La invención literaria: Garcilaso, Góngora, Cervantes, Quevedo y Gracián [1 ed.] 8490123845, 9788490123843

551 103 1MB

Spanish; Castilian Pages 142 [155] Year 2014

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Polecaj historie

La invención literaria: Garcilaso, Góngora, Cervantes, Quevedo y Gracián [1 ed.]
 8490123845, 9788490123843

Table of contents :
LA INVENCIÓN LITERARIA. Garcilaso, Góngora, Cervantes, Quevedo y Gracián
Portada
Créditos
Índice
Prólogo
CAPÍTULO 1
El otro Garcilaso. En torno a la Canción III
CAPÍTULO 2
La Fábula de Polifemo y Galatea de Góngora como poema narrativo
CAPÍTULO 3
Los conceptos de «fantasía» e «imaginación» en Cervantes
CAPÍTULO 4
Decir histórico y hacer narrativo: otra vez los moriscos del Quijote
CAPÍTULO 5
El Quijote y la parodia moderna
CAPÍTULO 6
Popular/culto, genuino/foráneo: canon y teatro nacional español
CAPÍTULO 7
Quevedo y la retórica
CAPÍTULO 8
La construcción retórica del soneto quevediano
CAPÍTULO 9
Formas de la invención en la poesía de Quevedo. Sobre «Con acorde concento...»
CAPÍTULO 10
La agudeza y arte de ingenio, primera neorretórica
Procedencia de los textos
Bibliografía citada
Contraportada

Citation preview

JOSÉ MARÍA POZUELO YVANCOS

LA INVENCIÓN LITERARIA Garcilaso, Góngora, Cervantes, Quevedo y Gracián

EDICIONES UNIVERSIDAD DE SALAMANCA

ESTUDIOS FILOLÓGICOS 339 © Ediciones Universidad de Salamanca y José María Pozuelo Yvancos

Motivo de cubierta: Don Quijote de Gustave Doré

1ª edición: febrero, 2014

ISBN: 978-84-9012-384-3 (Impreso) / DL: S. 61-2014 ISBN: 978-84-9012-385-0 (PDF) ISBN: 978-84-9012-386-7 (ePub) ISBN: 978-84-9012-387-4 (Mobipocket)

Ediciones Universidad de Salamanca www.eusal.es [email protected]

Composición digital: GRÁFICAS LOPE C/ Laguna Grande, 2, Polígono «El Montalvo II» www.graficaslope.com 37008 Salamanca. España

Realizado en España – Made in Spain

Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse ni transmitirse sin permiso escrito de Ediciones Universidad de Salamanca.

Obra sometida a proceso de evaluación mediante sistema de doble ciego

Ediciones Universidad de Salamanca es miembro de la UNE Unión de Editoriales Universitarias Españolas www.une.es

Ficha catalográfica CEP Texto (visual) : Electrónico POZUELO YVANCOS, José María La invención literaria [Recurso electrónico] : Garcilaso, Góngora, Cervantes, Quevedo y Gracián / José María Pozuelo Yvancos.—1a. ed. electrónica —Salamanca : Ediciones Universidad de Salamanca, 2014 (Estudios filológicos ; 339) 1. Invención (Retórica). 2. Literatura española-1500-1700 (Periodo clásico) 808:821.134.2”1500/1700”

Índice LA INVENCIÓN LITERARIA. Garcilaso, Góngora, Cervantes, Quevedo y Gracián Portada Créditos Índice Prólogo CAPÍTULO 1 El otro Garcilaso. En torno a la Canción III CAPÍTULO 2 La Fábula de Polifemo y Galatea de Góngora como poema narrativo CAPÍTULO 3 Los conceptos de «fantasía» e «imaginación» en Cervantes CAPÍTULO 4 Decir histórico y hacer narrativo: otra vez los moriscos del Quijote CAPÍTULO 5 El Quijote y la parodia moderna CAPÍTULO 6 Popular/culto, genuino/foráneo: canon y teatro nacional español CAPÍTULO 7 Quevedo y la retórica CAPÍTULO 8 La construcción retórica del soneto quevediano CAPÍTULO 9 Formas de la invención en la poesía de Quevedo. Sobre «Con acorde concento...» CAPÍTULO 10 La agudeza y arte de ingenio, primera neorretórica Procedencia de los textos Bibliografía citada Contraportada

Prólogo LIBRO TRATA DE LA INVENCIÓN LITERARIA, que asediaré en diferentes autores E STE desde Garcilaso a Gracián, a los que se añaden Góngora, Cervantes y Quevedo. Al elegir el término invención quiero darle un sentido preciso, que evita hacerlo simple sinónimo de creación. Y ello porque el contenido del término y concepto de invención es muy diferente hoy del que se tenía en los siglos XVI y XVII, época que centran los estudios incluidos en este libro. Mientras que actualmente se entiende por invención un concepto análogo al de creación, en términos de producción de un pensamiento o de una técnica nuevos, ligados a la idea de originalidad, Garcilaso, Cervantes o Quevedo usan ese concepto de otra manera. Como iré desarrollando en los diferentes capítulos de este libro, invención se ajustaba en aquella época al sentido que ese término heredaba de la retórica clásica, que era un sentido específico, vinculado a una de las cinco partes de la Retórica. Estas cinco partes eran como se sabe: la Inventio (encontrar los argumentos que decir), la dispositio (disponer en un orden esos argumentos), la elocutio (expresarlos verbalmente), la memoria (procedimientos para recordarlos) y la actio (declamación o pronunciación). En términos modernos podríamos decir que las tres primeras operaciones se corresponden con la construcción del enunciado o discurso (semántica y sintaxis de un enunciado) en tanto que las dos últimas son operaciones pragmáticas, de sentido práctico de comunicación entre quien hablaba y quien escuchaba y tendentes a la ejecución del discurso como tal. Aunque las cinco partes no implican una sucesividad, el modo como los teóricos antiguos las definían tendió a presentarlas como partes sucesivas. Cicerón, por ejemplo, explicaba muy pedagógicamente estas partes en su De Oratore (I, 31): Y puesto que todo el poder y facultad del orador hubieran sido distribuidos en cinco partes, que primero debería encontrar lo que diga; después organizar y componer no sólo con orden sino también con cierta fuerza y juicio las cosas encontradas; luego por fin vestir y adornar aquellas cosas con el discurso; después guardarlas en la memoria; finalmente hablar con dignidad y con gracia...

Tanto el término latino Inventio como su equivalente griego (heuresis) se entendían como un procedimiento o actividad del hallazgo, es decir, la parte de la retórica dedicada a ‘encontrar qué decir’, y tiene por tanto una significación mucho más extractiva que creativa. Responde a un tipo de cultura que como la clásica entiende el discurso como un ‘sacar a la luz’ elementos que ya se tienen en el enorme depósito de argumentos y asuntos consagrados por la tradición, de los que un orador o escritor dispone a la hora de hablar o de escribir para convencer con sus tesis o pruebas. Por ello la inventio configura un aparato vinculado a los ‘argumentos’ y a los ‘lugares’ o tópicos de que un orador o escritor se sirve para la eficacia de su discurso. Precisamente la inventio está muy asociada en la tradición literaria a la tópica o lugares de búsqueda que una tradición consagra, si bien la tópica llegó a entenderse después como el depósito de ciertos

lugares temáticos y estilísticos ya consagrados por la tradición discursiva y que se asocian a cada asunto. Si quisiéramos pedagógicamente asociarlo a un elemento moderno, diríamos que la Inventio era más bien un «buscador», un elemento de pesquisa de aquellos lugares que se entienden eficaces para defender una causa o exponer un asunto. También he tenido en cuenta, a la hora de seleccionar los estudios que favoreciesen la unidad epistemológica del libro, la fuerte cohesión que en la cultura de los autores tratados había entre la invención retórica y la invención poética. Antes de que tuviera nacimiento el concepto de literatura, que es del siglo XVIII, posterior a la época de la que trata este libro, el término común de Poesía aunaba elementos de construcción retórica y de construcción poética. No únicamente porque tal unión era muy visible en el pensamiento contenido en las dos obras de Aristóteles, la Poética y la Retórica, sino porque para quienes se formaban en el Arte de la Poesía (término equivalente a lo que entendemos hoy por Literatura) los conceptos, instrumentos y procedimientos de aprendizaje habían asimilado la solidaridad de ambos dominios. Cuando Garcilaso inventa la que hemos conocido como Canción III, cuyo estudio abre este libro, no está separando aquello que quiere decir acerca de su destierro en una isla del Danubio, de la ordenación retórico-argumentativa que ha dado a las estrofas. Su invención poética y su invención retórica son indisociables, del mismo modo que cuando Góngora construye la Fábula de Polifemo y Galatea, maneja el concepto de «Fábula», según creo haber mostrado en el capítulo siguiente, como una «ordenación de las acciones» que en su poema ha ido disponiendo en orden a su eficacia retórica y poética. Es igualmente visible en los casos de Quevedo, quien construye sus sonetos según pautas muy cercanas al sentido clásico de la invención y disposición de un asunto y por supuesto se proyecta sobre un Gracián que concibe una retórica nueva que dé paso al modo como la Invención era removida por el nuevo arte del concepto, de manera que la Poesía encontraba una Arte nueva que diera alma de sutileza e ingenio al cuerpo de figuras de la tradición. Ese sentido de invención literaria es el que este libro va a perseguir en diferentes etapas de un viaje en el que vamos a encontrar a cada uno de los escritores (entre los que se encuentran los más grandes) en el brete de dar continuidad y al mismo tiempo variación a una tradición heredada, como se ve muy bien en el caso de Cervantes para con el héroe clásico, al que quiere inventar desde una conciencia nueva, que por tal gesto ha ganado el calificativo de moderno. He dejado señalado el lugar y la ocasión donde fueron apareciendo estos estudios que son ahora capítulos de un libro unitario, pero que nacieron en diferentes circunstancias y años. Los he dejado como nacieron y respetado el estado de la cuestión de cada asunto cuando lo hicieron. Pero de mis incursiones en los Siglos de Oro he reunido tan sólo aquellos estudios que pudieran leerse como episodios de una aventura de la creación literaria. Al reunir ahora los que soportan esa unidad sobre la invención poética y retórica he caído en la cuenta de que muchas veces sin saberlo un investigador responde a preguntas implícitas que no siempre se había formulado con igual grado de consciencia con el que las ve ahora. En el fondo todo proceso de lectura es ir obteniendo en los

textos literarios mucho más de lo que tenías, porque los grandes textos son aquellos capaces de llevarte donde no sabías que ibas a ir, y donde finalmente te hallas feliz. Si hubiera sido capaz de transmitir al lector parte de esa felicidad de mi encuentro con los textos este libro habría colmado mis expectativas. Murcia, 1 de Julio de 2012

CAPÍTULO 1 El otro Garcilaso. En torno a la Canción III FORTUNA DEL CONCEPTO DE CANON en la teoría y la crítica actual no exenta de L Aabusos indiscriminados (muchas veces se habla de canon para una simple antología personal, que es justamente lo que un canon no es) es explicable como algo de mayor alcance que la simple moda por la polémica abierta entre Harold Bloom y los cultural studies en el contexto del debate de las Humanidades que he valorado ampliamente en otro lugar (Pozuelo, 2000: 11-140). Con formulaciones terminológicas distintas, siempre se habló de canon como principalmente del concepto de clásico, contiguo a él. Ya lo traten E. R. Curtius o Frank Kermode, ya lo hagan Goethe, Jorge Luis Borges o Italo Calvino, la idea de canon clásico como elenco relativamente estable de autoridades por todos reconocidas que configuran una tradición, en el sentido fijado por T. S. Eliot, a la que llamamos cultura, es idea antigua, nutrió siempre el concepto vecino de Antología, ya con la Antología griega y la helenística, y atraviesa todas las épocas. Ahora bien, vengo defendiendo en diferentes estudios que la canonicidad se rige mucho más que por difíciles universales estéticos por un esfuerzo de selección historiable, movedizo, cambiante, plegado siempre a la constitución misma de ese género narrativo al que llamamos Historia Literaria (con aportes decisivos de otro «género»: el de la Antología, en sus diferentes nombres, sea Cancionero, Florilegio, Silva, etc.). Y el caso es que el punto de vista narrativo de esa Historia Literaria que, como todos saben, se inaugura en el Romanticismo, y desarrolla el enorme esfuerzo de la ciencia positiva a lo largo del XIX en todas las literaturas románicas, condicionó mucho la idea de clásico y de canonicidad, al situar el eje central del punto de mira narrativo en la individualidad de los grandes «autores», con pertinaz preterición de los géneros. Es decir, haciendo prevalecer en cada caso la impronta del genio individual y el conjunto de sus obras como materia misma de la que se nutre el texto narrativo de la Historia Literaria, organizado siempre en beneficio de las funciones narrativas de «originalidad» o innovación, para lo cual vendría extraña y poco útil la noción misma de género (llámesele así o bien «especies» de poesía, como durante mucho tiempo se hizo). Es más, casi siempre se entendió la dialéctica individual /genérico (y sus correlatos concreto / abstracto, creación /poética (o más tarde «teoría) en el sentido de señalar que los grandes autores y su lugar en el canon dependía del dinamismo que su «originalidad» imprimía al suceder narrativo de esa Historia, al remover el soporte o «estado de la cuestión» previa, que muchas veces se denominaba la «tradición». El famoso libro de Pedro Salinas sobre Jorge Manrique elevó a su mismo título esa dialéctica tradición / originalidad, que también proporcionó un esquema muy útil al formidable ensayo de Rafael Lapesa dedicado a La trayectoria poética Garcilaso (Lapesa, 1985). En tal punto de vista narrativo la Poética de los Géneros y los propios documentos

sobre los que se asienta apenas funcionaba como fondo, como escenario donde se habría de dar la batalla que entronizara al autor que hubiera sido capaz de violentarlos o sobrepasarlos. Este punto de vista narrativo de la Historia, del que luego ofreceré algún testimonio representativo, hace compleja y muy necesaria la cuestión que nos ha reunido aquí: qué relación existe entre canonicidad y géneros líricos en nuestros Siglos de Oro. En ese sentido no querría dejar de señalar que el esfuerzo, ya prolongado, del Grupo P.A.S.O. por recorrer de otro modo la Historia literaria, señalando en primer término los horizontes de los géneros, lo que ha llevado al análisis de la oda, la epístola, la elegía, la égloga, la silva, las «Anotaciones», supone un importante hito llamado a modificar necesariamente el punto de vista narrativo que ha constituido hasta hace pocos años el eje de esa Historia Literaria. Pongamos un ejemplo del punto de vista que viene guiando mi argumento inicial. Y no es ejemplo elegido al azar, porque se trata precisamente de la primera Historia literaria hecha en España, la de don José Amador de los Ríos titulada Historia crítica de la literatura española (1861). En el importante ensayo que figura como «Introducción» y que tiene formidable extensión (106 páginas), don José, animado por un arranque nacionalista, ya visible en su Advertencia y en el inicio del ensayo, se propone poner en cuestión el que ha sido principio medular de la canonización de nuestros autores. Curiosamente emplea además el término canonizar (p. 8) para sostener que por desgracia la Crítica (todavía no hay para él Historia Literaria) ha venido a fortalecer el triunfo de lo foráneo y culto sobre lo genuino y popular, y tal opción coincidió con el triunfo de las escuelas sevillana y salmantina, ambas cultivadoras del arte cuyas formas externas había a la postre logrado introducir en España la musa de Garcilaso. En vano Castillejo, Díaz Tanco, Marcelo de Nebrija y otros muchos poetas castellanos... se habían esforzado desde los primeros días de la innovación en defensa del arte español, que los imitadores de Petrarca veían con hondo desprecio... (Amador de los Ríos, 1969: 4) [...] abandonaron nuestros poetas eruditos las formas artísticas de Mena y de Santillana, para seguir las huellas de Petrarca y de Sannazzaro, y más tarde las de Horacio y de Virgilio, vano hubiera sido el solicitar que se respetasen siquiera los monumentos literarios y artísticos de la edad media, calificados en Italia y después en España con el injusto y repugnante epíteto de bárbaros. (ibídem: 3, cursiva en el original)

Y más adelante: Brillaban á sus ojos por todas partes las glorias del arte clásico: sorprendíales la majestad de Horacio y Virgilio; embelesábales la dulzura y melancolía de Petrarca, y la sencillez y gracia del Bembo, deslumbrábanles las galas del lenguaje, la variedad y armonía del colorido, la rotundidad y sonoro encanto de las rimas, seducíales en fin la forma exterior de aquellos cantos que primero envidiaron y emularon después, no reparando en sacrificarlo todo en aras de semejante ídolo, porque tal era la condición del arte erudito en aquella edad de formal renacimiento. He aquí el único, el supremo dogma de los poetas doctos que produjo España durante el silo XVI. A fortalecer, á canonizar esta creencia literaria debía pues encaminarse la crítica y se encaminó. (ibídem: 7 y 8)

Viene luego una enumeración de las principales obras de Poética, Retórica y Crítica en el XVI para reforzar su tesis de que lo foráneo, culto, erudito y formal se impuso desde la Crítica como elemento canonizador, desplazando lo genuino, popular y las tradiciones

propias[1]. No se crea que esta perspectiva negativa respecto a la impronta canonizadora de lo clásico y lo italiano es exclusiva de José Amador de los Ríos. En una Historia precedente, la escrita por Ticknor en 1849, se había ya afirmado un punto de vista «nacionalista» al escribir sobre Garcilaso: Garcilaso hubiera hecho aún más por sí y por la literatura de su patria si en lugar de imitar tan completamente a los grandes poetas italianos, que justamente admiraba, hubiera acudido más a menudo a los elementos del antiguo carácter nacional: lo cual sobre proporcionar más ancho y más noble campo a su genio poético, le hubiera suministrado ideas y formas de composición de que se privó voluntariamente al desechar el ejemplo de los poetas españoles que le habían precedido. (Ticknor, 1948: vol. II, 32)

Y más radical aún se muestra en 1917 Julio Cejador y Frauca cuando escribe sobre Garcilaso: No hizo obra nacional, sino de pura imitación seudoclásica. Carece del nervio, del realismo, del color, de la sinceridad, cualidades propias del alma española, que sacrificó por una versificación intachable, una dulzura que a la larga empalagaba y unos asuntos que no llenaban a los españoles. Sus versos no hieren al alma: pasan rozándola suavemente, como un rumor músico agradable al oído, pero no dicen nada. (Cejador y Frauca, 1972: 86)

No he traído estos testimonios, espigados de tres de nuestras primeras Historias Literarias, para hacer ver la mutabilidad misma del canon y del juicio sobre él. Es importante percibirla, con todo, incluso para el caso de Garcilaso, que se creía indiscutible e indiscutido. Más interesa a nuestro propósito de ahora hacer ver otra cosa: el punto de vista narrativo nacionalista que muestran tales juicios es menos importante que el hecho de que su argumentación, en cuanto a su fondo real, quizá no diverja demasiado de cuantos, casi todos, se han dedicado a ponderar las cualidades del toledano. Ticknor, Amador de los Ríos, Cejador, suponen a Garcilaso como emulador, como simple importador de modelos foráneos, como artista que trasplanta géneros (entendidos casi siempre como formas métricas y/o de elocutio), como si el molde y cuanto supone el modelo a imitar en todo caso preexistiera de modo fijo y delimitado, dibujado en sus perfiles máximos. Amador de los Ríos además presupone una Crítica, digamos una Poética de esos géneros que el artista simplemente adopta o violenta, pero que parecen estar definidos previamente a su intervención en su sentido elocutivo mismo, y en su inventio y dispositio. Hay una visión paradigmática del género, y esa visión ha sustituido a la histórica, como si lo que Garcilaso tuviera ante sí a la hora de crear fuese un conjunto definido de posibilidades cerradas, alternativas entre sí, como si sus modelos fuesen un Paradigma prefijado por la Poética y autores italianos y/o latinos. Género e individuo apenas comunican, como no sea para que el segundo se adapte o no al primero, lo implante o lo desplante. Y ello olvidando, o postergando una evidencia: muchos de los que se dicen modelos italianos del garcilasismo, que habrían supuesto para el toledano un esquema o una forma a imitar, son rigurosamente contemporáneos. Bernardo Tasso, Luigi Tansillo,

Luigi Alamanni, están gestando sus obras casi a la par que lo hacen Boscán y Garcilaso y todavía no son las «autoridades» imitables, ni su obra ha configurado esa impronta, que sí tenían Petrarca, Horacio u Ovidio. Como afirma Claudio Guillén: «Los géneros posteriores al petrarquismo, las formas que mejor expresan el nuevo clasicismo del momento, se están forjando durante la primera mitad del siglo XVI» (Guillén, 1988: 23). En lo que afecta a los géneros y las Poéticas que los han definido puede decirse mucho más: los tratados que han hablado de los géneros que abrazan lo que hoy llamamos lírica, pongamos por caso, aquellos tratados en que se ha fijado Fernando de Herrera al hacer sus Anotaciones al texto de Garcilaso, y que Bienvenido Morros (1997: 37-89) reveló fueron las fuentes seguras para lo que dice de la Poesía y sus especies, desde los Poetices Libri septem de Escalígero (1561) a los que le siguen cronológicamente de Ruscelli, Trissino o Minturno, son un par de décadas posteriores a Garcilaso y lo que en ellos encontramos dicho sobre los géneros que el toledano frecuentó en sus poemas no puede decirse que fuera un «estado de modelización» previo, fijado como norma, al que Garcilaso se ajustara para importarlo. Muy al contrario, ni los géneros del llamado clasicismo eran todavía estables, ni eran modelos únicos. Como advierte el mismo Claudio Guillén, ciertos géneros o subgéneros se articulan mediante oposiciones y polaridades y hay una voluntad muy definida de conciliar los metros y formas existentes entre 1530-1540 con los géneros grecolatinos (Guillén, 1988: 21). Considero que el desafío principal que nos encontramos a la hora de considerar el punto de vista canonizador en relación con los géneros poéticos en el siglo XVI y mucho más y sobre todo en el caso de los que llamamos hoy líricos, es evitar esa visión paradigmática del concepto de género, como molde cerrado que un autor acepta o rechaza, lo cual es muy croceano, pero poco puede ayudarnos a entender la verdadera naturaleza (histórica) de las cosas. También muchos de quienes celebraron esa importación de los modelos foráneos y lo vieron positivamente han mostrado idéntica concepción paradigmática de los géneros y del suceder literario. Me propongo en lo que sigue mostrar, con el ejemplo de la Canción III, que el concepto de género en la época de Garcilaso no tiene con el propio autor, pero tampoco con la Poética que se le supone adquirida, una relación tan estable, tan cerrada, y por supuesto no está definida del mismo modo, ni siquiera en su jerarquía y en los principios que han podido gobernar su canonización posterior. Vayamos primero a la jerarquía, que es aneja al concepto de canon. También hay una jerarquía de géneros y ésta ha mostrado ser muy movediza históricamente. Las Canciones de Garcilaso lo muestran muy bien. Podemos comparar lo que dice hoy sobre sus Canciones cualquier manual o estudio introductorio a las ediciones de Garcilaso. Veremos que salvo la «rareza» de la denominada Canción V, que es como se sabe una Oda, y con el titulo de Ode ad Florem Gnidi apareció en la Princeps, poco se dice hoy de esa esfera de su producción. Y si acaso se dice también algo de la Canción III, por su vínculo con el destierro de su autor en una isla del Danubio. Pero ¿cuál de nuestros editores actuales o historiadores generales sitúa en muy alto lugar la Canción IV? Hasta que Víctor García de la Concha (1986: 83-108) se fijara en ella y revelara su importancia

intrínseca para la officina poética de Garcilaso era, y ha seguido siendo, un lugar de paso, y muy ligero, en quienes hacen jerarquías dentro de la propia obra de Garcilaso. Y sin embargo tanto para Fernando de Herrera como para Tamayo de Vargas era sin duda la mejor de todas. Dice Fernando de Herrera: «sola esta canción muestra el ingenio, erudición i grandeza de espíritu de Garci Lasso porque es tan generosa i noble i declara tan bien aquella secreta contienda de la razón i el apetito, que oso dezir que ninguna de las estimadas de Italia le haze ventaja i pocas merecen igualdad con ella» (Herrera, 2001: 514). Decir que no se ve superada por ninguna de las italianas era decir mucho, tratándose de Canciones. No queda muy atrás, en una coincidencia destacable, Tamayo de Vargas, quien hace excepción a su laconismo y sobriedad. Nada ha dicho salvo detalles menores de las anteriores canciones, incluso ha afeado algo la I, y para la III solamente indica una enmienda de Herrera. Pero al llegar a la IV no quiere quedarse atrás del sevillano y escribe una larga anotación laudatoria, que comienza: «La IV es tal que a mi ver no tienen todas las lenguas juntas cosa más culta: y assí es la primera de las obras de GarciLasso, que cuando sola quedara de tanto como tenemos que agradecer al tiempo que nos ha conservado... bastaba para la honra de un gran varón» (Gallego, 1972: 612). Solamente esta disparidad de jerarquía entre la que la fijaron sus Comentaristas de 1580 y 1622 y la que la fortuna le ha deparado posteriormente, podría hacernos sospechar que algo que se nos escapa, que entronca con un topos platónico fundamental, según ya vio Herrera y que como ha mostrado García de la Concha tiene que ver con ejecución de desafíos que van más allá de la simple asimilación de un petrarquismo, estaba sobre la mesa evaluadora de quienes iban a fijar la jerarquía interna de los poemas de Garcilaso, que como se sabe ha ido luego por derroteros muy distintos y no en beneficio precisamente de las Canciones y mucho menos de la IV. Pero no es el momento de detenernos en las jerarquías que la Historia Literaria ha establecido en cada momento en el interior de la obra de Garcilaso y aunque es asunto que merece estudio nos llevaría a otro lugar del que intento recorrer en este capítulo y que tiene su eje central en la Canción III, para ver a propósito de ella cómo una diferente jerarquía de géneros y una concepción muy precisa de lo que era o no una Canción petrarquista ha intervenido muy directamente en su interpretación, incluso ocultando algo su sentido. Un recorrido por su recepción crítica, que no puedo hacer ahora en detalle, muestra que ha sufrido avatares diversos en interpretación y en jerarquía valorativa, si bien, aunque se ha apreciado el formidable arranque, en concreto la estanza 1 y su desembocadura en la 5, y el delicado locus amoenus y el no menor hallazgo expresivo contenido en el envío, nunca estuvo entre las más notables paradas de la crítica, pese al delicado estudio que muy tempranamente le dedicó Margot Arce (Arce, 1960: 105-126). Si acaso de su recepción crítica nos interesa precisamente el enigma, no resuelto todavía de modo satisfactorio, de cómo interpretar las tres estanzas centrales, la II, III y IV, esto es, cómo resolver las que Margot Arce llamó reticencias varias que en tales estanzas se suceden y que también se proyectan sobre los enigmáticos versos finales. Esta breve obra de 73 versos en cinco estancias de trece versos y una estancia más

breve, la final, de ocho versos, se encuentra en efecto entre las más enigmáticas de las composiciones de Garcilaso y dista mucho de haber sido comprendida cabalmente, a mi juicio. Intentaré proponer una vía interpretativa parcialmente diferente a las precedentes, ensayando otro método que permita advertir mucha más coherencia y claridad en esta obra de la que la crítica ha supuesto cuando la ha analizado. Leámosla de nuevo: 1 Con un manso rüido d’agua corriente y clara cerca el Danubio una isla que pudiera ser lugar escogido para que descansara quien, como estó yo agora, no estuviera: do siempre primavera parece en la verdura sembrada de las flores; hacen los ruiseñores renovar el placer o la tristura con sus blandas querellas, que nunca, día ni noche, cesan dellas. 2 Aquí estuve yo puesto, o por mejor decillo, preso y forzado y solo en tierra ajena; bien pueden hacer esto en quien puede sufrillo y en quien él a sí mismo se condena. Tengo sola una pena, si muero desterrado y en tanta desventura: que piensen por ventura que juntos tantos males me han llevado, y yo sé bien que muero por solo aquello que morir espero. 3 El cuerpo está en poder y en mano de quien puede hacer a su placer lo que quisiere, mas no podrá hacer que mal librado quede mientras de mí otra prenda no tuviere; cuando ya el mal viniere y la postrera suerte, aquí me ha de hallar en el mismo lugar, que otra cosa más dura que la muerte me halla y me ha hallado y esto sabe muy bien quien lo ha probado.

4 No es necesario agora hablar más sin provecho, que es mi necesidad muy apretada, pues ha sido en una hora todo aquello deshecho en que toda mi vida fue gastada. Y al fin de tal jornada ¿presumen d’ espantarme? Sepan que ya no puedo morir sino sin miedo, que aun nunca qué temer quiso dejarme la desventura mía, qu’el bien y el miedo me quitó en un día. 5 Danubio, rio divino, que por fieras naciones vas con tus claras aguas discurriendo, pues no hay otro camino por donde mis razones vayan fuera d’aquí sino corriendo por tus aguas y siendo en ellas anegadas, si en tierra tan ajena, en la desierta arena, d’alguno fueren a la fin halladas, entiérrelas siquiera porque su error s’acabe en tu ribera. 6 Aunque en el agua mueras, canción, no has de quejarte, que yo he mirado bien lo que te toca; menos vida tuvieras si hubiera de igualarte con otras que se m’an muerto en la boca. Quién tiene culpa en esto, Allá lo entenderás de mí muy presto.

Son conocidas las circunstancias contextuales (ya informaba de ellas Fernando de Herrera al frente de su anotación, y las ilustró mucho Navarrete) que permiten situar este texto: el destierro que sufrió Garcilaso en algún lugar cercano al Danubio por haber participado activamente en el matrimonio secreto de su sobrino con la hija del duque de Alburquerque, matrimonio no permitido por el Emperador. Garcilaso, que se encontraba muy próximo a Carlos V, y le había servido fielmente, se ve duramente castigado, pese a esa fidelidad, y vio perder en un instante toda la labor de una vida de entrega a la causa política de Carlos. Hay referencia muy clara en los versos 42 a 45: que es mi necesidad muy apretada,

pues ha sido en una hora todo aquello deshecho en que toda mi vida fue gastada[2].

Anteriormente Garcilaso había expresado con claridad (estancia segunda) estar en esta isla desterrado forzoso. Esta claridad de la circunstancia concreta y las referencias directas a un episodio vital conocido, contrastan sin embargo con otras muchas referencias crípticas, o alusiones sin concretar, que Margot Arce (1960: 91-100) dijo debidas al abundante uso de la reticencia. El uso de pronombres personales y demostrativos alusivos sin referencia conocida es continuo, así como el cruce del tema del destierro con referencias a desventuras anteriores y otros males que la mayor parte de los críticos, como suele ocurrir casi siempre con Garcilaso pese a la claridad de las tesis expuestas por Luis Iglesias (Iglesias, 1986: 61-82), sitúan referidos al desengaño por la pérdida de Isabel de Freyre. La serie de versos difíciles de interpretar cabalmente son: «bien puede hacer esto / en quien puede sufrillo / y en quien él a sí mismo se condena» (vv. 18-20). Mientras algunos críticos han supuesto un reconocimiento humilde de Garcilaso de su culpa, Rivers piensa, al contrario, que hay una negación implícita[3]: «y se yo bien que muero / por sólo aquello que morir espero» (vv. 25-26). Con referencias a Cancioneros se hace ver que hay aquí una alusión amorosa: ‘solamente me hará morir aquello que más amo y en lo que espero’; «mas no podrá hacer / que mal librado quede, / mientras de mí otra prenda no tuviere» (vv. 30-32). Se interpreta: teniendo el Emperador el cuerpo del poeta y gobernando sobre él, no podrá gobernar sobre su alma o albedrío, que es esa otra prenda inasequible al poder de otro: «que otra cosa más dura que la muerte / me halla y me ha hallado / y esto sabe muy bien quien lo ha probado» (vv. 37-39). La crítica fácilmente piensa que es pena amorosa, lo que favorece el tópico de los cancioneros de ser quien lo prueba quien lo sabe, inmortalizado luego por Lope de Vega como bien anota Bienvenido Morros (1995: 74): «la desventura mía / que el bien y el miedo me quitó en un día» (vv. 51-52). Y el enigmático broche de los dos versos últimos: «quien tiene culpa en esto / allá lo entenderás de mí muy presto». La misma actitud indecisa entre una lectura amorosa, de la pérdida del bien amado, y una lectura directamente política, de reproche al Emperador por su destierro, que se ofreció respectivamente por Keniston en 1922 y por Tomás Navarro Tomás en 1911, mantiene Margot Arce en 1960 y sigue ofreciendo la espléndida anotación con que Bienvenido Morros entrega su edición, y que en las notas referidas a los versos 37-38 dicen: «Garcilaso sigue sembrando la ambigüedad: otra cosa más dura puede identificarse con el destierro (o sus causas) o bien con el amor», y en la nota al verso 52: «El bien de que lo ha despojado la fortuna debe identificarse con el favor del Emperador (vv. 43-45) pero también se ha interpretado como una alusión a un amor perdido con anterioridad al destierro, concretamente con el de Isabel de Freyre, que se casó en 15281529». Y resuelve así Bienvenido Morros, quien remite a Rivers, el enigmático final: «Quien tiene culpa en esto / allá lo entenderás de mí muy presto»; «allá: en referencia al reino de la Muerte donde el poeta piensa reunirse con su canción enterrada el alguna de las riberas del Danubio y descubrirle al culpable (o a la culpable) de que haya tenido que

anegarla en sus aguas». Creo que el enigma podría estar más cerca de resolverse, y eso me propongo, si damos dos pasos sucesivos: 1) analizar esas tres estanzas centrales como tres variaciones de un mismo argumentum retórico revelará un sentido claro de su estructura, composición y sentido y 2) ver que tal interpretación concuerda muy bien con el horizonte genérico del género «Canción» en Garcilaso y su época. 1. Considero que esta canción III es susceptible de un análisis estructural sobre el soporte de un argumento retórico base, que arroje luz sobre alguno de los puntos enigmáticos, porque es un poema de una estructura compositiva perfectamente acordada y que desarrolla en sus tres estancias centrales un único tema a modo de argumentatio con propositio y conclusio. Vistas en términos de su ordenación estructural retórica hay mucha más claridad y la obra toda adquiere una coherente trabazón. Está claro que el destierro es un leit motiv que reúne diferentes fuentes. La circunstancia del exiliado que se lamenta de su situación a la orilla de un río la remite Bienvenido Morros al famoso Salmo 136 («Super flumina Babylonis illic sedimus et flevimus...») (ibídem: 72) y también el contraste entre la primavera y el lamento del poeta puede tener una fuente en el exilio ovidiano, según se anotan los versos de Tristia, III, XII, 1-6 (ibídem: nota a los versos 8 y 9 de la Canción III), incluso la circunstancia de ser a la orilla del Danubio tal destierro reforzaría esa fuente[4]. Podría pensarse que Ovidio está presente asimismo en la misma situación pragmática originada en Ponticas, al dirigir su lamento al Emperador, lo que permitiría a Garcilaso una expresividad proporcionada por la propia intertextualidad latente, que seguramente un receptor de su poesía percibiría de inmediato. Pero superpuesto al motivo del exilio hay otro, vinculado a él, de mucha mayor presencia: la suposición de que la muerte le sorprenda en el destierro. La crítica no ha advertido que cuantitativa y cualitativamente (puesto que toda la argumentatio gira en torno al supuesto de la muerte en el destierro) la palanca argumentativa del poema es esa supuesta muerte que puede venir. Cuantitativamente está claro: nada menos que trece alusiones a la muerte en los 73 versos (3 en la estrofa segunda, 3 en la tercera, 2 en la cuarta, 2 en la quinta, 3 en la sexta), y ello considerando sólo las alusiones directas, sin tener en cuenta que toda la estrofa 5, dedicada al Danubio, discurre en todos sus versos sobre la imagen de la canción que muere en las aguas (asociando el río al camino hacia la muerte, con el entierro final de los versos). Pero en Garcilaso (como en ningún poeta, pero menos en Garcilaso) no podemos ir muy lejos con el sólo recuento cuantitativo. Es preciso estudiar mejor la posición que estas referencias tienen en el conjunto. ¿Dónde las ha situado?, ¿qué estructura animan? Es aquí donde todo el conjunto del poema, y especialmente su parte más enigmática, las tres estrofas centrales, encuentran una cabal explicación, precisamente por la simetría de la composición, simetría que obedece como dije al esquema de la argumentatio en forma de propositio+tesis+conclusio. Veámoslo: La primera aparición del tema de la muerte no se da hasta el verso 21, muy atrás por

tanto. Anteriormente ha descrito un conocido locus amoenus en el que se da el elegíaco contraste, tan garcilasiano, entre la belleza del lugar y la tristeza del poeta: ‘un lugar que sería de descanso e ideal para el disfrute, no puede ser gozado así’. El poeta en medio de un paisaje idílico anuncia ya, a modo de introducción, una desgracia que le impide disfrutar de tal paisaje, desgracia que será la que desarrollen las tres estancias siguientes. Pero estas tres estancias (la 2, la 3 y la 4) no deben analizarse por separado, ni en su sola contigüidad. Tienen que leerse, lo que creo no se ha hecho, viéndolas conjuntamente y una en relación con la otra, y no sólo en relación temática, sino sobre todo en relación constructiva, en su composición dispositiva, su inventio y dispositio unidas. Cuando esto hacemos vemos un orden perfectamente simétrico en las tres: Las tres comienzan refiriéndose al destierro y a la circunstancia del castigo. Siempre la primera mitad de cada una de las tres estancias, en efecto, se dedica a este asunto, y son perfectamente claras: da noticia del destierro en los primeros seis versos de la segunda estancia; advierte en la tercera (dedicándole también seis versos iniciales) de que no podrá este destierro gobernar su albedrío, y en la cuarta estancia dedica asimismo seis versos iniciales al asunto, lamentando haber perdido en una hora todo lo conseguido en una vida. Ya sería suficiente con admirar que Garcilaso hubiera distribuido tan simétricamente la primera mitad de cada una de estas tres estancias. Todas acaban en el verso seis el motivo del destierro y con pausa fuerte y fin de periodo sintáctico. Pero no queda ahí. Lo importante es que, justo después de cada una de esas mitades en las tres estancias, es cuando se encuentra situada la proposición relativa a la muerte: «si muero desterrado...» (verso octavo de la estancia segunda), «cuando ya el mal viniere/ (verso séptimo de la estancia tercera) y la postrera suerte», «y al fin de tal jornada» (verso séptimo de la estancia cuarta). No puede ser casual la concurrencia posicional de estas tres alusiones a la muerte. Tampoco lo es que tengan una misma estructura sintáctica de proposición potencial o proyectada a un futuro hipotético, que expresan para cada caso la condicional, la temporal y el contenido del sintagma «al fin» (siendo común por otra parte para el caso de la estancia 4ª la identificación en el lenguaje poético de la época de «jornada» y vida). La hipótesis es pues la llegada de la muerte en el momento del destierro, hipótesis formulada en las tres estancias en idéntica posición formal (y tras los seis versos referidos a ese destierro). Analicemos ahora los tres versos últimos de cada una de estas tres estancias. Estancia 2 que juntos tantos males me han llevado, y se yo bien que muero por solo aquello que morir espero. Estancia 3

que otra cosa más dura que la muerte me halla y me ha hallado y esto sabe bien quien lo ha probado. Estancia 4 que aun nunca qué temer quiso dejarme la desventura mía que el bien y el miedo me quitó en un día.

Advertimos que en las tres estancias sus tres versos finales tienen la misma estructura métrica: endecasílabo, heptasílabo, endecasílabo. También coinciden las tres estancias en situar en el arranque de estos tres versos un «que» con valor causal o consecutivo: «Puesto que....» o «porque», como corresponde en español al inicio de la conclusión de un razonamiento. Y esta similitud formal no podía ser gratuita: el contenido de los tres versos en las tres estancias también es similar: ‘hay algo en la vida anterior del poeta que lo libera del miedo a la muerte, por haber sufrido mucho más’. Que el contenido de estos tres versos sea semejante y que gire en torno al amor desdichado completa a modo de conclusión el razonamiento. Según esta estructura, en las tres estancias tenemos la construcción idéntica de un argumento retórico que en su paráfrasis se correspondería así: ‘El destierro al que me veo sometido no podrá causarme más daño. Ni siquiera si la muerte adviene y me sorprende en el destierro piense nadie que he muerto por ello, pues he conocido otros dolores mayores que éste’. Para la eficacia del argumento es fundamental el orden lógico-retórico de la construcción: 1º. Enorme desgracia del destierro (seis versos iniciales de cada estancia) 2º. Propositio: «si muero desterrado...» (estancia 2) «cuando ya el mal viniere...» (estancia 3) «y al fin de tal jornada...» (estancia 4) 3º. Tesis: «no piensen que muero por ello» (estancia 2) «aquí me ha de hallar (dispuesto)» (estancia 3) «no me espantaré de miedo» (estancia 4) 4º. Conclusio: «porque tengo mayor causa para morir» (estancia 2) «porque he vivido dolores mayores que la muerte» (estancia 3) «porque mi desventura un día me quitó el bien y el miedo» (estancia 4) Refuerza mi tesis respecto al argumento retórico implícito en las tres estrofas la

presencia de un adversario frente al que el argumento oratorio está construido y al que el orador-poeta implícitamente se dirige. Su argumento está dirigido en forma de prevención, así lo señala en dos de las estancias, a quienes pueden pensar («Tengo sola una pena si muero en el destierro, que piensen...») o bien que el poeta ha muerto de dolor por el destierro (estancia 2) o bien que presuman de haberle causado miedo («¿presumen de espantarme… sepan...» en la estancia 3). Es esa opinión y falsa explicación posible que de su muerte hagan los demás (y posiblemente el Emperador), lo que preocupa al poeta, y origina todo el argumento, que es de desplante orgulloso frente a tal interpretación de su hipotético final desgraciado. Contempladas, pues, las tres estrofas en su conjunto como tres argumentos retóricos sobre el mismo tema, el sentido de la Canción se aclara y puede interpretarse toda ella a esa luz. Garcilaso orgullosamente argumenta que el mal del destierro no es el que le habrá causado la muerte, si esta llega, y lo dirige hacia el público que pudiera pensar eso. Concluida la triple argumentatio (estrofas 2-3-4) vuelve en la estrofa 5 al mismo Danubio del comienzo, para enviar a sus aguas «sus razones» (vean que el término puede ser contiguo a argumentos, como traducción del técnico rationes; aunque B. Morros lo asimila a ‘palabras’, se puede atestiguar un uso constante en la época y en el propio Garcilaso de razones como argumentos), con el temor de que quizá sean inútiles o mueran en ellas (siendo el río sordo a ellas), pero quizá alguien las encuentre y, si son un error, las entierre finalmente. Garcilaso, ya en la conclusión o envío, última estrofa, ve la posible inutilidad del argumento, que quizá muera en las aguas, pero mejor suerte es esa que haber callado, como ocurrió con otros poemas que se han muerto en su boca. Y la razón de ese silencio queda a una explicación posterior, allá, cuando pueda hacerse, al otro lado de la muerte: «Quien tiene culpa en esto / allá lo entenderás de mí muy presto». El referente de «quien» puede ofrecer dos interpretaciones. Interpreto Esto como pronombre demostrativo cuyo antecedente referido es el silencio, las palabras muertas en la boca, que han sido los versos no salidos a la luz. Menos plausible, en el conjunto de esta obra y desde esta interpretación es la posibilidad de que ese silencio refiera al obligado secreto de amante. Es más plausible la autocensura a la que se ha sometido por el temor al poder de quien ha resultado culpable de su destierro. De ese modo, incluso muriendo en el Danubio, anegadas y sin virtual eficacia, tendrán mejor suerte que las que han muerto en su boca, censuradas por él mismo. Será allá, en el reino de la muerte adonde han ido las palabras muertas en el Danubio, según indica Rivers, donde se explicará el verdadero motivo de tales silencios, lo cual refuerza la posibilidad de la lectura del referente político de ese «Quien» culpable, que no sería otro que el temor a recibir un castigo mayor del Emperador, causante no sólo del destierro, sino de la autocensura a que se ve sometido y que ha convertido en no nacidos tantos versos. 2. ¿Una canción garcilasiana con argumento político? Sí. La interpretación que he dado es plenamente acorde con el horizonte del género «Canción» en la época de Garcilaso. Ha dificultado mucho verlo así la ordenación que hizo Boscán en la Princeps de 1543

agrupando los sonetos y las canciones como géneros de imitación petrarquista y desplazando los de imitación clásica a otro grupo (oda, elegía, epístolas y églogas). En la carta a la Duquesa de Soma Boscán deja patente que «este segundo libro terná otras cosas hechas al modo italiano, las quales serán sonetos y canciones, que las trobas de esta arte assí han sido llamadas siempre» (Boscán, 1957: 87). Tanto Claudio Guillén como Begoña López Bueno han dado argumentos muy sólidos sobre la arbitrariedad o al menos convencionalidad de tal agrupación y su dependencia del interés de Boscán por señalar la versificación de tipo italiano y el nuevo «modo de escribir». Por eso mismo tal esquema no debería extremarse hasta el punto de ocultar que la contigüidad entre la Canción y el modo italiano que Boscán traza es más estratégica que nocional, y cumple bien a los intereses de mostrar una situación de coyuntura del momento (Guillén, 1988: 24-25). A esa agrupación de Boscán, al adjetivo petrarquista o «italiana» que se añade comúnmente al sustantivo «Canción», incluso a la idea, que ha llevado a su extremo Antonio Prieto[5] en su edición al concebir la obra toda de Garcilaso como un Cancionero petrarquista, todo ello ha llevado el género canción, cuya forma métrica y su molde externo sí es de imitación italiana, a concebirse también temáticamente y en su dimensión genérica separado de la tradición clásica. Pero la concepción de los géneros según evidenció Guillén para la relación de sátira y epístola en el propio Garcilaso y según han reforzado las investigaciones de Begoña López Bueno, no era tan estanca y además fructificaban en los poemas sincretismos muy notables, lo que también es evidencia para la Ode ad Florem Gnidi[6]. Si los géneros renacentistas, según advirtió Toffanin y glosa Claudio Guillén, eran de una «sorprendente libertad arquitectónica»[7], y si eso puede verse muy bien en la mixtura de tonos, temas, motivos y formas de la epístola y la sátira, igualmente ha podido verse para la Canción en su relación con la Oda, tesis principal de la revisión que Begoña López Bueno ha llevado a cabo del sistema de géneros en el XVI, a la luz, pero no solo ahí, de la intervención de Herrera en sus Anotaciones a Garcilaso (López Bueno, 1994: 721-738 y 1997: 1983-199). Begoña López Bueno ha analizado cómo Herrera establece no solamente una polaridad épica/lírica, sino una equiparación implícita de lo lírico con la canción, englobando las dos nociones en un campo genérico que Herrera considera en continuidad desde los grecolatinos a su tiempo. Precisamente la impronta ovidiana, ya comentada arriba, del tema del destierro en el Danubio favorece ese entronque clásico y en ese caso la vecindad de la canción garcilasiana con los géneros de la elegía y la epístola, que son los respectivos de Tristia y de las Pónticas. La canción no solamente es considerada por Herrera en el más alto rango poético, sino que confluyen en ella varias tradiciones: la inscripción del género en la línea de la antigua Oda o bien de la epístola, si el referente garcilasiano es Ovidio, como parece también plausible. Lo que es segura es su asignación a diversos temas y formas, puesto que la canción, como dice explícitamente Herrera en su comentario, «se acomoda a varios números y a todos los argumentos». En la canción por consiguiente confluirían las dos tradiciones, la clásica grecolatina y la medieval renacentista, Ovidio y Horacio con el Dante y Trissino. Dentro del ámbito de la Mélica (equivalente al concepto actual de lírica), parece clara la polaridad canción /elegía, una

polaridad que ordena según hace ver Begoña López Bueno un sistema de géneros muy coherente, que sin embargo permite que la canción ofrezca una modalidad celebrativa, un registro público, un estilo sublime y una métrica en estancias (López Bueno, 1997: 195). También la confluencia del modelo ovidiano ha podido en Garcilaso colaborar para un sincretismo real de las opciones latinas de Oda y Epístola. Aunque vendría muy bien a mi interpretación de la Canción III, los argumentos de Herrera que favorecen ese sincretismo del género canción y su permeabilidad con la Oda clásica, y que han sido analizados con un pormenor en el que no puedo detenerme en esos estudios citados de B. López Bueno a los que remito al lector interesado en los detalles, esos argumentos de Herrera, digo, no parecen hechos solamente a la medida de las canciones de Garcilaso, pero tampoco al margen de ellas, puesto que en las Anotaciones se vierten. Y no solamente porque las fuentes desveladas por Bienvenido Morros del pasaje herreriano, en concreto Trissino, Minturno y Ruscelli, fueran conformes a esta interpretación, aunque son muy significativas las ampliaciones que impone Herrera, sino porque como ha mostrado A. Gargano y recoge el propio Bienvenido Morros en el Estudio Introductorio a su Edición de Garcilaso, puede seguirse en poetas italianos contemporáneos de Garcilaso todo un proceso de asimilación de los Carmina de Horacio, a los que llamaron Odas, y que vinieron a ampliar y dignificar la tradición de la canción de origen petrarquista. Y no cualesquiera poetas, puesto que el Bembo y el Tasso estuvieron en ese gozne (Morros, 1995: 65-66). Es hora de caminar hacia unas conclusiones. Para el asunto de la canonicidad, no puede dejar de decirse que se sigue una u otra jerarquía, ya en la época de Garcilaso, pero con una prolongación posterior (y no siempre en el mismo sentido) para sus Canciones según vinieran de la emulación de la musa italiana o pudieran inscribirse en una tradición clásica de mayor relieve, como quiere y argumenta muy bien Fernando de Herrera. Las Historias literarias no han querido siempre seguir esa senda señalada, ya digo que no sólo por Herrera sino por la evidente permeabilidad interna de ciertos subgéneros de lo que hoy conocemos como lírica, y han querido concebir las Canciones de Garcilaso dentro de musa petrarquista, que es la que había servido para canonizar a Garcilaso desde la mirada de Boscán y sus valedores (y para denostarlo desde la mirada nacionalista de Ticknor y Amador de los Ríos). Esta adscripción ha supuesto notable incomodidad para interpretar desde ella el sentido de al menos, las canciones III y IV. Si a eso añadimos que la V se sabe Oda, tenemos que tan sólo dos de las en principio cinco Canciones, la Primera y la Segunda, estarían en ese lugar de continuidad petrarquista. Para las otras hay otro lugar posible. Pero ese lugar no es el vacío, sino un momento muy peculiar de la cultura de los géneros que llamamos hoy líricos, en que el Renacimiento está produciendo un particular sincretismo de varias tradiciones formales y tonales, románicas y clásicas, que permite además a los poetas situados en la primera mitad del XVI que un género como la Canción (del mismo modo que la Epístola) sea cauce para diferentes necesidades expresivas, temas y habilidades, aunque en el esquema métrico se siga una tradición románica. Concebir los géneros como paradigmas cerrados, que actúen invitando sólo a una «selección» y por tanto alternativa, y no a una combinación,

puede llevar no únicamente a provocar lecturas ad hoc de ciertos poemas (como una lectura petrarquista-amorosa de la Canción III), también puede llevar a una jerarquía propia que contemple el corpus garcilasiano a la sola luz de tales realizaciones, para canonizarlo o para denostarlo, según vimos, y postergando ese otro Garcilaso que fue posible y necesario en aquel momento apasionante de nuestra historia literaria.

NOTAS [1] Aunque a propósito del teatro del siglo de Oro he analizado el sistema conceptual que rige la canonicidad en esta Introducción a la Historia literaria de José Amador de los Ríos en «El canon literario y el teatro áureo en la Historia Crítica de la literatura española de José Amador de los Ríos» (Pozuelo, 2002, pp. 335-353). [2] Ya se ve, en este motivo del cambio total de Fortuna, una influencia de Tristia de Ovidio. Concretamente Tristia 1,1, vv.119-122. El destierro del poeta romano, a un lugar del Danubio (Tomos) actúa como intertexto constante para esta Canción garcilasiana, también por el enigma que rodea las causas de ese destierro y la naturaleza críptica de las referencias que al suyo hace el propio Ovidio tanto en Tristia como en las Pónticas. [3] Pueden seguirse las opiniones contrarias sobre el reconocimiento o no de una culpabilidad en Garcilaso, que han manifestado Keniston y Rivers en Bienvenido Morros, 1995: 421. [4] Claudio Guillén, en su ensayo «El sol de los desterrados. Literatura y exilio», comenta ampliamente la impronta ovidiana al tema del exilio y la mixtura entre elegía y epístola, respectivamente en Tristia y las Epistulae ex Ponto (Guillén, 1998: 3640). [5] Antonio Prieto tituló Cancionero (Poesías Castellanas completas) su edición de Garcilaso (Prieto, 1982) y confirma, aunque ya con otro título, en su edición de Garcilaso: Poesía Castellana Completa (Prieto, 1999). [6] Según ya hizo ver, insistiendo en su naturaleza de oda y en el juego socarrón de muchos de sus versos, Fernando Lázaro Carreter (1986: 109-126). [7] Rafael Lapesa ya dedicó un apartado titulado «Horacio y Ovidio» de su libro La trayectoria poética de Garcilaso. Allí leemos lo siguiente, que conviene perfectamente a nuestra tesis: «La conjunción de petrarquismo y clasicismo sitúa a la poesía garcilasiana dentro de las más dignas corrientes literarias aparecidas en Italia en el primer tercio del siglo XVI» (en Lapesa, 1985: 95). Es lástima que don Rafael no convocase, cuando trata concretamente de esta Canción III (ibídem, pp.81-82), tal sincretismo y la lea casi completamente en el horizonte de expectativas de una canción petrarquista.

