados, lo cual constituye para ellos no sólo un deber, sino también un derecho inviolable e inalienable, además de una necesidad del alma» 10. 9. Audiencia, 28.III.1984. 10. Ya nos hemos referido más arriba a cómo el M. Pr. Misericordia Dei del Papa Juan Pablo II (7-IV-2002) habla de exigencia de caridad y de verdadera justicia pastoral que se corresponde con un derecho del fiel.

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2. Libertad para elegir el confesor Este derecho de libertad es reconocido así por el c. 991: «Todo fiel tiene derecho a confesarse con el confesor legítimamente aprobado que prefiera, aunque sea de otro rito».

Aunque este precepto no aparece en el CIC dentro del marco sistemático del estatuto fundamental del fiel, el derecho reconocido bien puede configurarse como fundamental y prevalente respecto a ulteriores determinaciones que regulen su ejercicio. Todo fiel, sin excepción alguna, tiene la máxima libertad canónica —otra cosa es la libertad moral— para elegir confesor, es decir, para confesarse con cualquier sacerdote que tenga in actu la facultad para oír confesiones, incluido el sacerdote perteneciente a otro rito católico. Los únicos límites son los establecidos por el c. 844 § 2 en relación con los ministros no católicos 11. Sin menoscabo de ese derecho de libertad, incluso para facilitar su ejercicio, la ley establece ulteriores determinaciones, en relación con los seminaristas y con los religiosos. En el primer caso (c. 240), se establece que haya en el seminario confesores ordinarios y extraordinarios, por denominar de algún modo a los confesores que han de ir regularmente al seminario. Pero, en todo caso, el seminarista es siempre libre para acudir a cualquier confesor, tanto en el seminario como fuera de él, con el único límite de que, en el ejercicio de esa libertad o derecho, quede salvaguardada la disciplina del centro. Acaso por las especiales trabas que la disciplina antigua ponía a la libertad de los religiosos —de las religiosas— en materia de confesión, el c. 630 resulta ser bastante significativo del alto espíritu de libertad que anima a la vigente ley canónica en este materia, en sintonía, por lo demás, con lo decretado ya por el Decreto conciliar Perfectae caritatis, 14. En efecto, el religioso debe gozar de la debida libertad tanto en lo que concierne al sacramento de la penitencia como a la dirección espiritual. Y aunque en ciertas comunidades (monasterios de monjas, casas de formación, comunidades laicales numerosas) sea obligatoria la designación de confesores ordinarios, en ningún caso se debe imponer la obligación de acudir a ellos. 3. Obligaciones del fiel ante el sacramento de la penitencia En los otros sacramentos las disposiciones personales del sujeto salvo la intención no repercuten sobre la validez, sino tan sólo sobre la licitud y la fructuosidad del sacramento. En el sacramento de la penitencia, por el contrario, como ya ha quedado dicho, hasta tal punto son necesarias que ellas constituyen 11. A ello nos hemos referido en la Parte I, Cap. IV al tratar de la «communicatio in sacris», y en general de toda la actividad litúrgico-sacramental en perspectiva ecuménica.

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partes esenciales del signo sacramental. De ahí que la primera obligación del penitente consista en poner adecuadamente los actos que le corresponden. Así lo determinan los cc. 987-988: «El fiel ha de estar de tal manera dispuesto, que rechazando los pecados cometidos y teniendo propósito de enmienda se convierta a Dios (c. 987). «El fiel está obligado a confesar según su especie y número todos los pecados graves cometidos después del bautismo y aún no perdonados directamente por la potestad de las llaves de la Iglesia ni acusados en confesión individual, de los cuales tenga conciencia después de un examen diligente» (c. 988 § 1).

Además de la contrición y de la conversión a Dios, es obligatoria la confesión íntegra de los pecados graves. Esta integridad comporta la confesión individual y pormenorizada en número y en especie de todos los pecados graves que se recuerden no sometidos anteriormente y de modo directo al poder de las llaves. Basta ciertamente la integridad formal, pero ha de hacerse lo humanamente posible —sin agobios de conciencia— para que esa confesión se aproxime a la integridad material. Aquí radica la importancia, como requisito previo, de un diligente examen de conciencia. La inclusión en el canon de la cláusula «ni acusados en confesión individual», que no aparecía en el canon paralelo del Código antiguo, muestra una vez más cómo el penitente, aun admitiendo el supuesto excepcional de la absolución colectiva, permanece vinculado al precepto divino de la confesión íntegra e individual de los pecados, de igual modo que queda obligado a confesar aquellos pecados que por olvido involuntario no han sido sometidos al poder de las llaves. Además de estas obligaciones intrasacramentales, el cristiano tiene deberes específicos en orden a recibir oportunamente el sacramento de la penitencia. Algunos de esos deberes son de índole moral, otros vienen también impuestos canónicamente. Es un deber moral del cristiano recibir el sacramento cuantas veces sea preciso obtener el perdón de los pecados graves y su fruto más precioso que es la reconciliación con Dios y la consiguiente reconciliación con la Iglesia. Pero está también impuesto canónicamente (c. 916) el deber de acudir a la confesión sacramental siempre que teniendo conciencia de pecado grave se desee celebrar la santa Misa o recibir la comunión. A ello se ha referido el Papa Juan Pablo II al afirmar de modo categórico: «está en vigor y siempre lo estará en la Iglesia la norma inculcada por S. Pablo y por el Concilio de Trento, de que cuando uno tiene conciencia de pecado moral, para la digna recepción de la Eucaristía, ha de confesarse previamente de sus pecados» 12. 12. Alocución a la Penitenciaría y a los penitenciarios de las basílicas romanas, 30.I.1981, en AAS 73, 1981, 203. Esta doctrina es enseñada por el Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1385, así como por la Enc. Ecclesia de Eucharistia nn. 36-37, la última Carta Encíclica publicada por el Siervo de Dios Juan Pablo II en el Jueves Santo de 2003.

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SACRAMENTO DE LA PENITENCIA: EL MINISTRO Y EL FIEL PENITENTE

La base dogmática de esta norma está constituida, como advierte el Papa, por el mandato de S. Pablo en I Cor 11, 28, al que apela el Concilio de Trento, apoyándose en la interpretación que le ha dado la praxis tradicional de la Iglesia: «Al que quiera comulgar hay que recordarle el precepto suyo (de S. Pablo): Examínese, pues, el hombre a sí mismo. La costumbre de la Iglesia declara que es necesario un examen tal, que nadie con conciencia de pecado mortal, por muy contrito que le parezca estar, se acerque a la sagrada Eucaristía, sin que haya precedido la confesión sacramental» 13. En relación con los divorciados, casados de nuevo civilmente, los principios sentados ya por la Exh. Ap. Familiaris consortio, 84, los recoge sumariamente el n. 1650 del Catecismo de la Iglesia Católica: «Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la Comunión Eucarística, mientras persista esta situación, y, por la misma razón, no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales. La reconciliación mediante el sacramento de la penitencia no puede ser concedida más que a aquellos que se arrepientan de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, y que se comprometan a vivir en total continencia». Por lo demás, «todo fiel que haya llegado al uso de razón está obligado a confesar fielmente sus pecados graves al menos una vez al año» (c. 989).

Como se ve, esta obligación de confesarse al menos una vez al año afecta de modo expreso a los que tienen conciencia de pecado grave, sin excluir a los niños que han llegado al uso de razón, dando por supuesto que también pueden cometer pecados graves. 4. La confesión frecuente El c. 988 § 2 recomienda a los fieles que confiesen también los pecados veniales. Las razones por las que es muy recomendable la confesión llamada «de devoción», han sido expuestas lúcidamente por el Papa Juan Pablo II: el sacramento de la penitencia «no sólo es instrumento directo para destruir el pecado —momento negativo— sino ejercicio precioso de virtud, expiación él mismo, escuela insustituible de espiritualidad profunda, labor altamente positiva de regeneración en las almas del vir perfectus, in mensuram aetatis plenitudinis Christi (cfr. Eph 4, 13).

13. Decr. De SS. Eucharistia, cap. 7. Cfr. A. MIRALLES, Base dogmática del precepto de la Confesión previa a la comunión, en «Reconciliación y Penitencia», V Simposio Internacional de Teología, Universidad de Navarra, Pamplona 1984, pp. 833-852; A. GARCÍA IBÁÑEZ, Confesión sacramental y comunión eucarística, «Sacramentalidad de la Iglesia y Sacramentos», IV Simposio Internacional de Teología. Universidad de Navarra, Pamplona 1983, pp. 460-484.

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

»En este sentido, la confesión bien llevada es ya por sí misma una forma altísima de dirección espiritual. Precisamente por estas razones, la práctica de acudir al sacramento de la reconciliación no puede reducirse a la sola hipótesis del pecado grave: aparte las consideraciones de orden dogmático que se podrían hacer a este respecto, recordemos que la confesión renovada periódicamente llamada “de devoción” siempre ha acompañado en la Iglesia el camino de la santidad» 14. La primera consecuencia canónica de todo esto es que el derecho a este sacramento, en los términos antes indicados, no está referido sólo al sacramento por necesidad, sino también al de devoción. El alcance de ese derecho se mide, en suma, por las necesidades de los fieles, atendida su vocación propia y su deber fundamental de llevar una vida santa (cfr. c. 210), lo cual exige el poder disponer de los medios necesarios. En ello se funda el correlativo deber de la jerarquía de organizarse, según sus posibilidades, de modo que el fiel encuentre expedita la posibilidad de acudir con frecuencia al sacramento de la penitencia 15. Este derecho de los fieles y el deber de los Pastores de facilitar su ejercicio efectivo, tiene como objeto el sacramento de la Penitencia. Sabido es que la remisión de los pecados veniales puede lograrse por otros medios no sacramentales, como la limosna, la oración, la penitencia, actos penitenciales de distinta naturaleza, etc. Pero de lo que aquí se trata es de recibir el perdón de esos pecados a través del sacramento. A esto se refiere el Catecismo de la Iglesia Católica cuando enseña: «sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia. En efecto, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso...» (n. 1458). De acuerdo con esta enseñanza, no se satisfaría plenamente aquel derecho-deber mediante prácticas no sacramentales y menos aún mediante el uso de la confesión genérica o comunitaria y la absolución colectiva. La celebración del sacramento de la penitencia para el perdón y la remisión de los pecados veniales se rige por los mismos principios sacramentales que cuando se trata de perdonar los pecados mortales, con la salvedad de que la confesión de estos últimos debe ser íntegra, mientras que la confesión de los pecados veniales puede ser selectiva. Pero en todo caso, la confesión de los pecados debe ser individual, como personal debe ser la absolución que imparte el ministro del sacramento. Desde un punto de vista pastoral sería útil distinguir a este respecto entre lo que es un sacramental dirigido a fomentar el espíritu penitencial y a la remisión de los pecados veniales, y lo que es propiamente el sacramento de la penitencia. No son realidades teológicamente equiparables, ni por eso la primera debe suplantar canónicamente el derecho del fiel a confesar habitualmente los pecados veniales y a recibir el perdón sacramental.

14. Discurso de 30.I.1981, en AAS 73, 1981, 204. 15. Cfr. A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos, 2.ª ed., Pamplona 1981, p. 81.

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CAPÍTULO XV

LAS INDULGENCIAS

1. Introducción De acuerdo con el sistema seguido por el Concilio de Trento, la disciplina sobre las indulgencias aparece regulada en el CIC como último capítulo dentro del título dedicado al sacramento de la penitencia. Esto es debido a la profuncla conexión que existe entre el perdón de la culpa y la condonación de la pena eterna logrados por el sacramento, y la remisión de la pena temporal por los pecados que la Iglesia ofrece al cristiano a través de las indulgencias. El 1.I.1967 el Papa Pablo VI promulgó la Const. Ap. Indulgentiarum doctrina 1. En este Documento pontificio se sienta la doctrina teológica fundamental acerca de las indulgencias, al tiempo que se revisa parcialmente la disciplina contenida en el Código de 1917. La revisión total de esa disciplina sería llevada a cabo un año más tarde por el Enchiridion indulgentiarum, promulgado por Decreto de la Sagrada Penitenciaría de 29.VI.1968 2. En la revisión del nuevo Código se optó por dejar en él únicamente los preceptos fundamentales de la actual disciplina, remitiendo, en todo lo referente a la concesión y uso de las indulgencias, a las restantes prescripciones que se

1. AAS 59, 1967, 5-24. 2. AAS 60, 1968, pp. 413-419. En 1985 se publicó una nueva edición del Enchiridion adaptada al nuevo Código. En la Bula de Convocación del gran jubileo del año 2000, la Incarnationis Mysterium, el Papa Juan Pablo II desarrolló con gran amplitud la doctrina y práctica de las indulgencias. La Penitenciaría apostólica aprovecha la ocasión del jubileo para publicar la 4ª edición del Enchiridion indulgentiarum. Con esta nueva edición no cambian los principios que rigen la disciplina de las indulgencias; solamente se han revisado algunas normas particulares a la luz de documentos recientemente emanados de la Sede Apostólica. Vid. Decreto de 24.IX.1999, en DP. 118, Palabra, noviembre 1999.

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

contienen en leyes peculiares de la Iglesia (c. 997); actualmente en el Enchiridion citado 3. Téngase en cuenta, por lo demás, que según la Const. Pastor Bonus, art. 120, corresponde a la Penitenciaría Apostólica «cuanto se refiere a la concesión y al uso de las indulgencias, salvado el derecho de la Congregación para la Doctrina de la Fe de examinar todo lo concerniente a la doctrina dogmática sobre ellas». La disciplina codicial contempla los siguientes aspectos: 2. Concepto de indulgencia «La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones, consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los Santos» (c. 992).

3. Clases de indulgencias La indulgencia puede ser parcial o plenaria, según libere en parte o totalmente de la pena temporal debida por los pecados (c. 993). A fin de que aparezca con más claridad que, en orden a lucrar indulgencias, lo más importante son las acciones de los fieles, se ha abandonado expresamente la división antigua en personales, reales y locales, aunque aquellas acciones de los fieles estén vinculadas a una cosa o a un lugar. Tampoco deben determinarse en la indulgencia parcial los días y los años. Por lo que a la indulgencia plenaria se refiere, se ha disminuido su número con el objeto de conseguir una mayor estima de ella por parte de los fieles y de acrecentar sus frutos 4. 4. Autoridad competente para concederlas Conviene distinguir como hace el c. 995, dos aspectos de la cuestión: la autoridad para conceder indulgencias y la autoridad para otorgar la potestad de concederlas.

3. El Papa Benedicto XVI, en la Exh. Ap. Sacramentum Caritatis (22-II-2007), al tratar de la intrínseca relación entre Eucaristía y Sacramento de la Reconciliación, se refiere a cómo «una praxis equilibrada y profunda de la indulgencia, obtenida para sí o para los difuntos puede ser una ayuda válida para una nueva toma de conciencia de la relación entre Eucaristía y Reconciliación» (n. 21). 4. Cfr. PABLO VI, Const. Ap. Indulgentiarum doctrina de 1.I.1967, en AAS 59, 1967, 21.

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LAS INDULGENCIAS

Respecto a lo primero, además de la autoridad suprema de la Iglesia, sólo pueden conceder indulgencias aquéllos a quienes el derecho reconoce esta potestad, o a quienes se la ha concedido el Romano Pontífice. Entre otros tienen potestad a iure para conceder indulgencias a tenor del Enchiridion indulgentiarum, el Obispo diocesano y los equiparados en el derecho. De acuerdo con ello pueden conceder indulgencia parcial a personas o en lugares de su jurisdicción. Asimismo, pueden impartir en su diócesis la bendición papal, con indulgencia plenaria tres veces al año en las fiestas solemnes que ellos mismos designen. Los fieles que, aun no estando presentes físicamente en el lugar en donde el Obispo diocesano da la bendición papal, participen sin embargo en los ritos a través de la radio o de la televisión pia mentis intentione, y reciban dicha bendición —cumplidos por supuesto los otros requisitos de la confesión, comunión y oración por el Romano Pontífice—, pueden lucrar esta indulgencia plenaria. La Sagrada Penitenciaría accedió a esta propuesta de numerosos Obispos por considerarla un modo oportuno de presentar en el pueblo cristiano la estima de las indulgencias al tiempo que se fomenta también la recepción del sacramento de la penitencia y de la sagrada comunión, y se reafirma la unión de los fieles con su propio Obispo 5. Respecto al segundo aspecto, ninguna autoridad inferior al Romano Pontífice puede otorgar a otros la potestad de conceder indulgencias a no ser que la Sede Apostólica faculte expresamente para ello. 5. Capacidad y requisitos para lucrar indulgencias La capacidad de lucrar indulgencias viene determinada por tres factores: estar bautizado, no estar excomulgado y hallarse en estado de gracia por lo menos al final de las obras prescritas. Supuesta esta capacidad, la obtención efectiva de las indulgencias está sometida a estos requisitos generales: el sujeto capaz debe tener al menos intención de conseguirlas y debe cumplir las obras prescritas dentro del tiempo determinado y según el modo debido (c. 996). Son condiciones necesarias, por ejemplo, para lucrar cualquier indulgencia plenaria, la confesión sacramental, la comunión eucarística y una oración por el Sumo Pontífice, así como el rechazo interior de todo pecado, incluso del venial. Si no se cumplen esas condiciones, o no se da esa plena disposición, la indulgencia plenaria se convierte en parcial. Cumplidos los requisitos que se establezcan en la concesión, cualquier fiel puede lucrar las indulgencias tanto parciales como plenarias para sí mismo, o puede aplicarlas por los difuntos a modo de sufragio (c. 994). Como quiera que la indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa, es obvio que para ser capaz de lucrarlas para sí mismo el fiel ha de estar en gracia de Dios. 5. Cfr. Decreto de la Penitenciaría Apostólica (14.XII.1985), en AAS 78, 1986, 293.

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CAPÍTULO XVI

EL SACRAMENTO DE LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS

I. INSTITUCIÓN DIVINA DE ESTE SACRAMENTO El Concilio de Trento, en continuidad con la Tradición de la Iglesia, declaró la institución divina de este sacramento y examinó a fondo todo lo que se dice en la Carta de Santiago acerca de la Santa Unción, especialmente lo concerniente a la realidad y a los efectos del sacramento 1. Según esta doctrina conciliar, la sagrada unción de los enfermos es uno de los siete sacramentos del Nuevo Testamento, instituido por Jesucristo Nuestro Señor, esbozado ya en el Evangelio de Marcos (Mc 6, 13), recomendado y promulgado por el Apóstol Santiago (Iac 5, 14-15). También el Concilio Vaticano II se ha referido a este sacramento con estas palabras: «Con la Sagrada Unción de los enferrnos y la oración de los presbíteros, toda la Iglesia encomienda los enfermos al Señor paciente y glorioso, para que los alivie y los salve, e incluso los exhorta a que, asociándose voluntariamente a la pasión y a la muerte de Cristo, contribuyan así al bien del Pueblo de Dios» (LG, 11). El c. 998 resume el texto conciliar, a la vez que precisa la materia y forma sacramentales. Desde antiguo se ha designado este sacramento con diversos nombres, pero prevaleció durante mucho tiempo el de «extremaunción». Para evitar el equívoco de creer que era sólo el sacramento de quienes se encuentran en los últimos momentos de su vida, el sacramento de los moribundos, el Concilio Vaticano II juzgó más apropiado el nombre de unción de los enfermos, estableciendo que «el tiempo oportuno para recibirlo empieza cuando el cristiano comienza a estar en peligro de muerte por enfermedad o por vejez» (SC, 73).

1. Cfr. Sess. XIV, De extrema unctione, D.S., 1694 y ss.

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

II. EL SIGNO SACRAMENTAL Como todo sacramento de la Nueva Ley, la unción de enfermos es un signo visible a través del cual se expresa y se realiza la gracia específica del sacramento. Esta significación eficaz se lleva a cabo mediante un rito sagrado que consiste en ungir con óleo el cuerpo del enfermo al tiempo que se pronuncian las palabras prescritas en los libros litúrgicos (c. 998). Según la terminología clásica, la materia remota de este sacramento es el óleo, es decir el aceite de oliva o de otras plantas (c. 847) debidamente bendecido. De ordinario, el óleo de los enfermos lo bendice el Obispo en la Misa crismal de Jueves Santo a la vez que bendice o consagra los óleos que se emplean en otros sacramentos. Pero también pueden bendecirlo los que por derecho se equiparan al Obispo. Además, para facilitar su administración en casos urgentes, la ley concede a cualquier presbítero la facultad de bendecirlo, pero sólo en caso de necesidad y dentro de la celebración del sacramento, por tanto, para ese caso únicamente. Una muestra más de la solicitud de la Iglesia por facilitar la administración de este sacramento lo constituye la autorización que el c. 1003 § 3 concede a todo sacerdote de llevar consigo el óleo bendito 2. La materia próxima consiste en la unción corporal del enfermo. Para la validez es suficiente una sola unción y en cualquier parte del cuerpo. Para la licitud, han sido varias las costumbres y fórmulas empleadas, a lo largo de la historia. En la Iglesia romana prevaleció desde el medioevo la costumbre de ungir en los órganos de los sentidos, usando una fórmula adaptada a cada uno de los sentidos. Actualmente, a partir de la Const. Ap. de Pablo Vl, Sacra infirmorum unctio, de 30.XI.1972 3, la unción ha de hacerse, salvo en caso de necesidad (c. 1000), en la frente y en las manos, pronunciando una sola vez estas palabras: «Por esta Santa Unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo, para que, libre de tus pecados, te conceda la Salvación y te conforte en tu enfermedad». Está también prescrito que el ministro haga las unciones con la mano, a no ser que una razón grave aconseje el uso de un instrumento (c. 1000 § 2). III. LOS EFECTOS DEL SACRAMENTO Los resume así el Concilio de Trento: este sacramento otorga al enfermo «la gracia del Espíritu Santo, cuya unción limpia los pecados, si es que aún quedan algunos por expiar, y las reliquias del pecado; alivia y conforta el alma del enfermo suscitando en él gran confianza en la divina misericordia, con lo cual el enfermo, confortado de este modo, sobrelleva mejor los sufrimientos y el peso de la enfermedad, resiste más fácilmente las tentaciones del demonio 2. En la fuente inmediata de este canon, el Decr. Pietissima Mater, de 4.III.1965, se advierte que el óleo sea guardado en un estuche seguro y decoroso. 3. AAS 65, 1973, 5-9.

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EL SACRAMENTO DE LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS

que lo acecha al calcañar (Gen 3, 15) y consigue a veces la salud del cuerpo si fuera conveniente a la salud de su alma» 4. Es importante advertir que la administración de este sacramento requiere por principio el estado de gracia. En este sentido, la Const. Sacrosanctum Concilium 74, mandó que se redactara un rito continuado según el cual la unción de los enfermos fuera administrada después de la confesión, y antes de recibir el viático. Posteriormente, la Instr. Inter Oecumenici 6, de 26.IX.1964, así lo estableció. No obstante, la unción de los enfermos tiene una virtualidad especial para perdonar los pecados y borrar las reliquias del pecado, es decir, la pena temporal, del enfermo que esté incapacitado para confesarse o realizar un acto de contrición perfecta. A través de la oración de los presbíteros, la Iglesia entera encomienda los enfermos al Señor para que los alivie y los salve.

IV. EL MINISTRO DE LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS «Todo sacerdote, y sólo él, administra válidamente la unción de los enfermos» (c. 1003).

A efectos de validez, no se requieren más requisitos que haber recibido el carácter sacerdotal. De ningún otro modo está condicionada la potestad dimanante del sacramento del orden, como lo está para administrar el sacramento de la penitencia, o el de la confirmación en el caso de los presbíteros. Tampoco menoscaba la validez del sacramento la situación del sacerdote: lo administra válidamente también un sacerdote excomulgado. La disciplina establecida en el c. 1003 ha sido sancionada y desarrollada del siguiente modo por el art. 9 de la Instrucción Ecclesiae de Mysterio: «El apostolado con los enfermos. § 1. En este campo, los fieles no ordenados pueden aportar una preciosa colaboración. Son innumerables los testimonios de obras y gestos de caridad que personas no ordenadas, bien individualmente o en formas de apostolado comunitario, tienen hacia los enfermos. Ello constituye una presencia cristiana de primera línea en el mundo del dolor y de la enfermedad. Allí donde los fieles no ordenados acompañan a los enfermos en los momentos más graves es para ellos deber principal suscitar el deseo de los sacramentos de la Penitencia y de la sagrada Unción, favoreciendo las disposiciones y ayudándoles a preparar una buena confesión sacramental e individual, como también a recibir la Santa Unción. En el hacer uso de los sacramentales, los fieles no ordenados pondrán especial cuidado para que sus actos no induzcan a percibir en ellos aquellos sacramentos cuya administración es propia y exclusiva del Obispo y del Presbítero. En ningún caso pueden hacer la Unción aquellos que no son sacerdotes, ni con óleo bendecido para la Unción de los Enfermos, ni con óleo no bendecido. 4. Sess. XIV, cap. 2.

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

§ 2. Para la administración de este sacramento, la legislación canónica acoge la doctrina teológicamente cierta y la práctica multisecular de la Iglesia, según la cual el único ministro válido es el sacerdote. Dicha normativa es plenamente coherente con el misterio teológico significado y realizado por medio del ejercicio del servicio sacerdotal. Debe afirmarse que la exclusiva reserva del ministerio de la Unción al sacerdote está en relación de dependencia con el sacramento del perdón de los pecados y la digna recepción de la Eucaristía. Ningún otro puede ser considerado ministro ordinario o extraordinario del sacramento, y cualquier acción en este sentido constituye simulación del sacramento». A propósito de la simulación del sacramento, el Documento se remite al c. 1379, en donde se sanciona penalmente esa práctica delictiva. También se remite al c. 392 § 2 para significar la especial vigilancia con la que el Obispo diocesano ha de salvaguardar la disciplina eclesiástica en esta materia concreta 5. Más recientemente en una Nota y Comentario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, fechada el 11-II-2005 y firmado por el entonces Prefecto Card. Ratzinger, se declara lo siguiente acerca del ministro del Sacramento de la Unción de los enfermos. «El c. 1003 § 1 del CIC (cfr. c. 739 § 1 del CCEO) retoma exactamente la doctrina expresada por el Concilio Tridentino (Sessio XIV, c. 4: DS 1719; Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica n. 1516) según la cual solamente los sacerdotes (obispos y presbíteros) son ministros del sacramento de la Unción de los enfermos. Esta doctrina es definitive tenenda. Por tanto, ni los diáconos ni los fieles laicos pueden ejercer dicho ministerio, y cualquier acción en tal sentido constituye una simulación del sacramento». En el Comentario adjunto, la Congregación pone de manifiesto que la Nota tiene como objetivo llamar la atención sobre algunas tendencias teológicas que ponen en duda la doctrina de la Iglesia, «para prevenir el peligro de que se trate de ponerlas en práctica, en detrimento de la fe y con grave daño espiritual de los enfermos a quienes se quiere ayudar». A continuación el Comentario hace un breve análisis bíblico e histórico de la doctrina y disciplina del c. 1003 § 1, para concluir que «la doctrina según la cual el ministro del sacramento de la Unción de los enfermos est omnis et solus sacerdos goza de tal grado de certeza teológica que tiene que ser calificada como doctrina definitive tenenda». En consecuencia, «el sacramento es inválido si un diácono o un laico atenta administrarlo. Tal acción constituiría un delito de simulación en la administración del sacramento punible a norma del c. 1379 del CIC (Cfr. c. 1443 del CCEO)».

5. A propósito del trasfondo teológico y disciplinar que inspira esta norma sobre el ministro de la Unción de los enfermos, cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, La colaboración del laico..., cit., p. 81.

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EL SACRAMENTO DE LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS

Dada la naturaleza de este sacramento, los requisitos por parte del ministro para su administración lícita no son muy estrictos. Es cierto que los sacerdotes con cura de almas —párrocos, capellanes, superiores de comunidades religiosas, etc.— tienen un derecho prevalente de administrar la santa unción a los fieles encomendados a su cuidado pastoral; pero cualquier causa razonable justifica que otro sacerdote pueda administrarlo con el consentimiento al menos presunto de aquéllos (c. 1003 § 2). Prueba de ello es, además, la autorización a todo sacerdote para llevar consigo el óleo bendito. Cosa distinta es, en cambio, la obligación de administrar el sacramento: ésta recae de modo especial sobre el sacerdote a cuyo cuidado pastoral está encomendado el enfermo. También la unción de los enfermos es una oferta de gracia que administra la Iglesia y de la que puede pender por vía ordinaria la salvación del enfermo. De ahí que sea un derecho del fiel exigirlo, y una injusticia denegarlo, o el descuidar este importante ministerio pastoral. En caso de necesidad, esa obligación de justicia, y no sólo de caridad, afectaría a cualquier sacerdote que tuviera posibilidad de administrarlo. V. LOS FIELES A QUIENES HA DE ADMINISTRARSE EL SACRAMENTO Son necesarios tres requisitos para que pueda administrarse la unción de los enfermos (cc. 1004-1006): En primer lugar, se requiere y es suficiente haber llegado al uso de razón, aunque se carezca de él en el momento de la administración. En consecuencia, son capaces de recibir la unción de enfermos los niños que han llegado al uso de razón. La norma codicial no exige nada más. A partir de este criterio, por tanto, ha de ser interpretada la norma del Ritual, según la cual debe darse la santa unción a los niños a condición de que comprendan el significado de este sacramento. En las correcciones introducidas en el Ritual, en virtud de lo dispuesto en el Decreto de la S. Cong. para los Sacramentos y el Culto Divino, de 12.IX.1983, se añade la norma establecida en el c. 1005: «en la duda sobre si el enfermo ha alcanzado el uso de razón, adminístresele el sacramento». Además del uso de razón, es necesario que el fiel comience a estar en peligro por enfermedad o por vejez (c. 1004). Estos términos, tomados literalmente del Concilio Vaticano II (SC, 73), difieren ligera pero significativamente de los empleados por el CIC 17: el viejo código requería hallarse en peligro de muerte por enfermedad o por vejez. El nuevo Código considera suficiente comenzar a estar en peligro. Con ello se quiere expresar dos cosas: a) que la unción de los enfermos no es sólo el sacramento de quienes se encuentran en los últimos momentos de su vida, no es sólo el sacramento de los moribundos; b) que tampoco es el sacramento de los que están simplemente enfermos, puesto que es preciso que tanto la enfermedad como la vejez, aun siendo causas independientes, comporten ambas un grave peligro para la vida. Es claro, en este sentido, que no siempre la condición de anciano com279

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

porta este riesgo inmediato, salvo que se interpreten en un sentido muy amplio los términos «comenzar a estar en peligro». Y esa interpretación no parece que se corresponda, ni con la intención del legislador ni con la propia naturaleza de este sacramento. Un último requisito necesario por parte del sujeto es la intención de recibir el sacramento. No puede administrársele si existe una expresa voluntad contraria; pero debe administrársele a los enfermos que, cuando estaban en posesión de sus facultades, lo hubieran pedido al menos de manera implícita (c. 1006). Este deseo implícito se presume en cualquier bautizado católico, mientras no se demuestre lo contrario, o mientras la presunción no opere en sentido inverso. Ésta es la razón por la que no debe darse la unción de los enfermos a quienes persisten obstinadamente en un manifiesto pecado grave (c. 1007). De todos modos, atendida la naturaleza de este sacramento, los actuales criterios disciplinares que rigen su administración son deliberadamente amplios. Prueba de ello son, además de lo ya dicho, estos dos datos normativos que modifican ligeramente la disciplina anterior: a) En la duda sobre si el enfermo ha alcanzado el uso de razón o sufre una enfermedad grave o ha fallecido ya, debe administrársele este sacramento de forma absoluta (c. 1005), no bajo condición, como prescribía el CIC 17. Actualmente sólo está regulado que se administren bajo condición los sacramentos que imprimen carácter, cuando subsiste una duda prudente sobre si fueron administrados realmente o lo fueron válidamente (c. 845). b) La reiteración del sacramento durante la misma enfermedad se ve favorecida por lo dispuesto en el c. 1004 § 2, ya que no es preciso que el enfermo haya convalecido después de la unción, y recaído después en otro peligro de muerte, sino que basta que durante la misma enfemedad el peligro se haga más grave. c) Finalmente, como ya se dijo más arriba, la recepción de este sacramento exige, por principio, el estado de gracia, por ello siempre que sea posible ha de administrarse antes el sacramento de la penitencia. Pero, ¿le está prohibido a un enfermo excomulgado o en entredicho acceder a este sacramento antes de ser absuelto de esas penas? Así parece deducirse del tenor literal del c. 1331 § 1,2.° que prohíbe al excomulgado recibir los sacramentos sin excepción alguna, incluida, por tanto, la unción de los enfermos. En los primeros esquemas del actual c. 1331 se exceptuaban de esa prohibición el sacramento de la penitencia y el de la unción de los enfermos; lo cual significa que la supresión de esas excepciones ha sido deliberada. En todo caso, téngase en cuenta que dicha prohibición de recibir sacramentos queda en suspenso a tenor del c. 1352 § 1, durante el tiempo en que el reo se encuentre en peligro de muerte. Y dado que son estas circunstancias de peligro de muerte las propias de este sacramento, la virtualidad del c. 1352 anula prácticamente, respecto al sacramento de la unción de los enfermos la eficacia prohibitiva de la excomunión o del entredicho. Quizás por ello, en el c. 1007 no se recogen estos supuestos, entre los que prohíben al ministro conferir este sacramento, mientras que están expresamente contemplados en el c. 915 en relación con la sagrada comunión.

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SECCIÓN TERCERA LOS SACRAMENTOS AL SERVICIO DE LA COMUNIDAD EL ORDEN Y EL MATRIMONIO

Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1534, «otros dos sacramentos, el orden y el matrimonio, están ordenados a la salvación de los demás. Contribuyen ciertamente a la propia salvación, pero esto lo hacen mediante el servicio que prestan a los demás. Confieren una misión particular en la Iglesia y sirven a la edificación del Pueblo de Dios».

CAPÍTULO XVII

EL SACRAMENTO DEL ORDEN

I. CUESTIONES GENERALES DE ÍNDOLE DOCTRINAL «Mediante el sacramento del orden, por institución divina, algunos de entre los fieles quedan constituidos ministros sagrados, al ser marcados con un carácter indeleble, y así son consagrados y destinados a apacentar el pueblo de Dios según el grado de cada uno, desempeñando en la persona de Cristo Cabeza las funciones de enseñar, santificar y regir» (c. 1008). «§ 1. Los órdenes son el episcopado, el presbiterado y el diaconado. § 2. Se confieren por la imposición de las manos y la oración consecratoria que los libros litúrgicos prescriben para cada grado» (c. 1009).

En estos dos cánones introductorios el legislador compendia aspectos importantes de índole doctrinal, relacionados con la naturaleza y dimensión eclesiológica del sacramento del orden, con sus diversos grados y órdenes y con los elementos esenciales que componen el signo sacramental. 1. Sacramento del orden y estructura jerárquica de la Iglesia Así como por voluntad de Cristo se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, siendo el carácter bautismal el fundamento u origen de esa igualdad, también por voluntad de Cristo, su divino Fundador, y no por una mera y cambiante conformación histórica, la Iglesia está estructurada jerárquicamente, existiendo en ella desde sus orígenes poderes apostólicos específicos, basados en el sacramento del orden, esto es, conferidos a algunos de entre los fieles por medio del rito sacramental de la ordenación, quedando así constituidos en ministros sagrados. 283

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Los errores modernos acerca del ministro del Sacrificio eucarístico, que fueron puestos de relieve en su lugar, son errores que afectan directamente al sacramento del orden; y consiguientemente, a toda la estructura jerárquica de la Iglesia. En efecto, según esas opiniones erróneas —claramente heréticas—, no existirían poderes y ministerios específicos que tuvieran su origen en el sacramento del orden; no existirían en la Iglesia ministros sagrados, cristoconformados ontológicamente por un carácter sacramental, ni dotados de unos poderes ministeriales esencialmente distintos de las funciones que corresponden al sacerdocio común de los fieles. Sería toda la comunidad cristiana la que estaría dotada de todos los poderes conferidos por Cristo a su Iglesia. Es evidente que todas estas opiniones se separan radicalmente de la fe transmitida, ya que no sólo niegan el poder confiado a los ministros sagrados, sino que menoscaban la entera estructura apostólica de la Iglesia y deforman la misma economía sacramental de la salvación. Como ha puesto de relieve el reciente magisterio conciliar, al imponer las manos a los elegidos con la invocación del Espíritu Santo, la Iglesia católica es consciente de administrar el poder del Señor, el cual hace partícipes de su triple misión sacerdotal, profética y real a los Obispos, sucesores de los Apóstoles en modo particular. Éstos, a su vez, confieren en grado diverso el oficio de su ministerio a varios sujetos en la Iglesia. Así el ministerio eclesiástico, de institución divina, es ejercido en diversos órdenes por aquellos que ya desde antiguo se llaman Obispos, presbíteros, diáconos 1. 2. Consagración y misión El orden sagrado es uno de los tres sacramentos que imprime carácter. Además de ser un sacramento irreiterable, ello significa que el fiel que lo recibe, al quedar marcado espiritualmente por medio de ese sello o carácter indeleble, adquiere una nueva cristoconformación que le hace capaz de desempeñar las funciones de enseñar, santificar y regir. Previa la elección divina que se concreta en la llamada del Obispo, la consagración y la misión aparecen como dos aspectos, radicados ambos en el carácter sacramental, que se implican mutuamente, de modo que no es explicable el uno sin el otro: el carácter sacramental confiere a la persona del cristiano —al ordenado— una nueva configuración con Cristo, portadora de poderes específicos, pero no para provecho propio sino con un fin ministerial. La consagración es un don, pero un don para la comunidad; un don jerárquico y al mismo tiempo ministerial.

1. Cfr. LG, 28; S. Cong. para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos católicos, 6.VIII.1983.

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Así se explica que sea perfectamente compatible la estructuración del Pueblo de Dios de acuerdo con dos principios igualmente fundamentales: el principio de igualdad y el principio de variedad, del que el principio jerárquico es el aspecto más relevante. El primero se sitúa en el ámbito de la personalidad cristiana, y tiene su origen en el bautismo; el segundo, en cambio, aun afectando profundamente a la persona del ordenado por medio de una nueva consagración, opera sólo en el ámbito ministerial; por eso, se denomina técnicamente principio de diversidad funcional o jerárquico, cuya raíz comporta una participación específica —con diferencia esencial y no sólo de grado (LG, 10)— en el Sacerdocio de Cristo. Todo lo que se ha dicho es aplicable con matices a los tres grados del sacramento del orden. En todo caso conviene advertir que el c. 1008, tal y como está redactado, puede llevar al equívoco de que todos los ordenados, incluidos los diáconos, son destinados a apacentar el pueblo de Dios, es decir, todos son pastores y todos desempeñan en la persona de Cristo Cabeza las funciones de enseñar, santificar y regir. Pastores son únicamente el obispo y el presbítero 2, y sólo los consagrados en estos dos órdenes tienen capacidad para actuar en la persona de Cristo Cabeza. Los diáconos reciben una verdadera consagración sacramental, es decir, se les impone las manos sacramentalmente pero no en orden al sacerdocio sino en orden al ministerio (LG, 29); por ello, no representan a Cristo Cabeza y Pastor, sino a Cristo Servidor.

El n. 1554 del Catecismo de la Iglesia Católica es muy explícito al respecto: «El ministerio eclesiástico, instituido por Dios, está ejercido en diversos órdenes por aquellos que ya desde antiguo reciben los nombres de obispos, presbíteros y diáconos. (LG, 28). La doctrina católica expresada en la liturgia, el magisterio y la práctica constante de la Iglesia, reconocen que existen dos grados de participación ministerial en el sacerdocio de Cristo: el episcopado y el presbiterado. El diaconado está destinado a ayudarles y a servirles. Por eso, el término sacerdos designa, en el uso actual, a los obispos, y a los presbíteros, pero no a los diáconos. Sin embargo, la doctrina católica enseña que los grados de participación sacerdotal (episcopado y presbiterado) y el grado de servicio (diaconado) son los tres conferidos por un acto sacramental llamado «ordenación, es decir, por el sacramento del orden…».

3. Diversos órdenes o grados de participación En la legislación de 1917 se distinguían siete órdenes: presbiterado, diaconado, subdiaconado, acolitado, exorcistado, lectorado y ostiariado. Los dos primeros son de institución divina, aunque no pueda afirmarse que fueron instituidos directamente por Cristo. Por eso, en la redacción del actual c. 1008 se

2. Cfr. Instr. Ecclesiae de Mysterio, art. 1.

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decidió sustituir ex Christi institutione por ex divina institutione 3. Los otros cinco órdenes de institución meramente eclesiástica, han sido suprimidos en cuanto grados del sacramento del orden, siendo subsumidas algunas de sus funciones por los llamados ministerios de lector y acólito que reciben algunos varones laicos, bien de forma estable (c. 230), o como requisito para la ordenación de diácono (cc. 1035, 1050). Aunque la colación de estos ministerios se realiza mediante ritos litúrgicos, dicha colación no se denomina ordenación sino institución. Respecto al episcopado, que no aparecía enumerado entre los diversos órdenes del sacramento del orden, fue una novedad conciliar destacable el hecho de reconocerlo como sacramento: «Este Santo Sínodo enseña que con la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del Orden que por ello se llama en la liturgia de la Iglesia y en el testimonio de los Santos Padres sacerdocio supremo, cumbre del ministerio sagrado» (LG, 2l). Hay que recordar, en este sentido, que durante mucho tiempo la sacramentalidad del episcopado fue objeto de controversia doctrinal. El propio Concilio de Trento, si bien afirmó la superioridad de los Obispos respecto a los presbíteros, no así la sacramentalidad de la ordenación episcopal. A la vista de esta enseñanza conciliar, y asumida la disciplina posconciliar promulgada por el Papa Pablo VI mediante el M. Pr. Ministeria quaedam de 15.VIII.1972, el c. 1009 § 1 establece que los órdenes son el episcopado, el presbiterado y el diaconado. Por tanto, permanecen como grados diversos del sacramento del orden tan sólo los que son de institución divina y los que configuran al fiel como ministro sagrado e integrante de la Jerarquía. Entre el diaconado por una parte, y los otros dos órdenes, existe una diferencia esencial, pues los diáconos no se ordenan para el sacerdocio sino para el ministerio (LG, 29). En cambio, entre el presbiterado y el episcopado la diferencia es sólo de grado; son dos grados diversos del mismo sacerdocio ministerial. Los presbíteros, en efecto, son verdaderos partícipes del Sacerdocio de Cristo, pero no tienen la cumbre del Pontificado, y, en consecuencia, en el ejercicio de su potestad están bajo la autoridad de los Obispos (LG, 28; PO, 10). Conviene advertir a este respecto que el sacerdocio de los presbíteros, así como la potestad que confiere el orden sagrado, no deriva del sacerdocio de los Obispos, sino inmediatamente de Cristo. Ahí se funda la dimensión universal del orden presbiteral y el genuino sentido de la incardinación.

3. El Concilio de Trento definió que Jesucristo instituyó todos los sacramentos de la Nueva Ley, pero no definió dos cuestiones: si la distinción entre episcopado y presbiterado es o no de derecho divino; cuestión ésta que ha sido dilucidada en el Concilio Vaticano II (cfr. LG, 25: «en la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden»); y tampoco quiso definir si la institución es divina de modo inmediato, o si es eclesiástica de modo inmediato —siendo mediatamente divina—, por haber introducido la lglesia esa distinción en virtud de una facultad recibida de Cristo.

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En el CIC 17 (vid. cc. 974 §§ 1, 5 y c. 977) estaba prevista y regulada la hipótesis de que alguien fuera ordenado de presbítero, sin la previa ordenación de diácono, o siendo esta ordenación nula por los motivos que fuere. La doctrina se ocupó de aclarar que al ser las diversas órdenes, hasta el presbiterado inclusive, autónomas e independientes en su entidad unas de otras, la omisión de algunas de ellas no invalidaba la recepción de otra superior. Este criterio era aplicable a todas las órdenes menores y mayores, por tanto también para el presbiterado en relación con la recepción previa del diaconado, pero no para el episcopado en relación con el presbiterado, según la opinión más probable, aunque la ley nada decía al respecto ya que en el Código antiguo no aparecía el Ordo episcoporum como tal 4. La disciplina vigente silencia esta cuestión, tal vez porque no hay unos criterios claros al respecto. Pero la hipótesis de esos supuestos planea como posible, y habría que dar una respuesta autorizada. Mientras tanto, y a nuestro juicio, estaría absolutamente prohibido recibir el orden del presbiterado sin haber recibido previamente el orden del diaconado. En cambio, para recibir el orden del episcopado sería además un requisito de validez haber recibido antes el orden del presbiterado.

