La literatura picaresca desde la historia social
 8430612653

Table of contents :
Contraportada
Créditos
PRÓLOGO
PARTE PRIMERA LOS CONDICIONAMIENTOS SOCIALES DEL COMPORTAMIENTO PICARESCO
Capítulo primero: EL CONCEPTO DE POBREZA Y DE POBRES DEL MEDIEVO A LA PRIMERA MODERNIDAD
La estimación de la pobreza como factor de consolidación del orden
El estado del pobre. Limosna y mala calidad de lo que consume. Del límite de insuficiencia a la carencia de bienes
La pobreza considerada como un problema político y social. El pobre como marginado
La pobreza en el medio urbano y el proceso de descalificación del pobre
El hambre en la situación de los desposeídos. (El protagonismo del hambre en el siglo XVII)
Capítulo II: LOS RICOS Y LOS CAMBIOS DE NATURALEZA Y FORMAS DE LA RIQUEZA EN EL RENACIMIENTO
Del noble rico al rico como aspirante al ennoblecimiento
Riqueza, poder y posición social. La crítica adversa al rico: de la visión ascética a la laicización. El afán incontenible de acumular riqueza en el Renacimiento
La función del dinero en el proceso de transformación de las relaciones sociales
El dinero en la literatura y especialmente en la picaresca
La política del vellón: crisis monetaria y crisis social
Capítulo III: LA IMAGEN DICOTÓMICA DE LA SOCIEDAD
La polarización ricos-pobres. Transformaciones de la estructura social y distanciamiento creciente entre sus extremos
Enfrentamiento entre los grupos opuestos. El «odio entre los estados». El pobre habla en primera persona
El papel de la peste en la agudización de la situación recíproca de pobres y ricos
Capítulo IV: LA EVOLUCIÓN DE LOS CONCEPTOS DE «TRABAJO» y «TRABAJADOR»
Formación del concepto moderno de trabajador y tensiones estamentales relacionadas con él
El repudio del trabajo manual y la fórmula arcaizante de «trabajar más»
El problema del «ocio forzoso». Dos soluciones al mismo: el «amparo de pobres» y el régimen de «salariado»
La aparición de la figura del picaro como actitud de rechazo de ambos sistemas
Capítulo V: LOS LAZOS DE DEPENDENCIA ENTRE AMOS y CRIADOS EN LA SOCIEDAD DE LOS PRIMEROS SIGLOS MODERNOS
«Trabajo» y «servicio»: alteraciones de la figura del criado. El salario, medida de la obligación de quien lo recibe. Deterioro recíproco de la relacionamos-criados
La anormal multiplicación del número de criados, suscitada por la,inadaptación de la estructura social a las nuevas condiciones
La figura del «gracioso» como tipo de integrado social, frente al estado del picaro marginado
Lo cómico en la función integradora del gracioso. El papel de la locura. Loco, gracioso, picaro, en la literatura barroca
Dos clases de risa: reír con los demás, reír contra los demás. La protesta del picaro
PARTE SEGUNDA
LA RUPTURA DE LOS LAZOS TRADICIONALES
DESVIACIÓN, INDIVIDUALISMO Y MEDRO
Capítulo VI: LA RUPTURA CON SU ENTORNO. DESVINCULACIÓN DEL PICARO
La amplia expansión del fenómeno del vagabundaje. Los vagabundos «desgarrados» del medio social
Entre el miedo al viaje y el afán de recorrer tierras. Preferencia por lo nuevo. Cosmopolitismo: de la versión humanista a la versión picaresca
La negación de los lazos comunitarios y del amor a la patria. Los «desesperados» de España y el paso a las Indias
El quebrantamiento de la vinculación a la Iglesia: de la critica de los clérigos a la de algunos aspectos de la religión
Desvinculación y abandono del medio familiar. La inversión paródica del papel del linaje
Capítulo VII: INDIVIDUALISMO Y SOLEDAD RADICAL DEL PICARO. LA LIBERTAD PICARESCA
Individualismo y afirmación del «yo» como proyecto del propio ser
La incompatibilidad del picaro con una actuación de pandillaje
Del egoísmo como principio a la competencia como manera de operar
El pícaro, artífice de sí mismo. «Usufructuario» de su vida personal
La libertad picaresca (una reivindicación compensatoria del fracaso)
Capítulo VIII: LA ASPIRACIÓN PERSONAL DE «MEDRO» COMO FENÓMENO SOCIAL
La naturaleza de la aspiración social a ser más. La ruptura de la integración. Rechazo de las limitaciones estamentales a la movilidad ascendent
El cierre de accesos a los niveles superiores de la estratificación social. La consecuencia de una derivación hacia el falseamiento de los valores de la convivencia
El afán de medro en los personajes picarescos. Su doble contenido económico y social. La frustración de las aspiraciones del picaro
PARTE TERCERA UN ENTORNO DE ΑΝΟΜΙΑ. USURPACIÓN Y OSTENTACIÓN SOCIALES
Capítulo IX : ANOMIA y DESVIACIÓN SOCIAL
La conducta desviada: tipos y límites. Condiciones para la desviación picaresca
Picaresca y conducta desviada: La conducta picaresca entre las diferentes formas de desviación
Sociedad, individuo y conducta desviada
La doble función de la desviación: deterioro y apoyo del orden establecido. La acción del picaro, reductora de la del rebelde
El papel de la familia en el aprendizaje del comportamiento picaresco
Tres aspectos enlazados del vivir picaresco: juventud, novedad, variedad.
Triunfalismo y frustración en el personaje picaresco
Capítulo X: RECURSOS DE LA CONDUCTA DESVIADA
De los ardides al fraude. Primer principio de la conducta del picaro: la pragmatización de su proceder y del mundo que le rodea
La «industria» considerada como una hábil tecnificación de la conducta.
Su superior estimación en el pragmatismo picaresco. Su raíz común con la virtú maquiavélica
El engaño, el robo, el hurto, factores de la actividad picaresca. Instrumentos para la satisfacción de sentimientos hostiles
El juego en un mundo de solitarios. La insolidaridad fundamental del jugador. El naipe como instrumento de desafío y triunfo sobre el «otro»
Las llamadas «casas de conversación» y de juego
Capítulo XI: LA USURPACIÓN COMO FENÓMENO BÁSICO EN UNA SOCIEDAD COMPETITIVA
Caracterización de la práctica social de la usurpación
La inevitable tendencia a la ostentación en el picaro, manifestación positiva y principal de su actitud
La ociosidad, primera manifestación de ostentación
La ostentación usurpadora en el uso de vestidos y adornos reservados para los superiores
El gasto desmedido en comidas y la consideración estamental de las clases de alimentos
La casa propia como recurso ostentatorio de máxima eficacia. Auge de la construcción y frecuencia del sistema de alquiler
La pasión por los coches. La difusión de su uso y su necesidad para el picaro. El paseo en coche como distinción social
PARTE CUARTA
EL HOMBRE EN ACECHO Y LA LUCHA DEL PICARO.
SUS TENSIONES BÁSICAS
Capítulo XII: HOSTIGAMIENTO y LUCHA
Agresividad y agresión. Exaltación individualista y pesimismo en las relaciones de convivencia
Carácter social de la agresión. La inclinación a la venganza. Los límites de la violencia
La cotidiana exhibición de cruel violencia en el siglo XVII. Un mundo desalmado. El papel de la cárcel y de las galeras
Relaciones de antagonismo. La lucha de «cada uno contra cada uno» ...
Prudencia, cautela, astucia y recelo: virtudes a ejercer en la vida social. El hombre en acecho. La actitud de acoso
La burla y la acritud de la risa. La degradación de valores estimados por la sociedad establecida
Capítulo XIII: LA TENSIÓN HOMBRE-MUJER
La misoginia en la época barroca. La posición de la mujer en el nuevo modelo de sociedad. El surgimiento de la protesta femenina
La imagen de la mujer en el antagonismo intersexual. Testimonios literarios sobre el tema. El endurecimiento de las posiciones respectivas.
Formas disimuladas de rebeldía femenina
El amor como afianzamiento del orden. La libre elección de matrimonio: un planteamiento falseado
De nuevo sobre la falta de amor en la población picaresca. Un irregular modo de erotismo. La prostitución como factor de erosión social
El engaño y la burla en la lucha de sexos. Formas irregulares de la misma. El papel del canto y del baile
La tienda en su nuevo aspecto de lugar de la agresión económica. Las referencias a la misma en la novela picaresca
El último plano de la pretendida agresividad femenina. La lucha por la dominación entre hombres y mujeres
Capítulo XIV: DE LA VIDA RURAL A LA DE CIUDAD POPULOSA. LA LEY ECOLÓGICA DEL PICARO
La ciudad, ecosistema del picaro. Los cambios en la estimación del campo y de la ciudad, condicionantes del crecimiento urbano
El carácter conflictivo del ámbito ciudadano. La opción del picaro por la vida urbana
El éxodo rural a la ciudad. Las alabanzas de la ciudad en la picaresca. La nueva población propicia para la conducta desviada
La ley ecológica del picaro
La transformación de las funciones de la moderna ciudad. La incorporación de los pobres a la ciudad barroca: Sus aspectos contradictorios
El picaro en la ciudad. La incitación a la desviación picaresca en la gran concentración urbana y los intentos de reducir ésta
Posibilidades que a la libertad picaresca ofrece la confusión de la gran ciudad. El anonimato en una gran masa de población. La ciudad, palenque de la lucha de los picaros contra el entorno de los integrados
Conclusión
APÉNDICE: MENSAJE QUE TRANSMITE Y PÚBLICO AL QUE SE DIRIGE LA NOVELA PICARESCA
INDICE ONOMÁSTICO
INDICE DE PERSONAJES
INDICE GENERAL

Citation preview

JOSÉ ANTONIO MARAVALL

LA LITERATURA PICARESCA DESDE LA HISTORIA SOCIAL (Siglos XVI y XVII)

taurus

En m edio de las fisu ras que separaban ya a los sectores de población — en estado generalizado de anomia— , aquellos que se sentían integrados en el orden se emplean en reforzarlo, tanto con repercusión física com o con un com plejo uso de resortes ideológicos, creando un estado de miedo e inseguridad en los individuos de capas inferiores. U n re d u c id o n ú m e ro d e re fo rm ista s crítico s in te n ta p ro p o n e r c in tr o d u c ir m e d id a s q u e p e rm ita n lle g a r a u n a so cied ad m ás a b ie rta y lib re. E n tr e la p o b la c ió n d e niv eles b ajo s q u e em p ieza a p re se n ta r c a ra c te re s d e ag lo m eració n m asiva, in m ersa en el a n o n im a to u rb a n o , hay g ru p o s a los q u e afecta m uy esp ecialm en te esa situ ació n d e an o m ia, los cuales se hallan . en posicio n es de m arginación e in co n fo rm id ad V provocan un c o m p o rta m ie n to social «d esv iad o » , en sus d ife re n te s tipos. E xisten en toda E u ro p a gentes d e co n d u cta sem ejan te, reclu tad o s e n tre desplazados y v agabundo s, cuya n u trid a presencia en el C o n tin en te caracteriza al siglo x v u . En E spaña, la literatu ra picaresca constitu y e por eso un m aterial im prescindible para la interpretació n histórica de n u estro crítico siglo x v u , de sus asfixiantes condiciones de convivencia, engendradoras de insolidaridad.

JOSÉ ANTONIO MARAVALL

LA LITERATURA PICARESCA DESDE LA HISTORIA SOCIAL (Siglos XVI y XVII)

taurus

Maqueta de cubierta por Manuel Ruiz A n g e l e s

© 1986, José Antonio M a r a v a l l C asesnoves © 1986, TAURUS EDICIONES, S. A. Principe de Vergara, 81, 1.° - 28006 MADRID ISBN: 84-306-1265-3 Depósito legal: M. 18.714-1986 PRINTED I N S P A IN

PRÓLOGO

Con esta obra que un posible lector.tendrá en sus manos, doy fin a un progra­ ma de investigación que me había propuesto realizar desde muchos años atrás. Mi primer libro sobre el pensamiento político español en el siglo x v ii , apareció en 1944 y agotada la edición tres años después, me negué reiteradamente a su reedi­ ción por varias razones. En los años que siguieron a la fecha que he dejado indica­ da, me di cuenta de que, aunque en ese volumen había introducido —y así lo sigo creyendo— una cierta innovación metodológica, no era eso suficiente. Tenía que continuar en adelante mi trabajo ampliando el círculo de mi investigación en un doble sentido. En primer lugar, extendiéndola a otros campos de lo que cabe en­ tender por pensamiento, partiendo de lo que ya comprendía éste en mi estudio an­ terior. Era necesario incluir en la órbita del pensamiento otros contenidos menta­ les: creencias previas a todo razonamiento, supervivencias de formas mágicas, sen­ timientos, ideales, aspiraciones, movimientos extrarracionales de variado tipo. Te­ nía como valedor para llevar a cabo esta operación de ensanchar el área del pensa­ miento a uno de los grandes fundadores del racionalismo; me apoyaba una frase de Descartes, cuando en sus Respuestas a las objeciones sobre las «Meditaciones metafísicas» escribe: «itam omnes voluntatis, intellectus, imaginationes, et sensum operationes sunt cogitationes». No me he propuesto, en ningún momento de mi labor historiográfica, entregar­ me a la tarea de estudiar las ideas críticamente elaboradas por pensadores de ex­ cepcional relieve. Reconociendo la función esclarecedora de las líneas de pensa­ miento y finalmente de contribución al proceso de formación y transformación de las mentalidades que a la Historia de las teorías corresponde, yo no me he pregun­ tado por la construcción teórica levantada por las grandes figuras, cargadas de ori­ ginalidad y como tales con un margen de distanciamiento innovador respecto a las circunstancias del entorno. Mi objetivo ha llegado a ser averiguar cómo esas ideas, enclavadas también en último término en una situación histórica dada, eran recibi­ das por el considerable número de personas que en cada época constituyen el ele­ mento dinámico y llevan la iniciativa. Y esto no sólo en el plano de la política, sino en todo el ámbito de la vida social. No me ha dirigido, pues, en mi trabajo ante las grandes obras de la literatura, por ejemplo, estudiar su valor en el plano de la creación literaria, sino la manera de «leerlas» y captar su mensaje —no siempre el 7

mismo a través de las situaciones—; esto es, indagar la reelaboración mental lleva­ da a cabo por quienes las recibieron. Me interesa ver la deformación sufrida en ca­ da situación histórica y la «lectura», o lo que es lo mismo, la interpretación de ta­ les obras, tal como en cada caso se refleja en el fondo de una situación. Para ello es conveniente, entiendo yo, servirse de pasajes significativos de una obra —no to­ dos lo son en la misma medida— y en lugar de tratar de entenderlos, comparándo­ los con otros del texto, escasamente relevantes, ponerlos en relación con aquellos que derivan de una misma visión en obras quizá secundarias, y aún en aquellas en que la cuestión estudiada se convierte en tópico; éstas se descubren llenas de un ri­ co testimonio histórico que, eso sí, hay que contrastar con documentos de otras clases. Sólo la coherencia final de los resultados obtenidos nos pondrá de manifies­ to el grado de aceptabilidad de una interpretación determinada de la historia. Pero no basta con esto. Estimo que es imprescindible en la historia de las men­ talidades —contando con que para ella todo es documento— introducir un núme­ ro de conexiones con esferas en que los contenidos mentales se dan en relación a otras diversas materias. Sin salir del espacio propio, no cabe confiar en ninguna de las observaciones que al historiador de una u otra rama se le planteen. En general, el marco de lo que han sido las modernas naciones —conforme a la afirmación de P. Vilar, referida a todo el campo de la Historia—, es adecuado pa­ ra seguir la investigación de un tema, pero siempre que las fronteras permanezcan abiertas —de país a país, de disciplina a disciplina— y que al historiador le sea permitido y así lo exija, atravesarlas en los momentos oportunos. Sólo de esta ma­ nera cabe llegar a clarificar la imagen del «tejido mental» sobre el que ha discurri­ do el acontecer histórico de una época; por tanto, de aquella que nos ocupa. Cuando empezaba a construirse la Historia de las mentalidades, un gran historia­ dor que trabajó en los orígenes de la misma, L. Febvre, acuñó una expresión más llamativa que la que acabo de entrecomillar: «el utillaje mental de cada época», pero pienso que la que he empleado, empleé y seguiré empleando es más compren­ siva de los muchos materiales que entran en la investigación. En definitiva, cuanto ha acontecido en España no es una serie de fenómenos aislados, ni siquiera diferenciales —tanto diferencian como previamente aproxi­ man—. El acontecer hispánico, matizado por sus variadas partes internas, está in­ serto en un espacio cultural, histórico, vinculado a la evolución de los contenidos mentales del mismo, dentro de cuyo conjunto ofrece una versión propia, pero, eso sí, referida y relacionada con cuanto en su entorno sucede. Es así como, disponiendo de las nuevas aportaciones para replantear la historia de España que proporcionan esas ampliaciones y correcciones, he podido dar qui­ zá unos pasos más. Con ellos, la que empezó siendo para mí Historia del pensa­ miento, se ha ido convirtiendo en una Historia social de las mentalidades, y por este camino creo que es posible llegar a una revisión, satisfactoria en cuanto a su validez, de lo que fue el siglo x v i i en nuestra historia, un siglo tan conflictivo y tan decisivo en la sucesión de los siglos de la primera modernidad en España. Validez, en todo caso, que en principio sólo cabrá referir al presente de nuestra situación. En los años ya lejanos de recién postgraduado, la imagen que se tenía del si­ glo xvii era la de un tiempo en que el pueblo seguía fielmente a sus reyes y éstos se sentían, aunque fuera desde su altura de soberanos, compenetrados con el pueblo. Se trataba, pues, de una centuria cuya orografía política presentaba relieves de es­ caso contraste sobre la plana meseta en que muy de tarde en tarde aparecían. En

8

algunos de nuestros intelectuales críticos, en lugar de una llanura meseteña había que hablar de una tierra aplastada. Para otros, apegados a las pretendidas glorias de la tradición, era una fértil altiplanicie en la que se contemplaban elevadas cum­ bres: en conjunto, todo un jerarquizado y unánime Siglo de Oro. En lo de unáni­ me, coincidían todos. Y en eso es precisamente en lo que había que plantear la dis­ crepancia. Veinte años después de aquellos otros que acabo de evocar, todavía un gran maestro, al norte de los Pirineos, escribía que el siglo x v ii en toda Europa se podía contemplar como la superficie de un lago, cuya continua calma apenas alte­ raba un suave oleaje. Sin embargo, cuando yo escribí mi primer libro sobre este si­ glo, advertí discrepancias en el pensamiento teórico general —más o menos ya señaladas— y quizá mayores en lo relativo a su aplicación al estado de España. No me atreví, sin embargo, a hablar de sectores discrepantes que hacían sospechar la presencia de graves fisuras. Desde entonces se fue desarrollando en mí la tesis de que el siglo x v ii en nin­ gún caso ofrecía algo así como una conformidad de reyes y gobiernos con sus pueblos, ni de unas clases con otras. A la vez, otros compañeros ponían de mani­ fiesto aspectos semejantes, estudiando Otros problemas diferentes de los que a mí me ocupaban. Y tras la investigación que me fue necesario desplegar para mi libro Estado moderno y mentalidad social, siglos x v a x v i i , bastante antes de ponerle fin, llegué a la convicción de que era posible distinguir en el seno de la llamada monarquía hispánica, tres sectores que á su vez cabía subdividir en otros. Era fácil de reconocer el grupo de los integrados, afectos al sistema del absolutismo monár­ quico señorial e incluso, en una parte de ellos, defensores y propagandistas del mismo. En mi libro de 1944 había muchas páginas sobre ellos, y además había que incluir —y a ello dediqué otro trabajo— los cultivadores de la comedia, mucho más extremados en su imagen de la monarquía absolutista-señorial que los escrito­ res que teorizaran sobre ella, muy especialmente que el grupo de jesuítas dedicados a la filosofía política y a la difusión de la reforma tridentina. Se distinguía aparte un segundo grupo de los que aceptaban el sistema, pero sin dejar de ver las insufi­ ciencias, los errores, los defectos que presentaba y que ellos con mayor o menor prudencia, criticaron por sus posibles graves consecuencias: eran éstos los que des­ de dentro y tratando de comprometer al mismo poder en la empresa, proponían reformas y rectificaciones en la gobernación de la monarquía, unos con un criterio de apertura y mayor flexibilidad; otros, de cortar toda corriente que introdujera cambios capaces de afectar a la estructura tradicional a la cual había que devolver toda su fortaleza, único fin que podía legitimar una reforma. Reformadores para la innovación o para la restauración; para el cambio o para la regresión. En el pri­ mer subgrupo de estos integrados críticos, pienso que se deben incluir algunos a los que dediqué estudios especiales: Saavedra Fajardo, Gracián, Quevedo, los tacitistas, los maquiavelistas y algunos antimaquiavelistas, y con superlativo interés, los escritores sobre temas económicos, etc. Y quedaba un tercer grupo, al que has­ ta hace poco tiempo se le había dedicado ninguna o muy poca atención: los discre­ pantes activos, probablemente los menos numerosos, aunque fueran más de los que se suponía, en ciertos aspectos los más interesantes y, desde luego, los más va­ riados en cuanto a los diferentes caminos que emprendían. Sin embargo, estos últi­ mos, con más o menos gravedad, muestran siempre claros signos de desviación so­ cial, aunque divididos en subgrupos que van desde los revolucionarios hasta los retraídos. 9

Cuando me consideré con suficientes razones para basarme en esta triple distin­ ción —integrados, críticos, desviados—, y puesto que de los dos primeros grupos había ya publicado o estaba en trance de preparar algunos trabajos, consideré que para llegar a dar una versión suficiente, aunque fuera en grado mínimo, del con­ flictivo siglo X V II, tenía que llevar mi atención sobre el tercero. Sin embargo, el empeño globalmente era imposible, por la falta de trabajos previos, salvo en un corto número de casos (de los que se habían ocupado R. Ezquerra, John H. Elliot, A. Domínguez Ortiz). Y contando con que había un grupo de desviados que que­ daban fuera de las clasificaciones ofrecidas por algunos sociólogos y dado que en el siglo XV II habían significado mucho, opté por el subgrupo que era quizá menos de esperar: los picaros. Para mí, en el campo de la Historia mencionado, es uno de los fenómenos más significativos en la crisis del siglo xvn. Visto asi, el picaro, del que tanto vamos a hablar en las páginas siguientes, no fue lo que llegó a ser en la época crítica que inicia el manierismo y llega a plenitud en el Barroco, porque a algún genial autor —al que otros siguieran— se le ocurrie­ ra introducir un relato convirtiendo su estructura literaria en un «proceso» (empleo en esta ocasión la expresión «proceso», tan diacrónica, siguiendo a Lázaro Carreter). Pero en alguna medida la sociedad barroca española no hubiera sido co­ mo fue, si la novela no hubiera introducido entre sus personajes la novedad del pi­ caro y de sus semejantes. No dejemos de tener en cuenta que la extraordinaria evo­ lución de la novela, que durante siglos apenas había dado muy cortos pasos, está en dependencia de las circunstancias que hicieron necesaria la formación de un gé­ nero literario prácticamente nuevo, al haberse advertido que las vidas de los hom­ bres no son repetición de prototipos fijos en una ordenación estamental, sino pro­ cesos que se desenvuelven y se singularizan en conexión con múltiples factores situacionales. Y será vano empeñarnos en resolver la cuestión de si la aparición de la figura literaria del picaro precede o no a la formación de una sociedad en que aquél pudo surgir. Esto, por lo menos para el historiador, no es más que un pseudoproblema. Al historiador lo que le incumbe es alcanzar el planteamiento e inter­ pretación de las sucesivas conexiones dialécticas —en el sentido de producirse co­ mo respuestas recíprocas— que se dan entre uno y otro fenómeno de los que vengo hablando. Francisco Rico nos ha hecho observar que tan sólo después de que apareciese Guzmán, se convirtió en un picaro Lázaro de Tormes, y añadamos que las novelas más próximas a aquél (por ejemplo, La Pícara Justina o El guitón Honofre) rela­ cionaron enseguida a sus protagonistas con el que lanzó Mateo Alemán. Esto sólo se podía haber producido en las inmediaciones de 1600. Si la palabra «picaro» era conocida de mucho antes, como vemos en la Carta en que se tratan cosas de la Corte, de Eugenio de Salazar, hasta fines de siglo y comienzos del siglo xvn no es­ taban dadas las condiciones para que se desarrollara esa figura, en la novela y en la vida de las ciudades castellanas, es decir —para entendernos con pocas pala­ bras— hasta la época de Felipe III, cuando la conciencia de «crisis social» surge con su más moderno sentido. ¿Cuál y cómo era la crisis que afectaba a una sociedad para que pudiera confi­ gurarse en ella un protagonista, entre otros tipos, como venía a ser el picaro? Fijé­ monos en que quizá todos los elementos que se reúnen en él eran conocidos de tiempo atrás ¿Qué pone la época para que puedan cuajar juntos y de esa manera dejar de ser lo que eran y dar lugar a un tipo nuevo constituido a la vez por lo que

10

cada uno de esos elementos aporta y por lo que pierde al enlazarse con los otros? El picaro es un pobre, pero en ocasiones lo deja de ser; el picaro es un vagabundo, pero no es sólo un vagabundo, y lo es de otra manera diferente de la que se venía siéndolo; el picaro es un desvinculado, pero no acaba de perder sus lazos; el picaro es ladrón, pero no se queda ahí; el picaro es un candidato a medrar, pero la frus­ tración le derriba y nos pone de manifiesto entonces otros aspectos de su desvío; el picaro cuenta escasamente con la pulsión erótica, pero, además, la instrumentaliza para otros fines. El picaro es empujado por una tendencia a la pragmatización del comportamiento con personas y cosas, desprendiéndolas de sus puestos y de la con­ sideración debida en el grupo de los integrados e, incurso en insuperable anomia, los confunde en planes de aprovechamiento que no le corresponden. Es insalvable­ mente una prueba de gran desbarajuste social. De la crisis en que se engendró la cultura barroca y en ella la literatura picares­ ca, he escrito muchas páginas que no voy a repetir. Es incuestionable que el senti­ miento —no me atrevo a decir conciencia— de crisis era una novedad. También un sentimiento de dificultades graves y de males colectivos, de inquietudes y de angus­ tias subsiguientes, se había experimentado en los siglos medievales (los testimonios de «burgueses» de París, en los siglos xiy y xv, dan cuenta de ello). Pero se consi­ deraban adversidades, catástrofes, males, que aunque tuvieran autores humanos, actuaban en una ordenación divina o natural, frente a la que no cabía más que la lamentación. Si el caso era muy grave podían producirse sacudidas epilépticas —por ejemplo, en caso de hambres desesperadas— que buscaban ciegamente arre­ batar alimentos a quienes los tenían, pero nunca alterar la ordenación de la socie­ dad. Desde mediados del siglo xvi (o en casos aislados, antes, como en el de Tomás Moro), algunos empiezan a comprender que tales penalidades se deben, en buena parte, a la mano del hombre y son corregibles (en España, tal es el caso de Luis Ortiz con su Memorial de 1558, o de Pedro Simón Abril, etc.). Así aparece la con­ ciencia de crisis (no la palabra) que hará brotar desordenadas aspiraciones e im­ pondrá tristes renuncias, sobre la base de una angustiosa inquietud. A una con­ ciencia de crisis como situación adversa, de penuria y hambre, de miedo y reforza­ miento de castigos, situación que se reconocerá provocada por la intervención de los hombres, se debe ese estado de inseguridad y confusión que tantos denuncian en la época, a la que bien puede llamarse crisis. Pues bien, una de sus excrecencias es el picaro. ¿Cómo en tales condiciones aparece y se implanta en la sociedad ese «adaptado fraudulento», ese ser anómico, exento de escrúpulos, impulsado por desorbitadas aspiraciones y sujeto de penosa frustración? Trato en este libro de responder a esta compleja cuestión. Estimo que se podría señalar, en ese desenvolvimiento de un género de produc­ ción literaria coincidente con tal estado de crisis (de la que dependen las creaciones de la picaresca) que en un primer momento éstas se manifiestan como una revela­ ción de que la sociedad en que se apoyaba la monarquía hispánica y la propia m o­ narquía no presentaba buen cariz. Por de pronto, se acepta que no lo presenta bueno en los aspectos que pueden reunirse bajo el epígrafe de servidumbre y de­ pendencia entre los hombres. De 1540 a 1560 se escriben y se proponen remedios a esa situación desfavorable que empieza a vislumbrarse en libros como el de Juan de Robles o de Medina (Del remedio de los verdaderos pobres) o informes como el Memorial al Rey, de Luis Ortiz, muy cercanos a las fechas del Lazarillo. Es una literatura de «avisos», conforme al término que empezará a usarse, literatura de

11

anuncio de que algo va mal, aunque prestándole atención pueda fácilmente corre­ girse. A un segundo momento, en el que la dolorosa situación de los grupos deshe­ redados cl^ma a algunas conciencias y surgen los temores de desorden social y de subversión, tras una muy primeriza llamada de Pedro Simón Abril acerca de la amenazante situación de los que nada tienen que perder, sigue el torrente de las obras que denuncian la gravedad del estado social del país. Este es el período en que me he de ocupar principalmente. Estamos ante una literatura de clara toma de conciencia, de planteamiento acuciante de la situación, la cual, no obstante, se cree que se puede y se querrá arreglar. La precipitación de calamidades sobre la monarquía y sus angustiados súbditos, poniendo sobre ella las tres marcas que V. Palacio Atard enunció —«derrota, agotamiento, decadencia»— dan lugar a los ejemplos de mayor o menor desgarro o de más cínica inhibición, de ruindad sin re­ paros, del cálculo en máxima cima de egoísmo, de la delincuencia estúpida, de la aceptación fingidamente alegre de la prostitución, al menos como único recurso se­ guro. En estas últimas obras se deja más al descubierto el testimonio de la concien­ cia sobre el estado social que las inspira. En este tiempo, las voces que anuncian la gravedad de la situación ya se expresan de otra manera, se orientan en otra di­ rección: desde Sancho de Moneada a Caxa de Leruelk, a Murcia de la Llana, a Martínez de Mata, quien organizó en Sevilla una cofradía de pobres incorformistas, perseguida y disuelta por la Inquisición y por las autoridades civiles. No trato de establecer —insisto en ello— períodos cronológicamente separados. Muchas ve­ ces, las fechas de unos títulos se solapan con las de los de otro grupo. El calenda­ rio no basta para cortar parcelas del tiempo histórico. Los cambios históricos son más complejos y dejan restos o adelantan novedades, en buena medida. A estas citadas fases hay que añadir las obras que se producen en el exilio, con interferencia probablemente de una discrepancia de converso, de disidente religio­ so o político, de espía, etc. Es una picaresca de pleno desgaste, esa de Enriquez Gómez, de Juan de Luna, del doctor Carlos García, en la que hasta los bríos de lu­ cha, cuya fuerza antes quizá se exageraba, se han debilitado ante la ineficacia que los autores comprueban, ya que la naturaleza de su marginación requería buscar, para dar testimonio de ella, otros medios. En estas últimas obras quedan sólo las voces de resignación, de resentimiento, de venganza sin claras posibilidades, orien­ tada a acabar de arruinar lo que se está esperando se venga abajo. No las vemos acompañadas, ello es obvio, de una pretensión de fraudulenta aceptación de una sociedad, en busca de medro más allá de unas menudas ganancias. Una literatura de crisis sin salida, una literatura de resultados. Todo esto no quiere decir que para mí la literatura nos dé el retrato de una so­ ciedad. Ni en este ni en ningún otro caso, ni la comedia barroca española, por un lado, ni la novela picaresca, por otro, son documentos realistas, y no lo son desde el comienzo hasta el final. Y querer identificar a sus personajes con individuos que en su momento acompañaran a sus amos a seguir estudios en la Universidad, aun­ que se compruebe documentalmente que algunos criados más o menos infieles se encontraran en ella —al modo como con los graciosos intentó M. Herrero— o que gentes de mal vivir de Madrid o de Sevilla se puedan identificar —como antes lo intentara R. Salillas— con el picaro, me parece insostenible. La manera de pro­ ceder la novela picaresca, que es la que aquí nos interesa, es abandonar todo inten­ to de «imitación» (contra lo que aconsejaba la preceptiva de la época), y en lugar de pretender trasladar el ejemplo de sujetos parecidos que anduvieran por la plaza

12

de Zocodover, o la calle Mayor de Madrid o las gradas de la catedral de Sevilla u otros lugares semejantes, sacar a luz una figura con trazos más acentuados, defor­ mados y quizá más coherentes, más eficaz en la impresión que pudiera producir en los lectores, más generalizable en su ejemplo. La literatura picaresca da testimonios que hay que analizar e interpretar. El gracioso y el picaro, eso sí, son interpretaciones, elaboraciones mentales de, a lo su­ mo, datos que los citados ambientes podían proporcionar. De lo que sí podemos estar seguros también es de que los documentos del tiempo que nos puedan hablar de la vida de algún criado en las aulas salmantinas o complutenses o de algún la­ drón en la cárcel sevillana, lo que nos transmiten ya son visiones que van fuerte­ mente teñidas por lo que coetáneamente, en el escenario de un corral de comedias o en las páginas de un libro impreso, se veía en un gracioso o en un picaro, confor­ me a la interpretación en que se basa la literatura. La obra literaria de esta manera venía a ser un elemento incorporado en el modo real de ser tales individuos en el medio social. La literatura —superlativamente el teatro y la novela picaresca— no es retrato, mas sí testimonio en el que se refleja una imagen mental de la sociedad; podrá no tener siempre un correlato materializado ni darse ninguna fiel correspon­ dencia entre aquélla y ésta, pero no por eso la participación activa de la literatura en la vida de los grupos es menos real. Nos traslada el conjunto de creencias, de valoraciones, de aspiraciones, de pretensiones que se reconocían en el mundo so­ cial y aquellas atrevidas negaciones de las mismas en las que se estimaba desmoro­ narse gravemente el sistema establecido. Las versiones de la literatura venían a de­ finir y a dar expresión a los temores que, según la estimación de los conformistas, se provocaban en la esfera de relaciones entre individuos de estratos diferentes; por tanto, en alguna medida, lo que aquéllos estaban significando en la vida coti­ diana. Sobre tal supuesto, ese conjunto de escritores de literatura picaresca y eminen­ temente de novelas de este género, siguiendo líneas diferentes, marchando por vías divergentes, parecen querer decir a la sociedad de los integrados gananciosos o pri­ vilegiados que no era posible seguir en una situación de convivencia reducida poco menos que a presiones externas, en la que se suscitaban tales formas de vida pica­ resca y aberrante, tal vez seguidas de un infeccioso y amplio contagio. En conse­ cuencia, había qàe iproceder a reformas que de alguna manera recogieran y poten­ ciaran ese caudai de brío vital, de energías individualistas, que a la par elogiaba y temía el Conde-Duque de Olivares cuando, en un informe al Rey, en 1629, le ha­ blaba de los espíritus «vivos y gallardos» de los españoles que amenazaban en cualquier momento con una actitud de rebeldía. Esas reservas de energía eran de­ rrochadas o mal empleadas torpemente en medio de las ruindades en que se vivía, en muchos casos encubiertamente, pero que en los picaros se hacían explícitas. Y así, algunos de los autores del género parecen sugerir, más bien, que no hay más salida que reforzar la represión, en todas sus clases. Tendríamos entonces dos vias, refor­ mista o represiva en que, dentro de ciertos límites, se mueve la literatura picaresca. Si pensamos en las inestimables cartas de Mateo Alemán que publicó E. Cros, ha­ bremos de colocar al autor del Guzmán en la primera dirección, mientras que Sa­ las Barbadillo podría ser ejemplo de la segunda. Las novelas picarescas y todo este género de literatura, claro está, no dan un modelo de sociedad con el que rehacer aquel que, tan lleno de averías, está mante­ niéndose con apoyos de represión de todas clases. En general, la literatura picares13

ca no contiene elementos utópicos, a diferencia de tantos como se contenían en la literatura crítica del siglo xvi. Ofrecen, a lo sumo, muy diluidos, algunos motivos o insinuaciones de reforma. Yo creo que, en resumen, su mensaje podría reducirse a esto: la degeneración, en mayor grado, del tipo del vagabundo en el tipo del pi­ caro, es una demostración del penoso estado de la sociedad; aquellos que se halla­ ban interesados en mantener lo que de favorable juzgaron que se insertaba en ese orden, debieron verlo así y tratar de evitar aquellas circunstancias que producían la aparición del personaje protagonista de tan curioso caso de desviación: ese pica­ ro dispuesto en cualquier momento a seguir modos de conducta aberrante. En él hay condiciones de listeza, habilidad, industria, que algunos piensan se pueden aprovechar, mientras que esas mismas condiciones hacen difícil eliminar la desvia­ ción por la sola aplicación de recursos represivos. Otros juzgan que no hay más so­ lución que la de una férrea contención, un cierre de las compuertas para evitar la entrada de innovaciones. No se trata, en ningún caso, de presentar —ni siquiera en quienes se encuen­ tran en la primera de estas dos actitudes— un proyecto de sociedad. La Utopía, de Tomás Moro, había partido de constatar en Inglaterra una situación de crisis pare­ cida a la que hemos aludido más atrás y de la que nos volveremos a ocupar más adelante. ¿Habrá algo de esto en la novela española? No cabe duda de que no. Pero creo que está en lo cierto Edmond Cros cuando hace, en su magistral estudio sobre el Guzmán, este comentario: «directamente influida por la literatura de ideas, la narración picaresca no solamente es testimonio de los esfuerzos de los reformado­ res españoles, sino que también parece participar en ellos». Por una parte, datos como la referencia a los Erarios en el Guzmán, la mención admirativa de Pedro de Valencia en el Marcos de Obregón, algunas consideraciones más que pueden ras­ trearse en las obras de López de Úbeda, de Cervantes, de Quevedo, etc., y hasta en Estebanillo González, según el fino estudio que le dedicó F. Ruiz Martín; por otra parte, la presencia, a modo de denuncia, de menciones a formas de vida y a prácti­ cas picarescas que se encuentran en textos de escritores sobre temas económicos —González de Cellorigo, Sancho de Moneada, Martínez de Mata, Alvarez Ossorio—, comprueban por una y otra cara, la tesis de Cros y extienden su campo. Ello explicaría el interés y difusión en Europa de estas novelas españolas, puesto que la crítica y reforma de las costumbres y el· problema de las vías para introducir estas reformas con las que remediar el hambre y la actitud antisocial de buen número de pobres, afectaba, desde la primera mitad del siglo x v i i , a todos los países euro­ peos, en gran medida por el estado deplorable provocado por las crisis en la misma sociedad. Hay diferencias en la salida de este atolladero por la que en unos u otros países se optó (luego volveremos sobre este punto). Adelantemos aquí que, contra lo dicho sin fundamento alguno en ciertos trabajos sobre la picaresca, no tocaba a la actitud de o sobre los burgueses. La diferencia estuvo en que en España se prefi­ rió mantenerlos como pobres malamente ayudados con insuperable escasez me­ diante recursos caritativos, mientras en otras partes fueron convertidos en asala­ riados que proporcionaron mano de obra para iniciar el crecimiento industrial. Desde este planteamiento, al principio de los años sesenta empecé a recoger materiales y a estudiar esta última parte de mi programa sobre el siglo x v i i . Mien­ tras seguía adelante con otros trabajos, dediqué una atención creciente a este tema que, desde el comienzo, me empezó a parecer muy indicativo de lo que pudo ser la forma y grado de conflictividad del siglo barroco, y de las líneas de desviación que

14

engendró. Tanto más cuando se pone en relación con una amplia variedad de fuentes de distintas clases con las que se completa la imagen del siglo y se amplía el modelo de la discrepancia. Puede interesar al lector que subraye la utilización de fuentes que de ordinario no son tomadas en cuenta: sin embargo, me han ayudado a precisar el sentido de una palabra, la difusión de un tópico, la atribución de una actitud, la relación con cuestiones de la vida ordinaria y con la actividad que llamaré de gobierno. Desde luego, he utilizado las novelas picarescas conocidas hasta ahora como tales —así, las de la colección reunida por A. Valbuena Prat (aunque muchas de ellas en otras ediciones)—, añadiendo algunas que de ordinario se dejan de lado: me refiero a Las harpías en Madrid (conforme al criterio de su editor A. Zamora Vicente), El guitón Honofre, de C. González (editado por H. Généreux Carrasco), la Tercera parte de Guzmán de Alfarache, publicada por G. Moldenhauer, E l caballero p u n ­ tual, de Salas Barbadillo, que propongo considerar como tal, y La sabia Flora Malsabidilla y El coche mendigón, también de Salas, utilizadas por P. J. Ronqui­ llo. He incorporado a mi trabajo las obras que desde la última parte del Medievo y en el Renacimiento preludian una actitud de desviación social y de anomia, luego desarrollada en la picaresca, como El Libro de Buen Amor, La Celestina, El Crotalón, El viaje de Turquía, La Lozana andaluza, El diálogo de los pajes, las Car­ tas, de Eugenio de Salazar, el teatro de. Torres Naharro y algunas referencias a obras de la literatura celestinesca del siglo xvi, estudiada por Pierre Heugas, así como dos interesantes poemas breves, La vida del ganapán y La vida del picaro, publicadas y estudiadas por C. Mauroy; obras autobiográficas, como las de Alon­ so Enriquez de Guzmán y Diego Duque de Estrada; colecciones de novelas y de otros relatos que ofrecen un amplio contenido de «materia picaresca» y completan ampliamente la imagen de la vida anómica del picaro: El diablo cojuelo, de Vélez de Guevara, E l mesón del mundo, de Fernández de Ribera, E l sagaz Estado, mari­ do examinado y El curioso y sabio Alejandro, fiscal de vidas ajenas, de Salas Bar­ badillo, El español Gerardo, El soldado Píndaro y las Historias peregrinas y ejem­ plares, de Céspedes y Meneses, algunas de las «Novelas ejemplares», de Cervantes, aparte de Rinconete y Cortadillo, las Novelas ejemplares y desengaños amorosos, de María de Zayas, El viaje entretenido, de Agustín de Rojas, los Cigarrales de Toledo, y E l bandolero, de Tirso, etc. A pesar de que, desde mi punto de vista, respondan a una orientación muy divergente, he consultado un buen número de comedias de Lope, Mira de Amescua, Gaspar de Aguilar, del propio Tirso, Fran­ cisco de Rojas, Cubillo de Aragón, Vélez de Guevara, Ruiz de Alarcón y algunos más. Junto a las comedias, los entremeses de los cuales Eugenio Asensio nos advir­ tió del rico contenido de picaresca que guardan, lo que confirma el excelente estu­ dio preliminar de N. Spadaccini encabezando su edición anotada de los de Cervan­ tes; lo mismo he de decir de los de Quiñones de Benavente. Me han sido de gran utilidad las obras de moralistas y costumbristas, muchas veces difíciles de dis­ tinguir unas de otras: Luque Fajardo, Suárez de Figueroa, Liñán y Verdugo, Juan de Zabaleta, Gracián, F. Santos, Remiro de Navarra, etc. He creído de interés prestar atención a las obras de escritores de tipo, en amplio sentido, científico, co­ mo los médicos A. Laguna, Montaña de Monserrate, Miguel Sabuco, Lobera de Ávila, Huarte de San Juan; los preceptistas como, además de Suárez de Figueroa, López Pinciano; los políticos, como Álamos de Barrientos, Valle de la Cerda, M. López Bravo, Vicente Mut, Setanti, Camos, Merola, Ferrer de Valdecebro, M. de

15

Ulloa y otros; y muy especialmente, escritores de temas económicos —que nada tienen que ver con arbitristas y es hora de tomarlo esto en serio—, como Luis Or­ tiz, Tomás Mercado, P. Simón Abril, González de Cellorigo, Pérez de Herrera, Pedro de Valencia, Sancho de Moneada, Hurtado de Alcocer, Pedro de Ledesma, Murcia de la Llana, Caxa de Leruela, Fernández Navarrete, Martínez de Mata, Álvarez Ossorio: en sus escritos, al señalar las dificultades del momento, el estado de crisis social de tan graves consecuencias y la inadecuada política económica —muchas veces, más bien su ausencia—, ellos hacen referencia a las penosas con­ diciones de vida, a los vicios que esto engendra, a prácticas apicaradas que contri­ buyen a difundir las impropias medidas de gobierno. Documentos informativos como las Relaciones de los pueblos de España, los A visos, de Pellicer, los Avisos, de Barrionuevo, las Cartas de jesuítas, el Dietari, de E. Pujadas, la Relación de la cárcel de Sevilla, del abogado R. Chaves, los manuscritos del P. Pedro de la Puen­ te S.J., de los que ha dado cuenta Herrera Puga, informaciones judiciales de tipo penal, de las que da algún ejemplo Tomás y Valiente, así como, con frecuen­ cia, pasajes de actas de Cortes, consultas del Consejo de Estado, informes de la Junta de Reformación, la espléndida colección de «Cartas y Memoriales del Conde-Duque», publicada por John H. Elliot y Francisco de la Peña. En cuanto a la bibliografía de consulta de carácter complementario que tantas sugerencias me ha dado para llegar a la interpretación del carácter histórico-social de la picaresca, aparte de estudios de grandes maestros de la investigación literaria y social y no menos de investigadores jóvenes, que con frecuencia me han sorprendido por su aguda observación (los nombres de unos y de otros figuran en el índice de autores), quiero llamar la atención del lector sobre la presencia en las páginas que siguen de un considerable número de especialistas contemporáneos de la Ciencia Política, la Sociología, la Economía y la Etología. Creo de interés dar algunas referencias sobre el proceso de elaboración de este libro y de algunas fechas que quedaron como hitos en mi trabajo. Esto ayudará al lector a emplazar mejor el desarrollo de éste y a explicarse con más claridad su es­ tructura. El cuarto de siglo aproximadamente que ha durado su gestación me ha permitido ir contrastando una y otra vez las líneas generales de mi interpretación y añadiendo y comentando opiniones ajenas. En realidad, ha sido mucho más lo que he reunido y examinado en tal período de tiempo que lo recogido en estas páginas. Pero desde muy pronto, el esquema de la obra y las tesis principales en relación a la misma estaban trazadas. En el otoño de 1966, por invitación del profesor Fer­ nand Braudel, di una conferencia en la que entonces todavía se llamaba «École pratique de Hautes Études», en la que expuse el esquema básico de la primera parte de la obra. Semanas después presenté el de la segunda parte en la Universi­ dad de Toulouse, por invitación del profesor P. Merimée. Con este motivo, mi ad­ mirado colega Ed. Cros incluyó una referencia a estas conferencias en la bibliogra­ fía de su Protée et les gueux, por la cual tuvo noticia de ellas el profesor Alberto del Monte, quien me escribió pidiéndome una copia del texto. Como no lo tenía redactado, le envié un resumen en unas cuartillas, dando lugar a una correspon­ dencia sobre el tema, a la que Del Monte alude en nota incorporada a la posterior publicación en castellano de su Itinerario de la novela picaresca. En 1978, con mo­ tivo de un Congreso Internacional sobre la Picaresca, publiqué en Cuadernos His­ pano· Americanos, un artículo sobre el tema del afán de «medro». Entre tanto, en abril de 1977, por invitación del profesor Horanjii, en la Universidad de Budapest 16

expuse, en un curso de varias conferencias y coloquios, lo que era ya la línea con­ tinua de mi interpretación. Y en ese mismo año publiqué en la revista Ideologies and Literature, un artículo sobre las peculiaridades de las relaciones de dependen­ cia en los casos de los criados, los graciosos y los picaros. Dos años después, 1979, en un curso en la Universidad de Minessota, por invitación de los profesores N. Spadaccini y A. Zahareas, desenvolví en forma abreviada, pero completa, el cua­ dro de mi interpretación, entre interesantes coloquios. Todavía en 1981, de nuevo la revista Cuadernos Hispano-Americanos insertó como artículo el capítulo sobre los concéptos de pobre y pobreza del Medievo a la primera modernidad, y en la re­ vista Moneda y Crédito, en 1983, apareció otro sobre la dicotomía social de pobres y ricos, en la que» en mi opinión, se apoya la concepción de la sociedad en la pica­ resca. Para terminar, en 1982 di un resumen del libro en la Fundación March. Co­ mo es fácil de comprender, durante todo este tiempo comenté muchas veces unos y otros puntos, en mi cátedra de Licenciatura y en cursos de Doctorado, de la m a­ drileña Facultad de Ciencias Políticas y de Sociología. El libro estaba redactado y mecanografiado al empezar el año 1983. Circunstancias personales relativas a mi estado de salud demoraron la entrega del mismo a la Editorial hasta la primavera de 1985. Estos reiterados contactos con públicos diferentes, me permitieron desplegar y comentar mis opiniones ante colegas universitarios, investigadores, y no con me­ nos interés ante numerosos estudiantes dé'sucesivas promociones. Aunque parezca ordinariamente pasiva la actitud de estos últimos en el aula, para el profesor a quien interesa esa comunicación, basta, nada más, con las expresiones que observa en los rostros de quienes le escuchan para advertir lo que puede conservar y lo que debe revisar. Quiero que el recuerdo aquí de las Universidades, de otros centros, de profeso­ res y estudiantes que he mencionado, tenga la significación de una dedicatoria cor­ dial y de un testimonio de gratitud. Como siempre, me es imposible poner en pala­ bras lo que debo a mi mujer por su aliento y ayuda constantes. Gracias también a la editorial Taurus que tan amistosamente ha dado acogida, en una de sus colecciones, a este resultado, siempre discutible, de años de esfuerzo. Y pienso, al haber dado ese calificativo de discutible a mi trabajo, en las admirables palabras de K. R. Popper: «Los que no están dispuestos a exponer sus ideas a la aventura de la refutación, no toman parte en el juego de la ciencia»; a las teorías científicas , «la contrastabilidad o refutabilidad es lo único que las distingue, en general, de las teorías metafísicas». Yo preferiría siempre quedarme del lado de las primeras que de las segundas, aunque me doy cuenta de la distancia a la que queda todavía de aquéllas el trabajo del historiador. Toda mi vida me he hecho cuestión de este limitado horizonte que miramos delante de nosotros, aunque algunos pasos hacia adelante se hayan dado en las últimas décadas. A veces, me embarga la ilu­ sión de haber contribuido, aunque sea mínimamente, a ello. En último término, mis reflexiones sobre el tema, que escribí en un pequeño volumen publicado en 1958 (mi Teoría del saber histórico»), me han servido para entender y hacer mías, otras palabras del mismo autor que acabo de citar: «La opinión equivocada de la ciencia se delata en su pretensión de tener razón, pues lo que hace al hombre de ciencia no es su posesión del conocimiento de la verdad irrefutable, sino su indaga­ ción de la verdad persistente y temerariamente crítica.» Si lo declara en estos tér­ minos un lógico riguroso, un investigador del pensamiento científico, no será una humillación para el historiador cobijarse bajo unas palabras semejantes. 17

P arte

p r im e r a

L O S C O N D IC IO N A M IE N T O S S O C IA L E S D E L C O M P O R T A M IE N T O P IC A R E S C O

CAPÍTULO PRIMERO

EL C O N C EPTO D E PO B R EZA Y D E PO B RES D E L M E D IE V O A L A P R IM E R A M O D E R N ID A D

En la época a la que se extienden las diferentes fases de la crisis social del Barroco, desde aquella en la que aparecen los primeros síndromes de la misma (sin que pueda vaticinarse su curso ulterior) hasta aquella en la que los trastornos sufri­ dos por la situación histórica precedente son bien visibles, nos es posible compro­ bar que, agudizándose más cada vez, se da un fenómeno de amplias conse­ cuencias. Yo me atrevería a enunciarlo en estos términos: los individuos que en el siglo x v ii contemplan las novedades del tiempo, en cuanto a las maneras de vivir y comportarse las gentes, observan un hecho que, conforme a su mentalidad, esti­ man bajo el patrón de un gran desorden general. Tal hecho sería revelador de que las piezas que componen la estructura de la sociedad están experimentando una honda perturbación, en lo que nos es fácil a nosotros reconocer una manifestación de que las fuerzas de movilidad se han desencadenado. Con ello se altera la recí­ proca posición de una pieza respecto a otra, la significación que cada una de ellas asume o tiene atribuida en el conjunto. En el momento en que una manifestación así puede producirse, consiguientemente, se juzga que es de temer una irreparable alteración de las líneas que dibujan el edificio social. Esas piezas a que me refiero son grupos internos de la sociedad, en los que ésta se divide siguiendo diferentes criterios: guerreros y labradores, eclesiásticos y laicos, nobles y plebeyos, naturales y extraños o extranjeros, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ricos y pobres, etc., etc. La pareja de los dos grupos mencionados en último lugar —la pareja divites et pauperes de los textos altomedievales—, es la que probablemente se encuentra en trance de sufrir alteraciones de las más profun­ das, y, en consecuencia, de hacerlas repercutir sobre la sociedad total. También en todas las demás se observan cambios, los cuales, en parte responden a modifica­ ciones relevantes que se han producido en todo el campo social (por ejemplo, res­ pecto a la división guerreros-labradores, se observa la pérdida de importancia del combate individual; respecto a la de eclesiásticos-laicos, el avance del proceso de terrenalización o mundanización de la vida; respecto a la de ciudadanos-extran­ jeros, la transformación de la naturaleza del vínculo de obediencia; respecto a la de viejos y jóvenes, el retroceso del valor del consejo frente al de la acción, lo que supone pérdida de estimación de los principios tradicionales, etc., etc.). Pero, además de esto, en todos los casos, sobre cada uno de los restantes modos de tensa

21

dicotomía, influye la transformación acontecida en el plano de la hostil diferen­ ciación entre pobres y ricos. Parece que hay que aceptar que los conflictos producidos en esta esfera no son lo que constituyen Jos factores inapelablemente decisivos, desencadenantes de los múltiples movimientos revolucionarios que el siglo barroco conoció. Pero esto no ha de llevarnos tampoco a minimizar las tensiones que en ese campo se levantan. Que esa contraposición señalada no sea causa única determinante de tantas rebe­ liones del momento no contradice que sea un factor ejerciente de una acción dete­ riorante sumamente enérgica sobre el sistema de relaciones y creencias en que se basaba el tipo de sociedad precedente. Por eso, el análisis de la transformación que en esa esfera se produce es una condición previa ineludible para tratar de comprender los fenómenos ligados a ese proceso de erosión social que en su mo­ mento se cree ver bajo la polarización de esos dos grupos. Estimo que pueden po­ nerse como ejemplos comprobantes de esas transformaciones del x v i i los que se dan en la literatura picaresca. Con lo cual estoy muy lejos de pretender que la conflictiva división de pobres y ricos encierre todo el secreto de tal literatura ni que sea suficiente penetrar en aquélla para conocer ésta. Creo, eso sí, que su estudio constituye sencillamente una de las primeras capas a explorar.

L

a e s t im a c ió n d e l a p o b r e z a c o m o f a c t o r

DE C O N SO LID A C IÓ N

D EL O R D EN SO C IA L T R A D IC IO N A L

En la concepción simbolista y escatológica que de las cosas de este mundo, de la sociedad de los hombres, de la vida humana, posee la Edad Media, los de «ricos» y «pobres» son conceptos que ocupan una posición central. La presencia correlativa de los grupos que designan, en la estructura social, se afirma ser una diferenciación preestablecida por ordenación divina como ocasión para el ejercicio de algunas de las virtudes primordiales. Justamente, no cambiando nada en el or­ den social, sino ajustándose a él, se llega, a través de las relaciones que pueden es­ tablecerse entre las dos partes de esa división, a poder alcanzar altos méritos. Y esto nos hace ver que tal planteamiento responde a una concepción social y mo­ ral de un mundo estático. La situación general de la vida terrenal, y con ella la re­ lación de este mundo con el «más allá», responde al mismo esquema. La presencia transitoria de «este siglo pobre que poco durará», según el verso de Gonzalo de Berceo, tiene como correlato la perennidad esperada del siglo rico, del «siglo futu­ ro» o del «reino de Dios». De análoga manera durará poco la pobreza de este mundo, en tanto que pobreza material o terrenal, tan poco como la riqueza tem­ poral o mundana, las cuales no son más que sombra, aparente imagen o imagen trucada, de aquellas que de verdad se podrán sufrir o gozar en aquella segunda vi­ da, en «esa vida que atendemos» y que Jorge Manrique nos quiere hacer recordar al llamarla de esa manera que acabo de citar. En el fondo de esa aparente imagen del mundo en el que los hombres provi­ sionalmente desenvuelven su existencia terrena, se da como una inversión del lazo que a primera vista se pensaría hallar. Vamos a fijarnos en uno de los aspectos, quiero decir, en uno de los sectores que aquí he presentado como miembro de esa dicotomía fundamental. La corriente ideológica del «cristianismo medieval» (cuya

22

fuerza de expansión fue grande, pero sin llegar a ser nunca aceptada en todos sus puntos ni a ser una línea única, ni menos a regir en la práctica de la existencia), se ocupó con especial ahínco en difundir una concepción de lo que podemos llamar la «pobreza cristiana», procedente de la Patrística, según la cual se presenta a Cristo como el pobre por excelencia, lo que lleva a ver en el pobre un símbolo de Cristo. Siendo una de las personas del Dios Trino, al encarnar Jesús en la naturaleza hu­ mana, había asumido la pobreza constitutiva del pobre y por su propia palabra reiteradamente habría exaltado la resignada aceptación de la misma. El hombre, por el hecho de serlo, es indigente y Cristo ha hecho suya esa común condición, ateniéndose al estado de los que materialmente la soportan: Communis apparuit et pauper, dice un texto patrístico1. Mas esta doctrina, que pudo haber llevado a una conmoción social (siempre quedó, ligada a ella, una levadura de protesta), operó más bien en un sentido inmovilista: al objeto de desplazar la atención de las dife­ rencias en la posesión férreamente mantenida de bienes materiales, se predicó su renuncia a quienes carecían de ellos tratando de convencerles acerca de su vana posesión, incluso de su satánica fuerza para llevar al vicio y al mal. Fue así, hasta el punto de que no ya sólo la posesión dé las riquezas y el apego a las mismas lle­ vaba dentro de sí tan perversa inclinación, sino que tan nefanda naturaleza se co­ municaba a los objetos mismos que se estimaban riqueza. Claro que no resultaba fácil atraer a los ricos a un desprendimiento acorde con esta doctrina, ni tal era la pretensión, sino muy al contrario, fortalecerlos en ella, apagando la protesta de los desheredados. Y en consecuencia, los moralistas incorporaron una segunda parte a su doctrina: con las riquezas se puede y se debe, más que procurarse las cosas gratas de este mundo, conseguir de Dios, en la parte y en el momento adecuados, los méritos inherentes a la pobreza, de los cuales los pobres gozan ya en la tierra. Esto significaba que los ricos habían de dar libremente de sus bienes a los pobres, y, si cabe, en mayor proporción a la Iglesia y a sus representantes, lo que venía a constituir una más segura inversión, ya que en este caso los bienes dadivosamente cedidos serían empleados con toda seguridad en buenas obras. Los santos —re­ cordaba Gonzalo de Berceo— habían dado ejemplo, siguiendo a Jesucristo, de es­ timar por encima de todos a la gente humilde, más aún, humillada, a la gente «de vil manera». Así pues, los santos, como Cristo mismo, son padres de los pobres. Con esto, Berceo, al modo de tantos otros poetas en el Occidente europeo, actuan­ do en propagación del culto a las reliquias de los santos que se guardaban en los monasterios, perseguía un doble objetivo: en primer lugar, convencer y atraer a los pobres hacia una aceptación plena y en calma de su estado de menesterosidad; en segundo lugar, hacer ver a los ricos la conveniencia de honrar con sus riquezas a los santos patronos pobres influyentes ante Cristo, de los cuales eran administra­ dores las Órdenes monásticas. Por todo ello, el pobre resignado y sumiso era una figura importante y necesa­ ria en la sociedad medieval: en principio era ejemplo de grandes virtudes cristianas y ocasión de que los pudientes cumpliesen con las suyas. Los donativos de éstos hacían posible la instalación de los monjes en ricos cenobios y en sus monasterios se hallaban, rodeándolos en abundante número, mendigos que vivían permanente1 Véase J. L e c l e r c q , «Les controverses sur la pauvreté du Christ», en el volum en I de la serie diri­ gida por M . M oliat, É tu d es su l ’histoire de la p a u vreté, Paris, 1974, pág. 51.

23

mente a su alrededor, en espera del reparto cotidiano de la sopa, a veces de ropa, y en busca de un poco de calor; y otros enjambres de pordioseros llegaban oca­ sionalmente, cuando por alguna fiesta especial o en cumplimiento de algún legado testamentario, se anunciaban repartos extraordinarios2. Atender a los pobres, pues, no era para monasterios y conventos, y tampoco para personas ricas que vivían en castillos, granjas o ciudades, una obligación oca­ sional y secundaria. Era una finalidad esencial de su riqueza, de su propia existen­ cia en la sociedad cristiana. En ésta, durante la Edad Media, el pobre ocupa un puesto central y necesario. Doctrinalmente no es una adherencia marginal, sino una pieza imprescindible en el funcionamiento del conjunto. Pocas veces, sin em­ bargo, se llegaba a constatar una aplicación práctica de esta doctrina, vencida por la atracción de las riquezas materiales. La carencia de bienes —y no pensemos ahora sólo en bienes de estricto carácter económico—, era considerada, de todos modos, como una ley natural. Si eran ne­ cesarios bienes terrenales para sustentar a la sociedad humana (laica y eclesiástica) y si para obtenerlos de la tierra era inevitable trabajar, tenía que haber pobres que trabajasen y soportaran las fatigas a ello inherentes, y no menos, tenía que haber también poderosos que en el Reino y en la Iglesia disciplinaran esas fuerzas de los destinados a trabajadores. El pobre, por tanto, era una pieza necesaria en el orden natural conforme al cual tenían que mantenerse constituidas las sociedades huma­ nas. Siendo, por tanto, una de las manifestaciones de la ley natural, viene a ser, consiguientemente, su necesaria presencia una participación en el sistema de la ley eterna o divina; toda ley natural lo es —y en tales términos da su definición de la misma Santo Tomás—, y así resulta que la pobreza es también un elemento de la ley divina. Sin incurrir en desacatamiento a la ley de Dios, por tanto en grave pe­ cado, no se puede alterar y sería inútil querer alterar ese orden, ya que, en cuanto que reflejo de la ley eterna, es inmutable. Y ello, pues, tanto en su justificación escatológica, como económica o natural. Ese reconocimiento de la necesidad de los pobres y de la pobreza en la sociedad medieval, consiguientemente, se traduce en la sublimación teológico-moral y polí­ tica de una situación real dada. Si bien se da por supuesto que sobre la tierra hay una masa de bienes suficientes para la subsistencia de los hombres, como para la de los pájaros, y toda clase de animales creados por Dios, conforme se asegura en algún pasaje evangélico, lo que no está dicho es que se encuentren siempre al al­ cance de la mano, sino más bien lo contrario, que sea fatigoso conseguirlos, pues­ to que así lo exige la necesidad de que el hombre trabaje para comer. El inade­ cuado o incomprendido cumplimiento de este precepto —que no es más que falta humana—, lleva consigo dos consecuencias: a) la insuficiencia práctica de manteni­ mientos abundantes para toda la población; b ) la acumulación —internamente contradictoria— de los mismos en manos de unos pocos privilegiados. La salida, dentro de los supuestos del sistema, a la inevitable persistencia de esta antinomia se hallaba en sublimarla en una escatología: es una situación necesaria para que se produzca la separación definida entre ricos y pobres, condición a su vez insal-

2 Citado por Carmen L ó p e z A na 3 7 1 .

lo n so ,

en C uadernos H ispan o-A m erican os, núm s. 3 2 0 - 3 2 1 , pági­

24

vable para que unos y otros alcancen méritos que les permitan participar de la gloria del Padre3. Con su planteamiento escatológico, ligada a la ley eterna o ley de Dios y al Evangelio o Ley de Jesucristo, la pobreza se revela como un resistente pilar en el que se apoya la estructura económico-social de la sociedad tradicional. Fe religiosa y resignación en la pobreza van juntas en la doctrina que se predica en los pulpitos medievales —no diré en la práctica que se ejerce en los usos sociales—. Y se llega así hasta fines del x v ii : «¿Qué fe podría haber, se pregunta el ascético profesiona­ lizado que viene a ser en sus escritos Francisco Santos, en los contratos o seguri­ dad en las vidas? ¿Qué alivio tuviera el pobre que en una pascua ve tantas galas en otros y él se mira desnudo? Ve tantos regalos sobrados en las otras casas y en la suya ni un panecillo?»3bis. Esa concepción de la dualidad pobreza-riqueza es la base inferior sobre la que se levanta la pirámide de los ricos, de los poderosos, de los grandes, del príncipe. Esas prácticas de acoger en determinadas fiestas, especial­ mente de carácter cristiano, a los pobres, por parte de los reyes, esa conocida taumaturgia que en general se dirige a curar menesterosos, revela que los pobres son un elemento imprescindible en la trabazón de la sociedad tradicional. Hay que concederles alguna compensación que les atraiga y paralice al objeto de que se conserven, sin que amenacen el orden, para lo cual hay que contar con su acepta­ ción tranquila. A este mismo efecto, se repite insistentemente al rico la obligación en que se encuentra respecto al sistema, en cuyo vértice se sitúa Dios, de cumplir con sus cargas relativamente a la ayuda debida a los pobres, aunque con la funda- mental diferencia de que el castigo por el incumplimiento de esta obligación queda siempre postergado al «otro mundo» y sea fácil de rescatar. No cabe olvidar que aunque la frecuencia de las mismas sea menor que en los siglos de la primera modernidad, las turbulencias de campesinos y otros pobres, llegados a un estado de exarcebación de ánimos por las calamidades que sufren, son conocidas también en la alta Edad Media. Y en muchas ocasiones han presen­ tado aspectos de dura violencia contra los señores. Es más, a pesar de toda la re­ signación que al pobre de la Edad Media se le supone, también a veces no deja de señalarse que en principio los desvalidos no tienen ningún sentimiento favorable hacia el señor y, desde esa disposición previa y general, cuando se enfrentan a un señor que les oprime y les maltrata, acaban vengativamente alzándose contra él. La sociedad entera puede verse amenazada y se considera siempre perjudicada en casos de revuelta; por ese motivo interesa en cierta medida a todos que el señor cumpla en buenos términos los compromisos de su función social. Ramón Llull ob3 En el fo n d o , esta construcción doctrinal un tanto sorprendente hoy, ha estado y todavía está m u­ cho m ás enraizada de lo que parece en la m ente hum ana. Por eso , en el siglo xvm , a pesar del retroceso que las convicciones religiosas sufren en virtud del avance del proceso de secularización, cuando aquella doctrina de la pobreza cede, se la reconvierte en otra convicción científico-natural no m enos pretendi­ damente rigurosa: econom istas y m oralistas sostienen la necesidad y conveniencia de la existencia de pobres, para la buena marcha natural de la econom ía y de la sociedad; todavía esa idea alienta en cier­ tas form as de un tan elegante com o falaz liberalism o. Algunos textos del siglo xvm inglés en este senti­ do pueden verse en H . L a s k i , H istoire du libéralism e européen, traducción francesa, París, 1950. De ahí tom o la referencia a lo que R. H . Tawney llam ó «el triunfo de las virtudes económ icas», pág. 153. Las valoraciones de una obra com o The R eligiou s Tradesm an (sobre 1684), son ya una secularización de la tradición cristiano-m edieval, con las que conservan un paralelism o, aunque lo sea entre dos líneas paralelas de dirección invertida. 3 bis E l no im p o rta d e España, ed. de J. Rodríguez Puértolas, Londres, 1973, pág. 49.

25

servaba ya, que muchas veces las riquezas que el rico posee son para él causa de que «sia en este mon poc amat» —aunque Llull tiene el mayor cuidado en advertir, al objeto de dejar a salvo en todo momento el orden social establecido, que esos sentimientos de desafección no se dan contra el grupo de los señores en general y por el simple hecho de que sean ellos quienes disfruten de las riquezas, sino que se dirigen siempre contra algún señor en singular por la circunstancia particular de no cumplir con los deberes que las riquezas le imponen: «pus no faça ço que a hom rie pertany de fer»4. Siguiendo en la misma línea de pensamiento, un escritor que, como el ferviente mallorquín, ha detectado síntomas de malestar, sólo que de más grave e intensa irritación, el caballero y poeta moralista, Pérez de Guzmán, recuer­ da también a sus iguales, los ricos y señores, este aspecto de su papel en la sociedad: «Grandes virtudes podemos ejercer con las riquezas a grandes cuytas e males de pobres socorreremos5».

Brevemente queda expuesta la diferenciación de papeles que se establecía en el régimen social del cristianismo medieval. El brutal sistema de reparto de sufri­ mientos, de carencias, de enfermedad, de dolor, entre una parte y otra, es, para la estimación de hoy, injustificable, y así también se empezó a ver estimado desde más pronto de lo que muchas veces se supone, dando lugar a actitudes primero de lamentación y seguidamente de crítica repulsa, con las que en obras de mentalidad tradicional nos podemos encontrar: en el Poema de Alfonso X I unos campesinos dedicados a las cansadas faenas agrícolas acuden ante el rey y se presentan: «nos somos labradores del mundo desamparados».

Poco después, en el Libro de miseria de omne, el labrador se queja levantando su protesta ante Dios mismo porque no ha distribuido bien las cosas; en la segunda mitad del xv se unen ya protesta y reivindicación en el Libro de los pensamientos variables,: ya que los poderosos arrebatan a los trabajadores lo que éstos han co­ sechado con su sudor, se anuncia que con violencia se habrá de remediar lo que con violencia se ha hecho tan injustamente. Pero hemos de añadir a esto un segundo aspecto de la cuestión. Planteada en los términos que quedan dichos, el pobre, con todo su continuo sacrificio a cues­ tas, permanecía integrado en esa sociedad medieval, lo que no quiere decir que no quedaran siempre casos de marginación, ni que ésta dejara de afectar a una parte de la población muy extensa. Pero, en cierto modo, esto tenía otra cara. Por eso, 4 El pasaje pertenece al L libre d e C on tem plaçiô, citado por J. L. M a r t í n , en su estudio «La p o ­ breza y los pobres en lo s textos literarios del siglo x v i» , inserto en el volum en de varios autores A p o ­ breza e a a ssisten d a a o s p o b r e s na Peninsula Ibérica durante a Id a d e M edia, Lisboa, 1973, t. I, pági­ na 620, n ota 119. 5 «C oplas de vicios e virtudes», poem a incluido al final de la edición llevada a cabo por R. B. Ta­ te, de la obra G eneraciones y sem blanzas, Londres, 1965, pág. 78.

26

cuando en las Relaciones de los pueblos de España, al empezar el último cuarto del siglo X V I, se pregunta a los pueblos por los establecimientos hospitalarios con que cuentan, nos sorprende descubrir que la casi totalidad de pequeños pueblos, aldeas y hasta lugares, cuentan con algún hospital, por humilde que sea y por desprovisto de medios que se halle. Se trata de núcleos de población que apenas llegan o no lle­ gan a quinientos habitantes y que a sí mismos se califican con razón de miserables. Y es en estos pequeños remansos de población rural, más probablemente que en las ciudades, donde encontramos que el pobre es visto todavía como un elemento imprescindible de la constitución natural de la sociedad, con el que hay que contar, que se mueve en el interior del grupo y hacia cuyos individuos los compo­ nentes del mismo estiman que tienen obligaciones que cumplir, incluso cuando se trata de pobres pasajeros, ajenos a la exigua comunidad de los vecinos. Entre muchos ejemplos de «Relaciones» (del nivel indicado) quiero citar éste de Vianilla, en cuyo texto vemos que sus vecinos declaran que el lugar posee cercano un hospi­ tal, «adonde llevan los pobres siendo temprano, y siendo de noche los recogen en sus casas»6. No cabe duda de que en el xvi los testimonios de rechazo, por una parte y por otra, de la correlación vinculante entre'pobres y ricos, se han multiplicado y se desmorona la construcción social que eri ella se fundaba. En tal sentido, hay que reconocer que las transformaciones en el régimen de relaciones de producción (y los fenómenos sociales a que va ligado, entre ellos, básicamente, ese de pobres y ricos) constituyen, como sostuvo Marx, un aspecto decisivo en la sucesión de los tipos de sociedad. Por esa razón, la primera sociedad moderna, renacentista, y en su segunda fase, barroca, por muchos ingredientes medievalizantes que se conser­ ven —de carácter institucional e ideológico—, no dejará de ser una sociedad muy diferente de la sociedad feudal. Sin embargo, el hecho de que subsistan, en esos siglos X V I y x v i i , formas tradicionales de familiaridad de pobre y rico, y aparezcan formas nuevas de repulsa y odio entre ambos, es una situación antinómica con la que hay que contar en la aparición y desarrollo de la literatura picaresca. A mediados del xvi se polemiza sobre las dos líneas ideológicas que de lo ex­ puesto hasta aquí se desprenden. De un lado, la de afirmar que la obligación del pobre es aceptar voluntaria y alegremente su indigencia, sus dolorosas privacio­ nes que se le anuncian de breve transitoriedad, para dar ejemplo al rico, al objeto de que éste voluntariamente y con íntima satisfacción renuncie a las riquezas que posee. La segunda considera antisocial, peligrosa, reprobable, la pobreza y sostiene que los superiores y cuantos puedan algo están obligados a eliminarla —o, cuando menos, a reducir sus proporciones—. De las riquezas hay que asegu­ rarse de que se van a distribuir entre los miembros de la sociedad conforme a la más ajustada proporción posible, ya que la posesión de aquéllas en mayor o menor medida trae consigo una serie de bienes, a alguna parte de los cuales todos han de tener derecho de acceso. Sobre 1545, la disputa entre estas dos concepciones se plantea en Salamanca y llega hasta las proximidades del trono como resonancia de la cuestión que planteara un cuarto de siglo antes Luis Vives. Esa disputa se 6 R elacion es d e lo s p u e b lo s d e España ordenadas por Felipe II. Esta relación de Vianilla se inserta en el volum en VI de las correspondientes a G uadalajara, edición de J. Catalina y de Pérez Villamil, M . H . E ., t. 47, pág. 287.

27

desarrolló principalmente entre el dominico fray Domingo de Soto y el benedictino fray Juan de Robles (o de Medina). De ella me he ocupado extensamente en otro lugar. Y aquí resumiré estrictamente lo necesario para seguir el hilo de mi exposi­ ción. Soto sostuvo el criterio tradicional: licitud y libertad de la mendicidad, esti­ mación positiva de los pobres vergonzantes y subsistencia de la finalidad escatológica de la pobreza, así como correlativamente, de la riqueza, referidas ambas casi exclusivamente a bienes económicos. Al hacer mención M. Cavillae de estas tesis de D. de Soto, le achaca que no atiende a una «noción utilitaria del trabajo», subrayando, en cambio, «la dignidad de la condición mendicante»7. Diría yo más bien que responde a una visión «estática» de una economía concebida según patro­ nes fijos y ordenada a una cosmovisión de tipo tradicional o cristiano-medieval, con mínimos de producción, de consumo, de relaciones mercantiles, que ha de so­ portar una masa de población pasiva, parte de la población reducida forzosamente a mendicidad7bis. Y la versión doctrinal formulada para legitimar ese estado es la que conservan Soto y otros muchos teólogos europeos de la época. Frente a esto, haciéndose cargo —aunque él considere no salir de un planteamiento moral— del estado de expansión en que en esas fechas se encuentran la agricultura y la in­ dustria castellanas, y a consecuencia de ello, de la necesidad de mano de obra en que se está, sostiene Juan de Robles que la pobreza a que se refiere el Evangelio no es la de bienes económicos (siempre, recuerda Robles, habrá pobres y por eso bas­ tan con los que no se pueden evitar: enfermos, subnormales, niños, ancianos, viudas, gentes débiles que necesitan la ayuda del cristiano). Por eso, es perfecta­ mente lícito esforzarse en eliminar la pobreza económica y el Príncipe puede legítimamente buscar que todos sean ricos. Robles considera el trabajo fuente de enriquecimiento, no sólo vía de asegurarse un mínimo de subsistencia, y pretende a través de él, integrar a los pobres como elementos de una población activa y pro­ ductora; cualquier propuesta de mantener el extremo de la mendiguez para excitar en el rico una conmiseración redentora de sus excesos es una solución injusta y condenable, ya que, para alcanzar una posibilidad de salvación de unos pocos, arriesga la perdición de muchos más, los cuales han de aborrecer forzosamente las privaciones que soportan8. Salta a la vista que Juan de Robles cuenta, muy conscientemente, con el nuevo estado de espíritu que en ciertos niveles se observa: esto es, con individuos que se encuentran en determinadas condiciones y desde ellas rechazan tener que resignar­ se a vivir en pobreza, y ello permite a Robles acabar pensando que las condiciones de la situación económica y social posibilitan salir de ella, por lo que las gentes se esfuerzan en conseguirlo. Una vez más tropezamos aquí con el fenómeno de la 7 Véase su estudio preliminar a su edición del discurso «A m paro de pobres», de Pérez de Herrera, en «Clásicos C astellanos», Madrid, pág. C. 7 bls C onform e a esta concepción tradicional que expone con precisión el infante don J u a n M a ­ n u e l (L ib ro d e los esta d o s, B. A . E ., vol. LI, pág. 327), el pobre por razones constitutivas de su esta­ do, no puede salir de éste: «Ca el hom e rico en todas las cosas puede facer buena barata, et el pobre una de las cosas quél hacen ser más pobre es que en todas las cosas ha de facer m ala barata: ca pues de suyo non las ha nin las puede haber las cosas con tiem po nin en la m anera quel cum pliría, por fuerza ha de venir a m ala ventura.» 8 Véase mi estudio «D e la m isericordia a la justicia social en la econom ía del trabajo: la obra de fray Juan de R obles», publicado en M on eda y C rédito, núm . 148, 1979 (recogido ahora en mi volum en U topia y réfo rm ism e en la Españ a de lo s A u stria, M adrid, 1982).

28

movilidad social, en el cual se inspirarán tantos testimonios de repulsa del estado de pobreza, por parte de quienes la sufren, y también, paralelamente, de condena­ ción de esa repulsa por parte de los ricos que se ven amenazados en el disfrute indisputado de sus patrimonios. Es el panorama en el que se divisa la aparición de la picaresca, como ya alguna vez he señalado. Pero creo que para entender ésta —repitiendo igualmente algo que ya sugerí— hace falta que se mantenga todavía una fase de ambigüedad, de antítesis de posi­ ciones mentalmente planteada, para que pueda producirse una patente diferen­ ciación de actitudes entre ambos extremos, y que, en respuesta a una u otra de aquellas dos soluciones en disputa, no se reduzca la oposición entre ellas a luchar cada una con la contraria. Mientras las dos, a un mismo tiempo, se mantuvieran en pie, sería posible arbitrar otras posturas, entre ellas esa de la picaresca; esto es, un hostigamiento erosionante y desviado que no llegará a una franca rebelión so­ cial, pero que permite divisar en el horizonte el futuro estallido de ésta. Es, por consiguiente, de interés comprobar que se conserva la visión tradicional de los pobres, como parte necesariamente integrante e integrada realmente de hecho en la sociedad. Quiero decir que hay que comprobar el mantenimiento de este cuadro, institucional e ideológicamente, aunque luego podamos reconocer que la eliminación de ese criterio tradicional era imparable en la realidad. Es no menos de interés advertir que en escritores ligados de alguna manera a la picaresca se en­ cuentran manifestaciones de la doctrina-tradicional y, más aún, que restos de la misma, o simples ecos a veces, se pueden descubrir en las obras más representati­ vas de la novela picaresca. Un doctor, Pérez de Herrera, por ejemplo, conocedor de la vida picaresca y de­ lictiva reunida en las galeras, de las que fue médico, amigo del autor de la novela picaresca por antonomasia, Mateo Alemán; un escritor, pues, moralista y econo­ mista como este Pérez de Herrera, se revela incluido entre los sustentadores de la tesis tradicional en algún momento: «Los grandes y privados (en el sentido de «vá­ lidos») de la Corte celestial que son los pobres verdaderos», escribe en su discurso sobre el Amparo de pobres9. El propio Alemán hace decir a su Guzmán de Alfa­ rache —tan imbuido de la tesis contraria (en lo que estimo que no hay que ver contradicción, sino ambigüedad de una época de transformación y conflicto)—, unas palabras que enuncian la más pura versión tradicional, en su pretendida ar­ monía escatológica: «no hizo tanto Dios al rico para el pobre como al pobre para el rico»10. Y todavía el «Picaro» por excelencia expondrá en otros lugares conse­ cuencias de esa doctrina. «Ni se condena el rico ni se salva el pobre por ser el uno pobre y el otro rico, sino por el uso dello»; la riqueza es un bien neutro, todo de­ pende de su aplicación, y a tal fin son dadas o negadas por Dios las grandes pose­ siones de bienes económicos a unos u otros: «La providencia divina, para bien mayor nuestro, habiendo de repartir sus dones, no cargándolos todos a una banda, los fue distribuyendo en diferentes modos y personas para que se salvasen todos. Hizo poderosos y necesitados. A los ricos dio los bienes temporales y los es­ pirituales a los pobres. Porque distribuyendo el rico su riqueza con el pobre de allí

9 Edición citada, carta al lector, pág. 13. 10 Edición de Francisco R ico, en L a n ovela p icaresca española, Barcelona, 1967, t. I, pág. 396 (véa­ se n ota de R ico, núm . 4 bis).

29

compra la gracia y, quedando ambos iguales, igualmente ganasen el cielo»11. Inclu­ so es el propio Alemán en persona quien asiente a esta doctrina en una carta en la que declara que su preocupación por el problema de pobres y ricos le llevó a escri­ bir el Guzmán: la presencia de los pobres en ocasión para movernos a practicar la caridad y librarnos de pecado; parece un lector de Soto, al escribir: «grandes fru­ tos encierra en sí la pobreza y grandes bienes nos hacen los pobres, gran consuelo del justo; y así es justo no se nos quiten de la vista, ni falten de nuestra presencia, que son despertadores»12. Es explicable que Salas Barbadillo, autor que viene a utilizar el género de nove­ la picaresca, siguiendo la línea tradicional, como un medio de consolidación ideo­ lógica de la sociedad barroca tambaleante, ,declare su estimación hacia los pobres «por la parte que tienen de representar a Dios», en virtud de lo cual «son mucho más que todos los grandes de Castilla y que los príncipes que pisan imperios y atropellan m onarquías»13. Palabras éstas que quieren operar como una droga adormecedora que calme la actitud cada vez más levantisca de las clases populares y la entrega a los desmanes contra los ricos que de ordinario se da ya, que incluso son un incendio cuyas llamas fácilmente prenden en los desposeídos. En una novela de este género, reconquistada recientemente y poco conocida, El guitón H onofre13 bis el protagonista, que se presenta siempre hambriento y pobre, recoge un eco de la doctrina tradicional cuando afirma que «no hay ganancia mayor que prestar dinero a Dios por persona de los pobres»: el pobre se halla, pues, colocado en el alto papel de intermediario entre Dios y los ricos. Mas como en esta novela, muy en especial, el discurso picaresco consiste en la inversión del sentido de las virtudes socialmente estimadas con frecuencia y en la cínica confe­ sión de este proceder, este continuo practicante de la «guitonería» volverá a decir: «Buena es la pobreza, pues la ama Dios, más ténganla los que la piden, que yo ni la quiero ni me venga. La abundancia apetezco» H. Haber recogido antes el eco de la concepción cristiano-medieval de la pobreza para llegar a este final permite al autor acentuar los caracteres anómicos del Honofre. Análogamente, Quevedo parte no de expresar como suyas, sino de considerar como circulantes todavía entre el público asiduo de la iglesia y que acude a entrete­ nimientos religiosos, convicciones semejantes. Por eso, con su habitual demoledor sarcasmo (Quevedo goza de emplearse arriesgadamente en juegos verbales, al enfrentarse con sus enemigos), se nos presenta a Pablos, después de fracasado en

11 Ob. cit., pág. 735. 12 Carta inédita «de lo hecho cerca de la reducción y am paro de los pobres del reino», descubierta y editada por Ed. C r o s , en apéndice de su obra m onum ental P ro tée e t les gueux, París, 1967, pág. 438. 13 «El caballero puntual», edición de E. C otarelo, en C olección d e E scritores Castellanos, Madrid, página 97. 13 bis Edición y estudio prelim inar, notas y apéndices de H . G énéreux Carrasco, Estudios de H ispa­ n ófila, 25, Univ. o f North Carolina, 1972. La obra fue dada a conocer en un breve artículo de P. Langeard, «U n rom an picaresque inédit: El guitón H on ofre (1604), de Gregorio G onçalez», R evu e H isp a ­ nique, L X X X , 1930, págs. 718-722 (una escueta referencia bibliográfica y de historia del m anuscrito). 14 Ed. c it., págs. 152 y 154. Sobre el significado de «guitón» y de «guitonería», véase el apéndice B de la edición citada, págs. 250-253, donde la profesora Carrasco recoge varios ejem plos de uso de estas palabras. Su definición quedó establecida en el D iccion ario de A u to rid a d e s —citado por H . G. Carras­ co — : «guitón, el pordiosero que con capa de necesidad anda vagando d e lugar en lugar, sin querer tra­ bajar ni sujetarse a cosa alguna»; «guitonería, picardía, m ezclada con el ocio y la holgazanería».

30

sus engaños y trapacerías, molido de una paliza, robado de sus compinches, sin di­ nero y solo, haciéndonos saber que en tales circunstancias «me metí a pobre, fiado de mi buena prosa», y explota en la puerta del templo la imagen tradicional, que se dice cristianamente resignada, del mendigo, tratando de llevar a hacerles creer a cuantos pasan cerca de él que se encuentran ante uno de esos ejemplares pobres que aceptan su papel de dócil despertador de la conciencia del rico, esperando su premio únicamente en el más allá: sentado a la entrada del templo, mostrando mu­ tilaciones y llagas fingidas, Pablos grita a los pasantes: «¡miren la pobreza y el re­ galo que hace el Señor al cristiano!»14bis. Subsiste, sin duda, el modo tradicional, medieval, de estimación de la pobreza y, correspondientemente, de plantear la tensión de ricos y pobres. Es el sentido con que se venía interpretando la parábola evangélica del pobre Lázaro y el rico avariento, que tanto se emplea como motivo iconográfico adoctrinante en la escul­ tura de los templos románicos: recuérdense los capiteles de la basílica borgoñona de Vezelay o de la de San Vicente de Ávila. Vidrieras, miniaturas de manuscritos iluminados, escenas de archivoltas en los tímpanos repiten el tema. En él se inspira Santa Teresa cuando con indignación comenta el olvido de esa lección socio-reli­ giosa: «decir a un regalado y rico que es la voluntad de Dios que tenga cuenta con moderar su plato para que coman otros, siquiera pan, que mueren de hambre, sa­ carán mil razones para no entender esto sino a su propósito...»15. Y semejantemen­ te, fray Luis de León clama contra el desconocimiento por parte del rico del deber en que está de compensar de algún jnodo los sufrimientos y hambres que por él pasa, como los pasó Cristo, el pobre resignado. En un pasaje de La perfecta casa­ da establece esta conclusión por vía de advertencia: «Y el pecar los señores en esto con sus criados, ordinariamente nace de soberbia y de desconocerse a sí mismos los amos. Porque si considerasen que así ellos como sus criados son de un mismo metal, y que la fortuna que es ciega, y no la naturaleza proveída es quien los dife­ rencia, y que nacieron de unos mismos principios, y que han de tener un mismo fin y que caminan llamados para unos mismos bienes...», entonces cumplirían debida­ mente en el trato con sus criados16. Este último fragmento de fray Luis conecta la concepción de la pobreza, en el sentido que hemos visto, con la doctrina del origen, naturaleza y fin de los huma­ nos, frecuentemente utilizada, si bien las más veces de manera implícita, por la li­ teratura picaresca, bajo dos aspectos: de un lado, para parecer legitimar las que en su apariencia social resultan disparatadas aspiraciones del picaro y, de otro, para hacer valer, apuntándoselos en su cuenta, los méritos que sus penalidades de pobre le acarrean (méritos que, como vamos a ver enseguida, no corresponden exacta­ mente a los de una moral teológica). Guzmán nos hará recordar que «las pasiones del alma no tocan a los más pobres que a los más poderosos y todos igualmente las padecen»17. Y Estebanillo (pasemos así del primero al último de los grandes pí14 bis E dición de Lázaro Carreter, Salam anca, 1965, pág. 251. 15 «C am ino de perfección », edición del P . Efrén de la M adre de D ios, en la B. A . C ., t. II de las Obras Com pletas de Santa Teresa, M adrid, 1954, pág. 246. «La perfecta casada», en el volum en de Obras com pletas castellanas, ed . del P . Angel C. Vega, en la B. A . C ., M adrid, 1944, págs. 267-268. En Exposición del libro de Job y en L os nombres de Cris­ to, se refleja la m ism a doctrina. Véase A . G u y , La pensée d e fra y Luis de León, París, 1943. Edición de F. R ico, pág. 715.

16 17

31

caros) insistirá en que «también los pobres y humildes saben hacer cosas de inge­ nio, pues tienen un alma y tres potencias como los más poderosos y cinco sentidos como los, más calificados»18. Esto quiere decir que todos los pobres, esos pobres que con industria aspiran a medrar, esos pobres llagados y lamidos por los perros en las representaciones adoctrinantes de la iconografía religiosa, son de la misma naturaleza, experimentan los mismos sentimientos, placeres, anhelos, etc., que los favorecidos ricos y, por tanto, tienen derecho a que se les conceda una parte de los mismos goces mundanales. La diferencia estará en que los picaros buscan manera de obtenerla por sí mismos; los pobres que se resignan pasivamente la esperan del rico, administrador de los bienes creados por Dios. Unos y otros, iguales en un plano transcendente a los ricos y poderosos, son pobres; son Lázaros, el pobre del episodio evangélico. Lázaro es así el nombre bajo el que aparecerá la primera figu­ ra —cualesquiera que sean sus imprecisiones— de picaro. A partir de su aparición y desde muy temprana fecha se ha convertido en un tópico. Los hombres de la época que aquí se toma en consideración al pronunciar ese nombre podían aludir tanto al pobre santo del Evangelio como al mozo ladronzuelo y después marido complaciente y aprovechado, sujeto desmoralizado, cínico y de sentimientos secu­ larizados, cuya fama —esa «tercera vida» del hombre del Renacimiento— estaba recorriendo el mundo, habiendo partido de las riberas del Tormes. No se trataba de dar a este personaje una significación religiosa a través de la mofa, dël sarcas­ mo, de la hipocresía; pero sí trasladar sobre él, a su manera plenamente seculariza­ da, la posibilidad de merecer. Merecimientos para ascender, tal iba a ser la gran apuesta lanzada frente a la sociedad por él y por quienes siguieron su línea de con­ ducta e hicieron todavía más compleja y desviada su senda mundanal. Sólo que ese merecer no era el de la Gracia divina que se le prometía al pobre por sus sufrimien­ tos, sino el medro terrenal y placentero que arrancaban de la sociedad con sus tratos. Para que esta transmutación se entienda es necesario que subsistan, una junto a la otra, las dos versiones. Y, en efecto, añadiré a lo dicho el recuerdo de que en un mundo próximo al de la vida picaresca se encuentra vigorosa todavía la versión tradicional, que podemos llamar caritativa, capaz de engendrar aún en esas fechas amplios movimientos de gentes, de alcanzar una audiencia social extensa, por mucho que hubiera sido el desmoronamiento provocado en los modos institu­ cionalizados de ejercer la caridad, ante el embate de las críticas acerbas dirigidas a los mismos, y por mucho que fuera el apartamiento de los valores que sus apósto­ les trataran de exaltar. Tal es el caso de las fundaciones realizadas en España por San Juan de Dios y, algo más tarde, en Francia por San Vicente de Paul. Porque esta concepción se hallaba en pie es por lo que el picaro —ya lo hemos visto— incluye su mención entre sus maneras de comportarse, falseando ante ciertos públicos sus sentimientos al respecto. Hemos escuchado a Honofre, refiriéndose al estado de escasez en que vivieron sus padres y él mismo durante sus primeros años, unas frases que enuncian la actitud moral requerida del menesteroso: «no son pobres los que poco tienen, sino los que mucho desean», y también «mayor pobre­ za es teniendo desear que deseando no tener»18bis. La manera meritoria y segura, según ello, de librarse de pobreza es aceptarla, renunciando a otros bienes de los 18 Edición de N . Spadaccini y A . Zahareas, M adrid, 1978, t. II, pág. 107. 18 bis Edición de H . G. Carrasco, ya citada, pág. 48.

32

que humildemente se tienen. Esa es la barrera que Honofre se lanza a asaltar, porque para él esa resignación del pobre que sarcásticamente enuncia como princi­ pio carece de sentido: ya nos ha dicho que aborrece la pobreza y que busca la abundancia. Tiene que subsistir y, en efecto, subsiste con una difusión considerable, la m a­ nera tradicional de concebir al pobre y de esperar de él un comportamiento regula­ do por una moral de base religiosa (creo que ya tópicamente llamado cristiano). En definitiva, se trata de la consideración del pobre como un elemento integrante de la sociedad a fin de que se mantenga, según una ordenación eterna, la conexión con el más allá. No se trataba tan sólo de que ser pobre fuera una situación individual de algu­ no, de un pobre, sino de que pasa a ser el enunciado de un estado o condición ob­ jetivos de la persona, que en cuanto tal la define, «el pobre»'9. Se había llegado a concebir como una función social, con sus derechos y deberes, sus valores que conservar, sus compensaciones, su status, lo único que no le llegaba era el honor (volveremos sobre esto). Recordaré aquí que a fines del xvi un médico catalán y moralista, Marco Antonio Camos, escribe una obra de moral y política bajo el título de Microcosmos y gobierno universal del hombre cristiano: en la sociedad estratificada, jerárquica o de «órdenes».que describe, los «pobres» constituyen un estamento, incluyendo los más desvalidos20. Pérez de Herrera, en su programada organización corporativa de pobres, de là que hablaremos a continuación, estable­ ce un «padre de trabajadores» encargado de cuidar y vigilar a los pobres, a los que se pretende integrar por el trabajo obligatorio, ya que de tal manera los pordiose­ ros tendrán «sus superiores y cabeza»21. Tan institucionalizada se conserva la m a­ teria, a pesar de sus resquebrajaduras, que el mismo Pérez de Herrera nos habla de la práctica de arrendar por una cierta suma el derecho en exclusiva a pedir limosna en nombre de una erm ita22. ¿No sería una sátira feroz de esta costumbre la patrimonialización de su ermita que tiene establecida el farsante y vicioso ermitaño in­ corporado por Juan de Luna en la segunda parte de E l Lazarillo de Tormes'i

E

l esta do d el po br e

D

e l l ím it e d e in s u f ic ie n c ia a l a c a r e n c ia d e b ie n e s

. L

im o s n a y m a l a c a l id a d d e l o q u e c o n s u m e .

Como pienso que a lo largo de lo que llevo expuesto se ha podido llegar a ad­ vertir en algún punto un proceso histórico que lleva a la transformación del con­ cepto de pobreza, creo que conviene plantearnos qué se entiende por ésta, qué es ser un pobre y cómo se manifiesta socialmente. Sólo así, después de una indaga­ ción en esa línea, aunque sea breve, cabe llegar a penetrar en los temas específicos de ese modo de estar comprendido en ser pobres que pertenece al tipo de los picaros. El concepto de «pobre» —en el usó sustantivo de esta palabra— conserva siempre una acepción amplia. Y de esa forma será como aparezca repetidamente 19 20 21 22

Véase M . M o l l a t , L e s p a u vre s au M oyen A g e, París, 1978, pág. 10. Barcelona, 1592, véase parte II, diálogo X X . A m p a ro d e p o b re s, ed. cit., diálogo III. O b. cit., disc. l . ° , pág. 44.

33

en la picaresca, bajo muy diversificados tipos de carencia o manquedad de alguna clase de bienes, importantes para la vida individual y social. En tal sentido, tiene su origen la expresión en los textos alto medievales y se conserva en uso durante los siglos modernos. Responde, pues, a una situación de debilidad, de dependen­ cia, de humillación, caracterizada por la privación de medios para satisfacer nece­ sidades normales en la existencia. Puede ser —y acabará ésta absorbiendo a los demás casos— grave necesidad de bienes económicos, pero puede serlo también de salud, de influencia o poder social, de saber, de honor (por nacimiento u otras mo­ tivaciones). Y esa falta de bienes de diversa naturaleza coloca en situación de de­ pendencia a quien la sufre, respecto a que necesita de la ayuda o dádiva ajenas. «El pobre, según Santo Domingo de Guzmán, es esencialmente el hombre al que la debilidad de sus recursos coloca siempre a merced de todos en la sociedad»23 (luego veremos que esta definición se conserva en el xvii, pero con un sentido pe­ yorativo). Se puede decir que en el pleno Medievo pobres son cuantos componen la casi totalidad de la población común, los que no son señores, los que quedan fuera de los estamentos privilegiados, y por eso se comprende que San Vicente Ferrer defina a los nobles como los que permanecen por encima de los pobres: «los senyors temporals qui volent damunt les persones pobres»24. La carencia de medios de defensa, de cultura, de relaciones y fuerza social dio lugar a que el Medievo tuviera como plena expresión del pobre al campesino, pro­ duciéndose aquella conocida equiparación entre pauper y rusticus. Ello nos dice que en su origen medieval esta manera de ver emplaza preferentemente al pobre en el campo y que hasta el siglo xm , coincidiendo por otra parte con la primera fase de auge de la civilización urbana, no aparezca el pobre de ciudad2S. Se observa, desde el primer momento, que las diferencias en las estimaciones de falta o insuficiencia de bienes depende de los modos de vida, no tanto porque según estos modos se haga más fácil obtener o no unos bienes u otros —aunque ello también influya—, sino porque como cada modo de vida lleva como secuela la preferencia hacia unos bienes sobre otros, son de ordinario esos bienes preferidos aquellos cuya ausencia se destaca más. Por ejemplo, señala L. R. Little que en el mundo caballeresco, de carácter feudal y rural, a los monjes benedictinos —pese al esplendor de la liturgia en sus templos— se les considera pobres en atención a que no poseen armas y se encuentran en medio de una sociedad dominada por la acti­ vidad bélica cotidiana, en condición de débiles, de indefensos. Junto a ellos se en­ cuentran los caballeros, en su originaria profesión de vencer y aun de matar a otros hombres en lucha armada, con sus caballos y sus armas que ellos sí poseen y que son altamente costosos. Con su proceder infringen esos nobles o milites ricos la explícita prohibición del Evangelio, y aunque muchas veces el acto de hacer per­ der la vida a otro se halla legitimado por la Iglesia, dado que pueden caber dudas, y en ocasiones manifiestamente muchas de esas violencias armadas quedan fuera de las prescripciones canónicas, se ven obligados a aceptar, a fin de hacerse perdo­ nar en el más allá sus faltas, a practicar la ayuda en forma de dádivas y legados a los pobres. En tales casos, la ayuda consiste en la entrega de tierras, joyas, orna-

24

23 M

o l l a t , o b c i t . , e n l a n o t a 19, p á g . 150. Serm ons, edición de J. Sanchis, Barcelona, 1932, vol. I, pág. 140, «In die P entecostes». 25 F . G r a u s , « A u Bas M oyen Age: pauvres de villes et pauvres des cam pagnes», en A .E .S .C ., 1961, págs. 1053-1065.

34

mentos, pago de la construcción de templos, capillas, fundación de monasterios, precisamente a favor de unos pobres que serán esos fastuosos monjes, los cuales, con sus oraciones, redimen los pecados del donante y legitiman los actos de violen­ cia del guerrero. La correlación da lugar también a que esos monjes que represen­ tan al pobre en la vida de campo del caballero, pertenezcan también —benedic­ tinos, cluniacenses, cistercienses— al mundo rural, con una economía agraria de crecimiento extensivo, no intensivo. Cuando en el giro central del Medievo aparezcan cambios, que son lentos, pero continuos, cuando ya no se levanten, cubriendo la tierra esas candidae ecclesiae de que hablaba la Crónica de Glaber, sino las villas o ciudades con sus murallas co­ munes, sus casas sin fortificaciones, sus tiendas, cambiarán los valores que con predilección se estiman en esa nueva vida urbana, y, consiguientemente, serán otros los pecados que según la conciencia de la época pueden más frecuentemente cometerse en relación con ellos; otros, en consecuencia, los nuevos modos de pobreza en quienes de aquéllos carezcan y otras las maneras de redimir sus faltas quienes por el mal uso de sus bienes arriesgan su salvación. Los frailes —domini­ cos y franciscanos— aparecen en un medio urbano, en el que se han multiplicado las riquezas materiales por medio del comercio y de prácticas de avaricia frecuen­ tes en los mercaderes, que también el Evangelio condena. Los frailes, tronando contra la usura y la codicia, legitiman ciertas prácticas económicas y quieren hacer ver que con las limosnas que por los ricos les son entregadas ellos ejercen obras de caridad con los pobres, por efecto de las cuales redimen a los poderosos del peca­ do de acumular riquezas. Pobreza, para los frailes mendicantes y para los pobres, quiere decir cada vez más predominantemente falta de, bienes materiales, de los cuales los ricos les habrán de entregar equitativamente una parte de lo que poseen26. Los ricos son ahora, principalmente, los mercaderes y profesionales que logran distinguirse en la ciudad. Ciertamente, los grandes dominios, las grandes acumulaciones de riqueza agraria seguirán en manos de los señores, pero estos otros grupos, más numerosos y emprendedores, llevan la iniciativa social, en cierto sentido se puede decir que son la clase ascendente, y siguiendo sus formas de vida, sus usos, y atendiendo a la naturaleza de los bienes que manejan, se adaptan a ellas las formas de la vida religiosa de quienes tratan de asumir y de hecho asumen la representación de la pobreza (que, por tanto, también se encargan de las ayudas destinadas a los pobres)26 bis. Son las órdenes mendicantes, franciscanos y domini­ cos, cuyos conventos se instalan en los centros urbanos de esa nueva vida económi­ ca. Incluso alguna vez se ha intentado hacer una clasificación del volumen e im­ portancia de las ciudades por el número de conventos de mendicantes, de minoritas y predicadores que en ellas se levantaban27. Las órdenes meildicantes van al en­ cuentro de los pobres, que ya no son como los que iban de un monasterio en otro; pero ¿dónde los van a encontrar, dónde podrán compartir con ellos los recursos

26 27

Véase L. K. L i t t l e , « L ’utilité sociale de la pauvreté volontaire», en el volum en I de los «Études pour l ’H istoire de la pauvreté», págs. 447 y ss. 26 bis v éa se el com entario de C. T r a s s e l l i , en Journal o f E uropean E conom ic H istory, R om a, 1980, págs. 239 y ss. Véase J. L e G o f f , « A p ostolat m endiant et fait urbain», en A .E .S .C ., vol. 23, 1968, págs. 335 y siguientes. Véase tam bién su pequeño volum en M arch an ds e t banquiers au M oyen A g e , Paris, 1969, y M o l l a t , L es p a u v re s au M o yen A ge, págs. 152 y ss.

35

destinados, a su pobreza, dónde acudir a remediarla? Sin duda, en las ciudades. Lo cual quiere decir que, habiendo sido primero el pobre una manifestación rural y aún de escondido lugar campestre, buscando una ermita o una abadía aislada en las que pudiera ser socorrido (piénsese en los lugares en que están instalados los ce­ nobios cluniacenses, cistercienses, etc., etc., órdenes que practicaron en gran esca­ la operaciones de roturación de yermos), ahora son un producto de la vida urbana, buscando la proximidad de los burgueses, acudiendo a los conventos de francisca­ nos y dominicos, clientes favorecidos de aquéllos. Pero es de suponer que antes fue el desplazamiento de los pobres a la urbe y posterior la consiguiente instalación en ella de las órdenes mendicantes, que no a la inversa. En relación a este medio, la dádiva señorial se ve sustituida por la limosna, entregada tal vez en grandes su­ mas con ocasión de muerte y por vía de testamento, pero más ordinariamente por medio de la entrega, en múltiples repetidas ocasiones, de pequeñas sumas en dine­ ro, es decir, de limosnas que consisten en la entrega de unas monedas. Estas piezas de dinero amonedado se están haciendo cada vez más de uso habitual para los bur­ gueses, vendedores o compradores del mercado urbano. Allí y en los negocios que en la ciudad se realizan, el peligro moral está en la codicia y es este pecado teológi­ camente el que más se menciona y se advierte que debe hacerse perdonar. Pro­ bablemente el burgués incurre en él con frecuencia porque la tentación del lucro la tiene siempre ante sí. .Por eso la limosna se repite —contando también con su mucho menor volumen económico respecto de los donativos señoriales— con reite­ ración diaria o de breves plazos. Los monjes mendicantes lo saben bien; por eso, y como manera también de aproximarse más, de aceptar más visiblemente la pobre­ za, se instaura el pedir de puerta en puerta. Un franciscano catalán que hizo com­ patible su espiritualidad religiosa con las maneras de vida que, en la esfera del co­ mercio urbano, observó en la ciudad de Valencia, pudo escribir que los pertene­ cientes a ella eran grandes limosneros: solament mercaders son grands almoiners2i. Es significativo que siglos más tarde esa fama se mantenga cuando nos encontra­ mos con que de la vida burguesa valenciana se escribe en una obra de la picaresca por Jerónimo de Alcalá Yáñez que «es Valencia tierra de grande caridad y de gran­ de limosna» (en su obra El donado hablador, o Alonso, mozo de muchos amos19. Los bienes de cuya carencia deriva para quien la sufre la condición de pobre han podido variar, pueden ser de muy diferente clase, como he adelantado al paso páginas atrás. Desde las armas, a los mantenimientos, a la salud, al desamparo, y más que nada —desde el arranque de la modernidad— a la carencia de alcance más general, la de dinero30. De ahí, la definición —que nos sirve como una prime-

28

R egim en t d e la cosa p u blica, edición de M olins de Rei, Barcelona, 1927, pág. 167. 29 Véase mí artículo «Precapitalism o, burguesía y religiosidad franciscana: la obra de Eixim enis», publicado en A c ta s d el VIII C ongreso de H istoria de Ia C orona de A ragón , 1969, recogido en mi volu ­ m en, E stu d io s d e H isto ria d e l pen sam ien to español. Serie primera. Edad M edia, 3 .a ed ., Madrid, 1984. La cita de J. de A lcalá, en la citada edición de A . Valbuena, pág. 1249. 30 Carmen López A lon so lo define así: «pobre es quien se halla caracterizado por una situación m a­ terial d e m enoscabo o desam paro, a la cual se añade un sentim iento individual o colectivo de im poten­ cia para salir de la m ism a, el cual se suele corresponder con los datos reales»; véase su estudio «C on ­ flictividad social y pobreza en la Edad M edia según las A ctas de las Cortes castellano-leonesas», en la revista H ispania, 1978, pág. 560. R ecordem os, por nuestra parte, los versos de Cristóbal de Castillejo: «Y doquiera, la pobreza es gran m anquesa»,

36

ra respuesta a la pregunta ¿quién es el pobre?— que ha escrito Mollat, sintetizan­ do los estudios presentados durante varios años en el seminario que sobre el tema estuvo celebrándose en la Sorbona: la pobreza es «una situación, forzosa o volun­ taria, permanente o temporal, de debilidad, de dependencia y de humildad, carac­ terizada por la privación de medios, cambiantes según las épocas y las sociedades, relativos al poder y a la consideración sociales: dinero, fuerza, influencia, ciencia o calificación técnica, honorabilidad de nacimiento, vigor físico, capacidad intelec­ tual, libertad y dignidad personales» (no quiere decirse que hayan de faltar todos, sino alguno de estos elementos, sobre todo aquellos —entiendo yo— que sean de­ cisivos en los criterios de estratificación vigentes en una sociedad dada). Insisto en dejar lo más claro posible el tema de la pobreza, porque, dígase lo que se quiera, tal factor es la base general, aunque nunca suficiente, de los tipos que se reflejan en la literatura picaresca. Se pueden señalar otros —y así lo haré, incluso con más extensión, en capítulos sucesivos—, otros factores, digo, como ne­ cesarios para calificar de picaresca una forma de vida determinada; pero o no son tan generales como el de la pobreza o, si lo son, aparecen siempre como derivados o acompañantes necesarios de ella: así, él carácter anémico o desviado del pobre; así su carencia de honra, su falta de honÓT social que, se quiera o no, va ligada a la pobreza. Se puede protestar de esto, pero cada vez más acentuadamente, en los siglos X V I y X V II, esa conexión es uno dé los firmes fundamentos del orden social. En la novela picaresca se protesta, pero esto mismo viene a fortalecer el sistema. Se pregunta un picaro: «¿Desmerecer por pobres?... la nobleza no se alcanza por dinero, aunque miento, que cada día se hacen caballeros no sé yo con qué». Pues sí, se desmerece por pobre y ello está en la ordenación vigente, por mucho que al­ gunos lamenten que «no hay tierra más desdichada que donde el rico en honra se aventaja al bueno»30bis. Más aún, desde el X V I el rico en honra absorbe la califica­ ción de bueno, los ricos son los «buenos» y por mucha ironía que se ponga en ello y por mucho sarcasmo que provoque, se acaba admitiéndolo así en la literatura pi­ caresca, desde La lozana andaluza al Lazarillo, al Guzmán, al Honofre, al Bus­ cón, etc. En los siglos X V I y xvn no todo pobre es picaro, pero la condición de pobre es la base común sobre la que aparecen los picaros. En la «época del primer capitalis­ mo», al producirse el auge de la estimación social de la riqueza —por mucho que sigan las protestas de los moralistas— y concomitantemente el envilecimiento y re­ pulsa de la condición de pobre, es el momento precisamente en que se produce la literatura picaresca. Y así es como desde el comienzo, Lazarillo es pobre y lo son Pablos, Alonso, Justina, Marcos de Obregón, Teresa de Manzanares, Rufina, Tra­ paza, etc. Detengámonos un momento en Guzmán: hijo de un mercader tramposo, fraudulento y que acaba mal y de una madre prostituida, que en un momento dado intenta robar a su hijo cuando pasa éste por Sevilla —ya adelantado el relato—, tiene Guzmán desde el comienzo todas las marcas de una situación de pobreza. Pobre, desde el siglo XV al x v i i , no es el que carece de todo, el mendigo O bras m orales, edición de Dom ínguez Bordona, «C lásicos C astellanos», pág. 145. D e ahí que uno de lo s casos m ás entristecedores de m anquedad que sufre el pobre sea el que se señala en L a G itanilla: «la pobreza es m uy enem iga del am or» (edición de A valle-A rce, de las N ovelas ejem plares de Cervantes, M adrid, 1982, t. I, pág. 89). 30 bis E l gu itón H o n o fre, ed. cit., págs. 129 y 131.

37

pedigüeño, el pordiosero. Como Alonso de Palencia lo definía, en la segunda mitad del X V , es el que algo tiene, pero poco. Ésta es exactamente la posición también de Honofre, quien acentúa la imagen de sus condiciones negativas llamándose «guitón»: nace, y vive su infancia, con sus padres, en Palazuelo, del que nos dice es un lugar más que de unas pocas y pobres casas, de «chozas derribadas», en cuyo término sus padres poseían unas miserables parcelas «porque sabido lo que eran no eran nada», «muebles pocos teníamos porque la tierra es mísera», y si bien hay que añadir siete ovejas y dos gansos, éstos se consumieron en los respon­ sos por sus padres fallecidos debido a los abusos de la gente de iglesia. Por eso no entiendo que el profesor Silverman estime que al nacer Honofre no era pobre por ser hijo de labradores31. Las «relaciones de los pueblos de España» (entre 15751578) llaman pobres a los labradores, salvo muy rara excepción. Y así, en Honofre se da la condición básica de pobreza común a todos los picaros. Quedarían fuera de este patrón, a lo sumo, Gregorio Guadaña y El Caballero puntual, pero ambos protagonizan novelas que no responden exactamente al patrón de la picaresca; só­ lo se aproximan a él. Quisiera todavía, antes de penetrar en el área acotada en particular para mi tra­ bajo, recoger y comentar unas observaciones de A. B. Atkinson. Es cierto que re­ sulta equivoco el concepto de «pobreza», hasta el punto de que no puede conside­ rarse en términos de un modelo absoluto, posible de aplicar en un momento dado a todos los países —ni siquiera a los de un mismo espacio histórico, en los que se haya desarrollado una cultura, en parte común—, ni que se haga uso de un mismo concepto de pobreza, independientemente de la estructura social y del nivel de desarrollo que en cada país se haya alcanzado, a diferencia del de los demás. Incluso yo diría que ni en todos los países, ni en épocas diferentes, ni entre clases sociales distintas. En toda ocasión el umbral de la pobreza —y pienso que en gene­ ral las condiciones genéricas de pobre que en cada caso se presentan— nos lleva a una definición, que necesariamente ha de estar relacionada con las convenciones sociales y con los niveles de vida contemporáneos de las mismas, en una sociedad determinada. Hay que contar con que no es posible establecer una medida genera­ lizada de un mínimo suficiente de subsistencia, a partir de cuya reducción pueda determinarse el paso a la pobreza. Pero es más, ni siquiera en relación con la ali­ mentación, aspecto en el que parecería más alcanzable fijar las dosis de minerales, proteínas, vitaminas, calorías, etc. para subsistir. Mas tampoco resulta esto hace­ dero —porque todo ello viene siempre complicado con otros factores, climatoló­ gicos, étnicos, de herencia cultural, etc. Todo lo cual varía de unos casos a otros y es prácticamente imposible señalar el momento en que de un nivel mínimo se ha ascendido a otro más favorable o se ha caído en otro más bajo, atendiendo a cada entorno social. Es una noción que hay que enlazar con el conjunto de un grupo dado, tanto más cuando éste es internamente de estratificación muy diferenciada, como acontece en las sociedades europeas del siglo x v i i . Pero A. B. Atkinson introduce una matización que es interesante tener en cuenta para entender las variaciones o los altibajos en la estimación de ciertos objetos, en los últimos años del X V I y primeros del xvn, respecto a la determinación de la pobreza: esto depen­ de de las diferencias en el movimiento de determinadas mercancías, de las que de

31

P rólogo a la edición citada.

38

unas prácticamente se incrementa la oferta y paralelamente la demanda, mientras que de otras sucede lo contrario, desapareciendo la primera y con ella necesa­ riamente la segunda. Ciertos alimentos, ciertos tejidos, ciertas prendas de vestir, que usaba una clase pobre anteriormente y con ella también gentes holgadas, cuan­ do por aparecer en el mercado otras más del gusto de la época, más caras, quizá mas convenientes, pasan a servirse de estos últimos productos los consumidores de nivel más holgado y resulta entonces que el consumo sólo por las clases bajas no es cuantitativamente suficiente para promover en adelante que se continúe con la producción de tales mercancías; éstas dejan de encontrarse en el mercado y la con­ secuencia es que los que no tienen recursos para adquirir las mercancías nuevas y mejores, aunque también más caras, en lugar de ascender, descienden, porque lo que ellos, y a la vez otros más ricos, antes demandaban y consumían, ha desapare­ cido del mercado y tienen que sustituirlo por productos de peor clase, mercancías deterioradas y desechadas, de segunda mano, que por más baratas son las únicas que ahora se encuentran al alcance de sus posibilidades31bis. Pues bien, si nos imagi­ namos el mundo de la pobreza dentro de la sociedad que presenció el surgimiento y éxito de la novela picaresca, hemos ;de preguntarnos si el siglo X V I, que para capas de población rica supuso un mejoramiento —a través incluso de importa­ ciones exóticas (Alfonso de la Torre, Lobera de Ávila, Cristóbal de Villalón, Euge­ nio de Salazar dan testimonio de ello)— en el consumo de vestidos, alimentos, ins­ talación doméstica, etc., no dejó de significar por el contrario un empeoramiento del consumo en las clases pobres que no podían abastecerse de los productos más caros del tiempo, y tuvieron que descendér al consumo de mercancías de peor cali­ dad. De Quevedo a Álvarez Ossorio muchos textos nos lo hacen comprender así.' Ello explica el uso de infames restos de comidas, ropa vieja, calzado desechado, etc., a que los picaros se vieron reducidos en muchos casos. Con esto se han hecho más ostensibles las diferencias en la ciudad y se comprende el exacerbado rencor del picaro que, pretendiendo subir, se ve más de una vez ante la comprobación de su empeoramiento. Según ello, la pobreza es siempre un criterio relativo: «el grado de privación se establece de diversas maneras, bien en relación al nivel mínimo de subsistencia del individuo, o al nivel medio de condiciones de existencia en su ambiente social, o al nivel de desarrollo económico y social en un momento y en un lugar dados o, fi­ nalmente, respecto a la pobreza voluntaria, en relación a las normas de desprendi­ miento que corresponde a un ideal religioso»32. Por consiguiente, nunca es una no­ ción absoluta y que sirva para no importa qué situación: es una noción de diferen­ cia, caracterizada por el paso de un dintel de carencia (yo diría más bien de esca­ sez), tras el cual se ingresa en el estado de pobre, dintel variable según los grupos, como quedó dicho al principio. Pobres son llamados, pues, en general, aquellos que, conforme a las estima­ ciones de la mentalidad social vigente, carecen de un bien que normalmente se desea por todos poseer y del cual el pobre se encuentra desprovisto en la medida misma en que se requiere de ordinario disponer de él. Por tanto, pobre es aquel que ha caído por debajo de un mínimo nivel de posesión adecuado para la existen31 bis v éa se la obra de A . B. A t k i n s o n L a econ om ía de la desigualdad, traducción castellana, Bar­ celona, 1981, págs. 252-258. 32 En el citado volum en I de los E tu des sur l ’H istoire de la p a u vre té, p ág. 12.

39

cia conveniente en el orden biológico, social, económico (de salud, de rango, de di­ nero) 32 bis. Añadiré que la evolución histórica entre los siglos xvi y x v ii va en el sentido de’que los dos primeros órdenes que acabo de citar sean reabsorbidos por el último, y así es como nos encontramos con la fase de aceptación general que ha impuesto la evolución social en el siglo x v ii , de prioridad de la riqueza, aunque aún se esté lejos de que sea institucionalizado tal carácter. Incluso en reglamentos, comentarios oficiales, respecto a subgrupos humanos de carácter retardatario en la evolución, se seguirán manteniendo con independencia, aunque sea aparentemen­ te, los otros dos criterios y muy particularmente, el del honor social, del rango o del status. En esa fase, se produce la formación del tipo de mentalidad al que res­ ponde la picaresca: tensión entre una apariencia conservada y una innovación que ha surgido con fuerza y con capacidad expahsiva. Valdeón33 ofrece un amplio repertorio de equivalencias en las que se desenvuel­ ve el concepto de la pobreza en el paso a la modernidad: pobres-viejos, pobresviudas, pobres-enfermos-lisiados, pobres-mendigos-pordioseros, pobres-vagabun­ dos, pobres-peregrinos-romeros. A juzgar por las personas a las que Pérez de Herrera juzgaba lícito socorrer con limosna, habría que añadir pobres-estudiantes, lo cual estaría muy de acuerdo con la primera literatura picaresca (y aún queda el de los pobres vergonzantes, que se da en gran parte de Europa, y que roza a veces nuestro tem a)34. Desde fines del xv y en adelante habría que poner todo énfasis al considerar el tema de la pobreza sobre un grupo: aquellos que disponen tan sólo de bienes eco­ nómicos insuficientes, dejando aparte los otros tipos posibles de menesterosidad; esto es, pobres-trabajadores o jornaleros, palabras estas dos últimas que tienden a identificarse (como hará en su Vocabulario Sebastián de Covarrubias); es decir, sobre aquellos que no poseen para subsistir más que la fuerza de sus brazos, que se emplean a jornal, en relaciones de servicio sujetas a la dependencia de un amo, y aún se incluyen en este grupo a aquellos que complementariamente necesitan tra­ bajar porque poseen tan «diminuta herencia» —como dice un texto portugués de 1446, citado por Amado Mendes— que nada más que con ella no pueden mante­ nerse. J. M. Amado Mendes ha precisado en el Portugal del siglo xv varios niveles de significación que se corresponden a los que llevamos hasta aquí señalados en varios momentos, lo que pone de manifiesto la amplitud del proceso. Pobre tanto quiere decir como los del común, los que no son hidalgos, los que carecen de privi­ legio por cuanto no tienen fuerza o poder social. Se trata de un grupo equivalente a pueblo. Significa también, en otros casos, a los trabajadores manuales y asalabis M o i .i . a t , L es p a u vre s au M oyen A ge, págs. 14-16. 33 Véase I. V a l d e ó n B a r u q u e , «Problem ática para un estudio de los pobres y de la pobreza en Castilla a fines de la Edad M edia», estudio publicado en el volum en I de la obra citada en la nota 4, pá­ ginas 390 y ss. 34 v éa se el artículo de G. R icci, «N aissance du pauvre honteux: entre l ’H istoire des idées et l ’h istoi­ re sociale», publicado en la revista A nnales, E . S. C ., año 38, núm . 1, enero-febrero 1983. El desenvol­ vim iento de este concepto entre los siglos x v -x v iii favoreció el endurecim iento de la actitud contra los pobres de b ajo origen y en general de condición am bulante o vagabundos, contra los cuales verem os formarse una actitud severam ente adversa. En el siglo x vi español se ocupa de aquéllos, defendiendo la tesis de que son acreedores a una lim osna m ayor y tanto mayor cuanto más distinguida sea su proce­ dencia, D om ingo d e S o t o , en su D eliberación en la causa de los p o b re s, 1545, reedición de Madrid, 1965. 32

40

riados, a los servidores: las fuentes hablan de pobres e servos, de los «necesarios para lavrar e servir, de mancebos de soldada e otros muytos pobres e braceiros. Y como estos tipos de individuos se caracterizan —y a título de tales son llamados de esa manera— como pobres, se extiende esta palabra a cuantos no son hacenda­ dos, como escuderos y pequeños nobles incluso—. Se observa cómo este fenómeno de degradación de la pequeña nobleza, en relación a la cual se habla de los «déclassés» en Francia, no es ningún fenómeno peculiar castellano y está muy le­ jos de poder constituir una derlas notas de color local de la picaresca. Pero vol­ viendo a nuestro tema, hay que advertir que en los casos de labradores y pequeños artesanos, de hidalgos, que no tienen bastante para vivir, no se les contempla, como indigentes, puesto que reiteradamente vemos que se levantan quejas por los tributos que han de pagar, con cuyo peso se les arruina y se habla de que hay pobres huérfanos que han de vender su pequeña hacienda para pagar la contribu­ ción que se les exige35. En el siglo X V castellano el concepto tiene esa amplitud que vengo señalando y J. M. Hill, en su edición de voces de Alonso de Palencia, recoge esta definición de pobre que insiste en la insuficiencia tanto como en el alejamiento de la absoluta indigencia: pobre es aquel «que manda poco y tiene poco, aunque algo»36. Pero si aquí se reitera el criterio de insuficiencia, aplicado tanto al aspecto económico como al social, la reducción del término, y, a la vez, del problema que lo expresa­ do por él entraña, a la escasez e insuficiencia de medios económicos, se observa ya expandida en el xvi. Eso sí, en cambio, aunque aplicada a los solos bienes de m an­ tenimiento, se observa que no se hace referencia únicamente a quienes no tienen nada, sino a quienes poseen ese poco que menciona Palencia, tan menguado, efec­ tivamente tan poco, que no basta para subsistir mínimamente ni en un nivel bajo siquiera. Es interesante detenerse en algunos ejemplos para que comprendamos de qué modo de vida huía la gente cuando confesaba negarse a ser pobre, cuando abando­ naba su lugar y practicando el vagabundaje, la picaresca o la semidelincuencia, se lanzaba por los caminos en busca de mejor suerte. Veamos dos casos, entre tantos. En un pueblo próximo a Madrid, Villaverde, se nos dice que «es pueblo pobre y de gente necesitada», y revelando el sentimiento de adversión al rico que va a ir incre­ mentándose, indican como causa que los señores lo acaparan todo y los labradores —identificación de labradores y pobres tan multisecular— no tienen dónde plantar o labrar. También en Reyes, perteneciente igualmente al área de Madrid, nos dicen que «la gente de este dicho lugar no es rica, sino pobre, y viven de sus labranzas y de sus trabaxos muy estrechamente'»37. Está claro que no se trata de desvalidos to­ talmente, sino de los que no alcanzan a obtener con su trabajo un mínimo de satisfacción38. El picaro procede del pobre, aseguraba Justina; pero esto es decir poco. Los 35 J. M . A m a d o M e n d e s , «Pobres e pobreza a la luz de algunos docum entos enramados das Cortes (sículos X IV e X V )», en el volum en citado, en la nota 4, págs. 575 y ss. 36 J. M . H i l l , Registro de voces españolas internas en Universal Vocabulario de A lonso de Palencia, M adrid, 1957, pág. 147. 37 Relaciones de los pueblos de España, provincia de Madrid, edición de C. Viñas M ey y R. Paz, M a­ drid, pág. 734. 38 O b . c it., en la n ota anterior, pág. 513.

41

pobres eran diferentes en sus tipos y situaciones; era muy amplio su sector social de extración. Se ve que el pobre, pues, de cuyo estado huye el picaro, negándose a someterse a él, ni es el ocioso ni el famélico mendigo. Es el hijo que ha visto a su padre como un trabajador, cuyo cansado esfuerzo apenas llega a mitigar sus nece­ sidades hasta verse forzado muchas veces a abandonar su ingrata ocupación y trampear malamente hasta sufrir infame castigo. Volvamos a las «Relaciones». En Móstoles se informa que son la mayor parte de los vecinos pobres a causa de no tener más granjeria que la del pan»39. Es decir, sabemos que eran campesinos dedicados al cultivo del cereal, pero sujetos a unos rendimientos mínimos. Estos rendimientos, sabemos por los historiadores de la economía, que prácticamente no se alteraron durante el xvi y a lo sumo se sostu­ vieron escasamente en el xvii, porque ni siquiera los ricos que compraron tierras invirtieron en mejorar los cultivos, salvo en casos esporádicos de introducción de algunos cultivos nuevos o de extensión de alguna mejora técnica, como las norias de que se nos habla en Illescas o en algún pueblo de Ciudad-Real. En algunos casos, el cultivo puede desenvolverse con un más amplio repertorio de productos, como en Villar, también de Madrid: «esta villa es pueblo pobre y que el modo de vivir de él es la labor de pan y vino y olivos y cañamares y un poco de ganado y su trabajo, y que no hay otros tratos ningunos»40. Es normal la reducción del pobre al que vive de su trabajo, bien sobre tierras propias o ajenas, pero siempre con el sentimiento ese que expresaba el Lazarillo: no salir de lacería, esto es, del mal de San Lázaro, la escasez nunca saciada. Uno de los ejemplos más claros es el de un pueblo de la provincia de Ciudad-Real, Alcubillas, de donde se nos dice que de sus vecinos una docena «tienen suficientemente de comer» y los demás son «gente pobre que vive de su trabajo»41. Nos quedan por constatar dos matices de interés. Esta desfavorable situación puede mantenerse, aun cuando se introduzcan en la tarea mínimas operaciones de transformación o de transporte, como nos lo hace ver la declaración de Vicálvaro: «de tres partes las dos son pobres y la otra tercia parte tienen medianamente ha­ cienda, y que estas dos partes de gente pobre se sustentan de arrastrar paja larga, y de hacer yeso y de llevar canto y de ser harineros, comprando trigo y vendiéndolo en harina, y lo uno y lo otro llevándolo a la villa de Madrid, a venderlo y de esto se sustentan lo más ordinario»42. Todavía podemos encontrarnos también con mo­ destas actividades de carácter artesanal, pero siempre en los niveles inferiores a lo mínimamente requerido para «tener un pasar», según la sobria expresión tan co­ nocida. Así, la «relación» de Guadalajara nos dice que la gente de esta ciudad, en

30 9 4

O b. cit., pág. 394. O b. cit., pág. 716. Otros testim onios interesantes son el de Arganda: «La gente de dicho lugar es pobre com únm ente y la granjeria que en él tienen es sembrar pan y coger vino de sus viñas»; el de El O l­ medo: «la gente del pueblo casi todos son pobres, sino es hasta och o o diez vecinos que tienen su pasada; todos viven de su granjeria de pan y vino y su trabajo» (con esto, tanto se hace alusión a quienes trabajan tierras por su cuenta — propias o arrendadas, pero de exigua extensión— , com o a quienes se alquilaban de braceros). R ela cio n es... p ro v in c ia de C iu dad Real, edición de C. Viñas M ey y R. P az, Madrid, 1971, pági­ na 29. R ela cio n es... M a d rid , pág. 680. Esto que acabam os de leer supone poseer un pequeño capital para comprar trigo o para ser dueño de un animal de carga con el que llevar piedra de construcción a Madrid, pero con rendim ientos m ínim os.

41 42

42

general, toda es pobre, porque viven sin ningún trato, sustentando su nobleza con los tenues réditos de sus patrimonios, «la gente común y plebeya usa de sus ofi­ cios, que aun en éstos hay poco trato y menos caudal»43. Este interesante texto nos dice, conforme a lo que hemos afirmado, hasta qué punto el concepto de pobreza se consideraba con un carácter relativo y que, efectivamente, se aplicaba a los hi­ dalgos, aunque fueran propietarios de tierras o casas o juros, en cantidad pe­ queña, o de algún palomar poblado de palomas, todo ello de verdad, y no como los que imaginaba poseer en la lejana Valladolid el escudero toledano del Lazarillo. Trabajadores o gentes que huyen del trabajo considerando el nivel de insufi­ ciencia en que se hunde quien lo práctica; labradores, trajineros, tejedores, merca­ deres de tienda, herreros, barberos, cirujanos, escribanos, etc., constituyen el ám­ bito de pobreza del que surge el picaro, huyendo de tan bajas tasas de rendimiento que no permiten nunca saciarse de comer ni lucir un traje nuevo y, puesto en esa vía, el picaro pretende con su habilidad, no con su trabajo, beber buen vino, vestir honradamente, y para ello comprende que necesita abandonar la condición de pobre y pasar al grupo de los distinguidos ociosos. Ese tipo de pobreza es el caldo de cultivo de la picaresca. Las Cortes de 1596, 1598, 1628 —época, pues del desarrollo de la literatura picaresca— muestran una insistente y hasta dramática preocupación por los pobres y si recomiendan las casas-albergues del canónigo Giginta, tratan además de prote­ ger a aquéllos que soportan los abusos en sus pequeños rebaños o sus tierras o pastos, frente a los poderosos ganaderos de la M esta44. Ahora bien, es de suponer que los abusos de la Mesta no afectaban a los jornaleros, a los desposeídos, sino a los pequeños propietarios: ¿se trata de robustecer una base social amplia y media en la estratificación social frente al poder de los ricos señores propietarios de gran­ des rebaños?, ¿se trataba sólo de desmochar su fuerza para afianzar la superiori­ dad del rey? En cualquier caso, estaba tan abatida, tan aniquilada esa clase, que algunos documentos llaman «mediana», que su situación se asimila por los mismos órganos de gobierno y consejeros reales a la de los pobres43. El Consejo Real, al informar a Felipe III (1 de febrero de 1619), le hace ver que los labradores «cuyo estado es el más importante de la República», ya que ellos sustentan con su trabajo a todos, obteniendo los frutos de la tierra y pagando los impuestos, se ven abrumados porque todo el peso de los tributos cae «sobre los miserables y pobres»46. También el Conde-Duque de Olivares, en su discurso a las Cortes de 1623, emplea el término que aquí trato de clarificar en su significación, en sentido

1,3

R elacion es topo g rá ficas de los p u e b lo s de España. P rovin cia de Guadalajara, edición de J. C atali­ na y Pérez V illam il, en los tom os XLI a XLV II del Μ . H . E ., Real A cadem ia de la H istoria; la cita en el tom o 46, pág. 10. H ay alguna excepción notable en este uso que m erece destacarse: los vecinos de P o zu e­ lo de Torres, en la provincia de Madrid, declaran sinceram ente de sí m ism os: «ni son ricos ni se puede de­ cir pobres, porque de los frutos que cogen viven, y no tienen otros tratos», R e l a c i o n e s . Madrid, edición citada, pág. 491. C o rtes d e los a n tigu os reinos de L eón y Castilla, t. V, y A c ta s de las C ortes de Castilla, edición de la Real A cadem ia de la H istoria, t. X L V II, pág. 6. 45 Un In fo rm e a l R e y F elipe IV , probablem ente de 1621, inspirado en Martín G. de Cellorigo, em ­ plea esos térm inos que en el texto he u sado. Puede verse en A .H .E ., t. V , L a Junta d e R eform ación, páginas 131 y ss. D e tod os m od os, el citado inform e distingue entre esta capa y los «m edianos» que so­ portan todo el peso fiscal y se ven acosados de pobres y ricos. 46 V olum en citado en la n ota anterior, págs. 26-27.

4

43

igual al del Informe que acabo de citar: pretende hallar recursos fiscales —declara Olivares ante los procuradores— «sin cargar esta renta sobre los pobres, lo cual abrazaré y siempre de muy buena voluntad, viendo que por este camino se excusan las vejaciones y última ruina de los pobres miserables labradores»; no hay que conformarse «con nuevas cargas mayores sobre los pobres... añadiendo descon­ suelo a desconsuelo y apretura a la apretura»47. Todos los textos, pues, vienen a decirnos que pobres propiamente eran —con una clara herencia de una larga tradi­ ción léxica— aquellos que tenían tan poco que o no les llegaba para vivir o bien tan apretadamente que cualquiera carga nueva o accidente inesperado les colocaba por debajo del mínimo de subsistencia. A lo cual había que agregar que precisa­ mente por verse en esa situación de debilidad eran los no distinguidos, los no privi­ legiados, los pecheros, sobre cuyo estado de escasez, prácticamente irredimible, pesaban fuertemente los tributos y cargas públicas. A pesar de las fechas avanzadas de los testimonios que he dado en los últimos párrafos es de observar que, desde muy fines del xvi y a comienzos del x v i i , se había empezado a producir una tendencia en el léxico que recoge el proceso de re­ ducción del ámbito de los conceptos de pobreza y pobres, aproximándolos y hasta haciéndolos equivalentes de indigencia y de indigente, de carente total de bienes, de manera que para subsistir ha de atenerse a lo que recibe. ¿Se debe esto a la ampliación y degradación de la ya extensa capa de los pobres que son poseedores de algo, pero no bastante, conforme a la definición de Palencia? Los desplazados inmisericordemente de sus tierras, los mutilados de la guerra, los lisiados y enfer­ mos de las pestes, los que no encuentran empleo y vagan por los campos o pueblan las plazas de los núcleos habitados, forman una gran masa (luego añadiré algo más sobre este fenómeno universal). No se les puede confundir con esos que, mal que bien, viven de su trabajo, como dicen las Relaciones. Fernández Navarrete llegará ciegamente a escribir: «lo cierto es que los que trabajan no conocen la pobreza [...], que el robusto trabajador siempre goza de abundancia»47 bis. La afirmación no puede ser más falsa ni mayor la ignorancia del autor sobre la crisis que se atra­ viesa. Pero si se trata —como efectivamente se trata en más de un caso— de resca­ tar para un trabajo productivo a la mayor parte posible de esa población ociosa ¿no será necesario, empezando por el lenguaje, diferenciarlos de aquellos que son irrecuperables y que algunos desean organizar para ellos la ayuda de la sociedad, esto es, la beneficencia? Lo cierto es que uno de los que más se esfuerzan para cumplir un programa de recogida y ayuda de desvalidos, Pérez de Herrera, en uno de sus discursos, que publicó bajo el título Amparo de pobres, da una definición de quien lo es de verdad y debe ser reconocido públicamente en el estado de pobreza: «aquel se puede llamar legítimo pobre que ni tiene bienes con que mantenerse, ni salud ni fuerzas para ganarlos», y este concepto pasa, contradiciendo otros pasajes citados más atrás, al Guzmán, de Mateo Alemán48. Por otra parte, Juan Martí, en el Guz­ mán apócrifo, escribe que aquellos que carecen de bienes temporales, «si tienen salud, edad y fuerzas para trabajar, no se deben llamar pobres, porque deben vivir

47 47

M em o ria les y D iscursos d e l con de-du que d e O livares, edición de J . H . Elliot y F. de la Peña, M a­ drid, 1978, pág. 20. b|s C onversación d e M on arqu ía, r e e d ic ió n y e s t u d io d e M . D . G o r d o n , M a d r id , 1 9 8 2 , p á g . 8 5 . 48 Edición de M . Cavillae, que cita el pasaje de A l e m á n , pág. 183.

44

por su industria y trabajo, no quitando la limosna y el pan a los demás pobres legítimos49. Sólo que las palabras «industria» y «trabajo» están vueltas a lo pica­ resco, introduciendo una imagen falseada de una versión que corría ya como habi­ tual en su sentido directo. Si esta falsificación era posible, si la literatura picaresca jugaba al equívoco con los términos industria y trabajo, era porque por debajo se operaba una transfor­ mación importante en el terreno de la vida económica. Se pedían nuevos bienes a la economía, la satisfacción de nuevas necesidades, que, sin duda, requerían nuevos métodos para su logro. Si era flexible y, más aún, variable el concepto de pobreza, era porque, con los tiempos, cambiaban y cambian las necesidades de los hombres, sus aspiraciones, los objetivos de su actividad adquisitiva, y, paralela­ mente, eran otras también las cosas cuya falta se echaba de menos y se acusaba co­ mo constitutiva de un nivel de pobreza. Pobreza, trabajo, bienes necesarios, nive­ les de aspiración, economía (aun sin emplearse esta última palabra) eran conceptos entrelazados y sus alteraciones corrían a la vez.

La E

p o b r e z a c o n s id e r a d a c o m o u n pr o b l e m a

l p o b r e c o m o m a r g in a d o

PO L ÍT IC O Y SO CIAL.

7

Por eso, si ahora vemos que empieza a;cambiar la idea de pobreza y de pobre y no se reduce a la mera manquedad actual de bienes, sino que se requiere la incapa­ cidad de procurárselos por sí mismo, aplicado a una actividad industriosa, ello quería decir que en el campo de la vida social se ofrecían posibilidades de obten­ ción de esos bienes a quien esforzándose los buscara. Por lo menos, tal era la opi­ nión más generalizada en la época, lo que traía como consecuencia que no hubiera que proporcionárselos por vía de gratuito donativo a quien pudiera adquirirlos por sus manos. Había que aplicar, además, este criterio, por un doble razonamiento: primero, porque, como vemos que más de uno sostiene en la época, no es lícito que no siéndole a alguno necesario, como único medio de subsistencia para él, la limosna, se la quite a otro; segundo, porque, de la aplicación al trabajo del máxi­ mo volumen de mano de obra (los restantes factores no cuentan), resultará un acrecentamiento general de mercancías en el reino, en bien del príncipe y de cuan­ tos en su reino habitan. No pretendo trazar la historia de lo que se ha llamado «asistencia social» con sus inicios de asistencia sanitaria, religiosa, educativa, alimentaria, en el régimen bajomedieval de cofradías, hermandades, hospicios, etc. Desde que empieza la Edad Moderna —y con ella el tiempo que aquí interesa—, cada uno por su vía propia, Tomás Moro y Luis Vives, tratan de transformar al pobre en trabajador, en atención a sus intereses y a los de la comunidad50. De manera en buena parte di­ ferente, pero que se desarrolla sobre una línea también en parte común, ambos llegan a abrigar la esperanza de eliminar la pobreza. Y más específicamente, como

49

M ateo L u j a n d e S a y a v e d r a (Juan M artí), «Segunda parte de la vida de Guzmán de Alfarache», edición de Valbuena Prat, en el volum en L a novela picaresca española, M adrid, Aguilar, pág. 624 (co­ rresponde a la parte 2 . a, lib. II, cap. IV). 50 Véase M . B a t a i l l o n , «J. Luis Vives, reformateur de la bienfaissance», en B iblioth èqu e d ’H um ainism e e t R enaissance, t. X IV , M élanges Renaudet, Ginebra, 1952.

45

ya señalé, algo más tarde Juan de Robles cree poder aproximarse a la extinción de la pobreza económica. Son testimonios reveladores de las esperanzas que se susci­ taron, ante la expansión socio-económica de la primera mitad del siglo xvi, y fue también pronta la rectificación, reduciendo el alcance de las reformas pretendidas en este punto. La observación que, comparativamente, ha hecho a este respecto M. Cavillae resume claramente la cuestión: una pragmática de Carlos V en 1540 prohíbe la mendicidad en general y obliga a trabajar a cuantos se hallen en condi­ ciones para ello, con lo que parece responder, o, por lo menos, coincidir con el cri­ terio de Juan de Robles: el trabajo como deber fundamental en la sociedad y un sistema de ayuda local organizada, sin ser pedida, a favor del incapacitado,, porque no hay país, por mucha que sea su escasez, que no disponga de un mínimo sobrante suficiente para suplir lo que a sus incapacitados falta; en 7 de agosto de 1565 Felipe II abandona por imposible el principio de prohibición de la mendici­ dad, autorizándola, si bien reglamentándola con un criterio restrictivo, que se completa con el de organizar el trabajo de los que no tienen por qué mendigar51. Las disposiciones de ciudades como Toledo, Salamanca, Zamora, fijando el núme­ ro de ganapanes que podían ser admitidos en cada una de ellas y el distintivo que tenían que llevar, sobre lo que ya llamó la atención H. H ann52, responden a este planteamiento. Y surgen numerosas propuestas de cambiar la situación jurídica del pobre y del trabajador manual, a fin de que, elevando socialmente la estima que su posición llevaba consigo, atraer a los pobres dotados físicamente de medios perso­ nales para ello, a la práctica del trabajo. Luis Ortiz, Pedro de Valencia, Pedro de Guzmán, Martínez de Mata y, junto a éstos, muchos más, son autores de regímenes especiales que comprenden dos fases: primera, de clasificación de pobres capaces e incapaces de emplearse en algún determinado tipo de trabajo; se­ gunda, de recogida de los incapacitados y organización de establecimientos y de instituciones en las que fueran albergados y provistos de lo necesario cada uno según sus posibilidades: Pérez de Herrera, Manuel de Giginta, etc., con sus hospi­ tales o casas de pobres o casas de misericordia se encuentran en este grupo53. Las mismas Cortes, por ejemplo, las de 1596, se dirigen a Felipe III pidiéndole se pon­ ga en ejecución el plan del doctor Pérez de Herrera. En el terreno de la picaresca, M. Alemán, en las cartas descubiertas y estudiadas por Ed. Cros, refleja las preo­ 51 Estudio prelim inar de M. Cavillae, a su edición de A m p a ro de p o b re s, ya citada, pág. CXV. 52 «Picaros y ganapanes», artículo publicado en el H o m en a je a M en én dez P elayo, t, II, págs. 140 y siguientes. 53 Pérez de Herrera con su sistem a que tiene dos partes, se propone: ya que hay que aceptar, en pri­ mer lugar, inapelablem ente, el m antenim iento de la m endiguez y de la lim osna (que no se pueden supri­ mir por com pleto), se debe proceder a construir casas-albergues, a recoger y curar los verdaderos p o ­ bres im pedidos, proporcionándoles cam a y abrigo y proveyéndoles de una patente de m endigos, para que puedan buscarse el sustento-por lim osna; pero en cam bio, siguiendo otra vía, recuperar todos aque­ llos que puedan trabajar y ganarse un jornal, incluso en algunos casos de im pedidos parciales que co n ­ servan capacidad para emplearse en alguna ocu p ación , encargándose entonces los gestores que tienen encom endado este régim en de organizar el trabajo de tantas fuerzas com o a diario se pierden. Recupe­ rar m ano de obra, en la crisis del siglo x v n , es la tópica e inconsecuente solución del autor, no por eso m enos estim able: «reduciéndose los vagabundos a o ficio s» . Pérez de Herrera que com o la totalidad — o p oco m en os— de cuantos se ocupan de m aterias económ icas al empezar el siglo x v n , piensa que sin du­ da para cada nacido hay un puesto de trabajo que le espera y no puede faltarle, considera ver así «aco­ m odados los pobres públicos y reducidos los ociosos a trabajar» — pág. 86 del «Am paro de pobres», edición citada.

46

cupaciones de esta naturaleza con las cuales se relaciona el Guzmán; Juan Martí, en el Guzmán apócrifo, elogia que se ponga remedio a la mendicidad y a sus abu­ sos, a la par que se prohíba mendigar a quienes puedan dedicarse a un trabajo54; en algún pasaje de Marcos de Obregón, V. Espinel dedica un recuerdo a Pedro de Valencia. Volveremos sobre estos aspectos. Si tenemos en cuenta la preocupación y los esfuerzos realizados, no ya por reli­ giosos (en los cuales apenas se encuentra más que la búsqueda de fondos para calmar el hambre de los necesitados, pero sin ningún ensayo de superación del problema); si nos fijamos, en cambio, por débiles que sean, en los proyectos que mueven a reyes, personajes relevantes en la Corte, escritores políticos y de econo­ mía, Cortes y concejos municipales, tendentes a resolver, en mayor o menor medi­ da, el problema doble de la pobreza y de la mendicidad, en los últimos lustros del X V I, creo que hemos de encontrar infundada la tesis de Trevor-Ropper acerca de la insensibilidad social creciente que se da en el siglo xvi, en su última parte, a medida que la sociedad aristocrática y monárquica toma confianza en sí misma. Trevor-Roper, pensando que la conciencia social, siguiendo la dirección del curso del siglo, iba cediendo porque cada vez era más impensable, totalmente, un cam­ bio social, se pregunta: ¿hubo jamás arquitecto, poeta, o pintor más naturalmente aristocrático que Shakespeare, Palladio o Rubens?55. Pero a uno se le ocurre, de­ jando aparte el gran número de hospitales que se construyen, los planos arquitec­ tónicos conservados para la construcción de albergues de pobres conforme a tipos adecuados de edificación, contestar con otra pregunta: ¿hubo pintores más entre­ gados al tema de los mendigos con andrajos, golfillos, pobres lugareños, hogares de clase humilde, como Murillo, Ribera, Le Nain, Quentin Metsys y, en buena parte, el mismísimo magno holandés, Rembrandt? Las preguntas incluidas sobre pobres y hospitales en las Relaciones de los pueblos de España a las que ya hice referen­ cia, el pasaje de fray José de Sigüenza sobre la orden real de que se pagara conve­ nientemente a cuantos trabajasen en la construcción de El Escorial56, el interés mostrado por el rey hacia los proyectos de Pérez de Herrera y la subvención que llegó a conceder para llevar a cabo la construcción de la casa-albergue de Madrid (dato este último recogido por Cavillae) muestran que en el otoño de su reinado y, con él, de la centuria renacentista, Felipe II estaba hondamente afectado por el problema de los pobres y compartían esta preocupación muchos de cuantos le ro­ deaban. Detrás del texto que en el Discurso VIII de su obra Pérez de Herrera incluye, texto con el cual el presidente del Consejo Real envía en 1597 a cincuenta ciudades y villas unas «Instrucciones sobre recogida, reformación y amparo de pobres», hay que ver una directa inspiración del rey y una resonancia de lo repeti­ do a éste y a otros poderosos por burócratas, médicos, escritores políticos, exper­ tos en temas económicos, etc. 54 Parte 2 . a, lib. II, cap. V, pág. 625. Sobre la obra del canónigo Giginta puede verse ahora el es­ pléndido estudio de M . C a v i l l a c , en la R evista de E stu dios d e H istoria S o c ia ln ú m s . 10-11, M adrid, 1979. 55 «La crise générale au X V IIe siècle», trad, francesa, publicada en el volum en D e la R eform e aux L um ières, París, 1972, pág. 103. 56 H isto ria d e la O rden d e San Jerónim o, B. A . E ., t. II, M adrid, 1909, pág. 416. E llo no evitó que se prom ovieran con flictos con los oficiales que trabajaban en la obra (véase discurso X del libro III, parte III, págs. 443 y ss.).

47

Lo que sucede es que la pobreza —a la que se empieza a dar ese nuevo trata­ miento que no hago más que aludir— ya no es una estricta cuestión moral y menos aún tema 'puramente ligado a una visión escatológica de la vida. Si se quiere sigue siendo en muchos casos y para muchas gentes esto; pero es algo más: es un proble­ ma social y presenta graves consecuencias económicas57. Y a esto responde la literatura picaresca, más específicamente la novela. Se trata de combatir la concepción tradicional del problema, derivada de una concep­ ción estática de la vida económica, sobre la que se apoyaba la sociedad heredada, jerárquica e inmovilista. Pero ante la imagen de la sociedad expansiva que se va imprimiendo en las conciencias, y al efecto de abrir cauces de desenvolvimiento y transformación hacia una sociedad más abierta —aunque, en un momento dado, esto entre en crisis, bien que nunca para ser igual al estado anterior—, se impone propagar una activa participación más extensa de cuantos pueden trabajar. Hay que proporcionar una imagen social nueva que facilite la integración en este nuevo régimen de vida. Insisto en lo dicho antes: transformación de la sociedad, del tra­ bajo, de la economía, de la pobreza. La novela picaresca se levanta para combatir (alguna vez desde el lado más bien de los pobres, otras para advertir del peligro que su presencia entraña y mover a la opinión hacia reformas necesarias) las fuer­ zas que se empeñan en mantener sujetas a las gentes al viejo orden, sólo que su pro­ blema es de solución disparatadamente inviable. Hace falta introducir en esa litera­ tura unas mínimas referencias a este orden, para mantener la conexión temática quefacilite comprender el problema; pero quiere hacer ver al mismo tiempo esa litera­ tura que en la sociedad en que se está es inconcebible empeñarse en conservar el ré­ gimen de la pobreza tradicionalmente conocido, porque esto, estructuralmente diríamos, es incompatible con el presente. Algunos advierten que de pretender volver a cerrar las compuertas de los canales de movilidad y transformación se pueden producir situaciones anormales de grave calificación moral. Que algún autor —¿Salas Barbadillo, V. Espinel, Jerónimo de Alcalá?— quieran llevar ade­ lante la cuestión, para salvar, por la represión y el cierre autoritario, lo que queda del mundo nobiliario, quiero decir, construido sobre el principio del privilegio de los señores, esto ya es una segunda fase de la cuestión, que no borra la primera, sino que necesita de ella para llegar a su propio planteamiento (desde luego, no creo que sea éste, sin más, el caso de Quevedo). Se explica el gran espacio que la cuestión de la pobreza ocupa en la novela pi­ 57 Con toda la estim ación que tengo por los trabajos de Cavillae, no puedo aceptar reconocer que tan só lo L. Vives fuera el único que se interesara en ligar el problem a de la recuperación de los pobres a un nivel de producción artesanal (o m anufacturero, dice el autor). Según éste, en Castilla no se preten­ dió más que reducir la m endiguez, m anteniéndola en sus «legítim os» límites y lim piándola de sus lacras sanitarias y morales (véase su estudio citado, pág. L X X X IX ), m ientras que en las ciudades de Flandes se trataba de convertir a los pobres en trabajadores. Habría que distinguir fechas y circunstancias. La m ultiplicación de hospicios, depósitos, asilos, refugios, casas de m isericordia, es un fenóm eno general en E uropa, donde no siempre es fácil reconocer un esfuerzo por convertir en activa a esa población re­ cogida. N o siempre se acertó a resolver el problem a, entre otras cosas por esas creencias de que partía el pensam iento econ óm ico según el cual la naturaleza, por encargo de D ios, podía proporcionar alim en­ tos para todos y puestos de trabajo. La introducción de la noción de escasez en el pensam iento eco n ó ­ m ico es m ás tardía. Desde luego, en Castilla, las dificultades, los fracasos fueron mayores por los an­ gustiosos golpes de la crisis al empezar el siglo x v i i , los m alentendidos trastornos m onetarios, la resis­ tencia funesta de las estructuras sociales tradicionales y el índice de insuficiencia productiva de la tierra y del clima.

48

caresca. Y se advierte fácilmente, a poco que nos fijemos, la honda transforma­ ción sufrida. El hecho de que Lazarillo, ese pobrete del Tormes, al llegar a la cumbre de su aprendida conducta desmoralizada, siendo, o mejor, correspondiéndole tradicionalmente seguir siendo un miembro de la hermandad libre de San Lá­ zaro, temeroso de Dios y resignado, nos diga que se encuentra en la cumbre de su prosperidad, es un patente testimonio de que la picaresca parte, desde el primer momento, del abandono del ideal cristiano-medieval del pobre. Esas ordenanzas mendicativas de las que se encuentran ejemplos en Rinconete y Cortadillo, en el Guzmán, en El Buscón, etc., nos dicen lo mismo, a base de reducir a parodia, a des­ figuración carnavalesca, las cofradías que coincidieron con aquel mismo ideal, compartiendo en él una atención al problema, a la que llamaré estática. Esas otras cofradías en un mundo de picaros del xvi-xvn suponen una impiadosa dis­ torsión de las finalidades de otro tiempo —las cuales, por su parte, probable­ mente no fueron nunca alcanzadas, y esto sería una de las motivaciones de su descrédito picaresco—. Frente a los pasados ideales se imponía una atención diná­ mica y, a pesar del margen de supervivencias que siempre quedan, este cambio es lo que inicialmente vemos, no ya en el Guzmán, sino en su entorno. En éste en­ contramos que un Alonso de Barros, amigo de Pérez de Herrera y de Alemán, compartió las ideas reformadoras del primero y le dirigió una carta sobre sus pro­ yectos que figura incluida en el Discurso VIII del Amparo; escribió igualmente un elogio de la «Primera parte» del Guzmán, estimándolo orientado en la misma línea que aquél; y fue autor de unos Proverbios morales en los que salta enseguida a la vista el tema del pobre58. Francisco de Valles, médico y profesor de Medicina en Alcalá, amigo y protector de Pérez de Herrera, amigo de Alemán, está en correspondencia con el primero de estos dos, contestándole a una carta que Herre­ ra le ha dirigido sobre el gran proyecto que le inspira59. También este Pérez de Herrera es amigo de Alemán y éste dirige a aquél, según la hipótesis muy plausible de Ed. Cros una carta sobre el tema, que enuncia con los términos de Herrera: «de lo hecho acerca de la reducción y amparo de los pobres del reino»60. Esto último nos confirma, finalmente, el interés que M. Alemán ponía en esta materia y nos hace saber más, y algo más decisivo sobre ello: en esa carta, M. Alemán confiesa «haber sido ese mi principal intento, en la primera parte del Picaro que compuse, donde, dando a conocer algunas estratagemas y cautelas de los fingidos, encargo y suplico por el cuidado de los que se pueden llamar y son sin duda corporalmente pobres para que, compadecidos dellos, fuesen de veras remediados»61. Y esta sin­ cera declaración de Alemán acerca de qué es lo que tan hondamente le obsesiona, el mal en cuyo remedio pretende ocuparse, se confirma con el documento hoy co­ nocido de su visita como juez a Llerena62, o de su inspección oficial a las minas de Almadén para informar sobre el estado en que se hallaban y el trato que recibían los condenados al trabajo en las minas63. En Mateo Alemán, por tanto, autor del 58 H ay edición m oderna en la B. A . E ., vol. X LV . Su primera edición es de Madrid, 1598. 59 C artas fa m ilia res d e m oralidad, M adrid, 1603. 60 Véase C r o s , ob . cit., que inserta estas cartas com o apéndice, pág. 438. 61 Edm ond C r o s , o b . cit., loe. cit. H ace A lem án a continuación un elogio del sistem a propuesto por su am igo P érez de Herrera. 62 Véase C. G uillén, «Los pleitos extrem eños de M ateo A lem án, I; el juez, Dios en la tierra», en A rch ivo H ispalense, 2 . a época, 1960, núm s. 99-100, págs. 387 y ss. 63 D escubierto el expediente por Germán B l e i b e r g , ha sido estudiado por él en su artículo «M ateo

49

programa socio-literario que va a desarrollar con mayor o menor interés y acierto, la novela picaresca, el caso es claro64. Todavía se podrían recoger más referencias de carácter semejante, como la que Espinel, según ya he dicho, dirige al «doctísi­ mo Pedro de Valencia» 65,*pensemos que es éste uno de los más audaces innovado­ res en el régimen social de la tierra y del trabajo y de su remuneración en salario66. O la mención de los «erarios»·, «socorro de necesidades», en el mismo Guzmán, de Mateo Alemán, proyecto sobre el que tanto se polemizó y que la oligarquía domi­ nante en las Cortes hizo fracasar. O la referencia a la instalación para albergues de pobres en Madrid, del Guzmán de Juan Martí, de que ya hemos hecho mención, etcétera, etc. En la literatura inglesa cuasi-picaresca, Tomas Nashe, en fechas próximas a las de las obras españolas citadas de la primera época, nos presenta a su personaje en­ contrándose con Erasmo y con Moro, señala el estado de descontento y disconfor­ midad de ambos, su crítica de la sociedad, y pone en relación la obra de Moro con la brutal e injusta situación económica de su tiempo y la desatendida proliferación de pobreza67. También en la literatura alemana Grimmelshausen presenta a su per­ sonaje Simplicissimus profunda y sinceramente preocupado por los pobres que so­ portan tan duros males, en cuanto residuos de una sociedad en la que el individuo condenado a la pobreza es alguien «que no tiene puesto en el m undo»67 bis. Alem án y los G aleotes», R evista d e O ccidente, 2 . a época, 1966, X III, núm . 39; y más tarde, ha publi­ cado la docum entación íntegra en la revista E stu dios d e H istoria Social, núm . III, M adrid, 1979. 64 M . Cavillae ha hecho en este punto una interesante interpretación del G uzm án: esta gran novela picaresca participa del esfuerzo de los reform adores, pero no aspira a reflejar dogm áticam ente una te­ m ática. La coincidencia histórica de los D iscursos del doctor Herrera y del florecim iento de la literatura picaresca (en concreto, la de A lem án, Martí y L ópez de U beda, por lo m enos), revela una cuestionable relación de causa a efecto y acusa m anifiestam ente el parentesco, si no id eológico sí de preocupación — aunque haya que reconocer alguna excepción— en el cual se enlazan am bas form as de expresión» (no sé si es, sin m ás, el caso de Q uevedo, cuya preocupación primordial por el problem a de los pobres en el gobierno real, se pone bien de m anifiesto en su P olítica de D io s —yo pienso que Quevedo en el Buscón acusa a una sociedad en la que la desviación del m arginado no tiene más respuesta que la carcajada burlesca o la cruel paliza— ). A dem ás, quisiera expresar mi sospecha: un contenido ideológico estim o que no se puede dar sin una tem ática, aunque evidentem ente no dogm ática (véase la citada edición del A m p a ro d e p o b re s, de P é r e z d e H e r r e r a , págs. CXCI y C X C II del estudio de Cavillae que le precede). 65 Primera parte, cap. 19, edición de M . S. Carrasco U rgoiti, M adrid, 1980, t. I, pág. 271 (la cita no es sobre tema econ óm ico, pero revela un interés general por el autor). 66 v é a se mi estudio «R eform ism o social-agrario en la crisis del siglo xvn: tierra, trabajo y salario en Pedro de Valencia», Bulletin H ispan iqu e, 1970, t. L X X II, 1-2. The U n fortu n ate traveler, edición bilingüe y estudio preliminar de Ch. Chassé, Paris, 1954, pági­ na 133. 67 bis L e s a ven tu res d e Sim pliciu s Sim plicissim us, edición bilingüe en alemán y traducción francesa de M . C olleville, París, 1963, lib. II, cap. X X I, pág. 345. Esta novela se ha relacionado con la picaresca y es innegable que pertenece al m ism o m om ento histórico (com o en E steban illo G onzález: el teatro de la guerra de los treinta años); pero su desarrollo es, aunque utilice resortes literarios semejantes a la n o ­ vela picaresca, inverso a los resultados de ésta: el joven protagonista, huérfano, desamparado y pobre, tropieza con un santo erm itaño que le instruye en los preceptos y deberes de la religión; en sus tropiezos y descalabros por el m undo, Simplicissim us se m antiene siempre en el recto cam ino que le traza su con ­ ciencia religiosa y vence las tentaciones de una vida libertina y desviada; le inspira una profunda aver­ sión contra los «papistas» a los que juzga severam ente desde su sinceridad y ésta es la que al final le mueve a retornar a una erm ita, convencido de la inutilidad de oponerse a las violencias y ruindades del m undo. A poyándose sobre un m ism o plano histórico-social, Sim pliccisim us sigue la línea opuesta a la picaresca; es la novela antipicaresca. Otra n ovela del m ism o autor, M a d re C oraje, com pleta el punto de

50

Esta transformación del concepto de pobreza y sus repercusiones o conexiones con otras esferas próximas obligaba —y ésta es la gran cuestión a fines del X V I— a plantearse el problema de cómo resolver el incremento constante y el volumen de hecho ya alcanzado por la masa de los pobres, cuando tantos eran los que se acogían a ese estado para, por lo menos de momento, resolver sus dificultades. Es­ ta situación era injusta para quienes, más o menos forzosamente, se veían obli­ gados a soportar los sufrimientos de pobre y no podían colmar sus necesidades. Y además llegaba ya a ser peligroso para la sociedad que aguantaba esa lacra. Tris­ te renuncia para los unos, amenaza para la otra, había que proceder, pues, a la or­ ganización de esta parte de la población y a la ayuda de aquellos frente a los cuales la sociedad tuviera el deber de imponerse una contribución para verse libre a la vez de sus contagios contra la salud, de su penoso espectáculo, de sus malas cos­ tumbres, sus delitos, etc. Era necesaria una clasificación o selección, que ya hemos visto sugerida en algún pasaje, antes citado, y había que proceder, en consecuen­ cia, a una separación entre pobres o indigentes que nada tienen y nada pueden ganar, y trabajadores, de los que se da por supuesto que con el empleo de sus bra­ zos pueden ganar su sustento y el de los suyos, aunque fuera modestamente. Con ello se coloca como base, estimándolo tom o una condición objetiva de la socie­ dad, según ya he aludido antes, que puestos de trabajos existen siempre, que, por naturaleza y sin intervención reformadora del hombre en este punto, la demanda de trabajo es bastante para ocupar cuanta mano de obra se le ofrezca. Lo que equivale a dar por sentado que el logro de un mínimo y suficiente nivel de recursos de subsistencia es cosa dada. Sólo falta canalizar la oferta de mano de obra y con­ vencer a quienes han de proporcionarla y a quienes han de vender la fuerza de sus brazos, a que así lo hagan. En realidad, esa distinción entre mendigos o pordioseros y pobres o menestero­ sos venía de atrás68. Esa clasificación (pobres recuperables y mendigos o «verdade­ vista del autor ante la vida sum ida en pura anom ia, propia de la picaresca, prom ovida por la dramática situación de las décadas centrales del siglo xvii , contem plándola con la conciencia moral de una m enta­ lidad reform ada. 68 Ya Berceo diferencia en sus poem as al pobre del indigente o que nada tiene, m ientras que aquél p od ía optar por ganarse su vida ejerciendo un trabajo físico: tal es la decisión que sobre si m ism o tom a Santo D om ingo de la Calzada, poniéndose a trabajar la tierra nada más que para sustentarse y conser­ vando su condición de pobre, a cuyo efecto «em pezó a labrar por dejar de pedir», según cuenta Berceo — verso 107, de su Vida d e Santo D o m in g o — . Entre pobre y m endigo había ya, pues, una diferencia. Es así com o J. L. Martín ha podido basar su estudio sobre la pobreza, ya en lo s últim os siglos m edieva­ les, distinguiendo entre uno y otro tipo, aunque luego Æ haya reducido prácticamente a estudiar el gru­ po de los m endigos e indigentes, porque en los textos literarios y obras de m oralistas es, sin duda, el m ás visible (véase su trabajo que ha quedado citado m ás arriba, en la n ota 4). Tam bién al ocuparse de la «causa de los p obres», D om ingo de S oto se dedicaría a defender la licitud de la m endicidad, exten­ diéndola a to d o aquel que no alcanza a tener m ínim am ente lo que corresponde a su estado. En ese ca­ so , todo aquel que se encuentra en tal situación, cualquiera que sea su p osición social originaria, tiene derecho a pedir. Es m ás, com o ese derecho, si bien llega a obligar a conform arse con lo que es suficien­ te en el estado de cada u n o, exige tam bién, esto sí, procurar m antener ese nivel de procedencia, por tan­ to , el hidalgo em pobrecido tiene derecho a pedir m ás, porque su estado, del que según S oto no se decae por la m endiguez, requiere un m ás alto nivel de vida que el m iserable de b aja condición. Por tan to, se le debe dar m ás y darle de tal manera que no se hiera la vergüenza que para él significaría verse ob liga­ d o a pordiosear por las calles. Tal es el caso del pobre vergonzante —cuya m ención introduje páginas atrás— que se dio en un m om ento determ inado en toda Europa, y en E spaña ha tenido una penosa prolongación hasta hoy. N aturalm ente, ya en 1545 no se puede decir esto sin levantar protesta, porque

51

ros», «legítimos pobres») es lo que introducen como primer paso para organizar y remediar el agobiante problema de la pobreza los que se ocupan de ella. Ese es el caso de Pérez de Herrera. Pide que se haga en cada lugar un examen general de los verdaderos pobres y se ponga a trabajar en oficios, labores del campo y ganadería, a la gente «que anda mendigando fingidamente, hombres y mujeres, niños y niñas, llenos de vicios y pecados y males contagiosos»69. Como Pérez de Herrera, otros escritores de economía se hacen cargo del engaño y dificultad que la ficción de in­ digencia crea. Martín G. de Cellorigo hace referencia también a los muchos que se producen lesiones y mutilaciones en sus cuerpos para presentarse ante la gente co­ mo miserables impedidos y vivir explotando la caridad ajena70. Con tal sistema de arreglo que, por otra parte, apenas fue ensayado, queriendo reducir la pobreza y limitar de esa manera el problema para resolverlo, sin duda se consiguió eliminar a mucha gente del concepto legal de pobre, pero los falseamien­ tos del sistema que se provocaron —y que la pésima organización no logró conte­ ner— trajeron como consecuencia un aumento considerable de la población de mendigos. Esta población, como J. L. Martín ha señalado, tomó el carácter de un grupo marginal, que en el xvn todavía va aumentando71. Y para nosotros lo que aquí tiene especial interés creo que es la comprobación de la entrada en la picares­ ca de este sector del fraude, además de aquellos —muchos más— que también se introducen procediendo de otros factores, por ejemplo, los individuos de una ju­ ventud en plena anomia. Fueron muchos los que quedaron pobres, pero de cuya insuficiencia, de cuya dramática escasez, tan reiteradamente denunciada por los escritores de economía, desde Pedro de Valencia a Sancho de Moneada, a Martínez Mata, a Álvarez Ossorio, no se ocupó nadie. Y progresivamente la pauperización de esas gentes fue más dramática hasta caer en la mendiguez, una vez que hubieron perdido o abandona­ do todo. Pero, además, los que siguieron no queriendo trabajar, los que insupe­ rablemente se negaron a entrar en el de suyo inservible sistema de integración que se les ofrecía —y me reduciré a no señalar más que el tipo del picaro— se lanzaron a la ficción, o más bien, al fraude de la mendiguez. La cerrada oposición de los eclesiásticos, salvo rara excepción, a afrontar este problema, postulando el princi­ pio de no investigación y de libre mendicidad —sin más que apelar muy laxamente a la conciencia—, y, correspondientemente, de libre ejercicio de la llamada caridad, trajo consigo un entorpecimiento funesto para ordenar el trabajo lucrativo e in­ dustrial en España, cuyos penosos efectos han llegado a nuestros días. «¿Qué ha de hacer el pobre que ni tiene hacienda ni industria para ganarla, sino pedir al ri­ co?»; esto escribía fray Jerónimo de Gracián y con él lo pensaban la mayor parte de los individuos de los estamentos privilegiados n , sin advertir que algunos en Es­ son m uchos los que política, económ ica y m oralm ente (diría yo que incluso teológicam ente) repudian la estim ación de la m endicidad que inspira tristem ente tal doctrina: desde Vives a Juan de R obles, Pedro de Valencia, Pedro de G uzm án, etc. 69 Véase su D iscu rso a F elipe I I I en razón a m uchas cosas tocan tes aI bien, pro sp erid a d , riqueza y fe rtilid a d d e sto s R ein os, firm ado en Madrid, m ayo de 1610, folio 11, y los discursos de A m p a ro de p o ­ bres, ya citados repetidamente. 70 M e m o ria l d e la p o lític a necesaria y ú til restauración a la república de España, Madrid, 1600, fo ­ lios 23-24. 71 Ob. cit., pág. 595. 72 D iez lam entaciones so b re el m iserable estado de los ath eistas de nuestro tiem po, Bruselas, 1611; reimpresión de M adrid, 1959, pág. 253.

52

paña y muchos en Europa cayeron en la cuenta de que había otra solución: dirigir­ se a la sociedad incitándola a proporcionar empleo a los desplazados, multiplican­ do así la riqueza del país y absorbiendo a la que R. H. Tawney ha llamado «la población residual». Esto llevó en otras partes a la renovadora revolución in­ dustrial, mientras que la oligarquía político-clerical impuso en España el estanca­ miento —en este aspecto tiene razón Cavillae—. Ante el desmoronamiento de la dignidad personal, ante lá desmoralización (yo emplearía la palabra francesa débauche, tan expresiva) tal vez cubierta de andrajos pretenciosos, que este sistema de abandono social produjo, dejando la cuestión de los menesterosos a la palabrería de incompetentes revestidos de aparente calidad, los picaros buscaron ahí un campo que cultivar. La literatura sigue aquí de cerca a la sociedad. Ciertamente, los picaros no incurrirán jamás en la brutal práctica de producirse lesiones o mutilaciones. Aprenderán a fingirlas, porque el picaro odia la mendicidad —quizá como todos, pero de modo particularmente activo— y lo que pretende es, en el momento más conveniente, dar cualquier golpe afortuna­ do que le permita salir de la necesidad. Para este objeto ha de permanecer con sus fuerzas concentradas y bien alerta. Y ésta es la doble condición con que organizan esas asociaciones informales, en las que fácilmente se entra y se sale, cuyo tipo es el que ofrecen esas famosas «Ordenanzas mendicativas» del Guzmán, que al pro­ tagonista le dan en Roma; se trata de un aprendizaje del fingimiento73. También en el falso Guzmán de Martí hay alguna página sobre la m ateria74, que viene ya in­ troducida en el género desde el famoso pasaje de la cofradía sevillana en Rinconete y Cortadillo75. En el Buscón su protagonista nos cuenta que merced a su encuentro con el hidalgo don Toribio, en el viaje de Segovia a Madrid, y merced al trato en­ tablado con él, «aclaróseme tanto en la materia de ser pobre» —siempre, claro está, se trata, de fingimiento, de engaño, y además aprendido—76. En un texto del entorno literario de la picaresca, una de las interesantes fuentes de mi trabajo, en la obra de Francisco Santos, Día y noche de Madrid, se hace mención del arte de fingir lesiones, llagas, mutilaciones, enfermedades que, para mover a compasión, practican los mendigos, si bien no llegando a la paródica corporación que vemos organizada en otros casos, pero siempre sobre una base de compadrazgo: «Diéronme liciones entre él y otro compadre suyo tullido de día y sano de noche; mi padrino era tuerto y tenía una pierna mala, que en recogiéndose quedaba buena y su dueño con entera vista», lecciones que en este caso (en fin de cuentas, no es una novela picaresca), son rechazadas por quien las recibe77. El picaro puede aceptarlas provisionalmente, pero su objetivo es abandonar ese modo de conducta cuanto an­ tes, usando de su «industria». La pretendida política que, acuciados por tantos escritores y por lapresión misma de los hechos, se llegó en algunas ocasiones a iniciar en la monarquía de los Austrias, técnicamente fue tan ineficaz y mal organizada, sus intereses no siempre rectos, su ideología tan extemporánea —por no decir penosamente anticuada—, su Parte 1 .a, libro III, cap. 2, edición de F. Rico, págs. 365 y ss. En la n ota 17 de esta edición, Rico da interesantes datos. A ellos hay que añadir los que aquí hem os recogido de escritores econom istas, cuyo tratam iento nos revela un recíproco condicionam iento de la literatura y la vida real. 74 Ed. cit., pág. 623. 75 Edición de A valle-A rce, 1 . 1 de las N ovelas ejem plares, M adrid, 1982. 76 Edición de Lázaro Carreter, págs. 150 y ss. 77 B. A . E ., vol. X X X III, pág. 380.

