La justicia en la perspectiva ética

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Serie de Teoría Jurídica y Filosofía del Derecho N.º 92 La justicia en la perspectiva de la ética

Bedoya Giraldo, Hubed La justicia en la perspectiva de la ética / Hubed Bedoya - Bogotá: Universidad Externado de Colombia. Centro de Investigación en Filosofía y Derecho. 2018. 175 páginas ; 16 cm. (Teoría Jurídica y Filosofía del Derecho ; 92) Incluye referencias bibliográficas (páginas 173-175) ISBN: 9789587729504 1. Filosofía del derecho 2. Argumentación jurídica 3. Teoría del derecho 4. Derecho natural 5. Derecho y ética I. Universidad Externado de Colombia. Centro de Investigación en Filosofía y Derecho II. Título III. Serie. 340.1

SCDD 15

Catalogación en la fuente -- Universidad Externado de Colombia. Biblioteca. EAP. Julio de 2018

HUBED BEDOYA

La justicia en la perspectiva de la ética

Universidad Externado de Colombia Centro de Investigación en Filosofía y Derecho

Serie orientada por CARLOS BERNAL PULIDO

ISBN 978-958-772-950-4 © ©

2018, HUBED BEDOYA 2018, UNIVERSIDAD EXTERNADO DE COLOMBIA Calle 12 n.º 1-17 Este, Bogotá Teléfono (57-1) 342 0288 [email protected] www.uexternado.edu.co

Primera edición: julio de 2018 Imagen de portada: Gerechtigkeitsbrunnen (Fountain of Justice), detail of the Lady Justice as seen from the west, tomado de Wikipedia. Diseño de cubierta: Departamento de Publicaciones Correción de estilo: Santiago Perea Latorre Composición: María Libia Rubiano ,PSUHVLyQ;SUHVV(VWXGLR*UiÀFR\'LJLWDO6$6;SUHVV.LPSUHV Tiraje de 1 a 1.000 ejemplares Impreso en Colombia Printed in Colombia Prohibida la reproducción o cita impresa o electrónica total o parcial de esta obra, sin autorización expresa y por escrito del Departamento de Publicaciones de la Universidad Externado de Colombia. Las opiniones expresadas en esta obra son responsabilidad del autor.

En todo hombre dormita un profeta, y cuando se despierta hay un poco más de mal en el mundo. E. M. Cioran

CONTENIDO

In memoriam

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INTRODUCCIÓN

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PARTE SOCIAL

Introducción 1. El grupo 2. La comunidad 2.1. Memoria y lenguaje 2.2. Cultura y civilización 2.3. Cooperación 2.4. Comunicación 2.5. Acción: comunicación de la acción 2.6. Juicio: conciencia de las acciones 2.7. Conciencia común y conciencia moral 3. El orden social 3.1. Formación de las relaciones económicas 3.2. Relaciones de poder 3.3. Dominación y sometimiento

27 32 45 47 49 54 57 58 61 63 65 67 69 69

S EGUNDA PARTE D ERECHO Y MORAL Introducción 1. El derecho y el contexto social 2. Normatividad social 3. Ética y moral 3.1. Autonomía 3.2. Interioridad 3.3. Incoercibilidad 9

75 79 83 88 89 91 94

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3.4. Unilateralidad 4. El contenido de las normas 5. El contenido del derecho

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T ERCERA PARTE L A JUSTICIA Introducción 1. “Justicia” en el ordenamiento 2. “Justicia” como concepto jurídico 3. “Justicia” como criterio jurídico 4. “Justicia” no es un concepto jurídico 5. Relación derecho-justicia

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C UARTA PARTE L A ETICIDAD Introducción 1. El concepto de eticidad 1.1. El individuo y la sociedad 1.1.1. El espíritu 1.1.2. El individuo y la eticidad 1.2. El derecho 1.3. El Estado 1.4. La eticidad 1.5. Apéndice 2. La expresión de la eticidad Q UINTA LA

131 132 133 134 137 140 142 145 150 153

PARTE

JUSTICIA EN LA PERSPECTIVA DE LA ÉTICA

Introducción 1. Ética y naturaleza 2. Ética y moral 2.1. Comunidad y moral 2.2. Comunidad y sociedad 2.3. Sociedad y ética 3. Ética y justicia

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REFERENCIAS

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IN MEMORIAM

En la construcción de este trabajo fueron determinantes la dirección y enseñanzas que, con fuerza de carácter e inteligencia analítica, siempre supo impartir el profesor Carlos Gaviria Díaz. A sus enseñanzas, influencia y apoyo se debe cualquier acierto que haya logrado, y si algún mérito acompaña al texto, con él le expreso mi agradecimiento.

INTRODUCCIÓN

0. El problema de la justicia se ha planteado como uno de los problemas capitales, no solo para disciplinas como la filosofía del derecho o filosofía jurídica, sino para otras áreas, consideradas clásicamente como integrantes de (o incorporadas a) la filosofía, como son las de la moral, la política y los estudios, en general, sobre el campo social. En todas esas áreas el problema que aquí llamamos “de la justicia” ha sido enunciado de diversas maneras: desde las preguntas de corte metafísico que buscan una esencia o contenido eterno e inmutable que sería LGHDODOFDQ]DUSDVDQGRSRUODPDQHUDTXH.HOVHQ1 le daría desde la perspectiva de la teoría del derecho: “¿qué es justicia?”, hasta las formas, aparentemente más modestas, con las que lo abordarían corrientes filosóficas de corte más moderno, como la señera del siglo pasado, la filosofía analítica, que prefiere formulaciones como: ¿qué queremos decir cuando utilizamos el término “justicia”? Y el común denominador de las elaboraciones a que han dado lugar estas y todas las demás for1 Cfr. KELSEN, HANS. ¿Qué es justicia?, trad. Albert Calsamiglia, Barcelona, Ariel, 1982. 13

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mas de interrogar acerca de la justicia ha sido el de la incertidumbre, y la resignación a no encontrar una forma única, absoluta u objetiva de resolver la cuestión. Esto, de manera clara y directa, explica la necesidad y el interés que la mayoría de aquellas disciplinas mantiene por intentar nuevos enfrentamientos y mayores esfuerzos para tratar de satisfacer lo que, incluso, puede entenderse por muchos como, apenas, una molesta curiosidad, pero que para los interesados representa, sin duda, un problema de primer orden dentro del contexto de la moderna vida en sociedad. En esos términos, es la razón para que la filosofía, y, de una manera más obligada, la filosofía del derecho, se vea en la necesidad de reintentar, en cada oportunidad y una vez más, una nueva aproximación al planteamiento y una solución, siquiera apenas práctica, de la cuestión. Por supuesto, nosotros no pretendemos –en nuestro trabajo– haber alcanzado esa anhelada solución, y muchísimo menos en tanto se pretenda que ella deba tener un aspecto sustantivo como, quizá, lo insinúa la forma de la pregunta kelseniana. Por el contrario, anclados en una forma de perspectivismo, tal y como queda expreso desde el título mismo que hemos adoptado para esta labor, buscamos un enfoque capaz de arrojar nueva luz sobre el problema, así ello se constituya en una forma de desencantar a quienes buscan soluciones firmes, definitivas y generales para el mismo.

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1. En principio, el de la justicia es un problema que surge de la propia cotidianidad. En efecto, el uso del término no solo es una forma diaria del habla y de la comunicación, sino una parte importante de la forma como se desarrollan las relaciones intersubjetivas entre los hombres que viven en común. Es así, ciertamente, una constante el uso del término para calificar desde las acciones más complejas, tanto útiles como nocivas para la sociedad, hasta las más elementales y particulares que se presenten entre dos individuos dados. Sin embargo, el carácter paradójico de la situación nace, no del uso generalizado que se hace del término, sino, precisamente, de la constancia en su utilización y del aspecto de aparente acierto que adquiere en cada uno de tales casos. Pues es claro que, cuando una persona apela al término “justicia” para calificar una situación o un acto, ello no se hace a la manera de lo que comúnmente denominamos como una “muletilla” del lenguaje, sino que el propio uso implica una cierta actitud individual del hablante que involucra sus más íntimas convicciones. Es decir que, ordinariamente, cuando una persona hace uso del término “justicia”, nosotros reconocemos en ese uso algo más que un interés puramente literario o artístico, y creemos que el mismo está apoyado en una íntima convicción acerca de que se ha procedido, o no, de acuerdo con unos principios o cánones que traduce, efectivamente, el término “justicia”. La primera “voz de alarma” puede provocarla una imprudente pregunta que surge con facilidad aun

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en el propio contexto de dichos usos, y que puede tener la forma de la que hiciera famosa San Agustín cuando advertía nuestra incapacidad para responder a la pregunta “¿qué es el tiempo?”. En el estupor que suscita la cuestión hundirán raíces las preguntas que la academia convertirá en su propio asunto. Serán, pues, la academia y las teorías las encargadas de advertir y reiterar la falta de univocidad y consistencia que presentan los usos que se hacen del término. Grave, parece ser para la teoría el que con el término “justicia” se califiquen dos o más fenómenos u objetos perfectamente incompatibles entre sí o que, en la otra óptica, un mismo hecho reciba simultáneamente los calificativos de “justo” e “injusto” según la persona o perspectiva desde la que ello se haga. Y es precisamente allí, entonces, en donde radica la aparente necesidad e importancia de clarificar la “naturaleza” del concepto que hay detrás del término “justicia”, pues solo así nos será dado “descubrir” su verdadera entidad y significado. En este orden de ideas, nuestro análisis revelará, como una primera evidencia, que el ámbito de utilización del término está determinado por el medio social, siendo, por tanto, necesario hacer el estudio o acercamiento a aquel desde la consideración de lo que la sociedad misma es. Y para esta tarea, entonces, hemos tratado de precisar un concepto de sociedad que permita, desde un comienzo, hacer la diferencia con aquella forma básica de la vida humana en conjunto que conocemos con el nombre de “comunidad”. Apelamos, para dicho

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tratamiento, a la teoría sociológica de Ferdinand Tönnies2, cuya concepción ilustra de manera perfecta la perspectiva en que, también a nuestro entender, debe enfocarse el problema. Ello quiere decir, sin mucha dificultad, que hallar el significado del término “justicia” equivaldrá a encontrar su valor o lugar dentro de la comunidad o sociedad3 en la que el mismo se usa, y que cualquier investigación al respecto ha de comenzar, por ende, por la consideración de las estructuras y características de este tipo de organizaciones humanas. Fuera de tales organizaciones, en la intimidad de la soledad o en el mundo de un Robinson Crusoe, el uso del término carece de sentido y, por tanto, de contenido, e incluso puede pensarse que difícilmente llegaría a constituir un problema de interés para la filosofía. 2. En un orden de ideas como el descrito, nuestro trabajo comienza con la consideración de la doble estructura que revisten las actuales formas de la convivencia humana: la comunidad y la sociedad, tratando de ver cómo cada una de ellas responde a un momento diferente del creciente proceso de complejidad de las relaciones intersubjetivas y, por

2 Cfr. TÖNNIES, FERDINAND. Principios de sociología, trad. Vicente Llorens, México, FCE, 1942. 3 En este punto no introducimos todavía la diferencia que haremos más adelante entre los conceptos de “comunidad” y “sociedad”, pues, para el efecto de esbozo que aquí buscamos, el llamado acerca de los dos términos puede evocar mejor lo que queremos apuntar por el momento.

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tanto, a formas completamente diferentes de vida y, claro está, de enfocar y calificar los aspectos bajo los cuales las mismas se presentan. En efecto, bajo el título de “El orden social” hemos tratado de exponer cómo, a partir de la conjunción de los individuos de la especie humana determinada por el afán o necesidad de la supervivencia, surgen formas nuevas del interés –tanto individual como colectivo– que generan esquemas de convivencia desarrollados en función de alcanzar objetivos más elaborados que los inmediatamente fijados por la vida y el organismo humanos. Allí, entonces, en donde los hombres han abandonado los afanes de la mínima subsistencia y en donde se han moldeado nuevas formas de vida, nacen las relaciones comunitarias y una conciencia que, siendo en principio individual como toda conciencia, depende de esas nuevas formas de vida en común y es determinada por ellas y en función de ellas. Pero, por otra parte, la multiplicación y amplificación de las relaciones posibles, ya no solo entre sujetos de una misma comunidad, sino entre miembros de varias comunidades, y aun entre estas mismas, determina la aparición y formación de un orden superior al de aquellas formas simples de agrupación para la vida y surgen, entonces, el “orden social” como idea de regulación de esas relaciones cada vez más complejas, y su manifestación concreta: los ordenamientos. Cuando un grupo humano en convivencia ha alcanzado esta forma de organización que es ya consciente y no espontánea decimos que se ha formado la “sociedad” y tenemos fijadas las condiciones para

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que nazcan, incluso, otras formas superiores de conciencia –tanto colectiva como individual– a las que frecuentemente se denomina “conciencia social”. 3. Dos de las formas más comunes de regulación de la conducta humana son las que distinguimos en los ordenamientos de la Moral y del Derecho. Y, en ambos, se ha pretendido ubicar, desde siempre y unas veces por unos y otras por otros, el término “justicia” y, por ende, su uso y su sentido. Autores como H. L. A. Hart4 sostienen que el puesto del término y del concepto de “justicia” está claramente dado en el ámbito del ordenamiento y de las ideas morales y que es, por tanto, necesario estudiar desde allí sus contenidos, antes que en el propio derecho. Por su parte, el derecho, desde la normatividad misma –como veremos en el trabajo que sigue– hasta la teoría jurídica en los más diversos campos –laboral, penal, constitucional, etc.–, ha adoptado el término sin mucha conciencia de sus dificultades y complejidades, quizá esperando que su sentido sea claro a partir de sus propias determinaciones; sin embargo, el solo hecho de que tales determinaciones –las del derecho: las normas– sean criticables y criticadas en nombre de la justicia, como ha constatado la mayoría de quienes se han ocupado del problema dentro de la filosofía del derecho, contribuye a ver cómo en dicho ordenamiento no se halla mejor –sino, tal vez,

4 Cfr. HART, H. L. A. El concepto de derecho, trad. Genaro R. Carrió, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1977.

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más deficientemente aún– utilizado el término que en la propia vida cotidiana. Y ello porque, incluso bajo una conceptualización tan amplia como la que se ha querido hacer de los ordenamientos jurídico y moral, ninguno de los dos ha podido abarcar con sus regulaciones todos los ámbitos de la vida en sociedad y se impone, por tanto, una nueva conceptualización capaz de explicar cómo o por qué se estructura y desarrolla, como lo hace, una vida social cualquiera. La diferencia existente entre los ordenamientos de la moral y del derecho ilustrará en buena medida los alcances y limitaciones de ambos y permitirá ver, más adelante, la pertinencia de la nueva ubicación que se asignará al término y el concepto de “justicia”. 4. Habiéndose apropiado, expresamente, el ordenamiento jurídico del término “justicia”, y producida una cierta creencia acerca de su naturaleza, entonces, “jurídica”, es necesario hacer una revisión, no solo de la validez de una tal creencia, sino de la legitimidad que acompaña a la apropiación que el ordenamiento jurídico ha hecho del término. El ordenamiento jurídico colombiano –renovado en su fundamento normativo, la Constitución Política de 1991– constituye no solo el ámbito de nuestro interés específico acerca de lo jurídico, sino una muestra clara y evidente del uso que desde el derecho recibe un concepto tan delicado como el que ahora nos ocupa. La conclusión que se alcanza al cabo de una revisión –incluso somera– del uso “jurídico” del término “justicia” es que “justicia no es un concepto jurídico”

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y que, por tanto, se hace necesario recurrir a otras esferas o ámbitos si se quiere acertar en la ubicación del término y del concepto. De hecho, tanto para las normas mismas –y en tal sentido pueden revisarse todas las que citamos en la tercera parte del trabajo– como para la práctica jurídica ordinaria, el término “justicia” no solo no tiene un sentido definido, sino que no tiene ningún significado reconocible o determinable; se apela a él como una invocación en el vacío y ante todo emotiva, que todos deben aceptar pero que nadie está en la obligación de aplicar o reconocer. En buena medida, con el tratamiento que nuestro ordenamiento jurídico hace del término “justicia” se está dando un respaldo a la tesis positivista típica del carácter vacío del concepto y se abre, en nombre de un loado principio, la compuerta de la arbitrariedad. 5. La nueva conceptualización, que, en nuestro criterio, debe aplicarse a la sociedad y que servirá de marco de referencia para comprender el alcance, cuando menos, del término “justicia”, la constituye la idea hegeliana de eticidad. Separándonos del punto de vista que hace de la ética una disciplina teórica que gira alrededor del ordenamiento moral5, y acogiendo la conceptualización elaborada por Hegel en sus Principios de la filosofía del derecho6

5 Cfr. CORTINA ORTS, ADELA. Ética sin moral, Madrid, Tecnos, 1992. 6 Cfr. HEGEL, G. W. F. Principios de la filosofía del derecho o derecho natural y ciencia política, trad. Juan Luis Vermal, Buenos Aires, Suramericana, 1975.

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y en El sistema de la eticidad7, adoptamos la interpretación de la realidad social surgida de esa nueva concepción ética y creemos posible captar allí la ubicación adecuada para el concepto de justicia. Obviamente, esta, que es la cuarta parte del trabajo que presentamos, intenta reconstruir el derrotero teórico seguido por Hegel para alcanzar el concepto de eticidad, tratando de hacer ver cómo desde un comienzo el mismo hunde sus raíces en una concepción de la naturaleza humana, lo que explica no solo la conformación de la sociedad a partir de esta, sino el aparecimiento de los conceptos que dicha sociedad requiere para su efectivo funcionamiento también a partir de tal “naturaleza humana”. Solo así es explicable, a nuestro entender, que el concepto de justicia, como tantos otros, haya adquirido a lo largo de la historia tan múltiples contenidos –dependiendo de las formas sociales, básicamente– y que conserve la fuerza y la importancia que se le asignan para la regulación de las relaciones intersubjetivas. 6. Finalmente, y justo por las consideraciones fundadoras antes referidas, es en la perspectiva de una ética conceptualizada en la filosofía hegeliana que debemos buscar la ubicación del concepto de justicia. Reconocemos, entonces, que en cada sociedad impera un orden ético en virtud del cual se explican la forma, la naturaleza y el contenido de todas sus

7 Cfr. HEGEL, G. W. F. El sistema de la eticidad, trad. Luis GonzálezHontoria, Madrid, Editora Nacional, 1982.

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manifestaciones concretas. Luego, si aceptamos –como quedó sentado desde un principio– que el término “justicia” proviene de ese orden y se usa dentro de él, será dentro de tal orden ético que hallaremos la manera de comprender su significado. Por ende, siendo la eticidad la trama de conceptos que permite describir y comprender a cada sociedad, será en ella, y no en las formas sectoriales de ordenación de relaciones específicas entre los individuos –moral, derecho, etc.–, en donde hallaremos el sentido en el cual, en cada caso específico y dentro de una sociedad determinada, está siendo utilizado el concepto y con cuáles contenidos. Esto no es más que el reconocimiento de que, cuando dentro de una sociedad sus miembros hacen uso del término “justicia”, tal cosa constituye una forma del comportamiento social y es necesario, por tanto, buscar dentro de la propia sociedad el sentido de dicho comportamiento. Obviamente, es también el reconocimiento de que el término “justicia” no tiene un solo sentido o significado, y de que la búsqueda de una forma de utilizarlo que sea siempre la misma y provoque siempre los mismos resultados y conclusiones es solo una ilusión que desconoce la pertenencia de este, como de todos los demás términos de origen social, al ámbito cambiante e imprevisible de las relaciones intersubjetivas más complejas, que son las que se realizan en sociedad. Colofón: no obstante que, según nuestro criterio, el presente trabajo se enmarca con claridad en el

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campo de la denominada “filosofía del derecho”, ha de advertirse que con él no pretendemos abarcar o invadir el campo general de la “filosofía”, ni el más específico que, indudablemente más avenido con la materia que nos ocupa, corresponde a la “filosofía moral”. Por tal razón, el trabajo no se ocupa de los innumerables, extensos y comprehensivos desarrollos llevados a cabo, en particular, en esta última disciplina, dejando de lado, por tanto, nombres de la talla de clásicos como Platón, Aristóteles, Spinoza, Locke, y modernos como Scheler, Sartre, Habermas, Apel e, incluso, Peter Singer. Nos concentramos, entonces, en una revisión claramente circunscrita al campo de la filosofía del derecho, tomando como referencia –cosa que, en nuestro concepto, es obligatoria en los dominios de “filosofías” específicas– el ordenamiento jurídico colombiano. No tenemos, sin embargo, ninguna de las dos grandes expectativas de todo trabajo doctrinario o teórico: resolver el problema general o proporcionar una fórmula específica para enfrentarlo dentro de nuestro ordenamiento. Las pretensiones del trabajo se reducen a mostrar por qué tiene sentido usar la palabra “justicia”, tanto fuera como dentro del sistema jurídico, independientemente de que quienes efectivamente hacen uso de ella comprendan el fundamento de ese “sentido”, así como desarrollar las ideas en conformidad con las cuales puede verse la “razón” que valida dicho uso.

PRIMERA PARTE EL ORDEN SOCIAL

INTRODUCCIÓN Encontrar los fundamentos sobre los cuales se asienta la forma de vida en sociedad supone hallar las razones en virtud de las cuales, en medio de constantes dificultades producidas por la contradicción de intereses entre individuos que pertenecen a, o permanecen dentro de, una misma sociedad –y que derivan frecuentemente en enfrentamientos violentos que amenazan a todos los miembros de esta–, la sociedad sobrevive o se mantiene, conservando, incluso, los rasgos esenciales que, según parece, debe poseer para poder cumplir de manera efectiva y plena su papel frente al hombre. La sociedad perfecta –apenas una utopía1, pero útil horizonte de la política– fluctúa ante nuestra

1 Y que no por eso ha dejado de ser pensada en concreto como criterio definitorio dentro de las teorías éticas y políticas, como puede verse en la Teoría de la justicia de John Rawls. Dice, en efecto, el autor norteamericano: “La idea principal es que cuando las instituciones más importantes de la sociedad están estructuradas de modo que obtienen el mayor balance neto de satisfacción distribuido entre todos los individuos pertenecientes a ella, entonces la sociedad está correctamente ordenada y es, por tanto, justa” (Teoría de la justicia, trad. María Dolores González, México, FCE, 1985, p. 40). 27

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mirada común y aun frente a la del especialista, desvaneciéndose constantemente en aquellos lugares donde factores no siempre imputables a ella, o siquiera previsibles en la forma social, alcanzan un grado de desarrollo más agudo, poniendo en peligro toda la estructura social. No obstante, e incluso bajo la forma más grave de descomposición –como es el caso colombiano y latinoamericano, en general–, la sociedad mantiene una forma más o menos uniforme y coherente que permite todavía referirse a ella como fenómeno unitario y como objeto de conocimiento distinguible y, en buena medida, precisable. 1. Para empezar, la sociedad puede ser identificada, a primera vista y sin examen crítico, con el conjunto de individuos que la experiencia directa agrupa temporal y espacialmente, mediante observación. Sin embargo, el más elemental esfuerzo crítico permite entender que lo que la mera observación brinda no basta para “percibir” el fenómeno social, pues en presencia de “rebaños”, “manadas”, “piaras”, etc. ni siquiera por analogía nos atrevemos a utilizar el término “sociedad”. Así, pues, la observación del conjunto de individuos de la especie humana que optamos por denominar “sociedad” recoge, de hecho, muchos más factores o elementos y características que la mera pluralidad percibida. Porque es que la sociedad, como fenómeno, no posee las mismas características que se asignan gnoseológicamente a los llamados “objetos materiales”, sino que su estructura responde a una singular

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conjunción de elementos diversos, entre los cuales aquellos de índole material y lingüística marcan la pauta2. Luego, siguiendo el principio que la epistemología ha construido desde hace largo tiempo y según el cual el método científico que exige cada objeto de conocimiento debe responder a las características de este, será necesario reparar desde un comienzo en lo que es la sociedad para definir la forma como debe acometerse su estudio. En efecto, si apelamos al esquema que en su momento retomara Carlos Cossio para hacer la clasificación de los objetos del conocimiento, podemos ubicar a la “sociedad” en el rango de los denominados “objetos de cultura”, en la medida en que ella –la sociedad– puede ser, como estos, caracterizada por la conjunción de dos partes constitutivas esenciales e inseparables: por un lado, un componente o “sustrato” de orden material, perceptible por los sentidos y necesario para la configuración plena del objeto (y que, en este caso, estaría constituido por el conjunto de individuos); por el otro lado, un componente de carácter espiritual o “sentido”, que el hombre asigna a aquel

2 El valor determinante de los elementos “materiales” en la constitución de la sociedad podrá verse con mayor claridad cuando revisemos la estructura de esta a la luz de su concepción como “objeto de cultura”. Por su parte, el valor de los elementos “lingüísticos” está expresamente puesto de relieve en la exposición que Ferdinand Tönnies hace de la formación de las relaciones que dan pie a la vida social (cfr. TÖNNIES, FERDINAND. Principios de sociología, trad. Vicente Llorens, México, FCE, 1942, p. 31).