4. Signo y efectos sacramentales Como sacramento de la Nueva Ley, también el sacramento del orden, en sus diversos grados, significa la gracia que causa, y causa o realiza la gracia que significa. Hasta 1947, en que el Papa Pío XII zanjó la cuestión mediante la Const. Sacramentum Ordinis 5, no era unánime la doctrina de los teólogos acerca de cuáles eran los ritos esenciales en la colación del sacramento del orden. Según ese Documento pontificio, quedó claramente fijado que las partes esenciales del signo —la materia y la forma— son la imposición de las manos y la oración consecratoria que los libros litúrgicos prescriben para cada grado. Los efectos que se significan y producen son, por un lado, la transmisión de la potestad de orden y, por otro, la colación de la específica gracia sacramental en orden al recto ejercicio del ministerio eclesiástico. Aquélla se recibe siempre que el sacramento es válido; la gracia específica, en cambio, puede no infundirse por el estado de pecado grave del ordenando. Todo ello fue posteriormente sancionado por Pablo VI en la Const. Pontificalis Romani de 18.VI.1968 6, y ha sido recogido sucintamente en el c. 1009 § 2. Para cualquiera de los grados, son ritos esenciales la imposición de las manos y la oración consecratoria que corresponde a cada grado según los libros litúrgicos. No son esenciales, no afectan a la validez, otros ritos importantes como, por ejemplo, la entrega de los instrumentos en los que se significa el ministerio que el ordenado ha de ejercer. La imposición de las manos ha de 4. Cfr. L. MIGUÉLEZ DOMÍNGUEZ, Comentario al Código de Derecho Canónico, vol. II, BAC, Madrid 1963, p. 405. 5. AAS 40, 1948, 546. 6. AAS 60, 1968, 369.

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hacerse tocando físicamente la cabeza del ordenando, pero para la validez es suficiente el contacto moral 7. Como muestra de la importancia de esta materia, baste recordar que las ordenaciones anglicanas fueron declaradas nulas por el Papa León XIII fundamentalmente por faltar en el Ritual anglicano la forma esencial, por no expresarse en tales ritos la doctrina católica sobre el sacrificio y por no existir la intención de conferir la potestad sacerdotal propiamente dicha 8.

II. EL MINISTRO DEL SACRAMENTO DEL ORDEN 1. Ministro capaz La disciplina antigua distinguía entre ministro ordinario y extraordinario de la sagrada ordenación. Ministro ordinario era el Obispo consagrado; extraordinario podía serlo quien, aun careciendo del carácter episcopal, tuviera, por derecho o por indulto, la potestad de conferir algunas órdenes. Tal clasificación, como se ve, era debida a la existencia de las órdenes menores, que son las que podían conferir los que no eran Obispos. Hoy, desaparecidas dichas órdenes menores, no tiene ningún alcance disciplinar la mencionada clasificación. Por eso, el c. 1012 establece de modo general, abarcando a los tres grados, que el ministro de la sagrada ordenación es el Obispo consagrado. Sería nula, por tanto, la ordenación efectuada por un simple presbítero, no siendo posible al respecto ni delegación ni suplencia de la potestad, porque se trata de un requisito de capacidad. Cosa distinta es que, desde un punto de vista doctrinal, quepa preguntarse si tal disposición es de derecho divino, o sólo de derecho eclesiástico. En la elaboración del c. 1012 se evitó expresamente decir que sólo el Obispo consagrado es ministro de la sagrada ordenación 9, eludiendo de ese modo la cuestión doctrinal. 2. Ministro legítimo Para determinar cuál sea el ministro legítimo, esto es, el requerido para la licitud de la sagrada ordenación, es preciso distinguir entre ordenación o consagración episcopal —de los dos modos se denomina—, y ordenación de diáconos y presbíteros, porque son distintos los requisitos exigidos.

7. Const. Sacramentum Ordinis, n. 6. 8. Cfr. Const. Apostolicae curae, 13.IX.1896, en ASS, XXIX, 193. 9. Cfr. Com. 10, 1978, p. 182.

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a) Consagración episcopal «Uno es constituido miembro del Cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio» (LG, 22). Contra la voluntad del Romano Pontífice o cuando él niega la comunión apostólica, «ningún Obispo puede ser elevado a tal oficio» (LG, 24). En estas dos enseñanzas conciliares, ligadas al principio de la colegialidad (c. 336), se funda la disposición positiva según la cual «a ningún Obispo le es lícito conferir la ordenación episcopal sin que conste previamente el mandato pontificio» (c. 1013).

La exigencia del mandato pontificio no afecta a la validez sino sólo a la licitud de la consagración episcopal, aunque no parece que repugne la hipótesis de que la Iglesia pueda establecerlo como requisito de validez. De todos modos, la infracción de ese precepto constituye además un delito penado con excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica, quedando afectados por dicha pena no sólo el Obispo u Obispos que confieren la consagración episcopal sin mandato pontificio, sino también el que recibe la consagración (c. 1382) 10. Como signo de la colegialidad episcopal, además del mandato pontificio, es también un requisito de licitud, a no ser que medie dispensa de la Sede Apostólica, que en la consagración episcopal el Obispo consagrante principal asocie a sí al menos a otros dos Obispos consagrantes; siendo además muy conveniente que, junto a ellos, todos los Obispos presentes consagren al elegido (c. 1014). A partir de la Bula de Pio XlI Episcopalis consecrationis, de 30-XI1944 11, ya no hubo duda de que los Obispos asociados al rito de la consagración no eran meros asistentes, sino verdaderos consagrantes, aunque para la validez sea suficiente que la realice uno solo. b) Ordenación de presbíteros y diáconos Ordenación e incardinación En el caso del presbiterado y del diaconado, la legitimidad del ministro ordenante viene determinada por estos dos requisitos alternativos: o bien el ordenante es el Obispo propio, o en caso contrario, deberá contar con legítimas letras dimisorias dadas por la autoridad correspondiente (c. 1015 § 1). 10. En reciente Decreto, referido a un caso concreto, la S. Cong. para la Doctrina de la Fe, tras señalar las penas en que incurren ordenantes y ordenados, establece respecto a los que hubieran recibido de ese modo ilegítimo la ordenación, sea lo que fuere de la validez de las órdenes (quidquid est de ordinum validitate), que la Iglesia ni reconoce ni reconocerá su ordenación y que, a efectos jurídicos, considera a tales sujetos en el estado que tenían antes (cfr. AAS 68, 1976, 623; 75, 1983, 392). 11. AAS 37, 1945, 131.

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Así como la exigencia del mandato pontificio para la consagración episcopal tiene su fundamento en el principio de colegialidad episcopal y de comunión jerárquica, los requisitos de legitimidad para ordenar diáconos y presbíteros están profundamente ligados al instituto de la incardinación. De ahí que, para conocer mejor el alcance de los conceptos Obispo propio y letras dimisorias, sea conveniente recordar algunas de las normas que regulan ese instituto canónico. Sabido es que la misión que confiere el sacramento del orden es por principio universal. Como advierte el Concilio, «el don espiritual que recibieron los presbíteros en la ordenación no los dispone para una cierta misión limitada y restringida, sino para una misión amplísima y universal de salvación…» (PO, 10). El presbítero es, por tanto, un ministro o servidor de la Iglesia universal. No obstante, con el fin de que ese servicio se realizara de forma ordenada y efectiva, la Iglesia estableció desde tiempos antiquísimos la obligación de que todo ministro concretara su ministerio pastoral en una estructura determinada, sirviéndose del instituto canónico de la incardinación. Esta incardinación se produce originariamente, en virtud de la ley (c. 266), por la simple recepción del diaconado, siendo irrelevante, por tanto, la intención o voluntad de incardinación; pero el término final, es decir, la estructura concreta en que se incardina, varía según la situación canónica del ordenando. Los cc. 265 y 266 distinguen al respecto dos grandes tipos de estructuras con capacidad para incardinar: de un lado las estructuras jerárquicas, a saber, la Iglesia particular a tenor de los cc. 368 y 372, y las prelaturas personales según lo establecido en el c. 295 12; y de otro lado, las entidades asociativas: los institutos de vida consagrada y otras sociedades que gocen de la facultad de incardinar, como las sociedades de vida apostólica. Éstos son, en consecuencia, los supuestos en que por la recepción del diaconado se produce automáticamente la incardinación: a) el ordenado secular se incardina en la Iglesia particular para cuyo servicio ha sido promovido; b) el ordenado secular promovido para el servicio de una prelatura personal, se incardina en dicha prelatura; c) el miembro de un instituto religioso, profeso de votos perpetuos, se adscribe por el diaconado al instituto; d) el de una sociedad clerical de vida apostólica (c. 736 § 1), definitivamente incorporado a ella, como norma se incardina en la sociedad, si bien pueden establecer otra cosa las constituciones; e) al contrario ocurre con un miembro de un instituto secular: por regla general se incardina mediante el diaconado en la Iglesia particular para la que ha sido promovido, salvo que, excepcionalmente, se incardine en el propio instituto (cc. 266 § 3 y 715 § 2). Estas situaciones varias son las que determinan cuál sea el Obispo propio en unos casos, o cuál sea, en otros, la autoridad competente para dar letras dimisorias. 12. Tras la promulgación de la Const. Ap. Spirituali militum curae, 21.IV.1986, en AAS 78, 1986, 481-486, entre esas estructuras jerárquicas con capacidad de incardinar, vienen incluidos los ordinariatos castrenses.

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El Obispo propio El Obispo propio no sólo es el que está legitimado para ordenar a sus súbditos, sino el que está obligado a hacerlo personalmente de no estar impedido por justa causa. No obstante, para ordenar lícitamente a un súbdito de rito oriental necesita indulto apostólico. Pero lo importante es conocer cuáles son los criterios que configuran actualmente el concepto de Obispo propio. Los criterios anteriores responden a una concepción de la incardinación y del ministerio pastoral muy ceñida a un territorio fijo e inamovible. Por eso, se entendía como Obispo propio el de la diócesis en donde el ordenando tuviera su domicilio y origen a la vez; y en caso de que sólo tuviera el domicilio, el ordenando debía reforzar con juramento su propósito de permanecer en la diócesis. Actualmente, la determinación del Obispo propio para la ordenación de diáconos pertenecientes al clero secular se rige por estos dos criterios: es Obispo propio el de la diócesis en donde el aspirante tiene su domicilio, o el de la diócesis a la que el candidato —laico, pues no existen órdenes menores—ha decidido dedicarse. Pervive, como se ve, el criterio del domicilio, pero, en el fondo, con carácter supletorio, pues el candidato tiene libertad para elegir diócesis y por tanto para elegir el Obispo propio que le ordene. Esta elección debe estar hecha antes de que el aspirante sea admitido como candidato al diaconado según la forma y el rito litúrgico establecidos en el c. 1034, puesto que dicha admisión corresponde efectuarla al Obispo propio. Respecto a la ordenación de presbíteros del clero secular es claro que Obispo propio es el de la diócesis en la que el ordenando está incardinado por el diaconado (c. 1016). Adviértase que los criterios de determinación del Obispo propio están referidos al clero secular, aunque a tales efectos se equiparan los clérigos de institutos religiosos y sociedades de vida apostólica de Derecho diocesano, así como los de institutos seculares, sean de derecho pontificio o diocesano, que no se incardinan en el propio instituto (c. 1019 § 2). Pese a su condición secular, tampoco está contemplado en el c. 1016 el clero de las prelaturas personales. Y esto por dos razones: primero, porque no es absolutamente necesario que sea Obispo el Prelado de dichas estructuras jerárquicas; y en segundo lugar, porque, aun en el supuesto de que fuera Obispo y pudiera por tanto configurarse como Obispo propio con potestad no sólo para dar dimisorias sino para ordenar a sus propios súbditos, los criterios de elección serían obviamente distintos a los establecidos para el clero diocesano; vendrían ya determinados por la propia incorporación a la prelatura de acuerdo con su Derecho particular.

Las letras dimisorias Cuando el ordenante no es el Obispo propio, antes de proceder a la ordenación de un súbdito ajeno ha de recibir la autorización correspondiente del Ordinario propio. De lo contrario, la ordenación no sólo es ilícita, sino que es a la vez una acción constitutiva del delito tipificado en el c. 1383. 291

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

Este acto de autorización, por el que se legitima la ordenación que efectúa un Obispo no propio, se denomina dimisoria o más usualmente letras dimisorias por la forma escrita en que suele realizarse, aunque ello no se requiera para la validez. La autoridad para conceder dimisorias varía según se trate de clérigos seculares, o de otros clérigos religiosos y asimilados. Para los clérigos seculares son competentes a tenor del c. 1018: – El Obispo propio, en el sentido analizado anteriormente. – El Administrador apostólico. – El Administrador diocesano, pero con el consentimiento del consejo de consultores. – El Provicario y el Proprefecto apostólico, con el consentimiento asimismo del consejo de al menos tres presbíteros misioneros del que trata el c. 495 § 2. Tanto el Administrador diocesano como el Provicario y el Proprefecto que rigen la diócesis, o bien el vicariato o la prefectura interinamente, tienen una potestad limitada por sus respectivos consejos, y además no deben dar dimisorias a aquellos a quienes fue denegado el acceso a las órdenes por el Obispo diocesano o por el Vicario o Prefecto apostólico. Es ésta una consecuencia canónica del principio Sede vacante nihil innovetur (c. 428 § 1). — Para los clérigos seculares de las prelaturas personales, puede dar dimisorias el Prelado como Ordinario propio a tenor del c. 295 § 1. La posibilidad de que esta potestad se extienda a otros Vicarios o Delegados, dependerá de lo que establezcan al respecto los estatutos de la prelatura. Respecto a la concesión de dimisorias para la ordenación de miembros de institutos de vida consagrada o asimilados, hay que distinguir varios supuestos: — Cuando se trata de un instituto religioso clerical de derecho pontificio, y los ordenandos han profesado perpetuamente, es competente para dar dimisorias el Superior mayor. — Es competente también el Superior mayor, cuando se trata de una sociedad clerical de vida apostólica de derecho pontificio, y los ordenandos estan incorporados definitivamente a la sociedad. — Aunque el supuesto de los institutos seculares no está mencionado expresamente en el c. 1019 § 1, parece obvio deducir que, si se trata de un instituto secular de derecho pontificio que, según los cc. 266 § 3 y 715 § 2, puede incardinar clérigos al propio instituto, también el Superior correspondiente tendría facultad para conceder dimisorias. — En todos los restantes supuestos, los Superiores mayores no son competentes para conceder dimisorias para sus súbditos, quedando revocado expresamente cualquier indulto al respecto (c. 1019 § 2). La ordenación se rige por el derecho de los clérigos seculares. 292

EL SACRAMENTO DEL ORDEN

La legitimidad de las letras dimisorias no depende sólo de la autoridad que las concede sino del destinatario al que son enviadas. «Pueden enviarse a cualquier Obispo en comunión con la Sede Apostólica, exceptuados solamente, salvo indulto apostólico, los Obispos de un rito distinto al del ordenando» (c. 1021).

III. CAPACIDAD PARA RECIBIR EL ORDEN SAGRADO Desde el punto de vista del ordenando, la ley establece dos únicas condiciones objetivas de capacidad, requeridas, por tanto, para la validez del sacramento: ser varón y estar bautizado (c. 1024). No se exige ni una determinada edad, ni por principio estar en posesión plena de las facultades mentales: la acción sacramental opera sin la mediación positiva del sujeto, si bien no operaría —como ocurre en los restantes sacramentos que imprimen carácter— cuando mediara una voluntad contraria a la recepción del sacramento. Esto último justifica que, aunque la ley no aluda de modo expreso a ello, sea conveniente referirse a los factores subjetivos —en concreto al factor intencional— en cuanto que pueden determinar la nulidad de la sagrada ordenación. 1. Condiciones de capacidad: estar bautizado y ser varón La condición de estar bautizado se funda sin duda en el derecho divino, porque el bautismo no sólo es el primero, sino la puerta y el fundamento de todos los demás sacramentos. Actualmente, es también incuestionable desde un punto de vista canónico que sólo el varón, la persona humana de sexo masculino, es capaz de recibir el sacramento del orden en cualquiera de sus grados, incluido, por tanto, el orden del diaconado. Así lo establece el c. 1024, y eso ha sido la doctrina constante del magisterio eclesiástico, aunque no hayan sido muy numerosos a lo largo de la historia sus pronunciamientos al respecto, precisamente por tratarse de un principio doctrinal que no era discutido, y de una ley que no era controvertida. Esta situación de pacífica aquiescencia, sin embargo, no se da ya en nuestros días. Existen sectores de opinión que se preguntan hoy si la Iglesia no debería modificar su disciplina y admitir a las mujeres a la ordenación sacerdotal. Así lo han hecho algunas comunidades cristianas separadas de la Iglesia católica; por eso, el tema se plantea también como un problema ecuménico. A la vista de ello, el magisterio eclesiástico se ha visto obligado recientemente a reiterar y aclarar la doctrina y disciplina constantes de la Iglesia. Seguidamente analizamos por separado estas recientes intervenciones del magisterio eclesiástico. 293

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

a) La Decl. «Inter Insigniores» de la Cong. para la Doctrina de la Fe (15.X.1976) La Cong. para la Doctrina de la Fe, obedeciendo el mandato recibido del Papa Pablo VI, «se siente en el deber de recordar que la Iglesia, por fidelidad al ejemplo de su Señor, no se considera autorizada a admitir a las mujeres a la ordenación sacerdotal» 13. Aunque este documento magisterial —en el que sólo se alude a los órdenes presbiteral y episcopal—, no lo diga expresamente, de toda su línea argumental parece desprenderse que la exigencia de ser varón está requerida por el derecho divino. La Iglesia, afirma la Declaración, nunca ha admitido que las mujeres pudiesen recibir válidamente la ordenación sacerdotal o episcopal; y esta tradición constante y universal no ha obedecido a meras coyunturas culturales, sino al deseo de permanecer fiel al tipo de ministerio sacerdotal querido por Jesucristo, y mantenido cuidadosamente por los Apóstoles. Por todo ello, a la norma de no conferir más que a los hombres la ordenación sacerdotal «se la considera conforme con el plan de Dios para su Iglesia». Una vez recordada esta norma y su conformidad con el plan de Dios para su Iglesia, la Declaración trata de mostrar la profunda conveniencia que la reflexión teológica descubre entre la naturaleza propia del sacramento del orden y el hecho de que sólo hombres hayan sido llamados a recibir la sagrada ordenación, advirtiendo que «no se trata de ofrecer una argumentación demostrativa, sino de esclarecer esta doctrina por la analogía de la fe». La congruencia cristológica se desprende de este hecho fundamental: la salvación nos viene a través del Sacrificio de Cristo, Varón de dolores, quien, conforme al plan de Dios, se hizo carne según el sexo masculino. A partir de este dato fundamental, la reflexión teológica que realiza el documento de la Santa Sede, gira en torno a estas dos ideas básicas, que tratamos de resumir, conscientes del riesgo de simplificación que ello implica: a) El sacerdote, cuando pone en acto sus poderes sacerdotales, cuando perdona los pecados y de modo particular cuando celebra la Eucaristía, no actúa en nombre propio, sino que representa a Cristo que obra a través de él, actúa en la persona de Cristo. Por la ordenación sagrada, el sacerdote se hace imagen, signo de Cristo. Ahora bien, si esa representación de Cristo no fuera asumida por un hombre, desaparecería esa «semejanza natural» que todo signo sacramental —también el del sacramento del orden— comporta. No se verificaría, en suma, la semejanza natural que debe existir entre Cristo y su ministro. b) La salvación ofrecida por Dios a los hombres, es decir, la Alianza, reviste desde antiguo la forma privilegiada de un misterio nupcial; misterio que se realiza plena y definitivamente al llegar la plenitud de los tiempos, cuando Cristo, el Esposo, toma como esposa a su Iglesia. Es también congruente con este misterio nupcial que cualquier acción que exija el carácter sacerdotal y donde se represente a Cristo mismo, Autor de la Alianza y Esposo de la Iglesia, sea realizada por un hombre: «lo cual no

13. Declaración Inter insigniores 15.X.1976, en AAS 69, 1977, 100.

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revela en él ninguna diversidad personal en el orden de los valores, sino solamente una diversidad de hecho en el plano de las funciones y del servicio». La norma que prohíbe a las mujeres el acceso a las órdenes sagradas es congruente también con los principios eclesiológicos proclamados por el reciente magisterio conciliar. La norma no contradice, en concreto, el principio de igualdad fundamental: el hecho de que sólo el varón sea llamado a las órdenes «no revela en él ninguna diversidad personal en el orden de los valores, sino solamente una diversidad de hecho en el plano de las funciones y del servicio». Estas palabras de la Declaración dejan bien sentado que la desigualdad entre hombre y mujer es tan sólo de índole funcional; la no admisión a las órdenes sagradas no afecta a la dignidad ni a los derechos fundamentales de la mujer cristiana. Radicalmente, por tanto, varón y mujer son fieles que tienen la misma dignidad, gozan de iguales derechos fundamentales, y están llamados por igual a la santidad. Habría discriminación injusta, si a la mujer se le negara en la Iglesia algún derecho fundamental reconocido al varón. Pero no es éste el caso que comentamos, porque «el sacerdocio ministerial no forma parte de los derechos de la persona humana», ni de los derechos del fiel; es un don gratuito, fruto de una vocación específica autentificada por la Iglesia, que capacita para el ejercicio de ciertas funciones en la Iglesia. La norma de no llamar a las mujeres a las órdenes sagradas no entraña por tanto ninguna discriminación injusta, porque no se sitúa en el ámbito de los derechos fundamentales, sino en el ámbito de las capacidades; ni marca tampoco una superioridad del varón sobre la mujer, porque «los más grandes en el reino de los cielos no son los ministros, sino los santos». Y buena prueba de ello es que sea precisamente una mujer a quien se llama con toda verdad la Santísima Virgen María, pese a que no fue investida del ministerio apostólico.

b) Carta Apostólica del Papa Juan Pablo II «Ordinatio Sacerdotalis» (22.V.1994) «La ordenación sacerdotal, mediante la cual se transmite la función confiada por Cristo a sus Apóstoles, de enseñar, santificar y regir a los fieles, desde el principio ha sido reservada siempre en la Iglesia católica exclusivamente a los hombres. Esta tradición se ha mantenido también fielmente en las Iglesias orientales». Con estas palabras iniciales de la Carta Apostólica, el Sumo Pontífice Juan Pablo II muestra ya que no viene a proclamar ninguna doctrina nueva, sino a confirmar lo que toda la Iglesia, tanto de Oriente como de Occidente, ha sabido y vivido siempre en la fe: «siempre ha reconocido en la figura de los doce Apóstoles el modelo normativo de todo ministerio sacerdotal y a ese modelo se ha atenido desde el principio». Así se lo hizo ver el Papa Pablo VI a la Comunión anglicana cuando surge la cuestión de la ordenación de las mujeres, en este texto que cita literalmente «Ordinatio sacerdotalis»: «Ella (la Iglesia católica) sostiene que no es admisible ordenar mujeres para el sacerdocio por razones verdaderamente fundamentales. Tales razones comprenden: el ejemplo, consignado en las sagradas Escrituras, de Cristo que escogió sus Apóstoles sólo entre varones; la práctica constante de la Iglesia, que ha imitado a Cristo, escogiendo sólo varones; y su viviente magisterio, que coherentemente ha esta-

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blecido que la exclusión de las mujeres del sacerdocio está en armonía con el plan de Dios para su Iglesia» 14.

Seguidamente, la Carta Apostólica de Juan Pablo II se funda en la Declaración Inter insigniores, y la presupone, al tiempo que se remite a otros textos del magisterio que aparecieron sucesivamente. En concreto, cita literalmente un texto de la Carta Apostólica Mulieris dignitatem, 26 15, y se remite al n. 51 de la Exh. Ap. Chistifideles Laici, y al n. 1577 del Catecismo de la Iglesia Católica. A pesar de todas esas claras manifestaciones magisteriales, perviven también en la Iglesia católica las inseguridades, las dudas y las discusiones sobre el problema de la ordenación de las mujeres. Esta situación de incertidumbre, y el tratarse de una cuestión esencial para la vida de la Iglesia, son los motivos que han obligado al Papa a intervenir de nuevo. Lo constata así la Carta Apostólica: «Si bien la doctrina sobre la ordenación sacerdotal, reservada sólo a los hombres, sea conservada por la tradición constante y universal de la Iglesia, y sea enseñada firmemente por el Magisterio más reciente, no obstante en nuestro tiempo y en diversos lugares se la considera discutible, o incluso, se atribuye un valor meramente disciplinar a la decisión de la Iglesia de no admitir a las mujeres a tal ordenación».

Por tal motivo, concluye el Papa, «con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos (cfr. Lc 22, 32), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia».

Al glosar esta Carta Apostólica, el Card. Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la doctrina de la Fe, se formuló la pregunta acerca del grado de obligatoriedad que posee el Documento pontificio. Se dice explícitamente que lo que en él se afirma debe ser considerado como definitivo en la Iglesia y que esta cuestión queda fuera de las opiniones fluctuantes. Pero, ¿se trata de una declaración dogmática? 16. «Al respecto, se debe responder que el Papa no propone ninguna nueva fórmula dogmática, pero confirma una certeza, que en la Iglesia se ha vivido y afirmado constantemente. En lenguaje técnico se debería decir: se trata de un acto del Magisterio auténtico ordinario del Sumo Pontífice, y, por tanto, de un 14. Cfr. PABLO VI, Rescripto a la Carta del Arzobispo de Canterbury, Dr. F.D. Coogan, sobre el ministerio sacerdotal de las mujeres, 30.XI.1975, en AAS 68, 1976, 599. 15. AAS 80, 1988, 1715. 16. Téngase en cuenta que los textos magisteriales se refieren a la ordenación sacerdotal, es decir, de presbíteros y obispos. En relación con el diaconado, la disciplina vigente exige también el ser varón. Desde un punto de vista doctrinal, no obstante, la cuestión no es tan absolutamente indiscutible como respecto a la ordenación sacerdotal.

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acto no definitorio ni solemne ex cathedra, aunque el objeto de ese acto es la declaración de una doctrina enseñada como definitiva y, por consiguiente, no reformable. Eso significa, como subraya la presentación del documento, que no se propone como enseñanza prudencial ni como hipótesis más probable, ni como sugerencia operativa, ni como simple disposición disciplinar, sino precisamente como doctrina ciertamente verdadera» 17. A esta misma cuestión se refirió más tarde la Congregación para la Doctrina de la Fe, en respuesta a un dubium que tenía este tenor: «Si la doctrina, según la cual la Iglesia no tiene facultad de conferir la Ordenación sacerdotal a la mujer, propuesta como definitiva en la Carta Apostólica Ordinatio Sacerdotalis, ha de entenderse como perteneciente al depósito de la fe». La respuesta afirmativa, fechada el 28.X.1995, añadía lo siguiente: «Esta doctrina exige un asentimiento definitivo puesto que —fundada en la Palabra de Dios escrita, y constantemente conservada y aplicada en la tradición de la Iglesia desde el principio—, ha sido propuesta infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal (cfr. C. Vat. II, LG, 25, 2). Por tanto, en las circunstancias actuales, el Romano Pontífice, en el ejercicio de su propio ministerio de confirmar a los hermanos (cfr. Lc 22, 32), ha propuesto la misma doctrina con una declaración formal, anunciando explícitamente que ha de ser tenida por todos, siempre y en cualquier lugar, por cuanto pertenece al depósito de la fe» 18. 2. La intención debida del ordenando Basta ser varón y estar bautizado para poder recibir válidamente el sacramento del orden. Esto quiere decir que por principio la intención del receptor del sacramento no es requerida para la validez de la ordenación, siendo posible por ello que un niño sin uso de razón sea teóricamente capaz de recibirlo. Pero cuando se trata de un adulto que ha llegado al uso de la razón, la intención o voluntad de ordenarse es ciertamente un requisito de validez, aunque, según la doctrina, sea suficiente una voluntad habitual no rectificada. En la práctica, no obstante, como la ordenación comporta un nuevo estado y nuevas y graves obligaciones, es imposible que la intención no sea al menos virtual. La ley canónica no es muy explícita al respecto; tan sólo establece de modo genérico la necesidad de que quien va a ordenarse goce de la debida libertad, y la prohibición terminante y absoluta de coaccionar a alguien a reci17. L’Osservatore Romano, en lengua española, 10.VI.1994. 18. Conviene tener en cuenta a este propósito el c. 750 § 2 de acuerdo con lo que mandó establecer el M. Pr. Ad tuendam fidem (18.V.1998). Dice así ese nuevo § 2 del c. 750: «Asímismo se han de aceptar y retener firmemente todas y cada una de las cosas sobre la doctrina de la fe y las costumbres propuestas de modo definitivo por el magisterio de la Iglesia, a saber, aquellas que son necesarias para custodiar santamente y exponer fielmente el mismo depósito de la fe; se opone por tanto a la doctrina de la Iglesia Católica quien rechaza dichas proposiciones que deben retenerse en modo definitivo».

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bir las órdenes sagradas (c. 1026). De todos modos, es claro que una falta absoluta de libertad que anulara el acto humano e indujera a excluir la intención de recibir el orden sagrado, ocasionaría una ordenación nula. También sería nula, obviamente, una ordenación simulada o fingida, es decir aquélla en que se finge externamente a través de los ritos una intención interna inexistente; en este caso, en el fuero externo se presume la validez, mientras no se demuestre la falta de intención interna. Cualquier otro factor que sólo disminuya la libertad o la voluntariedad del ordenando adulto no hace nula la ordenación, si bien puede constituir una de las causas graves o causas gravísimas, según se trate de diáconos o presbíteros respectivamente, en virtud de las cuales la Sede Apostólica concede el rescripto de pérdida del estado clerical, incluida la dispensa de la obligación del celibato que, como se sabe, únicamente concede el Romano Pontífice 19.

IV. REQUISITOS DE LICITUD 1. Elenco general Según establece el c. 1025 § 1 a modo de resumen, para conferir lícitamente las órdenes del presbiterado y del diaconado, es preciso que concurran los siguientes requisitos: a) Que se realicen las pruebas canónicas correspondientes. b) Que, a juicio del Obispo propio o del Superior mayor competente, el candidato reúna las debidas cualidades. c) Que no le afecte ninguna irregularidad o impedimento. d) Que haya cumplido los requisitos previos a la ordenación que determinan los cc. 1033-1039. e) Que se disponga de la documentación indicada en el c. 1050, y se haya efectuado el escrutinio prescrito en el c. 1051.

19. Cfr. cc. 290-291. Sobre las causas para declarar la nulidad de la sagrada ordenación, cc. 1708-1712. A este respecto conviene advertir que se produce un cambio muy notable en la relación con los cc. 1993 y ss. del CIC 17, puesto que en la legislación derogada, las causas contra la sagrada ordenación —que así se llamaban—, abarcaban tanto su validez, como las impugnaciones de las obligaciones contraídas, incluido el celibato, si se demostraba la existencia de coacción por miedo grave. Hoy sólo está prevista la acción de nulidad de la sagrada ordenación.

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2. La utilidad de la Iglesia «Se requiere también que, a juicio del mismo legítimo Superior, sea considerado útil para el ministerio de la Iglesia» (c. 1025 § 2).

El tenor literal de este precepto ha variado notablemente en relación con la disciplina anterior. En ella, la necesidad o utilidad venía determinada por la propia diócesis. Ahora, el Superior correspondiente —el destinatario actual de la norma es tanto el clero secular como el religioso—, debe tomar en consideración el bien o la utilidad de la Iglesia universal. Este cambio disciplinar obedece sin duda a dos razones de fondo: a) la profundización doctrinal acerca de la naturaleza teológica del presbiterado que se lleva a cabo en el Concilio; y b) como consecuencia, el nuevo sentido que adquiere la incardinación. Desde tiempos muy antiguos estuvieron prohibidas, como regla, las ordenaciones absolutas, es decir, sin destinación a un ministerio concreto. A veces, la utilidad o necesidad de la Iglesia justificaron ese tipo de ordenación. Pero los abusos que se dieron en ese sentido, y el consiguiente deterioro de la disciplina eclesiástica, determinarían que algunos Concilios las prohibieran de forma rotunda. Tal fue el caso del Concilio de Calcedonia en el año 451, y del propio Concilio de Trento. Por medio de estas prohibiciones se reforzó, por un lado, el instituto de la incardinación, pero se redujo, por otro, su primigenio sentido pastoral. Será el Concilio Vaticano II el que, tras enseñar la universalidad de la misión sacerdotal y la solicitud por todas las Iglesias que se contrae mediante el sacramento del orden, marcará el genuino sentido universalista que comporta la incardinación en una Iglesia particular o en otra estructura pastoral, y las consecuencias canónicas que de ello se derivan 20. A la vista de todo esto, actualmente la utilidad no debe ser valorada en relación con la propia diócesis, sino con las necesidades de la Iglesia universal, salvo que el candidato sea promovido a un ministerio especializado, o no esté dispuesto a ejercer el ministerio fuera de su propia diócesis. A este respecto, conviene tener en cuenta que la formación de los candidatos al sacerdocio «ha de realizarse de tal modo que se sientan interesados no sólo por la Iglesia particular a cuyo servicio se incardinan, sino también por la Iglesia universal, y se hallen dispuestos a dedicarse a aquellas Iglesias particulares que se encuentran en grave necesidad» (c. 257).

20. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, Dimensión universal del sacerdocio y nuevo perfil canónico de la incardinación, en «Ius Canonicum» XXXIII, 1993, pp. 332-347. La ordenación implica un ministerio universal, el servicio del entero Pueblo de Dios, mientras que la incardinación es la concreción jurídica de ese ministerio. De aquí se deriva que si bien esa concreción —la incardinación— ha de ser estable por imperativos pastorales, habrá de tener no obstante la flexibilidad y movilidad que requieren las necesidades pastorales, y que postula la dimensión universal del orden sagrado. Como reflejos canónicos, cfr. cc. 268 (incardinación automática), 270 (un cierto derecho a la excardinación) y 271 (la figura de la agregación). Cfr. J. HERVADA, La incardinación en la perspectiva conciliar, en «Ius Canonicum» VII, 1967, pp. 479 y ss.

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V. IDONEIDAD DEL CANDIDATO 1. La debida libertad La falta de libertad puede ser un factor determinante de la nulidad de la sagrada ordenación, como se vio más arriba. Pero no es ésta la vertiente del problema que ahora interesa considerar. Supuesto el grado de libertad requerido para que el acto sea válido, es necesario además, para la licitud, que el ordenando goce de la debida libertad para acceder a las órdenes sagradas. Así lo postula el propio orden sagrado entendido como un don gratuito al que debe responder libremente el llamado por Dios. Lo piden también los deberes anejos al orden sagrado; deberes que tampoco pueden ser impuestos, sino asumidos con plena libertad. Ello es, en suma, una concreción canónica del derecho fundamental de todo fiel a verse inmune de cualquier coacción en la elección del estado de vida (c. 219). Por eso, a fin de proteger esa libertad, la ley prohíbe terminantemente y de modo absoluto —de cualquier modo y por cualquier motivo— que alguien sea coaccionado a recibir las órdenes, o sea apartado de ellas siendo canónicamente idóneo (c. 1026). Es cierto que ha desaparecido la pena de excomunión establecida en el Código anterior para quienes obligasen a otro a abrazar el estado clerical; pero también es cierto que ahora la prohibición, al fundamentarse en una norma de rango constitucional, tiene un carácter tan absoluto que no es susceptible de excepción alguna ni de dispensa. En efecto, ni el mandato del Superior, ni la obligación moral a seguir la vocación divina, ni la necesidad de la Iglesia, son razones válidas —como admitieron, en cambio, algunos canonistas— sobre las que sustentar ningún título de obligatoriedad jurídica para acceder a las órdenes sagradas. 2. Formación adecuada Los aspirantes al diaconado y al presbiterado han de recibir una esmerada preparación en los centros establecidos con este fin, y en conformidad con las normas, tanto universales como particulares, que regulan todo el aspecto formativo de los clérigos (c. 1027). Además, el Obispo diocesano o el Superior competente habrán de cuidar de que los ya formalmente candidatos a recibir un orden sagrado conozcan debidamente todo lo relativo a ese orden así como las obligaciones que lleva consigo (c. 1028). Siguiendo el orden sistemático del Código, el tema de la formación para el sacerdocio —y en su caso, para el diaconado permanente— es objeto de estudio en el apartado dedicado a los clérigos. Allí se analizan tanto los aspectos institucionales como los criterios que deben presidir la formación integral de los aspirantes a las órdenes sagradas. A todo ello remite ahora el legislador al exigir en los aspirantes y candidatos una esmerada preparación y un preciso conocimiento de las funciones y deberes que comportan las órdenes que han de recibir. 300

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A tenor de la disciplina vigente, la formación propiamente doctrinal —los estudios filosóficos-teológicos— debe durar al menos seis años (c. 250). Ello significa que el orden del presbiterado no puede recibirse sin haber concluido ese tiempo de formación. El orden del diaconado, en cambio, puede recibirse una vez terminado el quinto año, o el tercero de teología si los estudios filosófico-teológicos se hacen separadamente (c. 1032 § l). El Derecho particular, que tanta importancia tiene en esta materia, no puede establecer normas contrarias al Derecho universal. No cabría por ello que, sin concesión expresa de la Santa Sede, una ley particular estableciera un tiempo de formación filosófico-teológica inferior al establecido en la ley universal. Pero esto no obsta para que, si la materia no está especialmente reservada a la Sede Apostólica o a otra autoridad, el Obispo diocesano pueda dispensar de una norma universal de carácter disciplinar (c. 87 § 1). El M. Pr. De Episcoporum muneribus, IX, 7, reservó al Papa la dispensa «de los estudios del curso de filosofía racional y de teología, tanto en lo que se refiere a su duración como en lo referente a las disciplinas primarias». El Código vigente, sin embargo, no establece ninguna reserva al respecto; de donde se sigue que el Obispo diocesano, existiendo causa justa y razonable, puede actualmente dispensar del tiempo exigido para los estudios filosófico-teológicos, aunque no de los propios estudios; porque difícilmente podría invocarse en este caso la causa justa y razonable que se exige incluso para la validez de la dispensa (c. 90 § 1). No es improbable, por el contrario, que existan aspirantes al sacerdocio de edad madura y bien formados, a quienes quepa reducir el tiempo de los estudios sin mengua del rigor de la formación exigida para el ejercicio del ministerio sagrado 21.

3. Vocación divina canónicamente autentificada El sacramento del orden esta profundamente radicado en el misterio de la llamada que Dios hace al hombre: el que ha de ser consagrado con una unción y enviado para una misión, es previamente un elegido a quien Dios concede libérrimamente el don de la vocación. De ahí que la vocación divina se erija en el primero y más fundamental requisito de idoneidad. Por ser divina, la vocación al servicio está primero en Dios, en la elección que Él mismo hace y que el hombre ha de descubrir dentro de su corazón. Pero Dios mismo, al tiempo que llama, concede a los elegidos las gracias y dotes necesarias para ser ministros idóneos del Nuevo Testamento (2 Cor 3, 6), y confía a la Jerarquía la misión de autentificar los signos de la vocación divina, mediante la llamada a recibir el sacramento del orden. Así lo expresa el 21. La formación para el Diaconado permanente se rige por la norma básica del c. 236, así como por la Ratio fundamentalis institutionis diaconorum permanentium promulgada por la C. para la Educación Católica el 22.II.1998. Habrá que tener en cuenta además la Ratio institucionis de las Conferencias episcopales. Por ejemplo, la de la Conferencia Episcopal Española publicada el 14.IV.2000, que lleva por título: «Normas básicas para la formación de los diáconos permanentes en las diócesis españolas».

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Decreto Conciliar Optatam totius, dentro del apartado dedicado a poner de relieve la responsabilidad de toda la comunidad cristiana en el fomento y cultivo de las vocaciones sacerdotales: «Este anhelo eficaz de todo el Pueblo de Dios para ayudar a las vocaciones responde a la obra de la Divina Providencia que concede las dotes necesarias a los elegidos por Dios a participar en el Sacerdocio jerárquico de Cristo, y los ayuda con su gracia, mientras confía a los legítimos ministros de la Iglesia el que, conocida la idoneidad, llamen a los candidatos bien probados que solicitan tan gran dignidad con intención recta y libertad plena, y los consagren con el sello del Espíritu Santo para el culto de Dios y el servicio de la Iglesia» (n. 2). De estos principios doctrinales se extraen dos consecuencias canónicas: 1.ª La vocación, siendo en su origen divina, termina siendo a la vez vocación canónica. Corresponde, en efecto, a la autoridad legítima comprobar la autenticidad de los signos de la vocación divina y llamar al elegido a las órdenes sagradas. Los signos comprobables canónicamente por el Obispo propio o por el Superior competente son los siguientes, a tenor del c. 1029: – fe íntegra; – recta intención; – ciencia debida; – buena fama y costumbres intachables; – virtudes probadas; – otras cualidades físicas y psíquicas congruentes con el orden que van a recibir. 2.ª La recepción de las sagradas órdenes no es un derecho que el fiel pueda reivindicar o exigir. Por eso, el juicio último sobre su idoneidad y la llamada definitiva a las órdenes corresponden en exclusiva a la autoridad competente de la Iglesia, sin límite canónico alguno, pero sí con el importante límite que emana del recto y prudente dictamen de la conciencia, tanto a la hora de conceder como a la hora de denegar las órdenes sagradas. Por ser de índole moral, no se ha recogido pero tampoco se ha derogado el principio normativo del c. 973 § 3 del CIC 17, según el cual, «el Obispo no debe conferir a nadie las órdenes sagradas si no tiene certeza moral, fundada en pruebas positivas, de la idoneidad canónica del candidato; en otro caso, no sólo peca gravísimamente, sino que se expone al peligro de ser también responsable de los pecados ajenos». A la hora de la selección y prueba, añade el Concilio, «procédase siempre con la necesaria firmeza, aunque haya que lamentar penuria de sacerdotes, ya que si se promueven los dignos, Dios no permitirá que su Iglesia carezca de ministros» (OT, 6). En todo caso, en esa grave tarea de discernimiento, la autoridad eclesiástica no deberá perder de vista, ni la dimensión divina de la vocación, ni ciertos derechos en ella implicados, tales como el derecho inviolable a seguir esa 302

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vocación divina y solicitar de la autoridad legítima las sagradas órdenes. Tampoco en esta materia tan delicada, la discrecionalidad con que opera la autoridad en el discernimiento vocacional, debe degenerar en arbitrariedad. El principio de libertad para ordenar aparece matizado por la ley cuando se trata de un ordenado de diácono, destinado al presbiterado. Es cierto que tampoco en este supuesto el diácono tiene derecho a ser ordenado de presbítero y que, en consecuencia, se le puede denegar el acceso a este orden sagrado; pero para ello debe existir una causa canónica, aunque sea oculta, no bastando un juicio subjetivo desfavorable del Obispo propio o del Superior competente. Y, en todo caso, para evitar arbitrariedades, el c. 1030 establece la posibilidad de un recurso administrativo 22. 4. Edad canónica La edad canónica mínima —con rango universal— exigida para la licitud de la ordenación, es la siguiente según los distintos órdenes (c. 1031): – 25 años cumplidos, para el diaconado permanente de célibes; – 35 años cumplidos, para el diaconado permanente de los casados; – 23 años cumplidos para los diáconos destinados al presbiterado; – 25 años cumplidos para recibir el presbiterado. Esta edad mínima puede ser dispensada por la autoridad competente, si bien queda reservada a la Sede Apostólica la dispensa de la edad requerida, cuando el tiempo sea superior a un año. En la disciplina antigua, la dispensa de la edad estaba reservada siempre a la Santa Sede. El Concilio (OT, 12) dejó a la decisión de los Obispos, atendidas las circunstancias de cada región, la facultad de retrasar la edad exigida por el Derecho común. Secundando este deseo conciliar, el c. 1031 § 3 concede este poder a las Conferencias Episcopales. De la edad superior establecida por una Conferencia Episcopal podría, obviamente, dispensar el Obispo propio o el Superior correspondiente. Los requisitos de idoneidad para recibir el orden del episcopado están establecidos en el c. 378. En concreto, la edad canónica mínima para recibir dicho orden es de 35 años.

