La Invencion De Los Derechos Humanos

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LYNN HUNT LA INVENCIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS Traducción de Jordi Beltrán Ferrer

76 T LE MP O

D E M tM O R ! A

TUSlJUETS ED ITO R ES

1.a edición: octubre de 2009

© 2007 by Lynn Hunt

© de la traducción: Jordi Beltrán Ferrer, 2009 Diseño de la colección: Lluís Clotet y Ramón Ubeda Diseño de la cubierta: Estudio Ubeda Reservados todos los derechos de esta edición para Tusquets Editores, S.A. - Cesare Cantü, 8 - 08023 Barcelona www.tusquetseditores.com ISBN: 978-84-8383-185-4 Depósito legal: B. 30.616-2009 Fotocomposición: Pacmer, S.A. - Alcolea, 106-108, 1.° - 08014 Barcelona Impresión: Limpergraf, S.L. - Mogoda, 29-31 - 08210 Barbera del Valles Encuademación: Reinbook Impreso en España

índice

A gradecim ientos.......................................... .........................

11

Introducción: «Sostenemos como evidentes estas verdades»......................................................................... 13 1. «Torrentes de emoción». Leer novelas e imaginar la ig u ald ad ................................................. ........................ 35 2. «Hueso de sus huesos». Abolir la tortura.................... 71 3. «Han dado un gran ejemplo». Declarar derechos . . 115 4. «No tendrá fin». Las consecuencias de declarar.. .149 5. «El apagado poder del humanitarismo» Por qué fracasaron los derechos humanos pero a la larga acabaron triunfando.............................. 181 Documentos. Tres declaraciones:1776, 1789, 1948 . . . 221 Apéndices

N o ta s ................................................................................................... 245 índice onom ástico............................................................................ 283 Perm isos.............................................................................................. 287

[Figuras

37, 45, 73, 75, 81, 87, 89, 93, 97, 101, 201]

A Lee y Jane, hermanas, amigas, inspiradoras

Mientras escribía este libro me beneficié de las incontables sugerencias que me hicieron amigos, colegas y participantes en diversos seminarios y conferencias. Ninguna expresión de grati­ tud podría pagar las deudas que he tenido la buena fortuna de contraer; tan sólo espero que algunos reconozcan su aportación en ciertos pasajes o notas a pie de página. Al pronunciar las Con­ ferencias Patten en la Universidad de Indiana, las Merle Curti en la Universidad de Wisconsin, Madison, y las James W. Richard en la Universidad de Virginia, disfruté de inestimables oportuni­ dades de poner a prueba mis ideas preliminares. También ob­ tuve opiniones excelentes de mis oyentes en el Camino College; el Carleton College; el Centro de Investigación y Docencia Eco­ nómicas de Ciudad de México; la Universidad de Fordham; el Institute of Historical Research, Universidad de Londres, Lewis & Clark College; el Pomona College; la Universidad de Stanford; la Universidad de Texas A&M; la Universidad de París; la Univer­ sidad del Ulster, Coleraine; la Universidad de Washington, Seattle; y mi propia institución, la UCLA [University of California at Los Angeles], Mis investigaciones fueron financiadas en su ma­ yor parte por la Eugen Weber Chair in Modern European History, de la UCLA, y se vieron facilitadas en gran medida por tener a mi disposición los volúmenes verdaderamente excepcio­ nales que atesoran las bibliotecas de la UCLA. La mayoría de la gente piensa que, en la lista de prioridades

de los profesores universitarios, la enseñanza viene después de la investigación; sin embargo, la idea de este libro tuvo su origen en una colección de documentos que edité y traduje con el fin de enseñar a estudiantes universitarios: The French Revolution and Hu­ man Rights: A Brief Documentary History (Bedford/St. Martin’s Press, Boston y Nueva York, 1996). Una beca de la National Endowment for the Humanities me ayudó a concluir ese proyecto. Antes de escribir el presente libro, publiqué un breve bosquejo, «The Paradoxical Origins of Human Rights», en Jeffrey N. Wasserstrom, Lynn Hunt y Marilyn B. Young (eds.), Human Rights and Revolutions (Rowman & Littlefield, Lanham, Maryland, 2000, págs. 3-17). Algunos de los argumentos del capítulo 2 se for­ mularon de manera diferente en «Le Corps au xvme siécle: les origines des droits de l’homme», Diogéne 203 (julio-septiembre de 2003, págs. 49-67). Desde la idea hasta la ejecución final, el camino es largo y a veces difícil, al menos en mi caso, pero la ayuda de las perso­ nas allegadas y queridas permite recorrerlo. Joyce Appleby y Suzanne Desan leyeron los borradores de mis tres primeros capí­ tulos y me hicieron sugerencias maravillosas para mejorarlos. Mi editora en W.W. Norton, Amy Cherry, prestó a la forma y la ar­ gumentación el tipo de atención detenida que la mayoría de los autores sólo conocen en sueños. Sin Margaret Jacob no hubie­ se escrito este libro. Seguí adelante gracias a su entusiasmo por escribir e investigar, a su valentía para aventurarse en campos nuevos y controvertidos y, en no poca medida, a su capacidad de dejarlo todo para preparar una cena exquisita. Sabe lo mu­ cho que le debo. Mi padre murió cuando yo estaba escribiendo el libro, pero todavía puedo oír sus palabras de aliento y apoyo. Dedico el libro a mis hermanas Lee y Jane como muestra de re­ conocimiento, por más que resulte insuficiente, de todo lo que hemos compartido durante tantos años. Ellas me dieron mis pri­ meras lecciones de derechos, resolución de conflictos y amor.

Introducción «Sostenemos como evidentes estas verdades»

En ocasiones, reescribir bajo presión da grandes resultados. En su primer borrador de la Declaración de Independencia de Estados Unidos, preparada a mediados de junio de 1776, Tho­ mas Jefferson escribió: «Sostenemos como sagradas e innegables estas verdades: que todos los hombres son creados iguales e in­ dependientes [sic], que de esa creación igual reciben derechos inherentes e inalienables, entre los cuales están la preservación de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Gracias en gran parte a las revisiones que hizo él mismo, la frase de Jeffer­ son pronto se sacudió de encima los corsés para adoptar un tono más claro y vibrante: «Sostenemos como evidentes estas verda­ des: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre és­ tos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Con esta sola frase, Jefferson convirtió un documento sobre agravios políticos típico del siglo XVlll en una duradera proclamación de los derechos humanos.1 Trece años más tarde, Jefferson se encontraba en París cuan­ do los franceses comenzaron a pensar en redactar una declara­ ción de sus derechos. En enero de 1789 -varios meses antes de la toma de la Bastilla-, el marqués de La Fayette, amigo de Jef­ ferson y veterano de la guerra de Independencia.de Estados Uni­ dos, preparó el borrador de una declaración francesa, muy pro­ bablemente con la ayuda del propio Jefferson. Cuando la Bastilla

cayó el 14 de julio y la Revolución francesa empezó en serio, la demanda de una declaración oficial cobró impulso. Pese a los esfuerzos de La Fayette, finalmente no sería una sola persona quien diera forma al documento, a diferencia de lo ocurrido con el borrador que redactó Jefferson para el Congreso norteameri­ cano. El 20 de agosto, la recién creada Asamblea Nacional em­ prendió el debate sobre los 24 artículos redactados por un en­ gorroso comité de 40 diputados. Tras seis días de discusiones tumultuosas y un sinfín de enmiendas, tan sólo se habían apro­ bado 17 artículos. Agotados por las disputas continuas, y ante la necesidad de ocuparse de otros asuntos apremiantes, el 27 de agosto de 1789 los diputados votaron a favor de suspender el debate y adoptaron provisionalmente los artículos ya aprobados, con el título de Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. El documento redactado tan a la desesperada era maravillo­ so por su alcance y sencillez. Sin mencionar ni una sola vez al rey, a la nobleza o a la Iglesia, declaraba que los «derechos na­ turales, inalienables y sagrados del hombre» eran el fundamen­ to de toda forma de gobierno. Confería la soberanía a la nación, en vez de al rey, y declaraba que todo el mundo era igual ante la ley, con lo cual brindaba oportunidades al talento y al méri­ to y eliminaba implícitamente todos los privilegios basados en la cuna. Más sorprendente que cualquier garantía, sin embargo, era la universalidad de sus afirmaciones. Las referencias a «los hombres», «el hombre», «cada hombre», «todo hombre», «todos los ciudadanos», «todo ciudadano», «la sociedad» y «toda socie­ dad» empequeñecían la referencia al pueblo francés. Como consecuencia, su publicación impulsó inmediatamen­ te a la opinión mundial a posicionarse a favor o en contra de ta­ les derechos. En un sermón pronunciado en Londres el 4 de noviembre de 1789, Richard Price, que era amigo de Benjamín Franklin y a menudo se mostraba crítico con el gobierno inglés, se deshizo en elogios de los nuevos derechos del hombre. «He

vivido lo suficiente para ver cómo los derechos de los hombres son comprendidos mejor que nunca, y cómo suspiran por la li­ bertad naciones que parecían haber perdido el concepto de ella.» Escandalizado por el entusiasmo ingenuo de Price ante las «abstracciones metafísicas» de los franceses, el conocido ensayista y diputado Edmund Burke se apresuró a escribir una respuesta airada. En su panfleto Reflexiones sobre la Revolución Francesa (1790), que fue considerado enseguida como el texto fundacional del conservadurismo, Burke rugía de este modo: No somos ni convertidos de Rousseau, ni discípulos de Voltaire. Sabemos que nosotros no hemos descubierto nada y pensamos que nada hay que descubrir en moral [...]. En Inglaterra aún no hemos sido completamente vaciados de nuestras naturales entra­ ñas [...]. No hemos sido preparados y arreglados para que se nos llene después como pájaros disecados en un museo, con paja, tra­ pos y con miserables pedazos de papel sucio que traten de los de­ rechos del hombre.

Price y Burke habían coincidido en sus opiniones sobre la Revolución norteamericana; ambos la apoyaron. Pero la Revo­ lución francesa exigía poner toda la carne en el asador, y pron­ to se abrió un frente de batalla: ¿se trataba de los albores de una nueva era de libertad basada en la razón, o bien del principio de un descenso imparable a la anarquía y la violencia?2 Durante casi dos siglos, y a pesar de la polémica provocada por la Revolución francesa, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano simbolizó la promesa de unos dere­ chos humanos universales. En 1948, cuando las Naciones Uni­ das adoptaron la Declaración Universal de Derechos Humanos, el artículo 1 decía: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos». En 1789, el artículo 1 de la De­ claración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano ya ha­ bía proclamado: «Los hombres nacen y permanecen libres e

iguales en derechos». Aunque las diferencias en la terminología son significativas, las resonancias entre ambos documentos re­ sultan incontestables. Los orígenes de los documentos no dicen necesariamente nada importante acerca de sus consecuencias. ¿Importa real­ mente que el borrador de Jefferson fuera objeto de 86 altera­ ciones, realizadas por él mismo, el Comité de los Cinco o el Congreso? Es evidente que Jefferson y Adams opinaban que sí, toda vez que en la década de 1820, la última de sus largas y azarosas vidas, seguían discutiendo sobre lo que cada uno de ellos había aportado al documento. Sin embargo, la Declara­ ción de Independencia no tenía carácter constitucional. Era ape­ nas una declaración de intenciones, y tuvieron que transcurrir quince años para que los estados ratificaran finalmente una Car­ ta de Derechos muy distinta, en 1791. En Francia, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que afirmaba salvaguardar las libertades individuales, no impidió la aparición de un gobierno francés que reprimió los derechos (en el perio­ do conocido como el Terror), y futuras constituciones france­ sas -hubo muchas- formularon declaraciones diferentes o pres­ cindieron por completo de ellas. Más inquietante aún resultó el hecho de que, en realidad, aquellos que a finales del siglo xvm habían declarado con tanta seguridad que los derechos eran universales tenían en mente algo mucho menos exhaustivo. No nos sorprende que considerasen a los niños, los locos, los presos o los extranjeros como incapa­ ces o indignos de participar plenamente en el proceso político, porque nosotros hacemos lo mismo. Pero también excluyeron a quienes no tenían propiedades, a los esclavos, a los negros li­ bres, a las minorías religiosas en algunos casos y, siempre y en todas partes, a las mujeres. Recientemente, estas limitaciones a la expresión «todo hombre» han suscitado muchos comentarios, y algunos estudiosos han llegado a preguntarse si tales declara­ ciones de derechos tenían un sentido emancipador real. Sus fun­

dadores, artífices y declarantes han sido tachados de elitistas, ra­ cistas y misóginos, por su incapacidad de considerar a todas las personas verdaderamente iguales en derechos. No deberíamos olvidar las restricciones impuestas a los de­ rechos por determinados hombres del siglo xvm, pero detener­ nos ahí y felicitarnos por nuestros «progresos» relativos signi­ ficaría no haber entendido lo más importante. ¿Cómo estoí hombres, que vivían en sociedades edificadas sobre la esclavi­ tud, la subordinación y la sumisión aparentemente natural, pu­ dieron en algún momento considerar como iguales a otros hom­ bres que no se les parecían en nada y, en algunos casos, inclusc a las mujeres? ¿De qué modo se convirtió la igualdad de dere­ chos en una verdad «evidente» en lugares tan insólitos? Es asom­ broso que hombres como Jefferson, propietario de esclavos, y La Fayette, un aristócrata, pudieran hablar como lo hicieron de los derechos evidentes e inalienables de todos los hombres. Si pudiéramos entender cómo sucedió, estaríamos en mejor dispo­ sición para comprender lo que significan para nosotros los de­ rechos humanos hoy en día.

