La invención de lo humano: La construcción sociohistórica del individuo 9783964563279

El autor, profesor de la Universidad Pública de Navarra, deconstruye las nociones de "individuo" y "human

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La invención de lo humano: La construcción sociohistórica del individuo
 9783964563279

Table of contents :
Indice
Agradecimientos
Prólogo
Introducción
Capítulo 1. Humanismo Aristocrático
Capitulo 2. Humanismo Estamental
Capitulo 3. Humanismo Pericial
Capitulo 4. Humanismo Comercial
Capitulo 5. Psicometafísica Y Ontosociología. Observaciones Para Expertos Con Reparos

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La invención de lo humano La construcción sociohistórica del individuo

PENSAR LO HUMANO Vol. 2 DIRECTOR:

Jacinto Choza Facultad de Filosofía Universidad de Sevilla

Higinio Marín

La invención de lo humano La construcción sociohistórica del individuo

IBEROAMERICANA 1997

La invención de lo humano. La construcción sociohistórica del individuo Madrid: Iberoamericana 1997 (Pensar lo humano, vol 2) ISBN: 84-88906-90-0 Diseño de portada: Hervás 1997

© Iberoamericana, Madrid 1997 c/ Amor de Dios, 1 E-28014 Madrid Reservados todos los derechos Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico blanqueado sin cloro. ISBN: 84-88906-90-0 D.L. :M-34.448-1997 Imprime: Gráficas Almeida, S.L. (91) 429 52 73 Impreso en España Ilustración de portada: Anónimo alemán (Colonia, s. XVI), xilografía a fibra (125 X 115) para la Henríci Cornelii Agrippae... Occulta philosophia: en Grabados alemanes de la Biblioteca Nacional (s. XV y XVI). Madrid: Biblioteca Nacional & Ministerio de Educación y Cultura, dos volúmenes (Madrid, 1997), vol. 2, pág. 569, n° 1043.

A mi mujer y a nuestros tres hijos, Higinio, María Dolores y Ruth.

"A partir de una fecha remota de la Edad Moderna los conceptos rectores de la existencia humana se han apoyado en la imagen del hombre humano. Tengamos presente que este término no contiene un juicio moral, sino que hace referencia a una estructura susceptible de determinación tanto positiva como negativa. En el curso de la evolución histórica esta estructura se presenta con distintas configuraciones, a saber: como hombre de la Antigüedad, de la Edad Media, de la Edad Moderna. (...) Dichas configuraciones se distinguen entre sí profundamente; sin embargo, tienen algo en común: precisamente lo que indica el concepto de lo humano ". Romano Guardini, "El ocaso de la Edad Moderna".

"Los hombres no se parecen más a sus padres que a su época". Proverbio árabe.

"Aquello de lo que me defiendo es el concepto de una exactitud ideal que nos hubiera sido dado a priori, por así decirlo. En épocas distintas son distintos nuestros ideales de exactitud; y ninguno es el superior".

Wittgenstein, "Aforismos. Cultura y valor".

Indice Agradecimientos

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PRÓLOGO (por Jacinto Choza)

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INTRODUCCIÓN

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CAPÍTULO 1. Humanismo Aristocrático

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1. La cartografía homérica de lo humano.

40

2. Del heroísmo aristocrático a la ciudadanía.

47

3. Esclavos y ciudadanos. Libertad y trabajo.

53

4. La economía, la flauta y la palabra: la polis.

60

5. La humanidad como término de una gestación sociocultural.

65

6. La libertad como destino: la ciudadanía (y la naturaleza).

71

7. Conversión del orbe en urbe y de la romanitas en humanitas.

76

8. La pervivencia del arquetipo ciudadano en Roma.

81

9. Persona, máscara y estatus civil en el mundo antiguo.

86

CAPITULO 2. Humanismo Estamental 1. Ciudadanos antiguos y fieles cristianos. El destierro y la excomunión.

93 95

2. Diferenciación y separación del "mundo".

100

3. El heroísmo religioso como síntesis de la piedad y el honor antiguos.

104

4. La hegemonía social de las formas de vida religiosa.

109

5. La clericalización de la libertad. Del patrimonio a la limosna.

117

6. Castidad, pobreza y obediencia: la gestación del individuo europeo.

122

7. El arquetipo medieval de la libertad: los votos.

127

8. El orden social como participación.

131

9. La guerra como oficio religioso. Las órdenes militares.

136

10. La estamentalización de la contemplación, la acción y la producción.

143

CAPITULO 3. Humanismo Pericial

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1. Humanidad, barbarie y estados de perfección.

151

2. Adorno y realización del hombre: artes ad humanitatem.

157

3. El estilo como ciudadanía en la república de las letras.

161

4. Gramática, estilo y excomunión. La Reforma luterana.

168

5. El nuevo trivium: retórica, gramática y lógica.

173

6. La pericia como perfección: vir bonus dicendi peritus.

179

7. El estilo y el reconocimiento de la libertad en los oficios civiles.

185

8. La emergencia del individuo en las producciones. Limosna y mecenazgo.

190

CAPITULO 4. Humanismo Comercial

199

1. La aristocracia como barbarie.

201

2. Del linaje al individuo; de la tierra al dinero.

208

3. La última configuración no burguesa de Occidente: la corte.

215

4. La síntesis moderna de servicio y libertad: el funcionario.

219

5. El estado civil como estado de perfección.

224

6. El universalismo mercantil y el sujeto transcendental.

230

7. Robinson Crusoe o el ideal de una cultura natural.

238

8. La burguesía aborigen y los indios de las praderas americanas.

244

9. Sangre, tierra, ley. (Sexo, propiedad, libertad y saber).

249

10 La modernidad desmentida: griegos o judíos, varones o hembras, libres o esclavos.

254

CAPITULO 5. Psicometafísica y ontosociología. Observaciones para expertos con reparos.

261

1. Acerca de una poética histórica.

261

2. El psicologismo en la antropología filosófica (la filosofía de la especie).

268

3. Una ampliación sociohistórica del psicologismo premoderno.

273

4. La síntesis objetiva de psique y polis: la filosofía de las naciones.

277

5. La síntesis subjetiva de psique y polis: la filosofía de las épocas.

280

Agradecimientos

El primer guión de las conferencias que han dado lugar a estos ensayos lo realicé para la empresa Rank Xerox España, que todos los años organiza un seminario para la formación de sus directivos. Con ese objeto conocía buena parte de los directivos de Xerox en Madrid, Valencia, Sevilla y Bilbao. A todos ellos les agradezco la amabilidad y paciencia con la que escucharon a un recién estrenado profesor hablarles de Grecia, Roma, los monjes medievales, los artistas y los burgueses. Especialmente debo agradecerle a Yvo Klecker, Director del Área de Formación de directivos, su cordialidad y ayuda para adaptar lo que yo sabía a lo que se necesitaba. De los cuatro capítulos que componen el libro, los tres primeros los escribí al mismo tiempo que preparaba mi tesis doctoral, mientras disfrutaba de una beca de investigación ofrecida por el Seminario Empresa y Humanismo de la Universidad de Navarra. A su Departamento de Investigación, entonces dirigido por Miquel Bastons y hoy por Rafael Alvira, debo agradecerle también la publicación de la primera versión redactada de aquellas conferencias. El libro lo han leído en su integridad antes de ser publicado los profesores Jacinto Choza, de la Universidad de Sevilla, Jorge V. Arregui, de la Universidad de Málaga, Daniel lnnerarity, de la Universidad de Zaragoza, y Alfredo Cruz, de la Universidad de Navarra. Cada uno de ellos me ha hecho numerosas sugerencias que he intentado aprovechar y que han solventado, sin duda, algunas de las deficiencias de mi trabajo. He utilizado además numerosos materiales escritos de todos ellos. A la correspondencia que por este motivo he mantenido con Jacinto Choza le deben mucho estas páginas; y yo le debo todavía más. En cierto modo este es un libro escrito en diálogo abierto con él, así que tengo que agradecerle además que haya aceptado mi invitación para ocupar una de sus estancias: el prólogo. Jorge V. Arregui ha sometido buena parte de las ideas expuestas a sutiles curas de consistencia, que arrojaron nuevas e imprevistas correlaciones de otro modo insospechables. De los profesores lnnerarity y Cruz -que han hecho numerosas correcciones que he intentado incorporar- he consultado muchos trabajos, los cuales, incluso desde áreas muy distantes, me han sido de gran utilidad. Aunque persisten las naturales diferencias de parecer, con los cuatro he hablado muchas veces de cuanto ahora se ofrece al lector. Nada de ello les compromete con la obra, obviamente, sobre todo con sus defectos, aunque para mí no ocurre lo mismo en el caso de que el lector encuentre algo meritorio. Por los mismos motivos quiero dejar expresado mi agradecimiento a los profesores María G. Amilburu, Miquel Bastons y Manuel Fontán. Para el cuarto capí-

tulo he utilizado parte de los resultados de las investigaciones de Pau Arnau y de Carlos Rodríguez-Lluesma sobre la ilustración escocesa, tradición en la que ambos han tenido la amabilidad de introducirme mediante numerosas e interesantes conversaciones. Oscar Pintado, Sara Escobar y César González me han ayudado en la corrección del texto, y aunque les debo una gratitud más amplia, quede aquí expresada así. Ruth Cánovas sabe bien que estas páginas están escritas en muchos de los ratos libres que todavía le debo, y que ya sólo le podré devolver coagulados en su producto, por eso este libro está dedicado con ella a nuestros tres hijos. Casablanca (Calasparra, Murcia)

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PRÓLOGO

La cuestión ¿qué es el hombre? tiene mucho que ver con las preguntas ¿qué quieres ser? y ¿dónde quieres vivir? Los antiguos llamaron a los seres humanos hombres, los medievales personas y los modernos sujetos, y para esos términos formularon unas definiciones. Pero como dice Higinio Marín, las definiciones de lo humano no son sólo actos intelectuales de concepción, son también producciones sociales de estados y funciones, son poiesis culturales en las que el hombre se pone y se hace. Muchos seres humanos quieren ser ahora ingenieros, como en el medievo querían ser clérigos y en el mundo antiguo ciudadanos romanos, porque "ingeniero" es nuestro más cotizado estado de perfección La historia sociocultural de los estados de perfección, de las más altas cotizaciones de lo humano, muestra una estructura recurrente y una perceptible alteración del contenido, que va desde el ganarse la vida con la guerra en la antigüedad hasta el ganársela con el trabajo en la modernidad, pasando por ganársela mediante la oración y la predicación en el medievo. Por eso este libro también puede considerarse una historia social del trabajo o una historia de la espiritualidad del trabajo, un relato en el que se cuenta cómo ser ingeniero, empresario o periodista equivale a un estado de perfección y, más en general, cómo ganarse la vida con el trabajo llega a considerarse lo más digno del hombre, la más alta realización de lo humano. Hombre es el animal que tiene palabra y por eso es el animal político, según lo había formulado Aristóteles. Estas dos sentencias traducen a definición esencial la descripción de una realidad: la de los animales que viven en ciudades ocupados en gestionarla según acuerdos explícitos. Por eso ser hombre no es algo que se logre de una vez por todas o que esté ganado de entrada: hay que aprender a hablar y a ponerse de acuerdo sobre la gestión de la ciudad, y hay más o menos posibilidades de capacitarse para eso; hay cotas más altas y más bajas de humanidad, y alcanzar las más altas depende de la que se tome como punto de partida. Hay una capacitación (paideia) que se brinda a los que están en condiciones de llegar a lo mejor, que son los nacidos de libres en Grecia y de padres de familia en Roma. El humanismo es la meta que pueden y deben alcanzar los mejores, los que han nacido de principio óptimo y están destinados al fin óptimo. El reconocimiento de ese principio se llama piedad y la aceptación y el reconocimiento de ese fin como lo propio se llama honor. La piedad y el honor

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labran la identidad del hombre, su forma, fuera de la cual pierde la dignidad e incluso la realidad. Ciertamente las cotas de lo plenamente humano no podían alcanzarla en un principio muchos, sino solamente los mejores, pero más adelante el acceso a la excelencia se facilitó a todos: se extendió la ciudadanía romana a cuantos habitaban dentro de las fronteras del imperio, a todos los individuos del género humano, dado que el género humano, el orbe, había adquirido un estatuto civil, es decir, se había convertido en urbe. Persona es supuesto individual de naturaleza racional, como había sentenciado Boecio, alguien que posee el fundamento de sí mismo, prescindiendo de quiénes sean sus padres y de la cuantía del patrimonio familiar; alguien que puede disponer de sí mismo porque su principio se lo ha puesto alguien en sus manos: ha sido redimido por Cristo y ha presenciado y consentido en su plena regeneración por el bautismo. Ahora el reconocimiento de ese principio se llama religión y la aceptación y reconocimiento de ese fin como lo propio se llama santidad. La religión y la santidad labran la nueva identidad del hombre, su nueva forma, fuera de la cual pierde la dignidad e incluso la realidad, en esta vida y en la otra. La santidad es la meta que pueden y deben alcanzar los mejores, los que han tenido y tienen una relación con el principio más intensa y quieren realizar plenamente el fin, ser perfectos. La realización perfecta de la persona, la identificación plena con Cristo, la alcanza el que abraza la vida religiosa que por eso recibe el nombre de estado de perfección. Las cotas de lo verdaderamente santo tampoco podían alcanzarla en principio muchos, pero más adelante el acceso a la excelencia se facilitó también a todos los habitantes de la cristiandad, y posteriormente a todos los individuos del género humano: cuando todos habían alcanzado el estatuto de fieles y recibían la gracia por los conductos instituidos a tal efecto, es decir, cuando el mundo había sido cristianizado. Los gremios de la cristiandad, con sus reglas casi monacales y sus oficios artesanales tan comunitarios y jerarquizados como los oficios divinos, son la matriz donde surgen las profesiones humanas, también como un remedo de las profesiones divinas, en las que luego puede destacar cada uno según su estilo propio. Los gremios dejan paso a la producción individual, donde el decir y el hacer tienen el sello del que lo realiza, donde el ser humano en el grado más alto consiste en ser perito en el decir y en el hacer, porque lo que más aproxima lo humano a lo divino es la pericia en la creación, en la dicción. Es el modo en que el Renacimiento media entre una cristiandad que se descompone y una época donde surgen las naciones.

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El sujeto humano es un ser que tiene conciencia y voluntad y decide por sí mismo, según lo describiera Locke, es decir, dueño de sí, de las cosas y de la tierra, por lo cual puede establecer acuerdos con los demás para regular sus relaciones como propietarios. Todos los hombres son iguales porque Dios los ha creado a todos iguales y eso se tiene que plasmar en el derecho. Civilizar es hacer extensivos a todo el mundo los derechos del hombre y del ciudadano, proclamar la libertad, la igualdad y la fraternidad universales, o bien, si esa aspiración se queda en declaración programática porque los trabajadores no pueden alcanzarla, llevar la revolución adelante, hasta que la libertades formales se conviertan en libertades reales, efectivas para todos. Las cotas más altas de humanismo fueron democracia y socialismo, hasta que se alcanzó en todo el mundo (o sea en todo el occidente) el estatuto democrático y las garantías sociales. Civilizar, evangelizar y democratizar han sido la fuerza, el motivo y la legitimación para descubrir el mundo, educarlo, salvarlo y transformarlo, esas han sido las formas en que el hombre occidental ha adquirido conciencia de sí mismo, ha concebido las formas más altas de su realización, ha construido mundos donde ello podía y debía hacerse así, y ha transferido a otras tierras y a otros individuos de la especie su concepción y su gestión de lo humano. En correspondencia con eso Higinio Marín expone por qué la especulación filosófica definió al hombre y lo humano en términos de psicología y fisiología hasta bien entrada la modernidad y por qué hay que esperar al siglo XIX para que empiece a definirlo en términos de sociología. La metafísica de lo humano es psicometafísica y teología moral en las épocas en las que el binomio natural/sobrenatural no deja para lo artificial (lo cultural) más espacio que el de una mediación silenciosa, o sea un espacio en que no se percibe como algo en sí mismo digno de atención. Comer, reproducirse, trasladarse de lugar y habitar son acontecimientos estudiados para averiguar sus leyes, su naturaleza y su finalidad, y es lo que hacen la psicología, la fisiología y la física. La razón averigua lo que son las cosas y los procesos, lo cual, además proporciona pautas para determinar lo que deben ser. Por eso la otra perspectiva desde donde la razón se ocupa de esos mismos fenómenos es la moral. Desde esas perspectivas en las operaciones vitales como la nutrición, la reproducción, el andar y el habitar no se tematizan la gastronomía, la erótica en sus múltiples formas desde el perfume y la moda en el vestido y ornato hasta la danza y la canción, la emblemática y la retórica del reconocimiento, la poética del habitar y hasta el puro placer de viajar. Todo eso

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llega a valorarse por sí mismo en otra parte de la historia, en otra época, cuando se conocen más versiones culturales de la naturaleza y se llega a caer en la cuenta de que el original "naturaleza" no se encontraba solamente en una psicofísiología constante sino también en unas expresiones socioculturales variables. Por eso este libro se refiere a las formas epocales del humanismo. Higinio Marín analiza la continuidad en los esquemas formales de articulación de la vida: la referencia del individuo y la sociedad a su origen, a su excelencia (perfección) y a su fin y la discontinuidad en los contenidos a que se aplican esos esquemas; de ese modo permite ver que los esquemas de conocimiento en correspondencia con los modos de producción y de valoración social tienen en las épocas una dinámica recurrente, que va de su constitución a su desgaste. Muestra que no hay una secuencia tan lineal como la que formularon los autores del XIX, sino también discontinua, del tipo de la señalada por Vico y otros pensadores. Hay la discontinuidad de los paradigmas epocales, como dijo Kuhn que los hay para la ciencia, pero también puede advertirse una continuidad entre ellos. Una época es una constelación de sistemas categoriales, de esquemas de objetivación que tienen entre sí cierta concordancia. Los sistemas categoriales son modos de decir, y por eso las lenguas se pueden considerar sistemas categoriales diferentes: el inglés y el español, las lenguas indoeuropeas, las aglutinantes, y todas las demás. Los esquemas de objetivación son factores que operan para formar una expresión reconocible o inteligible de lo que los seres humanos experimentan, y son como umbrales de representabilidad, a partir de los cuales lo expresado es reconocible y por eso son umbrales del pensamiento y de lo pensable. Si alguien piensa de otro modo, valora según otros criterios, actúa de acuerdo con otros parámetros y habla otra lengua diferente de la nuestra y no reducida a la nuestra (no conocida por nosotros y no traducida a nuestra lengua), no le comprendemos y no podemos pensar lo que dice y hace. El afán de muchos seres humanos, especialmente de los que hemos constituido la historia de Europa, es alcanzar un saber absoluto, lo que frecuentemente se acepta que corresponde con una lengua universal, con unas leyes naturales, con unas normas válidas para todos los hombres de todos los tiempos, etc., y se considera equivalente a alcanzar una perspectiva metacultural, supraepocal, trascendental, metafísica, etc. Ese afán es tan consustancial al hombre y tan irrenunciable que si alguien niega que puede ser satisfecho se le califica de escéptico, cínico,

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relativista, deletéreo, historicista, nihilista y malvado (exceptuando naturalmente la clase de los que están en el error pero de buena fe), o bien se le clasifica con los seres deformes, tristes, sin aspiraciones ni ideales, sin juventud ni virilidad, sin aspiraciones y sin corazón. La doctrina oficial es que pensar quiere decir pensar como lo hacemos nosotros y hablar como hablamos nosotros, es decir, nosotros los que de hecho estamos pensando y hablando aquí y ahora, y además nos preocupamos de hacerlo no de cualquier manera y arbitrariamente, sino de modo bien fundado o lo que es lo mismo, de modo que valga para todos los hombres de todos los tiempos. Si uno se atreve a sugerir que el sistema categorial de Aristóteles, según el cual todo lo que realmente hay entra en una de las nueve categorías de substancia, cantidad, cualidad, relación, situ, quando, etc., y según el cual lo que es substancial, lo cuantitativo, lo cualitativo, etc., se ordenan según una cierta jerarquía, todo lo cual además en cuanto que modos del ser se corresponde con los modos de decir, si uno se atreve a sugerir que eso no es siempre así puede ser mirado como alguien que quiere llamar la atención, que juega a ser otro enfant terrible más, como un irresponsable que quiere romper el orden establecido, como un anarquista o como un terrorista. A no ser que deje iniciadas suficientes rutas de conexión como para que los habitantes del orden establecido puedan hacer los trabajos de traducción o pensar que sería fácil hacerla. Una traducción es una interpretación. Interpretar algo para todos los que piensan y hablan aquí y ahora es gestionarlo con el sistema categorial común, por lo cual si uno piensa sin utilizar ese sistema categorial puede resultar exasperante para sus usuarios. Exasperante y no incorrecto porque correcto e incorrecto se dice respecto de las reglas de juego en funcionamiento aquí y ahora, y no respecto de la actitud de quien se plantea si va a jugar a ese juego o quizá a otro diferente. Cuando digo esto en clase alguno de mis alumnos me pregunta si hablo desde una posición nihilista o nietzscheana, dado que me sitúo en la posición del que traduce una época a otra y adopto el punto de vista hermenéutico, y al responder que mi posición no es nihilista aunque sí hermenéutica me he visto obligado a explicarlo, porque a veces el término "hermenéutico" se usa ya como sinónimo de nihilista. Otras veces el discurso hermenéutico produce cierta alarma e incomodidad ante el presagio de un conjunto excesivo de innovaciones, o ante la previsión de algunas alteraciones que resultan particularmente molestas y graves. En este caso ser

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bienpensante es una cuestión básicamente de inercia, y es frecuente en una generación asentada respecto de la generación que se estrena. La inercia de las mentalidades es normal porque normalmente pensar es pensar según los esquemas y categorías usuales. En mi caso, en concreto, la pregunta suele ser formulada en clase como alternativa entre el orden establecido y la nada. Si uno dice que una concepción del mundo es una interpretación de la realidad tan legítima como la de otras latitudes geográficas o históricas, el interlocutor concluye que sostener eso equivale a decir que no hay verdad objetiva en ninguna concepción del mundo, que todo es cuestión de interpretaciones, y que entonces lo que hay detrás de las interpretaciones es el caos, la nada. Pues bien, entre el orden establecido y la nada cabe un tertium quid que para un filósofo resulta importante: cabe precisamente el ser, o precisamente el caos. El caos y el ser tienen el carácter de lo que Kant llama noúmeno, es decir, el de aquello que desconocemos porque conocerlo es transformarlo en objetivo según un juego de esquemas de objetivación que es lo que constituye precisamente una cultura y una lengua, y en virtud del cual decimos y ocurre que realmente pensamos, que funciona el pensamiento. El pensamiento y la cultura se buscan unos puntos de referencia estables, y por eso limitados, única posibilidad de construir un mundo habitable, que es ciertamente interpretado y por eso es objetivo. Nada hay más artificial y objetivo que la naturaleza, pues "naturaleza" es el concepto ideal de lo estable y canónico, y que el pensamiento suele establecer como cimiento de sus construcciones, o sea, como "realidad". A los filósofos les ha costado los últimos cien años distinguir entre lo objetivo y lo real. Lo objetivo son los sistemas métricos y las medidas efectuadas y promulgadas, que normalmente cambian en cada época e incluso con cada generación. La naturaleza es el artificio mediante el que se vincula el ser o el caos con lo inteligible y permanente y que se suele llamar esencia o forma. La naturaleza es la esencia en cuanto que principio de operaciones, es decir, lo establecido y convencional en cuanto que cauce del actuar y de la potencia, de lo poderoso. La naturaleza es el caos en cuanto que ordenado y controlable, por eso es lo máximamente artificial y lo demuestra burlando a menudo nuestro modo de ordenar y medir. Suponer que entre el orden establecido y la nada hay el ser no es en modo alguno nihilismo. Nihilismo es suponer que no lo hay, y por eso es más nihilista la obstinación fundamentalista en el orden establecido como única medida posible de lo real, que la hermenéutica.

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Debo aclarar que ese ser en cuanto que noúmeno no se diferencia del caos, pero sí de la nada, y que la crítica de Hegel a Kant en el sentido de que la distinción entre fenómeno y noúmeno no pertenece al orden real sino al funcionamiento de la conciencia es improcedente. La distinción kantiana entre fenómeno y noúmeno corresponde a la diferencia entre conocer y ser, que desde luego es real. La tendencia a ponerle fórceps al ser para que produzca y se manifieste como lo ya conocido es la cadencia que Heidegger considera inevitable del pensamiento a hacer metafísica. El pensamiento tiende a pensar, y pensar es concebir, elaborar conceptos, de manera que al pensamiento le resulta más fácil concebir lo pensable que lo impensable, lo formado que lo informe, y el ser, como el caos y como el poder (y ciertamente, como la nada), no tiene forma. Por eso los pensadores que en la historia de la filosofía han tomado como tema de sus indagaciones el poder o la vida son los que menos han perdido de vista la diferencia ontológica, la diferencia entre el ser y la esencia pensable, pensada y estabilizada, mientras que los que han preferido lo inteligible y los ideales son los que la han perdido más. Pero lo que cambia frecuentemente de forma y triunfa de todas ellas no solamente es la vida, el poder o el ser, es también el mal, porque el mal tampoco tiene forma, y esa es la razón de que un filósofo de ese tipo sea considerado un malvado. En principio serían indiscernibles, porque si la diferencia entre ser malvado y ser edificante pertenece al orden de la esencia, de lo formado y del conocer, ¿cómo podría diferenciarse un vitalista de un cínico y de un malvado si los tres bucean en lo que no tiene forma?, ¿cómo podría diferenciarse uno a sí mismo de un cínico y de un malvado cuando busca lo nuevo, si el saber sobre uno mismo, la autoconciencia, se constituye también sobre lo formado, sobre lo diferenciado, y más aún, sobre lo diferenciado no solamente para uno mismo sino reconocible también por los demás? A veces el pensamiento atenta contra el orden establecido, contra el derecho y la moral, lo que quiere decir que es contrario a la moral, que es peligroso y malo. Pero si eso es así, también vale la formulación inversa: a veces la moral es contraria al pensamiento y peligrosa y mala para él. Para quitarle a esta tesis todo el efectismo iconoclasta que le dio Nietzsche y darle la razón en lo que la tiene, vamos a formularla de otro modo. Desde la moral, el pensamiento es un peligro, y desde el pensamiento es un peligro la moral. Por supuesto en cada caso hay un término medio como la virtud moral, los acuerdos políticos y los dictámenes jurídicos.

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Pero el término medio varía de una nación a otra, de una religión a otra, de unos tribunales a otros, según factores que frecuentemente pertenecen inicialmente al ámbito de lo nouménico, y, sobre todo, hay que encontrarlo porque no está dado. Esa indagación y ese hallazgo, esa inventio, la han examinado mucho los filósofos de la última centuria y la han llamado problema de la relación entre teoría, praxis y poiesis, o problema de la relación entre lo epistémico, lo pragmático y lo poiético, aunque el problema estaba abierto desde que Aristóteles lo describiera con su fórmula "para saber lo que debemos hacer tenemos que hacer antes lo que queremos saber", o bien, "lo que sabemos después de haber aprendido lo aprendemos haciéndolo". Podemos suponer que quienes adoptan una actitud inicial de protección del orden establecido son quienes tienen un patrimonio que proteger y tienen interés en protegerlo, ya sea un patrimonio de saberes, de creencias, de historia familiar o nacional, de capital financiero o de bienes inmuebles, y que quienes adoptan una actitud inicial de investigación de lo nuevo no tienen tal patrimonio y no tienen sentido de responsabilidad, o bien tienen ambas cosas pero saben cómo traducir su patrimonio a los nuevos parámetros y creen que la traducción es el mejor modo de conservarlo. Son las habituales contiendas entre las diferentes tendencias prudenciales y políticas de todas las instituciones y grupos humanos. Todo eso se juega dentro de las mismas épocas, o bien en ese traspaso de una a otra que son las rupturas generacionales. La cuestión de fondo es todavía otra, a saber, ¿qué tipo de continuidad se da entre una época y otra? El caso es que o encontramos alguna continuidad entre las demás épocas y la nuestra, o no las comprendemos. Continuidad quiere decir que una época sea traducible a otra y pensable desde otra. En este sentido es en el que está formulado el elogio de Gadamer a Hegel como el filósofo que nos hizo inteligible la historia, y el de Habermas a Gadamer como el filósofo que urbanizó la provincia Heidegger. ¿Qué quiere decir aquí "hacer inteligible" y "urbanizar"? Pues, sencillamente, aplicarle a un conjunto de fenómenos unos esquemas de objetivación y ordenarlos en un sistema categorial propios de manera que resulten comprensibles. Hegel descubrió un tipo de medida que le permitía homologar y seriar las épocas y las culturas, por lo cual estableció una secuencia temporal ordenada según un incremento de libertad y de saber. El incremento de libertad era medible en el derecho y en los estados, y el incremento de saber

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era medible en el grado de autoconciencia y reflexión del saber. El orden según el más y el menos se correspondía con el orden según el antes y el después. Gadamer descubrió que Heidegger le había dado nombres nuevos a afanes y hallazgos de los filósofos anteriores, y que en su propuesta de borrón y cuenta nueva había un propósito de empezar otra vez desde el principio en el que eran reconocibles intentos anteriores semejantes, pero ahora con una radicalidad nueva, porque a cada tiempo corresponde una originalidad suya según su juego de esquemas de objetivación. En realidad eso es lo que quiere decir que el tiempo es el horizonte de comprensión del ser. Higinio Marín lo dice con otras palabras: si Aristóteles le añadió finitud biológica al eidos platónico, ahora se trata de añadirle a ese mismo eidos también finitud histórica. Pero si no podemos pensar al hombre como una progresión lineal en una escala de incremento de la libertad, que se expresa y se mide por las instituciones que el occidente ha creado, que es como lo pensó Hegel y por lo cual le tributamos admiración y gratitud, ¿cómo podemos pensarlo? No poder pensarlo como Hegel significa que no podemos seriar las épocas postulando que el original de la naturaleza humana va manifestándose cada vez más y mejor porque en cada época se da un progreso hacia sí mismo cognoscitivo y una mejor posesión de sí mismo operativa. O bien aunque podamos aceptar que hay efectivamente ese progreso, no podemos pensarlo tan unilineal como Hegel lo pensó. Porque Dilthey comprobó, muy a su pesar, que la vida le puede a la razón y la desborda, porque el desarrollo de las ciencias sociales en el siglo XX puso cada vez más al descubierto las conexiones entre el pensamiento reflexivo y las actividades no reflexivas de que se compone la vida diaria de los sujetos particulares y de las instituciones, y porque la comunicación y el intercambio con otros grupos humanos no occidentales, más numerosos y que alcanzan a ser más poderosos, nos impide creer que la línea verdadera de realización de lo humano es la nuestra. Incluso la simple formulación de la tesis suena un poco irrisoria. ¿De verdad que el original de "naturaleza humana", el copyright, lo tenemos nosotros?, ¿realmente el patrón de "dignidad humana", el patrón oro de lo que vale verdaderamente un ser humano y con relación al cual podemos medirlo es nuestro sistema de garantías sociales y políticas? En cualquier caso no tenemos otro y es lo más cierto que tenemos. Lo más inamovible que tenemos es nuestra época, y las épocas son las constelaciones de parámetros por referencia a los cuales hemos valorado, objetivado, conocido, sentido y creído.

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El temor que surge entonces es ¿cómo hay que pensar ahora la confrontación entre subjetividad y verdad? El temor surge desde el supuesto de que los dos términos están en una relación de contrarios. ¿Es que para conceder a la persona su valor propio hay que prescindir de la verdad y para creer en la verdad hay que estar dispuesto a avasallar a las personas? Insisto en que la alternativa es falsa: supone que la verdad es lo objetivo y universal mientras la persona es lo particular, que ambos pertenecen al mismo orden, y que por estar en el mismo plano objetivo son contrarios (la alternativa supone que hay una relación dialéctica entre verdad y subjetividad). Pero no hay ninguna verdad en nombre de la cual sea legítimo avasallar a las personas, porque entre verdad y persona no hay una relación dialéctica de contrarios. La persona no queda suficientemente valorada porque se la considere capaz de verdad objetiva, porque ser capaz de verdad objetiva no es la única ni la más alta forma de ser persona y no es ni la única ni más alta forma de la verdad. Así no es como se puede pensar al hombre, ni así es como nuestro tiempo requiere que sea pensado. Así es como se hizo en el pasado, pero pensarlo como entonces es no pensarlo ahora, y para nosotros no pensar ahora es, sencillamente, no pensar. El sarcasmo frente a una razón un tiempo presuntuosa, que ahora se muestra derrotada e indigente de que se le perdonen sus bravuconerías, no es lo más aprovechable de la escolástica posmoderna. Pero las acusaciones que los herederos de la modernidad lanzan contra la posmodernidad no van acompañadas por una oferta mejor que la de los propios posmodernos, pues se limitan a proferir un lamento porque el pensamiento ya no tiene el vigor de antaño, el poderío que le permitía concitar los pensamientos de los particulares en torno a un proyecto de orden social supranacional, sentirse protagonista de la historia y comprenderla es su trayecto desde el principio hasta el presente sabiendo hacia dónde se dirigía en el futuro. A lo sumo se proclama que en el diálogo entre los hombres libres y prudentes se puede alcanzar el acuerdo sobre lo bueno y lo verdadero. Bien, con eso al menos se intenta despojar al término verdad de su frecuente y poderosa valencia ideológica, por una parte, y, por otra, rescatarlo de la maraña confusa en la que está enredado. Nuestra época no tiene un pensamiento débil porque haya traicionado a la razón, sino porque nuestros esquemas de objetivación y nuestro sistema categorial se nos ha quedado obsoleto. Es débil porque apenas se han formado los huesos y los músculos: las categorías. Por eso tiene mucho sentido estudiar lo que no es reflexivo, sino lo que es pragmático y lo que es poiético de las épocas anteriores, que es lo que hace Higinio Marín.

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Si no se puede crecer en autoconciencia del presente y del futuro porque no se puede reflexionar sobre lo que no ha sucedido y escasamente sobre lo que está sucediendo, se puede estudiar en cambio la pragmática y la poiética de un pensamiento de otros tiempos, y ese es un buen modo de pensar el nuestro, justo porque para saber lo que tenemos que hacer debemos hacer antes lo que queremos saber. Si estamos en un momento en que la demanda sobre lo pragmático y lo poiético nos desborda, vamos a hacer lo que se nos pide del mejor modo que podamos, y vamos a pensar las relaciones entre hacer y pensar tal como se dieron en el pasado. Como no podemos pensar nuestra época en una serie lineal y calcular la que viene después, sino que tenemos que hacerla, es pertinente estudiar la continuidad y la discontinuidad de las épocas anteriores, y más bien la discontinuidad, pues la invención de lo humano se hace en cada época desde parámetros distintos, aunque se utilicen materiales del pasado para las nuevas construcciones. Estudiar las conexiones de lo ideal con lo extraideal no es de suyo e inmediatamente sospechar, desenmascarar, denunciar, hacer la revolución ni acusar a nadie de nada. Eso ya está de sobra realizado y además con excesos academicistas y oficiales. Se trata de estudiar conexiones de otras épocas que nos ayudan a comprender mejor la nuestra, de trabar filosofía, urbanística, economía, derecho y sociología según una perspectiva propia, como lo hicieron en su momento Marx, Durkheim y Weber, y los maestros más cercanos como Arendt, Aries, Bellah, Berger, Duby, Elias o Foucault. En cada época hay una concepción de lo humano y una definición de hombre propias de ella, y ahora estamos en mejores condiciones de comprender lo que eso significa. No se trata de que haya o no haya una verdad eterna sobre el hombre, de que haya o no una esencia humana, lo cual no deja de ser una cuestión bizantina. Se trata de que las definiciones del hombre son distintas en cada época porque tienen distinto sentido, y no porque tengan distinta verdad. No se trata simplemente de que Copérnico demoliera el geocentrismo y se entrara por eso en el relativismo. Es que a partir de Copérnico ser hombre se define de muchas maneras porque los individuos aspiran a ser algo distinto de clérigos y caballeros, porque los lugares sociológicos de realización de lo humano se plurifican. La ilustración unifica esos lugares en las categorías de "burguesía", "progreso", y "nación", que permiten la definición de hombre como sujeto trascendental, con la misma amplitud que el estado, la ciencia y el occidente. Pero la dinámica de crecimiento por diferenciación que tiene la sociedad de las profesiones y la rapidez de consti-

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tución de lugares sociológicos de realización de lo humano lleva a la conclusión de que todo eso es compuesto, construido, tanto más ideal y objetivo, cuanto más natural y real se pretende, como también los artistas y literatos de este siglo han señalado, desde Pirandello a Bajtin, y eso es el núcleo de la deconstrucción. No obstante tanto los filósofos como los artistas y los críticos saben que "la descripción de una confusión es algo completamente distinto de una descripción confusa" Definir al hombre como animal que vive en ciudades ocupándose de gestionarlas tenía en Grecia y en Roma un sentido avalado por el hecho de que hacer eso se consideraba máximamente humano, porque era lo máximo que los hombres entonces podían aspirar, lo cual tenía, entre otras muchas expresiones, que el ágora ateniense estaba alejada del puerto del Pireo y el foro romano del puerto de Ostia, que las casas donde querían vivir los ciudadanos estaban más cerca del ágora y del foro que del puerto, y que la definición esencial de hombre que formularon guardaba relación con lo que esa gente quería ser, con el lugar donde querían vivir y con el modo en que estaba hecho el trazado urbanístico de Atenas y Roma. Definir a la persona como supuesto individual de naturaleza racional tenía en el medievo cristiano un sentido avalado por el hecho de que Cristo se había definido como un supuesto individual de naturaleza racional y lo máximo a lo que aquellos hombres podían aspirar era a realizar la perfección evangélica, lo cual se lograba sobre todo en el monasterio, que estaba concebido y ejecutado para hacer felices a los hombres más en la vida eterna que en la terrena. La definición esencial de persona que esa gente elaboró guardaba relación con lo que querían ser, con lo cerca y lo dentro del monasterio que querían vivir, y con el modo en que estaban construidos los monasterios. Definir al sujeto como dotado de conciencia y voluntad libre y como titular de derechos tiene en la modernidad un sentido avalado por el hecho de que los ciudadanos viven y quieren vivir en ciudades, y, además, de su trabajo, compartiendo una misma organización urbana y comercial y, por eso, quieren tener y tienen las mismas oportunidades políticas y comerciales. Decir, finalmente, que el hombre es un objeto inventado por la ciencia moderna viene avalado por el hecho de que ahora unos hombres quieren ser ingenieros, empresarios y periodistas, mientras que otros quieren ser futbolistas, secretarias y decoradoras, se sentirían felices si lo consiguieran y quieren vivir en sitios muy distintos, y viene avalado sobre todo por el

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hecho de que esa variedad no se deja unificar en una categoría a la que corresponda una definición esencial, lo cual se refleja también en los diseños urbanísticos de las ciudades y de las áreas metropolitanas actuales. En el siglo XX se ha definido al hombre como animal simbólico (Cassirer) y como el animal que cuenta historias (Heidegger), y quizá esas definiciones se corresponde con el hecho de que aspiramos a alcanzar el nivel europeo y queremos ser europeos, que es el estado de perfección y la cota más alta de humanismo que conocemos. Quizá todo eso se corresponden también con que queremos y podemos ser ecologistas, feministas, misioneros de los derechos humanos, de la ilustración, de la ciencia, de todos los evangelios y de los grandes expresos europeos, cosas que actualmente para nosotros resultan difícilmente compaginables y que los no europeos tal vez no pueden querer ni ser. No se trata de que las definiciones de hombre como animal racional, como supuesto individual de naturaleza racional o como sujeto dotado de conciencia y voluntad libre tengan menos verdad que antes, sino de que tienen otro sentido. Lo que tiene sentido es aquello a lo que los hombres aspiran y quieren ser o lo que reconocen como aquello a lo que se puede y se debe aspirar, y aquello que no tiene sentido es aquello a lo que los hombres no aspiran y no se comprende que alguien pueda desear. Así las cosas, la cuestión del relativismo y de las verdades de validez universal se puede plantear en términos diferentes de los habituales y que suelen ser ideológicos en el peor sentido de la expresión. Las tres definiciones del ser humano que corresponden a la antigüedad, al medievo y a la modernidad, la de hombre, la de persona y la de sujeto, no son falsas y nadie ha dicho que lo sean, son verdades de validez universal que tenían su sentido propio en sus respectivas épocas, pero no tienen el mismo en la nuestra. El sentido no es el orden de lo que pueda o deba tener validez universal como lo es la verdad en alguna de sus acepciones. Verdad tiene una definición, un cálculo, una teoría o una creencia; una vida o una existencia en cambio pueden tener más o menos sentido, un sentido u otro. Cuando se trata de una definición de hombre, no importa solamente que sea verdadera sino que tenga sentido para los que puedan reconocer en ella verdad. Una definición verdadera al perder sentido se vuelve irrelevante, y si pierde sentido para muchos hombres podría dejar de ser verdadera sin más. Porque lo que los hombres hacen, lo que dicen y lo que piensan y creen de sí mismos y de los demás forma parte de lo que ellos son.

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El sentido no existe hasta que alguien lo descubre o lo inventa, y se estima que el que lo hace es un líder. Los partidarios del universalismo científico y ético son los herederos de unos líderes que crearon sentido hace trescientos y cuatrocientos años, y reprochan a los partidarios del multiculturalismo que estén propiciando simplemente el nihilismo. No es para alarmarse tanto. No se trata de que el pasado no ofrezca verdades de validez universal, sino de que esas verdades no tienen para nosotros un sentido de equivalente amplitud. Estudiar el multiculturalismo y concluir que el sentido de una verdad no es tan obvio en una época como en otra posterior no es necesariamente nihilismo corrosivo, ni atentado malévolo contra unos venerables derechos de autor o contra sus legítimos herederos. Puede ser sencillamente el honrado intento de buscar un sentido para una existencia que no se desarrolla en el mismo marco de referencia que tuvieron las generaciones pasadas. La crítica de los humanistas a la escolástica medieval no consistió en que no tenía verdad sino en que no tenía sentido, y lo que los humanistas del renacimiento buscaron fue que verdad y sentido se fundieran de un modo satisfactorio, a lo cual llamaron estilo. El estilo no requiere una validez universal ni aspira a ella, por mucho que entre los materiales que elabora se encuentren verdades universales, y no todo en los estilos posracionalistas es capricho arbitrario, furia iconoclasta o esteticismo irresponsable. El comité de las luces puede dictar contra todos ellos la misma sentencia de exilio o de excomunión, pero eso mismo tiene cada vez menos sentido, porque el espacio al que se expulsa a los réprobos no son las tinieblas exteriores sino un vasto territorio por explorar, y el recinto en el que la racionalidad científica elabora sus sentencias parece cada vez más un reducto particular, tan particular como los del exterior y quizá en algunos aspectos más estrecho.

Jacinto Choza, Sevilla

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INTRODUCCIÓN

Puede ocurrir que los hombres nos encontremos entre las cosas y los sucesos como quien los ha presenciado pero no sabe qué es lo que ha pasado. Si la situación compuesta por los acontecimientos nos deja hacer cosas, entonces es probable que nos dediquemos a hacerlas. En ocasiones, sin embargo, la situación no nos deja dedicarnos a nada porque no sabemos qué se puede hacer, o, aunque nos deje hacer ciertas cosas, no nos permite hacer una: pensarla. En tales casos lo que echamos en falta es un argumento, una historia que una lo disperso en la comprensión. Esa necesidad puede sentirse respecto de situaciones concretas y sucesos particulares, pero también respecto de la forma global de la existencia, el átomo y la constitución de la materia, la propia tradición cultural o qué significa "hombre" y "ser humano". Antes de lograr una historia todo son escombros; después quizás no se logre construir con ellos un nuevo edificio pero, al menos, los escombros tendrán memoria. Los occidentales inventamos hace tiempo unos edificios donde almacenamos clasificadamente los escombros con memoria. Son los museos. Si alguien sustrajera esas piezas clasificadas en museos distintos (bibliotecas, galerías de arte, exposiciones arqueológicas) y les diera uso según una utilidad inventada, se parecería bastante a los bárbaros que expoliaban los restos del Imperio para construir sus chozas. Pues bien, al interpretar, al contar historias, hay que elegir entre "recolector de piezas de museo" y "bárbaro". Los primeros se parecen mucho a los historiadores de las ideas, de las civilizaciones, del arte, de las religiones, del derecho; los segundos a gentes con necesidades más vivas y con menos respeto por lo que fue. Admito no saber qué se impone en este libro; sospecho, incluso, que la elección no la hace uno y que más bien somos elegidos por nuestras historias. Pero, si se piensa despacio, se verá que las diferencias entre bárbaros y arqueólogos de toda clase no son tan decisivas. Unos y otros inventan usos nuevos para los escombros en el intento de vivir entre ellos: clasificar algo como "histórico", no importa que se trate de un capitel o de un concepto, no es algo tan distinto de utilizarlos como cimientos del edificio real o conceptual en el que se resguardan los que están a la intemperie. Esa es, según creo, nuestra situación. Es posible que las ideas de "humano" y "ser humano" no estén allí donde las buscamos, que sean una proyección de nuestras categorías para entendernos. También podría suceder que tales ideas existieran en el pasado y hubieran sido útiles a los hombres para tener alguna idea acerca de sí

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mismos, pero que ya no tengan vigencia ni utilidad para afrontar el esclarecimiento de lo que hay. Los eruditos tacharían lo primero de barbarie, probablemente los demás pensarían que lo segundo es erudición baldía. Cuando se estudia lo que ha sido no hay modo realmente efectivo de quedar completamente a salvo de lo uno o de lo otro. Tal vez, y si además de trabajo no falta la fortuna, las ideas con las que nos buscamos en el pasado estuvieran ya allí, porque allí fueron concebidas y al rescatarlas como lo "histórico" nos ayuden a entender dónde estamos o, al menos, nos muestren las soluciones de otros tiempos como eso precisamente, de otros tiempos. Después de todo todavía quedaría por afrontar la labor de advertir si el propio tiempo merece soluciones nuevas, o si, más en general, los tiempos distintos lo son realmente respecto de lo decisivo. Estas son las cuestiones que aquí se han abordado con los medios limitados disponibles al autor —el principal de los cuales es él mismo—, y sin parapetarse en la batería de cautelas con la que los profesionales del gremio suelen cauterizar lo que dicen. La razón de que se haya hecho así es que este es un libro escrito por gusto y con la urgencia de las necesidades. La primera de ellas ya ha quedado expuesta: encontrar un cierto orden que me hiciera habitable la historia de mi mundo, el de un europeo del siglo XX. Darme una versión de lo que ha habido que me sirviera para afrontar lo que hay. Poder contar desde la propia posición y con la forma de un relato breve, algunas de las versiones de sí mismos y del mundo que constituyeron a los hombres y sociedades que han gestado la forma del nuestro y también, en muy buena medida, del contenido de nuestra autoconciencia. El libro consta de cinco capítulos, cuatro de los cuales, los primeros, están ordenados según una secuencia histórica que se inicia en Grecia y que acaba en la moderna sociedad industrial. Son lo que aquí se va a llamar "formas epocales del Humanismo". El sentido global de los cuatro ensayos gira en torno a la prehistoria y constitución de la moderna sociedad de las profesiones. La matriz primera de estos ensayos está concebida al impulso (también valdría decir que al "rebufo") de varias ideas de Vico que, sin embargo, no inspiran tanto el argumento como su aspiración: meditar "ciertos principios de la humanidad de las naciones". Ciertamente aquí no se habla tanto de naciones como de épocas de una tradición cultural, y más en concreto de sistemas socioculturales según conformaciones diversas. Pero en la medida que "nación" hace relación a nacimiento, también en cierto modo se sigue la inspiración viquiana, porque el lector podrá comprobar que en los ensayos que tiene entre sus manos por "época" se entiende un momento natalicio de la humanidad:

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Sé bien que un libro que dedica un capítulo para periodos históricos que se prolongaron durante diez siglos no despertará ilusionadas expectativas entre los historiadores; tienen razón. Y que algunos de mis colegas los filósofos tampoco encontraran incitantes unos ensayos que se ocupan de asuntos como los votos religiosos, Las Meninas, los gremios, las Órdenes militares y mendicantes, las mujeres que los dodoneos tomaron por palomas, Aquiles, Rut la mohabita, la estima social griega de la flauta, la Regla de San Benito, los arcabuces y corazas de los conquistadores de América, Robinson Crusoe, los viajes de Gulliver, y otras tantas "curiosidades" en las que he creído ver expresadas las ideas que, acerca de sí mismos y del mundo, tenían los hombres de esas épocas. Para estudiarlo he utilizado una escala que a unos les parecerá que no deja ver los detalles y asimila lo que debería distinguirse; para otros se tratará de una escala que deja ver los fenómenos individualizados, sin que sea posible "hacer ciencia" con ellos. Sin embargo, creo que el contenido de estos ensayos se sale un tanto de sus dominios tradicionales, y que puede ser situado con justicia en el espacio fronterizo que media entre la antropología filosófica y la antropología social, encarado desde una perspectiva que, sin querer ser eminentemente histórica, se sirve de ella. Probablemente se trate de una tierra de nadie, una región idónea para contrabandistas que hacen caso omiso de la reglas oficiales para la transacción de mercancías entre disciplinas y ámbitos de dominio académicos y que, como es lógico, resulta molesta para las naciones de sabios ya establecidas. Querer urdir un argumento en el que las diversas formas de los fenómenos y productos humanos no permanezcan dispersos y fragmentados, sino mutuamente interrelacionados, y querer contarlo en primera persona, quizá sea la inclinación profesional particular como la de filósofo o, más genéricamente, profesor de humanidades. Pero antes que todo ello puede ser una necesidad vital. Por particular que sea esa rareza no tiene por ello que dejar de ser humana, incluso puede que no sea de las menos humanas. Eso no le ocurre a todo el mundo, ni falta que hace. Quizá sea verdad que, como dijo Aristóteles, todos los hombres tienen por naturaleza el deseo de saber. Pero eso no significa que a todos nos interese saber lo mismo ni del mismo modo, ni mucho menos, que "saber" signifique lo mismo para todos. Tal vez Julio César —más acostumbrado que Aristóteles a ver qué es lo que los hombres defienden con su vida, y más acostumbrado también a quitársela—, tampoco se equivocara cuando dijo que lo que todos los hombres desean por naturaleza es ser libres, y tal vez también eso afecte a qué y cómo queremos saber, y a qué y cómo llamamos "saber". Ser filósofo es una versión bastante poco clara de todo eso. Y hasta hace muy poco, al menos, una rareza occidental.