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sustrato haciéndolo algo más que mera materialidad, y con lo cual se está constituyendo o completando, simultáneamente, el mencionado “objeto de cultura”3. 2. En cuanto objeto de cultura, la sociedad se concibe como algo más que un mero conjunto de individuos, y es este un aspecto por el cual no existiría diferencia alguna con cualquier otro conjunto de objetos de una especie diferente y, en particular, con conjuntos animales como los que mencionáramos atrás. Sin embargo, como ocurre en todos los casos con los “objetos de cultura”, no es el sustrato material –pues, en tanto tal, constituye por sí mismo un “objeto de conocimiento” y su estudio compete a otras disciplinas como la física, la química, la biología, etc.– lo que forma la esencia de ellos, sino, por el contrario, es el sentido que, al enfrentarlos cognoscitiva y vivencialmente, el hombre les imprime, y con lo cual logra especialmente diferenciarlos de otros que pudiendo tener, incluso, el mismo sustrato, reciben un sentido diferente de parte del sujeto de conocimiento4. Como

3 En este punto, sin embargo, es necesario señalar una dificultad; pues, en tanto la “sociedad” no se reduce a la conjunción o agrupación de individuos, sino que se conforma, además, con otro tipo de elementos ya clasificados en tal perspectiva como “objetos de cultura”, estos últimos se verán ubicados en la paradójica situación de constituyentes materiales (pero culturales) de un “objeto” que los define ahora en una segunda función. La cuestión, naturalmente, ha de ser: ¿en qué sentido es la “sociedad” un “objeto” de conocimiento –se la clasifique o no como “objeto de cultura”? 4 En cuanto tales, los “objetos de cultura” pueden tener un

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dice Aftalión en el primer capítulo de la Introducción al derecho: “Pero ese sustrato material sólo interesa, desde el punto de vista de la cultura, en cuanto sirve de soporte para la existencia de un específico sentido, del que nos percatamos cuando decimos que el hito es útil, el cuadro bello, el delito injusto o las teorías científicas verdaderas”5. 3. Resulta, pues, desde ya evidente que lo que estamos planteando es la necesidad de enfrentar el fenómeno “social” en dos planos: el de su “sustrato” y el de su “sentido”; y que, con ello, pretendemos acercarnos de una mejor manera a la comprensión y explicación de dicho fenómeno como condición estructural que es de la intelección del problema del derecho, la moral, la ética y la justicia, objetos finales de nuestro interés. Y el sustrato del fenómeno “sociedad” correspondiente a los objetos de cultura es, como ya dijimos, el conjunto de individuos u hombres que, a primera vista, identificamos como la misma sociedad y las

sustrato material igual o similar; sin embargo, lo que los hace verdaderos “objetos cultura” es el “sentido” que les asignan los individuos, “sujetos culturales” que los “crean”. Así, lo que para un individuo en una civilización primitiva es una herramienta de trabajo (objeto de cultura, por supuesto), para el hombre de la civilización moderna constituye un instrumento que señala el discurrir histórico de la humanidad o un elemento de decoración con especial significado cultural. 5 ENRIQUE R. AFTALIÓN, FERNANDO GARCÍA OLANO y JOSÉ VILANOVA. Introducción al derecho, 11.ª ed., Buenos Aires, Cooperadora de Derecho y Ciencias Sociales, 1980, p. 21.

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formas diversas que esa vida en conjunto asume o determina. En primera instancia nos referimos a ello como “el grupo”, teniendo en cuenta el papel relevante que en su identificación como elemento particular juega la reunión de los individuos6. 1. EL GRUPO En consonancia con lo ya dicho, si hacemos el ejercicio mental de separar la sociedad en sus elementos constitutivos hallaremos, como componente material de ella (sustrato), precisamente al grupo o conjunto de individuos. Ahora, en tanto el punto de partida de un estudio que tenga como objeto –directo o indirecto– a la sociedad ha de empezar por la consideración del grupo, como elemento sobre el cual aquella asienta las características que permiten conceptualizarla diferentemente de cualquier otro conjunto de elementos, se hace necesario considerar, aunque solo sea de una manera corta y esquemática, la génesis misma y la estructura de dicho grupo.

6 En este sentido vale la pena recordar la conceptualización que hace Tönnies: “para mí masas y grupos significan solamente multiplicidades de hombres que se muestran hacia fuera como totalidades, sin que ello suponga que estén en modo alguno unidas entre sí interiormente. Esta unión interior la considero como lo esencial de una realidad social y subsiste independiente por completo de toda coexistencia externa” (ob. cit., p. 95).

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Así, en relación con lo primero vale la pena destacar cómo la formación del grupo, a diferencia de la formación de otros conjuntos de elementos cualesquiera, no está definida ni parece definible en el terreno de su causa ni en el de su oportunidad; vale decir, aparentemente no existe forma clara y cierta de determinar “en qué momento” se forma el grupo, ni existe manera de precisar las causas que llevan a dicha formación, sin correr el riesgo de caer en la mera especulación o cargar emotivamente los datos en los cuales puede apoyarse una explicación pretendidamente “científica”. No obstante que, efectivamente, existen elementos fácticos que intervienen en la constitución del grupo –como son los factores biológicos (alimentación, sexo, reproducción), ambientales y espaciales (lugares adecuados a la supervivencia, disponibilidad de espacio), etc.–, creemos que ellos, aunque son necesarios y hay que tenerlos en cuenta en el momento de estructurar un concepto de lo que es el grupo, no son suficientes para explicar por qué el grupo funciona como funciona y, lo que es más importante, cómo, por las características que adquiere, puede llegar a dar pie a la formación de la sociedad, cosa que no ocurre en ningún otro conjunto real de individuos, como hemos dicho que es el caso con las demás especies animales. Es decir, y ya en relación con lo segundo, que si nos detenemos a reparar en lo que es el conjunto de seres humanos al que hemos dado en llamar aquí “el grupo”, y preferiblemente por contraste con lo que son otros conjuntos de elementos o de cosas, veremos

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cómo lo que caracteriza al “grupo” no es esa parte visible o perceptible integrada por la conjunción de sus elementos, sino la forma especial y específica de las relaciones que permiten mantener la cohesión del “grupo”, que nos dejan ver en él una misma cosa aun por encima de los permanentes cambios, por aparición o desaparición de sus miembros componentes, que en él ocurren7. 1. El grupo, como sustrato material de la sociedad, adquiere un papel dominante en la conceptualización y comprensión de esta, toda vez que para fijar el alcance del término “sociedad” se hace indispensable determinar la relación que, como concepto, él guarda con el grupo en tanto que sustrato material, y para comprender la sociedad en el contexto de su formación y desarrollo se hace indispensable precisar, al máximo, su origen, que es, a la vez y por necesidad lógica, el del grupo. Dilucidar el proceso de formación del grupo equivaldría a encontrar el origen mismo de la sociedad. Resultando ello un problema que desborda las pretensiones de este trabajo e incluso ajeno a la orientación del mismo, prescindimos de ir más allá de

7 Cfr. al respecto el enfoque de Tönnies, quien afirma: “Toda unidad viva u orgánica tiene la característica de su permanencia a través del cambio de sus partes. Lo cual sólo es posible en cuanto no todas sus partes aparecen y desaparecen al mismo tiempo, sino que coetáneamente surgen unas y desaparecen otras; predominando así lo uno o lo otro, el crecimiento o la extinción” (ob. cit., p. 22).

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unas cortas consideraciones que agregamos ahora a la enunciación de factores ya hecha, y apenas con la pretensión de contribuir a formar de manera más sólida los conceptos en que se asienta nuestra labor. La característica exterior del grupo está constituida por la determinación espacial y temporal que recae sobre un conjunto de individuos. Tal conjunto, susceptible de ser definido cuantitativamente (censado) y aun cualitativamente por medio de criterios dispuestos para el efecto –fundamentalmente manejados con un patrón estadístico–, no basta, sin embargo y como simple sumatoria de los individuos o de sus cualidades, para explicar o entender lo que es, propiamente, el grupo. Un factor, que la teoría relativa al grupo tendría por misión describir y explicar, ha de buscarse para intentar la comprensión del fenómeno que no pueden explicar sus solas partes. 2. El factor que buscamos, pues, no es otro que aquel que, por encima incluso de elementos como los de orden biológico, ambiental y espacial (físico), determina el mantenimiento de un grupo en función de tal y brinda las bases de orden material para la constitución de la sociedad. Los dictados de la “especie”, que imponen a los individuos el acercamiento y el ayuntamiento que garanticen la reproducción y el mantenimiento de aquella, el condicionamiento de ciertos comportamientos como necesariamente realizados en colaboración para su efectividad –como la obtención de medios de subsistencia y el enfrentamiento de peligros per-

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manentes o eventuales– y la reducción del espacio efectivamente utilizable para la vida, han impuesto unas condiciones materiales que conducen, casi fatalmente, a la constitución de conjuntos humanos. Pero si ello bastara o fuese la única explicación posible para la formación del grupo, hablando en términos precisos, este nunca se habría alcanzado y nos hallaríamos, entonces, al mero nivel de las manadas, los rebaños y las piaras. El grupo (humano, que es el único que entendemos bajo tal denominación) subsiste, por decirlo así, más allá de la simple conjunción o formación de conjuntos de individuos destinados a satisfacer necesidades o requerimientos como los que hemos mencionado. El factor aglutinante que buscamos es, desde luego, el único capaz de explicarnos la razón por la cual, luego de alcanzarse el objetivo inmediato de satisfacer aquellas necesidades, el conjunto de individuos humanos permanece unido como grupo, e incluso realiza actividades nuevas y diferentes de aquellas orientadas a la satisfacción de esas necesidades primarias o fundamentales, dando así origen a un ente nuevo surgido del conjunto y que es lo que denominamos “el grupo”. Vamos a referirnos, en adelante, a este factor como el “interés comunitario” que determina a cada individuo en una medida suficiente para permanecer vinculado al grupo renunciando a alguna forma de autonomía inherente a su condición subjetiva capaz para la vida, pero asumiendo, a la vez, la ventaja de contar con

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la colaboración del grupo que en conjunción con los otros ha hecho surgir. Alfred Adler ha recogido bajo la denominación de “interés social” un contenido similar al que nosotros, en aras de una mayor precisión, preferimos llamar el “interés comunitario”, entendiendo de antemano la necesidad de hacer una clara diferencia entre ambas formas de “interés”, lo que esperamos lograr al cabo de esta parte. Se encuentra un grado de interés social, aunque éste HVRUGLQDULDPHQWHLQVXÀFLHQWHHQWRGRVORVKRPEUHV con excepción de los idiotas, y aun en los animales. 3RUHVRQRVVHQWLPRVMXVWLÀFDGRVDOVXSRQHUTXHHVWH LQWHUpVVRFLDOTXHVHPDQLÀHVWDDWUDYpVGHWRGDOD vida, está arraigado en la célula embrionaria. Pero está arraigado como una potencialidad, no como una capacidad real. El interés social, como todas las potencialidades humanas innatas, se desarrollará según el estilo de vida autoconsistente del individuo. […] El poder del interés social, que es inherente a la vida de la humanidad, que como aptitud innata determina en gran parte la naturaleza humana, y que falta solamente en los débiles mentales, toma vida y llega a ser productivo a través del poder creador del niño […] $XQTXHHQHOSUHVHQWHQRHVORVXÀFLHQWHPHQWHIXHUWH SDUDUHVROYHUODVGLÀFXOWDGHVKXPDQDVHQEHQHÀFLR

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de toda la familia humana, sin embargo el interés social existente es tan poderoso que los individuos y los grupos tienen que remitirse a él. El juicio humano no puede hacer más que considerar si la línea de un movimiento propuesto resolverá [sic@ÀQDOPHQWHHQ el bienestar del hombre en general. Los movimientos políticos, la utilización de los avances de la ciencia y de la tecnología, las leyes y las normas sociales están incluidas en esta valoración8.

Y más adelante el concepto de “interés social” queda expresamente definido en los siguientes términos: Significa el anhelo por una comunidad que debe pensarse tan perdurable como pudiera pensarse si la humanidad hubiera alcanzado la meta de la perfección. No es nunca una comunidad o una sociedad del presente, ni una forma política o religiosa. Más bien, la meta apropiada a la perfección tendría que representar a la comunidad ideal de toda la humanidad, el último cumplimiento de la evolución9.

3. El contractualismo tradicional, cuya esencia radica en el denominado pacto o contrato social, se ha asumido regularmente como la forma bajo la cual es explicable el origen de la sociedad; sin embargo, con mucha mayor fortuna podemos pensar la forma de explicación,

8 ADLER, ALFRED. Superioridad e interés social, 2.ª ed., trad. María Martínez Peñaloza, México, FCE, 1976, pp. 32 y 34. 9 Ibid., p. 40.

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orientada a dar cuenta de ese momento clave que aquí nos ocupa, y que es la conformación del grupo como base indispensable para la constitución de la sociedad. Es decir que si hay pacto o alguna forma de acuerdo intersubjetivo en el proceso de constitución de la sociedad, este se da y afecta solo en el momento de formarse propiamente el grupo y para sus fines, pero propiamente incide apenas de manera remota en la sociedad y no alcanza para explicarla en su duración y rasgos constitutivos. En efecto, en el capítulo V del libro primero de su Contrato social afirma Rousseau: Un pueblo –dice Grocio– puede entregarse a un rey. Esta misma donación es un acto civil; supone una deliberación pública. Antes de examinar el acto por el cual un pueblo elige a un rey sería bueno examinar el acto por el cual un pueblo es tal pueblo; porque siendo este acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad10.

Y en el momento de desarrollar la idea del pacto social (cap. VI), Rousseau deja claramente expuesta su idea acerca de cómo y por qué los hombres –en tanto individuos por naturaleza– se ven impelidos a agruparse para formar un nuevo “sujeto” que garantice a cada uno lo que por sí mismo no está en capacidad

10 ROUSSEAU, J. J. El contrato social, 2.ª ed., Madrid, Austral, 1972, p. 25.

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de obtener: su supervivencia. La idea de Rousseau se plasma así: Supongo a los hombres llegados a un punto en que los obstáculos que perjudican a su conservación en el estado de naturaleza logran vencer, mediante su resistencia, a la fuerza que cada individuo puede emplear para mantenerse en dicho estado. Desde este momento, el estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si no cambiase de manera de ser. Ahora bien; como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir y dirigir las que existen, no tienen otro medio de conservarse que formar por agregación una suma de fuerzas que pueda exceder a la resistencia, ponerlas en juego por un solo móvil y hacerlas obrar en armonía. Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos […] ´(QFRQWUDUXQDIRUPDGHDVRFLDFLyQTXHGHÀHQGD y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y por virtud de la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como antes”. Tal es el problema fundamental, al cual da solución el Contrato social11.

11 Ibíd., pp. 26-27.

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Hallamos aquí, pues, a la manera de Rousseau, la exposición de las “causas” que dan origen a la formación de los grupos o, lo que es lo mismo, en los términos planteados antes por el propio autor, el hecho que conducirá a la formación del pueblo. Resta, como siempre, la determinación de la oportunidad en que ello ocurre; cuestión esta que en la acepción general permanece en el mero nivel de hipótesis. Si el grupo se forma por necesidad, su derivación hacia la nueva forma: el pueblo, ocurre en virtud de otras determinantes. Para Rousseau ellas se resumen en el pacto o contrato social por medio del cual cada uno renuncia a una parte de su libertad obteniendo en provecho las ventajas de entregarse como miembro del grupo. Sin embargo, el carácter meramente hipotético del contrato social, y su falta de poder explicativo para dar cuenta de la subsistencia del grupo o pueblo a lo largo de la sustitución permanente de sus miembros, hace inoperante e inutilizable la teoría contractualista para explicar la naturaleza del grupo, del pueblo y, más aún, de la sociedad. Más que el pacto social, el interés comunitario, o el interés social, como lo llama Adler, constituye el factor determinante para la formación y constitución, así como para la permanencia del grupo o del pueblo, por encima de la unión que se forma, apenas, con base en acuerdos medidos con el criterio del beneficio particular. Así, según Adler, el verdadero peligro para el grupo o la sociedad lo representan quienes no constituyeron

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en su infancia el interés social suficiente como para vivir en comunidad. Lo anterior le permite afirmar, por ejemplo: Todos los fracasados –los niños problema, los criminales, los suicidas, los neuróticos, los psicóticos, los alcohólicos, los pervertidos sexuales, etc.– son productos de una SUHSDUDFLyQLQVXÀFLHQWHHQHOLQWHUpVVRFLDO7RGRV los seres solitarios y no cooperantes, que van más o menos contra el resto del mundo; seres que son más o menos asociales, si no antisociales. […] A un individuo lo llamamos neurótico cuando su comportamiento demuestra que puede cooperar solamente con un escaso grado de interés social, y por lo tanto, con una proporción más pequeña de “sentido común” (sentido que puede ser compartido) que aquellos a los que llamamos normales –aquellos FX\DFRQGXFWDQRHVWDPRVMXVWLÀFDGRVSDUDOODPDUOD neurótica12.

Ese interés, sin embargo, que lleva al individuo a pertenecer y permanecer en el grupo (o en el pueblo, retomando a Rousseau) no surge de un comportamiento deliberado, de una toma de decisión ante el grupo; más bien, es el resultado de la dinámica bio-psicológica individual y del proceso constante

12 ADLER, ob. cit., pp. 86 y 92.

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de desarrollo del sujeto mediante una actividad de búsqueda de adaptación o equilibrio con el medio13. 4. Antes de finalizar el presente aparte hagamos una corta referencia a un último concepto con cuya significación se accede de manera más directa a la diferencia que el grupo “hace” con otras formas de conjunción de individuos. Así, pues, mientras que dentro de un conjunto cualquiera de individuos podemos suponer una forma de “coexistencia” –lo que se define en términos de espacialidad y temporalidad compartida por sus miembros–, el grupo debe entenderse cobijado por un elemento de “convivencia”14. Al respecto la clarificación más ilustrativa la aporta Ferdinand Tönnies en sus Principios de sociología: La verdadera convivencia humana es, en realidad, otra cosa, aunque muchas veces esté en inmediata conexión con estas formas de la coexistencia. Como vida, es esencialmente unidad, un existir en común de individuos que actúan unos sobre otros, es decir, que se encuentran en una relación de acción recíproca. Toda unidad viva u orgánica tiene la característica de su permanencia a través del cambio de sus par-

13 ADLER, ALFRED. “Sobre los orígenes del afán de superioridad y del interés social”, en Superioridad e interés social, cit., pp. 36 ss. 14 En este sentido debe recordarse que, como mera conjunción de individuos, también pueden aglutinarse seres humanos a la manera de otro tipo de individuos, y que no sería, entonces, a una forma tal de conjunción a lo que nos referiríamos con el concepto de “convivencia”, sino a aquella que, como grupo, es la base efectiva de la conformación de la comunidad.

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tes. Lo cual sólo es posible en cuanto no todas sus partes aparecen y desaparecen al mismo tiempo, sino que coetáneamente surgen unas y desparecen otras; predominando así lo uno o lo otro, el crecimiento o la extinción15.

El grupo, como ya lo habíamos dicho y lo reafirma de manera directa Tönnies, adopta unas características especiales que hacen de él una nueva entidad –un organismo– tan viva como sus elementos constitutivos: los individuos. Pues, en efecto, estos actúan en reciprocidad, imprimiendo al grupo una dinámica propia a partir de la cual nacen y se desarrollan nuevas expectativas y actividades, perfectamente diferentes a las de aquellos tomados aisladamente y, aun, ajenas a ellos, comprensibles y explicables solo en función del grupo y como producto de su propia naturaleza. La convivencia es, así, un segundo nivel de comportamiento del individuo que, a diferencia del primero asentado en la mera dotación orgánica y psicológica (biológica), depende de las nuevas condiciones que los sujetos han encontrado al formar parte del grupo. Allí el individuo ya no se mira a sí mismo como finalidad, sino que se asume como parte de una finalidad que trasciende su existencia tanto espacial como temporal y que es la comunidad constituida16.

15 TÖNNIES, FERDINAND. Principios de sociología, trad. Vicente Llorens, México, FCE, 1942, pp. 21-22. 16 Cfr. ADLER, ob. cit., pp. 40-43 y ROUSSEAU, ob. cit., pp. 26-29.

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Luego, el conjunto de individuos que ha alcanzado la forma de grupo es la condición indispensable para el surgimiento de nuevos propósitos y finalidades, producto de las condiciones creadas por la aparición del nuevo ente –el grupo– y las posibilidades que su diferente capacidad proporciona. Cuando en el grupo surgen, pues, finalidades y propósitos que se diferencian de los que poseen los individuos aislados y que no podrían realizarse efectivamente por parte de estos en tal situación, ha surgido la comunidad. 2. LA COMUNIDAD El término comunidad, efectivamente emparentado y ligado con el término “común”, nos remite directamente al significado y la fuerza connotativa de este último. En efecto, como “común” se entiende, ordinariamente, aquello que pertenece a todos, en tanto conjunto de individuos con posibilidad de acceso a ello; de donde, y por extensión, la comunidad se referirá a la forma en que la serie de individuos de que se hable comparte el dominio o el acceso a algo. Existe así, entonces, la comunidad de intereses, en quienes comparten el mismo interés; la comunidad de propiedad, en quienes tienen el mismo derecho o dominio sobre una cosa; etc. Pero, por otro lado, el término ha sido claramente extendido, en su connotación, hasta significar, ya no la relación que varios individuos tienen con una misma cosa, hecho o circunstancia, sino el propio conjunto de individuos a los que unen factores que, en este

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caso, pasan a un segundo plano de importancia y que no se destacan en ninguna medida. Así, es cierto que, cuando un número significativo de individuos coexisten o, aun, conviven en grandes núcleos poblacionales, muy difícilmente podría aseverarse que entre ellos exista, por ejemplo, un interés común o alguna otra forma de “comunicabilidad” que nos permita hablar de comunidad. Ello es cierto en la gran mayoría de los casos, aun cuando se trate de especificar o precisar a los individuos que se tendrá en cuenta para hablar de la existencia de un algo común. No obstante, cuando queremos hablar del conjunto de individuos que habita un espacio determinado y distinguible como unidad, y durante un tiempo precisable, ordinariamente no dudamos en referirnos a dicho conjunto como una comunidad, aun teniendo que reconocer que, en consonancia con lo antes afirmado, si examinamos la situación concreta de algunos de los miembros de dicha “comunidad” tendríamos que afirmar que no existe, entre ellos, un algo común que les relacione efectivamente. Luego, en la comunidad que surge en el grupo en los términos antes tratados, no debemos intentar encontrar un solo “elemento común” o “factor aglutinante” que dé cuenta de la forma como están relacionados una multitud –corrientemente demasiado grande– de individuos a los que conceptualizamos como una sola cosa a través de dicha palabra: comunidad. En la comunidad intervienen una diversidad cada vez más grande de factores que permiten hacer el aglutinamiento de sus elementos componentes; algunos

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de los cuales –los más significativos, desde el punto de vista teórico-social, según nuestro criterio– son los que tratamos de presentar y analizar a continuación, buscando una mayor precisión y definición del alcance del concepto de comunidad. 2.1. Memoria y lenguaje El grupo, por multiplicidad de factores –la mayoría de ellos de orden material y directamente ligados con la supervivencia de sus miembros–, supera rápidamente aquella situación en la que lo que mantiene la unión o unidad del conjunto radica exclusivamente en la mera naturaleza biológico-animal de las inclinaciones instintivas y las necesidades orgánicas de carácter individual. Y las nuevas formas de unión están preparadas, precisamente, por la capacidad de memoria y de lenguaje que elabora u obtiene en su desarrollo la especie humana. Estos elementos: memoria y lenguaje, entonces, son la base de unas nuevas relaciones en las que lo exclusivamente animal-biológico va quedando relegado a un segundo plano. Así, Tönnies, luego de revisar las diversas formas de lo que él denomina “las relaciones positivas” que estructuran la vida social, desemboca en lo que describe como “relación de unión”, y acerca de la cual dice: Aunque en la simpatía recíproca y más aún en la FRQÀDQ]DHQFXDQWRUHODFLRQHVHQWUHVHUHVSHQVDQtes, se encuentra como condición un pensar común

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e igual al lado de las impresiones y sentimientos de idéntico carácter, sin embargo, en la “relación de unión” es donde predomina el pensamiento: pues no hay unión sin memoria, y memoria como sólo los hombres son capaces de tener gracias al lenguaje; ya que la característica esencial de esta relación de unión es la conciencia de su existencia y del querer común e igual que se da en ella, por medio del cual un deber ser se enfrenta a lo que es, realizándose así, aunque en germen, el pensamiento de lo que se postula, de la norma, del derecho17.

El lenguaje y la memoria –de cuya mezcla resulta una recíproca ampliación que linda con el infinito– permiten el surgimiento de nuevas “realidades” que poco a poco van ingresando al grupo y se van constituyendo en la red mediante la cual todos los integrantes del mismo quedan atrapados en él y perteneciéndole18.