53

única salida la acción represiva, que sus consecuencias fueron fatales. En lugar de absorber la masa de población necesitada hacia la esfera del trabajo, en un ritmo de crecimiento agrario y manufacturero, acentuó inversamente la tendencia de des­ plazamiento del pobre hacia el mendigo, la general identificación de ambos y el aumento del número de éstos. Insisto en que en la Península la situación era más dramática que en otras partes; pero inversamente, los esfuerzos para remediarla menores, peor conducidos, con resistencias más fuertes. Esa es la razón a mi entender de que la picaresca se dibuje sobre un fondo de extensión de la población subalimentada y carente de medios, pero en forma tal que, llegado el caso de optar, en vez de sentirse atraída por un trabajo remunerador, prefiera dejarse hundir en la más baja esfera de la mendicidad, pensando siempre que es provisionalmente. Y emplea para moverse en ésta los resortes de su industria, que en otras partes serviría (y la misma palabra sería empleada en darle nombre), para abastecer la creciente demanda de trabajo remunerado transforma­ dor. El picaro, fracasando siempre en intentos contrarios, se degrada en mendigo, se rebaja a pedir, pero como no carece de todo, sino que, por lo menos, posee ju­ ventud y salud, dotes inteligentes y facultades manuales, etc., etc., no se reduce a pedir, sino que lo hace aplicando los desviados medios, aptos para ejercer su inge­ nio, del fraude (tema del que me ocuparé más adelante, en otro capítulo). El picaro, puesto a pedir, puede, en un momento de apremio o de desfalleci­ miento, encontrarle gusto. En el Crotalón, el Gallo, en una de sus transformacio­ nes, aparece como eclesiástico y provisto de sus atributos, se dedica a mendigar: «sabíame como miel el pedir y por tanto no me pude del todo despegar de ello»77bis. Es toda una envilecida actitud ante la sociedad lo que hay detrás de esto. Y así, Guzmán llega a confesarnos que después que los hombres abren la boca para pedir, perdiendo la vergüenza de ello, ya no tiene remedio78. Casi todos los pica­ ros, en unas determinadas circunstancias, se hallan dispuestos a mendigar; es el más sencillo recurso de su repertorio y por eso no les satisface y no permanecerán en él. Pero pasan por él: desde el incipiente aprendiz de picaro que es Lazarillo, hasta los picaros redomados, Guzmán, Justina, hasta los últimos, ya un tanto bas­ tardeados como Alonso o Estebanillo. Mas con el punto de mira de su aspiración, el picaro se dirige más alto hasta alcanzar un medro satisfactorio, que no se puede quedar en mendigo: su industria —que es uno de los aspectos esenciales en la ca­ racterización del tipo— permanecería sin objeto. Aunque es frecuente mostrar re­ paros, por la razón que he dicho, al ejercicio de pedir limosna, también es cierto que Guzmán, Justina, Pablos lo hacen cuando llegan a una situación extrema de penuria. Pero tal vez ninguno de los picaros sea más tajante en repudiar la práctica de mendigar, ni más constante en no darse a ella, aunque sufra necesidad grande que Honofre, el guitón: condena ásperamente rebajarse a pedir y confiesa que «en realidad de verdad estoy mal de muerte con unos galloferos que veo ponen su bienaventuranza en el pedir limosna [...]. Todo esto es indecente a personas de mi calidad»; para él hay mucha distancia de los guitones honrados a los bajos picaros (lo que parece una alusión despectiva hacia el personaje Guzmán, como bien seña­ la la profesora Carrasco, aunque al empezar la obra el protagonista justifica su Edición de A . R allo, pág. 142; edición de A . V ián, II, pág. 103. 78 Edición de R ico, pág. 593. 77 b is

54

narración autobiográfica porque, conociendo el mundo a dos picaros, no está de más que conozca a un tercero)78 bis. «El pedir es de desvergonzados —comenta Honofre— y eso tuve de bueno que toda la vida me precié de corresponder (así con la vergüenza que es con quien se consigue la alabanza y huye la deshonra, como con todos los demás actos puros y honestos) a mis antepasados y progenitores»79. De la misma manera, ni todos los mendigos, ni muchos menos todos los pobres, se convierten a la picardía. Y aun cuando estén al borde de ella, en el sen­ tido de hallarse sumidos en circunstancias propicias, y aun cuando llegado el caso, si se descubren con habilidades para actuar de tal modo no dejarán de proceder pi­ carescamente, su carácter es otro (tal el caso que con cierta irritación de profe­ sional denuncia Justina de aquellos que, en no encontrando a quien servir, ya están metiéndose ocasionalmente a picaros). Su comportamiento y los trazos so­ ciales que les definen no coinciden con los del picaro. A la mayor parte de ellos les falta la aspiración social de medro, a lo sumo pretenden asegurarse poco más que un mendrugo, un plato de sopa, quizá doblar la ración normal que el convento les da, o bien obtener unas monedas para comprar pan y vino. Tampoco pertenecen al tipo los indiyiduos de los grupos cuasicorporativos de embaucadores pedigüeños y, a salto de mata, rateros o estafadores o descuideros. Esas «corporaciones mendicantes», remedo lejano de las órdenes mendicantes, según ha observado Cros, así como el «colegio de buscones» —colectividades que parodian los corpora de la sociedad estamental o jerárquica, establecida todavía en su momento— constituyen en cada cas.o, una comunidad de individuos, más o menos miserables, que viven parasitariamente y «se consideran ligados por un vivo sentimiento de solidaridad», con organización propia y reglas específicas: nos en­ contramos con grupos marginados que aparecen situados a diferentes niveles de la escala social y en el interior de ellos presentan grados diferentes79 bis. Pero el picaro, aunque puede ocasional y pasageramente incorporarse a uno de estos gru­ pos minuciosamente reglamentados, permanece siempre como un espectador, con­ templa el fenómeno desde fuera, tal vez aprovecha la ocasión para aprender algu­ na práctica; pero —salvo el apenas inicial ejemplo de los dos jóvenes héroes cervantinos— en ningún caso se siente ligado al grupo, lo abandona cuando se lo recomienda su interés y si hace falta le traiciona sin escrúpulos, todo ello en cuan­ to divisa la ventaja de obtener un resultado más favorable. Aspiración de medro, conjugada con aislamiento individual de su conducta desviada, he aquí lo que hace la figura del picaro irreductible a ninguna otra, aunque ambos esenciales caracte­ res hayan de injertarse sobre el tronco de la pobreza. (Estos son los aspectos en que más adelante centraré mi interpretación.)

78 bis s ¡ £■/ guitón H o n o fre, según fecha dada por el único m s. conservado, es de 1604, lo que viene adm itido por las tres personas que han hablado de esta novela con conocim iento de la misma, si tene­ m os en cuenta que la primera parte del G uzm án es de 1599, nos resultará sorprendente la rapidez con que esta^ figura del «P icaro» por excelencia se convierte en un m ito literario, antes de que a fines de 1604 aparezca su segunda parte (edición de B. Brancaforte, M adrid, 1979, págs. 14-15). Y com probare­ m os tam bién que fue el G uzm án el creador del tipo, repercutiendo retrospectivam ente y de inm ediato sobre la figura del L a za rillo , conform e observa F. Rico. 79 Ed. cit., págs. 180 y 181. 19 bis Edm ond C r o s , L ’aristocrate e t le carnaval d es gueux, M ontpellier, 1975, págs. 19 y ss.

55

L A P O B R E Z A E N EL M EDIO U R B A N O Y EL PR O C ESO D E D E SC A LIFIC A C IÓ N DEL P O B R E . L A IN C O N FO R M ID A D A N T E LA M A R G IN A C IÓ N SOCIAL I

El comportamiento que se vislumbra con lo ya dicho y el tipo humano que ese modo de conducirse nos dibuja, tienen como causa un hecho radical: el repudio absoluto de la pobreza (y al decir absoluto quiero decir por encima de toda clase de escrúpulos y no deteniéndose ante ninguna clase de negaciones). Mas esto, a su vez, se apoya en un proceso histórico, objetivo en cuanto tal, ajeno a las condi­ ciones peculiares de la persona, las cuales, en todo caso, sólo tienen como función la de servir de lazos que atan al individuo-picaro a esa situación histórica. Ese pro­ ceso no es otro que el que Valdeón ha llamado de «descrédito del ideal de pobre­ za», en cuya consideración quisiera detenerme un momento80. Iniciado ya en el siglo X IV de manera franca ese fenómeno de desvalorización o descrédito y aparta­ miento del ideal de pobreza, se amplía y acentúa en el X V . Sin duda, como el testi­ monio del poeta Álvarez de Villasandino revela, los predicadores seguirán hacien­ do el elogio de la resignada menesterosidad, aunque la Iglesia haya empezado a mostrar un claro recelo ante la misma. De un lado, como señala el autor, por las tendencias heréticas que la han acogido, estimándola como estado de perfección; de otro lado, por los frecuentes casos de «desviación» que provoca en la sociedad tradicional, en la que tantos intereses tiene la Iglesia. En la sociedad, tanto laica como eclesiástica, no sólo de hecho se huye de pasar «el umbral de pobreza», sino que se ponen de relieve los beneficios de carácter ético-religioso que las riquezas puedan traer. Ello quiere decir que la Iglesia no desconocía el velo que cubría su auri sacra fames. Ahora se independizan los mé­ ritos de la limosna —que son los que cuentan— de lo que pueda poseer o no quien la recibe, el pobre. Éste va a verse ordinariamente descalificado como holgazán, vagabundo, delincuente, etc., si no es enfermo, impedido o cosa semejante. Tal es el otro lado que se observa en la actitud de la Iglesia. Se ha llegado incluso a pre­ sentar la desestimación del pobre como actitud general. J. L. Martín ha puesto en duda la tesis, en cualquier época, de los pobres «elegidos de Dios» y sostiene que para todos la pobreza es una desgracia. Considera que no hay una verdadera pro­ yección en la literatura —y hemos de suponer que menos, en la sociedad— de esti­ mación por el pobre. Esto es harto discutible. El mito del pobre humilde y del rico avariento inspira buena parte de la literatura medieval, cuando es de origen mo­ nástico, y del arte plástico en las iglesias. Que sea un tema convencional, en repug­ nancia con los reales sentimientos de las gentes, es otra cosa. Y también cabe que la estimación positiva del pobre vaya unida a otra igual respecto al rico, cuando ambos cumplen su papel Se puede pasar, incluso, a pensar que está mejor coloca­ do el rico, y mejor situado moral y espiritualmente el rico que el pobre, puesto que lleva la ventaja de poder desprenderse de sus bienes para dar limosnas mientras que al pobre sólo le cabe la actitud, fácil al egoísmo, de tomarlas. Observemos que Martín —como revela el título de su estudio— utiliza textos del xiv en adelante. 8° V aldeón, más exactam ente, ha em pleado la expresión, m uy actual, de «devaluación de la pobre­ za». Y o prefiero, sin em bargo, la expresión que doy en el texto, aunque sigo ateniéndom e, por debajo de ella, al contenido conceptual e interpretativo que desenvuelve V aldeón. Véase, de éste, su estudio ci­ tado en la n ota 33, págs. 889 y ss. Y o recalcaría, sin em bargo, que se trata, m ás que de una situación de hecho, de una estim ación social convencional.

56

Según esos textos, pobres y ricos tienen posibilidades equivalentes de merecer ante los ojos de Dios, pero en fin de cuentas, invirtiendo la dirección de la preferencia, se dice ahora que el rico dispone de un recurso seguro para atraerse la benevolen­ cia divina: el de ejercer la limosna, para lo cual hace falta disponer de riquezas que distribuir. Como dicen unos versos del Canciller López de Ayala: «Ca el que no toviere para sí la rración No puede dar limosnas, nin dar consolation»81.

Añadiré que los versos de Pérez de Guzmán que antes cité ofrecen sentido semejan­ te. Según Martín, lo que se exalta y cuyos valores se glorifican no es propiamente el estado de pobreza, sino la práctica de la limosna, de la que se dice que apro­ vecha ante Dios, aun dada en pecado y contra la voluntad. Claro que la tesis de J. L. Martín sobre la eficacia de la limosna, desde el punto de vista religioso, según el pensamiento medieval, no elimina la tesis de los pobres «hijos predilectos de Dios». En definitiva, la limosna supone al pobre y no sólo pasivamente; por eso no es lo mismo dar limosna que arrojar las riquezas a un pozo (aunque esto puede ser también meritorio ante cierto ascetismo cristiano). El pobre es imagen, se dice, de la renuncia que enseñó Cristo. Hemos visto ecos de esta doctrina en el xvi y todavía en el xvn. También de la pobreza,se dice meritoria cuando se la recibe y se acepta desde cierta actitud; hay que entender que no es necesario que sea, al modo evangélico, voluntariamente buscada; basta con que sea voluntariamente soporta­ da, llevada con «santa resignación». De esa manera, los pobres son elegidos de Cristo. Son los «pobres de Jesucristo» —como dicen algunos textos (Llull, en el Libre d ’Evast, citado por J. L. Martín; las Cortes portuguesas de Evora, en 1481, testimonio citado por J. M. Amado Méndes)81 bis. La pobreza ha de seguir existiendo, ha de seguir siendo recordada en sus sufri­ mientos y dolores, para excitar a la limosna que, como ya he dicho, en la época de desarrollo de la vida ciudadana no disminuye. Pero a la vez nos vamos a encontrar con otras estimaciones; el pobre no es de fiar, los peores calificativos caen ahora sobre él, los predicadores lo abruman de faltas, de pecados y aun de delitos. Hay que dirigir la limosna a los santos, cuya intercesión aumenta la eficacia de aquélla y, por tanto, a los conventos de mendicantes que ahora son sus administradores. La atención al individuo pobre pasa a segundo plano, se oscurece, mientras «cede la primacía a la comunidad, al convento», según afirma Martín, recogiendo como testimonio de esta actitud un texto sumamente expresivo de un personaje religioso 81 A unque J. L. M artín cita a López de A yala, entre los que con más claro criterio traslada la cu es­ tión del plano de estim ación de los pobres al de la estim ación de la lim osna y claro parece que juzga más ventajosa la posición de los ricos que con sus bienes pueden practicarla, sin em bargo, otro verso del canciller — que Martín cita tam bién— dice que D ios ayuda en las obras piadosas hechas en atención a y para los pobres: «E levanta los pobres de yuso de fundam iento» (pág. 608 del estudio citado). Creo que se trata de una posición am bigua y que las «supervivencias» de la concepción tradicional —siempre tan lentas en desaparecer de la historia— hacen escuchar su eco to ­ davía tres siglos después. Recuérdese los textos que han sido citados páginas atrás, de novelas picares­ cas. Quevedo introduce en E l Buscón, con duro sarcasm o, un eco de la tesis de los «hijos de Jesucristo», predilectos de D ios. 8i b is v éa se el volum en de varios autores citado en n ota 4.

57

y social que representa bien el momento, en sus dos caras, Eiximenis82. B. Guenée ha sostenido que la mentalidad medieval ha experimentado siempre hacia el pobre, hacia el hombre sin lazos, un desprecio mayor o menor, mayor o menor descon­ fianza. Los datos de Guenée se refieren a los últimos siglos medievales también, de los que ya conocemos la clara evolución. Toda una serie de textos de comienzos del X V revelan el poco valor que se concede a las gentes de bajo estado, a cuyas muertes no se da importancia, sea ocasionada por brutal severidad judicial o por crimen de un señor. Es más, fácilmente se advierte que hacia mediados del x v se asocian los conceptos de mendigo y malhechor: el mendigo, el vagabundo es cul­ pable en potencia, capaz de cometer los peores atentados. Y concluye Guenée, «desde entonces se establece progresivamente una confusión entre pobre y criminal que permite prever la actitud de los hombres del siglo xvi respecto a los pobres y a la pobreza»83. Esta posición ha sido recordada por J. Misraki, el cual aporta una comprobación, estadísticamente fundada, de sumo interés: «En la primera mitad del siglo X IV , los acusados son en general individuos domiciliados en su lugar de origen y que ejercen en él un oficio: los robos son menos numerosos que los actos de violencia. Al final del siglo, la situación se modifica; los culpables con frecuen­ cia son gentes errantes, son vagabundos, y la importancia cuantitativa de los robos se incrementa»84. El estudio de Misraki y la investigación en que se basa se refieren a los registros judiciales de París. Si en España —Madrid, Sevilla, etc.—, tenemos datos sobre el disparatado incremento de la población delictiva común en las cár­ celes, si tomamos en cuenta el volumen que alcanzan los delitos contra la pro­ piedad, seguidos de fraude o de violencia, podemos considerar que esas conclu­ siones del autor son válidas para nosotros. Y tengamos presente que la descalifica­ ción y el brutal repudio del pobre avanza con los siglos modernos, en correspon­ dencia con lo cual está la violenta actitud que, abierta o encubiertamente, adopta el pobre. Francisco Santos refiere que las gentes, en la calle, como diversión, al en­ contrarse un indigente y pedigüeño vagabundo, lo llenan de insultos, golpes, afrentas, hacen escarnio de cualquiera que con diferentes sentimientos, trate de de­ fenderle, y Santos, observador moralizante de las costumbres madrileñas, comenta ante una escena asi: «aunque había mucha gente mirando, nadie se dolía de la pobreza, que todos se holgaban de ver hacer m al»84bis. Cuando a fines del xvi y en el xvn esa evolución vemos que se encuentra tan acentuada, podemos comprender que de algunos de esos factores que en los procesos históricos L. Stone llama «pre­ cipitantes», aceptando provisionalmente su clasificación, digamos que estaban da-

82 T exto de Eixim enis citado por Martín, pág. 603. 83 Véase B . G u e n é e , Tribunaux et gens d e ju s tic ie ..., citado en el trabajo cuya referencia doy en la n ota siguiente. 84 Véase su estudio «Crim inalité et pauvreté en France à l ’époque de la Guerre de Cent A n s», en É tu d es su r l ’histoire d e la p a u vre té, bajo la dirección de M . M oliat, t. II, Paris, 1974, págs. 536 y 542. 84 bis E l no im p o rta d e España, edición de Rodríguez P uértolas, en la colección Tam esis B ooks, Londres, 1973, pág. 71. Esta «descalificación» de que hablo a continuación, según el citado autor ba­ rroco, lleva a una m anifestación que p odem os calificar de m onstruosa: los señores y ricos de M adrid, no salen de casa en la tarde del jueves hasta la m añana del viernes en Semana Santa, por «no dejarse ver sin coch e» y entonces parece otro m undo M adrid, porque goza de sosiego; pero «los poderosos sienten m ucho este tiem p o, por parecerles que se iguala con ellos el pobre»: L a s tarascas de M adrid, edición de M . Navarro Pérez, M adrid, 1976, pág. 298

58

dos para que se produjera la situación social de la que emerge la novela picaresca85. Quizá habría que hablar, junto a un proceso de descrédito del ideal de pobreza, de otro que aparece paralelamente doblado, al que podemos llamar de «descalifi­ cación del pobre», el cual incluso se impone al primero. Ambos van juntos en el análisis que hemos visto. Aparte de los primeros testimonios que ya he recogido, es en La Pícara Justina, en donde encontraremos un claro ejemplo de este segundo aspecto, con significado económico, social y religiosamente importante: el despla­ zamiento del valor desde lo que fue la efectiva ayuda al pobre, a la práctica de la limosna, de cuya aplicación él donante puede no tener ni información —y así cabe considerar mayor todavía su desprendimiento—. La limosna, dice Justina, no se hace por el pobre y carece de importancia la calidad de aquél a quien se da; hay que darla sólo por Dios, de modo que el mayor mérito, el soló mérito, está en aquellos que «dan por sólo amor de su buen Dios y Señor»86. Justina dice esto y hace propia la nueva actitud porque pensando en su modo de vida, en la vida del picaro, seguro es que ninguno le socorrería: el episodio de su primera salida, cuan­ do ejerce de mendigo a la puerta de una ermita, no se repetiría. Por tanto, es me­ jor mantener separados ambos aspectos. . Al empezar la época de la primera modernidad hay una crisis a la que corres­ ponde, entre otros, ese cambio en la estimación social y moral de la pobreza y de los pobres. Ante el afán de lucro, ante la sed de adquirir bienes económicos que in­ vade como nunca a la sociedad (porque,' si bien es una actitud que ha existido siempre, pocas veces tomó el protagonismo que desde el siglo X V en adelante se le reconoce), ante ese verdadero nuevo espíritu que, se quiera o no, es un dato del precapitalismo, queda sin justificación la pobreza —ya que hasta los méritos de la limosna se pueden alcanzar sin contar con ésta y menos con el pobre individual. Sólo se ve, cada vez más, su aspecto negativo (es un proceso paralelo al de la esti­ mación de la muerte: ambos van estrechamente ligados). El pobre no es solamente sucio, desagradable, fastidioso, es además, vicioso, malhechor, sedicioso. Moni­ que Joly ha observado que en el paso del siglo xvi al x v i i las palabras «bellacos» y «bellaquería» ocupan el primer puesto en el uso de expresiones insultantes con las cuales se busca destacar en aquel a quien se le dirigen una posición de marginación, descalificación y aun de delincuencia: «con bellaco nos encontramos ante una de esas expresiones despreciativas que juegan un gran papel en el lenguaje de los insultos» y que van ligadas, en casos como éste, a alteraciones en la historia de las clases inferiores de la sociedad (M. Joly cita un ejemplo de su uso en La Pícara Justina y otros más. Recordemos que Pablos, en El Buscón, equipara bellaco a pi­ caro y se lo aplica a sí mismo en la medida en que se reconoce picaro)86bis. Hacién­ dose eco de esta posición a que se les lanza, los menesterosos no quieren ser so­ 85 Más adelante daré num erosas referencias de este tipo de estim ación adversa al pobre y dedicaré am plia parte de un capítulo a tratar de lo que significan los delitos contra la propiedad (tanto de bienes m ateriales com o de sím bolos) en la picaresca. Es en ese lugar donde cobrarán tales datos —pienso y o — su plena significación en la perspectiva del presente estudio. Pero quiero aquí señalar su conexión con un proceso histórico precedente y que se da en otras partes de Europa. 86 II .0, 11.a , IV , pág. 816 de la edición de Valbuena Prat, en el volum en ya citado L a novela p ic a ­ resca española. 86 bis «pour une nouvelle approche du discours sur la folie et la sim plicité d ’esprit au Siècle d ’O r», en el volum en de varios autores, reunidos por A . R edondo, L es profrànes d e l ’exclusion en E spagne (X V P -X V I P siècles), Paris, 1983, págs. 227-237.

59

corridos ni servir de ejemplo. Quieren, como sea, dejar de ser pobres, lograr ser ri­ cos. Y en la amplitud que se da a esas palabras que acabo de insertar «como sea», está el dint'el a partir del cual se ingresa en la picardía, o más allá, se pasa a la in­ surrección ábierta o a la delincuencia o al bandolerismo, visto según el criterio de los integrados en la sociedad barroca. En ese cambio de valoración puede verse una campaña organizada por los frailes mendicantes y en general los moralistas eclesiásticos para aplastar a sus competidores, los pobres que operan por su cuenta pidiendo para sí. Se puede aña­ dir que los pobres caídos a más bajo nivel vieron con buenos ojos este cambio, porque evitaba las ventajas cada día más fuertemente proclamadas por algunos a favor de los pobres vergonzantes. Tenemos un testimonio muy interesante de la época en que se acaba de cultivar la literatura picaresca y que recogería, por tanto, los modos de estimación en el tiempo en que aquélla floreció. En 1673, Pedro José Ordóñez publica su obra M onumento triunfal de la piedad católica, en cuyas pági­ nas defiende el valor religioso de la pobreza, «cuando es hija del espíritu», siguien­ do el ejemplo de Jesucristo. Los mendicantes son, por tanto, los que se presentan como «hijos de Jesucristo» ahora. Por el contrario, la de quienes han caído en pobreza por motivos puramente económicos y sociales, esta pobreza, con razón es «madre del vituperio, infamia general, disposición para todo daño, enemiga de mortales y piélago donde se anega la paciencia [...] y aunque sutiliza el ingenio, destruye las potencias (del alma, se entiende) y mengua los sentidos»87. Como se observará, los cambios a que me vengo refiriendo llegan aquí a un extremo acre­ mente condenatorio. Señala el fondo sobre el cual se dio la concepción social de la picaresca, hasta en el único punto positivo que la frase citada contiene, esto es, el de que la pobreza afina y agudiza el ingenio, lo que se repite en varias de las nove­ las del género, en especial en el Guzmán o en El bachiller Trapaza. Como escribió Mollat, resumiendo las aportaciones al seminario de la Sorbona, nos encontramos, en el período de paso de una Edad a otra, con una formula­ ción de un nuevo concepto, una nueva actitud, un nuevo léxico. A la noción cristocéntrica del pobre se opone una concepción positiva y francamente humanista y que, junto a este término que aparece en el estudio citado, se podría llamar antihu­ manitaria. La fealdad del pobre y del enfermo deshonra al género humano. Su in­ capacidad u ociosidad, voluntaria o involuntaria, que en cualquier caso se le reprocha, hace de él un ser inútil; como mendigo, representa una infracción de la ley del trabajo: «se sospecha de él porque se le ve solo, errante, desorientado»88. Y esa profunda alteración que sufre la estimación de los pobres, desde el xv, se refleja en la aparición de un vocabulario despectivo y truculento. Como ya llevo dicho, se habla de su pereza, su suciedad, su disposición para el crimen, su cons­ tante práctica de la delincuencia, todo lo cual se revela, una y otra vez, en las opi­ niones que sobre ellos se vierten. Como en todas partes, dentro de una Europa que está en trance de dar tan gran salto adelante en la economía, en la cultura, en la instalación doméstica de la vida, etc., la mendicidad, paradójicamente también, 87 Véase María J i m é n e z S a l a s , «Doctrinas de los tratadistas españoles de la Edad M oderna, sobre la asistencia so cia l» , en la R evista Internacional d e Sociología, VI, octubre-diciem bre 1948, núm. 24; la cita, en pág. 177. 88 En la introducción al primer volum en de la serie É tu des su r l ’histoire de la pau vreté, pág. 28. Véase, adem ás, su obra L es p a u vres au M oyen A ge, pág. 13.

60

crece, hasta convertirse en un cáncer de las ciudades, incluso en países como la rica Holanda o como Inglaterra, en donde, ya en el último tercio del siglo xvi aparecen una multitud de escritos sobre pobres y pobreza, prueba, según A. V. Judges, de la frecuencia con que se daba en la época la pordiosería88bis; y esa actitud nueva de rechazo de la proximidad del pobre, lleva en todas partes a dos soluciones, que se ven reforzadas en la época, en contra de la libertad vagabunda que doscientos años antes gozaba el desposeído y qué ahora va a ser sustituida por una enérgica actitud de apartamiento hacia aquél. Esto se traduce en esas dos posturas: la de quienes se preocupan de ensanchar las posibilidades de «beneficencia», hospitala­ ria o ambulante, aunque sujeta a severas condiciones, y la de los que se ven, a ve­ ces bárbaramente, preocupados por establecer un enérgico régimen de represión. El hospital y la cárcel son dos temas que se difunden, que se encuentran en la bi­ bliografía de fines del xvi y comienzos del xvn en toda Europa. Son representati­ vos los escritos de dos personajes de los Países Bajos, reeditados recientemente en París: van Huut, atento a la ampliación y eficacia del socorro, y Coornhert, atento al endurecimiento de la represión, por medio de una elevación de penas y la aplica­ ción del trabajo forzoso, aparte del increriíento de la prisión como castigo prolon­ gado, cuando antes era sólo lugar de retención pasajero. Ossowski ha recordado una vieja leyenda polaca según la cual, el ángel hizo saber a Caín que en adelante tendría que trabajar toda su vida para mantener a sus hijos y a los hijos de Abel, a quienes, en cambio, el Señor les dispensaba de traba­ jo; en consecuencia, de estos últimos vienen los reyes y los señores, mientras que de Caín proceden los siervos, los pobres, los que trabajan, todos ellos los caini­ ta s89. Tenemos con ello un reflejo, traducido en lenguaje mítico, a través del cual se llega a una sublimación enmascaradora de la estructura social constitutiva de la sociedad estamental o de «órdenes», de la sociedad jerárquica, que dotada de gran consistencia por la doctrina corporativa de juristas y teólogos en el siglo Xlll, llega, en grado más o menos avanzado de deterioro, hasta el siglo xvm . Ella es la que, introduciendo la distinción entre valer más o valer menos, del régimen señorial, condena a los pobres y no distinguidos a un desprecio en adelante ya institucional­ mente fundamentado. Es así como en la Crónica de los Reyes Católicos de Bernáldez se dice, hablando de unos disturbios en Burgos, que sólo murieron unas gentes de menos valor (que comprende, no sólo mendigos, sino trabajadores: «los que viven de sus manos», como dice el verso del tiránico Jorge Manrique)90. La termi­ nología y el sistema de conceptos que expresa, es general. Un ejemplo interesante es el episodio que en relación al Emperador Carlos V, cuenta el médico Ambroise Paré, cuando aquél tenía puesto sitio a la ciudad de Metz y Paré era en ella encar­ gado de los cuidados sanitarios entre los sitiados: «el Emperador preguntó qué gentes eran las que habían muerto y si eran caballeros u hombres de importancia. Se le contestó que eran sólo pobres soldados. Y dijo entonces que no era cosa gra­ ve que muriesen, comparándolos a orugas, langostas y abejorros, que comen las yemas de los árboles y otros bienes de la tierra, y que si fueran gentes de bien, no

88 bis v éa se A . A . P a r k e r , L o s p ica ro s en la literatura, Madrid, 1971, págs. 46 y ss. 89 E structura d e clases y conciencia social, Barcelona (traducción castellana), 1972, pág. 30. 90 Crónica d e tos R eyes C atólicos, en B. A . E ., vol. L X X .

61

se hallarían alistados en su campo por seis libras al m es»91. Esto nos pone de mani­ fiesto que el descrédito del pobre en la sociedad estamental volvió a abarcar la am­ plia noción de éste; lo que explica que quepan en ella la reacción de Guzmán, que se declara mimado de su madre y a quien no le faltaba su sustento, o de la Pícara Justina, que se cobija en su casa cuando quiere, o del «caballero puntual» de Salas Barbadillo, y de otra parte la soledad de Lazarillo, en contrario, abandonando su penosa miseria, así como Marcos de Obregón la suya. Tenemos, pues, que si la noción altomedieval de «pobres», basada en la heren­ cia doctrinal de la Patrística latina —San Jerónimo, Tertuliano y otros, los cuales influyen hasta sobre San Agustín, San Ambrosio, etc.—, probablemente había te­ nido su parte en la sociedad feudal, en cambio, se hallaba desprovista de calidad positiva desde los siglos últimos del Medievo, desde que Santo Tomás (Summa, IIa, I I ae, q. 188, art. 7) llegara a la conclusión de que la pobreza no era necesaria para la perfección. Las consecuencias iban a ser imparables y de larga permanen­ cia, transformando la mentalidad que apoya y que a su vez se apoya en la estructu­ ra social. Los mismos teólogos sostuvieron que la masa de riqueza que podía alcanzar una persona estaba determinada por la calidad de la misma, de manera que si acu­ mulaba más de lo que parecía haberle de corresponder, era señal de que poseía realmente una calidad conforme a la cual merecía más; la consecuencia iba a ser inmediata y de no menos larga repercusión; el pobre seguramente no tenía por su persona, tal como en la naturaleza le había correspondido, capacidad para ir más allá de la exigua participación que le había tocado. La estimación del pobre retrocede, a la par que se estima más al que llega a conseguir hacerse rico. Lo llevamos dicho. Pero hay que añadir que se opera una honda transformación en la actitud de aquél. Los pobres se mostrarán de día en día menos conformes con su suerte. En los pobres del campo, si bien se distribuían en menor número de grupos profesionales e integraban una masa de población más homogénea, sin embargo, por residir más alejados entre sí, era sumamente difícil que se reunieran para mostrar su protesta y que ésta se produjera, salvo en casos extremos de sacudidas violentas. Galicia, Castilla, Cataluña, el Mediodía francés, los países centroeuropeos, etc., conocen episodios de este tipo, pero son pocos en número y se disuelven en corto tiempo. Mas los pobres de ciudad que se repartían en número mayor de subespecies y formaban un conjunto más diversifi­ cado en sus componentes, dado, en cambio, que vivían más próximos topográfica­ mente y hasta en determinadas grandes ciudades tenían puntos de confluencia, era más realizable que se reunieran en un grupo operante bajo unas excitaciones o 91 Citado por B r a u d e l , L a M éditerranée et te m on de m éditerranéen au tem ps de P hilippe II, 2 .a éd ., Paris, 1966, t. II, págs. 90-91. Braudel, a mi m odo de ver, se equivocó al confundir el despre­ cio a lo s miserables con la condena del vulgo, citando com o ejem plo de éste un texto de fray Luis de León, precisam ente quien tanto se interesó por la suerte y los derechos de la pobre gente trabajadora. (Véase la obra de A . G uy citada en n ota 16. La condena del vulgo es un tema humanista que se encuen­ tra en el paso al siglo x v i y primeras décadas de éste; por ejem plo, en Pedro Mártir d e A n g l e r í a , E pistolario, M adrid, 1953, t. I, pág. 10. En E l C rotalón: «antes aquello se debe tener por muy bueno lo que el vulgo condena por m alo» (ed. A . Vian, pág. 83, II). Y en L a Celestina es una inteligente y enér­ gica prostituta, A reúsa, la que pronuncia palabras sem ejantes. M ateo Alem án inserta al frente del G u z­ m án un p rólogo «A l vu lgo» que nada tiene que ver con los pobres de cuya infortunada suerte tanto se preocupó (el «vulgo» com prende tam bién a los ricos incultos).

62

consignas; y más fácil que alcanzaran un sentimiento de su situación de miseria. Baso esta diferenciación en los trabajos de F. Graus, quien se ha preguntado qué relación tenían entre sí esos pobres de aldea y esos pobres de ciudad y ha observa­ do que si los primeros se incorporaban a movimientos de protestas iniciados y mantenidos por los segundos, por lo general quedaban aparte, no había lazo de so­ lidaridad (a lo que yo añadiría: y si lo había, como puede comprobarse ya en fecha avanzada en las «Comunidades» castellanas, sólo muy circunstancialmente podía expresarse). Es más, los pobres de ciudad, salvo en raros casos de violencia o gue­ rra ya declaradas, veían llegar con franco malestar a los pobres campesinos arroja­ dos de sus tierras. Venían a ser competidores en el mercado de mano de obra y su presencia abarataba el jornal, colocando al asalariado en desfavorable posición. Todo ello, además de que, en general, los rústicos eran despreciados como igno­ rantes y torpes por las gentes de todo tipo de la ciudad92. Cuando el picaro que procede o rd in a ria m e n te de un m edio ru ra l, no en cu en tra más que desamparo a su alrededor, se halla bajo la presión de esa ley, y quizá se pueda en­ tender como una respuesta compensatoria por su parte el triunfalismo con que el picaro pretende presentarse en toda ocasión, ensalzando su industria y su astucia, incluso ante gentes de nivel pobre, sus iguales. Desde el otoño medieval, desde la «cfisis de la feudalidad», de que Graus da una versión muy orientada a conexionarla con el auge primero de la economía m o­ netaria, las agitaciones sociales de los pobres se hacen más frecuentes, actúan con propia iniciativa, con independencia de otrós grupos, presentando reivindicaciones propias (no dejemos de añadir que sumamente confusas y sin responder nunca a un programa —aunque el autor quiere sostener Jo contrario, basándose en el movi­ miento de los hussitas, tal como ha sido estudiado por J. Macek). Y se oponen, en esas ciudades de amplio desarrollo artesanal, a las mismas clases intermedias, re­ presentadas por ejemplo en los maestros de los oficios gremiales93. En las ciudades medievales no estaban diferenciados topográficamente los ba­ rrios, según clases y profesiones. De ordinario convivían el grande y el bajo, el rico y el pobre, en reducido espacio, contrariando con esto la versión de una ciudad perfecta que, bajo influencia aristotélica, distribuía en calles o sectores diferentes las diversas profesiones, según puede verse en Eiximenis94 o en Sánchez de Arévalo 95, lo cual sólo en los siglos siguientes se consigue en pequeña parte. Cierto que con el crecimiento urbano que se produce desde fines del xv, en medida relativa­ mente considerable, aumentada todavía en la primera mitad del xvi, el terreno se encarece, y la vivienda pobre va desapareciendo del casco urbanizado, para insta­ larse en la abandonada y sucia periferia. Allí se mezclan cor_ la pobreza, las más irregulares formas de marginación y de delincuencia. Al aproximarse en ese cintu­ rón urbano de miseria y habitar juntamente en esas zonas, de la manera más infra­ humana, insalubre y en repugnante promiscuidad, se hacía posible el paso de uno 92 E. G r a u s , A u B as M oyen A ge: p a u vres de villes e t pa u vre s de cam pagnes, A .E .S .C ., 1961, 6, páginas 1053 y 1065. 93 Ob. cit., pág. 1057. De J. M a cek , véase ¿H erejía o revolu ción? E l m ovim ien to husita, Madrid, traducción castellana, 1967. 94 Véase P u i g y C a d a f a l c h , «Idées tèoriques sobre urbanism e en el segle x iv , un fragment d ’Eixim enis», en E stu d is U niversitaris Catalans, 1936, X X I. 95 Sum a d e la p o lítica , edición de Mario Penna, B. A . E ., vol. CXVI.

63

de esos estados irregulares a otro Y en este medio mezclado y definido por notas negativas que se contagian de unos grupos a otros, viven de ordinario las familias de los picaros (desde las de los criados hostiles de La Celestina, al Lazarillo, al Buscón, etc.), cuando aquéllas no son recién llegadas del medio rural. Esta abigarrada población de la pordiosería en todas sus formas, de la gueusserie, de la roguery, se lanzó desde esas zonas turbias e ignoradas a realizar hazañas de agresión al ciudadano acomodado que reflejaban en ocasiones más que una ne­ cesidad, una hostilidad. Hostiles al sistema establecido, por definición, vivían estos individuos en bandas que se formaban y se deshacían fácilmente, y algunos operaban por su cuenta, cuando se imponían por su superior habilidad, lo que hará necesario en el picaro contar con su afirmación de superioridad. «Ces aso­ ciaux, sostiene Moliat, compromirent Ies vrais pauvres par la similitude de leur dénuement»97. De ellos no era fácil sacar, como los sustentadores del sistema vigen­ te buscaban, al verdadero, al «legítimo» pobre, el cual, procedente de este medio, sólo podía mostrarse sumiso y devoto delante del rico, para alcanzar su donativo, y regresar a su triste refugio con sentimientos muy explicables de revancha. El proceso de descrédito de la pobreza llevó a esta situación de penosa segrega­ ción; pero a la vez, produciéndose durante la jornada diaria el continuo contacto y roce en la iglesia, en la calle, en la plaza, con los ricos, pienso que la experiencia de esa proximidad adquirió unos caracteres insufribles en sus consecuencias, y se hizo muy visible, hirientemente ostentoso, el doble proceso económico, ya bien defini­ do en el XV y en pleno desarrollo en el xvi, de acumulación de riquezas en unos, de incremento del estado de carencia, de pobreza, pues, en otros. Los trazos más abultados cada día de ese movimiento provocaban, sobre el área ciudadana, la in­ superable, la incompensable diferenciación de los muy ricos, tal vez más ricos de día en día, y de los pobres, de los muy pobres, puesto que ya carecían hasta del mínimo que alguna vez tuvieran —por lo menos, una cierta consideración moral—. De esa manera, la toma de conciencia de su recíproca oposición era inevitable. En presencia cotidiana del contrario, esa conciencia de separación se hubo de agravar, provocando en unos temor a la agresividad y deseo de protección represiva, puniti­ va, contra quienes atacaran sus bienes, que pasaron a ser siempre supuestamente los pobres; de otra parte, en éstos, la disconformidad y el incremento del número de casos de quienes se disponían efectivamente a atacar la posesión de esas ri­ quezas, por medio de la astucia, o de la violencia. El cada vez mayor distanciamíento entre ambos grupos es uno de los hechos más graves y más decisivos en los primeros siglos modernos, prolongándose en toda la historia de la moderna Europa. A través de las circunstancias que se hubieran dicho favorables para una evolución de signo muy diferente, a través de esa expansión que marca como una fase positiva en el desarrollo del primer capitalismo, en el siglo xvi, lo cierto es que esos movimientos, esas sacudidas, esas crisis, a cuyo impulso nuevas formas económicas se van insertando en la sociedad, el siglo que ve cerrarse la etapa del Renacimiento termina, como ha escrito Braudel, con «una nueva y neta separación de pobres y ricos»98. En España, también como en el resto de Europa, todo un pe96 97 98 m ism a

Véase M . M o l l a t , L es p a u v re s au M oyen A g e , págs. 294 y ss. O b. cit., págs. 16-17. O b. cit., pág. 615 de la primera edición; en la segunda edición, París, 1966, t. II, pág. 49 y ss., la idea continúa, pero en expresión más diluida.

64

sado conjunto de manifestaciones de asfixiante presión social acentúan el malestar de las clases bajas y promueven un repertorio de respuestas, ninguna de las cuales es tampoco exclusiva ni de Castilla ni de la Península, sino que se pueden divisar por lo menos en los otros países europeos. Pero una de ellas engendró aquí una forma literaria de manifestarse y de dejarnos su propio testimonio, que alcanzó singularísimo valor, para estudio de la literatura, y, no menos, en el terreno de la investigación socio-histórica: la picaresca, proyectada después en el resto de los países eurooccidentales. He hablado de Europa. Me reduciré, para abreviar, a recoger un párrafo en el que H. Kamen ha sintetizado la situación en el Occidente europeo, una situación de la cual en las letras castellanas emergió un género de obras en el que tal modo de vida se plasma, bien que éste aparezca muy reelaborado. Merece la pena tomar en cuenta ese contexto europeo y creo que las palabras de Kamen son eficaces para este objeto: «Si al pueblo llano se le consideraba fuente de toda rebeldía, se le veía también como fuente de la delincuencia. Los documentos que han llegado hasta nosotros dan la impresión de que la violencia, los desórdenes morales y civiles y los ataques contra la propiedad se originaban sobre todo entre las clases bajas. Pero no hace falta pensar mucho para darse cuenta de que esa documentación es muy falaz. Como ya hemos visto, la nobleza era responsable de una parte muy im ­ portante de la delincuencia urbana y rural. Su fomento de las rivalidades facciosas en las capitales y la opresión de sus súbditos en el campo, que no excluía la viola­ ción de propiedades y vidas, eran motivos habituales de denuncia. Pero rara vez se procesaba a un noble: el sistema judicial estaba calculado para protegerle, y con él el honor de su clase. Las actividades represivas del mismo sólo se ejercían sistemá­ ticamente contra los no privilegiados. Este punto se destaca muy claramente en el Simplicissimus de Grimmelshausen (1668), donde el bandolero Oliver defiende su oficio señalando que todos los grandes reinos han llegado a serlo a través del robo a mano armada» (sin duda, un eco de la famosa frase de San Agustín), y que ese robo es esencialmente profesión de nobles, siendo los pobres meramente obligados a colaborar. «No veréis que se cuelgue sino a ladrones y humildes», dice Oliver". Este estado social, al que se corresponde la gran novela alemana que Kamen re­ cuerda en sus líneas y que en estas páginas utilizo con frecuencia, era el mismo de España, desde más de sesenta años antes, porque aquí la Guerra de los Treinta Años no había arrasado el país, pero las penosas y más duraderas manifestaciones de una crisis social habían llegado a crear las condiciones para el surgimiento y desarrollo de la picaresca española. El descrédito moral y social del pobre llega a caer a tales niveles que en el De­ recho penal de los primeros siglos modernos, en las sentencias judiciales sobre casos de robo, incendio intencionado, violencias en las personas, relaciones se­ xuales consideradas contra natura, etc., se estimaba como agravante la condición de pobre. No se ha de castigar en la misma proporción al rico que al pobre y lo no­ table es que la proporción es inversa a la de tener más o menos 10°. Un texto de la época dice que «la justicia se guarda igualmente en proporción [...] a cada uno en 99 E l siglo d e hierro, traducción castellana, M adrid, 1977, pág. 468. 100 v éa se F . T o m a s y V a l i e n t e , E l D erech o p en a l d e la M on arqu ía absolu ta, M adrid, 1969; da al­ gún ejem plo de este régim en de discrim inación de penas, atendiendo al nivel social, com o el de una ley de las P a rtid a s que distingue entre el caso del «orne honrado» y del «orne v il» , pág. 361.

65

su estado»; se trata, pues, de «igualdad en proporción», ya que sólo así se conser­ va la armonía y se conserva el orden social «sin rebelión alguna»101. Y como en la misoginia barroca la mujer era estimada de inferior calidad y en esto intervenía el sexo, «la mujer ha de ser castigada diferentemente del hombre, más porque es de calidad menos valiosa y entre las mujeres hay que tener en cuenta su grado» —nunca se castigará de la misma manera la mujer de bien que a la campesina o la exclava o la cautiva102. Esta referencia a la mujer completa la visión penal del pobre y nos hace comprender la insuperable barrera con que cualquiera pretensión de éste, respecto a mejorar su estado, habría de tropezar. Quizá también nos ayude a comprender porqué el picaro —que se acogía a este peligroso estado por no hallar otra vía— ponía mucho cuidado en no traspasar los linderos de la plena delincuencia, de no caer en ella. Ciertamente que la lamentación de los pobres por sus desdichas y muy en espe­ cial de los mendigos, ha sido fenómeno de siempre. A veces, ya a partir de esa ini­ ciación de una nueva sensibilidad ante el problema que —como tantas otras nove­ dades— hemos visto iniciarse en el siglo xv, nos permiten escuchar exclamaciones más agrias que simples lamentaciones por el dolor que sufren: se trata de verdade­ ras quejas por la suerte que les ha tocado vivir, con las cuales se dirigen nada menos que al Creador, distribuidor poco equitativo de bienes y males. Recordemos un pasaje del Libro de miseria de Omme, al que aludí antes, en el cual el pobre se duele de su lote en estos términos: «Tornase contra Dios e dice a tal razón Que non parte bien las cosas cuantas en el mundo so n » 103.

Claro que, a pesar de lo que en un primer momento parezca, esta actitud de achacar a Dios los sufrimientos, las calamidades, las privaciones que se soportan, lejos de significar una agudización social del problema entraña más bien una anu­ lación de las fuerzas activas de rebelión transformadora. Para que el cambio se in­ tente, bien apelando a la industria que puede aprender a vencer la adversidad, bien a la sublevación que, por de pronto, destruirá el sistema del que emanan tantos males, hace falta que la procedencia de éstos se aproxime, se terrenalice y hasta se humanice. Es necesario que los factores de opresión se consideren dependientes de fuerzas naturales o humanas, contra las cuales cabe el enfrentamiento. Y son quejas ya humanizadas en su destino, aquellas que escuchamos a personajes de Torres Naharro, a criados pobres que en sus comedias comparan lo que a unos y a otros les toca y protestan, aunque sea en voz baja, del estado que les ha caído en suerte y del mal trato que en él reciben: 101 Luis M e x í a , «A p ó lo go de la ociosidad y el trab ajo», editado con otras obras por Cervantes de Salazar, en sus O b ra s q u e ha hecho, g losado y tradu cido el d o c to r ..., A lcalá, 1546; la cita, en folio LXIII (debo la referencia a la profesora J. Ferreras Savoye). 102 E l texto citado, que pertenece a Eixim enis, figura en la traducción castellana de su obra Carro d e las donas. L o ha dado a conocer la profesora A . F r é m a u x - C r o u z e t , en s u trabajo «D e la hiérarchie des corps dans le Bas M oyen A ge hispanique», publicado en la revista R a zo , núm . 2, Universidad de N iza, 1981, n o ta 59. 103 E dición de M . A rtigas, «U n nuevo p oem a por la cuaderna v ia » , en B ol. de la B iblioteca M enénd e z y P ela yo , Santander, 1919, I y 1920, II.

66

«harto trabaja el comer quien lo tiene que pedir»104.

La miseria no tiene aspectos favorables que compensen sus males. Afecta, incluso, a la condición misma del humano. Nó es simplemente que sea penoso el estado de pobreza, es que la condición de pobre reduce y degrada la condición hu­ mana. «Avisadlo, se dice en La lozana andaluza que, si no sabe, sepa que no hay cosa tan vituperosa en el hombre como la miseria»; siempre «la miseria daña a la persona de quien se apodera y es adversa al bien com ún»105. Produce la anulación misma de la sustancia de la persona y hasta en aquel en quien recae, si por su cali­ dad debía gozar de un status prestigioso, lo hunde en el no ser social. De un ca­ ballero, dice María de Zayas, «era, en fin, pobre, y tanto que en la ciudad era des­ conocido, desdicha que padecen m uchos»106. Ante unas consecuencias de esta naturaleza, ¿quién puede aceptar y resignarse a quedar como pobre? A pocas posibilidades que se le ofrezcan, ¿quien no ensaya­ rá por una vía u otra salir de tan oprobiosa situación? Ése es el nivel que prepara la aparición del picaro como creación que la literatura lleva a cabo; pero, no lo ol­ videmos tampoco, bajo la presión de unos condicionamientos reales. En medio de esa manera de enfocar socialmente la carencia de medios —que es,' más que nunca, carencia de bienes económicos—, ¿quién se conformará, al modo que exigía la doctrina tradicional, cuando a cambio ofrecía la más alta consideración espiritual, y ahora no retribuye más que con el desprestigio y el desdoro? «Ha de tener mucho de Dios —decía Cervantes— cjuien se aviniere a contentar con ser pobre»107. «El pobre —escribía López Pinciano— vive miserablemente, aborrecido y despreciado; al pobre no hay quien le dé la mano y todo el mundo le da el pie; al rico todo se le ríe, todo le respeta y reverencia»107bis. Hasta tal punto al miserable se le deja de lado, se le abandona, se le aparta del trato que, en otro lugar, comen­ tará también otro personaje cervantino: «has de considerar que nunca el consejo del pobre, por bueno que sea, fue admitido; ni el pobre humilde ha de tener pre­ sunción de aconsejar a los grandes y a los que piensan que se lo saben todo»,08. El picaro Honofre se estima pobre y piensa que al que lo es «no hay quien le dé la mano para levantarse». Se puede conservar por inercia, o quizá peor, se puede utilizar la vieja doctrina a efectos de embaucamiento y adormecimiento, como una manipulación que lleva a cabo quien no cree en aquélla ni actúa congruentemente con ella y, sin embargo, la aconseja, la predica, quisiera fuese aceptada por otros, para quitarles todo posible rencor con el que un día amanecen el orden y la tran­ quila posesión de los favorecidos por la fortuna —o por Dios—, según las tesis más escandalosamente conservadoras. Ese fenómeno que perdurará secularmente 104 C om edia soldadesca, edición de W. M acpheeters, M adrid, 1973, pág. 70 (jornada II). i°5 Edición de B. D am iani, Madrid, 1972, págs. 240-241. 106 En la primera novela de la serie «D esengaños am orosos» que se titula L a esclava de su am ante, edición de G onzález de A m ezúa, M adrid, 1950, pág. 19. 107 D o n Q u ijote, parte 1 .a, cap. X X I, edición de Rodríguez M arín, M adrid, t. III, pág. 153: «quien es pobre no tiene cosa buena». 107 bis p h ilo so p h ia antigua p o ética , 1596, reedición en M adrid, por A . Carballo, 1 9 5 3 , 1 . 1. 108 C o lo q u io d e los p erro s, edición de Avalle-Arce de las N o v e la s ejem plares, t. III, Madrid, 1982. En E l Q u ijo te (t. IV, pág. 136) se añade: «por el pobre todos pasan los ojos com o de corrida». R odrí­ guez Marín cita en n ota textos análogos de A . Venegas y de Q uevedo.

67

y se hará presente todavía en las polémicas sobre la propiedad, en el siglo xix (por parte de políticos de mentalidad o de compromisos reaccionarios, como un Dono­ so Cortés'o un Cánovas, respectivamente) es reconocido ya y se le anuncia en las décadas del Barroco. Francisco Santos se atreverá a declarar que: «la cosa más amada y aborrecida que hay es la pobreza; todos la alaban, y con razón deben ha­ cerlo, pero nadie la busca ni procura, que el poderoso no la alaba para propia»109. Aparte de otros casos en que se mantiene una tesis semejante descaradamente —como P. J. Ordóñez, que antes he citado, Baños de Velasco, etc.—, creo que el de Francisco Santos es también un caso de disimulada manipulación, muy repre­ sentativa en su misma ambigüedad. Como un moralista severo, F. Santos, sermo­ nea sobre que pedir por Dios «no es afrenta», que la afrenta es «negarle el socorro al pobre que lo pide»; denuncia al mal rico —nunca pidiendo la reducción de las demasías de los poderosos como grupo; a lo sumo se arriesgará a decir «en todas partes hay brutos, entre los pobres muchos y entre los poderosos no pocos», si bien ya se ve que carga la mano sobre los primeros; de su debilidad hará desprecio: «el caudal del pobre siempre se parece a su dueño» y «donde hay pobreza, el tener vence con facilidad»; pero a la postre no puede contenerse y todavía más exclama­ rá: «¿qué mayor peste que la pobreza?»110. Se comprende, pues, esa última fase del proceso que páginas atrás enunciamos: el repudio de la pobreza, el odio del pobre hacia ella y su rencor contra la sociedad que lo ha sumido en tal modo de vida infrahumano. Algunos moralistas y, en ge­ neral, quienes escriben como economistas protestan contra la pobreza, denuncian alarmados su incremento, señalan los males que sufren los pobres, males que so­ porta, en fin de cuentas, todo el país, perdedor final. A ellos, sobre todo acerca del punto de la falta de salud, se une la voz de los médicos que advierten de los pe­ ligros que amenazan a todos en no superar las infames condiciones de vida a que se ven reducidos los pobres. Pedro de Valencia, con tono de matiz demagógico, le­ vanta la voz ante el rey para que no se consienta la «antropofagia» que los ricos y poderosos cometen contra aquéllos111. En Cellorigo, en Murcia de la Llana, en Caxa de Leruela, Martínez Mata, Saavedra Fajardo " 2, hay pasajes que permitirían, con otros muchos, hacer una antología de protestas, llenas de energía y de clarivi­ dencia. Lo curioso es que no faltan testimonios oficiales, desde el Consejo Real hasta el Conde-Duque, que plantean la cuestión bajo el mismo aspecto. Al final de la época que aquí tomamos como base de observación, Álvarez Ossorio escribe pa­ sajes de singular acritud, de negras tintas113: «Los unos se alimentan peregrinando y muchos se mantienen comiendo yerbas y frutos silvestres del campo, procedien­ do de estas necesidades las enfermedades y epidemias de peste.» 109 O b. cit., B. A . E ., X X X III, pág. 385. 110 L a s tarascas en M a d rid, ed. cit., págs. 322-323, 335, 378, 382, 396. n i Véase mi estudio citado en la n ota 66. h 2 Este últim o propone una política fiscal que alivie el peso de labradores y oficiales, «que son la parte que más conviene mantener en la república». Em presa, L X V II, pág. 516 de la edición de G onzá­ lez Palencia (A guilar, Madrid). 113 D iscu rso U niversal de las causas qu e ofen den esta M on arqu ía y rem edios eficaces p a ra todos, M adrid, 1686 (en un volum en que contiene seis m em oriales). Véase la edición de Cam pom anes, en el tom o I del A p é n d ic e d e l D iscurso so b re la educación p o p u la r d e lo s artesanos. M e ocupo de él en mi es­ tudio «Interpretaciones de la crisis social del siglo x v n por los escritores de la ép oca», en el volum en de varios autores Seis lecciones sobre ¡a España de los siglos de O ro, Universidades de Sevilla y Bordeaux, «H om enaje a Marcel B ataillon», 1981.

68

Cuando en escritores de política y de economía se critica acerbadamente la cuestión de los vínculos y mayorazgos, las alteraciones del valor de la moneda, los abusos sobre juros y censos, el excesivo número de la improductiva población m o­ nástica, etc., etc., junto a razones principales que atañen a la salud del reino, late también un sentimiento de condenación sobre prácticas que aumentan y agravan el estado de los pobres. Comprendemos que, rodeado de Una opinión semejante e inserto en una so­ ciedad que le muestra a diario su repulsa, que lo afrentan, el pobre piense —muy al Contrario de lo que un fray Domingo de Soto o un fray Lorenzo de Villavicencio desearían— que pedir es odioso, es un castigo sin culpa ni responsabilidad pre­ vios, ante el que no cabe resignación. Si no hay otro remedio, el pobre tendrá que pedir, algunos no saldrán ya de ese infernal círculo, pero otros, contando con sus recursos de astucia o de fuerza, romperán ese cerco en el que la sociedad creía te­ nerlos sujetos y ensayarán otras maneras —que tendrán que ser ilícitas, claro está— para subsistir. El pobre tendrá que pedir, llegado el caso, pero nunca tendrá que agradecer por lo que le den y hasta, en su concepción moral, es plausible vol­ verse vengativamente contra aquel que lé humilla al socorrerlo. Justina anuncia con claridad el nuevo·planteamiento: el repudio de la pobreza, y de su cortejo, las sucias enfermedades: «Dos maneras hay de gentes que no saben lo que tienen. Unas que, por ser tan ricas, no lo pueden contar; otras que, por ser tan pobres, no tienen qué contar. Asimismo hay dos maneras de cosas que no se sabe bien los provechos que tienen: unas, porque tienen innumerables... Otras, porque no tienen ninguno... sobre todo la pobreza y la sarna» UA. Hasta en el conservador teatro y hasta por propagandistas del sistema establecido, se observa que se considera necesario conceder aquello que ya es tan común y se halla tan asentado en las conciencias de un amplio grupo que es inútil querer desarraigarlo; así, en un pasaje de Lope escucharemos: «es odiosa la pobreza»115 —luego vere­ mos a Lope intentar salvar en lo posible esta forma de vida (La pobreza estimada Pobreza no es vileza, obras en las que se enuncia el mensaje de Lope, comprometi­ do en el mantenimiento del orden). «El pobre sólo es rico si está contento con lo poco que tiene y no está quejoso de lo mucho que otros tienen, escribía Quevedo. Pues bien, frente a un pensamiento así ya eran muchos los pobres menesterosos o de escasos recursos de subsistencia que se quejaban y no se conformaban con esti­ marse ricos cuando no lo eran de otra cosa más que de paciente necesidad116. Esta­ mos ante uno de los grandes temas de la picaresca. Desde el Lazarillo, que preten­ de lograr alguna posición que le saque de la miseria, hasta el «Estebanillo» que, después de tantos tumbos, cree haber logrado esa meta. Pero, sobre todo, es el gran tema —y si no el único, desde luego, uno de los centrales— en el Guzmán, en el Honofre (donde se reúnen todos los tópicos sobre el tema). En las páginas del Guzmán se encuentra esa aciaga caracterización de la «nada» social que es el pobre: «es el pobre moneda que no corre, conseja de horno, escoria del pueblo, 114 Ed. cit., libro II, parte II. cap. IV, nüm. V, pág. 820; edición de B. M . Dam iani, p ág. 311. 115 L o s m ártires d e M a d rid, edición de la Real Academ ia Española. Su otra com edia D ineros so n calidad com pleta esta línea que no es la propia y archirrepetida op in ión de L op e. A la frase transcrita siguen unas palabras de exposición del tema de cóm o el rico goza de todo bien social y del abandono en que se encuentra el pobre. 116 «D e los rem edios de cualquier fortuna», en Obras. P rosa, edición de A strana M arín, pág. 893.

69

barreduras de la plaza y asno del rico»117. Dejando aparte la que se asume volunta­ riamente, sólo rechazada por erasmistas y economistas, de la que Mateo Alemán es obvio que no quiere ocuparse, la pobreza le hace decir a su protagonista: «es madre del vituperio, infamia general, disposición a todo mal, enemiga del hombre, lepra congojosa, camino del infierno, piélago donde se anega la paciencia, consu­ me las honras, acaban las vidas y pierden las almas» (párrafo que antes vimos pla­ giado por Ordóñez). Incluso, pues, moralmente y en el orden religioso se atreve a decir que es nociva. Y traza un triste cuadro del pobre, de quien dice: «ultrajado de muchos y aborrecido de todos». Ello es muestra del cambio de actitud de la so­ ciedad, de la dura y hostil tensión que entre esos dos extremos se ha producido: «ninguno se afrenta de tener por pariente a un rico, aunque sea vicioso, y todos huyen del virtuoso si hiede a pobre», reflexión que hace sobre su experiencia con los parientes genoveses, de los que Guzmán tomará tan grave venganza118. Y su co­ rolario es definitivo: la menesterosidad es causa de vicio y de infam ia119. ¿A dónde ha quedado la imagen de los «hijos de Jesucristo»?, ¿a dónde ese valor moral de los pobres predilectos del Señor, libres de vicios por su falta de bienes que al empezar vimos recogido tópicamente por alguna novela picaresca? esta representación del indigente, precisamente —podemos pensar ahora— si se re­ cuerda es para poner de relieve el cambio radical acontecido, que viene a significar el primero y más general supuesto —en ninguno caso el único— de la literatura pi­ caresca. Ahora sólo cabe señalar el desprecio a que se ve reducido el pobre120, a lo que muchos de éstos añadirán su segregación moral de la sociedad y su disposición a beneficiarse sin escrúpulos del daño que pueden hacer a ésta. No pretendo insistir abrumadoramente con citas sobre el tema. Para compro­ bar cómo reaparece en cualquier ejemplo del género daré este pasaje de El bachiller Trapaza: «no hay cosa más desdichada que la necesidad»121. Hasta el aristocrático y defensor empeñado de la sociedad aristocrática —tal como algunos comentaristas nos lo presentan— 121 bis, Quevedo nos hará escuchar a un pobre hi'17 Ed. c it., I, III, pág. 353. >18 P áginas 353 y 685. A efectos de sugerirle una m ala conciencia, el recuerdo de su proceder con el m altratado pariente pobre — ese necesitado G uzm án que se había visto acoger con tanta crueldad en su primer paso por G énova— , ahora, no identificándose com o aquel pobretón, presentándose rico, Guzmán le dirá a uno de sus pariente: «la pobreza no quita virtud ni la riqueza la p on e», pág. 686. Sin em bargo, esto no es ni una contradicción; es tan sólo un recurso retórico, la refinada respuesta que prepara su venganza. A continuación doy la estim ación sincera de G uzm án, coherente con todo su com portam iento, verd ad efó principio constitutivo de la novela picaresca toda y de la sociedad egoísta, desprendida de to d o sincero com prom iso de solidaridad, ante la que se encuentra el picaro, la cual, en buena parte, responde a la im agen de la cruel sociedad barroca. "9 1 .a, I I .° . 1 .°, p ágs. 247 y ss. 120 1 .a, III.° , 1, págs. 354-356. G uzm án con oce m uy bien — según él— el sistema estim ativo de la sociedad a la que, aunque sea en lucha oculta, pertenece: el «no tener» es la causa de la situación p en o­ sa en que se encuentra el desvalido y de ahí que pueda m uy bien apreciar el valor de las heridas econ ó­ micas producidas por el ataque al patrim onio. G uzm án advierte que se puede llegar a una especie de cruel — aunque no sangrienta— muerte social: «T od o lo quita quien la hacienda quita, pues no es uno estim ado en m ás de lo que tiene», 11.a, II.0, V, págs. 645. 121 Edición de V albuena Prat, en L a n ovela p icaresca española, pág. 1477. 121 bis y o n o creo en esa m onolítica interpretación de Q uevedo, la cual es m ás com pleja ideológica­ m ente de lo que se la presenta. V éase mi estudio «Sobre el pensam iento político y social de Quevedo (una revisión)», en A c ta s d e la A c a d em ia R enacen tista S alm anticense, II, 1982, recogido ahora en mi volum en E stu d io s d e H isto ria del pen sam ien to español. Serie III. “. E l siglo barroco, M adrid, 1984.

70

dalgo, apicarado y ladrón, quien ante lá sociedad concebida como multitud en la que se compra y se vende, lamenta el valor nulo atribuido económicamente a una ejecutoria de hidalguía, aunque esté adornada de letras de oro: «ya, señor licen­ ciado, sin pan y carne no se sustenta buena sangre y no se puede ser hijo de algo el que no tiene nad a» 122. La pobreza destruye, pues, hasta la calidad estamental de la sangre, y pobreza aquí no es otra cosa que carencia de bienes económicos. A este respecto, el licenciado «archipobre y protomiseria» —los dos apodos que con cruel frialdad echa sobre él Quevedo— es una de tantas muestras de que las vías estable­ cidas en la vida social ordinaria no tienen ya salida estimable. Antes dije que no todos los pobres eran picaros. Ahora quiero advertir cómo hasta tal punto es grave la caída de la estimación moral del pobre que, incluso un trabajador entregado a su profesión (ese trabajador que a fines del xvi y comien­ zos del xvii tanto interés había en separar del pobre y, más aún, del mendigo y de cuantos fueran posibles candidatos a la picardía), ese trabajador, pues, que Luis Ortiz, Pedro de Valencia, Cellorigo, Lope de Deza, Caxa de Leruela y otros más querían privilegiar y honrar, ha caído también en el nivel oprobioso en el que se debate el picaro. Céspedes y Meneses, nos dice, en una ficción literaria, de alguien que por motivos de amor y al objeto de no darse a conocer, trueca sus galas de ca­ ballero por el vestido humilde de un pobre trabajador, «para transformarse en un picaro, para arrinconar su grandeza trocándola por un peón de albañil»123. No únicamente las condiciones económicas (las cuales, cuando menos, ofrecieron alti­ bajos), sino las condiciones de la estructura social, agravadas por su viciado desarrollo, dieron lugar a que todo trabajador se encontrara, a su pesar, en trance de convertirse en candidato al título reconocido por la amarga experiencia que de­ nuncia Murcia de la Llana; «el pobre natural de España»124. Quiero añadir un dato que tiene su interés. Liñán y Verdugo nos habla de «un picaro sin camisa» 125. Creo que es un nuevo nivel despectivo y envilecedor del pobre. «Sin camisa» como doble expresión de carencia miserable —y eran muchos, eran capas enteras de población quienes en el siglo x v i i no podían usar camisa— y a la vez de peligrosa desmoralización, respecto, claro está, a la norma­ tiva establecida. Este personaje «sin camisa» creo que es el padre de aquellos a quienes —con desprecio y condenación similares— en el siglo xix se les llamará «los descamisados», equivalentes a los sans-culottes. Estos «sin camisa» serán per­ sonajes pobres, desalmados y autores de todas las sangrientas turbulencias polí­ ticas del siglo pasado, según la interpretación de los bien pensantes, que a la vez son bien vestidos. También el siglo x v i i creyó verlos en las múltiples y amenazado­ ras alteraciones ciudadanas, aunque parece ser que realmente en la mayor parte de las veces su participación fue muy reducida. De los estudios sobre las rebeliones en el siglo xvn hechos por varios autores y reunidos por Forster y Greene, estos dos autores han sacado en su estudio prelimi­ nar la conclusión, en síntesis, de que en tales movimientos —algunos de los cuales se está de acuerdo en calificar de revoluciones— la tensión pobres-ricos jugó esca122 E l Buscón, edición de Lázaro, pág. 151. 123 E l so ld a d o P in daro, B. A . E ., vol. X V III, pág. 297. 124 D iscurso p o litico d el D esem peñ o del R eino, M adrid, 1624, folio 12. 125 «Guía y aviso de pasajeros que vienen a la C orte», en el vol. I de la colección C ostu m bristas an ­ tiguos españoles, M adrid, Aguilar, t. I, pág. 125.

71

so papel y no tuvo carácter de factor desencadenante de tales conflictos126. Ya an­ tes Braudell27, contradiciendo la tesis de Porchnev, y también Mousnier128, polemi­ zando con éste mismo historiador soviético, ponían, cada uno desde perspectivas diferentes, muy en duda la conveniencia de utilizar la expresión de lucha de clases. Yo estoy conforme en la inconveniencia de utilizar tal expresión, dado lo ambiguo que en el propio Marx resulta el concepto de clases y más ese mismo de lucha de clases y contando con la variedad de contenido, poco esclarecedora, que a través de otros autores puede recibir la expresión (Schumpeter, Aron, Dahrendorf, etc.). Resulta en todo momento patente que la relación de clase, a través de un dominio en el plano laboral, podría empezar a dibujarse en relaciones de trabajó y de de­ pendencia, pero nunca en general a través de la división de pobres y ricos129. Entre estos grupos se produce, sí, una situación de enconada diferenciación, que en la población que vive en núcleos densamente habitados llega a promover un sordo es­ tado de lucha. Creo que hay que llamar a este fenómeno lucha social. Cuando refi­ riéndose al reinado de Felipe IV, época de máxima concesión de mercedes y ayu­ das a señores por parte del rey, Barrionuevo, en su Avisos, confiese, aunque sea con sordina, una violenta condenación de la manera de proceder, acaba su comen­ tario con estas duras palabras: «y los pobres que perezcan» (Aviso de 9 enero, 1658). Creo que no cabe duda del fondo de irritación social que late en ese siglo barroco. Y de lo que no cabe duda es de que, desde muy pronto, por encima de que factores de diferencias religiosas, raciales, políticas, educativas, puedan contri­ buir a separar, no obstante el factor económico es el que más fuerza tiene y al que, más o menos abierta u ocultamente, se refieren los estados de animadversión que la conciencia de las diferencias engendra. Claro que hay individuos hundidos en formas de pobreza que por el aislamien­ to en que viven y por la dificultad o incluso imposibilidad, en las circunstancias de la época, de comunicarse y juntarse, se encuentran en tan débil posición, que salvo muy excepcional y parcial explosión, les es imposible prácticamente llegar a mani­ festar ese estado de hondo rencor, en un estado de lucha. Así acontece con los campesinos y con cuantos se emplean en ocupaciones rurales —por ejemplo, en la ganadería—. Incluso puede darse, y de hecho se dio ampliamente, que una nutrida capa de mendigos se halle tan desmoralizada, tan envilecida, que se encuentre no 126 R evo lu cio n es y rebeliones de la E u ro p a m oderna, traducción castellana, M adrid, 1972, pág. 23. 127 O b. cit., t. II, págs. 78-80. 128 «Lettres et m ém oires adresées au Chancelier Séguier (1633-1649)», en el volumen L e Chancelier Séguier e t les m a îtres d e requêtes, Paris, 1964 (docum entación incorporada al final del volum en). 129 D iscutiendo con Porchnev sobre la utilización de los docum entos del Canciller Séguier, sostiene M ousnier que la aplicación que el historiador ruso hace del principio de la lucha de clases para explicar las sublevaciones, m otines y otras violencias populares, de los que en la correspondencia del Canciller se dan noticias, es com o m étodo y com o principio herm enéutico insostenible. R ecoge la afirm ación de Porchnev de que tales m ovim ientos tuvieron siempre por cabecillas gentes de clase privilegiada. Y o pienso que esto es irrelevante, puesto que pertenece a la estructura m ism a de una revolución. Esto no seria nunca suficiente para negar la teoría m arxista de la lucha de clases. Entiendo que son otros los as­ pectos que se oponen a reconocer el carácter propiam ente de lucha clasista, primero porque aplicar el concepto de clase a los diferentes grupos que se enfrentan en los siglos x v i y x v i i es abusivo, y, segundo porque hay otros enfrentam ientos conflictivos que responden a planteam ientos diferentes. Por eso pre­ fiero hablar, con una am plitud de concepto m ayor, de luchas sociales. La referencia del profesor R. M ousnier en la obra citada en la n ota precedente. La fórm ula que con m anifiesto humor ha em plea­ do E. P . T h om p son , «lucha de clases sin clases», no tiene dem asiado sentido.

72

menos impotente. Como ha advertido E. Cros, el desvalido, el desheredado, no se levanta contra la sociedad, simplemente se niega a reconocer y a someterse al pues­ to que aquélla le ha fijado, forma de rechazo que no se inserta tampoco en un m o­ vimiento de presión revolucionaria130. Sin embargo, el punto de vista de la época insiste en señalar la temible capacidad revolucionaria, de amenaza de la sociedad y del trono, con que cuentan los desposeídos. En su traducción de la Política de Aristóteles, Pedro Simón Abril pone de manifiesto la gravedad de que, si se acen­ túa la separación entre ricos y pobres, se puede llegar a una incontenible situación explosiva, porque ningunos más atrevidos que los que han quedado sin nada, «como gente que no tiene nada que perder»131. Parece escucharse aquí un eco del tremendo advertimiento de Marx: «no tenéis que perder más que las cadenas». También Porchnev leyó en documentos franceses de la época que tantas revueltas como se estaban presenciando eran debidas a gentes sin nada, sin oficio siquiera. Era ésta, insisto, la opinión de la época —que no es que yo la atribuya a Porchnev (porque este punto ha sido rectificado también por el marxismo), sino que él la ha encontrado documentalmente— 132. Entre nosotros, Suárez de Figueroa, en años posteriores y de otro cariz al que hemos citado líneas atrás, sostiene que «el ocio, la pobreza y necesidad producen por çl consiguiente bien a menudo alteracio­ nes»133. También Mateo López Bravo estima que las sediciones y violencias proce­ den «de la inicua distribución de las riquezas», ocasionando «la opulencia de unos pocos» y haciendo soportar pesadas «privaciones a la m ultitud»134. Por su parte, Quevedo juzga que tumultos y sublevaciones sangrientas son obra de hambrientos desesperados135. Desde los numerosos y violentos tumultos populares a finales del Medievo hubo siempre una alusión al estado miserable de los desposeídos que piden ven­ ganza contra los poderosos y que se alzan contra ellos; pero los pobres tradicionales, caídos en un nivel de inhibición, arrastrados por su indigencia, su humillación, su impotencia, sus enfermedades, si alguna vez algunos están presentes en esas violen­ cias, nunca llevan la iniciativa. En cambio, los pobres trabajadores, que sufrían la expoliación representada por su remuneración insuficiente, por sus tributos al rey, 130 O b. cit., pág. 78. 131 Véase M argarita M o r r e a l e , P ed ro Sim ón A b ril, Madrid, 1949. La traducción m encionada es de 1584, impresa en Zaragoza. 132 L es sou lèvem en ts p o p u la ires en France avan t la Fronde, ya citado, págs. 271 y 317: no eran gru­ pos profesional o grem ialm ente definidos, sino la m asa ham brienta, de la gente com ún y anónim a, el populacho, la chusm a o la canaille de los docum entos franceses (sin em bargo, lo que no parece fácil, pese a las pretensiones del autor, es identificar precisamente esta actuación con el resultado de «una ex­ plotación capitalista eri progreso» y m ucho m enos que se tratara de una «lucha de clases» equiparable a la de la sociedad industrial). Porchnev insiste en la participación de m endigos, vagabundos, gentes sin o ficio ni ben eficio, sin lugar y sin familia — según los presentan lo s docum entos coetáneos o próxim os a los acontecim ientos— , págs. 281 y 282. Pienso que la insistencia de los docum entos escritos en utilizar esa im agen (que se encuentra en ellos es incuestionable y se repite en todos los países), en la mayor par­ te de los casos se debe al peso del tópico. 133 Varias n o ticias im p o rtan tes a la hum ana com unicación, M adrid, 1621, folio 105. 134 El pasaje, que puede verse en la edición actual de la traducción castellana, en sus dos primeras partes coetáneas, de la obra D e rege e t regendi ratione, 1627, fue ya citado por C. V i ñ a s M ey, en El p ro b le m a d e la tierra en España en los siglos X V I y X V II, M adrid, 1945, págs. 42. 135 P o lítica d e D io s y g o biern o de Cristo, edición de J. O. Crosby, M adrid, 1966, pág. 209 (pertene­ ce a la parte segunda, cap. X II).

73

al señor, a la Iglesia, que se hunden en la miseria o se ven amenazados de ella ante cualquier calamidad, esos son los que sí se lanzaban a la sublevación. Y desde que el planteamiento económico, por lo menos en parte importante, cobra relieve al al­ borear la modernidad, «la pobreza laboriosa, trabajadora,, tomó actitudes reivindicativas. Nunca se trató de resolver sus problemas, pero con frecuencia fueron evocados»l36. Desde luego, no se pueden señalar tipos fijos de participación de los pobres en tales revueltas, pero están ya presentes. En esta materia queda un problema con un tercer tipo de pobres: la de los que impulsados por condiciones personales, en contacto con las clases altas que les proporciona cierta cultura, están en la creencia de que hábilmente (por el aprendi­ zaje que han hecho y están dispuestos a seguir), les ha de ser posible introducirse entre los ricos. Esperan aprovechar las posibilidades de medro que individualmen­ te les ofrece la sociedad, piensan hasta convertirse en miembros del sector favore­ cido. Para ellos no cabe la revuelta ni la revolución: sólo el fracaso amargo y a lo sumo la venganza personal que inspira el rencor. Es la suma de vagabundos, pica­ ros, etc. (que no se puede llamar grupo más que muy relativamente, porque con­ serva siempre una estructura corpuscular). No hace falta añadir que fueron éstos los más violentamente acusados por la opinión favorable a la sociedad establecida, tanto como autores de crímenes individuales, como de violencias populares en el ámbito urbano. (Es más, cuando alguna vez se quiere excitar a una acción contra los gitanos, por ejemplo, es a estos pequeños y pasajeros grupos informales de in­ dividuos apicarados a los que, muy inadecuadamente, se les compara136b,s. Aunque puede ser poco recomendable aproximar fenómenos separados por siglos, creo que a veces hay procesos que permanecen largo tiempo y nos propor­ cionan secularmente una imagen que a lo largo de los años, ofrece aspectos muy parecidos. En tales casos puede ser útil, para comprender en sus primeras fases un proceso determinado de larga duración, observar lo que nos muestra en fechas posteriores. Pues bien, ese proceso de descrédito del pobre, de condenación del que nada tiene, como sujeto de grave peligrosidad, como un ser antisocial por ex­ celencia, lo encontramos en todas las versiones conservadoras del siglo pasado. Y de esa forma podemos pensar que en ese proceso de coagulación de la figura del sujeto «antisocial» contemplamos la etapa final de un abandono de sus obliga­ ciones primero, y de un esfuerzo de legitimación, más tarde, de las abusivas expo­ liaciones que se ejercen por parte del rico contra el pobre, el cual, de esta manera correlativamente queda descalificado. Se le reconoce un ser rencoroso y violento, capaz —¡por su codicia!— de cometer toda suerte de crímenes. Con astucia aguza­ da por sus circunstancias y por sus prácticas, son de temer en sus pretensiones, en su envidia. Ya en el siglo x v i i , como en cualquier periódico conservador de 1880, podemos leer un texto que pertenece a Juan de Zabaleta —y que en alguna otra ocasión he citado por ser tan significativo—: «los más hombres malos se hacen de pobres que tienen gusto de ricos... El pobre entendido es muy malo de dom ar»137. 136 M o l l a t , L es p a u vre s au M oyen A ge, p á g s . 2 5 6 -2 5 7 . 136 bis Sobre el problem a de los gitanos en el que no m e corresponde entrar, véase María H elena Sánchez O rtega, «La m arginación gitana», en R azón y Fe, núm s. 978-979, ju lio-agosto, 1979; y E l p r o ­ blem a gitan o d esd e una p ersp ectiva histórica, M adrid, 1981. 137 E rrores celebrados, edición de M. de Riquer, Barcelona, 1954, pág. 238. E l guitón H on ofre re­ coge tam bién el tem a de ese achaque que se lanza contra los pobres desde los sectores de integrados: la

74

No es el estado de pobreza, pues, el que, sin más, provoca la insubordinación, sino la conciencia del mismo. Y el picaro sabe que no tiene medios, que ni aun reunido con un gran grupo tiene posibilidades de triunfar cambiando el orden social. Se diría que el picaro ha leído este pasaje de John H. Elliot: las innumerables revuel­ tas ciudadanas acontecidas, si bien en ellas la miseria del tiempo se pone de relieve, nos hacen preguntarnos —considerando su fuerza revolucionaria—: ¿podían cam­ biar alguna cosa, en un mundo en el que el atraso técnico pesaba sobre las condi­ ciones de vida de la plebe tanto cuanto la explotación puesta en acto por una clase dominante opresiva?138 Lo repetiré una vez más: ante tales circunstancias el picaro aspira tan sólo a su ganancia personal y, si se presenta la ocasión, a su venganza. Pero hay otra frase en la literatura política de nuestro x v i i que se diría ligada más directamente a la mentalidad conservadora decimonónica, en su más estrecha y pretenciosa perspectiva, una frase que condensa la ofensiva e intolerable doctri­ na de Donoso-Cánovas sobre las inteligencias directivas de la sociedad, que pue­ den ser consideradas como tales únicamente las de los ricos propietarios del suelo o de la industria (para la pareja de políticos citados, especialmente los primeros). Pues bien, en el siglo xvn, el mallorquín .Vicente Mut escribirá: «pobre es el que no sabe hacerse rico»139. De esta manera.el ciclo queda cerrado: los pobres no so­ lamente son díscolos y viciosos, son, además, ininteligentes; en consecuencia, todas las culpas recaen sobre ellos. Según esa versión, ligada a la doctrina conser­ vadora de la frustración, todavía hoy vigente, triunfar en la sociedad es una libre manifestación de capacidad personal y depende de las cualidades morales e intelec­ tuales del individuo alcanzar o no el éxito. Frente a esto, en la situación del x v i i , la picaresca responde recogiendo el reto: el picaro se estima, y tal vez se sobreestima inteligente, astuto, industrioso; a su parecer, lo es más que los favorecidos del sis­ tema establecido; por eso se atreve a desafiarlos, bien que a su manera. Sólo que, dadas las posibilidades que incluso el mismo nivel de instrucción que ha recibido le abre, o quizá mejor, le cierra, no cabe más que un camino para él: aplicar al domi­ nio calculado de los bienes deseados su ejercicio de las malas artes, sagazmente manejadas.

E

l h a m b r e e n l a s it u a c ió n d e l o s d e s p o s e íd o s .

(E l

p r o t a g o n is m o d e l h a m b r e e n e l s ig l o x v ii)

En la sociedad tradicional del Medievo razones básicas de carácter económico y técnico, de las que derivaban un nivel de producción sumamente bajo, estable­ cieron un régimen de insuficiencia alimentaria para la población de los estratos in­ feriores, para el «pueblo menudo». Eran razones sublimadas en una ideología inmovilizadora de las formas de vida establecidas, que si no eliminaba la lamenta­ ción, ni quizás incluso la queja airada, ahogaba la protesta. Si la tónica general es una economía de bajo consumo, el nivel de los patrones de alimentación que de «insaciable codicia, que bien se puede decir lo es la de los pobres», ed. cit., pág. 47 (esto nos p on e de m anifiesto lo que hay de m entalidad com ún de la época, en unos y otros grupos de la sociedad). 138 «R evolution and continuity in Earli M odern Europe», en la revista P a s t an d Present, núm . 42, página 45. 139 E l P rín cipe en la guerra, M adrid, 1640, pág. 108.

75

hecho —y en cierto modo, incluso, estatutariamente— viene determinado para Tos individuos del pueblo bajo, apenas pasa del mínimo imprescindible y para una buena parte de ellos no alcanzan ese mínimo. Por eso el menor accidente (una mala cosecha, una inundación, una guerra), en una situación carente de reservas, hace aparecer inmediatamente el hambre. Para el pueblo que trabaja la situación normal es la escasez, la incompleta satisfacción de sus penosas necesidades, comprendiendo en ellas comida, vestido, vivienda, a lo que hay que añadir, en buena parte, las más inexcusables condiciones sanitarias. Es cosa del infierno, escribía C. de Villalón, «la hambre que fuerza a los hombres al mal y la torpe pobreza, de crueles y espantosos aspectos ambos a dos140. Es cierto que la expansión del siglo xvi, a pesar de que, según los historiadores de la economía, no logró elevar por falta de recursos técnicos el rendimiento de las tierras —y una vez más, no sólo en España, sino en toda E uropa141—, consi­ guió, no obstante, mejorar la alimentación por la exteñsión de los cultivos a nuevas tierras recientemente roturadas, por la introducción de cultivos nuevos, y aun, en escasa medida, por el aumento de la superficie de regadío142. Con todo, sectores de población quedaron fuera de esta mejora, en relación a la cual hay que señalar la corta duración de esa coyuntura, que no alcanzó a las raíces de la estruc­ tura social y acabó endureciendo la situación. Aun cuando no se pueda hablar de una depresión agraria en Castilla, según la reciente tesis de G. Anes143, pudo suce­ der, y es muy de sospechar que así fuera, que la distribución de los productos del campo no mejorarse tanto para abastecer suficientemente todas las comarcas de la difícil geografía peninsular, ni bastantemente toda la masa demográfica que tan desordenadamente se fue concentrando en las ciudades. Es así como el siglo xvn expone sus plagas incurables ante los ojos del especta­ dor 144 y ofrece la visión de una oleada de vagabundos discurriendo por los cami­ nos, por las calles y plazas —luego volveremos a hacer mención de ello—, fenóme­ nos que en la literatura, en obras de políticos y moralistas, en memoriales y discur­ sos de escritores de temas económicos, se pone de relieve. Si el hambre es el fantas­ ma que aterra* a la parte inferior de la sociedad en el siglo del Barroco —y esa par­ te, obviamente, es la más numerosa—, ¿cómo no va a tener una presencia de pri140 E l C roíalón, edición de A . R allo, cap. X V , pág. 342, y A . V ian , t. II, pág. 434. m i v éa se W . M i n c h i n t o n , en H istoria econ óm ica de E u ropa, dirigida por C. Cipolla, t . II (siglos XVI y x v ii ) , Barcelona, 1977, pág. 74. 142 Las Cortes de V alladolid, en 1548, piden que se traigan expertos valencianos, para organizar y para incrementar el regadío en las tierras de secano castellanas (Cortes de los antiguos reinos de León y Castilla, t. V, petición 260, págs. 463-469). Es uno de los aspectos m ás interesantes del In form e o M e­ m o ria l de Luis O r t i z , aquel que se refiere a este punto y a la navegabilidad de los ríos, en páginas que parecen un texto dieciochesco. Véase M . C o l m e i r o , H isto ria de ¡a E con om ía p o lítica en España, M a­ drid, 1965, t. II, págs. 293 y ss. 143 «Las depresiones agrarias en Castilla en el siglo x v n » , trabajo inserto en el H om en aje a Julio Caro B aroja, M adrid, 1979. 144 B r a u d e l , «La M éditerranée...». En la primera edición, París, 1949, la expresión des pla ies in­ guérissables figura en la pág. 660; en la segunda edición, 1966, se conserva en el tom o II, pág. 94: «En Angleterre, en France, en Italie, en Espagne, en Islam, tout est m iné par ce drame dont le X V IIe siècle ’ étalera au grand jour les plaies inguérissables. Progressivem ent tout est atteint par ce m al, les Etats com ­ m e les sociétés, les sociétés com m e les civilisations» (un siglo de increm ento del bandolerism o, del nú­ mero de errantes y vagabundos, de aum ento de esclavos, de exacerbación de luchas sociales, de revolu­ ciones primerizas, de crisis, de violencia, de hambre, págs. 75 y ss.).

76

mer plano en una literatura cómo la picaresca, basada en el protagonismo de esa clase social?145. , Creo que estaba en lo cierto Bataillon cuando, en su curso de 1948, situaba el centro de gravedad de la novela picaresca en el hambre, y no cuando más tarde rectificó para colocarlo a su manera en el tema del honor146. Por de pronto ambas çosas no son incompatibles porque, en efecto, el picaro se siente hambriento de prestigio social y pretende alcanzar un status honorable; pero ello tiene una decisi­ va vertiente económica: el picaro, desde el Lazarillo al Buscón, no pretenderá, ni pensará detenerse en ser un hidalgo famélico al modo del escudero toledano o de uno de esos hidalguillos a los que Quevedo se complace en recordar que toda sangre es colorada, y además y sobre todo, que sólo se cría «buena sangre» con pan y carne. Lo que pretende es comer a voluntad y con seguridad un día tras otro. Pues bien, en la distribución estructural de la sociedad barroca todavía para lograr esto hay que entrar en el número de los señores. Por eso yo sostengo que el tema central de la picaresca es el afán de medro, que comprende una completa ins­ talación favorable en el conjunto social y que empieza por considerar que el que no come bien y viandas de calidad carece de honor. Pero de esto me ocuparé en capítulo posterior. Tengamos en cuenta que E. Labrousse ha llamado todavía a la época que forman el siglo xvn y primeros años d elx v m , con particular referencia a Francia, «el antiguo régimen económico de las grandes hambres endémicas»147. Y si esto se puede decir de la situación en Francia, ¿cómo no reconocer la gravedad que este aspecto de la existencia social pudo revestir en España? El nivel de producción en Francia fue siempre muy superior, aunque no se librara tampoco del azote del hambre, en sucesivas oleadas; era, pues, mucho más rica en alimentos y productos manufacturados, aunque España fuera más abundante, durante breves períodos que irregularmente y como en avalancha se sucedían, en metales preciosos —ya en el X V II, la plata—, los cuales atraían mano de obra y pequeños mercaderes france­ ses, interesados en llevarse buena moneda, a cambio de trabajos y mercancías o del contrabando de moneda de cobre falsificada. Creo que tiene interés preguntarse qué entiende por hambre la época en la que arranca la picaresca, con el Lazarillo. Claro que en caso extremo el hambre es, en esta literatura, el afán de ingerir alimentos que repongan el desgaste inevitable del cuerpo por el ejercicio de sus funciones naturales. Por eso, llegado a un caso extre­ mo, el picaro llegará a conformarse con esas yerbas y raíces de que habla Álvarez Ossorio. Quiero aclarar que estos alimentos de los que se servía el pobre y sólo en caso de necesidad aprovechaban los demás, «yerbas y raíces» que se convierten en comestibles, son hortalizas y tubérculos, que en la ordenación de la alimentación 145 En alguna ocasión se ha sostenido que el verdadero protagonista de la novela picaresca es el es­ cudero de T oled o, el hidalgo pobre y ham briento. Pero esta afirm ación, que m e parece un tanto excesi­ va, no invalida lo que digo arriba. El hidalgo en tal condición es un «d ecaíd o», un desclasificado, que constituye una triste y ridicula parte de la población baja, un elem ento, en ella, risiblemente paradóji­ co , denunciador de la situación que en su desm oralización se n os presenta, un personaje carnavalesco en una literatura de testim onio inconform ista. 146 P icaros y picaresca (traducción castellana), M adrid, 1969. 147 L a s estru ctu ras y los h om bres (traducción castellana), Barcelona, 1968, pág. 98. Por su parte W . M i n c h i n t o n hace observar que sólo a partir de 1750 «el hambre deja de ser en Europa un fenóm eno endém ico», en H isto ria econ óm ica de E uropa dirigida por C. C ipolla, Barcelona, 1979, t. II, pág. 68.

77

mantenida en la sociedad estamental, constituían el grado ínfimo de los alimen­ tos, sólo utilizados por los ricos» excepcionalmente. Sobre todo los tubérculos Tengamos en cuenta que la patata no ha penetrado todavía y que al impulsarse su cultivo en el xvm tropieza con una actitud reacia, porque no es alimento para dis­ tinguidos. El propio duque de Osuna, miembro activo de la Sociedad Matritense de Amigos del País, dispone que se emplee, de una u otra forma, en su mesa para dar ejemplo. En el x v ii , en el caso de su largo, repetido y penoso ayuno, el picaro calmará su hambre como pueda y no rechazará el nabo irónicamente mencionado en El Buscón en el Guzmán, y en Justina. (Un historiador de la economía se pre­ gunta cómo siendo el campo francés más rico que el de Inglaterra, la revolución agraria, no obstante, se produjo antes en Inglaterra que en Francia, y se contesta: porque hubo un inglés que se decidió a comer un nabo antes que en otras par­ tes14™5; sin embargo, en España siguió estando su consumo ligado a ese menospre­ cio social de clase, que impidió el despegue de la agricultura). Pero el hambre del picaro, que siempre pretende servirse de lo reservado a los ricos, es de cosas que según las creencias dietéticas de la época calientan el cuerpo —una curiosa antici­ pación en la estimación de las calorías—. Un médico contemporáneo del Lazarillo, Montaña de Monserrate, nos define qué es hambre y sus palabras —que hemos de atribuir, pues, a alguien versado en los saberes del cuerpo humano en su tiempo—, nos dan una versión de aquélla que nos permite comprender la conducta del pica­ ro, abandonando su hogar, donde come, más bien peor que mejor, para ir a saciar su apetito de otros manjares. Montaña de Monserrate publica un tratado de A na­ tomía del hombre y en el mismo volumen incluye detrás un diálogo con el marqués de Mondéjar, de quien es médico, el cual en un momento de la conversación pre­ gunta a éste qué es el hambre. El marqués parte de que hambre y sed «son pasio­ nes propias y peculiares del estómago», pero quiere saber más y su médico le res­ ponde con una notable jerga aristotélica: «la hambre es apetito de mantenimiento seco y aparejado para mascarse y que la sed es apetito de cosa bebida y que refres­ ca y humedece el estómago, y esto quiso decir Aristóteles diciendo que el hambre es apetito de cosa caliente y seca y la sed es apetito de cosa fría y húmeda, enten­ diendo por cosa caliente cosa que tiene fuerza para calentar el cuerpo substancialnienls, lo cual no se hace sino engendrando alguna substancia caliente, como son la sangre y los espíritus vitales; y por seco entendiendo la sequedad actual median­ te la cual la vianda es aparejada para mascarse, de suerte que el calor de lo que de­ sea el estómago en la hambre es calor sustancial en potencia, como dicen los filó­ sofos, y la sequedad es actual; por lo contrario, lo que se desea en la sed es cosa fría y húmeda actualmente»148. Esos alimentos secos son los que hacen buena san­ 147 b is Este historiador inglés cuyo nom bre no puedo recordar, se hubiera sentido interesado por un pasaje de E l m e jo r alcalde e l R ey, en el que Lope de Vega atribuye al «gracioso» una concepción in fa ­ mante al cultivo de estos tubérculos:

«y tuvo un sobrino tuerto el primero que sembró nabos en G alicia» (ed. de D iez Borque, 253) (téngase en cuenta que la condición de tuerto, com o las de algunos otros defectos físicos, se considera­ ban com o una tacha social). 148 Bernardino M o n t a ñ a d e M o n s e r r a t e , L ib ro d e la A n a th o m ia del h om bre, V alladolid, 1551.

78

gre y sólida salud y, en consecuencia, son los más apetecibles: pan y carne (dentro de los cuales hay también su jerarquía). Haber comido cosas «secas», en el sentido indicado —y por esa su consistencia capaces de meterse entre los dientes—, dio lu­ gar al uso del palillo en la boca, como signo de haber comido en calidad y medida propia de un hacendado incuestionable. Es bien conocida la escena del Lazarillo, cuando vemos al picaresco escudero toledano salir a la calle con el palillo entre los dientes. Bien conocidos son el poco aprecio de las verduras y el hecho del empleo del mondadientes para demostrar una buena comida, lo cual no es un caso particu­ lar que ofrezca el Lazarillo en la literatura española. Entre nosotros se encuentra ya en E l Crotalón (obra tan cargada de materia picaresca). Y también lo he encon­ trado en la poesía francesa de mediados del xvi. Así, Jacques Grevin, poeta que sobre mediados del siglo ataca a Ronsard en sus Sonnets de la Gelodacrye, hace burla de un personaje por su comida escasa y a base de ensalada y no olvida la función social del palillo: «D ’une salade il fait trois ou quatre repas, Puis, en curant ses dents il s’en va pas a pas, Sur le bort d’un ouvroir deviser de la France»149.

Cabe decir que la novela picaresca no es novela del hambre por cuanto sólo es esto en uno de sus aspectos. De acuerdo con que no es, en ningún caso, lo que es­ pecíficamente la caracteriza y diferencia en tanto que invención literaria, ya que lo comparte con otros géneros. Diez Borque lia señalado, con mucho fundamento, el papel del factor hambre en el teatro, si bien, pienso yo, al adscribirla al «gracioso», la comedia le hace perder su acerba gravedad150. Y esto es lo que, por el contrario, conserva la literatura picaresca, la novela cuyo fondo es salir de lace­ ría y con ello librarse de las punzadas que padece el famélico, lanzando un atrevi­ do reto sobre el entorno. No se puede confundir esto con el hambre ocasional, episódica, que pueden pasar los ricos, en caso de guerra, de sitio, de alguna calamidad momentánea, de un viaje, de un naufragio, o cuando en juvenil edad, para que comience sus estu­ dios, unos padres ricos, faltos de información, instalan al hijo como pupilo en la pensión de un avariento huésped. Ese hambre, o es un accidente extrahumano fuera del sistema, o es momentáneo y remediable por los medios normales de la casa familiar. Se ha dicho que también pasan hambre los hijos de las familias aco­ modadas en el pupilaje del licenciado Cabra. Pero basta con que sus padres lo ad­ viertan y los saquen de allí para que la amenaza de esa insuficiencia acabe. Para el picaro, no; es el achaque que, a poco que se descuide, va a caer sobre él durante todos los días de su vida, a no ser que logre asentarse convenientemente en alguna posición que le permita contar con medios. Y esto último es lo que, una vez pasa­ das unas décadas más favorables en el siglo xvi, se ha vuelto a hacer sumamente difícil, al cerrarse los canales de la movilidad social. H ay edición facsím il de M adrid, 1975. La parte titulada «El sueño del M arqués de M ondéjar» com ien ­ za en el fo lio L X X IV , la cita, en folio CV. Esto explica la fórm ula gastronóm ica perfecta que enuncia la novela picaresca: «beber frío y com er caliente». 149 Incluido en el volum en P o è te s du X V I e siècle, en la colección de «La Pléiade», pág. 742; según el editor, gelo d a crye es un n eologism o desafortunado del autor y significaría m ezcla de risas y lágrim as, página 738. '50 S ociología d e la com edia española d e l siglo X V II, M adrid, 1976, pág. 24.

79

Tampoco es el hambre de los individuos, amontonados y sin nombre, que habi­ tan en las populosas ciudades, entregados a trabajos ínfimos en su calificación so­ cial, como vienen a ser todos los trabajos mecánicos, o a pasar el día buscando ocupaciones de poco tiempo y ocasionales o que se entregan a malos vicios, o se mantienen de limosna. Estos son miserables que tienen que esforzarse físicamente o humillarse moralmente para conseguir, poco más o menos, un mendrugo; esto es, un mísero trozo de ese alimento «seco», como antes vimos, necesidad principal de la alimentación. El historiador R. Villari ha encontrado unos «Advertimentos al Conde de Olivares» (que él atribuye al virrey conde de Miranda y fecha en 4 de noviembre de 1595) en los cuales se habla de Nápoles, pero puede servirnos de ejemplo de cualquier gran ciudad española: «la pobre ciudad (se) halla siempre ne­ cesitada, sufriendo en el grano y en el pan, que es el sustento común de sus hijos, mil imposiciones con que siempre lo comen malo y caro...» hasta el extremo de que «los años pasados habiendo en esta ciudad grande estrechura de pan que es la que más siente este pueblo, llegó este alboroto hasta el punto que se temía alguna desorden»1S1. Esto es un episodio de las alteraciones por las subsistencias que cun­ den en Europa, que en España son muchas y graves, donde además los privile­ giados obtenían los alimentos o de sus propiedades o también en tiendas especiales en las que el pan y la mejor carne se les vendían libres de alcabala. Recordemos que para la merienda que Pablos encarga, destinada a engatusar a unas damas, ha­ ciéndoles pensar que es joven rico, incluye «pan, el mejor». No menos se diferencia del hambre irremediable del indigente, de aquel que permanece en un estado de inanición, en el cual quedan anuladas prácticamente sus posibilidades de defensa, sin otros medios que la humillante limosna. El picaro, como pobre, según la definición recordada de A. de Palencia, es el que tiene poco, pero algo. Y en particular, dentro de ese tipo de pobre, aparte de la pequeñísima suma de unos «dineros» que le entregue su madre, como a Guzmán, o que reciba en herencia de su padre, como Pablos, el picaro lo que tiene es listeza, habilidad, industria. Sólo puede disponer de esto para compensar la carencia de bienes materiales. Se cumple en él el consejo que ya de muy atrás daba Juan Ruiz, ese perspicaz Arcipreste de Hita que en tantos aspectos nos hace adivinar sendas hacia la sociedad moderna. A diferencia de todos estos casos señalados, el picaro es el hambriento por- in­ sumisión, que no quiere aplicarse a seguir el camino trillado de los que con sus me­ dios ganan de comer trabajando, justamente porque cree que el trabajo no es remunerador en la forma y medida que él pretende y porque él posee un medio ex­ cepcional: su saber hacer «industrioso». Y piensa que, utilizando éste con un poco de buena fortuna, va a poder comer y vestir, más y mejor, que de cualquier otra manera. El picaro no cambiaría nunca su hambre —que puede pensar un día en superar, astutamente y sin escrúpulos— por el hambre del hidalgo a quien se le van los ojos tras la mochila del pobre, según comentan unos versos de Barahona de Soto >52.

151 Véase su obra, ahora en traducción castellana, L a revuelta antiespañola en N ápoles. L o s oríge­ nes (1585-1647), M adrid, 1979, págs. 246-247. 152 Véase la obra de R o d r í g u e z M a r í n , L u is B arahona de S oto, Madrid, 1903, págs. 731 y ss. Aunque no sigo, en mi anterior esquem a, sus distinciones, sin em bargo, para advertir que éstas existen

80

Incluso desbordando el marco de la picaresca, en toda la literatura de pobres, bien sean ellos los protagonistas, bien tengan un papel secundario, el comer bien tiene un aspecto agresivo, de manera que procede de algún hurto o robo cometido o de un planteamiento de la imagen de un «mundo al revés», de lo que en ambos casos los pobres se aprovechan. Se observa en la figura del gracioso —y ejemplos de ello se encuentran en páginas citadas por Diez Borque—, o en los habitantes de esos países de ilusión, cuya descripción literaria constituye una fase previa a la Utopía (la cual poco tiene que ver con esto). Se trata del País de Cucaña (un tema común, por lo menos, a las literaturas inglesa, francesa y española) o del País de Jauja. Especialmente, de estos ejemplos, el primero representa un modelo perfecto del tipo literario que he llamado «fábulas de revancha» >53. Hay siempre un cierto revanchismo en la manera de hartarse el pobre cuando la ocasión llega y esto se observa también en la picaresca. En la versión española del poema burlesco «País de Cucaña», se dice que poseen «un docto libro del vivir picaño para comer (aún más) después de ahíto»154.

Sabido es que «picaño» es equivalente dé «picaresco». Vamos a ver en algunas no­ velas qué significa el comer. Ello nos dará la medida de lo que representa el hambre. Es fácil de comprobar que las referencias al tema del hambre en el Laza­ rillo constituyen no aditamento irrelevante, sino un elemento constructivo insuprimible. Concentrado sobre todo en los episodios del clérigo de Maqueda y del escu­ dero de Toledo, el papel del hambre es un factor integrante de la figura humana del picaro, de la situación en que se ha venido a encontrar en la sociedad en que vi­ ve, del entorno amenazador que le acompaña en su existencia, del despliegue de sus facultades y del desarrollo de sus acciones. Frente a la tesis contraria tradi­ cional, contestatariamente, pues, oponiéndose a aquella en que se basaba la so­ ciedad jerárquica (conforme a la cual el hambre del pobre y del trabajador manual reduce la potencia intelectiva del hombre y los tales deben ser excluidos de las fun­ ciones elevadas y de sus correspondientes honores), en el Lazarillo y, en general, en la novela picaresca se parte de una concepción inversa, esto es, de que el hambre aguza el ingenio, despierta la capacidad intelectual, hasta el punto de que, como Lázaro dice, «me era luz la ham bre»155. No deja de ser una comprobación de relevante interés la de que Ch. Minguet, al estudiar el Lazarillo con un método estructuralista, haya llegado a la conclusión de que el hambre es el eje principal en torno al cual se construye la o b ra 156. y discernir m atices de interés, puede verse J. B o u r d o n , «P sych osociológie de la fam ille», en A m a le s de dém ographie h istorique, 1968-1969, págs. 9-27. >53 v é a se mi libro U topía y reform ism o en la E spaña de los A u strias, M adrid, 1982, «Introducción: de la fábula a la utopía». 154 «E! P ais de C ucaña», edición de C. M auroy, R e vu e H ispan iqu e, t. X X X V , 1915, págs. 277-291; y el primer trabajo incluido en mi libro citado en la n ota anterior. 155 Edición de A . Blecua, ya citada, pág. 122. 156 R echerches su r les stru ctu res narratives du L azarillo de T orm es, P arís, 1970, págs. 37 y ss. C on ­ fieso que me considero absolutam ente incapaz de entender una interpretación com o la que propone J. W einer, perteneciente al tipo de una «T eología de la literatura», inspirada en las posiciones difundi­ das por A . Parker y que estim o, com o las de W einer, sum am ente ingeniosas, pero de u n a arbitrariedad

81

De un hambre que puede propiamente producirse en la estructura y mentalidad de la época; esto es, en una sociedad anterior a los comienzos del capitalismo (que empezaba ya a difundirse) y que piensa que guardar las riquezas, los bienes abun­ dantes que se poseen, es la única manera de conservarlos y gozar de ellos; una so­ ciedad con bajo nivel en la producción de alimentos-en la que quien los alcanza los encierra con avaricia en el arca o en la alacena, y frente a ello —los bodigos del cura, en este caso—, la desfalleciente necesidad de sustento que sufre un mozalbete cuyas ingeniosas diabluras para salir de apuros le hacen urdir toda la picara trama que Lazarillo se inventa. Sin duda va movido también por la tentación atrevida y sugestiva que enuncia un refrán citado en La Pícara Justina: «Lo hurtado es más sabroso»157. Se trata, pues, de un proceder surgido de la oposición avaricia-_ necesidad (que aguza el ingenio), una oposición que se traduce en otra de las frases de forma paremiológica que ha recogido Gella Iturriaga: «el rico come cuando quiere y el pobre cuando puede»l58; una oposición, finalmente, que refleja una so­ ciedad dominada, sin entenderla, por la escasez, por el hambre endémica del pueblo bajo, causando el continuo enfrentamiento de intereses del que tiene y del que sufre privación (fenómeno de «escasez» que no lleva detrás ninguna interpre­ tación económica y que en este plano no empezará a reconocerse hasta dos siglos después). Los episodios de Lazarillo con las uvas del ciego, o con los panes del clé­ rigo, como el de Guzmán con las confituras del cardenal, o las de Honofre apro­ vechándose de los obsequios de su amo a una dama, son escenas perfectamente na­ turales de pihuelos hambrientos o golosos y muestran, contra lo que se ha dicho, el alto grado de secularización que se observa en la picaresca. En el Guzmán podemos ver de un lado la referencia al hambre de los estudian­ tes en una casa de huéspedes que nos describe, así como a la figura famélica, avara y siniestra del maestro de pupilos que la gobierna, y en la que el picaro se instala en Alcalá, cuando piensa en licenciarse159. Cosa distinta es la impregnación de hambre que como un estigma lleva marcada en él el protagonista y que, pese a sus recursos, le acomete en más de una ocasión, pero sobre todo le hace incurrir en glotonería como compensación del estado de carencia por el que pasa en cualquier momento (acabo de recordar el episodio del hurto de las confituras en el palacio del cardenal romano). La picaresca tiene en este aspecto mucho de eso que he lla­ mado fábula de revancha. De El guitón Honofre se puede decir que, dejando aparte los capítulos primero y último, los once restantes se concentran en la narra­ ción de la ingeniosa manera que tuvo el protagonista de conseguir hartarse en su­ insostenible. R eproduzco el pasaje clave del trabajo de Weiner: «la ratonera evoca la imagen de la In­ quisición, un m edio de terror externo, pero no de m ejora interna. El intento de Lázaro de ponerse en contacto con D ios m ediante los b odigos para satisfacer su hambre espiritual y física, sim boliza la necesidád de reform ar a la Iglesia desde dentro. El clérigo echa a Lázaro de su casa con lo cual cree que los problem as de la Iglesia católica se han resuelto». V éase, del autor, «La lucha de Lazarillo de Tormes por el A rca», en A c ta s d el III Congreso Internacional de H ispan istas, M éxico, 1970. Véase tam bién, com o punto de vista interesante, S . G i l i a u x , «T he Death o f Lazarillo de Torm es», en P .M .L .A ., L X X X I, 1966. 157 Tercera parte, libro II, cap. 2 .° . Véase J. G e l l a I t u r r i a g a , «El refranero en la novela picares­ ca y los refranes del “ Lazarillo” y de "La P ícara J u stin a ” », en el volum en de varios autores L a p ic a ­ resca: orígenes, tex to s y estructuras, M adrid, 1979. 158 V éase, de G e l l a I t u r r i a g a , L a s m on edas en e l refranero, M adrid, 1982, pág. 99. '59 E dición de F. R ico, págs. 806-807.

82

cesivos episodios del hambre que constantemente sufre. Esta novela está próxima a ser un ejemplo de la picaresca del hambre. Toda ella está construida como una se­ rie de episodios, como he dicho, en cada uno de los cuales el famélico protagonista estafa, roba o engaña para comer; sufre los golpes por parte de los perjudicados y ello va seguido o bien de la venganza cruel que toma y que se complace en contar o bien de su escapada a otros escenarios para librarse de represalias o de duro casti­ go judicial; en el último caso, por una gran estafa cometida en perjuicio de los in­ tereses públicos representados por el rey. En esta novela —cuya fecha, a pesar de todo no veo tan clara—, nos encontramos con una escena que recuerda el conoci­ do pasaje del Buscón en la que el avaro licenciado Cabra incita a los estudiantes sentados a la mesa en su pensión a que coman, gocen y se harten de la mísera co­ mida que les saca. Honofre se oye decir de su nuevo amo, avariento y brutal, cuando le señala una ración mezquina para su sustento, estas palabras: «gózate en el mundo, que agora es tu tiempo; comerás bien, beberás mejor; no habrá duque como tú » 160. En el Segundo Lazarillo los aspectos del tema son de un abultamiento tan desfigurativo, tan caricaturesco, que sólo por lo extremados que son se libran de quedarse en tópicos. En esta novela se acusa cómo, además, el hambre y el afán de conseguir y guardar —bien guardados, para evitar su hurto— los alimentos, cons­ tituye uno de los caracteres de la sociedad barroca. Ello afecta no sólo a los pobres, en sentido más estricto, sino a individuos de unos niveles de baja medianía. Pero vamos a fijarnos un poco en El Buscón, dejando de lado testimonios que son también interesantes, pero que es innecesario insistamos en ellos, porque resul­ tan fácilmente hallables en la novelística de Cervantes, de López de Úbeda, de Castillo Solórzano, etc. Es difícil hallar un protagonismo del hambre semejante al que alcanza en la novela de Quevedo. Aunque aquí no sea ese el centro de la cues­ tión, no es posible dejar de referirse al episodio de la estancia del picaro y de su amo en casa del licenciado Cabra, en donde han sido internados para seguir estu­ dios. Este episodio pertenece al tema del pobre estudiante que, popular en todas partes, en nuestro xvil adquiere una gran difusión. La casa de pupilos en la que se instalan era la mansión «del hambre viva». Es un verdadero protagonismo de los mendrugos, el que domina a Pablos en tan sórdido lugar. En otro momento, cuan­ do un viejo mercader, en una venta quiere echarse a dormir para ahorrarse el gasto de la cena, nos tropezamos con un caso más del atavismo popular del hambre, tan frecuente, como he dicho antes, en nuestra sociedad del x v i i y del resto de Euro­ pa. Cuando don Diego, al incorporarse al mundo estudiantil de Alcalá, paga su contribución a los antiguos colegiales, le declaran admitido en las preeminencias de los mismos y acuerdan que «pueda tener sarna, andár manchado y padecer la hambre que todos», pasaje que recuerda una frase de María de Zayas, que men­ cionaré más adelante, aunque ofrezca mejor humor. Cuando apenas empezada la vida en Alcalá, hurta Pablos dos marranos, responde a su amo que le recrimina por ello, y le pregunta severamente qué podría responder a la justicia, si viniera a por él: «me llamaría al hambre que es el sagrado de los estudiantes» (una frase que recuerda la reclamación del derecho de asilo). La grotesca escena de la comida en 160 Edición de H . G. Carrasco, pág. 89.

83

casa de su tío, el verdugo de Segovia, es una de las muestras de más fuerte y repul­ siva «pasión» de comer, en una sociedad en crisis. La más dura experiencia y la más propiamente picaresca es la del hambre en la compañía de don Toribio y de sus amigos, pretendidos hidalgos e innegables pobres, en Madrid. Allí, entre esa gente miserable, estrafalaria y embaucadora, dominada por el aguijón de un ansia de comer, jamás suficientemente satisfecha, Pablos se oye anunciar este apoteg­ ma de filosofía moral picaresca: «esto de la hambre es recio noviciado», aunque lo cierto es que el picaro se encuentra ya, desde niño, metido en él161. Edmond Cros piensa que el tema del hambre, en el Lazarillo y en el Guzmán, «expresa una realidad socio-económica de las gentes pobres». Estoy plenamente de acuerdo. También el hecho de desear una pequeña joya, como le pasa a Justina, y por no tener dinero para comprarla recurrir a la estafa, es conocer hambre picares­ ca. Y afirmaciones semejantes se pueden hacer de Trapaza, Rufina, Elena, etc., en mi opinión. Cros supone que en El Buscón puede no haber una conexión de tal ti­ po: sufren de insuficiencia en la alimentación los mismos estudiantes ricos. Creo que, como ya he recordado antes, en el Guzmán y en el Honofre se hallan unos pasajes semejantes al de la casa de pupilaje del Licenciado Cabra. Y he señalado que la picaresca recoge el tema del hambre ocasional y perfectamente remediable del rico, el de aquel que, aun tal vez hallándose en una situación acomodada, deja salir al exterior los síntomas de sus privaciones soportadas en otros momentos; pe­ ro el hambre picaresca, aunque todas las otras contribuyan a ambientarla, se en­ cuentra en la novela de Quevedo, como en las demás manifestaciones del género, en los buscones; en los criados ocasionales (que detestan servir y tienen que acep­ tarlo en algún momento para poder comer algo); en los pobres, socialmente clasifi­ cados como tales, que aparecen representados en individuos del hampa (ganapa­ nes, descuideros, picaros de cocina, etc.); en los picaros propiamente dichos, los cuales la contemplan a toda hora pegada a ellos y dispuesta a convertirles en su presa. El propio Cros define en E l Buscón, «un universo novelesco dominado por la abstinencia (forzosa, claro) y la penuria de víveres que no puede dejar de estar en relación con la situación económica de una Castilla que, en el momento en que verosímilmente escribe Quevedo, se ve azotada por los últimos efectos de la gran peste de 1596-1602»161 bis, y por la crisis que se da en toda la Europa contemporá­ nea (recuérdense las palabras de Braudel, citadas antes)162. Sin duda, en las tempranas fechas en que la obra, según los más de sus críticos, fue escrita, Queve­ do podía conocer las graves consecuencias que se dieron en la Península, y aún 161 E dición de F. Lázaro, págs. 32, 34, 37, 46, 51, 62, 76, 138, 151, 176, etc. En la com edia cervan­ tina m ás próxim a a la picaresca, P ed ro de U rdem alas, dice este personaje de sí m ism o, refiriéndose a años de m uchacho que le prepararon para el tipo hum ano que es, «y a tener hambre aprendí» (edición Schevill-B onilla, de las O bras com pletas de C e r v a n t e s , «C om edias y entrem eses», t. III, Madrid, 1918, página 139). 161 bis v é a s e Id eo lo g ía y gen ética textual: e l caso de E l Buscón, M adrid, 1 9 8 0 , y obra citada en n o­ ta 1 6 4 . 162 w . M inchinton, en su estudio inserto en la obra dirigida por Cipolla que antes he citado, sostie­ ne — véase pág. 94— : «parece que para gran parte de E uropa, a finales del siglo x v i y principios del x v ii las dificultades alim enticias se agudizaron. Si se com paran lo s presupuestos de alim entación del si­ glo XVI con los del x v ii aparece una inconfundible caída. La dism inución m edia del consum o alim enti­ cio p e r ca p ita ha sido estim ada en un tercio. La tendencia general iba puntuada por años de cosecha abundante y años de ham bre».

84

pudo, antes de publicar la obra en 1626, volver a contar con experiencias semejan­ tes. A ello hay que añadir las no menos angustiosas, a efectos de miseria y hambre, de las devaluaciones del vellón por Felipe III, y también antes de que la obra sa­ liera de las prensas, las de Felipe IV, por lo menos en su primera fase. Muy escasa­ mente posterior a la publicación de El Buscón es la desesperada frase de Felipe IV sobre «la infernal peste del vellón»163. Estimo muy atinado que Cros, al final de su libro, relacione E l Buscón con la crisis económica que con particular gravedad so­ porta Castilla en el mismo tiempo en que se escribe la novela y en años siguientes, y, en consecuencia, con los trastornos que sufrieron grupos que seguían preten­ diendo —incluso, digamos, que más acuciados aún por las circunstancias—, en medio del desorden y de la inflación disparada, ascender socialmente y confundir­ se con los de otras clases,64. Es por eso por cuanto los efectos que el propio Cros señala son aspectos que trascienden pretensiones económicas, para entrar *de lleno en el campo de las aspiraciones sociales, por lo que yo prefiero hablar, más ampliamente, de crisis social y veo en ella el terreno abonado del que brota ese inviable afán de medro, en el que me parece descubrir una de las caras de la picares­ ca, siendo la otra el entorpecimiento —hasta llegar prácticamente casi a un cierre— de las corrientes de movilidad social. De ese tronco, visto por sus dos la­ dos, viene el fruto anormal del proceder «desviado» de los picarosl65.

•63 A rch ivo H istó rico E spañol, vol. V, M adrid, 1932, pág. 539. '64 Edm ond C r o s , L ’a ristocrate et le carnaval d es gueux, M ontpellier, 1 9 7 5 , p á g s . 3 0 , 3 3 , 4 1 , 1 1 6 -1 1 7 .

165 E stoy m uy lejos, pues, de una de esas interpretaciones sobre la literatura, y más aún, sobre la vi­ da española, tal com o la expone L. Spitzer: la descripción de un estado de hambre en E l Buscón n o re­ m ite a un ser vivo que la sufre, sino a una alegoría, b ajo form a de siniestra festividad, con trazos horri­ bles en ciertos detalles y ajena a una im agen de la realidad: un sim bolism o de lo som brío y m acabro, que viene a ser un contra-idealism o. Y m ás enérgicam ente he de rechazar la. interpretación que Spitzer intenta dar a continuación.

85

CAPÍTULO II

L O S R IC O S Y L O S C A M B IO S DE N A T U R A L E Z A Y F O R M A S D E L A R IQ U E Z A E N E L R E N A C IM IE N T O

Las transformaciones que, debidas a cambios profundos de naturaleza social e ideológica hemos visto originarse en los conceptos de «pobreza» y de «pobres», asi como los que vamos a ver luego en relación con los de «trabajo» y «trabajadores», se corresponden en perfecto paralelismo con los que se van ocasionando en los de la otra cara de la estructura social, esto es, en las del concepto de riqueza y del es­ tado de los ricos. Luego me ocuparé del factor que, operativamente, juega en estos cambios un papel decisivo. Ahora, y en resumen, el proceso cuyo esquema trato de dejar aquí sucintamente expuesto viene a ser el del desplazamiento del poder social y del rango elevado en la estratificación en su paso del noble al rico. Durante mucho tiempo, durante siglos, uno y otro han coincidido. Correspondía al tipo que resultaba de la fusión de ambos el más alto nivel en cuanto al status de que en la ordenación interna de la estructura de un grupo se gozaba. Péro aún así era siempre posible advertir generalmente en cuál de los dos aspectos recaía el peso mayor de la estimación, en el sentido de reconocerlo como factor determinante, aunque fuera informalmente, del emplazamiento del individuo en la jerarquía de los estratos. En otro lugar me he ocupado con cierta extensión de los valores que la nobleza pretendió monopolizar, de los modos de comportamiento cuya exclusiva, con ca­ rácter ejemplarizante, se atribuyó y de la posición que impuso se le reconociera1. He intentado también, en esas mismas páginas, hacer ver el paso que lleva a cabo el grupo nobiliario, desde una configuración de carácter estamental a una esboza­ da reconstitución orientada a asumir un papel como clase elitista. Ese paso, a mi modo de ver, estaría estrechamente ligado a las innovaciones que se producen res­ pecto a su relación con la riqueza: en un primer momento, el noble es el único ri­ co, es el detentador, precisamente en cuanto noble, como atributo derivado de su 1 Véase mi obra P o der, h on or y élites en el siglo X V II, M adrid, 1979. Contiene una inform ación com parativa interesante la obra de J. P . L a b a t u t , L e s n oblesses européennes de ta f in du X V e siècle a ¡a fin du X V I I I e siècle, Paris, 1978; en especial la parte segunda, L es valeurs fo n d a m e n ta les des nobleses. L a 'tesis de Labatut es que, dejando aparte el caso de Inglatera, en los dem ás países el m odelo de «nobleza» es m uy similar; hay entre todos los dem ás casos una «unidad relativa» de los tipos de n o ­ bleza.

86

función y de su status, de la riqueza —aunque pueda haber alguna excepción rarísima, que socialmente no cuenta—; en un segundo momento, el número de los ricos crece considerablemente y con ello su peso en el conjunto, al mismo tiempo que ese atributo de la riqueza toma mayor relieve en la figura del noble; en una tercera fase, el rico que ha tomado conciencia de su papel y su relevancia en la so­ ciedad, trata de atraerse a la nobleza, bien entrando en su marco, por vía de en­ noblecimiento que le realza, bien por apropiación del modelo nobiliario, del «vivir noblemente», reproduciendo los sistemas de valores y virtudes, los modos de con­ ducta, el «tenor de vida», de la jerarquía tradicional —aunque, claro está, alterán­ dolos profundamente porque su base de atribución siempre será otra—; en una úl­ tima fase, que queda fuera de nuestra atención, el rico se impone de hecho —y aun en ocasiones de derecho, caso del constitucionalismo censitario— y convierte al noble en su coadyuvante que todavía, incluso en países altamente industrializados como Inglaterra, puede proporcionarle un brillo aparente y parasitario (aunque con la relativa eficacia que la apariencia tiene siempre en la vida social). No voy a hacer más que algunas breves referencias al segundo y tercer período que, como es propio de los cambios históricos, se superponen eh buena medida. Por tanto, daré algunos datos que puedan ser significativos relativamente a la evolución social en la que surge la literatura picaresca, respecto a aquella época en la que un incues­ tionable crecimiento económico, de base preferentemente mercantil, permite la multiplicación del número de ricos en las sociedades euro-occidentales, bien en el marco de la nobleza —en este caso, con una base importante de propiedad agra­ ria— o bien haciendo suyo el modo de vida en que consiste el paradigma del caba­ llero—, caso este último de mercaderes o labradores que son tan ricos que en obras de reflexión sobre política y economía, así como en la novela, en el teatro, o en documentos administrativos, se dice que por esa razón gozan de la alta estima de las gentes.

D

e l n o b l e r ic o a l r ic o c o m o a s p ir a n t e a l e n n o b l e c im ie n t o

Conforme a la mentalidad en que se apoya la sociedad jerárquica medieval, el noble es un individuo de tales dotes personales de valor y virtud que por la fuerza de su brazo y el golpe de su espada ha podido ganar tierras, vasallos y amontonar riquezas. Tal es el mito que todavía don Quijote, en su utopía restauracionista, da por válido. El noble es un expoliador admirado por las sociedades guerreras y al juntarse esta imagen con la creencia en la transmisión de sus cualidades por la sangre, noble es aquel que viene de individuos que han dispuesto de grandes ri­ quezas, porque se cree irrebatiblemente que han sido obtenidas por la preclara vir­ tud bélica. Puede haber, en raros casos, alguna persona rica, aparte de todo cauce nobiliario, pero como sucede con algún rico de un poema de Gonzalo de Berceo o con los ricos judíos del Poema de Mío Cid, carecen de todo prestigio social. No hace falta decir que en esta situación es inútil por vías previsibles, ordenadas, al­ canzar la riqueza y su prestigio, quiero decir, la riqueza del estamento privilegiado y no menos inútil es tratar de obtenerla torcidamente. Por eso, el bandolero me­ dieval, si no es señor por su familia, no muestra nunca pretensiones semejantes. En esta sociedad, correlativamente a la concepción del pobre ya vista, también

87

el rico tiene su función escatológica como corresponde a un mundo que pende de una instancia trascendente. El rico está puesto como administrador de los bienes que la Providencia le ha proporcionado en su nacimiento: a los unos, los de arri­ ba, les corresponde apropiárselos (tomándolos de quienes sumisamente tienen la función de esforzarse en producirlos), disponer de ellos, distribuirlos, si bien siempre en una mínima parte, administrarlos (según el límite teórico que algunos pondrán al poder señorial); a los otros, los de abajo, recibirlos, en su parte corres­ pondiente, del señor, agradeciéndolos como dádiva y reconociendo lo mucho que por los pobres labradores y artesanos hacen los ricos. Se sostiene por la doctrina que quedan en cierto modo, iguales, ya que unos y otros no hacen sino asumir el papel que en su suprema e inmutable ordenación, Dios les tiene asignados2. Guz­ mán declara, en los penosos capítulos en los que expone su modo de entender la relación con Dios, repetiremos sus palabras: «A los ricos dio los bienes temporales y los espirituales a los pobres. Porque, distribuyendo el rico su riqueza con el pobre, de allí se comprase la gracia y, quedando ambos iguales, igualmente gana­ sen el cielo». Se refiere a los desheredados más adelante y dice «a sus amigos y a sus escogidos, con pobreza, trabajo y persecuciones los banquetea». Varían en su volumen ciertas condiciones externas y transitorias, su disfrute terrenal, el penoso esfuerzo de obtenerlos; todo resulta armonizado, sin embargo, en una misma finali­ dad; en origen, naturaleza y destino son lo mismo. El enmascaramiento que esta idea de igualdad supone lo veremos luego. Tal es la función —adelantaremos aquí— de la fórmula trivial e inmovilista del «gran teatro del mundo». Se ha dicho que el concepto de riqueza de la nobleza no era el mismo que el de los burgueses y aún más bien que era diametralmente opuesto. Si esto último care­ ce de sentido, la primera parte de tal tesis es aceptable. Se puede admitir y aún más, hay que dejar sentada esa diferenciación; pero siempre que con ello no se desconozca que la apetencia de riquezas por parte de los nobles no era en ningún caso menor que la de individuos de otros grupos, con la particularidad de que no se detenía ante la violencia más feroz. También cabe añadir que en la apetencia de bienes puede darse preferencia a unas u otras especies de ellos y que esto cambia según épocas y según los grupos dominantes; y así, en las décadas de la picaresca asistimos a un doble fenómeno interesante: de un lado los ricos buscan, en toda Europa, adquirir tierras, porque soportan mejor la crisis y siguen dando prestigio y poder; pero nos encontramos con un claro auge de la propiedad de bienes mobi­ liarios, porque permiten un movimiento mucho más ágil y rentable de ganancias y de inversión, no menos que un más favorable consumo urbano: no hay mercancía con la que se gane tanto como con el dinero, comentan mercaderes, como los Ruiz, dedicados a este negocio. En cualquier caso, en su formulación pura jamás la posesión de un gran volumen de bienes era indiferente ni secundaria para la con­ figuración de la imagen social del noble. Cuando se sostuvo en el Medievo la tesis de que la virtud o el valor eran la raíz de la nobleza, no es ya que se tratara de una sublimación enmascaradora —la cual tenía su contrapartida en la literatura sobre el noble caído en pobreza—, sino que en el concepto de esa virtud entraba la ri­ queza. Por virtuoso, el noble era rico y hasta figuraba en el grupo de los más ricos; por rico podía ser virtuoso y se veía atribuir —debido a esa doble superiori­ dad— las funciones más altas de mando y de gobierno. 2 Véase E . L o u s s e , L a so ciété d'A n cien Régim e, Lovaina, 1952.

88

La riqueza es parte y consecuencia del poder en la sociedad tradicional. Como representante de la mentalidad que a éste corresponde, Ibn Jaldun escribió: «la posesión de la autoridad es una fuente de riqueza»3. Inútil, pues, intentar penetrar en una u otra esfera: cuanto se refiere a la colocación en la estratificación social, todo depende de unas condiciones de nacimiento y familia, de la «sangre» que se hereda y en la cual se simbolizan todos los valores de la «buena» como de la «baja» sangre. Se trata de una ordenación transpersonal e inmutable que la acción del individuo es ineficaz para alterar. Existe, es cierto, en la sociedad estamental, a diferencia de la de castas, un corto número de saltos entre las escalas, pero tan es­ casos son, es tan rarísimo que se produzca uno de ellos, que no cabe contar con tal posibilidad. Sin embargo, y a pesar de la supervivencia de esta concepción estática hasta el siglo X V III, tenemos que contar con que ya en los últimos siglos medievales se anuncia un cierto dinamismo social. A comienzos del siglo xiv podemos observar que algunas alteraciones coyunturales favorables, el desarrollo de las ciudades, el incremento de las relaciones mercantiles, el alejamiento o reducción de la actividad bélica en España (esto tiene particular importancia), y otros aspectos no menos influyentes en la renovación de la mentalidad (por ejemplo, la crítica filosófica de los nominalistas, los movimientos heréticos de los espirituales, la elaboración de una nueva doctrina del vínculo político por los romanistas, la audacia innovadora de los artistas —arquitectos, pintores, escultores— o la aplicación de invenciones técnicas como la brújula), dan lugar a un crecimiento de la riqueza, a nuevos fenó­ menos de acumulación de la misma en manos que no se emplean ya en manejar la espada, sino la pluma, escribiendo cartas y anotando cuentas. Y con ello, si antes la riqueza iba unida a la nobleza, como se reflejaba en la figura de los ricoshombres castellanos o en sus correspondientes franceses o alemanes, ahora pode­ mos encontrarnos con individuos que poseen un elevado volumen de riqueza sin tener ninguna condición nobiliaria: son los hombres ricos. El acontecimiento será registrado en un documento de la literatura castellana desde muy temprana fecha. Un pasaje del Libro de los estados del infante don Juan Manuel nos certifica su presencia: «en diciendo home rico, entiéndese cualquier home que haya riqueza, también ruano como mercadero»3bis. El hombre de la rúa, de la calle, el habitante de la ciudad, esto es, el hombre del común, puede ser alguien que haya amontona­ do una fortuna de grandes proporciones, sobre todo, ello es obvio, si ese burgués de los primeros tiempos se dedica a la práctica del comercio en grueso. Pero, es más, aproximadamente por la misma época el autor anónimo de una de esas com­ pilaciones de sentencias que pertenecen al género de los «espejos morales», el Libro de los cien capítulos, tiene la audacia de sostener que, a la inversa de la rela­ ción que antes enuncié, ahora resulta que aquel que tenga riquezas conseguirá tras ellas el poder: «el aver da señorío al que non ha derecho de lo aver; e da esfuerço e poder a quien non a esfuerço nin poder; el aver es guarda del prescio e ayuda de la buena vida e guarda e onra de los fijos e de las mugeres»; si antes con las armas se alcanzaban «los buenos fechos e las cavallerías», como enseña el Libro de A le­ xandre, ahora «buenos fechos gananse con el aver»4. Estamos ante la constatación 3 L es P rolégom èn es, traducción de Slane, 1936, t. II, pág. 339. 3 te B. A . Ε .,ν ο ΐ . LI, pág. 335. 4 El libro d e los cien capítu los, edición de A gapito Rey, B loom ington, 1960, pág. 16. Su editor em-

89

de una novedad muy significativa de un incipiente albor del espíritu de la primera modernidad, que va a ser reiteradamente puesta de relieve durante largo tiempo. No en todas las sociedades la trayectoria de la riqueza ha sido la misma, observa W. A. Lewis —por ejemplo, en la hindú o en la china—4bis; pero sí en las de Euro­ pa occidental. En siglos de plena vigencia de las creencias en que se basa el feuda­ lismo, los que junto al rey Alfonso X, redactan tan significativo texto como la Ge­ neral Storia, dicen en un pasaje que Júpiter se enamoró de Latona y Asteria «por­ que eran éstas dueñas de grant sangre e fermosas» —el mito de la «virtud» seño­ rial del linaje lo cubre todo, siendo como un manto de riqueza, y no necesita de otro factor—. Sobre dos siglos y medio más tarde, cuando los cambios en la men­ talidad son ya bien visibles, la riqueza ha ascendido de tal manera que no hay vir. tud sin ella. No se trata de un cúmulo de bienes exteriores que se poseen, sino de una condición personal que es promovida y se comprueba en la gran propiedad económica. Calixto explica a su criado Sempronio las razones de su enamoramien­ to de Melibea y le pide atienda —son los dos primeros altos valores nombrados por él— a la «nobleza» y «antigüedad» de su «linaje» y a «su grandísimo patri­ m onio»5. Desde el siglo xv castellano se repetían ya declaraciones en la misma línea. Con un planteamiento de rotunda claridad, Pérez de Guzmán reconocerá que «en este tiempo, aquel es más noble que es más rico»5bis. Si en cierta medida el historiador puede hoy seguir aceptando la contraposición propuesta por W. Sombart: noble, luego rico, en la sociedad caballeresca; rico, luego noble, en la so­ ciedad moderna, no cabe duda de que ese pasaje de Pérez de Guzmán parece escri­ to expresamente, para testimoniar la aurora de la modernidad en España. Corro­ borando esta afirmación, Juan de Lucena escribirá: «en España la riqueza es hidalguía»6. No cabe duda de que la estimación ha empezado a cambiar. Hernan­ do del Pulgar elogia a los recientemente enriquecidos —poniendo de manifiesto los desplazamientos de fortuna de su época— y satiriza a los que quieren menospre­ ciar a los nuevos ricos, cuya instalación en un rango distinguido en la sociedad le parece ya tan normal que llama «reformadores» precisamente a los que a ello se oponen en nombre de la tradición7. También Galíndez de Carvajal, poco después, defiende la ascensión social de los nuevamente enriquecidos y critica a los mante­ nedores del principio de la nobleza heredada, como si ésta no hubiera tenido tam­ bién en un día su comienzo8. Es de subrayar, además, que ese nuevo personaje dis­ tinguido que quiere hacer valer sus calidades y virtudes fundándose en sus ri­ quezas, se ve impulsado de un afán de aumentar éstas. En esas condiciones la proplaza la obra a fines del siglo x m o com ienzos del x iv . Haría falta un buen estudio lingüístico de la m is­ m a. Si la obra no es bastante posterior, se trata de un curiosísim o caso de avance de la observación de un fenóm eno que, durante los tres siglos siguientes, se estará señalando com o una decisiva novedad — todavía, por ejem plo, en Q uevedo. 4 bis T eoría d e l d esarrollo econ óm ico (traducción castellana), M éxico, pág. 79. 5 Véanse las dos últim as citas, acom pañadas de otras sem ejantes, en mi obra E l m u n do social de L a Celestina, M adrid, 1972, pág. 41. 5 bis G eneraciones y sem blan zas, edición de R. B. Tate, Londres, 1965, pág. 49. 6 D e vita beata (com o es sabido, a pesar del título latino, la obra está escrita en castellano y es tra­ ducción, o quizá m ejor, adaptación de otra de Bartolom é F a z z i o , D ialogu s de felicita ta e vitae). La cita en pág. 146 de la edición de G . Bertini, en el volum en Tes ti espagnoli d e l secolo X V , Turin, 1950. 7 L etras, edición de «C lásicos C astellanos», M adrid, págs. 69 y ss. 8 A n a les breves, B . A . E ., vol. L X X , pág. 536.

90

pia nobleza favorece la confusión en el interior del orden tradicional, igualándose con los nuevos ricos y compartiendo con ellos la insaciable sed de riquezas y su ac­ titud de endurecimiento del criterio de superioridad de la base económica, así como el desprecio hacia la pobreza y los pobres, aunque hayan salido en ocasiones de sus propias filas, como es el caso de los despreciados escuderos. No obstante, la supervivencia de la doctrina tradicional de la nobleza por he­ rencia será de mucho más peso, durante siglos, que éstas otras opiniones que faci­ litaban la apertura del sistema. Todavía en el siglo xvn, en Inglaterra, Francia y España los señores de base tradicional tratarán de vigorizar sus títulos de preemi­ nencia y de cerrar sus filas. Y paralelamente tendrá lugar un esfuerzo doctrinal para seguir sosteniendo que sólo la herencia por «buena sangre» de la virtud ca­ balleresca puede fundamentar el status del noble9. El obispo Sánchez de Arévalo, contemporáneo de los escritores del xv citados antes, sostiene —sin que falte en la ocasión el envío a la autoridad de Aristóteles— que los «frescos ricos» pueden no ser más que «locos venturosos» y por esa razón hay que estimar más a los nobles que reciben la riqueza de generaciones atrás10; pero sus palabras bastan para con­ firmarnos el hecho de la aparición repetida de los nuevos ricos, independientemen­ te del estado nobiliario, y nos explica esa solución que de hecho se impondrá de hacer reconocer un rango elevado en la generación de los hijos (es lo que Tomás Mercado y Cervantes nos dirán respecto a los hijos de los ricos mercaderes de Se­ villa y de Toledo, respectivamente). Como en otras ocasiones he puesto de relieve, el teatro contemporáneo de la picaresca se encarga de propagar las tesis tradiciona­ les sobre la superioridad de los individuos del grupo caballeresco, por su virtud y su función militar —y esto último cuando tal función ha dejado de ser monopolio de los caballeros—. Otras veces he citado testimonios de Lope de Vega y también de Mira de Amescua. Vélez de Guevara, Cubillo de Aragón, etc. Recordaré aquí unos versos de Pérez de Montalbán (a pesar de que otros más experimentados comprendían ya la superioridad de las tropas ciudadanas): Sin embargo, Pérez de Montalbán, en «Cumplir con su obligación» (jornada III), sostiene « ...el brío no es para gente de a pie».

La riqueza no se verá legitimar nunca formalmente como razón de la nobleza, pero desde el siglo xvi será reconocida como factor determinante de la misma. El médico y moralista catalán Jerónimo de Merola sostenía que el dinero (represen­ tante por excelencia ya para él de la riqueza), de entre las tres clases de bienes a te­ ner en cuenta (del espíritu, del cuerpo y de la fortuna), «debe tener el postrero lu­ gar de honra en la república»10bis (lo cual equivalía, por de pronto, a reconocerle una estimación positiva en el mundo del honor, como fundamento del mismo, de acuerdo con su propio valer). Un testimonio claro del nuevo planteamiento es el que se contiene en un pasaje de López Pinciano: la riqueza siempre da nobleza y la 9 Vuelvo a referirme a mi obra P oder, h on or y élites en e! siglo X V II, don d e, adem ás del desarollo del proceso de «refeudalización» de la im agen de la sociedad en España, aporto pasajes de historiado­ res extranjeros que señalan el m ism o fenóm eno en las sociedades del occidente europeo. 10 E sp ejo d e la vida hum ana, traducción castellana del original latino, Zaragoza, 1491, folio s. n. ío bis R epública universal sacada del cuerpo hum ano, Barcelona, 1587, folio 25.

91

virtud algunas veces, pero el criterio a seguir en la estimación social es, según el autor, que la nobleza «si es la que nasce de la riqueza es mejor la antigua y si es la que nasce de la virtud es mejor la nueva y propia» u . De todo esto queda que la ri­ queza ha impuesto su fuerza, universalmente estimada, para actuar como causa o fuente de nobleza, mientras que la relación inversa va cediendo. El fenómeno, tan general en la Europa del xvi-xvn, de la venta, por parte de los reyes, de títulos y honores, de la venta de hidalguías en España desde Carlos V a Felipe IV, responde a esa inversión en las bases de la estimación social a que me he referido. Responde, y esto es lo que quiero decir, en el sentido de que lo que hace posible la nueva ten­ dencia es la inversión en la dirección de la flecha que va de una a otra de esas dos categorías —tan diferentes en el fondo— de estimación estratificadora a que me vengo refiriendo. Sin duda, tiene en parte razón L. Stone cundo sostiene que teóri­ camente —y no dejemos de tener en cuenta que él se reduce, pues, a decir que en teoría—, el origen de la riqueza era más importante que su volumen, aunque éste podía acabar por dorar a aquél: «el dinero era el medio de adquirir y mantener el rango, pero no la esencia del mismo; la piedra de toque era el tenor de vida» n. En mi opinión, en un primer momento era lo más importante —como una primera condición resolutoria— llegar a poseer un gran patrimonio, una masa de riquezas que sólo pocos podrían alcanzar. Sin ella no era posible dar un paso más; .con ella se podía pasar a la segunda e inmediata condición para la nobleza: la instalación en una manera de vivir de un rico poderoso, ajeno al mundo del trabajo mecánico y de la profesión lucrativa, capaz de desplegar un gasto que revelaba sus grandes recursos. Pero no olvidemos que a su vez era el dinero lo que permitía adquirir bienes y honras que otorgaban la calidad de caballero, su modo de vida. El tenor de vida, el vivir noblemente, se demostraba, por ejemplo, en la probanza de hidal­ guía, mediante la demostración por el solicitante de que alcanzaba una muy amplia disposición sobre servicios personales y sobre bienes —escuderos, criados, armas, casas, tierras, galgos, etc.—. Como en España, en Inglaterra el dinero permitía a una familia instalarse en una forma de vida y con unos modos sociales calificables de «noblemente»12bis. En resumen, era general en Europa occidental13. Si siempre hubo una tensión entre los antiguos nobles y los recién ennobleci­ dos, incluso entre ricos antiguos y nuevos, en toda Europa observamos que el si­ glo X V I conoce un aumento considerable de los «nuevos» en uno y otro caso —nuevos ennoblecidos, nuevos enriquecidos— y correspondientemente un aumen­ to de su presencia y de su influencia en la sociedad. Ello se refleja, observa Braudel, en el tipo del «parvenu» que la literatura del xvi y más aún del x v i i , sa­ tirizan 13bis. Pero también hay que atender al otro lado de la cuestión. Si en el Me­ 11 P h ilo so p h ia antigua p o é tic a (la obra es de 1596), reedición de M adrid, 1953; véase t. I, pági­ nas 125-126. 12 L a crisis d e la aristocracia (1558-1641), traducción castellana, M adrid, 1976, pág. 42. 12 bis ob. cit. en la n ota anterior. 13 Véase J .-P . L a b a t u t , L es n obleses européennes de la f in du X V e siècle a ¡a fin du X V II Ie siècle, ya citada. 13 bis Sobre el fen óm en o, general en E uropa, de una marea ascendente de los nuevos nobles, véase L a M éditerranée et le m o n d e m éditerranéen à l ’ép o q u e d e P h ilippe II, 2 . a éd ., Paris, 1966, t. II, pág. 75. En la primera edición, 1949, Braudel escribía: «Ce siècle est siècle de parvenus, de nouveaux riches, et de nouveaux nobles» (el sentido de la frase continua y la palabra pa rv en u s se m antiene en la nueva edi­ ción).

92

dievo, como advertía M. Weber, la riqueza adquirida guardaba siempre el carácter despreciable de un pudendum 14 ahora el rico, sin más, se va a equiparar a «honra­ do», y a «poderoso»l5. El testimonio de Sebastián de Covarrubias no puede ser más revelador. En su Diccionario, que viene a plasmar el nivel de socialización de la mentalidad castella­ na a través del habla común en su momento, nos da una definición de la voz «rico», en estos términos: «hoy día se han alzado con este nombre de ricos los que tienen mucho dinero y hazienda y éstos son los nobles y los cavalleros y los condes y duques, porque todo lo sujeta el dinero». Por tanto, las calidades en los indivi­ duos que derivan de los más altos títulos, de la paradigmática condición de ca­ ballero, penden, en la segunda década del xvii, prácticamente de la posesión de ri­ queza, muy especialmente concebida ésta bajo la forma de dinero. Comprendemos así la reiteración de textos que nos dicen que nada más apetecible que ser ricos —en perfecta correspondencia con aquellos otros documentos que antes mencioné, en los cuales se manifiesta que nadie quiere ser pobre y que el pobre se ha converti­ do en un indeseable en la primera sociedad moderna. Del rico, contrariamente, se nos dice que es el más útil para el grupo, para la república. El Príncipe, escribe un benedictino, fray Juan de Robles o de Medina, lejos de las vías de perfección que señala el Evangelio, las cuales no son de tener en cuenta en este caso, debe procu­ rar que todos sean ricos16. Un médico como M. A. Camos estima que por razones sanitarias y morales es necesario atender holgadamente a las necesidades del cuer­ po, y es conveniente poseer riquezas bastantes para ello; su nueva valoración le hace ver ahora que de lo contrario faltará paz al ánimo y no se podrá gozar de la tranquilidad que promueven las virtudesl7. Al ocuparse de la crisis por la que atraviesa la Monarquía hispánica, coinci­ diendo con el cambio de rasante de 1600, y al imaginar un régimen de protección de pobres, el doctor Cristóbal Pérez de Herrera, impregnado de ideas tradiciona­ les, con una visión económica de bajo consumo, ahorro, bajos salarios, etc., sin embargo no deja de verse arrastrado por el ansia general de su tiempo: de esa m a­ nera que él propone, todos llegarán a verse «ricos y bien gobernados»18. Y para no alargar la lista de referencias —dejando aparte a Mariana, Céllorigo, Saavedra Fa­ jardo, etc.—, voy a citar a un escritor que siempre es presentado bajo otra luz, Quevedo; él formula un principio pragmático en estas palabras: «Que todo el go­ bierno se ocupe en animar a que todos los pobres sean ricos», a la vez que este 14 Véase M . W e b e r , L a ética p ro te sta n te y el espíritu de! capitalism o (traducción castellana), M a­ drid, 1955. 15 Q uijote, 1 .a, LI, edición del centenario, de Rodríguez M arín, t. III, p ág. 397; «es anexo al ser ri­ co el ser h onrado». Y C a s t il l o S o l ó r z a n o , L a G arduña de Sevilla, edición de Ruiz M orcuende, en «C lásicos C astellanos», Madrid, pág. 31: del enriquecido en Indias con el com ercio, se dice: «en pocos años se halló poderosísim o» (el editor com enta en nota: «riquísim o»). Céspedes y M eneses llama « p o ­ deroso» al «rico». Véase, más adelante, nota 31. 16 D e la orden qu e en algunos p u e b lo s de E spaña se ha p u e sto en ¡a lim osna, p a ra rem edio d e los verdaderos p o b re s, reeditada en Madrid, 1965, a continuación de la obra de D o m i n g o d e S o t o , D e lib e ­ ración en la causa d e los p o b re s, la cita en págs. 243-244. Véase m i estudio «D e la misericordia a la jus­ ticia social en la econom ía del trabajo: la obra de Juan de R obles», en la revista M on eda y C rédito, nú­ mero 148, 1979, recogido ahora en mi volum en U topía y réfo rm ism e en la E spañ a de los A ustrias, M a­ drid, 1982. ? 17 M icrocosm ia o g obiern o universal d el h om bre cristiano, Barcelona, 1 5 9 2 ,1, pág. 27. 18 A m p a ro d e p o b re s, edición de M . Cavillae, M adrid, «C lásicos C astellanos», disc. VII, pág. 209.

93

otro principio de la convivencia: «que el rico no estorbe al pobre que pueda ser ri­ co ni el pobre se enriquezca con el robo del poderoso»l9. Quiero introducir aquí una referencia de tipo léxico que juzgo sumamente sig­ nificativa. Si hay una palabra que en el vocabulario de los escritores ilustrados en el siglo XVIII exprese la aspiración, en cierto modo global, del espíritu burgués es la de «prosperidad». Pues bien, todos recordamos el final de Lazarillo de Tormes, cuando el picaro maduro, ya como tal, nos dice «en este tiempo estaba en la cumbre de mi prosperidad» Se utiliza también como enunciado de una situación deseable en El Crotalón. Se repite este dato al encontrarlo en un pasaje de La L o ­ zana andaluza11, en el Guzmán, en La Pícara Justina, en El guitón Honofre, en Marcos de Obregón22, etc. Cierto que tal palabra, en estos casos, tiene un alcance que no va más allá del individuo. Pero si tenemos en cuenta que los escritores de materias económicas, en el primer cuarto del siglo xvn, también lo utilizan reitera­ damente refiriéndolo al Reino23, podemos concluir que en este término se expresa en uno y otro caso el anhelo compartido por los individuos de muy diferente con­ dición social, aunque no esté claro que se hallen contagiados de una mentalidad moderna. Un escritor representativo del tiempo de Carlos V, Antonio de Guevara, en una de sus epístolas, dirigida a don Pedro Girón, comenta sobre los nuevos títulos de nobleza concedidos por el Emperador (1523) que sus destinatarios poseen muy estrechos estados, muy exiguos señoríos y tierras24. La estimación de la riqueza que se posee afecta al prestigio y rango que se alcanza. Hasta tal punto la libre propiedad y disposición sobre bienes constituye el centro del individuo que, en cierto modo, desplaza el papel del honor estamental en la sociedad jerárquica. En medio de ésta, en una creciente ascensión de su fuerza, la propiedad va pasando a ocupar de hecho el puesto de principio fundamental constitutivo del ser de cada uno —un ser que, como he insistido en aclarar en otras partes, se hace equivalente a su ser social—. Consiguientemente, un principio distribuidor de status a cada uno. He escrito líneas atrás «de hecho», pero es fácil ver cómo en ocasiones alcan­ za una aceptación que le reviste del carácter de un principio de naturaleza jurídica, apoyándose en él decisiones legales sobre ese «ser social» de los individuos. De al­ guien que solicita un título y de cuya mediana posición económica informan el obispo y el corregidor, decreta en el expediente Felipe IV: «de ninguna manera pa­ rece hacienda ésta sobre que pueda caer título»25. A un desarrollo de la mentalidad 19 L a h ora d e to d o s y la fo rtu n a con seso, edición de L. López Grigera, Madrid, 1979, pág. 213. Véase mi estudio «Sobre el pensam iento político y social de Q uevedo (una revisión)», en A c ta s de la I I A ca d em ia literaria renacentista d e Salam anca, 1982. R ecogido ahora en mi volum en E stu dio de H isto ­ ria d e l p en sa m ien to español. Tercera serie. E t siglo barroco, M adrid, 2 .a e d ., 1984. 20 Edición de A . Blecua, M adrid, 1974, pág. 177. 21 Véase para E l C rotalón , la edición de A . R allo, canto X III, pág. 318, y A . Vian, II, pág. 391, y para L a L o za n a A n d a lu za la edición de B. D am iani, M adrid, 1972, pág. 38. 22 Edición de V albuena Prats, en L a n ovela picaresca española, M adrid, A guilar, pág. 85 ( 1 .a 4 .° ), 142 ( 3 .a, 3 .° ), 281 ( 3 .a, 2 2 .°); de E l gu itón H on ofre, edición citada en m últiples pasajes. 23 P é r e z d e H e r r e r a , en el título m ism o de su D iscurso a l R e y Felipe III, de 1610; S a n c h o d e M o n c a d a , en R estau ración p o lític a d e E spañ a (1610); C a x a d e L e r u e l a , en R estauración de la abun­ dancia d e E spañ a (1631), am bas en ediciones de M adrid, 1974 y 1975, respectivam ente. 24 E p ísto la s fam ilia res, reedición de M adrid, Real A cadem ia E spañola, núm . V , t. I.°, pág. 30. 25 Véase D o m í n g u e z O r t i z , L a población española en el siglo X V II, t. I, Madrid, 1963, pági­ nas 211-213.

94

social correspondiente a esta evolución responden directa y fielmente textos litera­ rios: tal es el caso de Lope cuando hace afirmar a un mercader que no tiene más honra el hombre que la hacienda que tiene26, y pensemos que en otra comedia de Gaspar de Aguilar dice la dama a su pretendiente que ha perdido su ser de hombre, puesto que ha perdido su patrimonio y con él su honra27. Una conexión igual enuncia Guzmán de Alfarache: «todo lo quita quien la hacienda quita, pues no es uno estimado en más de lo que tiene»28 —a lo que hay que añadir que todavía en lo mucho que conserva la primera sociedad moderna de la sociedad je­ rárquica de estamentos, la «estimación» da lo que el individuo es. Es más, la equiparación del valor al precio en compra es finalmente un criterio general: «no son en más tenidas las cosas de en lo que son compradas»29: la estimación, pues, es lo que rige, identificada como estimación económica. Entre apreciaciones de uno y otro sentido, lo que advertimos es una profunda tensión en este terreno, en los siglos x v i y x v ii, el cual es suficiente para hacernos ver que por debajo avanza un proceso de cambio que tiene sus intermitencias. Éste tiene sus fases de avance y sus momentos de retroceso, si bien el resultado final es un caminar hacia adelante en la innovación. Si los Estatutos y Definiciones de las Órdenes militares se empeñan en desconocer el caso del mercader rico, del terrate­ niente acaudalado, etc., nos encontramos, en cambio, con que Martín de Azpilcueta, que se muestra bien impregnado de la realidad social de la época —media­ dos del XVI—, al discutir la licitud de ciertas prácticas mercantiles, invierte en ciento ochenta grados la dirección de su estimación y comenta que cómo no van a ser lícitas tales operaciones si vemos que las practican mercaderes tan honrados30. Creo que es bien elocuente la anécdota, recogida por mí en otras ocasiones, que re­ fiere H. Lapeyre: cuando más o menos veladamente acusan ante Felipe II a Simón Ruiz de inteligencia con el enemigo francés, el «rey responde que es imposible creer tal cosa de sujeto tan honorable como el mercader de Medina del Campo. A través de la remoción en la posición social que los cambios indicados supo­ nen, los ricos se acercan al poder, nunca como clase, evidentemente —puesto que este último concepto es inadecuado al nivel de crecimiento industrial de la época—, ni siquiera como grupo, sino en base a su prestigio personal (aunque lo que refiere J. Maldonado de los mercaderes de Burgos al empezar las «comunida­ des», o lo que observa Tomás Mercado sobre la satisfacción y alta consideración que de su propia profesión poseen los mercaderes de Sevilla, nos revela ya un des­ pertar de conciencia de grupo). Se trata de un poder social, no propiamente de un poder político —en la medida en que se puede prescindir de que toda manifesta­ ción de poder tiene una proyección política—, lo que no quiere decir que no hayan casos de lo segundo en esos mercaderes que adquieren puestos de regidores o en al­ guno de ellos que llega a ser miembro de un alto Consejo. Son esos personajes 26 L a Orden d e R eden ción y Virgen de lo s R em edios, edición de la Real Academ ia Española, nueva serie, t. VIII, pág. 678. 27 E l m ercader am ante, Jornada 1 .a, edición de la Real A cadem ia E spañola, en el v o l. II de P o eta s dra m á tico s valencianos, M adrid, 1929, pág. 137. 28 Ed. cit., de Francisco R ico, pág. 645. 29 E l gu itó n H o n o fre, ed. cit., pág. 81. 30 C om en tario resolu torio d e cam bios, edición de L. Pereña y Pérez P rendes, M adrid, 1965, p ági­ na 105: «Tanta, tan principal y honrada gente».

95

«poderosos y ricos» que encuentra en Sevilla Céspedes y Meneses31. Y si este pasa­ je de literatura de ficción traduce un aprecio tomado de la vida real, éste mismo se encuentra recogido por economistas y moralistas. Sancho de Moneada afirma que los ricos son «los huesos y nervios de los reinos»32. Y en perfecta correspondencia dice Luque Fajardo: «nervios de la república son los ricos»33. Lo cual concuerda con la política de atracción hacia ellos y los consejos que da al rey, el conde-duque de Olivares: su proposición de volver a fomentar la actividad mercantil entre los españoles, enalteciéndola; su política con los banqueros portugueses de origen judío; sobre todo, su advertencia acerca del estado de la sociedad, y resultan per­ fectamente congruentes con la observación de Domínguez Ortiz de que el reinado de Felipe IV había sido la época más favorable para la ascensión de los mercaderes34.

R

iq u e z a

,

p o d e r y p o s ic ió n s o c ia l

. La

c r ít ic a a d v e r s a a l r ic o

D E L A VISIÓ N A SC É T IC A A LA L A IC IZ A C IÓ N . E

l

:

A F Á N IN CO NTEN IBLE

D E A C U M U L A R R IQ U E Z A EN EL R E N A C IM IE N T O

El incremento del índice de innovaciones que hereda la sociedad barroca de la experiencia renacentista precedente, el reforzamiento de las supervivencias que procura enérgicamente restablecer dan lugar a una tensión que nos muestra una si­ tuación de pluralidad de factores, aunque sea en una bien visible interrelación conflictiva. No cabe reducir a un monolito la imagen de la estratificación. Tiene buena parte de razón R. Mousnier cuando, refiriéndose al siglo X V II, sostiene que posición social, riqueza y poder se relacionan y se influyen recíprocamente; la po­ sición social atrae la riqueza y el poder; el poder enriquece y eleva socialmente; la riqueza da poder y cambia la posición social35. Siempre hay varios factores influ­ yentes, lo que produce una tensión entre ellos para imponerse. Pero ¿existe un principal factor de los cambios? y, en ese caso, ¿cuál es aquél al que hay que reco­ nocer el principal protagonismo en la transformación que se produce? Mantener una interpretación multidimensional de la estratificación lleva, conforme observa F. Parkin, a relativizar y oscurecer el fenómeno de la desigualdad en el seno de las sociedades36. Pues bien, en el siglo x v i i la lectura de documentos de toda clase per­ tenecientes a la época barroca nos revela que en la mayor parte de los casos de su­ pervivencia lo que se produce es una monótona repetición del recuerdo de los valo­ res de la nobleza, como si nada hubiera cambiado, y esa incapacidad de renovar 31 «El desdén del A lam eda», en la serie H istorias peregrin as y ejem plares, edición de Y. R. Fonquerne, M adrid, pág. 132. En otro pasaje añade: «El poder y riqueza de los dos herm anos era el más cierto crédito de la Europa» (pág. 143). 32 R estauración p o lítica d e España (1619, reim presión de 1746), edición de Jean Vilar, Madrid, 1974, página 141 (fo lio 21 de la edición original). 33 O b. cit., t. II, pág. 193. 34 L a so cied a d española en el siglo X V II, ya citato, pág. 208. 35 R. M o u s n i e r , J. P. L a b a t u t y Y. D u r a n d , D eu x cahiers de la noblesse, Paris, 1965, pág. 47, que corresponde a la «introducción» de la que es autor el primero. 36 Véase F. P a r k i n , Orden p o lítico y desigualdades de clase (traducción castellana), M adrid, 1978, página 24.

96

sus títulos de legitimación nos hace dudar, por su monotonía y su falta de inven­ ción, de su eficacia sobre las conciencias. Se trata, en consecuencia, de actuar sobre éstas con un martilleo adormecedor. Por el contrario, la energía y la reso­ nancia buscada con la mayor variedad de recursos nuevos está de parte de las in­ novaciones (que algunos consideran perturbaciones que han de atribuirse a la des­ caminada preferencia por la riqueza, dueña en progresión creciente del poder). Un sociólogo, con base maxweberiana y amplia formación histórica, G. E. Lenski, ha sostenido que «en las sociedades premercantiles la riqueza tiende a seguir al poder: hasta la sociedad del mercado, el poder no había tendido a seguir a la riqueza»37. Si tenemos en cuenta la incuestionable expansión del mercado desde la primera mitad del xvi, en sus dos dimensiones de oferta y demanda, más en su incrementa­ do comercio de dinero38, comprenderemos que sea ya apreciable esa inversión en el sentido de las relaciones riqueza-poder-nobleza. Dueño del poder en los siglos pre­ cedentes el noble se aseguraba la más amplia disposición de bienes y servicios y correlativamente el más alto rango social. Mas la desaparición de esa correlación, cuando por el contrario se está en vías de que se constituya y afiance otra a favor de los ricos, es la novedad más importante quizá con que empieza a ser reconocida la sociedad moderna, según la radiografía de su estratificación. Una novela del siglo X V II enuncia como diagnóstico de una situación real: «no todos los nobles son ricos»; ya no tiene, pues, sentido decir, «soy noble, luego rico»39. Esto no equivale a un fenómeno de empobrecimiento de los caballeros, contra la falsa ima­ gen que muchas veces en la literatura «e impone. Todavía en el siglo xvii el caso del noble pobre en parte es falso40. Pero lo que sí puede significar esa versión lite­ raria es que en el noble mismo lo que decisivamente determina su prestigio y, más o menos a la larga, la conservación de su «status», no es tanto la sangre como la calidad de rico. Pero, hay más. El autor de esta novela picaresca saca una consecuencia que tiene una máxima significación histórica: si en la economía nobiliaria, conforme a la presentación que de ella hace Sombart, las altas exigencias, estamentalmente im­ puestas, de consumo y gasto priman sobre la ley de los ingresos, ahora se nos dirá: no siendo rico un noble no tiene más remedio qüe amoldarse en el gasto a lo que estrictamente tenga, aunque su descendencia sea de los godos: en general, los ingresos han de medir los gastos. Sin embargo, lo que acabamos de decir no es sig­ 37 P o w e r a n d p rivileg e, N ueva York, 1966. La frase sigue m uy de cerca otra m uy anterior de Som­ bart que antes recordé. Lo interesante en Lenski es fijar la atención en la «sociedad prem ercantil», en lugar de preindustrial, com o de ordinario se ha hecho. D e esa form a, su observación es mucho m ás útil para nosotros. 38 Véase mi estudio «La im agen de la sociedad expansiva en la conciencia castellana del siglo xvi», en mi E stu d io s d e H isto ria d e l pen sam ien to español, serie segunda, «L a época del Renacim iento», M adrid, 1984. 39 Jerónim o d e A l c a l á Y á ñ e z , E l don ado hablador, B. A . E ., X V III, pág. 508: «N o todos los no­ bles son ricos, ni con la buena sangre vinieron los tesoros al m un d o, porque el tener o n o tener gracia es de por sí y don que le da D ios al que su Majestad es servido; y aunque es verdad que las riquezas y bie­ nes tem porales son guarda y adorno de la nobleza y buen nacim iento y co n ellos se aumenta y conserva m ejor, son sin núm ero los que tienen necesidad y sería m ala consecuencia decir: soy noble, luego rico.» 40 A parte de las versiones, un tanto caricaturizadas am argam ente, que aparecen en las novelas pica­ rescas, pueden verse, com o ejem plos bien distantes, E l C riticón de Gracián (edición de Miguel RomeraNavarro, Filadelfia, 1938-1940, t. II, págs. 21 y 118), y algunos entrem eses de Q u i ñ o n e s d e B e n a v e n t e , com o L a verd a d o E l su eñ o d el p erro , edición de H . Bergman, Salam anca, 1968, págs. 59 y 101.

97

nificativo de una mentalidad económica moderna de tipo precapitaJista, propia de la época que podemos llamar de grupos de burgueses, no de la burguesía como clase. Añadiría que cada uno debe esforzarse no sólo por guardar, y aún más que por guardar, por adquirir riquezas y para ello es necesario empezar por em­ plearlas, por gastarlas, sólo que en inversiones reproductivas y procediendo con cálculo. Para el escritor de mentalidad tradicional esto no es lícito: no hay que per­ seguir más que lo necesario y si se tiene con mayor abundancia, hay que guardar por si algún día falta y para dar su parte a los menesterosos, así como para resca­ tar en el más allá, con las oraciones y ceremonias de la Iglesia, los pecados de que se vaya cargado. Ese principio limitador que tan enérgicamente mantiene Lutero se conserva en la primera mitad del xvi; en España se encuentra en Antonio de Guevara, en Saravia de la Calle, etc.41. Y aunque la novela picaresca, de ordinario, tienda a presentar más bien inclinaciones modernizantes, aunque mal entendidas, es comprensible que en su mundo, a pesar de que la audacia lo inspire en gran par­ te, nos encontremos en esta cuestión con un criterio tradicional, de bajo consumo y de ahorro inmovilizado. En El guitón Honofre se nos dice claramente: «no hay hombre que muera rico sino el que vive pobre»42. Aunque cierto es que, habitual­ mente, los picaros se ven impulsados por el afán de lucro, son presa del turpe lucrum, y nada ansian más que el gasto ostentoso: tres actitudes de tendencia expansionista. Dulcis odor lucri, de Juvenal (Sátiras, XIV), nos hallamos, como an­ tes insinué, ante la revelación de una máxima del comportamiento burgués que avanza, que se predica con cierta ironía vengativa a los señores, paralelamente al avance social de la riqueza, poniéndonos en claro el origen mercantil y burgués de ésta, en las nuevas formas bajo las que se produce su predominio en creciente. Más adelante haré objeto de estudio más en particular lo que quiero decir al afirmar lo dicho en las dos últimas líneas precedentes, esto es, lo que entiendo que se debe, en la transformación social que trato de analizar, a esas «nuevas formas» de la riqueza que son, en breves palabras, aquellas que derivan de la aplicación del dinero a medición y cuantificación de los bienes y servicios económicos. Pero antes no está de más detenernos unos momentos en ver cómo se refleja esa transforma­ ción a que me refiero en la esfera que aquí nos interesa preferentemente, la litera­ tura picaresca. Y lo primero que me interesa subrayar es que las críticas muy duras en ocasiones que en la picaresca se encuentran contra los ricos vienen proyectadas sobre ese estado social en que noble y rico van juntos, pero predomina la segunda de ambas condiciones, aparte de que hay algunos que sólo poseen esta última. Ello explica que la picaresca condene el proceder de señores ricos, poderosos y ricos, pero generalmente de manera que se extiende igualmente a quienes son lo segundo, sin ser lo primero. Sin duda, esta posibilidad de crítica adversa al rico, fundada en el mal empleo de sus grandes sumas, procedía de tradición medieval de fondo ascético. Y en ple­ no Renacimiento se conserva en escritores que ofrecen un hondo y extenso conte­ nido religioso. Se sigue advirtiendo —en vísperas de que el repertorio de valora­ ciones modernas cuaje, y penetre entre otras partes, en la picaresca— la presencia en el xvi europeo de una desconfianza hacia la riqueza, tópicamente, en la medida 41 Véase m i obra E sta d o m odern o y m en talidad social, tom o II, parte III, caps. II y III. 42 Ed. cit. de H . G. Carrasco, pág. 91.

98

en que algunas dicen que ésta despierta vicios condenados por la moral religiosa y alejan de la piedad y del cumplimiento de los mandatos divinos. Clément Marot —esto servirá para que se observe que una misma mentalidad económica no es siempre la que se da en un tipo de espiritualidad religiosa—, desde su religiosidad reformada y puritana sostendrá que una de las motivaciones por las que Dios man­ tiene la subsistencia personal de la pobreza es por cuanto ésta libra de los males de riqueza: «Tu veux qii’ aucuns en pauvreté mendient mais c’est affin qu’en s’excusant ne dient que la richesse à mal les a induitz»43.

Pero si la picaresca, con la mayor frecuencia, ataca con tanta violencia al rico, abandona ese esquema moralista tradicional —del que algún eco queda en el «Marcos de Obregón, en El donado hablador, quizá relleno de ironía en el Guz­ mán o en El Buscón— y se basa en un plano laico, fundamentalmente en la injusti­ cia terrenal que supone verla adherida al rico, de una clase o de otra, de proceden­ cia nobiliaria o pechera, lo mismo da. Claro que hay casos de crítica dirigida únicamente contra ricos nuevos o enri­ quecidos (en el grupo de los no nobles se trataba de casos de enriquecimiento por lo general). En el Marcos de Obregón el escudero, representante de una baja nobleza empobrecida y arrojada, además, de los niveles de los distinguidos esta­ mentalmente, se encuentra con unos mercaderes que se dirigen a Ronda y ello le hace comentar que «en una feria tan caudalosa son tantos los enredos, trazas, hur­ tos y embelecos que pasan» 44. El enriquecimiento parece llevar siempre consigo un lado fraudulento. En El soldado Píndaro se acusará de que «ninguno se ha hecho de repente rico con justa causa»45. Esto tiene más de medieval que de otra cosa. En rigor, ni siquiera durante el Renacimiento, ni en España, ni en Francia, ni en Italia, se había interrumpido estas líneas y permaneció la desconfianza y hasta la condenación del «logro» de riquezas por vías de negociación, muy en pugna con lo que otros escritores sostienen. Y lo cierto es que una posición antitética en esta materia —tal es todavía su estado de confusión— puede darse en un mismo autor. Por ejemplo, Cristóbal de Villalón escribe un Provechoso tratado de cambios y contratación (1542) que contiene avisos morales, pero acepta, bajo criterios más o menos disimulados, la ganancia y el enriquecimiento (siempre que sea legitimo), y al mismo tiempo en El Crotalón (entre 1535 y 1589) introduce críticas durísimas contra todos los que profesan actividades a las que va unida la ganancia o que la puede producir —jueces, escribanos, cirujanos, hasta oficiales, y en medio, cam­ bistas, usureros, merchanes y renoveros—, cuantos pueden seguir en sus pasos tras la obtención de gran suma de dinero por codicia: hasta en el infierno no caben y no gustan de recibirlos, «en este caso de los ricos el mundo va de peor en peor»46. Ya en el plano de inversión del discurso moral que la picaresca practica, se produ­ ce con frecuencia lo de recordar y aun recomendar unas máximas de conducta, 43 «O raisons», «D evant le crucifix» (A n th o lo g ie de la p o é s ie fran çaise du X V I e siècle, col. «La P léiad e», pág. 62). 44 Ed. cit., libro 1 .°, descanso 2 0 .°, pág. 280. 45 B. A . E ., vol. X V III, pág. 307. 46 Edición de A . R allo, págs. 371, 387. 406, 408, etc., cantos X V I a X V III.