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Cuando el filósofo se ocupa de la historia tiende a pensar que su punto de vista le coloca justo detrás del escritorio divino y que, casi sentado en el sillón del buen Dios, los asuntos que despacha y el sentido en el que los resuelve se ajustan bastante bien —si es que no se identifican— con el juicio de Dios sobre la historia de los hombres y sus naciones. Algo de ese supuesto fluye en los intentos por lograr una historia universal, los lleven a cabo filósofos o no. Tan privilegiada condición del que cuenta la historia convierte al relator en poco menos que el verbo de Dios, y a su época en un cierto reflejo de la plenitud de los tiempos. Sin embargo, los cuatro capítulos "históricos" de este libro están escritos desde la convicción de que la razón, también la razón histórica, sólo es operativa, es decir, sólo segrega y cuenta historias, desde la finitud de los sujetos particulares, que pueden, sin embargo, lograr versiones de la historia de otros hombres y naciones que sean más o menos verdaderas. En ese sentido y aunque no se aspira aquí a ofrecer una versión culminante ni ascendente de la historia de Europa, sí se quiere sugerir que la actual organización global de las sociedades occidentales según la forma de los oficios y las profesiones, es una innovación cultural que amplía la libertad humana en vina dimensión que, aunque se gestó en épocas precedentes, no se da en ninguna de ellas tan cabalmente constituida como en la nuestra. Es más, la hebra de la historia de nuestra tradición cultural que aquí se ha cogido y perseguido entre el ovillo de los acontecimientos es, precisamente, la génesis de las profesiones civiles y productivas como pauta y medida de la realización del homo humanus. Ese es también el criterio valorativo desde el que se tiene como preferible nuestra época, al menos desde ese punto de vista que —dicho sea de paso— para mí no es el único. Que la trama de los cuatro capítulos gire en torno a la emergencia histórica de una sociedad de profesionales, y de la posibilidad de que los oficios civiles y productores —o satisfactores de las necesidades— queden incluidos en la programática de la realización de la humanidad en el hombre, es lo que hace también de este trabajo una investigación en torno a la definición diferencial de nuestra contemporaneidad, si bien ésta se deja ver más bien por contraste. Los cuatro primeros capítulos están titulados como distintas formas de "humanismo". Pero es preciso advertir que por "humanismo" aquí no se entiende un peculiar empeño educativo, ni se pretende sostener que el fenómeno que la historiografía suele designar con ese término, y que localiza en lo siglos de Renacimiento, tenga precedentes antiguos y medievales. "Humanismo" se utiliza en el sentido en que toda forma de organización social de la vida es ya, por su propia índole, una forma de gestionar la

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propia humanidad que no puede desprenderse de una idea acerca de lo que resulta ser humano y de lo que no; todavía más, que la produce. "Humanismo" significa aquí, pues, cultura o sistema socio-cultural en tanto que produce y suministra los contenidos de la autoconciencia y la realización del hombre. No se trata, pues, de explorar la idea de que el hombre se realiza en la cultura, ni de que la cultura es una realización humana, sino de explorar cómo distintas versiones del mundo objetivadas en los sistemas sociales se hacen también versiones de lo humano. La trama de los ensayos es histórica, pero, más que un relato con unidad narrativa atento a dar cuenta de la evolución y las transformaciones que dan paso de una época a otra, lo que se ha compuesto es un retablo. Los capítulos no son tanto secuencias de una sola escena, como representaciones distintas de un mismo tema, si bien cada una de ellas hace posibles las que les siguen. En el último capítulo, el quinto, se pierde el "figurativismo" y no se habla de ninguna época sino de una filosofía posible de las épocas. Desde luego no es una historia de las ideas, pero, según creo, el lector podrá encontrar algo así como una pragmática de la reflexión, un estudio de la originación social y cultural del horizonte de la reflexión teórica. Quien no comparta una idea tan "impura" de la filosofía y de la antropología, podrá calificar sin errar en exceso este grupo de ensayos como hermenéutica e historia de la cultura o de los sistemas socioculturales, historia social o de las ideas, psicología social, sociología histórica en el sentido acuñado por Norbert Elias, e incluso relato ficción, si por ficción no se entiende fantasmagoría sino poética, invención de tipos o de esquemas de inteligibilidad agrupados en un relato que aspira a ser comprensivo. En cierto sentido bastante lejano del que hoy resulta más habitual, estos estudios pueden ser concebidos también como un ejercicio de retórica: la construcción de un discurso que no pretende ser racional y verdadero con la forma de una universalidad unívoca, sino que aspira sólo a ser una versión verdadera, o, lo que viene a ser lo mismo, una verdadera versión. Sin embargo, para mí tiene además el sentido de una etapa que es la continuación exigida por alguno de mis trabajos anteriores, y que desembocan en la aspiración de que dichos campos son también, en cierto sentido, competencia propia de la antropología filosófica y social, de una teoría del hombre que sea consciente de que la autoconciencia de lo humano es constitutiva del hombre, y que esa autoconciencia tiene también carácter interpretativo, esto es, histórico y cultural. Esos trabajos anteriores, que son en cierta medida supuestos filosóficos de este libro, giran sobre todo en torno a la antropología aristotélica y a la

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discusión con las versiones más psicologistas de la teoría del hombre. Como se trata de una posición intelectual que enmarca al conjunto de este libro se hace precisa una exposición que, aunque somera, de razón de los intereses teóricos que animan estos ensayos y que el lector podrá encontrar en el quinto capítulo. Ahí los escombros se han ordenado según la forma en que ahora me son habitables. Desde ahí espero también poder dejar constancia teórica de lo que entiendo por formas epocales del humanismo: que la esencia del hombre está medida por el tiempo, y más en concreto por el tiempo histórico, de modo que acontece siempre como una versión, como una acepción con singularidades espacio-temporales. El libro entero parte de un supuesto que se aspira a justificar a lo largo de sus páginas: que la realización del hombre se tramita en el orden sociocultural y que esa realización tiene carácter y potencia ontológica: que la cultura —y su forma epocal— forma parte de la estructura constitutiva del hombre, y da lugar tanto a las distintas versiones del pensamiento acerca de lo real y lo bueno que los filósofos solemos llamar "racionalidad", como a las diversas acepciones de lo humano que, en este caso, se han estudiado en una tradición cultural como la europea. En ese contexto, estas páginas alimentan la aspiración a una teoría del hombre que tenga como elemento constitutivo la posición finita en términos histórico-culturales del sujeto humano, y sus productos entre los que se cuenta la forma y el contenido de su autoconciencia. Todo ello supone superar las limitaciones de la psicología filosófica como matriz de los modelos teóricos sobre el hombre, el conocimiento y la autoconciencia de lo humano. Este último ha sido durante algún tiempo el campo de mi trabajo y el espacio al que estos ensayos pertenecen. Ahí el influjo de autores como Vico, Hegel y también aunque en menor medida Rousseau, Max Weber o Norbert Elias es más decisivo. No obstante, los profesionales de la filosofía podrán advertir que incluso el influjo de esos autores se ha vertido sobre nociones y categorías aristotélicas, si bien es cierto que en la mayoría de los casos con unos sentidos que los aristotélicos de filiación más ortodoxa repudiarán. La razón de que sea así es que son las que tengo más a mano, porque mis trabajos anteriores —que son también los primeros— han sido estudios sobre la antropología aristotélica. La idea explorada ha sido, pues, que la esencia del hombre tiene versiones que son epocales, porque la estructura psicofísica del viviente humano no es suficiente —aunque no sea eludible— para dar razón de lo que el hombre es. La filosofía y más globalmente la teoría del hombre tal vez no sea sólo psicología metafísica sino también ontosociología y por tanto, e inevitablemente, historia. En tal caso la historia no es sólo el reducto de las

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particularidades culturales, sino el escenario de la conformación de versiones esenciales y epocales de la humanidad y del hombre. No se trata de sostener con Dilthey que la naturaleza del hombre es la historia, pero sí de explorar la posibilidad de que la naturaleza del hombre no pueda pensarse sin la historia, y no sólo como una nota abstracta —la historicidad del ser humano, suele decirse—, sino como el escenario compuesto por efectivas y singulares realizaciones de la libertad que modulan e inventan —en su sentido etimológico— epocalmente el contenido esencial del hombre, de lo que es la humanidad como forma de ser. Si se piensa, como Aristóteles, que el conocimiento es lo primero y hasta lo más natural, se tiende a pensar también que la realidad tiene una forma propia, una esencia, que el conocimiento no muda ni transforma y a partir de la cual cada cosa evoluciona en su existencia. Por el contrario, si se afirma más bien que la libertad es lo primero (o que el conocimiento tiene la forma de la libertad), suele pensarse que la existencia precede y hasta produce a la esencia. A lo primero se le conoce por "metafísica" o "esencialismo"; lo segundo puede denominarse "existencialismo". Sartre lo proclamó un "humanismo", si bien para él esa posición sólo es posible desde la negación de Dios, mientras que, por ejemplo, para Pico della Mirandola es Dios quien creó así al hombre, de modo que desde él cabe pensar que la libertad es, si no la esencia, sí el ser mismo del hombre. Puede ocurrir que, porque el ser del hombre sea libertad, conocer sea también lo primero. Pero entonces "conocer" no es algo que pueda hacerse sobre el ser mismo, sobre la libertad misma, no al menos antes que ésta se haya objetivado en alguna de sus obras, en las que se expresa y realiza al tiempo que las abandona como tales: obras suyas pero no ella misma. Si así fuera entonces la historia se convertiría en el lugar donde puede aprenderse la naturaleza del hombre, y no porque la naturaleza sea historia, sino porque ahí se haya la "física" de la metafísica del ser como libertad, del mismo modo que —según Aristóteles— cabe pensar que el cuerpo es la física de la metafísica del ser como conocimiento. En Carta sobre el humanismo Heidegger califica a todos los humanismos de "metafísicos", en el sentido de que dependen de una metafísica o la fundan y, de un modo u otro, "suponen por sobreentendida la esencia general del hombre". Aunque Heidegger incluye al humanismo romano en la serie de los que nombra (existencialista, cristiano, marxista) propiamente se refiere a los humanismos filosóficos, lo que, con frecuencia, es sinónimo de filosofías o teorías del hombre. A l menos en ese sentido aquí no es preciso discutir sus tesis, porque lo que se persigue no es ensayar un nuevo humanismo filosófico, ni analizar la serie histórica de los humanismos filosófi-

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eos. De lo que se trata es, más bien, de explorar cómo y hasta dónde ha afectado el tiempo, medido en unidades socioculturales, al ser del hombre, al contenido de su autoconciencia y a la programática de su realización en nuestra tradición. Sin embargo, es verdad que se estudian los sistemas socioculturales bajo la hipótesis de que son, justamente, lo que él llama humanismos: "si se entiende por humanismo en general el empeño destinado a que el hombre esté en libertad de asumir su dignidad, entonces — según se entienda la "libertad" y la "naturaleza" del hombre— es el humanismo en cada caso algo distinto. Igualmente difieren las vías de su realización". Lo que ocurre es que el "según se entienda y la libertad y la naturaleza" que aquí se estudia no es el generado desde posiciones ideológicas distintas, sino desde posiciones histórico-culturales diversas. Aunque dicho planteamiento sólo aparece parcialmente a lo largo de los cuatro capítulos históricos, se mantiene en todos ellos como un punto exterior al que todos apuntan. Como parecía recomendable que el lector interesado pudiera saber algo más acerca de ese blanco común del conjunto del libro, se le ha hecho un lugar en el quinto capítulo donde se expone en términos más detallados si bien muy sintéticos. No obstante, el objetivo de ese capítulo no es el de unas conclusiones. Más bien se intenta ofrecer al lector interesado una plantilla teórica para la lectura o la interpretación de lo anterior y, más en concreto, de la interpretación de lo anterior que hace el autor y que no es preciso asumir para entender el libro como un ensayo de hermenéutica cultural. Como se trata de un capítulo informativo sin el que puede ser leído el resto de los capítulos, pero recomendable, ocupa el último lugar y en él no se ha hecho uso de las notas a pie de página; aunque alguna vez se cita textualmente, por lo general más bien se exponen las tesis aludidas señalando la fuente. Por lo dicho parece claro que el lector puede acceder al libro desde dos registros distintos. El primero, el más amplio, se abre desde la posición que se gana con cada uno de los cuatro primeros capítulos y se cierra con el quinto, que sirve de marco teórico para una reflexión sobre la antropología filosófica, social y cultural (en esa lectura probablemente el autor ejerce más bien de "bárbaro" que de "recolector de museos"). El segundo lo constituyen los cuatro capítulos centrales, cuya trama puede ser leída como un ensayo de hermenéutica social e histórica, o, si se quiere, como un esfuerzo comprensivo de lo que ha sido, según un criterio selectivo de lo relevante que, obviamente, dibuja la posición del que escribe y, espero, de la época desde la que lo hace, porque aprenderlas es parte de la ganancia que se pretende. Para nosotros que nos hemos quedado sin la mayor parte de las referen-

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cias de futuro que permitirían establecer qué es lo contemporáneo, el esfuerzo por vivir la contemporaneidad y hacerla pensamiento no puede omitir la relectura de lo que ha ocurrido, el esfuerzo comprensivo del pasado que trace por detrás una cierta frontera que nos sirva de entrada a donde estamos, a lo que somos. Si tenemos muchos problemas o no podemos originar un pensamiento que de cuenta de lo que nos pasa y hacemos, podemos al menos estudiar cómo se han originado y qué relaciones había entre lo que pensaron e hicieron otros hombres de otros tiempos. Si a esa relación se le reconoce como integrante de lo que el hombre sabe sobre lo que es, y de su ser mismo en tanto que se le hace disponible, entonces se verá —eso espero— que se ensaya una historia de las modalizaciones de la autoconciencia de lo humano en tanto que objetivdas en el sistema sociocultural. Es en el seno de esa historia donde se puede asistir a la formación y realización histórica del individuo en la sociedad europea.

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CAPITULO 1 HUMANISMO ARISTOCRATICO

En la ribera nororiental del Mediterráneo, en una península que a los ojos de nuestra tradición vale por un continente, unos hombres que hunden su memoria más de mil años antes del principio de la era cristiana, creen haber descubierto la medida y la cifra de la realidad. Las secretas fuerzas de la naturaleza y de los elementos, los movimientos de los astros y las revoluciones celestes, el tiempo, las oposiciones entre lo frío y lo caliente, lo húmedo y lo seco, el resurgir siempre nuevo de lo que brota y está vivo, se revuelven en el torbellino de la admiración del espíritu griego. Allí —dicen— se ha manifestado al hombre el alma del mundo, el principio de la constitución e inteligibilidad, del reposo y del movimiento, de lo uno y lo múltiple. A partir de entonces "una sola cosa es lo sabio: conocer la inteligencia que guía todas las cosas a través de todas" 1 . Ese desvelamiento, que es también una civilización del misterio, anega invisiblemente las calles y las plazas pobladas por algunos, por unos pocos de aquellos ribereños que hablan del mundo como una medida y un ritmo que se deja pensar, que se abre y recibe a los que han hallado la cifra de su resolución. Entre corros frecuentados por jóvenes y ancianos, por ciudadanos de una polis revuelta, algunos de ellos proclaman, llevados de la lenta euforia de las palabras, que el hombre y el cosmos están entrañados en su mutua inteligibilidad que es el logos, el alma del mundo. Para aquellas almas atentas y audaces, las regularidades y constancias del universo que sobreviven a los cambios y movimientos presentan un paisaje en el que todo ocurría ya según su propia forma eterna o perecedera; todo menos el hombre y sus obras, precisados ambos a conquistarlas el uno en el otro. Estamos en Atenas, en el mundo que vivieron y pensaron Aristóteles y —todavía más sentidamente— Platón y su maestro Sócrates; al que su propio discípulo pudo decirle "menos te alejaste de Atenas que los cojos, ciegos y demás inválidos" 2 . Como vamos a ver, el Humanismo Aristocrático bien podría llamarse ateniense, pues se

1 Heráclito, Fragmentos, 2 Platón, Critón, 53 a.

Gredos, Madrid, 1986, p. 385, (D.L., IX 1).

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gesta en el hecho de sentir y pensar a Atenas —y más genéricamente a la ciudad— como la medida y la posibilidad de la propia humanidad. Para estos hombres cualquier forma de lejanía de la clase de sociedad que se logró en la ciudad de Pendes y Solón es una forma de invalidez del hombre: una cojera o ceguera que distancia al hombre respecto de sí. Allí las murallas de la polis encierran el espacio inmenso del alma humana: "camina, camina, cualquiera que sea la senda que recorras nunca alcanzaras los límites del alma; tan profundo es su logos"3. Atenas, al fin y al cabo, era el lugar donde el hombre y sus obras podían aspirar a reconocerse. La forma de ese reconocimiento es también la primera de la versiones de la humanidad que inaugura la tradición de los humanismos europeos: entre los dioses y la bestias, entre el orden y el caos habitan los hombres que han llegado a serlo en una clase de asociación que es a un tiempo causa y efecto de su humanidad: la ciudad. En ella las casas se estrechan unas frente a otras como el ámbito de la satisfacción de las necesidades: lugares de paso hacia los ensanchamientos donde el encuentro ciudadano se produce en la palabra y en la acción libre, política, "humana". 1. La cartografía homérica de lo humano. La Odisea es probablemente el más ilustre precedente de los libros de viajes: antes de su versión romana que fue el viaje de Eneas, de las descripciones de los pueblos y tierras que conoció y conquistó Julio César, del relato de las rutas abiertas por Marco Polo hasta la lejana China, tierra de paganos, de la bajada de Dante a los infiernos, de la historia de las conquistas de Hernán Cortés en el nuevo mundo que ensanchaba las fronteras de lo conocido, de la solitaria aventura de Robinson Crusoe, y de los viajes imaginarios de Gulliver —tal vez el antecesor más inmediato de los viajes y aventuras por las galaxias que relata la literatura fantástica-, Ulises es un viajero que, como todos los anteriores, recorre los límites del mundo que son también las fronteras exteriores e interiores de lo humano: las tierras habitadas por los muertos, los cíclopes, las ninfas y las sirenas, las bestias y los dioses. Ulises después de que los dioses le infundieran nostalgia de su país, de su familia y su pueblo, y de rechazar la oferta de la ninfa Calipso para disfrutar con ella de un amor "sin vejez para siempre", emprende el regreso a Itaca cuya ruta le llevará a tierras de hombres, y de seres que son más y menos que hombres. Por eso, la Odisea es "verdaderamente una cartografía de lo humano"4.

3 Heráclito, Fragmentos, Gredos, Madrid, 1986, p. 386, (D.L., IX 7). 4 Choza, J. y Choza, M. Pilar, Ulises, un arquetipo de la existencia humana, Ariel, Barcelona, 1996. En este trabajo los autores realizan una apasionante y original lectura de la Odisea, en la que Ulises es estudiado como el viajero a través de lo humano y de sus límites según sus características homéricas. Buena parte de este epígrafe se debe a mi lectura y explicaciones orales de su trabajo.

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Allí donde es recibido los moradores invocan al extranjero para que se dé a conocer, para que muestre si es un hombre, una bestia o un dios, y en todos los lugares Ulises aparece como un héroe extraviado fuera de su destino y de su origen, fuera de la sede de su identidad: lejos de su tierra, de su raza, de su polis5. Esa es la geografía interior de la identidad homérica de lo humano: el hogar, la tribu y la ley. Pero Ulises se da a conocer también con el relato de sus hazañas, ellas son la medida de su ser, un mortal en el que los dioses se disputan sus rencores y favores, un héroe cuyas acciones tienen la medida de las predilecciones y las venganzas divinas. La medida de la vida de Ulises no son todavía las leyes de su nación, sino la magnitud de un alma que enfrenta su destino y realiza proezas; Ulises no es todavía el arquetipo de la ciudadanía griega, sino de la existencia heroica de los guerreros y de los reyes. Ulises emprende el viaje de regreso a su origen como Aquiles lleva a cabo la venganza de Patroclo en la ¡liada: encarando un destino cuya realización está mediada por la magnitud de la hazaña; un destino que estaba trabado en el origen al que le da cumplimento. La medida de los héroes no es todavía la ley de la polis, como lo será más tarde para la secularización griega del heroísmo aristocrático: la ciudadanía. Sino un destino cuya proporción la dan las proezas donde los mortales alcanzan su altura interior, su perfección, la gloria del honor y del nombre. Todavía las deidades de la sangre y de la venganza no han sido civilizadas, y Sófocles no ha podido contar cómo las leyes de siempre hicieron de la ciudad y de la ciudadanía su sede6. No es la ley civil, sino la de la memoria conjunta expresada en los relatos de sus hazañas lo que da nombre a Ulises y a Aquiles, cuyas identidades no son las que presta el reconocimiento de la polis mediado por la ley, sino las que ganan mediante la memoria de sus hechos y de sus dichos. Ulises no es el arquetipo humano de la libertad política, sino del destino heroico. Ni él ni Aquiles dan la medida de lo que son en el espacio civilizado de la ciudad y de la psique sometida a ley —la moral, sino en el espacio de las pasiones y venganzas desatadas por las leyes antiguas de la sangre y del honor, y en el de un itinerario a través del mundo no colonizado por ningún poder humanizante, sometido a las fuerzas del caos y de lo divino. El heroísmo es la definición arquetípica —y por eso poética— de lo humano según su perfección. Todo se define en Grecia por su perfección: la naturaleza,

5 Choza, J. y Choza, M. Pilar, op. cit. 6 Esa es al menos una de las interpretaciones más comunes de la tragedia Antígona de Sófocles, en la que el imperativo de enterrar a su hermano Polinices enfrenta a Antígona con las leyes dictadas por el tirano Creonte, hermano de ambos, para todos los ciudadanos de Tebas. Sobre las interpretaciones de Antígona pude verse Nussbaum, M. C., La fragilidad del bien, La balsa de la medusa, Madrid, 1995.

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también la de un héroe, no es el punto de partida, la dotación primaria, sino el bagaje cobrado en el trayecto a través de sí mismo hacia lo mejor, y el poder para hacerlo. En cierto sentido también en Grecia el principio habría sido la acción, si la idea de destino no hubiera puesto el resultado de lo que se hace como lo exigido por el origen. El destino justifica la modificación —perfectiva o destructiva— lograda mediante los hechos y los dichos como lo anunciado y hasta convocado desde antes de la acción, en la constitución del héroe, en su nacimiento. La noción griega de naturaleza, y peculiarmente la aristotélica y teleológica, es una secularización racional de la idea heroica del destino. La naturaleza es el fin considerado como origen 7 . Por eso, la perfección —para los héroes primero y para los hombres después— es siempre una vuelta al origen (a lo que en él se había anunciado), la confirmación del principio. La naturaleza, como el destino, es el fin que estaba también en el origen y que operaba desde él, tal y como los filósofos lo expresarán después mediante la idea de causa final. Pero esa vuelta al origen exige el poder de su realización: sin poder ni los héroes ni los hombres vienen a ser lo que son. Los héroes se hacen capaces desde sí pero por la acción y el poder de los dioses que es la ley del destino, los hombres por la de otros hombres según la ley y el poder de la ciudad. En realidad y según Aristóteles, la polis es para los hombres lo que Itaca para Ulises: fuera de la polis y de Itaca ni uno ni el otro, ni el hombre ni Ulises son lo que son, estar fuera de ellas es estar fuera del ámbito donde el origen cobra vigencia y poder como fin. Estar fuera de la polis es estar fuera del destino según el cual lo humano viene a constituirse en el hombre, fuera de la naturaleza: eso es en su sentido más radical un bárbaro, no sólo un extranjero respecto de la polis, sino también y sobre todo, aunque por lo mismo, un extranjero respecto de sí mismo. Por otra parte, como tanto el poder de los dioses que cumple —u obstaculiza— el destino de los héroes como el de la polis son dos fuerzas terribles y dislocadas, su choque es mortal para los que lo encarnaron, por eso Sófocles escribió una tragedia para contar la historia de Antígona. Pero ambas también se deben su fuerza mutuamente y fundan la naciente conciencia griega de lo humano desde la perfección. La perfección no es, al fin y al cabo, nada más que la forma en la que la autoconciencia de lo humano se muestra a sí misma como hermenéutica, como el contenido de una interpretación. Mas el destino no tiene por qué ser siempre una coincidencia perfectiva del origen y del fin, en la que el sujeto no sólo se alcanza a sí mismo como realizado, sino que además se sabe y se aprende. Puede ser lo contrario, puede ocurrir que la coincidencia del origen y del fin desrealice al hombre y, por tanto, lo rompan sin

7 "La naturaleza es fin" dice Aristóteles en la Política, 1252 b, 34.

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que pueda llegar a saberse ni aprenderse: Edipo. En él origen y fin no se unen según cumplimiento, sino que se confunden en una mezcla que los desvirtúa y que convierte en imposible la tarea de llegar a saber quién se es. El origen de Edipo, sus padres, son a un tiempo lo que él ha matado y lo que ha ultrajado con el amor mismo. Para Edipo, tanto el odio como el amor son el medio por el que la propia identidad se le hace una culpa insoportable. Por el odio se extravió y mató a su padre, y por el amor se confundió y casó con su madre, convirtiendo a su hijos en hermanos y a sus hermanos en sus hijos, y a él mismo en algo imposible de nombrar, en lo que no se puede decir, en un nadie que es el mal. En Edipo el fin como la vuelta al origen, el regressus ad uterum, se ha hecho profanación y desgracia. Y todo por la ignorancia que no sólo es la fuente del mal, sino su resultado. Por eso Atenea, la diosa de la sabiduría, del arte y de la justicia será la que guíe a Ulises en su regreso, y será también la fundadora de Atenas, donde Sócrates clamará entre sus habitantes que el vicio es ignorancia, y que más vale sufrir injusticia que realizarla, porque esto último es ignorar que el mal daña más radicalmente a quien lo realiza que al que lo padece. El vicioso es, como Edipo, alguien que se ha sacado los ojos. Los filósofos de la escuela de Atenas racionalizaran más tarde ambas posibilidades, la del regreso al origen que es también progreso hacia el fin como proceso perfectivo (Ulises), y como proceso destructivo (ejemplificado más tarde por Sófocles con la figura de Edipo). Pero para Sócrates, Platón y Aristóteles ambas posibilidades están contenidas en cada individuo y en él contienden como dos orígenes diversos de su actividad: el logos y los apetitos. El logos manda y rige las acciones que producen la conservación del principio que progresa hacia el fin: la virtud; los apetitos, cuando se entronizan como principios, producen la conducta que regresa al hombre a un origen que es su destrucción: la animalidad, el vicio. Por eso el hombre será definido como animal racional, como un ser único con un origen doble que Platón expresará en el orden constitutivo mediante dos principios —cuerpo y alma—, y Aristóteles 8 en el orden de la acción como dos principios

8 La admisión de ese doble destino por Aristóteles no produce, sin embargo, la irrupción de la idea de libertad, al menos irrestricta, porque para Aristóteles esa contienda está medida e inclinada hacia una u otra posibilidad por la constitución ético-psicológica (el carácter podría decirse en términos generales) de los individuos, que le permite estudiarlos bajo tipologías tales como el vicioso en el que el principio está destruido, la mujer en la que la razón aunque constiuida carece de autoridad y no tiene todo su poder, el esclavo por naturaleza que carece de razón suficientemente constituida como principio de operaciones. De modo que la noción de destino sigue en buena medida al menos vigente en su ética que, con razón él llama, el tratado de los caracteres, esto es de su poder y de su articulación con las acciones. Sobre esta cuestión puede verse mi trabajo La antropología aristotélica como filosofía de la cultura, EUNSA, Pamplona, 1993.

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operativos —razón y apetitos—. Así el ciudadano también es un guerrero y su vida una lucha compuesta de hazañas que, sin embargo, no conquistan el mundo físico, ni unifican o dan a conocer regiones ignotas y exteriores, sino que unifican la psique en la medida del logos y adentran al sujeto en la exploración de su naturaleza. Antes de ellos el destino no tiene en la Grecia homérica un sentido general y compartible; en realidad si el destino tiene algo que ver con la naturaleza, y ésta con la especie, por el destino cada mortal agota su especie. En cierto modo eso es un héroe, aquél cuya vida según su medida y su realización resulta de una descomunalidad memorable e inconfundible. Para el héroe su alma es una historia, la historia de sus hazañas, y compartirla con alguien sería dejarse usurpar el nombre, la identidad. Por eso, para Ulises, el mapa de su identidad no se traza entre su patria, su familia y la ley de su polis, sino que ésta es sustituida por un nombre — el suyo— que es como el título de una historia. Pero es una historia que es un destino, es decir, una historia que contiene el pasado y el futuro, el origen y el fin. De ahí que entre las regiones homéricas que son exteriores a lo humano, que arrojan al hombre fuera de su origen y de su fin —de su naturaleza—, esté la isla de los comedores de loto, de los hombres que han perdido la memoria y que están extraviados, fuera de sí, en el olvido. La memoria es la permanencia del origen que, sostenido en el recuerdo, puede hacerse coincidir con el fin, ser llevado con uno mismo, precisamente porque el uno mismo es el movimiento desde el origen: perdido éste, también el uno mismo se disuelve y el movimiento hacia el fin —que es el sostenimiento mismo del origen— desaparece, como los compañeros de Ulises que comieron loto, la flor que mata la memoria, y allí abandonaron su viaje, varados en el olvido. Las identidades son el sitio donde el regreso al origen se hace progreso hacia el fin; un hombre es el sitio donde el pasado y el futuro se juntan, y un héroe es un hombre que para juntarlos necesita no sólo el favor de los dioses, sino la realización de hazañas antes sin nombre, imposibles. Por eso su historia tiene casi la medida de los dioses y el mismo es un semidiós, con frecuencia un hijo de mortales y de dioses. La posterior idea de vicio que desarrolló la filosofía moral socrática es también en cierto modo la idea de una pérdida de memoria: en el vicio y en el olvido el origen deja de estar sostenido y poder progresar hacia el fin; el vicio no es, pues, nada más que el olvido del origen constituido en hábito, pero un hábito peculiar: el extravío de la memoria y con ella del origen-fin. Por su parte la idea de virtud es la de una memoria moral y ontològica que no sólo se refuerza con la reiteración de actos, sino que realiza en y mediante su poder creciente la perfección misma del sujeto, su progreso hacia el fin que es la naturaleza. En el hábito el pasado se une al futuro porque éste se hace más posible desde el poder de un origen •—el logos—

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consolidado. El vicio, sin embargo, es una desmemoriación ontológica, un problema, por tanto, de ignorancia, dirá Sócrates. El vicio, como el loto, es letal. La polis es el espacio para la civilización de lo heroico en la ciudadanía. Frente a unos y otros están "los sin ley", los cíclopes monstruosos que no conocen la piedad y que son la frontera exterior de lo humano, lo otro que el hombre que se le opone desde su semejanza, como los bárbaros. Las "ciudades sin ley" y las tierras y los hombres sin ley, son los lugares donde lo humano aparece sin su medida, fuera de su destino y de su origen —de su naturaleza—, roto en mil formas monstruosas que han poblado siempre los límites exteriores del mundo, y que cuando estos se han derrumbado los han invadido poblándolos con el caos. "Los sin ley" son los hombres en los que no es posible el reconocimiento porque en ellos la cifra de lo humano está borrada o, ¿cómo saberlo?, porque nunca estuvo allí. Donde no hay humanidad y falta su autoconciencia, tampoco lo humano es reconocido, por eso los bárbaros y los cíclopes no son hospitalarios ni respetan al forastero, sino que son para él como fieras y sus paises como selvas hostiles hechas de peligros y amenazas: regiones fuera de lo humano. La hospitalidad y el respeto al extranjero es, pues, signo de la humanidad sabida y ejercida, poseída. En la hospitalidad mil veces cantada por Homero se deja ver que el hombre no es lo que es antes de entrar en posesión de sí mismo. Donde ese saber no está poseído, tampoco es posible reconocer lo humano ya que ahí, en esos hombres, la vida no es progreso hacia el origen y están separados de lo mejor, de la perfección que permite al hombre saberse y ejercerse según su medida. Si a la conciencia e interpretación de lo que el hombre es según una perfección que se figura, convenimos llamarla "humanismo", entonces bien puede decirse que ya en Homero pero, en cualquier caso, después de él, no hay hombres ni para sí ni para los otros sin humanismo, o, mejor, que el humanismo es precisamente aquello en y mediante lo cual hay hombres para sí y para los otros. Y como para los hombres saberlo es condición para serlo, el saber es lo que hace al hombre venir a serlo: la instrucción es su generación. Al fin y al cabo, dice Homero en la Iliada, Aquiles ha sido educado para realizar acciones y pronunciar discursos: la gimnástica y la poética son las artes aristocráticas y griegas que instruyen al hombre acerca de sí mismo, aquéllas por las que el origen es poseído y transportado hacia el fin que se gana con hazañas militares y discursos memorables. Después de Homero, en las ciudades y entre los hombres que cantan sus poemas, todavía aclamarán como divinos a unos y a otros, a atletas y poetas, unos y otros poseídos por los dioses en el cuerpo o en la palabra. De ahí la importancia en los relatos homéricos de la presencia y dicción por la que los hombres dejan ver la altura de su linaje: la belleza del cuerpo y de sus hechos y de la palabra y sus dichos son para los héroes señal de su condición semejante a los dioses. Ciertamente la instrucción en Homero todavía no es una paideia, sino la genera-

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ción misma del héroe, su nacimiento, mezcla de dioses y de hombres. Pero, como más adelante se verá, en Sócrates la instrucción y la generación se nombran ya con una sola expresión: mayéutica, el arte de dar a luz. La instrucción socrática se hace según una doble medida que se aspira a hacer coincidir: la del logos y la del nomos, la ley de la polis. La polis civiliza las pasiones 9 , las leyes de la venganza y las deidades de la sangre mediante el derecho que es la medida de lo humano, frente a la desmesura de las pasiones de la psique sin ley que es la barbarie y la bestialidad. Aunque la ley tiene una objetivación arquitectónica que señala el espacio de su vigencia más efectiva, las murallas de la ciudad, es posible sin embargo su expansión territorial: la civilización del espacio lograda al traer esos territorios bajo el influjo de la ciudad y, por tanto de su ley; en latín esa expansión se llama poner bajo el imperium, bajo el dominio de Roma, un espacio que queda unificado desde su poder. Pero antes que la civilización de la psique, los héroes han tenido que ganar el mundo para lo que después será la misión de la ciudad, su colonización humanizante. Los héroes no son colonos ni de territorios ni de la psique, esto es, no son ni agricultores ni legisladores, sino descubridores, guerreros, viajeros por mundos ignotos que cartografían con su vida y con sus hazañas. En cierto modo ellos, a semejanza de los dioses, crean el mundo porque, como ha dicho Mircea Elíade 10 , con sus viajes, sus hazañas y sus inventos unifican un tiempo y un espacio que pasará a ser el escenario de la vida humana, el mundo. No obstante, la unificación heroica del mundo no se hace como una toma de posesión para la ciudad o para un poder bajo el que pasan a estar las tierras descubiertas y los hombres, las fieras y las riquezas que contienen. El héroe unifica el mundo con su vida que suele ser un viaje o un conjunto de trabajos, y por eso el mundo que descubrió está unificado sólo en las rutas que abrió, en los monstruos que derrotó, en las obras que realizó y, sobre todo, en el relato que las cuenta, que pone cuanto hizo —y al mundo que unificó— a disposición de otros. No hay héroes sin poetas que canten sus hazañas. Ulises, como casi todos los viajeros que abren nuevas rutas, es también un héroe tecnológico: el ensanchamiento del espacio habitable lo realizan los héroes que inventan o saben manejar la tecnología punta11 y sobre ella llegar donde nunca antes fue posible. Los griegos, herederos del dominio heroico del mar, convirtieron las

9 Cfr. Choza, J„ Los otros humanismos,

EUNSA, Pamplona, 1994, pp. 19-51.

10 Cfr., Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, Labor, Barcelona, 1992, pp. 25-63. 11 Cfr., Choza, J., Los otros humanismos, EUNSA, Pamplona, 1994, p. 29: "Que la navegación fuera la tecnología punta quiere decir que se había despertado el espíritu del mar, el afán de la aventura marítima. Eso no consta que hubiese ocurrido nunca antes en Africa, ni en Asia, ni en América".

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riberas de éste, como dijo Cicerón en Sobre la república, en la frontera común que todos los bárbaros tenían con Grecia. Por eso los griegos cantarán con Homero el ingenio del hábil Ulises que se construye una embarcación para emprender su viaje hacia Itaca y abandonar la inmortalidad ofrecida por Calipso 12 . Hay, pues, por lo menos un sentido heroico del trabajo con el que se construye el mundo habitable o se convierte al mar en el medio para trazar rutas antes imposibles. El mar es para la Grecia homérica lo que el espacio y las galaxias para las sociedades modernas: una frontera que limita el mundo habitable, y cuyo dominio —que soló será posible mediante la tecnología punta— la convertirá en el medio del descubrimiento de vías nuevas para la expansión de lo humano. Los héroes, los oceanonautas, inauguraron el mar como los astronautas el espacio. Por los héroes, por sus argucias, hazañas, inventos y trabajos, el mundo ha sido traído desde el caos de lo amorfo inhabitable al dominio del hombre; un dominio que no tiene todavía otra sede que su valor y la grandeza de su alma. Más tarde la ciudad colonizará esos espacios, también mediante el ingenio que inventa, domestica y domina la tierra y el mar, como cantará Sófocles 13 , pero sobre todo, colonizará la psique del hombre desde la ley y el saber que tiene que fijar qué trabajos y ocupaciones, qué misiones llevan al hombre hacia sí mismo, hacia su origen que es también su perfección, su fin. Pero esa ya no es la tarea de los héroes, no es una empresa heroica sino "política": de la polis.

2. Del heroísmo aristocrático a la ciudadanía. Las ciudades griegas de los siglos V y IV a. de C. albergaban suficientes artesanos y hombres diestros en producciones como para que unos cuantos de sus habitantes —que pasaban por ser los charlatanes en una nación de charlatanes: así era conocida Atenas entre sus vecinos— pudieran hablar a sus conciudadanos de la práctica y la costumbre como procedimientos de adiestramiento y aprendizaje: el flautista o el citarista se hacen buenos músicos tocando la flauta o la cítara, el constructor construyendo y el navegante navegando. La experiencia es insustituible en el desarrollo de pericias, de saberes prácticos. Aristóteles lo expresó diciendo "lo que hay que hacer después de haber aprendido, lo aprendemos haciéndolo" 14 . Con la práctica productora se ganan destrezas que son una perfección parcial para el que ejecuta

12 Homero, Odisea, V, 251-260. 13 Sófocles, Antígona, 332-376: "Muchas cosas asombrosas existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre. Él se dirige al otro lado del blanco mar con la ayuda del tempestuoso viento, bajo las rugientes olas avanzando, y a las más poderosa de las diosas, a la imperecedera tierra, trabaja sin descanso, haciendo girar los arados". 14 Aristóteles, Etica a Nicómaco, 1103 a, 34.

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la actividad —navegante o constructor— sobre todo ahora que éstos ya no conquistan el mundo, sino que administran un mundo y un saber ya fundado. Pero todo el conjunto de pericias y habilidades no son todavía suficientes para perfeccionar al hombre en tanto que hombre, y no en tanto que diestro en algunos de los oficios o de las técnicas. Si el hombre se encuentra respecto del hecho mismo de ser hombre, de modo semejante a quien quiere ser navegante cuando todavía no ha navegado, y si esa insuficiencia respecto de uno mismo no se supera por el logro y acumulación de pericias parciales, entonces ¿mediante qué actividades gana el hombre para sí calificativos que no signifiquen una perfección parcial, sino estrictamente humana?. ¿Acaso el hombre no merece por sí mismo ser objeto de un saber diferenciado y de unas artes y destrezas que obren en él una perfección específica? Sólo la autoconciencia naciente de lo humano puede abrir y suponer un espacio propio y diferenciado para su perfección, que no sea asimilable a ninguna de sus pericias particulares, y que es también el trecho que el hombre ha de recorrer para venir a serlo según su medida propia. Ahora el hombre se ha descubierto como una labor para sí mismo, y ese descubrimiento se lleva a cabo, como casi siempre ocurre con los descubrimientos cruciales, separándolo de lo ya conocido, como si la afirmación de su realidad todavía débil sólo se estabilizara en la secesión. (¿O fue más bien la secesión la que precedió al descubrimiento? ¿No fue la aparición de un grupo de hombres sin oficio, ociosos, lo que les dejo tomar su humanidad como labor y preguntarse cómo era eso posible sin empeñarse en ningún trabajo particular?). La cuestión puede plantearse de otro modo modificando para nuestro interés la fórmula aristotélica: si de la perfección específica del hombre puede decirse también "lo que somos después de haberlo aprendido, lo aprendemos haciéndolo", entonces cabe preguntarse qué cosas son las que hacen humano al hombre al hacerlas. Esta es la pregunta que inaugura la forma política y civil del humanismo y, como veremos, las distintas respuestas que se le han dado constituyen también sus distintas formas epocales. Pero aquí no asistimos sólo a una de sus versiones, sino a su inauguración según la forma de la interrogación y del diálogo. Además, la respuesta griega no sólo modulará durante siglos la constitución del mundo antiguo. También la singular historia de Europa ("una enorme excepción" 15 ), y la forma de nuestro sistema sociocultural antiguo y moderno, de sus empresas colonizadoras y de sus productos culturales más idiosincráticos, sólo se nos hace inteligible desde lo que de sí misma pensó e hizo esa pequeña nación mediterránea. En Atenas, en Grecia decía Hegel, los europeos nos sentimos ya en casa, aunque sea con la extra-

15. La expresión es de Jorge V. Arregui.

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ñeza de reconocer el rostro primero y demudado de la propia realidad. Los pensadores griegos no se plantearon la cuestión ex novo. Como suele ocurrir en todas las culturas, las preguntas las hacen los filósofos cuando en el seno de ellas se ha hecho problemático responderlas, es decir, cuando son varias las respuestas con que se cuenta, y el sentir común de la comunidad se ha colapsado en la perplejidad. Según Jaeger 16 , la tradición cultural griega arcaica (casi exclusivamente de índole poética) ofrecía al menos dos respuestas suficientemente diferenciadas: Hesiodo, poeta procedente del ámbito rural, representó el ideal de la vida sencilla, y atenta a los menesteres cotidianos que permitía ensalzar el trabajo como justificación libre y responsable de la subsistencia propia y familiar. Por otra parte, el ideal heroico, enaltecido y desarrollado por Homero, destacaba las excelencias de orden social, guerrero y político, y podría resumirse con las palabras que ya conocemos, y que Fénix, viejo compañero y preceptor de Aquiles, dirigió a éste en cierta ocasión reprendiendo su ira y recordándole para lo que había nacido y sido educado: "Para ambas cosas, para pronunciar palabras y realizar acciones" 17 . Más tarde veremos que ambos ideales encontraron categorías en las que encarnarse ya no meramente poéticas o literarias, sino políticas y filosóficas. Antes incluso de que la ciudad suceda a la comunidad aristocrático militar, la naturaleza sustituirá al honor heroico como medida del decir y del hacer: "el comprender es la suprema perfección, y la verdadera sabiduría hablar y obrar según la naturaleza" 18 . Bástenos por el momento con nombrar la correlación entre trabajo y poiesis por un lado, y "pronunciar palabras y realizar acciones" y praxis por el otro. Correlación que aunque no es estricta sí es suficiente para destacarse, y para señalar que cada una de ellas hace prevalecer esferas distintas de la vida humana: "La palabra y la acción —en el sentido de praxis— sitúan al hombre en el ámbito público. En cambio, el predominio del trabajo productivo —en el sentido de poiesis— conduce hacia el repliegue a la esfera de la privaticidad de los intercambios mercantiles" 19 . Si recordamos ahora los términos en que habían sido planteadas las diferencias entre las actividades parcialmente perfeccionantes —pericias, habilidades y oficios productores—, y aquellas otras mediante las que el hombre gana para sí mismo, y en cuanto que tal, el perfeccionamiento o deterioro que de ellas se deriva, es claro

16 Jaeger, W„ Paideia, F.C.E. Madrid 1988, p. 37. 17 Homero, ¡liada, IX, 443-444. 18 Heráclito, Fragmentos, Gredos, Madrid, 1986, p. 393, (Estobeo, J., Florílegium, III 1, 178). 19 Llano, A., La nueva sensibilidad, Espasa Calpe, Madrid, 1989, p. 68.

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entonces que serán éstas últimas (y por tanto el ideal heroico-homérico) las que prevalecerán, al menos relativamente, en el contenido de la respuesta más característicamente griega a la cuestión planteada. Dicha respuesta puede anticiparse en los siguientes términos: las actividades mediante las que el hombre se hace humano son distintas y superiores a aquellas otras que, por decirlo de algún modo, capacitan para el ejercicio de un oficio productor o económico, para la satisfacción de necesidades y para la constitución de ámbitos parentales de relación y dependencia. Como señaló Finley, "en la Antigüedad, sólo la lengua recibía la inspiración de los dioses, nunca las manos" 20 . Aunque la oposición entre la boca y las manos resulta abusiva, es, no obstante, indicativa: es el decir y el hacer emancipado de los requerimientos de la utilidad el que deja ver y acrecienta la medida de lo humano. El hacer productivo, en cambio, es la respuesta para su supervivencia de una realidad biológica desprovista de especialización funcional (sin garras, pezuñas, cuernos ni colmillos) pero con manos capaces de hacer y utilizar instrumentos. En términos generales los oficios productores o económicos son las actividades tendentes a la satisfacción de las necesidades de la vida, y también las que tienen como fin un producto (cuyo fin no está en sí mismas) y se juzgan buenas o malas en relación al producto: aquellas actividades del hombre que perfeccionan a lo exterior y distinto, y al hombre en tanto que agente modificador de lo distinto de sí mismo. Como en la producción lo sustancial para juzgar la cualidad de la acción es la perfección de lo producido, quien realiza la acción es juzgado bueno o malo en cuanto que productor, es decir, según un criterio parcial y pericial. En la parcialidad perfeccionante de esas actividades y en su condición subordinada (no libre) respecto de la satisfacción de las necesidades de la vida, se asienta la escasa estima que por ellas se tuvo en la Edad Clásica. "Los juicios peyorativos de los escritores antiguos sobre el trabajo, y especialmente sobre el trabajo artesano, y sobre cualquiera que trabaje para otro, son tan continuos, numerosos y unánimes, tan envueltos en todos los aspectos de la vida antigua, que no se pueden dejar de lado como retórica vacía" 21 . Muy distinto es el juicio y la estima que merecen lo que hasta ahora hemos venido refiriendo como "palabras y acciones". Precisar un tanto más de qué tipo de dichos y hechos se trata es asistir a la transformación del ideal homérico, (aristocrático-heroico y propio de la Grecia arcaica), en el ideal político del ciudadano. Dicha evolución es correlativa al perfilamiento filosófico de las nociones de praxis y poiesis, al surgimiento de la ciudad y cierta división del trabajo en su seno,

20 Finley, M. I., La Grecia antigua. Economia y sociedad, Grijalbo, Barcelona, 1984, p. 112. 21 Cfr., Finley, M I., op. cit., idem.

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y también a la configuración del humanismo griego más característico. El relato aristotélico de la constitución de las ciudades deja ver dichas correlaciones. Para Aristóteles, "la casa" —oikia— fue la primera forma de unidad organizativa humana, y también la agrupación mínima desde la que se podía atender la satisfacción de las "necesidades cotidianas". La agrupación de varias familias forma la "aldea", la segunda de las formas de organización en la que puede atenderse también la satisfacción de las "no cotidianas". La ciudad —que se forma por la agrupación de varias aldeas— tiene como ideal la autarquía, la completa independencia, y surgió también a causa de las necesidades de la vida, para satisfacerlas mejor y hacerlo con independencia. Pero una vez logrado, dice Aristóteles en el IV a. de C., la ciudad "ahora existe para vivir bien" 22 . En la medida que los ámbitos domésticos y aldeanos surgen y operan como niveles de organización orientados a la satisfacción de las necesidades de la vida, son también espacios en los que prevalece la particularidad de los intereses por la subsistencia —la "preocupación"—, que pueden ajustarse, al menos en buena medida, al programa de una vida posibilitada y justificada por el trabajo. Es claro que se trata de unidades humanas que caen bajo el campo de las actividades productoras y poiéticas. Resulta fácil imaginar cómo en ellas la pericia para cultivar la tierra y producir los útiles necesarios para el cultivo o el ornato, pudieron dar lugar a las primeras formas de división del trabajo y de distinción de funciones sociales. "Es natural —dice Aristóteles— que quien en los primeros tiempos inventara un arte cualquiera, separado de las sensaciones comunes, fuese admirado por los hombres, no sólo por la utilidad de alguno de sus inventos, sino como sabio y diferente de los otros, y que, al inventarse muchas artes, orientadas unas a las necesidades de la vida y otras a lo que la adorna, siempre fueran considerados más sabios los inventores de éstas que los de aquéllas, porque sus ciencias no buscaban utilidad. De ahí que, constituidas ya todas las artes, fueran descubiertas las ciencias que no se ordenan al placer ni a lo necesario; y lo fueron donde primero tuvieron vagar los hombres. Por eso las artes matemáticas nacieron en Egipto, pues allí disfrutaba de ocio la casta sacerdotal" 23 . Al respecto aquí interesa señalar dos cuestiones bien distintas pero esclarecedoras: el relato de la aparición de las diferentes artes y ciencias es estrictamente paralelo al de la constitución de las distintas comunidades humanas. De modo que los distintos estatutos epistemológicos de la técnica, el arte (técnicas no subordinadas a la utilidad) y la ciencia son también correlativos con los estatutos de

22 Cfr., Aristóteles, Política, 1252 b, 33. 23 Aristóteles, Metafísica,

Lib. I, 1, 13-25.

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doméstico, aldeano y ciudadano. Así, la metafísica resulta ser como el ciudadano, la ciencia libre y emancipada por completo de los requerimientos de la utilidad: "pues esta disciplina (la ciencia primera o metafísica) comenzó a buscarse cuando ya existían todas las cosas necesarias y las relativas al descanso y al ornato de la vida. Es, pues, evidente que no la buscamos por ninguna otra utilidad, sino que, así como llamamos hombre libre al que es para sí mismo y no para otro, así consideramos a ésta la única ciencia libre, pues ésta sola es para sí misma" 24 . Es posible, pues, adivinar que el orden epistemológico aristotélico tiene en la estructura compositiva de la polis un correlato sociológico directo, y que el alumbramiento de la principialidad de la metafísica guarda una íntima conexión con el orden social antiguo, sin el cual, por cierto, y como es bien sabido, su suerte será incierta 25 . Por otra parte, la baja estima que se tiene de las técnicas útiles da razón de que —como también advierte Finley— no se conservara memoria del nombre de ninguno de sus inventores, aún cuando tales inventos resultaran de una importancia crucial para la supervivencia y la historia de las técnicas productoras y económicas. (Hay excepciones, desde luego, como la de Arquitas, al que Aristóteles no dejó de nombrar, y con profunda gratitud, por haber inventado el sonajero que entretiene y hace callar a los niños). Tal y como han sido descritas por Aristóteles, ni la casa ni la aldea 26 son ámbitos vertebrados en torno a aquellas actividades más neta y específicamente humanas; sino que se trata de comunidades establecidas en orden a la subsistencia, y articuladas en torno a la destreza pericial, al ejercicio de oficios que dan la medi-

24 Aristóteles, Metafísica, Lib. I, 1, 22-28. 25 Es verdad que el carácter de "ciencia primera" de la metafísica sobrevive a Grecia, y que, desde el punto de vista de "la jerarquía de las ciencias", la metafísica sostiene intacta su primacía entre los saberes naturales durante toda la Edad Media y buena parte de la era Moderna. No obstante, y como se intentar mostrar en el tercer capítulo, la índole primera de la metafísica entra en crisis cuando en Europa empieza a gestarse una nueva clase de ciudadanía, que somete a crítica tanto la incompatibilidad de praxis moral y poiesis productiva y mercantil, como la inconmensurabilidad de episteme (ciencia) y techne (técnica). Hay, pues, un cierto correlato entre la hegemonía epistemológica de la metafísica y la preponderancia social de las clases o agentes sociales "ociosos"; o, si se quiere, entre la metafísica —y la filosofía que configura— y la preponderancia sociocultural de los modelos de vida contemplativos (y esto afecta también a la Edad Media), o con alguna dimensión contemplativa que se tenga por sustancial. No obstante, es cierto que, por su propia índole, las ciencias se resisten a que su suerte se decida en el plano las transformaciones socioculturales. Al respecto, lo que aquí se quiere señalar por el momento es sólo que las posibilidades de que una ciencia mantenga su vigencia en el orden epistemológico, no son ajenas a las configuraciones del orden sociocultural, y, en concreto, a la suerte de los agentes sociales que le sirvan como correlatos sociológicos. 26 "Según el pensamiento griego, la capacidad del hombre para la organización política no es sólo diferente, sino que se halla en directa oposición a la asociación natural cuyo centro es el hogar (oikia) y la familia". Arendt, H., La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993, p. 39.

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da del hombre según un criterio subordinado a la satisfacción de las necesidades. Según Aristóteles es el surgimiento de la ciudad lo que hizo posible articular un tipo de comunidad humana según relaciones no inmediata ni exclusivamente subordinadas a la satisfacción. Sólo una vez que el poblador de la ciudad, el ciudadano, pudo despreocuparse —al menos relativamente— de realizar actividades precisadas desde las necesidades, fue posible que se ocupara en vivir bien, en hacer y decir acciones y palabras que se midieran por ellas mismas y no por su producto 27 . Tanto la praxis como la ciencia y la polis tienen en común pertenecer cada una en su ámbito a la clase de realidades que no se ordenan ni subordinan directamente a la utilidad satisfactora. He ahí, pues, un principio constitutivo tanto del sistema social como del saber y de la realización del hombre en Grecia: la libertad como la ausencia y superación de la preocupación, de la atención activa a la menesterosidad corpórea del hombre. Ese es el primer sentido que tiene en Grecia la ciudadanía: "hombre libre", hombre que lleva una vida que es progreso hacia sí mismo, que se hace humano en y mediante su vivir según la libertad que es la forma propia de polis. Ni la casa ni la aldea, ni las artes útiles u ornamentales, ni las producciones para la satisfacción forman parte de la programática griega de una vida que sea progreso hacia sí mismo, hacia la realización perfectiva del hombre, al menos en lo que éste tiene de más específico.

3. Esclavos y ciudadanos. Libertad y trabajo. El desarrollo técnico alcanzado durante los siglos V y IV a. de C., hace imposible la existencia de un nutrido grupo social liberado de la preocupación por la satisfacción de las necesidades de la vida, si no contaba con el suficiente patrimonio material y humano (esclavos) 28 . De ahí que la programática de la libertad, y de la posibilidad de la realización de lo humano, contenida en la idea de ciudadanía griega arrastre casi inevitablemente la de esclavitud, si no como parte de un patrimonio individual, sí al menos como elemento no prescindible del sistema social. Los esclavos no lo son sólo por no ser dueños de sí y no ser libres —por naturaleza o por accidente como los vencidos en guerra—, sino también por ocuparse en actividades que, como las de los artesanos y comerciantes, no tienden a la felici-

27 "De todas las actividades necesarias y presentes en las comunidades humanas, sólo dos se consideraron políticas y aptas para constituir lo que Aristóteles llamó bios politikós, es decir, la acción (praxis) y el discurso (lexis), de los que surge la esfera de los asuntos humanos, de la que todo lo meramente necesario o útil queda excluido de manera absoluta". Arendt, H., op. cit., p.39. 28 Cfr. Fustel de Coulanges, La ciudad antigua, Península, Barcelona, 1984, pp. 127-133.

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dad, por la sencilla razón de que son actividades productoras o sin fin en sí mismas, en las que el hombre no puede dar e incrementar la medida de sí mismo. Resulta, pues, que mientras que "ciudadano" significa hombre libre, hombre que se hace humano; "esclavo" significa justamente hombre que no vive para sí, "hombre no humano" o no libre. Aunque la condición de "libre" es la de quien puede llevar a cabo un programa de vida no sometido completamente a las acciones productoras para la satisfacción ("la vida es acción, no producción", dice Aristóteles 29 ), no puede deducirse de ahí que la condición de esclavitud sea sencillamente idéntica a la que hoy designamos con la expresión "proletariado". El proletario es un medio de producción. No se trata de un medio de producción maquinado, pero su estatuto funcional no dista mucho de serlo: se trata de un medio de producción humano. Ahora bien, cuando Aristóteles dice que la vida es acción, no producción, afirma también, "y por ello el esclavo es un subordinado para la acción" 30 . Obviamente, estar subordinado a la acción no significa que el esclavo no llevara a cabo producciones. Más bien lo implica necesariamente: "en la utilidad difieren poco, tanto los esclavos como los animales domésticos suministran lo necesario para el cuerpo" 31 . Por tanto, al menos programáticamente, ser esclavo consiste en llevar a cabo aquellas actividades en cuya realización el amo no podría atender a los requerimientos de una vida humana en sentido estricto, es decir, libre, política, ciudadana. El libre no lo es por poseer aquello de lo que expropia al esclavo, sino por quedar libre para no ocuparse en esa clase de tareas. La programática griega de la libertad no tiene la forma de la burguesía, sino de la aristocracia. En ese sentido, y aunque el esclavo se aplicara directamente al cumplimiento de aquellas labores útiles —fueran o no productoras—, en último extremo no era un objetivo económico al que se subordinaba, o al menos no diferenciadamente económico, sino a un objetivo indiscerniblemente político, económico, moral y hasta estético, pero, sobre todo, metafísico: abrir la posibilidad de una vida humana en sentido estricto, esto es, dejar libres las manos de sus dueños para que éstos pudieran con ellas realizar acciones que no se midieran por su producto. Dejar libres las manos es también y sobre todo dejar libre el cuerpo y la palabra, pero no para que se relajaran sin objeto, sino para que, en primer lugar, se tomaran a sí mismos por tarea, y después pudieran tomar la ciudad a su cargo. El esfuerzo del cuerpo en su versión libre no es trabajo. La forma libre de la palabra no es el merca-

29 Aristóteles, Política, 1254 a, 7. 30 Aristóteles, Política,

1254 a, 4.

31 Aristóteles, Política, 1254 b, 25.

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deo. Los esclavos emancipan el cuerpo de sus amos para la ciudadanía: los dejan libres. Con la palabra libre se hace la poesía, pero sobre todo la ciencia, la filosofía, los discursos políticos. Con el cuerpo libre32 se hacen los juegos deportivos y la guerra. (Como más adelante veremos, en pocas circunstancias se pensaba que las manos libres pudieran dar la medida del hombre —en tanto que hombre— como en la guerra). No ser dueño de sí, no vivir para sí y no ser libre significa en Grecia lo mismo, no sólo porque la libertad implicara la posesión de los medios materiales precisos para la despreocupación por la subsistencia, sino también porque libertad significa creciente posesión de uno mismo, dominio y subordinación del propio vivir en orden al crecimiento interior, a la excelencia moral. Ese dominio de sí que es libertad y que significa que el que vive dispone de su propio vivir, y vive bien, esto es, según hechos y dichos cuyo valor no se mide por nada exterior, no es para los filósofos griegos otra cosa que la areté, la excelencia humana. Libertad tiene en Grecia una amplitud que recoge unitariamente tanto la tenencia de medios materiales, como la posesión de virtudes y de uno mismo, y el reconocimiento colectivo de la propia realidad en cuanto que agente social y político: "¿Cual es el lugar de la libertad dentro de esta estructura metafísica y social? Es crucial (...) para Aristóteles el que las virtudes no estén al alcance de los esclavos o de los bárbaros, ni tampoco el bien del hombre. ¿Qué es un bárbaro? No sólo un no griego (cuyo lenguaje suena a lo oídos griegos como un 'ba, ba, ba'), sino alguien que carece de ciudad (...) y muestra por ello que es incapaz de relaciones políticas. ¿Qué son relaciones políticas? Las relaciones de los hombres libres entre

32 La tesis de que las operaciones del cuerpo tienen versiones libres y otras subordinadas a las necesidades permite, según creo, hacerse cargo de la incierta y oscilante estima griega de las relaciones homosexuales masculinas. Es claro que las relaciones heterosexuales pueden ser generativas, y que esa relación forma parte —junto con las relaciones de producción y las artes adquisitivas— de las relaciones constitutivas de la casa, del ámbito doméstico y privado de la existencia. Pero ese ámbito, en términos generales se inserta en el espacio de las poiesis, de las producciones y las actividades tendentes a la satisfacción de necesidades, una de las cuales es la prole, y también, obviamente, la satisfacción sexual. Ahora bien, la homosexualidad es una modalidad insubordinable de la sexualidad, ejercida por los libres, fuera de la privaticidad doméstica, en los lugares donde la vida ciudadana se desarrolla. La homosexualidad parece ser respecto del sexo procreativo lo que los juegos deportivos respecto del trabajo productivo (casi una praxis). De ahí que la erótica, con su inevitable dimensión lúdica, parezca más una nota del amor masculino que una faceta del sexo doméstico y procreativo. Por lo mismo y en tanto que es la mujer la que engendra en las relaciones heterosexuales, ésta se presenta como la versión productiva del sexo y, más en general pero quizás por ello, como la versión doméstica, no pública sino más bien "privada" —es decir, "falta"—, de la ciudadanía libre griega. Ciertamente, no parece sensato suponer que la belleza de Helena —por la que murieron griegos y troyanos— careciera por completo de valor erótico, pero, sobre el lecho común que significa la heterosexualidad, la equívoca estima griega de la homosexualidad reclama un explicación que permita insertarla en la red de sentido que son los sistemas socioculturales.

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sí (...) Estar incluido en relaciones políticas conlleva libertad de cualquier posición que sea mera sujeción. La libertad es requisito para el ejercicio de virtudes y para el logro del bien" 33 . Resulta, por tanto, que la universalidad de la noción metafísica de hombre (elaborada precisamente por Aristóteles), no es referida universalmente al orden sociopolítico. De modo que lo que venimos llamando "dignidad" o "condición humana" no emerge a la vida social en Grecia sino con las restricciones que imponen las contraposiciones entre producción-po/eí/j y acción -praxis, y su correlación con una forma concreta distribución del trabajo y la consiguiente diferenciación de clases que se opera con el surgimiento de la ciudad 34 . Por otra parte, y aunque desde nuestro tiempo resulte casi impensable, en la polis ser libre no consiste en no estar sometido a ley, sino más bien en lo contrario. La ley es norma, medida, regla, razón -logos y nomos-. Estar sometido a ley es estar salvaguardado de la barbarie, de la falta de norma. Por contraposición la barbarie es vivir sin ley, estar sometido a la falta de medida, de logos. El esclavo griego (y el romano y el medieval) no es el que soporta el peso injusto de la ley, sino el que no tiene por morada la medida de lo humano que es la ley: el que está más allá —concretamente fuera— del bien y del mal, de la justicia y de injusticia. La ciudad se salvaguarda de la barbarie física con las murallas, de la barbarie política por la ley. En Grecia la condición humana del hombre viene dada en el medio social por la sumisión a ley, por el reconocimiento intersubjetivo de la capacidad de hacer y de sufrir acciones de otros según la forma de una norma común. En Roma este mismo fenómeno puede describirse como "jugar un papel" en el medio social, es decir, ser "persona" en su primer sentido en la historia occidental, el socio-jurídico. La ley en tanto que norma (nomos) es también una cierta forma (morphé) cuyo efecto es análogo al de la "forma" en los seres naturales: su acción "informante" es un dotar o un dejar cobrar realidad a lo que antes era mera indeterminación: alguien sin nombre, mera materia humana indiferenciada en términos sociales. La ley actúa conformando los sujetos según su determinación que constituye a un agente en principio de operaciones en el seno de la comunidad, y, por tanto, en alguien identificable, con nombre. La ley permite al hombre ser lo que es. (Como más adelante nos vamos a ocupar en explicar, en Grecia la ley, el nomos, en tanto que principio activo es también en cierto modo physis, esto es, naturaleza). Según Spaemann, el término griego que designa la libertad, eleutheria, significa precisa-

33 Maclntyre, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 200. 34 Choza, J., La realización del hombre en la cultura, Rialp, Madrid 1990, pp. 330-346.