17 TÖNNIES, ob. cit., p. 31. 18 En este sentido podemos hablar de la “segunda naturaleza” del hombre de que hace mención Adela Cortina en su Ética sin moral. Cfr. CORTINA, ADELA. Ética sin moral, Madrid, Tecnos, 1992, p. 62. De igual modo vale la pena recordar la afirmación que hace, ya sobre el final de la obra, la misma autora acerca de que “la praxis lingüística muestra que es imposible que las personas subsistan sin una trama de relaciones intersubjetivas, sin un mínimo reconocimiento recíproco entre los participantes en un lenguaje, que les capacite para considerarse mutuamente como personas” (ob. cit., p. 292). Cfr. asimismo, aunque en un sentido que se comprenderá a la luz de la cuarta parte de este trabajo, HEGEL, G. W. F. Principios de filosofía del derecho o derecho

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Ninguna dificultad, a nuestro entender, existe para que se acepte que, a la luz de nuestra actual situación de desarrollo social y cultural, el lenguaje ha jugado un papel determinante en la transmisión de los valores, sistemas, instituciones y mecanismos que definen cultura y sociedad, siendo estas incomprensibles hoy sin la intermediación del lenguaje. El lenguaje detenta, pues, la forma y el sentido de la sociedad moderna y es la herramienta fundamental de su construcción. Así puede decir Joseph de Maistre: “Las naciones tienen un alma general y una auténtica unidad moral que las hace ser lo que son. Esta unidad está anunciada sobre todo por la lengua”19. 2.2. Cultura y civilización En una forma desarrollada del lenguaje, que no se limita –como puede pensarse que es su primera función– a traducir un mundo que le preexiste y lo condiciona, surge, pues, la “segunda naturaleza” del hombre y, por decirlo así, la verdadera “realidad” que proporciona las bases para aquello que comúnmente conocemos con el nombre de “cultura”. Así, religiones, creencias, literatura, valores, ideologías y hasta el propio lenguaje cotidiano necesario para el

natural y ciencia política, trad. Juan Luis Vermal, Buenos Aires, Sudamericana, 1975, § 151. 19 Citado por ALAIN FINKIELKRAUT en La derrota del pensamiento, trad. Joaquín Jordá, Barcelona, Anagrama, 1988. P. 20.

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cumplimiento de las más elementales y necesarias actividades se recogen bajo este enfoque general que, en principio, permite diferenciar a los miembros de una comunidad20 de los de las otras y facilita a aquellos la subsistencia y el sentido de pertenencia que se requiere para el desarrollo de las actividades ordinarias en un ambiente de seguridad. Pero “las culturas no son fenómenos estáticos como las leyes de la naturaleza, sino creaciones humanas que pasan por un continuo proceso de evolución. Pueden modificarlas el desarrollo económico, las guerras y otros traumas nacionales, la inmigración y la decisión consciente”21. Es en el marco de esa cultura, entonces, en donde se va a mover la comunidad en la que cada individuo desarrollará su personalidad y sus capacidades –positivas o negativas en relación con el grupo– creando, recreando y, así, perpetuando esa cultura en las formas y los contenidos que la integran. Por eso, la primera tarea –obligada e inconsciente– que enfrenta todo individuo, desde el comienzo mismo de la vida, es la de asumir o asimilar esa cultura, única garantía real de un posible desarrollo armónico y completo dentro de la comunidad22.

20 Cfr. TAYLOR, CHARLES. Hegel y la sociedad moderna, trad. Juan José Utrilla, México, FCE, 1983. P. 15. 21 FUKUYAMA, FRANCIS. El fin de la historia y el último hombre, trad. P. Elías, Bogotá, Planeta, 1992, p. 304. 22 Francis Fukuyama, en la obra acabada de citar, ilustra la relación en que se hallan la cultura y el pueblo en el que nace, en

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Pues, como dice Finkielkraut: … por más lejos que nos remontemos en la historia, la sociedad no nace del hombre, él es quien nace en una sociedad determinada. Se ve obligado, de entrada, a insertar en ella su acción de la misma manera que aloja su palabra y su pensamiento en el interior de un lenguaje que se ha formado sin él y que escapa a su poder. De entrada: trátese, en efecto, de su nación o de su lengua, el hombre entra en un juego que no le corresponde determinar, sino aprender y respetar sus reglas. Ocurre con las constituciones políticas lo mismo que con la concordancia del participio pasado o con la palabra para decir “mesa”. Por una parte varían según las naciones, por otra se las encuentra, no se las construye. Su desarrollo es espontáneo, orgánico e intencional. Lejos de responder a una voluntad explícita o a un acuerdo deliberado, germinan y maduran insensiblemente en el terruño nacional23.

los siguientes términos: “Si, siguiendo a Nietzsche, definimos el pueblo como una comunidad moral que comparte las ideas del bien y del mal, es evidente que los pueblos y las culturas que crean, se originan en la parte ‘thymótica’ del alma. Es decir que la cultura surge de la capacidad de evaluar, de decir, por ejemplo, que la persona que respeta a sus mayores es valiosa y que no lo es la que come carne de animales impuros, como el cerdo. El thymos o el deseo de reconocimiento es, pues, la sede de lo que los sociólogos llaman ‘valores’” (FUKUYAMA. El fin de la historia y el último hombre, cit., pp. 291-292). 23 FINKIELKRAUT, ob. cit., p. 17. Vale la pena aclarar que, si bien el texto transcrito se halla en la obra del ensayista francés, no representa propiamente su posición sino, justamente, aquella

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Las formas de la cultura no pertenecen ya, podemos decir, al grupo, sino que este termina perteneciendo a ellas; pues a través de su desenvolvimiento temporal el grupo reemplaza una y otra vez a sus miembros conservando, sin embargo, una vigencia que lo identifica, una permanencia que es superior a la de los individuos y que estos son capaces de apreciar con esa medida que rebasa la suya y que es, en buena parte, independiente y diferente de ellos. La cultura, que nace del lenguaje y de la memoria, dependiendo de ellos, a continuación los recrea haciendo del primero algo completamente nuevo y diferente de lo que en principio pudiera ser, y de la segunda algo que adquiere las formas de expresión y conservación más insospechadas24. A continuación –y sin que esto implique que el momento de construcción de la “cultura” se ha conque deseará discutir tras una exposición de algunas de sus muchas formas. 24 Como un complemento de las anteriores consideraciones creemos pertinente retomar la cita que Finkielkraut hace para reafirmar la idea de la multiplicidad de las culturas, en la página 64 del texto que venimos citando: “La selección de significaciones que define objetivamente la cultura de un grupo o de una clase como sistema simbólico es arbitraria en tanto en cuanto la estructura y las funciones de dicha cultura no pueden deducirse de ningún principio universal, físico, biológico o espiritual, al no estar unidas por ninguna especie de relación interna con la ‘naturaleza de las cosas’ o con una ‘naturaleza humana’” (ob. cit., p. 64, citando a PIERRE BOURDIEU y JEAN-CLAUDE PASSERON, La reproduction (Eléments pour une théorie du système d’enseignement), Paris, de Minuit, 1970, p. 22).

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cluido, ni que ello deba ocurrir para la aparición de lo que sería un segundo momento–, la propia cultura impondrá mecanismos tendientes a garantizar su vigencia y permanencia a través de una organización consciente y formal con la cual nace la civilización. Así, aunque en principio una cultura se traduce en una civilización, ello no ocurre necesariamente, dado el carácter mucho más amplio y abstracto de los elementos que integran la cultura, y que pueden hallarse diluidos en el tiempo o en el espacio, sin alcanzar una forma concreta de organización que permita apreciarlos en una unidad históricamente distinguible. Sin embargo, la consolidación de la cultura –que es lo que se alcanza en el momento de constituirse la civilización– es la primera forma de organización consciente y el punto de enlace que va a permitir el paso de la situación de “comunidad” a la de “sociedad”25.

25 En este punto, obviamente, nos apartamos de la conceptualización que Finkielkraut hace del término “cultura”, puesto que mientras para él los pensadores de las Luces crearon el concepto de civilización para convertir la situación presente de la Europa del siglo XVIII “en modelo, sus hábitos concretos en aptitudes universales, sus valores en criterios absolutos de juicio y al europeo en dueño y poseedor de la naturaleza, el ser más interesante de la creación” (ob. cit., pp. 58-59), para nosotros el concepto no solo no surge a partir de un contenido y una intención concretas, pudiéndose, entonces, despojar de esa supuesta intención santificadora y acogerse con el mero sentido de la consolidación de una cultura, que ha alcanzado una forma que le permite tener conciencia de sí y repensarse

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2.3. Cooperación Así se forma lo que yo llamo comunidad de seres humanos, unas veces de la vecindad, como expresión general del vivir juntos, otras de la amistad, camaradería y compañerismo, como expresión general de la co-operación26.

En efecto, la cultura da pie al surgimiento de una forma completamente diferente de vida en el grupo, que es la de la cooperación. Así se expresa, más extensamente, Tönnies: Las relaciones sociales de la especie a que ahora aludimos –relaciones comunitarias– no suponen previamente la igualdad formal y la libertad de las personas que en ellas viven; antes al contrario, existen en gran parte por razón de determinadas desigualdades naturales: entre los sexos, entre las edades, entre las distintas fuerzas físicas y morales, tal como se dan en las condiciones reales de la vida. Pero por otra parte se aproximan al tipo ideal o racional del pacto por la LJXDOGDGRVHPHMDQ]DVXÀFLHQWHGHHVDVFRQGLFLRQHV vitales, o sea, por la igualdad del sexo, la aproximada igualdad entre las edades y la semejanza entre las IXHU]DVItVLFDV\PRUDOHVWDOFRPRVHPDQLÀHVWDQHQ el temperamento, en el carácter y muy especialmente en el modo de pensar. Pero, aun en estos casos, el

en un sistema conceptual expreso susceptible de identificación y determinación. 26 TÖNNIES, ob. cit., p. 158.

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supuesto psíquico de tales relaciones lo constituyen todavía el agrado mutuo, la reciproca habituación y la conciencia del deber recíproco. Estas relaciones sociales tienen, pues, su origen normal en el sentimiento y consciencia de esa dependencia mutua que determinan las condiciones de vida comunes, el espacio común y el parentesco; comunidad de bienes y males, de esperanzas y temores. Comunidad de sangre es la expresión que designa el ser común. Vecindad, PDQLÀHVWDODHVHQFLDGHORVIHQyPHQRVGHULYDGRV de la proximidad espacial; y cooperación concentra los caracteres de una vida apoyada en condiciones comunes. En la cooperación se hace visible el tránsito a la forma racional del pacto27.

Es esa la razón, pues, para que Adler considere, desde la óptica de la psicología individual, que la neurosis se manifiesta como una limitación del individuo para la cooperación, pues dada la formación que cada uno obtiene dentro de su contexto cultural y social, solo el distanciamiento con tales raíces explica la actuación en solitario del sujeto. Al entender de Adler, … todas nuestras funciones están calculadas para no perturbar la comunidad del hombre, para relacionar DOLQGLYLGXRFRQODFRPXQLGDG9HUVLJQLÀFDUHFLELU hacer fértil lo que cae en la retina. Esto no es solamente XQSURFHVRÀVLROyJLFRPXHVWUDDODSHUVRQDFRPR

27 TÖNNIES, ob. cit., pp. 39-40.

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parte del todo, que toma y da. Al ver, oír, hablar, nos relacionamos con los demás. De esta manera, todas las funciones de nuestros órganos están correctamente desarrolladas solamente si no son perjudiciales para el interés social. Hablamos de virtud, y queremos decir que se participa en el juego; hablamos de vicio, y queremos decir que se perturba la cooperación. También podría señalar FyPRWRGRORTXHVLJQLÀFDXQIUDFDVRORHVSRUTXH entorpece el desarrollo de la comunidad, ya sea que tratemos con niños problema, neuróticos, criminales o suicidas. En todos los casos falta la contribución. En la historia entera de la humanidad no encontrarán ustedes personas aisladas. El desarrollo de la humanidad fue posible solamente porque la humanidad era una comunidad y al luchar por la perfección luchaba por una comunidad ideal28.

La cooperación rebasa el simple trabajo que se realiza en conjunto por varios individuos, en que la labor que se ejecuta en colaboración se funda en un previo reconocimiento por parte de quienes colaboran y en que la participación no supone, siempre, la expectativa de beneficios particulares en los individuos, antes bien, está de por medio la idea misma de colaboración como la forma propia de demostrar la pertenencia al grupo y al otro.

28 ADLER, ob. cit., p. 42.

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Para terminar, recordemos que una concepción como la de John Rawls, que parte de los supuestos de definición de una sociedad justa y bien ordenada, asienta también en la “cooperación” el peso central de la caracterización de sus principios de justicia. Precisamente hablando de estos, dice Rawls: … el primero exige igualdad en la repartición de derechos y deberes básicos, mientras que el segundo mantiene que las desigualdades sociales y económicas […] sólo son justas si producen beneficios compensadores para todos y, en particular, para los miembros menos aventajados de la sociedad. […] La idea intuitiva es que, puesto que el bienestar de todos depende de un esquema de cooperación sin el cual ninguno podría tener una vida satisfactoria, la división de ventajas debería ser tal que suscite la cooperación voluntaria de todos los que toman parte en ella, incluyendo a aquellos peor situados29.

2.4. Comunicación La cooperación, cuando deja de ser la mera coincidencia o colaboración entre individuos que realizan una misma tarea con fines exclusivamente particulares, supone

29 RAWLS. Teoría de la justicia, cit., p. 32. Debe tenerse en cuenta que, con todo, la teoría rawlsiana no se ubica, en manera alguna, en la perspectiva que venimos revisando, y muchísimo menos en la idea de la ubicación de los dos momentos de comunidad y sociedad a los que aquí hacemos referencia.

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la comunicación entre los miembros del grupo y un acuerdo esencial sobre aspectos mínimos del contexto que surgirá como resultado final de las acciones. Así, la comunicación, que juega un papel determinante en la posibilidad de la cooperación, demarca también el campo de acción propio dentro del cual se fijan las reglas para la organización general de la comunidad y para la definición de los objetivos comunes a los que se dará prioridad. Es la base de la racionalidad propia que genera toda comunidad y que, empezando por garantizar la coordinación y comprensión intersubjetivas, constituye el punto de encuentro de los conflictos de intereses en un primer momento y, por eso, la primera posibilidad de resolución de los mismos30, adquiriendo su máxima expresión en la forma de los ordenamientos que determinan el paso de la comunidad a la sociedad31. La comunicación es, entonces, el resultado más importante que presenta el momento comunitario y, simultáneamente, la condición y garantía de la consolidación y permanencia de la comunidad en la forma social a la que accede tras la adopción de un orden. 2.5. Acción: comunicación de la acción La comunidad vive a través de la vida “en común” que cumplen o desarrollan sus miembros; pero como

30 Cfr. CORTINA. Ética sin moral, cit., pp. 232 ss. 31 Cfr. TÖNNIES. Principios de sociología, cit., p. 32.

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objetivación que es, de los propósitos e intenciones que han llevado a estos a conformarla y de las creaciones a que da lugar su carácter de nueva y compleja realidad, ella se ve y se traduce en la acción (acciones)32 de sus miembros. Lo que revela el carácter de una comunidad como tal es, externamente, la acción o acciones que desarrollan sus miembros en el interior del grupo. Acción es toda conducta humana –bien consista en un hacer exterior o interior, ya en un dejar de hacer o tolerar– en tanto que el sujeto o los sujetos de esa acción unan a ella un sentido subjetivo. Ahora bien: será acción social toda acción cuyo sentido puesto por el sujeto o los sujetos de la misma esté referido a conductas ajenas, orientándola hacia ellas en el proceso de su desarrollo33.

La acción, así, debe ser entendida no solo como la manifestación de la determinación o intención del individuo que la realiza o participa en su ejecución, sino como una forma de expresión de la comunidad en tanto desde ella y dentro de ella se crean y existen las condiciones para la acción y, en buena medida, se

32 Recordemos como de paso la afirmación de Herman Nohl: “No basta tener la vida en nosotros, sino que ésta debe ser expresada, profesada, realizada. […] [L]o ético sólo se lleva a cabo en la acción”. NOHL, HERMAN. Introducción a la ética, trad. Mariana Frenk, México, FCE, 1986, p. 113. 33 TÖNNIES. Principios de sociología, cit., p. 24.

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hallan las determinantes subjetivas que impulsan al individuo a llevarla a cabo. Toda acción, como todo lenguaje, tiene su real significado dentro del contexto en que se produce, y la evaluación justa de ella solo puede garantizarse asumiendo el punto de vista de dicho contexto, es decir, de la comunidad en la que tiene efecto. Ahora, las acciones, además de los fenómenos con un contenido material determinable, entran en el espacio de la comunicación dentro de la comunidad bajo dos formas fundamentales: en su ejecución, de donde son aprehendidas consciente o inconscientemente por el grupo, adquiriendo un significado que incide en la comunidad, y en su verbalización, de donde se generalizan y se diseminan mediante su descripción y transmisión a los miembros de la comunidad e, incluso, de otras comunidades. El ámbito de influencia de la acción, que aparece –en tanto fenómeno– como inmediato y limitado, se torna ilimitado a través de su comunicabilidad, que es la forma bajo la cual entra en el dominio de todos. Así, el héroe no nace ni muere en la acción, sino en la “noticia” que lo consagra dentro de la comunidad y a partir de la cual todos los miembros de esta se hallan en la posibilidad de recrear el “acto heroico” y darle o negarle su apoyo a través de la valoración de su significado.

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2.6. Juicio: conciencia de las acciones En tanto fenómeno, la acción se reduce a su materialidad y solo trasciende a través de sus consecuencias inmediatas o remotas; pero en cuanto se vuelve objeto de la comunicación, la acción –ahora bajo la forma que le confiere la verbalización y que posibilita su “manejo” por todos– adquiere una serie prácticamente ilimitada de significados potenciales. Ahora, si asumimos la interpretación de Tönnies, de acuerdo con la cual “toda acción debe ser entendida como una actividad racional […] el querer, en cuanto querer del hombre, está condicionado por la energía humana del pensamiento. Y el pensamiento que encierra se refiere esencialmente a la relación de medio y fin”34, tendremos que considerar que, mientras en este esquema pensamos la racionalidad como antecedente de la acción, cuando esta ha sido realizada y entra en el campo de dominio de la verbalización comunitaria, será la acción (en tanto que fenómeno) la que anteceda a la racionalización y, por tanto, a su juicio. El juicio, entonces, con el cual culmina la verbalización que la comunidad hace de la acción, también se monta sobre el esquema de “la relación de medio y fin”. Pero, a diferencia del juicio en que se apoya la acción, que parte de la intención del actor, el juicio que hace la comunidad –y que puede estar expresa-

34 Ibíd., p. 24.

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do por un solo individuo o por todos– parte de los resultados que produce la acción y solo en segundo término se ocupa de la intención. El punto de referencia del juicio sobre la acción, sus resultados e, incluso, la intención de su (o sus) ejecutante(es) son la estructura misma de la comunidad y los objetivos implícitos o explícitos en ella. Así, el juicio es una valoración y la sede de una nueva forma de la vida comunitaria: los valores. En la diversidad, pues, de las formas como puede ser valorada una acción se halla la explicación clara de la proliferación de valores y la aparente o real contradicción existente entre ellos35.

35 En este sentido es ilustrativo tener en cuenta el tratamiento que Nohl hace del tema del “conflicto de valores”, pues con su enfoque se aclara la existencia de formas de conflicto que no se traducen en el enfrentamiento de individuos que apoyan o defienden valores contrapuestos. Así, dice el autor: “Los principios éticos en sí no se contradicen, pues corresponden a diferentes referencias vitales; tampoco piden una jerarquía de valores, lo mismo que no tiene sentido preguntar quién vale más, el hombre o la mujer, la joven generación o la vieja. Sólo se producen colisiones cuando le toca al hombre escoger entre las diferentes posibilidades. No puede hacer varias cosas a la vez –a no ser que una misma acción corresponda a dos distintos dominios–, y así surge la situación trágica que llamamos el conflicto entre los deberes. Por esto dijo Goethe que sólo el contemplativo tiene conciencia y que siempre carece de ella el que obra. Esto significa: la actitud teórica asigna un mismo valor a las múltiples formas y relaciones; sólo el conjunto de todas ellas supera la unilateralidad inherente a cada uno de los principios morales. La vida temporal como tal, en su situación limitada en cada caso, no se tiene entonces en consideración.

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Los valores comunitarios o sociales, o como quiera que se los denomine, no son, desde luego, “entidades”, que subsistan o preexistan a las acciones que tienen lugar dentro de una comunidad o a esta misma; son el producto de la dinámica propia de dichos grupos, con la cual se forma la conciencia tanto individual como colectiva de sus miembros para garantizar su participación en la vida en común. 2.7. Conciencia común y conciencia moral Memoria y pensamiento, en buena parte alcanzados como resultado de la convivencia dentro de la comunidad, articulan la relación más inmediata del individuo con esta a través de la forma de la conciencia. En la conciencia –que es una forma de la memoria y el pensamiento, más que una parte del organismo propiamente hablando– el individuo posee su representación de la comunidad y de sus contenidos, como el puente que lo liga a dicha comunidad y le garantiza la posibilidad de participar en la vida de la misma. Ahora, cuando, a través de la representación, el individuo es capaz de descubrir y disponer los medios

Pero en determinada situación, ante las exigencias del momento y la obligación de obrar, se impone otra clase de necesidad y hay que hacer una cosa y dejar la otra, violar lo uno, para cumplir lo otro. Ni siquiera en el caso de que existiera una jerarquía objetiva y que ‘con la conciencia limpia’ pudiéramos sacrificar un valor al otro, se eliminaría esta dificultad” (NOHL. Introducción a la ética, cit., pp. 175-176).

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propios para alcanzar objetivos o fines particulares –de carácter individual o colectivo–, es decir, concibe la comunidad como el ámbito de los medios con los cuales le es posible alcanzar propósitos de su individualidad que no existen o se determinan por su pertenencia o, si se quiere, su mera existencia en la comunidad, sino por su posición primaria individual, estamos en frente de la forma de la conciencia que denominamos “conciencia común”. En ella, entonces, la realidad (que es, básicamente, la comunidad) no es representada con una forma o fin específicos, sino en función de la satisfacción de propósitos individuales, con independencia de que estos puedan tener consecuencias positivas para el conjunto y servir, finalmente, a la comunidad. Pero, por otra parte, existe una forma de representación de la realidad en la que la posición y la determinación del individuo no se orientan ya a tratar de satisfacer propósitos concebidos por el hombre en cuanto tal, sino a la realización y complementación de la comunidad, a través del cumplimiento explícito o implícito del papel o tarea que dicho individuo tiene, circunstancial o permanentemente, dentro de ella. Allí, cuando el individuo atiende el interés de la comunidad y observa las formas bajo las cuales en ella se realizan los objetivos comunes, se manifiesta la “conciencia moral” y la comunidad encuentra la forma de hacer efectivos los contenidos de sus disposiciones. En este sentido, es claro que el momento determinante de la “acción moral” se halla en la “conciencia moral” y solo existe en tanto determinada por esta. Lo que,

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obviamente con otra orientación y otros supuestos, SHUPLWLyD.DQWGHFLU´DWHQGLHQGRDORVPyYLOHVOD legislación puede ser diferente […] La legislación que hace de una acción un deber y de ese deber, a la vez, el móvil, es ética. Pero la que no incluye al último en la ley y, por tanto, admite también otro móvil distinto de la idea misma del deber, es jurídica”36. Existe, desde luego, un proceso de formación de una conciencia moral que surge alrededor de los propósitos o fines que la comunidad misma genera como producto de su dinámica interna, y alrededor de los cuales aparece una forma de proceder orientada a su logro desde donde es factible, además, determinar lo que es posible o no hacer en el marco de esa forma de vida que se ha ido constituyendo paso a paso. La existencia de esas limitaciones y el conocimiento implícito o explícito de ellas constituyen la parte central de la conciencia moral. Y el actuar dentro del campo delimitado de esa manera constituye, por tanto, el comportamiento moral. 3. EL ORDEN SOCIAL La dinámica propia de cada comunidad determina el surgimiento de formas de relación entre sus miembros que terminan imponiéndose a todos y cada uno de ellos y definiendo unas características particulares

36 KANT, I. Metafísica de las costumbres, trad. Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho, Madrid, Tecnos, 1989, pp. 23-24.

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para el grupo. Así nacen las costumbres y, con ellas, la conciencia de su necesidad para la repetición de resultados que la comunidad ha encontrado convenientes para su permanencia. La comprensión y evaluación de los elementos dispersos que se hallan en el espacio de una comunidad conduce a una concepción específica de la selección que hay que hacer de aquellos elementos que presentan resultados positivos para el conjunto, y la forma como deben articularse y unificarse para garantizar su rendimiento a favor de la comunidad. A la selección de esos elementos, su articulación y unificación la identificamos con el nombre de orden; y, en tanto representación, no de lo que es o ha sido, sino de una forma posible o deseada de constitución de la realidad, es una mera idea. Ahora bien, de la “idea” de “orden” a su uso regulativo con la intención de alcanzar la deseada constitución de la realidad no hay más que un paso: la voluntad –expresa o tácita– de los individuos, que da forma a lo que llamamos un ordenamiento. Sin embargo, y como la forma de las relaciones no es única ni permanece estática a lo largo del tiempo, tanto la idea de orden como el ordenamiento que la traduce se desarrollarán al compás de aquellas y se ajustarán permanentemente a los cambios que presentan. Pero, como es apenas obvio, no todas las relaciones que surgen dentro de la comunidad tienen la misma fuerza ni relevancia para determinar la formación de la idea de orden y dar contenido al ordenamiento, y

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por eso resulta necesario reparar de manera particular en algunas de ellas. 3.1. Formación de las relaciones económicas Según Tönnies, Psicológicamente es inevitable que los hombres sientan y consideren como propiedad común o valor VRFLDOORTXHXWLOL]DQRJR]DQMXQWRVORTXHGHÀHQGHQ conjuntamente y lo que han adquirido o creado en común. Es igualmente natural que el hombre individual sienta como propiedad suya especial o privada lo que XWLOL]D\JR]DSDUDVtORTXHVRVWLHQH\GHÀHQGHSRU sí mismo y sobre todo lo que ha adquirido o creado él solo. Estos fundamentos de la propiedad pueden estar en armonía unos con otros, pero pueden también colidir. Es un fenómeno general el hecho de que los hombres que habitan en común […] conciben la tierra habitada por ellos como propiedad común, desde el momento que están dispuestos a defenderla37.