99

para ostensiblemente hacer lo contrario, porque es lo contrario lo que vale y rige en el mundo. Pero lo,más ordinario es unir en la condenación de los ricos tanto a los que perte­ necen al grupo de los privilegiados como a los que proceden del estamento de los pe­ cheros, ya que, a pesar de esa diferencia de origen, tienen mucho de común y son so­ lidarios frente a los demás en aspectos importantes. Incluso en ocasiones se pone el mayor énfasis en hacer manifiesto el deterioro del comportamiento «señorial» por parte de los altos, contagiados o enviciados por la atracción de las riquezas. Quizá el primer pasaje a recordar sería la diatriba del escudero con quien Lazarillo tro­ pieza en Toledo, contra los malos señores de su tiempo; pero aquí el aspecto no es­ tá puesto en el lado económico de la cuestión, aunque los demás que se condenan dependan, en el fondo, de él. Unos años después, cuando la sacudida que las transformaciones económicas han dado al organismo de la sociedad empiezan a hacerse patentes y hasta se muestran los primeros síntomas de crisis, se escribe una obra que en parte cae en el terreno de la literatura picaresca: el Diálogo de los pajes de Diego de Hermosilla47. En ella, hay una primera parte en la que se traza un cuadro muy severo de los vicios y modos de vida de los señores, y una segunda parte en la que uno de los pajes expone cómo se comportaría él si fuera un señor, lo que viene a ser un «espejo moral» de tipo tradicional; esa primera parte, por el contrario, es una acerba crítica contra los señores, acusándoles de egoísmo, ex­ plotación, cruel codicia y, al dársenos en ella nombres de personas, alusiones a hechos reales, comprendemos que esa crítica tan adversa se enraizaba en la vida re­ al y cotidiana. En el teatro de Torres Naharro se repiten alusiones llenas de acritud que luego veremos. En la primera de las grandes novelas picarescas, el Guzmán de M. Alemán, se contienen repetidas condenaciones del comportamiento de poderosos y ricos, que comprenden a los de una y otra procedencia, junto a una diatriba específicamente dirigida a la fuerza que la riqueza ha adquirido en el tiempo. Dícese de ésta: «Todo lo hace, todo lo obra. Es ferocísima bestia. Todo lo vence, atropella y man­ da, la tierra y lo contenido en ella. Con la riqueza se doman los ferocísimos animales. No se le resiste pez grande ni pequeño en los cóncavos de las peñas deba­ jo del agua, ni le huyen las aves de más ligerísimo vuelo», y en manifestación de su fuerza se le acusa de saltarse leyes y se niega toda virtud a los poderosos, los cuales, fundándose en la acción de sus resortes, piensan que están sobre la verdad, sobre la justicia, que pueden comprar y reducir a complacientes aduladores suyos a quienes tendrían que enfrenarlos48. Y aun antes de estas consideraciones tan con­ denatorias leemos en sus páginas esta conclusión de alcance general: «He visto siempre por todo lo que he peregrinado que estos ricachos poderosos, muchos dellos son ballenas que, abriendo la boca de la codicia, lo quieren tragar todo», mientras que sin escrúpulo alguno, abandonan todos sus deberes con los débiles, reflexión que le sugieren las prácticas monopolísticas tan dañinas de que ve servir­ se a los mercaderes sevillanos49. Y M. Alemán hace proclamar a su personaje una 47 E dición de Rodríguez-Villa, M adrid, 1901; su editor fecha la obra sobre 1573. 48 Edición de R ico, 1.a, II, 4, pág. 273; 11.a, 2, pág. 605, y 7, pág. 676; 11.a, III, 1, págs. 733-734. 49 Ed. c it., 1 .a, I, 3, pág. 153: se refiere a negocios sucios entre regidores y encargados del abasteci­ m iento de la ciudad, corno proveedores y com isarios. R ico recoge algunos datos interesantes en nota 35 de la página 155.

100

sentencia contra ese poder que es poder y riqueza: «donde hay poder asiste las más veces la soberbia y con ella está la tiranía»50. Alemán acaba así colocando la cues­ tión en el más alto nivel político. Aproximadamente por las mismas fechas un escritor de temas económicos, Pedro de Valencia, ante la voraz manera de proceder nobles y ricos contra los pobres, advertía al rey, con expresión un tanto demagógica, que estaba obligado a no tolerar en sus reinos tamaña «antropofagia»51. Unos años después, siguiendo la línea de las severas denuncias de Santa Teresa y de fray Luis de León, un escri­ tor con aspectos de moralista escribía estos duros párrafos: «Goza el de los veinte, treinta, cincuenta o cien mil ducados de renta una vida de Heliogábalo, desnudo de virtudes y adornado de vicios, abundoso de regalos, galas, joyas, sirvientes. Considera desde el teatro de tanta comodidad los naufragios del mundo, combati­ do de hambres y guerras; alegrísimo con haber nacido sólo para comer y morir, sin merecimiento, sin renombre. Es lástima no sólo que chupen como inútiles zánga­ nos la miel de las colmenas, el sudor de los pobres, que gocen a traición tantas ren­ tas, tantos haberes, sino que tengan osadía de pretender aumentarlas, sin influir, sin obrar ni merecer. Son éstos (queden siempre reservados los dignos de alabanza) escándalo de la tierra y abominación de-las repúblicas». Así hablaba Suárez de Fi­ gueroa. Este Cristóbal Suárez de Figueroa —que Pelorson ha estudiado como mo­ delo de legista letrado en el reinado de Felipe III— clama contra la vil sumisión de la sociedad a las riquezas, a las que se traslada el poder efectivo52. Y desde consi­ deraciones semejantes, Barrionuevo, en1sus A visos, comentará, como ya hemos visto, «y los pobres que perezcan»53. Acabaré con una breve antología. En E l donado hablador se recoge y rechaza como fenómeno general esa auri fames que invade a todos los ricos en el tiempo; según su autor: «lo que más ha acabado el mundo es la ambición y codicia de las riquezas, aquel adquirir y allegar con una sed insaciable»54. En una obra que con­ tiene tan abundante materia picaresca, al hilo de un tratamiento de moralista, Luque Fajardo denuncia cómo en las condiciones en que se vive, las armas de la nobleza, lejos de ayudar a la paz, a la justicia, no sirven a quienes las poseen sino

50 Ed. cit., 11.a, I I .0, 2 , pág. 6 0 5 . 51 «Respuesta a algunas réplicas que se han hecho contra el Discurso del precio del pan», 1 6 1 3 , edi­ ción de C . V iñ a s M e y , en P ed ro de Valencia. E scritos sociales, Madrid, 1 9 4 5 ; la cita en pág. 1 6 2 . Véa­ se mi estudio «R eform ism o social agrario en la crisis del siglo x v i i : tierra, trabajo, salario en el pensa­ m iento de Pedro de Valencia», recogido ahora en mi libro U topía y reform ism o en ¡a España d e los A u strias, Madrid, 1 9 8 2 . 52 E l Pasagero, ed. de Rodríguez Marín, Madrid, 1 9 1 3 , págs. 1 8 8 -1 8 9 y 31-4. Véase P e l o r s o n , Les «letrados» castillans so u s P hilippe III, Poitiers, 19 8 0 . 53 B. A . E ., t. II de los A v iso s, pág. 14 8 . 54 B. A . E ., X V III, pág. 5 2 7 . H a sugerido M. M olho la presencia en E l don ado hablador de una m oral puritana que afectaría a la estim ación de las grandes riquezas com o piedra de toque de cum pli­ m iento o no de la m oral vocacional, y a esta observación, de inspiración m axweberiana, pero que n o si­ gue la línea de M . W eber, ha añadido el recuerdo del interés de G . Borrow por esta novela. P ero B o ­ r r o w estim ó muchas cosas que no por eso eran puritanas. Am bas observaciones coincidirían en indicar una actitud de tipo burgués (Introducción al pen sam ien to picaresco, traducción castellana, Salamanca, 1 9 7 2 ). Creo que es una doble afirm ación m uy sugestiva aunque difícilm ente aceptable; las tesis de Max W eber, incluso, resultan hoy insostenibles: no hay tras el origen del capitalism o una sola m entalidad re­ ligiosa que lo apoye; ya lo he dicho. Al final del volum en volveré sobre la significación socioeconóm ica del m undo de la picaresca.

101

«de ser tiranos, libres, desenvueltos, dados al naipe»55, en donde nos interesa, de un lado la alusión también a un poder injusto, la tiranía, y coincidentemente, a prác­ ticas de truhanería picaresca, el juego de cartas. Salas Barbadillo abomina de la «natural poltronería» que se ha introducido entre los poderosos y lo escribe en una de sus novelas que tengo por pertenecientes al género claramente picaresco56. Vélez de Guevara severamente escribe que aquellos que disfrutan de propiedades y ri­ quezas grandes «con ser tan poderosos y ricos son los más necios y miserables de la tierra»57. En el Lazarillo de Manzanares, Cortés de Tolosa repite el tema de la estampa avarienta del rico: «dormía como rico, con el corazón en los dineros»58. No deja de ser una estupenda declaración del ansia de oro, de dinero, la de Alonso Enriquez de Guzmán: «en estas Indias hay mucho oro y plata y moneda amone­ dada» y si es cierto que hay muchas enfermedades y otros males, váyase lo uno por lo o tro 59. Para Francisco Santos ese ansia incontenible de riqueza, de ganancia por el camino que sea, convierte a los ricos de suyo —y vemos que siguen siendo los ricos un resultado de la economía agraria— en enemigos de la sociedad: «¿cómo podrá aconsejar precios bajos que alivien al pobre el que tiene trigo y ganado que vender?»60. Finalmente, Estebanillo ofrece esta hiriente reflexión, al referirse a una salida del rey a cazar grandes bestias en un extenso bosque: «yo consideraba cuantas racionales hay mayores que éstas y con mayores uñas y más virtudes para sus provechos en las manos derechas, y no hay quien ande a caza dellos»61. Es interesante observar que mientras en las obras más representativas del géne­ ro picaresco en la literatura española la codicia y la inhumanidad a que aquélla arrastra a los poderosos es cuestión que se mantiene en el plano secularizado de la sociedad mundanal, en Simplicissimus la interior sinceridad de los principios reli­ giosos que el ermitaño le ha inculcado le llevan a proyectar como una negación del orden querido por Dios. Condena Simplicissimus a los señores por su codicia y sus modos de vida tan contrarios a una sana convivencia: «paso en silencio los males que te aportan tus ardientes impulsos de codicia, cuando piensas en los medios de adquirir todavía más alto nombre, una mayor reputación, de subir un nuevo esca­ lón en la jerarquía militar, de acumular las más grandes riquezas [...], todo aquello que va contra la majestad divina»62. A Simplicissimus esta constatación le lleva a retirarse a la ermita fallecido el santo ermitaño que le instruyó, esta vez él sólo. Al picaro, en cambio, le arrastra a seguir, conforme a su condición, una con­ ducta tan desviada como le corresponde, aprovechando el general estado de anomia (en el segundo Guzmán y algo semejante se da en el Buscón). Toda esta literatura picaresca o emparentada con la misma, contradiciendo con mayor o menor sarcasmo la línea que a veces puede subsistir, sigue la de aquella afirmación que escribiría siglos después R. Ehrenberg en su espléndido libro sobre los Függer: «la lenta transformación de la economía natural de la alta Edad Media 55 56 57 58 59 60 61 62

O b. cit., t. II, pág. 49. E l caballero pu n tu a l, ed. cit., pág. 37. E l d ia b lo coju elo, ed. cit., pág. 1662. Ed. cit., pág. 73. B . A . E ., t. C X X V I, pág. 107. E l n o im p o rta d e E spaña, ed. cit., pág. 17. E staban illo G on zález, edición de Spadaccini-Zahareas, t. II, pág. 155. Ed. cit., II, caps. X y X I, en especial pág. 279.

102

en economía capitalista se precipita en la época del Renacimiento: el primer sínto­ ma de ello fue el ardor con el cual cada uno procuró entonces enriquecerse»63. Ehrenberg hubiera podido apoyar esa tesis, entre otros ejemplos, en una referencia al animus lucrandi, a el auri sacra fames, que a Simón Ruiz, el gran mercader de Medina del Campo, atribuía su hermano Andrés, en carta escrita el 14 de abril de 1569: «creo que no se contentaría con tener todo el tesoro del m undo»64. En ese siglo xvi, el «siglo de los Fúcares», el ansia de alcanzar riqueza, de dispo­ ner de gran suma de dinero es general. Pérez de Herrera escribirá al final de esa época, cuyo legado pasará a la centuria que le sigue, este testimonio: los ricos sien­ ten, arrastrados por la ley del gasto superfluo, una «hidropesía», una «insaciable sed», «un deseo vehementísimo de hacienda»65. Así pues, la picaresca responde a la extraordinaria ocurrencia, como experien­ cia social, de trasladar esa sed insaciable a individuos de las capas bajas de la población. Y el drama que supone no poder extinguir ese deseo y no poder tampo­ co satisfacerlo, por mucho que maquine su industria, por mucho que tenga que so­ portar fuera de su medio —más duramente, más ostensiblemente— su marginación, (acrecentada por los peligros de la conducta desviada que a la fuerza ha de emprender) empujado por tan general, -y, para él, tan imposible afán: ese drama es la base de su existencia para el picaro. Algunos pueden objetar a lo dicho hasta aquí que siempre ha sido lo mismo, que las gentes de toda clase y de todo tiempo, salvo muy rara excepción, siempre han deseado tener riquezas. Esto de empeñarse en querer ver que es lo mismo lo que los hombres hacen, apetecen, imaginan, etc., ni aun siquiera reduciéndolo a temas relevantes como se pueda estimar ese de anhelar ser ricos, aduce notable miopía, incompatible con el trabajo de la investigación histórica. Porque si en todas las épocas los hombres han sido llevados del deseo señalado, no ha sido igual sobre ellos, ni la naturaleza de la fuerza que sobre sus apetitos ha actuado, ni el desarrollo de la misma. Esto depende de las formas que las riquezas han revesti­ do: no es lo mismo poseer tesoros de cuento oriental, ser dueño de joyas, armas, caballos, vestidos, esclavos, etc., que disponer de gruesas sumas de moneda. No es lo mismo, ni dan lugar a la misma historia, cuando los altos pretenden amontonar bienes para dominar, bélicamente a las gentes, ensanchar sus territorios, dominar en correrías depredatorias las tierras; no es lo mismo, repito, que cuando se piensa en poseer un domicilio confortable o cuidar de la vida y educación de la familia con los más esmerados medios, o coleccionar objetos artísticos; ni tampoco lo es cuando se apetece lanzarse a la aventura de conocer mundo o quizá de anudar re­ laciones mercantiles con lejanos países, dueños de navios que si llegan cargados de lejanas mercancías, su objeto está en que sean otros quienes las compren; ni tam­ poco cuando alguien se siente dominado por el gusto de hacer suyos los más exci­ tantes placeres terrenales. Y no se diga que esas variedades en el empleo·de las ri­ quezas reunidas se dan a un tiempo en sujetos diversos. Hay casos en ellos que se han sucedido en irremediable diacronía; hay apetencias que predominan incues­ tionablemente en unas épocas y decrecen en otras. Pues bien, en la época que hemos de tomar en cuenta, en las décadas durante 63 L e siècle d es Függer (traducción francesa), París, 1955, p ág. 3. 64 Citado por H . L a p a i r e , en Une Fam ille de m archands: ¡es R u iz, París, 1955, pág. 74. 65 D iscurso al R e y Felipe III, ya citado, folio 7.

103

las que la picaresca tiene un amplio cultivo, respondiendo a una aceptación gene­ ral, la riqueza y la nobleza están en período de transformación. Quiero decir —ya que la transformación, en mayor o menor grado, es difícil se quede paralizada en algún momento— que nos encontramos en un período de la historia de Europa en que la relevancia de nobleza y riqueza, su papel, la extensión de su influencia y consiguientemente el deseo que despiertan está en trance de cambiar relativamente de una a la otra. Si se ha querido ser un señor para arrebatar a voluntad las ri­ quezas de otros, o si se ha creído conveniente ser rico para librarse en lo posible de las garras del poderoso, parece que sobre 1600 se buscan riquezas para poder do­ minar en lugar de los señores inadaptados y en ruina, ante las novedades del régi­ men económico traído por el dinero, y así por vías nuevas participar en el poder; se pretende afanosamente adquirir distinciones y privilegios, ennoblecerse, para fa­ cilitar la adquisición y multiplicación de esas riquezas. Siempre ha habido entre una cosa y otra un lazo, ello es cierto. Y en esos tiempos de la primera crisis de la Modernidad, las transformáciones que riqueza y nobleza han sufrido, por de pron­ to las han aproximado, de manera que en las circunstancias de la época es difícil pretender medrar en una cosa y no en la otra; pero, en fin de cuentas, el predomi­ nio, si no queda de parte de los ricos, sí puede decirse que lo que en ese enlazamiento entre ambas formas de superioridad social destaca como nuevo, se en­ cuentra, sobre todo, de parte del papel que desempeñan quienes alcanzan una mayor fuerza económica66. En los años en que comienza el siglo XV II estos cambios y la renovada conexión que entre riquezas y pobrezas se produce, es tal vez la parte mayor de las motiva­ ciones de conflictos, de tensiones, incluso, de delincuencia, en la época, en la cual se da, como ya quedó dicho, un aumento grande ,en la proporción de los delitos contra la propiedad. Y esto se ve reflejado muy especialmente en la literatura pica­ resca, quizá muchas veces en términos esperpénticos —conforme a la rigurosa de­ finición de esta palabra que le dio Valle-Inclán. Es el ámbito común en que se co­ bija la picaresca. Y ese conflictivo enlazamiento de enriquecimientos y pobrezas se 66 N o hay que olvidar que pese a las transform aciones sobre cuya aparición he puesto especial én fa­ sis al final de este capítulo, para hacer explicable la marea de conflictividad que m onta en el siglo x v ii, es mayor en volum en la capa de las supervivencias. Sin em bargo, y aún a pesar del reforzam iento de és­ tas que en la centuria barroca se produce, subsiste un patente increm ento de influencia y aún de poder social alcanzados por la riqueza, acentuándose el papel de la estim ación de las grandes posesiones com o factor para conseguir la elevación de calidad social de la persona. A ntes cité com o reflejo de esta m ane­ ra de valorar, unos pasajes de L a Celestina y de la L o za n a A n dalu za; ese m odo de estimar sigue en el siglo x v ii (pese a los esfuerzos por reducirlo tod o a la «sangre» o «linaje»). Un interesante ejem plo da Gaspar d e A g u i l a r , en su com edia E l M ercader am an te (ya citada, pág. 12 7 ): en una de sus escenas un caballero explica a su criado que no acaba de decidirse en su am or hacia dos damas, «siendo com o son las dos tan iguales en estado, en linaje y discreción, en riqueza y en bondad». «E stado», «linaje», «riqueza» y «bondad» son cuatro referencias estam entales, que suponen buena ca­ lidad, buena sangre = sangre noble, que en la concepción social del Barroco m ueven al sentim iento del amor: el hecho de que se introduzca en una cuestión de tal naturaleza la m ención a la riqueza, en pro­ porciones equivalentes a los otros valores de la tradición nobiliaria, revela la fuerza que a aquélla se le atribuye.

104

da en muchos personajes que aparecen en la picaresca, aunque no sean picaros; se quedan quizá en miserables usureros. Pero el picaro asume plenamente el proble­ ma y se ve forzado a lanzar su pretensión de ascensión en uno y otro sentido, aun­ que la fuerza y la significación de ambos no sean las mismas. Por eso he tenido que hacerme cargo de estos temas en torno a las transforma­ ciones de la riqueza, paralelamente a las de la pobreza, en este capítulo de la parte introductiva. Y aún he de extenderme a la parte en que la aparición de las nuevas condiciones corresponde al factor más eficaz, el dinero, y a los cambios que el incremento de su influencia provoca. En las transformaciones del trabajo y del tra ­ bajador que en adelante tendrán una estrechísima conexión con la nueva posición social de los pobres, veremos el panorama ante el que se coloca un tipo humano que por carecer de lo necesario para vivir, y como consecuencia de ello, siente avi­ varse su deseo de aspirar a más. Este inquieto e insatisfecho personaje no tiene, en tales condiciones, otra posibilidad que situarse en una posición de anomia y des­ viación ante la sociedad.

L A F U N C IÓ N D EL D IN E R O E N EL PR O C ESO D E TR A N SFO R M A C IÓ N D E LA S REL A C IO N ES SOCIALES

«El afán del individuo de ganar cada vez más dinero tiene la mayor importan­ cia social y económica», escribió G. Simrnel67. Se podrá comentar, en relación con estas palabras, como ya he dicho, que el afán, efectivamente aparente, de conse­ guir bienes materiales (a los que habría que añadir bienes honoríficos que tengan una proyección material), es decir, el interés por acumular toda clase de riquezas, es de todos los hombres y se puede poner en la cuenta de su inclinación natural. Es probable que así sea, por lo menos a partir ya de un nivel de civilización muy pri­ mitivo, y, en cualquier caso, no me voy a poner a discutir este punto. Me basta, por de pronto, con sostener que esa pretensión de enriquecimiento, puede, sin em­ bargo, alcanzar unos grados más o descender unos grados menos. Y sobre todo —y esto es lo que importa— que con sólo la inicial difusión de un régimen de economía dineraria, desde mucho antes de que ésta alcance un gran nivel (con el aumento del uso del dinero, con la ampliación de sus formas y funciones y la ex­ tensión de su papel en la vida económica), el afán de lucro crece en gran medida y adquiere manifestaciones nuevas. Basta con pensar en lo que representó la auri fam es entre personajes representativos del Renacimiento que ya antes he citado68. Como testimonios de la época, revelan que se observa en ellos, en proporciones mayores que las conocidas hasta entonces, ese hambre de enriquecimiento, hasta el punto de introducir importantes cambios en la vida familiar y en las relaciones sociales69. El dinero, dice más adelante Simmel, hace desenvolverse los actos y las relaciones humanas, al margen de los hombres en tanto que sujetos concretos y ca­ racterizados, por cuya razón —añade— ya Comte, entendiéndolo así, colocaba a los banqueros a la cabeza del Estado, como clase que realizaba las operaciones 67 F ilosofía d e l dinero, traducción castellana, M adrid, 1976, pág. 170. 68 C om o es sabido, la expresión A u ri sacra fa m es, procede ya de Virgilio. 69 Véase R. E h r e n b e r g , L e siècle des Függer (traducción francesa), París, 1955. Y mi obra E sta d o m odern o y m en ta lid a d social, M adrid, 1972, t. II, parte III, cap. III.

105

más abstractas y universales70. Pensemos que, partiendo de un planteamiento se­ mejante, C. Marx atribuía al dinero provocar el desfavorable fenómeno de la alienación que él suponía de aparición moderna así como el dinero mismo y tam­ bién el tipo de relaciones de producción que, coincidiendo con la difusión del uso del dinero, se desenvuelven71. De ambas opiniones, lo que aquí me interesa espe­ cialmente subrayar es cómo en ellas se pone de relieve la conexión entre desarrollo del dinero y cambio de las relaciones sociales. Esto no quiere decir que en las sociedades medievales se hubiera perdido por completo el uso del dinero, ya heredado de épocas antiguas. El relato que Gonzalo de Berceo hace en propaganda de los beneficios de su monasterio, de una de las acciones milagrosas de Santo Domingo, contiene una graciosa referencia: «Una mujer de Castro, el que dizen Cisneros, María avie nombre, de los días primeros, vistió sus buenos paños, aguisó sus dineros, exo para mercado con otros compañeros. Alegre e bien sana metióse en carrera, no lo se bien si iva de pie o cavallera72.

Esta aldeana animosa y jovial, relativamente rica puesto que vestía con tejidos de buen paño, había juntado un puñado de pequeñas monedas para comprar mercancías que le hacían falta como extras en su vida familiar. Iba a un pequeño mercado cercano, puesto que el poeta supone podía andar a pie hasta él, o bien montada, al modo de las mujeres de aldea, en un pequeño asno. Sin embargo, esas pequeñas piezas, con el crecimiento de la población de las ciudades, con el incremento de las relaciones comerciales y la proliferación de viajes de mercaderes y compradores de un lugar a otro, adquirieron un uso mayor y empezaron a hacerse insustituibles para usos cotidianos o por lo menos norma­ les, en compra o venta de géneros que no podían ser pagados en especie. Segura­ mente no lo fueron nunca de otra manera —lo que sucedió es que en los siglos altomedievales, época de las invasiones y de las correrías bélicas, hasta tan modestas manifestaciones de intercomunicación debieron prácticamente cesar. Pero cuando se renuevan, dentro de una ciudad y de una ciudad con otra, las relaciones mer­ cantiles, como un texto didáctico literario del siglo xiv, el Libro de miseria de omme, recordará, crece el uso del «haber monedado»: «El que non trae dineros non puede trovar posadas»73.

De todos modos, la larga conservación del plural «dineros» que J. Corominas observa como de uso habitual —y que en situaciones episódicas de muy pequeño alcance emplean todavía Lope, Tirso, etc.—, es un dato significativo y revela la alusión a esas pequeñas piezas fraccionarias de uso todavía muy limitado o a esas 70 O b. cit., pág. 547. 71 C on trib u tio n à ia critiqu e d e i ’econ om ie p o litiq u e , pág. 14; «Fragm entos de la version primiti­ ve», pág. 187 y 236, en un m ism o volum en, «Editions Sociales», P aris, 1957. 72 Vida d e San to D o m in go de Silos, edición de Teresa Labarta, M adrid, 1983, ast. 290-291, pági­ nas 117-118. 73 Edición de M . Artigas, B oletín de la B iblioteca M en én dez P elayo, Santander, 1920.

106

ricas piezas de oro de aparición excepcional, que casi no son otra cosa que objeto de atesoramiento74. Incluso cuando rara vez se emplea el singular «dinero» se está muy lejos de prever su futura transformación, tanto desde el punto de vista técnico de su acuña­ ción como del económico referido a su papel en las relaciones de cambio: «De guisa que non ovo delli un mal dinero»,

dice otro verso de Berceo, en el que queda bien subrayado el relieve de tal instru­ mento de pago75. Coincide en fechas, con mucha aproximación, el vocablo «moneda» que Corominas señala como apareciendo por vez primera en un documento de 1169, con el lento desenvolvimiento de una economía basada en relaciones dinerarias. Se hace normal la expresión «averes monedados» que en el Poema de Mío Cid se en­ cuentra por lo menos en cinco diferentes versos, y es de observar la diferenciación que ya se establece (versos (1217-1218) entre el «aver monedado» y «los otros averes», sobre el fondo de una común función de atesoramiento76. En Gonzalo de Berceo se repite también la misma forma de expresión, y en uno de los casos —en un verso del poema «Signos que aparecerán antes del Juicio final»— descubrimos cómo el vicio atribuido a los futuros burgueses, por excelencia (y, no menos, a personajes emparentados con ese su mundo), esto es, el vicio de la codicia, es acha­ cado a algunas gentes precisamente bajo la forma específica de hacer gran acopio de moneda: «los omnes cudiciosos del aver monedado, que por ganar riqueza non dubdan fer pecado»77.

Esta última observación a que nos lleva el interesantísimo verso de Berceo, con la cual se reduce el alcance de la tesis de Huizinga acerca de que la codicia sea el vicio de la época m oderna78, nos lleva a recordar la afirmación de Sombart soste­ niendo que en una economía señorial, como lo es la de la Edad Media, el dinero se concibe ante todo como un medio de acumulación de riquezas, y no es tan sólo un medio de pago escasamente desarrollado79. En cualquier caso, lo que sí hemos de 74 A n tonio V i v e s , L a m on eda hispánica, Madrid, 1926, t. I; interesa tam bién el p rólogo de M anuel G óm ez M oreno, reedición de la Real Academ ia de la H istoria, 1980. 75 O b. cit., en la nota 72, v. 370-d, pág. 133. 76 Edición de R. M enéndez Pidal, en «Clásicos C astellanos», pág. 174; la referencia a riqueza en m onedas se repite en todo el episodio a que pertenecen los versos citados: la conquista de Valencia. 77 D e los sig n o s..., verso 42-a y b, edición de A . Ram oneda, M adrid, 1980, pág. 140; véase también Vida d e Santo D om in go, ed. cit., verso 420-d, pág. 143. 78 E! o to ñ o d e la E d a d M ed ia (traducción castellana), Madrid, 1930, t. I, págs. 40-41. «Pueden oponerse la soberbia y la avaricia com o los pecados de la época antigua y de la época m oderna, respec­ tivamente [...]. La codicia carece del carácter sim bólico y teológico de la soberbia. Es el pecado natural y m aterial.» Es el pecado de aquel período en que la circulación del dinero ha transform ado y desligado de sus trabas tradicionales las condiciones en que se despliega el poder. La apreciación del valer perso­ nal se torna una operación aritmética. 79 L e bourgeois (traducción francesa), París, 1926, pág. 19. Recuerda Sombart un pasaje de Santo Tom ás: lo propio del dinero es gastarlo; pero entiendo que esta frase no refleja un hecho, sino un c o n ­ sejo precisamente para evitar caer en la codicia.

107

tener en cuenta es la significativa circunstancia de que en España se habría conser­ vado, o cuando menos, se habría renovado muy pronto, un uso mayor del dinero que en otras partes, confirmando la revelación que de ello nos hizo ya un estudio de García de Valdeavellano, en relación al área de León y Castilla80 y, semejante­ mente, respecto al área catalana, un estudio posterior de Mateu Llopis81. Pro­ bablemente en ese más alto nivel de uso del dinero en la Península influían las muchas supervivencias de la romanización; la similar situación en el Islam andaluz y el pago de parias por los reyes moros, a los cristianos, lo que permitía a éstos disponer de considerables sumas de dinero; la escala en puertos hispánicos (Sevilla, Málaga, Cádiz, por este orden de importancia) en el camino del oro africano a Génova y al resto de E uropa82. El oro de procedencia peninsular hace sentir su peso más al norte de los Pirineos83. No obstante, en todo Occidente el incremento en el uso del dinero y, con ello, las novedades que se van introduciendo en sus opera­ ciones, avanzan en los últimos siglos medievales. En relación a estos siglos ha hablado M. Mollat de un fenómeno nuevo: lo que ha llamado la «monetarización de la lim osna»84. Pienso que ese proceso, que alte­ ra el contenido de la dádiva, va ligado al crecimiento de las ciudades, a la instala­ ción en ellas de las Órdenes mendicantes, que como ya se ha dicho, se convierten en intermediarias y administradoras de aquélla, de la que sólo una mermada parte pasa a los pobres, y otra, la mayor suma, se emplea en la construcción e instala­ ción de sus templos y conventos, lo cual, a su vez, ciertamente proporciona traba­ jo y lleva una ayuda al grupo de los pobres trabajadores, no reduciendo tan sólo a los indigentes que carecen de todo la participación en una limosna practicada aho­ ra con mayor frecuencia por los burgueses. Recordemos el ya citado elogio de un franciscano como Eiximenis sobre el carácter limosnero de los mercaderes85. Hay que reconocer que desde el siglo xiv este proceso se ve anunciado y auspiciado por otros fenómenos concomitantes, aunque se trate de una transformación lenta que durante siglos hará coexistir la limosna en dinero y en especie. Sin embargo, no menos claro resulta que la que crece es la primera forma y sólo el hecho de que, desde mediado el siglo xvi, alcance una frecuencia que la convierte en práctica ha­ bitual, va a permitir que se produzcan determinadas manifestaciones de la vida so­ cial, las cuales están presentes en la literatura picaresca. En mi libro sobre «La Ce­ lestina, (1964)» sostuve que en una primera etapa y relativamente a las vinculaso «E conom ía natural y econom ía dineraria en León y Castilla en los siglos ix, x y x i» , en la revista M o n ed a y C rédito, M adrid, 1954, núm . 10. s i M a t e u y L l o p i s , «Estado m onetario de la Península que revelan los docum entos lingüísticos de España», en E stu d io s d ed ica dos a M enéndez P idal, M adrid, 1951. 82 Véase J. H e e r s , G ênes au X V e siècle, 1961, págs. 69 y 71: «D ès le milieu du X V ' siècle, avant la découverte de l ’or d ’Am erique, la Castille est déjà le grand centre de redistribution du métal précieux.» 83 H ilda G rassoti publicó un interesante estudio en el que hacía ver cóm o el oro obtenido por los castellanos-leoneses en la batalla del Salado, produjo una alteración de los precios, hasta en París y otras partes de Europa («Para la historia del botín y de las parias en León y C astilla» apartado IV, «El botín del Salado y la baja del oro en Europa», en lo s C u adern os d e H isto ria d e España, Universidad de Buenos A ires, 1964, X X X IX -X L , págs. 43-132; véase en especial págs. 119 y ss.). 84 L e s p a u v re s au M o yen A g e , París, 1978, p. 190. 85 R eg im en t d e la co sa p ú blica, edición de Barcelona, 1927, pág. 412. Véase mi estudio «Franciscanism o, burguesía y m entalidad precapitalista: la obra de E ixim enis», recogido en mi volum en E stu dios de H isto ria d e l p en sa m ien to español, serie primera, Edad M edia, 3 .a ed ., M adrid, 1983, págs. 291 y ss.

108

ciones del Medievo, el dinero libera, y es así muy especialmente en las relaciones de trabajo cuyo pago se efectúa bajo forma de salario. Mollat añade, a sus pa­ labras antes citadas, que se da con ello no sólo una etapa económica nueva en las relaciones entre pobres y ricos, sino que ofrece aspectos morales y sociales: abría un cierto margen de elección al pobre y, en cierta medida, promovía una mayor dignificación del mismo. Estimo que un comentario semejante se puede aplicar a todo fenómeno de transformación en dinero, de las relaciones entre pobres y ricos, entre amos y criados, entre dueños de taller o de tierras y trabajadores u oficiales: el pago en dinero despersonaliza, reduce la asfixiante dependencia cuasifamiliar del subordinado y delimita las prestaciones a las que, en su caso, viene obligado. Apreciando la cuestión de muy parecida manera escribió Tonnies: «todos son libres y dueños de sus actos frente al dinero»86. No cabe duda de que la estimación es exagerada, pero no menos cierto es que si, más tarde, se empezó a caer en la cuenta de las nuevas ligaduras que el dinero introducía entre los individuos, en un primer momento lo que resultó, más o menos, sin que se llegara a tener conciencia de ello coetáneamente, fue que el dinero rompió las viejas ataduras y ayudó a di­ fundir (aunque no siempre se pusiera en relación con él) la sensación de que los hombres se movían con soltura no conocida antes. Este fenómeno está en la base del incremento de la vida real de los picaros, cuya presencia suscitó a su vez la pro­ pagación de la literatura picaresca. Sin la generalizada introducción del dinero no hubiera habido «picaresca», no ya por el lugar que aquél ocupa en las páginas de ésta, sino porque la visión social de la cual nace la picaresca no se hubiera dado. El uso del dinero aviva la listeza de la que necesita el picaro pobre y esta capacidad manipuladora se corresponde a la correlación estructural entre dinero e inteligen­ cia que enunciara Simmel. El dinero despersonaliza. Prefiero servirme de este último término y quiero expresar con él la idea del propio Simmel acerca de que las relaciones en dinero eli­ minan la presencia de un «carácter» individualizado en las personas que inter­ vienen en una relación económica, produce un estado de abstracción, mientras que el «carácter» supone siempre que las personas y las cosas están determinadas de modo fijo, individual y con exclusión de todas las demás»; con el empleo del dine­ ro, queda tan sólo un reflejo mecánico de las relaciones valorativas de las cosas y se ofrece por igual a todas las partes; dentro de los negocios traducibles en dinero, las personas tienen un valor cuantitativo y nada más. El margen de abstracción que en esas condiciones se da (podemos observar por nuestra cuenta), relacionán­ dose con individualismo, racionalización, dinero, cálculo, pragmatización, «indus­ tria», pertenece al mundo en que se mueven los picaros, tal como los concibiera la literatura española. Son las bases del proceso de pragmatización87. Y en tal senti­ do, digo que libera. Al surgir un capitalismo ya francamente definido (aunque en el siglo XVI en toda Europa no se llegue más allá, ni con mayor ni con menor éxi­ to, de una etapa de capitalismo primerizo o de precapitalismo, nivel que es el nece­ sario, o por lo menos el adecuado para nuestro tema), se produce una concentra­ ción de riquezas en manos de los ricos, los cuales son siempre el menor número en la sociedad. Esa riqueza, de cada uno de ellos no sólo es mayor, sino más ventajo­ sa y más segura que la que sus armas hubieran proporcionado al caballero altome86 C o m u n id a d y S ociedad, traducción castellana, Buenos Aires, 1947, pág. 77. 87 Véase d e S i m m e l , o b . cit.

109

dieval. De ahí es posible que en el seno del régimen de explotación capitalista apa­ rezcan consecuencias que podrán ser denominadas «alienación», «plus-valía»88. Pero queda, a pesar de esa superioridad, como algo imposible de restablecer, la precedente situación de aplastante subordinación de individuo a individuo: eso que en las relaciones feudales se llamaba ser «el hombre de otro hom bre»89. Y el mismo Marx, si pone enérgico énfasis en señalar los aspectos negativos, no deja de estimar esa situación ya irreversible: «El dinero es impersonal. Permite transportar en el bolsillo el poder social y las relaciones sociales generales: la sustancia de la sociedad. El dinero coloca como un objeto físico, entre las manos de los particula­ res, el poder social, que es ejercido por aquéllos en tanto que individuos. Las rela­ ciones sociales, el cambio de sustancia misma de la sociedad, aparecen, bajo el di­ nero, como algo puramente externo, no ofreciendo nexo individual con aquel que posee ese dinero y, en consecuencia, el poder que éste ejerce se le aparece como algo puramente fortuito y que le es exterior»90. Es obvio que esta párrafo levanta más de una objeción, pero en él queda reconocida la función despersonalizadora y el carácter externo de los nexos que con el dinero se establecen. Cualesquiera que sean las pseudo-sublimaciones ofrecidas por las versiones románticas del taller co­ mo familia, en el que se convierte el oficial en un elemento familiar (sencillamente, un objeto familiar), siempre quedará claro que al recibir su paga en dinero el pobre-trabajador adquiere un margen mucho mayor de libertad de movimiento y, aunque en medida más reducida, algo de ello obtiene también el pobre indigente, el mendigo con la limosna en monedas. Esa posibilidad de ruptura (aunque sólo sea interpretando en este sentido negativo la libertad de movimiento del pobre, en el siglo X V I) hace posible contar con ese nuevo aspecto de su biografía, imprescin­ dible para la elaboración de la figura del picaro, de lo cual carece el pobre medieval. Creo que en el incremento del dinero (pero no olvidemos de añadir que en sus nuevas y diversas formas) hay que señalar uno de los elementos de más decisiva ac­ ción renovadora en la primera sociedad moderna. Se puede afirmar, sin duda, que sin el juego de otros factores que crearon precisamente la necesidad de servirse en mayor medida que la conocida hasta entonces y en nuevas funciones, del dinero, éste no habría alcanzado tal carácter. Estoy de acuerdo con ello. Ya Marx señaló la conexión entre dinero y monarquía absoluta91, y hay que observar entonces que la «monarquía absoluta» no es un factor simple y elemental, sino expresión en la que reunimos la combinación de múltiples elementos. A todos ellos (burocracia, ejército, guerras, diplomacia, incremento de los estudios, transformación de las re­ laciones de trabajo, etc.) hay que ligar, pues, ese fenómeno de avance de la econo­ mía dineraria, el cual, a su vez, contribuye, junto a tantos otros, a provocar nuevas actitudes ante el mundo y ante la sociedad. Simmel escribió páginas brillan­ tes sobre esto, que aun hoy al historiador le conviene tomarlas en cuenta: la pre­ tensión científica del cálculo exacto de la naturaleza aparece como «la contraparti­ 88 C . M a r x , o b . cit., en la n ota 71; véase E . M a n d e l , L a fo rm a tio n de la p en sée écon om iqu e de K a rl M arx, París, 1970, en especial el capítulo X: « D ’une conception anthropologique a une conception historique de l ’aliénation», págs. 153 y ss. 89 Véase Marc B l o c h , L a so ciété fé o d a le . L a fo rm a tio n d es liens d e dépendance, Paris, 1939. 90 C o n trib u tio n à la critiqu e de l ’écon om ie p o litiq u e , fragm ento de la version primitiva ya citada, página 182. 91 Véase ob . cit. en la n ota anterior, pág. 181.

110

da teórica del dinero», «la exactitud, intensidad y precisión en las relaciones eco­ nómicas de la vida... corren paralelas con la extensión del dinero; únicamente la economía monetaria ha incorporado a la vida práctica el ideal de una calculabilidad numérica»92. Cabría relacionar con ello el abundante número de manuales de aritmética y de «arte mercantil» que se editan en la segunda mitad del xvi, tal como hizo observar H. Lapeyre93, lo cual, desde luego, no iba a tener consecuen­ cia ninguna o apenas ninguna en el desarrollo de la ciencia matemática94; pero sí en las relaciones sociales, en general, en la actitud ante las instituciones, en las re­ laciones ínter-individuales, o bien a través del salario en la estructura social, a tra ­ vés de la limosna en los sentimientos religiosos y en formas determinadas de la vi­ da eclesiástica (las Órdenes mendicantes urbanas), dando lugar a que la naturaleza calculable, medible, del dinero sea una base decisiva de la moderna mentalidad. Hace años, exponiendo este punto de la influencia del dinero en la transforma­ ción de la mentalidad en los primeros siglos modernos (de la cual, pienso yo que, en su nueva contextura, opera como plataforma desde la que se desenvuelve la lite­ ratura picaresca), F. Braudel me objetó que en España había un escaso uso del di­ nero. Para una respuesta plena a esta observación, habrá que esperar al libro de Ruiz Martín sobre los genoveses. Mientras, podemos contar con datos significati­ vos reunidos por Sayous, Viñas Mey, Lapeyre, N. Salomón, J. Pérez, etc. Es es­ caso el uso del dinero, en relación a épocas posteriores, como lo es en todas partes. En Milán, en la crisis de la década de los veinte, se ha dicho que se vuelve al pago en especie. Sin embargo, la información de Lapeyre sobre actividades bancarias en España, sólo superadas en volumen por Italia, la que da Goris sobre los españoles en el comercio internacional de Amberes, las menciones al dinero en documentos de tipo fiscal o notarial (por ejemplo, compraventas, en escrituras que conserva en gran número el Archivo de Protocolos de Madrid), hacen suponer que el nivel sólo sería superado por la Italia septentrional y seguramente Flandes. Y por de pronto no hay que dejar de tener en cuenta que dinero no es sólo masa metálica, sino letras de cambio (con la introducción, además, del endoso), pagarés, otras formas de crédito: esto a lo que, coetáneamente, Valle de la Cerda llama ya «otra mane­ ra de dinero»95. Es cierto que a manos del campesino llega en corta medida aquél y que su empleo sigue reducido. Pero aun en esta misma esfera tenemos la posibilidad de observar unos datos significativos. En las Relaciones de los pueblos de España, respondiendo al cuestionario enviado por la Administración real, entre las pregun­ tas a las que hay que contestar figura una relativa a qué es aquello de que más fal­ ta tienen. Pues bien, muchos de esos pequeños núcleos rurales señalan que aquello de que más necesitan es dinero, imprescindible para incrementar sus intercambios, a juicio de los mismos lugareños. Por de pronto, hay algunos pueblos que men­ cionan el dinero como el instrumento con que compran fuera cuanto les falta: Al92 F ilosofía d e l dinero, ed. cit., págs. 558 y 560. Pueden verse otros pasajes significativos en p ági­ nas 152, 539-541, 555, 559, etc. 93 Une fa m ille d e m archands: les R u iz, París, 1955, págs. 339 y ss. Véase mi E sta d o m oderno y m en ta lid a d social, t. II. 94 R ey Pastor hizo ver que esta num erosa bibliografía, cuya consideración externa tan vanamente entusiasm aba a M enéndez y P elayo, no significó ninguna nueva contribución al desarrollo de la ciencia. 95 D esem peñ o d e l p a trim o n io de S. M . y rein os... p o r m edio d e los E rarios p ú b lico s y M on tes de P iedad, M adrid, 1618.

111

badelejo dice que «la madera de pino la traen de la ciudad de Alcaraz y de Segura de la Sierra, comprada por dineros», y lo mismo dice Terrinches96; algunos, más miserables, reconocen que les es difícil proveerse de leña, en Guadalajara, como le sucede a Benalaque, «por no tener dinero para poderlo traer»97. Unos, como Villanueva de los Infantes, declaran específicamente que pagan los diezmos «a dine­ ro » 98, y otros, como Illescas, estiman las rentas del pueblo en dinero99. Sin embar­ go, lo más interesante, en mi opinión, está precisamente en aquellos numerosos casos de pueblos que acusan como referencia más desfavorable, la «gran falta de dineros»; y más aún, entre estos ejemplos, destacan los que explícitamente conec­ tan esa escasez y necesidad de dinero que puedan emplear «para las compraven­ tas», para animar los tratos, como sucede en Guadalajara, en donde se quejan de no serles posible avivar los intercambios por el corto «aparejo en dineros que en él hay para tratar» >89 190

E dición de Carrasco U rgoiti, t. I, págs. 168-169, 216, 225, 298; t. II, pág. 273. E l sa gaz E s ta d o , m a rido exam in ado, en «C lásicos C astellanos», Madrid, pág. 81. Ed. cit., pág. 45. «V ida de Corte y oficios entretenidos de ella», en el volum en P rosa, ed. Astrana, pág. 18. Edición de Lázaro Carreter, pág. 157. Edición de Lázaro Carreter, págs. 231, 232, 272, etc. Edición de V albuena, caps. I ll, VIII, etc., págs. 1517, etc.

518

diante, granuja y jugador, quien está a punto de dejarla a ella sin dinero, sin ro­ pas, sin alhajas, perdiéndolas frenéticamente en los naipes191. A todos estos personajes se les puede aplicar la fórmula de Vélez de Guevara, cuyas palabras nos permiten alcanzar ideas de la difusión que tuvo en la práctica vicio tan denostado como el que nos ocupa: «para los fulleros, la baraja de naipes es su religión»192. No hace falta insistir demasiado en el tema. Para ponerle remate recordemos que Estebanillo a los dos mancebos con quienes se junta en Siena, apenas entrado en el oficio de la picardía, lo primero que les ve hacer es sacar sus barajas de naipes —y también sus dados— y después se pasaban varias veces por «casas de juego», donde ponían en ejecución toda clase de trampas y combinaciones ilícitas. Es obvio que no prescindirá Estebanillo de decirnos que en poco tiempo se convir­ tió en maestro de un comportamiento semejante. Nos cuenta que en Italia, en Mi­ lán, se cebaba en el juego: «allí jugué como poderoso», «aun en destrucción de mi bolsa», porque la tesis que al final ha de imponerse es que en el juego, aun ganan­ do se pierde. Ya hemos visto que tal era la sentencia de Simplicissimus, pero en la picaresca piensa así el autor, nunca el protagonista. Vemos a Estebanillo acompa­ ñando al ejército de Flandes como pequeño vendedor ambulante; «entreteníame con todos los señores, y como es de los tales perder, y de mercadantes ganar, juga­ ba a los naipes y dados con todos, y haciéndose perdedizos, por cumplir con la ley de generosos, yo cargaba con la ganancia, por mercader de empanadas»193. En España, desde 1550, aproximadamente, hasta los años finales del Barroco, los estragos de la insana pasión del juego, tal como la presentan insistentemente las fuentes de dicha época, no sólo producía aquel efecto en las personas singula­ res; también en las familias, provocando ruinas agobiadoras, acompañadas fre­ cuentemente de delitos de sangre. Por la acción misma de este desarreglo, y por el elemento de inestabilidad y de enemistad que, al multiplicarse los casos en el con­ junto social, deterioraban no menos el orden interno de la sociedad, el juego pro­ dujo un rebajamiento de la calidad de la vida y envileció muy variados aspectos de la misma: relaciones matrimoniales, paterno-filiales, amistosas, profesionales, etc. Lo que es peor: se puede decir que, en general, envileció la vida social misma. Hay un dato, en el terreno de la lengua, que me parece muy revelador, que iría ligado a su vez al déficit de vida social en nuestros pueblos, que en el siglo x v i i i , por ejemplo, tanto entristecía a Jovellanos y acabó por apartar de la península a Moratín. Aquella palabra con que se designaba uno de los aspectos gratos de la convivencia entre amigos y vecinos, la «conversación», pasó a designar las casas de juego en su frecuente acepción de lugares donde, con el juego, se ejerce la tram ­ pa, la deslealtad, quizá el ataque homicida. A veces, va incluso ligado al doble as­ pecto de casa de juego y de prostitución193bis. Y si este último fenómeno no apare­ ció en la picaresca expresamente citado, sí adquirió en el ámbito de la misma, una 191 Edición de V albuena, pág. 1397: «L legó la rotura de Sarabia en el juego a tanto que com enzó a em peñarme los vestidos con que m e había de lucir», y añade que llegó a pegarle y a insinuarle que se prostituyese. 192 Edición de V albuena, pág. 1646. 193 E dición de Spadaccini-Zahareas, t. II, pág. 443. En la obra se reitera la expresión «casas de con­ versación», sobre la que los editores insertan una interesante n ota al pie (núm . 1228). 193 bis En L o s p elig ro s de M adrid, Rem iro de Navarra em plea la expresión «dam a de conversación» para designar a la mujer fácil al trato carnal.

519

frecuencia de aquella corrupción léxica que he señalado: un vocablo significativo de una de las más positivas formas de trato se convierte en expresión de una de las maneras más ruines de relacionarse. Y merece destacarse que esa alteración en el vocabulario de la sociedad barroca no es un fenómeno exclusivo de la literatura pi­ caresca, sino que ésta lo recoge de la vida cotidiana, lo que nos hace comprender cómo la degeneración de la relación social, usada por dicha literatura en la línea del discurso picaresco desviado, se usaba no menos también como consecuencia de la baja moral, disimulada tras una especulación con formas rígidas y conven­ cionales.

L

as llam adas

«c a s a s

d e c o n v e r s a c ió n

»

y d e ju e g o

En 1559, el Tratado de Francisco de Alcocer, ya antes mencionado, habla contra las que llaman «casas de conversación», a lo que habría, según él, que aña­ dir se trataba de una invención diabólica e infernal (luego, sin embargo, distin­ guirá los casos en que no hay pecado grave en ella)194. Esto es un ejemplo, entre otros muchos, que nos lleva a reconocer el penoso hecho de que en la aceptación del envilecimiento social hubiera, según se ve, en el ámbito hispánico desde el siglo xvn, un grado innegable de participación del elemento clerical, por cuanto la fuer­ za de la organización eclesiástica se consideró más firme sobre gentes de moral so­ cial corrompida, dado el casuismo que se emplea para salvar en último término, la práctica del juego. Al empezar la época que más especialmente nos interesa, el uso léxico señalado se difunde. Céspedes y Meneses habla de «la conversación o el juego» y de las «ca­ sas de conversación», distracción frecuente a la que se acude en especial por la noche,95. María de Zayas nos da, refiriéndola a Valladolid, una noticia igual: un caballero sale de noche a una «casa de conversación», añadiendo «donde fue a entretener las largas y pesadas noches del mes de diciembre»196. El mismo Céspe­ des en otro lugar hace hablar a un caballero diciéndonos «yéndome después de co­ mer a la casa de conversación donde solía ir» ,97. Y en otra de sus novelas, esta vez con relación a Génova, nos informa de que «tienese allí, en una de dichas casas, grande conversación, varios entretenimientos y, sobre todo, juego de gran cuantía, en que han dejado algunos lo mejor de su hacienda y otros ganádola»198, y al escri­ bir en otro pasaje «sin dejar de acudir como solían al juego y a la conversación»199, nos hace ver que no es la casa solamente la que recibe su nombre en esta última relación, sino que este mismo término de conversación se hace equivalente a juego, un caso de eufemismo que revela un fenómeno de anomia ma­ nifiesta, el cual ya hemos podido comprobar en una referencia anterior. Céspedes, 194 Ob. cit., cap. X L V , págs. 238 y ss. 195 E l buen celo p re m ia d o , primera de las «H istorias peregrinas y ejem plares», edición preparada por Yves-R. Fonquerne, M adrid, 1970, pág. 101. ¡96 N ovela séptim a del vol. I, A l f in se p a g a to d o , «N ovelas am orosas y ejem plares», ed. cit., pági­ na 293. 197 E l españ ol G erardo, B. A . E ., t. X V III, pág. 249; en pág. 224 narra una escena de violencia san­ grienta, de las que eran frecuentes con m otivo del juego. 198 E l so ld a d o P ín daro, B. A . E ., t. cit., pág. 366. 199 O b. cit., loe. cit.

520

en la obra suya a que últimamente estamos remitiendo, afirma que en los lugares bien gobernados se ordenan de cuando en cuando visitas, por parte de la autori­ dad, a tales «casas y estalajes», para «reprimir estafas y robos» y para «expur­ garlas de gente sospechosa, mujeres y hombres de mal vivir», ya que sabido es «cuánto y cuáles son los inconvenientes y afrentas que trae consigo el juego»200. No cabe duda de que no eran lugares donde pudiera meditarse, charlar, leer, con tranquilidad, estos garitos donde los caballeros barrocos solían acudir por las noches; ni parece que las autoridades españolas se mostraran muy decididas a sa­ near o a cerrar tales lugares —a pesar de lo que nos ha dicho Céspedes—, sino que más bien encontraban en ellos apoyo para su sistema de gobierno, teniendo a las gentes en la mano, al disponer sobre ellas de información con la que, en cualquier momento en que fuera hecha pública, podían perder a un sujeto. Por otra parte, el desarreglo del medio familiar es grave: por la ausencia, en la vida doméstica, del jugador (lo cual le lanza fácilmente a un estado de des vinculación), y porque esa ausencia acrecienta las posibles faltas de fidelidad tan demostradas en el tiempo. Un pasaje de Lope de Vega, relatando las andanzas de dos jóvenes en Toledo, dice lo siguiente: «entraron en una casa de juego, de estas donde acude la ociosa juven­ tud: unos juegan, otros murmuran y otros se olvidan de los cuidados de sus casas, que con la seguridad de que no han de venir, no suelen estar solas»201. Estas circunstancias dan lugar a que se hable con agrio humor de las formas más habituales de convivencia social, implícitamente denunciando así su deterioro. Aparte, como he dicho, de textos de la picaresca, recogemos de un pasaje de Lu­ que Fajardo, que al hecho de establecer una casa de juego, un garito, una casa de tablaje —lo que algunos hacían en su propia casa—, se le llama «abrir tienda, asentar conversación»202. Luque Fajardo conoce bien lo que son esas casas y es­ tablecimientos de juego, en los que el ejercicio de malas artes y toda suerte de abu­ sos contra los parroquianos se completa con una serie de oficios innobles, semidelictivos (muñidores, porteros, abrazadores, encerradores, cabestros, etc.), y, a la vez, con el sistema de facilitar préstamos a interés con tasas abusivamente eleva­ das; o se usan formas ilícitas de compañía mercantil para montar tablaje, dentro de lo cual existen además variados tipos. «Llamar al tablaje conversación —decla­ raba Luque— vaso es de ponzoña, con título de triaca» 203. De todas formas, una y otra vez se repite que los caballeros tienen por costum­ bre «en saliendo meterse en la casa de juego o conversación —dice Suárez de Fi­ gueroa204— y allí gastar casi toda la noche en la travesura, en la matraca, en la sensualidad». El carácter mixto de estos lugares se halla una vez más testimoniado. En los Avisos, Cartas u otro tipo de relaciones informativas de la época se habla con frecuencia de los homicidios que se cometen en ellas o al salir de ellas, en altas horas de la madrugada. La referencia pasa como hecho conocido a la lite­ ratura. María de Zayas refiere que una noche, «al salir de una casa de juego», fue apuñalado un caballero, y en otro lugar cuenta que «en una casa de juego, sobre 200 E l so ld a d o P ín daro, págs. 313 y 367. L o p e , L as fo rtu n a s de D iana, en la serie de las «N ovelas a Marta Leonarda», B. A . t. X X X V III, página 4. 202 Fiel desengaño, t. I, pág. 106. 203 O b. cit., t. I, pág. 64. 204 Varias noticias im portan tes a la hum ana conversación, Madrid, 1621, pág. 329. 201

521

E .,

jugar una suerte», un caballero apuñaló a o tro205. Ya en fecha avanzada, en una de las cartas anónimas que se publican al final de la edición de los Avisos de Jeró­ nimo de Barrionuevo, se da la noticia (17 de agosto 1660) de que han matado en la Puerta del Sol a un valiente de esta Corte, «conocido por el mayor jugador que había en ella» m . Pero lo más curioso está en la noticia que dos veces se repite en los mismos Avisos, Una de ellas es la de que un individuo —el cual lleva tratamiento de «don»— ha asesinado a su esposa por haberse negado ésta a darle lo que le queda­ ba de su dote, para jugárselo. La otra es la de que otro que ostenta también tal tratamiento (un don José del Castillo) ha dado muerte a su cónyuge, no porque le disgustara o le faltara en otras cosas, sino por haber tratado de limitarle el dinero «en los extraordinarios del juego», motivo por el cual le propinó siete puñala­ das207. Pero hay otra noticia más notable en esos Avisos de Barrionuevo: «consul­ taron al Rey las salidas de las señoras en sillas con sus lampiones y (sic: a) casa de juego, donde se van a entretener. A lo que respondió: si sus maridos lo consienten, no es mucho que yo lo disimule» (de todo su personal anecdotario, es quizá la úni­ ca respusta del rey de tono permisivo). La fecha es de 11 de septiembre de 165520S. Esto revela que las mujeres casadas, de cierto nivel social más bien alto o cuando menos de holgada situación, frecuentaban también estos lugares de reunión con tan mala fama, de día y de noche. Desde luego, de años atrás la fama de estos establecimientos era tal que, en di­ ciembre de 1621, recién introducido en el trono, los jurados de Sevilla pedían a Fe­ lipe IV se vigilasen severamente las casas de juego y casas de mujeres de mal vivir, donde tantas pendencias, alborotos y muertes suceden209. Francisco Santos, insis­ tiendo en ello, comenta que en ninguna parte se cometen más tropelías, brutali­ dades, vilezas. «Muchos hombres hemos conocido que para sustentar el juego han hecho muchas vilezas, perdiéndose a sí y a su linaje.» Se pierde la honra, la ha­ cienda, la vida210. Se comprende, teniendo en cuenta además su burda manera de hacer moral, la consideración moralística, más bien, que Santos lanza contra las casas de juego o en especial de naipe211. Como un documento para servir de guía en ese mundo de fulleros de los más variados tipos, de las más variadas artes ilícitas, escribió todo un libro Francisco de Navarrete y Ribera212. Se dirá que en esta serie de referencias y noticias que acabo de recoger en las páginas precedentes no abundan las alusiones al picaro y no denuncian la presen­ cia de éste en las casas de conversación y de juego. Es cierto que el picaro, en su habitual situación no demasiado próspera, con su poco conveniente presentación en vestimenta y modales, no podía tener fácil acceso a estos lugares, tan frecuenta­

2°5 N o vela s am orosas y ejem plares, t. I, novela primera, «Aventurarse perdiendo», pág. 60; t. II, «D esengaños am orosos», novela segunda, «La m ás infam e venganza», pág. 81. 206 A v iso s, edición de la B. A . E ., t. II, pág. 234. 207 A viso s, ed. cit., t. I, págs. 261 y 264 (am bas noticias son de abril del 56). H ay otras m ás, sem e­ jantes a éstas, de manera que sorprende su reiteración. 208 A viso s, t. I, pág. 188. 209 A . H . E ., L a Ju n ta d e R eform ación , pág. 188. 210 L a verd a d en el p o tr o , edición de Rodríguez Puértolas, ya citada, págs. 173-174. 211 D ía y noche d e M adrid, ed. cit., pág. 403. 212 L a casa d el ju e g o , M adrid, 1644.

522

dos por caballeros y por damás. Había que esperar a que un golpe afortunado le proveyera de fondos para cambiar su porte y poder introducirse en otros medios que no fueran los del hampa miserable. Además, el picaro, que de mozalbete juega en el banco de alguna plaza pública, en las gradas de alguna iglesia, más adelante, donde encuentra su gran ambiente para el tipo de engaños con las cartas que él practica es en los mesones, porque allí tropieza con mercaderes ignorantes en la materia, pero que se arriesgan a probar suerte en las horas pasajeras de un mesón, en medio del camino o recién llegados a la ciudad. Allí también, el picaro que gana con fullerías, en caso de ser descubierto, si cuenta con alguna ayuda, le es más fá­ cil escapar. De todos modos, hay momentos en que el picaro conoce un éxito, aun­ que sea poco duradero, en su carrera de anomia, y aprovechándolo se viste con ga­ las de caballero y se presenta en uno de esos lugares. En ellos, con su dominio de la baraja, conoce momentos de feliz seguridad y despliega sus dotes de triunfador. Desde luego, el picaro conoce esas «casas de juego», esos establecimientos para «asentar conversación». Lo descubrimos confirmado en el Guzmán: «entraba ya como natural en todas partes y en las casas de juego», y aún añade el propio pro­ tagonista: «en mi posada también solía trabarse, ya perdiendo, ya ganando, hasta una noche que, acudiendo el naipe de golpe, truje a la posada más de siete mil reales», y sigue alguna noche más, en que si pierde es poco «porque ya me apro­ vechaba de toda ciencia para hacer mi hecho»213. También en Marcos de Obregón aparece la mención de las «casas de juego», de las que se nos dice no puede pasarse sin ellas el jugador214, y de la misma manera se hallan referencias en El Buscón, las cuales, en ocasiones, rebasan en su amargu­ ra a las de tantos otros textos, como ya he dejado señalado antes. En Estebanillo, buena parte del primer capítulo de la Vida —en la fase inicial decisiva en su preparación de sujeto desviado— está dedicada a narrar el tiempo de su compañía con dos fulleros, uno español y otro italiano, que preparaban las barajas señalando las cartas en su hospedaje y luego «íbanse a las casas de juego, concertábanse con los gariteros, prometíanles el tercio de la ganancia que se hi­ ciese, asegurábanles el peligro». Poco después, Estebanillo se siente con fuerzas para engañarlos y abandonarlos. Aprovecha que le mandan a un encargo, para sa­ lir a la calle, cambiar por el ferreruelo del español, «que era nuevo y de paño fino», el suyo, que estaba bien raído, y así provisto de aquél, escapa215. Spadaccini y Zahareas comentan que Estebanillo comienza participando en trampas de naipes y termina instalando una casa de juego en Nápoles. En efecto, hallándose Esteba­ nillo en Zaragoza, coincide con una estancia en dicha capital del rey y, al pedirle merced por medio de algún señor que le favorece, lo que Estebanillo solicita y lo que el rey le otorga es «poder tener una casa de conversación y juego de naipes en la ciudad de Nápoles»216. Siguiendo la sarcástica transposición picaresca —pese a 213 Edición de R ico, pág. 695; edición de Brancaforte, t. II, pág. 258 (con com entario de la expre­ sión «acudiendo el naipe de golpe»). 214 Edición de María Carrasco U rgoiti, t. I, págs. 168 y ss. 215 E d. cit., t. I, págs. 1 6 0 y ss. 216 Ed. cit., t. II, págs. 491-492. Los editores, siguiendo a D eleito y P iñuela, com entan que, desde la Edad M edia, la licencia para tales establecim ientos se concedía por los reyes, a soldados inutilizados en su servicio (nota 1340). La lectura de las fuentes de la época, literarias, inform ativas, no m encionan ningún detalle que lleve a pensar en ello. Parece que debió ser m ucho mayor, de todos m odos, el n ú m e­ ro de las existentes que el de las abiertas lícitam ente.

523

todas sus declaraciones de fidelidad y precisamente como extremo incurso en burla de ese mismo sentimiento—, Estebanillo contempla su futura sosegada vida en Ná­ poles (ya sabemos en qué medios semidelictivos), comparándola con la imagen del retiro del emperador en el monasterio de Yuste211. La generalización del juego, en virtud de la cual en un salón de un palacio se­ ñorial jugaban damas y caballeros, mientras escaleras abajo, en el patio o en el za­ guán, lo hacían pajes y criados, algunos de ellos procedentes de la picaresca a la que volverían a incorporarse, y fuera, en alguna calle o plaza, los picaros pro­ piamente tales; aparte en casas de conversación, entre fulleros y prostitutas, bajo el ojo avizor del tablajero, gentes a las que no se les pedía más identificación que llevar dinero y estar dispuestos a quedarse sin él. Todos ellos, experimentando en su interior la misma grave corrupción de la moral social (y menciono sólo a ésta porque es la que nos interesa), si se lanzaban a apostar, pensando en ganar, lo hacían exponiéndose a los más penosos incidentes. El juego no dio sólo la figura del jugador, sino todo un repertorio de oficios, regidos o mejor dicho exentos de toda regla, de toda normatización por pautas sinceramente aceptadas. Por tanto, colocados sus participantes en franca situación de anomia. Luque Fajardo, Navarrete y Ribera, y otros, más algunos pasajes de estricta literatura —alguna de las novelas ejemplares de Cervantes— nos dan la nómina de estos sujetos. Hasta qué punto una desviación adaptativa, incapaz de rebelión, creaba en ese ambiente mo­ dos de conducirse de repulsiva bajeza, lo podemos reconocer al recordar tantos pa­ sajes que hemos recogido en estas páginas. El testimonio de la novela picaresca no puede ser más penoso. De una parte, la cruel derrota de los que pretendían medrar, subir, lo cual era una actitud declara­ da públicamente lícita y aun aparentemente estimulada por órganos oficiales de la sociedad; de otra parte, un régimen social inspirado en el principio de cerrar lo más posible los cauces de movilidad ascendente de los de abajo. Ante esta antino­ mia, se comprende la imagen gesticulante y en el fondo dolorida de la sociedad barroca. Lo que no cabe duda es que de ella lo que siempre se descubre en la lite­ ratura picaresca es que su testimonio social se contrae a una general insolidaridad imposible de superar: tal resultaba el testimonio antisocial de una sociedad que lle­ vaba el conflicto dentro de ella misma.

217 Ed. cit., págs. 512 y 513.

524

CAPÍTULO XI

L A U S U R P A C IÓ N C O M O F E N Ó M E N O B Á SIC O E N U N A S O C IE D A D C O M P E T IT IV A

Alguna vez he dicho ya, un tanto incidentalmente, que la aspiración del medro, reducida prácticamente a un nivel cero, es decir, a procurarse el mínimo de medios imprescindibles para mantener su existencia, no podía en modo alguno bastar al picaro, que por ese motivo sólo ocasionalmente puede dedicarse a mendigar. Una vez que el picaro ha abandonado el bajo, aunque nunca infimo o indigente esca­ lón, en donde se halla instalada su familia, no puede, claro está, satisfacer sus an­ sias de mejorar con tan corto logro. Una vez salido de la circunferencia en que la sociedad le tiene inscrito, rotas las barreras estamentales que le oprimían, procura­ rá expandir mucho más allá de ellas su área de posibilidades. Recurre a una serie de medios y caminos ilícitos, cuyo concepto general expresa, como ya sabemos, con un término cuya significación original corrompe, para dar entrada en él a todo el haz de prácticas, socialmente rechazadas, que integran el concepto de la conduc­ ta desviada del picaro: ese concepto es el de industria, un puro operar habilidoso sin calificación moral. La industria en el ambiente del picaro es maña que siempre es empleada frente a otras personas, quienes sufren por ello perjuicios no espera­ dos. Estos efectos desfavorables son los éxitos mañosos de que se ufana en su agresiva aberración disimulada el picaro. Es así como la industria picaresca lleva siempre consigo una connotación de ile­ gitimidad y ésta se reconoce principalmente porque, en uno de sus aspectos decisi­ vos de la misma, es un ataque no tan sólo a otro individuo, sino a la ordenación social misma. Un caso semejante es el que echa en cara un caballero de su tierra que, fuera del lugar de origen que les fue común, se encuentra con Trapaza, y se lo encuentra ejerciendo las artes industriosas de la manera que hemos dicho. En estas circunstancias, se ve llevado el caballero a recriminarle al picaro su engañosa con­ ducta en estos términos: «¿Pues con qué fundamento queréis en esta ciudad hace­ ros caballero y ostentar nobleza?»1. La sociedad, representada y defendida en su ordenación por el caballero —y en ello consiste el honor estamental de éste—, pue­ de admitir que alguien que ocupe un ínfimo lugar, precisamente si muestra virtu­ des de obediencia y humildad y aceptación de las conductas ordenadas, pueda ve1 A v en tu ra s d el B achiller Trapaza, edición de Valbuena, pág. 1439.

525

nir a más, un «más» que, por otra parte, se halla severamente medido. Y esto, re­ pitámoslo, es lo que rechaza el picaro: éste pretende otras cosas, ostentar briosa al­ tivez de caballero, fingirse noble, tratar de embaucar enamorando a alguna dama, tal vez logrando un inadmisible desigual matrimonio, y esto en el marco de la sociedad jerárquica es usurpar lo que no le corresponde. En fin de cuentas, la fina­ lidad que mueve la acción desviada del picaro es ésa: la usurpación, impulsada por la necesidad que él tiene de practicar la ostentación.

C a r a c t e r iz a c ió n

d e l a p r á c t ic a s o c ia l d e l a u s u r p a c ió n

Si, conforme al modelo de sociedad estamental o jerárquica de la que en otra ocasión me he ocupado, cada capa de estratificación, cada estamento tiene asigna­ dos para sus individuos componentes un papel o rol social, un rango. Todo aquel que engañosamente pretende atribuirse más allá de su nivel unos símbolos, para, elevándose con ellos, alcanzar los bienes y la estimación pública a que éstos van enlazados y que no son los suyos, incurre socialmente en usurpación: el picaro, apartado insuperablemente de ellos por la reglamentación objetiva del sistema, lo que hace es usurpar esos símbolos que señalan quiénes son los superiores. El picaro practica, pues, sistemáticamente la usurpación de los signos que sólo corres­ ponden a las capas altas del orden establecido. Y como ello acaba —y según los mismos principios del sistema no puede ser de otra manera— en malos resultados, la literatura picaresca acentúa los rasgos de presentación cómica de la aberración, corroborando así máximamente la inadecuación de tales signos al sujeto usurpa­ dor. Lo cual no obsta para que en algunos casos la novela —cuyo autor tal vez no renuncia a emplearse en una dura crítica del sistema social— lo que haga sea ir más allá y aplicar burlescamente estas complicaciones de la usurpación a poner de manifiesto el deterioro del régimen de estratificación a que tales signos remiten: tal sería el caso de M. Alemán en el Guzmán, de Castillo Solórzano en Teresa de Manzanares, de Juan de Luna en el Segundo Lazarillo de Quevedo en El Buscón, etc. Con este planteamiento, unos autores pretenden señalar a la sociedad su grave estado y la necesidad de introducir reformas que de ordinario tienden al amparo de los pobres, albergando en hospicios a los irrecuperables, o reincorporando al trabajo a los capaces de realizarlo. Otros no ven más que aspectos negativos, de corrupción y de vicio y no encuentran otro procedimiento para enderezar la si­ tuación que endurecer la represión, bien que, sin proponérselo, el solo hecho de enunciar y aun ensombrecer los males de la sociedad, obligan a muchos a pensar en que, de todos modos, algunas reformas son inevitables. Repito aquí este plan­ teamiento que ya ha quedado hecho antes, para aproximarlo a la infracción más grave del orden social que comete el picaro y se entienda más fácilmente cómo era visto este caso de desviación y las dos líneas de respuesta. El picaro se ocupa continuamente en usurpar lo que no es suyo, no tanto para apropiárselo, sino para hacer creer que es suyo. Hay un aspecto necesario: que el picaro intente la usurpación engañosamente, con cierto grado de agresividad con­ tra los conformistas, sabiendo que falta culpablemente —conforme a las estima­ ciones del sistema establecido—. También en el teatro encontramos graciosos que en alguna ocasión tienen que practicar el disfraz; pero ello se hace de acuerdo con 526

su amo, o en bien de éste o de persona que éste estima, no para medro ilegítimo del gracioso disfrazado. Por ejemplo, en El poder vencido y amor premiado, de Lope, el amo hace vestir al gracioso de persona alta, de caballero, de aristócrata incluso. En tales casos, aparte de la ausencia de imputabilidad y culpabilidad del lacayo, éste conserva siempre sus modales groseros, no sabe adaptarse a la condi­ ción social que representa, no acierta a moverse con soltura con sus galas, y él mis­ mo no pierde nunca la conciencia de que es un sujeto bajo que momentáneamente está falseando su aspecto. Podemos encontrarnos con un caso como el de la joven ama noble que en otra comedia lopesca, El acero de Madrid, presta vestidos suyos a una hermosa sirvienta, y al contemplarla en su deslumbrante aspecto, provista de ricas galas la joven de humilde nivel, comenta aquélla: «cuanto las galas importan cuanto adorna la riqueza». (Acto III.) Sin embargo, Lope no se queda tranquilo con esto y a fin de que no se sienta sacudido el orden estamental y amenazado en su régimen de distribución de valo­ res que atribuye la privilegiada hermosura a las altas señoras, nos hace saber que la fingida sirvienta es también noble, aunque se presenta disfrazada de humilde condición. Junto a la tesis sostenida en algún momento por Ch. Y. Aubrun, conforme a la cual la moral caballeresca prestó algunos de sus elementos al concepto de la hones­ tidad mercantil (basándose para ello en un curioso escrito a modo de memorias que un agente comercial inglés escribió y publicó en Londres, al regresar allí des­ pués de una estancia en Canarias, durante la que sufrió algún percance con la In­ quisición) 2, observamos que lo cierto es que en el teatro y en la vida ordinaria de la sociedad barroca los valores nobiliarios —la hermosura, la discreción, el amor, el honor, la riqueza, etc.—, de puro reservados a una clase alta, quedaban completa­ mente excluidos de ellos los de abajo: pero en la novela picaresca no sucede así, en el sentido de que el protagonista no se conforma con esa exclusión. Y no se con­ forma porque entiende que no hay razón para que se les atribuyan a los de arriba, por el solo hecho de su emplazamiento jerárquico —cuando tantos casos se dan en contrario, según piensa el picaro y con él muchos que no lo son—; y además po r­ que no se atiene a considerarse a sí mismo desprovisto de aquéllos. A diferencia, del gracioso, el picaro, con frecuencia de origen rural y bajo en la misma medida que aquel otro tipo de criado, sin embargo se adapta perfectamente a vestir y vivir a lo caballeroso, hasta el punto de que fácilmente confunda a quienes, por su ele­ vado nacimiento, siempre lo han usado: Ya hemos visto antes el caso de Trapaza: «no le conociendo proceder de tan humilde gente, le tuviera cualquiera por un ilustre caballero, precedido de otros tales»3. Esto tiene su lógica y no es una arbitraria ocurrencia del escritor de materia pi­ caresca. Con ello pone de relieve el fondo de usurpación que estaba en la base, ori-

2 Véase C h . A u b r u n , artículo citado. 3 A v en tu ra s d el Bachiller Trapaza, pág. 1433.

527

ginariamente, de la sociedad de estamentos privilegiados. Como sostuvo M. We­ ber, si el honor designa el modo de conducirse según las pautas establecidas como propias y caracterizadoras de los grupos comprendidos en los niveles sociales supe­ riores, el conducto propio para adquirir aquél es la usurpación: en una sociedad de tipo estamental, con el régimen de estratificación correspondiente, se producen los cortes que «separan las capas de la pirámide social por ser características usurpa­ das que confieren el honor que corresponde a los distinguidos, y casi siempre, en los orígenes de tal honor y por tanto en la formación de la sociedad estamental, se encuentra la usurpación»; de esa manera, «el desarrollo del status es en esencia una cuestión estratificacional que descansa en la usurpación» 4 (si éste fue, como ha sido recordado, el caso de los parvenus, de los nuevos ricos, de muchos afortu­ nados caballeros de industria en las sociedades de estructura renovada, en la Euro­ pa industrial, imitando modos de vida nobiliarios, su amplio y bien claro antece­ dente se encuentra en la pretensión de los picaros del Barroco5 —y aun antes desde comienzos del Renacimiento—; recuérdese la expresión, equivalente a la de los parvenus, de los «frescos ricos»). Bataillon acertadamente, en un curso de 1962, presentó como tema de la litera­ tura picaresca la «usurpación de calidad social»; en rigor, la usurpación se da en el plano de los recursos engañosos, embaucadores, de que el picaro se sirve para me­ drar en una sociedad estamental jerarquizada6. En realidad, es un movimiento, ins­ pirado por un afán ascensional, y ya R. Mousnier, gran especialista en los proble­ mas de las sociétés hiérarchiques o sociétés d ’ordres, había señalado la tendencia a usurpar los símbolos de la clase social superior que se manifiesta entre los indivi­ duos de clases no nobles (en el vestir, modo de vida, de hablar, vivienda, etc.)7. La usurpación, universalmente, en toda sociedad con desigualdades es un fenómeno de amplio desarrollo, porque, en todo caso, la desigualdad que engendra siempre (y todavía hoy subsisten señales externas) la distinción de honor es un fenómeno social, si básico, no menos convencional y arbitrario. F. Parkin llega a escribir: «podemos definir el honor social como una propiedad emergente generada por el sistema de clases»8. En realidad, con su práctica de la usurpación —como he empezado diciendo—, el picaro busca alcanzar el logro de una respetable distinción, el otorgamiento de una «deferencia». Radicalmente, lo que le importa no es poder usar del tratamien­ to de «don», vestir de seda, comer los manjares más delicados (o mejor, que se le vea comerlos), disponer sobre muchos servidores, andar en coche, etc. Todas y cada una de estas cosas le importan (lo que no quiere decir que las busque todas a la vez), y, claro está, le importa el dinero con que podrá adquirirlas, y todo esto le importa, ya que aspira a conseguirlas: su última pretensión es obtener y manifestar

4 P asaje recogido por H . H . G e r t h y C. W . M i l l s en From M a x W eber, Londres, 1948, pág. 188. Véase la obra citada en la nota siguiente, pág. 47 (donde se contiene un com entario al texto de Weber). 5 Véase F. P a r k i n , Orden p o lític o y desigualdades sociales, pág. 47. Este m ism o autor llama la atención sobre la dedicación de capítulos o de libros enteros de sociólogos —entre el grupo de los «radi­ cales»— acerca de la «caza de status»: por ejem plo, en T. W e b l e n , L a clase ociosa, M éxico, traduc­ ción castellana, 1951, o en W right M i l l s , C u ellos blancos, Madrid, traducción castellana, 1957). 6 L ’honneur e t la m atière picaresqu e, Annuaire du Collège de France, Paris, 1963. 7 Véase L a vénalité des o ffices so u s H en ri I V e t L o u is X III, R ouen, 1945, pág. 502. 8 Ob. cit., pág. 59.

528

un estilo de vida que comporte la respetuosa deferencia por parte de los demás. La «deferencia» es un fenómeno social que ha sido definido por E. Shils en estos tér­ minos: «un estilo de vida es un título de deferencia debido a que constituye una norma de conducta que implica una participación voluntaria en un orden de valo­ res»9. El picaro necesita que se le reconozca públicamente esa participación. Preci­ samente, porque por una vía recta no podrá entrar en ese estilo de vida, le es nece­ sario usurpar las apariencias (porque esto son para él simplemente las «honras») y que los otros lo crean y le otorguen el tratamiento correspondiente, que vendrá a ser como una corroboración de su posición (aunque él por dentro sepa que comete un engaño). Otro sociólogo (en la misma obra que el anterior), J. A. Jackson, ha escrito: el individuo se interesa por comprobar como lo tratan los demás, ya que «según el tratamiento que recibe puede definir no sólo sus aspiraciones, sino tam ­ bién sus espectativas y actitudes»10. Pero a esto, que en fin de cuentas son aspectos comunes y generales de la convivencia en la sociedad, ¿qué es lo que añade el pica­ ro? Por de pronto —ya lo sabemos—, el picaro no cree internamente en el valor o en los valores sociales que trata de atribuirse, sabe que en el sistema social vigente nunca los alcanzaría en sus propias condiciones personales, y se le ocurre usur­ parlos y falsearlos en su uso, sirviéndose de cualquier procedimiento eficaz, y que en el caso suyo, por su misma eficacia, tendrá que ser ilícito. ¿Qué es, pues, lo que añade? Lo que imprime de peculiar el picaro en el hecho de la aspiración y en el modo de perseguir esos símbolos es su disposición a no contar con trabas convenciona­ les, a saltarse las barreras que deban ser respetadas, porque no siente ningún respe­ to ni vinculación a ellas ni al sistema y confía en sus mañas personales para traspa­ sarlas libremente, porque en el estado de cosas que encuentra alrededor y que no se considera capaz de cambiar, se propone gozar de ellas. Antes dijimos que el robo era una de las manifestaciones más comunes de la desviación picaresca y también señalé el papel que el afán de obtención de riqueza influye en aquella conducta. Pero la última razón de su desviación se halla en la pretensión de usurpar calidad social y de logros que, engañados los demás por su «industria», se le reconozcan. Por eso, la usurpación puede arrastrar y con fre­ cuencia arrastra al picaro a gastos disparatados, por completo en desacuerdo con su economía, en cuyo plano, si por un golpe de juego afortunado, por un robo o hurto, en una ocasión puede suceder que disponga de unos cientos de ducados o de unos miles de reales, de ordinario su estado es de privación de ellos. Sin embargo, el picaro se lanza a un gasto que le supone quedarse sin su limitado caudal, vicio que se imputa en general a la sociedad española, desde Pérez de Herrera a Fernán­ dez Navarrete, arrastrados sus individuos del afán de valer más que otros. Pero en el picaro hay más: a cambio de fingir un estado o calidad que en la jerarquía.social no sólo no es el suyo, sino que ni en el mejor de los casos le sería dado llegar a conseguir, gasta todo su dinero cada vez que consigue tenerlo, provisional y exter­ namente. En cierto modo, esto quiere decir que por vía torcida, reprobable co­ múnmente, trata de insertarse en el régimen de la economía señorial, en el cual, tal

9 E . S h i l s , «D eferencia», en el volum en dirigido por J. A . Jackson, E stratificación social (traduc­ ción castellana), Barcelona, 1971, pág. 131. 10 Introducción al volum en citado en la n ota anterior, pág. 9.

529

como lo caracterizó Sombart, el gasto sigue al desmesurado programa de consumo y éste no se atiene a los ingresos

LA IN EVITA BLE T E N D E N C IA A L A O ST E N T A C IÓ N E N EL P IC A R O , M A N IFE STA C IÓ N PO SIT IV A Y P R IN C IPA L DE SU A C T IT U D

Toda esta actitud se había visto promovida por la expansión moderna y la rece­ sión subsiguiente, lo que tan bien se ajusta a esa aspiración, la cual a su vez es causa de los procederes de usurpación puestos en juego por el picaro. Francisco Santos observa en su tiempo como hecho frecuente que el pobre, que no nació más que para pobre, el querer ser caballero lo arrastra y el «querer tener ostentación» lo destruye, poniéndolo en estado tan bajo que llega a pedir lim osna12. Es curiosa la antinomia que se da en el planteamiento del problema del gasto en la España del siglo xvn, principalmente en grandes capitales como Madrid y Sevilla. Relaciona­ do con la manera de entender y estimar la riqueza y la pobreza y el modo de acu­ sar las irrupciones irregulares de metales preciosos a la Península —a nosotros nos basta con referirnos a las de la plata, ya en la centuria de la picaresca—, esas no­ ciones van ligadas a la anormal y trastornada concepción del gasto en ese tiempo. De un lado, un gasto abrumador, de mero consumo; de otro lado, una lamentación reiterada por la pobreza, cada día mayor y más extendida. Al estudiar los proble­ mas del desarrollo de la demanda en un período en cuyo centro queda la época que nos interesa, Minchinton escribe: se trata de «el período clásico de la monarquía absoluta, de la Europa aristocrática, de la ostentación de los nobles, de las crecien­ tes pretensiones burguesas, de la persistente pobreza campesina»13. Se trata, pues, en buena parte de manifestaciones que son comunes a todo el Occidente europeo; pero que en España tienen aspectos peculiares, debidos no a elementos caracterológicos, sino al singular modo de repercutir las irregularidades del curso monetario sobre una estructura social, semejante a la europea, pero con tensiones propias. Una de las consecuencias de esto es que la ola de ostentación y pretensiones no se reduce sólo a las capas mencionadas en el texto citado, sino que se difunde tam­ bién por la población de bajo nivel. Y ante esto, se encomia el gasto suntuario (considerándolo como muestra de riqueza) y se condena al pobre (que comprende también al trabajador) a permanecer en sus límites, poniéndole barreras para el gasto ostensible. Esto da lugar a una estimación contradictoria: de un lado se admira el lujo y se alaba el gasto del poderoso, al que no se le reprocha no devolver sus préstamos al mercader o cambista con quien se encuentra fuertemente endeudado; de otro lado, se condena al pobre que trabaja y pretende mejorar de vida. Y esto desata, en una y otra parte, la insana pretensión de ostentar. Un escritor moralista, costumbrista y cuyas obras rebosan de «materia picaresca», el citado Francisco Santos, cuenta ha­ ber visto calles de París, y entre todas una muy espaciosa, enteramente de merca­ deres, con grandes lonjas y mucho comercio; en una ocasión observó «una sala trastienda, donde había tantas mercaderías que con otro caudal tal como aquel n L e bourgeois, ya citada, págs. 18-19. 12 D ía y n och e d e M adrid, ed. de B. A . E ., ya citada, pág. 434. 13 Estudio citado en la H istoria econ óm ica de E u ropa (dir. Cipolla), t. II, pág. 63.

530

ruara coche un mercader de Madrid», y a la hora de estimar estas dos conductas tan diferentes, la de los mercaderes de París y Madrid, declara que prefiere ese gasto y lujo de Madrid, «la gala majestuosa de mi patria»14. En otra de sus obras, el mismo autor denuncia que en España «la necesidad la causa el gasto excesivo de lo personal y ostentación vana», vicios que refiere al pobre15. Creo que la contra­ posición que apreciamos lanza como con honda el disparo del ansia insaciable de los que, dicho con una frase bien conocida, «no tenían que perder más que las ca­ denas» del orden estamental y es una de las más fuertes tensiones que registra la picaresca. Es difícil encontrar un modelo de actuación que se atenga a este es­ quema como el que nos ofrecen Guzmán de Alfarache o Pablos de Segovia. Un personaje de nuestra picaresca que sabía mucho de casos de irregularidad en los modos de gastar, Teresa de Manzanares, por su parte, observó: «el gasto del mise­ rable, cuando se hace, es mayor que el del liberal»16. Ella lo decía contemplando el extremo opuesto, esto es, el del indiano que ha trabajado duramente largos años en tierras del otro continente y que al regresar a su lugar de origen suele mostrarse parco, por lo menos en cierto tipo de esplendideces; en cambio, cuando se lanza a ellas, tira la casa por la ventana. Pero también el individuo de origen miserable en que se injerta el picaro, el cual sigue y seguirá siéndolo un sujeto de bajo rango, cuando se encuentra en posesión de una cantidad cuya inversión, incluso, podría proporcionarle un estimable beneficio, sin embargo, con facilidad, se desprende de ella, porque, con frecuencia, le pica el ansia de aparentar, de deslumbrar. Recuér­ dese el pasaje en el que el segundo Lazarillo de Juan de Luna nos da cuenta de cómo se puso a vivir en una ocasión en que juzgó hallarse en próspera situación: «comencé a pasearme como un conde, comiendo como cuerpo de rey, honrado de mis amigos, temido de mis enemigos y acariciado de todos»; ¿por qué actúa de esa manera?, porque se halla en posesión de veinte ducados y mientras le dura ese exi­ guo caudal piensa que su ostentación de signos de rico señor puede atraerle alguna novedad afortunada17. Los picaros piensan como dice uno de ellos, Gregorio Gua­ daña: «el más bien nacido es el que vive m ejor»18. Hacer ver que se vive bien es dar seguridad a los demás de que se pertenece a la clase distinguida, que tiene de­ recho a que se le trate como corresponde a un miembro de ésta y que se halla en condiciones de recibir alguna prebenda duradera. En realidad esta tendencia al gasto desproporcionado, que en ese tiempo de cri­ sis se puede estimar como «tendencia marginal al consumo», en el siglo x v i i se manifestó en general e inspiró a la sociedad toda, e impulsó, muy especialmente, a la connsiderable masa de parvenus de que antes hemos hablado. Y el parvenu ofrecía aspectos de comportamiento de cierto parentesco con los del picaro. De ahí que, en todos los planos —también acabo de decir que la usurpación era propia del «recién llegado»—, la actitud que define la «caza de status», el «afán de medro», el disparo de la aspiración de figurar socialmente, trajera consigo una acentuación del gasto de consumo superfluo. Se ha dicho que, en una primera fase de capitalismo, la inversión de recursos financieros se hace en el terreno del capital 14 15 16 17 18

E l no im porta d e España, ed. cit., págs. 56-59. Véase volum en citado en n ota 12, pág. 217. Ed. cit., pág. 1406. Ed. cit., pág. 44. Ed. cit., pág. 82.

531

de explotación y de cosas destinadas, acrecentadamente, al consumo, más que no en la esfera de inversion en capital fijo. Pues bien, toda Europa conoce un cierto entusiasmo por el gasto de consumo, y, sin duda, Castilla figuró en la primera fila de los países que se entregaron a esta carrera. Desde luego, la gente lo vio así y las condenaciones contra el gasto ostentoso de Pérez de Herrera y, por tanto, en el círculo de Mateo Alemán, de donde brotó vigorosamente la concepción de la nove­ la picaresca, son conocidas19. Muy poco después, otro escritor de temas económi­ cos, Lope de Deza, comentaba que cuando antes bastaba con haber en algunas provincias un solo artesano para ciertos oficios —un pintor, un dorador, un en­ tallador, un bordador, etc.— ahora no sucedía así, «habiéndose multiplicado los artífices al paso del gasto y demanda de sus artificios»20. Cuando en la época se trata de ese desajuste de los modos de conducta sociales que se manifiestan tendentes a fundirse en un modelo de presunción, se les recha­ za, porque en opinión de los contemporáneos, en unos es legítimo, a pesar de lo cual tienen que sufrir les sea disputado por otros; con ello se actúa provocando confusión en las desigualdades legítimas de rango, al permitir a todos la vana pre­ sunción; y en estos otros es pura usurpación que lleva y llevará a la descalificación y aun al castigo. Y lo cierto es que aun sabiéndolo sobradamente, conociendo lo ilegítimo de su usurpación, quien incurre en ella prefiere gozar de las ventajas del engaño a los otros, que dura poco tiempo, y aun del engaño a sí mismo, que no mantener un comportamiento regular, pensando que ha de conseguir con éxito ha­ cer creer a los demás su fingida posición. «Vivir al uso», escriben costumbristas con vetas de moralistas, al modo de Liñán y Verdugo, o moralistas de la adapta­ ción, al modo de Gracián. Ese «uso» en el vivir, en el ámbito de la sociedad del fi­ nal del Renacimiento y del Barroco, es una expresión que se hace equivalente de presumir externamente de fuertes posibilidades económicas (que de ordinario se unen a una posición familiar de anomia, sin indagar quizá demasiado sobre la proce­ dencia de esas riquezas). La que Th. Weblen ha llamado «ley del gasto ostensible», que rige la inclusión en una clase distinguida y la aceptación de su modo de vida, visible, externo, es una convención social que pocas veces habrá tenido una aplica­ ción más extensa y más vana que en el siglo x v i i español. De ahí, la fuerza que ad­ quiriera la ley de ostentación, entendida ésta como una notificación que alguien hace de la calidad de su persona, confirmada por una serie de signos de uso públi­ co y observables ante los ojos de los demás. Siempre ha habido ostentación, mas quizá nunca como en el siglo x v i i (me refiero a la sociedad española) era cierto lo que afirmaba Cervantes en el Coloquio de los perros: «la ambición y la riqueza mueren por manifestarse». Todo, la esposa, los hijos, los criados, la casa, se con­ vierten en objetos cuya manera de ser presentados testimonian de las riquezas e in­ fluencia de un personaje, sobre todo cuando en la ciudad éste es un recién llegado, o un nuevo enriquecido o ennoblecido tal vez, y sus méritos no son conocidos por tanta gente como la que en la ciudad habita. Cuando Guzmán casa con la hija de un mercader y trata de penetrar, rodeado de «deferencia», en la sociedad distin­ guida, no olvida de darnos cuenta de que «como la ostentación suele ser parte del ¡9 Véase mi estudio «La interpretación de ¡a crisis social de) siglo x v u en Jos escritores de Ja época», en el hom enaje a Marcel Bataillon, publicado por la Universidad de Sevilla, 1980, recogido en mis E s­ tu dios de historia d el p en sa m ien to español. Serie tercera. E l siglo barroco, M adrid, 1984. 20 G obiern o p o lític o d e A gricu ltura, M adrid, 1618, pág. 26.

532

caudal por lo que al crédito importa, presumía de que mi casa, mi mujer y mi per­ sona siempre anduviésemos bien tratados»21. Y una situación semejante afectaba a todos los individuos de todos aquellos grupos en los que se daba un impulso ascen­ dente o que en medio de la multitud de la ciudad pretendían aparentar. Este era el caso de los picaros. Aun así, advierte Liñán, ante la desmesura de su tiempo, «hay mucho que ha­ cer para salir bien en el mundo que se usa»22. Y ése será el esfuerzo y el fracaso fi­ nal y el dolor del picaro. Tal era su extravagancia, su aberración: «un picaro sin camisa» —escribe Liñán23— atreverse a tal pretensión por mucho que fuera com­ partida. Creo que esta cuestión da motivo a que aparezcan el desprecio, la con­ fianza y finalmente la condenación de la figura del «descamisado», que llenará la época de conflictos sociales del siglo xix. En el Barroco, la camisa denotaba ya, como símbolo, un cierto nivel holgado. La primera usurpación, parte esencial del discurso picaresco, como ha hecho observar E. Cross, es la de virtud y linaje, aparentando además que se pertenece a aquella capa de rancias gentes que todavía en la época creen en el enlazamiento de estos dos valores. Ya hemos visto en capítulo anterior cómo la distorsión aberrante del discurso picaresco aplicaba el dictado de «buenos» a aquellos que se hallaban entregados al vicio (Lazarillo, Lozana Andaluza, Coloquio de los perros, etc.). En otra de las admirables novelitas cervantinas, Cortadillo se asombra de oír hablar de ladrones que aseguran lo son para servir a Dios y a la buena gente, a lo que le responde el ya enseñado en el proceso de la desviación: «lo que es que cada uno en su oficio puede alabar a Dios»24. Y en esto hay mucho de grosera credulidad, pero no menos de ostentaciónñ. En la misma novela se nos habla de unos tipos espe­ ciales, los «avispones», que de día entran en las casas para husmear lo que en ellas se guarda y pasar la información que consiguen a quienes de noche entrarán a ro­ bar en ellas; de los tales, se nos dice que «eran hombres de mucha verdad y muy honrados, y de buena vida y fama, temerosos de Dios y de sus conciencias»25. La usurpación que todos estos practican es la de presentarse bajo formas estimadas, reverenciadas incluso, que no corresponden a sus actuaciones delictivas y que si­ mulan ser suyas como de gentes respetuosas con la ley y la moral vigentes. En El Buscón, Spitzer ha señalado un uso idiomático especial para poner en claro ese proceder de usurpación. Utiliza con frecuencia un nombre común que de­ signa un oficio más o menos respetable, en cualquier caso un proceder no incurso en desviación, lo hace seguir gramaticalmente de la preposición de y a conti­ nuación de un complemento un tanto inusitado con el que da la vuelta al sentido de la expresión y ésta resulta cargada de aberración: así cuando llama a su madre «zurcidora de gustos», «algebrista de voluntades», todo lo cual viene a quedar en «alcahueta». Por este procedimiento, Quevedo mismo enuncia la mistificación de sus personajes, el uso por ellos de la máscara, la hipocresía, la falsificación; si bien, a continuación y sin esperar al final de la novela o del episodio, inmediata21 Ed. cit., 22 «G uía y página 114. 23 O b. cit., 24 Ed. cit., 25 Ob. cit.,

pág. 767. A visos de viajeros que vienen a la C orte», en el volum en C ostu m bristas españoles, t. I, pág. 125. pág. 235. pág. 290.

533

mente después de la perífrasis bajo la cual esconde la usurpación de profesión, pasa a escribir la palabra en forma cotidiana, prosaica, infame, que expresa el verdadero quehacer de tales personajes, desgarra la ficción, que, aunque sea por breve plazo, mantiene la novela picaresca26. Por eso El Buscón, la más agria quizá de las novelas picarescas, se caracteriza porque paso a paso va poniendo de mani­ fiesto la trama de falsificación y de usurpación sobre la que se urde cada una de sus aventuras. Quizá el más simple y, quizá por esa misma razón, el más claro de estos ejem­ plos nos lo da un pasaje de Salas Barbadillo. Merece la pena repetirlo aquí, bajo ese punto de vista. En El Caballero puntual: «Colgábale de la mano un rosario muy largo y bien guarnecido, porque él tenía por opinión que era puntualidad de caballero traer por las mañanas el rosario en la mano, desde las diez hasta las do­ ce, y por las tardes el palillo en la boca, desde la una hasta las tres»27. La falsifica­ ción de la virtud ritualista y rutinaria del caballero pocas veces ha sido evocada más fácilmente y más satíricamente. Como este mismo último ejemplo nos lleva a comprender, la usurpación apun­ ta de ordinario a origen y linaje, y, consiguientemente, a aquellos símbolos en que esta calidad se reconoce. Si apela a la virtud es para ayudarse en ostentar maneras de caballero. Pero hay que andar con mucho cuidado con estos conceptos de linaje y origen familiar —en definitiva, los dos términos usados se juntan en una misma cosa—, porque en realidad, linaje, como fundamento de status, y sangre, como conducto que transmite a éstos, es la síntesis de todos los bienes apetecibles, de ellos derivan y en ellos se contienen todos cuantos reglamentariamente se mantie­ nen reservados a favor de la nobleza, y, por tanto, entre ellos se encuentran los que son objeto de envidia, de aspiración picaresca de medro. Porque es fácil comprobar que, en fin de cuentas, el medro a que aspira el picaro podrá formular­ se de diferentes maneras, pero consiste finalmente en una amplia disposición sobre bienes y servicios. Los que disponen de éstos en gran medida, en esa medida que, valiéndose de medios de cualquier naturaleza, quisiera el picaro lograr, son los poderosos, los señores, es decir (dentro del marco de la sociedad en que se mueve, con la que tiene que habérselas), los que tienen alto origen que les transmite un ele­ vado y reconocido linaje, los cuales, a su vez, son los que tienen honra, siempre dentro de esa sociedad jerárquica, a la que también él, el picaro despreciado en tanto que ruin persona, pertenece, sólo que en uno de sus más ínfimos e infames papeles. Decir, pues, que lo que el picaro desea es «honra», no sólo es aceptable, sino exacto, a mi entender, en su más rigurosa formulación, siempre y cuando se consi­ dere que este último concepto abarca todos los que integran una posición de distin­ ción social considerada convencionalmente verdadera y válida; comprende todos aquellos bienes materiales y no materiales que, o bien los señores han recibido ya con el alto rango —y es así como los señores son equiparados a ricos y podero­ sos—, o están en vías de aumentarlos, merced al régimen de dádivas reales que la monarquía absoluta practica. Son los bienes que confieren un lugar en la sociedad de alto nivel, que anhela poder ostentar, con manifiesta desmesura, el picaro y que atrevidamente usurpa, haciendo figurar que los posee. Por eso, el picaro se ríe de 26 Véase L. S p i t z e r , 27 Ed. c i t . , loe. cit.

o b . c it., p á g .

67.

534

la pretendida honra de su escudero pobretón y tampoco nunca se le ocurre —es, además, rarísimo que ni siquiera tenga concepto de ella— pretender la honra, en camino de interiorizarse, de los «honrados» de por sí a que hace referencia Guz­ mán (una referencia que ni vuelve a ser mencionada en la novela, que no tiene papel alguno en la sociedad que ésta refleja, ni se encuentra en otras páginas del género, salvo en el caso híbrido del Marcos de Obregón). De esa otra honra externa, «sofística inventora de tantas ceremonias y locu­ ras», como dirá un personaje de Lope, en Los comendadores de Córdoba, pueden darse en el teatro muchas quejas. Se oyen éstas por lo que esa honra «desde fuera» obliga, por la carga que representa, por los conflictos internos que provoca sobre­ poniéndose a una incipiente interiorización del honor, que en el teatro se presenta a veces, y en la que los moralistas insisten también (no acabo de comprender cómo Bataillon tuvo que recurrir a Rabelais para aludir a ello). A veces son cuestiones baladíes que en el europeo siglo de la «inflación de honores» se repiten y oca­ sionan graves conflictos. En los Capítulos de Reformación de Felipe IV (10 de fe­ brero de 1623) se renuevan prohibiciones contra el indebido y exagerado «uso y tratamiento de las cortesías» y hasta se restringe todavía más el empleo improce­ dente de las mismas2S, de un lado para no dar ocasión a que pierdan valor genera­ lizándose y trivializándose, de otro para evitar las rencillas y peleas que con moti­ vo de ellas se promueven. Dentro de lo que acabamos de decir habría que incluir un caso frecuente en la sociedad real del siglo x v i i , recogido en la litertura. Me refiero al tema que tan du­ ramente critica Fernández Navarrete de usurpación de tratamiento. Es evidente que por mucha que fuera la confianza del picaro en engañar, en superponerse una falsa personalidad sobre la suya propia, para cubrirse, aunque fuera aparentemen­ te —que es lo que para él cuenta— de la calidad de caballero, no piensa, en ningún caso, poder ser confundido con un aristócrata, con un individuo de la nobleza titu­ lada. Le basta con pasar entre esa nobleza casi anónima, tan numerosa que viene a ser desconocida, de los hidalgos. Fingirse hidalgo o caballero, sin más, lo cree para él accesible y ello le lleva a la usurpación de un tratamiento que se ha generalizado lo suficiente para no llamar la atención: el «don» —las Cortes de Valladolid de 1537 pidieron que se castigara al que se hiciera llamar don sin ser por lo menos li­ cenciado o doctor—. Fernández Navarrete considera que es ocasión de que «en Castilla haya muchos holgazanes y aun muchos facinerosos, la licencia abierta y el abuso que hay de que cada cual se llame don; pues apenas se halla hijo de oficial mecánico que por este tan poco sustancial medio no aspire a usurpar la estimación debida a la verdadera nobleza; de que resulta que obligados e impedidos con las falsas apariencias de caballería, queden sin aptitud para acomodarse a oficios y a ocupaciones incompatibles con la vana autoridad de un don. Y así este género de gente, que se halla sin hacienda para sustentarse y con estorbos e impedimentos para granjearla y adquirirla, es el que emprende enormes y feos delitos, de que en esta Corte se tiene suficiente experiencia»29. La usurpación de falsos títulos, apo­ yados en un comportamiento de ociosidad nobiliaria, entregándose a la práctica de la ostentación, acaba en el delito: esto corresponde al estereotipo del marginado que una sociedad emplea para enmarcarlo, en todos los procesos de conducta anó28 A rch ivo H istó rico E spañol, t. V, «La Junta de R eform ación», pág. 434. 29 Conservación de M onarquías, ed. cit., pág. 91.

535

mica30. Teresa, Pablos, Guadaña y otros más practican esta usurpación; Esteba­ nillo se ve tentado por la misma. En la novela picaresca es la honra externa que consiste en estimación social vi­ sible aquella que se busca, en primer lugar porque es la que en sociedad cuenta y sobre todo porque es realizable atribuírsela aunque sea fraudulentamente y con ello se pueden hacer accesibles los otros bienes que se anhelan. Es lo que Pablos procura tratando de enamorar a una dama rica, porque sabe que el dinero por sí no es honra, aunque sea el más eficaz factor y el único que es imprescindible para alcanzarla; es lo que repite Trapaza; es lo que hace Teresa, haciéndose pasar por hija de un rico hidalgo que había perdido su hija propia en años pasados, por unos piratas; es lo que repite Elena con un caballero rico y anciano en Toledo. Creo que la diferenciación establecida en uno de sus trabajos de la última épo­ ca por Bataillon, bajo la deformante influencia del américo-castrismo, según la cual lo propio del picaro no es nacer en la miseria sino en la ignominia, es acepta­ ble en parte, pero debe matizarse para evitar que pueda llevar a otros a una des­ orientación final. Porque lo propio del picaro sí es nacer —sólo hay un caso que aparece impreciso— en la pobreza, por de pronto. Es así como, al sentirse espolea­ do por su afán de gozar de otra calidad que la bajísima que lleva consigo (no hay ningún picaro, que yo recuerde, que se reduzca en su pretensión a ser hidalgo sin ser rico y quedarse en triste hidalgüelo pobre), el candidato a picaro tiene que in­ currir en la ignominia, para lo cual —siguiendo las tesis etiológicas subyacentes en la mentalidad de su tiempo— cuenta con la idónea preparación de su familia. No se puede decir que el picaro no cometa estafas de dinero, sino de honra31. En pri­ mer lugar, aquéllas son incomparablemente más numerosas, y, además, las segun­ das siempre van acompañadas del afán de medrar, haciéndose pasar por caballero y obteniendo muchas mayores facilidades para enriquecerse con un doble engaño. Cualquier cosa que escribiera en contrario un moralista de la época, alejado de la realidad, no impide al picaro saber que la honra trae riqueza, de la misma manera que la mucha riqueza hace fácilmente accesible la honra. En cambio, la falta de grueso patrimonio hace risible toda pretensión de honra. Ya de ello he hablado largamente en capítulo anterior. Miseria e ignominia van juntas y, aunque desde el punto de vista penal, puede haber ignominia por crímenes que se castigan con la dérogeance o decaimiento de nobleza, la miseria —como ya advertía A. de Palencia— es siempre incompatible con aquélla (recordemos que de la miseria o indigencia a la mera pobreza hay mucho trecho, si bien legalmente también ésta impedía acceder a niveles nobles). Es más, no veo claro que exista ni que se pueda dar el tipo de estafa de honra, sino de usurpación: ahora bien, entre los delitos de usurpación de símbolos de clase superior, de calidad nobiliaria, uno de ellos es, y lo es principalmente, el de riqueza (y lo que esto lleva consigo: desde uso de trata­ miento, empleo de caballos, trajes, comida, etc.). Y lo cierto es que en todo ello se da una actitud que Bataillon califica de «cinismo»: se trata, exactamente, de la conducta desviada —un caso de desviación semejante a lo que R. Merton ha lla­ mado «ritualización» (fenómeno que aparece en todos los tipos de sociedad, en to­ 30 Véase L . C a r d a i l l a c , «V isión sim plificatrice des groupes marginaux par le groupe dom inant dans l ’Espagne du X V Ie et X V IIe siècles», en el volum en L e p ro b lè m e de l ’exclusion en Espagne (X V IeX V I I e siècle), estudios reunidos por A . R edondo, París, 1983. 31 B a t a i l l o n , P icaros y picaresca, p á g . 2 0 9 .

536

das las edades, pero que se da sobre to d o en aquellas — todas las del siglo que p o n en énfasis en los signos externos).

x v ii —

Relacionar y, más aún, reducir el desafío que el picaro lanza contra las dificul­ tades que la vida le presenta para realizar sus aspiraciones, con la situación de marginación que el converso hispano-judío soporta, me parece un intento gratuito. Sobre éste pesaban las dificultades que se sufrían en todos los casos de marginados, menos graves para los conversos, en los aspectos de riqueza y aun de obtención de honras, cuando tan frecuentemente podían servirse de la práctica, archiconocida y hasta tolerada, del soborno. En tales casos es absurdo creer que las dificultades que se tenían que vencer para superar las limitaciones derivadas de una marginación por sangre de converso eran más duras de superar que aquellas sobre las que tenía que saltar con sus artes un pihuelo. Desde luego, el desafío de éste era de otro tipo y de otro tipo la preparación anómica que podía adquirir de su familia, diferente por completo de la que podía proporcionarle una familia de conversos honorable­ mente instalada, a alguno de sus miembros. La picaresca no es ciertamente la novela del pobre sólo por serlo, sí la de aque­ llos que «tienen algo, pero poco», como era definido el estado de pobreza. Pero nunca de un pobre cualquiera, sino de un pobre dotado de ciertos caracteres. Lan­ zado sin medios, aparte de los de su capacidad de trampear, el picaro conoce en ocasiones el hambre y casi no hay novela del género que no nos cuente en algún momento la aventura que el picaro corrió más de una vez al encontrarse sin tener nada que comer y cómo se las compuso para satisfacer su apetito. Es de observar que en cuanto ha logrado esto último, el picaro vuelve a elevar sus pretensiones. En ningún caso puede tomarse lo dicho como un esquema de novela de conversos, aunque alguno de éstos pudiera en alguna ocasión encontrarse en situación se­ mejante. Lo que llama la atención en el mundo de la picaresca es la presencia escasísima, casi nula, de elementos conversos, a poco que se deje de fantasear. Y no podía ser de otra manera, porque —insisto en ello— el tipo de problemas que tenía que plantearse y de dificultades que tenía que vencer el picaro eran de otro género, diferente de los que acosaban a aquéllos. Sobre todo, eran muy diferentes los recursos que uno y otro podían utilizar para llegar a un objetivo referente a la supe­ ración de la marginación, aun en el caso de que hubiera en esta mucho de común. Hay un caso a tomar en cuenta: el del joven amo de Pablos el Buscón y de su familia. Ya antes he dicho algo sobre el nulo valor del apellido Coronel para atri­ buirle una u otra condición. Ahora quiero insistir en otro aspecto. Don Diego Coronel aparece como vástago de una familia instalada de antiguo en la ciudad, donde se puede comprobar que goza de un general reconocimiento de condición nobiliaria y se atiene en sus modos al patrón del «vivir noblemente». Estamos, pues, ante todo lo contrario de la prueba de la obsesión hostil a los conversos. Ni el jefe de la familia ni ninguno de sus miembros tropieza con dificultad alguna, ni antes ni después de la relación con Pablos; es más, no tienen inconveniente en mostrar públicamente su trato con una familia de gentes bajas e infamadas por su oficio y en favorecer la familiaridad de relaciones entre su hijo y el hijo de los mi­ serables padres de Pablos, sin que se observe la menor preocupación por disimu­ larla. Cuando, hacia el final de la novela, el joven amo aparece otra vez para casti­ gar a Pablos por su osadía picaresca, aquél sigue con su aire de caballero. Resulta 537

muy discutible, que, como alguien propone, cuando Pablos recibe una paliza por ir indebidamente recubierto de la capa de su amo (al que nadie toca, ni molesta, ni deja de respetar, al que los estudiantes de Alcalá reciben amistosamente entre ellos), decir que esos palos iban dirigidos a Coronel por su condición de converso; iban dirigidos a Pablos, pero tampoco por converso, sino por usurpación del sím­ bolo que pertenecía a clase superior por parte de un individuo de escalón despre­ ciable32. Al joven estudiante don Diego ni se le somete a la novatada, mientras se ceban repugnantemente con motivo de la que sí le preparan a su criado, conside­ rándole y tratándole como socialmente «ruin». Desde luego, el Pablos quevedesco nos da la más neta e incuestionable versión de la aspiración picaresca: un pobre, nacido en una infame familia irregular, en cuyo seno puede desenvolver todo el proceso de la desviación como conducta aprendida, nos declara que quiere «profesar honra y virtud»: no «poseer», «mere­ cer», «alcanzar», sino «profesar» dos cualidades que, a su vez, reunidas en una sola por la doctrina caballeresca, dan el «tono de vida», el «vivir notablemente» —esos pensamientos de caballero que equivalen a pensar en conducirse externa­ mente conforme a las pautas de la honra atribuida a los distinguidos33—·. Pablos no intenta en ningún momento el camino de las armas, de la ciencia, de la Iglesia; le basta con aparentar y engañar. Llegado el caso, para tratar de conseguir esa instalación social a que aspira, no tendrá inconveniente en encubrir su personali­ dad, en hacerse pasar por otro, en usar diferentes nombres, fingiéndose, nos dice, hidalgo y rico: «los amigos me habían dicho que no era de costa el mudarse los nombres, y era útil»34; esa utilidad que define el medro a que aspira y cuya carrera corta precisamente quien había sido su amo en años de juventud, llenándolo de improperios, entre los cuales —vuelvo a repetirlo aquí— no figura ninguna alusión a converso ni por una ni por otra parte. Y en el caso de Trapaza, el caballero de su propia tierra, Segovia, que le cono­ ce de años atrás en esa ciudad, al encontrarlo en trance también de querer enamo­ rar a una dama rica y de alta familia (presentándose falsamente ante ella como po­ seedor de las mismas altas calidades), para, mediante este embeleco, poder satisfa­ cer su afán de medro, le acusa de siniestro embaucador. Le achaca el delito social­ mente punible de haber dicho «ser un gran caballero y con la osadía de desvergon­ zado, se habrá querido subir a mayores y engañar a quien no le conoce. Vos, hombrecillo vil y bajo, dijo volviéndose a él, ¿no sabéis que soy de Segovia, lugar donde nacisteis, y sois hijo de tan humildes padres que la mayor honra que tuvo el vuestro fue ser pelaire, y vuestra madre vendernos natas de Zamarramala, su patria, lugar de pocas casas?»35 (observemos que una vez más el «menos valer» se liga a oficios mecánicos). La picaresca confirma en estos casos y en tantos otros semejantes el planteamiento del tema del honor que he hecho en otra parte, afec­ 32 Véase A . R e d o n d o , D e l p erso n a je d e d o n D ieg o C oron el a una nueva interpretación d e l Buscón, A ctas del V Congreso Internacional de H ispanistas, 1974, Burdeos, 1977. 33 Edición de Lázaro, pág. 108. Ni uno ni otro concepto van más allá de una calificación siguiendo el orden social. De ahí, su sem ejanza con la imagen del «noble» en la literatura de la fase estam ental. Y esto aproxim a los m encionados conceptos de virtud y honra, incluso a los que se dan en el uso inglés de talés térm inos. Véase R . K e i .s o , «T he D octrin e o f English G entlem an in the Sixteenth C entury, Univ. o f Illinois, Urbana, 1929. 34 Ed. cit., pág. 209. 35 Edición de Valbuena, pág. 1439.

538

tando la negación del mismo a la tacha de origen en familia dedicada a trabajos mecánicos o equiparados36. Como ya antes cité, la acusación que se le hace a Tra­ paza, en definitiva, es la de la que aquí vengo hablando: usurpación, «mentir nobleza». Por su parte, Teresa de Manzanares confiesa que trata de hacerse pasar por hija de un noble señor, a sabiendas de la suplantación fraudulenta que el hecho entraña, para hacerse de «buena sangre», no buscando «comodidades de hacien­ da»; pero páginas antes podemos comprobar muy bien que las grandes riquezas del anciano señor estaban entre las causas —causa principal— de haberlo escogido para la estafa37. Cuando en Las harpías en Madrid, en un episodio semejante a los casos de usurpación que hemos visto, se comenta «¿qué linaje oscuro y bajo no se bautizó con nuevo apellido para pasar plaza de noble?»38, nos encontramos con el mismo fenómeno social característico de la picaresca que vengo considerando. Y permíta­ seme que insista una vez más en que aquí la «infamia» o «ignominia» del origen familiar van referidas exclusivamente al carácter «oscuro y bajo» del sujeto, preci­ samente a aquellos que por la ignorancia general acerca de su procedencia estaban más protegidos de la imputación de conversos. Quiero dedicar unas líneas a tratar un punto que creo aclarará en buena me­ dida lo que pretendo sostener. Es conocido y con frecuencia citado el pasaje de Guzmán que, considerando la corrupción de quienes poseen dignidades, autori­ dad, honra, en la sociedad que conoce (la corrompida sociedad precapitalista, do­ minada por torpes monopolios y otras corrupciones), prorrumpe con rabia: «no quiero tener honra ni verla» 39. Si se observa con atención el episodio a que esta exclamación pertenece, veremos que Guzmán no protesta de que una sociedad pueda organizarse de acuerdo con el principio del honor, conforme al esquema ca­ balleresco o estamental. Guzmán no es un rebelde; pero encuentra tan corrompida la aplicación del principio de la ascensión de rango al que reúne virtud y méritos para ello (mientras que deja pasar por anchas mallas a la gente llena de vicios), que con tal causa se le quitan las ganas momentáneamente de seguir en la brega. Así es como en casos como el suyo puede resultar cara la honra fingida, porque siempre se arriesga a atraer sobre sí un penoso castigo el miserable abandonado, mientras que alcanza aquélla sin que le sea disputada el vicioso que perjudica a los dem ás, si dispone de gran p atrim o n io o p o d ero sa fam ilia —sin que cuente su sucia condición—. Guzmán no es que crea sinceramente en los valo­ res de la sociedad, pero lo que sí le queda todavía es gusto para gozar de ellos. An­ te la vergonzosa situación de la sociedad, estima realizable y justo conquistarlos con malas artes. No es, desde luego, que crea en la virtud que se dice encierran los medios establecidos para alcanzar aquéllos, pero está dispuesto a acatarlos aparen­ temente, aunque llegado el caso se los salte con disimulo para facilitar el logro de su apetencia. Es un ritualista mezclado de ambicioso incontenible. Y lo cierto es que ambas cosas suponen su esfuerzo. Sin embargo, la sociedad entrega esos bienes indebidamente a muchos que no tienen más arte que la corrup­ 36 37 38 39

Véase mi obra P oder, h on or y élites en el siglo X V II, Madrid, 1979. Edición de Valbuena, pág. 1395. Edición de Zamora Vicente, pág. 16. Edición de Rico, págs. 272 y 275, respectivamente.

539

ción: si «el hijo de nadie, siendo vasija quebradiza, llena de agujeros», puede con­ tener mercedes o usurpaciones consentidas; si el que «bien o mal tuvo qué gastar», si el que «robando tuvo con qué dar y con qué conhechar» y todos ellos «ya son honrados», hablan campanudamente y son aceptados, ¿para qué preocuparse por honras verdaderas? Guzmán, entonces, nos ofrece un tipo sociológicamente conocido: el fracasado que fracasa nuevamente, lo que R. A. Cloward ha llamado el tipo de «dobles fracasos», o quizá mejor sería decir el fracasado en doble plano: esto es, el que conociendo que ha fracasado o ha de fracasar en el intento de mejo­ rar correctamente, en consecuencia se entrega al uso de medios ilícitos. Lo hace así porque está convencido de dos cosas: primera, que los poderosos han logrado lo que tienen con no menos ruines recursos; segunda, que a gentes como él, sólo tales recursos, empleados con arte, le pueden permitir «salir de su estado», sin que haya de tener escrúpulos en esta conducta, que en el fondo todos siguen y que sólo ella le hará posible vencer los obstáculos de su fracaso primero, para permitirle llegar finalmente a la meta. Pero de pronto observa que esto tampoco le será dado, que su usurpación siempre pesará sobre él, no dejará nunca de ser descubierta y le tendrá sujeto a sufrir vergonzoso castigo en cualquier momento que se saque a luz. De este tipo se ha dicho que engendra desviados del sector que, según la clasifica­ ción que ya dimos, se califican con el término «retraimiento»40; sin embargo, el re­ sentimiento que hace brotar puede acabar llevándolos a los casos más acusados de violencia. No se acaba de entender ese fenómeno de la usurpación y el valor que tiene en la vida de los picaros si no lo relacionamos con otra manifestación de la conducta picaresca, surgida como la anterior de una desfiguración de la vida social en rela­ ción a como ésta debe discurrir en términos ordinarios. Me refiero a la ostenta­ ción, ya varias veces mencionada. Aparte de las que todo fenómeno social, desde su misma base, ofrece, hay que añadir que, muy especialmente, todo fenómeno sociocultural relacionado con el Barroco lleva consigo manifestaciones de ostentación, lo cual se da relacionado con el crecimiento de los núcleos demográficos populosos y el auge de la vida ur­ bana. De esto nos ocuparemos luego, pero quiero resaltar aquí ese papel de la os­ tentación que empieza en el Renacimiento y continúa en la centuria siguiente. Ya Rousset, estudiando los caracteres del Barroco y refiriéndose al campo del arte, se­ ñalaba la importancia destacada de la fachada y de cuanto fuera presentación ha­ cia el exterior; curiosamente fue a fijarse en una frase de Gracián para definir al individuo representativo de esta cultura, como un «hombre de ostentación»41. Y en la primera obra picaresca que desde años del Renacimiento anuncia una nue­ va sensibilidad, Lazarillo de Tormes, García de la Concha ha revelado la presencia constante de un «propósito de ostentación», hasta el extremo de que «se convierte en punto de vista integrador de todo el relato». En sus condiciones, el medrar, el ascender en fortuna y en nivel social, el hallarse en el vértice de toda prosperidad, es cosa que necesita darse a conocer. La ascensión social no es sólo poseer más bienes y guardarlos. Se requiere el prestigio frente a los demás, tanto más cuanto que el picaro sabe que es una falsificación y que no tiene más que el engaño de que 40 Véase R. A . C i .o w a r d , Illegitim ate M eans, A n o m ie a n d D evian t Behavoir, American Sociologi­ cal Review, 1959, abril, num. 24, págs. 164 y ss. 41 Véase R o u s s e t , L a littératu re de l ’âge baroqu e en France, Paris, 1953, pág. 220.

540

los otros se lo crean. En el Lazarillo, según García de la Concha, se cumple esta ley: «lo que podemos aprehender en una primera aproximación a la estructura de la obra, trabada entre el prólogo y el final de la carta, es precisamente esto: osten­ tación», y si Lázaro, en lugar de reducirse a dar cuenta de sus últimas incidencias, opta por representar un relato completo, esto «se produce desde la perspectiva fundamental de la ostentación»42. La ostentación, montada con los primeros recursos de que el picaro dispone, es un requisito preparatorio para seguir con ella en otros planos. Por eso, Guzmán, que ha señalado ya en otras ocasiones el papel social de la ostentación, hasta ha­ llándose en penosos trances, en un soliloquio que está muy lejos de llevar señales de arrepentimiento, se pregunta: «¿Cómo tendré conversación para hacer osten­ tación?»43. Nadie se dejará engañar de un harapiento, nadie entrará con él en relaciones que supongan la posibilidad de alcanzar a manejar una importante suma de dine­ ro, a tener en sus manos alguna alhaja de valor. Ni siquiera dejarán de precaverse ante él de un posible robo. Por eso hablé de que, en los primeros siglos modernos, había caído en penosa desestimación y aun condenación la condición de pobre. Es necesario, pues, que, de alguna manera, disimule esa su primera condición y se presente como un joven de correcta apariencia, incluso para lograr acomodarse como criado. Pero luego, además, cuando realizado con buen resultado un golpe de estafa, robo, engaño, etc., se encuentre en una situación holgada, más o menos provisional o posiblemente duradera, necesita atenerse, sin abandonar su línea, al principio de la ostentación. Todas las sociedades basadas en el predominio económico y social de las clases ociosas exigen una exhibición pública de riqueza que, al ser reconocida por los de­ más, dé lugar a que el ocio a que se entrega un individuo de la clase dominante sea valorado como un ocio de persona con fortuna y con rango elevado. Ese ocio, de que tanto se habla por moralistas y escritores económicos del siglo x v i i , se produ­ ce en las clases altas cuando, por razones técnicas que se presentan en la evolución histórica, impulsan a los caballeros a abandonar, en términos generales y en cuan­ to ocupación legitimadora de la posición del grupo privilegiado, las funciones bélicas que los distinguían y en las que aquéllos basaban sus privilegios. La condi­ ción de caballero ahora depende de una herencia del nombre, tratamientos, cos­ tumbres y modos de vida, y, a lo sumo, lo que queda por detrás como base de sus­ tentación objetiva de su superioridad es tan sólo el patrimonio heredado que, ade­ más, si se es noble, puede quedar constituido o ser ampliado por una concesión graciosa del rey, ordinariamente ya sin fundamento guerrero. La ostentación no es carácter de un sujeto, de una familia, de un pueblo. Aun­ que en alguna medida condiciones psicológicas particulares puedan contribuir a re­ forzarla o a darle un cauce determinado. Puede darse en un individuo que sabe que el régimen de estimaciones vigente en la sociedad no le permitirá alcanzar nada que valga la pena si no se presenta con un porte adecuado; o a una familia que sabe que no tiene más remedio que seguir figurando como con un nivel de ingresos y unas posibilidades económicas importantes, de manera que la sospecha por parte 42 O b. cit., págs., 74-87. 43 Ed. cit., pág. 391.

541

eso, he señalado la importancia del juego en el mundo de la picaresca, entre otras razones.)

L A O C IO SID A D , P R IM E R A M A N IFE ST A C IÓ N DE O ST E N T A C IÓ N

Minchinton, al plantearse la cuestión de los campos en que se incrementa la de­ manda, principalmente en el siglo xvn, tomando caracteres de consumo ostensi­ ble, menciona, como llevo dicho, el sector de alimentos, de ropa, de vivienda, de servicios, y hace un apartado sobre otros bienes de consumo que efectivamente co­ nocieron un incremento en la demanda, no sólo por parte de los ricos, sino por su extensión en otras capas. En nuestro siglo xvn, Fernández Navarrete —y para mí es un dato interesante—, en su Conservación de Monarquías, dedica varios dis­ cursos a denunciar el gasto excesivo e impropiamente extendido en el consumo de trajes (discurso XXXIII), joyas (discurso XXXIV), edificios (discurso XXXV), co­ midas (discurso XXXVI) y coches (discurso XXXVII). Creo que son estos los sec­ tores de la demanda que crecen en gran medida, en cuyo volumen de gasto por una familia se despliega su relevante posición social. Son también, en consecuencia, aquellos en que se esfuerza principalmente el picaro, deseoso de ser tenido por más alto en la estratificación de una sociedad49. Habría que considerar como primera pauta de la ostentación lo que hace Guz­ mán, Páblos, Trapaza, Teresa, las Harpías, al llegar a la ciudad, imitativamente, usurpadoramente, para ser tomados, unos y otras, por lo que no son. Quieren apoderarse de un uso que sólo corresponde a las clases adineradas y poderosas. Me refiero a la ociosidad. Cuando los caballeros abandonaron el monopolio de las ar­ mas, se sustituyó la ocupación guerrera como título legitimador de su superioridad por la abstención de todo trabajo lucrativo —que nunca practicaron—. La ociosi­ dad pasó a ser la característica de la nobleza. En todos los países de Europa «le gain vil et sordide déroge a la noblesse»; en todos esos países, los nobles, los pode­ rosos, los distinguidos no trabajaban y eran tan ricos que sin trabajar mantenían un alto nivel de gasto en la familia. Vivir, pues, en la ociosidad era uno de los pri­ meros signos de calidad alta. En Holanda, en Inglaterra, en Francia y hasta más tarde en España la exigencia de abstención en el trabajo siguió muy rígida para el noble y correlativamente se estimó signo de serlo. Se trata del gran mal nacional que tanto contribuía a tener postrado al país —aunque no fuera como causa origi­ naria, sino como consecuencia de fallos propiamente causantes del mal—. Apare­ cen obras, se escriben discursos, se emiten informes contra la ociosidad desde las primeras décadas del siglo xvi, se acentúa la denuncia de tan pernicioso sistema a mediados de esa centuria, se convierte en un clamor en el siglo xvn. Pero las clases superiores ganan la batalla y en esas condiciones se comprende que cuando los de abajo pretenden subir, lo primero que hagan sea ostentar su ocio. Un escritor tan perspicaz como González de Cellorigo, que sabe que la falta de trabajo involunta­ ria —lo que hoy llamamos paro forzoso— y la descomposición de todo orden eco­ nómico que los metales preciosos provocan son la causa verdadera de la imparable caída de la Monarquía, sin embargo, no dejará de observar como consecuencia del 49 C onservación de M onarquías, véanse los discursos citados en el texto. En la segunda parte de este capítulo expondré cóm o el picaro pretende tales signos.

544

declinar de la misma, esa insana corrupción que se ha introducido en las costum­ bres, reconociéndose como motivo de ser una persona estimada y respetada dedi­ carse a «la holgura y al paseo»50. Una sociedad en la que —por haberse vaciado de otros motivos— la clase alta reduce su título de legitimación a la ociosidad, los de abajo, que fraudulentamente quieren ascender y tropiezan con que la práctica del trabajo es una tacha incompatible con ello, no piensan en otra cosa que en hacer ostentación de que pueden vivir ociosos. La ociosidad no era, pues, un carácter —como vengo diciendo—, sino un re­ sultado forzoso de una doble serie de motivaciones: causas que derivaban de la si­ tuación social. Estas últimas, que son las que nos interesan, se referían, repitámos­ lo, a las convenciones de la sociedad de naturaleza estamental. De manera inme­ diata, éstas eran las que principalmente operaban sobre un estado social que pro­ ducía el fenómeno de la picaresca. Contra ellas hubiera cabido introducir medidas como las que recomendaba Gutiérrez de los Ríos: la Monarquía española no podrá sobrevivir si no se pone coto al poder de los ociosos y se favorece, por el contrario, a los que trabajan51. Desde Luis Ortiz hasta Martínez de Mata, pasando por el tí­ mido y vano intento de Olivares, la idea de los expertos era invertir la dirección del privilegiado, otorgando honras pertinentes al caso para los trabajadores. Pero, precisamente, todo el Barroco conoce un reforzamiento en sentido contrario y de ello deriva, por lo menos como precondición bien definida, el auge de la picaresca. La razón era doble: primero, porque los ricos, practicando la ociosidad, creaban una fuerte demanda de criados y promovían la precipitación de los desposeídos o de quienes rechazaban el servicio en una forzada —y en consecuencia, necesa­ riamente violenta— situación de ociosos subalternos; y segundo, porque, mante­ niendo y robusteciendo a su favor los signos de los privilegiados, excitaban en quienes no podían alcanzarlos (y podían ya estimar una diferencia humillante que nada alcanzaría a justificar) el impulso hacia una actuación con recursos ilegítimos: la usurpación de símbolos de la «vida noble». Durante muchos siglos antes de la época que aquí consideramos, la condena­ ción del ocio había circulado como un tópico, pero a la vez se estimaba como muestra de la virtud del caballero; y como, por el contrario, el trabajo tachaba para una «vida noble», al mismo tiempo que se predicaba como la virtud del po­ bre —un pobre que había de permanecer toda su existencia en el marco de la po­ breza y sufrir la marginación de plebeyo por su sangre «ruin»—, se comprende quel los jóvenes más atrevidos y pretenciosos de la clase baja se negaran en lo po­ sible a trabajar y sólo pensaran en mostrar ocio. De esa manera, va el tema ínti­ mamente unido a la picaresca, de manera que uno de los aspectos de la usurpación que, como práctica social, se establece entre la población de picaros sea este de os­ tentar ociosidad. Esto procede, pues, no de un carácter personal del picaro, más bien de una presión social: nada caracteriza tanto al caballero que lo de ser alguien que puede abstenerse, como he dicho, de todo trabajo lucrativo y, sin embargo, mantener un alto nivel en el consumo ostentoso de bienes y de servicios personales. Por tanto, si con algunas otras marcas —por ejemplo, ir vestido de terciopelo o de seda— el picaro llega a un centro urbano y al pasear por la calle se muestra entre­ 50 M e m o ria l so b re la p o lítica necesaria y ú til restauración de la república d e España, 1600, folio 15. 51 N o ticia general p a ra la estim ación de las artes, M adrid, 1600, pág. 260.

545

gado a la ociosidad, puede suponer fundadamente que los que no le conocen le van a tomar por caballero. La usurpación funciona en este caso cumplidamente. Condición nociva de todas las clases (en unas por la propia reglamentación, en otras por fraudulentamente atenerse al pernicioso vicio de la ociosidad), el ocio es no sólo un vicio efectivamente para el individuo, ni sólo una mengua para la economía, sino un mal social, esto es, una calidad nociva, criminosa, vista desde la sociedad; lo propio de la desviación. También en él se observa al trasluz la con­ dición negativa del picaro: «en la ociosidad no sólo se olvida lo trabajado, pero se hace un durísimo hábito para volver a ello», con lo que se acusa ese carácter de in­ salvablemente perdido que el pobre de conducta aberrante ofrece a los integrados. Y ello está relacionado con las condiciones sociales que los propios señores, con su tipo de vida, proporcionan a sus criados y servidores; de ahí, la característica rela­ ción con el juego: «como en palacio la ociosidad es tanta, y el ejercicio de letras y uso de las ciencias tan poco favorecido, di en lo que todos daban». Y Marcos de Obregón explica así sus momentos de mayor aproximación a introducirse en la vida picaresca. Pero Obregón, finalmente, carga todo el peso del castigo sobre esos marginados, arrojados al vicio: «estos hombres vagabundos y ociosos, que se quieren sustentar y alimentar de sangre ajena, merecen que toda la república sea su fiscal y verdugo»52. También Castillo Solórzano incorpora a, su muy personal picaresca este aspec­ to. Y así, en El bachiller Trapaza leemos una vez más: «la ociosidad, fundamento para todo vicio»; pero él nos dice más, él enuncia la razón última de este empeño en abstenerse de trabajo. Porque, digámoslo una vez más, el picaro no es holgazán y no es por ocio por lo que no trabaja. Sabe que no debe trabajar, porqué con sólo eso perdería toda posibilidad de alto medro que espera. Llegado el caso, si lo necesita, si le conviene, para entrar en relación con alguien o en alguna casa u ob­ tener algún dinero que no consigue reunir por otro procedimiento, trabaja como cualquiera. Pero como lo sabía Trapaza, lo sabían también los demás picaros, él tenía que presentarse ocioso, con criados junto a sí como amo de ellos, para osten­ tación y, en definitiva, para simulación, «que la puntualidad de los intereses a la caballería apetece esto»53. En El Buscón el esquema es el mismo: «la ociosidad es madre de los vicios»54. Y sin embargo, cuando Pablos dice que él tiene pensamientos de caballero, entre las condiciones de ese «vivir noblemente» a que aspira, se encuentra necesariamen­ te la de abstenerse de trabajo manual, porque lo que desdice de la ociosidad del ca­ ballero es el trabajo lucrativo. Claro está que —y ésta era una de las internas con­ tradicciones más llamativas del sistema— las cuantiosas retribuciones de los altos miembros de los Consejos reales, en dinero, en tierras, en otras mercedes (incluso, en esa forma, un tanto mezquina y abusiva, de los llamados «confites» en días de fiesta), no tenían atribuido el carácter de ganancia sórdida (de «gain vile et sordi­ de», como dice en Francia Loyseau); teníanla, sí, las bajas remuneraciones de las clases bajas (y téngase en cuenta que, sobre finales del primer cuarto del siglo x v i i , el trabajo de notarios, escribanos, etc., llevaba atribuida esta envilecedora condi­

52 Edición de María S. Carrasco Urgoiti, ya citada, t. I, págs. 143, 189, 297; t. II, págs. 44, 282. 53 Edición de Valbuena, pág. 1435. 54 Edición de Lázaro, pág. 127.

546

ción, si no estaban al servicio del rey)55. Ese «ocio» que estatutariamente se quiso mantener como marca enaltecedora de los señores, al ser usurpado y puesto en práctica fácilmente por gentes de vida irregular, se convirtió en motivo de corrup­ ción social. En el prólogo «al lector», Quevedo, muy del lado de los intereses aris­ tocráticos, pero siempre muy crítico, reconocía que el ocio, como manifestación de status social —diríamos hoy—, se había convertido en fuente de la vida picaresca y de sus perniciosos modos de comportamiento. En la conversación que Honofre tiene con el superior del convento de domi­ nicos de Zaragoza (cuando piensa en un período de retirada, mientras planea una segunda parte de su vida), se presenta a aquél muy convenientemente vestido; le dice, para cumplir con el requerido nivel del individuo superior, del caballero, que conoce razonablemente el latín, y para terminar de perfilar su figura de joven hi­ dalgo, añade que no sabe mucho más porque «mis trabajos han sido holgar», aca­ bando por reconocer expresamente: «en otras facultades no me he empleado por ser persona de huelga y poco ejercitada en trabajos»56. Tal tenía que ser la línea que dibujara a una persona del grupo privilegiado. En las novelas picarescas de protagonismo femenino este punto tiene menos re­ lieve, puesto que el tema del trabajo de la mujer se consideraba bajo otros aspec­ tos y era menos público. También en la literatura para-picaresca aparece la cuestión sin entenderla de­ masiado y estimando tan sólo sus consecuencias negativas para la sociedad. Lo que se hace de ordinario es emparentaría con el tema del vagabundo y presentarla unida a la protesta general que ya en las primeras décadas del siglo x v i i se escucha por toda Europa contra la proliferación de errabundos anémicos y semidelincuentes. Con una frase que recuerda de modo muy inmediato a otra que antes hemos citado del Guzmán, Luque Fajardo nos afirma que «la ociosidad es campo grande de perdición» y que «al ocioso no hay vicio que no le acompañe». Hasta tal punto lo contempla como un dañino marginado que el autor sostiene: «hombres: los h a­ raganes vagabundos y ociosos del mundo no merecen nombre de tanta honra»57. Sin embargo, la sociedad a una especie de ellos —si no errantes, sí desocupados— era a quienes concedía los más altos niveles de estimación. Otro aspecto quiero destacar en esta literatura, el cual ha sido causa de tanta desorientación en la interpretación histórica de la sociedad española, bien en el aspecto de la economía, modernamente, desde Haebler, bien en el de la aspira­ ción social, más recientemente, desde A. Castro. Me refiero a la consideración de la ociosidad, del abandono del trabajo y de hacer derivar la pobreza de una causa poco menos que única: la falta de gusto por la labor manual en lugar de presentar invertidos los términos de esta relación. Quienes reflexionaron seriamente sobre el problema (Cellorigo, Sancho de Moneada, Caxa de Leruela, Martínez de Mata) cayeron en la cuenta de la base económica de la situación social que provocaba la ociosidad. Ésta no era una pre­ misa, sino un resultado de la crisis del país, de su empobrecimiento y declive. Lo malo estaba en que quienes necesitaban y querían trabajar no encontraban en qué. 55 época 56 57

Véanse algunas referencias a lo dispuesto en. las «D efiniciones» de las Órdenes Militares, en la indicada, en mi obra P oder, h on or y élites en el siglo X V II. Ed. cit., pág. 220. Fiel d esen gaño..., t. II, págs. 110 y 119.

547

Y ese «ocio forzoso», como lo llama Sancho de Moneada, ante la supresión de espectativas de conseguir un trabajo remunerador, junto con el rechazo de la tacha social que se mantenía sobre el trabajador, alejaron de toda ocupación productiva a gentes de espíritu aventurero, insatisfechas con su suerte, inconformistas ante el estado de cosas que contemplaban. Como todos no podían ser criados, soldados o clérigos, porque tampoco la demanda en estos y parecidos servicios podía exten­ derse a más, buscaron resolver el problema de su supervivencia por el camino des­ viado de la picaresca. En otros países europeos, la masa de holgazanes, vagabun­ dos, desocupados llegó también a ser abrumadora. En otro estudio mío he citado los claros y terminantes testimonios de La Popelinière, Lescarbot, Loyseau y otros en Francia, de Thomas Mun en Inglaterra. Sólo que la opinión y la autoridad polí­ tica siguieron en otras partes el camino que se les indicaba, mientras que en Espa­ ña la presión de la clase dominante (recuérdese la historia de los Erarios que hu­ bieran podido significar una transformación del exceso y huida de metales, en un fecundante riego monetario) aplastó las posibilidades de reforma y arreglo. Con ello, nunca se hubiera conseguido disponer de un grupo de burgueses (contra lo que algunos han supuesto, siguiendo a A. del Monte), ya que en ninguna parte se dio operación semejante, pero sí en otras partes se transformó la masa de vaga­ bundos en salariado industrial. Esto es lo que suponía el plan de Sancho de Mon­ eada; pero aquí, por los que mandaban, se prefirió seguir la tesis de un Pérez de Herrera: devolver a sus oficios a quienes se suponía que los habían abandonado con el propósito de no trabajar; o, peor todavía, se siguió la política preconizada por Fernández Navarrete: la despoblación y otros males de Castilla proceden de «el poco cuidado y vigilancia que se tiene en castigar vagabundos y holgazanes, de que es infinito el número en estos reinos [...], habiéndose los más de los españoles reducido a holgazanes, unos a título de nobles, otros con capa de mendigos»58. Entre unas y otras de estas dos últimas opiniones hacía su carrera el picaro. Era, pues, una situación social la que había de producir la particular gravedad de la usurpación, de la ostentación y del ocio, ligados de una especial manera con la desviación. Y si aun ésta tiene mucho de común con lo que se ve en otras partes, y si, en cambio, viene a ser causa de un tipo literario singularmente dado en Espa­ ña, como fue el de la picaresca, creo que hay que buscar esto en los recursos que se pusieron en juego. Desde luego, no hay que olvidar tampoco que, en otras fechas, en años posteriores, más próximos o más lejanos, se presenta un fenómeno cada vez más considerado: el de la picaresca en los otros países europeos59. Pero la seve­ ridad con que se actuó en España, y, sin embargo, las múltiples rendijas que quedaron en el régimen represivo, se conjugaron en hacer posible que se dieran las «oportunidades» del picaro y, a la vez, poco más que esas oportunidades. Uno de los modos que tenía de manifestarse la ociosidad, más altamente y más 58 Ob. cit., págs. 85-86. 59 Es posible que haya en ello m ucho de contagio tardío debido a la traducción de novelas españo­ las que sirvieron de prototipo. Quizá el caso de Lesage entre en esta clase. Pero hay otras obras que nos dicen si, en tales casos, cabe aplicar o no el esquem a de cierre de m ovilidad social, después de un período expansivo con todas sus connotaciones: los resortes de presión excluyente, el repertorio de aspi­ raciones negadas, los factores que dan lugar a que unos individuos reaccionen picarescam ente, otros re­ volucionariam ente, etc., según m odelos diferentes en las distintas situaciones. La bibliografía sobre la picaresca en otros países europeos puede verse en el volum en citado de A . Parker.

548

patentemente, era el de disponer de un número considerable de criados. Al hacer la crítica del ocioso, se hacía no menos un juicio desfavorable de quienes conserva­ ban a su alrededor un tropel de servidores. Ya he dicho que el «servicio» era una de las causas que corrompieron un buen orden económico en la sociedad del si­ glo X V II, y proporcionaron salida a los que, más o menos conscientemente, desde el principio, emprendían la vía de la desviación picaresca o se iban introduciendo en ella posteriormente. Lo cierto es que llegaron a reducirse de tal manera los po­ sibles oficios no tachados y ocupaciones rentables, capaces de dar razonable satis­ facción de mejorar, que no quedaron otras salidas que la marginación, el desem­ pleo, la aplicación de resortes ilícitos, de violencia en cierta medida. Estos anómalos recursos en España propiciaron, en número siempre reducido —no lo olvidemos y no tomemos al pie de la letra las exageraciones de truculentos moralistas o de economistas severos—, el desarrollo de la población picaresca, hasta el punto de suscitar un género literario de testimonio y aun en ocasiones de denuncia de tal fenómeno. La otra alternativa era la del criado, con mucha fre­ cuencia una especie de semipicaresca. Ya vimos en un capítulo de la primera parte, pero resultará más cómodo al lec­ tor que lo recordemos aquí, que, en el siglo X V I, los señores van acompañados de amplias clientelas, entre cuyos individuos figura un buen número de criados. El fe­ nómeno es normal en una sociedad jerárquica de tipo estamental, cuyos miembros se han enriquecido en la primera mitad de esa centuria. Las críticas contra esas prácticas comenzaron muy pronto. Heckscher y más recientemente H. Kamen dan cuenta de algunas críticas inglesas, así como también L. Stone, quien supone no obstante que, en el X V II, el número de criados disminuyó. Una temprana crítica en España es la de Eugenio de Salazar: «Unos en esta corte se sirven a la española acompañándose de tantos criados, que cuando van por la calle parecen hombres que llevan a ajusticiar, según van rodeados de gente de pie. Otros tienen en esto más regla y moderación, como lo solían hacer los extranjeros, llevando consigo un solo lacayo que tenga el caballo, si se apeare, y un paje que le acompañe donde en­ trare. Y otros se sirven conforme al primer uso de nuestros primeros padres, m an­ dando a sí mismos lo que les conviene»60. En el siglo x v i i mi opinión es que seguramente disminuyó, por lo general, el número de criados en una casa, pero al menos en España, aumentó el número de quienes tenían criados y de quienes pretendían tenerlos. Y esto aproximó la cues­ tión a los picaros que querían hacerse pasar por caballeros, como Guzmán, o de picaras que pretendían aparentar ser damas, como Teresa. Citemos otra vez a los escritores que, por abreviar, llamamos antes de hora economistas, los cuales, con otros muchos, condenaron el gran número de criados y propusieron como uno de los primeros remedios a aplicar el de su drástica reduc­ ción. Entre ellos figuran, claro está, Pérez de H errera61, López Bravo62, Cellorigo, Fernández Navarrete, etc. Señalemos que algunos denuncian también el abuso en el número de individuos acogidos a la vida monástica, así como los inconvenientes 60 Cartas, edición B ibliófilos Españoles, pág. 4. 61 D iscu rso al R e y ... su plicán dole se sirva de que los p o b re s de D io s se am paren y so c o rra n ..., M adrid, 1595, y R em ed io s p a ra el bien de la sa lu d d e l cu erpo de la R epública, 1610, fo lio s 16, 29, etc. 62 D e l R ey y d e la razón de gobernar, edición de la traducción castellana por H. M echoulan, M a­ drid, 1977, pág. 276.

549

del régimen de vinculaciones. El exceso de religiosos regulares, según Pérez de Herrera, favorece la holgazanería por el personal ejemplo que ellos mismos dan tanto porque ellos la practican, como por el ejemplo de mendicidad que propagan y por la ayuda que prestan a los que les siguen en este mismo camino63. Con una preocupación, tanto económica como social, conforme con tantas opiniones condenatorias de la ostentación de criados, el Consejo Real proponía ya a Felipe III (1 de febrero de 1619) «que no haya tanta multitud de escuderos, gen­ tiles hombres, pages y entretenidos, con otra infinidad de criados, con que se crían muchos vagabundos, sin arrostrar a tomar otros oficios que sean de provecho»64. Y unos años después, cuando, al empezar su reinado, Felipe IV envía a las ciuda­ des los Capítulos de Reformación (10 de febrero de 1623), se ordena una fuerte li­ mitación hasta para los criados de aquellos que ocupan los más altos niveles de las clases privilegiadas, ya que el príncipe y sus ministros «por sí solos y por sus ofi­ cios tienen bastante autoridad, sin que el más o menos número de criados pueda aumentarla o disminuirla». Y se enuncia un principio opuesto a aquel que inspira el régimen de distribución jerárquica y de reserva de derechos y valores: «el lustre y autoridad de sus casas y personas se dispondrá y conservará mejor desempeña­ dos y acomodados de hacienda, que no acabándola de consumir con gasto tan su­ perfluo»65. Los escritores sobre materia económica reflexionaron más sagazmente y se dieron cuenta de que no se encontraban, tampoco aquí, ante un hecho volunta­ riamente producido que pudiera ser eliminado con simples ordenamientos forzo­ sos, sino que, si un número considerable de individuos se sujetaban, pese a sus as­ piraciones, a la profesión del «servicio», y otros, imitativamente y con usurpación de una apariencia de superioridad, pretendían simular que disponían de criados a su servicio, ello se debía a razones de estructura social y a las repercusiones sobre tan insana constitución de las dificultades coyunturales del momento. Ya hemos visto que Sancho de Moneada habló, quizá por vez primera, del «ocio forzoso» y afirma que si no hay oficiales es porque no hay en qué trabajar66. En la misma línea, Caxa de Leruela observará que lo grave es que «los mismos que quisieran trabajar están ociosos»67. En consecuencia, era explicable que se aprovecharan las posibilidades de la demanda en el sector de servicios personales.

L A O ST E N T A C IÓ N U SU R P A D O R A E N EL USO DE VESTIDO S Y A D O R N O S RESERVADO S P A R A LOS SUPERIO RES

La ostentación no consiste sólo en gastar y en consumir, sino en las maneras de hacer esto, porque hay esferas y modos variados de manifestarse la usurpación, que afectan a las diversas formas de realizarse el gasto de consumo y de ostenta­ ción en las sociedades jerárquicas. Como ha dicho W. A. Lewis, hay que tener presente que «las sociedades difieren fundamentalmente en la forma en que los ri63 64 65 66 67

O b. cit., fo lio 23. A . H . E ., «La Junta de R eform ación», pág. 25. Idem , pág. 428. R estauración p o lítica d e E sp a ñ a ..., edición de J. Vilar, ya citada. R estauración d e la abundancia antigua de España, edición de J. P . Le Flem , ya citada.

550

cos gastan su riqueza, y en las fuentes de la misma a las que va aunado el presti­ gio. En las sociedades precapitalistas, los ricos gastan su riqueza improductiva­ mente, en tanto que en las sociedades capitalistas la invierten productivamente68. Pero hay que tener en cuenta que en las sociedades que llamamos jerárquicas, como son las sociedades de «estados» o «estamentos», de ordres, este criterio eco­ nómico ni es el único ni el primario. Es el principio de diferenciación de las jerar­ quías el que rige: se puede gastar en unas cosas y no en otras, se pueden consumir unas mercancías y no otras, conforme a las clases de ellas que les estén asignadas a los individuos de cada estrato. Y esto es lo que vamos a ver, porque siendo así, si alguien, faltando más o menos disimuladamente a los tipos que tiene fijados obje­ tivamente para cuantos son como él, traspasa esa barrera y se pone a consumir pú­ blicamente productos destinados a clases superiores, hará creer a quien así lo vea que pertenece a estas últimas, si bien se arriesga, en caso de ser descubierto al cas­ tigo por usurpación. Así, en Los Tellos de Meneses, Lope da por sabido que la diferencia entre la nobleza heredada y el estado de oficial o de labrador se descubre, junto a otros as­ pectos que tienen mucho de semejantes —y de ellos se hablará luego— en una que resulta bien visible: «en que el uno vista seda y al otro una jerga basta»69.

En general, se entiende —en una época en la que predomina la estimación del «ser» social del individuo sobre su «ser» personal o singular— que los vestidos dan cuenta de quién es cada uno: «son los ricos vestidos, los adornos preciosos, el m a­ yor sobrescrito de la persona», asegura Céspedes y Meneses70. Sobre el abundante y variado ropero de un rico poderoso nos da detalles Francisco Santos, advirtiendo que nada se debe omitir en el adorno personal, esto es, en los elementos que real­ zan la persona y ponen de manifiesto su elevado estado —«ser»— social: Con todo, protesta de que «estos ricos, para el adorno personal, no dejan terciopelo rizo ni liso, felpa, chamelote, tafetán ni raso, que todo lo arrastran y aun inventan otras telas; medias de pelo y de arrugar, las bastantes; zapatos, los que sobran;

68 T eoría d el desarrollo econ óm ico (traducción castellana), M éxico, F .C .E ., pág. 29. 69 L ope protesta de la variación en el vestir, com o protestará C a s t i l l o S o l ó r z a n o que defiende la continuación en el uso del traje nacional: A v en tu ra s del B achiler Trapaza, cap. X II, pág. 1486. Sin em ­ bargo, com o la usurpación y la im postura que anim a esa introducción de nuevas m odas, si se denuncia, no despierta gran irritación, dado el deterioro de los tiem pos, otras veces L ope lo que hace es criticar la fealdad de tales vestidos nuevos y traídos de fuera: «Justicia contra los trajes que ya en el m undo se usan, pues emborran y empelusan com o si fueran salvajes.» (L os n obles cóm o han d e ser) Cunden las críticas contra las m odas, con su aire exótico, tanto femeninas com o m asculinas. Pero en textos literarios y pragmáticas reales, no m enos que en inform es de altos C onsejos y M em oriales se m antiene la estim ación de las diferencias estam entales en el vestir. 70 «EL buen celo prem iado», en H istorias peregrin as y ejem plares, edición de Y. R. Fonquerne, ya citada, pág. 82.

551

sombrero de castor, más de uno; ropa blanca, mucha, que no hacen otra cosa las doncellas de casa»71. Tal es la ley del vestir en la sociedad de estratos diferenciados en la forma tra­ dicional a que vengo haciendo referencia, ley que, si viene del origen de esa misma sociedad, desde los comienzos de ¡la edad caballeresca, parece reforzarse en el áni­ mo de algunos y en las exigencias públicas, durante el siglo X V I y el xvii. Uno de nuestros autores de picaresca, Salas Barbadillo, escribirá, en una obra de sátira moralizante, impregnada de elementos picarescos: respecto al vestido, «nuestra va­ nidad ha introducido que sea ornato, ostentación y pom pa»72. La presencia de la palabra «ostentación», de la cual ya nos hemos ocupado, unida al concepto gene­ ral de usurpación, lo dice todo respecto a la conexión de estas actitudes picarescas con el vestido. Chombart de Lauwe ha hecho interesantes observaciones sobre el nexo entre el vestido y la que llama «aspiración a la consideración», esto es, la pretensión de al­ canzar por el uso de ciertos sirribolos un prestigio que le eleve a uno en la escala social73. La espectativa de esta ascensión puede ser legítima y puede ser conforme con el sistema establecido y requerir el esfuerzo del gentilhombre, del hidalgo, por no decaer en el decoro de su presencia, y, en consecuencia, forzar el gasto en este sector de consumo; pero puede también ponerse al servicio de una pretensión —desviada respecto al sistema— de conseguir introducirse fraudulentamente en un nivel superior. Esa es la espectativa del picaro que formalmente resulta, sin duda, ilegítima, por cuanto induce a engaño en los demás —y ese engaño precisamente es el que pretende el picaro manejar en su beneficio. En las Cortes se encuentran protestas en las que se juntan la referencia a gentes ociosas, ladrones, rufianes, vagabundos (la palabra picaro no es de uso habitual), fulleros, quienes traen indebidamente ricos vestidos y joyas. Las Cortes de Tole­ do (1559) representan la siguiente reclamación: «una de las cosas que causa haber tantos ladrones en España es igualmente disimular con tantos vagabundos porque el reino está lleno de ellos y son gente que muchos de ellos traen cadenas y adere­ zos de oro y ropas de seda y sus personas muy en orden, sin servir a nadie y sin te­ ner hacienda, oficio ni beneficio; y sacado en limpio unos se sustentan de ser fulle­ ros y traer muchas maneras de engaños y otros de jugar mal con naipes y dados y otros de hurtar y hay entre ellos capitán de ladrones que traen sus cuadrillas repar­ tidas en las ferias y por todo el reino y lo que se hurta en unos pueblos se lleva a vender a otros y muchos se sustentan de ser rufianes que es la más perniciosa y mala gente que hay en el mundo, y es cosa bien entendida cuan lejos anda toda es­ ta gente de vivir christianamente». Las Cortes reclaman que se investigue cómo vi­ ven y qué medios de vida poseen toda esta «gente baldía»74. Las gentes de niveles intermedios, cuya voz de ordinario es la que se hace oír en las Cortes (baja nobleza, artesanos y mercaderes hacendados), están interesadas en que se mantengan las limitaciones tradicionales, porque no pudiendo usar por su parte de grandes prendas o no queriendo caer en despilfarro, pasan por encima de ellos gentes que no tienen escrúpulos en gastar el dinero mal ganado en estos obje­ 71 72 73 74

«D ía y noche de M adrid», en C ostu m bristas españoles, t. I, p á g . 261. E l sa b io A leja n d ro , fisc a l de vidas ajenas, B. A . E ., X X X III, p á g . 6. P o u r une S ociologie des aspirations, París, 1969. C o rtes d e lo s an tigu os reinos de L eón y Castilla, t. V, p á g . 853.

552

tos, mientras que aquellos de recto proceder, según el uso tradicional, se ven corri­ dos y despreciados. De ahí, las pragmáticas reales ordenando quiénes pueden y quiénes no pueden usar de la seda o de otros elementos en sus trajes (eso explica lo que el vestido de seda representa para Guzmán, como observaba Braudel)75, y las ordenanzas municipales que contienen otras limitaciones, conformes con la jerar­ quía social, del gasto76. Sin embargo, las resquebrajaduras de la ordenación mencionada, como de otros aspectos del sistema social vigente, eran bien patentes. Pienso que hay que apreciar en ello una de esas ampliaciones de tolerancia de ciertas formas de desvia­ ción que toda sociedad, por cerrada que sea, tiene que resignarse a dejar. Y en fin de cuentas, la sociedad de últimos del siglo XVI y del xvii no consiguió ya volver a reconstituirse tan cerradamente como pretendía. Si las disposiciones se seguían dando y los Consejos seguían advirtiendo —no respondiendo sin embargo a ello el rigor en la ejecución—, el hecho se debía seguramente al deseo de veladamente mantener una esfera de desviación en relación a tales casos de infracción de las le­ yes suntuarias (aunque sin dejar de considerarlos al mismo tiempo como una clara desviación), la cual, lejos de mostrar disfuncionalidad alguna, servía para consoli­ dar el sistema. Ello explica que, públicamente y sin que en la oferta de la mercancía se some­ tieran los vendedores a restricción de ninguna clase, se ofrecieran en Madrid —y veremos que en otras grandes ciudades— públicamente, insisto, y aun acudiendo a un insistente y hasta tedioso reclamo, ropas, vestidos de muy variado tipo, con predominio, claro está, de las prendas del vestir urbano y distinguido. Luque Fa­ jardo nos relata con vivo colorido’algo visto en Sevilla: «lo que pasa en la plaza de San Francisco de Sevilla, donde los que venden ropa de vestir tienen puestos cier­ tos hombres asalariados a jornal, porque han de asistir tantas horas del día en me­ dio de la dicha plaza, donde, no dejando pasar hombre forastero ni aldeano a quien no llamen, asiéndoles de las capas y muchas veces casi en peso o en brazos, convidándolos que compren algo de sus tiendas o de sus amigos; y es de manera que muchas veces los incitan a comprar, no habiendo salido con tal intento de sus casas y lugares»77. Braudel viene a señalar un importante factor: la paz, que llegó a ser alcanzada en los últimos años del siglo xvi y que en Europa y particularmente en la zona me­ diterránea hace salir y circular el dinero. Se desarrolla por todas partes el gasto y crece el lujo: en Inglaterra, en Francia, en los Países Bajos, en España y no menos en Turquía se pone especial empeño en la suntuosidad del vestir y ese lujo tiene un nombre en todas partes: la seda78. Pero junto a esta razón económica, entrelazadas L e M éd iterra n ée..., p á g . 343 ( 1 . a e d .). H istoria de la econ om ía española, p á g . 1121, v é a n s e n o ta s a l p ie . E n 1600, el C o n s e jo

16 C o l m e i r o ,

R e a l h a c e o b s e r v a r a F e lip e I I I lo s d a ñ o s o s , e s c a n d a lo s o s , p e lig ro s o s c a s o s , p o r e je m p lo , d e a fe m in a m ie n to q u e p u e d e n d a rs e si se p e rm ite el e x ce so e n lo s tra je s . E n 1621, la J u n t a d e R e f o rm a c ió n in s is te en lo m u y p e rju d ic ia l q u e r e s u lta la a te n c ió n d e s m e d id a a tra je s y v e s tid o s , « a s s í en los g a s to s c o m o en c ria rs e los h o m b re s en d e m a s ia d o re g a lo y p o r e sto se r m e n o s ú tile s e n la g u e r r a d e lo q u e e sta n a c ió n e s p a ñ o la s o lía s e r» . E n 1623, lo s C apítu los de reform ación d e F e lip e IV o r d e n a n lim ita c io n e s m u y s e v e ­ ra s , t a n t o e n lo s v e stid o s c o m o en jo y a s y a d o r n o s , c o m o en m e n a je y a d e re z o d e la c a s a ; v é a s e A . H . E . , t. V , L a Junta d e R eform ación, p á g s. 2 5 , 9 7 , 4 2 7 y ss. 77 F iel desen gañ o..., t. I, p á g . 175. 78 O b . c it., loe. cit.

553

ambas, hay una razón social: el reforzamiento de las medidas restrictivas a favor de la nobleza y el hecho de que los excluidos, sirviéndose de ardides, pusieran en ello su aspiración de parecer distinguidos. Había dinero posible de conseguir y había lugares de concentración demográfica, donde se pudiera, por otro lado, de­ bido a ser desconocidos en el lugar, comportarse en esto al margen de las regla­ mentaciones. Así pues, se desató el afán de usurpar un modo de vestir que no sólo parecía más bello y realzaba a la persona, sino que podía hacerles pasar por indivi­ duos de la clase superior, y esto, en las circunstancias con que se abre el siglo x v i i , parecía realizable. Es difícil encontrar en nuestra literatura del siglo x v i i un código sobre esta distribución de los bienes de consumo entre los diferentes estamentos, como la obra de Tirso de Molina, La huerta de Juan Fernández19. Lo interesante además resulta que en ella sea una mujer del bajo pueblo la que defienda a raja­ tabla esas diferencias jerárquicas, en el vestir, comer, etc. En cambio, en las nove­ las picarescas se desconoce y aborrece la exclusión y la reserva también en este punto y aparece la práctica de la usurpación por parte del picaro. La naturaleza, según el personaje de Tirso, ha obrado de manera que diferentes productos más bastos o más exquisitos sirvan para anunciar a qué nivel de individuos se atribuyen: «porque cada cual se vista según su estado la ropa».

La caída de España y la perdición de Castilla provienen de las transgresiones en esta esfera, piensan estos integrados. En la época de la «cultura del Barroco», no lo olvidemos, la apariencia deter­ mina el ser y ese ser se manifiesta en la presentación social79bis. En la época en que se vive, Juan Martí pone en boca de su picaro, el pseudo-Guzmán, una protesta contra un proceder que le afecta a él y a todos sus congéneres: reconoce «lo que importa el vestido para conservar el respeto y decoro»; más, sin embargo, condena al que quiere vestirse como no le corresponde: «¿Por qué se ha de ensoberbecer por verse vestido, pues los mismos vestidos dan voces contra él...? Pues como la locura del mundo todo lo entiende al revés, más se estima el vestido que la per­ sona»80. Honofre, si llevado de la rutina moralizadora reconoce que «no hace va­ rón ilustre el vestido galán», de inmediato lamenta su mala indumentaria, estorbo para conseguir sus propósitos81. Una investigadora que ha trabajado sobre la no­ vela secundaria y poco conocida del Barroco, Evangelina Rodríguez, ha sacado a relucir una expresiva frase del Quijote: «si estuviera bien vestido le tuvieran por persona de calidad y bien nacida»; y recoge también una frase de Camerino que, dando por supuesto ese planteamiento, considera como excepcional que una ropa vulgar pueda encubrir, en un caso concreto, a personas de alto valer, antinomia que siempre acaba resolviéndose, eso sí, a favor del sujeto noble; pero que, al con­ trario, una ropa distinguida por sí sola no puede bastar para que se encubra bajo ella una naturaleza de baja condición. «Mal encubren sayales los rayos de su clari­ dad», dice Camerino de un personaje82. El caso es semejante al de otros, como el 79 L a huerta d e Juan F ernández, edición de B. Pallares, Madrid, 1983, pág. 70. 79 bis v éa se mi obra L a cultura d e l B arroco, pág. 404. 80 Edición de Valbuena, págs. 597-598. 81 Ed. cit., pág. 187. 82 Evangelina R o d r í g u e z , N o vela corta m arginada d el siglo X V II español, Valencia, 1979, pág. 192.

554

de La moza de cántaro y tantos más. Es siempre menos grave que una persona noble se disfrace de individuo vulgar. Siempre, sin embargo, es difícil de descubrir el engaño, en sentido inverso, a poco que una persona de ruin procedencia haya te­ nido ocasión de ver y aprender maneras externas y banales de conducirse como de clase alta, aunque siempre acabará reconociéndosela. Partiendo de tales premisas se comprende que el picaro se preocupe mucho de su atuendo externo y dé gran importancia a la manera de ir vestido, unos para disi­ mular por lo menos su ínfima calidad —que les crearía dificultades hasta para ser admitidos al servicio de un amo distinguido—, otros, con más altas pretensiones, buscando ser ellos mismos considerados como sujetos de recognoscible distinción. Desde el protopícaro o picaro primerizo, Lázaro, se busca ser estimado como persona de bien, como individuo de nivel superior, convenientemente instalado en la vida social. Dado que el picaro del Tormes sabe —es la ciencia peculiar de los de su clase— que cada uno no es más que lo que la opinión pública le otorga, procura con el mayor interés, a fin de que la gente al verle coincida «en tener en mucho mi persona», proveerse de «hábito de hombre de bien», comprándose ropa lo más adecuada posible para tal finalidad. De esa manera, a su paso por la calle, cuantos le vean le calificarán como él desea y se esfuerza en conseguir: una persona de cla­ se acomodada y superior —algo que, como hemos visto, las Cortes trataban en vano de cortar, como causa de desordenada y maligna confusión social—. Por eso, en Lázaro y en los picaros que le sigùen, este uso de vestidos, no correspon­ dientes en clase de tejido y en adornos, era una forma de desviación, que se produ­ cía por la usurpación de símbolos relativos a la estratificación social. Es así como ya Lazarillo nos cuenta que en una ocasión, en una de tantas peripecias por las que pasa, se vio convertido en aguador, por cuenta de un capellán, al que entrega por día un tanto alzado y se reserva para sí la ganancia restante —eurioso caso de compañía mercantil— que con tal contrato: «fueme tan bien en el oficio que al cabo de cuatro años que lo usé, con poner en la ganancia buen recaudo, ahorré para me vestir muy honradamente de la ropa vieja»83. Los picaros siguientes no se conforma­ rán con esto; desde luego, pretenderán más. Cuando un picaro se ve decentemente vestido, se reanima por dentro, y cuan­ do, como Guzmán, se contempla vestido de seda, o como el segundo Lazarillo, de terciopelo, sus pensamientos se elevan. Tal es la relación que hay entre el buen porte exterior y el estado psicológico, que eso que acontece con el picaro es lo que pasa con el soldado y explica las galas con que éste se viste. Un personaje del Guz­ mán nos advierte de tal conexión: «siendo las galas, las plumas, los colores, lo que alienta y pone fuerzas a un soldado para que con ánimo furioso acome­ ta cualquiera dificultades y empresas valerosas»84. Por otra parte, Guzmán sabe muy bien —y lo que él piensa es máxima que se repite en el ámbito social del si­ glo xvn— la ventaja que «esta diferencia tiene el bien al mal vestido, la buena o mala presunción de su persona y cual te hallo tal te juzgo». Guzmán, buen conocedor de las costumbres madrileñas, nos da una referencia, como ya sabemos, de la calle de la Ropería. Guzmán nos cuenta que en una oca­ sión, entre tantos de sus desplazamientos, al llegar a Toledo, recurre también a 83 E d ic ió n d e A . B le c u a , p á g . 171. 84 E d ic ió n d e F . R ic o , p á g . 339.

555

una calle del mismo nombre, «lo primero que hice a la mañana fue reformarme de jubón, zapatos y sombrero»; repárese en el valor trascendente que tiene la voz «re­ formarse», empleada adrede por Guzmán para subrayar la importancia de la fun­ ción del vestido en la constitución del ser social de la persona (no es que reforme sus prendas, se reforma él). Sale, pues, de allí, hecho otro y aún añade a renglón seguido que, como se hallaba con dinero, días después, al contemplar a un gentil­ hombre, «fuime de ahí a la tienda de un mercader, saqué todo recaudo, llamé un oficial, corté un vestido [...]», etc.85. Más adelante, al salir de Milán para Génova, se provee también de honorables prendas. Y Mateo Alemán comenta: «bien podrá uno vestirse un buen hábito; pero no por el mudar el malo que tiene podrá entre­ tener y engañar con el vestido»86. Lo cierto es que el picaro creía lo contrario a cierra ojos y en ello está uno de los supuestos en que apoya su acción. Y, por otra parte, estaba como impreso en la imagen misma que el sistema social ofrecía a las gentes. Por eso Guzmán, ya muy cargado de experiencias y de reveses, de vuelta a la Península, viniendo de la otra península mediterránea en que transcurren tantas de sus hazañas, pasa por Zaragoza, llevando consigo las joyas robadas a sus pa­ rientes en Génova, donde no olvida vestirse gallardamente y, siguiendo su curso, llegó a Madrid, donde «comencé mi negocio con galas y más galas. Hice dos dife­ rentes vestidos de calza entera, muy gallardos [...]»87. En el Guzmán apócrifo, de Mateo Luján (Juan Martí), siguiendo una línea de interpretación que en su texto se da más de una vez y que sabemos constituye un falso planteamiento, ya que la preocupación por las galas y la práctica de usurpa­ ción de calidad social por el vestido se encuentra no menos difundida en los ingle­ ses, franceses, etc., del siglo xvn, se atribuye ese afán a carácter español: «particu­ larmente los españoles solemos ser muy amigos de vestidos y ropas [...] Y hombres y mujeres, por este vicio, suelen dar al través en la castidad; que con los vestidos ricos, curiosos y regalados suele hacer el demonio guerra descubierta a esta virtud. Éste es el fruto del ornato exterior y aderezo delicado, que es echar leña al fuego de la concupiscencia»88. Mas si bien es cierto que el factor erótico tiene su puesto en esta cuestión, lo que fácilmente se advierte es que si se procura estar más hermosa y, sobre todo, más gallardo, viene a ser así en gran parte porque se piensa que her­ mosura y gallardía es cualidad de los altos. En definitiva, el patrimonio y el valer social entran en el régimen del amor, como puede comprobarse en tantas oca­ siones, a partir de La Celestina89. Honofre, exponiendo su verdadera opinión, por debajo de la que antes le he­ mos visto recoger de un refrán, nos dirá su sentencia: «ninguno es en más tenido de lo que se tiene, porque al fin el honorable vestido (entre quien no lo conoce) hace honrada la persona»90. También Pablos, al llegar la ocasión de fingirse lo que no es, en un típico caso de usurpación de calidad social, con miras a enamorar a una rica dama, nos da 85 Idem , págs. 319, 320, 321. 86 Idem , pág. 320. 87 Idem , págs. 749 y 757. 88 Edición de Valbuena, pág. 597. 89 Véase mi obra E l m undo social de «L a Celestina», Antes de la fecha en que esta obra aparece, no hace falta pararse a considerar el tema. 90 Ed. cit., pág. 197.