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mente "poder vivir de acuerdo con la costumbre": se es libre para poder ajustarse a norma (y por estar ajustado a ella), porque al hacerlo se entra a participar de la forma de sociabilidad que es específicamente humana, la de aquellos cuya comunidad no es un mero instrumento para la satisfacción de necesidades. Ahora bien, esa norma no puede ser ninguna de las técnicas útiles, porque éstas sólo conforman comunidades respecto de la provisión de lo necesario para el cuerpo y el adorno, esto es, casas y aldeas, no ciudades. Ese es el sentido con el que Aristóteles cita a Homero para indicar que el hombre insocial —que no es hombre o es más que hombre (dios)— es el que vive "sin tribu, sin ley, sin hogar". El hombre es libre sometiéndose a ley porque elude la barbarie, y le convierte en un sujeto, en principio de acciones con relevancia en un medio común. Esto acontece en la ciudad, o, más propiamente, la ciudad existe en tanto que ordenada, y su ordenación es la costumbre, la tradición o la ley. No tener hogar-casa, ni tribu-aldea, ni ley-ciudad es no poder ser reconocido, quedar excluido de las relaciones regladas por ley, no poder jugar ningún papel y carecer de topos, de lugar. La polis sólo es hogar para quienes proceden de lo conocido y resultan identificables. Por eso Platón llama en el Critón a las leyes "nodrizas", porque ellas regulan, gestan y alumbran a los hombres según la forma que les es propia y natural: la sociabilidad como libertad y no como mero gregarismo satisfactor. En realidad la libertad no es sólo ajustarse a norma como si se tratara sólo de un carácter adverbial que se gana mediante la acción. Antes que eso la libertad es un estado, una situación, la de haber venido a ser según la ley y haber crecido en ella. De ese modo la ley, la ley de Atenas, opera respecto de la libertad en tanto que estado como una causa formal extrabiológica, como parte de la esencia de lo humano si por "humano" se entiende "libre". Como veremos, sin polis no hay libertad o, dicho de otro modo, no hay propiamente humanidad. No obstante, el Humanismo griego no sólo es correlativo al surgimiento de la ciudad, sino también, y muy especialmente, al surgimiento de una cierta aristocracia ciudadana y patrimonial: sólo quienes estuvieran liberados, al menos en cierto grado, de la preocupación, podrían ocuparse en aquellas actividades y modos de vida que reportan una ganancia de otra índole: la propia humanización. De ahí que la condición aristocrática de la primera de las formas epocales del Humanismo, comporte que el patrimonio es a un tiempo condición de posibilidad socioeconómica de su surgimiento y un factor crucial en orden a su peculiar configuración. El hombre griego y libre es el hombre-dueño, el que es propietario de bienes y hombres, y puede por ello afrontar la posesión de sí mismo, el dominio de sí en orden a un doble sentido de la libertad, el socio-económico y el moral, cuya síntesis —al menos programáticamente— es la libertad política, la condición de ciudadano.

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Que el patrimonio tienda a convertirse en una cierta condición de posibilidad significa sólo y justamente que todas aquellas otras actividades dedicadas a la generación del ocio (y que de modo genérico son la negación de aquél, es decir, el negocio), quedan fuera del ámbito de las tenidas por actividades humanizantes. De ahí textos que, como éste de la Política de Aristóteles, dejan poco margen para la duda: "en la ciudad mejor gobernada (...) los ciudadanos no deben llevar una vida de obrero ni mercader (porque tal género de vida carece de nobleza y es contrario a la virtud), ni tampoco deben ser labradores los que han de ser ciudadanos (porque tanto para que se origine la virtud como para las actividades políticas es indispensable el ocio)" 35 . Responder ahora a la pregunta sobre cuáles son las actividades mediante las que el hombre se hace humano, o cuáles y de qué tipo son las acciones y palabras en las que el hombre da e incrementa la medida de sí mismo, es enunciar a un tiempo las funciones y misiones cívico-aristocráticas (ciudadanas), y las actividades y quehaceres humanísticos (libres y práxicos): organización y participación en la vida social y política; cultivo de ciencias y saberes (en contraposición a técnicas y producciones); el ejercicio de la función educadora en su doble dimensión, la de enseñar ciencias y saberes, y la de ejemplificar y encarnar el ideal humano en la vida social; y la guerra. Estas son las acciones que se piensa que son fin en sí mismas, o mejor, que son capaces de acontecer en simultaneidad con su fin y que perfeccionan al hombre (praxis), y no tanto a lo que le resulta exterior y distinto como ocurre en las producciones. Es preciso demorarse ahora, aunque sea brevemente, en algunas precisiones filosóficas sobre las nociones de praxis y poiesis. Cuando Aristóteles lleva a cabo la distinción entre esos dos tipos de acciones parece referirse con toda nitidez a las operaciones intelectuales para la praxis, y a las acciones productoras (construcción, por ejemplo) para la poiesis. La posibilidad de la praxis moral radica en que, como dice el propio Aristóteles, la acción buena sea ella misma fin. Hay por tanto, y al menos, dos tipos de praxis, la cognoscitiva y la moral. Ahora bien, cuando se conoce el verbo que se está ejerciendo es precisamente el de conocer. La praxis cognoscitiva refiere a verbos cognoscitivos. Pero no ocurre así con la praxis moral: lo que se hace es, por ejemplo, dar dinero, y se hace generosa, magnánima o mezquinamente; el que informa dice algo, y es ese decir lo que se hace veraz o falsamente; quien se abalanza contra los enemigos lo que hace es luchar, y es el luchar lo que se hace valiente, temeraria o incluso cobardemente. La praxis moral, más que una cuestión verbal como la cognoscitiva, es una cuestión adverbial, consiste en un modo de hacer. No hay verbos específicos para la praxis moral.

35 Aristóteles, Política, 1278 a, 8.

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De ahí no se sigue que cualquier acción pueda ser una praxis moral sólo con hacerla de un determinado modo. Pero sí que no hay ninguna razón por la que "construir", además de ser una producción, no pueda formar parte también de una praxis moral. Y, sin embargo, eso mismo es lo que ni Aristóteles ni el mundo antiguo parece que estuvieran dispuestos a admitir. De es modo las misiones sociopolíticas de la aristocracia ciudadana se convierten en los verbos que el humanismo griego tuvo por pertinentes para la praxis moral, es decir, para las acciones en las que el agente progresa hacia sí mismo y, por tanto, el crecimiento no es sólo orgánico, sino que el logos mismo se ha presenciado como fin. Si se admite que la acción humana es susceptible de ser considerada bajo la distinción forma-materia cabe todavía precisar un tanto más. En ese caso, decir que la praxis cognoscitiva tiene verbos propios significa que la noción aristotélica de praxis cognoscitiva no es sólo una definición formal sino también material: el verbomateria "conocer" sólo es posible según la forma de tener lo conocido en el acto mismo de conocer. Ahora bien, la noción teórico-objetiva de praxis moral (acción), no es tanto una definición material como formal: la cualidad de la praxis moral, el que la acción sea fin ella misma, está en el orden formal. Por supuesto que, como toda forma, implica también una restricción respecto las materias-verbos posibles de ser informados; esto es, hay materias capaces y otras que no lo son. Pero no hay una copertenencia intrínseca entre su definición formal y el verbo-materia, como la hay en la noción de praxis cognoscitiva. De modo que propiamente no hay verbos específicamente práxico-morales. La denominación aristotélica de "acción", no es ningún verbo concreto, sino una denominación formal en orden a distinguir un modo del obrar humano, mientras que su contenido material viene dado por la polis. Ese es el sentido con el que se ha dicho que la praxis moral es más bien una cuestión adverbial. Entre el conjunto de las misiones aristocráticas que se asimilan con cierta exclusividad cultural el carácter práxico está también la guerra. Como más adelante veremos, la misión guerrera desempeñó un papel central en el sistema sociocultural del mundo antiguo: la pervivencia misma de una aristocracia patrimonial (de bienes raíces), y que repudia, programáticamente al menos, las actividades del ámbito del negocio, depende en buena parte de la funcionalidad social que se le reconozca al hacer guerrero 36 .

36 Al respecto, quizá sea significativo que, por ejemplo, Aristóteles considera la piratería como una forma derivada de la caza, que comparte con ésta su carácter de natural en tanto que conducta provisoria y de adquisición. Cfr., Política, 1258 b-1260 b.

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La condición aristocrática del Humanismo griego, y la función del patrimonio, no significan, al menos necesariamente, que el humanismo aristocrático sea una realidad exclusivamente económica. Más bien al contrario, su condición aristocrática implica como fundamentales otras dimensiones del hacer humano como son la ética y la estética: encarnar el modelo antropológico que una cultura tiene por excelente es a un tiempo el cumplimiento de una exigencia moral y el ejercicio de una función estética y educadora: la presencialización del modelo de una vida cumplida. "Señorío y areté (virtud) —ha señalado Jaeger— se hallaban inseparablemente unidos. La raíz de la palabra es la misma que la de aristos, el superlativo de distinguido y selecto, y que en plural era constantemente utilizado para designar a la nobleza" 37 . Dicha concomitancia entre el orden social y el moral (y el metafísico) que estamos explorando, es la que presta sus perfiles característicos al Humanismo Aristocrático, y es también la forma en la que resultan correlativas la distinción filosófica entre praxis y poiesis, y el surgimiento de las ciudades según una determinada distribución de funciones y de clases.

4. La economía, la flauta y la palabra: la polis. Lo dicho hasta ahora se pone de manifiesto en la comprensión y el juicio aristotélico sobre dos realidades heterogéneas pero en las que se deja ver una misma concepción fundamental. La noción de economía y el juicio valorativo acerca de la conveniencia pedagógica de la flauta. El término "economía" que hoy se refiere, aunque sea de modo genérico, al conjunto de actividades propendentes a la acumulación de valores de cambio, Aristóteles lo utilizó sólo para designar aquellas actividades propias de la administración doméstica y familiar (en sentido amplio); es decir, las que tienen por objeto la satisfacción de las necesidades cotidianas y no cotidianas de la vida. La economía para Aristóteles hace relación al valor de uso de los bienes, y secundariamente también a su valor de cambio, pero en ningún caso designa aquellas otras actividades que más propiamente constituyen el vivir bien. De modo que no es extraño, dice el discípulo de Platón, que quien pueda deje la administración a un subalterno para poder dedicarse él a la política o a la filosofía. Las actividades que directa y primariamente se desarrollan en torno al valor de cambio forman parte del arte adquisitiva que se ocupa de la provisión de los bienes necesarios para su uso. Cuando tal arte de la provisión desborda la suficiencia de la seguridad y el ornato necesario para la vida, Aristóteles la tiene por una forma

37 Jaeger, W., Paideia, idem., p. 97.

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"antinatural" de actividad que se origina en el afán de vivir, pero no de "vivir bien", sino de hacerlo con placer. Como el apetito de esto último no tiene límite, tampoco lo tiene el de la acumulación de los medios para obtenerlo que son las riquezas. Dicho arte de la provisión se llama crematística. Si está subordinado a la administración doméstica y tiene, por consiguiente, sus límites (satisfacción de necesidades cotidianas y no cotidianas), entonces se trata de un arte necesario y útil. Pero si cobra autonomía de los fines "económicos", esto es, domésticos, y en tanto que se constituye en la actividad básica de una forma de vida, es un mal social y moral que reduce al hombre libre, excluyéndole del ámbito de acción propio de su libertad, la polis, y de las actividades mediante las que el ciudadano gana para sí una libertad que ya no es un mero título sociopolítico. Según Aristóteles son tres las formas de crematística: el comercio, la usura y los oficios asalariados. He aquí el testimonio de un historiador para despejar la sospecha de que se tratara sólo de la posición particular de un filósofo: "Es posible que el ateniense bien situado no tuviera dinero. Si era así, tampoco pedía prestado hipotecando su finca para su expansión económica. Su mentalidad no era productiva. Lo que distinguía al plousios del penes era la libertad de no tener que ganarse la vida; esta antinomia griega tiene, en su significado, un matiz que difiere notablemente de nuestros ricos y pobres. Para este par de palabras no hay traducción precisa excepto con un circunloquio. La riqueza era buena y deseable, en realidad necesaria para la vida del buen ciudadano. Pero su función era liberar a su poseedor de actividad y preocupaciones de tipo económico, y no proporcionarle una base para seguir esforzándose en adquirir cada vez más" 38 . Nuestro interés no está tanto en si la mentalidad del ateniense era productora o no, como en mostrar que las actividades económicas no se cuentan entre las que el mundo griego pensó como actividades que ganan para el hombre una perfección específicamente humana, y no meramente parcial y pericial. Como ya hemos señalado, en el mundo cultural griego la economía no sólo es una actividad cuyo fin no está en sí misma, además se trata de un arte doméstico y aldeano, pero no ciudadano: en el que el hombre no comparece según un uso libre de sus potencias, sino subordinado y medido por la utilidad en orden a las necesidades de un ser corpóreo y gregario. La otra cuestión de la que nos vamos a servir es la azarosa historia social de un artefacto musical. La flauta fue un instrumento cuya utilización con fines pedagógicos debió de estar relativamente extendida durante una época y entre los griegos ciudadanos. Sin embargo, su uso decayó posteriormente, y, al parecer, perdió tam-

38 Finley, M.I., op. cit., p. 112.

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bién la estima de la opinión general. He aquí la explicación que da Aristóteles de suceso tan común: "cuando se pudo juzgar mejor lo que conducía y lo que no a la virtud" los griegos prohibieron su uso "a los jóvenes y a los libres"; e hicieron bien, dice Aristóteles, porque la flauta tiene "el inconveniente de impedir el uso de la palabra", además de "desfigurar el rostro", motivo por el que Atenea, la diosa de Atenas y la inventora de la flauta, la rechazó una vez descubierta. Aristóteles justifica el repudio de la diosa porque "tocar la flauta en nada contribuye al cultivo de la inteligencia, y atribuimos a Atenas la ciencia y el arte" 39 . No poder utilizar la palabra es no poder ejercitar el vínculo más excelente de la sociabilidad, no poder aplicarse a cosas distintas de las que impone la subsistencia y acomodo de la propia condición corpórea. Defraudar la propia condición de hombre libre y ciudadano destinado a la excelencia en el hacer y en el decir. El rostro desfigurado en la interpretación musical es, como el de los cómicos, lo contrahecho sin dolor, una mueca de la condición humana y libre. La flauta ejercita en acciones menores, tales como las que representa la comedia, y forma como ésta caracteres poco graves y excelentes. Pues bien, el trabajo, el oficio pericial y productor, el ámbito de la poiesis, tiene en Grecia las características generales de la economía y de la flauta: instrumentalización para la satisfacción de las necesidades de la vida, la imposibilidad de configurar mediante él un modo de vida dirigido a la felicidad, y la desfiguración del rostro con la imposibilidad de la palabra; aunque aquí podría añadirse que de la palabra relevante, la que da e incrementa la medida del hombre que la pronuncia. En tanto que se piensa que el trabajo no perfecciona al agente ni le conduce a la virtud, sino que produce un efecto exterior al hombre, el trabajo resulta ser, como la flauta, una poiesis. Pero además, y en tanto que subordinado a la satisfacción de necesidades resulta ser también crematística. El trabajo es, pues, una poiesis crematística. Un hacer instrumental respecto de la satisfacción de necesidades. En tanto que poiesis crematística el trabajo es un hacer que es expresión de necesidades; como la mera "voz" (sonido) que es en el animal expresión de su ser biológico. La "palabra", sin embargo, no está restringida a lo biológico; la "palabra" es más que la expresión de lo biológico, como la acción (praxis) es más que satisfacción de necesidades. La acción libre es, como la palabra, acción social, humana ("política" se diría en griego), porque funda una sociedad que es para algo más que para la satisfacción de necesidades: la ciudad. La acción libre no es poiesis, como la ciudad no es agrupación crematística. De ahí que el tra-

39 Aristóteles, Política, 1341 a, 5.

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bajo no sea en Grecia una acción social (libre o ciudadana): el trabajo es tenido como un hacer que no es palabra, y que, como la flauta, impide el hablar; un hacer como mera "voz", el phoné operativo del hombre, el ruido o sonido consiguiente a la forma corpóreo-necesitante del hombre. Los oficios son las "voces", la expresión de las necesidades humanas, ya no meramente fónica como en los animales, sino técnica y operativa: de la salud la medicina, de la vivienda la construcción, del alimento la agricultura, la pesca, etc. Recolección, caza, pesca (también la agricultura y el pastoreo) y construcción son algunas de las formas naturales de esa voz-hacer del hombre; naturales porque no tienen valor en virtud de una convención. Su producto o efecto tiene él mismo un valor de uso que es el satisfacer necesidades. En la recolección y en la caza el fin del hacer es, él mismo, provisión de lo necesario: disponibilidad del fruto o del animal. Pero la poiesis puede también ser crematística en virtud del valor de cambio de su producto, o del valor de cambio del hacer mismo. Pues bien, en Grecia, una actividad humana que tiene un efecto exterior y que no perfecciona al agente (poiesis), y que éste utiliza según su valor de cambio para la provisión de lo necesario (crematística), es un oficio o profesión. Las formas naturales de la voz-hacer del hombre no pueden estar concertadas en un sistema social de interdependencias hasta que se constituyen en profesión. Entonces cada uno puede pasar a depender del valor de cambio del propio trabajo o de su producto. Las profesiones son respecto del sistema social, lo que las especializaciones anatómicas respecto del cuerpo animal: una misión se lleva a cabo mejor si el órgano, corporal o sociológico, del que depende sirve sólo para ejecutar esa misión. Por eso los "profesionales", como los animales, están funcionalmente especializados para la supervivencia y, también como los animales, no dejan ver en ellos la huella del logos, si bien es cierto que esa falta no se nota tanto en el cuerpo de los que trabajan (aunque también) como en su modo de vida. Del mismo modo que la "palabra" se compone de "voces" articuladas que — en virtud de una convención— se convierten en el sonido o la grafía, en la que puede acontecer una significación universal e irrestricta, también la ciudad (palabra) compuesta de oficios (voces) se hace el lugar donde acontece lo universal, lo que ya no es oficio-voz de la corporeidad necesitante, sino especificidad de lo humano, libertad. Pero la universalidad que puede acontecer en la ciudad no es ninguno de los oficios, como la universalidad de la significación en la palabra no es tampoco ninguna de las voces, ni el conjunto de ellas. La multiplicidad de los oficios es condición de posibilidad de su articulación, pero ésta es sólo signo de algo distinto de ella: la ciudadanía. La palabra consuma a la ciudad que, a su vez, la hace posible y consuma a la mera voz en significación universal. La palabra, el

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logos, es el efecto de la ciudad en el hombre, así como la ciudad —en tanto que forma de vida— es el efecto de la capacidad humana de la palabra, del logos. Hombre, logos y polis, esa es la trilogía en la que cada uno de los extremos se debe su consumación, su naturaleza, a los otros. Sólo la correlación pone a cada extremo en su sazón que Aristóteles traduce filosóficamente como naturaleza: su realidad; por eso el discípulo de Platón dice que la polis es una de las "cosas naturales". La ciudad-estado griega es, pues, algo así como la emisión de una palabra que genera su significado, cuyo contenido es el de ser a un tiempo el nombramiento y la realización de la humanidad misma: el verbo humano —libre— encarnado 40 , socioculturalmente realizado. He aquí el fundamento del criterio lingüístico para discriminar entre griegos y bárbaros; estos últimos son los que no hablan griego cuando no hablar griego es no contar con "palabras", o, lo que es lo mismo, no vivir en una sociedad constituida sobre la medida de lo humano. En el sistema sociocultural de la polis son poiesis todas las crematísticas; la mera subordinación a la provisión de lo necesario para la subsistencia convierte a la acción que lo pretende en poiesis. Y como la praxis moral carece de verbos propios, es decir, sólo acontece en acciones que son en sí mismas consideradas poiesis (dar, enseñar, hablar, organizar, etc.), éstas se pueden pensar como acciones libres, práxicas, en la misma medida que no son crematísticas, esto es, que no están subordinadas a la provisión de lo necesario para la vida, y no constituyen un oficio para quien las lleva a cabo. Ese es el criterio griego para discriminar cuáles de entre las acciones poiéticas son aquellas en las que acontece un perfeccionamiento intrínseco del agente en tanto que hombre. (En el mundo antiguo sólo hay una crematística que se cuente entre la acciones libres y aristocráticas: la guerra es la única praxis crematística). Recuérdese, por otra parte, que el único criterio social que permitía distinguir a Sócrates de los sofistas era precisamente que el maestro

40 Se ha sugerido ya que es el decir y no tanto el hacer, al menos no las manos, lo que según se cree puede recibir la inspiración. Al respecto, la preponderancia social que tuvieron las artes no plásticas puede servir de confirmación. Sin embargo, hay excepciones. La escultura (y también la arquitectura) participa de la pasión griega por la medida es el canon de lo humano, su verdadera medida y proporción lo que gana la admiración griega. La escultura es un hacer que no quiere dar lugar a una mera "voz", la escultura es un hacer que quiere producir una "palabra" de piedra, esto es, prestarle a lo universal un asiento que no es fónico sino cincelable; otra vez el mismo empeño: encarnar el verbo de lo humano para hacerlo real, "pronunciar" la palabra que es el hombre. La escultura es a la dimensión corpórea humana lo que la filosofía a la íntima constitución del hombre, la sociedad y el universo en su conjunto: el intento por aprehender y hacer manifiesta la medida o la cifra que permite su inteligibilidad. Casi parece que la escultura fuera al juego gimnástico lo que la filosofía a la vida política: el esfuerzo reflexivo que acompaña y se separa a un tiempo de las prácticas vitales por alcanzar la posesión de la medida exacta, del canon que hace coincidir al hombre consigo mismo allí donde resulta posible y pensable, en la perfección, en la naturaleza.

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de Platón no reclamaba remuneración alguna por ejercer la función pedagógica. La educación no era para él un oficio con finalidad económica, la llevaba a cabo en tanto que hombre libre y la desarrollaba libremente, sin subordinación a criterios de utilidad. Pero con una "utilidad" que se tenía por superior y excelente: dar lugar al hombre y a la sociedad política en sentido estricto, esto es, al hombre y a la sociedad libre y griega, siendo ambos términos indiscernibles, semánticamente asimilables. Bien es cierto que en Grecia el estatuto legal de ciudadano u hombre libre no excluye de suyo la ocupación en oficios que tuvieran por objeto la propia subsistencia. El propio Sócrates llegó a decir alguna vez que la polis debía de ocuparse de su sostenimiento, pues el suyo era un servicio público, un oficio político41. De modo que una suficiente dotación patrimonial no es en rigor condición de posibilidad para la posesión de la condición ciudadana. Sin embargo, sí parece que hubo cierta oposición entre el estatuto de hombre libre y la realización de algún trabajo u oficio por cuenta ajena. En cualquier caso, cuando aquí se habla del patrimonio como condición de posibilidad nos referimos más bien a la programática contenida en la nueva autoconciencia de lo humano y de su realización que significa la ciudadanía, que al hecho llano de contarse entre los griegos que no tienen dueño.

5. La humanidad como término de una gestación sociocultural. Ya no es prematuro sugerir que Grecia es para los griegos el lugar donde el hombre se ha hecho posible; el hombre en sentido estricto, el hombre humano que, no obstante, llega a serlo en y mediante la forma del Humanismo Aristocrático. Tal vez pudiera decirse que en lo que a las nociones de praxis (acción) y poiesis (producción) se refiere, el mérito del mundo griego residió en haber sido capaces de distinguirlas. Mientras que la inaceptable parcialidad de su sistema sociocultural habría consistido en intentar separarlas, adjudicándolas como misiones propias a agentes o clases sociales distintas, sirviéndose de ellas para conformar modos de vida social, moral e incluso ontológicamente diferenciados. Pero, probablemente, el problema resida en que fue la distinción la que siguió a la separación y no al revés; es decir, que el mundo al que el conocimiento tuvo acceso fuera el mundo preparado por el sistema social, precisamente porque éste consiste en hacer habi-

41 En Atenas muchos de esos oficios estuvieron remunerados, fueron objeto de compra e incluso, en determinadas épocas, y para evitar la corrupción que producía el absentismo de los ciudadanos en las asambleas públicas, éstos llegaron a recibir una cierta remuneración. Cfr., Aristóteles, Constitución de los atenienses, 62, 1-3.

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table el mundo. No es en la forma y categorías del conocimiento donde la realidad social se mira para hacerlas suyas —-aunque esto pueda intentarse—, sino que son más bien la forma y las categorías preteóricas con las que vivimos, nuestros modos de vida, los que prestan sus posibilidades al conocimiento, y así lo condicionan y lo hacen posible a la vez. Eso, al fin y al cabo, sólo significa que disponemos teóricamente del mundo tal como éste nos resulta disponible. Desde luego todo ello puede dar pie —y de hecho ya casi forma parte del "protocolo intelectual"— para denunciar la filosofía como mera ideología, para desenmascararla y tacharla de etnocèntrica. Pero quizás signifique algo menos dramático: no tenemos un acceso incondicionado al mundo o a lo real, ni tampoco puro y exento de supuestos, más bien son nuestros supuestos los que nos dejan pensar —y pensarlos— según una finitud histórica que compone el horizonte de lo pensable. Además, el conocimiento no puede tacharse de mera superestructura o simple coartada reflexiva de los modos de vivir, porque pensar también es posible antes de la teoría, y participa según su peculiaridad operativa en la constitución de los modos de vida. Ese fue el argumento que los filósofos de la escuela de Atenas esgrimieron en su polémica con los sofistas, a los que, sin embargo, resulta imposible no concederles que el memorable esfuerzo griego por dar razón de lo real está enhebrado con la forma del mundo que se dejaba ver desde sus modos de vida. Distinguir "acciones" de "producciones" significa reparar en el hecho de que la praxis es irreductible a la poiesis en el plano teórico-objetivo, esto es, reparar en que no es lo mismo obrar para producir, y tener, por tanto, como fin de la acción algo distinto del hacer productor mismo, lo producido (y de la vida que de acuerdo con él se configura), que actuar cuando la acción es ella misma fin, de modo que nada de mejor índole pueda esperarse de ella que el hecho de haberla realizado. (De ahí que la felicidad natural no sea nada ulterior y distinto a vivir una vida completa y compuesta de acciones que son fin en sí mismas). En ese sentido a una acción —en el sentido de praxis— nada puede agregársele de mejor índole que la mejore en tanto que acción humana, pero sí puede, y en cierto modo exige, que se le agreguen, bien acciones de la misma índole para componer el conjunto de una vida lograda —feliz—, bien otro conjunto de vidas logradas. Lo primero es la vida de un hombre libre, y lo segundo la vida de una sociedad de hombres libres, es decir, política. Pero ambas se presentan como indisociables para los filósofos griegos; son correlativas en el sentido de que se hacen recíprocamente posibles. Esa reciprocidad posibilitante es la que asimila indisociablemente en el ideal griego la idea de una vida humana y una vida política según la forma de las ciudad griega. Obviamente se trata de un programa cuya realización cultural no se consumó nunca, pero cuya sola posibilidad fue suficiente para ani-

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mar lo más genuino del espíritu griego. Quizás no sea posible explicar la muerte de Sócrates de otro modo. Su estructura trágica reside en que es la fuerza misma del ideal asimilador entre ética y política (humanidad cumplida y ciudadanía) la que le impide eludir la condena injusta del tribunal de la ciudad. Así imagina Sócrates que le increparían las Leyes de la ciudad si él consintiera en la huida que le propone su amigo Critón: "Nosotras además de haberte engendrado, criado y educado, te hemos dado también participación en todos cuantos bienes hemos podido, a ti y a todos los demás ciudadanos" 42 . Los bienes de los que los ciudadanos han gozado por estar sometidos a ley, son los que permiten distinguir entre el simple vivir, y el vivir bien, cuando —como ya hemos visto— el vivir bien no es mera holgura y, por tanto, su pérdida no es la ruina sino el destierro (ostracismo). La razón por la que Sócrates puede afirmar que "no se ha de tener en la mayor estima el vivir, sino el vivir bien" es la misma por la que en el Critón admite que si escapara de la sentencia de muerte le podrían reprochar así: "te jactabas de que no te importaba morir, si preciso fuera, sino que preferías, así decías, la muerte al destierro" 43 . Preferir la muerte al destierro es proclamar que la separación de la polis es más letal para lo específicamente humano que la muerte física. Semejante convicción implica que la racionalidad sólo alcanza a constituirse como principio operativo, como physis, en el seno de un espacio intersubjetivo para el reconocimiento, en una ciudad de hombres libres. Eludir dicho orden, incluso cuando se sufre injusticia de su parte, es "lo que haría el último de los esclavos" 44 , dice Sócrates. A los esclavos las leyes no les han engendrado, no están gestados y educados según norma, y no son reconocibles sino como lo extraño; no son de la estirpe de los hombres dependientes de ley, y, por tanto, son "libres" respecto de ellas en el sentido de que pueden eludirlas sin incurrir en impiedad. Pero al precio de ser constitutivamente impíos, es decir, de ser esclavos, de carecer de linaje que venerar y de leyes que obedecer, de carecer de la medida de lo humano. De ahí que pueda decirse con propiedad que la polis griega es ella misma una institución pedagógica. "El ámbito del hombre es lo social. El hombre se proyecta en la ciudad; la ciudad se interioriza en el hombre. El paradigma es la polis"45. Más allá de sus objetivos en orden a la supervivencia, el ornato de la vida, la seguridad y la defensa, Grecia es el esfuerzo humano hecho sistema sociocultural por dejar

42 Platón, Critón, 51 c. 43 Platón, Critón, 52 c. 44 Platón, Critón, 52 d. 45 Pániker, S., Filosofía y Mística. Una lectura de los griegos, Anagrama, Barcelona, 1992, p. 148.

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acontecer al hombre en su verdadera medida: paideia, educación, acción y teoría, pero en la forma del Humanismo Aristocrático. (Como es obvio, la propia muerte de Sócrates, condenado por la falsa acusación de corromper a los jóvenes con sus enseñanzas, pone de manifiesto tanto la condición fundante de dicha intención pedagógica, como su fracaso, pues ella misma es la que le cuesta la muerte al maestro de Platón). Para terminar de hacerse cargo de cómo el alumbramiento de la especificidad de lo humano se produce dentro de las restricciones de la forma de vida aristocrática y ciudadana, es preciso mantener presente la simetría entre distinción teórica y separación social: la diferenciación entre acciones y producciones en el plano teórico-objetivo teórica consagra también la distinción de funciones y clases sociales. Una de las cuales, la de los hombres productores y aplicados a oficios y labores útiles, los siervos y esclavos, habitan en precario su propia condición de hombres, y por el mismo sistema sociocultural que creyó haber encontrado y propiciado la medida de lo humano. Para que praxis (acción) y poiesis (producción) pudieran pensarse como principios configuradores de formas de vida distintas, es preciso creer que la praxis moral tiene unos verbos propios (las acciones y misiones aristocrático-ciudadanas), tal y como tiene un verbo propio la praxis cognoscitiva. Hace falta contar con correlatos sociales para la noción de praxis moral, para poder sustantivarla en la forma de vida de una clase social — o de un modo de vida determinado—, excluyendo a las demás. Cuando eso ocurre la cualidad misma de lo moral es negada a quien no forma parte de esa, por así decir, clase social práxica. Si en términos aristotélicos la sustancia es el fin del cambio que llamamos "generación", entonces en Grecia, la sustancia individual "hombre" es fin de una generación que no es la mera gestación físico-biológica, sino la paideia, la gestación sociocultural del hombre-libre, del individuo suficientemente constituido como principio de operaciones humanas-libres-práxicas. Ni la racionalidad suficientemente constituida, ni la libertad, ni la consiguiente igualdad entre los hombres son un punto de partida común a los miembros de la especie (la naturaleza es fin). No era la especie sino la polis el ámbito donde la humanidad venía a cumplirse con la forma de la libertad, de la especificidad de lo humano y de la igualdad: "La igualdad de la polis griega, su isonomía, era un atributo de la polis y no de los hombres, los cuales accedían a la igualdad en virtud de la ciudadanía, no del nacimiento. Ni la igualdad ni la libertad eran concebidas como una cualidad inherente a la naturaleza humana" 46 .

46 Arendt, H., Sobre la Revolución, Alianza, Madrid, 1988, p. 31.

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De ahí que la Leyes de Atenas puedan llamarse "nodrizas", como la filosofía de Sócrates es "mayéutica" (el arte de las comadronas): las leyes o, mejor, la forma de vida que ellas miden, da a luz al logos en el hombre libre griego, en él la esencia de lo humano acontece suficientemente conformada como principio de operaciones, es decir, como naturaleza. La naturaleza humana es posible, por tanto, en virtud de su gestación sociocultural; por eso Aristóteles termina admitiendo que hay esclavos por naturaleza. En ellos la esencia no se ha realizado con suficiencia en tanto que principio de operaciones para conformar una sustancia individual humana. Su naturaleza, aquélla por la que son esclavos, no es la sustancia humana suficientemente conformada como principio de operaciones, porque en ellos la forma específicamente humana de la naturaleza, la racionalidad, acontece sólo en precario. ¿Qué otra cosa puede significar decir que los esclavos son aquellos que, a diferencia de los animales, son capaces de reconocer la razón, pero no la poseen 47 , cuando la definición esencial de hombre que se ha dado es precisamente la de animal que tiene razón? ¿O mantener que los esclavos carecen en absoluto de facultad deliberativa 48 cuando se dice que la elección, el deseo deliberado o inteligente, es la clase de principio que el hombre es 49 ? Entre las filosofías griegas más sobresalientes, y desde luego en la aristotélica, aparece la tesis de que la virtud, la excelencia de lo humano, no se produce contra naturaleza, ni por naturaleza si ésta se entiende como un proceso espontáneo, sino por una "aptitud natural". Una aptitud no es una mera posibilidad; lo posible es lo no contradictorio, lo válido o probable, pero eso no basta, para la aptitud hace falta además "capacidad". La aptitud es una posibilidad capaz de sí misma. Pues bien, el humanismo aristocrático reside en pensar que la posibilidad de lo humano que es cada individuo no está constituida en capacidad, en aptitud real, si no es mediante la forma de vida del hombre libre según la singular calificación de la libertad que se halla en la polis, y que se estructura sobre la distinción entre praxis y poiesis. Esa capacidad es precisamente lo que resulta ser el fin de una gestación sociocultural, el fin mismo de la polis en tanto que sistema sociocultural: la libertad como punto de partida. El hombre como posibilidad-capacidad de lo humano, la sustancia humana, no acontece en Grecia como el final de un proceso biológico, sino sociocultural: paideia.

Al Cfr. Aristóteles, Política, 1254 b, 23: "es naturalmente esclavo el que es capaz de ser de otro (y por eso es realmente de otro) y participa de la razón en medida suficiente para reconocerla pero sin poseerla". 48 Cfr. Aristóteles, Política, 1260 a, 9: "el esclavo carece en absoluto de facultad deliberativa". 49 Cfr. Aristóteles, Etica a Nicómaco, 1139 b, 4: "la elección es o inteligencia deseosa o deseo inteligente, y esta clase de principio es el hombre".

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La polis es physis, naturaleza sumándose a los principios operativos de la psique para hacerla capaz de sí misma; la polis presta la capacidad, hace capaces a las posibilidades de lo humano que son los ciudadanos. De ahí que si el hombre es sólo naturaleza, la sociedad es el principio en virtud del cual la esencia humana se activa y llega ser ella misma: no hay aptitud natural para la virtud, para la perfección natural del hombre, fuera de la ciudad. Bien es cierto que aquí sustancia humana significa hombre libre o político, y no tanto individuo biológico, y que es a la gestación del primero (y del segundo sólo en el caso de que se pueda llegar a ser lo primero), a lo que le se ajusta en último extremo, y en el caso del hombre, la noción de generación sustancial. Puede todavía decirse de otro modo: la noción de naturaleza no es suficiente para constituir una sustancia humana si por naturaleza se entiende lo que acontece como término de la gestación física, ni de una gestación social ajena a la principialidad del logos que cobra vigencia como fin. Por eso Platón dice en Las Leyes no reconocer como verdadera paideia sino a la que "es educación para la virtud", "sólo a ella consentiría en llamar educación; mientras que a la que se endereza a los negocios o a un determinado vigor físico, o algún conocimiento no acompañado de razón y justicia, la tendría por artesana y servil e indigna de ser llamada educación en absoluto" 50 . El hombre que se dedica a lo privado es el idiotés, el que puede reconocer lo universal subordinándose funcionalmente respecto del politikés, es decir, siendo siervo o esclavo del ciudadano que no sólo reconoce lo universal sino que lo posee como su ejercicio. Para Platón la paideia tiene por objeto una adecuada disposición de las potencias y tendencias que se logra mediante la costumbre y antes de que el sujeto pueda acometer por sí mismo su dominio racional, antes de que tenga uso de razón. Ciertamente aquí sustancia tampoco significa "persona", sino "naturaleza", pero es que, como es bien sabido, la noción de persona no es aristotélica ni griega. De donde resulta que puede haber "hombres" cuyo estatuto metafísico es un cierto ser extra muros de la naturaleza: la barbarie; mientras que otros (los esclavos y los niños, por ejemplo) viviendo intra muros de la sustancia no la poseen en sentido estricto, porque no habitan según la libertad la esencia humana, no la ejercen como sus dueños. La sustancia humana no se corresponde con un tipo de vida biológico, sino con un tipo de vida socio-cultural: un tipo ético-sociológico de vida conformado según la asimilación entre praxis o acciones morales y las misiones sociales de un conjunto de estirpes, la aristocracia ciudadana, que no se ocupa en poiesis crematísticas porque cuenta con una dotación patrimonial suficiente. Puede objetarse que lo dicho supone la asimilación entre ética y metafísica, o entre metafísi-

50 Platón , Las Leyes, 644 a.

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ca y cultura, o la confusión entre el estatuto sociopolítico y el estatuto metafísico. Esa es, en efecto, la cuestión: de lo que se trata es precisamente de reparar en que la polis forma parte de la estructura metafísica del hombre, porque la vida política es una clase de formalización extrabiológica que lleva al individuo humano hacia sí mismo, a habitarse como su dueño, a la libertad que, una vez alumbrada —por la paideia y las leyes que son como nodrizas—• abre la posibilidad de la realización específicamente humana. La sustancia humana no llega a serlo en la mera individualidad biológica de un cuerpo vivo, sino por capacitaciones ab extrínseco como la polis (y el nous, que es una parte separada de la psique, que le viene de fuera) 51 .

6. La libertad como destino: la ciudadanía (y la naturaleza). Para los griegos el hombre humano acontece en Grecia porque es allí donde el hombre capacitado respecto de sí. En tanto que autoconciencia y realización de hombre ese es el estatuto de la ciudadanía griega: el hombre libre es el hombre apto respecto de sí mismo porque se posee y puede salir fuera de sí —con hechos y dichos— sin perderse, sin extraviarse en los productos de su actividad. Esa aptitud no es otra cosa que la libertad como disposición de sí, o, si se quiere, el poder de la esencia de lo humano para realizarse desde sí y por sí; pero ese poder no acontece sin la polis. Un poder que tiene primero y como punto de partida en un sentido socioeconómico, el ocio; y después, como perfección última, en un sentido moral, la virtud. No obstante, sostener que la sustancia humana es lo que acontece como fin de un proceso de generación que es socio-cultural (la paideia según el nomos o ley de la polis), significa en este caso y para Aristóteles, por ejemplo, sostener que la sustancia humana acontece según naturaleza, porque la polis misma es para él "una de las cosas naturales". De modo que si no la Atenas de su tiempo, sí la forma programática de la polis, es para Aristóteles y respecto de las sustancias humanas su lugar propio, el "lugar de la idea" que es la esencia de lo humano en el que ésta puede acontecer realmente, es decir, en individuos singulares. Si la naturaleza de cada cosa es "lo que una cosa es después de su generación", entonces la naturaleza del hombre no acontece sino en y mediante la ciudad, y por eso la definición aristotélica del hombre como animal social puede traducirse en la forma de que el hombre es el animal de la polis, del mismo modo, aunque en otro orden, que deci-

51 Cfr., Aristóteles, De anima, 430 a. Sobre los correlatos entre el nous y la polis como capacitaciones ab extrínseco de la psique en la antropología aristotélica puede verse mi trabajo "Esclavitud y dignidad", Themata, Sevilla, 1994, n° 12.

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mos del pez que es un animal acuático: la sustancia de lo humano no sobrevive a su secesión del medio social (y más en concreto de la sociedad política), del mismo modo que fuera del agua no existe pez alguno sino como un concepto o como un cadáver. En este caso, un cadáver que habita un cuerpo vivo de hombre, porque Atenas, o la clase de sociedad que en ella se hizo posible, termina siendo algo así como un estado de gracia, o un estado de perfección que radicaliza la vida de un cuerpo de hombre en la línea misma de su especificidad. Más en concreto, la polis permite que el hombre se tenga, entre en posesión de sí y se convierta en su dueño, de modo que ella gesta lo humano en el hombre. Si falta lo primero, lo segundo se difumina y hasta resulta equívoco, porque no se sabe qué puede significar "hombre" cuando en él no aparece la diferencia específica suficientemente constituida. La especie humana no es en Grecia una por su carácter de especie, o no sólo, sino por su carácter de humana, entre otras razones porque el cuerpo de un individuo no es tal cuerpo por el mismo principio que ese individuo piensa: la capacitación de la inteligencia le llega desde fuera a la psique, como algo divino que ella no segrega (el nous y, en otro orden, la polis). Además, el acusado teleologismo de la noción de naturaleza tiende a difuminar las fronteras de lo humano precisamente allí donde resultan más distantes del fin. Posteriores interpretaciones —ad meiorem, suele decirse— del pensamiento griego, y especialmente de Aristóteles, nos han ocultado su fisonomía más peculiarmente griega, precisamente la que permite reconstruir un mundo precristiano, preuropeo y preilustrado. A fin de cuentas se trata del descubrimiento de que para el hombre no basta serlo como realidad biológica, como individuo de la especie, sino que el hombre es el animal que hace efectiva su especificidad en y mediante una relación que establece consigo mismo: no hay humanidad sin autoconciencia —al menos no hay humanidad según la perfectibilidad que le resulta específica—, y en este caso se trata de la autoconciencia de lo humano como posesión del propio modo de ser. Por eso los esclavos son los que no son dueños de sí: no porque en ellos no se de la esencia humana, sino porque en ellos la esencia no se posee a sí misma y, entonces, hasta lo esencial resulta estar en precario. Todavía, no obstante, puede precisarse un tanto más, porque lo que se ha descubierto es que la esencia, la definición del hombre, contiene la relación que ésta establece consigo misma que es la autoconciencia y la auíoposesión, cuyo despliegue puede llamarse con propiedad el proceso de realización, o, en otras palabras, que el humanismo es constitutivo del hombre. El mínimum humano desde el punto de vista de la perfección es, pues, el fin de una gestación política, cuando política, moralidad y cultura se convierten y confunden en lo que se cree la realización natural de la universalidad esencial del hombre: la ciudadanía griega en su idealidad programática. La polis hace existente a la

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esencia de lo humano en la forma de aptitudes naturales que son una cierta condición inicial, o un punto de partida (biográficamente tardío) para el individuo singular al que la ciudad, la estirpe y la fortuna han hecho capaz de sí mismo. Dicha condición inicial prevalece respecto de la posibilidad del fin, porque éste no es capaz por sí mismo de conjuntar los factores que son su propia condición de posibilidad, y que acontecen sólo en virtud de una feliz coyuntura que puede llamarse con propiedad un destino. Pero todavía más, porque la gestación de lo humano no es meramente biológica, sino que precisa de formalizaciones extrabiológicas 52 para cuya concurrencia no es desdeñable la fortuna, sucede que la humanidad es el término de una destinación. La sustancia como término de una generación que es un proceso sociocultural según la formalidad de la polis es, para cada individuo en el que se realiza, su destinación como posibilitación incoante de la plenitud de lo humano: la naturaleza es destino. O, de otro modo, la libertad es aquello a lo que unos cuantos resultan destinados, pero ese destino particular no es otra cosa que la realización de la esencia universal de lo humano, la naturaleza. Hacía tiempo que había sido dicho y probablemente por el propio Demócrito: "la naturaleza y la instrucción poseen cierta similitud, puesto que la instrucción conforma al hombre y, al conformarlo, produce su naturaleza" 53 . El hombre libre sucede en Grecia en la forma del cumplimento de una posibilidad incoada como destinación. Esa es, además, una posibilidad que se piensa abierta por una determinada distribución de funciones y distinción de clases que permite la configuración de lo que hemos llamado una clase social práxica. Pertenecer a ella no sólo exige un reverente agradecimiento (piedad), sino que plantea la existencia como destinación al cumplimento de una posibilidad contenida en el estatuto sociopolítico del hombre libre: la virtud y su reconocimiento social, el honor. La libertad es con respecto a la virtud su punto de partida, su requi-

52 Obviamente la tesis de que la sustancia es fin de una gestación sociocultural, (y que en buena medida tiene la forma de la reciproca complementariedad entre destinación y paideia) contiene en germen una segunda posibilidad del Humanismo Aristocrático, explicitada y desarrollada por los sofistas y que está en franca oposición a la que a nosotros nos ha ocupado. Al respecto puede verse la oposición que Pániker hace entre el Humanismo filosófico de Sócrates, Platón y Aristóteles, y el Humanismo retórico de los sofistas, en Filosofía y Mística, Una lectura de los griegos, Anagrama, Barcelona, 1992, pp. 125-186. Sobre la cuestión de un humanismo retórico, aunque en un sentido distinto al insuperable relativismo que le asigna Pániker, nos ocuparemos en el tercer capítulo y mediante el estudio del protagonismo de la retórica entre los humanistas del Renacimiento. Lo que aquí nos interesa, sin embargo, es sólo destacar que aunque el sentido que dicha tesis tiene para los filósofos de la Escuela de Atenas y para los sofistas es muy distinta, ambas son posibilidades peculiarmente griegas -y aristocráticas. Sobre la tradición retórica griega pude verse Carchia, G., Retórica de lo sublime, Tecnos, Madrid, 1994, pp. 15-120. 53 Demócrito, según Clemente de Alejandría, Misceláneas, IV 151.

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sito, pero es también el término de un proceso previo que es destinación. El honor mismo aparece, pues, como el reconocimiento de la realización de la esencia de lo humano54; ese es, en efecto, uno de los rasgos distintivos de lo que con toda propiedad puede llamarse un humanismo aristocrático. Si las acciones libres, las que son comunicativas en la forma de la palabra y el hacer estrictamente humanos, sólo son posibles en poiesis no crematísticas, entonces el patrimonio es una cierta condición inicial de posibilidad respecto de la gestación sociocultural de la sustancia humana; pero esa condición inicial es sólo una posibilidad respecto de la que el sujeto particular se hace capaz mediante una paideia. Patrimonio y paideia son las condiciones que constituyen el punto de partida, la libertad como requisito. La prevalencia de las condiciones iniciales o, lo que es lo mismo, la libertad como efecto de una destinación que se hace efectiva mediante el sistema social, es la forma en la que el linaje —como síntesis de patrimonio y paideia— se sobrepone al individuo en orden a la identidad social. Por algo Pericles prescribió que los matrimonios se hicieran entre ciudadanos: así se asimila tendencialmente la polis a un linaje. El destino como la forma más global de la existencia, y como el contexto en el que se abre la posibilidad de la libertad

54 La hegemonía axiológica del honor es una característica común a todos los sistemas o subsistemas sociales aristocráticos. En el honor, en el nombre que se tiene como una seña del reconocimiento intersubjetivo según unas pautas precisas, se cifra la propia identidad, y con ella la condición de sujeto hábil para la convivencia comunicativa en una comunidad que funda su cohesión en la distinción y separación del todo social al que tutela. Esa es una constante que desde Aquiles al patricio romano, el caballero medieval y el hidalgo español (que prendía migajas de su barba para mostrar que podía sobrevivir sin trabajar), se mantiene hasta la sociedad cortesana del anden régime en la Francia de Luis XIV: "Si la buena sociedad denegaba a un miembro el reconocimiento de su pertenencia, éste perdía, entonces, su "honor" y, por tanto, una parte constituyente de su propia identidad. De hecho, con bastante frecuencia, un noble empeñaba su vida por su "honor"; prefería perder la vida que su pertenencia a la sociedad, esto es, que su segregación de la multitud circundante, sin la cual la vida no tenía ningún sentido para él, en tanto se mantuviera intacto el poder de la sociedad privilegiada". Norbert Elias, La Sociedad Cortesana, F.C.E., México, 1982, p. 130. La programática existencial que está contenida en la idea de honor es ininteligible sin el seno social que la alberga, y supone en nuestra tradición la afirmación de la índole constitutivamente social de la identidad personal, y de que los contextos intersubjetivos son el ámbito para la investidura semántica de las existencias humanas: el sitio donde tiene sentido proponerse y compartir fines como algo que da sentido a la vida. En el fondo late la idea de que la clase de disponibilidad de sí que llamamos libertad y que atribuimos a la persona no cobra vigencia efectiva en los sujetos humanos sino en el seno de la vida social: la persona y la libertad son realidades intersubjetivas que sólo se distanciarán de la sociedad aristocrática como condición de posibilidad, en la medida que se sea capaz de pensar una clase de sociedad humana constituida ab initio. Esa es la radicalidad que la noción cristiano-metafísica de persona reproduce en el orden ontológico: una sociedad aristocrática (la de los hombres con Dios Creador y respecto de la simple naturaleza) cuyos límites son también los límites del sentido, de la libertad y de la identidad. Lo nuevo ahí es la idea de un Dios Creador y el alcance irrestricto de esa sociedad a la totalidad de los hombres, también a los que no parecen ser racionales ni libres.

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como ciudadanía, implica la relevancia final de la poética (y más en concreto de la tragedia) respecto de la ética para la aprehensión de la forma más cabal en la que el espíritu griego se concibió a sí mismo. En tanto que forma global de la existencia la "ética" es el modo de vivir sólo de aquellos a quienes la fortuna no ha hecho incapaces de la libertad, bien por carecer de la estructura psicosomática que la hace posible, bien por carecer de las capacitaciones extrabiológicas que dejan vivir bien, en el doble sentido que le dan a esa expresión el patrimonio y la ciudadanía por un lado, y la virtud por el otro. El primer humanismo, por tanto, el griego y aristocrático, se contrapone a producción, economía, oficios y labores útiles, necesidades de la vida y negocio. Y se ajusta, por el contrario, a la forma de vida ciudadano aristocrática, la de los hombres libres que gozan de derechos y personalidad jurídico-política, organizan la vida social, cultivan y enseñan saberes y ciencias, ejemplifican la excelencia humana, y hacen la guerra. La asimilación entre las misiones aristocráticas y las actividades humanísticas —en Grecia casi indiscernibles—, y su consiguiente distanciamiento del mundo del trabajo y la producción es un hito decisivo en la historia del humanismo. Como veremos, ha determinado buena parte de nuestra historia, comprensible en muchos de sus aspectos sólo a partir de dicha síntesis, que sirve de acta fundacional del humanismo occidental. "La contraposición entre el conocimiento real necesario para los oficios y la educación ideal política que afecta al hombre entero (...) tiene su sentido más profundo en la cultura de la ciudad (...); el estado-ciudad antiguo es el primer estadio después de la educación noble, en el desarrollo del ideal humanista hacia una educación ético-política, general y humana" 55 . Las distintas versiones del humanismo se constituyen, precisamente, como variaciones históricas en orden a determinar cuáles son los correlatos en el plano sociopolítico y epistemológico de los modelos antropológicos con vigencia cultural. El acceso que tenemos a nuestro ser o, si se quiere, a lo que somos, guarda un cierto parentesco —o aire de familia— con el modo en que nos resulta disponible según nuestro acceso a lo que somos formalizado en nuestros modos de vida. Pero el carácter peculiar y hasta idiosincrático de ese acceso no sólo señala los límites de su universalidad, sino también la forma con la que ésta nos resulta aprehensible. Lo que somos quizás quede expresado y contenido en las rarezas de un tiempo, y no sólo del nuestro. El prejuicio de que lo idiosincrático es a un tiempo lo no universal y lo carente de valor teórico destierra el ejercicio hermenéutico de la comprensión de lo ajeno —de las rarezas de otros tiempo y otras comunidades—

55 Jaeger, W„ op. cit., p. 204.

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de la teoría posible acerca del ser del hombre. Y plantea una falsa alternativa: o universalismo uniformista o relativismo particularista. Al menos nosotros, los europeos, estamos hechos desde las rarezas de los griegos, prodigiosas unas, tristes otras.

7. Conversión del orbe en urbe y de la romanitas en humanitas. En lo que hace a los conceptos de "ser humano" y "humanidad" el estoicismo ocupa un lugar en la historia de las ideas que carece de reflejo en la historia de los sistemas socioculurales, y no porque se trate de un pensamiento completamente ajeno a las formalizaciones sociales de la vida, sino porque se corresponde con el momento de la disolución del mundo romano. Sin embargo, fue entre los estoicos donde se utilizó el término humanitas con un sentido filosófico y sociocultural que se ampliaba universalmente el reconocimiento de la humanidad al conjunto de los miembros de la especie 56 . Con todo, y pese a la literalidad de las expresiones que en ese sentido pueden hallarse entre los textos de autores estoicos, no conviene asimilar la idea romana de humanitas y la unidad del género humano que parece servirle de contexto, con la noción moderna de humanidad. Como ha dicho Antonio Fontán, conviene por lo menos tomar alguna precaución al respecto: "en qué medida había en el fondo de esta posición una conciencia operativa de la unidad del género humano es difícilmente precisable. Y no es seguro nunca hasta qué punto humanitas significa en Cicerón la Humanidad en el sentido moderno de la expresión" 57 . Al final y pese al indudable movimiento de ampliación, quizás Heidegger llevara razón al sugerir que la romanitas del homo humanus es su humanitas58, lo que significa que a esa afirmación se le puede dar la vuelta y que, incluso en la peculiar crisis de la conciencia romana que expresa el estoicismo, la humanidad del hombre humano es todavía su romanidad. Aunque la idea de humanitas expresa la realización cabal de aquello que, de modo genérico y sin poder estar completamente garantizado, daría lugar a la unidad del género humano, esa unidad no puede estar cuajada mientras se mantiene fuera de la perfección natural de los hombres, esto es, mientras se da entre bárbaros, respecto de los que "puede hallarse la voz humanitas como sinónimo, por sí sola, de excelen-

56 En este punto no sólo Séneca, sino también Cicerón y Marco Aurelio resultan ser aparentemente explícitos y en textos que se citan más adelante. Ver citas 83-86. 57 Fontán, A., Artes ad humanitatem, 1957, p. 42.

Publicaciones del Estudio General de Navarra, Pamplona,

58 Heidegger, M., Carta sobre el Humanismo, Ediciones del 80, Buenos Aires, 1985, p. 72.

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cia"59. Al fin y al cabo la humanitas y la unidad natural se alcanza ultra vitam barbaram y "mostrarse como hombre —homo— (...) sólo puede hacerlo quien se halle en una condición civil superior a la de los bárbaros"60. En realidad es el modo de vivir de la ciudad lo que funciona como un a priori de la realización de lo humano, de modo que, otra vez, la unidad del género humano no es tanto un punto de partida como algo que se puede afirmar sólo desde lo mejor, desde su perfección figurada según un sistema sociocultural. De hecho, en la mayoría de los autores romanos es el politior homo "quien participa de la condición civilizada que va a expresarse también con humanitas"61, y en casi todos ellos y, desde luego en Cicerón, se mantiene vigente la antigua distinción entre bárbaros y "griegos", aunque ajena ya a cualquier contenido étnico y como expresión de la diferente posesión y ejercicio de la humanitas, en tanto que modo de vida desarrollado según un programa educativo en el contexto de-una vida civil y política-cwrsws62. No obstante, en la medida que el patrimonio se relativiza —al menos teóricamente— como condición de posibilidad para el ejercicio de unas actividades mediante las que se piensa que acontece la humanidad en los hombres, el estoicismo señala una cierta crisis del Humanismo Aristocrático porque esa excelencia no acontece ya por el impulso y según la forma de la vida social, sino en cierto modo en su contra. Pero no sólo, porque el estoicismo señala también el momento de crisis del Imperio Romano como sistema sociopolítico y militar. El hecho de que la crisis de uno y otro sean correlativas pone de manifiesto justamente su mutua interdependencia. Pero indica también el momento en el que tanto la idea de lo humano y su realización en los sujetos, como la condición de hombre libre no pueden sustentarse ya en el estatuto de una ciudadanía con la forma del sistema sociocultural, político y jurídico del Imperio. Cuando un sistema sociocultural se rompe o empieza a perder vigencia como sistema de referencias para saber lo que se es, o lo que significa el mundo y la existencia de otros hombres y de uno mismo, lo que está bien y mal, lo que se puede y no se puede hacer, saber, comer, decir y pensar, entonces y por lo general, el conjunto de la realidad se hace inhabitable o amenazante y los hombres buscan refugio, formas de realización, reconocimiento y comunidad a salvo de la catástrofe general. El estoicismo es, en muchos de sus aspectos, un movimiento intelectual de

59 Fontán, A., op. cit., p. 51. 60 Fontán, A., op. cit., p. 43. 61 Cfr., Fontán, A., op. cit., pp. 42-43. 62 Cfr., Fontán, A., op. cit., pp. 42-45.