Ahora, de acuerdo con el análisis que presenta Tönnies en su obra, los valores sociales son económicos, políticos y ético-espirituales38, siendo los económicos no solo el eje de las principales relaciones que se gestan y desarrollan entre los miembros de una comunidad, sino la base de la formación social, tal y como quedó

37 TÖNNIES. Principios de sociología, cit., p. 160. 38 Cfr. ibíd., p. 155.

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demostrado en la reconstrucción histórica que presentó el marxismo desde el siglo pasado y que, por dicho aspecto, mantiene su vigencia hoy. Alrededor del valor económico, entonces, se construyen las relaciones entre individuos que tienen una actitud común –y que pueden armonizar o colidir, según expresa Tönnies– frente a un mismo objeto –en el que se presenta el valor. Luego, como el valor constituye, en primera instancia y desde la perspectiva del individuo, un objeto de deseo que permitirá la satisfacción particular, y la misma inclinación por el objeto en el que se representa el valor –y, por tanto, por el valor– puede existir en varios individuos a un mismo tiempo, la regulación acerca de los valores se vuelve prioritaria en cualquier concepción del orden. La idea de orden permite, entonces, que el eventual conflicto en torno al interés simultáneo que varios individuos presentan en relación con un objeto que representa un determinado valor económico para cada uno se canalice en una dirección que beneficie, en principio, a la comunidad correspondiente. Por eso el orden no se concibe ni puede ser concebido como el sistema mediante el cual un individuo aislado y determinado por sus propios intereses desea o pretende que se organice el mundo. Las relaciones económicas surgen, pues, de los valores económicos que genera la vida en común y de la necesidad de regular los eventuales conflictos que de ello se produzcan.

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Por otra parte, la forma de vida que se determina por la cooperación entre los individuos da lugar al surgimiento de nuevas relaciones económicas con las que se introducen cambios radicales en términos de las relaciones que los miembros de la comunidad mantienen, aun independientemente de factores naturales como es la mayor capacidad que unos demuestran para aprovechar y apropiarse del esfuerzo de todos, en detrimento de la posición de los demás. 3.2. Relaciones de poder De las relaciones económicas a las relaciones de poder no parece haber casi distancia, ni de índole temporal ni de carácter material, lo cual ha sido descrito y explicado exhaustivamente por la sociología, la filosofía e, incluso, por la misma economía. Para ello basta confrontar las obras del propio Tönnies, Marx, Engels y, en general, los teóricos del marxismo, y casi cualquier autor interesado en los problemas sociopolíticos, por lo cual nos abstenemos de hacer más extensas las consideraciones en relación con este aspecto del tema. 3.3. Dominación y sometimiento La expresión concreta y práctica de las relaciones de poder la hallamos en la forma de posiciones respectivas de dominación y sometimiento que corresponden a diferentes individuos dentro de las relaciones comunitarias y sociales.

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En efecto, dadas las diferencias naturales que presentan los miembros de una comunidad entre sí, las relaciones económicas y de poder no pueden pensarse como igualitarias y las ventajas de los unos serán, por tanto, las desventajas de los otros. Y de la primera situación de desequilibrio nacerán las condiciones para su prolongación natural o artificial, y para su extensión a esferas de relación inicialmente no determinadas por los factores económicos. La independencia relativa –que puede pensarse más que hallarse– entre los individuos en una situación inicial, y se pierde casi de manera definitiva desde el momento del primer rompimiento del equilibrio, así este sea todo lo precario que pueda imaginarse. De la diferencia de los individuos dentro de las relaciones económicas surgen las relaciones de poder dado el mayor aprovechamiento que unos logran del desarrollo de aquellas: y la relación de poder es, en primera instancia y de manera prioritaria, una relación de dominación y sometimiento que termina por generalizarse a las demás formas de relación entre los individuos. Siendo la dominación, en principio, económica, más adelante pasará a ser política y terminará siendo ideológica e, incluso, intelectual. El individuo que ve comprometida su supervivencia frente a otro en razón de las condiciones económicas que este le impone, pierde necesariamente su libertad de decisión frente a los asuntos que comprometen los intereses del dominador y, por tanto, carece de autonomía política real. Así, el esclavo, cuya supervi-

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vencia dependía en un todo y por todo del poder del esclavista, carecía formal y materialmente de libertad política. Y si bien, más tarde, la situación de sometimiento absoluto se modifica para otorgar la libertad formal al antiguo esclavo, una verdadera libertad material no se logra por quienes aún dependen de las determinaciones que tomen quienes detentan el primordial poder económico. Finkielkraut asevera, al respecto, tratando el tema de la diferencia entre las culturas: Es cierto que de todas esas culturas sólo se reconoce una como legítima. Pero cuidado, nos dice el sociólogo, ¡cuidado con las evidencias familiares! La preeminencia de esta cultura se explica por la posición dominante GHODFODVHGHGRQGHKDVDOLGR\FX\DHVSHFLÀFLGDG expresa, no por la superioridad intrínseca de sus producciones o de sus valores. Las clases dominadas sufren una humillación análoga en su principio y en sus efectos a las que las grandes metrópolis europeas LQÁLJHQDORVSXHEORVFRORQL]DGRV6XVWUDGLFLRQHV son desarraigadas, sus gustos ridiculizados, todos los saberes que constituyen la sustancia y lo positivo de la experiencia popular –‘saber del viento que sopla, de la tierra rica en señales secretas, de las materias manejables o no, de la camada de gatos que presiente el cercano frío’– quedan despiadadamente excluidos de la cultura legítima. Se trata, nos dicen, de garantizar la comunicación universal de los conocimientos y de aportar las luces a los que están privados de ellas. Hermoso proyecto, pero que oculta, a los ojos del sociólogo, una operación en dos tiempos muchos

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menos esplendorosa: en primer lugar, desarraigo, extracción de los seres de la trama de costumbres y de actitudes que constituye su identidad colectiva; después, doma, inculcación de los valores dominanWHVHOHYDGRVDODGLJQLGDGGHVLJQLÀFDFLRQHVLGHDOHV &XOWLYDUDODSOHEHVLJQLÀFDGLVHFDUODSXUJDUODGHVX ser auténtico para rellenarla inmediatamente con una identidad prestada, exactamente de la misma forma como se hizo que, gracias al colonialismo, las tribus africanas se encuentren dotadas de antepasados galos. Y el lugar donde se ejerce esa violencia, ‘violencia VLPEyOLFD·HVSUHFLVDPHQWHDTXHOTXHORVÀOyVRIRVGH las Luces erigieron como instrumento por excelencia de liberación de los hombres: la escuela39.

39 FINKIELKRAUT. La derrota del pensamiento, cit., pp. 64-65.

SEGUNDA PARTE DERECHO Y MORAL

INTRODUCCIÓN Las estructuras comunidad y sociedad se suceden en el tiempo en este orden y sólo en éste; no son únicamente dos posibilidades de la convivencia humana, sino dos etapas de la realidad social; la comunidad sólo puede transformarse en sociedad, la sociedad procede siempre de la comunidad; el proceso real nunca es reversible1.

La comunidad, en efecto, responde a un momento de espontaneidad en las relaciones intersubjetivas que solo tiene como fundamento el propio contexto comunitario que recibe al individuo y que permite, además de que exige, su formación para la vida en comunidad. La relación del individuo con su comunidad es inmediata, no exigiéndosele más que la posesión de la cultura que es propia del grupo para identificarlo. Y es, pues, en principio, esa cultura que se posee en común la que constituye la base cierta de la comunidad. Sin embargo, el crecimiento cuantitativo de los miembros de las comunidades, la necesidad de ampliar el espacio vital e, incluso, de formar nuevas

1 TÖNNIES. Principios de sociología, cit., p. 32. 75

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comunidades, la creciente y permanente complejidad de las relaciones económicas y, con ellas, las de poder, imponen la creación de nuevas estructuras de convivencia y coexistencia que transforman radicalmente las características iniciales del grupo. Tönnies dice al respecto: Observemos en primer término el paso y transformación de la relación comunitaria en societaria. Toda relación de comunidad puede transformarse en este sentido individualmente. Es un proceso que puede compararse con el de un enfriamiento, y en el lenguaje corriente se le compara en efecto con él. El sentimiento de simpatía que caracteriza en general a toda relación de comunidad puede esfumarse y, sin embargo, mantenerse la relación social, por creerla provechosa y oportuna, o por considerar su GHVDSDULFLyQFRPRXQPDOPD\RUDOTXHVHSUHÀHUH el mantenimiento de la relación establecida, por lo menos en su forma externa2.

Y tal enfriamiento se expresa, efectivamente, en el surgimiento de aquellos conjuntos de normas que ya no pertenecen al individuo mismo, que no le comprometen interiormente y de manera directa con la comunidad, que no apelan a ningún tipo de convencimiento subjetivo, sino que se inclinan por la preservación de las condiciones externas de con-

2 TÖNNIES. Principios de sociología, cit., p. 83.

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vivencia –mejor aún, de coexistencia– y de los que el paradigma indiscutible es el ordenamiento jurídico3. La diferencia que presentan estos dos momentos HVSRUVXSXHVWRODPLVPDTXHSHUPLWLyD.DQWKDFHU la diferencia entre las legislaciones jurídica y moral, lo que explica de manera clara Adela Cortina en su “Estudio preliminar” a una nueva publicación de La metafísica de las costumbres. Dice Cortina: Desde esta perspectiva, las doctrinas del Derecho y de la Virtud se distinguen menos por contener deberes diferentes que por tratarse de diferentes modos de legislación, que ligan uno u otro móvil a la ley. Esta diferencia formal es aplicable a todo el ámbito

 /DFRQFHSFLyQGHODFRPXQLGDGHQ.DQWVXHVHQFLD\ODUHlación en que se hallaría con los ordenamientos que la rigen, es bastante diferente a la que estamos manteniendo, como SXHGHYHUVHGHVXVSURSLDVSDODEUDV$ILUPD.DQW´/DXQLyQ de muchos hombres en vista de algún fin (común, que todos tienen) se encuentra en todos los contratos sociales; pero la unión de esos mismos hombres, que es en sí misma un fin (que cada uno debe tener), por consiguiente la unión en toda relación externa de los hombres en general que no pueden menos que caer en influjo recíproco, es un deber incondicionado y primero: semejante unión no puede encontrarse sino en una sociedad que se halle en estado civil, esto es, que constituya una comunidad. Ahora bien, el fin, que en tal relación externa es en sí mismo deber e incluso la suprema condición formal (conditio sine qua non) de todos los restantes deberes externos, es el derecho de los hombres bajo leyes públicas de coacción, mediante las cuales se puede asignar a cada uno lo suyo y asegurarlo contra toda usurpación del otro”. KANT, I. Teoría y praxis, trad. Carlos Correas, Buenos Aires, Leviatán, pp. 39-40.

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deóntico, que se distingue internamente, menos por los deberes que lo componen, que por el móvil de la acción. En el caso de la legislación jurídica, el móvil ha de ser distinto a la idea del deber, mientras que en la legislación moral el móvil es esa misma idea. Esta diferencia de móvil nos lleva a matizar la coacción jurídica como externa, en la línea de Thomasius, mientras que la coacción moral es autocoacción. La legislación jurídica se presenta, pues, como externa, ya que sólo pretende adhesión exterior, mientras que la legislación moral es interna, porque exige una adhesión íntima. Las leyes jurídicas no podrán abrir más espacio que el de la libertad en su uso externo, mientras que las leyes morales abren el ámbito tanto LQWHUQRFRPRH[WHUQR(QGHÀQLWLYDHOGHUHFKRYLHQH a regular externamente las relaciones mutuas entre los individuos –entre sus arbitrios– mientras que la moral puede incluso plantear al hombre deberes respecto a sí mismo. Con tales distinciones queda excluida la posibilidad de que el Estado pueda legislar en el interior de los ciudadanos, quedando tal ámbito reservado a la legislación moral4.

Atendidas, por decirlo así, las necesidades surgidas del crecimiento de los grupos, de su multiplicación, y la urgencia de compaginar sus diversos intereses

4 CORTINA ORTS, ADELA. “Estudio preliminar”, en KANT, I. La metafísica de las costumbres, trad. Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho, Madrid, Tecnos, 1989, p. XXXVIII.

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y formas culturales, estamos en presencia de una nueva realidad: la sociedad. La sociedad, entonces, ordinariamente integrada por un número plural de comunidades, se va a caracterizar por la nueva forma de los ordenamientos que la rigen, como ya dijimos, empeñados en mantener la vigencia de un orden externo y dejando de lado la apelación al convencimiento íntimo de los individuos en que se apoyan los ordenamientos comunitarios. 1. EL DERECHO Y EL CONTEXTO SOCIAL En principio, el derecho no invade ni copa de manera completa el ámbito en el cual aparece, y en el cual ingresa, en cierta forma, a ejercer un papel secundario. Para empezar, con él aparece un elemento que es completamente extraño a la comunidad y que es el “otro yo” del derecho y única garantía de la efectividad de su labor frente a las nuevas necesidades; nos referimos, obviamente, al Estado. Ahora, este otro elemento que se incorpora a la nueva realidad que es la sociedad –según dijéramos ya– origina un problema teórico al que se ha dedicado atención desde muchos ángulos sin haberse logrado aún una respuesta unívoca o una forma cierta de consenso. Así, en el afán de precisar el alcance de los términos clave de la disciplina jusfilosófica, muchos planteamientos se han hecho en relación con la precedencia o jerarquía cronológica que existe entre el derecho y el Estado. La pregunta más directa al respecto es

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la siguiente: ¿es anterior el Estado al derecho o este precede a aquel? Y si bien desde el punto de vista histórico propiamente la cuestión no solo no parece suficientemente atractiva sino que pueden no existir elementos suficientes para dar una respuesta satisfactoria, desde el punto de vista de la teoría jurídica sí se ha considerado pertinente atender a ella. Encontramos, entonces, UHVSXHVWDVFRPRODGH.HOVHQSDUDTXLHQKDEODUGH derecho es hablar a la vez de Estado, entendiendo, justamente, que un concepto no es pensable con independencia del otro5. Sin embargo, si pensamos en formas específicas del derecho, entonces, ahí sí, quizá podamos decir que un Estado cualquiera habrá precedido a una organización jurídica determinada, que es lo que parece posible afirmar a partir de las reconstrucciones de la historia social de corte fundamentalmente marxista. Pero, aun desde esta forma de enfrentar la historia y desde aquellas pretendidamente más específicas que intentan reconstruir los antecedentes del derecho en tanto ordenamiento positivo, podemos sacar en claro que, aun cuando tendamos a ver como términos con alcances similares el derecho y el Estado –al estilo kelseniano–, existen, de hecho, tanto por el aspecto histórico como por el sistemático, antecedentes de carácter normativo, formas de organización y de

5 Cfr. KELSEN, HANS. Teoría pura del derecho, trad. Moisés Nilve, Buenos Aires, Eudeba, 1974, cap. XII.

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ordenamiento de la comunidad que cronológica y lógicamente se encuentran antes del propio ordenamiento jurídico. Es decir, antes del derecho y el Estado la comunidad no se halla en una situación de caos e, incluso, ni siquiera en estado de anarquía. De hecho, su constitución como comunidad resulta, precisamente, de la existencia de formas de coordinación intersubjetiva que permiten la cooperación entre los miembros del grupo y que regulan las relaciones que van surgiendo entre ellos a raíz de la necesidad del contacto permanente. Existen, entonces, las necesidades inmediatas y comunes de la supervivencia, las costumbres6 surgidas 6 La concepción de Tönnies se presenta así: “La costumbre es la propia voluntad social que fluye del hábito, del uso y del ejercicio. Efecto de la costumbre es el derecho consuetudinario. El derecho legal es semejante al consuetudinario, y llega a superarlo en el transcurso de una evolución normal; pero la costumbre, como forma más primitiva de la voluntad social, tiene en sí y por sí una importancia infinitamente más amplia y profunda” (TÖNNIES. Principios de sociología, cit., p. 237). A nuestro entender, sin embargo, hay que considerar detenidamente la posición y afirmación del autor, dado que la “voluntad social” debe expresarse, básicamente, a través de su elemento propio y característico que es la norma; por el contrario, la costumbre parece, más bien, avenida con la comunidad, de la cual brota, en cierta forma, espontáneamente y sin arreglo a un propósito definido y consciente como sucede en la sociedad. El “derecho consuetudinario”, que se dice es “efecto de la costumbre”, solo alcanza dicho rango cuando, constituida la sociedad –que es fuente única de las normas de derecho–, esta lo adopta desde la forma del “derecho positivo” como el accesorio complementario que se denomina, por extensión, “derecho consuetudinario”.

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de la práctica reiterada y del roce permanente y, como forma de regulación más fuerte, un ordenamiento moral producto de la conciencia y expresado a través de los juicios que realizan los individuos. El derecho, pues, no surge solo e independientemente, ni tiene origen en los actos de fuerza en los que, en último término y como sistema, se va a hallar respaldado. El derecho surge en el marco de un desarrollo social determinado –así sea desconocido o imposible de explicitar para nosotros–, producto del surgimiento de nuevas y más complejas comunidades, cada una con sus especiales características e intereses, lo que hace necesaria la introducción de mecanismos diferentes y más explícitos de control social capaces de garantizar ya no solo las relaciones intersubjetivas, sino las relaciones que nacen ahora entre comunidades. El derecho entra, entonces, en un ámbito en el que ya se hallan constituidas unas relaciones entre los miembros de la comunidad y en el que existen unas regulaciones que se ocupan de aspectos que aquel estará interesado en reglamentar. La primera impresión, por cierto, será la de que la forma como el derecho entre a regular las relaciones ya ordenadas según pautas creadas por la propia comunidad de

Mientras esta adopción no ocurra, la costumbre opera como el elemento dinámico que hace operar o funcionar a la comunidad, pero que no goza de ninguno de los elementos característicos que permitan llamarlo “derecho”.

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antemano, no podrá desconocer los contenidos de estas, so pena de sufrir un desfase en relación con la materia a la que debe atender7. Ello impone, por ende, la necesidad de estudiar las relaciones, bien sea genéticas o sistemáticas, del derecho con esas formas más abstractas, menos específicas, de orden social y en donde hallamos ordenamientos como la moral, la costumbre e incluso la religión. Nosotros consideramos, precisamente, que es aquí en donde debemos detenernos para sopesar el alcance de los conceptos con los que identificamos los diversos aspectos de la dinámica social y delimitar claramente por sus contenidos el papel que les corresponde y las consecuencias que ello reporta para el desarrollo de la vida social y la existencia del orden. 2. NORMATIVIDAD SOCIAL Salvando la existencia de concepciones acerca de estados deseables de cosas para la sociedad y que han derivado en propuestas la mayor parte de las 7 Si consideramos la opinión de algunos acerca del carácter moral del denominado derecho natural, tendrá pertinencia la siguiente relación elaborada por Cortina: “El derecho natural se basa, según nuestro autor, en principios a priori de la razón y es, por tanto, cognoscible a priori por la razón de todo hombre, mientras que el derecho positivo es estatutario y procede de la voluntad del legislador. El primero ha de servir como criterio racional del segundo, ya que es menester buscar en la razón el criterio de lo justo y lo injusto, mientras que el derecho positivo dice lo que es derecho” (CORTINA, ob. cit., p. XLIII).

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veces utópicas, hoy por hoy puede afirmarse, sin temor a cometer una exageración o equivocación, que cualquier forma de vida social e, incluso, comunitaria se halla necesariamente regulada o controlada –principalmente en cuanto corresponde a la conducta humana interferida– por un número, muchas veces indeterminado pero determinable, de normas o reglas de comportamiento o conducta, y, lo que es más importante, susceptibles de ser clasificadas en órdenes diversos o sistemas, atendiendo a factores tales como su origen, su alcance, sus destinatarios, su objetivo, etc. Es así como se hace actual la necesidad de hablar de la moral, la religión, las costumbres, etc. Al conjunto total de estos grupos de normas, entre los que se hallará, claro está, el derecho, es a lo que podemos llamar, o lo que conforma, la “normatividad social”. El derecho es, en este orden de ideas y, por tanto, apenas una parte del conjunto total de disposiciones con las cuales la vida en sociedad se hace posible y que proporcionan la manera de alcanzar ciertos objetivos de conjunto inherentes a tal forma de vida. Ahora, aparentemente cuando menos, los aspectos característicos de los diversos sistemas normativos concurrentes resultan, en alguna medida, perfectamente claros, así sea solo para permitirnos hacer algunas diferencias entre ellos con miras a apreciarlos en su papel efectivo dentro de los grupos humanos cuyos destinos tratan de orientar. Así podemos reconocer cómo algunos ordenamientos ejercen de mejor manera el control social que

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están destinados a lograr, como ocurre, por ejemplo, con la moral y la religión en frente de la forma más etérea de presión que ejerce el orden implantado por las costumbres o los usos sociales8. Y en esta línea de diferenciación resulta verdaderamente paradigmática la posición y la estructura del derecho, respecto de cuyos recursos de fuerza la debilidad –al menos supuesta– de los otros ordenamientos aparece manifiesta. Sin embargo, prácticamente todos ellos se constituyen sobre la base de un principio de retribución que trata de hacer presión sobre el ámbito de libertad de que goza la conducta humana, para tratar de adecuar las manifestaciones de esta a los intereses que el ordenamiento tiene en mente defender. Dicho principio, que es fundamentalmente el mismo en todos los ordenamientos, se hace efectivo mediante la consagración de una retribución positiva o premio para quienes han actuado según la conducta estimada como adecuada a los fines del ordenamiento, y una

8 Los conceptos “costumbres” y “usos sociales” resultan altamente equívocos a estas alturas, dado el hecho –ya en alguna medida puesto de relieve atrás– de que bajo tales “formas” se presentan contenidos de verdaderas normas pertenecientes a otros sistemas, como es el caso, precisamente, del derecho. Por eso, no sobra aclarar que, cuando hacemos alusión a estas formas debilitadas de ordenamiento, en particular para hacer ver la diferencia con otros sistemas normativos, nos referimos específicamente a aquellas regulaciones del comportamiento cuyos contenidos facilitan el intercambio social o comunitario de los individuos y que no ingresan en la órbita de interés de otros ordenamientos.

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retribución negativa o castigo para quienes actúan desconociendo la conducta mandada o deseada según las disposiciones del ordenamiento9. Siendo, pues, diferentes por sus logros, pero similares en cuanto a su estructura, los diversos ordenamientos que integran la normatividad social no resultan verdaderamente distinguibles si no apelamos a la consideración de la forma como cada uno de ellos se organiza para llevar a cabo su labor de ordenamiento. Y, en efecto, en este sentido, la característica distintiva más relevante en el derecho la constituye precisamente la existencia de una particular organización, prevista en sus propias normas, con la cual se busca garantizar la efectividad de las disposiciones del ordenamiento. Así, como dice Tönnies aludiendo al pensamiento de Hobbes, sobre la base de una unión total, ha de constituirse “una magistratura independiente, ilimitada y soberana que debe tener a su disposición el derecho y la fuerza para dar leyes y obligar al cumplimiento de las mismas, decidiendo, por tanto, legalmente los litigios”10. Por otra parte, dentro de esa organización cuya manifestación fenoménica la constituye el Estado, el elemento característico es el uso de la fuerza, que está contemplado como virtualidad de que puede

9 Cfr., al respecto, KELSEN, HANS. Teoría general del derecho y del Estado, trad. Eduardo García Máynez, México, Unam, 1983, primera parte. 10 TÖNNIES. Principios de sociología, cit., p. 242.

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echar mano la organización para lograr, por encima incluso de la voluntad o el deseo de los particulares, la realización de sus fines. La presencia del Estado y la fuerza en que se respalda son, pues, las características primigenias que permiten distinguir el ordenamiento jurídico de los demás sistemas normativos. Ahora, si bien la “manifestación estatal” no puede predicarse de ningún otro ordenamiento que no sea el jurídico, no resulta descabellado pensar que, como este, aquellos lleguen a hacer uso de la fuerza en sus manifestaciones concretas de repudio o sanción para las conductas consideradas inadecuadas a la luz de sus prescripciones. Así, la reacción espontánea del grupo a la transgresión moral no pocas veces se torna violenta, así como el castigo del fuego eterno incluido en el canon religioso es una forma clara de medida de fuerza; sin embargo, ningún ordenamiento diferente del derecho ha dispuesto efectivamente de un sistema completo de elementos técnicos y humanos preparados profesionalmente y encargados de manera específica y exclusiva de hacer efectiva la aplicación de las sanciones mediante el uso de la fuerza sobre los transgresores, ni ha contemplado expresamente en el enunciado de sus normas la posibilidad de recurrir al uso de la fuerza frente al desacato a sus disposiciones. Considerando, entonces, por esta vía y las complementarias que no han sido vanos los esfuerzos de diferenciación entre el derecho y ordenamientos sociales como los de la moral, la costumbre y la re-

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ligión principalmente, hemos de aceptar como clara la línea divisoria entre ellos y dejar de lado ahora cualquier estudio tendiente a recabar nuevamente en tales diferencias. Pero, lo que resulta más obvio y fácil de aceptar es que los factores determinantes de la vida en sociedad no se reducen o restringen a lo meramente normativo, sino que allí confluyen elementos de otra naturaleza que, sin ser normas, determinan el contenido de conductas, tanto generales como específicas, definen de manera clara las formas particulares que deben revestir ciertos comportamientos y actitudes de los individuos, y condicionan la apreciación o valoración que de ellas habrá de hacerse en la comunidad. Es en el marco de estas consideraciones que se hace necesario hablar de ética y moral. 3. ÉTICA Y MORAL Desde algún punto de vista, la relación y diferencia entre ética y moral ha resultado ser de meridiana claridad; pues se ha sostenido que la relación que existe entre ellas es de la misma clase de la que existe entre la teoría estética y el arte. Vale decir, la ética ha sido asumida como el discurso teórico que se construye acerca del ordenamiento moral y con el que, efectivamente, este trata de ser explicado y comprendido11.