22. En el supuesto de que este eventual recurso se sustancie a favor de la prohibición de acceso al presbiterado, lo usual será que ese diácono solicite de la Sede Apostólica el rescripto de «pérdida del estado clerical» (c. 290, 3.º). La disciplina vigente no prevé, en cambio, ningún procedimiento ex officio para la expulsión del estado clerical, salvo cuando se trata de la imposición de la pena de dimisión del estado clerical por la comisión de ciertos delitos; supuesto este último en el que generalmente no está incurso el diácono al que se le prohíbe el acceso al presbiterado.

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VI. REQUISITOS PREVIOS A LA ORDENACIÓN Aparte la exigencia de haber recibido el sacramento de la confirmación, que sigue vigente, como es obvio, los restantes requisitos que deben preceder actualmente a la recepción lícita del sacramento del orden, han modificado muy notablemente la disciplina antigua. Los principales factores que han dado lugar a este cambio disciplinar son los siguientes: 1) La supresión de las órdenes menores y del subdiaconado, y el consiguiente tránsito inmediato del estado laical a la condición de ministro sagrado. Para atenuar este tránsito se ritualiza el acto de admisión como candidatos, y en sustitución de esas órdenes menores se instituyen los ministerios de lector y acólito, cuya colación y ejercicio previo se requiere para ser ordenado diácono. 2) La nueva configuración del instituto de la incardinación que hace innecesaria la exigencia del título canónico de ordenación. Éste, como se sabe, era el soporte jurídico sobre el que se asentaba el derecho del clérigo a una honesta sustentación, y el marco que delimitaba, de algún modo, el servicio ministerial. De este modo, la incardinación quedaba relegada a ser un mero vínculo de sujeción al Obispo, evitando la existencia de clérigos vagos o acéfalos. Entendida, en cambio, la incardinación a partir del Concilio como la concreción canónica del ministerio universal al que destina el sacramento del orden, las funciones que cumplía el llamado «título de ordenación», carecían ya de sentido al ser subsumidas por el vínculo de la incardinación, que se contrae automáticamente por la recepción del diaconado. Por eso, el legislador ha optado por suprimir el requisito del título canónico, sin menoscabo del derecho que asiste al ordenado que trabaja, o ha trabajado ministerialmente, a recibir una remuneración congrua y una asistencia social suficiente; derecho que ahora se inscribe en un ámbito más amplio, se fundamenta inmediatamente en el vínculo de incardinación y se rige generalmente por los principios de la justicia distributiva. 3) La necesidad de que exista una constancia formal no sólo de la libertad con la que el ordenado accede a las órdenes, sino aun de la plena responsabilidad con la que asume las obligaciones personales y ministeriales que las respectivas órdenes comportan. A esta necesidad responden algunos de los requisitos de índole formal y administrativa que hoy se exigen antes de recibir un orden sagrado. Veamos ya cuáles son en concreto los requisitos legales, previos a la ordenación, establecidos en los cc. 1033-1039. 1. Sacramento de la confirmación «Sólo es ordenado lícitamente quien haya recibido el sacramento de la Confirmación» (c. 1033). Por eso, entre los documentos que han de aportarse para la ordenación de diácono figura el certificado de confirmación (c. 1050, 3.°). 304

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2. Admisión como candidato La ley establece una distinción entre aspirante y candidato. Es aspirante el alumno que se prepara en los centros establecidos al objeto, con la intención de acceder un día a las órdenes sagradas. Es candidato, en cambio, quien ya ha sido admitido formalmente como tal por el Obispo propio o por quien tiene competencia para dar las dimisorias. La admisión como candidato se desarrolla en dos momentos distintos y tiene un doble carácter: administrativo y litúrgico. Se exige primero la solicitud escrita y firmada de su puño y letra por el aspirante, y su aceptación, también por escrito, por parte de la autoridad correspondiente. Pero la admisión plena se realiza mediante un rito litúrgico establecido en el Pontifical Romano para este fin; rito que debe quedar bien diferenciado, tanto del rito propiamente sacramental como del que está establecido para la recepción de los ministerios de lector y acólito. Adviértase, finalmente, que ese rito de admisión no es obligatorio para quien ya está incorporado mediante votos a un instituto clerical (c. 1034 § 2). 3. Ministerios de lector y acólito Como se sabe, los ministerios de lector y acólito pueden ser conferidos de forma estable a varones laicos mediante el rito litúrgico prescrito (c. 230 § 1). Pero tanto su colación como su ejercicio son también un requisito previo para acceder al diaconado, tanto permanente como transitorio. Como antes se apuntó, vienen a suplir en parte las funciones encomendadas a las órdenes menores y al subdiaconado. La Iglesia ha considerado muy oportuno que «los candidatos a las órdenes sagradas, mediante el estudio y el ejercicio —que se hará gradualmente— del ministerio de la palabra y del altar, se acostumbren a contemplar familiarmente y meditar este doble aspecto del oficio sacerdotal» 23. Aunque el c. 1035 nada dice expresamente, de su tenor literal cabe deducir que los ministerios se confieren de ordinario después del rito de admisión como candidato, salvo que se hubieran recibido de forma estable cuando no estaba en el ánimo del receptor el acceder a las sagradas órdenes. El M. Pr. Ad Pascendum, II, reservó a la Santa Sede la dispensa de recibir esos ministerios. En el Código no existe esta reserva. 4. Declaración formal «Para poder recibir la ordenación de diácono o de presbítero, el candidato debe entregar al Obispo propio o al Superior mayor competente una declara23. M. Pr. Ad Pascendum, 15.VIII.1972.

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ción redactada y firmada de su puño y letra, en la que haga constar que va a recibir el orden espontánea y libremente, y que se dedicará de modo perpetuo al ministerio eclesiástico, al mismo tiempo que solicita ser admitido al orden que aspira a recibir» (c. 1036). 5. Aceptación pública del celibato Antes de recibir el diaconado, salvo que se trate del diaconado permanente de casados, el candidato ha de asumir públicamente, ante Dios y ante la Iglesia, la obligación del celibato según el rito prescrito en el Pontifical Romano (c. 1037). Este nuevo rito fue introducido por el M. Pr. Ad Pascendum en 1972, y obligó en un principio también a los religiosos. Posteriormente, el c. 1037 rectifica ese criterio normativo, exceptuando a quienes hubieran emitido votos perpetuos en un instituto religioso. Pero esta disciplina codicial ha sido expresamente derogada por el Decreto de la Congregación del Culto divino y disciplina de los sacramentos, de 29.VI.1989, mediante el cual se promulga y se declara típica la nueva edición del Pontifical Romano sobre ordenación de Obispos, presbíteros y diáconos. Este es el texto literal del Decreto por el que se deroga el c. 1037: «De speciali autem mandato Summi Pontificis disciplina mutata est ita ut etiam electi, qui in Instituto religioso vota perpetua emiserunt, posthac teneantur in ipsa ordinatione diaconorum, derogato prescripto c. 1037 CIC, sacrum caelibatum amplecti tamquam peculiare propositum ordinationi de iure coniunctum» 24. La aceptación pública y el rito que acompaña tienen sólo valor declarativo. Es decir, la obligación del celibato no nace de ahí, sino que está vinculada al orden del diaconado; se adquiriría, por tanto, aun en el supuesto de que no se hubiera practicado el rito prescrito; y no surgiría la obligación, si, tras haber realizado el rito de aceptación, la ordenación de diácono no tuviera lugar por cualquier causa. 6. Práctica de ejercicios espirituales El c. 1039 establece que «todos los que van a recibir un orden deben hacer ejercicios espirituales, al menos durante cinco días, en el lugar y la manera que determine el Ordinario»; y que el Obispo, «antes de proceder a la ordenación, debe ser informado de que los candidatos han hecho debidamente esos ejercicios».

24. AAS 82, pars II, 1990, p. 827.

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VII. IRREGULARIDADES E IMPEDIMENTOS Con el fin de salvaguardar la reverencia debida a los ministerios sagrados y la dignidad de los propios ministros, el derecho positivo de la Iglesia estableció desde antiguo una serie de prohibiciones, basadas en causas y circunstancias objetivas de la persona del ordenando, que impiden la recepción de las órdenes o su lícito ejercicio. Cuando esas prohibiciones tienen un carácter perpetuo y sólo pueden cesar mediante dispensa, se denominan irregularidades, en caso contrario, se llaman impedimentos simples. En todo caso, no existen otras irregularidades e impedimentos que los establecidos taxativamente por el derecho universal. Su establecimiento, por tanto, es materia legislativa reservada a la Sede Apostólica (c. 1040) 25. Dos cambios importantes se han operado en esta materia disciplinar a la entrada en vigor del nuevo Código: a) la abolición prácticamente total de las irregularidades por defecto, de algunas irregularidades por delito y de numerosos impedimentos simples; b) el nuevo sistema de dispensa, en conformidad con el principio general según el cual el Ordinario puede dispensar de todo aquello que no esté expresamente reservado a la Santa Sede o a otra autoridad. Conviene anotar, finalmente, que aunque muchas de las irregularidades están originadas por la comisión de un delito, no tienen, sin embargo, un carácter penal; es decir, no se establecen para proteger el orden social justo o para castigar una conducta delictiva, sino para tutelar la reverencia debida al sagrado ministerio. Este carácter no penal determina que la ignorancia de las irregularidades y de los impedimentos no exima de ellos (c. 1045), aunque pueda afectar a la existencia de la acción delictuosa, base sobre la que se sustenta la irregularidad; acción delictuosa, por lo demás, que no se confunde necesariamente con acción pecaminosa, razón por la cual ha quedado derogado el c. 986 del Código de 1917 según el cual los delitos enumerados no causan irregularidad si no han llegado a ser pecados graves cometidos después del bautismo. 1. Irregularidades La irregularidad es un impedimento canónico de carácter perpetuo que prohíbe la recepción de las órdenes o el lícito ejercicio de las ya recibidas, a menos que sea dispensado por la autoridad competente.

25. Recientemente la Cong. para la Doctrina de la Fe ha dictado normas nuevas acerca del uso del pan y del vino como materia del sacramento de la Eucaristía. Entre esas disposiciones, destaca la siguiente: «Los aspirantes al sacerdocio afectados de celíaca, alcoholismo o enfermedades análogas, dada la centralidad de la celebración eucarística en la vida sacerdotal, no pueden ser admitidos a las Órdenes Sagradas» (BOCEE 4, 1995, p. 158).

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a) Irregulares para recibir las órdenes Según establece taxativamente el c. 1041, son irregulares para recibir las órdenes: 1) «Quien padece alguna forma de amencia, u otra enfermedad psíquica por la cual, según el parecer de los peritos, queda incapacitado para desempeñar rectamente el ministerio».

Esta irregularidad es la única que podría configurarse hoy como irregularidad por defecto. Pero a tenor de cómo está redactada actualmente la norma, más parece un impedimento simple que una irregularidad, por faltarle la nota de perpetuidad: son únicamente irregulares los que padecen, no los que padecieron alguna enfermedad psíquica como establecía la norma antigua, por lo que en la hipótesis de que tal enfermedad pudiera desaparecer, desaparecería asimismo el impedimento. De todos modos, es posible que el legislador la haya configurado como irregularidad fundándose en la perpetuidad de la enfermedad que le atribuyan los peritos. 2) «Quien haya cometido el delito de apostasía, herejía o cisma».

Se incurre en esta irregularidad cuando se han cometido los delitos tipificados en el c. 1364, en conformidad con los conceptos de herejía, apostasía y cisma descritos en el c. 751. Pero téngase en cuenta que, aunque estos delitos impliquen un pecado contra la fe, no se identifican con el simple pecado. Para que exista el delito se requiere, además, que el acto contra la fe sea externo y tenga una incidencia social (c. 1330). 3) «Quien haya atentado matrimonio, aun sólo civil, estando impedido para contraerlo, bien por el propio vínculo matrimonial, o por el orden sagrado o por voto público perpetuo de castidad, bien porque lo hizo con una mujer ya unida en matrimonio válido o ligada por ese mismo voto».

La causa de esta irregularidad reside en el hecho de haber atentado matrimonio cuando se está impedido para contraerlo por varias causas. Entre ellas, por estar ligado, él o la mujer, con voto público perpetuo de castidad. En el c. 985 del CIC 17 se hablaba, a este respecto, de estar ligados con votos religiosos, aunque sólo fueren simples y temporales. Por tanto, la disciplina vigente ha restringido el supuesto de hecho, pues se exige estar impedido para el matrimonio por voto público perpetuo de castidad. Al tratarse de un impedimento para el matrimonio, hay que entender que el voto público perpetuo de castidad al que se refiere la norma —aunque no lo diga expresamente— es el emitido en un instituto religioso, puesto que sólo éste es el que hace inválido el matrimonio a tenor del c. 1088. 4) «Quien haya cometido homicidio voluntario o procurado el aborto, habiéndose producido éste, así como todos aquellos que hubieren cooperado positivamente».

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La causa de esta irregularidad está en relación directa con los delitos tipificados en los cc. 1397 y 1398. Incurren también en irregularidad todos los cooperadores positivos. Atendida la literalidad de la norma, además de los coautores, habrían de incluirse todos los cómplices, salvo los que sólo cooperaron negativamente. Pero no faltan quienes la interpretan restrictivamente (c. 18) en el sentido de que la cooperación en el delito que causa irregularidad, además de positiva, debe ser necesaria, de modo que sin ella no se hubiera cometido el delito de homicidio o aborto (c. 1329 § 2). 5) «Quien dolosamente y de manera grave se mutiló a sí mismo o a otro, o haya intentado suicidarse».

La acción de mutilarse o mutilar a otro expresamente ha de ser dolosa, esto es, plenamente deliberada. Consecuentemente, para incurrir en irregularidad no bastaría una mutilación causada por negligencia incluso culpable. De otra parte, tan sólo origina irregularidad la amputación dolosa de una parte notable del cuerpo, cuantitativamente, o por razón de la función peculiar y distinta que el miembro desempeña. Respecto al suicidio, la doctrina concuerda en afirmar que no basta una mera tentativa de suicidio, sino que es necesario para incurrir en irregularidad que se trate de un delito frustrado. 6) «Quien haya realizado un acto de potestad de orden reservado o a los Obispos o a los presbíteros, sin haber recibido ese orden o estándole prohibido su ejercicio por una pena canónica declarada o impuesta».

Se contrae la irregularidad por dos vías distintas: o por usurpación del orden sagrado o por violación de la pena que impida ejercitarlo. En el primer caso, sería irregular, por ejemplo, un laico o un diácono que hubiera pretendido celebrar la santa Misa o absolver de los pecados. Según el segundo supuesto, sólo contraería irregularidad un clérigo a quien le estuviera prohibido el ejercicio del orden sagrado por una pena canónica, impuesta si es ferendae sententiae, o declarada si es latae sententiae. La imposición o declaración de la pena bastan para que el ejercicio del orden sagrado origine la irregularidad, con independencia de que quien cometió el delito, cometiera a la vez un pecado grave como exigía la disciplina derogada. b) Irregulares para ejercer las órdenes Según lo dispuesto de modo taxativo en el c. 1044 § 1, son irregulares para ejercer las órdenes recibidas: 1) Quienes las recibieron ilegítimamente, afectados por una irregularidad. Ello significa que la irregularidad continúa aún después de recibida la ordenación. 2) Quienes hubieran cometido el delito de apostasía, herejía o cisma, si el delito es público. El requisito de la publicidad de ese delito no es exigido para 309

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contraer la irregularidad para la ordenación (c. 1041, 2.°), pero sí lo es respecto al ejercicio de las órdenes recibidas. En el nuevo Código desaparece el concepto de delito público, por lo que es necesario aplicar la doctrina tradicional al respecto, contenida en el c. 2197, 1.° del CIC 17. Es delito público, por tanto, si ya está divulgado, o si fue cometido o se halla en tales circunstancias que puede y debe juzgarse prudentemente que adquirirá divulgación con facilidad. 3) Quienes hayan cometido algún delito de los que trata el c. 1041, 3.°- 6.°. Puede parecer redundante considerar irregular para ejercer las órdenes a quien ya le está prohibido su ejercicio mediante declaración o imposición de una pena. Pero no lo es en realidad, pues la irregularidad añade un nuevo factor de ilicitud en el ejercicio de las órdenes, que pervive mientras no sea dispensado, aunque el reo haya cumplido o haya sido absuelto de la pena 26.

2. Impedimentos simples A diferencia de la irregularidad, el impedimento simple es de por sí temporal, es decir, puede desaparecer, sin que medie dispensa, cuando desaparece el supuesto de hecho que lo origina. a) Impedidos para recibir las órdenes De acuerdo con el c. 1042, están simplemente impedidos para recibir las órdenes: 1) «El varón casado, a no ser que sea legítimamente destinado al diaconado permanente».

Para que un casado acceda legítimamente al diaconado permanente es necesario que haya cumplido 35 años. Por tanto, un menor de esa edad casado estaría impedido para recibir el diaconado permanente. Anótese, por otro lado, que algunas Conferencias Episcopales, a quienes compete regular todo lo relativo al diaconado permanente, establecen, como requisito añadido, la necesidad 26. De iure condendo, está ya en fase muy avanzada la propuesta de incluir como irregularidad para las órdenes así como para su ejercicio, los llamados delicta graviora reservados a la competencia exclusiva de la Congregación para la Doctrina de la Fe, según lo establecido por el M. Pr. Sacramentorum Sanctitatis tutela (30-IV-2001) y por ulteriores intervenciones pontificias (7-XI-2002; 7-II-2003; 15-X-2004). De llevarse a efecto esa propuesta, el c. 1041 comprendería un n. 4º bis del siguiente tenor: estaría incurso en irregularidad para recibir las órdenes «qui delictum gravius Congregationi pro Doctrina Fidei reservatum commiserit». Esta irregularidad no tendría efectos retroactivos, salvo en el caso del delito grave ya contemplado en el c. 1041, n. 6. El cambio afectaría también al c. 1044, esto es, a las irregularidades para ejercer las órdenes.

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de que transcurran cinco años por lo menos de vida conyugal antes de acceder al diaconado permanente. Ello no significa que las Conferencias Episcopales establezcan un impedimento en sentido estricto, para lo que no son competentes por ser una materia legislativa reservada a la Santa Sede. Tan sólo determinan un supuesto de ilegitimidad sobre el que se basa el impedimento del c. 1042, 1.°. 2) «Quien desempeña un cargo o tarea de administración que se prohíbe a los clérigos a tenor de los cc. 285 y 286, y de la cual debe rendir cuentas, hasta que, dejados ese cargo y tarea y rendido cuentas, haya quedado libre».

Les está prohibido a los clérigos aceptar cargos que lleven consigo una participación en el ejercicio de la potestad civil (legislativa, ejecutiva o judicial). Les está también prohibido, sin licencia del Ordinario, realizar otras actividades relacionadas con la administración de bienes económicos, así como el ejercicio habitual del comercio y de la industria. Estas prohibiciones son el fundamento del impedimento para recibir las órdenes, pero no son la causa que lo originan. La causa reside en todas aquellas actividades que, aun siendo buenas y legítimas, resultan ser incompatibles con la condición clerical. Dicho de otro modo, no se impide el acceso a las órdenes por estar prohibidas esas actividades sino porque estarán prohibidas desde el momento en que se reciban las órdenes. Por eso mismo, no cabe apreciar impedimento para acceder al diaconado permanente, dado que dichas actividades y cargos públicos no son incompatibles con esa condición, según establece el c. 288. 3) «El neófito, a no ser que, a juicio del Ordinario, haya sido suficientemente probado».

Son neófitos los adultos que se han convertido a la fe y han sido bautizados. El impedimento se basa en la presunción de falta de preparación adecuada del recién bautizado. De ahí que el impedimento desaparezca desde el momento en que, a juicio del Ordinario, dé suficientes muestras de firmeza en la fe y en la práctica de la vida cristiana. b) Impedidos para ejercer las órdenes Están impedidos para ejercer las órdenes recibidas, según establece el c. 1044 § 2: «1.º Quien ha recibido ilegítimamente las órdenes estando afectado por un impedimento. »2.º Quien sufre de amencia o de otra enfermedad psíquica de la que se trata en el c. 1041, 1.°, hasta que el Ordinario, habiendo consultado a un experto, le permita el ejercicio del orden».

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3. Cesación y dispensa Los impedimentos simples cesan, o por desaparecer la causa que los origina, o por dispensa. Las irregularidades, en cambio, dada su naturaleza perpetua mientras está vigente la ley que las establece, sólo pueden cesar por dispensa de la autoridad competente. Por principio, pueden dispensar de los impedimentos e irregularidades los Ordinarios, es decir, todos los que gozan de potestad ejecutiva a tenor de los cc. 134 § 1 y 295 § 1. Pero está reservada a la Sede Apostólica la dispensa de las irregularidades e impedimentos a que se refiere el c. 1047. En los casos ocultos más urgentes, el ordenado puede ejercer el orden aunque esté afectado por una irregularidad, siempre que se verifiquen estas condiciones: a) que no pueda acudir al Ordinario; b) o no pueda acudir a la Penitenciaría cuando se trata de las irregularidades por delito de atentado de matrimonio o por delito de homicidio voluntario y aborto, a las que se refiere el c. 1041, 3.° y 4.°; c) cuando el no ejercicio del orden comporte peligro de grave daño o de infamia. Quien actúe de este modo, queda, no obstante, obligado a recurrir cuanto antes al Ordinario o a la Penitenciaría, sin indicar el nombre, esto es, sin necesidad de identificarse, y por medio de un confesor (c. 1048). Conviene advertir que, a diferencia de lo que establecía el Código de 1917, el confesor no dispensa, sino que simplemente tramita el recurso. No estamos, por tanto, ante un caso de dispensa excepcional, sino ante una suspensión legal, ipso iure, de los efectos impedientes de la irregularidad en un caso oculto y urgente. Respecto al valor de la dispensa, el c. 1049 establece los siguientes principios normativos: 1) En las preces para obtener la dispensa, se han de indicar todas las irregularidades y todos los impedimentos. 2) No obstante, la dispensa general vale también para los casos ocultados de buena fe, exceptuadas las irregularidades originadas por los delitos de homicidio voluntario y aborto procurado, así como todas aquellas otras que hubieran sido llevadas al fuero judicial. 3) Si se trata de irregularidad por homicidio voluntario o por aborto procurado, la validez de la dispensa depende de que se haga constar también el número de delitos. 4) La dispensa general de irregularidades e impedimentos para recibir las órdenes vale para todas las órdenes. VIII. LA DOCUMENTACIÓN REQUERIDA Y EL ESCRUTINIO SOBRE LA IDONEIDAD Para conferir lícitamente las órdenes sagradas, el c. 1025 § 1 establece a modo de resumen una serie de requisitos que habrán de ser tenidos en cuenta 312

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por el responsable de llamar a un candidato a las órdenes, así como por quien confiere las órdenes sagradas. Entre esos requisitos, tienen una especial relevancia práctica los enumerados en los cc. 1050-1052. 1. Documentos requeridos (c. 1050) A tenor del c. 1050, la autoridad competente para otorgar las letras dimisorias o bien el obispo que ordena por derecho propio, debe recabar del candidato a las órdenes los siguientes documentos: 1.º el certificado de los estudios realizados según lo dispuesto en el c. 1032: para recibir el diaconado el certificado de haber terminado el quinto año del ciclo de estudios filosófico-teológicos; para el presbiterado, el certificado de haber terminado todos los estudios que deben durar al menos seis años (vid. c. 250); para el diaconado permanente, el certificado de haber cumplido el tiempo de su formación de acuerdo con las normas universales y particulares al respecto. 2.º Para la ordenación de presbíteros se requiere el certificado de haber recibido el diaconado. 3.º Para la ordenación de diáconos se requieren además los siguientes documentos: a) El certificado de bautismo y de confirmación. b) El certificado de haber recibido los ministerios de lector y acólito (c. 1035). c) El certificado de la declaración formal realizada conforme a lo establecido en el c. 1036. De acuerdo con ello parece lógico que también se requiera este certificado para la ordenación de presbíteros. d) Si se trata de un casado promovido del diaconado permanente, se requieren además los certificados de matrimonio y de consentimiento de su mujer. Éstos son los documentos explícitamente exigidos por la norma codicial. Tal vez sea exigible también, cuando el caso lo requiera, el informe sobre la dispensa de un impedimento o de una irregularidad. En todo caso, parece aconsejable el recabar otros certificados tales como el de admisión como candidato a las órdenes de acuerdo con lo establecido en el c. 1034 § 1, o de haber hecho los ejercicios espirituales que prescribe el c. 1039, y de lo cual debe ser informado el obispo antes de proceder a la ordenación. No sería improcedente tampoco recabar un informe escrito de que el candidato a diácono ha hecho la profesión de fe y el juramento de fidelidad de acuerdo con lo mandado por el c. 833, 6º, y según la fórmula actualizada por la Congregación para la doctrina de la Fe en 1989 27.

27. AAS 81, 1989, pp. 104-106.

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2. El escrutinio sobre la idoneidad del ordenando y otros medios de investigación a) Selección y prueba de los candidatos La Iglesia ha mostrado siempre un especial cuidado en la selección y prueba de los candidatos a recibir las sagradas órdenes, siguiendo aquel mandato de S. Pablo: «No impongas las manos precipitadamente a nadie ni te hagas cómplice de los pecados ajenos» (I Tim 5, 22) 28. En sintonía con ese pasaje bíblico, el c. 973 § 3 del CIC 17 establecía el deber del obispo de no conferir a nadie las órdenes sagradas si no tenía certeza moral, fundada en pruebas positivas, de la idoneidad canónica del candidato; «en otro caso, no sólo peca gravísimamente, sino que se expone al peligro de ser también responsable de los pecados ajenos». El Concilio Vaticano II fue también claro a este respecto: «Con vigilante atención investíguese, según la edad y aprovechamiento de cada candidato, acerca de su recta intención y libre voluntad, de su idoneidad espiritual, moral e intelectual; de su adecuada salud física y psíquica, teniendo en cuenta también las disposiciones transmitidas tal vez por herencia familiar. Examínese así mismo la capacidad de los candidatos para sobrellevar las cargas sacerdotales y ejercer los deberes pastorales. A lo largo de toda la selección y prueba de los alumnos procédase siempre con la necesaria firmeza aunque haya que deplorar la penuria de sacerdotes, ya que, si se promueven los dignos, Dios no permitirá que su Iglesia carezca de ministros» (OT, 6). En estas advertencias conciliares se inspiran los criterios de selección que establece el c. 241 § 1 para ingreso en el seminario mayor: «§ 1. El Obispo diocesano sólo debe admitir en el seminario mayor a aquellos que, atendiendo a sus dotes humanas y morales, espirituales e intelectuales, a su salud física y a su equilibrio psíquico, y a su recta intención, sean considerados capaces de dedicarse a los sagrados ministerios de manera perpetua».

Junto a estos primeros criterios de selección para el ingreso en el seminario, el c. 1029 muestra, a modo de síntesis, los requisitos de idoneidad de los candidatos a las órdenes sagradas: «Sólo deben ser ordenados aquellos que, según el juicio prudente del Obispo propio o del Superior Mayor competente, sopesadas todas las circunstancias, tienen fe íntegra, estén movidos por recta intención, poseen la ciencia debida, gozan

28. El concilio Lateranense IV decía a este respecto: «Sanctius est enim, maxime in ordinatione sacerdotium, paucos bonos quam multos malos habere ministros, quia si coecus coecum duxerit, ambo in foveam dilabuntur». Decr., cap. XXVII, De instructione ordinandorum, MANSI, 22, 1015.

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de buena forma y costumbres intachables, virtudes probadas y otras cualidades físicas y psíquicas congruentes con el orden que van a recibir» 29.

b) El escrutinio para las órdenes La indagación y la constatación canónica de la existencia de esas cualidades en el candidato a las órdenes, es decir, el acto de discernimiento acerca de su idoneidad canónica ha recibido tradicionalmente el nombre de escrutinio. A los pocos años de promulgarse el CIC 17, el 27.XII.1930, la S. Congregación de sacramentos publicó la Instr. Quam ingens 30 en la que se regulaba minuciosamente toda la cuestión de los escrutinios, confiando al Rector del seminario una responsabilidad especial en esa tarea. Al año siguiente, el 31.XII.1931, la S. Congregación de Religiosos mediante la Instr. Quantum Religionis dicta normas específicas para la admisión de los religiosos a la órdenes sagradas 31. Aunque muchos de los criterios normativos de esas Instrucciones puedan seguir siendo válidos, no creemos que estén en vigor, como algún comentarista ha afirmado. Si bien resumidamente, los cc. 1051 y 1052 ordenan ex integro (c. 6 § 1, 4º) la materia con normas ciertamente básicas, pero suficientes para conseguir el fin propuesto: investigar la idoneidad del candidato a las órdenes al objeto de que el Obispo que ordena, o la autoridad para dar las letras dimisorias, tengan constancia cierta de esa idoneidad antes de proceder a ordenar o dar las dimisorias. Ello no es óbice para que la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos haya creído oportuno dictar, mediante una Carta Circular 32, una serie de orientaciones y recomendaciones que sirvan de guía para un mejor y más efectivo cumplimiento de las leyes canónicas sobre la materia. La Carta, basada en la experiencia de no pocas diócesis y del propio Dicasterio, tiene este criterio inspirador: «Más vale alejar un candidato dudoso por muy grave que sea la necesidad de clero en una determinada iglesia particular o en un instituto, que tener que lamentar después un doloroso y no pocas veces escandaloso abandono del ministerio. “Manus cito nemini imposueris” (I Tim 5, 22)».

29. De acuerdo con la Instrucción publicada por la Congregación para la Educación católica el 29-XI-2005, habrán de tenerse en cuenta además otros criterios de discernimiento vocacional en relación con las personas de tendencias homosexuales. En concreto, no pueden ser admitidos a las órdenes sagradas ni previamente al seminario: a) quienes practican la homosexualidad; b) quienes presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas; c) quienes sostienen la así llamada cultura gay. En el supuesto de que se tratase de tendencias homosexuales que fuesen sólo la expresión de un problema transitorio, como por ejemplo, el de una adolescencia todavía no terminada, esas tendencias deberán ser claramente superadas al menos tres años antes de la ordenación diaconal. 30. AAS 23, 1931, p. 120. 31. AAS 24, 1932, p. 74. 32. La Carta circular es del 10.XI.1997, y ha sido publicada en «Notitiae» 33, 1997, pp. 495-506; y en «Communicationes», XXX, 1998, pp. 50-59.

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Pero antes de recoger algunas de esas orientaciones prácticas, es preciso conocer las disposiciones codiciales al respecto. Por lo que se refiere al escrutinio o investigación de las cualidades que se requieren en el ordenando, y que llevará a certificar o no su idoneidad canónica, el c. 1051 establece las prescripciones siguientes: «1.º el rector del seminario o de la casa de formación ha de certificar que el candidato posee las cualidades necesarias para recibir el orden, es decir, doctrina recta, piedad sincera, buenas costumbres y aptitud para ejercer el ministerio; e igualmente, después de la investigación oportuna, hará constar su estado de salud física y psíquica; 2.º para que la investigación sea realizada convenientemente, el Obispo diocesano o el Superior mayor puede emplear otros medios que le parezcan útiles, atendiendo a las circunstancias de tiempo y de lugar, como son las cartas testimoniales, las proclamas u otras informaciones».

Como se ve, al rector del seminario o de la casa de formación incumbe el deber de certificar la idoneidad del candidato a las órdenes. Para ello ha de indagar si posee las cualidades necesarias para recibir el correspondiente orden, es decir, si es verdaderamente idóneo. La idoneidad aparece descrita en la norma citada por una serie de cualidades básicas, pero el rector habrá de tener en cuenta además otras actitudes como, por ejemplo, la rectitud de intención de que hablan los cc. 241 y 1029, o «la capacidad de los candidatos para sobrellevar las cargas sacerdotales y ejercer los deberes pastorales» (OT, 6); o la carencia de impedimentos o irregularidades; o el cumplimiento de otros requisitos, incluso formales, exigidos por el derecho. En la Carta circular antes citada, se insta a que el escrutinio se haga para cada uno de los cuatro momentos del itinerario de formación sacerdotal: admisión, ministerios, diaconado y presbiterado. También debe hacerse en el caso de los diáconos permanentes. Respecto a los otros diáconos, se recuerda una norma práctica: que la idoneidad del candidato para diácono incluye su idoneidad para el sacerdocio. Por eso no se puede llamar a un candidato a recibir el diaconado si aún hay dudas acerca de su idoneidad para el sacerdocio. Por otro lado, toda la documentación escrita referente a cada uno de los escrutinios debe archivarse en una carpeta personal para cada candidato, y una vez recibida la ordenación diaconal, la referida carpeta debe pasar del archivo del Seminario o Casa de formación al de la Curia diocesana o del Superior mayor correspondiente. A la Carta circular se agregan cinco anexos: I. La documentación que debe contener la carpeta personal de cada candidato. II. La documentación requerida para el escrutinio en cada uno de los momentos litúrgicos del iter hacia el sacerdocio: la solicitud del candidato y los múltiples informes que deben recabarse. III. El Consejo de órdenes y ministerios. Se aconseja que en cada diócesis haya un grupo estable de sacerdotes —un Consejo de órdenes y ministerios— con funciones de asesoramiento (colegial) acerca de la idoneidad para las órdenes.

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IV. Recoge algunos de los actos previos a la ordenación, como la profesión de fe, el juramento de fidelidad o la declaración personal del candidato acerca de la libertad con que procede. Convienen que estos actos sean públicos, ante el pueblo cristiano y que los documentos se archiven en la carpeta personal del candidato. V. En este último anexo se dan una serie de pautas para preparar adecuadamente los informes para las órdenes.

La Carta Circular y sus anexos constituyen un instrumento útil para llevar a cabo el discernimiento sobre la idoneidad. La ley codicial no es muy explícita al respecto. Sólo cuando se trata de la indagación sobre la saluda física y psíquica se apunta que se hará constar después de la investigación oportuna, que no puede ser otra que la que proporcionen los médicos en general, y en su caso los siquiatras. Así lo prescribe el c. 1041, 1º, para indagar si un candidato es irregular para recibir órdenes por padecer alguna forma de demencia u otra enfermedad psíquica. Pero el recurso a la investigación médica no sólo es obligatorio en esos casos extremos de posible irregularidad, sino que puede serlo también en otros supuestos. No se olvide, por ejemplo, que sólo el varón bautizado es capaz para recibir válidamente las órdenes; o que el alcohólico y el celíaco, dada la centralidad de la Eucaristía en la vida sacerdotal, no pueden ser admitidos a las órdenes sagradas, según normas de la C. Para la Doctrina de la Fe (carta de 19.VI.1995). El Decreto conciliar OT, 6, manda también tener en cuenta los factores familiares y hereditarios para el discernimiento de la idoneidad. En definitiva, no parece que haya ningún inconveniente para aplicar al caso y por analogía, la norma del c. 642 referida a los candidatos para la admisión en un Noviciado: «las cualidades de salud, carácter y madurez han de comprobarse, si es necesario, con la colaboración de peritos, quedando a salvo lo establecido en el c. 220». Téngase en cuenta que la remisión a este canon en el que se formaliza el derecho de cada persona a proteger su propia intimidad, fue introducida en el último momento, con el fin de cortar posibles abusos en tan delicada materia, como, por ejemplo, la obligación de someter al candidato a un examen psicológico 33. En todo caso, aun admitiendo que no deben entrar en pugna sino conciliarse entre sí, el derecho del candidato a la propia intimidad y a que no sea lesionada ilegítimamente su buena fama, y el derecho que asiste al Rector y, en última instancia, al Obispo para informarse y conocer adecuadamente su idoneidad, deberá procederse con extremo cuidado, al menos en la elección del perito siquiatra. A este respecto, conviene tener en cuenta un Monitum del entonces llamado S. Oficio (15.VIII.1961) en el que se reprueba que se someta

33. Cfr. Comm., 12, 1980, p. 184. La Instr. Renovationis Causam de 1969 expresaba ya ciertas cautelas al respecto, admitiendo la consulta a un siquiatra «verdaderamente perito, prudente y recomendable por sus principios morales» (11, III); y sólo en casos particularmente difíciles, y supuesto el libre consentimiento del interesado.

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al ordenando a reconocimiento psicoanalítico con el fin de investigar su aptitud para la ordenación o para abrazar el estado religioso 34. Lo que se quiere resaltar con estas cautelas es que la capacidad o incapacidad canónica no siempre coincide con la capacidad o incapacidad siquiátrica. La llamada a las órdenes tiene como sustrato último una vocación divina y la gracia divina que la acompaña. Y si es muy grave que alguien se ordene sin la idoneidad adecuada, también está terminantemente prohibido apartar de la ordenación a uno que es canónicamente idóneo (c. 1026) 35. c) Otros medios lícitos de investigación En la disciplina antigua eran obligatorios diversos medios de investigación como los exámenes previos, o las letras testimoniales, es decir aquellas por las que un ordinario o superior mayor acreditaba la idoneidad o carencia de impedimentos durante un tiempo, o las proclamas hechas en la iglesia parroquial del candidato en un día de fiesta de precepto, en analogía con las proclamas matrimoniales. La ley codicial vigente atribuye al Obispo diocesano o al superior mayor las competencias para que en su ámbito jurisdiccional puedan arbitrar esos u otros instrumentos de investigación, como pueden ser los interrogatorios a los formadores del seminario, a los profesores, a los párrocos de cada candidato, a las propias familias, etc. El Rector del Seminario, siguiendo las directrices del Obispo, buscará por esos medios lícitos alcanzar la certeza moral sobre la idoneidad del candidato. Ha de tenerse en cuenta, a este respecto, que «nunca se puede pedir la opinión del director espiritual o de los confesores 36 cuando se ha de decidir sobre la admisión de los alumnos a las órdenes o sobre su salida del seminario» (c. 240 § 2). Evitar llevar al ámbito del gobierno lo que ha podido conocerse en sede sacramental es lo que fundamenta estas cautelas del c. 985: «El maestro de novicios y su asistente y el rector del seminario o de otra institución educativa no deben oír confesiones sacramentales de sus alumnos residentes en la misma casa, a no ser que los alumnos lo pidan espontáneamente en casos particulares». En todo caso, «quien está constituido en autoridad, no puede en modo algunos hacer uso, para el gobierno exterior, del conocimiento de pecados que haya adquirido por confesión en cualquier momento» (c. 984 § 2). Obviamente, la obligación del secreto no afecta al penitente salvo en el caso de que su revelación provoque daños a terceras personas.

34. AAS 53, 1961, p. 371. 35. Cfr. M.D. COLUMBO, El examen psicológico de admisión al Seminario y la protección de la intimidad (c. 220), en «Anuario Argentino de Derecho Canónico», vol. III, 1996, pp. 129-168. 36. En el c. 1361 § 3 del CIC 17, estaban sólo excluidos los confesores pero no el director espiritual.

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EL SACRAMENTO DEL ORDEN

d) La responsabilidad de los Obispos La Carta Circular de 1997 comienza sentando estos principios: 1.º El acto canónico de llamar a un súbdito a las órdenes está entre las más delicadas responsabilidades del Obispo y de los otros Ordinarios canónicamente facultados. Lo que vale también para el rito de admisión entre los candidatos, y el rito de institución como lector y acólito. 2.º El principio básico en la materia: poseer certeza moral, fundada en argumentos positivos, acerca de la idoneidad del candidato. Por eso, no cabe la admisión si hay duda prudente acerca de la idoneidad. 3.º No es bueno que la autoridad competente actúe sola, sino que debe oír el parecer de personas y Consejos, y no debe apartarse de ellos sino en virtud de muy fundadas razones (c. 127 § 2, 2º). La grave responsabilidad del Obispo, o de quien da las dimisorias viene fijada así en el c. 1052: § 1. Para que el Obispo que confiere la ordenación por derecho propio pueda proceder a ello, debe tener constancia de que se han recibido los documentos indicados en el c. 1050, y de que se ha probado de manera positiva la idoneidad del candidato, mediante la investigación realizada según derecho. § 2. Para que un Obispo ordene a un súbdito ajeno, basta que las dimisorias atestigüen que se tienen esos documentos, que se ha hecho el escrutinio a tenor del derecho, y que consta la idoneidad del candidato; si el ordenando es miembro de un instituto religioso o de una sociedad de vida apostólica las dimisorias deben además dar fe de que ha sido recibido en el instituto o sociedad de modo definitivo y es súbdito del Superior que da las dimisorias. § 3. Si, a pesar de todo esto, el Obispo duda con razones ciertas de la idoneidad del candidato para recibir las órdenes, no lo debe ordenar.

IX. INSCRIPCIÓN Y CERTIFICADO DE LA ORDENACIÓN El Orden sagrado es uno de los tres sacramentos que imprimen carácter, es decir, que marcan con un sello indeleble a quien lo recibe. Ello comporta, entre otros efectos, que el sacramento es irreiterable y que el ordenado nunca pierde su condición sacramental de ordenado, aún en el supuesto de que pierda su condición jurídica de clérigo con los derechos y deberes inherentes a esa condición. Todo ello constituye la razón de fondo por la que la ley canónica prescribe que la ordenación recibida quede registrada en un libro especial cuidadosamente custodiado, y que a la vez se anote en el libro del bautismo de cada ordenado. El nuevo estado de vida en el que se ingresa por la ordenación exige también que el ordenado pueda dar fe de su nueva condición, y a tal efecto la ley manda que se le dé un certificado auténtico de la ordenación 319

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

recibida. Este certificado auténtico es especialmente obligatorio cuando el Obispo ordenante no es el Ordinario propio del ordenando, ya que en este supuesto el ordenado deberá mostrar a su Ordinario ese documento escrito a fin de que la ordenación recibida se anote en un libro especial que se guardará en el archivo. A toda esta materia hacen referencia los cc. 1053 y 1054 cuyo tenor literal es el siguiente: c. 1053: «§ 1. Al terminar la ordenación, deben anotarse en un libro especial cuidadosamente custodiado en la curia del lugar donde se ha administrado el sacramento, el nombre del ordenado, y del ministro que lo ordenó, así como el lugar y el día de la ordenación; y se archivarán también con diligencia todos los documentos referentes a cada una de las ordenaciones. § 2. El Obispo debe dar a cada ordenado un certificado auténtico de la ordenación recibida; y si estos fueron ordenados con dimisorias por un Obispo ajeno, mostrarán a su vez este documento a su Ordinario propio, para que se anote la ordenación en un libro especial que se guardará en el archivo». c. 1054: «El Ordinario del lugar, tratándose de seculares, o el Superior mayor competente si se trata de sus súbditos, debe comunicar la ordenación al párroco del lugar del bautismo de cada ordenado, para que lo anote en el libro de bautismos, a tenor del c. 535 § 2».

Además de los archivos y libros obligatorios donde dejar constancia de la ordenación recibida, los seminarios y casos de formación acostumbran a archivar la documentación de cada candidato a las Órdenes sagradas, desde su ingreso en el seminario hasta los últimos escrutinios realizados por el Rector. En la Carta circular, más arriba citada, la Congregación para el Culto divino y Disciplina de los Sacramentos 37 insta a que toda esa documentación referente a cada uno de los escrutinios se archive en una carpeta personal de cada candidato, y que una vez recibida la ordenación diaconal, la referida carpeta pase del archivo del seminario o casa de formación al de la Curia diocesana o del Superior mayor correspondiente.

37. Vid. «Notitiae» 33, 1997, pp. 495-506.

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CAPÍTULO XVIII

EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO CUESTIONES DOCTRINALES BÁSICAS

I. INTRODUCCIÓN Siendo un verdadero sacramento de la Nueva Ley, el matrimonio entre dos personas bautizadas tiene esta peculiaridad respecto a los otros sacramentos: «ser el sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la creación; ser el mismo pacto conyugal instituido por el Creador al principio» (FC, 68). Por ser sacramento, su lugar apropiado en el sistema codicial es el Libro IV junto a los demás sacramentos. Pero, atendida esa peculiaridad apuntada por el Papa, nada hay de extraño, por un lado, que el derecho matrimonial se ocupe de regular primordialmente el constitutivo natural del matrimonio, tanto en su momento in fieri (pacto conyugal, impedimentos, consentimiento, forma) como en su configuración como vínculo indisoluble, y por otro, que este estudio sistemático goce desde antiguo de una gran autonomía respecto a los restantes sacramentos. Lo cual no debe llevar a perder de vista que es precisamente esa compleja realidad natural y jurídica la que ha sido elevada por Cristo a la dignidad de sacramento razón por la cual la sacramentalidad del matrimonio, al tiempo que es cauce de gracia y santificación de los esposos, es un factor que eleva y enriquece la estructura natural y básica del matrimonio, plenificando su simbolismo originario. Desde tiempos antiguos el pensamiento cristiano supo descubrir que el matrimonio de los bautizados no sólo es símbolo o imagen del misterio de Cristo y la Iglesia, sino que el mismo matrimonio participa del propio misterio que representa; que, en consecuencia, la eficacia sacramental se proyecta también sobre la propia realidad matrimonial. Dicho lo anterior, hay que añadir seguidamente que el presente estudio sobre el matrimonio, enmarcado dentro del derecho sacramental, tiene como objetivo único resaltar los aspectos sacramentales, desde una óptica prevalentemente jurídica sin menoscabo de las inevitables conexiones con la teología sacramental. Nos va a ocupar, en definitiva, lo que Bañares llama la oración 321

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

principal del c. 1055 § 1: «La alianza matrimonial (…) fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados», dando por presupuesta la oración subordinada: «La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole» 1.