CAPÍTULO 2 La Fábula de Polifemo y Galatea de Góngora como poema narrativo Para Góngora, la poesía, en todo su rigor, es un lenguaje construido como un objeto enigmático... Poesía, por tanto, como lenguaje: ‘lenguaje construido’. Si toda inspiración se resuelve en una construcción, y eso es siempre el arte, lo típico de Góngora es la abundancia y la sutileza de las conexiones que fijan su frase, su estrofa. Nunca poeta alguno ha sido más arquitecto. Nadie ha levantado con más implacable voluntad un edificio de palabras. El impulso implícito en cualquier arte como tal arte ha llegado en las obras mayores de Góngora a su plenitud... (Guillén, 1960: 35 y 38)

GUILLÉN ACIERTA AL VER que todo lenguaje poético es una construcción singular J ORGE y única. Reconoce en Góngora un alto grado de intensidad en el rigor constructivo y en la sutileza de sus conexiones. Pero Guillén habla de las conexiones que fijan la frase y la estrofa. Y habla del arquitecto de palabras. Este estudio pretende extender esta intuición de Guillén y glosarla más allá de la frase y de la estrofa. Extenderla al conjunto del poema. Mi propósito será analizar el conjunto de conexiones textuales que rigen la arquitectura narrativa de la Fábula de Polifemo y Galatea. Y no únicamente para dar cuenta de algo obvio y que todo lector percibe: ninguna obra de Góngora supera a ésta Fábula en unidad del proyecto y en el ensamblaje de su factura. La dimensión de arquitecto que Guillén tan acertadamente diagnostica en toda la producción de Góngora se ofrece en esta obra con peculiar intensidad y tensión. Pero decir arquitecto es algo más que decir constructor o artesano. No hay edificio artístico ni poesía que sea sólo de palabras. La arquitectura de palabras y el ensamblaje perfecto de la estructura alcanzan a la idea que alimenta toda esa construcción. Góngora es, pues, un arquitecto de ideas. Y ha nutrido su poema de una ordenación artística singularmente tensa en beneficio de la idea que alcanzará a ser su almendra significativa: la Fábula de Polifemo y Galatea es una versión de la vieja y eterna dialéctica de Eros y Tánatos, el Amor y la Muerte. 1. No ha sido común en los lectores y críticos la consideración de la Fábula de Polifemo y Galatea como ficción narrativa, como lo que es: la narración de una historia de amor y muerte, mejor, la construcción de una fábula narrativa donde Góngora ha optado por una administración concreta del material del mito de Polifemo y Galatea, material que hereda, pero al que impone, como todo narrador de una historia ajena, una selección de sus motivos posibles y una elección de su orden de aparición. En definitiva, una construcción propia. Analizar por tanto esa construcción narrativa como elección estilística puede ser fundamental en orden a determinar el universo de su significación, que, insisto, sin ese análisis quedaría más disperso e inalcanzable. Que un poema tan bien analizado, que ha gozado de exégesis tan excelentes y difícilmente superables como las de Antonio Vilanova (1957) y Dámaso Alonso (1950 y 1967) no haya sido planteado como narración, como ficción amorosa en que su

narratividad sea fundamental, obedece a dos tipos de condiciones críticas. La primera afecta en general a toda obra en verso calificada, y no siempre bien calificada, como lírica o como poesía. No puedo extenderme ahora, ya lo hice en otro lugar (Pozuelo, 1991), en el asunto de cómo la difícil y muy azarosa inserción del género «lírica» en el edificio teórico de los géneros en el Renacimiento europeo y su posterior consagración en el Romanticismo ha producido notables disfunciones entre lo conceptual y lo objetual y entre género como teoría y como creación histórica. Esa disfunción ha hecho que el objeto lírico se concibiese en un orden distinto del narrativo, lo que no fue así durante siglos (y la Fábula de Góngora será un ejemplo en la estirpe de otras formulaciones de la edad clásica, como las de Ovidio o Teócrito, Virgilio, Garcilaso o tantos otros poetas que no han escrito su poesía del modo como hoy entendemos la poesía y no habrían de entender la poesía lírica que hoy concebimos vinculada a la expresión de un yo subjetivo y en un orden diferente de la narración). Pese a que investigaciones recientes, como la de Genette (1991), insistan en la secular idea de una separación de la poesía lírica de los géneros ficcionales narrativos, consagrando la interpretación renacentista del esquema aristotélico, en mi estudio citado he recorrido algunas razones en apoyo de la posibilidad de contemplar lo que llamamos poesía lírica en un orden conceptual en absoluto opuesto a la ficcionalidad, ni por supuesto, como ha ocurrido durante siglos, a la narratividad. Allí remito al lector interesado. Por ahora baste con advertir que la Fábula de Polifemo y Galatea es un poema narrativo, una Fábula, género que no se deja manejar fácilmente en una dialéctica teórica que enfrentara o situara en órdenes distintos lírica y narrativa o bien lírica y ficción. Sabemos que la fábula mitológica es un género histórico perfectamente encuadrable tanto en la dimensión que hoy llamamos poesía y no menos en la que hoy llamamos narrativa, puesto que poema narrativo es, como tantos otros en su época. La segunda condición crítica que ha favorecido muy poco el estudio de la narratividad de esta obra como ficción amorosa afecta al modo particular como la escuela Estilística ha leído a Góngora. La recuperación de este poeta y su redescubrimiento en los años veinte de este siglo se hizo en una atmósfera en que el formalismo dominaba el ambiente crítico. Un formalismo que tendía a subrayar los elementos de elocución y organización de lo que Paul Valéry llamaría la obra en sí. No sólo los formalistas rusos se vieron inclinados a favorecer el análisis de las formas del poema y de sus mecanismos micro-textuales, rítmicos, fónicos y tropológicos, también la Estilística, aunque desde otra orientación particular, compartía ese afán por desterrar toda sospecha de interpretación y paráfrasis gratuita y se entregó al análisis de las recurrencias, paralelismos y vehículos del gran descubrimiento crítico al que Dámaso entregó sus mejores intuiciones: la de la esfera motivadora de la significación desde la estructura del significante. La palabra poética de Góngora era un signo poético que deshacía la pretendida arbitrariedad y no motivación del significado respecto de su significante. Pero se privilegió, lo hemos visto en la cita de Guillén que he situado al frente de este estudio, la conexión de la frase y de la estrofa, la arquitectura del espacio del verso y de la octava real como criaturas casi autónomas, perfectas construcciones de sonido y de sentido. El libro de Dámaso, su genial análisis, fluía predominantemente estrofa a estrofa

y verso a verso, y aunque hay una interpretación global de la Fábula como ejemplo cabal del contraste barroco entre la Monstruosidad oscura de Polifemo y la Belleza luminosa de Galatea, quedó menos favorecido el ensamblaje de la construcción narrativa de la Fábula, su Dispositio textual. 2. Góngora, pues, no recoge el mito en un estado aceptado y se limita a reproducirlo por el solo ejercicio de su brillantez elocutiva. Hace mucho más que eso. Una de las más altas cualidades de su poema es la dimensión estética de su organización narrativa en orden a una tensión cuidadosamente orquestada. Frente a la versión ovidiana del mito, que es la que le sirve de fuente principal y donde el poeta latino había dispersado su atención en múltiples comparaciones (en la versión ovidiana, por ejemplo, Acis no interviene ni a la escena de amor entre Galatea y Acis asistimos), casi todo el fragmento ovidiano (81 de los 148 versos) se centra en la ponderación de riquezas de Polifemo. O frente a la versión de D. Luis Carrillo de Sotomayor, difundida en 1611, dedicada también al conde de Niebla y que pudo Góngora conocer. En la de Sotomayor, que se desarrolla en treinta y cinco octavas, frente a las sesenta y tres de Góngora, la dispersión temática es mucho mayor. Como Ovidio, Carrillo deja que Galatea sea quien narre la historia; pero sobre otras muchas cualidades una comparación de las dos versiones revela que Góngora orquestó mucho mejor la estructura y las secuencias, concibió un desarrollo propio de la historia y anudó las secuencias de modo perfecto, no dejando resquicio alguno en la secuencia de los hechos y tasando mucho la transición de un estado a otro. El mutuo descubrimiento de Acis y Galatea, el delicado juego de miradas que precede a su Amor, ese ballet sin palabras que precede al tálamo, la focalización misma de la escena, que cambia de lugar y de punto focal, pues una vez quien ve y mira es Acis y después Galatea, mientras aquél finge el sueño mentido que Galatea sí tuvo antes. La sabia alternancia que Góngora imagina entre una simultaneidad del canto de Polifemo y de la escena de amor y la interrupción de aquél por el descubrimiento de ésta, el mismo final abrupto que se desencadena precipitado y violento y que resuelve una tensión acumulada...; todo ello muestra no sólo a un poeta, también a un excelente narrador, cualidad ésta, la de una estructura narrativa perfectamente cuidada en la que Góngora sobresale sobre sus fuentes y contemporáneos y que me propongo analizar en lo que sigue. La arquitectura narrativa de la fábula gongorina está quiciada sobre un principio de composición equilibrada. Es el equilibrio de las partes, su perfecta unidad la que sobresale. No nos engañen consideraciones sobre lo barroco del poema. La singular armonía de su dispositio textual se puede pulsar respecto a cánones de muy medida organización temporal y espacial. Si tuviéramos que unir como frecuentemente se ha hecho al clasicismo de las formas narrativas los principios estilísticos de unidad de tiempo y de lugar que los cánones renacentistas utilizaron para la tragedia, tendríamos que esta fábula mucho se acerca a ellos, como ya destacó Robert Jammes (1967: 476-480). Toda una acción unitaria ha desarrollado en el límite de una tarde. En la estrofa 23, «La fugitiva ninfa, en tanto, donde /hurta un laurel su tronco al sol ardiente». Es mediodía y al tronco del laurel no llega por tanto el sol, que cae perpendicular. Inmediatamente

Galatea se baña (así lo interpreto, aunque es cuestión controvertida que ha suscitado mucha bibliografía) y queda dormida. Llega Acis, cuando «Salamandria del Sol, vestido estrellas, / latiendo el Can del Cielo estaba...». Durante la siesta se desarrolla todo el galante descubrimiento de los amantes, al que Góngora dedicará nada menos que veinte estrofas. Y la siguiente nota temporal, en la estrofa 43, viene dedicada toda ella al atardecer, momento en que Polifemo toma asiento en la atalaya y tras lanzar al viento su encendido canto descubre a los amantes y mata a Acis. Apenas unas horas: tan reducido es el espacio temporal en que toda la acción se desarrolla. No puede ser ajena a la voluntad de Góngora esta reducción del tiempo, encerrando en el límite de pocas horas una acción, vista por tanto en toda su intensidad, cuando los pormenores de un encuentro, conocimiento de los amantes, etc., exigirían un tiempo más largo. R. Jammes ya ponderó la eficacia de una estética de unidad y condensación que relacionó con un clasicismo, concordante además con la unidad de lugar, pues en un reducido espacio de la costa siciliana se desarrolla la acción. Más importante aún que su calificación o no de clasicista me parece a mí que Jammes destacara el cuidado con que Góngora ha ligado al máximo los diversos aspectos de la acción, hasta en sus mínimos detalles. Porque lo que es fundamental a la estética de equilibrio sostenida por el narrador de esta historia es que ha seleccionado de ella los materiales narrativos que engarzan en un principio de composición convergente, unitaria, en el desarrollo de una única acción donde cada elemento narrativo tiene su correspondencia con los que preceden y siguen. Glosa así R. Jammes esta característica: Esta preocupación por la unidad es constante desde el principio hasta el final: las riquezas (o la esterilidad) de Sicilia sólo son descritas porque reflejan la belleza y el culto de Galatea. La misma unidad profunda encontramos en el canto de Polifemo, quien sólo enumera sus bienes para mejor expresar su amor... ( Ibídem: 476)

Incluso el episodio de las navegaciones y el náufrago que Polifemo acoge (estrofas 5458) y que parecieron a Dámaso Alonso una digresión no lo es; obedece al principio de mostrar la metamorfosis de Polifemo por la acción de su amor: de un brutal monstruo en un ser hospitalario compasivo y generoso. Ya veremos luego cómo esta acción secundaria se incardina además en un perfecto paralelismo con la otra acción secundaria: la de los amantes desdeñados de Galatea (estrofas 15-22), quien sufre con el amor una metamorfosis paralela hasta abandonar su estatuto de bella desdeñosa. La metamorfosis de Polifemo se extiende argumentativamente por medio de esta aparente digresión, como perfecta narratio, en el orden argumentativo, por medio de ella el monstruo explica su propia metamorfosis. La arquitectura narrativa está equilibrada en una estructura unitaria que puede verse mejor si la reflejamos en el siguiente esquema de dispositio textual que distribuye temática y narrativamente las 63 estrofas de que consta la Fábula: ESTRUCTURA Exordio. Estrofas 1-3

I. Dramatis personae: Grandeza de Polifemo. Estrofas 4-12 II. Dramatis personae: Galatea, bella desdeñosa. Estrofas 13-22 III. Amor Correspondido: Encuentro de Acis y Galatea. Estrofas 23-45 IV. Amor no Correspondido: Canto de Polifemo. Estrofas 46-58 V. Desenlace: Muerte de Acis. Estrofas 59-63 3. Para establecer esta estructura en cinco partes más un exordio no me he fijado únicamente en los aspectos temáticos. Éstos, claro está, se han tenido en cuenta, pues todo lector percibe con claridad que los que he numerado puntos I, II, III, IV y V responden a diversos núcleos dentro de la acción; I y II, los personajes: Polifemo y Galatea con sus respectivos ambientes; III, el encuentro amoroso; IV, el canto de Polifemo y V, el desenlace de la historia con la muerte de Acis. Constata también el lector el equilibrio en el desarrollo de estas cinco partes, que lo son así de una misma acción redistribuida en: a) los personajes (20 estrofas, 9 a Polifemo y 11 a Galatea), b) el Amor de Acis y Galatea: (22 estrofas), c) el canto de Polifemo que se extiende tan sólo en doce estrofas, pero porque se ve bruscamente interrumpido por la invasión de las cabras en sus vides. Góngora ha cuidado hasta el detalle de la menor extensión del canto que las otras partes de poema, precisamente por su interrupción, puesto que el desenlace, que se inicia en la estrofa 59, lo hace con estos versos: «Su horrenda voz, no su dolor interno / cabras aquí le interrumpieron...». El canto habría sido más dilatado. No cabe suponer en su mayor brevedad ni en lo abrupto del desenlace un cansancio de Góngora, sino el resultado de un proyecto narrativo cuyo final abrupto se precipita hacia una muerte que ha de ser brusca y violenta. No cansancio, sino administración cabal de una materia narrativa, organizada de ese modo con rigor arquitectónico. Pero insisto en que las partes que he definido en mi propuesta de estructura no son deducidas únicamente de la temática de cada una de ellas. Una estructura de dispositio textual no podría apoyarse sólo en materiales de inventio. Debe venir sustentada en apoyaturas formales. Así es. He distribuido de tal modo las partes porque hay una clave de naturaleza discursivo-narrativa que Góngora ha situado al final de cada una de ellas. Tal frontera de naturaleza discursiva es una frase exhortativa, en estilo directo y entre puntos de exclamación, que marca la intervención directa del narrador en la acción, interrumpiéndola y pasando así a la siguiente parte. La que he denominado Primera Parte se inicia en la estrofa 4: «Donde espumoso el mar siciliano / el pie argenta de plata al Lilibeo...». La Primera parte, así iniciada, se prolonga hasta el final de la estrofa 12. Allí finaliza la presentación del personaje Polifemo. Y finaliza esta parte primera con una frase exclamativa del narrador heterodiegético, que interviene ponderando la música de Polifemo: «¡tal la música es de Polifemo!» (v. 96). Esa frase exclamativa en estilo directo del narrador señala pues el primer embrague discursivo que da fin a la primera parte, dedicada a Polifemo, y sirve de marca discursivo-formal que apoya el cambio de tema, pues las siguientes estrofas van a venir dedicadas a Galatea y su ambiente. Desarrollado este nuevo tema, el de Galatea, desde las estrofas 13 a la 22,

encontramos que al final de la 22 vuelve a introducir Góngora una frase exclamativa del narrador heterodiegético, que interviene en estilo directo exhortando al Amor a que restaure el orden y la paz en la isla, perdidos por los desdenes y males que éstos han provocado en los enamorados todos de Galatea: «¡Revoca. Amor, los silbos, o a su dueño / el silencio del can siga, y el sueño!» (vv. 175-76). No únicamente esta frase exhortativa, en estilo directo, sirve de frontera discursiva entre las partes. También lo hace la locución adverbial en tanto en el primer verso de la estrofa siguiente, la 23, que marca, una vez presentados Polifemo y Galatea, el inicio de la acción amorosa de ésta con Acis, es decir, la siguiente parte del poema: el encuentro amoroso (parte III). La fugitiva ninfa, en tanto, donde hurta un laurel su tronco al sol ardiente tantos jazmines cuanta hierba esconde la nieve de sus miembros da a una fuente.

Se dormirá luego, vendrá Acis y se iniciará ese formidable ballet silencioso de miradas y requiebros furtivos que supone la tercera parte de la Fábula, morosa, donde no hay palabras y tan sólo juego de deseo y seducción. Llega esta Parte, culminado y satisfecho el deseo, hasta la estrofa 45, que finaliza con una nueva intervención exclamativa en estilo directo del narrador reclamando el auxilio de las Musas para referir el fulminante eco de la canción de Polifemo: Las cavernas, en tanto, los ribazos que ha prevenido la zampoña ruda el trueno de la voz fulminó luego: ¡referidlo, Piérides, os ruego!

Obsérvese además cómo la misma locución adverbial, en tanto, que había situado al comienzo de la parte anterior, vuelve a servir de marca para fijar el arranque de la siguiente, dedicada al canto de Polifemo, que se inicia, luego de esta petición de auxilio a las Musas, en la estrofa 46. Estas frases exclamativas o codas sirven al narrador como embragues discursivos que fijan la transición o frontera entre los núcleos temáticos en que se distribuye y ordena la acción. Y se ven reforzadas, como se ha visto, por la misma locución adverbial que sirve de conector narrativo: en tanto. Hay, por tanto, correspondencia entre la temática y la configuración del discurso narrativo, actuando las partes que he señalado no sólo como núcleos temáticos distintos, sino también como fragmentos discursivos distinguidos y separados por tales codas del narrador y locuciones narrativas que les siguen. Ello muestra que Góngora, al repetir idéntica locución adverbial, en tanto, y repetir el embrague discursivo del estilo directo en frase exhortativa, fue plenamente consciente de tal organización estructuradora de partes distintas en el desarrollo narrativo de la acción. El discurso favorece esa unidad de conjunto, que también es temática en tanto se trata de la presentación de los protagonistas de la Fábula. Como no podía ser de otro modo, la parte IV, el canto de Polifemo, que se

individualiza como parte narrativa unitaria por el cambio de registro discursivo del estilo indirecto al estilo directo que introduce la voz de Polifemo, finaliza sin coda alguna, precisamente por verse interrumpida o cortada, lo que es netamente marcado por el narrador con el adverbio aquí del comienzo del desenlace: «cabras a q u í le interrumpieron...». Actúa este adverbio de frontera que sitúa el límite del canto y el comienzo de la última parte, desenlace de la historia y del poema. 4. La arquitectura narrativa de la Fábula y su formidable cohesión como conjunto unitario no depende sólo de este sólido cañamazo de las partes y de las ligaduras entre ellas. Los comentaristas han advertido de otra propiedad estilística fundamental del poema: la cuidadosa trama que Góngora va urdiendo estrofa a estrofa, sin dejar resquicio alguno, como una cadena cuyos eslabones se van implicando unos a otros. Dice Dámaso Alonso: «Este desear la encadenación de las acciones, como si no quisiera dejar vacíos o hiatos temporales es muy de Góngora y merecería estudio...» (Alonso, 1967: 212). No sólo las distintas partes de la estructura, todo en esta Fábula está ligado, tejido, entrelazado. Esa impresión, sin embargo, no ha sido analizada en términos de la cohesión narrativa, porque los comentaristas adoptaron preferentemente un punto de vista elocutivo-poético, sin advertir hasta qué punto esta Fábula es también una fábula (muthos) en el sentido aristotélico: un entramado de acciones solidarias, una intriga narrativa. Comoquiera que un análisis de todos los procedimientos de cohesión narrativa en cada estrofa excedería los límites de que dispongo, me propongo analizar algunos de ellos, en el esbozo de una breve tipología que seleccionará ejemplos de cada tipo de enlace. 4.1. Para la conciencia y el orden narrativo-retórico eran fundamentales el ubi y el quando, dos de los pivotes claves o loci comunes de la ordenación del discurso y especialmente de la narratio, según pude analizar en otro momento (Pozuelo, 1988: 154156). Ya la Retórica de Aristóteles (Aristóteles, 1971:19) había concedido al tiempo y al lugar una situación especial e incluso situó el manejo de tales lugares comunes como uno de los criterios de distinción en su tipología de los géneros oratorios. Pero fueron Cicerón y Quintiliano quienes mejor desarrollaron la relación entre cronografía y topografía con la dimensión narrativa del discurso, incluso con el carácter verosímil que Aristóteles ya había requerido como condición no sólo de la fábula poética sino también de la retórica. Las circunstancias de lugar y de tiempo se añadían a la historicidad o no de los hechos narrados y al decoro, entre las condiciones para la verosimilitud del discurso. Así lo dice Cicerón: Verosímil será la narración si en ella aparecen cosas que suelen aparecer en la realidad, si se guarda la dignidad de las personas, si se dicen las causas de los hechos y ‘la ocasión y el tiempo y el espacio’ y el modo.... (Cicerón, 1949:1-21)

Aurora Egido (1994: 34-35) ha explicado la importancia de este tópico retórico en la

cultura del XVI, haciendo ver, por ejemplo, el modo en que las retóricas españolas como la de Miguel de Salinas y muy especialmente la de fray Luis de Granada recogían este lugar común de la cronografía, y topografía. Para lo dicho por Cicerón conviene especialmente recurrir al testimonio que Egido recoge del fraile granadino sobre la distinción, en la cronografía, entre el tiempo propiamente dicho y la ocasión. Quintiliano todavía es más explícito en la exigencia de que el narrador de una historia midiera bien las circunstancias de lugar y de tiempo que ‘han de cuadrar igualmente’ (Quintiliano, 1921: 52). Advierto al lector menos familiarizado con la retórica clásica que aunque Cicerón y Quintiliano vincularan las circunstancias de lugar y de tiempo a la condición verosímil del discurso era precisamente porque el verosímil retórico de Aristóteles se había convertido en un valor que uniformaba estéticamente la dimensión de composición artística del discurso, y no lo hago porque crea que las Fábulas del tipo de la de Góngora, que seguían el modelo de las mitológicas de Ovidio, tuvieran que regirse por condiciones de verosimilitud. Precisamente fue en la misma retórica donde se situó la definición de la Fábula mitológica como un tipo de exemplum que no tenía la exigencia de ser verosímil ni verdadero, a diferencia de la historia y el argumento (Pozuelo, 1988: 159, donde ofrezco testimonios de Cicerón y del anónimo autor de la Retórica ad Herenium). Lo que sí interesa destacar en el orden de la narratividad fundamental de la Fábula de Polifemo y Galatea es que el lugar y el tiempo eran para la conciencia narrativa lugares de ordenación estructuradora del discurso. El poema narrativo de Góngora que estamos analizando lo deja bien claro, en dos sentidos distintos, pero relacionados. En un primer sentido, global, de organización del discurso, había devenido un tópico en la tradición del género bucólico o pastoril desde Virgilio que la narración lo fuese de una historia que transcurre en el día y cuyo final lo marca el ocaso, el crepúsculo. La Égloga primera de Garcilaso, que es un buen ejemplo de esta ordenación, no hace sino seguir el tópico virgiliano según analizó C. Segre (1976: 166, nota 7) y tuvo en la época desarrollos muy notables en el género pastoril según ha mostrado muy documentadamente A. Egido (1994: 33-50). Que Góngora sitúe la acción en el transcurso de las horas que van desde el centro del día (estrofa 22 y 23) hasta el crepúsculo del que nos habla la estrofa 43, en que Polifemo inicia su interrumpido canto y que precipitará el desenlace a esa hora del ocaso (recordado de nuevo en la estrofa 47: «cuando niega la luz un carro de oro») es pues una coherencia más de la exigencia del género como género narrativo que se sitúa en un tiempo preciso. A ello se une solidariamente el lugar de la acción bucólica, el tópico locus amoenus del escenario que verá, junto a la fuente, con los tópicos mirto y laurel, el amor de Acis y de Galatea, pero que rezuma contenido pastoril por doquier en cada estrofa y en las referencias al mundo al que pertenece Polifemo, quien no deja de reconocerse personaje pastor. Ya en el exordio se había definido el género de la musa bucólica aunque culta. Todo esto es muy conocido y ha sido siempre glosado por los críticos. A los intereses y finalidad de este estudio interesa más analizar un segundo aspecto del ubi et quando narrativos en esta Fábula. Me refiero a cómo Góngora utiliza el lugar y

el tiempo como marcas de conexión narrativa entre las partes en que ha fijado la estructura narrativa de su poema. En convergencia con los embragues discursivos de la intervención del narrador, las partes de su narración han venido en cada caso reforzadas por la ubicación del lugar y del tiempo, justo en cada cambio de una parte a otra. Luego del exordio se nos marca el comienzo de la Primera parte con los siguientes versos con que se inicia la narración: «Donde espumoso el mar siciliano / el pie argenta de plata al Lilibeo». A un lector de la época no podía escapársele que la narración que se inicia en la estrofa 4, inmediatamente después del exordio, suponga una descriptio loci. Pero no es menor el detalle de que la primera palabra del verso sea precisamente la traducción castellana del ubi (donde) como lugar privilegiado de la narratio retórica. En el verso 7, luego de ofrecer la alternativa de ser Sicilia o bóveda de la fragua de Vulcano o tumba de los huesos de Tifeo, recoge de nuevo el lugar ubi mediante el adverbio Allí: «... Allí una alta roca / mordaza es a una gruta, de su boca». Inmediatamente la estrofa siguiente recoge en su primer verso el demostrativo este: «guarnición tosca de este escollo duro». Y la siguiente estrofa vuelve a comenzar con el demostrativo este reforzando la deixis y actualizándola narrativamente con la conjunción pues: «De este, pues, formidable de la tierra bostezo». La conjunción pues sirve de ligadura narrativa para una serie de deícticos adverbiales o pronominales que han señalado, visualizándola, la cueva de Polifemo. No escapa a esta labor de enlace el hecho de que, como la gruta es calificada de boca y la piedra que la sella mordaza, se llame, en la estrofa siguiente su oquedad, Bostezo de la tierra, y puesto que se ha referido a esa oquedad como oscura, bostezo sea metáfora que enlaza tales rasgos con el sintagma melancólico vacío y también albergue umbrío. Pero la coherencia de las estrofas no es sólo referencial, sino que va reforzada por la función de conectores de las deixis pronominales y adverbiales y del conector discursivo, pues, que Portolés Lázaro (1993: 14) clasifica como conector justificativo de alto rendimiento en la conexión argumentativa en español (Portolés Lázaro, 1989) lo que vuelve a traernos a la poderosa conciencia de unidad discursiva, como si Góngora quisiese mostrarnos que las estrofas dedicadas a la descripción del locus de la cueva son desarrollos de un único argumento por partes, que van ligándose unas a otras por la propiedad conectiva de las deixis y del conector discursivo con que, a modo de conclusión, inicia la última de ellas. Puesto que nos encontramos en el locus de la cueva y sin salirnos de la descriptio retórica, es interesante analizar un artificio conectivo del que Góngora se sirve en la primera parte de su poema. Sabemos que a la descriptio loci (estrofas 4-5-6) sigue en el orden narrativo del poema la descriptio personae de Polifemo (estrofas 7 a 12). Y sabemos que la descriptio loci lo había sido de la cueva, que es roca, que es escollo y que es formidable bostezo de la tierra y que está en el promontorio montañoso de la parte occidental de la isla. Ha hablado pues de montaña en la descriptio loci. Pues bien, la descriptio personae de Polifemo comienza así: Un monte era de miembros eminente este (que, de Neptuno hijo fiero, de un ojo ilustra el orbe de su frente, émulo casi del mayor lucero)

cíclope, a quien el pino...

Para el lector u oyente que está situado ante la descripción de una montaña donde hay una gran cueva no hay conciencia, cuando lee u oye «Un monte era de miembros eminente / este…», de hallarse ante otra cosa que ante una extensión del mismo tema del lugar. Sólo después sabe que ahora nos hallamos no ante el monte de la cueva sino ante el monte que es el cuerpo eminente del cíclope: a esta confusión inicial contribuye el hecho de que el hipérbaton que separa el demostrativo este de su sustantivo cíclope es violentísimo, extenso, y opera sobre la separación de dos vocablos, el adyacente y el nombre, que suelen ir juntos. Lo que interesa advertir es que por medio de este artificio, del que resulta un efecto de sorpresa, Góngora ha utilizado el demostrativo este como un formidable conector narrativo, pues tiene a la vez, y por un momento en la sorpresa del lector, un valor anafórico y catafórico. Referido a Monte (puesto que no sabemos todavía que el monte del que va a hablar es Polifemo, mira hacia atrás, al promontorio siciliano que evoca inicialmente) y referido, como advertimos después, a cíclope, tiene una función catafórica. Más allá del juego, es importante advertir que Góngora ha cohesionado fuertemente las dos descripciones, la del lugar y la de la persona, mediante la metáfora del monte que es Polifemo, una vez que ha acabado de describir la cueva en el monte anterior. Pero no se para Góngora ahí. Puesto que ha concebido esa metáfora del cuerpo como monte, la explota en la siguiente estrofa (la octava) con una coherencia muy comentada por los glosadores desde el principio: el monte, adusto Pirineo, en cuya cumbre nace un río negro, el cabello, que se prolonga luego como barba, torrente impetuoso que inunda el pecho, etc. Y vuelve a iniciarse la estrofa 9 con la «Trinacria (Sicilia) en sus montañas». Para la coherencia y conexión narrativa nótese que el tema de la estrofa 9 es un desarrollo del calificativo que dio a Polifemo en la estrofa 6 (verso 43), cuyo primer rasgo, en aposición, lo define como «Horror de aquella sierra» y que, en esa misma estrofa 9 que desarrolla este rasgo, se cierra con la imagen del pastor que con paso lento reduce los bueyes a su albergue (vv. 71-72), que no es otra cosa que un paralelismo narrativo con el otro pastor, Polifemo, que en la misma estrofa 6 que nos lo presentaba como horror de la sierra, hacía lo mismo: se cerraba con la misma imagen de recoger el ganado y encerrarlo en el redil. Las estrofas 6 y 9 comunican, por tanto, poderosamente, en el horror de aquella sierra y en la imagen del ganado que el pastor recoge. Hay, en definitiva, en toda esta Primera Parte dos lugares descriptivos, el locus y la persona, pero están tan perfectamente ensamblados por la metáfora del monte y tan urdidos en estos paralelismos analizados que no podemos dudar de una concepción narrativa perfectamente cohesionada, conectada, trabada en los distintos loci retóricos que dan inicio a la narración. Finalizadas las dos partes que desarrollan las Dramatis Personae (Partes I y II de la estructura que he propuesto, es decir estrofas 4-22) y en convergencia con el embrague discursivo que ha situado al final de la estrofa 22, comienza la tercera Parte del poema, dedicada al encuentro amoroso de Acis y Galatea, en la estrofa 23. Fijémonos en cómo se

inicia: «La fugitiva ninfa, en tanto, donde / hurta un laurel su tronco al sol ardiente...». El conector narrativo esta vez es la locución adverbial en tanto, que marca una frontera de entrada en el tiempo narrativo del encuentro de Acis y Galatea o tercera parte del Poema. Obsérvese, empero, que no es sólo este conector, añadido al embrague discursivo del verso anterior en estilo directo del narrador, el que marca tal frontera. En la conciencia narrativa de Góngora era importante también acumular tales conectores con una nueva referencia al ubi et quando del comienzo de toda narración. En efecto la referencia al locus amoenus, «donde hurta un laurel su tronco al sol ardiente», tiene la propiedad de haber incluido asimismo una referencia al quando, ubi et quando unidos, condensados en la misma frase, puesto que ese hurtar su tronco del laurel significa que nos hallamos al mediodía, con el sol en perpendicular, lo que vuelve Góngora a marcar en el comienzo de la estrofa siguiente, que comienza con la hora canicular: «Salamandra del Sol, vestido estrellas, / latiendo el Can del Cielo estaba, cuando...». Estamos pues, volviendo a la estrofa 23, en el inicio de una acción narrativa y de una parte del poema. Vayamos ahora al final de esta parte del poema, que se sitúa en la estrofa 45. También hay ahí, como ya dijimos, un embrague discursivo, del tipo exclamativo del narrador en estilo directo. Pues bien, la frase que desemboca en tal embrague discursivo se inicia con un nuevo conector narrativo, curiosamente el mismo: la locución adverbial en tanto; tenemos que la misma con se inició esta Parte (estrofa 23) la cierra (estrofa 45); Las cavernas, en tanto, los ribazos que ha prevenido la zampoña ruda el trueno de la voz fulminó luego: ¡referidlo, Piérides, os ruego!

Ya vimos que tal reiteración o coincidencia del conector narrativo en tanto, con el embrague discursivo del estilo directo en frase exhortativa, con que se inicia y se cierra esta tercera Parte del poema, muestra un Góngora plenamente consciente de las fronteras internas entre las distintas partes de la estructura narrativa de su fábula. El enlace de tipo temporal, que marca la sincronía de tiempos entre las diversas partes de la acción, sin dejar hiato entre ellas, también lo cumplen los adverbios y locuciones entonces (v.237) y con esto (v.473), que sirven de transición entre acciones de protagonistas. Estos enlaces conectivos refuerzan la impresión que el lector tiene de ser la fábula un encadenamiento sucesivo a pesar, y posiblemente para contrarrestarla, de la peculiar solidez arquitectónica de entidades aisladas que los versos bimembres al final de muchas octavas suelen proporcionar. En la larga serie de estrofas que narran el encuentro amoroso de Acis y Galatea (22 estrofas nada menos) hay distintas alternancias, unas veces se describe a Acis, otras veces a la ninfa, en cambios de focalización constantes. Pues bien, esos cambios obligan al narrador a incluir alguna vez un conector discursivo, que sirve de embrague narrativo. Así ocurre al comienzo de la estrofa 28: «La ninfa, pues, la sonorosa plata / bullir sintió del arroyuelo apenas, / cuando, a los verdes márgenes ingrata...». Fíjese el lector en que el conector empleado por Góngora vuelve a ser doble, por un lado el conector pues, que sirve de enlace o marca para el cambio de focalización y que actúa asimismo de instancia

consecutivo-temporal que indica el cambio de acción, foco y con valor de «en el momento en que...». Justo ese valor consecutivo-temporal del conector, en el orden narrrativoargumentativo de la escena es el que justifica y recoge la conjunción eminentemente narrativa cuando, que inicia la nueva acción de Galatea. 4.2. Algunos procedimientos de conexión narrativa no se generan por medio de enlaces formales como los analizados, sino que suponen vínculos semánticos por la vía de anáforas referenciales. El lector vincula una acción o episodio a otro ya ocurrido antes, porque en su memoria puede reconstruir una suerte de isotopía, que cohesiona fuertemente la narración y el sentido de este poema. Hay varias de estas isotopías referenciales a lo largo de la Fábula. Analizaré dos de entre ellas. La primera vincula lo dicho en las estrofas 13 y 46. 13 Ninfa, de Doris hija, la más bella, adora, que vio el reino de la espuma. Galatea es su nombre, y dulce en ella el terno Venus de sus gracias suma. Son una y otra luminosa estrella lucientes ojos de su blanca pluma: si roca de cristal no es de Neptuno, pavón de Venus es, cisne de Juno. 46 ¡Oh bella Galatea, más süave que los claveles que tronchó la aurora blanca más que las plumas de aquel ave que dulce muere y en las aguas mora; igual en pompa al pájaro que, grave, su manto azul de tantos ojos dora cuantas el celestial zafiro estrellas! ¡Oh tú, que en dos incluyes las más bellas!

La estrofa 13 había sido una enunciación del narrador, quien al describir a Galatea evocaba su parecido al pavo real y al cisne, por los ojos y el color de su piel. Polifemo, en la estrofa 46, al iniciar su canto en estilo directo, y con cambio por consiguiente de voz narrativa, vuelve a idénticos símiles en la descriptio de Galatea, el cisne y el pavo real, y la blancura de la ninfa, con una variación para la espuma del verso 13 por la blancura de Galatea, que ahora se compara con los claveles. No escapa al lector esta autorrefencia que Góngora hace a los tópicos de su propia descriptio, con idénticos símiles, treinta estrofas más adelante. El segundo ejemplo es más sutil para el entramado de una isotopía referencial. La ligazón se establece entre componentes semánticos de las estrofas 2 y 43: 2

Templado pula en la maestra mano el generoso pájaro su pluma, o tan mudo en la alcándara, que en vano aun desmentir el cascabel presuma: tascando haga el freno de oro, cano, del caballo andaluz la ociosa espuma; gima el lebrel en el cordón de seda. Y al cuerno, al fin, la cítara suceda. 43 Su aliento humo, sus relinchos fuego, si bien su freno espumas, ilustraba las columnas Etón que erigió el griego, do el carro de la luz sus ruedas lava, cuando, de amor el fiero jayán ciego...

En la estrofa 1 había pedido al conde de Niebla que dejara interrumpido el ejercicio de la caza. La estrofa 2 toda ella viene dedicada a esa instantánea de movimiento de la caza detenido, visto a partir de los animales que acompañan al cazador, los tres en tensión estática de movimiento suspendido. El caballo andaluz se halla «tascando», mordiendo su freno; como consecuencia de ello la espuma de su boca, ociosa pues, sale con ímpetu refrenado y sin resolverse en acción, convierte en cano, blanco, el freno de oro. En la estrofa 43 lo que se interrumpe, y de un modo muy violento, es la escena de amor en el tálamo de flores de Acis y de Galatea, creando la sorpresa de ese verso primero, que por un momento piensa el lector se refiera o bien al gigante Polifemo o (más difícil) al propio fragor amoroso de Acis. Su aliento humo, sus relinchos fuego si bien su freno espumas, ilustraba las columnas Etón, que erigió el griego do el carro de la luz sus ruedas lava.

No. No es ni Polifemo ni es Acis. Ese caballo relinchador es Etón, que lleva el carro del Sol a ponerse en el mar, a lavar allí sus ruedas. Lo hace en las columnas que erigió Hércules, esto es en Gibraltar, que es poniente (para los ojos grecolatinos y para Sicilia). La imagen de un caballo detenido vuelve a generar espumas, esta vez no las de la boca por el freno de oro, sino las del mar al caer sobre ellas el carro. Pero al igual que en la estrofa dos, hay un freno, el del mar, para la carrera del caballo del Sol y otra vez la espuma lo es del freno –«su freno espumas»–. Los relinchos marcan el fuego rojo del crepúsculo y su aliento es humo por ser fuego apagado, ahogado en el mar. La imagen es preciosa, pero construye la del freno de espuma una isotopía anafórica con la de la estrofa 2: una misma metáfora para dos situaciones diferentes vinculadas de ese modo traslaticio. Es el momento ahora de señalar otro fenómeno importante para la trabazón de la estructura del poema. La estrofa 43, que acabamos de ver, inicia una especie de

transición hacia el canto de Polifemo. Es en el atardecer cuando el gigante se sienta a cantar en una roca que será «atalaya» de la costa, pero también esa metáfora anuncia el avistamiento posterior que hará desde ella Polifemo de los dos amantes. Pues bien, el atardecer de esta especie de Exordio al Canto que forman las estrofas 43, 44 y 45, se corresponde con el Amanecer evocado en el Exordio del inicio de la Fábula. El poema comienza evocando el amanecer, «que es rosas la alba y rosicler el día» y su parte final, el desenlace, se da en el crepúsculo. Ambos exordios, el de la dedicatoria y esta especie de exordio de transición al canto de Polifemo, marcan el amanecer y el atardecer, el comienzo y la desembocadura de la historia. 4.3. Otro procedimiento para el trazado de conectores narrativos es la inclusión de isotopias sintácticas que vinculan la compositio textual de estrofas o zonas de acción diferentes. El lector asiste a la repetición de un esquema que ya le es conocido y al que vuelve Góngora con voluntad de paralelismos expresivos. Es otra forma de cohesión. Véase un ejemplo en las estrofas 28 y 32: 28 La ninfa, pues, la sonorosa plata bullir sintió del arroyuelo apenas, cuando, a los verdes márgenes ingrata, segur se hizo de sus azucenas. Huyera; mas tan frío se desata un temor perezoso por sus venas, que a la precisa fuga, al presto vuelo, grillos de nieve fue, plumas de hielo. 32 Llamáralo, aunque muda, mas no sabe el nombre articular que más querría; ni lo ha visto, si bien pincel süave lo ha bosquejado ya en su fantasía. Al pie –no tanto ya del temor grave...

La ninfa, que se hallaba dormida, despierta con el ruido que Acis provoca al lavarse el rostro en el agua de la fuente. Como las estrofas anteriores habían narrado los movimientos de Acis, Góngora favorece la cohesión con una de sus ligaduras narrativas: la conjunción pues, que, como vimos, actuaba de gozne. Galatea se asusta y se levanta. A su intención de huir, al ademán de hacerlo, dedicará Góngora los cuatro últimos versos de la octava. Un instante de movimiento retenido, de impulso refrenado por el frío temor, que atenaza sus miembros y que le hace dudar. Es realmente genial la elección de la forma verbal Huyera, seguida de pausa semilarga extrarrítmica (muy rara en el endecasílabo, una pausa en sílaba tres cuando no ha habido encabalgamiento); por medio de ese subjuntivo seguido de pausa se acumula la escisión entre la acción de huir y el pensamiento de no hacerlo: posibilidad abortada sugerida por el aspecto imperfectivo de la forma verbal elegida.

En la estrofa 32 una nueva duda: ¿Llamará a Acis? La resuelve Góngora con el mismo imperfecto de subjuntivo: Llamáralo. La cohesión narrativa de la isotopía sintácticorítmico-semántica es perfecta también por la coincidencia de la adversativa con que plantea en ambos casos la duda: «Huyera; mas tan frío se desata…» frente a «Llamaralo... mas no sabe...». Ambos subjuntivos comparten posición rítmica en el verso, un mismo significado de movimiento detenido por la duda, movimiento al que se tiende pero que se deja en suspenso, ambas oraciones se resuelven con una adversativa que explica la inmovilidad en un caso y el silencio en el otro. El vocablo temor, que había anudado a Galatea en la estrofa 28 vuelve a aparecer en la 32: «al pie, no tanto ya del temor, grave». Dos estrofas diferentes del poema cohesionadas por medio de estos acoplamientos de naturaleza rítmica, sintáctica y semántica. 4.4. Las ligaduras o enlaces que van anudando, encadenando la acción, sin fisuras ni solución de continuidad, alcanzan también a una especie de metáfora prolongada que a modo de analogía continuada se proyecta sobre toda una serie de estrofas en el episodio del encuentro de Acis con Galatea. Me refiero a la metáfora de «pincel de la fantasía» y a su analogía –metonímica y metafórica a la vez– con la flecha del Amor. La continuidad de la metáfora se ve proyectada en las estrofas 25, 30, 31, 32, 34 y 36 y proporciona a todo el episodio una impresión de continuado proceso que es recorrido con minucioso pormenor, lleno de matices distintos para una imagen tópica donde las haya: la flecha de Cupido. Al describir a Acis y su lugar en esta acción, Góngora lo hace ya seleccionando el vocablo que le interesa. Lo primero que dice de Acis, en la estrofa 25, es: «Era Acis un venablo de Cupido...». Antes incluso que su genealogía destaca Góngora la significación funcional de Acis en esta historia: ser el instrumento del que se sirve el dios Amor para vencer los desdenes de Galatea. Y lo hace con la metáfora del venablo, que es la que va a explotar en las estrofas siguientes. Cinco de ellas más adelante se explica la designación de Acis como «venablo de Cupido» (recogido también en la etimología de «Acis»). El niño dios, entonces, de la venda, ostentación gloriosa, alto trofeo quiere que al árbol de su madre sea el desdén hasta allí de Galatea.

En el árbol de Venus colgará Cupido como trofeo de triunfo las armas del contrario, «el desdén de Galatea», «hasta allí» puesto en lo que sigue el desdén será progresivamente vencido (he aquí, en el sintagma «hasta allí» otra ligadura que cohesiona el relato: lo que ha sido hasta allí será en adelante de otro modo). En la estrofa 31 prosigue con el tópico: Entre las ramas del que más se lava en el arroyo, mirto levantado, carcaj de cristal hizo, si no aljaba,

su blanco pecho, de un arpón dorado.

El blanco pecho –metonimia de corazón– de Galatea se hace «carcaj de cristal» (o aljaba) que recibe la flecha del Amor, ahora en él albergada. Pero Góngora no podía discurrir tan sólo por este tópico de la flecha de Amor sin que su imaginación poética construyese algo nuevo. Lo hará ya en la estrofa 32, asociando una nueva metáfora: la imaginación y fantasía de Galatea es ya un pincel suave que ha bosquejado el retrato del muchacho: Llamáralo, aunque muda, mas no sabe el nombre articular que más querría; ni lo ha visto, si bien pincel süave lo ha bosquejado ya en su fantasía.

La genial capacidad asociativa de Góngora ha introducido con pincel una nueva metáfora que se asociará de inmediato a flecha como metáfora construida sobre otra metáfora. El pincel de su fantasía ya ha bosquejado a su amado. Pincel se parece en su forma a la flecha y será en adelante metáfora de ésta. En efecto, tras dos estrofas recoge Góngora esta nueva metáfora y la explota. Galatea se atreve a mirar y entre las ramas del mirto ve a Acis: A pesar luego de las ramas, viendo colorido el bosquejo que ya había en su imaginación Cupido hecho con el pincel que le clavó su pecho.

Lo que fuera bosquejo de su fantasía en la estrofa 32 se convierte en la 34 en bosquejo colorido. Aquí Góngora explicita ya la metáfora «pincel de la imaginación / flecha de amor». Góngora une ya las dos metáforas en la frase «con el pincel que le clavó su pecho». La conjunción ya del verso 270, en la estrofa 34, vuelve a ser uno de esos típicos enlaces de cohesión narrativa que venimos analizando, pues con él se refiere Góngora anafóricamente a la materia narrada en la estrofa 32. Pero el poeta cordobés no se para ahí, que sería ya bastante. Todavía en la estrofa 37 completa toda esta sutil descripción de la guerra-asalto de Amor que Acis –venablo de Cupido– hace sobre Galatea. 37 Acis –aun más de aquello que dispensa la brújula del sueño vigilante–, alterada la ninfa esté o suspensa, Argos es siempre atento a su semblante, lince penetrador de lo que piensa, cíñalo bronce o múrelo diamante: que en sus paladïones Amor ciego, sin romper muros, introduce fuego.

Acis, fingiéndose dormido, espía cómo Galatea va cambiando de actitud. Es Argos, de los mil ojos, también lince penetrador de lo que la ninfa siente, entre alterada y suspensa. Aparece aquí un concepto muy agudo: el de la brújula Tiene el significado de ‘punto de mira de un arma de fuego’. Acis observa a Galatea aun más de lo que le permite (dispensar: permitir) la brújula, el punto de mira de su arma. ¿Cuál es su arma aquí?: el sueño fingido, es decir: la observa más de lo que permiten los ojos entreabiertos de su fingido sueño. Es un arma para la batalla de amor. Contra las armas hay bronces (escudos defensivos) y hay murallas. Aquí muralla de diamante. ¿Por qué diamante? Obviamente, en primer lugar, así lo interpreta Dámaso Alonso, por su dureza: es el diamante un cristal blanco y durísimo (como Galatea y su desdén). Pero hay otro concepto superpuesto a éste: se creía en la época que el diamante era el cristal en su más alto grado de congelación. Está en la isotopía de frialdad. Era la frialdad en su más alto extremo: Galatea un cristal congelado y duro, diamante es su desdén. Vemos esta significación de diamante en una anotación que González de Salas hace a versos de Quevedo: «Traigo todas las indias en mi mano, / perlas, que, en un diamante, por rubíes / pronuncian con desdén sonoro yelo...» Dice González de Salas: «Es una antífrasis de diamante y rubíes… Era, pues diamante la boca porque lo que hablaba eran desdenes y signifícalo diciendo que pronunciaba sonoro yelo, y alude a la opinión de los que quieren que el cristal sea yelo intensamente congelado, y el diamante más intensamente...» (Apud. Quevedo, 1968: 506). Pues bien. Ahora entendemos en todo su sentido esta batalla del fuego del Amor contra el diamante (cristal frío) del desdén de Galatea. La batalla la gana Amor, ¿cómo? Con los paladiones que introduce Acis en la muralla. Paladión era el caballo de Troya. Es un caballo fingido, una artimaña, falsa, engañosa, como lo es el fingido y mentido sueño de Acis. Por encima de los bronces (dureza) y de las murallas de diamante (dureza y frialdad) sirviéndose de un fingido artificio (el sueño de Acis) y de su belleza viril, paladiones ambos donde viene escondido el fuego del Amor. He aquí como una metáfora gastada y tópica, la flecha de Amor, se ha ido ampliando y con su crecida va anegando las estrofas, acumulando sentidos, completando hasta la minucia última los extremos sutiles de una portentosa capacidad arquitectónica, pero arquitecto, insistimos, de imágenes y de ideas, de conceptos sabiamente entrelazados, en una narración cohesionada, encadenada, perfecta. 4.5. Nada escapa a este equilibrio unitario de su arquitectura narrativa. Por ello entendemos que lo que Dámaso Alonso y críticos contemporáneos de Góngora entendieron que era una digresión algo desmayada, la que se da en las estrofas 55-58, donde se narra el episodio del náufrago recogido por Polifemo, no resulta tal digresión si se analiza en la estructura de conjunto del relato y a la luz de su economía narrativa. Interpreto estas estrofas en el conjunto de la Fábula como correspondientes, en paralelismo intencional, con la otra aparente digresión: la que se daba en las estrofas 1522, sobre los amantes desdeñados de Galatea. Si se observa bien, ambos «excursos» (que no lo son) cumplen idéntica función: mostrar las metamorfosis que el Amor provoca

en las criaturas. Galatea, que es bella desdeñosa, verá vencido su desdén y frialdad. Interesaba a Góngora insistir mucho en la fortaleza del desdén de Galatea para verla vencida luego por Amor. Igualmente y de modo paralelo interesó a Góngora que el monstruo brutal fuese visto en su conmovedora imagen de hospitalario y generoso hombre que acoge y regala a un náufrago. También esta metamorfosis es producto de Amor. Cuando se contempla el poema como historia narrada se acoplan los extremos de la historia hasta en sus detalles mínimos. Si además pensamos en el subconjunto del que forman parte las estrofas 54-58, esto es, en la parte IV o canto de Polifemo descubrimos ese conjunto como una perfecta pieza retórica donde las estrofas 54-58 cumplen el papel de una narratio. En efecto, toda la parte reproducida en estilo directo, esto es, el canto de Polifemo adopta el orden de la dispositio del discurso retórico: 1. Comienza con una captatio benevolentiae (estrofa 4): alabanza de Galatea. 2. Sigue una imprecación a ser oído (estrofa 48). 3. Continúa con una argumentatio: Polifemo aduce los argumentos o valores por los que se ofrece digno de la atención de Galatea: a) sus riquezas, b) su hidalga estirpe y gran poder, c) su singular belleza (estrofas 49-53). Uno de los argumentos finales: su generosidad y benevolencia a causa de su sentimiento amoroso, se extiende y desarrolla como una narratio: precisamente las estrofas 54-58, donde se narra el breve episodio del náufrago, abruptamente interrumpido. Hemos visto pues cómo Góngora construye, selecciona, ordena con extremo cuidado la cohesión narrativa de su Fábula. Algunos de esos elementos de cohesión han quedado analizados, otros muchos podrían aducirse. Lo importante es percibir que la arquitectura de este poema es también una arquitectura narrativa.

CAPÍTULO 3 Los conceptos de «fantasía» e «imaginación» en Cervantes SU COINCIDENCIA NO PUEDE DECIRSE que sea total y según veremos en los A UNQUE textos cervantinos puede rastrearse algún matiz diferenciador, no cabe duda de que en la época clásica, y hasta bien entrado el siglo XVII, al menos hasta Locke, los de fantasía e imaginación son términos que deben ser tratados juntos, bien porque en muchos contextos hay una total coincidencia de significado, bien porque los matices diferenciadores, cuando los hay, se dan en el interior de un campo conceptual que se entiende común. De hecho el término latino imaginatio del que procede el castellano «imaginación» es la traducción del término griego phantasia, y en todo el vocabulario de la época cervantina hay una contigüidad muy fuerte y trabada entre phantasia e imaginatio, lo que Cervantes corrobora en muchos contextos, según veremos luego. Dejemos que sea un sabio tratadista de la época inmediatamente anterior a Cervantes quien nos aclare esa casi total identificación. Me refiero a Fernando de Herrera, quien dice lo siguiente sobre el vocablo fantasía cuando en sus Anotaciones a la poesía de Garcilaso (1580) escribe comentando el verso 6 del soneto III: Es la fantasía potencia natural de l’anima sensitiva, i es aquel movimiento o ación de las imágenes aparentes i de las especies impressas. Tomó nombre griego de la lumbre, como dize Aristóteles, porque el viso, que es el más aventajado i nobilísimo sentido, no se puede ejercer sin lumbre [...]. Tulio la interpretó viso; Quintiliano visión, i los modernos imaginación. Pinciano Lido, en el libro sobre Teofrasto Del sentido i fantasía, dize, en el Libro I, que son tres las facultades interiores de l’anima, que Galeno llama regidoras, dexando el entendimiento, que el médico lo considera poco: la memoria, la razón i la fuerça de imaginar, que es la fantasía, común a todos los animados, pero mucho mayor i más distinta en el ombre [...] i por ésta se representan de tal suerte en el ánimo las imágenes de las cosas ausentes que nos parece que las vemos con los ojos i las tenemos presentes, i podemos fingir i formar en el ánimo verdaderas i falsas imágenes a nuestra voluntad i arbitrio, i estas imágenes vienen a la fantasía de los sentidos esteriores. (Herrera, 1580:299-300)

Este importante texto ha identificado totalmente fantasía e imaginación, advirtiendo que este último término es el que «los modernos» (podríamos decir los hombres del Renacimiento) usan para nombrar la fantasía. En el texto de Fernando de Herrera se contienen la mayor parte de los elementos conceptuales y el vocabulario que también usará Cervantes pocos años después. La base conceptual más importante, a la que Herrera se refiere, es la proporcionada por Aristóteles, quien dedica todo un capítulo de su obra Acerca del alma, concretamente el capítulo 3 del Libro III de su tratado, al estudio de la phantasía (traducido por «imaginación» en la versión española que sigo de la colección de clásicos de Gredos, realizada por Tomás Calvo, lo que refuerza la conveniencia de un tratamiento conjunto de ambos conceptos). Pero como quiera que Aristóteles dialoga con intervenciones anteriores de Platón, conviene empezar a definir la phantasía a partir de los Diálogos platónicos, concretamente de lo sostenido en Filebo (39b), Sofista (263-264) República (Libro X) y Timeo (52b).