11 Cfr. CORTINA ORTS, ADELA. Ética sin moral, Madrid, Tecnos, 1992, pp. 29-30.

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Ello implica que, aunque no fuera más que como premisa, se parte de la existencia del ordenamiento moral como tal. Y su caracterización, que siempre ha tenido interés para la teoría jurídica como una forma de hallar las diferencias entre el ordenamiento jurídico y cualquier otro, ha quedado regularmente esbozada bajo la asignación de elementos considerados clave para su identificación, entre los que podemos mencionar: 1.º Normatividad o existencia de reglas de conducta humana. 2.º Autonomía. 3.º Interioridad. 4.º Incoercibilidad. 5.º Unilateralidad.

Y si bien por el primer factor la moral se emparenta e incluso tiende a confundirse con el derecho –en tanto ambos son ordenamientos o conjuntos de normas–, los otros cuatro factores han de servir, pretendidamente al menos, para hacer las diferencias indispensables. Solo que, tal como lo ha mostrado el análisis más GHWHQLGRGHGLFKDVGLIHUHQFLDVKHFKRGHVGH.HOVHQ los cuatro factores de distinción no aparecen claros ni suficientes para la separación, y ni siquiera para caracterizar o definir el ordenamiento moral. 3.1. Autonomía La autonomía que se predica de la moral se opone a la heteronomía que se dice característica del dere-

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cho. Y la autonomía apunta al aspecto según el cual la norma moral debe su creación u origen a un acto libre de imposición o de compromiso que el individuo adopta para su conducta, no obstante que, por supuesto, ello no supone necesariamente que la norma haya sido creada originariamente o imaginada de manera espontánea por el sujeto12, pudiendo, por el contrario, haber sido ya puesta por la comunidad y ahora adoptada por el individuo. Lo determinante es, entonces, la aceptación del sujeto, hecha libre y espontáneamente, de conducirse, en adelante, con atención a la norma o normas consideradas integrantes del orden moral. Ahora, mirado de cerca el mecanismo en virtud del cual funcionan efectivamente en el ámbito social las normas morales, podrá verse cómo ello ocurre de una manera bastante diferente a como pretende hacérnoslo ver la característica de la autonomía. Pues, según todo parece indicar, la norma moral resulta vinculando al individuo con total independencia de la voluntad o sentimiento que este quiera expresar respecto de cada una de ellas, suponiendo, claro está, la decisión o necesidad previa del individuo de incorporarse al grupo social determinado. Así, lo definitivo será, en primera instancia, la decisión que tome, o la necesidad en que se halle un individuo de pertenecer a una comunidad determinada, para

12 Cfr. GAVIRIA DÍAZ, CARLOS. Temas de introducción al derecho, Medellín, Señal Editora, 1992, p. 50.

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que surja como forzoso, y, por supuesto, para nada independiente o librado a su voluntad, el someterse a las normas morales vigentes13. Todo ello nos va a permitir, en principio, acercarnos a otro tipo de diferenciación según la cual las normas morales son siempre de carácter colectivo y no, como en algunas oportunidades se ha sostenido, también referidas al ámbito exclusivo, personal, absolutamente particular del comportamiento individual. 3.2. Interioridad Así mismo podemos afirmar la incapacidad del elemento interioridad para hacer la caracterización del ordenamiento moral. Interioridad se define como la dirección que, en relación con la conducta humana, adquiere la norma moral, en tanto orientada al aspecto interno de la misma con prescindencia del externo que correspondería regular, como resultará apenas obvio, a aquellas normas que gozan de la característica de exterioridad y que son, principalmente, las normas de derecho14.

13 Ello deja, por supuesto, vigente la posibilidad de predicar la característica de la autonomía, sobre la base de la autodeterminación formal, lo que no parece compatible con la concepción kantiana subyacente a esta caracterización. Para una revisión del tema, cfr. GAVIRIA DÍAZ, CARLOS. Temas de introducción al derecho, Medellín, Señal Editora, 1992, p. 47. 14 Cfr. ibíd., pp. 33 ss.

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La norma moral apuntará, así, a la intención con la cual la conducta sea ejecutada o intentada, o a la “intencionalidad” como el ámbito potencial en el que aquella se define, considerando como moralmente valiosa solo la conducta en la cual el individuo ha procedido movido por el deber implícito en la disposición moral, e independientemente de las consecuencias externas que se deriven, o no, de su actuación. Así, actúa moralmente –si ello ha sido previsto en la normatividad moral– el individuo que, aunque su inclinación le indique que la vida carece de motivos o interés para vivir y que sería preferible el suicidio, atendiendo al deber de respetar su vida (la vida en general), y por ello justa y exclusivamente, se abstiene de cometer el suicidio. Y, contrario sensu, actúa inmoralmente el hombre que, amén de considerar la vida miserable y no digna de ser vivida, por “cobardía” es incapaz de suicidarse; pues, a pesar de estar cumpliendo –en la forma y exteriormente– el supuesto mandato moral del respeto a la vida, ello no es más que apariencia, pues no es el “deber” contenido en dicho mandato lo que le mueve, sino su debilidad o cobardía que lo arredra para actuar en consonancia con su pensamiento incompatible con el mandato. Tampoco procede moralmente quien, no obstante actuar externamente de acuerdo con la norma que ordena socorrer al desvalido o pobre, procede movido por su sentimiento de confortación o regocijo al dar la limosna, vale decir, impulsado por el interés de satisfacer sus propios sentimientos.

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Y este elemento de interioridad, como ya decíamos, ha demostrado también ser insuficiente para dar cuenta de la caracterización del ordenamiento moral, pues no solo en la práctica de la aplicación de la norma moral no ha resultado irrelevante o intrascendente el aspecto externo, manifiesto, de la conducta individual, sino, y por el contrario, verdaderamente necesario a la hora de evaluar la conducta moral; y, a su vez, para el propio derecho o los ordenamientos que, según esa distinción, se interesan exclusivamente por el aspecto externo, el aspecto interno no resulta despreciable o irrelevante. El derecho, señaladamente, y no solo por lo que hace relación con el denominado derecho penal, ha apoyado en buena medida su normatividad –aplicación y consecuencias, claro está– en la consideración del elemento intencional como determinante de la conducta humana. No importa pues, para el derecho, solo el hecho bruto, elemental, externo que ordinariamente se halla descrito en la norma, sino que importa también el motivo o la intención que determinó la conducta concreta. Considérese, sin embargo, un argumento adicional favorable a la característica de la interioridad en la moral: al proponer la norma moral como determinada por su “autonomía”, y, como veremos a renglón seguido, por su “incoercibilidad”, se asume que no solo la aceptación de la norma sino su uso para juzgar la corrección o no de una conducta son procesos “íntimos” del sujeto en el que no tiene cabida la mirada externa o “del otro”. Y, en efecto, será entonces en ese denominado “fuero interno” del sujeto en don-

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de tendrá lugar el “juicio” que determinará si se ha procedido o no conforme con la norma y, adicionalmente, será allí donde tendrá arraigo el castigo que tampoco tendrá revelación externa o apariencia. Vale decir que todo ello va muy bien en términos lógicos, pero, sin duda, no parece ocurrir así en la práctica; pues, además de la “intrascendencia” externa que semejante esquema ofrece, habría que considerar la cuestión de cómo en un sistema con las características anotadas –excluyente y subjetivo– puede identificarse la cohesión social como algo que es propósito propio de cada ordenamiento. La moral, para la cual el hecho externo no importa, resulta estéril, pues nada benéfico produce para la comunidad el mero buen pensamiento o la intención sola del individuo. 3.3. Incoercibilidad Como factor caracterizante de la moral, este concepto remite a la noción contraria predicada del derecho, cual es la “coercibilidad”. Para delimitar el alcance del término debemos diferenciar, inicialmente, lo que entendemos por coerción y lo que entendemos por coacción. Mal que bien, mientras este último término parece hacer referencia al hecho de que para lograr determinada voluntad de parte de un individuo se emplean formas de presión –de cualquier índole: moral, psicológica, etc.–, por coerción podemos entender, ante todo, la forma de presión cierta, específica y concreta en la

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cual, mediante el uso de la fuerza, se logra someter la voluntad y la libertad del individuo, quedando este imposibilitado para actuar de manera diferente15. En tal sentido, será coacción la amenaza que una persona hace a otra de causar algún daño físico en su cuerpo o en sus bienes si no realiza una acción o conducta cualquiera deseada por la primera y que no deja alternativa real a la segunda, viéndose obligada a la acción o conducta demandada; y será coerción la fuerza mediante la cual los funcionarios del Estado logran reducir la libertad de un individuo y someterle a prisión o arresto, básicamente en contra de su voluntad específica. Así, en consonancia con lo anterior, podremos hablar de coercibilidad cuando la posibilidad de que se realice el acto de sometimiento de la voluntad por la fuerza haya sido contemplada para un hecho o caso concreto, y principalmente si tal posibilidad se halla en un orden normativo determinado. Coercibilidad termina siendo, entonces, la posibilidad de recurrir al uso de la fuerza prevista en un ordenamiento. Ahora, en un orden de ideas como el descrito, se predica la coercibilidad del derecho, y su contrario, esto es, la incoercibilidad de la moral. Se afirma, entonces, que la moral es incoercible dado que en sus normas 15 Huelga aclarar que esta versión, si bien la creemos compatible con la diferenciación que puede leerse en el Diccionario de la Real Academia Española (22.ª ed., 2001), es una elaboración propia que nada definitivo pretende, más que fundar nuestra argumentación.

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no se ha previsto el recurso específico y directo al uso de la fuerza para someter la voluntad de un individuo que, según los cánones, se ha hecho merecedor de una sanción cualquiera. Y, por el contrario, claro está, se habla de la coercibilidad del derecho porque sus normas sí han previsto el uso de la fuerza –en cuanto a modo, oportunidad, sujetos facultados, etc.– para someter al individuo transgresor de la norma a la sanción contemplada. Esto, sin embargo, requiere precisiones: no es solo que la moral no haya previsto entre sus sanciones el uso de la fuerza para imponerlas, sino que, incluso, no ha previsto propiamente la forma misma de la sanción; vale decir, el individuo infractor sabe que su acción le amerita una sanción, pero ni él ni, incluso, muchas veces la comunidad –única competente y encargada de imponer la sanción o aplicar el castigo– saben a ciencia cierta cuál será el tipo concreto de sanción que se aplicará. Así, ciertamente, las sanciones morales incluirán desde el mero reproche verbal aislado y carente de fuerza y relevancia, pasando por el aislamiento o la exclusión, hasta la propia fuerza física como reacción espontánea de individuos representativos de la comunidad. A este respecto, muchas veces, entonces, hay que tener en cuenta que no solo el sujeto transgresor –potencial o real– sino muchos otros individuos de la comunidad estarán en capacidad de prever o estimar como posible el surgimiento de la reacción violenta o transgresión, vale decir, el uso de la fuerza como sanción. En rigor, entonces, hay que reconocer que el ordenamiento moral no pros-

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cribe, aunque tampoco incluye (y esto por razones de mecánica obvias, más que por principio) el uso de la fuerza, la que de alguna manera hace parte de su potencial de formas sancionatorias16. Con todo y lo anterior, cabe reconocer que la moral, como casi todo ordenamiento, dada su estructura retributiva17 y sus finalidades (condicionamiento de la

16 La apreciación de la diferencia a partir de los conceptos de coercibilidad e incoercibilidad y, específicamente, sobre la base de la consagración que hace la norma jurídica de la sanción que comportará su transgresión, y la omisión de una referencia similar por parte de la norma moral, nos parece de estricto contenido formal y sin fuerza para introducir una verdadera distinción entre la moral y el derecho. En efecto, la sola consideración del principio que subyace a todo ordenamiento –el principio retributivo– impone la conciencia en el sujeto de que, en tanto se halle frente a un ordenamiento, sus conductas inadecuadas serán “retribuidas” mediante una sanción. Luego, si bien puede decirse que la referencia a la sanción que comportará su transgresión no forma parte del “texto” –expreso o tácito– de la norma moral, sí hace parte de la concepción general del ordenamiento, de su mecánica y de su naturaleza, so pena de no podérselo tener por tal, en caso contrario. 17 Ténganse en cuenta, al respecto, las elaboraciones que el positivismo ha hecho de la estructura de la norma y que han precisado que no basta con la mera previsión de la conducta “debida”, sino que, para que haya norma en sentido estricto, es necesario que se prevea la sanción para la conducta contraria a aquella. Sobre esta base razonó el juez constitucional colombiano (Sentencia C-221 de 1994, con ponencia de Carlos Gaviria Díaz) al controvertir la pretensión no sancionatoria de disposiciones que coartaban la libertad del individuo para consumir estupefacientes, previendo la posibilidad de que fuesen internados

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conducta y orden del grupo), deviene “orden coactivo”, pues los solos enunciados que los sujetos alcanzan a reconocer o identificar como las reglas morales del orden en el que viven ejercen una buena –a veces suficiente– presión sobre sus decisiones de acción como para considerar (bien por ellos mismos, bien por los terceros que aprecian las diversas situaciones que de ello se presentan) que su voluntad y su acción han obedecido a una “coacción”. Nadie en sus cabales consideraría real un supuesto “orden moral” cuyas reglas o previsiones fuesen tan débiles y superfluas que casi nunca se diera el obedecimiento a ellas. Reconocer, entonces, la incoercibilidad de la moral y su opuesto, la coercibilidad del derecho, pasa por hacer una precisión y diferenciación clara como la que planteamos, o nos deja con las manos vacías en cuanto a diferencias si se asume, como muchos lo hacen, que la coercibilidad es meramente una forma de presión cualquiera sobre los individuos llamados a obedecer las normas. 3.4. Unilateralidad … la bilateralidad (o alteridad) del derecho consiste en que siempre que la norma jurídica establece una situación ventajosa para un sujeto, caracteriza, simultáneamente,

en establecimientos hospitalarios o sanatorios para una cura de adicción, considerando eventualmente que esto último no suponía una medida coercitiva.

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una situación desventajosa correlativa para el sujeto que la padece18.

La situación ventajosa se ha confundido frecuentemente con la de quien tiene un “derecho subjetivo”; mientras que la situación desventajosa tiende a verse como la del individuo que soporta un “deber jurídico”. El texto que citamos trae a colación, para hacer claridad y eliminar la visión limitada que se origina en dicha confusión, la propuesta de análisis realizada por el jurista norteamericano W. N. Hohfeld en su ensayo Conceptos jurídico fundamentales19. Allí se pone de presente la múltiple calificación y caracterización que puede hacerse de esas llamadas “posición ventajosa” y “posición desventajosa”, describiendo lo que se denomina modalidades normativas correlativas y modalidades normativas opuestas. De acuerdo con las primeras –modalidades normativas correlativas–, el ordenamiento ubica frente a frente a distintos sujetos que tienen entre sí las respectivas posiciones “ventajosa” y “desventajosa”. Así, frente al individuo que disfruta o detenta un derecho subjetivo se halla otro, sobre el cual pesa el correlativo deber jurídico; frente a la potestad de uno está la sujeción del otro; frente a la inmunidad, la incompetencia, y frente al privilegio, el no derecho.

18 GAVIRIA DÍAZ. Temas de introducción al derecho, cit., p. 41. 19 HOHFELD, W. N. Conceptos jurídicos fundamentales, trad. Genaro R. Carrió, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1968.

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La “posición ventajosa”, en general, implica que, a la luz del ordenamiento jurídico, el sujeto que la disfruta está en condiciones de ser amparado por dicho ordenamiento frente a las actitudes que asuma en su contra quien se halla en la respectiva “posición desventajosa”. Mientras tanto, la norma moral se refiere a los individuos de una manera diferente y, desde un comienzo, podemos decir que no permite el enfrentamiento mediante esquemas conceptuales como aquel de las “modalidades normativas correlativas”, por ejemplo. En efecto, la norma moral se refiere al individuo en su condición de “sujeto obligado” a observar la prescripción respectiva, sin que por otra parte se ubique frente al mismo un “sujeto facultado” o con la posibilidad de exigir el comportamiento debido. Ahora, aunque, en alguna medida, podremos decir que la actitud general de la comunidad frente al “sujeto obligado” puede asimilarse a la del “sujeto facultado” –máxime cuando la comunidad expresa efectivamente su rechazo a la violación de la norma moral–, no solo sigue vigente el hecho de que ese “sujeto facultado” permanece indeterminado –ante la norma y, aun, de hecho–, sino que en la actuación o reacción de la comunidad no se está propiamente reclamando el cumplimiento de lo preceptuado, antes por el contrario, se está ejecutando ya el momento de la sanción. Esta caracterización deja gravitando, sin embargo, algunas dudas que solo mengua un poco la conside-

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ración de la propuesta teórica presentada por H. L. A. Hart en su obra El concepto de derecho20. Pues, cuando hacemos referencia al derecho penal o a las normas relativas a otro tipo de infracciones como las fiscales, de tránsito, etc., no hallamos ni fácil ni claramente la contraposición de deberes y derechos y, mucho menos, de sujetos obligados y sujetos facultados propia de aquella caracterización; esto dado que, si bien todos los individuos de la comunidad están sometidos a las normas del derecho penal y aparecen, en ese sentido, como sujetos obligados por dichas normas, en manera alguna puede decirse de forma unívoca y coherente que exista en frente de ellos un derecho correlativo y, sobre todo, un sujeto facultado para exigir el cumplimiento de la obligación. La única forma de presentar la situación cercana a la exigencia de esta caracterización se halla en asignar al Estado, representado por sus funcionarios (penales, judiciales, policiales o quienes sean), la condición de sujeto “facultado” para exigir el cumplimiento de la obligación o sujeto de derechos, en lo que habría, indudablemente, una enorme falacia. Pues, entonces, ¿cuál es el papel del Estado en aquellos casos como el del deudor (sujeto de obligaciones o deberes) y acreedor (sujeto de derechos o facultado) en los que, según la teoría tradicional, queda ejemplificada de manera paradigmática la característica de la bilate-

20 Cfr. HART, H. L. A. El concepto de derecho, trad. Genaro R. Carrió, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1977.

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ralidad? ¿Será accidental la presencia y el papel del Estado en estos casos? ¿Quién haría su papel en el caso del asunto penal dado que quiera llamársele allí “sujeto facultado”? Ahora, por otro lado, no sería ciertamente muy difícil presentar los hechos del ámbito moral bajo una forma similar a la que enunciáramos para el caso del derecho penal y quedaría, de esa manera, nuevamente diluida la diferencia. Pues, así como el Estado actúa para sancionar al transgresor de la norma penal en defensa del derecho y de la comunidad, igualmente podemos decir que actúa la comunidad –a través de algunos de sus miembros– cuando intenta sancionar al transgresor defendiendo, obviamente, la norma moral y a la comunidad. El reclamo del ofendido con la transgresión moral tiene mucho que ver, innegablemente, con la denuncia o la querella de la víctima de la ofensa en el derecho penal. Si nos guiamos por estos derroteros y esta crítica, necesariamente tendremos que intentar hallar, sobre todo, la caracterización de la moral como ordenamiento y su consiguiente diferenciación con el derecho y cualquier otro sistema normativo, desde otras perspectivas y atendiendo a factores sustancialmente diferentes. 4. EL CONTENIDO DE LAS NORMAS Reparemos, entonces, en lo que puede ser el factor central de toda norma: su contenido. Definiendo el contenido de la norma como la conducta genérica enunciada o descrita en su “texto”, y que los sujetos a

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quienes ella va dirigida deben realizar o no para que se produzcan unas ciertas consecuencias previstas en ella o en el ordenamiento en general, podemos ver, como tantas veces se ha hecho notar y se ha destacado, que bastantes normas de las que tendemos a denominar ordinariamente como morales resultan similares a, o se hallan reproducidas por, normas que llamamos e identificamos como de derecho. Así, obviamente, el contenido de la norma jurídica que consagra como delito el homicidio, es decir, la muerte de un individuo por otro, es igualmente el contenido de la norma moral que ordena no matar o que contempla como conducta no deseada la de que un individuo dé muerte a otro. Ejemplos como este han llevado, sin mayor análisis o cuidado, a la apresurada conclusión de que, por su contenido, el derecho y la moral resultan indiferenciables. Miremos, pues, el asunto más de cerca. Resulta obvio que, como este, muchos otros contenidos del derecho serán, simultáneamente, contenidos de la moral. ¿Podrá decirse, entonces, que todos los contenidos de un ordenamiento resultan subsumibles o quedan cobijados en los del otro? Como, ¿que la moral sea subsumible o equivalente en contenidos al derecho? Una respuesta positiva en este sentido no parece posible, y hallar un contenido de la moral no acogido por el derecho o viceversa será suficiente para probarlo. Veamos dos casos: la moral parece prescribir entre personas que en razón de su actividad o vida en general deben mantener relaciones relativamente cercanas

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en términos de espacio, la utilización de unas ciertas formas de trato, tanto por las actitudes como por el lenguaje, el uso del espacio, etc. A ellas, ordinariamente, no apunta el derecho, bien sea por la consideración de su irrelevancia, bien por estimarlas ya suficientemente reguladas por otros órdenes como el moral. Y, por su parte, en el derecho veremos gran cantidad de normas cuya consideración o validez no se extiende de ninguna manera hasta la moral: pensemos en la norma que fija en una determinada proporción el pago de un impuesto; no solo muchas veces el impuesto mismo es indiferente para la moral, sino que a la hora de definir su monto la moral no tiene, regularmente, parámetros utilizables. O pensemos igualmente en algunas normas de tránsito, como la que ordena el alto en un cruce señalado y ante el cual el comportamiento de los automovilistas se produce con atención a criterios diversos a los de la norma legal: pues mientras esta ordena que el conductor debe detener el vehículo de manera total, aquellos acostumbran tan solo reducir prudencialmente la marcha. Dada una consecuencia no deseable, como sería el choque de dos vehículos en virtud de esta última forma de comportamiento, el juicio muy seguramente se elaborará en términos de infracción de tránsito o jurídica, y no en términos de violación a disposición moral alguna. Pero llevemos la revisión que hacemos hasta el extremo y pensemos en la posibilidad, no descartada en ningún momento, de que una comunidad determinada, poseedora de una especial conciencia jurídica,

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haya llegado a estimar como uno de sus patrones morales la obligación de observar o atender en todo momento y sin excepción las normas del derecho –considerando, además y por supuesto, que el caso inverso también existe como posibilidad. ¿Qué criterio debe operar, en unas condiciones reales o hipotéticas semejantes, para hacer la diferencia entre moral y derecho? Fijémonos, entonces, en el ámbito personal al que se dirigen ambos ordenamientos y la función específica que les compete cumplir en relación con la comunidad en la cual operan como tales. Y es que la definición del ámbito de aplicación o validez personal de la norma de derecho –que tiende, en principio, a confundirse con el ámbito espacial– obedece a factores que solo de manera muy indirecta tienen que ver propiamente con una comunidad, formada siempre sobre la base de elementos “naturales”, por decirlo así, sin intervención de intereses definidos como fines. Así, la aplicación del derecho se hace, en principio, a todos los individuos que habitan un territorio, independientemente de sus costumbres, creencias, nivel social o intelectual, etc.21; el derecho se extenderá –arbitrariamente, si se quiere– a los

21 El reconocimiento de condiciones especiales de exclusión de algunos individuos frente a determinados contenidos normativos, regularmente se estructura sobre la base de situaciones excepcionales que cambian las formas de regulación pero que no modifican sustancialmente el derecho, y lo que es más importante, no lo eliminan de la órbita de influencia donde la excepción se aplica.

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territorios ocupados o conquistados por un Estado y, obviamente, a los habitantes de aquellos, y allí el derecho evolucionará o cambiará de acuerdo con parámetros e intereses en cuya definición ordinariamente tienen poca o ninguna incidencia la gran mayoría de las personas a él sometidas. Por su parte el ámbito de validez y aplicación de la norma moral resulta evidentemente más restringido que el del derecho, como que obedece regularmente a factores ligados íntimamente a la constitución misma de la comunidad y a su mantenimiento en condiciones adecuadas para desarrollar su objetivo y cumplir sus fines. Si el objetivo del derecho es la preservación de la sociedad en condiciones adecuadas para la vida, el del ordenamiento moral es el del mantenimiento de la comunidad con sus características básicas como agrupación humana. Identificada esta, pues, por los elementos que integran su cultura, será la defensa de esas formas de vida propias y su reproducción lo que importará lograr a la moral. La vida en común, vale decir, la que permite a personas independientes compartir un espacio determinado manteniendo un nivel de relación mutuo que permita el desarrollo de las actividades socio-económicas, políticas y culturales en un ambiente de seguridad, respeto y confianza entre las personas que comparten sus actividades vitales básicas, solo es posible sobre la base de esos elementos, cuya protección se asienta, indefectiblemente, en las normas de la moral.