La paradoja de la evidencia A pesar de sus diferencias terminológicas, las dos declaracio­ nes del siglo xvm se basaban en una pretensión de evidencia. Jefferson lo indicó de forma explícita cuando escribió: «Soste­ nemos como evidentes estas verdades». La declaración francesa afirmaba categóricamente que «la ignorancia, el olvido o el me­ nosprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y de la corrupción de los gobiernos». En 1948 no era mucho lo que había cambiado' en este sentido, si bien es cierto que la Declaración de las Naciones Unidas adop­ tó un tono más legalista: «Considerando [whereas] que la liber­

tad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el recono­ cimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana; [...]». Con todo, también esto constituía una pretensión de eviden­ cia, porque, en inglés, whereas significa literalmente «siendo el hecho que» [it being thefact that]. Dicho de otro modo, emplear el término inglés «whereas» es simplemente una manera legalis­ ta de aseverar algo básico que se acepta como cierto, algo que es evidente."' Esta pretensión de evidencia, que resulta crucial para los de­ rechos humanos incluso hoy en día, da origen a una paradoja: si la igualdad de derechos es tan evidente, ¿por qué tuvo que hacerse esta aserción, y por qué se hizo solamente en momen­ tos y lugares específicos? ¿Cómo pueden los derechos humanos ser universales si no se reconocen universalmente? ¿Nos conten­ taremos con las explicaciones que dieron quienes formularon la declaración de 1948, en el sentido de que «estamos de acuerdo acerca de los derechos, pero a condición de que nadie nos pre­ gunte por qué»? ¿Pueden ser «evidentes», cuando los estudiosos llevan más de doscientos años discutiendo sobre lo que quiso decir Jefferson con esta palabra? El debate continuará eterna­ mente, porque Jefferson nunca sintió la necesidad de explicarse. Nadie del Comité de los Cinco ni del Congreso quiso revisar esta afirmación, aun cuando muchas otras secciones de la versión preliminar de Jefferson sí fueron modificadas. Al parecer, esta­ ban de acuerdo con él. Además, si Jefferson se hubiera explicado, la evidencia de la aserción se habría evaporado. Una aserción que necesita discutirse no es evidente.3 Creo que la pretensión de evidencia es decisiva para la his­ toria de los derechos humanos, y el objeto de este libro es ex* La argumentación de la autora sobre whereas no puede aplicarse a la tra­ ducción que de ella se ha impuesto en la versión castellana de la Declaración de las Naciones Unidas reproducida en el apéndice, «considerando», que sig­ nifica «juzgando», «estimando que». (N. del T.)

plicar cómo llegó a ser tan convincente en el siglo xvm. Afor­ tunadamente, también permite centrar una historia que tiende a ser muy difusa. Los derechos humanos son tan ubicuos en la actualidad que parecen requerir una historia igualmente exten­ sa. Las ideas griegas sobre la persona individual, las nociones romanas de la ley y el derecho, las doctrinas cristianas del alma...; existe el riesgo de que la historia de los derechos hu­ manos se convierta en la historia de la civilización occidental, o incluso, como sucede a veces, en la historia del mundo ente­ ro. ¿Acaso la antigua Babilonia, el hinduismo, el budismo o el islam no hicieron también sus aportaciones? ¿Cómo se explica entonces la súbita cristalización de las aserciones sobre los de­ rechos humanos a finales del siglo xvm? Los derechos humanos precisan de tres cualidades entrela­ zadas: los derechos deben ser naturales (inherentes a los seres hu­ manos), iguales (los mismos para todos) y universales (válidos en todas partes). Para que los derechos sean derechos humanos, to­ dos los seres humanos de todo el mundo deben poseerlos por igual y sólo por su condición de seres humanos. Resultó más fácil aceptar el carácter natural de los derechos que su igualdad o su universalidad. En muchos sentidos, seguimos bregando con las consecuencias implícitas de la exigencia de igualdad y uni­ versalidad de los derechos. ¿A qué edad tiene alguien derecho a participar plenamente en política? ¿Los inmigrantes -los no ciu­ dadanos- también tienen derechos? Y, en ese caso, ¿cuáles? Sin embargo, ni siquiera la naturalidad, la igualdad y la uni­ versalidad son suficientes. Los derechos humanos sólo cobran sentido cuando adquieren contenido político. No son los dere­ chos de los seres humanos en la naturaleza; son los derechos de los seres humanos en sociedad. No son tan sólo derechos hu­ manos en contraposición a derechos divinos, o derechos huma­ nos en contraposición a derechos de los animales; son los dere­ chos de los seres humanos en relación con sus semejantes. Son, por tanto, derechos garantizados en el mundo político secular

(aunque los llamen «sagrados»), y son derechos que requieren la participación activa de quienes los poseen. La igualdad, la universalidad y la naturalidad de los derechos adquirieron por primera vez expresión política directa en la De­ claración de Independencia de Estados Unidos de 1776 y en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano fran­ cesa de 1789. Aunque la Declaración de Derechos inglesa de 1689 hacía referencia a los «antiguos derechos y libertades» estableci­ dos por la ley inglesa y derivados de la historia de Inglaterra, no declaró la igualdad, la universalidad ni la naturalidad de los de­ rechos. Por el contrario, la Declaración de Independencia de Es­ tados Unidos insistía en que «todos los hombres son creados iguales» y en que todos ellos poseen «derechos inalienables». De forma parecida, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano proclamó que «los hombres nacen y permanecen li­ bres e iguales en derechos». No los hombres franceses, no los hombres blancos, no los hombres católicos, sino «los hombres», expresión que por aquel entonces, como ahora, significaba no sólo «los varones» sino también «las personas», es decir, «los miembros de la raza humana». Dicho de otro modo, en algún momento entre 1689 y 1776, derechos que habían sido conside­ rados casi siempre como los derechos de una gente determinada -los ingleses nacidos libres, por ejemplo- se transformaron en de­ rechos humanos, derechos naturales universales, lo que los fran­ ceses llamaron «les droits de l’homme» («los derechos del hombre»).4

Derechos humanos y «los derechos del hombre» Una breve incursión en la historia de las palabras ayudará a datar la aparición de los derechos humanos. En el siglo xvm, la gente no solía utilizar la expresión «derechos humanos», y cuan­ do lo hacía se refería habitualmente a algo distinto de lo que

queremos decir nosotros. Antes de 1789, Jefferson, por ejemplo, hablaba con frecuencia de «derechos naturales». No empezó a uti­ lizar la expresión «derechos del hombre» hasta después de 1789. Cuando empleaba «derechos humanos», se refería a algo más pa­ sivo y menos político que los derechos naturales o los derechos del hombre. En 1806, por ejemplo, utilizó la expresión para re­ ferirse a los males del tráfico de esclavos: Os felicito, conciudadanos, por la proximidad del periodo en el cual podréis interponer vuestra autoridad constitucionalmente, para impedir que los ciudadanos de Estados Unidos sigan parti­ cipando en las violaciones de los derechos humanos que se han prolongado durante tanto tiempo a costa de los inocentes habi­ tantes de África, y que la moral, la reputación y los mejores inte­ reses de nuestro país ansian proscribir desde hace mucho tiempo.

Cuando sostenía que los africanos gozaban de derechos hu­ manos, Jefferson no se refería implícitamente a los esclavos afroamericanos. Los derechos humanos, según la definición de Jefferson, no permitían a los africanos -y mucho menos a los afroamericanos- actuar por cuenta propia.5 En el transcurso del siglo xvill, en inglés y en francés, «dere­ chos humanos», «derechos del género humano» y «derechos de la humanidad» resultaron ser expresiones demasiado generales para aplicarse directamente a la política. Todas ellas se referían a lo que distinguía a los seres humanos de lo divino en un extre­ mo de la escala y de los animales en el otro, más que a derechos políticos como la libertad de expresión o el derecho a participar en política. Así, en 1734, en una de las primeras ocasiones en que se empleaba la expresión «derechos de la humanidad» en francés, el mordaz crítico literario Nicolás Lenglet-Dufresnoy, él mismo sacerdote católico, satirizó a «aquellos inimitables monjes del si­ glo VI que renunciaban tan completamente a todos “los derechos de la humanidad”, que pacían cual animales y corrían por ahí to­

talmente desnudos». De forma parecida, en 1756 Voltaire pro­ clamó en tono de burla que Persia era la monarquía en la que más se disfrutaba de los «derechos de la humanidad», ya que los persas tenían los mayores «recursos contra el aburrimiento». La expresión «derecho humano» apareció por primera vez en fran­ cés en 1763, con el significado de algo así como «derecho natu­ ral»; sin embargo, no acabó de cuajar, a pesar de que Voltaire la utilizase en su muy influyente Tratado sobre la tolerancia.6 Mientras que los anglohablantes continuaron prefiriendo la expresión «derechos naturales» -o sencillamente «derechos»- du­ rante todo el siglo XVlll, los franceses inventaron otra en la déca­ da de 1760: «derechos del hombre» («droits de l’homme»). El origen de la expresión «derecho(s) natural(es)», o «ley natural» -«droit naturel» posee ambos significados en francés-, se remontaba a cientos de años atrás, y quizá por eso poseía demasiadas acep­ ciones. A veces se refería simplemente al hecho de ajustarse al orden tradicional. Así, por ejemplo, el obispo Bossuet, portavoz de la monarquía absoluta de Luis XIV, empleaba «derecho natu­ ral» cuando describía la entrada de Jesucristo en el cielo («entró en el cielo por su propio derecho natural»).7 «Derechos del hombre» pasó a ser de uso corriente en fran­ cés después de que Jean-Jacques Rousseau utilizase la expresión en 1762 en Del contrato social, aunque no la definió y aunque -o tal vez porque- la situó al lado de «derechos de la humanidad», «derechos del ciudadano» y «derechos de soberanía». Sea como fuere, en junio de 1763 «derechos del hombre» ya se había con­ vertido en una expresión común, de acuerdo con una hoja in­ formativa clandestina: [...] los actores de la Comédie Frangaise interpretaron hoy, por vez primera, Manco [una obra de teatro sobre los incas del Perú], de la cual hablamos anteriormente. Es una de las tragedias peor construidas. Hay en ella un papel para un salvaje que podría ser muy hermoso; recita en verso todo lo que hemos oído de forma

dispersa sobre los reyes, la libertad, los derechos del hombre, en el Discurso sobre el origen y losfundamentos de la desigualdad entre los hombres, en el Emilio, en Del contrato social.

En realidad, la obra no utiliza exactamente la expresión «los derechos del hombre», sino otra afín, «derechos de nuestro ser», pero está claro que ya formaba parte del vocabulario de los in­ telectuales, y, de hecho, se asociaba directamente con las obras de Rousseau. Otros escritores de la Ilustración, como el barón D’Holbach, Raynal y Mercier, la recogieron posteriormente, en las décadas de 1770 y 1780.8 Antes de 1789, la expresión «derechos del hombre» apenas tuvo eco en la lengua inglesa. Pero la Revolución norteamerica­ na empujó al marqués de Condorcet, paladín de la Ilustración francesa, a acometer por vez primera la definición de «los dere­ chos del hombre», que, a su modo de ver, incluían la seguridad de la persona, la seguridad de la propiedad, la imparcialidad de la justicia y el derecho a participar en la formulación de las le­ yes. En su ensayo Influencia de la revolución en América sobre Euro­ pa (1786), Condorcet vinculó explícitamente los derechos del hombre a la Revolución norteamericana: «El espectáculo de un gran pueblo, donde los derechos del hombre son respetados, es útil para todos los demás, a pesar de las diferencias de clima, costumbres y constituciones». Asimismo, proclamó que la De­ claración de Independencia de Estados Unidos era nada menos que «una exposición sublime y sencilla de estos derechos que, siendo tan sagrados, han sido olvidados durante tanto tiempo». En enero de 1789, Emmanuel-Joseph Sieyés incluyó la expresión «derechos del hombre» en su incendiario panfleto contra la no­ bleza titulado ¿Qué es el Tercer Estado ? El borrador de la declara­ ción de derechos que La Fayette preparó en enero de 1789 alu­ día explícitamente a «los derechos del hombre»,'al igual que el borrador que, también a comienzos de 1789, escribió Condor­ cet. A partir de la primavera de 1789 -esto es, antes incluso de

la toma de la Bastilla, el 14 de julio-, en los círculos políticos franceses se habló mucho de la necesidad de una declaración de los «derechos del hombre».9 Cuando el lenguaje de los derechos humanos empezó a ser utilizado, en la segunda mitad del siglo xvm, no hubo una de­ finición explícita de tales derechos. Rousseau no dio ninguna explicación al mencionar los «derechos del hombre». El jurista inglés William Blackstone los definió como «la libertad natural del género humano», esto es, los «derechos absolutos del hom­ bre, considerado como ser dotado de libre albedrío y de discer­ nimiento para distinguir el bien del mal». La mayoría de quie­ nes empleaban la expresión en las décadas de 1770 y 1780 en Francia, como los controvertidos ilustrados D'Holbach y Mirabeau, se referían a los derechos del hombre como si fuesen ob­ vios y no necesitaran de ninguna justificación o definición; dicho de otro modo, eran evidentes. D’Holbach sostenía, por ejemplo, que si los hombres temiesen menos a la muerte, «los derechos del hombre serían defendidos más vigorosamente». Mirabeau de­ nunció a sus detractores diciendo que no tenían «ni carácter ni alma, porque no tienen ninguna idea en absoluto de los dere­ chos de los hombres». Nadie ofreció una lista precisa de tales derechos antes de 1776 (la fecha de la Declaración de Derechos que George Masón redactó en Virginia).10 La ambigüedad de los derechos humanos fue puesta en evi­ dencia por el pastor calvinista francés Jean-Paul Rabaut SaintEtienne, que en 1787 escribió al rey de Francia para quejarse de las limitaciones de una propuesta de edicto de tolerancia para los protestantes, entre los cuales se incluía él mismo. Envalentona­ do por la creciente opinión a favor de los derechos del hombre, Rabaut insistió: Hoy en día sabemos qué son los derechos naturales, y ciertamen­ te dan a los hombres mucho más de lo que el edicto concede a los protestantes [...]. Ha llegado el momento en que ya no es admi­

sible que la ley deniegue abiertamente los derechos de la humani­ dad que son bien conocidos en todo el mundo.

Puede que fueran «bien conocidos», pero el propio Rabaut Saint-Étienne reconoció que un rey católico no podía sancio­ nar oficialmente el derecho calvinista al culto público. En resu­ men, todo dependía -como sigue dependiendo- de la interpre­ tación de las palabras «ya no es admisible».11

Cómo los derechos humanos se hicieron evidentes Resulta difícil precisar qué son los derechos humanos por­ que su definición, su misma existencia dependen tanto de las emociones como de la razón. La pretensión de evidencia se basa en última instancia en un atractivo emocional; es convincente si toca la fibra sensible de toda persona. Además, estamos casi seguros de que se trata de un derecho humano cuando nos sen­ timos horrorizados ante su violación. Rabaut Saint-Étienne sa­ bía que podía apelar al conocimiento implícito de lo que «ya no era admisible». En 1755, el influyente escritor francés de la Ilus­ tración Denis Diderot había escrito, refiriéndose al droit naturel, que «el uso de ese término es tan frecuente que casi no hay na­ die que no esté convencido en su fuero interno de que la cosa le es obviamente conocida. Este sentimiento interior es común tanto al filósofo como al hombre que no ha reflexionado en ab­ soluto». Al igual que otros hombres de su tiempo, Diderot ofreció tan sólo una vaga indicación del significado de los derechos na­ turales; «como hombre», concluyó, «no tengo otros derechos naturales verdaderamente inalienables que los de la hum ani­ dad». Pero había señalado acertadamente la característica más importante de los derechos humanos: requerían cierto «senti­ miento interior» compartido por muchas personas.12

Hasta Jean-Jacques Burlamaqui, el austero filósofo suizo del derecho natural, insistió en que la libertad sólo podía ser proba­ da por los sentimientos internos de cada hombre: «Tales prue­ bas de los sentimientos están por encima de toda objeción y producen la convicción más profundamente arraigada». Los de­ rechos humanos no son simplemente una doctrina formulada en documentos; descansan sobre una determinada disposición hacia los demás, sobre un conjunto de convicciones acerca de cómo son las personas y cómo distinguen el bien del mal en el mundo secular. Las ideas filosóficas, las tradiciones jurídicas y las ideas políticas revolucionarias debían contener esta clase de punto de referencia emocional profundo para que los derechos humanos fueran en verdad «evidentes». Y, como insistía Diderot, estos sentimientos debían ser experimentados por muchas personas, no sólo por los filósofos que escribían sobre ellos.13 Estos conceptos de libertad y derechos eran respaldados por una serie de supuestos acerca de la autonomía del individuo. Para tener derechos humanos, las personas debían ser percibi­ das como individuos distintos unos de otros y capaces de for­ mular juicios morales independientes; como dijo Blackstone, los derechos del hombre acompañaban al individuo «considerado como ser dotado de libre albedrío y de discernimiento para dis­ tinguir el bien del mal». Pero para que estos individuos autó­ nomos se convirtieran en miembros de una comunidad política basada en esos juicios morales independientes, debían ser capa­ ces de establecer lazos de empatia con los demás. Todas las per­ sonas tendrían derechos humanos únicamente si todas ellas-eran vistas como iguales de algún modo fundamental. La igualdad no era simplemente un concepto abstracto o una consigna política. Había de ser interiorizada de algún modo. Si bien en la actualidad damos por sentadas las ideas de autonomía e igualdad, así como la de los derechos humanos, éstas no cobraron relevancia hasta el siglo xvni. El filósofo mo­ ral contemporáneo J.B. Schneewind ha seguido la pista de lo