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esa clase. Más adelante vamos a ver cómo la ampliación estoica de la idea de comunidad humana mediante la noción de humanitas no sólo es paralela a la ampliación del estatuto de la ciudadanía romana al conjunto de los habitantes del Imperio, sino que tiene además la forma de una ciudadanía cosmopolita, en la que urbe y orbe se funden según una comunidad natural reseñada por una ley que también se proclama como natural 63 . La humanidad, "la inmensa sociedad del género humano formada por la misma naturaleza" 64 , ya no tiene, entre los estoicos, el carácter de un estatuto civil sino natural, o mejor, tiene el carácter de un estatuto natural según la forma de un estatuto civil: la ciudadanía universal y natural de los hombres bajo una nueva ley y en la nueva polis que es el cosmos: Según Pseudo Plutarco, Zenón "se propuso demostrarnos que no somos los habitantes de tal pueblo o ciudad, separados unos de otros por un derecho particular y por leyes exclusivas, sino que todos los hombres debemos ser conciudadanos, como si perteneciésemos al mismo pueblo o ciudad" 65 . Así quedo dicho por Eugenio D'Ors: "Tras largo soñar guerras y navegaciones, ábrense los ojos a la luz ateniense. Allí aprende el hombre la figura del hombre: de su conciencia, en frontis de templos; de su arquetipo, en estatuas. También hallará la ciudad su arquetipo; tal, que para siempre superpondrá en imperio, urbe y orbe". La institución de la ciudad en arquetipo civilizador se produce de modos distintos en Grecia y en Roma; no obstante, es la programática cultural griega lo que suministrará más tarde algunos de sus contenidos a la expansión romana: en la ciudad acontece el hombre humano, es decir, emerge al plano sociopolítico la universalidad de la noción filosófica (teórico-objetiva) de hombre, y que —por mucho que se restrinja a la condición de ciudadano, e incluso a la de griego—, tiene ya incoada una dinámica expansiva en el orden sociocultural hacia la universalidad que le resulta propia. Dicha dinámica universalista y expansiva es un cierto eco del impulso civilizador romano (la idea de imperio es una transposición de dicha universalidad), y de la posterior historia del occidente europeo. De ahí, por ejemplo, que cuando la urbe romana y la libertad política se derrumben como el ámbito y la forma propia de realización de la esencia de lo humano, aparecieran movimientos como el estoico que desarrollaron una noción de humanitas "cosmopolita", es decir, que tiene al cosmos mismo como a su polis originaria. Urbe y orbe están trabadas desde su remoto inicio griego precisamente porque la esencia universal del

63 Esta cuestión se trata expresamente en el tercer capítulo, "El Humanismo Pericial", bajo el epígrafe "Barbarie y estados de perfección". 64 Cicerón, helio, de la amistad, V 20. 65 Pseudo Plutarco, Fortuna de Alejandro,

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hombre cobra carta de ciudadanía en Grecia, allí emerge en el plano sociocultural como su fundamento: ser ciudadano griego es ser ciudadano humano, es decir, ser libre en el seno de la esencia del hombre, cuya aspiración última (aunque sólo progresivamente desvelada) no puede ser otra que habitar el orbe entero como su morada propia, como el ámbito propio de su tribu, de su ley y de su hogar: poblar el cosmos con la libertad del hombre según el modelo de la ciudadanía. Séneca también cree encontrar en el amor filial, la piedad, y el amor de los padres por los hijos la señal de "esa solidaridad que asocia a los hombres entre sí y ratifica la existencia de un derecho común del género humano"66. Y en otro lugar, refiriéndose quizás a los estoicos, afirma que "nosotros con elevado espíritu, no nos encerramos en los muros de una sola ciudad; más bien, hemos establecido trato con el mundo entero y adoptado el universo como patria"67. Todo ello relativiza la copertenencia entre el orden de la ciudadanía política y el de la realización del modelo antropológico en los sujetos, porque éstos pueden ya —y casi están obligados a hacerlo por la crisis del sistema social— cifrar la propia realización al margen de las actividades y misiones que la ciudadanía comprende. Pero esa posibilidad es también una reclusión y casi una fuga, aunque, también es cierto que supone la emergencia de la condición humana sobre el resto de los estatutos civiles, como la última y definitiva consistencia de la realidad del hombre 68 . Otra cuestión es, sin embargo, si esa universal comunidad que se gana mediante una ley común para el género humano, es una comunidad nueva con la forma de la ciudadanía libre, o, por el contrario, se trata de una homogeneización del género humano sobre la idea de una universal e insoslayable esclavitud respecto del destino y las fuerzas de la fortuna: "Son esclavos. Pero también son hombres (le dice Séneca a Lucilio). Son esclavos. Pero también compañeros de esclavitud, si consideras que la fortuna tiene sobre ellos los mismos derechos que sobre nosotros"69. No obstante, la idea de una patria universal, e incluso de una simple y común nación entre Roma y los pueblos ganados para el Imperio, es una novedad postrera para la propia his-

66 Séneca, Epístolas a Lucilio, Lib. V, 48, 3. 67 Séneca, De la brevedad de la vida, III, 4. 68 De este modo retrotrae Séneca la práctica de la virtud fuera de los ámbitos ciudadanos, para el caso de que la fortuna y la propia condición se lo impidiera a alguien: mostrando así que la ciudadanía ya no es el eje programático de los arquetipos para la realización de la humanidad en el hombre: "Así creo que ha de obrar la virtud y quien aspira a ella (...). Debe intervenir con más moderación en la vida pública y buscar atentamente algún modo de ser útil a la patria. Si no puede ser militar, aspire a un cargo civil; si la vida pública le está vedada, dediqúese a la jurisprudencia; si se le impone el silencio, ayude a sus conciudadanos (...); si ha tenido que dejar los deberes de conciudadano, ejerza los de hombre". De la brevedad de la vida, III, 4 (la cursiva es mía). 69 Séneca, Epístolas a Lucilio, Lib. V, 47, 1.

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toria de Roma, pues la práctica habitual había sido que "cuando un pueblo quedaba sometido, no ingresaba en el estado romano, in Civitate, sino en la dominación romana, in Imperio"10. Así fue, en efecto, por lo menos mientras duró la República, pero quizás no sólo, porque aún después de ella parece que "a nadie se le ocurrió que los romanos y los demás pueblos pudiesen formar una misma nación" 71 . Sin embargo, la escuela estoica no tuvo nunca por sí misma el poder de configurar un sistema social que tuviera como eje la comunidad natural de los hombres en la ley y la naturaleza. La posibilidad y la eficacia histórica para la constitución de un sistema sociocultural de esa clase, la tuvo y la ejerció primero el Cristianismo con la catolicidad del alcance del mensaje evangélico, la idea de persona y las formulaciones en torno a un derecho internacional; y la reformuló y desarrolló más tarde la Ilustración. El impulso de ambos todavía se manifiesta hoy en las proclamas de derechos universales, y en la constitución de foros internacionales para la representación de pueblos y naciones, aunque eso sí, mediante la identidad de los estados 72 . Además el estoicismo no sólo careció de esa eficacia, sino que incluso respecto de la constitución y desarrollo del orbe romano, es casi un epifenómeno cuyo alcance no fue mucho más allá de una exigua élite en un mundo próximo a la quiebra histórica. De hecho la idea misma de humanitas estaba "destinada a desaparecer pronto por un lapso de casi mil quinientos años" 73 . Por otra parte, y como se va a ver inmediatamente, incluso en autores estoicos como Séneca muchas de las formas del Humanismo Aristocrático siguen vigentes aunque sea según una acepción peculiar. Para nuestro propósito no es necesario que nos extendamos en el estudio de la evolución del humanismo y de sus correlaciones con el sistema sociopolítico de Roma, mucho más complejo, por demás, que el de las ciudades griegas. Nos basta con comprobar que, al menos en sus aspectos más generales y antes e incluso durante su crisis, se mantienen las notas y el sentido del Humanismo Aristocrático griego. Es decir, que el estatuto sociocultural de ciudadano romano se corresponde desde el punto de vista del contenido de la autoconciencia de lo humano —en buena medida al menos— con el de ciudadano de la polis griega. Y que, por tanto, dicho estatuto contiene el reconocimiento de la condición de hombre libre —"persona"— a efectos sociales y políticos: "en el terreno del derecho ser persona quiere decir ser reconocido por los demás en cuanto que constituyen una comunidad

70 Fustel de Coulanges, La ciudad antigua, Península, Barcelona, 1984, p. 336. 71 Fustel de Coulanges, op. cit., p. 365. 72 Sobre este asunto puede verse Choza. J., Los otros humanismos, EUNSA, Pamplona, 1994, 73 Fontán, A., op. cit., p. 90.

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social, y es este reconocimiento el que otorga unas capacidades de acción respecto los demás. Ser persona es ser ciudadano de Roma, estar investido de los derechos que la ley romana concede" 74 . La extensión de ese estatuto, y también el desarrollo de la forma jurídica de ese reconocimiento, suponen un cierto debilitamiento de la interdependencia entre el impulso formador de un modelo humano eminente y la condición jurídica de persona y ciudadano. O, por decirlo de otro modo, en la medida que la condición de ciudadano se sustenta por sí sola en la forma de su expresión y reglamentación jurídica, es más fácil también disociarla del contenido pedagógico, moral y cultural que tiene en sus primeras etapas. De ahí también que la paideia griega sea recibida en el mundo romano más como un programa de formación para la eminencia individual que como el fin mismo del orden sociopolítico y que, cuando entre en crisis, dejará de ser tenido por el ámbito y la forma misma de realización de la excelencia humana.

8. La pervivencia del arquetipo ciudadano en Roma. No obstante, si Roma es más que cualquier otra la receptora de las inspiraciones culturales griegas, no lo es sólo por formular la figura jurídico-social de la ciudadanía y su condición personal, sino también, y más fundamentalmente, por asumir el ideal griego de la formación y educación del hombre hacia su propia humanización, en la forma y con los caracteres generales de lo que hemos llamado el Humanismo Aristocrático. Sirva para ilustrarlo el siguiente texto en De la brevedad de la vida de Séneca, que, aunque lejano, mantiene dichos rasgos generales: "Todo el mundo está de acuerdo en que el hombre ocupado no puede hacer nada bien, ni dedicarse a la elocuencia ni a las artes liberales, (...) De lo que menos se ocupa un hombre ocupado es de vivir, aunque no exista conocimiento más difícil. Los maestros en las demás artes se encuentran en gran número por doquier; algunas incluso hay niños que las han aprendido tan bien, que son capaces de enseñarlas. A vivir en cambio hay que estar aprendiendo toda la vida" 75 . Es, en efecto, la misma contraposición entre el tipo de vida que se configura mediante los oficios y artes productivas, y el otro programa de vida, que se identifica con el vivir mismo, de quien cuenta con ocio y lo ordena de forma activamente humanizante: "Los únicos que disfrutan de su ocio son los que se dedican a la sabi-

74 Choza, J., Manual de antropología filosófica, Rialp, Madrid, 1988, p. 405. 75 Séneca, De la brevedad de la vida, Sarpe, Madrid, 1984, p. 32.

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duría; sólo estos viven" 76 . Y es también la misma contraposición entre los saberes y acciones mediante los que el hombre se lleva a su forma eminente, y aquellos otros que contraen los rostros y evitan la palabra: "la vida se desgarra en trabajos y siempre se anhelará el ocio" 77 . Otro tanto puede decirse respecto de la estima que las artes y actividades productivas y lucrativas le merecen a Séneca: "no admiro, ni considero ningún bien cualquier estudio que tiende al lucro. Son artes productivas, útiles (...). De hecho debemos ocuparnos de ellos durante todo el tiempo en que el alma es incapaz de realizar nada mejor; (...) se han llamado liberales porque son dignos del hombre libre. Con todo, el único estudio verdaderamente liberal es el que hace libre al hombre" 78 . En contraposición a los estudios que hacen libre al hombre, en Séneca, como en Aristóteles y en todo el mundo antiguo casi sin excepción, "las artes vulgares son propias de artesanos que se ejercitan con las manos y se ordenan a procurar los medios de la vida, en las que no hay asomo alguno de gracia u honra" 79 . Ciertamente hay un nuevo sentido del ocio como reclusión o aislamiento respecto de los azares la vida pública que, como en el caso de los estoicos, consiste en una cierta independencia moral, un ponerse a salvo del tumulto de las pasiones y oscilaciones de la fortuna. No obstante se pueden seguir rastreando las formas propias, aunque modificadas, de las correlaciones entre la excelencia moral y el ocio como un estatuto sociopolítico. En esa línea, por ejemplo, la ciceroniana contraposición entre el voluptas otiumque (ocio placentero o gustoso) emblemático del epicureismo y que consiste también en una cierta secesión del orden social, y el otium cum dignitate (ocio con dignidad) en el que dignitate significa "sin pérdida de la dignitas", es decir, sin merma de la disponibilidad para el ejercicio de funciones públicas si la civitas lo requiriera, mantiene todavía la antigua asimilación entre posibilidad-capacidad (dignitas) para misiones sociales y excelencia humana moral; máxime ahora cuando, para Cicerón por lo menos, el ocio contemplativo no tiene ya la eminencia que tuvo entre los filósofos griegos, porque la que se tiene por más excelente de las actividades humanas posibles es ya otra distinta de la teoría: "no hay nada en lo que la capacidad humana se acerque más a lo divino que la constitución de nuevas ciudades y la conservación de las ya constituidas" 80 .

76 Séneca, op.cit., p. 47. 77 Séneca, op.cit., p. 51. 78 Séneca, Epístolas a Lucilio, Lib. XI-XII, 88, 1. 79 Séneca, Epístolas a Lucilio, Lib. XI-XIII, 88, 21. 80 Cicerón, Sobre la República, I, 8, 13.

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La complejidad del sistema social romano no es comparable, desde luego, con la relativamente sencilla forma de las ciudades griegas. No obstante, la sucesión de Grecia por Roma en esa suerte de magnífica transmisión cultural y civilizadora contiene ya los perfiles que podremos ir reconociendo en los distintos momentos y formas de nuestra tradición cultural. En lo que a nosotros nos concierne hay que señalar que el humanismo se confirma en Roma en su forma aristocrática, de modo que el patrimonio sigue manteniendo buena parte de su vigencia como condición económica. En Roma, como en Grecia, es una determinada distribución del trabajo y de las funciones sociales articuladas a partir de las dotaciones patrimoniales de bienes raíces, lo que da su cuño característico a un sistema sociocultural en el que sigue teniendo vigencia el ideal formativo y humano griego: "La posición rectora de la nobleza senatorial habría sido inconcebible sin la base económica en que reposaba su predominio. Esta base era como siempre la propiedad de la tierra" 81 . En la Roma más temprana se hizo explícita la condición del patrimonio de bienes raíces como la forma de propiedad adecuada para la ciudadanía con funciones políticas. La necesidad de hacerlo vino dada posiblemente por la ya creciente aparición en la escena pública de individuos que habían ganado una preponderancia económica con actividades mercantiles y negocios: hombres nuevos, advenedizos a la condición de "persona" con derechos sociales y dispuestos a hacer valer su posición económica en la vida pública. Fue entonces cuando el Humanismo Aristocrático puso de manifiesto su origen y legitimación como no estrictamente económica 82 . El patrimonio es condición de posibilidad sólo en cuanto que libera de la exclusiva ocupación en actividades con fines económicos. Para sancionarlo, una ley Claudia del año 218 a. de C. prohibió a los senadores y a sus descendientes participar en las transacciones comerciales con el exterior, y poseer barcos mercantes con capacidad para más de trescientas ánforas. Esa capacidad se estimó suficiente para el transporte de los productos agrarios, es decir, para el cuidado y apro-

81 Alfoldy, G., Historia social de Roma, Alianza, Madrid 1987. 82 El simbolismo cultural que tiene el dinero en las sociedades burguesas que tienden a objetivar en él la distinción y el prestigio social, incita a pensar que bajo motivaciones que se proclaman a sí mismas como de otra índole late una encubierta pero no menos viva "pulsión económica". En nuestra época el dinero parece haber sustituido al sexo como el pretendido núcleo magmático de la actual geología de la conciencia humana, pero -como ha mostrado Elias- en las sociedades aristocráticas ese núcleo no era económico: la inteligibilidad de las conductas intersubjetivamente estimadas como racionales no tiene en las sociedades aristocráticas la forma de una racionalidad económica, sino algo más sencillo pero que proclamaba tener valor por sí mismo: la distinción social, la posibilidad de una existencia diferenciada y compartida. "El ethos del cortesano -dice Elias del aristócrata francés de la corte de Luis XIV- no es ningún ethos económico disfrazado, sino algo constitutivamente distinto de éste. La existencia en el distanciamiento y en el esplendor del prestigio, es (...) un fin en sí mismo". Norbert Elias, op. cit., p. 139.

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vechamiento de los patrimonios. Mientras que mercantes con mayor capacidad sólo servirían para el negocio y el comercio, actividades éstas que, aunque económicamente provechosas, resultaban incompatibles en tanto que formas de vida con el programa aristocrático-humanista. Desde luego la ley se hizo precisa porque la práctica habitual la desmentía, y es probable al menos que su éxito en impedir tales prácticas fuera muy relativo. Sin duda, medidas como esas se pretendían acotar el número de familias y estirpes con acceso a las funciones sociales y políticas detentadas por la nobilitas. Pero el Humanismo Aristocrático no es sólo, al menos programáticamente, una astucia para detentar y conservar el poder en el seno de sistemas socioculturales preindustriales. Más bien al contrario, el Humanismo Aristocrático es un intento de fundar la vida cívica, y la autoconciencia de lo humano fuera de las actividades económicas y mercantiles; ahí es donde se genera propiamente su carácter aristocrático. Querer acotar el número de familias y estirpes que tienen acceso a la condición de nobilitas, es también y al mismo tiempo, expresar la convicción cultural en la inaptitud de los oficios y labores útiles para la formación del hombre libre, del vir bonus y del ciudadano legitimado por su propia eminencia para la misión de organizar y regir la vida cívica. De hecho era posible acceder —pero se trataba de un verdadero acceso a lo distinto— a ese reducido grupo de estirpes aristocráticas hasta cierto punto ex novo, tanto mediante el éxito económico, como ejerciendo las actividades por las que se honra la memoria de las estirpes ilustres, y mediante la que se ganan distinciones y patrimonios: la guerra, la administración pública y las artes liberales, por ejemplo. Mediante todas ellas resultaba, en la práctica, poder nacer al ocio y de ahí que a quienes así surgían se les llamara "hombres nuevos". Este ideal educativo y político es también en muy buena medida el oficio o la programática de la realización de lo humano; Marco Aurelio lo declara expresamente: "cuando por la mañana te cueste trabajo despertar, ten presente este pensamiento: me despierto para llevar a cabo mi tarea como hombre. (...) otros por los oficios que aman, se desviven dedicándose a ellos sin comer ni lavarse ¿estimas tú menos a tu naturaleza que el cincelador su arte, o el bailarín su danza, o el avaro su dinero? (...) ¿Te parecen inferiores y que merecen menos cuidados las cosas de la comunidad?" 83 . Unas y las mismas son las cosas comunes y su servicio y la tarea como hombre, y como "nadie debe apreciar ninguna cosa que no corresponda al hombre en tanto que hombre" 84 , y los demás oficios "no son requisitos del hombre, la naturaleza del hom-

83 Marco Aurelio, Meditaciones, Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 1994, p. 50. 84 Marco Aurelio, idem., p. 58.

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bre no anuncia ninguno de ellos, ni son perfecciones de ella" 85 , parece pues que, al margen de las modificaciones importantes que en Roma tuvo el programa del Humanismo Aristocrático, éste sigue en buena medida vigente, incluso entre sus detractores. El propio Marco Aurelio, el emperador filósofo, cuyo pensamiento se forja bajo el agudo influjo de las ideas estoicas, no acepta —aunque quizás por su propia posición de filósofo en el poder— la distinción entre el bien del sujeto y el de la ciudad: "lo que no es perjudicial para la ciudad tampoco lo es para el ciudadano" 86 . El mismo concepto de lo que es la res publica87 designa lo que no ha sido privado de su uso común para pasar a formar parte de la dotación bajo el dominio y el uso de un particular; lo que no es res publica está in patrimonio, in commercium, es de la domus de un propietario, puede ser objeto de transacciones con vistas a fines no públicos, no políticos, es decir, domésticos, económicos y destinados a la satisfacción de las necesidades o a la provisión para la holgura material de la vida. Una nobilitas en cuyas señas para el reconocimiento social no tuvieran cabida las labores y oficios para otra utilidad que la del gobierno de la ciudad, ni tampoco los negocios al menos en tanto que forma de vida, sólo puede generar su privilegiada dotación patrimonial, en servicio a la comunidad, en su administración o en su defensa. Dejando ahora de lado el ejercicio de las potestades civiles, resulta que es mediante la guerra como cobran fama los nombres de los individuos y de las estirpes. De ahí que durante buena parte de la historia de Roma y Grecia el oficio guerrero, y más tarde algunas misiones de dicho oficio, fueran exclusivas para los hombres libres, los ciudadanos, y también que la organización social generara una cierta simetría en la jerarquía militar. El patrimonio en tanto que condición de posibilidad económica del aristocratismo es correlativo con la función social y política del hacer guerrero. La historia y evolución de las artes guerreras merecerían, pues, un lugar en la historia del humanismo. De ella depende en buena medida que la aristocracia pueda dar razón de su propia condición y legitimar así el ejercicio del resto de sus misiones cívico-políticas. Aquí no vamos a acometer ese estudio. Nos basta con dejar reseñada su relevancia dentro del Humanismo Aristocrático y del resto de las formas epocales de las que nos vamos a ocupar. Más adelante veremos cómo el orden social medieval hereda e incluso agudiza la centralidad del oficio guerrero en un mundo en el que, tras la caída del Imperio, las armas eran la única aparición pública del poder y de la capacidad para ordenar los espacios comunes de la existencia.

85 Marco Aurelio, idem., p. 58. 86 Marco Aurelio, idem., p. 49. 87 Sobre esta cuestión puede consultarse la obra dirigida por G. Duby y P. Aries, Historia de la vida privada, Taurus, Madrid.

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9. Persona, máscara y estatus civil en el mundo antiguo. En las contribuciones romanas al contenido de la conciencia europea de lo humano, quizás el rasgo más distintivo y novedoso —respecto del mundo griego— es la peculiar formalización jurídica en la que se expresa. Aquí nos vamos a ocupar sólo de uno de sus aspectos -—la noción de "persona"—, por el que buena parte de la autoconciencia antigua de lo humano como ciudadanía, pasa a formar parte de la nueva hermenéutica cristiano medieval. En este caso, como en el de otras tantas palabras que han devenido cruciales en las lenguas modernas, el término "persona" tiene un origen oscuro respecto del que se suelen admitir al menos tres procedencias distintas, y, sin embargo, semánticamente muy próximas. La más habitual de las versiones etimológicas es la que apunta al término griego prósopon que significaba el rostro o la cara del individuo, y más ampliamente la máscara o careta con la que aquella se podía cubrir. También se sostiene como probable una procedencia etrusca por la que persona derivaría bien del nombre de la diosa Perséfone, en cuyas fiestas parece seguro que se utilizaban máscaras, bien del adjetivo relativo arcaico phersu que significa personaje enmascarado o la máscara misma. La tercera posibilidad introduce un nuevo matiz semántico al señalar como origen probable el verbo personare, que significa retumbar o, más propiamente, sonar con fuerza y destacadamente, y de ahí que se aplicara a las máscaras utilizadas en las representaciones teatrales, que amplificaban la voz del actor mediante una pequeña concavidad situada en su apertura para la boca. Como ha señalado Hervada 88 , las tres versiones posibles coinciden en hacer relación de un modo u otro a la máscara y las tres remiten a contextos sociales en los que ésta se convierte en la forma estereotipada de la aparición y la participación. Tener la cara tapada por la máscara es tener un papel que desempeñar en la función que convoca a la comunidad, y en esa medida persona parece convenir con rol y protagonismo. No tener careta y no cubrir el propio rostro no significa aquí nada que implique autenticidad ni la inmediatez de una presencia a salvo de la impostura. Sino que denota, más bien, falta de protagonismo y del reconocimiento intersubjetivo en virtud del cual alguien queda capacitado para ejercer una función común, ya sea un papel en representaciones festivas y teatrales, ya sea un cargo o misión social. Hay una cierta coherencia entre ese sentido premoderno (ajeno a la hegemonía social de la sospecha y a la exigencia subjetiva de autenticidad) de la máscara

88 Cfr. Hervada, J., Lecciones 4 2 3 y ss.

propedéuticas

de filosofía

del derecho,

E U N S A , Pamplona 1992, pp

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como aparición e identidad social, y el significado de la libertad no en el sentido moderno de autonomía, sino en el antiguo de "poder vivir de acuerdo con las costumbres". En ese contexto quizá sea posible que la ley misma -el nomos en Greciapueda ser considerada como una máscara, como una formalización extrínseca de la vida que al medir y conformar las acciones de un sujeto se tornaba en la seña para el reconocimiento de un preciso status, el de la condición de libre. Poder vivir de acuerdo con las costumbres es, pues, poder ser reconocido intersubjetivamente como un igual 89 . La ley es una posibilitación ab extrínseco del sujeto como principio de acciones en el seno de una comunidad. En ese sentido, no es extraño que, por ejemplo, Tomás de Aquino concibiera siglos más tarde la ley como un principio operativo extrínseco, es decir, como un principio que se suma a los principios operativos intrínsecos del individuo (apetitos y, sobre todo, voluntad e inteligencia) ampliándolos e intensificándolos en su potencia operativa. También la ley es en cierto sentido algo que, como la máscara, amplifica al hacer resonar con más fuerza, y, en esa misma medida destaca, singulariza y se constituye en la medida que posibilita el reconocimiento, el tener nombre. En el contexto de las sociedades antiguas, si se procede según la estrategia del desenmascaramiento no se encuentra sino la barbarie de un sujeto máximamente indeterminado e innominado: casi un puro individuo cuya identidad no pasa de ser numérica. Por algo los que no son personas se "cuentan" como patrimonio de los libres. "Bárbaro soy aquí puesto que no me entienden" 90 dice Ovidio, porque la barbarie era la falta o la incapacidad para una palabra o una acción que convocara el reconocimiento intersubjetivo. Aeneu logos, sin palabra y razón, así llamaban los griegos a quien no era capaz de un discurso que fuera una interpelación para la comunidad. El idiotés griego, el incapaz de vivir y tomarse a su cargo según la forma de la ciudad, es, como el bárbaro, alguien cuyo hablar suena en Grecia como un balbuceo 91 en el que el logos no ha puesto su medida. En las sociedades antiguas bajo la máscara no hay un "yo" que habita la intimidad privada del individuo con independencia respecto de sus apariciones enmascaradas e inauténticas. No hay "yo" que sobreviva como tal fuera de las relaciones intersubjetivas y de las apariciones a las que éstas prestan su reconocimiento: personas, status, roles, máscaras.

89 Recuérdese que "sin tribu, sin ley y sin hogar" viven los que no son hombres o son más que hombres, las bestias y los dioses. Cfr., Aristóteles, Política, 1253 a, 9. 90 "Barbarus hic ego sum, quia non intelligor illis". Ovidio, Tristes, X, verso 37. 91 Cfr., Maclntyre, Tras la virtud, idem.

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Sonar con fuerza y destacar podía ser el efecto físico de la máscara sobre la voz del actor, pero significó también la ampliación o elevación que para un sujeto significa el reconocimiento intersubjetivo de su aptitud o conveniencia para una función en la que la comunidad se reconoce a sí misma. En esa línea, tener máscara significa tanto como estar en escena y estar en ella según un papel o una función destacada, y no como los miembros del coro, por ejemplo, que no cubrían sus rostros porque no protagonizaban nada a título propio. Representar, estar en escena, destacar; ésa parece ser la condición que confiere la máscara y la voz misma de persona, que terminó por designar al personaje que encarnaba cada actor, y más tarde también a dignidades sociales o públicas. En ese sentido aparece, por ejemplo, la expresión persona senatoris con el significado de dignidad, status o función de senador. También el término dignidad significa algo así como destacamiento y prevalencia, y de ahí que la expresión dignidad personal pueda presentarse como una redundancia intencionada o un pleonasmo 92 . Sin embargo, quizá dignidad no sea respecto de persona una mera redundancia que sólo añade insistencia. Como ya sabemos, Cicerón utiliza la expresión "ocio con dignidad" para significar la clase de retiro que no arrastraba merma o pérdida de la dignidad, es decir, un ocio en el que se permanece a disponibilidad de los requerimientos de la ciudad, de la comunidad política. 93 . El retiro que no implica pérdida de dignidad es aquel en el que se permanece a expensas de poder ser llamado y requerido para una misión social. En ese sentido quizá "dignidad" añada algo a "persona" en la línea de indicar que no se trata tanto o sólo del efectivo ocupar un status, sino también de poder ser llamado y permanecer disponible a la convocatoria para ocuparlo. Tal disponibilidad supone un cierto título de propiedad de la ciudad sobre el sujeto, que aquella puede hacer valer en el nombramiento, y que permite a quien así es poseído no ser propiedad de nadie más, es decir, no ser esclavo: no formar parte del patrimonio y, por tanto, no estar in commercium. Poder ser requerido para servir a la ciudad es ya un estatus destacado por el que nadie puede ser reducido a una servidumbre que le prive (lo haga res privata) del trato que conviene a quien no es patrimonio de nadie. Correlativamente, la comunidad puede llamar (vocare) a alguien, y nombrarlo para una misión que comporta un estatus, una cierta presidencia o destacamiento. Ese llamamiento por parte de la ciudad es un requerimiento que interpela a aquel cuya dignidad consiste en una disponibilidad, de

92 Cfr. Millán-Puelles, A., Léxico filosófico, Rialp, Madrid 1984, p. 457. También Melendo Granados, T., Persona humana y sentido de la sexualidad, en prensa. 93 Cicerón, Sobre la república, en Introducción, Gredos, Madrid, 1984, p. 16.

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modo que ser persona es más un reconocimiento —un nombre o nombramiento— por parte de la ciudad que algo que se tenga en propiedad frente a ella. Dignidad, en cambio, aunque no es nada que el sujeto tenga con independencia de la comunidad, tampoco significa sólo la destacada condición de quien, por ejemplo, ejerce una potestas, sino la situación misma de quien puede invocar un status de disponibilidad para la ciudad. Consiguientemente, para esta noción antigua de persona es la comunidad política la que puede exclamar algo así como yo te he adquirido y te he llamado por tu nombre, tú eres mío. La disponibilidad de sí mismo en que consiste la libertad está aquí concebida como el status que consiste en la disponibilidad para la civitas o la polis. Desde luego, en este caso se trata de un estatus restringido —un cierto estado de perfección— que ni siquiera alcanza a la totalidad de los miembros de una comunidad. El estatus de libre —y de persona— no es el de un sujeto autónomo y emancipado en sentido moderno, sino la condición de quien pertenece a la ciudad de un modo que no le deja ser siervo entre iguales, entre hombres: una servidumbre cuya forma es ser libre según una ley94. Libertad es guardar respecto de lo público una aptitud para su servicio —que entraña tal disponibilidad de sí mismo— que no permite ser propiedad de nadie más. La polis o la civitas es aquello cuya posesión sobre un sujeto —si tiene también la forma del reconocimiento— capacita programáticamente a éste para ser dueño de sí mismo y no poder ser de otro. Desde esta perspectiva cobra sentido la definición aristotélica de esclavitud: "pues es naturalmente esclavo el que es capaz de ser de otro y por eso es realmente de otro"95. Ser capaz de ser de otro es no ser capaz de ejercer la forma de la comunidad, es decir, de vivir de acuerdo con las costumbres o con la ley, y, por tanto, no ser tampoco apto ni estar reconocido para ejercerla en alguna de sus misiones, cargos o representaciones. La acepción antigua de persona es la de ciudadanía, es decir, es el status civil de quien puede llevar una vida cuyo eje programático es la conciliación de servicio y libertad, lo que en último extremo sólo era posible si a lo que se servía no era a la domus de un señor privado sino a la ciudad misma, y esto además según una 94 Ante semejante concepción de la libertad es posible que en la actualidad nos sintamos como ante un objeto de arqueología de las mentalidades. Sin embargo, no es una acepción tan extraña a la modernidad, y no faltan autores entre los fundadores del pensamiento moderno que han sostenido tesis muy próximas: "Hubiese querido vivir y morir libre, es decir, sometido de tal modo a las leyes que ni yo ni nadie hubiese podido sacudir su honorable yugo, este yugo saludable y dulce que las cabezas más soberbias llevan tanto más dócilmente cuanto que no fueron hechas para soportar ningún otro". Rousseau, J. }., Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad entre los hombres, Tecnos, Madrid 1990, p. 97. 95 Aristóteles, Política, 1254 a 13-15.

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forma que permitiera el reconocimiento intersubjetivo, o, lo que es lo mismo, que significara el ejercicio y la representación de la comunidad en cuanto tal: "La distinción romana entre individuo y ciudadano consistía en que este último era una persona, tenía personalidad legal, como si dijéramos; era como si el derecho le hubiera asignado el papel que se esperaba desempeñase en la vida pública" 96 . Si es cierto además que "persona" en Roma significaba algo así como un status o aparición social que suponía una capacidad jurídica —ser un caput91—, a la que le podían convenir simultáneamente distintos status98, y, por tanto, diversas formas de ser persona, entonces el status de persona es el de una relación que se establece entre un reconocimiento y una capacidad que se posibilitan mutuamente. La categoría jurídica de status está íntimamente complicada con la acepción romana de persona. En Roma, "la persona era el hombre en un estado" 99 , que remite además a las tres condiciones jurídicas básicas que suponían la promoción al status personal: status civitatis, status libertatis y status familiae. La familia y la ciudad según la forma de la libertad —es decir, de la ley— se presentan así como ámbitos en los que puede acontecer la clase de reconocimiento intersubjetivo que eleva o promociona al hombre a un status destacado, a la condición personal 100 . Se puede advertir ahora que hay un cierto paralelismo entre los tres status romanos y las tres categorías homéricas 101 para señalar la posición propia del hombre entre las bestias y los dioses: hogar y status familiae, tribu y status civitatis, ley y status libertatis. No es la tradición greco-romana la única en la que puede encontrarse una trilogía que sea fundacional respecto de la identidad comunitaria de los pueblos, al tiempo que constitutiva de las dimensiones de la vida de sus miembros. Hay un cierto paralelismo entre algunos hitos centrales en la historia veterotestamentaria del pueblo elegido y las citadas categorías grecoromanas: en el Antiguo

96 Arendt, H, Sobre la Revolución, Alianza, Madrid, 1988, p. 107. 97 Es posible, al menos, que un caput en reposo, esto es, un sujeto con capacidad jurídica en la situación de no estar ejerciéndola, convenga con lo que Cicerón llama otium cum dignitate. En ese caso resultaría claro que 'dignidad' no es respecto de 'persona' una mera redundancia, porque señala precisamente la situación en la que un caput no está ejerciendo actualmente un status destacado. 98 Hervada, J., op. cit., p. 423. 99 Hervada, J., op. cit., p. 427. 100 Es sumamente significativo que la comunidad productora (lo que hoy llamaríamos el ámbito del trabajo y las profesiones) no tiene en Roma un status propio, sino que está integrado sin merecer una denominación específica en la unidad familiar. Esa es, probablemente, una de las notas epocales que caracteriza más acusadamente a la Antigüedad respecto del mundo moderno en el que las dimensiones familiar y política se completan con la laboral o profesional. 101 "Sin familia, sin ley y sin hogar se quede aquel que ama el intestino combate, que hiela los corazones". Homero, ¡liada, IX, 63-64.

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Testamento la idea de una "tierra prometida" guarda una cierta analogía con el status familiae-hogar, la de Israel con el status civitatis-túbu, y la del decálogo con el status libertatis-ley. No es menos neta —y viene aquí más al caso— la correspondencia entre hogar, tribu y ley por un lado, y las tres unidades sociales que señala Aristóteles como formas de asociación entre hombres: la casa, la aldea y la ciudad 102 . Estos son los tres ámbitos en los que un sujeto podía aparecer en escena en las sociedades antiguas: la casa o la comunidad procreadora y satisfactora de las necesidades "cotidianas"; la aldea o la comunidad productora y satisfactora de necesidades "no cotidianas"; y la ciudad o la comunidad política que, como ya sabemos, existe propiamente para vivir bien, es decir para la realización moral de los individuos y la comunidad. Es probablemente muy difícil advertir la peculiar articulación que se da entre ellas, y singularmente la exclusividad de la polis respecto de la realización moral, si no se repara en que en el mundo antiguo la pertenencia al sistema productivo-mercantil no significaba de suyo la integración en el sistema político, sino que más bien al contrario implicaba la exclusión de la comunidad política propiamente dicha. Esa oposición entre ambos sistemas tiene desde luego que ver con la estima social que en el mundo antiguo tenía el trabajo y las técnicas productivas 103 . Pero se pone finalmente de manifiesto en que el sistema educativo se subordinaba exclusivamente a la integración y aptitud respecto del sistema político, y de ninguna manera respecto del productivo-mercantil. Lo que en último extremo resulta coherente con los tres status jurídicos romanos (en el que no está explícitamente considerada la comunidad productora) y con los que se relaciona la condición de persona: status familiae, civitatis y libertatis. Al respecto y aunque desde un área aparentemente tan distante como el urbanismo, puede resultar ilustrativa la opinión aristotélica expresada en la Política acerca de la ubicación ideal del puerto: no debe estar ni tan lejos para hacer penoso el transporte, ni tan cerca de la polis que sea difícil evitar el riesgo de asaltos, y, sobre todo, de confundir el trasiego del mercadeo portuario con la sustancia de la vida política. El puerto, pues, o lo que es casi lo mismo, el mercado, no es el escenario donde los hombres pueden aparecer según la medida de su realización, sino la de sus necesidades; en el puerto, vale decir, no había personas porque aquello no era una plaza pública, sino sólo el lugar comunitario de las necesidades, el locus donde se articulaban producción y comercio, y ninguna de ellas son un papel que permita representar la

102 Cfr., Aristóteles, Política,

1253 a.

103 Una exposición breve e introductoria sobre la cuestión puede encontrarse en Mossé, C., El trabajo en Grecia y Roma, Akal, Madrid 1980.

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libertad. La expulsión aristotélica —y en realidad característica de todo el mundo antiguo— del mercado fuera de la sociedad de los hombres, fuera de la polis, la entenderán como nadie, e incluso la creerán confirmada desde lo alto, los discípulos de aquel judío joven —probablemente hijo de carpintero y carpintero El también— que expulsó a los mercaderes del templo, máxime cuando la sociedad de los hombres que van a construir los cristianos medievales se asimilará hasta confundirse incluso con la sociedad de los hombres con Dios, la Iglesia, la Civitas Dei.

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CAPITULO 2 HUMANISMO ESTAMENTAL

"La gloriosísima ciudad de Dios, que en el presente correr de los tiempos se encuentra peregrina entre los impíos viviendo de la fe, y espera ya ahora con paciencia la patria definitiva y eterna" 1 . Estas son las líneas que abren La ciudad de Dios de San Agustín y que, junto con las iniciales de la Suma contra gentiles de Tomás de Aquino, "entre todos los atributos de un sabio es propio suyo el ordenar" 2 , dejan vislumbrar la nueva conformación del mundo de los hombres —y de los hombres mismos— constituida sobre la irrupción del Cristianismo en el mundo antiguo. El medievo se desarrolla sobre un nuevo orden que se tiene también por una versión inédita del principio y el fin de la historia, de la sociedad y de la humanidad. El orden, el mundo y la sabiduría son nuevos porque hay un nuevo fin, y porque éste cobra vigencia sociocultural, esto es, social, política, epistemológica, moral, y religiosa, sobre todo religiosa. Como de "una cosa se dice que está perfectamente ordenada, cuando lo está respecto a su fin; y el fin de cada cosa es su propio bien" 3 , y el último bien de todo es Dios, los medievales emprenden la tarea de construir —sobre lo que el mundo antiguo ya había edificado— un tiempo nuevo, christiano tempori, en el que todo lo real habría de ser ordenado hacia más allá de sí mismo para que pudiera venir a serlo realmente: el hombre hacia Dios, la sociedad civil hacia la religiosa, la naturaleza hacia la sobrenaturaleza, la obra de la creación hacia la redención, la historia hacia la eternidad, la filosofía hacia la teología, la razón hacia la fe, la justicia hacia la caridad y el género humano hacia la Iglesia de Cristo. Así lo exigía la sabiduría de los tiempos nuevos porque esa reorientación no era para ellos otra cosa que redención, salvación de lo que estaba extraviado en sí mismo para que se reencontrara en Dios, su origen y su fin. El cristiano de este tiempo, como un nuevo Ulises, es el viajero —homo viator— hacia su origen. La distancia respecto de El es también la ruta de un viaje a través del mundo y de la vida, ambos medios hacia Dios, pero también distancia y obstáculo porque si sustraen y retienen la atención

1 San Agustín, La ciudad de Dios, I, pról. 2 Sto. Tomás, Suma contra gentiles, Lib. I, cap. I. 3 Sto. Tomás, op. cit., Lib. I, cap. I.

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del hombre le hacen perder, como las mortales flores del olvido, la memoria de que no tiene en este mundo ni en esta vida su patria duradera 4 . Los hombres de la Edad Media intentaron la orientación de todo hacia Dios con la forma de su propio mundo, el más próximo y deudor en nuestra tradición a las formas del mundo antiguo. Una y otra condiciones —la de cristianos y antiguos— quedaron bien patentes en sus realizaciones, hasta el punto de que es posible sentirse tan ajeno al mundo que crearon como próximo a la fe que profesaban; y hasta esto último tiene, en no pocos casos, perfiles que el tiempo ha convertido en aristas. Sin embargo, incluso si no se comparte con ellos ni una cosa ni la otra, en sus avatares por alumbrar una novedad que no tenían como de este mundo se puede asistir a la refundación de lo que hemos venido a ser, y reconocerse inesperada y remotamente en la clase de libertad que la Edad Media alumbró. "Fueron tiempos bellos y resplandecientes, (dice Novalis) aquellos en que Europa era un país cristiano, en que una cristiandad vivía en esta parte del mundo humanamente configurada; un gran interés comunitario unía las más lejanas provincias de este vasto imperio espiritual" 5 . Se comparta o no tan amable e idílica visión, resulta inquietante y misterioso que todo ello constituyera también la forma de una autoconciencia de lo humano que está en la genealogía de la nuestra y en la formación de la versión de lo humano que llamamos Europa. Resulta difícil, además, resistirse ante la grandeza de algunas de sus realizaciones y, sobre todo, ante la desbordante creatividad que desencadenó la consideración del mundo como una enorme vía con la que se pobló lo real de misterio y valor simbólico 6 . Sin embargo, la constitución viática del mundo medieval consiste muchas veces en hacer inmediatas las ultimidades, y arrastra con frecuencia —con demasiada frecuencia— la atenuación cuando no la confusión de la finalidad propia de la sociedad civil, de la naturaleza y de la historia, con la de la ciudad celeste. Es en la tarea por configurar el mundo humanamente donde el hombre se realiza según una versión de sí mismo —ya sea como hombre o como cristiano— que no puede ser sino hermenéutica, es decir, constituida según una finitud histórico cultural (epocal). Desde luego, quizás no fuera así para ellos mismos que creían habitar un tiempo que era también una nueva era, y no sólo del hombre o de las naciones, sino del cosmos mismo. "Tal como lo concebían los hombres de aquel tiempo, (dice Gilson), la predicación del Evangelio inaugura una edad del mundo que sigue a las precedentes, recoge sus frutos, agrega otros, y en la cual ellos mismos se hallan colocados"7.

4 Cfr., San Agustín, Confesiones, 5 Novalis, La Cristiandad

BAC, Madrid, 1987, pp. 326-342.

o Europa, Instituto de estudios políticos, Madrid, 1977, p. 71.

6 Cfr., San Agustín, Confesiones,

idem., pp. 457-500.

7 Gilson, E„ El espíritu de ta filosofía medieval, RIALP, Madrid, 1981, p. 362.

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Lo que no pudieron pensar es que su mundo iba a ser sólo uno de los que cubrirían el trecho histórico entre la plenitud de los tiempos ya acontecida y el final de las sociedades de los hombres. "Todos saben que se está representando el penúltimo acto" 8 , aunque quizá supusieran que su mundo era la única escena de ese acto penúltimo. "Nosotros que hemos sido colocados en el fin de los tiempos", dijo Otón de Freising —sobre el 1140— expresando la idea de proximidad y umbral con lo que está fuera del tiempo y del mundo que atraviesa a estos siglos, y que si no se ha confirmado en la horizontalidad de la duración del tiempo, sí dejó su impronta en la verticalidad del espíritu de la época.

1. Ciudadanos antiguos y fíeles cristianos. El destierro y la excomunión. De entre todas las características diferenciales de la Edad Media respecto de la Antigüedad que conviene tener presentes desde el inicio, quizá la más importante sea la nueva y marcada índole religiosa del fundamento de las organizaciones sociopolíticas y de los contenidos culturales. Es cierto que durante esta etapa subsiste una aristocracia de corte patrimonial 9 , nobiliaria —y más tarde feudal—, que sigue participando de la función de organizar la vida civil, y también de buena parte de la función educativa, al menos en su dimensión ejemplar. (Las distintas épicas nacionales son una buena muestra, aunque algo tardía en algunos casos, del ascendiente modélico de la nueva aristocracia). También parece que en esa misma medida el mundo medieval participa de la vigencia del patrimonio como condición de posibilidad socioeconómica del desempeño de las funciones aristocrático-humanistas: "La nobleza sólo tenía dos raíces: la propiedad por la cual el hombre entraba en un conjunto de relaciones que determinaban su lugar en la sociedad, y la caballería por la cual asumía obligaciones y privilegios" 10 . Dicha propiedad sigue consistiendo básicamente en patrimonios de bienes raíces, cuya explotación está garantizada por alguna forma de disponibilidad de fuerza laboral humana.

8 Gilson, E., op. cit., p. 365. 9 A partir de la caída del Imperio Romano, y, sobre todo, en torno al siglo VII y VIII, cuando el Islam se apodera del Mediterráneo, "la Europa Occidental volvió al estado de región exclusivamente agrícola. La tierra se hizo la única fuente de subsistencia, y la única condición de riqueza. Todas las clases de población (...) vivían directa o indirectamente de los productos del suelo (...) Los bienes muebles ya no tenían uso económico alguno", Pirenne, H„ Historia económica y social de la Edad Media, F.C.E., México, 1986, p. 12. 10 Southern, R.W., La formación de la Edad Media, Revista de Occidente, Madrid, 1955, p. 117.

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La relación y condición de los antiguos amos y esclavos guarda una simetría sólo remota con la forma feudal del señorío y la servidumbre. También durante la Edad Media el señorío se establece normalmente como un sistema de explotación de los recursos humanos y materiales, en el que, a veces, la condición de siervo equivalía de hecho a la de esclavo, si bien programática o jurídicamente tendiera a desaparecer la posibilidad de patrimonios humanos en la forma de esclavitud11. No obstante, es más que probable que el sistema feudal (por el que tanto pequeños propietarios como individuos que sólo poseían su trabajo pactaban con un señor las condiciones de su seguridad a cambio de alguna clase de dependencia que fue convirtiéndose en servidumbre: hombres de otro hombre12), surgiera precisamente de la progresiva escasez y la consiguiente alza de precios de los esclavos, y del debilitamiento de las sociedades parentales como instituciones capaces de garantizar la seguridad y manutención de los individuos13. Es muy posible que las novedades que el sistema feudal supone —al menos programáticamente y una vez que la cristianización alcanzó buena parte de los territorios europeos— respecto al mundo antiguo, sólo puedan percibirse con claridad si se repara en el hecho de que la antigua distinción entre "ciudadanos" y "gentes", se modifica ahora al pasar a fundarse en un orden distinto al sociopolítico: el religioso. Desde esta nueva instancia fundante la distinción clásica se transforma en una distinción socioreligiosa entre "fieles" e "infieles", es decir, entre miembros de la Iglesia en tanto que comunidad socioreligiosa y quienes no forman parte de ella, (y acabarán con frecuencia siendo excluidos también de las comunidades civiles cristianas al final de la Edad Media). La simetría entre un binomio y otro tampoco es completa, pero basta que guarden un cierto paralelismo, para ver que la posición radical de los individuos en el nuevo sistema sociocultural que se gesta en Europa, empieza a depender en sus límites más extremos de la condición de fiel o de cristiano14 y de su contraposición a la de impíos e infieles. 11 "La clase de siervos villanos, que constituía la mayor parte de la población de Europa a comienzos del siglo XII, se hallaba formada por individuos cuyos antepasados habían escapado de la esclavitud, y también por otros cuyos predecesores habían gozado de un grado mucho mayor de libertad. Este proceso de nivelación social había comenzado ya en el siglo VI, acelerándose desde finales del siglo IX y durante todo el X (...) Incluso antes de que la influencia del Cristianismo se hubiera hecho determinante, se consideraba un acto virtuoso manumitir a un esclavo; desde el siglo III la manumisión se consideró un acto de caridad cristiana. Muchos de los nuevos hombres libres adquirían una parte del gran latifundium, y, aunque libres, estaban obligados a realizar una serie de prestaciones a sus patronos", Hodgett, G.A.J., Historia social y económica de la Europa medieval, Alianza, Madrid, 1991, p. 37. 12 Cfr., Bloch, M„ La sociedad feudal, Akal, Madrid, 1986, pp. 161-163. 13 Cfr., Bloch, M„ op. cit., pp. 141-244. 14 Al respecto, fue crucial el llamado Renacimiento carolingio en el que la unidad de la Iglesia latina proyecta sus límites sobre la idea política del Imperio. Para el entorno de Carlomagno, "Europa y la Iglesia eran algo idéntico (...), la Europa cristiana era la materialización práctica de la Ciudad de Dios de San Agustín", Ullmann, W., Historia del pensamiento político en la Edad Media, Ariel, Barcelona, 1992, p. 67.

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De ese modo, la distinción romana entre "personas" (sujetos de derechos con identidad jurídica) y "gentes" cobra vigencia más bien ad extra, hacia fuera de las comunidades cristiano medievales y respecto a quienes no forman parte de ellas, los nuevos bárbaros: los infieles. Pero no tanto, o no en la misma forma, respecto a quienes integrando tales comunidades —siendo fieles cristianos— no tienen la suficiente dotación patrimonial para eludir la condición de servidumbre. La nueva índole religiosa de la comunidad sustancial sobre la que se desarrollan las organizaciones sociopolíticas del medievo, tiende a establecer una neta diferencia entre la condición social que se deriva de la posición económico-productiva, y la de miembro de la comunidad según una cierta plenitud, que se posee en virtud de participar de aquella comunidad en su forma sustancial —ahora religiosa—, y no por causas económicas o culturales. (Ciertamente en esa plenitud no se cuentan buena parte de los derechos civiles ni la igualdad política, y las misiones sociales que se pueden ejercer dependen todavía, con alguna excepción, de las dotaciones y disponibilidades económicas). Sin embargo, el feudalismo es en cierta medida el sistema posible de dependencias y subordinaciones personales en una sociedad donde la relación amo-esclavo resulta posible sólo respecto de los elementos exteriores a la comunidad, es decir, allí donde decae la forma sustancial y religiosa para la vida común y el reconocimiento, y aun esto con severas restricciones que irán haciéndose notar si bien con lentitud: "si la esclavitud no hubiera desempeñado un papel tan débil, las formas de dependencia auténticamente feudales, en su aplicación a las clases inferiores, no hubieran tenido razón de existir" 15 . Que la religión es el nuevo orden que asume y funda la forma y cohesión de los ámbitos políticos y civiles, puede apreciarse también en que buena parte de los efectos que implicaba la pena de destierro en la sociedad antigua, los produce ahora la sanción religioso-eclesial de la excomunión: a la exclusión de la comunidad (comunión) de los bienes religioso-sobrenaturales, va unida también en buena medida la muerte-exclusión social y la inhabilitación para el ejercicio de potestades públicas. Para la tradición grecoromana mantener que el hombre es animal social, significa pensar que el individuo es por sí solo insuficiente respecto al logro de su propia perfección, y que ésta puede lograrse exclusivamente en y mediante la forma de una vida social y política, la vida del "hombre libre". El destierro social es, pues, la exclusión de la posibilidad misma del incremento de la humanitas, su recaída en la barbarie de una excepcionalidad sin eminencia, inhumana. Pues bien, si en la Edad Media esos mismos efectos los produce también la excomunión, es porque el

15 Bloch, M., op. cit., p. 456.

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orden religioso-eclesial resulta fundante incluso respecto del ordenamiento político y jurídico de las comunidades civiles; es decir, que la comunidad de un credo religioso es el más operativo de los vínculos sociales, y que, por tanto, la forma de perfección humana que el sistema sociocultural reconoce como relevante y respecto a cuya realización se polariza, ya no es una perfección meramente cívicopolítica, sino religiosa, la santidad y su correlato ultraterreno, la salvación y bienaventuranza. De ahí que no sea suficiente formar parte de la comunidad de los hombres libres (ciudadanía civil) de la barbarie natural, y sea también necesario participar de la sociedad-comunión de los hombres libres de la barbarie socioreligiosa (eclesial): la excomunión y la condición de infiel. El paralelismo entre la condición de "ciudadano" y la de "fiel" tiene como correlato el paralelismo entre el destierro civil en la Antigüedad y la excomunión en el nuevo sistema sociocultural. Para los ciudadanos del mundo antiguo el destierro era la sanción correspondiente a la pena de muerte para las "gentes"; en el primer caso se producía la muerte social (revocable) del hombre, esto es, en tanto que humano-persona-ciudadano; en el segundo la muerte orgánica irrevocable. La excomunión es la suspensión de la condición de partícipe de la comunidad de los fieles y, por tanto, opera en las comunidades civiles cristiano-medievales produciendo muchos de los efectos que causaba en las sociedades antiguas el destierro. Si el destierro es un cierto tipo de muerte revocable porque impide el crecimiento de lo constitutivo del hombre libre —su vida política—, la excomunión es la objetivación jurídico-eclesial de los efectos del pecado, que es en el orden religioso lo que la muerte orgánica en el biológico, aunque, eso sí, todavía revocable, como el destierro. En suma, la excomunión es en el plano socioreligioso, eclesiástico, lo que el destierro en las comunidades sociopolíticas de la Antigüedad. Pero no se trata sólo de un paralelismo, sino que la excomunión también llevaba aparejados junto a tales efectos socio-religiosos buena parte de los cívicos y políticos que producía el destierro. Se trata, pues, de que tanto la Iglesia como las nuevas organizaciones políticas son formas diversas de un mismo elemento básico: la comunidad de los fieles cristianos. "En la Edad Media, la realidad social última era (...) la unidad común del pueblo cristiano, del cual el mismo Estado no era nada más que el órgano temporal"16. En el orden político la condición de fiel se corresponde, por así decir, con la de miembro de número de las sociedades cristiano-medievales, y tiende a constituirse en el correlato medieval de la de ciudadano en las sociedades antiguas.

16 Dawson, Ch„ Ensayos acerca de la Edad Media, Aguilar, Madrid, 1956, p. 104.

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El segundo de los factores que resulta relevante a la hora de esbozar la nueva forma epocal del Humanismo, es la disociación entre el ideal pedagógico formador de un modelo antropológico y el desempeño de las funciones económicas y políticas de la aristocracia patrimonial. Dicha disociación es especialmente grave en las primeras y más convulsas etapas del nuevo dominio de los pueblos bárbaros. Noventa años después de la muerte de Teodosio (395), "todas las huellas del gobierno imperial en la Europa Occidental habían sido completamente borradas"17. En ese contexto, el proceso de cristianización supone también una cierta revitalización del ideal educativo y la restitución de un programa para la realización de un modelo, cuyo primer intento constituyó lo que suele conocerse como el renacimiento carolingio. Pero, como es sabido, no son las aristocracias civiles las que encarnan el protagonismo social y cultural que de dicho modelo se deriva18. La disociación entre la condición aristocrática y el esfuerzo formador según un programa de vida, se hizo manifiesta cuando el ejercicio de las funciones aristocráticas empezó a depender y consistir en la capacidad para garantizar la defensa respecto de un mundo en el que la barbarie se había hecho amenaza ineludible. Esa es la situación en la más lejana Edad Media: abrupta desaparición de instituciones, normas y criterios cívicos; la consiguiente degradación, e incluso desaparición, de la esfera pública de la vida; la correlativa y creciente privatización y militarización del ámbito civil; la reducción y el traslado del empeño estudioso y conservador de saberes y ciencias a otros espacios; el decaimiento del comercio y de la producción, y la pérdida del Mediterráneo como medio de comunicación e intercambio19. Simultáneamente al nuevo carácter fundante del ámbito de los fines religiososobrenaturales, y a la militarización de la aristocracia nobiliaria (con la consiguiente cesión de alguna de las funciones que le eran propias), aparece un tercer factor del que nos vamos a servir para caracterizar al Humanismo Estamental: la

17 Hodgett, G.A.J., op. cit, p. 13. 18 El renacimiento carolingio se desarrolla a través del único cuerpo constituido que podía recibir instrucción con alguna eficacia y unidad: los clérigos. Sobre ellos se disponen nuevas órdenes que surgen del emperador casi como si éste los utilizara como el cuerpo de funcionarios de su administración, haciendo así patente hasta qué punto Iglesia e Imperio se mantuvieron asimilados: "Los funcionarios eclesiásticos eran sirviente imperiales (...) Conceptualmente, el gobierno imperial no podía establecer una línea divisoria entre el Imperio cristiano romano y la Iglesia y la Iglesia cristiana", Ullmann, W., op. cit., p. 37. 19 No pasará además mucho tiempo, en términos históricos, antes de que los cristianos, dirá pintorescamente Ibn-Kaldun, "no logren que flote en el Mediterráneo ni una tabla". Apenas un par de siglos más tarde, en ese mar que era el medio para "la comunidad de las mismas costumbres, necesidades e ideas, se enfrentan ahora dos civilizaciones, o, mejor dicho, dos mundos mutuamente extraños y hostiles, el de la Cruz y el de la Media Luna". Pirenne, H., Historia económica y social de la Edad Media, F. C. E„ México, 1986, p. 10.