II. EL MATRIMONIO ENTRE BAUTIZADOS: SACRAMENTO DE LA NUEVA ALIANZA 1. La sacramentalidad del matrimonio como verdad de fe «La Iglesia, acogiendo y meditando fielmente la Palabra de Dios, ha enseñado solemnemente y enseña que el matrimonio de los bautizados es uno de los siete sacramentos de la Nueva Alianza» (FC, 13). Así lo proclamó el Concilio de Trento (Ses. XXIV, c. 1) y lo ha sancionado recientemente el Concilio Vaticano II, al describir el matrimonio como «imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia» (GS, 48), y al enseñar que «los cónyuges cristianos en virtud del sacramento del matrimonio, por el que manifiestan y participan del misterio de unidad y del fecundo amor entre Cristo y la Iglesia (Eph. 5, 32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de los hijos, y, por tanto, tienen en su condición y estado de vida su propia gracia en el Pueblo de Dios» (LG 11). Por tanto, como los restantes sacramentos de la Nueva Alianza, el matrimonio de los bautizados es un signo eficaz de gracia; una imagen que simboliza real y eficazmente la unión de Cristo con la Iglesia; que significa y causa lo significado, esto es, una gracia específica. El fundamento último de la sacramentalidad del matrimonio es la Nueva Alianza que surge del Misterio pascual. Dicho de otro modo, el amor con que Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella, es el ejemplar y la nueva ley de la alianza matrimonial, al tiempo que la fuente de donde mana la gracia sacramental. Pero el fundamento inmediato y próximo de la sacramentalidad de un matrimonio concreto es el carácter bautismal de los contrayentes o de los cónyuges, «mediante el cual el hombre y la mujer se insertan definitivamente en la Nueva y Eterna Alianza, en la Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia» (FC, 13). Por eso, es impensable un matrimonio de bautizados tan sólo natural, esto es, no sacramental, no inserto en el misterio pascual, tal y como establece el c. 1055 § 2: «Por tanto, entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento».

1. Comentario al c. 1055 en VV.AA., Comentario Exegético..., cit., Vol. III, p. 1038. Para las cuestiones que tratamos resumidamente en este capítulo, Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, El matrimonio cristiano. Sacramento de la creación y de la redención, Pamplona 1997.

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EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO. CUESTIONES DOCTRINALES BÁSICAS

2. La realidad sacramental y su conceptualización histórica Que el matrimonio de los bautizados sea uno de los siete sacramentos de la Nueva Alianza significa, entre otras cosas, que, si bien la proclamación solemne de esta verdad acontece en un momento concreto de la historia, la realidad del matrimonio como sacramento se remonta al mismo Cristo conformando la unión conyugal desde el instante mismo en que comienza la andadura histórica del Pueblo de la Nueva Alianza; o más en concreto, desde el momento en que los hombres y mujeres, se incorporan mediante el bautismo a ese nuevo Pueblo de Dios y se insertan en la Nueva Alianza de Cristo y la Iglesia. Es útil tener en cuenta esta consideración porque durante siglos no se tuvo conciencia refleja de que el matrimonio era realmente un signo eficaz de salvación, es decir, un verdadero sacramento de la Nueva Alianza, como el Bautismo o la Eucaristía. Lo cual no fue óbice para que quienes, ya bautizados, contrajeron matrimonio lo hicieran sacramentalmente, y quienes accedieron al bautismo ya casados vieran sacramentalizada su unión conyugal por la regeneración bautismal que se había producido en ellos 2. Es obvio que los demás sacramentos tampoco son producto de la reflexión teológica, sino que deben su existencia a la voluntad de Cristo. Por tanto, también respecto a ellos debe distinguirse la realidad sacramental —que nace con la Iglesia misma— y su conceptualización histórica. Pero las diferencias con el sacramento del matrimonio —y las consecuencias teológico-canónicas que de ello deben extraerse— son muy importantes. En efecto, el bautismo y la Eucaristía fueron instituidos por Cristo, pero se realizan en cada caso concreto mediante un rito sagrado en virtud del cual el agua, en un caso, o el pan y el vino en otro, alcanzan su fuerza significante y salvadora. En cambio, el sacramento del matrimonio no es otra cosa que el matrimonio originario o sacramento de la creación, elevado a la condición de sacramento de la Nueva Alianza, no por la fuerza operante de algún rito sagrado, sino por el hecho sublime de que el hombre y la mujer que contraen o han contraído ya matrimonio, mediante el bautismo están insertos indestructiblemente en la Alianza esponsal de Cristo y la Iglesia.

III. ESTRUCTURA Y EFICACIA SACRAMENTAL DEL MATRIMONIO 1. Estructura y esencia de la sacramentalidad Desde antiguo han sido aplicadas al matrimonio las categorías sacramentarias de sacramentum tantum, constituido por el pacto conyugal; res et sacramentum, identificable con el vínculo jurídico que nace del pacto, y que resulta 2. Ya desde el siglo XII, pero especialmente en el siglo XIII se distinguen en el matrimonio los tres elementos propios de todo sacramento: el sacramentum tantum, la res et sacramentum y la res tantum. Pero la doctrina encuentra serias dificultades para dar a la res tantum el alcance de gracia significada y causada por el sacramento. Por eso la sacramentalidad del matrimonio durante mucho tiempo estuvo basada únicamente en la significación: el matrimonio era sacramento por ser signo de una cosa sagrada, de la unión de Cristo y la Iglesia. El factor causativo de gracia tardó más tiempo en aparecer con claridad en la doctrina teológico-canónica.

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ser por ello un vínculo sacramental; y la res tantum como expresión de la gracia específica significada y causada por el sacramento 3. Con ser estos tres elementos necesarios para describir la naturaleza de un verdadero sacramento de la nueva Alianza, en referencia al matrimonio cabe preguntarse en cuál de esos elementos reside la verdadera esencia de la sacramentalidad. La respuesta nos viene dada por este texto pontificio: «Al igual que cada uno de los siete sacramentos, el matrimonio es también un símbolo real del acontecimiento de salvación, pero de modo propio. Los esposos participan en cuanto esposos, los dos, como pareja, hasta el punto que el efecto primario e inmediato del matrimonio (res et sacramentum) no es la gracia sobrenatural misma, sino el vínculo conyugal cristiano, una comunión en dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la Encarnación de Cristo y su misterio de Alianza» (FC, 13). Según esto, la modalidad específica de ese símbolo real que es el matrimonio cristiano, radica primaria e inmediatamente en la res et sacramentum, es decir, en el vínculo conyugal. Lo que el pacto conyugal produce no es la gracia, sino el vínculo. Cuando ese pacto es entre bautizados, sucede que el vínculo creado es necesariamente sacramental, y productor de gracia si no está bloqueada su eficacia por algún obstáculo personal de los contrayentes. De aquí se desprende que, si bien el pacto conyugal —el sacramentum tantum— es indiscutiblemente un factor sacramental en cuanto que es signo y causa del vínculo, no reside en él la esencia de la sacramentalidad ni es procedente, por ello, reducir la sacramentalidad al momento del pacto o de la celebración del matrimonio 4. 2. El matrimonio como signo real y permanente de la unión de Cristo y de la Iglesia Aunque ya está implícito en todo lo anterior, conviene subrayar este aspecto de la sacramentalidad del matrimonio a fin de lograr una mejor comprensión que nos aleje de la concepción extrinsecista —el sacramento, algo extrínseco y sobreañadido al matrimonio— de la que se hicieron eco algunos teólogos clásicos, como Scoto, Cayetano, Vázquez, Melchor Cano, y a la que 3. En tiempo de Santo Tomás, hubo de distinguirse al respecto, entre res ultima contenta, expresión de la gracia significada y causada; y res non contenta, expresión de la unión de Cristo y la Iglesia, significada pero no causada por el vínculo. Cfr. Supl., q. 42, a. 1 ad 4 et 5; q. 42, a. 4 ad 2. Para ver el contexto en que escribe el Doctor Angélico, cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, El matrimonio misterio y signo. Siglos IX-XIII, Pamplona 1971, pp. 344-360. 4. El Doctor Angélico subraya también la equivalencia entre el vínculo matrimonial y el carácter del bautismo en estos términos: «Ad secundum dicendum quod, sicut aqua baptismi cum forma verborum non operatur inmediate ad gratiam, sed ad characterem; ita actus exteriores et verba exprimentia consensum directe faciunt nexum quendam, qui est sacramentum matrimonii; et huiusmodi nexum ex virtute divinae institutionis dispositive operatur ad gratiam». Supl., q. 42, a. 3 ad 2.

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se han sumado o han resucitado no pocos autores modernos, como tendremos ocasión de ver más adelante. El matrimonio entre personas bautizadas es un signo real de la unión de Cristo y la Iglesia. Dicho de otro modo: entre signo —matrimonio, realidad natural elevada— y cosa significada —la unión de Cristo y de la Iglesia—, existe una relación real, no meramente simbólica. Aparte de su capacidad para causar la gracia y santificar a los esposos, el matrimonio cristiano no tiene con la Alianza esponsal de Cristo y la Iglesia una simple relación de semejanza; el mismo matrimonio es misterio y signo, está conformado en su propio ser por el misterio divino del que participa. Comentando el magnum sacramentum de la Carta a los Efesios, M.J. Scheeben, el gran teólogo del siglo XIX, hacía esta clarividente descripción de cómo debía entenderse el matrimonio-sacramento: «El sentido en que ha de entenderse que el matrimonio es un misterio tan grande, depende evidentemente de la manera como se defina la relación que tiene con Cristo y la Iglesia. Esta relación puede concebirse como simbólica y como real. En el primer caso, el Apóstol presentaría el matrimonio según su ser natural como símbolo de la unidad sobrenatural que existe entre Cristo y la Iglesia; el matrimonio mismo no sería misterioso, no sería más que una imagen vacía para hacernos intuir un misterio que se halla fuera de ella (…). El matrimonio cristiano en cambio tiene una relación real, esencial, íntima con el misterio de la unidad de Cristo y de la Iglesia; en ésta radica, con ésta se enlaza orgánicamente; de ahí que participe también del ser y del carácter misterioso de ella» 5. A parecida conclusión llega el Romano Pontífice cuando enseña: «En virtud de la sacramentalidad de su matrimonio, los esposos quedan vinculados uno a otro de la manera más profundamente indisoluble. Su recíproca pertenencia es una representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia» (FC, 13). Por tanto, todo el orden conyugal está configurado por el misterio de Cristo y la Iglesia del que es portador y se hace partícipe el vínculo conyugal en su condición de signo real.

A la vez que signo real, o por serlo, el matrimonio es un signo permanente de la unión de Cristo y la Iglesia. La significación sacramental no se agota en el in fieri, sino que se sitúa fundamentalmente en el in facto esse, es decir, en el vínculo conyugal. Con palabras de Belarmino: «est enim matrimonium simile Eucaristiae, quae non solum dum fit, sed etiam dum permanet, sacramentum est: dum enim conyuges vivunt, semper eorum societas sacramentum est Christi et Ecclesiae» 6. Pero no sólo la significación sacramental tiene un carácter permanente por residir en el vínculo; también la gracia sacramental trasciende el momento celebrativo del matrimonio: «El don de Jesucristo no se agota en la celebración del sacramento del matrimonio, sino que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su existencia» (FC, 56). 5. Los misterios del cristianismo, 3.ª ed. española, Barcelona 1960, p. 636. 6. Texto citado y glosado por E. TEJERO, El matrimonio misterio y signo. Siglos XIV-XVI, Pamplona 1971, p. 453.

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3. Doble eficacia sacramental del matrimonio A semejanza de los sacramentos que imprimen carácter, el matrimonio entre bautizados opera un doble efecto: el vínculo sacramental (res et sacramentum) es el efecto directo e inmediato del pacto conyugal (sacramentum tantum). De este modo, el vínculo jurídico natural que nace del pacto, con su contenido de derechos y deberes y con sus propiedades esenciales de unidad e indisolubilidad, es elevado a la dignidad de vínculo sacramental e impregnado, en consecuencia, de significación. Sin perder su estatuto natural y originario, diseñado ya por Dios como signo en potencia, y consecuentemente con las propiedades esenciales de unidad e indisolubilidad, el vínculo sacramental adquiere una especial firmeza por ser un signo real —una copia— de la unión única e indisoluble de Cristo con la humanidad (unión hipostática) o de Cristo con la Iglesia (Cuerpo místico). Este primer efecto opera sobre el vínculo, sobre el matrimonio mismo, siempre que exista un verdadero pacto conyugal, con independencia de las actitudes religiosas y morales de los contrayentes o de los cónyuges. El segundo efecto, esto es, la gracia sacramental —res tantum— que deriva del vínculo, no se sitúa en el orden de la validez del sacramento, sino en el de la fructuosidad; no interesa al vínculo ya formado, sino a las personas (cónyuges) que lo constituyen. Se trata de un don de Jesucristo que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su existencia, por medio del cual quedan fortificados y como consagrados para cumplir dignamente sus deberes de estado (cfr. GS, 48). Pero se trata de un don inherente a todo matrimonio válido, cuya eficacia salvífica y santificadora puede quedar no obstante, bloqueada por la actitud negativa de ambos cónyuges o de uno de los cónyuges, bien por falta de fe, o por otros obstáculos a la acción de la gracia divina. Consecuencia de todo esto es que, si bien en el orden de la validez del sacramento es irrelevante por principio la falta de fe o el estado de pecado grave de los contrayentes, en orden a la fructuosidad cuanto mayor sea la fe y la capacidad receptora de la gracia divina, mejor dispuestos estarán los esposos para «descubrir y admirar con gozosa gratitud a qué dignidad ha elevado Dios el matrimonio y la familia, constituyéndolos en signo y lugar de la alianza de amor entre Dios y los hombres, entre Jesucristo y la Iglesia esposa suya» (FC, 51); para descubrir, en suma, que el sacramento del matrimonio, que presupone y especifica la gracia santificadora del bautismo, es fuente y medio original de santificación propia para los cónyuges y para la familia cristiana 7.

A modo de conclusión, cabe decir que en el sacramento del matrimonio existen dos factores que se implican y se complementan entre sí: el factor significante 7. En este sentido, desde un punto de vista pastoral, toda la catequesis prematrimonial debe apuntar hacia el fruto del sacramento, para lo cual es imprescindible que se convierta en un verdadero itinerario de fe. Pero este deber de que el matrimonio sea fructuoso, despliegue toda su eficacia salvífica y santificadora, habrá de armonizarse convenientemente con el derecho a contraer un matrimonio válido, cualesquiera que sean las circunstancias morales o religiosas de los contrayentes.

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y el causativo de gracia. El primero afecta directamente al orden conyugal y a la naturaleza del vínculo, razón por la cual es indiscutible su relevancia jurídica. El segundo dice relación a la peculiar gracia que los cónyuges tienen en su condición y estado de vida, lo cual hace evidente su relevancia teológica. A la vista de esto, nada hay de extraño que, desde un punto de vista metodológico, los canonistas fijen su atención en la significación sacramental y en las consecuencias jurídicas que de ella se derivan, mientras que los teólogos ponen de relieve los aspectos de santificación y de gracia, propios de ese acontecimiento de salvación que es el matrimonio cristiano. Se deberá evitar, en todo caso, una polarización exclusiva en uno de los factores para no distorsionar el alcance verdadero de la sacramentalidad del matrimonio, tal y como ha sucedido tantas veces en la historia del pensamiento cristiano sobre la sacramentalidad del matrimonio 8. IV. IDENTIDAD ENTRE MATRIMONIO Y SACRAMENTO A. La peculiaridad primaria y fundamental del sacramento del matrimonio Un punto clave para comprender el verdadero alcance de la sacramentalidad del matrimonio cristiano, consiste en precisar con claridad su peculiaridad con relación a los demás sacramentos: es un verdadero sacramento de la Nueva Ley, un signo eficaz de gracia, pero con rasgos propios y específicos que le distinguen de los restantes sacramentos. Afirmar con claridad esta peculiaridad comporta a su vez aceptar las consecuencias teológico-canónicas que de ello se derivan. No hay que olvidar que la aplicación unívoca al matrimonio de todas las categorías sacramentarias fue uno de los motivos por los que históricamente el concepto de sacramentalidad del matrimonio en sentido estricto tardó más tiempo en cristalizar pese a que el concepto de significación sacramental despunta con nitidez en las fuentes más primitivas 9. 8. Durante siglos prevaleció la consideración casi exclusiva del matrimonio como signo de una cosa sagrada dificultando su configuración como signo eficaz de gracia y, consecuentemente, verdadero sacramento de la Nueva Alianza. A partir del siglo XIV, cuando ya nadie duda que el matrimonio cristiano es uno de los siete sacramentos de la Iglesia y, por tanto, signo eficaz de gracia, ocurre que algunos teólogos van a fijar su atención casi exclusivamente en el factor causativo de gracia, olvidando el verdadero alcance de la significación sacramental, o no apreciando suficientemente que esa significación impregna de tal modo el matrimonio mismo que hace de él un misterio y un signo real de salvación. Para aquellos teólogos —y para quienes hoy resucitan sus planteamientos— el sacramento sería una realidad añadida o extrínseca al matrimonio mismo; una gracia que Cristo concede a los esposos cristianos para el cumplimiento fiel de sus compromisos conyugales y familiares, pero que deja sumido el matrimonio en su propia realidad natural, o a lo más como una imagen vacía de una realidad misteriosa, que está fuera de ella. Es fácil adivinar que en ese planteamiento se fundó —y se funda hoy— la tesis de quienes sustentan que matrimonio y sacramento son dos realidades distintas y separables y que, en consecuencia, es factible entre dos bautizados un matrimonio válido sin sacramento. 9. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, El matrimonio misterio y signo. Siglos IX-XIII, Pamplona 1971; E. TEJERO, La sacramentalidad del matrimonio en la historia del pensamiento cristiano, en «Ius Canonicum» XIV, 1974, pp. 11.31.

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

Más adelante precisaremos con detalle las consecuencias teológico-canónicas que se derivan de esa peculiaridad del matrimonio cristiano. Ahora es conveniente abordar por extenso el tema clave para entender adecuadamente el verdadero alcance de la sacramentalidad del matrimonio. La peculiaridad primaria y fundamental del matrimonio reside en «ser el sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la creación; ser el mismo pacto conyugal instituido por el Creador al principio» (FC 68). La identidad se da entre el matrimonio del principio y el matrimonio sacramento; es decir, entre la realidad creada y la realidad redimida, existiendo entre matrimonio y sacramento la misma relación que entre Creación y Redención, o que entre naturaleza y gracia; realidades éstas que no se confunden, pero que tampoco son separables porque, ni la redención opera sobre el vacío sino sobre la creación, que se convierte así en creación redimida, ni la gracia destruye la naturaleza sino que la perfecciona y la eleva. El Papa resume ese pensamiento en el texto citado como razón de fondo para admitir a la celebración del matrimonio-sacramento a los imperfectamente dispuestos, si la piden con rectitud de intención. Pero toda la Exhortación Apostólica Familiaris consortio está llena de testimonios tendentes a mostrar estas tres verdades fundamentales: 1.ª que todo matrimonio desde el principio está ordenado a significar el misterioso amor de Dios a los hombres, está ordenado a ser el sacramentum magnum. En este sentido cabe configurar a todo matrimonio como sacramento de la creación; 2.ª que llegada la plenitud de los tiempos, es decir, en Cristo, la realidad matrimonial del principio, adquiere en acto la plenitud de la significación y de toda su fuerza salvadora; 3.ª que esta plenitud de significación y de gracia que de un modo virtual, y como en potencia, afectaba ya a toda la estructura del matrimonio originario, impregna de modo nuevo el vínculo sacramental y sus propiedades esenciales, desde el momento en que mediante el bautismo los esposos se sitúan en el tiempo de la Iglesia, en el ámbito de la Redención.

Esta identidad entre el sacramento de la creación y el sacramento de la redención, a la vez que sanciona la absoluta inseparabilidad entre la realidad creada y redimida, pone de manifiesto que el matrimonio es algo inherente al ser humano, y por ello sigue la misma suerte, atraviesa la misma historia que ha recorrido la persona humana: desde el estado sobrenatural de inocencia, pasando por el estado de naturaleza caída, hasta la plenitud de los tiempos en que por la Encarnación del Verbo el matrimonio, como el hombre, es redimido y adquiere en acto la plenitud sacramental. Dada la importancia de esta cuestión, y habida cuenta de que no siempre, ni por todos, ha sido entendida en los términos propuestos por el magisterio de la Iglesia, parece necesario prestarle una especial atención, tanto en su vertiente histórica como en los nuevos planteamientos hechos a raíz del Concilio Vaticano II. B. La inseparabilidad «entre contrato y sacramento» en perspectiva histórica Durante muchos siglos la doctrina católica, expresada en la fórmula, tal vez inadecuada, «inseparabilidad entre contrato y sacramento», se enseñó y vivió 328

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por connaturalidad, porque aparecía entrañada en la misma concepción cristiana del matrimonio. Los cristianos se casaban como los demás, la Iglesia asume los ritos nupciales imperantes; se tiene conciencia, en definitiva, de que el matrimonio de los cristianos es el mismo matrimonio natural, si bien fuertemente impregnado de significación, lo cual ayudará a comprender mejor la propia esencia del matrimonio así como la unidad y la indisolubilidad; propiedades éstas que se corresponden con el proyecto natural del matrimonio, pero que aparecen ilustradas y reforzadas en su condición de signo de la unión única e indisoluble de Cristo con la Iglesia. Sólo cuando, en lo sucesivo, se pierda o se desvirtúe la naturaleza significante del matrimonio, aparecerán en el panorama doctrinal las tesis que ponen en cuestión la doctrina acerca de la inseparabilidad entre el sacramentum naturae —la realidad natural del matrimonio—, y el sacramentum Novae Legis— el mismo matrimonio natural entre bautizados. Hecha esta previa anotación histórica, pasemos a analizar resumidamente el origen y los hitos más importantes de un viejo debate, que pareció zanjado con la intervención del magisterio eclesiástico, pero que ha vuelto a reproducirse en la actualidad, inspirado en los mismos o parecidos esquemas mentales que lo originaron. 1. Teólogos clásicos que niegan la inseparabilidad Duns Scoto es, tal vez, el primero de todos los teólogos que en lo sucesivo habían de negar la inseparabilidad. Más aún, es el padre de todas las corrientes posteriores, pues su doctrina acerca de la sacramentalidad del matrimonio representa el germen del que nacerán, incluso en nuestros días, las posturas contrarias a la inseparabilidad. Del Doctor subtilis se puede decir con Tejero que «ni a la hora de demostrar que el matrimonio es sacramento, ni al poner de manifiesto los efectos propios del sacramento, tiene en cuenta la naturaleza significante del matrimonio» 10. Para Scoto el sacramento es aliquid additum, aliquid quod Deus «annexit contractui matrimoniali». Adviértase que no es lo mismo el concepto de anexión que el concepto de elevación que empleó el magisterio y recoge el c. 1055. Para el Doctor subtilis «aliud es matrimonium et aliud contractus matrimonii et aliud sacramentum matrimonii» 11. Esta concepción de la sacramentalidad está en abierta y radical contradicción con los postulados doctrinales de estapas anteriores 12. 10. E. TEJERO, El matrimonio misterio y signo. Siglos XIV-XVI, Pamplona 1971, p. 46. 11. In IV Sententiarum quaestiones subtilissimae, dist. XXVI, q. I, n. 16. Cfr. E. TEJERO, El matrimonio..., cit., p. 48. 12. Piénsese, por ejemplo, en la doctrinal matrimonial de un Hincmaro de Reims en el siglo IX, de los Autores de la Escuela de Laón en el siglo XII, de Hugo de S. Víctor, de Pedro Lombardo, de los grandes canonistas del siglo XII y XIII, como Rufino y el Hostiense, etc. Para todos ellos, la significación sacramental está tan en la entraña del matrimonio que incluso los debates acerca de la naturaleza del matrimonio, de los momentos en que se constituye y de las

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Quizás como consecuencia de esta concepción extrinsecista de la sacramentalidad, Duns Scoto sacará una conclusión que servirá de argumento de autoridad a los defensores de la separabilidad: para que se produzca la sacramentalidad se precisa una forma, es decir, un signo sensible perfectamente audible. Entre mudos, en consecuencia, puede haber un matrimonio válido, pero por un defecto sustancial de forma, no puede ser sacramental 13. Nada más lógico que la exigencia de un factor sensible y audible, cuando se entiende la sacramentalidad como una superposición extrínseca a la realidad matrimonial. Cayetano (1468-1534) un siglo más tarde añadiría un supuesto más: el matrimonio contraído por procurador. Cabe realizar un contrato por procurador, como cabe realizar actos judiciales por el mismo medio, pero el matrimonio no sería en ese caso sacramentum ecclesiae, como no lo puede ser el sacramento de la penitencia 14. Gabriel Vázquez es otro de los autores clásicos que se suman a la tesis de Scoto. A los efectos de nuestro tema, lo principal de su pensamiento radica en el carácter accidental que concede a la sacramentalidad. Si la sacramentalidad es un puro accidente sobreañadido por Cristo, que no afecta sustancialmente a la realidad matrimonial en cuanto tal, la consecuencia que extrae Vázquez es que no basta el bautismo, ni la intención de contraer para que se produzca el sacramento. De no mediar la intención sobre el sacramento, lo que los bautizados realicen sería tan válido como lo que contraen los no bautizados, pero no sería sacramento. Como es bien sabido, el autor español Melchor Cano, es el teólogo que presenta, en expresión de Tejero, una visión más sacralizada del sacramento del matrimonio. Prescindiendo de la significación, al autor le preocupa poner de relieve que la sacramentalidad del matrimonio exige necesariamente la intervención del sacerdote como ministro del sacramento, pues, al igual que los demás sacramentos, también el matrimonio precisa esencialmente un rito sagrado 15. 2. Defensores clásicos de la inseparabilidad La aportación del Card. Belarmino es sin duda la más decisiva históricamente, en relación con nuestro tema, porque sobre ella se basó en líneas gene-

propiedades esenciales del vínculo creado, no se entienden de forma cabal si no es a partir del dato revelado de que el matrimonio ha sido configurado en sí mismo como un signo misterioso del amor de Dios a los hombres; amor que adquiere su plenitud en la Encarnación del Verbo o en la unión de Cristo con la Iglesia. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, El matrimonio misterio y signo. Siglos IX-XIII, Pamplona 1971. 13. Cfr. C. CAFARRA, Le lien entre mariage-realité de la creation et mariage-sacrement, en «Esprit et Vie», 1978, pp. 353-384. 14. Cfr. ibidem. 15. Cfr. E. TEJERO, El matrimonio..., cit., p. 294; C. CAFARRA, Le lien..., cit., p. 258. Para ver el influjo de Scoto, Vázquez o Melchor Cano en autores posteriores, cfr. J.F. MUÑOZ GARCÍA, El matrimonio misterio y signo. Siglos XVII-XVIII, Pamplona 1982.

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rales el magisterio de la Iglesia. Su tesis es clara, al respecto: entre cristianos no se celebra ningún matrimonio legítimo que no sea a la vez sacramento: «Matrimonium est Ecclesiae sacramentum: neque apud christianos separatur contractus legitimus matrimonii a sacramento matrimonii, cum omnis legitimus contractus matrimonii hoc ipso sit sacramentum matrimonii. Ergo judicare an aliquis contractus matrimonii sit legitimus, est judicare an ille contractus sit sacramentum: sed de sacramentis judicare ad Ecclesiam spectat: igitur et de tali contractu judicare ad Ecclesiam spectat».

Para Belarmino, la sacramentalidad no reside sólo en el in fieri sino también en el in facto esse del matrimonio: «Conjugii sacramentum duobus modis considerari potest. Uno modo, dum fit. Altero modo dum permanet, postquam factum est. Est enim matrimonium simile Eucaristiae, quae non solum dum fit, sed etiam dum permanet, sacramentum est: dum enim conjuges vivunt, semper eorum societas sacramentum est Christi et Ecclesiae» 16.

Junto a Belarmino hay que destacar al ilustre matrimonialista Tomás Sánchez cuyo pensamiento se resume en los siguientes puntos: — Los bautizados al contraer no pueden excluir la sacramentalidad «porque por institución de Cristo el sacramento y el contrato están inseparablemente unidos». — El bautismo es factor necesario para que se produzca la sacramentalidad. Los infieles, como no sea en un sentido amplio e impropio, son incapaces del sacramento porque el bautismo es janua sacramentorum. No obstante, el matrimonio de los infieles, una vez bautizados, es verdadero sacramento «quia statim ac baptizantur, matrimonium illud representat unionem Christi cum Ecclesia, cum in fide Christi contractum perseveret, efficiturque indissolubile». — Pero quizás la aportación más importante de Sánchez sea la de poner de relieve la naturaleza in facto esse o societaria del matrimonio y del sacramento, haciendo suya la doctrina de Belarmino respecto a la equiparación del sacramento del matrimonio con la Eucaristía que no sólo es sacramento dum fit sino también dum permanet. Y haciendo suya también la doctrina de Sto. Tomás de Aquino sobre la res et sacramentum aplicada al matrimonio 17. 3. El Concilio de Trento Indiscutiblemente, en los debates del Concilio de Trento estuvieron presentes las cuestiones de la inseparabilidad contrato-sacramento, y la de la ben16. Cfr. el valioso estudio sobre Roberto Belarmino en E. TEJERO, El matrimonio..., cit., pp. 443-457. Vide en concreto p. 455, nota 213. 17. Cfr. las citas y los comentarios de E. TEJERO, El matrimonio..., cit., p. 472; C. CAFARRA, Le lien..., cit., p. 388.

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dición sacerdotal como forma del sacramento. Y todo ello, a propósito de la prohibición de los matrimonios clandestinos. Es decir, como posibles razones a la hora de explicar la posibilidad de esta prohibición y la instauración de una forma ad validitatem. La verdad es, como subraya Caffarra, que estas razones explicativas estuvieron sólo en el primer proyecto. Al segundo proyecto sólo pasó la razón de la inhabilitatio personae: podían prohibir los matrimonios clandestinos, inhabilitando a las personas. Se rechaza, por tanto, fundar y justificar el poder ejercido por la Iglesia sobre la base de la distinción contrato-sacramento. Si es cierto que el Concilio de Trento no definió la cuestión, también lo es que dejó abierta la vía o sugirió la dirección que habría de seguir más tarde el magisterio pontificio, invocando a propósito el Concilio de Trento. Según esta vía, la nulidad del matrimonio, por inhabilitación de la persona, comporta la nulidad del sacramento, pero no a la inversa 18. 4. El regalismo y el liberalismo. Doctrina de los Pontífices Conviene distinguir dos fases dentro de este período: la primera cubre los siglos XVII y XVIII, y en ella se ponen las bases doctrinales, que pretenden justificar la intervención legislativa y judicial del Estado sobre el matrimonio. Estas bases son la separación entre el contrato realidad natural y política, y el sacramento. Al Estado corresponde regular la dimensión contractual, y a la Iglesia la religiosa-sacramental. La segunda fase de este período, que se corresponde con el siglo XIX, está caracterizada por la creación del instituto jurídico del matrimonio civil, auspiciada por el liberalismo que nace de la revolución francesa. Es cierto que tanto el regalismo, en sus distintas formas históricas, como el liberalismo, lo que pretenden en última instancia es sustraer a la Iglesia la jurisdicción sobre el matrimonio; pero lo hacen desde una plataforma doctrinal que brindará a la Iglesia la ocasión de formular principios doctrinales en torno a la sacramentalidad del matrimonio que transcienden la coyuntura histórica y se convierten en principios permanentes. Los autores modernos consideran como un hecho irrebatible que todos los Pontífices de este período confirman la doctrina tradicional de la Iglesia, ocupándose en un primer momento (Pío VI, Pío VII) de dejar clara la competencia de la Iglesia —legislativa y judicial— sobre el matrimonio-sacramento entendido como realidad única, para pasar más tarde a condenar las bases doctrinales en que regalistas y liberales sustentaban su pretensión de arrancar a la Iglesia la jurisdicción sobre el matrimonio, como realidad separable del sacra18. Cfr. C. CAFARRA, Le lien..., cit., pp. 359-361.

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mento; al tiempo que formulan de forma positiva la verdadera doctrina teológica y canónica sobre el matrimonio de los bautizados. Ante la imposibilidad de glosar aquí todos los documentos pontificios, a manera de ejemplo centramos nuestra atención en la enseñanza de León XIII. En la conocida Carta Ci siamo dirigida al episcopado de las provincias eclesiásticas de Turín, Vercelli y Génova, el Papa León XIII sanciona no sólo los principios fundamentales cristianos, sino las más elementales nociones de derecho natural que quedaban también en entredicho en la legislación italiana: «La connubiale unione non è opera o invenzione dell’uomo: Iddio stesso, supremo Autore de la natura, sin dalle prime con detta unione ordinó la propagazione del genere humano e la costituzione della famiglia: e nella legge di grazia, la volle di più nobilitare con imprimerle il divino suggello del sacramento» 19.

A continuación el Pontífice recuerda a los Obispos la razón última en la que se apoyan los poderes civiles para sustraer a la Iglesia la jurisdicción sobre el matrimonio; razón que se asienta en el concepto «della dissociazione del contrato dal sacramento» y en la creencia de que a la Iglesia le corresponde «la sola ingerenza di una rituale benedizione». Pero, para la conciencia de los que son sinceramente católicos, ninguna de estas razones es válida ya que se asientan sobre un error dogmático condenado repetidamente por la Iglesia: «quale è quello di ridurre il sacramento ad una estrinseca cerimonia e alla condizione di un semplice rito; dottrina che souverte l’essenziale concetto del matrimonio cristiano, nel quale il vincolo connubiale santificato dalla religione s’identifica col sacramento, e costituisce inseparabilmente con esso un solo soggetto ed una sola realtà» 20.

La Encíclica Arcanum (a. 1880) de León XIII constituye todo un tratado acerca del matrimonio cristiano y, respecto al tema que nos ocupa, es posiblemente el documento más importante. Entresacamos algunas de sus principales ideas: a) Según el Pontífice, el matrimonio no sólo es una cosa sagrada, sua vi, sua natura, sua sponte, sino que en su entraña natural está ya impresa la huella de la significación sacramental. Se hace aquí eco el Papa de la tradición cristiana que ha visto en todo matrimonio, incluso en el de infieles, un signo al menos en potencia de la Encarnación del Verbo o de la unión de Cristo con la Iglesia: «Etenim cum matrimonium habeat Deum auctorem, fueritque vel a principio quaedam Incarnationis Verbi Dei adumbratio, idcirco inest in eo sacrum et religiosum quiddam, non adventitium, sed ingenitum, non ab hominibus acceptum, sed natura insitum. Quocirca Innocentius III et Honorius III, decessores Nostri, non iniuria nec temere affirmare potuerunt, apud fideles et infideles existere Sacramentum coniugii». 19. CIC 17, Fontes III, p. 132. 20. CIC 17, Fontes III, p. 133.

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b) Frente a los regalistas el Papa propone inequívocamente la doctrina de la inseparabilidad: «Etenim non potest huiusmodi distinctio, seu verius distractio, probari; cum exploratum sit in matrimonio christiano contractum a sacramento non esse dissociabilem; atque ideo non posse contractum verum et legitimum consistere, quin sit eo ipso sacramentum».

c) Pero, por la razón que aporta a continuación, sale al paso igualmente de cualquier teoría —aún la no circunscripta a ese tiempo— que pretenda una separabilidad relativa o per accidens, ya que es el contrato mismo, contraído justamente, según derecho, el que ha sido elevado a la dignidad de sacramento, o, precisando aun más, es el mismo vínculo conyugal en el que consiste el matrimonio, el que contiene in se et per se la significación y la gracia sacramentales, en virtud de la elevación de Cristo, y no del arbitrio de los hombres: «Nam Christus Dominus dignitate sacramenti auxit matrimonium; matrimonium autem est ipse contractus, si modo sit factus jure. Huc accedit, quod ob hanc causam matrimonium est sacramentum, quia est sacrum signum et efficiens gratiam, et imaginem referens mysticarum nuptiarum Christi cum Ecclesia. Istarum autem forma ac figura illo ipso exprimitur summae coniunctionis vinculo, quo vir et mulier inter se conligantur, quodque aliud nihil est, nisi ipsum matrimonium. Itaque apparet, omne inter christianos iustum conjugium in se et per se esse sacramentum: nihilque magis abhorrere a veritate, quam esse sacramentum decus quoddam adiunctum, aut proprietatem allapsam extrinsecus quae a contractu disiungi ac disparari hominum arbitratu queat» 21.

5. El Proyecto de Decreto del Concilio Vaticano I E. Corecco ha mostrado cómo una Comisión preparatoria, encargada de redactar los esquemas que habían de ser sometidos a las deliberaciones del Concilio Vaticano I, se ocupó ampliamente del tema de la inseparabilidad entre contrato y sacramento 22. En su detallado estudio Corecco nos muestra las vicisitudes que sufre la redacción del proyecto, especialmente en relación con el problema de la definibilidad o no de la inseparabilidad absoluta. La última redacción del esquema, pese a no ser discutida en el aula conciliar, ni haber recibido la sanción definitiva del concilio, fue publicada por Mansi, y sabemos, por ello, que está integrada por una introducción, tres capítulos y seis cánones condenatorios 23. El primer capítulo, titulado «De elevatione matrimonii ad sacramenti dignitatem», contiene sustancialmente la doctrina sobre la inseparabilidad que 21. CIC 17, Fontes III, pp. 159-160. 22. Cfr. E. CORECCO, Il Sacerdote ministro del matrimonio? en «La Scuola Cattolica» (1970), pp. 427-476. 23. MANSI, Vol. 53, pp. 719-721.

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los Pontífices habían sancionado. El segundo capítulo trata de la potestad de la Iglesia sobre el matrimonio, y el tercero sobre los bienes del matrimonio. Respecto a los cánones, éste es el tenor de los dos primeros: «c. 1. Si quis dixerit, Christum non evexisse matrimonium ad sacramenti dignitatem, et viri ac mulieris conjunctionem haberi inter christianos posse, quae sit verum matrimonium, non autem sacramentum; anathema sit». «c. 2. Si quis dixerit, matrimonii sacramentum non esse ipsum inter christianos contractum, qui consensu perficitur; aut esse aliquid contractui accessorium et ab eo separabile; aut vi contractus mere civilis posse inter christianos verum matrimonium consistere; anathema sit».

Como es sabido, este esquema no recibió ninguna aprobación conciliar, por lo que en su literalidad no tiene otro valor que la autoridad privada de sus autores. Pero el simple hecho de que se planteara la posibilidad de una definición dogmática, significa al menos que la inseparabilidad era una verdad profundamente arraigada en la conciencia de la Iglesia. 6. Conclusión histórica Parece indiscutible que fue el conflicto de jurisdicción entre el Estado y la Iglesia la ocasión en que el magisterio pontificio comienza a tomar posiciones doctrinales. No obstante, una atenta lectura de los documentos, sucintamente transcritos, califica como inaceptable la pretensión de reducir el valor de su enseñanza a una mera formulación coyuntural, desprovista de significación teológica permanente. El magisterio se opone, ciertamente, a quienes pretenden arrancar a la Iglesia su jurisdicción sobre el matrimonio, pero, como quiera que los regalistas fundan sus pretensiones en una doctrina falsa del matrimonio, los Pontífices condenan a su vez la falsedad de esos argumentos, al tiempo que elaboran positivamente la doctrina verdadera sobre el matrimonio cristiano. Dicho de otro modo, los Pontífices condenan las bases doctrinales en que se apoyan las pretensiones regalistas y liberales, y que se resumen en la concepción de la sacramentalidad del matrimonio como algo extrínseco, sobreañadido, accidental o accesorio y, por tanto, separable de la realidad matrimonial. Pero el magisterio no se atrinchera en una postura negativa de simple condena, sino que elabora a la par, o da pautas doctrinales para una elaboración positiva de la naturaleza sacramental del matrimonio. La claridad de la doctrina pontificia hizo que la inseparabilidad entre matrimonio y sacramento fuera en lo sucesivo y durante muchos años, una verdad pacíficamente admitida por todos los autores católicos y en todos los niveles: teológicos, pastorales, canónicos y jurisprudenciales. Como es sabido, dicha doctrina se consagró definitivamente en el c. 1012 del CIC 17, y volvió a ser ratificada por Pío XI en la Enc. Casti Connubii al decir de forma clara que «la razón de sacramento se une tan íntimamente con el matrimonio, que no puede darse matrimonio verdadero entre bautizados sin que sea, por ello mismo, sacramento». 335

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Con base en esta reiterada doctrina pontificia, no ha faltado quien ha llegado a calificarla como doctrina «proxima fidei», o cuando menos como doctrina católica o teológicamente cierta 24. Pero, al margen de la calificación teológica que merezca, sí parece claro que, lo que no definió el magisterio solemne, lo ha ratificado constantemente el magisterio ordinario; y este aval magisterial ha sido suficiente para que la doctrina de la inseparabilidad haya pasado a integrar el patrimonio doctrinal católico del que será difícil desprenderse pese a la gravedad y urgencia de las razones pastorales que se invoquen. C. El replanteamiento de la polémica a raíz del Concilio Vaticano II 1. Los problemas pastorales subyacentes Es conveniente dejar claro, en primer lugar, que en el último Concilio ecuménico, no se debate explícitamente el tema de la inseparabilidad, tal vez porque en esos momentos la doctrina está pacíficamente asentada en la vida de la Iglesia, y por ser otros los problemas relativos al matrimonio y la familia que en verdad preocupan a los Padres conciliares 25. En todo caso, fue a raíz del Concilio Vaticano II cuando da comienzo, en los ámbitos pastorales y en los teológico-canónicos, un amplio debate cuyos contenidos concretos resultan ser una reproducción del viejo debate antes reseñado, aunque sean distintos los motivos que lo desencadenan. Según hemos visto, hasta el siglo XIX en que zanja la cuestión el magisterio pontificio, hubo autores que, haciendo tabla rasa del más genuino pensamiento cristiano acerca de la significación sacramental del matrimonio, pusieron el acento casi exclusivo en el efecto de la gracia sacramental, a resultas de lo cual ese sacramento peculiar con el que los cónyuges cristianos —todos, no sólo unos pocos, ni potencialmente sino en presente—, roborantur et veluti consecrantur (GS, 48), venía a ser algo extrínseco y sobreañadido a la realidad matrimonial y, en consecuencia, perfectamente separable de ella: dos bautizados podrían contraer matri24. Cfr. Mons. CASTILLO LARA quien en la relación presentada el 19 de febrero de 1977 con motivo del Congreso internacional celebrado en la Universidad Gregoriana, afirmó lo siguiente respecto a nuestro tema: «Canone 242 (del esquema del futuro Código) confirmatur doctrina catholica de inseparabilitate contractus et sacramenti. Coetus plane noverat disceptationem hac de re, et praesertim gravem quaestionem pastoralem et doctrinalem de frecuenti fidei defectione in contrahentibus, tamen oportunum duxit non recedere a doctrina Magisterii quae a quibusdam theologis habetur «proxima fidei» vel «theologice certa». Hac de causa voluit perscribere ad litteram canonem 1012 CIC. Neque hoc modo impeditur suscepta investigatio theologica, sed tantum significatur mutationes inducendas non esse in re tam delicata et tam gravi pro Ecclesiae vita, donec Magisterium publice sententiam suam ediderit». En «Communicationes» IX, 1977, p. 190. 25. Cfr. el importante estudio monográfico de D. BAUDOT, L’inséparabilité entre le contrat et le sacrement de mariage. La discussion aprés le C. Vatican II, Pontificia Università Gregoriana, Roma 1987, pp. 271-279. En algunos textos conciliares (cfr. LG, 11 y GS, 48) se advierte sin duda un reconocimiento implícito de la inseparabilidad.