que denomina «la invención de la autonomía». La nueva pers­ pectiva que apareció antes de finalizar el siglo xvm «se centraba en la creencia de que todos los individuos normales son igual­ mente capaces de vivir juntos en una moral de autogobierno», afirma Schneewind. Detrás de esos «individuos normales» hay una larga historia de lucha. En el siglo xvm (y, de hecho, hasta la actualidad) no se suponía que toda la «gente» fuera igual­ mente capaz de tener autonomía moral. Esta entrañaba dos ca­ racterísticas afines pero distintas: la capacidad de razonar y la independencia para decidir por uno mismo. Ambas debían es­ tar presentes para que un individuo fuese moralmente autóno­ mo. Los niños y los locos carecían de la necesaria capacidad de razonar, pero tal vez algún día adquirirían o recuperarían esa capacidad. Al igual que los niños, también los esclavos, los sir­ vientes, las personas que no poseían propiedades y las mujeres carecían del estatus independiente que se requería para ser ple­ namente autónomos. Los niños, los sirvientes, las personas sin propiedades e incluso los esclavos podían ser autónomos algún día, al hacerse mayores, dejar de servir, adquirir propiedades o comprar su libertad. Tan sólo las mujeres parecían no tener al alcance ninguna de estas opciones; eran definidas como inheren­ temente dependientes de sus padres o sus maridos. Si los de­ fensores de los derechos humanos universales, iguales y naturales excluían de forma automática algunas categorías de personas del ejercicio de esos derechos, ello era debido principalmente a que consideraban que no eran del todo capaces de tener auto­ nomía moral.14 Sin embargo, esa recién descubierta facultad que era la em­ patia podía obrar incluso contra los prejuicios más arraigados. En 1791, el gobierno revolucionario francés concedió la igual­ dad de derechos a los judíos; en 1792, hasta los hombres sin pro­ piedades obtuvieron el derecho al voto; y en 1794, el gobierno francés abolió oficialmente la esclavitud. Ni la autonomía ni la empatia eran fijas; se trataba de habilidades que podían apren­

derse, y las limitaciones «admisibles» sobre los derechos podían ser -y eran- puestas en entredicho. Los derechos no pueden de­ finirse de una vez por todas, porque su base emocional no deja de cambiar, en parte como reacción a las declaraciones de dere­ chos. Los derechos continúan siendo discutibles porque nuestra percepción de quién tiene derechos y qué son esos derechos cam­ bia constantemente. La revolución de los derechos humanos es, por definición, continua. La autonomía y la empatia son prácticas culturales, no sólo ideas, y por lo tanto son literalmente corpóreas, esto es, poseen dimensiones físicas además de emocionales. La autonomía indi­ vidual depende de un creciente sentido de la separación y la sa­ cralidad de los cuerpos humanos: tu cuerpo es tuyo y mi cuer­ po es mío, y ambos deberíamos respetar la línea divisoria entre nuestros respectivos cuerpos. La empatia depende del recono­ cimiento de que los demás sienten y piensan como nosotros, de que nuestros sentimientos internos son iguales de algún modo fundamental. Para ser autónoma, una persona tiene que encon­ trarse legítimamente separada y protegida en su separación; pero para que esa separación corporal vaya acompañada de derechos, es necesario que la individualidad de una persona sea apreciada de un modo más emocional. Los derechos humanos dependen tanto del dominio de uno mismo como del reconocimiento de que todos los demás son igualmente dueños de sí mismos. El desarrollo incompleto de esto último es lo que da origen a todas las desigualdades de derechos que nos han preocupado a lo lar­ go de la historia. La autonomía y la empatia no se materializaron en el si­ glo XVlll a partir de la nada, sino que tenían raíces profundas. En el transcurso de varios siglos, los individuos habían empe­ zado a apartarse de las redes de la comunidad y se habían vuelto cada vez más independientes, tanto jurídica como psicológica­ mente. Un mayor respeto por la integridad del cuerpo y líneas de demarcación más claras entre los cuerpos individuales fueron el

resultado de la continua elevación del umbral de la vergüenza re­ lacionada con las funciones fisiológicas, así como del creciente sentido del decoro corporal. Con el tiempo, las personas empe­ zaron a dormir solas en una cama, o únicamente con su cónyu­ ge. Empleaban utensilios para comer y empezaron a considerar repulsivos comportamientos que antes eran admisibles, como, por ejemplo, tirar comida al suelo o utilizar la ropa para limpiar­ se las excreciones del cuerpo. La evolución constante de los con­ ceptos de interioridad y profundidad de la psique, desde el alma cristiana hasta la conciencia protestante, y las ideas diecioches­ cas de la sensibilidad llenaron el yo de un contenido nuevo. To­ dos estos procesos se desarrollaron en un periodo de tiempo muy largo. Pero en la segunda mitad del siglo xvm se produjo una ace­ leración en el avance de estas prácticas. La autoridad absoluta de los padres sobre los hijos fue puesta en tela de juicio. El pú­ blico guardaba ahora silencio mientras presenciaba una obra de teatro o escuchaba música. El retratismo y la pintura de género amenazaban el predominio de los grandes lienzos mitológicos e históricos de la pintura académica. Proliferaban las novelas y los periódicos, que ponían las vivencias de personas normales y corrientes al alcance de un público numeroso. La tortura como parte del procedimiento judicial y las formas más extremas de castigo corporal empezaron a considerarse inadmisibles. Todos estos cambios contribuyeron a crear un sentido de la separación y el autodominio de los cuerpos individuales, junto con la po­ sibilidad de sentir empatia por los demás. Los conceptos de integridad corporal e individualidad empática (que se examinan en los capítulos siguientes) no tienen una historia diferente a la de los derechos humanos, con los que están relacionados íntimamente. Así pues, los cambios en el punto de vista parecen producirse de repente a mediados del si­ glo xvm. Consideremos, por ejemplo, la tortura. Entre 1700 y 1750, la palabra «tortura» en francés se empleaba la mayoría

de las veces para referirse a las dificultades con las que tropezaba un escritor cuando buscaba una expresión certera. Así, Marivaux habló en 1724 de «torturarte la mente con el fin de extraer re­ flexiones». La tortura, es decir, la tortura autorizada legalmente para arrancar confesiones de culpabilidad o nombres de cómpli­ ces, se convirtió en un asunto capital después de que Montesquieu la atacase en Del espíritu de las leyes (1748). En uno de sus pasajes más influyentes, Montesquieu insiste en que «son tan­ tos los hombres hábiles y tantos los grandes genios que han escrito sobre esto [la tortura de los reos], que no me atrevo a hablar después de ellos». Acto seguido, de forma bastante enig­ mática, añade: «Iba a decir que la tortura podría convenir en los Gobiernos despóticos, en los cuales todo lo que inspira te­ mor queda dentro de los resortes del Gobierno; iba a decir que entre los griegos y los romanos, los esclavos... Pero oigo la voz de la Naturaleza que clama contra mí». También aquí, la eviden­ cia -«la voz de la Naturaleza que clama»- proporciona la base para la argumentación. Después de Montesquieu, Voltaire y mu­ chos otros, especialmente el italiano Beccaria, secundarían la cam­ paña. En la década de 1780, la abolición de la tortura y de las formas bárbaras de castigo corporal ya se habían convertido en ar­ tículos esenciales de la nueva doctrina de los derechos humanos.15 Los cambios respecto a las reacciones al cuerpo y al yo aje­ nos proporcionaron un punto de apoyo decisivo para la nueva base secular de la autoridad política. Aunque Jefferson escribió que «su Creador» había dotado a los hombres de sus derechos, el papel del Creador terminaba ahí. El gobierno ya no dependía de Dios, y mucho menos de la interpretación que hacía la Iglesia de la voluntad de Dios. «Para garantizar estos derechos», dijo Jef­ ferson, «se instituyen entre los hombres los gobiernos, que deri­ van sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados.» De modo parecido, la Declaración francesa de 1789 sostenía que «la finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre» y que «el prin­

cipio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación». La autoridad política, según esta opinión, derivaba de la naturaleza más íntima de los individuos y de su capacidad para crear una comunidad por medio del consentimiento. Los politólogos y los historiadores han examinado este concepto de la autoridad po­ lítica desde varios ángulos, pero han prestado poca atención a la visión del cuerpo y del yo que la hacían posible.16 Mi argumentación concederá un gran peso a la influencia de nuevas clases de experiencias, desde asistir a exposiciones públi­ cas de pintura hasta leer las popularísimas novelas epistolares sobre el amor y el matrimonio. Tales experiencias ayudaron a di­ fundir la práctica de la autonomía y la empatia. El politólogo Benedict Anderson sostiene que los periódicos y las novelas crea­ ron la «comunidad imaginada» que el nacionalismo requiere para florecer. Lo que podría denominarse «empatia imaginada» sirve de fundamento de los derechos humanos más que del naciona­ lismo. Es imaginada, pero no en el sentido de inventada, sino en el de que la empatia requiere un acto de fe, de imaginación, para asumir que otra persona es igual que tú. Las crónicas sobre la tor­ tura producían esta empatia imaginada por medio de nuevas vi­ siones del dolor. Las novelas la generaban induciendo sensacio­ nes nuevas sobre el yo interior. Estas experiencias, cada una a su manera, reforzaban el concepto de comunidad basada en indi­ viduos empáticos y autónomos que podían relacionarse más allá de sus familias inmediatas, sus filiaciones religiosas o incluso sus naciones, por medio de valores universales mayores.17 No hay una manera fácil u obvia de probar o siquiera me­ dir el efecto que las nuevas experiencias culturales tuvieron so­ bre la gente del siglo xvill, y mucho menos sobre su concepción de los derechos. Los estudios científicos acerca de los efectos que provocan actualmente las acciones de leer o mirar la tele­ visión son bastante complejos, y eso que presentan la ventaja de que los sujetos están vivos y se les puede someter a estrategias de investigación en constante evolución. Con todo, los neuro-

científicos y los psicólogos cognitivos han hecho progresos en la vinculación de la biología del cerebro a determinados facto­ res psicológicos e, incluso, sociales y culturales. Han demostra­ do, por ejemplo, que la capacidad de construir narraciones se basa en la biología del cerebro y es decisiva para la evolución de cualquier noción del yo. Ciertos tipos de lesiones cerebra­ les afectan a la comprensión narrativa, y enfermedades como el autismo muestran que la capacidad de sentir empatia -de re­ conocer que los demás poseen mentes como la nuestra- tiene una base biológica. En su mayor parte, sin embargo, estas in­ vestigaciones sólo abordan un aspecto de la ecuación: el bio­ lógico. La mayoría de psiquiatras, y aun algunos neurocientíficos, estarían de acuerdo en que el cerebro también recibe la influencia de fuerzas sociales y culturales, si bien esta interac­ ción se ha revelado como un objeto de estudio más complejo. De hecho, el yo mismo ha sido muy difícil de examinar. Sabe­ mos que tenemos la experiencia de poseer un yo, pero los neurocientíficos no han logrado identificar el emplazamiento de esa experiencia, y mucho menos explicar cómo funciona.18 Si la neurociencia, la psiquiatría y la psicología aún albergan dudas sobre la naturaleza del yo, no debería sorprendernos que los historiadores se hayan mantenido totalmente alejados del asunto. Probablemente la mayoría de los historiadores cree que el yo lo determinan hasta cierto punto factores sociales y cul­ turales, es decir, que la individualidad significaba algo muy di­ ferente en el siglo x que en la actualidad. Sin embargo, se sabe muy poco sobre la historia de la condición humana como con­ junto de experiencias. Los estudiosos han escrito extensamente acerca del surgimiento del individualismo y la autonomía como doctrinas, pero mucho menos sobre cómo el propio yo podría cambiar con el tiempo. Estoy de acuerdo con otros historia­ dores en que el significado del yo cambia con el tiempo, y creo que, para algunas personas, la experiencia -no sólo la idea- del yo cambia de forma decisiva en el siglo XVIII.

Mi argumentación se fundamenta en la idea de que la lec­ tura de crónicas de torturas o novelas epistolares tenía efectos fí­ sicos que se traducían en cambios cerebrales y reaparecían como conceptos nuevos de la organización de la vida social y políti­ ca. Nuevas formas de leer (y ver y escuchar) crearon nuevas ex­ periencias individuales (empatia), que a su vez hicieron posibles nuevos conceptos sociales y políticos (derechos humanos). En estas páginas intento dilucidar el funcionamiento de ese proce­ so. Mi propia disciplina, la historia, ha desdeñado durante tan­ to tiempo toda forma de argumentación psicológica -los histo­ riadores hablamos a menudo de reduccionismo psicológico, pero nunca de reduccionismo sociológico o cultural- que, en gran parte, ha pasado por alto la posibilidad de una argumentación fundamentada en lo que sucede en el interior del yo. Estoy tratando de volver a centrar la atención sobre lo que sucede en el interior de las mentes individuales. Podría parecer un lugar obvio donde buscar una explicación de los cambios so­ ciales y políticos de carácter transformador, pero, sorprendente­ mente, las mentes individuales -exceptuando las de los grandes pensadores y escritores- han sido olvidadas por las investiga­ ciones recientes en el campo de las humanidades y las ciencias sociales. La atención se ha centrado en los contextos sociales y culturales, no en cómo las mentes individuales comprenden y dan nueva forma a ese contexto. Creo que el cambio social y po­ lítico -en este caso, los derechos humanos- se produce porque muchos individuos han tenido experiencias similares; no por­ que todos ellos habiten en el mismo contexto social, sino porque, mediante las interacciones de unos con otros, y con lo que leen y ven, crearon un nuevo contexto social. En resumen, insisto en que todo análisis de un cambio histórico debe acabar expli­ cando la alteración de las mentes individuales. Para que los dere­ chos humanos se volviesen evidentes, la gente nofmal y corrien­ te debía disponer de nuevas formas de comprender, que surgieron a partir de nuevos tipos de sentimientos.

«Torrentes de emoción» Leer novelas e imaginar la igualdad

Un año antes de publicar Del contrato social\ Rousseau llamó la atención del mundo con una novela de gran éxito, Julia, o La nueva Eloísa (1761). Aunque a veces los lectores modernos en­ cuentran la novela epistolar, o formada por cartas, terriblemente lenta en su desarrollo, la reacción de los lectores del siglo xvill fue visceral. El subtítulo despertó grandes expectativas, pues la his­ toria medieval del amor condenado al fracaso de Eloísa y Abe­ lardo era muy conocida. El filósofo y clérigo católico del siglo XII Pedro Abelardo sedujo a su alumna Eloísa y pagó por ello un alto precio a manos del tío de la joven: la castración. Separados para siempre, los dos amantes mantuvieron un intercambio epistolar íntimo que ha cautivado a los lectores a lo largo de los siglos. En un principio, la parodia contemporánea de Rousseau apuntaba en una dirección bien distinta. La nueva Eloísa, Julia, también se enamora de su preceptor, pero deja a Saint-Preux, que no tiene un céntimo, para satisfacer las exigencias de su autoritario padre, que quiere que se case con Wolmar, un soldado ruso de más edad que en una ocasión le salvó la vida. Julia no sólo supera su pasión por Saint-Preux, sino que también parece haber apren­ dido a quererle simplemente como amigo, poco antes de falle­ cer tras salvar a su pequeño hijo de morir ahogado. ¿Pretendía Rousseau celebrar la sumisión de la protagonista a la autoridad paterna y conyugal, o bien su intención era la de presentar como trágico el sacrificio de los deseos propios de esta nueva Eloísa?