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aparición de un nuevo tipo de vida y de las instituciones que la organizan, la vida religiosa20. Si se piensa este último fenómeno en correlación con los dos anteriores resulta inmediatamente que, por un lado, las distintas formas de la vida religiosa terminarán haciéndose cargo de alguna de las funciones aristocrático-humanistas de las que hizo cesión la nobleza civil; y, por otro, que la vida religiosa y sus instituciones encarnan y manifiestan la primordialidad del orden religioso-sobrenatural en el sistema sociocultural del medievo: "Es característico de la religión medieval que sus ideales espirituales encontraran expresión en un organismo sociológico definido. La vida espiritual no era una aspiración vaga ni una idea abstracta. Era una vida en el pleno sentido de la palabra, un modelo organizado de conducta, personificada en distintas formas institucionales"21. Es de la mayor importancia reparar ahora en que durante la Edad Media —como durante la Antigüedad—, es una parte del todo social la que se hace cargo de la encarnación y custodia del principio conformador del orden sociocultural: el ámbito de los fines sobrenaturales y el carácter religioso de los vínculos fundamentales. Realizar socialmente este principio es una tarea que compete a un "modelo organizado de vida", que es la religiosa, como en el mundo clásico un principio de índole natural se expresó mediante la forma de vida aristocrático-ciudadana.

2. Diferenciación y separación del "mundo". Hay, sin embargo, en el "organismo sociológico definido" que encarna el ideal medieval (la vida e instituciones religiosas), una peculiar aspiración secesionista respecto del propio orden social que no es estrictamente clásica, sino característicamente medieval, y que surge de una peculiar interpretación de elementos estructurales del cristianismo en síntesis con factores histórico-coyunturales; o si se quiere, de la versión hermenéutica del Cristianismo que, como no pudo ocurrir de otro modo, se realizó y expresó desde la finitud histórico cultural de lo sujetos y de las naciones. El primero de esos elementos histórico-coyunturales es el desplome de la organización del mundo antiguo. La falta de pujanza de las instituciones cívicas para man-

20 "La caída del Imperio Romano demostró visiblemente que ninguna obra salida de manos mortales puede ser inmortal, y dicha caída fue acompañada del crecimiento del evangelio cristiano, que predicaba una vida individual imperecedera", Arendt, H., La condición humana, Paidos, Barcelona, 1993, p. 33. 21 Dawson, Ch., op. cit., p. 95.

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tener el ordenamiento social, supone una época de convulsiones y recesión de las formas de vida hacia la esfera privada y rural. Las ciudades mantienen su vitalidad a duras penas22 o decaen irresistiblemente, y las familias aristocráticas crean en torno a sus patrimonios agrarios espacios sometidos a su dominio23, y, por tanto, bien a salvo del desorden más o menos general, bien sojuzgados a capricho, pero según su propio arbitrio en cualquier caso. La situación tiene la forma de una "huida del mundo" o, al menos, de un repliegue hacia la privaticidad de un mundo constituido sobre la propiedad territorial y los mecanismos de su disposición por parte de la nueva aristocracia rural24. Con todo, no se trata de que el abandono del mundo se constituyera en un ideal aristocrático (como lo fue en cierta medida para los estoicos), sino de que el mundo mismo, el espacio de la vida civil, se contrae hasta dejar de existir como tal, como lo habitable según acciones, discursos y gestas con valor intersubjetivo. En ese sentido vale decir que la aristocracia se hizo privada y la barbarie pública, pero que la barbarie se haga pública significa precisamente que el mundo deja de poder vivirse como lo público, lo cívico o lo ciudadano. Esa "huida del mundo", que no es tanto su abandono por parte de los sujetos, como la disolución o contracción del mundo mismo según su forma cívica, es un hecho crucial que determinará las formas medievales de perfección y realización humana; y que agudizó la crisis y la imposibilidad de concebir una vita activa humanizante. Como ha señalado Hannah Arendt, "con la desaparición de la antigua ciudad-estado, (...) la expresión vita activa perdió su específico significado político"25, precisamente porque desaparece el lugar donde desarrollar una vida preocupada por los asuntos de la comunidad que se pudiera tomar a sí misma como vía para la realización de lo humano.

22 Esa decadencia es bien patente hasta los últimos siglos del primer decenio, e incluso se agravó en ellos por la irrupción del poder islámico: "En el curso del siglo VIII, los mercaderes desaparecieron a causa de la interrupción del comercio (por la hegemonía marítima islámica). La vida urbana que perduraba gracias a ellos se derrumbó al mismo tiempo. Las ciudades romanas, sin embargo, subsistieron, tal vez porque siendo los centros de la administración diocesana, algunos obispos conservaban en ellas sus residencias y reunían a su alrededor un clero numeroso; pero perdieron todo significado económico al mismo tiempo que su administración municipal", Pirenne, H„ op. cit., p. 11. 23 "La comunidad urbana casi era inexistente. En todas partes el débil sentía la necesidad de lanzarse en brazos de algún poderoso. El poderoso a su vez, no podía mantener su prestigio o su fortuna, ni aun garantizar su seguridad, más que procurándose, por la persuasión o por la violencia, el apoyo de inferiores obligados a ayudarle", Bloch, M., op. cit., p. 164. 24 "La decadencia de la cultura está vinculada a la contracción de la economía y a la ruina de las ciudades. El enrarecimiento de los encargos por paite de la aristocracia que se hace rural y tiene que restringir sus gastos, trae consigo clausuras de talleres y un descenso de la técnica (...) Las ciudades se despueblan; y la ciudad era la escuela, el lugar de las lecturas públicas de obras literarias, el hogar de la vida intelectual. Retirada al campo (...) sus miembros van a perderse en la masa de los pagani". La Edad Media (Historia general de las Civilizaciones), Vol. I, ed. Maurice Crouzet, Destino, Barcelona, 1980, p. 20. 25 Arendt, H., op. cit, p. 27.

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La primera receptora de ese reflujo o contracción cultural no pudo ser otra institución que la que empezaba a constituirse en el nuevo sujeto histórico: la Iglesia. También para ella la realización de sus ideales tomará la forma del abandono de lo público hacia la privaticidad, o, por lo menos, hacia una versión privada de lo público. "Mientras que cabe identificar con cierta dificultad lo público con lo religioso, la esfera secular durante el feudalismo fue por entero lo que había sido en la antigüedad la esfera privada. Su característica fue la absorción, por la esfera doméstica, de todas las actividades, y, por tanto la ausencia de una esfera pública" 26 . A falta de un poder cívico que mantuviera las formas y los espacios sociales de la vida en las ciudades, la organización eclesial y sus jerarquías adoptaron con frecuencia la única forma en la que podían subsistir: creando sus propios ámbitos de dominio fuera de las ciudades, o amparándose en el de algún señor privado. "La Iglesia cesó de ser urbana y se convirtió en agraria. Por toda Europa había logrado enraizarse fuertemente. Los obispos se habían convertido en grandes magnates territoriales que gobernaban sus posesiones como príncipes"27. Como era de esperar, con dicha confusión se simultanearon toda clase de injerencias civiles y desórdenes en las instituciones eclesiásticas, junto con una considerable degradación de las formas de vida religiosa. "La mayor parte de los obispos, provenientes de los medios aristocráticos y llegados a sus cargos sobre todo por razones políticas y económicas, vivían como grandes señores y se comportaban más como potentes que como hombres de Iglesia"28. En tal coyuntura, el anhelo de reforma espiritual y la aspiración de independencia y distinción respecto de las estructuras oligárquicas de las potestades y sociedades civiles se trabaron, casi indiscerniblemente, de modo que los "modelos organizados de vida" que pugnaban por restituir la pureza del mensaje evangélico, preconizaron también —y a un tiempo— el abandono del turbulento mundo de las relaciones, quehaceres, pasiones e intereses del siglo29. Lo uno y lo otro se asimilaron en el espíritu de las instituciones que tomaron a su cargo y protagonizaron la regeneración espiritual de la Iglesia, y de las que dependió la integridad del carácter sobrenatural de la nueva religión cristiana en aquella coyuntura ciertamente difícil. Frente al progresivo carácter privado de lo civil empezaba entonces a erigirse una forma nueva y singularísima de lo público penetrada por la universalidad salvífica del cristianismo.

26 Arendt, H., op. cit., p. 46. 27 Dawson, Ch., op. cit., p.86. 28 Vauchez, A., La espiritualidad del occidente medieval. Cátedra, Madrid, 1985, p. 32. 29 "El monacato fue la institución que mejor resistió esta grave crisis que puso en peligro la existencia misma de la Iglesia, amenazada de disolución tanto por la secularización del clero como por la difusión del sistema de iglesias privadas", Vauchez, A., op. cit., p. 33.

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Pero al convertirse la religión en la esfera de lo público o común, la única clase de vida social en la que el hombre podía comparecer para sí mismo fuera de los estrechos intereses privados era la sociedad con Dios, cuya objetivación social era la Iglesia y sus instituciones, sobre todo las que realizaban un programa completo de vida. Todavía más, aunque por lo mismo: lo religioso se había convertido en el único espacio real de vida social. En aquella situación, la más eficaz salvaguarda de la "forma religiosa de la vida" resultó ser la institución de la "forma de la vida religiosa", en la que diferenciación y separación se operaron otra vez como respuesta a una coyuntura histórica, en la que la crisis espiritual era también confusión con un sistema sociocultural ("el mundo"), que se precipitaba en la arbitrariedad y la barbarie de unas estructuras fundadas en potestades económicas y guerreras. "En la lenta obra de reconstrucción de la autoridad desde abajo (...) el monasterio (...) ofrece la fascinación de un modelo alternativo al desorden reinante y conserva pese a todo una capacidad de formación cultural y de organización económica y civil del territorio que hacen de él privilegiado punto de partida para la recuperación"30. Todo se conjuró para reforzar una vieja querencia cultural que ya hemos divisado en el capítulo anterior: el esfuerzo por la realización de un modelo eminente de vida se intenta mediante su diferenciación social, de modo que la pureza o perfección de la realización de dicho modelo se hace correlativa a su distinción (y ahora también secesión física) del todo comunitario. Como señala Dawson, una vez que los monasterios y las reglas monásticas se convirtieron en garantía de la autenticidad del anhelo religioso, —al observar y conservar en toda su materialidad "el principio de un orden cristiano autónomo" en un mundo carente de orden social—, entonces, "tal programa podría ser únicamente realizado a condición de que la Iglesia, como conjunto, estuviera animada del mismo espíritu de decidida sobrenaturalidad y de fervor ascético que caracteriza a la reforma monástica"31. Lo que se quiere sugerir no es que el contenido ni el espíritu de las reglas monásticas sea un producto coyuntural (que además no se correspondería con la situación descrita, pues sus orígenes y precedentes son orientales). Para el cristianismo las reglas monásticas tal vez sean una forma particular de interpretar la perfección evangélica, pero lo coyuntural, y lo que aquí nos atañe, es que la Iglesia entera asimilara el espíritu y alguna de las formas particulares del modelo monástico: "esta época puede ser caracterizada por la influencia creciente que la espiri-

30 Le Goff, J„ y otros, El hombre medieval, Alianza, Madrid, 1987, p. 78. 31 Dawson, Ch., op. cit., p. 97.

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tualidad monástica ejerce en el conjunto del pueblo cristiano"32. Ahora bien, no se trata sólo de que una clase especial de espiritualidad ejerza una influencia decisiva sobre el modelo epocal de perfección cristiana, es que, además, la forma que tomó la comunidad de los fieles y los contenidos de su autoconciencia fue determinante en orden a la conformación del entero sistema sociocultural del medievo. Esa coyuntura caracteriza, pues, una forma epocal de nuestra tradición que hemos denominado Humanismo Estamental, y es también el punto de vista (el tipo o esquema de inteligibilidad) desde el que nos vamos a ocupar de la Edad Media. En torno al año 1150, San Roberto de Molesme escribió su Exordio Parvum en el que expuso buena parte del anhelo reformista del Cister: "vosotros hermanos debéis estar muertos a las cosas del siglo, según la frase del apóstol, nos es preciso morir al pecado para vivir en Dios". La asimilación mundo-pecado, por matizable que sea, no se debe a un mero factor coyuntural; tiene un cierto apoyo evangélico donde "mundo" significa algo así como renuencia o distancia respecto de Dios. Ahora bien, la extensión —hasta la asimilación— del sentido ascético negativo del mundo al conjunto de las actividades e instituciones de la vida histórica (secular) de los hombres es sólo una característica de las exigencias y de la forma misma de la vida monástica, que, si por una necesidad de la Iglesia coyunturalmente agravada, pasa a determinarla en su conjunto, no sólo agudizará la circunstancial incompatibilidad entre la sociedad y las formas civiles de la vida, por un lado, y la vida e instituciones religiosas por el otro; sino que además constituirá a estas últimas, y según una cierta exclusividad, como la forma propia de la dimensión religioso-sobrenatural en el mundo.

3. El heroísmo religioso como síntesis de la piedad y el honor antiguos. Para poder abordar lo anterior con mayor profundidad necesitamos demorarnos en el esclarecimiento de varias cuestiones previas, alguna de las cuales, como la noción de "estirpe", ya nos ha salido al paso antes. Una estirpe o un linaje tienden a representar en el orden sociocultural lo que una especie en el plano biológico o zoológico. Del mismo modo que una identidad biológica se constituye a partir de la índole de sus progenitores y de la consiguiente dotación genética que comunican en herencia, una identidad social se constituye en el mundo antiguo en virtud de la pertenencia de los antecesores a una estirpe precisa y del patrimonio —ahora no genético— que se recibe en herencia. Se tiene identidad social (un nombre) cuando se pueden desempeñar unas funciones en virtud de una dotación patrimonial que singulariza, que personaliza. En Atenas, por ejemplo, y desde Pericles que

32 Vauchez, A., op. cit., p. 32.

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así lo estableció, sólo son ciudadanos los hijos de padre y madre ciudadanos. En otras palabras, un patrimonio genético es en el orden de la zoología, lo que un patrimonio cultural (nombre, fama y bienes) y estatus civil para un individuo en el sistema social antiguo. De ahí que la mezcla de linajes de órdenes sociales separados arroje al mundo un "sin nombre", alguien sin identidad social y sin rostro 33 . En el orden sociocultural, sin embargo, no es precisa la generación biológica, basta la adopción (fenómeno frecuente en Roma, por ejemplo). De ese modo se pone de manifiesto cierta independencia entre el orden cultural y el biológico, de manera que el primero resulta irreductible al segundo: la identidad cívico-política no reside en factores físicos y un acto jurídico como el de la adopción engendra un hijo a efectos sociopolíticos. Tal acto es una cierta metáfora de la reproducción física y consiste en la unión de la libertad del sujeto que adopta y la naturaleza (ya no biológica sino cultural) de la ley que recibe, cobija y da forma. El sujeto de derechos y deberes, el hombre libre, realiza la adopción en tanto que toma la forma — la adopta— de padre para un hijo. Ambos pasan a ser padre o hijo según una ley, que viene así a ejercer el papel de la maternidad respecto de la identidad civil. El resultado es, en sentido estricto, un dotar de patrimonio "genético-social": heredar una identidad (un nombre y su fama), un patrimonio material, una educación y unas normas de comportamiento parte de las cuales son las leyes. La maternidad cultural que de ese modo ejercen las leyes convierte a las distintas naciones en algo así como especies o linajes cívico-políticos. Si estar en el mundo natural —sin ser un monstruo— implica para los seres vivos pertenecer a alguna de las especies, para los hombres de la Antigüedad estar en el mundo en el sentido sociocultural del término significa también pertenecer a alguna estirpe o linaje, portar un nombre y realizar unas misiones. Dicho estar en el mundo se realiza cumplidamente según dos formas de intensificar la pertenencia al medio sociocultural y la propia realidad; la retrospectiva —en tanto que veneración del origen— se llama "piedad", y la prospectiva —en tanto que dar gloria por la propia eminencia al origen y a lo que de uno mismo procede— se llama "honor". La piedad es la fidelidad al origen que lleva a los hombres a ocupar su lugar, a alcanzar la dignidad con la que honran y no desmienten su procedencia: el honor. Piedad y honor son gloria; la piedad o la glorificación del origen es para quien lo hace la gloria de su nombre, el honor. Son dos vertientes de una misma

33 La comunicación (sexual, por ejemplo) de lo definido como incomunicable en el orden social, produce, como si de la mezcla de dos especies biológicas se tratara, un monstruo que no se deja mirar ni nombrar y que no puede ser reconocido: un desclasado; alguien que siendo real está sin embargo fuera de la realidad, es decir, fuera de las categorías con las que lo real humano se puede pensar y decir.

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cima humana: las formas más intensas de la identidad social y del reconocimiento entre el sujeto y la comunidad; y son también la formas con las que el sujeto se mantiene en su origen realizando el fin. La noción filosófica y teleológica de naturaleza es una cierta ontologización de la estructura de la existencia según la piedad y el honor. En las sociedades antiguas tal forma de eminencia es la que se logra en el ejercicio de la defensa y organización de la propia comunidad, mediante las que además se ganan las riquezas que forman el patrimonio socioeconómico de las estirpes 34 . De ahí que los siervos y esclavos no tengan linaje o estirpe en sentido estricto, y no puedan, socioculturalmente hablando, vincularse con su descendencia y ascendencia en la forma de veneración o glorificación. Ese vivir sin piedad y sin honor es en lo que consiste en último extremo la condición servil de quienes realizan actividades útiles para la satisfacción de necesidades; de las clases poiéticas, productoras o económicas de la antigüedad clásica. No obstante, la condición servil también se hereda (no sólo en Grecia y Roma, también en la Edad Media) 35 , si no como un patrimonio, sí como su falta: sequela fue una de las formas con la que los medievales designaron a la descendencia de los hombres no libres. La piedad y el honor forman la estructura ontoexistencial del individuo como humano y como real en el espacio del mundo antiguo. Pues bien, la Edad Media no abandona esa estructuración de la existencia sino que la conserva radicalizando la piedad y el honor en el ideal de santidad. Recuérdese que no es el orden sociopolítico el fundante en la Edad Media, y que la nueva índole religiosa del fundamento de las comunidades políticas del medievo, relativiza la "impiedad" de cualquier forma de servidumbre o subordinación meramente socioeconómica y política. Para el cristianismo medieval la piedad se había hecho posible respecto de un origen y un fin que se postulan más radicales que el sociocultural, y que se hallan en el horizonte de la transcendencia abierta por la persona de un Dios Redentor. En ese contexto, sostener el vínculo con el origen, ser piadoso, es también progresar

34 Esa es la razón de la relevancia de los linajes en todas las sociedades aristocráticas, también en la medieval, aunque en este caso el protagonismo de las aristocracias civiles no fuera exclusivo ni el más relevante. "A medida que más nos elevamos en la pirámide social, más se acumulan los motivos de comunidad entre los que viven y sus antepasados, porque la gloria y la fortuna de estos últimos recaen sobre los otros. La gloria unida a las hazañas reales o no, a la suerte, sea o no favorable", Fossier, R., La infancia de Europa (Aspectos económicos y sociales), Labor, Barcelona, 1984, p. 225. 35 Que el estatuto de la ciudadanía propenda durante la Edad Media a asimilarse con un estatuto socioeclesial, la condición de fiel, significa que el fiel cristiano-medieval que es un mero siervo en el orden socio-económico, goza, sin embargo, de la ciudadanía en la nueva forma de comunidad que son las sociedades medievales, precisamente porque en ellas el orden fundante es el religioso, y los siervos pueden venerar y honrar su origen, es decir, son capaces de piedad y honor, aunque, eso sí, con unas restricciones que vamos a estudiar, y en las que el mundo medieval es más propiamente deudor del mundo antiguo que del cristianismo.

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en la línea de la realización del fin, es decir, del honor que ahora se llama "santidad", por el que los fieles y la Iglesia misma pueden venerar un nombre. La santidad, o sea, la piedad y el honor sobrenaturales, también son la forma más intensa de pertenencia a la comunidad —ahora la Iglesia— que posibilita el reconocimiento comunitario de un sujeto. Carecer de piedad y de honor merma la pertenencia, el reconocimiento e incluso la realidad misma de los sujetos. En una piedad y un honor trascendentes o, mejor, estrictamente religiosos, y en su síntesis — la santidad— consiste el modelo antropológico respecto de cuya realización se polariza el sistema sociocultural del medievo que se deja ver así como la versión antigua del cristianismo o, si se quiere, como la primera inculturación del cristianismo en el único sistema sociocultural donde fue posible, el antiguo. El carácter de "antiguo" del cristianismo medieval no radica en la idea misma de "santidad", ni tampoco fundamentalmente en que ella contenga la radicalización transcendente de las ideas de piedad y honor, sino en el aristocratismo que según su versión antigua arrastran esas dos ideas, y cuyo núcleo está en la imperfección de las formas de vida productivas respecto de dicho ideal. Pero, todavía más, el ideal medieval de santidad no sólo se aleja de las vidas productivas, sino que además, como tiene que ratificar su carácter de piedad y honor netamente sobrenaturales, se separa también de los modelos de vida activa meramente civil. Es precisamente el empeño por perfilar una versión estrictamente sobrenatural de la piedad y del honor lo que, en buena medida al menos, exigirá su realización social en formas de vida estrictamente diferenciadas y hasta separadas de lo antiguos espacios sociales de la piedad y el honor natural o civil (que además casi habían desaparecido físicamente: las ciudades). El doble ámbito donde el mundo antiguo reconocía la posibilidad de la realización del sujeto, la teoría o la contemplación y la vida activa o política, se reduce en el medievo a las formas de vida contemplativas en su nuevo sentido religioso. Adán es ahora y respecto de la libertad ascético-sobrenatural lo que un siervo (Adán y su linaje lo son del pecado) en el plano sociocultural: el que tiene descendencia como sequela, como falta e imposibilidad de piedad-honor (santidad) respecto del origen radical: Dios. El entero género humano es desde Adán y respecto de la ciudadanía sobrenatural, lo que las simples "gentes" en la urbe romana, o lo que siervos y esclavos en las polis griegas: la secuela de un origen que no se puede honrar. En este contexto Cristo es respecto de Adán el fundador de un nuevo linaje, el de los que entran a formar sociedad con Dios que los adopta como hijos, y gozan de ciudadanía en la nueva Civitas Dei. La clase de sociedad con Dios en la que los hombres quedan incluidos por Cristo es la sociedad que se constituye sobre el eje de la Redención y no tanto, o no tan inmediatamente, en la que se constituye sobre el eje de la Creación. La sociedad de los hombres y el mundo con Dios a que da lugar la creación es una sociedad natural, respecto de la que en la Edad Media se destaca su ruptura por el pecado

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y, por tanto, la necesidad de su restitución por la acción redentora de Dios. Este es un elemento esencial para comprender cómo en la Edad Media los vínculos que constituyen la Iglesia se sobreponen a los vínculos naturales, y se asimilan a un sistema sociocultural conformándolo e incorporándolo a la comunidad redentora: la Iglesia. Y no es menos relevante para entender cómo los filósofos cristianos —y sobre todo los aristotélicos— aceptaron un sistema categorial y una explicación del orden natural de la realidad, que era en muy buena medida una racionalización de la idea griega de destino, porque, en el fondo, para los pensadores cristianos en el orden de la naturaleza rige una cierta necesidad o una dinámica esquiva que sólo la Redención ha podido invertir. Como la noción aristotélica y teleológica de naturaleza se resuelve —cuando se constituye felizmente— en una suerte de destinación a la libertad que no se cumple, sin embargo, sin unas ciertas condiciones previas como la polis, a los pensadores cristianos esa posición les resulta sorprendentemente coherente con la idea de que, si bien la naturaleza del hombre comporta una cierta libertad natural, ésta está herida por el pecado, y sólo alcanza su cabal constitución con la ayuda de la gracia. Es decir, la destinación natural a la libertad que está expresada filosóficamente en la noción de esencia, pasa ahora para poder realizarse a depender no tanto de una condiciones previas, como de la vigencia todavía más poderosa de un fin que, sin embargo, no es estrictamente natural, porque se trata del poder de la Redención hecho efectivo mediante la gracia y la sociedad de la Iglesia. Así la fuerza del origen pensada como impulso o destinación es sobrepujada —y convertida en vocación— por la de un origen más radical que se hace vigente como fin gracias a la Redención: la salvación. Por eso la filosofía cristiana medieval puede aceptar la noción de sustancia en el orden natural y hasta que el obrar sigue al ser sin someterlo a severas reformulaciones, porque le opone el orden sobrenatural en el que se logra la salvación o la condenación (por la que más le valiera al hombre no haber nacido), en el que de algún modo el ser sigue más bien al obrar. Si para la naturaleza el principio de lo humano es la racionalidad, para la salvación el principio de lo humano resulta ser la libertad, pero como ésta halla su cabal habilitación cuando por la Redención la gracia la lleva a su perfección —también la natural—, resulta que la filosofía cristiana de la libertad, aquella en la que se muestra a sí misma como irreductible y nueva respecto de lo que el mundo antiguo concibió, no es tanto una filosofía como una teología de la libertad 36 .

36 A mi juicio el movimiento moderno de secularización que consiste en traer al espacio de competencia de la filosofía lo que en la tradición medieval había caído del lado de lo sobrenatural y teológico, no es tanto —o, al menos, no es sólo— un movimiento de sustitución de Dios por el hombre, como el intento de tematizar filosóficamente aquellas dimensiones nuevas que el Cristianismo supuso respecto del mundo antiguo y, quizá sobre cualquier otra, la noción de libertad que proyectó sobre el sujeto la idea de Redención. Un estudio de la filosofía moderna como teoría de la libertad puede encontrarse en Innerarity, D., Dialéctica de la modernidad, Rialp, Madrid, 1990.

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La cuestión, sin embargo, no acaba ahí. Porque, como el efecto de la gracia sobre los hombres se tiende a pensar eminente y ejemplarmente realizado según el modelo de las formas de vida religiosas, resulta que la teología de la libertad no penetra las realidades del orden natural tales como las relaciones sexuales, las actividades productoras —o, si se quiere, el trabajo—, y las formas civiles de la existencia y el poder. Sobre todas ellas seguirá pesando algo así como la fuerza del destino, una dinámica esquiva e incontrolable respecto de la libertad cristiana constituida según perfección. Ni en el sexo, ni en el trabajo, ni en el espacio de la comunidades civiles, la libertad es el principio, sino más bien la necesidad que revuelve el alma con el cuerpo, con las pasiones de la subsistencia, con el poder y la violencia de las comunidades humanas y civiles: con el mundo en suma.

4. La hegemonía social de las forma de vida religiosa. Por otra parte, en el nuevo orden socio-religioso de los fíeles se reproducen, aunque atenuadas por la idea de grados de perfección diversos, las diferencias que el mundo antiguo estableció en el sociocultural entre la ciudadanía libre y la servidumbre productora y económica. Lo que se quiere sugerir es que las formas de vida sociológicamente establecidas como religiosas, y particularmente los modelos monacales, se configuran durante el medievo como la nueva forma del "hombre libre", las estirpes de los que están de una manera más cumplida como santidad (la forma sobrenatural de la piedad y el honor) en el mundo de Dios, en la Civitas Dei, cuando ésta no es sólo una instancia ascético-teológica, sino también un sistema sociocultural constitutivo de una época diferenciada en nuestra tradición cultural. En la Edad Media, profesar las formas de vida constituidas —y sociológicamente diferenciadas— como religiosas es estar más a salvo de una merma que no es una deficiente dotación patrimonial o social, sino ascético-religiosa. Se trata de la inminencia de las distracciones del "mundo", renuente a la gloria de Dios, para una naturaleza humana que porta la sequela del pecado del primer padre de un linaje de siervos: "a un mundo enemigo y que merece desprecio, a una historia irracionalmente dispuesta en una sucesión de violencias, miserias y catástrofes, se contrapone la fortaleza monástica, la única verdaderamente capaz de dar sentido a ese mundo y a esa historia, porque es la única respuesta plena a la invitación de Cristo, y se proyecta hacia la realización del cumplimento escatológico representado por la meta ultraterrena" 37 .

37 Le Goff, J„ y otros, El hombre medieval, Alianza, Madrid, 1987, p. 95.

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La nueva sociedad de los hombres, el orbe cristiano, se ordena según el modelo de las sociedades humanas de la antigüedad, de modo que en ella reaparecen las estirpes y los linajes como una forma más cumplida de participación en la comunidad que es ahora sustancial, la religiosa, y como una realización ejemplar de la perfección contenida en el modelo con vigencia sociocultural, la santidad. Tal programa lo pueden llevar a cabo más cumplidamente los que vienen a ocupar el puesto de los antiguos ciudadanos, es decir, quienes puedan quedar a salvo de la secuela del pecado, que se piensa poco menos que ineludible si la vida se desenvuelve en el contexto del "siglo", de las correlaciones entre la naturaleza humana y el mundo (y entre los sexos38). La institucionalización social de formas de vida constituidas como diferenciadamente religiosas es el "género más elevado de vida, el de los hombres libres de las ataduras del vínculo conyugal, de frugal mesa y sencillo vestido" 39 . Dicho estar a salvo del mundo tiene también un sentido netamente religioso que se edifica sobre la renuncia a todo linaje humano; no basta cambiar de nombre, o mejor, ese cambio es manifestación de que se ha entrado a formar parte de un linaje sobrenatural por mediación de un abad (de abbar, padre), que también adopta según una regla. La dotación que se recibe en herencia es una condición favorable para la eficacia de la Revelación y los méritos del Redentor. El celibato implica, en este contexto, la pública e inequívoca manifestación de que tal patrimonio —no la Redención, sino las condiciones favorables para su eficacia— no se recibe vía generación física o cultural, sino mediante la admisión-adopción de un abad del que se pasa a ser hijo según la forma de una regla. Ingresar en un monasterio es, pues, la forma ascético-institucional de ser reconocido como miembro de un linaje. Los distintos modelos de vida religiosa tienden a constituirse en el plano socioreligioso en lo que eran las distintas familias ciudadanas o estirpes en plano sociopolítico, cultural. Para la conciencia moderna puede resultar paradójica la propuesta de pensar la vida según las reglas monásticas como la forma de vida libre, incluso aunque fuera en términos ascéticos y dentro del sistema sociocultural del medievo. No obstante, si se recuerda lo que se dijo en el capítulo anterior respecto al ciudadano grecoromano, la extrañeza puede tornarse comprensión. En el mundo antiguo, el esclavo no era quien soportaba el peso de la ley, sino quien no estaba medido por ella y quedaba, por tanto, expuesto a la falta de medida y a la arbitrariedad, a la barbarie. Por el contrario, estar sometido a la ley era justamente quedar a salvo de la barba-

38 Un informe sobre la situación de las mujeres mediante el estudio de la situación y concepción del matrimonio, puede encontrarse en Duby, G., El caballero, la mujer y el cura, Taurus, Madrid, 1988. 39 S. Agustín, La ciudad de Dios, I, 9.

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rie, estar medido por la regla o la norma de lo humano. En Grecia y en Roma el peso de la ley no hunde en la esclavitud sino que saca de la barbarie. Pues bien, en la Edad Media quedar a salvo de las propias tendencias y del mundo renuentes — por la secuela del pecado— respecto a Dios, es decir, ser medido por una regla monástica, significa también libertad: la libertad que es precisa como punto de partida con ciertas garantías para poder tener acceso —según una regla ascética— a la bienaventuranza final40. Así la ciudadanía en la Civitas Dei tiende a depender de la pertenencia a un linaje ahora sobrenatural, el de los hombres libres (del vínculo matrimonial, de la propiedad y de la vida civil: del "mundo"), de forma similar a como la pertenencia de pleno derecho en las sociedades antiguas dependía de la pertenencia a un linaje de hombres libres. La libertad ascético-religiosa en su objetivación monástica no tiene, desde luego, el sentido de la autonomía individual más inmediata, tal y como abiertamente se declara en la Regla de S. Benito como aspiración del monje: "No vivir por su propia libre voluntad, ni obedecer sus propios deseos y deleites, sino según el juicio y la orden de otro, y vivir en monasterios, deseando que haya un abad en ellos" 41 . Sin embargo, y con independencia del fin religioso-sobrenatural de tales formas de vida, dicha sumisión a la norma como el estatuto propio de la libertad y la ciudadanía no es extraña al mundo clásico. Como ya sabemos el propio Sócrates no duda en llamar "esclavitud" al vínculo de obediencia que une al ciudadano libre con las leyes de su ciudad 42 . Si respecto del mundo antiguo se dijo que la esencia humana, en tanto que principio de operaciones o naturaleza suficientemente constituida, resultaba ser el término de una gestación sociocultural, ahora puede decirse que no hay generación sociocultural que se tenga por capaz de constituir al hombre como un principio de operaciones apto por sí mismo para alcanzar la excelencia religiosa y la bienaventuranza final. Esa inaptitud del orden sociocultural es lo que constituye a las, por así decir, nuevas estirpes y linajes de las formas de vida religiosa, en el ámbito donde acontece la cumplida constitución de los sujetos humanos como principio de operaciones, o como un agente libre. Nada tiene, pues, de extraño que el nuevo sentido religioso

40 Conviene precisar que los paralelismos que se establecen en el plano cultural no son sino perspectivas parciales respecto al contenido religioso y sobrenatural del Cristianismo. Desde la filosofía de la cultura no se puede dar razón completa de una religión, sino sólo de su estatuto o función sociocultural. Pretender que el punto de vista cultural es suficiente para agotar la comprensión teórica de una religión, sería negar la comprensión del hecho religioso que es posible desde la interioridad subjetiva, la teología, etc. 41 S. Benito, Regla, Cap. V, B.A.C., Madrid, 1974. 42 Así escribe Platón que clamarían las Leyes de Atenas en contra de Sócrates si osara revelarse: "Si gracias a nosotras naciste y fuiste criado y educado, ¿puede caber en ti ni por un momento la idea de que no eras hijo ni aun esclavo nuestro, tú y tus progenitores?". Critón, cfr. cap. 1.

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de la libertad consista en poder vivir de acuerdo con el modelo que se tiene por la Ley misma hecha vida, encarnada en su cumplimiento que es el Dios hecho Hombre. Creer que el modo en que eso es posible con una idoneidad casi exclusiva es mediante las instituciones y formas de vida sociológicamente diferenciadas como religiosas, y que esta concepción se convierta en el principio configurador de un sistema sociocultural, no sólo no es constitutivo del cristianismo, sino que tal concepción resulta exclusiva y característica de la época que nos ocupa, al menos porque durante este tiempo tuvo la potencia capaz de configurar un sistema sociocultural. En la Edad Media la Civitas Dei se institucionaliza y cobra vigencia como una forma de vida diferenciada y con una misión social propia, que se genera en torno a sus peculiaridades ascético-teológicas, y que se estiman como el modo propio de testimoniar la prevalencia de lo sobrenatural respecto del mundo. Esa diferenciación social de una esfera netamente religiosa, "en la medida que constituye en ordo a los especialistas de la oración, refleja una de las peculiaridades características de la mentalidad de este tiempo, que consiste en hacer del religioso una categoría aparte, situada fuera de la vida profana. Los verdaderos vir religiosi son los cristianos que viven fuera del mundo y que se santifican dando gracias y alabando a Dios" 43 . Es la acción libre, en tanto que acción que pugna por ajustarse a la regla monástica, la que funda el nuevo tipo de sociedad de los que —parafraseando a Cicerón— forman una república por compartir un derecho que les mide por igual. La nueva paideia de los hombres libres en esta también nueva república se llama ascética, y consiste en el esfuerzo por ajustar la vida a una regla que es la forma misma de la sociedad (de las comunidades monásticas), como en la polis y en la urbe lo fueron las leyes 44 . Si el monje es durante algún tiempo en el orden socioreligioso de la Edad Media lo que el ciudadano en el mundo antiguo, entonces el monasterio es una de las versiones medievales de la polis y la urbe antiguas. La clausura y la regla de aquél son, en otro orden, lo que las murallas y la ley de éstas; ambas salvaguardan de una barbarie diversa también según el caso. El monasterio se presenta, pues, como el lugar donde cobra realidad la forma del hombre —que viene a coincidir consigo misma según la medida de lo divino—, como un islote de orden a salvo del mundo falto de la verdadera medida de lo humano, y de las excentricidades con las que los propios deseos y pasiones sacan al sujeto de sí mismo, arrojándolo lejos de su origen y de su fin. Aunque, eso sí, no se trata de una ciudad de linajes humanos, sino del ámbito de

43 Vauchez, A., op. cit., p. 34. 44 Al respecto es significativa una de las sanciones que San Benito prescribe en su Regla para castigar las faltas graves: la excomunión. No se trata de la sanción canónica y eclesiástica, sino de una excomunión particular, la exclusión provisional de la fraternidad de los monjes que no permitía comer con los demás ni participar de algunos oficios sagrados. Se trata de la inhabilitación de la propia acción para someterse a norma formando comunidad. Cfr. San Benito, La regla, ed. cit., p. 116.

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los hombres libres en virtud de su pertenencia a una estirpe, normada para ceñir su vida a la realización de un modelo eminente, a la conmensuración con una regla que es la exclusión de la barbarie del pecado; la norma de la sociedad de los hombres con Dios y de la libertad espiritual: "¿Qué gran hazaña (dice S. Agustín en La Ciudad de Dios) será menospreciar, por aquella celestial patria imperecedera, todas las blanduras y regalos del presente siglo. Sobre todo cuando se hace además por la auténtica libertad que nos exime de la tiranía del pecado, de la muerte y del demonio, y no por codicia de loores humanos, sino por el ideal de dar libertad a los hombres, de la servidumbre de los demonios?". Nuestro relato ha llegado a un punto en el que puede parecer que hemos incurrido en contradicción: ¿no iniciábamos el capítulo sugiriendo precisamente que la mera condición de fiel —miembro de la Iglesia— tendía a constituirse en el correlato medieval de la de ciudadano u hombre libre? ¿No hay contradicción en afirmar ahora que los monjes son en el sistema cultural medieval lo que los ciudadanos en la Antigüedad? Durante el medievo, las formas de vida sociológicamente diferenciadas como religiosas tienden a convertirse respecto al fiel, en lo que el aristócrata ciudadano es en el mundo antiguo respecto del mero estatuto de libertad, o respecto del simple hombre libre sin suficiente dotación patrimonial: el monje es una suerte de especificación eminente, la optimación o cumplimiento de las posibilidades contenidas en el simple estatuto de ciudadano o de fiel, y que para éstos resultan realizables sólo en cierta medida o con precariedad45; en suma: un estado de perfección46. En este contexto, vale decir, un religioso es como un ciu-

45 En ese sentido el monacato reproduce alguna de las notas del heroísmo épico griego, porque los monjes no sólo se recubren de un nuevo nombre que difumina su identidad entre lo humano y lo divino, sino que en cierto sentido, y en la medida en que abandonan el mundo, resulta que casi no tienen cuerpo, o no lo tienen por lo menos de forma mundana. Quedar al margen de las relaciones de reproducción (voto de castidad), de las de producción de bienes y su comercio (voto de pobreza), y de las de poder (voto de obediencia), no sólo les saca del mundo sino que les saca también, correlativa e inevitablemente, del cuerpo. Obviamente eso sólo significa que llevan una vida que es una cierta metáfora de la vida incorpórea del alma. Casi no tienen cuerpo, pues, como Aquiles o Ayax no lo tenían en tanto que vulnerable, aunque compartan todavía con el resto el hecho de ser mortales. 46 En terminología canónica y eclesiástica la noción de "estado de perfección" es, dice Juan Fornés, "un estado al que le estaría reservada la perfección: un status peifectionis que se concretaría en los religiosos". Sobre esta cuestión puede verse "El concepto de estado de perfección: consideraciones críticas" en Studi in memori di Pietro Cismondi, vol. primo, Guiffre editori, 1987, pp. 725-761. No obstante, la noción de estado de perfección que utilizamos en este capítulo, el anterior y los siguientes, no está tomada tanto de la canonística católica como del uso del concepto que hace Vico en la Ciencia nueva. Ahí "estado de perfección" significa más bien una situación arquetípica —no exclusiva ni preferentemente religiosa— o una perfección que sirve de criterio hermenéutico respecto de lo que Vico llama "naciones" y que aquí hemos aplicado a los sistemas socioculturales. En ese sentido expresiones como la de Gracián, "el hombre en su punto", recogen mejor el fondo viquiano y cultural de la expresión, si bien se trata de la perfección posibilitada y definida como tal en un sistema sociocultural, es decir, objetivada como un estado o situación desde la que dicha perfección se hace posible.

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dadano que vive en la ciudad o la representa, mientras que los cristianos que no son religiosos se parecen más a los ciudadanos que viven fuera de la ciudad, del sitio donde su ciudadanía se actualiza en orden al telos y a la perfección que le es propia. Así también empieza a perfilarse en el seno de la cristiandad medieval una contraposición entre la forma de vida de los simples fieles y las formas religiosas y monacales, que reproduce en un plano distinto la distancia entre las condiciones de servidumbre o mera libertad y las de la aristocracia ciudadana en orden a la realización del ideal humano cívico. Esa es la forma en la que el orden del mundo antiguo mantuvo su vigencia en el medio sociocultural de la Iglesia y de las sociedades medievales. Cuando las formas de vida sociológicamente diferenciadas como religiosas son erigidas en modelos hegemónicos respecto de la perfección cristiana en general, las otras formas de pertenencia a la sociedad religiosa quedaron, por así decir, desatendidas en sus formas específicas de perfección y realización. En esto hay, al menos, una simetría tan ajustada con lo que aconteció con la ciudadanía, o clase social práxica, respecto a las formas de vida productoras (poiéticas) dedicadas a labores útiles para la satisfacción de necesidades, que resulta difícil no concluir que el sistema sociocultural medieval es la versión antigua del cristianismo: la síntesis cultural de los nuevos valores cristianos con los antiguos sobre el patrón social de estos últimos. Las similitudes entre el monacato y la aristocracia ciudadana antigua no se agotan todavía en lo dicho. La característica del paradigma de vida antiguo era la falta de "preocupación" respecto de la satisfacción de las necesidades humano-corpóreas: el ocio, y la consiguiente posibilidad de emplearse en tareas estrictamente humanas, mediante las que se conformaba el modelo del homo humanus. La condición de posibilidad de dicho programa era una suficiente dotación patrimonial pues, de otro modo, la satisfacción de necesidades habría de atenderse mediante ocupación en labores útiles y en el ejercicio de actividades económicas. Paralelamente, el monje ha de quedar exento de la ocupación en trabajos para la satisfacción de necesidades, al menos en tanto que tales actividades son también una preocupación por las cosas del "mundo", cuyo abandono le resulta propio y constitutivo: "señores y religiosos tenían en común el hecho de ser propietarios de la tierra y el no trabajarla con sus propias manos" 47 . El programa monacal tiene como punto de partida un cierto ocio —distinto de la otiositas moral— en virtud del cual se hace posible el oficio sagrado como profesión de los consejos evangélicos en las reglas monásticas. Dicho ocio socioeconómico como punto de partida es precisamente el que tiende a hacer del trabajo casi una terapia ocupacional de índole ascético.

47 Vauchez, A., op. cit., p. 35.

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En tanto que el monacato se configura como el ámbito de la libertad, lo que queda extra muros se convierte en el espacio propio de las actividades satisfactoras y subordinadas a las necesidades que radican al hombre en el mundo, es decir, las necesidades físicas y las pasiones que acompañan su satisfacción. En ese sentido el monasterio es tan ajeno a los centros de intercambio mercantil y producción como ya hemos visto que Aristóteles deseaba que lo fuera la polis respecto del puerto. Desde el monasterio, el mundo entero es avistable casi como un inmenso puerto48, donde los hombres muestran sólo el rostro de sus necesidades y satisfacciones. Ciertamente San Benito prescribe en su regla una ocupación manual diaria ("opera manuum cotidiana"), pero ésta no parece estar destinada tanto a la producción de bienes en orden a la manutención, como a la defensa contra la ociosidad : "otiositas inimica est animae, et ideo certis temporibus occupavi debent fratres in labore manuum". ("La ociosidad es enemiga del alma, por eso han de ocuparse los hermanos a unas horas en el trabajo manual")49. También en la conocida máxima ora

48 La palabra "portus" se aplica en los textos de los siglos X y XI no tanto a los "puertos" en sentido moderno como al lugar genérico donde se transportan mercancías. "Portus" designaba enclaves tanto en el litoral como en el interior, de modo similar a como hoy en castellano llamamos "muelles" a los lugares de carga y descarga. De ahí que en Flandes e Inglaterra el nombre de los habitantes del puerto (poorters o portmen) fuera durante mucho tiempo sinónimo de "burgués". Al parecer los sitios donde el transporte tenía que interrumpirse por un accidente natural como un rio, una cadena montañosa, un desfiladero, los lugares del litoral idóneos para el atraque, o simples cruces de caminos fueron lugares de demora que se aprovecharon primero para disponer de las mercancías produciendo establecimientos estables que, más tarde, se amurallaron dando lugar a burgos o ciudades. Al parecer así fue al menos en los casos de las ciudades generadas directamente desde la actividad mercantil (Cfr., Pirenne, H., op. cit., pp. 38-40). Todavía en el siglo XIX y bajo la dominación francesa, en España a las cuadrillas de guerrilleros que combaten a Napoleón se les llama en documentos oficiales "corsarios terrestres", lo que supone algo así como si las vías terrestres de comunicación fueran tan vulnerables como las marítimas, y como si la tierra misma estuviera tan poco formalizada por un poder regulador y garante como el mar. Algo de eso hay en el medievo: el "mundo" es como el mar, el lugar de lo informe, del caos sobre el que no cabe una victoria duradera porque no se deja formalizar y en él no se pueden abrir vías duraderas de salvación. Los monasterios tienden a presentarse así como tierra firme —quizá sería mejor decir "cielo firme"—, como un lugar de refugio y salvación, como un "puerto" pero ahora en el sentido del sitio donde el mundo limita con su salvación. Al fin y al cabo, decir que el mundo aparece desde el monacato como un "inmenso puerto" ( en el sentido de portus) es tanto como decir un inmenso caos: un océano de turbulencias y desórdenes. En cualquier caso, hay entre los puertos como lugares de cruce de la producción y el comercio y las ciudades modernas una relación que deja ver la estructura de nuestras ciudades, donde los centros urbanos giran en torno a los centros comerciales, los antiguos portus, en los que se descargan mercancías procedentes de todo el mundo. Sobre alguna de estas cuestiones se vuelve en el cuarto capítulo, "Humanismo Comercial". 49 S. Benito, Regla, Cap. XLVIII.

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et labora queda patente que el trabajo —al contrario que la otiositas— no es tenido por una ocupación inapropiada en el programa de una vida conformada en vistas a la perfección cristiana. No obstante, su funcionalidad ascética parece prevalecer sobre su forma y fines propios, de modo que el labora se polariza instrumentalmente respecto del logro de una adecuada disposición de las potencias humanas, y en orden a una perfección religioso-sobrenatural, no sólo de rango superior a la que se piensa que puede reportar el labora, sino a la que el trabajo mismo no parece poder subordinarse en tanto que actividad humana y según su forma y fines propios. Forma y fin componen —para la filosofía clásica— la "esencia" de cada cosa, lo que una cosa es. Que el trabajo no sea considerado según su propia forma y fin dentro del programa de vida tenido por ajustado al ámbito de los fines religioso-sobrenaturales, significa que el "mundo" mismo, en tanto que lo transformable por el hacer humano, resulta concebido como cierta precariedad o inadecuación respecto del logro de los fines y de la excelencia de índole religiosa. Hay, sin embargo, una cierta ambigüedad sin resolver que matiza cualquier interpretación al respecto. El propio S. Benito parece hacer depender en el capítulo XLVIII de la Regla la autenticidad de la forma del monje de una necesidad coyuntural que hiciera preciso el trabajo para la supervivencia 50 . En cualquier caso, no fue esa la forma a la que tendieron las instituciones monásticas, y, como el propio S. Benito da pie a pensar, el trabajo productivo y en vistas a la satisfacción de necesidades no pareció corresponder a la forma y los fines de la vida monástica, excepto en situaciones de necesidad. De hacho lo que ocurrió con frecuencia fue que los monje fueron abandonando las formas productivas del trabajo hasta delegarlas en laicos integrados en la estructura económica de las comunidades monásticas 51 . Esa distribución de funciones en el seno del ámbito

50 "Si las circunstancias del lugar o la pobreza exigen que ellos mismos (los monjes) tengan que trabajar en la recolección, que no se disgusten, porque precisamente así son verdaderos monjes, cuando viven del trabajo de sus propias manos, como nuestros Padres y los apóstoles" (La regla, ed. cit.., p. 147). No está de más recordar, sin embargo, que los apóstoles también se vieron obligados a algo así como una división del trabajo para "predicar libremente la palabra", y que fue el motivo de la elección de diáconos. 51 "Como trabajadores los hijos de San Benito no participaban normalmente de las labores agrícolas, sino de la horticultura; su tarea principal era preparar el alimento no producirlo. Todas las interpretaciones posteriores acentuaron el alejamiento de la tierra. El espíritu de San Benito de Anniae, por ejemplo, impuso que los monjes debían abstenerse de trabajos pesados "por el honor del sacerdocio" y para poder extender el oficio litúrgico. Poco a poco el opus manuum se restringió a las tareas de la cocina, y más aún, desde el 822, en Corbie, cuando los religiosos delegaron las menos nobles de estas tareas en servidores laicos", (Duby, G., Hombres y estructuras en la Edad Media, Siglo XXI, Madrid, 1971, p. 277).

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monástico (el ora para los monjes y el labora para los laicos) se ajusta perfectamente al sistema de señoríos y servidumbres de las relaciones feudales que terminarán adoptando la mayor parte de los monasterios durante la Edad Media, al tiempo que muestra una de las inercias culturales más características del medievo cristiano, y que se deriva de la condición arquetípica del monacato, junto con las reminiscencias del mundo antiguo en lo que a la estima de las actividades poiético-productivas se refiere: la consideración del trabajo como una actividad mundana que tiene que ser salvada, como el mundo mismo, desde fuera de ella, desde lo distinto o sagrado, y mediante la que lo sagrado no puede realizarse. Así se asimilan tanto el sentido ascético negativo del término "mundo" y las realidades histórico-naturales de la vida de los hombres por un lado, como lo mundano y lo profano por el otro, al tiempo que ambas asimilaciones delimitan y definen el contexto de las formas de "estar en el mundo" que han de abandonarse para poder vivir una vida religiosa en sentido pleno. Es decir, tanto el mundo como lo histórico y natural que no es sagrado, lo profano, se funden asimilándose al sentido ascético negativo de "lo mundano" y constituyendo el espacio de las formas de vida no religiosas: "La distinción Iglesia-mundo tiende a concretarse en la época en esferas de dedicación y actividades de las personas que constituyen la Iglesia: lo propio de los clérigos es el ámbito religioso o eclesiástico, y lo propio de los laicos es el ámbito secular o del siglo"52. En tal situación es difícil que la secularidad no terminara presentándose en el orden socioeclesial como la nueva forma de barbarie, que si bien no consiste en ser lo absolutamente otro y extraño como los infieles, sí que parece consistir en la mayor distancia que es capaz de tolerar la proximidad; es decir, no una barbarie sustancial, sino de grado: la más deficiente de las participaciones de lo mismo, o su "estado" menos perfecto. 5. La clericalización de la libertad. Del patrimonio a la limosna. Frente a cualquier forma de barbarie se destaca la vida religiosa y monacal caracterizan como la encarnación de la libertad en la civitas cristiana. Una libertad que, como vamos a ver, tiene su quicio sociocultural en la pobreza, tal y como San Roberto del Molesme y del Cister aconsejaba en su Exordio Parvuum: "si nuestro padre San Benito muestra que el monje debe hacerse extraño a los asuntos del siglo, está muy claro que todos esos bienes materiales no deben ocuparle las manos ni el espíritu"53. 52 Viladrich, P.J., Compromiso político, Mesianismo. Cristiandad Medieval, EUNSA, Pamplona, 1973, p. 34. 53 "Los autores espirituales del siglo XI estaban convencidos de que existe una incompatibilidad absoluta entre la vida religiosa y las preocupaciones, las ocupaciones y los asuntos de este mundo. Solamente la paz del claustro y la disciplina de la regla garantizan el otium, la tranquilidad que hace posible la vida interior", Vauchez, A., op. cit., p. 42.

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Ese era también el principio de la vida libre en el mundo antiguo: tener libres las manos y el espíritu de las actividades tendentes a la satisfacción de las necesidades humano-corpóreas. En el orden sociocultural, puede decirse, pues, que el modelo antropológico greco-romano (cifrado en un hacer y decir cosas que ganen para el propio nombre y linaje la fama y la inmortalidad de su memoria en la propia tradición cultural), es ahora sustituido y ampliado por un hacer y decir acciones y palabras con las que se ganan para el alma, inmortal de suyo, la gloria del reconocimiento divino; del que además la Iglesia terrestre puede hacerse eco en la forma de guardar y venerar la memoria de santidad. En buena medida, al menos, el contenido de la autoconciencia de lo humano sigue teniendo los parámetros básicos del arquetipo ciudadano, pero si ,por regla general, el programa de vida religioso no resultó socio-económicamente posibilitado por el propio trabajo, ni por el patrimonio de los linajes civiles, ¿cómo se abre la posibilidad socio-económica de las formas de vida religiosa? La respuesta nos pone delante de un fenómeno generado por la Edad Media, y que es una síntesis concreta de la pervivencia de elementos del mundo antiguo y del nuevo orden cristiano: la limosna 54 . Mediante la limosna, en sentido amplio, la sociedad medieval hace posible una nueva forma de vida, la religiosa y monacal, que se caracteriza —al menos en los inicios de su extensión— por la necesidad de seguridad patrimonial para emplearse en actividades distintas, y tenidas por más excelentes, que las originadas por las necesidades de la vida y el logro de objetivos materiales: los oficios productores o no, que tienen alguna finalidad económica. La limosna abre la posibilidad de acceder a un tipo de vida —generalmente el de las reglas monásticas— exento de atender a la "preocupación" mediante el ejercicio de oficios útiles, por la sola y voluntaria determinación del individuo, con independencia de su origen y dotación patrimonial. Se trata de un avance social de primer orden al tiempo que un cierto elemento corrector de la desigual dotación patrimonial, y de la exclusividad de estirpes y clanes socioeconómicos en orden a posibilitar el ejercicio de una forma de vida tenida por excelente. Pero es, además y fundamentalmente, la forma en la que el patrimonio, y con él la totalidad del sistema social antiguo, se subordina funcionalmente en orden a posibilitar un programa de vida cuyo estatuto y objetivos son religioso-sobrenaturales.

54 El término "limosna" lo vamos a utilizar en su acepción más amplia, es decir, no sólo como aquellas cesiones de bienes materiales cuya restitución no se exige, y que se aplican al alivio de un estado de necesidad perentoria, sino también toda clase de legados, herencias y donaciones con las que se quiere cubrir la seguridad en orden a la satisfacción de necesidades; o dicho de otro modo, con las que además de las necesidades perentorias, se quiere también eliminar el carácter perentorio de las necesidades futuras, y así se puede llegar hasta asegurar el ornato y la holgura. El objeto de una limosna no tiene pues, que ser necesariamente un bien exiguo, puede serlo también un patrimonio, o una dote cuantiosa que permita superar el estado de necesidad y la dependencia de ulteriores donaciones.