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monio, sin que por ello fuera sacramento; incluso a ciertos cristianos (los mudos, o quienes contraían por procurador) se les consideraba capacitados para contraer un verdadero matrimonio natural, pero no para celebrar el sacramento. En la actualidad, el detonante último que inspira la vuelta a aquellos viejos planteamientos es el grave problema pastoral que comporta la creciente descristianización de la sociedad en cuanto proyectada sobre el matrimonio y la familia. Por lo que afecta a nuestro tema, existen numerosos bautizados católicos no creyentes o no practicantes que optan por contraer matrimonio meramente civil, mientras que otros, situados en las mismas circunstancias personales de falta de fe, sea por presiones sociales o familiares, sea por la inercia de una tradición o por otros motivos, siguen optando por contraer matrimonio ante la Iglesia en la forma canónica prescrita. En ambos supuestos, los interrogantes no se hacen esperar: ¿qué consistencia tiene aquel matrimonio civil?; ¿es un verdadero matrimonio en el supuesto de que se cumplan las otras exigencias de derecho natural? Por otro lado, el bautizado no creyente ¿es capaz de contraer el matrimonio-sacramento? Además del bautismo, ¿no se requerirá la fe para que el consentimiento válido devenga un pacto sacramental? Para un sector doctrinal la respuesta a estos interrogantes que esté inspirada en el principio de la inseparabilidad, conduce a un dilema pastoral cuya resolución sólo puede venir dada por un replanteamiento teológico de la cuestión, y ulteriormente por las modificaciones disciplinares correspondientes. De lo contrario, los cambios disciplinares agravarían el problema pastoral, pues siempre que el matrimonio sea válido, será a la vez sacramental aunque se haya celebrado ante un juez civil. De aquí se infiere que el debate científico, que adquiere su momento culminante en la década de los setenta, tiene como telón de fondo el principio de la inseparabilidad, modificable para unos, inmodificable para otros; y dos coordenadas concretas: la consistencia o inconsistencia autónoma de un matrimonio natural celebrado entre bautizados, y la relevancia o irrelevancia de la fe en la conformación sacramental del matrimonio. Veremos en primer lugar algunos de los argumentos en que suelen fundarse los nuevos defensores de la tesis de la separabilidad. Seguidamente analizaremos los fundamentos teológicos a favor de la inseparabilidad propuestos por la Comisión Teológica Internacional. Finalmente haremos una breve referencia al Sínodo de Obispos de 1980 y a la doctrina sentada por la Ex. Ap. Familiaris consortio. 2. La tesis de la separabilidad: principales argumentos a) La libertad religiosa y la autonomía de las realidades temporales El Concilio Vaticano II consagró estos principios y con base en ellos se pretende también argumentar a favor de la tesis de la separabilidad. 337

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Con estos o parecidos términos, se dice que la dignidad de la persona humana, también la de un católico no creyente o no practicante, exige que se le deje optar por un matrimonio a la medida de su conciencia, pero esta exigencia no se vería cumplida si el matrimonio que eligen —el civil— no fuera verdadero y además no sacramental. Por otra parte, la realidad terrestre, que es el matrimonio, debe configurarse autónomamente, es decir, al margen de cualquier connotación religiosa, siempre que los interesados así lo decidan. Todo lo cual resulta imposible desde la tesis de la inseparabilidad que pasaría a ser, por ello, una reminiscencia de los tiempos de cristiandad ya superados. La inseparabilidad implicaría que el bautizado no tiene libertad de opción: o contrae matrimonio-sacramento o no contrae nada 26. Cualquiera advierte que éstos no son argumentos demostrativos de la tesis de la separabilidad, sino que la presuponen apriorísticamente y con ese presupuesto se elaboran ad casum los conceptos de dignidad de la persona humana y la autonomía de las realidades temporales. Se parte, en efecto, del hecho —que no demuestran— de que el hombre bautizado es libre y capaz de optar entre contraer sólo naturalmente o sacramentalmente. A partir de esta posibilidad —indemostrada como real—, se extrae la consecuencia de que cualquier obstáculo a esta libertad de elección supone un atentado a la dignidad de la persona humana y hace quebrar el principio conciliar de la autonomía de las realidades terrestres. La consecuencia parecería lógica, si fuera verdadera la premisa en que se apoya. Pero, a nuestro juicio, la verdad es que el matrimonio sigue a la naturaleza humana y ésta sólo ha existido realmente concretada en la Historia salutis. El orden de naturaleza pura no existe. De ahí que sea impensable un regressus ex ordine redemptionis ad ordinem creationis 27. Téngase en cuenta, además, que los conceptos de dignidad de la persona humana, o de autonomía de las realidades terrenas, no deben ser entendidos al margen de la economía de la salvación en que los sitúa el propio Concilio. En este sentido, Cristo es la referencia última de toda dignidad humana, y es, a la vez, la meta última de toda ordenación, también la de las realidades terrenas y de modo muy especial de esa realidad terrena llamada matrimonio, elevada intrínsecamente a sacramento. Para no interpretar erróneamente la radicalidad de estos planteamientos es necesario dejar claro que están hechos siempre en un plano ontológico; el mismo en que se sitúa la naturaleza indeleble del carácter bautismal: afirmar que toda persona bautizada está ontológica e indeleblemente conformada con Cristo y elevada al orden de la redención, no comporta ningún atentado a la libertad religiosa. Esa misma persona bauti26. J. MANZANARES, Habitudo matrimonio baptizatorum inter et sacramentum: omne matrimonium duorum baptizatorum estne necesario sacramentum? en «Periodica» 67, 1978, pp. 45 ss. Un amplio estudio sobre los autores modernos que defienden una u otra tesis —la separabilidad o la inseparabilidad— puede verse en D. BAUDOT, L’inseparabilité… cit.; cfr. también F. ALARCÓN, El matrimonio celebrado sin fe, Almería 1988. 27. Esta es literalmente la tesis de Corecco expresada sintéticamente en el debate que siguió a la ponencia de J. Manzanares ya citada. Cfr. «Periodica» 67 (1978), p. 269.

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zada, desde una libertad que Dios respeta y que las leyes humanas deben garantizar, puede escribir su historia concreta al margen de su bautismo y contra la propia Iglesia a la que fue incorporada. Puede, de igual modo, contraer matrimonio civil y ejercer así su ius connubii. La Iglesia respeta esas decisiones, como respeta la dignidad de toda persona humana, base y fundamento del derecho de libertad religiosa. Lo que no está en sus manos es modificar el estatuto ontológico del bautizado, borrar el sello indeleble del carácter bautismal, y como consecuencia, dejar sumido en su ser puramente natural el matrimonio de dos bautizados; como no puede dejar de anunciar que Cristo es el Redentor del hombre y la clave última de su verdadera y plena dignidad, no obstante haya hombres y mujeres que en el ejercicio de su libertad religiosa, rechacen ese principio y propongan otros mesías salvadores.

b) La fe de los contrayentes, elemento constitutivo o condicionante de la sacramentalidad del matrimonio Para dar respuesta al problema pastoral que plantean los bautizados católicos en su condición de no creyentes o no practicantes, un sector doctrinal, inspirado en la tesis de la separabilidad, entiende actualmente que la fe de cada contrayente es un requisito tan esencial que sin ella es imposible que nazca el sacramento, lo cual no impediría que esos contrayentes puedan dar nacimiento a un verdadero matrimonio en cuanto institución natural. Lo que decide, en definitiva, que el pacto conyugal constituya sólo el matrimonio o también el sacramento, no es el hecho objetivo de estar bautizados los esposos, sino la intención sacramental que tiene como presupuesto la fe. Se eleva así la fe al rango de elemento constitutivo de la sacramentalidad. Según esta teoría, en su forma más radical, incluso teniendo fe, cabría optar (entraría en juego la intención) entre contraer matrimonio natural o matrimonio sacramental. En todo caso, los no creyentes sólo podrían intentar un matrimonio verdadero, pero no sacramental. Como resulta patente, este enfoque de la cuestión se funda en la tesis de la separabilidad entre matrimonio y sacramento. Se parte de la idea de que el matrimonio tiene dos dimensiones distintas separables, autónomas: la natural y la sacramental. El matrimonio es per se una realidad natural que no se sacramentaliza automáticamente, sino por una opción libre de los contrayentes, por la explícita voluntad de fundar su unión en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Un segundo enfoque de la cuestión consiste en considerar la fe, no como un constitutivo del sacramento, pero sí como un posible requisito de validez, puesto que faltando la fe, se vicia o se debilita la intención sacramental, sin la cual es imposible que nazca el sacramento. No deja de sorprender que este enfoque de la cuestión sea propuesto a veces por quienes, por otro lado, siguen sustentando la tesis de la inseparabilidad. En efecto, al exigirse intencionalidad sacramental en el mismo sentido que para los demás sacramentos, no se ve tan claro que sea el matrimonio del principio, el matrimonio natural, el que en sí mismo representa, es signo de la unión de Cristo con la Iglesia. Aparte de oscurecer la propia tesis de la insepa339

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rabilidad, ese segundo enfoque de la relación fe-sacramento del matrimonio, acarrearía como consecuencia para los no creyentes una incapacidad radical para contraer: por falta de fe no podrían «celebrar» el sacramento, y por estar bautizados no podrían contraer un matrimonio natural 28. 3. Los fundamentos teológicos y jurídicos de la inseparabilidad En conexión con la doctrina tradicional expuesta con rigor por Belarmino, Tomás Sánchez, Scheeben, etc., y asumida después por el magisterio pontificio, se han alzado voces claras en favor de la tesis de la inseparabilidad, propiciando una profundización en sus fundamentos teológicos y jurídicos. Es bien conocida, a este respecto, la vigorosa defensa de la inseparabilidad llevada a cabo por la Comisión Teológica internacional poniendo luz en el confuso panorama doctrinal que se divisaba en multitud de escritos. Por eso, nos parece útil recoger y glosar aquí, a la manera de síntesis, las tesis de la Comisión encuadradas en el título genérico: De relatione inter matrimonium creationis et matrimonium sacramentum 29. 1. «Cum omnia in Christo, per Christum et in Christum creata sint, matrimonium, quatenus verum institutum est Creationis, figura evadit mysterii unionis Christi Sponsi cum Ecclesia Sponsa et aliquo modo in hoc mysterium ordinatur. Hoc ipsum matrimonium inter duos baptizatos celebratum evectum est ad dignitatem sacramenti proprie dicti, id est ad significandum atque participandum amorem sponsalem Christi cum Ecclesia».

En esta escueta proposición se encierrra un rico contenido doctrinal del que es un fidedigno testimonio el más genuino pensamiento cristiano de todos los tiempos y muy especialmente de los tiempos clásicos de la Teología y del Derecho canónico. El matrimonio pertenece al orden de la creación, es un institutum naturae, pero es ab origine y potencialmente un sacramento que se inserta en la Historia salutis, es decir, en la Historia de la alianza de Dios con el hombre. Ahora bien, llegada la plenitud de los tiempos, esa ordenación radical a significar la unión de Cristo con la Iglesia se actualiza, y en eso consiste la elevación a la dignidad de sacramento propiamente dicho: antes era sacramento en potencia o sacramentum veteris legis; ahora es ya sacramentum novae legis. Sin cambiar la esencia natural, se ha convertido en una realidad nueva, como nueva criatura es el hombre redimido. Pero lo mismo que el hombre potencialmente redimido comienza a ser una criatura nueva por el bautismo, la novedad sacramen28. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, El matrimonio cristiano. Sacramento de la creación y de la redención, Pamplona 1997, pp. 232 y ss., en donde se critica la postura al respecto de la Comisión Teológica internacional. 29. Transcribimos la versión latina aparecida en «Gregorianum» 1978, pp. 453-464. Sólo transcribimos y glosamos las tres primeras proposiciones, en donde se aborda in recto el tema de la inseparabilidad.

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tal del matrimonio es actuada siempre que la pareja unida, en que consiste el matrimonio, ha sido incorporada al misterio de Cristo por el bautismo. 2. «Inter duos baptizatos matrimonium ut institutum Creationis scindi nequit a matrimonio sacramento. Nam baptizatorum coniugii sacramentalitas non est ei accidentalis, ita ut adesse vel abesse possit, sed eius essentiae ita inhaeret ut ab eo separari non possit».

En esta segunda proposición se afirma clara e inequívocamente la tesis de la inseparabilidad entre matrimonio y sacramento, entre la realidad creada y la realidad elevada. Es una consecuencia de la proposición anterior, si bien se añade una razón nueva en la línea de lo expresado por el magisterio pontificio. En efecto, la sacramentalidad del matrimonio de los bautizados no es algo sobreañadido extrínsecamente, no es algo accesorio o accidental, sino algo intrínseco, que penetra su propia esencia, que la transfigura sin cambiarla, del mismo modo que la gracia perfecciona la naturaleza sin destruirla. 3. «Proinde inter baptizatos dari non potest vere seu realiter ullus alius status coniugalis diversus ab eo in quo mulier et vir christiani, irrevocabili consensu personali sese libere mutuo tradentes atque accipientes sicut coniuges, radicitus a «duritia cordis sui» (Cf. Mt 19, 8) adimuntur; ac per sacramentum adsumuntur vere et realiter in mysterium coniunctionis sponsalis Christi cum Ecclesia, ita ut possibilitas realis eis detur in caritate perpetua vivendi. Itaque Ecclesia nullo modo recognoscere potest duos baptizatos versari in statu coniugali consentaneo eorum dignitati et modo essendi novae creaturae in Christo, nisi sacramento matrimonii sint uniti».

Se establecen en esta proposición dos conclusiones complementarias: a) entre bautizados no cabe ningún otro estado conyugal distinto al sacramental; b) en consecuencia, la Iglesia no puede, «nullo modo», reconocer como matrimonio verdadero la unión o el estado conyugal que no sea sacramental, si de bautizados se trata. Arribar a estas conclusiones es fácil, cuando se entiende todo lo anterior. El matrimonio ha sufrido los vaivenes de la naturaleza humana. Así como ésta nunca ha existido en estado de naturaleza pura, tampoco el matrimonio tiene consistencia al margen de los estados de naturaleza elevada, caída y redimida. El acontecimiento bautismal actualiza la última etapa y le infunde el carácter de irreversibilidad. El matrimonio de los bautizados ya no podrá ser otra cosa que sacramento del matrimonio. La Iglesia podrá impedir que contraigan dos bautizados, podrá señalar límites al ejercicio del ius connubii; pero si contraen verdaderamente, no podrá impedir que aquello sea sacramento. 4. El Sínodo de Obispos de 1980 y la Exh. Ap. «Familiaris Consortio» En el sínodo de Obispos de 1980 sobre matrimonio y familia, los temas de la relación entre fe y sacramento, y el de la inseparabilidad, fueron abordados 341

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con un gran interés por las hondas repercusiones pastorales que entraña. Tan es así, que a un buen número de Padres sinodales les parecían insolubles esos problemas, de no efectuarse un giro radical en el enfoque doctrinal y canónico de toda la materia relacionada con los factores que hacen válida, y no sólo fructuosa, la celebración sacramental del matrimonio. Una prueba de ello es la proposición 12, de las 43 que enviaron al Romano Pontífice para que a su luz redactara la Exhortación postsinodal. Téngase en cuenta a este respecto, que los Sínodos generalmente tienen sólo una función consultiva, por eso, sus propuestas no tienen valora magisterial hasta tanto no las hace suyas el Romano Pontífice. De ahí que la actitud del que «propone» no sea la misma que la de quien tiene que asumir una función magisterial, o resolver una cuestión disciplinar. Éste es en sustancia el contenido de la propuesta sinodal: 1.º Teniendo como telón de fondo la Const. Sacrosanctum Concilium, 59, los Padres proponen la necesidad de «examinar de qué forma la fe de los contrayentes, como expresión de la Alianza y actualización consciente y personal de la vocación bautismal, se requiere para la validez de este sacramento». 2.º Para numerosos Padres sinodales, la simple petición de casarse ante la Iglesia no es necesariamente una señal de fe personal. Podría serlo si esa petición se apoyara en motivos verdaderamente religiosos, pero «como la celebración del sacramento se considera en algunos lugares como una convención social más que como un acontecimiento religioso, parecen necesarios por parte de los futuros esposos signos más válidos de fe personal». 3.º Según la teoría general sacramentaria, para la celebración válida de todo sacramento, se requiere por parte de los ministros la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Este principio parece indiscutible sea cual fuere el sacramento al que se aplique. Pero ¿debe aplicarse a todos en el mismo sentido? ¿Tiene para todos los sacramentos idéntico alcance? Para los Padres sinodales el tema de la intentio adquiere una importancia capital al proponer «que se aprecie el grado de madurez de fe y la conciencia que tienen los futuros esposos de hacer lo que hace la Iglesia. Esta intención requerida para la validez del sacramento no parece presente donde no existe, al menos, la intención mínima de creer también con la Iglesia, con su fe bautismal». 4.º En la proposición 12 que estamos glosando no se formula explícitamente el tema de la inseparabilidad, pero se insinúa al proponer los Padres «que se examine más seriamente si la afirmación según la cual un matrimonio válido entre bautizados es siempre un sacramento, se aplica también a los que han perdido la fe». Lo que se somete a examen, en definitiva, o se pone en cuestión es la identidad absoluta entre matrimonio válido y sacramento. Parece admitirse cuando se trata de bautizados —creyentes; se pone en interrogante cuando se trata de bautizados— no creyentes. En consecuencia se insinúa la 342

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posibilidad de que estos últimos puedan contraer un matrimonio válido que no sea sacramento. O, lo que es lo mismo, que, siquiera sea en ese caso, la realidad sacramental sea algo separable de la matrimonial, quedando minusvalorada la función del carácter bautismal y acentuada la función de la fe personal en orden al sacramento. 5.º Todas estas propuestas no afectan sólo al orden doctrinal. Una vez modificada la doctrina, es preciso «que se saquen de ello seguidamente consecuencias jurídicas o, como dicen más adelante, «que la nueva legislación canónica tenga en cuenta lo contenido en esta proposición (12.ª) respecto a la necesidad de la fe». Y a la hora de actuar canónica y pastoralmente en consecuencia, «es necesario buscar cuáles son los criterios pastorales que permiten discernir la fe en los futuros esposos y en qué medida, en la intención de hacer lo que hace la Iglesia, a un grado más o menos elevado, debe existir la intención mínima de creer también con la Iglesia». Al redactar la Exh. Ap. Familiaris Consortio, el Papa Juan Pablo II tuvo muy presentes, sin duda, esas recomendaciones de los Padres Sinodales. Pero no parece que los asuma magisterialmente de forma plena, si se lee atentamente el n. 68 de la Exhortación que se inicia con la petición a los Pastores para que hagan un esfuerzo por «comprender las razones que aconsejen a la Iglesia admitir a la celebración a quien está imperfectamente dispuesto». Entre esas razones, tal vez la más fundamental es ésta: «el sacramento del matrimonio tiene esta peculiaridad respecto a los otros: ser el sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la creación; ser el mismo pacto conyugal instituido por el Creador «al principio».

De gran trascendencia teológica es también esta otra razón: «sin embargo, no se debe olvidar que estos novios (se refiere a quienes piden casarse en la Iglesia sin que a ello les muevan motivos auténticamente religiosos) por razón de su bautismo, están ya realmente insertos en la Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia y que, dada su recta intención, han aceptado el proyecto de Dios sobre el matrimonio y consiguientemente —al menos de manera implícita— acatan lo que la Iglesia tiene intención de hacer cuando celebra el matrimonio».

No faltan tampoco en la argumentación pontificia razones de índole jurídica, incluso ecuménica: «Querer establecer criterios de admisión a la celebración eclesial del matrimonio, que debieran tener en cuenta el grado de fe de los que están próximos a contraer matrimonio, comporta además muchos riesgos. En primer lugar el de pronunciar juicios infundados y discriminatorios; el riesgo además de suscitar dudas sobre la validez del matrimonio ya celebrado, con grave daño para la comunidad cristiana y de nuevas inquietudes injustificadas para la conciencia de los

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esposos; se caería en el peligro de contestar o de poner en duda la sacramentalidad de muchos matrimonios de hermanos separados de la plena comunión con la Iglesia católica, contradiciendo así la tradición eclesial» 30.

Esta enseñanza de la FC ha sido ratificada por el Romano Pontífice en el Discurso a la Rota Romana de 1.II.2001 con motivo de la inauguración del nuevo año judicial. El Papa centra su atención en la realidad natural del matrimonio, evidenciada en su ser, en sus fines y en sus propiedades. Y concluye su reflexión con estas palabras: «Antes de concluir, deseo reflexionar brevemente sobre la relación entre la índole natural del matrimonio y su sacramentalidad, dado que, a partir del Vaticano II, con frecuencia se ha intentado revitalizar el aspecto sobrenatural del matrimonio incluso mediante propuestas teológicas, pastorales y canónicas ajenas a la tradición, como la de solicitar la fe como requisito para casarse. »Casi al comienzo de mi pontificado, después del Sínodo de los obispos de 1980 sobre la familia, en el que se trató este tema, me pronuncié al respecto en la Familiaris Consortio, escribiendo: “El sacramento del matrimonio tiene esta peculiaridad con respecto a los otros: es el sacramento de una realidad que ya existe en la economía de la creación; es el mismo pacto matrimonial instituido por el Creador al principio” (FC, 68). Por consiguiente, para identificar cuál es la realidad que desde el principio ya está unida a la economía de la salvación y que en la plenitud de los tiempos constituye uno de los siete sacramentos en sentido propio de la nueva Alianza, el único camino es remitirse a la realidad natural que nos presenta la Escritura en el Génesis (cfr. Gn 1, 27; 2, 18-25). Es lo que hizo Jesús al hablar de la indisolubilidad del vínculo matrimonial (cfr. Mt 19, 3-12; Mc 10, 1-2), y es lo que hizo también S. Pablo al ilustrar el carácter de gran misterio que tiene el matrimonio con respecto a Cristo y a la Iglesia (Ef 5, 32). »Por lo demás, el matrimonio, aun siendo un signum significans et conferens gratiam, es el único de los siete sacramentos que no se refiere a una actividad específicamente orientada a conseguir fines directamente sobrenaturales. En efecto, el matrimonio tiene como fines, no sólo principales sino también propios indole sua naturali, el bonum coniugum y la prolis generatio et educatio (c. 1055). »Desde una perspectiva diversa, el signo sacramental consistiría en la respuesta de fe y de vida cristiana de los esposos, por lo que carecería de una consistencia objetiva que permita considerarlo entre los verdaderos sacramentos cristianos. Por tanto, oscurecer la dimensión natural del matrimonio y reducirlo a mera experiencia subjetiva conlleva también la negación implícita de su sacramentalidad. Por el contrario, es precisamente la adecuada comprensión de esta sacramentalidad en la vida cristiana lo que impulsa hacia una revalorización de su dimensión natural. 30. Cfr. un comentario amplio a este planteamiento de FC en T. RINCÓN-PÉREZ, El matrimonio cristiano, cit., pp. 287-345.

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»Por otra parte, introducir para el sacramento requisitos intencionales o de fe que fueran más allá del de casarse según el plan divino del principio —además de los graves riesgos que indiqué en la Familiaris Consortio (n. 68): juicios infundados y discriminatorios, y dudas sobre la validez de matrimonios ya celebrados, en particular por parte de bautizados no católicos—, llevaría inevitablemente a querer separar el matrimonio de los cristianos del de otras personas. Esto se opondría profundamente al verdadero sentido del designio divino, según el cual es precisamente la realidad creada la que es un gran misterio con respecto a Cristo y a la Iglesia» 31. A los dos años, en la Alocución a la Rota Romana de 2003, el Siervo de Dios Juan Pablo II complementa la de 2001 al poner de relieve que aquella realidad natural en que consiste el matrimonio, la realidad de la Creación, tiene en sí misma una dimensión trascendente y significante orientada desde sus orígenes a ser un día en la plenitud de los tiempos, un signo permanente y real de la unión de Cristo y la Iglesia, a semejanza del hombre elevado, caído y redimido. En un orden práctico, el Papa invita a los miembros de los tribunales eclesiásticos a que no olviden nunca que cuando estudian o resuelven causas matrimoniales tiene en sus manos el gran misterio de que habla S. Pablo (Ef. 5,32), «tanto cuando se trata de un sacramento en sentido estricto, como cuando ese matrimonio lleva en sí la índole sagrada del principio, pues está llamado a convertirse en sacramento mediante el bautismo de los dos esposos» (n. 6). Al final del Discurso (n. 8), el Papa reitera la misma idea sobre la función del bautismo en la configuración sacramental del matrimonio: «La Iglesia Católica ha reconocido siempre los matrimonios entre no bautizados, que se convierten en sacramento mediante el bautismo de los esposos…». Otras consecuencias canónicas derivadas de la peculiaridad sacramental del matrimonio vienen expresadas en estos términos: «La importancia de la sacramentalidad del matrimonio y la necesidad de la fe para conocer y vivir plenamente esta dimensión podrían también dar lugar a algunos equívocos, tanto en la admisión al matrimonio como en el juicio sobre su validez» (n. 8). Por lo que respecta a los equívocos que pueden darse en la admisión al matrimonio, el Papa dice lo siguiente: «La Iglesia no rechaza la celebración del matrimonio a quien está bien dispuesto, aunque esté imperfectamente preparado desde el punto de vista sobrenatural, con tal de que tenga la recta intención de casarse según la realidad natural del matrimonio. En efecto, no se puede configurar junto al matrimonio natural, otro modelo de matrimonio cristiano con requisitos sobrenaturales específicos» (n. 8). Este último dato es una verdad, señala el Papa, que tampoco debe olvidarse en el momento de delimitar la exclusión de la sacramentalidad (c. 1101 31. DP-17, Palabra, marzo 2001.

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§ 2) y el error determinante acerca de la dignidad sacramental (c. 1099) como posibles motivos de nulidad. A nadie se le oculta que se trata de dos cuestiones que están en el centro de un debate doctrinal y jurisprudencial. La respuesta del Papa es la siguiente: en ambos casos, es decir, tanto en el error como en la exclusión de la sacramentalidad, «es decisivo tener presente que una actitud de los contrayentes que no tenga en cuenta la dimensión sobrenatural en el matrimonio puede hacerlo nulo solo si se niega su validez en el plano natural, en el que se sitúa el mismo signo sacramental» (Ibid.) 32.

V. CONSECUENCIAS TEOLÓGICO-CANÓNICAS DE LA INSEPARABILIDAD 1. Función del bautismo en la configuración sacramental del matrimonio El bautismo es la puerta de todos los sacramentos; por eso su recepción previa es un requisito esencial para los demás sacramentos. Pero no reside sólo aquí la función que desempeña el bautismo en la configuración sacramental del matrimonio. También en esto es peculiar la relación entre bautismo y sacramento del matrimonio. «En efecto, mediante el bautismo, el hombre y la mujer se insertan definitivamente en la Nueva y Eterna Alianza, en la Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia. Y debido a esta inserción indestructible la comunidad íntima de vida y amor conyugal, fundada por el Creador, es elevada y asumida en la caridad esponsal de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza redentora» (FC, 13).

Según esta enseñanza pontificia, aparece claro, por tanto, que en el bautismo se asienta el fundamento inmediato y próximo de la sacramentalidad de un matrimonio concreto. Supuesta su inserción indestructible en la nueva y eterna Alianza que opera el carácter bautismal, la unión del hombre y la mujer en matrimonio ya no puede ser sino una unión sacramental. Por virtud del ex opere operato del carácter bautismal, ese hombre y esa mujer quedan objetivamente incorporados para siempre al misterio de la nueva Alianza, aunque subjetivamente no tuvieran conciencia de su nueva condición, incluso aunque mostraran en lo sucesivo una voluntad contraria a la misma. Aquí está la clave para entender por qué la falta de fe no es un factor decisivo para que el matrimonio entre bautizados sea sacramento, pese a que por esa falta de fe circunstancialmente esté bloqueada su eficacia salvadora.

32. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, La peculiaridad sacramental del matrimonio y la constitución válida del vínculo conyugal a la luz del Magisterio reciente de Juan Pablo II, «Curso de Derecho Matrimonial y procesal canónico para profesionales del foro (XVII)», Universidad Pontificia de Salamanca», 2005, pp. 131-161.

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Así lo ha entendido, por lo demás, la praxis multisecular de la Iglesia al considerar como sacramental el vínculo natural contraído en la infidelidad —antes del bautismo—, una vez que los verdaderos esposos han recibido el bautismo. Tal matrimonio, ni ha necesitado un nuevo consentimiento, ni ha precisado ningún rito especial, ni ha exigido ningún acto de fe, como no sea la fe infusa recibida en el bautismo. Ocurre sencillamente que ese matrimonio, por la acción de Cristo operada a través del bautismo, ha dejado de ser un mero signo potencial —sacramento de la creación— para ser en acto un signo eficaz de gracia, verdadero sacramento de la redención. Algo semejante cabría decir del matrimonio de los bautizados en comunidades eclesiales no católicas en donde ni siquiera se acepta como verdad de fe la sacramentalidad del matrimonio. Ello no es óbice para que, si se trata de un matrimonio válido, sea a la vez sacramento. 2. El pacto conyugal y los ritos sacramentales La no necesidad esencial de ritos sagrados para la «confección» del sacramento del matrimonio es otra de las consecuencias teológico-canónicas derivadas de la identidad entre pacto conyugal y sacramento. En ello estriba también una nueva peculiaridad en relación con los restantes sacramentos. En éstos, en efecto, los ritos son un factor constitutivo de la sacramentalidad. Por el contrario, «el matrimonio cristiano exige por norma una celebración litúrgica, que exprese [declaret, en el original latino] de manera social y comunitaria la naturaleza esencialmente eclesial y sacramental del pacto conyugal entre bautizados» (FC, 17). A diferencia de otros sacramentos, la acción o ritos litúrgicos en los que se sitúa el pacto conyugal tienen sólo una función declarativa, no constitutiva. Dicho de otro modo, el hecho de que la celebración de las nupcias cristianas se inserte por norma en la liturgia no significa que ésta sea esencial para la conclusión del pacto conyugal entre bautizados en que consiste esencialmente la celebración sacramental. No se rodea el pacto conyugal de un marco litúrgico apropiado para que sea sacramento, sino porque lo es en sí mismo, y lo será esencialmente cualquiera que fuere el modo en que se celebrase. Esto no ocurre en los otros sacramentos: el agua del bautismo o el pan de la Eucaristía requieren esencialmente un rito sagrado para que se produzca el sacramento. En el matrimonio, por el contrario, la naturaleza esencialmente eclesial y sacramental le adviene al pacto conyugal por el hecho de celebrarse entre bautizados. Cosa distinta es la conveniencia —y así lo establece la Iglesia— de que esa realidad intrínsecamente sacramental se manifieste social y comunitariamente en el marco de una celebración litúrgica 33. 33. En el rito latino, la celebración del matrimonio entre dos fieles católicos tiene lugar ordinariamente dentro de la Santa Misa, en virtud del vínculo que tienen todos los sacramentos

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3. Los ministros del sacramento del matrimonio Históricamente y durante muchos siglos la cuestión del ministro del sacramento del matrimonio no es planteada ni discutida por la doctrina teológicocanónica. Se entiende que es el matrimonio como realidad natural, el matrimonio de la creación, el que es elevado y constituido por voluntad de Cristo en sacramento de la Nueva Alianza. Sólo cuando teólogos como Duns Scoto o Cayetano distorsionan el sentido de la sacramentalidad del matrimonio configurándola como una realidad extrínseca y sobreañadida al matrimonio natural, será posible que otros teólogos como el español Melchor Cano en el siglo XVI, formulen la tesis según la cual la sacramentalidad del matrimonio exige necesariamente la intervención del sacerdote como ministro, puesto que al igual que los demás sacramentos, también el matrimonio precisa esencialmente un rito sagrado para su confección 34. Una vez que el Magisterio de la Iglesia se pronuncia explícita e inequívocamente a favor de la inseparabilidad entre matrimonio y sacramento, la tesis de Melchor Cano pierde toda su consistencia teológica. «Es fundamentalmente falso, señalaba categóricamente el teólogo Scheeben, creer que la gracia del sacramento del matrimonio se produce mediante una bendición distinta del acto de contraer el vínculo matrimonial». Más adelante añade esta razón de fondo: «Esta última concepción (la bendición como forma del sacramento) despoja de su santidad la esencia misma del sacramento, ya que se añade desde fuera. Creyendo realzar la dignidad del sacramento, con hacerlo depender de la cooperación sacerdotal, y relacionar así más estrechamente el matrimonio con la Iglesia, le quita su dignidad esencial, rompe su relación íntima con la Iglesia. Sólo se conservará la dignidad esencial del matrimonio, si el contrato mismo es sacramento...» 35. En la actualidad, no han faltado autores, incluso en Occidente, cuyas tesis se han aproximado a la de Melchor Cano, al pretender hacer esencial la bendición del sacerdote en la formación del sacramento para mostrar más eficazmente, se asegura, la función mediatriz de la Iglesia 36. En el plano teórico, esa tesis no sería improcedente si sólo se buscara con ella unificar la forma jurídica y la forma litúrgica a semejanza de lo que establece la disciplina codicial de las Iglesias Orientales. En todo caso, para comprender que la gran dignidad del sacramento del matrimonio no está supeditada a un rito externo al propio matrimonio, es preciso tener claro que su peculiaridad primaria y fundamental respecto a los otros sacramentos reside en «ser el sacramento de una realidad que con el Misterio Pascual de Cristo (cfr. SC 61) en donde se realiza el memorial de la nueva Alianza de Cristo y la Iglesia. 34. Cfr. E. TEJERO, El matrimonio Misterio y Signo. Siglos XIV-XVI, Eunsa, Pamplona 1971, pp. 294-298. 35. Los misterios del cristianismo, 3ª ed., Barcelona 1960, pp. 642, 644. 36. Pueden verse esos autores en T. RINCÓN-PÉREZ, El matrimonio cristiano. Sacramento de la Creación y de la Redención, Eunsa, Pamplona 1997, pp. 183, 202, 278.

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existe ya en la economía de la creación; ser el mismo pacto conyugal instituido por el Creador al principio» 37. Obviamente, esta verdad es predicable de todo matrimonio entre bautizados, sea de la Iglesia latina o de las Iglesias orientales. Esto último explica que la edición típica latina del Catecismo de la Iglesia Católica, aprobada por el Romano Pontífice el 15.VIII.1997, haya introducido un importante cambio en el texto del n. 1623 que ahora enseña lo siguiente: «Según la tradición latina, los esposos, como ministros de la gracia de Cristo, manifestando su consentimiento ante la Iglesia, se confieren mútuamente el sacramento del matrimonio. En las tradiciones de las Iglesias Orientales, los sacerdotes —obispos o presbíteros— son testigos del recíproco consentimiento expresado por los esposos, pero también su bendición es necesaria para la validez del sacramento».

El cambio más importante que se introduce afecta a la segunda parte del texto, al quedar suprimida deliberadamente la configuración del sacerdote en las Iglesias orientales, como ministro del sacramento, y al ser confinada su función principal, al igual que en la Iglesia latina, a ser testigo del recíproco consentimiento expresado por los esposos, no importa que la bendición sacerdotal se constituya en requisito necesario para la validez del sacramento, cosa bien distinta a que sea en sí misma un elemento esencial del signo sacramental del matrimonio 38. Téngase en cuenta que algunas propuestas doctrinales de los últimos tiempos, sirviéndose como argumento de autoridad de lo enseñado por el primitivo texto del Catecismo, habían ido precisamente en esa dirección; es decir, no sólo configuraban el sacerdote como ministro del sacramento, sino que atribuían además a la bendición o coronación de los esposos el rango de signo visible del sacramento, desfigurando de este modo la verdadera esencia de la sacramentalidad del matrimonio que en cuanto tal no puede ser distinta según se esté en uno u otro ámbito de la única Iglesia. Sirva como ejemplo, la tesis sustentada por Dimitris Salachas en un amplio artículo publicado en 1994 39. En Oriente, dice el autor como síntesis conclusiva, el ministro del sacramento del matrimonio es el sacerdote; en Occidente, por el contrario, los esposos son los ministros, y el sacerdote es un simple testigo cualificado. Por esta razón, en la Iglesia Oriental la bendición del sacerdote constituye el acto central y fundamental en la formación del vínculo matrimonial; la intervención sacerdotal es

37. Exh. Ap. Familiaris Consortio, 68. Esa verdad es reafirmada por el Papa en el Discurso a la Rota Romana de 1.II.2001. 38. El Texto antiguo modificado decía lo siguiente: «En la Iglesia latina se considera habitualmente que son los esposos quienes, como ministros de la gracia de Cristo, se confieren mútuamente el sacramento del matrimonio expresando ante la Iglesia su consentimiento. En las liturgias orientales, el ministro de este sacramento —llamado coronación— es el sacerdote o el Obispo quien, después de haber recibido el consentimiento mutuo de los esposos, corona sucesivamente al esposo y a la esposa en señal de la alianza matrimonial». 39. Il «Ritus sacer» nella forma canonica di celebrazione del sacramento del matrimonio secondo la tradizione delle Chiese orientali, en «Euntes docete», 47, 1994, pp. 15-40.

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

propiamente sacramental. Esto hace que el sacerdote no realice un simple gesto ritual cuando bendice a los esposos: invocando al Espíritu Santo, es realmente el ministro del Misterio de Dios que se realiza en el matrimonio. En última síntesis: el rito central de las nupcias es la coronación, signo visible del sacramento celebrado por el sacerdote.

Según enseña el pasaje del Catecismo, y según se desprende de la lectura de los Códigos latino y oriental, existen dos tradiciones y disciplinas distintas en relación con la celebración del sacramento del matrimonio. En la Iglesia latina, la necesaria presencia del sacerdote es sólo en calidad de testigo cualificado. Sobre ello se asienta, por lo demás, el requisito de la forma jurídica para la validez del matrimonio. En las Iglesias orientales, por el contrario, se requiere para la validez la bendición sacerdotal. De este modo, la forma litúrgica de la bendición se convierte en forma sustancial para la validez del matrimonio, pero no en la forma del sacramento a la manera como opera la forma en la confección de los otros sacramentos. En el propio derecho matrimonial de las Iglesias orientales está la clave para comprender que ni la bendición es la forma del sacramento, ni el sacerdote su ministro. En efecto, en ese derecho se establece como requisito de validez la bendición sacerdotal. Ello hace que por principio tampoco quepa en ese ordenamiento el matrimonio celebrado por procurador (c. 837 del CCEO). Pero esas exigencias tienen sus excepciones en la forma extraordinaria (sin sacerdote) del c. 832 del CCEO, y en la salvedad de que el derecho particular pueda establecer la validez de un matrimonio por procurador (c. 837 § 2 del CCEO). Estas excepciones muestran sin duda la diferencia disciplinar entre los Códigos latino y oriental, pero tienen a la vez la virtud de expresar que esas diferencias no son tan esenciales como pudiera parecer, es decir, no afectan al núcleo fundamental de la concepción cristiana sobre el sacramento del matrimonio. En efecto, si fuera tan esencial la bendición sacerdotal hasta el punto de convertir al sacerdote en ministro del sacramento, y si fuera tan esencial para el pacto sacramental la presencia física de los dos contrayentes, en el mismo lugar, no cabría ninguna excepción, como no cabe ni siquiera excepcionalmente un sacramento sin ministro. También en las Iglesias orientales rige el principio teológico-canónico según el cual «el sacramento del matrimonio tiene esta peculiaridad respecto a los otros: (...) ser el mismo pacto conyugal instituido por el Creador al principio» (FC, 68). De este principio se infiere que cualquier requisito ad validitatem que la ley establezca, incluida la bendición sacerdotal, en el fondo sólo tiene la consideración de un requisito esencial para la formación del pacto conyugal, y no para que nazca el sacramento. A propósito de los ministros, que según se infiere son en todo caso los propios contrayentes, dada la peculiaridad de este sacramento cabe también preguntarse si las categorías sacramentarias de confección o administración son aplicables al matrimonio en el mismo sentido que en los otros sacramentos. Hacemos nuestra la respuesta

EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO. CUESTIONES DOCTRINALES BÁSICAS

negativa de J. Hervada 40: los contrayentes son verdaderos ministros pero no confeccionan ni administran el sacramento «en sentido unívoco a como se predican estos términos de las restantes acciones sacramentales. Si, como es habitual, por confección del sacramento entendemos la realización del rito o acción sagrada mediante la aplicación de la forma (palabras) a la materia (rito), y por administración la aplicación al sujeto (...), en este caso no parece correcto aplicarlas en tal sentido al matrimonio». Entre otras razones, porque, como antes señalamos, este sacramento no se realiza esencialmente mediante ningún rito, aunque las nupcias tengan lugar en un marco litúrgico. Dicho de otro modo, no se concibe la liturgia y ritos nupciales para que el matrimonio sea sacramento, sino porque es sacramento.

4. La intención sacramental Sabido es que para la confección de un sacramento es requerida la intención sacramental por parte del ministro sagrado. Tradicionalmente, el mínimo de intención requerida viene expresado en la fórmula «intención de hacer lo que hace la Iglesia». Por esta vía, aplicada unívocamente al matrimonio, se ha querido demostrar recientemente la necesidad de un mínimo de fe en los contrayentes que haga posible y real una verdadera intención sacramental. De ahí la conveniencia de saber si el requisito de la intención, referida al matrimonio, constituye una nueva peculiaridad de este sacramento, fundada en ser el mismo pacto conyugal del principio. La respuesta clara nos la da J. Hervada en estos términos: «Esta característica del matrimonio explica la ausencia en él de una intencionalidad dirigida especialmente a constituir un sacramento. La intencionalidad de contraer es la única intencionalidad necesaria. Si a la ablución —por ejemplo— no se añade la intencionalidad sacramental, si sólo hay intencionalidad de hacer una ablución, no hay obviamente bautismo, por la misma razón antes indicada. Pero en el caso del matrimonio no hace falta una intencionalidad especialmente sacramental distinta, de la voluntad de contraer; la institución matrimonial está a radice instituida como sacramento, por lo que tal intencionalidad especialmente sacramental, aunque es muy loable y congruente, no es necesaria. La intencionalidad contractual es, por institución divina, intencionalidad sacramental» 41. Los demás sacramentos exigen un rito para su constitución, y el rito implica ya una intención que se expresa en unas fórmulas. Pero en el caso del matrimonio no se requiere ningún rito con valor constitutivo. Es suficiente contraer verdadero matrimonio en la forma que sea —en la establecida en cada caso o en cada momento histórico— para que el vínculo creado sea elevado por la acción de Cristo a sacramento. En la voluntad de contraer un verdadero matrimonio está implícita la «intención de hacer lo que hace la Iglesia», puesto

40. El Derecho del Pueblo de Dios. III. Derecho matrimonial (I), Pamplona 1973, p. 165. 41. Cuestiones varias sobre el matrimonio, en «Ius Canonicum» XIII, 1973, p. 85.

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

que no se trata de «intentar» hacer el sacramento, sino sencillamente de contraer un verdadero matrimonio, tal y como éste ha sido pensado y querido por Dios. Así se desprende de estas palabras del Papa: «La decisión del hombre y de la mujer de casarse según el proyecto divino, esto es, la decisión de comprometer en su respectivo consentimiento conyugal toda su vida en un amor indisoluble y en una fidelidad incondicional, implica realmente, aunque no sea de manera plenamente consciente, una actitud de obediencia profunda a la voluntad de Dios, que no puede darse sin su gracia». Porque no debe olvidarse, continúa el Papa, «que estos novios —se refiere a los que piden de hecho contraer ante la Iglesia aunque no les impulsen a ello motivos auténticamente religiosos— por razón de su bautismo, están ya realmente insertos en la Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia, y que, dada su recta intención, han aceptado el proyecto de Dios sobre el matrimonio y consiguientemente —al menos de manera implícita— acatan lo que la Iglesia tiene intención de hacer cuando celebra el matrimonio». Faltará, en cambio, esa rectitud de intención, y no habrá matrimonio ni por tanto sacramento, cuando aun queriendo externamente contraer ante la Iglesia, «dan muestras de rechazar de manera explícita y formal» el verdadero matrimonio, es decir «aquello que la Iglesia realiza cuando celebra el matrimonio de los bautizados» (FC, 68) 42.

42. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, Las categorías sacramentarias comunes y la peculiaridad del sacramento del matrimonio (Reflexiones a la luz del pensamiento del Prof. J. HERVADA), Escritos en honor de Javier Hervada, en «Ius Canonicum», volumen especial, 1999, pp. 585-596.