556

cuenta de un proceder semejante: «di traza, con los que me ayudaron, de mudar de hábito y ponerme calza de obra y vestido al uso»91. De igual manera, como me­ dida previa para emprender su curso picaresco en Madrid, a la llegada a esta capi­ tal del Bachiller Trapaza, se nos refiere que «lo primero que hizo fue vestirse muy al uso de la Corte, sin afectar como figura los trajes, sino muy ajustado a lo de Palacio»92. Y conforme a su carrera, ya antes, Trapaza, habiendo salido de Sego­ via, camino de Salamanca, gana en el mesón de una villa una gran cantidad a unos tratantes: «Durmió nuestro ganancioso poco aquella noche, discurriendo sobre qué era lo que haría de aquel dinero», y si nos preguntamos qué es lo que, en efec­ to, hace, le vemos que resuelve seguir la ley del gasto ostentoso, como cabía espe­ rar: «Era vano y muy quimerista y parecióle que debía entrar en Salamanca con otro porte del que pensaba tener, pues la fortuna le había sido tan favorable; y, mudando de camino, volvióse atrás, yéndose a la noble Valladolid, adonde hizo hacer dos vestidos muy galanes de camino y compró también una vuelta de cade­ na, tomó un criado y con nuevos bríos no quiso pasar plaza de Hernando de Quiñones, sino que añadió a esto un don [...]»93. Como los demás, Salas Barbadillo se atiene al patrón establecido: del ruin per­ sonaje de uno de los relatos de su obra Alejandro, fiscal de vidas ajenas (personaje al cual el autor explícitamente llama «picaro») se nos cuenta que con sus malas ar­ tes consigue buenos dineros y «valióle esta infame contratación el vestir ricos vesti­ dos, el comer preciosos bocados»94 —aparece aquí otro objeto de desviación del que a continuación me ocuparé—. Y su Caballero puntual no falta a la pauta es­ tablecida del modo picaresco: «hizo para su persona dos vestidos muy galanes y señoriales, conforme al traje de Palacio, y procuró aventajar su gala en los extre­ mos, porque en el zapato, en el sombrero, en el cuello y puños se muestra y conoce la curiosidad y aseo de los bizarros que todo lo atropellan y derriban»95. Si nos fijamos en el sector femenino encontramos un fenómeno semejante. Con su carácter misógino de moralista al uso, Espinel inserta en el Marcos de Obregón este pasaje en el que enlaza factores de erotismo, de desviación social bajo forma de usurpación de calidad que no se tiene, codicia, gusto por la nove­ dad. Es interesante recordar unas líneas: «han venido las mujeres a tan infelice es­ tado, que han privado a su misma naturaleza del gusto que ella les concedió, por­ que lo han puesto en sólo hurtar y robar las haciendas, fingiendo querer a los que desean desollar, por sólo igualarse en galas a las que de su nacimiento, por heren­ cia de patrimonio, nacieron nobles y honradas y ricas y principales, que les parece no ha de haber diferencia y desigualdad en la tierra de mujeres a mujeres, como en el cielo la hay de ángeles a ángeles»96. A Justina, sin embargo, parece preocuparle más que la cuestión del puesto social, el realce que el lindo traje añade a la hermo­ sura y uno y otra requieren dejarse contemplar: «Nunca gozamos las mujeres de que vestimos hasta que vemos que nos ven»96bis. Pero la hermosura es también una cuestión estamental, con la que se relaciona el modo de vestir. 91 92 93 94 95 96 96

Edición de Lázaro, pág. 220. Edición de Valbuena, pág. 1516. Ed. cit., pág. 1433. B. A . E ., vol. X X X III, pág. 14. E d. cit., pág. 20. Ed. cit., t. I, pág. 303. bis Edición de Valbuena, pág. 755.

557

Teresa de Manzanares reflexiona que su madre, con el producto de un hurto, se vistió convenientemente y «ésa fue la piedra fundamental para su m edro»97. Me­ drar, mejorar de estado, va unido indisolublemente a mejorar de vestimenta. Hay una parte que corresponde al gusto femenino por las ricas y vistosas ropas. Teresa nos cuenta que un médico que pretendía a su ama, para tenerla a ella favorable le hizo un generoso obsequio de galas de vestir y vemos que acuden a una tienda de vestidos («bodegones de vestido» los llama la picara, atraída por ellos)98. La proli­ feración de este tipo de tiendas es una demostración del volumen y frecuencia que había adquirido la compra de ropa de vestir, tantas veces ocasionalmente99. Para engañar al anciano hidalgo toledano, Elena se apresura, a llegar a Tole­ do, a recorrer la calle de la Ropería y allí, sin reparar en precio, compra tres atuendos oportunos de luto, para ella, su fingido hermano y el pajecillo 10°. Tam­ bién el segundo Lazarillo, llegado a Valladolid, acude a la Ropería, bien que sus adquisiciones no son justamente para una elevada pretensión101. Lo habitual es lo que hacen Las harpías en Madrid, las cuales, sobre su carga erótica, ponen todo el énfasis en esa transformación de «estado»: presentarse con un porte autorizado hace crecer la estimación y «tras esto vienen los aumentos»102. Fijémonos en otro tipo de escritores, Francisco Santos subraya el erotismo que hay por debajo, en su forma de relaciones sexuales apasionadas e ilícitas, relacio­ nes entre amos y sirvientas que se dejan llevar del afán de verse regaladas y sacar lo que puedan; por eso condena la pretensión de elegancia en el vestir y la indecen­ cia en los trajes que se observa en las mozas de servicio103. Sin embargo, debajo de esto se ve el anhelo de aparentar más, de subir, aunque sea fraudulentamente, de estado. Y esto es lo que nos revela bien claramente un pasaje de otro costum­ brista de la época, impregnado también o quizá más de materia picaresca, Liñán y Verdugo: habla de una mujer que se halló con dinero en buena cantidad y nos cuenta cómo procedió en consecuencia: «viéndose rica subió de persona común a persona de cuenta, con estrado, silla de manos, esclavos y esclavas, mona y papa­ gayo, criado gracioso, escudero y portero y otra gente semejante»104. Para terminar esta lista de testimonios, volveré a referirme al Segundo Laza­ rillo: cuando, en un cierto momento de favorable cariz de sus hazañas, se halla con algún dinero, lo primero que hace es comprarse un «terciopelo» —aunque re­ conoce que se trataba de un vestido un tanto raído—, a lo que añade una capa segoviana. Con ello, creíase ya en el camino del éxito. Y luego, al volver a en­ contrarse en la miseria, se siente lleno de dolor y no le es remedio aplicable, el hecho de volver a cierto oficio que antes tenía —el de pregonero— «porque aquel terciopelo me había sacado de mis casillas»l05. 97 E d ic ió n d e V a lb u e n a , p á g . 1347.

98 íd e m , p á g . 1353. E n L o p e , el d is tin g u id o y ric o c a b a lle ro d e L a m as p ru d en te venganza, al e m ­ p r e n d e r u n v ia je d e M a d r id a S e v illa , se o c u p ó « c o m p r a n d o a su s c ria d o s b iz a r r o s v e stid o s d e a q u e lla c alle m ila g ro s a d o n d e , s in to m a r m e d id a , v is te n a ta n to s » (ed . c it., p á g . 1393). 99 D e e s ta c u e s tió n d e la s tie n d a s tr a ta r é m á s a d e la n te , al p la n te a r la re la c ió n h o m b r e - m u je r . 100 E d ic ió n d e V a lb u e n a , p á g . 896. 101 E d ic ió n d e J. L a u r e n ti, p á g . 82. 102 E d ic ió n d e Z a m o r a V ic e n te ,, p á g . 29. 103 D ía y noche d e M adrid, e d . c it., p á g s . 263 y 320. 104 G uía y a v iso s..,, ed . c it., p á g . 114. 105 E d . c it., p á g . 46.

558

En 1620, el Consejo Real a Felipe III, y en 1621, la Junta de Reformación a Felipe IV, les insisten en los peligros de las demasías en la atención prestada a la vestimenta: esos excesos son dañosos, escandalosos, afeminados, peligrosos en muchos aspectos, hasta el punto de que, a causa de ellos, los hombres vienen a «ser menos útiles en la guerra de lo que esta nación española solía ser». Felipe IV, en los Capítulos de Reformación (10 de febrero de 1623), ordenaba severas limita­ ciones, tanto en tejidos y trajes como en joyas y otros adornos, como en menaje y aderezo de la casa106. Sin embargo, la eficiencia de estas medidas fue muy escasa. Prohibiciones semejantes se piden en Francia y también se ordenan, sabido es que con no mayor eficacia en sus resultados. Los estudios de Mousnier, Labatut, A. Jouanna lo han puesto de manifiesto. He insistido en que este tema de la ostentación en los vestidos no podía tomar­ se en ningún caso como un carácter peculiar étnicamente de un pueblo. Es sabido el lujo que en el siglo barroco despliegan señores y no señores en los países occi­ dentales de Europa y en general a ello se atribuye la confusión que tal uso ha pro­ vocado en todas partes. Ello es clara señal de que el aspecto social a que más direc­ tamente afecta es el de las diferencias sociales, cuya distribución estratificada, por lo menos estatutariamente, rige todavía en Europa. En 1615, Montchrétien que nos es ya conocido, escribía en Francia: «il est à present imposible de faire distinc­ tion par l ’extérieur. L ’homme de boutique est vêtu comme le gentilhomme»101. En la misma línea del economista francés, un novelista alemán, aquí varias veces cita­ do, construye su obra, Simplicissimus, haciendo que su héroe antes de empezar la narración de sus orígenes familiares (tomando este arranque de la novela picaresca española) los haga, no obstante, preceder de unas palabras en las que denuncia que entre las gentes de baja condición se ha desarrollado una epidemia, en virtud de la cual, en cuanto tienen algunas monedas en el bolsillo, todo su afán es vestirse con un traje a la moda, adornado de seda, y pretender ser reconocidos como ca­ balleros o nobles de antiguo origen. De faire distinction en el cuerpo de la sociedad es de lo que se trataba todavía y esa diferenciación de clases venía oscurecida por la usurpación de un elemento de caracterización nobiliaria tan mantenido hasta en­ tonces. En España un escritor de economía, Fernández Navarrete, sostenía: «es justo que los trajes de los nobles se diferencien de los que han de permitirse a los plebe­ yos; en todo eso en reino donde se lleva tan mal la diferencia de jerarquías, es ne­ cesario que la moderación en los trajes sea más por ejemplo de los reyes, señores y caballeros que no por leyes». Señalemos la introducción en este párrafo de la ten­ sión entre los de arriba y los de abajo, el «odio entre estados» de que habló Saave­ dra Fajardo, y observemos, además, que por debajo de la cuestión moral de corrupción de costumbres, lo que importa al autor es un problema moral; por eso, después de aceptar ciertas diferencias que distinguen las clases, propone una mode­ ración que alcanza hasta al mismo rey. Se comprende la irritación de Fernández Navarrete por la expansión de un uso nuevo que venía a empeorar la cuestión: la introducción de las modas. Hoy hay, nos dice, «invencioneros» e «invenciones», que «sacan nuevas formas de trajes, con que destierran los que dos días antes eran 106 A . H . E ., t. V , p á g s . 35, 97 y 427. 107 C ita d o p o r B ra u d e l, t. II, pág·. 74 ( 2 . a e d .).

559

muy válidos y estimados», y no se olvida de las «tenderas», «que viven de alterar los usos, dándoles cada día nuevos nombres y nuevas formas»; habría que casti­ garlas sacándolas a la vergüenza pública «por corrompedoras de las buenas cos­ tumbres» 108. Con aparente optimismo que se trueca en fuerte pesimismo sobre la época, Francisco Santos escribía: «El mundo está sobrado y apenas hay pobres, pues to­ dos son ricos, según visten, gastan y sustentan; jugando el no importa en todo cuanto obran y hacen. Las mujeres andan cubiertas de galas y los oficiales parecen caballeros; el dinero rueda, todo está abundante y las casas de los poderosos so­ bradas, lo demás no importa [...], hay oficial que viste telas como si fuera un se­ ñor de su casa, faltando a lo que les obliga la honra»109. Pero, en realidad, el peligro del excesivo gasto en trajes no era de carácter eco­ nómico, como vio lúcidamente uno de los más inteligentes y originales economis­ tas de nuestro siglo x v i i , Sancho de Moneada: se dice, advertía este autor, que una de las causas de la ruina de España está en la demasía de los trajes y esto no puede ser cierto, porque ello es ya vicio antiguo y en otras épocas no ha producido tales consecuencias, por tanto, no puede ser, al menos, la causa principal, «porque lo que gastan los que traen los trajes, ganan los cosecheros de los materiales, los la­ borantes y mercaderes y se quedaría el dinero en casa» no. Este planteamiento prekeynesiano tiene mucho interés, el autor lo repite en varias ocasiones sobre otras materias y resulta muy inteligente en su época. Lo que Moneada no podía prever es que la inflación podía tener y tenía también sus males. En realidad el tema era de carácter social y afectaba a la distribución de hono­ res entre las diferentes capas. Se puede decir que el vestido era el símbolo de más relieve, porque, en cierta manera, iba pegado siempre a la persona, no como la casa o la comida, y en consencuencia, en la calle, en la iglesia, en el paseo, podía ser contemplado por un sinnúmero de gente. Por eso su usurpación, su ostentación indebida, era tal vez la más grave falta contra la ordenación social objetiva. Claro que eso revelaba un profundo trastorno en la estimación de la nobleza y en su pa­ pel en la sociedad. Y de esa manera, el protagonista de El guitón Honofre comen­ ta: «la nobleza anda en tal estado que la tiene el que tiene, que aunque dicen que no hace el hábito al monje, la ostentación u el aparato califica de manera que por ella juzgamos la hidalguía»111. Así pues, era uno de los símbolos que más eficaz­ mente podía usurpar el picaro: con ello ostentaba ante el público más cumplido señorío, riqueza y consiguientemente poder. A veces, esa norma de sujetarse en el vestir a la ordenación jerárquica, respeta­ da durante siglos, llegó a convertirse en objeto no sólo de la usurpación, sino del escarnio del individuo de niveles infames, cuando no podía otra cosa. Un ladrón, en la animada cárcel de Sevilla, al que han de sacar sobre un asno y vestido al modo de los condenados, pide que no le pongan un hábito viejo y apolillado: «ya que haya de salir, quiero salir como hombre rondado y no hecho un picaro»112. 108 C onservación d e M on arqu ías, ob . cit., págs. 272-273. 109 E l no im p o rta de España, págs. 39 y 40. 1)0 R estauración p o lític a d e E spaña, ya citada, pág. 100. 111 Ed. cit., pág. 129. 112 En el entremés L a cárcel de Sevilla (1617), publicado por E. C o t a r e l o en su citada «C olección de entrem eses», t. I, pág. 102, N .B .A .E ., vol. X V II.

560

Y la verdad es que, al expresar tal pretensión, era cuando manifestaba su básica condición apicarada.

E l g a s t o d e s m e d id o e n c o m DE LA S CLA SES D E A LIM EN TO S

id a s y

LA C O N SID E R A C IÓ N E ST A M EN T A L'

Quiero ahora ocuparme de otro símbolo de posición social que juega un gran papel en la novela picaresca, así como en otras manifestaciones literarias, si bien en ocasiones su presencia puede aparecer desfigurada por razones de índole diver­ sa; por ejemplo, debido a la necesidad de atender motivos de comicidad. Me re­ fiero al tema de la comida. Una investigadora que ha trabajado sobre los aspectos que ofrece esta materia en la vida social de base tradicional, María del Carmen Carié, ha publicado un in­ teresantísimo estudio que voy a empezar por resumir brevemente como punto de partida. Según ella —y no necesito subrayar mi pleno acuerdo con su planteamien­ to— «el despliegue de alimentos era un signo de status». Por eso, podemos esperar que fácilmente se convierta (y señalar esto es lo que aquí interesa) en objeto de usurpación en la esfera de la «industria» picaresca. Un sistema de correlación entre clases sociales y alimentos que les correspon­ den, y por tanto un régimen de estamentalización de la comida (que Carié recoge), se dio en el siglo xiil, con Alfonso X. Se reglamenta a partir de ese tiempo la can­ tidad y calidad de platos, según la categoría de los grupos a que se pertenece: des­ pués del rey, aparecen los prelados, ricos hombres, caballeros, escuderos, lo que quiere decir que el bajo pueblo —y no olvidemos la extensión de estas capas en ese momento— queda por debajo y no puede alcanzar a nada de lo que a los demás corresponde. La precisión en este escalonamiento se alcanza en Cortes de Burgos, de Alfonso XI. Después, diversas disposiciones se van sucediendo, y tal régimen se fortalece con los Reyes Católicos. Viejos textos hablan de cómo es propio de se­ ñores levantarse de la mesa rojos y congestionados, de tanto comer y beber. Y la profesora Carié hace un comentario que resume mi propia manera de ver: las dife­ rentes clases sociales «tienen en las formas de alimentación un índice representati­ vo»; se comprende entonces que aquellos que, de bajo estrato, pretendían elevarse en la escala social se esforzaran por presentarse públicamente partícipes en tari co­ pioso consumo de comidas y bebidas “3. A mi modo de ver no hay una relación natural directa entre este aumento de consumo alimentario y las necesidades fisiológicas de unos o de otros. .Cuando se afirmaba en algún lugar que los pobres (como resultado habitual del manejo de los recursos de su proceder desviado) en cuanto podían, se hartaban de comer y de vi­ no, lo que se hacía no era más que revelar la insuficiencia en comer, el hambre de las clases bajas de la población en el siglo xvn. Estos excesos brutales contra la sa­ lud, los cuales no eran sino revanchas a las que impulsaba la desviación, contra lo " 3 María del Carmen C a r l é , «N otas para el estudio de la alim entación y el abastecim iento en la baja Edad M edia», en Cuadernos de H istoria de España, Universidad de Buenos Aires, L X I-LX II, 1977, págs. 246 y ss. Véase M . A . Ladero Q uesada, «La alim entación en la España m edieval. Estado de las investigaciones», en la revista H ispania, M adrid, 1985, núm. 159; págs. 211 y ss. (contiene, adem ás, datos m ás tardíos).

561

que aconsejaba la naturaleza, todavía se observan como un eco en la picaresca. El tema había dado lugar a una sátira poética que se da en las literaturas ingle­ sa, francesa y española: el «País de Cucaña». El hambre, en términos a veces desesperantes, se presentaba como un fantasma por toda Europa, y en toda Euro­ pa inspiró textos literarios semejantes, por ese lado, a los de la picaresca española. La literatura de vagabundos, en Francia, Inglaterra, Alemania, Italia, que más atrás citamos, contiene testimonios sobre el tema y ya en uno de los capítulos de la primera parte vimos a H. Labrousse hablar de las «hambres endémicas». Es interesante relacionar lo que aquí tratamos con una tendencia que en el campo de la actuación económica enuncia W. A. Lewis: «por lo general la regla es que las clases altas adopten primero los nuevos bienes —ya sea porque son las que primero pueden comprarlos, o porque sean más independientes de las restricciones impuestas por las convenciones— y que las clases bajas lo hagan después. Entre otras cosas, la rapidez de la difusión depende, por tanto, de las relaciones entre las clases altas y bajas. Depende del contacto que exista entre unas y otras, de tal for­ ma que los pobres puedan ver lo que consumen los ricos; o de si los ricos viven ais­ lados en una parte de la ciudad o del país»114. Y esto es, más bien, lo que explica lo que acontece en el mundo en que se da la picaresca: las clases bajas, cuando las circunstancias fueron favorables y el des­ arrollo de las energías individuales impulsadas por la movilidad ascendente, lo hi­ cieron posible, trataron de apropiarse modos distinguidos y entre ellos el hartazgo que caracterizaba la comida de los nobles. Al incrementarse, como en otros temas similares, la vida urbana y haber provocado con ésta la aproximación de pobres y ricos, aquéllos tuvieron ocasión de conocer de cerca lo que hacían y consumían los ricos, y pudo despertarse en los de abajo el afán de simular el comportamiento de los privilegiados. A pesar de la parte de dificultades económicas que pudo haber en la crisis so­ cial del siglo x v ii , ese movimiento que se produjo y al que acabo de referirme pro­ pició que, en ciertos modos y ocasiones, no habitualmente, claro, se intensificara el consumo de alimentos en las ciudades, que se abriera un período que ofrece se­ mejanzas con la tendencia marginal al consumo. En un informe que transmite la Sala de Alcaldes de Casa y Corte de Felipe IV, no fechado (probablemente de 1621), se eleva una protesta relacionada con estas manifestaciones de la sociedad barroca: «De poco tiempo a esta parte se ha dado licencia para que haya figones, donde se venden gallinas y capones, conejos y cabritos y tortas reales y jigotes y otras cosas de poltronería a excesivos precios, que los que los compran no excusan la costa de sus casas y es para vicios; y en las carnecerías se llevan las piernas de carneros para hacer jigotes y empanadas inglesas y a los pobres les dan los güesos; y a éstos los amparan las personas poderosas de las Repúblicas, por que a ellos les dan a buen precio las gallinas y otros regalos. Demás de esto es causa de muchos pecados mortales, por que hay muchas mujeres golosas que por una empanada ha­ rán un pecado mortal; y hay otro daño grandísimo: que muchos hombres pobres se juntan a almorçar y merendar en casa de el figón, y beber vino frío con can­ timploras, que se consienten vender en las tabernas, que es grande engaño, y se de­ jan veinte y treinta reales gastados en lo que no valía la mitad y dejan de dar de 114 W . A . L e w i s , o b . c it., en la n o ta 6 8 , p á g . 33.

562

comer a sus hijos y mujeres; y yo conozco a muchos que lo hazen. Es cosa digna de remedio»115. Esto revela que subsiste la opinión a favor de la ordenación tradicional y que se conserva una estructura estamental explícitamente defendida en la época: Tirso de Molina, por ejemplo, lleva al teatro la condenación de los excesos en las comidas, bajo el impulso de la vanidad y de la ostentación, siendo así, por el contrario, que cada uno ha de vivir debiendo atenerse a una reglamentada limitación, conforme a su nivel en el sistema de estratificación de los «estados» sociales. También aquí es una mujer de la clase de los criados la que insiste en que la perdición de España se explica «Porque el vestido y comida su gente empobrece y daña. Dadme vos que cada cual comiera como quien es, el marqués como marqués, como pobre el oficial.»

La dama, que lleva título de «doña», objeta a lo anterior: «Los vestidos y manjares comunes los hizo Dios»,

y es de nuevo la criada quien afirma que es obra de la naturaleza y, por ende, de Dios, la diferenciación: «Porque cada cual se vista según su estado la ropa. Dentro de una misma especie hallaréis que el universo hizo su manjar diverso, de que cada cual se precia» n6.

El desarrollo que la dietética adquiere en la esfera de la Medicina da lugar a que los médicos se preocupen de la salud de sus clientes, de cuál debe ser el régi­ men de nutrición de los señores y, en general, de una población en condiciones de clima y régimen de costumbres dado. Un médico, efectivamente, como Luis Lobe­ ra de Avila escribe un libro: Banquete de nobles caballeros e modo de vivir desde que se levantan hasta que se acuestan y habla de cada manjar, qué complexión e propiedad tiene»"1. Hay toda una bibliografía sobre la materia y hasta son nume­ rosas las obras literarias que dan cabida a ideas y consejos sobre la alimentación. De la comida del pobre pocos se ocupan, si no es para exponer dramáticamente su escasez cuando quieren excitar a la limosna, o para ofrecerlo como tema de comi­ cidad, si el objeto es hacer sátira o entretenimiento. A lo sumo, se les exige que se atengan a las limitaciones del régimen estamental en cada caso, respecto al consu­ mo de alimentos, no sirviéndose de los que por su delicadeza nó le corresponden. 115 T e x to re c o g id o e n el v o lu m e n c ita d o en la n o ta 106, p á g . 2 12. 116 La huerta de Juan Fernández, e d . c it., p á g s . 64, 69 -7 1 . 117 R e im p re s o e n M a d r id , 1952.

563

Lo cierto, de todos modos, es que la opinión común estima altamente el mucho comer y ve en ello una muestra de elevación social. También el «Guzmán» nos di­ rá «comer mucho y desperdiciarlo», califica. Por eso persigue lograr esa saciedad ostentosa el picaro, sin hacer caso de una observación del tenor de la de Salas Barbadillo: «la primera entrada de la muerte en este mundo fue por la com ida»118. Tradicionalmente se ha dicho que la «comida» presenta aspectos carnavalescos en el caso de Guzmán, Pablos, Estebanillo, etc., enlazando con un tópico como el de la «batalla culinaria», desde el Arcipreste de Hita hasta Rabelais. Tiene, relacio­ nado con lo anterior, en su origen, por lo menos en parte, una función regenera­ dora: cuando se teme morir o sufrir alguna desgracia, la comida y bebida recuperan y fortalecen al individuo (un ejemplo de esta creencia, todavía se ve subsistente en rincones arcaicos de nuestro tiempo). Estas creencias se encuentran en la esfera de la picaresca, en el Segundo Lazarillo, en forma más desvaída en La Pícara Justina después de la muerte de su padre, con rasgos de comicidad en el Estebanillo, etc. También Chombart de Lauwe se ha fijado en la «imagen de la alimentación», que según él «corresponde a la vez a una esfera física y a una esfera social de rela­ ción con aquellos que participan en la comida; lleva a la vez consigo un deseo de satisfacer una necesidad fisiológica y una aspiración a una comunión alimenta­ ria» 119: los que comen lo mismo son lo mismo, los que comen mejor son más, lo que comen peor son menos. Esta arraigada convicción social, íntimamente depen­ diendo del sistema de la sociedad estamental, pero que sigue luego como super­ vivencia de la misma, se descubre en conexión con el papel de las comidas en las novelas picarescas. Veremos a continuación algunos ejemplos de utilización de la comida como motivo de ostentación. Desde los albores del Renacimiento, con la fuerza que toma la atracción por placeres sensuales y mundanos, aparece también la crítica sobre el desordenado consumo de comidas y bebidas por parte de los ricos y altos. En el siglo xv, Alfon­ so de la Torre tiene páginas muy interesantes sobre este desarrollo y llega a llamar al suyo «siglo de los cocineros». En el siglo X V I, Villalón, en El Crotalón; Luis Mexía, en su Diálogo sobre la ociosidad; A. de Torquemada, en sus Diálogos; Pedro Mexía, en sus Coloquios·, insertan una dura crítica, hacen objeto de un enérgico ataque a los excesos de la gula, a la complicación y lujo de la cocina, con sus potajes, guisados y platos exquisitos, y contra las bebidas, que incluso son traí­ das de fuera. Los ricos con aires de poderosos y nobles introducen una extraordi­ naria novedad: tener mesa puesta, con los más abundantes y caros alimentos, en la que se permite entrar a cuantos lo deseen y tengan condiciones para ser admitidos, esto es, algún grado de distinción. Lo cuenta Eugenio de Salazar: «Mesas muchas hay espléndidas en esta corte, donde de ordinario se asientan muchos caballeros y escuderos sin ser convidados. Porque el señor o caballero que aquí hace plato, tie­ ne por obligado a aquellos que se vienen a sentar a su mesa, siendo personas que lícitamente puedan ser admitidas. Son estas mesas servidas de diversas maneras; las borgoñonas son las más usadas, porque se pone junta toda la comida de tres o cuatro veces, y cada vez se hinche toda la mesa de diversos manjares, asados y guisados, son menos costosas, y hartan más presto con la vista de aquel henchí 118 B. A . E ., X X X III, pág. 4. 119 P o u r une Sociologie des aspirations, ya citada.

564

miento» 12°. En su Diálogo en laude de las mujeres, Alonso de Espinosa condena los excesos en el vino: «el vino ama el ocio, el demasiado sueño, el descuido, la pereza. Entorpece el ingenio, turba la memoria, confunde los sentidos, interrumpe la imaginación, huye la doctrina y aborrece la virtud»121. A pesar de médicos, moralistas y críticos de variada especie, el consumo en co­ mida y en bebidas alcanzó tal incremento y hasta publicidad que ya en el siglo xvi se convirtió en motivo de ostentación e iba a ser materia de usurpación para el picaro. La coincidencia de la desmesurada hartura de unos y del hambre de los otros daba lugar a una confrontación frontal, tan extremada que llegó a adquirir un as­ pecto tornasolado: de un lado, un aspecto trágico, ya que la mendiguez, la depau­ peración y hasta la muerte por hambre fueron accidentes que se dieron en Castilla, en otras partes de la Península y en los países de la Europa occidental; de otro lado, las demasías, cuyo espectáculo en el interior de la ciudad engendraron natu­ ralmente sentimientos de rencor, de hostilidad, y, junto a esto, despertaron impo­ sibles ambiciones. La figura del escudero en el Lazarillo se há tomado como ejemplo del hambre castellana. Y se ha considerado su gesto de ostentación, llevando un palillo de dientes en la boca al salir a la calle, después de no haber comido más que parte de algún resto de alimento obtenido por Lázaro de limosna, como un ejemplo de la ridicula pretenciosidad característica de algunas gentes. Quiero recordar que una escena semejante se reproduce en E l Caballero puntual. La estudiada colocación de unas migajas de pan sobre la barba forma parte de los embaucadores trucos del hidalgo del Buscón m . Pero he de añadir una referencia a la que confiero mucho interés. Por las mismas fechas del Lazarillo o poco después, un poeta francés, Jac­ ques Grévin, en su obra «.Sonets de la Gelodacrye» (esta extraña palabra, según el editor, significa mezcla de risas y lágrimas), para ridiculizar a un personaje, dice de él « d ’u n e s a la d e il f a i t tr o is o u q u a tr e re p a s, P u is , en c u r a n t s e s d e n ts il s ’en v a p a s a p a s S u r le b o r d d ’un o u v r o ir d e v is e r d e la F r a n c e » 123.

El tema, pues, en formas parecidas, es un tópico124, cuya presencia se debe sin duda al hambre que azotó el oeste de Europa hacia el final del siglo xvi y que si­ guió haciéndolo en el x v i i . Forma parte imprescindible, bajo múltiples versiones, del hambre en la picaresca125. Pero en ésta, el fenómeno se dio, y puede decirse 120 Cartas, ed. cit., pág. 5. 121 Citado por la profesora Ferreras Savoye, en su obra ya m encionada. 122 Edición de Lázaro, pág. 177. 123 Edición de A . M. Schmidt, en el volum en P o etes du X V I e siècle, París, Biblioteca de La P léia­ de, pág. 742. 124 Guzmán habla de «palillos» para sobrem esa, pero C o v a r r u b i a s no define la palabra ni la escri­ be más que de pasada. Sin embargo, éste, en su T hesoro, recoge el término «m ondadientes», cuya eti­ m ología nos da, para autorizar más su em pleo, con ese su origen antiguo. Debieron generalizarse m u­ cho en el siglo x v i, Covarrubias dice que «se hacen de múltiples maneras» y da cuenta de que se usan «de plata y oro». Esto explica la estim ación por los palillos pintados y bien cortados de Guzmán, en la galera, para satisfacción del am o a quien sirve. 125 H ay que entenderlo, frente a ésta, com o prueba de hom bre bien com ido y es una form a de usur­ pación fácil para el picaro.

565

que no menos en la realidad, como en las líneas siguientes veremos, como fondo de la eficacia del saber maniobrero de los picaros, de quienes se señala también sus excesos en comer y beber. Desde un punto de vista que, como es habitual en él, junta el testimonio y críti­ ca de la penosa descomposición de la moral de las costumbres con la desfavorable situación de la economía del país, Fernández Navarrete dedica uno de sus Dis­ cursos a señalar la parte que en ello tienen las grandes comidas. El autor critica principalmente a los ricos señores, algunos de los cuales arruinan así su hacienda, y lamenta un estado de cosas en el cual ninguno se conforma con los que eran manjares ordinarios, sino que van pidiendo al cocinero que ande «inventando nue­ vos y costosísimos platos»; sólo a un tirano se le puede ocurrir establecer premios para los inventores de nuevos guisados; y considera que en su tiempo hasta en ca­ sas de «caballeros muy ordinarios» (entiendo que la expresión equivale a caballe­ ros de caudal más bien modestos), «tan válida está la golosina»126. Ni que decir tiene que a Fernández Navarrete no se le ocurre otra cosa que la prohibición de los excesos, la imposición de la moderación y la condena y castigo de los infractores (como es normal: siempre un modelo de economía de bajo consumo). Pero es inte­ resante que al mencionar a esos caballeros de cortas posibilidades, hace descender la práctica del abuso y gasto excesivo en comer a niveles por debajo del de ios se­ ñores. Y a nosotros lo que nos interesa es ver cómo ese uso alcanza a las clases ba­ jas y cómo la usurpación del mismo se hace frecuente entre los picaros como me­ dio de ostentación, de engaño fraudulento, de malas artes para conseguir, regalán­ dola, el posible enlace con dama de calidad. Pero los pobres no disponen de cocina suficiente y menos los picaros, amena­ zados de desplazamientos forzosos constantemente, para preparar en ella guisados y golosinas tentadores. Sin duda, el número de gentes que se lanzaron a una de­ manda considerable debió ser suficiente para el desarrollo de los establecimientos de comidas preparadas de antemano. Francisco Santos nos da cuenta del gran nú­ mero de comidas que se preparan en tabernas y figones, de las muchas meriendas que se organizan en el campo, las cuales el autor condena por cuanto suponen oca­ sión de fuertes gastos en que consumen las gentes su escaso dinero —tanto más, añadamos, cuanto peor ha sido éste conseguido—; con la mayor severidad juzga a los muchos que se entregan a tan fácil vida127. Ello dio lugar a una práctica en Madrid que dice mucho acerca de las alteraciones de mentalidad en los señores y sobre las curiosas formas de abastecimiento de las más bajas clases urbanas de la Corte. En el mismo documento de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte que antes reproduje está damnificada porque los más de los señores tienen despensa en sus casas, donde venden cosas de regalo, como son capones, gallinas, conejos, ternera y vino, a exçesivos preçios; y los Alcaldes lo han querido remediar y no han podi­ do. Y el remedio que han tomado ha sido en gran daño de los pobres, que a los que van a comprar a las despensas, les condenan en quatro ducados y les cargan otro de causa, y venden las sábanas para pagallo, y los despenseros y señores de las despensas se quedan sin castigo y con su despensa. Y las casas de los señores son como casas de Embajador, que la justiçia no se atreve a entrar dentro y les 126 Conservación de Monarquías, d is c . X X X V I, p á g . 296. 127 Día y noche de Madrid, d is c u rs o IV , B . A . E ., t. X X X I I I , p á g s . 389 y ss.

566

han hecho muchas resistençias sobre ello y algunos no se han castigado. Es cosa digna de remedio»128. Obsérvese, aparte de lo que el texto nos dice acerca de hasta qué punto —contra lo que tantas veces se repite— la mentalidad señorial no recha­ za el lucro y hasta convierte en lugar mercantil su propia mansión, el carácter de las mercancías que pueden considerarse de lujo y se destinan a ser consumidas en los consabidos y excepcionales hartazgos que se atribuyen a los pobres, más aún, a los picaros mismos, y la conexión que,'con severa apreciación, tradicional también, de la recomendación de frugalidad o sobriedad a los de abajo que late en este texto de parte de los burócratas que elevaron al rey esta curiosa denuncia. Voy a reunir unos cuantos fragmentos de los textos picarescos que responden a esta utilización y empleo de la gran comida o merienda de calidad y esplendidez, como práctica social usurpada de la clase alta y como herencia de un modo de en­ tender las virtudes de un buen comer. En el Lazarillo de Tornes, en donde se inicia el planteamiento del tema, se hace referencia a mujeres de alegre vida y de costumbres desenvueltas, que se di­ vierten en las riberas del Tajo, en Toledo, adonde acuden esperando que algunos hidalgos espléndidos, liberales en el gasto, las convíden a refrescar y a alm orzar129. Comer como noble y ofrecer comidas como de noble era ocupación de ricos hidal­ gos toledanos, junto a las aguas del río garcilasiano. El falso escudero del Laza­ rillo bien quisiera aprovechar la ocasión para hacerse pasar por caballero, pero su bolsillo no se lo permite: un caso de doble frustración como los que antes vimos. Guzmán nos ofrece un amplio e interesante conjunto de consideraciones en tor­ no a la comida. Siguiendo doctrinas dietéticas que vienen de muy atrás, de épocas de muy bajo nivel de alimentación, mucho más bajo que el que ofrece a sus pobla­ ciones el siglo X V I y se esfuerza por mantener el xvii, Guzmán advierte que «es en­ fermedad la diversidad y abundancia de los manjares criando vascosos humores y de ellos graves accidentes y mortales apoplegías» 13°. Cuando hace años estu­ dié La Celestina desde puntos de vista semejantes a los que aquí empleo, destaqué una máxima semejante. Sin embargo, tiene interés observar que repetidamen­ te ideas sostenidas y difundidas por los médicos sobre higiene de la nutrición no significaban nada ante los convencionalismos de la ostentación nobiliaria en la sociedad jerárquica. Esa fórmula del manjar único en cada comida era válida en el plano de las gentes pobres —en el sentido amplio de la palabra: los que tenían algo—, entre quienes la idea se repite para consuelo frente al espectáculo de gula, con los más variados ingredientes, que daban los señores y los ricos. Venía a ser una manera de revalorar la frugal mesa del pobre. Lo malo es que, como Guzmán sabe muy bien, el trotamundos del picaro, como tantos parecidos a él, queda por debajo de ese mínimo y Guzmán piensa entonces en lo dura que es la necesidad de la comida. En este aspecto, no hay duda de que la picaresca ofrece una sublimación de las posibilidades de saciar brutalmente el apetito, en lo cual pueden verse resultados de ancestrales privaciones. También en este sentido, la co­ mida, o mejor, la falta de comida es causa de desviación social: nada lleva con más fuerte determinación al robo y a otros vicios; toda necesidad inevitable es duro trabajo pasarla, pero ninguna como el haber de comer «y no tener qué, llegar 128 A . H . E ., La Junta de Reformación, p á g . 2 1 1 . 129 E d . c it., p á g . 138. 130 E d ic ió n d e R ic o , p á g . 276.

567

la hora y estar en ayunas, pasar hasta la noche y no haberlo hallado»131. Hay un párrafo en el Guzmán que tiene muy especial interés: se parte de que la necesidad insatisfecha de comer destruye todo contento, pone a mal con todos y en discon­ formidad con todo, y el picaro —medita Guzmán— llega a poner en conexión el hambre y las actitudes de disconformidad política, preparación eficaz para la rebe­ lión: «donde la comida falta, no hay bien que llegue ni mal que no sobre, gusto que dure ni contento que asista; todos riñen sin saber por qué, ninguno tiene cul­ pa, unos a otros la ponen, todos trazan y son quimeristas, todo es entonces gobier­ no y filosofía»132. Pero hay otras formas de conducta aberrante que derivan del problema de la comida. En primer lugar, el proxenetismo, cuyo primer atisbo aparecía ya al final del Lazarillo y que en el Guzmán se encuentra en desarrollo pleno, aunque episódi­ co. En Madrid, acude al recurso de vender su honra y prostituir a su mujer para obtener «lo necesario a la vida, comer y vestir». Se trata de algo más, de bastante más que de alcanzar un mínimo de subsistencia. Narra cínicamente cómo operaba para atraer hacia ella buenos clientes y lo compara con otros procederes del mismo objeto. Y se siente satisfecho del suyo: «presto seré rico, tendré para poner una casa honrada donde reciba seis o siete huéspedes que me den lo necesario bastante­ mente, con que pasaremos»133. Es mucho más que forzar los límites de la comici­ dad o de la desolación de la pobreza: afirmar como fuente de honra la vía de má­ ximo envilecimiento es un caso extremo en la transmutación de valores del discurso picaresco. Guzmán espera alcanzar la honra por esa desviación. Pero más aún —y ello es otra vía picaresca más peculiar que la anterior— lo procura por caminos de usur­ pación, sirviéndose de la simulación y el engaño. Guzmán, vestido a lo galán, vién­ dose en Toledo invitado por una dama a visitarlo para cenar a solas, lleva él la co­ mida de ricas provisiones, para halagarla y para realzar su figura: «mandé a mi criado comprase un capón de leche, dos perdices, un conejo empanado, vino del Santo, pan el mejor que hallase, frutas y colación para postre». Más adelante, re­ pite el picaro prototípico otro caso de proceder semejante134. Y cuando, recordan­ do el mal trato que sus parientes de Génova le dieron al verle aparecer con aire derrotado, más tarde, al término de su estancia en Italia, regresa por Génova, y al objeto de presentarse ante aquéllos rico y espléndido, lo que monta es ofrecerles una gran comida, con vajilla de plata, y tras servirse de estas maneras de magnifi­ cencia en la comida, a fines de ostentación, se venga de sus parientes, dejándoles robados y burlados135. El «Guzmán» de Juan Martí relaciona este desbarajuste de bula y ostentación en las comidas, con su misoginia —ya hemos visto otros casos— la mujer, con la sed rabiosa que tiene de pelar a todos es la responsable de este desorden, «porque comúnmente las mujeres que andan en este trato son comedoras, y ellos tragadores 131 T odavía hacia el final de la obra ( 2 .a, III, 4) dice de sí Guzmán: «Púsem e a considerar ¿qué ten­ go yo de hacer para com er?» (pág. 798). El hambre no es un factor único, pero sí im prescindible, cuan­ do m enos com o una amenaza. 132 Idem , pág. 147. 133 Edición de F. R ico, pág. 832 y 834. 134 Idem , pág. 324. 135 Idem , págs. 687-688.

568

y bebedores; con lo cual, en meriendas, en almuerzos y comidas, en cenas, en idas y venidas a las huertas y vueltas del campo, en convites costosos y banquetes desordenados gastan cuanto tienen»135 bis. En El Buscón se contienen en dos pasajes de la novela sendos ejemplos de las más logradas derivaciones de la comida carnavalesca, primero, en casa del licen­ ciado Cabra, con el grupo de estudiantes, en donde se encuentra la reverencial mención del nabo, prohibido como grosero tubérculo en la comid de los distin­ guidos (otras tres referencias al suculento nabo, paródicamente montadas, se dan en El Buscón) 136; segundo, cuando Pablos acude a Segovia a recoger la herencia de su padre, muerto en el cadalso, y come en casa de su tio, verdugo encargado días atrás de ejecutar tal sentencia, reunidos ambos con varios amigos de su pariente en casa de éste, comen juntos de zafia manera llegando a provocar sinceramente la re­ pugnancia del picaro. Eso hace que el picaro renueve su propósito, tan disparata­ do como las excusas mismas que rechaza, de ser caballero. Se llega a límites de lo macabro y repulsivo cuando nos habla de los pasteleros que preparan sus pasteles con la carne de ajusticiados que penden de la horca en las afueras de la ciudad. Todo ellp crea un clima, mantenido a lo largo de toda la obra, de muy particular intensidad de aberración. Pero, junto a las manifestaciones relatadas, se presenta también el tipo consabido de usurpación por ostentación. Pablos, en Madrid, bien vestido y con algún dinero, presentándose como caballero, cuando espera conse­ guir casarse con una dama rica y noble, engañándola sobre su fingido «estado», prepara criados, plata, merienda de la mejor calidad para festejarla, a ella y a sus acompañantes, en las márgenes del Manzanares; ello no es muestra de amistad, sino ostentación de una calidad social que se mide con esas señales137. Según testimonio de La Garduña de Sevilla, las gentes disolutas, jugadoras, con prácticas, pues, de desviación, suelen, juntando una cosa a otra, frecuentar «las casas de gula o figones» —y naturalmente hacerse reconocer—. Este pasaje nos hace suponer que tales casas tenían reputación semejante a las de aquellas de que se habló antes: las casas de juego y de conversación. En La Garduña, con el mismo objeto que hemos visto ponerse en claro en otras obras, no sólo con fines de logros amorosos, se regalan «cosas de comer como de galas y joyas». El ava­ riento indiano si corteja a la joven picara protagonista, lo primero que hace es dar dinero a un esclavo que le sirve, para «que le comprase para una espléndida comi­ da»; pero en todo ello, además, se mantiene el propósito de aparentar vivir a lo distinguido138. En Elena, como en general en las novelas de protagonista femenino, se acen­ túan los elementos eróticos, aunque no desaparezcan los de otro carácter. Si para llegar a favorables resultados en concesiones amorosas por parte de la desenvuelta joven se usa del convite, es, en buena parte porque es cosa que se usa entre los poE dición de Valbuena, pág. 656. 136 A q u í, com o en otras ocasiones, el nabo, com o sím bolo del alim ento estam entalm ente descalifi­ cado, tiene en la picaresca un am plio p rotagonism o. Aparece en el L azarillo, pág. 107, en el G uzm án, página 755, en E l Buscón, págs. 156, 185, 248, etc. En L a P ícara Justina, para com pletar la descalifica­ ción de un personaje, se dice: «le encontraron cenando nabos pasados por agua», pág. 714. Ya hem os visto en capítulo anterior otra referencia equivalente en Lope. 137 Edición de Lázaro, págs. 226 y ss. 138 E dición de Valbuena, págs. 1535, 1540 y 1542. 135 bis

569

derosos: de quienes ella sabe que pretenden hacerla suya, nos dice: «enviábanme en las mañanas de abril y mayo almuerzos, y las tardes de julio y agosto merien­ das, al río Manzanares»139. Y siguiendo con unos últimos testimonios sobre el aspecto que más nos intere­ sa, citaremos al Caballero puntual que, según dice su autor, para medrar en consi­ deración social, ofrecía rumbosos convites a algunos señores, de conformidad con el nivel de cada uno 14°. En el Segundo Lazarillo, Juan de Luna repite que los gala­ nes llevan comida de clase más o menos selecta, cuando se reúnen con las damas a las que cortejan o preparan una orgía con ellas, presentándose como caballeros o gente de clase distinguida —entre esos codiciados comestibles, gallinas, palomi­ nos, carneros, y, cuando menos, longaniza, solomo o algún pastel de precio (re­ cordemos lo que antes nos decía María del Carmen Carié sobre clasificación esta­ mental de comidas)—. En esa obra de Juan de Luna se relata un episodio que vie­ ne a ser significativo: un galán que huye con su dama acompañada de una dueña no puede ofrecerles más que una comida muy mediocre en un mesón al que llegan en medio de su huida, mientras que el picaro, que lleva algún dinero, en una mesa próxima, se paga una comida de mayor calidad, de la cual, por propia iniciativa y franco atrevimiento, se hacen partícipes las dos damas (remedio apicarado, en su calidad, en su forma y lugar y en el modo de participación de los comensales, res­ pecto a lo que puede ser la comida ofrecida por la gente distinguida)141. Terminaremos esta parte con una referencia simplificadora que demuestra cómo el contenido principal, más tenso y problemático, más desafiante de la pica­ resca se va perdiendo, quedando sólo los aspectos más banales, sin significación social. Cortés de Tolosa, en su Lazarillo de Manzanares, puede reducir los móvi­ les, y con ello, la dimensión social de su personaje a sólo esto: su Lazarillo se colo­ ca en Guadalajara en casa de un sacristán, al que ayuda en la iglesia, lo cual es ocasión de que sea con frecuencia regalado por algunos con pan y otros alimentos, «de manera que, ansí como el otro fue Lazarillo de no comer, fui yo Lazarillo que pude morir de ahíto»142. Al llegar aquí creo que se ha llegado a una anulación de las aspiraciones sociales que en una esfera de acción individualista inspiraban siem­ pre, con mayor o menor claridad, la figura del picaro: queda sólo el objetivo de la hartura y, detrás de él, nada. Dentro de la significación de la comida, con los mismos caracteres que esta úl­ tima, queda comprendido el tema de la bebida, aunque esta parte de la ostentación gastronómica sea mencionada menos veces en el caso de los convites que se organi­ zan con la finalidad específicamente picaresca de la usurpación. Ya veremos que alguna vez aparece esta referencia de manera suficientemente definida. Y sin em­ bargo, un elemento común —se puede decir una pieza retórica que no puede faltar en la literatura— es la del vino. El vino es cosa de presencia constante en la pica­ resca, cuya fórmula gastronómica llevada al ideal se expresa en el Estebanillo Gon­ zález: beber frío y comer caliente143. 139 Edición de Valbuena, pág. 901. 140 Ed. cit., págs. 39 y ss. 141 Edición de J. L. Laurenti, capt. XIII y X IV . 142 Edición de G. Sassone, pág. 24. 143 El Vocabulario de C o r r e a s trae un refrán similar: «La com ida caliente y la bebida fría», y aun otro que, inviertiendo los térm inos, viene a decir lo m ismo: «C om ida fría y bebida caliente, nunca hi­

570

Sin embargo, el vino, no ya porque se utilice como símbolo para con él practi­ car la usurpación de un símbolo superior, sino por su directo empleo como prácti­ ca de bebedor, y aun causa de embriaguez, es un aspecto social de la literatura pi­ caresca en cuanto ésta tiene de protesta, de negación del régimen normal de una sociedad. Con su uso excesivo, hasta provocar con la borrachera un apartamiento de las maneras establecidas de comportarse, el vino es, en todo un tipo de literatu­ ra —que seguramente resulta más amplia que la picaresca, pero que comprende a ésta—, un elemento significativo de vida no integrada. Esto se observa ya en la Edad Media, donde el vino y su exceso en el consumo puede aparecer como un motivo literario, de alegre modo de vida, pero viene a mostrar más bien separa­ ción, discrepancia, sólo que queriéndonos mostrar que esta última es más alegre, más gozosa que la conformidad; tal es el caso de los goliardos. C. Viñas Mey cita un pasaje de Pedro de Medina en el que se asegura que hasta llegar a mediados del siglo X V I la mayor parte de la gente, jovenzuelos, mujeres y mozas, sobre todo, no bebían vino144. Sin embargo, entre la gente de pueblo que rodea a Lazarillo cunde el beberlo y el protagonista es bien dado a él y cantará más tarde sus excelencias y los favores que le debe. En el Lazarillo de Manzanares el re­ cién nacido es alimentado con sopas de vino. En medio, el Segundo Lazarillo rezu­ ma vino en todo momento y en cierto modo a él y al haberse atracado soezmente de bebida debe su salvamento, según nos cuenta, en la ocasión de un naufragio. Cervantes hará el elogio del vino y de algunas de sus famosas clases y a la vez lo presenta como un elemento de la vida libre de soldadesca y picaresca145. Que pe­ netra en las costumbres del picaro en cuanto éstas se definen como tales es patente y cabe referirse a un pasaje de La vida del picaro en que se citan los buenos vinos que a éste tientan: «Ocaña, San Martín, Yepes y Pinto» (V . 8 8 ) ,

y no menos La vida del ganapán insiste en la pasión de estos jóvenes (dados a for­ mas de conducta aberrante, según podemos comprobar) por el vino, que da a en­ tender ser entre ellos la pasión preferente, sobre la del amor m ism o146. En un am ­ biente poblado de sujetos aberrantes y con manifiestas tachas de picaros bajo su forma más amenazadora, es decir, en la cárcel de Sevilla, la relación del abogado Chaves nos cuenta que en el interior de la misma corría el vino y se emborracha­ ban con frecuencia los presos, teniendo facilidad para tal consumo porque era ne­ gocio personal del alcaide, al que le dejaba muchos ducados!47. El consumo del vino en el ámbito de la sociedad civil había aparecido en los pa­ lacios y mansiones de los señores, en sus banquetes, se había extendido en las ciu­ dades a ricos artesanos, en fiestas y alegres reuniones, había pasado finalmente al pueblo, a las clases bajas que encontraron en él razones de imitación y probacieron buen vientre». Y otro refrán da cuenta de la pasión por la bebida: «Buen com er o mal com er, tres veces beber» (C o v a r r u b i a s , Thesoro). 144 F o rasteros y extranjeros en e l M a d rid de los A u strias, Madrid, 1963, pág. 12. 145 E l L icen ciado Vidriera, edición de A valle-A rce, t. II, págs. 109-110. 146 R evu e H ispanique, IX , 1902, págs. 308 y 291-292. 147 B. J. G a l l a r d o , L ib ro s raros y curiosos, ya citado, col. 1344.

571

blemente un fácil suplemento de calorías en su deficiente alimentación. Cada vez fue cundiendo más su uso. Hubo razones muy fáciles de descubrir en el fomento que los- propios ricos procuraron, consiguiendo incrementar el consumo del vino por los trabajadores de la ciudad: de una parte, aumentaba el mercado del mismo y permitía la colocación de los incrementos de producción conseguidos en gran medida al extenderse sobre manera el cultivo de la vid, aprovechando los terrenos que fueron objeto de roturación en el siglo xvi; de otra parte, su uso alegraba, en cierto modo enajenaba y acababa por embrutecer al trabajador, eliminando con ello tensiones sociales. Llegó a difundirse por propaganda de los hacendados (sin dejar de utilizar en ello también el argumento de que su mayor consumo aumenta­ ba las alcabalas reales) la tesis de que el vino era la base de la comida del pobre y que limitar su venta y aun su producción (prohibiendo, como algunos pedían, las plantaciones nuevas de viña y aun reduciendo las existentes) era atentar contra el bien del que carecía de recursos para otros mantenimientos más caros y no por eso más convenientes. Sin embargo, los escritores de materias económico-sociales se pronunciaron con­ tra esta propaganda (levantada en beneficio de la roturación y del rico propietario de tierras). Sancho de Moneada, al protestar del exceso de producción de vino, sostiene «porque la demasía que hoy hay de ello es causa de muchos vicios y afe­ mina el reino»l48. Caxa de Leruela, tan enemigo de la política de roturaciones, protesta con indignación de que aquél se tenga por sustento recomendable para clases trabajadoras y factor para lograr que vivan más alegremente. Según él es funesto el acuerdo que «anda muy válido entre bebedores y herederos de viñas que es gran sustento para la gente trabajadora y no penetran la torpeza que infunde en el entendimiento y flojedad en las fuerzas corporales para cualquier ejercicio», además de que con la subida de precios que ha experimentado, resulta ruinoso su consumo para un jornalero149. Ya adelantamos páginas atrás la dura condenación del vino, moral y económicamente, por Espinosa. Por razones similares y por las mismas fechas —primer cuarto del siglo xvn—, Mateo López Bravo se manifes­ taba contra la difusión del consumo de vino y contra la expansión del cultivo de la vid 15°. Aunque sea brevemente y por vía de ejemplo, no quiero dejar de hacer men­ ción a algunas referencias que al vino se hacen en las novelas picarescas. Es uno de los primeros elementos, al establecerse el repertorio de piezas clave del género. Ya he aludido antes al Lazarillo de Tornes. Lázaro da cuenta de que ya cuando acompañaba al ciego, «yo como estaba hecho al vino, moría por él», y en uno de los buenos pasajes de humor de la novelita, el viejo le advierte, después de curarle de los golpes que para castigar su hurto él mismo le ha propinado: «eres en más cargo al vino que a tu padre, porque él una vez te engendró, mas el vino mil te ha dado la vida»151. En Salas Barbadillo, cogiendo una de sus novelas que menos he­ mos aprovechado, El sagaz Estado, marido examinado, vemos que en él todo el mundo de criados, rufianes, picaros, etc., se entregan apasionadamente a la «ma­ 148 Ob. cit., discurso VII, folio 2 (pág. 194 de la edición de M adrid, 1974). 149 R estauración d e la riqu eza antigua d e España, pág. 148 de la edición original, pág. 101 de la edi­ ción de Madrid, 1975. 150 D el rey y d e la razón de gobernar, ya citada, pág. 245. 151 Edición de A . Blecua, págs. 100 y 110.

572

teria vinosa», y alguno reclama que por sus servicios y sus consejos se le dé de beber: «yo de lo que aconsejo con la boca quiero en ella misma la satisfacción»152. La Pícara Justina no olvida presentar a su padre en estado de embriaguez, cuando tan infame mesonero es víctima de un homicidio en una reyerta153. Tam ­ bién Elena cuenta que su padre al morir estaba repleto de vino154. Teresa de M an­ zanares viene a ser en esto excepción, eliminándose en el relato las alusiones en alabanza de las bebidas y muy especialmente del vino; por el contrario, la comida conserva un valor de gran honorabilidad: siendo llamada «doña» y asistiendo a una comida de la condesa a quien sirve, se vio tan regalada y distinguida en una ocasión porque la condesa la obsequió «dándome un plato de ella sin haber tocado en él», y Teresa lo reparte con sus compañeras para atraérselas155. De todos modos es de observar que el grado de uso de la bebida alcohólica en la mujer es muchísimo menor que en el hombre. Pablos bebe de estudiante en Al­ calá —también entre la población estudiantil cunde la bebida—; también bebe con abundancia en la repugnante cena en casa de su tío el verdugo de Segovia; en M a­ drid, entre los hidalgos de la cofradía de don Toribio; en Sevilla, en compañía del grupo de picaros con quienes allí se junta, de manera que «el vino hervía en los cascos»156. Espinel, que queda muy lejos de hacer de Marcos de Obregón un pica­ ro, lo rodeó, sin embargo, de ellos, y con este motivo no pueden faltar las referen­ cias al vino y al vino con el juego157. Vino y robo van también enlazados en la obra del doctor Carlos García: en el desorden de costumbres que pinta no podía faltar esa conexión de anormalidades desviadas158. Gregorio Guadaña, como típico caso de picaro, al modo que antes hemos visto, nos confiesa que el vino tuvo una gran parte en su crianza, ya que de recién nacido el ama que le criaba se emborrachaba y por ese conducto él bebía y se alimentaba de mosto, no de leche; después, puesto en camino hacia Salamanca para seguir estudios, la primera mesonera con que se tropieza en su camino era una cuba andando159. También a Lazarillo de Manzana­ res le pasa algo parecido: prohijado por un matrimonio de truhanes, reconoce que «fue creciendo alegre y vinoso» y recuerda, a la manera de otros que ya hemos vis­ to, que las sopas de vino fueron su primer alimento160. Finalmente Estebanillo González es quizá la novela del bebedor, del borracho, que por eso une a su condición inequívoca de picaro, ribetes de bufón —oficio que en algún momento practica—. En él la embriaguez aparece como un componente biográfico. Estebanillo pondera la eficaz virtud que sobre él posee el vino y nunca se le ocurre señalar peligro o vicio en su consumo. Desde el comienzo, camino de Mesina, nos declara ya la fuerza irresistible que tenía el vino para él, presentándo­ lo como la base de su sustentación. En diversas ocasiones pondera lo gran bebedor que es. Lo convierte —y aquí se descubre su papel de instrumento de desviación— en factor de contraheroísmo, al exaltar, sobre las ambiciones de militar, la satis152 153 154 155 156 157 158 159 160

E dición de Francisco A . de Icaza, en «C lásicos castellanos», Madrid, pág. 220. E dición de B. D am iani, ya citada, págs. 136 y ss. Ed. cit., pág. 901. Ed. cit., pág. 1367. Ed. cit., págs. 140, 179 y ss., y 279. T om o I, págs. 184 y 216, t. II, pág. 178. L a desorden ada codicia de los bienes ajen os, pág. 1178. Edición de Ch. A m iel, págs. 89 y 96. Ed. cit., pág. 4.

573

facción que él experimenta si puede saciar su ansia por el mucho comer y el más beber mientras los demás guerrean. En el episodio de su condena a muerte en Bar­ celona, de la que acabará librándose, cuando este final no es aún previsible, no hace caso alguno de consuelos religiosos, y chanceando sobre sus ganas de beber, es esto lo que quiere satisfacer: «tenía para conmigo el vino tal virtud que al ins­ tante que lo bebía me quitaba y desarraigaba toda melancolía»161. Creo que no es necesario seguir dando testimonio de algo que resulta ya archivisto. Y creo que también está claro que la apelación al recurso del vino y de la embriaguez, si tiene también en alguna ocasión su raíz en la imitación usurpadora de los grandes, en general funciona más bien como un recurso de reforzamiento indirecto de la postura de apartamiento de lo socialmente «conveniente» o «de­ coroso», sin llegar a emplearlo en la mayor parte de los casos como un instrumen­ to de simulación de clase superior (sobre todo en la segunda etapa señalada por F. Rico, las novelas posteriores a 1620). Quizá no podía ser de otro modo dada la popularidad que su empleo había alcanzado, lo que nos demuestra la polémica, antes recogida, de los economistas contra la difusión de su uso entre los trabajado­ res. También hoy existe, según Ch. R. Snyder, que ha estudiado el tema, una rela­ ción, bajo diversas formas, entre la bebida y la desviación social, cuyos diferentes índices señala dicho autor. La literatura no era ya el primero, ni sería el último, pero es uno de los más rotundos testimonios de la mencionada conexión. Tal vez tenga interés preguntarse sobre la aparición o no, y en caso afirmativo con qué proporciones y caracteres de una droga de reciente introducción en la so­ ciedad del Barroco: el tabaco, coincidiendo con la difusión de una golosina tenta­ dora y muy estimada, el chocolate. Algunas referencias, en efecto, hay a ambas cosas. En Guzmán se las menciona y se ponen de relieve sus virtudes162. Parecería que iba a desarrollarse como un uso distinguido que pudiera cumplir una función en la picaresca, dentro del tema de la usurpación de las maneras de gente principal. Sin embargo, no fue así, o tan escasamente que no tuvo repercusión. Salas Barba­ dillo atribuye a las costumbres del indiano «beber chocolate y tomar tabaco»163. Sabido es que el indiano no gozaba gran prestigio social. Las harpías en Madrid —y creo que el dato permite suponer que su primer empleo fue entre gente de poca monta— incluye un romance contra los que toman tabaco, a los que llama «taba­ quistas» 164. Este último vocablo se encuentra todavía en el siglo xvm y Moratín lo emplea despectivamente. Fernández de Ribera, en el siglo x v i i , satiriza duramente también a los que lo usan, sobre todo si lo toman «en humo», a los que llama «chimeneas andando», «respirones del infierno». Fernández de Ribera confiesa, sin embargo, que es un vicio que se ha extendido mucho, lo que se refiere a un pú­ blico indefinido, y nos hace pensar que no era propio, por aquel tiempo, entre gentes prestigiosas165. En Día y noche de Madrid, Francisco Santos escribe, como de una cosa muy natural: «Su camino seguían los dos amigos, cuando a la puer-

161 Edición de Spadaccini y Zahareas, t. I, págs. 162-163, 232, 273; t. II, cap. IX , págs. 102 y ss. 162 Edición de F. R ico, pág. 739. R ico, en nota 26 de esa página, cita algunos libros de materia m e­ dicinal, dedicados a las virtudes, propiedades y excelencias del tabaco, entre 1620 y 1645. 163 E l sa gaz E s ta d o , m arido exam inado, ed. cit., pág. 84. 164 Ed. cit., pág. 97-98. 165 E l m esón d e l m u n do (la obra es de 1631), véase edición de Sevilla, 1946.

574

ta de una tienda de tabaco [...]» 166. Añadiré un dato curioso: Barrionuevo da cuenta (anotación del 23 de octubre de 1655) de que «no queda tendero de tabaco en Madrid que no le prenda la Inquisición»167. Como no cabe duda de que esto nó era por la mercancía, pienso que tal vez se tratara, en efecto, de un sector mercan­ til, de comerciantes judíos portugueses, a los que tanto se perseguía por entonces, de los que tantos fueron encarcelados y condenados. En cualquier caso, pienso que el tabaco no fue un signo de preeminencia social —como tampoco debió serlo el café, quizá porque eran indianos la mayor parte de sus consumidores—; por tanto, no servía para ser utilizado ni como símbolo de distinción social, ni tampoco era tan común de una sociedad rica, y tampoco era significativo, contrariamente, de grupos descalificados para que pudiera tomársele como instrumento de protesta,1 Algo más distinguido se conservó el uso del chocolate, «una bebida que pasó de Indias —dice F. Santos— como la plata y monta más su gasto que el de las campa­ ñas, pues no hay carnicera, ni pescadera a quien en la misma tabla donde está pe­ sando no se lo lleven sus criados con más autoridad que al rey», y en otro lugar añade: «el pedir las fregatrices dulces ya es tan común como el chocolate»168. Se comprende que, de todas formas, tampoco podía ser empleado como objeto de os­ tentación. La

c a s a p r o p ia c o m o r e c u r s o o s t e n t a t o r io d e m á x im a

E F IC A C IA . A

uge

DE L A C O N STR U C C IÓ N Y FR E C U E N C IA D EL SISTEM A D E A LQ UILER

Un elemento necesario para la vida humana aparece íntimamente ligado al tipo de sociedad y a las ocasiones de promoción que en la misma se dan: el local que sirve de alojamiento a la persona, la casa de vivienda propia169. Por esa razón, en relación con la casa, es muy comprensible que se desenvuelvan pretensiones de os­ tentación, de una u otra forma: el autor de El Crotalón habla de aquellos que se preocupan de tomar las mejores casas del pueblo como algo que viene requerido por las obligaciones de alta distinción social; una vez hecho esto, dice nuestro autor, puede uno dedicarse a «cambiador de ferias»170, esto es, a banquero inter­ nacional. Y es que la casa propia, la habitación humana, va unida en su concepción como unidad cerrada y, topográficamente, en su reunión y organización en secto­ res urbanos, a la evolución de los sistemas de valores, de aspiraciones, de necesi166 Ed. cit., pág. 429. 167 A v iso s, edición de la B. A . E ., t. I, pág. 210. 168 L a verd a d en el p o tro , edición de J. R odríguez Puértolas, ya citada (a continuación de El no im ­ p o r ta d e España, en un m ism o volum en), la cita, en pág. 117. Y D ía y noche de M adrid, BAE, v o lu ­ m en X X X III, pág. 416. 169 Aunque se refiere a una época precedente, tiene gran interés, com o introducción y porque hay en sus páginas referencias que llevan a épocas posteriores, el trabajo tan interesante de María del C ar­ men C a r l é , «La casa en la Edad Media castellana», en Cuadernos de H istoria de España, n ú m e­ ro LX V II-L X V III, Buenos Aires, 1982, págs. 165 y ss., en el que se estudia la casa com o ámbito de la cotidianidad, habitación de la fam ilia en su vida diaria y en sus acontecim ientos familiares, junto con sus criados y vasallos, o bien en su pobreza y escasez. Es interesante el artículo de W . C asanova, «L a casa y los valores de la intim idad en el L azarillo», en Cuadernos H ispan o-A m erican os, núm . 363, sep ­ tiembre 1980. 170 E l C rotalón, edición de A. R allo, ya citada, pág. 371.

575

dades de cada grupo humano. Necesidades climatológicas, alimentarias (que en economías familiares, en gran parte de auto-abastecimiento, obligan a espacios de almacenamiento), la dimensión de las familias, profesión del cabeza de familia, el gusto individualizado por una instalación confortable, el régimen normal de rela­ ciones sociales, la educación, y tal vez, sobre todo, la proyección social, quiero de­ cir, la manifestación pública de status, influyen en el desarrollo de la casa, y, aun aparte de lo dicho, creencias religiosas, ideas sanitarias, convenciones sobre la po­ sición de la mujer, etc., tienen su papel. La casa-vivienda es un producto de la cul­ tura y expresión de ésta, es toda una imagen vivida de la sociedad. Cambiar la casa, la manera de concebirla o de apetecerla, y añadamos que cambiar su distri­ bución en el emplazamiento de las mismas, revela o arrastra todo un cambio de re­ laciones y en el fondo de mentalidad social, o bien es resultado directo de esto. Los cambios en los valores integradores, en los símbolos, en las relaciones y niveles de estratificación se expresan en buena parte a través del tipo y organización de las viviendas. Como ha escrito Chombart de Lauwe, nuestras creencias, nuestros temo­ res, nuestras esperanzas, nuestra vida íntima, nuestra libertad, resultan afectados por una alteración en la disposición del espacio social de la m orada171, a lo que habría que añadir que, inversamente, cuando una transformación técnica reordena la concepción de la vivienda —por ejemplo, en virtud de procedimientos técnicos importados— se pueden producir unos resultados paralelos a los que acabamos de enunciar, sólo que en sentido contrario. Se ha señalado un desenvolvimiento y una relativa mejoría en los materiales de construcción, empleados en las casas-vivienda levantadas en los siglos xvi y x v i i ; lo que habría supuesto novedades: la incor­ poración del piso alto, de la escalera, de la chimenea, de las ventanas, etc. Con este motivo, citaré la frase de Lewis Mumford: «el primer cambio radical que ha­ bía de destruir la forma de vivienda medieval fue el desarrollo de un sentido de lo privado»172. En un trabajo que publiqué sobre El interés por la casa propia en el Renaci­ miento m , señalé algunas causas de ese fenómeno muy diferentes en su naturaleza: económicas (aparición de clases intermedias con más ambiciones de manifestar su bienestar); técnicas (la utilización de nuevos materiales, que el incremento de rela­ ciones con otras áreas de población había dado a conocer); políticas (la posibilidad de contar con una seguridad pública mayor y la eliminación de elementos de de­ fensa de cada edificio); sanitarias (la busca de mejores condiciones de instalación de servicios); estéticas (el desarrollo del gusto por ciertas formas, elementos o ma­ teriales de construcción); demográficas (que en buen número de casos suponen la reducción de la amplitud de la familia y la formación de familias por matrimonios más tempranos); culturales (que revelan la influencia del potenciamiento de una 171 C h o m b a r t d e L a u w e , ob . cit., págs. 207-208. 172 Véase el citado estudio de M i n c h i n t o n , en H istoria econ óm ica de E uropa, dirigida por Cipolla, págs. 109-114. El pasaje que traslado de L e w i s -M u m f o r d puede verse en L a cité à travers l ’histoire (tra­ ducción francesa), París, 1965, caps. XI y X II. A ñade Munford: «una nueva concepción de la existen­ cia se expresaba en los valores abstractos del dinero, de la perspectiva, del tiem po m ecanizado. T oda experiencia se reducía poco a poco a factores cuantitativos, aislados y m ensurables» (pág. 466). En esa ciudad barroca se da el ám bito de la picaresca. 173 Publicado en la R evu e de L ittératu re com parée, núm. 206-208, año 1978, «H om m age à Marcel Bataillon» recogido ahora en mis E stu dios d e H istoria d el pen sam ien to español, t. II, «La época del R enacim iento», Madrid, 1984.

576

conciencia individualista enriquecedora de la vida privada). Todo ello trajo una in­ dudable actitud constructora en el ámbito urbano, que subsistía en el siglo x v i i . Aparte de algunos elocuentes datos reunidos de fuentes diferentes, me serví en el estudio citado, abundantemente, de los que proporcionan las Relaciones de los pueblos de España, en respuesta a los cuestionarios que en 1575 y 1578 se envían a núcleos de población de todo tamaño. En esas Relaciones, además de referencias sobre los diferentes aspectos que he señalado, se puede ampliar y claramente ob­ servar una estimación —mayor en los pueblos grandes, cuyo aumento se comprue­ ba por todos los demás datos que en dichos informes dan— sobre los progresos realizados, ya que ahora, como algunos pueblos declaran, se construyen «a lo m o­ derno» y se adivina también a través de las Relaciones la satisfacción que produ­ ce, en las gentes de una ciudad o villa y aun de un lugar, contar con una mejor presentación inmobiliaria de esa naturaleza. Se construyen, relativamente, muchos inmuebles nuevos y se quiere convertir por su dueño esa construcción de un nuevo edificio en signo de ostentación pública, ostentación que, derivadamente, pasa a aquel que, en su caso, la arrienda por cuanto demuestra disponer de mayores in­ gresos. La constelación de causas que acabo de mencionar y sobre todo aquellas que imprimen un sentido dinámico a la existencia (traducido en el tan repetido tópico: omnia nova placet) explican el auge que se produce en el cambio de casa, en el afán por construir o alquilar en pocos años morada nueva: así se explica lo escrito por Suárez de Figueroa: «Parece se halla en los hombres algún natural deseo de cambiar sus estancias y habitaciones, teniendo el ingenio mudable, de reposo im ­ paciente, curioso de novedad»174. En la sociedad tradicional, sobre todo de paso a la modernidad, la casa y sus partes cubren necesidades naturales, pero tienen también un papel social, toda una significación relacionada con el puesto social del cabeza de familia, con aspectos de prestigio o de descalificación de su dueño u ocupante. En cambio, se ha dicho que, en las sociedades desarrolladas, las diferenciaciones de aposentos y de sus partes tienen una motivación económica y funcional, con la tendencia a suprimir toda significación simbólica175. Encuentro un tanto falaz la distinción, porque las razones económicas no operan en un vacío social, y, en cambio, con ellas y en re­ lación con ellas, se dan razones de instalación estratificada que llega hasta las so­ ciedades plenamente modernas. Pero lo más importante es que no basta con distin­ guir dos tipos de sociedad. En la expansión económica que se da en los comienzos del siglo X V I, el incremento de ingresos en buena parte de los individuos de profe­ siones intermedias en las ciudades despertó en ellos el afán de mejorar sus viviendas y les permitió encontrarse con recursos a tal fin. Con lo cual las razones económicas favorecieron que creciera la atención al valor simbólico de la casa que se habitaba. Finalmente, extendió a este nuevo aspecto las tendencias de usurpación de calidad social que ya hemos visto manifestarse tan fuertemente sobre otras capas insertas en la convivencia ciudadana. Textos de Sem Tob (Proverbios morales), de Alfonso de la Torre (Visión de­ ley table de filosofía), de Fernando de Rojas (La Celestina)m , dan cuenta ya de la 174 Varias noticias im p o rtan tes a la hum ana com unicación, ya citada, folio 41. 175 C h o m b a r t d e L a u w e , P o u r une Sociologie d es aspirations, pág. 215. 176 Véase mi obra E l m undo social de «L a C elestina», pág. 74.

577

pasión constructora que se produce entre el otoño medieval y el comienzo de la Modernidad. Pero ahora el fenómeno es más complejo: instalar la vida cotidiana familiar en un espacio propio; guardar el ajuar más o menos rico; pero sobre todo adquirir, en el conjunto de la población urbana, que la familia sea reconocida por los demás como rica o por lo menos de alto decoro, y basar en ello un prestigio entre vecinos y visitantes. Es en La Lozana Andaluza donde se ve expresarse esa nueva satisfacción por la casa propia: «todavía mi casa y mi ajuar cien duca­ dos val»177 En muchas partes cunde la animación de esta actividad constructora y, bajo el desarrollo de las pretensiones que el Renacimiento ha despertado, las ciudades se modernizan arquitectónicamente y ponen gran afán en presentarse con los mejo­ res, más bellos, más costosos edificios. Las grandes ciudades europeas asombran al visitante. Un ejemplo estupendo es el de las palabras de Guzmán al contemplar Florencia: «sus calles tan espaciosas, llanas y derechas, empedradas de lajas gran­ des, las casas edificadas de hermosísima cantería, tan opulentas y con tanto artifi­ cio labradas, con tanto ventanaje y arquitectura»l78. No cabe pensar que haya ciudad alguna, probablemente, en la que se produzca un cambio total de su fisonomía ni tampoco en la que la construcción no presente, en general, una renovación grande. Braudel ha llamado la atención sobre la subsis­ tencia, junto a la gran mansión moderna y rica, de casas lóbregas y pobres, ade­ más de incómoda y desordenada distribución interior, haciendo alusión al tema en las grandes ciudades de Occidente179, lo que podría ponerse en relación con la ten­ dencia, señalada por él, relativamente a que en la proximidad de convivencia entre ricos y pobres se produce lo que podemos llamar confusión topográfica de altos y bajos, situación básica para la picaresca. Por su parte, R. Villari, aplicando todavía el calificativo de feudal a la estruc­ tura precapitalista y a su tendencia expansiva —cosa que estimo poco feliz, porque juzgo base de confusión el empleo de ese indiscriminado concepto de «feudalis­ mo», en los historiadores de ortodoxia marxista—, hace unas observaciones que me parecen de gran interés: «una de las consecuencias más interesantes de la ex­ pansión feudal es el incremento del consumo de lujo e improductivo, con la cons­ trucción de palacios, capillas, «villas», jardines, en los centros urbanos de las pro­ vincias y especialmente en la capital que conoció una nueva fase de desarrollo urbanístico; de esa manera resulta acentuado el contraste entre el esplendor de los palacios señoriales recientemente construidos o renovados y las caóticas edifica­ ciones que acogen una masa de población cada día más numerosa y con escasas posibilidades de un trabajo productivo». De ahí sale el carácter urbano de Nápoles, en la Edad M oderna180, de Madrid y de Sevilla, cabría añadir. De todos modos, fueron muchas las villas grandes o pequeñas, o las ciudades que en el último cuarto del siglo xvi, en España, daban testimonio expreso de la expansión que en orden a las viviendas conocieron. Las Relaciones señalan la me­ joría de sus aspectos técnicos, con empleo de materiales nuevos, con aditamento 177 Edición de D am iani, ya citada, pág. 107. Señalem os que L a L o za n a hace m ención de L a C elesti­ na y de L a C om edia Tinelaria. 178 Edición de F. R ico, págs. 589 y 590. 179 C ivilization m atérielle e t capitalism e, Paris, 1967, págs. 199 y ss. 180 L a R ivo lta antispagnola a N apoli, Bari, 1967, págs. 193-194.

578

de nuevas piezas que elevaron la altura de las construcciones, con la cuidada pre­ sentación de una mayor belleza arquitectónica; en algunos casos, incluso, se ex­ tiende la conciencia de esa mejoría a partes enteras del conjunto urbano: pueblos como Mondéjar, Tendilla, Nombela, Talavera, Illescas, Daimiel, etc., dieron in­ formes en ese sentido181. Existe, quizá con menor motivación objetiva de lo que parece, pero con una conciencia de mejoría explícitamente expresada, por las gen­ tes en la época, una base suficiente para sostener no sólo una cierta generalización del interés por la casa, sino también por darle más relieve ornamental en su aspec­ to, por hacerla más ostentosa. Simplex nos cuenta, como un ejemplo de esta actitud ostentatoria, el hecho de que su padre, para poner de manifiesto sus riquezas y su honorable nobleza, que remontaba a los tiempos de Adán, hizo rehacer en parte su casa o castillo, con un muro que lo cercaba, a fin de darle realce y respetabilidad182. Por mucho sarcasmo que haya en estas palabras, nos revela que la usurpación en el aspecto de la casa se producía en otras partes de Europa y era una vía muy adecuada para hacer apa­ riencia de nobleza rica. Uno de esos elementos que aumentaban la hermosura de un edificio para habi­ tación humana y proporcionaban a ésta mayor empaque era el aumento de venta­ nas en la fachada. Y esto es también un elemento que va ligado al fenómeno de la picaresca, como expondremos en el capítulo siguiente. Pero el aspecto que aquí nos interesa más —al que no deja de ir ligado el ante­ rior, por el carácter de elemento técnico de ostentación que la ventana ofrecía— , era ese que acabo una vez más de citar y que se une a todas las demás manifesta­ ciones del consumo del rico. Ahora, dice Liñán y Verdugo, se hacen las casas pulcras, ricas, aparentes y llenas de huecos al exterior para las mujeres que las han de «ventanear»183. Ese provocativo asomarse de las mujeres en el marco adornado y adornante de las ven­ tanas, que da lugar, como acabamos de ver, a todo un verbo nuevo, constituye una de las licencias que trae consigo la vida más placentera de la época. Y la sonri­ sa de una linda joven, con gesto atrevido, sonriendo asomada a la calle, bajo la guarda más o menos complaciente de una dueña, es un episodio inmortalizado en uno de los cuadros más graciosos y significativos de la época: el lienzo de Murillo que se conserva en la National Gallery, de Washington, tan burdamente interpre­ tado en algún caso. Escenas de este tipo pasaron con cierta frecuencia al teatro, a veces con consecuencias de más alcance, como en la comedia lopesca La viuda va­ lenciana. Y también a la novela, de lo que nos da un pasaje que puede servir de ejemplo Teresa de Manzanares: «sucedió esa tarde de asistir los tres galanes en la calle, como lo acostumbraban, y Teodora a hacerles ventana»184. Por Salas Barbadillo sabemos cuán apetecidas eran las ventanas y que en algunas casas se alquila­ ban para desde ellas contemplar los festejos públicos: un ciudadano de dudoso ori­ gen y muy rumboso que galanteó a Elena «le alquilaba la mejor ventana»185. 181 Véanse los datos recogidos en mi estudio citado en la nota 173. 182 Ed. cit., parte 1 .a, pág. 39. 183 «G uía y A visos de forasteros que vienen a la C orte», en el volum en I de C ostu m bristas esp a ñ o ­ les, edición de Correa Calderón, M adrid, A guilar, pág. 113. 184 Ed. cit., pág. 1353. 185 Edición de Valbuena, pág. 917.

579

La industria de edificar nuevas casas para satisfacción de los que pretendían ha­ cerse valer creció considerablemente y de ello, entre otros varios, hay un testimo­ nio de la época que a nosotros nos interesa: el del fino y un tanto acre observador de su tiempo, Suárez de Figueroa: «Algunos desta edad eligieron, por arbitrio de enriquecer, hacer casas, a quien, acabadas, ponían en venta. Hemos visto que no sólo no se han perdido con semejante granjeria, sino que por su medio han recibi­ do aumento particular en sus haciendas»186; en tales casos, quienes se dedican a este negocio compran en buenas condiciones terrenos y materiales, echan sus cálculos y sacan una buena ganancia, aunque el autor no tenga el negocio por re­ comendable. Próximo en fechas, Salas Barbadillo, que tiene aspectos parecidos al anterior, nos presenta, en el relato de su ya mencionado Estado, a una mujer en­ tretenida que desaconseja a su amigo colocar su hacienda en casas, «porque en Madrid bajan cada día de precio más las casas edificadas, con las muchas que de nuevo se edifican». Lo cual es una clara ratificación de que el movimiento de la construcción era grande, tan grande que llegaba a sobrepasar a la demanda. Sin embargo, el avaro que en esa novela trata con la mencionada mujer entiende haber encontrado manera de superar ese lado negativo: «es mucho en este lugar poder acomodarse de casa y sin desacomodarse de bolsa»; él ha dado una parte por ade­ lantado, aunque grande, con lo cual le resulta «como en alquiler de casa» (parece, pues, una solución de pago diferido y fraccionado del total)187. En cualquier caso, lo importante para un personaje que pretendía cierta consideración consistía en «acomodarse de casa». Y no cabe duda de que el malhumorado testimonio del em­ bajador holandés Brunei sobre la mala calidad de las casas de M adrid188no venía a dar cuenta de obstáculo o negación de la finalidad ostentatoria de la construcción, porque el revoco y lucido cambiaban el aspecto de una fachada, porque no à todas era aplicable la descripción que el holandés hacía y porque ya queda dicho que en ninguna parte la calidad de la construcción era excelente, fuera de los grandes pa­ lacios, que ya no eran imitables, ni ellos ni sus dueños poderosísimos. Lo que sí parece cierto es que hubo una patente crisis en la industria de la cons­ trucción, debida a que se superó notablemente el techo de la demanda. Quizá con­ tribuyeran a ello también, desde fines del siglo X V I, las consecuencias de la peste. Se dice en las Cortes de Madrid, de 1594 (los años de la primera parte del Guzmán), comentando el estado de despoblación en que se veía sumido cada vez más el reino: «se echa bien de ver en la muchedumbre de casas que están cerradas y des­ pobladas y en la baja que han dado los arrendamientos de las pocas que se arrien­ dan y habitan»189. No parece esto aplicarse, sin embargo, según documento que citaré luego, a Madrid y otras grandes ciudades —el mundo de la picaresca—, aun­ que sí es probable que afectara a éstas también la baja de los precios de alquileres. De todos modos, también por ese lado de la cuestión se corrobora que hubo una 186 E l Pasajero, pág. 345. 187 E l sagaz E s ta d o , m arido exam inado, págs. 90, 113, 192. 188 Citado por A . D o m í n g u e z O r t i z , L a so c ied a d española d e l siglo X V II, Madrid, 1963, pági­ na 135. 189 Citado por C a r r e r a P u j o l , H istoria de la E conom ía española, t. I, pág. 304. El m ism o autor cita un pasaje de Cabrera de Córdoba, en el que com entando la vuelta de la Corte a M adrid, da cuenta de que los de V alladolid lo han sentido m ucho «por el aprovecham iento que tenían de los alquileres de las casas y más ios que las habían edificado de nuevo con intención de hacerse ricos con ellas» (pági­ na 333).

580

alta presión constructora y que ello permitió que los picaros de más pretensiones se sintieran dominados por la pasión de o construir o instalarse por otras vías en edifi­ cios convenientes. Nos lo dice, en primer lugar, Guzmán de Alfarache, cuando al llegar a Madrid por vez primera, con la hacienda considerable que sus estafas y robos le han per­ mitido acumular, deseando instalarse adecuadamente, nos dice: «labré una casa» —de la que nos informa que le salió muy c a ra 190—. Derrochó en ella, sin pensarlo, más de tres mil ducados; pero «era muy graciosa y de mucho entretenimiento». En otras novelas, como en E l bachiller Trapaza o en Teresa de Manzanares, aparece con frecuencia mención de la casa que necesita el personaje representativo del m o­ mento, esto es, el mercader, para mantener su crédito, para mostrar el poder de su hacienda. Son razones parecidas, sólo que puestas a la inversa, las del picaro. Ciertamente para levantar casa nueva hacía falta disponer de un capital consi­ derable. No era éste, sino muy raramente, el caso del picaro, y por eso cuando éste quiere acudir a la ostentación por la prestancia de casa que habita, tiene repetida­ mente que servirse de otro procedimiento que las circunstancias económicas, la movilidad geográfica y las necesidades frecuentes de resolver con facilidad y pron­ tamente el problema de la instalación, hicieron muy conocido. De ello, la picaresca constituye un documento particularmente representativo. Me refiero al alquiler de la vivienda. Esta práctica, en un momento, crece tanto que Tirso de Molina nos habla de un matrimonio, de modesto nivel social, que en Madrid vivía «sustentán­ dose los dos de los alquileres de dos casas razonables que por ocupar buenos sitios les rentaban lo suficiente para pasar»191. De todas formas, tampoco era tanto por lo visto el beneficio que aportaban. El sistema de alquiler, desde luego, se generalizó y se encuentra practicado en pueblos en los que antes, probablemente durante muchas generaciones pasadas, no había ido nadie de fuera a instalarse. Las Relaciones de los pueblos de España nos dan muchas referencias sobre alquileres de casas, incluso en localidades pequeñas: por ejemplo, en Camarena, del reino de Toledo; en Tarazona de la Mancha, dióce­ sis de Cuenca; en Albadalejo, provincia de Ciudad R eal192. Es difícil determinar lo que esto significaba económicamente. Hay muchos datos en los archivos de proto­ colos notariales, como el de Madrid. Pero este no es mi tema. Me importa, en cambio, un dato hecho público. En Cortes de 1623, don Pedro de Torres, procura­ dor de Madrid, interviene al tratarse de establecer un impuesto sobre los alquileres urbanos, declarando que el producto de éstos sólo alcanzaba importancia en M a­ drid, Sevilla y Granada, porque en las restantes ciudades «casi no es de considera­ ción las que se alquilan» (llega a asegurar que en otras ciudades las casas se dan de balde para que, cuidando de ellas, no se arruinasen)193. Sancho de Moneada habla, en el primer cuarto del siglo X V I, de las casas desalquiladas que se encuentran a causa de la despoblación del país y estima que uno de los resultados favorables de 190 Edición de R ico, pág. 765. 191 L o s tres m arid o s burlados, B. A . E ., vol. V, pág. 481. 192 Véase también mi artículo citado en la n ota 173. 193 A c ta s d e las C o rtes de Castilla, vol. X L , págs. 257 y 276. Véase B . B e n n a s s a r , Valladolid au X V I e siècle, París, 1967, donde el autor ha reunido algunos datos sobre el m ovim iento de alquileres en dicha capital, en la segunda m itad del siglo x v i, pero el abandono de la ciudad por la Corte y el incen­ dio de 1561, alteraron de tal manera las circunstancias, que les quitan significación.

581

la política económica que propugna sería que, al incrementarse de nuevo la pobla­ ción, volverían a alquilarse aquéllas m . Insisto en que lo que sucedía con la des­ población en todo el país era lo inverso de lo que acontecía en las ciudades y tam­ bién así en la ocupación de las casas de vivienda. La Lozana Andaluza conoce bien el régimen de «alquiler de casas» y lo estima como uno de los gastos propios de la vida dispendiosa que llevan las mujeres de costumbres deshonestas195. Y también dentro de las costumbres poco recomen­ dables de otros, Luque Fajardo, años después, habla de los que no pagan el gasto normal del alquiler por entregarse al juegoI%. Guzmán de Alfarache, en su última estancia en Madrid, manteniéndose de la prostitución de su mujer, ya no construye, claro, sino alquila, nos dice, una casa entera, «por sólo ser señor de ella»197. En los desplazamientos del Buscón quevedes­ co, son repetidas las alusiones al alquiler de las casas198. En una novela de Céspe­ des y Meneses, el protagonista con su amante llega a Granada y, tras ponderar su carácter único como población, nos da cuenta de que «allí alquilé cerca de la Vito­ ria una magnífica casa adornada de jardines y fuentes, bastante habitación y pre­ cio m oderado»199. Teresa de Manzanares es una de las primeras cosas de que se ocupa en sus desplazamientos. Al llegar a Córdoba, Teresa, con su acompañante, nos dice que en seguida «buscamos casa de la plaza y hallárnosla a propósito para mi ejerci­ cio»; en Granada, no menos, se ocupará en hallar conveniente casa. Luego repeti­ rá lo mismo en Toledo: toma casa cerca de Zocodover y nos dice que «era autori­ zada» (esto es, capaz de dar autoridad y prestigio a sus ocupantes), de manera tal que «el vernos con tan honrado porte en nuestra casa» hacía que se les prestara «entero crédito», y de la misma manera, alquila en Madrid una casa aseada y «que pareciese de mujer principal»200. La Garduña de Sevilla nos da ejemplo de proce­ der semejante: Rufina, cuando llega a Toledo, cambia de nombre, se viste decente­ mente y «tomó casa autorizada en buenos barrios»201. En Las harpías en Madrid, al llegar la madre y sus hijas a la capital del reino, desde Sevilla, alquilan un cuar­ to de decorosa presencia en una buena casa. En las novelas cortas estudiadas por E. Rodríguez —en algunas de Andrés del Prado (la autora del estudio la subraya como propia del género)—, los protagonistas, ricos y con frecuencia de vida irregu­ lar, lo primero que hacen es montar una casa ostentosa202. En las novelas picarescas, los picaros y picaras, disimulados bajo aspecto de personajes respetables, cambian frecuentemente de ciudad y, como consecuencia de esto y aun dentro de una ciudad misma, mudan de casa. Esta manera de condu­ cirse, conforme ha señalado Merton, es uno de los «indicadores de anomia»: «el cambio de inquilinos en las viviendas puede ser una medida indirecta de la propor­ 194 R estau ración p o lític a ..., disc. II, fo lio 19 y 20, de la edición de 1619, págs. 135 y 137 de la edi­ ción de M adrid, 1974, preparada por J. Vilar, ya citada. 195 Ed. cit., pág. 146. 196 Ed. cit., I, pág. 218. 197 Ed. cit., pág. 838. 198 Ed. cit., págs. 163, 243 (en donde se habla de casa alquilada), etc. 199 E l so ld a d o P ín daro, B. A . E ., pág. 340. 2°o E d. cit., págs. 1377, 1395, 1414, 1416, 1422. 201 Edición de Valbuena, ya citada, pág. 1595. 202 O b. cit., pág. 190.

582

ción en que se quiebran las relaciones sociales» 203. Creo que, desde luego, en la li­ teratura picaresca es una manifestación resultante de conducta desviada y entra, en buena medida, dentro del cuadro de modos de conducta que se inspiran en un pro­ pósito de «usurpación de calidad social». (Completaremos estas referencias en el capítulo último.)

L

a p a s ió n p o r l o s c o c h e s .

el p ic a r o

. E

La

d if u s ió n d e su u s o y s u n e c e s id a d p a r a

l p a s e o e n c o c h e c o m o d is t in c ió n s o c ia l

En la ciudad, por cuyas calles se arrastran como orugas o brincan como lan­ gostas, según la despiadada comparación de Carlos V, ganapanes y picaros co­ miendo de lo que pillan, han empezado a transitar con mucho empaque unos armatostes, antes no usados para los paseos de la gente principal de la sociedad ur­ bana y ahora cada día más difundidos a este objeto: los coches. Ciertamente que los individuos de procedencia nobiliaria, fieles a aquello que dio nombre a los miembros de su grupo y a la cultura que representan, seguirán, por lo menos de jóvenes, fieles al caballo, y éste conservará su valor de símbolo distinguido en la sociedad caballeresca. Pero cada día son más los que aceptan el coche como mues­ tra de su relevante condición; cada día más, el coche, que admite fastuosamente el empleo de varios caballos y una rica ornamentación, se irá imponiendo como ins­ trumento de ostentación. El caballo bien enjaezado no perderá su valor simbólico, pero no le es fácil al picaro servirse de él, ni, en general, a los individuos de las nuevas capas de enriquecidos que aspiran a promocionar socialmente. Por eso, el coche avanza en su uso y ve crecer su estimación, de manera que en la época de la picaresca se ha impuesto, aunque nunca eliminando al caballo. Tiene otra ventaja a efectos de prestigiar a su dueño: cuenta más y es más autorizado. Salas Barbadillo escribe, poniéndolo en boca de un personaje apicarado en la Corte: «no es caballero ni hidalgo el que tiene la ejecutoria en su casa y es más conocido su solar que el de Lain Calvo, si se va por su pie y desacompañado de su familia, sino aquel que puesto en un caballo o sentado en un coche, camina rodeado de la pri­ mavera de sus pajes»204 (lo de primavera alude a la variedad de colores de sus tra ­ jes, más que a la juventud de los acompañantes). Vemos en este pasaje que el coche ha alcanzado tanto valor por lo menos que el que posee todavía el caballo para dar prestigio y autoridad al que se sirve de él. Nada más adecuado, pues, para aquellos que quieren usurpar una elevada pre­ sentación ante los demás, que poseer coche y mostrarse en él al público callejero al modo de personajes ricos y poderosos. Estaba, por tanto, asegurado desde el pri­ mer momento que, a la manera de los vestidos o de las casas, los coches serían co­ diciados por los picaros, llegado el caso, como objeto a propósito para hacer creer en una calidad de su persona que conforme a la legitimidad de la situación no les correspondía. El uso de coches y carruajes por parte de personajes ricos en las ciudades de la Europa occidental se generalizó a lo largo del siglo xvi, dando lugar a que, a me­ diados de esa centuria, se encuentren en Inglaterra y en Francia muchos ejemplos 203 Teoría y estructura sociales, pág. 173. 204 E l caballero pu n tual, pág. 20.

583

de protesta contra su tránsito frecuente por las calles, entorpeciendo el paso por ésta de los otros ciudadanos 205. En España, Carande afirma que fue después de Carlos V cuando empezó a generalizarse también su uso y a ser vistos con frecuen­ cia por calles y caminos 206. En los dos espacios que señala Carande, por razones de desplazamiento terri­ torial o de paseo urbano, aparece el coche en la picaresca. De lo primero, una vez más, nos da ejemplo el Guzmán de Alfarache. Al dejar Madrid, en la ocasión que será ya la última vez en que haya visitado la capital, y al trasladarse a Sevilla, Guz­ mán alquila un coche para él y su mujer, y dos carros para la hacienda y gente que le acompaña207. También en E l Buscón van su joven amo, don Diego, y Pablos, de Segovia a Alcalá, en cuya Universidad continuará sus estudios el primero, y para ese traslado alquila el padre de don Diego un coche en el que viajen208. Pero donde más frecuentemente aparece, según vamos a ver en seguida, es en el ámbito de la ciudad, considerado por el picaro como manifestación de tentadora riqueza. Y es cierto que la pasión por el uso personal del coche se había expandido con gran fuerza, desde las clases altas a las «medianías», que querían aparentar mayor altura, y muy especialmente a una amplia escala de burócratas, celosos de mostrar­ se con la mayor autoridad en público. Francisco Santos, en esa especie de relato pi­ caresco en el que cuenta todas las múltiples e increíbles inmoralidades que se co­ meten en la capital de la Monarquía católica, en el marco de la Semana Santa, esto es, en Las tarascas de Madrid, comenta la irritación que produce en las gentes de la clase pudiente la prohibición de circular coches por la calle en la tarde del jueves y mañana del viernes de esa semana, hasta el punto de que procuran quedarse en sus casas, «y entonces parece otro mundo Madrid, como goza de sosiego; pero los poderosos sienten mucho este tiempo, por parecerles que se iguala con ellos el po­ bre [...]»: «veinticuatro horas de abstención de coche se siente tanto en M adrid»209. Felipe IV trató de limitar este exceso y uno de los recursos empleados, a poco de empezar su reinado, fue imponer tales exigencias para hallarse autorizado a sus­ tentar este lujo, que su uso se encarecía en gran manera, hasta el punto de que sólo los muy ricos iban a poder mantenerlo: por ejemplo, en la carta a las ciudades de 28 de octubre de 1622 se ordena que, para evitar que todo el mundo pueda tener coche, en adelante sólo podrán usarse de cuatro caballos y para poderlo tener con sólo dos hará falta obtener una especial dispensa210. En aplicación de lo anterior, hay un caso curioso: con motivo de una reclamación que los jurados de Sevilla presentan ante el rey para que, como a los Veinticuatros de la misma capital, se les autorice también a ellos a sustentar coche sin más obligación que la de dos ca­ ballos, la Cámara Real informa negativamente la petición, reconociendo que no son equiparables unos y otros, y añadiendo que no debe hacerse tal concesión por­ que no es conveniente aumentar el número de coches, en atención a un perjuicio muy singular: «por los daños que suelen causar a las rentas reales por las merca-

205 206 207 208 209 210

L. M u m f o r d , L a cité à travers l ’histoire, ya citada, pág. 468. C arlos V y su s banqueros, t. I, 2 . a ed ., M adrid, 1965, pág. 293. Ed. cit., pág. 844. Ed. cit., pág. 51. L as tarascas de M adrid, págs. 298-302. Á . H . E ., t. V, pág. 396.

584

durias que se meten en ellos sin pagar derechos»211. Por lo visto, hasta autoridades como los jurados —y mucho más altas— podían ser matuteros. Claro que el m atu­ te para el que podía aprovechar el coche algún picaro era de muy otra naturaleza. La intervención de la autoridad administrativa para poner límite en la confu­ sión de estados y en la ocultación de ciertos casos, sirviéndose de tan aparatosa no­ vedad en el transporte, fue grande. Se reglamentó su uso severamente y había que cursar una petición en regla a la Administración real, con el pago de unos de­ rechos, para obtener licencia de mantener carroza. Era competente en ello la Cá­ mara de Castilla, que concedía autorizaciones, no siempre con limpio proceder, a profesionales, titulares de cátedras universitarias, regidores, y ese derecho concedi­ do podía serlo sólo para el cabeza de familia, o también para su esposa o podía ex­ tenderse a otros miembros de la familia, y se llegó a distinguir si tenía que ir tirado forzosamente por caballos o podían usarse muías, así como el número de animales uncidos al tiro. Se comprende que, con toda esta escala, un coche al servicio de un joven con aire de hijo de familia, tirado por caballos, venía a resultar una prueba de distinción muy firme. El entremés de Cervantes El vizcaíno fingido, en el que el protagonismo se puede decir que corresponde al coche, es una corroboración de lo que socialmente significaba éste. En El Sagaz Estado marido examinado, Salas Barbadillo pone en boca de una dama la referencia admirativa al «aumento de coches» que se da en la Corte212, que las medidas restrictivas no pudieron contar. Al contrario de lo que con tales restricciones se perseguía conseguir, en una sociedad ávida de honores, como era la europea en la primera mitad del siglo x v i i , y particularmente la española, al hacer el uso de aquél objeto de una escala de distinciones, se disparó aún más el deseo de poseerlo. Y por tanto, la práctica picaresca de usurpar su aparente propiedad. Vê­ lez de Guevara nos cuenta que, al empezar el día, comenzaba «el piélago racional de Madrid a sembrarse de ballenas con ruedas qye por otro nombre llaman coches»; contempla «boqueando coches el Prado», y, siguiendo su línea satíricopicaresca, nos habla de un matrimonio que cuanto necesitaban marido y mujer para vestir y mantener su casa lo habían empleado en adquirir un coche, sin que les llegara ya el dinero para comprar los caballos, y dentro de aquél vivían «encochados»213. Remiro nos dice algo sorprendente: son tantos los coches que ruedan por la madrileña calle Mayor que tienen que circular apretados en tres hileras213 bis. Comentando el pasaje en que la mujer de Sancho Panza, hecho éste goberna­ dor, alude al uso del coche, Rodríguez Marín escribió un erudito artículo sobre el entusiasmo que despertó el andar en coche en el Madrid del último cuarto del si­ glo XVI y en el xvii, especialmente entre las mujeres y, más áun, en las de vida frí­ vola o costumbres ligeras. Recoge una serie de actas de Cortes y pragmáticas, bien restringiendo su uso, bien abriendo la mano en esto, con una alternativa tan per­ turbadora como la que se seguía en otras cosas, y recuerda varios pasajes de obras literarias sobre el tema. El más interesante es el de un cierto Yago de Vázquez, que, en su obra Estilo de servir a príncipes, habla del caso y denuncia «las malda211 V ol. cit., en la nota anterior, pág. 477 (la fecha del informe es 11 de ju n io de 1623). 212 Ed. cit., pág. 112. 213 Edición de Valbuena, págs. 1645 y 1647. 213 bis «L os peligros de M adrid», C ostu m bristas españvles, I, pág. 172.

585

des que encubre hoy un coche» y cómo hay mujeres que se pierden por él214. Fer­ nández Navarrete, a quien en este capítulo venimos refiriéndonos con frecuencia, dedica su discurso XXXVII al tema «del gasto de los coches»; menciona un papel manuscrito que dice haber compuesto sobre la cuestión «donde con mayor latitud trato todo lo concerniente al costoso y perjudicial uso de los coches». En su Con­ servación de monarquías, en el discurso citado, señala que «con la libre permisión de los coches se atenúan las haciendas y se desflora algún tanto la honestidad»; respecto a los hombres es grave por una parte el gasto a que los obliga y por otra que les aparta del montar a caballo, una práctica tan necesaria en el aspecto mili­ tar. Con todo, «mucho mayor riesgo se debe temer en las mujeres que con la co­ modidad de los coches y sillas de mano no dejan calle que no anden, tribunal a que no acudan, negocio en que no intervengan ni transacción en que no se hallen»; como «es tan fuerte en España la emulación» que provoca la confusión de clases y jerarquías, los maridos no consienten que sus esposas salgan en un coche peor que los de sus vecinas, arriesgando su reputación. Y el autor pide que se prohíba andar en ellos a las mujeres de vida dudosa, que precisamente en buena parte son las de la picaresca215. En los años de la política reformadora del conde-duque de Olivares, que vienen a coincidir con la que se ha llamado segunda etapa de la novela picaresca, en el Memorial que en el verano de 1637 dirige al rey, el ministro le hace observar que «el uso de los coches, sin duda, es dañosísimo» y subraya con energía que «el abu­ so es grande y se conoce y por ventura ninguno de tan graves inconvenientes para las ofensas de Dios, para la agitación de los hombres y para ahorro de la hacienda cuando es tanto lo que es menester gastar»216. En ese tiempo cunde hasta el ex­ tremo la pretensión de poseer tal medio de descansado caminar y de ostentar «ca­ lidad». Gregorio Guadaña, en la novela cuyo protagonista lleva tal nombre, esti­ ma «que no habrá descanso y comodidad mayor para la vida humana como un co­ che»217. Era el punto de vista de gentes de moral relajada bajo el cual se ocultaban con palabras como las citadas otras facilidades que con el coche se tenían, a jui­ cio de los moralistas de la época, los cuales se sintieron alarmados por el incre­ mento de invención tan mundana. Uno de ellos es bien explícito, Francisco Santos. Sobre las formas de engaño y de inmoralidad que hacen posible y que se difunden, ocultándose bajo esa imposibilidad de contener el anhelo de presentarse pública­ mente en coche, escribe algunas páginas en El no importa de España; en otro lugar advierte sobre los graves pecados de carácter sexual que en su interior se comen­ ten, y así «navegan muchos que tienen coche en el cenagoso charco de la culpa» y de esa manera, «desde el coche se pasan al infierno, en tanto grado que los enreda­ dores procuran echar coche, ruando a menudo», con envidia de los hombres y ad­ miración de las mujeres218. Del coche, insiste en decirnos, «alcahuete infame del 214 Edición del Centenario, t. VII, parte II, cap. L, pág. 138. E l artículo está recogido en el volu ­ men X de esta m ism a edición del Q u ijote, págs. 102-111. La obra de Yago de Vázquez se editó en M a­ drid, 1614. Las referencias que aquí he recogido son , salvo rara excepción, diferentes de las que reunió Rodríguez Marín. 215 C onservación d e M on arqu ías, págs. 302 y ss. 216 «M em orial al rey Felipe IV », datado por J. H . Elliot en 1637, en la serie de M em oriales y C ar­ tas, edición de E lliot y F. de la P eñ a, M adrid, 1981, pág. 162. 217 Ed. cit., pág. 181. 2>8 Ed. cit., págs. 298-371.

586

mundo», se puede decir que no ha inventado nada tan condenable el infierno; de ello, añade «al Prado doy por testigo, pues apenas oye una liviana mujer que la convidan con una alhaja tan de su gusto cuando la admite [...]; y conozco en Madrid más de cuatro mil y quinientas mujeres en quien ha entrado tanto la vani­ dad, después que las galas y adornos las sacó de fregonas, que si han de salir fuera envían donde saben por el coche, con que se convidan a la paga del empréstamo». Militarmente, porque hace abandonar el uso del caballo; fiscalmente, porque faci­ lita el contrabando interno; económicamente, por el desordenado gasto que oca­ siona; políticamente, porque encubre agitaciones y conspiraciones; moralmente, porque oculta un sinfín de deshonestidades, el coche es una invención dañina, pero su atractivo es tal que toda la gente lo posee y constituye así un recurso frecuente de j a picaresca para la usurpación ostentadora. Lope, aparte de alusiones frecuentes en su teatro, da en una de sus novelas cor­ tas dedicadas a M arta Leonarda la estampa del marido que, reflejando las aspira­ ciones sociales del momento, al casarse, monta una buena casa y adquiere «un vis­ toso coche, el mayor deleite de las mujeres, y en esta parte —confiesa Lope— soy de su parecer, por la dificultad del traje y la gravedad de las personas». Así puede añadir Lope que el Prado madrileño es «eterna procesión de coches»219, cosa que más de una vez se refleja en la picaresca: observemos que en el coche se consigue ser un personaje vistoso, ostentoso y que a ello se ligue la gravedad, el peso social de la persona. En La villana de Getafe, el mismo Lope presenta a un caballero que trata de corromper a una villana y llevarla con él a Madrid, la villana comenta: «y que en la Corte andaré coche acá, coche acullá...»

En El mejor alcalde el Rey, en El sembrar en buena tierra hay menciones del coche y en la primera de éstas un chiste anacrónico; en El villano en su rincón se encuentra el criterio adverso de la gente de campo: «mal año si fuera a pie con la reja de un arado».

Tirso, haciendo una sátira, en boca de uno de sus graciosos, de la manera de comportarse las jóvenes en su tiempo, escribe: «Pero en Madrid no hay ninguna que sea lo que parece, porque en naciendo, se mece en un coche en vez de cuna.»

En esa obra de Tirso, que ya antes cité (La huerta de Juan Fernández), también se incorpora un verbo nuevo al castellano, revelando el peso de la novedad: cochizar, andar en coche. Tirso alude a esas jóvenes, más o menos ambiguas, a las que se las ve «cochizando noche y día»220. 219 «La m ás prudente venganza», en el volum en O bras escogidas. P oesía y prosa, edición de Sáinz de R obles, M adrid, 1953, pág. 1387 (otras referencias al coche, en págs. 1380 y 1387). 220 Ed. cit., pág. .81.

587

Cubillo de Aragón repite la mención de tan nuevo y aceptado uso, pero no ten­ drá ni la condescendencia de Lope, ni el humor amable de Tirso. Según Cubillo, a diferencia de las damas honestas, «...otras se pasean haciendo alarde en el coche de su gala y su belleza».

(Las muñecas de Marcela.) Y poniendo en relación esta difusión en el uso de tan nuevo medio de trasladarse distinguidamente por las calles de la ciudad con otra de las novedades que ésta ofrecía, las tiendas modernas y bien puestas (no menor tentación de las mujeres —de la que luego hablaremos—), Ruiz de Alarcón presenta a dos personajes que siguen a unas damas, las cuales, desde luego, van en coche, y de pronto uno dice al otro «Detente que ella se apea en la tienda...»

(La verdad sospechosa.) Recordemos que hay un entremés de Quiñones de Benavente que se titula, po­ niendo de relieve lo que significaban ya en la vida ciudadana, Los coches, y en él se dice que las mujeres no pueden resistir la «tentación cocheril», tanto les atrae disponer de uno de esos instrumentos de placer y exhibición (la fusión de ambas cosas en el medio urbano, durante la crisis social del Barroco, parece haber ad­ quirido particular fuerza). Por eso el gracioso calderoniano de La estatua de Pro­ meteo le dice al joven enamorado que una imagen de su dama en piedra tendrá sus ventajas: «pues no te pedirá el coche».

Por el contrario, tratando de servirse de su supuesta insuperable atracción, un cor­ tesano que quiere corromper la áspera virtud de una aldeana de Getafe, ingeniosa y divertida, le propone, como recurso de tentación grande, que piensa no ha de fallarle, «llevarete a Madrid, traerete en coche»221, y en otro entremés de Quiñones de Benavente, insistiendo también en ese general afán por utilizar tal medio de transporte y andar en él en público, se asombra de «la multitud de cocheros que van a toda hora por la Puerta del Sol y otros lugares madrileños» 222. Quevedo escribe una sátira de acre humor contra los coches223. Pero en El Bus­ cón el coche es mencionado y admirado por sus personajes en toda su apariencia óstentosa. El picaro Pablos, aunque con cierta sorna, habla del modo que hay que tener para procurar montarse en alguno y hacerse ver públicamente de esta mane­ ra, como lo hacen los falsos hidalgos de la cofradía de don Toribio, según éste le 221 Entrem és G etafe de A n tonio H u r t a d o d e M e n d o z a , en la colección «Ram illete de entremeses y bailes», edición de H . E. Bergman, M adrid, 1970, pág. 85. 222 Véase en el volum en citado en la nota anterior, pág. 95. 223 O bra p o ética , edición de J. M . Blecua, vol. III, núm. 779, págs. 129-131.

588

da a conocer. El propio Pablos se las arregla para presumir ante unas jóvenes de que es suyo el que se halla parado en la calle, ante una casa224. A Elena, protagonista de La hija de Celestina, siendo mozuela, ya quienes la deseaban le prestaban coches para pasearse e ir a almorzar y a la comedia225. A Te­ resa de Manzanares, en Sevilla, su amante, gastando rumbosamente con ella, apar­ te de llevarla cómo y por dónde pueda lucir sus galas, le pone coche; más tarde, al instalarse en Madrid, proporcionarse coche es lo primero de que ella se ocupa226. En Las harpías en Madrid constituye un elemento imprescindible y en cierta medi­ da decisivo en todas las aventuras que las estafadoras heroínas llevan a cabo. En la protagonista de El coche mendigón, de Salas Barbadillo, su pasión es el coche y llegar a poseer uno su mayor ambición 227. La dama que en la Transmigración III de El siglo pitagórico, la obra desordenada y difícil de calificar de Enriquez Gó­ mez, se presenta de cortesana, se la llama «cosaria de Venus en coche», del que se sirve como bajel en el que nocturnamente navega en busca de aventuras 228. El cos­ tumbrista-moralista Liñán y Verdugo, para ridiculizar a un personaje apicarado de una de sus relaciones, del que nos adelanta que acabará en la cárcel, sometido a tormento, acusado de falsario, nos lo presenta tratando de engañar a un labrador para obtener a su hija, deslumbrándole con una estampa de vida lujosa: «no será Dios amanecido cuando yo haga traer galas y joyas y ferie un razonable coche en que ande»229. Se parte, insisto, de que en las mujeres la usurpación del signo del coche resulta objeto de ambición más que otro alguno. Es también lo que dice, aparte de su estrepitosa condenación general que antes vimos 230, Francisco Santos; al reprochar conducirse «como muchas damas de la Corte que están queridas y estimadas, con muchas galas y muchas prendas y que tienen coche para salir de casa»231. Por sí solo, es un objeto de deseo irreprimible y sirve de medida social; tiene tal papel públicamente que se ha convertido en instrumento empleado en to ­ das las relaciones personales que en la Corte se establecen así como en las grandes ciudades. Todavía ya finalizando el siglo xvm , Iriarte y Moratín, en sus comedias, se re­ fieren al tema del coche en estos mismos términos. Los datos precedentes hacen pensar que de los medios de los cuales hemos tra­ tado, fundando su consideración en el empleo que de ellos hace el picaro para al­ canzar sus metas ascendentes, este de los coches tiene su relevancia tan grande o mayor que la de los otros mencionados. Cabe observar que predominan las refe­ rencias al tema en las novelas de protagonismo femenino, lo que se explica porque se parte de la suposición de que es a las mujeres a las que más fuertemente afecta esta tentación. También se dan en las demás novelas y hasta probablemente no 224 Edición de Lázaro, págs. 159, 184, etc. 225 Ed. cit., pág. 901. 226 Ed. cit., págs. 1406, 1422. 227 Citado por P . J . R o n q u i l l o , R etra to de la picara. L a pro ta g o n ista d e la picaresca española del X V II, M adrid, 1980, pág. 31. 225 Ed. cit., pág. 37. 229 O b. cit., pág. 108. 230 Sin duda, la m ás violenta requisitoria contra los coches se inserta en la N o n a hora d e l sueño, de «El no im porta de España», que no he reproducido aquí porque su interés está en el conjunto del p asa­ je y éste es dem asiado largo; véase en ed. cit., págs. 73-74. 231 L a s tarascas d e M adrid, pág. 286.

589

falte la referencia en ninguna. Pero el picaro, ordinariamente, busca poseer o aparentar poseer coche en relación a alguna mujer y en tal sentido el tema se liga­ ría más a la presencia del elemento erótico en la novela picaresca —en el cual la os­ tentación es un factor—, objeto aquí de un capítulo posterior. Lo que sucede es que a su vez, en buen número de casos, la atención del picaro a la mujer va orien­ tada a utilizarla, de varias maneras y, entre ellas, por casamiento con engaño, para conseguir su propósito de medro social. De todos modos, aparecer en coche y apa­ rentar poseerlo por parte del picaro, cuando llega el caso, es una falsificación para que se le atribuya riqueza y distinción, es una ostentación indebida de rango y, por tanto, cae dentro del área de la conducta desviada.

590

PARTE CUARTA

E L H O M B R E E N A C E C H O Y L A L U C H A D E L P IC A R O . SUS T E N S IO N E S B Á SIC A S

CAPÍTULO XII

HOSTIGAMIENTO Y LUCHA

No es difícil detectar por debajo de esos aspectos de individualismo y de egoís­ mo a los que he venido aludiendo, la manifestación más visible de una corriente de fondo que no he dudado en calificar, en varias ocasiones anteriores, de «pesimis­ mo». Cierta tendencia bien conocida en la interpretación del Renacimiento —que en algunos casos se ha llegado a prolongar hasta el llamado, con una terminología· un tanto trasnochada, Siglo de Oro en España— ha insistido en exaltar actitudes optimistas, tiñendo el panorama de los primeros tiempos modernos con colores ri­ sueños. Lo cierto es que desde los comienzos del siglo XV I hasta la siguiente centu­ ria corriendo a todo lo largo de ésta, va cambiando la visión de un mundo en cre­ cimiento tras del cual se divisa un hombre triunfante, sustituida por una ente­ nebrecida conciencia de crisis. De la exaltación del valor del hombre, la estimación de la vida terrenal, la visión placentera del vivir, se pasa a una consideración corre­ lativa de la desfavorable condición del hombre en tanto que ser natural y de los tiempos en que vive. De los tiempos modernos y de los éxitos que en ellos el hombre industrioso ha logrado llegaría a engendrarse una concepción de la marcha del acontecer en un sentido ascendente, en dirección a los siglos modernos y aun al futuro *. De los primeros siglos de la Modernidad, lo que sí se puede afirmar es la formación de esa conciencia de crecimiento, que de ordinario se reconoce con ca­ racteres positivos, pero que no excluye que crezcan también el mal y el vicio, lo cual no sólo en moralistas, sino en escritores de novelas, de teatro, de costumbres, en obras de ciencia, de técnica militar, de economía, es posible reconocer. Un escritor impregnado de renacentismo, que postula una positiva y alta estimación del hombre, aspecto que descubrimos fácilmente en el autor de E l Crotalón, no obstante, pese a sus favorables, exaltatorios comentarios de los nuevos tiempos en

1 D e esta visión porvenirista, que ofrece un signo progresivo, m e he ocupado en m i trabajo «U n hum anism e tourné vers le futur» (Universidad de Tours, 1976), recogido en el volum en de varios a u to ­ res L ’hum anism e dan s les lettres espagnoles, Paris, 1979. Más extensam ente traté del tem a en mi obra A n tig u o s y m odernos. L a idea d e p rogreso en e l desarrollo de una sociedad, M adrid, 1966. He d ich o, otras veces, que esta actitud es propia de la picaresca y no contradice su pesim ism o. A ñadiré aquí una nota más: en E l guitón H o n ofre se afirma que «ninguna cosa hay que se invente y perfeccione de un golpe» (ed. cit., pág. 143).

593

la Ingeniosa comparación de lo antiguo y lo presente, en otras dos diferentes obras el mismo autor escribirá pasajes previniendo contra los torpes vicios que en la épo­ ca cunden, en el plano de las actividades económicas —me refiero a algún pasaje del Provechoso tratado de cambios y contratación—; pero, además, en los mismos diálogos de El Crotalón, dirá que en las fieras hay más verdadero uso de razón que no en los hombres, por lo que merecerían ser más estimadas que éstos2. Naturalmente, cuando los factores de perturbación de la concepción social tra­ dicional, de los cuales iban cargadas las novedades técnicas, económicas, políticas, militares, religiosas, fueron acentuando y ensanchando la crisis de la época, hasta hacerla alcanzar el amplio despliegue de una crisis social3, los sentimientos pesi­ mistas se vieron impulsados y llegaron a convertirse en el aspecto más destacado de la visión contemporánea del hombre y del mundo. «Los hombres tristes» de las últimas décadas del siglo xvi y primera mitad del x v i i —la expresión es de L. Febvre— tienen por base una cosmovisión, en la que se comprende una antropología fuertemente pesimista. Los caracteres de acritud, dureza insensible, hostilidad, agresividad, etc., que tanto se encuentran en relaciones de lo que —siempre provi­ sionalmente— aceptaré llamar «vida real», como también abundan en las más representativas producciones de la literatura de la época, forman la imagen de la misma. En la primera mitad del siglo xvn, un verso de Plauto, que había quedado disimulado a lo largo de sus comedias, cobra de pronto una tremenda vigencia: homo homini lupus. Luque Fajardo, Hernando de Villarreal, Gracián lo repiten. El mismo año en que aparece la parte de El Criticón en que se inserta, se publica el Leviatan, de Hobbes, desde cuyas páginas se esparcirá por toda Europa. Es la épo­ ca de la melancoly, del chagrin, del «desengaño». De la «melancolía» hace men­ ción repetidamente Marcos de Obregón, atribuyéndola a la ociosidad4. A

g r e s iv id a d y a g r e s ió n

. E

x a l t a c ió n in d iv id u a l is t a

Y PESIM ISM O E N LAS REL A C IO N ES D E C O N V IV EN C IA

Esa sociedad de los «émulos», enfrentados en sorda guerra interindividual, es la que da su aspecto de particular violencia al Barroco español. ¿Acaso no llamó la atención Weisbach sobre el hecho de que la representación de hechos y personajes en la obra de Ribera se realice sin compasión?5. Y pienso yo que no es sólo Ribera de quien se puede decir esto. ¿No es de Poussin el San Erasmo del Museo Va­ ticano? Francisco Santos piensa que «no hay animal, en cuantos la naturaleza crió, más atrevido, más ciego y pertinaz y perverso que el hom bre»6. Como ya otras ve2 Ed. cit. de E l C rotalón, pág. 36. Otras referencias de este autor, b ajo los aspectos de su preferen­ te valoración de lo m oderno sobre lo antiguo, en mi obra citada en la n ota anterior. 3 Tal es el esquem a que he propuesto en mi libro L a cultura d e l Barroco, y en mi artículo «In­ terpretación de la crisis social del siglo x v n en los escritores de la ép oca», publicada en el volum en Seis lecciones so b re la E spañ a d e l Siglo de O ro, «H om enaje al profesor Marcel B ataillon», Universidades de Sevilla y Burdeos, 1981. 4 Edición de María Soledad Carrasco, t. I, pág. 189. 5 E l B arroco, arte d e la C on trarreform a, traducción castellana, Madrid, 1948, pág. 271. 6 D ía y noche de M a d rid , edición de «Costum bristas españoles», t. I, pág. 344, y en B . A . E ., to ­ m o X X X III, pág. 441. Otras diferentes declaraciones de este tono se pueden ver en mi obra L a cultura d e l Barroco.

594

ces he reunido testimonios de este tipo, incluidos algunos tomados de la picaresca, recordaré ahora otro que no he utilizado y que aparece en la menos violenta de las narraciones de este carácter; su autor, sin embargo, no siente empacho en decir­ nos: «son los hombres de tan ruin condición». Ésta es una frase del Marcos de Obregón. Y el propio Espinel nos revela una creencia muy firme y extendida que daba pasto a la visión pesimista general del ser humano: «todos los animales de una misma especie se llevan bien entre sí, salvo los hombres y los perros»7. La consideración de esta que se juzga peculiar y penosa característica del humano, la agresividad intra-especie, era una de las cosas que más alarmaban y encendían el pesimismo de los moralistas y a ello responden los autores de novelas picarescas. Ninguna explicita tanto la consideración de tan adversa experiencia como el Guz­ mán de Mateo Alemán, aunque no deje de estar latente en las otras. Guzmán, en el retrato moral de los seres animados —en un constante juego de anverso y rever­ so en el lenguaje—, hace esta tajante declaración: «que un lobo a otro nunca se muerde», mientras que los hombres sí. Y aún es más rotunda su afirmación en otro pasaje, donde trata de dar una explicación naturalista de tal rareza: «que las cosas de diversas especies tengan esto (es decir, un odio natural entre sí) no es m a­ ravilla, porque constan de composiciones, calidades y naturaleza diversa»; pero re­ sulta increíble entre «hombres racionales, los unos y los otros de un mismo barro, de una carne, de una sangre, de un principio, para un fin, de una ley, de una doctrina, todos en todo lo que es hombre tan una misma cosa»8. Los cultivadores de la etología, en nuestros días, nos han dado cuenta de que la agresión no funciona así y su explicación —que ellos han reducido prudentemente a los animales, con los cuales han realizado sus experiencias—, no obstante y sin que incurramos, creo yo, en ninguna extrapolación abusiva, nos inspira una mejor comprensión de lo que acontece en el proceso de desencadenamiento de la agre­ sión. Aunque ello pueda juzgarse absurdo, desde la visión moralista tradicional, en cambio, resulta más explicable desde la visión sociológica de la que hoy pode­ mos disponer. Y ello nos ayuda a entender mejor el mundo de la picaresca en algu­ nos de sus aspectos más característicos y más problemáticos. Según un etólogo eminente, K. Lorenz, la agresión entre individuos dentro de la misma especie es, con mucho, la más frecuente y grave, mientras que la agresión desde fuera de la especie es lo raro y excepcional: el individuo mantiene con cerrada defensa su biotopo, su espacio vital, algo así como el ámbito que le es necesario para realizar­ se. En consecuencia, la amenaza no viene de animales de otra especie que de ese mismo espacio se sirven, de modo y sobre recursos muy diferentes que no agotan las posibilidades del primero. La amenaza mayor viene, no del enemigo que ataca en busca de alimentos, impulsado por el hambre, sino que procede del competidor que busca en un espacio lo mismo que aquél9. La competencia con ese otro de la 7 E d. c it., t. I, pág. 225, y t. II, pág. 186. 8 E dición de R ico, pág. 234. Véase en esta m ism a edición, la página CVI de la «Introducción», donde recoge el profesor Rico pasajes similares de A lem án, sacados de su San A n to n io d e Padua. 9 S o b re la agresión, el p re ten d id o m al, traducción castellana, Madrid, 4 . a ed ., 1976, págs. 32-33. Sin em bargo, más adelante Lorenz escribe (pág. 40): «El peligro de que en una parte del biotopo d isp o ­ nible se instale una población dem asiado densa, que agote todos los recursos alim enticios y padezca ham bre, m ientras otra parte queda sin utilizar, se elim ina del m od o m ás sencillo si los anim ales de una; m ism a especie sienten aversión unos por otros. Esta es la m ás im portante m isión, dicha sin adornos ni

595

misma especie que reúne medios de valer más, en el ámbito en que puede moverse, es igualmente la que impulsa al picaro. Siguiendo los caracteres de su propia épo­ ca, en lo que tanto ha insistido Tonnies, entre los comerciantes (no en balde es mercader Guzmán en algún momento, y también Alonso, y en cierto modo Teresa, Elena, etc.), entre los políticos, y semejantemente entre los picaros, todos ellos, respecto a los personajes de su mundo a los que acometen, hay más bien una rela­ ción de competencia10. De esa hostil concurrencia nos dio una vivaz e interesante estampa Vélez de Guevara: «ya comenzaban en el puchero humano de la Corte a hervir hombres y mujeres, unos hacia arriba y otros hacia abajo y otros de través, haciendo un cru­ zado al son de su misma confusión [...], trabándose la batalla del día, cada uno con designio y negocio diferente, y pretendiéndose engañar los unos a los otros, le­ vantándose una polvareda de embustes y m entiras»11. La batalla del día; un Bosco del siglo x v i i hubiera podido titular de esta mane­ ra un cuadro en el que se representara —como Jerónimo Bosch lo hizo en El carro de heno, apoyándose en una visión teológico-medieval de la vida— el panorama de la sociedad de los vivos en tiempos del Barroco. Para los picaros era, en fin de cuentas, la única preocupación: librarse de las armas de apresamiento o captura con que se les acechaba por parte de señores y agentes de la justicia y, por su par­ te, emplear los recursos de muy variada clase de que disponían, los cuales les deja­ ran expedito el camino para alcanzar fraudulentamente su medro. Los escritores moralistas, los que nos dan noticias y hacen la crítica de las cos­ tumbres de la época, los escritores políticos y muy en especial los que presentan conexiones en la línea del tacitismo, nos han dejado un abundante repertorio, quizá un tanto monótono, de los males del mundo, de las malas artes y arteras tra­ zas de que los humanos hacen uso para darse entre sí esa batalla, que si las más de las veces es incruenta, no deja por eso de hacer caer víctimas dolientes. Fernández de Ribera, por ejemplo, un costumbrista moralizador, dice bien a las claras: quien no ande advertido, guiándose de la razón, en el mesón del mundo (imagen, tam­ bién al estilo del Bosco, del espacio vital de la especie humana), «él, dará en manos de quien le engañe para destruirle», y se pregunta a sí mismo, «¿quién no tiene no­ ticia hoy, desde que comienza a caminar, de las trampas, de las cautelas, daños y riesgos de un Mesón y del M undo?»12. Un tacitista, Setanti, discurrirá por las mis­ mas vías del anterior: «está ya lleno de trampas y de engaños el trato hum ano»13. rodeos, que cum ple la agresión para la conservación de la especie.» E sto parece contradecir lo que ha dicho unas páginas atrás. Es posible que en el «m undo circundante» del anim al —concepto que puede equipararse al de b ió to p o — no haya m ás recursos a disputarse que los alim enticios y de procreación. Sin em bargo, en el entorno social hum ano el repertorio es m ucho mayor: riqueza, poder, prestigio, ran­ g o , honor, am or, com odidad —de lá que tanto y con tal am plitud de concepto, se habla en la picares­ ca— , todo lo cual puede ser objeto de disputa en la lucha social. Y o, claro está, no entro más a fondo en el terreno de la etología, que m e es ajeno, y no op to por las ingeniosas y brillantes tesis de K. L o ­ renz, ni tam poco por las de otros etólogos que las han discutido (A . M o n t a g u , L a naturaleza d e la Agresividad hum ana, traducción castellana, M adrid, 1978). Lo único que pretendo es tom ar inspiración de lejos en el m odelo que aquéllos proporcionan y que hace inteligibles ciertos fenóm enos de agresivi­ dad en el plano de la vida de los picaros, tan acentuadam ente agresivos. 10 T óN N iE S, S o cied a d y C om u n idad, traducción castellana, Buenos Aires, 1947. 11 Edición de V albuena, pág. 1647. 12 E l m esón d el m undo, edición de 1979, en págs. 86 y 106. 13 A v is o s y centellas, B. A . E ., t. L X V , núm . 16, pág. 527.

596

Son incontables las declaraciones de tono semejante que se podrían recoger. De al­ gunas más he dado noticia en otros estudios míos. De otras tendré ocasión de ser­ virme más adelante, mostrándolos por el lado de algún matiz especial. Incluso, el teatro acoge esta versión pesimista del hombre, al trasluz de sus re­ laciones sociales en la época, sólo que cuando se encuentra en la picaresca, como en los políticos tacitistas, es para advertir de los peligros y poder salir favorable­ mente adelante, mientras que en el teatro se denuncia para hacer ver que las altera­ ciones intra-sociales, como las que aí presente se producen, como cualesquiera otras, son siempre desfavorables y es mejor evitarlas. Tal es el sentido del tópico en Lope: «en esta edad es discreto, el que más al otro engaña, el que vende, el que enmaraña, el que no guarda secreto, el cambiador, el logrero, el que hace la mohatra, el que al dinero idolatra el chismoso, el chocarrero...», etc., etc.

(La prueba de los amigos.) Claro está que cuando se habla de los que, de alguna manera, se descubren in­ cursos en desviación, la agresividad que se les atribuye sube de punto. Es, entre otros, el ejemplo de los tahúres, tal como lo condena en su comedia Mira de Amescua: partiendo, como bien señala V. G. Williamsen, de la idea expresada en los versos: «en la casa del tahúr poco dura la alegría», el autor desarrolla una compleja e ingeniosa trama en la que se ve cómo la pasión del juego arruina, deshonra, enfurece y convierte en loco y desatinado al jugador empedernido que no tiene un momento de tranquilidad y alegría. Su desarreglo moral y afectivo, que podría haberle llevado al caballero protagonista hasta prostituir a su esposa, sólo es salvado por la providente vigilancia del padre, la honestidad de la esposa, la fidelidad de un sirviente y la circunstancia de que las mujeres de la casa en don­ de se reúnen a jugar llegan a aceptar ligerezas peligrosas, pero no se llega a las m a­ las artes del vicio (La casa del tahúr). Atendamos ahora a Luque Fajardo: para és­ te, entre los jugadores y sus cómplices «nadie trata verdad en hecho ni apariencia, todo es maquinar engaños y cómo darse muerte en el dinero, principio y funda­ mento de muchos infortunios»14. El autor lleva el tema hasta una condenación amplia, tan extendida que se formula en una declaración general de severo pesi­ mismo referido a la común condición humana: «Gente que con tal industria se sus­ tentan, viviendo de baratos con usura, notable perdición es la suya y extraña ruina la de los tahúres, condición perversa del hombre que a su semejante consume, destruye y mata» 1S. Ello inspira a Luque una adversa estimación de las posibilida­ des de éxito que la época ofrece, la cual bien podía influir alentando a picaros y otros tipos de conductas aberrantes: «hoy en día se amparan y favorecen tablaje­ ros, coimeros y otras gentes que viven del vicio, lo cual levanta la esperanza del 14 Fiel d esen g a ñ o ..., t. II, pág. 24. 15 O b. cit., t. I, pág. 156.

597

que marcha por camino torcido, y así sucede entre ellos bien al contrario de los virtuosos, prueba manifiesta del poco caso que en estos tiempos miserables se hace de la virtud»16. Pienso que tiene razón Casalduero. Partiendo de ese planteamiento —y esto es un supuesto que yo creo hay que recalcar: la referencia a unas bases en la concien­ cia de la época que fundan la actividad del personaje picaresco—, hay que recono­ cer que «el. punto de vista picaresco consiste en creer que la maldad y la crueldad de la vida no pueden ser superadas y que, por tanto, es necesario combatir la mal­ dad con la maldad, con crueldad la crueldad»l7. Yo matizaría que, más que com­ batir la maldad o la crueldad, se trata de utilizarlas. En Honofre el verbo «aprove­ char», es uno de los que más significativo papel tienen en su uso, y en algún mo­ mento advierte: «no sabe mucho el sabio que no se puede aprovechar a sí mismo»17bis. Mi parecer, como ya he dicho, es que no es la idea de un «pecado original» te­ ológicamente explanada la que inspira el pensamiento de la novela picaresca. Hay alguna referencia que puede interpretarse en tal sentido, es decir, como directa transgresión de un precepto divino, sobre todo en el Guzmán de Juan Martí, en el Alonso, mozo de muchos amos, de Jerónimo de Alcalá (ya he señalado en esta úl­ tima obra la explícita oposición entre picaresca y Evangelio, al presentar al picaro como un directo transgresor de la prohibición evangélica de servir a dos amos). Quizá alguna línea del auténtico Guzmán de Alfarache guarde un eco de doctrinas religiosas cristianas recibidas. Pero tal como se produce en la novela, por sus causas, por sus efectos, por sus manifestaciones, por su final, aparece como pro­ ducto de un pesimismo antropológico secularizado, aunque pueda servirse de imá­ genes religiosas en su origen. Así entiendo la formación del picaro como ser agresi­ vo. A lo sumo, algo parecido a lo que A. Montagu ha dicho hoy, relacionándolo con la figura del hombre dominado por instintos de violencia, de muerte (sin em­ bargo, los etólogos que él combate no hablan de instintos, según las tesis «agresivistas» del presente). Recuerda Montagu algunos textos: el Salmo 51-5: «fui for­ mado en iniquidad y en pecado me concibió mi madre»; o en el Nuevo Testamen­ to, conforme a la línea paulina —tan diferente del mensaje de Jesús—: «en su car­ ne no habita nada bueno [...] el pecado habita en él». Según Montagu, el pensa­ miento de un K. Lorenz o R. Ardrey procede de esa raíz judeo-cristiana, claro está que trasladada a un plano biológico, puramente natural18. Esa concepción «bes­ tial» del hombre (algún escritor barroco, Francisco Santos, se disculpa por compa­

16 O b. cit., t. I, pág. 181. 17 S en tido y fo r m a d e las novelas ejem plares, B uenos Aires, 1943, pág. 81. Casalduero añade: «el picaro contem pla la vida exactam ente desde el punto opuesto al del aristócrata, al del caballero cris­ tiano». M i opinión es que ni en la picaresca ni en la realidad se pueden superponer la m oral del aris­ tócrata y la del caballero cristiano. P ese a tantos m anuales sobre esta últim a, nunca una m oral ha esta­ do m ás alejada en su práctica, respecto a su form ulación doctrinal, que la de la sociedad nobiliaria en el siglo x v n respecto a la moral evangélica. Llegó a pensar que ni siquiera la m oral burguesa del si­ glo XIX se le puede comparar. 17 bis E d. cit., pág. 101. 18 L a n aturaleza d e la agresividad hum ana, ya citada, págs. 38-39. Se refiere a la obra de R. A r d r e y , L a evolu ción d el h om bre: la h ipótesis d e l cazador (edición inglesa, 1976), traducción cas­ tellana, Madrid, 1978.

598

rar con los cerdos al humano)>9, esa concepción tiene, sí, un arranque teológico —algo parecido a lo que se ha dicho de la presencia secularizada del mito del «reino del Padre» en el marxismo—. Pero se trata de una versión moderna, en la del Barroco, que se ofrece en referencia a un mundo terrenal, a cualidades, com­ portamientos, relaciones secularizadas. Ciertamente, se ha citado alguna vez —y no ya como manifestación del pesimismo de la violencia en el Barroco, sino como lejana anticipación del «agresivismo» actual— el antecedente de un teólogo inglés protestante del siglo x v i i , Richard Baxter, que escribió estas líneas: «de todas las bestias, la bestia-hombre es la peor para otros, y, para sí mismo, el enemigo más cruel»20. Sin embargo, obsérvese que la teología católica, que es la que tenía que haber influido en España, rechazó siempre el pesimismo en la concepción de la na­ turaleza humana, bajo la necesidad de mantener la tesis del carácter reformable de esa naturaleza, del libre albedrío y de los méritos de la Redención por Cristo. Esos mismos teólogos, al descender al plano de la moral, son severamente pesimistas, sin embargo. Por consiguiente carece de sentido ligar el pesimismo barroco y su versión agresiva, tal como se dan en la novela picaresca, a una base teológica. Sos­ tener que el hombre siempre busca la virtud y que el picaro siempre acaba arrepin­ tiéndose y volviendo al bien es inútil y además falso. Inútil, porque, de todos m o­ dos, ahí quedan las tremendas declaraciones sobre la perversidad del hombre, in­ dependientemente del «buen fin» que a un autor se le ocurriera darle a su persona­ je. Y es falso porque una ocurrencia de este tipo es rarísima y en alguna obra se­ cundaria: no hay tal reforma en el complaciente y aprovechado Lazarillo, confor­ mándose con un repugnante proxenetismo; no lo hay en Guzmán, a pesar de lo que se diga, si advertimos que él llama arrepentirse a traicionar villanamente a sus compañeros de galera para aprovecharse de su mal; no lo hay en El Buscón, lo que se encarga ya de advertírnoslo el propio Quevedo; no lo hay en la picara Justina; ni en la cruel, hasta el final, Teresa; ni en el segundo Lazarillo, etc. Sólo queda, a lo sumo, el caso del Donado hablador, Alonso. Habituémonos a pensar que en Es­ paña, los teólogos, en el siglo x v i i , iban por un camino; los que hablaban de cosas de los hombres, en el despliegue de la vida terrenal, por otro. En el régimen de la Monarquía católica, se vivía sobre un planteamiento de doble verdad; por lo me­ nos, de doble moral. ¿De dónde, pues, pudo salir esa «amarga condición de la vida humana sobre la tierra» de la que habla A. San Miguel, con especial referencia a Guzmán? 2I. ¿De las variaciones, de las sucesivas depreciaciones de la moneda de vellón —moneda de los pobres— y de las agobiadoras fases de inflación que se producían, en conse­ cuencia? Desde luego es éste un importante factor22; pero no es el único, aunque 19 «P erdone el ser hum ano, que le he de com parar al puerco, pues es el anim al que aun cuando está com ien d o, está m urmurando y gruñendo», D ía y n och e de M adrid, B. A. E ., t. X X X V III, pág. 408. Creo que se trata de un tópico, sin duda procedente de la antigüedad. En e l C rotalón, de C. de V illa­ lón, leem os que un personaje griego, llam ado G rillo, fue convertido en puerco por una m aga en la isla de Candía y cuando pudo volver a ser hom bre, «tanta ventaja halló [...] en la naturaleza de puerco y tanta m ejora y bondad, que escogió quedarse así y m enospreció volverse a su natural patria» (edición de A . R allo, págs. 104-105, y edición de A . V ian, II, pág. 35). 20 R ecogido por A . M ontagu, en su obra citada, pág. 53. 21 S en tid o y estructura d el «G u zm án d e A lfarach e», de M a teo A lem án , M adrid, 1971, pág. 188. 22 D esde 1966 hice pública mi tesis (que introduce, en efecto, com o uno de los factores de auge de la n ovela picaresca, las alteraciones de la m oneda de vellón) en unas conferencias pronunciadas en dich o

599

todos se entrelacen. Por eso yo prefiero ampliar el radio de la motivación en lo que todos se juntan y dar un enunciado más general. A mi entender, deriva del profundo sentimiento de malestar, propio de una crisis social, surgido en el amplio campo de las relaciones de inserción del individuo dentro del complejo de la so­ ciedad a la que en las décadas mencionadas se siente, a pesar de todo, pertenecer, aunque aquélla le mantenga irremediablemente marginado. Se trata de un pesimis­ mo histórico, inspirado por unas circunstancias concretas de insatisfacción, insufi­ ciencia, frustración. Ese sentimiento se proyecta sobre la sociedad en la que se está instalado, puesto que el hombre del 1600, alentado por las energías que impulsara el Renacimiento, se considera con fuerzas y con méritos para llegar a su meta. Y esa manera de sentirse inmediato y a la vez desasistido de los demás suscita en él la convicción de que todo su fracaso y su malestar se debe a que los demás están contra él. Por tanto, los demás son enemigos, y sólo se puede mantener con ellos una relación de sorda hostilidad. Esto pone de relieve que lo que sucede básica­ mente es que los demás son malos, los hombres con quienes se tropieza son de ruin condición. Una experiencia ampliada en relación con las perturbaciones que por todas partes se aprecian (las cuales, con la capacidad estimativa al uso, se juzgan tan sólo por referencia a sus efectos desfavorables), una experiencia, pues, proyec­ tada sobre el conjunto de la vida en común, de los trastornos provocados por los cambios sociales (que no cabe reducir a cambios económicos), se revela en ese ge­ neralizado pesimismo, socio-antropológico en su último nivel. Es cierto que en Guzmán hay algunas referencias a una cosmovisión con tinte de cristiana, o mejor, que era considerada como tal. Y a tal efecto recordemos el pasaje algunas veces citado: «No se espere mejor tiempo ni se piense que lo fue el pasado. Todo ha sido, es y será una misma cosa. El primer padre fue alevoso; la primera madre, mentirosa; el primer hijo, ladrón y fraticida»23. Sin embargo, el pesimismo moral que en ocasiones aflora, no llega a penetrar en la esfera de la teología. Ese pasaje de Guzmán está en pugna con la doctrina que sienta el decreto De Justificatione del Concilio tridentino. Si, por otra parte, el pesimismo de Guz­ mán no hay que buscarlo en lugares como el citado, se encuentra en su proceder, en su constante actitud de aprovechamiento egoísta y agresivo, en su conducta atenta siempre a recibir y a devolver el ataque. Ha llegado a sostener Molho que la ética del picaro de Alfarache es, más que la de un moralista, la de un teólogo que contempla este proceso como una marcha común y general, que está en el destino del hom bre24. Por el contrario, las palabras de Guzmán, como tantas similares que se escriben en la época, son profundamente discrepantes de la doctrina oficial de la Iglesia, tal como quedó fijada en Trento; recordemos que en la liturgia de la misa, en el centro de la misma que, oficialmente, insisto, se llama liturgia eucarística, se año en la «E cole pratique de Hautes Etudes. Sixièm e section», por invitación del profesor F. Braudel. R ecogió esta referencia E dm ond C r o s , en la bibliografía de su obra P ro tée e t les gueux, Paris, 1967; el profesor A . del M onte (en la traducción castellana de su obra Itin erario de la n ovela picaresca españo­ la, Barcelona, 1971, nota 320), sobre la base de un breve resumen que a petición suya le envié, me atri­ buye ligar la picaresca «inseparablem ente a la crisis del vellón». Quisiera aclarar que no pretendo poner la novela picaresca y su evolución directam ente en conexión con las alteraciones del vellón, sino con la crisis social de la que estas últimas fueron una causa muy eficiente. 23 Edición de R ico, pág. 355. 24 M o l h o , In trodu cción a l pen sa m ien to picaresco, traducción castellana, Salam anca, 1968, pági­ nas 95 y 96.

600

lee esta declaración sobre la naturaleza humana: Deus qui humanae substantiae dignitatem mirabiliter condidisti et mirabilius reformasti. Creo sinceramente que no pudo haber un teólogo (ni siquiera en la línea de la ascética) que sostuviera doctrina tan opuesta a la propiciada por la Reforma católica tridentina y que hi­ ciera suya tal tesis. La idea de un insuperable destino del hombre al mal y a la con­ denación no sólo es ajeno a los teólogos, sino que incluso el teatro, en cuanto que medio de propaganda del sistema, con Tirso de Molina y Calderón, se encargó de combatirlo. Y, ¿por qué? Sencillamente, porque ante el entenebrecimiento de las perspectivas sobre el hombre, conforme a la descomposición ideológica que avan­ zaba entre las gentes, como consecuencia de los penosos efectos de la crisis y de la represión violenta, había que dejar abierta una puerta por la que se pudiera pe­ netrar en el campo de la integración social, haciendo servir así a los intereses de los dominantes —laicos y eclesiásticos— el recuerdo de una doctrina tan ligada a los dogmas de la creación y ulterior redención del hombre. No obstante, es cierto que, llevados del frenesí persecutorio de la época y aceptando esa condenación previa de la criatura humana que la poco menos que insalvable visión pesimista llevaba consigo, son muchos, como llevo dicho, los que siguieron una carrera de violencia para ver quién formulaba una opinión más execrable sobre la condición del ser hu­ mano. Tal vez se encuentre en esta línea algún teólogo —pienso, por ejemplo, en Jerónimo de Gracián—; pero esto se daba en sus escritos políticos o de crítica del estado de la sociedad. Es más, la tolerancia que hubo en esto —he dicho alguna vez— permite entender que el siglo xvn haya sido probablemente la época de más bajo nivel de cristianismo en la Iglesia y también en la sociedad de los poderosos. De todos modos, frases de tan extremada desvaloración de la naturaleza humana no se podían decir en nombre de la teología. Si del Guzmán se hubiera podido ha­ cer una lectura teológica, conforme a la tesis que le atribuye el profesor Molho, la Inquisición hubiera intervenido, pienso yo, y la novela no se hubiera salvado de una formal prohibición. Insisto en que, para mí, el proceso es inverso al que ha sido expuesto al querer seguir una línea de inspiración teológica. Es en una experiencia negativa de la con­ vivencia en la sociedad de la época en la que se halla el origen de la cuestión; es además, o mejor, derivadamente, una posterior proyección de ese sentimiento, atribuyéndole una mala condición y pérfida agresividad a la sociedad toda en ge­ neral, y de ordinario a cada uno de sus miembros; es, finalmente, una proyección contra la natural y universal condición humana: tales son, pienso yo, las fases de ese proceso de ampliación del pesimismo que acaba confiriéndole un alcánce antropológico, buscando apoyo en algún pasaje del Antiguo Testamento, pero sin utilizarlo teológica y dogmáticamente. Por eso, se da en los escritores literarios, políticos, moralistas, que parten del hombre y tal vez, llevados por el recuerdo de una doctrina que les impregna —como a toda Europa en el siglo—, se acercan a un mensaje bíblico anterior a la Ley Nueva. Moralistas como B. Gracián, novelis­ tas como M. Alemán, pronuncian sus condenaciones pesimistas, en las que queda siempre una ambigüedad sobre el alcance histórico o escatológico de tal pesimis­ mo. Recordemos que en el Guzmán es clara y reiterada la actitud de partir de su ex­ periencia de los hombres y con frecuencia dar a sus palabras una dimensión que, un tanto ambiguamente, no va mucho más allá de referirse a los hombres de su tiempo. Guzmán puede confesar que de cuantos hombres trató «siempre me deja­ 601

ron el corazón amargo»25. De ahí, puede permitirse generalizar, sin que la Inquisi­ ción lo considere más que como un desahogo, vacío de pretensiones doctrinales sobre el destino del hombre. Quizá el más arriesgado en este punto sea Quevedo en su Buscón, como en tan­ tas otras de sus obras. De E l Buscón ha sostenido Leo Spitzer: «la desilusión ob­ tenida por haber sacado a luz la animalidad del ser humano está presente en todo el libro»26. Sin embargo, hay que observar que si el duro tono ascético de Quevedo le mueve a insertar severas estimaciones sobre el natural humano, no proceden és­ tas de lecturas bíblicas precisamente, sino de fuentes clásicas —cualquiera que sea su discutible filiación senequista—; pero, sobre todo, resulta obvio, para todo lec­ tor un poco atento de Quevedo, el peso de la situación histórica en las más de las obras del autor, incluso en aquellas que terminan con planteamientos moralistas; una situación que para él simbolizan Olivares y Richelieu, la situación de una so­ ciedad que le tuvo tan ferozmente preso en la fría y angosta celda de San Marcos de León, durante tantos años. Es como respuesta a un acto hostil que sigue a otros de la misma clase soporta­ dos por el picaro, como nace y se desarrolla su propia tendencia agresiva. P o rta n ­ to, tiene un origen concreto y circunstancial —por consiguiente, histórico—, y no intenta justificarse en tanto que consecuencia de una participación en la general unidad humana. Es más, en los picaros de relevante significación, sus ataques se producen ante la conciencia de la actitud de quienes en su específico caso le rodean y procede de las condiciones de insuficiencia o de frustración en que los integrados ven colocado al joven desplazado. Figuran entre esas condiciones: falta de riqueza, infamia familiar, desasimiento y marginación respecto a los demás, todas las cuales son condiciones de origen social. Coincido plenamente con la tesis de R. Denker, «las frustraciones históricamente variables y provocadas por la so­ ciedad producen en el hombre formas cambiantes de agresión»27.

C

a r á c t e r s o c ia l d e l a a g r e s ió n

Los

. L

a in c l in a c ió n a l a v e n g a n z a

.

lím ite s d e l a v io le n c ia

Cuando Bataillon observaba que el picaro comete más bien estafas de honra que de riqueza, aparte de que son difíciles de separar ambos aspectos, hay que te­ ner en cuenta que el hecho de que se potencie en la época la agresión por la frustración de honra se debe al régimen socialmente impuesto de que la honra sea condición previa y manifestación final de poseer los otros valores sociales. Es po­ sible que, como sostuvieron los autores de la escuela de Yale (J. Dollard y otros), la frustración se produzca como un estado interno en el individuo, al tropezar éste con un obstáculo que se opone a la satisfacción de un placer o a la evitación de un dolor, logros que aquél persigue en su conducta. La relación frustración-agresión, en el sentido de que la primera desencadena la segunda y la segunda responde a un sentimiento de la prim era28 (relación que es paralela a la de meta-desviación, aun25 26 27 28

Edición de R ico, pág, 584. L ’a rt d e Q u evedo dan s le «B uscón», pág. 56. E lu cidacion es so b re la agresión, traducción castellana, Buenos Aires, 1973, pág. 195. Las form ulaciones teóricas de la escuela de Yale son resumidas y com entadas por R. Denker en

602

que no se identifiquen y se fundan), tal como este enlace fue enunciado por la mencionada escuela, da explicación de muchos casos del comportamiento picares­ co. Si al abandonar su casa el muchacho creía hallarse ante un mundo favorable y acogedor, ya picaro se siente frustrado al comprobar que las condiciones de su in­ serción en el grupo humano le cierran muchas de las posibilidades a las que as'pira; en una segunda fase, a la agresión que para salvar esas condiciones se lanza (robo, engaño, fraude, etc.), le sigue una nüeva frustración, la cual, en carrera continua y alternante, va seguida de nueva agresión, hasta quizá un final hastío o un total vencimiento. El proceso está muy bien recogido en El guitón Honofre; el joven­ zuelo, harto de los malos tratos de su tutor y de la endiablada vieja a su servicio, escapa en tal estado de ánimo que peripecias sucesivas le hacen llegar a la conclu­ sión de que no hay mayor satisfacción, contra la inmisericordia ajena, que la venganza29. Los que no ven este proceso reactivo que lleva a la agresividad parecen querer inducirnos a considerar la de los picaros como una especie de moral «japonesa» en virtud de la cual, los rechazados, los sin honra, los «mecánicos» incursos en tacha legal de deshonor, los conversos sin recursos para superar por soborno las pruebas de limpieza, etc., irían a presentarse en su abyección impuesta, decretada desde fuera, ante las clases honradas para hacerlas sufrir el espectáculo de su derrota. No, la posición suya es la rencorosa impotencia de los que injustamente y por la aplicación de la violencia legal contra ellos se ven negados. Ellos son «deshonra­ dos», pero su tesis es que todos lo son, ya que las pretendidas honras de las que los privilegiados hacen gala constituyen, no ya una apariencia (como pueda decirse de los objetos representados por el mundo de los sentidos), sino que son una mentira. Por consiguiente, no es verdad lo que se proclama, para adormecer a los de abajo, con palabras de un ascetismo banal; no es que todos jueguen un papel aparente —como insisten en reconocer tantos escritores conformistas— que al final acaba igualmente para todos, sino que todos mienten y la sociedad entera .es un régimen convencional de lucha disimulada por la mentira. No se trata del engaño a los ojos, surgido de una condición esencial de la realidad, sino del engaño pragmático de la trampa circunstancial que hiere a los que la sufren y va en ventaja de quienes la practican, por lo que hay que procurar colocarse del lado de estos últimos (y empleo «circunstancial» no en un mero sentido ocasional, sino en el de ir ligada a la circunstancialidad cambiante de los tiempos). La frustración, quizá no necesariamente, pero sí en muchas ocasiones y, entre ellas, en las ocasiones que muestra la picaresca, produce la agresión, bien para procurarse medios de superar aquélla y lograr la meta por ese conducto desviado, o bien para hacer ver a los poderosos que esa derrota ha sido provisional y al picaro le sobran fuerzas y recursos para recuperarse de tal fracaso. Recuerdo una interesante observación de A. Adler: «un individuo puede llegar al hurto tan sólo para eludir el descubrimiento de una supuesta ineptitud»30. En una sociedad en la que la recompensa en el más allá se ha debilitado, en una sociedad «exenta de su obra citada en la nota anterior, págs. 47 y ss. Los teóricos m encionados han m antenido la tesis de que toda agresión responde a una frustración, aunque la inversa n o sea siempre cierta, es decir, no tod a frustración provoca agresión, sino que la respuesta puede tomar otras vías. 29 Ed. cit., pág. 52. 30 C o n ocim ien to d e l h om bre, pág. 177.

603

dioses» —como detectó Ortega, a través de la pintura de Velázquez—, el éxito so­ cial se convierte en la meta suprema y al excluir de aquél a una serie amplísima de individuos, algunos de éstos, sintiéndose frustrados, responden con la agresión de una desviación despiadada. Por eso, esa respuesta agresiva del picaro toma un carácter —es lo que me inte­ resa subrayar— que refuerza la naturaleza social del conflicto. La «agresión» del picaro frecuentemente es «venganza», una venganza que para el picaro es una re­ compensa satisfactoria: «¿cuál hay mayor venganza que poder haberse vengado?», comenta en algún momento Guzmán31. Con su habitual triunfalismo, que procede siempre de una agresión lograda, reconoce Justina: «verdaderamente, la ufanía de un vencimiento es ciega»31 bis. Recordemos la frase citada páginas atrás de Ho­ nofre. Las palabras venganza, vengarse, vengado, etc., aparecen en ocasión de casi todos los episodios de Guzmán, de Justina, de Pablos, de Teresa, etc., como apa­ rece con frecuencia también la palabra «miedo» —cuyo papel ha sido señalado por Claudio Guillén—, ese temor del picaro al mundo en torno y a verse, por causa de su hostilidad, hundido en el fracaso. Venganza, pues; en lugar de ofrecer la otra mejilla, responder al enemigo con armas más devastadoras, y así lo hace no sólo el picaro Guzmán, sino los clérigos que llegan de Sevilla (frente a la evangélica renuncia, la aceptación de la actitud que Nietzsche calificaría de «resentimiento» y Freud como manifestación de un «principio de realidad»). Es más, si el picaro, llegado el caso, pospone la vengan­ za, no es sino para alcanzarla después más satisfactoria, más plenamente. Como ha sostenido Carroll B. Johnson, tengamos en cuenta que el principio del selfcontrol tiene una significación central, por ejemplo, en la moral de Guzmán (o de Justina o Teresa, añadiré yo). Ese autodominio —si no fuera producto de una me­ ra técnica aprendida— podría ser llevado quizá a una interpretación cristiana, pero le arrastra a un pragmatismo fuera de toda instancia ética trascendente, y si Guz­ mán parece orientarlo en el primer sentido y juega con expresiones ambiguas que recuerdan una línea cristiana, es —piensa C. B. Johnson— para acentuar más y darle un giro sarcástico a su disimulada aplicación utilitaria. Todo ello, conforme a un hedonismo de contenido puramente material, que puede empezar siendo una pulsión de miedo, cínicamente confesada, aunque en forma más o menos alusiva, para acabar siendo una pulsión de agresión que mide cautamente sus resultados32. Generalizando —como en cierta medida es lícito— la actitud de venganza que se explicita más claramente que en ningún otro caso en el Guzmán, habría que decir, con C. B. Johnson, que se revela en ello un nexo entre resentimiento y psicología de la compensación. El hecho tantas veces comentado aquí del cierre de accesos a objetivos más elevados provoca en el picaro interiormente un rencoroso movimien­ to de venganza que se personaliza en alguno o algunos personajes singularizados, pero que se dirige contra la sociedad. La novela picaresca deja entrever una positi­ va estimación del rencor como factor en la dinámica social. Se ha querido disminuir el carácter delictivo del proceder del picaro. Cuando el 31 Edición de R ico, pág. 167. 31 bis Ed. cit., pág. 759. 32 Véase C. B. J o h n s o n , In side «G u zm an d e A lfarache», Berkeley, 1978, págs. 70 y ss. E l autor lo interpreta com o un caso de paranoia, en que la agresividad proyecta el m iedo a sí m ism a, en un objeto de su alrededor, ese objeto — que puede ser y norm alm ente es una persona— a la que quisiera destruir (véase pág. 94).

604

propio A, Parker observaba que la palabra delinquent es mucho menos grave en inglés que en francés o en español, reconocía esa limitación a que aludo. Los suyos son tretas y artimañas que mueven a risa y Bataillon ha insistido en que no se da el crimen de sangre. Pero, aparte de que las más brutales violencias (que pueden te­ ner incluso como consecuencia muertes de personas) producen hilaridad en el público cruel del siglo x v i i , y, claro está, entre los personajes de la picaresca, es lo cierto que en muchos casos, aparte de hurtos, estafas, engaños, robos de mayor importancia, hasta con quebrantamiento de los muebles y lugares en que se guar­ dan joyas, ropas, dinero u otros bienes que son objeto de robo, se realizan tam ­ bién actos de violencia corporal que, si no llevan consigo muertes, sí daños mate­ riales dolorosos para quienes los sufren, motivadores de contento en el picaro y más si de indirecta manera él los ha provocado. También los etólogos, en este caso, nos inspiran una solución. No cabe duda de que puede haber un aspecto puramente literario en tal actitud. Pero hay que seguir hasta buscar una explicación que en este caso nos la proporciona un fenó­ meno de significación sociobiológico. Ha sido de nuevo K. Lorenz quien en sus experimentos observó entre los animales que las tendencias de agresión van acom­ pañadas correlativamente de «actitudes de inhibición», sin las cuales la agresión acabaría con la mayor parte de individuos de una especie. De la misma manera, en el picaro se da una inhibición que le hace detenerse al llegar a un nivel de violencia determinado. De lo contrario, desencadenaría una respuesta represiva de la so­ ciedad que acabaría con él o una guerra de todos contra todos que destruiría todo el grupo desde dentro de él mismo. Es lo que advierte Guzmán: hay que medir los límites de la agresión posible: «la tierra es peligrosa; los hombres, atrevidos; las ar­ mas, aventajadas; ellos, muchos; yo, solo [..,]»33. La agresión hay que llevarla hasta el límite en que no destruya al agresor. Y en el picaro, que no lleva armas, que como procedente de la clase baja no las sabe manejar, que por ser de condi­ ción cobarde ha elegido ser picaro y no rebelde o bandolero, que se encuentra sin ayuda posible, la hostilidad armada y la violencia sangrienta no son admisibles en sus circunstancias porque se volverían contra él. Funciona entonces un mecanismo de inhibición que le hace alejarse de la contienda o evitarla. Lorenz ha puesto co­ mo ejemplo de esta actitud la del pavo real, que se conforma con abrir su cola; la del chimpancé, que saca hacia adelante su mentón; la del lobo, que lanza sus aulli­ dos. Como este último, Guzmán dirá de sí: «andaba entre lobos: enseñéme a dar aullidos [...], hice lo que los otros»34; pero tiene la oscura conciencia de que dar dentelladas no puede. Quiero considerar aquí otro matiz que se relaciona con el punto tratado en las últimas páginas. Desde Chandler se viene repitiendo que el picaro ataca de ordina­ rio a individuos de nivel medio y que reserva su respeto para los miembros de los estratos nobiliarios35. De modo general no es válida la observación, desde la acer­ ba crítica del escudero del Lazarillo contra los señores, a la ironía contra cos­ tumbres caballerescas de E l Caballero puntual —a pesar del conservadurismo enérgico de Salas Barbadillo—, a algunas hazañas de Justina o de Teresa, de Ele­

33 Ed. cit., pág. 755. 34 Ed. cit., pág. 297. 35 L a n ovela picaresca en España, ya citada, págs. 92-93 y 115.

605

na, etc. P ero, desde lu ego, son escasas las veces que se produce u na agresión direc­ ta — por v ía de m o fa , estafa, e tc .— con tra los caballeros. Y tam b ién de esto , la in vestigación etológica tiene algo que decir. Lorenz h abla del que llam a «principio de jerarquía social», que se revela, in clu so, en la con d ucta de lo s anim ales: « co m o cada in dividu o se afan a por m ejorar siem pre su p osició n dentro de la jerarquía, entre los in dividu os situados in m ediatam en te encim a o debajo u nos de o tro s, siem ­ pre hay [ya en ese cam po] b astante ten sión y aun hostilidad; en ca m b io, la ten sión se va reduciendo a m edida que dos anim ales están m ás alejados unos de o t r o » 36. C om o la agresividad del picaro se d esencadena por su afán de ascender y co m o la prim era barrera que le rechaza y p rovoca su estado de frustración es la de la capa de los distinguidos m ás m od estos, in clu so ni siquiera estam entalm ente distin­ gu idos, pero que gozan de u na favorab le estim ación social por su riqueza, por su fu n ción p ública, o por sus estu d ios, etc ., contra ellos dirige preferentem ente sus ti­ ros el picaro, lo que no ob sta para que en algunos casos se eleven m ás y alcancen a individuos de estratos superiores. A veces la propia n ovela picaresca prop orciona una exp licación que, co m o tal, no es satisfactoria, pero que tiene su sign ificación para hacernos m edir lo que la violencia de la venganza entraña en aquélla. P or ejem p lo, en el G u zm á n , u n a 1vez m ás, leem os: «Y o hallo por disparate cu an d o para vengarse uno de otro le quita la vida, pues acabando con él, acaba el sentim ien to» 37 (él necesita poder recordar la venganza que, por ejem p lo, ha to m a d o , tan dura y fríam ente, de sus parientes g e­ n oveses, la h um illación y el d olor que éstos estarán sin tien do, para obtener to d a la cruel satisfacción que su acción vengativa le p roporciona). En E l B a ch iller T ra p a za se nos p on e en con ocim ien to de un p ersonaje — que es estudiante de cánones en Salam an ca— , quien, para vengarse de una burla, prepara que se propinen unas cuchilladas a otro; pero advierte a los m alhechores que han de actuar contra la víctim a sin llegar a m atarle, y aquel que encarga tal violen cia, a renglón seguido nos da la razón: «por si llegaba a ser sacerdote no tener que pedir d isp e n sa ció n » 38, con lo que, adem ás, se n os dice a qué nivel de capas sociales descendía la violencia en sus form as m ás con d en ables, al m ism o tiem po que se dirigía una trem enda alusión al estad o m oral del clero. La venganza es un elem en to esencial de la picaresca. A veces pasa por encim a de todos los dem ás, tal es su fuerza; pero de ordinario, se con tien e en los lím ites y se som ete a un principio de d istanciam ien to social, co m o hem os visto. D esde otros p untos de vista, respondiendo a la evidencia del caso, tam bién A . A . P arker ha lle ­ gado a con clusiones sem ejantes relativam ente al B u sc ó n quevedesco: avergonzado en su pueblo, por su n acim iento, y avergonzado en la U niversidad, por su hum ilde p o sició n , P ablos «se desquita de la socied ad hostil declarándole la guerra. Sus a c­ tos son antisociales n o por azar, sin o deliberadam ente. N o anhela só lo ap lausos, sino v en g a n za » 39. Tal vez, sin em b argo, en estas frases alguna expresión sea un tanto excesiva: no es que declara la guerra a la sociedad y tiene im portancia que no se diga así, porque otros m u ch os, en cam b io, sí hacían eso; por ejem p lo, tantos bandoleros co m o en la realidad o en el teatro se echan al m onte para hacer guerra 36 37 38 39

L a agresión, el p re te n d id o m al, pág. 55. Ed. cit., pág. 684. Edición de Valbuena, pág. 1446. O b. cit., pág. 116.

606

contra aquélla. Digamos tan sólo que el picaro la desafía (con su industria, no con armas) y se empeña desde entonces en superar los obstáculos que aquélla le impo­ ne, venciéndola con las artes picarescas y superando la marginación que sobre él pesa, para subir a más. Ante la visión quevedesca en El Buscón de una continua e irremediable degradación del estado del ser humano, con un pesimismo que le se­ ñala un destino execrable: con espantosa inercia, no será capaz de hacer nada para salir. Molho nos habla de un «proceso de cosificación»40; hay que reconocer que es una teoría ingeniosa, pero dado que este concepto tiene una significación muy precisa difícilmente ampliable en Lukács y en ciertas corrientes del pensamiento marxista actual, yo pienso que habría que hablar más propiamente de una tenden­ cia de inhumanidad sin reversión, que procede por eliminación de los lazos de soli­ daridad; en definitiva, de una pragmatización del otro. Hay una continua repetición en la escena de la época, de actos de ataque y de venganza. La gente del siglo x v i i los veía sucederse alrededor, testimoniados, ade­ más de por su experiencia personal, por las noticias de la vida en torno dadas en los Avisos y Relaciones, en los que constantemente se reiteraba la mención de muertes, robos, ejecuciones brutales en público, etc., actos cuyo relato —en este caso, ficticiamente montado— constituye con frecuencia el argumento de novelas y, en muchísima mayor proporción, de obras teatrales. Una ola de violencia recorre a la Europa occidental, con su correlato de miedo. De un lado, la experiencia de la guerra, de motines violentos y de sublevaciones; de otro lado, la dureza de los mecanismos de persecución y represión, montados por los sistemas de poder en tales países. La violencia y la marea de inmoralidad que trae consigo, en relación con las personas o con los bienes, en el trato sexual, económico, religioso, en la atención a los viejos y a los niños, etc., es, en toda Europa, general: hay un incremento de delincuencia y un contraproducente —pero nada menos que fundado en tesis eclesiásticas— endurecimiento de las penas; un rigor asfixiante en la vigilancia (que se manifiesta, por ejemplo, en la difusión de los métodos de denuncia y delación, práctica inquisitorial, procesalmente regular). La violencia, en la sociedad que empieza a gesticular con el manierismo y que se esclerotiza a medida que avanza el Barroco, se señala en los más diversos grupos o profesiones y se observa aquélla en momentos o en relaciones de la mayor va­ riedad en el mundo de la convivencia. En cierto modo, se llama convivencia a un enfrentamiento de oposición entre los individuos. «Confusión de confusiones» lla­ ma a esos comportamientos recíprocamente orientados, o, más bien, contrapues­ tos, José de la Vega41. Y en ese espacio circundante que contempla ante sí, el escri­ tor barroco, y, por excelencia, el escritor que trata de la vida picaresca, tiene que denunciar la violencia, más o menos espectacularmente, en todas aquellas partes a las que dirige su mirada. Espinel le hace reflexionar a Marcos de Obregón: «¡Oh arrieros, impía gente y sin caridad, crueles contra su misma naturaleza!» El propio Espinel, con cierta sorpresa por nuestra parte, ataca la natural costumbre de los marineros, «que es ser impíos, sin amor ni cortesía, tán fuera de lo que es humani­ dad, como bestias marinas ajenas de caridad». Y, claro está, no deja de referirse a 40 O b. cit., pág. 135. 41 C on fu sión d e confusiones, Am sterdam , 1688; reedición de M adrid, 1958. El libro se refiere a la novedad confusa y atrevida, en que tantos se hunden, de los «accionistas». Véase mi E sta d o m oderno y m en ta lid a d social, t. II, pág. 77.

607

las muertes que sucedían entonces por los caminos, cometidas por gitanos y moriscos42. Cervantes, que, en La Gitanilla, tan favorable parece hacia los gitanos, hasta en la exposición de su vida marginada y sus prácticas de desviación, en el Coloquio de los perros mantendrá un juicio severísimo sobre las maldades de aquéllos43. La violencia y delincuencia de los estudiantes sirve a la picara Justina de prueba de su capacidad combativa44. De los mesoneros, la estampa repulsiva de su condición, no sólo de rapiña, sino de agresión, se saca a luz en Justina, Guz­ mán, el Buscón. En efecto, para Quevedo, son innumerables los profesionales de distinta condición que aparecen como verdaderos enemigos del hombre, en el m ar­ co de su sátira implacable: médicos, boticarios, cirujanos, barberos, alcaldes, al­ guaciles, corchetes, etc. (pienso que de la picaresca de Quevedo no puede hablarse sin el complemento de Los Sueños, La hora de todos, e incluso de sus primeras obras, como Genealogía de los modorros, etc.). La agresividad desplegada en los contactos humanos, dentro del mundo quevedesco, tiene, por lo menos, la inhu­ manidad de la que él acusa, en sentido inverso, a los estoicos45. De las restantes novelas picarescas o del testimonio semejante de obras de «materia picaresca», co­ mo las de Luque Fajardo, Fernández de Ribera, Céspedes y Meneses, Liñán y Ver­ dugo, etc., no es necesario que recojamos más datos. Señalemos que la cumbre de esta actitud agresiva, se encuentra seguramente en La ingeniosa Elena, hasta salirse ya del marco conveniente. Pero es de interés destacar hasta qué punto se produce un proceso de normali­ zación, penetrando como un elemento habitual en la vida de las gentes ordinarias este de la violencia. Hay testimonios literarios, tomados del campo de la picaresca, que, sin necesidad de considerarlos como expresión de hechos reales, su sola utili­ zación como motivos de obras literarias es suficiente para darnos la medida de hasta qué punto la sociedad cuenta con la cotidianeidad de la presencia de aquélla, bajo formas macabras incluso. En el Marcos de Obregón, Espinel cuenta que unos bandoleros apresaron en la Sierra de Ronda al escudero y cobijados en la cueva que les servía de refugio y escondite le dieron de cenar «buenos tasajos de venado, si no eran, quizá, de algún pobre caminante»46. Quevedo, en E l Buscón, sugiere que los pasteleros aprovechan la carne de los ajusticiados que son despedazados y arrojadas sus partes desgarradas por los caminos, para confeccionar sus pasteles. De esta brutal forma encubierta de aceptar el canibalismo no se espantan las gen­ tes miserables que participan en la comida, a la que está presente Pablos, en casa de su tío, el verdugo de Segovia47. El solo hecho de que el público no sintiera una repulsión invencible por la narración de prácticas de tal naturaleza es suficiente prueba del grado de familiarización con las mismas. Si en el Lazarillo quedaban todavía restos de humanidad, de caridad, éstos desaparecen a partir del Guzmán4*; 42 M a rco s d e O bregón, 1 .1, pág. 192; t. II, pág, 179; t. I, págs. 276-277. 43 Edición de A valle-A rce, N o vela s ejem plares, t. III, págs. 306 y ss. 44 Edición de D . D am iani, págs. 179 y ss., en especial, pág. 216: «Salí tan lozana cuan triunfante.» 45 N o m b re, orjgen, intento, recom en dación y decadencia de la doctrin a estoica, edición de Astrana M arín, Aguilar, Madrid, volum en de «P rosa», págs. 898 y ss. 46 T om o I, pág. 232. 47 Edición de Lázaro, pág. 139. 48 Este es un aspecto en el que vengo insistiendo hace tiempo: la versión negativa, de ejercicio con s­ tante del ataque, sin arrepentimiento de ninguna especie, actitud hacia la que se avanza en el desarrollo de la novela picaresca. Una estim ación sem ejante puede verse en M . M o l h o , ob . cit., págs. 4 0 - 4 1 .