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Es por razones de este tipo, fundamentalmente, que han sido mal comprendidos los problemas que plantea la moral, que los enfoques generalizadores o que pretenden estudiar la moral como asunto de alcance social han fracasado, y que inscribir en el marco moral el problema de la justicia ha resultado infructuoso para aclarar el alcance de dicho concepto. 5. EL CONTENIDO DEL DERECHO Si, como queda dicho, por sus contenidos el derecho y la moral resultan indiferenciables, todavía debemos reparar en algunos aspectos relevantes para la teoría jurídica y, particularmente, para los problemas del contenido del derecho. En efecto, durante algún tiempo imperó la concepción según la cual, para que un sistema normativo se identificara como jurídico, bastaba detectar en él un cierto número de características ya determinadas –todas ellas de índole formal–, resultando superfluo, por ende, el contenido que dicho ordenamiento poseyera. Sin embargo, despachar o despreciar los contenidos del derecho como irrelevantes no resultó tan fácil, pues la misma historia se ha encargado de brindar los elementos necesarios para que se deba hacer su revaluación. Así, si el contenido del ordenamiento jurídico pudiera ser cualquiera o resultara irrelevante, ¿por qué puede apreciarse tanta similitud en los contenidos de ordenamientos vigentes a un tiempo, pero actuantes en espacios o Estados diversos? ¿Por qué el derecho de hace un siglo no es el mismo de la

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actualidad? ¿Por qué las normas del derecho están permanentemente siendo cambiadas o “actualizadas”? ¿Por qué algunas normas derivan obsoletas en virtud de su poca atención por parte de los individuos? Pero, por supuesto, antes de decir que justamente esa variabilidad (o semejanza) constituyen prueba de la irrelevancia de los contenidos para el derecho, lo que tenemos que preguntar es por las razones de que una situación tal se presente. Es decir, ¿qué puede explicar la diferencia entre las normas vigentes en Colombia en 1886 y las vigentes en 2017? ¿O la semejanza –así sea a un nivel muy amplio o general– entre las normas chilenas, por ejemplo, y las colombianas o las mexicanas? Dar respuesta a estos interrogantes, obviamente, solo será posible a condición de que aceptemos otros puntos de vista diferentes al meramente formal para conceptualizar y entender el derecho. Y esos nuevos puntos de vista serán: la finalidad, tanto genérica como específica, buscada por el derecho; el medio o las condiciones generales dentro de las cuales dichos objetivos pretenden alcanzarse; las características generales de los individuos a quienes, o entre quienes, va a ser aplicado el ordenamiento, en términos de cultura, creencias, desarrollo social y humano, etc. Así, si la finalidad genérica del derecho es la conservación del orden y, a través de ello, de la sociedad, directamente puede colegirse y afirmarse que los contenidos de las normas deberán contemplar aquellos casos o hechos que resultan indispensables para alcanzar el objetivo, por ejemplo, la protección

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a la vida de los individuos, el obedecimiento a las normas del ordenamiento, la fijación de límites a la libertad individual y la determinación de prerrogativas dentro del grupo, etc. Ahora, cuando existen finalidades específicas dentro del grupo social y que deben ser alcanzadas a través del derecho (como la regulación de las relaciones económicas especiales, cumplir contratos, pagar tributos, producir riqueza, etc.), igualmente la norma jurídica deberá prever las condiciones de la actividad humana con ciertos contenidos: fijando las sanciones para quien no cumple el contrato, la manera de solicitar tal sanción, el funcionario encargado de imponerla; la forma de recaudar el impuesto, su monto, su destinación, las personas obligadas a pagarlo; en fin, formas concretas, específicas, de hacer posible el alcance del objetivo específico trazado. En segundo término, el derecho deberá reparar en el medio o las condiciones generales dentro de las cuales sus objetivos pretenden alcanzarse. Pues resulta obvio que el derecho deberá prever o contemplar las condiciones materiales, tanto existentes de antemano como necesarias de implementar para hacer sus normas con contenidos reales: no tiene sentido una regulación sobre educación allí donde no existen escuelas o colegios, o sobre transporte donde no hay medios de transporte, o sobre servicios públicos si estos no han sido creados. Tendrá sentido contemplar sanciones para quien desconoce una norma de tránsito solo allí donde existen el tránsito y los conductores que deben observar sus reglas, etc.

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Por último, el derecho deberá atender a las características generales de los individuos incluidos dentro de la sociedad en la cual el ordenamiento tendrá aplicación, particularmente atendiendo a su cultura, a sus creencias, a su desarrollo social y humano, etc. Resulta casi elemental que el derecho tenga en cuenta el nivel educativo medio de los individuos que les permita comprender sus normas y la forma de atender a ellas y sus consecuencias, que tenga en cuenta la credibilidad que ha logrado entre ellos y la consiguiente necesidad o no de recurrir a mecanismos de obediencia, que tenga en cuenta sus creencias en asuntos como la religión, la política e, incluso, la moral, que tenga en cuenta la disposición a actuar como grupo que manifiesten los individuos y las reacciones encontradas que puedan esperarse; en una palabra, el derecho tiene que contar con la idiosincrasia de un conjunto heterogéneo de comunidades e individuos que ha logrado recogerse bajo el concepto de sociedad en tanto se encuentran habitando un espacio o territorio determinado, han sido sometidos a un ordenamiento que se comunica e impone a través de mecanismos que han sido centralizados y que han confluido en una forma general de vida que les permite cumplir con actividades de alcance superior al que brinda la comunidad (inmediata) acogiendo principios de legalidad, legitimidad y, en general, reconociendo la existencia de una instancia reguladora que cuenta con mecanismos específicos para garantizar el desarrollo de relaciones intersubjetivas que trascienden lo estrictamente personal.

TERCERA PARTE LA JUSTICIA

INTRODUCCIÓN De innegable vigencia en todos los ámbitos de la vida social, el concepto de justicia figura, sin embargo, entre los menos concretos y claros de los que integran el haber terminológico de los ordenamientos. Para comenzar, puede decirse que el término “justicia” recibe, por lo menos, dos usos permanentes y comunes dentro del ámbito social: en primer lugar, un uso cotidiano y espontáneo que permite al ciudadano común calificar como “justo” o “injusto” desde el acontecimiento más sencillo y natural hasta el acto humano más complejo y elaborado; y, en segundo lugar, un uso vinculado a las actividades específicas que determinan los diferentes sistemas normativos y donde el término “justicia” se halla comúnmente enunciado, pero en ninguna medida definido. La primera forma del uso ha sido consensualmente clasificada en el espacio de las reacciones emotivas y determinada por la subjetividad individual, y especialmente por la órbita personal de intereses. Así, en efecto, en su uso más normal el término es empleado en el espacio del lenguaje que la lingüística ha distinguido como “función emotiva o expresiva” y que se define por estar “estrechamente relacionada con el

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sujeto emisor, pues se caracteriza por la transmisión de contenidos emotivos suyos”1. La segunda forma, ya vinculada a esos mecanismos de regulación específica de las conductas humanas que son los ordenamientos, no ha alcanzado, sin embargo, un mejor estatus que la primera y, antes por el contrario, desde la acusación de su indefinición se la ha descalificado como término de referencia de los ordenamientos2, quedando, de hecho, relegada a la categoría de lastre que entorpece el desarrollo y funcionamiento de estos. A la luz de nuestra concepción, no obstante, se hace necesario aclarar si existe una forma válida de definir el contenido del término que pueda no solo superar la precariedad de la situación en que el mismo se halla frente a los usos que sume, sino dar cuenta de su permanente vigencia dentro del espacio social. 1. “JUSTICIA” EN EL ORDENAMIENTO Habida cuenta del carácter paradigmático del derecho, el estudio del lugar que corresponde al término “justicia” en el ámbito de los ordenamientos puede hacerse desde la consideración del papel que juega en el ordenamiento jurídico.

1 Cfr. DE AGUIAR E SILVA, VÍCTOR MANUEL. Teoría de la literatura, trad. Valentín García Yebra, Madrid, Gredos, 1975, p. 15. 2 En esta línea de pensamiento, cfr. KELSEN, HANS. ¿Qué es justicia?, trad. Albert Calsamiglia, Barcelona, Ariel, 1982.

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Así, deteniéndonos en la “norma de normas” del derecho, cual es la Constitución Política –según su propia expresión–, hallaremos en primer lugar lo siguiente: a) El término “justicia” aparece enunciado en 53 oportunidades a lo largo del texto básico de la Constitución Política de Colombia promulgada en 1991, dejando de lado los denominados artículos transitorios (en los que aparece en otras 8 ocasiones). b) En 50 de esas oportunidades su uso tiene lugar para FDOLÀFDUODDFWLYLGDGHVWDWDOHQFDPLQDGDDODVROXFLyQ de los litigios jurídicos o la aplicación de las normas: “administración de justicia” (13) o para designar al organismo cabeza de la anterior jerarquía judicial: la “Corte Suprema de Justicia” (37). c) En 5 oportunidades aparece en la denominación “Justicia Penal Militar”, y en su uso sustantivo aparece en el Preámbulo de la Constitución y en sus artículos 95 (num. 9) y 133. G $KRUDHQVXIRUPDDGMHWLYD ´MXVWRµ´MXVWDµ ÀJXUD también en el Preámbulo y en los artículos 2.º y 25.

Miremos una a una estas últimas cinco apariciones del concepto, para examinar el alcance que tiene dentro del ordenamiento y su posible contenido a la luz de las prescripciones en que se halla. 1.1. En el Preámbulo de la Constitución, “justicia” es uno de los fines que se propone “el pueblo

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de Colombia” “representado por sus delegatarios a la Asamblea Nacional Constituyente” al decretar, sancionar y promulgar la Constitución Política de Colombia. A su vez, la forma adjetiva “justo” se utiliza para calificar el “orden político, económico y social” que se pretende garantizar a través del marco que, se supone, surge del contenido del acto constituyente que se profiere. El uso del término “justicia” aparece, pues, emparentado con términos en la misma medida inasibles como los de “igualdad”, “libertad” y “paz”, pero a la vez con otros un tanto más concretos como son los de “vida”, “convivencia”, “trabajo” e, incluso “conocimiento”. Sin embargo, unos y otros aparecen, como el de “justicia”, indefinidos en este punto, y permanecerán así a lo largo de todo el ordenamiento. Ello nos impone pensar, desde ya, que no existe, propiamente hablando, un concepto jurídico de “justicia”, de “libertad”, de “igualdad”, etc. y que, si tales términos han sido invocados por el derecho, es sobre la base de que sus contenidos pueden hallarse en otro ámbito distinto al ordenamiento3, no siendo, por tanto, tarea de este el definirlos.

3 Hay que aclarar aquí, por supuesto, que cuando decimos que no existe un “concepto jurídico de justicia” estamos pensando en la posibilidad que maneja comúnmente un ordenamiento de asignar directamente un contenido a los términos que utiliza –es decir, conferirles un significado legal o jurídico–, en defecto de lo cual se impone el “sentido natural y obvio, según el uso general de las mismas palabras” (art. 28 del Código Civil

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1.2. El artículo 2.º de la Constitución prevé: “Son fines esenciales del Estado: […] asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo”. Ahí, pues, claramente pueden verse las mismas limitaciones del uso del término en el Preámbulo y podemos decir, sin duda, que no hemos avanzado nada en el camino de su definición. 1.3. Igual cosa sucede con la parte final del artículo 25 de la Constitución, de acuerdo con la cual: “Toda persona tiene derecho a un trabajo en condiciones dignas y justas”, pues el propio ordenamiento por ninguna parte se ocupa de precisar cuándo y cómo están dadas esas “condiciones justas” de trabajo. 1.4. El artículo 95 de la Constitución, por su parte, ha elaborado una lista de los que denomina “deberes de la persona y el ciudadano”, en cuyo numeral 9 hallamos: “Contribuir al financiamiento de los gastos e inversiones del Estado dentro de conceptos de justicia y equidad”. En otras palabras, la obligación de toda persona de participar en el sostenimiento del Estado se define con base en esos dos criterios invocados por la norma: “justicia y equidad”. Pero, dado que las normas mismas no definen el alcance de tales conceptos, para hacerlos útiles se impone la necesidad de recurrir a otros ámbitos en donde dicha colombiano). No incluimos allí, por tanto, la definición que del término puede hacerse –y frecuentemente se hace– desde el ámbito teórico, bien sea jurídico o político, y que casi siempre se elabora sobre la base, o con la ayuda de, consideraciones ajenas al propio ordenamiento.

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definición se haya dado, repitiéndose la conclusión a la que llegáramos en el primer caso: sin definición legal, habrá de apelarse al “sentido natural y obvio” de las palabras. 1.5. Finalmente, el artículo 133 de la Constitución prevé: “Los miembros de los cuerpos colegiados de elección directa representan al pueblo, y deberán actuar consultando la justicia y el bien común”. Sin repetir los tópicos y ácidos comentarios con los que la crítica descalifica el comportamiento de los citados miembros de los cuerpos colegiados, simplemente pensemos en la ambigua condición en que los ubica la obligación de actuar consultando “la justicia”. Obviamente, ello no puede querer decir sino que el alcance de dicho término está en función de los intereses de aquellos a quienes representan los miembros de los cuerpos colegiados: el pueblo. Pero, a su vez, ¿cuáles serán esos intereses? 2. “JUSTICIA” COMO CONCEPTO JURÍDICO La inclusión del término “justicia” desde el momento mismo de fundamentación del ordenamiento –la Constitución– nos reafirma, sin embargo, en la concepción que examinábamos del mismo desde las consideraciones últimas de la parte segunda de este trabajo. En efecto, si acogemos la idea de que un ordenamiento –no solamente el jurídico–, más que caracterizarse por su formalismo, su estructura o funcionamiento, debe reparar y atender en sus contenidos a una realidad social en la que pretende servir de medio para

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alcanzar ciertos objetivos, hemos de reconocer la importancia o vigencia que, para el funcionamiento del mismo, tienen los elementos no normativos de la sociedad, tal y como ya esbozáramos antes: el medio económico, social, cultural y material, así como las condiciones genéricas personales de los individuos que componen el grupo social regulado, integran y determinan en toda su extensión el ordenamiento, por más que se quiera hacer de este un mero artificio capaz de superponerse a la sociedad y a las comunidades por voluntad de sus “creadores”. Ahora, bien podemos pensar, al menos en principio, que, puesto que las normatividades que regulan un grupo son producto del mismo o, cuando menos, de miembros (¿representativos?) de él, justamente ello nos va a garantizar el respeto por todos esos patrones de comportamiento no normativos pero que informan, precisamente, la construcción de los diversos ordenamientos. Y ello parece inevitable cuando hablamos de ordenamientos como el moral, por ejemplo, en donde no existe el grupo legislador especializado, sino que las normas aparecen como producto de la dinámica propia del grupo o comunidad, alentado por su desarrollo y sus necesidades. Otra cosa ocurre, sin embargo, en las formas jurídicas, según puede mostrar la más elemental historia de ellas: en el esclavismo los esclavistas, en el feudalismo cada monarca y en la actualidad los gobiernos en conjunción frecuentemente con los “representantes” de la población, llámense parlamentarios o como se quiera, se han apropiado del poder regulador jurí-

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dico y son quienes, atendiendo a criterios de toda índole –económicos, gremiales o personales, y, sobre todo, a presiones de carácter global o específico en el ámbito internacional–, pero ajenos a la sociedad, han terminado por imponer normatividades jurídicas completamente desfasadas de la más elemental realidad social, que resultan artificiosas, puramente formales y, en todo caso, vacías del contenido social imprescindible para que términos como los de nuestra Constitución: libertad, igualdad, justicia, paz, etc., adquieran un verdadero significado. Mientras un ordenamiento se elabore o se conciba al margen de la sociedad para la cual se regula, no solo los términos que acabamos de evocar carecerán de sentido, sino que el propio ordenamiento como un todo correrá el riesgo de no significar la expresión de la idea de orden en que cada uno de ellos consiste. Por eso, entonces y en primer lugar, el contenido de los conceptos normativos –salvo en caso de haber sido definidos legalmente, pero incluso en ciertas oportunidades aun cuando ello se haya hecho– debe buscarse en el ámbito del cual provienen, que no puede ser otro que la propia sociedad. 3. “JUSTICIA” COMO CRITERIO JURÍDICO En el derecho, tal y como ya se vio en el examen de las referencias que contiene la Constitución Política de Colombia, y como es posible ver a lo largo de las disposiciones mediante las cuales se desarrolla y aplica, existe la aspiración de servir de vínculo a través del

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cual las relaciones sociales de los individuos se regulen en términos de “justicia”. Así lo reitera y especifica, desde el primer momento, nuestra normatividad jurídico-laboral cuando en el artículo 1.º del Código Sustantivo del Trabajo se consagra como finalidad primordial del mismo “lograr la justicia en las relaciones que surgen entre patronos y trabajadores”4; lo contempla igualmente la práctica penal cuando presenta la actuación del juez al decidir una causa como aplicación de la “justicia”, y lo ha incorporado a sus formas el lenguaje jurídico y la propia jurisprudencia a través del diario y constante uso del término dentro de la sustentación misma de sus fallos. Pero, en la línea de lo que ya decíamos, la inexistencia de un “concepto jurídico de justicia” provoca, de manera fatal, el estancamiento de la apreciada aspiración a que venimos haciendo referencia. Pues, por cierto, la indefinición del término no permite que, en la práctica efectiva, los jueces decidan cuál es “la relación justa entre patronos y trabajadores” si continúan atenidos a lo que son las prescripciones jurídicas expresas. Solo conserva, entonces, su vigencia formalista la invocación a la “justicia” con que se encabezan los fallos judiciales, sin consideración alguna a un contenido posible. Precisamente la búsqueda de un mecanismo que compagine la consagración abstracta e indefinida del término dentro del ordenamiento jurídico con una

4 Cfr. Código Sustantivo del Trabajo.

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práctica efectiva ha llevado a que la teoría proponga formas alternativas de intelección del concepto tal y FRPRSODQWHyHQVXPRPHQWR+DQV.HOVHQ5. Así, el problema de cuál sea el significado del término se transforma en el de su observación a través de la aplicación del derecho. Se parte, entonces, del enunciado sentado por la tradición según el cual la justicia es “tratar los casos semejantes de la misma manera”, y se afirma que hay “justicia” en la aplicación del derecho si se procede de la misma manera en el tratamiento de los casos que se consideran iguales. Las críticas a esta ligereza teórica son suficientemente conocidas como para que tengamos que repetirlas aquí, y por eso nos limitaremos a recordar que, si bien ese es un intento de respuesta para el problema de la aplicación de las normas, ello no soluciona en ninguna manera ni elimina la cuestión, siempre planteada frente al ordenamiento, de en qué consiste la “justicia” que cabría predicar de las normas mismas. Esto nos recuerda, precisamente, que al lado de las críticas al proceder “injusto” de los funcionarios del Estado cuando hacen aplicación del derecho, se mantiene la crítica al contenido, también injusto, de las normas, independientemente de que en su aplicación se haya procedido según el esquema de corrección postulado para dicho momento6.

5 Cfr. KELSEN, HANS. ¿Qué es justicia?, Barcelona, Ariel, 1982. 6 Cfr. HART, H. L. A. El concepto de derecho, trad. Genaro R. Carrió, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1977, cap. VIII.

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Luego, con lo que aquí nos enfrentamos es con el hecho de que el ordenamiento jurídico se ve enjuiciado desde un ámbito que es exterior a él y con el cual mantiene una relación estricta de medio a fin; pues, en efecto, el derecho no es más que un medio a través del cual la sociedad busca su permanencia y conservación, así como el logro de los objetivos inherentes a su constitución como organismo. Así, entonces, la “justicia” es un criterio o elemento de juicio con el cual la sociedad evalúa diversos aspectos de las relaciones intersubjetivas de sus miembros y que se encuentra asentado sobre la construcción particular que el grupo hace de su cultura según su propio desarrollo, siendo incluso elemento de juicio para valorar el derecho. 4. “JUSTICIA” NO ES UN CONCEPTO JURÍDICO Si partimos de la base que hemos sentado y de acuerdo con la cual postulamos como conclusión el reconocimiento del carácter de criterio social que corresponde al concepto de “justicia”, y agregamos a ello el hecho de que para el ordenamiento jurídico tal concepto –“justicia”– es un objetivo, una aspiración a la que espera llegar a través de sus normas precisamente, hemos de concluir ahora, por otra parte, que la “justicia” no es un concepto jurídico. Y aunque esto se concluye casi directamente de la manera como el derecho se postula o como ejerce su carácter regulador en la sociedad, vale decir, de la forma como el derecho se ha desprendido –con

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mayor frecuencia de la que parecería deseable– de la práctica social, y se corrobora atendiendo a que, si bien el término aparece mencionado en la propia normatividad positiva, esta no ha definido ni siquiera indirectamente su alcance o contenido, no puede asegurarse que este tradicional divorcio entre el derecho y la justicia permanezca eternamente como un hecho. “Justicia” no es, pues, un concepto jurídico ya que, aunque quisiéramos inducir su conceptualización o definición de la presencia múltiple del término en la regulación de las relaciones intersubjetivas de los miembros de una sociedad (a la manera como se intenta hacer con el concepto de “propiedad”)7, ello resulta prácticamente imposible si reparamos en la forma en que el derecho ordinariamente se construye, dado, no solo el frecuente desconocimiento de los contenidos tanto normativos como no normativos de la sociedad, sino la variabilidad que, en función de los desarrollos, avances y modificaciones concretas de la misma, sufre el contenido de lo que ella tiene en los diversos momentos como “justo” o “injusto”. 5. RELACIÓN DERECHO-JUSTICIA De acuerdo con lo que hemos dicho, las relaciones entre el derecho y la justicia tienden a presentarse

7 Al respecto debe recordarse el ensayo de Alf Ross publicado por Abeledo-Perrot bajo el título Tû-tû, traducción de Genaro R. Carrió, 1976.

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como un divorcio permanente; una separación no deseada, pero clara. Sin embargo, y puesto que el propio derecho reconoce expresamente su aspiración a alcanzar la “justicia”, debe considerarse la posibilidad de que aquel haga de esta uno de sus elementos o conceptos e, incluso, mirado desde el ámbito de la sociedad –que es el que determina y define el carácter de lo justo y lo injusto–, debe pensarse que una de las formas más claras y específicas de integración del derecho en la órbita social es, precisamente, a través de la adopción del criterio de justicia. Tal y como ya lo expresáramos, el derecho ha de caracterizarse, además de por su estructura, por sus contenidos. Nuestra afirmación básica apuntaba a destacar cómo el ordenamiento jurídico no puede tener cualquier contenido, sino que, por el contrario, un contenido8 específico es inherente a cada forma jurídica que delimitemos espacial y temporalmente. En términos teóricos amplios, el derecho deberá guiarse, para definir sus contenidos, por los criterios o parámetros que la sociedad por sí misma –y aunque no de manera consciente– va fijando a través de otros contenidos normativos y muy especialmente de los no normativos.

8 Obviamente, no un contenido determinado desde fuera, sino, precisamente y, por el contrario, determinado por la propia sociedad a través de su mecánica, a través de su vida, en su cultura particular.

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El ordenamiento jurídico que no atiende en su construcción a los parámetros de la sociedad no solo presentará indudables separaciones con ella y tendrá mayores dificultades para hacerse efectivo como mecanismo de orden social, sino que en manera alguna logrará alcanzar el objetivo mediato o inmediato de hacer justicia en sus contenidos normativos y a través de su aplicación. Y ello, precisamente, porque la determinación de lo que es justo o injusto depende directamente de la sociedad, la cual dibuja el ámbito en el que se hace uso de esos términos a través de una red de conceptos altamente compleja en la que se involucran todas las manifestaciones propias de la vida en sociedad y que, además de que solo pueden entenderse como producto de esa forma particular de vida, únicamente en ella tienen sentido9 y representatividad: pensemos, si no, en todas las modalidades del arte: música, teatro, pintura, danza, etc.; en la economía con todas sus variables y jerarquías: inflación, salarios, ganancias, deuda pública, o en conceptos tan domésticos y aparentemente elementales como el de

9 Luego, en la medida en que la sociedad es dinámica, en tanto no permanece la misma más que si miramos en espacios de tiempo bastante reducidos, conceptos como el de “justicia” y otros de carácter aparentemente más fijo o permanente, como el de “trabajo”, tampoco podrán considerarse construidos de una vez y para siempre, sino que serán, como aquel, permanentemente mudables, pero en todo caso precisables desde el contexto social.

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“canasta familiar”; en la religión misma y sus ritos de alto contenido social: el matrimonio; en cuanto a la técnica y su inevitable influencia y consecuencias para la vida humana y social, pensemos en las modificaciones que, en todos los niveles, introducen los diferentes sistemas de transporte, o en la invención y utilización de las armas, sobre todo en la actualidad; y, por último, pensemos en la política, con sus costumbres y, entre nosotros, de manera muy especial, con sus vicios y distorsiones de la realidad. Pensemos en los mitos, las creencias populares, la moral y todo lo que en mayor o menor medida ejerce algún tipo de influencia en nuestro comportamiento social: en todo lo que recogemos allí y que no es posible enumerar en ningún caso de manera exhaustiva, pero que tampoco podemos dejar de reconocer como una realidad, como elementos ciertos en la constitución del hombre social concreto, es a lo que identificamos con el nombre de eticidad, ética o, si se quiere retomar la traducción que José Gaos prefiere hacer del término hegeliano “Sittlichkeit”10: civilidad.