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CAPÍTULO XIX

LA DIMENSIÓN SACRAMENTAL DEL MATRIMONIO EN LA VIGENTE LEGISLACIÓN CODICIAL

I. EL PRINCIPIO DE INSEPARABILIDAD EN LAS CODIFICACIONES LATINA Y ORIENTAL

El debate doctrinal acerca del principio de inseparabilidad entre contrato y sacramento tiene su momento culminante en los años en que se está gestando el nuevo Código. No es de extrañar, por eso, que en los trabajos de revisión aparezcan con frecuencia propuestas concretas tendentes, o bien a suprimir el c. 1012 del CIC 17, o bien a modificarlo, sustituyendo la cláusula inter baptizatos por inter credentes o inter christifideles. Con posterioridad al Sínodo de 1980, al que antes no referimos, aparecen propuestas de cambio del vigente c. 1055 § 2 en el sentido de que se mencione la fe requerida para la celebración del sacramento, como expresamente pidió la proposición 12 del Sínodo de Obispos. La respuesta de la Comisión fue negativa y contundente en su razonamiento: «El § 2 del c. 1055 expresa la doctrina tradicional de la Iglesia muchas veces declarada por el magisterio pontificio y que con toda razón se tiene como doctrina católica o doctrina teológicamente cierta. La ley debe fundarse en presupuestos teológicos comúnmente admitidos y no puede modificar la doctrina católica aunque esté hoy discutida, si no precede una explícita declaración del Magisterio auténtico de la Iglesia» 1. Hecha esta breve anotación histórica, conviene ahora transcribir el tenor literal del c. 1055 del CIC 83, así como el c. 776 del CCEO de 1990. Ambos cánones constituyen el pórtico con el que se abre la disciplina canónica matrimonial de la Iglesia latina y de las Iglesias orientales. «§ 1. La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de

1. Comm. XV, 1983, pp. 221-222.

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los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados. § 2. Por tanto, entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento»

De este tenor literal se desprende que lo que aparece como inseparable del matrimonio no es una realidad extrínseca, sino que es la misma alianza matrimonial, el matrimonio del principio, el que fue elevado por Cristo a la dignidad de sacramento; elevación que se concreta y se hace efectiva por el hecho objetivo de estar los contrayentes insertos mediante el bautismo en la alianza esponsal de Cristo con la Iglesia. En estos mismo principios basilares se asienta el c. 776 del CCEO, cuyo § 2 tiene este tenor: «Por institución de Cristo, el matrimonio válido entre bautizados es por eso mismo sacramento, por el que los cónyuges a imagen de la unión indefectible de Cristo con la Iglesia quedan unidos por Dios, y como consagrados y fortalecidos por una gracia sacramental».

Son evidentes las diferencias de uno y otro texto legal en el modo de enfocar la misma cuestión. Es indudable el mayor rigor técnico-jurídico del Código latino frente a un estilo más «teológico» del oriental. Pero los principios que subyacen en ambos textos, lejos de ser distintos, complementan y enriquecen el significado de la sacramentalidad del matrimonio. En efecto, la precisión técnica con que expresa el Código latino la inseparabilidad entre contrato y sacramento ha venido a veces en detrimento de una consideración de la sacramentalidad radicada en el vínculo matrimonial, en la res et sacramentum en versión tomista, con la consiguiente acentuación del aspecto ritualista. La inseparabilidad no se predica sólo ni principalmente de los in fieri contractual y sacramental, sino del in facto esse. Es el matrimonio en su ser íntimo, y no sólo en su elemento causativo, la realidad que está transida desde sus orígenes de significación sacramental, si bien ésta adquiere su plenitud en la economía de la Redención, actualizada en cada hombre por el bautismo. En la versión del Código oriental, se afirma, por un lado, la identidad y consiguiente inseparabilidad entre todo matrimonio válido entre bautizados y el sacramento; todo ello debido a la institución divina, y no a ningún factor subjetivo, como la fe o intención de los contrayentes. Por otro lado, la sacramentalidad no radica sólo en el in fieri, en el contrato, sino en el vínculo matrimonial, pues no son los contrayentes, sino los cónyuges los que aparecen unidos por Dios con un vínculo que significa la indefectible unión de Cristo con la Iglesia, a la vez que quedan como consagrados y fortalecidos por una gracia sacramental. En definitiva, mientras que el Código latino pone el acento en el sacramentum tantum —la referencia a Gaudium et Spes, n. 48, aparecerá en el c. 1134—, el Código oriental pone de relieve tanto la res et sacramentum como 354

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la res tantum, es decir, la significación sacramental del vínculo, así como la gracia propia de este sacramento. Pero en ambos casos aparece claramente establecido el principio de inseparabilidad. II. FE Y PACTO CONYUGAL ENTRE BAUTIZADOS Según el c. 1057 § 1, «el matrimonio lo produce el consentimiento de las partes legítimamente manifestado entre personas jurídicamente hábiles, consentimiento que ningún poder humano puede suplir». Ese consentimiento así descrito es necesario y a la vez suficiente para que nazca el vínculo matrimonial, no importa que las personas jurídicamente hábiles estén bautizadas y como consecuencia de ello el vínculo sea sacramental. En ningún caso la ley canónica establece como un requisito esencial la fe de los contrayentes, lo cual no impide que la falta de fe de un contrayente pueda ser causa indirecta de algún vicio de consentimiento en cuyo caso la nulidad no se originaría por ser nulo el sacramento, sino por ser nulo el matrimonio. Sentado este principio, veamos ahora las circunstancias en que la ley canónica, explícita e implícitamente, toma en cuenta la fe de los contrayentes, y los efectos jurídicos que de ello se derivan. A tenor del c. 1071 § 1, 4.º, el abandono notorio de la fe católica de uno de los contrayentes constituye uno de los supuestos en los que se prohíbe al párroco o delegado la asistencia al matrimonio, salvo en caso de necesidad, sin la previa licencia del Ordinario del lugar; licencia que no debe concederse si no es observando, con las debidas adaptaciones, lo establecido en el c. 1125 para los matrimonios mixtos. Se trata de una norma cautelar que afecta a la licitud para asistir al matrimonio y no a la validez. En los trabajos de codificación 2 se llegó a proponer, en este sentido, que el abandono notorio de la fe se constituyera en impedimento dirimente; propuesta que fue rechazada porque, a juicio de los Consultores, quien abandona la fe católica, no por eso pierde el derecho a contraer matrimonio, en este caso, el matrimonio-sacramento, el único posible para un bautizado, supuesto el principio de inseparabilidad. Ha parecido extraño a un cierto sector doctrinal 3 que el legislador establezca una norma cautelar para el caso en que uno solo de los contrayentes ha abandonado notoriamente la fe, y no se refiera al supuesto en que los dos contrayentes están en esa situación de increencia. Para comprenderlo, hay que prestar atención a la razón última que inspira esa medida legal, a semejanza de los matrimonios mixtos: ayudar a preservar la fe de la parte creyente, y garantizar de algún modo la educación en la fe de los hijos.

2. Cfr. Comm. IX, 1977, p. 144. 3. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, Alcance canónico de las fórmulas «Abandono notorio de la fe católica» y«Apartamiento de la Iglesia por acto formal», en «Forma jurídica y matrimonio canónico», Pamplona 1998.

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Las otras fórmulas en que, de modo implícito, se toma en consideración la fe de los contrayentes, están contempladas en los cc. 1086, 1117 y 1124. En los tres supuestos (impedimento de disparidad de cultos, exoneración de la obligación de la forma canónica, matrimonios mixtos), si bien los efectos jurídicos sean diversos, la fórmula canónica empleada para describirlos es idéntica: «apartamiento de la Iglesia por acto formal». Para comprender el alcance de estas normas, hay que tener delante como principio de referencia básico, el precepto del c. 11 según el cual han de considerarse sujetos pasivos de las leyes meramente eclesiásticas todos y sólo los bautizados en la Iglesia católica, y quienes han sido recibido en ella. Se excluyen, por tanto, los bautizados y pertenecientes a una Iglesia o Comunidad eclesial no católica, mientras que, por principio, no quedan excluidos quienes hubieran abandonado de cualquier modo la fe católica, o se hubieran apartado de la comunión eclesial, o separado de la Iglesia por acto formal. No obstante esta norma general, en atención al ius connubii el legislador ha previsto excepciones importantes; de manera especial, aquella que restringe el ámbito de los obligados a la forma jurídica ad validitatem (c. 1117). Quedan exonerados, en efecto, de esa obligación quienes se hayan apartado de la Iglesia católica por acto formal. No es el caso de describir aquí las opiniones divergentes a la hora de determinar el alcance de la fórmula legal «apartamiento por acto formal». Lo que importa destacar de nuevo es que la falta de fe expresada en forma extrema mediante el apartamiento formal de la Iglesia, no es tomada en consideración por el legislador para decretar la nulidad del sacramento, sino para facilitar el ejercicio del ius connubii de esos bautizados católicos, exonerándoles de la obligación de casarse ante la Iglesia, según la forma canónica prescrita. Ante las incertidumbres originadas en la doctrina acerca del alcance canónico de la expresión «apartamiento de la Iglesia por acto formal», y dado que está implicada en la cuestión la validez de un matrimonio por razón de la forma canónica, nos mostramos partidarios de que se aclarara la fórmula, bien por una interpretación auténtica o por medio de una ley que estableciese las formalidades a las que debería estar sometido el acto de apartamiento formal de la Iglesia para distinguirlo mejor de otros actos de abandono de la fe, garantizando de este modo la seguridad jurídica 4. En una comunicación a los Presidentes de las Conferencias episcopales aprobada por el Papa Benedicto XVI, el Pontificio Consejo para los textos legislativos 5, establece los siguientes criterios «normativos» o «aclarativos» acerca del «Actus formalis defectionis ab Ecclesia católica»: 1. El abandono de la Iglesia católica, para que pueda ser configurado válidamente como un verdadero actus formalis defectionis ab Ecclesia, también a los efectos de las 4. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, Alcance canónico… cit., p. 113. 5. Cfr. Communicationes, 38, 2006, pp. 180-182 y 187-188.

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excepciones previstas en los cánones arriba mencionados (cc. 1086 § 1, 1117 y 1124), debe concretarse en: a) la decisión interna de salir de la Iglesia católica; b) la actuación y manifestación externa de esta decisión; c) la recepción por parte de la autoridad eclesiástica competente de esa decisión. 2. El contenido del acto de voluntad ha de ser la ruptura de aquellos vínculos de comunión –fe, sacramentos, gobierno pastoral– que permiten a los fieles recibir la vida de gracia en el interior de la Iglesia. Esto significa que un tal acto formal de defección no tiene sólo carácter jurídico-administrativo (salir de la Iglesia en el sentido relativo a su registro con las correspondientes consecuencias civiles), sino que se configura como una verdadera separación con respecto a los elementos constitutivos de la vida de la Iglesia: supone por tanto un acto de apostasía, de herejía o de cisma. 3. El acto jurídico-administrativo de abandono de la Iglesia de por sí no puede constituir un acto formal de defección en el sentido que éste tiene en el CIC, porque podría permanecer la voluntad de perseverar en la comunión de la fe. Por otra parte, la herejía formal o (todavía menos) material, el cisma y la apostasía no constituyen por sí solos un acto formal de defección, si no han sido realizados externamente y si no han sido manifestados del modo debido a la autoridad eclesiástica. 4. Debe tratarse, por lo tanto, de un acto jurídico válido puesto por una persona canónicamente capaz y en conformidad con la normativa canónica que lo regula (cfr. cans.124-126). Tal acto habrá de ser emitido de modo personal, consciente y libre. 5. Se requiere, además, que el acto sea manifestado por el interesado en forma escrita, delante de la autoridad competente de la Iglesia católica: Ordinario o párroco propio, que es el único a quien compete juzgar sobre la existencia o no en el acto de voluntad del contenido expresado en el n. 2. Consecuentemente, sólo la coincidencia de los dos elementos –el perfil teológico del acto interior y su manifestación en el modo como ha sido aquí definido– constituye el actus formalis defectionis ab Ecclesia catholica, con las penas canónicas (cfr. can. 1364, § 1). 6. En estos casos, la misma autoridad eclesiástica competente proveerá para que en el libro de bautizados (cfr. can. 535, § 2) se haga la anotación con la expresión explícita de que ha tenido lugar la «defectio ab Ecclesia catholica actu formali». 7. Queda claro, en cualquier caso, que el vínculo sacramental de pertenencia al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, dado por el carácter bautismal, es una unión ontológica permanente y no se pierde con motivo de ningún acto o hecho de defección.

III. FORMA CANÓNICA Y FORMA LITÚRGICA En la Iglesia latina es un requisito de validez la llamada forma jurídica sustancial, es decir, que el matrimonio se contraiga ante el Ordinario del lugar o el párroco, u otro sacerdote o diácono con facultad delegada, y ante dos testigos (c. 1108). Está también prevista la posibilidad de que la facultad para asistir al 357

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matrimonio sea delegada a un laico idóneo, esto es, capaz de instruir a los contrayentes y apto para celebrar debidamente la liturgia matrimonial (c. 1112) 6. En cualquier caso, sea sacerdote, diácono o laico, quien asiste al matrimonio lo hace sólo en calidad de testigo cualificado, aunque le corresponda pedir la manifestación del consentimiento y recibirla en nombre de la Iglesia. Cuando se verifican una serie de circunstancias subjetivas y objetivas, está también previsto el recurso a la llamada forma extraordinaria, es decir, estando sólo presentes los testigos comunes (c. 1116). En la Iglesia latina, es sólo un requisito de licitud la llamada forma litúrgica, es decir, que el matrimonio se celebre de ordinario en un lugar sagrado, y de acuerdo con los ritos prescritos en los libros litúrgicos aprobados por la Iglesia o introducidos por costumbres legítimas (c. 1119). En este sentido, la ley confiere especiales competencias a las Conferencias Episcopales para que elaboren un rito propio del matrimonio congruente con los usos de los lugares y de los pueblos adaptados al espíritu cristiano (c. 1120). Se trata del tema de la inculturación litúrgica en relación con el matrimonio, ya prevista por el Concilio (SC, 77), abordada con especial interés por el Sínodo de Obispos de 1980, y recientemente impulsada por la Instr. Varietates legitimae de 1994 (vide Cap. III). En toda esta materia conviene tener en cuenta también la disciplina vigente en el ámbito de las Iglesias orientales, para señalar las diferencias respecto a la disciplina latina, y para poner de relieve que dichas diferencias, aunque se fundamenten en concepciones teológicas distintas, no son en el fondo tan sustanciales como puede parecer a primera vista, es decir, no rompen el esquema fundamental según el cual el matrimonio no se eleva a sacramento por ningún rito sagrado, o dicho de otro modo, que los ritos están prescritos no para que el matrimonio se convierta en sacramento sino porque el pacto conyugal entre bautizados es ya sacramento. Según el c. 828 CCEO, solamente son válidos aquellos matrimonios que se celebran con el rito sagrado ante el Jerarca del lugar o el párroco del lugar, o un sacerdote con facultad delegada y ante dos testigos al menos. No es dele6. La asistencia a los matrimonios por parte de los laicos o fieles no ordenados, aparece regulada así en el art. 10 de la Instrucción de 1997: «§ 1. La posibilidad de delegar a fieles no ordenados la asistencia a los matrimonios puede revelarse necesaria, en circunstancias muy particulares de grave falta de ministros sagrados. Tal posibilidad, sin embargo, está condicionada a la verificación de tres requisitos. El Obispo diocesano, en efecto, puede conceder tal delegación únicamente en los casos en los cuales faltan sacerdotes o diáconos y sólo después de haber obtenido, para la propia diócesis, el voto favorable de la Conferencia Episcopal y la necesaria licencia de la Santa Sede. § 2. También en estos casos se debe observar la normativa canónica sobre la validez de la delegación y sobre la idoneidad, capacidad y actitud del fiel no ordenado. § 3. Excepto el caso extraordinario previsto por el can. 1112 del CIC, por absoluta falta de sacerdotes o de diáconos que puedan asistir a la celebración del matrimonio, ningún ministro ordenado puede delegar a un fiel no ordenado para tal asistencia y la relativa petición y recepción del consentimiento matrimonial a norma del can. 1108, § 2».

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gable esa facultad ni en un diácono, ni menos aún en un laico, debido a que la celebración con rito sagrado significa que el sacerdote asiste y bendice las nupcias. La bendición sacerdotal se erige así en un requisito de validez, razón por la cual se acostumbra a definir el sacerdote como ministro del sacramento del matrimonio. Ya nos hemos referido a esta cuestión en otro momento, pero conviene reiterar aquí que, en sentido riguroso y fundamental, no puede configurarse el sacerdote como ministro ni a la bendición sacerdotal como un rito esencial —aunque esté positivamente establecida para la validez—, desde el momento en que también en la disciplina oriental está prevista la forma extraordinaria (c. 832 CCEO), es decir, la celebración del sacramento del matrimonio ante sólo dos testigos y sin bendición sacerdotal. Los así casados son cónyuges cristianos en sentido pleno, es decir, «están unidos por Dios a imagen de la unión indefectible de Cristo con la Iglesia, y son como consagrados y robustecidos por la gracia sacramental» (c. 776 § 2, CCEO). IV. RELEVANCIA JURÍDICA DE LA SIGNIFICACIÓN SACRAMENTAL Como principio general, el c. 1056 establece que las propiedades esenciales de todo matrimonio, que son la unidad y la indisolubilidad, en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento. Pero esta particular firmeza que deriva del sacramento tiene grados diversos según se trate de un matrimonio sólo rato, o rato y consumado. Recogiendo una tradición doctrinal antiquísima, el c. 1061 § 1 describe la naturaleza de uno u otro tipo de matrimonio: «El matrimonio válido entre bautizados se llama solo rato, si no ha sido consumado; rato y consumado, si los cónyuges han realizado de modo humano el acto conyugal apto de por sí para engendrar la prole...».

Téngase en cuenta que en ambos supuestos, por rato se entiende el matrimonio sacramental, y por consumación, la realización del acto conyugal, no cualquier otra consumación existencial mediante el logro de una plenitud de comunión de vida y amor. Los efectos jurídicos relativos a la indisolubilidad vienen así recogidos en la ley canónica: «El matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte» (c. 1141).

Se trata de la indisolubilidad absoluta como efecto de la plena significación sacramental inscrita en el matrimonio consumado. En cambio, el matrimonio no consumado entre bautizados, es decir, el matrimonio sólo rato es ciertamente indisoluble, pero puede ser disuelto con causa justa por el Romano Pontífice (c. 1142). Para lo cual está previsto el proceso administrativo regulado por los cc. 1697-1706. 359

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En relación con la indisolubilidad absoluta del matrimonio rato y consumado, además de la enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1640), hay que tener en cuenta lo afirmado con toda claridad por el Romano Pontífice en el Discurso a la Rota Romana de 21.I.2000. Resumidamente el Papa enseña lo siguiente: «Este encuentro con vosotros, miembros del Tribunal de la Rota Romana, es un contexto adecuado para hablar también a toda la Iglesia sobre el límite de la Potestad del Sumo Pontífice con respecto al matrimonio rato y consumado, que «no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte» (c. 1141 del CIC 83, c. 853 del CCEO de 1990). Esta formulación del derecho canónico no es sólo de naturaleza disciplinaria o prudencial, sino que corresponde a una verdad doctrinal mantenida desde siempre por la Iglesia (...)».

A continuación el Papa sale al paso de la idea que se va difundiendo según la cual la Potestad del Romano Pontífice, al ser vicaria de la potestad divina de Cristo, no sería una potestad humana, y tal vez podría extenderse también a la disolución de los matrimonios ratos y consumados. «Frente a las dudas y turbaciones de espíritu que podrían surgir, es necesario reafirmar que el matrimonio sacramental rato y consumado nunca puede ser disuelto ni siquiera por la potestad de Romano Pontífice. La afirmación opuesta implicaría la tesis de que no existe ningún matrimonio absolutamente indisoluble, lo cual sería contrario al sentido en que la Iglesia ha enseñado y enseña la indisolubilidad del vínculo matrimonial». Es ésta una convicción firme y permanente de la Iglesia apoyada en la Escritura y en la Tradición. La potestad sagrada del Romano Pontífice «no incluye en sí misma ningún poder sobre la ley divina, natural o positiva». De todo ello, concluye el Papa, «se deduce claramente que el Magisterio de la Iglesia enseña la no extensión de la potestad del Romano Pontífice a los matrimonios sacramentales ratos y consumados como doctrina que se ha de considerar definitiva, aunque no haya sido declarada de forma solemne mediante un acto de definición» 7. Fue en la Edad Media, tomando ocasión de la célebre polémica acerca de la teoría de la cópula y la teoría del consentimiento, cuando se gestan las categorías de matrimonio rato, y rato y consumado. La doctrina sobre la significación sacramental será, en este sentido, decisiva, aunque en el fondo se tratara de dilucidar cuál era el factor esencial para la formación del vínculo conyugal. La escuela de París, personificada en Pedro Lombardo, sustentaba la tesis de que el consentimiento de presente era necesario y suficiente para que se originara el vínculo conyugal. Para la escuela de Bolonia, personificada en Graciano, por el contrario,

7. Vid. DP, Palabra, marzo de 2000. Vid. Comm., 30, 1998, pp. 217-221, en donde se transcribe el artículo editorial «Il potere del Papa e il matrimonio dei battezzati», publicado en «L’Osservatore Romano» el 11.XI.1998.

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el consentimiento y la pactio conjugalis eran ciertamente requisitos necesarios. Pero las verdaderas nupcias requerían además la unión carnal. La síntesis doctrinal a la que se llega está expresada en los términos jurídicos de matrimonio rato y rato y consumado, así como en la indisolubilidad que a cada uno corresponde. Dicho de otro modo: el consentimiento de presente crea un vínculo matrimonial verdadero e indisoluble, pero su perfección última y su ratificación plena dependen del hecho jurídico de la consumación. Hay que decir, en todo caso, que los análisis históricos con frecuencia olvidan un dato fundamental: que la significación sacramental —el doble simbolismo de la unión de Cristo con la Iglesia por el amor y por la carne— fue no sólo el criterio enmarcador de la polémica, en su origen y desarrollo, sino también el fundamento último por el que se llega a esa síntesis final y se aclaran definitivamente las divergencias doctrinales. Se salva así el valor sacramental del vínculo nacido del consentimiento (matrimonio rato), al tiempo que se resalta el valor jurídico-sacramental de la consumación (rato y consumado) 8.

V. EL CONSENTIMIENTO Y LOS ASPECTOS SACRAMENTALES DEL MATRIMONIO Conocida es la relevancia que el Derecho matrimonial otorga al estudio del consentimiento matrimonial y al análisis de sus eventuales vicios que harían nulo el pacto conyugal. Pero aquí sólo nos interesa conocer en qué medida los aspectos sacramentales del matrimonio forman parte del objeto al que se dirige el consentimiento matrimonial, y si, como consecuencia, pueden ser objeto de exclusión por un acto de voluntad de los contrayentes. Al ser el consentimiento el elemento fundante del matrimonio, es obvio que el pacto conyugal es inválido cuando falta ese consentimiento, o está sustancialmente viciado. Y cuando no hay matrimonio no hay sacramento, pues éste no es otra cosa que el mismo pacto conyugal realizado entre bautizados. Pero es importante conocer si es posible la circunstancia inversa, es decir, que pueda ser nulo el matrimonio por ser nulo el sacramento. Para lo cual sería preciso aceptar que la dimensión sacramental se constituye también en objeto directo del consentimiento matrimonial; dicho de otro modo, que el consentimiento no sólo daría origen al matrimonio que es sacramento, sino que tendría también la virtualidad autónoma de hacer el sacramento que es matrimonio. Veamos la respuesta a esta cuestión desde estas perspectivas: la que nos proporcionan algunos datos legales, y las respectivas valoraciones jurisprudenciales.

8. Cfr. T. RINCÓN-PÉREZ, El matrimonio misterio y signo. Siglos IX-XIII, Pamplona 1971. Una crítica a las recientes posturas revisionistas de los conceptos de indisolubilidad y consumación, puede verse en ID., El matrimonio cristiano… cit. pp. 129-167.

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1. Datos legales En las sentencias declarativas de nulidad los Tribunales eclesiásticos tienen como misión indagar si hubo o no consentimiento, y, si existió, en qué medida ese consentimiento fue capaz de producir un verdadero vínculo conyugal. Para ello, es necesario tener como referencia obligada el principio canónico sentado en el c. 1057 § 2: «El consentimiento matrimonial es el acto de voluntad, por el que el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio».

El hecho de que esa alianza irrevocable haya sido elevada «por Cristo Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados» (c. 1055 § 1) no añade nada a lo que constituye el objeto esencial del pacto conyugal. El c. 1099 es el único en que se hace mención explícita de la dignidad sacramental: «El error acerca de la unidad, de la indisolubilidad o de la dignidad sacramental del matrimonio, con tal que no determine a la voluntad, no vicia el consentimiento matrimonial».

En la revisión de ese canon, la cláusula circa dignitatem sacramentalem —que aparecía en el c. 1084 del CIC 17— desaparece durante mucho tiempo de los esquemas conocidos, hasta que se incluye definitivamente en la Relatio de 1981 por recomendación expresa de la Congregación para la Doctrina de la fe 9. Una de las razones que aconsejan la inclusión de esa cláusula es la de salvaguardar el principio de la inseparabilidad entre matrimonio y sacramento. El hecho es que un error acerca de la dignidad sacramental, siempre que determine a la voluntad, podrá ser relevante en orden a la validez del matrimonio. Se trataría de un capítulo autónomo de nulidad. La revisión del c. 1101 § 2 sobre simulación total y parcial, sufrió también distintos avatares. En el CIC 17 no aparecía la cláusula sacramentalem dignitatem, como objeto posible de exclusión o de simulación parcial; criterio éste que seguirán los primeros esquemas de revisión hasta la Relatio de 1981 en que se introduce momentáneamente, desapareciendo por fin del texto definitivo, por motivos prevalentemente ecuménicos 10. 2. Valoraciones jurisprudenciales La inseparabilidad entre contrato y sacramento, así como la irrelevancia de la falta de fe para la validez del pacto conyugal entre bautizados, católicos o

9. Cfr. Comm. XV, 1983, p. 233. Cfr. P. MAYER, El error que determina la voluntad. c. 1099 del CIC de 1983, Pamplona 1997, pp. 303-335. 10. Para los debates que tuvieron lugar en la Congregación Plenaria de la Comisión Pontificia para la Reforma del CIC, cfr. P. MAYER, El error..., cit., pp. 305-307.

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no, eran hasta hace poco dos postulados que impregnaban los fundamentos jurídicos de las sentencias de nulidad matrimonial. Como consecuencia de ello, el error acerca de la dignidad sacramental y la exclusión de la sacramentalidad sólo tenían relevancia respecto a la nulidad en la medida en que suponía la exclusión del matrimonio mismo, bien por simulación total, bien por condición añadida. En todo caso, la nulidad no radicaba directamente en el sacramento sino en el matrimonio, es decir, se consideraba nulo el sacramento por ser nulo el matrimonio, pero no a la inversa, ya que el objeto del consentimiento de las partes no es el sacramento sino el matrimonio. Recientemente se advierten ciertos intentos jurisprudenciales por iniciar una nueva etapa en la que los aspectos sacramentales del matrimonio tengan más relevancia a la hora de decidir la nulidad de un matrimonio. De ahí la paulatina relevancia que va adquiriendo la exclusión de la sacramentalidad como capítulo autónomo de nulidad, pese a que el legislador optó por no incluir la cláusula dignitas sacramentalis, entre los componentes de la simulación parcial del c. 1101 § 2. Se argumenta, en este sentido, que este precepto legal ha de ser interpretado a la luz del c. 1099, en el que se hace mención expresa del error circa dignitatem sacramentalem. Y así como el error puede determinar la voluntad a aceptar el matrimonio solamente no sacramental, viciando así el consentimiento, de igual modo cabría excluir con un acto positivo de voluntad la dignidad sacramental, con la misma relevancia de nulidad que cuando se excluye otro elemento esencial, o las propiedades esenciales de unidad e indisolubilidad. Aparte de las razones que aconsejaron la inclusión del error circa dignitatem sacramentalem (c. 1099) y que desaconsejaron la inclusión de esa misma cláusula en el capítulo de la simulación parcial (c. 1101 § 2) 11, es conveniente tener en cuenta que se trata de dos categorías bien diferenciadas: el error y la simulación. El eventual error determinans voluntatem excluye o destruye la voluntad de contraer; mientras que en el caso de la simulación parcial, no se excluye la voluntad, sino que es la voluntad la que excluye algún elemento esencial, o una propiedad esencial. En ambos casos, hay una divergencia entre el proyecto de matrimonio y la intención de contraerlo, pero en el caso de error, la divergencia es ignorada o inconsciente, mientras que en el supuesto de la simulación tal divergencia es querida y consciente. Acaso por eso, el error determinans circa dignitatem sacramentalem, puede ser jurídicamente relevante, mientras que no parece que lo sea per se —si no se resuelve en simulación total— la exclusión de la sacramentalidad. Aceptada la tesis de la inseparabilidad, un matrimonio —entre bautizados— sin sacramento es un imposible eclesial, como lo es el regreso al puro orden de la creación, sin redención. Por la misma razón, parece también un imposible 11. En el primer caso, la salvaguardia del principio de inseparabilidad; en el segundo, la evitación de conflictos en los matrimonios mixtos con los protestantes que no aceptan la sacramentalidad del matrimonio.

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eclesial que la voluntad excluya la sacramentalidad realmente. Cosa distinta es que haya una actitud sicológica de excluir esa sacramentalidad y que de hecho se manifieste en una voluntad expresa de excluirla, en cuyo supuesto, pese a las apariencias, lo que en el fondo excluye realmente es el matrimonio mismo por ser éste el único ámbito en que la voluntad tiene capacidad decisoria. Parece claro que quienes sustentan este incipiente cambio jurisprudencial no ponen en duda la doctrina de la Iglesia acerca de la inseparabilidad. Pero las razones que invocan para justificar ese cambio, es decir, la nulidad del matrimonio por exclusión de la sacramentalidad, a veces oscurecen la especificidad sacramental del matrimonio y, como consecuencia, la identidad real entre el matrimonio del principio y su configuración sacramental. Una sacramentalidad que no eligen los esposos, sino que les viene dada a su matrimonio —si éste es válido, es decir, si comporta todos los elementos naturales para ser válido— por el hecho objetivo de estar bautizados. Para que sea sacramento, no se exige a los contrayentes un plus de intención y de consentimiento además del que se exige para realizar el pacto conyugal. Por todo ello, no parece muy conveniente que el juez eclesiástico, aunque tenga conciencia cierta de que un matrimonio es inválido, invoque como capítulo autónomo la exclusión de la sacramentalidad, salvo que esa exclusión redunde en simulación total. Si se aceptan los aspectos sacramentales como objeto del consentimiento matrimonial, se terminaría por aceptar la relevancia de la sacramentalidad en el c. 1095, 3.º, es decir, la posible nulidad de un matrimonio por incapacidad para asumir las obligaciones sacramentales, sin saber muy bien cuales sean esas obligaciones distintas de las que conforman esencialmente el pacto conyugal.

VI. LA PREPARACIÓN ADECUADA PARA EL MATRIMONIO EN LA DISCIPLINA CANÓNICA VIGENTE

1. Introducción Al agruparlos en un único capítulo (cfr. cc. 1063-1072), la legislación vigente muestra un especial interés en regular los aspectos básicos de la preparación para el matrimonio, tomando en consideración no sólo las medidas jurídico-administrativas —el expediente matrimonial— tendentes a garantizar la celebración válida y lícita del matrimonio, sino todo aquello que exige una celebración fructuosa del sacramento. Se parte del convencimiento de que el matrimonio cristiano sobre el que se funda la familia, constituye un camino de santidad, una especial vocación dentro de la Iglesia, para cuyo cumplimiento los esposos cristianos «están fortificados y como consagrados por un sacramento peculiar» (GS, 48). Aquí sólo nos referiremos a las medidas más específicamente pastorales, teniendo en cuenta que en toda esta materia han de conjugarse adecuadamente 364

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diversos criterios; en concreto, los de validez, de licitud y de eficacia o fructuosidad sacramental. Como quiera que el matrimonio entre bautizados es un sacramento de la Nueva Alianza que significa y produce una gracia específica en orden al mejor cumplimiento de la misión conyugal y familiar, toda preparación habrá de buscar como objetivo último que los contrayentes y luego los cónyuges se dispongan para el logro de ese fruto. Pero no faltarán ocasiones en que ese fruto quede bloqueado por falta de una disposición adecuada. Ello no será óbice para que prevalezca en ese caso el criterio de la validez sobre el de la fructuosidad, al entrar en juego otro elemento primordial cual es el ius connubii, el derecho de todo hombre —de todo cristiano— a contraer el matrimonio. No se pierda de vista, a este respecto, que todo matrimonio válido de dos bautizados, a semejanza de los sacramentos que imprimen carácter (bautismo, confirmación, orden sagrado), ya tiene de por sí una eficacia sacramental, lo que hace de él un signo permanente y participativo de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia. 2. Necesidad actual de la preparación para el matrimonio «En nuestros días es más necesaria que nunca la preparación de los jóvenes al matrimonio y a la vida familiar. En algunos países siguen siendo las familias mismas las que, según antiguas usanzas, transmiten a los jóvenes los valores relativos a la vida matrimonial y familiar mediante una progresiva obra de educación o iniciación. Pero los cambios que han sobrevenido en casi todas las sociedades modernas exigen que no sólo la familia, sino también la sociedad y la Iglesia se comprometan en el esfuerzo de preparar convenientemente a los jóvenes para las responsabilidades de su futuro». Esta necesidad de preparación, añade el Papa, «vale más aún para el matrimonio cristiano, cuyo influjo se extiende sobre la santidad de tantos hombres y mujeres. Por esto, la Iglesia debe promover programas mejores y más intensos de preparación al matrimonio, a fin de eliminar lo más posible las dificultades en que se debaten tantos matrimonios, y más aún para favorecer positivamente el nacimiento y maduración de matrimonios logrados» (FC, 66). En un discurso a los participantes en la Asamblea plenaria del Consejo Pontificio para la familia, de 26.V.1984, el Papa resumiría esa misma idea del siguiente modo: «El porvenir de la humanidad pasa a través de la familia. Es posible, sin embargo, ir más allá, y afirmar que el porvenir de la familia pasa a través de una adecuada preparación».

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3. Objetivos generales de la catequesis prematrimonial Es importante, incluso desde un punto de vista jurídico, poner de relieve los objetivos que deben presidir toda preparación al matrimonio cristiano, sea ésta la preparación general, o sea la que precede inmediatamente a las nupcias. En efecto, es importante resaltar que el horizonte de esa preparación no viene delimitado por la simple instrucción sobre aquellos aspectos del matrimonio que dicen relación a la validez o licitud del pacto conyugal. Cierto que esto no debe obviarse 12. Pero la preparación ha de abrirse a una perspectiva más amplia desde la cual contemplar el matrimonio entre bautizados como una específica vocación cristiana, es decir como un camino peculiar de santidad que son capaces de recorrer todos aquellos bautizados que no sólo contraen válida y lícitamente, sino que además se abren a la gracia específica del sacramento. Todo matrimonio válido es signo del amor de Dios a la humanidad que, en el caso del matrimonio entre bautizados, se concreta en el amor de Cristo a la Iglesia. Pero esa significación, ínsita en toda unión conyugal, como toda misión objetivada en la vocación cristiana, ha de hacerse testimonio, ha de hacerse vida en los propios cónyuges. Lo cual sólo es posible porque esos cónyuges, fundantes de la familia cristiana, en virtud del sacramento «poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida» (FC, 49). El n. 68 de FC está dedicado, en buena medida, a exponer las razones que «aconsejan a la Iglesia admitir a la celebración a quien está imperfectamente dispuesto». Muchas de esas razones se mueven en el ámbito de la validez del matrimonio, en el que no aparece como necesaria la fe de los contrayentes. El Papa responde así a una preocupación teológico-canónica que se dejó sentir en la propia aula del Sínodo de Obispos, según vimos más arriba. Desde esta perspectiva, la sacramentalidad del matrimonio no viene determinada por la vivencia más o menos explícita de los compromisos bautismales, el primero de los cuales es la fe personal, sino por el hecho objetivo de que por el bautismo los contrayentes están elevados a un orden nuevo en el que la conyugalidad ya no puede ser otra que la sacramental. Pero dicho todo esto, hay que añadir inmediatamente que en la mente del Papa no es ésta la única ni la más importe perspectiva en la que se ha de formar a los contrayentes. Una cosa son los problemas de validez, y otra muy distinta son los aspectos

12. El Pontificio Consejo para la familia pone énfasis en este aspecto de la preparación para el matrimonio. La sacramentalidad «no es algo sobreañadido o extrínseco al ser natural del matrimonio, sino que es el mismo matrimonio querido indisoluble por el Creador, el que es elevado a sacramento por la acción redentora de Cristo, sin que ello suponga ninguna desnaturalización de la realidad». El no entender adecuadamente la peculiaridad de este sacramento respecto a los otros, añade el Documento, tiene una incidencia especial en la preparación para el matrimonio: «Los loables esfuerzos en preparar a los novios para la celebración del sacramento, pueden desvanecerse sin una comprensión clara de lo que es el matrimonio absolutamente indisoluble que van a contraer». Vid. Familia, matrimonio y «uniones de hecho», n. 35, Libreria Editrice Vaticana, 2000, p. 59.

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pastorales de la preparación para esa peculiar forma de vida cristiana, en la que la fructuosidad del sacramento cobra todo su sentido. «Una vez más —concluye el Papa— se presenta en toda su urgencia la necesidad de una evangelización y catequesis pre-matrimonial y post-matrimonial, puestas en práctica por toda la comunidad cristiana, para que todo hombre y toda mujer que se casan, celebren el sacramento del matrimonio no sólo válida sino también fructuosamente».

Aclarados los problemas teológico-canónicos sobre la validez de las nupcias, toda la catequesis pre-matrimonial debe apuntar hacia el fruto del sacramento, para lo cual es imprescindible que se convierta en un verdadero itinerario de fe, es decir, en «una ocasión privilegiada para que los novios vuelvan a descubrir y profundicen la fe recibida en el bautismo y alimentada con la educación cristiana. De esta manera reconocen y acogen libremente la vocación a vivir el seguimiento de Cristo y el servicio al Reino de Dios en el estado matrimonial» (FC, 51); porque sólo mediante la fe —se había dicho poco antes— los esposos «pueden descubrir y admirar con gozosa gratitud a qué dignidad ha elevado Dios el matrimonio y la familia, constituyéndolos en signo y lugar de la alianza de amor entre Dios y los hombres, entre Jesucristo y la Iglesia esposa suya» (ibidem). En esta perspectiva de fe, la catequesis pre-matrimonial habrá de dar, en definitiva, un lugar prevalente a una formación para el matrimonio cristiano en la que aparezcan resaltadas estas cuatro ideas madres que extraemos resumidamente de FC 56: a) El sacramento del matrimonio, que presupone y especifica la gracia santificadora del bautismo, es fuente y medio original de santificación propia para los cónyuges y para la familia cristiana. b) El don de Jesucristo, es decir, el misterio de su muerte y resurrección, en virtud del cual el amor conyugal es purificado y santificado, «no se agota en la celebración del sacramento del matrimonio, sino que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su existencia». Esto es lo que dijo el Concilio al señalar que los esposos cristianos «para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial…» (LG, 48). Lo cual quiere decir, en terminología canónica, que la sacramentalidad del matrimonio no se agota en el in fieri, sino que se proyecta sobre in facto esse, no es sólo sacramento dum fit, sino dum permanet; con otras palabras, la sacramentalidad no afecta sólo al pacto conyugal, que es el sacramentum tantum, sino al vínculo, o res et sacramentum, según la terminología clásica. c) Como consecuencia de lo anterior, la vocación universal a la santidad está dirigida también a los cónyuges y padres cristianos; vocación que está especificada por el sacramento celebrado y traducida concretamente por las realidades propias de la existencia conyugal y familiar. De ahí nacen —subraya el Papa— «la gracia y la exigencia de una auténtica y profunda espiritualidad 367

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conyugal y familiar, que ha de inspirarse en los motivos de la creación, de la alianza, de la Cruz, de la resurrección y del signo…». d) Finalmente, así como del sacramento derivan para los cónyuges el don y el deber de vivir cotidianamente la santificación recibida, «del mismo sacramento brotan también la gracia y el compromiso moral de transformar toda su vida en un continuo sacrificio espiritual». Este es el modo propio y específico de ejercer los cónyuges cristianos la función de santificar (c. 835 § 4) y «de consagrar el mundo mismo a Dios» (LG, 34) por medio de las realidades terrenas y temporales que los caracterizan. Todo lo dicho hasta aquí, respecto a los principales objetivos que deben presidir una verdadera catequesis pre-matrimonial, no es ajeno a lo que, sobriamente, como corresponde a una norma codicial, establece el c. 1063. En efecto, la obligación que impone a los pastores de almas tiene como fin que el estado matrimonial «se mantenga en el espíritu cristiano y progrese hacia la perfección». Asimismo, la preparación personal de los novios tiene como objetivo que estos «se dispongan para la santidad y las obligaciones del nuevo estado», y, de inmediato, «para una fructuosa celebración litúrgica del matrimonio, que ponga de manifiesto que los cónyuges se constituyen en signo del misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia y que participan de él». 4. Fases y contenidos de la preparación Como anticipo de lo que luego establecería el Código —FC es anterior a la promulgación de éste—, el Papa describe la preparación para el matrimonio como un proceso gradual y continuo que implica tres momentos principales: a) preparación remota; b) preparación próxima; y c) preparación inmediata. Más adelante (n. 69), FC se referirá a un cuarto momento: la asistencia pastoral de la familia ya constituida; lo equivalente a la formación permanente de los cónyuges y padres. a) El c. 1063 describe también ese proceso gradual y continuo en la asistencia pastoral relativa al matrimonio que ha de llevar a cabo toda la comunidad cristiana, y que están obligados a impulsar los pastores de almas. Se trata, en primer lugar, de la formación general, que ha de impartirse a todos los cristianos, acerca del significado y exigencias del matrimonio, en cuanto realidad natural y sacramental. «Esta preparación remota comienza desde la infancia, en la juiciosa pedagogía familiar, orientada a conducir a los niños a descubrirse a sí mismos como seres dotados de una rica y compleja psicología y de una personalidad particular con sus fuerzas y debilidades. Es el período en que se imbuye la estima para todo auténtico valor humano, tanto en las relaciones interpersonales, como en las sociales, con todo lo que significa para la formación del carácter, para el dominio y recto uso de las propias incli-

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naciones, para el modo de considerar y encontrar a las personas del otro sexo, etc. Se exige, además, especialmente para los cristianos, una sólida formación espiritual y catequística, que sepa mostrar en el matrimonio una verdadera vocación y misión, sin excluir la posibilidad del don total de sí mismo a Dios en la vocación a la vida sacerdotal o religiosa» (FC, 66).

b) El siguiente momento es ya la preparación próxima para contraer matrimonio. Se trata de la preparación personal de los novios mediante la cual se dispongan para la santidad y las obligaciones de su nuevo estado. El legislador apunta los objetivos últimos que han de inspirar la catequesis prematrimonial propiamente dicha, pero no detalla ni los contenidos del programa de preparación, ni los instrumentos más adecuados para llevarla a cabo. FC, aunque también de forma meramente indicativa, detalla más los contenidos posibles de una catequesis pre-matrimonial. Se trata, en primer lugar, de una preparación más específica para los sacramentos, de manera especial para el sacramento del matrimonio, a fin de que sea celebrado y vivido con las debidas disposiciones morales y espirituales. «Esta formación religiosa de los jóvenes —añade el Papa— deberá ser integrada, en el momento oportuno y según las diversas exigencias concretas, por una preparación a la vida en pareja, que, presentando el matrimonio como una relación interpersonal del hombre y de la mujer a desarrollarse continuamente, estimule a profundizar en los problemas de la sexualidad conyugal y de la paternidad responsable, con los conocimientos médico-biológicos esenciales que están en conexión con ella y los encamine a la familiaridad con rectos métodos de educación de los hijos, favoreciendo la adquisición de los elementos de base para una ordenada conducción de la familia (trabajo estable, suficiente disponibilidad financiera, sabia administración, nociones de economía doméstica, etc.)» (ibidem).

c) Dentro ya de la fase de preparación inmediata, el documento pontificio añade que «entre los elementos a comunicar en este camino de fe, análogo al catecumenado, debe haber también un conocimiento serio del misterio de Cristo y de la Iglesia, de los significados de gracia y responsabilidad del matrimonio cristiano, así como la preparación para tomar parte activa y consciente en los ritos de la liturgia nupcial» (ibidem). Este último aspecto —el de la preparación litúrgica— lo recoge también el c. 1063, 3.º. Se trata de ayudar a los novios a captar el significado misterioso del matrimonio cristiano, así como la participación como cónyuges en dicho misterio. 5. Organización de la pastoral prematrimonial FC estimó deseable que fueran las Conferencias Episcopales quienes asumiesen la tarea de publicar un directorio para la pastoral de la familia. «En él deberán establecerse ante todo los elementos mínimos de contenido, de duración y de método de los cursos de preparación, equilibrando entre ellos los diversos aspectos —doctrinales, pedagógicos, legales y médicos— que intere369

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san al matrimonio, y estructurándolos de manera que cuantos se preparan a él, además de una profundización intelectual, se sientan animados a inserirse vitalmente en la comunidad eclesial» (n. 66). Según el c. 1064: «Corresponde al Ordinario del lugar cuidar de que se organice debidamente esa asistencia, oyendo también, si parece conveniente, a hombres y mujeres de experiencia y competencia probadas». Se ve, en todo caso, que las normas codiciales sobre formación para el matrimonio son normas básicas que necesitan el auxilio de normas particulares, provengan éstas de las Conferencias Episcopales o de los propios Obispos a través de los directorios diocesanos de preparación prematrimonial. 6. Preparación para el matrimonio y «ius connubii» Con ser muy necesaria y urgente la preparación para el matrimonio cristiano, también lo es la salvaguardia del derecho a contraer matrimonio que asiste a todo bautizado. Por eso, en todas las instancias —también las normativas— deberá buscarse un adecuado equilibrio entre ese derecho y la conveniencia de dignificar la celebración del sacramento del matrimonio; en otras palabras, el equilibrio entre el derecho a contraer un matrimonio válido —y sacramental—, y el deber de que sea fructuoso, de que despliegue toda su eficacia sacramental. En este sentido, cualquier esfuerzo pastoral será pequeño siempre que a la par no se lesione ningún derecho del cristiano. En la disciplina antigua, la norma formalizadora del ius connubii encabezaba la reglamentación de los impedimentos. El actual c. 1058 está situado entre los cánones preliminares, dándose a entender así que no sólo sirve como punto de referencia para la regulación adecuada de las capacidades e impedimentos, sino de todo aquello que pueda significar una restricción del derecho a contraer matrimonio, como es el caso de la preparación que ahora nos ocupa.