608

y la falta de un sentimiento de ternura se hace total, sustituido por un sentimiento, no abatido en ningún momento, de hostilidad, en la picaresca femenina. El bandidismo, el pillaje armado, el ataque a personas y bienes ajenos, como consecuencia de la incontrolada ola de vagabundaje que avanza por toda Europa, desde el siglo xiv, incrementada en la segunda mitad del xvi, aumentando amena­ zadoramente en el x v i i , ha sido resaltada por Braudel, quien pone en relación este fenómeno con los atroces espectáculos de rapiña y crueldad que caracterizaron la guerra de los Treinta Años49. La desolación y el vaciamiento afectivo de las almas lo puso de relieve admirablemente Grimmelshausen en Madre Coraje50. Pero la guerra de los Treinta Años no es más que la fase ulterior de un proceso que había comenzado bastante antes y a ese período de más de cincuenta años corresponde la picaresca. No olvidemos que esas escenas de bárbara violencia están penosamente presentes en la sociedad europea, desde bastantes lustros, insisto en ello, antes del estallido de ese gran conflicto bélico. Yo sospecho que, antes del segundo cuarto del siglo x v i i , esos modos de brutal proceder han difundido una estampa de cruel­ dad y han creado un estado de ánimo en las gentes, al tiempo en que se presencian frecuentemente, entre otras violencias, las maneras de represión de las que las autoridades políticas y eclesiásticas en Inglaterra y en Francia, en España y en Ita­ lia, dan reiterados ejemplos. Braudel, Hobsbawm, J. Reglá, García Martínez, R. Villari, etc., se han ocupa­ do de este tema del bandolerismo en fechas que coinciden con el desarrollo de la cultura barroca. Reglá lo relacionó, pensando en la presencia del fenómeno en los pasos montañosos de la salida de Lérida, con el hecho de que «la ruta normal de drenaje de los tesoros indianos era Sevilla-Madrid-Zaragoza-Barcelona, donde eran embarcados rumbo a Génova»51. Pero, aparte de esa área, también hay que contar con la constante práctica del bandidaje por los vaqueros de la serranía m a­ lagueña, a lo que Espinel se refiere, salteando y asesinando52, y por tierras del reino de Valencia, con una continua agravación conexa de bandolerismo y vaga­ bundaje53. Villari recoge un documento relativo a Nápoles, elevado al virrey conde de Olivares, 1599, en el que se señala «la insolencia y gran número de foragidos que andan por el Reino»54. Ya antes hice una mención del fenómeno del bandole­ rismo, cuando me ocupé en capítulo anterior del vagabundaje, como consecuencia de los fenómenos de desvinculación que preparan y condicionan el mundo de la pi­ caresca. Si ahora he vuelto a dedicarle unas líneas es para observar que la repre­ sión de este tan amplio fenómeno, que a veces llegó incluso a introducirse en la ciudad, habituó a las gentes a contemplar formas de represión de particular dure-

49 L a M éd iterra n ée..., pág. 648. 50 Traducción francesa, París, 1963. 51 E l b an dolerism o en la Cataluña d el B arroco, «Saitabi», X V I, 1966, págs. 154 y ss. 52 T om o II, pág. 238. Espinel traza un cuadro brutal de estos bandoleros y vaqueros, vol. cit., p ági­ nas 270 y ss. 53 Estudiada por S. G a r c í a M a r t í n e z , «B andolerism o, piratería y control de m oriscos en V alen ­ cia durante el reinado de Felipe II», en la revista E stu dis, I, Valencia, 1972, págs. 85-167. García M artínez se extiende a un período posterior m ás am plio, del que se indica en el título de su trabajo. A ñade la referencia a un factor de agresión típico de la época, la piratería, que recordem os aparece en la novela picaresca, por ejem plo, en Teresa de M anzanares. 54 L a rivo lta antispagnola a N apoli. L e origini (1585-1647), Bari, 1967, apéndice 3.

609

za55, lo cual contribuyó a cultivar, con frondosos resultados, los gérmenes de agresión que tantos otros factores coincidían en hacer posible brotaran con malsa­ no rigor. Bandoleros y picaros no se pueden emparentar, no solamente resultan diferen­ tes, sino que hasta parecen los picaros inmunes al bandolerismo. A veces alguno de aquéllos (Guzmán, Marcos de Obregón, Teresa de Manzanares, etc.) se en­ cuentran con una partida de los primeros y sufren los mismos efectos de la acción depredatoria de los bandidos que los restantes viajeros. Pero lo que importa es que el desarrollo en tan gran medida del bandolerismo aumentó los grados de anomia, generalizó y aun contribuyó a familiarizar a las gentes con la violencia y de ello sa­ lió facilitada la literatura de desviación, comprendiendo en ella la que relataba las prácticas delictivas del picaro. Con todas sus diferencias respecto a las formas de marginación y de desviación, en cierto modo y en tanto que bandoleros y picaros, tenían partes en común, eran personajes cruelmente desviados en ambos casos. En este sentido, no veo inconveniente en aceptar la tesis y el término de que se sirve A. A. Parker: el picaro es un delinquent, y lo es, efectivamente, si no olvida­ mos la aclaración que el autor introduce, al advertir, como ya recordé, que tal vo­ cablo es menos grave en inglés que en español: «con esta palabra designo a un transgresor de las leyes morales y civiles. No un criminal vicioso, sino un tipo sin honra y antisocial, pero menos violento» (Parker tiende él mismo a reducir el al­ cance de su tesis, excluyendo de ella casos como el del Lazarillo)56. Mientras esta tesis de Parker ha levantado alguna protesta, en cambio suele ser aceptada la inge­ niosa relación establecida por C. Guillén entre la figura de Ginés de Pasamonte y la del picaro, especialmente Guzmán. Toda una serie de elementos literarios y de carácter aproximarían uno a o tro 57. Siguiendo esa línea, H. Sieber ha llegado a sostener que sólo nace propiamente la picaresca —cualquiera que sea la herencia del Lazarillo sobre el Guzmán— cuando Mateo Alemán, tiene la ocurrencia de unir la autobiografía de un personaje de baja estofa a la vida de un criminal, que es lo que hizo Cervantes al presentar a Ginés, y repite ampliamente Alemán58. Sieber, en consecuencia, sostiene que Estebanillo se sale del patrón: no es un crimi­ nal, no es un infractor de las normas como lo es Pablos; es un parásito y vagabun­ do, no reivindica nada, ni se arrepiente de nada, no es más que un bufón hasta el final59. No lo veo así: es ladrón, desertor, capaz de traición e insensible al daño que pueda ocasionar a otros. Aparte de que, para la concepción de la época, vaga­ bundaje y hurto reiterado son modos de actuación delictivos. Recordemos al per­ sonaje de La ilustre fregona, haciéndose aguador en Toledo, para librarse de las leyes que castigaban el vagabundaje y el castigo de éste como una situación antiso­ cial es común en Europa—. Yo no dejo de advertir que de unos tipos a otros hay 55 Véase M . R. W e i s s e r , C rim e a n d P u n ishm ent in E arly M odern E urope, H assocks, Sussex, 1979. La R elación d e la Cárcel d e Sevilla, que tantas veces he utilizado, proporciona m uchos datos. 56 Ob. cit., pág. 37. Parker m ism o acepta que Lazarillo no presenta tendencias crim inales. Sin em ­ bargo, frente a la interpretación que tiende a elim inar la práctica antisocial de la desviación, particular­ m ente en el Lázaro de Torm es, no olvidem os su frecuente práctica de la sisa, del hurto y del proxene­ tism o. 57 «Luis Sánchez, Ginés de P asam onte y los inventores del género p icaresco», en H o m en a je a R o d ríg u ez M o ñ in o , M adrid, 1967, págs. 221-231. 58 The P icaresque, Londres, 1977. 59 O b. cit., pág. 36.

610

una extensa escala de niveles de gravedad, que los picaros no pueden todos redu­ cirse a un mismo grado de delincuencia: unos se quedan en los escalones primeros, alguno llega al final del crimen. Por tanto, tengamos en cuenta que, desde hace unos años, la sociología nos ha proporcionado, como ya estudié en otro capítulo, un concepto de abandono y quebrantamiento de las pautas de conducta —unas re­ vestidas de forma jurídica, otras meramente habituales, aunque todas exigidas por la sociedad establecida—. Estas pautas escarnecidas por el picaro afectan, sin em­ bargo, en una u otra medida, pero siempre en algún modo, al mantenimiento del orden social, y por eso creo que lo más indicado es utilizar ese término de «des­ viado» para aplicarlo al picaro, de «desviación» para aplicarlo a su conducta, de «anomia» para hacer referencia al reflejo en él de un estado de alteración de la conciencia social de orden, en una sociedad a la cual hay que referir también esa misma palabra (los americanos, para este segundo aspecto, conservan el término anomie) Este concepto de desviado, en sus diferentes subdivisiones y grados, comprende todas las formas de violencia antisocial. Hemos visto muchos tipos profesionales ser acusados de ella y hemos visto también que esas acusaciones presentan grados muy diversos, desde los que Pablos refiere de sus padres que acabaron ajusti­ ciados, a los que Gregorio Guadaña atribuye a los suyos que no lleven consigo más allá de la descalificación o el desprecio entre la gente. Esto quiere decir que existe el fenómeno de la agresión, pero que existe bajo formas múltiples y, por tanto, va­ riables. Todas las formas que hemos visto señaladas —coincidentes en inhumani­ dad, crueldad de sentimientos, insolidaridad egoísta, etc.— vienen, sin duda, am­ bientadas y potenciadas por el general carácter agresivo que la situación de crisis social excita en el siglo x v i i . No hay ciertamente un modelo único de lucha salvaje y sangrienta por la existencia, no hay un comportamiento general agresivo de unos individuos contra la sociedad en que se encuentra. Pero hay modos y grados de agresión que son históricos, en tanto que producto de una situación y en tanto que esos tipos varían de una época a otra y presentan peculiares aspectos en cada si­ tuación histórica de una misma sociedad60. En este sentido, el tahúr o el bandole­ ro, de los que aquí he hablado, son formas de agresión que se dan en la fundamen­ tal insolidaridad que el eclipse barroso de la conciencia de comunidad ha provoca­ do, y lo es, muy particularmente, el picaro. Tan ligada aparece, sin embargo, la creación y desarrollo de la figura del picaro a ese ambiente general de agresión y violencia, de represión y castigo, y a los actos a que este último se aplica, que para entender lo que ese fenómeno social del picaro pudo significar y el auge de la picaresca en su época, creo necesario ha­ cer referencia a un lugar que en las novelas del género apenas hay una en la que no aparezca. Se trata de un lugar en el que, precisamente, toda violencia tiene su 60 Véase A . M o n t a g u , ob. cit., págs. 23-24, 45-46 y ss. Las tesis expuestas en las indicadas páginas por el autor pretenden echar abajo las form uladas por los investigadores que admiten el factor de la agresividad (Lorenz, Dart, Ardrey, etc.). Creo que hay que tom arlas más bien com o una reducción de la agresión a un proceso histórico, sólo b ajo el cual, y por tanto sujeta a m uy diferentes formas y gra­ d os, se m anifestaría una tendencia filogenética de agresividad. Lo que parece, en cam bio, una tesis in ­ sostenible, por m ucho que sea de lam entar, es la expuesta por R . J. Johnson: «no hay ningún tipo social de conducta que pueda denom inarse agresivo [...] ni tam poco ningún proceso singular que repre­ sente agresión» (citado por A . M ontagu, pág. 24).

611

asiento y en el que se deja ver lo que, a partir del Guzmán, la violencia picaresca tiene efectivamente de delincuencia, aunque sea una delincuencia que se mueve, marginada, en ese terreno de disimulación tolerada. Si hay una relación entre la violencia en el quebrantamiento de las pautas sociales y el rigor en la represión, quiero hacer, brevemente, algunas consideraciones sobre el instrumento de esa represión que fue la cárcel, ya que ésta fue sin duda una de las causas en el incre­ mento y endurecimiento de las situaciones de desviación y de la inhumana acritud con que se dio. Una y otra consecuencia tienen su reflejo en la picaresca.

L A C O T ID IA N A E X H IB IC IÓ N D E C R U E L V IO L EN C IA E N EL S IG L O X V II. U N M U N D O D E S A L M A D O . E L P A P E L D E L A CÁR C E L Y D E LAS G A LE R A S

La posibilidad de encontrarse a cada paso ante estallidos de violencia pública o de tener noticia de algún infortunado caso de violencia personal, ambas igualmen­ te fundadas en una base social, llegó a producir una verdadera, incontenible atrac­ ción hacia ella, un gusto por su morbosa imagen de acontecimiento extraordina­ rio y apasionante. En los testimonios de la existencia de las gentes en las almadra­ bas, que ya he mencionado, en los atropellos y delitos contra personas y bienes de los que se alcanza noticia, en las obras de arte negro de la pintura y de la literatura que el Barroco produce, en relaciones judiciales, en textos literarios sobre cosas extraordinarias y relatos comentados de sucesos que se escriben y se publican en la época, se halla pasto, según la capacidad de cada uno, para satisfacer el hambre de truculencia que se ha despertado. Teniendo en cuenta el número de ajusticiados en'el período a que se contrae su obra (o mejor, el manuscrito del padre Pedro de León escrito en el primer cuarto del siglo X V II) y considerando su proporción con la población de Sevilla, Herrera Puga comenta: «la delincuencia llegó a ser casi una forma sustancial del ambiente, alrededor de la cual giró gran parte del desorden humano que se imponía en la ciudad»61. La cárcel es un lugar que, de algún modo, está presente en la vida cotidiana de las gentes, porque se ha estado o se ha salido de ella o se encuentra uno bajo el te­ mor de ser llevado a ella; esto último abarca a individuos de toda condición y muy particularmente a quienes viajaban: bastaba con que un desalmado mesonero, de los que casi todos estaban en relación con la Hermandad o con la Inquisición, acu­ diera al pueblo próximo y denunciara a algún huésped, atribuyéndole palabras ofensivas para aquellas instituciones o para lo que representaban, con lo que, sin otra base, al llegar a ese pueblo el viajero fuera encarcelado y permaneciera en el más brutal encerramiento hasta que de su residencia habitual no le llegara la ayuda necesaria. En El Bachiller Trapaza, entre otras fuentes, leemos un caso parecido: un desconocido cualquiera, al pasar por un pueblo, denuncia a otro a la Inquisi­ ción, la cual encarcela, procesa, somete a tormento, castiga, sin otra base ni prueba, al infeliz objeto de tan cruel venganza; en la citada novela, al comisario que así pudo proceder se dice de él (y se dice expresamente que es así, por razón y manera indicados) que era «un sacerdote muy buen cristiano y escrupulosísimo» al 61 S o cied a d y delincuencia en el Siglo de O ro, ya citado, pág. 238.

612

verle capaz de actuar tan decidida y enérgicamente ante una denuncia. No hace falta decir que en la obra esto responde a un tono sarcástico y crítico. Pero, de­ más, la cárcel podía ser también familiar desde fuera a cualquiera, como también lo venía a ser su imagen en la vida de aquellos que ejercían la sádica afición de acudir a presenciar ahorcamientos, degollaciones o muertes en la hoguera, de dife­ rentes tipos de condenados. Herrera Puga, siempre siguiendo el manuscrito del padre Pedro de León, recoge la información que en éste se contiene, según la cual, a veces, en la plaza sevillana, precisamente, de San Francisco, se reunía un público de más de 20.000 personas para presenciar una ejecución, cuyos detalles se comen­ tan siempre sin misericordia alguna, antes bien con mofa o con hostilidad contra el ajusticiado62. Alguna vez he recordado la brutal Jácara a la muerte de un mulato, de Jerónimo de Cáncer. La familiarización con la violencia es indudable que viene del Medievo, pero creo que se acentuó en el Barroco, si no porque creciera el número —que proba­ blemente creció y así permiten suponerlo las investigaciones de algunos registros judiciales—, sí porque, al perderse la absurda ferviente creencia escatológica en su valor ejemplarizante y salvifico, se cargó de un sentimiento de acritud contra la víctima, mucho mayor que antes63. La presencia de la cárcel en la literatura que analizamos es muy frecuente y de su destructora influencia sobre el picaro nos hablan Guzmán, Pablos, etc. En La desordenada codicia de los bienes ajenos, el doctor Carlos García inserta un co­ mentario que merece la pena tomar en cuenta; a juicio de este autor —y es la suya, con ello, una de las más enérgicas y humanizadoras protestas—, la cárcel lleva consigo la mayor pérdida, la de la libertad, pero con éste, otros muchos males: «la hendiondez de la prisión, la desordenada fábrica de sus edificios, la infame compañía, las continuas y desordenadas voces, la vergüenza, la persecución, la mofa y escarnio, la crueldad, el tormento, los azotes, la pobreza y otras casi innu­ merables miserias que en la prisión se padecen, de las cuales y de la privación de la libertad está compuesto este mi retrato del perpetuo infierno». Toda clase de peca­ dores y criminales se reúnen en ella, cuya nomenclatura recoge, en los pintorescos términos de la época, en confuso revoltijo: «desta notable variedad se compone el

62 O b. cit., págs. 221 y ss. 63 M e parece dem asiado cargada de biologism o extrahistórico la tesis de D . P a r k e r sobre el carác­ ter catártico de la violencia: purga ésta a la sociedad — según este autor— de sus malos humores, elim i­ nando gentes indeseables, o, cuando m enos, dando salida a las malas inclinaciones (selección que, en mi op in ión, nunca se ve operar en la historia con tan clara y constante orientación). Cuando se d ijo hay que tener guerra fuera para no tenerla dentro (idea que se repite con frecuencia en el siglo x v i i ) , se enuncia un principio teórico de política exterior, no una condición natural humana. D e tal m anera, no se viene a com pensar el potencial de violencia ínsito en la naturaleza hum ana, porque tam poco m e pa­ rece claro que este potencial exista y desaparezca con el espectáculo de la guerra y de los trem endos cas­ tigos, sino al contrario. D e otra parte, la naturaleza hum ana parece responder, eso sí, a que, cuando m ás com pleja es una sociedad, más son las ocasiones que se ofrecen para un com portam iento violen to («The Social Foundation o f French A bsolutism », en la-revista P a st an d P resent, 1971, num . 53, pági­ nas 86-87). Que las sociedades desarrolladas ven aum entar el índice de desviación y delincuencia lo ad­ virtió ya P . A . S o r o k i n (C on tem porary Sociological Theories, N ueva York, 1927). Tras la fase exp an ­ siva del siglo XVI, la sociedad del xvn era m ucho más desarrollada que la sociedad m edieval, esta últim a de bajo consum o, de escaso nivel de oferta m onetaria, de casi inexistente m ovilidad social. La sociedad barroca resulta entonces más conflictiva y más violenta.

613

caos confuso de la prisión»64. Se comprende los destructores efectos del papel central de un establecimiento semejante, cuya imagen se hacía presente a todos. La Relación del abogado sevillano Chaves, que ya utilizara probablemente Cer­ vantes y que pertenece a esos años de gestación de la novela picaresca, es un docu­ mento a tener en cuenta. No hay quizá testimonio que nos haga comprender mejor los niveles de violencia y su repercusión en la vida picaresca. Esa Relación, para mí, tiene mucho interés porque es una prueba elocuente de que la novela picaresca no es retrato de la sociedad de la época, pero nos da un documento sobre ella. De esa manera se confirma mi tesis que tal género de literatura —como seguramente los demás65— no es, o por lo menos, no es sólo una estructura literaria nacida en una esfera propia y exclusiva de estos fenómenos, sino un producto de la sociedad que les es coetánea, engendrado por ella, algunos de cuyos rasgos característicos se proyectan en la picaresca. Chaves nos cuenta algunas prácticas en sacar a los presos nuevos, recién ingre­ sados, de los insufribles aposentos en que adrede eran colocados al entrar, y en ese cambio de instalación entendía sólo el portero y lo hacía a petición de los otros presos; como esto de cambiarlos de lugar se pagaba, llevaba una parte del precio el portero y otra los presos. Con el percibo de esas y otras gabelas, había presos —refiere Chaves— que salían de la cárcel con mucho dinero. Para el alcaide, la cárcel era un negocio ventajosísimo; también el sota-alcaide, a quien correspondía ordenar las visitas^ tenía en esto una bien próvida sinecura; los ayudantes «ganan de comer muy largo» («si se puede decir ganar lo que tiene su nombre propio»); de los porteros, los más se enriquecen; y entre los mismos presos, por servicios que se prestan o por exacciones que todos respetan, a favor de algunos, los hay que sacan de la cárcel un buen caudal. En la tercera parte de la Relación se cuentan casos de presos que reunieron muchos cientos de escudos de oro, hasta el punto de que los había que, puestos en libertad, no querían salir ya que, ejerciendo sus oficios o im­ poniendo a los otros su autoridad, sacaban sustanciosas ganancias66. Pero es en la documentación de los manuscritos de jesuítas, exhumados por Herrera Puga, donde se contienen las más atroces relaciones que nos hacen comprender el estado de ánimo de una época en la que, como mezcla de diversión y venganza, se cometían tan brutales agresiones que, tímidamente iniciadas en el Lazarillo, se van a desarrollar ampliamente y en variados tipos, en todas las nove­ las que nos son ya habituales —en el Guzmán, en El Buscón, en La Pícara Justina y en Teresa de Manzanares, en El Bachiller Trapaza, en La Garduña de Sevilla, en La ingeniosa Elena, en el Segundo Lazarillo (la materia es imprescindible en el re­ lato picaresco). En esa documentación contemporánea de los hechos se nos da cuenta de que en la tenebrosa cárcel de Sevilla, la cual, por otra parte, debía ser todo un mundo esperpénticamente animado y alucinante, se organizaban unas diversiones en las que, con gran algaraza, participaban los mil presos que de ordinario se hallaban, y los que no, asistían como espectadores. Entre tales espectáculos se daban algunos 64 Edición de Valbuena, pág. 1160. 65 Es lo que sucedería tam bién, por ejem plo, con el «dram a» en su sentido m oderno, palabra intro­ ducida en su significación actual por Beaum archais, en los años de la R evolución francesa, etapa, al m ism o tiem po, de caracterización de una «clase m edia», propiam ente tal. 66 E dición de B. J. G a l l a r d o , L ib ro s raros y curiosos, col. 1346, 1352, 1366 y ss.

614

como el «desfile de los ajusticiados» o el llamado «ensayo para la muerte», en los cuales se simulaban, con macabra serenidad y chacota horripilante, las escenas por las que habían de pasar quienes estaban condenados a sufrir más tarde la horca. Ante estos pasajes del citado manuscrito del padre Pedro de León, comenta Herre­ ra Puga: «De hecho se sentían connaturalizados con la horca y con toda clase de ejecuciones, y era tal la familiaridad en este género que es obligado pensar hasta qué punto las ejecuciones llegaron a dominar la conciencia pública» —ya hemos dicho como además se convertían en espectáculo público67. También el padre Juan de Santibáñez —primeras décadas del siglo XVII—, escribiendo sobre la cárcel, hasta el punto de llegar a considerar si no es más corruptora que el mundo exterior a ella, la caracteriza de «lugar estrecho, hambre, hierro y sujeción tan penosa como tan lejos de enmendarse, que como frenéticos y con la experiencia de los castigos, se osarán para cometer mayores delitos. Am ­ biente de juramentos, engaños, blasfemias, los pies en los grillos y las manos tan sueltas, que son ordinarios aquí los juegos, los latrocinios, las pendencias, las heri­ das y muertes. Se continúa en ésta la torpeza de la ciudad, continuándoseen la cár­ cel el amancebamiento que quizá no pudiera llevarse a cabo en la libertad de un rincón allá afuera»68. En la novela picaresca —y en toda la época del Barroco— llama la atención el papel creciente y hasta central que en la representación del mundo social adquiere la cárcel y el nivel elevadísimo de violencia y agresividad que de ella emana. Obser­ vemos que en la ley penal medieval, el encarcelamiento rara vez aparece como pena y sí tan sólo como una detención preventiva, lo que no quita que pueda pro­ longarse y convertirse en un duro lugar de largas torturas y sufrimiento. Pero la prisión era poco visible y hallábase en ella el reo demasiado apartado, no tenía efecto amedrentador y ejemplarizante, que es lo que principalmente se buscaba en la pena, ya que, situada a distancia del mundo rural, predominante en el Medievo, sus noticias no llegaban a éste. Con el predominio de la población urbana era otra cosa. En el siglo xvii, prácticamente el encarcelamiento —con o sin proceso ju ­ dicial— se utiliza por sí mismo como castigo y se repite la mención a las cárceles atestadas de gentes, con sus atroces procedimientos en el interior, de cuyo encierro la mayor parte de sus pobladores deben salir, cuando falta el soborno, en direc­ ción a la picota, a la horca, a las galeras, etc.69, salvo excepción. El picaro, sin embargo, era de los que solían salir libres, porque, como ya quedó dicho, practica la autolimitación en la violencia —aumentándola en aspec­ tos no considerados por la justicia (por ejemplo, la humillación y anulación moral del agredido), mientras disminuye los aspectos formalmente más castigados (por 67 O b. cit., págs. 101 y 104. 68 C itado también por Herrera Puga (pág. 129), el fragm ento aquí reproducido se contiene, según referencia de éste, en la H istoria de la P rovin cia d e A n dalu cía, que unos años después que el de P . Pedro de León redactó el citado P . Santibáñez (de este m anuscrito, Herrera da noticia que se guarda en la Biblioteca Universitaria de Granada). 69 Véase G e r e m e k , ob. cit., págs. 2 0 - 2 1 . E n el últim o cuarto del siglo x v i , tenem os en las R e la ­ ciones d e ¡os p u e b lo s d e España, una referencia interesante: el pueblo de Santorcaz, en la respuesta al punto 33 (relativo a si hay algún edificio notable en la localidad) m enciona su castillo y da cuenta de que «ha servido este castillo ordinariamente de cárcel eclesiástica, donde hay prisiones ásperas, y donde se m eten los hombres en ciertos pozos por género de prisión y castigo» (R elacion es..., p ro vin cia de M a d rid , edición de Viñas Mey y R. Paz, pág. 586).

615

ejemplo, la efusión de sangre). De todos modos «salí de la cárcel como de cárcel», reconoce de sí mismo Guzmán. En muchos casos de la picaresca, la cárcel del pro­ tagonista o de sus padres (cuyo recuerdo le habita internamente como fantasma), consume, con un golpe tras otro, las reservas morales que le quedaban al joven­ zuelo en el momento de determinarse a seguir la «libertad picaresca». De tan fatí­ dico lugar diría el doctor Carlos García: «es un abismo de violencia, en el cual no hay cosa que esté en su centro»70. Hace subir de nivel los estados de anomia y de desviación y acentúa gravemente, para en adelante, los sentimientos de soledad y de agresividad en quien por ella pasa. H a sido en una novela moderna, ligada a comportamientos como los que aquí trato de analizar, en El sabor de la venganza, de Pío Baroja, donde se denuncia lo más tremendo de la cárcel y aquello —cual­ quiera que sea la fachada de disimulo y limitación que la picaresca muestre— en que coincide con el ambiente vital de los picaros y lo agrava en sus consecuencias: «lo característico de la cárcel es esto: que no hay piedad». Era, pues, el lugar más adecuado para acentuar las características más antisociales del picaro, punto de arranque de todas las demás. Con la cárcel y su siniestra imagen, con la represión que con ella y con los de­ más procedimientos de tortura y castigo de que las autoridades al servicio del siste­ ma penal del absolutismo monárquico-señorial disponían, no se redujo la violen­ cia; se esparce la noticia de que sus males suscitan su imitación en tantos que se encuentran en situación extrema. Siembran el miedo, pero, como es sabido, corre­ lativamente engendran agresividad. Téngase en cuenta el carácter espeluznante, buscado adrede, de las formas de ejecución que se empleaban por la autoridad, con una finalidad atemorizadora, aunque sus más seguros efectos, sólo advertidos por algún escritor aislado, fueran los de exacerbar los modos de agresión (Herrera Puga, recogiéndolo muy directamente de los manuscritos mencionados, da ejemplos alucinantes de esas formas de ejecución o de tormento). Supone L. Stone —respecto a otros países— que hubo un «declive del recurso a la violencia que trajo consigo un desarrollo asombroso de los pleitos»71. Pero si es cierto que éstos se incrementaron, ello fue debido al crecimiento de los grupos intermedios, los primeros grupos identificables como de tendencia burguesa, cuyos individuos de suyo responden a un tipo social pleitista. Los nobles, en sus diferen­ tes grados, siguieron usando las armas y los desafíos se multiplicaron entre ellos, al encontrarse con más frecuencia en la ciudad, aunque practicándose por lo gene­ ral de individuo a individuo (reduciéndose los enfrentamientos de familia a fami­ lia, de clan a clan). De todos modos, se redujo el número de muertes por esta prác­ tica. David Parker ha dicho que esa disminución de los desafíos sangrientos pro­ bablemente se debía a la misma mayor eficacia mortífera del espadín de doble filo, que se pone de m oda72. Pienso que habría que añadir, a esto y al crecimiento del sentir burgués que acabo de mencionar, aquellas transformaciones de la familia, a las que en otro capítulo aludí. Y aún habría que añadir la observación de Mateo López Bravo ([De rege et regendi ratione, 1627), el cual, al hablar de los muchos

70 Ed. cit., pág. 1162. 71 L a crisis d e la aristocracia, 1558-1641, traducción castellana, pág. 125. Ese aum ento de los plei­ tos, com o es sabido, im pulsa la sarcástica crítica de Q uevedo. 72 Véase D . P a r k e r , loe. cit. en n ota 63.

616

servidores y clientes de nobles caballeros, denuncia que, a su amparo, cometen fechorías y delitos —protesta que se encuentra también en otros políticos y m ora­ listas—, desde la segunda mitad del siglo xvi, llegando alguien a sostener que Es­ paña, por ser la provincia del mundo con mayor número de criados, sería la que tuviera mayor número de ladrones y salteadores, de no cortarlo en parte la justicia de sus reyes (por mucha que sea la adulación al príncipe, el autor se reduce a decir que «en parte» tan sólo se contiene)73. En cualquier caso, la observación de Stone se refiere a individuos de alto nivel y a lo sumo a sus servidores y clientes. Entre los bajos cunde la agresividad en tér­ minos superiores a otras épocas, correlativamente a su aumento de aspiraciones inconseguibles, y a consecuencia del azote de peste y hambre que, como ya expuse anteriormente, de modo tan cruel cae sobre ellos. Todavía habría que añadir, co­ mo causa del desarrollo de la violencia entre estos elementos populares, su cada vez mayor participación, solicitada por el poder, en las guerras (los soldados licen­ ciados que regresan mal contentos a su lugar son citados con frecuencia entre los que proporcionan buen número de facinerosos). Pero la misma concepción y eje­ cución de las guerras amplía las consecuencias violentas del enfrentamiento, por­ que aumentan los efectos de sus devastaciones y desdichas sobre la población civil, trabajadora, y porque la política bélica de los Estados presenta unos caracteres de agresión mucho más fuertes, la cual se traslada a otros aspectos de la política; por ejemplo, a la vida económica: el mercantilismo levanta unos contra otros los inte­ reses económicos de los Estados, provocando un conocido aumento de la esclavi­ tud (Inglaterra, España) o la reducción de grandes masas campesinas a dura servi­ dumbre (Rusia). De ahí, ese planteamiento agresivo que se observa en Montaigne: le profit de l ’un est dommage de l ’autre74 y que en España tiene su eco en el ámbito de la pica­ resca: Cortés de Tolosa, en su Lazarillo de Manzanares, comenta: «como no haya bien sin daño ajeno» 75. Se trata del principio que inspira una primera fase de confuso desenvolvimiento en un precapitalismo, según el cual la riqueza no se crea, sino que se traslada. Ya Sombart señaló la importancia, en este momento, del juego. Grimmelshausen, en una frase que recuerda las dos que acabamos de citar, comenta que los jugadores acuden al garito «con la idea de enriquecerse a expen­ sas de los otros»76. Bajo los ejemplos de la sociedad en torno, con un declarado conocimiento de las verdaderas prácticas que se siguen por los individuos que detentan el poder contra aquellos a quienes deberían gobernar rectamente; de los altos y ricos, contra el pueblo bajo (por mucha que sea la hipocresía con que se trate de pintar con otros colores su conducta), de todos cuantos por su posición pueden explotar y abusar de los otros, el mundo de la picaresca es un mundo de lucha. Apenas em­ pezada la novela del Lazarillo tropieza éste con una despiadada y aleccionadora agresión. Recién salido de su casa Guzmán, comentando sus primeras experien­ cias, desplegará su adversa estimación relativa al comportamiento de los poderosos 73 Citado por C. V iñ a s M e y , F orasteros y extranjeros en el M a d rid de los Austrias, Madrid, 1963, página 8. 74 Essais, núm. X X II, del libro I, edición «Les Belles Lettres», París, t. I, págs. 147 y ss. 75 Edición de G. Sassone, t. II, pág. 181. 76 Cap. II, del libro 3 .° de la primera parte, ed. cit., pág. 337.

617

y favorecidos y de su manera inmoral de aprovecharse en detrimento del bien público y de los pobres, en el famoso capítulo tercero, libro segundo de la primera parte: «Nadie se duerma, todo el mundo vele, no quiera pensar hallar la ley de la trampa ni la invención de la zancadilla.» Y lo cierto es que todos se dejan llevar de una práctica agresiva muy contraria. En La Pícara Justina, la traviesa joven ha de emplear su rápida listeza para salvarse de manos de los estudiantes. No nos ha­ ce falta seguir con E l Buscón y las restantes novelas del género. Pero no sólo es esto. De la aversión, del mal trato, de la tacañería, de la inhu­ manidad de ricos y poderosos contra los criados y contra cuantos se hallan coloca­ dos en las inferiores capas sociales (cuyos testimonios empiezan en La Celestina y crecen en el teatro de Torres Naharro) me he ocupado en alguna ocasión77 e inclu­ so aquí, al paso, he hecho alguna referencia. Aunque en la picaresca se hable más contra los ricos que contra los señores, es sabido que en el siglo x v i i , por lo menos formulariamente, se mantiene una identificación entre unos y otros. En época de auge de la picaresca todavía, las Noticias de Madrid, 1621-1627 dan cuenta de que la marquesa de Cañete infligió tan brutal castigo a tres criadas suyas, que el propio rey tuvo que intervenir (1622: Felipe IV), haciendo prender al marqués y a la m ar­ quesa, y, además de imponerles una fuerte multa, desterrarlos de la Corte por un cierto tiempo78. Si toda Europa conocía la dureza en el trato con los inferiores, pa­ rece que miembros de familias españolas, nobles y muy ricas, que tenían grandes propiedades en Europa central, cobraron especial fama de desconsideración y so­ berbia con sus vasallos y colonos79. La Relación de Chaves pone en evidencia un abominable comportamiento con los débiles, ya que aquel que «por no ser conocido, o por no tener valedor o por tener poco dinero» se ve preso en la cárcel sevillana, es tratado con mucha más du­ reza y se le reservan los peores lugares, abusando de ellos carceleros, alcaides, los demás empleados y los mismos presos80. Refiriéndose a la misma esfera social, «la tiranía y maldad con que dominan los ministros de prisiones y cárceles sus infelices súbditos» es denunciada severamente por Céspedes y Meneses; abomina de la des­ vergüenza, de la soberbia, del atropello de toda justicia por quienes la tienen a su cargo; el trato de dureza contra el que conocen que no es tan bárbaro o inculto co­ mo ellos; la saña de esos ministros de la justicia, los cuales son «hombres en quien siempre falta la cortesía, la piedad y el decoro, y sobra al mismo tiempo la intern peranza, el robo, la torpeza, la rapiña y el vicio», y nuevas críticas se reproducen en ese enérgico texto de Céspedes sobre los procedimientos de los agentes de la justicia81. Guzmán de Alfarache considera abiertamente a la organización judicial como instrumento montado para asegurar la dominación sobre el pobre (y excep­ cionalmente de algún poderoso en su caso), sirviéndose de ese monopolio estatal de la violencia que muchos historiadores parecen dar por supuesto que obró siempre en sentido inverso. Añade Guzmán: los mismos representantes de la justi77 Véase mi articulo «R elaciones de dependencia e integración social: criados, graciosos y picaros», en Ideologies a n d L ittératu res, vol. I, núm . 4, 1977. 78 Véanse págs. 34, 36 y 38. 79 Véase I. P o l is e n s k y , «Bohem ia y la crisis p olítica española de 1590-1620», en H istorica, Praga, X III, 1966, pág. 167. 80 Ed. cit., col. 1343. 81 E l so ld a d o P in daro, B. A . E ., t. X V III, págs. 275, 314 y 341.

618

cia cargan contra el débil: «el forastero, el pobre, el miserable, el sin abrigo, favor ni reparo [...] de aqueste asen prim ero»82. También Cervantes, en su aspecto de afortunado cultivador de la literatura picaresca, comparte tales apreciaciones: pa­ vor que infunden en las gentes (una sociedad sometida al miedo) los representantes de la justicia: «la justicia, quando de repente y de tropel se entra en una casa, sobresalta y atemoriza hasta las conciencias no culpadas»83. Recordaremos que esto era lo que Pérez de Herrera y más tarde el conde-duque de Olivares proponían a los reyes: había que lograr que el pueblo siempre viviera con temor —y esto había de ser así respecto a la Inquisición, pero también respecto de la justicia ordi­ naria—. Esto me hace estimar que quizá más que el hambre o el honor, lo que mueve a la «contestación» picaresca sea el «miedo», respondiendo a ello con la vi­ da libre y despreocupada del picaro, pero, al mismo tiempo, siempre amenazada. El Segundo Lazarillo, aludiendo más especialmente a la organización políticoeclesiástica de la Inquisición, recuerda anécdotas risibles del temor que producía aquélla. Pero no olvidemos que para quien consiguiera medrar, esto era, por de pronto, una barrera que contenía en defensa suya las primeras embestidas de la violencia organizada. Era consiguientemente en las capas populares donde la represión mordía especialmente y de ello protesta Juan de Zabaleta: «A tanto llega la aprehensión del pueblo de que jueces y ministros son enemigos comunes que los mendigos que piden limosna, para obligar a que se la den, dicen en voz alta a los que encuentran que los socorran, así los libre Dios de poder de Justicia»84. En el terreno de las novelas que nos interesan directamente, Lazarillo de Manzanares ad­ vierte que tal como actúa y se presenta la justicia, se queda uno atemorizado y no puede defenderse ante tales pesquisidores, «que aquellos señores engendran miedo y háyase cometido o no el delito»85. (La conexión entre violencia y miedo que an­ tes señalé viene ratificada por los últimos textos que acabo de aportar.) Muy deliberadamente, en las anteriores críticas a los ministros de la justicia que he recogido y en tantas más posibles que he dejado de lado (Quevedo sólo ya es una mina inagotable sobre el caso), se perfila la intensificación de una manera de actuar contra las clases ínfimas, no solamente por parte de los ricos y podero­ sos, bajo un franco odio de los estamentos altos contra los bajos —lo advirtió ya Saavedra Fajardo—, sino con referencia a la nueva organización estatal que se ha montado, de monopolio de la fuerza, que tan rigurosamente se aplica contra el pueblo común. De esta manera, tan suelta, tan dura y odiosa manifestación de violencia se enlaza con la dicotomía pobres-ricos. Se ve así hasta en el teatro (aun­ que en éste siempre la culpa es del agente y no del sistema monárquico absoluto o de la resistente estructura social). Lope escribirá en una de sus comedias: «a un hombre vi castigar con crueldad y con malicia, porque era pobre no más» (Fray D ia b lo y e l d ia b lo p r e d ic a d o r .) 82 Ed. cit., págs. 181 y 606, 612-616. En la Corte « sólo delinquen los pobres», dice Ruiz de A larcón en E l te je d o r de Segovia. 83 L a ilustre freg o n a , ed. cit., pág. 101. 84 E rrores celebrados, edición de Martín de Riquer, pág. 150. Incluso en el teatro, pese a su carácter conservador, se muestra este sentim iento. C om o acabam os de ver. 85 Ed. cit., pág. 52.

619

R e l a c io n e s

d e a n t a g o n is m o .

La

lucha de

«c a d a

uno contra cada u n o

»

En esto sí tendrá razón Tonnies al sostener que en el régimen de relaciones contractuales de la sociedad moderna, la finalidad es sólo encubrir otras tantas hostilidades e intereses antagónicos, sobre todo aquella famosa oposición entre los ricos o clase dominadora y los pobres o clase servil, que procuran estorbarse y destruirse mutuamente86. No obstante, conviene tener en cuenta que en los si­ glos X V I y xvn se inicia tan sólo el tipo de sociedad fundada en el régimen de contratos, mientras que seguirán las supervivencias de tipo corporativo —de base territorial o personal—, continuando en buena medida hasta el predominio de la burguesía, unas décadas después de la Revolución francesa. No voy a negar, ni mucho menos, antes bien considero, contra lo que otras veces se ha dicho, que la profundización de la hendidura entre rivos y pobres es un proceso que hay que te­ ner en cuenta en las relaciones sociales de los siglos modernos y constituye una fuente de conflictividad durante los mismos: el sentimiento de las injustas —y al­ gunos llegan ya a sospechar que corregibles— diferencias de estado llega a produ­ cir un verdadero clamor. Pero esa separación hostil entre miembros de unos gru­ pos no es lucha entre grupos clasistas, en cuanto tales, y hasta se puede decir que no es la tradicional oposición entre estamentos, sino que corresponde a la fase de esa lucha entre individuos, que C. Marx señalaba como previa al planteamiento de la lucha de clases, propiamente tal. Sin embargo, algunos pasajes semejantes a los que he citado han inspirado la fácil aplicación del esquema de la lucha de clases a la novela picaresca87. Por de pronto, pienso, en términos generales, con L. Stone, y de acuerdo con el relieve que a esta tesis da Koenigsberger88, que la interpretación conforme al modelo teórico de la lucha de clases ha de ser muy limitada en su adaptación al siglo xvn, porque, advierten ambos autores, la distribución de los individuos entre los grupos y su afección a una u otra actitud frente a los otros era más compleja y más diver­ sificada. Entiendo lo de «diversificada» en el sentido de que había más de dos gru­ pos en la estratificación estamental, y ello es así porque aparecen una serie de grupos intermedios, sin lugar señalado entre los estratos sociales. Si bien no hay que olvidar el desarrollo que adquiere en la época la imagen de la sociedad barroca dicotómica, a la que he dedicado un capítulo, que algunos quieren hacer paralela a la separación marxista en dos clases, no hay que olvidar que sociológicamente no tiene más que un valor de mito, que tampoco responde a una imagen real. Pero yo, además, pienso, en relación con los repetidos casos en que se ha ensayado una interpretación semejante, que no cabe hablar de clases, porque no se puede decir que éstas existan, antes de que se forme una conciencia de clase. Y no cabe pen­ sar que se dé tal conciencia en los enfrentamientos conflictivos del siglo xvn. Aun­ que haya un comienzo de conciencia de antagonismo entre pobres y ricos, como grupos adversos, estos grupos no están movidos por una conciencia de clase y una consiguiente lucha clasista. Y no pueden estarlo, porque sí, con el propio Marx 86 C om u n idad y Sociedad, ya citada, pág. 307. 87 Pueden verse algunos ejem plos en la obra de J. V.R i c a p it o , Bibliografía razon ada y an otada de las o b ras m aestras d e la picaresca española, M adrid, 1980. 88 L. S t o n e , «The Causes o f the English R evolution (1529-1624)», y el com entario a este libro, de Koenisberger, en Journal o f m odern H istory, vol. 46, 1, m ayo 1974, págs. 99 y ss.

620

—y es una de las cosas más a retener de su construcción teórica—, no se puede dar el tipo de grupo definible como «clase» hasta que la revolución industrial ambiente el choque político de trabajador y propietario, estimo que no pudiéndose tampoco hablar en el siglo x v i i de este enérgico conflicto, ni tampoco de revolución in­ dustrial —salvo alguna vislumbrante en Inglaterra89—, es obvio que no cabe hablar de clases y menos de lucha de clases90. Pero tengo que añadir que tampoco me parece adecuado el modelo darwiniano de «lucha por la vida», evocado también, de pasada al menos, por alguno. Desde su creador, ese modelo de Struggle o f life puede tener dos aspectos: o bien aparece como lucha de unas especies contra otras, a través de la cual opera la selección na­ tural {On the Origin o f Species by Means o f Natural Selection, or the Preservation o f Favoured Races in the Struggle fo r Life, 1859), o bien como lucha contra el me­ dio, con la formulación de la idea de adaptación al mismo {The Descent o f Man, 1871). Ni de una cosa ni de otra se trata, no ya por el total aspecto biológico que esa lucha presenta en los darwinistas91, sino, sobre todo, porque el picaro, en nin­ gún caso, ni consciente ni inconscientemente, lucha por determinaciones de la es­ pecie, sino que es un enfrentamiento combativo del individuo contra los indivi­ duos. Sólo esto se corresponde a esa condición de mónadas, sin la sustentación de un medio de armonía envolvente, que antes les atribuí, carácter que tanto se obser­ va en el picaro como en los personajes de toda clase de su mundo en torno. Lo único que les emparenta y les asemeja es lo que enérgicamente les aísla, ese feroz principio de egoísmo del que ya he hablado también. Quizá porque para el desenvolvimiento de sú teoría de la «anomia», Talcott Parsons arrancó apoyándo­ se en el lejano ejemplo de la acción social en Hobbes —en el fondo, pienso yo que muy ajeno—, se sintió aquél inclinado a concebir la ruptura, por parte de los des­ viados del sistema normativo regular como un caso de anomie o de guerra de to­ dos contra todos92. Yo diría más bien que en la mayor parte de los casos, dentro de cada sistema —no hay que omitir esta última referencia—, durante la situación social específica del Barroco seiscentista, habría que hablar de «cada uno contra cada uno» —un título de estirpe calderoniana. Hay un pasaje de C. Marx en el que (insistiendo en lo que acabo de decir sobre la pretendida fórmula marxisma de lucha social que se aplicaría según algunos en la novela picaresca) nos corrobora la impropiedad, en nuestro caso, de hablar de lucha de clases, pero, a la vez, nos señala otra fórmula posible, a la que antes he aludido, para una interpretación válida del hecho que en ese género de novelas contemplamos. En un pasaje de Ideología alemana, rectificando su propia ligereza en otros textos que sin duda fueron escritos para una mera utilización polémica del concepto de la lucha de clases, sostiene Marx: «los diferentes individuos sólo for­ man una clase en cuanto se ven obligados a sostener una lucha común contra otra 89 A lguna vez he citado ya sobre este punto el interés que ofrece el libro de L a s s l e t , Un m onde q u e nous a von s p erd u . L es structures sociales préindustrièlles, traducción francesa, Paris, 1969. 90 El propio E. P. T h o m p s o n sólo se ha atrevido a aplicar su ingenioso esquem a de la que llam a «lucha de clases» al siglo xviii, véase el volum en del autor, Tradición, revuelta y consciencia de clase. E stu d io s so b re la crisis de la sociedad preindu strial, traducción castellana, Barcelona, 1979. 91 N o olvido el intento de un darwinism o social, en J. N o v ic o w y otros. La obra de éste, L a crítica del d arw in ism o social, se tradujo al castellano y se publicó en Madrid, 1914. Me parece que esta corriente de pensam iento es hoy una dirección abandonada, a pesar de ciertos intentos. 92 L a estructura d e la acción social, pág. 505.

621

clase, pues, por lo demás, ellos mismos se enfrentan unos con otros, hostilmente, en el campo de la competencia»93. A mi modo de ver, ésta es la forma de la agre­ sión en el mundo insolidario de la picaresca, del picaro con los demás individuos que pueden pertenecer, y de hecho vemos que pertenecen, a muy diferentes niveles de la estratificación social, sin que en ellos se haya suscitado sentimiento o con­ ciencia de clase. A lo sumo, ya lo dije antes, una cierta simpatía, que no evita en su caso la agresión, y que tan sólo se pone en juego si las necesidades se presentan, hacia aquellos en los que se reconoce que se hallan genéricamente en condiciones parecidas, esto es, los pobres. Competencia, agresión frente a aquellos de quienes se puede obtener el bien que se desea a sabiendas de que ello va en contra del otro, no frontalmente contra la sociedad, ni tampoco necesariamente contra los podero­ sos, cuyos resortes de opresión tienen sumido al picaro en la insuficiencia que odia (contra éstos va el odio, pero la acción agresiva se queda en un nivel de ordinario interindividual). Aglutinación, más que compañía o unión con los que se hallan en las mismas condiciones, ya que el ámbito de la ciudad les aproxima, lo que tam­ bién da lugar a que, efectivamente, en ciertos momentos se lancen algún zarpazo entre los iguales. Hostilidad, en virtud de la cual el picaro, como le pasa a ese indi­ viduo inmisericorde de los tiempos del primer débil capitalismo, siente hacia cuan­ to le rodea un distanciamiento grande, existencial me atrevería a decir, que le pre­ dispone a atacar a cualquiera que sea, en cuanto le parezca necesario o meramente conveniente. Quizá también de ahí nace la limitación en la violencia del picaro, porque para lo que él busca no necesita matar, y aun antes al contrario, desfoga mejor su ansia de obtener de otros la posibilidad de humillarles y sobrepasarles, conservando a su víctima. Unos autores, del grupo de los «anti-agresivistas», U. Nagel y H. Kummer, han escrito: «la agresión en los animales es pri­ mariamente un modo de competición y no de destrucción». En los picaros, tan reducidos en muchas ocasiones a un comportamiento infrahumano, que metafóri­ camente permite acudir al ejemplo animal, la agresión no es competición en un es­ tadio deportivo, como tampoco lo es entre los animales; por alguna que sea la par­ te que en aquéllos tenga a veces su actitud lúdica, la competición tiende a anular al otro tan sólo en la medida o en aquel aspecto en que al agresor le haga falta (puede suceder que sea tan sólo en el aspecto de hallar en manos de otro un objeto del que el picaro pretende adueñarse; tal es el «deporte» de Justina en su primera salida). El picaro llega a más en su competencia y procura anular al otro, no a darle muerte, en la medida de lo necesario, una anulación moral de su ser personal por la humillación o la pérdida o daño irreparable que se le produce. Esta manera de entender la lucha interindividual en la picaresca, como agresivo enfrentamiento de competidores, lleva a una consecuencia. El picaro no sólo pre­ tende subir, sino que como ese medro que persigue es siempre algo que se mide relativamente, necesita además rebajar, hundir a aquel contra quien se dirige. No urde trampas o monta engaños o roba o procura y prepara el mal físico del otro, sin más fin que el de lograr algo positivo para él, sino en atención, no menos, a conseguir la privación del otro. Declara Guzmán que los hombres del día, cada uno pasa su tiempo «armando lazos, haciendo embelecos, desvelándose en cómo 93 Id eología alem ana, traducción castellana, Barcelona, 1974, págs. 60-61. P oco m ás adelante, en una n ota de Marx y Engels, se añade: «La com petencia aísla a los individuos, no só lo a los burgueses, sino m ás aún, a los proletarios, enfrentándoles a unos con otros, aunque los aglutina» (pág. 70).

622

pasar adelante, poniendo trampas en que los otros caigan, porque se queded atrás»94. Tiene, pues, una doble faz la actuación agresiva del picaro, lo cual nos lo confirma Lazarillo de Manzanares, cuando recuerda la atinada, la recomendable (en su estimación) lección de un antiguo maestro: «cualquier hombre había de mostrar su ingenio no en igualar al que le hazía ventajas, sino en echalle el pie de­ lante en la m edra»95. Lo vemos ratificado una vez más: el medro es el objetivo del picaro y el acicate que desata su agresión, pero una vez en ello ha de poder llegar a perjudicar, a vencer al que va delante; es el gusto de la venganza del que nos han hablado Honofre y Justina. No hay medro de uno sin mengua de otro. Hay, en esa actitud del picaro, una manifestación, adaptada al mundo de po­ der y de riqueza que ante él está desplegándose, de nuevas formas de violencia; hay, claro está, como siempre en la historia, supervivencia de formas de agresión que proceden de atrás, en este caso, por ejemplo, del milenario vagabundaje que se renueva. «Es —ha dicho Braudel— una rebelión de los hijos de la miseria y de la superpoblación, así como un resurgir de viejas tradiciones; pero es también, a menudo, el bandolerismo puro, la aventura feroz del hombre contra el hom ­ bre»96. Nuestro tema es mostrar la ampliación a otras formas de lo dicho en esta frase. En el marco de ese final cruel de una época que empezó siendo vista auroralmente como Renacimiento, se inscribe el fenómeno de anomia y agresión del pica­ ro, una de esas formas del individuo contra el individuo. No llegará nunca el picaro —ya lo sabemos— a las manifestaciones sangrientas del bandolerismo, al que Braudel ha dado tanto relieve; pero su tipo de desviación, caracterizado, a di­ ferencia de los otros, como incruento, puede ser en ocasiones quizá tan doloroso. El picaro no repara en esto, y si llega a sospechar que es así, que el otro queda su­ mido en el dolor, siente —y a veces lo ha declarado— interna satisfacción; oigamos una vez más a Guzmán: «en sólo hacer mal y hurtar fui dichoso».

P

r u d e n c ia

s o c ia l

. E

,

cautela

,

a s t u c ia y r e c e l o

l hom bre en acec h o

. La

:

v ir t u d e s a e j e r c e r e n l a v id a

a c t it u d

de aco so

Esta peculiar actitud del picaro traduce en su caso —con más intensidad y, sobre todo, con más descaro que en otras— un modo de proceder que caracteriza al hombre del Barroco, que da lugar a que en éste se destaque, sobre todas las vir­ tudes o cualidades, la prudencia, convertida de tal modo en un «arte», en una «técnica». La conducta de emulación bien se puede calificar en el siglo x v i i de «prudencialismo»97. Dentro de él se despliega esa serie de consecuencias en el m o­ do de actuar que son propias de la época, aunque destaquen especialmente en los individuos que se mueven en el mundo de la picaresca: la astucia, la cautela, la desconfianza, el disimulo engañoso, la rapidez del zarpazo, etc. Sin duda, esos te­ mas, la prudencia, la cautela, etc., como maneras de comportamiento tácitamente 94 Ed. cit., pág. 277. Este capítulo 4 .° del libro II, de la parte I, que contiene el soliloquio de G u z­ mán sobre la pobreza y el goce de la libertad, concentra expresiones de su mayor pesim ism o. 95 Ed. cit., pág. 96. 96 L a M é d iterra n ée..., t. II, págs. 78 y ss. 97 Véanse mi obra L a cultura d el Barroco y mis dos estudios sobre Gracián y sobre Saavedra F ajar­ d o , ya varias veces citados.

623

protectoras frente a una sociedad hostil, desborda el ámbito de la picaresca y per­ tenece a los modos de relación social del Barroco, como más de una vez he señala­ do. Liñán y Verdugo presenta sus narraciones como «ejemplares» porque son do­ cumentos que dejarán «escarmentados a hartos y acobardados a otros muchos para hacer confianza unos hombres de otros, y más de los que no se conocen ni tienen entera satisfacción»98. Por eso se da, incluso, en novelas de personajes in­ tegrados, conformistas99. Después de sufrir el testarazo contra el toro de piedra a la salida de Salamanca, recordemos entera la frase de Lazarillo: «me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar cómo me pueda valer»100. Avivar, avisar: son verbos que perte­ necen a la práctica de la espera venatoria y traducen bien claramente esa actitud que he expuesto. Alberto del Monte comentaba con razón: para Lázaro «el mundo se configura dominado, de una parte, por la necesidad y, de otra, por la maldad, avaricia e hipocresía humanas; el enlace entre estos dos polos es la astucia»101. La moral picaresca empieza a desencadenarse. Unos años más tarde que la genial novelita anónima, Céspedes hacía reflexionar a su personaje sobre este hecho, plante­ ando el tema como una alteración producida en la vida real castellana, y haciendo pasar el fenómeno de la órbita de la vida urbana y de gentes próximas a la vida de palacio, hasta las esferas de los habitantes de pequeños núcleos rurales: «Ya no hay villanos en Castilla la Vieja; la frecuentación de cortesanos (digamos cazoleros y ballenatos) corrompió sus costumbres, trocó su original simplicidad en malicia y cautela»102. Sin embargo, el teatro seguía negándose a un enfoque semejante: la cautela, el recelo malicioso, la desconfianza, propios de la moral barroca, no podrían tener entrada en la ética caballeresca. Lo dice Ruiz de Alarcón: «Aunque en sangre generosa no cabe tener cautela.» (Los pechos privilegiados.)

No es cosa de decir que su origen se encuentra en la sociedad caballeresca; pero sí es, indudablemente, un producto urbano de naturaleza derivada y producido entre los individuos marginados que aquella sociedad hizo surgir. Si cada tipo de sociedad tiene su repertorio de marginados, la figura del picaro pertenecía al paso de la sociedad caballeresca y cortesana a la sociedad urbana del primer capitalis­ mo. En eso estaba en lo cierto Guzmán, cuando atribuía a este ambiente su último aprendizaje: la adquisición de esa sutileza del ingenio que convertía a éste por ex­ celencia en el instrumento de combate propio de las tácticas de engaño practicadas en la época, instrumento, por consiguiente, que a aquel que se lanzaba a la vida pi98 G uía y A v is o s ..., pág. 91. 99 E. R o d r í g u e z (ob. cit., pág. 182), lo pone de m anifiesto en una novela de C a m e r i n o , E l p ica ro am ante, que pertenece a la serie de sus «N ovelas am orosas» y, pese a! título, no es relato picaresco. 100 Edición de Blecua, pág. 96. 101 A . d e l M o n te , Itinerario de la n ovela p icaresca española, pág. 48. Del M onte escribe: «El m un­ do que Lázaro ha conocido y presenta es op aco y glacial, solam ente dom inado por el instinto animal y por el egoísm o utilitario, vacío de todo sentim iento que no sea la m aligna com placencia en la propia as­ tucia y habilidad» (pág. 47). 102 E t so ld a d o P in daro, pág. 335.

624

caresca tan necesario le era de dominar. «Tomé tiento a la Corte, íbaseme sutili­ zando el ingenio por horas, di nuevos filos al entendimiento»103. En el Guzmán de Alfarache, M. Alemán nos ofrece todo un manual de esta ac­ titud que trato de analizar. Por de pronto, supone una conveniente concepción coyuntural de toda actuación: «cada cosa tiene su cuando y no todo lo podemos eje­ cutar en todo tiempo». La palabra «coyuntura», que, según mis datos, aparece en el léxico castellano a mediados del siglo X V I, es un término que hace suyo el Barro­ co porque expresa un concepto fundamental en él: la «ocasión» que espera el pru­ dente y cauteloso. Es necesario proceder así porque Guzmán sabe que no hay que fiarse de la primera apariencia de las cosas, de los hombres, de la manera de con­ ducirse éstos: «toda la ciencia que hoy se profesa, los estudios, los desvelos y cuida­ do que se pone para ello, va con ánimo doblado y falso». Y ante esta comproba­ ción, Guzmán establecerá su regla áurea de la moral picaresca: «no hallarás hombre con hombre; todos vivimos en asechanza los unos de los otros, como el gato del ratón o la araña de la culebra»104. La palabra clave ha aparecido: «asechanza»; como un agresor, o quizá también como alguien que espera el m o­ mento de verse libre de la amenaza de una agresión, todos, hallándonos en uno u otro estado, hemos de vivir en despierta asechanza. Y este término felino que emplea un novelista, bien que con pretensiones diferentes se repite en moralistas, políticos, etc. Incluso el conservador Espinel —quizá porque el tema pertenece a la raíz de una moral conservadora como es la de la sociedad barroca— escribirá co­ mo reflexión de su personaje Marcos de Obregón: «no hay hombre tan ajustado que no tenga algún émulo y por no dar lugar a las asechanzas déste no se ha de apartar de su vista; que los mal intencionados, de cualquier átomo toman ocasión para emponzoñar las intenciones del mundo contra quien desean ver fuera dél»105. Toda la terminología del caso está aquí recogida: «ocasión», «asechanza», «ému­ los», «mal intencionados», «suprimir del mundo». Esto último nos hace ver que la implacable competencia de los émulos no está tan lejos de buscar la destrucción, contra lo que a algunos autores hemos visto afirmar. Bajo el tipo particular de esta agresión barroco-picaresca, la destrucción puede asumir algunas de las modalida­ des que pueden tener cabida en el marco de la expresión echar «fuera del mundo», si estas palabras últimas las entendemos en el sentido de echar fuera de la esfera vi­ tal de cada individuo. Observar cautelosamente al otro, a la posible presa, para caer sobre ella en el momento más conveniente; recelarse, desconfiar de todos para librarse él de caer en la trampa que otros le tiendan. Tales son las dos caras del fenómeno de la agre­ sión que, de uno y otro lado, importan al picaro. Hemos visto testimonios de la posición para lanzarse al ataque, que no se debe abandonar; pero no menos nece­ saria es la de permanecer cuidadosamente, prudentemente, a la defensiva. El sacristán a cuyo servicio entra Honofre al empezar su carrera le da como consejo advierta que «comienzas a vivir en otro mundo» (al pasar de la aldea al medio ur­ bano) y en ese nuevo escenario «si quieres que no te engañen no te fíes de ningu­ n o » 105 b,s. Esto lo recomienda, con firme convicción, Salas Barbadillo: «en estos 103 Ed. cit., pág. 259. 104 E d. cit., pág. 280. 105 Ed. cit., t. II, págs. 177-178. ios bis Ed. cit., pág. 71.

625

tiempos, no trae un hombre mayor enemigo que su confianza»106. Es el estar «avi­ sado» de Lazarillo, es el «Pablos, alerta» de El Buscón. Ante las despiadadas burlas de que ha sido objeto por parte de estudiantes y criados en Alcalá, en la misma no­ vela quevedesca figura el consejo consabido: «has de vivir con cautela»107. Esteba­ nillo pone en relación ambos aspectos del tema de la agresión —asechanza y pre­ caución— con la situación de necesidad: «no hay cosa que más avive y sutilice el ingenio que es la necesidad»108. Esta temática de la violencia, de la agresión, en su doble cara, está presente, en términos equivalentes a los que ofrece la picaresca, en los moralistas y escritores políticos de la línea que más de una vez he dejado definida. Saavedra Fajardo ob­ serva que en la sociedad de su tiempo «se arman de artes unos contra otros y viven todos en perpetuas desconfianzas y recelos», e insistiendo en la necesidad de las precauciones a que la propia seguridad obliga, añade: «la conservación propia nos obliga al recelo [...]. Solamente una confianza hay segura, que es no estar a ar­ bitrio y voluntad de o tro » 109, principio de autonomía de la persona que, desdo­ blándose en un juego de desconfianza y recelo, le permitirá asegurarse en su acti­ tud de lucha. Tal es la figura del «hombre en acecho», que nos da el perfil moral combativo del picaro y, en general, del hombre del Barroco, del cual aquél es la versión des­ viada, pero no por eso menos significativa. Es el hombre que, colocando su figura en el marco de la expresión que acabo de recordar, define Gracián incansablemen­ te en sus obras sucesivas de pura moralística110. Esa postura de permanente espera del combate que representa el hombre en acecho no es un instinto, porque no se traduce en una reacción fija que podamos dar por descontada ante un acicate o una provocación externa, determinada, pues, filogenéticamente, y, por consiguiente, igual en todos los individuos de la misma especie. Más bien es, en todo caso, una pulsión que, en su reacción, conserva la capacidad de opción entre diferentes vías, para alcanzar su objetivo de defenderse o de atacar. Creo que conforme al análisis que aquí intento es, ante todo, una res­ puesta aprendida, programada, calculada, que se pone en juego en relación directa y coherente con el medio en torno. Esa respuesta (lo único que, teniendo en cuenta la situación del picaro, está determinado, es esto de que haya una respuesta) está causada por la circunstancia de que el hombre en acecho ha de mirar hacia adelante y hacia atrás. Ello viene dado así porque tanto es atacante como atacado, y, más aún, porque si se ha decidido a ser lo primero —hallándolo forzoso por la «necesi­ dad» que le circunda—, sabe no menos que puede ser atacado en el origen mismo de su entrada en el mundo, ya que desde muy pronto llega a la conclusión de que su espacio vital en torno es un círculo de «hostigamiento». La sociedad contemporánea de la picaresca hostiga al «insuficiente», habiendo abandonado los principios de altruismo y habiendo dejado caer los lazos de solida­ ridad que la tradición medieval, por lo menos doctrinalmente, hacía suyos, y que, 106 E l sagaz E s ta d o , m arido exam inado, ed. cit., pág. 168. 107 Ed. cit., pág. 274. 108 Edición de Spadaccini y Zahareas, t. II, pág. 392 y nota 1042. 109 Edición de G onzález Palencia, Em presa X LIII, pág. 369; Em presa LI, pág. 418. no Véase mi estudio citado sobre Gracián, recogido en mi volum en E stu dios de H istoria d e l p en sa­ m ien to español. Serie III, E l siglo barroco, M adrid, 2 .a ed ., 1984.

626

por esa razón, siempre tenían algún peso. Ahora el pobre, el defectuoso o enfer­ mo, el loco, y, por encima de todos, el abandonado, vagabundo, sin ocupación, es en el cual la sociedad protocapitalista, anclada, sin embargo, en un ordenancismo de tradición medieval, descubría en conjunto al desviado peligroso. El picaro, pues, versión compleja de marginados y semidelincuentes, por descalificación echada sobre ellos de parte de la sociedad, se veía particularmente acosado por ella. Como pobre se ve solo y abandonado, como sujeto de baja condición se ve despreciado y hasta negado en su calidad humana, como picaro —contemplado en una perspectiva anómica— se ve perseguido; en forma particularmente adversa, provocada por su estado amenazador de desvinculación, se ve acosado. Un círculo le rodea del que parte hacia él un punzante hostigamiento. Recordemos la segunda parte de una frase de Honofre que nos es ya conocida: «estás cercado de contra­ rios». Y J. H. Silverman comenta: «the hunger motif, the problem o f survival in a hostil world [...]»1U. Esta situación tiene un alcance mucho mayor: es un dato existencial de todo picaro. Es así como Lazarillo, después de sus primeras experiencias, al salir de su casa, conoce lo que puede esperar del mundo, aprende de éste el otro camino, al advertir lo que en adelante los demás van a ser para él: «la conciencia de un alrededor hos­ til ha reemplazado de golpe —sostiene J. Blanquat— a la confianza, la esponta­ neidad, la inocencia infantilés»; desde ese momento se imponen al muchacho la desconfianza y la constante vigilancia en la soledad. Permanecer siempre en guar­ dia, tal es el destino del picaro112. La actitud de acoso contra aquel a quien se le ve desprovisto de las defensas ne­ cesarias es normal en la cruel sociedad del Barroco y desata en él el afán de la ven­ ganza; a partir de ese momento, se le sitúa como agresor que en cualquier momen­ to puede pasar al ataque. Es de recordar por su significación el caso del personaje cervantino Vidriera, quien vuelto a un estado de perfecta cordura, como licenciado Rueda, no obstante le será imposible verse libre de ser hostigado por la gente que le rodea, hasta el punto de que se halla imposibilitado de ganarse el sustento con su ingenio, en su ejercicio de licenciado, y desfoga su reacción agresiva, no lanzán­ dose a la vida picaresca, sino marchando a Flandes para sustentarse empleando en la guerra «las fuerzas de su brazo»113. No hay versión más completa y clara en su significación, respecto al tema que tratarnos, que la del Guzmán. Cuando Guzmán decide desprenderse de la casa m a­ terna y de jovenzuelo abandona Sevilla, camino de Madrid, ya en el tercer día de su marcha reconoce cuál es su desamparada situación: «halléme como perro flaco ladrado de los otros, que a todos enseña dientes, todos lo cercan y acometiendo a todos a ninguno m uerde»114. En esa ocasión se da ya cuenta del estado de desam­ paro en que se va a encontrar, no ya ante un mundo indiferente, sino ante un círculo de acoso, en el que la necesidad se le presenta con apremiante fuerza. Ape­ nas iniciado ese su caminar por el mundo, en ese tercer día de su salida de Sevilla, se ve hambriento y acosado, y no es ya que nadie le ayude, sino que se le oprime y

111 112 113 114

E l gu itón H on ofre, edición de H . G. Carrasco, introducción de J. H. Silverm an, pág. 16. Véase su estudio Fraude e t fru stra tio n dans le L azarillo de Term es, ya citado, pág. 51. N o vela s ejem plares, ed. cit., t. II, pág. 144. Edición de F. R ico, pág. 247.

627

explota bajo la figura de esa soez mesonera que le da para comer unos huevos podridos; refiriéndose a la relación con el mundo social, nos dice: «por cifra entendí, aunque después he considerado sus efectos, cuántos torpes actos acomete, cuántas atroces imaginaciones representa, cuántas infamias solicita, cuántos dispa­ rates espolea y cuántos imposibles intenta»115. En medio de ese círculo tiene que sobrevivir y pretende llegar a triunfar. La psicología de Guzmán, ha comentado A. del Monte, y yo diría más bien la existencia de Guzmán, «está condicionada por el encuentro inicial con una sociedad hostil, cruel y fraudulenta, contra la cual reacciona adoptando él mismo los vicios que condena. De ahí su revuelta contra esa sociedad a la que atribuye los obstáculos para su elevación económica, los cuales, sin embargo, los lleva dentro de si, como producto de esa sociedad»116. Guzmán se da cuenta de ese círculo de hierro del que le ha de ser tan difícil desprenderse al picaro: su pobreza, porque ésta tiene la triste consecuencia de de­ jarle desprovisto de medios para defenderse y para atacar; le queda sólo la in­ dustria, pero ésta no puede romper definitivamente el acoso. La pobreza es infa­ mia general para el que sufre y por eso el pobre se ve siempre «ultrajado de mu­ chos y aborrecido de todos». A él, pues, se dirige el hostigamiento general: «nin­ guno se afrenta de tener por pariente a un rico, aunque sea vicioso, y todos huyen del virtuoso si hiede a pobre». Sólo esto basta para motivar el disparo de la agresi­ vidad en el picaro. Pero en el momento de desfallecimiento, Guzmán hace aquella reflexión dramática que ya conocemos sobre la inutilidad de sus dentelladas y la frustración de esa misma respuesta violenta: «a los pobretes como nosotros, la lechona nos pare gozques»117. No menos las experiencias penosamente insistentes del Buscón arrancan de una agobiadora vivencia de cerco, para romper el cual no tendrá más salida que acep­ tar salirse del mundo, ensayar instalarse en un mundo nuevo. ¿Qué es lo que des­ pierta en él su respuesta agresiva a un medio hostil y despiadado que le rodea? (ob­ sérvese que a don Diego, hijo de caballero y rico, unas monedas gastadas oportu­ namente le han permitido ser acogido en el acto por los estudiantes, en Alcalá, mientras que a Pablos, criado, pobre y sin linaje, se le somete a insufribles hu­ millaciones). La experiencia de una discriminación de tal naturaleza, repetida des­ pués en otras esferas, es la causa de su subsiguiente agresividad; es ella la que lleva a Pablos al trato sin consideración humana hacia los otros, la que lo impulsa al proceder engañoso y con él, inmediatamente, al hurto, una conducta que no aban­ donará ya. Ese comportamiento permanentemente agresivo de Pablos es reacción al comprobar que al débil el mundo le hace objeto de burla y le cierra todas sus puer­ tas. Desde el principio de la novela, el hijo del caballero, integrado en el sistema, es quieto y religioso, y el criado pobre es travieso; el uno se inclina a la virtud, el otro al vicio; el primero se muestra firmemente solidario con los de su clase, el se­ gundo desgarrado de todos. Desde muy pronto, en Alcalá, el picaro, que lleva ya realizada una buena parte del aprendizaje de la desviación, organiza el hurto contra su joven señor, ayudado del ama que les sirve, chupándole a aquél su dine­

115 Idem , págs. 247-248. Más adelante, en R om a, hará alguna otra lam entación sem ejante, págs. 361 y ss. 116 Ob. cit., pág. 70. 117 Ed. cit., págs. 353, 612, 683.

628

ro ambos a dos «como sanguijuelas»118. Pablos sabe muy bien, porque lo ha oído decir a su alrededor y lo ha experimentado, que a los pobres y a los picaros, los agentes de la llamada justicia, «unas veces nos destierran, otras nos azotan, otras nos cuelgan»119. En lugar de librar o proteger al desvalido, aprietan el círculo hos­ til alrededor del picaro. Por eso, A. A. Parker, después de hacer referencia a algu­ nos episodios de El Buscón, en los que se contienen estos aspectos, sostiene: «estos pasajes, entendidos literalmente, revelan una conciencia creciente de la hostilidad del ambiente y demuestran cómo reacciona la víctima, pasivamente al principio, luego de una manera agresiva. Esto se presenta como una experiencia que se va de­ sarrollando hasta llegar a una decisión deliberada de hacerse picaro, para poder hacer frente a la vida»120. Pero esto no es sólo propio de la severa presentación que el autor hace de Pablos de Segovia; lo es también y por razones similares de Lazarillo, de Guzmán, de Justina, de Teresa, de Lazarillo de Manzanares, de la Garduña de Sevilla, de la ingeniosa Elena, incluso lo es de Estebanillo, que piensa en hacerse «picaro de cos­ ta». Pese a su pregonado buen humor, a su propósito de encubrirse tras la másca­ ra de bufón, Estebanillo, que no ha dejado de tener sus dificultades (¿acaso no lle­ ga al extremo de verse encarcelado y condenado a muerte en Barcelona?), hace en algún momento de su lamentación esta triste reflexión: «la mala suerte que, siempre huyendo de los ricos, da en seguir a los pobres»121. Una lamentación que parece innocua y seguida de pasiva resignación. Sin embargo, Idalia Cordero ha puesto de relieve las repetidas ocasiones en que Estebanillo se siente a sí y siente a sus semejantes, oprimido por ese férreo cinturón de hostigamiento: él sabe del ca­ rácter bestial y agresivo que se manifiesta en grandes señores que mandan ejércitos y desconocen la común humanidad de los pobres; en la soldadesca que arrasa cuanto encuentra a su paso perteneciente a miserables habitantes; en los criados que se acometen, se atacan cobardemente por servilismo122. Justamente porque se 118 Ed. cit., págs. 76 y 78. 119 Idem , pág. 19. 120 O b. cit., págs. 23-24. 121 T om o I, pág. 196. 122 I. C o r d e r o , «V ida y hechos de Estebanillo G onzález (estudio sobre la visión del m undo y acti­ tud ante la vida)», en A rch ivu m , O viedo, X III, 1965, págs. 177 y ss. La atribución de la corriente de violencia a los escesos de la soldadesca en los prim eros siglos m odernos es frecuente y desarrolla un an­ tibelicism o y un antim ilitarism o que, a decir verdad, contribuyeron poco a cambiar las cosas. A m e­ diados del siglo XVI, V illalón escribía: «C uán ufanos y por cuán gloriosos os tenéis cuando os oís nombrar atrevidos saqueadores de ciudades, violadores de tem plos, destruidores de herm osos y su n ­ tuosos edificios, disipadores, y abrasadores de cam pos y m ieses!», lo que le lleva a condenar la guerra y a cuantos la hacen (El C rotalón, págs. 109, 338). En la fase final, con el dram atismo directo de la guerra de los Treinta A ñ os, Grim melshausen pinta en estos térm inos la violencia brutal de la soldadesca que el inocente m uchacho Simplicissim us contem pla cóm o se aplica a destruir e incendiar la casa paterna y m atar a sus familiares: «com er y beber en exceso, soportar el hambre y la sed, vivir en desarreglo y d a­ do a la lujuria, hacer sonar los dados y jugar con furia, entregarse a la francachela y la jarana, asesinar y ser asesinado, fusilar y ser fusilado, torturar y ser torturado, cazar y ser cazado, expandir el terror y sufrirlo, robar y ser robado, aterrar y sentirse aterrado, expandir por todas partes la desdicha y la d eso ­ lación» (ed. cit., pág. 191). Simplex se encuentra así arrojado a la soledad y a la indigencia, una p o si­ ción de la que parte con frecuencia el picaro, y aunque aquél incurre en algunos m om entos en una c o n ­ ducta próxim a a este tipo, las enseñanzas de un santo erm itaño (dentro de una corriente religiosa an ti­ papista) le hacen reaccionar com o asceta. N o con ozco caso de ningún final sem ejante en la picaresca e s­ pañola, ni el de E l gu itrón H o n ofre, ni el de E l do n a d o hablador.

629

trata de un pesimismo con una clara vinculación histórica originaria, se puede lu­ char contra las conductas circunstancialmente transformadas en maneras de agre­ sión. Ya he dicho algo sobre la gradual expansión de esa concepción pesimista, pero naciendo y desarrollándose ésta en relación a una situación dada, contra la que con habilidad cabe responder en términos semejantes, es posible no retirarse, no abandonar la partida y a la vez mantenerla en forma que no se convierta en un mal mayor. Tal es la mezcla de egoísmo y hostilidad en el picaro. Si lo compara­ mos una vez más con el personaje de Grimmelshausen, vemos que de la experiencia del mundo en concreto que le rodea, éste saca un pesimismo de la situación: «allí donde debía reinar el más grande amor, la mayor confianza, no encontraba más que la mayor perfidia, el más violento odio, la discordia, la cólera, la hostilidad. Más de un amo estrangulaba a sus servidores, más de un señor a sus súbditos, bien es cierto que éstos se conducían como granujas con su señor». Estas palabras expresan una experiencia muy semejante a la de Estebanillo sobre el mismo ámbito europeo, en ese pasaje que de este último hemos citado líneas atrás. Desde la mo­ ral reformada de Simplex no cabía más que predicar y retirarse (el ermitaño le había dicho que al cristiano le basta «con trabajar y rezar»). Para el picaro hay otra salida: aplicarse una vez más a convertir hábilmente en favorables, explo­ tables en ventaja suya, esas mismas condiciones adversas de los tiempos y de los hombres. Preparándose a ello, Estebanillo se presenta a sí mismo como «jabalí se­ guido», como «gato viéndose apretado» 122bis. Ante estas últimas frases, hay que pensar en que el «agresivista» K. Lorenz menciona como forma extrema de la lu­ cha la que se expresa en la fórmula consabida como gato panza arriba»: es el caso del animal que no puede llevar a cabo el deseo natural de huir y que, hallándose acorralado, envuelto por todas partes, sin escapatoria posible ante el enemigo, no tiene más remedio que disponerse a pelear desesperadamentel23. Hasta en los comedidos términos de E l Donado hablador se puede encontrar un testimonio de la amplísima experiencia de cerco que el pobre sufre: «es lástima grande que la pena y rigor, el castigo y condenación padezcan los pobres y que po­ co pueden, y los poderosos y ricos, sin ningún temor, a rienda suelta anden de noche y de día, como si no hubiese justicia para ellos» (la protesta medieval era contra la tiranía del poderoso; ahora, contra la flojedad de la justicia, que no se atreve con él). Quiere decirse con esto que en el siglo x v i i es socialmente admitido que la justicia —su organización estatal— debe pesar sobre todos por igual; pero también quiere decir que la agresión sobre aquel que se ve falto de apoyo viene de todas partes. Es lo que se comprueba cada día: se libra el rico y sufre todo rigor el pobre124. Si en uno de los primeros capítulos hablé de la actitud de rechazo y hostilidad de la gente contra el pobre, es fácil ligar ahora uno y otro aspecto y relacionarlos con las condiciones de la época. Como escribiría Francisco Santos, «en viendo a un pobre huyen de él como de una fiera»125. Y si unimos a esto la afirmación de Quevedo, «entre todas las naciones, sólo el pobre es el extranjero»126, comprende122 bis Ed. cit., t. I .° , pág. 244; t. I I .0, pág. 451. 123 Sobre la agresión, el pretendido mal, ya citado, pág. 37. 124 E l donado hablador, Alonso, m ozo de muchos años, edición de Valbuena, págs. 1229 y 1231. 125 D ía y noche de M adrid, ed. cit., pág. 383. 126 «El Caballero de la T enaza», en Obras. Prosa, M adrid, pág. 41.

630

remos la raíz de la antes aludida doble cara de la cuestión, sobre todo si tomamos en cuenta, además, la agria xenofobia del siglo xvn, que levantaba hostilmente a unos grupos contra otros cuando procedían de cuerpos políticos diferentes. Y Quevedo, extremando estos aspectos, sostiene que el pobre es, precisamente, el extran­ jero por antonomasia, aquel que se encuentra ante la más insalvable hostilidad. Sólo que si a los puros y simples pobres, como advertía también Quevedo, «el aba­ timiento y la miseria los encoge»127, a los que las circunstancias inclinaban a la li­ bertad picaresca, no les acontecía así, sino que dispraba en ellos, como respuesta, los resortes de la agresividad.

L

a b u r l a y l a a c r it u d d e l a r is a

. La

d e g r a d a c ió n d e v a l o r e s

ESTIM A D O S PO R L A SO CIED AD E ST A B L E C ID A

Una de las formas más caracterizadas de darse la violenta agresión en la pica­ resca, así como en la sociedad en que se inserta, es la burla. Con eso no quiero de­ cir, claro está, que constituya una novedad aportada a la literatura por este género literario. Desde luego, como en relación a otros muchos elementos que en aquél se integran, la burla y jocosa celebración de la risa que levanta tienen antecedentes antiguos y medievales. Además, como es bien sabido, responde, precisamente, a la renovación de este recurso literario en el Renacimiento y pienso que la picaresca es deudora al siglo renacentista que la enriquece de esta nueva utilización de un pro­ cedimiento ya tradicional. «De humano quoque genere melius meretur qui ridet illud quam qui luget» sen­ tenció Séneca128, y aunque no se olvidó nunca un pensamiento parecido, en el hu­ manismo del siglo XV I volvió a adquirir fuerza y difusión. No menos, mejor dicho, mucha más amplia resonancia conservó a través de los siglos la famosa recomen­ dación de Horacio: «ridentem dicere verum», que se transforma en un universal principio pedagógico. Ello inspira una tesis que el Renacimiento va a repetir con gran complacencia. Uno de sus tempranos cultivadores es Sebastián B rant129. También el autor de El Crotalón afirma que es propia de los hombres por su natu­ raleza la risa, por lo cual a cualquier hombre en particular le conviene reírse» 13°. Es lo mismo que dicen los conocidos versos de Rabelais: «m ieulx est de rires que de larmes escrire pour ce que rire est le propre de l ’h o m m e» 131.

Ese reír buscado por los hombres del Renacimiento tuvo su desarrollo según una doble corriente: una risa popular y una risa aristocrática o señorial. La prime­ ra ha sido estudiada hace tiem po132, y en años próximos y con gran aceptación ha

127 Edición citada de López Grigera, pág. 221. 128 D e tran qu ilitate anim i, X V , 3, edición bilingüe de «Les belles lettres», París, t. IV de los « D iá lo ­ g o s» , pág. 101. 129 L a N e f des F o lz du M on de, 1497. 130 Ed. cit., pág. 110 y n ota de la profesora A . R allo, núm. 10. 131 C om ienzo de Gargantua, edición de J. Plattard, «Les Belles Lettres», París, pág. 11. 132 G u h r r i , La corrente p o p o la re d el R in ascim en to, 1 9 3 0 .

631

sido replanteada por M. Bakhtine133. Del otro aspecto algo dijo ya Burckhardt y ha sido tratado en relación con el papel de locos y bufones en los palacios134. En la esfera de la materia picaresca, Grimmelshausen se atiene al precepto horaciano: «me ha parecido a propósito decir la verdad entre risas»13S. En la picaresca española el recurso de la risa ocupa un grán volumen136. De un lado, viene a res­ ponder a la preceptiva horaciana del «enseñar deleitando», al que, modernizándo­ lo, La Pícara Justina le da un cierto giro, refiriéndolo al gusto moderno que no so­ porta pesadas moralizaciones, que se aburre con vidas de santos y para atraerlo a la lectura hay que proporcionarle sabrosa materia de risas, burlas y picardías137. Pero no solamente se trata de esto. Con una nueva preocupación por el hombre, Huarte de San Juan se hace cuestión de la naturaleza psíquico-fisiológica de la risa138. Y otro médico, imbuido de espíritu renovador, que le lleva a indagar una Nueva filosofía de la naturaleza humana, Miguel Sabuco, afirma decidida­ mente el valor médico, higiénico, de la alegría y del reír139. Esta idea actúa pro­ bablemente en la invención y desarrollo de un género que, reforzando y actuali­ zando sus propósitos de crítica social, trata de valerse para ello de un vehículo lite­ rario que lleve con él la risa. Ello explica el carácter mixto, crítico-festivo, de la novela picaresca. La literatura de picaros cuenta con la risa, pero hay que advertir que en ello se entrecruzan varios planos —dejando aparte el de las motivaciones literarias, en el que no sabría entrar—. En primer lugar, aunque no se defina así hasta Esteba­ nillo, el picaro presume de ser un hombre de humor. No me atrevo a decir exacta­ mente de «buen humor», porque a veces la acritud con que suena su risa no nos deja pensarlo así. Pero pertenece al triunfalismo personal del picaro, que puede vencer tantas dificultades, conservar la salud de un cuerpo fuerte. Y ello es debido, hasta el punto de que algunas veces se declara así, a su frecuente recurso a la risa. En La vida del picaro se atribuye el buen estado de salud de aquél a esa tesis médi­ ca (que ya había sostenido M. Sabuco): «porque la enfermedad del cuerpo huye de aquellos que procuran risa y ocio»140. y si insito en hacer referencia a las doctrinas médicas de Sabuco es porque la

133 L ’oeuvre de R abelais e t ¡a culture po p u la ire au M o yen A g e e t so u s la Renaissance, traducción francesa, París, 1970. 134 H ay interesantes pasajes en los trabajos de R. J a m m e s , M. G . P r o f e t i , M. W i l s o n , L. G a r c í a L o r e n z o , etc., insertos en el volum en R isa y so c ied a d en el teatro español del Siglo de Oro, T ou lou ­ se, 1980. 135 Sim plicissim us, pág. 29 (del estudio preliminar, de M . C olleville), y 35. 136 Tam bién en la obra de la picaresca inglesa, de T. N a s h , The U n fortu n ate Traveller, pág. 143, hay una significativa referencia a la risa. 137 Véase el prólogo del autor al lector. Desde la primera línea del prólogo sum ario que sigue al an­ terior se caracteriza a Justina com o «risueña», y a lo largo de la obra ella hace gala de su risa, repetida­ mente. 138 E xam en d e ingenios, B. A . E ., vol. LX V , pág. 441. 139 C o lo q u io d el co n ocim ien to de s í m ism o, B. A . E ., vol. LXV; véanse título VIII, pág. 337, y tí­ tulo X L IX , pág. 354. 140 Ed. cit., pág. 317, versos 255-256.

632

picara Justina se encargó en su momento de recordarlo y elogiarlo141. Justina, en su primera etapa, «doncellita alegre y moderna» (es decir, reciente, de pocos años, joven), nos habla de su gusto por reír: andaba siempre con «la risa en los dientes», y todavía más tarde, de pleno incorporada a la profesión picaresca, volverá a de­ cirnos: «la risa me retozaba en el cuerpo». Pero no es ésta la risa de los picaros habitualmente, ni la risa que ofrece al lector la novela picaresca. Hay demasiada desviación y demasiado hostigamiento, demasiada violencia y demasiado rencor. Domina un ambiente de lucha y es acre su sabor. Y sin embargo, en ese mismo ambiente se instala la risa. Advirtamos que hay que considerar a ésta en dos planos, dentro del mundo de la picaresca. De un lado, la risa que se produce en el mismo picaro al contemplar o al recordar la escarnecedora burla que ha hecho de otros personaje, vengativamente-de ordinario, y siempre llevado de un impulso de hacer daño. De otro lado, la risa que las dificultades, los fracasos, tal vez los golpes que caen sobre el picaro, la consideración del daño que recibe y del dolor moral y físico que ello le produce, despiertan en el público que sigue sus aventuras. Tenemos que pensar que tan insolidario y tan inhumano en sus sentimientos como el picaro tenía que ser el público lector de la sociedad barroca. En ello estaba, sin duda, la satisfacción de esta so­ ciedad por verse asegurada de violaciones amenazadoras de su orden. En uno y otro caso, esa risa se promueve por una acción de burla. En tal caso, sea la víctima del picaro contemplada por éste, sea el picaro contemplado por el lec­ tor, víctima, a su vez, doblemente del lector y de su cómplice, esto es, del autor de la novela, el burlado es el sujeto pasivo del episodio risible. Él procede ignorando que lo es, probablemente pensando hasta el final que él va a llevar la parte del éxi­ to. Se cumple así una observación que H. Bergson hacía sobre lo cómico. Según este tan ingenioso filósofo como escritor, dado que la producción de la comicidad supone un caso de automatización de la conducta, con lo cual quien en ello incurre no advierte su discrepancia con la cambiante fluidez de lo que vive, el resultado es que «un personaje cómico es generalmente cómico en la exacta medida en que se ignora a sí mismo. Lo cómico es inconsciente»142. Tal vez hoy, en vista del signifi­ cado específico que el término «inconsciente» tiene en algunas formulaciones teó­ ricas, bastaría con decir «no consciente». La interpretación bergsoniana de lo có­ mico sirve muy bien para explicar la comicidad que provoca la acción de protesta del picaro. Lo mecanizado, lo que automáticamente se repite, tropezando con las nuevas circunstancias en que la vida se desenvuelve, lo rígido e inflexible, lo esclerotizado, frente a la natural fluidez o espontánea capacidad de cambio de lo vi­ viente: de ese choque, en fin, que quiere ser el choque del joven e inventivo picaro contra el sistema establecido. Ceremonias sociales, gestos o palabras convenciona­ les, que han perdido su sentido originario y han quedado fijadas de una manera inadecuada y extemporánea (como la amistad) o falseadas radicalmente (como la virtud, la bondad, etc.); o también vestidos, usos, que la moda ha dejado de lado. En todos estos casos, y más gravemente en los que afectan a la moral social tanto como privada, nos encontramos con formas que son, en definitiva, un 141 Edición de D am iani, pág. 330 y 370 (bien que atribuyéndolas a su hija doña O liva). Bataillon había llam ado ya la atención sobre estos pasajes. 142 L e rire, París, 1924, reedición 1967, pág. 13.

633

disfraz —el disfraz es la utilización, sobre formas vivientes, de lo que ha queda­ do mecánicamente fijado, vitalmente arrinconado, que incoherente con las cir­ cunstancias, se conserva en movimiento, ajeno, sin embargo, al curso del vi­ v ir143—. El picaro pretende atribuirse el papel de hacer saltar lo primero, exaltan­ do lo segundo. Creo que en esto, picaresca, literatura celestinesca y teatro de Torres Naharro coinciden una vez más. Tal es ese afán de desescombrar que inspi­ ra en parte la acción del picaro, moviéndole, pues, a burla contra todo cuanto apa­ rece rígido, encorsetado, sujeto a formalizaciones petrificadas. Lanzando contra ello las formas vivas de la libertad picaresca, la actuación de aquél se reviste de crueldad, de inhumanidad contra todo lo que le rodea y cuyo valor quiere desco­ nocer. Su mofa hiriente es la manera de poner en práctica lo que nos presenta co­ mo su modo de actuar libre y despreocupado. Contra interpretaciones que no pasen de un gesto de benévola sonrisa ante La­ zarillo, Minguet ha subrayado —siguiendo la'línea de la importancia que P. Ha­ zard dio a la burla en la literatura del Renacimiento— el gran papel de este recurso en el L a za rillo y la extrema crueldad con que en él las burlas se llevan a cabo144. Observemos que en toda la picaresca, desde el L a za rillo hasta E ste b a n illo o G reg o ­ rio G u a daña, se mantiene esa materia de las burlas como propia del género —burlas despiadadas y que provocan en quienes las presencian o las escuchan una carcajada cruel—. Aparece ya, como digo, en el L a za rillo , sobre todo en las rela­ ciones de Lázaro con el ciego y con el clérigo, aunque también sean burlas agrias las referencias a los modos de vida de su padre y de su madre. «Burlas endiabla­ das», las llama su protagonista, de las que se propone contar algunas, porque no habrá picaresca desprovista de este condimento y con ese matiz hiriente. Tan dura se advierte, desde el primer momento, la naturaleza de la burla pica­ resca que Lazarillo, al seguir el camino de su aprendizaje, lo que hace, en fin de cuentas, es entrar deliberadamente —es una de las vías del valerse por sí mismo— en este ámbito que ya hemos llamado una sociedad, un «mundo sin amor». Es in­ teresante recordar que de «una sociedad sin amor» han hablado etólogos que han estudiado experimentalmente las relaciones de agresión entre ciertos animales. Y por su parte, J. Blanquat generaliza: «un mundo sin amor y sin justicia constitu­ ye el marco de la novela picaresca, que se puede definir como la novela del apren­ dizaje en el que el picaro aprende el arte del fraude como el solo arte de vivir (y no solamente de sobrevivir)»145. Todo son burlas, embustes, fraudes, de manera tal que a veces —así en L a P ícara J u s tin a —cada capítulo y aun cada número de los varios en que éstos se subdividen, no contiene más que el relato de una burla, muy frecuentemente de in­ superable estupidez, sólo sobrepasada por la dosis de ruindad que encierran para con el prójimo. Por eso, la picaresca es, mucho más que otros géneros del tiempo (incluyendo, por ejemplo, los diálogos y también algunas novelas desarrolladas an­ tes que la picaresca), una obra literaria de cuya materia puede decirse que única­ mente está constituida por un tejido de relaciones humanas. No hay paisaje, salvo referencias tópicas a algunas grandes y famosas ciudades, algún comentario de ar­ 143 Ob. cit., págs. 38, 44. 144 R echerches su r les stru ctu res narratives dans le L azarillo de Torm es, Paris, 1970, págs. 53 y ss. 145 Estudio citado, págs. 51 y 53.

634

te singularmente interesante en las páginas de López de Úbeda. Lo demás —po­ dríamos decir, todo— es relato de hechos humanos, y así, lo cómico que suscita la risa se refiere siempre al h e c h o h u m a n o ; cabe comprobar que, aunque tenga una base física, ha de darse en el caso que provoca la risa una proyección de hecho h u ­ mano. Pero esto no supone que, de algún modo, se sienta un comproihiso. Su am ­ biente es la indiferencia, no dándose, en ningún caso, lazo alguno de afección —positiva o negativamente— que ligue al que ríe con aquel que protagoniza lo có­ mico, por haberse visto colocado en situación que lo suscita. «Lo cómico exige, pues, en consecuencia, para producir todo su afecto, algo como una anestesia m o­ mentánea del corazón»146. Sólo que en el caso de nuestros picaros, esa anestesia se convierte en una situación definitiva: una imposibilidad de compasión. Justina se llama en algún momento Guzmana de Alfarache, acaba su relación anunciando su casamiento con Guzmán. Esto quiere decir que asume toda la gama de desviación que en aquél se ha decretado por la sociedad; es picara hasta los huesos. ¿Y en qué consiste esto para ella?, ¿qué es lo que ella añade al comporta­ miento de Guzmán, para considerarse digna continuadora de su línea? Porque se puede observar que, en cierto modo, hay menos violencia aparente que en el G u z ­ m á n ; pero, en compensación, extrema algó que en éste se da también, desde luego, aunque en J u s tin a se incremente hasta convertirse en un recurso continuo: la risa en burla de alguien. No sólo se dan en ella el robo, el hurto, el engaño, el fraude, incluso en atrevido desafío a gentes a las que se les atribuye parejas intenciones; si­ no tal vez lo principal, en cierto modo, sean la burla y la risa en la descarada pica­ ra, como en desprecio de aquellas personas a las que se les ha hecho sufrir el daño. La risa en J u stin a llega a ser plenamente desalmada. «De los hombres no hay que tener pena», se dice en L a Pícara™ 1. En el texto de la novela observamos que de conceptos como los que designan términos muy estimados en el lenguaje ordinario de la sociedad de los integrados, de términos tales como «honrado», «devoto», «bueno», «discreto», etc., se hace mofa y se emplean en retruécanos y juegos de palabras que implican la burla de los sujetos convencionalmente virtuosos a los que se aplican. En L a P íca ra Ju stin a , en E l B u sc ó n , en E ste b a n illo , siguiendo la línea que había sido ya iniciada en el L a za rillo y L a L o z a n a A n d a lu z a , y antes en L a C elestin a, este discurso burlesco por inversión disimulada de valores es de frecuen­ te empleo. Estamos, en estos casos, ante ejemplos de aquella vía, destacada por Freud, de buscar lo cómico como resultado de «procedimientos de degradar objetos eminen­ tes»: ello supone el ejercicio de la parodia, la caricatura, el desenmascaramiento, la inversión del discurso u otros procedimientos de degradación de una realidad que siguen, con modalidades propias, esa vía. Si muchos de ellos se hallan en la pi­ caresca, quizá el de mayor utilización sea el último, con frecuencia usado por el picaro, aunque con no menor frecuencia se vuelve contra él148. Hasta en el caso del comedido personaje Marcos de Obregón, el elemento de la burla tiene su parte y es objeto de un singular comentario que sirve para poner de manifiesto todo lo que de agrio y escarnecedor juego ánti-social había en ella. 146 L e rire, págs. 3 y 4. 147 Ed. cit., pág. 125. 148 S. F r e u d , E l chiste y su relación con lo inconsciente, traducción castellana, reedición de M a­ drid, 1969, pág. 180.

635

Sufre Marcos una burla de la que se siente afrentado y resuelve vengarse, a pesar de no ser amigo de venganzas; del éxito que en ello tiene a su vez se va riendo todo el viaje, aunque Marcos diga: «no alabo yo el haber hecho esta pesada burla», a pesar de lo cual le divierte mucho. Y aprovecha el caso para hacer toda una teoría moral de la burla: nos hace saber que se niega a participar en otra que algunos han preparado, «porque burlas de que puede resultar escándalo general y daño particu­ lar, ni son lícitas, ni se permiten por camino alguno»; recomienda que «las burlas han de ser pocas y sin daño de tercero, y tales, que el mismo contra quien se hacen guste délias»149: este es un moralismo de los que rechaza un verdadero picaro, entre otras cosas porque lo estimaría con razón o hipócrita o estúpido. La risa del picaro se produce no por la alegría de un suceso feliz, sino por la consideración de la posición cómica y deprimente en que otro u otros se ven colo­ cados, merced al daño que el picaro con su engañosa participación en un episodio de agresión o burla, ha conseguido que se inflija a alguno. Unas veces es cruda venganza, otras es acción instrumental para lograr un objetivo ventajoso, o puede ser un acto incausado, un acto gratuito. Y tal vez esas ocasiones en que se realiza un mal a tercero, tan sólo para situarlo cómicamente en situación de ridiculamente chasqueado o burlado, provocando así la hilaridad del público y la del propio picaro, sean las más significativas de la agresividad picaresca. Con frecuencia, en casos tales, el picaro se encuentra pagado por el éxito obtenido. Pablos, el Buscón, refiere con todo pormenor toda una serie de burlas que realiza contra diversas y, en su mayor parte, desconocidas personas. Tales ac­ ciones, por lo general, se resuelven en hurtos —ordinariamente, de alimentos codi­ ciados—; y siempre, en esos casos, todos sus compañeros, los criados, no menos que su amo y los otros estudiantes, los celebran y ríen con ellas; y comenta Pablos: «con estas y otras cosas, comencé a cobrar fama de travieso y agudo entre todos». A tan bajo nivel llega la estimación del ingenio 15°. Una muestra de la burla picares­ ca —en la que hay mucho de Quevedo, pero pertenece con todo al tipo general­ es el brutal y repugnante escarnio que, para divertir al empingorotado don Diego, traman los que han cenado a su costa, contra un viejo mercader avariento, en la que se mezclan el hurto, la producción de un mal físico y la suciedad tan celebrada de los excrementos, todo ello con regocijo general. No menos hay que recordar las burlas asquerosas de las que había sido objeto Pablos, al incorporarse como un nuevo miembro al mundo de los estudiantes de Alcalá, acompañados de sus criados y la no menos inmunda que estos últimos le aplican151. Aunque no sea éste nuestro objeto, cabe mencionar, por lo menos, la relación entre la significación psicoanalítica de las heces y del dinero, que se convierte con frecuencia en símbolo de los excrementos lo que se traduce en formas de lenguaje, como cuando se dice «cochino dinero»l52. No soy especialista en psicoanálisis y desconozco cómo puede originarse este simbolismo, cuya subsistencia en algunos casos tardíos —en los si­ glos XV I y x v n — fue subrayada por M. Weber y por R. H. Tawney, y era ya bien visible en Lutero, por ejemplo. No encuentro que la estimación del dinero en el siglo xvn adquiera tan negativo carácter ni siquiera en un Quevedo ni en un Luque

149 Ed. cit., t. I, págs. 185, 311 y ss. 150 E dición de Lázaro, pág. 89. 151 Idem , págs. 63 y ss., 67 y ss.

636

Fajardo: antes bien, el dinero cuenta como el bien deseable por excelencia, hasta el punto de presentar caracteres poco menos que taumatúrgicos (Sebastián de Cova­ rrubias lo colocaba, como un nuevo Prometeo, en competencia con Dios). La unión burla-risa es un plano de relaciones en la picaresca, de papel funda­ mental: en él se juntan la agresión, la impiedad que introduce en el corazón el des­ bocado afán de medro, el impulso de venganza, la negación de las vinculaciones sociales, el sentimiento de frustración y el rencor por el fracaso. De ahí esa extraña manera de presentarse la burla: se relata fríamente —tanto más fríamente cuanto más gratuita y violenta sea—, se pormenoriza gozosamente toda la cautelosa y en­ gañosa preparación de la misma, se exhibe la carencia de escrúpulos morales y de sentimientos, se agranda la estimación del mal que se ha hecho, y se llega a un re­ gocijo cruel, traducido en risa escarnecedora, todo lo cual es necesario para lograr ese despiadado final. El picaro, al huir después de una operación semejante, evi­ tando la reacción de los perjudicados, alardea de haber alcanzado el ofensivo re­ sultado de la burla por su industria, lo experimenta como un triunfo y asegurará que por largo tiempo no dejerá de reír, recordando el éxito de su acción. Quizá el más claro ejemplo de este complejo mecanismo de burla-risa sea la treta que m on­ ta Guzmán contra sus parientes genoveses, a la salida de Italia. También Teresa de Manzanares urde burlas despiadadas en Córdoba, en Sevilla, en Málaga, en Tole­ do y en Madrid, por donde quiera que pasa, alguna de las cuales llegan a ser crueles y confiesa con ello divertirse153. La escalofriante inhumanidad del picaro es uno de los aspectos clave de tal figura que en el Lazarillo sólo puede apreciarse ocasionalmente, pero en los ejemplos siguientes no falta. Salas Barbadillo, en uno de los relatos, de naturaleza picaresca, que se reúnen en su obra A le ja n d r o , fis c a l d e vid a s ajenas, habla de «el escandaloso y perjudicial estilo de este picaro tan su­ mamente picaro», y dice de él: «tan frío era el picaro», «este desalmado picaro», etcétera134. Es sabido —y de ello me he ocupado ya en anterior capítulo— que el picaro entre otras cosas es jugador, porque el juego es terreno adecuado y dispuesto prácticamente a todas horas para el enfrentamiento entre competidores (enfrenta­ miento que hemos considerado, con Marx, como característico de la primera mo­ dernidad). Con esto, a lo que hay que añadir sus otras caras de ladrón, estafador, vividor del trabajo ajeno, semi-delincuente, etc., le cubren ya al picaro las indiscu­ tibles señales de su semblanza. De los tahúres, condena Luque Fajardo que «ellos mismos entre sí se aborrecen, sin que hayan piedad unos de otros, a causa de sus continuas competencias»155. Los picaros no hacen más que asumir, reuniéndolas, acentuándolas, las calidades negativas que pone de manifiesto la antropología his­ tórica en su momento. Y además se complace en poseerlas y pone en ello una com­ pensatoria vanidad invertida. Así presumen de manifestarse contra la pretendida ca- ■ ridad del amparo y limosna los protagonistas del G u zm á n , de E l B u scó n , del S e g u n ­ d o L a za rillo ; contra los efectos paternos y familiares las de L a P ícara Ju stin a , L a

152 Véase J. J o n e s , L a vie e t l ’oeuvre de S. Freud, París, 1961, t. II, pág. 327. 153 Con m otivo de la burla a un pretendiente en T oled o, escribe desconsideradamente: «Cenam os todas con m ucha risa de ver cuán atribulado se iba», pág. 1417. 154 Edición de «Costum bristas españoles», I, págs. 154-155, 157-158. iss F iel desen gañ o..., t. I, pág. 197.

637

ingeniosa Elena; en gozosa celebración de la crueldad, las de Teresa de Manzana­ res o Las harpías en Madrid; contra la benevolencia hacia las gentes, El guitón Honofre, Estebanillo González o La Garduña de Sevilla, etc. Indudablemente, la burla y la risa son humillantes, inhumanas, crueles; pero yo pienso que en el mecanismo de la agresión picaresca son producto de las tenden­ cias autolimitadoras de la violencia. En el lenguaje de K. Lorenz, tendríamos que hablar de la burla como resultado de una actitud de inhibición, más allá de unos ciertos límites en la comisión del mal. La burla, pues, en la novela picaresca, sería una válvula de escape para evitar que la excesiva presión llevara al crimen, a la sangre. Inhibición vale aquí tanto como insensibilidad. El diagnóstico de la naturaleza de las relaciones sociales en su época que hace Fernández de Ribera se ajusta a esta insensibilizada figura del picaro, que no guar­ da de positivo más que el egoísmo, la brutal atención excluyente a sí mismo y sólo a él. Ello levanta agresivamente y despiadadamente —sin más límites que los que ya vimos impone el propio egoísmo— contra cada uno de los demás, vengativa­ mente o en un puro acto gratuito de agresión: su estimación es que falta en su mun­ do toda piedad o sentimiento por los males del prójimo «y que todo es escarnio, burla y juego»156; en consecuencia, según esa línea discurrirá su vida: lo que más distinga al picaro quizá sea que ponga toda su complacencia en ello. Fijándonos bien, advertimos que esa actitud del picaro coincide, reduciéndola a un discurso carnavalesco, usurpado y vuelto del revés, en sus objetivos, con la forma de agresividad que los moralistas y políticos atribuían a los hombres en el mismo período de tiempo y muy particularmente a aquellos que de algún modo ofrecían un lado de «estadistas» o «políticos», más o menos imbuidos de tacitismo. Cristóbal Suárez de Figueroa trazaba esta silueta del mundo social del Barro­ co: «Todo es mentira, todo estratagema, todo propio interés. De nadie se puede estar hoy menos seguro que de quien se da por más amigo, por ser el primero que a espalda vuelta pretende adelantarse en picar y m order»157. Ésta era la «emula­ ción» entre gobernantes. Es de notar la frecuente aplicación de la fórmula, de ple­ no pragmatismo sin escrúpulos, llamada «razón de Estado», al proceder de los in­ dividuos apicarados.

156 Ed. cit., pág. 105: «Advertí que aquella piedad o sentim iento de los males del prójim o falta ya.» 157 E l Pasajero, pág. 132.

CAPÍTULO XIII

LA TENSIÓN HOMBRE-MUJER

El hostigamiento y la agresión, con su despliegue de trampas, burlas y risas, engaños, fraudes, que acabamos de ver en capítulos anteriores, ofrecen modalida­ des especiales cuando se producen en el terreno de las relaciones hombre y mujer. Es más, muy frecuentemente puede apreciarse un incremento de violencia, no físi­ ca, pero sí en los sentimientos y en las palabras. Y así, en lo que respecta al hom ­ bre, se acentúan los rasgos de su tradicional posición de superioridad, impo­ niéndose sobre la mujer. En sentido contrario, es decir, cuando se trata de que sea la mujer la que propugne y aun intente tomar la iniciativa en el ataque contra el hombre, observaremos que aparecen manifestaciones de fuerte acritud. A la firme­ za en la dominación que el hombre busca, responde la astucia en dejarlo burlado y abandonado con el mayor desenfado posible por parte de la mujer. En cualquier caso, en el ámbito de la literatura picaresca, se mantiene y se agudiza la falta de un contenido afectivo en esa sociedad sin amor que en tan amplia medida viene a ser el siglo X V II. Todo lazo de afectividad personal es reemplazado por una actitud de competitividad que, dada en ambas partes de antemano, puede llegar a ser violenta en las relaciones intersexuales.

La

m is o g in ia e n l a é p o c a b a r r o c a

.

La

p o s ic ió n d e l a m u j e r e n e l n u e v o

M O D E LO D E SO C IE D A D . E L SURG IM IEN TO DE L A PR O TEST A FE M E N IN A

Nos encontramos, en principio, con una continuación de la misoginia me­ dieval, que en el propio Medievo tiene sus altibajos y sus matices y que, claro está, recibe determinados cambios en los siglos xv y xvi, con el Renacimiento. Su amar­ go sabor se hace más fuerte en el marco de la lucha social del Barroco. Se forma­ ron en la Edad Media unas pseudoetimologías que revelan todo el fondo de deses­ timación moral de la mujer: mulier = mollis aer; fem ina = fides minima. En el siglo XV II se encuentran todavía en algunos casos, aunque los ataques en la Edad Moderna presentan un aspecto menos gramatical y más personal. Siguiendo un estricto planteamiento socioeconómico, quizá no hubiera habido razón que pu­ diera apoyarse en ese plano para tal misoginia medieval, de tan larga repercusión, ya que en esos siglos, de predominante economía de autoconsumo y de producción 639

familiar, la mujer precisamente mantiene un papel más activo, más amplio y hasta más productivo en la vida en común. A pesar de su positiva apreciación rentable, sin embargo, esa actitud de misoginia se levanta sobre toda otra consideración, por influencia de las doctrinas cristianas según la versión difundida con mucho empeño por los frailes, propagadas bajo el dominio social de éstos en ciertas esfe­ ras. Se da nuevo y mayor relieve al mito de Eva, la cual habría respondido a la lla­ mada del mal aceptándola e induciendo al hombre a funesta tentación. Los prime­ ros siglos medievales conocen una general difusión del juicio adverso sobre la mujer. Como en todos los países europeos, repitiendo los mismos tópicos que en otras partes, las literaturas castellana y catalana conocen unos siglos de franca posición hostil contra la mujer. Un abundante acopio de datos sobre ese antifeminismo han sido reunidos por Edna N. Sims1. Todavía E. M. Gerli aporta una serie de textos poéticos que faltan en esa recopilación antes mencionada2. Pero lo más interesante del comentario de Gerli es haber señalado la existencia, junto a la corriente antife­ minista, de otra paralela, e inversa en su sentido, en elogio y exaltación de las m ujeres3. Es de mucho interés tener en cuenta esta contracorriente, porque ella contribuyó —y sin ella, la evolución del tema hubiera sido diferente— a producir un despertar de actitudes reivindicativas femeninas y una iniciativa de la mujer, a la que la tesis de la superioridad del varón, a pesar de su generalidad y de lo auto­ rizada que se consideraba por tradiciones sociales y religiosas, no logró aplastar nunca. También esto era de origen ultrapirenaico y desde fuera penetró en las literatu­ ras y en el arte españoles. Desde el siglo xm , preparáda por San Bernardo doctri­ nalmente, con el instrumento de las primeras manifestaciones de escritura y pintu­ ra góticas —en ese tiempo, el tímpano de la catedral de Senlis, en Francia, intro­ duce, quizá por vez primera, el tema central de la Coronación de la Virgen— y la creación místico-literaria del argumento de la Pasión de la Virgeñ María correlati­ vamente al de la Pasión de Cristo (materia estudiada con tanto interés por E. Mâle en la inconografía y en las fuentes literarias que en ésta influyen)4, se inicia franca­ mente una revaloración de la mujer, que no elimina ni tan siquiera hace disminuir la misoginia, pero levanta enfrente un factor complementario y polémico. Las con­ diciones sociales hacia el final de Medievo (por ejemplo, que la educación de los hijos, en muchos casos, no sea ni estricta ni siquiera predominantemente militar), dan a la mujer mayor participación en ese punto importante de la educación de la prole, y las nuevas condiciones económicas (la ayuda en la administración del taller, aunque en corta proporción aumentado, en el número de personas, en la mayor complicación en la administración, en el cuidado de una instalación domici­ 1 E l a n tifem in ism o en la literatura española h asta 1560, B ogotá, 1973. 2 C om entario al libro de E. M. S i m s , en N u eva R evista de F ilología H ispánica, X X V III, 1, 1978: En este com entario, Gerli añade la m ención de otros textos más: varios poem as del C ancionero de Baena y del Cancionero de H ernan do d el C astillo, así com o la obra en prosa de L uis d e L u c e n a , R e p eti­ ción de am ores. 3 M enciona a Rodríguez del Padrón, D iego de Valera, Bernât M etge, Enrique de V illena, Alvaro de Luna; no m enciona tam poco él, ni en uno u otro sentido, la obra de Jaume R oig, ni conocidos pasa­ jes de Eixim enis. 4 Véase E . M â le , L ’a rt religieux du X I I e siècle en France, reedición de Paris, 1947, págs. 426 y ss. El tema se com pleta con el volum en L ’a rt religieux d e la fin du M o yen  g e en France, 1925.

640

liaría mejorada, etc.) dan más relieve y hacen más necesario el papel de la mujer en la unidad familiar. Gerli sostiene que «la misoginia literaria del Medievo tardío y del Renacimiento representa una respuesta éticamente conservadora y tradicional frente a la usurpa­ ción gradual del ideal cristiano (el teocentrismo medieval) por el nuevo interés se­ cular (simbolizado en la mujer deificada de la cosmovisión cortesana)»5. No en­ tiendo en modo alguno este razonamiento. Ignoro que exista una «cosmovisión cortesana»; pudo haberla y la hubo en la sociedad «caballeresca», pero tan unida, no ya a la religión, sino a la Iglesia —cuyo poder económico crece y se organiza como ningún otro—, que es una creación social patrocinada por ésta. Los m a­ nuales de caballería de la baja Edad Media nos lo hacen ver. En la medida en que se pretende unir el amor cortés a corrientes libertinas, se podrá, tal vez tratar de una relajación de costumbres, desde el ángulo de la moral eclesiástica, pero nunca de una herejía señalada por el teólogo. Es más, cualesquiera que pudieran ser sus orígenes orientales, no cristianos, pasaron sin dificultad la vigilancia de los custo­ dios de la religión establecida, que no descubrieron ninguna amenaza, hasta el punto de que el amor cortes pudo desarrollarse en el seno de la Escolástica, como puso en claro el padre G. Paré en su libro Le Roman de la Rose et la Scholastique courtoise6. Ese tema queda definitivamente aclarado por el libro de Bezzola de que luego hablaré. Por mi parte, creo haber contribuido a dejar aclarado, en otro lu­ gar, que «cortesía» era el conjunto de saber, o mejor, de saberes, que se procura­ ban y se elogiaba llegar a adquirir en una sociedad inmovilista, esto es, en una so­ ciedad jerárquica y cerrada donde eran reglamentados y fijos los modos de condu­ cirse. Se llamó así porque era el saber que enseñaba las maneras de comportarse en una sociedad de ese tipo. Ese saber quiénes lo guardaban y lo conferían, quienes hacían partícipes de él a otros eran los señores y de éstos se aprendía en sus cortes o palacios. Amor cortés, en derivación de lo que acabo de exponer, no era más que la forma refinada del amor, propia de quienes por haber aprendido cortesía eran capaces de seguir el paradigma que les proponían sus altos educadores corte­ sanos sobre los ideales señoriales7. El amor cortés, más bien, es una aplicación de la terminología y de las formas del contrato vasallático de «encomienda», propio del feudalismo, en términos muy trivializados, simulando la entrega y subordina­ ción meramente aparentes, del hombre a la mujer. En ningún caso, pues, pienso yo, pudo darse peligro de divinización de la mujer en esa «civilización cortés» de •que ha hablado Bezzola. El caso de los dos monasterios de Fontevrault, del que luego hablaré, es muy curioso, pero no conozco repercusión ninguna de él, ni puede entenderse como un ejemplo de divinización de la mujer. En su momento, será la literatura amatoria relativa a estas relaciones humanas la que inversamente se utilice para transponerla «a lo divino»; en todo caso, mucho más frecuente es hacer esta transposición que no al revés. Ese feminismo de la sociedad cortés va unido, en recíproca conexión, con el desenvolvimiento del culto mariano. Respon­ de a uno, entre tantos, de los cambios sociales que se dan al empezar la moderni5 A rtículo citado en la nota 2, págs. 167-168. 6 París, 1941. 7 Véase mi estudio «La cortesía com o saber en la Edad M edia», recogido en mi obra E stu dios de H isto ria d el p en sa m ien to español. Serie p rim era. E d a d M edia, M adrid, 3 .a ed ., 1984; este estudio se publicó en 1965.

641

dad. Y si en un principio pudo parecer favorable a una mayor autonomía de la mujer, poco después hay que contar con que más bien contribuyó a lo contrario. Importa observar, para dejar lo más claro posible este punto, que el llamado platonismo en el amor —que tiene poco de Platón— fue impulsado por los mis­ mos eclesiásticos y en general no fue atacado, en su reconocida conexión con la posición de la mujer en el amor cortés, por la autoridad eclesiástica directamente (así puede verse en los estudios de G. Saita sobre el amor en el Renacimiento)8. El propio Saita advierte que muchos de los autores sobre el tema del amor en la indicada época, además, no eran platonizantes9. Por otra parte resultaba bastante banal, somero y nada peligroso el amor platónico tal y como era expuesto por los poetas petrarquistas españoles, estudiados por J. Fucilla 10 como también por los de otros países. Añadiré que en la época que a nosotros nos interesa, lo que que­ daba de amor cortés era bien poco. Vossler puso en claro ya la ausencia en Lope de una concepción del amor y de la mujer, basada en supuestos platonizantes, a pesar de que en principio ofrece, quizá más que otro alguno, ciertas expresiones que se prestarían a una interpretación en tal sentido, si el lector se deja llevar de una primera y aislada lectura u. Ni el amor cortés pudo entrañar el peligro de una divinización de la mujer en ciertos sectores distinguidos ni una ni otra cosa pienso yo que tengan relación con la misoginia renovada de los siglos xvi y x v ii . En una sociedad como la de los países europeos al comenzar la modernidad, basada en la jerarquía estamental y en su sistema de transmisión de las característi­ cas personales correspondientes al puesto, parece más adecuado pensar que la mi­ soginia, tal como entonces se da, con escaso entronque con pasajes bíblicos, es otra cosa. Es una manera de justificación y legitimación de aquella presión que el honor conyugal ejerce sobre la mujer para asegurar la autenticidad en la transmi­ sión de patrimonio y de calidad moral, conforme a la ideología dominante en el mundo social caballeresco. Por eso, cuando un grupo instalado en inferior nivel de la escala de la estratificación mejora de posición, se extiende a él el prestigio y la carga del honor conyugal. Y por eso, aquellos de quienes, dado su nivel muy bajo, se supone que no tienen nada bueno que transmitirse, se les ve cómo se despreocu­ pan de las exigencias de ese honor: en la sociedad tradicional del Medievo, se en­ cuentran exentos de esas obligaciones los individuos de toda la inmensa población del «pueblo bajo» o «menudo», el cual es imbelle, stupid, vil, deraisonable, abjetc, etc. Cuando algunas capas de esta masa, antes indiferenciada —por ejemplo, los labradores ricos—, mejoran sus condiciones, empiezan a sentirse partícipes en la carga del honor conyugal que antes no se podía defender frente al señor (recuérdese la exclamación del comendador de Fuenteovejuna ante los villa­ nos: «¿vosotros honor tenéis?», lo cual no era un insulto, sino una declaración doctrinal). Los que, desde luego, en el siglo x v i i , son ajenos al honor son los picaros y los próximos a ellos en la literatura del género —Lazarillo, Guzmán, Pablos, Trapaza, Guadaña, etc.—. Dígase lo que se quiera, es propio del picaro 8 L a teoría d e ll’am ore e l ’edu cazione d el R in ascim en to, B olonia, 1947. 9 Ob. cit., págs. 68 y ss. (se ocupa en este lugar de C a s t i g l i o n e ). Véase también la obra del m ism o autor, II R inascim ento, vol. II de «II pensiero italiano neU’Um anesim o e nel Rinascim ento», Bolonia, 1950, págs. 71 y ss., cap. II (en especial núms. 16, 19, 20, etc.). 10 E stu d io s so b re e lp etra rq u ism o en España, M adrid, 1960. 11 L o p e de Vega y su tiem po, traducción castellana, Madrid, 1933, pág. 294.

642

nacer en la infamia; esto es, en el sentido de la época, en las capas sociales ajenas al «honor», entendiendo éste en un sentido general, común a España y al resto de Europa al empezar el siglo xvn. Aludo, pues, a la más amplia noción de «desho­ nor» por tacha estamental (dentro de lo cual es rarísima la mención al deshonor por tacha de converso, tanto en la picaresca como en el teatro). Dentro de ese sis­ tema, el honor conyugal es el medio de mantener férreamente, en las sociedades de «estados», el control físico de la mujer en sus relaciones sexuales y, por ende, de la autenticidad, como llevo dicho, de la sucesión filial, la que tanto importa, en la es­ posa, en la hermana, en la hija. Y es también, en esa sociedad, contando con las novedades que en esos primeros siglos se introducen en ella, la manera de contro­ lar que la mujer no se aprovechará de poner en juego una apelación indebida a sus atractivos sexuales para, imponiéndose con ellos, alzarse hasta conseguir un efecti­ vo poder en la sociedad, lo cual sería fraudulento. En ese sentido, la carga de m an­ tener a rajatabla el honor conyugal y familiar va ligada, entiendo yo, en el si­ glo xvn especialmente, a cuestiones de paternidad y propiedad, pero no únicamen­ te, sino también a todo el régimen de organización y transmisión del dominio en la sociedad. Luego veremos una serie de testimonios que confirman lo que aquí adelanto. Quizá sea interesante recordar que Bezzola, en su monumental obra sobre los orígenes de la literatura cortés, relaciona la aparición de ésta con todo lo que se da de nueva significación en la estimación de la mujer (novedad que acabó endure­ ciendo precisamente la desestimación). Puede posiblemente descubrirse una rela­ ción con un curioso movimiento de carácter religioso, pero en cuya misma base, creo yo, se reconoce ya un serio trastorno de la ordenación social tradicional. Ese movimiento —que, en efecto, no parece ir ligado a una nueva corriente de espiri­ tualidad— tuvo su cabeza en el monasterio de Fontevrault, en el cual, tanto el gru­ po monástico masculino como el femenino que, juntos y en pie de igualdad —bien que conservando una total separaración en sus instalaciones—, lo integraban como he dicho, eran dirigidos en su conjunto por una mujer, esto es, por una abadesa. Bezzola acentúa la línea del proceso de laización que esto llevaba consigo n. Nada, pues —volviendo a lo que antes ya he rechazado—, de divinización sino de amena­ za de llegar a asumir el poder y la función de gobierno por la mujer: esto es lo que se vio en esa experiencia y en la incorporación de la mujer al mundo social. Tal fue el motivo que provocó e intensificó la crítica adversa a la mujer de la que, cada vez, conforme se repetía en la crítica antifemenina, con artes tan disimuladas co­ mo eficaces que le eran peculiares, trataba de imponer su imperio sobre el hombre. Aunque estimo mucho siempre sus trabajos, una vez más no estoy de acuerdo con lo que sostiene A. van Beysterveldt: ha seguido éste la línea de Bezzola; pero, lle­ vado del prejuicio de que España es diferente, propone que del amor cortés, en la línea castellana, se diga que posee un fundamento sociorreligioso que trata de su­ bordinar el amor a la creencia ortodoxa en el Dios del cristianismo13 (frente a una interpretación que el autor hace de la cultura francesa en el sentido de que en ésta 12 L e s origines e t la fo rm a tio n d e la littératu re cou rtoise en O ccident, París, 1944. 13 C om o no encuentro entre mis papeles la ficha del estudio de Beysterveldt, remito a la «R eferen­ cias bibliográficas» del m ism o, sobre la lírica del siglo x v y L a Celestina, que figuran en el volum en de A . D e y e r m o n d , sobre «Edad M edia», en la H istoria crítica de ta literatura española, dirigida por F. R ico, vol. I, Barcelona, 1980.

643

se hablaba del libertinismo hacía muchos años)14. Pienso que es un tipo de in­ terpretación que los historiadores sociales han arrinconado como una formulación inservible, y a ello corresponde la publicación de textos y estudios sobre la literatu­ ra erótica en el siglo xv, un siglo en el que las relaciones sociales se liberan en buena medida. Fijémonos en los factores socioeconómicos a que antes aludí y cuya compren­ sión, en ciertos aspectos, es decisiva para entender la esfera de la vida femenina que supone la picaresca. Sobre algunas referencias a Sombart, creo que se puede proponer una interpretación aceptable. La mujer, en la familia bajo-medieval, es un factor de alto precio. En el taller familiar que en la civilización comunal del fi­ nal del Medievo ha crecido, que en muchos casos ha dejado de ser un taller indivi­ dual, ahora en él hay algún oficial, algún aprendiz. A finales del siglo xvi, las Re­ laciones de los pueblos... nos sugieren la idea de que en el área castellana un buen número de talleres cuenta con varios oficiales, dirigidos por el maestro. Así lo pen­ saba Noël Salomon15. En esa unidad de economía doméstica se asegura a sus miembros una remuneración que en especie comprende alimentación y alojamien­ to. Y es la mujer —como he recordado antes— la que se encarga de atender a estos aspectos, y a administrar el conjunto de manera que contribuye con esos cuidados a la mayor y mejor calidad de rendimiento. Sin embargo, la expansión del primer capitalismo, aunque no eliminó, ni mucho menos, el taller familiar, trajo consigo un-nuevo aumento de su esfera y con ello el resquebrajamiento de la estructura fa­ miliar que ofreciera antes. Para el artesano y más aún para el nuevo tipo empresa­ rial que aparece con el mercader en grande, con el cambista o banquero, etcétera, la explotación desborda el espacio doméstico y la mujer pierde ese carácter de co­ laboradora preciada en el aspecto económico. El burgués de esos primeros mo­ mentos, cuyos caudales se han visto en tantos casos incrementados, considera con­ veniente, para renombre de su casa, para el mejor crédito de su firma, colmar a su mujer de vestidos, joyas, criados, quizá coche, etc. La mujer se convierte en la en­ cargada de ostentar en su presentación la mayor o menor potencia económica (quizá se pueda decir que es la primera versión de lo que hoy se ha dado en llamar la mujer-objeto). Habiendo perdido su función activa en la vida social y económi­ ca, queda reducida a ser una pasiva participante en el nivel de consumo que el ma­ rido considera rentable ostentar. Sobre España, Carande ha publicado algunos da­ tos sobre las joyas de que iban recargadas las esposas de los ricos en Sevilla16. Re­ cordemos en la mujer del rico burqués que aparece con su esposo en el cuadro del matrimonio Arnolfini, pintado por Van Eyck y que se conserva hoy en la National Gallery de Londres; o en el retrato del matrimonio de los Buchner, Moritz y Anna, pintados por Lucas Cranach el Viejo, hoy en el Institute of Arts de Minneapolis (a ella se la ve con gruesas cadenas de oro pendientes del cuello y entre ambas manos se le pueden contar once ricos anillos). Es así como Sombart sostuvo que el incremento del gasto de lujo en la mujer fue una de las fuentes de desarrollo del primer capitalismo17. Pienso yo que con esto, al cambiar su función, unas d a m ha hablado de un «C hristianism e libertin» en su obra L es libertins du X V I I I e siècle, 1964, donde se ocupa de los antecedentes en el siglo anterior. L a cam pagne d e N o u velle C astille à la f in du X V I e siècle, Paris, 1964, págs. 279 y ss. Véase C arlos V y su s banqueros, M adrid, t. I, 1965. L u jo y capitalism o, traducción castellana, M adrid, 1928.

14 A . A

Paris, 15 16 17

644

formas de participación se le cerraban y se le abrían otras, como luego veremos. Queda expuesto, sobre la base de esos pasajes de Sombart acerca de la influen­ cia de la posición de la mujer en la explotación económica familiar y su repercu­ sión en el crecimiento del lujo y del primer capitalismo, el papel que, según dicho autor, pudo tener aquélla en la sociedad del Barroco. Sin duda, fue a ello ligado el reconocimiento de una nueva función en el· sistema de la convivencia social y la formación de sentimientos y de reacciones que en otra ocasión he tratado de expo­ ner. La profesora E. Figes, en estrecho paralelismo con las tesis de Sombart, aun­ que sin referencia a él, traza un resumen del cambio que, en una avanzada fase, acabará dibujándose en el espacio social moderno y creo es interesante repetirlo, para tomar en cuenta sus matices y las consecuencias derivadas de esos cambios que agudamente expone: «En las épocas medieval e isabelina, había escasa división física o psicológica entre la idea de hogar y la de trabajo, y tampoco se había realizado la estricta diferenciación entre los papeles masculinos y femeninos pro­ ducida de sus resultas. El comerciante tenía la vivienda encima de su tienda, el taller del artesano estaba también en el mismo sitio donde vivía. Y aunque durante el reinado de Isabel ya se hubiese iniciado el proceso de cerramiento de fincas y el capitalismo ya se aplicase a la industria, la sociedad estaba principalmente com­ puesta por pequeños artesanos. El hogar era una unidad laboral, productiva, y el trabajo de la esposa era imprescindible para el marido; vigilaba las cuentas, se ocupaba de trabajos productivos que no requerían esfuerzos musculares excesivos y con sus criadas cuidaba de la alimentación de los oficiales y vigilaba maternal­ mente a los jóvenes aprendices.» Y là misma autora sigue: en cambio, una «cre­ ciente división entre la esfera del trabajo y la de la casa —tanto física como psicológica— no sólo creaba una situación en la que la mujer se convertía en eco­ nómicamente dependiente, sino que presuponía además por parte de la esposa un desentenderse de todo lo referente al trabajo de su marido, sus problemas y preo­ cupaciones, y un no poder mantenerse a su mismo nivel; por otra parte, el marido tenía menos contacto continuado con su familia, solía ver a su mujer e hijos sólo durante las horas reservadas al descanso y su principal preocupación quedó desplazada hacia la forma de hacer dinero con los negocios»18. Frente a lo dicho, que me parece válido en términos generales (en una etapa de transformación entre los siglos xv y xvi, llamando la atención, para no extremar las cosas, sobre que tan sólo se hable de un primer capitalismo), hay algunos datos que hemos de tomar también en cuenta, y que contradicen, o, cuando menos, obli­ gan a matizar, respecto a una época más tardía, esa alteración sufrida en la fun­ ción social de la mujer. Sorprende hallar en los Avisos de Pellicer una noticia que parece patentizar el hecho de que, en las nuevas circunstancias del precapitalismo financiero, la mujer habría alcanzado papeles insospechados: en una anotación correspondiente al 31 de enero de 1640, se da cuenta de que «hase concedido un asiento, entre mujeres y hombres de negocios, de tres millones y setecientos mil ducados» 19. No puedo afirmar que la referencia sea exacta, pero, desde mi punto de vista, esto es secundario; lo que importa es que en la Corte corriera una noticia en tales términos y que Pellicer, bien informado en general, la recogiera sin 18 E . F ig e s , A c titu d e s patriarcales: las m u jeres en la sociedad, traducción castellana, Madrid, 1972, páginas 73 y 79. 19 Publicada por Valladares, «Sem anario erudito», t. X X X , pág. 126.

645

mostrar sorpresa alguna. Parece, pues, que antes de llegar a la mitad del siglo x v i i (aunque sea ya en las postrimerías de la novela picaresca, si bien, desde luego, en plena vigencia del Barroco) la mujer, contra lo sostenido en las tesis expuestas an­ teriormente y que no dejo de admitir por mi parte en un limitado período, en el nuevo mundo económico del primer capitalismo, ya habría alcanzado posiciones de iniciativa y responsabilidad, fuera del ámbito restringido del hogar de los siglos modernos, esto es, en la esfera de la vida pública y de sociedad, las cuales le conferían un papel activo en el conjunto social. Habría que añadir a esto que el voluminoso crecimiento del consumo urbano incrementó, como luego volveré a ex­ poner, el comercio al por menor, y como resultado, frente o junto al mercado que se reúne con mayor o menor periodicidad, se desarrolla la «tienda» en continua actividad. Y en esta esfera modesta de los «mercaderes de tienda», tan excluidos de toda participación en el honor social, la mujer, junto al marido, y aun tal vez más que éste, tendría una actividad intensa. Cuando el guitón Honofre trata de realizar una pequeña estafa al comprar una frutas, la que está al frente de la tienda es una mujer. Aunque en bajos niveles, también esto contribuyó a mantener en ac­ tivo y con una función productiva a las mujeres. En una novela picaresca como Teresa de Manzanares o como Elena, hija de Celestina, podemos comprobar cómo la mujer continúa, en ciertos niveles, con actividades económicas, con un trabajo lucrativo —que no es únicamente el servicio doméstico— y quizá en todas las no­ velas del género y en otros múltiples textos literarios nos queda el ejemplo, de or­ dinario poco edificante, es cierto, de la mesonera. Pero de todos modos, pienso que la iniciativa y libertad que reivindica la picara no procede de que se conserven estos casos que acabo de señalar, sino a la inversa: la picara, con más dificultades, sin duda, que el hombre, pero de modo análogo, emprende con independencia pi­ caresca sus correrías por las rendijas de la sociedad, más bien en pos de alcanzar las ventajas de la mujer «regalada» y rica, aunque sin querer aceptar su subordi­ nación. Esa mujer del mundo privilegiado de los ricos difunde su patrón de vida a otras mujeres, altas o bajas. Las primeras abandonan trabajos caseros que antes realiza­ ban —el hilar, por ejemplo—. De otro lado, atrae a las que, en bajos estratos, impulsadas por ese afán novedoso e individualista del medro —que también en al­ gunas ocasiones prende en la mujer—, quieren, como he dicho, lograr las ricas compensaciones de que gozan las mujeres de la esfera de los ricos y poderosos, mujeres éstas que se ven sometidas. Las de bajo nivel, que rompen sus lazos, no quieren reducirse a la limitación de iniciativas que aquéllas se han visto imponer. Bajo ese supuesto se desenvuelve todo el cambio en el programa. Pero esto trae consigo una complicación que en otra ocasión señalé —y que se manifiesta en un aspecto característico de la relación de la mujer con el hombre en la picaresca—. La mujer, al transformarse en un objeto sobre el cual se muestra el caudal del ma­ rido o del amante, se convierte en una prenda cara. Ello es así, hasta el punto de que economistas de la época atribuyen a esa condición —agravada en la situación española— la huida del matrimonio por parte de los hombres, con el fin de librar­ se de tan agobiante sostenimiento, razón, a su vez, de que no se tengan hijos y, consiguientemente, todo ello resulta un factor de la alarmante despoblación del país. Tal es, entre otros, la tesis de Cellorigo: «procede también esto porque las mujeres son gravemente costosas, según el estado presente, y tales algunas, que 646

por el desorden de sus vidas pierden las muy nobles y honradas [...], que siguiendo sus apetitos desenfrenadamente en los gastos y en otras cosas ignominiosas, son causa que los hombre aborrezcan el matrimonio»20. Es ésta opinión de un experto, con la cual coincide el dictamen, unos años posterior en fecha, posiblemente pre­ sentado a un alto órgano burocrático; un informe anónimo que debió ser redacta­ do con carácter oficial y se ve inspirado por el citado Cellorigo en varios puntos: en ese dictamen, conservado anónimo, se reconoce que «el día de hoy, según el es­ tado presente, son las mujeres costosísimas de sustentar»21. Se cumple así, muy particularmente en la sociedad castellana, esa tendencia al incremento del lujo que provoca la nueva posición de la mujer, tal y como observó el fenómeno Sombart, viniendo a cumplir un papel de excitar el afán de ganancia y multiplicar las rela­ ciones de mercado. Un informe temprano de un empleado de la Hacienda pública, Luis de Pedraza, habla de los atavíos a que no renuncian las mujeres de su tiempo en la Sevilla que ya he mencionado: «Las de mediana condición del estado d u d a r daño», llevan tejidos raros y costosos, de procedencia extranjera; pero además, «traen buenos ceñideros, cuentas y collares, cadenas, patenas y joyales, todo de oro y pedrería. Ajorcas, anillos y manillas de oro y esmaltes con ricas piedras, perlas gordas y aljófar de mucho valor. Colgaderos y zarcillos en las orejas, cora­ les y cuentas de cristal»22. Esta visión del nuevo puesto y del nuevo modo de com­ portamiento de la mujer se observa fijada ya como un lugar común en Quevedo: «las mujeres inventaron excesivo gasto a su adorno, y así, la hacienda de la re­ pública sirve a su vanidad, y la hermosura es tan costosa y de tantos daños a Espa­ ña, que sus galas nos han puesto necesidad de naciones extranjeras, para comprar, a precio de oro y plata, galas y bujerías»23. Quevedo denuncia aquí que el carácter de «objeto carísimo» en que se convierte la mujer es un factor de la crisis de la Monarquía. Luego veremos cómo, además, se manifiesta también causa decisiva en la oposición interindividual hombre-mujer. En la picaresca aparece recogido el tema de que aquí me ocupo: en el pseudo Guzmán de Juan Martí se dice que «la mujer es animal muy costoso de sustentar»24. Y estos aspectos nuevos en la vida ciudadana, sobre los que insiste la picaresca, si se revelaban ya, al comienzo de és­ ta, en un economista, Cellorigo, se mantienen, al final de aquélla, en otros escritos del mismo género, de grave sentido crítico. Fernández Navarrete nos dice: que «nace también de los gastos excesivos una relajación en el recato de la honestidad», de tal manera que a causa de las «pequeñas piedras» que se usan en las joyas, «se han perdido más honestidades que bajeles en los bancos de Flandes»25. Se trata, en este comportamiento, de un modo de entender la economía personal que se relaciona, efectivamente, con el papel de la mujer. Y a ello respon­ de la picaresca y viene de la literatura celestinesca del siglo xvi. Naturalmente, hemos de estar muy lejos de pensar que el cambio social femeni­ no de que vengo hablando, fuera la historia personal de todas las mujeres, ni si­ quiera la de todas las esposas cuyos maridos se dedicaban a empresas mercantiles. 20 M e m o ria l..., reiteradamente citado, folios 17 a 20. 21 M em o ria l an ón im o a F elipe I V ( s o b r e 1621), e n A . H . E ., t. V, p á g . 237. 22 E l d o c u m e n t o f u e r e c o g id o p o r S e m p e r e y G u a r i n o s , e n s u H istoria d e l lujo y d e las leyes su n ­ tuarias, 1788. 23 E spaña defen dida y los tiem pos de ahora, e d ic ió n d e A s t r a n a , v o lu m e n d e « P r o s a » , p á g . 357. 24 Edición de A . Valbuena, pág. 604. 25 C onservación d e m onarquías, y a c i t a d o , p á g s . 259 y 287.

647

Pero, en la concentración populosa de una ciudad, en la proximidad con que las otras mujeres podían contemplar a las favorecidas por tanto gasto, bastaba para que se promoviera en algunas uñ anhelo de participar lo más posible en el lujo y la ostentación de objetos de adorno femenino. Las luchas por procurárselos no te­ niendo vías lícitas establecidas provocaron la desviación en el caso de la mujer. Desde luego, el medro de la mujer no podía ser igual que el del hombre en el si­ glo X V II, ni tampoco las mismas las aspiraciones cuyo alejamiento de las metas provocaran la conducta irregular de aquéllas. Si, como queda dicho, la mujer había perdido la iniciativa para desempeñar funciones sociales; si, incluso, el ho­ nor de la mujer, en la mayor parte de los casos, era el del marido y nada más, sus afanes no podían ir más allá de aparentar más y de «valer» más —los que mueven a Justina, a Teresa, a Rufina, a Elena—; no podían ser otros que los de alcanzar objetos de ostentación, comúnmente apreciados, dejando aparte los casos en que se dedicaran a cooperar con su marido o bien solas en enredos fraudulentos a fin de alcanzar ventajas patrimoniales que les permitieran a uno y a otras comprar sus «honras». La nueva posición de la mujer, al arrebatarle la iniciativa en ciertos campos, robusteciendo en ellos la autoridad del varón y estableciendo un sistema más rigu­ roso de sometimiento de la mujer, no es cosa que aconteciera sin traer consigo consecuencias que significaban una seria alteración. En definitiva, más que de una pura y simple pérdida de iniciativa y de efectiva intención, cabría hablar de un desplazamiento hacia otras esferas de decisión y actividad. Pensemos que es el siglo de La Dorotea, de La viuda valenciana, de La hija del aire, de las novelas fe­ meninas de la picaresca, de las firmes protestas de la mujer en María de Zayas. Si­ gue el incremento de su influencia sobre la prole, porque crece el tiempo libre en la casa de cuantos la forman, permanecen éstos más tiempo juntos; la liberación de la ocupación casera le permite tomar mayor parte en fiestas, teatro, paseos, casas de juego —ya hemos dicho algo de esto—. En varios aspectos, su influencia incide más que antes sobre su entorno26. Pero también, de otra parte, sí aumentó su pre­ sión en el terreno del consumo (sobre todo, consumo de lujo: en joyas, en telas, en pieles, ostentación en las diversiones, en el adorno interno y externo de la vivienda en los coches, etc.); todo esto, producido en una época de crisis económica, des­ pertó la indignación y agrió la actitud misógina de escritores sobre materias políti­ cas, económicas, morales. Seguían éstos manteniendo en su mayor parte una men­ talidad tradicional de bajo consumo, en condiciones deflacionarias diríamos hoy, los cuales vieron en la mujer el agente principal y más peligroso del creciente incre­ mento del gasto, del gran volumen que alcanzaba el gasto de lo considerado su­ perfluo. Piénsese que hasta la fase de 1619-1623, con Sancho de Moneada, Hurta­ do de Alcocer, López de Madera y, más tarde, con Martínez de Mata, nadie había pensado en proponer que se fomentara el gasto de consumo y en juzgar como fa­ vorable la producción y consumo de cosas superfluas y aún entonces fueron pocos los que les siguieron. Todavía en relación con el punto precedente, la nueva situación de la mujer, considerándola como gozosamente ociosa y bien provista de todo lo deseable, pro­ vocó, ante la contemplación cercana, inmediata, por parte de aquellas que, sin 26 Las mujeres tam bién entienden de política, se dice en el G uzm án.

648

tanta suerte, consideraban los bienes de que disponía la mujer del rico, el mismo afán de dinero que se había producido en los hombres. En consecuencia, despertó en ellas el interés, la codicia, conforme hemos visto en pasajes antes citados y co­ mo escribe Tirso de Molina (que no es autor especialmente mal dispuesto contra la mujer) «el deseo del interés, tan poderoso en las mujeres»27. Todos los picaros, y muy prioritariamente Justina, confiesan ese incontenible impulso. Y de antemano, cuantos escriben en denuesto de las mujeres, como veremos en seguida, ésa es una de las acusaciones más frecuentes que se les hacen. Para la mujer con marido rico, aceptar sus restricciones era la manera de contar con ricos adornos; para la de ba­ jo nivel, no era ese camino valedero, sólo cabía la aventura personal, entregarse a su manera a la libertad picaresca. Finalmente, una última consecuencia se ha puesto de manifiesto en las investi­ gaciones de años recientes.^ Esa nueva situación trae consigo toda una nueva con­ cepción del acto de procreación. Si en el nuevo papel, a la mujer corresponde la administración de la casa, dar gusto al marido y criar hijos, resultado de esa nueva imagen con que se la contempla es la adopción de nuevas maneras de entender su función en el acto de concepción del hijo. Greo que E. Figes merece que la atenda­ mos en su interpretación de ese cambio, por otros investigadores confirmado. La mujer se considera, en relación a la procreación, como teniendo atribuido por la naturaleza un papel puramente pasivo: el ^órgano sexual femenino sería concebido tan sólo como un mero recipiente en el que el hombre planta su semilla. Sólo el hombre es activo. La mujer recibe el germen masculino, lo cobija, lo protege, lo alimenta y nada más. Hasta el último cuarto del siglo xvn no se descubren y deli­ mitan anatómicamente los ovarios y no se atribuye una parte activa al óvulo feme­ nino28. Sin embargo, no todo es tan sencillo, y aunque la mentalidad barroca, con su misoginia y su desconfianza en la mujer, hubo de influir en el tema, pensemos que, sin embargo, F. Jacob da cuenta de otras teorías más positivas, en el que el papel de aquélla no es sólo negativo, aunque no le corresponda más que una pe­ queña parte: rociar el óvulo y con ello fecundarlo o vivificarlo29. Pero desde luego, es claro que la mentalidad barroca, condicionada por esa posición de la mujer, creó unas ideas que se acoplaron a la nueva visión de la vida, de la sociedad, del mundo. Recientemente, en una obra curiosísima de Darmon, al tiempo que se con­ firma esa historificación de las tesis sobre la procreación, nos hace pensar que has­ ta los instrumentos de obstetricia fueron imaginados de forma adecuada a tales ideas30. Sobre nuestro siglo x v i i , la profesora Ch. Faliu-Lacourt demostró en un estudio sobre el papel de la madre en la comedia española que su presencia era mucho más frecuente, matizada e interesante de lo que de ordinario se supone, y que en su figura, bajo diferentes tipos, se proyectan las concepciones de la época; 27 «L os tres maridos burlados», en B. A . E ., t. X V III, pág. 482. 28 O b. cit., pág. 39. 29 L a logique du vivant. Une histoire de l ’hérédité, Paris, 1970. 30 L e m yth e de la procréation à l ’âge baroque, Paris, 1977 (esta edición incluye los dibujos de los m encionados instrum entos, muy curiosos). Cito por la edición de 1981. Darm on da cuenta de que to d a ­ vía en 1595 aparece un folleto titulado M ulieres non esse hom ines, pág. 44, y relaciona la m isoginia con las ideas sobre la procreación humana: el hom bre se sirve de las mujeres com o un obrero activo de sus «instruments purements passifs» (la referencia l a tom a Darm on de la obra de A c i d a l i u s , P aradoxe su r les fe m m e s où l ’on tâche de p ro u v e r q u ’elles ne so n t p o in t du genre hum ain (la traducción francesa llevaba fecha de 1744, todavía).

649

pero, según la conclusión de la autora, se manifiesta en ellas «un sentido muy agu­ do de la observación, una aceptación de la realidad física, una atenta comprensión de la mujer» todo lo cual se da incluso en dramaturgos como Guillen de Castro y Calderón, a quienes se les juzga tan misoginos31. No todo está dicho con lo que llevo expuesto acerca de la consideración del pa­ pel pasivo de la mujer y si me he alargado un tanto en tratar esta interpretación, vinculada a la actitud conservadora y conformista de la sociedad barroca, según lo que podríamos llamar la ideología de la clase dominante, hay sectores disconfor­ mes, Van éstos desde una crítica y reformismo moderado a una agria repulsa, o a una rebelde negación. Si nos reducimos a la primera dé estas tres líneas, nos en­ contramos ya con maneras de entender la cuestión que difieren mucho de lo ex­ puesto y que, dentro de su contención, no obstante, nos dicen lo suficiente acerca de la necesidad de reconocer a la mujer un papel más activo en todo. El médico Miguel Sabuco sostuvo, a mediados del siglo xvi, que para la procreación hacen falta las simientes de dos, de modo que «si no concurren las dos simientes de va­ rón y hembra, no se engendra»32. Esto supone reconocer una igual participacióií en la fecundación. También éste es el caso, algo más tarde, de un Pedro de Valen­ cia: «En la concepción, el varón y la mujer concurren, pero después ella tiene en su vientre y forma y alimenta con su sangre y humores la criatura, y, nacida, la cría a sus pechos. Así, siendo las mujeres flacas, regaladas y delicadas, como pin­ turas o juguetes, no pueden parir varones fuertes, y ellas en criándose siempre a la sombra en ocio y regalo perpetuo, no pueden ser grandes ni fuertes, ni aun estar bien sanas, ni ser fecundas, sino tener opilaciones y humores viciosos y hacerse es­ tériles. De aquí que no hay esclava ni gitana estéril y que los hijos de éstas y de las labradoras y trabajadoras son grandes y fuertes y sanos, y muchas señoras y muje­ res nobles y regaladas viven enfermas o son estériles, y los príncipes y nobles en ge­ neral nacen y se crían afeminados»33. También en este autor, es cierto, se liga el problema a una situación social; recoge con aguda perspicacia la profunda diferen­ ciación que se ha producido en la situación de la mujer, opta por el modelo de la mujer trabajadora, activa, que en cuanto tal es capaz de conservar una mayor amplitud de iniciativa en la convivencia. Y no hace falta decir que relaciona esto con la que pocos años después —hoy podemos pensar que ajustadamente no era aplicable ese esquema— pasó a llamarse la «decadencia» española. Pero no todas las mujeres, sin poner esto en conexión con su capacidad pro­ creadora y el alcance de la misma, se avenían ya a ese modelo de mujer trabajado­ ra y participante activa en una unidad familiar. Una vez probado el gusto de la li­ bertad que también podía alcanzarse por otras vías, puesta en práctica la fácil ob­ tención del mismo mediante lo que también las picaras llaman su «industria», esto 31 «La madre en la com edia», trabajo presentado al C oloquio de la Universidad de T oulouse, 1978, L a m u jer en el teatro y en la novela del siglo X V I I (1979), págs. 41 y ss.; la cita, en pág. 53. 32 C o lo q u io d e las cosas qu e m ejoran este m u n do y su s repúblicas, B. A . E ., t. LX V , pág. 375. (Sa­ buco sostiene que con este planteam iento se puede m ejorar la «genitura» o «generación»), 33 D iscurso con tra la ociosidad, la obra se publica en Madrid, 1618, cito por el m s. de la B. N . M ., 13348. A dvirtam os que la estim ación de la madre no es base para cambiar la concepción del papel so­ cial de la mujer. La opinión sobre este punto no cam bia, por ejem plo, en F. Santos, aunque, en térmi­ nos prerousseaunianos, escriba: «crióm e a sus pechos, por ser madre entera, pues la que pare y no cría no se lo puede llamar» (ob. cit., pág. 378). Una afirm ación semejante se encuentra en S a a v e d r a F a ­ j a r d o , E m presas p o líticas.

650

es, su desviación, una vez contagiadas, pues, de un estado de anomia, sin tener prácticamente que dar cuenta a nadie, era de esperar que se presentaran y hasta que cundieran los casos de picaresca femenina. Se encontrará viajando por los ca­ minos o instaladas, sobre una plataforma de fraude, en las ciudades, a algunas picaras, disponiendo de comidas, vestidos, alguna alhaja quizá, coche y hombres ociosos galanteadores y prestos a pagar. Se las verá, en efecto, vagabundeando, vi­ viendo, como los hombres de su misma condición, del robo, de la estafa, del enga­ ño, y, además, de la prostitución. Justina, Teresa, las jóvenes hijas que la novela llama «harpías en Madrid», sabían en su mundo de ficción —como tantas mujeres errantes, testimoniadas en documentos de los primeros siglos modernos— que con los atractivos de su cuerpo, con su capacidad de engaño, con su industria, podían conseguir vivir, conforme a su apreciación, más descansadas y más libres. La madre en La casa del tahúr hace saber a la hija «buen anzuelo es la hermosura». Y las picaras lo intuyen desde el comienzo. Por eso, Justina, que, recogiendo el tópico circulante en el momento, no deja de enunciar el precepto de superioridad del hombre y de voluntaria y necesaria su­ bordinación de la mujer a aquél, lo repite, es cierto y le presta aquiescencia; pero, a la vez, por debajo de ello, quiere reivindicar una libertad, y como esa libertad es incompatible con lo que antes ha dicho, no cabe para ella más salida que la agre­ sión más o menos disimulada, la hostilidad escondida tras la astucia, y, si no, la guerra abierta. Justina formulará una de las más francas declaraciones de lucha social de sexos: «aunque es cosa tan natural como obligatoria que el hombre sea señor natural de su mujer, pero que el hombre tenga rendida a la mujer, aunque la pese, eso no es natural, sino contra su humana naturaleza, porque es cautividad, pena, maldición y castigo». De todo ello protesta Justina. De ahí el aborrecimien­ to de estar sujeta a la voluntad del marido y en general «a la obediencia de cual­ quier hombre». Justina concluye: «Vean aquí la razón por qué somos andariegas» y esta confesión de vagabundaje es de calidad semidelictiva, como ya sabemos. Si la inclinación de «andar mucho» es «irresistible», ello revela la situación anómica de la picara34. Ante esta explícita confesión de Justina, no puedo comprender cómo Bomli, entrando en el terreno de las novelas picarescas, sostuviera que en aquéllas de protagonistas femeninas faltaba el gusto por los desplazamientos y el vagabundeo35. Lo reconoce a las claras Justina, lo practican las otras picaras, Te­ resa, Rufina, Elena, etc., y en cuanto a la crítica social, ya hemos dicho bastante en otros capítulos. En la literatura picaresca —así como en otras formas de literatura satírica— se trata el tema de la relación hombre-mujer, no como una manifestación de senti­ miento amoroso, visto a la manera ovidiana, cortesana, placentera, sino como un enfrentamiento en lucha, que se reconoce en la misma relación erótica. No pense­ mos en una lucha biológica, de agresión intersexual —aunque ésta pueda ser des­ cubierta básicamente por un psicoanalista—. Lo que el historiador ve, sí, es una lucha de sexos, pero emplazada decisivamente sobre un fondo social, del cual deri­ va un enfrentamiento conflictivo del mismo carácter, por lo menos principalmen­ te: lucha de individuos de diferente sexo sobre el palenque de la sociedad, no de­ terminada por la pretensión de posesión por una u otra parte —ni reproductora, ni 34 L a P ícara Justina, págs. 154-156. 35 L a fe m m e dans l ’E spagne du Siècle de Or, La H aya, 1950.

651

quizá erótica propiamente (aunque no esté ausente de la base del conflicto lo se­ gundo)—. Esto último parece, en cambio, predominar todavía en L a L o z a n a A n ­ d a lu za o en la C o m e d ia T ebaida, pero queda pospuesto al aspecto de un enfrenta­ miento social intersexual, solamente acompañado de algunas escenas escasas en número, pero de algún relieve, en la literatura picaresca, las cuales revelan que al­ guna parte tiene el afán de goce físico; así, en la inicial aventura de los estudiantes que se apoderan de Justina para violarla o en la fracasada aventura de Guzmán en Zaragoza. Quizá esto venga determinado por el hecho de que la picaresca llega a su auge en un período de subordinación social de la mujer, más que de dominio animal o biológico desencadenado. Es así como una situación social de tales caracteres se proyecta en la novela picaresca y sus proximidades. Espinel presta a Marcos de Obregón la siguiente recomendación: a las mujeres, si han de ser casadas «bástales dar gusto a sus maridos y criar sus hijos y gobernar su casa» —la casa que es un domicilio estrictamente privado—; «si han de ser religiosas, ya aprenderán en el convento lo que les cumple hacer»36. Pero es más; no tan sólo el morigerado y conservador Marcos dice esto. También la inquieta, traviesa y libre Justina recoge rutinariamente esa receta de vida doméstica (aunque ya sabemos de antemano que para ella el problema es más complejo): «el hombre fue hecho para enseñar y go­ bernar, en lo cual las mujeres ni damos ni tomamos. La mujer fue hecha principal­ mente para ayudarle, no a este oficio, sino a otro de a ratos, conviene a saber: a la propagación del linaje humano y a cuidar de la familia»37. Esa desenfadada expresión final de Justina nos hace comprender que un aspec­ to de «entrega» en esa relación intersexual no queda nunca sofocada. Y el simple empleo de ese verbo nos revela la posición de sometimiento de la mujer. El enfren­ tamiento, voluntario o forzado, puramente sexual, evidentemente no podrá faltar nunca. El tema del dominio de la hembra por el que logra poseerla aparece desde el L a za rillo , el G u zm á n , etc.; el tema de cómo pueda valérselas la mujer para do­ minar, o, cuando menos, para no dejarse dominar, aparece en Teresa d e M a n z a ­ nares, en el S e g u n d o L a za rillo , en L a in g e n io sa E len a , etc. Una antigua narración de un patriarca hebreo —que figura copiada entre los papeles sueltos de Freud— relata que la hostilidad y lucha entre hombre y mujer empezó en la época de la evolución biológica en que tuvo lugar la diferenciación de los sexos: si, en fase anterior, los órganos se hallaban escasamente diferen­ ciados, en aquel momento más tardío el que alcanzó a ser más fuerte impuso al otro la forma subsiguiente de unión sexual, suscitándose una actitud de pugna des­ de ese instante38. A la consabida exclusión del ejercicio de las armas y de los trabajos que re­ quieren gran esfuerzo físico —que no le están vedados, antés más bien lo contra­ rio, a la mujer en las sociedades arcaizantes—, se añaden ahora otras prohibi­ ciones, o interdicciones mejor dicho. Entre ellas, contraviniendo el general auge educativo (la «revolución educativa» de que habla Stone), se trata de excluirlas del cultivo de las artes y las ciencias y aun de la mera educación literaria —aunque no se consiga en la medida en que se quisiera. 36 E l escudero M arcos d e O bregón, t. I , p á g . 105.

37 L a P ícara Justina, e d . c i t ., p á g . 9 7 . 38 J . J o n e s , o b r a c it a d a en la n o t a 152 d e l c a p ít u lo p r e c e d e n te .

652

Contra el estudio y la cultura en la mujer, se pronunciaba toda la opinion tra ­ dicional, porque se consideraba que la posesión de un cierto nivel de instrucción —aunque fuera elemental— era imprescindible para resaltar socialmente y había en consecuencia que eliminarlo para evitar sus peligros. Sin él nada cabía temer ni siquiera que produjeran admiración los casos femeninos excepcionales de arrojo y valor en las armas, como algunos que se contaban. Aquí, contra las bachilleras se manifestaron Lope, Quevedo, Tirso, Calderón, etc. También en otros países europeos el camino era semejante: recuérdese de Molière la parte que el tema tiene en sus obras L e s fe m m e s sa va n tes, L e s p re c ie u se s ridicules, etc.; y en la Inglaterra de las primeras décadas del siglo x v i i , el mismo fenómeno se comprueba: E. Figes cita la popularidad que logró un libro de Swetnam, defendiendo tal actitud. En Es­ paña, Fernando de Zárate escribió una comedia, L a p r e s u m id a y la h erm o sa , contra las mujeres que cultivan impropiamente su cultura y la exhiben pretenciosa­ m ente39. Un personaje de María de Zayas declara que adrede busca para casarse mujer iletrada, de rudo ingenio, porque él pensaba «que el mucho saber hacía caer a las mujeres en mil cosas» (según el desarrollo que la autora da a esta novela, es él, el hombre que así piensa, quien cae en un ridículo espantoso, consecuencia de la estúpida idea que le guía)40. El cambio de la posición de la mujer en la esfera de las relaciones socioeconó­ micas y la pérdida de su activo papel en ellas, debía traer consigo una serie de con­ secuencias y, en primer lugar, estas referentes al nivel de educación: ya que no va a intervenir en los negocios del matrimonio, no necesita ni siquiera saber leer, escri­ bir y contar, menos aún poseer otros variados conocimientos. En segundo lugar, ya que su papel es dar satisfacción al marido, se desprende que sus afeites, sus ves­ tidos, sus joyas, etc., a lo sumo también su intervención en la cocina, han de orientarse al gusto y, en su caso, a la ostentación de aquél. Como se dice en una comedia de Lope, L a d o n cella T eodor, «Si la mujer ha de ser para tratar el regalo del hombre...»,

muy pocas cosas más hacen falta41. Ciertamente, no se impuso en todos los casos este modelo. Saber leer, escribir y practicar la lectura de libros era mucho más frecuente que antes. Salvo rara excep­ ción, se supone en el teatro que las damas y doncellas, y en la novela que sus he­ roínas, incluyendo las picaras, poseen esos conocimientos. Pero la doctrina general va contra esto. De tal manera se fortalece la posición de superioridad y se intenta legitimar el dominio del hombre sobre la mujer, situación que, aunque en general 39 Citada por C ayetano d e l a B a r r e r a , en su C atálogo biográfico y bibliográfico d e l teatro a n ti­ guo español, Madrid, 1860, col. 506. 40 N o vela s am orosas y ejem plares, novela IV, «El prevenido engañado», pág. 210; páginas atrás, en cam bio, otro personaje ha dicho en elogio de una dama: «su entendim iento es tal que en letras h u m a­ nas no hay quien la aventaje» (pág. 187). 41 Es la m isma tesis que sostiene R o u s s e a u : al caracterizar la figura de Sophie, com pañera de E m i­ le, escribe, « J ’aimerais encore cent fois m ieux une fille simple et grossièrem ent élevée q u ’une fille sa­ vant et belle esprit [...]. Quand elle aurais de vrais talents la prétension les avilirait. Sa dignité est d ’être ignorée; sa gloire est dans l ’estime de son mari; ses plaisirs sont le bonheur de sa fam ille» (Ém ile ou l ’édu cation , libro V, págs. 518-519 de la edición de F. y P. Richard, Paris, 1964).

653

se impone, no deja de tener que contar con muchos rechazos. Probablemente el si­ glo XVII es uno de los de más endurecida presión del hombre sobre la mujer, desde el punto de vista social, lo que ha llevado a considerar por algunos que, dado el ti­ po de relaciones que, en consecuencia, se llegaron a establecer en la sociedad, entre hombre y mujer, y reconociendo que el hecho de la condición femenina llevaba consigo el peso de una serie de discriminaciones de diferente naturaleza, las cuales caían siempre desfavorablemente sobre la hembra, ello significaba que la diferen­ cia de sexos era un factor de estratificación. Sobre ello hay que basar, como hoy pretende Lenski, en la consideración del sexo, una de las manifestaciones del siste­ ma de clases, a la manera como se ha sostenido para fechas más próximas. Desde luego, es una interpretación discutible. Sin embargo, aunque no cabe duda de que en toda sociedad las mujeres comparten, por el simple hecho de serlo, una serie de espectativas, y añadamos que, desde luego, de comunes limitaciones, lo cierto es que la posición de cada mujer en el sistema de la estratificación venía condiciona­ da con más fuerza y más directamente por la posición de su familia, esto es, por la ocupación del marido o del padre, que no por su genérica condición de mujer. Tal es la tesis de F. Parkin42. Esto parece que es lo que hay que reconocer respecto al siglo X V II, si tenemos en cuenta que el matrimonio de hidalgo con mujer no noble no hacía perder la hidalguía a los hijos, mientras que en un matrimonio a la inver­ sa se perdía42bis. La última afirmación de Parkin parece, pues, difícil de rechazar en la sociedad estamental, pero si tomamos, no el caso de la mujer casada e instalada ya en un ni­ vel determinado de la escala social, sino el caso de mujeres, en general, de niveles bajos que, de alguna manera, tienen que luchar por sí mismas y por la conquista de una libertad y de una situación determinada —que, además pretende ser más al­ ta de la que la previa ordenación estamental le tenía destinada en las capas de estratificación—, en estos casos la pugna empeñada es mucho más grave. Ya he se­ ñalado antes las motivaciones que los producían. Esas mismas motivaciones ha­ cían asimilable la relación hombre-mujer a la lucha y a la agresión social que han quedado estudiadas en el capítulo anterior, lucha a la cual, en la época de la pica­ resca, me he negado a calificar de lucha de clases y prefiero llamarla lucha social, como ya he dicho. En tal caso, es el hombre, todos los hombres —cada uno en su esfera—, los que se sienten atacados ante la pretensión femenina de ruptura del mundo de subordinación. Un mundo al que muchas mujeres consideran, según el despertar de una conciencia moderna, no tener por qué soportarlo tal como se les ofrece en tanto que hembras y por su simple condición de tales. Son los hombres quienes han establecido las decisiones que han formalizado la distribución de puestos y pa­ peles de los individuos —hombres y mujeres en este caso— en la escala social. Y si muchos de aquéllos, no conformes con lo que se les asignaba en la distribución es­ tablecida por otros, se lanzaron a la agresión, se comprende que hubiera muchas mujeres —en las cuales la pulsión de iniciativa individualizadora sobre sí mismas no se había extinguido— que actuaran de la misma manera. Los hombres son los que han definido los modos de comportamiento que han de seguir las mujeres en 42 O rden p o lític o y desigualdades d e clase, págs. 19-20. 42bls J.-J. Pelarson en su com unicación publicada en el volum en L es p ro b lè m e s de l ’exclu sion ..., tantas veces citado aclara muy bien este problem a (págs. 135 y ss.).

654

correspondencia con sus lugares en la sociedad; han sido también los que han fija­ do el repertorio de espectativas y de permisiones propio de aquéllas; los que hasta han definido las que se estimarán socialmente como maneras de descarriarse las mujeres hacia conductas desviadas. Se comprende que, en tales condiciones, ellos sientan la más honda inquietud y se dejen llevar de las más severas condenaciones, cuando aquéllas falten a ese orden que les ha sido impuesto. Dado que, en el tras­ torno social del Barroco, en su situación de crisis que he analizado reiteradamente en otras partes, la inquieta e inconformista situación de la mujer (piénsese, por ejemplo, en el incremento de la delincuencia femenina) viene a constituir un peli­ gro para el predominio del hombre —aunque visto desde hoy no nos parezca tal en modo alguno—, ello da lugar a un recrudecimiento de la misoginia y a una acen­ tuación de las declaraciones condenatorias de las malas condiciones de la mujer, a poco que tengan la posibilidad de manifestarse. Es una actitud de auténticos beli­ gerantes enfrentados, aunque sea en encuentros interindividuales, la que se obser­ va por uno y otro lado. Un escritor que se presenta como tan riguroso defensor de la libertad frente al servicio y a la sumisión, que se pretende tan justo en sus sentencias, y aludo con ello a Cristóbal de Villalón, autor de El Crotalón, llevado de una fuerte actitud an­ tifemenina, liga el mal estado del mundo con «los engaños y lascivia de las perver­ sas y malas mujeres»43. No quiere decir esto, sin duda, que condene por igual a to ­ das las mujeres, pero sí que echa sobre ellas los desórdenes, excesos y perversida­ des, así sexuales como fuera del marco del sexo, que se cometen, en todo lo cual los moralistas advierten no solamente un pecado individual, sino una agresión an­ tisocial. Esto es lo que predomina también, por ejemplo, en la obra de Jacques Olivier Alphabet de l ’imperfection et malice des fem m es44. Tales maies sociales, tal des­ orden de la convivencia en sociedad, es lo que advertía, coincidiendo con los pri­ meros años de la picaresca, el doctor Pérez de Herrera: las mujeres, por andar li­ bres y vagabundas, prefieren no ponerse a servir y si se emplean en el servicio do­ méstico, «ha llegado a tal punto el desorden, que piden un día feriado en la sema­ na para acudir a sus libertades»45. Francisco Santos, entre los graves males que se­ ñala, menciona el de que «van a la comedia, a la cazuela, donde se guisa tanto pe­ cado m ortal»46. Era un lugar en el que por haber mujeres solas, actuaban con m a­ yor libertad y desde él, mediante un lenguaje de signos, relacionarse con un hom ­ bre. Es exactamente la imagen del picaro, el reconocimiento central del anhelo de «no servir», el afán de «libertad», que acabará con arrastrar al individuo a la 43 E d. cit., pág. 76. El reiterado denuesto de las mujeres en esta obra aparece en el canto II, en el III, en el IV (contra las mujeres andariegas), en todo el canto V, en el XVI (la ferocidad de su lascivo interés), en el X X , com o final de la obra: «la disolución, desenvoltura, desvergüenza y poco recogi­ m iento que en ellas en este tiem po hay; visto que ansí vírgenes com o casadas, viudas y solteras, todas por un com ún viven m uy sueltas, y m uy disolutas y que por la calle van con un curioso paso en su an ­ dar, descubierta la cabeza y cabello con grandes y deshonestas crenchas, muy alto y estirado el cuello, guiñando con los ojos a todos cuantos encuentran en la calle, haciendo con su cuerpo lascivos m eneos» (ed. A . R allo, pág. 442). 44 Referencias a esta obra en F olie e t déraison à la R enaissance, pág. 89. 45 A m p a ro de p o b res, ed. cit., de M . Cavillae, Discurso IV, pág. 126. 46 Sobre el estado de las criadas de servir, sus exigencias y su desordenada conducta m oral, véase el pasaje del autor citado, en B. A . E ., X X X , pág. 387.

655

práctica del vagabundeo, transformándose en «libertad picaresca». En general, el marco es otro: en las novelas de protagonista femenino son más frecuentes las re­ ferencias sexuales, pero no faltan el vagabundeo, el robo, el fraude, la burla san­ grienta y el afán de medro. L a i m a g e n d e l a m u j e r e n e l a n t a g o n i s m o i n t e r s e x u a l . T e s t i m o n io s LITER AR IO S SOBRE EL T E M A . E L EN D U R E C IM IE N T O DE LAS PO SICIO NES RESPEC T IV A S. F O R M A S D ISIM U L A D A S DE R EB EL D ÍA FE M E N IN A

No cabe suprimir la parte de la relación sexual en la lucha entre la mujer y el hombre, pero hay que añadir siempre que la apuesta y el desafío a que responde no están en aquélla, únicamente, sino en el engaño, en la estafa o en otras tretas semejantes que, con tal ocasión, es normalmente a las mujeres a t e que se les achaca ponerlas en práctica. En el Guzmán se habla de engaños en las relaciones sexuales, como los de esa mozuela, hija de posadera, que se querella fraudulenta­ mente contra Guzmán y le hace pagar una suma fuerte, o la astuta ramera que en Zaragoza le engaña, le roba y le deja en tan ridicula posición47. En el Marcos de Obregón, tan sensato y comedido personaje no dejará de pasar por algún trance que se origina en este tipo de relaciones: en Sevilla sufre engaños, principalmente por parte de mujeres, coincidentes con lo que expresa Espinel en la Sátira contra las damas de Sevilla, según anota Gili G aya48. Se produce una frecuente manifestación del fenómeno que antes recogí, «socie­ dad sin amor», como ejemplo de agresividad, que desata entre hombre y mujer, bajo esa forma, una hostilidad irreconciliable. Y en la ya varias veces citada come­ dia de Mira de Amescua que recoge tan fielmente elementos de la picaresca, aun­ que sea para subordinarlos a un final diferente en su sentido, me refiero a La casa del tahúr, la madre recomienda a la hija: «A nadie tengas amor porque estando libre puedas a tu m ano levantarte y ser lince en las cautelas»

Un mundo de cautelas, asechanzas, golpes de agresión desconsiderada al hom­ bre, tal es en el que la mujer puede tenerse ser posible presa del hombre, no acom­ pañada por él. Y, claro está, a la inversa se ofrece una imagen semejante. En el Guzmán de Juan Martí leemos esta advertencia: «Es grande engaño pensar que la mujer quiere al hombre de balde; no le hace favor ni muestra caricias sino por chuparle y desangrarle, y pan comido, compañía deshecha»49. Desde luego, en Ele­ na, estas actitudes llegan a un máximo de violencia. En las condiciones sociales de la época que he señalado, esa misoginia llegó a ser tan fuerte que tiñe incluso las mismas novelas picarescas de personaje femenino a las que me vengo refiriendo, hace reivindicar a las mujeres mismas, como motivo 47 Ed. cit., págs. 758 y ss. 48 Edición de Melle y Bonilla, en R evista de A rch ivos, B ibliotecas y M u seos (1904-1), citada por G i­ li Gaya, en su edición de M arcos de O bregón, C lásicos C astellanos, Madrid, vol. II, pág. 31. 49 Edición de Valbuena, pág. 618.