Desde muy pronto fue concebida la phantasia como una actividad de la mente por medio de la cual se producen imágenes (las llamadas phantasmata o ‘fantasmas’, en un sentido no común de este último vocablo). Las imágenes producidas por la fantasía no surgen de la nada, tienen su origen en representaciones, vale decir figuraciones, es decir composición de imágenes o figuras que recuerdan lo conocido, y lo sustituyen (Ferrater Mora, 1998: 1215). Puede decirse que lo que tienen en común los diferentes tratamientos que Platón da a la fantasía, en sus diferentes diálogos, es su insistencia en que pertenece al dominio del phainesthai o «aparecer», y en este sentido se contrapone al conocimiento del ser o de la realidad (onta). Platón califica al sofista de «forjador de phantasmata», pues su arte es un «arte de meras figuraciones» (phantastiké techné) según advierte en e l Sofista (235b). Eso le lleva, como veremos, a entender la fantasía como una manifestación de la opinión (doxa), la cual engendra simples imágenes (eidola). Para el propio concepto de fantasía-imaginación, pero también incluso para el vocabulario que luego empleará Cervantes, conviene retener que Platón, ya en el Filebo (39 b), asocia la actividad de la fantasía con la del pintor, «un pintor que después del escribiente, pinte en el alma las imágenes de lo dicho» y por tanto: «Cuando un hombre, tras haber recibido de la visión o de cualquier otro sentido, los objetos de la opinión y de los discursos, mira, de alguna manera, dentro de sí las imágenes de estos objetos». Es importante retener tres ingredientes fundamentales de la definición platónica de la fantasía: a) la de que es provocada por la visión preferentemente, o cualquiera otro sentido, y por tanto es hija de las sensaciones y no del intelecto; b) la idea de pintura o figuración, que es por tanto secundaria, se asemeja a una representación construida a partir de esas sensaciones y c) mejor habría sido decir a partir de la memoria de esas sensaciones, porque en Platón es muy importante el vínculo entre las imágenes o phantasmata (figuraciones) y la memoria, por cuanto todo esto le ocurre al hombre «dentro de sí», como una facultad del alma. Todo lo apuntado significa que en Platón la imagen que produce la fantasía es una figuración estilizada, idealizada, a partir de las improntas depositadas en la memoria, por tanto una «pintura del alma», lo cual será fundamental en el vínculo que posteriormente harán muchos autores, entre otros Cervantes, entre fantasía y «ficción». Corrobora este vínculo la insistencia platónica en que la fantasía es una operación semejante a la opinión y produce imágenes que «pueden ser verdaderas o falsas» (Sofista, 263d). «Ello es así porque la imaginación, facultad intermedia entre el sentir y el pensar, momentánea y transitoria, no posee ni la evidencia de la sensación directa, ni la coherencia lógica del razonamiento abstracto; su dominio es el parecer, no el ser» (G. Serés, 1994: 208). El mismo Guillermo Serés ha mostrado la interdependencia entre este vínculo con la doxa, la opinión, y los famosos textos sobre la mímesis poética incluidos en el famoso Libro X de la República (596-602). Allí Platón había distinguido entre una mímesis eikastiqué y una mímesis fantastiqué. El artista, el pintor, puede crear copias exactas (icásticas) que reproduzcan el contenido de la realidad sensible, duplicándola, o bien puede crear simulacros engañosos, que es lo que el poeta hace. Para Platón nunca un phantasma o una imagen (eidos) creada por la fantasía puede reflejar otra cosa que una opinión o apreciación subjetiva de la idea, innata y eterna, sobre lo que insiste

también en el Timeo (52b), relegando por tanto los objetos de la fantasía a lo que se ha llamado una «mímesis de tercer grado»: ni es la idea, ni es la reproducción sensitiva, duplicada, del objeto sensible, sino una figuración o representación que la memoria hace de él, un fantasma de otra realidad. Con razón leíamos en el texto de Fernando de Herrera, citado arriba, que «podemos fingir i formar en el ánimo verdaderas i falsas imágenes a nuestra voluntad y arbitrio», lo que muestra que Herrera está allegando la idea de fantasía a la visión platónica, al entenderla como correlato de la apariencia, aún más, de la ficción, y no de la verdad. Si la visión que ofrece Platón de la fantasía-imaginación es precisa para entender su sentido en Cervantes, no lo será menos, y han sido aún más influyentes, algunos aspectos de la teoría aristotélica, que se edifica como una negación parcial de la de Platón. Contra la dispersión platónica, y aunque Aristóteles la atienda de pasada en otros tratados como su Retórica (I, 11, 6, 1370a 27 y ss., II, 5, 1, 1382a 21 y ss.), dedicó todo un capítulo de su Acerca del alma (Libro III, cap. 3) a la cuestión, y es allí donde sienta las bases de un tratamiento que en conceptos y vocabulario se mantuvo vivo hasta el tratado de Locke Ensayo sobre el entendimiento humano (1690). Según Aristóteles la fantasía (traducida como imaginación, según dijimos) no puede ser identificada ni con la percepción sensitiva ni con el entendimiento o pensamiento discursivo. La concibe a caballo entre ambas, puesto que no hay fantasía sin sensación, pero tampoco juicio sin fantasía. La fantasía es una facultad intermedia entre el intelegir y el enjuiciar, pero no consiste ni en uno ni en otro. El intelegir es algo distinto de la sensación y abarca tanto el imaginar como el enjuiciar. La imaginación es aquello en virtud de lo cual solemos decir que se forma en nosotros una imagen, (phantasmata en griego, figura en latín), aun cuando no se hallen inmediatamente presentes los objetos o fuentes de las sensaciones. Pero la imaginación funciona de modo distinto a como actúan las potencias o disposiciones a las que siempre acompaña la verdad, como son la ciencia y el intelecto, puesto que la imaginación también puede ser falsa y porque es una facultad que también tienen los animales. ¿Es entonces opinión, tal como Platón la consideraba principalmente? Aristóteles se separa de Platón en este punto, porque para él en la opinión hay creencia y convicción, mientras que en la fantasía puede no haberla. Lo que es esencial para el tratamiento que la tradición literaria da al concepto es que Aristóteles marque que la fantasía no es una mera sustitución de la sensación, tiene más que ver con una cualidad anticipatoria, puesto que puede darse en los sueños, donde se representa lo apetecible y deseado o representado previamente como apetecible. Los phantasmata son por tanto representaciones en potencia o «ideas» actualizables por medio de percepciones anticipadas, por lo que la imaginación es concebida como una facultad esencial en tanto participa tanto de lo cognoscitivo e intelectual como de lo sensitivo; es medio sensación y medio idea (G. Serés, 1994: 210). Y dentro de las sensaciones sobre las que la imaginación construye sus figuras o imágenes, advierte Aristóteles que como la vista es el sentido por excelencia, la palabra «imaginación» (phantasia) deriva de la palabra luz (phaos), puesto que no es posible ver sin luz. Y precisamente porque las imágenes ‘perduran’ y son semejantes a las sensaciones, los animales realizan multitud de conductas gracias a ellas, unos animales –por ejemplo las

bestias– porque carecen de intelecto, y otros –por ejemplo los hombres– porque el intelecto se les nubla a veces tanto en la enfermedad como en el sueño. (429a)

En este texto, que es el que sirve de cierre a su capítulo citado de Acerca del alma, Aristóteles ha dejado entrever, aparte del tópico del phaos o luz que será luego comentado por Fernando de Herrera, dos correlatos a la imaginación humana, que son la enfermedad y el sueño, como momentos en los que las imágenes sustituyen las actividades intelectivas, cuando éstas se han «nublado». Ello quiere decir que en su pensamiento la fantasía es una potencia sustitutoria del intelecto en momentos precisos de actividad en que las sensaciones o ideas son sustituidas por sus figuraciones o imágenes, del mismo modo que ocurre en el sueño o en delirio enfermizo de la fiebre. Pero hay otro elemento de la cita aristotélica que no puede pasar desapercibido, el verbo «perduran», que he subrayado por eso, puesto que en toda la teoría de la fantasía la memoria es un elemento esencial, ya las imágenes quedan inscritas y almacenadas en la memoria que las evoca como presentes, estando ausentes. La fantasía es entonces una reminiscencia de la sensación o del objeto ahora ausente cuando alguna vez estuvo presente (aunque fuese en calidad predictiva o proyectiva, como ocurre en el sueño). Muchos autores medievales trataron de la fantasía o imaginación, dando a ambos términos un carácter similar. Imaginatio era el vocablo elegido. Algunos autores, especialmente los que seguían la tradición neoplatónica, consideraron la fantasía como una actividad de naturaleza intelectual o predominantemente intelectual. Otros, siguiendo a San Agustín (De gen ad litteram, IX) estimaron que la fantasía era una vis animae de carácter inferior, más vinculada a la sensibilidad que al intelecto. Santo Tomás y los autores tomistas tomaron como base los análisis aristotélicos. Lo común entre los tomistas era distinguir entre una fantasía sensible y una fantasía intelectual, pero lo más común era considerar la fantasía como una facultas sensitiva (Summa Theologica, I, LXXVIII, 4). Los phantasmata producidos por la fantasía pueden ser de varias clases según Santo Tomás: imágenes que reproducen sensaciones, imágenes relacionadas con especies del entendimiento posible y por último las meras apariencias que no se corresponden con objeto externo. En este último caso la fantasía se concibe como «pura imaginación». En los demás casos, los otros dos, es una facultad combinatoria que puede servir de auxilio para la formación de las ideas (Ferrater Mora, 1998:1216). También tiene importancia la discusión escolástica sobre si la fantasía era meramente reproductiva (receptiva) o bien era productiva, lo que fue luego muy importante en el tratamiento romántico, como puede seguirse muy bien en el tratado de M. H. Abrams El espejo y la lámpara, donde se recorren las metáforas de la imaginación en el tratamiento de los poetas y filósofos del Romanticismo. Aunque el desarrollo de este asunto sea ya muy posterior a Cervantes y no afecta por tanto a este estudio, podemos decir que ya en Cervantes se halla apuntada esta contigüidad entre fantasía e imaginación y capacidad fabuladora o sobrepujamiento de la naturaleza, según veremos enseguida. Del tratamiento medieval de la fantasía que recorre Guillermo Serés (1994: 215-217) interesa también para Cervantes la aportación del tópico de la dama amada, pintada o grabada en el corazón. La encontramos en el amor cortés, en el dolce stil nuovo, pasa a

Petrarca y se proyecta sobre el neoplatonismo. Serés cita el famoso poema XCIV del Canzoniere de Petrarca. Quando giugne per gli occhi al cor profondo L’imagin donna, ogni altra indi si parte, Et le vertù che l’anima comparte Lascian le membra, quasi inmobil pondo.

La imagen o fantasma dominante (donna) desaloja a las demás y los espíritus que la transportan a la fantasía (le vertù) acaparan toda la atención del sujeto, quedando el resto de miembros inertes (quasi inmobil) (ibídem: 215). Según Serés la concepción petrarquista del ejercicio poético tiene mucho de recorrido por esta figuración. Así se ha leído el soneto VIII de Garcilaso: «De aquella vista pura y excelente» que Serés interpreta como un recorrido desde los cuartetos (dedicados a la visio) a la cogitatio o recreación fantástica en ausencia: Ausente, en la memoria la imagino; Mis espíritus, pensando que la vían Se mueven y se encienden sin medida...

Tendríamos que añadir que resulta enormemente ilustrativo del modo de funcionar el mecanismo de la fantasía, tal como lo veremos en seguida en Cervantes, el siguiente comentario de Fernando de Herrera al soneto VIII de Garcilaso, donde se encuentran reunidos los principales tópicos de esa tradición petrarquista según el Renacimiento la recrea: Porque la vista pinta i figura otras imágenes como en cosas líquidas, las cuales se deshazen y desvanecen presto i desamparan el pensamiento i entendimiento; mas las imágenes de los que aman, esculpidas en ella como inustiones hechas con fuego, dexan impressas en la memoria formas que se mueven i viven y hablan i permanecen en otro tiempo. Porque siendo representada a nuestros ojos alguna imagen bella i agradable, passa la efigie d’ella por medio de los sentidos esteriores en el sentido común; del sentido común va a la parte imaginativa, i de ella entra en la memoria, pensando i imaginando se afirma i para la memoria; i parando aquí, no queda ni se detiene, porque enciende al enamorado en desseo de gozar la belleza amada i al fin lo transforma en ella. (Herrera, 1580: 336)

En el recorrido trazado por este texto de Fernando de Herrera se han contrapuesto las imágenes fugaces o comunes (que son gráficamente definidas como inscritas en agua) con las imágenes de los que se aman (inscritas o grabadas como fuego) y por tanto el vínculo entre amor y memoria de la amada ausente; la fantasía es entonces inscripción imaginativa en la memoria. También es importante la graduación del recorrido desde lo externo a lo interno, de modo que de los sentidos externos (singularmente se insiste en la vista) pasa al sentido común (parte intelectiva) y de ahí a la parte imaginativa, que precisa de la memoria para fijarse. No basta al enamorado con esto, sin embargo, pues tiende al deseo de tener presente esa amada ausente, y en esa dialéctica se inscribe mucho del desarrollo que Cervantes da al tema de Dulcinea en la imaginación o fantasía

de don Quijote, como veremos enseguida. Un contemporáneo de Cervantes, Luis de Góngora, maneja de modo soberbio el tópico de la imaginación o fantasía del objeto amado. Góngora verbaliza como veremos alternativamente ambos términos, fantasía e imaginación, como cuasi sinónimos que eran en la tradición que venimos glosando. Ocurre entre las estrofas XXII y XXIV de la Fábula de Polifemo y Galatea, cuando la ninfa, que ha oído un ruido, imagina quién pueda ser su causante, y se entrega a toda una fantasía del objeto amado (Acis, a quien no conoce) que Góngora se cuida de hacer corresponder con las metáforas y metonimias del pintor, pincel, bosquejo, dibujo, es decir, como trasuntos de las figuraciones imaginativas (o phantasmata), siguiendo por tanto el tópico platónico de la imaginación como «pintura del alma»: Llamáralo, aunque muda, mas no sabe El nombre articular que más querría, Ni lo ha visto, si bien pincel suave Lo ha bosquejado ya en su fantasía... (estrofa XXII) A pesar luego de las ramas, viendo colorido el bosquejo que ya había en su imaginación Cupido hecho con el pincel que le clavó su pecho... (estrofa XXIV)

La fantasía de Galatea actúa como un pincel que primero bosqueja o predibuja su imagen. Luego, cuando Galatea se asoma y ve a Acis, contempla, ya colorido, lo que su imaginación había anticipado. Aquí se ve la equivalencia de ambos términos en Góngora, aunque la metáfora del pincel, que como vimos ya había utilizado Platón, le permite a Góngora por medio de otra, la de flecha (que juega además con la etimología de Acis) hacernos ver que quien actuaba sobre su fantasía era Cupido. Con todos estos antecedentes conceptuales y de vocabulario estamos ya en condiciones de abordar el tema de la fantasía e imaginación tal como los contempla Cervantes. En muchos de los textos en que se refiere a la fantasía o a la imaginación nuestro autor los considera prácticamente sinónimos, según hemos visto que hacían los tratadistas clásicos. Por ejemplo en el texto más conocido en que los une, el famoso texto del Quijote: Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía que para él no había otra historia más cierta en el mundo. (Quijote, I, 1)

La primera aparición, que he subrayado, dice «llenósele la fantasía», la segunda «asentósele en la imaginación», por tanto ambas como lugares del alma, pero no cualesquiera lugares, sino que precisamente se relacionan con «aquellas soñadas invenciones», con lo cual se produce ya el deslizamiento semántico que veíamos en Aristóteles: el vínculo de la fantasía con el sueño, la quimera o lo inventado, vale decir lo

fantaseado por un sujeto como cierto, proyectándolo sobre el futuro. Muchas de las ocurrencias cervantinas conciben la fantasía o la imaginación como un lugar, o depósito donde se asientan o que «se llena» de pensamientos, o figuras, bosquejos de creencias. El mecanismo para la entrada en tal lugar del alma es el de la figuración, con lo cual tanto para la fantasía como para la imaginación aparecen frecuentemente en Cervantes los verbos asociados de «pintar» o de «representar» o también «quedar impreso», es decir, que siguiendo el tópico platónico se concibe la figura imaginativa como una mímesis icástica, de representación duplicada. Se dice en El gallardo español: Ansí que aunque en él hallase No el rostro y la lozanía Que pinté en mi fantasía. (vv. 2350 y ss.)

Del mismo modo que se dice muchas veces «pintar en la imaginación», como don Quijote hace con Dulcinea cuando dice: «y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad» (Quijote, I, 25) o la de «quedar impreso» en el Persiles: «Luego como llegaron conocieron a Auristela y a Periandro, como aquellos que por su singular belleza quedaban impresos en la imaginación del que una vez los miraba» (Persiles, Libro III, 14). En otro texto del Persiles, por ejemplo, podemos seguir perfectamente el tópico, referido a la imaginación como pintura registrada en el pensamiento que pasa luego a las palabras como forma de figuración semejante o sustitutoria de la vista: «Bien quisiera yo, si fuera posible, sacarla de la imaginación donde la tengo fija, y pintárosla con palabras, y ponérosla delante de la vista, para que comprehendiéndola viérades la mucha razón que tengo de alabárosla...» (Persiles, Libro III, 6), o más adelante: «porque el pintor me ha dicho, que de una sola vez que la ha visto la tiene tan aprehendida en la imaginación que la pintará a sus solas tan bien como si siempre la estuviera mirando» (Persiles, Libro III, 14). En esta serie de textos se ve perfectamente la secuencia: vista –fijación en la imaginación a modo de pintura– palabra. Se habrá percibido además un detalle léxico no menor: Cervantes selecciona en dos de los textos citados el vocablo «aprehender» y el vocablo «comprehender», lo que da idea de la concepción de la fantasía-imaginación como una actividad intelectiva que mueve tanto la percepción sensorial (aprehender) como la actividad del juicio (asociado a la comprehensión de un objeto). Muchas veces, en vez de pintura el vocablo elegido es «representación», como cuando advierte «lo contrario le avino a su amo, al cual en aquel punto se le representó en su imaginación al vivo que aquella historia era una de las aventuras de sus libros» (Quijote, I, 19). No puede decirse que imaginación y fantasía sean siempre sinónimos, porque, aunque los vea casi siempre como intercambiables, Cervantes contempla ya un deslizamiento semántico que vincula «fantasía» a ‘quimera’, imaginación desbocada o loca, y por tanto una concreción mayor hacia lo que hoy conocemos como irrealidad con consecuencias no deseadas. Es muy significativo que casi una mitad de las veces en que Cervantes maneja

el vocablo «fantasía» venga adjetivada como loca, disparatada, altanera, ciega fantasía (El rufián dichoso, v. 1157), voluble fantasía ( La gran sultana, v. 2518), torcida y errada fantasía (La casa de los celos, v. 2702). Véase este ejemplo representativo en La Galatea, cuando Lenio, en el libro I canta así al Amor: Un vano, descuidado pensamiento, una loca, altanera fantasía un no se qué, que la memoria cría sin ser, sin calidad, sin fundamento una esperanza que se lleva el viento un ciego error de nuestro entendimiento son las raíces propias de do nasce esta quimera antigua celebrada que amor tiene por nombre en todo suelo. (Libro I)

Por mucho que se vincule a la memoria, está claro también en el texto citado que la fantasía se asocia, incluso con selección léxica de tal vocablo, a quimera, a esperanza sin fundamento, a desvarío irracional, lo cual no suele darse cuando el vocablo elegido es «imaginación», y en esa connotación más descarriada o ingobernable de la fantasía vemos una diferencia respecto al otro concepto hermano. Incluso una vez se contrapone fantasía y razón (Persiles, Lib. IV, 7), pero lo normal es asociarlo a construcción quimérica. El texto quizá más rico de cuantos Cervantes escribió sobre fantasía está en el Coloquio de los perros, concretamente en el discurso referido por la Cañizares de la bruja La Camacha, cuando describe los aquelarres de brujas: Hay opinión que no vamos a estos convites sino con la fantasía, en la cual nos representa el demonio las imágenes de todas aquellas cosas que después contamos que nos han sucedido. Otros dicen que no, sino que verdaderamente vamos en cuerpo y en ánima y emtrambas opiniones tengo para mí que son verdaderas, puesto que nosotras no sabemos cuando vamos de una o de otra manera, porque todo lo que nos pasa en la fantasía es tan intensamente que no hay diferenciarlo de cuando vamos real y verdaderamente. Algunas experiencias desto han hecho los señores inquisidores con algunas de nosotras que han tenido presas, y pienso que han hallado ser verdad lo que digo.

Un poco más adelante concreta el mecanismo de forzar esas fantasías con unturas o ungüentos: «Pero dejemos esto y volvamos a lo de las unturas; y digo que son tan frías, que nos privan de todos los sentidos en untándonos con ellas, y quedamos tendidas y desnudas en el suelo, y entonces dicen que en la fantasía pasamos todo aquello que nos parece pasar verdaderamente» (El Coloquio de los perros). Aquí se desarrolla por Cervantes la idea de la fantasía como lugar imaginario donde se ocurren experiencias virtuales, no sucedidas, pero vividas como tales, en virtud de esa enajenación provocada por los ungüentos. La vacilación verdad/ficción, si es real o no lo ocurrido, la vivencia de lo virtual como verdadero, ha permitido establecer un correlato entre el elemento de la fantasía y el de mundo posible, imaginado como cierto, pero hasta el extremo de fundirlos, que se da en todo mecanismo ficcional. No puede olvidarse que estas historias de la Cañizares y la Camacha, insertas en el discurso de Berganza

como discursos referidos, han sido introducidas por Cervantes como una fabulación hipodiegética, en la que se pretende explicar por mecanismos de brujería el hecho portentoso del habla de los perros, a lo que Cipión responderá de inmediato, negando crédito a tantos «embelecos, mentiras y apariencias del demonio» y llevando la explicación del portento a otro lugar que al de esas fantasías (precisamente al lugar de un portento cuya única explicación real es la «invención bien compuesta» que Campuzano ha hecho según se concluye luego). Lo que convierte en importantes, diríamos que claves, los conceptos de fantasía e imaginación, es que Cervantes ha proyectado tales construcciones imaginarias como metonimias de la propia creación de mundos que la literatura ofrece. En realidad lo que justifica a don Quijote es su fantasía, su capacidad de realizar en la vida las imaginaciones fantaseadas a partir de su locura y credibilidad en los libros caballerescos, y por tanto que también en él, como en el Licenciado Vidriera, se da la misma indistinción que sufre la bruja del Coloquio, viviendo por tanto sus quimeras como si fueran reales y siendo incapaz tantas veces de indistinguirlas. Para que ese deslizamiento se diera ha tenido que ocurrir con el concepto de fantasía e imaginación un fenómeno que puede recorrerse en Cervantes como paulatinos pasos dados en un camino que cruza toda su obra y que se afinca en la concepción de la imaginación como una facultad no solo asociada a la memoria, es decir receptiva, sino también como una facultad proyectiva, creadora de mundos, algo que ya se daba en Aristóteles cuando la vincula a los sueños o a estados febriles, y que los escolásticos medievales ya avanzaron al defenderla como facultad creadora. En Cervantes es ya un incontrovertible logro ese vínculo entre imaginación e inventiva, creación de mundos, literarios o no. Así en Pedro de Urdemalas, encontramos en el parlamento del Rey: ¡Oh imaginación, que alcanzas las cosas menos posibles si alcanzan las imposibles de reyes las esperanzas! (vv. 3108-3111)

La imaginación es capaz de alcanzar lo imposible, concebida por tanto como mundo imaginado por las esperanzas del Rey. En otra comedia, Los baños de Argel, encontramos una asimilación de imaginación con ficción, y por tanto en un eje contrapuesto al de verdad: No de la imaginación este trato se sacó, que la verdad lo fraguó bien lejos de la ficción. (vv. 3082-3084)

Puede darse, como aquí, la imaginación en el deseo de una cosa, en la construcción de una mentira o ficción, pero también es fruto de la imaginación quien da crédito a su fantasía, como la de pensar que es de vidrio; le ocurre a Tomás Rodaja, en el Licenciado

Vidriera, cuya enfermedad es descrita así: Y aunque le hicieron todos los remedios posibles, sólo le sanaron la enfermedad del cuerpo, pero no de lo del entendimiento porque quedó sano, y loco de la más estraña locura que entre las locuras hasta entonces se había visto. Imaginóse el desdichado que era todo él hecho de vidrio, y con esta imaginación, cuando alguno se llegaba a él daba terribles voces pidiendo y suplicando con palabras y razones concertadas que no se le acercasen, porque le quebrarían, que real y verdaderamente él no era como los otros hombres: que todo era de vidrio de pies a cabeza. Para sacarle de esta estraña imaginación, muchos, sin atender a sus voces...

Locura pues del entendimiento en un cuerpo sano. El protagonista de El celoso extremeño lo era tanto «aun sin estar casado, pues con sólo la imaginación de serlo le comenzaban a ofender los celos, a fatigar las sospechas y a sobresaltar las imaginaciones». Un mundo de sospechas anticipado, hecho realidad mental de marido engañado, siendo soltero. Son por tanto muchos los casos en que Cervantes ha ideado la locura imaginativa, como construcción que un personaje hace de un mundo posible que vive como cierto. De ese modo cae en las redes de su propio engaño el alférez Campuzano en El casamiento engañoso, quien confiesa a Peralta: «yo que tenía entonces el juicio no en la cabeza sino en los carcañares haciéndoseme el deleite en aquel punto mayor de lo que la imaginación le pintaba, y ofreciéndoseme tan a la vista la cantidad de hacienda, que ya la contemplaba en dineros convertida...». Su ambición le había llevado a imaginar una riqueza que luego sabremos estaba solamente en su imaginación, y no «tan a la vista» como dice. Juega Cervantes en ese sintagma «tan a la vista» (y con la idea de tener la fortuna pintada en la imaginación) precisamente porque es la imago una duplicación de los sentidos, pero en este caso un engaño a los sentidos porque es falsa y queda muy lejos de estar «a la vista», solamente existe en su mente. Es fina ironía, y poderosa construcción que Cervantes atribuya precisamente a Campuzano la autoría del Coloquio de los perros, que en la conversación habida con Peralta este imaginativo y dudosamente creíble personaje presenta así: «Pues de poco se maravilla vuesa merced, señor Peralta –dijo el alférez–; que otros sucesos me quedan por decir que exceden a toda imaginación, pues van fuera de todos los términos de naturaleza». En efecto lo que luego será el manuscrito que encierra el coloquio habido entre dos perros parece cosa increíble y es calificada por Campuzano como algo que excede, que sobrepasa toda imaginación. En el Persiles se pondera el carácter extraordinario de muchos de los sucesos incluidos en tal novela precisamente con esta misma idea de «sobrepujar a la imaginación». Así concluye por ejemplo el Primer Libro: «En el cual punto deja el autor el primer libro de esta grande historia, y pasa al segundo, donde se contarán cosas que, aunque no pasan de la verdad, sobrepujan a la imaginación, pues apenas pueden caber en la más sutil y dilatada sus acontecimientos» (Persiles, Libro I, 23). De ese modo Cervantes va articulando en su obra un concepto de imaginación como «capacidad de invención» por el entendimiento, que la propia literatura muchas veces

excede o sobrepasa. Por tanto, concepto que va unido a la creación de mundos posibles o imaginarios. Es precisamente en el Persiles donde Cervantes alcanza a definir esa capacidad intelectual, vinculándola (como había hecho Aristóteles) a la capacidad creadora de los sueños, pero también a la fuerza de las propias ficciones, que ofrecen como rasgo ser creídas y vividas como verdades las que no lo son: –De tal manera –respondió Auristela– ha contado su sueño mi hermano, que me iba haciendo dudar si era verdad o no lo que decía. A lo que añadió Mauricio: –Esas son fuerzas de la imaginación, en quien suelen representarse las cosas con tanta vehemencia que se aprehenden de la memoria, de manera que quedan en ella, siendo mentiras, como si fueran verdades. (Persiles, Libro II, 15)

La idea de quedar prendidas en la memoria, la aprehensión que luego hace la imaginación de ellas, y su virtual capacidad transformadora de la mentira en verdad; todo ello es lo que permite asegurar que Cervantes está creando en estos (y otros muchos en que se asegura algo semejante) un vínculo indestructible entre imaginación y actividad creadora de la propia literatura, que ejecuta idéntico trazo, dar como verdades las mentiras, y ser creídas por el lector. Léase, para terminar con esta asimilación, lo dicho al comienzo del capítulo XVI del Libro III de esta misma novela, Los trabajos de Persiles y Sigismunda: «Cosas y casos suceden en el mundo, que si la imaginación, antes de suceder, pudiera hacer que así sucedieran, no acertara a trazarlos; y así, muchos, por la raridad con que acontecen, pasan plaza de apócrifos, y no son tenidos por verdaderos como lo son....». Cervantes se daba cuenta de que en su última novela había incluido sucesos tan extraordinarios que precisaban de estas declaraciones verosimilizadoras por parte del narrador-autor, quien para hacerlas creíbles pondera suceder lo propio con las imaginaciones, que anticipan muchas veces (como mundos posibles que son) sucesos que, luego de sucedidos, parecen no verdaderos. Por tanto el discurso sostenido por Cervantes a lo largo de su obra sobre la actividad de la imaginación iba siendo, todo él, una sinécdoque de su propia concepción de las ficciones literarias que luego llamaríamos novelas. No cabe duda de que también el Quijote ofrece un discurso muy rico sobre la imaginación y el poder de la fantasía. Todo el libro arranca de ahí. Ya vimos como en las primeras páginas de la novela se declara que la enfermedad o locura del héroe era habérsele asentado en su imaginación y llenado la fantasía de esos libros de tal manera que vino a perder el juicio. Pero fuera de esta imagen de la locura, hay otros muchos lugares del Quijote en que se desarrolla una rica intervención sobre la actividad imaginaria del hombre. Podría decirse que el episodio que Cervantes privilegia en este orden de construcción imaginaria es el de la propia identidad de Dulcinea, como pintura ficticia que es, fruto de la imaginación del héroe, pero luego del propio Sancho, y finalmente de uno y otro (y de los duques y de doña Rodríguez, etc.). No resulta casual que tanto el término «imaginación» como el de «fantasía» (o su

adjetivo fantástica) vengan a la pluma de Cervantes cuando trata de la peculiar historia de Dulcinea, recreada en la imaginación de Sancho como la aldeana Aldonza Lorenzo ya en la aventura de Sierra Morena, y sostenido el juego de tal imaginación por el propio Don Quijote a lo largo de toda la Segunda Parte, pero muy especialmente en la bajada a la Cueva de Montesinos y en toda la serie de discusiones posteriores sobre lo imaginado o soñado por don Quijote en ese lugar (Riley, 2001: 89-107). Traeremos aquí solamente algún ejemplo para que el lector vea que esta secuencia de episodios se articula precisamente en función del concepto de fantasía e imaginación que hemos analizado hasta ahora. Don Quijote había creado en su imaginación a Dulcinea del Toboso como amada necesaria en el mundo de un caballero andante. La había imaginado señora, hermosa, refinada, en tanto que Sancho la ha visto como la vulgar, zafia y hombruna Aldonza Lorenzo. Pero don Quijote resuelve la cuestión de la siguiente manera: Y así, bástame a mí pensar y creer que la buena Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta [...] y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo [...] Y, para concluir con todo, yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad. (Quijote, I, 25)

Esta afirmación, la de que la imaginación pintada de don Quijote basta para sostener la verdad de un mundo, afecta por tanto a la urdimbre misma de toda la novela y a la constitución del héroe literario, capaz de defender la verdad en la que cree, a despecho de toda evidencia. Y sobre esa frontera de lo imaginado como ficción urdida que luego confirma la realidad, o se asemeja a ella, juega posteriormente don Quijote mismo en la representación que hace de su encuentro con Dulcinea (ahora ya la aldeana de Sancho (encantada por tanto) que llega a pedirle prestados algunos reales) en la cueva de Montesinos; y luego los mismos duques. Como asegura más adelante la duquesa: pero volviendo a la platica que poco ha tratábamos del encanto de la señora Dulcinea, tengo por cosa cierta y más que averiguada que aquella imaginación que Sancho tuvo de burlar a su señor y darle a entender que la labradora era Dulcinea y que si su señor no la conocía debía de ser por estar encantada toda fue invención de alguno de lo encantadores que al señor don Quijote persiguen; porque real y verdaderamente yo sé de buena parte que la villana que dio el brinco sobre la pollina era y es Dulcinea del Toboso. (Quijote, II, 33)

De forma que la imaginación de don Quijote y la de Sancho y las de todos los personajes van dando al concepto de imaginación en Cervantes una asimilación progresiva al de ficción, historias inventadas por todos para sostener el propio poder de la Literatura, para defender su verdad y dibujar el difícil tránsito entre realidad y fantasía que viven sus héroes. Por eso puede éste concluir así en diálogo con la duquesa: –No hay más que decir –dijo la duquesa–; pero si con todo eso, hemos de dar crédito a la historia que del señor don Quijote de pocos días a esta parte ha salido a la luz del mundo, con general aplauso de las gentes, della se colige, si mal no me acuerdo, que nunca vuesa merced ha visto a la señora Dulcinea, y que esta tal señora no es en el mundo, sino que es dama fantástica, que vuesa merced la engendró y parió en su entendimiento, y la pintó con todas aquellas gracias y perfeciones que quiso.

–En eso hay mucho que decir –respondió don Quijote–. Dios sabe si hay Dulcinea o no [en] el mundo o si es fantástica o no es fantástica; y éstas no son cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo. Ni yo engendré ni parí a mi señora, puesto que la contemplo como conviene que sea una dama que contenga en sí las partes que puedan hacerla famosa en todas las del mundo. (Quijote, II, 32)

Dulcinea hija de la imaginación de don Quijote, sí, pero pintada por su fantasía al modo como conviene para su fama, idealizada como heroína de un libro, necesaria en su ser y calidad a la coherencia del mundo literario, hijo todo él de la imaginación, producto de la fantasía, pero, ello quiere decirnos Cervantes, no menos verdadero para quienes, como lectores, así lo creemos.

CAPÍTULO 4 Decir histórico y hacer narrativo: otra vez los moriscos del Quijote EL MUY TRATADO ASUNTO DE LOS MORISCOS dentro del Quijote nos hace E LEGIR plantear como primera cuestión la de la excepcionalidad misma del asunto. Paul Hazard (1949:131) y F. Márquez Villanueva (1975: 229) ya dijeron que el Quijote en su principal diseño parece pensado para que sus aventuras puedan suceder en una especie de vacío histórico. No es ya que se hurte el lugar concreto de La Mancha donde don Quijote vivía «no ha mucho tiempo» sino que son obliterados muchos sucesos de la gran Historia de la época, pensemos en el de Lepanto, que tan de cerca le tocó al propio Cervantes, o las conflictivas relaciones de los grupos sociales que sí obtienen en la comedia o los dramas de Calderón un eco muy notable. Comenta Márquez Villanueva el hecho de que el Quijote eluda siempre la ciudad, por ejemplo la Sevilla o el Toledo no evitados en las Novelas Ejemplares, y por supuesto la Corte. Todo ocurre en caminos y ventas perdidos o en ese no lugar arcaico y feudal del palacio de los duques. Y la excepción de los moriscos concurre con la otra excepción: la ciudad de Barcelona, única ciudad que aunque permita, lo que converge con los moriscos, un episodio con aire de novela bizantina, de galeras y bajeles, permite asimismo aparecer algo de la sociedad real, la imprenta e incluso un poco antes un personaje histórico como Rocaguinarda, el Roque Guinart de la obra (Martín de Riquer, 2003: 331-352). No es detalle menor que una obra por la que desfilan todos los géneros literarios de su tiempo, en novelas insertas o en la propia trama, haya evitado el picaresco, reducido a la sola representación de Ginés de Pasamonte, pasajera y posiblemente un guiño crítico personal a Avellaneda, así interpretado por Martín de Riquer y Martín Jiménez. No es que el Quijote no contenga mucho de la Historia, pero lo contiene sometido a la regla de una estilización que evita el tratamiento directo de los conflictos en sus contextos particulares y los lleva a ese otro contexto definido en su obra. Aparecen ecos, por ejemplo en el episodio de los galeotes y la Santa Hermandad, pero se introducen poetizados en el seno del propio crisol de don Quijote, que perspectiviza a su modo y cree que todo tiene finalmente una explicación desde esa mirada. Como dice Márquez Villanueva: La realidad o más bien fragmentos de ella, viene a su encuentro encarnada en multitud de personajes episódicos: cuadrilleros, grandes y pequeños nobles, galeotes, canónigos, comediantes, soldados, mozas del partido. El encuentro se produce casi siempre fuera de sus respectivos ambientes, es decir, en esos campos de Dios, donde, al fin y al cabo, es don Quijote quien dicta las reglas del juego. El caballero andante atrae hacia sí a modo de imán, las realidades humanas más dispares, convirtiéndose, a su vez, en un reactivo o instrumento de precisión para el profundo análisis de éstas. Todo ello acertó a expresarlo mejor Américo Castro: ‘En lugar de mandar a su personaje a darse de bruces con la sociedad de todos consabida, Cervantes se inventó una para su uso particular, cuyos miembros irán tomando cuerpo, en la medida que las palabras de los unos y de los

otros vayan estructurando presencias humanas capaces de razonarse a sí mismas’. (Márquez Villanueva, 1975: 231)

La cita de Márquez Villanueva pertenece al mejor estudio que se ha hecho sobre esa gran excepción de los moriscos como conflicto histórico concreto, representado en detalle. Una excepción que cobra un gran relieve por la cercanía misma de los hechos y por su honda significación en la Historia de su momento: la expulsión de los moriscos, hecho histórico que acaece entre el 22 de Septiembre de 1609, fecha del bando en que se prescribe la marcha de los moriscos del reino de Valencia, diferentes fechas del año 1610, en que se van publicando los que afectan a los residentes en Andalucía, Murcia, las dos Castillas, Aragón y Cataluña y por último 1614, que es el momento en que termina la exención temporal que habían disfrutado los moriscos del Valle de Ricote en Murcia, obligados en ese año a embarcar en el puerto de Cartagena (vid. F. Chacón, 1982 y F. Flores Arroyuelo, 1989), empresa guiada por el Conde de Salazar, personaje histórico que aparece citado con nombres y apellidos en el capítulo del Quijote II, 65. Es seguro que los tres capítulos en que se habla de la expulsión de los moriscos (el 54, 63 y 65 de la Segunda Parte) están escritos alrededor de 1614 y casi nadie discute, y ya lo marcó Clemencín, recoge Rodríguez Marín y ha sido admitido luego por V. Llorens (1963:257) y Márquez Villanueva (1975: 253 y ss.) entre otros, que el nombre de Ricote elegido para su personaje tiene que ver seguramente con la impresión que causó a todos, en esos años, el final del que habría de ser último rescoldo de una tragedia, vuelta a representarse emblemáticamente en el desenlace de ésta pequeña excepción de los moriscos de un pequeño valle de Murcia, que había sido ejemplo de integración, y que es finalmente ejecutada. Flores Arroyuelo y Francisco Chacón (1982: 106) han estudiado precisamente ese ejemplo de convivencia que llevó incluso al Concejo murciano a pronunciarse ya en 1579 a favor de la permanencia en el municipio de los moriscos, apoyados asimismo por Luis Fajardo, Adelantado de Castilla. La ciencia histórica desde Florencio Janer, Boronat, F. Chacón, Flores Arroyuelo, ha documentado muy bien el caso particular de estos moriscos de Ricote, que sin duda tuvo un gran eco, y a él se refieren todos los historiadores modernos más acreditados desde Lapeyre a Caro Baroja (1957), J. Reglá (1971) o Domínguez Ortiz-Bernard Vincent (1957), Mikel Epalza (1992), etc. Sea o no ese caso concreto el motivo del nombre dado a su morisco, lo que interesa ahora es ver a un Cervantes a pie de acontecimiento y siguiendo muy de cerca el drama de la expulsión, que era contemporáneo a la escritura de la segunda parte del Quijote y que decide meter en su obra, contraviniendo de esa forma su práctica habitual de una refracción nunca tan directamente comprometida con un suceso particular, que además no era un suceso cualquiera, pues actuó como un gran problema de su tiempo, no resuelto de modo fácil ni en el terreno jurídico, ni en el político, ni en el religioso, ni el administrativo. La cuestión morisca, como comienza advirtiendo Julio Caro Baroja al frente de su monografía sobre los moriscos granadinos (Caro Baroja, 1957: 7), fue una de esas cuestiones en que quiebra un orden y comienza otro, uno de esos asuntos que interesaron a todos; historiadores, poetas, dramaturgos, escritores políticos y religiosos. Es más, tanto Ricardo García Cárcel (1979) como Márquez Villanueva (1991) han

subrayado lo que este tema tiene de gran problema historiográfico en que se pusieron sobre el tapete muchos conflictos larvados, de relación entre Iglesia-Estado, y entre Castas y grupos de poder emergentes en el Gobierno, y según Márquez Villanueva toda una «crisis de conciencia» (Márquez Villanueva, 1991: 2) en absoluto resuelta con mitos historiográficos como el de la unanimidad; antes al contrario hubo muchas voces disidentes dentro de la propia Iglesia, que finalmente quedó al margen de una decisión controvertida, que ya se había negado a tomar Felipe II y que estuvo dando vueltas en el Consejo de Castilla durante decenios, hasta que la llegada del duque de Lerma y el tesón particular de algunas figuras como el Patriarca valenciano Ribera o su ejecutor el celoso extremista Jaime Bleda alcanzaran su propósito, insisto, al margen del Vaticano, que nunca vio claro el asunto, tan peliagudo, de expulsar a toda una nación (así se decía) constituida por los que formalmente eran ya cristianos y por supuesto españoles. No me es posible seguir aquí un proceso que los libros de Lapeyre, Caro Baroja, Domínguez Ortiz, Epalza, etc. y las dos monografías citadas de Márquez Villanueva, la primera además directamente referida a los contextos cervantinos, han analizado en profundidad. Lo que sí quiero, para los objetivos de este estudio, es ver el tratamiento cervantino como un gran ejemplo de ese otro modo de ser la Literatura un eco de la Historia, representando el universal general de una comunidad (los moriscos), y también el dolor del exilio, en el particular caso de Ricote, el vecino morisco, tendero de su pueblo, con el que se encuentra azarosamente en uno de esos caminos, justo cuando sale Sancho de su Gobierno de la Ínsula Barataria. No escapó a la crítica, y Vicente Llorens (1963: 258-259) tiene una excelente glosa de este co-texto, que el encuentro Ricote-Sancho se produzca en ese momento, cobrando así una significación nueva: frente a la justicia que a todos deparó el Gobernador Sancho, ejemplo de ecuanimidad en su Ínsula Barataria, el primer episodio y único real de gran relieve histórico presente en el Quijote, ocurre como encuentro con la víctima de un decreto de gobierno, que por el modo como se desarrolla el emocionado abrazo de los dos vecinos, el lector entiende que es un decreto injusto, implacable, en contraste muy marcado con los ecuánimes dictados por un Sancho que se dice a sí mismo ignorante e incapaz de gobernar. En ese contraste que el lugar del episodio proporciona hay una posible señal elocuente, mucho más tras el comentario de Vicente Llorens. Como ocurre siempre con el Quijote la crítica lo ha hecho ya casi todo. También en el tema de la presencia de los moriscos, que ha recibido análisis en todas sus vertientes en especial por la extensa monografía de Márquez Villanueva (1975: 229-335) dedicada al asunto, a la que habían precedido excelentes intuiciones de Américo Castro (1925/1972: 281-283) y Vicente Llorens entre otros. Llamo la atención, con todo, sobre el hecho de que los mismos historiadores profesionales se refieren al tratamiento cervantino, que no escapa a anotaciones sueltas que hacen en su obra Lapeyre, Caro Baroja (1957: 118 y 250-254), Epalza (1992: 14), etc. Y no es extraño porque una lectura atenta de los tres capítulos en que el drama es referido (Quijote II, caps. 54, 63 y 65) permite, con esa peculiar condensación que Cervantes imprime a cuanto toca, personificar cuánto era afecto al problema de estos españoles: que no todos tenían igual dominio de la lengua castellana, pero muchos

perfecta, que no todos eran igual de creyentes cristianos, más las mujeres que los hombres, pues Ricote no lo es más ni menos, y entre éstos menos el cuñado Juan Tiopieyo; que hubo algunos como el propio Ricote que se anticiparon al Decreto oficial de 1610, mientras que otros (su mujer y su hija) esperaron hasta el final, cuáles fueron los destinos primeros (Francia, Argel), cómo fueron recibidos en uno y otro lugar, cómo fue la reacción popular ante esa marcha, cómo muchos retornaron escondidos, cómo algunos habían guardado su dinero escondido. Sabemos de casos de mestizaje como la unión de Ana Félix, hija de Ricote, y el hidalgo manchego Gaspar (o Pedro) Gregorio. Pero hay más, se ofrecen las razones oficiales de la expulsión enunciadas por el propio Ricote, para que no queden dudas de su asentimiento, y se llega incluso a citar en el capítulo II, 63, por su nombre y apellidos a Bernardino de Velasco, Conde de Salazar, quien era el comisario encargado de ella, y principal responsable administrativo de la ejecución de tal orden. Este detalle es rarísimo en Cervantes e inesperable en el Quijote, y una prueba muy directa de lo que interesó a Cervantes este asunto. Lo siguió tan de cerca, que no hay detalle, argumento dado a favor o en contra en los debates sobre él que no tenga puntual reflejo en las breves páginas que le dedica. Algunos los veremos en lo que sigue, pero valga esta primera conclusión: si alguien quisiera conocer el drama de la expulsión viendo sus diferentes lados y asistiendo a su complejidad y sobre todo a cómo ésta fue vivida por sus víctimas, le bastaría con estos capítulos del Quijote para tener una aproximación suficiente y muy viva de este dramático episodio de nuestra Historia. Y también, como siempre en Cervantes, ha resultado controvertido el asunto de la posición personal del autor ante el fenómeno. Es cuestión que ha movido muchas interpretaciones, casi todas viciadas por la representación que el problema de los moriscos recibe en El Coloquio de los Perros y en el Persiles, con muy explícitos aplausos en ambas obras a la medida de expulsión, si bien hay que anotar que son textos en que el locuaz y murmurador Berganza se hace eco casi literal de los argumentos y tópicos que sobre el moro circulaban en los estratos populares, que circularon como bien mostrenco en todo el proceso, y que los detractores magnificaron. En el caso del Persiles están puestas en boca de un morisco, el jadraque Jarife, como luego veremos ocurre también en el Quijote, con parlamento de Ricote en el capítulo II 65, con lo que hay una evidente ironía en hacer que sea el propio morisco el que enuncie un acuerdo que Cervantes no tenía más remedio que hacer explícito de alguna forma para una Orden del Rey producida en ese momento. Que haya elegido precisamente la forma más inverosímil, nada menos que un aplauso de la víctima hacia el Conde de Salazar, verdugo ejecutor, es una prueba muy evidente de que tal pronunciamiento es una concesión de Cervantes a la necesidad obvia de mostrar acuerdo, pero con la inverosimilitud añadida de que las aquiescencias vengan precisamente de Ricote y de Ana Félix, su víctimas, como de Jarife en el Persiles (I, III, cap. XI). Pero incluso la propia polémica suscitada en el cervantismo sobre el lugar de Cervantes ante este drama no arroja, antes al contrario, menoscabo alguno sobre su grandeza literaria. Lo que en el terreno ideológico un Quevedo deja siempre claro y meridiano, es en Cervantes complejo, sometido a perspectivas, a miradas, a voces.

Incluso más allá de su posición personal, no hay voz, argumento, posición que en la época circulara sobre el problema de los moriscos que en el conjunto de lo dicho en el Coloquio, el Persiles y el Quijote no se haya visto representado, encarnado, de forma que lo que Cervantes ofrece para cualquier historiador es también un rico abanico de complejidades, de controversias, de pareceres distintos. No es preciso redimir a Cervantes de ninguna culpa por haber creado este laberinto de espejos incluso en este asunto, porque la literatura más perdurable es aquella que permite ser compleja representación de cuanto ha sido, en la Historia misma, complejo, multilateral, susceptible de ser defendido por unos y por otros, cada uno con su voz. Esto independientemente de que un análisis detenido, que me propongo hacer en lo que sigue, de estos tres capítulos, favorezca a mi juicio una clara posición cervantina en contra de la crueldad y poca necesidad de tan dramática medida. Hay en el Cervantes del Quijote mucha, mucha comprensión de las víctimas, y compasión evidente hacia ellas. Pero lo que nos atañe ahora es ver la manera en que la Literatura representa la Historia, se hace eco de los hechos, las ideas y de las voces sobre ambos. Porque lo primero que hemos de percibir es que Cervantes ha construido una figuración del episodio histórico no como idea, no simplemente como un decir sino personificado en unas escenas con sus protagonistas, una poetización cuya forma resultará creo el más elocuente de los cauces para representar lo que Cervantes quiso decir. No es posible ni siquiera interesante que cuando planteemos una relación Literatura-Historia pretendamos que lo que la Literatura haga es ser un simple reflejo de «ideas». Lo que Cervantes ofrece no son ideas sino vida, figuración, y muy vinculada a la forma en que se vierte tal figuración. No puede ser casual, por ejemplo que en este episodio el narrador, en cuanto voz autorial, no se pronuncia, ni acaso interviene o lo hace de un modo mínimo. Lo evita para que sean los personajes los que digan su experiencia propia. Cuanto podamos nosotros deducir lo haremos escuchando hablar a los personajes, asistiendo a sus razones. Cervantes, como creador muy fino, no desconoce la diferencia ontológica, que ha comentado Martínez Bonati (1978) a propósito precisamente del episodio quijotesco de los molinos de viento, que existe entre el hablar del narrador y el hablar de los personajes. El primero constituye mundo, construye los hechos que el lector no puede poner en duda sin riesgo para la propia obra, en tanto que el hablar de los personajes es siempre perspectivístico y sometido a esa razón que cada persona lleva consigo y que puede ser discutida por otro. El azar ha querido que acerca de la conciencia cervantina, sobre tal diferencia, tengamos un ejemplo en el parlamento de Ana Félix, en el capítulo II, 63. Hemos visto capturar la galera y el virrey pregunta al mancebo (así nos lo ha presentado el narrador hasta ahora) que es su arráez: –Dime arráez, ¿eres turco de nación o moro o renegado? A lo cual el mozo contestó, en lengua asimismo castellana: –Ni soy turco de nación, ni moro ni renegado.

–Pues ¿qué eres? –replicó el virrey. –Mujer cristiana –replicó el mancebo.

Luego de pedir clemencia y decir que va a referir su caso, el virrey le da licencia para hacerlo. Y prosigue el narrador: Con esta licencia el mozo comenzó a decir de esta manera: –De aquella nación más desdichada que prudente sobre quien ha llovido estos días un mar de desgracias, nací yo, de moriscos padres engendrada.