Dos son las vías por las que puede hacerse presente la arbitrariedad, o lesionarse el derecho fundamental al matrimonio-sacramento: a) el grado o la naturaleza de la obligatoriedad de las normas preparatorias, como, por ejemplo, los cursillos prematrimoniales; b) el grado de exigibilidad de la fe personal de los contrayentes para la conclusión del pacto conyugal 13. Como venimos repitiendo, la fe subjetiva es un factor de eficacia, de fructuosidad, pero no de validez. A mayor fe, mejor disposición subjetiva para recibir la plenitud de la gracia, del don de Jesucristo, que se comunica a través del matrimonio, y mayor capacidad sobrenatural para cumplir los compromisos matrimoniales y para responder fielmente a la vocación y misión que el matrimonio cristiano implica. De ahí que sea un imperativo pastoral adoptar todas 13. Cfr. al respecto T. RINCÓN-PÉREZ, El matrimonio cristiano… cit., especialmente el cap. Preparación para el matrimonio y«ius connubii», pp. 349-396.

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las medidas tendentes a lograr ese objetivo último. Pero se lesionaría el derecho fundamental al matrimonio, si se trasladase inadecuadamente al ámbito de la validez —de la capacidad de los contrayentes— aquello que corresponde sólo al ámbito de la eficacia sacramental. Tal podría ser el caso, por ejemplo, de incluir en el expediente matrimonial la exigencia bajo juramento de profesar la fe católica por parte de los contrayentes. Reflexión parecida cabe hacer respecto a la naturaleza y grado de obligatoriedad de las normas que regulan la preparación para el matrimonio en cuanto acción formativa-pastoral. Es indudable en este sentido que estamos ante una obligación moral que afecta tanto a los responsables de la formación como a los propios contrayentes. Siendo moralmente obligatorio prepararse para realizar un acto de tal trascendencia, personal y social, parece lógico pensar que es pastoralmente exigible la asistencia a los medios de formación que los responsables pastorales deben programar. Pero, ¿se trataría de una exigencia jurídica?, ¿cómo compaginar lo pastoralmente exigible con la salvaguarda del derecho a contraer matrimonio? En la práctica no será fácil discernir una y otra dimensión, pero habrá de hacerse un esfuerzo por guardar un delicado equilibrio entre ese derecho fundamental y la necesaria preparación. Ese parece ser el sentido que cabe dar a este conocido texto de Familiaris Consortio, 66: «Aunque no se ha de menospreciar la necesidad y obligatoriedad de la preparación inmediata al matrimonio —lo cual sucedería si se dispensare fácilmente de ella—, sin embargo, tal preparación debe ser propuesta y actuada de manera que su eventual omisión no sea un impedimento para la celebración del matrimonio». Este adecuado equilibrio entre el derecho a contraer matrimonio y el deber de que sea una celebración sacramental digna y fructuosa, aparece también en las normas establecidas en el c. 1065 en relación con la recepción previa de los sacramentos de la confirmación, de la penitencia y de la Santísima Eucaristía. En efecto, en dicho precepto codicial se establecen en sendos parágrafos dos normas de distinta naturaleza: la exigencia de recibir el sacramento de la confirmación antes de ser admitido al matrimonio, y la encarecida recomendación a los contrayentes a que confiesen y comulguen con el fin de recibir fructuosamente el sacramento del matrimonio. A propósito de la primera norma, durante los trabajos de codificación 14 algunos consultores llegaron a pedir dos cosas contrapuestas: o bien la supresión de la necesidad de la confirmación, o, por el contrario, su necesidad absoluta, facultando a los párrocos para administrar el sacramento de la confirmación antes del matrimonio. El legislador optó por reproducir literalmente la norma del CIC 17, según la cual se urge que los contrayentes estén confirmados antes de acceder al

14. Cfr. Comm. IX, 1977, pp. 140-141.

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matrimonio, pero no de forma absoluta; tan sólo si ello es posible sin dificultad grave. A nadie se le oculta que de este modo el legislador muestra un delicado respeto al ius connubii, al no imponer una nueva traba a su ejercicio cuando aparece una dificultad grave para ser confirmado, como puede ser la falta de ministro. Respecto a si el párroco podría confirmar en ese supuesto, hay que estar a lo que establecen los cc. 882 y 883 acerca del ministro del sacramento de la confirmación. Por lo que se refiere a la recomendación de recibir la penitencia y la Eucaristía, es conveniente señalar una pequeña diferencia entre el c. 1033 del CIC 17 y el vigente c. 1065 § 2. La norma antigua imponía directamente a los párrocos el deber de exhortar «vehementemente» a los novios a confesar los pecados y a recibir piadosamente la Eucaristía, mientras que el precepto vigente dirige la recomendación a los propios contrayentes. Esto no significa obviamente, que los párrocos —y en general quienes preparan para el matrimonio— no tengan el deber pastoral de recordar a los contrayentes esa recomendación, es decir, de hacerles comprender, por un lado, que no basta la celebración válida del matrimonio, sino que es preciso además remover el obstáculo del pecado para que el sacramento sea fructuoso; y, por otro, que la Eucaristía es «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG, 11) y que, por consiguiente, sobre ella debe edificarse desde sus comienzos la comunidad conyugal, y la familia como Iglesia doméstica. En todo caso, se trata de una recomendación a fin de recibir fructuosamente el sacramento del matrimonio. El ius connubii aparece de nuevo aquí como punto de referencia necesario a fin de evitar cualquier traba a la celebración del matrimonio, en el supuesto de que los novios no quisieran confesarse o comulgar. Aun suponiendo que fuera aplicable al sacramento del matrimonio —sacramento de vivos— la categoría moral de sacrilegio, si se recibe sin las debidas disposiciones, ello no debe esgrimirse como argumento pastoral para apartar de la celebración del matrimonio canónico a ciertos contrayentes. Esta razón sólo tendría sentido si se partiera de la separabilidad entre matrimonio y sacramento, es decir, si se aceptara la existencia de un matrimonio no sacramental entre bautizados. A partir de la tesis de la inseparabilidad —sobre la que se funda el c. 1055—, para evitar el sacrilegio habría que inducir a los contrayentes a vivir en una relación no matrimonial, lo cual entrañaría un mal mayor.

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PARTE TERCERA

OTROS ACTOS DE CULTO LUGARES Y TIEMPOS SAGRADOS

Los medios de tributar culto a Dios y de obrar la santificación de los hombres no se agotan en la actividad litúrgico-sacramental. Por eso, el Libro IV del CIC, tras regular con la amplitud debida en la I Parte esa actividad sacramental, dedica la II Parte a los demás actos de culto, y la III Parte, a los Lugares y Tiempos sagrados. Siguiendo estas pautas sistemáticas del CIC, la última parte de este trabajo tiene por objeto el análisis sintético de esos tres temas: Otros actos de culto (Cap. XX); Lugares sagrados (Cap. XXI); Tiempos sagrados (Cap. XXII).

CAPÍTULO XX

OTROS ACTOS DE CULTO

La actividad santificadora y cultual que se realiza en y por la Iglesia tiene en los sacramentos su grado máximo de expresividad y de eficacia. Y, entre ellos, la Eucaristía es el centro, el culmen y la fuente de todo el culto que el entero Pueblo de Dios tributa al Padre por la mediación del Hijo y a impulsos del Espíritu Santo. Con todo, así como la sagrada liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia ni abarca toda la vida espiritual del cristiano, tampoco la actividad estrictamente sacramental es el único modo de rendir culto a Dios y de alcanzar la santificación. Por eso, no es de extrañar que la nueva ordenación canónica de los otros actos de culto, inspirada en las propuestas y orientaciones de la Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium, adquiera un especial relieve dentro del Libro IV del Código, dedicado a la función santificadora de la Iglesia. I. LOS SACRAMENTALES 1. Noción El antiguo Código describía los sacramentales como cosas o acciones de las que se sirve la Iglesia para conseguir por su impetración efectos espirituales. Y ciertamente los sacramentales pueden consistir en cosas materiales —el agua, por ejemplo— transcendidas de significación por medio de la dedicación o la bendición constitutiva, y por el uso subsiguiente; o pueden consistir asimismo en acciones —bendiciones, unciones, etc.— en cuya realización se significan y producen efectos espirituales, pero no por una virtualidad inherente a la propia acción, sino por la impetración de la Iglesia. Así descritos, los sacramentales tienen una cierta semejanza con los sacramentos. De ahí que el c. 1166, inspirándose literalmente en SC, 60, los defina 375

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como signos sagrados por medio de los cuales se significan y se obtienen por la intercesión de la Iglesia unos efectos principalmente espirituales. Se asemejan a los sacramentos «en cuanto: a) son signos sagrados sensibles, muchas veces con materia y forma; b) son medios públicos de santificación; c) destinados a producir efectos principalmente espirituales; d) su confección y administración son actos de culto público (c. 834); e) su eficacia deriva del misterio pascual de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo (cfr. SC, 61). »Pero difieren esencialmente en que: a) los sacramentos son de institución divina (...), mientras que los sacramentales son de institución eclesiástica y están por entero a disposición de la Iglesia; b) los sacramentos son causa eficiente instrumental mediata de la gracia que significan; es decir, producen ex opere operato la gracia en cuanto Cristo Salvador ha querido ligar a ellos, como tales signos, la aplicación a los hombres de los méritos de su Pasión; mientras que los sacramentales son signos a los que la Iglesia ha querido ligar su intercesión no infalible pero sí poderosa, para conseguir de Dios efectos espirituales, pero no los producen ex opere operato; sólo los obtienen; c) los sacramentos son signos de la gracia, los sacramentales lo son de la oración de la Iglesia; d) todos los sacramentos tienen como fin principal producir la gracia que significan y sólo secundariamente producen beneficios temporales; los sacramentales por el contrario se instituyen, no para producir la gracia, sino pra disponer a los hombres a recibirla y para santificar las diversas circunstancias de la vida (cfr. SC, 60 y 61)» 1. El hecho de que los sacramentales sean de institución eclesiástica y estén vinculados a la intercesión de la Iglesia universal, es lo que determina que sólo a la Sede Apostólica corresponda establecer nuevos sacramentales, interpretar auténticamente los ya existentes y suprimir o modificar algunos de ellos (c. 1167 § 1). 2. Administración de los sacramentales La celebración o administración de los sacramentales debe realizarse observando diligentemente los ritos y fórmulas que establecen los Rituales, de carácter universal, o propios de cada región pero aprobados en todo caso por la Sede Apostólica. Es inválida la administración si no se emplea la fórmula prescrita por la Iglesia. Como regla general, sólo los clérigos son ministros ordinarios de los sacramentales. No obstante, en cumplimiento de un mandato conciliar (cfr. SC, 79) el c. 1168 establece la posibilidad de que en circunstancias particulares y a juicio del Ordinario, algunos sacramentales puedan ser administrados por laicos que posean las debidas cualidades 2. 1. J.T. MARTÍN DE AGAR, Comentario al c. 1166, Edición anotada del CIC, 5.ª ed., Pamplona 1992, p. 705. 2. Cfr. MARÍA DEL Mar MARTÍN, Comentario al c. 1169, en VV.AA., Comentario Exegético..., cit., Vol. III, pp. 1655-1660. Puede verse aquí un elenco de las bendiciones que eventualmente pueden impartir los laicos.

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De todos modos, la mencionada posibilidad recogida en el Concilio no modifica el principio general antes señalado. Es decir, que si bien la administración de los sacramentales no está esencialmente vinculada al sacramento del orden, han de ser los ordenados los que ordinariamente los administren. Así se desprende también, como regla general, y respecto al ministerio de la bendición, de lo establecido en el Rituale romanum de benedictionibus, de 1985, en el n. 18 de sus Praenotanda generalia, según el cual, aunque los acólitos, los lectores y otros laicos que reúnan determinadas cualidades, y a juicio del Ordinario del lugar, pueden celebrar algunas bendiciones, sin embargo, «cuando esté presente un sacerdote o un diácono, déjesele a él la función de presidir». En todo caso, no basta la potestad de orden; se requiere además que el clérigo esté provisto de la debida potestad, o por el Derecho mismo o por concesión expresa de la autoridad competente. A este respecto, el Código establece las siguientes normas generales: a) Consagraciones y dedicaciones La consagración es un sacramental por el que se destinan a Dios de un modo permanente las personas. La dedicación, en cambio, es un sacramental por medio del cual se destinan al culto divino de modo estable determinadas cosas y lugares que quedan así configurados como sagrados (un altar, una iglesia). La confección válida de estos dos sacramentales requiere como regla general que el ministro tenga el carácter episcopal; pero pueden también realizarlos los presbíteros que estén facultados para ello o por el Derecho o por concesión legítima (cfr. c. 1169 § 1). b) Bendiciones En el Código antiguo se distinguía expresamente entre bendición constitutiva por la que una persona o cosa queda destinada de forma estable al culto divino, y bendición invocativa por la que se piden gracias especiales para personas y cosas. La legislación vigente no menciona explícitamente esta doble clase de bendición, pero entiende por cosa sagrada la destinada al culto mediante dedicación o bendición (c. 1171), lo cual implica la existencia de una bendición constitutiva, aquella que convierte una cosa en sagrada. Todas aquellas cosas o lugares destinados al culto divino que no requieren la dedicación (como la requieren domus ecclesiae y altares fijos), han de ser bendecidos para que sean cosas o lugares sagrados. Los presbíteros pueden dar toda clase de bendiciones no reservadas o al Romano Pontífice o a los Obispos (cfr. c. 1169 § 2), incluidas, por tanto, las bendiciones constitutivas; a no ser que, estando presente el Obispo, presida él la bendición (cfr. De benedictionibus, n. 18,b). 377

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Los diáconos no pueden en ningún caso realizar consagraciones ni dedicaciones, y tan sólo pueden impartir aquellas bendiciones que el Derecho expresamente les permita (cfr. c. 1169 § 3, y De benedictionibus, n. 18,c). c) Exorcismos Exorcismo es la invocación del nombre de Dios, hecha por un ministro legítimo con el fin de alejar de modo imperativo al demonio de alguna persona, animal, lugar o cosa. Hay exorcismos que constituyen parte integrante de otros ritos litúrgicos, como por ejemplo del rito bautismal. Fuera de estos casos, la legitimidad para realizar exorcismos está rigurosamente establecida por el c. 1172: sin licencia peculiar y expresa del Ordinario del lugar nadie puede realizar legítimamente exorcismos sobre los posesos; más aún, el Ordinario del lugar concederá esta licencia solamente a un presbítero piadoso, docto, prudente y con integridad de vida 3. Con el fin de evitar la proliferación de prácticas abusivas al respecto, la Cong. para la Doctrina de la Fe, con Carta de 29.IX.1985 4 invita encarecidamente a los Obispos a que urjan la observancia de esta norma. La misma Congregación publica el 22.XI.2000 una Instrucción sobre las oraciones para obtener la curación de las enfermedades 5. En la primera parte se analizan los aspectos doctrinales, en especial los relacionados con el «carisma de curación». En la segunda parte se establecen normas disciplinares sobre las oraciones de curación litúrgicas o no litúrgicas. En este contexto, el art. 8 se refiere a los exorcismos en estos términos: § 1. El ministerio del exorcistado debe ser ejercido en estrecha dependencia del Obispo diocesano, y de acuerdo con el c. 1172, la Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe del 29.IX.1985 y el Rituale Romanum (De exorcismis et supplicationibus quibusdam, MIM, Praenotanda, 13-19). § 2. Las oraciones de exorcismo, contenidas en el Rituale Romanum, deben permanecer distintas de las oraciones usadas en las celebraciones de curación, litúrgicas o no litúrgicas. § 3. Queda absolutamente prohibido introducir tales oraciones en la celebración de la Santa Misa, de los sacramentos o de la liturgia de las horas».

II. LITURGIA DE LAS HORAS «La Iglesia, ejerciendo la función sacerdotal de Cristo, celebra la liturgia de las horas, por la que oyendo a Dios que habla a su pueblo y recordando el miste3. Cfr. MARÍA DEL MAR MARTÍN, Comentario al c. 1172, ibidem, pp. 1666-1669; A.M. TRIACCA, L’esorcismo, en «I Sacramentali e le benedizioni», Génova 1989, p. 171. 4. AAS 77, 1985, p. 1169. 5. Vid. en DP-174, 2000, Palabra, enero de 2001.

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rio de la salvación, le alaba sin cesar con el canto y la oración al mismo tiempo que ruega por la salvación de todo el mundo» (c. 1173).

Por eso, «cuando los sacerdotes y todos aquellos que han sido destinados a esta función por encargo de la Iglesia cumplen debidamente ese admirable canto de alabanza, o cuando los otros fieles oran junto con el sacerdote en la forma establecida, entonces es en verdad la voz de la misma Esposa que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo mismo, con su Cuerpo, al Padre» (SC, 84). El Oficio, había escrito con anterioridad el Papa Pío XII, «es como la misma voz del Señor que, por medio de su sacerdote, continúa implorando de la clemencia del Padre los beneficios de la Redención; es la voz del Señor, a la que se asocian los coros de los ángeles y de los santos en el cielo y de todos los fieles en la tierra, para glorificar debidamente a Dios; es la voz misma de Cristo, nuestro abogado, a través de la que nos son obtenidos los inmensos tesoros de sus méritos» 6. De acuerdo con su carácter de culto público, los primeros obligados a celebrar diariamente la liturgia de las horas son los diáconos que se preparan para el presbiterado, y todos los sacerdotes —presbíteros y Obispos— (cc. 276 § 2 y 1174 § 1). El sacerdote «es el intercesor público y oficial de la humanidad cerca de Dios y ha recibido el encargo y el mandato de ofrecer a Dios en nombre de la Iglesia no sólo el real y verdadero Sacrificio del Altar, sino también el sacrificio de la alabanza, con la plegaria pública y oficial» 7. Esta conexión entre el ministerio eucarístico y el ministerio de la oración pública es puesta también de relieve por el Decreto conciliar Presbyterorum Ordinis, 5: «Las alabanzas y acciones de gracias que elevan en la celebración de la Eucaristía, las prosiguen los mismos presbíteros a lo largo de las diversas horas del día en el rezo del Oficio divino mediante el cual oran a Dios en nombre de la Iglesia por todo el pueblo que les ha sido encomendado, e incluso por el mundo entero» 8. El sacerdote no debe olvidar tampoco que el Oficio divino «es además fuente de piedad y alimento de la oración personal» (SC, 90). Los diáconos permanentes tan sólo están obligados a rezar aquella parte del Oficio divino que determine la Conferencia Episcopal (c. 276 § 2, 3.°). En España, por ejemplo, la obligación se limita al rezo de Laudes y Vísperas. Están también obligados a la celebración de la liturgia de las horas, de acuerdo con lo que establezcan las respectivas constituciones, los miembros de 6. Enc. Menti nostrae, 23.IX.1950. Cfr. J.A. ABAD, Comentario al c. 1173, en VV.AA., Comentario Exegético..., cit., Vol. III, pp. 1670-1678. 7. PÍO XI, Ad catholici sacerdotii, 20.XII.1935. 8. La obligación de los sacerdotes de celebrar todos los días la liturgia de las horas es ciertamente de índole moral, es decir, difícilmente es exigible jurídicamente, pese a lo cual conviene significar que tampoco carece de relevancia canónica, pues la oración pública es un elemento integrante de ese buen servicio que el sacerdocio ministerial debe en justicia al sacerdocio común de los fieles. Sobre la obligación moral sub gravi de la recitación íntegra del Oficio divino por parte de los sacerdotes, véanse las respuestas hechas públicas con el beneplácito de la congregación para el Clero el 15.XI.2000. En DP-8, Palabra, marzo 2001.

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los institutos de vida consagrada y de las sociedades de vida apostólica (c. 1174 § 1). La celebración solemne de la liturgia de las horas es, finalmente, una función encomendada a los cabildos catedralicios y colegiales, en conformidad con lo que establezcan sus propios estatutos (cc. 503-505). III. EXEQUIAS ECLESIÁSTICAS El Código antiguo, bajo el epígrafe «De la sepultura eclesiástica», abarcaba no sólo las exequias propiamente dichas sino toda la disciplina relativa a los cementerios. Con acierto sistemático, el actual Código separa ambas materias, situando las exequias en el ámbito de los actos de culto, y los cementerios en la parte dedicada a los lugares sagrados. Las exequias eclesiásticas son el culto público celebrado según las leyes litúrgicas corresponclientes —es decir, el Ritual de exequias—, por el que la Iglesia impetra ayuda espiritual para los difuntos, honra sus cuerpos, y a la vez proporciona a los vivos el consuelo de la esperanza (c. 1176 § 2). La existencia del Purgatorio, el artículo de la fe cristiana sobre la resurrección de la carne y el sentido pascual de la muerte cristiana constituyen el fundamento de esos fines a los que están ordenadas las exequias eclesiásticas. 1. Normas generales El c. 1176 establece los siguientes principios normativos acerca de las exequias eclesiásticas: a) Los fieles difuntos han de tener exequias eclesiásticas conforme al Derecho. Se impone así un deber a los pastores, al tiempo que se declara implícitamente un derecho de los fieles a las exequias eclesiásticas, salvo en los casos, previstos por el mismo Derecho (c. 1184), en que se les debe denegar. b) Las exequias eclesiásticas se han de celebrar según las leyes litúrgicas. Para la reforma de los ritos funerarios, el Concilio propuso como criterio que esos ritos, además de expresar más claramente el sentido pascual de la muerte cristiana, respondieran mejor a las circunstancias y tradiciones de cada país, aun en lo referente al color litúrgico (SC, 81). Siguiendo este criterio, el Ritual de exequias establece tres posibles tipos de ritos según las circunstancias, dando a las Conferencias Episcopales la competencia para determinar cual o cuales de esos tipos son aplicables en cada territorio. El primero de esos tipos comprende tres estaciones: en la casa mortuoria, en la iglesia, generalmente con Misa exequial, y en el cementerio. El segundo, dos estaciones: en la capilla del cementerio y junto al sepulcro. El tercer tipo comprende una sola estación: en la casa mortuoria. 380

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c) La Iglesia aconseja vivamente que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos; pero no prohíbe la cremación salvo que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana 9. Como se sabe, en el CIC de 1917 la cremación estaba absolutamente reprobada. Fue la Instr. Piam et constantem de la S. Cong. del Santo Oficio, de 8.V.1963 10, la que introdujo la novedad disciplinar que incorporará posteriormente el Ritual de exequias de 1969, y que ha sido asumida por la nueva disciplina codicial (cc. 1176 § 3 y 1184 § 1, 2°). Desde el punto de vista litúrgico, hay una cierta variación entre lo que prohibía la Instrucción de 1963 y lo que ahora permite el Ritual. En efecto, para que no sufriera detrimento el piadoso sentir de los fieles hacia la tradición eclesiástica, y con el fin de que resplandeciera el ánimo de la Iglesia ajeno a la cremación, la Instrucción prohibió que el rito de la sepultura y los subsiguientes sufragios se hicieran en el mismo lugar de la cremación. En cambio, el Ritual permite que los ritos, que suelen hacerse en la capilla del cementerio, se celebren en el mismo edificio de la cremación, e incluso, si no hay otro lugar apto, en la misma sala crematoria, siempre que se evite el peligro de escándalo o de indiferentismo religioso 11. 2. Celebración de las exequias Las normas codiciales que regulan esta materia (cc. 1177-1182) no se refieren, como es obvio, a los ritos celebrativos propiamente dichos, sino a los lugares en que estos se celebran, a las ofrendas que pueden recibirse por ellos y a su anotación subsiguiente en el libro de difuntos. Es norma general que se celebren las exequias en la propia iglesia parroquial del fiel difunto y por el párroco, ya que es ésta una de las funciones que le están especialmente encomendadas (c. 530, 5.°) 12. Pero son numerosas las excepciones a esta norma: 9. Cfr. Ch. BERUTTI, De cadaverum crematione: adnotationes, en «Monitor Ecclesiasticus» 90, 1965, pp. 199-207; Z. SUCHECKI, La Cremazione nella legislazione della Chiesa, en «Apollinaris» 66, 1997, pp. 653-728. 10. AAS 56, 1964, 822-823. 11. En un principio se consideró que no era adecuado —se desvirtuaría la verdad del signo— celebrar sobre las cenizas los ritos que se ordenan para venerar el cuerpo del difunto. De ahí que no estuviera permitido celebrar las exequias en la Iglesia en presencia de la urna con las cenizas (cfr. Consulta, en «Notitiae» 13, 1977, p. 45). Con todo, en el Ritual de exequias, 2.ª edición renovada de 1989, a cargo de la Conferencia Episcopal española, están previstos los ritos de celebración de las exequias ante la urna de las cenizas: «Aunque es mejor y más expresivo, celebrar el rito exequial antes de la cremación del cadáver, si la familia lo prefiere y el Ordinario del lugar lo juzga conveniente, puede permitirse también que la cremación tenga lugar antes de los ritos exequiales; en este caso, el rito, incluso con la Misa exequial, puede celebrarse ante la urna que contiene las cenizas, según el rito que figura en este capítulo». 12. Cfr. J.L. SANTOS, Comentario al c. 1177, en VV.AA., Comentario Exegético..., cit., Vol. III, pp. 1692-1694. En el art. 12 de la Instrucción de 1997 se establece que «los fieles no ordenados pueden animar las exequias eclesiásticas sólo en caso de verdadera falta de un ministro ordenado y observando las normas litúrgicas para el caso. A tal función deberán ser bien preparados, tanto bajo el aspecto doctrinal como litúrgico». Cfr. también Ordo Exsequiarum, Praenotanda, n. 19.

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a) Se permite a todos los fieles o a sus allegados la elección de otra iglesia para el funeral, si bien hay que contar con el consentimiento del rector de la iglesia elegida y comunicárselo al párroco propio del difunto. b) Si la muerte sobreviene fuera de la parroquia propia y no es trasladado a ella el cadáver ni se ha elegido legítimamente otra iglesia, las exequias se celebrarán en la iglesia de la parroquia donde acaeció la muerte, a no ser que el Derecho particular designe otra. c) Si el difunto es un Obispo diocesano, el lugar propio de las exequias es su iglesia catedral, a no ser que hubiera elegido otra. d) Si el difunto es un religioso o miembro de una sociedad de vida apostólica, las exequias se celebrarán generalmente en la iglesia u oratorio propios, por el Superior o por el capellán respectivamente, según se trate de institutos o sociedades clericales, o laicales. Respecto a los cementerios, la norma es análoga a la anterior: si la parroquia tiene cementerio propio, en él deberán ser enterrados los fieles difuntos, salvo que se haya elegido legítimamente otro cementerio. Por lo que respecta a las ofrendas u oblaciones que puedan percibirse con ocasión de los funerales, corresponde determinar su cuantía a la asamblea de Obispos de cada provincia, evitando en todo caso cualquier acepción de personas, o que los pobres queden privados de las exequias debidas (c. 1181). Es ésta una aplicación práctica del siguiente principio general establecido por el Concilio Vaticano II: «Fuera de la distinción que deriva de la función litúrgica y del orden sagrado, y exceptuados los honores debidos a las autoridades civiles a tenor de las leyes litúrgicas, no se hará acepción alguna de personas o de clases sociales ni en las ceremonias ni en el ornato externo» (SC, 32). Respecto a los sacramentos, el c. 848 establece también el deber del ministro de procurar que los necesitados no queden nunca privados de ellos por razón de su pobreza. En lo tocante a la anotación en el libro de difuntos que ha de haber en cada parroquia (c. 535), el c. 1182 prescribe tan sólo la obligación de hacerla, remitiendo para todo lo demás al Derecho particular. En éste se determinarán, entre otras cosas, el modo y los datos que deben figurar en el libro, así como la manera de proceder en los casos en que la muerte o las exequias han tenido lugar fuera de la parroquia propia.

3. Concesión o denegación de las exequias a) Concesión de exequias Por su especial relación con la Iglesia, los catecúmenos adquieren ciertas prerrogativas propias de los cristianos (c. 206). A las Conferencias Episcopa382

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les corresponde determinar algunas de esas prerrogativas (c. 788), pero otras vienen ya determinadas por el Derecho universal. Este es el caso de las exequias eclesiásticas, respecto a las cuales, los catecúmenos se equiparan a los fieles (c. 1183 § 1); es decir, se les debe conceder exequias como si de fieles cristianos se tratara. Con permiso del Ordinario del lugar, pueden celebrarse exequias eclesiásticas por aquellos niños que sus padres deseaban bautizar, pero que murieron antes de recibir el bautismo. El c. 1183 § 2 eleva a disposición canónica algo que ya estaba permitido por las normas litúrgicas a tenor del Ritual de exequias, n. 82, en donde se advierte, por lo demás, la conveniencia de velar para que con motivo de este tipo de celebraciones no se oscurezca en las mentes de los fieles la doctrina acerca de la necesidad del bautismo. Como un caso concreto de communicatio in sacris, se pueden conceder también exequias eclesiásticas a bautizados adscritos a una Iglesia o Comunidad eclesial no católica. Pero la decisión depende del juicio prudente del Ordinario del lugar, y de que se verifiquen estas dos condiciones: a) que no conste la voluntad contraria del difunto; b) que no pueda hacer las exequias su ministro propio (c. 1183 § 3) 13. b) Denegación de exequias Es obligatorio denegar las exequias eclesiásticas y, consecuentemente, cualquier Misa exequial (c. 1185), salvo que el difunto haya dado alguna señal de arrepentimiento antes de la muerte, en los siguientes casos (c. 1184): – A los notoriamente apóstatas, herejes o cismáticos, bastando, a tal efecto, la notoriedad de hecho, es decir, la adscripción efectiva a alguna comunidad herética o cismática, o a cualquier otra organización de marcado signo anticristiano o materialista. – A los que pidieron la cremación de su cadáver por razones contrarias a la fe cristiana. – A los otros pecadores manifiestos cuyas exequias eclesiásticas entrañaran un escándalo público para los fieles. Si surge alguna duda al respecto, hay que consultar al Ordinario del lugar, y atenerse a sus disposiciones. En todo caso no es necesario que el cristiano esté excomulgado para que se le pueda denegar las exequias eclesiásticas. Bastaría que estuviera en una situación objetiva de pecado, y que por ese motivo las exequias representaran un escándalo público para los fieles.

13. A estas dos condiciones, NDE 120, añade esta tercera, en referencia expresa al c. 1184: «y que no se opongan a ello las disposiciones generales del derecho».

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IV. EL CULTO DE LOS SANTOS, DE LAS IMÁGENES SAGRADAS Y DE LAS RELIQUIAS 1. El culto de los Santos Fundándose en el dogma de la Comunión de los Santos, en la poderosa intercesión de los que ya gozan de la gloria (cfr. LG, 49) y en el ejemplo estimulante que prestan a los fieles, la Iglesia no sólo legitima sino que promueve el culto verdadero y auténtico de los Santos. Pero sólo se puede tributar culto público a aquellos siervos de Dios que, siguiendo el procedimiento establecido para ello, hayan sido incluidos por la autoridad de la Iglesia en el catálogo de los Santos o de los Beatos (c. 1187). Entre todos los Santos, y con el fin de promover la santificación del Pueblo de Dios, la Iglesia venera con un culto especial a la Santísima Virgen María, «Madre de Dios, a quien Cristo constituyó Madre de todos los hombres» (c. 1186), «ensalzada por la gracia de Dios, después de su Hijo, por encima de todos los ángeles y de todos los hombres (...) Este culto, tal como existió siempre en la Iglesia, a pesar de ser enteramente singular, se distingue esencialmente del culto de adoración que se debe al Verbo encarnado así como al Padre y al Espíritu Santo, y lo favorece eficazmente» (LG, 66). Para expresarlo con la terminología clásica, a los Santos se les tributa el culto de dulía, a la Santísima Virgen, el culto de hiperdulía, mientras que el culto de latría o de adoración sólo puede tributarse a Dios, Uno y Trino. 2. Las imágenes sagradas El c. 1188 recoge literalmente la norma que estableció la Const. Sacrosanctum Concilium, 125: «Debe conservarse firmemente el uso de exponer a la veneración de los fieles las imágenes sagradas en las iglesias, pero ha de hacerse en número moderado y guardando el orden debido, para que no provoquen extrañeza en el pueblo cristiano ni den lugar a una devoción desviada». La reparación de las imágenes expuestas a la veneración de los fieles en iglesias u oratorios que sean preciosas por su antigüedad, valor artístico o por el culto que se les tributa, nunca se efectuará sin licencia escrita del Ordinario, el cual, para concederla, debe consultar antes a personas expertas en la materia (c. 1189). El Ordinario a quien corresponde dar la licencia, no es sólo el Ordinario del lugar, sino cualquier otro Ordinario bajo cuya jurisdicción esté la iglesia u oratorio en que está expuesta la imagen; por ejemplo, el Superior mayor de un instituto religioso clerical de derecho pontificio, o el Prelado de una prelatura personal (cc. 134 § 1 y 295). 3. Reliquias sagradas En el CIC 17 se daban normas expresas acerca de la autenticidad de las reliquias. Las disposiciones canónicas vigentes, dando por supuesto su auten384

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ticidad, tan sólo regulan lo relativo a su posible venta o enajenación. A tenor del c. 1190, está terminantemente prohibido vender reliquias sagradas, cualquiera que sea su dueño, es decir, aunque no se configuren como un bien eclesiástico por estar en poder de una persona privada. Pero si además son reliquias de las llamadas insignes o que gozan de gran veneración del pueblo, para enajenarlas válidamente o trasladarlas a perpetuidad a otro lugar se requiere licencia de la Santa Sede (cfr. c. 1190 § 2). No se describe ahora lo que se entiende por reliquia insigne; pero puede ser válida la descripción que hacía el c. 1281 § 2 del CIC 17: «son reliquias insignes de los Santos y de los Beatos: el cuerpo, la cabeza, un brazo, el antebrazo, el corazón, la lengua, una mano, una pierna, o aquella parte del cuerpo en la que el mártir padeció, con tal que esté íntegra y no sea pequeña». V. EL VOTO Y EL JURAMENTO Por encontrarse dentro del ámbito de la virtud de la religión, tanto el voto como el juramento han sido considerados tradicionalmente como verdaderos actos de culto. Por eso, en la elaboración del nuevo Código prevaleció el criterio de situarlos sistemáticamente en la parte dedicada a regular la actividad cultual de la Iglesia. 1. El voto a) Noción y clases de voto El voto es una promesa deliberada y libre hecha a Dios de un bien posible y mejor, a cuyo cumplimiento se obliga el que la hace por la virtud de la religión (c . 1191 § 1). Atendiendo a diversos criterios, el c. 1192 establece las siguientes clases de voto: 1) Privado y público. Es privado el que se hace sólo ante Dios; público, el que además se hace ante la Iglesia, para lo cual es preciso que el voto sea recibido por un Superior legítimo en nombre de la Iglesia. La dificultad que encuentra la doctrina para determinar la naturaleza de los votos que se emiten en los institutos seculares, llevó a sugerir la conveniencia de introducir una clase intermedia, que algunos llaman votos semipublicos. Pero, deliberadamente, el Código no se ha hecho eco de esta propuesta por considerar que la introducción de una nueva terminología prejuzgaría una cuestión no suficientemente madura desde el punto de vista doctrinal. Hay, en efecto, quienes consideran votos públicos los emitidos en los institutos seculares, mientras que otros estiman que son privados puesto que no son recibidos en nombre de la Iglesia 14. 14. Cfr. Com. XII, 1980, p. 375.

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2) Solemne y simple. Es voto solemne el reconocido por la Iglesia como tal; en caso contrario, es simple. Éste es el único criterio legal de distinción. En la etapa anterior al nuevo Código, la doctrina se ocupó de distinguirlos por razón de los diversos efectos canónicos de una y otra clase de voto. Y así, se consideraban nulos los actos contrarios al voto solemne, mientras que tan sólo eran ilícitos los actos contrarios al voto simple. Como es sabido, la solemnidad o no de los votos fue la clasificación fundamental sobre la que giró en gran medida la disciplina antigua sobre los institutos religiosos, hasta el punto de que sobre ella se asentaba la distinción entre órdenes religiosas (votos solemnes) y congregaciones (votos simples). En la actualidad, el Derecho universal de religiosos no hace mención alguna de esta clase de votos, aunque no se descarte que el Derecho propio de cada instituto pueda seguir utilizándola. En cualquier caso, la clasificación ha dejado de tener la transcendencia canónica que tuvo en otras épocas. Por ejemplo, en el Derecho vigente, el impedimento para contraer matrimonio no se funda en que el voto de castidad sea solemne, sino en que sea público y perpetuo, a la vez que emitido en un instituto religioso (c. 1088). 3) Personal, real y mixto. Es personal cuando la promesa consiste en una acción; es real, cuando se promete alguna cosa, y mixto, si participa de la naturaleza de los dos anteriores. b) Requisitos de capacidad y validez El voto es un acto de la virtud de la religión cuya emisión no se circunscribe únicamente a los institutos de vida consagrada, sino que puede realizarlo cualquier persona que goce de la capacidad necesaria para obligarse a cumplir la promesa hecha a Dios. Por eso, todos los que gozan de un congruente uso de razón son capaces de emitir votos a no ser que se lo impida expresamente el Derecho. Por ejemplo, los menores de 18 años están incapacitados por el Derecho para emitir votos temporales en un instituto religioso, y los menores de 21 años para emitir los votos perpetuos (cc. 656 y 658). Pero, teniendo uso de razón, esas mismas personas están capacitadas para emitir votos fuera de un instituto religioso. Es un principio general de la ordenación de los actos jurídicos que los actos realizados por miedo grave e injusto, o por dolo, son válidos a no ser que el Derecho determine otra cosa (c. 125 § 2). Una de las excepciones que establece el Derecho es precisamente la relativa al voto: por ser una promesa deliberada y libre hecha a Dios, es nulo ipso iure el voto hecho por miedo grave e injusto, o por dolo (c. 1191 § 3). 386

OTROS ACTOS DE CULTO

c) Cesación de los votos La promesa hecha a Dios, en que consiste el voto, implica la obligación grave de cumplirla por parte de quien la hizo, aunque tratándose de un voto real, es decir, de la promesa de alguna cosa, la obligación puede repercutir también en terceras personas. Por ley divina, mientras la promesa perviva nunca puede uno dejar de cumplir lo prometido, en este caso a Dios. Pero pueden darse causas o circunstancias, subjetivas u objetivas, en virtud de las cuales cesa el voto, esto es, deja de obligar su cumplimiento, o se suspende temporalmente o se conmuta. Veamos sucintamente las causas legales de cesación del voto que establecen los c. 1194-1198: a) La terminación del tiempo prefijado para cumplir la obligación. Por ejemplo, si alguien hace voto de hacer un sacrificio en tiempo de Cuaresma, se haya cumplido o no, el voto cesa al terminarse la Cuaresma. b) El cambio sustancial de la materia objeto de la promesa, bien porque, al cambiar las circunstancias, deja de ser buena, o menos perfecta que su contraria, o bien porque se hace imposible física o moralmente su cumplimiento. c) La falta de verificación de la condición, en el caso de que se trate de un voto condicionado. d) La falta de la causa final, de la razón de ser por la que se hizo el voto. Por ejemplo, si alguien promete hacer una peregrinación a un santuario mariano para pedir la curación de un enfermo, y éste muere antes del tiempo prefijado para la peregrinación. e) La dispensa del voto por la autoridad competente. Para la dispensa de los votos públicos son de aplicación las normas que regulan el indulto de salida y la expulsión de los religiosos de sus institutos (cfr. cc. 688, 692 y 701). Respecto a los votos privados, además del Romano Pontífice, tienen potestad para dispensarlos, con justa causa y siempre que la dispensa no lesione un derecho adquirido por otros: – El Ordinario del lugar y el párroco, respecto a todos sus súbditos y también a los transeúntes. – El Superior de un instituto religioso o sociedad de vida apostólica, siempre que sean clericales y de derecho pontificio, no sólo respecto a los miembros del instituto o sociedad, sino también a los novicios y a otras personas que viven día y noche en alguna de sus casas. La norma no dice que haya de ser Superior mayor, por lo que se entiende que tiene también facultad el Superior menor de una casa religiosa. – Todos aquellos a quienes la Sede Apostólica o el Ordinario del lugar hayan delegado la potestad de dispensar. 387

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

Ha desaparecido en la actual legislación el voto reservado a la Sede Apostólica, por lo que cualquiera que tenga potestad, por el mismo Derecho o por delegación, puede dispensar de todos los votos. f) La conmutación o sustitución de una obra prometida por otra. Si ésta es mejor o igualmente buena que la anterior, el propio vovente puede hacer la conmutación. En cambio, la sustitución por un bien inferior sólo puede hacerla quien tiene potestad de dispensar, ya que en el fondo se trata de una dispensa parcial. g) La suspensión de la obligación. Puede suspender la obligación quien tiene potestad sobre la materia del voto, pero sólo durante el tiempo en el que su cumplimiento le causa un perjuicio (c. 1195). Pasado el tiempo de la suspensión, la obligación revive pues el voto en cuanto tal no fue anulado. 2. El juramento a) Noción y clases de juramento Jurar es invocar el Nombre de Dios como testigo de la verdad de lo que uno dice o promete. Es un modo concreto de honrar a Dios; por eso constituye también un acto de culto, siempre que revista las condiciones de bondad que su propia naturaleza implica; es decir, siempre que se ponga a Dios por testigo con verdad, con sensatez o con necesidad y con justicia; o, en forma negativa, cuando no se invoca a Dios en vano, o para reafirmar la mentira o para ratificar algo ilícito (c. 1199). Se denomina juramento asertorio, cuando se pone a Dios por testigo de la verdad que uno afirma sobre cosas pasadas o presentes. Se llama promisorio cuando se invoca el Nombre de Dios como testigo de la verdad de la promesa que se hace. De este modo, a la obligación de cumplir lo prometido se añade una nueva obligación basada en la virtud de la religión: la que proviene del acto de poner a Dios por testigo de que se cumplirá lo prometido. Este último, el más frecuente y de más relevancia canónica, sigue la naturaleza y las condiciones del acto al cual va unido; es decir, el juramento añade una nueva obligación de cumplir la promesa —la obligación que dimana de la virtud de la religión—, pero no cambia la naturaleza de esa promesa. De ahí que si lo prometido —y ratificado con juramento—redundare directamente en daño de otros, o en perjuicio del bien público o de la salvación eterna; es decir, si el objeto de la promesa fuera ilícito, no dejaría de serlo porque se hubiera pretendido ratificar con juramento; le faltaría a éste uno de esos tres requisitos esenciales ya apuntados que determinan su bondad, y su propia existencia como acto de culto; equivaldría a jurar sin justicia (c. 1201). b) Requisitos de validez Al igual que el voto, el juramento debe ser un acto plenamente libre. Por eso el Derecho establece como requisitos de validez que no sea arrancado por 388

OTROS ACTOS DE CULTO

dolo, o por violencia o miedo grave (c. 1200). Si así fuera, el juramento sería ipso iure nulo, y no sólo rescindible o anulable como establecía la disciplina antigua. Hay veces en que la ley canónica obliga a ciertas personas a prestar juramento. Por ejemplo, todos los que forman parte de un tribunal o colaboran con él han de prestar juramento de que cumplirán recta y fielmente su tarea (c. 1454). Otras veces, la ley admite que pueda prestarse, aunque no lo exige de forma terminante. Por ejemplo, a tenor del c. 1562 § 2, el juez ha de pedir juramento al testigo, pero si el testigo se niega, ha de ser oído sin juramento. Pues bien, en ambos supuestos, cuando los cánones exigen o admiten el juramento, éste no puede prestarse válidamente por medio de un procurador. Está también establecido que el Obispo, antes de tomar posesión canónica de su oficio, debe hacer la profesión de fe y prestar el juramento de fidelidad a la Sede Apostólica, según la fórmula aprobada por la misma Sede Apostólica (c. 380). Este juramento de fidelidad, prescrito para los Obispos, se ha extendido a los oficios que se nombran en los nn. 5.º-8.º del c. 833, según las nuevas fórmulas de Profesión de Fe y de Juramento de fidelidad, establecidas por la Cong. para la Doctrina de la Fe 15. También los administradores de bienes, antes de comenzar a ejercer su función, deberán prometer mediante juramento ante el Ordinario o su delegado, que administrarán bien y fielmente (c. 1283, 1.º). En ocasiones, el juramento se constituye en prueba testifical (cc. 876, 1068) del bautismo recibido o de la ausencia de todo impedimento para el matrimonio. Entre esos impedimentos para el matrimonio no está necesariamente la falta de fe del contrayente; por eso, según la disciplina vigente no es procedente exigir en el expediente matrimonial el juramento de profesar la fe católica. c) Cesación de la obligación Es obvio que sólo puede hablarse de cesación de la obligación, cuando se trata de un juramento promisorio. Por lo demás, los modos posibles por los que cesa la obligación son idénticos a los del voto, con una sola excepción: en el caso del juramento se admite la condonación de la obligación por aquél en cuyo provecho se había prestado. Como consecuencia de ello, si la dispensa del juramento redunda en perjuicio de otros, y éstos rehúsan condonar la obligación, se reserva a la Sede Apostólica la dispensa de ese juramento (cc. 1202, 1.° y 1203).