656

de satisfacción en su profesión, los sentimientos de ruindad que conforme al códi­ go establecido las inspira: uno de los más incuestionables ejemplos es el de La Pí­ cara Justina, en donde la pintura de las mujeres adquiere tintes muy duros. Ella misma expone, en trazos sumamente adversos, la atracción que la mujer siente por el vicio y por el mal. Justina llegará, en un momento de entusiasmo por su condi­ ción picaresca, a declarar: «no sé de dónde nos viene morir por lo peor»; y dice más aún: «por malo que sea un hombre siempre hay una mujer más m ala»50. Tam ­ bién Teresa de Manzanares va a insistir en esos aspectos que se denuncian vulgar­ mente —y por herencia del viejo tópico, acentuadamente ahora en la etapa del lujo precapitalista, como he dicho—: a las mujeres se les achaca sobre todo su codicia, las dádivas las quebrantan51 (la «codicia», recordémoslo, era el pecado de los m er­ caderes; en cierta forma, de la gente nueva que en la sociedad del siglo XVII cabe llamar «visible»). La obra entera de Quevedo está impregnada, como tanto se ha repetido, de una fuerte adversidad en la estimación de la mujer. Amédée Mas hizo una minu­ ciosa recopilación de referencias que le permitió trazar un cuadro completo del te­ ma: en las mujeres se encuentra falsedad, apariencia y engaño, relación demonía­ ca, lubricidad, codicia, indiscreción, lo cual da como resultado un repertorio muy variado de tipos negativos: brujas, verduleras, fregonas, pseudo-cultas, pseudodoncellas, prostitutas, melindrosas, vanidosas, etc.52. La mujer está muy lejos de ser vista como el sexo débil; es, sí, el sexo más imperfecto, más proclive al mal, y, al mismo tiempo, posee una serie de enérgicos recursos en su persona que son difí­ ciles de vencer si no se está avisado. Sólo en una de las obras de Céspedes que ve­ nimos citando recogemos, lanzadas contra las mujeres, las siguientes acusaciones: violencia de sus pasiones, valor para seguir adelante en su empeño, insufrible ter­ quedad, capacidad de engaño, decisión para el mal, fuerza incontrastable del de­ seo de venganza, etc.53. En una obra reciente, P. S. Ronquillo destaca la atribu­ ción a la mujer de una propulsión a la maldad, en la que se incluye una inclinación a la «libertad» peor que en los picaros. En el cuadro de perversas cualidades de la mujer que Ronquillo traza se observa gran semejanza con el que acabo de dar. Pero es más, en el teatro, a través de la obra de un autor que pasa por el sus­ tentador de criterios más favorables al sexo femenino y, en cualquier caso, en el marco de una literatura menos agresiva que la picaresca —me refiero a Lope de Vega—, se observan trazos análogos. Pese a las citas en sentido estimativo inverso, reunidas en el teatro lopesco por Bomli54, hallamos, por de pronto, imputaciones tópicas de escasa virulencia; por ejemplo, en L o fingido verdadero: « ... eres mujer y eres la misma mudanza»,

50 E dición de Dam iani, pág. 226. 51 V éanse los lugares citados por J. P. R o n q u i l l o , R etrato de la picara, págs. 104 y 105. 52 L a caricature d e la fem m e, du m ariage e t de l ’am ou r dans l ’oeuvre de Q u evedo, Paris, 1957. 53 E l españ ol G erardo, ed. cit., passim . 53 bis Véase J. P. Ronquillo, obra citada, págs. 82 Y ss. 54 La fe m m e dans l ’Espagne du siècle d ’Or, La Haya, 1950.

657

pero los estudios de J. F. Montesinos y la nutrida antología de breves pasajes de Ricardo del A rco55, repitiendo, en parte, una estampa que venía ya trazada en la poesía moral y cancioneril del siglo xv, pero acentuando los rasgos más congruen­ tes con las estimaciones del Barroco, comprobamos que sobre las mujeres se echa la carga de defectos tales como atrevimiento, astucia, desenvoltura, engaño, false­ dad, fingimiento, inconstancia, codicia. Gaspar de Aguilar, Mira de Amescua, Vê­ lez de Guevara, etc., mantienen puntos de vista semejantes. Recordaremos unos versos de Ruiz de Alarcón, en G a n a r a m ig o s: «¿Cómo fueras enemiga, cómo mujer, si no fueras contraria a la razón misma?»

Con el Barroco no tan sólo se acentúa la misoginia —como la desconfianza y descalificación a cuantos factores pueden perturbar el orden—, sino que toma aquélla, en parte, un nuevo sentido, orientado por esa actitud que acabo de indi­ car. Aparece más crudo el aspecto de lucha y de amenaza, cuando no de ataque, al orden establecido. Así es como uno de los tópicos barrocos en que se enuncia tan reiteradamente la sensación de tambaleo de la sociedad, el del «mundo al revés», sus más desfavorables deformaciones se proyecten sobre la mujer: la degeneración de sus costumbres, en el presente, da lugar al hecho de que «todo corre al revés», como piensa Luque Fajardo. Las acusaciones, en este autor, se repiten. Respecto a las mujeres de su tiempo, de cuyas inconvenientes costumbres abomina, dice este autor: «lo que se celebra en esta edad presente es la desenvoltura; ya no agrada el encogimiento», ahora se dedican, con aprobación general, a «hacer ventana con desenvoltura»56. Es curioso que ese multiplicarse de las ventanas en los ostentosos edificios modernos, que procede, sin duda, del desarrollo de la arquitectura urba­ na, se atribuya a la licencia femenina, aquí y en varios otros textos que he citado dos capítulos atrás. Añadiré otros aquí para relacionar la época y el tipo de vicios. Pedro Mexía nos da noticia de las ventanas y rejas con que se construyen las casas en Sevilla57. Y en las R e la c io n e s d e lo s p u e b lo s d e E sp a ñ a se da cuenta de que en los «modernos» edificios que se construyen en algunos pueblos, se abren también al exterior58. Espinosa, en su D iá lo g o en la u d e d e las m u jeres, habla ya, severa­ mente —a pesar del tono de la obra— de la «mujer ventanera»59. En L a P ícara J u s tin a se relaciona el «mirar ventanas» con los enamorados60. En T eresa d e M a n ­ 55 D el primero, véase E n sayos y estu dios de L iteratu ra española, M éxico, 1959; del seundo, L a s o ­ cied a d española en las obras dram áticas de L o p e de Vega, Madrid, 1942, cap. X , págs. 297 y ss. 56 C éspedes y M eneses se asom bra de la que estim a moral privada y familiar de los otros pueblos m editerráneos. Y así, al visitar Argel observa, a diferencia de la im pudicia del ventanear (conform e a los m oralistas del tiem po) entre aquellos sus m oradores «n o tienen en las casas ventanas o balcones que respondan y salgan a la calle, porque el recato de sus mujeres y hijas ni se Ies deja usar ni las permi­ te» (pág. 230). 57 D iálogos, edición de M adrid, s. f., pág. 11. Véase el valioso estudio de A . C a s t r o D í a z , L o s co ­ loq u io s d e P ed ro M exía, Sevilla, 1977. 58 Véase mi trabajo «La estim ación de la casa propia en el R enacim iento», en E stu dios de H istoria d e l pen sa m ien to español. Serie segunda. L a época d e l R enacim iento, Madrid, 1984. 59 Edición de Ángela G onzález Sim ón, en Colección de antiguos libros hispánicos, M adrid, 1946, pág. 250. 60 Edición de B. M. D am iani, págs. 438 y 441.

658

zanares hemos visto a una joven dedicada «a tener ventana» a sus tres galanes61; Liñán y Verdugo designa con el verbo «ventanear» una condenable libertad de las mujeres del tiempo. Quevedo emplea como sustantivo el neologismo «ventanera» para nombrar a una mujer dada a contemplar la calle y a dejarse contemplar en la ventana62. Más aún, los ataques antifemeninos se diría que no tienen límite. «Desde las mantillas, profesan desenvoltura y naipe» las mujeres de hoy día, advierte el pro­ pio Luque Fajardo. Y aún peor: «¿Ha venido a noticia vuestra que la baraja es li­ bro común, en que hacen examen de liberalidad y franqueza en los tratos lascivos con los hombres?»; con pretexto de una partida de juego, se entran galanes por las casas, rompiendo el recato en que la mujer debe vivir63. En el fondo las constantes lamentaciones moralizantes o condenaciones de la mujer en el tiempo, insistiendo en el afán de la mujer por, abandonar su recatada clausura en la casa, en su descoco por salir y pasearse en la calle, por exhibirse en público, constituyen un supuesto imprescindible en los modos de vida y apetencias propias de la novela picaresca. Recordemos que Justina dice que los ricos vestidos son para dejarse ver64. Ello responde, de un lado, a que el crecimiento demográfi­ co de la ciudad la convertía en una desconocida en medio de la masa de población, corriendo el riesgo de ver frustradas sus posibilidades matrimoniales; y, además de esto, pensemos en que la ciudad es el ámbito de la competencia, de la concurrencia entre quienes ofrecen objetos que pueden ser contenido de una relación contrac­ tual, como, en fin de cuentas, eran la rica tela o la preciada joya de la tienda. También podía serlo la joven casadera, de la que el padre, o el hermano en su ca­ so, anhelan traspasar su carga a un marido que aumente la honra familiar. Inca­ paz de comprender ese espíritu competitivo de la nueva época (que ahora cuenta con el eficaz instrumento del coche), Lope condena a los padres que se descuidan con las hijas «que les parece que alabándolas y enseñándolas se han de vender más presto»65. Lope capta, sin darse cuenta, lo que de análogo hay con la competencia comercial en la cuestión. En La Pícara Justina, en Las harpías en Madrid, está cla­ ra esta actitud de concurrencia. Esto no obsta para que dejemos de reconocer que la mayor energía con que se desarrolla la conciencia individual, en el hombre, pero también en muchas mujeres, pretende dar su parte a la libre elección de amor, lo que también es, a su modo, un planteamiento competitivo. Todo ello supone un despertar de la iniciativa femenina, cuya comprobación lleva al autor a clamar contra la transformación de los valores sociales y de carácter moral que aquélla ha arrastrado consigo, tan negativamente: las mujeres, nos hace saber Luque Fajar­ do, «al buen exterior llaman hipocresía, a la clausura pusilanimidad, a la vergüen­ za cortedad, al silencio poco saber, y, finalmente, a la obediencia llaman menor de edad. Todo corre al revés, porque, al contrario de lo dicho, veréis llamar cortesa­ nía a la desenvoltura, la parlería descompuesta tiene por nombre discreción, el atrevimiento pasa por gallardía, hacer en todo su voluntad es señorío y grandeza». 61 Edición de Valbuena, pág. 1353. 62 «V ida de la Corte y oficios entretenidos de ella», edición de Astrana, pág. 22 del volumen de O bras en p ro sa , ya citado. 63 Fiel d esen g a ñ o ..., t. II, págs. 71, 73, 76, 81. 64 E dición de Dam iani, pág. 163. 65 «Las fortunas de Diana», en la serie N o vela s a M arta L eonardo, ed. cit., pág. 29.

659

(A su modo de comportarse según su voluntad ya hemos visto que Justina lo llama «una mina de gusto y libertad».) Entre tantísimos otros testimonios adversos a la mujer y que muestran con vio­ lencia la misoginia del Barroco, de la que está cargada la picaresca, señalaré otra vez el de Francisco Santos: «el animal más contrario al hombre que crió la natura­ leza es el mismo que le dio por compañía, con quien ha de vivir y con quien ha de tratar, la mujer en fin»; por eso a la mujer, «el hombre avisado y cuerdo la ha de tratar con amor y caricia, sin fiarse de ella, como de enemigo que puede ofenderle si quiere»66. (Advirtamos que obras como Fiel desengaño..., de Luque Fajardo, y las más de Francisco Santos son verdaderos almacenes de materia picaresca.) Insisto en que, en mi opinión, estamos ante un aspecto general europeo, en contra, pues, de no ver más que diferencias como las que el profesor Gerli señala­ ba. Es cierto que puede encontrarse en Francia alguna expresión más templada de las que hemos visto. Por ejemplo, Guillaume Postel piensa que la falta de castidad es menos vituperable en la mujer que en el hombre; pero, ¿por qué?: porque sien­ do la mujer de una naturaleza inferior y más imperfecta, muestra una noble ten­ dencia cuando quiere unirse al hombre, un ser de naturaleza superior y más per­ fecta 67. Pero fijémonos en los tres grandes del teatro francés, porque no tenemos más remedio que reducir nuestra indagación y son tres nombres representativos. En Corneille «la mujer aparece como dueña, exigente y dominadora. La sobe­ ranía social del hombre subsiste, pero se dobla, sentimental y moralmente, de una especie de vasallaje respecto a la mujer. El hombre se despoja ante ella de su supe­ rioridad física y por un acto de adoración voluntaria, renuncia a ser su propio due­ ño, para ser su servidor, o, como en el siglo x v i i se decía, su cautivo, cargado de cadenas y de hierros que aquélla echa sobre él y que él bendice»68. Pero observe­ mos que este proceso es en el hombre un resto tópico de amor cortés, socialmente sin significación y que a su través es el hombre quien se enaltece: es la perfección que el hombre alcanza, venciendo su soberbia, lo que se persigue y se exalta. Lo que queda claro es que en Corneille todo el planteamiento de las virtudes socialmente relevantes se hace sobre el hombre: el honor, el valor, la abnegación, la lealtad, la gloria; las cosas elevadas no son para la naturaleza femenina. En Racine son muy abundantes los elementos de «amor cortés», tal vez fueron en Francia más persistentes. Ello no elimina una estimación general desfavorable de la mujer y un fuerte androcentrismo69. En último término, se ha dicho, en la tragedia raciana la pasión de poseer desata en la mujer una violenta agresividad, orientada al logro de la aspiración deseada. Moliere, que había hecho la defensa de las mujeres alguna vez, en términos pa­ recidos y tan poco relevantes como los empleados por Lope en ocasiones análogas, en cuya obra no nos es fácil descubrir ninguna hostilidad contra el sexo femenino, también, análogamente a Lope o a Moreto, presenta a su vez otro lado. Llegado el 66 D ía y noche d e M adrid, B. A . E ., t. X X X III, págs. 379 y 424. 67 L es très m erveilleuses victoires d es fe m m e s du N ou veau M on de, reedición de Paris, 1866, pági­ na 34. 68 Véase O. N a d a l , L e sen tim en t de l ’am ou r dan s l ’oeuvre de P ierre Corneille, Paris, 1948, pági­ na 34. 69 Véase S. H . B u t l e r , Classicism e et B aroqu e dan s l ’oeuvre de Racine, Paris, 1959.

660

caso, rechaza ese feminismo naciente del que a continuación hablaremos; desde los primeros momentos en que Molière recoge, en alusiones pasajeras, la polémica, se muestra partidario de las posiciones tradicionales. Hay, pues, en Molière una de­ fensa escasamente significativa de las mujeres, hay comedias atrevidas y subsiste un fondo de ideas convencionales —resultado, repito, de un planteamiento seme­ jante al de Lope70. En otras partes se podrían recoger testimonios parecidos. En·Inglaterra, el gran Milton, tan interesante en la defensa de la libertad de pensamiento, no obstante si­ gue aferrado a las versiones tradicionales del antifeminismo, y en él, dado el tema de su poema, desprendiéndose de circunstancias históricas, revierte a un plantea­ miento fundamentalmente teológico. En el libro VIII de su P a ra d ise lo s t reclama que la mujer acate al hombre como a su amo y superior, y en toda la obra estable­ ce como base de sus estimaciones el reconocimiento del inferior nivel moral e inte­ lectual de la m ujer71. He mencionado antes el tema del incremento de la iniciativa femenina. En la picaresca, acogido positivamente, ya lo hemos visto; en cambio, desde el punto de vista de la sociedad integrada, su aparición no podía resultar estimada de un modo demasiado favorable. En el teatro, Tirso de Molina contempla el fenómeno con mirada más risueña (E l v e rg o n zo so en p a la c io , D o n G il d e las calzas verdes, L a v i­ llana d e Vallecas). En Lope esa iniciativa es vista como una desviación que no va más allá de enredos divertidos, de ordinário (L o s m elin d res d e Belisa, E l a n zu e lo d e F en isa, E l acero de M a d rid ); pero también presenta el caso del bandolerismo fe­ menino (L a s h erm a n a s b andoleras, L a serra n a d e la Vera). Vélez de Guevara repi­ te este último tema y añade alguno más a la serie. Especialmente agrio se muestra Mira de Amescua, en E l esclavo d e l d e m o n io , etc. Los aspectos favorables de esta iniciativa faltan en la novela picaresca, y creo que el hecho responde a la necesidad de presentar el tipo picaresco como insensible. La iniciativa de la mujer se estima de ordinario bajo los caracteres de resuelta, insensible y fiera. «En la mujer —dirá Quevedo— no se distinguen la determinación y la obra»72. El siglo x v i i se halla imbuido de una fuerte y generalizada desconfianza ante la mujer, que le lleva a rechazar ese brote de personalidad independiente y a extremar actitudes antifeministas, de dominación incluso, hasta a tomar precavidamente medidas que respondan a este descrédito de la mujer, vigilando su sujeción. Consi­ derándolo así, María de Zayas protesta de ese endurecimiento de la posición domi­ nante del hombre y de que todo haya sido ordenado en ventaja suya: su testimonio nos dice que «en la era que corre estamos en tan adversa opinión con los hombres que ni con el sufrimiento los vencemos ni con la inocencia los obligamos»73. El sis­ tema social de la educación —como ya he dicho— y todos los mecanismos de so­ cialización montados en diferentes esferas, todos están organizados para asegurar el más fácil y mayor desarrollo del hombre. Por eso, las mujeres, en lugar de per­ mitirles relajamientos y mayores franquicias, tendrían que hacer lo contrario, ex­ tremar con ellos el rigor. María de Zayas estima que esto sería lo justo, «pues los 70 B é n i c h o u , M orales du gran d siècle, y a c i t a d o , 201 y ss. 71 Edición bilingüe, París, 1951, estudio preliminar de P. M essiaen. 72 En el volum en de Prosa, edición de Astrana M arín, pág. 1013, «Sentencias». 73 «Tarde llega el desengaño», en la serie de novelas D esengaños am orosos, núm. V , edición de A . G onzález de Am ezúa, Madrid, 1950, pág. 208.

661

están adornando y purificando con arte y estudios; mas una mujer que sólo se vale de su natural, ¿quién duda que merece disculpa en lo malo y alabanza en lo bue­ no?»74. Y sin embargo, sucede por completo al revés. El hombre halla disculpa fá­ cilmente en todas sus ruines acciones contra las mujeres. Se celebra como una ha­ zaña su proceder contra ellas. María de Zayas es una escritora que tiene clara con­ ciencia de la lucha intersexual y de las graves consecuencias que ello arrastra consi­ go para la mujer, colocada por el sistema social en una posición de debilidad que, teniendo enfrente toda la organización social, le es imposible vencer «¡Y que sea­ mos tan necias que no tomemos ejemplo de unas y de otras y nos aventuremos al mismo peligro que hemos visto padecer a la parienta o amiga!» La imprecación de la autora contra el hombre, en su traicionera maldad, denota bien los términos de lucha en que el enfrentamiento de los sexos se produce: «¡Ay, hombres!, y ¿por qué siendo hechos de la misma masa y trabazón que nosotras, no teniendo más vuestra alma que nuestra alma, nos tentáis...?, no lleváis otro designio sino perse­ guir nuestra inocencia, aviltar nuestro entendimiento, derribar nuestra fortaleza y haciéndonos viles y comunes, alzaros con el imperio de la inmortal fama»; con sus tretas y engaños, los hombres destruyen a «tantas que en lugar de ser amadas, son aborrecidas, aviltadas y vituperadas»75. Zayas plantea, como irreconciliablemente sostenido, el conflicto en el que el hombre, ser malvado y enemigo nato de la mu­ jer, lucha contra la resistencia de ésta, sin más pretensión que hundirla. No se tra­ ta de alcanzar una deseada posesión sexual; está en el centro de la pugna una cues­ tión social: el dominio sobre la mujer, para conseguir el cual es una vía que facilita el resultado lograr envilecerla. A las declaraciones que antes vimos (por ejemplo, de F. Santos) sobre el odio de la mujer contra el hombre, responde paralelamente y en dirección inversa la de María de Zayas sobre el odio destructor del hombre contra la mujer: «el que más dice amarlas, las aborrece, y el que más las alaba más las vende, y el que muestra estimarlas más las desprecia y el que más perdido se halla por ellas al fin las da m uerte»76. Protestas como las de María de Zayas no se repiten fácilmente en la época; pueden, sí, encontrarse respuestas violentas de mujeres, en la ficción del teatro, contra agresiones individualmente recibidas de algún hombre, despertando en ellas una agresividad quizá mayor que la que se observa en los otros casos de diferente origen: así se advierte en alguna obra de Mira de Amescua o de Vélez de Guevara o en el episodio de la rebelión de las mujeres que Quevedo narra en La hora de to­ dos. Pero lo que sí es cierto es que, a pesar de la dureza con que se mantuvo el ré­ gimen de restricciones contra la mujer, a través de los siglos xvi y xvn, tanto en los niveles de los grupos ricos como de los de baja condición, se comprueba un despertar de la iniciativa femenina, como ya he señalado, recogida en seguida y testimoniada desde La Celestina a La Dorotea y que, sin demasiada virulencia, se da en el teatro del x v i i (por ejemplo, en la serie de obras cuyo protagonista es una

74 N o vela s am orosas y ejem plares, ed. cit., nov. I. «Aventurarse perdiendo», pág. 46. 75 Vol. cit., en la nota anterior, n ov. VIII, E t im posible vencido, págs. 352-353, y novela I, L a es­ clava d e su am ante, .vol. cit., n ota 73, págs. 27-28. 76 D esengaños am orosos, nov. IV, «El verdugo de su esposa», pág. 171. Véase J. M . Díez-Borque, «El fem inism o de doña María de Z ayas», en el volum en L a m u jer en el teatro y en la n ovela d e l si­ glo X V II, T oulouse, 1978, págs. 85 y ss.

662

mujer vestida de hombre)77. Dentro del campo de la «desviación» responden a esto los engaños femeninos en la picaresca. Hay matices que señalar en autores en los que, por razón de sentimiento perso­ nal cuando menos, su posición ante la mujer es flexible (aunque el autor no se des­ prenda de tópicos adversos), se pueden encontrar, sin ninguna «moraleja» conde­ natoria, algunas referencias bien a las protestas que parten de las mujeres por la forma que tienen de tratarlas los hombres (caso de La Dorotea, de Lope), bien a denuncias por tenerlas apartadas de los estudios a fin de que no empleen su inge­ nio, con objeto de embotar éste. De esa manera a las mujeres sólo les viene a que­ dar una salida: la de saber engañar a aquéllos. El propio Lope se arriesga alguna vez a sacar a escena una heroína, sin condenarla, que clama venganza universal contra los varones, pide la guerra contra ellos y reconoce que es una gloria ver su­ frir a un hombre: me refiro a la comedia Los milagros del desprecio. Algo pareci­ do nos ofrece Quevedo, en la mujer sublevada contra el imperio del hombre, que arenga a hacer la guerra a los individuos del otro sexo, para obligarles a renunciar a las leyes por ellos solos establecidas para oprimirlas, exigiendo una participación activa e igual en la legislación y en el gobierno. Precisamente, en la obra de Queve­ do, esto acontece en esa «hora de la verdad», en que la Fortuna se ve obligada a introducir en el mundo modos de conducta razonables y con seso, lo que parece querer decir que lo equitativo y sensato sería llegar a esa liberación femenina, tan enérgicamente reclamada en esa hora en que las gentes, en un mundo de ficción, se gobernaron razonablemente78. Parece, pues, que en los primeros siglos modernos y más particularmente —y con mayor dureza— en la época de la cultura represiva del Barroco, se acentuó la posición desfavorable de la mujer, aunque pienso que aumentaron los casos de práctica de la propia iniciativa y de incurrir en desviación. Es cierto que, en oca­ siones, la literatura —por ejemplo, el teatro de Lope, Tirso, Moreto, etc.—, sin abandonar, por eso, la versión misógina habitual —cabe decir que vigente—, pre­ senta una imagen de la mujer como dulce y honesta criatura, llena de virtud. En general, se trata de personas que pertenecen, por vínculo de muy próximo paren­ tesco, a la esfera de la realeza, y de esa manera, el reconocimiento público de sus méritos deriva de la campaña de exaltación monárquica. Mas, aun cuando no sea así, se trata de casos en que la mujer ha aceptado su sumisión, cumple su papel in­ tegrado en el sistema y, llegado el momento, es la primera en apoyar éste y conde­ nar a cualquiera que lo desconozca o lo ataque. No deja de ser bien revelador el dato de que Cellorigo, en su reflexión econó­ mico-política sobre el estado de crisis que se atraviesa, sostenga que una de las peores manifestaciones es aquella que se refiere a la situación de las mujeres en Es­ paña. Es penoso, denuncia Cellorigo, que se haya llegado al término «de haber he­ cho nuestra república a las mujeres de peor condición, en todas las cosas, que lo 77 Véase Carmen B r a v o - V i l l a s a n t e , L a m u jer vestida de h om bre en e l teatro español, M adrid, 1955. Cabría añadir otro tipo, com o es el de la mujer disfrazada de una clase que no es la que le corres­ ponde (L a m o za d e cántaro, por ejem plo) o que usa, con atrevimiento singular, de otros recursos para ocultar su personalidad (L a viuda valenciana, entre tantos otros ejem plos). 78 Vése mi trabajo «Ensayo de revisión del pensam iento p olítico y social de Q uevedo», en el v o lu ­ men E stu d io s d e H istoria d el pen sam ien to español. Serie tercera, E l siglo B arroco, Madrid, 1984 (se pu­ blicó antes en «II. A cadem ia literaria del R enacim iento», Salamanca, 1981).

663

son en otros reinos [...]. Lastimosa cosa es el poco reparo que las mujeres de Espa­ ña tienen que no parece..., sino que somos acusadores de la naturaleza, porque no hizo a todos varones»79. Y en cierto modo, se puede decir que tan fino pensador sobre la realidad económico-social del país no andaba descaminado al señalar lo que juzgaba como monstruosa consecuencia de la represión antifemenina a que se había llegado. En efecto, un personaje de Gaspar de Aguilar, en La fuerza del in­ terés, declarará sin ambages —y la coincidencia en dirección inversa de ambos da­ tos, procedentes de planos tan diferentes, tiene su significación— toda una línea de opinión que afirma disparatadamente la superioridad masculina: «porque la naturaleza siempre quiere hacer varón»80.

Sin embargo, a pesar de todo, insisto en lo que antes dije acerca de que no sólo no se asfixió la iniciativa femenina, tan despierta ya a fines del siglo xv, como re­ conoce en varios pasajes el mercader alemán Jerónimo M ünzer81. Esa actitud con­ tinuó en el x v i i quizá más oculta, pero más emplia y enconada. Pienso que hay que colocar, enfrente de la referencia a la represión —bien que ésta fuera más enérgica y eficaz—, contrariamente la de la rebeldía más o menos abierta. Una rebeldía que pasa por diferentes grados: desde la mansa pero insistente resistencia que supone el hecho de no abandonar el creciente uso de recursos de afirmación de feminidad (que no se verá doblegada en la vida cotidiana), recursos a través de los cuales no deja de mantener sus estimaciones y muchos de sus gustos; a la del atre­ vimiento (presentado con cariz risueño finalmente por la propia literatura) que su­ pone el hecho de la mujer que, vestida de hombre o disfrazada de sirviente o de al­ deana, sale de su casa —arriesgándose a encontrarse sin tener quien la defienda si se ve expuesta a un abuso— y acude así a la ciudad, en busca de amor, o de ven­ ganza; más allá aún, el caso de la mujer que se incorpora a una tropa de vagabun­ dos —como ese tema de la «gitanilla», llevado a la pintura por Caravaggio, a la novela por Cervantes, al teatro por Rósete—; finalmente, el extremo ejemplo de la mujer bandolera que no podía faltar en el siglo del bandidismo, figura de máximo grado de desviación utilizada por autores que ya han sido citados, etc. Estos mismos casos sirven para afirmar, en coincidencia con las versiones mi­ sóginas (sólo que éstas con acento más desfavorable que puede llegar a condenato­ rio), el carácter de la resistencia femenina, difícil en el fondo de domar. Esto, en opinión de la época, justificaba no fiar de sus apariencias de sumisión y llevaba a prestar a aquélla, por su condición natural, una voluntad capaz de extremas deci­ siones: «No discierno, soy mujer y tomo resolución.»

dice de sí misma la mujer bandolera que Mira de Amescua hace salir a escena en El esclavo del demonio. La misma imputación de determinación ciega se encuentra en Quevedo. Y esto se halla tan generalmente aceptado que María de Zayas inser79 M em orial, folios 18 y 19. 80 P o eta s d ram áticos valencianos, t. II, págs. 186. 81 Viaje p o r España y P o rtu gal (1494-1495), M adrid, 1951.

664

tara en una de sus novelas esta imprecación: «mujer eres y dispuesta a cualquier acción», y aun agravando las cosas, esa misma escritora, tan polemista a favor del lado femenino, introducirá en otro pasaje este comentario: «en siendo una mujer mala, lleva ventaja a todos los hombres»82, frase que coincide, casi textualmente, con otra de La Pícara Justina que cité más atrás. J. Rodríguez-Luis ha sostenido que las picaras no alcanzan a manifestarse tan plenamente tales como los picaros (dejemos aparte la pretensión de Justina de que la mujer sea bien apicarada), y creo que tiene razón el autor al relacionar este he­ cho con el peso de la tradición misógina que negaba a la mujer una capacidad de juicio y de sentimiento moral que le es necesario al picaro (aunque sea para con­ culcarlo) 83. Yo pienso también que esa zona de desviación en la que se mueve el pi­ caro y que le es necesaria —como ya dije— a la misma sociedad, para comprobar su grado de cohesión; esa zona, pues, en que se puede alcanzar un grado alto de anomia y de violencia, sin llegar a verse inmerso en la delincuencia, venía a ser, precisamente, una zona en la que las convenciones sociales difícilmente habían de permitir presentar a una mujer, probablemente porque ese grado, para ella, se juz­ gaba ya constitutivo de comportamiento delictivo. Sin embargo, dejando aparte los aspectos de fino análisis literario de Rodríguez-Luis y aceptando en alguna me­ dida que determinados elementos de la picaresca no alcancen en las novelas de pi­ caras las mismas proporciones que ofrecen en las novelas de protagonista masculi­ no (quizá menos violencia física, una aspiración de medro más limitada, pero tan­ to o más empeño), he de decir que, para mi objeto, el material «picaresco» que ofrece la novela de una figura como Justina o, aunque menos, la garduña Rufina, y menos aún Elena, es, de todos modos —especialmente en el primer ejemplo—, muy rico. Pienso que López de Úbeda acertó en aprovechar los elementos que de la vida picaresca de las novelas eran posibles de aplicar a una mujer. Y ya Castillo Solórzano, al darnos la más plena muestra de picaresca femenina, en Teresa de Manzanares, se aprovechó bien de la senda ya trazada. En esta última novela, in­ cluso, los elementos que antes hemos señalado son quizá tan claros y son tan signi­ ficativos como en una de las buenas novelas de picaro. Creo que tiene razón P. J. Ronquillo al sostener que «no hay picaresca femeni­ na si no hay realmente una necesidad económica que la estimule»84. En mi opi­ nión, sin embargo, el factor económico es condicionante, aunque no determinante. Es cierto que fuera del área de tal género literario y en la cotidianeidad de la vida real, dos escritores de temas económicos atribuían a un factor de esta naturaleza los numerosos y graves casos de desviación femenina que, en medio de la crisis so­ cial del siglo, se dan. Martínez de Mata considera que la pobreza en que está ca­ yendo el país es causa de la disminución de matrimonios, lo que lleva como conse­ cuencia, aparte de la despoblación que antes mencionamos, a otra muy grave que aquí nos interesa: «de donde procede el haber tanta multitud de mujeres perdidas»85. Y Álvarez-Ossorio reconoce que muchas mujeres son malas por nece­ 82 N ovela IX , E l ju e z d e su causa, y novela II, L a burlada A m in ta y venganza del honor, págs. 378 y 98, respectivam ente, del volum en de «N ovelas am orosas y ejemplares». 83 «Picaras: The M odal Approach to the P icaresque», en la revista C om parative L iterature, v o lu ­ m en 31, núm . 1 (invierno 1979), págs. 32 y ss. 84 Ob. cit., pág. 52. 85 M em o ria l en razón d e la despoblación y p o b re za de España, edición de G. A nes, Madrid, 1971, página 296.

665

sidad, por no tener qué comer ni en qué ocuparse86. Se denuncia que los mismos indeseables ganapanes «todo el tiempo que no trabajan se están en corrillos y ju­ gando y luego se pasan a los bodegones y tabernas y de día y de noche están acom­ pañados de picaras perdidas»87. Cierto que ser «mujer perdida» no basta o quizá no es necesario para ser picara. Sin embargo, en la mayor parte de los casos van juntas las dos formas de desviación. Pero para ser además picara hacen falta de­ terminados caracteres. El citado Ronquillo los ha enumerado analizando un buen número de obras y ha extraído las características de la picara que son tan paralelas a las del picaro: astucia, rapidez de ingenio, vivacidad, capacidad de hurto, robo, estafa, engaño, burla, facilidad de aprendizaje, irresistible atracción de la ganancia y el dinero, fuerza de seducción que la lleva al triunfo sobre la víctima. Las razo­ nes económicas son muy fuertes, como en la picaresca masculina, pero no son únicas. Recordemos a Justina declarar de sí misma que «en toda mi vida otra hacienda no hice ni otro tesoro atesoré, sino una mina de gusto y libertad»88. Estos son, sin duda, factores de la desviación femenina —como también de la masculina— que, en uno y otro caso, a veces llegan a imponerse sobre el afán de ganancia. Sin em­ bargo, repetidamente vemos a Justina practicar la estafa y el fraude económico y presumir de su ascensión en la escala social, juntando rango y riqueza. Ronquillo ha contado que de doce picaras, cuyas figuras estudia, se enriquecen nueve, «por el empleo de burlas y estafas apicaradas, otras veces por los regalos que reciben de pretendientes y amantes ricos, y otras veces, por contraer matrimonios con mari­ dos ricos, de alta clase social, y, a veces, noble»89; añade el autor: «ninguna se enriquece ejerciendo un oficio honesto». Claro que esto último es obvio, porque de lo contrario no serían picaras. Es incuestionable que el factor socio-económico es importante en la novela pi­ caresca, tanto femenina como masculina. Pero hay algún otro no menos decisivo. No sin razón, Fernández de Ribera ante el panorama del mundo, que divisaba des­ de una perspectiva picaresca, afirmaba, «los dos puntos o ejes por quien este Mun­ do se gira o a que se reduce el trato de su Mesón, son lujuria, interés»90. Quedan otros aspectos: los personajes femeninos que en diferentes novelas pi­ carescas aparecen junto al protagonista, bien en papel de madre, de la cual deriva en buena parte el aprendizaje de desviación que en aquél se da (en el caso de Láza­ ro, de Guzmán, de Guadaña, etc.), bien en papel de acompañante en tanto que amante, compañera de embelecos (puesto que la figura de la esposa es casi inexis­ tente en referencia personal a los picaros o muy episódica, como en Lazarillo, en Guzmán, en el Segundo Lazarillo, etc.); bien, finalmente, componiendo un marco en el cual se mueve la acción del protagonista, hombre o mujer, situándolo en una perspectiva de anomia. Quiero decir que, en la medida en que la picara contribuye a desatar conductas desviadas y en que ella misma incurre en tales, por tanto, en las proporciones admisibles de que una mujer se moviera en una zona de desvia86 «D iscurso universal de las causas que ofenden esta M onarquía y rem edios eficaces para todos», publicado por Cam pom anes en el volum en I de A p é n d ice s a ¡a educación p opu lar, pág. 374. 87 Citado por F. R ico , E l p u n to de vista en la n ovela picaresca, pág. 102. 88 Ed. cit., pág. 157. 89 O b. cit., págs. 78-79. 90 E l M esón d e l M u n do, pág. 96. 666

ción posible de definir como picaresca, las novelas femeninas, en sus protagonis­ tas, presentan acentuados otros rasgos propios de su condición: concretamente aquellos que van unidos a la presencia de un factor erótico. Y ello es así hasta el punto de que en obras no pertenecientes en modo alguno al género picaresco, con frecuencia, en cuanto aparece una mujer se dan aspectos de este tipo de desvia­ ción. Creo que ello se debe a que con la presencia femenina surgía en el acto la alusión a la tensión entre hombre y mujer, fuente de irregularidad, en la cual la mujer, sirviéndose de sus peculiares recursos, daba lugar fácilmente a un tipo de relación irregular, francamente anómico. Da la impresión que de hasta en el teatro era esto lo que buscaba el espectador y de ello derivaría el alto grado de iniciativa irregular con que en él se manifiestan muchas veces las jóvenes. La tensión y lucha sorda entre hombre y mujer, inspiradora de la misoginia del momento, cada vez con mayor fuerza, en los siglos xvi y x v i i , se comprende que se produzca en la diferente posición de uno y otra en la relación sexual, de manera que se hace fácilmente observable, sobre todo en los personajes femeninos, bajo uno u otro aspecto de la relación citada, que no agota el erotismo, pero es una de sus manifestaciones. Tras algún primer asomo momentáneo en mujeres del Libro de buen amor, del Arcipreste de Hita, o del Corbacho, del Arcipreste de Talavera, Melibea es la primera criatura arrastrada por una conducta anómica. No olvide­ mos que Durkheim puso en circulación el término «anomia» para referirse prefe­ rentemente, a la cuestión del suicidio, como ya antes he recordado. La suicida Me­ libea es un producto de anomia, producto a su vez del erotismo de la primera no­ che de amor, en la escena del jardín, exenta de platonismo, y en donde se cumple la retórica frase de Georges Bataille: el erotismo es el dominio de la violencia, el dominio de la violación91. Melibea es un comienzo de las transformaciones a este respecto del mundo moderno. Teresa de Manzanares, por ejemplo, arrastra consi­ go todo un mundo de desviación, porque la suya no es más que una manifestación de tantas en el amplio espectáculo de anomia que conoce la sociedad barroca. Este conjunto social había de impregnar necesariamente las relaciones de amor que, po­ sitiva o negativamente, subyacen siempre en el enfrentamiento hombre-mujer.

E L A M O R COM O A FIA N Z A M IE N T O D EL O R D E N . L A LIBRE ELECCIÓ N D E M ATRIM O N IO : U N P L A N T E A M IE N T O F A L SE A D O

Pero tengamos en cuenta que el amor es una realidad histórica, y, por esa mis­ ma razón, una realidad social, y depende de las circunstancias del tiempo y de ellas deriva: los motivos y valores que se estiman como fuente del amor, los modos del mismo, las relaciones matrimoniales o de otros caracteres, incluso las alteraciones en la ordenación social que provocan, presentan una vinculación histórica. Es así como los escritores comprometidos en la nueva consolidación del orden mayestático y señorial en el siglo x v i i utilizaron el amor como uno de los resortes que po91 E l pasaje de G . B a t a il l e , en pág. 23. A ñadam os otras palabras suyas que preceden en p oco al texto citado: «la reproducción se opone al erotism o, pero si es verdad que el erotism o se define por la independencia del goce erótico respecto a la reproducción com o fin, no por eso el sentido fundam ental de la reproducción deja de ser la clave del erotism o» (L ’érotism e, París; cito por la edición de 1969, pág. 18).

667

dían ser eficaces para apuntalar —como también, presentado de otra manera, amenazaba con erosionar— el sistema social. Es eminentemente significativo, res­ pecto al primer supuesto, el ejemplo de Corneille. Estimo que Corneille —precisa­ mente por su innegable distanciamiento del planteamiento que la literatura picares­ ca en relación con la mujer presenta— nos ofrece un testimonio que interesa. «Yo he creído hasta ahora que el amor es una pasión demasiado cargada de debilidad para ser la dominante en una pieza heroica», se dice en una carta del autor a SaintEvremond que ha sido comentada por O. Nadal: si bien no es la energía principal, sin embargo, tiene un papel importante, porque puede, según la moral social tra­ dicional corneilliana, eficazmente ayudar a elevarse al hombre que lo siente. Ello exige una solución compatible con los paradigmas de la moral citada; por de pron­ to, se observa ya que no hay en Corneille —ni en la literatura emparentada de su tiempo— «ningún relajamiento social de los héroes y de las heroínas, ni rebelión contra la autoridad familiar, ni falta contra la fe conyugal. La sociedad ha im­ puesto su ley al amor. El amor cortés, socialmente hablando, ha quedado regulari­ zado». De esa manera se reconoce que el de Corneille es un mundo heroico orde­ nado, sujeto a ley, sometido a la ordenación mayestática de la M onarquía92. Y de esa manera, el amor es un elemento del orden. Podemos admitir que la obra de Lope, por ejemplo, presenta aspectos al pare­ cer más libres. Mas esto sólo es en apariencia y debido a que la diferencia entre los dos da lugar a que en la época en que Lope ofrece sus planteamientos, los intereses del complejo socialmente dominante y empeñado en la defensa del sistema estable­ cido, no ha llegado a verse tan endurecido, como se verá luego en tiempos de Cal­ derón. Pero, además, en España la situación es particularmente conflictiva y el gran talento de Lope le inspira que hay que aceptar fórmulas que atraigan, porque parezca que entrañan una concesión, aunque «en última instancia» estén muy lejos de ello. Observemos que en esas fórmulas, Lope se sirve de un platonismo vulgari­ zado y —contra lo que, con manifiesta desorientación, afirmaba en su día Menéndez Pelayo— hoy nos consta que el platonismo operó hasta tiempos no lejanos co­ mo una de las más enérgicas corrientes conservadoras. Cuando Lope, en La moza de cántaro pone en boca del joven caballero enamorado, dirigiéndose a la que apa­ renta no ser más que una sirvienta de muy baja capa social: « ¿ ...c ó m o pensar, mi amor, que la belleza no puede haber nacido en viles paños, si pudo la fealdad en la nobleza?»,

su propósito es hacernos asistir al triunfo del orden privilegiado de los señores: si esa joven era tan hermosa y discreta se debía a que era una dama noble, disfrazada —caso de los que ya hablé antes—. Justamente, el planteamiento lopesco prueba que la virtud de la condición nobiliaria es de tal fuerza, tan incontenible, que aca­ ba sobreponiéndose a todo disfraz. Y cuando el propio Lope, en El rey don Pedro en Madrid, en situación parecida hace que el enamorado diga a la dama: «Pues si es así deja que ame la igualdad, sin ser contrario al concierto de las cosas que están el mundo aum entando», 92 O . N

adal,

o b . c it., p á g s . 4 2 y 4 5 .

668

es esa una declaración platonizante —bien superficial y empleada por Lope como mero recurso—, en la que igualmente quiere decir proporción (una égalité géomé­ trique, no arithmétique, podríamos decir, en términos bodinianos): que cada cosa, siguiendo en lo que es, vaya con su igual; igualdad en el plano de cada estrato, y, por ende, endurecimiento de las diferencias estamentales. Tocaré, con este motivo, y para aclarar el grado de mantenimiento de esta con­ cepción tradicional, una cuestión que afecta a la novela picaresca y literatura pró­ xima a la misma. Es una cuestión de la que se ha hecho mención en algunos casos, presentándola francamente como una prueba de que el amor opera como válvula de escape en relación a la sumisión femenina. Aludo a la debatida discusión de la libertad de elección en el matrimonio, renovada por entonces en el ámbito de la Iglesia, pero simultáneamente reducida por la fuerza de las tendencias conservado­ ras, en la misma Iglesia y en la Monarquía. A este fin había que llegar no por vía de coacción, sino de manipulación ideológica, en el marco de las limitaciones esta­ mentales de la sociedad. En otro lugar, he hablado de ello93, pero quiero insistir brevemente en la conexión que se establece, como base para plantear tal problema, entre la relación erótica, la elección matrimonial y la ordenación social93 bis. En Castillb Solórzano, el amor, de factor de sojuzgamiento, parece transfor­ marse en medio de liberación. Al darnos cuenta de que un hombre bajo se enamo­ ra de una dama principal, comenta el autor: «como el amor no excepta a nadie»94; leemos en otras novelas de Céspedes y Meneses una declaración muy ambigua, en la que del libre poder del amor no se nos dice, sin embargo, que pueda romper to ­ do marco: «igual poder tiene el amor sobre los cetros que sobre los arados»95 —observemos que aquí no se dice que el amor rompa la barrera entre los estamen­ tos, sino que puede darse en altos y en bajos (eso sí, mientras que antes se negaba que se manifestara en los de abajo)—. Por eso sostendrá Céspedes y Meneses eran «desacordados e imprudentes andan los padres que así pretenden con tan conocida violencia dar a sus hijos estado, y más éste (se refiere al matrimonio), que la muer­ te sólo puede dividirle y apartarle»96. Semejantemente, María de Zayas —y no ca­ bía esperar otra cosa de esta autora— protesta de cuantos pretenden dar estado por su sola autoridad a sus hijas: «yerro notable de los que aguardan a que sus hi­ jas lo tomen sin su gusto»97. El tema llega a alcanzar carácter tópico y aparece como uno de esos reductos 93 P o d er, h on or y élites en el siglo X V II, ya citada. Quiero añadir aquí un pasaje de Cervantes en el que éste recoge el od ioso testim onio de una actitud adversa a la libertad de elección de casam iento: dice un padre que tropieza con la resistencia de su hija a aceptar el marido que aquél pretende imponerle: «¡H ijas inobedientes, que al curso de los años anticipáis el gusto, destruyaos D ios, los cielos os m aldigan!» (C o m ed ia d e la entretenida, edición de Schevil-Bonilla, «Com edias y entrem eses», t. III, pág. 107.) 93 bis R ecordem os entre tantos casos m ás, el del «Tejedor de Segovia», en donde al final el protago­ nista, noble joven disfrazado de trabajador, acepta el m atrim onio con la joven doncella «pues eres de noble sangre». 94 E l d isfrazado, novela, B. A . E ., X X X III, pág. 248. 95 E l so ld a d o P ín daro, ed. cit., pág. 289. 96 E l españ ol G erardo, ed. cit., pág. 149. 97 N ovela I, A ven tu rarse p erdien do, ya citada, pág. 44.

669

de libertad que la sociedad barroca parece permitir, cuando entiende que no ame­ naza al orden de la construcción social; quizá (podría pensarse) el número de casos de liberación que se produjeron era mínimo, inferior al porcentaje de movilidad que la misma sociedad jerárquica soportaba. Ruiz de Alarcón, en el teatro (por ejemplo, en la pieza que lleva por título E l examen de maridos), se hace un paladín de esta causa, que dentro del teatro encuentra cierta actualidad —y lo cito por su condición conservadora, que tanto he reiterado—. Quizá ninguna declaración más briosa que la de un personaje femenino de Cubillo de Aragón, quien nos propor­ ciona un buen ejemplo de uno de esos supuestos de iniciativa en la mujer, que an­ tes citaba: «¿por dicha soy yo de aquellas que rinden la voluntad al matrimonio por fuerza?»98.

Claro que de tantos y tantos defensores del principio de respeto a la libre elec­ ción, guiada por el amor, entre los contrayentes del matrimonio, probablemente ninguno haría suyas las frases de Céspedes y Meneses (probablemente, ni éste mis­ mo): «la fuerza y necesidad» del amor no se somete a leyes, «rompe y atropella las del honor» ". En textos de diversa naturaleza, lo que parece quedar claro es que, cuando el siglo barroco acepta en cierta medida el principio de libertad de elección, fundada en la relación de amor, para establecer el lazo matrimonial, lo hace limitando a aquélla, de manera que no salga del marco de la distribución estamental. No se puede negar en principio, se dice muchas veces, esa libertad, como no se puede ne­ gar tampoco la capacidad del individuo para llegar a aquellas metas que su capaci­ dad le ponga a su alcance. También en esto viene luego un criterio de restricción a cercenar esas posibilidades: la calidad o capacidad hay que entenderla en sentido social y ésta es diferente y tiene unos términos fijos en cada grupo de individuos colocados en un mismo nivel. De la misma manera, sólo que con mucha más apa­ rente liberalización —esto es, con mucho menor grado de formalización en las limitaciones—, en el caso de la elección de amor, se declaran fuertemente los in­ convenientes de todo orden que acompañan a la misma, cuando se desbordan con esa elección los límites del propio estrato social. El poeta Gabriel Bocángel se atie­ ne al criterio más riguroso: «El primer atributo que ha de tener el amante es ¡a buena sangre, por el sabor que da a todas las acciones la calidad del sujeto que las ejecuta, ni se opone a esto ser las almas todas iguales y igualmente nobles» 10°. El recuerdo de la doctrina, renovada en Trento, recogida al final de la precedente fra­ se tan estérilmente, no puede afectar y ablandar la dureza del principio que se enuncia fundamentalmente en ella. Y esto es así porque, en el fondo, Bocángel, como Lope, como Góngora, siguen creyendo que el amor es un sentimiento de no­ bles y sólo a ellos puede referirse la libertad de elección en este campo, únicamente ellos podrían saltarse las barreras de la separación estamental; pero su deber es no 98 «Las m uñecas de M arcela», en el volum en de O bras, del autor, publicado en la colección «C lási­ cos olvid ad os», Madrid, 1928, pág. 77. 99 «P achecos y Palom eques», en la serie H istorias peregrin as y ejem plares, ya citada, pág. 241. 100 R im a s y pro sa s, edición de Benitez C laros, M adrid, 1946; tom o I, pág. 158; la obra se publicó en M adrid, 1627.

670

hacerlo. De los otros grupos no hay ni que plantearse el caso. He dicho que tam ­ bién esta concepción, a pesar de aparentes declaraciones en contrario (aunque con mayor flexibilidad y una cierta conciencia de conflicto), se da en Lope: el amor es cosa de nobles, distinto de la pura atracción física de los de abajo, y así, tan sólo una placentera atracción de esta última naturaleza puede acompañar, en el gracio­ so, el enamorarse de una doncella, paralelamente al amor del señor por su amada, y dar lugar —como vemos al final de tantas piezas lopescas— al doble enlace de amo y criado con señora y sirvienta. Sorprende más descubrir esa limitación del marco estamental en las cuestiones de amor en una escritora con las ideas de María de Zayas. También ella defiende el matrimonio por amor; pero, eso sí, dentro de la categoría de cada uno, porque si bien aquél es fuente de felicidad, se ve enturbiada ésta cuando existen diferencias sociales. Es interesante el comentario de la autora, con el que nos confirma una vez más el proceso de igualación y de nueva manera de fusión de nobleza y riqueza a que se asiste en el Barroco. Según María de Zayas, hemos de pensar que «si tal vez hay desabrimientos, los causan las desigualdades que en los casamientos por amor hay; mas, si son iguales en nobleza y en bienes de fortuna, ¿qué desabri­ mientos ni dolor puede haber que no lo supla todo el am or?»101. También, pues, en este pasaje, nos encontramos con que la única restricción que se especifica, que se propone al lector tomar en cuenta en la libre elección, es la de que los casados se enmarquen en un mismo espacio de la estratificación, que los dos posean nobleza y patrimonio aproximadamente iguales. Se prescinde, se desmonta la autoridad paterna; pero deben quedar inviolables las limitaciones convencionales de tipo estamental. Está muy generalizado —y hasta diría que vuelve a estarlo más en el Barroco— el pensamiento que se expresa en una comedia de Tirso de Molina, La villana de la Sagra: «Que amor, nobleza y dinero alcanzan y pueden m ucho.»

En rigor, esto equivalía a dejar fuera del campo de las relaciones de amor a to­ das las demás clases, reconociendo a lo sumo una especie de pálido contagio por proximidad y por vía de imitación social respecto a los altos, en virtud del cual el sentimiento amoroso podía desarrollarse entre los de baja sangre, solo en cierto modo. No deja de ser curioso que en obras de literatura picaresca aparezcan criterios semejantes que dejan aparte, en esta esfera, el principio de la «libertad» picaresca. En El Bachiller Trapaza, después de decirnos que el amor es camino para «ascen­ der a mayor estado y que él iguala las calidades», se añade la estricta recomenda­ ción de que cada uno no ha de dejar de «mirar a su sangre», para no bajar ni subir de su nivel102. Viene al recuerdo el pasaje de Las harpías en Madrid, en el que la madre, preocupada por la ausencia de una de las hijas, se consuela con la esperan­ za de que su falta «no ha de degenerar de su noble sangre, haciendo alguna livian­

101 N ovela VII, M a l presagio casar lejos, de la serie «D esengaños am orosos», pág. 264. 102 A ven tu ra s del bachiller Trapaza, edición de Valbuena, ya citada, pág. 1438.

671

dad con algún hombre desigual en sus partes»l03. El severo conservador que es Sa­ las Barbadillo, al asegurar que sólo las mujeres nobles se hallan sujetas a obliga­ ciones, mantiene para las relaciones sexuales, en el nivel mismo del mundo de la picaresca, las limitaciones de que aquí hablam os104. Quizá habría que referir la vi­ gencia de estos criterios restrictivos a la relación,, señalada por Freud, entre el ero­ tismo, en su misma expresión fálica, y las manifestaciones del miedo a la po­ breza 105. Es sintomático de la literatura picaresca la escasa parte que se atribuye al tema matrimonial, aunque en bastantes casos no falte y no deje de tener una gran carga significativa (en el L a za rillo , en el S e g u n d o L a za rillo , en el G u zm á n , en L a P íca ra Ju stin a , en T eresa de M a n za n a res, etc.). De esa manera queda más desgajado y vi­ sible, en su fuerza corrosiva del orden, el factor del erotismo. «La reproducción —observa G. Bataille— se opone al erotism o»106. Tal vez por ello implica, como Bataille sostiene, una disolución de las formas constituidas, «de esas formas de vida social, regular, en las que se basa la conjunción de los individuos definidos que son los seres hum anos»107. Tal vez también, a fin de explotar esa posibilidad corrosiva, a la literatura picaresca le interesa mantener, en forma más separada posible de otras que no sean las de un libre erotismo, las relaciones sexuales, con­ sumadas o recognoscibles en el mero enfrentamiento agresivo hombre-mujer.

D E N U E V O SOBRE L A F A L T A DE A M O R E N L A P O B L A C IÓ N P IC A R E SC A . U N IR R EG U LA R M O DO D E ER O T ISM O . L A P R O ST IT U C IÓ N COMO FACTO R D E ER O SIÓ N SOCIAL

Chandler hizo una observación, a mi modo de ver equivocada por haberse mantenido en una posición aséptica respecto al erotismo, debido, sin duda, a pre­ juicios de época; tuvo, sin embargo, el mérito de dejar señalado el tema que luego tan pocos han tocado. Según Chandler, habría que constatar que «la ausencia de lo sentimental, por una parte, y por otra, de elementos eróticos, hace que la mane­ ra de tratar el amor y el matrimonio tenga en los libros picarescos carácter especialísimo [...]. De lo que se llama amor no hay en ella n ad a» 108. Guzmán Álvarez ha sostenido puntos de vista semejantes, si bien más matiza­ dos, con los que, en general, estoy de acuerdo. Según este autor, el tema amoroso, tan relevante, tan central en la literatura pastoril, caballeresca, sentimental, y en otros tipos de literatura y poesía, tiene relativamente poco papel en la novela pica­ resca. Abundantemente expone G. Álvarez las incidencias entre el picaro y las mu­ jeres, desde las meras relaciones sexuales ocasionales, las cuales, salvo rarísima ex­ cepción, siempre fracasan, hasta las mínimas manifestaciones que pudieran consi­ derarse de auténtico amor. Cabe recordar el paso de una ligera sombra de éste —una de las rarísimas— en la aventura entre Guzmán y Gracia, en el viaje entre 103 E l Caballero p u n tual, ed. cit., pág. 16. 104 Ed. cit., pág. 45. 105 V é a s e J . J o n e s , o b . c it.

106 Ob. cit., pág. 18; ya hem os visto antes con qué lim itaciones. 107 Ob. cit., pág 25. 108 L a n ovela picaresca española, M adrid, s. i'., pág. 41.

672

Alcalá y Sevilla, e incluso la relación entre Guzmán y la esclava blanca que, en la última capital mencionada, tan fielmente le socorre en sus desdichas. Aun con es­ to, en el G u zm á n , y en el B u sc ó n , en E len a , que, según el autor, son las novelas en que más parte tiene el trato sexual, el elemento erótico es corto e ínfim o109. Pien­ so que hay otras muchas novelas en las que tales relaciones tienen una parte consi­ derable {Teresa, L a s harpías, G regorio G uadaña, etc.). Pero en cualquier caso, es­ toy de acuerdo sobre la irrelevancia o la ausencia del amor. Me parece que merece la pena pasemos a pormenorizar cómo se presenta este aspecto en un grupo de es­ tas obras: se trata de ver hasta qué punto el ambr es reemplazado por una sorda agresión entre ambas partes, pero de modo que nji siquiera desde un punto de vista psicoanalítico creo que se pudiera calificar de amor. Supongo que Chandler llegó a esta conclusión, de una parte porque en buena medida es cierto, y también bajo el peso de la doble tradición de un platonismo superficial al que se suma la predica­ ción cristiana. De lo que, conforme a esto, se puede entender por amor no habría nada, ciertamente. No olvidemos unas palabras que el autor de esa obra prepicaresca que es L a L o z a n a A n d a lu z a , al comienzo de la dedicatoria, escribe ya a aquel a quien se dirige: «sabiendo yo que vuestra señoría toma placer cuando oye hablar en cosas de amor, que deleitan a todo hombre [...]»109bis. Se trata de un evi­ dente desplazamiento en el sentido de lo que se llama amor. Ya en el otoño medie­ val, con Jean de Meung, con el Arcipreste de Talavera, empezaba a ser observable; pero es la expansión social del siglo xvi, con sus consecuencias de movilidad, des­ vinculación, mundanización, la que promueve, a mi modo de ver, este cambio110. F. Delicado, autor de L a L o za n a , agudamente, emplaza ese cambio en Roma. La Lozana nos dice que las letras de Roma, puestas en orden inverso, dicen amor. Se admira de la libertad que allí tienen las mujeres «que ellas mismas escogen sus am antes»111. Mateo Alemán, Zabaleta, lo reconocen en las calles y en cierto tipo de casas de Madrid; Espinel, Chaves, etc., lo descubren en Sevilla. En Sevilla eran muchas las mujeres que llegaban a la ciudad acompañando a sus hombres, cuando éstos embarcaban para Indias, en donde muchas veces permanecían largos años y otras muchas no regresaban, por diferentes motivos. Esto dejaba desocupadas a un buen número de mujeres que hacían de Sevilla una metrópoli del amor. Cuan­ do la literatura emplaza en la gran capital andaluza, todavía en auge, las aventuras de este tipo, intuye y confirma las causas sociohistóricas de la cuestión. Sin embargo, en cualquier núcleo urbano se producían cambios semejantes y se anudaban formas de relación cuya irregularidad estaba en función del desplaza­ miento sufrido por ambos individuos de la pareja, ambos a su vez pertenecientes a esas capas cuyo abandono moral y económico por la sociedad se acentúa en el Barroco, provocando su incorporación a esferas de vida anómica. Ello explica que en general los picaros sean nacidos de relaciones sexuales irregulares y frecuente­ mente contra la voluntad de los descuidados padres. Más o menos, éste es el origen de Lázaro, Guzmán, Trapaza, Teresa, La Garduña de Sevilla, Lazarillo de Manza­ nares, Elena y, en menor medida, de otros varios. De esta manera, se tiene ya dis­ puesto, desde el origen, un probable caso de inclusión en conducta desviada. 109 G uzm án Á l v a r e z , E l a m o r en Ia novela picaresca española, La H aya, 1958. 109 bis Edición de Dam iani, pág. 33. 110 Véase L. F e b v r e , A m o u r sacré, a m o u r p rofan e, París, 1944 (reedición 1971). 111 Ed. cit., pág. 102.

673

En el prólogo de la obra, el autor de La Pícara Justina, hablando por sí, hace un comentario que introduce desde el comienzo este elemento del erotismo en el marco de la desviación, y aunque en otro pasaje nos dice que tan sólo va a referir irregularidades de «hurtos ardidosos» y otras travesuras semejantes, lejos de las deshonestidades celestinescas, sin embargo, en palabras motivadas por la conside­ ración del mundo en que va a moverse su protagonista y que a ésta le va a afectar necesariamente, escribe: «ya en estos tiempos las mujeres perdidas no cesan sus gustos para satisfacer a su sensualidad —que esto fuera menos mal—, sino que ha­ cen de esto trato, ordenándolo a una insaciable codicia de dinero»112. En correspondencia a esta conducta femenina se da la de Pablos, el Buscón, cuando declara con el mayor descaro que no quiere a una mujer, sino para el delei­ te: «A mí no me pareció mal la moza para el deleite y lo otro la comodidad de ha­ llármela en casa» U3. Sabemos, sin embargo, que alguna vez las quiere, en velada agresión intersexual, para utilizarlas, a través de su captura carnal o simplemente admirativa, para que le sirvan como escabel en su pretensión de ascender. Con ello, esa actitud en la que, a través del recurso al sexo, se alcanza el dominio sobre otra persona y se ataca al orden social, se reconoce claramente en las dos novelas citadas; en el primer caso —en el de Justina—, por cuanto supone una violencia que discurre por el terreno económico y puede producir la ruina del afectado; en el segundo caso —en el de Pablos—, porque busca alterar el patrón de las relaciones sociales, perturbando con el engaño la adhesión sincera de otros al mismo. En el Segundo Lazarillo nos cuenta el protagonista que, hallándose en Madrid, ve llegar de Alcalá un carro del que «saltaron a tierra los que venían dentro, que todos eran putas, estudiantes y picaros»114, un mundo anómico de erotismo, car­ gado de esa tensión violencia-violación que enuncia, como ya he dicho, Bataille. Antes, ha hablado el segundo Lázaro de una joven, inserta también en ese mundo, la cual confiesa de sí misma fue poseída la primera vez «por el padre rector de Se­ villa, de donde soy natural, el cual lo hizo con tanta gracia que desde aquel día le soy muy devota» (como Lázaro le ha prestado un servicio de esportillero, le pro­ pone que se cobre en ella). En otro pasaje de la misma novela, un clérigo que se ha escapado con una gitana es preso, y al conocerse su condición eclesiástica, se hace entrega de él al obispo, el cual lo pone en libertad, recomendándole que sea más cauto y dándole de paso «una muy grande reprensión por haberse pensado ahogar

112 Ed. cit., pág. 707. Sobre esta cuestión, tan barroca, tan del m undo picaresco, com o la de la perdición de la m ujer, recordemos el pasaje de escritor tan razonable com o C e r v a n t e s : en el C o lo ­ qu io d e lo s p e rro s (ed. cit., págs. 246-247) clam ando contra «la perdición tan notoria de las m oças vaga­ bundas que, por no servir, dan en m alas y tan m alas que pueblan los veranos todos los hospitales de los perdidos que las siguen; plaga intolerable y que pedía presto y eficaz rem edio». F e r n a n d e z N a v a r r e t e (C onservación d e M onarquías, pág. 86) da una opinión semejante: si los holgazanes pasan los días ju ­ gando a los naipes y las noches robando, «lo peor es ver que no sólo siguen esta holgazana vida los hom bres, sino que están llenas las plazas de picaras holgazanas que con sus vicios inficionan la Corte y con su contagio llenan los hospitales». Ya hem os visto que unos años m ás adelante, al final de la época que aquí se som ete a especial observación, un econom ista, Á l v a r e z O s s o r io , dará una razón económ i­ ca del caso que, en cierta m edida, no lo justifica, pero lo hace comprensible; con ello tiende la m isogi­ nia a desaparecer, convertido aquél en una consecuencia del desem pleo («Discurso U niversal», ya cita­ do, en A p é n d ice al D iscurso sobre la E du cación p o p u la r, I, pág. 374). 113 Ed. cit., pág. 208. 114 E d. cit., pág. 56.

674

en tan poca agua y haber dado tal escándalo» U5. Cito estos pasajes para poner de relieve la conexión —hecha ya patente en el L a za rillo — que se establecía también entre anticlericalismo y erosión social del factor erótico. No cabe decir que estas manifestaciones se encuentran en una novela que entra desde el extranjero. Ya he recordado el bien conocido antecedente del primer L a za rillo . En E le n a , la h ija d e C elestina, Salas Barbadillo incluye este párrafo en la consabida introducción, refe­ rida a los primeros años de la autobiografía de una picara: «Tres veces fui vendida por virgen. La primera a un eclesiástico rico. La segunda a un señor de título. La tercera a un genovés, que pagó mejor y comió peor»116. Se comprende así que la función de la prostitución tiene su interés en la pica­ resca. En tanto que muestra una cierta fuerza de deterioro de la ordenación social —unida a las posibilidades de disfraz que en el siglo XVII ofrece en medida hasta entonces no vista—; en tanto, también, que revela un factor erótico y que éste se da, en su forma más dura y baja, en esa época del Barroco —eso que Bataille lla­ ma el erotismo de los cuerpos (a diferencia de los otros dos, el erotismo de los co­ razones y el erotismo sacro)—; en tanto, finalmente que podemos ver en él, si­ guiendo a Bataille de nuevo, la manifestación de un «egoísmo cínico» (tan carac­ terístico del individualismo de la picaresca, del cual ya me he ocupado); teniendo en cuenta tales datos podemos comprobar que la prostitución, al reunir todos esos significativos aspectos, aparece como un elemento imprescindible del mundo pica­ resco. Proporciona el testimonio más claro de la lucha de hombre y mujer y de­ muestra el carácter social de la misma, como al empezar este capítulo dije, puesto que sume a la parte vencida, a la mujer, en la desviación, la cual es siempre, en cualquier caso, una situación social. En las novelas de protagonista femenino, co­ mo ya hemos visto en Justina, y el caso se repite en Rufina, Teresa, Elena, Flora (de L a sa b ia F lora M a lsa b id illa ), etc., así como en personajes femeninos de nove­ las con protagonistas masculinos, es un componente repetido el de la práctica de la prostitución (en L a za rillo , en G u zm á n , las propias madres de uno y otro picaro). Se declara a veces en la narración autobiográfica con todo desparpajo haberla ejercido. En el S e g u n d o L a za rillo , una mujer que aparece al final confiesa que quedó sola con tres hijas de diferentes padres, que según la más cierta conjetura, fueron un monje, un abad y un cura, porque yo siempre he sido devota de la Igle­ sia» 117 y declara haber gustado de ello. El caso más claro es el de Flora, que no tie­ ne reparo en comentar: «a todos serví con mis deleites, de todos recibí satisfac­ ciones» 118. Volviendo hacia atrás, para completar el panorama, antes que en las novelas, ya en los primeros ejemplos de literatura picaresca propiamente tal, en E l C ro ta ló n , se narra —en primera persona desde luego— la historia de una mujer lanzada al placer sensual desordenadamente y con las características de un relato picaresco, despliega toda la crueldad, toda la falta de sentimientos humanitarios que se llega 115 Ed. cit., pág. 70. 116 Edición de Valbuena, pág. 901. N o m e atrevo a decir que se m encionen explícitamente en este párrafo los tres grupos que se consideraban por m uchos com o los mayores explotadores de ese hom bre com ún, de ese individuo agobiado por la crisis de la época, al que Murcia de la Llana nom bra «el pobre natural de España». 117 Edición de J. de Laurenti, pág. 108. 118 Esta novela corta pertenece al grupo de las de S a l a s B a r b a d i l l o , C orrección d e vicios, edición de M adrid, 1907; la cita, en T. H a n r a h a n , L a m u jer en la picaresca española, pág. 301.

675

a producir en la lucha con el varón119. El nexo resulta tan patente, en los aspectos dichos, desde muy pronto, que en un paso de Lope de Rueda, alguien llama a una mujer «putilla, disoluta, andrajosa, picara» (es uno de los primeros ejemplos de uso literario de esta última palabra, registrado por H aan)120. Nos interesa de esa serie de calificativos el nexo entre el primero y el último. No es el goce sexual, y menos necesariamente en formas socialmente reputadas como ilegítimas, la única manera de manifestarse el factor erótico y el enfrenta­ miento hombre-mujer; pero es el que más se da en la literatura picaresca (no sólo en las novelas del género). Cervantes, en el Coloquio de los perros —tan impreg­ nado de materia picaresca— saca a luz una vieja que rige una casa de prostitución y de citas —«casa de camas» se llama en textos de la época121—. Esta mujer, cuan­ do la justicia va a detenerla, clama enfurecida que su marido es hidalgo y tiene carta de ejecutoria. En Estado, marido examinado, Salas Barbadillo hace decir a una mujer de vida licenciosa, la cual deja en casa a su marido para irse con otros, que «la gente que ha de mantener honra ha de dar gusto a m uchos»122. Se obser­ va que el procedimiento de «usurpación social» como vía de ascensión —que ya ha sido objeto de capítulo precedente— se unía también a este aspecto de la vida erótica123. Coincidiendo con los años del Barroco y con la segunda etapa de la picaresca, el incremento de la prostitución, de los prostíbulos y lugares semejantes, más o menos encubiertos, debió ser considerable. En el momento en que grana la novela picaresca y que se agrava el panorama de crisis social, Cellorigo condena la difu­ sión que han alcanzado las relaciones sexuales viciosas, ilegítimas, y el poco gusto por el matrimonio ordenado (ya sabemos que, en su opinión, esto era causa de la despoblación y ruina de España) m . Por los mismos años, la picara Justina, al oír hablar de un antiguo tributo de doncellas vírgenes, comenta: «si fuera en este tiempo lo tuviera por medio m ilagro»125. En 1622, la Junta de Reformación dice que son mucha gente de hombres y mujeres los que andan perdidos, y que hay mu­ cha corrupción en su naturaleza y muchas abominaciones; dado que la autoriza­ 119 Edición de A . Rallo, canto XVI. 120 En su artículo «Picaros y ganapanes», en el H om en aje a M e n é n d e zP ela yo , ya citado, t. II, pági­ nas 151-152. Según H aan, en el paso 5.° de la im presión de 1566, hecha ya después de la muerte del autor. Ha de ser, pues, anterior a esta últim a fecha; por tanto, aproxim adam ente coetánea del L a za ­ rillo. 121 Edición de A valle-A rce, t. III, pág. 279, y edición de Schevill-Bonilla, págs. 193-194 y 25, en ese m ism o lugar. 122 Ed. cit., en «C lásicos C astellanos», M adrid, pág. 185. Es interesante el pasaje en que S a l a s B a r b a d i l l o , en la m ism a obra (pág. 81), habla de la mujer entretenida que busca marido com placien­ te, protestando de que se le quiera proporcionar con suegra y cuñadas, ya que por m uy dadas a aceptar su trato que se m anifiesten n o dejará de tener esto m ism o sus inconvenientes: «entraremos juntas en el coche, verem os de conform idad la com edia, com erem os el almuerzo y la merienda de com pañía, y al tiem po de agradecer esto al que lo diere, seré yo sola el banco que ha de aceptar las libranzas», intere­ sante conexión de picaresca y «costum brism o» la de esa estam pa que describe. 123 Trapaza, P ablos, en menor m edida Guzm án, las protagonistas fem eninas, pretenden servirse del amor para medrar. El caballero, mantenedor com o a tal del orden jerárquico, le dice a Trapaza: «si es­ ta intención (de mejorar de estado) se enderezara a valer m ás, siendo hum ilde, conquistando con eso voluntades, pasáram os por ello; pero m ostrar bríos, mentir nobleza y aficionaros de quien no merecéis ser lacayo de su casa, es cosa para que se os castigue» (ed. cit., pág. 1439). 124 M em orial, fo lio 176; Cellorigo critica, no m enos, la m ucha libertad de las m ujeres. 125 Ed. cit., págs. 244-245.

676

ción de las mancebías no ha servido para contener el mal, sino para aumentarlo, propone que «se quiten por ley»126. En los Capítulos de Reformación al año si­ guiente, Felipe IV dispone la supresión de las casas públicas de mal vivir, que de hecho no han evitado nada y se han concentrado en las grandes poblaciones, don­ de precisamente hacen menos falta, «por las muchas mujeres que sobran y cami­ nos que halla la malicia para el pecado»127. Pellicer nos da noticia repetida, años después, de que el presidente del Consejo de Castilla —nada menos— se ocupa de echar a las mujeres de mal vivir, si bien añade: «que dan escándalo con amanceba­ mientos largos y públicos»128. Tocamos aquí los límites de una forma de desvia­ ción que, como quedó dicho, la sociedad tolera o prohíbe, según las circunstan­ cias, para afianzar su estabilidad. Sin embargo, la prudencia de tan alto gobernan­ te no debió dar resultado, porque, algo más tarde, en fechas en que la novela pica­ resca había ya agotado sus posibilidades, pero en las que la sociedad seguía tam ­ baleándose, Barrionuevo inserta esta feroz anotación: «Prenden a cuantas mujeres andan baldías por el lugar, llevándolas de diez en diez y de veinte en veinte, mania­ tadas a la cárcel. La galera está de bote en bote, que no caben ya de pies»,29. La frondosidad de la mala vida en los núcleos urbanos considerados grandes es un tema del Barroco y ambienta la literatura picaresca, haciéndonos ver que ésta es un producto de aquel tipo de población. Pellicer refiere que Rósete ha escrito una comedia titulada Madrid por dentro, pintando la vida de tahúres, rufianes, «gallinas con apariencia de valientes», mujeres de mal vivir y otros interlocutores semejantes. Esta pululación de gentes desviadas da lugar a que estallen con fre­ cuencia en las calles brotes de violencia, «estos días ha andado el lugar desgracia­ dísimo» (la información se fecha en 23 de abril de 1641) l3°. Insisto en que, produciéndose en el marco de las circunstancias históricas de la primera mitad del siglo xvn, la violencia biológica del sexo se trasforma en violen­ cia social. Y ese desarreglo está reflejado en la literatura picaresca, habiendo he­ cho posible que ésta llegue a la plenitud de la novela de ese género. En cierto mo­ do, tenía razón Chandler y la ha tenido después G. Álvarez: en la novela picares­ ca, de amor no hay nada. Sólo que el lector, después de lo dicho, tiene que adver­ tir en qué sentido se emplea en tal negación la palabra «amor». Efectivamente, a pesar de la lírica de Villamediana, de Góngora, de Quevedo, de Lope y de tantos y tantos más, que segregan a millares versos amatorios, en el siglo xvn, sobre todo en su primera mitad, nos encontramos —vuelvo a decirlo— ante el tipo de una «sociedad sin amor». Es la imagen que nos ha dado, con toda frialdad, un pasaje de La casa del tahúr; recordemos el primer verso, citado más atrás: «A nadie ten­ gas amor.» Repito que se puede emplear, a mi parecer, esta expresión en el sentido en que es utilizada en algún caso por los que hoy se ocupan de etología131. Pero pienso 126 A . H . E ., vol. V, L a Junta de R eform ación, pág. 392. 127 Ob. cit. en la nota anterior, pág. 454. 128 «A visos», en Sem anario erudito, de Valladares, vol. X X X II, págs. 65 y 74. 129 A viso s, B. A . E ., vol. I de la serie, pág. 253. Barrionuevo da a conocer, poco después, el caso de una mujer vieja que, desde el lecho, llevaba, con precisa administración mercantil, una casa de p ros­ titución, con libro registro, hojas de petición, cuentas, etc. (págs. 279 y ss.). 130 Edición del Sem anario erudito, ya citada, X X X II, pág. 38. 131 M e refiero al pasaje tan conocido de K. L o r e n z , en Sobre la agresión, el p re ten d id o mal, cap í­ tulo IX , págs. 169 y ss.

677

que si en la conducta animal, en relación con las formas de agresividad, puede no ser un mal, en cuanto despeja las relaciones de reproducción, en la conducta hu­ mana tal vez haya que decir lo contrario: desdibuja y aleja la finalidad reproducto­ ra, aislando el «erotismo de los cuerpos», dejando campo abierto a la pulsión del «egoísmo cínico». Con ello, la lucha social se nutre de otra raíz más. La hostilidad cuenta con una fuerza más en su mundo de engaño. En el Lazarillo de Tormes se relata el episodio del joven picaro que entra a servir en una casa donde todos, el padre, la madre, los hijos, viven de explotar de mala manera a los extraños, bajo prácticas de prostitución: «toda la gente (de tal casa) estaba fundada en enga­ ño» 132, y el engaño, en casos como éste, se extiende hasta significar todo un ámbi­ to de desviación. La brutal reducción del erotismo a que estas conductas pueden llevar (similar a ello es el caso del Lazarillo de Tormes, del Guztnán de Alfarache, de Las harpías en Madrid, etc.), tal vez no se refleje de manera más cruda que en las monstruosas escenas protagonizadas por un grupo juvenil, cuyo relato consta en documento re­ dactado a raíz de los hechos y exhumado recientemente por F. Tomás y Valiente: en Salamanca, los estudiantes, una noche de nieve, en el invierno de 1642, sacaron a la calle a una mujer sobre un borrico, azotándola y haciendo befa de ella, de ma­ nera que murió al día siguiente, «y esto lo hicieron después de haberla gozado más de treinta»133. Creo que este espeluznante relato permite comprender en el terre­ no de las relaciones eróticas lo que puede entenderse, lo que puede llamarse «una sociedad sin amor». En tal sentido, va mucho más allá de lo que puede significar en el campo de la conducta animal, por de pronto porque es aquélla una conducta intencionada, voluntaria.

E

l e n g a ñ o y l a bu rla en la l u c h a de se x o s.

Form

a s ir r e g u l a r e s

D E L A M ISM A . E L P A P E L D EL C A N T O Y D EL BAILE

Pienso que, para completar lo que representa el factor erótico en la novela pi­ caresca, hay que tomar en consideración algunos de los resortes y de las tretas con que maniobra aquél en el enfrentamiento hombre-mujer. El gran incremento del lujo tiene su repercusión en esto, entre otros motivos porque se produce una época que no se encuentra desprendida, ni mucho menos, de considerar la situación patrimonial y estamental de las personas como parte de sus atractivos. Ello explica la importancia de la vestimenta (aparte de lo que signi­ fica como símbolo —usurpado— de posición social, de lo que ya se ha hablado), también como cimbel del sexo, y, consiguientemente, en uno y otro sentido, tan entrelazados uno y otro, como factor en las relaciones intersexuales. Por eso, Francisco Santos, en una de las partes más impregnadas de picaresca de su conoci­ da —y aquí tan citada— obra, al describir el traje femenino con todos sus perifo­ llos que las mujeres visten como reclamo, alude, al mencionar algunas de las pie­ zas que componen esa compleja y cautivadora indumentaria —hablo según estima­ ciones de la época—, a detalles que, a pesar de la farragosa cobertura que tantas 132 Ed. cit., pág. 29. 133 E l D erech o p e n a l d e la m on arqu ía absolu ta, M adrid, 1969, pág. 189.

678

piezas superpuestas echaban sobre el cuerpo femenino, permitían, sin embargo, re­ sultar excitantes, al parecer, y resaltar las gracias adivinadas de un desnudo imagi­ nado: esos detalles tenían la función de traer efectivamente a la imaginación una intimidad carnal oculta bajo la vestimenta (por ejemplo: «enaguas de batilla, con puntas algo grandes, porque se vean bien, que es anzuelo para la pesca en estos tiempos»)134. El uso del anzuelo, del cimbel o del reclamo, entendido de esa mane­ ra, es común a las picaras y demás mujeres de la picaresca, como se observa en Justina o en Teresa de Manzanares o en las atrevidas harpías en Madrid. Francisco Santos escribe esa significativa frase que he citado, hablando de un fenómeno que revela la expansión y fuerza que adquiere, en las circunstancias eco­ nómicas y sociales de la época, la apelación al erotismo. El autor la introduce refi­ riéndose a las mozas de servicio que cautivan y sorben el seso a sus amos, hacién­ doles olvidarse de sus esposas y gastando el dinero en el asedio a las sirvientas. El tema había surgido ya, en la fase a la que he llamado de mayor flexibilización en el siglo X V I. Eugenio de Salazar, con cierto humor y mayor cinismo, en su Carta so­ bre las maneras de vida en la Corte, escribe: «pues ya que la de las mujeres es car­ ga tan pesada y el de los criados contrapeso tan insufrible, las criadas y las mozas de casa alivian a los pobres cortesanos y a los que en Corte vivimos»135. Con talan­ te más severo, como era de esperar, algunos años más tarde, cuando empieza a de­ sencadenarse la crisis social en su fase negativa, el doctor Pérez de Herrera clama contra las mujeres que se emplean en las casas y a las que se las ve «andar tan li­ bres y perdidas, haciendo mil insolencias de noche y de día», provocando a los mozos de baja condición empleados en servicios ínfimos, «haciendo que no sirvan bien, ni perseveren con sus amos, y que hagan cosas mal hechas y de poca fideli­ dad». Se deshacen las tales de los hijos que paren ilegítimamente y hacen otras crueldades, y a los que conservan los pervierten, niñas o niños, lanzándolos a una vida de perversa libertad. Todo ello «como gente que vive sin Dios, ni ley, justicia ni concierto»136. La última frase recuerda otras que citamos en el capítulo sobre la desvinculación, como base de la desviación (este fragmento revela el peso de la mentalidad tradicional, en un escritor innovador como Pérez de Herrera: el vicio está en las clases bajas, su instrumento más temible es la mujer, y el estado de anomia que produce en la sociedad refleja una perversidad inhumana, cuya causa está en la entrega a esa conducta desviada que recibe el nombre de libertad). Esa generalización de un estado tan degradado, que se observa en las mozas, es pro­ ducto del ansia de ostentación —lo que a todos tienta en la época—; en sus am an­ tes es el empleo de una nueva táctica amorosa, que busca el éxito por medios de­ pendientes del desarrollo urbano y precapitalista. Y ante tal caso, comenta, por su parte, F. Santos: «Está ya tan perdido el mundo y en particular este lugar, que las que en el tiempo de marras eran mozas de servicio, ya son damas en esta edad, usando el traje que te diré»137, esos trajes con los que gusta de ser vista Justina y de los que Teresa de Manzanares procura estar provista al instalarse en una nueva ciudad. 134 D ía y noche de M adrid, B. A . E ., X X X III, pág. 387. 135 C a rta s..., edición de G ayangos, en «B ib liófilos españoles», Madrid, 1866, pág. 9. 136 A m p a r o d e p o b re s, edición de Cavillae, págs. 128-129. 137 O b. cit., loe. cit.; el lugar a que hace referencia, es, claro está, Madrid (todo el D iscurso III está dedicado al tema).

679

Un campo al que se extienden estas relaciones es el de los conventos, poniendo de relieve con ello la mundanización de tales ambientes, mucho antes de que la de­ nunciara Diderot y en un país diferente y que se quiere presentar en todo momento aferrado a un temor religioso, que, sin duda, era fuerte, pero que no dejaba de presentar ocasiones de relajamiento. El prudente y contenido V. Espinel, ante un hecho que cae de lleno en el último supuesto indicado, inserta una enérgica repulsa contra aquellos que se dedican a enamorar en los conventos138. Con ello, Espinel saca a luz un notable fenómeno que, por su sola mención, queda hecho público y constatable. Y esa constatación viene a consecuencia de la reiteración del tema. Si lo hemos visto aparecer en una novela calificable, desde el lado que sea, de pica­ resca, lo volvemos a encontrar en otra obra del mismo carácter. En El Buscón, Quevedo incluye una ridicula estampa de los enamorados de m onjas139. Zabaleta dedicará uno de sus más curiosos capítulos al asunto del empleo de una táctica ca­ zadora de enamoradas que seguían los que hallaban en ello distracción de presen­ tarse galanamente en el templo l4°. Insiste en el mismo caso Jerónimo de Alcalá cuando condena a aquellos que en las iglesias asedian a las mujeres, galanteán­ dolas y provocando a deshonestidad, o, cuando menos, a impropia desenvoltura, contra lo que advierte severamente en El donado hablador141. La interdicción que la moral fundada en la religión, la sacralidad del templo, los votos que las mujeres de estado religioso llevaban consigo, en materia sexual, era un acicate para la lu­ cha, bajo los aspectos en que he tratado de observarla aquí. Claro que, en parte, se trata de una línea que viene de la literatura medieval de los clérigos trotamun­ dos, de los goliardos, del Arcipreste de Hita, de Rabelais, etc. Pero hay una nove­ dad que altera su carácter: la que llamaré sedentarización del tema, porque se da ya no entre desplazados, sino entre gente de la ciudad, con su inserción en los comportamientos de una sociedad establecida. Tal diferencia se confirma al consi­ derar que el rey se ve obligado a tomar alguna medida, en fecha que sale ya de la estricta franja cronológica que aquí nos interesa, pero que recojo por cuanto nos hace ver que el fenómeno se hallaba extendido y asentado: unas Cartas anónimas que se publican a continuación de los Avisos de Barrionuevo dan cuenta de que se ha publicado un edicto de su majestad, estableciendo duras penas «contra los que hablan con mujeres en las iglesias» 142. En el Guzmán de M. Alemán leemos úna referencia que pretende pasar por no­ ticia del tiempo: se ha hecho frecuente poseer un perrito faldero que lo tienen mu­ chas mujeres como felicidad y regalo143. La información, por sí sola, no tendría más que un interés relativo a una moda, pero lo alcanza mayor si la ponemos en relación con otra que, sobre semejante uso en la sociedad, da también Francisco Santos. Éste se alarga más y habla contra la extendida y caprichosa afición de las mujeres en Madrid por los perritos falderos, a los que —nos dice y nos sorprende con ello— tienen en sus brazos cuando las perritas están salidas, mientras el perri-

138 139 140 i4' 142 143

Ed. cit., t. I, parte 1 .a, 21, págs. 258 y ss. Edición de Lázaro, págs. 267-268. E l día de fie sta p o r la mañana, ed. cit., págs. 194 y ss. B. A . E ., X V III, pág. 501. B. A . E ., vol. II de los «A visos», págs. 251-252. Esas Cartas anónim as parecen ser de 1661. Edición de F. R ico, pág. 847.

680

to de una amiga la cubre144. Y ante la última noticia, sí podemos sospechar de un erotismo contemplativo y compensatorio. Lo que representa en las condiciones de la época el incremento del factor eróti­ co queda reflejado en algunos documentos, desde los comienzos de la fase de la sociedad barroca. De ello ya he hablado antes. Ahora, a la vez que recojo de esos textos otros testimonios de la diversidad de formas y recursos, he de referirme también a su alcance social, que prueba el deterioro por desviación del orden esta­ blecido. No dejemos de recordar que había antecedentes del hecho de que la litera­ tura presentara un ambiente fuertemente irregular de la vida sexual: ya en la litera­ tura del ocaso medieval, en el siglo xv, se encuentran muestras de sátira social e invectivas personales, atacando vicios de naturaleza carnal, con singular dureza (en las Coplas del Provincial se habla de adulterio, incesto, alcahuetería, homose­ xualismo, fornicación, etc.)145. Pero, ahora, en el siglo xvn, aparecen esos temas bajo una pintura que ofrece fuerte y difundida irregularidad, más propiamente anomia, y, claro está, se ofrece ésta con incomparable frecuencia y se habla de ella sin reparo. Por ejemplo, en su Relación de la cárcel de Sevilla, el abogado Chaves expresa su asombro ante los numerosos vicios sexuales y delitos de este tipo entre los presos: incestos, homosexualismo, modos monstruosos de masturbación, etc., y son muchos los que incurren en ello, a pesar de azotes, galeras y horcas: «si todo se apurase no creo habría nadie sin pena y castigo»146. Por su parte la documenta­ ción utilizada por Herrera Puga —el ya citado manuscrito del padre Pedro de la Puente— da referencias a la amplia difusión que alcanza el pecado nefando, a pe­ sar de ser considerado uno de los más graves delitos, cuya condena supone la muerte, generalmente en la hoguera; gentes de diversos países se entregan a su práctica y gentes de todas las clases'sociales, llegando a incluir nobles, clérigos y agentes de la justicia; se dice que se lleva a la hoguera a niños de nueve y diez años. También, según el manuscrito en cuestión, las casas de juego —que ya pági­ nas atrás señalé como un ámbito de picaresca y desviación— tienen su papel en es­ to, porque allí se anudan, en algunos casos, relaciones de carácter homosexual147. Obsérvese la coincidencia del dato sobre la participación de individuos de grupos distinguidos en esta forma de práctica antisocial, en el Dietari —inédito hasta hace poco— del mercader barcelonés Esteban Pujades, que sitúa una información igual en Valencia. De este y de otros casos doy referencia en otro lugar y no es necesario repetirlos148. Habría que añadir que no faltan testimonios de homosexualismo fe­ menino, de lo que Ch. V. Aubrun ha detectado alusiones en sendas comedias de Tirso y de Cubillo149. He de añadir que parecen quedar confirmados estos aspectos con la sospecha que podría derivarse de la norma introducida en las reglamenta­ ciones de algunas Órdenes militares, cuando aquéllas son revisadas en el siglo xvn, según la cual quedará excluida de honores en tales Órdenes la mujer que viva con otra mujer a solas 15°. Pero específicamente de esta clase de desviación, de este 144 O b. cit., pág. 435. 145 Véase K. R. S c h o l b e r g , S átira e in vectiva en la E spañ a m edieval, M adrid, 1971, págs. 283 y ss. 146 E dición de J. B. Gallardo, en L ib ro s raros y curiosos, col. 1350. 147 S o cied a d y delincuencia en el Siglo de Oro, ya citada, págs. 246 y ss., y 257. 148 L a cultura d el B arroco, 2 . a ed ., 1979. 149 «L a fem m e au M oyen  ge en Espagne», « L ’espagnole du X V e au X V IIe siècles», en el volum en H isto ire m on diale d e la fe m m e, Paris, págs. 480-481. 150 P o d er, hon or y élites en el siglo X V II, 2 . a e d ., pág. 111.

681

ataque al orden que la novela picaresca pudiera haber utilizado, no encuentro más que alguna rara mención que se le aproxime —y me refiero a todos los casos de homosexualismo—, quizá porque se salía de la zona tolerada de la desviación pica­ resca, y quizá también porque no parecía utilizable, al tratar de dar testimonio de la tensión hombre-mujer. No me parecen en modo alguno convincentes las razones en las que B. Brancaforte se apoya para sostener aspectos de homosexualismo en el Guzm án151. La «libertad picaresca» se instala en un mundo de bisexualidad y es­ to parece imprescindible para alcanzar el grado de tensión necesario en esta esfera. Los extremos de homosexualismo, tanto masculino como femenino, constituyen ya formas delictivas de comportamiento, tan francamente, en la opinión de la épo­ ca, como pueda serlo el bandolerismo, y por eso no los recoge la novela, mientras que en cambio en avisos, relaciones, informes, etc., se pueden reconocer en la épo­ ca graves maneras de desviación de esta naturaleza. Admitirlas en esta otra litera­ tura sería tanto como llevar la picaresca al terreno de la ley criminal y perder las más flexibles posibilidades erosionantes que la novela de ese género permite (y no importa, a estos efectos, la intención con que ese testimonio de erosión se haga va­ ler, reformista o duramente represiva). Entre los temas que aparecen relacionados con el erotismo, y quizá más bien como resortes o maniobras que lo disparan, hay que hacer mención de la fuerza que se le reconoce al canto y al baile. El papel de ambos se puede decir que se in­ crementa en toda sociedad que se presente con un inusual índice de libertad de comportamiento. Por tanto, se da a la vez en la sociedad picaresca y en la sociedad pastoril, de la misma manera que en la sociedad burguesa de nuestros días. Ya en La vida del ganapán, aunque sea difícil en su versión detectar ningún ele­ mento de protesta o de liberación, se puede observar el papel que juegan el baile y el canto152. Cervantes, tan atento a las alteraciones sociales de la sensibilidad en su tiempo, concede una gran fuerza a la música oral, a la canción, entre la juventud, hasta el punto de arrastrar a ésta fuera de los límites de la «decencia» social esta­ blecida. En El celoso extremeño se utiliza como recurso para hacer caer las más rí­ gidas barreras y lo aplica al caso de una rica joven casada y de sus sirvientes y guardadoras que con la música se pierden, no advirtiendo ni siquiera la grave irre­ gularidad en que incurren. Y así, el autor comenta: «Pues, ¿qué diré de lo que ellas sintieron quando le oyeron tocar el Pésame de ello y acabar con el endemo­ niado son de la zarabanda, nuevo entonces en España?»153. El calificativo «ende­ moniado» alude muy bien al frenesí con que la música les embriaga, y obsérvese que Cervantes, además, introduce un negro que con su pasión por aquélla les sirve de intermediario. Es una curiosa estimación de la capacidad del negro para la exci­ tación del ritmo musical154. También en ese mundillo superlativamente anómico de los picaros de las almadabras, el mismo Cervantes, en La ilustre fregona, hace re­ ferencia a pendencias y muertes a la vez que a bailes y cantares155.

•si Véase su obra G uzm án de A lfarache, ¿con versión o p ro ceso de degradación?, M adison, 1980. D ejando aparte este aspecto, estoy de acuerdo con latesis de ia degradación. 152 v éa se F o u l c h é - D e l b o s c h , «H uit petits p oèm es», en R evu e H ispanique, IX, 1902, pág. 292: 153 En la edición de A valle-A rce, «N ovelas ejem plares», t. II, pág. 196. 154 O b. cit., en la nota 151, págs. 186 y ss. 155 Ed. cit., en la nota anterior, t. III, pág. 48.

682

Naturalmente, la misoginia de la época atribuye esa debilidad particularmente a la mujer. Tirso (Por el sótano y el torno) dirá: « ...P o r bailar no comerá una mujer ni dormirá en tod o un año.»

En el Guzmán de Alfarache, el protagonista nos narra una escena de no velado erotismo en una calle de Zaragoza, en la que una mujer, después de dejarse mano­ sear por él rostro y pechos, le invita a visitarla más tarde en su casa, donde le ser­ virá a su gusto y «oirasme cantar y tañer» (aunque todo es un engaño para desplu­ marlo, mientras están hablando)l56. Un pasaje del Marcos de Obregón nos permite insistir en el valor erótico de la música y el canto, que funden, el hielo de la orgullosa virtud del ama a la que sirve Obregón, enamorada de la voz de un mozo que se junta a cantar y tocar la guitarra con aquél: «traía consigo una guitarra con que, sentado en el umbral de la puerta, cantaba algunas sonadillas»; con sus atrac­ tivos —«tenía bonita voz» comenta el autor—, el ritmo musical supera la falta de hermosura y hace peligroso que los padres den a las hijas maestros de danzar, can­ tar, tañer 0 bailar157. En La Pícara Justina se reconoce que el baile atrae irresistiblemente a las muje­ res. El baile y la música para bailar (la gaita, las castañuelas, la flauta, etc.) entu­ siasman a Justina, que sigue el son sin poder contenerse158, En Teresa de Manza­ nares, el cantar y tocar la guitarra explícitamente se mencionan como elemento erótico, de mayor acción sobre la m ujer159. Y en La Garduña de Sevilla se hace pa­ tente algo semejante160. La guitarra se menciona en Quevedo como un instrumento habitual en la habitación de una buscona161. En Las harpías en Madrid se repite esa función erótica de la música y del canto y se ponen de relieve, como elemento para la narración, las facultades que para ello tiene cada una de las cuatro prota­ gonistas de la obra; ellas lo saben, las ponen en juego para enamorar al sujeto al que quieren atrapar, empleándolas como malas artes, siempre con toda eficacia en sus resultados162. El repertorio de novelas picarescas femeninas queda casi completo. Añadamos, a cuantas de ambos tipos (protagonismo masculino o femenino) quedan ya cita­ das, el ejemplo de Don Gregorio Guadaña, en donde la guitarra y el canto no fal­ tan en aventuras amorosas, en las que la misma amante se adelanta a pedir m úsica163. En general, aunque afecta a los jóvenes de uno y otro sexo, es uno de los aspectos en que la mujer suele llevar la iniciativa. Corresponde, en cierto mo­ do, por parte suya, al obsequio masculino del coche, la comedia, la merienda, la tienda.

156 157 158 159 160 161 162 163

Ed. cit., pág. 750. Ed. cit., 1 .a, 2 .a, págs. 54 y ss. Edición de V albuena, págs. 752-753. Idem , pág. 1355. Idem , pág. 1544. L a hora de to d o s y la fo rtu n a con seso, edición de López Grigera, M adrid, 1975, pág. 102. Se puede com probar en m últiples pasajes de la obra. E dición de Ch. A m iel, pág. 146.

683

L A TIE N D A E N SU NUEVO A SPE C TO D E L U G A R D E L A A G R ESIÓ N ECONÓM ICA. L A S R E FER E N C IA S A L A M ISM A E N L A N O V E LA PIC A R ESC A

De esta tienda, tiene interés decir algo antes de poner fin al presente capítulo. La tienda es un lugar estrechamente enlazado a las circunstancias de la vida pica­ resca, y, en general, de toda la masa de población desraizada o transeúnte que se ve en las grandes ciudades (también tiene su papel en el teatro y, claro está, en la vida real cotidiana). Responde a ese crecimiento de gente advenediza que la movili­ dad geográfica ha traído consigo. Hay individuos que, por motivos diferentes, se hallan sin una instalación doméstica conveniente y que necesitan presentarse con galas cuya adquisición le urge; o bien en las relaciones entre desconocidos fácil­ mente anudadas entre hombre y mujer en el anonimato de la gran ciudad, se en­ cuentre uno ante la obligación de ofrecer unos dulces, quizá una pequeña joya, u otro objeto cualquiera; o también que encontrándose fuera de su domicilio no cuenta con las reservas de productos alimenticios que en la propia casa se tiene y que alejado de ella se ve precisado a adquirir en crudo o cocinados; o finalmente que sea oportuno obsequiar con una merienda o una comida de especial calidad a unas damas, entre las que se encuentra aquélla a la que se pretende conseguir (recorde­ mos las escenas junto al Tajo de que se habla ya en el Lazarillo o a orillas del Manzanares que ordena montar a sus criados Pablos, o los platos preparados os­ tentosos que encarga Teresa al llegar de nuevo a una ciudad). Estos casos, unidos a la mayor circulación, en el ámbito urbano, de moneda fraccionaria, para pagos relativamente de reducido volumen que el auge de la economía dineraria ha intro­ ducido, todo ello promueve un aumento grande del número de tiendas y de su im­ portancia en cuanto a instalación. Estas observaciones vienen confirmadas por lo que nos dice un historiador dé la economía, W. Minchinton, en un estudio de la evolución de la demanda en los primeros siglos modernos: «el aumento de la gama de bienes de consumo, el des­ arrollo del comercio al por mayor y la difusión del uso del dinero, tuvieron sobre el comercio al detalle dos efectos. Primero, dieron lugar al desarrollo de la tienda» (en esto, el siglo x v i i constituye un período crucial) y «también ganó terreno la es­ pecialización de las tiendas» en Londres y algo más tarde en París, para seguir por otras ciudades de menor volumen demográfico m . No eran, ciertamente, una cosa nueva. En León, desde el siglo x, los documen­ tos hablan ya de ellas16S; documentos del siglo xn las mencionan en Huesca, Soria, Burgos, y del siglo xiii, en fechas inmediatamente posteriores a su «reconquista», en Córdoba, Sevilla, M urcia166. Los Reyes Católicos reglamentan las condiciones y modo de tener tienda (Nueva Recop., IX, IV, II y X). Mientras que el antiguo mercado en la plaza, al aire libre, ve reducirse la importancia de la variedad y vo164 «El aum ento de la gam a de bienes de con su m o, el desarrollo del com ercio al por mayor y la di­ fusión del uso del dinero, tuvieron sobre el com ercio al detall dos efectos. Primero, dieron lugar al de­ sarrollo de la tienda [...]. Tam bién ganó terreno la especialización de las tiendas, primero en las gran­ des ciudades de Europa (y antes en Londres que en París) y luego en las ciudades m enores» ( M i n c h i n ­ t o n , H istoria económ ica d e E uropa. Siglos X V I y X V II, traducción castellana, Barcelona, 1979, pági­ na 85). 165 S á n c h e z - A l b o r n o z , E stam pas d e la vida en L eón hace mi! años, 3 .a ed ., Madrid, 1934, y C h . V e r l i n d e n , « L ’H istoire urbaine dans la Peninsule Ibérique», en R évu e belge de P hilologie et d ’H istoire, 1930, págs. 1147 y ss.

684

lumen las mercancías que se ofrecen en él (por lo menos en núcleos urbanos), se expande la instalación de tiendas, observa Lewis Mumford —y lo refiere a la época que nosotros estamos considerando, de auge de la picaresca—: en ellas «la venta de mercancías ya preparadas, más bien que producidas de encargo» se generaliza167 y se expande también el área geográfica de su instalación. Incluso al­ gunos pueblos las poseen: Villamayor, Daimiel (Ciudad Real), Mascaraque (Tole­ do) las mencionan en sus Relaciones de fines del siglo xvi; en Guadalajara, el pue­ blo de Tendilla precisa que cuenta con «más de doce tiendas de paños y joyería» y el de Fuentelaencina las alude con hablarnos de «mercaderes de paños a la vara, algunos caudalosos»168. A pesar de su riqueza posible, esos tenderos veían pesar sobre ellos la tacha legal que incapacitaba para cargos públicos y para alcanzar hidalguía169. El poeta castizo Castillejo no entendía bien la cuestión cuando en su Aula de cortesanos nos dice de uno de éstos que queriendo enriquecerse, había pensado en «vender y sacar en tienda» no. Cuando su profesión se reducía a ser meros «mercaderes de tienda», como los llama Bartolomé de Albornoz171, se per­ día toda posibilidad de honores, distinguiéndolos de los mercaderes en grueso, de esa manera —aunque poseyeran también aquéllos un buen caudal. Así lo adverti­ rán también Pérez de H errera172, Cellorigo173 y López Pinciano, planteando este último la repercusión de esa diferencia en el plano de la literatura174. Con todo, las posibilidades económicas y de mejora del lugar para la instala­ ción doméstica que, con el incremento del comercio de tienda, se abría a las gentes con algún dinero para trasladarse del campo a la ciudad, viene a ser una de las causas de renovación del elemento demográfico en ésta y de los cambios en usos, creencias, modos de relación, advertido en las concentraciones de población. Tam­ bién, probablemente, se daba en sus individuos, en una primera etapa, una situa­ ción de inadaptación, entre otros motivos porque solían ser mal recibidos por los habitantes del «estado» bajo de la ciudad, debido a que se intensificaba la compe­ tencia en el mercado de trabajo, por la incorporación de esa nueva población. P a ­ ra buscar hueco, entre ellos era frecuente la dedicación a la tienda. Pedro de Guz­ mán —interesante moralista que reflexiona sobre hechos socioeconómicos— se equivocaba al atribuir al español que no gustaba de trabajar y que se dedicaba a buscar «un oficio o entretenimiento de comprar y vender, estándose en una tien­ 166 María del Carmen C a r lé , «Mercaderes en Castilla (1252-1512)», en Cuadernos d e H istoria d e E spaña, 1954, números X X I-X X II, págs. 166 y ss. 167 L a cité à travers l ’histoire, traducción francesa, París, 1964. 168 R elacion es geográficas de los p u eb lo s de España, edición de R. Paz y C. Viñas M ey, provincia de Ciudad Real, pág. 580; reino de T oledo, 2 . a parte, pág. 64; provincia ae G uadalajara, M .H .E ., tom o X L III, pág. 81, y X LII, pág. 48. 169 Las Cortes de 1548, de 1570, etc., siguen pidiendo la exclusión del gobierno m unicipal de «n in ­ guno que haya tenido tienda pública de trato y m ercancía, vendiendo por m enudo y a la vara». 170 O bras, en «Clásicos castellanos», pág. 179. 171 A r te d e los con tratos, Valencia, 1573, folio 129. 172 D iscurso aI rey F elipe III en razón de m uchas cosas tocantes a l bien, prosperidad, riqueza y f e r ­ tilid a d d e esto s reinos, Madrid, 1610, fol. 22. 173 M em orial: «En la tercera clase se com prenden todos los tratos de tiendas, desde el mayor hasta el m enor, y aunque se diferencian entre sí m ism os, respecto a las mercadurías en que tratan y que c o n ­ form e a ellas deben ser m ás estim ados unos que otros; regularm ente hablando en este m od o de n ego­ ciar, aunque la hidalguía no se pierde, perjudícase m ucho a la nobleza» (folio 27). 174 P h ilosoph ia antigua poética, Madrid, 1953.

685

d a » 175. El autor estimaba esto como una especie de degeneración. Sin embargo, aparte de las razones que ya hemos visto, cierta mentalidad económica, más avan­ zada que aquella que únicamente parecía admitir el padre Pedro de Guzmán, incli­ naba a esta actividad. En La Garduña de Sevilla, Rufina y su acompañante, te­ niendo que dejar Madrid, donde sus asuntos no marchan demasiado bien, se insta­ lan en Zaragoza, donde «tomaron casa y en ella pusieron tienda de mercaderías de seda»176. Claro que, si nos fijamos en la clase de mercancía de que se ocupaban, podemos sacar dos conclusiones: primera, la de recoger el dato, como una consta­ tación, reflejada ya en la literatura, de la tendencia a la especialización en el ámbi­ to del mercado urbano177; segunda, la de que, dado el carácter de mercancía lujosa y cara a la que de ordinario se dedican las tiendas que se especializan, se comprue­ ba la tendencia de las picaras, sobre todo, a buscar en cualquier caso la aproxima­ ción a la población rica, para explotarla y, además, para hallarse más cerca de as­ cender a ella. Lo más frecuente, lo que constituye un elemento de la vida contemporánea re­ cogido en la novela picaresca, es la tienda de productos alimenticios: en El Bus­ cón, en Teresa de Manzanares, en el Segundo Lazarillo, etc., aparecen. En princi­ pio, pueden ser pequeños establecimientos, cuya significación tal vez resulta escasa relativamente a la sociedad de consumo animado, caprichoso, costoso, que preten­ de emparentar con el ambiente de la picaresca. Recuerdo la alusión de Lope a aquellos que viven « ... con una tiendecita de aceite, vinagre y pan»;

pero no olvidemos que también Lope comenta: «No tiene en Madrid dinero sino quien trata en vender de comer o de beber»l78.

La Relación de Chaves nos permite tener noticia de que en la misma cárcel tan populosa de Sevilla había tiendas de verduras, frutas, vino, papel y tinta, aceite y vinagre, y en relación a los altercados que se producían, por cuestión de favores u otras corrupciones, comenta: «vale dinero esto»179. La tienda era un negocio que gratificaba. Las autoridades de Toledo, en la declaración en que contestan al cues­ tionario ordenado por Felipe II y que figura en las Relaciones de los pueblos de España, sí mencionan sus «tiendas y tendezuelas», e incluyen a los «regatones de las comunes tiendas de mantenimiento» —es decir, los detallistas— en el cuadro que trazan de la animada vida económica de la capital 18°. 175 Bienes d el honesto trabajo y m ales d e la ociosidad, Madrid, 1614, págs. 120 y ss. 176 Ed. cit., pág. 1620. 177 C om o una estam pa de picaresca, Francisco S a n t o s habla de unos mequetrefes pretenciosos, «a la puerta de una tienda de tabaco» (ob. cit., pág. 429). 178 E l galán escarm entado. M e he servido en este punto de pasajes reunidos por R. d e l A r c o y G a ­ r a y , en L a so cied a d española en las obras dram áticas de L o p e de Vega, véanse págs. 775 y ss. 179 Ed. cit., col. 1354. 180 R ela cio n es..., reino de T oledo, 3 .a parte, pág. 525.

686

Mal asimilados los resultados de la posibilidad de lucro en una sociedad que se halla en trance de despegue precapitalista, de ordinario, esos tenderos «al por me­ nor», «a la vara», «por menudo», en «banco» o «tabla» («taula», en catalán) —tenderos que trafican con esas pequeñas monedas fraccionarias—, en general son mal vistos. Para la existencia de picaros y picaras es su atmósfera vital, porque constituyen con mucha frecuencia las tiendas, los lugares que les hacen posible ejercer el embaucamiento de su ostentación. Y en relación al tema de este capítulo son el palenque de la lucha hombre-mujer, en un aspecto de incrementada agresión económica. Los economistas hablan mal de ellos, de los regatones, porque no ven más que un lado: su actuación de intermediarios hace subir el precio de las cosas, en medio de tan grave crisis. Ya hemos visto antes el parecer de Cellorigo. Merece recordarse el de Sancho de Moneada, porque sus palabras son todo un cuadro de época: «lo que más lástima da es en tan grave soledad ver poblar los lugares de los vicios, como garitos, corrales de comedias, tabernas, y los de vanidad, como las tiendas de los sastres que no caben de oficiales y de obra (que como está el Reyno a la muerte, todo es ansias mortales por vestirse), y los de pobreza, como hospita­ les, cárceles y semejantes, adonde se retiran a comer»181. Y no está de más com­ probar que una opinión semejante se mantenía cuando ya la novela picaresca ter­ minaba su período de auge y la multiplicación del comercio detallista, intermedia­ rio, era una práctica social incontenible. Aun así y entonces, Álvarez Ossorio —que repetía una vez más la discriminación de los «mercaderes de tienda»— sos­ tenía que el «total remedio» de la postración del reino consistía «en quitar los m er­ caderes de tiendas públicas y revendedores» 182. En nuestro panorama, esto equiva­ lía a volver a la época en que Lázaro pregonaba los vinos del arcipreste cosechero, renunciando a la práctica de Pablos o de Teresa de enviar a la tienda a comprar el mejor pan, platos preparados, buenos vinos. Lo cierto es que la aparición de este tipo de establecimiento mercantil, por su número y expansión de negocios, resulta incontenible en el seno de una sociedad que contaba, entre otras de sus novedades, de un lado con el desarrollo del pecu­ liar carácter ostentatorio que, como vengo repitiendo, era pretensión normal en la mujer. La tienda de toda clase de recursos cosméticos, para obtener, reparar o realzar la belleza, se hace presente inevitablemente en la vida ciudadana. Ya Areusa, en desprecio de Melibea, hace alusión a ello, al uso de estos productos compra­ dos. Y más tarde, en una de sus obras, Quevedo, ante la aparición de una mujer hermosa, hará afirmar a su personaje: «todo cuanto ves en ella es tienda y no na­ tural» 183. Ante esa situación, los burócratas, con la eficiente mentalidad del grupo que sirvió al absolutismo monárquico, piensan que se puede aprovechar para con­ vertirlo en un instrumento más que fije a la gente y contribuya a cortar la movili­ dad geográfica, que tantos peligros de vicio y desorden lleva consigo. Apenas em-

181 R estauración p o lítica de E spañ a..., edición de J. Vilar, ya citada, folio 18 (discurso II). C om o llevo dicho, la obra es de 1619 (la «soledad» m encionada alude, es ob vio, a la despoblación que se d e ­ nunciaba com o causa de abatim iento del país). 182 V éanse, en el volum en I del A p én d ice al D iscurso so b re ¡a E ducación P opular, de C a m p o m a n e s , la edición de las obras de Á l v a r e z O s s o r io ; en particular, E xtensión política y económ ica y D iscurso Universa!; las citas, en págs. 65 y 387. 18:1 «El m undo por de dentro», en Sueños y discursos, edición de F. C. R. M aldonado, Madrid, 1972, pág. 179.

687

pedazo el reinado de Felipe IV, Hurtado de Alcocer en los Discursos que dirige al rey le propone se disponga que «sólo puedan tener tiendas por menor los naturales de las mismas ciudades, villas y lugares», y, en el informe sobre tales discursos que se le encarga a López de Madera, éste insiste en un criterio intervencionista: «que nadie pueda tener tienda pública sin licencia»184. Muy pronto los gobernantes cae­ rán en la cuenta de que puede obtenerse de ellas una interesante fuente de ingresos fiscales. En efecto, por Barrionuevo sabemos que se piensa en establecer un arbi­ trio sobre las tiendas, para lo que ha sido mandado se envíen relaciones de las mis­ mas. Barrionuevo cree que esa especie de censo va a ser cosa dificilísima185. Todo esto nos hace ver el aumento de su número y correlativamente el aumento también de su importancia económica. Si Quevedo, por boca de Pablos, al referirse a un lugar hundido y oscuro, de­ cía de él que era buen sitio para tienda de mercaderes186, se mantenía en un nivel arcaizante, desfasado, de la cuestión. Prueba de ello es la semejanza que guarda con un curiosísimo pasaje del Rimado de Palacio, del canciller Pero López de Ayala, en los ya lejanos tiempos del siglo xiv. Ahora el fenómeno era inverso: se ponía atención en una instalación cuidada del local y vistosa exhibición de los pro­ ductos. Era una novedad en las capitales europeas del siglo xvil. Empezaba a serlo en las españolas. Se admiran las «ricas tiendas» de Madrid, de plateros, zapateros, sastres, y se habla de aquellas en que se ofrece la mercancía ya confeccionada de ropa hecha y otras, de joyeros, guanteros, etc. Lope alude (La ventura sin buscarla) a la nove­ dad de «[...] vestidos que están en tiendas colgados»187. En Barlaam y Josafat se inserta por Lope este diálogo entre un príncipe y un capitán: « — ¿Y aquestas tiendas colgadas de ropajes diferentes? —Esta es gente que en su casa guisa vestidos diversos, sayos, ropillas y capas; que se pone a mesa puesta quien a los sastres no aguarda.»

En el acto primero de El acero de Madrid leemos esta invocación que prueba ya en la capital, la ostentosa instalación de las tiendas, la notable mejoría en su presenta­ ción: «roperos que amanecéis con solícito cuidado, sin ser procesión del Corpus, las tiendas entapizando».

En el ámbito de la picaresca, de la misma manera que aparecen con frecuencia las tiendas con comidas preparadas de antemano, se mencionan las tiendas de ropa 184 A . H . E ., L a Junta d e R eform ación , ya citada, págs. 102 y 177. 185 A v iso s, ed. cit., t. I, pág. 146. 186 Edición de Lázaro, pág. 33. La referencia al R im a d o de P alacio que se hace a continuación, en la estrofa núm . 311, de la edición de M . G arcía, M adrid, 1978, t. I, pág. 171. 187 Las citas pertenecen a las com edias B arlaam y J o sa fa t y L a ventura sin buscarla; véase R. d e l A r c o G a r a y , ob . cit., loe. cit.

688

hecha, nueva o usada. Guzmán habla de la calle de la Ropería en Madrid, donde labradores y cortesanos acuden a comprar sus prendas de vestir188. En el pseudoGuzmán de J. Martí se recuerdan las tiendas de roperos de Nápoles189, La Gardu­ ña de Sevilla, de los trajes de la tienda de un mercader ropeo 19°. Teresa de Manza­ nares habla de «bodegones de vestidos»190bis. Elena acude en Toledo a la «Rope­ ría», donde hay tiendas bien provistas191. E l Lazarillo de Juan de Luna se refiere a la calle de la Ropería de Valladolid, en donde, entrando en ella, se sale transfor­ mado 192. Se comprende que cuando las desenvueltas y alegres jóvenes sevillanas de Las harpías en Madrid lleguen a la capital de la Monarquía y se paseen por sus calles, se queden pasmadas de «la riqueza de sus tiendas»193. Gregorio Guadaña se asom­ bra de las tiendas que se juntan en Madrid, en la calle Mayor y calle de Postas194. En otros lugares, no menos, el esplendor de las mismas atrae al picaro, así como a la picara. Su presencia, su espectáculo, admira. Vemos a Guzmán, muy interesado en su contemplación, que se deja llevar de su asombro en Milán: «paseando todo el día de tienda en tienda, viendo tantas curiosidades, que ponía grande admira­ ción, y los gruesos tratos que había en ellas, aun de cosas menudas y de poco pre­ cio» 195. Es un fenómeno común en las urbes de la época barroca, que, en cierta medida al menos, se muestra incorporado a la vida ciudadana. En Sevilla, por ejemplo, se va de tiendas por la calle de Francos, según se nos cuenta en Teresa de M anzanares, y se añade «que es allí lo que la calle M ayor en M a­ drid» 196. El donado hablador, Alonso, «mozo de muchos amos», en su paso por Toledo se asombra de «la riqueza de sus mercaderes, sus grandiosas tiendas»197. Muy espléndidas debieron llegar a parecer ante quien las contemplaba en las gran­ des ciudades cuando años después, a pesar de ser un momento de recrudecimiento de la crisis económica, Barrionuevo nos da esta noticia tan de hoy: «en la calle de Toledo habrá cuatro días que robaron dos tiendas de mercaderes, las mejores y más bien puestas que allí había»198. Esta variedad y amplia provisión de las tiendas que hace de las ciudades lugares 188 Edición de R ico, pág. 486. 189 E dición de Valbuena, pág. 597. 190 Edición de Valbuena, pág. 1616. 190 bis Edición de Valbuena, pág. 1347. 191 Edición de V albuena, pág. 896. 192 Edición de Laurenti, pág. 82. 193 Ed. cit., pág. 220. 194 Ed. cit., pág. 151. 195 Ed. cit., pág. 648. 196 Ed. cit., pág. 1407. Es interesante el cuadro queipinta de la Calle M ayor m adrileña, Remiro de Navarra, en su obra L o s p eligros de M adrid , ed. cit. 197 Ed. cit., pág. 1216. Leem os en su relato: «A nduve de una calle en otra em belesado, mirando la riqueza de los mercaderes, sus grandiosas tiendas, su proceder y trato tan honrado y n ob le.» Es de su ­ brayar este pasaje, aunque lo reputo insuficiente para afirmar sobre algunos datos de esta naturaleza el fond o calvinista de la m oral de la obra. Creo que pertenece a la vigorosa línea de alabanza del m erca­ der, que se da en el siglo x v i, con Luis de A lcalá, Saravia de la Calle, Martín de Azpilcueta, T om ás M ercado, y en el siglo x v n con el conde de G ondom ar, M oneada, conde-duque de Olivares, H urtado de A lcocer, Gutiérrez de los R íos, etc. Sería interesante una investigación a fond o sobre la figura del mercader en nuestros siglos x vi y x v n , que ayudaría a eliminar tantos prejuicios com o todavía nublan hoy el conocim iento de la sociedad española y en especial castellana. 198 A visos, B. A . E ., II, pág. 19.

689

atrayentes, por lo «bien provistas», como en Zaragoza, o «regaladas», como en Valencia, permite que se desenvuelva la atención a la moda. La novela picaresca refleja, en diversas ocasiones, esta tendencia. Y quien estudie la historia de la in­ dumentaria femenina, y no menos de la masculina, encontrará en las páginas de aquélla referencias interesantes. Repárese en las numerosas piezas que forman la manera como vistió elegantemente al pseudo Guzmán, de Juan Martí, el caballero italiano con quien entra a servir como paje para acompañarle en Valencia a las fiestas de la llegada de los reyes199. Es interesante el testimonio de Francisco San­ tos, que nos hace ver, de un lado, la fuerza con que ya la moda se ha impuesto en las buenas tiendas y cómo se ha hecho ya usual que éstas estén pendientes de los géneros que proceden del comercio de París. Cuenta F. Santos que, en el tiempo en que escribe, las tiendas de los mercaderes de paños, que las hay tan adornadas y compuestas de sus géneros, han retirado los productos que venían siendo usados de tiempo atrás y que nadie busca ya, porque ahora no los llevarán ni las mozas de servicio, ya que cualquiera de ellas se pierde «sólo por ir hecha toda ella una fran­ cesa»200. La referencia tiene su eco en la novela picaresca. Por ejemplo, en E l ba­ chiller Trapaza se airean los pretenciosos gustos por los productos franceses entre las mujeres, «que sólo falta hablar la lengua francesa y llamar a las mujeres mada­ mas para ser del todo francesas»201. Parece éste un dato significativo de las condi­ ciones en que se mantiene y aun se dispara el consumo, en los aledaños de la vida licenciosa o desordenada, durante una situación de crisis202. A mi modo de ver, es un aspecto para entender el marco de una vida social de la que es producto y a la vez testimonio la novela picaresca. Los clientes masculinos y femeninos a los que esta última incitaba en su desafío a la sociedad, así como los mismos dueños de las tiendas que tan próximos al público colocan las mercancías en las que se sustenta la ostentación, son casos reales o ficticios, sí, pero, en cualquiera de ambos su­ puestos, la vista o el relato de esta exhibición de géneros es factor de propaganda de unas formas de convivencia fácilmente incursas en desviación. En fechas próxi­ mas a las de los datos que vengo utilizando, Montchrétien, en su Traité d ’écono­ mie politique (París, 1615), comenta que l ’homme de boutique est vêtu comme le gentil-homme203, lo que revela que el proceder por usurpación social no es una in199 Ed. cit., libro II, cap. VIII, pág 637. 200 D ía y n o ch e..., pág. 387 (lo que, en su alto precio, han de pagar los am os, ya que el salario de ellas nunca llegaría para tanto). 201 Edición de Valbuena, pág. 1486. C astillo Solórzano hace a continuación la defensa del traje na­ cional español, «el más galán del orbe», aunque no precisa a cuál hace referencia (se trata de una curio­ sa anticipación rom ántica de «color local»), 202 H ay que tener en cuenta que la irrupción, desde fuera, sobre una sociedad tradicional, de un nuevo repertorio de novedades estim adas, im portadas de otros países, produce fuertes choques — en grado y dirección diferentes según los sectores— , pero que es necesario controlar para dirigir (cosa que falló en el siglo x v i i español). Por ejem plo, un aluvión de productos im portados provoca una tendencia a su consum o que puede ser perturbadora para el propio desarrollo del país, dando lugar a necesidades ficticias ( C h o m b a r t d e L a u w e , S ociologie des aspirations, ya citada, págs. 275-276). A lgo de esto obser­ varon ya en su m om ento, escritores sobre temas económ icos (Sancho de M oneada, H urtado de A lco­ cer, M artínez de M ata, etc.); véase m i estudio «Interpretaciones contem poráneas de la crisis del si­ glo x v i i » , en el volum en Seis lecciones en h om en aje a M . B ataillon, publicado por las Universidades de Sevilla y Burdeos, recogido ahora en el volum en III de m is E stu dios de H istoria d e l pen sa m ien to espa­ ñol, M adrid, 1984. La crítica que esos escritores hacen de las directrices del consum o coincide con as­ pectos de la vida picaresca, bajo la presión fem enina. 203 C om o es sabido, en esta obra, M ontchrétien em plea por vez primera la expresión «econom ie po-

690

vención literaria de la novela —aunque ésta lo agrie o lo altere—, sino de la socie­ dad barroca, en todas partes, y responde en buena medida a que la tensión hombre-mujer no es sólo un recurso novelesco, sino una tensión planteada en el área social de la cultura del Barroco. Añadiré unas cuentas referencias a cómo se produce el planteamiento de esa tensión, bajo este último aspecto de asalto económico que aquí expongo. Un significativo pasaje de La Pícara Justina, en el cual Justina enuncia —con la vivacidad que su relato adquiere en algunos puntos— la actitud femenina, en la que, junto a la satisfacción del goce por la obtención y exhibición de ricas prendas o joyas, va el afán de vencer al hombre: «las mujeres, pues fuimos hechas de una costilla de hueso de hombre, tenemos privilegio para recibir y pedir hasta dejar al hombre en los huesos por justicia»204. Guzmán de Alfarache, en cierto modo, se ve obligado a cargar con las consecuencias de un reto similar, y en Toledo, galantean­ do a unas damas, entra con éstas en una tienda para comprar unas pequeñas joyas que le hacen pagar a él205. Ya antes he dicho el relieve tan amenazador que daba a estos nuevos usos Fernández Navarrete. Repito que la tienda es el lugar de desafío de la mujer al hombre, el lugar de la más taimada agresión económica. Tal comportamiento desborda la novela picares­ ca. En todos los ámbitos, las malas mujeres proceden con maneras semejantes, a las que bien se les puede calificar de métodos de captura: «van ablandando y rin­ diendo aquellas inexpugnables bolsas de hierro, sin hacer reparo el paciente gasta­ dor en que traen el cebo a la vista y tapado el anzuelo» 206. Y ello pertenece a ese ti­ po de conducta apicarada que penetra en otros géneros literarios, incluso en el teatro. La mujer, en cuanto un hombre se le acerca y le da ocasión pata ello, le fuerza a pagar su, en otro aspecto también interesada relación, haciéndole entrar en una tienda bien puesta y comprar para ella algún objeto costoso. Lope, en El sembrar en buena tierra, localizando el comentario en el mismo espacio urbano que ya hemos visto mencionádo por sus ricos comercios, escribe: «Es mar la calle Mayor y sus tiendas, las sirenas que llaman, de engaños llenas, al galán que tiene amor.»

Gaspar de Aguilar, en La fuerza del interés, repite la consabida escena de una da­ ma que, seguida de un galán, «en la tienda de un joyero se paró» 207. Con innega­ ble comicidad, Ruiz de Alarcón, en La verdad sospechosa, nos desenvuelve una es­ cena en la que el cauto criado dice a su amo, que va siguiendo a una dama en co­ che: «detente, que ella se apea en la tienda [...]». Antonio Hurtado de Mendoza, en el entremés Getafe, presenta a un cortesano que, para convencer a una aldeana de que acceda a convertirse en su «metresa» —curioso galicismo, coincidente con litique», que tan largo futuro tendrá. Es un caso de coincidencia, cuando no de parentesco, con las n o ­ vedades de la época. 204 Ed. cit., pág. 260. 2°5 E dición de R ico, págs. 327-328. 206 F. S a n t o s , ob. cit., pág. 419. 207 P o eta s d ra m áticos valencianos, II, pág. 174.

691

otras notas recogidas antes—, le ofrece mandar que todo en Madrid esté a su dis­ posición, que pueda pedir lo que se le antoje, «... en cualquier tienda en joyas, en vestidos, en tocados» 208.

Lo normal es que sea la mujer la que se sirva de estos lugares para desplegar sus artes depredatorias. En E l Buscón, al hacerse mención de tiendas de ricas telas, se cuenta que a una de ellas llegan dos «de las que piden prestado sobre sus caras, con su vieja y pajecillo»209. En Quevedo muy acusadamente la tensión hombremujer se resuelve en un verdadero combate económico: a una que el autor de El caballero de la Tenaza cree amiga y querida ha de decirle en un momento dado «hallo que somos competidores de mi dinero», y lo cierto es que esa obra que aca­ bo de cirtar está casi exclusivamente dedicada al tema; no olvidemos que E. Atar­ eos nos hizo ver cómo el apartado del texto, encabezado con dos versos de una le­ trilla, «eras araña que andabas / tras la pobre mosca mía», posee el mismo senti­ do, acerbamente expresado210. El fondo de competencia artera, engañosa, de ca­ rácter económico, en la relación erótica, probablemente no tiene expositor compa­ rable a Quevedo. Otro interesante pasaje: en Las harpías en Madrid se comenta que «en viendo los galanes de este tiempo coche de damas vecino de tienda de mer­ cader, huyen de él como de lugar apestado»211. Y es que de todas estas mujeres, de una amplia clase de las mismas, de virtud tan sólo aparente, vencidas por la codi­ cia, se pueden repetir los versos de Ruiz de Alarcón, en La verdad sospechosa: «Y es que el dinero es el polo de todas estas estrellas.»

En este aspecto del enfrentamiento hombre-mujer hay un lado que, sin duda, se hace depender de la codicia, señalada en el repertorio de imputaciones que con­ tra la mujer maneja la misoginia de la época. Ya las hemos visto acusadas antes de este vicio (vicio, por otra parte, característico del primer espíritu burgués). Pero hay otro lado que muestra la condición de imaginativas, fantasiosas, en las muje­ res, haciéndolo depender de su ligereza.

E

l

Ú LTIM O P L A N O DE LA P R E T E N D ID A A G R E SIV ID A D FE M E N IN A . L A L U C H A

POR LA D O M IN A C IÓ N ENTRE HO M BRES Y M UJERES

En capítulo anterior me ocupé del gusto por la novedad en el picaro. Quiero añadir algunas referencias específicas sobre cómo ese afán por lo nuevo se da en la mujer, dentro y fuera de la picaresca y el punto en que, durante los primeros siglos modernos, se centra imputarles ésta que se estima como despreciable cualidad. 208 En la colección «R am illete de entrem eses y bailes», edición de H . E. Bergman, Madrid, 1970, página 86. 209 Edición de Lázaro Carreter, pág. 182. 210 Edición de A strana, volum en de «P rosa», pág. 41. Véase E. A l a r c o s G a r c í a , E l dinero en las obras d e Q u evedo, V alladolid, 1942. 211 Edición de Zam ora Vicente, pág. 106.

692

En pleno Renacimiento, el gusto por la novedad había sido admirado y exalta­ do como positivo; al llegar la etapa restrictiva y represora del Barroco, se ponen lí­ mites severos al mismo y hasta se llega a dejar tal preferencia como característica de grupos o bien descalificados, o de escasa estima, o de los que conviene preca­ verse. Así lo he hecho ver en otro lugar, recogiendo ejemplos de atribución de este gusto a indios y pueblos salvajes, a las clases bajas, a picaros, a jóvenes, a m uje­ res 212. En el Guzmán se advierte —sin llegar a denostar esta inclinación— que «las novedades aplacen, especialmente a las mujeres»213. Castillo Solórzano, en E l D is­ frazado, les achaca que «todas son perdidas por novedades»214, y en Teresa de Manzanares se repite una frase muy semejante215. María de Zayas lo referirá a que los hombres «tienen siempre a las mujeres por noveleras»216, condición que les confiere también Espinel, en el «Marcos de Obregón»217, ejemplos que podrían aumentarse en número fácilmente. En La desordenada codicia de los bienes aje­ nos, el doctor Carlos García ironiza sobre este tópico en su relato218. Después de un largo recorrido, para confirmar las tesis inicialmente presenta­ das, añadiré unas páginas que nos lleven al comienzo. Lo más grave está en que esa cualidad «novelera» y «novedosa» —que ambas se superponen— en las m uje­ res, va mucho más allá de que urda toda clase de embelecos, de cepos, para cazar al hombre y obtener de él coche, vestidos, joyas, etc. En las circunstancias de la época, en el miedo a la subversión del orden que promueve toda la crisis social del Barroco, se hace frecuente sostener que lo que la mujer pretende va mucho más allá: persigue utilizar sus atractivos, capaces de despertar pasiones irreprimibles en el hombre, al objeto de invertir el orden social y natural que atribuye a aquél el poder de dominación en la sociedad y particularmente en las relaciones de hom ­ bres y mujeres, contra lo cual se maquina hasta lograr transferir a éstas el gobier­ no. Éste es el gravísimo nudo de la cuestión, lo que enciende esa irritación de la misoginia barroca y hace encerrar a la mujer en un círculo de desconfianza, bien que en la época se halle en condiciones de saltárselo por lo menos ocasionalmente. La literatura picaresca repite la lamentación; pero sospecho que en la reitera­ ción de estas quejas y en el tono más doliente que asumen hay que ver no sólo una prueba de su endurecimiento, sino también, en contrapartida, pienso que cabe esti­ mar que en la mujer se había hecho más clara la conciencia de su sujeción, crecían las protestas contra esa situación, y, más aún, habíase desarrollado en la mujer una iniciativa de aprovechar sus recursos de carácter sexual para alcanzar grados de libertad o de «desenvoltura», de «atrevimiento» —palabras que dan los textos contemporáneos— como no se habían dado antes. Sin duda, como dije al empezar este capítulo, el desarrollo precapitalista, al imponer a la mujer mayor presión, ha­ bía contribuido a rasgar el círculo y había despertado en ella una traviesa capaci­ dad de sustraerse a ese cercenamiento que se le imponía. Las advertencias del tea­

212 213 214 215 216 217 218

Véase mi obra A n tig u o s y m odernos. L o s orígenes de la idea de p ro g r e s o ..., págs. 93 y ss. Edición de R ico, pág. 128. B. A . E ., t. X X X III, pág. 246. E dición de Valbuena, pág. 1359. N ovela 1 .a del volum en II, ya citada, pág. 10. T om o I, pág. 289. Edición de Valbuena, pág. 1164.

693

tro 219, las críticas de los moralistas, las escenas de los costumbristas 220, las liberta­ des en gentes marginadas de la picaresca, son indicio de ello. Y por eso, probablemente, lejos de que su nueva instalación más cerrada acor­ tara sus pretensiones, las advertencias sobre los peligros de la mujer señalan en ella una aspiración, un enérgico afán, a cuyo servicio pone todos sus recursos, de do­ minar, quebrantando la ordenación establecida. Y en ello están conformes tam­ bién fuentes de la más variada condición, lo que no es suficiente para que lo tome­ mos como una verdadera amenaza en el mundo real, pero sí como una amenaza que se creía ver, y la diferencia de una a otra cosa no es grande. A mediados del siglo xvi, Diego de Hermosilla, en su Diálogo de los pajes, desde su misoginia feroz, acusa a las mujeres de huir de subordinación y obedien­ cia; remontándose en su exposición del tema a Eva, conforme al relato del Géne­ sis, comenta: «Siendo una sola se atrevió a no obedecer a nadie, ¿qué esperáis ha­ rán tantas juntas como ya hay?»221. Y este planteamiento contra razón —desde los supuestos de la organización social del momento (o mejor, de largos siglos)—, este llamamiento contra la amenazadora subversión femenina, está muy lejos de dar­ nos una estampa real, pero nos dice mucho de un estado de ánimo que crece en el siglo siguiente, y que, en alguna manera, produciendo efectos contrarios a los que se buscaban, contribuye a flexibilizar en épocas siguientes —en la Ilustración, en el Romanticismo— la posición de la mujer. Pero en el siglo xvn produjo el estallido de una nutrida carga de advertencias y condenaciones, sin demasiado efecto, seguramente, porque era muy difícil conte­ ner ese movimiento. De todos modos, la expansión del tema fue grande. Guzmán de Alfarache incluye un pasaje en el que el picaro comenta «la condición de las mujeres, que muy pequeña ocasión les basta para hacer de sus antojos leyes» 222. En La Pícara Justina se recoge el eco de que la mujer lo que pretende es mandar, le es aborrecible tener que soportar el dominio masculino y verse en sujeción, aun­ que ello sea lo natural 223. Y en el Guzmán de Juan Martí se insiste en el mismo planteamiento: «cualquier mujer quiere hablar y que todos callen, mandar y no ser mandada, libertad y que todos sean cautivos, regir y no ser regida» 224. Si los personajes de un escritor como Lope (incluso en una de sus obras en que se revela mayor atención a la protesta femenina) no hacen más que lamentarse de la absoluta dominación que los hombres imponen sobre las mujeres, de su duro se219 L o p e , E l acero d e M a drid, acto II:

«que no están ya los tiem pos de manera que puedan descuidarse con las hijas los padres que profesan honra y fam a». 220 Z a b a l e t a , «E l día de fiesta por la tarde», en C ostu m bristas españoles, I, págs. 219 y ss. 221 Edición de R odríguez Villa, ya citada, pág. 115. 222 E dición de V albuena, pág. 502. 223 E dición de D am iani, pág. 455: «Las m ujeres nacim os esclavas y sujetas, y com o por nuestros pecados, todo el dom inio y sujeción es aborrecible, aunque sea natural y para nuestro bien, ni cosa m ás am able que el mandar, viene a ser que no hay cosa de nosotras más estim ada que vernos con ce­ tro sobre las vidas y sobre las alm as»; en página 156: «com o sea natural el aborrecim iento de esta servi­ dumbre forzosa y contraria a la naturaleza, no hay cosa que más huyam os ni que más nos pene que el estar atenidas contra nuestra voluntad a la de nuestros m aridos y generalm ente a la obediencia de cual­ quier hom bre». 224 Edición de V albuena, pág. 685.

694

ñorío, sometiéndolas al más humillante vasallaje, si en alguna ocasión participa Lope en la disputa, lo hace desde el otro lado, quiero decir, desde el lado de defen­ sa de las prerrogativas del varón; es para afirmar condenatoriamente ese oculto y vano propósito por parte de la mujer de ocupar el puesto que sólo al hombre co­ rresponde, para lo que Lope emplea su verso, sin pararse a disculparlas ni decidir­ se a repartir de mejor manera lo que a una y a otro pudiera pertenecer más justa­ mente. Esto es lo que plantea en buen número de sus comedias y lo que le hace es­ cribir, desaprobándolo, «que quiera tener el mando que Dios ha puesto en el hombre,

mientras que exalta la figura de la mujer sumisa y fiel, «ocupada y divertida en el parir y criar»225.

Así pues, hasta en los escritores al parecer más flexibles predomina la descon­ fianza y está enraizado el tópico misógino. Y en cierto modo, hay una aceptación general (que con algún paliativo para suavizar la rigidez habitual, es reconocido como legítimo por la misma Justina). La novela barroca recoge la denuncia sobre los torpes e ilícitos empeños de la mujer, como se observa en algunas de las nove­ las de las series de A. del Prado y J. Camerino226. Por eso María de Zayas nos insi­ núa que si los hombres se expresan con tales opiniones, no es porque reconozcan una competencia que pueda destruir su primacía, sino que se sirven de todos los recursos del tiránico poder que ostentan «para estar más seguros»: «Luego, al cul­ parlas de fáciles y de poco valor y menos provecho, es porque no se les alcen con la potestad. Y así, en empezando a tener discurso las niñas, pónenlas a labrar y ha­ cer vainillas y si las enseñan a leer, es por milagro, que hay padre que tiene por ca­ so de menos valer que sepan leer y escribir sus hijas, dando por causa que de sa­ berlo son malas» 227. Lo cierto es que en la sociedad del Barroco, en algún modo, existió, en tanto que sociedad basada rígidamente en la afirmación de la superioridad, fundada en derecho natural y divino, del varón, el miedo a que la mujer, usando malignamen­ te de la fuerza de la sexualidad (la mujer está dominada por la fuerza del sexo), domine a su vez al varón y, torciendo la recta línea de la ordenación natural, se imponga a él; esto es lo que las mujeres pretenden: «tienen naturalmente la ambi­ ción de conseguir el mando y la libertad y desean invertir el orden de la naturaleza, procurando (aun cuando eso pueda suponer las mayores crueldades) dominar a los hombres»: tales son los términos en que todavía denuncia el hecho el padre José Haro, ya en época bastante posterior 228. Esto no es específico de la sociedad española, sino que se extiende a un área 225 C om edias com o L a dam a boba, L a b o b a p a ra los o tro s y discreta p a ra sí, L a doncella T eodor, L a m a y o r victoria, etc. 226 Estudiadas por E. R o d r í g u e z , ob. cit., pág. 214. 227 N ovela 5.", L a fu e rz a d e l am or, «D esengaños am orosos», vol. II, pág. 241. 228 E l chichisveo im pugnado, Sevilla, 1729; pág. 12. R ecoge esta cita del P . H aro el antropólogo J. P it t - R i v e r s , «H onor y categoría social», en el volum en de varios autores, dirigido por él, E l co n cep ­ to d e l h o n o r en la so c ied a d m editerránea, Barcelona, 1968, pág. 67. Según Pitt-Rivers n o hay que ver

695

mayor y se agudizó en el período de crisis y tensiones del Barroco, no sólo en países meridionales, sino en las sociedades occidentales europeas que vivieron esa experiencia histórica. En Francia, el abate De Pure publicó un libro, La Précieuse, en cuyas páginas, en forma novelada, se exponen —con desfavorable acogida— las reivindicaciones femeninas contra el dominio del hom breóla rebeldía de las mujeres, sus pensamientos para librarse de subordinación: es un panorama de guerra latente de sexos: «se casa una para odiar y para sufrir», dice una de las mu­ jeres que protestan229. La concepción vigente en general sostenía que, si bien la mujer es menos fuer­ te, menos desarrollada que el hombre, dado, no obstante, que en el estricto terre­ no de las relaciones sexuales tiene mayor resistencia, es capaz de agotar al hombre y de llegar a imponérsele por esa vía; de ahí que los fuertes pongan mucho cuidado en esto y hasta renuncien al trato sexual para no afeminarse o debilitarse. De esa manera interpretaba Milton la tragedia de Sansón. La mujer, por sus encantos se­ xuales, es una amenaza de debilitamiento, es un oculto peligro, origen de calami­ dades sociales para el hombre. En su enemistad, aquélla emplea, cuando no, la brujería, y así se piensa en Inglaterra, todavía en el siglo xvn. Por eso la brujería se estima principalmente, casi exclusivamente, femenina, y se sigue en ello el ante­ cedente medieval de Jacobo Sprenger, Malleus Maleficarum (1484), en donde se dice: «toda brujería tiene su origen en la lujuria carnal, que en las mujeres es insa­ ciable» 230. La rebeldía de la mujer, como una especie de rebeldía en términos de tragedia bíblica, es una obsesión en ciertos sectores de la Europa barroca, y por lo menos una creencia tópica en términos generales. En España va a ser un misógino señalado, Quevedo, quien presente la figura más caracterizada de reformista o de rebelde femenina contra el orden. En La ho­ ra de todos y la fortuna con seso, aparece una protagonista que ya nos es conoci­ da, clamando contra el secuestro de todos los derechos por parte de la mitad del género humano, desposeyendo de ellos a la otra mitad, y anuncia que ha llegado el día de reivindicar los mismos derechos a los estudios y a los cargos de gobierno, así como la participación en la aprobación de las leyes, y no menos, de la abolición o revisión de las que son contrarias a los derechos de la m ujer231. Pero el hábito que secularmente en muchos aspectos pesaba sobre la mujer y, a consecuencia de ello, la falta de medios, de ocasión, de ímpetu, hicieron que esa figura tan curiosa de protestataria, imaginada por Quevedo, tuviera escasas posibilidades de darse y menos un programa reivindicativo tan detallado. Por eso, la discrepancia y la desvia­ ción apenas podían —parte de los casos extremos de adulterio, crimen de sangre, etcétera— manifestarse entre las clases situadas en bajos niveles; y en fin de cuen­ tas, llevaba a la delincuencia franca (robo o prostitución) o a la picardía (los datos acerca de la «galera» de Madrid o de la cárcel de Sevilla son bien elocuentes). No quedaría clarificada esta exposición acerca del estado de dependencia en que debe permanecer la mujer, si no comparásemos esta desconfianza misógina del siglo xvn con la posición mucho más extremada de un Rousseau, en el xvm . El en este tem a un carácter exclusivo de la sociedad española, según resulta de investigaciones etnológicas ajenas que m enciona (pág. 75). 229 B e n i c h o u , M orales du gran d siècle, ya citad o, pág. 201. 230 Véase E. F i g e s , ob. cit., págs. 44-49 y 67. Las conclusiones de R. García Cárcel, que ya antes ci­ tam os sobre los aspectos de la brujería en España, coinciden con las que aquí recogem os.

696

paralelo femenino, según el modelo rousseauniano de la figura masculina de Em i­ le, no está en Julie, sino en la figura de mujer que, como compañera a dar a aquél, se expone en el libro V del Émile mismo. Esa mujer se llama Sophie —tal nombre rotula el citado libro en dicha obra—. Pues bien, allí Rousseau expone su sorpren­ dente punto de vista: dado que «il est dans l ’ordre de la nature que la fem m e obeisse a l ’homme», se sigue que en la relación entre los dos sexos, el uno ha de ser fuerte y tener el poder, el otro débil y reducirse a ejercer una cierta resistencia; de este principio se deduce: «il s ’enssuit que la fem m e est faite spécialement pour plaire a l ’homme. Si l ’homme doit lui plaire a son tour, c ’est une nécessité moins directe [...]. Si la fem m e est faite pour plaire et pour être subyuguée, elle doit se rendre agréable a l ’homme au lieu de lui provoquer»232. Tal es el planteamiento de este problema de la libertad y dominio social de la mujer que hace Rousseau, filósofo de la libertad, en el siglo ilustrado. En el si­ glo xvii, los testimonios recogidos nos revelan la preferencia en muchos casos de provocar y de luchar contra su opresión. Y no faltará quien —con todo su peso de magistrado en la esfera judicial— les dé en cierta medida la razón. Por eso, no quiero terminar este capítulo sin recordar que, en efecto alguna voz, aunque rara­ mente, se alzó en defensa de las mujeres; no en la tradicional manera caballeresca o en la de la virtuosa domesticidad, sino en algún aspecto básico de la lucha que enfrentaba a los dos sexos, una de las fuertes tensiones del Barroco —no menos fuerte por menos clamorosa— y que tuvo en la picaresca ecos, en general, favora­ bles a la posición del hombre. En defensa de la igualdad de la mujer, escribe el doctor Cristóbal Suárez de Figueroa unas palabras a recordar: «no es justo hacer­ les agravio con juzgarlas incapaces de las advertencias más profundas, de las razo­ nes más sutiles, pues hubo no pocas que llevaron conocidas ventajas a muchos grandes filósofos». De todos modos y aunque en proporciones mínimas, un cambio se había pro­ ducido. Estaba muy lejos, como he dicho, de amenazar el orden establecido, pero no dejaba de significar una innovación que vencía sobre las medidas de contención acentuadas. Esto era ya mucho y sólo sobre esa base se comprende la desenvoltura que caracteriza las novelas picarescas femeninas. Esto era ya tanto que Gracián, en El Criticón —«picaresca pura», recordémoslo—, sin demasiado resentimiento dará por hecho que las mujeres gobiernan y los hombres les están sometidos. Y es que, como hasta el empedernido Francisco Santos tiene que admitir, «también las m u­ jeres entienden política» 233. Pero, sin embargo, la lucha y la agresión siguen y la hostilidad masculina, irritada, tal vez, por esos cortos avances de la mujer, se m a­ nifiesta en ocasiones de formas de insultante grosería. Enriquez Gómez, autor de una de las más lúgubres novelas picarescas que tantas veces ha sido citada, inclui­ da en E l siglo pitagórico, al hablar de una dama la calificará de «una sabandija fe­ m enina»234. Sin embargo, el paso de Justina, Teresa, Rufina, tantas otras, por los caminos de la imaginación, obligaba, para evitar que en la realidad de la vida coti­ diana otras cayeran en su desviación, a ensanchar, siquiera fuese en corta medida, el horizonte social de la mujer. 231 232 233 234

Edición de L ópez Grijera, ya citada, págs. 2 y 8. É m ile ou de ¡’éducation, Garnier, París, págs. 446 y 518. E l no im p o rta d e España, pág. 25. E l siglo pita g ó rico , transmigración III, edición de Ch. A m iel, ya citada, pág. 36.

697

CAPITULO XIV

D E L A V ID A R U R A L A L A C IU D A D P O P U L O S A . L A L E Y E C O L Ó G IC A D E L P IC A R O

La ciudad, tal como se ofrece en los primeros siglos modernos, es el ámbito en el que se desenvuelven las relaciones de convivencia humana adecuadas y aun nece­ sarias para que aparezca el modo de vida picaresco. No se trata tan sólo de que so­ bre el fondo urbano como telón haya de proyectarse y en efecto se mueva la figura del picaro, sino de algo mucho más amplio y complejo. Lo hemos podido observar ya en capítulos anteriores: las calles y plazas por donde circulan gentes que se des­ conocen unos a otros; los figones que ofrecen comidas dispuestas para el consumo de aquellos que no disponen de medios de autoabastecimiento o son meros pasaje­ ros en la ciudad; las tiendas de variadas mercancías o de objetos caprichosos o suntuarios; las casas de conversación y entretenimiento; los paseos públicos, corra­ les de comedias, amplios templos de concurrentes cuya mayor parte son desconoci­ dos entre sí; gentes de muy diversa condición que acompañan, incitan, enseñan y pueden convertirse en víctimas o perseguidores del picaro.

L A C IU D A D , ECO SISTEM A DEL P IC A R O . L O S CAM BIO S E N LA EST IM A C IÓ N D EL C A M PO Y D E LA C IU D A D , C O N D IC IO N A N T E S DEL CRECIM IENTO U R B A N O

La ciudad constituye el ecosistema de una variada gama de protagonistas de la existencia en común. La ciudad populosa, cuyo mercado se prové de mer­ cancías próximas o lejanas, proporciona al hombre unos alimentos que no son, en conjunto, los que nutren al campesino. La ciudad supone para sus habitan­ tes un régimen de alimentación diferente; un desenvolvimiento o por el contra­ rio inhibición de las propias facultades físicas, al reducir, de ordinario, las ac­ ciones de empleo dé fuerzas de tal naturaleza; ambientes sanitarios en general que no son los del aire libre en la campiña, cuya virtud curativa elogiaba en el siglo XV I el doctor Miguel Sabuco; empleo alterado de las horas del día y de la noche, del sueño y de la vigilia; un estado consciente o semiconsciente de posibili­ dades de agresión que no son las del campo; una aproximación —y éste es uno de los datos más relevantes— del individuo a otros individuos, en número considera­ ble y con diferente tipo de relación, lo que altera sus condiciones de subsistencia,

698

sus enfermedades, sus hábitos, sus disposiciones psicológicas, su grado y forma de colaboración o de rechazo o agresividad, etc. En todos estos y otros muchos aspec­ tos —por ejemplo, cabría seguir con datos referentes a la educación o al peso coti­ diano de la autoridad pública y sus agentes—, la ciudad es, para el hombre que en ella habita, cualquiera que sea su condición, una organización de factores determi­ nantes, con cuya relación no puede romper, con cuyos .efectos ha de contar. Y es­ to, como fácilmente se comprende, se produce siempre, pero con más fuerza sobre unos tipos de individuos que sobre otros. Podemos repetir palabras iniciales de E. J. Kormondy que resumen lo dicho: «el conjunto de interacciones que permite satisfacer estas diferencias ambientales es sorprendente, supera cualquier pronósti­ co y escapa a la imaginación más desbocada» '. Pues bien, sobre pocos tipos de h a­ bitantes urbanos, las interacciones ambientales que la ciudad populosa moviliza se dan (para su tiempo, esos siglos xvi y xvii) con una especificidad y una tan fuerte eficacia como sobre el picaro: arrancado de aquélla, desaparece por completo la fi­ gura de éste. Podemos encontrar al picaro en espacios rurales, pero la esfera de su función es el ámbito urbano. Si le descubrimos por caminos rurales, comprobaremos siem­ pre que va a la ciudad o viene de la ciudad, que ésta es su destino. Las tretas cuyo descalificable repertorio maneja, cualquier clase de conflicto o de competencia con otros, le acontecen con gentes ciudadanas, con señores, con ricos mercaderes, con profesionales diversos, en su mayor parte; aunque, como vimos más atrás, no falte en él una más o menos velada agresividad contra clérigos, burócratas o esa especie tan temida de los inquisidores. La adversión contra los señores, aunque más rara que otras en cuanto a adquirir un carácter activo, procede de una disposición bási­ ca. De ellos encuentra a cualquier hora ejemplos en las calles de la ciudad. Pero, incluso, cuando se trata de embromar a alquien, no es fácil que se dirija contra rústicos y labradores. De ordinario, éstos ni aparecen, en la fase de plenitud de la novela, ni tampoco en otras obras emparentadas con la picaresca, muy diferente­ mente de lo que se da en el teatro entre el gracioso y el campesino. Hay que refe­ rirse a la prenovela picaresca del Lazarillo o a la menos caracterizada de todas ellas, producto de propaganda frailesca que altera de raíz el tipo —me refiero a El Donado hablador—, para que el labriego se haga visible con frecuencia. Sólo algu­ na vez, en la referencia inicial al origen familiar del picaro se hace presente el m un­ do de los rústicos. No deja de ser curioso que, en la primera ocasión conocida —quizá sigue sién­ dolo— en que aparece la mención de la palabra «picaro», y con ello me refiero al repetido pasaje de la Carta del Bachiller de Arcadia al Capitán Salazar (atribuida a Diego Hurtado de Mendoza), comprobamos que el tipo designado con tal término figura entre los personajes que caracterizan a la población urbana más variada, animada y diferenciada de cualquier otro núcleo por extremar los caracteres del ti­ po: la Corte. El texto citado dice: «cuando el Sol muestra su cara de oro, igual­ mente la muestra a los picaros de la Corte que a los cortesanos de ella»2. Los pica­ ros son, pues, la otra parte de la población, separada de los cortesanos. Más tarde,

1 C o n cep to s d e E cología, traducción castellana, M adrid, 1 9 7 3 (el original inglés es de 1 9 6 9 ), p á g i­ na 17. 2 En la edición de «Libros de A n taño», X II, pág. 3 0 9 ; citado ya este pasaje por D e H a a n , en su

699

tenemos otra corroboración significativa del carácter urbano con que era conside­ rado el picaro, incluso sin advertirlo así de propósito: Salas Barbadillo, como se sabe, es autor de una obra El Caballero perfecto, que es un espejo moral del caba­ llero en la época; pero también publicó otra novela edificante, aunque presentando el tema al revés, con el título El Caballero puntual·, esta ya conocida novela es una sátira del sujeto caballeresco adulterado, o más aún, falsificado por el medio cor­ tesano de la ciudad capital, es, en definitiva, un personaje atrapado por la viciosa existencia —según juicio de tan severo autor como es Salas— de la picaresca. Pues bien, hay un momento en la ficción de la novela en que el protagonista escribe una carta a don Quijote, llamándolo, en términos de elogio, «caballero de las aldeas», mientras que él, con la carga de sus despreciables costumbres, que darán fin a sus días en un hospital, queda representando la falsa imagen del caballero en el mundo de mentiras de la ciudad3. Antes de su arrepentimiento, antes, por tanto, de que se dirija al Caballero de la Triste Figura, en la carta que he dicho, el lamentable Ca­ ballero puntual comenta en una ocasión: «esta gente rústica es incapaz de razón y tiene corto discurso»4, las dos cosas, falta de razón y de discurso, entendidas se­ gún su torcida manera (de las que presumirá frecuentemente y con las que contará positivamente para su éxito todo personaje auténticamente picaresco). Sólo des­ pués de su caída se dará cuenta de la superioridad del «caballero de aldea». Ciertamente, estos fenómenos derivados del incontenible proceso de urbaniza­ ción se dan en todas partes, aunque en pocas con tanta extensión como en España. Dentro de los aspectos que, en general, ofrece la ciudad, en la península operan otros más particularmente —que alguna vez han sido señalados más o menos dis­ cutiblemente—, a lo que hay que añadir la singular experiencia que fue, en esos primeros siglos modernos a que me refiero, la intensa actividad de los españoles fundando ciudades, desde el día siguiente de su conquista, en los nuevos dominios americanos5. Ya esto revela, de un lado, el fuerte arraigo de la urbanización en la mente de los conquistadores y la práctica en la formación de estas estructuras del poblado humano, que, en algunos casos, repercutiría introduciendo elementos nue­ vos en las viejas poblaciones. En la misma Península, el reinado de Felipe II e in­ cluso el de Felipe III fueron épocas de desarrollo urbanístico; y aun la de Feli­ pe IV conoció la realización de alguna obra importante. Pero lo más relevante es­ tá, tal vez, en el papel que el espacio urbano asume en la coexistencia de los hom­ bres 6.

artículo «Picaros y ganapanes», en H om en aje a M enéndez P elayo, t. II, págs. 151-152. Parece que la fecha del texto es la de 1548. 3 Llamé ya la atención en 1948, sobre esta aparición de la figura de don Q uijote, constituido en he­ roico y virtuoso caballero de los cam pos, de la aldea, en mi obra que se publicó en la indicada fecha con el título E l hum anism o d e las arm as en don Q u ijote, reelaborada y reeditada en 1976, con el título U topía y con trau topía en el Q uijote. 4 Ed. cit., pág. 156. 5 Frédéric M a u r o , L es p ro d u its et les hom m es, París, 1 9 7 2 , afirma que «la civilización hispánica urbana, después de haberse enfrentado y de haber asim ilado la civilización urbana islám ica, encuentra y asimila a la civilización urbana india» (alude a las Indias Occidentales, pág. 1 5 6 ). Habría que precisar m ucho estos extrem os, y, en caso de aceptarlos, diferenciar lo primero de lo segundo. Con razón, pági­ nas después, M auro subraya el afán de construir ciudades que anima a los españoles en las tierras del N uevo M undo (pág. 16 3). Quizá esto les venga de más atrás: de la cultura rom ana. 6 Véase el apretado e interesante resumen de A . B o n e t C o r r e a , L a s ciudades españolas d e l Rena-

700

Pero los peninsulares del comienzo de la modernidad, por tradición grecorro­ mana mantenida en su suelo a lo largo de siglos, y por influencia más superficial, aunque no deje de hacerse presente, del humanismo, mantenían una concepción ciudadana de base aristotélica —que también en la Francia medieval se encuentra, así como en las ideas de juristas de fines del siglo xvi—. En España es la imagen de la literatura de los siglos xiv y xv —por ejemplo, en Francisco Eiximenis y en Rodrigo Sánchez de Arévalo—, imagen que tendría que ser borrada por completo de antemano, como efectivamente lo fue, para que surgiera otra nueva en las fuen­ tes literarias del siglo xvi y en la literatura picaresca7. Para la literatura de inspira­ ción helenizante, la ciudad era el mundo de la armonía, del desarrollo de la virtud, donde los imperfectos y aun los malos podían y acababan siendo reformados por la influencia de la convivencia en la «polis», en la vida política. Resumiendo lo que a lo largo de este capítulo vamos a ver, la picaresca presentó a la ciudad como lugar de riquezas y tentación, como reducto de la trampa, de la agresión, del m e­ dro sin escrúpulos, esto es, del protagonismo del desviado peligroso, lo cual no es incompatible con que se haga el elogio de una y otra ciudad como conjunto urba­ nístico. A mediados del siglo xvi, Damasio de Frías, escribiendo de Valladolid, dirá que una ciudad es «una congregación de muchas familias», concepto que será tam ­ bién recogido por J. Bodin y que conserva todavía un elemento predominantemen­ te corporativo, de tradición «antiguo-medieval»; para él, esa ciudad encontrará sus óptimas dimensiones cuando alcance el mayor número de habitantes, dentro de la limitación de que todos puedan conocerse, relacionarse y puedan también vigi­ larse (la «picaresca», por el contrario, se basa precisamente en una situación urba­ na de desconocimiento general entre unos y otros, opuesta, por tanto, a esa opti­ mación aristotélica); añade Frías que hay que preferir las ciudades internas a las costeras o marítimas, expuestas a la corrupción de costumbres por la afluencia de extranjeros8, advertencia que se funda también en el pensamiento aristotélico. En esto la picaresca necesita contrariamente presentar grandes ciudades con mucho tránsito de forasteros que no se conozcan. Episodios importantes de la picaresca se desenvuelven en ciudades marítimas, aunque sea mayor la ambientación en ciuda­ des de tierra adentro. No cabe duda de que en las condiciones sociales bajo las cuales va a empezar el último cuarto del siglo xvi, las tensiones que provocan los fenómenos de movili­ dad, desvinculación, afán de medro, desviación, vigorización de energías indivicim ien to al Barroco, en el volumen colectivo Vivienda y urbanism o en España, Madrid, 1982: «los e le ­ m entos m ism os y el espacio que entre ellos se crea están en función del significado colectivo [...], dejan de ser un espacio libre y despejado delante de un edificio o un paseo frondoso y lugar de reunión al aire libre, para convertirse en una antesala y estancia con carácter específico y significativo en la vida ciu d a­ dana», pág. 129. «La ciudad se volvió cada vez más im prescindible en el acaecer histórico. La cultura m oderna, desde entonces, está com pletam ente m ediatizada por aquélla», pág. 135. 7 S á n c h e z d e A r é v a l o h a b ía e x p u e s to o p in io n e s d ir e c ta m e n te lig a d a s a l r e n a c im ie n t o d e la P olítica d e A r is t ó t e le s . V é a s e su Sum a de la P olítica, B. A . E . , v o l . C X V I , p á g s . 249 y s s . E n el s ig lo xvi, la t r a ­ d u c c ió n d e P e d r o S im ó n A b r il r e n u e v a e s ta im a g e n . S o b r e E ix im e n is , v é a s e S o le d a d V i l a , L a c iu d a d de E ixim enis. Un p ro y e c to teórico de urbanism o en el siglo X V I, V a le n c ia , 1984. D e 1936 es u n p r im e r p la n t e a m ie n t o v á lid o d e l te m a p o r P u i g y C a d a f a l c h , e n E stu dis Universitaris Catalans, t. X X I , i n t e ­ r e s a n t e , p e r o s u p e r a d o p o r el d e S . V ila . 8 D a m a s i o d e F r í a s , «D iálogo en alabanza de V alladolid», edición de N . A lonso Cortés, en M is ­ celánea Vallisoletana, Valladolid, 1912.

701

dualistas, sobre los que tanto hemos insistido aquí, no podían ser ignoradas y, por tanto, tuvieron de alguna manera que ser recogidas incluso por aquellas opiniones que seguían aferradas a un armonismo fundamental de las relaciones ciudadadas. Pedro de Mercado aplicará una interpretación conforme al modelo conocido de la concordantia oppositorum, atribuyendo a los «antiguos» precisamente haber igno­ rado este punto, siendo así que en Mercado no es más que una banal manifesta­ ción de influencia de los mismos: «muchos Antiguos dudaron y se maravillaron de eso, los cuales, si consideraran cómo las ciudades que se conservan y permanecen, siendo de hombres de tan diversas condiciones, pobres, ricos, mancebos, viejos, valientes, cobardes, malos, buenos, ignorantes, sabios, y se gobiernan y permane­ cen en conformidad, entendieran que así, Naturaleza, de todas estas diversidades hace concordia, y de la manera que en la música, de diferentes sonidos, agudos, graves, breves, luengos, en diversas voces, se hace coro y música perfecta, así Na­ turaleza, de esa diversidad de cosas naturales, hace una conformidad perfectísima, trayéndola a igualdad y correspondencia, de la cual nunca el mundo se muda ni envejece»9. Las alteraciones que se están produciendo en el modelo cultural de los países occidentales, en los cuales se introducen los primeros niveles de implantación del Estado como forma política moderna, provocan que se transforme el papel de la ciudad. Aunque el volumen de supervivencias sea mucho mayor, aquellas altera­ ciones son suficientes para la aparición de novedades que van desequilibrando la tradicional relación campo-ciudad. Ello, a su vez, es bastante para que se desarro­ lle en nuevos términos la tensión que siempre hubo entre ambos grupos de pobla­ ción, de manera que en los dos siglos que tomamos en consideración, vemos pasar de una valoración positiva del campo y negativa de la urbe a otra de tipo inverso. Ciertamente, la subsistencia del mito pastoral y la nueva estimación médica de la naturaleza frenarán ese cambio. Debido a ello, en el primer caso bajo la ficción de la rutinaria novela pastoril —que cae desde las alturas de Montemayor y de Gil Polo, a la insulsez de las obras de este tipo en el siglo x v n —, en el segundo, bajo el ensanchamiento de una farmacopea vegetal y de una creencia en la influencia sa­ lutífera de la vida natural, se mantendrá una estimación positiva del campo y se empezará a incrementar la costumbre de retirarse a pasar los días de descanso en una residencia campestre —la obra de Tirso Cigarrales de Toledo es buena prueba de este fenómeno, que desde entonces no ha hecho más que extenderse en mayores proporciones, paralelamente al proceso de transferencia al núcleo urbano de la vi­ vienda principal. Desde que un grupo (en esa época todavía indefinida, pero ya con una evidente influencia sobre la sociedad, procedente del peso de la riqueza que sus individuos han acumulado), el grupo de los burgueses, empieza a destacarse en la vida social, su estimación va a la ciudad, la cual constituye su ámbito en el que opera. En él amasa su «hacienda», vive, tiene lugar su matrimonio, nacen sus hijos, hace cons­ truir su rica casa, ostenta su fortuna en su esposa y en él, y ejerce sus virtudes de una existencia reglada, mesurada, pacífica, respetuosa con las reglamentaciones municipales, practica la limosna y cumple sus deberes con la religión establecida. Se vuelve ese hombre de la ciudad a contemplar, desde su perspectiva, el campo y 9 D iá lo g o s d e ph ilo so p h ia natural y mora!, Granada, 1574, folio 11.

702

ve allí al señor, violento, depredatorio en sus pretendidas funciones de defensor de la tierra, orgulloso, y ve, no menos, la otra cara que completa la anterior, esto es, al rústico labrador, miserable en su forma de vivir, humillado, ignorante, capaz tan sólo para protestar de reunirse con otros de sus iguales en violencias epilép­ ticas, empujado por el hambre o por creencias milenaristas irrazonables. Un fino mercader italiano, entre el final del Medievo y la Modernidad que empieza, Paolo da Certaldo, escribirá este comentario, en un libro que compone, Libro di buoni costumi con ciertos aspectos autobiográficos, «la vila fa buone bestie e cattivi uonimi, e perd úsala poco; stà a la città... » 10 —«villa» en el sentido de morada rural—. La grave caída en la estimación del pobre —estudiada aquí en el capítulo primero—, la cual se produce entre los siglos x iv al XVI, dado que aquél es fre­ cuentemente identificado como el individuo que acude a la ciudad procedente del campo, lleva consigo una descalificación moral y social del rústico que ya no desa­ parecerá (su torpeza, su incivilidad, su inclinación al robo y a la violencia, lo que hace difícil adentrarse por los caminos rurales sin defensa). Y aunque, con el erasmismo y corrientes afines, se vuelva al tópico de la sancta rusticitas, ya la valora­ ción adversa no desaparecerá ni ςη el siglo χνιιι. La continuación de esa línea de estimación negativa, que se encuentra en otros países, con áreas ciudadanas semejantes, se produce en las generaciones que cierran el Renacimiento y abren el Barroco; ello explica, en España, el aspecto que en esta cuestión ofrece la novela picaresca y los personajes de este jaez que apare­ cen en otras obras literarias de la misma naturaleza. Sólo que la picaresca, con su técnica de inversión, al elogiar la ciudad con frecuencia exalta como valores las condiciones negativas que hacen posible la mala vida. Se podría hacer una historia de la valoración social y moral de la vida campes­ tre y de la vida urbana, en relación a la mentalidad que en cada caso subyace a estos temas. De una parte, encontraríamos la subsistente utilización exaltadora de ese mencionado mito de la sancta rusticitas, en el que se inserta una línea de pensa­ miento utópico, tan fuerte en el siglo x v iu. Es así como hallaríamos aparentes su­ pervivencias de la preferencia por la vida del campesino, que, sin embargo, bajo el plano de lo aparente, son más bien manifestaciones modernas, o mejor dicho, m a­ nifestaciones problemáticas modernas que se encubren bajo la inercia de creencias tradicionales subsistentes; más que fortalecer a éstas, veríamos que se inspiran en el repudio de los vicios que se atribuye a la ciudad engendrar. Habría que ver en la defensa de la vida en la aldea y de las ventajas, comodidades, virtudes del aldeano, la denuncia de los apuros, engaños, ruindades que el cortesano tiene que aguantar y que en parte practica él mismo. Tal es la bien conocida presentación del tema que hizo el obispo Antonio de Guevara, en su Menosprecio de Corte y alabanza de aldea, desenvuelta también en su menos conocida obra Aviso de privados. La pri­ mera, como tantas veces se ha recordado, fue uno de los libros más leídos, más traducidos, mayor número de veces impreso en la Europa del siglo xvi, lo que, de suyo, es ya un testimonio de la adecuada medida en que vino a dar expresión a una manera de ver tales cuestiones en los europeos de la centuria. En Erasmo y en Vi10 Edición de A . Schiaffini, Florencia, 1945, pág. 91. 11 Véase mi obra U topía y réform ism e en la E spañ a de los A u strias, M adrid, 1982. Señalé ya esa condición utópica del siglo x vi en mi obra m uy anterior C arlos V y el pen sam ien to p o lític o d el R enaci­ m ien to, M adrid, 1960.

703

ves, en Moro y en Alfonso de Valdés, se descubren pasajes que encierran valora­ ciones de la misma naturaleza, lo que pone en claro que estamos ante una línea del Humanismo evolucionado del siglo X V I. Queda, pues, en pie la supervivencia de la «alabanza de aldea», fundada en el mito de la virtud del hombre rústico y de la noción de tranquilitas, en la que se resume, conforme a la tradición estoicocristiana, la forma de vida venturosa de quien a ella se retira. Y hay muchos más testimonios sobre esto en el siglo xvi —al que alguna vez he calificado de prefi­ gura del XV III— . Cristóbal de Villalón, arrastrado por el tópico y a la vez por su misoginia feroz, considera que en «los pueblos grandes de villas y ciudades» se im­ ponen los vicios y astucias femeninas, tan de temer, pero en el campo no es así, «porque estas cosas no las saben en los pueblos pequeños ni ha llegado la malicia humana por allá»12. Gabriel Alonso de Herrera, en fechas próximas al testimonio, anterior, sostiene opiniones acerca de la virtuosa condición del hombre del cam­ po 13. Se trata de una línea de pensamiento que apenas penetra en la más tardía lite­ ratura picaresca, de la que hay que recorrer muchas páginas para descubrir quizá un eco pálido de aquélla. Viene, en cambio, a coincidir con la mencionada direc­ ción utópica, tan ajenas ambas a la mentalidad en que se apoya la visión picaresca de la vida social, ya que en esta última lo que se valora son precisamente las posi­ bilidades de corrupción y el ambiente de anomia que le son necesarios al picaro para crecer. Por esto, tenía que haber otra razón para que se mantuviera intacta —con una apoyatura nueva— la tendencia a poner por delante la estimación por la vida cam­ pesina. Se trata ahora de algo muy diferente de lo anterior y más próximo, aunque sea por su revés, de nuestro tema. Convencido el grupo dominante, desde fines del siglo X V I, de que el crecimiento de la ciudad es sumamente peligroso, en tanto que de ella surge una amenaza del orden de intereses establecido, se intentará frenar la atracción que la vida ciudadana ejerce sobre las gentes nada recomendables en su mayor parte y el consiguiente crecimiento de la ciudad que ello provoca. La estampa que ya, a mediados del siglo xvi, traza de la población urbana Eugenio de Salazar, es bien animada, pero en ella acaban predominando los ele­ mentos peligrosos e indeseables —a pesar de lo cual, todos la deseen y la bus­ quen—. «El henchimiento y autoridad de la Corte es cosa muy de ver. Porque está tan llena de las personas reales, de prelados, de dignidades, de sacerdotes, de reli­ giosos, de señoras, de caballeros, de justicias, de letrados, de escuderos, de nego­ ciantes, pleiteantes, tratantes, oficiales y menestrales, que es cosa de admiración; y como no todo el edificio puede ser de buena cantería de piedras crecidas, fuertes y bien labradas, sino que con ellas se ha de mezclar mucho cascajo, guijo y callao, así en esta máquina entre las buenas piezas del ángulo hay mucha froga y turrona­ da de bellacos, perdidos, facinerosos, homicidas, ladrones, capeadores, tahúres, fulleros, engañadores, embaucadores, aduladores, regatones, falsarios, rufianes, picaros, vagabundos y otros malhechores.» Son muchas, además, las gentes ex­ tranjeras de diversas naciones que pululan por la Corte y su presencia es bien per­ niciosa. Y además de esto, hay en la Corte «hombres tan bajos de pensamientos, tan viles, apocados e infames, que con razón pueden ser tenidos por la hez del 12 Edición de A . R allo, pág. 440. 13 L ib ro d e A gricultura, Logroño, 1513.

704

mundo. Entre los cuales juzgo por más bajos y viles estos truhanes, que por más honrarlos ya los llamamos locos, y si los baptizásemos con su verdadero nombre, los llamaríamos bellaquiarcas, como llamamos heresiarcas a los caudillos mayores de los herejes. Son estos bellacos tales, que si en su oficio mueren, ni el cielo los ha de querer, ni el purgatorio los ha de admitir, y aun los gentiles antiguos creyeron que el infierno se había de despreciar de acogerlos» u.

E

l c a r á c t e r c o n f l ic t iv o d e l á m b it o c iu d a d a n o

.