Se verá que hay una disfunción de género en el parlamento con lo anunciado por el narrador. Este, pese a que el arráez, como personaje, ha dicho que es mujer cristiana, sigue atribuyéndose cuando se trata del discurso narrativo a una fuente masculina, pues se introduce con «el mozo comenzó a decir de esta manera». No es mozo, sino moza disfrazada, según ella misma ha sostenido, pero el narrador evita hacer suya esa verdad, hasta que es explicada y vista a los ojos de todos; hasta que se convierte en verdad no es asumida por el narrador, que la distingue así de la mera aseveración (que podría no ser cierta) del personaje disfrazado de mozo. Luego del parlamento explicativo de Ana Félix, el narrador dirá que «el virrey se llegó a ella y le quitó con sus manos el cordel que las hermosas de la mora ligaba» asumiendo ya el discurso narrativo la verdad de los hechos, no dependiente ya de lo discutible de las afirmaciones de los personajes. Con este breve ejemplo se habrá visto qué cuidado tan escrupuloso pone Cervantes en medir lo que es del narrador, de los personajes, y las exigencias de uno y otro de cara a la figuración de su verdad. Vayamos ya al encuentro de Sancho y de Ricote (II, 54). Se comprenderá a partir de lo dicho que contrariamente a lo que muchos críticos de este episodio han edificado sobre él, tal encuentro debe mirarse no únicamente en razón de lo mucho que allí se dice, es decir, en el plano de las ideas tan emocionadas que vierten Ricote y Sancho sobre la desgracia de los moriscos, plano que no deja lugar a dudas sobre lo trágico de la medida para estos pobres hombres buenos de una aldea manchega; antes bien, tendríamos que mirar el otro plano, el de la figuración artística y la escrupulosa forma como Cervantes ha ido construyendo una escena que es elocuente no sólo (aunque lo es mucho) por lo que en ella dicen los personajes, sino también por cómo esa escena es personificada, narrada, construida, es decir por la manera como su forma artística es elocuente por ella misma, es signo en un proceso de significación concordante en este caso con las ideas mostradas. Cervantes no sólo habla diciendo en la voz autorial o del narrador (que dice poco aunque significativo) y en la voz de sus personajes (que dicen mucho y muy significativo) sino que habla también desde la manera de ser la propia forma, el signo, el decir como tal decir, su ser artístico, que es elocuentísimo, según me propongo mostrar en lo que sigue. Si hacemos un análisis semiótico del capítulo II, 54 percibimos que todo él está

dispuesto en círculos de exclusión/inclusión, muy elocuentes. El primer círculo es la ubicación misma de Sancho, que camina solo, es decir, este encuentro con Ricote se da al final de los varios capítulos en que Sancho y don Quijote han separado sus destinos. El encuentro con Ricote incluye a Sancho, pero excluye a don Quijote, pues se tratará en todo el capítulo de hacer ver la solidaridad de dos convecinos que comparten un universo común de pertenencias y experiencias. La suerte de Ricote será compadecida por el único personaje que puede realmente hacerlo, Sancho. Y además en el nivel de significación de realidad en que Sancho se ubica siempre a lo largo de la obra. Márquez Villanueva (1975: 238) ya señaló el carácter especialmente acertado de la caracterización de Ricote como un personaje a ras de suelo, limpio de los convencionalismos de época o de género que traen otros personajes cervantinos o traía el moro en su representación literaria. Ni en el físico, ni en su hablar, hay estilización ni ascendente ni paródica, las dos posibilidades que solían acompañar la figura del moro en la literatura previa. Hay en la escena una humanidad muy simple, la de dos vecinos que muestran el júbilo por encontrarse en el camino. Nada tenía don Quijote que añadir a esta compañía, y ha querido Cervantes reservarla sólo a Sancho. También ha comentado Márquez Villanueva que don Quijote queda al margen en el capítulo II, 63 y 65, fuera del patetismo anacrónico de su gesto de intervenir yendo a liberar a Pedro Gregorio. Por eso el simple encuentro de dos vecinos, en el nivel de significación de realidad que impone Sancho, es ya elocuente de la perspectiva nada idealizada que quiso dar Cervantes a esta historia. El segundo círculo trazado, que es previo al reconocimiento mutuo de los dos vecinos, ha dibujado otro margen de inclusión/exclusión. Es el que marca el eje de extranjeros/españoles. Ricote va disfrazado de extranjero (se lo reprochará Sancho de inmediato, para justificar que no lo ha reconocido: «dime quien te ha hecho franchote», le dice de modo tan significativo para lo que veremos), porque la escena se ha iniciado enfrentando a Sancho a la incomprensión del habla del grupo de limosneros entre los que va disfrazado Ricote, pues «todos juntos comenzaron a cantar en su lengua lo que Sancho no pudo entender, si no fue una palabra que claramente pronunciaba limosna». El agradecimiento de los extranjeros con su «Guelte, Guelte» hace que Sancho insista en su comprensión y la escena siga marcando que la única vía posible para ella son los gestos. El buen castellano viejo queda fuera de ese círculo de extranjeros. Hasta que «estando mirándolo uno de ellos con mucha atención, arremetió a él, y echándole los brazos por la cintura, en voz alta y muy castellana, dijo...». He subrayado el sintagma «y muy castellana», por crear el narrador desde él su primer círculo de inclusión del morisco Ricote, como castellano que es, en la esfera de Sancho, en un contexto en que los demás peregrinos hablan otra lengua. Como se sabe había sido la de la lengua una cuestión aducida por los defensores de la expulsión, centrándose en la situación de los moriscos del reino de Valencia, que sí parecían tener problemas de aclimatación lingüística. Analiza Caro Baroja (1957:120 y ss.) el problema para los de Granada, pero, como advirtieron asimismo los contrarios a la expulsión, no era el caso de los moriscos de Castilla, Aragón y Murcia. Mikel Epalza (1992: 61-83) se hace eco de las diferencias entre unas y otras zonas de la Península. Cervantes marca ya desde el narrador esta individualización de Ricote como perteneciente a la misma cultura de Sancho. Y continúa luego Ricote:

«¿cómo es posible, Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino Ricote el morisco, tendero de tu lugar?». Nótese que en tan pocas palabras se dan tres señales de inclusión de Ricote: el calificativo de hermano, el de vecino, y tendero de su lugar, los tres asociados al de morisco. Tras el reconocimiento de Sancho viene la primera complicidad, advirtiéndole del peligro que corre si es descubierto, es decir, situándose en el plano de solidaridad con el perseguido. Se retiran a comer y a beber vino y ahí sitúa el narrador otro índice de inclusión, pues entre las viandas que los peregrinos extraen de sus alforjas y que enumera el narrador se encuentran «huesos mondos de jamón, que si no se dejaban mascar, no se defendían de ser chupados». Junto a la señal lingüística de pertenencia, este otro signo es inequívoco de una cultura cristiana, pues estaba vedado a los moriscos por su religión el comer cerdo y beber vino, y esa era señal muy subrayada por los perseguidores de los moriscos disfrazados (vid. Caro Baroja, 1957: 118-121). José Jiménez Lozano, quien comenta por extenso todos los problemas de la convivencia morisca en Castilla, trae un precioso testimonio de la contestación que el Rey da al obispo de Ávila, quien había intercedido contra la expulsión, aduciendo la práctica cristiana de muchos de ellos. El Rey sitúa las señales que llama «actos positivos», como usar de vino y tocino y desviarse de la algarabía como pruebas muy por encima de las prácticas sacramentales cristianas (Jiménez Lozano, 1982: 112). Cervantes hace quizá por eso que se entretengan mucho en dar cuenta de las botas de vino, y viene la tercera señal: «De cuando en cuando juntaba alguno su mano derecha con la de Sancho y decía: ‘Español y tudesqui, tuto uno, bon compaño’. Y Sancho respondía: ‘Bon compaño, jura Di’». El autor ha marcado con esta señal por encima de las lenguas la paradoja de una hermandad entre los españoles y alemanes, que actuará netamente en la economía de significación de la escena como necesario contraste. La hermandad que se permite a los otros no le ha sido permitida al Ricote, expulsado de ella. De ese modo el capítulo va afianzando los signos de inclusión/exclusión señalando tales paradojas, mostrándolas. Acabado el vino, se retiran todos a dormir, excepto Ricote y Sancho: solos Ricote y Sancho quedaron alerta, porque habían comido más y bebido menos, y apartando Ricote a Sancho, se sentaron al pie de una haya, dejando a los peregrinos sepultados en dulce sueño, y Ricote, sin tropezar nada en su lengua morisca, en la pura castellana, le dijo las siguientes razones.

La espacialidad, en común apartamiento, va contribuyendo a señalar la comunidad de Sancho y Ricote, en oposición a los demás, que permanecen ya fuera del círculo que la escena dibuja. Pero otra vez anota Cervantes a través de su narrador, y con especial vehemencia, pues supone una repetición, el dominio de Ricote de la lengua pura castellana, adjetivada por tanto la pureza, después de haber señalado que habla sin tropezar nada en su lengua morisca. No sólo tal insistencia, sino la selección léxica de los adjetivos ‘(pura) y nada morisca’ son fenómenos muy elocuentes de la voluntad de situar a Ricote plenamente integrado en los hábitos lingüísticos y alimenticios de un castellano. Viene entonces el largo parlamento de Ricote, ese canto de dolor de exiliado, tan

citado, y que ha sido ya muy analizado por cuantos se han detenido en el sistema de ideas, de lo dicho. Todo el discurso de Ricote está asimismo estructurado en el orden de marcar la dialéctica del exiliado, que ama su Patria, España, ahora ausente y muy dolorosamente, pues su destierro ha sido la pena «más terrible que se nos podía dar». No deja de señalar Ricote dos círculos, el de España, su patria natural, y el de la Berbería, donde «más les ofenden y maltratan». Era también éste un argumento muy tenido en cuenta durante los debates por los contrarios a la expulsión, y señala ya esa dialéctica de inclusión/exclusión. Va señalando Ricote su periplo por Francia, Italia, para recalar en Alemania, con la conocida sanción tan comentada y valiente: «y allí me pareció que podía vivir con más libertad, porque su habitadores no miran en muchas delicadezas: cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia», extremo y sintagma muy significativos que ha sido ya muy justamente analizados por Américo Castro y por Márquez Villanueva (1975: 277-285). Continúa Ricote con otro signo muy elocuente, que colabora en la línea que vengo señalando aquí de dialéctica inclusión/exclusión: la crítica que el morisco hace de los peregrinos alemanes a los que acompaña. Puede que sean cristianos, pero vienen a España como se va a las Indias, solamente a enriquecerse y sacan sus riquezas con facilidad. Nótese que se forma aquí otra vez una contraposición Ricote/extranjeros, con la paradoja implícita de que el expulsado es honrado, pero tiene que disfrazarse, y los admitidos como peregrinos cristianos no son honrados y campan sin disfraz alguno. No puede escapar a Cervantes la enorme capacidad de elocuencia de estas contraposiciones que enfrentan por sí solas la injusticia de la medida que ha permitido tal paradoja. El parlamento de Ricote se cierra con otro círculo: el que marca la pertenencia al cristianismo, que Ricote señala muy decidido y claro en su mujer e hija «católicas cristianas y aunque yo no lo soy tanto, todavía tengo más de cristiano que de moro, y ruego siempre a Dios que abra los ojos del entendimiento y me dé a conocer cómo le tengo de servir». Tratadas ya la condición lingüística, las costumbres de integración culinaria, la pertenencia de un sentimiento patriótico de su patria natural, solamente queda a Cervantes enunciar el último y central argumento de las creencias religiosas, caballo que fue de batalla en los debates y palanca decisiva para la expulsión. Aquí Cervantes entra en unos matices que sitúan en un conjunto de inclusión plena a las mujeres (católicas cristianas) y deja a Ricote en una semi-inclusión, que atenúa su voluntad (realmente ambigua) de ser iluminado por Dios respecto a cómo mejor servirle. No deja por tanto Cervantes de señalar el problema latente, aunque también hay que decir que la menor religiosidad de los varones respecto a las mujeres es un hecho sociológicamente marcado y todavía vivo en las sociedades de hoy. Se verá en conclusión que un análisis del discurso de Ricote va situando al morisco plenamente integrado en cada uno de los órdenes (lingüístico, costumbres, sentimiento patriótico y religión) y gran parte de ello en oposición excluyente a los peregrinos que le acompañan, que no tienen, por el contrario, dificultad administrativa alguna. Esa es la paradoja que Cervantes dibuja y su mejor modo de decir, el artístico, el del signo, por encima incluso de lo afirmado en el sistema de ideas o referencias. En la conversación siguiente con Sancho se colige el conocimiento muy preciso que

éste tiene del modo como la mujer e hija de Ricote han salido, de ir acompañadas de Juan Tiopieyo, y de lo que ha podido ocurrir con su tesoro escondido, otro de los tópicos que figuraron en las diatribas contra el regreso de los moriscos: que se llevarían riquezas escondidas. Mikel de Epalza (1992: 231) se ha referido a ese tópico y trae un testimonio de su uso en los debates, y Caro Baroja (1957: 250) da cuenta incluso de diferentes narraciones novelescas, como la titulada «El bien hacer no se pierde» incluida en Novelas de placer, donde desarrolla Castillo Solórzano este motivo de las riquezas enterradas por los moriscos. Luego de una conversación sobre la Ínsula Barataria, espacio imaginario frente al tesoro real al que Ricote le invita a participar y en el que se vuelve por un momento a la dialéctica de Utopía /realidad de la obra cervantina, acaba el capítulo con emocionado testimonio de cómo Sancho vivió el destierro de la mujer e hija de Ricote, donde la inclusión de todos en un mismo círculo de solidaridad es ya elocuente en esas lágrimas que Sancho, poco dado a ellas, dice haber vertido. Nótese además que la tendencia de muchos vecinos a haberlas escondido y apartarlas del destierro solamente se ve frenada por el «miedo de ir contra lo mandado por el rey». «Miedo» pero no convicción, un claro círculo final de inclusión de los pobladores castellanos y vecinos del pueblo en la misma esfera sentimental de las víctimas. Un último detalle de la esfera de inclusión de la familia de Ricote se da al final del capítulo: el noviazgo, entonces supuesto, de la Ricota con Pedro Gregorio, «aquel mancebo mayorazgo rico», del que inmediatamente corrobora Ricote haber sido sospecha suya de que tal caballero «adamaba a su hija», pero no le dio pesadumbre alguna. Luego se señala que aunque es escasa la costumbre: «las moriscas poca o ninguna vez se mezclan por amores con cristianos viejos», sí puede haberle ocurrido en cambio a su hija, «que no se curaría de la solicitudes de ese señor mayorazgo», entiende el lector que la frase «no se curaría» significa que no las evitaría, no le causarían preocupación negativa, como ella misma confirmará luego en su parlamento del capítulo II, 63. No es por tanto únicamente lo que en el capítulo 54 se dice explícitamente, creo haber mostrado que, si cabe, tan elocuente como lo dicho han sido los procedimientos del decir, el hacer narrativo, el sutil modo como Cervantes ha dispuesto todo el capítulo para que en círculos sucesivos de inclusión-exclusión, frente a otros, Sancho y su vecino compartan un mismo universo de raíces, pertenencias y sentimiento de hermandad, que termina precisamente con un abrazo, más elocuente que cualquier discurso. Un análisis estilístico del capítulo II, 63, muestra que aunque menos concentrado y visualmente menos eficaz en orden a mostrar tal solidaridad, Cervantes ha dispuesto el parlamento de Ana Félix, pieza central del capítulo, de forma que se recorran todos y cada uno de los motivos nucleares que ya ha dibujado el capítulo 54. Nótese que precede al discurso la pregunta del virrey a quien todavía cree mancebo: «eres turco de nación o moro o renegado». A lo cual el mozo respondió «en lengua asimesmo castellana». La primera marca del narrador es, como ocurrió con Ricote, el señalamiento del hablar castellano de Ana Félix, la segunda, su ser cristiana, y luego, en el seno ya de su discurso, la notación de las desgracias que sobre su nación han caído «estos días». Inmediatamente se señala la contraposición excluyente de la Berbería, a donde es

conducida «sin que me aprovechase decir que era cristiana, como en efecto lo soy y no de las fingidas y aparentes, sino de las verdaderas y católicas». Señala Ana Félix el mismo matiz que Ricote había marcado: «tuve una madre cristiana y un padre discreto y católico ni más ni menos, mamé la fe católica en la leche, criéme con buenas costumbres, ni en la lengua ni en ellas jamás, a mi parecer, di señales de ser morisca» etc. Como puede verse va recorriendo Ana Félix los distintos argumentos de su integración y asimilación castellana que ya hemos visto enunciados por su padre y que el discurso de la hija va confirmando punto por punto. Incluso añade la confirmación de otro extremo que fue motivo en el curso de las circunstancias que podían favorecer la aclimatación de los moriscos: su noviazgo con don Gaspar Gregorio (así denominado aquí, cuando en el capítulo 54 dijo Pedro Gregorio), algo ya apuntado al final del capítulo II, 54, cuando Sancho refiere la cercanía de este mozo a su hija y confirma así las sospechas de Ricote de que este «cristiano viejo» adamaba a su hija. Compara Ana Félix Argel con el mismo infierno, es decir, vuelve a la idea que Ricote señalo de la Berbería como lugar donde no fueron bien recibidos, y comienza la muy novelesca y turbulenta historia de la Ana Félix cautiva, que podría ser el germen de una novela entre de cautivos y bizantina aquí apuntada en resumen. Lo que cabe señalar de este parlamento, en el curso de razonamiento que aquí llevamos, es su separación evidente en el desprecio lingüístico que muestra Ana Félix hacia «la demás chusma del bergantín son moros y turcos, que no sirven de más que de bogar al remo. Los dos turcos, codiciosos e insolentes...», es decir, en todo su lenguaje va mostrando Ana Félix su desapego y falta de pertenecía a esa esfera de los «otros», precisamente los no cristianos y el renegado que le han acompañado hasta las costas de Barcelona. Lo más significativo del capítulo, que precisamente la crítica ha señalado como inverosímil, pero que no deja de ser un elocuente signo de inclusión morisca, es la compasión y emoción del virrey, y que sea él mismo quien quita a la mora el cordel que la aprisionaba. La identidad de Ana Félix la confirma Ricote, que casualmente ha presenciado la escena, confirma Sancho asimismo la de ambos, y el capítulo vendrá a cerrarse con una muy atrevida políticamente, y de todo punto significativa, inclusión nada menos que del virrey de Cataluña en el círculo de solidaridad al que ya pertenece Sancho y que también incluye a don Antonio Moreno: se desembarcó el virrey, y don Antonio Moreno se llevó consigo a la morisca, y a su padre, encargándole el virrey que los regalase y acariciase cuanto fuese posible, que de su parte le ofrecía lo que en su casa hubiese para su regalo: tanta fue la benevolencia y caridad que la hermosura de Ana Félix infundió en su pecho.

Es ahora cuando entendemos en toda su dimensión la habilidad y sutileza con que Cervantes maneja los signos en este capítulo. Georges Güntert (1998: 226) advierte con razón que, en los capítulos referidos a Ana Félix, la Historia es convertida en novela. Así como en el capítulo II, 54 era más fácil escenificar una hermandad de Sancho con su vecino Ricote y visualizar en él la solidaridad de las gentes a su nivel familiar, ¿cómo se podría justificar igual solidaridad de una persona del relieve y significación política del

virrey de Cataluña? Para poder hacerlo y que no chirriara demasiado tal índice, de calado muy netamente político, Cervantes ha desplazado la esfera de su significación hacia un lugar mucho más novelesco y ha dotado a toda esta secuencia de Ana Félix de un conjunto de casualidades que pertenecen a la esfera de la idealidad artística, de modo que una cobertura en el plano de significación novelesco pudiera ser el cauce y justificación última para la proximidad del virrey de Cataluña, inverosímil desde el punto de vista de una sanción que estuviera hecha desde la realidad. Tal solidaridad ha de encontrar acomodo, en cambio, en el lugar de lo novelesco, como si ese nuevo espacio de encuentros y compasiones de las criaturas en la suerte de su propia dignidad de personajes novelescos pudiera contaminar los ánimos de todos y aminorar, hasta su disculpa, tal atrevimiento político, realmente insólito, que Cervantes sin embargo cuela de modo tan sutil. Porque insólitos son todos los hechos que lo han precedido y en esa nueva esfera de lo novelesco insólito, de la «maravilla» que recubre toda esta historia, pueden predicarse así sin riesgo. Entiendo por tanto que lo que la crítica ha encontrado extraño, y muy novelesco en esta suerte de episodios bizantinos de Ana Félix, puede ser explicado a esta nueva luz y puede estar totalmente motivado por esa voluntad de enmarcarlo en un nuevo espacio de idealidad, que nutre las convenciones novelescas. En ese nuevo espacio encuentra acomodo el atrevimiento político de este signo de connivencia del virrey de Cataluña con la suerte de los expulsados, que prolonga luego en el capítulo II, 65, cuando trata el virrey con don Antonio de qué modo tendrían que actuar para que Ana Félix y su padre quedasen en España, y encargándose don Antonio de una embajada para negociarlo en la Corte. Por supuesto Cervantes no podía ir mucho más lejos e introduce entonces en la boca de Ricote toda la apología de la diligencia de Bernardino de Velasco, conde de Salazar, y todas las razones de la justicia de la expulsión, que en boca del propio morisco y en este contexto bien se ve que es, amén de una ironía por la fuente de quien habla, una concesión de contrapeso necesario a toda la solidaridad que el capitulo va ejecutando. Con todo, y para que no quede lugar a dudas, señala el narrador que «el virrey consintió en todo lo propuesto». Cervantes se detiene aquí. Ya ha ido demasiado lejos. La suerte final de estos moriscos queda sin resolverse; no podría realmente llevarla Cervantes a cabo. Pero lo importante, en Literatura, es crear esta nueva jerarquía de respuesta de las criaturas novelescas hacia las injusticias de la Historia. Mucho más que por lo que ha dicho queda en la mente del lector el trazado de continuos lazos en el decir mismo, en la sutil organización cervantina de los círculos de la solidaridad que incluyen a tantos y al propio virrey de Cataluña en la suerte de estos desdichados de la Historia.

CAPÍTULO 5 El Quijote y la parodia moderna DE PARODIA ES UNO DE ESOS CONCEPTOS que acompañan siempre a Cervantes por E Lentenderse a primera vista que su obra mayor, el Quijote, es en estructura y función una obra paródica. Ayuda a esa creencia que declare Cervantes en el Prólogo del Quijote de 1605 por boca de su bien entendido amigo que toda la obra es una invectiva contra los libros de caballerías que «no mira más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen» sus «fabulosos disparates», intención a la que vuelve en el último capítulo de la segunda parte, de 1615, cuando por boca de Cide Hamete Benengeli confirma que no ha sido otro su deseo que «poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando y han de caer del todo sin duda alguna». Y no se trata tan solo de la intención declarada de que su obra funcione en torno a un caballero andante que es parodia de los caballeros dibujados en esos libros, sino de que en el Quijote pueden seguirse, como más adelante recorreremos, muchos episodios, diálogos, situaciones, descripciones, que van a suponer un contra-texto paródico de otros tantos lugares tópicos de esos libros, pero también de otros muchos géneros como el pastoril, el de la Edad de Oro, etc. De este modo la parodia sería un concepto medular en el sentido y forma de la obra cervantina, hasta el punto de que hay dedicados libros enteros a significar dicha estructura paródica, como los de Hans-Jörg Neuschäfer (1963) y el de J. I. Ferreras (1982), además de ocupar capítulos completos de otros muchos ensayos críticos sobre la obra cervantina, como el de E. Riley (1990) o el último de A. Redondo (1997). Con todo, para un tratamiento de este tema en Cervantes y para comprender en sus justos términos el lugar que la parodia ocupa en su obra tendríamos que 1º) aislar qué cabe entender por el concepto de parodia según la teoría literaria; 2º) discutir el modo como Cervantes utiliza la parodia, para demostrar que su principal obra no se limita a ser una estructura paródica, sino que supera el concepto y lo sobrepasa. Lo haremos a la luz de algunos de los lugares principales en que cabe ver elementos paródicos de estilos, temas y situaciones de la literatura de su tiempo. Lo primero que hay que advertir es que el concepto de parodia ha sufrido modificaciones muy importantes, en extensión y sentido dentro de la teoría literaria actual. De ser poco más que una entrada breve en los diccionarios de Literatura, especializada en un uso retórico o histórico muy delimitado que apenas suscitaba mayor interés (véanse a este respecto las entradas de los diccionarios más al uso, como el de Brioschi-Girolamo, Marchese-Forradellas, H. Morier e incluso el muy informado y actual de Estébanez Calderón), ha pasado a ser un término en el que algunos autores ven una metonimia de la Literatura y que puede servir de puente a dominios de gran envergadura reflexiva e incluso a ser, en la extensión que le da Linda Hutcheon (1985), una especie

de sinécdoque que vendría a dibujar un lugar privilegiado de la posmodernidad, concepto éste que se explicaría desde la refracción paródica de la cultura sentida como simulacro. Domínguez Caparrós (1994: 97-103) ya dio cuenta del enorme ensanche teórico del fenómeno que él relacionó con diferentes lugares teóricos de la modernidad crítica, como el bajtiniano, el formalista, el estructuralista en las diferentes y sucesivas funciones histórica, estética, constructiva y antropológica, que la crítica y la teoría iban asignando al género, que pasó a ser de ese modo algo más que un género. Juan Carlos Pueo (2002) ha recorrido las extensiones modernas del concepto, que ha llegado a ser casi, en algunas de sus formulaciones, extensión de la Literatura. Queda claro a partir de la bibliografía actual sobre la parodia la convergencia de dos líneas de fuerza para el ensanche de su significación y las dos pasan, directa o indirectamente, por Bajtin. La primera línea de fuerza es la que Bajtin introduce al valorar históricamente de otro modo la significación de la parodia en su reconstrucción histórica de la formación del concepto de novela y de la palabra ajena en la novela y en la configuración de los estilos, donde había tenido precisamente un lugar central la intervención cervantina. El énfasis bajtiniano sobre el importante lugar del plurilingüismo como categoría constitutiva histórica y socialmente marcada dentro de una axiología particular ha llevado a ver en los discursos paródicos un elemento nada desdeñable del nuevo horizonte ideológico y textual que dio nacimiento a la novela moderna en el Renacimiento europeo, desde Rabelais a Cervantes (Bajtin 1989: 126 y ss., 310 y ss.). La segunda línea de fuerza más indirectamente bajtiniana, pero a él debida en suma, es la lectura que la modernidad crítica ha hecho del concepto de intertextualidad, que Kristeva (1969) trajo a la crítica glosando precisamente a Bajtin. Este nuevo concepto de intertextualidad, sobre el que obviamente no puedo extenderme y que ha sido ya aclarado ampliamente por la literatura teórica, tiene dos proyecciones o lecturas, a su vez: una restringida, que es la que lleva a cabo Genette (1982: 7-17) con su conocida ordenación taxonómica de los discursos transtextuales. Reserva para la parodia un lugar restringido, que él llama hipertextualidad, distinguida de las otras formas de comunicación transtextual: la intertextualidad, la paratextualidad, la metatextualidad y la arquitextualidad. Dentro de todo este universo transtextual las prácticas hipertextuales son clasificadas por Genette con un afán muy descriptivo y exhaustivo dentro de un lugar específico: sitúa a la parodia como «practica hipertextual» que supone transformación lúdica que un hipertexto B hace de un hipotexto A (Genette, 1982: 36). Pero una revisión histórica más profunda nos indica que en la parodia hay algo más que transformación lúdica de un texto por otro texto. La burla no es únicamente un acto lúdico. Tendríamos por tanto, para conjugar todos los sentidos que adquiere el concepto de parodia, pero también para entenderlo en el contexto que pudo tener Cervantes al escribir sus obras, que volver al principio, como siempre, al primer texto teórico antiguo, Aristóteles, y también al primer texto teórico renacentista, Scalígero. Ambos han discurrido sobre la parodia y en el intersticio de ambos podemos encontrar mucha luz. De la muy escasa acotación que Aristóteles hace en su Poética (1974: 12-13) y de los escasos textos conservados por la tradición deduce G. Genette (1982: 22) tres posibilidades de sentido que tienen en común ser la parodia una cierta burla de la

epopeya o eventualmente de cualquier género noble o serio, obtenida esa burla por una disociación y modificación bien de su espíritu, bien de su tema heroico transpuesto a uno vulgar, bien de su estilo, vulgarizando lo noble. En los tres casos lo burlesco es lo distintivo y se deduce del enfrentamiento temático o estilístico de lo noble con lo vulgar. En el importante texto de Scalígero en que se explica el origen y sentido de la parodia, el teórico italiano la relaciona con la propia rapsodia del texto épico: en efecto, cuando los rapsodas interrumpían sus recitales, se presentaban cómicos, que, para alegrar los ánimos, invertían todo lo que se acababa de escuchar. A estos les llamaron parodistas, porque al lado del tema serio propuesto, introducían subrepticiamente otros temas ridículos. La parodia es, por tanto, una rapsodia invertida, que por medio de modificaciones verbales conduce el espíritu hacia los objetos cómicos. (Scalígero, 1561: I, 42)

Según esta tradición, entonces, la parodia acompañó siempre al texto serio, como su otro yo, siempre viva en el interior de ese texto serio invirtiendo su sentido y nobleza, puesto que se ofrecía alternativa al recitado de éste. No es por tanto un género más que ocuparía una casilla en el sistema de los géneros. La parodia emerge entonces como la imagen de una alteridad para cada uno de los géneros nobles, imponiendo su doblez, su contrafaz. Confirma esta función el recorrido histórico que Bajtin (1989: 422-424) hace de las parodias en la literatura antigua tardía de Aulo Gelio, Plutarco, Macrobio, Ateneo, etc. Según las investigaciones de Dieterich, Reich, Cornford y otros puede Bajtin deducir que las formas paródico-transformistas se aplicaron a un material dispar y heterogéneo y que más que un género directo estricto se trataría de una contre-partie cómico irónica de diferentes tipos de palabra directa: artística, retórica, religiosa, filosófica, etc. En el drama satírico conocido como «cuarto drama» que sigue a la trilogía clásica se abordaban los mismos temas y mitos de esa trilogía. Frínico, Sófocles y Eurípides fueron autores de dramas satíricos y por los fragmentos conservados del drama de Esquilo, El coleccionista de huesos, sabemos que en tal drama se hacía una representación paródica-transformista de los acontecimientos y héroes de la guerra de Troya. Fueron también los personajes epopéyicos objeto de parodias, pues tanto el Ulises cómico como el Hércules cómico fueron muy populares y de todos es conocido que al propio Homero se atribuyó tanto El combate de los ratones y las ranas como el poema cómico sobre Margites el Tonto. Sin embargo, de todos los textos conocidos de la tradición reconstruida no se deduce simplemente una conciencia de la posible alteridad que cada género podía suscitar como s u contre-partie, sino también la burla y el enfrentamiento reductor de tal tradición. La parodia no ha sido nunca una aserción locucional simplemente paralela al texto serio, sino una acción ilocucional con consecuencias perlocucionales de burla y enfrentamiento. El prefijo para de «junto a» se ejecutó también y sobre todo con su otro sentido de «frente a». Es el sentido doble de «paralelo», que va siempre a la vez junto y enfrentado a, como «parapeto» para su confrontación. Para fijar un sentido no descriptivo sino explicativo y proyectivo de la parodia tendríamos como conclusión que atender a una doble dialéctica en la que siempre la encontramos: 1) por una parte enfrenta a un lenguaje autoritario su contra-lugar, su contrapeso, combatiendo de tal modo esa autoridad de lo establecido, de lo canonizado,

y 2) por otra parte, de tal enfrentamiento se sigue una reducción del texto parodiado a su descripción más hipertrofiada, lo que sirve para revelarlo en sus líneas fundamentales. Se sigue de esta doble dialéctica la intervención continua de las parodias en el esquema de las formas arquitectónicas que dieron lugar a una evolución y transformación de los géneros, pues los textos paródicos estuvieron siempre en el quicio de la evolución de cada género, coincidiendo casi siempre su aparición con la práctica muerte del género que actúa como hipotexto. Precisamente se ve muy bien esto en el caso de las novelas de caballerías, cuyo final coincide con la parodia cervantina, en tanto podía visualizarse ya la esclerotización del género, y su inferior consumo en el siglo XVII respecto al que tuvieron en el siglo XVI, según han documentado las investigaciones de Maxime Chevalier entre otros. El primer sentido de la doble dialéctica al que me he referido es el que explica el fundamento mismo de su carácter burlesco y lo vincula a la teoría del humor como distancia respecto a la autoridad. De ahí se derivará luego el importante lugar de lo carnavalesco, al que enseguida aludiremos. Puede explicarse el fundamento de lo burlesco a partir de la teoría que sobre la esencia de la risa y de lo cómico construyó Charles Baudelaire (1852) en sus líneas fundamentales y confirmada luego por Bergson (1900). Baudelaire parte del fenómeno de la «caricatura», que es una de las realizaciones genéricas más claras de la parodia, y construye su teoría de lo cómico a partir del análisis de la sentencia «Le Sage ne rit qu’en tremblant» (Baudelaire, 1852: 526), subrayando cómo la Autoridad, la Doxa, el Verbo Encarnado, el Poder no soporta la risa ni es susceptible de ella, en tanto aspira a la intangibilidad, por eso añade Baudelaire «le comique disparaît au point de vue de la science et de la puissance absolues» (ibídem: 527). Lo cómico resulta desde el punto de vista del espíritu ortodoxo, siguiendo la argumentación de Baudelaire, el accidente, el resultado de una caída, el fruto de alguna forma de degradación física o moral (ibídem: 528). En el Paraíso no hay risa, no hay esta duplicidad que supone una caída, hay en cambio la unidad estable de la felicidad eterna sin caídas posibles. La risa nace de una duplicidad, de dos textos, de la subversión del uno por el otro, de su enfrentamiento, en que la imagen del que ríe arrostra las consecuencias de su propia superioridad sobre el objeto de la risa (ibídem: 530). Esto nos llevaría a otro concepto relacionado con la parodia, y que le es inherentemente afín, el de la ironía. En el conjunto más amplio de prácticas textuales que Pere Ballart ha analizado relacionadas con la ironía se puede deducir que los textos paródicos, como los irónicos, tienen siempre una vinculación con la alazoneia, sin la cual no habría la distancia ideológica necesaria para que se produzca el efecto irónico ni el paródico. Dice Ballart: «Es en relación a todo aquello que interesa a la ética y a la ideología cuando las personas proclaman sus juicios de un modo más circunspecto y tajante y, por la misma causa, más susceptible de ser traducido irrisoriamente a términos irónicos» (P. Ballart, 1994: 412). Por último creo también que en el camino de las sucesivas ampliaciones del concepto no podemos perder una distinción que considero clave y que reivindicaré: la que hay entre «estilización» y «parodia». Bajtin (1979: 270-281) distinguió muy diversas formas de estilización de la palabra ajena o bivocal, correspondiéndole a la parodia un sentido

preciso dentro de las estilizaciones de la palabra ajena objetivada, o convertida en fuente de discurso. El diálogo oculto, la réplica, la voz del personaje representado, etc., son otras diferentes estilizaciones. Situar como dos conjuntos no homogéneos ni de igual extensión el de estilización y el de parodia ayudaría mucho a entender la obviedad de que toda parodia es una estilización intertextual pero no toda estilización intertextual cumple función paródica. Para que haya parodia han de darse otras condiciones peculiares de la estilización, singularmente el rebajamiento del texto base y la mostración de su hipertrofia. Para mí esta duplicidad, distancia y esta caída que supone la parodia explican un sentido de rebajamiento de lo que ha adquirido por su uso, por su técnica, por su valor, un cierto carácter alto, autoritario, que mueve la reacción del texto paródico como irreverencia respecto a tal autoridad. Con la parodia se ejecuta un acto que no es sólo textual, ni solo intertextual sino interactivo, en que el segundo texto, el hipertexto, actúa frente al otro, para rebajar su autoridad. Para ello es fundamental que el texto parodiado sea también algo más que un texto, sea en cierto sentido representación o imagen de una textualidad que comparta el mismo sufijo que autoridad. No hay parodia que no distinga en el texto parodiado, que no subraye de él precisamente lo protuberante de su textualidad, de ahí la importancia que tendrá, como veremos enseguida, en el desarrollo de la parodia la hipertrofia del texto objeto de parodia, su textualidad subrayada, marcada, estabilizada, devenida textualidad preexistente, fija, casi muerta, y que es la que mueve a la risa. En la evolución y ampliación histórica del concepto de parodia podemos seguir un camino que iría desde las formas del carnaval medieval, premoderno, hasta el simulacro posmoderno, según lo analizó Baudrillard, y que tendría como estadio intermedio la parodización moderna de la novela, donde el Quijote cervantino sería su mejor emblema. Tres estadios por tanto en los que se puede recoger una cierta tipología evolutiva de nuestra cultura. Afectan a Cervantes los dos primeros: el carnaval y la novela moderna. En el estadio más bajo, inicial, estaría la subversión carnavalesca, que comienza siendo una parodia festiva de ritos litúrgicos y de personajes célebres. Algunos cervantistas y entre ellos Agustín Redondo (1989 y 1997) han allegado el concepto de «carnavalización» para explicar diferentes lugares del Quijote. Incluso la caracterización física de los personajes Quijote y Sancho remitiría a la pugna de doña Cuaresma con don Carnal, pero también episodios como la armadura de caballero en la Venta, el manteo de Sancho, bodas de Camacho, etc. Pero no hay que creer que carnavalización y parodia sean conceptos que se cubren. Antes al contrario lo fundamental y distintivo del carnaval es su vocación unificadora: en la misma fiesta carnavalesca lo que inicialmente eran dos textos (el del rito parodiado y su representación burlesca) tiende a convertirse en un solo texto, en el que la vida, la fiesta, irrumpe hasta borrar el escenario y evitar la distinción entre ambos textos. Los espectadores no asisten al carnaval sino que lo viven (Bajtin, 1987:13), durante el carnaval no hay otra vida que la del carnaval y el espacio de fiesta y libertad invade como vida todo el escenario: «durante el carnaval es la vida misma la que juega e interpreta (sin escenario, sin tablado, sin actores, sin espectadores, es decir sin los

atributos específicos de todo espectáculo teatral) su propio renacimiento y renovación sobre la base de mejores principios. Aquí la forma efectiva de la vida es al mismo tiempo su forma ideal resucitada» (ibídem, 13). Es por ello muy importante que el mundo alternativo que se construye en forma de parodia al oficial (al de la Iglesia o al Estado) coincida con ciclos concretos de renovación, como exaltación o figura de una nueva vida, en que se vive la utopía de un juego subversivo que guarda una profunda relación con el tiempo natural, biológico e histórico y con los ciclos de la renovación, muerte y resurrección. Esa universalizadora fusión prorrumpe también como exaltación del cuerpo y afecta a toda la colectividad. En el carnaval la risa no se sitúa fuera del objeto aludido, ni se le opone, sino que lo anula en su integridad, sustituyéndolo. Precisamente esa fusión es la que dificulta la proyección misma de Rabelais sobre la posteridad, reflexión con la que Bajtin inicia su libro, puesto que los contextos carnavalescos han perdido en buena parte el texto origen de la fiesta rabelesiana, que no era texto escrito, ni se ha conservado la mayor parte de las farsas, bufonadas y juegos en que Rabelais inscribe su obra. En síntesis: el carnaval ambiciona el triunfo de la vida sobre el mundo de la textualidad. La modernidad de la novela en cambio, y en este sentido el modo de funcionar la parodia en el Quijote, no sería tanto la reproducción del rito canavalesco como otra forma más evolucionada que se edifica sobre la dualidad textual. Ahí cabe situar la permanente lección cervantina sobre dos textos enfrentados en la que hay una reflexión no solo paródica, sino mediatizada por una construcción profundamente irónica en la que Cervantes ofrece la representación misma de la lucha de esos dos textos, hasta convertir la parodia en un ingrediente más de la construcción meta-ficcional. Este estadio nuevo de la función paródica, más evolucionado respecto al carnavalesco, es el que recorre la distancia que hay entre Rabelais y Cervantes, que es también la que hay entre el carnaval como fiesta unitiva y la parodia cervantina que permanece como confrontación no sólo de dos textos, sino de la vida y la textualidad misma, puesto que don Quijote hubiera querido que su vida fuese igual al texto ideal, a la edad dorada de los caballeros andantes, y no lo consigue. A lo largo de toda la obra se percibe esta distancia, los dos textos, el de la parodia y el parodiado, puesto que es el eje constructivo del libro. Si el carnaval había pretendido romper con el escenario, ocupándolo por la vida, el Quijote no es carnavalesco, porque nos enseña constantemente el límite del escenario, vuelve sobre él para mostrarnos que ese escenario dual permanece y que la representación, el signo (el texto literario) no coincide con lo representado (el texto de la vida); esta dualidad no sólo se da en la parodia caballeresca, sino en la pastoril, en el retablo de Maese Pedro, en el engaño de Dulcinea y hasta en detalles mínimos según veremos enseguida. Puede servirnos como emblema de la dualidad el tratamiento que Cervantes ofrece del mozalbete azotado a quien Don Quijote ayuda en el cap. 4 de la Primera Parte y la conclusión tremenda en el nuevo encuentro con tal muchacho en el capitulo I, 31: este zagal le espeta a Don Quijote la verdad fundamental del libro: el orden ideal que su juego pretende, restaurar la justicia en el mundo, es una ilusión que sólo le ha traído perjuicios, puesto que la vida y su verdad continuó cuando Don Quijote se marchó y el

chico siguió recibiendo los azotes de su amo, incrementados. Tamaño desengaño es la urdimbre misma del libro, pero ofrece la dimensión total del sentido paródico: el orden ideal, que el carnaval había logrado, esa utopía festiva de la unión en que el juego lo ocupa todo y ya no hay escenario, es llevada por Cervantes a la contradicción de la parodia: no sólo la vida continúa al margen de la utopía textual-literaria, sino que permanece enfrentada a ella. El «mundo al revés» del carnaval es el que no logra Don Quijote, espejo donde rompen las diferentes utopías textuales, encarnaciones de Edad de Oro de la pre-modernidad. La risa espontánea del carnaval se sustituye por la ironía distanciada de Cervantes, que percibe y mide la distancia que hay entre el texto parodiado y la parodia, que es la que hay entre la textualidad y la vida. En el territorio de los géneros es muy importante la dimensión meta-discursiva de la novela cervantina, en la medida en que dio origen por su desdoblamiento irónico a un nuevo estatuto intelectual del género, estatuto metadiscursivo que la Vida y opiniones de Tristan Shandy de Sterne continuó y luego toda la historia de la novela europea. Para ello es esencial que Don Quijote sea algo más y algo diferente a un mero personaje paródico, precisamente porque hace complejo el estatuto de la credibilidad del propio héroe y de su total identificación con la caballería andante. A lo largo de toda la obra hay junto a una solidarización del héroe con la palabra parodiada (esto es, su ser caballero sin fisuras, según pretende), una autocrítica del propio héroe hacia la palabra parodiada (conforme la obra avanza nace el estigma de la sospecha en el seno del propio héroe) y un desengaño final respecto de ella, lo que lo convierte en diferente a un loco sin remedio. La gran obra de Cervantes ha introducido el distanciamiento irónico incluso en el seno de la parodia, lo que ha dado imagen de una mayor profundidad que la que ofrecía el solo estatuto paródico inicial, lo que nos permite hablar de una parodia en segundo grado, que es capaz de ironizar sobre su propio estatuto, de modo que a la vez que funciona como tal parodia, se desmonta el artificio paródico mismo por la distancia de los héroes para con el punto paródico de partida, según analizaremos en lo que sigue. Isaías Lerner (1990) ya vio en la Segunda Parte un funcionamiento creador muy distinto al de la Primera, en consonancia con otros elementos estructurales del conjunto. Llamo la atención además sobre que, en ese sentido, también hay una evolución del estilo de la novela, que nace en sus primeros pasos con vocación paródica, pero que va introduciendo, sobre todo a partir del capítulo VIII de la Primera Parte, ese segundo grado del que hablamos y que pasamos a recorrer en sus episodios y lugares más significativos una vez podamos distinguir ejemplos de lo que hemos llamado primer y segundo grado de la parodia. Respecto a lo que podríamos llamar «la parodia en primer grado» fue muy visible desde el primer momento que el Quijote arranca como una versión paródica de los libros de caballerías. Según hemos visto en la presentación de las teorías de la parodia esta modalidad tiene un doble sentido: es una burla, pero también un homenaje. Hay una duplicidad constante en el primer Quijote respecto a la valoración de los libros de caballerías, duplicidad que no pertenece únicamente a Cervantes, sino que era un signo de la época. En 1611 define así Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua

castellana: «Libros de caballerías: los que tratan de caballeros andantes, ficciones gustosas y artificiosas de mucho entretenimiento y poco provecho, como los libros de Amadís, de don Galaor, del caballero de Febo y de los demás». Se ve en esta definición ya el rebajamiento al nivel de artificiosidad que permitía que la parodia cervantina no estuviera fuera de lugar y se refiriese a una tradición ya algo muerta y sin duda depauperada. De ese anquilosamiento puede dar idea que a comienzos del siglo XVII eran ya muchos menos sus lectores y ediciones, según Maxime Chevalier ha investigado, y por tanto eran sentidos como un género del pasado, sin apenas lectores contemporáneos, distancia que ha ido además creciendo. Pero hay que decir que precisamente ha sido la parodia cervantina la que ha servido para la perpetuación y conocimiento de tales libros. Da cuenta de esta paradoja el propio Goethe, cuando en una carta de 1805 a Federico Schiller advierte que ha leído el Amadís y la impresión causada por «tan hermosa y excelente obra», y lamenta no haberla conocido antes, «sino a través de la parodia que sobre ella se ha escrito», es decir, fue el Quijote el que permitió una difusión del Amadís más allá del siglo XVII. Se ve claramente en esta intervención de Goethe la doble dimensión de la parodia, de ser burla, pero implicar un homenaje, que en el texto de Cervantes no deja de hacerse en muchos lugares y para algunos de esos libros. Precisamente hay que mirar los episodios más directamente paródicos como ejemplo de este anquilosamiento. Pero a cualquier lector del Quijote no se le escapa una ambivalencia cervantina, que permite los elogios que se prodigan a ciertos libros, el Amadís y el Tirant lo Blanc, entre ellos, en el famoso y donoso escrutinio que el cura y el barbero hacen de la biblioteca del hidalgo (Quijote, I, 6) y permite los muchos juicios positivos desperdigados a lo largo de toda la obra para algunos de tales libros y el conocimiento muy preciso que Cervantes muestra de por lo menos doce de ellos, singularmente de los dos citados y del Orlando Furioso de Ariosto. Una lectura por otra parte de los famosos capítulos «teóricos» (Quijote, I, 47, 48 y 50) en que se discute acerca de los libros de caballerías, en relación con la poética aristotélica y en la discusión que lleva a cabo el canónigo de Toledo con el propio don Quijote, permite calibrar a la vez un vituperio y una alabanza. Pero para que la burla se produzca es preciso un cierto rebajamiento o anquilosamiento del objeto de la parodia, es decir, de la propia tradición caballeresca, que a la altura de 1605 podría decirse que era ya una textualidad reducida, rebajada, anquilosada, y sobre todo un episodio del pasado, con muy escasa vigencia. La parodia de Cervantes se ha visto que coincide en muchos aspectos con los juicios negativos que sobre tales libros emitían no sólo los moralistas más cerrados (la Iglesia siempre vio en ellos un peligro moral, por la desatada fantasía del maravilloso no cristiano) sino también al alimón admirables y reputados humanistas de la talla de Juan Valdés, quien declara su lectura poco menos que un pecado de juventud, y Luis Vives, quien los condena sin vacilaciones. Un primer estadio de la parodia de los libros de caballerías se produce en los propios nombres de los protagonistas, en los que Agustín Redondo ha visto una proyección de la tradición de la burla carnavalesca. La tradición platónica había significado, según advierte Fray Luis de León en De los nombres de Cristo, que «el nombre es como la imagen de

quien se dice». Cervantes introduce una grotesca disconformidad entre significante y significado para crear apelativos que definen grotescamente a los personajes que los llevan. Ya se ve esto en el capítulo primero. Don Quijote se las ve felices poniendo nombres nuevos y muy sonoros a los protagonistas de la que va ser su vida. El capítulo se cierra con el gozo de don Quijote imaginando que el gigante derrotado y puesto a los pies de su dama iba a ser nada menos que «Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania» (se ve el juego formado a partir de caraculo y malandrín), es decir, con una jocosa deformación onomasiológica, que se sostiene a lo largo de toda la obra para los nombres de gigantes, caballeros y princesas, y del que se sirven luego los propios que disfrazan a Dorotea de Micomicoma). Debe leerse también en este sentido la oposición Quijano/Quijote –pieza de la armadura que cae sobre el muslo–, oposición de la que Cervantes hace concluir: «Yo fui loco y ya soy cuerdo, fui don Quijote de la Mancha y soy agora, como he dicho, Alonso Quixano el Bueno» (II,74). Esa oposición muestra la denominación del héroe como una deformación burlesca, paródica, de su propio nombre, vinculada a la locura, y que cesa cuando ésta se ve curada. Según Redondo, escrita la obra por un morisco, la pronunciación aljamiada de los moriscos permite obtener el contraste qui-sano (el que tiene juicio sano) y qui-zoten (el que no tiene seso). En otro momento, cuando se trata de enumerar los ejércitos que don Quijote ve en un rebaño de ovejas (Quijote, I, 18) a causa de la polvareda levantada, el héroe confunde todas las cosas. Hay que notar que la presteza que el narrador atribuye a esa enumeración, pero también la justeza de los atributos remite nada menos que a un texto base, sobre el que a su vez la literatura caballeresca había impuesto una versión, que es el de las descripciones de los ejércitos en la Ilíada (rapsodia III) o en Eneida (canto VII), con lo que el efecto de rebajamiento o caída paródica es mayor. Pero lo más evidente en cuanto a degradación del objeto es un rebajamiento onomasiológico en los nombres de los capitanes: el primero es el grande emperador Alifanfarón (Ali porque sigue a Mahoma, pero no deja de ser fanfarrón), y es señor de la Trapobana (juego con tropa vana), el segundo es Pentapolín del arremangado brazo, es decir el rey cinco veces burro (pentapollino). Otro de los jefes se llamará Timonel de Carcaxona (donde se alberga, tras el toponímico de origen en Carcasonne, ciudad francesa, un guiño hacia su homonimia parcial con ‘carcajada’). Está claro en estos ejemplos, que podrían continuarse, que el Quijote comienza con una estructura típicamente paródica, aplicada no solamente al engaño a los ojos de lo que don Quijote ve con los suyos (ve caballeros andantes donde hay rebaño de ovejas), esto es no sólo a la estructura de contenido, sino a la propia realidad rebajada del texto base, porque don Quijote no ve a Amadís o Esplandián, sino a sujetos mucho más grotescos y menos heroicos, de lo que da una idea este rebajamiento onomástico y caracterológico que es constante en los primeros capítulos. Hemos dicho arriba que si hay parodia es porque el texto objeto de ella sufre menoscabo en su propia textualidad. Por eso no basta que haya engaño a los ojos, y que la realidad no corresponda al modelo, sino que lo esencial del parodismo cervantino es que ese modelo está ya degradado en su propia percepción, desde la inicial fisonomía con que se ha metamorfoseado a los ojos de don Quijote. Los primeros capítulos de la obra según es conocido son aquellos en que la parodia de

primer grado, aplicada sobre las costumbres caballerescas, resulta más evidente. Menéndez Pidal, siguiendo una idea de Menéndez Pelayo, señaló ya que en la obra había una progresiva depuración de la fórmula meramente paródica, que para don Ramón era en cierto modo algo tosca y que significaba un proyecto inicial supuestamente ejecutado sobre el modelo del Entremés de los romances, núcleo germinal del proyecto cervantino. Podría decirse que el camino recorrido por la obra entre el capítulo II de la Primera Parte, en que don Quijote sale a la busca de aventuras por los campos de Montiel, armado de sus peculiares armas y en su no menos peculiar y antiheroico Rocinante, y los capítulos 23 al 25, en el que se narra otra aventura paródica directamente inspirada en el Amadís, esto es, la penitencia en Sierra Morena, son los capítulos en que la parodia que hemos llamado de primer grado se cumple sin variaciones notables del esquema típico. Es decir, la parodia es ejecutada sobre los modelos caballerescos que se metamorfosean pero en cierto modo se citan como texto primario, hipotexto, para los que el Quijote es un hipertexto. Sería una parodia clásica de los libros de caballerías. Veremos luego como la penitencia en Sierra Morena es lugar donde puede percibirse ya el giro que la obra da hacia una parodia de segundo grado, y por tanto a una problematización misma del sujeto y objeto de la parodia. Antes podemos ver un ejemplo de parodia de primer grado, quizá un ejemplo emblemático del modo de proceder en los primeros capítulos de la obra. Nos bastará con recorrer los capítulos II y III de la Primera Parte, esto es, el modo como don Quijote llega a la venta (castillo) y es allí armado caballero. El padrino acaba siendo el ventero, a quien ayudan dos prostitutas. Es un modo de proceder que se prolongará luego según el mismo esquema de contrastes entre lo real (hipertexto) y lo imaginado (hipotexto) en el manteo de Sancho (I, 17), en la lucha con el rebaño de ovejas (I, 18) y en otros varios capítulos de esta primera Parte. Vayamos pues a la venta, y veamos el modo de proceder del primer grado de la parodia cervantina. Para que una parodia sea eficaz el texto base ha de ser ejecutado en sus propia verbalidad, según hemos visto arriba, es decir, que Cervantes ejecuta una verdadera parodia, porque no sólo se sirve de una idea, sino también de un estilo, en este caso el estilo elevado de tales libros. Es muy visible esto en la descripción del amanecer mitológico que don Quijote imagina escribirá algún día el sabio que de cuenta de sus hazañas: «Apenas había el rubicundo Apolo, tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras...» cuando don Quijote deja las «ociosas plumas» (con epíteto petrarquesco), es decir, todo el lenguaje comienza a ser parodia de estilos cultos, que el héroe había aprendido en los libros de caballerías, pero también en lecturas que están en la base de ellos, como la épica, el mundo de la tradición cortés, la pastoril y el petrarquismo. La parodia de armarse caballero don Quijote en la venta, narrada en el capítulo III, está precedida en el capítulo II por el encuentro con las que él cree doncellas y la incomprensión de estas hacia su lenguaje y actitudes, que imitan loas arcaicas del género parodiado, incluido en el romance de Lanzarote que les espeta. También más adelante por la cena que ha lugar esa noche, y en la que don Quijote procede a una metamorfosis de cuantos ingredientes se le van ofreciendo (bien humildes como podían ser una cena de una venta de caminos). Es decir, el esquema sigue siendo onomasiológico, pero esta

vez por elevación, las modestas truchuelas (abadejos) en suculentas truchas. No puede escapar a la significación meramente paródica del pasaje el hecho de que se produzca en los demás personajes una mofa, una risa. Si todos los presentes se burlan es porque don Quijote es realmente ridículo, se da la caída de que hablaban Baudelaire y Bergson, en tanto el personaje es la contra-faz, y se mide pues la distancia de los dos textos, el ideado y el real, núcleo de caída que ejecuta toda parodia pura. Viene luego, ya en el siguiente capítulo, todo el ritual caballeresco de velar en capilla las armas, al que sigue el poco edificante curriculum que exhibe el ventero, primer ejemplo de vida picaresca, pues todos los lugares citados de sus correrías y hazañas eran los de conocidos lupanares. El esquema que sigue es paródico todo él, facilitado por el juego al que se prestan el propio ventero y las rameras, que le siguen el hilo y aun ejecutan bien los rituales de rigor, que demuestran conocer por tanto. La ceremonia de investidura para la que se han aducido modelos en la armadura de Esplandian en el capítulo CXXXIII del libro IV del Amadís y también en Primaleón, así como la ceremonia tal como viene descrita en textos del siglo XVI que desarrollan la descripción de ella en las Partidas, puede figurar como emblema del recurso paródico del que se ha de convertir en un juego de escarnio, farsa o entremés (como luego se ejecutaría en un entremés de Francisco de Ávila, en 1617) sostenido también en el juego lingüístico anfibológico que va pautando la distancia entre el hipertexto y el hipotexto, como ocurre por ejemplo al otorgar don Quijote el don a las dos rameras y los juegos de lenguaje que tal gesto provoca (Redondo, 1997: 300-302). Dentro de la serie de textos en que el Quijote ejecuta esta parodia de primer grado hay también como se sabe parodias que exceden el campo de las novelas de caballerías. También la novela pastoril y las que han nacido al abrigo del amour courtois, con injertos neoplatónicos, sirven de pretexto para la parodia cervantina. En ese sentido podemos leer los pasajes en que don Quijote declara la continencia de su amor platónico por Dulcinea como remedo de otros muchos textos, incluso del propio Cervantes, porque la pareja don Quijote Dulcinea es una proyección de la de los nobles amores de Elicio y Galatea. Si leemos el famoso por ello discurso de Tirsi en el libro IV de La Galatea, encontramos toda la doctrina sobre la que se sustenta el sueño de amor idealizado y platonizante que inspirará los de don Quijote por su dueña Dulcinea. Por lo mismo, haber escrito La Galatea, una ortodoxa ficción pastoril, no es óbice para que en diversos lugares del Quijote se parodien sus motivos. Puede el lector ver un ejemplo de tratamiento paródico en el episodio del encuentro con los cabreros (I, 11) y cómo el Discurso de la Edad de Oro que don Quijote pronuncia con las bellotas en la mano, en tan magna ocasión, remite paródicamente a textos de Ovidio proyectados en el Renacimiento a partir de la Arcadia de Sannazaro: «Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quienes los antiguos pusieron nombre de dorados...» etc. El asombro de los cabreros y el contraste tan acusado entre la ocasión y el tono y contenido del discurso, densamente retóricos, proporcionan a éste una cualidad netamente paródica que mide la distancia entre el ideal y la realidad, en tanto aquel mito de la Edad Dorada puede ser cruzado por don Quijote con la edad caballeresca. Otro lugar típicamente paródico, esta vez en concreto del género pastoril es el proyecto que don Quijote, derrotado ya por el caballero de la Blanca Luna, alberga de