El argumento, a pesar de sus ambigüedades, apenas puede explicar la explosión de emociones que experimentaron los lec­ tores de Rousseau. Lo que les conmovió fue su intensa identi­ ficación con los personajes, especialmente con Julia. Dado que Rousseau ya gozaba de celebridad internacional, la noticia de la publicación inminente de su novela se extendió como un regue­ ro de pólvora, en parte porque leyó pasajes en voz alta a varios amigos. Aunque Voltaire la calificó despectivamente de «esta ba­ sura lamentable», Jean Le Rond d’A lembert, coeditor de la Ency­ clopédie junto a Diderot, escribió a Rousseau para decirle que había «devorado» el libro. Advirtió a Rousseau de que esperase duras críticas en «un país donde se habla tanto de sentimiento y pasión y tan poco se conoce de ambas cosas». El Journal des Savants reconoció que la novela tenía defectos e incluso que al­ gunos pasajes resultaban interminables, pero concluyó que sólo la gente de corazón frío podía resistir esos «torrentes de emoción que tanto asuelan el alma, que tan imperiosamente, tan tiráni­ camente arrancan tales lágrimas amargas».1 Cortesanos, clérigos, militares y toda suerte de personas corrientes escribieron a Rousseau para describir sus «sentimien­ tos de fuego devorador», sus «emociones tras emociones, sacu­ didas tras sacudidas». Un hombre contó que la muerte de Julia no le había hecho llorar, sino más bien «gritar, aullar como un animal» (figura 1). Como dijo un crítico del siglo XX acerca de estas cartas a Rousseau, en el siglo xvm los lectores de la no­ vela no la leyeron apenas con placer, sino con «pasión, delirio, espasmos y sollozos». La traducción inglesa apareció menos de dos meses después de que se publicase el original en francés, y entre 1761 y 1800 hubo otras diez ediciones en inglés. De la ver­ sión francesa se publicaron 115 ediciones en el mismo periodo, para satisfacer el apetito voraz de un público internacional que leía en francés.2 Julia presentó a sus lectores una nueva forma de empatia. Aunque Rousseau pusiera en circulación la expresión «derechos

Figura 1. Julia en el lecho de muerte. Esta escena de Julia, o J¿a nueva Eloísa pro­ vocó más pena que cualquier otra. El grabado de Nicolás Delaunay, basado en un dibujo del famoso artista Jean-Michel Moreau, apareció en una edición de 1782 de las obras completas de Rousseau.

del hombre», los derechos humanos no son el tema principal de su novela, que gira en torno a la pasión, el amor y la virtud. No obstante, alentó una identificación altamente emotiva con los personajes, de modo que los lectores sintieran empatia por ellos más allá de las barreras de clase, sexo y nacionalidad. Los lectores del siglo XVIII, al igual que las gentes de siglos anterio­ res, sentían empatia por sus allegados y por las personas que más obviamente se les parecían: su familia más cercana, sus pa­ rientes, la gente de su parroquia; en general, sus iguales en la sociedad. Pero las personas del siglo xvill tenían que aprender a sentir empatia superando barreras más amplias. Alexis de Tocqueville relata lo que contó el secretario de Voltaire sobre Madame Duchátelet: ésta no dudaba en desnudarse delante de su servidumbre, «no teniendo por demostrado que los criados fue­ sen hombres». Los derechos humanos sólo podían tener sentido cuando a los criados también se los viera como hombres.3

f Novelas y empatia Novelas como Julia empujaron a sus lectores a identificarse con personajes corrientes que, por definición, les eran desco­ nocidos personalmente. El lector experimentaba empatia por ellos, sobre todo por la heroína o el héroe, gracias al funciona­ miento de la propia forma narrativa. Dicho de otro modo, me­ diante el intercambio ficticio de cartas, las novelas epistolares enseñaron a sus lectores nada menos que una nueva psicología, y en ese proceso echaron los cimientos de un nuevo orden so­ cial y político. Las novelas hacían que Julia, perteneciente a la clase media, o incluso una sirvienta como Pamela, la heroína de la novela homónima de Samuel Richardson, fuesen iguales, si no mejores, que hombres ricos tales como el señor B., el pa­ trón de Pamela que quiere seducirla. Las novelas venían a de­

cir que todas las personas son fundamentalmente parecidas a causa de sus sentimientos, y, en particular, muchas novelas mos­ traban el deseo de autonomía. De este modo, la lectura de no­ velas creaba un sentido de igualdad y empatia mediante la par­ ticipación apasionada en la narración. ¿Puede ser casualidad que las tres novelas de identificación psicológica más importantes del siglo xvill -Pamela (1740) y Clarissa (1747-1748), de Richardson, y Julia (1761), de Rousseau- fueran publicadas en el periodo que precedió inmediatamente a la aparición del concepto de «dere­ chos del hombre»? Huelga decir que la empatia no se inventó en el siglo xvm. La capacidad de sentir empatia es universal, ya que tiene sus raíces en la biología del cerebro; depende de una capacidad con base biológica, la de comprender la subjetividad de otras perso­ nas e imaginar que sus experiencias internas son como las pro­ pias. Los niños que padecen autismo, por ejemplo, tienen gran dificultad para descodificar las expresiones faciales como indi­ cadoras de sentimientos, y en general les cuesta atribuir estados subjetivos a los demás. Simplificando, podría decirse que el autismo se caracteriza por la incapacidad de sentir empatia ha­ cia los demás.4 Normalmente aprendemos a sentir empatia a una edad tem­ prana. Sin embargo, aunque la biología proporciona una predis­ posición esencial, cada cultura expresa la empatia de una forma particular. La empatia sólo se desarrolla por medio de la interac­ ción social; por lo tanto, las formas de esa interacción intervie­ nen en la configuración de la empatia de una manera importan­ te. En el siglo xvm, los lectores de novelas aprendieron a ampliar el alcance de la empatia. Al leer, sentían empatia más allá de las barreras sociales tradicionales entre nobles y plebeyos, amos y sir­ vientes, hombres y mujeres, quizá también entre adultos y ni­ ños. Por consiguiente, aprendían a ver a los demás -a los que no conocían personalmente- como seres iguales a ellos, con los mis­ mos tipos de emociones internas. Sin este proceso de aprendiza­

je, la «igualdad» no podría haber alcanzado ningún sentido pro­ fundo ni, en particular, ninguna consecuencia política. La igual­ dad de las almas en el cielo y la igualdad de derechos aquí, en la tierra, no son lo mismo. Antes del siglo xvm, los cristianos acep­ taban de buen grado lo primero sin reconocer lo segundo. La capacidad de identificarse más allá de las barreras socia­ les pudo haberse adquirido de muchas maneras; no pretendo que la lectura de novelas fuese la única. Con todo, parece per­ tinente considerar la lectura de novelas como una experiencia decisiva, si tenemos en cuenta que el apogeo de un género par­ ticular de novela -la novela epistolar- coincide cronológica­ mente con el nacimiento de los derechos humanos. La novela epistolar surgió como género entre las décadas de 1760 y 1780, y luego se extinguió de forma bastante misteriosa en la de 1790. Antes ya se habían publicado novelas de todo tipo, pero no se distinguió como género hasta el siglo XVlll, especialmente des­ pués de 1740, fecha de la publicación de Pamela, de Samuel Richardson. En Francia se publicaron ocho novelas en 1701, 52 en 1750 y 112 en 1789. En Gran Bretaña, el número de novelas se multiplicó por seis entre la primera década del siglo xvm y la de 1760: alrededor de treinta novelas aparecieron cada año en la década de 1770, 40 al año en la de 1780 y 70 al año en la de 1790. Asimismo, había más gente que supiese leer, y ahora las novelas presentaban a personas corrientes como los persona­ jes principales, que hacían frente a problemas cotidianos relacio­ nados con el amor, el matrimonio y el éxito mundano. La alfa­ betización se había extendido tanto que en las grandes ciudades hasta los sirvientes, fuesen hombres o mujeres, leían novelas, si bien esta actividad no fuera entonces, como tampoco lo es aho­ ra, frecuente entre las clases bajas. Los campesinos franceses, que constituían cerca del 80 por ciento de la población, no acos­ tumbraban leer novelas, ni siquiera cuando sabían leer.5 A pesar de las limitaciones del público lector, los héroes y las heroínas corrientes de la novela del siglo xvill, de Robinson

Crusoe y Tom Jones a Clarissa Harlowe y Julie d’Étange, se con­ virtieron en nombres muy conocidos, a veces incluso entre la gente que no sabía leer. Personajes de la baja o la alta nobleza, tales como Don Quijote y la Princesa de Cléves, tan prominentes en las novelas del siglo xvn, dieron paso a sirvientes, marineros y muchachas de clase media (Julia, aunque es hija de un miem­ bro de la pequeña nobleza suiza, parece más bien de clase me­ dia). La notable ascensión de la novela en el siglo xvm no pasó inadvertida, y desde entonces los estudiosos la han vinculado al capitalismo, a la clase media con aspiraciones, al crecimiento de la esfera pública, a la aparición de la familia nuclear, a un cambio en las relaciones de género e incluso a la eclosión del naciona­ lismo. Fueran cuales fuesen las razones de la ascensión de la no­ vela, lo que me interesa son sus efectos psicológicos y su rela­ ción con el surgimiento de los derechos humanos.6 Para mostrar el estímulo de la identificación psicológica que ejerció la novela, me centraré en tres novelas epistolares especial­ mente influyentes: Julia, de Rousseau, y dos obras de su prede­ cesor y claro modelo, el inglés Samuel Richardson, Pamela (1740) y Clarissa (1747-1748). Mi argumentación hubiese podido abarcar la novela del siglo XVlll en general, y en ese caso habría teni­ do en cuenta a las numerosas mujeres que escribieron novelas, así como a personajes masculinos como Tom Jones o Tristram Shandy, que sin duda alguna también recibieron una atención considerable. He elegido Julia, Pamela y Clarissa, tres novelas es­ critas por hombres y con protagonistas femeninos, a causa de su indiscutible repercusión cultural. No produjeron por sí solas los cambios en la empatia que estudiamos aquí, pero un exa­ men atento de su acogida muestra el funcionamiento del nue­ vo aprendizaje de la empatia. Para comprender lo que había de nuevo en la «novela» -etiqueta que los escritores no adoptaron hasta la segunda mitad del siglo XV lll-, resulta útil observar cómo influyeron determinadas novelas en quienes las leían. En la novela epistolar, la acción no se contempla desde un

punto de vista -el del autor- situado fuera y por encima de ella (como sucede en la novela realista del siglo XIX); el punto de vis­ ta del autor son las perspectivas que los personajes expresan en sus cartas. Los «editores» de las cartas, como Richardson y Rous­ seau se llamaban a sí mismos, creaban una vivida sensación de realidad precisamente porque su autoría quedaba oculta tras el intercambio epistolar. Esto hacía posible un mayor sentido de identificación, porque era como si los personajes fuesen reales, no ficticios. Muchos contemporáneos comentaron esta experien­ cia, algunos con alegría y asombro, otros con preocupación y hasta con desagrado. La publicación de las novelas de Richardson y Rousseau pro­ dujo reacciones instantáneas, y no sólo en sus países de origen. Un francés anónimo, que ahora sabemos que era un clérigo, publicó en 1742 una carta de 42 páginas en la que detallaba la «ávida» acogida que tuvo la traducción francesa de Pamela: «No puedes entrar en una casa sin encontrar una Pamela». Aunque el autor de la carta afirma que la novela adolece de muchos de­ fectos, no deja de confesar que «la devoré». («Devorar» se con­ vertiría en la metáfora más común de la lectura de estas nove­ las.) Describe la resistencia de Pamela a las insinuaciones del señor B., su patrón, como si se tratase de personas reales en lu­ gar de personajes de ficción. Se ve atrapado por el argumento. Tiembla cuando Pamela corre peligro, se indigna cuando per­ sonajes aristocráticos como el señor B. se comportan de manera indigna. Las palabras que elige y su forma de expresarse refuer­ zan una y otra vez la impresión de que se siente absorbido emo­ cionalmente por la lectura.7 La novela formada por cartas podía causar unos efectos psi­ cológicos tan extraordinarios porque su forma narrativa facilita­ ba el desarrollo de un «personaje», es decir, una persona con un yo interno. En una de las primeras cartas de Pamela, por ejem­ plo, nuestra heroína cuenta a su madre cómo su patrón ha tra­ tado de seducirla:

[...] me besó dos o tres veces con terrible impaciencia. Al fin pude desembarazarme de él, y me escapaba ya del cenador cuando vol­ vió a atraparme y cerró la puerta. Mi vida no valía ni un real. Entonces me dijo: -N o te haré ningún daño, Pamela; no me tengas miedo. -N o quiero quedarme -le dije. -¡Que no quieres, ramera! ¿Sabes con quién estás hablando? Perdí todo el miedo y todo el respeto y le contesté: -¡Sí, señor, lo sé demasiado bien! Bien puedo olvidar que soy vues­ tra criada, cuando vos olvidáis lo que os corresponde como amo. Sollocé y lloré muy amargamente. -¡Estás hecha una estúpida ramera! -me dijo-. ¿Acaso te he hecho algún daño? -Sí, señor -le dije-, el daño más grande del mundo: me habéis enseñado a olvidarme de mí misma y de lo que me corresponde, y habéis acortado la distancia que la fortuna había puesto entre nosotros, al rebajaros vos tomándoos estas libertades con una po­ bre sirvienta.

Leemos la carta junto con la madre. No hay ningún narrador ni, de hecho, ninguna marca distanciadora entre nosotros y la propia Pamela. No podemos por menos de identificarnos con Pa­ mela y experimentar con ella la eliminación potencial de las barre­ ras sociales, así como la amenaza a su autodominio (figura 2).8 Si bien la escena presenta muchas características teatrales y, desde la escritura, se monta específicamente para la madre de Pamela, difiere del teatro en que Pamela puede escribir deteni­ damente sobre sus emociones internas. Mucho más adelante es­ cribirá varias páginas sobre sus pensamientos suicidas, cuando sus planes de fuga salgan mal. Por el contrario, una obra de tea­ tro no podía entretenerse en la revelación de un yo interno, ya que en el escenario normalmente debe inferirse de la acción y los parlamentos. Una novela de muchos cientos de páginas po­

día destacar a un personaje a lo largo del tiempo, y hacerlo, ade­ más, desde la perspectiva del interior del yo. El lector no se li­ mita a seguir las acciones de Pamela, sino que participa en el florecimiento de su personalidad a medida que ella escribe. Si­ multáneamente, el lector se convierte en Pamela y se imagina a sí mismo como amigo suyo y como observador externo. En 1741, tan pronto como se supo que Richardson era el autor de Pamela (la publicó anónimamente), empezó a recibir cartas, en su mayoría de lectores entusiastas. Su amigo Aaron Hill proclamó que la novela era «el alma de la religión, la bue­ na crianza, la discreción, la bondad, el ingenio, la fantasía, los pensamientos elevados y la moral». Richardson había enviado un ejemplar a las hijas de Aaron Hill a principios de diciembre de 1740, y Hill respondió inmediatamente: «No he hecho nada más que leérsela a otros, y oír cómo otros me la leían de nuevo a mí, desde que llegó a mi poder; y me parece probable que no haré nada más, durante Dios sabe cuánto tiempo [...] se apodera, toda la noche, de la imaginación. Hay brujería en cada una de sus páginas; pero es la brujería de la pasión y el sentido». El libro proyectaba una especie de hechizo sobre sus lectores. La narra­ ción -el intercambio de cartas- les hacía salir inesperadamente de sí mismos y los introducía en una nueva serie de experiencias.9 Hill y sus hijas no fueron los únicos. El entusiasmo por Pa­ mela se adueñó pronto de toda Inglaterra. Se decía que los ha­ bitantes de un pueblo hicieron sonar las campanas de la iglesia cuando les llegó el rumor de que el señor B. se había casado fi­ nalmente con Pamela. Se hizo una segunda impresión en enero de 1741 (la novela se había publicado apenas el 6 de noviem­ bre de 1740), una tercera en marzo, una cuarta en mayo y una quinta en septiembre. Para entonces ya habían aparecido paro­ dias, críticas extensas, poemas e imitaciones del original. En años sucesivos se llevarían a cabo numerosas adaptaciones al teatro, así como cuadros y grabados de las escenas principales. En 1744 la traducción francesa se incluyó en el pontificio índice de Li-

Figura 2. El señor B. lee una de las cartas de Pamela a sus padres. En una de las escenas iniciales de la novela, el señor B. irrumpe en la habitación de Pa­ mela y exige ver la carta que está escribiendo. Mediante la escritura, Pamela alcanza la autonomía. Artistas y editores no podían resistir la tentación de añadir representaciones visuales de las escenas clave. Este grabado del artista holandés Jan Punt apareció en una de las primeras traducciones francesas y se publicó en Amsterdam.