L A O PC IÓ N D EL PIC A R O PO R L A V ID A U R B A N A

A fines del siglo xvi estas posturas se endurecen, se denuncia cada vez con más ahínco el carácter conflictivo del ámbito ciudadano, el delito y el vicio que en él domina, y una cultura como la del Barroco, de tan fuerte carácter urbano, hecha para las gentes de ciudad, se muestra desconfiada y represiva contra las gentes que la habitan, precisamente porque su fin es sujetar a éstas. Lope, desde luego, parti­ cipa de esto. «No hay corte como cortijo», dirá en El mármol de Felisardo15; y en otra comedia, La primera información, hace que mentidamente un personaje refle­ xione: «¿Qué novedad ha de haber? ¿Presumes tú que ha de ser otro mundo la ciudad?...16.

En el teatro se refuerza la afirmación de las virtudes del mundo rural y ésta se­ rá una de sus diferencias con la novela picaresca que sigue la opción contraria. De lo primero los ejemplos son innumerables. Añadiré otro a los mencionados, de Ruiz de Alarcón, en El tejedor de Segovia: «... oh: verdad, quietud y seguridad de la vida del aldea» 17 b,s.

La integración de esta actitud en la esfera de la cultura del Barroco se encuentra reconocida con toda claridad en un pasaje de Liñán y Verdugo: los vicios y males son propios de concentraciones amplias como las que constituyen las ciudades, mientras que cada uno «en lugares cortos se cría con más obligaciones de proceder como hijo de quien es y tiene menor noticia de la diversidad de vicios y libertades que le pueden incitar a distraerse»17 —distraerse equivale aquí a dejar de cumplir las obligaciones morales a las que, por su puesto en la sociedad, se encuentra uno vinculado—. Esta dirección de temprana cultura antiurbana penetra en el área de 14 C artas, ed. cit., págs. 2 y 7. 15 E dición de la Real Academ ia Española, t. X IV , pág. 254. 16 Edición de la Real A cadem ia Española, t. IX, pág. 601. En L o s Tellos de M eneses se encuentra alguna consideración semejante. Ráfagas de viento rural penetran en com edias y novelas de Lope, co o p e­ rando a la p olítica de descongestión de que luego hablaré. 16 bis Edición de A lva V. Ebersole, en «Estudios de F lispanófila», Valencia, 1974, pág. 63. 17 «G uía y A visos de viajeros que vienen a esta C orte», en C ostu m bristas españoles, edición de C o ­ rrea Calderón, Madrid, Aguilar, t. I, pág. 119.

705

la picaresca, al desenvolver el tema de los peligros de la ciudad. Se lleva esto a ca­ bo por el lado del papel moralizante de algunos personajes que, al margen de la acción principal, en ella se introducen, a cargo de los cuales corre el elogio en mu­ chas ocasiones de los valores de la vida rural. Por de pronto, en esa novela picares­ ca utilizada con objetivos inversos a los que mueven de ordinario la agria crítica picaresca, quiero decir, en el ejemplo de impropia picaresca conformista que es El donado hablador Alonso, sí se encuentra ensalzado, respecto a los labradores, «el provecho y utilidad que se saca de su ordinario y continuo trabajo», por lo que no sería justo estimarlos en poco y sería tiránico atropellarlos por su debilidad en me­ dios defensivos: por el contrario, hay que recordar que «nuestros primeros padres labradores fueron», argumento sacado de ejemplos bíblicos, en el que se había ba­ sado durante siglos la buena opinión en que se tenía a campesinos y pastores18. No todo son opiniones de este tenor y no faltan las de aquellos que hacen la de­ fensa de las ventajas que la gran ciudad ofrece a sus moradores, los cuales en ella pueden moverse más libre y razonablemente, sin temor a pequeñas venganzas, ma­ ledicencias, enemistades. Antonio López de Vega, siguiendo este parecer, invierte la estimación que hemos expuesto en las últimas páginas; para él la malicia triunfa en el lugarejo, donde unos están pendientes de los otros, mientras que en la Corte «ni en la bondad ni en la maldad (como no sea cosa muy descollada) se repara. Vi­ ve y trátase uno como puede o como quiere, sin el menor recelo de la n o ta» 19. Se comprende una opinión así en un escritor que enunciaba como programa de coexistencia «vivir y dejar vivir»20. Lo general, sin embargo, es que el elogio de la vida ciudadana, si se da en la pi­ caresca, se encuentre en dirección muy contraria. Y es así, no por la tolerancia que aquélla ofrece, sino por la facilidad de mantenerse los desviados de todo género. Las gentes de vida apicarada optan sin dudarlo por la ciudad populosa, rechazan, como escenario impropio para sus aventuras la aldea y reputan al rústico un ser desprovisto de interés y de calidad personal. Tan sólo, si al paso, en uno de sus desplazamientos, se encuentran con labradores, aprovecharán la ocasión para hur­ tarles algo que posean, si merece la pena. En ese manual de vida picaresca, sean o no picaros los que por sus páginas discurren, que es la obra muchas veces citada de Luque Fajardo, el jugador apicarado declara expresamente que no gusta del cam­ po, y cita un refrán que debía circular en la época: «casado con la ciudad y en des­ tierro con el campo»; en las páginas de la obra, reiteradamente los jugadores y to­ da la varia gente de conducta irregular conforme a las características que venimos trazando coinciden con el que en cierta manera es protagonista de la obra, ponien­ do, indubitablemente, sus preferencias en la convivencia urbana que tan ancho es­ cenario les ofrece y se muestran ciegos por las bellezas de la naturaleza, mientras que con frecuencia se citan admirativamente monumentos de ciudad. En la obra de Luque Fajardo son los dos personajes que en ella discurren, moralizando con­ tra los desfavorables aspectos de la metrópoli —Sevilla, en este caso—, los que pa­ ra hacer más gustosa la charla se van a pasear a las afueras, dejando «la ciudad a las espaldas con su atropellado ruido»21. 18 E l d o n a d o h a b la d o r o A lo n so , m o zo d e m u ch os am os, edición de Valbuena, pág. 1207. 19 P a radoxas racionales, edición d e E . Buceta, M adrid, 1935, pág. 15. 20 Véase mi estudio «La idea de tolerancia en España (siglos x vi y x v i i ) , incluido en mi libro L a oposición p o lític a b a jo los A u strias, Barcelona, 1972. 21 F iel desen g a ñ o ..., ya citado, t. I, págs. 61-62.

706

Tan barroca es la preferencia por la ciudad, por de pronto entre gentes de du­ dosa condición, tan general y tan acentuada, que La Bruyère meditará en uno de los apartados de sus famosos Les Caractères: «en su tiempo, el más vil producto de una oficina urbana se considera superior a un labrador»22. Así juzga, desde lue­ go, el picaro. Y ateniéndonos a la novela picaresca, que nos proporciona una bue­ na provisión de ejemplos, comprobamos que sus protagonistas estiman superior la vida que van a buscar a la ciudad sobre la que podría proporcionarles la aldea, porque ello es base para apoyar su también superior estimación propia sobre la que sienten por el rústico labrador. Ello se traduce en una tendencia emigratoria, bien de la generación anterior, es decir, de los padres del picaro o picara, bien de estos mismos. Los padres de Laza­ rillo eran naturales de una aldea salmantina y se acercan a Salamanca, donde la madre se instala al quedar viuda para mejor ganarse la vida (luego aludiremos al sentido de la ubicación, topográficamente, de su domicilio)B. Guzmán experimen­ ta necesidad de cambiar de lugar y se dirige a Madrid y más tarde, al regresar de Italia, siente «codicia de la Corte» y no deja de caminar hasta verse en ella24. Guz­ mán nos da un primer largo repertorio de ciudades que recorre: Sevilla, Madrid, Barcelona, Zaragoza, Alcalá, Roma, Génova, Florencia, etc. Marcos de Obregón elogia a las grandes ciudades, en las que procura instalarse, donde hay gran rique­ za, favorable influencia de los cielos, condiciones placenteras de pasar el tiempo: Málaga, Sevilla, Milán, Venecia, Barcelona, si bien sabe que en ellas, como en Va­ lladolid o Sevilla, se cometen muchas bellaquerías, así como en Bilbao, que, en tanto que cabeza de reino, tiene algo de común con las otras, aunque sea más pequeña25. Cortado, el mozalbete cervantino, hijo de sastre —uno de los oficios «mecánicos» sobre los que recae la exclusión del honor (oficio que aprende el hijo y le servirá para saber manejar las tijeras y emplearlas en cortar bolsas)—, quiere prosperar, dejar el hogar paterno, porque «enfadóme la vida estrecha del aldea» 26, y se lanza a correr mundo, orientando sus pasos a una gran capital. En general, de los pueblos pequeños, como vemos en La Pícara Justina al referirse a Zea, Sahagún, Arenillas, etc., se habla mal. Por eso Justina quiene transformarse de aldeana y montañesa, en ciudadana: «yo, en particular, siempre tuve humos de cortesana o corte enferma, y cosa de montaña no me daba godeo»27. Bataillon sostuvo que «lo que en realidad es Justina es una encarnación de la desvergüenza ciudadana, dis­ frazada de pueblerina, del mismo modo que las damas de la capital acostum­ braban entonces a disfrazarse de villanas»28. ¿Por qué esa moda de disfrazarse de 22 Edición de «Classiques français», París, H achette, s. f., pág. 142. El pasaje corresponde al cap í­ tulo «D e la ville». 23 H asta la form ación de la ciudad m oderna de vida concentrada, el cam po penetra en el círculo ur­ bano; después, la ciudad proyecta sobre aquél un cinturón de miseria y detritos. Es la form a que ofrece el suburbio en algunos lugares. Con sugestivas observaciones, L. D í e z d e l C o r r a l subraya el origina­ rio «carácter cam pesino de la cultura europea» y señala la fase de inversión del fenóm eno. Véase su obra E l ra p to d e E uropa, Madrid, 1954, págs. 148 y 159. 24 Edición de F. R ico, pág. 756. 25 «Y o creo que B ilbao, com o cabeza de reino y frontera o costa, tiene y cría algunos sujetos vaga­ bundos, que tienen algo de bellaquería de Valladolid y aun de Sevilla» (t. I, pág. 291). 26 E d. cit., t. I, pág 224. 27 Ed. cit., págs. 210 y 217: «se m e puso en la cabeza salir de aldeana y m ontañesa y dar de súbito en ciudadana». 28 Véase su, artículo «Redescubrim iento de una obra literaria» (curso 1960), recogido en el volum en

707

villanas? El gran maestro desaparecido alude al interés por la agricultura, así como a la exaltación de la naturaleza. A mí, esta interpretación prerousseauniana y fisiocrática no me convence, me parece excesiva y desplazada, así como la referencia predieciochesca al traje de la zagala o lugareña. No recuerdo más ejemplo que uno en la literatura: La moza de cántaro. Es posible que entre miles de comedias haya algún caso más. En la novela pastoril no cuenta, porque son o se pretende que sean auténticas zagalas. En otros tipos de documentos no conozco ningún caso. Y en cuanto a hablar de pensamiento fisiocrático, no tiene sentido, cosa en la que vengo insistiendo desde 1966, y que las investigaciones de un historiador del pensa­ miento económico, Ernest Lluch, ha puesto bien en claro28bis. De todos modos, no se trata de amor a la naturaleza, sino de una travesura amorosa. Ateniéndonos al esquema que la propia novela nos brinda, el sentido de la transformación sería in­ verso: estaríamos ante el caso de una pueblerina que, impulsada por su reprobable iniciativa femenina, se desplaza a la ciudad y asume toda la degradada condición ciudadana, que no viene de un determinismo accesorio, sino que es una desviación moral. Es posible que La Pícara Justina contenga la referencia críptica al viaje real de 1603 a León, pero, ¿por qué esa presentación de campesina corrompida en el me­ dio urbano? No olvidemos —luego me ocuparé de esto— que esos años son los de una época de emigración rural y la novela venía a ser reflejo de una protesta muy dura por la triste suerte de la población aldeana desraizada, sobre todo femenina. No es que yo sostenga que es éste el tema que se propone tratar el autor, que su obra quiera ser eso, sino que tal situación hace posible y ambienta esa ficción no­ velesca. En definitiva, Justina (y éste es el punto que ahora me interesa) confiesa sin ambages su ambición de habitante de la ciudad, de ciudadana, como acabamos de ver. P icaros y picaresca, M adrid, 1969, pág. 44. B ataillon adelanta en m ás de un siglo el gusto por la natu­ raleza y la vida rústica que en este pasaje se quiere reconocer. Ni siquiera en novelas cam pestres, com o L o s cigarrales d e Toledo, de T ir s o , se da tal fen óm en o. La casa de cam po, com o lugar de descanso placentero, se hace relativamente frecuente en el siglo x v i, aunque se abandona, en parte, en el x v ii (véase A . B o n e t C o r r e a , L a casa d e ca m p o o casa de p la cer en el siglo X V I en España, en el volum en de actas del coloq u io «A introduçao da arte da Renascença na Peninsula Ibérica», Coim bra, 1981. Pero n o con ozco caso en que se describa una fiesta anticipando el m odelo de la «vida pastoril» dieciochesca. H e aquí un ejem plo en E l españ ol G erardo, de C é s p e d e s y M e n e s e s : « N os fuim os a una herm osa quin­ ta que a una legua de la ciudad teníam os, rodeada de am enísim os bosques, fructíferas huertas y o loro­ sos y bien trazados jardines, a donde con la apacible y licenciosa libertad de sus soledades estuvim os tres o cuatro días con mil agradables regocijos y juegos ingeniosos que, por alegrar a nuestro convale­ ciente h ijo, hacían los criados, gañanes y pastores de la hacienda» (ed. cit., pág. 142; otra descripción de fiesta cam pestre, en la m ism a obra, pág. 266). En Teresa de M anzanares se dice que verdaderamente la fealdad se ve aum entada por el traje rústico y porque las mujeres aldeanas no se precian de asearse y com ponerse (ed. cit., pág. 1345). La sociedad estam ental que, aunque se vea desde diferente ángulo, subsiste en la literatura de tod o género en el siglo x v i i , com o base de la m ism a, da com o inseparables la fealdad con la condición social baja, aum entada por el porte rústico del hom bre com o de la mujer de cam po y acom pañada de la ruda calidad de sus trajes. Cuando una mujer aldeana aparece herm osa, o es que desconoce su verdadero origen noble o que se disfraza por m otivos que no son de fiesta (amor, venganza, rapto, etc.). 29 E l gu itón H on ofre, págs. 47 y 69, etc. 28 bis e Lluch prepara una obra que será im portante sobre la fisiocracia en España, y de ella, en c o ­ laboración con Lluís Argem í, ha dado algunas anticipaciones; de especial interés, «La fisiocracia a Espanya», en la revista Recerques, 12, 1982.

708

Si seguimos la indagación más allá de estas primeras grandes novelas, el resul­ tado es el mismo: el tipo se reproduce y mantiene hasta en las obras secundarias. El guitón Honofre nos da cuenta de que ha nacido en Palazuelos, lugar próximo a Sigüenza, que conserva unas sorprendentes murallas y torres que lo hermosean y fortifican, pero por dentro es miserable, unas cuantas casas «o por mejor decir, chozas derribadas». Miseria y orfandad le lanzan de su lugar natal y como todo candidato a picaro su meta es la ciudad. Desde su aldea, pues, se dirige a Sigüen­ za, ciudad que le llena de admiración, sobre todo su calle principal, donde se en­ cuentra «la contratación de los mercaderes» (su editora anota que Madoz, en su Diccionario geográfico, a mediados del siglo xix, da la referencia de «hallarse en ella una infinidad de tiendas»). Sale huyendo de allí, pasa por Alcalá y Madrid y al servicio de un rico y muy devoto y rezador estudiante, se instala con éste en Sala­ manca, haciendo fechorías la mayor parte del tiempo. Escapa a Valladolid y en es­ ta capital, hallándose en apuros, se le ocurren maneras de estafa que le llevan a la cárcel y teme sufrir una pena muy grave. También de allí sale al fin huyendo y por Calahorra y Logroño alcanza el reino de Navarra, y finalmente recala en Zarago­ za, en donde lleva a cabo el engaño más irrespetuoso, tomando el hábito de domi­ nico para colgarlo poco después. Se señalan en estas correrías pueblos de impor­ tancia intermedia, en los que no se detiene y en los que no le acontece nada de par­ ticular. La ciudad grande es el lugar en que puede habitar un picaro y realizarse como tal. Honofre cumple esta que he llamado ley ecológica del picaro29. Juan de Luna hace decir a su protagonista, tan endurecidamente entregado a la vida pica­ ra: «entráronme en la Corte, donde la ganancia era grande por ser la gente de ella amiga de novedades, a quien siempre acompaña la ociosidad»30. A su manera, este segundo y tan diferente Lazarillo nos descubre la motivación de esa vocación urba­ na de él y sus congéneres —de ello, he insinuado algo más atrás, volveré después a ocuparme de la cuestión; aquí dejo señalado el dato—. En La Garduña de Sevilla, de su protagonista Rufina, o de Elena, en La hija de Celestina, se podría decir que la sucesión de sus aventuras no es sino un conjunto de pretextos para construir sus historias como una hilación de huidas hacia las grandes urbes31. De La niña de los embustes, Teresa viene de una madre que, procedente de un medio rural y alejado, o mejor, arrinconado, se desplaza a Madrid, y la reciente y picara ciudadana de su hija, a través de otras escalas, se convertirá en la joven que sabe conducirse con una irregularidad evidente, perfectamente calculada, astutamente disimulada y me­ nos provocadora que la de otros casos: en su mundo —y esa estimación es signi­ ficativa— se puede afirmar que la fealdad se ve aumentada por el traje rústico y por la costumbre lamentable de las mujeres aldeanas, que no se precian de asearse y componerse: su vida aventurera se desarrolla en Madrid, efectivamente, pero además en Córdoba, Málaga, Granada, Sevilla, Toledo, Alcalá. También los pa­ dres de Trapaza vienen de un medio rural (Zamarramala) y se establecen en Sego­ via, en cuyo ambiente se formará la tendencia a la conducta aberrante del futuro picaresco Bachiller32. En El Donado hablador se llama a Alonso «este viandante» 29 E l G uitón H on ofre, págs. 47 y 69, etc. 30 Segundo L azarillo, edición de J. L. Laurenti, M adrid, 1979, pág. 34. 31 D e la primera, Sevilla, Córdoba, M álaga, M adrid, T oledo, Madrid, Zaragoza; de la segunda, T oled o, M adrid, Sevilla, Madrid. 32 Segovia, Salam anca, Córdoba, Sevilla, Jaén, Madrid.

709

—en lo que cabe observar una laización de la fórmula del homo viator—, para el que no cuentan más que las estaciones importantes y no el restante recorrido: To­ ledo, Madrid, Sevilla, Valencia, Zaragoza, Toro, Lisboa, Segovia, Murcia, Bar­ celona33. La lista podría ser continuada. Basta recordar la figura del don Pablos quevedesco, para quien Segovia, Alcalá, Madrid, son sus escenarios, el camino de la sierra segoviana aparece como el transitorio episodio de campo, que he dicho se presenta alguna vez en las andanzas del picaro; pero tan sólo la Corte, Madrid, es el lugar de expansión y cumplimiento de su personalidad, su propio ecosistema34. -

E

l é x o d o r u r a l a l a c iu d a d

LA N U E V A

. Las

a l a b a n z a s d e l a c iu d a d e n l a p ic a r e s c a

.

PO B L A C IÓ N P R O P IC IA P A R A L A C O N D U C T A D E SV IA D A

¿Qué era lo que atraía hacia esos espacios de amplia concentración humana a la clase de los picaros?35. Ciertamente que el régimen jurídico seguido en los países del Occidente europeo, en relación con la propiedad, favorecía esta emigración, creaba un ambiente que la provocaba. «En aquellos países de Europa —ha escrito Minchinton—, en los que la herencia era por primogenitura y no solían dividirse las propiedades, los que no conseguían encontrar tierra para cultivarla se veían obligados a irse a las ciudades, a andar por el campo en busca de un medio de vida o a vivir del delito»36. No hay picaro que aparezca haberse convertido en tal por ser segundón. Pero no cabe duda de que el régimen de primogenitura, bajo ía for­ ma especialmente odiosa y nociva de los «mayorazgos» —rechazada por todos los escritores de economía de la época—, daba lugar al encarecimiento de la tierra, a que no pudiera ser normal que el hijo de labrador, salvo el primero, pudiera seguir siendo labrador, y que de esa masa de hijos más tardíos, de «desarraigados», si ellos no eran picaros (que muchos en la realidad lo fueron o se aproximaron a ser­ lo), se produjera una situación social en la que los desheredados, y, siguiendo su ejemplo, los disconformes con su puesto social infame, se encontraran ante una doble perspectiva: o apartarse de la sociedad y lanzarse al bandolerismo o acudir a la ciudad, a fin de poder permanecer en la sociedad, aunque más o menos margi­ 33 Este personaje es quizá el que más se m ueve, pero ya he insinuado que sus desplazam ientos d ifie­ ren en sus m otivos, ordinariamene, de los del picaro. 34 P ablos es el m enos trotam undos, pero son lugares de su larga perm anencia Segovia, A lcalá y M a­ drid, acabando en Sevilla, para pasar a Indias. 35 En el índice geográfico que acom paña la edición de un grupo de aproxim adam ente veinte novelas picarescas — o muy em parentadas con el tem a de la vida picaresca— preparada por Valbuena Prat, aparece un gran número de nombres de ciudad, aproxim adam ente un centenar, aparte de los nombres de país. D e las que mayor núm ero de veces se citan se puede observar que figuran entre las m ás im por­ tantes en la geografía urbana de la España del siglo xvn; en primer lugar, Madrid —centro de casi to ­ das las novelas de este género— y después, Sevilla, T oled o, Valencia, M álaga, Alcalá, M urcia, Barcelo­ na, L eón, V alladolid, Bilbao, Zaragoza, Segovia, Salam anca, Córdoba, Granada, G énova, Florencia, M ilán, N ápoles, Rom a, etc. Salvo alguna excepción, son, en general, ciudades mercantiles o burocráti­ cas y tam bién, en el lenguaje de la época, pueblos «pasajeros». En la mayor parte de estos núcleos ha­ bía aum entado o seguía aum entando la población, concentrándose en las mismas una gran parte de la que abandonaba los cam pos; en otros casos, si bien su núm ero de habitantes podría haber dism inuido, se conservaba todavía la falsa conciencia de una situación dem ográfica favorable, com o era el caso de T oledo. 36 Ob. cit., pág. 80.

710

nados, sirviéndose de su amplio marco para la práctica del fraude que les había de permitir la supervivencia. No era, pues la posibilidad de la violencia, sin más, la que impulsaba a desarraigarse y a instalarse en el medio urbano. No podemos creer y no debemos reducirnos al tópico tan repetido, y apoyado en contra de los modos de vida ciudadanos, conforme al cual se hace de la ciudad el lugar del vicio, de toda clase de peligros, de la pobreza, de la insolidaridad, de la ruptura moral agresiva. No podemos dar por supuesto, en consecuencia, que el picaro se dirija a la ciudad intencionalmente para entregarse a la conducta correspondiente a tales aspectos. Investigaciones sociológicas han puesto en claro que en la población aldeana, los odios, las venganzas, los violentos incidentes entre individuos y entre familias, son, propiamente, más frecuentes que en la gran ciudad37. Ya hemos di­ cho, con Geremeck, que los delitos de sangre y en general contra las personas, a partir de la Edad Moderna, son relativamente más numerosos en la aldea, mien­ tras que en la ciudad predominan los delitos contra las cosas, contra la propiedad. No es, pues, una facilitación del ejercicio de la violencia, sino de un tipo específico de la misma, una violencia con objetivos adquisitivos, lo que probablemente desde su origen busca el picaro en la ciudad. Pienso que de esa general tendencia al éxodo rural —en este caso, siempre combinado con éxodo agrario— que se manifiesta entre los picaros, podemos ob­ tener una primera referencia a las razones que la mueven, observando el género de elogios que tales personajes dedican a las ciudades a las que deciden acudir. En si­ glos anteriores, bajo una situación de sociedad tradicional, por tanto, relativamen­ te estática, se admira de una ciudad su «autarquía», dicho con el término que usan los que siguen la línea aristotélica más pura, o su suficientia, empleando el término con que se expresó la misma idea en el latín escolástico de la mayor parte de los es­ critores en la baja Edad Media. Hasta fines del siglo xv así fue y aún más tarde quedan ejemplos, si bien, insisto, en el xv empiezan a barruntarse otros aspectos. Se trata —es bien sabido— de un viejo tópico ese de las laudes de una u otra ciu­ dad. A fines del xv, conservando su contenido sustancial, constituido por la exal­ tación de su «suficiencia» —como dijera, en el siglo xm , hablando de Córdoba, en su Primera Crónica, Alfonso X—, se ve ensanchado y matizado, ese tipo de laude, aunque siguiera constituido sobre esos valores tradicionales. El cronista Diego de Valeradirá de Málaga: «es esta ciudad muy notable emuy grande, muy fuerte e muy fértil e abundosa de todas las cosas a la vida delos hombresnecesa­ rias»38. El Marqués de Santillana escribe en loor de Sevilla: «N oble por edeficios, non me engaña vana apariençia, mas judgo patente vuestra gran fama aun no ser tamaña quanto loable sois a quien lo siente. En vos concurre venerable clero, sacras reliquias, sanctas religiones, el braço militante caballero, claras estirpes, diversas n acion es»39.

37 Véase N . A n d e r s o n , Sociología de la com u n idad urbana, traducción castellana, M éxico, 1965. 38 C rónica d e los R eyes C atólicos, edición de J. de M . Carriaco, Madrid, 1943, págs. 269-270. 39 C ancionero castellano del siglo X V , t. I, pág. 525.

711

Alfonso de Palencia escribe en alabanza de Barcelona, exaltando su buen gobier­ no, su orden ciudadano y su opulenta situación: la suficiencia aquí ha tomado un destacado matiz políticoadministrativo y de un seguro y rico suministro mercan­ til40. El Vieaje por España de Jerónimo Münzer conserva viejas estimaciones y pone de manifiesto otras nuevas, cuando habla de Valencia, Burgos, Toledo41. Pero en el siglo xvi, Luis Zapata, en su Miscelánea, recordando hechos de las guerras religiosas en Francia, al celebrar el papel jugado por su capital, se refiere a «la populosa y católica ciudad de París»42. Ese concepto de «populosidad», que lleva implícito el de la amplitud admirada de su espacio urbano, en adelante va a ser, matizado con otros derivados del anterior, el primer elogio de una ciudad, para los picaros que a ella llegan o se dirigen. El desplazamiento de esta población anémica a las ciudades no se ve impulsado por la admiración de la fortaleza de los muros, por su emplazamiento topográfico atendiendo a su defensa, por su abun­ dante, fácil y seguro abastecimiento. Se exalta el número y variedad de sus pobla­ dores, la riqueza ostensible —y posiblemente atrapable— de sus gentes, el número, riqueza y belleza de sus casas, la variedad de oficios, profesiones, magistraturas, sus tiendas que ofrecen los más deseables objetos, el lujo, la animación, e tc .43. En otras ocasiones, he hecho ya mención de la valoración positiva del tamaño de grandes dimensiones en los núcleos urbanos durante el Barroco. Y poniendo esto en relación con las formas de acción multitudinaria que en aquél se dan, me he visto inclinado a señalar el temprano carácter masivo de la cultura barroca. He dado ya testimonios de la época, tomados de documentos de diferentes clases, en los que se declara esa admiración por la ciudad, por la ciudad que crece, por la ciudad grande44. Añadiré algunas referencias más, fijándome primero en Lope de Vega que suele hacer suyos todos los temas que circulan, llevándolos al terreno de su programa: «Edificios de Madrid tan sí los opre se llevan porque su como unas joyas con tal labor y belleza que llama a los albañiles una mi amiga discreta plateros del yeso»

(El sembrar en buena tierra) 40 T ratado d e la perfección d e l triu n fo m ilitar, edición de M ario P enna, en B. A . E ., vol. CXVI, páginas 345 y ss. 41 M adrid, 1951. D e Valencia le admira su riqueza m ercantil — «cabeza hoy del com ercio»— y agríco­ la, así com o su anim ación, con la libertad de que las m ujeres gozan para salir a la calle: «es también costum bre suya pasear todo el pueblo de am bos sexos por las calles desde la tarde hasta m uy avanzada la noche, en tanta aglom eración que los creerías en fiestas; sin em bargo, nadie m olesta a los otros» (pág. 23). De Barcelona elogia su gobierno y adm inistración; de T oled o, que «en las afueras y en las ventanas de la ciudad vim os tantas personas de am bos sexos, que es increíble, pues es m ayor y m ás p o­ p ulosa que Nurem berg» (pág. 101). C om o es sabido, son m uchas más las ciudades, y los paisajes junto a ellas, que son objeto de com entario adm irativo. 42 Edición en el Μ . H . E ., vol. X I, pág. 224. 43 J . L . L a u r e n t i ha reunido un conjunto de «Im presiones y descripciones de las ciudades españ o­ las en las novelas picarescas del Siglo de O ro», en su volum en E stu dios so b re la n ovela picaresca espa­ ñola, Madrid, 1970; si bien, no se intenta una interpretación del tema. 44 Véase mi Cultura d el B arroco, parte segunda, cap. IV.

712

y como alguna vez más veremos, se asombra de la extensión que la capital va to­ mando, preguntándose de dónde salen tantos materiales de construcción, tantos oficiales: — «No conozco Madrid. — Va por instantes poblándose de ricos edicios. — Ya sus enanas casas son gigantes ¡qué portadas! ¡qué ricos frontispicios! ¿Adonde se hallan tantos materiales y tanta cantidad de estos oficios? (La villana de Getafe) Quiero, sobre todo, dar algunos testimonios que revelan similar entusiasmo por tal crecimiento, sacados de novelas picarescas o de textos en los que a incidencias de este tipo de vida se aluda. En Aventuras del Bachiller Trapaza, lo primero que éste destaca en Madrid, al llegar a él, es ser lugar tan grande, aparecer inabarcable co­ mo es propio de Corte45. Recordemos el pasaje del que antes ha quedado hecha mención, sacado del Guzmán apócrifo. En Teresa de Manzanares, la vivaz y atre­ vida protagonista se admira ante el espectáculo de la capital, «alegréme de ver sus costosos edificios, sus nuevas fábricas, ocasión para aumentar cada día más vecin­ dad, a costa de las ciudades y villas de España»46. Observemos la apreciación de un aspecto dinámico en esta estimación de Madrid. Y es que tan importante para las expectativas del picaro, y aún más alentador, es no sólo que una ciudad sea grande, sino que se encuentre en movido crecimiento. Esto aumenta el bullicio, la mezcolanza, el ir y venir, la novedad de gentes y de cosas. Era un testimonio no menos significativo el de Guzmán, que, habiendo estado en Madrid en una prime­ ra ocasión en la que ya le había producido pasmo, más tarde, cuando, tras el viaje a Italia y después de su paso por las ciudades, dignas de admiración, del cuadrante noreste de la Península47, al hallarse de nuevo en la capital de la Monarquía, se ad­ mira más aún de hallarla tan favorablemente trocada en tan gran metrópoli, de la cual puede escribir: «Hallé poblados los campos [...]; las plazas, calles, y las calles muy de otra manera, con mucha mejoría de todo»48. Madrid se ha ido extendiendo hasta llegar «a la grandeza y esplendor en que la vemos: con que todas sus cosas tomaron nuevo ser, porque los muy apartados campos de sus contornos se convir­ tieron en vistosas calles, los sembrados en grandes edificios, los humilladeros en parroquias, las ermitas en conventos y los ejidos en plazas, lonjas y frecuentes mercados», así lo contempla Céspedes y Meneses49. También, en su Guzmán apócrifo, Juan Martí inserta un elogio de Nápoles en boca de su protagonista. Desde la ya alejada Lozana Andaluza, siguiendo por al­ gún pasaje de Cervantes, de M. Alemán —que hemos visto páginas atrás—, a este

45 Ed. cit., págs. 1515 y 1517. 46 Edición de Valbuena, pág. 1422. 47 Entre ellas, Zaragoza, de tan herm osos y fuertes edificios, tan buen gobierno, tanta provisión, tan de buen precio tod o, que casi daba de sí un olor de Italia (edición de Rico, pág. 736). 48 Ed. cit., pág. 756. 49 En la novela L o s d o s M endozas, de la serie «H istorias peregrinas y ejem plares», edición de Y .-R . Fonquerne, pág. 354.

713

que acabamos de citar del tan interesante escritor valenciano Juan Martí, al anóni­ mo Estebanillo González, etc., se nos revela como una corriente de italianismo en el área de la picaresca. Recordemos la expresión de Guzmán de Alfarache: «Italia es otra cosa.» En el falso Guzmán se lee de la hispanizada capital italiana: «Es­ pantóme de ver la belleza de Nápoles, que es un mundo abreviado; la curiosidad y suntuosidad de sus edificios, el orden de sus oficiales, las calles espaciosas, hermo­ sos ventanales y, sobre todo, bellas mujeres»50. Cortés de Tolosa, en su Lazarillo de Manzanares, nos permite también una comparación con una gran ciudad, que lo es ya en ese momento, Barcelona, cuya imagen tiene interés en los aspectos que comento, tal como largamente la describe el autor: «ciudad antigua y noble, ansí por sus muchos y soberbios edificios, quanto por los hijos que, tanto en letras y armas, la han ilustrado»; encomia su playa, el gran número de coches que por ella pasean, el gobierno que asegura la tranquilidad de sus habitantes; sus fiestas, tanto divinas como humanas, que han sido tan exaltadas, los templos, «la cantidad de gente, la riqueza, no he de gastar tiempo en decirte, pues lo oirás a la fama, a quien se debe mayor crédito»51. Un cuasi-pícaro de la vida real, Alonso Enriquez de Guzmán, nos dice que «Valencia es pueblo donde concurren todo género de gentes» —recordemos que lo dice con motivo de comentar que se ha escapado un preso de la cárcel, entre una multitud numerosa y abigarrada52. Tocamos aquí, como vamos a ver, el fondo de la cuestión. En El Donado hablador, Alonso nos confiesa que, después de haber admirado el orden del trabajo en Valencia y la caridad que en ella reina (dos mani­ festaciones de característico espíritu burgués), se vuelve a Sevilla «adonde a mi pa­ recer me había hallado mejor, por ser tierra más rica y abundosa, y adonde por maravilla a ninguno le falta qué comer» —la capacidad de acogida indiscriminada vamos a ver que es la gran ventaja de la ciudad populosa53—. Magnificencia de Se­ villa, que acoge a tanto picaro y tramoyista, pero que puede causar estragos en la misma gente que, creyéndose triunfante, se puede hallar aplastada. También alre­ dedor de la picaresca se puede dar en estos casos la sátira. Vélez de Guevara dirá de la misma Sevilla, «aquella populosa ciudad, estómago de España y del mundo, que reparte a todas las provincias dél la sustancia de lo que traga a las Indias en plata y oro»54. No era solamente Sevilla. Todas aquellas grandes o semigrandes concentra­ ciones urbanas que hallamos como estaciones en la geografía de la picaresca, ejercían de algún modo esa función redistribuidora de bienes —principalmente oro y plata, dinero, eran los que se venían a la imaginación, en primer plano—. Y de los resultados de la misma, que unas veces procedían por vías reconocidas y otras por vías descarriadas, trataban de participar individuos yuxtapuestos en apretada y 50 Edición de Valbuena, en L a n ovela picaresca española, pág. 598. 51 Edición de G . E. Sassone, ya citada, Barcelona, 1960, págs. 54 y ss. 52 B. A . E ., v ol. C X X V I, pág. 21. 53 Edición de Valbuena, págs. 1249 y 1253. 54 E l D ia b lo C oju elo, ed. de Valbuena, pág. 1664. Encuentro, aparte de los citados y de los que todavía citaré m ás adelante, un curioso elogio de Sevilla, me refiero a E l P asajero, de C. S u á r e z d e F i ­ g u e r o a , en donde, al dar.su parecer de la capital, recién llegado a ella, declara que «consideré despacio sus ed ificios, de m enos perspectiva que provecho, por tener en lo interior su m ás cóm od o alojam iento; al contrario de Castilla, que pone casi todo su caudal en la apariencia»; abunda de «tratantes ricos» y no hay gasto superfluo en la sociedad que la puebla (ed. cit., pág. 279).

714

confusa convivencia. Viñas Mey dio unos pintorescos e interesantes datos de la abigarrada y variopinta población de Madrid en tiempo de los Austrias menores: franceses, gascones, alemanes (de ellos es curioso el dato acerca de que por miles tenían que ser asistidos en el Hospital real de Burgos, en su camino a la Corte), flamencos, genoveses y otros italianos, moros, turcos, judíos, así como, en buen número, de otras partes de la Península55. Aparte de los numerosos testimonios literarios que Viñas Mey reúne sobre el acogedor carácter de la capital (Cervantes, Espinel, Tirso, Salas Barbadillo, Calde­ rón, etc.), volvamos a la estampa que traza Lope, con un matiz a tener en cuenta: Madrid, Corte de la Monarquía, con el Palacio, el Prado, los Consejos, los plei­ teantes y pretendientes, y en una apretada mezcolanza, «los caballeros, las seño­ ras, las damas, los trajes y la variedad de figuras que de todas las partes de Espa­ ña, donde no caben, hallan en ella albergue»56. Lo cual ya basta para sugerirnos que, más que de una generosa acogida, se trata de una confusa atracción, no siempre de condición favorable. Ya en las citadas palabras de Alonso Enriquez de Guzmán se reconoce un eco de esto, en la motivaciónn de los comportamientos reales de la gente descarriada: la multitud es defensa para el perseguido por la jus­ ticia57. De Sevilla, adonde apunta desde el principio el deseo de verse en ella que tienen Rinconete y Cortadillo, es de admirar, según ellos, «el gran concurso de gente, especialmente junto al río», donde está cargando la flota y se acude al cebo de los residuos o descuidos de tan activa ocupación mercantilí8. Con la agria ironía de la gente de la picaresca, se produce un desplazamiento de un uso lingüístico, al que podemos calificar de venerable origen, que ahora se va a emplear para encubrir con cierto sarcasmo las razones de esos casos de con­ centración demográfica. Con un antecedente tópico en la Antigüedad, también en el lenguaje medieval de inspiración eclesiástica se aplicó a la Sede del Papado la fórmula Roma, com m is patria59. En La Lozana Andaluza, dentro del tono que caracteriza a la obra, se recuerda esta manera de designar a Rom a60. Un personaje del teatro de Torres Naharro, tan cargado de elementos picarescos, tan próximo a esta visión de la vida social, ironiza sobre el tema: «Quien la vio común tierra la llamó más mejor la llamo yo que communis patria no mas común padrastro sí» .61.

55 F orasteros y extranjeros en el M a d rid de los A u strias, M adrid, 1963; de ahí, com enta Viñas, las repetidas referencias a la hospitalidad de la capital. D e ahí tam bién, añadam os, la referencia a los m ú l­ tiples peligros que encierra. Tiene también interés, del m ism o autor, el trabajo «N otas sobre la estruc­ tura social dem ográfica del Madrid de los A ustrias», en R evista de la U niversidad de M adrid, 1966, IV16, págs. 461-496. 56 L a m ás p ru d en te venganza, en la serie de sus «N ovelas a Marta Leonarda», pág. 135. 57 B. A . E ., vol. C X X V I, véase, m ás atrás, n ota 52. 58 Ed. cit., I, págs. 226. 59 Véase K a n t o r o w i c z , The K in gs tw o bodies, P rinceton U niv. Press, 1957. 60 L a L o za n a A n d a lu za , pág. 258. s* En la «Sátira» que encabeza la primera edición de la P ropalladia. Véase la edición crítica de J. E. G illet, t. III, pág. 58, con interesantes datos sobre el tema.

715

Y en la picaresca se utiliza sarcásticamente esa expresión, para presentar como ma­ nera de acogida y adopción paternal lo que no es más que el espectáculo de una confusión de hecho para aprovecharse de las posibilidades de obrar mal, escondida o disimuladamente, que tan confuso y abigarrado gentío ofrece. Guzmán, al regre­ sar a España, en su camino hacia la Corte reflexiona sobre los beneficios que ésta guarda, y escribe, trasladado al nuevo caso, la frase que inspiró la pretensión ecu­ ménica medieval: «como Madrid era patria común y tierra larga»62. Espinel intro­ ducirá una variante que no cambia el sentido y desde entonces se generalizará el uso bajo una u otra forma y se aplicará a cada una dç las grandes ciudades de la li­ teratura del género que estudiamos. Madrid o «madre universal», se dice en el Marcos de Obregón» 63, y en El Bachiller Trapaza se vuelve a la manera «patria co­ m ún»64. Salas Barbadillo se sirve de las dos formas: Madrid, «madre de todo el or­ be», «patria común y madre universal de los extranjeros»65. Y en Estebanillo Gon­ zález se dice que el personaje de este nombre, desde Barcelona, se dirige, por Zara­ goza, a Madrid, «por la noticia que tenía de ser madre de todos»66. Con la estu­ penda capacidad de falsificación del Barroco, Tirso de Molina establece una rela­ ción etimológica: Madrid, «madre de todos —como su nombre significa—, mar pacífico para espíritus virtuosos y sosegados, si tempestuoso para inquietos y vi­ ciosos», «con su milagrosa plaza, sumptuosas casas, calles, fuentes, templos, gran­ dezas, pacífica confusión y vasallaje libre»67: es una espléndida estampa de la ciudad a la que se acogen, más que son acogidos, los picaros y otras figuras empa­ rentadas. Quevedo nos proporcionará como un manifiesto de la vida picaril, que redondea la cuestión: la Corte «patria común, adonde caben todos y adonde hay mesas francas para estómagos aventureros», donde «se vive y el que sabe bandear es rey, con poco que tenga»68. Madrid, capital populosa, tan variada en sus gentes por procedencia, hábitos, profesiones, lenguas, y —no hay que olvidarlo— calidad moral, recibe como nin­ guna otra ciudad peninsular el homenaje de esa laización torcida del tópico de la «communis patria». Pero también hay algún ejemplo, en relación con otros nú­ cleos urbanos populosos, sobre todo caracterizados por ser centros del complejo y más de una vez sospechoso comercio marítimo. «Valencia es común patria...», dirá un personaje de Ricardo del Turia69. Sevilla es «patria común», según Guz­ mán de Alfarache70. En El Pasajero, de Suárez de Figueroa, fuera del ámbito de la picaresca, leeremos también que Sevilla es «madre común a todos»71.

62 Edición de F. Rico, pág. 756. 63 Ed. cit., t. II, pág.241;en el t. I, pág. 163: «no era cordura salir de Madrid, a donde todo sobra, por ir a una aldea, donde to d o falta». 64 Edición de Valbuena, pág. 1515. 65 A leja n d ro , fisc a l d e vidas ajenas, B. A . E ., X X X V II, págs. 2 y 13. 66 Ed. cit., t. I, pág. 217. 67 Cigarrales de Toledo, edición de Said A rm esto, ya citada, págs. 197-198. 68 E l Buscón, ed. cit., págs. 152 y 161. 69 «La belígera española», en P o eta s dram áticos valencianos, edición de E. Juliá Martínez, t. II, página 516. 70 Ed. cit., pág. 145. 71 Ed. cit., pág. 279.

716

La

l e y e c o l ó g ic a d e l p ic a r o

Hay, pues, como una ley ecológica del picaro que. lo relaciona y lo empuja al ámbito de un amplio núcleo urbano: si no hay espacio de vida humana que no produzca sus modos propios de existencia y si cada modo de existencia tiene su propio ambiente sociofísico en el que puede desplegarse, el picaro manifiesta esta doble dependencia de forma singularmente acentuada: el picaro es un modo de existencia de ciudad grande y populosa, de capital, por lo menos de capital de una amplia región, situada, por tanto, en un espacio que permita la práctica de com­ portamientos irregulares, porque siempre cabe encubrirse con el anonimato, desplazarse de un lugar a otro si se es perseguido, hallar repetidamente gente desprevenida sobre la que ejercer hábilmente la industria que a aquél le es peculiar. Hemos visto ya que la condición más estimada de una ciudad, en cuanto previa a todas las demás, era ser populosa, esto es, su gran densidad de población: calles y plazas de animada circulación, mercados y tiendas concurridos, templos, paseos, casas de conversación, teatros con numerosa asistencia. La ciudad como ecosiste­ ma, con otras características, significaba un cambio y la novela picaresca, especial­ mente, lo documenta, como estado mental, muy atinadamente. El picaro es un personaje de ciudad, más aún de capital, y más de Corte. No será su lugar de ori­ gen, pero sí su centro de atracción. Se ha dicho que Lázaro nunca estuvo en la Corte, no se acogió a ella. En prin­ cipio, esto no desmiente mi tesis sobre el ecosistema urbano del picaro, porque pa­ ra ello basta con moverse atraído por la gran ciudad, como en aquel momento lo era Toledo, que no había iniciado su declive demográfico. Pero, además, lo que cabe decir de Lázaro es que no anduvo por Madrid; pero Madrid, bajo el reinado del emperador, en esos años en que se concibió y se redactó la novelita —cualquiera que sea la fecha que se adopte, siempre viene a caer en el segundo cuarto del siglo xvi— no era Corte, ni de España, claro está, ni de Castilla. En ri­ gor, en esas fechas, el concepto de capital del reino no ha penetrado en España: los reyes españoles —los Reyes Católicos, el Emperador— son todavía itinerantes. Carlos V pasa la mayor parte del tiempo, durante sus estancias en España, en Gra­ nada y en Toledo, y si hay alguna ciudad que pueda aproximarse a lo que en otras partes era una Corte real, podía ser precisamente Toledo, como se demuestra en el famoso incidente del asiento de los procuradores en Cortes, entre los de Burgos y los de Toledo (para nada entran en ello los de Madrid). El emperador hizo, ade­ más, estancias más breves en Sevilla, Madrid, Valladolid, Barcelona. Madrid será designada capital de España, por primera vez, por Felipe II en 156 172. Aunque en el siglo x v i i la población disminuye en conjunto —o mejor dicho, su incremento alcanza un índice mucho más bajo que en el siglo xvi—, la gente si­ gue acudiendo a instalarse en la ciudad. «El cambio más sobresaliente fue en el es­ cenario urbano», sostiene Minchintonn , y con ello hace referencia a una época que coincide con la picaresca. Claro que aun hoy se ha dicho que el problema eco­ lógico no se encuentra en la que se ha llamado «avalancha demográfica», sino que lo que importa son los problemas «que se derivan de la distancia física entre las 72 Véase M . F e r n á n d e z Á l v a r e z , E conom ía, S ociedad y Corona, Madrid, 1963, págs. 239 y ss. 73 O b. cit., pág. 82.

717

personas y de la capacidad de carga del medio». Este tipo de dificultades, al crecer a la par que el índice de condensación demográfica, indudablemente afectaron hondamente a la calidad de la vida humana, desde que tal crecimiento se produjo. Se presentaron, en un primer mínimo nivel, en la ciudad barroca, aunque, con to­ do, el salto en cuanto a la diferencia cuantitativa estaba muy lejos de adquirir pro­ porciones que pudieran hacer sospechar que un día se llegaría a las de hoy. Sin em­ bargo, resultaba espectacular respecto a las proporciones de concentración espacial de la cultura campesina y venía a significar que se trataba de una alteración cuali­ tativa. Representaba que el encuentro con individuos no era ya un hecho episódi­ co, efímero y, a la vez, paradójicamente cargado de valor personal, sino normal y frecuentemente anónimo, impersonal. Un ejemplo de esta ciudad concentracionaria —que no se puede comparar con las de hoy, pero que espantaba a muchos ya— nos lo da el trabajo del profesor A. Bonet sobre la plaza Mayor de Madrid. Esta nueva gran plaza, tan representativa del espíritu de la época barroca, se construye con casas de cinco pisos, «una manera de vida concentrada, en la que en una casa podían suceder simultáneamente acontecimientos tan dispares como un nacimien­ to, una boda y un velatorio»74. Los textos literarios insisten en este hacinamiento, unos con admiración, otros con temor, siempre con espanto. Bonet García observa que si se contemplan los planos de la época se descubren jardines y huertos en el recinto urbano. Aunque aceptemos la gran parte del espacio que ocupan en los planos de las ciudades estas partes libres, no construidas, lo que importa es cómo fue vivido el fenómeno. Yo pienso ante esa estampa urbana que la relación imper­ sonal, el vecindaje insolidario, el anonimato que aleja y encubre, tal como se dan en la novela picaresca, son fenómenos congruentes con esta transformación urba­ na. Desde entonces cabía ya plantearse: «¿Cuál es la proximidad máxima que pue­ den soportar los seres humanos?», como se pregunta un ecólogo75. Esta pregunta resultaba impensable, evidentemente, en la reflexión coetánea sobre el grado de concentración demográfica de los países europeos en el siglo x v i i , y más impensa­ ble aún que esta concentración alcanzara las cantidades del presente; sin embargo, desde el comienzo de la Modernidad, la ciudad moderna empieza a plantear pro­ blemas de esta naturaleza. Ignoro si desde el punto de vista de la ecología esa pregunta que acabo de reco­ ger tiene una respuesta alcanzable. Pienso que no podrá ser única, porque depen­ derá de las condiciones del medio y no menos de las que la adaptación filogenética, la educación, los modos de vida, proporcionen a unos u otros grupos. A co­ mienzos del siglo x v i i —quizá desde unas décadas antes—, en que la calidad de la población trabajadora se deteriora, en que las condiciones del encarecimiento de la vida, del desempleo y de la miseria, hacen disminuir la parte de población activa y aumentar la de la población marginada, en sus múltiples categorías (los parásitos, los pobres, los mendigos, los desviados y ladrones, etc.), todo ello coincide con un incremento considerable del índice de proximidad en la vida interindividual, que se da en las ciudades. Ello responde al gusto de los personajes picarescos por la aglo­ meración o la animada concurrencia al menos. Esto no quiere decir que la gran ciudad ofreciera solamente ese tipo de noveda­ des negativas y tan sólo fuera estadio adecuado para la carrera del picaro. Las 74 Ob. cit., en nota 6, pág. 134. 75 K o r m o n d y , o b . c i t ., p á g . 2 2 2 .

718

grandes universidades del Renacimiento en ellas surgen y las precedentes, más o menos, se ponen al día; en ellas pululan humanistas y otras gentes de estudio que merced a la imprenta, encuentran más fácil acceso al libro. En ellas se desarrollan las relaciones de mercado en grueso y los mercaderes acaudalados y los cambistas tejen su red de interdependencias por encima de las fronteras. En ellas se despejan las creencias mágicas y nebulosas, en buena parte, y el proceso de racionalización se introduce vigorosamente en determinados sectores. En ellas, la nueva burocra­ cia lleva adelante la construcción de la máquina del Estado moderno, resorte del mejoramiento de la vida en común bajo tantos aspectos (de administración, de sa­ nidad, de alimentación, de multiplicación del número de oficios y del despertar de la conciencia reivindicativa en los individuos de las capas sometidas y sumisas du­ rante siglos). Antonio López de Vega escribió de las circunstancias que se daban y se preguntaba: «la comunicación de los hombres entendidos que no sólo de toda Hespafia, más también de todas las provincias y naciones extranjeras, acuden en tanto número a Madrid y muchos de ellos a vivir de asiento, ¿cómo puede dejar de apetecerlo el más desengañado y más circunspecto sabio?»76. Éste es un elogio de ciudad que hasta ahora no habíamos visto. Con la inversión metódica del discurso picaresco, estos aspectos pasan a ser vistos por la cara opuesta; al saber* de los hombres entendidos se contrapone la «industria» del picaro. Hay en las ciudades, de antiguo, unos lugares en los que se reúne la concurren­ cia variada, sin conocimiento recíproco ni relación personal, de gentes de diversa procedencia. Tales lugares, de tiempo atrás han existido, pero ahora, en esa época a que nos venimos refiriendo, con el crecimiento de la movilidad geográfica o territorial —mercaderes, militares, burócratas, pero también aventureros y gentes del hampa— ofrecen una vida mucho más animada. Son los mesones. Al estudiar el censo de 1561, J. Sentarens ha constatado ya que Sevilla poseía un gran número de mesones, mencionados en ese censo, aunque no se diga la capacidad de ellos77. El mesón o posada va a ser, en la novela picaresca, un elemento integrante de su mundo, mas no tanto como lugar de descanso en medio del camino, como lugar de instalación temporal durante la estancia en la ciudad. Por eso dirá Justina: «me verás ciudadana y en el mesón que es mi centro»78. Desde la primera plena mani­ festación del género, en el Guzmán, hasta la tardía picaresca de Salas Barbadillo, en Teresa de Manzanares, se encuentran repetidos los episodios, importantes en la trama de la obra, de instalación en el mesón urbano. Para Justina la «universidad de mesoneros» encierra más provecho que otras; para Pablos, no menos, es lu­ gar de aprendizaje y espacio privilegiado para la práctica de fechorías; para Alonso es de suyo una grave picaresca la que en ellos se desarrolla; el severo moralizador que es Marcos de Obregón habla de los que se encuentran en los caminos y critica la ruin explotación del viajero que en ellos se realiza: «todas las naciones extran­ jeras hacen esta ventaja a España en las posadas y regalo de caminantes»79. Y hay otros lugares que comparten con mesones y posadas los problemas y las irregulares soluciones que las formas de mayor proximidad interindividual, al ha76 Ob. cit., en nota 19, pág. 16. 77 S eville dans la seconde m oitié du X V I e siècle: p o p u la tio n et stru ctu res sociales. Le recensem ent de 1561, Bulletin H ispanique, LX X V II, 3-4, 1975. 78 Ed. cit., pág. 318. 79 Ed. cit., t. 11, págs. 118-119.

719

cerse más frecuentes, concurren en fomentar la inclinación picaresca. Por ejemplo, esa instalación en pequeños grupos de estudiantes, en la forma de lo que se llama­ rá repúblicas, de las cuales había buen número en Salamanca, ya que un estudio de M. Fernández Álvarez nos ha hecho saber que tan sólo en la parroquia de San Blas existían dieciséis80. En la Alcalá del Buscón sucedería otro tanto, y, aunque de mo­ do más o menos claro, queda en la novela constancia de las mismas. Por otra par­ te, Santarens piensa que el índice de concentración de población hizo desarrollarse formas de vivienda como la de los llamados «corrales de vecinos», en Sevilla, que aparecen a veces en la literatura y constituían, sin duda, lugares de instalación de gentes próximas en sus costumbres y modos de vida81. Ello no impedía que, entre estos vecinos y quizá conciudadanos, instalados tan cerca unos de otros, el roce no contribuyera a engendrar o incrementar una disimulada actitud agresiva, entre «los vecinillos de estos tiempos», como los llama Francisco Santos, acusándolos de estar siempre dispuestos a la más feroz m urm uración82. Afectaban, pues, al índice de proximidad interindividual y en consecuencia a las formas de comportamiento derivadas de este relativamente alto grado de concentración. Y aun en la ciudad hay otros lugares de reunión, de llevarse a cabo esa aproximación temporalmente y variablemente: los lugares públicos a los que de una manera fija se concurría en ciertas poblaciones, para enterarse de noticias, para divulgarlas, para encontrar colaboradores en la realización de fechorías proyectadas. También en esos lugares asistían mercaderes para tratar de sus intercambios y en uno de ellos, en Bruselas, nació la institución de la Bolsa83. En nuestra literatura son célebres las «gradas de la Catedral» en Sevilla y en Madrid las gradas de San Felipe y el mentidero de las Losas de Palacio, patio del antiguo alcázar, mencionado por Lope, recordado en otro de sus trabajos por el profesor Bonet84. Este investigador, en su estudio dedi­ cado a la madrileña Puerta del Sol, muestra la concurrencia en ella de gentes a to­ das horas del día y de la noche, un lugar excepcional de concentración pasajera, del que el mismo Bonet comenta «su espacio nunca está desierto»85. Este fenómeno de alterarse las distancias entre los hombres —que factores eco­ nómicos, técnicos, políticos, etc., provocan en el siglo X V i i 86— está en la base de 80 «La dem ografía en Salamanca en el siglo x v i, a través de los fond os parroquiales», en H om en aje a Juan Reglá, I, Valencia, 1975, pág. 353. 81 Véase su trabajo citado en la n ota 77. 82 L a s tarascas en M adrid, ed. cit., pág. 280. 83 Luigi Guicciardini da noticia de que en un espacio am plio delante de la casa de los «van der Burse», se reunían los mercaderes para intercambiar n oticias y realizar operaciones y fijar sus precios los mercaderes. Ehrenberg confirm ó que la casa m ism a se llam aba Beurse, y era com o un gran hotel en el que se hospedaban m uchos de los mercaderes forasteros, de donde se convirtió en punto de reunión obligado de cuantos en la ciudad o lugares próxim os se dedicaban a la mercancía. Véase el estudio de H . v a n W e r v e k e , «Les origines des Bourses com m erciales», en R evu e belge d ’H isto ire e t d e P h ilolo­ gie, 1936, págs. 133 y ss. 84 Véase ob. cit., en nota 6. 85 «L a Puerta del Sol de M adrid, centro de sociabilidad», en el volum en I J o m a d a s de estu dios de la p ro v in c ia d e M a d rid (1979), Madrid, 1980. A lgún otro dato m ás, interesante, puede recogerse en el trabajo del m ism o autor, «La Calle M ayor de las ciudades españolas», publicado en X X I V C ongresso Int. di Storia de l ’A rte, B olon ia, 1979 (ed. 1982). 86 En mi estudio «A ntropología y p olítica en el pensam iento de Gracián», recogido ahora en mis E stu d io s de H isto ria d el pen sam ien to español. Serie tercera. E l siglo Barroco, señalé este fenóm eno de la «distancia» entre los individuos, que había cam biado en el Barroco, com o clave de los ensayos de re­ construcción de la moral, un planteam iento que llega a La R ochefoucauld.

720

los ya señalados y de otros casos de desarrollo de lugares de reunión, que en el siglo x v i i , mientras se resuelve una nueva fórmula de geometría social, presenta­ rán un aspecto insano, de viciosas irregularidades, en tanto que se lleguen a for­ mas más convenientes con el «decoro» de la sociedad moderna. En La ilustre fr e ­ gona se hace referencia a una red que liga a los peligrosos individuos de aquella so­ ciedad, estableciendo una intercomunicación que puede ser de protección para el grupo, a pesar de estar éste constituido mecánicamente por individuos egocén­ tricos: ante una noticia que llega a Toledo, se nos dice que «no quedó taberna, bo­ degón, ni junta de picaros, donde no se supiese»87. En esas reuniones se habla irrespetuosamente, con actitud crítica, con despego de todo vínculo de subordinación tradicional, contra príncipes y gobernantes. El fenómeno de que el pueblo tomara una actitud de participación crítica venía de atrás. Juan de Lucena, a mediados del siglo xv, hace referencia a que si los reyes escucharan en sus conversaciones a esa gente plebeya, escucharían cosas muy dife­ rentes de las que se les dicen en su cám ara88. En el siglo x v i i , el consejo dado al príncipe de escuchar la voz del pueblo callejero para enderezar debidamente, con mejor información, su política, se encuentra en Saavedra Fajardo y otros89. Y en las proximidades de la picaresca, Francisco Santos advierte que «la enmienda se debe procurar, porque el vulgacho vil echa luego la culpa al príncipe y se queja en público»; es más, entre los pobres apicarados se repite: «yo quiero inventar nuevo modo de gobernación, y para eso obro como es, que yo no alcanzo el modo con que se inventó la potestad y mayoría del mundo» ^ Se niega la legitimidad del po­ der de gobierno y de las jerarquías sociales. Ya sabemos que, según Guzmán, entre picaros famélicos todo es gobierno y filosofía, es decir, crítica, doctrinalmente fundada, del que gobierna. En capítulo anterior, al ocuparnos de la intervención de un alto organismo de la gobernación del Estado, en relación a los procedimientos de usurpación de símbolos de jerarquía social en el consumo de comidas y bebidas, vimos una con­ sulta administrativa que llamaba la atención sobre el número de figones, tabernas, etcétera, y los abusos que allí cometen las gentes, practicantes del engaño, que in­ tegran la picaresca. Por las mismas fechas, uno de los más rigurosos escritores sobre temas de economía, más hondamente preocupados por la situación de crisis del país, Sancho de Moneada, nos dejó escrita una página que merece la pena re­ petir aquí: con la dramática imagen de la sociedad picaresca: «lo que más lástima da es en tan gran soledad ver poblar los lugares de los vicios, como garitos, corra­ les de comedias, tabernas, y los de la vanidad, como las tiendas de los sastres que no caben de oficiales y de obra (que como está el Reyno a la muerte, todo es ansias mortales por vestirse), y los de la pobreza, como hospitales, cárceles y semejantes, adonde se retiran todos a comer» (Aparte de los efectos morales, S. de Moneada acusa sus consecuencias económicas funestas sobre la despoblación)91. Son éstos, 87 Edición de Avalle-A rce, N ovelas ejem plares, t. III, pág. 99. 88 Edición de G. Bertini, en Test i spagn oli d e l secolo X V , Turin, 1950, «D e vita beata», pág. 111. 89 Véase mi Teoría d el E sta d o en E spaña en el siglo X V II, cap. VIII. 90 E l no im p o rta d e España, ed. cit., pág. 26. En el Guzm án, elm uchacho candidato a futuro picaro observa que entre los pobres, cuando cunde el ham bre, «todos trazan y son quimeristas, todo es entonces gobierno y filo so fía » (ed. cit., pág 147). 91 R estauración p o lítica d e España, 1619, edición, estudio preliminar y notas de J. Vilar, ya citada,

721

aspectos sociales y económicos que ambientan y producen la picaresca. Pero ade­ más quedan, como hemos visto, los que pueden ser gravísimos efectos políticos. El propio conde-duque expone a este respecto sus temores ante el rey: el pueblo, sin saberlo, tiene en su mano un gran poder y fácilmente se puede sentir atraído por el discrepante. El picaro está apartado de la influencia posible de éste, momentá­ neamente, pero en un momento dado puede sentir irritación por la mala política (por ejemplo, en orden a la administración de justicia), salvo en el tipo de picares­ ca conservadora de Salas Barbadillo o Jerónimo de Alcalá. La

T R A N SFO R M A C IÓ N D E LA S F U N C IO N E S D E L A M O D E R N A C IU D A D .

L A IN C O R PO R A C IÓ N D E LOS PO BRES A L A C IU D A D BAR RO CA: SUS A SPE C TO S C O N TR A D IC T O R IO S

En realidad, estos aspectos expuestos hasta aquí nos hacen ver que el papel so­ cial e histórico de la ciudad ha cambiado, quizá sobre todo en los países latinos oc­ cidentales, donde ha dejado de ser ese crisol de virtud pública que la polis o la civi­ tas fueran en la Antigüedad o ese lugar ordenado de mercado y talleres, con sus franquicias, con sus cofradías, en el Medievo. Ese cambio se produce en las déca­ das de acentuación de la crisis barroca y en tanto los «ilustrados» no encuentren su redefinición, el centro ciudadano habrá pasado a ser (cuando menos, es la in­ novación que históricamente ofrece) lugar de aprendizaje de desviación, de asimi­ lación de un estado de anomia. Por lo menos, en uno de sus aspectos más destacables. El papel de la ciudad ha cambiado. En los siglos de la baja Edad Media tiene una propia función militar a la que atender, la de defenderse de las correrías depredatorias de señores vecinos o de invasores lejanos, lo que lleva a cuidar del estado y fortaleza de sus murallas; una función política, ya que, aun dependiendo de la suma potestad de un príncipe cuya intervención pública es escasa, tiene ella el encargo de su autogobierno y participan de éste quienes se ocupen también de la defensa de las murallas; una función jurídica, porque de todo lo anterior deriva una ordenación jurídica forai y consuetudinaria, con un repertorio de derechos y obligaciones a favor de sus ciudadanos, bien en fueros o cartas concedidas por los príncipes, bien en costumbres que la vida cotidiana se encarga de enriquecer. Todo ello apoyado en una función económica que, en algunos textos (antes ya la hemos visto aludida) y por algunos escritores doctrínales (García de Castrogeriz, Eiximenis, Sánchez de Arévalo, etc.), será definida como aseguramiento de una holgada subsistencia, de un autárquico abastecimiento para la convivencia. Pues bien, en el siglo x v i i , la ciudad hispánica, la ciudad francesa, en parte también la inglesa, en parte la italiana, pierde su autonomía militar, ya que las funciones relacionadas con la guerra pasarán cada vez más a ser absorbidas por el pág. 134 (fo lio 18 de la edición original), el texto pertenece al «D iscurso II». Es interesante el d ato de que aproxim adam ente un siglo antes, T o m á s M o r o en su Utopía, al partir de la crítica de la sociedad inglesa en la época en que dan com ienzo los grandes cam bios, escribe sobre la situación en Inglaterra: «el fig ó n , los burdeles, el lupanar, esos otros lupanares que son la taberna o la cervecería y, por últim o, todos esos entretenim ientos perniciosos com o los juegos de azar, la baraja, los dados, la pelota, los b o­ los, el d isco, ¿acaso no agotan rápidamente el dinero y llevan directamente al robo a sus acep tos?», en el volum en U to pías d e l Renacim iento, M éxico, 1956, pág. 19.

722

Estado. Ello reserva a la ciudad el papel de suministradora de hombres para la mi­ licia, en unos ejércitos cada vez más numerosos, lo que explica el empeño en incre­ mentar el volumen demográfico. Una nueva función económica, consistente en producir, atraer, reunir riqueza, de tal manera que las ciudades serán morada de los ricos; los ricos ruanos que encuentra en la sociedad de su tiempo el infante don Juan Manuel son prueba de ello. Esto le importa a la ciudad misma, pero viendo también aquí mermada su autonomía, se convierte ahora en el área donde se ejerce la mayor presión fiscal, bajo la autoridad del Estado. Finalmente, se complica, y en cierta medida se multiplica, su función social, de manera que en ella alcanza un incomparable desarrollo la cultura —la nueva cultura de los humanistas—, se con­ vierte en el centro de iniciativas en el campo del arte (la arquitectura, la escultura, la pintura se hace para clientes ciudadanos colectivos o individuales, eclesiásticos o laicos). En Las harpías en Madrid se admira en un templo «capillas labradas a lo moderno» o una sala aderezada de «cuadros de paisajes»92. Recordemos los co­ mentarios muy interesantes de La Pícara Justina sobre pintura. No menos es pro ­ ducto urbano el incremento de la educación. En Marcos de Obregón se atribuye a «la comunicación de las grandes ciudades» —esto es, desarrollada en el interior de ellas—, tanto como a las Universidades, la depuración de los ingenios y su amplia información93. Una honda transformación de los vínculos de interdependencia hu­ mana hace derivar las nuevas formas de relación familiar, de trabajo —de una y otra cosa se ha hablado en otros capítulos—, de religión bajo la influencia de las nuevas Órdenes religiosas (minoritas y predicadores; más adelante, jesuítas), pro­ ducto, a su vez, de la urbanización. De los últimos mencionados hablan Cervantes, Céspedes y Meneses, y otros) elogiándolos en el terreno educativo (Coloquio de los perros, E l soldado Píndaro, etc.)94. ¿Quiénes habían constituido el elemento de desarrollo y fortalecimiento de las ciudades en los siglos de su definitiva consolidación, en la baja Edad Media? Los grupos del «estado medio» o de las «medianías», como se les llama en la Crónica de Hernando del Pulgar, o de los «burgueses» o «ruanos» de que habla Enrique de Villena. Ellos hicieron prosperar a las ciudades y apoyaron en ellas su propia pros­ peridad. Los cambios que hemos visto acontecer con el proceso de formación del Estado moderno alteraron la estructura de la población urbana, en parte al menos. Acudieron a ella y se instalaron en mansiones que en la urbe hicieron construir nobles y burócratas de alto rango, gentes éstas que habían acudido a los estudios y que, al través de los canales de monopolización en que convirtieron poco à poco a los Colegios Mayores universitarios, se apoderaron de los puestos administrativos, más que otra cosa, de la Iglesia y del Estado. Acuden mercaderes en buen número. Carande hace observar que apenas hubo casa comercial de alguna importancia que no tuviera en Sevilla representación95. Algo parecido sucedía con Madrid, Valladolid, Burgos —donde el número de pólizas de seguros mercantiles que se suscriben 92 Edición de A . Zamora Vicente, págs. 86-87. En mi libro A n tig u o s y m odern os hice ya la observa­ ción de la frecuencia con que en la novela picaresca aparece testim oniada una preferencia por los m o ­ dernos, que reputo característica en general del Barroco; es propia de la juventud, com o he indicado en otro capítulo. 93 Ed. cit., t. I, pág. 181. 94 D el prim ero, N o vela s ejem plares, t. III, págs. 261-262; del segundo, B. A . E ., XVIII, p ág. 278. 95 C a rlo s V y su s banqueros. L a vida econ óm ica en Castilla, M adrid, 1965, págs. 281 y ss.

723

es prueba suficiente96—, en las capitales marítimas del Mediterráneo; incluso en ciudades de segundo o tercer rango se observa la presencia de mercaderes, aunque sea ' itacionalmente, como se confirma con datos de las Relaciones de los pueblos de España. En menor número acuden artesanos. Y hay que contar con aquellos que, habitantes ya de antiguo en la ciudad, cambian su trabajo agrícola, por ocu­ pación industrial o mercantil (oficiales o trajineros). Toledo, en su Relación (1575) da esta notable información: la ciudad está integrada por una población tan urba­ nizada que es posible observar en ella, situándose a la puesta del Sol en cualquiera de las puertas de entrada a la misma, cuando termina la jornada de trabajo, cómo no se ve entrar en el recinto ciudadano a ningún labrador ni persona alguna con un solo apero de labranza97. Pero hay más. El fenómeno tuvo mayor trascendencia. Las nuevas condi­ ciones, las nuevas posibilidades de la ciudad —y correlativamente, los cambios en sentido inverso que se producían en el campo— acentuaron todavía más el proceso de transformación. Y provocaron los cambios de estructura demográfica y volu­ men de población, de maneras de relación, de actividades profesionales y econó­ micas, de cultura y de modos de entretenimiento. Trevor-Roper ha escrito que los siglos xvi y x v i i contemplan la pérdida de las autonomías municipales. Las ciudades comprendieron que, para asegurarse sus medios de subsistencia y más allá de ésta su crecimiento, necesitaban otro ámbito. «Cuando en el siglo xvi se produce el eclipse de las ciudades autónomas, cuando se produce su transformación en capitales desmesuradas y superpobladas, en centros dedicados únicamente al cambio y al consumo, una gran parte de su anti­ gua y sabia manera de vivir fue olvidada»98. Ante este romántico comentario y tantos otros de obras y autores diferentes, en los que, idealizando el tiempo pasa­ do, se ponen de manifiesto los aspectos más bien desfavorables en la transforma­ ción de la ciudad, pienso que en un estudio sobre ésta habría que dejar señalado lo discutible que resulta en muchos puntos esta imagen, y resaltar la otra dirección de los cambios acontecidos, en un sentido inverso a la tendencia disolvente del proce­ so de urbanización, que por lo general es el único que se destaca. Ciertamente que el campo continuaba dominando en toda Europa, económica­ mente. La economía europea era una economía agraria y en muchos casos la emigración urbana no apartaba de la profesión de labrador. Pero, con todo, la vida se desplazaba a otras áreas. Entre sus núcleos, mayores o menores, de habita­ ción humana, se extienden espacios vacíos —observa H. Kamen—, los cuales «producían una sensación de inmensa soledad en el viajero». Al Este, las grandes llanuras del lado oriental del Elba tenían un desolado aspecto de tierras despobla­ das y en España, ciertas zonas de La Mancha y Aragón; pero en Italia, en la mis­ ma Francia, y en Alemania, desde luego, tan castigada por las guerras, y en Esco­ cia, se presentaban extensiones de una densidad de población bajísima. Para un viajero que se saliera de algunas regiones ricas de Francia, del sureste de Ingla96 B o i t e u x , La fo rtu n e de mer. L e besoin de sécu rité et les debu ts de ¡’assurance m aritim e, Paris, 1968; en especial, parte 3 .a, págs. 113 y ss. 97 Relaciones, Toledo, edición de R. P az y C. Viñas M ey, Madrid, parte III, pág. 506. 98 «La crise générale du X V IIe siècle», recogido con otros trabajos del autor en traducción france­ sa, en el volum en D e la R efo rm e aux L um ières, París, 1972, pág. 118. Se trata del hoy fam oso artículo que dio lugar a la conocida polém ica en la revista P a st an d Present.

724

terra, del Valle del Po, de los Países Bajos y de algunas zonas húmedas de la pe­ nínsula Ibérica, la impresión de desierto tenía que serle familiar. Por el contrario, muy a diferencia del despoblamiento del campo, general en Europa, salvo esas zo­ nas excepcionales, «en todas partes crecían las ciudades» debido principalmente a su desarrollo mercantil". Ya Carande atribuía a «la vida comercial la causa principal entonces del fenó­ meno de concentración urbana», como «lo confirma, más aún que Burgos, la fa­ bulosa expansión de Sevilla» 10°. Y ante esta constatación de una tesis que luego volveremos a ver repetida, nos interesa hacer constar cómo ese cambio de la ciudad que hacía de ella el ámbito expansivo de una economía supra-urbana, en función de los otros cambios que antes he señalado, suscitaba una atracción que parecía no poderse contener. Era la razón que atraía a aquélla una heterogénea población de pobres, vagabundos, mendigos, gentes de mal vivir, trabajadores sin empleo, mujeres que habían quedado solas y tenían que proveer por necesidad a su mantenimiento o que optaban por una manera independiente de vivir y de buscar su alimento. En Sevilla, se dice en el Guzmán, «tanto se lleva a vender como se compra, porque hay mercantes para todo»101. La Gitanilla cervantina caracteriza a la Corte como lugar «donde todo se compra y todo se vende», allí todos pueden hacer pa­ sar su mercancía102. Este fenómeno de «mercantilización universal» era para muchas gentes nuevas el atractivo mayor de la ciudad, como condición previa a to ­ das las demás posibilidades que ofrecíal03. De todas las ciudades de la geografía pi­ caresca, a cuyo recuerdo ya he apelado más atrás, se podría decir algo parecido, si bien en menor volumen. Yo creo que, aunque no fuera con las proporciones que se darían más tarde, modernamente, el auge en el uso del dinero metAiico favoreció esto, como en ante­ rior capítulo ya dije. Ahora quiero aludir a un documento que no deja de ser signi­ ficativo para los aspectos que vengo exponiendo. Según un registro de salida del oro y de la plata de Sevilla, fechable entre 1570 y 1571, encontrado en el Archivo de Simancas, resulta que la mayor parte de estos metales va a la zona MadridValladolid, siguiendo a ésta la de Andalucía y después las grandes ciudades cas­ tellanas del Centro, mientras que a Galicia y al norte cántabro las cantidades que llegan son pequeñasl04. Insisto en ese papel del comercio en la formación de la gran ciudad y, más aún, no olvidando las características con que se produjo, el espíritu que las movió y que

99 Véase H . K a m e n , El siglo de hierro, traducción castellana, M adrid, 1977, págs. 37-40. 100 Ob. cit., I, pág. 62. 101 Ob. cit., pág. 145. 102 N o vela s ejem plares, t. 1, pág. 75. Por eso, en las afueras de la capital instalan su rancho los g i­ tanos, com o también sus chozas otros m arginados que viven del com ercio de lo hurtado. 103 Ese proceso de transform ación que lleva a aplicar el concepto de mercancía sobre nuevas cosas a las que nunca se pensara en considerar de tal m anera, está visto a m ediados del siglo x v i por algunos escritores de temas económ icos, por ejem plo, A z p i l c u e t a , T ratado resolutorio de cam bios (reedición de Madrid, 1965): asi de la m oneda, del trabajo o m anos de los hombres, del tiem po (ya que el que cobra interés de los préstam os, vende tiem po) o el azar m ism o, com o vendrá a decirnos, hablando de la nueva invención de las «acciones», José d e l a V e g a en su obra C onfusión de confusiones, ya citada. 104 Véase Gentil d a S i l v a , En Espagne: D évelo p p em en t économ ique, subsistence, déclin, P arís, 1965, págs. 60 y 67-69.

725

inspiró los cambios. A todo ello mucho es lo que debe la configuración del tipo del picaro, cuyo momento de esplendor en la literatura coincide con los años en que las conciencias, habituadas a otras imágenes tradicionales, contemplan los cambios de la vida urbana, entre admiradas de sus novedades y espantadas de sus manifes­ taciones corruptoras. Era obvio que en la conciencia de las gentes insertas o empa­ rentadas bajo el nombre de la picaresca habría de prevalecer la admiración hacia esas alteraciones o «novedades» que les abrían posibilidades inesperables antes para el logro de sus aspiraciones. Minchinton ha sostenido también, como otros historiadores que han quedado citados párrafos atrás, que las ciudades empezaron su crecimiento y concentración demográfica en su función de puertos comerciales, mercados, centros bancarios, manufactureros, mineros, burocráticos, de gobierno eclesiástico o también, en buen número de casos, como centro visible económico de un extenso hinterland agrario en trance de comercialización de sus actividades. Y sin dejar de ser todo es­ to, al entrar en el siglo barroco, pronto se convirtieron, sobre todo, en centros de consumo ostentoso. Es entonces cuando se produce la irrupción en ellas de la in­ migración que refleja la picaresca105. Pero esta última observación nos hace comprender que el desarrollo del comer­ cio y con él del uso del dinero —cuyas consecuencias sobre la mentalidad moderna Simmel puso en claro tan agudamente106— no bastan para explicar los motivos y, más aún, las consecuencias de esa penetración de individuos advenedizos, proce­ dentes de bajos niveles sociales. No todo era atracción. Hubo también un fenóme­ no de presión, que contribuye a dar sentido a esa especial acritud de los picaros hacia el medio al que se acogen y en el que aparentan encontrarse tan favorable­ mente instalados. El incremento de ingresos que en algunas economías individuales se produce en el espacio de la ciudad es considerable (a pesar de que ciertos sectores en el interior del mismo no queden exentos de conocer la crisis que, con carácter más o menos intermitente, se deja apreciar en los países de la Europa occidental)107. Con el aumento de las disponibilidades de numerario y el de la población, crecen los be­ neficios de mercaderes y artesanos; crece también el montante de diezmos y de­ rechos señoriales, así como el de los precios de los arrendamientos de tierras y de viviendas, sumas que se acumulan en la ciudad; y también la cuantía del porcenta­ je de participación de recaudadores de contribuciones estatales, ya que éstos y sus comisarios y agentes habitan en recinto urbano. Al olor de esta acumulación de ri­ quezas acuden en masa un tropel de desocupados, desvalidos y famélicos. Pero hay que tener en cuenta, a su vez, que esta última «población residual» ha sido en su mayor parte producida por la presencia de la ciudad. Esas sumas de que dispo­ nen los ciudadanos enriquecidos, huyendo de inversiones de éxito dudoso, y, ade­ 105 H isto ria econ óm ica de E uropa, dirigida por C ipolla, ya citada, pág. 83. loe F ilosofía deí dinero, traducción castellana, M adrid, 1977. 107 Es el fenóm eno que señaló Trevor-R oper, que suscitó tan viva polém ica, en relación con la cual los principales trabajos fueron reunidos por T . S. A ston , Londres, 1965, bajo el título C risis in E urope, 1560-1660 (volum en traducido m ás tarde al italiano y editado en N ápoles, 1968). D esde ahora, adem ás, hay que tener en cuenta la obra de la profesora L u b r i n s k a i a , French A b so lu tism . The crucial p h ase (1620-1629), Londres, 1968, fragmentariam ente traducido al castellano con otros escritos de la autora y editados en Barcelona, 1979, b ajo el título L a crisis del siglo X V I I y la sociedad del absolu tism o. Véase tam bién el artículo de G onzalo A n e s , D epresion es agrarias en Castilla, ya citado páginas atrás.

726

más, buscando conseguir el prestigio social, semejante a un tenor de vida nobi­ liario, que la propiedad agraria todavía proporciona (en España, y, como más de una vez he insistido —siguiendo a los historiadores de la economía que han estu­ diado el tema—, en toda Europa), tienden ampliamente a emplearse en tierras. To­ da ciudad vive, ha dicho Braudel, de un dominio agrario que consigue establecer a su alrededor108; pero en esas circunstancias de fines de los siglos x v i y x v ii, este hecho se acentúa y se precisa formalmente bajo especie de propiedad de la tierra. En una amplia área en torno a la ciudad, más extensa cuanto más grande es ésta, se va produciendo una expansión de la propiedad agraria, desplazada a manos de ciudadanos. Las Relaciones de los pueblos de España, al empezar el último cuarto del siglo XVI, contienen ya quejas de los habitantes de aldeas y lugares en este sen­ tido; y esa tendencia en España ÿ resto de Europa va creciendo. Las ciudades castellanas habían ejercido siempre un control sobre la campiña, en tanto que población de consumidores, también como centros administrativos, como centros proveedores de bienes manufacturados, como fuente de créditos o censos, siempre las ciudades habían permanecido en estrecha relación con el entorno campesino, y es esta relación la que cambia ahora de naturaleza: desde el siglo XVI, la tierra pa­ sa, pues, en proporción cada vez mayor, a los ricos de los núcleos urbanos, de m a­ nera que a la clase de los propietarios tradicionales —nobleza e Iglesia (que tam ­ bién son compradoras)— se añadía ahora,un grupo de individuos que «podemos llamar propiamente burgueses» —oficiales de los tribunales de justicia, burócratas de distinto tipo y jerarquía, miembros de profesiones liberales, mercaderes, etc.—. En el caso de unas ciudades, estos grupos de carácter efectivamente burgués predo­ minaban, como en Madrid o Valladolid; en el caso de otras, como Guadalajara o Toledo, seguían siendo predominantes los individuos de los estamentos eclesiástico y nobiliario109. Pero en España y en los demás países, el modo de proceder econó­ micamente y socialmente de unos y otros —nobles, eclesiásticos, burgueses— era muy sim ilar110. Y al proceder de esa manera, con una reconocida finalidad prefe­ rente de obtención de lucro, los nuevos propietarios lanzaron de sus propiedades a pequeños labradores, a colonos, redujeron el número de jornaleros y contribuye­ ron así a que se reuniera esa masa de inmigrantes que la ciudad ve caer sobre ella. Otro aspecto: en muchos pequeños pueblos próximos a capitales o a otras ciudades pobladas también con gentes ricas, sus individuos se dieron cada vez en C ivilization m atérielle e t capitalism e, ya citada, págs. 380 y ss. 109 En otras ocasiones me he referido a las tesis en tal sentido de Carande y otros (véase mi E sta d o m o d ern o y m en ta lid a d social, vol. II). Quiero añadir la coincidencia con ellas de las conclusiones a que llega en un trabajo dedicado a Ciudad Real —área que por su peculiar estructura parecía quedar aparte— la profesora Carla R a h n P h i l i p p s , «La propiedad territorial agraria en Castilla. U n testim o­ nio adicional de Ciudad Real en el siglo X V II», M on eda y C rédito, núm . 140, 1977; y tam bién véase su libro C iu d a d Rea! (1500-1750). G row th, Crisis a n d R e adju stem an t in the Spanish E con om y, Harvard U niv. Press, 1979. Tanto N oël S a l o m o n , L a cam pagne de N ou velle Castilla au X V I e siècle, Paris, 1964, págs. 167-174, com o B . B e n n a s s a r , V alladolid au X V I e siècle, Paris, 1967, págs. 307 y ss., co in ­ ciden en consideraciones semejantes. 110 R . R o m a n o ha hecho observar que mercaderes tan significativos com o los Fugger n o introduje­ ron apenas novedades en sus explotaciones agrarias: «Tra XVI e X V II secolo. Una crisi econom ica (1619-1622)», publicado e n R ivista S torica Italiana, X X IV , 1962, núm . 3; y tam bién es de interés su breve artículo «Italia durante la crisis del siglo X V II», en C om unicación 22, M adrid, 1974. N oël S a l o ­ m o n sostuvo que, aun sin llegar a la actitud de la g en try en Inglaterra, la nobleza española se m ovió por un ánim o de explotación económ ico fácil de reconocer (ob. cit., págs. 160 y ss.). 108

727

mayor número a trabajar para los pudientes habitantes de estas últimas. Socioló­ gicamente es sabido que el incremento de la ciudad provoca una movilidad geográ­ fica de mayor índice que su propio crecimiento. Y en ella hay que situar a quienes diariamente se desplazan de la aldea a la ciudad, para emplearse en un trabajo o para vender en ella mercancía recogida en el pequeño lugar. Ya las Cortes de 1506 hablan de aquellos lugareños que venden en la gran ciudad, no el trigo, sino el pan cocido en su pueblo. Vender pan, acarrear leña, hacer carbón, lavar la ropa, etc., son actividades en las que, conforme a los datos de las Relaciones de los pueblos tantas veces citadas, vemos a los aldeanos practicar en la ciudad11*. Y esto, además de que expande hábitos urbanos —que la mayor parte de las veces han de estar fal­ seados—, hace que la masa de esos trabajadores diurnos acabe emigrando de una vez al centro que los atrae112. También, por consiguiente, estos movimientos acen­ tuaron el desplazamiento y la urbanización, prácticamente forzosa, que está en la base de la picaresca, colocando a sus individuos en la situación de desvinculación que vimos en otro capítulo. Sin embargo, no hay que extremar el grado de transformación que se haya ex­ perimentado en estos aspectos, en la estructura demográfica de la primera Moder­ nidad. Es cierto que la ciudad ha crecido a expensas del campo; es cierto que en ella se desenvuelven formas económicas y sociales nuevas y peculiares de esa fase; es cierto que el tipo, tan insatisfactorio, de predominio que impone a las gentes de pueblos y aldeas de su jurisdicción provoca esa emigración hostil; es cierto que todo ello explica que el desvalido llegado a la urbe se sienta hostigado y se dispon­ ga a una respuesta agresiva. Y que todos estos elementos actúen como condi­ cionantes del proceso de transformación de desamparado en la ciudad, de su paso de simple ganapán a nuevo picaro. David Parker ha publicado un interesante trabajo sobre el estado de las ciuda­ des en la época: en ellas, las relaciones de producción, eran más bien todavía de ti­ po personal, más parecido a las que se establecían tiempo atrás en torno al señor feudal, que no a las que se configurarán junto al empresario moderno; en una ciudad como La Rochelle, la industria tenía una importancia secundaria, y se mantenía por entero en un nivel artesanal. «La facilidad con que pudieron ser aisladas las ciudades (en la rebelión hugonote, cuando la sublevación de la men­ cionada ciudad marítima) revela hasta qué punto aquéllas quedaban como encla­ ves burgueses en una estructura feudal y pone en evidencia el estado embrionario y no integrado de la clase capitalista», sigue sosteniendo P arker113. Esta imagen —basada en el predominio de la supervivencia— podría llegar a cambiar de tal forma el esquema de la tensión ciudad-campo en el siglo x v i i que mi interpreta­ ción se vería seriamente comprometida. Que las supervivencias medievales en Lon­ dres (Laslett), en Amberes (van Houtte), erf Florencia (R. Romano), en Sevilla (Garande), son incuestionables, es algo que hay que reconocer, y yo he puesto el mayor énfasis en otras partes en hacer ver aspectos semejantes. Pero yo creo que, si hay una zona de población en que se dé un grado mayor de erosión del sistema 111 A lgunos ejem plos, en las R elaciones; véase m ás adelante nota 128. 112 Los de Lupiana emigran a Guadalajara; los de Taracena, a Guadalajara o a Madrid; los de El B olao, a A lm agro, etc., según las R elaciones. 113 «The Social Foundation o f French A bsolutism e (1610-1630)», en la revista P a st a n d Present, 1971, núm. 53, págs. 67 y ss. 728

tradicional, es ésta de la población emigrada y marginada; es en este grupo de emigrantes vivero de desviados. Lo que sucede es que no se puede plantear como una situación de clase, entre otras razones porque en ningún plano hay en el si­ glo xvii conciencia de clase, como llevo dicho (y como pensaría el propio Marx), y por ello le es fácil a D. Parker extremar, a su vez, su negación, porque se basa en buscar y no encontrar una clase y esto es indiscutible. Pero, en un grado de evolu­ ción en el que el peso de la misma sigue gravitando sobre los individuos y sobre sus familias —dejemos, pues, de lado la inapropiada apelación a fenómenos clasis­ tas— pienso que los núcleos de población urbana ofrecen ya, visibles claramente, sus diferencias respecto al medio rural acerca de las opciones de la época. Son mo­ dos de vida, repertorios de posibilidades, ocasiones de apuesta para las aspira­ ciones, etc.: en tal caso, hay que reconocer que el volumen de novedades era más que suficiente para que se produjeran, junto a sentimientos de hostilidad, esas re­ laciones polémicas campo-ciudad. En historia siempre es mucho mayor el volumen de las supervivencias que el de las innovaciones, pero, en compensación, la reunión simultánea de un reducido número de estas últimas altera la configuración de una situación histórica: la iniciativa de los cambios está siempre en la parte de las in­ novaciones. De una de éstas quiero todavía ocuparme. No cabe duda de que los cambios, en su naturaleza y volumen, de los ingresos que se acumulaban en la ciudad barro­ ca y en la inversión de los mismos, de que páginas atrás he hablado, no eran sufi­ cientes para hacer surgir de cuerpo entero la figura del empresario, y en esto tiene razón, una vez más, D. Parker. Bien es cierto también que se empieza a perfilar en ciertos casos, como, por ejemplo, en algunos que nos da a conocer Diego de Col­ menares en los talleres textiles de Segovia, una figura incipiente e incompleta de aquél. Desde luego, en la novela picaresca y en obras semejantes, salvo quizá en El Donado hablador —de cuyo testimonio ya se sirvió Ruiz M artín114—, no creo que se encuentre a ningún personaje al que podamos calificar de empresario. Pero sí podemos decir de muchos, por no decir que de casi todos, que no son tampoco se­ ñores feudales. John Merrington, ocupándose de ese fenómeno de aumento de ingresos y de práctica de inversiones en las ciudades del siglo xvii, ha evocado la figura del ren­ tista. Con el empleo de los capitales urbanos en propiedades agrarias, conforme a la corriente inversora general en la época, J. Merrington supone que necesariamen­ te esto originó que la acumulación de riqueza se produjera bajo forma de percep­ ción de rentas. Considerándolo así, llega a hablar de un a modo de «capitalismo rentista», cuya formación supondría una refeudalización de la ciudad, en cuyo ré­ gimen una nueva clase distinguida de terratenientes se uniría a la nobleza absentista, alejada de sus propiedades. Al afirmar la sustitución de la mentalidad del empresario por la del nuevo aristócrata de la tierra (para mí, sería mejor decir, la derivación hacia este último de lo que pudo ser ya el primero: una fase en la que se juntan nobleza tradicional y burgueses enriquecidos), ello permite que sea la men­ talidad del rentista la que Merrington coloque en la base de la imagen social de la nueva época115. Como ya he señalado en ocasiones anteriores, y repito ahora si114 Un testim o n io literario sobre las m anufacturas de p a ñ o s en Segovia, edición de la Universidad de V alladolid, 1966. 115 «Ciudad y cam po en la transición al capitalism o», en el volum en de varios autores D e l feu dalis-

129

guiendo al autor que cito, el fenómeno fue de gran extensión en Europa. También, por ejemplo, en Francia se produce la tendencia, en amplísima medida, de coloca­ ción del dinero en renta. Pero advirtamos que esto se halla muy lejos de represen­ tar —si se emplea la expresión con propiedad— una etapa de «capitalismo rentis­ ta». A este especial tipo de inversión agraria lo llama otras veces Merrington «feudalismo rentista», sin que se comprendan bien las razones de esa equivalencia, basada en la aplicación abusiva que del término «feudalismo» se hace por los escritores de carácter marxista que quieren mantenerse fieles a la ortodoxia de Marx. Lo cierto es, sí, que el fenómeno de incremento de la llamada por autonomasia «renta» y de los «rentistas» llegó a ser, sin duda, de importancia. Siguiendo a Pierre Goubert, dirá que, por esa vía, «el rentista fue alejándose más y más de la fuente de sus ingresos [...] haciéndose cada vez más y más ajeno al campo», lo que dio lugar a la aparición sobre la geografía europea de «aquellos desiertos, me­ nospreciados incluso después de la época de Molière». El «rentista» pertenecía a la ciudad —fuera ésta la capital del Estado o bien fuera rica cabeza de alguna región—. En cualquier caso «los intereses y la residencia del rentista y de quien satisfacía las rentas les situaban demasiado claramente en orillas opuestas». Por eso, pretende Merrington, las ciudades no se opusieron a la centralización del absolutismo y la concentración demográfica que suponían fue fomentada por éste, aun sin saberlo: la sustracción de sus rentas al campo, desplazó a sus pobla­ dores hacia la ciudad. Y sigue comentando: «el pasmo de Asthior Young ante el contraste del campo y la opulencia del puerto de Nantes da testimonio de una in­ consistencia fundamental en las condiciones que rigieron la acumulación originaria en Francia» —la frase de A. Young dice: «no aparece por parte alguna una transi­ ción suave del bienestar a la holgura... de la mendicidad al despilfarro»"6. Según la imagen atribuida a la clase que lleva la iniciativa de los cambios, apro­ ximadamente coincidiendo con la Edad Moderna (una clase no definida aún en la estructura social del momento, a la que yo prefiero llamar el grupo de los bur­ gueses), la ciudad es para sus componentes el núcleo de una nueva forma de vida social, de una nueva economía basada en el mercado, de la producción para la ga­ nancia y no sólo para la subsistencia y venta de excedentes, de remuneración por medio del salario, todo un sistema de origen urbano, desde luego, que va corrién­ dose hacia el campo y que hace de la ciudad el motor del progreso histórico en to­ dos los aspectos de la vida del grupo, desde el social, al cultural, al técnico, al polí­ tico, etcétera. De ese núcleo, tal desarrollo multifacético irradia al entorno campe­ sino. Y ésta viene a ser la imagen que daba A. Smith: «las ciudades, antes que el efecto han sido la causa del desarrollo rural, en calidad y amplitud» " 7. ¿Está aquí la causa de la atracción de la población campesina? J. Merrington, aplicando una rigurosa crítica marxista —tan llena de supuestos idealizadores como la crítica histórica del marxismo original —da por supuesto m o al capitalism o, reunido por Rodney H ilton, traducción castellana parcial, Barcelona, 1980; la cita, en págs. 258-259. 116 Ob. cit., págs. 262-263. Π7 in vestigacion es so b re ¡a n aturaleza y causas de la riqu eza de las naciones, traducción castellana, M éxico, 1958, pág. 372. Merrington cita el pasaje, para rechazarlo, com o indico a continuación, en pá­ ginas 268 y 269. Con sólo advertir que ha sido posible tom ar conciencia del hecho que señala, ya ello sería un avance; pero queda adem ás la m ejora técnica y social que proporciona la ciudad. D e esto sí es el de los picaros un testim onio histórico valioso.

730

que es falso partir de que el desarrollo urbano hizo subir el nivel del precedente atraso rural, sino que hizo pagar al campo cargas más graves y lo sometió a la ob­ tención de una reserva de mano de obra barata y mal acondicionada, de modo que el éxodo rural que había de producirse no respondió a una llamada de progreso (uno se pregunta: ¿cómo suponer que no eran mano de obra barata y condiciones ínfimas las que existían en el mundo rural precedente?) Se dice que el «crecimiento desproporcionado de una serie de metrópolis se alimentó de la proletarización del excedente demográfico proveniente del campo, del señuelo que suponía la posibili­ dad de cobrar una remuneración durante todo el año y de la concentración en la capital de los ingresos de los rentistas y del Estado, con la consiguiente multiplica­ ción de servicios. La elevada proporción que suponen en este incremento demográ­ fico de las ciudades los marginados, sirvientes, mujeres solteras o viudas, prostitu­ tas, indigentes desarraigados y niños abandonados habla por sí sola. Los moralis­ tas de la época lanzaron duras invectivas contra esta concentración de rentas emi­ nentemente improductivas, y su secuela, el submundo del proletariado, sin traba­ jo, siempre en aumento»118. No cabe duda de que el crecimiento de la ciudad, en cuanto a novedades técnicas que multiplicaran las posibilidades de empleo y con ello el tipo y nivel de bienes y servicios cuya demanda lanzaba al entorno campesi­ no, venía a constituir una expansión, en términos relativos respecto a cualquier es­ tado anterior. Pero yo pienso que hay que partir de que el entorno campesino de la fortaleza feudal o del mercado urbano había sido siempre miserable —y más mise­ rable que al empezar la Modernidad—. Por tanto, la penosa situación del mismo no había sido causada por el desarrollo urbano. Éste actuó creando un espejismo y la falsa ilusión de que existía un ámbito prometedor inagotable, al que emigrar pa­ ra librarse del dolor y del hambre de la vida rural. Si, como ha escrito Chombart de Lauwe, la urbanización transformó las aspiraciones rurales y provocó un incre­ mento desproporcionado de éxodo rural, fue porque se había mantenido durante siglos el mundo campesino en una situación económica y, más ampliamente, en una situación social insoportable, como los tristes lamentos de los labradores en los textos medievales —por ejemplo, en Berceo— nos revelan. Lo cierto fue que las posibilidades de verse redimidos (como se reclamaba en las violentas revueltas populares y sacudidas milenaristas de los siglos bajo-medievales) no pudieron ser colmadas en la ciudad, más que, a lo sumo, para una parte de los que a ella acu­ dieron, y los restantes vieron empeorada probablemente su situación, no sólo eco­ nómicamente, sino moralmente porque se hizo más visible, porque en el medio ur­ bano era posible adquirir la conciencia de fracaso, del estado de desarraigo, de abandono. Se abrieron los ojos a la frustración en que se vieron situados quienes eran venidos para encontrar mayores posibilidades de trabajo, de cultura, de con­ fort, y con ello, en resumen, una liberación de las coerciones que en el campo pe­ saban sobre ellos. Pronto sufrieron en la ciudad, sin embargo, presiones de otro orden, del hecho mismo de una mala utilización de las técnicas nuevas y del dese­ quilibrio de las estructuras sociales que resultaba119. La desproporción, y, si cabe, más aún el desacoplamiento entre el nivel de nuevas aportaciones que podían ser absorbidas por la ciudad y la explosión de es118 M e r r i n g t o n , ob. cit., págs. 264-265. 119 C h o m b a r t d e L a u w e , S ociologie des aspirations, págs. 63 y ss.

731

peranzas que ésta, en su visible crecimiento, desató en el campo, fue, seguramente, una de las más graves causas entre las que acabaron provocando la fase negativa, recesiva, de la crisis de la primera Modernidad, con todos sus problemas de paupe­ rización, de inconsistencia de status, de conducta aberrante, de revueltas. En tér­ minos muy parecidos a los que por su parte señaló Trevor-Roper (la incapacidad de la estructura social de la ciudad para absorber el crecimiento del mercado, re­ cordémoslo), Geremek se hace unas preguntas cuyos signos de interrogación equivalen a un no, a una respuesta francamente negativa: «la economía urbana ¿precisa una fluencia de mano de obra?, o, más precisamente, ¿será capaz de ab­ sorberla? La estructura del artesanado urbano resulta en exceso rígida para que pueda beneficiarse de semejante oferta y la industria manufacturera estaba duran­ te el siglo X V I apenas en sus inicios. Las ciudades no saben qué hacer con esas ma­ sas hambrientas, sin trabajo, ni oficio»120. En esa situación, y sobre todo en aquellas partes que conocieron agravadas esas circunstancias —por ejemplo, en las ciudades castellanas—, los mismos que sufrían tan amargas privaciones tuvieron que tomar iniciativas para «salir de lacerío». Y una de las ocurrencias que sur­ gieron fue la vía de la profesión picaresca. El hambre y el desempleo arrojaban de las tierras —adquiridas por nuevos pro­ pietarios— a los miserables, que se veían obligados, llevando encima su miseria, a acudir a la ciudad, en una emigración ciega que no contaba ni con poder explotar en el nuevo ámbito unos conocimientos en algún oficio de los cuales se carecía, y, claro está, no contaban, además, con ninguna información sobre aquellos sectores que estaban sobresaturados. De esto es de lo que se quejaba, tratando de hallarle remedio, Luis Ortiz, en su Memorial de 1558. Se ha dicho que «la pobreza urbana se nutría de la pobreza rural», y que una y otra venían aumentando desde la Edad Media; se ha dicho que la marcha del pauperismo lleva siempre una dirección: del campo a la ciudad (W. A. Lewis)121. Sin embargo, no veo nada claro que una economía agraria capaz de alimentar a la población de unas ciudades en franco crecimiento —una expansión demográfica requiere y ha de contar con mayor volu­ men de alimentos— condenara al hambre en mayor medida que antes a quienes en el campo producían éstos; y sigo con estas dudas, por mucho que se diga que aumentaron tan pesadamente las exacciones y la expoliación. Sospecho que los guerreros y los monjes en la Edad Media no se quedaban cortos en aplicar estos mismos medios. En cuanto a que la pobreza urbana llegaba procedente del campo, es tema también a matizar. Al acudir del campo a la ciudad, sometidos a un inci­ piente e incontrolado régimen de salariado, su situación, si cabe, todavía empeora­ ba, por lo menos en ciertos aspectos humanos. Ha observado Geremek, «la relaja­ ción de las solidaridades de antaño entre los hombres agravaba la criba de una cla­ se a otra y facilitaba la explotación de los más pobres por los detentadores de la tierra, del dinero y del poder»122. Pero está por demostrar que hubiera habido an­ tes mayor solidaridad. Eso pertenece a las idealizaciones del Medievo que van de 120 «La población margina! entre el M edievo y la era M oderna», en el volum en de varios autores C om unicación, 22, M adrid, 1974, pág. 265. 121 «E conom ic D evelopm ent with Unlim ited Suplies o f Labour», en The M an ch ester S ch ool o f E co n o m ic a n d Social Studies, 1964, X X II-2, págs. 139 y ss. 122 B. G e r e m e k , É tu d es su r le m arché de la m ain d ’oeuvre au M oyen  g e , París-La H aya, 1968. Y en la obra colectiva, dirigida por M. M oliat, É tu des su r la pau vreté, vol. I, pág. 18.

732

Comte a Marx, como residuo romántico. Pienso que la ciudad, más que empeorar estadísticamente la situación, la agrava psicológicamente (lo cual, no es menos real, sin duda), porque las hace más visibles, más fácilmente observables. La atracción de la ciudad y su presión dominante alrededor tira de la población campesina, pero no menos, por otra parte, la situación del campo potencia la res­ puesta que acepta esa atracción y fomenta la emigración rural. Porque el pobre de aldea —ese pobre que tenía algo, pero poco, conforme dice un texto citado ya de Alfonso de Palencia— ha visto reducida en muchos casos su parte, la pequeña propiedad de que disponía, y río tiene más remedio que convertirse en asalariado y muchas veces quedar en «ocio forzoso». De ahí el crecimiento de la población so­ metida al régimen de salario, por una parte, como ya vimos, y por otra, la reitera­ ción de los casos bien comprensibles de quienes consideraban que en el medio ur­ bano, donde se han juntado tantos ricos, donde la demanda de oficios y servicios que de ellos ha de emanar lógicamente se ha de suponer que sea grande, dará lugar a que el desocupado a la fuerza cuente con posibilidades de mejor fortuna. «El crecimiento de las ciudades no era consecuencia únicamente de la ampliación de las funciones que cumplían —piensa Minchinton—, reflejaba tam­ bién problemas que se planteaban en el campo. La población en exceso, obligada a veces a abandonar la tierra por cambios en el régimen de tenencia o de cultivo, se trasladaba en busca de empleo y abrigo a las ciudades. El mínimo para subsistir, por el trabajo o la caridad, parece que se obtenía más fácilmente en las ciudades que en el campo, tanto en épocas normales como de crisis» 123. Si desde la baja Edad Media ese fenómeno empieza a observarse124, es en los siglos xvi y x v i i cuando, sobre todo, se produce en mayor número la afluencia de pobres a los centros urba­ nos. Y las nuevas circunstancias económicas así como de otro orden que dan lugar a esto (pensemos, por ejemplo, en los campesinos, a los que el sistema de reclu­ tamiento militar arranca de su tierra y que, una vez terminado su compromiso en el ejército, no hay manera de hacerles reintegrarse a su lugar de origen) prestan fuerza también a otros dos fenómenos concomitantes. En primer lugar, la nobleza, que había empezado ya con Juan II y acentuó con los Reyes Católicos su desplaza­ miento a la Corte o ciudad principal de la región, intensifica ahora su proceso de urbanización de manera que en lugar de ser una clase que vive en el campo se transforma ahora en una clase urbana casi en su totalidad. En 1627, Mateo López Bravo se lamenta de que el malestar, la desigualdad derivada de una injusta distri­ bución de las riquezas, aleja de las aldeas a los que tienen mucho y a los que no tienen, y les hace acudir a la ciudad, a unos para darse al lujo y a otros para servir de criados125. En segundo lugar, muchos de los que acuden a la ciudad fracasan, como antes hice observar, y quedan en completo desamparo, con lo que el pobre rural de antes se convierte en algo muy diferente, el pobre de ciudad, quizá más frecuentemente identificable como mendigo o pordiosero. 123 M i n c h i n t o n , en H istoria econ óm ica de E uropa, dirigida por Cipolla, págs. 83-84. 124 La relación con esto de las Órdenes religiosas nuevas — franciscanos y dom inicos— y el m ovi­ m iento que acabo de indicar son conocidos. Véase J. le G o f f , «Ordres mendicantes et urbanisation dans la France M édiévale», en A .E .S .C ., X X V , 1970, págs. 924-946, cuyas conclusiones son similares a las que se pueden sacar de otras partes. H ice referencia a ello en mi trabajo «Franciscanism o, precapitalism o y burguesía: la obra de Eixim enis», recogido ahora en E stu dios de H istoria del pen sam ien to es­ p a ñ o l. Serie prim era, E d a d M edia, ya citado. 125 D e rege et ration e regendi, edición de H . M échoulan, ya citada, pág. 286.

733

Nobles y señores, religiosos de nuevo estilo, burócratas, mercaderes, terrate­ nientes en grande, artesanos de nueva y difícil profesión (impresores, por ejemplo, fabricantes de lentes para anteojos), rentistas cuyos beneficios invertidos en prés­ tamos a interés (juros y censos) proceden de distintas fuentes, maestros y «hom­ bres de saber», pueblan la ciudad que se expande, renuncia a sus murallas y acepta los individuos de otra procedencia en su vecindaje, aquellos, por ejemplo, que in­ tegran la guarnición militar en ciudadelas o cuarteles. Entre todos esos elementos, incorporados a tan abigarrado conjunto, se hallan los pobres: los pobres que viven de la limosna de los ricos que quieren ayudar a su propia alma, del socorro de los conventos de religiosos y también de lo que hurtan o de lo que ocasional y míseramente ganan ejerciendo alguna actividad, por ejemplo ocupándose de espor­ tilleros. Junto a los que se deciden por el hurto, o, llegado el caso, alzándose a más, los que se atreven al robo, están los que, con mucha semejanza en el modo de conducta, no dejan de practicar el engaño, el fraude, la estafa, etc. Entre la gente de la ciudad, sobre todo en la crecida ciudad barroca, se instala la población resi­ dual de los pobres, y con ellos, difícilmente distinguibles a primera vista, la protei­ ca colonia de los que llevan una vida picaresca, con la apuesta de conseguir por esa vía mejores ganancias que aquellas que buscan los restantes pobres. Ya hemos vis­ to en un pasaje de Mateo López Bravo cómo se contempla ya esa especie de sim­ biosis en que los pobres dedicados a la industria de pedir o hurtar viven dentro de la ciudad junto a los ricos, que a su vez los necesitan para poder desplegar uno de los fines decisivos de la riqueza en los primeros tiempos modernos: su ostentación. La segunda parte de la obra de López Bravo —que aparece incorporada en su se­ gunda edición—, a la que el párrafo antes citado pertenece, es de 1627. Un siglo antes, exactamente, Erasmo, al escribir el sexto de sus Coloquios, comprende ya hasta qué punto el pobre es fundamentalmente un pesonaje urbano; cuando hace mención de un ciego de estos que andan por las puertas, «que holgaba mucho de ser apretado e casi tropellado con la frecuencia de la gente, porque, según decía, donde concurre el pueblo allí hay la ganancia» m . Miguel de Giginta, en la época en que empieza a florecer espléndidamente la novela picaresca, interesado como está el autor en el remedio de los pobres, ocupándose en trazar planes que alcan­ zan pública difusión para la protección de los mismos, hablará de los picaros y mendigos «de los pueblos grandes»127, a cuya estructura demográfica pertenecen, para los cuales —me atrevo a decir— constituyen tales aglomerados urbanos, co­ mo ya expuse al empezar, su propio ecosistema. La ciudad ofrece a quien no tiene recursos para vivir como rico en el campo un amplio repertorio de posibilidades; muy al contrario de lo que se dice a veces, el pobre puede sobrevivir en un medio urbano con más facilidad que en un medio rural. Un sociólogo de nuestros días, R. K. Merton, habla, apoyándose sobre el presente (pero sus palabras tienen mayor alcance), de la «estructura de oportuni126 C olo q u io s, traducción castellana de 1532; cito por la edición y prólogo de J. B. A nzoátegui, Buenos Aires, col. Austral, pág. 82. 127 Véase Tratado d e l rem edio de p o b re s, fo lio 43. Interesa ver M . C a v i l l a c , «La reform a de la beneficencia en la España del siglo xvi: la obra de M iguel G iginta», en E stu dios de H istoria social, 1979, núm s. 10-11, julio-diciem bre, págs. 7-59. Este im portante estudio de Cavillac se basa en las dos obras de G i g i n t a , cuya publicación el citado investigador anuncia: T ratado d e l R em ed io de p o b re s (Coim bra, 1579) y A ta la ya de caridad (Zaragoza, 1587). El estudio de Cavillac contiene, adem ás, una num erosa bibliografía.

734

dades» que la ciudad presenta consigo, y estima en ello uno de sus aspectos favo­ rables. Esto es, ni más ni menos, lo que vieron tropeles de pobres gentes que emigraron para aprovecharse de aquéllas, .cuando, conforme a las proporciones del tiempo, empezaron a formarse las nutridas concentraciones urbanas. Y enton­ ces, como ahora, el fenómeno tuvo sus manifestaciones positivas, pero también, en ambos casos, hoy y ayer, las ofrece negativas. Merton no deja de señalar, para el tiempo presente, sus puntos flacos, que son aplicables a los de la sociedad barro­ ca urbana: despierta aspiraciones, permite espectativas, a las cuales no se renuncia fácilmente, y cuando se ha fracasado en ellas, condena a la desilusión que está en la base del individuo «desviado», bajo las diversas formas de éste. Es así como «la ciudad reúne dentro de sí los extremos de la sociedad y, más aún, convierte en can­ didatos a dar respuestas anómicas a algunos que, en un principio, no pertenecían a ninguno de los extremos» m . Los pobres acuden, pues, a la ciudad porque con su crecimiento demográfico en general, y el aumento del número de los ricos, ha aumentado la demanda de oficios y de servicios, esto es, de mano de obra —aunque, repito, no en las propor­ ciones con que acudió a satisfacer tal demanda la corriente inmigratoria—. Pero también, junto a la mayor cantidad y variedad de trabajos, aumenta la limosna; y a la par que estas ventajas ya señaladas de carácter económico, también, para al­ gunos por lo menos, aumentan las oportunidades de educación —vía de mejora­ miento social—; las de contemplar y admirar espectáculos y diversiones; otras, de carácter sexual, etc. En las Relaciones de los pueblos de España, si antes constatamos un desplaza­ miento de la aldea a la ciudad, las mismas Relaciones nos explican, en más de un caso, que esto era debido a la mayor facilidad en encontrar de qué comer. Tal es el caso de Meco respecto a Alcalá, en el que los vecinos de aquél se benefician de la proximidad de una plaza que emite demanda. Sucede igual en otros casos: Bargas y Mocejón respecto a Toledo;'Taracena, Lupiana, Yélamos, respecto a Guadalaja­ ra; El Bolao, respecto a Almagro; Hotaleza, Paracuellos, Pesadilla, Pozuelo, Las Rozas, Vicálvaro, respecto a M adrid129. A un escritor de economía ya citado, Sancho de Moneada, le hemos escuchado declarar: «de todas partes se acogen a la Corte a ganar de comer, porque no tienen en qué en sus tierras»130. Y es que, co­ mo se reconoce en Marcos de Obregón, «en las grandes repúblicas, el que es cono­ cido, aunque anochezca sin dinero, sabe que al día siguiente no ha de morir de ham bre»131 —ese «conocido» a que Espinel se refiere no es otro que el mendigo visto con alguna frecuencia y del cual se sabe que es «legítimo» pobre. Los documentos oficiales hacen referencia a la presencia en la Corte, como emigrantes en ella, de individuos destinados al trabajo manual o servil, de los pobres que buscan mejorar o asegurar su sustento. La Junta de Reformación lla­ maba la atención a Felipe IV (23 mayo 1621) sobre la presencia de esa masa de 128 A n om ie, anom ía e interacción social, en el volum en de varios autores reunido por Μ . B. Clinard. M erton llam a «estructura» de oportunidades a lo que no consigo ver más que com o un «reperto­ rio» de las m ism as. En las palabras citadas queda bien señalado el sector de la vida picaresca. 129 R estauración p o lítica de España, discurso 11, folio 1 9 ,pág. 135 de la edición de J. Vilar, ya citada. 130 R elacion es d e lo s pu eb los, ya citada; tom os dedicados a Madrid, a Toledo (I y II), a Guadalaja­ ra (II, III y V). 131 Ed. cit., t. I, págs. 163-164.

735

presuntos trabajadores, trasladados de lugar, «los cuales se han venido a esta Cor­ te y dexado sus casas por no tener en qué trabajar ni ganar de comer en ella, dan­ do unos en pajes y escuderos, a que no convida poco el perniçioso uso de traer ca­ da señora un escuadrón de infantería junto a su silla, llenándose la Corte de gente holgaçana, que es la que la inquieta y perturba, y otros en lacayos, cocheros, moços de sillas y aguadores, y otros offiçios inútiles, gente que hace mucha sobra aquí y mucha falta en sus naturales, donde pudieran labrar y cultivar la tierra, que es el offiçio prinçipal en que consiste el servicio de la república»132. Ya era cosa sabida prácticamente, en los años críticos a que me vengo refirien­ do, la observación que más adelante —ya a fines del siglo siguiente y sobre cir­ cunstancias sociales que no han cambiado totalmente— hacía A. Smith, desde un punto de vista estrictamente económico: en un núcleo de población pequeño las posibilidades son pocas y «no podrá mantenerse un esportillero o mozo de carga con sólo este oficio. Una villa o una aldea es para él una esfera muy reducida, y aun una población que tenga mercado ordinario suele no poderle dar ocupación constante [...]»; aunque a primera vista parezca un contrasentido. «Hay ciertas es­ pecies de industria, aun entre las clases ínfimas, que no pueden sostenerse sino en poblaciones grandes»133. Tal era, precisamente —aunque parezca irónico—, el caso de esa profesión de picaro, y, en correspondencia con ello, de esas otras profesiones a las que, even­ tualmente, un trabajador ocasional podía acudir, dispuesto siempre a abandonar todo trabajo en la primera oportunidad de sobrevivir, parasitariamente, en las zo­ nas de la desviación. Tales eran, de suyo, aquellas a las que el picaro podía acoger­ se y en las que se encontraba a sus anchas. Ésa era, en su principal aspecto, la llamada de la Corte o ciudad principal. Recordemos la declaración del Segundo Lazarillo: «entráronme en la Corte, donde la ganancia era grande, por ser la gente della amiga de novedades, a quien siempre acompaña la ociosidad»134. Aparte del eco que en estas palabras queda de la estimación caracterizadora de la mentalidad de una sociedad tradicional, según la cual en la gran ciudad no se trabaja, sino que es el espacio del ocio voluntario y vicioso, este otro Lazarillo apela para resolver sus dificultades a ocupar un puesto entre esa multitud de gentes novedosas que se juzga ser la variedad de gentes innominadas, los que deambulan holgazanamente por calles y plazas, en busca de ocasión para ejercer sus malas artes, proteos de la miseria, como son ganapanes, esportilleros y tantos otros semejantes, a los que, bajo una condición general de picaros, se les cita en la época. Es efectivamente el recurso del picaro, como nos lo dice uno de los escasos ejemplos de semejante tipo que existe en nuestra literatura dramática: el cervantino Pedro de Urdemalas cuen­ ta de sí mismo: «y a Sevilla me volví donde al rateruelo oficio me acomodé, baxo y vil de mozo de la esportilla».

132 A . H . E., vol. V, L a Junta de R e form ación , ya citado, pág. 81. 133 R iq u eza de las naciones, ya citada, libro III, cap. IV. 134 Ed. cit., pág. 121.

736

Esta situación se comprende que hubiera de preocupar a los altos órganos de gobierno de la Monarquía —así como en sus tierras, a los gobiernos de otros paí­ ses—. Y esto llevó a intentar hacer frente a tan indeseable concentración urbana, imponiendo una política de descongestión de los antros más insanamente crecidos y más peligrosos. El crecimiento se estaba manifestando en la oferta de viviendas. Pero esto no bastaba y a ello, además, no tenían acceso los inmigrantes sin recursos. Piénsese que en Sevilla, en las últimas décadas del siglo xvi, parece ser que se construyeron sobre 2.500 casas de vecinos, y Pedro Mexía, en sus Coloquios, había señalado ya que la capital se hallaba (1547) bajo una intensa actividad fabril constructora135. Respondía esto a la sucesión de las tres etapas que ha señalado M. Moret: la Sevi­ lla andaluza, americana y europea136. En Medina del Campo, incendiada por los imperiales durante la guerra de las Comunidades, pocos años después un viajero italiano comprueba que se han reparado los daños sufridos y se pueden contem­ plar muchas casas nuevas, recién edificadas137. Los testimonios sobre Madrid, Za­ ragoza, Valencia, etc., no faltan y algunos de ellos han quedado señalados más atrás. El fenómeno era general en Europa, donde en casi todas partes se conocía el incremento de la urbanización y de la población ciudadana, en detrimento del campo. Se ha recordado que en Alemania se hablaba en 1600 del «gran número de casas» construidas en años recientesl38. Per.o en la Corte y en la peculiar constitu­ ción y estructura de la Corte de los Austrias los peligros y la corrupción que pro­ vocaba el crecimiento tenía especial gravedad. Sobre el problema que esto representaba en Madrid se llega a hacer un plantea­ miento técnico, que presenta al rey en 1597, el doctor Pérez de Herrera, quien es­ cribe uno de sus Discursos «sobre las calidades y grandezas de Madrid» y sobre lo que habría que hacer, además, en ella, para convertirla en Corte perpetua de una gran M onarquía139. P. de Herrera se ocupó en buscar un sistema de criba para ex­ cluir a la población indeseable o redimirla en lo posible, atendiendo una vez más a la manera de cómo mejorar la situación de Madrid, socialmente y urbanísticamen­ te. Observando las lacras que como metrópoli ofrece y de cuya purulenta excrecen­ cia vive la chusma picaresca, según su criterio de moralista, se pregunta «cómo po­ drían remediarse algunos pecados, excesos y desórdenes, en los tratos, bastimentos y otras cosas de que esta villa de Madrid al presente tiene falta» l40. Pero no olvide­ mos nosotros una cosa. Hay que pensar que la Inquisición, como los señores de gustos plebeyizantes y sentimientos antipopulares, la «justicia» con sus agentes practicantes del cohecho, la fragilidad del grupo de los burgueses y la inclusión de 135 Véase Ruth P ik e , A ristócratas y com erciantes. L a so c ied a d sevillana en el siglo X V I, Barcelona, 1978, pág. 113-115. 136 A sp e c ts d e la so ciété m archande de Séville au d éb u t du X V I I e siècle, Paris, 1967, en especial, p á­ gina 22. 137 Citado por R. C a r a n d e , Carlos V y su s banqueros, t. I, pág. 324: «Un viajero italiano que visi­ ta M edina en el año 1525 contem pla gran número de casas nuevas recién edificadas. Se habían reparado los daños de las com unidades, con gran celeridad, y brotaban nuevas prácticas mercantiles que difun­ dían la circulación de las letras de cam bio.» 138 H . K a m e n , o b . c i t ., p á g . 6 9 . 139 C itado por M. Cavillae en estudio preliminar a su edición del discurso de P é r e z d e H e r r e r a , A m p a ro d e p o b res, pág. XLIII. 140 El escrito aparece en Madrid, 1600; citado por M . Cavillae, pág. C X X X V III.

737

todo ello en un universo de apariencia falseada por la ostentación y la usurpación, pertenecen, como elementos componentes, a una sociedad que en conexión con su confuso crecimiento ve desarrollarse el fenómeno de la picaresca; que de algún modo y en alguna medida, en sus vicios y en su degeneración, ofrece modos de vi­ da que se corresponden con ésta. E

l p ic a r o e n l a c iu d a d

. La

in c it a c ió n a l a d e s v ia c ió n p ic a r e s c a

E N L A G R A N C O N C E N T R A C IÓ N U R B A N A Y LOS IN TEN T O S D E R E D U C IR É ST A

Pérez de Herrera y algunos de sus amigos, como Mateo Alemán, se dan cuenta de que si hay picaros, ello se debe a las condiciones ambientales que comprenden al resto de la sociedad. Y en ellos y otros muchos que, por una razón u otra, tu­ vieron relación con estas capas de población, vivero de picaros, hallaremos, si les prestamos toda la atención debida, las razones, en consecuencia, que atrajeron a estas gentes y que apoyan algunas referencias que he adelantado en páginas ante­ riores. Se explica asi, con documentos directamente inspirados en la realidad de la época, el proceso que pone en movimiento esta emigración y que denuncia el esta­ do social que lo prepara. El abogado Chaves, por ejemplo, en su famosa Relación de la cárcel de Sevilla, explica que tal afluencia sobre Sevilla —uno de los casos más agudos— procede que «como es grande, entienden que caben en ella todos y se puede encubrir la torpeza de cada u n o » 141. La gran ciudad, de suyo, es semillero de gentes pervertidas —que califico aquí de ese modo, ateniéndome a la valoración social establecida—; de un lado, porque favorece el contagio de unos con otros, al haber reducido en tan gran proporción la distancia de individuo a individuo; en se­ gundo lugar, porque, en general, y especialmente dentro de grupos de gentes anó­ malas, marginadas, facilita que se fomente el desenvolvimiento de condiciones am­ bientales adecuadas para inclinar al vicio; en tercer lugar, porque, sin proponérse­ lo, como subproducto de una condición insana, ofrece recursos de protección para aquel que se conduce desviadamente y aun delictivamente, con lo cual no es ya, por tanto, que acudan a ella, sino que con sus condiciones, ella misma los cría y los protege. Los picaros acuden a ella, a la gran capital, porque pueden en­ contrar quien les ayude en el aprendizaje y práctica de las malas artes que emplean en su mala vida, en sus depravadas costumbres. Insisto en que la opinión de la época, en la medida en que aparece expresada por los escritores, atribuye la formación de este ecosistema de la picaresca al hecho de la concentración urbana que produce tal consecuencia o contribuye decisiva­ mente a configurarla. Pero, al paso que prepara a otras capas de gentes a seguir conductas fuera de las normas (que respondan a su relajación, sus abusos, el in­ cumplimiento de sus deberes de clase superiores conforme a la subsistente ordena­ ción jerárquica estamental), en contraposición con ello vigoriza la figura del picaro: Los Memoriales del Conde-duque sobre el estado de la nobleza y de la ju ­ ventud dan fe de su poco ejemplar conducta. También B. Remiro de Navarra, en Los peligros de Madrid (1646) insiste en esa influencia, en dirección inversa a lo regular, de parte de la ciudad 142. 141 E dición de B. J. G allardo, ya citada, 2 . a parte, col. 1363. 142 Véase C ostu m b rista s españoles, edición de Correa Calderón, t. I, págs. 130 y ss.

738

Desde comienzos del siglo xvii se generaliza la preocupación por el problema en las esferas de la gobernación del reino. El Consejo Real presta continua aten­ ción a la política de descongestión, superlativamente de la Corte, pero también en ocasiones de otras ciudades principales. En consulta al rey Felipe III, de 1 de sep­ tiembre de 1619, observa el Consejo que «las gentes abandonan sus tierras y luga­ res y aquí (en la Corte) se avecindan los unos y los otros, compran casas y las hacen de nuevo muy costosas». Guzmán de Alfarache sería, en el mundo de la fic­ ción novelesca, uno de los que levantarían una de esas casas de elevado coste, en su etapa de matrimonio y de mercader. Otros personajes de su mismo mundo al­ quilan y alhajan casas en las ciudades a las que llegan, con propósito de instalarse un tiémpo más o menos largo y engañar sobre su condición social a los vecinos: Teresa de Manzanares es el mayor ejemplo en esto. Unos meses antes de la fecha que acabamos de dar, en 1 de febrero del mismo año, el Consejo Real, en anterior consulta al rey, consideraba un punto interesante y que afecta y ayuda a explicar la conducta del pobre en la ciudad, transformándose en picaro: según el Consejo, esas gentes, de extraña y variada procedencia, «nos han de tener odio y aborreci­ miento» 143. El emigrante, con una cierta conciencia de inferioridad y extrañeza, con un sentimiento penoso de haber tenido que abandonar su lugar de origen, se muestra, de ordinario, con un fondo de aversión a la nueva sociedad que le acoge. Y cuando a esto se une, con frecuencia, la amargura de la frustración, de en­ contrarse cerradas las puertas, se despiertan la hostilidad y la agresión del picaro. En ese mismo documento de la consulta del Consejo Real, que queda citado en último lugar, se le propone al rey que la gente «que hay en la Corte es excesiva en número y así es bien descargarla de mucha parte delia»; de esa manera, piensa el Consejo, aquélla se vería «más desenfadada y sin tanta confusión y aun sin tantos vicios y ofensas de nuestro señor», a lo que tanto ayuda tan gran número y tan va­ riada procedencia de forasteros144. En esa importante propuesta al rey, el Consejo estima que hay que reducir la población de la Corte: «Y no se ha de comenzar co­ mo en lo pasado por la gente común y vulgar, que para que ésta salga, el medio que se propondrá es el más eficaz y relevante, y sería iniquidad dejar los ricos y poderosos, que son los que han de dar el sustento a los pobres, y echar a éstos adonde no tengan en qué trabajar, ni ganar de comer, pues la causa de venirse de sus naturales y dejar sus casas desamparadas no es la dulzura de la Corte, porque en ella vemos que trabajan muchos y ganan de comer con sus manos, sino el no te­ ner con qué se sustentar en ella; los que deben salir son los grandes y señores y los cavalleros y gente desta calidad, y un número grande que hay de viudas, muy ricas y muy poderosas.» El Consejo llega a pensar en toda una política de trasplante de poblaciones, considerando que convendrá dentro del reino trasladar la que sobra de unas partes a otras. «La que hay en esta Corte es exçesiva en número y así es bien descargarla de mucha parte della y mandar a los que hubieren de salir que se vayan a sus tierras, que aunque cada uno pueda mudar domiçilio, y estar a donde quisiere, cuando la neçesidad aprieta, y se ve que se va a perder todo, V. M. puede y debe mandar que cada uno asista en su natural; que si es la Corte favorable por ser patria común, quanto más lo debe ser la propia de cada uno, que es la nativa y verdadera.» 143 A. H . E ., V, págs. 23 y 24. 144 Idem , págs. 22 a 24.

739

En el nuevo reinado de Felipe IV el tema sigue en pie. Se acentúa la evocación de las amenazas, peligros, desórdenes, delitos, que a la gran concentración acom­ pañan, y se insiste, con más amplitud y razonándolas más detenidamente, en las medidas a tomar. También en esta nueva situación es de interés recordar otro do­ cumento, más relevante quizá que el anterior; me refiero a la consulta al rey Feli­ pe IV que le dirige la Junta de Reformación, en 23 de mayo de 1623. Comproba­ mos, para empezar, que está bien claro el propósito de oponerse al hacinamiento popular en la capital: «a esta Corte se viene casi todo el Reino»; es un elemento demográfico de calidad indeseable, por las condiciones en que se instala, y no me­ nos por las intenciones de su desplazamiento, precisamente al lugar más poblado, y por las actividades sospechosas, a que se dedica. Pero, además, ahora se insiste mucho en algo que aparecía insinuado en el anterior escrito del Consejo Real. Hay que aprovechar la ocasión para apartar a señores y poderosos de la proximidad a los centros de poder (lo que nos revela que se ha suscitado temor de que se forme un ambiente político de oposición con probabilidad de revuelta si algún noble se pone a la cabeza de los descontentos). Los que llegan al centro vital de la M onar­ quía son «mucha gente ociosa y mal entretenida y otra sobrada y baldía, que es sin número la que hay en esta Corte». Los picaros no son rebeldes, menos todavía re­ volucionarios, pero son producto de sociedades en donde se da una situación ines­ table, un alto índice de inconformidad y oposición y en donde, como sociológica­ mente se explica sobre estas condiciones, la incorporación de un alto señor al fren­ te de una masa en estado muy difundido de anomia, puede encender la revuelta con carga revolucionaria. (Pareto inserta un resorte de esta naturaleza en el meca­ nismo de las «revoluciones», cuyo «modelo» ofrece.) La Junta de Reformación aconseja claramente al rey que, dadas las circunstan­ cias que se observan, «el medio es que atento que a esta Corte se viene casi todo el Reyno, quedando despoblados los lugares más prinçipales dél y las aldeas y lugares pequeños del todo arruynados, V. Mag. se sirva de mandar que salga della y se va­ yan a sus tierras, o a donde mejor les pareçiere, dentro del término que se les seña­ lare, los grandes y titulados cavalleros que tienen vasallos, que no tuvieren offiçio en las casas Reales ni en los Consejos, y otros cavalleros». Hay dos motivos princi­ pales para acometer esta política. El primero (que ataca de raíz a los condiciona­ mientos de la expandida vida picaresca) está en considerar que «es sin número la que hay en esta Corte (por más que se diga), que no sirve de más de hazer número y gastar bastimentos y aun cometer y encubrir graves enormes delitos, de cuya ex­ pulsión no se trata aquí, porque esto claro es que es justo que salgan, como lo dijo la ley de la Partida que queda referida». El segundo, «que es contra toda buena poliçia desplobar los demás lugares por aventajar a uno, en tanto daño de la haçienda de V. Mag. y del Reino, porque disminuyéndose la gente de los otros lu­ gares, sin haber recompensado los encabeçamientos, es daño para ellos y para las rentas reales, que aunque más se procure es imposible suplirlas un solo lugar por mucho que se aumente, y esto se suplirá en alguna manera poblándose los lugares que hoy no tienen caudales, ni personas ni lustres, ni cosa que pueda ayudarles a levantar cabeça, yéndose a vivir a ellos los señores con los criados y allegados y offiçiales y otros menestrales que llevarán tras sí». La Junta trata de convencer al rey y también a la opinión pública de la capital, exponiendo que «a los mismos se­ ñores les estaría muy a propósito el salir de la Corte, y residir en sus tierras, por740

que de más de serles la asistençia délia (es decir, en la Corte) ocasión grande a que la buena inclinaçiôn de los generosos ánimos de muchos de ellos se reduzca con façilidad por las malas compañías a cosas indignas del ser y calidad de sus perso­ nas y obligaçiones, con que naçieron (como la experiençia lo muestra), esles causa de grandes y excesivos gastos, que no pueden escusar, según la disposiçiôn en que hallan el estado y grandeza de la Corte, donde les es forçoso gastar más de lo que sus rentas sufren, con que muchos han descompuesto sus estados, y puéstolos en el empeño que los vemos, y es muy justo, que se procure y soliçite por todos los me­ dios posibles la restauración de casas tan ylustres, por lo mucho que importa al bien público que el ser y valor dellas sea reduçido a la antigua grandeza que tanto ylustra la destos Reynos y de tantos serviçios es para los Reyes»l45. Bajo esta política de descongestión urbana se incluía todo un plan de anula­ ción, o cuando menos, de inmovilización de aquellos poderes sociales y económi­ cos que pudieran enfrentarse a la Monarquía y amenazar su poder, a la vez que oponerse al de aquel grupo oligárquico del que en ese momento se servía el rey para el modelo de absolutismo y de privilegio sobre la riqueza en que ese poder ab­ soluto se fundaba. Se completaba así la política de restablecimiento de los frenos ideológicos que en los países europeos se levantaba, opiniéndose a la marea de los cambios que podía provocar una movilidad social ascendente que se estimaba ex­ cesiva para el mantenimiento riguroso del sistema. Las consecuencias llegaban has­ ta aquellas capas ínfimas que se habían sentido sacudidas —merced a un creci­ miento de individualismo— hacia un nivel de aspiraciones, de esfuerzos por medrar, rompiendo a cada paso los patrones del comportamiento regular estableci­ dos y considerados necesarios para el mantenimiento del régimen. La política de descongestión urbana afectaba, pues, decisivamente a la subsistencia de la pica­ resca. En España, contra la opinión de personas con un pensamiento económico ac­ tualizado y renovador, se buscó la solución de devolver al campo, a la agricultura, esa población que llegaba a la urbe buscando, con su concentración, como tras un tupido bosque humano (faltando a la conveniente distancia entre individuos) ha­ llar refugio. En ella iba incorporado el desviado, para ampararse, encubrir su con­ ducta irregular y procurar su impunidad tras el telón de la masa aglomerada; sin embargo, el fracaso fue estrepitoso. En otros países, entre ellos en Holanda, en parte de Inglaterra, en menor medida en Francia, se procuró desviar esa corriente demográfica hacia puntos en los que se instalaba una primera industrialización. En estos casos la amenaza potencial de la población residual quedó reducida a las pro­ porciones —podríamos decir, remedando la conocida frase— de un mero pelotón de reserva industrial, cuyo papel definieron en términos tan precisos como inhu­ manos los economistas ingleses entre fines del siglo x v i i y comienzos del xvm. En el caso de España, la política gubernamental no acertó ni a constituir una reserva fertilizante; por el contrario, consiguió que se endureciera la masa de los desem­ pleados famélicos, ansiosos de mejora y dedicados a buscarla torpemente por la vía del fraude. Encuentro sumamente notable el parecer de Sancho de Moneada. Empieza porconstatar, con claras líneas, la existencia en España de una situación que forzosa145 A . H . E ., V, págs. 78 a 83.

741

mente había de llevar al mal que se quería combatir; éste no era capricho de seño­ res y trabajadores, sino resultado del estado económico del reino: «de todas partes se acogen a la Corte a ganar de comer, porque no tienen con qué en sus tierras, y así la culpa es de lo que les obliga a dejar sus casas y no de la Corte». Se ha dicho por algunos que se mande vuelvan a sus lugares los desplazados; pero en otras oca­ siones el remedio se ha revelado inútil, porque en cuanto pasa algún tiempo y cede el rigor, retornan a emigrar; en segundo lugar, con una medida tal se obliga a uno a vivir en un sitio contra su voluntad, lo que equivale a «dársele por cárcel»; terce­ ro, no se puede obligar a nadie a «que viva donde muere de hambre y que no esté donde gane de comer»; cuarto, «porque son medios violentos y siéndolo son de poca duración»146. Sancho de Moneada proponía, en lugar de un plan de medidas coercitivas, una política económica: fomentar el desarrollo industrial; política de crecimiento de la población (aunque parezca paradógico); favorecer las exporta­ ciones y limitar las importaciones; proteccionismo. Con esto, en efecto, la pobla­ ción desocupada, vivero de picaros, desaparecería absorbida por la creciente de­ manda de mano de obra, y se recobraría un equilibrio demográfico que eliminaría los peligros de invasión de la Corte por una masa de individuos ociosos y des­ viados. Quizá ninguno de los documentos citados esclarece mejor que las páginas de S. de Moneada el fondo político-social y económico de la pobreza amontonada y apicarada. Sin embargo, no se atendieron sus consejos. No se les presentó a los in­ dividuos desvalidos ni siquiera un corto repertorio de oportunidades adecuado o proporcionado a su nivel estamental en el que se diera entrada a un cierto ingre­ diente de estímulo. Tan sólo se vuelve a un planteamiento equivalente al que aca­ bamos de ver en un Memorial, probablemente dirigido sobre 1621 al rey Felipe IV, del que fácilmente se observa —como ya llevo advertido— estar inspirado en el fa­ moso Memorial de 1600 de Cellorigo —si no es este mismo su autor—. En él tam­ bién se descubre una honda preocupación por dar salida a esos desvalidos. Incluso en algún documento oficial un poco posterior, al modo como se da en el segundo de esta clase que acabo de recordar, se observa ciertas coincidencias en frases bre­ ves, textualmente reproducidas en alguna ocasión, del Memorial de Cellorigo. En éste se declara tajantemente que es proceder contra toda buena política «despojar los demás lugares por aventajar a uno», fenómeno que se estaba produciendo en España, donde, junto a una disminución demográfica del país, en términos abso­ lutos, se daba ese aumento relativo de la población urbana, producido obviamente a expensas del campo y de los pequeños poblados rurales. En el mencionado M e­ morial anónimo se sigue diciendo: «Muy grandes son los inconvenientes que esto trae, pero el mayor es que la muchedumbre de la gente no da lugar a que pueda ser bien gobernada, y por el consiguiente encubre grandes y graves pecados, que sue­ len dar causa a la destruçion de los Reyes y reynos; y todos los que bien escriben deste punto de Estado abraçan el pareçer de que las çiudades no sean muy nume­ rosas de gente por los dichos peligros. Y así será conveniente mandar que los gran­ des y señores de títulos se retiren todos a sus estados, y los caballeros a sus es­ tancias, adonde mirarán por sus vasallos y evitarán los grandes gastos que haçen en la Corte, con lo qual ella quedará más habitable para los que necesitados de 146 R estau ración p o lítica de España, págs. 135-136.

742

justiçia vienen a buscar al Prinçipe, y los unos y los otros, menos gastados y en mejor disposiçiôn, pueden acudir a los llamamientos del Rey»147. Están aquí, rápi­ damente señalados, los graves males del desarreglo demográfico, de los que surge, entre otros, el desafío del picaro: la situación del mal gobierno, el encubrimiento de la conducta irregular por la gente de baja estofa, los peligros de la ciudad muy poblada, la conveniencia de apartar a muchos poderosos, el abandono por la clase nobiliaria de sus deberes militares —un grave factor de erosión de la sociedad tra ­ dicional, al que vengo refiriéndome como un aspecto histórico decisivo y que Schumpeter estimó de la misma manera. Siguiendo esta línea, se redacta la Carta de la Junta de Reformación a las ciu­ dades con voto en Cortes (28 de octubre de 1622). En ella queda bien de manifies­ to cómo se llega a ver que la raíz de la anormal situación social, no se encuentra propiamente en el mismo tropel de maleantes —que un día, como llegó a compro­ barse en ciertas regiones o pueblos peninsulares, se puede transformar en tropa de sediciosos—, sino que deriva de las zonas altas de la pirámide social; sobre ellas hay que actuar y mientras tanto establecer un régimen de vigilancia general. Vigi­ lar y castigar —los dos términos a que Foucault ha dado tanto relieve histórico— quizá no tuvieron nunca una parte tan decisiva en la empresa de gobierno como en las décadas del Barroco, por lo menos hasta llegar a los regímenes totalitarios, de una y otra inspiración, en nuestros días. Esa Carta de la Junta hace resonar una vez más la llamada sobre la irrupción de masas de emigrantes, con «los grandes in­ convenientes, assi porque sobran en ella con peligro en la oçiosidad y perjuiçio en el gobierno y con gasto en las haziendas, por ser mayores las ocasiones y obligaçiones, como porque hazen gran falta en sus casas y tierras desamparadas y perdidas»; en consecuencia, se recomienda «se trate de desaguarla y poner seguri­ dad, para que adelante no se pueda volver a poblar. Y que para esto y saber quién va y viene y está en ella, y a qué negoçio, y por qué causa, y quánto tiempo, y có­ mo vive, los Alcaldes de Cortes viva cada uno en uno de los seis quarteles en que está repartida [el texto aparece aquí corrompido]: se dividan en diez y seis, y en ca­ da uno viva uno de los del mi Consejo con cargo de atender a lo dicho». Insiste en que se obligue a los señores a que vuelvan a sus tierras, empleen, atiendan y go­ biernen a sus vasallos y servidores —con lo que éstos permanecerán en su sitio, tranquilamente—, y anuncia que se ha de extremar el control sobre la población forastera, a fin de que todos sean conocidos en su conducta por la autoridad, y de­ saparezca, en consecuencia, esa situación de indiferencia y encubrimiento que el desviado y el delincuente buscan en los medios populosos (condición vital para el cultivo de la picaresca)l4S. Para facilitar esa descongestión se les otorgarán ciertas ventajas fiscales y judi­ ciales: «Y porque el medio más prinçipal para poblar los lugares es que los grandes y títulos que están en esta corte se vayan a los suyos, pues, con esso se llevarán tras de sí los criados y gente, y que por no poderse sustentar sino a su sombra, si vie­ nen tras ellos, se les convide a que lo hagan con algunas conveniençias, como será que el que tiene obligaçiones a redimir los censos que con facultad Real se toma­ ron sobre sus estados y mayorazgos, se les suspenda por algún tiempo, como viva 147 M em oriaI an ón im o de 1621, A . H . E ., V, pág. 251-252. 14« A . H . E ., V, pág. 392.

743

en uno de sus lugares, y que todos los pleitos de administraciones de estados y ma­ yorazgos, que penden de mi Consejo, (a) cuya soliçitud asisten muchos grandes y Títulos, y por lo menos toman ese color, se remitan a las Chançillerias adonde to­ caren» 149. Esta Carta va seguida de los Capítulos de Reformación, que Felipe IV aprueba en 10 de febrero de 1624, en donde se recogen medidas de rigurosa vigi­ lancia sobre la población, con la finalidad y sentido de lo expuesto hasta aquí. Pa­ ra descongentionar las grandes concentraciones, la Monarquía española no sabe acudir a medidas positivas que creen focos de atracción y provean de empleos alentadores a la población sobrante, sino a la fácil, pero no menos inútil fórmula de elevar los grados de presión preventiva y represiva por vía directa, mediante la fuerza de la autoridad. «Que se lleve —se dispone en los Capítulos— un registro de las personas que acuden a la Corte y se declare el tiempo en que necesitan resi­ dir en ella; que, de manera semejante, se limite en iguales términos el número de personas que acuden a Sevilla y a Granada, con la intención de instalarse como ha­ bitantes nuevos.» Y aplicando únicamente a favor de los señores una política de moratoria que tan sólo podía ser atractiva y operar por vía indirecta sobre la clase alta endeudada, se dispone que para facilitar que grandes, títulos y caballeros vuel­ van a sus estados, se les concederá que pueda doblarse el período de tiempo en que venían obligados a redimir los censos que hubiesen recibido150: se trata, pues, de una moratoria, para devolver préstamos obtenidos y aplicados sin relación ningu­ na con objetivos de producción, de aumento y mejora de las tierras, sino de ordi­ nario para saldar gastos suntuarios, de lo que se derivaba muy escasa ayuda a la población trabajadora y desempleada. Una vez más, la Monarquía barroca espa­ ñola optaba por la coacción —salvo algún improductivo favor a los privilegia­ dos— en lugar de atender, como proponía Moneada, al estudio de las causas de tan grave problema social.

P

o s ib il id a d e s q u e a l a l ib e r t a d p ic a r e s c a o f r e c e l a c o n f u s ió n

D E L A G R A N C IU D A D . E L A N O N IM A T O EN U N A G R A N M A SA DE P O B LA C IÓ N . L A C IU D A D , PA L E N Q U E DE L A L U C H A D E LOS PICARO S C O N T R A EL EN T O R N O D E LOS IN TEG R A D O S

La multitud confusa y sin rostro constituye la ventaja básica que la gran ciudad ofrece al picaro. La alusión a ese medio se repite en los textos literarios sobre las ciudades-capitales reiteradamente. En La Lozana Andaluza se pregunta: «¿Pensáis vos que se dice en balde, por Roma, Babilón, sino por la mucha confusión que causa la libertad?»151. La libertad picaresca es posible en un ambiente de confusión y a su vez lo engendra, difundiendo un estado de indiferencia —claramente de ca­ rácter anómico—. «En Roma —se repite poco después en la misma obra— todo pasa sin cargo de conciencia»152. Un anónimo francés, en plena época de la pica­ resca barroca, dice de París «depuis que l ’étranger a gouté de ¡a grande liberté d ’y

149 150 151 152

A . H . E ., V, pág. 393. A . H . E ., V, C a p ítu los de R eform ación, 10 de febrero de 1623, págs. 450-451. Ed. cit., X X IV , pág. 120. Pág. 134.

744

vivre et on ne s ’enquête de rien...»153: nadie se interesa por averiguar nada de los otros, y para gozar de la libertad de acción que eso permite se acude en confusa amalgama. Es, en definitiva, lo que al Buscón le empuja hacia la gran metrópoli mercantil andaluza: «tomé mi camino para Sevilla, donde, como en tierra más an­ cha, quise probar aventura»154. Desde muy pronto la gran ciudad, y superlativamente la Corte, se considera co­ mo el lugar de la indiferencia y de la agresividad, de cuyas consecuencias es fácil li­ brarse con tal de que se sea individuo de las capas altas. Sobre 1567 (tal es la fecha en que Gayangos suponía escrita la carta), Eugenio de Salazar escribe: «la Corte es mar donde los peces grandes se comen a los chicos»; su definición de la Corte ha­ bía de dar su lugar a un juego de contrariedades: buenos y malos, gentes de Dios y gentes del diablo, etc., «donde la justicia es más poderosa y rigurosa y los bellacos más y más principales»155 —recordemos que el Buscón se servía de la palabra «be­ llaco» para definirse como picaro,56. Los testimonios de un juicio de tal naturaleza sobre Madrid, endureciéndose, se difunden en todo el campo de la literatura, siguiendo uno u otro interés al pre­ sentar esa imagen. Lope de Vega, aprovechando el pasaje para sublimar la diferen­ cia de posición del rey y de los señores, respecto a todos los demás, hace observar que solamente aquéllos tienen casa conocida, «los demás que van y vienen son com o peones viles, todo es allí confusión».

Ese de la revuelta confusión de Madrid es tema que repite más de una vez Lope157. María de Zayas habla de «los ramilletes de Madrid», donde se mezclan las flores unas con otras, expresión que el propio Lope emplea tam bién158. María de Zayas recoge explícitamente el tópico: «este caos de confusión, que tal es la Corte y los que la siguen»159. Sin que falte, junto a lo dicho, la alusión a esa liber­ tad de no ser objeto de averiguación. También esto lo reconoce Mira de Amescua: «que en la Corte 110 se mira con tanta curiosidad».

Se pasa allí inadvertido, dado el bullicio que en ella reina, y no puede faltar el re­

153 «La chasse au vieil grouard de l ’antiquité (1622)», citado por H . H a u s e r , en su obra L a pen sée et l ’action écon om iqu e du C ardinal de Richelieu, Paris, 1944, pág. 148. 154 Esta frase, al final del capítulo IX , no figura en la edición de Lázaro Carreter (en ninguno de los dos m anuscritos), pero viene en el indicado lugar en la edición de Valbuena, pág. 1151. 155 C artas, págs. 11 y 12. 156 «Vine a resolverme de ser bellaco con los bellacos, y m ás, si pudiere que todos» (ed. cit., pági­ na 74). 157 L a d am a boba, jornada 1 .a. L o p e se pone, de ordinario, de parte de fortalecer el m undo rural, frente a la superioridad de la ciudad, que se im pone. Se trata de contener en su debilitam iento los fac­ tores del poder agrario de los terratenientes (laicos y eclesiásticos), frente a la creciente influencia del factor m ercantil. Sobre la «libertad» y confusión de Sevilla, en Lope, véase L a buena guarda. 158 «N ovelas am orosas y ejem plares», novela 1 .a, A ven tu rarse p erdien do, pág. 69. 159 Idem , novela 7 .a, A l f in se p a g a todo, pág. 299.

745

cuerdo del paseo del Prado, en donde más de un picaro de novela cuenta haberse paseado y en donde se encuentra «esta confusión que espanta y esta grandeza que admira».

El propio Mira de Amescua, en otra de sus comedias, sobre tema tan arraigado en la vida picaresca como es el del juego, hará expresar la idea a uno de sus perso­ najes, poniendo en claro el fondo moral, o más bien, amoral, de la confusión ciudadana: «En la Corte estás, que es mar donde el diligente pesca, el venturoso triunfa y el desdichado se anega.»

Y refuerza el tema con esta lamentación tan conocida: «Oh, cómo tiene embelecos la Corte en su confusión»160.

Era, como digo, lamentación conocida, que el moralista se veía obligado a ha­ cer, pero que, por el mismo planteamiento de posibilidades azarosas que denuncia­ ba, irradiaba sobre los inquietos y turbulentos una incontenible fuerza de atrac­ ción. Por lo que permitía de desafío a la ordenación jerárquica establecida, por lo que de favorable acogida —siquiera fuera provisional y de corta duración— tenía para el bellaco y truhán, la ciudad populosa presentaba para marginados inconformes y desviados un singular atractivo. Esa inseguridad social y moral de la Corte era conocida de moralistas y políticos y se repetía, bien en balde, su denuncia. Otro personaje cervantino, próximo al mundo de la picaresca, el Licenciado Vi­ driera, había clamado ya: «¡Oh, Corte, que alargas las esperanzas de los atrevidos pretendientes y acortas las de los virtuosos encogidos ! ¡Sustentas abundantemente a los truhanes desvergonzados y matas de hambre a los discretos vergonzosos!»161. Salas Barbadillo aplicaba a Madrid el tópico: «esta admirable cuanto confusa Ba­ bilonia» l62. Liñán y Verdugo, que llama a Madrid «Babilonia de la confusión», es­ cribe una larga parrafada exponiendo y condenando esos aspectos de la Corte —introduciendo una referencia a los «rentistas» que nos ayuda a comprender las razones por las que me detuve en comentar el tratamiento del tema de éstos en un historiador economista inglés—. Según Liñán y Verdugo, se contempla en la Corte «¡Qué de galas sin poder traerse; qué de gastos sin poder sustentarse, qué de osten­ taciones de casa y criados, sin que se sepa dónde se cría ni a qué árbol se disfruta aquello que allí se consume, qué de opinión de hombres ricos, más por opinión que por renta; qué de rentas sin opinión y qué de opiniones sin probabilidad! To­ das son apariencias fabulosas, maravillas soñadas, tesoros de duendes, figuras de representantes en comedias y otros epítetos y títulos pudiera darles más lastimosos 160 En las com edias L a fé n ix de Salam anca y L a casa del tahúr. 161 Ed. cit., t. II, pág. 144. 162 B. A . E ., t. X X X III, pág. 8.

746

que ridículos» I63¡ Todo eso y más y peor podía hallarse en Madrid, «en este lugar de tan gran confusión», insiste por su parte, como dando una información de cos­ tumbrismo y estado moral de la urbe, Francisco Santos164, y en otra de sus obras vuelve a insistir: «guiemos por esta calle arriba, saldremos a la Plaza Mayor y ve­ rás cómo va empezando su confusión»16S. Mas ese revoltijo, que al moralista podía disgustar, era lo que atraía al picaro: eran posibilidades que se abrían a la conducta irregular entre oleadas de gentes sin rostro unos para otros —así se estima la imagen de la convivencia urbana en el si­ glo xvii, aunque a nosotros nos parezca hoy exagerada y prematura visión de una nueva situación demográfica—. De ahí que se repita tanto la metáfora del mar, cu­ yas olas denotan su carácter movedizo e inseguro, a la par que por su confusa mo­ notonía, en su continua sucesión, resultan iguales. Por eso, repito, la comparación con el mar, con el océano, se emplea más de una vez. En Don Gregorio Guadaña, el protagonista nos da cuenta de que «llegamos a Madrid, en cuyo océano [...]»166. La Garduña de Sevilla ve a Madrid como lugar «donde todos campan y viven», como «piélago que admite todo peje»167. Teresa de Manzanares lo define en estos términos; «entré en aquel piélago de gentes, abismo de novedades, mar de peligro­ sas sirtes y, finalmente, hospicio de todas naciones»168. Tal vez el mejor texto so­ bre el tema referido a la ciudad-capital sea el que se encuentra en la original narra­ ción de Las harpías en Madrid: «es Madrid un maremagno donde todo bajel nave­ ga, desde el más poderoso galeón hasta el más humilde y pequeño esquife; es el re­ fugio de todo peregrino viviente, el amparo de todos los que la buscan, su grande­ za anima a vivir en ella, su trato hechiza y su confusión alegra»; para esas arrisca­ das jóvenes sevillanas y su madre que las conduce a la Corte, para explotar entre todas mejor sus recursos, aquélla es un mundo multitudinario: «tal es la confusión de la C orte»169. Resumiendo, pues, los aspectos de la capital, de un lado se encuentran en ella, revueltos en su diversidad de condiciones y jerarquías, individuos de todos los ni­ veles de la escala social, desde cualquier punto de vista que se la contempla: «lo primero que has de saber —se le avisa a Pablos— es que en la Corte hay siempre el más necio y el más sabio, y el más rico y el más pobre» no, lo que crea gran diversi­ dad de posibilidades de llevar el propio juego con unos y con otros, aprovechán­ dose tácticamente de ellos: hurtando o robando al rico, confundiéndose o apoyán­ dose en el pobre, engañando y defraudando al tonto, aprendiendo de aquel a quien el picaro llama sabio, esto es, aquel que acierta en sus operaciones para sub­ sistir y mejorar, bordeando la línea· de lo condenable, pero sin que se advierta por los demás que haya podido transgredirla. Y de otro lado, la indiferencia, el estado básico que, utilizando la terminología establecida por la sociología americana (so­ bre el antecedente francés de Durkheim), llamaré anomie, además del individual sentimiento de anomia. En esa indiferencia insiste Tirso de Molina, como decisiva 163 164 165 166 167 168 169 170

Guía y avisos de viajeros que vienen a la C orle, ed. cit., pág. 48. D ía y noche d e M adrid, B. A . E ., t. X X X V III, pág. 384. O b. cit., pág. 385. Es un tópico que se repite en las obras de este autor. Ed. cit., pág. 141. Edición de Valbuena, págs. 1550 y 1615. Ed. cit., pág. 1422. Edición de Zamora Vicente, pág. 83. Ed. cit., pág. 154.

747

condición a tener en cuenta: «El olvido, que en la Corte sepulta brevemente todos los sucesos por peregrinos que sean»171. En ser vista bajo tales caracteres está que se le atribuyan por los individuos descalificados sus ventajas incomparables y que esa atribución se haga un sinnúmero de veces, de manera que aquí no he podido más que dejar señalado el hecho y haber advertido de la condición babilónica de tan bulliciosa y peligrosa concentración urbana: «esta Babilonia española que en confusión fue esa otra con ella segunda deste nombre», como dice el travieso dia­ blo de Vélez de Guevara172 (es decir, que deja en segundo puesto a la que fue pri­ mera). Y no sólo M adrid173; toda gran ciudad es vista bajo esa estampa, temida de al­ gunos por esos aspectos y admirada por todos al contemplar los fantásticos aspec­ tos de sus dimensiones y su fantasiosa confusión. Esta última es la palabra clave. Es la que Vélez de Guevara aplica también a Sevilla: «lugar tan confuso que no nos hallarán, si queremos, todos cuantos hurones tienen Lucifer y Bercebú»174. Quizá Sevilla, dado el papel que en la navegación y comercio oceánicos desempe­ ñaba, al mismo tiempo que en el comercio europeo del dinero, y considerando que por ambas razones se acogía a ella continua avalancha de extranjeros de toda con­ dición, se puede comprender que probablemente era la capital mercantil que alcan­ zaba un índice mayor de abigarrada e incontrolable población y venía a ser la má­ xima manifestación del tan característico fenómeno de la confusión. De Sevilla se dice en un pasaje cervantino «que es amparo de pobres y refugio de desechados, que en su grandeza no sólo caben los pequeños, pero no se echan de ver los gran­ des» 175. Es curioso con qué claridad enuncia en estas palabras Cervantes la cues­ tión ecológica que vimos enunciada páginas atrás por un especialista actual acerca de la medida de proximidad o distanciamiento en el espacio social de los indivi­ duos que pueden soportar físicamente unos respecto a otros, medida que, cuando se altera más de la cuenta, es grave causa de conflictos. Esto último sucedió en proporción considerable en el siglo xvn, al producirse esa aparente y confusa pro­ ximidad e indistinción entre altos y bajos, grandes y pequeños, ricos y pobres, dis­ tinguidos e ínfimos desconocidos. No cabe duda de que tales condiciones urbanas favorecían el desorden, desba­ rataban la armonía, todavía oficialmente pregonada, de las diferencias orgánicas tradicionales en el interior de la ciudad. Eran las nuevas condiciones de un creci­ miento que, inversamente al orden de una ciudad tradicional en la que todos se co­ nocían, facilitaban las irregularidades y agresiones de marginados de toda especie (anónimos, desviados, delincuentes, etc.) y creaban una situación penosa y amena­ zadora en los ensanchados ámbitos urbanos. Veamos algunos casos de cómo se va advirtiendo esto. Todavía en el siglo xvi y antes de que se consolide el género de la novela picaresca, Damasio de Frías, que escribe un elogio en términos «virtuosos», conformes con la tradición clásica, de 171 L o s tres m arid o s burlados, B. A . E ., t. X V III, pág. 484. 172 E l D ia b lo C oju elo, edición de A . Valbuena, pág. 1644. 173 Señalem os, en dirección opuesta, un com entario del M arcos de O bregón, en nota 219 de la edi­ ción citada, y el am biguo parecer de Francisco Santos, entre su madrileñismo y su pesim ism o: «en M a­ drid, siendo el m ejor lugar del m undo, se vive al revés de la razón» (L as tarascas de M adrid, pág. 303). 174 Ed. cit., pág. 1663. 175 Ed. cit., t. III, C o lo q u io de los perro s, pág. 259.

748

Valladolid, advierte que en las ciudades grandes, como Sevilla, la multitud de gen­ tes advenedizas produce un alto índice de acciones delictivas o cuando menos condenables moralmente; «gentes sin tener casa propia ni raíz en el lugar donde viven»; sus moradores siempre están expuestos a la violencia de gentes extrañas que forman sus bajos fondos176. El abogado Chaves observa que muchos de fuera «ocupan la ciudad viviendo mal, son gente perdida que ya no caben en los lugares de todo el mundo donde nacieron, como amigos de holgar y de vicios», cuyo desti­ no final suele ser la prisión111. El médico y filósofo Marco A. Camos piensa que las ciudades populosas son lugares donde se fomenta el lujo inútil, la vanidad, la lascivia y otros vicios178. Con un sentido peyorativo, refiriéndose a trampas, cruel­ dades, holganza criminosa, por parte de una población marginada y de aluvión, el Guzmán apócrifo, de Juan Martí, comenta: «en Madrid no ha quedado cosa por experimentar»119. Castillo Solórzano denuncia «cómo la Corte es madre de tantos embusteros y gente de mala vida», invirtiendo por completo la antigua estimación de los tiempos de la literatura cortés 18°. Ya en E l Buscón, el picaro, de camino ha­ cia Segovia, va charlando con un soldado que le celebra haya dejado la Corte, «que es pueblo para gente ruin»181. Otro escritor moralizante y que no deja de es­ cribir literatura con tintes de picaresca, Céspedes y Meneses, considerará una expe­ riencia difícil y peligrosa la estancia en la capital: «En ninguna ocasión puede mos­ trar un hombre su capacidad y discurso como en las asistencias a la Corte, tanto por la infinita variedad de sabandijas, sujetos exquisitos que la componen y ali­ mentan, como por los accidentes forzosos que nacen siempre de su confuso abis­ mo» 182. El madrileñista Francisco Santos reconoce la inseguridad de tan ilustre lu­ gar y expresa la consecuencia: «pero no quiero detenerme en las calles de Madrid de noche», porque salen a relucir los más sucios vicios183. Cortés de Tolosa pone en boca de su Lazarillo de Manzanares: «como hay tanta diversidad de gentes (en la Corte), no es milagro que mucha parte de ella sea de depravadas costumbres»184. Y en el ápice de la condenación, Ferrer de Valdecebro escribirá: «veo que hay más maldades hoy en solo Madrid que hubiera en toda España en tiempos de Witiza», pasaje que, como algún otro de dicha obra, de tono semejan­ te, sobre otros grupos sociales —la nobleza—, en 1671 serían mandados suprimir por la Inquisición18S. Un último punto que ha surgido en diferentes pasajes de este capítulo quisiera todavía desenvolver, porque, para que pueda entenderse en toda su amplitud el pa­ pel de la ciudad en la picaresca, es necesario tener en cuenta que todo ecosistema exige no tan sólo que se le considere como el ámbito físico o externo de una vida,

176 177 178 179 180 181

D iálogo en alabanza de Valladolid, ya citado, pág. 122. Edición de G ayangos, 2 .a parte, col. 1363. M icro co sm ía o gobierno universaI del h om bre cristiano, Barcelona, 1592, pág. 217. Ed. cit., pág. 623. E l disfra za d o , pág. 247. Ed. cit., pág. 123. 182 E l so ld a d o P índaro, B. A. E ., XVIII, pág. 323. 183 D ía y noche d e M adrid, ed. cit., pág. 428. 184 Edición de Sasone, pág. 48. 185 G obiern o general, m o ral y p o lítico hallado en las aves m ás generosas y n obles, 1683; véase P a z y M e l i a , P apeles d e la Inquisición, núm. 543, pág. 209.

749

sino como un medio del que depende la supervivencia del ser en cuestión y los ca­ racteres que le son peculiares. Por tanto, si hemos comprobado la presencia del pi­ caro en la ciudad, la necesidad que de ella tiene, las condiciones favorables para sus propósitos que la concentración urbana le proporciona, la atracción del picaro por las ciudades populosas y abigarradas, su inserción parasitaria en la misma y los elementos de aquélla que estima para mantenerse en esa situación, juzgo del ca­ so tratar de aclararnos qué es lo que en ella halla, no ya como trabajador desem­ pleado o como pobre; qué es lo que la ciudad, específicamente en cuanto tal, da al picaro y en qué manera y medida éste le pertenece, es su ámbito vital, su biotopo. Ya nos han salido al paso en páginas anteriores conceptos como los de refugio, amparo, encubrimiento, lugar en el cual se puede pasar inadvertido, en donde le es posible borrar sus antecedentes, en definitiva, practicar la inmersión más completa posible en un mar de anonimía. El anonimato es probablemente en el parecer del picaro —en el parecer de tantos escritores que contribuyeron a crear tal figura, de muchos más de sus coetáneos y entre ellos, de los truhanes que en la vida real an­ daban por las calles de las ciudades populosas— el mejor sistema de protección pa­ ra aquellos que viven en la anomia y la desviación. La gran ciudad, campo del anonimato, fomenta las relaciones de personas con un elevado nivel de desarrollo individualista, desviado hacia extremos de egoísmo concurrente. En buena parte, se podrían utilizar muchos de los aspectos que inclu­ yó en su.«tipo ideal» Tonnies, al describir el régimen de «sociedad», y, cómo, en este caso, el resultado se parece mucho al tipo de las relaciones de comercio en la fase primera de difusión de la concurrencia m ercantil186. Ello lleva como conse­ cuencia que la ciudad, convocando maleantes, vagabundos, desechados de aque­ llas otras tierras en las que el conocimiento de persona a persona se mantiene, al mismo tiempo se convierta, además, en lugar para los establecimientos y rincones de corrupción —garitos, tugurios, viviendas inmundas, casas de mal vivir, etcé­ tera—, lugares, pues, de acogida de todo detrito social, cuyos individuos, siempre en acecho y en lucha (y siempre lucha perdida de antemano), acaban en hospitales, hospicios, cárceles, etc. Finalmente, en estas condiciones se comprende que la ciu­ dad quede envuelta en una atmósfera de crueldad y maldad, donde con frecuencia no basta con agredir y producir daño a otro, sino que hay que sacar de ello un sen­ timiento de triunfo y satisfacción. En su insolidaridad anómica y agresiva —bien que limitada— el picaro, al con­ trario del bandolero que huye al monte o al despoblado, no abandona la sociedad. Necesita de la ciudad —en cierta forma, ajena y conocida— para actuar en ella. El picaro no puede prescindir de la sociedad urbana a la que inficiona, porque es tea­ tro de sus andanzas. Pérez de Herrera, ocupándose una vez más de cómo mejorar la situación de Madrid, observando las lacras que como metrópoli ofrece y de cuya purulenta excrecencia, según un moralista, vive la chusma picaresca, asegura que los males del crecimiento urbano desordenado va ligado el hecho de «tanta gente de diferentes estados, ociosa y sin ocupaciones, que dejando sus tierras y naturales han venido, unos solos y otros con sus familias y casas, a residir a ella como a par­ tee v éa se T ó n n i e s , C o m u n idad y S ociedad, traducción castellana, Buenos Aires, 1947, pág. 308: «La gran ciudad es típica, pura y sim plem ente, de la sociedad», «es, por tanto, ciudad m ercantil», «es el ám bito del dinero», «m edio de apropiación de productos del trabajo o de explotación de fuerza de trabajo», «ciudad de la ciencia y de la cultura» en un sentido que hoy sería llam ado burgués.

750

te y lugar adonde vivën con más anchura y libertad, para poder encubrir sus vicios y maneras de buscar la vida sin ser notados, por el gran número de gente y grande­ za de esta Corte». Las grandes ciudades, comentaba Damasio de Frías años antes, tienen de pro ­ pio que en ellas siempre están sus moradores expuestos a la violencia agresiva de gentes extrañas, advenedizas, sin raíces, que forman sus bajos fondos. Ya di esta referencia. Si la repito ahora es para subrayar que esos pobladores de aluvión constituyen como una especie de subsuelo que se da en aquéllas: no es que reciban y encubran al sujeto de mala vida, es que las ciudades multitudinarias levantan su grandeza sobre esos fondos, en una simbiosis paradójica, pero al parecer inelu­ dible. La anonimía en la cual se pueden favorablemente cobijar y sentirse protegidos por un estado de anomia aquellos que se conducen según ésta, es, pues, lo que el desviado, el maleante, el marginado más o menos temeroso, busca en la ciudad, pero no como renuncia a la irregular actividad que antes pueda haber llevado en seguimiento de la ganancia, sino, a la vez y aun sobre todo, para ejercer con ma­ yor dedicación su irregular o anómico oficio y protegerse al mismo tiempo de ave­ riguaciones y persecuciones. No se trata, pues, de que se hayan practicado por un individuo hasta entonces las operaciones convencionalmente rechazables del picaro y luego se refugie en la confusión de una aglomeración encubridora; es que mar­ cha a ésta desde el principio, porque sólo inmerso en su seno se alcanza a ser un sujeto picaresco (una excepción se puede señalar en las primeras páginas de La Pícara Justina, aunque cabe preguntarse si ya en ellas actúa plenamente como pi­ cara). Todavía hoy se puede escribir algo como lo que ha sostenido W. G. Runciman: el paso de un nivel a otro, en la escala social —de riqueza, de dignidad, de distin­ ción o de otro diverso tipo—, puede requerir aún, en el presente de ciertas socieda­ des, el cambio de nombre y de residencia; y así se practica en algunos pueblos en nuestros días; en cierta medida, ese traspaso es un fenómeno propio de la atribu­ ción de status como medio de cambiar de nivel en la estratificación»l87. En cierto modo, eso es lo que buscan Guzmán, Justina, Pablos, Teresa de Manzanares, el Bachiller Trapaza, etc., pretendiendo alcanzar aspiraciones de caballero, acceder, más o menos falsificadamente, a la hidalguía, pasar por rico y poderoso, o, cuan­ do menos, por persona respetable instalada en holgada prosperidad. Para eso, pues, se acude a la confusión de un centro muy poblado, donde, al ser desconoci­ do, se borren sus referencias personales o las familiares de origen. De esa manera, no teniendo las demás gentes ningún dato en contra y pudiendo ejercer disimula­ damente su «industria» —esto es, su capacidad de engaño, fraude, etc.—, puede hacer suyos con mucha mayor facilidad los medios de ostentación necesarios —en general, dinero— y puede así atribuirse un nivel que ninguno podrá negarle fácil­ mente, y, en principio, ninguno tendrá especial interés en hacerlo. De todos mo­ dos, esto último acaba al final fallando, por errores tácticos del mismo picaro, co­ mo le sucede a Pablos, a Guzmán, a Teresa, provocando el estado de frustración en que, agriamente, suele acabar la novela picaresca. 187 W . G . R u n c i m a n , «Clase, status y poder», en el volum en reunido por J. A . Jackson, E stratifi­ cación social, Barcelona, 1971 (traducción castellana), pág. 59.

751

Para una persona integrada en el sistema social, dentro del afán de distinción y de honor, común en el Barroco europeo —ya se sabe que L. Stone ha hablado de la «inflación de honores» en ese momento—, nada más triste que no ser conocido en el medio en que se vive. Como dice María de Zayas de uno de sus personajes, «era, en fin, pobre; y tanto que en la ciudad era desconocido, desdicha que pade­ cen m uchos»188. Pero para el picaro, llegar siendo desconocido es lo más favora­ ble, porque es el comienzo para que se le llegue a conocer como él se inventa a sí mismo. Por esa razón, para la gente del hampa, que en cierto modo comprende a todos los tipos de desviados, borrar las noticias de su pasado —bien con juegos de palabras que cambien el sentido de las cosas, al dar razón de sí, conforme hace Pa­ blos; bien inventándose una personalidad originaria falseada, como hace Teresa de Manzanares, constituye un requisito esencial para empezar la «vida nueva»—. Po­ nerse nombres nuevos, sí —como los caballeros andantes o los religiosos en ciertas Órdenes—, pero además hacer desaparecer las referencias al que antes se era (algu­ na vez se habla de la picardía en las novelas, como de una Orden). Monipodio, en la novela cervantina, pregunta a los dos mozalbetes recién llegados oficio, patria y padres, y al responderle los preguntados, les enseña esta norma de conducta bási­ ca: «es provechoso documento callar la patria, encubrir los padres y mudar los propios nom bres»189. Entre los personajes del doctor Carlos García se piensa de la misma manera: «no descubrir a persona alguna nuestra propia tierra y el nombre de nuestros padres» m . Esto favorece la ocultación que el desviado agresivo necesi­ ta y facilita su libertad de movimientos, la cual no le es menos necesaria para sus futuras fechorías y burlas. María de Zayas, de un personaje que, con procedimien­ tos apicarados, aunque él no sea propiamente un picaro, prepara un engaño a una dama en Segovia —el engaño es materia picaresca por excelencia—, comenta «que por no ser conocido en la ciudad y ser ésta cada día frecuentada de pasajeros y mercaderes, podía salir y entrar por donde quería». La misma autora observa que en un medio ciudadano similar, de considerables dimensiones, dado que siempre se pueden encontrar homónimos, esto favorece la confusión encubridora, cumplién­ dose una vez más la función de la ciudad: un individuo no teme salirse de los mo­ dos de conducta ordenada, «creyendo que en una ciudad tan grande como Sala­ manca habrían otros del mismo apellido y nom bre»191. Anonimato-confusióndesviación van enlazados en el caso del picaro necesariamente. Nada más atractivo, por más favorable para disimularse y confundir sobre su persona, que la Corte para el picaro. A ella es fácil llegar, piensa Guzmán, sin ser conocidos, lo que «no es pequeña comodidad para mejor usar uno su oficio sin ser sentido»192. Si antes hemos visto su gravitación hacia la gran capital, veamos aho­ ra las razones: «allí al fin está cada uno como más le viene a cuenta», «nadie se conoce ni aun los que viven de unas puertas adentro: esto me arrastró, allá me fui». Guzmán, reflexionando de este modo, al regresar de Italia a España, tras ad188 «D esengaños am orosos», novela primera, L a esclava de su am ante, t. II, pág. 19; obsérvese la ubicación del tem a por la autora en la ciudad. 189 R in con ete y C o rtadillo, «N ovelas ejem plares», ed. cit., t. I, pág. 241. 190 L a desorden ada codicia d e los bienes ajenos, ed. cit., pág. 1170. 191 N ovela 1 .a, L a burlada A m in ta y venganza del honor, y novela 8 .a, E l im posible vencido, am ­ bas de la serie «N ovelas am orosas y ejem plares», págs. 99 y 362, respectivam ente. 192 Edición de R ico, págs. 576 y 756.