10 Cfr. HEGEL, G. W. F. El sistema de la eticidad, trad. Luis GonzálezHontoria, Madrid, Editora Nacional, 1982.

CUARTA PARTE LA ETICIDAD

INTRODUCCIÓN Entendido el concepto de justicia en el marco de formas que no son jurídicas, se hace necesario intentar una delimitación del ámbito en el cual dicho concepto adquiere sentido. Hemos propuesto atrás distinguir ese ámbito con el término eticidad, acogiendo con ello la perspectiva teórica elaborada por Hegel y a partir de la cual, si bien no hallaremos lo que podría llamarse una “definición material” de la justicia, creemos que pueden sentarse las bases para caracterizar el comportamiento efectivo que observan los miembros de una comunidad cuando valoran sus conductas en términos de “justicia” e “injusticia”. Debemos, ante todo, aclarar que no se trata aquí, a la manera de la actitud asumida por la filosofía analítica y positivista en general frente al problema, de un análisis de las formas lingüísticas y los usos de los términos por parte de los individuos cuando hablan de “justicia”. Nosotros reconocemos una actitud, en principio individual, en la que se hace expresa una forma de entender las relaciones intersubjetivas en términos de “justicia” e “injusticia” y que, sin provenir de una elaboración conceptual, es el producto de una serie de elementos heterogéneos entre los que se mezcla lo inmediatamente práctico con las 131

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formas más elaboradas de la acción, lo emotivo con lo racional y, en general, todos los aspectos de cada forma particular de vida. Ordinariamente, ello se nos presenta como una actitud valorativa, susceptible de comprensión y explicación, en la que el concepto de justicia aparece como un elemento de vida antes que como una simple forma vacía del lenguaje. 1. EL CONCEPTO DE ETICIDAD Siguiendo el sendero trazado por Goethe de enfrentar la filosofía kantiana, Hegel se opone a esta y, en particular, a la Crítica de la razón pura, atacando el dualismo que en ella representa la separación vidapensamiento, realidad-razón1. … a la concepción cuantitativa del saber, la idea de ciencia en que acaba el racionalismo, opone la concepción cualitativa: la misma cantidad llega a convertirse en cualidad. La vida es una, pero sus formas VRQLQÀQLWDV/DVPHWDPRUIRVLVFRQFUHWDVGHOHVStULWX ²HQGHÀQLWLYDGHODYLGD²FRQVWLWX\HQHOREMHWRGHOD ÀORVRItDKHJHOLDQD2.

1 Un desarrollo de estos conceptos y de su aparente contraposición, justamente en línea kantiana pero, a la vez, con vena crítica, puede hallarse en ARENDT, HANNAH. La vida del espíritu, trad. Carmen Corral y Fina Birulés, Barcelona, Paidós, 2016. 2 NEGRO PAVÓN, DALMACIO. “Introducción”, en HEGEL, G. W. F. El sistema de la eticidad, trad. Luis González-Hontoria, Madrid, Editora Nacional, 1982, p. 42.

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Y, precisamente el mecanismo para la superación de los dualismos lo constituye lo que en Hegel se ha llamado la doctrina de la eticidad. Mediante ella Hegel cree posible comprender y explicar el desarrollo de la humanidad, de tal manera que su presencia se puede detectar aun en las formas más antiguas de la sociedad, en las que la palabra de los hombres más sabios era la única verdadera, consistiendo lo ético en vivir de acuerdo con las costumbres éticas del país3. Es necesario, por tanto, identificar el componente de las costumbres: los anhelos, los sentimientos, deseos e ideas de los individuos, pues son ellos los que conforman la vida en común y lo que determina sus modificaciones4. 1.1. El individuo y la sociedad Buena parte de las concepciones teóricas acerca de lo social partieron de una caracterización del individuo que lo postulaba como imbuido por un interés social natural que le obligaba a vivir en comunidad con otros individuos. Impugnada tal concepción, dejó de ser defendida, al menos en su forma más tradicional, dadas las debilidades que se revelaron por la crítica. Ahora, si bien algunos sostienen el origen puramente accidental de la sociedad, la mayoría de las nuevas

3 Cfr. ibíd., p. 27. 4 Cfr. ibíd., p. 35.

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concepciones tiende a explicarla como el producto de un desarrollo cuya base es el individuo mismo. Así, desde el propio Hegel se ha partido, para el estudio de la sociedad, del individuo en cuanto tal, y las investigaciones se inician en la consideración de aquello que, perteneciendo en principio a la condición subjetiva, es la materia sobre la cual se construye el orden social y político. 1.1.1. El espíritu Fundándose la comunidad en el individuo, como que se constituye básicamente con su conjunción, es la naturaleza de este la que determina, finalmente, las características de aquella. El espíritu se manifiesta en el individuo y, por ello, aquel es, en primer lugar y ante todo, espíritu subjetivo. La naturaleza del individuo se define en función del espíritu subjetivo y, de esa manera, cualquier forma nueva de realidad –la comunidad o la sociedad– determinada por el individuo estará determinada, por ende, por el espíritu subjetivo. Desde este punto de vista, y en el sentir de Hegel, el trabajo de cualquier filosofía del espíritu ha de partir de la consideración y estudio del espíritu subjetivo. En general, el espíritu se concibe como el resultado de un movimiento que recorre previamente los momentos del alma y la conciencia; elementos todos ellos que Hegel caracteriza de la siguiente manera: “el alma es infinita en cuanto es determinada inmediatamente por la naturaleza; la conciencia, en cuanto tiene un

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objeto; el espíritu, en cuanto tiene en su saber, no ya un objeto, sino una determinación”5. Ahora, el concepto básico del espíritu subjetivo es la libertad, en cuanto en ella se sintetizan las formas “teórica” y “práctica”6 de la razón y surge la determinación de la acción, la que, no obstante, puede desembocar en la tragedia cuando ha sido fundada en un error. Así, dice Hegel: De ninguna idea se sabe tan universalmente que es indeterminada, polisentida y capaz, y por tanto realmente sujeta a los mayores equívocos, como de la idea de la libertad; y ninguna corre en boca de todo el mundo con tan escasa conciencia de sí misma. Como el espíritu libre es el espíritu real, los errores sobre él tienen consecuencias prácticas, tanto más monstruosas cuanto que, cuando los individuos y los pueblos han acogido una vez en su mente el concepto abstracto de la libertad estante por sí, ninguna otra cosa tiene una fuerza tan indomable, precisamente porque la libertad es la esencia propia del espíritu y es su realidad misma7.

“La libertad es pues el concepto básico del espíritu subjetivo: no es sólo consciencia que sabe, sino que, además, quiere”8.

5 HEGEL, G. W. F. Enciclopedia de las ciencias filosóficas, trad. Eduardo Ovejero y Maury, México, Juan Pablos Editor, 1974, § 441. 6 Cfr. ibíd., § 443. 7 Ibíd., § 482. 8 NEGRO PAVÓN, ob. cit., p. 37.

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Así, el espíritu subjetivo es la esencia de la comunidad real, pues siendo libres los individuos, “al relacionarse entre sí establecen instituciones para facilitar la relación, que son objetivaciones del espíritu (subjetivo), el espíritu de los hombres institucionalizado, configurado en formas”9. Como el espíritu anima a la naturaleza individual, una vez objetivado es también él el que anima esa nueva forma de la vida que surge y se traduce en las instituciones y que es, en primer lugar, la comunidad y, con posterioridad, la sociedad. El interés por el espíritu es, para Hegel, el mismo interés por la vida, que, para él, en contra de la opinión del racionalismo que desconoce o niega su valor sin más, representa un objeto de valoración primordial. El espíritu es la vida misma, la auténtica realidad, pues es lo que anima a la naturaleza10. El espíritu es, así, la naturaleza del individuo, su inmediata sustancia, su movimiento y necesidad11. La eticidad va a resultar, por tanto, determinada por la subjetividad, a la vez porque es su elemento originario y la manifestación misma de su existencia objetiva. Luego, dice Hegel: Lo ético objetivo, que aparece en el lugar del bien abstracto, es, por medio de la subjetividad como forma

9 Ibíd., p. 38. 10 Cfr. HEGEL. Enciclopedia de las ciencias filosóficas, cit., § 381. 11 NEGRO PAVÓN, ob. cit., p. 27.

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LQÀQLWD, la sustancia concreta. Tiene por lo tanto en su interior diferencias determinadas por el concepto. De este modo, lo ético tiene un contenidoÀMRTXHHVSRU sí necesario y una existencia que se eleva por encima de la opinión subjetiva y del capricho: las instituciones y leyes existentes en y por sí12.

1.1.2. El individuo y la eticidad Lo ético es, pues, la racionalidad y, por eso, para el teórico se hace posible la conceptualización de sus diferentes determinaciones. Veamos la exposición de Hegel en la Filosofía del derecho: En el todo de la eticidad están presentes tanto el momento objetivo como el subjetivo, pero ambos son sólo formas de ella. El bien es aquí sustancia, es decir realización de lo objetivo con la subjetividad. Si se considera la eticidad desde el punto de vista objetivo, se puede decir que el hombre es inconsciente de ella. En ese sentido, Antígona proclama que nadie sabe de donde provienen las leyes; son eternas, es decir, son la determinación existente en y por sí que surge de la naturaleza de la cosa misma. Pero no en menor grado esta sustancialidad tiene también conciencia, aunque siempre le corresponda ser sólo un momento13.

12 HEGEL, G. W. F. Principios de la filosofía del derecho o derecho natural y ciencia política, trad. Juan Luis Vermal, Buenos Aires, Sudamericana, 1975, § 144.a), p. 195. 13 Ibíd., § 144, agregado.

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El hecho de que lo ético sea el sistema de estas determinaciones de la idea constituye su racionalidad. De este modo, es la libertad o la voluntad existente en y por sí que se presenta como lo objetivo, como el círculo de la necesidad cuyos momentos son las fuerzas éticas que rigen la vida de los individuos y tienen en ellas, como accidentes suyos, su represenWDFLyQVXÀJXUDIHQRPpQLFD\VXUHDOLGDG Agregado. Dado que las determinaciones éticas constituyen el concepto de la libertad, son la sustancialidad o la esencia universal de los individuos que se comportan respecto de ella como algo meramente accidental. El individuo le es indiferente a la eticidad objetiva que es lo único permanente y el poder que rige la vida de los individuos. Por ello la eticidad ha sido representada como la justicia eterna de los pueblos, como los dioses existentes en y por sí, frente a los cuales los vanos movimientos de los individuos no pasan de ser un juego14.

Pero, a la vez que “el individuo le es indiferente a la eticidad objetiva”, esta resulta tanto invisible como inapreciable para aquel, en tanto al actuar no hace consciencia expresa de la integración de sus actos en el orden de dicha “eticidad objetiva”. En tales condiciones surge el “pueblo” o “comunidad”, conformada por la conjunción de los espíritus subjetivos, siendo, así, la naturaleza misma el soporte de la eticidad que brota en su interior.

14 Ibíd., § 145.

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Y por eso el hombre vive necesariamente en un pueblo. “El espíritu en la historia, es un individuo de naturaleza universal, pero a la vez determinada, esto es: un pueblo en general. Y el espíritu de que hemos de ocuparnos es el espíritu del pueblo. Ahora bien, los espíritus de los pueblos se diferencian según la representación TXHWLHQHQGHVtPLVPRVVHJ~QODVXSHUÀFLDOLGDGR profundidad con que han sondeado, concebido, lo que es el espíritu. […] Los pueblos son el concepto que el espíritu tiene de sí mismo”15.

Por tanto, cada pueblo o comunidad tiene su propio y particular espíritu, determinado, en primera instancia, por los individuos que lo integran (o por el espíritu subjetivo en ellos) y, a su vez, determinante de las formas como en los actos de estos se manifestará. Por eso, el individuo, además de naturaleza, es manifestación ética, en tanto que resultado de la pertenencia al pueblo o comunidad. El pueblo constituye, pues, la categoría universal que posee una realidad para todo individuo consciente de una comunidad, la cual es idéntica para todos los individuos y posee el poder soberano sobre ellos. Los individuos forman una identidad en cuanto miembros de un pueblo y se reconocen en sus compatriotas, ya que estos participan también en el espíritu que

15 NEGRO PAVÓN, ob. cit., p. 18.

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discurre entre todo el pueblo: el espíritu, que es el elemento universal, vive y actúa en cada ciudadano, por lo que, asimismo, estos se ven directa e intuitivamente idénticos con lo universal, la Eticidad absoluta: obedecer la voluntad del pueblo es obedecer a la voluntad propia16.

Pero, claro está, la comunidad no permanece en ese nivel fundamentalmente espontáneo que surge de la conjunción individual, sino que, como ya lo expresamos, dicha comunidad se “refuerza” mediante la creación de su “institucionalidad” propia y característica, y siempre dentro de la línea de desarrollo que sufre, dentro de la comunidad, el espíritu subjetivo. Luego, la institucionalidad hace de la comunidad –ahora comprendida, más propiamente, bajo el concepto de sociedad– un verdadero orden consciente de sí mismo y de los objetivos que a través de él se propone alcanzar. De esa manera está íntimamente vinculada con las expectativas e intereses individuales, y son los particulares, entonces, a través de esa forma que se ha creado con la eticidad, quienes avalan o retiran el apoyo a la institucionalidad. 1.2. El derecho Una de las formas institucionales básicas en que se traduce la eticidad es el derecho, en tanto en él se agru-

16 Ibíd., p. 30.

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pa el manejo de los aspectos más importantes de la relación intersubjetiva entre los miembros de la comunidad y en él se depositan los sistemas de control más efectivos para el logro de los fines comunitarios y sociales. Luego, el derecho permanece dependiendo de los individuos y ligado a ellos; así, mientras en sus contenidos se consulten los intereses de cada uno manifestados en la forma de la eticidad, podrá decirse que el derecho cumple su misión y estará garantizada su vigencia dentro de la sociedad; pero, en tanto se aleje de ellos y se les imponga como artificio, pierde fuerza, capacidad de cohesión y se empieza a desarticular la sociedad. Ahora, la forma como el derecho hace presencia entre los individuos y frente a la colectividad es mediante la producción de esa hipóstasis de la sociedad que es el Estado. De donde, si se pierde la identidad que el Estado debe mantener con la sociedad, surgirá necesariamente un enfrentamiento entre Estado y sociedad, lo que constituye el primer síntoma de crisis del orden. Cuando la sociedad deja de sentirse representada en el ordenamiento jurídico (derecho) se desarticula la relación de correspondencia que debe primar entre ambos elementos y que es lo que define la legitimidad política del derecho y del Estado, perdiéndose, por ende, la vigencia de ambos como elementos de regulación social en tanto que carentes de legitimidad.

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1.3. El Estado Por lo demás, “la forma más elevada de existencia colectiva es el Estado”17, pues “la libertad –escribe [Hegel] en La Constitución de Alemania– sólo es posible en un pueblo que tenga la unidad jurídica del Estado”18. El Estado es la forma de lo ético desde el punto de vista político; es decir, se halla racionalmente ordenado en función de intereses comunes –“forma” es “la totalidad de las determinaciones”–, y, por eso, ahí el espíritu individual es libre; precisamente los espíritus subjetivos superan o subliman su subjetividad natural cuando se constituye una autoridad para lo común, objetivándose así el espíritu que es, por eso mismo, radical eticidad19.

Y la historia misma del Estado, según la constatación hegeliana, muestra cómo dentro de él se ha dado una perfección en las formas de vida, dado que el Estado no es mero poder, sino que se halla impregnado de eticidad. Pero el Estado es una idea –en el más claro sentido hegeliano–, y así, “sus formas constituyen las manifestaciones de la naturaleza ética”20.

17 18 19 20

Ibíd., p. 15. Ibíd., p. 20. Ibíd., pp. 20-21. Ibíd., p. 22.

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La forma primitiva del Estado la encuentra Hegel en los antiguos imperios orientales, … donde sólo uno (el déspota) era libre, por lo que su libertad era imperfecta, caprichosa, ya que no tenía oposición que le diese forma. Esta forma de libertad niega, empero, la libertad natural y prepara la consideración de la libertad universal. Sólo en Grecia se da este paso, muy imperfectamente, al concebirse el Estado como “comunidad de hombres libres” (Aristóteles), aunque limitada a unos pocos, a los ciudadanos. Y justamente por eso se representa la conciencia la posibilidad de esa vida racionalmente ordenada. Con la Revolución francesa se llega a la plena comprensión de la posibilidad de plenitud de la libertad mediante un ordenamiento político, un Estado, el Estado regido por un gobierno representativo que haga efectiva la libertad personal mediante la superación en su seno de las particularidades21.

Uno de los hitos teóricos de Hegel se funda en haber detectado en la historia de Occidente, como rasgo distintivo, la inauguración de un modo particular de vida que no descarta los demás –el religioso, el estético, el económico, etc.– “sino que precisamente es capaz de reunirlos unificados en un todo, estableciendo entre ellos la armonía indispensable. Precisamente por eso, auténtica religión, auténtico arte, auténtica filosofía

21 Ibíd., pp. 22-23.

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sólo pueden darse donde existe una vida estatal, pues sólo ahí existe libertad, y, por tanto, espíritu”22. Y, en tanto forma política –esencial al hombre como una de sus dimensiones–, el Estado se constituye como un resultado en el cual se armonizan y equilibran las múltiples formas de vida y como una mediación de la política entre razón y libertad. “Lo político media, pues, entre la naturaleza y la historia, constituyendo la capa que envuelve lo esencial: el Derecho Natural, según el cual se configura lo justo. Por eso, (dice Hegel) ‘la absoluta totalidad ética no es sino un pueblo’”23. Sobre estas bases el Estado, como forma, se halla limitado por la eticidad inherente y “no debe perturbar la autonomía de los demás ámbitos existenciales”24. Pero, por otro lado, despojado de su carácter de mecanismo, de aparato de poder, el Estado da origen a la idea moderna de la comunidad política que es la nación. “La nación es en sí misma una totalidad ética que se perfecciona al constituirse en auténtica comunidad política o Estado”25. El Estado es el punto que alcanza la forma de vida política en la búsqueda por desarrollar la idea de lo justo que configura el derecho natural. Por eso, … sin política no hay justicia y sin justicia no existe un verdadero Estado, aunque puedan subsistir formas 22 23 24 25

Ibíd., pp. 16-17. Ibíd., p. 18. Ibíd., p. 72. Ibíd., p. 24.

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estatales sin vida […], sólo aparentemente justas, que constituye la misión de la crítica poner al descubierto. Pues no se confunden sin más la política y el Estado, sino que la actividad política sólo alcanza su grado racional cuando tiene por objeto la permanente conÀJXUDFLyQGHO(VWDGRVHJ~QHOFRQFHSWRGHORMXVWR de acuerdo con determinada idea formal del orden, es decir, del Derecho. La política es una esencia y el hombre está avocado a la vida estatal26.

1.4. La eticidad Pero el Estado no resume o traduce, por sí solo y como mecanismo, todo el concepto de la eticidad. Según Hegel, esta discurre por tres momentos diferentes: a) La eticidad absoluta, “que radica en el pueblo, el FXDOVHUHFRQRFHRDXWRLGHQWLÀFDFRPRWDOHQXQDJXHrra con un pueblo enemigo (la categoría o supuesto político básico amigo-enemigo)”27. b) La eticidad relativa, “que concierne a las relaciones entre individuos. Es el reino del Derecho, el cual consiste en garantizar que cada uno reciba lo que se le debe, fomentando los recursos de todos los ciudadanos y aliviando los males particulares. Esta esfera es incapaz de persuadir a los ciudadanos a que se VDFULÀTXHQSRUHO(VWDGR>«@3RGUtDFRUUHVSRQGHU

26 Ibíd., p. 18. 27 Ibíd., p. 30.

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también al segundo presupuesto de lo político: la relación público-privado”28. F /DHWLFLGDGGHODFRQÀDQ]D´FRQVLVWHQWHHQTXHORV simples ciudadanos captan con su sentido común el pleno valor de la vida ética absoluta por medio de su LQVWLQWLYDFRQÀDQ]DHQODRUJDQL]DFLyQJHQHUDO\HQ el destino del mundo; lo cual implica la espontaneidad de la obediencia y, por consiguiente, la tercera relación o presupuesto categorial de lo político: la relación mando-obediencia”29.

Asentada, pues, la eticidad en su forma absoluta en la comunidad, serán las condiciones creadas por esta las que determinen el desarrollo y, de manera muy especial, las manifestaciones en las que se traducirá aquella. El contenido material, tanto como el desarrollo de la conciencia humana propio de las condiciones de vida que se presentan en la comunidad, multiplica las necesidades –que no son ya las inmediatas y elementales–, haciéndose imposible su plena satisfacción por el individuo mismo. Así nace la división del trabajo, el mercado y, en general, la mutua dependencia entre individuos, que como sistema se torna ciego e inconsciente y llega a tiranizar a los que participan individualmente en él.

28 Ibíd., p. 31. 29 Ibíd., p. 31.

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Por otra parte, este sistema de interdependencia que caracteriza al mundo moderno es, en último análisis, anárquico. El gobierno que los hombres establezcan debe tener por objetivo primordial dirigir, encauzar este sistema. Tiene que intervenir, determinando qué necesita una persona en cierto momento y lugar, en las ÁXFWXDFLRQHVGHOYDORUGHOWUDEDMRVLELHQVHPHMDQWH intervención resulta inadecuada en la medida en que la anarquía general sigue reinando en la sociedad. Ahora bien, el mecanismo del mercado exacerba pura y simplemente las desigualdades naturales entre los bien dotados y los peor dotados; los pobres, la clase trabajadora se ve condenada a vivir en “una situación brutal”. Lo grave es que esta pobreza resulta consustancial con la sociedad moderna, ya que la riqueza WLHQHXQDWHQGHQFLDDDFXPXODUVHLQGHÀQLGDPHQWH con la peculiaridad de que el sistema moderno ahonda necesariamente las divisiones30.

Es, entonces, en ese punto en el que el derecho entra a regular y organizar las relaciones fundamentales entre los individuos que pueden afectar la unidad, definiendo mediante la Constitución la relación de mando y obediencia y determinando lo que es público y lo que es privado para preservar lo común. El derecho busca expresar así la voluntad general, lo que importará, por supuesto, prescindir de consideraciones relativas a la intención o el convencimiento de los individuos. “La voluntad ética –colectiva– constituye

30 Ibíd., p. 33.

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la raíz del Derecho y lo que decide los modos del espíritu objetivo a través de la forma que confiere a las instituciones, todas las cuales son, pues, jurídicas en este sentido”31. La Constitución, entonces, como resumen y fundamento del derecho tiene que ser, a la vez, resumen de los ideales del grupo político y expresar la organización ideal del mismo en función de su unidad32. Luego, como dice Hegel, … lo que se llama hacer una Constitución no se ha hecho […] nunca en la historia, igual que no se ha hecho nunca un código; una Constitución se ha desarrollado solamente del espíritu de identidad con el desarrollo propio de éste y a la vez con él ha recorrido los grados de formación y los cambios necesarios en virtud del concepto. Es el espíritu inmanente y la historia –y la historia es solamente la historia del espíritu– aquello de lo cual las Constituciones son y han sido hechas33.

Donde, según Negro Pavón, “[q]uiere decir Hegel que la Constitución es, como entre los griegos, el principio vital, el alma, la esencia de la forma política, del Estado, pura eticidad y, por tanto, no se puede

31 Ibíd., pp. 45-46. 32 Cfr. ibíd., p. 79. 33 HEGEL. Enciclopedia de las ciencias filosóficas, cit., § 540.

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reducir a lo que está escrito. Es el espíritu de la nación y no la letra”34. Lo cual queda expresa y gráficamente complementado con las siguientes palabras de Hegel en sus Principios de la filosofía del derecho o derecho natural y ciencia política: El Estado debe penetrar en su constitución todas las relaciones. Napoleón, por ejemplo, quiso dar a priori una constitución a los españoles, lo que tuvo FRQVHFXHQFLDVVXÀFLHQWHPHQWHGHVDOHQWDGRUDV3RUTXH una constitución no es algo que meramente se hace: es el trabajo de siglos, la idea y la conciencia de lo racional, en la medida en que se ha desarrollado en un pueblo. Ninguna constitución puede ser creada, por lo tanto, meramente por sujetos. Lo que Napoleón dio a los españoles era más racional que lo que tenían previamente, y sin embargo lo rechazaron como algo que les era extraño, porque no se habían desarrollado aún hasta ese nivel. Frente a su constitución el pueblo debe tener el sentimiento de que es su derecho y su situación; si no, puede existir exteriormente, pero no tendrá ningún significado ni valor. Puede por supuesto encontrarse con frecuencia en individuos la necesidad y el anhelo de una constitución mejor, pero que la masa esté penetrada por una representación tal es algo diferente, que sólo sucede posteriormente. El principio socrático de la moralidad, de la interioridad, surgió en sus días de un modo necesario, pero

34 NEGRO PAVÓN, ob. cit., p. 78.

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se necesitó mucho tiempo para que se transformara en autoconciencia general35.

1.5. Apéndice La historia misma del proceso de constitución de la eticidad lo resume Cullen en su obra El pensamiento social y político de Hegel de una forma que, por la claridad y pertinencia de la exposición, transcribimos según la versión de Negro Pavón: Al principio, el hombre, el mundo natural y la comunidad se encontraban armónicamente vinculados en el nivel que Hegel denomina natürliche Sittlichkeit (Eticidad natural). […] [E]xplica Hegel que los hombres “aniquilan” los frutos del mundo en torno para satisfacer sus deseos y necesidades inconscientes. En ese estado primitivo no distinguen entre su propia LQGLYLGXDOLGDG\ODVROLGDULGDGLUUHÁH[LYDGHODFRmunidad a que pertenecen. Las necesidades humanas se hacen cada vez más comSOHMDVPD\RUHV\PiVUHÀQDGDVLQLFLiQGRVHHOWUDEDMR que lleva a la creación de instrumentos o herramientas, DODDGTXLVLFLyQGHELHQHVDODGHÀQLFLyQGHFLHUWRVWLSRV de relaciones, por ejemplo, entre padres e hijos, a la

35 HEGEL. Principios de la filosofía del derecho o derecho natural y ciencia política, cit., § 274, agregado. Cfr. igualmente, TAYLOR, CHARLES. Hegel y la sociedad moderna, trad. Juan José Utrilla, México, FCE, 1983, p. 236.