bros Prohibidos, y pronto se le unirían Julia, de Rousseau, y mu­ chas otras obras de la Ilustración. No todo el mundo encontra­ ba en ellas «el alma de la religión» o «la moral» que Hill había afirmado ver.10 Cuando Richardson comenzó a publicar Clarissa en diciem­ bre de 1747, las expectativas eran muy altas. En el momento en que aparecieron los últimos volúmenes (había ocho en total, ¡cada uno de entre trescientas y más de cuatrocientas páginas!), en diciembre de 1748, Richardson ya había recibido cartas que le suplicaban que el final fuese feliz. Clarissa se fuga con el li­ bertino Lovelace para escapar del odioso pretendiente elegido por su propia familia. Luego tiene que defenderse de Lovelace, que acaba violándola después de drogaría. A pesar de que Lo­ velace se arrepiente y se ofrece a casarse con ella, y a pesar de lo que Clarissa siente por él, la muchacha muere, con el cora­ zón partido por el ataque de Lovelace a su virtud y su sentido del yo. Lady Dorothy Bradshaigh contó a Richardson su reac­ ción cuando leyó la escena de la muerte: «Mi espíritu está ex­ trañamente sobrecogido, mi sueño está turbado, me despierto durante la noche y prorrumpo en una pasión de llanto, y lo mismo me ocurrió a la hora del desayuno esta mañana, y otra vez hace un momento». El poeta Thomas Edwards escribió en enero de 1749: «Nunca sentí en mi vida tanta congoja como la que he sentido por esa querida muchacha», a la que antes ha lla­ mado «la divina Clarissa».11 Clarissa gustó más a los lectores cultos que al gran público, pese a lo cual se hicieron cinco ediciones durante los trece años siguientes y pronto se tradujo al francés (1751), al alemán (1752) y al holandés (1755). Un estudio sobre bibliotecas personales formadas en Francia entre 1740 y 1760 reveló que Pamela y Cla­ rissa figuraban entre las tres novelas inglesas (TomJones, de Henry Fielding, era la otra) que mayores probabilidades tenían de en­ contrarse en ellas. No cabe duda de que la extensión de Clarissa desanimó a algunos lectores; incluso antes de que los treinta vo­

lúmenes manuscritos pasaran a imprenta, Richardson, preocupa­ do, trató de acortarla. Un boletín literario de París publicó una reseña poco entusiasta de la traducción francesa: «Al leer este libro experimenté algo en modo alguno corriente, el placer más intenso y el aburrimiento más tedioso». Sin embargo, dos años después otro colaborador del boletín anunció que el genio de Richardson para presentar tantos personajes individualizados ha­ cía de Clarissa «tal vez la obra más sorprendente que haya sali­ do nunca de las manos de un hombre».12 Aunque Rousseau creía que su novela, Julia, era superior a la de Richardson, no por ello dejó de considerar Clarissa como la mejor del resto: «Nadie ha escrito jamás, en ninguna lengua, una novela igual que Clarissa, ni siquiera una que se le aproxi­ me». Las comparaciones entre Clarissa y Julia continuaron has­ ta el final de siglo. Jeanne-Marie Roland, esposa de un ministro y coordinador oficioso de la facción política girondina duran­ te la Revolución francesa, confesó a una amiga en 1789 que re­ leía la novela de Rousseau cada año, si bien seguía opinando que la obra de Richardson era el súmmum de la perfección. «No hay un pueblo en el mundo que ofrezca una novela capaz de resistir una comparación con Clarissa; es la obra maestra del gé­ nero, el modelo y la desesperación de todos los imitadores.»13 Hombres y mujeres se identificaban por igual con las heroí­ nas de estas novelas. Por las cartas que recibió Rousseau, sabemos que los hombres, incluso los militares, reaccionaban intensamen­ te ante el personaje de Julia. Un tal Louis Fran^ois, militar re­ tirado, escribió a Rousseau: «Usted ha hecho que me enamore de ella. Imagine, pues, las lágrimas que su muerte me provocó. [...] Nunca había llorado tan deliciosas lágrimas. Esta lectura me causó un efecto tan poderoso que creo que habría muerto con gusto durante ese momento supremo». Algunos lectores reco­ nocían explícitamente su identificación con la heroína. CJ. Panckoucke, que llegaría a ser un editor muy conocido, dijo a Rous­ seau: «He sentido cómo atravesaba mi corazón la pureza de las

emociones de Julia». La identificación psicológica que conduce a la empatia iba claramente más allá de las diferencias de géne­ ro. Los hombres que leían a Rousseau no se identificaban tan sólo con Saint-Preux, el amante al que Julia se ve obligada a re­ nunciar, y apenas sentían empatia hacia Wolmar, su melifluo es­ poso, o hacia el barón D’Étange, su tiránico padre. Al igual que las lectoras, los hombres se identificaban con la propia Julia. La lucha de ésta por vencer sus pasiones y llevar una vida virtuosa también se convertía en su lucha.14 Por su misma forma, pues, la novela epistolar podía demos­ trar que la individualidad dependía de cualidades de «interiori­ dad» (la posesión de un núcleo interno), porque los personajes expresan sus sentimientos en sus cartas. Además, la novela epis­ tolar demostraba que todos los yoes poseían esa interioridad (muchos de los personajes escriben) y que, por consiguiente, to­ dos los yoes eran en cierto modo iguales, dado que todos se asemejaban en que poseían una interioridad. Por ejemplo, más que en un estereotipo de los oprimidos, el intercambio de car­ tas transforma a la sirvienta Pamela en un modelo de autono­ mía e individualidad orgullosas. Al igual que Pamela, los per­ sonajes de Clarissa y Julia vienen a representar la individualidad misma. Los lectores se vuelven más conscientes de su propia ca­ pacidad de poseer una interioridad, así como de la de todos los demás individuos.15 Ni que decir tiene que no todas las personas experimenta­ ban los mismos sentimientos cuando leían estas novelas. El in­ glés Horace Walpole, novelista y hombre ocurrente, se burló de las «tediosas lamentaciones» de Richardson, «que son cuadros de la vida de la alta sociedad tal como la concibe un librero, y romances tal como los espiritualizaría un maestro metodis­ ta». Sin embargo, muchos se dieron cuenta enseguida de que Richardson y Rousseau habían puesto el dedo en una llaga cul­ tural de vital importancia. Justo un mes después de la publica­ ción de los últimos volúmenes de Clarissa, Sarah Fielding, her­

mana del gran rival de Richardson y también novelista de éxito, publicó anónimamente un panfleto de 56 páginas en defensa de la novela. Si bien su hermano Henry había publicado una de las primeras parodias de Pamela (Una disculpa por la vida de Mrs. Shamela Andrew, en la cual se exponen y refutan muchasfalsedades y malinterpretaciones de un libro llamado «Pamela», 1741), Sarah ha­ bía trabado amistad con Richardson, que publicó una de sus no­ velas. Uno de los personajes ficticios de Sarah, el señor Clark, afirma que Richardson ha logrado atraparle de tal manera en su red de ilusión «que por mi parte estoy tan íntimamente fami­ liarizado con todos los Harlows [sic] que es como si los hubie­ ra conocido desde la infancia». Otro personaje, la señorita Gibson, insiste en las virtudes de la técnica literaria de Richardson: «En verdad, señor, tomad nota de que una historia contada de esta manera no puede sino avanzar lentamente, que sólo pue­ den entender a los personajes quienes atienden rigurosamente al conjunto; mas esta ventaja que adquiere el autor escribiendo en tiempo presente, como él mismo lo llama, y en primera per­ sona, hace que sus trazos penetren inmediatamente en el cora­ zón, y sentimos todas las aflicciones que pinta; no sólo lloramos por Clarissa, sino también con ella, y la acompañamos, paso a paso, en todas sus aflicciones».16 El suizo Albrecht von Haller, renombrado fisiólogo y estu­ dioso de la literatura, publicó en 1749 una crítica anónima de Clarissa en el Gentlemans Magazine. Von Haller hizo el tremen­ do esfuerzo de agarrar por los cuernos al toro de la originalidad de Richardson. Aunque apreciaba las virtudes de muchas nove­ las francesas anteriores, Von Haller sostenía que proporcionaban «generalmente nada más que descripciones de acciones ilustres de personas ilustres», al paso que en la novela de Richardson el lector veía un personaje «de la misma condición social que no­ sotros». El autor suizo prestó gran atención al formato epistolar. Si bien a los lectores podía costarles creer que los personajes se pasaran el tiempo poniendo por escrito la totalidad de sus sen­

timientos y pensamientos más íntimos, la novela epistolar era capaz de ofrecer retratos minuciosamente fieles de personajes individuales, y provocar así lo que Von Haller denominaba com­ pasión: «Lo patético nunca se ha mostrado con igual fuerza, y en mil casos es patente que los caracteres más obstinados e in­ sensibles han sido ablandados hasta sentir compasión, y empu­ jados a deshacerse en lágrimas, por la muerte, los sufrimientos y las penas de Clarissa». Concluyó diciendo que «no hemos leí­ do ninguna descripción, en ninguna lengua, que se acerque tan­ to a una lucha».17

¿Degradación o exaltación? La gente de la época sabía por experiencia propia que la lec­ tura de estas novelas tenía efectos sobre el cuerpo, no sólo so­ bre la mente, pero no estaban de acuerdo en lo que se refería a sus consecuencias. Clérigos católicos y protestantes denuncia­ ron su potencial en cuanto a obscenidad, seducción y degrada­ ción moral. Ya en 1734, Nicolás Lenglet-Dufresnoy, clérigo for­ mado en la Sorbona, juzgó necesario defender las novelas de los ataques de sus colegas, aunque lo hizo bajo un seudónimo. Rebatió socarronamente todas las objeciones que llevaban a las autoridades a prohibir novelas, «como otros tantos aguijonazos que sirven para inspirar en nosotros sentimientos que son de­ masiado vivos y demasiado fuertes». Al argumentar que las no­ velas eran apropiadas en cualquier periodo, reconoció que «en todas las épocas han reinado la credulidad, el amor y las muje­ res; por tanto, las novelas se han seguido y saboreado en todas las épocas». Sería mejor concentrarse en escribir buenas novelas, sugirió, que tratar de suprimirlas por completo.18 Los ataques no cesaron cuando la producción de novelas despegó a mediados de siglo. En 1755, otro clérigo católico, el

abate Armand-Pierre Jacquin, escribió una obra de 400 páginas para demostrar que la lectura de novelas socavaba la moral, la re­ ligión y todos los principios del orden social. «Abrid estas obras», afirmó, «y en casi todas ellas veréis violados los derechos de la justicia divina y humana, escarnecida la autoridad de los padres sobre sus hijos, rotos los lazos sagrados del matrimonio y la amistad.» El peligro residía precisamente en su poder de atrac­ ción; mediante la insistencia constante sobre las tentaciones del amor, animaban a los lectores a actuar siguiendo sus peores im­ pulsos, a rechazar el consejo de sus padres y de su iglesia, a ha­ cer caso omiso de las censuras morales de la comunidad. Según Jacquin, el único consuelo que las novelas ofrecían era su carác­ ter efímero. El lector podía devorar una, pero no leerla nunca más. «¿Me equivoqué al profetizar que la novela de Pamela cae­ ría pronto en el olvido? [...] Lo mismo ocurrirá dentro de tres años en los casos de Tom Jones y Clarissa,»19 Quejas parecidas salieron de la pluma de protestantes ingle­ ses. En 1779, el reverendo Vicesimus Knox resumió décadas de preocupaciones persistentes al proclamar que las novelas eran placeres degenerados y vergonzosos que distraían las mentes jó­ venes de lecturas más serias y edificantes. El incremento de nove­ las británicas no hacía sino difundir los hábitos libertinos fran­ ceses y dar cuenta de la corrupción de la época. Las novelas de Richardson, reconoció Knox, estaban escritas con «las intencio­ nes más puras». Pero, inevitablemente, el autor había relatado escenas y despertado sentimientos que eran incompatibles con la virtud. Los clérigos no eran los únicos que despreciaban la no­ vela. En 1771 apareció un poema en el Lady ’s Magazine que re­ sumía una opinión compartida por muchos: A la que llaman Pamela no la quiero conocer. Yo odio las novelas que me hacen corromper.

Muchos moralistas temían que las novelas sembraran el des­ contento, en especial entre los sirvientes y las muchachas,20 El médico suizo Samuel-Auguste Tissot vinculó la lectura de novelas a la masturbación, la cual, a su modo de ver, conducía a la degeneración física, mental y moral. Tissot creía que los cuer­ pos tendían de forma natural a decaer, y que la masturbación aceleraba el proceso tanto en los hombres como en las mujeres. «Lo único que puedo decir es que la ociosidad; la inactividad; el quedarse demasiado tiempo en la cama; una cama que sea de­ masiado blanda; una dieta abundante, con gran cantidad de es­ pecias, sal y vino; los amigos poco recomendables; y los libros licenciosos son las causas que más probablemente llevarán a es­ tos excesos.» Al decir «licenciosos», Tissot no se refería a libros declaradamente pornográficos; en el siglo xvili, «licencioso» sig­ nificaba cualquier cosa que tendiese a lo erótico, y se distinguía de lo «obsceno», que era mucho más reprobable. Las novelas de amor -y la mayoría de las novelas dieciochescas contaban his­ torias relacionadas con el amor- caían fácilmente en la catego­ ría de lo licencioso. En Inglaterra se creía que las alumnas de los internados corrían especial peligro, a causa de su habilidad para procurarse semejantes libros «inmorales y repugnantes» y leerlos en la cama.21 Clérigos y médicos coincidían, pues, en considerar la lectu­ ra de novelas como una pérdida: de tiempo, de fluidos vitales, de religión y de moralidad. Daban por sentado que la lectora imitaría la acción de la novela, y que después se arrepentiría amargamente. Una lectora de Clarissa, por ejemplo, podía ha­ cer oídos sordos a los deseos de su familia y, al igual que la pro­ tagonista de la obra, acceder a fugarse con un libertino como Lovelace, que la acabaría llevando, de buen grado o por la fuer­ za, a la ruina. En 1792, un crítico inglés anónimo aún insistía en que «el incremento de novelas ayudará a explicar el incremen­ to de la prostitución y los numerosos adulterios y fugas de los

que nos llegan noticias desde diferentes partes del reino». Según este parecer, las novelas estimulaban excesivamente el cuerpo, fomentaban un ensimismamiento moralmente sospechoso y provocaban actos que destruían la autoridad familiar, moral y religiosa.22 Richardson y Rousseau afirmaban que su papel era el de edi­ tor, no el de autor, para así poder eludir la mala fama asociada a las novelas. Cuando Richardson publicó Pamela, nunca se re­ fería a ella como novela. El título completó de la primera edi­ ción constituye toda una solemne declaración: Pamela, o la vir­ tud recompensada. En una serie de cartasfamiliares de una hermosa y joven doncella a sus padres, publicada ahora por primera vez con elfin de cultivar los principios de la virtud y la religión en las mentes de los jóvenes de ambos sexos. Una narración que tiene su fundamento en la verdad y la naturaleza, y al mismo tiempo que entretiene agradable­ mente, por medio de una diversidad de incidentes curiosos y conmo­ vedores, está enteramente despojada de todas esas imágenes que, en demasiadas obras pensadas solamente para la diversión, tienden a in­ flamar las mentes a las que deberían instruir. El prefacio de Richard­ son, firmado «por el editor», justifica la publicación de «las car­ tas siguientes» en términos morales; instruirán y mejorarán las mentes de los jóvenes, inculcarán religión y moral, pintarán el vicio «con sus colores apropiados», etcétera.23 Aunque también Rousseau decía ser editor, resulta evidente que consideraba su obra como una novela. En la primera ora­ ción del prefacio de Julia, Rousseau vinculaba las novelas a su muy conocida crítica del teatro: «Las grandes ciudades necesi­ tan espectáculos, y los pueblos corrompidos, novelas». Por si tal advertencia fuera insuficiente, Rousseau ofrecía asimismo un prefacio consistente en una «Conversación sobre las novelas entre el editor y un hombre de letras». En ella, el personaje «R» [Rousseau] expone todas las acusaciones que se lanzaban habi­ tualmente contra la novela por sacar partido de la imaginación y fomentar deseos que no podían satisfacerse virtuosamente:

Nos quejamos de que las novelas turban la mente; yo así lo creo: cuando muestran sin cesar a quienes las leen los supuestos encan­ tos de un estado que no es el suyo, los seducen, hacen que des­ deñen el estado al que pertenecen, y que pretendan cambiarlo imaginariamente por aquel que les han hecho desear. Querien­ do ser lo que no se es, uno llega a creerse que es quien no es, y así se vuelve loco.