752

mirar las bellezas de Barcelona, visitar Zaragoza, entretenerse en Alcalá, a lo largo de su camino, no para hasta llegar a la capital del reino. En definitiva, es lo mismo que piensa el Buscón Pablos, al decidirse a abandonar Segovia, una vez recogida la herencia de su padre, poco antes ajusticiado en la horca: «consideraba yo que iba a la Corte, adonde nadie me conocía —que era la cosa que más me consolaba— y que había de valerme por mi habilidad allí». Tal era la opinión de los marginados, reducidos a los simples medios de su individualidad: don Toribio le hace saber a Pablos que en la Corte «hay unos géneros de gentes como yo, que no se les conoce raíz ni mueble, ni otra cepa de la que desciendan los tales». Éste es el mundo del anonimato, la fría cara de la des vinculación a la que el picaro lanza el reto de su conducta desviada. Pablos nos da la razón de su experiencia sevillana: «Determiné de salirme de la Corte y tomar mi camino para Toledo, donde ni conocía ni me co­ nocía nadie»193. Por eso, cuando; después de muchas trampas y engaños y otros hechos irregulares, el picaro sospecha que pueda quedar huella de su persona por la que se le reconozca, emigra a otro lugar. No es una huida, sino un voluntario cambio de residencia. La garantía de su soledad, base de su relativa seguridad en la lucha, quedará así de momento restablecida. Sin embargo, Toledo no era sufi­ ciente marco para mucho tiempo y por eso Pablos tiene que dejarla poco después. Es lo que pensaba, en situación semejante, Teresa de Manzanares: «Aunque Tole­ do es gran ciudad, no lo es tanto como Sevilla, y así cualquier forastero que a ella llega es notado»; con ello, se quiebra el anonimato, y Teresa ha preferido seguir y pasearse por la capital andaluza, donde no será reconocida: «tales cosas encubre un gran lugar como Sevilla» l94. Es la opinión (insistamos, porque esta comproba­ ción estadística es imprescindible para cerrar la estructura de la interpretación sociohistórica de la literatura picaresca que en estas páginas propongo) del Bachi­ ller Trapaza, que, como todos o casi todos sus congéneres, lo que quiere y lleva a cabo es dirigirse a Madrid, porque, «como la Corte es tan grande», actuaba allí «pareciéndole que en ninguna parte podría él campar mejor que en Madrid, por ser tan gran lugar y a propósito para tratar de hacer trapazas»19s. Gentes de mala vida, observa Castillo Solórzano, son «los que con prendas ajenas viven y cam­ pean en M adrid»1%. En la picaresca y semipicaresca de Salas Barbadillo, una dama, personaje de la obra Estado, aunque ella lleve y al parecer con regularidad legal el tratamiento de «doña», admira «un lugar tan ancho como la Corte, donde no todos podemos ser conocidos de todos»; ni siquiera los distinguidos rompían ese aislamiento dentro de la proximidad interindividual del anonimato, en el abigarramiento de la capi­ tal 197. Y en el costumbrismo de Francisco Santos se dice de alguien que llegaba hu­ yendo de otras partes, por razón de sus fechorías, que «se venía a Madrid, que por lo grande no serían tan notables sus obras» 198 —aunque la frase lo que parece aca­ bar diciéndonos no es tanto como que huía de sus fechorías pasadas, sino que bus­ caba un campo para seguir con otras que pudieran permanecer desconocidas en 193 Edición

de Lázaro, págs. 147, 154 y 253. Ed. cit., pág. 1406. 195 Ed. cit., pág. 1508. >96 El disfra za d o , ed. cit., pág. 247. 197 E sta d o , m arido exam inado, ed. cit., pág. 109. 198 D ía y noche de M adrid, ed. cit., pág. 405.

753

campo más «ancho» —al decir de la época, «anchura» alude tanto a la física o to­ pográfica como a la del criterio moral—. Finalmente, la picaresca, en sus formas declinantes, sigue manteniendo el tópico, que es una pieza imprescindible en las construcciones de tal género. Las harpías en Madrid subraya como dato favorable el de no ser conocido un personaje, el cual de esa manera puede echar sobre su pa­ sado la capa del anonimato: «pudo entrar en Madrid sin refrescar memorias de ha­ bérsele) visto jamás pasear sus calles»199. Tal es, pues, en resumen, la conexión, entre las posibilidades que abre la populosidad ciudadana engendradora de anonimía y la anomia que desata la desviación picaresca. Las gentes de los siglos x v i y x v i i , ante el incremento de las ciudades, se sintieron asombradas y ligaron a ello un sentimiento de admiración y orgullo por la grandeza de la propia ciudad y también de temor por los peligros y amenazas que tenía que llevar consigo. De ahí la referencia a la cárcel en la vida ciudadana, cotidiana, reflejada en la literatura, testimonio de la sociedad barroca, dominada por la desconfianza, el sentimiento de amenaza y el temor. La cárcel de Sevilla era uno de sus más notables monumentos, que el forastero se interesaba en visitar, co­ mo nos dice, hablando de sí mismo, Agustín de Rojas, en su Viaje entretenido20°, y las noticias que Barrionuevo nos da sobre la edificación de una nueva y amplia cárcel en Madrid, así como del hacinamiento en la cárcel de mujeres. La represión crece también con la misma ciudad. Antes de seguir con el tema de la relación entre espacio y anonimía, me parece de interés introducir unas referencias al tamaño del espacio urbano, visto ahora el tema desde el punto de vista de la anomia que aquél engendra. En la literatura se habla de ello y se le atribuye haber incorporado buena parte del entorno agrario: son, desde luego, referencias exageradas; pero las estimaciones humanas de ordi­ nario repercuten en la vida y en la historia por lo que tienen de relativas, y así hay que relacionar esos comentarios exaltados con la comparación que por sus autores se podía hacer entre lo visto hasta ese momento y las dimensiones de épocas ante­ riores, no posteriores. Pero, además, contribuye a acenturar ese sentimiento del ta­ maño la creencia en esa confusa y apretada acumulación de gentes, de la cual ya se ha hecho mención. En el siglo x v i i , la mayor parte de las familias instaladas en la ciudad, salvo las francamente ricas, habían dejado de basarse en una economía propia de autosuficiencia, y aquélla había dejado de ser núcleo autárquico econó­ micamente. Esto lo revela algo de lo que también he hablado, como es la multipli­ cación de tiendas y el incremento del mercado para el consumo diario. Con este motivo, el número de hombres y mujeres que circulaban por calles y plazas era muy superior a lo que en épocas anteriores, sin duda, acontecía. Hemos visto que al viajero J. Munzer le llamaba la atención este espectáculo en algunas de las capi­ tales que visita, en muy tempranas fechas, antes de que termine el siglo XV —y en esto era inconseguible hacer marcha atrás. He traído al recuerdo lo que acabo de decir para explicar los pasajes en que ese refugio que la ciudad principal presta al maleante o a quien ha cometido alguna i " Ed. cit., de A . Zam ora Vicente, pág. 82. 200 Edición de Jean Pierre Ressot, M adrid, 1972. Los primeros capítulos de otra obra varias veces citada, L a desorden ada co d icia ..., del doctor Carlos G a r c í a , son un testim onio espeluznante de lo que era la cárcel en el siglo xvn: «es un caos con fu so, sin distinción alguna; es un abism o de violencia, en el cual no hay cosa que esté en su centro», pág. 1162.

754

falta, a quien, por una u otra razón, desea pasar inadvertido, se reflejan en la va­ riedad y apartamiento del elemento humano, de unos barrios respecto a otros, fe­ nómeno topográfico curioso dentro de la significación del nexo ciudad-picaresca. También D. de Frías aquí nos servirá de testimonio201: las grandes ciudades, encu­ bridoras de vicios y delitos, son en su tiempo lugares tan grandes que en ellos se puede incurrir impunemente en bigamia y aun en poligamia, «con sólo pasarse de este barrio al otro», porque en ciudades como Madrid, Sevilla o Toledo, hasta los arrendatarios o inquilinos de una misma casa no se conocen unos a otros; son va­ rios los textos que trasladan a este plano interno de la topografía ciudadana la práctica de los desplazamientos encubridores. Citaré dos ejemplos muy revelado­ res. Uno de ellos tomado del Lazarillo de Manzanares, que cuenta con satisfacción su vuelta a Madrid, «sin que mis contrarios supiesen estaba en él, que, como es tan grande y hay tanta diversidad de gente, los que viven al barrio de Santo Domingo están con los del de la puerta de Toledo, como los que habitan los dos Carabancheles, alto y baxo»2(l2. El otro se encuentra en unos versos del entremés de Quiño­ nes de Benavente El sueño del perro: dos personajes del hampa comentan después de haber dado un golpe, «Puesto que es Madrid tan grande mudar nombres y barrio, Sancha mía, será como pasarnos a Turquía»203.

Junto a estos testimonios que, aun descontando la exageración que puedan contener, dan cuenta de la impresión del nuevo fenómeno del incremento demo­ gráfico, del ensanchamiento espacial, del desarrollo de la anomia y del aumento de la población irregular, nos sirven también para confirmar aspectos que ya hemos visto: el crecimiento urbano inusitado, en cuanto a población venida de fuera, el régimen de alquiler de viviendas que se produjo en los siglos X V I y xvn, y que constituye una plataforma para que puedan narrarse, con verosimilitud, esos des­ plazamientos de los personajes picarescos. La instalación de éstos en vivienda per­ sonal, al llegar a una nueva ciudad, es un factor muy conveniente para desenvolver sus prácticas de engaño. A diferencia de la ciudad medieval, la ciudad moderna, desde sus comienzos, sobre todo ya en el Barroco, conoce una distribución y diferenciación de barrios que abre posibilidades a ese distanciamiento en los mismos. Barrios en que habitan ricos nuevos, mercaderes de tienda que se instalan cerca de lugares de pasos idóneos para multiplicar las ventas al por menor, oficiales y, en general, familias de escasos recursos y baja condición, que ahora no se mezclan. En principio estos arrabales reúnen a personas no altamente distinguidas, porque los principales ha­ bitan de siempre sus mansiones situadas en el centro urbano; en esos arrabales se pueden encontrar, sí, a nuevos habitantes que quizá son, en cierta medida, distin­ guidos, burócratas, profesionales, pleiteantes, etc., que se han trasladado de otras partes. En estos barrios a extramuros ponen atención ya los procuradores de las Cortes de Madrid de 1433 y protestan en defensa de la preferencia debida a los vie201 D iá lo g o en alabanza de Valladolid, ed. cit., pág. 123. 202 Ed. cit., pág. 27. 203 E n trem eses, edición de H annah E. Bergman, Salam anca, 755

1968, pág. 105.

jos barrios centrales, que pierden éstos valor: piden que no se permita que los mer­ caderes y los joyeros salgan al arrabal de las ciudades a poner sus tiendas y a ven­ der sus géneros, con lo cual se despueblan las ciudades y se da lugar a que «por poblar los arrabales llanos y desçercados se despueble lo çercado y fuerte» m . A los ricos nuevos o a los burgueses enriquecidos no les importaban demasiado las mu­ rallas de otro tiempo, sino las calles anchas y nuevas en que se transformaban anti­ guos caminos, dando a la estructura de algunas ciudades esa formación de las pla­ zas como bivios —por ejemplo, en M adrid205—. Pero pronto, más alejado quizá o en diferente sector, se va formando en esa misma ciudad barroca el suburbio mise­ rable, de chozas y casuchas insalubres, donde todo falta, donde una espantosa promiscuidad es difícil de evitar. En castellano, hasta tiempos modernos, la pala­ bra suburbio ha conllevado esta significación peyorativa, como puede verse en no­ velas barojianas; hoy se llaman barrios de chabolas, a los que los franceses con dura ironía dan el nombre de bidonvilles. Pues bien, en esos barrios miserables no suele encontrarse el picaro, salvo en caso de verse derrotado y hundido. De ellos, sin embargo, han salido algunos, de muchachos, antes de convertirse en picaros, desde Lazarillo hasta Pablos. Pero la existencia y la miserable diferencia de ese suburbio de triste pobreza son conocidos de la literatura picaresca. En alguna de sus novelas aparece citado como el lugar donde se fraguan embustes y planes de robo y fraude contra gentes de otras partes más favorecidas en la populosa ciudad. En La Pícara Justina se habla de la «ciu­ dad de limpias y hermosas plazas y calles, cuyos arrabales son una sentina de mil vascosidades» 206. Y Quevedo sabe que los que de explotar defectos corporales, ver­ daderos o fingidos, hacen oficio en que ocuparse, mostrándolos y excitando a lásti­ ma, éstos «viven ordinariamente en los arrabales y partes más ocultas de la Corte, donde se recogen de noche»207. Nace así el suburbio —como una segunda línea ale­ jada—, novedad de la ciudad populosa y concentrada, cuya presencia en la moder­ na topografía urbana se recoge muy pronto, como hemos visto en la picaresca. De esta manera, a la aproximación física de ricos y pobres en las calles del casco urba­ no, los unos en coche o a caballo, los otros a pie, durante el día, se corresponde la posibilidad de comprobar a toda hora el diferente tono de vida de un grupo y otro, la distancia que socialmente los separa. Ello aumenta la acritud del desprecio de una parte y del resentimiento de la otra. Esta confrontación a toda hora nos revela y confirma lo último, a que vamos a dedicar unos instantes la atención: el papel de la ciudad como palenque en la lucha del picaro contra el privilegiado entorno so­ cial (me refiero, claro está, a una situación privilegiada no formal, sino de mero hecho). La ciudad —queda dicho más de una vez— es el lugar del picaro y teniendo en cuenta que éste es, a pesar de sus pretensiones, clasificable entre los pobres, del pi­ caro y de otras muy diversas especies de menesterosos. La ciudad es su ámbito propio: para unos, lugar de asegurarse una existencia de indigentes, mantenidos por los restos humillantes que llaman limosna («pan de dolor», la llama Guzmán); para otros, de buscar y con ciertas probabilidades obtener trabajo que les permita 204 205 206 207

C o rtes d e los an tigu os reinos de L eón y C astilla, t. III, pág. 174. Véase F . C h u e c a , E! sem blan te de M adrid, M adrid, 1951. Edición de D am iani, pág. 57. El pasaje pertenece a la Introducción. Vida de la C orte y oficios en tretenidos de ella, edición de Astrana Marín, «P rosa», pág. 16.

756

sustentarse y gozar de una determinada medida de autodominio, de auténtica li­ bertad personal (son los que «venden sus manos» en palabras de Azpilcueta, los trabajos de sus brazos, de quienes se ocupan los numerosos e interesantes «econo­ mistas» de la época); para otros, lugar donde encontrar un protector, bajo la im­ propia figura de un amo que lo somete a una dependencia soportada como degra­ dante. Cierto que «dificultoso es fabricarse buena suerte en la Corte, por grande industria que se ponga en su efecto, si un poderoso brazo o muy grandes servicios no le hacen el cimiento», sólo que en tal caso la ciudad es «una dura cárcel», en la que es forzoso «abandonar la propia voluntad»208. Pero hay otros individuos que, impulsados por una hipertrofiada fuerza de su voluntad, acuden a la esfera de los ruanos para desafiar a la fortuna que les situó originariamente en una posición ad­ versa, y tratan por los medios posibles —y para éllos sólo son posibles las irregularidades— cambiar de suerte y elevarse por la riqueza y la ostentación; ésta es, repito una vez más, la clase de los picaros y personajes similares. En cualquier caso, la ciudad es un ámbito acogedor, bien que en duras formas, para todos estos pobres. Pero la ciudad no es nunca de los pobres: éstos son siempre en ella un ele­ mento que queda fuera de la integración. Se les puede recibir, imponer condicio­ nes, encerrar en hospicios —dépôts dicen fuentes francesas—, reducir fácilmente a cárcel, expulsar, etc. El pobre es un elemento necesario para la ciudad y ajeno a ella. «Los que pobres habitan las ciudades ¿qué afrenta no padecen?»,

se pregunta Rioja, en su Silva a la pobreza, y ello deriva de la insolidaridad y extrañeza de los mismos en el conjunto urbano, lo que explica, según el autor, la fundamental repulsa con que aquéllos tropiezan: «¿Qué ciudad populosa se sabe que por ti se haya fundado?»209.

De ahí que, mientras unos se doblegan, vencidos y acabados, o desprovistos de una iniciativa capaz de animar sus esfuerzos de superación, otros se crecen con el riesgo y lanzan su desafío, pensando quebrantar obstáculos y resistencias. Acu­ diendo a sus medios de industria —de cuya naturaleza ya me ocupé—, buscando alcanzar a instalarse en una situación envidiable, aunque sea admitiendo disfrutar­ la sobre un falseamiento de su personalidad, mantienen su lucha. De hecho, no hay ejemplo alguno, un solo caso en la picaresca que se presente como un éxito real. De esa manera —los hemos visto en capítulos anteriores—, el picaro, dotado de una pulsión de agresividad bien definida —tanto si es hombre como si es mujer—, es, en fin de cuentas, un luchador social, bien que opera por sí, indivi­ dualmente. Ya hemos visto en textos citados anteriormente y finalmente en los versos de Rioja admirar la ciudad populosa, con su gran vivero de habitantes. La ciudad po­ pulosa, al sumir al individuo en el anonimato y desposeerle de la ayuda y también 208 E l so ld a d o P in daro, B. A. E ., X V III, pág. 323. 209 En el volum en P oesía, edición de Begoña López Bueno, M adrid, 1984, págs. 175 y 176.

757

del peso de su medio originario, es el palenque ideal para la contienda; en cierto modo, potencia la eficacia de los instrumentos de pugna de que el individuo solo, desasistido, se puede servir, aunque sea en el sentido de que su destreza, su listeza, su agresividad, se aplican mejor, aunque se reduzcan a los recursos personales. Siempre quedará la superioridad de las ayudas que pueden ser recibidas por parte del poderoso; pero ya que de éstas no puede disponer el pobre, por lo menos se puede ver libre del peso aplastante en contra suya y esto lo dice bien Pablos de su familia, su pasado, etc., y con ello, de la fácil identificación de su persona por sus perseguidores, si llega el caso; en fin de cuentas, se halla el pobre en un ámbito más favorable cuando en él nadie le identifica a su alrededor. Como todo aquel que de su medio personal de origen sólo puede recibir condiciones negativas, ad­ versas, las cuales cabe que lleguen, y con frecuencia llegan a desatar la persecución contra este marginado desarraigado, la mayor protección para él con la que puede contar es la de poder fundirse en la confusión que le rodea. Claro que esto se da tan sólo contemplando la cuestión por un lado. Por el otro, la ciudad en tanto que multitud extiende sobre todos cuantos la pueblan una red de interdependencias, en ningún caso igualitarias, pero siempre fuertes, con­ forme a lo cual el individuo insolidario, invadido del afán de medrar, no dejará de verse constreñido por el ambiente de populosidad, aunque él piense lo contrario. En una obra que lleva un muy adecuado título para nombrar a la época de las so­ ciedades barrocas, conocedoras de las contradictorias situaciones de los individuos que componen las multitudes de solitarios —ese título es La Europa de las capita­ les—, Argan escribe: «en la ciudad-capital el hombre moderno no tiene, alrededor suyo, un ambiente familiar y constante: está implicado en una red de relaciones, en un conjunto de perspectivas enmarañadas, en un sistema de comunicaciones, en un complicado juego de movimientos. Su posición, en ese espacio articulado del que no ve los límites, es siempre central y al mismo tiempo periférica; en el gran teatro del mundo, el individuo es conjuntamente protagonista y comparsa». Su­ perlativamente, es el caso del picaro, que incluso en este aspecto aparece como una deformación de la época210. Desde esa situación se entrega el picaro a su pugna que es toda la razón de su existencia: una descarriada pretensión de un individuo que, a fuerza de querer afir­ marse a sí mismo y reducir toda ordenación o convención social a su firme volun­ tad de ser más, acaba negándose, al falsificarse en otro. Son los que tan sólo po­ drían llegar a «ser más» —si ello cupiera— renunciando en cada caso a «ser sí mis­ mo», moviéndose como marionetas en sus escenarios —con prendas ajenas, se ex­ plica en un pasaje de Liñán y Verdugo211— bien en Madrid, en Sevilla, en Toledo, en Valencia, en Zaragoza, en esa específica geografía urbana de la picaresca de la que ya hice mención. Y es de suponer que para una lucha, desarrollada en el espacio vital en que se proyecta el individuo, para lanzarse a un enfrentamiento desafiante con el entor­ no, ese luchador desviado tan decididamente egoísta —como quedó visto ya en ca­ pítulo anterior— no puede encontrarse más que solo. En tales condiciones, no puede hacer otra cosa, para revelar su triunfo y pasar de ahí a otro mayor, hasta asegurarse el éxito, que unir, a esa ley ecológica del picaro que hace de la ciudad 210 C. A r g a n , L a E uropa de las capitales, traducción castellana, Madrid, 1965. y V e r d u g o , Guía y A v is o s ..., «C ostum bristas españoles», I, pág. 48.

211 L i ñ á n

758

su mundo, otras dos, ya consideradas antes. Ahora me interesa ya tan sólo sub­ rayar muy brevemente la conexión entre las tres. Se trata de la que un sociólogo (Th. Weblen) ha llamado la ley del gasto ostensibble y de la otra que he llamado aquí la ley de la libertad picaresca. Tales son los tres puntos en que se apoya socialmente el picaro, en la que gené­ ricamente he calificado de lucha, pero que más bien hay que estimarlo como un taimado y aun puede ser que como un brutal enfrentamiento; pero que siempre queda en pugna incruenta, por dolorosa que para una u otra parte haya podido resultar. Esa ley ecológica del picaro que hace del núcleo urbano grande y poblado su biotopo o espacio vital, exige la ostentación, ya lo sabemos, pero hemos de adver­ tir aquí que necesariamente ligada a un área de población de tal naturaleza urba­ na. Dado que los señores y los ricos han abandonado la aldea o cortijo donde ha­ bitaban, junto con el amplio número de sus servidores, sus criados y parientes, sien­ do de todos conocidos, ahora al tiempo que van reduciendo su amplia clientela de todos cuantos dependían de él y en los que se reflejaba su grandeza, son menos re­ cognoscibles. Resulta para ellos una novedad necesaria de asumir: al instalarse en­ tre la turbulenta anonimía de la ciudad, se ven obligados a hacer gala y ostenta­ ción de esa grandeza. Salvo los poquísimos que están en el vértice de la pirámide social, de los demás no se sabe quiénes son y si no llaman la atención pasan inad­ vertidos. Al no ser conocidos por sus personas como altos y ricos, tienen que mos­ trarlo, que exhibirlo; por tanto, el picaro, que en los momentos de mayor confian­ za en sí mismo pretende usurpar una posición igual a la de aquéllos, no puede de­ jar de someterse a la misma ley de ostentación, lo que sólo le será quizá posible ba­ sándose en explotar su condición de forastero desconocido. El recurso empleado en la sociedad peninsular y en otras partes es hacer ver que son tan altos y tan po­ derosos que pueden sustentar las más variadas y ricas muestras de esa su elevación. Si se incorpora a la ciudad populosa (donde nadie es conocido, como tanto nos re­ piten las fuentes de la época) resultará que el poderoso que en ella se instala o a ella acude, para hacer constar ante todos, ante la multitud anónima, su rango, p a ­ ra poder afirmar y conservar su prestigio, para dar a conocer su riqueza y poder, se verá obligado a poner ante los ojos de quienes le contemplen su amplia posibili­ dad de disposición sobre servicios personales y bienes de fortuna. No tiene más re­ medio que valerse de la ostentación. Esto puede no aplicarse a los muy ricos y muy poderosos o a quienes ejercen tan alta función pública con carácter fijo en la ciu­ dad que sus figuras son fácilmente reconocidas —cosa poco frecuente en una épo­ ca carente por completo de medios de información visuales de carácter público—; pero era inevitable para los medianos y pequeños distinguidos. La imperiosidad de la ostentación no derivaba de la naturaleza de la estratificación social, o por lo me­ nos, no sólo de ella ni en su mayor parte. Derivaba de la incidencia sobre aquélla de las condiciones engendradoras de anonimato que se dan en la ciudad. Hay un texto bien expresivo de Salas Barbadillo: «fingióse caballero y valióse de alguna gente echadiza y pagada, que lo aseguró por verdad constante; fácil y común em­ presa entre los cortesanos de buena inventiva, de aquellos hablo que se ponen el don[...]; por estas razones he llegado a creer que debe de haber un baratillo de do­ nes de viejo, porque no consiste en tenerle más que en quererle tener»212. 212 A leja n d ro , fisc a l d e vidas ajenas, B. A . E ., X X X III, pág. 10.

759

C o n c l u s ió n

Pues bien, de esto, precisamente, es de lo que se sirve el picaro. Y a esto se diri­ ge su pugna: arrancarle, digámoslo así, a la sociedad que radicalmente se los niega, los recursos con los que, ya que tiene la suerte de que nadie sepa quién es, ostentando aquéllos pueda ser admitido como distinguido y rico. Ya hablamos del repertorio de bienes que han de usurparse a tal efecto; y en consecuencia, soportan su fraude los abastecedores, los propietarios de buenas casas de alquiler, los criados, a quienes tiene que engañar para después poder extender ese engaño a ca­ balleros, a damas, a autoridades, a la multitud. Con tales medios gozará del placer de dejar, aunque sea aparentemente, su puesto de pobretería, y, si hay ocasión, planear un nuevo engaño (un robo, un fraude, una estafa, etc.) que le dejen mayor provecho y le permitan en otras partes volver a ostentar rango. Nada mejor para estos fines, conforme a los usos de la época que el coche. Recordemos al embauca­ dor Pablos, en la calle Mayor de Madrid, esforzándose por aparentar que le perte­ nece un coche parado en la misma y del que quiere hacer creer a sus acompañantes que le espera. Es así como se pudo promover, de tiempo anterior al de la crisis social que re­ vela el auge de la picaresca en la novela, la opinión entre moralistas y otros escrito­ res acerca de que la verdad de las cosas, y con ella la manifestación suya más im­ portante, a saber, la verdad de lo que cada uno es, sólo se goza en un medio rural. En la ciudad, a consecuencia de las posibilidades que permite la anonimía, hay siempre un margen de falsificación y muchas cosas y personas sólo son vistas bajo una presencia tan falsa como ostentatoria. Se elogia de la ciudad pequeña, de la al­ dea, del lugar rústico en el que tanta fuerza conservan los lazos familiares, que allí «es vida de tanta paz y quietud, adonde se vive tan de espacio y con tanto desenga­ ño, teniendo cada cosa por lo que es; porque allí la hacienda que parece hacienda es hacienda, porque está fundada su entidad y sustancia en cosas que la tienen y como tales dan fruto, que se puede tomar con las manos, ver con los ojos y gustar con la boca»213. Es obvio que, en tales circunstancias, el picaro no puede ni pensar en planear su partida de jugador tramposo. No tiene más opción que la ciudad populosa y, aun así, por un tiempo no demasiado largo; aquel en el que razonable­ mente quepa esperar que no va a ser recordado por alguien que le haya visto en al­ gunos de sus golpes anteriores. Esta ley de la ostentación, que con fuerza inigualable, hasta entonces, tuvo so­ metido al habitante anónimo de la moderna ciudad, no era cosa de capricho perso­ nal o carácter de un grupo; era un resultado —dentro de las manifestaciones de patología social que la cultura urbana del Barroco engendrara— de una situación que conocía un índice de expansión grande. Responde al afán de movilidad social ascendente que prende en todos y en todas partes, que presenta aspectos morbo­ sos. Se supone que es una manera de empezar a ser más, la de presentarse como siendo más. Quien consiga lo segundo puede confiar en llegar a poseer lo primero. Y como un éxito semejante es difícil, tanto que quizá no hay un solo caso, como ya dije antes, que se dé en la novela picareca, novela de la frustración, hay que acabar con la reflexión de Guzmán (que tantas experiencias acumuló sobre la ma­ 213 Véase lugar citado en la nota 211.

760

teria). Cuando en uno de esos momentos en que el autor de la obra lo pone a hacer de moralista, tomemos en cuenta lo que escribe Guzmán desde postreros y tristes años: «desventurados de los que para ostentación quieren tirar la barra con los más poderosos: el ganapán con el oficial, el oficial con el mercader, el mercader con el caballero, el caballero con el titulado, el titulado con el grande y el grande con el rey, todos para entronizarse»214. Sólo que a ello hay que añadir algo que agrava la cosa: el picaro pretendía además saltarse varios escalones con un golpe afortunado. Y ése es su enfrentamiento fundamental con el régimen social en que está inmerso, esa especie de desafío, recogiendo el reto que su entorno le lanza y que sólo en el medio urbano puede llevarse a cabo. Guzmán, con sus vestidos, criados, casa bien labrada en Madrid; Pablos, con vestidos, comidas de ricos manjares, acompañado de damas, su coche llevándole a las riberas del Manzanares; Teresa, con su coche, sus vestidos, sus comidas, su ins­ talación doméstica, sus criadas en Sevilla; las harpías con casa, vestidos, alhajas, trato de nuevas amistades en Madrid, etc. Todos ellos pugnan por imponer la fal­ sificación social que su modo de presentarse supone, frente al señalamiento de ni­ veles estamentales que habrían de sufrir. Con razón Teresa de Manzanares, cuan­ do se contempla paseando como dama principal, con sus galas y su coche, comen­ ta lo que ya hemos dicho: «tales cosas encubre un gran lugar como Sevilla»215. Y junto a este juego con la ley del consumo o del gasto ostensible, la ciudad, con su generalización del anonimato y el estado de anomia que de ello deriva, per­ mite aquella libertad picaresca, de la que también se habló ya en otro capítulo y ahora solamente hay que añadir su vinculación (de igual manera que hemos hecho sobre aspectos anteriores) al ambiente de la gran concentración de población. De las ciudades no se elogia, a diferencia de siglos anteriores, la libertad de que ellas gozan, las franquicias de su régimen legal. Lo que sé exalta en la picaresca es la li­ bertad que de hecho —y por su propia estructura demográfica y topográfica— permiten, como un contrabando de la conducta que las dimensiones de la populosidad hacen posible. Guzmán, hallándose de nuevo en Sevilla, cuando vuelve a ella en el colmo de su envilecimiento, muchos años después de haber salido de su tierra, lo que más estima en esta gran ciudad es ante toda otra cosa su «libertad sin segundo»216. Madrid, Toledo, Zaragoza, Bilbao, Valencia, Granada presentan las condiciones en las que puede desarrollarse una libertad semejante. En páginas an­ teriores hemos visto ejemplos. Sin embargo, de ninguna capital se reconoce ese es­ tado, esas ventajas para moverse en la «desviación» picaresca, como de Sevilla. Suárez de Figueroa, uniendo su voz a la de los autores de la literatura que aquí es­ pecialmente nos ocupa, dirá —y sus palabras juegan con una cierta ambigüedad, por ser de un letrado jurista—: en Sevilla «no reconoce violados allí sus derechos la libertad hum ana»217. Hay, incluso, quien —unas veces moralista y otras bor­ deando la picaresca en sus páginas—, Liñán y Verdugo, cuenta que alguien escapa de Madrid, en donde hay justicia, «para vivir, como en Sevilla, en la libertad mulatesca»218. En uno de esos momentos, de abatimiento del vencido, que nos hacen 2,4 215 216 2.7 2.8

E dición de R ico, pág. 293. E dición de Valbuena, pág. 1406. E dición de R ico, pág. 849. E l P a sa jero , ed. cit., pág. 278. G uía y A v is o s ..., pág. 78.

761

observar —siempre, claro está, con matiz de desconsuelo— el picaro o el próximo a picaro, le escuchamos a Cortadillo esta severa advertencia: «quan descuidada justicia había en aquella tan famosa ciudad de Sevilla, pues casi al descubierto vi­ vía en ella gente tan perniciosa y tan contraria a la misma naturaleza»219. Pero la antología podría enriquecerse con otros casos. Si el acobardado, y un tanto hipócrita, Marcos de Obregón declara que con satisfacción acude a Madrid, donde hay gente «que profesa tanta virtud que quien la imitara hará m ucho»220 —en lo que hay un claro eco de sarcasm o--, antes hemos podido reunir varios elo­ cuentes testimonios acerca de las superlativas condiciones para la picaresca que Madrid ofrece. Pensemos en aquella estremecedora afirmación del Guzmán de Juan Martí, «en Madrid no ha quedado cosa por experimentar»221, y en ello cuen­ tan actos que bordean la delincuencia sin ocultarse demasiado. La «libertad pica­ resca» tenía su ley asegurada en el ámbito de la ciudad. Es una consecuencia deter­ minada por el ecosistema del picaro, quien, fuera de aquélla, no podría realizar su proyecto como forma de existencia. La libertad picaresca, la anomia, la desvinculación, la conducta desviada, la insolidaridad e individualismo, el afán de medro fuera de su órbita, la usurpación de símbolos de clase alta, la ostentación de medios propios de los superiores, la agre­ sividad medida y el hostigamiento del entorno, el engaño, el fraude, el robo, y con ello y a pesar de todo ello, la frustración y la derrota, vencido al fin por las barre­ ras de diferenciación de «estado» que la sociedad refuerza: he aquí la larga línea que describe el destino del picaro, contemplado desde el punto de vista, relativo como cualquier otro, de la Historia social. Entre los diferentes casos, se pueden distinguir matices que separan cada personaje de sus congéneres; pero si se atiende a su biografía para captar y aislar —sólo provisional y metodológicamente— sus elementos integrantes, se podrá comprobar que, seguramente, no falta ninguno de ellos en la imagen de cada picaro. De esa manera, la literatura picaresca, y muy es­ pecialmente la novela, acertó de modo prodigioso a dejarnos un testimonio, entre otros, pero éste con particular vivacidad y precisión, de la crisis económica, social e histórica —cuya gravedad aumenta conforme al orden en que quedan citadas—·, crisis por las que pasaron los países de la Europa occidental y, entre ellos, con mucha mayor gravedad, España, durante el siglo del Barroco.

219 R in c o n e te y C o rtadillo, ed. cit., pág. 272. 220 Véase t. II, relación III, X X V , pág. 279. 221 Edición de Valbuena, pág. 623.

APÉN D ICE

M E N S A JE Q U E T R A N S M IT E Y P Ú B L IC O A L Q U E SE D IR IG E L A N O V E L A P IC A R E S C A

Ha habido dos aspectos, muy en particular, de la novela picaresca, que han es­ tado apareciéndonos a cada paso, sin que haya hecho otra cosa que rozarlos tan­ gencialmente. Me siento obligado a dedicarles la atención aunque sea en breves pá­ ginas, porque aunque hayan sido muy tratados desde otros puntos de vista y hayan levantado polémicas entre historiadores de la literatura, entran de lleno no menos en el terreno de la historia social. Para ésta presentan incluso un cierto carácter de síntesis y cierran en cierto modo la temática de la picaresca. Por eso me he decidi­ do a ocuparme de ellos a título de complemento del presente volumen. El aspecto moral de la literatura picaresca, empezando por su lado de moral in­ dividual y siguiendo por el mucho más frondoso y decisivo de la moral social, am­ bos explícitamente planteados en aquélla, como era propio de un género de pro­ ducción literaria tan ligada a un siglo que se nos aparece como embebido de preo­ cupación por cuestiones de esta naturaleza (aunque tan inhibido a la vez frente a algunas de ellas). El otro aspecto, entrelazado al anterior,'aunque sólo sea por la eminente condi­ ción social que este último presenta, es el de cómo y a quiénes se dirige este género de literatura respecto a la sociedad. Si dijimos que la picaresca surgía en relación a las condiciones críticas del siglo x v i i , parece lógico que nos preguntamos ahora cómo revierte sobre aquélla y muy específicamente cómo y a quiénes, a qué grupo de la misma se dirige. Resulta patente la conexión de la picaresca con el estado moral de la época y, aunque problemático en la diversidad de enfoques del tema, fácilmente salta a la vista el objetivo moralizador que la inspira. No diré, en modo alguno, que el fin moral prime en este tipo de literatura, pero sí que se da en ella —y pienso que en una forma específica de crítica de la moral social y de pretensión de contribuir a la reforma de las costumbres, está uno de los principales fines que hicieron brotar es­ ta literatura, aunque hacia su etapa última la veamos palidecer—. En el siglo x v i i no podía ser cosa nueva. Toda la literatura —no sé si con la sola excepción de par­ te de la lírica— y muy especial la comedia y la novela (como Lope-.de Vega o Suá­ rez de Figueroa reconocen) se desenvuelven bajo una orientación moral que se ofrece por vía ejemplarizante. Legitimar la publicación de una obra literaria para descargarla de acusaciones de corromper las costumbres, declarando el autor que, 763

por el contrario, debajo de una apariencia de licenciosidad y vicio, se guardan —como la almendra bajo la corteza— enseñanzas que dejan corregido y enseñado al lector, es un tópico que se arrastra desde el Medievo. Sabido es que durante la Edad Media, el Ovidio moralizado fue tal vez el más conocido ejemplo de tal doctrina, difundiéndose, apoyado en ella, en todas las literaturas occidentales. To­ mando, o por lo menos, declarando tomar el procedimiento del «exemplum», tan doctamente estudiado por Welter, y autorizado por los preceptos de las Artes praedicandi (estudiadas por Charland, en su excelente libro con este título), apenas hay leyendas, fábulas, apólogos, relatos cronísticos o hagiográficos, y lo que cabe llamar narraciones prenovelísticas que, cuando se incluyen escenas que pueden chocar con preceptos formales de la doctrina moral cristiana, no acudan a la metá­ fora de la corteza envolviendo la semilla, en el primer momento áspera y cuando se la come agradablemente enseñante y provechosa. Aun cuando se trate de una no­ vela como Los amores de Eurialo y Lucrecia, que en algún momento se aproxima a la obscenidad, obra del cardenal Eneas Silvio Picolomini (papa Pío II), no deja de justificarse con el mencionado argumento. Durante el Renacimiento (que, como ha hecho ver Seznec, muchas veces toma asuntos mitológicos de versiones medie­ vales) se sigue el mismo procedimiento. La Celestina y la literatura celestinesca de­ rivada hacen uso frecuentemente de la misma fórmula, que Pierre Heugas ha he­ cho objeto de tan erudita investigación. De esa manera se intenta, de una parte, salvar todas las dificultades que encuentran traducciones, paráfrasis, imitaciones de obras de la Antigüedad, al tropezar con una moral tan apartada de la que se de­ fine en términos oficiales por el poder de la Roma papal. Y de otra parte, se logra la utilidad enseñante, moralizadora, que los preceptistas (obedientes durante tan­ tos siglos al precepto horaciano) exigen severamente. En nuestro siglo xv, Enrique de Villena, al escribir su obra Los doce trabajos de Hércules, declara buscar «la aplicación moral a los estados del mundo». En Italia, Ludovico Dolce sostuvo que los artistas y escritores (del siglo xvi) se esforzaron por descubrir en las fábulas mitológicas, bajo sus poéticas ficciones, toda la sustancia de la moral y de la teolo­ gía. Una aplicación de esto es la Philosophia secreta, de Pérez de Moya, pero más que acumular otros ejemplos, tomemos nota de lo que escribe, cuando va a des­ arrollarse la picaresca, el preceptista López Pinciano, al definir la poesía: «oración en metro para reformar y moderar las costumbres de los hombres». En el siglo x v i i creo poder afirmar que se acentúa este uso, en primer lugar porque los pasajes es­ cabrosos cunden en la comedia, en la novela, en el costumbrismo más o menos dis­ frazado de moralismo. Citaré un ejemplo más de precepto que obliga a cubrir con prudente filosofía las ingeniosas producciones de la novela. Suárez de Figueroa dice: «La novela, tomada con el rigor que se debe, es una composición ingeniosísima, cuyo ejemplo obliga á imitación ó escarmiento. No ha de ser simple ni desnuda, sino mañosa y vestida de sentencias, documentos y todo lo demás que puede ministrar la prudente filosofía.» De novelas y comedias, acon­ sejaba Lope de Vega, si se atienden, como es bien sabido, al «gusto» popular —con todo el significado que la palabra gusto lleva en la época—, no ha de dejar­ se, sin embargo, de pedir que para sacar doctrina provechosa de liviandades, la novela vaya llena de «sentencias o aforismos». Esto es lo que vemos repetido una y otra vez en la picaresca: lo que explican, para que quede legitimida la narración de tantas acciones condenables, Mateo Alemán, López de Úbeda, Espinel, Salas Barbadillo, Castillo Solórzano. Tal actitud estaba tan enraizada en el género que, 764

cuando más de un siglo después de su desaparición en España, Lesage escribe en Francia su conocida imitación, aunque empiece rechazando el continuo fondo moralizador del Guzmán, W. Bahner y J. Meyer han puesto en claro que acaba acen­ tuándolo muy ostensiblemente. Creo que es de interés detenerme unos momentos en este punto y especialmente sobre el Guzmán, para despejar la interrogante tantas veces planteada sobre el as­ pecto moralizador de la novela picaresca —ÿ de la literatura emparentada—. No creo que haya ejemplo en las versiones literarias de la ascesis cristiana, ni en los tratados de moral de la época, de un camino semejante al que Guzmán nos ofrece. Por retorcida y alejada de su base evangélica que se presente la moral barroca, no cabe encajar en ella la figura de Guzmán: en éste, cuando al acabar parece em­ prender nueva vida, llega al reverso de un fin ejemplar. Esto es, a una inversión de todo camino moral. Es cierto que seguir una leyenda recta en este sentido es lo que declara pretender M. Alemán: él alcanza a decir que quiere presentar un «hombre perfecto». En la época, la bibliografía sobre el «principe perfecto», el «perfecto capitán», «el ayo perfecto», el «secretario perfecto», es abundante, Pero nada tie­ ne que ver con ella la vía que sigue Alemán en su gran novela. Esas otras aburridí­ simas obras, cuya inutilidad se echa de ver fácilmente, pretendían dar o contener en sus triviales páginas la imagen del personaje en cuestión. Para M. Alemán el «hombre perfecto» no es nunca Guzmán, en momento alguno de su largo relato. Espera que pueda serlo aquel que lo lee y que espantado de la conducta que con­ templa hasta el final, le dé la vuelta para trazar la suya. El Guzmán es el reverso o el «negativo» de toda posible perfección, y por esa vía discurre su función ejem­ plar. Esta retorsión de la figura que, en general, es lo que se ofrece, a veces provo­ ca una distorsión del personaje desviado y semidelincuente que se diría responde a la técnica del esperpento. Pero es otra cosa, y más, es la inversión de todo modelo de hombre perfecto, precisamente para que la línea de un discurso invertido, tan definido por E. Cros, señale el posible camino de perfección. Quisiera introducir aquí una reflexión breve sobre el sentido que, en su mo­ mento, tuvo presentar como último episodio del Guzmán la condena a galeras. So­ bre la feroz figura del galeote hizo un estudio de obligada mención G. Bleiberg (quien publicó después los documentos del expediente incoado por M. Alemán so­ bre los galeotes en las minas de Almadén). Fernández Duro, en sus Disquisiones náuticas, inserta el relato de Alemán como documento que cuenta la vida en la ga­ lera. En la época hubo una polémica sobre su valor represivo y correctivo. Algu­ nos la condenaron y negaron su eficacia, como es el caso de Baltasar de Collazos en sus Coloquios; otros, como el doctor Pérez de Herrera, que había sido «protomédico» de las galeras, lo considera preferible a la cárcel, con un criterio de franca dureza. Sobre ello ha escrito un interesante estudio J. Canavaggio. He concluido pensando que de la cárcel se salía más violento, con agresividad acen­ tuada; de la galera se volvía dominado por la ruina moral, ocultas pero no venci­ das las fuerzas de agresión y con un insuperable estado de anomia que podía llevar a formas más duras de desviación. Pérez de Herrera que quiere desterrar la pobre­ za en sus libros, aunque siempre con medidas de fuerte vigilancia, prefería, como digo, la vida del galeote, siempre sometido al látigo; pero cabe suponer que Mateo Alemán, aunque amigo suyo, discrepaba de este punto de vista y veía la galera co­ mo un instrumento de destrucción humana. Creo que no era precisamente Alemán quien pudiera esperar hacer salir de la galera a un hQmbre perfecto. Por tanto, 765

para llegar a este final la vía no era una más que sospechosa contricción de Guz­ mán, sino un camino en la vida, opuesto al de éste: un camino que van descubrien­ do las advertencias o avisos que en el libro leemos y que en ningún momento ob­ servamos en la vida de aquél. En relación con el Guzmán disponemos de un testimonio especialmente valio­ so; me refiero a las líneas que en cabeza de la obra firma Alonso de Barros: éste es uno de los que forman con Pérez de Herrera, con Francisco Valles, con Mateo Alemán, el grupo de los preocupados por los «remedios» que se pueden aplicar pa­ ra amparar a los pobres, protegerlos del hambre y de la enfermedad, y, a la vez, devolviéndolos con sus fuerzas restauradas al trabajo, facilitar más brazos y, por tanto, a más bajo precio, a quienes emplean jornaleros u oficiales. Barrios lo que ve y lo que celebra en el Guzmán son «los avisos tan necesarios para la vida políti­ ca y para la moral filosofía» (por «vida política», hemos de entender ciudadana). Ni en La Pícara Justina, ni en E l guitón Honofre, ni en otros testimonios de la épo­ ca, al hacerse mención de Guzmán se observa que se haya advertido en él ni la más tenue sospecha de un arrepentimiento ni de una sincera voluntad de avanzar hacia la perfección. No cabe en modo alguno pensar que sea Guzmán quien aproveche esos avisos, esas enseñanzas desprendidas de la narración, sino los lectores que quedan por ese camino advertidos. Según M. Molho, el Guzmán es una «novela dialéctica» en la que la «dialéctica de los contrarios» constituye el principio sobre el que está cons­ truida; en ella, «los seres se vuelven del revés, de tal manera que más tarde o más temprano se revelan lo contrario de lo que parecen, de lo que fueron o de lo que son». Por de pronto, respecto al plural, no veo razón alguna y pienso que el pro­ pio autor, profesor Molho, no lo mantendría; en cuanto al protagonista, tengamos en cuenta que su narración autobiográfica está hecha después de pasado el último episodio, o más aún, después de las últimas referencias con que termina el relato y a través de todo éste se han repetido las consideraciones sobre el carácter amoral y antisocial, y si bien no las hay que subrayen el carácter antireligioso, desde el pun­ to de vista de la Iglesia, en cualquier caso, nunca van seguidas de alusión al famo­ so arrepentimiento. Creo que hay un argumento decisivo para rechazar esa recon­ versión, ese pasar a ser lo contrario de lo que ha sido y, en este caso, pasar a ser ejemplarizante. Es sabido hasta qué punto, el Guzmán se convirtió en el prototipo del picaro y trazó la pauta del género que otros muchos siguieron. Pues bien, no conozco novela picaresca alguna, propiamente tal, en la que se saque a la publici­ dad el devoto caso de un arrepentido. Ya he dicho que considero que el Marcos de Obregón no es, ni lo es tampoco El donado hablador, propiamente novela picares­ ca. Son novelas cuya relación adopta, en parte, la estructura de una novela de esta clase, pero nada más. El Marcos de Obregón, cuyo protagonista es desde el primer momento un bienpensante que no busca más que verse integrado (yo pienso que es una obra de protesta contra la descalificación o el rechazo que soportan los escu­ deros como tipos de la pequeña nobleza, fenómeno del que me ocupé en mi obra Poder, honor y élites en el siglo X V II). En cuanto a El donado hablador es más bien un caso de descarriado respecto a una situación que en el Evangelio se viene a enunciar como condenable y pecaminosa: el servidor de varios amos, tema del que más tarde Goldoni daría una versión cómica. En ese tipo de interpretaciones que podemos calificar de «transcendentes», no cabe olvidar el nombre de A. Parker, cuyo planteamiento luego han seguido otros. 766

Hace algunas décadas prevaleció, en los más diferentes campos, una tendencia teo­ logizante para la interpretación de muchas obras de distinta naturaleza («teología política», «teología artística», «teología de la obra literaria», etc.). Parker sostiene que el público ríe, se deleita con el relato de las malas artes de Guzmán, pero lo importante está en la presencia de la doctrina religiosa y ética que sigue a esa de­ lectación. Pienso que se llega por ese camino a presentar interpretaciones que lle­ gan al absurdo. La pérdida de la capa por Guzmán equivale, se nos dice, a la pér­ dida de la gracia; hemos de recordar entonces que cuando renovó su indumentaria, tuvo que adquirir una capa nueva, y que con ella se pasearía cuando llegó incluso a prostituir a su esposa; al llegar aquí hay que preguntarse, ¿había recuperado la gracia, y además, la había recuperado por su propia cuenta, en ese momento? Se dice que la declaración autobiográfica, bajo cuya forma está redactado el libro, representa una confesión general para el perdón de los pecados y se relaciona esto con el Concilio de Trento. Yo creo que si estas afirmaciones fueran válidas, quiero decir que si hubieran sido estas las auténticas proposiciones de M. Alemán, la Inqui­ sición no hubiera dejado de intervenir severamente y de prohibir el libro entero, ya que contra lo que se sostiene, la revisión teológica tridentina hizo resaltar, rodean­ do la tesis de un máximo rigor, que sin la intervención de la Iglesia no hay vuelta a la gracia, ya que ella es la única depositaría de los medios eficaces de la misma; en todo caso, el público no puede actuar «en Jugar del sacerdote». Según la doctrina tridentina, salvo en el bautismo en caso extremo, no hay más sacramento que pue­ da administrarse si no a través de persona consagrada para ello. Ni hay, si no es en caso de muerte inmediata y sufrida acto seguido, arrepentimiento válido más que si es sacramentalmente confirmado. No es que lo imagine yo así, lo dicen los de­ cretos tridentinos. Sin embargo, también Blanco Aguinaga habla de la transforma­ ción espiritual de Guzmán, viendo en él un caminar que va del pecado original, caí­ da, inclinación al mal, luchas y derrotas que se sufren para superarlo, al arrepenti­ miento y salvación. Si el Guzmán hubiera sido la historia de un proceso desde la caída a la salvación, la prohibición inquisitorial hubiera tachado la obra rápida­ mente. Y claro está que no era eso. Esa interpretación teológica del Guzmán o de cual­ quiera otra novela picaresca, esa busca de relaciones entre teología y picaresca, que llega a veces a ofrecer conexiones de alucinante fantasía, es una arbitraria ocu­ rrencia moderna. Si los bodigos del cura de Maqueda pueden simbolizar la Euca­ ristía, a través de una frase de irreverente humor pronunciada por Lazarillo, ¿por qué las tripas de vaca con su salsa que Lázaro recibe en Toledo no serían el símbo­ lo de la comunión bajo las dos especies? Curiosa manera de lanzar al vuelo la fan­ tasía. En su época, por sus contemporáneos, de toda la picaresca no se divulgó más que un alto nivel de secularización, conforme al tipo del «desvinculado». No hay más que una figura de Guzmán, en una dirección única, sin la menor alusión a un final de convertido y salvado. Estar hecho un Alfarache se utiliza, en el len­ guaje del tiempo, para designar a un personaje gravemente desvergonzado, em­ baucador, ladrón. Así se ve en La ilustre fregona, en versos de V. Espinel, en la alegoría que encabeza la primera edición de La Pícara Justina, con la noticia que da fin a esta novela sobre el casamiento de la Pícara con el Picaro, en la referen­ cia que Francisco Santos hace a los Lazarillos y Alfaraches, en unos versos que G. González, al frente de su obra (1604), dedica a su propio personaje, en los que se lee: 767

«Podéis decir quel mucho parentesco que tenéis con el Picaro os ha dado las voladoras alas, y animado vais a ganar qual el ganó por fresco.»

y en otro soneto, el mencionado personaje fingido, el guitón «Honofre», en res­ puesta al achaque que su creador literario le hace igualándole a Guzmán, acaba paralelamente con esta resignada aceptación: «¿Decís que vaya? Si, pues sean testigos que sale un loco más hoy a la tienda Hechen todos a huir, que voy, señores.»

Edmond Cros no se muestra inclinado a contemplar el Guzmán «en la posición y en la perspectiva de un moralista». Yo entiendo esto en el sentido de que no hay que ver en la obra el esfuerzo de un moralista para aplicarse a la corrección y arre­ pentimiento de la población de los picaros. Y lo pienso yo así también del Guzmán y de cualquiera de las otras novelas picarescas (hecha excepción, a lo sumo, como ya he dicho de las dos en que no se da conducta picaresca, la de V. Espinel y la de J. de Alcalá Yáñez). En todas las demás, cualesquiera que sean sus diferencias, se da ese virtuosismo amoral de que Spitzer ha hablado. Incurso en él, con conciencia de que la sociedad mantiene otros valores, el picaro permanece en su línea, con plena conciencia, además, de que desde el punto de vista de los otros, es un ser an­ tisocial. En cabeza de La Pícara Justina se dice de la novela: «No hay en él número ni capítulo que no se aplique a la reformación espiritual de los varios estados del mundo.» Después de exponer las «ordinarias vanidades» que corren en su corrom­ pido tiempo, añade que su obra incluye «como por vía de presunción o moralidad, al tono de las fábulas de Esopo y jeroglíficos de Agatón, consejos y advertencias útiles, sacados y hechos a propósito de lo que se dice y trata». Si en el Guzmán era el mismo protagonista el que, un tanto inoportunamente, sacaba ineficazmente las consecuencias moralizadoras, aquí es el autor quien, aparte, las expone explícita­ mente, no reduciéndose tampoco a dejar que extraiga el lector la enseñanza que guarda cada episodio. El autor se encarga de ello en unas breves líneas que al final de cada capítulo figuran bajo la rúbrica «aprovechamiento», incorporadas por vía de una mera yuxtaposición. Pero tampoco aquí es la picara la llamada a aprove­ charse, sino el incauto público lector. Es cierto que en el Marcos de Obregón se observa una diferencia respecto a los dos casos precedentes: tanto con el Guzmán como con La Pícara Justina. En éstas, repito, o bien son consideraciones tardías y alejadas del momento de la ac­ ción o bien estimaciones, siempre condenatorias, que el autor introduce para dis­ tanciarse de su personaje y distanciar al público: esos avisos o aprovechamientos no sirven para enderezar la conducta del protagonista, ni el autor lo pretende; le considera impermeable a tales reconvenciones. En cambio, en el Marcos de Obre­ gón me atrevo a decir que la picaresca, más que en él, se encuentra en el mun­ do social con el que se tropieza; desde luego, a veces coincide Marcos con ese comportamiento, en burlas, en engaños que van ocasionalmente acompañados de violencia; pero en cualquier caso Marcos —él mismo, no el autor— hace constar, en el momento en que un hecho así acontece, su crítica y su condenación interiori­ 768

zándola en el personaje, a la vez que desde su punto de vida contempla a la socie­ dad. En el sentido más completo que para él tiene (como lo tenía todavía en el si­ glo XVI, la voz «sátira»), Espinel equipara sátira y novela picaresca, siendo la se­ gunda una forma de la primera. «Llaman sátiro, de pocos años a esta parte, al que tiene ruin lengua; mas impropiamente, que no tiene lo uno parentesco con lo otro; porque las sátiras no nacen de la ponzoña de la lengua, sino del celo de reprehen­ der un vicio, que por ser insensible él en sí, se reprehende en quien lo tiene.» La re­ presión del vicio se hace sobre el picaro, mas no para el picaro y sus interlocutores en el mundo, sino para el público a quien, al leer la sátira, se le hace sensible el mal que hay que rechazar. También en El Buscón se encuentra una presentación semejante del objetivo moral de la obra. Nos importa ampliar a este caso y a algunos otros ejemplos simi­ lares nuestra información, porque a ello va ligada la respuesta a una cuestión, rela­ cionada a su vez con la orientación social de la novela picaresca. En E l Buscón se llama la atención del lector sobre que no se trata de exponer vicios para que se imi­ ten, sino para que huyan de ellos los hombres; con la lectura de las chanzas que re­ lata el libro, «estarían más avisados los ignorantes». No se quiere trazar una vía por donde el picaro anda a su redención. Se trata, pues, una vez más, de literatura de «avisos» que se dirigen a «ignorantes» que no son ni el protagonista ni el vulgo inculto en general, sino en especial aquellos que han sido, eso sí, incapaces de re­ conocer la penosa situación social en que viven inmersos. Por eso, en E l Buscón se introduce una advertencia que tiene interés recoger, porque en ella, al paso que se insiste en el tópico de la enseñanza moral contra burlas y fraudes por debajo de la corteza, se alude a un nivel de corrupción en el mundo de los marginados y exclui­ dos que se juzga altamente peligroso. Por eso, en el texto se nos dice que muchas cosas que se podrían sacar a luz se suprimen «porque antes fuera dar que imitar, que referir vicios de que huyan los hombres». Dada la peligrosa proclividad hum a­ na a la malicia, antes se elevaría el índice de comportamientos aberrantes que el de la disciplina virtuosa. Si la vida de un picaro fuera una eficaz historia de arrepenti­ miento y salvación habría que pronunciar ante ella el «felix culpa» y no habría ra ­ zón para ocultar sus actuaciones. En un línea semejante, Castillo Solórzano nos dice que escribe su obra para «advertimiento a los lectores», y para mayor eficacia lo hace conforme a un modo equivalente al de los «exempla», ya que considera el autor que una pintura a lo vi­ vo impresiona más. Este tipo de obras, observa Castillo Solórzano, «si por la cor­ teza manifiesta donaire, su fondo es dar advertimiento y doctrina para reparar vi­ cios, como lo usaron los antiguos escribiendo fábulas». En el Barroco, cuya línea revela el citado autor, se acentúa, dadas las tendencias de manipulación ideológi­ ca, esa justificación moralizadora de la obra literaria, tanto más cuanto más apar­ tada se muestre una obra de tal carácter. La irrupción de obras de fuerte contenido erótico o irrespetuosas con individuos del sector clerical o que expongan modos de comportamiento ampliamente anómico, obliga a hacerse perdonar esa exposición, aduciendo que, por debajo de ella, hay un fondo de ejemplificación moralizante. La consabida imagen de la corteza y el núcleo que se guarda debajo de ella, en su interior, al modo de la almendra, de que ya hemos hablado, se utiliza frecuente­ mente. Américo Castro lo creyó —y con él, muy ligeramente, lo han repetido otros— que éste era un tópico de carácter hispánico, ligado incluso a cuestiones de conversos. Sin embargo, V. Krankl ha dado una interesante información sobre la 769

utilización multisecular en las literaturas europeas, de tan arbitraria distinción, hasta los primeros siglos modernos. Juan de Luna, en Segunda parte de Lazarillo de Tornes, prescinde de estos as­ pectos, aunque el tono burlón con que hace el elogio de la vida picaresca y su de­ terminación final de quedarse en una iglesia hasta su muerte, sin mención religiosa alguna, antes bien en tono de mofa, nos hace ver que en esta tardía novela de la serie de «Lazarillos», la anomia del protagonista es total, irremediable, y si se aña­ de a esto la referencia a «reveses de fortuna» que han caído sobre él, la obra es una entristecedora experiencia de frustración en la que para el protagonista no ca­ be redención. Su interés edificante está en que otros no caigan en ella. Cosa seme­ jante sucede con E l guitón Honofre, en la que los embustes, robos, estafas e im­ piedades —recuérdese su conversación con el superior del convento y su pronto abandono de éste, tomado nada más que como lugar de ocultación— ponen a las claras la condición irreparable de su desviación. En el Lazarillo de Manzanares, como experiencia directa y personal del prota­ gonista, confiesa éste que, al salir de la cárcel a la que había ido a parar: «Valióme la prisión el ser hombre porque escarmenté y entendí los engaños del mundo.» También aquí la consecuencia de su vida aventurera, al reconocerse en términos genéricos de «ser hombre», pretende llevar el escarmiento más allá de los límites individuales de aquel a quien le acontece tan descarriada existencia, pero no hay señal de arrepentimiento ante esos engaños, sino de enfrentarse a ellos. Cabe re­ cordar que unos años antes que esta novela (1626), el propio Cortés de Tolosa había publicado en Zaragoza unos Discursos morales (1617). Como en éstos, el «aprovechamiento» de la novela es para los demás. No hace falta seguir insistien­ do. Tanto las restantes novelas de protagonismo masculino, como más, si cabe, las de protagonismo femenino, ofrecen con trazos claros y aumentados la tesis que vengo sosteniendo. En las novelas españolas, muy diferentemente de las producidas en otros paí­ ses, el «aviso», el «escarmiento», el «advertimiento» no se dirige al picaro en prin­ cipio, dada su irremisible condición infame. Se dirige a los lectores, inmersos en una sociedad que ha hecho posible una criatura tan desgraciada, lo que revela la insana condición de aquélla. Y son los otros, los integrados, los conformistas, esto es, los individuos que componen esa sociedad en crisis y bajo su capa convencional aceptan con toda normalidad pautas alejadas de una recta moral, los que tienen que tomar ñota de cuanto pone de relieve la experiencia del picaro: el desconoci­ miento de las reglas según las que se ordena una sociedad fomenta un estado de anomia y de desviación que lleva a la infame e infamante vida picaresca; pero esto, a su vez, es una amenaza general. Creo que hay que tener en cuenta un dato: cuan­ do Alemán titula su novela Atalaya de la vida humana, no señala la posición del picaro; atalaya es lugar adecuado para colocar un centinela y éste no es Guzmán. Es el lector que desde la bien situada altura en que está colocada la novela-atalaya contempla los males de la sociedad reunidos en el personaje del picaro. Sólo con­ templando a Guzmán —tal suma de ruindades se da en él y su entorno— se puede divisar el mal estado de la sociedad. Por eso, estoy de acuerdo con A. San Miguel que señala en la obra —eje de la picaresca— su lado de «crítica social», agria y do­ lorosa, pero frente a esto no encuentro el «desarrollo moral» del picaro. Es en éste en donde los males condenados en la sociedad se reflejan. Por eso, estoy de acuer­ do con J. L. Laurenti cuando escribe que esas «advertencias» y «escarmientos», 770

puestos en boca del protagonista olvidándose el autor, a veces, del uso de la prime­ ra persona, quedan puestos de manera que se vea clara la distancia entre el autor de la obra y ese protagonista, resultando claro que las reconvenciones moralizadoras son del primero y no del segundo; de esa manera se consigue que el autor per­ manezca «rígidamente contrapuesto a la subjetividad narrativa del yo que habla en la novela»; por esa vía parece que pretende separarse del carácter moral de lo que acontece en la narración y marcar la diferencia entre ésta y su posición personal e ideológica, para que no se le confunda con las del picaro; «el prologuista no quiere identificarse con las aventuras del picaro». Es la misma tesis que se ha sostenido en relación con el Simplicissimus de Grimmelshausen (aunque en éste el picaro no abandone nunca sus profundas convicciones religiosas, fundado en su mismo rigor antipapista). Y para terminar, veamos cómo plantea esta cuestión un moralista cuya obra es­ tá henchida de materia picaresca y cómo trata de justificar la utilización del relato de conductas semidelictivas o desviadas, dentro de su obra, dejándose llevar del gusto de la época. Me refiero a Luque Fajardo, en su Fiel desengaño de la ociosi­ dad y los vicios (1603). En una obra que está formada por narraciones en diálogo entre un moralista y un antiguo tahúr arrepentido, obra que se presenta, además, bajo un título tan severamente ascético, el autor introduce, y casi no hace otra co­ sa, la exposición de un repertorio de costumbres corrompidas, entre unas gentes en pleno estado de anomia. Más que otra cosa, su Fiel desengaño nos da a conocer, y se diría que con mero propósito informativo, la más inconcebible variedad de rui­ nes hábitos y ardides de los tahúres y gentes de su alrededor, en tales térmi­ nos que hasta el antiguo rufián arrepentido (se trata de una obra de moralista, no de obra picaresca) pregunta en una ocasión al maestro de moral con quien con­ versa si será prudente referir tales costumbres infames y malas artes; esto da oca­ sión a que el segundo, afirmándose en su parecer contra Aristóteles, según con­ fiesa, y puesto que se disputa si importa pasar en silencio lo más escandaloso en materia de tahúres —pensemos que estas artes de fulleros tienen un papel cen­ tral en la picaresca—, por temor a que algunos los imiten, el tal moralista decla­ re: «Yo para mí creo ser necesario saberlo», por las mismas razones por las que hace públicos los delitos el Santo Oficio; ello, añade, «claro consta se encami­ na a publicar tales inconvenientes con ánimo de la censura, remedio y castigo que a ellos conviene». Queda visto que la narración de conductas condenables iba diri­ gida a quienes las leyeran, como se publicaban los delitos por la Inquisición hasta llegar el reo al cadalso. Éste ya habría escuchado la imputación sobradas veces y, sobre todo, desde la cárcel a la horca poco tiempo le quedaba çle aprovecharse de un sedicente propósito de que tal pecador se enmendara; no parece que fuera esta la vía adecuada para lograrlo. El hecho se basaba en la política represiva de carác­ ter psicológico practicada en el Barroco que repetidamente he mencionado: se bus­ caba el resultado de que viendo lo que le esperaba al delincuente, quienes contem­ plaran el espectáculo se sintieran decididos a no incurrir en conducta semejante. El pregón y el relato de las acciones del delincuente, del desviado, del picaro, se instrumentalizaban como mero objeto para advertir o avisar a los demás, individual­ mente, del severo final de quien se salía, más allá de unos'límites, de la normatividad establecida por los integrados, y al mismo tiempo mostraba a estos últimos de los peligros de una sociedad en la que esos sujetos antisociales se producían. *

*

771

*

La literatura picaresca es un producto de la problemática social. Y lo es no ya por su contenido, por las «historias» o aventuras narradas en ella, sino en tanto que aparece en una época dada como un nuevo género literario. Su novedad es in­ cuestionable y los estudios dirigidos a buscar precedentes del mismo, como el dedi­ cado por J. Helí a los antecedentes italianos de la novela picaresca, añaden poco a ésta. Podrá haberse conseguido algún resultado interesante al rastrear en la litera­ tura anterior pasajes anecdóticos identificados como fuentes de episodios de las novelas del picaro. Desde Bonilla San Martin hasta Maurice Chevalier y otros han conseguido notables hallazgos que interesan para fijar corrientes de cultura popu­ lar difíciles de sacar a luz. Pero esto no tiene relevancia ninguna para la aparición de un género. Por ello, un relato tradicional podrá ser recogido en la comedia, en la poesía, en la novela y serán tratados de muy diversa manera. Cuando se incor­ pora al género picaresco aparece en conexión con las circunstancias históricas a las que éste responde. La formación de la novela picaresca es un producto históricosocial. Se me ha preguntado alguna vez cómo se puede afirmar una vinculación tan decisiva al estado de una sociedad por parte de un género narrativo basado en una forma de redacción autobiográfica que resulta tan significativa de aquél, ya que en una autobiografía la originalidad del yo individual asume todo protagonismo. Siempre, sin embargo, es un ente social el yo y ese «ego» picaresco lo es superlati­ vamente y esto se potencia si pensamos que, a diferencia de los protagonistas ante­ riores, el picaro posee personalidad, aunque sin embargo, carezca todavía de pro­ pia intimidad. El picaro es, fundamentalmente una respuesta a la sociedad de la que surge y a la que se enfrenta, condicionada, mejor dicho, contorsionada en su caso, por la presión asfixiante del entorno colectivo y de los instrumentos de poder que operan en éste. Es así como J. Vilar ha podido caracterizar al picaro como una de «las nuevas formas de marginación salidas de la crisis». En este enfoque social se globalizan muy variados aspectos, y es así posible lle­ gar, en un trabajo de investigación sobre el tema, a una aproximación a una Histo­ ria integral (no digamos total, porque sería negar la Historia). Posiblemente al­ canzar ese nivel, hoy por hoy, tan sólo se consiga, aunque sea en parte, bajo el punto de vista de la Historia de las mentalidades. También en esto se me ha hecho una aguda observación. ¿Cómo es que, ocupándose de aspectos de la vida de indi­ viduos nacidos en niveles bajos, no aparecen éstos con oficios estamentalmente de­ terminados, más aún cuanto que con la ampliación del mercado se ha dado lugar a que se multiplique el número de esos oficios? ¿Cómo es que no se mencionan o apenas se mencionan a los componentes tan numerosos y variados de la población trabajadora y en caso de hacerlo es de modo ocasional y momentáneo? ¿Cómo es que no se habla de cuestiones conflictivas que puedan afectar a artesanos y oficia­ les, labradores y jornaleros, mercaderes de tienda, trajineros de pequeña monta, etcétera, etc.? Yo creo que la respuesta es clara y a la postre viene a fortalecer mi interpretación desenvuelta en los capítulos de esta obra. Esos individuos de la po­ blación trabajadora, en niveles modestos y aun bajos, de alguna manera se hallan integrados en el régimen de sociedad vigente; aunque sea resignadamente, han asi­ milado su puesto y su función, han asumido sus obligaciones y sus cortos dere­ chos. Ellos no entran en la corriente de la desviación, en términos apreciables. Por tanto, el modo de comportamiento picaresco les es ajeno y se comprende que difí­ cilmente pueda echar sobre ellos sus focos la literatura de tal género. Si en unas 772

circunstancias determinadas llega a engendrarse en estos grupos el sentimiento de ser oprimidos y llegan a la protesta, su actitud adquiere caracteres de violencia co­ lectiva, entre la revuelta y la rebelión, pudiendo complicarse en un movimiento con potencial revolucionario; pero nunca quedarse en lo que para ellos sería una vergonzosa e ineficaz posición de aislamiento egoísta, como lo es la del picaro. En la sociedad estamental, como observaba Hans Freyer, los enfrentamientos no ata­ can el esquema de la distribución tradicional, sino aquellas cargas e injusticias a que, en un momento dado, se vean sometidos, bien por mal gobierno de los que son más altos, bien porque alguna novedad (una invención técnica, una reforma fiscal, unas malas cosechas) ha agravado su siempre penosa manera de vivir. Y en­ tonces se puede producir la sacudida, hasta en términos sangrientos. Pero en ello no se encuentra la actitud de buscar ventajas egoístas de cada individuo por su cuenta, con carácter artero y codicioso. Por eso, entre los componentes de esa po­ blación, ni en ellos, ni en el entorno en que se halla comprendida su experiencia de vida, se puede dar la picaresca. No es de los individuos de las bajas capas sociales en general, sino de un sector de esa población instalada en las ciudades y que puede contagiar su conducta des­ viada a otros, de quienes se ocupa la nóvela picaresca, ni busca promover a arre­ pentimiento a los sujetos de mala conducta que pudieran sentirse tentados a imitar el comportamiento de los primeros. Teniendo esto en cuenta y contando a la vez con el carácter social de la novela picaresca, novela en la que suben mucho los gra­ dos de condicionamiento del mundo circundante, cabe preguntarse desde esa pers­ pectiva: ¿a quién o a quiénes se dirige el autor de una novela de este género al es­ cribirla y lanzarla a la publicidad? Añadamos, para comprender el alcance en su época de tal pregunta, que quizá en ningún momento anterior se había dado una mayor diferenciación de sectores entre las masas urbanas, como la que empezó a observarse al terminar el siglo X V I, con el crecimiento económico (cuyas innovacio­ nes no podría suprimir la crisis), con el perfeccionamiento de la imprenta, la difu­ sión de la educación y el mejoramiento de la vivienda familiar en las clases medias, llamadas por entonces «medianías». Por tanto, plantearnos la pregunta que acabo de formular tiene en ese momento mayor interés —y mayor complejidad que en ninguna otra etapa anterior— y ha de sernos útil observar este aspecto para fijar el significado, en el plano hístórico-social, de este nuevo género de obras literarias. Está claro, que las novelas y otros tipos de relatos picarescos que cunden a par­ tir de 1600, aunque algunos son anteriores a esta fecha, no van destinados a la misma clase de gente de la que se ocupan. Aunque es propio del picaro —en la no­ vela y en el mundo sensible— poseer cierta formación escolar y saber leer y escri­ bir, no seria él quien proporcionaría la clase consumidora del género que de ellos se ocupaba. Me parece claro, pues, que tales narraciones no fueran hechas ni para corregir directamente, a través del conocido recurso de ejemplos fingidos, al pica­ ro de mala vida, ni creo que quepa suponer que se publicaron para enaltecer a sus ojos las travesuras o fechorías que se veía atribuir y, con ello, permitirle hacer gala de su atrevido protagonismo literario. Arnold Hauser nos ha hecho observar que frecuentemente «se ha caído en el error de pensar que un arte que describe la vida de la pobre gente está destinado también a la gente pobre, cuando en realidad la verdad es lo contrario. La copia del personal modo de vida, la descripción del pro­ pio contorno social, lo buscan en el arte normalmente sólo los estratos sociales de ideas y sentimientos conservadores, los elementos que están satisfechos de su pues773

to en la sociedad (añadamos: y que tratan de consolidar su supremacía). Las clases oprimidas y que luchan por ascender, desean ver representadas circunstancias vita­ les que les aparezcan como un objetivo, no aquéllas de las que se esfuerzan por sa­ lir». Yo diría que lo que Hauser escribe en relación a los «satisfechos», habría que extenderlo a todos los «integrados», aunque sean resignadamente conformistas. A unos y a otros les interesaban los «avisos», «remedios», «advertencias» frente a la amenaza que, a su parecer, se cernía sobre la sociedad establecida. Por eso, el ejemplo al vivo del fraudulento asocial que venía a ser el picaro les servía de «des­ pertador» —como algunos títulos de libros dicen en la época— y les hacía preocu­ parse del problema y atender a modos posibles de superarlo. A los mantenedores del «statu quo», sin duda, las reflexiones intercaladas por el autor o explicitadas por el protagonista, no les iban a afectar directamente, pero sí les tenía que afectar el estado de la sociedad de que provenían los comportamientos anómalos y amena­ zadores de la población apicarada. En virtud de lo cual, para librarse de tan peli­ grosos desviados, había que cambiar las condiciones sociales de las que procedían. Pienso, desde luego, por mi parte que la novela picaresca no está escrita para los picaros —mal podían con ella llamarse estos a arrepentirse—, ni, por tanto, para pobres y vagabundos anómicos, ni siquiera para el pueblo bajo, de cuyos in­ dividuos, además, sólo una parte mínima sabía leer y escribir y todavía eran menos los que, incluso en la ciudad, podían tener ocasión de leer una novela. Por eso, la imagen que la novela ofrece, de atrevida conducta desviada, estaba destinada a que la juzgaran y valorasen (negativamente, claro está, por el ataque al orden que significaba), los del otro lado, los conformistas e integrados, instalados convenien­ temente en la sociedad en la que se hallaban insertos activamente. Esto levantaría en ellos y contribuiría a consolidar un sentimiento de solidaridad conservadora, y al abrirles los ojos sobre el estado de peligrosidad que les rodeaba se considerarían obligados a hacer algo para erradicar tal situación —para unos, ya lo he dicho pá­ ginas atrás, endureciendo la represión, para otros introduciendo reformas que me­ jorasen la situación y, como el propio Conde-Duque sugería, que les permitieran, en adecuada medida, subir—. Lo cierto es que cualquiera que fueran las sugeren­ cias en contrario de algunos, sobre los infortunados caídos en marginación, se lle­ vaba una política de cerrar el paso a su posible inserción, contraria a lo que hubie­ ra podido ser una política de empleo y salario. Los más interesantes, para mí, de los autores de este género de narraciones —tal vez algunos sin caer en la cuenta— respondían al consabido recurso literario de poner de manifiesto, en literatura de ficción de carácter conflictivo, la inconsiderada conducta de sus lectores integra­ dos, que engendraban con sus maneras el desorden en cuyo medio aparecía la figu­ ra del picaro. Si de ella procedían las condiciones que suscitaban la respuesta de desviación agresiva y de conducta anémica que caracterizaba a la población apica­ rada, aquéllos tenían que tomar conciencia de la situación e introducir las medidas para eliminarla. En cualquier caso, obviamente el narrador de la picaresca, no se dirige a gentes identificables con su personaje, en cuanto a grupo social al que pudieran pertene­ cer sus lectores. Se dirige, por el contrario, a individuos colocados en el lado de enfrente, por lo menos en cuanto se refiere a honorabilidad y riqueza. Francisco Rico ha sostenido que la novela picaresca es leída por un público esencialmente burgués, con lo que en principio estoy de acuerdo y encuentro la razón en que los autores sabían muy bien que no había conexión entre picaros y burgueses, pero es774

tos últimos estaban en condiciones de apreciar la peligrosidad que los primeros arrastraban consigo. El picaro, como he dicho más atrás, hace pasar su afán de medro, puesto ya a lanzarlo fantasiosamente, por encima de los respresentantes más calificados del grupo burgués, esto es, de los mercaderes. El picaro no entra, ni para aceptarlo ni para rechazarlo siquiera, en el juego de conceder un reconoci­ miento de nivel distinguido al mercader. El picaro es un subproducto de la socie­ dad tradicional, fundada en régimen de privilegios, y a ésta es a la que ve y a la que encuentra ante sí. La época que conoce la picaresca está llena de elogios procedentes de otra vía a esa profesión del negocio. Refiriéndonos al siglo que aproximadamente va át\ Laza­ rillo al Estebanillo González, desde los primeros momentos, con fray Luis de Alca­ lá, Saravia de la Calle, Martín de Azpilcueta, Tomás Mercado, el mercader es teni­ do como un personaje honorable y que se atrae el respeto de todos porque con sus complejas y arriesgadas operaciones enriquece al reino. Sin embargo, al picaro no le interesa ni el pequeño mercader de tienda, ni siquiera el gran mercader del co­ mercio marítimo. El picaro lleva sus altos pensamientos en otra dirección, el nivel que le tienta es el del hidalgo o del caballero. Pero el noble se considera imbatible por esa especie de pequeño abejorro despreciable (aplicando palabras de Carlos V, en un caso parecido) y cuando se le aproxima lo emplea como bufón o, cuando más, como criado de escaleras abajo. En la novela picaresca son muchos más los nobles que aparecen que los mercaderes. Sin embargo, son éstos los que se sienten alcan­ zados por los peligros del picaro, y económicamente, por el desorden que en sus operaciones puede introducir y por el insulto al orden social y a los valores que de él derivan, de los cuales el burgués que se esfuerza por alcanzarlos y se encuentra en la mitad del camino es el más celoso guardián. Sin embargo, aunque el merca­ der aparece pocas veces en la novela picaresca y raramente es objeto de ataque por el picaro, es a quien se dirige la novela para aclararle el panorama de anomia que se puede observar y tan perjudicial puede ser para sus intereses, fortaleciendo su posición contra este fenómeno. En este sentido, el que entonces es aún —aunque sea acaudalado y poderoso— el ciudadano medio, el burgués, es aquel a quien la novela se dirige y que responde, como Rico observa, siendo el que la lee. Añada­ mos el dato de que, en general, el burgués es el tipo social que, incomparablemente más que los otros, practica la lectura (en las ferias de Medina del Campo, según la información que Espejo y Paz proporcionaron sobre las mismas, el mercado del li­ bro tenía importancia en ese mundo de mercaderes). Se trata, al referirnos a este grupo, de una parte de la población urbana, relati­ vamente culta, interesada —tal es la confianza que exigen los negocios— en mante­ ner su fama de honestidad profesional, su prestigio de individuo distinguido por su riqueza que le libra de trabajar con sus manos, y atento a su moral del decoro. Todo ello requiere una ambientación doméstica y urbana presidida por la decencia. Re­ cordemos que entre las razones que llevaban a Luis Vives a proponer la atención a los pobres, estaba la de que su presencia afeaba a la ciudad. Por eso, también el burgués (etimológicamente equivalente al «ruano» hombre de calle, de rúa, de am ­ biente urbano, el ciudadano), está interesado en limpiar de picaros la ciudad, por lo menos hasta el límite en que la vida ciudadana necesita un cierto número de ellos, para mantener despiertos sus órganos de defensa. En nuestra literatura disponemos de dos tempranas definiciones de burgués que son del mayor interés, que aciertan a dar trazos característicos del tipo social en 775

ascension desde el otoño medieval. Enrique de Villena, en Los doce trabajos de Hércules, escribe: «Por estado de cibdadano entiendo cibdadanos honrados, bur­ gueses, ruanos, onmes de villa que no viven de su trabajo ni han menester (es de­ cir, oficio) conocido de que se mantengan.» Sobre dos siglos después, que com­ prenden la época del protocapitalismo, Sebastián de Covarrubias, ateniéndose a lo que en lengua castellana hubiera sido lógico, al definir el término «burgalés» da como segunda acepción «el mercader rico y poderoso» y sus condiciones de vida las precisas al definir otro término equivalente, «ciudadano»: es un estado inter­ medio entre caballero y oficial que designa «el que vive en la ciudad y come de su hacienda, renta o heredad». Son, pues, la efigie misma de esos «ociosos honora­ bles» que Max Weber señalaba como muestra de los primeros burgueses toscanos. Por eso resulta incomprensible que un estudioso tan fino de nuestra picaresca, A. del Monte, digera que el picaro era un «burgués fracasado», expresión que se ha repetido por algunos sin hacerse cuestión de ello. En otros casos se ha dicho que como en España no había habido burguesía, el picaro era el sustituto del bur­ gués (siguiendo una linea parecida Ch. D. Ley ha llegado a decir que el gracioso —equiparado en el teatro del siglo x v i i a bufón, a loco— vino a ser «el represen­ tante de una clase media que poco a poco se eleva»). Si se ha ojeado alguna histo­ ria económica construida con conceptos —por ejemplo, la del propio Max Weber— se podrá comprobar que jamás, en parte alguna, el burgués procede de tales tipos. Puede darse, sin duda, algún caso excepcional de afortunado que tre­ pa; pero el origen de los burgueses es muy otro: los ciudadanos libres y ricos, que con riqueza y cultura alcanzan influencia social muy pronto. Si atendemos a la imagen de estos influyentes personajes, sujetos voluntariamente al código de la decencia, de las «conveniencias» sociales, ¿cómo fantasear sobre un nexo posible, luego fallido o logrado, con esa ralea de desviados que enumeraba Eugenio de Sa­ lazar: «bellacos, perdidos, facinerosos, homicidas, ladrones, capeadores, tahúres, fulleros, engañadores, embaucadores, aduladores, regatones, falsarios, rufianes, picaros, vagamundos y otros malhechores»? Estos son los profesionales de la des­ viación entre quienes, como acabamos de leer, se cuenta el picaro. Cervantes habla de «toda la caterva que se encierra debajo de este nombre de picaro». En cambio, para Martín de Azpilcueta bastaba con que una práctica económica cualquiera fuese ejercida por esa tan honrada gente de los mercaderes para que fuese estima­ da como honesta. Del mismo parecer es Tomás Mercado, lo son muchos escritores más, y personajes como Gondomar y Olivares. Y otro punto quiero tocar, aunque sea muy brevemente. En la época en que se desarrolla la picaresca y que coincide con el primer auge del comercio, no hay bur­ guesía en ninguna parte de Europa. Elton (England under the Tudor) sostiene que en ese tiempo, en Inglaterra, no tenia sentido hablar de «clases» medias y mucho menos de burguesía. No sólo faltaba conciencia de clase, sino que hasta lo que lla­ mamos «espíritu burgués» era débil. También sobre Inglaterra, H. Kamen (El si­ glo de hierro), cita la frase de Sir John Oglander (1647): «desprecio el enriqueci­ miento vil y el ahorro indigno y cicatero». Sobre Francia, B. Barber llega a conclu­ siones parecidas. Y David Parker (The social Foundation o f French absolutisme, 1610-1620), sostiene que en plena época del absolutismo francés del siglo x v i i , «en Francia predominaban las relaciones sociales de tipo feudal. Cierto es que la es­ tructura social estaba sometida a fuertes tensiones y desarticulaciones; el feudalis­ mo del seiscientos no era el feudalismo originario del siglo xii. Es necesario evitar 776

el esquematismo en el análisis de las divisiones de clases y del papel de la monar­ quía. Sin embargo, la afirmación de que el seiscientos vio, no el aburguesamiento de la monarquía, como resulta implícito, de uno u otro modo, tanto en Mousnier como en la Lublinskaia, sino la feudalización de la burguesía resulta más convin­ cente. En particular las posiciones políticas y sociales asumidas por la burguesía ejemplifican la observación general de Marx sobre que las ideas dominantes en to ­ da época son las ideas de la clase dominante: la incapacidad de la burguesía de li­ brarse del dominio ideológico de la monarquía reflejaba su posición todavía su­ bordinada en la jerarquía social» {Past and Present, 1971, núm. 53). No comparto por entero el contenido de estas frases, pero sí me interesa su insistencia en ha­ blar de que en el siglo xvii habría una burguesía en Francia como en otras partes, que no sería burguesía. En tal caso, juzgo preferible no emplear la palabra y a lo sumo referirme a grupos de burgueses. Y lo cierto es que la palabra existía; pero existía tan tempranamente (como pu­ so en claro García de Valdeavellano) que ello mismo demuestra que se trataba de otra cosa. En España, se la encuentra en la esfera de la picaresca: Estebanillo Gon­ zález habla de la burguesía de Flandes, en la que elogia «la sutileza de ingenio y gran trato», y en otro lugar se refiere a la burguesía de Bruselas. Sin duda, el am­ biente urbano es una nota que da carácter a tal grupo, pero no basta con referirse a esto para hablar de una clase, cuando la conciencia de la misma falta. Y en el x v i i faltaba en todas partes. Yo creo, pues, que en el siglo x v i i no se puede hablar de burguesía como una clase con conciencia de tal, sin cuya condición no se debe emplear tal término. Del tipo de los burgueses, ya hemos visto su figura bien perfilada en textos del siglo x v y del x v i i : es un tipo de hombre culto, rico, calculador, buen administrador, que aplica en regir su vida fundamentalmente criterios económicos y que para descan­ sar de las tensiones del negocio que esa manera suya de entenderlo le crean, descu­ bre el refugio de la intimidad personal y familiar. Para resumirlo en una breve fór­ mula, yo diría que hay que hablar en ete primer capitalismo del burgués en el sen­ tido de Sombart (definido por su «espíritu racional»), no en el sentido de Marx (caracterizado por una conciencia de clase). Su presencia dio lugar a una transfor­ mación de la mentalidad de un amplio sector de la población en virtud de la cual un mercader, desde luego, pero también un labrador (como ya vio N. Salomon), y no menos un clérigo, un militar, un burócrata, quizá un noble (basta con leer las tempranas biografías de los Claros varones de Castilla, de Hernando del Pulgar), pueden actuar conforme a una tipología de burgués. En principio, en el siglo x v i i , Covarrubias incluía «los letrados y los que profesan letras y artes liberales». Estos grupos de burgueses eran lo suficientemente numerosos para garantizar un público al nuevo género de la novela picaresca. Y por su parentesco mental con otros grupos similares en Europa, para asegurar el transplante del género al norte de los Pirineos. Quizá parezca arbitrario afirmar la importante presencia de gru­ pos de burgueses en España, cuando tantas veces —y tan a la ligera como lo hicie­ ra en su día Haebler— se ha dicho lo contrario. En otras ocasiones he expuesto con más amplitud el tema. Aquí me reduciré a recordar testimonios de autoridad. Después de los estudios de Sayous, de Goris, de Mollat, de Lapeyre, de Ruth Pike, de F. Ruiz Martín, de G. Anes, de Weisser, etc., etc., ha quedado fuera de duda el tema, hasta hace poco tan mal planteado, de la burguesía en España. No hay bur­ guesía, como en ninguna parte en el tiempo que aquí tomamos en consideración. 777

Pero los investigadores que he citado han demostrado la presencia de importan­ tes grupos de burgueses españoles, fuera y dentro, desde fines del siglo xvi y en el x v i i , en Flandes, Normandía, Sevilla, Medina del Campo, Segovia, Burgos, Cuenca, Toledo, etc., aparte de las más ricas plazas marítimas. Había, pues, un volumen de público suficiente a quien advertir de la insana estructura social sobre la que operaban o de las lentas embestidas contra ese orden, capaces de provocar su desmoronamiento tal y como se esperaba en su tiempo. A mi entender, en la novela picaresca se trata de interesar a los «medianos» que son ricos y burgueses —aunque no hayan logrado todavía definir su status social—: su objetivo es despertar la conciencia del estado de la sociedad para que puedan contribuir en una u otra dirección, por vías mundanas, laicas, civiles, a contener el progresivo deterioro de las relaciones entre altos y bajos, trabajadores y ociosos, entre las diferentes maneras de abstenerse del trabajo manual, entre amos y criados, vecinos ordenados y vagabundos sin ley, entre quienes se mantie­ nen en su ocupación y los que volublemente cambian de oficios y de lugar. Las al­ teraciones de esta naturaleza, que son algunas más de las citadas, pueden afectar gravemente a la ordenación social. El sano vigor de ésta, que unos y otros entien­ den de distinta manera, es necesario para que las ocupaciones honradas enriquez­ can y proporcionen prestigio. Para narrar vidas como las que aparecen entre las novedades del tiempo, la me­ ra yuxtaposición de aventuras (al modo de la novela llamada bizantina), no satisface a la sensibilidad de la época; presentar hagiografías y casos de arrepentimiento no es cosa para ese público que interesa (su devoción ya es muy otra); las narraciones del género cortesano y pastoril han hecho su carrera (aunque el segundo, con otros fines, todavía conserve porvenir). Se quiere saber de hombres y mujeres que se sienten conformistas integrados o inconformistas insolidarios, que encajan o no en la sociedad; hombres y mujeres que sufren, que gozan, que se hostigan o luchan, que ganan o pierden, triunfan o se hunden, se temen, se agreden o, más raramen­ te, entre los iguales, se ayudan; a quienes pasiones, deseos, apetencias y aspiracio­ nes de medro, de carácter individualista (no atribuibles al contexto de un orden que anhelan desmontar) les impulsan; que se relacionan con un entorno que les re­ siste y de ello destilan su experiencia personal. En el fondo de todo esto se descubre una fuerte inquietud provocada por las discordias sobre el puesto de cada uno en la que venía siendo pirámide tradicional de la sociedad. Son trastornos debidos a las energías con que el naciente individua­ lismo irrumpe en el régimen de la convivencia, en otro tiempo sólidamente organi­ zado. Probablemente, en la mayor parte de la literatura barroca, española y ex­ tranjera, muy especialmente en la novela y en la comedia, afectando en el ámbito de la ciudad a muchos de los que en ella se encuentran instalados de tan diversas maneras, subyace una situación de conflictividad relativa a la estratificación social.

778

INDICE ONOMÁSTICO

Astrana Marin, Luis, 69n, 117n, 365n, 383n, 486, 518η, 608η, 647n, 659n, 661n, 692n, 756n. Álvarez, Guzmán, 672. Álvarez Ossorio, 14, 16, 39, 52, 68, 77, , 113, 178, 185, 665, 674n, 677, 687. Álvarez de Villasandino, Alfonso, 56. Amado Mendes, J. M., 40, 41n, 57. Amador de los Ríos, José, 149n, 152. Ambrosio, san, 62. Amiel, Charles, 126η, 144n, 171n, 300n, 322η, 395η, 453n, 573n, 683n, 697. Anderson, N ., 71 ln. Anes, Gonzalo, 76, 138, 148n, 185n, 218, 250η, 479n, 665n, 726n, 777. Angleria, Pedro Mártir de, 62n. Anshen, R. N ., 407n, 427n. Anzoátegui, Ignacio B., 734n. Appleby, J. O., 193n. Aquiles, 403. Araujo, María, 143n. Arce Otolara, 145. Arco Garay, Ricardo del, 238, 477n, 515, 658, 686n, 688n. Ardrey, 61 ln , 598. Arendt, Hannah, 306n. Argan, C., 758. Argemi, Lluis, 708n. Arguijo, Juan de, 235. Ariés, Philippe, 162. Aristófanes, 259. Aristóteles, 73, 78, 91, 143, 144, 403. Aron, Raymond, 72. Artigas, Miguel, 66n, 106n. Asensio, Eugenio, 15, 270, 272, 398n. Aston, T. S., 726. Atkinson, A. B., 38, 39η, 191η. Atkinson, G., 218η, 268η. Aubrun, Charles V., 122, 157, 158, 174, 252η, 284, 358η, 359, 374, 456η, 527, 681. Avalle-Arce, Juan Bautista, 37η, 53η, 67η, 117η, 128η, 150η, 153η, 209η, 212η,

Abel, 61. Abrams, Μ ., 351η, 423η. Abril, Pedro Simón, 11, 12, 16, 73, 143η, 178, 274, 398, 701η. Acidalius, 649η. Adam, A ., 312, 644. Adán, 315, 316η. Adler, Alfred, 308, 368n, 468, 469, 603. Agatón, 768. Aguilar, Gaspar de, 15, 95, 104, 120, 211, 296, 321η, 658, 664, 691. Agustín, san, 65, 372. Álamos de Barrientos, 15. Alarcos García, Emilio, 116n, 125n, 692. Alberti, Leon Battista, 199, 216η, 249, 320, 345, 346, 429, 436. Albornoz, Bartolomé de, 685. Alcalá, Ángel, 270. Alcalá, Fray Luis de, 113, 128, 504, 689n, 775. Alcalá Yáñez, Jerónimo de, 36, 48, 97n, 194, 259, 324n, 394, 454, 598, 680, 768. Alcina, J., 398n. Alcocer, Fray Francisco de, 504-506, 514, 520. Alemán, Mateo, 10, 13, 29, 30, 44, 46, 49, 5On, 62n, 70, 100, 101, 150, 153, 156, 158, 160, 205, 212n, 214, 233, 259, 267, 273-275, 277, 278, 288, 289, 320, 329, 330, 246, 347, 382, 383, 401, 429, 430, 449, 450, 461-463, 474, 481, 487, 495, 526, 532, 556, 595, 601, 610, 625, 673, 680, 713, 738, 764-767, 770. Alexander, Franz, 293. Alfieri, Vittorio, 399. Alfonso V de Aragón, 128. Alfonso X , 90, 149, 561, 711. Alfonso XI, 561. Alonso Cortés, Narciso, 701n. Alonso Hernández, J. L., 318, 490. Alonso de Herrera, Gabriel, 131, 187, 203, 250, 502, 704. Allardt, E., 352n.

779

255η, 263η, 271η, 284η, 332η, 348η, 379η, 441η, 481η, 516η, 571η, 608η, 676η, 682η, 721η. Avicena, 225, 401. Ayala, Francisco, 373. Ayamonte, marqués de, 163. Azpilcueta, Martín de, 95, 113, 140, 177, 472, 476, 504, 689η, 725η, 757, 775, 776.

Baehrel, R., 161, 162η. Bachelard, Gaston, 307. Bahner, W., 765. Bakhtine, Mihail, 232n, 390, 632. Baltrusaitis, G., 220. Báñez, Domingo, 329. Baños de Velasco, 68. Barahona de Soto, Luis, 80, 131, 472, 473. Barber, B., 352, 776. Barber, E. G., 308n. Barezzi, 256. Barker, B., 175n. Baroja, Pío, 616. Barrera, Cayetano de la, 653n. Barrionuevo, Jerónimo de, 16, 72, 101, 113, 135, 150n, 161, 265, 329, 481, 488, 489, 522, 575, 677, 680, 688, 689, 754. Barros, Alonso de, 49, 153, 274, 368, 429, 430, 463, 766. Bataille, Georges, 667, 672, 674, 675. Bataillon, Marcel, 45n, 77, 123, 128, 192n, 270, 286n, 325, 329, 362-364, 372, 420, 421, 429, 436, 490, 491, 528, 532n, 535, 536, 576n, 602, 605, 633n, 707, 708. Battista, Ana Maria, 308n. Baxter, Richard, 599. Baulant, M ., 283n. Beaumarchais, Pierre Caron de, 614n. Becker, H. S., 416, 424n, 516n. Bergman, Hannah E., 97n, 482n, 588n, 692n, 755n. Bergson, Henri, 228, 229n, 236, 275, 278, 633. Berlin, Isaías, 327. Bellay, Joachim du, 200, 364n. Belloni, A ., 273n. Benavente, conde de, 219, 640. Bénichou, Paul, 309n, 661n, 696n. Bennasar, Bartolomé, 159, 161, 581n, 727n. Bell, W ., 416n, 418. Benítez Claros, R., 359n, 670. Benito Ruano, Eloy, 128, 330η. Bercé, Y .-Μ., 232η. Berceo, Gonzalo de, 22, 23, 51, 87, 106, 107, 168η, 731. Bernáldez, 61, 291. Bernard, Paul, 178η.

780

Bertini, G. Μ., 90η, 164η, 254η, 258η, 278, 721η. Bezzola, 641, 643. Beysterveldt, A. van, 643. Biraben, J. N ., 159n. Bigeard, Martine, 231n, 233, 235, 295n. Birnbaum, P ., 370n. Blake, 174. Blanco Aguinaga, Carlos, 767. Blanquat, Josette, 275, 373, 473, 474, 627, 634. Blecua, Alberto, 81η, 94n, 208n, 298n, 31In, 320η, 338η, 358n, 365n, 372n, 374n, 449, 473η, 494η, 555n, 572n, 588n, 624n. Bleiberg, Germán, 49n, 462n, 765n. Bloch, Marc, 110η, 444n. Bloch-Warburg, 198. Bocángel y Unzueta, Gabriel, 359, 670. Bodin, Jean, 176, 260, 701. Boiteux, 724n. Bomli, 651, 657. Bonet Correa, Antonio, 700n, 708n, 718, 720. Bonet Garcia, A ., 718. Bonilla San Martin, Adolfo, 84n, 165n, 209η, 338η, 348η, 461n, 463n, 478n, 479n, 656n, 669n, 772. Borrow, George, 101η, 172n. Bosch, Jerónimo, «El Bosco», 230, 374, 596. Bourdon, J., 81n. Brancaforte, Benito, 55n, 145n, 228n, 273n, 278, 377, 403n, 523n, 682. Brandt, Sebastián, 230, 631. Brantôme, Pierre, 231. Braudel, Fernand, 16, 62n, 64, 72, 76n, 84, 92, 111, 132, 141, 148, 173, 174, 179n, 186, 189, 190n, 192n, 553, 559n, 578, 600n, 609, 623, 727. Bravo Villasante, Carmen, 663n. Bridoux, A ., 315n. Brocar, 398. Brown, Μ. O., 432n. Brownstein, L., 391n. Brueghel, Pieter, 230, 368, 374. Brun, F., 303, 308η, 310, 313. Brunei, 580. Buceta, E., 153η, 706η. Buisson, Η ., 271η. Burckhardt, Jacob, 296, 632. Burke, 306, 384η. Butler, S. H ., 660n.

Cabrera de Córdoba, Luis, 580η. Caín, 61. ¡Caldera, Gaspar, 160.

Calderón de la Barca, Pedro, 121, 148, 214, 221, 226, 229, 319, 329, 340, 359, 492, 601, 650, 653, 668, 715. Camerino, José, 254, 395, 554, 624η, 695. Camos, Marco Antonio, 15, 33, 93, 749. Campomanes, Pedro Rodríguez, conde de, 68η, 185n, 666n, 687n. Canavaggio, Jean, 461, 765. Cáncer, Jerónimo de, 613. Cano, Alonso, 174η. Cano, Melchor, 329, 362. Cánovas del Castillo, Antonio, 68, 75. Cañete, marqués de, 144n. Cañete, marquesa de, 618. Carande, Ramón, 129, 177n, 195, 508, 584, 644, 725, 727n, 728, 737n. Caravaggio, Michelangelo Amerighi, 289, 664. Carballo, Alfredo, 67n. Cardaillac, L., 421n, 536n. Cardona, Tomás de, 132. Carducho, Vicenzo, 189, 258, 361. Carié, M .a del Carmen, 561, 570, 575n, 685n. Carlomagno, 198. Carlos V, 46, 61, 94, 148n, 399, 486, 510, 583, 584, 717, 775. Carranza, Alonso de, 132. Carrasco, H. Génereux, 15, 30n, 32n, 83n, 98η, 124η, 142η, 210n, 468n, 479n, 627n. Carrasco Urgoiti, M .a Soledad, 50n, 54, 157η, 198η, 286η, 301n, 478n, 518n, 523n, 546n, 594n. Carriazo, Juan de Mata, 335n, 507n, 71 ln. Carrillo, Francisco, 470. Cary, Arthur Joyce, 178-218. Casa, monseñor de la, 486. Casalduero, Joaquín, 396n, 598. Casanova, W., 306, 307, 575n. Casas, P. Bartolomé de las, 195, 263, 366, 477. Cascales, Francisco de, 228n. Castiglione, Baltasar de, 642n. Castillejo, Cristóbal de, 36n, 155, 685. Castillo de Bobadilla, Jerónimo, 339. Castillo Solórzano, Alonso, 83, 93n, 127, 218, 269, 278, 291n, 324n, 380, 381, 382n, 389, 444, 452, 462, 483, 485, 487, 518, 526, 546, 551n, 665, 669, 690n, 693, 749, 753, 764, 769. Castillo Quartiellers, R. del, 160n. Castrillo, Fray Alonso de, 165. Castro, Américo, 297, 320, 326, 444, 547, 769. Castro, Guillen de, 175, 221, 222, 226, 650.

781

Castro l5íaz, A ., 658n. Catalina, J., 27n, 43n. Cavillae, M ., 28, 44, 46, 47, 50n, 53, 93n, 115n, 153, 160, 217n, 267, 274, 343n, 368η, 425η, 655n, 679n, 734n, 737n. Carrera Pujal, J., 132n, 136n, 181, 509. Caxa de Leruela, Miguel, 12, 16, 68, 71, 94n, 112n, 113, 178, 184, 185, 188, 217, 218, 547, 550, 572. Centril, H ., 370n. Cerdán de Tallada, 242, 513. Certaldo, Paolo de, 703. Cervantes, Miguel de, 14, 15, 37n, 67, 83, 84, 91, 117n, 144, 148, 150, 153, 165, 178, 198, 209, 212, 225, 252, 253, 255, 256, 261, 263, 271, 283, 284, 326, 332, 333, 338, 348, 358, 379, 402, 405, 420n, 422n, 456, 459-463, 478, 479, 481, 486, 488n, 489, 497, 513n, 532, 571, 585, 608, 610, 619, 664, 669n, 674n, 676, 682, 713, 715, 723, 748, 776. -Cervantes de Salazar, Francisco, 66n, 187. Céspedes y Meneses, Gonzalo de, 15, 71, 93n, 96, 129, 212, 328, 332, 333, 402, • 458, 461, 464, 520, 521, 551, 582, 608, 618, 624, 657, 658n, 669, 670, 723, 749, 753. Cid (Rodrigo Diaz de Vivar), 403. Cicerón, 298, 372, 462. Cicognani, Bruno, 324n. Cipolla, C. Μ ., 76η, 77η, 84n, 140n, 214n, 254n, 502n, 530, 576n, 726n, 733n. Clinard, Μ. B., 317η, 414n, 417n, 419n, 423η, 434n, 439n, 469n, 735n. Cloward, R. A ., 384, 385n, 417, 418n, 540. Cobos, comendador, 154. Coello, Antonio, 492. Coeur, Jacques, 202. Cohen, A. Κ., 414, 415, 469. Cohn, N ., 356n. Colmeiro, Manuel, 76n, 137, 194n, 247n, 502n, 553n. Colmenares, Diego de, 194, 250, 729. Collazos, Baltasar de, 461, 765. Colleville, Μ ., 50n, 371n, 632n. Commenio, 241, 324. Comte, Auguste, 105, 733. Conde, Rafael, 128n. Coornhert, Dirck Volkertsgoom, 61. Corbera, 178. Cordero, Idalia, 145n, 268, 440, 629. Corneille, Pierre, 660, 668. Corominas, Joan, 106, 107. Correa, Gustavo, 338n. Correa Calderón, Evaristo, 157η, 438η, 579η, 705η, 738η. Correas, Gonzalo, 120η, 219η, 570η.

Cortés de Tolosa, Juan, 102, 287, 454, 465, 570, 617, 714, 749, 770. Cotarelo, Emilio, 30η, 187η, 500η, 560η. Covarrubias, Sebastián de, 40, 93, 118, 142, 145η, 169, 199, 203, 295η, 338η, 340, 360, 378, 433η, 565η, 571η, 637, 776, 777. Cubillo de Aragon, Alvaro, 15, 91, 367, 588, 670, 681. Cuello, María Ángeles, 51 On. Cueva, Juan de la, 507. Cuevas, Cristóbal, 514n. Cranach «El Viejo», Lucas, 644. Criado de Val, Manuel, 153n. Cros, Edmond, 13, 14, 16, 30n, 46, 49, 55, 73, 84, 85, 118, 290n, 313, 314n, 318, 384, 385n, 387, 388, 402n, 422n, 487. 533, 765, 768. Crosby, James O., 73n, 268n. Cruzada Villamil, Gregorio, 189n, 258n, 361. Cvitanovic, Dinko, 299n.

Délumeau, 207n, 254n. Denker, R., 341n, 602. Desaive, 159n. Descartes, René, 241, 295n, 310, 315, 319. Dévéreux, E. G., 515. Deyermond, A ., 643n. Deza, Lope de, 71, 152, 178, 532. Diez Borque, José Maria, 78n, 79, 81, 379n, 401n, 662n. Diderot, Denis, 172n, 680. Diez del Corral, Luis, 707η. Diógenes, 337, 368. Dolce, Ludovico, 764. Dollard, J., 602. Domingo de la Calzada, santo, 51η. Domingo de Guzmán, santo, 34. Domingo de Silos, santo, 106. Domínguez Bordona, 37n, 155n. Domínguez Ortiz, Antonio, 10, 94n, 96, 117η, 133n, 136n, 146n, 155, 159, 163n, 176n, 201, 213, 214, 218, 370, 542n, 580n. Donoso Cortés, Juan, 68, 75, 183. D ’Ors, Eugenio, 225. Duby, Georges, 207, 208, 457. Dubin, R., 435. Dueñas, Rodrigo de, 128, 508, 509. Duhem, Pierre, 295n. Dunn, Peter N ., 385, 431. Duque de Estrada, Diego, 15, 466n. Durand, Y., 93n, 370. Durkheim, Emile, 251, 302, 306, 415-417, 459, 667, 747.

Chabod, F., 261n. Chamorro, M .a I., 121n. Chandler, F. W ., 123, 239η, 282, 491, 605, 672, 673, 677. Charbonnel, J. R., 312n. Charland, 764. Charron, Pierre, 232. Chassé, Ch., 50n, 254n, 309, 346. Chaves, R., 16, 510, 571, 614, 618, 673, 681, 686, 738, 749. Chazel, F., 370n. Chesterfield, Lord, 175. Chevalier, Maxime, 445n, 772. Child, Lydia Maria, 178. Chombart de Lauwe, 354, 360, 552, 564, 576, 577n, 690n, 731. Chueca, Fernando, 756n.

Ebersole, Alva V., 705n. Efrén de la Madre de Dios, padre, 3hi. Eguinardo, 197, 198. Ehrenberg, R., 102, 103, 105n, 720n. Eibl-Eibesfeld, 447n. Eiximenis, Francisco, 36n, 58, 63, 66n, 640n, 701, 722, 733n. Elton, 776. Elliot, John H., 10, 16, 44n, 75n, 135n, 147η, 150n, 179n, 202n, 267, 355n, 400n, 418, 424n, 586n. Engels, Friedrich, 445, 622. Enrique IV de Francia, 190. Enriquez de Guzmán, Alonso, 15, 102, 115, 145, 154, 331, 355, 378, 416, 419, 466n, 714, 715. Enriquez Gómez, Antonio, 12, 125, 144, 151, 171n, 382, 394, 453, 483, 589, 697. Eoff, Sherman H., 407. Erasmo, Desiderio, 50, 181, 230, 277, 346, 440, 446, 449, 703 , 734. Ercole, F., 339n. Erikson, K. T., 423, 435, 437n.

Dahrendorf, R., 72. Damiani, Bruno, 67η, 69n, 94n, 122n, 144η, 194η, 203η, 216n, 229n, 232n, 242n, 277, 278, 299η, 337n, 362n, 449n, 482, 490η, 493η, 573n, 578n, 608n, 633n, 657n-659n, 673, 694n, 756n. Darmon, 649. Dart, 61 ln. Davies, J. C., 370. De Bérulle, cardenal, 310. De Jonc, 191. De Pure, abate, 696. Defoe, Daniel, 161, 162, 178, 394. Deleito y Piñuela, J., 523n. Delicado, Francisco, 149, 673.

782

Fox Morcillo, Sebastián, 462. Franklin, Benjamin, 512. Frentzel, Susana, 299, 302. Frémaux-Crouzet, A ., 66n. Freud, Sigmund, 236, 341, 604, 635, 652, 672. Freyer, Hans, 773. Frianoro, Rafael, 248. Frías, Damasio de, 144, 701, 748, 751, 755. Fucilla, Joseph, 642. Függer (Fúcar), familia, 102, 103, 115, 138, 202, 274. Fuñó Ceriol, Fadrique, 255.

Esopo, 768. Espejo y Paz, 330n, 775. Espinel, Vicente, 47, 48, 50, 156, 157, 198η, 277, 286, 301, 314, 316, 321, 359η, 378, 379, 401, 405, 443, 486, 517, 557, 573, 595, 607, 609, 625, 652, 656, 673, 680, 693, 715, 716, 735, 764, 767-769. Espinosa, Alonso de, 565, 572, 658. Étienvre, J.-P., 507. Etreros, Mercedes, 136, 238n. Eugas, Pierre, 153n. Eva, 694. Ezquerra, Ramón, 10. Fabié, Antonio Maria, 367n. Faliu-Lacourt, Charles, 649. Fanfani, Amintore, 115n, 174, 179n. Faral, Edmond, 452n. Fazzio, Bartolomé, 90n, 164. Febvre, Lucien, 8, 161, 165, 172n, 175, 271n, 594, 673. Feldman, J. L., 299n. Felipe II, 27n, 46, 47, 95, 128, 166, 168, 177, 331, 509, 510, 686, 700, 717. Felipe III, 10, 43, 46, 85, 132, 181n, 217, 250, 484, 550, 559, 700, 739. Felipe IV, 72, 85, 94, 96, 128, 130, 133, 135, 136, 149, 160, 179, 185, 217, 356, 478, 522, 535, 550, 559, 584, 618, 677, 688, 700, 735, 740, 742, 744. «Fernán Caballero», 492η. Fernán González, 403. Fernández Álvarez, Manuel, 128n, 177n, 188n, 717, 720. Fernández Duro, Cesáreo, 461, 765. Fernández de Navarrete, Eustaquio, 16, 44, 113, 116, 137, 184n, 217, 529, 513, 535, 544, 548, 549, 559, 566, 586, 647, 674n, 691. Fernández de Oviedo, Rodrigo, 449. Fernández de Ribera, Rodrigo, 15, 116, 117, 145, 212, 233, 254, 341, 486, 574, 596, 608, 638, 666. Ferrer, san Vicente, 34. Ferrer de Valdecebro, fray Andrés, 15, 749. Ferreras Savoye, J., 66n, 565n. Figes, E., 645, 649, 696n. Figueroa, Cristóbal de, 233. Fiorato, A. Ch., 425n. Fonquerne, Y.-R., 96η, 213n, 403n, 464n, 520, 551n, 713n. Foriers, 234n, 235n. Forster, G. Μ ., 71, 266, 292η. Foucault, Michel, 231η, 234, 235, 743. Foulché-Delbosc, Raymond, 259, 267n, 343n, 487, 490n, 682n.

Galileo, 298. Galíndez de Carvajal, Lorenzo, 90. Gallardo, Bartolomé José, 510n, 571n, 614n, 681n, 738n. -Gallardo Fernández, Francisco, 509. García, Carlos, 12, 332, 365, 404, 417, 454, 464, 481, 483, 498, 499, 573, 613, ■ 616, 693, 752, 754n. García, Michel, 471n, 688n. García Blanco, Manuel, 333, 441. García Cárcel, R., 280n, 384n, 696n. García de Castrogeriz, Juan, 722. García de la Concha, Víctor, 316, 373, 374, 443, 540, 541. García Lorenzo, Luciano, 632n. García Martínez, 609. García del Palacio, Diego, 296, 358, 420n. García de Valdeavellano, Luis, 108, 777. Garin, Eugenio, 45ln. Garzoni, 425n. Gayangos, Pascual de, 21 ln, 48ln, 679n, 745, 749n. Gella Iturriaga, J., 82, 116n, 124n. Geremek, B., 190, 192, 193, 201, 205, 247n, 252n, 292, 302, 304, 41 ln, 437, 442, 457, 501n, 615n, 711, 732. Gerli, E. M., 640, 660. Gerschenkron, A., 445n. Gerth, H. H ., 528n. Giginta, Miguel de, 43, 46, 47n, 734. Gil Polo, Gaspar, 702. Gili Gaya, Samuel, 379, 656. Giliaux, S., 82n. Gillet, Joseph E., 471n, 715n. Giménez Fernández, Manuel, 477n. Girard, R., 421n. Girón, Pedro, 94. Glaber, Ralph, 35. Glotz, Gustave, 170n. Gogol, Nicolás, 312. Goldman, Lucien, 308n.

783

Goldoni, Carlo, 766. Goldthorpe, 306. Gómez, Enrique, 394, 483. Gómez Moreno, Manuel, 107n. Gómez Pereira, 319. Gondomar, 777. Góngora, Luis de, 670, 677. González, Ceferino, 15. González, Gregorio, 30n, 767. González de Amezúa, Agustín, 67, 117η, 156η, 158η, 211η, 328η, 460, 472η, 661η. González de Cellorigo, Martín, 14, 16, 43η, 52, 68, 71, 93, 113, 130, 147, 148, 169, 178, 179, 184, 214, 217, 250, 256, 478, 484, 500, 544, 547, 549, 646, 647, 663, 676, 685, 687, 742. González Palencia, Ángel, 68n, 130n, 154η, 189n, 205n, 479n, 626n. González Simón, Ángela, 658n. Goodwin, A ., 174. Gordon, M. D ., 44n, 184n, 513n. Goris, 111, 128, 508, 777. Goubiert, Pierre, 730. Goullemot, 308n. Gracián, Baltasar, 9,15, 97n, 233, 241, 255, 310, 315, 320, 324, 326, 331, 337, 485-487, 532, 540, 594, 601, 623n, 626, 697. Gracián, Fray Jerónimo de, 52, 228, 241, 250, 331, 336, 601. Granjel, Luis S., 160n, 161. Grant, Hellen F., 232η. Grasham, 136η. Grassoti, Hilda, 108η. Graus, F., 189η. Greene, 71, 292η. Gresham, 134, 136η, 140. Grévin, Jacques, 79, 565. Grice-Hutchinson, Y., 132n. Grimmelshausen, Hans Jakob Christoph von, 50, 65, 127, 241, 313, 324, 371, 543, 609, 617, 629n, 630, 632, 771. Grocio, Hugo, 315. Guenée, B., 58. Guerri, 63ln. Guevara, Antonio de, 94, 98, 258, 329, 358, 703. Guicciardini, Luigi, 720η. Guilhiermoz, 198. Guillén, Claudio, 49n, 200, 604, 610. Gutiérrez de los Ríos, 169, 188, 498, 545, 689η. Guy, Alain, 31n, 62n. Guzmán, Enrique de (conde de Olivares), 486. Guzmán, P. Pedro de, 46, 52n, 178, 510512, 685, 686.

Haan, H ., 46, 676, 699n. Haebler, 547, 777. Halphen, L., 198n. Hamilton, E. J., 134, 137, 138, 183, 193. Hanrahan, T., 675. Haro, Padre, 695n. Hauser, Arnold, 773, 774. Hauser, H ., 745n. Hazard, Padre, 634. Heckscher, E. F., 115n, 117n, 178, 218n, 484, 549. Heers, J., 108n, 369. Heimsoeth, 295n. Helí, J., 772. Hengas, Pierre, 15, 764. Hermosilla, Diego de, 100, 215, 216n, 331, 395, 479, 513, 694. Herrera, Dr., 50η. Herrera, Alonso de, 203. Herrera, Antonio de, 297. Herrera Puga, 16, 151, 249n, 270n, 238n, 288n, 510, 511n, 513, 612-616, 681. Herrero, Miguel, 12, 225. Hild, 218. Hight, H ., 175n, 176n. Hilton, Rodney, 729, 730. Hill, J. M ., 41. Hipócrates, 232n. Hita, Arcipreste de, 80, 126, 170, 171, 472, 564, 667, 680. Hitchcock, Robert, 178. Hobbes, Thomas, 310, 594, 621. Hobsbawm, Eric J., 609. Hoces, Juan de, 134. Horacio, Q., 347, 631. Horanjii, 16. Houlte, van, 728. Huarte de San Juan, Juan, 15, 231, 319, 632. Huizinga, Johan, 107, 466. Hurtado de Alcocer, 16, 133, 185, 648, 688, 689η, 690. Hurtado de Mendoza, Antonio, 398, 588, 691. Hurtado de Mendoza, Diego, 699. Huppert, G., 258n. Huut, van, 61. Ibn Jaldun, 89. Icaza, Francisco A ., 573n. ímaz, Eugenio, 183n. Infantes de Miguel, V., 212n. Iriarte, Tomás de, 589. Isla, Lázaro de la, 178.

Jabaleta, Juan, 619.

784

Jackson, J. A ., 219η, 306n, 351n, 423n, 529n, 542n, 543, 551n. Jacob, F ., 649. Jammes, Robert, 632n. Jerónimo, san, 62. Jiménez Patón, Bartolomé, 153n. Jiménez Salas, María, 60n. Johnson, Carroll B., 466, 604. Johnson, R. J., 611n. Joly,' Monique, 59. Jones, J., 637n, 652n, 672n. Jones-Davies, J., 158n. Jouanna, Arlette, 153n, 444n, 559. Juan II, 335. Juan de Dios, san, 32. Juan Manuel, Infante don, 28n, 89, 170, 198, 252, 335, 398n, 723. Judges, A. V., 61. Juliá Martínez, E., 321n, 716n. Juvenal, Décimo J., 98.

Laslett, P ., 184n, 621n, 728. Laski, H ., 25. Launay, 308n. Laurenti, Joseph L., 151η, 177η, 208η, 325η, 345, 347, 558η, 570, 675η, 689η, 709η, 712η, 770. Lázaro Carreter, Fernando, 10, 31η, 53η, 71η, 84η, 125η, 129η, 199η, 253η, 268η, 280η, 298, 313, 314η, 317η, 321η, 365η, 384η, 385η, 399η, 403η, 433η, 441η, 445, 448, 451η, 464η, 469η, 481η, 498, 518η, 537η, 546η, 557η, 565η, 569η, 589η, 608η, 636, 680η, 688η, 692η, 745η, 753. Le Flem, J. P ., 185η, 550η. Le Goff, Jacques, 35n, 175n, 733. Le Nain, Louis, 47, 248, 290. Leclercq, J., 23n. Ledesma, Pedro de, 16. Leibniz, Gottfried W ., 310, 315. Lemert, E. M ., 414n, 416, 436n. Lenski, G. E., 97, 654. León, Fray Luis de, 31, 62n, 101, 205, 210, 420n. León, P. Pedro de, 151, 249, 270, 283, 288, 510, 511, 612,613, 615. Leroy Ladurie, Emmanuel, 190. Lesage, René, 308n, 548n, 765. Lescarbot, Marc, 190, 195, 218, 256, 548. Lévy-Leboyer, 542n. Lewis, W. A ., 90, 114, 176n, 249n, 251, 550, 562, 732. Ley, Charles David, 222, 224, 225, 776. Liflán y Verdugo, Antonio, 15, 71, 255, 326, 438, 532, 533,558, 579, 589, 608, 624, 659, 705, 746,758, 761. Lipset, S. M ., 398. Lis, C., 184n, 193n. Lisón y Viedma, Mateo, 132. Little, Lester Κ., 34, 35n, 139. Lope de Vega, véase Vega. Lobera de Avila, Luis, 15, 39, 207, 563. Lockwood, 306. López, Fray Luis, 504. López Alonso, Carmen, 24, 36n, 309. López de Ayala, Canciller D. Pero, 57, 471, 688. López Bravo, Mateo, 15, 73, 178, 179, 217, 274, 404, 405, 549, 572, 616, 733, 734. López Bueno, Begoña, 757. López de Gomara, Francisco, 113. López Grigera, Luisa, 94, 125η, 268η, 366η, 631η, 683η, 697η. López de Madera, Gregorio, 133, 185, 218, 648, 688. López Pinciano, Alonso, 15, 67, 91, 156, 420n, 685, 764. López de Úbeda, Francisco, 15, 50n, 83,

Kagan, R. L., 328, 397, 406. Kamen, Henry, 65, 155, 156, 183, 191, 248n, 250n, 425, 549, 724, 725n, 737n, 776. Kantorowicz, E. H ., 277n. Kelso, R., 538n. Keniston, Hayward, 145n, 263n. Kenneth Zola, J., 516η. King, Gregory, 140, 191. Kitsuse, J. L., 424n. Klein, Robert, 230n, 231, 334, 403. Koenigsberger, H. G., 620. Koning, R., 423n. Kormondy, E. J., 699, 718n. Krankel, V., 769. Kummer, H ., 622.

La Boétie, Etienne de, 463. La Bruyère, Jean de, 238, 707. La Popelinière, 213, 548. La Rochefoucauld, François, duque de, 310, 720η. Labarta, Teresa, 106η. Labatut, J. P ., 87, 92n, 96n, 370, 420n, 559. Labrousse, Ernest, 77, 562. Ladero Quesada, M. A ., 561n. Lafond, J., 231n, 290n. Laguna, Andrés, 15, 225, 401. Lain Calvo, 583. Langeard, P ., 30η. Lapesa, Rafael, 168n. Lapeyre, H ., 95, 103, 111, 180n, 505, 777. Lara Garrido, I., 198n, 314. Larruga, 510n.

785

123, 278, 289, 290, 327, 328, 363, 382, 401, 403, 436, 450, 472, 474,.496, 535, 665, 764. López de Vega, Antonio, 153, 706, 719. Lorenz, Karl, 456, 595, 596η, 598, 605, 606, 611η, 630, 638, 677η. Lousse, Ε ., 88η. Loyseau, 175, 176, 546, 548. Lublinskaia, A. D ., 726η, 777. Lucena, Juan de, 164, 254, 258, 398η, 640η, 721. Luján de Sayavedra, Mateo (véase Martí, Juan). Luckács, Gyorgy, 607. Lukes, Steven, 305η, 317η, 320η, 384η. Luna, Alvaro de, 640η. Luna,Juan de, 12, 33, 90, 124, 151η, 172, 177, 280, 325, 342, 347, 365,382, 526, 531, 570, 689, 709, 770. Luque Fajardo, 15, 96, 101, 115, 177, 189, 288, 308, 319, 326, 465, 483,503, 512, 514, 518, 521, 524, 547, 553,582, 594, 597, 608, 636, 637, 658-660, 706, 771. Lutero, Martín, 98, 181, 248, 636.

315, 318, 319, 322,334, 339, 343, 346, 347, 406, 542, 554,556, 568, 598, 647, 656, 689, 690, 694,713, 714, 749. Martin, Alfred von, 296, 323. Martín, J. L., 26, 51n, 52, 56, 57, 58n. Martinenche, Ernest, 221. Martinengo, Alessandro, 171n, 389. Martínez de Cuéllar, 117, 365n. Martínez de Mata, 12, 14, 16, 46, 52, 68, 113, 148, 169, 178, 185, 188, 216, 250, 274, 479, 545, 547,648, 665, 690n. Martínez de Toledo, Alfonso, 172. Martini, G., 249η, 320η, 345η. Marx, Karl, 27, 72, 73, 106, 110, 129, 141, 147, 165, 166, 192, 414, 620-622, 637, 729, 730, 733, 777. Mas, Amédée, 657. Mathias Maréchal, 158η. Mateu Llopis, F., 108. Matter, R. de, 370η. Mauro, Frédéric, 263η, 700η. Mauroy, C., 15, 81η. May, 276. McPheeters, D. W., 67η, 153η, 187η, 202η, 216η. Méchoulan, Η ., 405, 589η, 733. Médici (familia). Medina, Juan de (véase Robles, Juan de). Medina, Pedro de, 205, 571. Medina Sidonia, duque de, 163, 460. Meier, D. L., 416n. Meinecke, Friedrich, 485. Melle, 656n. Menéndez y Pelayo, Marcelino, 111, 668. Menéndez Pidal, Ramón, 107n, 198n. Mercado, Luis, 229n. Mercado, Pedro de, 702. Mercado, Fray Tomás de, 16, 91, 95, 472, 476, 689n, 775, 776. Mérimée, Prosper, 16. Merola, Jerónimo de, 15, 91. Merrington, John, 729, 730, 73ln. Merton, R. Κ., 117, 293, 407, 413, 414, 418, 419, 425-427, 437n, 439, 443n, 463, 492, 536, 582, 734, 735. Messiaen, P ., 661η. Metge, Bernât, 172, 640η. Metsys, Quentin, 47. Meung, Jean de, 673. Mexia, Luis, 66n, 187, 366, 564. Mexia, Pedro, 358, 564, 658, 737. Meyer, J., 765. Milhou, A ., 148n, 366n. Milton, John, 315, 661, 696. Mills, Wright, 502, 528n. Minchinton, W ., 76η, 77n, 84n, 140n, 141n, 184n, 214, 254, 491, 502, 530, 544, 576n, 684, 717, 733.

Llull, Ramón, 25, 26, 57. Lluch, Ernest, 708. MacDonald, G., 203η. Macek, J., 63. Macpherson, C. B., 120n. Machado de Silva, 212n, 339. Madoz, Pascual, 709. Maheim, Κ., 350n. Maistre, Xavier de, 305. Mal Lara, Juan de, 120n, 211, 262n. Maldonado, Felipe C[amarero] R[uanova], 465n, 687n. Maldonado, Juan de, 95, 398. Mâle, Émile, 640. Malebranche, Nicholas de, 315. Malynes, 178. Mancini, Guido, 199n. Mandel, E., llOn. Mandeville, Juan de, 319. Mandrou. Manrique, Jorge, 22, 61, 142. Maquiavelo, Nicolás, 116, 152, 485, 486. Maravall Herrero, José María, 351η. Mardones, Fray Diego de, 136. Mariana, P. Juan de, 93, 132, 136. Marías, Julián, 143n. Maritain, Jacques, 319. Marot, Clément, 99. Márquez Villanueva, F., 270. Martí, Juan, 44, 47, 50, 53, 115, 124, 185, 187, 210, 253, 259, 262, 264n, 271, 279,

786

Minguet, Ch., 81, 634. Mira de Amescua, Antonio, 15, 91, 210, 226, 227, 262, 395, 440, 482, 514, 516n, 597, 656, 658, 661, 662, 664, 745, 746. Miranda, virrey, conde de, 80. Mirandola, Pico della, 324. Misraki, J., 58. Moldenhauer, G., 15, 212n, 339n. Molho, Maurice, 101η, 116, 117n, 172n, 272n, 276, 317, 473, 600, 601, 607, 608n, 766. Molière, J.-B. Pocquelin, 660, 661, 730. Molina, Luis de, 241, 324, 329. Mollat, M „ 23n, 33n-35n, 37, 40, 58n, 60, 64n, 74n, 108, 109, 139n, 141, 246, 250, 732n, 777. Moneada, Sancho de, 12, 14, 16, 52, 94η, 96, 113, 169, 178, 184, 188, 202, 247, 478, 484, 488η, 547, 548, 550, 560, 572, 581, 648, 687, 690η, 721, 741, 742. Mondéjar, marqués de, 78. Mondragón, J. de, 233. Montagu, A ., 596η, 598, 599η, 611η. Montaigne, Michel Eyquem de, 255-257, 265, 319, 399, 617. Montaña de Monserrate, Bernardino, 15, 78. Montchrétien, 266, 690. Monte, Alberto del, 16, 313, 316, 372, 401, 422n, 445, 548, 600n, 624, 628, 776. Montemayor, Jorge de, 702. Montesinos, José F[ernàndez], 206, 233, 236, 310, 320, 485, 658. Monzón, Francisco de, 268. Moratin, Leandro Fernández de, 519, 574, 589. Morby, E. S., 120n. Morel-Fatio, Alfred, 219, 515. Moreno Báez, Enrique, 329. Moret, Μ ., 737. Moreno, Agustín de, 121, 201, 660, 663. Moro, Tomás, 11, 14, 45, 50, 178, 181, 183, 191, 267, 494, 704, 722n. Morreale, Margarita, 73n, 164n, 248. Mousnier, R., 72, 96, 174, 175n, 176n, 190n, 201, 370, 420n, 528, 555, 777. Mumford, Lewis, 576, 584n, 685. Mun, Thomas, 548. Münzer, Jerónimo, 664, 712, 754. Muño Gustioz, 198. Murcia de la Llana, 12, 16, 68, 71, 675n. Murillo, Bartolomé E., 47, 248, 290, 579. Mut, Vicente, 15, 75, 413.

Nashe, Tomás, 50, 152, 254, 309n, 346, 632n. Navarra, Pedro de, 256. Navarrete y Ribera, Francisco de, 522-524. Navarro Pérez, Milagros, 58n, 422n. Nebrija, Elio Antonio de, 203, 398. Nietzsche, Federico, 604. Nobili, Giacinto, 248. Nordlingen, 268. Novicow, J., 621n. Núñez, Hernán, 120n. Núñez de Alba, Diego, 367, 393, 420. Ockam, Guillermo de, 297. Oglander, Sir John, 776. Ohlin, 385n, 417. Olivares, conde de (véase Guzmán, E nri­ que de). Olivares, conde-duque de, 13, 43, 44, 68, 96, 147n, 150, 179, 202, 267, 269, 356, 383, 400, 424n, 545, 586, 602, 619, 774, 776. Olivier, Jacques, 655. Ordóñez, Pedro José, 60, 68, 70. Orivay, J. B.; 160. Ortega y Gasset, José, 168, 172n, 174n, 308, (>04. Ortiz, Luis, 11, 16, 46, 71, 76n, 158, 177, 181, 188, 545, 732. Ossowski, 61, 142. Osuna, duque de, 78. Osuna, fray Francisco de, 188. Oudegerste, 114. Ozment, S. E., 271n. Páez de Valenzuela, 133. Palacio Atard, Vicente, 12. Palencia, Alonso de, 38, 41, 80, 168n, 419, 536, 712, 733. Palmireno, Lorenzo, 400. Palladio, Andrea, 47. Pallarés, B., 554n. Paré, Ambroise, 61. Paré, G., 641. Pareto, Wilfredo, 370n. Parisiense, Guillermo, 506n. Parker, Alexander A ., 61n, 81n, 269n, 276, 303, 312, 321, 330, 385, 421, 431, 491, 548n, 605, 606, 610, 776, 777. Parker, David, 180, 613n, 616, 728, 776. Parkin, Frank, 96, 291η, 350η, 351, 446, 459, 528, 654. Parsons, Talcott, 308, 417η, 434, 456, 621.

Nadal, O., 660n, 668. Nagel, U ., 622. Narbona, Eugenio de, 337, 406.

787

203,

241, 390, 629, 729, 363, 514,

Pasquier, Étienne, 199. Patinir, Joachim, 374. Paz, R., 41η, 42η, 112η, 160η, 166η, 615η, 685η, 724η, 775. Pedraza, Luis de, 647. Pedraza, Pilar, 230η. Pelorson, J. P ., 101, 258n, 294n, 400, 401n, 654n. Pellicer y Ossau, José de, 16, 113, 135, 136n, 645, 677. Penna, Mario, 63n, 165n, 712n. Peña, Francisco de la, 16, 44n, 135n, 147n, 150n, 179n, 202n, 267, 355n, 400n, 424n, 586n. Pereña, L., 95, 113n. Pérez, Joseph, 111, 112n, 271n. Pérez de Guzmán, F., 26, 57, 90, 152. Pérez de Herrera, Cristóbal, 16, 28η, 29, 33, 40, 44, 46, 47, 49, 50η, 52, 93, 94η, 103, 115, 116, 145, 160, 182, 188, 217, 250, 274, 278, 343, 355, 368, 424, 425, 429, 430, 461, 529, 532, 548-750, 619, 655, 679, 685, 737, 738, 750, 765. Pérez y López, 176. Pérez de Montalbán, Juan, 91, 223, 237. Pérez de Moya, Juan, 764. Pérez de Oliva, Hernán, 172n. Pérez Prendes, 95, 113n. Pérez Villamil, Juan, 27, 43n. Pernaud, R., 174, 175, 308n. Perrault, abate, 175. Persio Bertiso, Félix, 489. Picolomini, Eneas Silvio (Papa Pío II), 764. Pike, Ruth, 128, 158, 450n, 504n, 737n, 777. Pirenne, Henri, 170, 173. Pitt-Rivers, John, 695n. Platón, 142, 403. Plattard, J., 631n. Plauto, Tito M., 590. Plutarco, 347. Polisénsky, I., 618n. Popper, Karl R., 17. Porchnev, 72, 73. Postel, Guillaume, 660. Poussin, Nicolás, 594. Praag, J. A. van, 273. Prado, Andrés del, 395, 582, 695. Profeti, M .a Grazia, 632n. Puente, P. Pedro de la, 16, 416, 681. Puig y Cadafalch, José, 63n, 701n. Pulgar, Hernando del, 90, 297, 462, 507, 723, 777.

90n, 93, 94n, 116, 125, 151, 157, 171, 232, 233, 255, 264-266, 268, 278, 280, 290, 299, 313, 321, 341, 365, 366, 383385, 388, 389, 400, 401, 407, 450, 451, 464, 465, 481, 483, 486, 526, 533, 547, 588, 599, 602, 608, 616, 619, 630, 631, 636, 647, 653, 657, 661, 663, 664, 677, 680, 687, 688, 692, 696, 716, 756. Quintiliano, Marco F., 284n, 452. Quiñones, Hernando de, 557. Quiñones, Juan de, 488η. Quiñonés de Benavente, Luis, 15, 97n, 482, 588, 755.

Rabelais, François, 282, 420η, 535, 564, 631. Racine, Jean, 660. Rahn Philipps, Carla, 727η. Rallo, Asunción, 54n, 76n, 94n, 99, 166n, 198η, 215n, 254n, 271n, 314, 336n, 473η, 477η, 479η, 542n, 575n, 599n, 631n, 655n, 676n, 704n. Ramírez de Prado, 487. Ramoneda, Arturo, 107n. Ranke, Leopold von, 297. Redondo, Agustín, 59η, 229n, 231n, 290n, 431, 536n, 538n. Reglá, Juan, 249, 609. Rembrandt, H ., 47, 290. Remiro de Navarra, 15, 519n, 585, 689, 738. Ressot, Jean Pierre, 331η, 754η. Rey, Agapito, 89η, 396η. Rey Hazas, Antonio, 375n. Rey Pastor, Julio, l l l n . Reyes Católicos, 128, 152, 561, 684, 733. Riber, Lorenzo, 172n. Ribera, José de, 47, 231, 289, 524, 598. Ricapito, J. V., 200n, 329n, 620n. Ricard, Robert, 187, 273. Ricci, G., 40. Rico, Francisco, 10, 29, 31n, 53n-55n, 82n, 95, 100η, 122η, 129n, 145n, 150n, 151η, 154η, 169η, 172n, 173n, 205n, 253n, 259n, 285n, 288, 295, 299, 3lin , 317η, 320η, 326η, 333n, 334n, 338n, 343η, 346η, 355η, 367n, 371n, 374n, ' 375n-377n, 398n, 405n, 429n, 430, 441n, 450η, 456η, 458η, 463n, 464n, 466n, 473n, 475, 480, 495n, 517n, 523, 539, 555n, 566, 568, 574, 578n, 580n, 595n, 600n, 602, 604, 627η, 643n, 666n, 680n, 689η, 691η, 693η, 707n, 713n, 716n, 752n, 761n, 774, 775. Richard, F., 653n. Richard, P ., 653n. Richelieu, cardenal, 602.

Quevedo, Francisco de, 9, 14, 30, 39, 48, 5On, 57n, 67n, 69-71, 73, 77, 83, 84,

788

Rioja, Francisco de, 757.. Ríos, José Amador de los, 165n. Riquer, Martín de, 74η, 169n, 171n, 172n, 177n, 189n, 271, 272, 288n, 465n, 619n. Rivadeneyra, Padre, 276, 486. Robles, Juan de, 11, 28, 46, 52n, 93, 181, 192, 195, 274, 332, 355n, 366, 413, 464. Rodríguez, Evangelina, 254n, 395, 554, 582, 624n, 695n. Rodríguez-Luis, Julio, 212n, 665. Rodríguez Marín, Francisco, 67n, 80n, 93η, 101η, 131η, 144n, 147n, 198n, 328η, 472n, 483n, 489n, 516, 585, 586n. Rodríguez del Padrón, Justo, 640n. Rodríguez Puértolas, Julio, 25, 58n, 116n, 154η, 209n, 396n, 522n, 575n. Rodríguez-Villa, A ., 100η, 331n, 395n, 479n, 694n. Roig, Jaime, 640n. Rojas, Agustín de, 331, 403, 500, 754. Rojas, Fernando de, 121, 577. Rojas, Francisco de, 15, 148, 221, 224, 226, 492, 545. Romano, R„ 181, 186, 248, 727n, 728. Romera-Navarro, Miguel, 97n, 255n, 315n. Ronsard, Pierre, 79. Roover, R. de, 504, 505n. Rose, Constance, 382n. Rosen, G., 230n. Rósete, 422n, 664, 677. Rostow, 296. Roubaud, Silvia, 257. Roubichou-Stretz, 258n. Rousseau, Jean-Jacques, 142, 653n, 696, 697. Rousset, Jean, 540. Rúa, Pedro de, 258. Rubens, Pedro Pablo, 47. Rueda, Lope de, 676. Ruiz, Andrés, 103. Ruiz, Juan (véase Hita, Arcipreste de). Ruiz de Alarcón, Juan, 15, 120, 146, 219, 226, 399, 479, 492, 588, 619n, 624, 658, 670, 691, 692, 705. Ruiz Martin, F., 14, 111, 128, 130, 182, 183n, 729, 777. Ruiz Morcuende, Federico, 93n. Ruiz, Simón, 95, 103, 115, 128, 202, 505. Runciman, W. G., 351n, 542n, 751. Saavedra Fajardo, Diego, 9, 68, 93, 130, 154, 189, 255, 326, 328, 332, 337, 435, 479, 487, 559, 619, 623n, 626, 650, 721. Sabuco, Miguel, 15, 187n, 373, 632, 650, 698. Saczucki, L., 451n. Sagredo, Diego de, 178.

789

Said Armesto, Victor, 259n, 716n. Saint-Evrémond, Charles de, 668. Sàinz de Robles, Federico Carlos, 587n. Sáinz Rodríguez, Pedro, 270. Saita, G., 642. Salas, Juan de, 504. Salas Barbadillo, Alonso Jerónimo de, 13, 15, 30, 48, 102, 124, 208, 231n, 235, 236, 260, 264, 269,286, 287,326, 334, 362, 382, 389-391, 392n, 400,404, 453, 463, 480, 487, 497,518, 534,552, 557, 564, 572, 574, 579,580, 583,585, 589, 605, 625, 637, 672,675, 676,700, 715, 716, 719, 722, 746, 753, 759, 764. Salazar, Diego de, 152. Salazar, Eugenio de, 10, 15, 39, 371, 549, 564, 679, 704, 745, 776. Salillas, Rafael, 12, 422n. Salomon, Noël, 111, 397, 644, 727n, 777. San Miguel, Ángel, 212n, 333n, 441n, 599, 770. Sánchez, obispo D. Rodrigo, 170. Sánchez-Albornoz, Claudio, 173, 684n. Sánchez de Arévalo, Rodrigo, 63, 91, 164, 701, 722. Sánchez Ortega, M .a Elena, 74η, 422η. Sanchís, J., 34η. Sandoval, Bernardino de, 513. Santa María, fray Juan de, 142. Santa Cruz, Alonso de, 229n. Santibáfiez, P. Juan de, 615. Santillana, marqués de, 398n, 449, 711. Santos, Francisco, 15, 25, 53, 58, 68, 102, 116, 126, 130, 145, 154, 157, 206, 209, 287, 326, 331, 355, 395, 398, 403, 421, 422n, 475, 514, 522, 530, 551, 558, 560, 566, 574, 575, 584, 586, 594, 598, 630, 650n, 655, 660, 662, 678, 679, 680, 686n, 690, 691n, 697, 720, 721, 747, 748n, 749, 753, 767. Saravia de la Calle, 98, 113, 689n, 775. Sarmiento, fray Martín, 285n. Sassone, G. E., 204η, 261n, 265n, 401n, 444n, 454, 570, 617n, 714n, 749n. Sauvy, Alfred, 180, 186. Sayous, André E., 111, 127, 180, 508, 777. Schaff, Adam, 147. Scharer, Dra. M., 238. Schelsky, H ., 397n. Schevill, Rodolfo, 84η, 165n, 209n, 338n, 461η, 463n, 478n, 479n, 669n. Schiaffini, A ., 703n. Schilperoort, 172n, 471n. Schmid, A. M., 565n. Scholberg, K. R., 681n. Schorsch, 264n. Schumpeter, Joseph Aldis, 72, 142, 291n, 459.

Seillières, 329. Selke, Ángela, 270. Sem Tob, 577. Sempere y Guarinos, Juan, 647n. Séneca, Lucio A ., 403. Sentarens, J., 719. Sepúlveda, Ginés de, 143, 144. Serra Rafols, Elias, 273n. Serrano Sanz, Matilde, 132n, 136n. Setanti, 15, 116, 596. Seznec, Jean, 764. Shakespeare, William, 47, 303. Shils, E., 219, 351n, 423n, 529, 543n. Short, F ., 317n. Sieber, H ., 318n, 494, 495, 610. Sigüenza, fray José de, 47, 149, 332. Silva, Feliciano de, 121. Silva, Gentil da, 725η. Silverman, J. H ., 38, 627. Simón Abril, Pedro (véase Abril). Sims, Edna, 640. Simmel, Georg, 105, 109, 110, 129, 212, 301, 320, 476, 726. Slane, 89n. Smith, Adam, 730, 736. Smith, C., 329. Synder, Ch. R., 574. Solórzano, Bartolomé de, 113, 472. Soly, Η ., 184η, 193η. Sombart, Werner, 90, 97, 107, 174, 178, 213η, 358η, 485, 502, 505, 530, 617, 644, 645, 647, 777. Sorapán de Ribera, 207, 489η, 613η. Soto, Fray Domingo de, 28, 30, 40, 51n, 69, 93, 113, 274. Spadaccini, N ., 15, 17, 32n, 102n, 129n, 145n, 234, 268n, 282, 322, 338n, 340, 347, 394, 404n, 441, 455, 519, 523, 574n, 626n. Spinola, hermanos (banqueros), 509. Spitzer, Leo, 85, 268, 303, 304, 313, 323, 325, 383, 431, 466, 533, 534n, 602, 768. Spooner, F. C., 136. Spranger, Jacobo, 247n, 696. Strakey, 178. Steggink, C., 241n. Stirner, Max (J. G. Schmidt), 317. Stone, Lewis, 58, 92, 166, 174, 289, 292, 304, 305, 328,357,370,549,616,617, 620, 652, 752. Strozzi, Giulio, 273n. Stuart Mill, John, 319. Suárez, Francisco, 329. Suárez y Fernández, Luis, 128η. Suárez de Figueroa, Cristóbal, 15, 73, 101, 204, 255, 258,262,294,296,301,321, 326, 328, 337,483,484,521,577,580, 638, 697, 714η, 716, 761, 763, 764.

790

Sureda, José L., 510. Swain, B., 232n.

Tácito, Cornelio, 487. Talavera, arcipreste de, 667, 673. Taléns, Jenaro, 422n, 445. Tate, Robert B., 26, 90n, 152n. Tawney, Richard H ., 25, 53, 192, 636. Tempranillo, José María, El, 492n. Teresa dé Jesús, santa, 101. Thompson, Edward P ., 72η, 621η. Tierno Galván, Enrique, 182n. Tirso de Molina, 15, 105, 147, 201, 204, 210, 222, 226, 238n, 259, 481, 554, 563, 581, 587, 588, 601, 649,'653, 661, 663, 671, 681, 683, 702, 708n, 715, 716, 747. Tomás, santo, 24, 62, 107n, 310, 357, 506n. Tomás y Valiente,¿francisco, 16, 65n, 678. Tonnies, Ferdinand, Í09, 129, 428, 596, 620, 750. Torquemada, Antonio de, 564. Torre, Antonio de la, 128n. Torre, Alfonso de la, 39, 564, 577. Torre, Felipe de la, 272. Torres, Pedro de, 581. Torres Naharro, Bartolomé, 15, 66, 100, 122, 153, 158n, 187n, 202, 203, 205, 212, 216, 221, 255n, 337, 342, 367, 494, 618, 634, 715. Trasselli, C., 35n. Trevor-Roper, Hugh R., 47, 724, 726, 732. Trotter, G. D ., 153n. Turia, Ricardo del, 716.

Ulloa, Modesto de, 16, 509.

Valbuena Prat, Ángel, 15, 36n, 45n, 59n, 70η, 94η, 115η, 124η, 157n, 171n, 185n, 209n-211n, 218η, 228n, 240n, 256n, 259η, 260η, 264η, 265n, 296n, 300n, 313n-315n, 319η, 322n, 327n, 332n, 334η, 339n,344n, 346n, 365n-367n, 379, 380η, 381η,389η, 394n, 404n, 405n, 417η, 433n, 438n, 441n, 445, 451n-455n, 459n, 461n, 462, 465n, 467n, 482n, 487η, 488η,497η, 499n, 518n, 519n, 525η, 538η,539η, 542n, 546n, 554n, 556n-558n, 569η, 570n, 579n, 582n, 585η, 596η,606η, 614n, 630n, 647n, 656n, 659n, 671, 675n, 683n, 689n, 690η, 693η,694η, 706n, 710n, 713n, 714η, 716η,745η, 747n, 748n, 761n, 762n.

Valdeón Baruque, J., 40, 56. Valdés, Alfonso de, 704. Valdés, Juan de, 272. Valencia, Pedro de, 14, 16, 46, 47, 50, 52, 68, 71, 101, 132, 136, 169, 178, 187n, 188, 215, 216, 247, 274, 355n, 650. Valera, Diego de, 335, 640n, 711. Valla, Lorenzo, 398. Valladares y Sotomayor, Antonio, 135n, 645n, 677n. Valle de la Cerda, 15, 111, 113, 114, 250, 337. Valle-Inclán, Ramón del, 104. Valles, Francisco de, 49, 430, 766. Van Eyck, Jan, 644. Vázquez, Yago de, 585, 586n. Vega, P. Ángel Custodio, 31n. Vega, Lope de, 15, 69, 78n, 91, 95, 105, 119, 120, 121, 126, 143, 146, 148, 199, 201, 205 , 211, 217, 218, 221, 223 , 226230, 232, 237, 239, 268, 322, 344, 355, 360, 401, 463, 477, 479n, 489, 515, 521, 527, 535, 551, 569, 587, 588, 619, 642, 653, 657, 659-661, 663, 668, 670, 671, 677, 686, 688, 691, 694, 695, 705, 712,· 715, 720, 745, 763, 764. Velasco Kindelán, M ., 382n. Velázquez, Andrés, 174n, 229n. Velázquez, Diego de Silva, 604, 299. Vélez de Guevara, Luis, 15, 91, 102, 148, 157, 265, 296, 365, 464, 492, 519, 585, 596, 607, 658, 661, 662, 714, 725n, 748. Venegas, Alejo, 67n, 177, 187. Verlinden, Charles, 684n. Vexliard, A ., 190n, 246, 337, 476. Vian, Ana, 54η, 62η, 76n, 94n, 153n, 166, 215n, 254n, 336n, 599n. Viana, Juan de, 160. Vila, Soledad, 701n. Vilanova, Antonio, 440, 445. Vilar, Jean, 96η, 132η, 184η, 247η, 276, 357, 550η, 582η, 687η, 721η, 735η, 772. Vilar, Pierre, 8, 113, 180. Vilhán, 507. Villa, Rodrigo, 187n. Villalón, Cristóbal de, 39, 76, 99, 113, 166, 174, 215n, 271, 298, 420n, 472, 473, 477479, 504, 508, 542, 564, 599n, 629n, 655, 704. Villari, R., 80, 139, 154n, 201, 370, 486, 578, 609.

Villamediana, conde de, 677. Villarreal, Hernando, 594. Villavicencio, fray Lorenzo de, 69, 274. Villena, Enrique de, 164, 170, 171, 640n, 723, 764, 775. Vincent, B., 247n, 436. Viñas Mey, Carmelo, 41η, 42η, 73η, 101η, 111, 112η, 160n, 166n, 188n, 513, 571n, 615n, 617n, 685n, 715, 724n. Viñes Ibarrola, J., 160n. Virgilio, Publio, 105. Vitoria, Francisco de, 113. Vives, Antonio, 107n. Vives, Juan Luis, 27, 45, 48n, 52n, 172, 181, 192, 274, 329, 398, 420n, 703, 704, 775. Vossler, Karl, 642.

Wardropper, Bruce W ., 362n, 429. Weber, Max, 93, 101η, 306, 365, 485, 512, 528, 636, 776. Weblen, Th., 213n, 354, 528n, 532, 759. Weiner, J., 81n, 329n. Weisbach, Werner, 329, 594. Weisser, M. R., 610n, 777. Werveke, H. van, 129, 720n. Wilson, M., 632n. Williamsen, Vern G., 507n, 597. Woodward, L. J„ 212, 267, 362, 494.

Young, Astior, 730. Zabaleta, Juan de, 15, 169, 189, 280n,514, 673, 680, 694n. Zahareas, A ., 17, 32η, 102n, 129n, 145n, 234n, 282n, 322n, 338n, 347, 404, 441, 445, 519n, 523, 574n, 626n. Zamora Vicente, Alonso, 15, 129n, 379, 395η, 539η, 558η, 692n, 723n, 747n, 754n. Zapata, Luis, 712. Zarco Cuevas, 112n. Zayas y Sotomayor, María de, 67, 74, 83, 117, 156, 158n, 211, 227, 316, 328, 402, 407, 472, 520, 521, 648, 661, 662, 664, 669, 671, 693, 695, 745, 752. Znanecki, F., 442. Zweg, R. E., 280.

791

INDICE DE PERSONAJES

Alonso (El donado hablador), 37, 54, 219, 259, 265, 302, 314, 315, 317, 324, 394, 402, 430, 454, 596, 599, 689, 709, 714, 719. Andrenio (El criticón), 315, 324. Areusa (La Celestina), 62n, 153, 687.

Gallo, el (El Crótalon), 54. Gerardo (El Español Gerardo), 333. Ginés de Pasamonte (Don Quijote), 610. Guadaña, Gregorio (Vida de id.), 38, 151, 256, 260, 300, 317, 321, 323, 364, 394, 395, 402, 404, 417, 431, 536, 573, 586, 611, 642, 666, 689. Guzmán de Alfarache (id.), 10, 29, 37, 54, 62, 70, 80, 82, 88, 95, 102, 122, 127-129, 158, 173, 206, 234, 240, 242, 253, 256, 257, 259, 262, 264, 267, 271, 274-276, 278, 279, 285, 286, 289, 293, 295, 299, 302, 304, 311, 312, 316, 317, 320, 321, 324-326, 333, 334, 337, 338, 340-346, 354, 361, 364, 366, 367, 369, 371, 376, 377, 380, 385, 387, 393, 398, 402, 403, 405, 417, 424, 427, 429, 430, 441, 442, 448, 450, 456, 458, 461-466, 470, 473475, 477, 480, 481, 487, 491-496, 516, 517, 531, 532, 535, 538, 540-542, 544, 549, 553, 554-556, 564, 565n, 567, 568, 578, 581, 582, 584, 595, 596, 599, 600, 601, 604, 605, 608, 610, 613, 616-618, 622-625, 627-629, 635, 637, 642, 652, 656, 666, 672, 673, 676n, 689-691, 707, 713, 714, 716, 721, 739, 751, 752, 756, 760, 761, 765-768.

Berganza (El coloquio de los perros), 284, 460. Buscón, véase Pablos. Caballero puntual, el (id.), 48, 124. Calixto (La Celestina), 90, 153. Celestina (La Celestina), 314, 496. Cabra, licenciado (El Buscón), 79, 83, 84, 125, 402, 569. Coraje, madre (Madre Coraje, de Grimmelhausen), 127, 543. Cortado, o Cortadillo (Rinconete y Corta­ dillo), 490, 497, 516, 533, 707, 715, 762.

Diego Coronel, don (El Buscón), 83, 125, 287, 386, 399, 402, 431, 432, 498, 537, 538, 584, 628, 636.

Harpías (Las Harpías en Madrid), 15, 544, 558, 659, 671, 761. Honofre (El guitón Honofre), 32, 33, 37n, 38, 54, 55, 67, 82, 83, 124, 242, 256, 259, 271, 279,313,376,398,402,403, 420, 421, 430,440,449,455,464,468, 473, 479, 481,490,493,547,554,556, 623, 625, 646, 709.

Elena (La H ija de Celestina), 84, 127, 241, 256, 364, 367, 389, 390, 453, 458n, 490, 492, 497n, 536, 558, 573, 579, 589, 596, 605, 606, 629, 648, 651, 656, 665, 673, 675. Émile (Émile ou de l ’éducation), 697. Estebanillo (Estebanillo González), 31, 54, 69, 127, 129, 195, 219, 233, 238, 241, 261, 268, 269n, 282, 287, 315, 317, 322, 323, 326, 339-341, 369, 370, 392-394, 402n, 404, 427, 430, 440, 442, 455, 487, 493, 500, 519, 523, 524, 536, 543, 564, 573, 610, 626, 629, 630, 777.

Juanillo el de Provincia (Día y noche de Madrid), 287. Julie (Émile ou de l ’éducation), 697. Justina (La Pícara Justina), 37, 41, 54, 55, 59, 62, 69, 84, 124, 127, 146, 158, 195, 232, 240, 242, 253, 256, 278, 286, 289,

Flora (La sabia Flora Marisabidilla).

793

290, 327, 417, 465, 573, 633, 660, 697,

293, 335, 430, 472, 599, 635, 665, 707,

300, 304, 313, 317, 323, 324, 344, 346, 347, 363, 380, 404, 433, 441, 450, 451, 458, 464, 477, 490, 493 , 496, 542, 557, 604, 605, 608, 622, 623, 632η, 648, 649, 651, 652, 657, 659, 666, 674-676, 679, 691, 695, 708, 719, 751.

606, 608, 610, 611, 613, 626, 628, 629, 636, 642, 674, 676n, 684, 687, 688, 710, 719, 745, 747, 751-753, 756, 758, 760,. 761. Parmeno (La Celestina), 153, 374, 443. Pedro de Urdemalas (id.), 405, 467, 736. Peregrino, el (Commenio), 324. Quijote, Don (id.), 87, 116, 198, 209, 225, 379, 492, 700.

Lazarillo de Manzanares (id.), 204, 261, 265, 287, 325, 347, 365, 401-404, 412, 441, 454, 531, 558, 570, 571, 573, 599, 619, 623, 673. Lázaro (o Lazarillo de Tormes) (id.), 10, 32, 37, 42, 49, 54, 62, 69, 81, 82, 100, 124, 127, 151, 194,200,208, 209, 212, 240, 242, 267, 272,289,293 , 298, 300, 301, 303, 307, 310,311,316, 320, 323, 325, 337, 340, 358,361,362, 365, 372375, 417, 419, 424,427,428, 430, 440, 448, 449, 465, 473-475,487, 490, 494, 543, 555, 565, 567,571, 572, 599, 610, 624, 626, 627, 629,634, 637, 642, 666, 673, 674, 687, 707,709,717, 736, 756, 767. Lozana (La lozana andaluza), 208, 449, 582, 673.

Marcos de Obregón (id.), 37, 62, 200, 277, 286, 302, 314, 315, 321, 324, 378, 379, 402, 404, 417, 459, 470, 546, 573, 594, 607, 610, 625, 635, 652, 683, 707, 719, 762, 768. Marcia Leonarda («Novelas» a id.), 587. Melibea (La Celestina), 90, 153, 464, 687. Monipodio (Rinconete y Cortadillo), 497, 752.

Rincón, Pedro (Rinconete y Cortadillo), 497. Rinconete (Rinconete y Cortadillo), 348, 440, 490, 715. Robinson Crusoe (id.), 315. Rufina (La Garduña de Sevilla), 37, 127, 240, 256, 293, 323, 402, 417, 430, 458η, 490, 582, 629, 648, 651, 665, 673, 675, 686, 697, 709. Saavedra (Guzmán de Alfaràche), 158. Sancho Panza (Don Quijote), 116, 355, 585. Sayavedra (Guzmán de Alfarache), 465, 496, 517. Sempronio (La Celestina), 90. Simplicissimus (o Simplex) (id.), 50, 102, 241, 313η, 324, 339, 371, 430, 629η, 630. Sísifo, 377. Sophie (Émile ou de l’éducation), 697.

264, 359, 491, 636, 227,

Teresa de Manzanares (id.), 37, 127, 195, 206, 240, 241, 256, 263, 292, 304, 321, 323, 364, 380, 385, 393, 402, 404, 452, 453, 458η, 463, 464η, 467, 483, 487, 490, 491, 531, 536, 538, 544, 549, 558, 573, 582, 589, 596, 599, 604, 605, 610, 629, 637, 648, 651, 657, 667, 675, 679, 684, 687, 689, 697, 709, 739, 751-753, 761. Teresa Panza (Don Quijote), 116η. Toribio, don (Lazarillo de Tormes), 53, 84, 385, 388, 441, 482, 518, 573, 588, 753. Trapaza (El Bachiller Trapaza), 37, 84, 127, 256, 260, 265, 293, 304, 316, 323, 381, 382, 387, 402-404, 412, 467, 518, 525, 527, 536-538, 544, 546, 557, 642, 673, 676n, 709, 751, 753.

667, 348,

Oliver (Simplicissimus), 65.

Pablos, «El Buscón» (El Buscón), 30, 31, 37, 54, 59, 80, 83, 84, 125, 127, 129, 199, 206, 240, 242, 253 , 256, 257, 260, 264, 268, 280, 286, 287, 290, 293, 304, 313, 317, 321, 323-325, 340, 346, 361, 364, 382, 384-389, 391n,393, 398, 399, 401-403 , 417, 420, 424, 430-432, 441, 445, 451, 464, 468, 477, 482, 483, 498, 516, 518, 531, 536-538, 541, 544, 546, 556, 564, 569, 573, 584, 588, 589, 604,

Vidriera, licenciado (Cervantes), 235, 284, 627.

794

IN D IC E G E N E R A L

P rólogo

....................................................................................................................................

7

PARTE PRIMERA

LOS CONDICIONAMIENTOS SOCIALES DEL COMPORTAMIENTO PICARESCO Capítulo primero: E l a l a p r im e r a

c o n c e p t o d e p o b r e z a y d e p o b r e s d e l M e d ie v o M o d e r n i d a d .........................................................................

La estimación de la pobreza como factor de consolidación del orden social tradicional ......................................................................... . ......... . El estado del pobre. Limosna y mala calidad de lo que consume. Del lí­ mite de insuficiencia a la carencia de b ien e s.......................................... La pobreza considerada como un problema político y social. El pobre como marginado ....................................................................................... La pobreza en el medio urbano y el proceso de descalificación del pobre. La inconformidad ante la marginación so c ia l....................................... El hambre en la situación de los desposeídos. (El protagonismo del ham­ bre en el siglo x v ii ) ..................................................................................

21

22 33 45 56 75

Capítulo II: Los r i c o s

y l o s c a m b io s d e n a t u r a l e z a y f o r m a s d e l a r i ­ q u e z a e n e l R e n a c i m i e n t o .......................................................................................

Del noble rico al rico como aspirante al ennoblecimiento.......................... Riqueza, poder y posición social. La crítica adversa al rico: de la visión ascética a la laicización. El afán incontenible de acumular riqueza en el Renacim iento......................................................................................... La función del dinero en el proceso de transformación de las relaciones sociales ....................................................................................................... El dinero en la literatura y especialmente en la picaresca.......................... La política del vellón: crisis monetaria y crisis so c ia l................................. 795

86

87

96 105' 118 130

Capítulo III: L a

im a g e n d ic o t ó m ic a d e l a s o c i e d a d ..................................

La polarización ricos-pobres. Transformaciones de la estructura social y distanciamiento creciente entre sus extrem os.......................................... Enfrentamiento entre los grupos opuestos. El «odio entre los estados». El pobre habla en primera p e rs o n a .............................................................. El papel dé la peste en la agudización de la situación recíproca de pobres y ricos .........................................................................................................

139 152 159

Capítulo IV: L a jado r»

e v o l u c ió n d e l o s c o n c e p t o s d e «t r a b a j o » y «t r a b a ­ ..................................................................................................................................

138

Formación del concepto moderno de trabajador y tensiones estamentales relacionadas con él .................................................................................... El repudio del trabajo manual y la fórmula arcaizante de «trabajar más» El problema del «ocio forzoso». Dos soluciones al mismo: el «amparo de pobres» y el régimen de «salariado»....................................................... La aparición de la figura del picaro como actitud de rechazo de ambos sistem as........................................................................................................

Capítulo V: Los c ie d a d

l a z o s d e d e p e n d e n c ia e n t r e a m o s

y

164

166 176 181 191

c r ia d o s e n l a s o ­

DE LOS PRIMEROS SIGLOS M ODERNOS .............................................

«Trabajo» y «servicio»: alteraciones de la figura del criado. El salario, medida de la obligación de quien lo recibe. Deterioro recíproco de la relacionam os-criados............................................................................... La anormal multiplicación del número de criados, suscitada por la,ina­ daptación de la estructura social a las nuevas condiciones.................. La figura del «gracioso» como tipo de integrado social, frente al estado del picaro marginado .................................... .......................................... Lo cómico en la función integradora del gracioso. El papel de la locura. Loco, gracioso, picaro, en la literatura b a rro c a .................................... Dos clases de risa: reír con los demás, reír contra los demás. La protesta del picaro ....................................................................................................

196

197 216 220 228 236

PARTE SEGUNDA

LA RUPTURA DE LOS LAZOS TRADICIONALES. DESVIACIÓN, INDIVIDUALISMO Y MEDRO Capítulo VI: L a

r u p t u r a co n su e n t o r n o .

D e s v in c u l a c ió n

d e l p ic a r o .

La amplia expansión del fenómeno del vagabundaje. Los vagabundos «desgarrados» del medio s o c ia l................................................................ 796

245

246

Entre el miedo al viaje y el afán de recorrer tierras. Preferencia por lo nuevo. Cosmopolitismo: de la versión humanista a la versión pica­ resca ..................................................................... ..................................... 251 La negación de los lazos comunitarios y del amor a la patria. Los «deses­ perados» de España y el paso a las In d ia s .............................................. 260 El quebrantamiento de la vinculación a la Iglesia: de la critica de los cléri­ gos a la de algunos aspectos de la religión............................................. 269 Desvinculación y abandono del medio familiar. La inversión paródica del papel del lin a je ........................................................................................... 282

Capítulo VII: I n d iv id u a l is m o tad

y s o l e d a d r a d ic a l d e l p ic a r o . L a l iber ­ PICARESCA.................................................................................................................

294

Individualismo y afirmación del «yo» como proyecto del propio s e r ---La incompatibilidad del picaro con una actuación de pandillaje.............. Del egoísmo como principio a la competencia como manera de operar .. El picaro, artífice de sí mismo. «Usufructuario» de su vida personal — La libertad picaresca (una reivindicación compensatoria del fracaso )----

294 317 319 323 327

Capítulo VIII: L a a s p ir a c ió n p e r s o n a l d e «m e d r o » c o m o f e n ó m e n o s o c i a l ...............................................................................................................

350

La naturaleza de la aspiración social a ser más. La ruptura de la integra­ ción. Rechazo de las limitaciones estamentales a la movilidad ascen­ dente ........................................................................................................... El cierre de accesos a los niveles superiores de la estratificación social. La consecuencia de una derivación hacia el falseamiento de los valo­ res de la convivencia................................................................................. El afán de medro en los personajes picarescos. Su doble contenido econó­ mico y social. La frustración de las aspiraciones del p ic a ro ................

352

372 396

PARTE TERCERA

UN ENTORNO DE ΑΝΟΜΙΑ. USURPACIÓN Y OSTENTACIÓN SOCIALES Capítulo IX : Α ν ο μ ία y d e s v ia c ió n

s o c i a l ................................................................

411

La conducta desviada: tipos y límites. Condiciones para la desviación pi­ caresca ......................................................................................................... 412 Picaresca y conducta desviada: La conducta picaresca entre las diferentes formas de desviación................................................................................. 417 Sociedad, individuo y conducta desviada..................................................... 423

797

La doble función de la desviación: deterioro y apoyo del orden estableci­ do. La acción del picaro, reductora de la del reb eld e........................... 434 El papel de la familia en el aprendizaje del comportamiento picaresco . . . 440 Tres aspectos enlazados del vivir picaresco: juventud, novedad, variedad. 457 Triunfalismo y frustración en el personaje picaresco.................................. 465 Capítulo X: R ecursos de

la conducta d e s v ia d a .......................................

De los ardides al fraude. Primer principio de la conducta del picaro: la pragmatización de su proceder y del mundo que le r o d e a .................... La «industria» considerada como una hábil tecnificación de la conducta. Su superior estimación en el pragmatismo picaresco. Su raíz común con la virtú m aquiavélica.......................................................................... El engaño, el robo, el hurto, factores de la actividad picaresca. Instru­ mentos para la satisfacción de sentimientos h o stiles............................ El juego en un mundo de solitarios. La insolidaridad fundamental del ju ­ gador. El naipe como instrumento de desafío y triunfo sobre el «otro» ......................................................................................................... Las llamadas «casas de conversación» y de ju e g o ...................................... Capítulo XI: L a usurpación como fenómeno básico en una sociedad COMPETITIVA ...................................................................................................

471

472

477 487

501 520

525

Caracterización de la práctica social de la usurpación................................ 526 La inevitable tendencia a la ostentación en el picaro, manifestación posi­ tiva y principal de su a c titu d .................................................................... 530 La ociosidad, primera manifestación de ostentación.................................. 544 La ostentación usurpadora en el uso de vestidos y adornos reservados para los superiores..................................................................................... 550 El gasto desmedido en comidas y la consideración estamental de las clases de alimentos ............................................................................................... 561 La casa propia como recurso ostentatorio de máxima eficacia. Auge de la construcción y frecuencia del sistema de alq u iler.................................. 575 La pasión por los coches. La difusión de su uso y su necesidad para el picaro. El paseo en coche como distinción so c ia l.................................. 583

PARTE CUARTA EL HOMBRE EN ACECHO Y LA LUCHA DEL PICARO. SUS TENSIONES BÁSICAS Capítulo XII: H ostigamiento y l u c h a ............................................................

593

Agresividad y agresión. Exaltación individualista y pesimismo en las rela­ ciones de convivencia................................................................................ 594 798

Carácter social de la agresión. La inclinación a la venganza. Los límites de la v io lencia........................................................................................... 602 La cotidiana exhibición de cruel violencia en el siglo x v i i . Un mundo desalmado. El papel de la cárcel y de las g a le ras.................................. 612 Relaciones de antagonismo. La lucha de «cada uno contra cada uno» . . . 620 Prudencia, cautela, astucia y recelo: virtudes a ejercer enla vida social. El hombre en acecho. La actitud de a c o so ................................................... 623 La burla y la acritud de la risa. La degradación de valores estimados por la sociedad establecida............................................................................. 631

Capítulo XIII: L a

t e n s i ó n h o m b r e -m u j e r

.....................................................

La misoginia en la época barroca. La posición de la mujer en el nuevo modelo de sociedad. El surgimiento de la protesta fem enina.............. La imagen de la mujer en el antagonismo intersexual. Testimonios litera­ rios sobre el tema. El endurecimiento de las posiciones respectivas. Formas disimuladas de rebeldía fem enina............................................. El amor como afianzamiento del orden. La libre elección de matrimonio: un planteamiento false ad o ....................................................................... De nuevo sobre la falta de amor en la población picaresca. Un irregular modo de erotismo. La prostitución como factor de erosión so c ia l---El engaño y la burla en la lucha de sexos. Formas irregulares de la mis­ ma. El papel del canto y del b a ile ........................................................... La tienda en su nuevo aspecto de lugar de la agresión económica. Las re­ ferencias a la misma en la novela picaresca............................................ El último plano de la pretendida agresividad femenina. La lucha por la dominación entre hombres y m u je res.....................................................

Capítulo XIV: l ó g ic a

D

del

e l a v id a r u r a l a l a d e c iu d a d p o p u l o s a p ic a r o

. La

639

656 667 672 678 684 692

ley eco­

.......................................................................................

La ciudad, ecosistema del picaro. Los cambios en la estimación del cam­ po y de la ciudad, condicionantes del crecimiento u rb a n o .................. El carácter conflictivo del ámbito ciudadano. La opción del picaro por la vida urbana ............................................................................................... El éxodo rural a la ciudad. Las alabanzas de la ciudad en la picaresca. La nueva población propicia para la conducta desviada............................ La ley ecológica del p ic a ro ............................................................................. La transformación de las funciones de la moderna ciudad. La incorpo­ ración de los pobres a la ciudad barroca: Sus aspectos contradicto­ rios ............................................................................................................... El picaro en la ciudad. La incitación a la desviación picaresca en la gran concentración urbana y los intentos de reducir é s ta .............................. 799

639

698

698 705 710 717

722 738

Posibilidades que a la libertad picaresca ofrece la confusión de la gran ciudad. El anonimato en una gran masa de población. La ciudad, pa­ lenque de la lucha de los picaros contra el entorno de los integrados . 744 Conclusión ....................................................................................................... 760 A p é n d ic e : Mensaje que transmite y público al que se dirige la novela pi­

caresca ...............................................................................................................

763

o n o m á s t i c o ............................................................................................

779

Í n d ic e

ÍNDICE DE PERSONAJES .........................................................................................

800

793

ESTE LIBRO SE TERM IN O DE IMPRIMIR EN LOS TALLERES GRAFICOS DE A N Z O S , S. A ., EN FUENLABRADA (M A D R ID ), EN EL MES DE M AYO D E 1986