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Para mostrar que la limosna es una categoría central en el esquema de inteligibilidad del sistema sociocultural del medievo, tenemos primero que retomar una cuestión ya tratada, y después adelantar otra que desarrollaremos más tarde; esta segunda —que por el momento basta con enunciar— es la propuesta de que en la limosna se deja ver emblemáticamente el rasgo distintivo de la sociedad estamental como forma epocal del humanismo: su peculiar forma de estar ordenada respecto de un fin que no es estrictamente social o cultural. La que tenemos que retomar es la cuestión de los linajes. Ya se ha sugerido el paralelismo entre las nociones de especie biológica y de linaje social. De modo análogo a como las especies son los sujetos de la historia natural, los linajes son los sujetos de la historia social de las comunidades políticas antiguas, ya sea en su forma positiva como estirpes, o negativa como sequela. Tanto en las especies biológicas como en los linajes socioculturales resulta decisiva la sucesión de patrimonios genéticos o socioeconómicos: ellos determinan la propia conformación y capacitan para unas determinadas funciones cuyo ejercicio termina por confirmar una identidad biológica o sociocultural. Todavía podemos precisar un tanto más distinguiendo estirpe de casta. Las castas hacen depender de la generación física la posibilidad-capacidad de ejercer unas determinadas funciones sociales de la identidad físicamente generada. Cuando las misiones sociales corresponden en propiedad a linajes físicos, puede decirse que esa sociedad está organizada según castas. Ahora bien, el tipo de generación propia de las estirpes no es la física sino la sociojurídica: una estirpe no es necesariamente un linaje físico, sino sociopolítico, de modo que, por ejemplo, la adopción basta. La noción de estirpe consiste, pues, en hacer depender de la generación sociocultural la posibilidad-capacidad de cumplir determinadas misiones socio-políticas. En los sistemas socioculturales organizados según castas el sustento de las identidades sociales es biológico. En los que se organizan según estirpes el sustento es sociojurídico. En el primer caso, las dotaciones económicas y los estatutos sociopolíticos se transmiten en virtud de la identidad física; en el segundo, en virtud de la identidad jurídica. En definitiva, una casta es la trasposición al plano sociopolítico —todavía más literal que las estirpes— de la estructura de las especies biológicas. Es claro además que la sociedad organizada según castas tiende a reproducir la estaticidad e inamovilidad de las identidades biológico-naturales, mientras que las formas de organización social según estirpes implican una mayor —aunque todavía mínima— movilidad, y por tanto, también mayor libertad social, o, cuando menos, una cierta independencia del orden biológico. En las sociedades organizadas según estirpes, la educación forma parte de la generación sociocultural, y ésta requiere cierta conmensuración con el crecimiento biológico, pero esto no es condición para la perfección del acto jurídico de la adopción, sino para la cumplida realización de la filiación según la forma de identidad propia de la estirpe, y que no consiste en

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la capacidad de realización de unas funciones biológicas, sino sociopolíticas. Aunque nos ocuparemos más adelante de ésta cuestión quede ya reseñado que esta es la formación por lo menos de las identidades nobiliarias en la Edad Media: "cuando se evoca la sociedad feudal se debe pensar más bien en linajes, en familias, en apellidos que en voces individuales" 55 . También se ha sugerido ya que el celibato es susceptible de ser interpretado desde el punto de vista histórico-cultural como la ruptura de la posibilidad de pensar el origen del linaje de los hombres consagrados como natural o biológicamente causado y transmitido. Por el celibato la identidad sacerdotal, por ejemplo, no reside en ninguna genealogía física, tal y como, ocurrió, por ejemplo, con Aaron y su hijos según relata el Exodo. En términos más amplios: el orden religioso no es una casta en la sociedad cristiano-medieval porque el celibato forma parte de la consagración al servicio divino, por ejemplo, en la forma de las reglas monásticas. El voto de castidad impide que los religiosos formen un linaje físico con una misión social especifica: una casta que confunde a los sujetos sociales con identidades genealógicas y convierte el oficio religioso en destino para los individuos. El riesgo de que los organismos sociológicos encargados de las misiones religiosas se constituyeran en estirpes, en genealogías patrimoniales, se hizo patente cuando las cuantiosas donaciones piadosas fueron quedando adscritas a las instituciones monásticas, cuya forma de vida se fue adaptando a la relativa abundancia de los recursos, convirtiendo primero el trabajo en un mero recurso ascético, y abandonándolo después en manos de los monjes menos eminentes y en los laicos. En ese momento tales formas de vida religioso-monacales se hacen socioculturalmente indiscernibles de las antiguas estirpes, de modo que entre los monjes también se podía "identificar la sangre del linaje con la casa que lo guarda" 56 , pues si bien es cierto que no había entre ellos filiación sanguínea, sí que había lo que se puede llamar filiación patrimonial: unos a otros se transmitían una forma de vida que no era posible sin la dotación patrimonial de la institución.Las convulsas polémicas teológicas e institucionales en torno a la pobreza de la vida religiosa que surcan casi toda la Edad Media, pueden ser interpretadas como diversos intentos para evitar que el organismo sociológico encargado de la función religiosa se constituyera según la forma de una estirpe, es decir, como un linaje sociocultural cuyas misiones sociales se transmiten entre sus miembros en virtud de la sucesión de un patrimonio económico y político. De ahí que, por ejemplo, la fundación de las órdenes mendicantes (que reducen al máximo toda clase de propiedad institucional y en la que los frailes generalmente dependen perentoria y constantemente de la

55 Pernoud, R., ¿Qué es la Edad Media?, Editorial Magisterio Español, Madrid, 1979, p. 110. 56 Fossier, R., La infancia de Europa (Aspectos económicos y sociales), Labor, Barcelona, 1984, p. 222.

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limosna), puede ser también interpretada como una reivindicación del carácter sobrenatural de la religión cristiana y de las funciones religiosas, cuyo ejercicio no es competencia propia de ningún linaje humano, ni hay patrimonio sociocultural que capacite a unos sujetos para la vida religiosa o que la convierta en competencia propia de una estirpe. En definitiva, el voto de pobreza que significa un estado de perfección personal no garantizaba la distinción entre la comunidades religiosas y las estirpes civiles, porque era el patrimonio adjunto a las instituciones religiosas el que permitía la transmisión de un modo de vida contemplativo. El patrimonio institucional confundía las formas de vida religiosa con los linajes patrimoniales y asimilaba la misión religiosa a una identidad genealógica. En ese contexto, los frailes no sólo suponen —respecto de los monjes— una cierta urbanización del modelo paradigmático, significan también una cierta reivindicación de la limosna como categoría clave respecto de la autenticidad y perfección de la forma de vida adecuada a la función religiosa. Reivindicación que, como es sabido, dio lugar incluso a enconadísimas disputas teológicas e institucionales. La pobreza ascética e institucional es la fórmula mediante la que los individuos no se confundían con linajes cuya identidad patrimonial posibilitara el ejercicio de la perfección cristiana. Se trata, pues, un elemento clave en la incardinación de las funciones religiosas en el medievo, y lo es de un modo acusadamente medieval. La excelencia religiosa que la Edad Media reconoce sobre todo a clérigos y monjes tuvo también a menudo el correlato de un estatuto —personal o institucional— socioeconómicamente privilegiado, que adoptó las formas propias de la época: "el estamento clerical adquiere en la única civitas o cristiandad una situación social privilegiada, una cierta intervención en asuntos temporales, o, incluso, se convierte en titular de dominios feudales" 57 . Pero la situación es consecuencia casi inevitable de la forma misma del sistema sociocultural del medievo, y el problema que gravita sobre su evolución: si la instancia fundante del orden social es religioso-sobrenatural y hay un grupo social que encarna la excelencia religiosa, entonces su condición arquetípica los inserta privilegiadamente en el sistema social. Pero esa inserción se vuelve una amenaza constante de confusión que exacerba las ansias de plenitud en la forma de una sobrenaturalidad opuesta a lo natural, o de una religiosidad (en oposición a secularidad) que resguardara su condición arquetípica de la confusión con el mundo sociocultural. Y como al mismo tiempo siguen encarnando el ideal de la época, éste evoluciona también hacia la extramundanidad propia de tales formas de vida, y hacia su crispación coyuntural, que, con no poca frecuencia, derivó en irregularidades doctrinales y disciplinares en el seno de la Iglesia Medieval.

57 Viladrich, P. J„ op. cit., p. 35.

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6. Castidad, pobreza y obediencia: la gestación del individuo europeo. La Reforma Protestante interpretó que el celibato y la limosna no tenían de hecho otro fundamento que la crispación consiguiente a la conjunción desgraciada de factores meramente coyunturales, junto con la degradación de la vida religiosa. Hegel, por ejemplo, apunta a este respecto que la idea de "santidad" en la Iglesia medieval arrastra la de "servidumbre", por cuanto la distinción y separación —abstracción para él— del orden religioso en la forma de una vita contemplativa, hace necesaria la ocupación de otras unidades sociológicas en la forma de vidas activas útiles respecto de la manutención, pero inhábiles respecto del ideal de santidad, y que quedan postergadas a la servidumbre de un estado de imperfección. Se trata de un momento necesario —el de la separación— pero superable y nefasto en tanto que se estabiliza y retiene en sí mismo: eso es lo católico según Hegel. Ahora bien, aunque la hegemonía de la vita contemplativa subordina funcionalmente las formas activas de la vida, máxime cuando se trata de un sistema social asimilado y confundido con la organización eclesiástica, el esfuerzo medieval por distinguir el orden religioso-sobrenatural del político y sociohistórico, dio lugar a uno de los descubrimientos que todavía da forma a la autoconciencia europea de lo humano: la afirmación, todavía estrecha pero ya constituida, de la autodeterminación individual sobre de las determinaciones biológicas o socioculturales. O, si se quiere, la constitución social de la persona o su "invención", si el término se toma con su sentido clásico, en el que la actividad inventiva llega serlo realmente con la forma del descubrimiento, si bien éste tampoco es un mero encontrar lo que había. Descubrir, sacar a la luz, es inventar porque el conocimiento no es una mera cogitación de un sujeto inalterado sobre una realidad inalterada, sino que al conocer se accede también por una vía que no se abre desde el mero pensar: los modos de vivir posibilitados por sus objetivaciones sociales. Se trata de un descubrimiento hecho posible por la apertura de un espacio social en el que el hombre llegaba a reconocerse como "persona", algo más que naturaleza, ya sea biológica o social. El orden religioso deja de ser "casta" (linaje físico), si evita mediante el celibato la posibilidad de ser comunicado o transmitido físico-biológicamente. El voto de pureza es la suspensión del carácter determinante del patrimonio físico-genético, en orden a la fijación de la identidad y el destino social de los individuos. Y deja de ser "estirpe" (linaje patrimonial) si elude la posibilidad de ser transmitido mediante la sucesión de un patrimonio socioeconómico. El voto de pobreza es la suspensión del carácter determinante del origen social, y de la dotación económico cultural (patrimonio genético-social), en orden a prefigurar el destino social y personal 58 . En ese

58 Tal vez en Grecia y Roma dicha posibilidad estuviera abierta para las individualidades eminentes que escalaban desde una humilde procedencia la fama y el honor de su nombre. Pero en el Mundo Antiguo dicha posibilidad no constituía ella misma un orden o unidad social caracterizada como máximamente perfecta, tal y como ocurre en la Edad Media y en la forma del estamento religioso.

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sentido y en la medida en que ambos votos constituyen la forma de un espacio social diferenciado, dicho espacio —el de la vida religiosa— reviste a los sujetos de una identidad que no se origina en su linaje físico, ni en su linaje social, sino en una disposición de sí que convierte a la libertad en la posición radical del individuo frente a las "castas" y las "estirpes". En definitiva, ambos votos hacen decaer las identidades genealógicas de índole física o patrimonial en favor de una sede nueva para la determinación del destino individual, y que no es otra que el individuo mismo. Hasta ahí el monaquismo resulta ser el alumbramiento y constitución del individuo como la sede primera de su identidad y de la autodeterminación al margen de las prefiguraciones biológicas o culturales expresadas en el sistema social. Pero ese alumbramiento contiene, como no podía ser de otro modo, los rasgos idiosincráticos del modo de vida donde primero se afirmó y realizó. Se trata de un individuo que viene a serlo —que se constituye en la sede de su autodeterminación— por separación del orden físico de los linajes (del sexo mediante el voto de castidad), del orden patrimonial (de la propiedad mediante la pobreza): la realización social de la noción de persona como "sustancia individual de naturaleza racional". Un individuo que para llegarlo a ser y comparecer como tal en el contexto sociocultural antiguo ha tenido que hacerse abstracto, esto es, ha tenido que separarse de cuanto amenazaba con disolverlo y confundirlo. Pero se trata también de una abstracción como producción social de la forma —de la esencia— de lo humano que, en tanto que expresada, pasa a constituir el contenido de la autoconciencia programática de lo que significa ser hombre para una época —para ésta en concreto— según una perfección. En resumidas cuentas: el conocimiento de lo que el hombre es no se produce, al menos no sólo, por un acto de la facultad intelectiva que aprehende un objeto (la formalización de una forma o una praxis en terminología aristotélica), porque ese conocimiento acontece también en y mediante una poiesis social, por una producción o, si se quiere, mediante su expresión u objetivación cultural. Por eso, las definiciones de lo humano tienen correlatos culturales, y por eso, la noción metafísica y clásica de persona puede, tal vez, tener su correlato en la forma de vida que realizan los estados de perfección religiosos de este tiempo. En una y otra por lo menos, tanto la sexualidad como la instalación humana en el mundo mediante el sexo, el trabajo y las comunidades políticas civiles, aparecen de forma abstracta, separada, casi como si en la definición de persona y en la perfección de las formas de vida religiosa ocurriera que nada de ello comparece a título propio, sino según un cierto carácter accidental y, por tanto, prescindible, al menos en el orden activo de la existencia. Pero todavía más: parece que esa prescindibilidad es la condición de la perfección de lo humano y personal. Por otra parte, aunque el individuo ha sido así gestado frente a las identidades genealógicas civiles, y lo ha sido mediante la afirmación de su poder de autodeterminación o su libertad, esa individualidad no se afirma a sí misma como la sede

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autónoma de la libertad, porque el contenido de su autodeterminación es el sometimiento a una regla según un abad: el voto de obediencia. Es en la regla y en la comunidad por ella normada donde el sujeto queda habilitado para entrar en posesión de sí mismo; es decir, el individuo viene a serlo en el seno de una nueva identidad genealógica que es un linaje espiritual de los hombres libres. (No podía ser de otro modo porque, como veremos más adelante, no hay una noción solitaria del individuo en esta época, y esa libertad o posesión se cumple con la forma de la donación, esto es, mediante la intersubjetividad: se tiene lo que se puede dar y las formas de la libertad, de la posesión de sí mismo, que Occidente pudo concebir son correlativas a la radicalidad de las formas de dar, y, más en concreto, de darse). Pero, incluso en ese medio comunitario, es la radicalidad de la disposición de sí que es un voto lo que trae al individuo a sí mismo. Que esa nueva instancia se sobreponga al orden de las identidades étnicas y culturales, y que sea ella misma la interpelada para habitar el espacio de la vida religiosa, y no una nación étnica (como fueron los judíos) o una estirpe social (como lo sería una estirpe sacerdotal), supone la realización de un espacio social que puede calificarse cabalmente católico, universal. O, mejor dicho, esa es la forma de la catolicidad medieval, un espacio social que es el correlato de la definición boeciana de persona, en el que ni la dualidad sexual que introduce el orden biológico, ni la pluralidad de naciones que introduce el orden cultural son acogidos, o por lo menos destacados, como espacios hábiles para la realización de la libertad personal. Es cierto que se superan las diferencias étnicas en orden al reconocimiento de la condición personal de los miembros del género humano, pero tal vez al precio de desatender el ámbito de las relaciones sexuales (que tienen su sede también en la índole corpórea del hombre) como instancia de realización de la persona. También se superan las diferencias culturales, pero quizás al precio de que el modelo de la cristianización del mundo fuera su abandono. En suma, el contenido de la autoconciencia religiosa (objetivada en un estamento) de lo humano que, precisamente por no ser natural, dio a luz a la noción de individuo como la de una novedad imprecedida e irreductible a la especie y a las naciones, terminó —por la fuerza y la forma misma de su afirmación contra estas instancias— por configurar una idea de dicha perfección que es más una angelicalización 59 del hombre que su humanización; si bien, lo probable es precisamente que lo segundo se pensará con la forma de lo primero.

59 Es una constante en autores de la época ensalzar la forma de vida religiosa según los votos como la realización de una cierta perfección que acerca al hombre a los seres inmediatamente superiores en el orden ontològico de la perfecciones: los ángeles. Más adelante se vuelve sobre la cuestión y se cita un texto de Santo Tomás en ese sentido.

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Por otra parte, como la realización medieval de la catolicidad del cristianismo tuvo la forma unívoca de un sistema sociocultural (el único que era cristiano en aquel tiempo), evangelizar tiende a concebirse como la extensión de ese sistema social, como una ampliación de la Christianitas que llegará a tener incluso sentido territorial en las cruzadas. De ese modo la pluralidad sociocultural queda fuera de la idea de catolicidad y universalidad. Pero, además, como esa libertad para ejercerse precisa del voto de castidad, esa forma de la castidad, es decir, la negación de relaciones sexuales, se desliza hasta aparecer como condición de posibilidad de dicha libertad. Esto es, evangelizar según su forma perfecta es extraer a los sujetos del mundo según la peculiar amplitud medieval del término; es decir, sacarlos del ámbito de las relaciones sexuales, de la familia, de la masculinidad y feminidad como modalidades de realización personal en el efectivo ejercicio de las relaciones sexuales. Así también las relaciones sexuales, el matrimonio, la masculinidad y la feminidad —en tanto que modalidades de la sexualidad procreativa— son concebidas según alguna clase de precariedad y quedan fuera de la idea de la universalidad, de libertad, y de la especificidad de la persona. El individuo, suele decirse, se subordina a la especie mediante la procreación, mientras que —tiende a pensarse— se afirma frente a ella como superior y fin en sí mismo cancelando esa subordinación operativa. Y otro tanto puede decirse que le ocurre al trabajo, el préstamo, el crédito, el comercio y la producción por la univocidad con la que se piensa que el individuo viene a protagonizarse, esto es, a coincidir consigo mismo y sustanciarse frente a los linajes socioeconómicos mediante el voto de pobreza60.

60 Desde luego, algo del intento por residenciar lo religioso —y por tanto la libertad a la que había dado lugar— en todos esos ámbitos puede encontrarse cuando, muchos siglos más tarde, Hegel distinguió tres ámbitos de realización del hombre directamente opuestos a los votos de pobreza, castidad y obediencia, al hilo de su polémica contra la noción medieval (y según él católica) de santidad, que denuncia como abstracta: "el voto de celibato va dirigido contra el amor familiar, el de obediencia contra la voluntad independiente, el de pobreza contra la actividad productiva y la propiedad" (Hegel, G.W.F., Lecciones sobre filosofía de la historia universal, Alianza, Madrid, 1989, p. 628). Hegel hace esa apreciación guiado por su empeño en no tolerar división real alguna entre lo finito y lo infinito, lo que en último extremo quizás se resuelva en que la religión no es un ámbito propio respecto del cual el hombre tenga un espacio distinto y separado de los otros tres. Lo probable, aunque no es una cuestión que se quiera discutir aquí, es que Hegel coincida con el mundo antiguo en no concebir la religión como la relación del hombre con un Dios transcendente, en la que al hombre le convenga una clase de plenitud irreductible a la familiar, productiva y política; o, al menos, que esa perfección no tenga expresión u objetivación exterior, sociológica o institucional. Ahora bien, es posible concebir la relación del hombre con Dios como irreductible a cualquier otra, al tiempo que capaz de residir también según su forma peculiar en las actividades que constituyen los distintos ámbitos humanos: el familiar, el productivo y el político. Pero también es posible que esto no ocurriera durante la Edad Media y precisamente porque este tiempo se siente urgido a expresar y realizar con toda la radicalidad posible la irreductibilidad de la religión al ámbito civil, cultural, étnico y familiar.

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Todo ello, además, configura un espacio social diferenciado donde se realizaba según perfección dentro de las propias sociedades cristianas. La apertura de ese espacio social es la objetivación cultural de la interpretación medieval de la universalidad del Cristianismo y de su realización en los sujetos, porque es ahí donde se piensa como posible la realización de una libertad sobre las determinaciones biológicas y culturales, es decir, donde todos los hombres se hacen uno para el Evangelio, y donde el Evangelio se hace mensaje que afecta a todos los hombres. No es ahora el momento de discutir si una vez rota la hegemonía de las formas de vida religiosa según los votos, sigue siendo posible o no sostener una interpretación de la definición de persona como la boeciana; o si, por el contrario, es preciso reformular esa idea de modo que sea posible introducir las relaciones sexuales, la masculinidad y la feminidad, las relaciones productivas con el mundo, y las distintas tradiciones culturales como espacios hábiles y diferenciados para la realización de la libertad personal, la catolicidad del Evangelio, o la universalidad de la razón61. Lo crucial es que lo que los hombres del medievo se sintieron acuciados a destacar fue el carácter redentor de Cristo, la novedad cristiana respecto del Dios veterotestamentario. Y que fue probablemente ahí donde avistaron al carácter personal del individuo humano como alguien a quien Cristo, Dios mismo, ha venido a salvar. Sin embargo, el destacamiento medieval de la condición redentora de Dios quizá se hizo socioculturalmente al precio de oscurecer o desplazar su índole creadora. En la medida que al carácter creador de Dios se sobrepone su índole salvífica, la Civitas Dei que la Edad Media concibió no es tanto la sociedad de Dios con sus criaturas, como la sociedad de Dios con los hombres en orden a la Redención, es decir, la Iglesia. Tal vez pertenezca, por así decir, al Cristianismo, avistar la creación desde la redención como una plenitud de aquella y hasta una cierta recreación, lo que quizá no lo sea tanto es que el orden de la sociedad civil se configure y asimile con inmediatez al orden de la sociedad para la salvación, a la Iglesia, de modo que ésta se funda con el sistema sociocultural como parte de su organización en todos los ámbitos. En la acepción agustiniana y medieval la Civitas Dei no se establece sobre un vínculo natural sino sobrenatural, o, si se quiere, no se afinca tanto sobre la condición de hombre universalmente compartida, como sobre una nueva condición que se sobrepone y que es la condición de cristiano. Esta clase de sociedad no es de índole natural sino sobrenatural, de modo que, para San Agustín, "la naturaleza, viciada por el pecado, engendra ciudadanos de la ciudad terrena; la gracia, liberando a la naturaleza del pecado, engendra ciudadanos de la ciudad

61 Una versión distinta de lo que resulta ser "católico" que incide precisamente en la particularidad cultural de las naciones y en la modalización sexual de los individuos puede encontrarse en Choza, J., Los otros humanismos, EUNSA, Pamplona, 1994. Sobre la modalización sexual y cultural de la persona se vuelve en el quinto capítulo.

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celeste"62. De ese modo, y en la medida que tanto el orden de la naturaleza como el de la historia del hombre se piensan como el espacio de la naturaleza esclava del pecado, la comunidad de los hombres en la humanitas es superada, perfeccionada y hasta sustituida por la comunidad de los cristianos en la Iglesia y, socioculturalmente hablando, en la Christianitas.

7. El arquetipo medieval de la libertad: los votos. La clericalización medieval de la libertad —y de la cabal constitución de los individuos— no supuso la ampliación del principio de la libertad a ningún ámbito distinto del religioso, sino, más bien, la inauguración de un espacio en el que se le reconoció vigencia al principio de la determinación del individuo: la esfera religiosa de la existencia que, en tanto que constituida según perfección, corresponde a un espacio sociológico diferenciado. Pero fue también la clericalización o, mejor, la radicalidad religiosa que afecta a la autoconciencia medieval de lo humano lo que sustanció al individuo como sede originaria de la determinación biográfica y social. Sólo en la medida que la libertad cobra forma y vigencia como principio socioculturalmente reconocido para la autodeterminación del sujeto en ámbitos tales como los familiares, productivos y políticos, pueden éstos ser reconocidos como espacios válidos para la realización, es decir, en los que puede expresarse y realizarse la conciencia de lo humano. La historia sociocultural de la libertad es la historia de la expansión de la autoconciencia de lo humano y de su especificidad en espacios cada vez más heterogéneos, y de la constitución de la clase de libertad que ella contiene como posición radical de los sujetos en el conjunto del sistema social. La Edad Media alumbra (con las peculiaridades restrictivas ya apuntadas) la primera forma de la libertad que puede llamarse con propiedad europea e incluso, por paradójico que parezca, protomoderna. Una libertad en la que el sujeto se pone a sí mismo como posición radical frente al interés y la identidad que se deriva de la hegemonía social de castas y estirpes. Si antes se dijo que una casta es un linaje físico y una estirpe un linaje sociocultural y político, ahora puede decirse que las reglas monásticas y las formas de vida religiosa se constituyen como un linaje religioso sobrenatural, sequela Christr, cuya distinción social de las castas y de las estirpes es también la primera forma de proclamación de la libertad respecto del origen y de las determinaciones físicas y socioculturales: la libertad que se ejerce como determinación a la vida religiosa es una completa novedad respecto del

62 Cfr. San Agustín, La Ciudad de Dios, XV, 2.

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orden biológico y cultural, pues la posesión de sí que es precisa para tal autodeterminación no deriva de ninguno de estos dos órdenes, porque ésta no tiene precedencia posible al individuo singular que la ejerce. Aunque el individuo no se constituye como tal al margen de la biología y de la realidad social, éstas se convierten en destinación a la libertad para el sujeto medieval que alcanza la autodeterminación según los votos, y, sobre todo, esa destinación ya no reside en el linaje ni constituye su identidad diferenciante, sino en el individuo como sede hábil respecto de esa autodeterminación. El orden religioso se convierte así en la expresión social de un sentido de la libertad que es novedoso respecto de la Antigüedad, y que se introduce en nuestra tradición como parte de los contenidos doctrinales del Cristianismo: la libertad como la posibilidad-capacidad de decidir el propio destino personal, moral, y por ende, también en cierta medida social (aunque todavía con la restricción de que esto último sólo es posible respecto de las formas de vida religiosa), con una independencia que es siempre en algún momento absoluta respecto de las determinaciones físico-biológicas o culturales. La forma misma del voto, un compromiso asumido en un momento biográfico y que obliga para el resto de los días, señala también el momento absoluto de la realización de esa nueva forma de libertad que es la entrega o la completa renuncia, y que no se reduce a decidir el destino social —como ocurría con quienes siendo libres se vendían en esclavitud—, sino que hace depender de su cumplimento la propia salvación, es decir, el propio destino eterno y personal: la forma de realización más excelente a la que puede aspirar un hombre cristiano y medieval. Los votos son la forma con la que el medievo cristiano proclamó que los sujetos tienen un origen más radical que su genealogía física o cultural, y que la libertad —como regreso al origen que es progreso hacia el fin, o lo que es lo mismo, su posesión y disposición—, no tiene su forma más radical cuando el origen que se posee al disponer de él y transmitirlo es el físico (mediante el ejercicio de la sexualidad), ni el sociocultural (mediante la transmisión de la propiedad en su sentido más amplio), sino un origen imprecedido, inédito, cuya sede los hombres de este tiempo nombraron como "persona". Tal forma de disponibilidad de las subjetividades individuales que se origina sin precedencia alguna biológica o cultural que la determine como su causa (aunque la induzcan y posibiliten), y que se ejerce en orden al propio destino, es el alumbramiento de una idea de la libertad extensible al conjunto del género humano, al menos en el sentido de residir en todos los individuos sin restricciones étnicas o culturales, porque a todos afecta. Universal, pues, católica, porque deja en suspenso las restricciones de índole étnico-biológicas (como las vigentes en los sistemas de castas y en los antropocentrismos étnicos), y las restricciones culturales y sociopolíticas (como las vigentes en los sistemas de estirpes y en los antropocentrismos políticos y culturales), en orden a determinar, para cada individuo sin-

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guiar, su pertenencia de pleno derecho a la comunidad de los hombres sin detrimento alguno: ser un núcleo de disponibilidad de sí mismo —una sustancia— en orden al propio destino moral y eterno. Aunque no fue durante la Edad Media cuando tales restricciones fueron desactivadas (como es obvio en el caso de los infieles, o en el de las mujeres, y lo será más tarde respecto de los pobladores del nuevo mundo), el sentido de la libertad que ha cobrado forma social en el estatuto social de las formas de vida religiosa lleva entrañada una dinámica universalizante, que difícilmente sostendrá justificadamente tales restricciones en el plano sociocultural y político. Al margen de su forma y tipificación canónica, un voto es el ejercicio de la capacidad-posibilidad de disponer de sí; tal tenencia o posesión de sí sólo acontece en la donación del propio sí mismo. Tal vez incluso Nietzsche fuera deudor de este sentido de la libertad cuando pensó, según le atribuye Scheler, que el hombre es el ser que puede prometer; el hombre puede prometer porque dispone de sí; prometer es posible en último extremo porque quien promete se promete; la promesa es una autodeterminación del que promete que, cuando tiene la suficiente radicalidad, connota que la naturaleza cobra su forma propiamente humana, personal, cuando se hace el contenido de una disponibilidad cuyos fines no son ya exclusivamente naturales, esto es, biológicos, históricos o culturales, sino que se origina y finaliza en un orden que los trasciende. Esta es la radicalidad cristiana: la máxima potencia de la posesión de sí, es decir, de la libertad, es correlativa a la radicalidad del dar; sólo puede darse a sí mismo quien se tiene, pero tenerse o disponer de sí con tal radicalidad sólo es posible en el acto o en la forma de un darse radical. El tener en su máxima potencia sólo es posible en el dar. Un dar que reduce la incoincidencia entre el donante y la donación, esto es, en el que acontece, por así decir, la identidad de sujeto y objeto, y en el que el contenido de la donación es en último extremo aquello mismo por la que ésta es posible: poder disponer de sí, el "tener-se" que es preciso para poder ponerse con la forma de la promesa de un "para siempre", de un voto. Eso es, al menos, lo que sugiere Santo Tomás cuando argumenta a favor de los votos y contra sus detractores: "si alguien realiza algo por Dios, le ofrece a Dios tal acto; pero si lo hace con voto, no le ofrecerá a Dios únicamente el acto, sino también la potencia"63. Así es como esa clase de disponibilidad radical de sí mismo irrumpe por primera vez en el orden social de nuestra tradición constituyendo un espacio para su reconocimiento y ejercicio. Castas y estirpes sucumben en el espacio de la vida religiosa en tanto que instancias prefiguradoras del destino humano, y dejan paso

63 Sto. Tomás, Suma contra gentiles, Lib. III, Cap. CXXXVIII, 3.

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a la irreductibilidad de los sujetos individuales en orden a la elección de la forma social y biográfica de la propia identidad. La libertad podía ser ya con anterioridad el principio de la moralidad de las acciones, pero hasta ese momento no se había hecho el principio legitimador de una forma de vida social, ni había alcanzado a configurar un espacio propio en el sistema social. El primero de los espacios sociales que se genera sobre el eje de una identidad individual cuyo ejercicio es una libertad sin precedente, nueva, es el que abren las formas religiosas de vida: la idea cristiano-metafísica y medieval de persona ha cobrado forma social. El medievo concibió tal radicalidad de la libertad en la forma del voto con una prevalencia casi absoluta que es correlativa a la hegemonía del modelo monásticoreligioso: la idea de libertad se radicaliza cuando se la asimila más al dar que al tener, pero esa radicalización tiene durante este tiempo la forma arquetípica de los votos. De donde resulta que, por paradójico que pueda parecer, los votos son en la Edad Media la forma consumada de la libertad, el signo de la libertad posible del hombre. Además, cuando el orden religioso abandone la seguridad de la dotación patrimonial que lo constituía en un linaje, se configurará —al menos conceptualmente— como la primera unidad social en sentido netamente protomoderno: si no es una casta ni una estirpe, es una simple función que depende por entero de su pertinencia social para subsistir. La limosna es en el medievo el reconocimiento de dicha pertinencia, pero es también la manifestación social de la prevalencia del fin —y de la aptitud en orden al fin— respecto del origen para legitimar las unidades del todo social. De ahí que la limosna sea en relación al patrimonio y en su orden lo que en el plano existencial significa la idea de "vocación" respecto a la de "destino": la suspensión del carácter definitivo del origen y de las condiciones iniciales en favor de la vigencia de un nuevo factor final, respecto del que el individuo mismo resulta decisivo, al disponer de sí en orden a lo absoluto: la salvación o la muerte eterna. La limosna es el procedimiento por el que el fin se hace posible desde sí mismo, con independencia de unas condiciones iniciales, porque él mismo las hace surgir. El fin suscita su propia provisión. De ahí que el intento por dar forma social a un sentido de la humanidad, de la libertad, que fuera superación del orden biológico de las "castas", y del orden sociocultural de las "estirpes", desembocara en la formación de la primera unidad profesional: aquella a la que se accedía libremente para ejercer un oficio —el divino— cuya pertinencia social generaba su propia posibilidad socioeconómica —la limosna— y que es el primer gran atisbo de movilidad social en toda nuestra antigüedad. Hasta la modernidad las distinciones sociales jurídicamente formalizadas no eran tanto de índole económico u horizontales —como lo son las actuales clases sociales—, cuanto verticales como la de los estamentos, de modo que en una misma división convivían distintos estatutos económicos. En ese sentido las for-

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mas de vida estructuradas en orden a la función religiosa no son la primera clase social sino, más bien, un gremio profesional; "talleres de Dios" llama San Benito a las comunidades monásticas. Se trata de una comunidad profesional de hombres libres.

8. El orden social como participación. Damos ya por concluida la exposición de la primera de las razones en la que fundábamos la propuesta de pensar la limosna como una categoría esencial en el esquema de inteligibilidad del medievo. Ser "esencial" significa aquí caracterizar diferencialmente al sistema sociocultural, y que éste resulte funcionalmente inviable sin la forma de relación socioeconómica que es la limosna. Podría pensarse que la función social de la limosna queda cumplidamente explicada por razones estratégico-políticas para la preservación de la condición de privilegio de las clases propietarias. En esa línea cabría argumentar que, en un mundo sometido a tremendas desigualdades y en el que las condiciones de vida rondaban siempre lo patético para buena parte del conjunto social, las donaciones "piadosas" completan la eficacia dormidera de la religión para evitar violentas convulsiones sociales. Sin duda, dicha utilidad debió de ser aprovechada en el doble sentido de apoyar determinadas situaciones de privilegio y también de paliar urgentes calamidades: "A través de la munificencia de los señores la sociedad realizaba la justicia y suprimía, dentro de una pobreza generalizada la indigencia total"64. Sería posible también resolver la cuestión de la relevancia social de la limosna aduciendo factores meramente ocasionales, tales como, por ejemplo, el pavor milenarista a una catástrofe general. Lo que al parecer no carecería por completo de fundamento: "nunca en la historia de la Iglesia (dice Duby), fueron las limosnas tan abundantes como durante los cinco o seis decenios que rodean al año mil. Los fieles daban limosnas por cualquier motivo: (...) lavar una falta, (...) para un funeral, (...) y de este enorme trasvase de bienes raíces se beneficiaron en primer lugar las abadías benedictinas y secundariamente las iglesias episcopales"65. Sin embargo, lo que fenómenos como el milenarismo destacan a un primer plano histórico no fueron aspectos secundarios en el sistema social y de creencias

64 Duby, G., Guerreros y campesinos, 65 Duby, G., op. cit., p. 76.

Siglo XXI, Madrid, 1976, p. 65.

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de la época. En la relevancia social de la limosna, más o menos ocasionalmente acrecentada, está cifrada la forma misma del orden social medieval: una peculiar distinción y distribución de funciones entre agentes sociales también diversos (órdenes o estamentos), por la que éstos resultan mutuamente interdependientes en orden a tres tipos de cuestiones, que son también las misiones propias de cada unidad social: satisfacción de necesidades, organización y defensa, bienes religiososobrenaturales. Lo peculiar de tal distribución y distinción es que se piensa como la forma en que cada una de las unidades sociales puede acceder al ideal de la época; participando, eso sí, de modos diversos y tenidos por más o menos perfectos, de manera que las distintas misiones sociales y el órgano sociológico que desarrolla cada una de ellas son también distintos "estados de perfección": formas más o menos adecuadas de realización del modelo vigente en el sistema sociocultural. Explicar la forma en que se concibió tal ordenación social es también justificar por qué esta forma epocal del humanismo es estamental y no solo religioso-monacal. Hay una diferencia sustancial entre los sistemas socioculturales antiguo y medieval. En el primero —griego y romano— la subordinación funcional no implica participación del bien o fin para el que se está ordenado. Las distintas partes sociales funcionalmente necesarias no participan del ideal de vida al que se subordinan; de modo que, aunque ordenadas respecto de él, éste les queda siempre fuera, distante y ajeno, a todos excepto, obviamente, a la aristocracia cuya forma de vida es el fin mismo del sistema social. Es un orden maquinario que implica cierta estabilidad para todos sus elementos, y que, en situaciones de extrema falta de orden, supone también un cierto bien para todos ellos (la pax romana o el habitar dentro de las murallas de la polis). Pero como el bien o fin al que se subordinan las distintas partes es un determinado tipo de vida del que algunas unidades sociales no participan, a éstas les ocurre que resultan excluidas de la perfección, al menos tal y como el sistema social la ha expresado. Sin embargo, el humanismo medieval es estamental porque en él la subordinación funcional de las partes sociales implica también para todas ellas participación del fin o bien respecto del que se ordenan. En el plano social, el término "orden" significa en la Edad Media participación, y la distinción de agentes sociales consiste en grados distintos o formas más o menos perfectas de dicha participación. En el medievo la sociedad está organizada como lo está el mundo, según grados y rangos de perfección que se subordinan unos a otros y componen un sistema ascendente hasta lo máximamente perfecto. Cuando las partes funcionales participan del bien o fin último del todo, su ordenación es al menos tendencialmente orgánica y, como en los organismos, su bien es el vivir mismo del que las partes participan en tanto que integradas en su ordenación, en tanto que orgánicamente subordinadas en la unidad del vivo, que ya no es meramente instrumental o maquinaria.

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Si es posible que la subordinación funcional sea también participación es porque el bien o fin al que se ordenan y subordinan no es estrictamente hablando una forma social de vivir. Ese bien o fin es en la Edad Media y en último extremo extrasociocultural, y el modelo antropológico no es meramente antropológico, sino un modelo que es el mismo Dios hecho Hombre, mientras que el bien último es la salvación ultraterrena. En el mundo clásico la subordinación no era participación porque el fin último era una forma social de vida, pero en el medievo, el fin es una vida no terrena, eterna, la salvación a la que se puede tener acceso en virtud de estar integrado en un todo social. En términos cristianos, no puede abrirse la posibilidad del acceso a la salvación mediante la pertenencia a un sistema sociocultural a menos que éste y la Iglesia se hayan asimilado. Esa asimilación realizada según un modelo de unidad orgánico es precisamente lo que expresa la idea medieval de Christianitas66, la unidad socio-eclesial y política de los fieles cristianos. La Christianitas es la sociedad viva, esto es, en la que las partes subordinadas participan de la vida que es el bien del todo social. Eso sí, cada parte participa según su propia índole, es decir, según "estados de perfección" que son también funciones en el sistema social medieval: clero, nobleza y pueblo. Como la Cristiandad es la sociedad viva en virtud de la asimilación Iglesia/sistema sociocultural, aquélla termina siendo pensada respecto de éste como el alma respecto de su cuerpo: la Iglesia es lo espiritual como el sistema sociopolítico es lo corpóreo. Espiritualidad y extramundaneidad se asimilan y confunden constituyendo de ese modo a las formas de vida religiosas y monásticas no sólo como el paradigma cultural de realización de la excelencia —santidad—, sino como el elemento que, al subordinar para sí a los restantes órganos sociales, los vivifica —santifica— con la vida del todo social, pero según la índole propia de cada uno de tales elementos, es decir, como una participación imperfecta de la forma propia de la santidad en el arquetipo religioso-monacal. La expresión socioeconómica de esa subordinación vivificante-santificante es la limosna. Las actividades del mundo son respecto a "lo religioso" lo que las funciones del cuerpo respecto a las del alma: su posibilitación vegetativa, tanto más subordinadas cuanto más vivificante y rectora resulte la forma espiritual. "La alegoría de la relación anima-corpus se aduce centenares de veces para demostrar la inferioridad de los laicos y la superioridad del clero, para demostrar que, tal y como el alma gobierna el cuerpo, de la misma manera el clero gobierna a los laicos, con la consecuencia de que, como, por ejemplo, afirmó a mediados del siglo XI el cardenal Humbert, (...) el clero equivalía a los ojos de toda la Iglesia" 67 .

66 Cfr. Viladrich, P. J., op. cit., pp. 12-19. 67 Ullmann, W., Historia del pensamiento

político de la Edad Media, Ariel, Barcelona, 1992, p. 98.

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El trabajo humano aparece de nuevo concebido como el esforzado logro de una utilidad para la viabilidad de la forma orgánica de la vida del hombre y de la sociedad de los fieles. Ninguna o escasa perfección parece poder reportar según su forma y fines propios que no sea su eficacia terapéutico-ascética en el orden individual, y su función de posibilitar unas formas de vida estrictamente religioso sobrenaturales en el orden social. En la limosna no sólo se pone de manifiesto el carácter espiritual y extramundano del estamento religioso, sino que se cifra también la forma corpóreo-mundana de los otros dos, nobleza y pueblo. No faltan testimonios de la época para ilustrar lo expuesto; por ejemplo, en De Sacramentis christianae fidei, escribe Hugo San Víctor: "Esta corporación (la de los fieles cristianos) se compone de dos órdenes, los laicos y los clérigos, que forman los dos lados de un único cuerpo (...) En el que hay dos vidas: una terrena y otra celestial; una corporal y otra espiritual. En los laicos (...) está la potestad terrena. En los clérigos (...) está la potestad divina" 68 . La limosna es, por tanto, la objetivación misma de la ordenación del mundo medieval expresada en forma socioeconómica. Las formas de vida religiosas dependen de ella correlativamente a su extramundaneidad. La segunda de las formas epocales del humanismo puede llamarse estamental porque lo específico suyo —como lo de la limosna— está en la articulación subordinada de los distintos ordines o estamentos, para configurar un orden (relaciones de subordinación y complementariedad respecto un fin), que fuera él mismo cristiano, y pudiera garantizar a todas las partes que lo integraban la posibilidad del acceso al fin último, la salvación, mediante el cumplimento de sus misiones propias en tanto que subordinadas al nuevo orden de la vida religiosa, para la que la santidad se piensa como su forma y fin propia según cierta exclusividad, que se hace así también excelencia sociocultural en el seno de la Christianitas. "Poseemos un gran número de documentos (dice Southern) que describen la fundación de monasterios en el período transcurrido entre el final del siglo X y comienzos del XII, y en todos ellos se manifiesta el sostenido esfuerzo social que se necesitaba para dar existencia a un monasterio" 69 . Dicho "esfuerzo social" es la forma dinámica de la unidad del sistema de dependencias y complementariedades en el que la existencia, no ya de un monasterio, sino de las instituciones mismas que tienen fines religiosos y sobrenaturales, resultan cruciales para la identidad sociocultural de la Christianitas. Nada tiene, pues, de extraño que las instituciones eclesiásticas fueran las destinatarias de limosnas y donaciones piadosas cuantiosísimas y frecuentes durante todo el medievo: "La práctica univer-

68 Citado por Viladrich, P.J., en op. cit. 69 Southern, R.W., La formación de la Edad Media, Rev. de Occidente, Madrid, 1955, p. 165.

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sal del donativo, el sacrificio ritual (...) y el flujo de donaciones de tierras en favor de la Iglesia (es) una de las corrientes económicas más amplias y más regulares de esta época" 70 . La cuestión merece una cierta atención porque, si bien en el orden religioso es el individuo el que protagoniza un tipo de vida que es por sí mismo salvífico — aunque no produzca por sí mismo la salvación—, los individuos de los otros dos órdenes no pueden hacerlo, y sobre todo, aquellos que trabajan porque, sencillamente, esa actividad no es por sí misma salvífica como lo es la de los órdenes sagrados. Las actividades que tienen lugar en el tercer orden (el trabajo y la reproducción por ejemplo, ambas subordinadas a las necesidades de la vida y a los intereses de la especie), ganan para sí alguna eficacia en la línea de la salvación sólo en tanto que funcionalmente subordinadas para la existencia de una sociedad propia y específicamente cristiana, esto es, capaz de realizar en su seno un orden religioso de la existencia. En términos socioculturales parece incluso que el trabajo y la reproducción no son hechos y dichos del todo individuales en el nuevo sentido de personales, sino obras del individuo como miembro de la especie subordinado a sus intereses. De ese modo y en el orden de los trabajadores, no es exactamente el individuo el que se pone en disposición de ser salvado mediante sus hechos y sus dichos, sino que esa habilitación le llega por medio de su función social en tanto que integrada en el seno de la sociedad cristiana. O, de otro modo, propiamente, y aunque entre los cristianos la salvación y la condenación sea primordialmente individual o personal, resulta que socialmente y en el seno de la Christianitas, individuos cabalmente constituidos —o si se quiere: según perfección— los hay en el orden religioso. Los otros, sin haberlo dejado de ser durante su existencia social, en realidad vendrán a serlo propiamente en el momento de la muerte, cuando se dirima la forma personal de su destino eterno. De ahí, creo, la posterior profusión de representaciones de la muerte como la gran igualadora, ante la que tanto las jerarquías eclesiásticas como civiles vienen a estar, por fin, en pie de igualdad con los simples fieles y subditos. Desde luego la muerte resulta ser así subversiva, y esa idea puede tener vigencia en otras o en todas las épocas, pero perderíamos quizás su específica significación si no se reparara en que esa igualación se lleva a cabo sobre diferencias más sustanciales en el seno de la sociología de los estados de perfección que engendró el medievo, donde los individuos que lo son a título propio y cuya forma de existencia estaba individualizada a radice respecto de la salvación, tienden a ser sólo los de un orden, el religioso.

7 0 Duby, G., Guerreros y campesinos.

Siglo XXI, Madrid, 1976, p. 70.

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9. La guerra como oficio religioso. Las órdenes militares. En ese contexto también el estatuto sociocultural de la aristocracia civil y nobiliaria se vuelve problemático: la índole religiosa (santidad y salvación) del programa cristiano tal y como es interpretado en la Edad Media no sólo estima muy secundaria y subordinadamente el ejercicio de oficios y labores útiles, sino también el "decir y hacer" estricta y solamente cívico-político, esto es, las formas de vida aristocráticas. Ambas formas de vida, aristocrática y servil, son simple e insuficientemente histórico-naturales respecto del fin que es religioso y sobrenatural. El problema se agrava si reparamos en que la preeminencia de la aristocracia en el mundo clásico dependía en muy buena medida de que el modelo antropológico o el programa de vida con vigencia social, y el fin de dicho programa coincidían; el fin no era nada distinto de una determinada forma de vida, la aristocrática. Ahora bien, lo peculiar del sistema estamental es que el modelo de una vida humana excelente no sólo no se identifica con el fin —que obviamente es la salvación—, sino que las distintas formas de vida se ordenan según su idoneidad como medios o instrumentos respecto de un fin que es distinto de ellas, y en orden al que la extramundaneidad se ha hecho paradigmática y criterio de perfección. Para comprender debidamente la solución medieval a la problemática situación de la aristocracia nobiliaria es preciso explorar las formas socioeconómicas e institucionales que adoptó el que será el segundo de los estamentos. El hecho de que la subordinación funcional de los distintos estamentos implique también participación significa que, en el seno de la Christianitas, la cualidad de fiel cristiano tiende a ser condición necesaria y suficiente para un cierto estatus de miembro —ciudadano— de las comunidades cristiano medievales. (En este sentido se mantiene, aunque fundada en el orden religioso, la ya tardía extensión de la ciudadanía romana para los habitantes del Imperio). Esta cierta equiparación u homogeneización del conjunto de los fieles en el medio social de la Cristiandad implica que las diferencias entre señores y siervos se desliza durante la primera Edad Media hacia factores más netamente económicos, tales como las diferencias patrimoniales desde las que se generan las débiles y multiplicadas instancias de poder. Como esa condición de privilegio no se justifica por sí sola en el marco de la Christianitas y del sistema estamental, hace falta un criterio de legitimación que no puede ser estrictamente económico ni político, porque ambas misiones cobran legitimidad social en tanto que funcionalmente subordinadas. La subordinaciónlegitimación de la condición económica de la aristocracia nobiliaria viene dada por las múltiples formas de limosna y donaciones piadosas en las que se emplean los patrimonios.

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En términos económicos y sociales "dar", es la acción aristocrática por excelencia 71 . Ciertamente el "dar" como medida social de lo que se tiene y de la grandeza es un fenómeno común a todas a las aristocracias de la Antigüedad, y hay constancia, por ejemplo, de la importancia de las donaciones patricias en el seno de la institución de las clientelas. También en la Edad Media el decoro de la propia grandeza obliga a dar con profusión 72 . Sin embargo, hay en la Edad Media una forma de dar, la limosna, que es distintiva. No se trata del socorro a los pobres, sino del sostenimiento y posibilitación de formas de vida religiosas. Esto puede ser más o menos frecuente en la Antigüedad clásica, pero no cumplió en ella una función social legitimante, ni significó la subordinación social de las misiones aristocrático-nobiliarias. Con todo, la limosna no basta todavía para constituir diferenciadamente al estamento noble; hace falta una misión que le resulte propia y en virtud de la cual queden integradas-legitimadas en el nuevo orden social no sólo su privilegiada situación económica, sino su forma misma de estamento y el conjunto de sus misiones sociales. Recuérdese ahora que la nobleza feudal es heredera de aquella primera iletrada, y en la que el ideal formador de un modelo antropológico se había deslizado hacia las capacidades precisas para asegurarse la propia condición de poder y privilegio, en un mundo sin más norma o medida de la excelencia que la capacidad de defender o sojuzgar. En ese contexto las virtudes guerreras y las políticas terminan asimilándose en la forma del segundo de los estamentos medievales, la nobleza. De todas las misiones aristocrático humanistas, la organización social, cultivo de saberes y ciencias, enseñar y la guerra, el estamento nobiliario ya sólo puede hacerse cargo directamente de la primera y la última, y eso en la medida que la una depende o consiste en la otra. Si cabe pensar la limosna como una síntesis del mundo medieval, ahora vamos a asistir a la aparición de una segunda síntesis, de una institución que además y más fundamentalmente que encarnar las misiones sociales de la nobleza, viene a resolver el problema de la precaria condición a la que queda relegada la aristocracia respecto de la perfección religioso-sobrenatural cuando es el ideal de la extramundaneidad el que se ha constituido en criterio de perfección. Pues bien, la necesidad

71 "Todos los grandes señores, desde los reyes a los simples castellanos, utilizaban la moneda que cobraban o recibían en préstamo para dos fines: el sacrificio y el adorno. Todos debían servir a Dios para su propia salvación y para la del pueblo acogido a su protección. Por consiguiente daban mucho a las iglesias (...) y no hay un solo señor de alguna importancia que no haya construido una colegiata, mantenido con sus donaciones un monasterio (...) En primera fila de gastos hay que situar, por consiguiente, las donaciones religiosas". Duby, G., op. cit., p. 94. 72 "Ser rico en el siglo XII, al igual que en tiempos anteriores no obligaba solamente a dar a Dios, sino también a los amigos, a acogerlos en gran número"Idem., p. 295.

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de posibilitar el acceso de las formas aristocráticas de vida a la perfección y ejemplaridad socio-eclesial, superando en cierto modo la mera instrumentalidad (que encarna la limosna) respecto de la vida religiosa, es decir, accediendo sin mediación a la perfección religiosa —encarnándola— mediante el ejercicio de su misión social propia, es el acta de fundación de las llamadas órdenes militares: "Las primeras órdenes militares, las tres de Tierra Santa y las tres españolas, eran la más pura encarnación del espíritu medieval, una unión del ideal monástico con el caballeresco, nacida en aquel tiempo en que se había tornado maravillosa realidad la lucha contra el Islam" 73 . Cabe añadir que no sólo en aquel tiempo, sino sobre todo en aquellos lugares en los que la lucha contra el Islam se había hecho necesidad perentoria. Entre todos ellos destaca la península ibérica, donde la lucha por el dominio cristiano de un ámbito geográfico con fronteras naturales es también y al mismo tiempo una cruzada. No obstante, no se trata sólo de una característica de las cruzadas y de la historia de España, sino de buena parte de la Edad Media, en la que el ejercicio cristianizador es también civilizador, y en la que su defensa es a la vez un ejercicio político, militar y religioso; un hacer que es una síntesis de esas tres dimensiones humanas que se asimilan conformando una institución que tiene como misión la defensa de la Fe y de la Iglesia, cuando esto significa también la defensa de unas fronteras geográficas y de la forma de un sistema sociocultural preciso: la Cristiandad. La lucha contra el Islam, "maravillosa" al tiempo que perentoria, fue la forma en que la aristocracia nobiliaria subordinó su misión propia —el ordenamiento social y su defensa, el hacer guerrero— al fundamento religioso de las sociedades medievales, según una cierta inmediatez que la convierte en una forma idónea para la realización de la excelencia sociocultural del sistema —la santidad—, superando la precaria secundariedad que significaba la subordinación-dependencia funcional en orden a la posibilidad de las formas de vida religiosas. La defensa del orbe cristiano en términos territoriales y políticos es la misión de las ordenes militares que, por ello mismo, se hacen también la encarnadura institucional del modo de ser propio del estamento noble que termina por vertebrar el orden social medieval. La limosna es un dar en el que no acontece la identidad de sujeto y objeto, y en el que el contenido de la donación no es el principio mismo por el que el agente puede dar. Dicha incoincidencia es la razón misma por la que la limosna resulta ser una forma imperfecta del voto, y, por tanto, también insuficiente en orden a garantizar la excelencia sociocultural de las aristocracias nobiliarias. En este contexto las

73 Huizinga, J., El otoño de la Edad Media, Alianza, Madrid, 1990, p. 132.

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distintas órdenes son manifestación de algo crucial: de la exigencia que sintió la aristocracia política y económica por subordinar-legitimar sus funciones, e incluso sus objetivos militares a fines religiosos (Tierra Santa para las cruzadas, por ejemplo); y que al hacerlo tomó las formas de lo que hemos venido llamando el tipo de vida religioso-monacal, el que encarnaba el programa de una vida humana estrictamente conformada en orden a la salvación. De este modo las virtudes humanocívicas, la excelencia aristocrática, se convierten también en virtud y excelencia cristianas, con una misión propia, y se encarnan en un agente social que al ejercerlas se justifica en tanto que tal, el estamento noble: "recibiendo una investidura según un ritual litúrgico, el miles se compromete a comportarse como soldado de Cristo y la caballería deviene la forma cristiana de la condición militar"74. Así relata Huizinga el proyecto de fundación de una orden militar: "La orden representaría, pues, una íntima penetración de los estados (religioso y laico) con el gran fin de combatir a los turcos. Los votos serían cuatro. Dos de ellos los antiguos votos que compartían los monjes y los caballeros de hábito: el de pobreza y el de obediencia. Pero en lugar del celibato absoluto pone Philippe de Mezieres la castidad conyugal, pues quería que estuviese permitido el matrimonio por las razones prácticas de exigirlo así el clima oriental y de que la orden resultara más deseable. El cuarto voto, desconocido para las órdenes anteriores, es la summa perfectio, la suprema perfección moral de la persona. En la imagen multicolor de una orden militar confluían, pues, todos los ideales, desde los políticos hasta la aspiración a salvarse"75, la exclusión del celibato no tiene, sin embargo, como única explicación que la orden "resultara más deseable"; menos todavía el rigor de los climas orientales, de donde proceden, por cierto, las primeras formas de vida retirada y célibe. La excepción del voto de castidad es la forma en la que las ordenes se configuran como la síntesis medieval entre el ideal monástico de la extramundanalidad (espiritualidad) y la forma socio-cultural (corporalidad) de las aristocracias nobiliarias: el linaje o la estirpe sociopolítica de los miles Christi, o, con la expresión del obispo Gerardo de Cambrai (s. XII), de los pugnatores. El oficio, también sagrado, de los defensores de la Cristiandad es la forma en la que se concibe que una excelencia natural pueda reportar la perfección sobrenatural. "Lo que había de inventarse en el siglo XII (dice Maclntyre) era un orden institucional en el que las exigencias de la ley divina pudieran ser más fácilmente ensanchadas y vividas por la sociedad secular, fuera de los monasterios"76. Pues bien, institucionalmente hablando, las ordenes militares son la solución postrera al

74 Vauchez, A., op. cit., p. 60. 75 Huizinga, J., idem., p. 132. 76 Maclntyre, A., Tras la virtud,

, p. 214.