15. AAS 81, 1989, pp. 104-106. Cfr. J.A. FUENTES, Sujeción del fiel en las nuevas fórmulas de la profesión de fe y del juramento de fidelidad, en «Ius Canonicum» XXX, 1990, pp. 517545. El estudio viene precedido (pp. 513-515) por esas nuevas fórmulas.

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CAPÍTULO XXI

LUGARES SAGRADOS

Una vez regulada toda la actividad cultual de la Iglesia, la que se realiza por medio de los sacramentos y los demás actos de culto, el Libro IV del Código dedica una tercera parte al régimen canónico por el que se rigen los lugares en que el culto divino se lleva a cabo, y los tiempos sagrados especialmente destinados a celebrar los misterios divinos y a hacer penitencia. 1. Concepto de lugar sagrado «Son lugares sagrados aquellos que se destinan al culto divino o a la sepultura de los fieles mediante la dedicación o bendición que prescriben los libros litúrgicos» (c. 1205).

Según esta definición legal, dos son los elementos esenciales que configuran un lugar como sagrado: a) el destino al culto divino o a la sepultura de los fieles; b) la dedicación o bendición, hechas según los libros litúrgicos y por las autoridades competentes. Para ser sagrado, por tanto, no basta que de hecho un lugar esté destinado, incluso habitualmente, al culto divino; es preciso, además, que se dedique o al menos se bendiga, en conformidad con lo que establezcan las normas litúrgicas. La dedicación de un lugar —antes llamada consagración— compete como regla al Obispo diocesano y a los equiparados en Derecho, aunque excepcionalmente cabe encomendar esa tarea a un presbítero 1. La bendición, en cambio, corresponde como regla al Ordinario, salvo la reserva al Obispo diocesano de la bendición de iglesias. Con delegación dada por el Ordinario o por el Obispo diocesano, puede bendecir también un presbítero (cfr. c. 1207). 1. Cfr. c. 1206; Ordo dedicationis ecclesiae et altaris, cap. II, n. 6 y cap. IV, n. 12.

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

2. Usos permitidos en un lugar sagrado El destino al culto sancionado por la dedicación o bendición hace que el lugar se convierta en sagrado, es decir, separado de los usos profanos, al menos de aquellos que sean contrarios a la santidad del lugar. El c. 1210 establece al respecto tres normas generales: a) usos propios del lugar sagrado: en éste sólo puede admitirse aquello que favorece el ejercicio y el fomento del culto, de la piedad y de la religión; b) usos prohibidos: se prohíbe lo que no esté en consonancia con la santidad del lugar; c) usos permitidos: el Ordinario puede permitir, en casos concretos, ciertos usos no propios del lugar sagrado, pero siempre que no sean contrarios a la santidad del lugar. 3. Profanación y execración Se profana o se viola un lugar sagrado «cuando con escándalo de los fieles, se cometen en ellos actos gravemente injuriosos que, a juicio del Ordinario del lugar, revisten tal gravedad y son tan contrarios a la santidad del lugar, que en ellos no se puede ejercer el culto hasta que se repare la injuria por un rito penitencial a tenor de los libros litúrgicos» (c . 1211).

En el CIC 17 se señalaban una serie de actos injuriosos constitutivos de violación, tales como la comisión de un delito de homicidio dentro de una iglesia o la producción de un injurioso y grave derramamiento de sangre o el hecho de que la iglesia hubiera estado destinada a usos impíos o sórdidos. La ley vigente, como se ve, no predetermina objetivamente ningún supuesto, sino que deja al juicio del Ordinario del lugar la determinación de los actos gravemente injuriosos y escandalosos en virtud de los cuales un lugar sagrado queda profanado, e inhabilitado, por tanto, para el ejercicio del culto hasta que se repare la injuria por un rito penitencial conforme a las normas litúrgicas. También en este último punto ha habido un pequeño pero significativo cambio disciplinar: antes se hablaba de reconciliar la iglesia o el lugar sagrado; ahora se pone el acento en reparar la injuria mediante un acto penitencial comunitario. A diferencia de la violación de un lugar sagrado, que sólo impide el ejercicio del culto, la execración consiste en la pérdida del carácter sagrado que el lugar obtuvo por su dedicación o bendición. Esta execración puede acontecer por tres causas: a) por la destrucción de gran parte del lugar; b) por el destino permanente y de hecho a usos profanos; c) por el destino a esos usos profanos mediante decreto del Ordinario (c. 1212). 4. Jurisdicción eclesiástica sobre los lugares sagrados «La autoridad eclesiástica ejerce libremente sus poderes y funciones en los lugares sagrados» (c. 1213).

De este modo, la Iglesia proclama su derecho a ejercer libremente en estos lugares su triple ministerio de enseñar, santificar y regir. 392

LUGARES SAGRADOS

Por lo que hace a su relación con el poder civil, la Iglesia goza de jurisdicción propia sobre esos lugares, sin menoscabo de la posible competencia que sobre ciertos aspectos corresponda a la jurisdicción civil. A veces los ordenamientos estatales regulan unilateralmente esta parte importante del derecho de libertad religiosa. Otras veces, los derechos de la Iglesia y los correspondientes al Estado quedan plasmados y garantizados mediante pactos o acuerdos de carácter internacional. Tal es el caso del Acuerdo sobre asuntos jurídicos de 3.I.1979 entre la Santa Sede y el Estado español en cuyo art. I, 5) se establece lo siguiente: «Los lugares de culto tienen garantizada su inviolabilidad con arreglo a las leyes. No podrán ser demolidos sin ser previamente privados de su carácter sagrado. En caso de expropiación forzosa, será antes oída la autoridad eclesiástica competente». 5. Clases de lugares sagrados a) Iglesias «Por iglesia se entiende un edificio sagrado destinado al culto divino, al que los fieles tienen derecho a entrar para la celebración, sobre todo pública, del culto divino» (c. 1214).

Según esta definición legal, la nota característica que distingue una iglesia de otro lugar sagrado es el libre acceso de todos los fieles para celebrar pública o privadamente el culto divino. Y esto, aun en el supuesto de que, desde un punto de vista patrimonial, el edificio perteneciera a personas físicas o jurídicas distintas de las que integran la estructura jerárquica en donde está enclavada la iglesia. Si tiene el rango de iglesia, por ejemplo, no se podría negar a nadie el derecho a entrar en ella para ejercer el culto divino, aunque perteneciera a una orden religiosa. b) Oratorios «Con el nombre de oratorio se designa el lugar destinado al culto divino con licencia del Ordinario, en beneficio de una comunidad o grupo de fieles que acuden allí, al cual también pueden tener acceso otros fieles, con el consentimiento del Superior competente» (c. 1223).

A diferencia de las iglesias, tan sólo tienen derecho de acceso a un oratorio aquellos fieles pertenecientes a la comunidad o grupo en cuyo beneficio se erige el oratorio, aunque pueda entrar en él cualquier fiel que cuente con el consentimiento del Superior competente. Otra diferencia importante en relación con las iglesias es que éstas no pueden edificarse sin el consentimiento expreso y por escrito del Obispo diocesano (c. 1215), mientras que el oratorio requiere sólo licencia del Ordinario. Las iglesias, por lo demás, deben dedicarse o al menos bendecirse antes de celebrarse en ellas los actos de culto; y si son iglesias catedrales o parroquia393

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

les, mediante un rito solemne. Los oratorios, en cambio, no se dedican, pero es conveniente que sean bendecidos. En todo caso, debe reservarse su uso exclusivamente para el culto divino. c) Capillas privadas «Con el nombre de capilla privada se designa un lugar destinado al culto divino con licencia del Ordinario del lugar en beneficio de una o varias personas físicas» (c. 1226).

Esta definición legal muestra dos diferencias importantes en relación con los oratorios: a) la capilla se destina al culto divino sólo en beneficio de una o varias personas físicas; b) se requiere para ello licencia del Ordinario del lugar; en el caso de los oratorios basta la licencia del Ordinario, es decir, de quien tiene potestad ejecutiva de carácter personal, como la que tiene un Superior mayor de un instituto religioso clerical de derecho pontificio. Al igual que los oratorios, las capillas privadas no se dedican pero es aconsejable que se bendigan; de lo contrario no tendrían el rango de lugar sagrado, aunque en todo caso se configuran como lugares piadosos por su destino exclusivo para el culto divino (c. 1229). d) Santuarios «Con el nombre de santuario se designa una iglesia u otro lugar sagrado al que, por un motivo peculiar de piedad, acuden en peregrinación numerosos fieles, con aprobación del Ordinario del lugar» (c. 1230).

Según se desprende de esta definición legal, la nota característica de todo santuario reside en el hecho de que numerosos fieles acuden a él en peregrinación, atraídos por un motivo peculiar de piedad, como puede ser la veneración de una imagen, de una reliquia, unas apariciones, etc.; y mediando en todo caso la aprobación del Ordinario del lugar. Los santuarios pueden ser diocesanos, nacionales e internacionales, según que una u otra denominación haya sido aprobada respectivamente por el Ordinario del lugar, por la Conferencia Episcopal o por la Santa Sede. Pero adviértase que cuando las autoridades respectivas aprueban la denominación de un santuario como diocesano, nacional o internacional, «al mismo tiempo están avocando la competencia jurídica sobre él; sobre todo, para aprobar los estatutos del santuario, en los que se plasmará su régimen jurídico» 2. En efecto, «corresponde al Ordinario del lugar aprobar los estatutos de un santuario dio2. T. MARTÍN DE AGAR, Comentario a los cc. 1231-1232, en Código anotado, 5.ª ed., Pamplona 1992, p. 734.

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LUGARES SAGRADOS

cesano; a la Conferencia Episcopal, los de un santuario nacional; y sólo a la Santa Sede los de un santuario internacional» (c. 1232 § 1). «La gran variedad de supuestos de hecho que existen en torno a los santuarios, exige la aplicación de un instrumento técnico jurídico suficientemente flexible, capaz de adaptarse a las peculiares características de cada santuario. Este instrumento lo constituyen los estatutos del santuario. La necesidad de redactar unos estatutos que impone el c. 1232, no implica necesariamente que todo santuario sea erigido como persona jurídica eclesiástica. Habrá santuarios que se constituyan como personas jurídicas; otros pertenecerán a una persona física o jurídica (civil o eclesiástica), y quedarán constituidos como patrimonio separado, con un régimen jurídico propio según sus estatutos. »Corresponde redactar los estatutos a la persona fisica o jurídica (civil o eclesiástica) que sea dueña del santuario y presentarlos para su aprobación a la autoridad eclesiástica competente según la categoría del santuario. Tratándose de los ya existentes, su categoría (diocesana, nacional o internacional) se determinará según la procedencia de los peregrinos que a él acuden. En el caso de nuevos santuarios, lo normal será que nazcan como diocesanos, pudiendo luego pasar a las categorías superiores a medida que atraigan peregrinos de más lejana procedencia. Pero también puede un santuario ser, desde el principio, nacional o internacional, por ejemplo si se construye con donativos de los fieles de toda la nación o de varias naciones (...). Pero en todos los casos, lo jurídicamente relevante será la calificación que de cada santuario haga la autoridad eclesiástica correspondiente, por propia iniciativa o a petición de algún interesado» 3.

e) Altares El altar es la mesa sobre la que se celebra el Sacrificio eucarístico (cfr. c. 1235). Para que se configure como lugar sagrado, debe tratarse de una mesa destinada a esa función, y dedicada o al menos bendecida según las normas litúrgicas (c. 1237 § 1). Se llama altar fijo si se construye formando una sola pieza con el suelo, de manera que no pueda moverse. Generalmente, la mesa de un altar fijo debe ser de piedra, y además de un solo bloque de piedra natural. Con todo, a juicio de la Conferencia Episcopal, puede emplearse otra materia digna y sólida. Según la Conferencia Episcopal española, por ejemplo, puede usarse también la madera natural y aun el bloque de cemento dignamente elaborado 4. Se denomina altar móvil, si puede trasladarse de lugar. En este caso, la mesa puede ser de cualquier materia sólida que esté en consonancia con el uso litúrgico (c. 1236 § 2). 3. T. MARTÍN DE AGAR, Comentario a los cc. 1231-1232, cit., p. 735. 4. II Decr., art. 8, BOCEE 6, 1985, p. 63. Cfr. también el Apéndice III del Código anotado, 5.ª ed., Pamplona 1992, p. 1203.

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LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

El altar fijo debe dedicarse; mientras que el móvil cabe también que sea sólo bendecido; dedicación o bendición que no se pierden, aunque la iglesia u otro lugar sagrado en el que estén situados se reduzca a usos profanos (c. 1238 § 2). Tanto el fijo como el móvil deben estar reservados únicamente al culto divino, excluido de modo absoluto cualquier uso profano. Por lo demás, ningún cadáver puede ser enterrado bajo el altar; en caso contrario, no sería lícito celebrar en él la Misa (c. 1239). f) Cementerios Por su propia naturaleza, atendida la diversidad de sistemas y de usos y costumbres, la disciplina sobre cementerios corresponde regularla en gran medida al Derecho particular. Además de las normas sobre lugares sagrados ya descritas, y aplicables al cementerio en cuanto que sea lugar sagrado, el Derecho universal tan sólo establece los siguientes principios normativos (cc. 1240- 1242): 1) Donde sea posible, la Iglesia debe tener cementerios propios, o al menos un espacio en los cementerios civiles, debidamente bendecido, destinado a la sepultura de los fieles. 2) Cuando lo anterior no fuera posible, debe bendecirse individualmente cada sepultura. Es decir, los fieles difuntos deben reposar siempre en un lugar sagrado. 3) Siempre que las leyes civiles lo permitan, en el ámbito canónico las parroquias y los institutos religiosos pueden tener cementerio propio. Otras personas jurídicas o familias gozan también del derecho a tener su propio cementerio o panteón situado fuera del cementerio común; pero en este caso, la bendición se deja al juicio del Ordinario del lugar, cuya decisión estará supeditada en buena medida a las garantías que ofrezca el cementerio o panteón de que en él se salvaguardará la dignidad de lugar sagrado que adquiere por la bendición, conforme a las normas que dicte al respecto el Derecho particular (c. 1243). 4) Como regla general, está prohibido enterrar cadáveres en las iglesias, pero no en los oratorios y capillas privadas, puesto que la norma prohibitiva (c. 1242) no abarca a todos los lugares sagrados, sino que se refiere tan sólo a las iglesias. Como excepción, y de forma taxativa, además del Romano Pontífice, pueden ser enterrados en su propia iglesia los Cardenales y los Obispos diocesanos, incluso «eméritos» o dimisionarios.

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CAPÍTULO XXII

TIEMPOS SAGRADOS

1. Normas generales Se consideran tiempos sagrados los días de fiesta y los días de penitencia establecidos por la autoridad eclesiástica competente. Cuando se trata de tiempos comunes para toda la Iglesia, su establecimiento, traslado o supresión compete exclusivamente a la autoridad suprema de la Iglesia. Los Obispos diocesanos también pueden señalar especiales días de fiesta y de penitencia para sus diócesis, «pero sólo a modo de acto», es decir de forma ocasional o transitoria, no de manera estable. Son amplias, además, las facultades que se conceden, en esta materia, a las Conferencias Episcopales con el fin de que se adecuen mejor las normas a la realidad social de cada región. El establecimiento de los días de fiesta y de penitencia comporta un precepto eclesiástico que todo fiel está obligado a cumplir, salvo que esté moralmente impedido o legítimamente dispensado. Además del Obispo diocesano, con causa justa y de acuerdo con las prescripciones del Obispo propio, el párroco puede dispensar de la obligación de guardar un día de fiesta o de penitencia, y puede conmutar ésta por otras obras piadosas. Gozan de esta misma facultad, respecto a sus súbditos y a todos los que moran día y noche en la casa, los Superiores locales de un instituto religioso y de una sociedad de vida apostólica, cuando son clericales y de derecho pontificio. 2. Los días de fiesta Canónicamente se entiende por día de fiesta el día de precepto en el que los fieles tienen obligación de participar en la Misa, y de abstenerse además de 397

LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

aquellos trabajos y actividades que impiden «dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo» (c. 1247). Litúrgicamente, se denominan fiestas otros muchos días en los que no es preceptivo todo lo anterior. El domingo es la fiesta primordial de precepto de acuerdo con la enseñanza del Concilio Vaticano II: «La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o domingo. En este día, los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la pasión, resurrección y gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (1 Pet 1, 3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo. No se le antepongan otras solemnidades, a no ser que sean, de veras, de suma importancia, puesto que el domingo es el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico» (SC, 106). La Carta Ap. Dies Domini publicada por el Papa Juan Pablo II el 31.V.1998, representa el Documento magisterial más importante sobre el profundo significado teológico-pastoral del Domingo. Los títulos de sus cinco capítulos expresan ya de forma gráfica el itinerario que sigue la reflexión pontificia. El Domingo es el Dies Domini (cap. I), es la celebración de la Obra del Creador: «Bendijo Dios el día séptimo y lo santificó» (Gn 2, 3). El Domingo es el Dies Christi (cap. II), el primer día después del sábado, el día del Señor Resucitado, la Pascua semanal, el día de la Nueva Creación etc. El Domingo es el Dies Ecclesiae (cap. III), día en que se reúne la Asamblea eucarística, momento culminante de la celebración dominical. El Domingo es el Dies hominis (cap. IV), el día de la alegría, del descanso y de la solidaridad. Finalmente, el Domingo es el Dies dierum (cap. V), la fiesta primordial reveladora del sentido del tiempo del que Cristo es Alfa y Omega. La Carta Apostólica hace alguna referencia al Domingo como día de precepto. La obligación de conciencia que los primeros cristianos sentían como exigencia interior, no se consideró al principio necesario prescribirla. «Sólo más tarde, ante la tibieza o la negligencia de algunos, ha debido explicitar el deber de participar en la Misa dominical. La mayor parte de las veces lo ha hecho en forma de exhortación, pero en ocasiones ha recurrido también a disposiciones canónicas precisas» (n. 47). A este propósito, el Papa recuerda que fue el CIC 17 el que por primera vez recogió la tradición en una ley universal; ley que confirma el vigente c. 1247, y que califica como obligación grave el n. 2181 del Catecismo de la Iglesia Católica: «La Eucaristía del domingo fundamenta y confirma toda la práctica cristiana. Por eso los fieles están obligados a participar en la Eucaristía los días de precepto, a no ser que estén excusados por una razón seria (por ejemplo, enfermedad, el cuidado de niños pequeños) o dispensados por su pastor propio (c. 1245). Los que deliberadamente faltan a esa obligación cometen un pecado grave». Se comprende, concluye la Carta Apostólica, que la observancia del Día del Señor signifique tanto para la Iglesia y sea una verdadera y precisa obligación dentro de la

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TIEMPOS SAGRADOS

disciplina eclesial. «Sin embargo, esta observancia, antes que un precepto, debe sentirse como una exigencia inscrita profundamente en la existencia cristiana» 1.

Además del domingo, deben observarse en toda la Iglesia como días de precepto: Navidad, Epifanía, Ascensión, Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Santa Maria Madre de Dios, Inmaculada Concepción, Asunción, San José, Santos Apóstoles Pedro y Pablo y Todos los Santos. No obstante, con la aprobación previa de la Sede Apostólica, la Conferencia Episcopal puede suprimir o trasladar a domingo algunas de esas fiestas de precepto (c. 1246). El precepto de santificar las fiestas comporta estas dos obligaciones: 1) La participación en la Misa. Ninguna otra celebración, aunque fuese litúrgica, llenaría el sentido del precepto. En caso de imposibilidad de asistir a la Misa por falta de ministro o por otra causa grave, el c. 1248 § 2 recomienda vivamente pero no impone una serie de prácticas sustitutorias de la Misa. Cumple esta obligación quien asiste a ella, dondequiera que se celebre en un rito católico, tanto el día de la fiesta como el día anterior por la tarde (c. 1248 § 1). Sobre el lugar en que se celebra la santa Misa, no existe limitación alguna, siempre que se celebre en un rito católico. Según esto último no parece que esté ya en vigor la norma del Directorio ecuménico Ad Totam Ecclesiam n. 47, según la cual «el católico que ocasionalmente, por las causas de que se trata en el n. 50, asiste a la Sagrada Liturgia Divina (a la Misa) entre los hermanos orientales separados en los domingos o días festivos de precepto, ya no está obligado al precepto de oír la Santa Misa en una iglesia católica». Ello no significa que las causas que legitimaban, según el Directorio ecuménico, la permisión normativa de cumplir el precepto de oír Misa en una Iglesia oriental no católica, no puedan ser actualmente causas que justifiquen plenamente una posible dispensa de la obligación de oír Misa en rito católico. Pero una cosa es la dispensa y otra lo que podría denominarse una norma permisiva. Esta ha sido abolida, al determinarse expresamente en el c. 1248 § 1 que se cumple el precepto siempre que se participe en la Misa celebrada en un rito católico 2.

La posibilidad de anticipar la Misa a la tarde del sábado o de las vísperas del día de fiesta se convierte en norma universal sin que sea ya precisa una concesión especial de la Sede Apostólica. Es conveniente recordar, sin embargo, que cuando comenzó esta práctica disciplinar, el legislador instó a los pastores a que instruyeran diligentemente a los fieles sobre su significado, y a que cui1. El Papa Benedicto XVI se refiere y glosa brevemente esas «hermosas observaciones» de la Carta Ap. Dies Domini. Cfr. Exh. Ap. Sacramentum Caritatis, n. 73. 2. En consonancia con este precepto codicial, NDE, n. 115, establece lo siguiente: «Siendo la celebración de la Eucaristía en el día del Señor el fundamento y centro de todo el año litúrgico, los católicos, quedando a salvo el derecho de las Iglesias orientales, deben participar en la Misa los domingos y días de precepto. Por ese motivo se desaconseja organizar celebraciones ecuménicas el domingo, y se recuerda que, incluso cuando los católicos participen en celebraciones ecuménicas y en celebraciones de otras Iglesias y Comunidades eclesiales, permanece la obligación de participar en la Misa esos días».

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daran de que en modo alguno se obscureciera por este motivo el sentido del domingo, como día dedicado a dar culto a Dios de una manera especial 3. Se cumple el precepto, en todo caso, mediante la participación en cualquier Misa del sábado por la tarde, aunque sea muy recomendable que la Misa en la que se participa corresponda litúrgicamente a la del domingo o día de fiesta correspondiente. 2) La abstención de determinados trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo (c. l247). De este segundo aspecto del precepto de santificar las fiestas ha sido eliminada la expresión «trabajos serviles» que se prestaba a interpretaciones no siempre correctas, situando la ley del descanso en un contexto más amplio. El criterio fundamental al respecto es el de dedicar especialmente a Dios el día festivo. Y para eso se hace necesario también una cierta pausa en las actividades laborales ordinarias, un clima interno y externo de tono festivo, una mayor dedicación a la familia, un hacer posible en definitiva que el domingo o el día de fiesta sea distinto a los restantes días de la semana. 3. Asambleas dominicales en ausencia de sacerdote Las normas básicas que rigen esta materia están contenidas en el «Directorio para las celebraciones dominicales en ausencia de presbítero», publicado por la Congregación para el Culto divino el 2-VI-1988 4. Los nuevos documentos sobre la Eucaristía abordan la cuestión de manera relevante lo que nos obliga a prestarles atención, siquiera sea de forma sintética. a) La enseñanza del Siervo de Dios, Juan Pablo II El Papa está tratando de la centralidad de la Eucaristía, en la vida y ministerio de los sacerdotes, y en la configuración de la parroquia como «una comunidad de bautizados que expresan y confirman su identidad principalmente por la celebración del sacrificio eucarístico. Pero esto requiere la presencia de un presbítero, el único a quien compete ofrecer la Eucaristía in persona Christi. Cuando la comunidad no tiene sacerdote, ciertamente se ha de paliar de alguna manera, con el fin de que continúen las celebraciones dominicales y, así, los religiosos y los laicos que animan la oración de sus hermanos y hermanas ejercen de modo loable el sacerdocio común de todos los fieles, basado en la gra3. Cfr. Instr. Eucharisticum Mysterium, de 25.V.1967. 4. Vid normas y comentario de J.A. FUENTES, en «Ius Canonicum» XXIX, 1989, pp. 547557.

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cia del bautismo. Pero dichas soluciones han de ser consideradas únicamente provisionales, mientras la comunidad está a la espera de un sacerdote. De ahí la invitación del Papa a pedir con mayor fervor que el Señor envíe obreros a su mies 5. b) Disposiciones normativas de la Redemptionis Sacramentum Como ya sabemos, esta instrucción fue publicada a solicitud del Papa en la Encíclica sobre la Eucaristía con el fin de que se establecieran normas más precisas acerca de numerosos aspectos del misterio eucarístico. En síntesis, estas son las principales disposiciones de la Instrucción (nn. 164-166): — Cuando falta el ministro sagrado y no puede haber, por ello, celebración eucarística, «el pueblo cristiano tiene derecho a que el Obispo diocesano, en lo posible, procure que se realice alguna celebración dominical para esa comunidad, bajo su autoridad y conforme a las normas de la Iglesia. Pero esta clase de celebraciones dominicales especiales deben ser consideradas siempre como absolutamente extraordinarias». — Por otro lado, se ha de evitar con toda diligencia cualquier confusión entre ese tipo de celebraciones y la celebración eucarística. Por eso, la Instrucción insta a los Obispos a que «valoren con prudencia si se debe distribuir la sagrada Comunión en esas reuniones», y que la decisión se haga coordinadamente a través de la Conferencia Episcopal. — En ausencia del sacerdote y del diácono, es preferible que las diversas partes de la celebración dominial sean realizadas por varios fieles. «No conviene, en ningún caso, que se diga de un fiel laico que preside la celebración». — Finalmente, el Documento insta al Obispo diocesano a que «no conceda con facilidad que este tipo de celebraciones, sobre todo si en ellas se distribuye la Sagrada Comunión, se realicen en los días feriales y sobre todo, en los lugares donde el domingo precedente o siguiente se ha podido o se podrá celebrar la Eucaristía». c) La preocupación pastoral del Papa Benedicto XVI sobre el precepto dominical En sus dos años de Pontificado ha mostrado ya en repetidas ocasiones la importancia del Precepto dominical 6. En la Exh. Ap. Sacramentum Caritatis dedica varios apartados a resaltar el valor paradigmático que el Domingo posee 5. Enc. Ecclesia de Eucharistia (nn. 31-32). 6. Por ejemplo, Homilía en la Misa de clausura del Congreso Eucarístico Italiano, que tenía por tema «sin el domingo no podemos vivir» (Bari, 29-V-2005). Vid también Homilía en la Misa de Clausura de la XX Jornada Mundial de la Juventud (Colonia, 21-VIII-2005).

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respecto a cualquier otro día de la semana: vivir según el Domingo (n. 72); vivir el precepto dominical (n. 73). Aunque esté permitido adelantar al sábado por la tarde el cumplimiento del precepto dominical «es preciso recordar que el Domingo merece ser santificado en sí mismo, para que no termine siendo un día vacío de Dios». Sentido del descanso y del trabajo (n. 74). En este contexto es donde el Papa sitúa el tema que nos ocupa: Asambleas dominicales en ausencia del sacerdote (n. 75). Se trata de un apartado largo del que extraemos algunos datos doctrinales y disciplinares. — Se ha de instruir adecuadamente a los fieles acerca de la diferencia entre la Santa misa y las Asambleas dominicales en ausencia de sacerdote. — Corresponde a los Ordinarios conceder la facultad de distribuir la comunión en dichas liturgias, valorando cuidadosamente la conveniencia de la opción. — Se ha de evitar que provoquen confusión sobre el papel central del sacerdote y la dimensión sacramental en la vida de la Iglesia. — El papel de los laicos nunca ha de ocultar el ministerio insustituible de los sacerdotes para la vida de la Iglesia. — Invitación a los sacerdotes «a una activa y concreta disponibilidad para visitar lo más a menudo posible las comunidades confiadas a su atención pastoral, para que no permanezcan demasiado tiempo sin el Sacramento de la caridad». 4. Los días de penitencia y los usos penitenciales prescritos La obligación de hacer penitencia, incluidas sus manifestaciones externas, dimana de la ley divina; por eso su alcance es universal y su vigencia es permanente, aunque varían los modos concretos de vivirla, atendidas las circunstancias de tiempo y lugar, y las condiciones personales del fiel. Todos, en efecto, están obligados a hacer penitencia, pero cada uno a su modo, es decir, según su propia vocación, sus circunstancias personales y los dones recibidos (c. 1249). Esta obligación evangélica tiene su origen en la invitación de Cristo a seguirle por el camino de la abnegación y de la Cruz, que es por donde se consumó la redención del mundo; pero se fundamenta también en la necesidad de la ascesis por medio de la cual el cuerpo es domeñado y sometido al señorío del espíritu 7. Junto a esta ley divina que obliga a todos y que es indispensable, también la ley eclesiástica fija unos modos concretos de hacer penitencia al establecer los días penitenciales «en los que se dediquen los fieles de manera especial a la oración, realicen obras de piedad y de caridad y se nieguen a sí mismos, cumpliendo con mayor

7. Const. Ap. Paenitemini, AAS 58, 1966, 177-185.

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fidelidad sus propias obligaciones y, sobre todo, observando el ayuno y la abstinencia» (c. 1249).

La actual disciplina penitencial se rige por los siguientes principios normativos: a) Son días y tiempos penitenciales aquéllos en que el fiel debe vivir más intensamente el espíritu de penitencia a través de manifestaciones externas de diversa índole, entre las cuales sobresale la práctica tradicional del ayuno y de la abstinencia, pero no de una manera exclusiva y necesaria. Unas veces, esta práctica será universalmente obligatoria; otras, el derecho particular podrá sustituirla por diversas obras de piedad y de caridad; hay, finalmente, días penitenciales en los que la práctica penitencial no la concreta la ley, sino que se deja a la iniciativa de la conciencia del cristiano. b) En la Iglesia universal, son días y tiempos penitenciales todos los viernes del año y el tiempo de Cuaresma, comprendiendo ésta desde el Miércoles de Ceniza hasta la Vigilia Pascual. El Concilio recordó, a este respecto, que la penitencia del tiempo cuaresmal no debe ser sólo interna e individual, sino también externa y social, de acuerdo con las posibilidades de nuestro tiempo y de los diversos países y condiciones de los fieles (SC, 110). c) La abstinencia de carne, o de otro alimento que haya determinado la Conferencia Episcopal, obliga todos los viernes del año a no ser que coincidan con una solemnidad. No obstante, la práctica penitencial de la abstinencia, no sólo puede variar en el modo sino incluso ser sustituida total o parcialmente por otras prácticas cuando así lo determinare la Conferencia Episcopal (c. 1253). En España, por ejemplo, según el Decreto general aprobado el 26.XI.1983, se retiene la práctica penitencial tradicional de los viernes consistente en la abstinencia de carnes; pero puede ser sustituida, según la libre voluntad de los fieles, por cualquiera de las siguientes prácticas recomendadas por la Iglesia: lectura de la Sagrada Escritura, limosna (en la cuantía que cada uno estime en conciencia), otras obras de caridad (visita de enfermos o atribulados), obras de piedad (participación en la santa Misa, rezo del Rosario, etc.) y mortificaciones corporales. Esta sustitución de la abstinencia por otras prácticas penitenciales, permitida por la Conferencia Episcopal española, se ha de interpretar restrictivamente, en el sentido de que no es aplicable a los viernes de Cuaresma. Así lo establecía el art. 13.2 del primer Decreto general. Pero, dado que esa norma dio ocasión a algunas interpretaciones no conformes con la mente de la Conferencia, el cuarto Decreto general que comenzó a obligar a partir del 18.XII.1987, sustituyó el texto del primer Decreto por uno nuevo según el cual, y ya sin ninguna duda, en los viernes de cuaresma es obligatoria la abstinencia, que consiste en no tomar carne, sin posibilidad de optar por otras prácticas sustitutorias como en los restantes viernes del año, y dejando, por tanto, de obligar sólo cuando se haya obtenido la oportuna dispensa. «Es además aconsejable y merecedor de alabanza, añade el Decreto, que, para manifestar el espíritu de peni403

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tencia propio de la Cuaresma, se priven los fieles de gastos superfluos tales como los manjares o bebidas costosas, espectáculos y diversiones» 8. d) Obligan conjuntamente el ayuno y la abstinencia el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo. En principio, también esta norma universal podría ser modificada o acomodada a las peculiaridades de cada país o región por Decreto de las Conferencias Episcopales (c. 1253). Pero es difícil que esto ocurra al menos por lo que respecta al ayuno del Viernes Santo, de acuerdo con el principio sentado por el propio Concilio: «téngase como sagrado el ayuno pascual; ha de celebrarse en todas partes el Viernes de la Pasión y Muerte del Señor y aun extenderse, según las circunstancias, al Sábado santo para que de este modo se llegue al gozo del domingo de Resurrección con elevación y apertura del espíritu» (SC, 110). Según el cuarto Decreto general de la Conferencia Episcopal española, «el Miércoles de Ceniza, comienzo de la Cuaresma, y el Viernes santo, memoria de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, son días de ayuno y abstinencia». En el primer Decreto se aclara que el ayuno «consiste en no hacer sino una sola comida al día; pero no se prohíbe tomar algo de alimento a la mañana y a la noche, guardando las legítimas costumbres respecto a la cantidad y calidad de los alimentos». e) Están obligados a la ley de la abstinencia —o a las otras prácticas sustitutorias, cuando está permitida la sustitución— los fieles que han cumplido catorce años. La ley del ayuno, en cambio, obliga a todos los mayores de edad, es decir, a todos los que han cumplido dieciocho años —en la disciplina anterior la mayoría de edad se alcanzaba a los veintiún anos—, y deja de obligar cuando se han cumplido los cincuenta y nueve años. Los pastores de almas y los padres cuidarán, sin embargo, «de que también se formen en un auténtico espíritu de penitencia quienes, por no haber alcanzado la edad, no están obligados al ayuno o a la abstinencia» (c. 1252).

8. BOCEE 16, 1987, pp. 155-156; cfr. también, Normas complementarias al Código, Apéndice III, en Código anotado, 5.ª ed. Pamplona 1992, p. 1204.

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INSTITUTO MARTÍN DE AZPILCUETA* FACULTAD DE DERECHO CANÓNICO UNIVERSIDAD DE NAVARRA

1. MANUALES DEL INSTITUTO MARTÍN DE AZPILCUETA Esta Colección se propone, ante todo, ofrecer a los alumnos de los cursos de Licenciatura en Derecho canónico un instrumento básico para preparar específicamente el programa de las distintas disciplinas que la integran. 2007

T. RINCÓN-PÉREZ

2005

J. ORLANDIS

2003

C DE DIEGO-LORA, R. RODRÍGUEZ-OCAÑA J. MIRAS, J. CANOSA, E. BAURA Compendio de Derecho Administrativo Canónico [EUNSA] T. RINCÓN-PÉREZ La vida consagrada en la Iglesia Latina. Estatuto teológico-canónico [EUNSA] T. RINCÓN-PÉREZ La liturgia y los sacramentos en el Derecho de la Iglesia [EUNSA] A. VIANA Organización del gobierno en la Iglesia (2.ª ed.) [EUNSA]

2001 2001 1998 1997

La liturgia y los sacramentos en el Derecho de la Iglesia (3.ª ed.) [EUNSA] Historia de las instituciones de la iglesia católica. Cuestiones fundamentales (2.ª ed.) [EUNSA] Lecciones de derecho procesal canónico. Parte general [EUNSA]

2. TRATADOS Y MANUALES 2007 2006 2006 2006 2004

J. HERVADA J.M.ª GONZÁLEZ DEL VALLE A. VIANA P. BIANCHI J. FERRER (Coor.) J. FORNÉS, J.M.ª GONZÁLEZ VALLE, P. LOMBARDÍA, M. LÓPEZ ALARCÓN, R. NAVARRO VALLS, P.J. VILADRICH

Introducción al estudio del Derecho canónico [EUNSA] Derecho canónico matrimonial (10.ª ed.) [EUNSA] Introducción al estudio de las prelaturas [EUNSA] ¿Cuándo es nulo el matrimonio? (2.ª ed.) [EUNSA] Derecho eclesiástico del Estado español (5.ª ed.) [EUNSA]

* La información completa sobre las publicaciones del Instituto puede consultarse en la dirección web: http://www.unav.es/ima

2001

J. HERVADA

1994 1993 1991 1987 1980

J. DE OTADUY (Coor.) E. LABANDEIRA J. CALVO (Coor.) J. HERVADA G. FELICIANI (traduc. E. MOLANO) CATEDRÁTICOS DE DERECHO CANÓNICO DE UNIVERSIDADES

1975

Elementos de Derecho constitucional canónico (2.ª ed.) [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] Tratado de Derecho eclesiástico [EUNSA] Tratado de Derecho administrativo canónico (2.ª ed.) [EUNSA] Manual de Derecho canónico (2.ª ed.) [EUNSA] Elementos de Derecho constitucional canónico [EUNSA] (agotado) Elementos de Derecho canónico [EUNSA] Derecho canónico (2.ª ed.) [EUNSA]

ESPAÑOLAS

1970/73 J. HERVADA-P. LOMBARDÍA

1964

V. DEL GIUDICE (traduc. P. LOMBARDÍA)

El Derecho del Pueblo de Dios. III. Introducción. La constitución de la Iglesia [EUNSA] III. Derecho matrimonial [EUNSA] Nociones de Derecho canónico

3. TEXTOS LEGISLATIVOS Y COMENTARIOS — Código de Derecho Canónico. Edición anotada (6.ª ed. 2001). Se han publicado ediciones en inglés, francés, italiano, portugués y catalán. También varias ediciones castellanas en México y Colombia. — Comentario Exegético al Código de Derecho Canónico (3.ª edición, 2002), obra dirigida y coordinada por los Profs ÁNGEL MARZOA, JORGE MIRAS y RAFAEL RODRÍGUEZ-OCAÑA, 5 volúmenes (8 tomos). Publicado por EUNSA. 5. COLECCIÓN CANÓNICA La Colección canónica, comenzada en el año 1959, está integrada por monografías sobre temas de Derecho canónico y eclesiástico. Últimos títulos publicados: 2006 2006

M. DELGADO R. RODRÍGUEZ-OCAÑA J. SEDANO (eds.)

2006

J.I. RUBIO

2005 2005

J.Mª VÁZQUEZ M.Á. MORALES J. HERVADA

2005

E. TEJERO

2005

J.I. BAÑARES, J. BOSCH (eds.)

El domicilio canónico [EUNSA] Procesos de nulidad matrimonial. La Instr. «Dignitas connubii». (2ª ed.) Actas del XXIV Curso de Actualización en Derecho Canónico de de la Facultad de Derecho Canónico [EUNSA] La primera de las libertades. La libertad religiosa en los EE.UU. durante la Corte Rehnquist (1986-2005): una libertad en tensión [EUNSA] El pase regio. Esplendor y decadencia de una regalía [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] Vetera et nova. Cuestiones de Derecho canónico y afines (1958-2004). Segunda edición remodelada [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] ¿Imposibilidad de cumplir o incapacidad de asumir las obligaciones esenciales del matrimonio? Historia, jurisprudencia, doctrina, normativa, magisterio, interdisciplinariedad y psicopatología incidentes en la cuestión [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] Consentimiento matrimonial e inmadurez afectiva. Actas del VI Simposio Internacional del Instituto Martín de Azpilcueta (Pamplona, 35.XI.2004) [ EUNSA, 2007]

2004

I. JIMÉNEZ-AYBAR

2004

J. HERVADA

2004

J. HERVADA

2004

F. PUIG

2004

M. AREITIO

2003

M. RODRÍGUEZ BLANCO

2003

J. HERVADA

2003

J. OTADUY; E. TEJERO; A. VIANA (eds.)

2002

J. OTADUY

2002

A. VIANA

2002 2002

R. RODRÍGUEZ-OCAÑA J. HERVADA

2002

J. HERVADA

2001

A. LIZARRAGA ARTOLA

2001

Z. COMBALÍA

2001

J. OTADUY (ed.)

2001

J. GONZÁLEZ AYESTA

2000

V. GÓMEZ-IGLESIAS A. VIANA-J. MIRAS G. NÚÑEZ GONZÁLEZ

2000

El Islam en España. Aspectos institucionales de su estatuto juríco [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] Tempvs otii. Fragmentos sobre los orígenes y el uso primitivo de los términos «praelatvs» y «praelatvra» [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] Pensamientos de un canonista en la hora presente [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] La esencia del matrimonio a la luz del realismo jurídico [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] Obediencia y libertad en la vida consagrada [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] Los convenios entre las administraciones públicas y las confesiones religiosas [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] Pueblo cristiano y circunscripciones eclesiásticas [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] Migraciones, Iglesia y Derecho. Actas del V Simposio del Instituto Martín de Azpilcueta sobre «Movimientos migratorios y acción de la Iglesia. Aspectos sociales, religiosos y canónicos» (Pamplona, 16 y 17.IX.2002) [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] Fuentes, Interpretación, Personas. Estudios de Derecho canónico [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] Derecho canónico territorial. Historia y doctrina del territorio diocesano [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] La demanda judicial canónica [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] Coloquios propedéuticos sobre el derecho canónico (2.ª ed. corregida y aumentada) [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] Los eclesiasticistas ante un espectador. Tempvs otii secvndvm (2.ª ed. corregida y aumentada) [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] Discursos pontificios a la Rota romana [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] El derecho de libertad religiosa en el mundo islámico [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] Diálogo sobre el futuro de la ciencia del Derecho eclesiástico en España. Trabajos de la Reunión organizada por el «Instituto Martín de Azpilcueta» [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] La naturaleza jurídica de las «facultades habituales» en la codificación de 1917 [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] El Opus Dei, Prelatura personal. La Constitución Apostólica «Ut sit» [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES] Tutela penal del sacramento de la penitencia. La competencia de la Congregación para la Doctrina de la Fe [NAVARRA GRÁFICA EDICIONES]