resituar su imitatio, cambiando de género, para crear un idilio pastoril. Ocurre casi al final de la obra, en el capítulo II, 67. Antes, en la visita a la imprenta barcelonesa (II, 62), don Quijote ha tenido ocasión de hablar de la Aminta de T. Tasso y del Pastor Fido de Guarini, es decir, los dos modelos de égloga del siglo XVI. Ha preparado pues a los lectores, que ya lo estábamos desde el retiro del enamorado en Sierra Morena en la Primera Parte, con la atmósfera precisa para una parodia de la literatura pastoril, muy visible en la forma como don Quijote imagina, bajo el disfraz de pastor «Quijotiz» y Sancho el de pastor «Pancino», «nos andemos por los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí endechando allí...» bebiendo los líquidos cristales de las fuentes, con frutos de las encinas a mano... etc. Sancho finge seguirle la corriente: «Pardiez que me ha cuadrado y aun esquinado tal género de vida...», pero la sola inclusión en el proyecto del bachiller Sansón Carrasco y del maese Nicolás el barbero y aun del cura, muestra que ya se ha producido en Sancho la precisa distancia y descreimiento, lo que no impide que con la figura del pastor Sansonsino o del pastor Carrascón, con la de Teresona, en fin, y con los instrumentos musicales que se rememoran, y toda esa arcadia revisitada, continúe Cervantes con la parodia de ese género, tanto más visualizado como paródico y anquilosado, inútil, cuanto los lectores, y el propio Sancho, sabemos que son postrimerías de derrotado. Es más, por si había quedado duda, cuando en el lecho de muerte Sancho le conmina a que no se muera y le recuerda que tiene aún que realizar tal proyecto de vida pastoril, la respuesta de don Quijote no deja lugar a dudas al respecto: «vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño» (II, 74). Hasta aquí hemos recorrido algunas formulaciones de las muchas en que se da la que hemos llamado «parodia de primer grado», es decir, aquella en que don Quijote ejecuta un modelo conocido y lo aplica sin metamorfosis alguna, salvo la que lo rebaja aún más o, lo que es lo mismo, aquella en que don Quijote es héroe que remedando un texto se atiene a cumplir su papel de mera encarnación de una locura libresca. Pero muy pronto en el Quijote se abandona la mera mecánica de la estructura puramente paródica. A partir creo que de la penitencia de don Quijote en Sierra Morena (I, 25) se produce una quiebra del modelo paródico que hemos visto muy presente en los primeros capítulos, para caminar a una parodia de segundo grado, es decir, a una complejidad en la que se somete a juicio y conversación el propio texto parodiador y las cosas que parecían de una forma simple reproducir el enfrentamiento del ideal con la realidad se tornan mucho más complejas. Quiero decir que lo que impide por fortuna al Quijote ser una mera parodia es que Cervantes advierte pronto la densidad y el relieve posibles que podría adquirir su héroe si en lugar de comportarse siempre unilateralmente como un loco que transmuta la realidad y no ve, le ocurre que pasa no sólo por episodios de cordura, sino que puede incluso jugar a ironizar el juego de la parodia y, lo que es más decisivo, incluso juzgarlos desde fuera y poner a los lectores de su parte. Es decir, convertirse en un sujeto parodiador y no sólo en un objeto paródico. Cervantes construye un héroe que ya no es de una sola pieza, que no se comporta siempre del mismo modo, y ejecuta con él un conflicto que le lleva a otro lugar más trascendente que el mero remedo de los ideales góticos. Quizá la mejor forma que el lector tuviere de percibir este mecanismo que aleja al Quijote cervantino de la mera estructura paródica sea la lectura

d e l Quijote apócrifo de Avellaneda, porque esa mutación no se da en el héroe avellanesco ni en el siempre tosco y soez Sancho que le acompaña. Notemos que el episodio de Sierra Morena ha sido precedido, unos capítulos arriba, por la historia de Marcela y Grisóstomo, donde se produce ya una comunicación entre el mundo libresco y el humano-real, pues es historia que los cabreros conocen real y cercana. Se da en esa historia el proceso inverso a la parodia y que prepara al lector para que idéntica simbiosis pueda producirse en el propio don Quijote, pues Marcela y Grisóstomo son seres humanos disfrazados de pastores que juegan su circunstancia al margen de los libros, como acabará haciéndolo el propio protagonista. El episodio de la penitencia en Sierra Morena tiene un arranque paródico de primer grado: el texto base es otra vez el Amadís, quien sintiéndose desdeñado y hasta traicionado por su amada Oriana se había retirado a las fragosidades de la Peña Pobre a hacer penitencia. Pero don Quijote muestra por vez primera que, al remedar este acto de Amadís, no sólo emulará la conducta del héroe, como hasta ahora venía haciendo, sino que también hará una imitación artística (Avalle Arce, 1975). Don Quijote empieza a ser consciente de que su suerte será literaria, en la medida en que pueda hacer que su imitatio sea también artística con lo que «ha de ganar perpetuo nombre y fama en todo lo descubierto de la Tierra y echar con ella el sello a todo lo que pueda hacer perfecto y famoso a un caballero andante» (I, 25). Por tanto, su imitatio es no sólo de conductas heroicas sino de los modelos artísticos a que han dado lugar. Su vocación es por vez primera la de un héroe literario, con conciencia de tal. Este deslizamiento será muy importante en la estructura del Quijote, que comienza a inscribir el libro o esfera de la representación en el mundo representado y por tanto comienza a tener autoconciencia de signo. Con ella vendrá también el interés de don Quijote sobre las representaciones a que dan lugar sus hazañas, que será el núcleo estructural que gobierne la Segunda Parte, desde el fundamental capitulo II, 3, pero que se anuncia ya en estos parlamentos habidos en Sierra Morena. Singularmente se produce el quiebro con la motivación misma de la penitencia, pues Sancho le pregunta si Dulcinea del Toboso le ha dado el motivo para tal penitencia, como Oriana se lo dio a Amadís, a lo que don Quijote responde que «ahí está el punto [...] y esa es la fineza de mi negocio, que volverse loco un caballero andante, con causa, ni grado ni gracias; el toque está en desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que, si en seco hago esto ¿qué no hiciera en mojado?». «El toque está en desatinar sin ocasión». Es decir, en parecer loco enamorado, en ejecutar su propia voluntad, un acto consciente de ser mero remedo artístico y por tanto que por esa autoconciencia le saca de la locura, de la simple enajenación. Llamo parodia de segundo grado a este momento en que don Quijote sabe que juega, y no solamente se limita a jugar. Y en esa distancia establecida en el héroe para con los modelos, de mayor o menor aproximación según le convenga o interese a él, se quiebra o cae de bruces la estructura paródica de primer grado sostenida hasta ese momento. La parodia es susceptible de ser regulada por la voluntad del héroe, que desde ese momento deja de ser por ello un objeto paródico y se convierte en sujeto regulador, en intensidad pero también en el juicio acerca de su verdad, de su propia textualidad, de su imitatio y por tanto de sus locuras. La parodia no

pertenece ya a un texto que el héroe no domine, inmerso en su locura, sino al punto en que el héroe contempla y elige la gracia o donosura de su propia ejecución. Don Quijote es ya sujeto que regula su destino de héroe paródico siendo al mismo tiempo objeto de las parodias, y en ese sentido hablo de una parodia de segundo grado, que se desdobla, ejecuta un movimiento metadiscursivo y se contempla a sí misma. Iniciado ese proceso ya no se abandonará y llegaremos al punto en que dudemos de si don Quijote cree o no realmente en lo que representa. Como el lector sabe, toda la serie de juegos metaparódicos que se inicia con el encantamiento de Dulcinea, ideado por Sancho para ocultar su no visita cuando en Sierra Morena le cumplía entregarle una carta, y que continúa con la bajada a la cueva de Montesinos (II, 23) y la prescripción de los azotes, culminan en el episodio de Clavileño (II, 41) y las palabras que don Quijote dirige a Sancho en el final de ese episodio «Sancho pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más». Tales palabras minarán de modo definitivo la seguridad del lector en la credibilidad de don Quijote, y por tanto su definitiva separación del mecanismo de un loco paródico, simple objeto de burla. Incluso más: don Quijote llega a ser tan consciente del juego especular y metaliterario en que ha entrado que le reprocha al capellán de los duques la poca piedad con que lo ha tildado de Tonto y lo pone en su sitio con un muy medido discurso, lleno de razón (II, 32). Don Quijote por tanto no sólo es capaz de salir de su locura, sino que es capaz de contemplarse como objeto de una ejecución paródica en el teatro de ese castillo. Para que el lector pueda ver él mismo la trascendencia de este segundo grado en el que entra la estructura, ya por tanto no simplemente paródica, del Quijote, vayamos, como ejemplo más emblemático de parodia de segundo grado, al episodio central de la Cueva de Montesinos, que Avalle Arce y otros críticos han visto paralelo al de Sierra Morena, en tanto ambos son episodios de meditación del héroe en su soledad, dormido y despierto en cada caso. Independientemente de que el arranque del episodio tenga todos los antecedentes literarios que han sido recorridos por H. Percas de Ponseti (1975) y Aurora Egido (1994) y que haya un remedo de la bajada de Eneas al Averno, y de otras muchas bajadas de gran tradición literaria, el hecho es que don Quijote tiene ocasión de encontrarse con alguno de los héroes a quienes tanto admira. Está el Montesinos del Romancero, pero también Durandarte, Belerma, Merlín, etc. En este episodio se va a producir un fenómeno fundamental: será el propio personaje don Quijote quien actuará como narrador de lo que solamente él ha visto (o soñado), lo que le permite realizar, notemos que a él mismo como personaje y no a Cide Hamete (quien al comienzo del siguiente considera este capítulo apócrifo) y tampoco a «Cervantes», el segundo autor, una parodia del propio mundo caballeresco, pero también de acontecimientos anteriores de la obra de la que él forma parte. Es decir, que don Quijote será ya sujeto parodiador y no objeto paródico, siendo por tanto el que ejerza tal grado de distancia respecto al mundo que representa que le permite incidir en aspectos directamente burlescos de ese mundo. El héroe paródico de los primeros capítulos se convierte en narrador parodiador, y por tanto el ejecutor de ese segundo grado del que venimos hablando, que proporciona a la estructura una duplicidad de la que carecen las meras representaciones paródicas de

primer grado que hemos recorrido arriba. El artificio del sueño que recubre toda la escena le permite al personaje-narrador llenarla de dobleces y juegos, como es ya la propia caracterización de Montesinos, que aparece no sólo vestido con un «capuz de bayeta morada», sino también con una beca de colegial. Esta caracterización rebajada, paródica del héroe Montesinos la realiza don Quijote como un guiño al estudiante-guía o bien como una forma más de hibridismo cómico-burlesco con lo heroico que anima la estructura misma del texto, pero no olvidemos que ahora es don Quijote el agente y no paciente de tal hibridismo. La totalidad del episodio no abandona ya esa estructura paródica de los libros de caballerías y de sus personajes principales que van desfilando ante don Quijote en actitudes irrisorias. Pero Cervantes da otra vuelta de tuerca a su ironía. No contento con que el héroe someta el mundo en el que dice creer a ese distanciamiento paródico aplica la misma fórmula para con sucesos anteriores que no pertenecen ya a la mitología heroica del pasado sino a la nueva mitología por él creada, es decir, que pertenecen ya a sus propias aventuras contadas en el libro cuya Primera Parte ya circula. Es el momento en que don Quijote hace comparecer nada menos que a Dulcinea y sus compañeras labradoras, que se unen al cortejo de encantados, pero no a la Dulcinea ideal, hermosa y lejana de su mitología, sino a la Dulcinea tosca y fea aldeana que ha convenido, merced al ardid de Sancho, tener tal apariencia como fruto de un encantamiento. Cuando don Quijote es narrador sigue por tanto el juego y aplica a la realidad que dice haber visto idéntica dimensión paródica que la que ha sufrido como personaje cuando ha sido narrado por otros. El juego paródico de don Quijote llega al paroxismo cuando la fea Dulcinea, por medio de una de sus doncellas, le pide en préstamo la suma de seis reales, que le serían devueltos en breve. El comentario de don Quijote a Montesinos sobre su sorpresa de cómo en ese mundo de encantados se sufre de necesidad de reales no tiene desperdicio en el orden paródico y en el hibridismo o dualidad inherente. Solamente que es ahora el propio don Quijote quien lo aplica. Los personajes objeto de parodia se parodian a sí mismos. Y ello en un acto narrativo inmerso en las dudas sobre si don Quijote realmente cree o se lo inventa del todo, dudas que ya acompañarán como un leit motiv los siguientes capítulos en los que se pregunta al mono o a la cabeza encantada sobre si fue verdad o no lo que don Quijote vio y oyó en la cueva, y que como un lazo unirá ya la fabulación de don Quijote sobre la Dulcinea encantada a la de Sancho, con el juego de los azotes que Sancho debe darse para desencantarla, etc. Que exista este segundo grado de la parodia alcanza a la esencia misma del libro que como estructura novelesca moderna puede jugar a parodiar el romance caballeresco. Pocos capítulos antes (II, 17) don Quijote ha confesado la verdad de su juego al caballero del Verde Gabán, a quien le dice que pese a lo que ha ejecutado hasta ahora, «quiero que vuestra merced advierta que no soy tan loco ni tan menguado como debo haberle parecido» y aporta el propio personaje una versión de la estructura misma de su juego, que es imitación de otros. Esa autoconciencia del héroe sobre la verdad de su locura, que es imitadora y por tanto artística, conciencia sobre la que se edifica la novela moderna frente al romance, libera al Quijote de ser una estructura paródica, porque también la

parodia misma se ve sometida al segundo grado: a ser reflexión sobre ella y sus consecuencias en la vida de los héroes.

CAPÍTULO 6 Popular/culto, genuino/foráneo: canon y teatro nacional español Un pueblo se conoce cuando se verifica definiéndose por el teatro, cuando se teatraliza. Un teatro se verifica cuando se define conociéndose por su popularidad, cuando se populariza. José Bergamín: Mangas y capirotes

PRÓLOGO QUE DON MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO hizo al libro Del siglo de E NOro,ELescrito por su discípula doña Blanca de los Ríos, afirmaba: Ha sido reformada varias veces, y aún ha de serlo en lo sucesivo, la que pudiéramos llamar tabla o canon de valores en nuestra antigua dramaturgia. Hoy nos pasma, por ejemplo, que el sesudo Luzán y otros críticos del siglo XVIII pusieran a Solís al nivel de Calderón. Para la generación actual Solís no es más que el historiador de la conquista de Méjico y apenas se acuerda nadie de El amor al uso y de otras comedias que no pasan de discretas y agradables. (Menéndez Pelayo, 1910: 11)

A la luz de los actuales estudios sobre la canonicidad literaria, cuyas líneas de fuerza he dibujado en otro lugar (Pozuelo, 2000), no resulta extraña esta autoconciencia de movilidad histórica de los cánones, y mucho menos en un autor como Menéndez y Pelayo, que contribuyó él mismo, como ningún otro, a sus variaciones y oscilaciones. De hecho, el Prólogo al libro de doña Blanca de los Ríos debe situarse en un punto clave de la propia trayectoria de don Marcelino respecto a su valoración del canon teatral español, pues, como se sabe, la mayor parte de ese prólogo lo dedica el montañés a revisar y en cierto modo a recoger velas respecto a lo dicho en su libro de 1881 dedicado a Calderón y que con el título de Calderón y su teatro recogía las ocho conferencias pronunciadas en el Circulo de Unión Católica de Madrid con motivo del Homenaje a Calderón por el segundo centenario de su muerte. A la altura de 1910 Menéndez Pelayo es consciente de que sus reticencias de 1881 hacia Calderón habían provocado consecuencias no deseables en el canon crítico, por los muchos historiadores que, al amparo de defectos que don Marcelino había señalado, rebajaron notablemente la dimensión del dramaturgo, mucho más de lo que el insigne polígrafo había deseado. Por ello se apresura don Marcelino a calificar aquel libro de 1881, fruto tanto de su mocedad como de su resistencia a los lugares comunes y enfáticos de un Centenario, y del tono de conferencias entre amigos en que nació (Menéndez Pelayo, 1910). Aunque dice que no se retracta de lo fundamental, se apresura a citar afirmaciones suyas de 1881 muy laudatorias en efecto, que habían llevado a Calderón, incluso en el contexto de ese libro primerizo, al tercer lugar del canon teatral, sólo por detrás de Sófocles y de Shakespeare (Menéndez Pelayo, 1881). Mi intención primera en un contexto como el presente, de un Congreso sobre teatro y canon y con ocasión del centenario de Calderón, era estudiar no sólo las muchas variaciones que en la jerarquía canónica ha ocupado Calderón, sino la complejidad, llena

de vaivenes y recovecos, de la relación crítica que tuvo con el dramaturgo don Marcelino, que hace convivir afirmaciones sumamente laudatorias con una constante manía por situarlo en su estima muy por debajo de Lope. Esa comparación con Lope ha acompañado siempre a Calderón y ha definido además uno de los lugares claves y muy comunes en la ordenación del canon teatral del siglo de Oro, pues configura dos escuelas o grupos, la de Lope y la de Calderón, agrupaciones que todos los manuales sin excepción van reproduciendo como si se tratase de un hecho que perteneciera a la categoría de lo historiable y no fuera fruto de la historia misma de sus confrontaciones, ya presentes como veremos en los primeros años del siglo XVIII. Pero el lugar de Calderón en el canon teatral hispánico, su controvertida posición puede seguirse en monografías como la temprana de G. C. Rossi (1967), referida al siglo XVIII, el estudio que precede a la antología crítica de Durán y González Echevarría (1976) o la excelente revisión que A. Regalado ha hecho de los lugares críticos sobre Calderón en el primer volumen de su libro de 1995[8]. En un momento de la argumentación de don Marcelino éste aporta una de las razones clave de su retractación en 1910 respecto a las posiciones sostenidas en 1881, pues asegura: y hoy que el furor iconoclasta de una generación menguada e impotente se encarniza en el descrédito de las venerandas tradiciones nacionales, por ningún caso quisiera suministrar armas a los que tal hacen, ni aparecer como detractor de uno de los mayores poetas que en España y fuera de ella han nacido. (Menéndez Pelayo, 1910: 14)

Ciertamente en 1910 no estaba Calderón en el canon, ni la generación del 98 le había propinado sus favores. Azorín, quien, dentro de esa generación que don Marcelino llama «menguada e impotente», fue el que más se distinguió por su fervor a los clásicos, le dedica unas páginas en Al margen de los clásicos, aunque lo ignora en Lecturas españolas y en Clásicos y modernos. Pero seguramente don Marcelino estaba pensando en la obrita de Azorín Los valores literarios (Azorín, 1959: 1100-1101), en que el alicantino ataca despiadadamente a Calderón, adhiriéndose a las ideas más negativas que sobre él había planteado el propio don Marcelino en 1881. Hubo de esperar Calderón a los estudios de Ángel Valbuena Prat, que a la altura de los años 20 reclamaba una vuelta a este autor, paralela al redescubrimiento por aquellos años de Góngora. Pero el caso es que cuando don Marcelino escribe en 1910 en favor de Calderón apelando a una lucha contra el descrédito del valor nacional y de venerandas tradiciones que su obra juvenil había contribuido a fomentar, estaba en realidad retrotrayendo el problema del canon teatral a una pugna nacionalista, en defensa de la tradición nacional, que se daba en el teatro con mayor énfasis que en ningún otro género. Teatro clásico español y afirmación nacional han ido unidos a lo largo de todo el siglo XIX, y han provocado que las historias de la Literatura escritas en ese siglo (y aun las del presente siglo que las imitan, como la de J. L. Alborg) se refieran con frecuencia en los capítulos dedicados al teatro desde Lope de Vega y siguientes a los conceptos «comedia nacional española», «teatro nacional» o similares. Mi propósito en este capítulo será rastrear los orígenes de tal sintagma: «teatro nacional» (que no tiene su paralelo en

«novela nacional» o «poesía nacional») y la influencia decisiva que en la configuración del canon teatral ha tenido la pugna nacionalista. Ricardo Senabre, en su estudio «La creación de un mito cultural: el teatro nacional español» (Senabre, 1998: 90-94) pudo referirse a la decisiva intervención que para la configuración de ese mito tuvo el Resumen histórico de la literatura española que Antonio Gil de Zárate añadió como segunda parte de su conocido y difundido Manual de Literatura, que fue libro de texto en los Institutos de toda España gracias a que él mismo era jefe de Instrucción Pública y redactor, junto con José de la Revilla y Pedro Juan Guillén, del plan de estudios de 1844, fecha en la que publicó la primera edición de su manual que a la altura de 1862 llevaba ya cinco ediciones[9]. Senabre deshace el tópico de que fuera el Discurso de 1865 pronunciado por Milá y Fontanals en la Universidad de Barcelona, según había asegurado Menéndez Pidal, el primero que había trazado unos caracteres generales de la literatura española, sino los que Gil de Zárate sitúa al frente de su Resumen histórico citado, y que seguramente inspiraron el discurso de Milá, que a su vez influye sobre los que el propio Menéndez Pidal hace figurar como introducción a la Historia General de las Literaturas Hispánicas. Senabre muestra cómo Gil de Zárate reproduce por doquier el viejo tópico del «carácter español» ya presente en la Historia crítica de la literatura y la cultura española del abate Masdeu[10]. Hace ver asimismo cómo fue la condición de dramaturgo, y autor de un tipo de obras de carácter histórico, con muchos romances en su metro, la que hizo que Gil de Zárate cuajara la idea de que el teatro era «el género nacional por excelencia, heredero de todos los elementos nacionales», dando así lugar a un mito necesario en aquellos años para solidificar la idea de nación como programa político, pero mito que se ha ido perpetuando en distintas historias de la literatura hasta el presente. Mi intención en este capítulo es continuar esta indagación enfatizando las consecuencias que en el devenir del canon teatral hispánico ha tenido este concepto de teatro nacional, y sobre todo, cómo los debates del siglo XVIII sobre el teatro, prefiguraban ya, precisamente para el teatro y no para otros géneros un eje de confrontación nacionalista que situó la contraposición genuino/foráneo en un punto muy conflictivo, al que se sumó otra contraposición: la de culto/popular. Ambas contraposiciones fueron convergentes y se dieron en un marco conceptual de modo superpuesto al respeto o vulneración de las reglas aristotélicas y con una virulencia no menor que aquel debate interno a la poética. Dicho de otro modo: el canon teatral español no puede estudiarse sin establecer primero el doble marco categorial en que se inscriben sus polémicas. El primer marco categorial es el que enfrenta lo genuino y lo foráneo, el segundo el que enfrenta lo culto y lo popular. Es en la convergencia o cruce de ambos sistemas categoriales dicotómicos donde se inscriben las polémicas del canon teatral. Para que no se crea que estoy produciendo una especie de anacronismo y de hegemonismo teórico, interpretando en términos de Lotman la historia del teatro español, antes de referirme a cómo Lotman ha descrito ambas categorías dicotómicas como base de constitución de toda canonicidad literaria, me propongo mostrar cómo funcionan en un sistema descriptivo y valorativo tan poco sospechoso de hegemonismo

teórico como el que traza don Amador de los Ríos al frente de su Historia crítica de la Literatura española, publicada en 1861. La extensa «Introducción» de esta obra, con 106 páginas, es en realidad una Historia de la crítica literaria española desde el siglo XVI al XIX, construida con la intención de hacer ver que la crítica literaria de nuestro país, ajustada a moldes extranjeros, clasicistas e importados o bien de Italia o bien de Francia, ha hecho poca justicia a la literatura genuinamente española, que es algo más y algo diferente a una expresión artística, juzgable sólo según las leyes del arte. Toda la «Introducción» parece querer desembocar en estas palabras que condensan, casi al final, su tesis: La poesía española, formada con los más diversos elementos, bien que subordinados a un pensamiento de unidad que caracteriza al cabo y es ley constante de todas sus producciones, no puede ser ya para nosotros objeto de mera investigación artística. Identificada con el carácter y el sentimiento nacional, se halla en estrecha armonía con las costumbres, con las creencias, con las necesidades, con los triunfos del pueblo castellano: revela sus alegrías y sus amarguras, sus felicidades y sus infortunios. Su riqueza aunque allegadiza respecto de las formas exteriores, es propia respecto de las ideas que la alimentan, ideas profundamente arraigadas en el corazón de cien generaciones. (Amador de los Ríos, 1969: 95 y 96)

La referencia de ser la poesía española algo más que un mero objeto de investigación artística es coherente con la de haber sido «allegadiza respecto a las formas exteriores» y propone claramente un programa nacionalista-unitario, en función de lo propio y genuino de sus contenidos. Pero se entiende mejor esta ideología crítica a la luz del resto de la Introducción, que se ha abierto, en sus primeras palabras, con una referencia a la vieja cuestión planteada en el siglo XVIII por Nicolás Masson de Morvillieres, quien había preguntado: «Que doit-on à l’Espagne? Et depuis deux siècles, depuis quatre, depuis dix, qu’a-t-elle fait pour l’Europe?». Esta pregunta de Masson había sido formulada en el apartado dedicado a España en la Nouvelle Encyclopédie par ordre de matières[11]. Amador de los Ríos, por tanto, abre su Historia crítica de la literatura española retomando la vieja cuestión de la polémica nacionalista vivida en el XVIII como respuesta a la hegemonía francesa y al desprecio que por la cultura española mostraron muchos de su portavoces. Vincula por tanto el programa nacionalista de la cultura de su tiempo con la vieja polémica vivida en España durante el siglo ilustrado, y que había suscitado entonces muchas intervenciones, entre ellas la famosa Oración Apologética por la España y su mérito literario que Juan Pablo Forner presentó en 1785 a un concurso de la Academia[12]. Una lectura atenta de la Introducción de Amador de los Ríos puede proporcionarnos mucha luz sobre las bases de este nacionalismo crítico, puesto que la mayor parte de su revisión de la crítica española lo dedica Amador de los Ríos a mostrar cómo esa crítica ha pivotado siempre sobre la influencia de los modelos extranjeros, comenzando por las escuelas sevillana y salmantina del siglo XVI, las dos continuadoras de la estética de la imitación clasicista introducida por Garcilaso. Es la importación de un modelo foráneo, el toscano, el que según Amador de los Ríos hizo ignorar las «venerandas reliquias de nuestra antigua cultura» y «se perdió por último de vista que cuando la literatura de un pueblo no tiene una antigüedad poética anterior a la época en que se desenvuelve con

más arte y regularidad, jamás llega a poseer un carácter ni a respirar un espíritu de vida que le sea propio» (Amador de los Ríos, 1969: 6). Como puede verse en esta cita y en otras muchas que podrían allegarse, Amador de los Ríos formula la dicotomía propio vs foráneo en interdependencia con la otra dicotomía, popular vs culto, que expresa el vocablo «arte», tomado en su significación más cercana a la etimológica latina de seguimiento de las reglas poéticas. En los razonamientos que siguen a éste, Amador de los Ríos va dejando claro que ha sido el alejamiento de la crítica respecto a la antigua tradición popular española, postulando un arte ajeno a ella, lo que ha distorsionado la historia desde ese ciego exclusivismo nacido de la estricta y reducida educación literaria en los modelos aristotélicos. Esto ha producido un divorcio entre la tradición popular y la culta, pero también entre la crítica y la genuina expresión de lo propio español. Y añade: Tan hondas raíces echaron estos principios hasta en los ingenios más eminentes, que cuando Lope de Vega, apoderándose de las tradiciones y creencias populares, llevó al naciente teatro el ya desconocido tesoro de la antigua poesía española, un ingenio, cuyo nombre pronunciamos siempre con admiración y respeto, el inmortal Cervantes... no pudo menos de rebelarse contra la revolución que introducía aquel teatro, por ser contraria a los cánones aristotélicos. (Amador de los Ríos, 1969: 9)

Y más adelante: «{Cervantes} perdía de vista que si todas las obras de arte pueden vivir exentas hasta cierto punto de la intervención del pueblo, no sucede lo mismo al teatro, en donde no sólo es su voto respetable, sino decisivo y supremo» (ibídem: 10), lo que le lleva a concluir el razonamiento un poco más adelante con la siguiente reflexión: «Sólo un camino había para crear el teatro español, y ese camino fue mostrado a Lope de Vega por el mismo vulgo, a quien para disculparse con los poetas eruditos de los triunfos que alcanzaba dio ingratamente el nombre de necio e ignorante» (ibídem: 11). El mismo esquema conceptual de Gil de Zárate, el de ser el teatro el género que más cabalmente recoge las esencias patrias, se recoge aquí, y se recoge también personificado en Lope de Vega, como el autor que ha sabido encarnar ese espíritu patrio depositado en la literatura popular pues «la literatura popular fue la fuente riquísima de inspiraciones, para el gran mostruo de la naturaleza y el teatro español nació y se desarrolló con el fiat de aquel vulgo independiente» (ibídem: 11). «Independiente» ha de entenderse como adjetivo sinónimo de ajeno a toda regla foránea. No se puede entender el canon teatral español trazado por el siglo XIX sin esta vindicación de lo popular genuino, no sólo en Amador de los Ríos sino por el eco que estas ideas tuvieron en Menéndez Pelayo, que nunca dejó de referirse, incluso cuando lo contraponía a Calderón, a esta primacía de Lope de Vega[13]. Y la jerarquía de valores que se impuso en la construcción del canon teatral, poniendo de relieve lo popular y lo genuino frente a lo culto y lo foráneo, la recoge Amador de los Ríos subrayando en esa larga Introducción a la crítica española los momentos en que ha sido más visible el divorcio. Tales momentos se dan con Luzán y Mayans y todas las polémicas del XVIII sobre la escena española que Amador de los Ríos recorre con detalle, como luego hizo Menéndez Pelayo. Ha habido, por tanto un intento de vinculación de la nueva idea nacionalista con la vieja tradición de la polémica teatral, intento que va siendo, como me

propongo hacer ver en lo que sigue, sistemático y que dibuja un mapa en el que el canon teatral se configura como defensa de lo genuino hispano, que se entiende popular frente a los foráneos modelos cultos importados de Italia y de Francia. El mapa nacionalista del XIX, que siguiendo las ideas de Schlegel se entiende edificado sobre la tradición de una poesía popular, traída al teatro por Lope de Vega, se vincula y se entiende continuador de un nacionalismo prerromántico, cronológicamente muy anterior, que vio el enfrentamiento entre los casticistas y los ilustrados a lo largo de todo nuestro siglo XVIII, en que, por la vía de la defensa del teatro español del siglo de Oro, se va a configurar el germen conceptual del sistema de canonización, que, ya digo, se articula sobre la doble contraposición genuino vs foráneo, popular vs culto. Precisamente dos contraposiciones que articulan, entre otras, el sistema semiótico de definición de toda cultura según Lotman lo describirá después. En las Tesis sullo studio semiotico de la cultura de 1973 I. Lotman formuló en efecto una ley general de la constitución misma de un corpus cultural (que es vinculable a lo que el debate actual conoce como canon, según he recogido en mi libro Teoría del canon y literatura española, Pozuelo, 2000:92-100). Escribía allí Lotman: A descriverle da un punto de vista esterno, la cultura e la non-cultura appaiono come sfere reciprocamente condizionantisi e bisognose l’ una dell’ altra. Il mecanismo della cultura è un dispositivo (ustroistvo) que trasforma la sfera esterna in interna : la disorganizzazione in organizzazione, i profani in illuminati, i peccatori in giusti, l’ entropía in informazione. In forza del fatto che la cultura non vive unicamente dell’ oppsizione delle sfere esterna e interna ma anche del passaggio da una sfera all’ altra, essa non solo combatte contro il «caos» esterno, ma ha anche bisgno di questo, non solo lo distrugge, ma lo crea costantemente». (Lotman, 1980: tesis 1.2.0)

La idea misma de canon se equipara con la de una organización cultural que se propone a sí misma modelo con aspiración generativa. La canonización constituye una ambición constante del mecanismo semiótico –que tiende a la autoorganización– de toda cultura. La definición misma de cultura reclama a la de canon como elenco de textos por los cuales una cultura se autopropone como espacio interno, con un orden limitado y delimitable frente al externo, del que sin duda precisa. En la medida en que el canon, como la cultura, depende del dispositivo critico de su autoorganización frente a lo externo, la discusión en torno al canon teatral se configuró según hemos visto propuesto por Amador de los Ríos como un ejemplo típico de ese modo de funcionamiento del sistema de canonización, pues nació vinculada a la tradición propia frente a la externa de procedencia italiana o francesa. Hay una posible extrapolación analógica entre el funcionamiento del mecanismo que generó el canon teatral español y el descrito por la Escuela de Tartu en toda la Tesis 1 de su programa. Incluso con el ejemplo elegido por Tartu, que sitúa al helenismo vs bárbaros, los miembros de Tartu se han referido empíricamente a uno de los primeros cánones constituidos en la cultura de Occidente como organización que puso en juego el sistema dentro/fuera, genuino/foráneo (ibídem, tesis 1.2.3). La Tesis primera de las formuladas por la escuela de Tartu en 1973, que interpreta en un sentido teórico global las intuiciones del dinamismo dialéctico de Tynianov y Sklovski, es desarrollada para la literatura por el propio Lotman en el estudio de 1973 traducido en 1976 bajo el título de «The Content and Structure of the Concept of Literature», donde la

movilidad del concepto de Literatura, la difícil traza de su frontera, y el dinamismo que le es inherente y que había sido marcado por Moukarovsky y Bajtin, a quienes Lotman cita expresamente, es argumento de Lotman para desarrollar el principio de que los textos no-literarios, las definidas como sub-literaturas, y las periferias a los sistemas son correlativos a la Literatura y precisos en el orden de su concepto. Es más, desarrolla Lotman una idea muy querida por los teóricos eslavos y que desarrollaron Tynianov, Sklovski, Eichembaum y fue nuclear para el libro de Bajtin sobre Rabelais. Tal idea la enuncia así: The mecanism of literary evolution was defined (en tales autores) as the mutual influence and mutual functional exchange operating between the «upper» and «lower» layers. It is from uncanonized texts, which exist outside the limits of what is permitted by the literary norms, that literature draws on the reserves from which to make the innovations of the future. (Lotman, 1976: 350)

Como ha podido verse en la teoría sobre la canonicidad de Lotman son nucleares tanto el sistema categorial interno/externo, como el de alto/bajo (sinónimo en términos culturales de culto/popular), que son precisamente los dos anclajes en que soporta Amador de los Ríos su propio sistema de valoración y que también había operado en el de Gil de Zárate, quien afirmaba al comienzo de la segunda parte de su Manual de Literatura: En España únicamente la poesía popular ha tenido las cualidades intrínsecas que requería la civilización particular de nuestro suelo: la belleza de la forma ha sido el fin de los poetas eruditos, pero aun así, aunque algunos supieron encontrarla otros se extraviaron por quererla buscar donde no existía (Gil de Zárate, 1844: 1011).

Lo popular genuino frente a lo culto foráneo, una y otra vez, en Gil de Zárate antes pero argumentado de forma mucho más torpe que en Amador de los Ríos, que lo formularía después de modo sistemático. Estos anclajes de la canonicidad configuran un sistema que es anterior al siglo XIX y pueden entenderse también como los anclajes sostenidos a lo largo de todos los debates sobre el teatro español, que han conformado su canon específico, según me propongo mostrar en lo que sigue. El engarce entre el concepto de teatro nacional español sostenido por Gil de Zárate y las polémicas tradicionales habidas en el siglo XVIII lo realiza un tratado que pudo servir de puente de transición entre ambos: el Discurso sobre el influjo que ha tenido la crítica moderna en la decadencia del teatro antiguo español y sobre el modo con que debe ser considerado para juzgar convenientemente de su mérito peculiar, obra que publicó Agustín Durán en 1828 y que normalmente ha sido leída y juzgada como manifiesto romántico[14], lo que creo ha distorsionado notablemente su lugar real, que no es otro que una defensa del teatro español del Siglo de Oro frente a los ataques sufridos por la crítica neoclásica. Como pone de manifiesto su editor moderno, Donald Shaw, el principal defecto del Discurso es la «incapacidad de Durán de asociar el romanticismo con una visión del mundo específicamente contemporánea. Los que leyeron la obra como manifiesto romántico descubrieron o vieron confirmada la idea de que el romanticismo significó simplemente un retorno al siglo de Oro y a los ideales castizos españoles de la

religión y la monarquía como fuente de inspiración (Shaw, 1994: 30). David Gies, aun teniendo en cuenta esta reserva de Shaw, analiza sin embargo el modo de recepción posterior del discurso de Durán, tanto en los años en que se escribió como posteriores hasta el punto de que la Academia Española, al editarlo en sus Memorias de 1871, lo calificó de «verdadero precursor del Romanticismo [que] abrió paso al renacimiento de la forma y del gusto genuinamente españoles» (Gies, 1997: 126). De hecho, todos los que lo han estudiado han traído a colación la circunstancia de ser Durán discípulo de Alberto Lista en Sevilla, y la influencia que pudo ejercer sobre él Bölh de Faber, el traductor al español de Augusto Guillermo Schlegel y defensor del teatro de Calderón. Sea o no manifiesto romántico, sí queda claro a lo largo del discurso que A. Durán entiende que el arte dramático de Lope y de Calderón responde a una idiosincrasia nacional, genuina, y que por tanto precisa de una poética propia alejada de las antiguas clásicas y de la neoclásicas francesas que son las que han impedido valorarlo en su justa dimensión. Agustín Durán no vacila en su convicción de que el teatro español del siglo XVII responde a lo que él llama literalmente un «espíritu nacional»: Lo que llamamos espíritu nacional es casi tan exclusivo como el impulso que dirigía a los hombres considerados aisladamente y libres de los vínculos sociales. Los individuos de cada sociedad lo refieren todo a las glorias, religión e historia de aquella a la que pertenecen, y poco o nada a la erudición, jamás extensiva a la generalidad de un pueblo entero... Por esto cada nación desdeña en su teatro las formas o costumbres que no están en armonía con su carácter, o que no puede comprender. (Durán, 1828:66) Porque el teatro debe ser en cada país la expresión e ideal de sus necesidades morales y de los goces adecuados a la manera de existir, sentir y juzgar de sus habitantes, circunstancias todas que influyen poderosamente en el modo de inspiración fatídica, y nunca serán el resultado del arte ni del análisis metafísico o erudito de obras extranjeras y opuestas al carácter de cada pueblo. (Durán, 1828:53-54)

En las dos citas que acabo de transcribir se ve muy claro el sistema conceptual que propugna; por un lado un teatro que es expresión del carácter o espíritu nacional de un pueblo, y que por otro lado es ajeno a las reglas que la erudición, el arte o las imitaciones de modelos extranjeros han dado. Se ve por tanto funcionar ya el doble criterio que según hemos visto postularían luego Gil de Zárate y Amador de los Ríos: lo genuino y lo popular unidos, frente a lo foráneo y lo erudito. Por ello Agustín Durán, en otro lugar de su Discurso, establece que los dos grandes errores de la crítica teatral española han sido no considerar 1º que cada uno de estos teatros [el francés y el español] constituye de por sí un género diferente, no sólo en su origen y objeto, sino también por haber sido creados para naciones de distinto genio y carácter y 2º que por lo mismo no era posible tuviesen iguales formas, ni reglas idénticas en su expresión y composición. (Durán, 1828:56)

Todo el cuerpo argumentativo del Discurso de A. Durán arranca pues de esta doble relación: a cada nación le corresponde el teatro que mejor expresa su genio y carácter, y a tal defensa de lo genuino hispano le sigue el correlato de ser imposible juzgar los dramas españoles con las reglas y modelos nacidos para el teatro y genio franceses, o

latinos y griegos, según va defendiendo a lo largo de toda su obra. Por eso puede sostener con razón Donald Shaw que «la médula del argumento de Durán y el punto capital del Discurso es su discusión sobre la visión que impregna el carácter nacional de España. Pues ello, pensaba él, es lo que dirige el tipo de literatura que el genio del país producirá y que la mayor parte del pueblo aceptará» (Shaw, 1994: 27). La vinculación de la comedia española a un discurso nacionalista es visible, unos años antes, en el Apéndice que a su traducción de los Principios filosóficos de la Literatura de Batteux añadió Agustín García de Arrieta en el tomo III de la obra, fechado en 1799. Se trata de un verdadero Tratado de la comedia española, pues abarca desde la página 107 a la 340, un considerable número de páginas que habrían constituido un libro de publicarse exentas. Están llenas de interés para el tema que nos ocupa, pues ha cuajado en ellas una especie de «Defensa de la comedia española» hecha desde una responsabilidad que se entiende patriótica, pues se vincula muchas veces a lo largo del Apéndice el reconocimiento de la comedia y el «honor de la Nación», culminando de ese modo un largo proceso de discusión nacionalista que se prolonga como veremos por todo el siglo XVIII, que termina con la publicación de García de Arrieta. Luego de hacer una breve historia de la comedia española, añade un capítulo II con unas observaciones críticas, muy ponderadas, que le dan más autoridad para el capítulo III del Apéndice, el mayor en extensión (nada menos que 152 páginas), dedicado a «Observaciones apologéticas sobre la Antigua Comedia española», que muestra ya, a su inicio, el propósito y tono de la apología: Es preciso combatir la universal preocupación de los modernos Franceses e Italianos, adoptada también de algunos criticastros Españoles, tan superficiales e ignorantes de nuestras cosas como aquellos, quienes siguiendo con una docilidad y ligereza despreciable su injusto y preocupado modo de pensar, desprecian altamente el mérito de Lope de Vega y de nuestro teatro, defraudando a la España de la gloria de haber sido la inventora de un nuevo teatro, admitido e imitado después por las demás Naciones cultas de Europa... Es muy laudable y necesario criticar los muchos defectos de que abundaron Lope de vega y otros célebres Cómicos españoles de aquellos tiempos... como acabamos de hacer del modo que nos ha sido posible y lo permite un breve apéndice: pero sería mucho más interesante al teatro y al honor de la Nación que en vez de gastar el tiempo en rancias y traqueadas razones contra las Antiguas Comedias Españolas se presentasen para muestra y modelo muchas de las que hay... etc. (García de Arrieta, 1979: tomo III, 154-155)

La «ecuanimidad» que le lleva a criticar vicios menores, en la extensión que permite un apéndice, no le impide dilatar ese apéndice con un discurso apologético de 152 páginas con dos o tres constantes, repetidas una y otra vez: 1. La primacía de Lope de vega, creador del nuevo teatro es tal que siempre se refiere a Lope de Vega y los que le siguieron. 2. Toda la apología es un discurso en que se compara a beneficio de la nación española su teatro con el francés y el italiano, que han sido imitadores del español y se han beneficiado de él. Francia, que pasa por ser tan original, debe a España lo mejor de su teatro y debe estudiarse el teatro español como modelo del europeo (ibídem, 190) y 3. La confrontación baja al terreno de las «reglas» con que se ha querido maniatar el ingenio de Lope y Calderón: «pero muy al contrario los fríos censores de Lope y Calderón, los charlatanes entusiastas y fríos adoradores de las decantadas y mal entendidas reglas» (ibídem: 170), escribe en una ocasión, trayendo de nuevo la contraposición del genio de Lope y Calderón con el frío e insípido seguimiento del arte o las reglas,

ofreciéndose una nueva versión de la dicotomía popular/culto, en términos adjetivados de calor y genio frente a frialdad y arte. Cuando por último se trata, en un capítulo específico, de hacer unas «Observaciones críticas sobre la moderna comedia española», luego de mostrar un panorama desolado de la comedia en el siglo XVIII y antes de referirse a Moratín e Iriarte como excepciones, escribe: «Sin embargo en medio de tanta miseria y desolación, no ha faltado algún otro ingenio que ha sabido mantener la reputación del nombre Español e ilustrar nuestra escena con dramas arreglados... bastante honoríficos para la Nación y sus Autores» (ibídem: 299). Dedicaré la última parte de esta ponencia a trazar el modo como se ha ido gestando el discurso nacionalista que dio lugar al concepto de comedia nacional española en las polémicas teatrales del siglo XVIII, que es donde se originan estos tópicos que en el XIX vemos diáfanos y sistemáticos. La mucha bibliografía sobre el asunto debida a J. Cook, D. Gies, R. Sebold, G. Carnero, John Dowling, Álvarez Barrientos y otros me eximirá de allegar aquí muchos contextos necesarios, pero que dilatarían en exceso mi discurso, por lo que me limitaré al examen directo de algunas obras clave de tales polémicas en que se ha ido fraguando el topos crítico de un carácter nacional. Sí conviene recordar sin embargo que ha habido, como señala Guillermo Carnero, una reproducción acrítica de las viejas consideraciones de Menéndez Pelayo y E. Cotarelo acerca del «neoclásico como sinónimo de antinacional, extranjerizante y literariamente deficiente, frente al genio ‘español’ de Ramón de la Cruz» (Carnero, 1997: vol.6, 30). Si hay un asunto complejo es este del nacionalismo, y si hay una versión maniquea y equivocada es la que frecuentemente se encuentra en manuales y críticos descuidados propensos a sostener el rígido esquema de un nacionalismo asociado a los casticistas y un antinacionalismo asociado a los galoclásicos. Decía la autorizada voz de R. Sebold: «La conocida división entre casticistas y galoclásicos, en lo que tiene de línea fronteriza entre países irreconciliablemente enemigos, obedece a un prejuicio de herencia romántica y a un peculiar entendimiento del patriotismo» (Sebold, 1970: 29-56). Veremos, en efecto que con el mismo ardor patriótico se van a defender en el siglo XVIII posiciones absolutamente enfrentadas, y que las mismas razones patrióticas aduce Nassarre para atacar las comedias españolas que Erauso y Zabaleta para defenderlas atacando a Nasarre como un antipatriota. Porque el móvil primero que da origen a la redacción de la Disertación o Prólogo sobre las comedias de España que Blas A. Nassarre hizo figurar al frente de su edición del teatro cervantino fue, como mostró ya J. Cook, la publicación en París en el año 1738 de una Antología del teatro español hecha por Du Perron de Castrera que llevaba por título Extraits du plusieurs pièces du théâtre espagnol avec des réflexions... (Cook, 1959:80-83) en la que figuraba un prólogo muy crítico sobre el teatro español «que ne peut manquer de former un spectacle assez monstrueux en comparaison du nôtre» (tomo cita de Nasarre, 1920: 20). Nasarre quería mostrar, según él mismo declara, que no necesitamos para nuestro propósito y emulación defender a nadie, porque podemos asegurar, sin el vicio de que es notada nuestra nación muy amante de sí misma y desdeñosa de las demás, que tenemos mayor número de comedias perfectas y según arte que los franceses, italianos y ingleses juntos... las que están

elegidas de Rojas, de la Hoz, de Moreto, de Solís y de otros poetas cómicos que cuando quisieron guardaron religiosamente los preceptos del arte. (ibídem: 79)

Sin embargo, pese a estas declaraciones y a que en algún momento incluso llega a disculparse por haberse dejado «llevar de la indignación y demasiado celo de la patria» (ibídem: 89), no fueron estos argumentos bastantes para evitar que tanto los varios inquisidores y altos cargos eclesiásticos a los que Tomás Erauso y Zabaleta envió su obra en contestación a la de Nasarre, como el mismo Erauso, hicieran a éste constantes reproches de antipatriota[15]. No hay manera en el siglo XVIII de separar discurso sobre el teatro y discurso patriótico, tanto en los defensores como en los detractores de la comedia española del Siglo de Oro, y ello se explica, como pone de manifiesto con diferentes citas Guillermo Carnero, por la enorme sensibilidad que despertaba el teatro, tanto en los teóricos franceses como en los españoles, respecto a sus posibilidades para una pedagogía, pues el teatro era sentido como el género literario que podía servir de cauce educativo del pueblo (Carnero, 1997: 32-35). Vemos que los debates exceden con frecuencia el ámbito de las reglas internas de composición y afectan a una responsabilidad colectiva que se siente de la nación entera y de sus gobernantes, lo que como es bien conocido llevó a la prohibición de representar los Autos Sacramentales por real Cédula de 9 de Junio de 1765[16]. No se habría hablado nunca de comedia nacional española sin este terreno abonado por todas las polémicas dieciochescas sobre la responsabilidad de este género en la configuración del concepto de nación y del patriotismo asociado a su defensa (bien sea para postular obras mejores o para defender las que hubo, según fuera el punto de vista del teórico o erudito en cuestión). Baste con el ejemplo de un título como el que Francisco Mariano Nipho dio a su obra de 1764, en respuesta a los artículos que Clavijo había publicado en El Pensador: La nación española defendida de los insultos del Pensador y sus secuaces en defensa de las comedias (1764). Un aspecto muy interesante de las polémicas es que el sentimiento nacional español que anima la defensa o diatriba de la comedia áurea, se refiere siempre a «los franceses e italianos» que la han denigrado y las más de las veces sin mayor concreción, como si de un fait acompli conocido por todos se tratara. Ya hemos señalado el motivo de la obra de Nasarre escrita a raíz de una crítica al teatro español de Du Perron, también se ha señalado la influencia que tuvo en Forner y en otros muchos la publicación de la breve entrada de Masson de Morvillieres en una Enciclopedia geográfica. Pero otras muchas veces se habla de franceses e italianos sin mayor concreción y con inusitada unanimidad se habla de los baldones que la crítica extranjera de nuestro teatro ha puesto sobre el prestigio de la nación española, incluso en quienes toman este argumento como punto de partida para postular correcciones, como es el caso de Luzán, quien escribe en su Poética: «Fuera de que el corregir nosotros mismos nuestros yerros es ganar por la mano y hacer en cierto modo menos sensibles y menos afrentosos los baldones de los extrangeros» (Luzán, 1977: 537). Y en el Prólogo de la obra, este lamento: Es cierto que si un Lope de Vega, un don Pedro Calderón, un Solís y otros semejantes hubieran a sus naturales elevados talentos unido el estudio y el arte, tendríamos en España tan bien escritas comedias que serian la envidia y admiración de las demás naciones, cuando ahora son por lo regular, objeto de sus críticas y

de su risa. (ibídem: 125)

Erauso y Zabaleta, en un momento de su argumentación contra Nasarre, a quien llama siempre «El Prologuista», arguye sobre las afirmaciones de éste hacia los ataques que en Francia e Italia se hacía a Lope de Vega aunque Italia y Francia llamasen ignorante a Lope no perdería nada España, porque este felicísimo desinteresado Reyno ni pierde por tan pocas cosas ni se altera por semejantes llamamientos... Pero al fin, ¿se lo llamaron? No tengo tal noticia; respondí, es verdad que soy hombre de muy pocas y malas, mas yo discurro que no se lo llamaron, toda vez que el Prologuista no lo apunta. (Erauso y Zabaleta, 1750:169-170)

Sea como fuere, Nicolás F. De Moratín al inicio de su Desengaño II escribe: «Yo no tengo más delito que apuntar algunos [defectos] en obsequio de la verdad, para honor de la Patria y para que sepan los Estrangeros que los españoles de juicio no aprueban tales representaciones...» (Fernández de Moratín, 1763: 37); Clavijo y Fajardo declara contra los autos que ayudan «a confirmar el concepto de bárbaros que hemos adquirido entre las Naciones» (Hernández, 1980: 189). En el Theatro crítico de Feijoo hay varios discursos que desarrollan el tópico de españoles frente a franceses, llegando a titularse el Discurso IX del segundo Tomo de esa obra «Antipatía de Franceses y Españoles». El Discurso XV del Tomo II está dedicado al «Mapa intelectual y cotejo de Naciones» y el Tomo III tenemos que su Discurso X está dedicado a «Amor de la patria y pasión nacional». La cuestión nacional era pues viva y una y otra vez la polémica teatral española del XVIII parece como si se librara en un escenario conocido de ofensa y defensa de la fama de la nación española, frente a ataques extranjeros. No se olvide que es un tópico ya presente en el Quijote cervantino, en cuyo famoso capítulo XLVIII de la Primera Parte en boca del cura y a propósito de las Comedias se dice: Que todo esto es en perjuicio de la verdad y en menoscabo de las historias, y aun en oprobio de los ingenios españoles, porque los estranjeros, que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen por bárbaros e ignorantes, viendo los absurdos y disparates de las que hacemos. (Cervantes, Rico ed., 1998: 554)

En el XVIII, según hemos visto, son muchos los testimonios concretos que se aducen de juicios contrarios que no hicieron sino acrecentar este tópico, de donde creo se ha derivado esa metonimia cultural, fácil de establecer, entre comedia española y nación española, y por ende la contigüidad de comedia nacional. Pero no sería suficiente con esto. Hay otras declaraciones, menos contundentes desde luego de lo que lo serán luego las de Agustín Durán, y posteriormente Gil de Zárate y en general quienes perpetuaron el tópico, pero que apuntan hacia la dirección de una correspondencia de la comedia española y de su estilo y composición con alguna suerte de carácter genuino de los españoles, que unas veces se llamará así, carácter, y otras veces genio español, y que será el soporte del concepto de «comedia nacional», no sólo por supuesto en referencia a la lengua y nación en que se ha creado, sino a una condición propia y específica de quienes la entienden o la valoran porque responde a una condición genuina, que los demás no comprenden. Era consciente de esto, como de tantas otras cosas, el perspicaz Luzán, quien a pesar

de haber echado algún cuarto de espadas en favor del genio de Lope de Vega, no pasa por alto el argumento de que los desarreglos de sus comedias se deban a ninguna suerte de «genio nacional»: «otras –escribe Luzán– echando al genio nacional y al gusto público la culpa que tenían él y los demás que le habituaban al mal gusto, pues a la nación y al público se le hace gravísima injuria en decir que no se complacen con lo bueno, siendo certísimo que sólo hay algunos extravagantes que congenian con lo absurdo» (Luzán, 1977: 402). Hablaba muy claro Luzán, sobre todo a la hora de resistirse a lo consabido, y ese tópico de explicar el desarreglo como nacido de un genio colectivo, de carácter general, nacional. Con todo, pese a los esfuerzos de Luzán, es tópico que encontramos aquí y allá. Todo el sistema argumentativo de Erauso y Zabaleta descansa en él, en la idea, que repite una y otra vez, de una concordancia entre el modo de ser de los españoles y el estilo de sus comedias que los extranjeros no podían por tanto entender. La carta envío con solicitud de censura, que es la que lleva la firma de Erauso y Zabaleta, argumenta sobre este extremo: porque aquellos Maestros [se refiere a los Griegos y Latinos] no escribieron Comedias Españolas, ni Arte para ellas, siendo cierto que así como cada Reyno tiene sus peculiares leyes y políticas para governarse, las debe y puede tener para divertirse. Mayormente quando para ello no necessita los socorros agenos. Y contra esto no es razón suficiente que Francia, Italia y otros Reynos calificassen con su admissión aquel méthodo... pues quando esto no sea carencia de Ingenios aptos a la Inventiva en que España sobresale. Puede ser congeniación política, capricho u otra idea recóndita, inconexa a nosotros. (Erauso y Zabaleta, 1750: fols. drdv)

Inventiva, Ingenio, facultad que tiene la nación Española y de la que otras naciones carecen. Erauso acusa al Prologuista (Nasarre) de querer abandonar lo propio por abrazar lo extraño. En suma, como expresará años más tarde, en 1764, F. Mariano Nipho: Las naciones tienen su gusto cada una: los franceses gustan de la ilusión; los españoles de la variedad [...] El gusto es un duende que todos dicen existe pero nadie ha determinado en dónde. Cada nación tiene su carácter, todo el primor está en saber dirigirle: hacer reglas de una nación a otra es querer hacer que sea una misma nación toda la tierra. (Dowling, 1997: 436-437)

Esta defensa de la comedia española del siglo de Oro como la que mejor se aviene al carácter de la nación española y de sus pobladores, es convergente con otra, bien conocida, en la que la falta de tiempo me impide entrar ahora, y que por otra parte veo innecesario recorrer, por ser tan conocida de todos ustedes: me refiero a la defensa de la opinión del vulgo frente a las reglas, en la conocida contraposición de arte vs vulgo ya planteada por el Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo de Lope de Vega. La argumentación en favor y en contra de las reglas cruza en verdad toda la polémica del teatro en el siglo XVIII y no hay autor de los aquí citados que no la trate. Pero llamo la atención sobre el hecho de que se produjo una convergencia de ambas oposiciones, pues la defensa de lo genuino iba apoyada comúnmente por la defensa de lo popular, espontáneo, nacido de un ingenio libérrimo, en tanto que las reglas, el gusto adecuado a los principios de la Poética aristotélica o de Boileau se sentía ajeno, foráneo,

sobreimpuesto. Los testimonios de esto son legión y hago gracia de ellos al auditorio, pues le son bien conocidos. Concluyo. En el repertorio de normas de canonización del teatro español se ha establecido una contigüidad fundamental entre los siguientes conceptos que se ofrecen contrapuestos: invención/arte, vulgo/reglas, popular/erudito, genuino/foráneo. Estas dicotomías llegan, por su generalizado uso, a constituir un sistema de convenciones críticas que es supra-personal y que llegó a atenazar incluso a mentes tan claras como la de Luzán, que cae en contradicciones cuando se resiste a ellas. No son factores de habla, sino normas de la convención del propio lenguaje crítico, que se amolda casi siempre a ese sistema. Su solidaridad se inicia muy pronto, puesto que la tenemos ya en las palabras del cura en el capítulo 48 del Primer Quijote, pero se acentúa en las polémicas d e l XVIII, en especial la idea de un carácter nacional o de género inventado por españoles y propio de ellos para la llamada comedia española que se dice creada por Lope de Vega. En las polémicas dieciochescas hemos encontrado el germen ideológico del concepto de «carácter nacional» o «genio nacional», que luego, en el gozne del siglo, recoge García de Arrieta y es ya contundente en Agustín Durán. Considero que donde fragua en un sistema más coherente de revisión metacrítica es en la extensa Introducción a su Historia crítica de la Literatura española, que establece ya de modo explícito la doble necesidad de una poética de lo genuino y popular, frente a lo foráneo y culto que había dominado según Amador de los Ríos el sistema crítico español.