Y, sin embargo, Rousseau procedía acto seguido a presentar una novela a sus lectores. Incluso se mostró desafiante: «Si [...] alguien se atreve a censurarme por haberla publicado», dice Rous­ seau, «que lo diga, si quiere, a todo el mundo; pero que no venga a decírmelo a mí; me parece que no podría, en toda mi vida, es­ timar a ese hombre». El libro podría escandalizar a casi todo el mundo, reconoce con agrado, pero «nunca gustará o disgustará a medias». Estaba convencido de que sus lectores reaccionarían violentamente.24 Pese a las preocupaciones de Richardson y Rousseau por su reputación, la visión que algunos críticos tenían del funciona­ miento de la novela empezaba a ser mucho más positiva. En su defensa de Richardson, tanto Sarah Fielding como Von Haller ya habían llamado la atención sobre la empatia o compasión a la que movía la lectura de Clarissa. Según esta nueva visión, las novelas no hacían que sus lectores se mostrasen más ensimis­ mados, sino más comprensivos con los demás, y, por tanto, no disminuían su moralidad, sino que la acrecentaban. Uno de los defensores más elocuentes de la novela fue Diderot, autor del artículo de la Encyclopédie sobre el derecho natural, además de novelista. Cuando Richardson murió en 1761, Diderot escribió un elogio en el que lo comparaba a los autores más grandes de la antigüedad: Moisés, Homero, Eurípides y Sófocles. Pero, so­ bre todo, hizo hincapié en la inmersión del lector en el mundo de la novela: «Uno, a pesar de todas las precauciones, asume un

papel en sus obras, se ve metido en conversaciones, aprueba, culpa, admira, se irrita, se indigna. ¿Cuántas veces no me sor­ prendí a mí mismo, como les sucede a los niños la primera vez que los llevan al teatro, exclamando: “No te lo creas, te está en­ gañando [...]. Si vas, estarás perdido”?». Según Diderot, la narra­ tiva de Richardson crea la impresión de que uno está presente en lo que sucede y, además, de que es su mundo, no un país re­ moto, ni un lugar exótico, ni un cuento de hadas. «Sus persona­ jes están sacados de la sociedad corriente [...], las pasiones que describe son las que yo mismo siento.»25 Diderot no utiliza los términos «identificación» o «empa­ tia», pero sí hace una descripción convincente de ellos. Admite que uno se reconoce a sí mismo en los personajes, que de un salto se planta imaginariamente en medio de la acción, experi­ menta los mismos sentimientos que están experimentando los personajes. En resumen, uno aprende a sentir empatia por al­ guien que no es él mismo y que nunca podría serle directamen­ te accesible (a diferencia, pongamos por caso, de los miembros de la propia familia), pero que, de alguna forma imaginaria, tam­ bién es uno mismo, lo cual constituye un elemento crucial para la identificación. Este proceso explica por qué Panckoucke es­ cribió a Rousseau: «He sentido cómo atravesaba mi corazón la pureza de las emociones de Julia». La empatia depende de la identificación. Diderot observa que la técnica narrativa de Richardson lo atrae de manera ine­ luctable hacia esta experiencia. Es una especie de caldo de cul­ tivo para el aprendizaje emocional: «En el espacio de unas cuantas horas pasé por un gran número de situaciones que la vida más larga difícilmente puede ofrecer en toda su duración. [...] Sentí que había adquirido experiencia». Tanto se identifi­ ca Diderot que, al terminar la novela, se siente privado de algo: «Experimenté la misma sensación que experimentan los hom ­ bres que han estado estrechamente entrelazados y han vivido juntos durante mucho tiempo y que ahora están a punto de

separarse. Al final, me pareció súbitamente que me quedaba solo».26 De manera simultánea, Diderot se ha perdido en la acción y se ha recuperado a sí mismo en la lectura. Siente de forma más acusada que antes el carácter separado de su yo -ahora se sien­ te solo-, pero también que los demás poseen igualmente un yo. Dicho de otro modo, tiene ese «sentimiento interior», como, él mismo lo llamaba, que es necesario para los derechos humanos. Diderot comprende asimismo que el efecto de la novela es in­ consciente: «Uno se siente atraído hacia el bien con una impe­ tuosidad que no reconoce. Ante la injusticia, uno siente una re­ pugnancia que no sabe cómo explicarse». La novela ha surtido efecto mediante el proceso de implicación en la narración, no mediante la moralización explícita.27 La lectura de obras de ficción recibió su tratamiento filosófi­ co más serio en Elementos para la crítica (1762), de Henry Home, Lord Kames. Aunque el jurista y filósofo escocés no hablaba en su obra de las novelas per se, sí sostenía que en general la ficción crea una especie de «presencia ideal» o «sueño en un estado de vigilia» en el cual el lector se imagina a sí mismo transportado a la escena que se describe. Según Kames, esta «presencia ideal» es un estado parecido al trance. El lector se ve «lanzado a una espe­ cie de ensueño» y, «perdiendo la conciencia del yo, y de la lectu­ ra, su ocupación en ese momento, concibe cada incidente como si ocurriera en su presencia, justamente como si fuese un testigo ocular». Lo más importante para Kames era que esta transfor­ mación fomenta la moralidad. La «presencia ideal» provoca que el lector se abra a sentimientos que refuerzan los lazos de la so­ ciedad. Los individuos son sacados de sus intereses particulares y movidos a llevar a cabo «actos de generosidad y benevolencia». «Presencia ideal» era otra denominación para lo que Aaron Hill había llamado «brujería de la pasión y el sentido».28 Al parecer, Thomas Jefferson opinaba lo mismo. Cuando Robert Skipwith, que se había casado con la hermanastra de la es­

posa de Jefferson, escribió a éste en 1771 pidiéndole que le re­ comendase una lista de libros, Jefferson incluyó en ella muchos de los clásicos, antiguos y moderaos, de política, religión, dere­ cho, ciencia, filosofía e historia. En la lista figuraba Elementos para la crítica, de Kames, pero Jefferson la inició con poesía, obras de teatro y novelas, incluidas las de Laurence Sterne, Henry Fielding, Jean-Frangois Marmontel, Oliver Goldsmith, Richard­ son y Rousseau. En la carta que acompañaba a la lista de lectu­ ras, Jefferson hablaba con elocuencia de «los entretenimientos de la ficción». Al igual que Kames, defendía que la ficción po­ día inculcar tanto los principios como la práctica de la virtud. Citando a Shakespeare, Marmontel y Sterne por su nombre, Jefferson explicaba que cuando leemos estas obras experimen­ tamos «en nosotros mismos el fuerte deseo de hacer actos de caridad y gratitud» y, en cambio, nos repugnan las malas accio­ nes o la conducta inmoral. La ficción, insistió, produce el de­ seo de emulación moral de forma todavía más eficaz que las obras de historia.29 En esencia, lo que estaba en juego en este conflicto de opi­ niones sobre la novela era nada menos que la valorización de la vida secular corriente como fundamento de la moral. A ojos de quienes criticaban la lectura de novelas, la simpatía por la he­ roína de una novela fomentaba lo peor del individuo (deseos ilícitos y excesivo amor propio) y demostraba la degeneración irrevocable del mundo secular. Por el contrario, para los parti­ darios de un nuevo modo de ver la moralización empática, se­ mejante identificación demostraba que el despertar de la pasión podía ayudar a transformar la naturaleza interna del individuo y crear una sociedad más moral. Creían que la naturaleza inter­ na de los seres humanos proporcionaba una base para la auto­ ridad social y política.30 Así pues, el hechizo de la novela resultó tener un gran al­ cance en cuanto a sus efectos. Si bien los partidarios de la no­ vela no lo afirmaban explícitamente, comprendían que, en rea­

lidad, escritores tales como Richardson y Rousseau empujaban a sus lectores hacia la vida cotidiana como una especie de ex­ periencia religiosa sustitutiva. Los lectores aprendían a valorar la intensidad emocional de lo corriente y la capacidad que te­ nían personas como ellos para crear por sí solas un mundo mo­ ral. Los derechos humanos brotaron de lo que habían sembrado estos sentimientos. Los derechos humanos sólo podían florecer cuando las personas aprendieran a pensar en los demás como sus iguales, como sus semejantes de algún modo fundamental. Aprendieron esta igualdad, al menos en parte, experimentan­ do la identificación con personajes corrientes que parecían dra­ máticamente presentes y conocidos, aunque en esencia fueran ficticios.31

El extraño destino de las mujeres En las tres novelas que hemos elegido, el centro de la identi­ ficación psicológica es un joven personaje femenino creado por un autor masculino. Huelga decir que también se producía la identificación con personajes masculinos. Jefferson, por ejemplo, siguió ávidamente las peripecias de Tristram Shandy (1759-1767), de Laurence Sterne, así como del álter ego de éste, Yorick, en Viaje sentimental (1768). Las escritoras tenían igualmente sus lec­ tores entusiastas, tanto mujeres como hombres. El reformador penal y abolicionista francés Jacques-Pierre Brissot citaba la Ju­ lia de Rousseau constantemente, pero su novela inglesa favorita era Cecilia (1782), de Fanny Burney. Como confirma el ejemplo de Burney, sin embargo, las protagonistas femeninas ocupaban el puesto de honor; sus tres novelas llevaban por título el nom ­ bre de la protagonista.32 Las protagonistas femeninas resultaban especialmente con­ vincentes porque su búsqueda de autonomía nunca podía triun­

far por completo. Las mujeres disfrutaban de pocos derechos jurídicos, aparte de los de sus padres o maridos. Los lectores en­ contraban conmovedora la búsqueda de independencia que emprendía la heroína, sobre todo porque comprendían de in­ mediato las trabas con que era inevitable que tropezase una mujer. En un final feliz, Pamela se casa con el señor B. y acep­ ta los límites implícitos a su libertad. En cambio, Clarissa pre­ fiere morir antes que casarse con Lovelace después de que éste la viole. En cuanto a Julia, su padre la obliga a renunciar al hom­ bre al que ama y ella parece acatarlo, pero también acaba m u­ riendo en la escena final. Algunos críticos modernos han apreciado masoquismo o martirio en estas historias, pero las gentes de la época vieron otras cualidades. Lectores y lectoras por igual se identificaban con estos personajes porque las mujeres mostraban una gran voluntad y personalidad. El público lector no sólo quería salvar a las heroínas; deseaba ser como ellas, incluso como Clarissa y Julia, a pesar de su trágica muerte. En las tres novelas, casi toda la acción gira en torno a expresiones de la voluntad femenina, la cual tiene normalmente que luchar contra restricciones pater­ nas o sociales. Pamela debe resistirse al señor B. para mantener su sentido de la virtud y su sentido del yo; y su resistencia aca­ ba conquistándolo. Clarissa adopta una actitud firme contra su familia y luego contra Lovelace por razones parecidas, y al final Lovelace quiere desesperadamente casarse con ella, que lo re­ chaza. Julia debe renunciar a Saint-Preux y aprender a amar la vida con Wolmar; la lucha es exclusivamente suya. En cada no­ vela, todo retorna al deseo de independencia de la heroína. Los actos de los personajes masculinos sólo sirven para realzar esta voluntad femenina. Los lectores, al sentir empatia por la heroí­ na de la novela, aprendían que todas las personas -hasta las mu­ jeres- aspiraban a una mayor autonomía, y experimentaban ima­ ginariamente el esfuerzo psicológico que entrañaba la lucha por alcanzarla.

Las novelas del siglo xvill reflejaban una honda preocupa­ ción cultural por la autonomía. Los filósofos de la Ilustración creían firmemente haber efectuado un avance en este campo en el siglo xvill. Cuando hablaban de libertad, se referían a la auto­ nomía individual, ya fuera la libertad de expresión o de cul­ to o la independencia que se enseñaba a los jóvenes según los preceptos de Rousseau incluidos en su guía educativa, el Emi­ lio (1762). El relato de la Ilustración sobre la conquista de la autonomía alcanzó su punto álgido con el ensayo de Immanuel Kant titulado ¿Quées la Ilustración? (1784). Kant definió memo­ rablemente la Ilustración como «el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mis­ mo». «Esta minoría de edad», prosiguió, «significa la incapaci­ dad para servirse de su entendimiento sin verse guiado por al­ gún otro.» La Ilustración, para Kant, equivalía a la autonomía intelectual, a la capacidad de pensar por uno mismo.33 El énfasis de la Ilustración en la autonomía individual nació de la revolución en el pensamiento político iniciada por Hugo Grocio y John Locke en el siglo XVII. Ambos sostenían que el varón autónomo que acordaba un contrato social con otros in­ dividuos como él constituía el único fundamento posible de la autoridad política legítima. Si la autoridad justificada por el de­ recho divino, las Escrituras y la historia debía ser reemplazada por un contrato entre hombres autónomos, entonces era nece­ sario enseñar a los niños a pensar por sí mismos. Por tanto, la teoría educativa, que recibió su mayor influencia de Locke y Rousseau, pasó de basarse en la obediencia impuesta por me­ dio del castigo a hacerlo en el cultivo esmerado de la razón como principal instrumento de la independencia. Locke expli­ có el significado de las nuevas prácticas en Pensamientos acerca de la Educación (1693): «Hemos de considerar que nuestros hi­ jos, cuando crezcan, serán semejantes nuestros [...]. Nosotros queremos ser considerados como criaturas racionales y tener nuestra libertad; queremos que no nos molesten continuamen­

te con reprimendas, con un tono severo». Tal como reconoció Locke, la autonomía política e intelectual dependía de educar a los hijos (en su caso, tanto varones como hembras) según nue­ vas disposiciones; la autonomía requería una relación nueva con el mundo, no sólo ideas nuevas.34 Pensar y decidir por uno mismo, en consecuencia, requería tanto cambios filosóficos como cambios lógicos y políticos. En el Emilio, Rousseau instaba a las madres a edificar muros psico­ lógicos entre sus hijos y todas las presiones sociales y políticas externas: «Haz temprano un cercado alrededor del alma de tu hijo». El inglés Richard Price, predicador y panfletista político, afirmó en 1776, cuando escribía a favor de los colonos norte­ americanos, que uno de los cuatro aspectos generales de la liber­ tad era la libertad física, «ese principio de espontaneidad o auto­ determinación que nos constituye en agentes». Para él, la libertad era sinónimo de autodirección o autogobierno, y en este caso la metáfora política sugiere una metáfora psicológica, si bien las dos estaban estrechamente relacionadas.35 Los reformadores inspirados por la Ilustración querían ir más allá de proteger el cuerpo o cercar el alma, como instaba a ha­ cer Rousseau. Exigían que la toma de decisiones del individuo tuviera un mayor alcance. Las leyes revolucionarias francesas sobre la familia demuestran una honda preocupación por las tra­ dicionales limitaciones impuestas a la independencia. En mar­ zo de 1790, la recién creada Asamblea Nacional abolió la primogenitura, que otorgaba derechos especiales de herencia al primer hijo varón, así como las tristemente célebres lettres de cachet, que permitían a las familias encarcelar a los hijos sin juicio previo. En agosto del mismo año, los diputados limitaron el control de los padres sobre sus hijos, estableciendo consejos fa­ miliares que debían presenciar las disputas entre padres e hijos de hasta 20 años de edad. En abril de 1791, la Asamblea Na­ cional decretó que todos los hijos, tanto los varones como las hembras, debían heredar en igualdad de condiciones. Luego, en