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cultura y al lenguaje. El sentimiento natural se convierte en este proceso de inteligencia; el pensamiento de lo meramente particular llega a servirse de generalidades; las cosas naturales no son simplemente aniquiladas, sino que son trabajadas y moldeadas por voluntades conscientes. Los utensilios o herramientas se desarrollan apareciendo máquinas, por cuyo intermedio se produce una abundancia de bienes; la comunidad se EHQHÀFLDGHHVWR\VXUJHODSURSLHGDGSULYDGD&RPR VHWUDWDGHXQWLSRGHDFWLYLGDGÀQDOLVWDHOODGDOXJDU al desarrollo de la inteligencia. La inteligencia aprehende la necesidad de una asociación de individuos conscientes en la forma de cierta GLYLVLyQGHOWUDEDMRDÀQGHDWHQGHU mejor a satisfacer las necesidades de la comunidad y reponer lo que se consume. La simple unidad de la armonía natural, directa, no sometida a mediación alguna, queda rota, siendo reemplazada por un espíritu de asociación consciente entre los trabajadores. Lo típico de esta cooperación fue el desenvolvimiento de utensilios que exigen más de un operador. Libres de las trabas de la necesidad inmediata, los hombres desenvuelven relaciones económicas; y, con ellas, los conceptos para gobernar la propiedad, relaciones como el valor, el precio, el cambio y el contrato. En esta etapa emerge el comercio (que se ha hecho posible por la creación del dinero), lo cual supuso relaciones de dominación y subordinación. Sin embargo, las relaciones entre hombres se hicieron paulatinamente más integradas. Los antagonismos se

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superaron gradualmente: primero en la familia; luego en las instituciones sociales del trabajo, la propiedad \HOGHUHFKR\ÀQDOPHQWHHQHO(VWDGRODIRUPDPiV alta de organización social y política. +HJHOGHÀQHODSHUVRQDFRPRXQVHUOLEUH0DVODV personas libres –observación obvia pero aguda– evidencian fuerzas desiguales y algunas de ellas muestran su superioridad sobre las otras. Los teóricos (por ejemplo, Rousseau) insisten en postular la absoluta igualdad de derechos; pero eso es solamente una abstracción ilusoria, dice Hegel con Platón y Hume, pues la libertad es necesariamente fuente de desigualdad. En todo grupo de individuos existen algunos más ricamente dotados con lo que es físicamente necesario para vivir, \TXLHQHVVRQGHÀFLHQWHVDHVWHUHVSHFWR/DGHVLJXDOdad, necesaria e inevitable si existe libertad, suscita la oposición fundamental entre dominación y servidumbre. En la familia se reconcilian eventualmente amos y esclavos, pues dentro de ella se da una identidad de necesidades y los bienes son de propiedad común. Los fundamentos de la familia son el matrimonio y el niño, que representa la continuidad y la estabilidad de una institución que es por naturaleza contingente. Opuesta a ella y desarrollándola hacia fuera, pues dentro de la familia la libertad de sus miembros se halla recíprocamente limitada, existe la libertad individual ilimitada y sin freno36.

36 Citado por NEGRO PAVÓN, ob. cit., pp. 28-30.

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2. LA EXPRESIÓN DE LA ETICIDAD En el Estado, en cuanto totalidad, se reúnen, según Hegel, tres momentos: “la universalidad de la constitución y de las leyes, los cuerpos consultivos como relación de lo particular con lo universal, y el momento de la decisión última como autodeterminación, a la cual retorna todo lo restante y que sirve de punto de partida de su realidad”37. En esos tres momentos, que constituyen el poder del príncipe, reside la soberanía como concepto que permite diferenciar a un pueblo con respecto al exterior. Por eso, … hablar de soberanía de un pueblo es la forma de expresar su independencia respecto al exterior; y decir que la soberanía interna reside en el pueblo HTXLYDOHVyORDDÀUPDUTXHODVREHUDQtDFRUUHVSRQGH DO(VWDGR/DGLÀFXOWDGVHSUHVHQWDHQODGLVFXVLyQ moderna sobre la soberanía popular al preguntar, ¿quién debe hacer la Constitución? Pero ello equivale a presumir que no existe ninguna Constitución, lo cual es de todo punto imposible; al ser el pueblo un organismo ya la tiene, por lo que la pregunta sobre el VXMHWRGHOD&RQVWLWXFLyQVyORVLJQLÀFDTXLpQSXHGH PRGLÀFDUODH[LVWHQWHVLJXLHQGRXQSURFHGLPLHQWR constitucional38.

37 HEGEL. Principios de la filosofía del derecho o derecho natural y ciencia política, cit., § 275. 38 NEGRO PAVÓN, ob. cit., p. 82.

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Pero, a su vez, aquello que respalda la existencia de la Constitución propiamente dicha, es decir, el espíritu, el pueblo mismo, no se reduce a una mera entelequia o elaboración conceptual que se manipula al amaño de quienes profesan de guías, sino que se presenta bajo una forma particular, que es lo que denominamos como opinión pública. La libertad subjetiva, formal, por la cual los individuos tienen en cuanto tales sus propios juicios, opiniones y FRQVHMRV\ORVH[SUHVDQVHPDQLÀHVWDHQHOFRQMXQWR que se denomina opinión pública39. Agregado. La opinión pública es el modo inorgánico en el que se da a conocer lo que un pueblo quiere y opina. Lo que realmente tiene validez en el Estado debe acontecer por supuesto de un modo orgánico, y esto es lo que ocurre en la constitución; la opinión pública ha sido sin embargo en toda época un gran poder, y lo es especialmente en la nuestra, en la que el principio de la OLEHUWDGVXEMHWLYDWLHQHJUDQVLJQLÀFDFLyQHLPSRUWDQFLD Actualmente, lo que rige no se impone ya por la fuerza, sino, en pequeña medida, por el hábito y la costumbre, y sobre todo gracias a conocimientos y razones40. La opinión pública contiene en sí por lo tanto los eternos principios sustanciales de la justicia, el ver-

39 HEGEL. Principios de la filosofía del derecho o derecho natural y ciencia política, cit., § 316. 40 Ibíd., § 316.

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dadero contenido y el resultado de la totalidad de la constitución, de la legislación y de la situación en general, en la forma del sano entendimiento común, que es el fundamento ético que atraviesa a todos en la ÀJXUDGHSUHMXLFLRV(VHOODWDPELpQODTXHFRQWLHQH las verdaderas necesidades y las tendencias correctas de la realidad. Pero al mismo tiempo, como este elemento interior aparece en la consciencia y llega a la representación en la forma de proposiciones generales –en parte por sí y en parte con motivo de raciocinios concretos acerca de situaciones, ordenanzas o relaciones entre el Estado y necesidades sentidas–, se presenta aquí toda la contingencia del opinar, su ignorancia y error, la falsedad de su conocimiento y de su juicio. Por lo que respecta a la peculiaridad de un conocimiento, se puede decir que cuanto peor es el contenido de una opinión más peculiar es, pues lo malo tiene un contenido totalmente particular y peculiar, mientras que lo racional es lo universal en y por sí; lo peculiar es aquello por lo cual el opinar se cree algo41.

Todo lo cual llevará a Hegel a las siguientes conclusiones: La opinión pública merece, por consiguiente, ser tanto apreciada como despreciada; esto último respecto de su conciencia y exteriorización concreta, aquello

41 Ibíd., § 317.

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SRUVXIXQGDPHQWRHVHQFLDOTXHVyORVHUHÁHMDUiGH manera más o menos clara, en aquella concreción. […] Agregado. En la opinión pública todo es falso y verdadero, y encontrar en ella lo verdadero es la tarea del gran hombre. Aquel que quiere su época y la expresa, la formula y la lleva a cabo, es el gran hombre de la época. Él efectúa lo que constituye lo interno y la esencia de su tiempo y realiza su época. Quien no sabe despreciar la opinión pública tal como se le aparece, no llegará a nada grande42.

De esta manera, cabe como conclusión que, aunque Hegel no define el concepto de eticidad absoluta, ella … constituye la suma de todas las formas éticas, de todas las determinaciones jurídicas, de todas las instituciones y categorías políticas, de todos los mecanismos económicos, de todas las actividades técnicas, etcétera; cada una de esas manifestaciones es uno de los diversos momentos de la Eticidad. El pueblo (Volk) constituye el fruto de la Eticidad absoluta, consistiendo el ideal ético para los individuos en vivir enteramente dentro del pueblo y para el pueblo al que pertenecen43.

42 Ibíd., § 318. 43 NEGRO PAVÓN, ob. cit., p. 28.

QUINTA PARTE LA JUSTICIA EN LA PERSPECTIVA DE LA ÉTICA

INTRODUCCIÓN Hallarnos en una sociedad, haciendo parte de ella o enfrentándola desde el punto de vista del conocimiento, supone, en el primer caso, compartir mucho más que el espacio y el tiempo dentro de los cuales fenoménicamente ella discurre, e impone, en el segundo caso, comprender la serie de causas y efectos, relaciones y contenidos que forman la red en la que queda atrapado y elaborado el concepto de sociedad. El sentido de lo social no puede ser, por tanto, el producto de los elementos materiales a través de los cuales la sociedad se manifiesta como fenómeno, pues, como ya dijéramos desde un comienzo, como objeto de conocimiento ella se clasifica dentro del grupo de los llamados “objetos culturales”. Así, dichos elementos materiales no integran más que el “sustrato” que es propio y necesario en tal tipo de objetos de conocimiento, quedando vigente la necesidad de comprender el “sentido” –segundo componente de los “objetos de cultura”– y lo cual no puede hacerse más que desde un punto de vista conceptual. Así, para la tarea que compete a este segundo aspecto: develar el “sentido” del objeto de cultura que llamamos “sociedad”, hemos acudido a la doctrina de la eticidad de Hegel, dada su capacidad para revelar 159

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aspectos que la mayoría de otras teorías y doctrinas no alcanzan siquiera a vislumbrar. La doctrina de la eticidad permite, pues, explicar la múltiple presencia en la sociedad de elementos dispares: desde los de carácter natural o material más elementales hasta las formas más sofisticadas de la conciencia –como son la propia filosofía, la ciencia y el derecho–, en función de un nuevo concepto que revela su unidad: la eticidad. Lo ético, así conceptualizado, se convierte en un mecanismo mediante el cual se reducen las posiciones aparentemente antagónicas de los miembros de la sociedad a la forma de relaciones vitales que crean y recrean la conciencia de la necesidad de esa forma de vida para garantizar la preservación de lo esencial1. Así, una actitud ética individual supone, pues, la conciencia del sujeto acerca de la necesidad de que su acción y el resultado que con ella se busque

1 Cfr. TAYLOR. Hegel y la sociedad moderna, cit., p. 162. Dice allí Taylor: “este conjunto de obligaciones que hemos de fomentar y sostener para una sociedad fundada en la Idea es lo que Hegel llama Sittlichkeit”. Y más adelante (p. 163) complementa: “La característica decisiva de la Sittlichkeit es que nos ordena producir lo que ya es. Esta es una manera paradójica de plantearlo, pero en realidad la vida común que es la base de mi obligación sittlich ya está en existencia. Y en virtud de que es un asunto vivo tengo estas obligaciones; y mi cumplimiento de estas obligaciones es lo que la sostiene y la mantiene viva. Por tanto, en la Sittlichkeit no hay brecha entre lo que debe ser y lo que es, entre Sollen y Sein”.

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contribuyan a mantener el orden social, y que esa es la razón de sus acciones sociales. Es, entonces, el de ética, un concepto social que no puede confundirse con regulaciones aparentemente similares como son la moral misma o los principios de vida personales, pues, en tanto que estos no se construyen en función de la sociedad, sino, en el caso de la moral, en función de la comunidad y, en el caso de los principios de vida personales, en función de los intereses particulares, solo de manera indirecta y remota están destinados a contribuir con la constitución y preservación del orden social. 1. ÉTICA Y NATURALEZA Aunque, como viéramos en la cuarta parte de este trabajo, el fundamento último del concepto de eticidad lo constituye la propia naturaleza, en tanto naturaleza del individuo o espíritu subjetivo, como concepto aglutinante de la serie de momentos mediante los cuales se desarrolla el espíritu –desde su subjetividad hasta su objetividad–, la eticidad deriva en criterio de actividad propiamente social y aparece destinado a servir de elemento definitorio de la congruencia de las acciones individuales con ese marco social de vida. Desde esta óptica, entonces, resulta equívoco, por decir lo menos, postular la pertenencia de la ética a la órbita de lo natural, por más que, como ámbito universal de regulación, sus determinaciones impliquen el deber de una cierta forma de comportamiento o actuación en frente de la naturaleza.

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Ahora, si algunas concepciones de la moral han postulado la existencia de obligaciones del sujeto frente a la naturaleza en cuanto tal, lo mismo podría proponerse a partir de la concepción ética que estamos manteniendo, pues ella se afirma como poseedora de un concepto de contenido y forma exclusivamente sociales. Luego, siendo la sociedad la que determina la ética, ello sucede únicamente con miras a garantizar el mantenimiento y vigencia de la propia sociedad y no –a no ser de manera indirecta– para la conservación de la naturaleza o, incluso, la del hombre en cuanto tal. 2. ÉTICA Y MORAL Descartada, desde nuestro punto de vista, la relación objeto-disciplina que se predica de los términos “moral” y “ética” en algunas versiones de la filosofía moral, unas someras consideraciones buscarán delimitar sus respectivos campos a partir de las elaboraciones que hemos hecho desde un principio. En efecto, la diferenciación que hicimos entre comunidad y sociedad no solo tenía como objetivo determinar los dos momentos básicos de la constitución de las formas de vida humanas, sino mostrar cómo a cada uno de ellos corresponde una forma completamente diferente de regulación autónoma. 2.1. Comunidad y moral Por cierto, la comunidad surge, como ya decíamos, en el momento en el cual el grupo humano, que se

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forma a partir de las necesidades inmediatas de supervivencia, supera tal determinación y elabora nuevas formas de vida entre sus miembros que garanticen la aparición de un sistema de convivencia. La comunidad es, en este sentido, elemental y precaria, pues por su capacidad no puede garantizar, más que de manera limitada en el tiempo y en el espacio, la seguridad y la supervivencia de sus miembros, no pudiéndose proponer, entonces, como definitiva. La forma de vida en comunidad se ve, desde luego, reducida a un espacio excesivamente pequeño, generalmente determinado por la capacidad de sus miembros para ocupar nuevos territorios, lo que, de suceder, paradójicamente se convierte en elemento de desintegración de la misma. El espacio que ocupa una comunidad está, pues, determinado por el número de sus miembros, fundamentalmente, y, a su vez, el mismo espacio determinará las formas de vida de los individuos en la comunidad. En las formas de vida de la comunidad nace una regulación inmediata, encaminada a canalizar las conductas individuales y determinada por los contenidos de las relaciones que mantienen entre sí los miembros del grupo comunitario. A esa regulación, que fija las formas del trato interpersonal entre individuos que cumplen actividades en relación mutua inmediata, la denominamos moral. Es, pues, la moral, la serie de pautas con las cuales los individuos que comparten la vida en común que es la comunidad deben comportarse para mantenerse como miembros de la misma. Por eso, la norma moral

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está garantizada, en cuanto a su efectividad, por la propia comunidad, en tanto sus miembros son los primeros interesados en su observación y los primeros afectados con su transgresión. Puede decirse, así, que donde hay una comunidad tenemos, más específicamente, una comunidad moral en tanto las normas que le dan forma a aquella y que permiten su existencia son las que denominamos normas morales. 2.2. Comunidad y sociedad Pero, por otro lado, la existencia y permanente formación de nuevas comunidades implica el surgimiento de múltiples formas de regulación moral, todo lo cual deriva, naturalmente, en la existencia de conflictos que se dan entre individuos de diferentes comunidades o, incluso, entre las propias comunidades. El espacio reducido que ocupa una comunidad no permite, materialmente, el desarrollo de la misma ni, frecuentemente, la obtención de los medios completos de subsistencia para sus miembros. De allí surge la necesidad del contacto con otras comunidades y personas, y la virtualidad de los conflictos entre las mismas. Tales conflictos, por supuesto, no son ni lógica ni prácticamente superables mediante la aplicación de las reglas de conducta pertenecientes a una de las comunidades involucradas, dado que la situación de equilibrio en que pueden pensarse en una relación inicial impulsa a cada una de ellas a propugnar por la defensa de sus propios intereses, lo que equivale

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a intentar la resolución del conflicto con base en su normatividad. Pero, incluso, aunque ello se intentara, difícilmente se lograría un resultado exitoso, si tenemos en cuenta que las respectivas normatividades morales son, ante todo, el producto de determinaciones que solo tienen que ver con la comunidad para la cual rigen. Adicionalmente, debe pensarse que cuando entran en contacto dos comunidades diversas –lo que implica culturas e intereses asimismo diversos– ello ocurre regularmente en función de relaciones de tipo económico, ámbito en el cual no es común la intervención de la norma moral. Allí, entonces, en la necesidad de regular esos intercambios que no prevé la regulación moral, surgen otros ordenamientos como los medios a través de los cuales es posible armonizar esas diferentes formas de vida para garantizar el bienestar común. Ahí sí, si en algún momento se quiere concebir la idea del contrato social como una forma histórica, podrá pensarse en la existencia de un acuerdo que realizarían entre sí dos o más comunidades para constituir una forma de vida más amplia como es la social. Hablar de sociedad es, entonces, hablar de la existencia de una o más regulaciones que trascienden el espacio inmediato que ocupan las comunidades, mediante las cuales se rigen las relaciones de los individuos independientemente de su pertenencia a una u otra comunidad y en función de un objetivo trazado conscientemente para todos.

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2.3. Sociedad y ética Al constituirse la sociedad surgen para la regulación de las relaciones intersubjetivas formas que la vida en comunidad no conoce: fundamentalmente son ellas de carácter jurídico y de carácter político, pero también se encuentran en el ámbito económico, cultural, técnico y científico. Sin embargo, puede pensarse, con razón, que más que contribuir esto a la regulación unívoca y la solución directa de los conflictos, va a nacer de allí una nueva forma de choque de intereses, por cuanto mirado un mismo asunto desde diferentes conceptualizaciones –económicas y políticas, p. ej.– no podrá resolverse apelando a una de ellas sin afectar en alguna medida a la otra. Pero esta situación –no por lo abstracta e hipotética menos cierta en la práctica– es solo el producto de un enfoque que toma esos elementos reguladores de la sociedad de manera aislada y, por tanto, abstracta y descontextualizada. De hecho, tal parangón no puede resultar insoluble, puesto que siempre habrá no solo un individuo en capacidad y necesidad de decidir, sino que existirá –en una forma u otra– en él la consciencia de la forma de decidir más avenida con los intereses y propósitos de la organización social. En último término, incluso, la decisión puede ser emotiva y la asignación –expresa o tácita– al individuo que la toma de la facultad de hacerlo constituirá la

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racionalidad de la determinación en cuanto expresión de su consideración en la escala organizacional de la sociedad. Esa capacidad –que puede ser incluso formal, como decimos, pero que no es en manera alguna irracional– es la expresión, a nivel inmediato e individual, de la eticidad que informa toda la vida social. Y, a su vez, la crítica –efectiva o como mera capacidad también– que puede recaer sobre la decisión o actitud individual de quien actúa es, igualmente, expresión de la eticidad en cuanto en la correlación de ambos momentos se definen los intereses sociales y se construye dicha forma de vida. 3. ÉTICA Y JUSTICIA El problema de definición de lo que sea justicia ha buscado ser resuelto, frecuentemente, intentando su elaboración desde la perspectiva de las normas morales y, por tanto, asumiendo el carácter moral de dicho concepto. Así, Adela Cortina afirma, por ejemplo: “Como es sabido, la idea de justicia supone desde antiguo el gozne entre moral, política y derecho, de modo que resulta difícil –pienso que imposible– enfrentar el problema de la corrección de las normas jurídicas o el de la legitimidad política sin atender a los fundamentos de lo moral”2.

2 CORTINA ORTS. Ética sin moral, cit., p. 40.

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En un sentido semejante se realiza un estudio por parte de H. L. A. Hart, quien comienza sus consideraciones acerca de los principios de justicia diciendo: Los términos que los juristas usan con más frecuencia para ensalzar o censurar el derecho o su administración son las palabras “justo” e “injusto”, y muy a menudo los autores razonan como si las ideas de justicia y moral fueran coextensivas. Hay por cierto muy buenas razones para que la justicia ocupe un lugar de máxima prominencia en la crítica de las estructuras jurídicas; sin embargo, es importante advertir que sólo se trata de un segmento de la moral y que las normas jurídicas y su administración pueden tener o no tener excelencias de tipos diferentes. […] 4XH´MXVWRµH´LQMXVWRµVRQIRUPDVPiVHVSHFtÀFDV de crítica moral que “bueno” y “malo” o “correcto” e “incorrecto” resulta obvio del hecho de que podríamos inteligiblemente sostener que una norma jurídica es buena porque es justa, o mala porque es injusta, pero no que es justa porque es buena, o injusta porque es mala3.

Esa concepción de la justicia, que se apoya en la intelección de la ética en los términos de una elaboración teórica sobre la normatividad moral, recoge, entonces,

3 HART. El concepto de derecho, cit., pp. 196 y 197.

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los mismos vicios que se le critican a esta y deja a “ética” y “justicia” en la más precaria situación frente a la realidad y frente al hombre. Así, en efecto, según Cortina: “Consiste la ética, a mi entender, en aquella dimensión de la filosofía que reflexiona sobre la moralidad; es decir, en aquella forma de reflexión y lenguaje acerca de la reflexión y el lenguaje moral, con respecto al que guarda la relación que cabe a todo metalenguaje con el lenguaje objeto”4. Siendo así la ética un discurso eminentemente teórico, solo por extensión cabe hablar, entonces, de “comportamientos éticos”, dado que ellos serán en primera instancia y en todo caso morales si se avienen o no con las prescripciones de la normatividad moral. Carecería, desde luego, de importancia social una ética comprendida en esta dirección, y es por ello que, precisamente, Cortina se ve obligada a buscar para “su ética” una tarea que la vincule a la realidad social. Efectivamente, hablando con Apel, Cortina postula dos partes de la ética a las que denomina, respectivamente, como A y B. La parte A tendrá por misión una tarea de fundamentación, mientas que la parte B, inscrita en un espacio de colaboración con las demás formas del “saber”, “tiene por objeto superar la proverbial ‘impotencia del mero deber’, intentando incorporarlo en las instituciones y en la vida cotidiana”5.

4 CORTINA ORTS. Ética sin moral, cit., p. 29. 5 Ibíd., p. 41.

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En tales condiciones, el concepto de justicia vendrá inscrito en el marco de competencias de la moral, correspondiendo a la ética, apenas, el intento de explicitarlo en el discurso teórico –lo que ha fallado desde siempre– y, a continuación, promoverlo como objetivo deseable dentro de la realidad social. Los fracasos de semejante tarea, explicables perfectamente por el carácter de artificio que reviste cada concepto elaborado y pulido por teorías que se desprenden de la realidad en busca de una racionalidad superior, nos eximen de extender más consideraciones al respecto. Tal y como vimos en la referencia hecha a Charles Taylor al comienzo de esta parte del trabajo, y como quedó expuesto en la parte cuarta al elaborar el concepto de eticidad, por ella no podemos entender otra cosa que la forma en la que se comprende la realidad misma como un todo y que regula o determina las relaciones internas de los miembros del grupo social entre sí. Dentro de la eticidad, entonces, así entendida, encontramos la forma de la justicia que opera y vive entre los miembros de la sociedad particular de la cual se trate, y solo desde aquella será posible tanto la aplicación de dicho concepto a la realidad como la comprensión de lo que quiera decir efectivamente justicia. Por eso el concepto de justicia aparece dependiendo específica y directamente de la forma social real en la cual se lo usa y sufrirá, por ende, los avatares y suertes que corra la misma sociedad y las transformaciones profundas o superficiales que en ella se presenten.

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Así, el concepto resulta tan definible como puedan serlo, a su vez, las infinitas formas en que se presentan las relaciones entre los miembros de una sociedad dentro de la constante transformación dinámica que esta sufre. Hay, sin embargo, un uso y una idea de justicia –cada vez y para cada sociedad– con los que, si bien no se corrigen las múltiples fallas que presenta un orden, se construye una crítica específica de la sociedad y de las relaciones que expresa la representación que la comunidad tiene de cómo deben marchar6. Al igual que la idea de orden, que es apenas una representación de cómo debe estructurarse la sociedad con miras a un fin y que trata de ser realizado en los ordenamientos, la idea de justicia es una representación de la forma como deben darse las relaciones intersubjetivas en función de la sociedad real. Propiamente, entonces, es tarea del ciudadano que se ha integrado a, y comprende, su sociedad hacer la crítica de las relaciones intersubjetivas en términos de justicia, sin que sea indispensable su acceso inmediato a la elaboración teórica del concepto para que tal crítica tenga validez y aplicación.

6 No hay, por tanto y en este sentido, una crítica del orden en términos de justicia, dado que “orden” es, a su vez, y como la justicia, una idea regulativa de la forma como deben disponerse las cosas para la vida en sociedad. Con base en la idea de “orden”, pues, se efectúa la crítica de los ordenamientos –en la medida en que ellos pretenden ser su realización–, en términos de “adecuación” o no a la idea, pero no en términos de “justicia” o “injusticia”.

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Editado por el Departamento de Publicaciones de la Universidad Externado de Colombia en julio de 2018 Se compuso en caracteres Palatino de 10 puntos y se imprimió sobre Holmen Book Cream de 60 gramos Bogotá (Colombia) Post tenebras spero lucem