NOTAS [8] Pueden completarse con Mario Hernández: «La polémica de los Autos Sacramentales en el siglo XVIII: la Ilustración frente al Barroco», Revista de Literatura, 84,1980, pp.185-220; J. Checa Beltrán: «Los clásicos en la preceptiva dramática del siglo XVIII», Cuadernos de Teatro Clásico, 5, 1990, pp. 13-31 y M. J. Rodríguez-Sánchez de León: «El teatro español del siglo de oro y la preceptiva poética del siglo XIX», Cuadernos de Teatro Clásico, 5, 1990, pp. 77-98. [9] Rosa Aradra describe las distintas ediciones y en tal descripción queda patente la oportunidad nada desaprovechada de Gil de Zárate, pues el Resumen histórico de 1844 se presenta como segunda parte del manual de Retórica y Poética que había publicado en 1842 con el título de Manual de Literatura o Arte de Hablar y Escribir en prosa y verso. Rosa Aradra detecta hasta 1889 diez ediciones. De ese modo Gil de Zárate cubría las enseñanzas de Retórica y Poética y las incipientes de Historia Literaria de su propio plan. El libro fue designado texto oficial poco tiempo después de la aprobación por Decreto de 1845 de la reforma educativa por él redactada. Vid. Rosa Mª Aradra Sánchez: De la Retórica a la teoría de la Literatura (siglos XVIII y XIX). Murcia, Universidad, 1997, pp. 222-224. [10] Julio Caro Baroja ha rastreado ese mito del carácter nacional español en muchos otros documentos de distinto signo y procedencia, incluyendo los del XVIII en la segunda parte de su libro El mito del carácter nacional. Meditaciones a contrapelo. Madrid, Seminarios y Ediciones, 1970, pp. 71-135. [11] Menéndez Pelayo se refirió a este asunto en su Historia de las Ideas Estéticas en España. Sigo la edición de Madrid, CSIC, 1974, p. 1315, donde llama a Masson «oscuro geógrafo». Julio Caro Baroja traza una breve historia de la polémica suscitada en el XVIII por esta intervención de Nicolás Masson de Morvilliers, incluyendo la referencia al abate Denina, al que también se refiere Amador de los Ríos. Denina hizo un discurso apologético de las glorias españolas en respuesta a Masson pronunciado ante la asamblea de la Academia de Berlín el 26 de Enero de 1786, que tuvo amplia resonancia en los debates dieciochescos. Vid. Julio Caro Baroja El mito del carácter nacional... cit. pp.94-98 y nota infra de este estudio. [12] Juan Pablo Forner: Oración apologética por la España y su mérito literario. Citaré por la edición de Madrid, Publicaciones Españolas, 1956. Esta edición incluye como apéndice el discurso de Denina «Contestación a la pregunta ¿Qué se debe a España?» citado en la nota anterior. [13] Dice Menéndez Pelayo, todavía a la altura de 1910: «El astro de Calderón no se ha apagado, ni nadie trata de extinguirle, pero lanza fulgores menos intensos que el de su glorioso y triunfante predecesor, proclamado hoy, como lo fue en su tiempo, nuestro máximo poeta de los cielos y de la tierra». En «Edad de Oro del teatro» (Menéndez Pelayo, 1910).

[14] Así lo califica ya, antes de hacer una extensa paráfrasis de sus contenidos, John A. Cook en su libro Neo-classic Drama in Spain.Theory and practice. Dallas, Southern Methodist University Press, 1959, p. 515, donde leemos «At the end of his discourse he admits that he has assumed the rol of spokesman for the romantic party». También llevan el título de «Un manifiesto romántico» las páginas que le dedica a la obra de Durán el libro póstumo de don Pedro Sainz Rodríguez: Historia de la crítica literaria en España, Madrid, Taurus, 1989, pp.179-195. [15] Valga como ejemplo el Dictamen que Fray Agustín Sánchez, Calificador de la Inquisición, hace a la obra de Erauso y Zabaleta (con ese nombre firma la Circular que solicita el Dictamen de una obra que aparece sin nombre de autor, tan sólo «un ingenio de esta Corte»). En el Dictamen de Fr. A. Sánchez leemos: «tiene la defensa [de Lope y Calderón] toda la aprobación mía, porque bolver por el honor y fama de españoles tan celebrados es empeño tan justo que no dudo será aprobado y aplaudido de todo buen Español. Assi correrá la defensa más segura, porque no es defensa propia, ni de solos dos Héroes de la Patria, sino también de muchos que a los dos elogian»; y más adelante: «Bien frescas experiencias tiene España de este mal modo de impugnar las obras... dando a los Estrangeros materiales para que nos yeran con nuestras reflexiones». (Erauso y Zabaleta, 1750: folios c1 recto y vuelto y c3 recto) [16] Los principales datos y razonamientos, que actualizan y completan los ofrecidos por G. C. Rossi en sus estudios, los recoge Mario Hernández en «La polémica de los autos sacramentales en el siglo XVIII: la Ilustración frente al Barroco, Revista de Literatura, nº 84, 1980, pp.185-220. Continúa siendo muy útil para cientos de documentos menores en extensión pero muy elocuentes, el libro de E. Cotarelo, Bibliografía de las controversias sobre la licitud del teatro en España. Madrid, Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1904.

CAPÍTULO 7 Quevedo y la retórica HAY AUTOR SIN RETÓRICA. Advertía W. Booth, el influyente crítico de la escuela N Oconocida como Neoaristotélicos de Chicago. En el caso de Quevedo esa advertencia cobra especial relieve, porque hablar de la retórica en su obra es lo mismo que hablar de toda ella; incluso más: muy pocos autores han sido tan bien analizados por la crítica desde el punto de vista de su lenguaje retórico. Porque los estudios críticos fundacionales del modo moderno de leer a Quevedo, me estoy refiriendo a los estudios de Leo Spitzer (1927), A. Parker (1952), Alarcos García (1955), Lázaro Carreter (1961) o Raimundo Lida (1972) supusieron ya un particular acento puesto en la verbalidad, en la nueva construcción de un estilo, ya entrevisto por Borges cuando encontraba en Quevedo menos a un hombre que a una dilatada y compleja literatura. La reciente y exhaustiva biografía de Quevedo publicada por Pablo Jauralde se refiere a la retórica en diferentes lugares, especialmente cuando trata de los estudios del Quevedo juvenil, tanto en el colegio de los Jesuitas de Ocaña, como en Alcalá y posteriormente Valladolid (P. Jauralde, 1999: 54, 58 y 112). Formaba la retórica uno de los pilares básicos de la formación de los bachilleres y especialmente si eran de colegio jesuítico. Sagrario López Poza (1995 y 1997) ha concretado incluso los planes de estudio que pudo Quevedo seguir en su formación, y siempre aparece no sólo la Retórica como Tópica aristotélica, sino también los ejercicios concretos de tipo escolar que suponían versiones, comentarios, explicaciones, etc. Pero la importancia de la retórica en Quevedo no puede medirse solamente por estos fundamentos formativos, que compartía en todo caso con muchos otros escritores de su época. Más importante me parece a mí el hecho de que las dos líneas críticas que han operado siempre en la perspectiva del lenguaje literario barroco, y que se han contrapuesto también en los debates críticos sobre Quevedo, han supuesto un punto de vista de dos retóricas enfrentadas. Hay quienes han continuado, muchas veces sin ser conscientes de ello o hacerlo explícito, la perspectiva que H. Wölfflin aplicó desde las artes plásticas y consideran el arte barroco como un fenómeno formal y estilístico que halla en el arquitrabe partido la concreción y el ejemplo de unas nuevas formas surgidas por agotamiento de las renacentistas, pero con una base material idéntica. La forma se ensancha, se retuerce, se violenta, precisamente por la desconfianza de un arte sobre hallazgo de una comunicación directa, según veía Raimundo Lida que había sido imposible esperar de Quevedo por parte de su lector de época. Otra línea la forman aquellos que desde W. Weisbasch han hecho hincapié en la perspectiva ideológica y de contenido social y moral de las obras del Barroco. Para éstos el Barroco sería fundamentalmente un arte de la Contrarreforma, muy ejemplarmente jesuítico, que tiene su origen en las consecuencias del Concilio de Trento. En esta línea se entrecruzan

diversas teorías como la que une Barroco a emotividad a través de los sentidos, al conflicto vitalismo-desengaño, a su carácter latino-católico, y más específicamente español, etc. Interesa tener presente que estas dos líneas no tienen por qué contemplarse como excluyentes o antitéticas, aunque para la retórica de Quevedo hayan dado lugar a dos líneas enfrentadas en la lectura del Buscón, representadas por quienes han visto, como por ejemplo ha sido Lázaro Carreter, pero también Raimundo Lida, un Quevedo entregado a la invención por la palabra, verbal, sujeto y siervo de una retórica de la agudeza y de la dificultad, muy netamente conceptista, que inaugura una época de desconfianza hacia el lenguaje. Frente a esta lectura, en que el barroco El Buscón es visto como forma artístico-verbal, ha habido otra línea representada por A. Parker, pero también por E. May, Morris, Price, que ha visto el Barroco del Buscón como una intervención esteticista que incide en el desengaño moral. Suponen dos perspectivas diferentes sobre un mismo objeto. Unos se fijan en los aspectos formales y estructurales del estilo, y tienen razón cuando establecen que en el Barroco se da una ruptura de líneas, pero no de materiales, respecto al Renacimiento, y que las nuevas formas, como tales formas, se imponen estéticamente. Dicho de otro modo: el Barroco gusta del quiasmo y convierte en estructuras quiásticas las tradicionales antítesis renacentistas; ensancha, rompe líneas, busca la sorpresa, reformula, intensifica y condensa. Otros ven los aspectos sociológicos y religiosos que pueden proporcionar la base interpretativa cultural de esos datos. Considero poco productivo continuar con dos retóricas enfrentadas, porque en realidad ello se ha dado especialmente para el caso del Buscón, pero los contendientes esteticistas han declinado proyectar esta perspectiva a la poesía, puesto que A. Parker (1952), en un estudio fundamental, no tuvo inconveniente en admitir, para la poesía de Quevedo, la articulación de la «agudeza» gracianesca y por tanto la verbalidad conceptista, como principio constructivo de los sonetos de diferentes musas. Más que hablar de dos retóricas enfrentadas, creo que la retórica de Quevedo puede estudiarse en un arco que va desde los estudios fundacionales de lo que podríamos llamar una «retórica de la agudeza», que incide en una estilística verbal-elocutiva, hasta las actuales investigaciones que propenden a entender la retórica como Inventio y Dispositio. Veamos las líneas maestras de ambas posiciones.

LA RETÓRICA DE LA AGUDEZA VERBAL

Es la línea de estudio más temprana y se ha aplicado preferentemente al Quevedo satírico (tanto del verso como de la prosa), aunque A. Parker (1952) extendió el concepto gracianesco de agudeza y su retórica del concepto para explicar sonetos morales y amorosos de Quevedo. Fueron pioneros el extenso estudio de Spitzer sobre el arte literario del Buscón y el de A. Mas (1957) sobre algunos procedimientos caricaturescos de Quevedo referidos a la mujer y al amor. También fue notable el libro de Ilse NoltingHauff (1968) sobre las formas de agudeza en Los Sueños. Especialmente destaco el de Spitzer por cuanto ha proyectado el estudio de la agudeza en una Estilística que vincula

el juego de contrarios y las múltiples agudezas que preñan el estilo de Quevedo con un marco explicativo de naturaleza Estilística, según el cual es posible leer allí la angustia de Quevedo, el proceso de desengaño barroco. Precisamente Dámaso Alonso en esa misma dirección estilística, y muy influido por la interpretación spitzeriana, tituló como «La angustia de Quevedo» un estudio de 1950 que contiene una síntesis de lo que luego será su conocido ensayo «El desgarrón afectivo en la poesía de Quevedo», incluido en el libro Poesía Española, que no se limita a aspectos de agudeza verbal solamente ni al Quevedo satírico, sino preferentemente al amoroso y al moral, aunque hay ejemplos de la «otra cara», como si Quevedo hubiera sido un Jano bifronte con dos almas que respondieran al mismo «desgarrón afectivo». Estudios emblemáticos de la retórica de la agudeza fueron los de Lázaro Carreter, que la teorizó en su conocido ensayo sobre «La dificultad conceptista» (1952) y la recorrió luego en sus análisis de la originalidad del Buscón, alcanzando a ser el de la retórica de la agudeza el eje en el que Lázaro la encuentra. Raimundo Lida (1972) igualmente señaló otros pasajes de agudeza en este mismo libro. Alarcos García (1955) bajo el concepto crítico de «parodia idiomática» recorrió diferentes recursos de la poesía y la prosa de Quevedo que pudiesen ejemplificar los muchos juegos lingüísticos, con el significante y con el significado que llevaron el estilo de Quevedo a ser un juego constante con el vocablo, por la vía de imaginar dilogías, retruécanos, composiciones derivadas por prefijación o sufijación (muchas de ellas llamadas por Gracián «agudeza nominal» y que Aurora Egido (1987) ha analizado bajo el concepto gracianesco de «hidra bocal»), agudezas compuestas etc., en suma todo lo que Lázaro Carreter llamaría, con ocasión del Centenario de Quevedo en 1980: «la invención por la palabra» y para la que L. Schwartz (1986) propone una sistematización sobre la base de distinción entre los planos del significante y del significado. Dos visiones de conjunto sobre el funcionamiento de esta retórica de la agudeza, la una preferente aunque no exclusivamente fijada en la prosa y la otra en los sonetos satíricos son las de Lía Schwartz (1983) y la de I. Arellano (1984). En ambos libros la retórica de la agudeza se ve desde un prisma crítico mucho más moderno que quiere despojarse del lastre interpretativo personalista que la había hecho depender de idiosincrasias individuales de la personalidad o biografía de Quevedo, para contemplar el fenómeno retórico de la agudeza en un amplio contexto de naturaleza génerica, con fuentes muy conocidas en Marcial, Persio o Juvenal y con unos procedimientos convencionalizados en la época, que Quevedo, eso sí, emplea con proverbial maestría e ingenio. También en esa línea de contextualización de la retórica quevediana considero clave el libro de M. Chevalier (1992) Quevedo y su tiempo: la agudeza verbal, que ha mostrado la dependencia muy directa de la obra satírico burlesca quevediana respecto de toda una literatura popular y jocosa del siglo XVI que había proporcionado multitud de chistes, juegos de ingenio, facecias, romances tradicionales, jeroglíficos y adivinanzas, etc. Leyendo el libro de Chevalier se advierte hasta qué punto lo que un gran autor como Quevedo renueva se apoya en toda una base de literatura previa, muchas veces menor en su alcance y hoy prácticamente desconocida, pero que hervía por mostrar la agudeza en sus distintas formas y relieves. Todo lo que significara agudeza e ingenio revelaba al

mismo tiempo al escritor y al selecto público –docto se le decía– capaz de comprender las excelencias conceptuales que aquél vertía en sus obras. La estética del conceptismo tuvo resultados variados. Junto a centenares de obras menores cuyo interés actual es sociológico, esta estética dio algunas de las cimas de la literatura española de todos los tiempos, y aun de la universal. En éstas –y me estoy refiriendo a Góngora, Quevedo, Gracián, Calderón– el fenómeno de la agudeza verbal es sólo uno de los ingredientes, y no siempre el más importante, puesto que el conceptismo alcanza en ellos cimas mayores que las de la simple retórica: es una manera de concebir la creación literaria y su recepción, constituye una estética general.

MÁS ALLÁ DE LA AGUDEZA: LA RETÓRICA COMPOSITIVA

La segunda línea de estudios que ha supuesto un enfrentamiento crítico con la retórica de Quevedo se ha aplicado preferentemente al Quevedo moral y al amatorio. Supone una estilística de la composición que tiene en cuenta la naturaleza de la Inventio como caudal d e Topica y de la Dispositio así como del funcionamiento de determinadas figuras retóricas en análisis elocutivos concretos de corpus representativos. En mi libro El lenguaje poético de la lírica amorosa de Quevedo dediqué la segunda mitad a algunos fenómenos representativos de ese lenguaje, tomando como base figuras retóricas, como diferentes figuras de contrarios (que fui recorriendo según dos modelos: el de coupling propuesto por Levin, y el de Dámaso sobre las correlaciones y las estructuras bimembres. Asimismo estudié el hiperbaton, los epítetos que llamé conceptistas y los cultismos léxicos. Estas calas en el estilo del poeta amatorio pretendían mostrar mecanismos de lo que llamaba, siguiendo a los formalistas eslavos, «vehículos de desautomatización» que la lengua de Quevedo ensayaba frente a los contextos petrarquistas que actuaban como horizonte compositivo. Posteriormente y de modo sistemático el libro de Santiago Fernández Mosquera (1999), sobre el Cancionero a Lisi, ha recorrido en su extenso capítulo II (pp.55- 288) todo el estilo de ese Cancionero siguiendo tanto los niveles de descripción como la terminología retórica: tópica y tropos, figuras de dicción, figuras de pensamiento, etc. Muestran ambas investigaciones que en el corpus de la poesía amorosa el vehículo retórico no es una metodología cualquiera pues en el propio uso quevediano se ve una conciencia fuertemente fijada de tales recursos compositivos. Se trataría de que la retórica no es un nivel descriptivo y de naturaleza crítica sino también un nivel compositivo. Esa misma conciencia de nivel compositivo anclado en esquemas retóricos se ha mostrado en otros corpus de la obra quevediana, como es el de la obra moral, tanto en verso como en prosa. Sobre la prosa A. Azaustre (1995) ha evidenciado ya procedimientos paralelos a los que yo he considerado luego en poesía, esto es, una compositio del periodo doctrinal argumentativo que sigue esquemas fijos, tanto en periodos circulares como en periodos de composición por miembros, entre los que el pensamiento sentencioso reina, como ocurre en la Virtud militante o La cuna y la sepultura. Hay prometido un estudio de este autor sobre paralelismo y compositio sintáctica de la prosa quevediana. Valentina Nider (1995) ha revelado la visita

quevediana a esquemas retóricos de la oratoria sacra en diversas obras apologéticas cristianas. Y ya en el terreno de la poesía, y en lo que se refiere a la moral, el libro de A. Rey (1995) titulado Quevedo y la poesía moral española, en el apartado dedicado a «La técnica» (pp. 111-127), parte de que el poeta moral se halla muy imbuido de esquemas de los géneros oratorios deliberativo, judicial y epidíctico. Lo prueban tanto la estructura dialógica con un destinatario supuesto que adoptan muchos poemas, como la importancia que obtienen en la composición de estos poemas el silogismo, el exemplum y el razonamiento por analogía como modo concreto de argumentatio retórica. En sendos estudios del presente libro he propuesto algún concepto metodológico que podría ayudarnos a entender el uso que Quevedo hace de la retórica. En «Formas de la invención en la poesía de Quevedo» (estudio recogido en el capítulo 9 del presente libro), y antes de analizar el soneto «Con acorde concento...», intenté fijar ese concepto de «forma de la invención» que no es otra cosa que un modo de asediar la imbricación de la Inventio con los que he llamado «lugares compositivos» (que incluyen no sólo la Dispositio sino ciertos lugares elocutivos ya conocidos). Suponen el conocimiento y uso por parte de Quevedo de una tradición previa, en definitiva de un esquema retórico con tratamiento semejante o análogo en los autores que sigue. En ese estudio me propuse avanzar algo más en el conocimiento de la inventio quevediana, convencido de que el principio metodológico más importante a tener en cuenta en el análisis de la poesía de Quevedo (y de toda la poesía áurea) es la solidaridad entre ciertos temas y lo que podríamos llamar «formas de la invención», entendiendo formas como «lugares habitados», signos o imágenes que ya han sido construidas por la tradición temática anterior de modo que los sistemas de ideas no afluyen al poema como «ideas» sino como analogías conscientemente estructuradas al modo de metonimias culturales. La Inventio de ese modo, como caudal de tópica, no es un lugar donde habitan ideas tradicionales, según la crítica viene asumiendo con frecuencia, sino espacios formales cuya eficacia radica en la interdependencia entre el esquema de significación y la contigüidad o metonimia cultural que la provoca a partir de formas ya realizadas previamente. De ese modo una metonimia en la poesía clásica no la construye el lector por aplicación del código lingüístico o de su competencia idiomática, sino por la aplicación de otra competencia superpuesta: la de lector de la poesía y prosa clásicas. El tropo clásico es siempre intertextual, pues la asociación que permite la inmutatio verborum es una concurrencia de textos previos. El tropo clásico es de ese modo la reconstrucción de una intertextualidad implícita. En otro estudio paralelo a este (recogido en el capítulo siguiente) analizo en un corpus suficientemente amplio (más de cuarenta poemas) escogido de diferentes musas los sonetos morales, amorosos y satíricos que comenzaban con la condicional si. Deduje de tal estudio que la invención quevediana procedía con frecuencia de estructuras retóricoargumentativas que imaginaba para muy diferentes asuntos y lugares temáticos, una especie de lugares compositivos como estructuras argumentativas que suponían moldes fijos para la construcción del soneto. En definitiva son muchas las posibilidades y rendimientos que se obtienen utilizando como vía de acceso a Quevedo el caudal conceptual o metodológico de la retórica, que él

conocía muy bien y aplicó sin duda con plena conciencia. Desde el punto de vista de la tradición crítica se ha evolucionado desde un énfasis mayor en la «retórica de la agudeza», suponiendo y analizando en el Quevedo satírico los diferentes mecanismos verbales del ingenio, hacia una retórica más amplia que se fija en el funcionamiento de esquemas compositivos de diferente naturaleza, que han ensanchado notablemente los horizontes interpretativos.

CAPÍTULO 8 La construcción retórica del soneto quevediano A don José Manuel Blecua, maestro ejemplar.

O HAY DUDA DEL CONSIDERABLE AVANCE que han experimentado los estudios quevedianos en los últimos veinte años y en todas las parcelas de su obra. Cuando hace esos años emprendí el estudio de la amorosa era todavía sorprendente el desequilibrio entre las ponderaciones sobre su importancia y excelsitud y los resultados reales en estudios concretos. Sin embargo hoy la situación es muy diferente, pues ni faltan estudios minuciosos de toda su producción, ni falta, sobre todo, el claro deslinde de los objetivos o líneas de estudio que todavía restan para culminar la empresa. Limitándonos a la poesía, bastaría una lectura del apartado titulado «La Crítica», que Lía Schwartz e I. Arellano (1998: 57-72) han escrito dentro del Prólogo a su reciente edición de poemas de Quevedo en Editorial Crítica, para percibir un claro salto cualitativo en el estado de la cuestión. De las ponderaciones intuitivas y agudos diagnósticos se ha pasado paulatinamente al estudio sistemático de géneros y especies concretas de su poesía. Quizá una de las constantes del avance en el conocimiento de las diversas Musas poéticas de Quevedo sea que la crítica de hoy ha recuperado una perdida conciencia de género. Pueden aventurarse diferentes hipótesis sobre el advenimiento de tal conciencia en la competencia crítica, pero es un hecho que Quevedo ha comenzado a entenderse mejor cuando los estudios generales sobre el Quevedo poeta han venido a sustituirse por estudios específicos sobre las parcelas bien temáticas o bien formales o ambas conjuntamente. La poesía moral ha sido no sólo excelentemente editada, sino también estudiada como conjunto unitario por A. Rey (1992 y 1995), la amorosa ha recibido diferentes libros como los de Pozuelo (1979), Olivares (1983), Walters (1985), P-J-Smith (1987) y el Canto a Lisi, dentro de esa Musa ha sido estudiado como subconjunto con conciencia de cancionero petrarquista por S. Fernández Mosquera (1992). El Quevedo satírico, y especialmente sus sonetos, recibió una atención sistemática por Arellano (1984) y se han estudiado subconjuntos más concretos que responden a condiciones de género como el estudio de Las silvas por Candelas (1997). No es preciso añadir más presencias, limitadas aquí obviamente a libros de conjunto que un diagnóstico de parcelas concretas de cada Musa en centenares de artículos confirmaría. Pero los frutos cosechados o por cosechar en esta dirección de parcelaciones genéricas no deberían hacerse incompatibles con el avance en una Estilística intergenérica o transversal, esto es, aquella que procede indagando elementos constantes del estilo de Quevedo, procedimientos de su escritura que sobrepasan los de un género concreto y afectan a muy diversas parcelas de su obra. Me propongo en este capítulo avanzar en esta segunda dirección presentándoles un proyecto de estudio más amplio del que

N

ofreceré aquí una cala. El proyecto en el que se enmarcaría cuanto aquí quiero decirles es el de un estudio de los procedimientos constructivos del soneto quevediano, un estudio de estilística textual que tuviera como punto de partida la pregunta que nos ha convocado aquí: la invención quevediana, pero no en el sentido vago o común del término, sino en el sentido más técnico acuñado por la Retórica: la inventio, que, obviamente, y se verá enseguida en el desarrollo de mi análisis, no puede limitarse, cuando se trata del estudio de un género como el soneto, a la acepción más desarrollada de la inventio como caudal de tópica o loci, sino a un sentido más restringido: aquel que supone la imbricación de una compositio textual como desarrollo que la dispositio y la elocutio hacen de un argumentum. Esto quiere decir que la inventio es inseparable de la dispositio y ésta proporciona al argumento base un desarrollo ajustado a claves compositivas concretas. La hipótesis de trabajo es que con frecuencia la construcción del soneto quevediano, en todas las Musas y no sólo en la poesía grave o moral, adopta una típica ordenación retórica que supone el discurrir del argumento por cauces estructurales fijos, esto es, por una cuidada disposición pragmática y sintáctica que permite que ideas y temas muy diferentes, que responden a loci diversos, sin embargo se desarrollan en estructuras muy delimitadas y convencionalmente ajustadas al pentagrama del discurso argumentativo de la retórica. Hay pues para el soneto quevediano una estilística posible y diferente a la comúnmente transitada: aquella que, fijada en los procedimientos de la retórica, permite asistir en diferentes Musas y para muy diferentes asuntos, a un modo de componer análogo y que, dada la fijeza de la estructura, dado el detalle extremo de coincidencias y la asiduidad de su frecuentación, permiten asegurar que Quevedo poseía a la hora de escribir ciertos sonetos, junto a lugares temáticos, junto a un caudal de tópica en ese sentido, lugares compositivos. Situado en ese lugar compositivo la estructura pragmática y la sintáctica para diferente semántica se comporta de modo parecido, lo que puede revelar que en el taller estilístico hay herramientas que permiten tallar el soneto de acuerdo con moldes estructurales que se prolongan a lo largo de todo él y cuyo arranque y desarrollo es posiblemente previo o en cualquier caso obedece a una pauta que tiene al argumentum como punto de partida y a la dispositio tanto pragmática (el sentido dialógico) como sintáctica (estructuras de frase idénticas o análogas) como cauces generadores de la estructura concreta. Me propongo mostrar por tanto que la estilística posible para Quevedo no se limita a las zonas muy bien transitadas ya por la crítica, de una retórica conceptista, la del ingenio, que convierte el suyo en fuente de una invención por la palabra, en sintagma crítico feliz de Lázaro Carreter (1982) o la hidra bocal de Aurora Egido (1987), las sutiles agudezas de la metáfora que sistematizó Lía Schwartz (1984) o los chistes y juegos compartidos con otros géneros como ha mostrado Chevalier (1992). Junto a la del ingenio y la agudeza hay en Quevedo una retórica del discurso conscientemente apoyada en la tradición argumentativa y en el uso de algunos supuestos de esa otra «Invención», la que tiene a la oratoria como fuente y como cauce. De ella y por él discurre muy a menudo su inspiración, que no es por ello menos caudalosa, pero sí menos desbordada de lo que una fácil asimilación al concepto romántico de inspiración había hecho suponer.

De todos modos un uso frecuente y consciente de la retórica clásica se ha supuesto siempre en Quevedo y la bibliografía reciente sobre su obra lo está revelando en zonas diferentes a las que aquí me propongo transitar. S. López Poza (1995 y 1997) no ha dejado de recordarnos que en las fuentes formativas del Quevedo humanista figuraba, y mucho más en un joven escolar de colegio jesuítico, la Retórica como disciplina fundamental. Sobre la prosa A. Azaustre (1995) ha evidenciado ya procedimientos paralelos a los que yo voy a considerar en poesía, esto es, una compositio del periodo doctrinal argumentativo que sigue esquemas fijos, tanto en periodos circulares como en periodos de composición por miembros, entre los que el pensamiento sentencioso reina, como ocurre en la Virtud militante o La cuna y la sepultura. Un prometido estudio de este autor sobre paralelismo y compositio sintáctica de la prosa quevediana. Valentina Nider (1995) ha revelado la visita quevediana a esquemas retóricos de la oratoria sacra en diversas obras apologéticas cristianas. Y ya en el terreno de la poesía, y en lo que se refiere a la moral, el libro de A. Rey (1995:111-127) en el apartado dedicado a «La técnica» parte de que el poeta moral se halla muy imbuido de esquemas de los géneros oratorios deliberativo, judicial y epidíctico. Lo prueban tanto la estructura dialógica con un destinatario supuesto que adoptan muchos poemas, como la importancia que obtienen en la composición de estos poemas el silogismo, el exemplum y el razonamiento por analogía como modo concreto de argumentatio retórica. Una de las conclusiones a que llegaré es que no sólo el poeta moral, también el amoroso y el satírico responden a un uso muy específico del esquema dialógico, del argumentum y del exemplum retóricos, por lo que los cauces que este singular arte proporcionó a Quevedo excedieron la más evidente dependencia o proximidad que hay entre una temática moral y la cualidad sentenciosa y argumentativa del discurso. Hora es de abordarlo. Ofrezco aquí una cala, que tendría que extenderse a otros corpus, de las conclusiones a que me ha llevado el análisis de 44 sonetos quevedianos. En un estudio de estilística transversal o aquella que quiere obtener conclusiones de un conjunto poético muy amplio y diverso es fundamental el procedimiento seguido para la selección del corpus y sobre todo que no sea una selección ad hoc, pretendiendo que la poesía de Quevedo confirme suposiciones previas que la elección de un corpus diferente simplemente haría naufragar. Por ello me importa explicar por qué 44 sonetos y precisamente esos y no otros. Esta selección tiene mucho de hallazgo y de casualidad. En una simple visualización del índice de primeros versos de la Edición de la Poesía Original de J. M. Blecua (1968) me llamó la atención el número crecido de poemas que comienzan con la condicional «Si....». Nada menos que 53 poemas, de los que 44 eran sonetos. No hay ninguna otra conjunción o preposición que iguale a ésta en el número de poemas que se sirven de ella para arrancar. Me propuse analizar por qué podría Quevedo haber preferido un dispositivo de arranque numéricamente más crecido que otros y si había en los poemas que lo tenían algún tipo de familiaridad temática, o tonal o de otro tipo. Inmediatamente su lectura reveló que la familiaridad no operaba únicamente en el arranque de la estructura sintáctica con la conjunción inicial de una condicional, sino en la reiteración en la mayor parte de los poemas así comenzados de una idéntica estructura retórica que era sostenida a lo largo del conjunto y que luego analizaré con ejemplos

concretos. Eso que por ahora llamo «estructura retórica» afecta a diversos componentes que se repetían y sobre todo se reproducía con sorprendente fidelidad en casi todos los sonetos del corpus (y parcialmente en el resto de poemas). Los componentes repetidos eran de índole pragmática, pues se imagina siempre una situación de diálogo con un interlocutor casi siempre aludido expresamente (aunque no por su nombre necesariamente), esto es un diálogo imaginado in praesentia, interlocutor al que se le propone en la oración condicional un tipo de argumento que adopta la forma de una propositio. Junto a estos dos constantes pragmática y sintáctica hay una invariable estructura morfosintáctica que desarrolla la frase de la condición en una compositio casi siempre fija de dos tipos: o bien verbo en indicativo (ya sea presente o pasado) o bien verbo en imperfecto de subjuntivo. Tanto un tipo como otro dan lugar a una estructura también fija: la del vocativo o la interrogación retórica (que son, ambas, formas de la apelación), para pasar luego a un desarrollo del argumento que con esta estructuras se había propuesto: ese desarrollo es ya menos fijo, menos minuciosamente coincidente, pero no deja por ello de funcionar al modo de desarrollo retórico, bien sea con la forma de rationes + conclusio, bien sea como exempla + conclusio. Una y otra son variaciones de la estructura retórica que la oratoria ensayó para el desarrollo de una quaestio. Ofrezco una lectura de tres sonetos característicos de esta estructura compositiva retórica que, insisto, se da de una u otra forma en la mayoría de los 44 sonetos analizados y son sonetos, también insisto en ello, que pertenecen a diferentes Musas (18 son poemas morales y religiosos, 14 amorosos y 12 satírico- burlescos) y surgen de tonalidades y temas muy diversos. Tomo un ejemplo de cada una de estas series para hacer visible la estructura retórica común, que luego examinaré en detalle. Sigo la numeración de la edición citada de Blecua: 116 LOS VANOS Y PODEROSOS, POR DEFUERA RESPLANDECIENTES, Y DENTRO PÁLIDOS Y TRISTES Si las mentiras de Fortuna, Licas, te desnudas, veráste reducido a sola tu verdad, que en alto olvido, ni sigues, ni conoces, ni platicas. Esas larvas espléndidas y ricas que abultan tus gusanos, con vestido en el veneno tirio recocido, presto vendrán a tu soberbia chicas. ¿Qué tienes, si te tienen tus cuidados? ¿Qué puedes, si no puedes conocerte? ¿Qué mandas, si obedeces tus pecados? Furias del oro habrán de poseerte; padecerás tesoros mal juntados; desmentirá tu presunción la muerte.

310 IMPUGNA LA NOBLEZA DIVINA DE QUE PRESUME EL AMOR CON SU ORIGEN Y CON SUS EFECTOS Si tu país y patria son los cielos, ¡0h Amor!, y Venus, diosa de hermosura, tu madre, y la ambrosía bebes pura y hacen aire al ardor del sol tus vuelos, si tu deidad blasona por abuelos herida deshonesta, y la blancura de la espuma del mar, y a tu segura vista, humildes, gimieron Delfo y Delos, ¿por qué bebes mis venas fiebre ardiente y habitas las medulas de mis huesos? Ser dios y enfermedad ¿cómo es decente? Deidad y cárcel de sentidos presos, la dignidad de tu blasón desmiente, y tu victoria infaman tus progresos. 522 DESNUDA A LA MUJER DE LA MAYOR PARTE AJENA QUE LA COMPONE Si no duerme su cara con Filena, ni con sus dientes come, y su vestido las tres partes le hurta a su marido, y la cuarta el afeite le cercena; Si entera con él come y con él cena, mas debajo del lecho mal cumplido, todo su bulto esconde, reducido a chapizanco y moño por almena, ¿por qué te espantas, Fabio, que abrazado a su mujer, la busque y la pregone, si, desnuda, se halla descasado? Si cuentas por mujer lo que compone a la mujer no acuestes a tu lado la mujer, sino el fardo que se pone.

La disposición pragmática es dialógica. En los tres sonetos se supone un locutor en la situación de argumentar frente a un interlocutor al que se supone in praesentia: Licas, el Amor y Fabio. Los tres son destinatarios de un argumento que se abre con la estructura de la proposición condicional inicial. Este fenómeno por el que Quevedo establece los poemas como una construcción dialógica lo considero fundamental puesto que es la

verdadera matriz de su fuerza ilocutiva, y es dependiente de la situación del acto retórico. Y de que es fundamental no sólo en estos sonetos transcritos sino en toda la serie da cuenta el hecho, que no puede considerarse fortuito, de que tal estructura dialógica la compartan 40 de los 44 sonetos que componen el corpus que vengo analizando. Quiere ello decir que el arranque de la condicional en 40 de los 44 sonetos se supone en una estructura semántico-pragmática en la que la proposición se dirige a un destinatario al que se quiere convencer, persuadir o advertir de algo. Esta casi unánime dispositio pragmática del soneto argumentativo que comienza con la condicional «Si...» hace suponer que el contexto pragmático imaginado es análogo o se hace coincidente con el que es propio de la argumentación oratoria y que supone un destinatario del argumento presente que actúa como motivador de la fuerza ilocutiva del mismo. Buena parte de la aportación estilística de Quevedo en estos sonetos argumentativos arranca de la fuerza aportada por esta estructura directamente apelativa, hija del contexto retórico. En los tres ejemplos que he transcrito el destinatario es explícito y tiene nombre, y en otros muchos sonetos de la serie queda implícito pero da lugar a idéntica estructura apelativa. Asimismo el destinatario en los tres ejemplos es interpelado por la vía de una Interrogatio conocida como retórica. De igual forma ocurre en otros muchos sonetos de la serie, puesto que tal estructura interrogativa como cauce del argumento dirigido al destinatario presente se da en los sonetos 45, 133, 165, 179, 271, 307, 506, 516,, 602, 614, 626. En otra buena parte de los sonetos analizados la Interrogatio no se da, pero es sustituida cuando eso ocurre por un Vocativo, que recoge idéntica estructura apelativa, casi siempre con una admonición exhortativa, para solicitar del oyente que tenga en cuenta lo propuesto en el argumento de la proposición principal. No me es posible detenerme aquí en el análisis de las distintas ocurrencias, pero puede el lector anotar como ejemplos de esa estructura retórica en frases apelativas con vocativo en segunda persona los poemas: 46, 59, 63,74, 115, 152, 241, 251, 448, 452, 461, 460, 483, 533, 553, 558, 571, 578. Tenemos por tanto que la mayor parte de los poemas de la serie responden a la estructura: Si + frase condicional adverbial en indicativo o subjuntivo que representa la base de la raciocinatio + vocativo o interrogativo + rationes + conclusio. Tal estructura es hija como pronto se advierte de una matriz retórica, puesto que sobre el esquema pragmático de interpelación al oyente (con interrogaciones o con vocativos) se construyen los sonetos del corpus como argumentaciones. Si volvemos a los tres que he transcrito podrá el lector advertirlo pues el procedimiento y la estructura argumentativa seguidos en los tres sonetos es muy semejante, cuando sin embargo los tres tienen una temática y tonalidad muy diferente (diversidad temática y tonal que obviamente se acrecentaría si pudiera aquí recorrer y analizar los argumentos-base de los 44 sonetos, lo que obviamente no es posible, pero no me interesa tanto la casuística, ni la concreta temática objeto de los sonetos, como la construcción formal (en su amplio sentido de forma retórica) que es análoga para temáticas muy diferentes. En los tres sonetos hay un argumentum. Para percibirlos como dotados de una

estructura semejante pese a su diversidad temática, es preciso conocer que en la retórica clásica el argumentum es una prueba deductiva a diferencia del exemplum, que lo es inductiva, de la que arranca un grado de aodeinis o evidencia construida aquí sobre una suposición que se da por cierta por medio de la raciocinatio que es su apoyatura formal. La raciocinatio soporta signos o bien evidentes o bien plausibles, estados conseguidos por conocimiento, por la experiencia de que los datos de la causa se pueden dar por ciertos (Lausberg, 1960: 367). Es el mecanismo que abren las condicionales. La estructura de la proposición condicional en Quevedo como arranque de los poemas que analizamos ofrece la propositio de la condición como base del argumentum, que es como indica Quintiliano (1962: V, 10,19) una hipótesis con un grado de credibilidad o de verosimilitud (Lausberg, 1960: 368). Tal credibilidad o verosimilitud tiene sus grados y Quintiliano se entretiene en ellos. No es el caso aquí, aunque podría hacerse, recorrer en los 44 sonetos de estructura condicional inicial los diferentes grados de credibilidad del argumento. Pero con mayor o menor grado todos soportan una raciocinatio, bien sea con silogismo implícito, bien sea buscando la verosimilitud en la cosa misma que se propone, deducida u ofrecida como verdadera por el locutor en el arranque mismo del soneto. En el soneto 116, por ejemplo, imagina a Licas, su interlocutor, desnudo de mentiras, y abrazado a la verdad, y sobre esa suposición monta los cuartetos que desarrollan un estado justamente contrario al habitual, precisamente por haber la muerte transmutado el orden engañoso que las pompas y vanidades habían introducido en la falsa verdad de la vida. Los dos cuartetos, por tanto, ven la Fortuna cumplida, en el estado por el que el hombre queda reducido a su sola verdad. La base o raciocinatio es la certidumbre de que la muerte supone el último giro, y definitivo, de la Fortuna y todo cuanto era vestido o apariencia (la pompa, la vanidad, la soberbia) resulta ahora desnudo y por tanto verdadero. Tal enseñanza, que desarrolla el segundo cuarteto, no se asevera o supone hasta que se produce el fenómeno de la suposición que plantea la propositio inicial, esto es, la condicional que funciona entonces como quaestio, desarrollada en los tres primeros versos. De tal forma la admonición posterior que introducen las interrogativas operan como argumentum sobre la base de la raciocinatio según la cual las vanidades nada valen cuando la Fortuna ha dado su última vuelta y mudanza. Las tres interrogativas, fuertemente apelativas, del terceto no hacen sino explotar, a modo de rationes, el argumento propuesto: las tres ofrecen una muy típica y retórica contradictio por medio de antítesis, epanadiplosis y otras formas que enfatizan el contraste tener/no tener, poder/no poder, mandar/obedecer o mundo vuelto al revés: quien cree tener sólo tiene cuidados, quien no puede conocerse nada puede, y quien cree mandar obedece a sus pecados. Todo esto sólo si la condición inicial se ha cumplido, esto es, si la Fortuna ha desnudado al poderoso y ambicioso. El segundo terceto es visiblemente una Conclusio del argumento, sentenciosa como suele hacerlas el Quevedo moral, grave. Para los que han sido los principales argumentos desarrollados en presente, el terceto último reserva la conclusio construida con los futuros admonitorios, conclusivos, que encuentran cima en el espléndido verso final, corona de la sentencia. De modo parecido funcionan las estructuras de los poemas morales o religiosos de la serie, siempre con la estructura siguiente (aunque no

necesariamente en este orden): Argumentum + Apelación + rationes + Conclusio. El soneto 310, segundo de los que he transcrito como ejemplo, pertenece a la Musa Erato y tiene como base del argumentum la raciocinatio que opera en el conocimiento de la mitología. La estructura argumentativa del soneto es ya prefigurada en el epígrafe de González de Salas, que parece haber sido consciente del soporte retórico de su configuración cuando ha escrito «Impugna la nobleza divina...». La estructura argumentativa de éste esconde un silogismo implícito, que es una de las configuraciones básicas de la argumentación. El silogismo vendría a adoptar la forma siguiente: «El Amor no es tan divino como dice su origen si se ceba tanto en las desgracias del pobre amante». Para que el silogismo funcione es preciso que la primera premisa sea cierta y se base en alguna forma de consenso o certidumbre conocida: en este caso el conocido origen noble del Amor, y la enorme prosapia de su estirpe, tema que desarrollan los cuartetos. Dándose esta base, la segunda premisa la contradice, y es la que aporta el argumentum quevediano: las preguntas del amante que denuncian la crueldad de su actuación y su carácter de enfermedad; es la interrogatio del terceto, que funciona como argumento contrario a la premisa inicial del silogismo. El segundo terceto se reserva otra vez para la conclusio, deducida de las preguntas del primer terceto y, como conclusio, vuelve a reunir la prosapia sentenciosa que le es característica. Se habrá visto que el poema 310 respecto del 116, analizado anteriormente, ha supuesto tan sólo una variación temática de la base del argumentum (la Fortuna que todo lo muda y el noble origen del Amor), pero la estructura formal del argumentum apoyada en las contradicciones que la Interrogatio revela en uno y otro caso es la misma, así como el cierre de la conclusio. Veamos, aunque sea someramente, el satírico burlesco que he propuesto como último ejemplo. La experiencia o estado de verosimilitud que apoya la raciocinatio del soneto 522 es la típica consideración satírica frente a los afeites y postizos de la mujeres, que Quevedo explotó por doquier. La propositio es que el marido no se acuesta con su verdadera mujer de tantos afeites o maquillajes, dientes postizos, y vestidos que disimulan o hurtan el cuerpo. De este estado de prueba, cuando se ofrece como evidencia, se sigue el argumentum de la interrogatio a Fabio (como Arellano (1984:380) señala, es nombre ficticio para un destinatario habitual de poemas morales y epigramas satíricos clásicos): no podrá Fabio aunque la busque y pregone encontrar a su mujer entre tanto aderezo. Hay, creo, un chiste en la selección léxica, puesto que la buscada y pregonada era la puta, a la que se sometía al pregón y desfile público. En este caso esa buscada y pregonada no es encontrada, lo que la conclusio del último terceto revela, de modo sentencioso, aseverativo, conclusivo, o moraleja final de carácter general deducida del caso particular que ha servido de argumento. Podríamos proceder de modo semejante con el resto de los cuarenta sonetos del corpus que han mostrado coincidir en una estructura argumentativa retórica, algunas veces más tenue, otras veces muy marcada, pero casi siempre con una estructura argumentativa que adopta inequívocamente la forma siguiente: propositio base de la raciocinatio+argumentum dirigido en vocativo o interrogativas+rationes+conclusio. La

frecuencia en los sonetos que comienzan con la frase condicional es tan abrumadora que nos hace suponer que la estructura base de la Invención quevediana tiene esta fuente y este cauce retórico. En el esquema de la inventio oratoria del discurso deliberativo, judicial y epidíctico, esto es, en los tres géneros, era básica, al menos en la formulación que le da Aristóteles y que respeta Quintiliano, la distinción entre el argumentum y el exemplum como las dos vías complementarias pero muchas veces alternativas para el desarrollo de la prueba para una quaestio. Si la raciocinatio era el instrumento formal del argumentum, y por tanto era deductivo de la experiencia o del estado de verdad presupuesto, el exemplum es inductivo, pero colabora igualmente en la estructura argumentativa. Algunos de los poemas del corpus que vengo analizando son visiblemente conscientes de la fuerza probatoria del exemplum en el desarrollo de la prueba para la quaestio planteada. Veamos dos diferentes, uno satírico y otro moral, en el que los exempla recogen la mayor parte de la fuerza probatoria para la tesis propuesta en la condición: 614 DE MIGUEL DE MUSA Si pretenden gozarte sin bolsón los que versos y músicas te dan, ¿de qué ofendiendo a tu deidad están, pues desto todo no te gusta el son? Dalida puedes ser con el Sansón, y Angélica divina con Roldán, y diles que, no dándote, estarán sin tomar de tu gusto posesión. Quien no fuere de Marte matachín te incline sólo a que le quieras bien, rindiéndote del manto hasta el chapín. Serás con los valientes Tremecén, con poetas y músicos Pasquín: que es niño Amor y quiere que le den. 45 UN DELITO IGUAL SE REPUTA DESIGUAL SI SON DIFERENTES LOS SUJETOS QUE LE COMETEN, Y AUN LOS DELITOS DESIGUALES Si de un delito proprio es precio en Lido la horca, y en Menandro la diadema, ¿quién pretendes ¡oh Júpiter! que tema el rayo a las maldades prometido? Cuando fueras un robre endurecido,

y no del cielo majestad suprema, gritaras, tronco, a la injusticia extrema, y, dios de mármol, dieras un gemido. Sacrilegios pequeños se castigan, los grandes en los triunfos se coronan, y tienen por blasón que se los digan. Lido robó una choza, y le aprisionan; Menandro un reino, y su maldad obligan con nuevas dignidades que le abonan.

Compárese, antes de entrar en un análisis de sus particularidades respectivas, la estructura inicial en ambos sonetos, que tienen una misma forma en su primer cuarteto. La estructura fraseológica de la condicional desemboca en ambos en una misma interrogatio retórica que propone el argumento: en el caso de 614 supone un punto de partida inadmisible para la deidad (Amor) en este caso personificada en una buscona: pretenden algunos obtener sus favores con el solo concurso de rimas y cantos. La pregunta revela la imposible aceptación de tal supuesto. En el caso del poema 45 ocurre un supuesto igualmente inadmisible: el doble rasero con que para un delito han sido medidos Lido y Menandro. La interrogatio, como en el soneto anterior, desarrollada inmediatamente en los dos versos siguientes del cuarteto, declara al interlocutor, el divino Júpiter, fuente de Justicia, lo inadmisible de tal sanción, que pondría en cuestión su rayo justiciero. En el soneto 614 el inadmisible supuesto del amor gratuito se refuerza con dos exempla, con dos casos de la tradición para amadas a las que a sus amantes les costó mucho acceder: Dalida y Angélica, amadas respectivas de Sansón y Roldán, que les fueron inicialmente esquivas. No escapó a la anotación de Arellano de este soneto el juego constante con la fonética que manipula el significante de las formas da y dan (del verbo dar) en Da-li-da y Rol-dán (Arellano, 1984:513), y podríamos añadir el mismo juego en San-son, para el amante que viene con músicas y no dando. Seguramente la alusión al matachín de Marte sea metonimia de soldado y por tanto pobre, y así lo interpreta Arellano, aunque creo que puede añadirse una alusión a los amores de Marte y Venus y puede haber una referencia al contenido que Quevedo allegó en uno de los sonetos dedicados a Dafne y Apolo (el 536 de la edición de Blecua) cuando recuerda a éste que «en confites gastó Marte la malla», en los sucesivos exempla allí incorporados para aconsejar a Apolo que no gaste sólo en sol sus dádivas. Marte cumpliría en el soneto que ahora comentamos igual función ejemplar para una quaestio semejante: el Amor debe pagarse con dineros del bolsón. El poema 45 también guarda para los dos exempla una situación privilegiada respecto a la tesis sostenida en el segundo cuarteto, vindicativa de una justicia verdadera a la que Júpiter no puede ser sordo o insensible, puesto que aún el roble y el mármol serían sensibles a ella, según se advierte en el segundo cuarteto. Siguen en el primer terceto las sentencias, que anteponen la conclusio o contenido moral para la que los dos exempla de Lido y Menandro son prueba contundente. Obsérvese como los dos exempla abren y

cierran el soneto, y se guarda la argumentación y la conclusio en los cuerpos interiores del mismo. De tal forma la doble injusticia que los dos exempla representan actúan como principio y fin del soneto. Tiene así el ejemplo un valor no sólo inductivo, como en su primera aparición, sino también deductivo en esta segunda, puesto que ambos ejemplos desarrollan la tesis sostenida en la conclusio sentenciosa, que se ha anticipado. Se ajusta de ese modo Quevedo perfectamente a la norma retórica de Aristóteles, quien había aconsejado lo siguiente: Es preciso, cuando no se dispone de entimemas, servirse de ejemplos como demostración (porque en ellos se funda la persuasión) y teniendo entimemas hay que servirse de los ejemplos como de testimonios, poniendo los entimemas como remate, pues poniéndolos delante se asemejan a la inducción... dichos en remate se asemejan a los testimonios. (Aristóteles, 1985: 139)

La importancia de la retórica para la invención de Quevedo no queda sólo revelada en los análisis que acabo de esbozar de los que funcionan como muestras de otros muchos poemas de la serie con construcción semejante. También se hace patente en la conciencia contemporánea de estar siguiendo tal modelo de invención. Algunas anotaciones y epígrafes que González de Salas puso a los poemas así lo revelan muchas veces. Ya hemos visto que en el poema 310 el epígrafe habla de una dialéctica o confrontación argumentativa, al seleccionar la forma verbal «Impugna». Igual puede decirse del epígrafe del soneto 45, que reproduce en términos casi procesales el fondo de l a quaestio desarrollada por el soneto: «un delito igual se reputa desigual si son diferentes los sujetos que le cometen y aun los delitos desiguales». En el poema 63, «Si lo que ofrece el pobre al poderoso», recibe la siguiente anotación del erudito amigo de Quevedo: «Es argumento repetido de epigramáticos latinos y griegos», en la que el término argumento debe tomarse en la significación que González de Salas conocía y le da, y que no es otra que la técnica que aquí venimos defendiendo. Y no sólo González de Salas. Es más importante que esa conciencia se revela expresa en el propio Quevedo. Véase en este otro poema, el 251 de la edición de Blecua: SEPULCRO DEL BUEN JUEZ DON BERENGUEL DE AOIS Si cuna y no sepulcro pareciere, por no sobreescribirme el «Aquí yace», huésped, advierte que en la tumba nace quien como Berenguel a vivir muere. El que la toga que vistió vistiere y no le imita en lo que juzga y hace, con este ejemplo santo se amenace: el que le sigue su blasón espere. Falleció sin quejosos y dinero; enterróle el Consejo y, enterrado, en él guardó el consejo más severo.