agosto y septiembre de 1792, los diputados rebajaron la mayo­ ría de edad de 25 a 21 años, declararon que los adultos ya no podían estar sometidos a la autoridad paterna e instituyeron el divorcio por primera vez en la historia de Francia, poniéndolo al alcance, por las mismas razones jurídicas, tanto de los hom ­ bres como de las mujeres. En resumen, los revolucionarios hi­ cieron cuanto estuvo en su mano para ensanchar las fronteras de la autonomía personal.36 En Gran Bretaña y sus colonias norteamericanas, el deseo de una mayor autonomía puede seguirse más fácilmente en auto­ biografías y novelas que en obras de derecho, al menos antes de la Revolución norteamericana. De hecho, en 1753 la Ley sobre Matrimonios (26 Geo II, c. 33) declaró ilegales en Inglaterra los matrimonios de personas de menos de 21 años, a no ser que con­ taran con el consentimiento del padre o tutor. A pesar de esta reafirmación de la autoridad paterna, en el siglo XVlll decayó la antigua dominación patriarcal de los esposos sobre las esposas. Desde Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe, hasta la Auto­ biografía de Benjamín Franklin (escrita entre 1771 y 1788), es­ critores ingleses y norteamericanos celebraron la independencia como virtud fundamental. La novela de Defoe sobre el marine­ ro naufragado ofreció un ejemplo de cómo un hombre podía aprender a valerse por sí mismo. No es extraño, pues, que Rous­ seau hiciera de Robinson Crusoe una lectura obligada para el jo­ ven Emilio, ni que la novela de Defoe se imprimiera por prime­ ra vez en las colonias norteamericanas en 1774, en medio de la creciente crisis sobre la Independencia. Robinson Crusoe fue uno de los libros que más se vendieron en las colonias norteameri­ canas en 1775, sin otros rivales que Cartas a su hijo, de Lord Chesterfield y El legado de un padre para sus hijas, de John Gregory, cuyo propósito era popularizar las opiniones de Locke sobre la educación de los niños y las niñas.37 En cuanto a la vida de las personas reales, la tendencia era la misma, si bien de un modo más titubeante. Cada vez era ma­

yor el deseo de los jóvenes de tomar sus propias decisiones con respecto al matrimonio, aunque las familias seguían ejerciendo una gran presión, como podía verse en incontables novelas cu­ yos argumentos giraban alrededor de este tema (por ejemplo, Clarissa). Las prácticas en la educación de los hijos también re­ velan cambios sutiles de actitud. Los ingleses dejaron de fajar a los recién nacidos antes que los franceses (en la disuasión de los franceses respecto a esta práctica, hay que atribuir gran parte del mérito a Rousseau), pero siguieron pegando a los muchachos en la escuela durante más tiempo. A mediados del siglo xvm, las familias aristocráticas de Inglaterra ya habían dejado de usar an­ dadores para guiar a sus hijos cuando caminaban, los desteta­ ban antes y, como ya no los fajaban, también les enseñaban an­ tes a ir solos al retrete, señales todas ellas de un mayor énfasis en la independencia.38 Sin embargo, la realidad era a veces más confusa. En In­ glaterra, a diferencia de otros países protestantes, el divorcio era prácticamente imposible en el siglo xvill; entre 1700 y 1857, cuando la Ley de Causas Matrimoniales creó un tribunal espe­ cial para casos de divorcio, sólo se concedieron 325, al ampa­ ro de una ley especial del Parlamento para Inglaterra, Gales e Irlanda. Aunque aumentó el número de divorcios (de 14 en la primera mitad del siglo xvm a 117 en la segunda mitad), a efec­ tos prácticos el divorcio estaba limitado a unos cuantos hom ­ bres de la aristocracia, dado que los motivos requeridos hacían que a las mujeres les resultara casi imposible obtenerlo. Las ci­ fras revelan que en la segunda mitad del siglo XVIII tan sólo se concedieron 2,34 divorcios al año. En Francia, en cambio, des­ pués de que los revolucionarios franceses instituyeran el divor­ cio, se concedieron unos veinte mil entre 1792 y 1803, lo cual equivale a 1800 al año. Las colonias británicas de Norteamérica siguieron en general la práctica inglesa de prohibir el divorcio pero, al mismo tiempo, permitir alguna forma de separación le­ gal; sin embargo, tras la Independencia, los nuevos tribunales

empezaron a aceptar las demandas de divorcio en la mayoría de los estados. Marcando una tendencia que luego se repetiría en la Francia revolucionaria, las mujeres presentaron la mayoría de las demandas de divorcio en los primeros años de los recién fun­ dados Estados Unidos.39 En unas notas escritas en 1771 y 1772 acerca de una causa judicial de divorcio, Thomas Jefferson vinculó claramente el di­ vorcio a los derechos naturales. El divorcio devolvería «a las mu­ jeres su derecho natural a la igualdad». Formaba parte, afirmó, de la naturaleza de los contratos por mutuo consentimiento que fuesen disueltos si una de las partes incumplía el pacto (el mismo argumento que los revolucionarios franceses emplearían en 1792). Además, la posibilidad del divorcio legal garantizaría la «libertad de afecto», que también era un derecho natural. «La búsqueda de la felicidad», que la Declaración de Independen­ cia hizo famosa, debía incluir el derecho al divorcio, dado que el «fin del matrimonio es la propagación y la felicidad». El de­ recho a buscar la felicidad, por tanto, exigía el divorcio. No es casualidad que cuatro años más tarde Jefferson alegara argumen­ tos parecidos para defender el divorcio de los norteamericanos respecto a Gran Bretaña.40 En el siglo XVIII, quienes abogaban por el aumento de la autodeterminación debían hacer frente a un dilema: ¿de dónde saldría el sentido de comunidad en este nuevo orden que inci­ día en los derechos del individuo? Una cosa era explicar cómo la moral podía derivarse de la razón humana en lugar de las Sa­ gradas Escrituras, o por qué debía preferirse la autonomía a la obediencia ciega, y otra muy distinta conciliar el individuo autodirigido con el bien general. Los filósofos escoceses de media­ dos del siglo xvm centraron sus obras en la cuestión de la co­ munidad secular, y ofrecieron una respuesta filosófica que se hacía eco de la práctica de la empatia que enseñaba la novela. Los filósofos, como la mayoría de la gente del siglo XVlll, dieron a su respuesta el nombre de «compasión» [sympathy]. He utiliza­

do, sin embargo, el término «empatia» [empathy] porque, si bien no entró en la lengua inglesa hasta el siglo XX, refleja mejor la voluntad activa de identificarse con los demás. Actualmente, compasión [sympathy] significa a menudo «piedad», lo cual pue­ de dar a entender «condescendencia», que es un sentimiento in­ compatible con un verdadero sentimiento de igualdad.41 El término compasión [sympathy] tenía un significado muy amplio en el siglo xvm. Para Francis Hutcheson, la compasión era una especie de sentido, una facultad moral. Más noble que la vista o el oído, sentidos que compartimos con los animales, pero menos noble que la conciencia, la compasión o la afinidad lfellow feeling] hacía que la vida social fuese posible. Por medio del poder de la naturaleza humana, anterior a cualquier razona­ miento, la compasión actuaba como una especie de fuerza gravitatoria social que arrancaba a las personas de sí mismas. La compasión garantizaba que la felicidad no se redujera tan sólo a la autosatisfacción. «Mediante una suerte de contagio o infec­ ción», concluyó Hutcheson, «todos nuestros placeres, incluso los más bajos, aumentan de manera extraña cuando se comparten con otras personas.»42 Adam Smith, autor de La riqueza de las naciones (1776) y alumno de Hutcheson, dedicó una de sus obras anteriores a la cuestión de la compasión. En el primer capítulo de La teoría de los sentimientos morales (1759), utiliza el ejemplo de la tortura para revelar su funcionamiento. ¿Qué nos hace compadecernos del sufrimiento de alguien sometido al tormento del potro? Aun­ que quien sufre sea un hermano, nunca podemos experimentar directamente lo que siente. Sólo podemos identificarnos con su sufrimiento en virtud de nuestra imaginación, que nos permi­ te ponernos en su lugar, soportar los mismos tormentos, «entrar por así decirlo en su cuerpo y llegar a ser en alguna medida una misma persona con él». Este proceso de identificación imagi­ naria -compasión- permite sentir al observador lo que siente la víctima de la tortura. El observador sólo puede convertirse en

un ser verdaderamente moral, sin embargo, cuando da el paso siguiente y comprende que también él es sujeto de semejante identificación imaginaria. En el momento en que puede verse a sí mismo como el objeto de los sentimientos de otros, es capaz de desarrollar en su interior un «espectador imparcial» que será su brújula moral. Por tanto, según Adam Smith, la autonomía y la compasión van juntas. Sólo en el interior de una persona autónoma puede desarrollarse un «espectador imparcial»; no obs­ tante, explica Smith, esto únicamente es posible si la persona se identifica primero con otras personas.43 La compasión o la sensibilidad [sensibility] -el segundo tér­ mino era mucho más común en francés- tuvo una amplia reso­ nancia cultural a ambas orillas del Atlántico durante la segun­ da mitad del siglo xvm. Thomas Jefferson leyó a Hutcheson y Smith, si bien citó específicamente al novelista Laurence Sterne como el autor que ofrecía «el mejor curso de moralidad». Dada la profusión de referencias a la compasión y la sensibilidad en el mundo atlántico, difícilmente puede ser una coincidencia que la primera novela escrita por un norteamericano, publica­ da en 1789, llevase por título El poder de la compasión. La com­ pasión y la sensibilidad impregnaban hasta tal punto la litera­ tura, la pintura e incluso la medicina que a algunos médicos empezó a preocuparles que hubiese un exceso de ambas, pues temían que pudieran conducir a la melancolía, la hipocondría o «los vapores». Los médicos pensaban que las señoras acomo­ dadas (las lectoras) eran especialmente propensas a padecer es­ tas afecciones.44 La compasión y la sensibilidad actuaban a favor de muchos grupos privados del derecho al voto, pero no de las mujeres. Aprovechando el éxito de la novela, que inspiró nuevas formas de identificación psicológica, los primeros abolicionistas alenta­ ron a los esclavos liberados a escribir sus propias autobiografías, a veces parcialmente noveladas, con el fin de ganar adeptos para el movimiento en ciernes. Los males de la esclavitud cobraban

vida cuando eran descritos por hombres como Olaudah Equiano, cuyo libro Narración de la vida de Olaudah Equiano, el Afri­ cano, escrita por él mismo se publicó por primera vez en Londres en 1789. Sin embargo, la mayoría de los abolicionistas no acer­ tó a establecer una relación con los derechos de las mujeres. Después de 1789, muchos revolucionarios franceses adoptarían en público actitudes clamorosas a favor de los derechos de los protestantes, los judíos, los negros libres e incluso los esclavos, pero al mismo tiempo se opondrían activamente a la concesión de derechos a las mujeres. En los recién fundados Estados Uni­ dos, aunque la esclavitud suscitó inmediatamente debates aca­ lorados, los derechos de las mujeres generaron aún menos de­ bates públicos que en Francia. Antes del siglo XX, las mujeres no disfrutaron de derechos políticos iguales en ninguna parte.45 La gente del siglo xvm, al igual que casi todos sus antece­ sores en la historia de la humanidad, veía a las mujeres como se­ res dependientes, definidos por su estatus familiar y, en con­ secuencia, por definición, no del todo capaces de alcanzar la autonomía política. Podían defender la autodeterminación como virtud privada y moral, pero sin vincularla a los derechos polí­ ticos. Tenían derechos, pero no eran políticos. Esta opinión se hizo explícita cuando los revolucionarios franceses redactaron una nueva constitución en 1789. El abate Emmanuel-Joseph Sieyés, destacado intérprete de la teoría constitucional, explicó la emergente distinción entre derechos naturales y civiles, por un lado, y derechos políticos, por el.otro. Todos los habitantes de un país, incluidas las mujeres, gozaban de los derechos del ciudadano pasivo: el derecho a la protección de su persona, sus propiedades y su libertad. Pero Sieyés sostenía que no todos ellos son ciudadanos activos con derecho a participar directa­ mente en los asuntos públicos. «Las mujeres, al menos en el es­ tado presente, los niños, los extranjeros, las personas que no aportan nada al mantenimiento del sistema público» fueron de­ finidos como los ciudadanos pasivos. La matización «al menos

en el estado presente» dejó un resquicio para futuros cambios en los derechos de las mujeres. Algunos intentarían aprovecharlo, pero sin éxito a corto plazo.46 Los pocos que sí abogaron por los derechos de las mujeres en el siglo xvm manifestaron una actitud ambivalente ante las novelas. Aquellos que tradicionalmente se oponían al género no­ velístico creían que las mujeres eran particularmente sensibles al hechizo que causaba la lectura sobre el amor, e incluso de­ fensores de las novelas como Jefferson se mostraban preocupa­ dos por sus efectos en las jóvenes. En 1818, un Jefferson mucho más viejo que el que en 1771 había mostrado entusiasmo por sus novelistas favoritos previno sobre «la pasión desmedida» que sentían las jóvenes hacia la novela. «El resultado es una imagi­ nación hinchada» y «un juicio enfermizo.» No resulta extraño, pues, que los defensores apasionados de los derechos de las mujeres se tomaran a pecho estas suspicacias. Al igual que Jef­ ferson, Mary Wollstonecraft, la madre del feminismo moderno, contrastó de forma explícita la lectura de novelas -«el único tipo de lectura calculada para interesar a una mente frívola e ino­ cente»- con la lectura de libros de historia y, más en general, con el entendimiento racional y activo. Sin embargo, la propia Wollstonecraft escribió dos novelas que tenían por protagonis­ tas a personajes femeninos, publicó numerosas reseñas de no­ velas y se refería constantemente a ellas en su correspondencia. A pesar de sus objeciones a los preceptos para la educación fe­ menina que Rousseau había incluido en el Emilio, Wollstonecraft leyó ávidamente Julia y en sus cartas utilizaba frases que recor­ daba de Clarissa y de las novelas de Sterne para expresar sus pro­ pias emociones.47 El aprendizaje de la empatia abrió la puerta a los derechos humanos, pero no garantizó que todo el mundo pudiera cruzar­ la. Nadie lo comprendió mejor ni le dio más vueltas que el autor de la Declaración de Independencia. En una carta de 1802 di­ rigida al clérigo, científico y reformador inglés Joseph Priestley,

Jefferson presentó el ejemplo norteamericano al mundo entero: «Es imposible no apreciar que estamos actuando para toda la hu­ manidad; que circunstancias que se deniegan a otros, pero nos han sido concedidas a nosotros, nos han impuesto el deber de demostrar cuál es el grado de libertad y autogobierno en el cual una sociedad puede aventurarse a dejar a sus miembros indivi­ duales». Jefferson abogaba por el «grado de libertad» más alto que cupiera imaginar, lo que para él significaba abrir la partici­ pación política a tantos hombres blancos como fuera posible y, quizás, andando el tiempo, incluso a hombres nativos norte­ americanos, si se lograba convertirlos en agricultores. Aunque reconocía la humanidad de los afroamericanos y hasta los dere­ chos de los esclavos como seres humanos, no imaginó un sis­ tema político en el cual éstos o las mujeres, del color que fue­ ran, participasen activamente. Pero ése era el máximo grado de libertad imaginable para la inmensa mayoría de los norteameri­ canos y europeos, incluso veinticuatro años más tarde, el día de la muerte de Jefferson.48