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problema de cómo las actividades humano naturales pueden resultar aptas para la excelencia en orden a la salvación, que es también la excelencia sociocultural en un mundo como el medieval. En la síntesis de espiritualidad (orden) y mundaneidad (estirpe), la orden militar da forma de institución al propio modo de ser, a la esencia, de la Christianitas medieval. Una función religiosa que es a un tiempo una estirpe es la forma liviana de "estar en el mundo" sin conformarse como un "estado mundanal", es decir, ejerciendo una actividad natural que sin embargo reporta una perfección sobrenatural: un oficio sagrado. De este modo, la aristocracia medieval ya puede llevar a cabo sus funciones ejemplificando el modelo de una vida humana que encarna la summa perfectio, la excelencia político-social y la aptitud en orden a la salvación. He ahí, por tanto, la solución medieval al problema de concebir los modos de perfección propios de las formas de pertenencia a la sociedad eclesial distintas de las estrictamente contemplativas, las religiosas y monacales: ampliando dicho estatuto y modificándolo en vistas de una necesidad histórica de las comunidades cristiano medievales, su defensa del Islam. No es extraño, pues, que la lucha contra el infiel se les tornara maravillosa a unos hombres que, como los cristianos del medievo, se ven coyunturalmente abocados a defender su propio mundo de una amenaza exterior, cuando ésta —la defensa— se ha hecho también coyunturalmente la única forma de piedad con la que pueden merecer a un tiempo el honor ante los hombres y ante Dios. En la lucha contra el infiel y en la defensa territorial del mundo cristiano los individuos de los órdenes no religiosos vienen a serlo realmente, y según la perfección que les reporta una acción y una vida que se habilita desde sí y por sí para merecer la salvación y el honor de su nombre ante Dios y los hombres, la santidad. Así, los guerreros pueden protagonizar su vida y dirigirla a título propio hacia la salvación y la perfección cristiana: así ellos devienen héroes cristianos. Tal ampliación no cobra sin embargo su máxima extensión en las ordenes militares, pues éstas no son al fin y al cabo otra cosa que órdenes religiosas, y no consisten en el sancionamiento de una actividad natural como apta para el logro de la excelencia religioso-sobrenatural, sino en la elevación de las misiones sociales del hacer político y guerrero al estatuto de oficio sagrado, es decir, de un oficio mediante el que se puede profesar, al menos parcialmente, la perfección de los consejos evangélicos. No ocurre lo mismo en las Cruzadas en las que los fieles cristianos pueden participar a título propio haciéndose merecedores, mientras la empresa dure, de los méritos y de la dignidad que la defensa de la Cristiandad pueden reportar. La ampliación que ocasionalmente suponen las Cruzadas cobra primero forma institucional en las órdenes militares y termina después derramándose sobre el conjunto de la aristocracia política y guerrera a la que dota de la misión propia de un estamento.

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Mientras que la cristiandad en términos cívico-políticos era competencia propia de la aristocracia nobiliaria, saecularis militiae, la cristiandad en su dimensión teológico-sobrenatural se mantuvo como función propia de otro estamento preciso, el religioso, sacrum ministerium. De este modo el ámbito de las realidades terrenas y seculares (del siglo), y el de las realidades sobrenaturales, quedaba netamente diferenciado, y encarnado por agentes sociales diversos cuya conformación no sólo se debía al cumplimento de dichas misiones, sino que acabaron, inercialmente al menos, por apropiárselas con cierta exclusividad. La síntesis que significa la orden militar es una solución en la que se enhebran los viejos principios del mundo antiguo y el nuevo orden cristiano: el carácter libre-práxico de determinadas actividades humanas (ampliado a la contemplación ascético-religiosa) sigue fundando la diferencia de funciones y clases en el mundo medieval. El trabajo en la forma de oficios y labores útiles, y el tipo de vida que lo tuviera como eje programático, no sólo quedaba fuera de la clase de acciones y vidas religioso-sobrenaturales por un lado, y cívico-políticas por otro, sino que ese mundo mismo, el constituido por las interrelaciones con el medio para la satisfacción de necesidades, se presenta como un ámbito inapropiado tanto para el logro de la excelencia en orden a la salvación 77 —santidad— como para el logro de la excelencia humana —nobleza—, summa perfectio. La aristocracia nobiliaria funde en su forma y fines el sentido de la vieja libertad política del mundo antiguo y el ideal de espiritualidad monástico medieval; el carácter extramundano del arquetipo monástico, y el sentido clásico de las praxis libres terminan por conformar el estamento de los bellatores como socialmente distinto y superior al de los que trabajan. La aristocracia, dice Duby, posee la tierra, vive en la ociosidad y considera las tareas productivas

77 Como resultado de esa situación y, en parte quizá también como causa, una gran proporción de la actividad comercial corre por cuenta de un colectivo que, en cierto sentido, es peor incluso que el de los infieles, un pueblo que de "nación santa" había pasado a ser "pueblo deicida": los "pérfidos" judíos. La prohibición eclesiástica de la usura y la práctica habitual entre los mercaderes judíos de dar dinero a préstamo los convierte poco menos que en una casta impura, cuyo enriquecimiento y progresivo protagonismo social no logrará limpiar. Las juderías fueron algo así como unos grandes almacenes modernos con toda clase de productos para el comercio y entidades de crédito. Como los puertos, las juderías estaban, aunque físicamente inmersas en la ciudad, en cierto sentido fuera de ellas. "En el mundo medieval los judíos estaban excluido de cualquier clase de nobleza, y quedan relegados a lo maldito y despreciable: el trabajo y el comercio. Y ellos encuentran en eso su refugio y su fuerza. A la vez, ni la pobreza, ni la castidad podían ser un ideal para ellos, pues habría supuesto su aniquilación social al tiempo que una contradicción religiosa". El texto entrecomillado pertenece a una sugerencia escrita que Jacinto Choza me hizo a la primera redacción de este estudio.

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indignas de su rango y de esa libertad eminente cuyo privilegio pretende reservarse. No faltan testimonios históricos al respecto. En el siglo XII, por ejemplo, el Conde de Provenza está dispuesto a exceptuar a los hijos y nietos de caballeros de las obligaciones fiscales, con una doble condición: que se armaran caballeros antes de los treinta y que se abstuvieran de colaborar en las tareas campesinas 78 . Oratores y pugnatores, religiosos y nobles tienen en común que sus funciones estamentales no pasan por el ejercicio de labores productivas o por el desempeño de oficios con fines exclusivamente económicos. Las dos formas de vida conforman el ambivalente modelo antropológico que sostiene al Humanismo Estamental. Pocas formulaciones hay tan explícitas como las que contienen algunos de los versos dedicados a un Maestre de la Orden de Santiago, y compuestos por su hijo, Jorge Manrique. "El vivir que es perdurable/ no se gana con estados/ mundanales,/ ni con vida deleitable/ en que moran los pecados infernales;/ mas los buenos religiosos/ gananlo en oraciones,/ y con lloros;/ los caballeros famosos/ con trabajos y aflicciones/ contra moros". Aunque Jorge Manrique no es ya en muchos de sus rasgos un noble medieval, en él sigue todavía vigente la autoconciencia de lo humano desde una perfección que excluye el trabajo: "Pues la grande sangre de los godos,/ y el linaje y la nobleza/ tan crecida,/ ¡por cuantas vias e modos/ se pierde su gran alteza/ en esta vida!/ Unos por poco valer,/ por cuan baxos y abatidos/ los tienen!/ Otros por no tener,I con oficios no debidos/se mantienen". El patrimonio, el tener que evita el empleo en oficios no debidos, sigue vigente, pues, como condición de posibilidad socioeconómica de las formas de vida libres, las ocupadas en "trabajos" propios de "estados no mundanales" y asimilados directamente a un fin religioso. Pero no eran trabajos y oficios sometidos a criterios de utilidad en orden a la satisfacción de necesidades; entre estos últimos y los "trabajos contra moros" hay la misma diferencia que entre un uso "libre" y noble del cuerpo, y el otro siervo y útil.

78 Extraído del Estatuto de Frejus citado por Duby, G., en Hombres y estructuras Siglo XXI, Madrid, 1977, p. 74.

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10. La estamentalización de la contemplación, la acción y la producción. Hacia el 1036 el obispo Gerardo de Cambrai describió los sistemas de dependencias estamentales79 con la convicción de un hombre de su época: "Desde sus orígenes el género humano ha estado dividido en tres: estos rezan, aquellos combaten, los últimos trabajan. Y todos se ayudan unos a otros. Cuando, sin preocupaciones por los asuntos temporales, los sacerdotes elevan su alma a Dios, deben a los soldados estar dedicados a su función y a los campesinos el encontrar con que subsistir. Los campesinos, a su vez, son llevados hacia Dios por las oraciones y defendidos por las almas de los soldados. Los soldados en fin, se alimentan de las rentas de los campesinos y obtienen por la intercesión de los sacerdotes el perdón de los excesos de sus armas"80. La idea de estamento o estado expresa la convicción de que cada uno de esos grupos representa una institución divina, un órgano en la arquitectura del universo, tan esencial y tan jerárquicamente respetable como los Tronos y las Dominaciones celestiales de la jerarquía angélica81. Aunque la estamentalización no suponga una ruptura en la unidad del género humano (pues para los filósofos, teólogos, hombres de iglesia y el pueblo medieval esa unidad tiene que ver con filiación respecto de un solo padre y una sola madre, y con la creación del hombre por Dios), la estamentalización del género humano que se expresa como forma de organización social, y la contraposición entre la comunidad de los fieles y la exterioridad de los infieles, guarda una cierta semejanza con las jerarquías angélicas, como si el género humano soportara sobre su unidad versiones estamentales del hombre, del mismo modo que bajo la categoría de ángel se piensa en querubines, serafines y arcángeles, por ejemplo. Los ángeles no comparten una especie común, pero los hombres tampoco comparten en la sociedad estamental la perfección con una forma común y, además, esa perfección cuando se cumple del modo más pleno los convierte casi en ángeles; por lo menos así defiende Santo Tomás la virginidad contra quienes la ponen al mismo nivel que el matrimonio: "el hombre se hace más capaz

79 Ese es el contexto en el que puede entenderse la curiosa ampliación que hace Sto. Tomás de una conocida tesis aristotélica: "lo que podemos hacer por nuestros amigos es como si lo pudiéramos nosotros mismos". Así la sociabilidad humana es una complementación de los principios operativos individuales que es necesaria incluso para la capacidad del individuo respecto de su telos específico. Esa forma de amistad que, según Aristóteles puede darse sólo entre iguales, funda e sistema de interdependencias estamentales de la sociedad medieval y que se establece entre desiguales. Lo que, socioeconómicamente hablando, significa que hay que ampliar la tesis aristotélica tal y como lo hizo Sto. Tomás: "cuanto podemos hacer por nuestros amigos, lo podemos hacer por nosotros mismos, ya que lo de nuestros amigos es nuestro". Sto. Tomás, Suma contra gentiles, L. III, cap. XXXIV, 2 (la cursiva es mía). 80 Citado por Genicot, L., en La espiritualidad siva es mía). 81 Huizinga, J., op. cit., p. 83.

medieval, Casall y Valí, Andorra, 1959, p. 51 (la cur-

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mediante la continencia, de elevar el espíritu a lo divino, y de algún modo hace el estado de los hombres semejante al de los ángeles" 82 . Chastellain indica, en la misma línea que Gerardo de Cambrai, que el pueblo ha sido creado para trabajar y asegurar la provisión del todo social, mientras el clero lo ha sido para ejercer los ministerios de la fe y la nobleza para realzar la virtud y administrar justicia 83 . Pensar, aunque sea en términos muy generales y difusos, que Dios ha creado los grupos humanos que nutren cada estamento con un designio particular y en vistas a su funcionalidad social, introduce en el acto creador de Dios un componente distinto de la naturaleza de la especie y de la identidad del individuo: su pertenencia o aptitud para uno de los subgrupos sociales o estamentos. Con lo que Dios no sólo resulta ser providente y redentor, sino también sociólogo y, en concreto, un sociólogo convencido de la perfección del sistema estamental. Los estamentos acaban pensándose como realidades "naturales", de modo que no sólo cabe dividir el género humano en subdivisiones naturales que operan sobre la unidad de la especie y que son los tres estados, sino que su estabilidad y distinción puede aparecer como un deber moral e incluso religioso: la contemplación, la acción y la producción (según el mundo: trabajo; y según el cuerpo: sexo) se constituyen como el eje programático de cada uno de los estamentos, y también como la forma posible para la realización de cada uno de los subtipos naturales de hombre. La vieja distinción griega ente praxis-acción y po;e.«.s-producción, y sus correlatos sociales como clases libres y serviles, junto con la prevalencia del ideal religioso-monástico, han terminado por consumar de nuevo la escisión entre las formas serviles de vida, y los ordines de los hombres libres, ya sea según la forma del cuerpo (patrimonio-estirpe) para los miles Christi, ya sea según la forma del espíritu (limosna-voto) para los serví Dei. Oratores y bellatores velan para que el inerme vulgus acceda a los bienes sobrenaturales, bien en su forma eterna —la Iglesia triunfante—, bien en su forma terrena según la concepción medieval, esto es, la Iglesia militante (terrena) como configuradora de un orden sociocultural, la Cristiandad. En cualquier caso el inerme vulgus conforma su vida según una actividad, laborare, que no se piensa que pueda reportar un perfeccionamiento intrínseca y específicamente humano.

82 Sto. Tomás, Suma contra gentiles, Lib. III, cap. CXXXVII. Conviene notar, no obstante, que Santo Tomás no hace ahí un juicio sobre la perfección de los sujetos sino de los estados, de modo que no afirma la superior perfección de los individuos sino del celibato respecto del matrimonio. En este punto el santo no hace sino defender un lugar común en la teología moral de la época que gira en torno a los estados de perfección. 83 Cfr. Huizinga, J., op. cit., p. 83.

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Tales relaciones de interdependencia entre los estamentos dejan ver al sistema cultural medieval como un denodado esfuerzo por conciliar las inspiraciones de la fe cristiana y de la antigüedad clásica. Justo lo que, no a salvo de cierta paradoja, constituyó más tarde el impulso básico de la reacción renacentista contra la cultura medieval. En el medievo, por tanto, la aristocracia militar y patrimonial se integra en el nuevo sistema de valencias culturales en el que puede seguir manteniendo su posición prevalente. Ahora bien, como ya se ha dicho, hay actividades que correspondían a las antiguas aristocracias y de las que la nobleza medieval ha hecho cesión desde el inicio mismo de esta época, de modo que son instituciones religiosas las que pasan a ejercerlas. Así es, al menos, en lo que se refiere al estudio y desarrollo de artes y saberes, que cristaliza en la conocida "clericalización de las ciencias que domina la Edad Media" 8 4 ; en el ejercicio de la función pedagógico-docente —que cobra forma de institución con la fundación de las universidades— y también, aunque parcialmente, respecto de la misión pedagógico ejemplar. Buena parte, por tanto, de las que hemos llamado misiones aristocrático-humanistas recaen ahora en quienes —con palabras de Sto. Tomás— "eligen la pobreza para seguir a Cristo, y dejan todo cuanto poseen para servir a la comunidad, con su sabiduría, conocimientos y ejemplo, o para sostenerla con su oración e intercesión" 85 . Como ha señalado Jacinto Choza, la distinción disciplinar y académica vigente en las universidades medievales entre artes liberales y artes serviles, puede interpretarse como el correlato medieval de la distinción entre actividades humanas libres (praxis), y oficios y labores útiles o productores (poiesis). En ella se mantiene también, como es obvio y literal, la apreciación de la superioridad de las primeras respecto de las segundas. Si en el mundo antiguo residió, como apunta Arendt, "en la convicción de que ningún trabajo del hombre puede igualar la verdad y belleza del cosmos físico que gira eterna e inmutablemente" 86 ; en la cultura medieval se mantuvo refrendada por la creencia de que es sólo "en el deleite de la contemplación" (y de ésta en tanto que distinta de la acción), donde el hombre realizaba su plenitud más excelente, lo que según la forma medieval "confiere sanción religiosa al degradamiento de la vita activa a una posición derivada y secundaria" 87 . De modo, dice Alvaro D'Ors, que "el transito del sabio

84 D'Ors, A., Sistema de las ciencias, Vol. I., EUNSA, Pamplona, 1960, p.14. 85 Santo Tomás, Suma contra gentiles, Lib. III, cap. CXXXV, 1. 86 Arendt, H., La condición humana, Paidós, Barcelona ,1993, p. 28. 87 Arendt, H, op. cit., p. 29.

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griego que contempla los meteoros al sabio medieval encerrado en la clausura contemplativa de su cenobio resulta del todo consecuente" 88 . A semejante conformación social y cultural tampoco le faltan correlatos epistemológicos. Del mismo modo que en el mundo antiguo y para Aristóteles, por ejemplo, el estatuto epistemológico de la metafísica es un cierto correlato del estatuto social del ciudadano, del hombre libre, en la Edad Media la subordinación de las formas civiles de vida a las religiosas tiene como correlato epistemológico la subordinación de la filosofía (ancilla theologiaé) a la teología. La primacía epistemológica de la teología se gesta en el seno de un sistema sociocultural en el que las formas de vida religiosas gozan también de la primacia social, tal y como la metafísica se había configurado como ciencia libre, primera e inútil a imagen y semejanza de la ciudadanía antigua. No se trata ahora de someter a crítica el estatuto epistemológico de una y otra, ni de lo contrario, sino tan sólo de reparar en que el orden epistemológico tampoco es ajeno a la peculiaridad epocal con la que se forman los sistemas socioculturales. No obstante, y aunque los correlatos epistemológicos y sociológicos no entrañen por sí solos un desenmascaramiento del orden de las ciencias como trasposición del orden de los estatutos sociales y del poder político o económico, sí que significan —por decirlo con terminología aristotélica— que la forma del conocer no se genera sólo en la psique, sino también en la polis o, en términos más generales, que el conocimiento no es un acto exclusivamente psicológico sino social, de modo que los hombres hacen ciencias y las ordenan según una cierta analogía respecto a cómo viven y ordenan el mundo mediante su primera forma de disponibilidad: el sistema social. Nos basta con ello para el interés que aquí se persigue, porque ese es también el caso de los hombres del medievo: el Humanismo Estamental incluye una versión epistemológica, es decir, una versión sobre el orden, la jerarquía, la forma y el alcance de las ciencias o, más globalmente, una acepción epocal de la racionalidad y de la objetividad. Al final, por tanto, en el Humanismo Estamental y en todos sus escorzos — también en el orden epistemológico— se mantiene, aunque replanteada y en cierta medida matizada, la oposición entre los tipos de vida que tienen como punto de partida el ocio (en cualquiera de sus muchas acepciones ya apuntadas), y los que se desenvuelven en la esfera de lo que se piensa como su negación, el negocio, o la "preocupación": las actividades del mundo, y dentro de éstas, como su forma más baja, la ocupación en labores y oficios útiles en orden a la satisfacción de necesidades.

88 D'Ors, A, idem.

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"Las riquezas son buenas (dice Santo Tomás) en tanto que aprovechan para la virtud (...)• Mas hay virtudes activas y contemplativas; y ambas necesitan de los bienes externos de diversa manera. Pues las contemplativas necesitan dichos bienes sólo para el sustento del cuerpo; en cambio las activas los necesitan no sólo para ello, sino también para ayudar a quienes conviven con uno. Desde este punto de vista puede también considerarse la vida contemplativa como más perfecta, ya que necesita menos de lo externo; y este tipo de vida es el que siguen quienes se entregan totalmente al servicio del Señor, y es el que recomienda el consejo del Evangelio" 89 . Nuestro interés no pasa por discutir la tesis ético-psicológica que contienen las líneas precedentes, sino en notar que es el punto de vista que desarrollan el que prevaleció en la conformación del sistema sociocultural medieval, y en el contenido de la autoconciencia medieval de lo humano; de modo que la organización de las comunidades estamentales es una trasposición de dicha tesis ético-psicológica al orden sociopolítico: si es a los religiosos a quienes compete el ejercicio de las virtudes contemplativas, y a la nobleza medieval el desarrollo de las virtudes activas... ¿Qué resta para el inerme vulgus? Pues nada más que las destrezas periciales y útiles respecto de la satisfacción de necesidades y la adquisición de riquezas y, además, la misión de garantizar la continuidad del género humano, sometiéndose a los intereses de la especie: el trabajo, o la producción según el mundo; y el sexo, o la producción según el cuerpo. Así es como quedan configuradas tres esferas diversas de actividad cuya disociación está en la genealogía de lo que hemos venido a ser y, también, en la escuelas de pensamiento cuya accesibilidad al mundo está mediada por las formulaciones filosóficas que expresan y realizan la forma epocal de la autoconciencia de lo humano medieval.

89 D'Ors, A, idem..

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CAPITULO 3 HUMANISMO PERICIAL

En 1492, a sólo un paso del siglo XVI, Nebrija presenta a los reyes Isabel y Fernando la primera "Gramática de la lengua castellana". En ese mismo año Juan Luis Vives nace en Valencia, Erasmo es ordenado sacerdote, Lutero estudia en Mansfeld, Tiziano aprende en Venecia y Miguel Ángel en el taller de Chirlandajo, Lorenzo Medicis muere en Florencia, Colón descubre América y los judíos son expulsados de España. Es muy probable que en la agitada corte de los Reyes de Castilla y Aragón, que auspiciaban reformas eclesiásticas y arriesgadas exploraciones marítimas al tiempo que sostenían ejércitos dispuestos a batallar por toda Europa y quizás incluso por el norte de Africa, aquella propuesta para la regularización del uso del idioma no atrajera los entusiasmos populares que muy poco después despertaron las Indias o las victorias del Gran Capitán. Sin embargo, uno y otro son hitos emblemáticos de dimensiones contiguas pero diversas de una misma época. Gonzalo Fernández de Córdoba es un soldado de la Cristiandad que se curte en las postrimerías de la reconquista ibérica, en la extensión de los reinos cristianos y la victoria sobre el infiel1. Nebrija, en cambio, capitanea una reconquista que quiere "desarraigar la barbaria de los ombres de nuestra nación" mediante el cuidado de las letras. Armas y letras frente a lo que se tiene respectivamente por barbarie político-religiosa y cívico-lingüística. Nebrija cree, como Valla, que en las lenguas está contenida la fuerza para "redimir a los pueblos de la barbaria", y su gramática castellana sigue el impulso humanista iniciado ya en su magisterio del

1 Así es, en efecto, hasta 1492, aunque muy poco después será ya oficial en el ejército de un naciente estado europeo que lucha contra ejércitos cristianos de reyes cristianos y en plena Europa, para defender intereses dinásticos y territoriales de sus monarcas. El Gran Capitán es cruzado y militar profesional casi sin solución de continuidad, como casi también sin solución de continuidad la Cristiandad se convierte en un agregado de estados emergentes, o como el latín deja paso a las lenguas romances. En el ámbito de las Letras, Nebrija es una figura paralela porque de humanista latino se convierte en gramático de una lengua nueva. Ambos están situados en un quicio entre épocas que es centro de una periodo de tránsito. Aunque no se trata de un simple paralelismo entre dos figuras preeminentes, sino que ambos arrojan luz sobre la peculiar índole de un tiempo histórico, es cierto que encarnan, quizá paradigmáticamente, lo que podría calificarse de la versión española del Renacimiento. Bien distinta, por cierto, de la que autores como Burckhardt sugieren. Sobre el Renacimiento en España puede verse Gramática y Humanismo (Perspectivas del Renacimiento español), ed. de Ruiz Pérez, P„ Ediciones Libertarias, Madrid, 1993.

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latín: "desbaratar por donde pudiese la barbaria por todas partes de España tan ancha y luengamente derramada"2. Se trata de la naciente convicción de que "el destino humano yace en el poder de la palabra" 3 , y que el cuidado de las pericias lingüísticas "logrará alumbrar una nueva civilización" 4 . El castellano era un idioma general y extensamente utilizado que contaba con no pocos monumentos literarios, pero en sentido estricto carecía todavía de una medida común, de un canon expreso y objetivado que regularizara su uso. La cuestión puede parecer secundaria y accidental en un mundo conmovido por la aparición de continentes geográficos, políticos, religiosos, artísticos y sociales que son en parte efecto, y en parte causa, de la exaltación —y más tarde también de la denostación— de las facultades y de la conciencia de sí del hombre que recorre estos siglos. Sin embargo, en lo que Nebrija supuso para el castellano o, en términos más generales, en lo que los llamados "gramáticos" significaron en esta época, es posible que se encuentre cifrada la forma más característica del humanismo renacentista: Nebrija, como buena parte de los gramáticos y hombres de letras de su tiempo, "propone una revisión general de la cultura, y armado de los studia humanitatis, rechaza globalmente la orientación medieval del saber que por no poseer debidamente el latín ha degradado la filosofía, la medicina, el derecho, la teología, en suma, todas las disciplinas" 5 . Con independencia de la dudosa justicia del juicio humanista sobre el estado de las ciencias y saberes en el conjunto de la Edad Media, "es indiscutible que los escritores del siglo XV insistieron hasta el paroxismo en su rebelión contra una situación de barbarie, y en favor de un renacimiento de la humanitas"6. Lo novedoso de la situación no es, sin embargo, el énfasis de la reivindicación sino que ésta fuera hecha por literatos y gramáticos, y que, por tanto, la barbarie contra la que se agitaban fuera también y sobre todo una barbarie lingüística. Una y otra idea, la de humanitas y la de barbarie, son correlativas, y cada sistema sociocultural es también una versión epocal de ambas. El Humanismo Pericial es la tercera de esas versiones y plantea, de entrada, la siguiente cuestión: ¿de qué modo la grammatica pudo llegar a convertirse en la invocación del homo humanus frente a la barbarie? Para abordarla suficientemente se hace preciso —aunque suponga alguna demora— ganar cierta perspectiva histórica sobre la idea de barbarie.

2 Citado por Rico, F„ Nebrija frente a los bárbaros. Universidad de Salamanca, Salamanca, 1978. 3 Grassi, E., La Filosofía del Humanismo, Anthropos, Barcelona, 1993, p. 72. 4 Rico, F„ El sueño del humanismo. De Petrarca a Erasmo, Alianza Universidad, Madrid, 1993, p. 18. 5 Rico, F., Nebrija contra los bárbaros, op. cit., p. 49. 6 Garin, E., Medioevo y Renacimiento,

Taurus, Madrid, 1981, p. 77.

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1. Humanidad, barbarie y estados de perfección. Veinte siglos antes, la cultura griega —y muy especialmente la escultura y la filosofía— se había debatido en torno a la búsqueda de la medida de lo humano, del hallazgo del canon que permitiera aprehender y realizar la medida de la humanidad en el hombre: cincelar en piedra o concebir en ideas la cifra que es el logos (pensamiento y palabra) para la posesión y manifestación de la especificidad de lo humano. Ese es, quizá sobre cualquier otro, el anhelo de hombres que disputaron sobre cánones de seis, de siete cabezas, o sobre ideas (eidos), sustancias (ousias) y esencias (morphes). Antes incluso, la cuestión de la medida común está presente en la mitología heroica y en la tradición poética griega. Aquiles, por ejemplo, es el héroe cuyo cuerpo está poseído de una medida que no es la del hombre: la invulnerabilidad. A ella le debe su fama y su excelencia entre los griegos. Sin embargo, en Aquiles la medida de lo humano no está rota por esa otra medida ajena. Pese a estar poseído por una medida extraña a la humanidad, ésta puede reconocerse en él porque los dedos que lo sostenían impidieron que el talón se sumergiera; y ahí, en el talón, Aquiles como el resto de los hombres también es mortal. En el talón, el cuerpo de Aquiles está sometido a la mortalidad, a la medida de lo humano que, no obstante (y por ello mismo), se reconoce también y más específicamente en su superioridad semidivina. En el héroe la cualidad de lo humano está trasmutada según una proporción que, sin ser la de los hombres, tampoco es su ruptura sino su realización más cabal: su aletheia, el desvelarse de la verdad de lo humano según la perfección que le conviene. Lo heroico desvela y manifiesta lo humano desde una perfección que le otorga significado, que unifica sus fuerzas dispersas y contrapuestas orientándolas hacia un telos —un fin— inventado que, sin embargo, acierta a realizarse como el auténtico propietario de la hasta entonces ignota esencia del hombre. En Grecia, la humanidad propiamente dicha es un estado de perfección —con la forma del héroe aristocrático primero y más tarde del ciudadano—, en el que la cualidad de lo humano se realiza según una medida que no es la del mero mortal (sino el favor o la paternidad de algún dios para el héroe), ni la del mero individuo (sino las leyes, la paideia y la libertad entre iguales para el ciudadano): "Sin Atenas el ateniense no era un ser humano auténtico"1, dice Heller. En oposición extrema al heroísmo y la ciudadanía se halla el bárbaro, el que habla balbuceando y está

7 Heller, A., El Hombre del Renacimiento, Península, Barcelona 1980, p. 447. Esta es además la tesis que se expone en el primer capítulo, y que he trabajado por extenso y desde la perspectiva que abre la noción aristotélica de naturaleza en el trabajo ya citado La antropología aristotélica como Filosofía de la Cultura.

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poseído por una voz que es extraña, que no se entiende ni deja ver al que habla como humano. Quizás sea suficientemente reveladora al respecto la forma en que Herodoto reinterpreta una leyenda dodonea para que resultara verosímil. Contaban los dodoneos que unas palomas les habían hablado en "lengua humana" para indicarles la necesidad del oráculo, pero el historiador cree que esa leyenda tiene que ver con el rapto de dos mujeres egipcias: "pienso que los dodoneos llamaron a las mujeres palomas porque eran bárbaras, y se les figuraba que hablaban a semejanza de aves. Dicen que con el tiempo la paloma habló con voz humana, esto es, cuando las mujeres les decían cosas inteligibles; mientras hablaban en lengua bárbara les parecía que proferían voces a manera de ave, pues ¿de qué modo si no es así se puede entender que una paloma llegara a hablar con voz humana?" 8 . La barbarie es, pues, estar poseído por una medida extraña y distinta de la medida en la que la comunidad se reconoce y realiza como tal. Ese canon puede ser arquetípico y expresarse en las proezas y la vida de los héroes, pero puede también objetivarse con la forma de la ley y las costumbres, del idioma o de la relación con lo divino. Para los romanos y, desde luego para Cicerón, quien aborrece la ley y ejerce su poder al margen de ella se hace "una bestia como no cabe imaginar otra más horrorosa ni más odiosa para dioses y hombres, pues, aunque tiene apariencia de hombre, sin embargo, por la inhumanidad de su conducta supera a las fieras más monstruosas. Porque, ¿quién llamaría hombre justamente a uno que no quiere tener comunidad jurídica, ni sociedad humana alguna con sus conciudadanos, ni con todo el género humano?" 9 . Estar poseído por una medida ajena puede llegar hasta la monstruosidad cuando lo humano sucumbe y se rompe hecho añicos por la desproporción que lo posee. Lo humano roto y usurpado por una voz extraña que impide o problematiza gravemente el reconocimiento: eso es un bárbaro (y eso es probablemente también un "poseído", el que está roto por la posesión de lo completamente otro). Tanto el héroe como el bárbaro aparecen como unos poseídos; pero mientras que para el primero la posesión es desvelamiento y realización, para el segundo significa estar ausente de sí mismo y sometido a la esclavitud de una fuerza o un principio extraño, que no cumple sino que malogra la propia plenitud. También la ciudadanía es una cierta posesión 10 : el ciudadano está poseído por la medida que permite el reconocimiento, y que funda la intersubjetividad de una sociedad, esto es, por la ley que es la proporción de la ciudadanía. La convicción de que la barbarie consiste en la falta de ley o de norma no procede sólo de la ascendencia greco-

8 Herodoto, Los nueve libros de historia, Lib II, 57. 9 Cicerón, Sobre la República, II, 48. 10 Cfr„ Critón, 50 d-e.

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latina de nuestra tradición, o de lo que era ya la tradición para un hombre de los siglos XIV y XV. Entre los judíos, la Ley cumple una función sociocultural muy similar: es Moisés, el mismo que libera de la esclavitud en Egipto, quien recibe de Dios y entrega al pueblo elegido el Decálogo, la Ley. Esas dos acciones —liberar y dar ley—, aunque distintas, son estrictamente correlativas. En la norma se funda y se expresa la identidad intersubjetiva que permite el reconocimiento, que libera de la barbarie del politeísmo y la idolatría, y que traza, en la tradición veterotestamentaria, la cesura entre los hijos de Abraham y la gentilidad. Pertenecer a una de las doce tribus de Israel, ser circunciso, es estar normado y sellado según una ley que es también expresión de la promesa del Redentor; es decir, ser judío es en orden a la encarnación y respecto de la gentilidad, un estado de perfección: la situación en virtud de la cual el Mesías puede acontecer. También en la tradición hebrea encuentran eco las palabras de Homero con las que se señala al que carece de la medida que permite el reconocimiento, "sin tribu, sin ley, sin hogar", aunque ahora la tribu sea Israel, la ley el Decálogo, y el hogar la tierra prometida en la que mana leche y miel. Otro tanto sucede en la tradición grecorromana. Para Cicerón, por ejemplo, "pueblo (populus) no es todo conjunto de hombres reunidos de cualquier manera, sino el conjunto de una multitud asociada por un mismo derecho, que sirve a todos por igual"11. Ser ciudadano en Atenas o ser "persona" en Roma son los estados de perfección en virtud de los cuales la humanidad puede acontecer y ser poseída por el hombre. En las ciudades el héroe es sustituido por un estado de perfección que expresa, como aquél, el contenido de la autoconciencia de lo humano. Como ya se ha visto, también durante buena parte de la Edad Media los rasgos del heroísmo y de la ciudadanía se conjugan para hacer consistir la excelencia sociocultural (y cristiana, la santidad) en un estado de perfección que contiene el programa de una vida heroica: para los monjes eludir la barbarie del mundo y del pecado consiste en estar sometidos a norma, o más propiamente, a "la regla" cuya observancia es también el impulso para la heroicidad de las virtudes cristianas. Conviene advertir que la noción de estado de perfección puede entenderse de dos modos. En su acepción relativa estado de perfección significa la situación más próxima y capaz respecto de la plenitud terminal; un grado de realización próximo al cumplimiento final. En sentido absoluto, sin embargo, estado de perfección significa la situación misma desde la que queda abierta la posibilidad de dicha perfección o plenitud. La índole maquinaria del sistema social antiguo implicaba que la ciudadanía tendía ahí a constituirse como un estado de perfección en sentido

11 Cfr., Cicerón, Sobre la República, I, 39. En Gredos, Madrid, 1984, puede verse también el prólogo de Alvaro D'Ors, pp. 19-21.

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absoluto, mientras que la propensión orgánica del sistema sociocultural medieval producía, si no una cierta relativización de la noción de estado de perfección —al menos en tanto que aplicada a las formas de vida sociológicamente diferenciadas como religiosas12—, sí la participación gradual por parte del conjunto del organismo social del bien que en dicho estado se hacía posible. El monacato, por ejemplo, pudo tender a constituirse como estado de perfección en sentido absoluto respecto de la santidad en la Iglesia militante, pero no lo fue sino equívocamente respecto de la santidad como salvación: el conjunto de los fieles cristianos tenían acceso a la salvación, aunque problematizada por el mundo. Salvadas las distancias y desde la perspectiva sociocultural, Rut la mohabita es en la genealogía de Cristo, lo que el talón en el cuerpo de Aquiles: el punto en el que la humanidad reconoce su medida común inscrita en un estado de perfección. Rut es el signo de que tras Cristo la Redención y la Ley alcanzan también a la gentilidad, como el talón es en Aquiles la señal de que sus proezas son las de un mortal. Pero además puede decirse que Rut descubre al pueblo elegido como un estado de perfección absoluto sólo respecto del nacimiento del Mesías, pero no para la eficacia de la Redención. En tanto que signo, Rut es respecto de la posibilidad de que la humanidad reconozca la universalidad de la Redención en la singularidad de la historia del pueblo elegido, lo que el talón de Aquiles es para la posibilidad de que los hombres (los griegos) adviertan su propia medida, la mortalidad, en la figura del héroe homérico. La idea de naturaleza en tanto que especificidad y universalidad con un alcance irrestricto, que permite pronunciar la palabra "humanidad" como una convocatoria universal a la especificidad de lo humano, es el término de una dinámica que conjuga el contenido arquetípico de las figuras de Aquiles y de Rut, y que va a tener probablemente sus primeras expresiones socioculturales en la universalidad —catolicidad— del mandato evangélico de predicar la salvación, y en la extensión del estatuto de la urbe al conjunto del orbe en la idea misma de imperio. En Aquiles lo humano se configura y aprehende desde lo mejor o la perfección que encarna el héroe y que más tarde será racionalizada por la filosofía como naturaleza, de modo que la universalidad de la esencia humana que así se define no reside ni consiste tanto en su efectiva extensión al conjunto de los individuos de una clase, sino en su carácter de inteligible. Desde Rut la consistencia misma de lo

12 No obstante, en el contexto canónico y elesiástico, la noción de status perfectionis se mueve entre una y otra acepción, la relativa y la absoluta, con una ambigüedad que le resulta característica, no siendo extraña ni infrecuente su exposición en términos sencillamente absolutos. Para más precisiones ver el trabajo ya citado de Juan Fornés, "El concepto de estado de perfección: consideraciones críticas", en Studi in memoria di Pietro Gismondi, voi. primo, Giuffrè Editori, 1987, pp. 725-761.

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mejor o de la perfección se piensa como lo que afecta a la totalidad de las naciones (si bien sólo a partir de un determinado momento que es la plenitud de los tiempos). La mutua asimilación de ambos sentidos, posibilitada porque ninguno de ellos era completamente ajeno al otro, produce la fusión entre la universalidad cristiana como "lo que a todos afecta" con la universalidad racional de lo mejor —del fin— en tanto que principio de la definición o de la inteligibilidad. A partir de ahí todos los hombres resultan estar destinados a lo mejor, y lo mejor viene a ser el principio de la definición de lo humano no con un alcance restringido —Atenas o la ciudadanía romana—, sino como "lo que a todos afecta". En la historia de las ideas la fusión de esas dos acepciones de lo universal13 cristalizó en la noción de persona de la filosofía cristiano-medieval, pero esa fusión se había realizado ya —y desde antecedentes muy diversos— según formulaciones no cristianas tanto en el orden de las ideas como en el de los status sociopolíticos. La idea misma de Imperio supone una cierta extensión del ordenamiento de la civitas por la que los meros habitantes podrán aspirar a la condición de ciudadanos, de hombres libres. Así lo expresó Rutilo Damaciano dirigiéndose a la ciudad de Roma: "al ofrecer a tus vencidos el consorcio de tu propio derecho, hiciste una Urbe de lo que era antes un Orbe". Al final del Imperio Romano y en los primeros siglos de la era cristiana, cuando Caracala haya extendido la ciudadanía casi a la totalidad de los habitantes —de las gentes—; y cuando en el círculo de los Escipiones primero, y después por boca de los estoicos se pronuncie por primera vez la palabra humanitas, la posibilidad de un reconocimiento universal cobrará la forma de hacer coincidir la polis con el cosmos en una ley para los hombres. La Humanidad es ahora, a diferencia del resto de los habitantes del cosmos, la clase de ciudadanía que se hace cargo de la ley, es decir, la ciudadanía moral del universo: la humanitas es un estado de perfección de la naturaleza en el que la ley se hace manifiesta y funda una ciudadanía que es ahora cosmopolita, universal. En la idea de la humanidad como un estado de perfección entre los seres naturales convergen tanto la noción cristiana de persona (ens perfectissimun in tota natura, dice Santo Tomás), como el concepto estoico-romano de humanitas. Desde ambas posiciones se puede afirmar, tal y como hizo el humanismo renacentista, la comunidad universal de "la humanidad en el hecho de que todo individuo fuera un ser humano, (...) único vínculo considerado natural"14. La convergencia de ambas perspectivas configura la idea humanista de humanitas como un estatuto moral cuyo alcance es programáticamente universal. Es cierto que semejante aspiración

13 Sobre la posibilidad de que lo universal se entienda según sentidos diversos y, más en concreto, que lo católico sea distinto de la universalidad teórica que la Ilustración creyó lograr mediante la noción de sujeto transcendental, puede verse Choza, J., Los otros humanismos, Eunsa, Pamplona, 1995. 14 Heller, A., op. cit. p. 448.

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puede encarnarse en la constitución de un sistema sociopolítico universal, un nuevo imperio, y esa fue, en efecto, la forma que tomó para hombres como Nebrija o Carlos I, y antes todavía lo había sido de modo distinto para Dante, que ensalza la monarquía universal en la que debieran estar fundidos todos los pueblos 15 . Pero la colosal energía que exigió dicha empresa no hizo sino contribuir a socavar la base que la hacía posible: la vieja unidad europea en el cristianismo tocaba a su fin. En tal tesitura, como ocurre siempre que una forma del mundo se desmorona, los hombres retiraron —aún con más ahínco— la aspiración de universalidad de la exterioridad que implica un sistema sociopolítico, para llevarla a la interioridad del sujeto. He ahí como las armas empiezan a perder su batalla contra las letras: el espacio susceptible de unificación y en el que la civilización puede prosperar ya no es la pluralidad geopolítica de las naciones que se conquistan y ordenan por las armas y el imperio, sino la no menos extensa región de la interioridad. La barbarie no puede ser ya, por consiguiente, una extranjería respecto de comunidades humanas particulares ("buena patria será aquella donde cualquier hombre culto fije su residencia" 16 ), porque la humanitas es la convocatoria que interpela al conjunto de los miembros del género humano para que se logren a sí mismos como humanos. En realidad ese descubrimiento de la interioridad como el territorio donde resultan fronterizos lo humano y lo inhumano, necesitaba de un nuevo Ulises que trazara las rutas, las fronteras y la geografía de esas regiones interiores, y lo encontró ya al final de los tiempos antiguos en Dante. Su descenso a los infiernos y subida al cielo no es sólo una cartografía de los destinos humanos, ni una descripción literaria de dos regiones exteriores y sustantivas cuya existencia afirma el cristianismo, sino la interiorización del horizonte donde el cielo y el infierno se tocan y producen la geografía del alma humana. Dante es, como Ulises, un viajero a través de los principios que rigen la vida del universo y que ahora son también potencias humanas con las que se corresponden destinos ultraterrenos. La interiorización del cielo y del infierno (con frecuencia expresada mucho antes de Dante mediante la oposición alma-cuerpo) tomará después la forma de una secularización, por la que se podrá afirmar que ambos están ya aquí en este mundo, aunque eso no arrastre siempre la negación de que también están realmente allí, en el más allá. Pero será de lo primero de donde se extraerá el campo nuevo para el desarrollo y la inauguración de la nueva y naciente autoconciencia de lo humano como una realidad natural, y que se reivindica con la misma fuerza con

15 Un estudio comparado e histórico de la noción de monarquía universal de Dante puede encontrarse en Ullmann, W„ Historia del pensamiento político en la Edad Media, Ariel, Barcelona, 1992. 16 Cfr. Codri Urcei Vita en el prólogo a sus Opera. Citado por Burckhardt, J., en La cultura del Renacimiento Italiana, Akal, Madrid, 1992 ( primera edic. 1860).

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que había sido distraída. Consiguientemente, la idea de barbarie interiorizada no es ya una extranjería sociopolítica o étnica, ni siquiera religiosa; es la extranjería del hombre respecto de sí mismo, respecto de su propia realidad según la forma de la humanitas. Esa emergencia del individuo respecto del sistema sociocultural tiene que ver, desde luego, con la crisis de la unidad cristiana de Europa, y con que los hombres de ese tiempo asistieran a su fragmentación con la aparición de las lenguas nacionales y el cuarteamiento de Europa en estados; pero también, y quizá sobre todo, con el reconocimiento de la libertad como una propiedad universal de los individuos que estos pueden aspirar a ver reconocida en la totalidad de sus actividades. Dicho de otro modo, si bien la humanidad misma, la condición humana de los miembros del género humano, se concibe ahora como estado de perfección absoluto respecto del resto de los seres naturales, dicha condición es sólo la convocatoria a infinitas posibilidades de realización que constituyen al homo humanus, esto es, estados de perfección relativos entre los que destaca la asimilación entre la humanitas y las letras, pero que también alcanza incipientemente al conjunto de las pericias humanas. Tales son, por ejemplo, las artes, las técnicas y las fórmulas intersubjetivas de relación. Con palabras que pueden inducir a equívocos (que aquí intentamos evitar utilizando el término "pericial"), esta es también la tesis que Heller sostiene cuando señala que el Renacimiento es el acontecimiento de "la aparición del trabajo y la producción en el reino de la libertad" 17 .

2. Adorno y realización del hombre en las letras: artes ad humanitatem. La nueva forma epocal del humanismo parece consistir primeramente en verter (e interiorizar) las categorías de barbarie y libertad sobre destrezas periciales y principalmente lingüísticas, sobre las litterarum. Sin duda, esa reorientación, de haber ocurrido, debió implicar que ambos términos —humanitas y litterarum— perfilaran su significado correlativamente, conformándose según cierta sinonimia, tal y como en efecto ocurrió: "El término Humanitas quería expresar la idea de que el hombre se hace a sí mismo, se realiza intelectual, moral, religiosa y también física y estéticamente. En cuanto a litterarum, cuyo campo semántico es casi exactamente el de Humanitas, representa las disciplinas que nos hacen más humanos, aquellas que nos permiten alcanzar este modelo antropológico" 18 . La semejanza entre los campos semánticos de ambos términos deja ver que dicho modelo antro-

17 Heller, A., op. cit., p. 436. 18 Vázquez de Prada, V., Renacimiento, Reforma, Expansión europea. (Historia Universal, Tomo VII), Eunsa, Pamplona, 1985, p. 80.

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pológico se ha conformado en torno a las destrezas y perfecciones propias de unas disciplinas —las litterarum— que vienen a llamarse 'humanidades': "estos estudios (dice Leonardo Bruni) se llaman de humanidades justamente porque perfeccionan y adornan al hombre". Repárese, por cierto, en que para esta época "adorno", es decir, "ornatus, no es un embellecimiento extrínseco, sino un medio esencial para hacer visible"19, para sacar a la luz y que se vea, la íntima constitución de lo real. El ornatus renacentista se compadece mal con la noción metafísica —de filiación aristotélica— de "accidente". Ambas comparten el carácter de una cierta contingencia y variabilidad según los tiempos y los sujetos, pero éstos no son para el ornato, como lo son para el accidente, lo que hay debajo, la realidad sustantiva, sino algo que sólo viene a serlo en su expresión, en su ornamentación. El hombre sin ornatus es propiamente el que no existe como tal. El ornato trae el supuesto a la realidad, lo hace presente y lo expresa dejándolo ver. En ese sentido las artes ad humanitatem son el ornato que traen la humanidad al hombre y dejan que éste sea. Lo que desde la metafísica escolástica podía comparecer como formas accidentales de la humanidad, ahora son la humanidad adornada, esto es, realizada. La sustancia, y entre todas la de lo humano —por utilizar un modo de expresión que los humanistas abandonaron por completo—, es completamente insustancial sin accidentes, sin ornatus. En realidad el ornatus no sería un accidente de cualquier clase, sino artificial y, en ese sentido, se corresponde más bien que con lo accidental, con lo cultural. Si buena parte de los filósofos griegos pensaron lo cultural como formando parte en cierto modo de la naturaleza, como una continuación suya y —en alguna medida al menos— penetrada por la primordialidad del logos que caracteriza al orden natural y sobre todo al humano, ahora, más bien, se piensa lo natural bajo las notas de lo cultural, penetrado de su contingencia, variabilidad y pluralidad de posibilidades, pero, sobre todo, por la primordialidad de la libertad. De ahí que, como hizo Pico della Mirandola, la naturaleza humana se piense como libertad, y de ahí también que el ornatus o lo artificial que embellece sea la expresión y realización de lo que hay. No se trata, sin embargo, del imperio de la ornamentación que caracterizará al barroco. El adorno renacentista no tapa nada sino que saca a la luz, por eso adornar es inventar la naturaleza dejándola ver. El desnudo es el ornato preferido por pintores y escultores de la época para representar la grandeza de lo humano; ahora no es sólo la muerte la que iguala a los hombres, sino que éstos y su Juez se presentan desnudos al acto final y sublime del juicio; así están revestidos de toda su majestad y dignidad para Miguel Ángel. La virtus no inhiere sobre el desnudo en

19 Grassi, E., La filosofía del humanismo,

Anthropos, Barcelona, 1993, p. 82.

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ningún rango ni estado distinto de la humanidad. Por lo mismo el espacio se adorna con la perspectiva, esto es, con lo que lo abre y lo muestra; la palabra con la retórica, y el hombre con la humanidad: la naturaleza se ha hecho un producto cultural, y esto segundo no desmiente sino que muestra lo primero. Por eso, el desnudo renacentista no tiene el sentido de enfrentar y preferir lo natural a lo cultural, como más tarde proclamará la Ilustración —precisamente al grito de que la verdad no precisa ornamentación—, y expresarán filósofos como Rousseau mediante la desnudez del hombre natural. El hombre del Renacimiento no se queda desnudo con la inocencia originaria del salvaje, sino con la entereza de lo humano recompuesta mediante la virtus, que no permite reparar en la desnudez con vergüenza ni observarla con lateralidad. No son desnudos salvajes (con su rústica inocencia), sino en estado de gracia. Lo que ocurre es que esa entereza no se realiza ni expresa en ropajes que expresen algún estatus, ni siquiera en los de frugal comida y vestido sencillo, sino sobre y desde el cuerpo reconquistado como una dimensión no sectaria de lo humano. En esa línea la humanitas es ahora concebida sub specie litteraturae y "concentrada en un poderoso ideal educativo"20 que no es otro que los studia humanitatis, el ornatus de lo humano. Las letras son concebidas como artes ad humanitatem, como el método que lleva al hombre hacia sí mismo. Se trata, para decirlo con palabras de Nebrija, de "las artes que dicen humanidad", de modo que las litterarum se constituyen para los humanistas en lo que la praxis y la vida fue para Aristóteles: "progreso hacia sí mismo y hacia la perfección". La humanidad en tanto que término del proceso de humanización se asimila ahora a la clase de perfección que es programáticamente posible mediante las letras que, por eso mismo y en justicia, son llamadas studia humanitatis: las disciplinas en y mediante las cuales el sujeto puede alcanzar por sí mismo y de modo progresivo su propia plenitud21. Vivir, crecer y realizar la humanidad en la propia individualidad, esa es la posibilidad que se abrió en esta época según la forma de los humaniora o estudios de humanidad. A los hombres del Renacimiento no les faltan autores clásicos en los que apoyar la idea de que la humanidad, propiamente dicha, sobreviene al hombre por medio de los studia humanitatis', entre todos ellos Cicerón ocupa desde luego un lugar central, quizá porque en él dicha tesis es explícita: "aunque los otros hombres pueden llamarse tales, sólo lo son propiamente los educados en las humanidades"22.

20 Rico, F., Nebrija frente a los bárbaros, ed. Univ. de Salamanca, Salamanca, 1987, p. 22. 21 Cfr., Arregui, J. V., Choza, J„ Filosofía del hombre, Rialp, Madrid, 1990, p. 65. 22 Cicerón, Sobre la República, I, 29.

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No resulta difícil imaginar el entusiasmo y la exaltación de la propia vitalidad —del gozo de estar viviendo— que pudo generarse en torno a unas destrezas que, según se piensa, realizan la humanidad en el hombre, es decir, lo salvan de la barbarie. La noción de humanidad como especie no significa ya sino convocatoria hacia la humanitas, hacia la humanización del hombre: ser hombre es estar convocado a llegar a serlo. Propiamente el humanismo no abandona la idea ontològica de humanidad como especie, sino que la dinamiza convirtiéndola en una ascética ontològica por la que se piensa que el hombre está a expensas de llegar a serlo; y que el mero hecho de ser hombre (de pertenecer al género humano) no es más que la forma de ser de una interpelación, de una convocatoria que es universal, es decir, que alcanza a todo hombre. En realidad el género humano deja de ser una comunidad específica en el sentido escolástico de la expresión para convertirse en un universo de discurso con potencia ontològica, de modo que los trazos de lo humano ya no se dibujan desde la metafísica sino desde la retórica. Esa es la idea de humanitas y esa es la función preeminente de las pericias y saberes que se tienen por artes ad humanitatem. La humanitas renacentista es también, por consiguiente, un estado de perfección en el que el homo humanus acontece según una medida que funda la comunidad, aunque ésta no sea ya una estructura sociopolitica. Ahora bien, en tanto que estado de perfección la humanidad lo es en sentido absoluto sólo respecto del resto de los seres del universo material, mientras que en sentido relativo lo es primariamente según la forma de las humanidades, si bien son éstas y la perfección que reportan las que en último extremo justifican la posición del hombre en el universo. "Así unen los humanistas la ideología democrática, niveladora, de la humanitas, que borra todas las prerrogativas de estado, con la elevación de la virtus al rango de una nueva nobilitas que identifican con la virtus en su significado de educación espiritual" 23 . Consiguientemente, los studia humanitatis no son sólo una propedéutica hacia la humanidad, son también las artes en cuyo ejercicio consiste la libertad; o, de otro modo, son la forma en la que el hombre habita y ejerce la humanidad como una nueva forma de ciudadanía: "formar hombres 'nobles y libres', (es) lo que constituye la esencia misma de la humanitas renacentista" 24 . Ese nuevo estado de perfección (que es una versión epocal de la humanidad) es relativo porque no se asimila con ningún sistema sociocultural concreto, sino con un amplio conjunto de perfecciones periciales. Se trata, además, de una perfección que se erige sobre una idea de la universalidad de la condición humana —y de la libertad— que, además de postularse programáticamente respecto del conjunto del género humano (como ya

23 Von Martin, A., Sociología del renacimiento, F.C.E., México, 1946, p. 52. 24 Garin, E. Medioevo y Renacimiento,

Taurus, Madrid, 1981, p. 88.

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había permitido hacer el Cristianismo al menos en el orden moral), empieza a alcanzar al conjunto de las actividades del hombre, incluidas aquellas que la Antigüedad y la Edad Media consideraban propias de los que no eran nobles ni libres: las pericias técnico-productivas y los oficios satisfactores de necesidades de la vida. "Es cierto que también según el Cristianismo (la libertad) correspondía a la humanidad en general, puesto que todos y cada uno de los descendientes de Adán disponían de libre albedrío, pero disponían de él sólo en el ámbito de la ética. Y cuando en esta época se transformó en universal no fue sólo porque correspondiera a la totalidad de los seres humanos, sino también porque correspondía a toda la actividad humana" 25 . Como se va intentar mostrar, es el estilo, o, lo que es lo mismo, la interiorización singularizadora y perfectiva —creativa— de las reglas que fundan la comunidad, el procedimiento por el que la libertad se amplía al conjunto de actividades humanas. Es en y por las letras y el estilo como primeramente se gesta esta nueva forma epocal de ciudadanía y humanidad en la que "el hombre se (...) reconoce a sí mismo como tal. Igual que se erguía antaño el griego frente al bárbaro" 26 .

3. El estilo como ciudadanía en la república de las letras. Esa reorientación hacia las letras tiene como protagonistas a los gramáticos, porque la gramática es para las lenguas o para las Litterarum lo que la ley para Atenas y Roma, o el Decálogo para los judíos: la medida común que funda el reconocimiento y cuya falta puede llamarse barbarie o falta de libertad. En sentido estricto no hay ciudad sin ley, como tampoco hay lengua sin gramática (cuestión distinta es que la ley o la gramática hayan sido o no explicitadas y objetivadas). Ser libre es estar sometido a ley porque la ley funda el reconocimiento, porque es la medida común. Vale lo mismo para la lengua: la gramática es el sometimiento a norma, la superación de la barbarie o de la falta de la medida. Si respecto de la acción humana ha podido decirse que sólo es acción social en tanto que normada, del lenguaje puede afirmarse que sólo es tal, es decir, que sólo es comunicativo en tanto que se somete a reglas, a medidas comunes de inteligibilidad y reconocimiento. Si la libertad y la ciudadanía griega, la eleutheria, era la capacidad de vivir de acuerdo con las costumbres, y si en Roma la educación ciudadana tenía como fruto que los hombres llegaran a "hacer libremente lo que las leyes les obligaban a hacer" 27 , ahora la ciudadanía de la humanitas es poder hablar, decir de acuerdo con los criterios que per-

25 Heller, A., op. cit., p. 436. 26 Burckhardt, J„ La cultura del Renacimiento en Italia, Akal, Madrid, 1992, p. 141. 27 Ese es el fruto que Jenócrates decía que tendrían los que siguieran sus enseñanzas, y que Cicerón hace suyo en Sobre la República, I, 3.

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miten el reconocimiento intersubjetivo: no sólo en cuanto que transmisión de mensajes, sino en tanto que comunicación perfectiva de los interlocutores mediante la perfección en el decir. Bárbaro es ahora aquel en cuya palabra y discurso se hace difícil reconocer la libertad del hombre; es decir quien habla, dice Erasmo, "en una lengua bárbara y anormal, que escribe una cosa y pronuncia otra, idioma bronco y áspero, con articulaciones que apenas parecen humanas" 28 . Si es cierto que "humanitas implicaba siempre un sentido de comunidad, una conciencia profunda de ser ciudadano de una ciudad, con la obligación de servirla" 29 , esa ciudad y esa ciudadanía son ahora las letras, las acciones que permiten habitar el propio modo de ser llevándolo a su perfección, esto es, singularizándolo sin romper el reconocimiento intersubjetivo, sino más bien al contrario, intensificándolo. Por eso, la acción de los gramáticos entraña una cierta analogía con la fundación de ciudades y comunidades humanas, que, según el revitalizado Cicerón, es la actividad en la que el hombre se asemeja más a lo divino: "orgulloso de su carácter aristocrático de gramático, Nebrija comunica democráticamente su saber para una utilidad de amplitud ciudadana" 30 . La gramática es en el orden lingüístico el derecho común que convierte a una muchedumbre en populus, en pueblo y ciudad. Una lengua sin gramática es una lengua bárbara, sin ley, sin tribu, sin hogar. Por ello pudo decir Nebrija que la lengua es la compañera del Imperio, porque al recibir la ley la lengua se hace también hogar y tribu y las hace germinar con la misma vocación de universalidad semántica que constituye a las lenguas humanas; universalidad que, como es obvio, Nebrija todavía asimila a la forma del imperio, es decir, a la universalidad de un poder político-militar (y de un sistema sociocultural) sucesor del poder y de la lengua de Roma: "La equiparación del castellano con el latín significará en este contexto la sanción de la herencia de Roma por España en el continuo desplazamiento de los imperios hacia el occidente" 31 . No obstante, la universalidad semántica no es necesariamente correlativa a una estructura político-militar (que en la idea española de imperio acarrea cierto universalismo religioso), sino que puede también referirse al hombre mismo y

28 Erasmo, De cómo los niños deben ser iniciados en la virtud y las buenas letras, en Obras Escogidas, Aguilar, Madrid, 1964, p. 939. 29 Dresden, S., Humanismo y Renacimiento, Guadarrama, Madrid, 1968, p. 231. 30 Prieto, A., "El saber humanista", en Gramática y Humanismo. (Perspectivas del Renacimiento español), Ed. de Ruiz Pérez, P., Ediciones Libertarias, Madrid, 1993, p. 90. 31 Ruiz Pérez, P. "La cuestión de la lengua castellana: aspectos literarios y estéticos en los siglos XV y XVI". en Gramática y Humanismo. (Perspectivas del Renacimiento Español), ed. de Ruiz Pérez, P, Ediciones Libertarias, Madrid, 1993, p. 125.