Edificó viviendo amortajado; no edificó para vivir logrero; por él nadie lloró, y hoy es llorado.

La estructura es la habitual de la serie, la propositio condicional, seguida de la admonición al interlocutor, en vocativo: el huésped que visita la tumba de Berenguel, siendo el propio sepulcro quien habla, como anota González de Salas. El soneto, en forma de epitafio, propone ser el desarrollo de una idea: la proximidad conceptual de cuna y sepultura, por la pobreza que asiste en ambas a quien ha vivido honestamente, y esa idea estoica de la vecindad de cuna y sepultura, que es la que se enuncia en la propositio, no se desarrolla en forma de argumentum sino en forma de exemplum: el personaje Berenguel, miembro del Consejo de Castilla desde el 13 de noviembre hasta su muerte, según reveló Crosby (1967:137-138). Pero lo más importante de este soneto es la conciencia léxica de Quevedo respecto a su construcción retórica, puesto que los vocablos «imita» y «ejemplo», que aparecen en el cuarteto segundo y que he subrayado al reproducirlo, son explícitamente allegados de esa cualidad del exemplum retórico como personificación o particularización en un personaje de una idea o virtud digna de ser imitada, precisamente la virtud del desprendimiento de los bienes terrenos que los tercetos enuncian con el tono sentenciosos propio de un epitafio. Finalizaré este breve recorrido por sonetos de la serie con un apunte respecto al soneto 460, que dice: AMOR IMPRESO EN EL ALMA QUE DURA DESPUÉS DE LAS CENIZAS Si hija de mi amor mi muerte fuese, ¡qué parto tan dichoso que sería el de mi amor contra la vida mía! ¡Qué gloria, que el morir de amar naciese! Llevara yo en el alma a donde fuese el fuego en que me abraso, y guardaría su llama fiel con la ceniza fría en el mismo sepulcro en que durmiese. De esotra parte de la muerte dura, vivirán en mi sombra mis cuidados y más allá del Lethe mi memoria. Triunfará del olvido tu hermosura, mi pura fe y ardiente, de los hados; y el no ser, por amar, será mi gloria.

El punto de partida de la propositio desarrollada en la condicional es el tópico cortesano de la muerte por amor. No hay aquí interrogatio, pero sí la subsiguiente estructura apelativa en la que el argumento se propone, dirigida a un destinatario implícito: la muerte por amor es muerte gloriosa. El argumento es luego desarrollado en

el resto del soneto, con las rationes del segundo cuarteto y primer terceto. El terceto final recoge, en la forma sentenciosa que le es característica a los sonetos de la serie, la conclusio. Se comporta pues el soneto como desarrollo argumentativo de una idea, con los ingredientes fundamentales que hemos venido analizando en otros. Pero este soneto ha sido siempre allegado por la crítica por la estrecha relación temática y estructural que tiene con «Cerrar podrá mis ojos...». Así lo subrayaron ya F. Lázaro (1956) y C. Blanco Aguinaga (1962) en sus excelentes comentarios del más famoso de los sonetos quevedianos. No es el momento de insistir en tales correspondencias, por lo demás muy claras. Pero sí puede aclarar mucho, si lo contemplamos en el contexto retórico que venimos analizando, sobre la dependencia que la estructura de la Inventio y Dispositio del «Cerrrar podrá...» muestra respecto a esta construcción argumentativa. Lo fundamental sería advertir la función que los futuros de posibilidad con que este famoso soneto se abre y que todos ustedes recuerdan: «Cerrar podrá...», podrá desatar esta alma mía...» y sus contrarios «mas no, de esotra parte...», etc. En tales futuros de posibilidad se alberga la condición o propositio del argumento con que arrancaban los sonetos de la serie y en concreto el 460, que es el que puede haber servido de fuente más próxima. Entendemos así mejor la tremenda cohesión del soneto «Cerrar podrá...» desde la condición que los cuartetos proponen como argumento a la conclusio que los tercetos ofrecen, con la forma sentenciosa habitual y que, mirada en el contexto de su proximidad con las estructuras argumentativas retóricas cobra mayor relieve. Los futuros de posibilidad con que se inicia «Cerrar podrá...», y que han sido destacados como una feliz y original estructura sintáctico semántica incorporada por Quevedo a la tremenda tensión en suspenso que va de los cuartetos a la seguridad sentenciosa de los tercetos, recogen precisamente la misma función de las condicionales que hemos venido analizando en la matriz de los sonetos argumentativos, lo que es visible en el poema 460, que aumenta así sus lazos estructurales con la totalidad del soneto 472, y no sólo por sus evidentes proximidades temáticas y léxicas. No quisiera finalizar esta cala en la invención retórica de Quevedo sin extraer alguna conclusión de alcance teórico que sirva a nuestro modo de contemplar la retórica clásica como fuente metodológica y conceptual en los análisis de la poesía. Que la invención de Quevedo ha discurrido por cauces abiertos por su formación retórica es evidente y no precisa mayor insistencia. Pero sí me interesa insistir en una lección de alcance teórico para la propia configuración del fenómeno retórico como cauce metodológico, sobre todo en lo que respecta al lugar de la Dispositio y de su relación con la Inventio. Con demasiada frecuencia la crítica que se sirve de conceptos de la retórica clásica tiende a situar la Dispositio como un lugar de orden o estructura simplemente posicional, bien en el sentido sintáctico, bien en el directamente textual (de partes del discurso), y no ha advertido el daño que tal escisión de Inventio y Dispositio provoca en los análisis, que vuelven de ese modo a reproducir el vicio completamente ajeno al sistema retórico de la separación fondo-forma, expresión y contenido. Cuando en 1988 hice una propuesta de Neorretórica como concreción de una ciencia del texto y propuse que la Retórica había sido y continuaba siendo el modelo de producción textual más depurado de cuantos había entregado la filología, argumenté que el fenómeno de la cohesión y unidad entre Inventio

y Dispositio, como mecanismos inseparables, arrojaba mucha más luz que los conceptos análogos de macroestructura y de jerarquización entre macroestructuras y microestructuras en la Lingüística del Texto entonces en boga (Pozuelo, 1988:192-194 y 206-211). No es este el lugar para volver a aquellos argumentos ni puedo ofrecerlos aquí con la extensión con que entonces lo hice. Pero sí, una vez hemos visto el funcionamiento de unas estructuras argumentativas concretas en poemas de Quevedo, es el momento de advertir que la solidaridad fundamental de Inventio y Dispositio en la producción del discurso que Lausberg había proclamado una y otra vez (Lausberg, 1960: 444 y 445) es algo más que una opción del analista o del teórico: se revela en el propio entramado del discurso. La construcción argumentativa de Quevedo en los sonetos analizados ha puesto en juego simultánea e interdependientemente, con un grado de solidaridad y cohesión admirables, elementos de la estructura pragmática, semántica y sintáctica que nunca podrían entenderse eficaces si un análisis los separa o sitúa en estrategias discontinuas La discontinuidad habitual en los comentarios de texto es poco respetuosa con la continuidad fundamental que en la invención de todo poeta tiene la búsqueda y el hallazgo del cuaje de tal invención en una estructura formal sin la que esa invención no lo sería. Por ello el aparato conceptual y formal de la retórica puede virtualmente entenderse como alternativo y mucho más respetuoso con los modelos de producción textual que los habituales métodos de comentario de texto, que sólo de forma desmayada e impropia fragmentan un sistema retórico en muchas manos depauperado.

CAPÍTULO 9 Formas de la invención en la poesía de Quevedo. Sobre «Con acorde concento...» QUE SE AVANZA en el conocimiento y crítica de la poesía de Quevedo es A MEDIDA mayor la solidaridad perceptible entre la que podríamos llamar su invención y el concepto retórico de Inventio. Un uso frecuente y consciente de la retórica clásica se ha supuesto siempre en Quevedo y la bibliografía reciente sobre su obra lo está revelando en zonas diferentes a las que aquí me propongo transitar. S. López Poza (1995 y 1997) no ha dejado de recordarnos que en las fuentes formativas del Quevedo humanista figuraba, y mucho más en un joven escolar de colegio jesuítico, la Retórica como disciplina fundamental. Sobre la prosa A. Azaustre (1995) ha evidenciado ya procedimientos paralelos a los que yo consideré en poesía en un estudio recogido en el capítulo que antecede al presente (capítulo 8), esto es, una compositio del periodo doctrinal argumentativo que sigue esquemas fijos, tanto en periodos circulares como en periodos de composición por miembros, entre los que el pensamiento sentencioso reina, como ocurre en la Virtud militante o La cuna y la sepultura. Valentina Nider (1995) ha revelado la visita quevediana a esquemas retóricos de la oratoria sacra en diversas obras apologéticas cristianas. Y ya en el terreno de la poesía, y en lo que se refiere a la moral, el libro de A. Rey (1995:111-127) en el apartado dedicado a «La técnica» parte de que el poeta moral se halla muy imbuido de esquemas de los géneros oratorios deliberativo, judicial y epidíctico. Lo prueban tanto la estructura dialógica con un destinatario supuesto que adoptan muchos poemas, como la importancia que obtienen en la composición de estos poemas el silogismo, el exemplum y el razonamiento por analogía como modo concreto de argumentatio retórica. En ese otro estudio citado analicé en un corpus suficientemente amplio escogido de diferentes musas los sonetos morales, amorosos y satíricos que comenzaban con la condicional si y deduje de tal estudio que la invención quevediana procedía con frecuencia desde estructuras retórico-argumentativas que imaginaba, para muy diferentes asuntos y lugares temáticos, una especie de lugares compositivos como estructuras argumentativas que suponían moldes fijos para la construcción del soneto. En este estudio me propongo avanzar algo más en el conocimiento de la Inventio quevediana, convencido de que el principio metodológico más importante a tener en cuenta en el análisis de la poesía de Quevedo (y de toda la poesía áurea) es la solidaridad entre ciertos temas y lo que podríamos llamar «formas de la invención», entendiendo formas como «lugares habitados», signos o imágenes que ya han sido construidas por la tradición temática anterior de modo que los sistemas de ideas no afluyen al poema como «ideas» sino como analogías conscientemente estructuradas al modo de metonimias culturales. La Inventio de ese modo, como caudal de tópica, no es

un lugar donde habitan ideas tradicionales, según la crítica viene asumiendo con frecuencia, sino espacios formales cuya eficacia radica en la interdependencia entre el esquema de significación y la contigüidad o metonimia cultural que la provoca a partir de formas ya realizadas previamente. De ese modo una metonimia en la poesía clásica no la construye el lector por aplicación del código lingüístico o de su competencia idiomática, sino por la aplicación de otra competencia superpuesta: la de lector de la poesía y prosa clásicas. El tropo clásico es siempre intertextual, pues la asociación que permite la inmutatio verborum es una concurrencia de textos previos. El tropo clásico es de ese modo la reconstrucción de una intertextualidad implícita. Hay una segunda idea de carácter teórico que convendría tener en cuenta siempre que se estudia al Quevedo poeta: quizá lo que más singularice la construcción de sus sonetos de entre el resto de buenos sonetistas contemporáneos es la enorme trabazón a la que Quevedo somete los suyos de forma que no queda eslabón suelto. Todo en sus sonetos parece obedecer a una forma peculiarmente arquitectónica, que hace casi imposible encontrar una idea suelta o deslavazada. El soneto quevediano suele tener tal rigor constructivo que cuando encontramos una interpretación que casa mal con el resto de las que permite el conjunto del soneto podremos empezar a sospechar de ella como una interpretación no demasiado plausible. Este breve utillaje teórico que acabo de recordar se mostrará, creo, pertinente en el análisis de un soneto moral quevediano, al que creo se debe suponer una interpretación muy diferente a la que propone el editor de Quevedo, González de Salas. Me refiero al soneto número 73 de la edición de Polimnia de A. Rey (1992: 230) y que en la edición de Blecua (1969: 233) lleva por número 97. Sigo el texto de A. Rey: ADVIERTE CONTRA EL ADULADOR, QUE LO DULCE QUE DICE NO ES POR DELEITE QUE LO ESCUCHA, SINO POR INTERÉS PROPRIO SUYO. Y AMENAZA A QUIEN LE DA CRÉDITO. Represéntalo en la imagen del gusano de seda. Con acorde concento, o con ruidos músicos, ensordeces al gusano, para que los enojos del verano no atienda, ni del cielo los bramidos. No es piedad confundirle los sentidos; codicia sí, guardándole tirano para que su mortaja con su mano hile, y en su mortaja tus vestidos. Nació paloma, y en tu seno el vuelo perdió; gusano arrastra despreciado, y osas llamar tu vil cautela celo. Tal fin tendrá cualquiera desdichado a quien estorba oír la voz del cielo, con músico alboroto, su pecado.

La crítica ha valorado ya suficientemente, hasta donde puede hacerse, la labor e influencia del editor González de Salas y su decisiva intervención en la forma y ordenación del Parnaso e incluso su huella en la edición de Aldrete según mostró ya J. O. Crosby (1966: 113-123). J. M. Blecua (1968: 61- 84) primeramente y A. Rey (1992:11-33) después han proporcionado abundantísimos datos sobre la labor editora y anotadora de González de Salas, de forma que han dejado sin sentido el calificativo de «incalificable labor profanadora» que le propinó Astrana Marín (1952). No es este el momento de referirme a este lugar de la crítica quevediana, puesto que es muy complejo y sometido, incluso cuando se valora positivamente, a diferentes y muy matizados grados, puesto que Blecua se muestra más distante y reservado respecto a González de Salas que lo es A. Rey, para quien «la intervención de González de Salas, al menos en lo que se refiere a Polimnia, no muestra indicios de haber alterado lo dispuesto por Quevedo» (ibídem: 33). En cualquier caso una valoración ponderada de dicha intervención tendría que distinguir entre el problema de la ordenación del corpus, el de las correcciones debidas a la mano de González de Salas (problemas que no podré tratar ahora) y otra muy distinta, las anotaciones y títulos o epígrafes que el editor puso a los poemas. No cabe duda, pues en las «Prevenciones al lector» que preceden al Parnaso lo deja claro, que González de Salas fue el que puso título a los poemas, labor de la que se muestra orgulloso, así como otras anotaciones que dice haber incluido, y que se van señalando en el texto de la edición. Concretamente dice: Las literarias ilustraciones que se pudieran hacer muy oportunas y decentes, por ser tantos versos de estos muy eruditos, no tienen aquí lugar; otro podrá ser que las cuide; las fuentes se apuntan alguna vez. Los equívocos, que vulgarmente se llaman y las alusiones suyas son tan frecuentes, y multiplicados aquéllos y éstas, ansí en un solo verso y aun en una palabra, que es bien infalible que mucho número, sin advertirse se haya de perder; y aunque fuera diligencia prolija el notarlos, la ejecutara yo con menos resistencia, si no recelara que los advertidos presuntuosos sucediera ofenderse, si alguna vez por aventura se les avisara de agudeza que hubieran ya percibido, sin tomar en recompensa las que, sin sentirse, muchas veces se les pasaran. De donde aún quedo con escrúpulo, si pequé, aunque raro haya sido, en esa advertencia. Pero la prevención que creo será bien recibida de todos. De los títulos míos es que preceden a cada poesía, pues siendo ellos muy breves, dan grande luz para la noticia del argumento que contiene cada una y juntamente con una cuidada destreza que yo he pretendido se haya de observar en todos los argumentos que preceden a cualquiera escrito. Que ayuden, digo, su inteligencia y la faciliten, sin que decaezcan y entibien el vigor del concepto, y de la sentencia, dando de ella anteriormente noticia, pues sucede ansí, y, sin duda, en este defecto se peligra, cuando ya sabidor de lo precioso y suspensivo del cuento, le escucha el oyente. (Blecua, 1969: 94)

Queda claro el orgullo del editor por los títulos puestos a los poemas y que en esa labor puso cuidado por reproducir en ellos lo principal del argumento y el concepto eje del soneto. Ni que decir tiene que en tal labor los frutos fueron muy desiguales, pues a excelentes pruebas de pericia al sintetizar lo fundamental de un poema en muy breves líneas, con la dificultad que ello entraña, también hay testimonios y pruebas de menor destreza, y alguna vez, como en el soneto que me propongo comentar, una sobrelectura que ha equivocado el sentido mismo del soneto, y lejos de guiar al lector con su luz, entenebrecen su sentido, al proponer una lectura que creo equivocada, según pretendo demostrar en lo que sigue. Esa lectura o interpretación de González de Salas es no sólo

equivocada para el caso que nos ocupa en el título, sino que por hacer coherente el contenido del resto de las anotaciones del soneto con la dada en el título, fuerza el sentido de una anotación sintáctica, concretamente la que anota al verso 6 el vocablo guardándole: ‘El que le guarda’ suponiendo en esa anotación que el sufijo pronominal le es referido a un sujeto distinto del tirano y que la acepción de ‘guardar’ es la de ‘cuidar’ o ‘permanecer’, y no la creo correcta, que es la de ‘encerrar’ o ‘encarcelar’, siendo el sujeto de la oración no el adulador, sino el pecador, que actúa de tirano; según mi lectura tal adjetivo es una aposición sintáctica con idéntica función del sujeto oracional, que es el mismo en el primer y segundo cuarteto, como también veremos. La insatisfacción ante la propuesta interpretativa de González de Salas, que imagina un adulador y un poderoso o tirano adulado, se origina precisamente en la dificultad para explicar desde ella el último terceto. Si reordenamos la sintaxis de las frases con hiperbaton en este terceto vemos que el sujeto del verbo estorba es ‘su pecado’, debiendo leerse, como bien anota A. Rey, estos dos versos últimos «A quien su pecado, con músico / alboroto, estorba oír la voz del cielo». Es el pecador, ajeno a las advertencias del cielo, quien resulta de ese modo el agente y paciente de su propia desdicha. Los términos opuestos aquí son el pecador y la voz del cielo. ¿Dónde cabe en esta oposición la figura del adulador, una tercera voz ajena a esa dialéctica? Notemos además que tal dialéctica en el último terceto es fiel y en correspondencia directa con la imaginada en el primer cuarteto, puesto que cada término de éste se proyecta como conclusión sobre los ofrecidos al comienzo del poema, según vemos en el esquema siguiente: Ultimo terceto Primer cuarteto músico alboroto vs voz del cielo estorba oír

ruidos músicos vs enojos del verano / bramidos del cielo ensordeces atienda

La correspondencia de los términos y oposiciones entre el primer y el último cuerpo estrófico es tal que se propone casi como una correlación en que cada término del último corresponde con el primero, teniendo en cuenta además que como suele ocurrir en Quevedo el último terceto tiene un carácter de conclusio o síntesis de la argumentación. Tal dimensión cohesiva es reforzada por la dispositio que sitúa un conector típicamente conclusivo como es «Tal fin...». Resulta por tanto que el último terceto es conclusivo de lo dicho en todo el soneto no sólo por la tradición estilística quevediana que organiza con frecuencia de ese modo la estructura del soneto, sino también por la presencia explícita del conector y por la correlación temática de los términos ya analizada. Estas correspondencias refuerzan la evidencia sintáctica del sujeto «pecado» como aquel que estorba oír la voz del cielo y obligan a interpretar todo el soneto buscando unas formas de la invención que propicien el vínculo entre la conclusión del terceto y el resto del poema. La forma de la invención que permite una mayor coherencia interpretativa es la del

gusano de seda como metonimia de la voz de la conciencia, idea ya adelantada por A. Parker (1952: 53-54), si bien es preciso, como me propongo, reforzarla como algo más que una intuición de carácter temático, proponiendo las formas de la invención que vehiculan tal interpretación. Quevedo allega una imagen ya clásica de frecuente uso en la literatura religiosa, presente en Isaías, en San Marcos, en San Bernardo, en Fray Luis de León. Tan frecuente uso en distintos autores lo convierte en un tópico de tal raigambre que incluso el Diccionario de Autoridades le reserva una entrada léxica, dentro de la voz gusano, escribiendo «GUSANO DE LA CONCIENCIA». El remordimiento que sienten los hombres de haber cometido la culpa, de aquí les nace aquel gusano remordedor de la conciencia, con que tantas veces nos amenaza la Escritura divina». La novedad con que Quevedo enriquece el tópico es la asimilación del gusano de la conciencia, que el pecador acalla o ensordece, con los deleites del pecado, con el gusano de seda. Esos deleites y vida del pecado se provocan por medio de la metonimia «acordes concentos» y «ruidos músicos», que impiden al pecador oír la voz de su conciencia de modo que queda sordo para la voz del cielo, en este caso evocada por la metonimias «enojos del verano» (sustituyente de rayo divino) y «bramidos del cielo» (el trueno subsiguiente). En el lenguaje bíblico, ya desde el pasaje del Éxodo, 9, 13-26, se asocia con frecuencia la voz de Dios con el rayo y los truenos y muy en concreto en el Libro de Job, lectura a la que Quevedo dedicó horas y una obra póstuma, La constancia y paciencia del Santo Job, donde escribe: Ya queda dicho que Dios habló a Job desde una nube espantosa en tempestad de relámpagos y que esta nube y luces estaban sobre su cabeza, cuando él sentado en un montón de ceniza, agonizaba para renovarse [...], cuyo ser contradicen los más diligentes investigadores, que son los vicios y desórdenes del hombre (que hallaron aquellas cosas a las cuales para escondérselas echó la naturaleza los montes encima, como son los metales y piedras preciosas...) (Buendía, 1966: 1376)

Posiblemente en el poema que comentamos la forma de la invención sea la que le ofrece la lectura que seguramente Quevedo hizo del extenso comentario de Fray Luis de León al Libro de Job, donde encontramos explícitamente desarrollada in extenso la idea del relámpago y el trueno subsiguiente como metonimias de la voz del cielo o voz divina. No es casual ni puede ser fortuito que buena parte del comentario de Fray Luis se dedique al concepto del bramido del cielo, con ese verbo «bramar» como eje del comentario, y que es el que Quevedo allega en el verso 4 de su poema. Había escrito Fray Luis de León: Que llama voz de Dios por encarecimiento a los truenos, ansí por su grandeza de estruendo, como por sonar a nuestro parecer en el cielo, sin causa descubierta y que se vea y prosigue diciendo las cualidades del trueno [...] por manera que el considerares enviar su luz, que es el relámpago que nace con el trueno y llega a nuestros oídos primero [...] y ansí dice: Después dél bramará tronido, tronará en voz de su magnificiencia y no será buscada cuanto fuera oída su voz. Después dél, esto es, después de esta luz del relámpago y después de haber con ella visto bien la carrera, bramará el tronido luego; porque para nosotros el relámpago es visto primero, y el trueno oído después. Pues dice bramará, porque es sonido espantoso… etc. (Fray Luis de León, 1779: 596)

Quevedo seguramente conoció el códice de esta obra que se conserva en la Biblioteca de la Universidad de Salamanca, que comprende los comentarios en prosa, y cuando menos Quevedo conoció el códice Sarmiento de Mendoza que fue la base de su edición de las poesías de Fray Luis y aunque incluye en ella solamente una parte del Libro de Job en tercetos, y no lo seleccionó entonces, leyó seguramente los del capítulo XXXVII, donde se dice: Primero resplandece y después truena; Primero, sobre quanto cubre el cielo, Descubre de su luz tendida vena; Y brama luego al punto y tiembla el suelo. (Cuevas, 1998: 621)

C. Cuevas, en su formidable edición y estudio de las poesías de Fray Luis, por la que he citado el texto del Libro de Job en tercetos, no incluye el capítulo XXXVII entre los que dejó Fray Luis incompletos (ibídem: 27), por lo que Quevedo pudo, esa es mi hipótesis, tomar de aquí la imagen del bramido del cielo. Quevedo conserva en su soneto la dualidad relámpago (evocada con la metonimia «enojos del verano») y «trueno» (evocada por «del cielo los bramidos») y asimismo a la voz del cielo, que también se da en el texto de Fray Luis. El gusano de la conciencia queda ensordecido por las músicas y deleites del pecado y por ello no oye la voz del cielo. Esta sordera se ve favorecida por el hecho de que en el verano al que se refiere Quevedo, el gusano de seda se halla metido ya en su capullo, hilando la seda que será su mortaja, como desarrolla luego el cuarteto siguiente. La asimilación quevediana del topos del gusano de la conciencia y del gusano de seda puede facilitarse además por una forma de la invención intermedia: la que insiste en el tópico de «guardar» y de «cárcel». El pecador actúa como el tirano que encierra en una cárcel al gusano (de la conciencia) para que hile allí las riquezas y que de su muerte se sigan los vestidos y pompas del pecado, que suponen y coinciden con la muerte de la conciencia y con la entrega al ruido de las músicas que entorpecen los sentidos e impiden oír la voz del cielo. La mortaja que el gusano hila es la materia de los vestidos del pecado, con lo que la alegoría se mantiene perfecta: la muerte de la virtud coincide con la herencia de los vestidos y galas, metonimia del pecado. Esta misma forma de la invención la encontramos en otro poema de Quevedo, la jácara que Blecua numera 853, vv.1-4, donde leemos Mancebitos de la carda, los que vivís de la hoja, como gusanos de seda, tejiendo la cárcel propia

Donde el capullo de seda se entiende como cárcel que el gusano se teje a sí mismo. En el soneto que venimos comentando se ofrece una forma de la invención semejante, puesto que el pecador, actuando como un tirano «guarda», en el sentido de ‘encierra’ o

‘encarcela’ al gusano de la seda para que hile su mortaja y en su mortaja los vestidos de su vanidad y pecado de codicia. La diferente interpretación de González de Salas quizá estribe en la lectura que hace de tirano como referida al adulado, siendo así que para nosotros no se dan dos personas, sino una sola pero desdoblada, la del pecador y la de su conciencia (que posibilitan los adjetivos su mortaja, para la conciencia del pecado, y tus vestidos para el pecador). El pecador actúa como un tirano, siendo tal adjetivo una aposición sintáctica del sujeto, que en todo el soneto es ese tú pecador, que encarcela, guarda en una cárcel, el capullo, al gusano de la conciencia para que allí hile su mortaja, que deviene vestidos, metonimia de vanidades y codicias, pecados. De ese modo ensordecer al gusano (primer cuarteto) y guardarle en su mortaja (segundo cuarteto) son isotópicos en el eje de acallar la voz de la conciencia. Para que se dé esta contigüidad entre un pecador y los beneficios que obtiene (vestidos) al ensordecer la conciencia y encerrarla en su mortaja, hay otra forma de la invención que suele ir unida en algunos textos al topos del gusano de seda: la muerte del gusano implica el beneficio de herencia de quien lo cultiva o hereda. En nuestro soneto, los vestidos del los que el pecador es beneficiario, y que reproduce un topos que se presenta así en los Emblemas morales de Juan de Horozco: Considerando pues la orden deste gusano tan marauillosa y de la manera que se encierra en su capullo desentrañandose para él, hasta que muere en la cudicia de su labor, y que después ha de ser esto para que otros se aprouechen de lo que costó la vida a quien lo trabajó, viene a ser evidente exemplo de los que allegan hazienda con miseria... (Horozco, 1589: Lib. II., Emblema XLI, fol. 191r)

El propio Quevedo da forma a esta invención en el poema que Blecua numera 746 en cuyos versos 81-85 el gusano de seda actúa como ejemplo de la variabilidad de la Fortuna, personaje al que se dirige el poema, pues los beneficiarios de la riqueza son distintos a los que la crean: Eres gusano de seda, tú que los favores labras, y para vestir a otros te entierras y te amortajas.

Estos versos mueven la siguiente anotación de González de Salas: «Cuando de la ruina de un poderoso, otro se levanta». Posiblemente hayan sido estos versos del poema 746 y esta anotación la que hizo que González de Salas leyese igualmente el soneto que comentamos en esa clave del beneficio que del poderoso hace quien le sigue y hereda sus favores, imaginando la figura de un adulador como tal beneficiario del tirano, interpretando tirano como objeto indirecto, cuando es, según sostuve, sujeto de la oración por aposición sintáctica. La interpretación de González de Salas no es necesaria a nuestro soneto pues se puede igualmente sostener la lectura de que los vestidos que el pecador obtiene de la mortaja del gusano son analógicos con los pecados a que se entrega una vez muerta la voz de la conciencia, de donde se seguirá más fácilmente además el primer terceto que continúa con la isotopía del pecado: «Nació paloma y en tu

seno el vuelo / perdió, gusano arrastra despreciado, / y osas llamar tu vil cautela celo». La contraposición paloma vs gusano reproduce la historia misma de la metamorfosis del de seda, pero también una historia paralela, la del pecador, que de la libertad y vuelo del espíritu (paloma) deviene por tal pecado gusano que se arrastra despreciado. Aquí se produce otra forma de la invención que permite a Quevedo allegar a los dos gusanos que hasta ahora han aparecido sincretizados el de la conciencia y el de seda, una segunda forma, la del gusano arrastrado en la gehenna, en el infierno del pecador. Ésta es la forma de la invención más frecuente en la poesía de Quevedo. Como muestra muy bien un recorrido por los textos donde aparece la voz gusano, gracias al impagable libro de S. Fernández Mosquera y A. Azaustre (1993), las más de las veces que tal voz aparece se refiere o bien al gusano del sepulcro, o bien al que en el infierno consume al pecador, como aparece por ejemplo en el poema 190 de la edición de Blecua: Gusanos de la tierra comen el cuerpo que este mármol cierra, mas los de la conciencia en esta calma hartos del cuerpo, comen ya del alma.

Donde se produce un sincretismo de los dos gusanos, el de la tierra o del sepulcro, que come el cuerpo y el de la conciencia, que come del alma, pues le da tormento al condenado. Creo que este sincretismo, aquí tan sólo anunciado enumerativamente, pero no logrado del todo, es muy importante para la interpretación del primer terceto del soneto que comentamos y se da de modo muy claro en la forma de la invención de un texto del Sueño del Infierno: ¿Es posible que mi voluntad no ha de tener paz consigo en un punto? ¡Ay huésped, y qué tres llamas invisibles y qué sayones incorpóreos me atormentan en las tres potencias del alma! Y cuando estos se cansan, entra el Gusano de la conciencia, cuya hambre en comer del alma nunca se acaba. Vesme aquí miserable, perpetuo alimento de sus dientes. (Crosby, 1993: 233)

Quevedo realiza un peculiar sincretismo de dos tradiciones bíblicas: la que se genera en Isaías 66, 24, donde se lee, siendo los versos finales del canto de este profeta: Y en saliendo, verán los cadáveres de aquellos que se rebelaron contra mí, su gusano no morirá su fuego no se apagará y serán el asco de toda carne.

Estos versículos de Isaías son los que tiene en cuenta el famoso texto del Evangelio de San Marcos, IX, 43-47, donde se dice: «Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo. Más vale que entres con un solo ojo en el Reino de Dios que con los dos ojos ser arrojado a la gehenna, donde su gusano no muere y el fuego no se apaga». Si volvemos ahora sobre el texto del Sueño del Infierno citado arriba observamos que

la invención de Quevedo ha propiciado un sincretismo de las figuras bíblicas del gusano, el de la gehenna y el de la conciencia. Tanto Isaías como San Marcos se habían referido al gusano de la gehenna, el de la podredumbre eterna del condenado en el fuego del infierno. El Quevedo de los Sueños asocia este gusano, por su característica de tenaz e inextinguible persistencia en el tormento, al otro gusano, el de la conciencia, entregado a igual actividad para con el alma. De ese modo la insaciabilidad, como nota característica, funde los dos gusanos en uno. En el terceto del soneto que comentamos, este gusano es metonimia del pecador, que se arrastra por el pecado de la codicia, una vez abandonada su condición de paloma (metonimia de alma). Por encerrar el gusano de la conciencia, por no oír la voz del cielo y las advertencias del trueno divino, este pecador deviene ya gusano que se arrastra despreciado. Para que esta interpretación sea posible es fundamental el sintagma «en tu seno». En la lectura hecha por González de Salas, ¿dónde se situaría este sintagma?, ¿se podría decir ‘en el seno del adulador’? Lo veo difícil y alambicado. En mi interpretación, sin embargo, el pecador pierde el vuelo de la paloma, la virtud, en el seno, en las concavidades del capullo de seda, en el reino de su codicia, en el hueco mismo de su pecado. De ahí se sigue el verso siguiente: el celo del avaricioso (el sericicultor, el pecador, el que entierra al gusano de la conciencia en una mortaja para obtener beneficios y desatender así la voz del cielo), no es celo o cuidado desinteresado lo que tiene, sino «vil cautela» (con el sentido de ‘astucia, maña y sutileza para engañar’, que registra Autoridades). La conclusio, o terceto último, se entiende ahora cabalmente: el fin desdichado al que el conector conclusivo se refiere es el del pecador convertido en gusano que se arrastra, perdido el vuelo de su virtud, y ello por no oír la voz del cielo, cuando los tumultos o músico alboroto de su pecado lo han estorbado, matando, ensordeciendo, encerrando su conciencia, como el gusano de seda se encierra en su capullo. De este modo la invención quevediana ha ido construyendo unas formas o habitáculos, espacios ya habitados por la tradición pero con una diferente ligadura, como se ven en la construcción de una poderosa coherencia o cohesión de las distintas isotopías del texto. Una primera isotopía insistía en la imagen del guardar, de encerrar, de ensordecer, de estorbar, que el gusano provoca al ser encerrado por el pecador en la mortaja de su codicia. Este aislamiento, este estorbo del pecado, con músicas y ruidos, le impide oír el rayo divino, los bramidos del cielo. La significación de la isotopía de sonoridad vuelve a ser isotópica con la anterior: la música, el ruido, el deleite, estorba la voz del cielo. No se refiere pues esta música a ninguna costumbre de la cría del gusano, según han anotado autores distintos como Blecua o Parker, sino al alboroto del pecado, según aclara bien el último terceto, en coherencia con la isotopía del ruido establecida a lo largo de él. El ruido del pecado ensordece al gusano de la conciencia y lo entrega a labrar como el gusano de seda su mortaja, la del pecado de la codicia. Hay por tanto convergencia de los dos haces isotópicos, el del encerramiento (que reúne los términos con el contenido de ‘ensordecer’, ‘no atender’, ‘enterrar’, ‘guardar’, ‘amortajar’, ‘perder el vuelo’, ‘arrastrar’) y el de la sonoridad, que enfrenta los ruidos músicos del pecado, el alboroto músico, a la voz y los bramidos del cielo. Sólo una lectura que permita la cohesión de esos términos

reproduce una forma de la invención que respete la coherencia de todas las imágenes del soneto, lo que dificulta grandemente la introducción de la figura de un adulador incompatible con lo predicado en el último terceto y por ende, con la totalidad del soneto, del que este terceto es conclusión recapituladora. El Quevedo poeta no explota nunca una idea sin sus correspondientes proyecciones analógicas y alegóricas a lo largo de todo su soneto, en una coherencia constructiva cuya trabazón impone a la invención la severa y sin embargo feliz disciplina de su forma.

CAPÍTULO 10 La agudeza y arte de ingenio, primera neorretórica MUCHOS AÑOS, y especialmente coincidiendo con los de su revaloración D URANTE crítica, la Agudeza y Arte de Ingenio de Gracián fue valorada y estudiada como poética y retórica del conceptismo, y leída en el contexto de sus virtuales, ciertamente muchas, posibilidades para iluminar la literatura del siglo XVII. Buena parte de sus distinciones, categorías, recursos, procedimientos, fueron allegados para mostrar esa conjunción entre una literatura concreta y su peculiar estética y poética. Pero los numerosos beneficios críticos obtenidos de esa conjunción han podido hacernos olvidar o preterir otros contextos posibles que Gracián seguramente tuvo en cuenta cuando formuló la novedad de su Arte. Incluso una lectura demasiado apegada a los solos contextos de la producción que hoy llamamos literaria y en el marco de la sola Historia de la Literatura, aunque el marco fuera europeo, puede originar desenfoques ya denunciados por E. R. Curtius, en las breves pero enjundiosas páginas que dedicó a la Agudeza en su magna Literatura Europea y Edad Media Latina (1976). Aunque Curtius estaba pensando, y lo anota en el leve pescozón que en nota da a su colega L. Pfandl, en lecturas que interpretaban el barroco y a Gracián como genuinamente españoles, no puede pasar desapercibida una reflexión de la que me propongo partir en esta ponencia, y desarrollar en lo que pueda. Luego de referirse Curtius a la relación entre ingenium y iudicium como aspectos fundamentales del arte oratorio, escribe: Esta es la terminología de que parte Gracián. Es extraño que hasta ahora no se haya observado; porque en la Agudeza, el prólogo Al lector comienza con estas palabras: «He destinado algunos de mis trabajos al juicio, y poco ha el Arte de Prudencia; ésta dedico al ingenio» Para cualquier conocedor de la retórica romana la frase de Gracián es clarísima; para los hispanistas actuales no parece serlo. La originalidad de Gracián está en el hecho de ser el primero y el único que, declarando insuficiente el sistema de la antigua retórica, lo complementa con una nueva disciplina, la cual, según él, tiene validez sistemática. (Curtius, 1976: 416-417)

El romanista alemán habló de la retórica romana como el verdadero fondo o contexto antiguo en el que cobran sentido tanto la terminología utilizada como las declaraciones de novedad en las que la Agudeza de Gracián insiste una y otra vez, especialmente pero no sólo a lo largo del Prologo Al lector y de los dos primeros Discursos. Según eso la de Gracián sería la primera reacción al sistema de la antigua retórica, y planteándose como sistemático a su vez, podría hacerse ver, y eso me propongo, que actúa como primera Neorretórica, es decir, una primera formulación global, teórica flamante la denomina Gracián en ese Prólogo, que reformula por completo el sistema antiguo, otorgando a sus elementos un nuevo valor y una nueva función en el conjunto de ese sistema. No es casual que la primera ciencia que Gracián cite inmediatamente en el texto del Prólogo al

que me estoy refiriendo, como madre falsa de la nueva arte sea tanto la Retórica (el todo) donde sólo hubo vislumbres de sus sutilezas, como, por sinécdoque, la Elocuencia (la parte de la retórica dedicada a figuras y tropos). Los hijos de la agudeza andaban, sigo con la terminología de Gracián, «güerfanos» de verdadera madre, de una Arte nueva que sepa dar cuenta de su origen y por tanto quienes son ellos y cuál es su verdadera casa; en el Discurso III (Gracián, 1968: I, 58) escribe que la Agudeza de artificio, su objeto, «por recóndita y extraordinaria no tenía casa fija»). No puede escapar a un lector atento de la Agudeza el hecho de que aparte de sus declaraciones explícitas y del contenido de éstas, sea muy elocuente respecto a la idea de Novedad o de Arte que se está postulando ab ovo, el propio estilo de Gracián y singularmente la tópica de la arché, que es la que estilísticamente va siguiendo a lo largo del Prólogo y del Primer Discurso. Son los términos de una isotopía de la arché los que van reforzando su decidida apuesta por encontrar un nuevo origen, una nueva casa, una nueva madre, para la Agudeza. Retengamos con el subrayado en cursiva algunos de los términos empleados de esa isotopía de la arché: «hijos güerfanos», «por no conocer su verdadera madre, se prohijaban» (prólogo), «sellaron la agudeza o por no ofenderla o por deshauciarla, remitiéndola a sola la valentía del ingenio», «eran los conceptos hijos más del esfuerzo de la mente que del artificio»; «la imitación suplía al arte, pero con desigualdades de substituto», «la contingencia de especies tuvo también gran parte, que prohijaron gustosos críticos», «mendiga dirección todo artificio», «y es que falta el arte... y con ella la variedad, gran madre». Sigue correlativo el topos de la nutrición, que es un lugar muy característico de la isotopía de la maternidad, que ha seguido hasta ahora: leemos así que «es la agudeza pasto del alma»... «es la sutileza alimento del espíritu»; «hállense gustos felices tan cebados en la delicadeza...», «son cuerpos vivos sus obras, con alma conceptuosa; que los otros son cadáveres, que yacen en sepulcros». La isotopía de la arché continúa con dos series que le son metonímicas: la del rey (en la misma acepción que antes ha dicho «dirección») y la del Sol, con la que acaba el Discurso Primero, que conecta con la del Águila, ángeles y coro de jerarquías celestes con la que comienza el Discurso Segundo. Veremos en la segunda parte de esta ponencia el contenido concreto, pero no podría escapar al cuidadoso Gracián la pertinencia, elaborada justo al comienzo de su Tratado, de unos tópicos del origen, recorridos como se ha visto término a término. Y ello porque se trata de construir toda la arquitectura (imagen que también empleará), la casa, un nuevo edificio o Arte que es el que sabe está construyendo. Y lo hace, pero será una Neorretórica no sólo referida al sistema de la antigua retórica, o de la retórica romana, como advertía Curtius, sino también al contexto de la retórica del Humanismo, algunas de cuyas formulaciones Gracián conocía y que sirvieron, bien de acicate positivo (así el caso de Luis Vives) bien de referente negativo (las formulaciones meramente reproductoras de una Inventio racionalista, desarrolladas por retóricas como la de Agrícola o El Brocense que vinculaban la Inventio a la Dialéctica y por lo mismo deshauciaban el ingenium como simple derivado estilístico de la Elocutio). Es evidente que sobre el concepto de ingenio y el de juicio, y del lugar de ambos en el cuerpo de la Retórica, no hay durante el Renacimiento, ni siquiera lo hubo en la retórica

clásica, unanimidad. Cuando Gracián habla de juicio y de ingenio, piensa en algo diferente a lo que pensaba por ejemplo Juan de Valdés, quien en su Diálogo de la Lengua escribía: El ingenio halla qué dezir, y el juizio escoge lo mejor de lo que el ingenio halla y pónelo en el lugar que ha de estar, de manera que de las dos partes del orador, que son invención y disposición (que quiere dezir ordenación), la primera se puede atribuir al ingenio y la segunda al juizio. (Valdés, 1981: 165-166)

Esa reducción del juicio a la esfera de la Dispositio, como ordenadora y correctora del ingenio, limitando a éste la capacidad de «hallar qué dezir» (fórmula que literalmente traduce el Invenire quid dicas con que la retórica latina definía la Inventio), reducción que también encontramos en otros textos del siglo XVI, allegados por Aurora Egido (1990: 17) Emilio Blanco (1998:22-23) o por José Manuel Rico García (2001: 55-53), responde a un movimiento concreto de algunas retóricas del Humanismo, especialmente las de Agrícola o el Brocense (pero no la de Vives, según veremos) por identificar el juicio con la disposición entendida como control de la oración, como ratio selectiva y ordenadora de las capacidades del ingenio (Egido, 2001: 112). Pero Gracián entendía el juicio de otra manera y no estaba dispuesto a separarlo de la Inventio, como tampoco al ingenio de la disposición. Como luego veremos, lo que Gracián pretende es una reordenación de todas l a s Partes Artis y de su función en su Nueva Arte, su Neorretórica. Por ahora puede bastarnos con advertir que si Gracián hubiese hecho esta identificación del juicio con la dispositio no habría hablado, cuando escribió la edición de 1642 de el Arte de Ingenio, de que dedicó sus dos primeras obras al Juicio, pues ni El Héroe ni El Político dedican parte alguna a esa materia, si la entendemos como disposición, ni habría incluido en la edición de la Agudeza (1648) el Arte de Prudencia como afecto también a la esfera del juicio. Y es que el debate en torno al iudicium (que comprometerá también el lugar del ingenium) es un debate con el que la retórica del Humanismo quiso solventar un viejo asunto de ordenación y función de las Partes Artis y de las cualidades del orador, que la retórica romana tampoco había resuelto con claridad. La Inventio, como se sabe, cumplía simultáneamente dos operaciones: la que la que recorría los lugares a la busca de argumentos, y otra, que sopesaba la utilitas para la causa de los argumentos encontrados. De esa segunda operación de revisión se ocupaba según Cicerón el iudicium: «Iudicium igitur adhibebit nec inveniet solum quid dicat sed etiam expendet... sic interdum ex illis locis aut levia quaedam aut causis aliena aut non utilia gignuntur» (Ciceron, 1903: 47-8). El juicio retórico encuentra qué argumentos son débiles, comunes o impropios del asunto. Pero Cicerón deja sin aclarar qué relación se establece entre el juicio retórico y la Dialéctica estoica que había fijado el juicio como cualidad que regulaba la verdad o probabilidad de los argumentos. De forma que en Cicerón el iudicium regula al mismo tiempo el juicio retórico y el dialéctico, es decir la utilitas de los argumentos (juicio retórico) y su relación con la verdad/probabilidad (juicio dialéctico). Quintiliano parte de Cicerón, pero lo corrige. Reacciona Quintiliano contra la idea de que el juicio sea una segunda operación, posterior a la inventio y previa a la dispositio. Quintiliano cree que Invención y Juicio son dos aspectos de una misma operación dado

que, nos dice, «no considero que haya inventado aquel que no ha juzgado, pues no se dice de uno que haya inventado argumentos contrarios, comunes, inútiles, sino que los ha evitado». Pero lo más importante, para entender luego a Gracián, es la siguiente afirmación del calagurritano sobre el juicio «pues me parece tan estrechamente mezclado con las tres primeras partes (puesto que ni la disposición ni la elocución son posibles sin él) que pienso también la pronunciación toma prestado de él»[17]. Fuera de esta última evidente exageración, lo importante es que Quintiliano no lo limita a una cualidad posterior ni diferente a la de la inventio, pero tampoco de la dispositio o elocutio, de forma que es cualidad reguladora de toda la materia retórica, por cuanto se entiende como cualidad del orador, que en otro momento nos dice que es equivalente al consilium, solo que el juicio se aplica a asuntos claros y el consilium a asuntos dudosos[18]. También es interesante para Gracián la vinculación que por la vía de su cercanía con el consilium se establece entre iudicium y prudentia. Al consilium corresponde adaptar el discurso a los lugares, las ocasiones, las personas, identificado en Quintiliano con la prudentia que es guía de todas las decisiones humanas en la vida corriente[19]. Leyendo todos los textos con que Quintiliano se refiere al iudicium en el libro VI de las Intituciones Oratorias y en particular el trazado que hace de los casi contiguos y en gran parte equivalentes iudicium, consilium, prudentia, podemos entender luego el pensamiento de Gracián acerca del juicio y su resistencia a concebirlo como mera disposición de las palabras o argumentos. Es muy próximo al texto que acabamos de citar de Quintiliano el que Gracián trae en el Discurso XXVIII, cuando trata de las calificaciones juiciosas: «Las juiciosas calificaciones participan igualmente de la prudencia y de la sutileza. Consiste su artificio en un juicio profundo, en una censura recóndita y nada vulgar, ya de los yerros, ya de los aciertos» (Discurso XXVIII, II, 7). Quizá el término de época muy grato a Gracián (dedicó a él todo un Tratado) que unifique y de cuenta de esa contigüidad entre iudicium, consilium, prudentia, sea el de Discreción. Cuando Mercedes Blanco (1992: 30-31) realiza la cartografía de las denominaciones de la Inteligencia en el vocabulario de las retórica y poética españolas, advierte que «Discreción» es análoga a juicio, apela a Covarrubias mismo donde ya se da esa acepción que tiene la voz «discernir», separadora de lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo conveniente y lo que no lo es. Es dentro de la voz Discernir, inmediatamente anterior en su Vocabulario a Discreción (definida ésta como «la cosa dicha o hecha con buen seso») donde Covarrubias apela a la etimología latina de discerno, incluido en la familia de los derivados de Krein, como discrevi, discretum separo: «Vale vulgarmente distinguir una cosa de otra y hazer juyzio dellas, de aquí se dixo discreto, el hombre cuerdo y de buen seso que sabe ponderar las cosas y dar a cada una su lugar». Huelga incidir en la importancia que discreción, prudencia, etc., alcanzan en la obra de Gracián, y mucho más cuando Aurora Egido, en el Estudio Introductorio a su edición de El Discreto (Gracián, 1997), ha trazado un completo mapa de su significado, referido incluso en el epígrafe 9 de ese estudio a su relación con la elocuencia, y apuntando a una influencia de Vives, de Erasmus, en una batalla librada entre ciceronianos y erasmistas en el siglo XVI. Volveremos luego a esa batalla.

Por ahora retengamos, para lo que importa respecto a lo dicho en el primer párrafo del Prólogo de la Agudeza y en otras muchas referencias que hace Gracián a la virtud del juicio en esta misma obra[20] que se está separando visiblemente de Cicerón y es más afecto a la síntesis quintilianesca, en ese trazado que acabamos de ver en Quintilano por el que se vincula consilium, iudicium, prudentia, y que nosotros hemos querido allegar a «Discreción» como cualidad que reúne todas ellas y explica la almendra misma de su contigüidad, en una metonimia práctica que incluso se trasvasó al vocabulario común, según hemos visto atestigua Covarrubias. Como se sabe también es responsable Quintiliano de que en la dicotomía ingenium/iudicium, actuase el último como corrector de los excesos del primero, en un tópico crítico que luego reproducirán por doquier los autores del XVI y del XVII, según Manuel Rico García acaba de recordarnos (Rico García, 2001:48-68) especialmente a partir de la polémica sobre Góngora. Ese tópico crítico se origina por un Quintiliano que quería restaurar el clasicismo en tiempos de los Flavios, o lo que es lo mismo en una época en que se había producido ya la literatura de Lucano, de Estacio, de Marcial. Por eso cuando Quintilano (VIII, 3, 56) trata del ingenium inmediatamente advierte que es defecto cuando no va acompañado del iudicium y por lo mismo, en otro lugar (X, 1, 88), censura el manierismo retórico de Ovidio con las palabras: nimium amator ingenii sui, laudandus tamen in partibus. Pero aunque fuera reticente al ingenio, esa opción quintilianiana de entender el juicio en la misma esfera de la prudencia y consilium, como cualidad que afecta a todas las partes, que se aleja del modo de entender el iudicium por Cicerón (y del que el texto reproducido de Valdés es meramente una trasposición) y es opción que también adopta Gracián solo que éste la hace en un contexto mucho más cercano, el de las retóricas del Humanismo, en las que había una pugna entre dos concepciones diferentes del iudicium, y en general de la Inventio (también del ingenium por supuesto) contexto que entiendo necesario para comprender la novedad de Gracián y el sentido que en la Agudeza tiene cada término de su metalenguaje, metalenguaje, no lo olvidemos, que no es suyo y que Gracián está empleando siempre conocedor de su carga tradicional. Marc Fumaroli (1980: 160-161) veía en la vindicación del asianismo de Panigarola, o en los paralelos reclamos de la libertad del ingenium que venían sosteniendo muchos autores, a los que llama los novatores, una forma de reacción contra el clasicismo ciceroniano, que empezaba a ceder terreno. Por su parte W. Ong (1958: 49) establecía que «In a very real sense Italian humanism stood for a rhetorically centered culture opossed to the dialectically or logically centered culture of North Europe». En realidad la cultura española vivió la conflagración de esas dos opciones, porque por un lado se afincó la importación que el Brocense hizo de las tesis de Petrus Ramus, y luego de Agrícola, que depararon una Inventio subordinada a la Dialéctica, en la que el Juicio se veía ligado a la razón discursiva de la dispositio según los lugares de los argumentos lógicos. Pero por otro lado Luis Vives actuó como contrapeso, otorgando un lugar diferente al Juicio, derivado asimismo de una concepción radicalmente opuesta de lo que era Invención, y más proclive a entender la Inventio como una Retórica y no una Lógica. Gracián obviamente recorrerá como enseguida veremos el camino abierto por Vives, en el que

era fundamental otorgar un nuevo lugar al Ingenium como hizo el humanista valenciano en su obra De Disciplinis. El pensamiento retórico humanista, en efecto, no concedía siempre el mismo lugar a las Facultades del Ingenio y del Juicio y según se siguiera la corriente de Agrícola, Ramus y Brocense, o la de Vives y su seguidor Fox Morcillo se podían deducir jerarquías contrarias para cada componente. El punto principal de la reflexión de Agrícola lo enuncia ya en la página 1 de su De Inventione Dialéctica (aparte de lo sugerente ya del propio título): se trata de la conexión entre razón y discurso, encaminado a una retórica del docere[21]. Su desarrollo le llevará a establecer la primacía de la Dialéctica por encima de la Retórica, y por tanto desplazar ésta a un momento meramente elocutivo. La Inventio como tal se aloja en la Dialéctica, que es la que gobierna las operaciones lógicas comunes a todos los discursos. Tan radical se muestra en esto que tiene que advertir: «Que nadie piense por esto que dejo desnudo y pobre al retórico: cualquiera se dará cuenta de cuánta importancia tiene la ciencia elocutiva y cuánto juicio reclama; pues la poesía, la historia, la filosofía la oratoria civil exigen una suya propia...» (Prior, 1994: 138). Pero la consecuencia del desplazamiento de la Inventio a la esfera de la Dialéctica es el nuevo lugar concedido al Ingenium y al Iudicium, que se entiende una virtud no de la Inventio como tal, sino de la Dispositio: Hay que ocuparse con mucha diligencia del cultivo de la disposición, pues esta parte es la que merece el verdadero reconocimiento al ingenio. Pues así como a menudo las riquezas, por obra de la fortuna alcanzan a los imprudentes y sin embargo administrarlas es propio de un varón discreto y entendido, igualmente la abundancia de la invención se ofrece alguna a ingenios ciertamente impulsivos y arrebatados, pero el decoro y orden de la disposición se forma con el arte y con el juicio. Si aquello es signo de una naturaleza más fecunda, esto lo es de un mayor cultivo de la doctrina; una y otra ciertamente son necesarias, pero con más justicia alebrarás a ésta. (Prior, 1994: 194)

Muy elocuente es esta cita de la confianza de Agricola en el Método de Invención Dialéctica puesto que hace que el arte se asocie al juicio y se entienda éste como disposición, donde no hay creación como tal, sino sintaxis de lo creado, reguladora siempre de la naturaleza. Disposición, juicio, método, correctores en todo caso de los excesos, y si ha de elegirse entre el juicio (sinónimo de arte) o la naturaleza se preferirá a aquéllos. El Brocense no defenderá otra cosa. Luis Merino Jerez (1992) ha analizado con pormenor la orientación pedagógica del sistema teórico-retórico del Brocense y su mucha dependencia respecto al adelantado por Pierre de la Ramée, conocido como Petrus Ramus. Para lo que afecta a nuestra argumentación es muy interesante observar como el Brocense, en la edición de 1558 de su De arte dicendi cuando se trata de presentar todo el sistema de las partes artis, escribe: «Tal y como lo pide la naturaleza misma, trataremos en primer lugar de la Invención, pues hay que encontrar los contenidos antes de colocarlos o adornarlos. Después de la disposición o juicio, donde también se trata de la memoria, la cual se vale en grado sumo de la disposición» (Sánchez de las Brozas, 1984: 40).