«Hueso de sus huesos» Abolir la tortura

En 1762, el mismo año en que Rousseau introdujo la ex­ presión «derechos del hombre», un tribunal de la ciudad de Toulouse, al sur de Francia, declaró a un protestante francés de 64 años, llamado Jean Calas, culpable de haber asesinado a su hijo para evitar que éste se convirtiese al catolicismo. Los jue­ ces condenaron a Calas a morir descoyuntado en la rueda. An­ tes de la ejecución, debía soportar un suplicio supervisado judi­ cialmente, llamado la «cuestión de tormento preliminar», cuya finalidad era hacer que los que ya habían sido declarados culpa­ bles nombraran a sus cómplices. Con las muñecas atadas fuer­ temente a una barra situada detrás, un sistema de manivelas y poleas tiraba incesantemente de sus brazos hacia arriba, mientras una pesa de hierro impedía que sus pies se movieran (figura 3). Calas se negó a dar nombres después de dos aplicaciones del su­ plicio, y entonces fue atado a un banco y obligado a beber va­ rias jarras de agua mientras le mantenían la boca abierta por me­ dio de dos bastoncillos (figura 4). Se dice que cuando volvieron a presionarle para que revelase el nombre de sus cómplices, res­ pondió: «Donde no hay crimen, no puede haber cómplices». La muerte no se produjo rápidamente, ni se pretendía que así fuera. El descoyuntamiento en la rueda, reservado para hom ­ bres declarados culpables de homicidio o de salteamiento, se componía de dos etapas. En la primera, el verdugo ataba al con­ denado a un aspa y le aplastaba sistemáticamente los huesos de

los antebrazos, las piernas, los muslos y los brazos, descargando dos fuertes golpes sobre cada una de estas partes del cuerpo. Por medio de un cabrestante atado a un dogal que rodeaba el cuello del condenado, un ayudante situado debajo del cadalso le dislo­ caba seguidamente las vértebras cervicales tirando violentamen­ te del dogal. Mientras tanto, el verdugo empleaba una barra de hierro para asestarle tres fuertes golpes en el abdomen. Luego el verdugo bajaba el cuerpo descoyuntado y lo ataba, con las ex­ tremidades dobladas hacia atrás de forma terriblemente dolorosa, a una rueda de carruaje colocada en el extremo superior de un poste de unos tres metros de altura. Allí permanecía el con­ denado, ya muerto, durante mucho tiempo, y así concluía «un espectáculo de lo más espantoso». En una instrucción secreta, el tribunal concedió a Calas la gracia de morir estrangulado des­ pués de dos horas de suplicio, antes de que su cuerpo fuera ata­ do a la rueda. Calas murió clamando todavía su inocencia.1 El «caso Calas» se situó en el centro de la atención cuando, varios meses después de la ejecución, Voltaire se ocupó de él. Vol­ taire recaudó dinero para la familia Calas, escribió cartas en nom­ bre de varios de sus miembros, en las que pretendía ofrecer sus versiones de primera mano de los hechos, y luego publicó un panfleto y un libro basados en el caso. El más famoso fue el Tra­ tado sobre la tolerancia con ocasión de la muerte de Jean Calas, en el cual utilizó por primera vez la expresión «derecho humano»; lo esencial de su razonamiento era que la intolerancia no podía ser un derecho humano (no empleó el argumento positivo de que la libertad religiosa fuese un derecho humano). Voltaire no protes­ tó al principio contra la tortura ni el descoyuntamiento en la rue­ da. Lo que le enfureció fue el fanatismo religioso que, según su conclusión, había motivado a la policía y los jueces: «No se en­ tiende cómo, siguiendo ese principio [el derecho humano], un hombre podría decir a otro: “Cree lo que creo yo y no lo que tú puedes creer, o perecerás”. Es lo que se dice en Portugal, en Es­ paña, en Goa [países tristemente célebres por sus inquisiciones]».2

Figura 3. Tortura judicial. Es casi imposible encontrar representaciones de la tortura sancionada judicialmente. Este grabado en madera a toda pági­ na (21,6 cm x 14,4 cm) data del siglo XVI y pretende mostrar un método em­ pleado en Toulouse que se parece al soportado por Jean Caías dos siglos más tarde. Es una versión de la tortura judicial utilizada más comúnmente en Europa, llamada strappado [tormento de garrucha], palabra que deriva del vo­ cablo italiano que significa «tirón» o «fuerte desgarro».

Como el culto calvinista en público estaba prohibido en Francia desde 1685, al parecer las autoridades no tuvieron que hacer un gran esfuerzo para creer que Calas había matado a su hijo con el fin de impedir su conversión al catolicismo. Una no­ che, después de cenar, la familia había encontrado a Marc-Antoine colgado de la puerta del almacén situado en la parte trase­ ra de la casa; aparentemente, se trataba de un suicidio. Para evitar un escándalo, afirmaron haberlo descubierto en el suelo, presu­ miblemente víctima de un asesinato. En Francia, el suicidio era penado por la ley; una persona que se suicidara no podía ser en­ terrada en tierra consagrada, y, si era declarada culpable en una vista, el cuerpo podía ser exhumado, arrastrado por las calles de la ciudad, colgado luego por los pies y arrojado al vertedero. La policía aprovechó las contradicciones en el testimonio de la familia y rápidamente detuvo al padre, a la madre, y al her­ mano, junto con su sirviente y una visita, y acusó a todos ellos de asesinato. Un tribunal local condenó al padre, a la madre y al hermano a ser torturados para así arrancarles confesiones de culpabilidad (la llamada «cuestión de tormento preliminar»), pero, tras un recurso de apelación, el Parlamento de Toulouse anuló la decisión del tribunal local, se negó a aplicar la tortu­ ra antes de la declaración de culpabilidad y halló culpable sólo al padre, con la esperanza de que delatase a los demás al ser tor­ turado, justo antes de la ejecución. La publicidad incesante que Voltaire hizo del caso benefició al resto de la familia, que aún no había sido absuelta. En primer lugar, el Consejo Real descar­ tó los veredictos por motivos técnicos en 1763 y 1764, y luego, en 1765, votó a favor de la absolución de todos los involucra­ dos y la devolución a la familia de los bienes que les habían sido confiscados. Durante la tempestad desencadenada por el «caso Calas», el foco de atención de Voltaire comenzó a desplazarse, y sus ata­ ques se dirigieron cada vez más contra el propio sistema de jus­ ticia penal, especialmente en cuanto al uso de la tortura y la

Figura 4. Tortura del agua. Este grabado en madera del siglo XVI (21,6 cm x 14,4 cm) muestra un método francés de tortura con agua. No es exactamente el mismo que sufrió Calas, pero se le parece lo suficiente como para hacernos una idea.

crueldad. En sus primeros escritos sobre Calas, de los años 1762 y 1763, Voltaire no empleó ni una sola vez el término general «tortura» (en su lugar empleó el eufemismo jurídico «la cues­ tión»). Denunció la tortura judicial por primera vez en 1766, y en lo sucesivo relacionó frecuentemente el «caso Calas» con la tortura. La compasión natural hace que todo el mundo deteste la crueldad de la tortura judicial, afirmó Voltaire, aunque él mis­ mo no lo había dicho así antes. «Los tormentos han sido pros­ critos de muchas otras [naciones] con buen éxito. Luego todo está decidido.» Tanto cambió el punto de vista de Voltaire que en 1769 se sintió impulsado a añadir un artículo sobre la «tortu­ ra» a su Diccionariofibsófico, publicado por primera vez en 1764 e incluido ya en el pontificio índice de Libros Prohibidos. En dicho artículo, Voltaire hace uso de su habitual alternancia de burlas y diatribas para condenar por incivilizadas las prácticas francesas; los extranjeros juzgan a Francia por sus obras de teatro, novelas, versos y bellas actrices sin saber que no hay ninguna na­ ción más cruel que la francesa. Una nación civilizada, concluye Voltaire, no puede estar todavía «guiada por antiguas costumbres atroces». Lo que durante mucho tiempo había parecido acepta­ ble a Voltaire y muchos otros empezó a ponerse en duda.3 Como en el caso más general de los derechos humanos, las nuevas actitudes respecto a la tortura y el castigo humanitario cristalizaron por primera vez en la década de 1760, y no sólo en Francia, sino también en otras partes de Europa y en las colo­ nias americanas. En 1754 Federico el Grande de Prusia, amigo de Voltaire, ya había abolido la tortura judicial en sus domi­ nios. Otros siguieron su ejemplo: Suecia en 1772 y Austria y Bohemia en 1776. En 1780 la monarquía francesa eliminó el uso de la tortura para arrancar confesiones de culpabilidad an­ tes de dictarse sentencia, y en 1788 la abolió de forma provi­ sional antes de la ejecución para obtener el nombre de los cóm­ plices. En 1783 el gobierno británico suspendió la procesión pública a Tyburn, donde las ejecuciones se habían convertido

en una gran diversión popular, e introdujo el uso regular de un tablado que se abría, con lo que se garantizaba que las ejecucio­ nes en la horca fueran más rápidas y humanitarias. En 1789 el gobierno revolucionario francés renunció a todas las formas de tortura judicial y en 1792 introdujo la guillotina, cuyo objeto era uniformizar el cumplimiento de la pena de muerte y ejecutarla de un modo tan indoloro como fuese posible. A finales del si­ glo XVIII, la opinión pública parecía exigir que se pusiera fin a la tortura judicial y a las numerosas humillaciones que se infli­ gían a los cuerpos de los condenados. Tal como el médico nor­ teamericano Benjamín Rush dijo en 1787, no deberíamos olvidar que hasta los criminales «poseen almas y cuerpos que se com­ ponen de los mismos materiales que los de nuestros amigos y pa­ rientes. Son hueso de sus huesos».4

Tortura y crueldad La tortura impuesta bajo supervisión judicial para arrancar confesiones había sido introducida o reintroducida en el si­ glo XIII en la mayoría de los países europeos, como conse­ cuencia del restablecimiento del derecho romano y el ejemplo de la Inquisición católica. En los siglos XVI, XVII y XVIII, m u­ chas de las mentes jurídicas más brillantes de Europa se dedi­ caron a codificar y regularizar el uso de la tortura judicial para impedir que jueces demasiado celosos o sádicos abusaran de ella. En el siglo xm, Gran Bretaña había sustituido supuesta­ mente la tortura judicial por los jurados, pero en los siglos xvi y xvn aún se recurría a ella en casos de sedición y brujería. Con­ tra las brujas, por ejemplo, los magistrados escoceses, que eran más severos, usaban las punzaduras, la privación del sueño, la tortura por medio de «botas» (aplastamiento de las piernas) y las quemaduras con hierros candentes, entre otros métodos. La

ley colonial de Massachusetts permitía la práctica de la tortura para obtener nombres de cómplices, aunque al parecer nunca se ordenaba su aplicación.5 En Europa y en el continente americano eran de uso común las formas brutales de castigo sobre los declarados culpables. Aunque la Declaración de Derechos británica de 1689 prohibía expresamente los castigos crueles, los jueces seguían condenan­ do a los criminales al poste de los azotes, a las zambullidas, el cepo, la picota, el mareaje a hierro y la ejecución por descuar­ tizamiento (la desmembración utilizando caballos) o, en el caso de las mujeres, descuartizamiento y quema en la hoguera. Qué constituía un castigo «cruel» respondía claramente a las expec­ tativas culturales. Hasta 1790 el Parlamento no prohibió la que­ ma de mujeres en la hoguera. Con anterioridad, sin embargo, se había incrementado espectacularmente el número de delitos punibles con la pena de muerte (según algunas estimaciones, se triplicaron en el transcurso del siglo xvm), y en 1752 se habían tomado medidas para que el castigo por asesinato fuese todavía más horrible, con el fin de aumentar su efecto disuasorio. Asi­ mismo, el Parlamento ordenó que los cuerpos de todos los ase­ sinos se entregaran a cirujanos para su disección -algo que en aquel tiempo era considerado ignominioso- y concedió autori­ dad discrecional a los jueces para ordenar que los cuerpos de los asesinos varones fueran colgados con cadenas después de la ejecución. Pese al creciente malestar que causaba, la práctica de colocar los cadáveres de los asesinos en la picota no se abolió definitivamente hasta 1834.6 Como cabía esperar, en las colonias el castigo seguía las pau­ tas establecidas en el centro imperial. Así, todavía en la segun­ da mitad del siglo xvm, un tercio de todas las sentencias dictadas en el Tribunal Superior de Massachusetts pedía humillaciones públicas, que iban desde la colocación de determinados letre­ ros hasta la amputación de una oreja, el mareaje a hierro o los azotes. En Boston, un contemporáneo describió cómo «las mu­

jeres fueron sacadas de una jaula enorme, en cuyo interior ha­ bían sido arrastradas desde la cárcel, y atadas al poste con la es­ palda desnuda, en la cual se asestaban treinta o cuarenta lati­ gazos en medio de los chillidos de las culpables y el rugir de la muchedumbre». La Declaración de Derechos británica no pro­ tegía a los esclavos, ya que no los consideraba personas con de­ rechos jurídicos. Virginia y Carolina del Norte permitían ex­ presamente la castración de esclavos por delitos atroces, y en Maryland, en casos de traición menor o incendio provocado por un esclavo, a éste le cortaban la mano derecha y luego lo ahorcaban, le cortaban la cabeza, lo descuartizaban y se exhi­ bían las partes desmembradas. Aún hacia el año 1740, los es­ clavos de Nueva York estaban expuestos a ser quemados de ma­ nera atrozmente lenta, descoyuntados en la rueda o colgados con cadenas hasta morir de inanición.7 La mayoría de las sentencias dictadas por los tribunales fran­ ceses en la segunda mitad del siglo xvm incluían todavía alguna forma de castigo corporal público, como, por ejemplo, el mar­ eaje a hierro, los azotes o el collar de hierro (que se sujetaba a un poste o a la picota; véase la figura 5). En el mismo año en que Calas fue ejecutado, el Parlamento de París pronunció jui­ cios penales de apelación contra doscientos treinta y cinco hom ­ bres y mujeres que antes habían sido juzgados por el tribunal parisiense de Chátelet (un tribunal inferior): ochenta y dos fue­ ron condenados al destierro y al mareaje a hierro, generalmen­ te combinado con azotes; nueve a la misma combinación junto con el collar de hierro; diecinueve al mareaje a hierro y a la cár­ cel; veinte al confinamiento en el Hópital Général* después del mareaje a hierro o el collar, o ambas cosas; doce a la horca; tres al descoyuntamiento en la rueda; y uno a la hoguera. Si se con­ siderase la totalidad de los tribunales de París, en sólo un año * Institución penal francesa creada en 1656 para confinar a mendigos y vagabundos. (N. del T.)

de una jurisdicción el número de humillaciones y mutilaciones públicas ascendería a quinientas o seiscientas, incluidas unas die­ ciocho ejecuciones.8 En Francia, la pena de muerte podía imponerse de cinco modos distintos: la decapitación para los nobles; la horca para los delincuentes comunes; el descuartizamiento en los casos de delito contra el soberano, llamados de lése-majesté («de lesa ma­ jestad»); la hoguera en los casos de herejía, magia, incendio pro­ vocado, envenenamiento, bestialidad y sodomía; y el descoyun­ tamiento en la rueda en los de asesinato o salteamiento. En el siglo xviii, los jueces ordenaban raramente el descuartizamiento y la quema en la hoguera. Era muy común, en cambio, el des­ coyuntamiento en la rueda: por ejemplo, en la jurisdicción del Parlamento de Aix-en-Provence, al sur de Francia, casi la mitad de las cincuenta y tres sentencias de muerte pronunciadas en­ tre 1760 y 1762 pedía el descoyuntamiento en la rueda.9 Sin embargo, a partir de 1760, diversas campañas condujeron a la abolición de la tortura sancionada por el Estado y a una moderación cada vez mayor del castigo (incluso para los escla­ vos). Los reformadores atribuyeron sus logros a la propagación del humanitarismo ilustrado. En 1786, el reformador inglés Sa­ muel Romilly echó la vista atrás y afirmó con confianza que «a medida que los hombres han reflexionado y razonado sobre este importante asunto, los conceptos absurdos y bárbaros de la jus­ ticia, los cuales prevalecieron durante siglos, se han desacredi­ tado, y principios humanos y racionales se han adoptado en su lugar». Buena parte del impulso recibido por este razonamien­ to se debió al breve e incisivo ensayo De los delitosy de las penas, publicado en 1764 por un aristócrata italiano de 25 años, Ce­ sare Beccaria. Promocionado por los círculos afines a Diderot, traducido pronto al francés y al inglés, y leído ávidamente por Voltaire en medio del «caso Calas», el librito de Beccaria cen­ tró la atención sobre el sistema de justicia penal de cada país. El advenedizo italiano no sólo rechazaba la tortura y el castigo



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