El modelo ramista del Brocense atribuye a las partes del Discurso una naturaleza primariamente dispositiva, por las exigencias de la didáctica, en la que la Dispositio actúa de base de toda argumentación, puesto que define la argumentación como «la disposición firme y conveniente a la cuestión, de un argumento, de manera que la cuestión misma se juzgue verdadera o falsa. Esta es la parte que se llama propiamente juicio» (ibídem: 80). Luego el juicio no solamente es Dispositio, sino que llega a más: la disposición misma es el criterio evaluador del carácter verdadero o falso de un argumento. No es posible conceder mayores atributos a un método que hacer depender de su eficacia nada menos que el juicio sobre la verdad o falsedad. No resulta extraño que Gracián sintiera que la facultad de juicio no podía ser de orden meramente argumentativo y la sacara de la Retórica, para convertirlo en virtud previa, sinónimo de consilium y prudentia. Vives había reaccionado el primero contra esta primacía de la Dialéctica que ha subordinado todo el edificio de la Retórica a la lógica argumentativa. Mucho más apegado a Erasmo, pero también al humanismo italiano, concebirá de modo muy distinto el edificio y funciones de la Retórica, pero también el lugar del ingenio, del juicio, etc. Aunque suele citarse el De ratione dicendi de Vives como fuente, en realidad la obra clave para entender su reacción contra la Inventio Dialéctica es De disciplinis. La defensa que Vives hace del Ingenium, que Hidalgo Serna ha visto como fuente de la graciniana (Hidalgo Serna, 1993: 172) no puede separarse de un amplio contexto que llevó a Vives en esta obra a reaccionar con virulencia contra la retórica aristotélica y en especial contra las alambicadas sutilezas de la Tópica Dialéctica y su invasión de la Inventio retórica, invasión que las obras de Agricola y el Brocense habrían de perpetuar y acentuar. Bastaría con la lectura del Libro III de De Disciplinis, consagrado a «De la corrupción de la Dialéctica» y dentro de él el más específico capítulo VII de ese libro que lleva el expresivo título «Demuestra que al estudio de la Dialéctica se le consagra más tiempo que el que requiere, y esa fue la causa de su descarrío; por lo que a los espíritus que a ello tuvieron propensión no les faltó inagotable materia de altercados». Allí leemos: «No contentándose con lo que el ingenio humano naturalmente podía conseguir y definir, quisieron cortarlo todo por lo vivo, seducidos por la golosina del disputar... a esto se refiere aquel discreto aforismo del poeta mímico Con altercar demasiado, la verdad se pierde» (Vives, 1948: II, 448-45). El capítulo de De disciplinis dedicado a la corrupción de la Dialéctica es anterior al Libro IV dedicado a la corrupción de la Retórica en el que el valenciano lamenta la basculación que la Inventio retórica hizo hacia la Tópica. Explícitamente indica Vives allí que la materia Dialéctica es propia del Juicio y de la práctica pero no de la Retórica. Censura el edificio de la Tópica presente en las Retóricas porque es que se empeñan en verter en el cauce del Tíber o del Iliso todo el océano. ¿Qué provecho rinde amontonar todo aquello cuyo uso será raro o según pienso, más razonablemente, nulo? Yo en el Arte esperaba y reclamaba de ti cánones y dogmas universales aplicables a toda manera de decir, observados y deducidos de la propia Naturaleza, pues ellos en fin de cuentas constituyen el arte... El método de encontrar argumentos es propio del dialéctico, y por esto Aristóteles colocó los ocho libros de los Tópicos entre los de Lógica. ¡Cuan ligeramente toca este punto en los libros retóricos, por no decir que ni siquiera los toca! (ibídem: 461)

La reacción de Luis Vives se da en un amplio contexto, el de la filosofía y filología humanista de raíz italiana que había descubierto que el sentido de la palabra no podía deducirse exclusivamente de la definición lógica y abstracta de la res. Como señala Ernesto Grassi en su Filosofía del Humanismo, libro que lleva el expresivo subtítulo de «Preeminencia de la palabra»: La tradición específicamente humanista no parte del problema de la precisión lógica del ente, sino del problema de la palabra, que es considerado como el ámbito originario en que se ha de dar una respuesta a cuanto nos plantea una interpelación existencial, una exigencia...ese es el punto de partida del filosofar de Juan Luis Vives. (Grassi, 1993:112, vid. asimismo pp. 118-120)

Si Vives insiste una y otra vez en allegar el ingenio a una propiedad natural, y no restringida a la Elocutio, es porque lo que a su juicio hace posible la realización de las artes no es la actividad racional, demostrativa, sino la actividad inventiva. El párrafo con el que Vives casi da comienzo a su obra De Disciplinis en bien expresivo: Con todo en una sola cosa fue indulgente para con él [el hombre] su autor y su príncipe y es que, al paso que el hombre se creó por su culpa tanta variedad de necesidades, Dios le dejó un instrumento para alejárselas: la vivaz agudeza de un ingenio que de suyo es muy activo. De ahí nacieron los inventos humanos todos; así los beneficiosos como los nocivos, así los buenos como los malos. (Vives, 1948: 343)

Allega Vives autoridades, tanto Virgilio como Manilio, a favor de su consideración del ingenio, presentado con los términos «la vivaz agudeza de un ingenio» como fundamento de las Artes. Para Vives la fuerza ingeniosa es aguda, esconde en sí misma un principio inventivo, mientras que la ratio ordena deductivamente lo conseguido con el ingenio. Lo importante no es solamente ponderar esa fuerza activa de carácter natural, sino ver cómo en esos contextos Juan Luis Vives la contrapone una y otra vez al juicio racional. A lo común no se llega, según nos dice Vives, por un proceso racional, abstrayente, sino por la agudeza propia del ingenioso, capaz de penetrar en las profundidades de un problema: la materia, las fuerzas, las utilidades de todas estas artes, fueron puestas en la Naturaleza por Dios, su Hacedor soberano; pero con hartas dificultades el ingenio humano, destituido de luces y de fuerzas, penetra en ellas, si no tuviera el estímulo y la acucia de determinados agentes que le excitasen y avivasen (ibídem: 347).

Abunda en este pensamiento el capítulo VI del libro II su De ratione dicendi, dedicado todo él a la Agudeza y la Sutileza. Leemos allí reflexiones cuyo sentido e incluso metalenguaje se parecen a las escritas después por Gracián. Véase, a modo de ejemplo espigado entre muchos, ésta: «Existe sutileza cuando se penetra hasta el fondo de la cuestión propuesta y echada la corteza, muéstrale el meollo perfectamente limpio» (Vives, 1948: 743). Pero el mismo metalenguaje gracianesco y el mismo pensamiento encontramos en el capítulo VIII dedicado por Vives al Juicio, en ese mismo Libro Segundo de su De ratione dicendi. Explícitamente sigue Vives la tradición, que luego hará suya Gracián, de situar el juicio en la oración prudente y sabia, y en las verdades de la filosofía moral: «En el juicio coloque alguno si quiere la oración sabia, cuando la fuerza de la mente, en su más grande arrebato, se levanta a lo sublime y se introduce en lo más

escondido de la naturaleza fisica o moral» (ibídem: 735). Muy lejos quedan por tanto los elencos de la Topica del iudicium dialéctico sostenido como vimos por Agricola y el Brocense. Para terminar con esta breve contextualización, necesaria para comprender al jesuita aragonés, bastaría con leer el capítulo Primero de De Disciplinis, donde observamos la insistencia que Vives pone en el carácter natural del ingenio (tópico por otra parte muy conocido desde la contraposición clásica que proyectó todo el horacianismo) de ingenium/ars y que García Berrio ha recorrido en las poéticas y retóricas españolas (García Berrio, 1980: 337-370). No es el caso ahora de seguir la fortuna del tópico, sino de situar la defensa de Vives en el contexto que vengo trazando de reordenación de las Artes y de la nueva posición que la Retórica había de tener de cara a la distribución de la res y de los verba, problema que Aurora Egido ha analizado asimismo recientemente (Egido, 2001). Volvamos, recordados estos contextos, al Prólogo y primeros Discursos de la Agudeza y Arte de Ingenio, y ponderemos lo que Gracián dice en ellos a la luz no tanto de una retórica restringida al conceptismo sino a la luz de las opciones diversas que se ha ido ofreciendo para un conocedor de la Retórica renacentista como fue Gracián. Veremos que caminando en la senda marcada por Vives, pero yendo mucho más allá que el valenciano, la postulación gracianesca de lo que he denominado una Neorretórica cobra todo su sentido. He destinado algunos de mis trabajos al juicio, y poco ha el Arte de Prudencia; este dedico al Ingenio, la agudeza en arte, teórica flamante, que aunque se traslucen algunas de sus sutilezas en la Retórica, aun no llegan a vislumbres: hijos güérfanos que por conocer su verdadera madre, se prohijaban a la Elocuencia. Válese la agudeza de tropos y figuras retóricas como de instrumentos para exprimir cultamente sus conceptos, pero contiénense ellos a la raya de fundamentos materiales de sutileza, y cuando más, de adornos del pensamiento. (Gracián, 1648: prólogo)

Leamos este primer párrafo del Prólogo a la luz de cuanto llevamos dicho. Se verá que Gracián explícitamente quiere edificar una nueva Arte que versará sobre esa cualidad de la Invención (el ingenio, la agudeza) que no ha tenido hasta ahora una teoría (aquí se la anuncia como nueva, flamante) puesto que lo que la Retórica ha ofrecido son apenas vislumbres y, si acaso, cuando las ha atendido lo ha sido refugiados en la Elocuencia que para Gracián es solamente la base material de la nueva arte, que no puede limitarse al ornatus (adornos del pensamiento). En realidad el proyecto que Gracián explicita ya en el primer párrafo de su obra es una reacción contra el ornatus como principio regidor de la Elocutio. El arte de Ingenio no puede quedar reducido a esa hija güerfana con madre prestada, sino que debe entroncar con su verdadera madre, un arte propia que dé cuenta de la Invención aguda, diferente al juicio, ya que los conceptos, sus hijos, no se agotan en los tropos y figuras de la Retórica. Para entender esta nueva arte, hemos de alcanzar lo que Gracián dice en el Primer párrafo del Discurso Primero, que entronca bien con el del Prólogo: «Hallaron los antiguos métodos al silogismo, arte al tropo, sellaron la agudeza, o por no ofenderla o por deshauciarla, remitiéndole a la sola valentía del ingenio» (Gracián, 1648: Discurso I, I,

47). Queda aquí meridianamente claro el programa de su Neorretórica. La inserción de su tratado en la Inventio, que los antiguos (esto es, la retórica antigua que hemos recorrido) o bien habían reducido a un método del silogismo (adhiriendo la Inventio a la sola Lógica y Dialéctica) o bien redujeron a la sola Elocutio (dejando el arte para el tropo). El programa de Gracián es extraer la agudeza de la sola consideración de una valentía del ingenio (es decir, de un principio solo sustancial, base de la invención) para darle un principio formal o lo que es lo mismo, convertirlo en Arte o principios reguladores de sus formas (y no solo de las sustancias). Cobra sentido de inmediato que Gracián lamente que «eran los conceptos hijos más de la mente que del artificio». Traducida al metalenguaje retórico Gracián quiere vincular los conceptos al artificio, es decir, proponer que el Ingenium no sea solamente una cualidad sustancial ajena al arte, sino susceptible de ser reducida a forma, a artificio. Por eso cuando dice más adelante «mendiga dirección todo artificio, cuanto más el que consiste en sutileza de ingenio» (Discurso I, I, 48) está propugnando la necesidad de que haya dirección, regulación de la sutileza, y que por tanto no se conciba esta como propiedad de la Inventio solamente (que no sea solo como es «pasto del alma», «alimento del espíritu» (Discurso I,I,49) sino que alcance a todo ese nuevo edificio que regulará su ordenación artística. La coherencia es ya plena con lo dicho por Gracián en el Discurso II, cuando establece: El entendimiento, pues, como primera y principal potencia, álzase con la prima del artificio, con lo extremado del primor, en todas sus diferencias de objectos. Destínanse las Artes a estos artificios... atiende la Dialéctica a la conexión de términos, para formar bien un argumento, un silogismo, y la retórica al ornato de palabras para componer una flor elocuente, que lo es un tropo, una figura... De aquí se saca con evidencia que el concepto, que la agudeza, consiste también en artificio, y el superlativo de todos... No se contenta el ingenio con la sola verdad, como el juicio, sino que aspira a la hermosura. Poco fuera en la arquitectura asegurar firmeza, si no atendiera al ornato. (Gracián, 1648: Discurso II, I, 53-54)

Si leemos este texto en los contextos dibujados de la Retórica, obtenemos un cuadro iluminador del lugar de la nueva Arte (que he llamado Neorretórica). Se trata de dar artificio al entendimiento, y hacerlo, «en todas sus diferencias de objetos». De forma que la nueva Arte se sitúa consecutiva y englobadora de la Dialéctica (que atiende a la conexión de los términos, a silogismo) y de la Retórica (que atiende al ornatus). La de la agudeza, es la nueva arte, superpuesta a las otras dos (y Gracián es consciente por tanto de que está hablando de completar la Dialéctica y la Retórica, como artes discursivas fundadoras junto con la Gramática, del Trivium). El Nuevo artificio, el de la agudeza, requiere ser un Arte al que llama el superlativo de todos, en tanto su objeto, el ingenio, no se contenta con la verdad (objeto del iudicium, el juicio, según vimos y Gracián ahora nos confirma), ni tan solo con el ornatus, sino con un nueva forma o arquitectura teórica construida sobre los cimientos, la base material de los otros dos. Por eso más adelante proclama ya sin ambages: «Ármase con reglas un silogismo,

fórjese con ellas un concepto» (Discurso II, I,48); que no se ha sabido traducir hasta ahora, por no haberse seguido la coherencia de todo cuanto Gracián lleva dicho sobre las Artes: esa frase proclama la necesidad de forjar las reglas de los conceptos del mismo modo que se armaron (forjaron) las reglas del silogismo en la Dialéctica y las del ornatus en la retórica, esto es, las dos Artes del Discurso que completan la Gramática. Vayamos concluyendo. A la luz del debate de la retórica del Humanismo queda claro que Gracián intenta un Arte nuevo, teórica flamante, que no reduzca la Inventio a la Dialéctica, pero tampoco la Elocutio a la Retórica; sino que logre una síntesis por la cual el concepto es a la vez un acto de entendimiento (esto es, pertenece a la potencia de la Invención, a la arquitectura sustancial de la Inventio) pero se dota de la hermosura del ornatus. No la sola verdad (iudicium), no tan solo el ornatus (tropos y figuras) sino un nuevo arte que establezca un puente por el cual los extremos cognoscibles (que estudiaba hasta ahora la Lógica) se unan al realce de la sutileza (que estudiaba hasta ahora la Retórica): Resaltan más los extremos cognoscibles, si se unen y el correlato, que le realce de sutileza para uno es lustre para el otro... Consiste pues este artificio conceptuoso en una primorosa concordancia, en una armónica correlación entre dos o tres cognoscibles extremos expresada por un acto de entendimiento. (Discurso II, I, 55)

Fijémonos en que este metalenguaje es coherente con lo seguido hasta aquí: fija la arquitectura de la relación cognoscitiva (que hasta ahora era hija de la Inventio dialéctica: extremos cognoscibles, concordancia, correlación) con los elementos que hasta ahora eran hijos del ornatus retórico: se ve en los sintagmas «realce de sutileza», «primorosa concordancia», «armónica correlación», en los que los adjetivos enfatizan el lugar del ornatus y los sustantivos el lugar de la Inventio como conexión cognoscible de las correspondencias. La nueva Arte se edifica sobre las otras dos conocidas, pero es nueva, es otra. Fijará no solo el entendimiento, no solo que sea primoroso y concordante, sino que reúna ambas cualidades indivisiblemente. En esa unión el Ingenio deja de ser solo una cualidad natural, para convertirse en Ars, en artificio. Ese nuevo ars tiene cualidades de la lógica y del ornatus, pero no es ni la una ni el otro. Por eso mismo Gracián une con frecuencia los vocablos «sutileza» y «obra grande del pensar» (Discurso IV, I, 70), o bien «cuantas alternan sutilezas en una fecunda inteligencia» (Discurso III, I, 56). Es a la luz de este programa, insisto que visible en su totalidad en el contexto de los debates sobre la retórica del Renacimiento, como cobra todo su sentido la insistencia de Gracián en «la circunstancia especial» que requieren los elementos inventivos y también las figuras elocutivas acarreadas, pensamiento este de la circunstancia especial que ha sido analizado en todos sus contextos por Aurora Egido (2000) y que me disculpa a mí de hacerlo ahora. También arroja este programa nueva luz sobre otra insistencia gracianesca, reiterada una y otra vez a lo largo de su tratado: la idea de que los tropos y figuras son solo fundamento material, base sustancial de la nueva arte, de la nueva forma. De los numerosos pasajes en que se da este pensamiento, citaré solo aquel en el que aparece más claro y formulado con carácter programático. Ocurre al comienzo del

Discurso XX: «Son los tropos y figuras retóricas materia y como fundamento para que sobre ellos levante sus primores la agudeza y lo que la retórica tiene por formalidad, esta nuestra arte por materia sobre la que echa el esmalte de su artificio» (Discurso XX, I, 204). Fijémonos en que la contraposición aristotélica de materia/forma está sirviendo para aclarar del todo la concepción que Gracián tiene de su Neorretórica: para ésta la antigua retórica es la base sustancial, material, sobre la que la nueva arte ha de edificar sus formas, sus artificios. Podremos entenderlo mejor allegando una situación análoga de definición sustancial/ formal; la que Luis Hjelmslev cifró a la hora de definir qué era una Semiótica connotativa. Hjelmslev se vio en el capítulo XXII de sus Prolegómenos a una teoría del lenguaje en la tesitura de definir las semióticas connotativas y lo hace estableciendo idéntica correlación a la que Gracián establece entre la Retórica y su Neorretórica: La semiótica connotativa, por tanto [escribiría el lingüista danés] es una semiótica que no es una lengua y en la que el plano de la expresión viene dado por el plano del contenido y por el plano de la expresión de una semiótica denotativa. Se trata por tanto de una semiótica, en la que uno de los planos (el de la expresión) es una semiótica. (Hjelmslev, 1943:166)

Gracián hace lo mismo. Concibe el viejo edificio de la Retórica (y sus partes aisladas) como base sustancial sobre la que se edifica la nueva Arte, que es una arte formal. Lo que la Retórica antigua tenía por formalidad (esto es, el conjunto de sus artificios inventivos y elocutivos) es solo la base, una materia, para la nueva forma. Gracián es consciente de que por ese lado está concibiendo una nueva relación de su Arte de la agudeza con la res y con los verba. No es ni la una ni los otros, sino una unidad construida sobre los unos y los otros. Una nueva lengua, una teoría nueva, connotativa si queremos llamarla así, por seguir con la analogía, que tiene a la Retórica antigua (y sus unidades de Res-Inventio y verba-elocutio) como sustento material, como mero soporte sobre el que su Arte será, ahora, Nueva Forma: Artificio. El Ingenium alcanza en esta Neorretórica la cualidad y orden del Ars.

NOTAS [17] Traduzco sobre el original latino de la edición de J. S. Cousin: «His adiecerunt quidam sextam partem, ita ut inventioni iudicium subnecterent, quia primun esset invenire, deinde iudicare. Ego porro ne invenisse quidem credo esse eum, qui non iudicavit; neque enim contraria,communia, stulta invenisse dicitur quisquam, sed non vitasse. Et Cicero quidem in rhetoricis iudicium subiecit inventioni; mihi autem adeo tribus primis partibus videtur esse permixtum (nam neque dispositio sine eo neque elocutio fuerit), ut pronuntiationem quoque vel plurimun ex eo mutuari putem» (Quintiliano, 1976-1980: III, 5-6.). [18] «Nec multum a iudicio credo distare consilium, nisi quod illud ostendentibus se rebus adhibetur, hoc latentibus et aut omnino nodum repertis aut dubiis: et iudicium frequentissime certum est...» (Quintiliano, 1976-1980: VI, 5,3). [19] «Illud dicere satis habeo, nihil esse no modo in orando, sed in omni vita prius consilium, frustraque sine eo tradi ceteras artes, plusque vel sine doctrina prudentiam quam sine prudentia facere doctrinam. Aptare etiam orationem locis, temporibus, personis es eiusdem virtutis» (Quintiliano, 1976-1980: VI, 5, 11). [20] Por ejemplo: Discurso II «No se contenta el ingenio con la sola verdad, como el juicio, sino que aspira a la hermosura»; en el Discurso LXI dice de Cicerón: «tiene también eminente lugar entre los ingeniosos y agudos, aunque como orador se templaba y como filósofo ejercitaba más el juicio que el ingenio»; Luciano fue «varón de sublime ingenio, pero arte, y con demasía juicioso» (Gracián, 1648: discurso XXIII).

[21] «Oratio quaecumque de re quaque insitituitur, omnisque adeo sermo, quo cogitata mentis nostrae proferimus, id agere, hocque primum& propium habere videtur officcium, ut doceat eum qui audit» en Rudolph Agricola: De Inventione Diialectica (1578). Sigo la edición facsimilar publicada por Georg Olms Verlag en 1976.

Procedencia de los textos 1. EL OTRO GARCILASO. EN TORNO A LA CANCIÓN III. «El otro Garcilaso (En torno a la Canción III)», en Begoña López-Bueno, ed, En torno al canon. Aproximaciones y estrategias, Universidad de Sevilla, Grupo PASO, 2005, pp. 371-391. 2. LOS CONCEPTOS DE ‘FANTASÍA’ E ‘IMAGINACIÓN’ EN CERVANTES. «Los conceptos de fantasía’ e ‘imaginación’ en Cervantes», en VV.AA: Largo mundo alumiado. Estudos em homenagem a Vítor Aguiar e Silva, Braga, Centro de Estudios Humanísticos Universidade do Minho, 2004, vol. II, pp. 547-560. 3. DECIR HISTÓRICO Y HACER NARRATIVO: OTRA VEZ LOS MORISCOS DEL QUIJOTE. «Decir histórico y hacer narrativo: otra vez los moriscos del Quijote», Boletín Hispánico Helvético, nº 6 (otoño de 2005), pp. 25-41. 4. EL QUIJOTE Y LA PARODIA MODERNA. «El Quijote y la parodia moderna» en José Luis González de Quirós y José María Paz Gago, eds., El Quijote y el pensamiento moderno. Madrid, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2007 vol. II, pp. 223-244. ISBN: 84-96411-21-4 5. POPULAR/CULTO, GENUINO/ FORÁNEO: TEATRO NACIONAL Y CANON «Popular / culto, genuino/ foráneo: canon y teatro nacional español» en Theatralia, nº 3 (2000), 236-260. 6. LA FÁBULA DE POLIFEMO «L a Fábula de Polifemo y Galatea de Góngora como poema narrativo» en Philologica (Homenaje al profesor Ricardo Senabre), Universidad de Extremadura, 1996, pp. 435460. 7. FORMAS DE LA INVENCIÓN EN QUEVEDO «Formas de la invención en la poesía de Quevedo. (Sobre «Con acorde acento...»)», en Rostros y máscaras: personajes y temas de Quevedo, ed. I. Arellano y J. Canavaggio, Pamplona, Eunsa, 1999, pp.119-31. 8. LA CONSTRUCCIÓN RETÓRICA DEL SONETO QUEVEDIANO «La construcción retórica del soneto quevediano» en La Perinola, nº 3, año 1999, pp. 249-267 9. QUEVEDO Y LA RETÓRICA «Quevedo y la retórica», Ínsula, nº 648 (Diciembre de 2000), pp. 9-11 10. LA AGUDEZA Y ARTE DE INGENIO, PRIMERA NEORRETÓRICA «La Agudeza y Arte de Ingenio, primera neorretórica» en Aurora Egido, Mari Carmen Marín, Luis Sánchez Laílla, eds., Baltasar Gracián IV Centenario (1601-2001). Actas

del II Congreso Internacional: «Baltasar Gracián en sus obras», Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2004, pp. 133-149.

Bibliografía citada ABRAMS, Meyer Howard, El espejo y la lámpara. Barcelona, Seix Barral, 1972. AGAMBEN, Giorgio, Stanze. La parola e il fantasma nella cultura occidentale, Turín, Einaudi, 1977. AGRICOLA, Rudolph, De Inventione Diialectica (1578), ed. Georg Olms Verlag, ed. facsimilar, 1976. ALARCOS GARCÍA, Emilio, «Quevedo y la parodia idiomática» en Archivum, V, pp.3-38, 1955. ALONSO, Dámaso, Poesía Española. Ensayo sobre métodos y límites estilísticos, Madrid, Gredos, 1950. –, Góngora y el «Polifemo», 3 vols., Madrid, Gredos, 1967. AMADOR DE LOS RÍOS, José, Historia crítica de la literatura español, Madrid, Gredos, 1969, vol. I. ARADRA SÁNCHEZ, Rosa Mª, De la Retórica a la teoría de la Literatura (siglos XVIII y XIX), Murcia, Universidad, 1997. ARCE BLANCO, Margot, «Cerca el Danubio una isla...» en Studia Philológica: homenaje ofrecido a Dámaso Alonso, vol. I Madrid, Gredos, 1960, pp. 91-100. ARELLANO, Ignacio, Poesía satírico burlesca de Quevedo, Pamplona, EUNSA, 1984. ARISTÓTELES, Retórica, ed. Antonio Tovar, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1971. –, Poética, ed. trilingüe de V. García Yebra, Madrid, Gredos, 1974. AVALLE ARCE, Juan Bautista, Nuevos deslindes cervantinos, Barcelona, Ariel, 1975. –, Don Quijote como forma de vida, Valencia, Fundación Juan March- Castalia, 1976. AZAUSTRE, Antonio, «Sintaxis del estilo en la prosa de Quevedo» en Estudios sobre Quevedo. Quevedo desde Santiago entre dos centenarios, ed. S. Fernández Mosquera, Universidad de Santiago de Compostela, 1995, pp. 187-205. AZORÍN, Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1959. BAJTIN, Mijail, Problemas de la poética de Dostoievsky, Mexico, F.C.E, 1979. –, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, Madrid, Alianza, 1987. –, Teoría y estética de la novela. Madrid, Taurus, 1989.

BALLART, Pierre, Eironeia. La figuración irónica en el discurso literario moderno, Barcelona, Sirmio, Quaderns Crema, 1994. BAUDELAIRE, Charles, De l’essence du rire et généralement du comique dans les arts plastiques, en Oeuvres Completes, ed. Cl. Pichaud, París, Gallimard, vol.II, 1852, pp.525-543. BAUDRILLARD, Jean, Cultura y simulacro, Barcelona, Kairós, 1978. BERGSON, Henri, La Risa. Ensayo de significación de lo cómico, Madrid, Espasa Calpe, 1973. BLANCO AGUINAGA, Carlos, «Cerrar podrá mis ojos..: tradición y originalidad» en ed. Gonzalo Sobejano, Francisco de Quevedo. El escritor y la crítica, Madrid, Taurus, 1978, pp.300-318. BLANCO, Emilio, «Introducción» en Baltasar Gracián: Arte de Ingenio. Tratado de la Agudeza, ed. Emilio Blanco, Madrid, Cátedra, 1998. BLANCO, Mercedes, Les Rhétoriques de la Pointe. Baltasar Gracián et le conceptisme en Europe. París, Honoré Champion, 1992. BLECUA, José Manuel, ed. Francisco de Quevedo: Poesía Original. Barcelona, Planeta, (2º ed), 1968. BOSCÁN, Juan, Obra poética, Martín de Riquer, Antonio Comas y Joaquín Molas ed., Barcelona, Planeta, 1957. CANDELAS, Miguel Ángel, Las silvas de Quevedo. Universidad de Vigo, Servicio de Publicaciones, 1997. CARNERO, Guillermo, «Introducción al siglo XVIII español» en Víctor García de la Concha ( e d) Historia de la literatura española. Siglo XIX (I), Coordinado por Guillermo Carnero, Madrid, Espasa Calpe, 1997. CARO BAROJA, Julio, Los moriscos del reino de Granada. Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1957. –, El mito del carácter nacional. Meditaciones a contrapelo, Madrid, Seminarios y Ediciones, 1970. CASTRO, Américo, 1925-1972: El pensamiento de Cervantes, Barcelona, Noguer, 1987. CEJADOR Y FRAUCA, Julio, Historia de la lengua y literatura castellanas (1917-1920), Madrid, Gredos, 1972. CERVANTES, Miguel, Don Quijote de la Mancha, ed. Francisco Rico, Barcelona, Instituto Cervantes-Editorial Crítica, 1998.

CHACÓN, Francisco, «El problema de la convivencia. Granadinos, mudéjares y cristianos viejos en el reino de Murcia (1609-1614)», Mèlanges de la Casa de Velázquez, XVIII, 1, 1982, pp.103-133. CHECA BELTRÁN, José, «Los clásicos en la preceptiva dramática del siglo XVIII», Cuadernos de Teatro Clásico, 5, 1990. CHEVALIER, Maxime, Quevedo y su tiempo: la agudeza verbal. Barcelona, Crítica, 1992. CICERÓN, Marco Tulio, Obras Completas de M.T. Cicerón, trad. Menéndez Pelayo, Madrid, L. Navarro editor, 1888, vol. I. Indico los textos según esta edición y ofrezco traducción de Menéndez Pelayo en Obras Completas de M.T. Cicerón , Madrid, L. Navarro editor, 1888 vol. I. –, Rhetorica. Tomus II. Orator, ed. A. S. Wilkins, Oxford, Clarendon Press, 1903. –, De Inventione..., ed. H Hubell, Londres, Heinemann, 1949. CLOSE, Anthony, “Don Quixote’s love for Dulcinea: a study of cervantine irony”, Bulletin of Hispanic Studies, Londres, 1973, pp. 237-255. COOK, John A., Neo-classic Drama in Spain. Theory and practice, Dallas, Southern Methodist University Press, 1959. COTARELO, Emilio, Bibliografía de las controversias sobre la licitud del teatro en España, Madrid, Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1904. CROSBY, James O., En torno a la poesía de Quevedo. Madrid, Castalia, 1967. –, «La huella de González de Salas en la poesía de Quevedo editada por P. Aldrete» en Homenaje a Rodríguez Moñino, Madrid, Castalia, 1966, pp.113-123. CURTIUS, Ernest Robert, Literatura Europea y Edad Media Latina, trad. Margit Frenk y Antonio Alatorre, México, F.C.E, 1976. DOMÍNGUEZ CAPARRÓS, José, «Sobre funciones literarias de la parodia» en Actas del IX Simposio de la S.E.L.G.Y.C, Zaragoza, Universidad, 1994, vol. II, pp. 97-103. DOMÍNGUEZ ORTIZ, A. – VINCENT, B., Historia de los moriscos. Vida y tragedia de una minoría. Madrid, Biblioteca de la Revista de Occidente, 1978. DOWLING, John: «El teatro en el siglo XVIII (II)» en Víctor García de la (ed) Historia de la literatura española. Siglo XIX (I), Coordinado por Guillermo Carnero, Madrid, Espasa Calpe, 1997. DURÁN, Agustín, Discurso sobre el influjo que ha tenido la crítica moderna en la decadencia del teatro antiguo español, Málaga, Agora, 1994. DURÁN, Manuel y González – ECHEVARRÍA, Roberto, Calderón y la crítica. Historia y

Antología, Madrid, Gredos, 1976, 2 vols. EGIDO, Aurora, Fronteras de la poesía en el Barroco, Barcelona, Crítica, 1990. –, «La hidra bocal. Sobre la palabra poética en el Barroco» en Aurora Egido, Fronteras de la poesía del Barroco, Barcelona, Critica, 1990, pp.9-55. –, Cervantes y las puertas del sueño. Estudios sobre la Galatea, el Quijote y el Persiles, Barcelona, PPU, 1994. –, «La ‘circunstancia especial’ en la Agudeza» en Egido, Aurora, Las caras de la prudencia y Baltasar Gracián. Madrid, Castalia, 2000. –, «Voces y cosas. Claves para la poesía del Siglo de Oro» en AA.VV: Prosa y Poesía. Homenaje a Gonzalo Sobejano. Madrid, Gredos, 2001. EPALZA, Míkel de, Los moriscos antes y después de la expulsión, Madrid, Mapfre, 1992. ERAUSO ZABALETA, Tomás, Discurso crítico sobre el origen, calidad y estado de las Comedias de España contra el Dictamen que las supone corrompidas..., Madrid, Imprenta de Juan de Zúñiga, 1750. FERNÁNDEZ DE MORATÍN, Nicolás, Desengaño II al theatro español, sobre los autos sacramentales de Don Pedro Calderón de la Barca, Madrid, 1763. FERNÁNDEZ MOSQUERA, Santiago, ed., La poesía amorosa de Quevedo. Disposición y estilo desde Canta sola a Lisi, Madrid, Gredos, 1999. FERNÁNDEZ MOSQUERA, Santiago y Azaustre, Antonio, Índices de la poesía de Quevedo. Barcelona, PPU, 1993. FERRATER MORA, José, Diccionario de Filosofía, Barcelona, Ariel, 1994, vol. II. FERRERAS, Juan Ignacio, La estructura paródica del Quijote, Madrid, Taurus, 1982. FLORES ARROYUELO, F-J, Los últimos moriscos. Valle de Ricote,1614. Murcia, Academia Alfonso X el Sabio, 1989. FORNER, Juan Pablo, Oración apologética por la España y su mérito literario, Madrid, Publicaciones Españolas, 1956. FUENTES, Carlos, Cervantes o la crítica de la lectura, Alcalá, Centro de Estudios Cervantinos, 1994. FUMAROLI, Marc, L’ âge de l’eloquence. Paris, Albin Michel, 1980. GALLEGO MORELL, Antonio, ed., Garcilaso de la Vega y sus comentaristas, Madrid, Gredos, 1972. GARCÍA DE ARRIETA, Agustín, Apéndice del traductor sobre la Comedia Española en

García de Arrieta, Agustín (trad.) Principios filosóficos de la Literatura o curso razonado de Bellas letras y de Bellas artes. Obra escrita en francés por Mr.Batteux: traducida al castellano e ilustrada con varias observaciones críticas y sus correspondientes apéndices sobre la literatura española por Agustín García de Arrieta, Madrid, Imprenta de Sancha, 1979. GARCÍA CÁRCEL, Ricardo, «La historiografía sobre los moriscos españoles. Aproximación a un estado de la cuestión.», Estudis, 6, 1979, pp. 71-99. GARCÍA DE LA CONCHA, Víctor, «La officina poética de Garcilaso» en Víctor García de la Concha, ed., Garcilaso. Actas de la IV Academia literaria renacentista, Universidad de Salamanca, 1986, pp.83-108. GARCÍA BERRIO, Antonio, La formación de la teoría literaria moderna (2). Teoría poética del Siglo de Oro, Murcia, Universidad, 1980. GARCILASO DE LA VEGA, Cancionero. (Poesías Castellanas completas), Antonio Prieto, ed., Bruguera, Barcelona, 1982. –, Poesía Castellana Completa, Antonio Prieto ed., Madrid, Biblioteca Nueva, 1999. GENETTE, Gérad, Palimpsestos. La literatura en segundo grado, Madrid, Taurus, 1989. –, Fiction et diction, Paris, Seuil, 1991. GIES, David, «La polémica romántica en España: Agustín Duran» en Víctor García de la Concha (ed) Historia de la literatura española. Siglo XIX (I), Coordinado por Guillermo Carnero, Madrid, Espasa Calpe, 1997. GIL DE ZÁRATE, Antonio, Manual de literatura. Segunda Parte. Resumen Histórico de la Literatura Española, Madrid, Boix Editor, 1844. GRACIÁN, Baltasar, Arte de Ingenio (1642), ed. Emilio Blanco, Madrid, Cátedra, 1998. –, El Discreto (1946), Madrid Alianza, 1997. – , Agudeza y Arte de Ingenio (1648), ed. Evaristo Correa Calderón, Madrid, Castalia, 1969, 2 vols. GRASSI, Ernesto, Filosofía del Humanismo. Preeminencia de la palabra, Barcelona, Anthropos, 1993. GUILLÉN, Claudio, «Sátira y poética en Garcilaso», en Claudio Guillén, El primer siglo de Oro. Estudios sobre géneros y modelos, Barcelona, Critica, 1988. –, «El sol de los desterrados. Literatura y exilio» en Claudio Guillén, Múltiples moradas. Ensayo de Literatura comparada, Barcelona, Tusquets, 1998, pp.36-40. GUILLÉN, Jorge, Lenguaje y poesía, Madrid, Alianza, 1969.

GÜNTERT, G., «Lecturas. Capítulo LXIII de la Segunda Parte,» en ed. F. Rico, Don Quijote de la Mancha, Instituto Cervantes, Barcelona, Critica, 1998. HAZARD, Paul, Don Chichote du Cervantes.Étude et analyse.Paris, Mellottée, 2ª Ed. 1949. HERNÁNDEZ, Mario, «La polémica de los Autos Sacramentales en el siglo XVIII: la Ilustración frente al Barroco», Revista de Literatura, n º 84,1980. HERRERA, Fernando de, Anotaciones a la poesía de Garcilaso, ed. Inoria Pepe Sarno y José María Reyes, Madrid, Cátedra, 2001. HIDALGO-SERNA, Emilio, «Ingenium and Rhetoric in the work of Vives», en Philosophy and Rhetoric, 1983, pp. 228-241. –, «El pensamiento ingenioso de Baltasar Gracián», Barcelona, Anthropos, 1993. HJELMSLEV, Louis, Prolegómenos a una teoría del lenguaje, Madrid, Gredos, 1971. HOROZCO, Juan de, Emblemas morales, Segovia, Juan de la Cuesta, 1589. HUTCHEON, Linda, A Theory of Parody. The teachings of Twenthieth-Century Art Forms, Nueva York y Londres, Methuen, 1985. IGLESIAS, Luis, «Lectura de la Égloga I» en Víctor García de la Concha, ed., Garcilaso. Actas de la IV Academia Literaria Renacentista. Universidad de Salamanca 1986, pp. 61-82. JAMMES, Robert, La obra poética de D. Luis de Góngora. Madrid, Castalia, 1990. JIMÉNEZ LOZANO, José, Sobre judíos, moriscos y conversos, Valladolid, Ámbito Cultural, 1982. JAURALDE, Pou, Francisco de Quevedo (1580-1645), Madrid, Castalia, 1999. KRISTEVA, Julia, Seméiôtiké. Recherches pour un sémanalyse, París, Seuil, 1969. Hay versión española en Madrid, Espiral-Fudamentos, 1969. LAPESA, Rafael, Garcilaso. Estudios Completos. Madrid, Itsmo, 1985. LAUSBERG, Heinrich, Manual de Retórica Literaria, Madrid, Gredos, 1966. LÁZARO CARRETER, Fernando, «Sobre la dificultad conceptista» en Fernando Lázaro Carreter, Estilo barroco y personalidad creadora, Salamanca Anaya, 1966, pp. 11-60. –, «Originalidad del Buscón» en Fernando Lázaro Carreter, Estilo barroco y personalidad creadora. Salamanca, Anaya, 1966 pp. 109-142. –, «Quevedo entre el amor y la muerte: comentario de un soneto» en ed. Gonzalo Sobejano, Francisco de Quevedo. El escritor y la crítica, Madrid, Taurus, 1978, pp. 291-299.

–, «Quevedo, la invención por la palabra» en VV.AA, Homenaje a Quevedo. Academia Literaria Renacentista III. Universidad de Salamanca, 1982. –, «La Ode ad Florem Gnidi», de Garcilaso de la Vega», en ed. Víctor García de la Concha, Garcilaso. Academia Literaria Renacentista, IV, Universidad de Salamanca, 1986, pp.109-126. LEÓN, Fray Luis de, Poesías Completas. Obras propias en castellano y latín y traducciones e imitaciones latinas, griegas, bíblico-hebreas y romances, ed. Cristóbal Cuevas, Madrid, Castalia, 1998. –, Exposición del Libro de Job (1779), en P. Félix García ed., Obras Completas Castellanas de Fray Luis de León, Madrid, B.A.C, 1957, vol. II. LERNER, Isaías, «Quijote, Segunda parte. Parodia e Invención», N.R.F.H, nº XXXIII, 1990, pp. 817-836. LIDA, Raimundo, «Pablos de Segovia y su agudeza» en Gonzalo Sobejano, ed, Quevedo. El escritor y la crítica, Madrid, Taurus, 3ª ed., 1991, pp.203-217. LLORENS, Vicente, «Historia y ficción en el Quijote» (1963), en ed. G. Haley, El Quijote. Madrid, Taurus, 1980, pp. 253-26. López Bueno, Begoña, «De poesía lírica y poesía mélica: sobre el género ‘canción’ en Fernando de Herrera» en F. Cerda, ed., Hommage à Robert Jammes, Toulouse, Presse Universitaires du Mirail, 1994, pp.721-738. –, «Las Anotaciones y los géneros poéticos» en Grupo P.A.S.O: Las «Anotaciones» de Fernando de Herrera. Doce Estudios (IV Encuentros Internacionales Sobre Poesía del Siglo de Oro). Sevilla, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 1997, pp. 183-200. LÓPEZ POZA, Sagrario, «La cultura de Quevedo: cala y cata» Fernández Mosquera, Santiago, ed., La poesía amorosa de Quevedo. Disposición y estilo desde Canta sola a Lisi, Madrid, Gredos, 1999, pp. 69-104. –, «Quevedo, humanista cristiano» en eds. Lía Schwartz y Antonio Carreira, Quevedo a nueva luz: escritura y política. Universidad de Málaga, 1997, pp.59-8. LOTMAN, Iuri y otros: Tesi sullo studio semiotico della cultura. Parma, Pratiche Ed, 1980. LOTMAN, Iuri, “The Content and Structure of The Concept of Literature”, P.T.L, nº 1, 1976. LUZÁN, Ignacio, La Poética. Reglas de la poesía en general y de sus principales especies, ed. Sebold, Barcelona, Labor, 1977. MÁRQUEZ VILLANUEVA, F., Personajes y temas del Quijote. Madrid, Taurus, 1975.

–, El problema morisco.(Desde otras laderas), Madrid, Ediciones Libertarias, 1991 MARTÍNEZ BONATI, F, «La estructura lógica de la literatura» (1978). Regogido en La ficción narrativa. (Su lógica y ontología), Murcia, Universidad, 1992. MAS, Amédée, La caricature de la femme, du mariage et de l’amour dans l’oeuvre de Quevedo, París, Ediciones Hispanoamericanas, 1957. MENÉNDEZ PELAYO, Marcelino, «Calderón y su teatro» (1881), en Estudios y Discursos de Critica Histórica y Literaria. Vol. III. Edición Nacional de las Obras Completas. Madrid, 1941a. –, «Edad de Oro del teatro» (1910), en Estudios y Discursos de Critica Histórica y Literaria. Vol. III. Edición Nacional de las Obras Completas. Madrid, 1941b. –, Historia de las Ideas Estéticas en España, Madrid, CSIC, 1974. MERINO JEREZ, Luis, La pedagogía en la Retórica del Brocense. (Los principios pedagógicos del Humanismo renacentista (natura ars y exercitatio) en la Retórica del Brocense (memoria, methodus, y analysis), Cáceres, Institución Cultural El Brocense y Universidad de Extremadura, 1992. MORROS, Bienvenido, «Prólogo» en Garcilaso de la Vega: Obra poética y textos en prosa, Barcelona, Crítica, 1995, pp. 65 y 66. –, «Las fuentes y su uso en las Anotaciones a Garcilaso» en Begoña López Bueno, ed., Las «Anotaciones» de Fernando de Herrera. Doce estudios, Universidad de Sevilla, 1997, pp. 37-89. NASARRE, Blas A., Disertación o Prólogo sobre las Comedias de España, ed. Jesús Cañas Murillo, Universidad de Extremadura, Cáceres, 1992 NEUSCHÄFER, Hans-Jörg, Der Sinn der Parodie im don Quijote. Heidelberg, Karl Winter Universitätverlag, 1963. NIDER, Valentina, «El diseño retórico de la prosa religiosa de Quevedo» en Fernández Mosquera, Santiago, ed., La poesía amorosa de Quevedo. Disposición y estilo desde Canta sola a Lisi, Madrid, Gredos, 1999, pp.207-224. NOLTING-HAUFF, Ilse, Visión, sátira y agudeza en los sueños de Quevedo, Madrid, Gredos, 1974. OLIVARES, Julián, The Love Poetry of Francisco de Quevedo, Cambridge, Cambridge University Press, 1983. ONG, Walter, J., Ramus. Method and The Decay of Dialogue, Cambridge, Harvard University Press, 1958. PARKER, Alexander, «La ‘Agudeza’ en algunos sonetos de Quevedo. Contribución al

estudio del Conceptismo.» (1952) en ed. Gonzalo Sobejano, Francisco de Quevedo. Madrid, Taurus, 1991 (4ª ed.), pp.44-57. PERCAS DE PONSETTI, Helena, Cervantes y su concepto del arte, Madrid, Gredos, 2 vols, 1975. POZUELO YVANCOS, José Mª, El lenguaje poético de la lírica amorosa de Quevedo. Universidad de Murcia, Secretariado de Publicaciones, 1979. –, Del Formalismo a la Neorretórica. Madrid, Taurus, 1988. –, «Lirica e finzione (In margine a Ch.Batteux)», en Strumenti Critici, 1991, XV, 1, pp. 6393. –, «El canon literario y el teatro áureo en la Historia Crítica de la literatura española de José Amador de los Ríos», en E. García Santo-Tomás, ed., El teatro del siglo de Oro ante los espacios de la crítica. Encuentros y revisiones. Frankfurt-Madrid, VervuertIberoamericana, 2002, pp. 335-353. POZUELO YVANCOS, José Mª – ARADRA SÁNCHEZ, Rosa: Teoría del canon y literatura española, Madrid, Cátedra, 2000. PORTOLÉS LÁZARO, José, «El conector argumentativo ‘pues’», en Dicenda, 8, 1989, pp.117-13. –, «La distinción entre los conectores y otros marcadores del discurso en español», en Verba, 20, 1993, pp.141-170. PRIOR GARCÍA, Juan José., La retórica del docere: inventio y dispositio en la teoría lógicoretórica del humanismo español del S. XVI, Universidad de Murcia, Murcia, 1994. PUEO, Juan Carlos, Los reflejos en juego. Una teoría de la Parodia, Valencia, Tirant Lo Blanch, 2002. QUEVEDO, Francisco de, Obras completas… Obras en verso, ed. Luis Astrana Marín, Madrid, Aguilar, 1952. – , Obras Completas. Tomo I. Obras en prosa , ed. Felicidad Buendía, Madrid, Aguilar, 1966. –, Poesía Original, ed. José Manuel Blecua, Barcelona, Planeta, 1968 (2ª Edición). –, Obra Poética, ed. José Manuel Blecua, Madrid, Castalia, 1969, vols. I-IV. –, Poesía moral. Polimnia, ed. Alfonso Rey, Londres, Támesis, 1992. –, Sueños y Discursos, ed. James O. Crosby, Madrid, Castalia, 1993. QUINTILIANO, Institutiones Oratoriae, ed. H. Butler, Cambridge, Harvard University

Press, 1962. –, Institutio Oratoria, ed. J. Cousin, 7 vols. Paris, Les Belles Lettres, 1976-1980. –, Instituciones oratorias, trad. Rodríguez y Sandier, Madrid, Viuda de Hernando, 1887 (2 vols.). REDONDO, Agustín, «El Quijote y la tradición carnavalesca» en Anthropos, XCVIII-XCIX, 1989, pp. 93-98. –, Otra manera de leer el Quijote, Madrid, Castalia, 1997. REGALADO, Antonio, Calderón. Los orígenes de la modernidad en la España del Siglo de Oro. Barcelona, Destino, 1995, 2 vols. REGLÁ, Joan, Estudios sobre los moriscos. Valencia, Universidad, 1971. REY, Alfonso, Poesía moral. Polimnia. Londres, Támesis, 1992. –, Quevedo y la poesía moral española, Madrid, Castalia, 1995. RICO GARCÍA, José Manuel, La perfecta idea de la altísima poesía. Las ideas estéticas de Juan de Jáuregui. Diputación de Sevilla, 2001. RILEY, Edward C., Introducción al Quijote, Barcelona, Crítica, 1992. –, La rara invención. Estudios sobre Cervantes y su posteridad literaria. Barcelona, Critica, 2001. RIQUER, Martin de, Para leer a Cervantes. Barcelona, El Acantilado, 2003. RODRÍGUEZ-SÁNCHEZ DE LEÓN, Mª José, «El teatro español del siglo de oro y la preceptiva poética del siglo XIX», Cuadernos de Teatro Clásico, 5, 1990. ROSSI, Giuseppe Cario, «Calderón en la polémica del XVIII sobre los autos sacramentales» y «Calderón en la crítica española del siglo XVIII» en Rossi, Giuseppe Cario, Estudios sobre las letras en el siglo XVIII, Madrid, Gredos, 1967. SAINZ RODRÍGUEZ, Pedro, Historia de la crítica literaria en España, Madrid, Taurus, 1989. SÁNCHEZ DE LAS BROZAS, De arte dicendi (1958) en Escritos Retóricos, ed. E. Sánchez Salor y C. Chaparro, Cáceres, Institución Cultural «El Brocense», 1984. SEBOLD, Russell, «Contra los mitos antineoclásicos españoles» en Sebold, Russell, El rapto de la mente, Madrid, Editora Nacional, 1970. SEGRE, Cesare, Las estructuras y el tiempo, Barcelona, Planeta, 1976. SENABRE, Ricardo, «La creación de un mito cultural: el teatro nacional español» en Mitos, vol. 1, Tropica, Zaragoza, 1998.

SERÉS, Guillermo, «El concepto de Fantasía desde la estética clásica a la dieciochesca», Anales de Literatura Española, 10, 1994, pp.207-236. SCHLEGEL, Federico, Historia de la literatura antigua y moderna, tomo I, cap.VII, librería de Oliveres y Gavarrós, Barcelona, 1843. SCHWARTZ, Lía, Metáfora y sátira en la obra de Quevedo, Madrid, Taurus, 1984 a. –, Quevedo: discurso y representación, Pamplona, EUNSA, 1984 b. SCHWARTZ, Lía y ARELLANO, Ignacio, Francisco de Quevedo, Un Heráclito Cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas, Barcelona, Crítica, 1998. SHAW, Donald Leslie, «Introducción» a su edición Agustín Durán : Discurso sobre el influjo que ha tenido la crítica moderna en la decadencia del teatro antiguo español, Málaga, Agora, 1994. SMITH, Paul Julian, Quevedo on Parnassus, Londres, The Modern Research Association, 1987. SOBEJANO, Gonzalo ed., Quevedo. El escritor y la crítica, Madrid, Taurus, 3ª ed., 1991. SPITZER, Leo, «El arte de Quevedo en El Buscón» en Gonzalo Sobejano, ed, Quevedo. El escritor y la crítica, Madrid, Taurus, 3ª ed., 1991, pp. 123-184. TICKNOR, George, Historia de la literatura española (1849), Buenos Aires, Bajel, 1948, vol. II. TÚA BLESA (ed.), Mitos, col. Tropica, nº 4, Anejos de Tropelías, Zaragoza, 1998. VALDÉS, Juan de, Diálogo de la lengua, ed. J. M. Lope Blanch, Madrid, Castalia, 198. VILANOVA, Antonio, Las fuentes y los temas del «Polifemo» de Góngora, Madrid, C.S.I.C, 1957 (2 vols.). VIVES, Juan Luis, De las Disciplinas en Vives, Obras Completas, ed. L. Ruber, Madrid Aguilar, 1948, Tomo II, pp. 448-45. WALTERS, David Gareth, Francisco de Quevedo, Love Poet. Cardiff, University of Wales, 1985.