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constituirse en una de las notas esenciales del modelo antropológico con vigencia epocal. Ese es el caso de un tiempo que, como éste, aspira al uomo universale y que puede gritar con Dante "¡mi patria es el mundo!" 32 . Las lenguas humanas son el hogar donde la singularidad se hace ocasión y posibilidad de la universalidad; quien habita una lengua habita el mundo cuya primera forma de humanización es el lenguaje, la palabra. Lo que primeramente hace habitable el mundo para el hombre es la palabra, y de ahí que aquellos que la tienen por su patria, los poetas, sean en cierto sentido los primeros pobladores del mundo, y es ahora, en esta época, cuando reivindican sin ambages esa ciudadanía. Esta es la universalidad singular a cuya realización entusiasta se aprestan los hombres de un tiempo que "dirigió todos sus esfuerzos hacía el 'hombre poeta', hacia su "ciudad", hacia esa naturaleza mundana que por entonces estaba conquistando" 33 . Si urbe y orbe se hacen coincidir en la palabra, el destierro del mundo, la extranjería y la barbarie no pueden ser sino el destierro de la palabra, el exilio en los "imperite, inelegantesque scripti". Los nuevos bárbaros —imperite—, los bárbaros de la palabra, son los que no tienen nombre o su nombre es nefasto y "plebeia nomina". Mientras que para el "sabio todas las tierras son su patria, lo mismo que los mares lo son para los peces. A donde quiera que vaya me encontraré en mi patria, de forma que ningún lugar podrá serme ni destierro ni extranjero", declara el maestro de Dante, Brunetto Latini que, obviamente, se tenía a sí mismo por sabio. Lo que ahora interesa es, sin embargo, que sin ley no es posible la ciudadanía que es la singularización al tiempo que la realización de la comunidad y de su medida. Ahora bien, si sin ley no hay en sentido estricto ciudad ni ciudadanía, sin gramática tampoco hay singularizaciones de la lengua que permitan el reconocimiento, esto es, estilos y retórica. "Un humanista entendía por gramática no sólo el conocimiento de la morfología y la sintaxis de una lengua, sino también su uso por medio de la elocuencia —oral o escrita— y la poesía. Es este uso el que convierte a la gramática en la reina de las ciencias, en una sabiduría" 34 . La grammatica no es sólo la regla, sino también su dominio y ejercicio: el discurso que es a un tiempo invención y convención. En ese sentido se puede decir que, como apuntó Erasmo, "la precedencia la reclama la gramática para sí" 35 . El reconocimiento de que se está sometido a norma, y que ese sometimiento es libertad y no esclavitud, se lleva a cabo mediante el estilo, porque éste no es sino la apropiación mutuamente perfeccionante de la singularidad del individuo y de la intersubjetividad de

32 Dante, De vulgari eloquio, lib. 1, cap. 6. 33 Garin, E., y otros, op. cit., p. 9. 34 García Estébanez, E., Renacimiento: Humanismo y sociedad, Cincel, Madrid 1986, p. 34. 35 Erasmo, Plan de Estudios, en Obras Escogidas, Aguilar, Madrid, 1964, p. 445.

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la norma. El estilo es la forma en la que el sujeto entra en posesión de sus obras haciéndose reconocible mediante ellas, es decir, confirmando y quizás también ampliando las formas de la intersubjetividad. Entrar en posesión es habitar, dar sentido, humanizar, es decir, someter a la medida de lo humano que en esta época y como veremos, no es sólo ni primordialmente la ley, sino la libertad. Ella es la posesión de lo hecho que impide que el autor se ausente del obrar. Tener estilo es tener nombre, habitar las propias obras y no "poder ser de otro" (que es la definición aristotélica de esclavitud), porque lo que se hace expresa y contiene la subjetividad del hacedor. La torpeza es una cierta distancia entre el autor y lo hecho, una habitación en precario de la subjetividad en sus obras. Además, como dice Nebrija refiriéndose al castellano, la gramática no es sólo condición de posibilidad del estilo (ciudadanía), sino también de la identidad histórica de las lenguas (ciudades): la lengua castellana "hasta nuestra edad anduvo suelta y fuera de regla, y a esta causa ha recibido en pocos siglos no pocas mudanzas; porque si la queremos cotejar con la de oi a quinientos años, hallaremos tanta diferencia y diversidad cuanta puede ser maior entre dos lenguas". De ahí que, por ejemplo, las ediciones de autores como Petrarca puedan ser presentadas como las obras de quienes han combatido la barbarie y la pérdida de la tradición cultural antigua: "defensor y restaurador de la renaciente literatura, y de la lengua latina, contaminada y casi destruida por unos siglos de horrenda barbarie"36. Es ante esa 'barbarie' escolástica, cifrada primero en el latín y más tarde en la metodología y epistemología misma del saber medieval, contra la que se produce la reacción de los gramáticos, que no tarda mucho en alcanzar al conjunto de los saberes, incluida la teología. "El 'gramático' se hacía teólogo, y planteaba como preliminar para una discusión ulterior el problema de la lengua, del texto, de la traducción con todas las implicaciones históricas que comportaba" 37 . He aquí, pues, que la comprensión misma del texto que era entre todos el más decisivo de los topos intersubjetivos de la época, quedaba mediada -¿y principiada?- por el saber gramático. "En el conocimiento de la lengua (...) está fundada nuestra religión, república christiana", dice Nebrija que no pretende una reforma eclesiástica o meramente religiosa sino cultural, "para mostrar el extravío de unos siglos rebeldes a la cultura antigua y probar que todas las cosas, humanas y divinas, cobran rostro más verdadero a la luz de la grammatica"38. De ese modo, el humanismo en tanto que ascética ontológica tiende incluso a abarcar la perfección religiosa del sujeto. Pero no se trata sólo de la perfección del sujeto, porque la gramática, en tanto que medi-

36 Garin, E. y otros, EL hombre del Renacimiento, 37 Garin, E„ y otros, op. cit., p. 174. 38 Rico, F„ op. cit., p. 72.

Alianza, Madrid, 1990.

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da común y cifra de las proporciones, se convierte también en fuente de inspiración para el conocimiento y desarrollo de las matemáticas, la geometría y hasta la música: "la raíz y simiente de la música, dice el humanista español Martín de Tapia, estaba asentada en la gramática, la cual, pululando, nasciendo y cresciendo, vino a ser música"39. En el ámbito de las letras se proclamaba que todo texto, también los sagrados, se hacía cabalmente manifiesto sólo en y mediante las destrezas periciales que el uso, traducción y comprensión de las lenguas —y del lenguaje mismo— requería. Erasmo lo explica con sobrada nitidez: "parece que es doble el conocimiento: de las cosas y de las palabras. El primero es el de las palabras; pero el más importante es el de las cosas. Algunos, empero, (...) que se apresuran a conocer las cosas, descuidan el aliño y la policía de las palabras, toman un atajo barrancoso y sufren quebrantos muy sensibles. Como no sea que las cosas no se conocen sino por los signos de las voces, el que desconoce la eficacia del lenguaje a cada paso anda a ciegas en el conocimiento de las cosas, y es fuerza que sufra alucinaciones y delirios. Te advierto que verás menos que los que cavilan sobre palabrillas, con aquellos otros que, con jactancia, pregonan que no les interesan las palabras, sino que van directamente a las cosas"40. La palabra es, pues, el ámbito de la manifestación de la realidad, de las cosas humanas y divinas, del hombre mismo. La gramática según la síntesis humanista que abarca a la retórica, antaño sólo una disciplina "trivial" (del trivium), es ahora la reina de las ciencias porque se afirma que el mundo comparece para el hombre en y mediante palabras, y es esa convicción la que lleva a reordenar los saberes de modo que no pocos pensarán con Valla que "en verdad se encuentra la filosofía, al igual que un soldado o un tribuno, bajo las órdenes de la oratoria, que es la reina"41. Estar ausente de las palabras es tanto como estar ausente de las cosas y de uno mismo (poder ser de otro), porque la palabra es la medida común del hombre con la realidad. La horrenda barbarie no es otra cosa sino la extrañeza respecto de lo real o, lo que es lo mismo, la desatención y el uso grosero, bárbaro, de la palabra. La filosofía ya no es esclava de la teología porque está a las órdenes de la oratoria por la que se abren los nuevos contextos intersubjetivos que son civiles y políticos: las ciudades y las cortes renacentistas. La síntesis de las reglas y el discurso bajo el título de "gramática" tuvo también otros nombres (retórica, elocuencia), pero en la actualidad y en castellano

39 Cfr., Martín de Tapia, Vergel de música. Cap. XIII. 40 Erasmo, Plan de Estudios, en Obras Escogidas, Aguilar, Madrid, 1964, p. 445. 41 Grassi, E., op. cit., p. 133.

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quizá se le pueda llamar estilo. En este contexto el estilo aparece como el uso libre de la norma, como la clase de realización singular de la norma que permite el reconocimiento, y, por tanto, que permite también que el autor pueda ser nombrado, que tenga nombre. El estilo posibilita la fama y gloria del autor, es decir, que el nombre y la singularidad del sujeto se convierta en un topos intersubjetivo, en el lugar para el reconocimiento de la comunidad. Si esto ocurre, bien puede decirse que el autor se ha hecho canónico, ejemplar o paradigmático. O de otro modo, que él mismo se ha constituido en norma, que ha convertido la forma singular de su realización de la regla en cifra del reconocimiento intersubjetivo ampliándolo, intensificándolo, y quizá también inventándolo. Algo semejante, pues, a lo que Cicerón describe como la ejemplaridad política de un gobernante que puede ofrecer "a sus conciudadanos su propia conducta como ley" 42 , pero ya no sólo porque la conducta sea el eco literal de la ley, sino porque pendrándola se expresa una subjetividad singular, irreductible a la mera comunidad sostenida por el canon o ley común. Que el estilo tenga una inevitable —aunque variable según grados— dimensión inventiva implica que bajo la más amplia noción de estilo se puede advertir la aparición de lo que más tarde se ha conocido como genialidad: la realización perfectiva al tiempo que inventiva del individuo y la comunidad en una acción nueva que se convierte ella misma en regla. El genio, como el estilo, es una singularización del individuo que no rompe —al menos definitivamente— la posibilidad del reconocimiento intersubjetivo, sino que, más bien al contrario, queda pendiente de éste para poder ser tenido como tal. Por eso Heller ha podido decir que la aparición de la idea de genio es también la primera forma de "gnoseología democrática": "El Renacimiento (fue) la primera época que se preocupó seriamente de la idea de genialidad: el conjunto de cualidades únicas e irrepetibles que hacían que un individuo se distinguiera de los demás. (...) El problema de la genialidad —por paradójico que parezca— fue algo así como el primer brote de antropología y gnoseología democrática" 43 . Tal vez resulte extraño, pero en el fondo la genialidad no puede ser sino "democrática" porque al moverse más allá de las reglas poseídas por la comunidad, queda pendiente de ésta para su confirmación, precisamente porque esa confirmación o reconocimiento se ha hecho imposible con el cuerpo normativo poseído con anterioridad. Como el estilo, la retórica y las litterarum, no son sólo artes para la producción de obras exteriores sino también y sobre todo artes ad humanitatem, la idea misma

42 Cicerón, Sobre la República, I, 52. 43 Heller, A., op. cit., p. 408.

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de humanidad queda a expensas de poder ser inventada, alumbrada y realizada según posibilidades nuevas abiertas por el poder inventivo del estilo. Esa es la idea humanista del hombre como artífice de sí mismo, y es también la idea de la esencia humana como conjunto de posibilidades inéditas cuya realización no puede ser otra cosa que invención: "las posibilidades del hombre —dice Heller— equivalían a su esencia antropológica"44. Conviene advertir, sin embargo, que la idea de genio alumbrada en el Renacimiento no tiene todavía la forma moderna en la que genialidad implica una aguda secesión del todo social e incapacidad intersubjetiva para reconocer la índole genial de un hombre o una obra. Es cierto que esa dificultad es constitutiva para la genialidad, pues ésta amplia según formas desconocidas las posibilidades del reconocimiento intersubjetivo, pero esta época se caracteriza, precisamente, por la avidez de novedades y por la profusión con que las auspicia. Para el Humanismo "genio" significa estilo, formas nuevas de gramática alumbradas en su ejercicio, es decir, retórica y, por tanto, no secesión y soledad sino fundación de comunidades en torno a realizaciones singulares que se hacen medida intersubjetiva. Ese es el sentido en el que "el genio es representante de la especie humana"45, porque es la realización de posibilidades nuevas que son la esencia del hombre, es decir, es la realización de la libertad según la forma de la novedad, del descubrimiento, o, como ellos mismos dirían, de la inventio. El estilo —y la retórica en sentido amplio— puede explicarse, pues, como una realización perfectiva (y simultánea) de la singularidad del agente y de la intersubjetividad de la norma. Carecer de estilo en el hacer o en el hablar es también y a un tiempo la realización torpe de la norma y la ausencia del sujeto en su hacer. La falta de estilo es la distancia que dificulta el reconocimiento entre el autor y sus obras, de modo que éstas no son manifestación de su autor sino escasa o precariamente. "Serás todo tuyo" 46 , eso es lo que promete Vives a quien se esfuerce en abrirse camino entre lo ajeno de lo que se puede aprender; en realidad aprender no es sino configurar un estilo, interiorizar lo exterior hasta configurarlo según la forma del sí mismo de quien se puede poner en el obrar porque se tiene. El estilo no alcanza en esta época sólo al decir, sino que —como veremos— extiende su poder también al hacer y a la producción. Es más, la noción de estilo es —frente a la restrictiva idea griega de praxis como las acciones que son ellas mismas un fin y que se oponían a las producciones— lo que hace posible esa ampliación, porque permite pensar que las producciones expresan y remiten a un

44 Heller, A., op. cit., p. 433. 45 Heller, A., op. cit., p. 408. 46 Luis Vives, Pedagogía pueril, Aguilar, Obras Completas, Madrid, 1948, p. 331.

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autor que no se ha perdido a sí mismo en el producto, sino que habita éste con la originalidad de su libertad (con la singularidad de su nombre); una originalidad que, en tanto que puesta en el producto, le permite ser su propietario: habitarlo libremente. No tener estilo es no tenerse y no poder ponerse en lo hecho; pero aquí tenerse ya sólo es posible en el hacer y según la perfección de lo hecho, esto es, según lo que los griegos habrían tenido como una perfección meramente pericial y parcial. El estilo es la versión humanista de la anábasis griega, del ascenso hacia sí mismo, de un centripetismo ascendente del alma hacia su perfección; un centro que no es completamente previo al desencadenamiento de la dinámica constructiva del sí mismo, porque esa dinámica es inventiva en su doble significado de encuentro y creación: descubrimiento. El estilo es la forma espiritual del crecimiento que no se cumple contra o desde fuera del mundo, sino penetrándolo hasta colonizar, con la singularidad del sujeto —y mediante sus obras—, el cuerpo y el mundo. Y en tanto que se trata de la libertad en la acción, en la producción y en el decir, es también la libertad en el mundo y en el pensamiento: oficio y retórica. Obrar sin estilo es ser autor de obras sin nombre, o convertir el propio nombre en algo nefasto. La torpeza —o la extrañeza entre un autor y su obra que no permite el reconocimiento— es la forma de las obras que no tienen autor, o cuyo autor es sólo un caput, un agente indiferenciado y sin nombre; algo al menos muy similar a lo que fueron en Roma todos aquellos que carecían de la ciudadanía y del reconocimiento de la ley: los que no eran "personas" (en su acepción jurídico romana). Un autor de obras sin nombre, sin estilo, es, en definitiva, un autor que no se posee en su propio obrar, y que, por tanto, puede ser de otro, que es también la clase de acción que Santo Tomás describe como pecado: un obrar que es poseído por un principio extraño que esclaviza y somete a servidumbre, o, lo que es lo mismo, la barbarie a la que le conviene la esclavitud ya que puede ser de otro el que no se tiene a sí mismo. Es el estilo el medio por el que la libertad se amplía y alcanza al conjunto de la actividad humana, y en esta época, más peculiarmente, a las comunidades y ámbitos humanos fundados, no ya por la contemplación, sino por la palabra.

4. Gramática, estilo y excomunión. La Reforma luterana. La radicalización del espacio de la interioridad hasta convertirlo en el enemigo mortal de lo exterior, de la norma o convención que disuelve el protagonismo del autor, la llevará a cabo la reforma protestante y su proclamación de la ley como la fuente del pecado, como el reino de la primordialidad de lo exterior. Para la Reforma la interioridad de la fe se opone a la exterioridad del rito y de la ley, la de la conciencia a la de la tradición y la autoridad. Lutero parece dispuesto a emular

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a Cristo y expulsar por segunda vez a los mercaderes que, a su juicio, habían invadido de nuevo el templo del alma humana vendiendo gracias e indulgencias y formalizando la religión y la piedad con categorías económicas, como si fuera posible hacer rendir, merecer crédito, cambiar el ciento por uno, y saldar deudas con Dios. No hay obra exterior —gritará Lutero— que perfeccione una interioridad cuya única posibilidad es la fe. Quien, como Lutero, denoste y niegue tal perfectibilidad según posibilidades inéditas como la forma de la naturaleza humana no podrá sino abjurar también de la libertad del hombre, de su naturaleza y de sus realizaciones en orden a la salvación. De servo arbitrio es —contra el erasmiano De libero arbitrio— la proclamación de la completa inconmensurabilidad entre libertad y ley, entre retórica y gramática, entre Cristo y el Decálogo, entre santidad y mundo, entre salvación e Iglesia. La inconmensurabilidad entre ley y libertad supone que la libertad es inesquivablemente esclava y bárbara, y que la ley misma no ha sido proclamada sino para producir la abundancia del pecado 47 y así traer al hombre la conciencia de su perdición. La ley fue puesta para que el hombre se conociera a sí mismo; pero si la ley es la medida de la justicia de Dios, Cristo es su misericordia: la justicia de Dios nos condena, su misericordia nos salva. La inconmensurabilidad entre retórica y gramática significa ahora que el estilo no puede ser la realización perfectiva del sujeto y de la norma que permite el reconocimiento, esto es, que la Iglesia no es una clase de comunidad capaz de auspiciar formas singulares y arquetípicas de santidad, porque la santidad no tiene gramática, no tiene canon, sólo la retórica de un Cristo que, por sus efectos para el hombre, resulta mortalmente opuesto a la Ley. Para Lutero "las obras hechas según la ley, las obras reguladas por norma, tampoco sirven de nada, porque la norma —toda clase de norma— es verdaderamente inútil" 48 . Las obras de la ley son para Lutero las obras sin Cristo, las obras de un mundo sin salvación en el que la ley es causa del pecado. Tampoco la Tradición y el Magisterio podrán ser la norma común que funden el reconocimiento intersubjetivo y la comunidad de los cristianos en la lectura e interpretación de los textos: no hay ley ni canon ni medida que pueda mediar en la hermenéutica particular del Evangelio y, por tanto, tampoco hay tradición ni magisterio. "Lutero, resume Mateo Seco, era perfectamente consciente del giro copernicano que estaba dando (...), colocar la subjetividad como clave hermenéutica de lo más sagrado: la palabra de Dios, por esto rechaza la autoridad de la Iglesia"49. En cierto sentido Lutero es la radicalización hasta el absoluto de la tesis acerca de la inconmensurabilidad entre la santidad y el mundo porque, como él mismo sostiene, "el libre

47 "Cumplir la ley —según Lutero— no es otra cosa que pecar" dice Mateo Seco, F. L., Martín Lutero. Sobre la libertad esclava, E.M.E.S.A., Madrid, 1978. 48 Mateo Seco, F. 1., op. cit., p. 192. 49 Mateo seco, F. L., op. cit., p. 218.

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albedrío, después del pecado, no es más que una palabra; y cuando hace lo que está en su poder, peca mortalmente" 50 . Para el Reformador la esencia humana natural es una retórica sin gramática, o, si se quiere, una libertad inconmensurable con la ley, cuyas obras, por tanto, no pueden ser sino pecado y barbarie. Claro que Lutero lleva a cabo una secularización de la vida civil —al declarar inhábiles de las obras exteriores—, y también que en el ámbito eclesial propugna la misma reducción a un sólo estado mediante la supresión de los estados religiosos (a la que se aspira oscuramente ya en el orden civil), y en ese sentido es un hombre que forma parte del movimiento general de la época. Pero en su seno se revuelve contra dicho movimiento y frente a esa secularización desata una dialéctica por la que la interioridad queda al margen. En realidad, parece que Lutero aborreciera de la sociología de la religión y quisiera cooperar a la disolución sociológica de lo religioso hasta asimilar la forma visible de la Iglesia con los poderes civiles, pero para fundar algo así como la psicología de la religión contenida en la fe. Ya se ha visto que Nebrija cifraba en la existencia de la ley la posibilidad de la identidad histórica de las lenguas y, por tanto, también de las tradiciones. Pues bien, en la medida en que Lutero abjura de la ley, el Cristianismo se hace irreconciliablemente opuesto al judaismo, y la Iglesia misma pierde legitimidad como agente y depósito de la tradición. En Lutero la fe pierde sus referentes históricos y sociológicos 51 , es decir, se queda sin tradición que la preceda, de modo que su ejercicio es el de una interioridad singular que no se deja expresar u objetivar en exterioridad alguna que pudiera conformar una tradición o una obra buena. De servo arbitrio es la proclamación de la imposibilidad del estilo, es decir, de la inconmensurabilidad entre ley y libertad 52 , entre retórica y gramática. Del mismo modo que, a la inversa, De libero arbitrio es la posición de alguien que cree en esa conmensurabilidad, es más, que piensa que la perfección misma es esa mutua proporcionalidad y posibilitación entre la ley y la libertad, la comunidad y el individuo,

50 Lutero, tesis XIII, WA, t. I, pp. 359-360. 51 En esa medida Lutero quizás sea un precedente de la noción ilustrada y moderna de individuo como una entidad psicológica en cuya constitución no median ni el orden social, ni el cultural e histórico. Al menos la idea de la interioridad de la fe como suficiencia es un cierto correlato teológico de la suficiencia psicometaffsica de la noción moderna de individuo. 52 Aunque la oposición entre ley y libertad sea sólo un aspecto parcial del luteranismo, no es un cuestión secundaria, o, al menos, eso es precisamente lo que el propio Lutero le dice a Erasmo, con quien ya había entrado en franca beligerancia acerca de sus tesis en De servo arbitrio: "lo que yo estimo, lo que alabo en ti, es que fuiste el único que tocaste el punto neurálgico de la disensión: el libre albedrío. Tú no me fatigas con cuestiones accesorias, sólo tú diste en el nudo. Sólo tú me pusiste el puñal en la garganta. Gracias Erasmo (...)", Correspondencia entre Lutero y Erasmo en Erasmo, Obras escogidas, Aguilar, Madrid, 1964.

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la tradición y la originalidad como, al menos en cierta medida, sostiene Erasmo: "el sabio bueno y el príncipe (...) no es otra cosa sino una viva encarnación de la ley". Como ha puesto de manifiesto Cassirer, si "el Humanismo y la Reforma se encuentran en un plano común, permanecen separados en sus raíces últimas; la fe reformada se mantiene separada, por su origen y por su fin, de los ideales religiosos del Humanismo. El núcleo de esta oposición se puede señalar con una sola palabra: la actitud, radicalmente distinta, del Humanismo y de la Reforma ante el problema del pecado original" 53 . Cuando, por la situación de la naturaleza después del pecado, se hace imposible la libertad como la realización simultánea de la intersubjetividad de la norma y de la singularización del sujeto, es decir, cuando la singularización impide del todo la posibilidad del reconocimiento, no se puede hablar propiamente de estilo sino de tosquedad, rudeza, y más radicalmente de cisma, excomunión, falta de medida común, o, en definitiva, de barbarie. Pero, por otra parte, y ésta es por así decir la cuestión, la acción humana no esta limitada respecto de la norma que permite el reconocimiento, no se limita a cumplir la norma sino que puede ampliarla, desarrollarla y, más radicalmente, también inventarla. Lutero es cismático porque no quiso ser canónico, porque no quiso o no pudo admitir que la ley y la libertad son conmensurables en el estilo, o mejor, que el estilo es la forma en que la libertad es posibilitada por la ley: sin ley no hay estilo o no hay libertad, o ésta es sencillamente esclava y esto es lo que afirma Lutero. Una libertad esclava es una libertad poseída por un extraño que usurpa su voz, es decir un monstruo y una inesquivable fuente de pecado mortal. "Era, pues, inevitable la ruptura con el Humanismo, que en el escrito de Lutero De servo arbitrio se lleva a cabo con un rigor y claridad implacables" 54 . Ese es en último extremo el juicio de Lutero sobre el hombre; juicio que es correlativo a la potencia con la que el reformador cree que el Diablo es el Príncipe del mundo 55 . De servo arbitrio puede ser visto como la declaración de que las obras del hombre y de la humanidad en el mundo están principiadas por el Diablo 56 , y de ahí que Cristo y el libre arbitrio resulten mortalmente opuestos: "el mundo es el reino de Satanás, donde además de la natural ceguera contraída por la carne, somos endurecidos en la misma ceguera por perversísimos espíritus que reinan sobre nosotros, y estamos prisioneros de tinieblas, no sólo humanas, sino demoníacas" 57 . 53 Cassirer, E„ La filosofía de la Ilustración, F. C.E., México, 1984, p. 161. 54 Cassirer, E., op. cit., p. 162. 55 Contra la desdramatización de las tesis luteranas acerca del dominio del Diablo sobre el mundo se queja Oberman, H. A., autor de una reciente biografía sobre el reformador: Lutero, un hombre entre Dios y el Diablo, Alianza, Madrid 1992, pp. 124-129. 56 Cfr., Skinner, Q., Los fundamentos México, 1978, pp. 9-18.

del pensamiento político moderno, II La Reforma, F.C.E.,

57 Lutero, De servo arbitrio, WA, t. XVIII, 658 13-16.

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La libertad en Lutero parece seguir siendo algo así como la capacidad de vivir de acuerdo con las costumbres o con la ley, pero como una y otra son inconmensurables por el pecado, esa libertad no puede ser sino esclava, y la ley coactiva y causa de la abundancia del pecado: "el pecado abunda a causa de la ley"58. Paradójicamente y a pesar de Hegel y sobre todo a pesar del propio Lutero, que dirigió buena parte de sus diatribas contra el monaquismo, la Reforma luterana puede ser descrita como una radicalización interiorizante del contemptus mundi o como un "monismo sobrenaturalista"59 frente al empeño humanista y renacentista de articular humanidad y mundo en la cultura. En cierto sentido, y aunque la simetría no es completa, las nociones de interioridad y exterioridad en su oposición luterana guardan un cierto paralelismo con las de la vida fuera del mundo y el mundo, respectivamente; al menos para Lutero la exterioridad es tan inhábil, si no más, como lo había sido el mundo para el medievo, de modo que su "monaquismo" sigue en cierto modo vigente, si bien ahora la clausura no tiene referentes sociológicos, sino psicológicos; no es una forma de vida socialmente diferenciada, sino la vida de la subjetividad como residencia de la fe. Al fin y al cabo, Lutero sigue sosteniendo —por su peculiar agustinismo— que el cristiano habita dos reinos, el de Cristo y el del siglo, pero como el primero ha dejado de tener realidad visible, esto es, sociológica, pasa a residenciarse en la subjetividad como el ámbito de la fe. Ambos resultan inarticulables, al menos en lo que a la salvación se refiere. Es cierto que el hombre tiene deberes naturales a los que tiene que responder en su vida temporal, pero sus actividades en ese medio no sólo no son meritorias respecto de la salvación, sino que, en el fondo, ni siquiera pueden convertirse en realización natural de los sujetos. Ahora bien, es ahí precisamente, en los oficios periciales de las profesiones civiles, donde el movimiento general del humanismo cifra el modelo para la realización de la humanidad en el hombre. Además, quizás no se tratara sólo de la realización de la humanidad o de una excelencia natural, sino que tal vez tales oficios y destrezas podrían haberse constituido también en medio y ámbito para la realización de la excelencia cristiana, la santidad. Ciertamente no fue ese el camino que siguieron los acontecimientos. Aunque "el Humanismo, desde Petrarca a Tomás Moro, presencia ese primer brote de Cristianismo de perfiles laicos al que la revolución protestante pondrá fin (...), la Iglesia del siglo XIV, que tan mala experiencia tenía de los recientes movimientos de agitación, que habían nacido en las ciudades, se negó a admitir la existencia de una 'santificación laical': abrió las puertas para que los laicos participaran, de alguna manera, en las formas de vida pro-

58 Lutero, op. cit., WA, 738, 35-739, 1. 59 Cruz, A. La ambigüedad del Renacimiento,

inédito.

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pias de los 'religiosos'. Monasterios y conventos siguieron siendo los grandes focos de vida religiosa"60. Con todo, el humanismo supone la apertura de una perspectiva y autoridad ejercida por laicos que no sólo se tienen por competentes respecto de la perfección civil y natural del hombre, sino que no pueden concebir ésta sin un cierto correlato religioso; ésa es, al menos, la convicción entre humanistas como Erasmo, Moro o Vives: "el hombre perfecto es el cristiano". Tal afirmación entraña la posibilidad de reducir el cristianismo a humanismo, ciertamente, pero quizá sea también el vislumbramiento de que la clase de acciones mediante las que ahora se piensa que acontece la realización específica y natural del hombre, las litterarum y las destrezas periciales, están o pueden estar comprendidas dentro del programa de la perfección cristiana. En ese sentido se puede admitir con Hegel que la negatividad (abnegación) en el proceso de formación se trasladó desde los votos a la educación civil61, pero esa traslación no fue siempre ni inmediatamente una sustitución que disolviera y transformara lo religioso en lo secular; incluso aunque no llegara a ser tampoco una síntesis poseída pacíficamente. A este respecto en el Renacimiento todo parece atisbamiento y equilibrio inestable, identificaciones y exclusiones. Pero también la emergencia no formalizada de la mutua dependencia entre la piedad y las letras, y tanto en orden a la perfección cristiana como a la perfección humana. Eso es lo que sugiere el ideal erasmiano de educación en el que letras y piedad (pietas litterata) son dimensiones propias tanto de la educación cristiana, como de la humanista62.

5. El nuevo trivium: retórica, gramática y lógica. La articulación entre gramática y retórica es probablemente el punto en el que el Renacimiento deja ver su carácter novedoso respecto de las anteriores formas epocales del humanismo. Cuanto se ha dicho acerca del estilo está contenido en el pasaje evangélico en el que Jesús afirma no haber venido para abrogar la ley sino para darle cumplimiento. En cierto sentido, pues, Cristo es la realización perfectiva y singularizada de la Ley, no su abolición sino su encarnación arquetípica y su cumplimiento. Pero en otro sentido Cristo se sobrepone a la Ley y la precede justificándola: no es la ley la medida para juzgar sobre Cristo, ni es la ley el principio

60 Suárez, L., Humanismo y Reforma Católica, Palabra, Madrid 1986, p. 58. 61 Se trata del "desplazamiento de los clérigos por los laicos en el nuevo sistema de instrucción, en las tareas de investigación, en la producción literaria y en el arte", Von Martin, A., Sociología del renacimiento, F.C.E., México, 1946, p. 53. 62 Cfr. Erasmo, De cómo los niños han de ser precozmente iniciados en la piedad y en las buenas letras, en Obras Escogidas, Aguilar, Madrid, 1964.

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hermenéutico desde el que Cristo queda comprendido, sino que es Cristo el criterio interpretativo y perfectivo de la ley. En otros términos, la retórica no es sólo consiguiente y derivada de la gramática, sino que en cierto sentido también la precede y la configura. Tal precedencia de la realización singular de la norma y de su autor respecto de la norma misma, introduce un sentido de la libertad que no es meramente consiguiente a la ley, y que concede al sujeto una prevalencia —o novedad— respecto de la comunidad, el reconocimiento intersubjetivo y la medida o la regla en virtud de la cual aquél se lleva a cabo. Quizás Lutero pensó que esa forma de la libertad no sólo precedía a la ley sino que era inconmensurable con ella. En tal caso, y en la misma medida que se piense que la libertad y la ley son incompatibles, tampoco la genialidad puede ser canónica, esto es, socializada, ni la santidad puede ser acogida en la Iglesia, sino que es de suyo y necesariamente cismática. Pero es esa misma precedencia del sujeto y su libertad respecto de la comunidad la que en la Edad Media y en el orden sociocultural, se vislumbró en la forma de los votos y la vida religiosa, por la que el individuo disponía de su propio destino social con independencia de las prefiguraciones que la pertenencia a estamentos imponía. En el Renacimiento —y ésta es la novedad— esa libertad social es ampliada hasta los saberes periciales y lingüísticos, las artes técnicas productivas —los oficios—, que se conforman como el ámbito de posibilidad para la expresión y realización del sujeto. El Renacimiento entero está transido de este descubrimiento del sujeto y de su capacidad de sobreponerse y ampliar y modificar la norma, la comunidad, la ley y la tradición, al entrar en interacción productiva con el mundo. Quizá pueda expresarse de otro modo si reparamos en que la disciplinas que componían el trivium en las universidades medievales eran, precisamente, lógica, gramática y retórica. Pues bien, el humanismo significa una inversión en el orden y jerarquía de las disciplinas del trivium, en virtud de la cual la gramática no se deduce de la lógica y la retórica de la gramática, sino que retórica y gramática se hacen correlativas y mutuamente precedentes respecto de la lógica: "En el marco de los studia humanitatis, la gramática y la retórica, en una clase de correspondencia e interacción, adquieren el papel de disciplinas directivas y comprensivas del saber, poniendo de relieve no sólo una determinada teoría de la lengua, sino también una metodología científica (...) y un ideal de conocimiento" 63 . Se trata, pues, de que la constitución de la gramática deja de pensarse en dependencia respecto de la lógica, y pasa a depender de la retórica con la que se articula con la forma de la inventio, del descubrimiento. No es que la lógica deje de contener un

63 González, G., Dialéctica Salamanca, 1987, p. 133.

escolástica y lógica humanista, Edic. Universidad de Salamanca,

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conjunto de relaciones necesarias, sino que éstas dejan de ser pensadas como prescriptivas, para pasar a ser pensadas como alumbradas (inventadas-descubiertas) por la creatividad humana según las exigencias y posibilidades de un tiempo y unas circunstancias concretas. La gramática deja de ser tenida como derivada de la lógica cuando se cree que "lo universal, la ley, (...) no está dada en la naturaleza, (sino que) es un hábito, una formación histórica, una ley civil"64, que no por ello está exenta de verdad aunque su universalidad no sea directamente extrapolable —sin que medie la interpretación— a otros contextos históricos y civiles. Si se insiste en que la retórica tiene una precedencia conformadora respecto de la gramática, y se establecen entre ambas unas clases de correlaciones fundadas sobre la historicidad de los productos culturales, entonces la primera de las consecuencias es que la gramática deja de ser especulativa (deja de poder deducirse casi silogísticamente) y, consiguientemente, la lógica deja de ser un saber racional sobre lo necesario para constituirse en una lógica de lo posible, un saber racional también, pero no sobre lo necesario: una lógica de la libertad y de sus productos, de los artificios y de la artificialidad. Una lógica primordialmente ética, política y poética, es decir, retórica. Para los humanistas la gramática no es "grammatica speculativa artificiosamente deducida de una reglas, de un sistema de analogías, sino el uso real de unos espléndidos escritores, es decir, el uso de la colectividad afinado por los hallazgos personales. No la teoría, pues, sino la historia"65. El uso de la colectividad afinado por hallazgos personales es lo que hemos llamado estilo, pero puede llamarse también retórica: "de hecho (dice Garin) en el siglo XV todo es retórica, pero no olvidemos que esa "retórica" es humanidad"66. Ahora bien, 'humanidad' no remite ya a la inalterabilidad de una esencia o una especie, sino a la variabilidad histórica de las realizaciones libres del hombre, de sus innovaciones y descubrimientos que son a un tiempo la singularización perfectiva del agente y la realización de la intersubjetividad de la norma, es decir, historia, cultura, creación, estilo, retórica: "donde el orden siempre está in fierí, donde la norma puede renovarse continuamente (...), allí reina la retórica"67. Dicho más claramente: la esencia humana es la libertad y por eso no puede ser comprendida y ejercida sino en sus realizaciones que son históricas, que se llevan a cabo según la red de posibilidades que componen una situación concreta, y, más generalmente, una época.

64 Garin, E., op. cit., p. 105. 65 Rico, F., El sueño del humanismo. De Petrarca a Erasmo. Alianza Universidad, Madrid, 1993. p. 43. 66 Garin, E., op. cit., p. 89. 67 Garin, E., op. cit., p. 96.

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Es claro que semejante reestructuración tiene, entre otras virtualidades, la capacidad de romper el fijismo de un mundo acabado e inalterable en virtud de sus correlaciones necesarias, ante el que la contemplación —en cualquiera de sus formas— es la clase de actividad que el hombre puede desarrollar. Un mundo en el que el hombre mismo no es un ser fijado en su clase de realidad por una forma o esencia natural, porque su esencia es precisamente la libertad, cuyo ejercicio, siempre histórico y cultural, conforma su propia naturaleza: la lógica de la naturaleza en el hombre es la lógica de la libertad, es decir, poética, retórica, política, histórica. No se trata de que se abjure de la contemplación, sino de que se la inserta en la vida activa donde ambas se conjugan con la forma de la creación, de la inventio en su viejo sentido de invención y descubrimiento (sentido con el que, por cierto, asuntos como el descubrimiento de América pudieron ser llamados invención del nuevo mundo). El nuevo orden de las disciplinas del trivium implica la precedencia del ingenium respecto de la ratio en orden a la constitución de las formas de la realidad y del hombre mismo. Para Vives, por ejemplo, es el ingenium y no la ratio "el camino por el que el hombre llega a encontrarse a sí mismo y a diferenciarse de los animales" 68 . Ahora bien, la lógica del ingenium no es la de lo necesario según una inmutabilidad ahistórica, sino la lógica de la invención, de la novedad generada en la libertad y del artefacto: la lógica histórica que más propiamente se llama poesía, retórica, libertad. Al respecto, el texto de Pico della Mirandola suma a su belleza la claridad: "Adán (dice Dios), no te he dado un puesto fijo, ni una figura propia (...). La naturaleza determinada de los demás seres está sometida a leyes que yo de antemano he establecido. Tú, en cambio, libre de toda barrera, determinarás por ti mismo tu propia naturaleza de acuerdo con tu libertad, a cuyo poder te he entregado. Te he colocado en el centro del mundo (...). No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, para que, como libre y soberano artífice de ti mismo, te plasmes y forjes según aquella forma que tú mismo elijas. Puedes degenerar hasta convertirte en animal, como puedes según tu querer regenerarte hasta acercarte a lo divino" 69 . Es decir, también respecto de la propia naturaleza es antes la retórica que la gramática y la lógica, y de ahí que la esencia del hombre que se alcanza por la ratio -—su definición racional— sea consiguiente y derivada del uso de la propia libertad siempre contextualizada según el aquí y el ahora. Aunque quizás de modo un tanto crispado por polémico, ese es también el sentido con el que Valla dice, "me siento libre, pues no fui educado en la filosofía sino en las mucho más importantes artes de la retórica y de la poesía".

68 Grassi, E., La filosofía del Humanismo, Anthropos, Barcelona, 1993, p. 115. 69 Pico della Mirandola, De hominis dignitate, ed. de Garin E., (Florencia, 1942). Puede encontrarse una traducción castellana en Humanismo y Renacimiento, selección de textos de Santidrián, P. R„ Alianza, Madrid, 1986.

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Más discreta pero no menos ambiciosa es la tesis que Erasmo parece sugerir en Elogio de la locura, donde la moría es equiparada a la antigua noción de physis porque es un crecer y germinar que se hace sin labor 70 , es decir, con la espontaneidad de lo que se hace desde sí y por sí: el ingenium que siempre da más de sí mismo y es como un brotar desde sí y por sí; mientras que la ratio se ajusta a lo necesario, el ingenium germina siempre en formas nuevas, ingenium y no genio es la palabra con la que los hombres de esta época piensan la creatividad humana. Por eso, dice Erasmo en Elogio de la locura, que es el ingenium y no la ratio lo que supera y salva del taedium vitae, del hastío de la vida y de la vida hastiada por las sutilezas de la razón y las disquisiciones de la escolástica tardía. La importancia concedida a la retórica para la comprensión de la forma epocal del humanismo en el Renacimiento, puede ahora resultar paradójica y contradictoria con el papel central que se sugirió para la gramática. Basta, sin embargo, con reparar en que la gramática de los humanistas es una reacción expresa contra la barbarie de la vieja gramática especulativa, para poder advertir que consiste también en una reivindicación del carácter normativo de los monumentos literarios, esto es, de los ejercicios de estilo, contra la pretensión tardoescolástica de derivar —e incluso deducir— las reglas gramaticales de los principios de la lógica y la ontología: no es la lógica de la necesidad o de lo necesario, sino la lógica de la libertad la que da razón de la especificidad de lo humano y de su realización. No es la universalidad de la razón, sino la universalidad contenida en la acción singular de sujetos también singulares, la que precede como su origen a las reglas, y permite el reconocimiento y la realización de una comunidad en torno a ellas. De ahí que en el Renacimiento el conjunto de las comunidades normadas o reguladas para ser el ámbito de realización de los individuos singulares se resquebrajen dando paso, en la piedad, al ideal ya no de la contemplación monástica (monachatus non est pietas), sino de la devotio moderna-, en la producción, no a los gremios sino a los artistas y a los mercaderes; en el saber, no a las universidades sino a los literattv, en la política, no a los estamentos sino a los príncipes; y, por último, en la interpretación de los textos sagrados, no a la tradición o al magisterio sino a la conciencia individual. La dinámica de cada uno de esos fenómenos es, desde luego, muy heterogénea, y merece también estimaciones heterogéneas, pero en su conjunto comparten una cierta reacción: "sólo un salto podía explicar el paso de uno a otro, de la visión de un ser consumado en su realidad al hombre como poeta, es decir, como creador; a ese hombre que ya no se limita a contemplar un mundo dado, a realizar una esencia eterna, porque se abre a la configuración de infinitas posibilidades, y él mismo

70 Cfr., Grassi E., op. cit., p.147.

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es infinitas posibilidades. Lejos de estar detenido entre formas cristalizadas, el mundo puede ahora plasmarse cada vez de otra manera; no hay necesidad que no se resquebraje ni forma que no se transforme —hablar de la libertad humana significa referirse a un ser que nunca tiene un rostro definitivo" 71 . Que la persona no tenga un rostro definitivo significa que es en cierto modo previa y más radical que cada uno de los rostros o de los nombres según los que resulta reconocida. Pero también que el reconocimiento sólo es posible mediante tales rostros, respecto de los cuales, no obstante, la persona no se agota, si bien tampoco ejerce como un supuesto, sino que se manifiesta como más radical al imponer su variabilidad y mudanza según su capacidad de transformar, de inventar una regla que se va constituir en cifra del reconocimiento. En virtud de ello Erasmo viajará acogiéndose al mecenazgo de príncipes y eclesiásticos y desvinculándose de la vida monacal, o Miguel Ángel —y con él otros tantos— resultará emancipado de su corporación gremial. Si la realidad se hace manifiesta en y mediante la "palabra" (verbum), entonces el estilo no es una mera cuestión de perfección formal, sino que la elegancia (.Elegantiae se titula la obra principal de L. Valla), o la elocuencia, se convierte en el método mismo por el que lo real se nos hace accesible: "La elocuencia —dice Petrarca— no es otra cosa que la sabiduría que habla plenamente". El estilo no es ahora un requisito de cortesía literaria, sino una exigencia metodológica en la que se cifra la cognoscibilidad de la naturaleza y del hombre. Como dice Garin, "Petrarca no habría podido ser el maestro de estilo que fue, si no hubiese sido filósofo", lo que propiamente quizás signifique que Petrarca fue tenido por filósofo precisamente en tanto que logró ser maestro de estilo. La decadencia de los rudus y la barbarie de los imperite inelegantesque scripñ son los criterios que Petrarca utiliza para denostar los "plebeia nomina", a los autores de nombre nefasto —los nuevos bárbaros— cuyos listados son tan del gusto de la literatura de la época. Consiguientemente, la "peritia litterarum" no es sólo una destreza literaria y sectorial, sino la posesión y realización de la medida por la que el autor no se ausenta de su obra, ni la realidad se hace extraña a la palabra, o, en definitiva, por la que la humanidad no se hace ajena al hombre. Si por estilo puede entenderse la realización perfectiva y simultánea de la singularidad del agente y de la intersubjetividad de la norma, parece claro que el estilo se ha de constituir también en el ideal pedagógico: "sobre todo, no olvides jamás (dice Erasmo) que el mejor maestro y el que mejor instruye es el estilo". En el estilo, pues, se da la doble condición de ideal metodológico y pedagógico. Esa doble condición quizás sea también la forma en la que el conjunto del saber quedó imbui-

71 Garin, E„ op. cit., p. 32.

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do de la reivindicación y exaltación renacentista de la vida activa: si el estilo es a un tiempo pedagogía y metodología, la clase de saber que se desarrolla no es propiamente especulativa, sino práctica; es la clase de saber que funda la intersubjetividad convocándola al reconocimiento del discurso como realización perfectiva del sujeto y de la especificidad del hombre. La 'cosa' que es el hombre queda mostrada en la 'palabra', que es la cifra en torno a la cual se constituye la comunidad. Pero no sólo el hombre, "las plantas, las piedras, los animales, las estrellas pasan a formar parte del discurso del hombre y éste, que no sólo ha comprendido su estructura, sino también su secreta plasticidad, las transforma" 72 . La idea de que en la palabra está la realidad mostrada y cumplida no tiene aquí como precedente tanto a la noción griega de logos —razón y discurso—, como los textos cristianos en los que se afirma que in principio erat Verbum, y quizás todavía más el pasaje del Génesis donde se relata que la creación fue un decir de Dios: "y dijo Dios: hágase la luz". Desde ahí es posible pensar no sólo que la palabra es la forma de la creación, sino que lo creado mismo es palabra de Dios, y que allí donde en virtud del hombre —imagen de Dios— se hace la palabra, se hace también la luz: la palabra misma es luz. Por eso exclama Valla "¡grande es el sacramento de la lengua!", porque los hombres renacentistas están persuadidos de haber descubierto que la palabra humana que hace luz es un analogado natural del sacramento y que, a su modo, también produce lo que significa.

6. La pericia como perfección: vir bonus dicendi peritus. Resulta, pues, que al menos en muy buena medida el modelo programático en el que consiste la realización de la humanidad en el hombre, se cifra ahora en un estado de perfección (relativo) que se logra en y mediante destrezas periciales que, en su conjunto, pueden ser consideradas como lingüísticas porque descubren al mundo como interlocutor del hombre. De ahí que pueda decirse de las litterarum que son el signo que comprende a la clase de realidad que es la cultura: lo que es producto del hacer del hombre tiene también la virtualidad de ser el medio para su realización, para su acrecentamiento y mostración, y no sólo respecto del hombre, también respecto del mundo. Las litterarum son la forma cifrada, codificada, en la que el Humanismo se apresta con frenesí entusiasta al descubrimiento de que la cultura, de que aquello de lo que el hombre es capaz de hacer, es también su aletheia, su manifestarse y hacerse patente según su propia medida: la virtú en la que "para los humanistas no existía dicotomía entre naturaleza y cultura" 73 . Las litte-

72 Garin, E„ op. cit., p. 26. 73 Dresden, S., Humanismo y Renacimiento, Guadarrama, Madrid, 1968, p. 232.

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rarum son, pues, la modalización epocal o la forma concreta con la que en el Renacimiento se proclama "la realización del hombre en la cultura" 74 ; y se proclama además como un descubrimiento, como una desvelación que es a un tiempo la del hombre y la del mundo. Las artes filológicas y literarias —en sentido amplio— son ahora concebidas como la clase de actividad en la que el hombre no sólo puede dar la medida de sí mismo, sino que la incrementa y realiza hasta su debida perfección, hasta la humanitas. Semejante propuesta quizás suene ahora extraña porque la gramática, la lingüística y los saberes filológicos en general se nos aparecen como un saber pericial, artístico o científico, en el que la humanidad no comparece sino según una medida especializada y sectorial. Desde nuestra perspectiva histórica es posible mitigar esa extrañeza —en alguna medida al menos— si reparamos en determinados aspectos de nuestra propia tradición que, aunque ya no tienen una vigencia tan definitiva, fueron atendidos en el Renacimiento con una radicalidad que lo caracteriza. En primer lugar y como ya sabemos, en Grecia, y tanto en la tradición poética como en la filosófica, la palabra es tenida como el signo de la clase de realidad que es el hombre; con la palabra, dice Aristóteles, el hombre es sociable de un modo en el que la comunicación y el reconocimiento no se produce sólo en la forma del dolor y el placer, sino también mediante la expresión y el conocimiento de lo justo y lo injusto. En segundo lugar, y para la Cristiandad, no se trata sólo de que, según el Génesis, la primera de las formas en las que Adán cumple el designio divino de enseñorearse de la creación es poniéndole nombre, utilizando la palabra, que es también la cifra de la presencia del hombre en el mundo: el universo entero se nombra a sí mismo en y mediante el hombre y su palabra. Además, el conjunto de la Revelación y de la historia de la Redención está contenida —aunque no exclusivamente— en un texto que es Palabra de Dios, el Texto Sagrado: un monumento literario respecto del que resultan competentes los saberes filológicos, y en torno al cual la comunidad cristiana encuentra las señas de su propia identidad cifradas en la historia del pueblo elegido y, más radicalmente, en la vida, muerte y resurrección de Cristo. Y, en tercer lugar, la rescatada y admirada tradición poética, gramática y retórica de la literatura romana, en cuyo seno Catón pudo sostener lo que bien podría ser la divisa del humanismo renacentista: vir bonus dicendi peritus. Si el hombre perito en el decir coincide con la forma del vir bonus, entonces la clase de saberes y destrezas periciales que se desarrollan en torno al lenguaje son también la clase

74 La expresión es de Jacinto Choza y sirve de título a su libro La realización del hombre en la cultura, Rialp, Madrid, 1990.

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de actividades en las que la humanidad se realiza en el hombre. Es más, los estudios de tales disciplinas habrán de ser los studia humanitatis, la forma en la que lo humano comparece en su especificidad. He aquí por qué se ha propuesto la denominación de Humanismo Pericial para designar la forma epocal del humanismo en el Renacimiento. Si el hombre se abre camino a través de sí mismo y del mundo en la palabra, y si en ella se realiza también la humanidad, entonces la barbarie consiste otra vez en carecer de la medida en el hablar que permite el reconocimiento, y cuya falta cancela el proceso de autorrealización; con mayor razón aún si la forma epocal de concebir la humanitas se despliega en las destrezas y saberes que hacen relación a la palabra. El origen mismo del término "humanista" está íntimamente ligado al estudio y cultivo de las litterarum, aunque la extensión de su uso fue mucho más tardía: "la palabra latina humanista aparece en el uso vulgar de las universidades medievales para designar al gramático que se ocupaba de la literatura clásica" 75 . Ahora bien, no se trata sólo de que el modelo antropológico o la esencia del hombre sea epocalmente concebida según la forma de las litterarum. También, y quizá más radicalmente, lo que conforma el sistema sociocultural del Renacimiento es la novedad consistente en pensar que el hombre se realiza mediante unas destrezas periciales que son correlativas a una afirmación del mundo, y que el mundo y la cultura son el ámbito para la manifestación de lo humano, de la medida del hombre en el universo. Si Adán se enseñoreó de la creación poniendo nombres, los hombres del Renacimiento se enseñorearon del mar en las artes de navegación, de las órbitas celestes en los cálculos matemáticos, de la materia en la escultura y la pintura, del espacio en la arquitectura, de la naturaleza en la nueva ciencia y en la magia, de la palabra —y con ella del hombre mismo— en las litterarum. La posibilidad y la conciencia misma de esa posesión se traducen en la experiencia de que para su realización el mundo está confiado al hombre. Semejante acontecimiento puede describirse como una expansión del mundo vital humano, o como una vivificación del mundo por parte del hombre que es perito y sabe hacerlo su casa. Es esa capacidad humana la que los hombres del Renacimiento no dejaron de admirar y de expresar con una formula que es casi un tópico en su literatura: Magnum miraculum est homo. Ver el mundo bajo la perspectiva que suponen las posibilidades nuevas que abre la acción del hombre es también una vitalización del mundo, porque esa expansión del mundo de la vida del hombre se cumple en la forma de reconocer y dejar cobrar vida al mundo en todas sus formas: es el "gran milagro" del mundo —que algunos como Pico della Mirandola gustan llamar "casa"— que resurge latiendo vida y en el que ningún ele-

75 D'Ors, A., Sistema de las Ciencias, vol. I, Eunsa, Pamplona, 1969, p. 37.

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mentó del universo es inerte. "¿Seremos nosotros (se pregunta el filósofo Ficinio) quienes digamos que el cielo, que difunde por doquier la vida con solo su mirada, está privado de vida?". Es "la vida del universo, una vida cósmica que cae del cielo y fecunda la tierra en las nupcias de todas las cosas" 76 . "No ya un mundo inmóvil, definido en todas sus articulaciones (...), sino obra, actividad, prodigiosa transformación de la totalidad, riesgo y, en definitiva, virtú. La naturaleza, las estrellas, el mundo entero se convierten en algo vivo, personal y humano" 77 . Un mundo cuyo estado de perfección es la humanidad, porque es en ella, en el hacer y el decir del hombre, donde se desvela y manifiesta: la cultura, la obra del hombre artificioso, es la verdad y el palpitar vivo de la naturaleza. El hombre, mediante unos saberes y destrezas que no son las virtudes contemplativas de los que abrazaban la perfección del Evangelio, ni las virtudes activas de la nobleza medieval, sino saberes periciales, es capaz de habitar comunicativamente con el universo vivificándolo, reconociéndolo y descubriéndolo como un interlocutor de su hacer, ahora perito. De ahí que la filosofía se confundiera en algunos autores con la magia: encontrar la cifra del universo es también dejarlo hablar, y en cierto modo también poder someterlo a obediencia con un saber-hacer (¿sortilegio?) que es vivificante: poblador de la naturaleza. Para Giordano Bruno "magus significat hominem sapientem cum virtute agendi". Mago es el que sabe nombrar —interpelar— la cifra secreta en la que se resuelve y se genera la energía que conforma y despliega el universo. La realidad y sus energías constitutivas seducidas por una interpelación del hombre, eso es la magia, el arte de seducción de la realidad, la retórica para el universo: no la que moviliza las pasiones y tendencias del alma humana, sino las fuerzas y energías del universo. La magia maléfica —como la falsa retórica y la falsa ciencia que tanto preocuparon a los hombres del Renacimiento— es la forma violenta de la seducción, el rapto y la violación que transmuta al hombre y al universo en una medida que no es la de la humanidad ni la del mundo, sino la de lo monstruoso: el hombre y la naturaleza conjugados dinámicamente según un principio operativo extraño y que los rompe; lo diabólico. Ahora bien, la oscilante inestabilidad entre lo divino y lo diabólico no es sólo una característica de las acciones humanas, sino del hombre mismo precisamente porque su esencia se piensa ahora como posibilidad : "el hombre en equilibrio entre ángeles y bestias; aquí radica la ambivalencia de todo lo humano, y éste fue el tema dominante con toda suerte de ropajes" 78 .

76 Garin, E. y otros, El hombre del Renacimiento, Alianza, Madrid, 1990, p. 180. 77 Garin, E., Medioevo y renacimiento, Taurus, Madrid, 1981, p. 34. 79 Dresde, S„ op. cit., p. 228.

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En este punto, el Renacimiento parece una reposición cristiana de la ambivalencia humana que el mundo antiguo expresó con las figuras del héroe y del bárbaro; el hombre semidivino y el hombre bestial. También ambos, como ya hemos visto, están poseídos por una medida ajena aunque plenificante en un caso y destructiva en el otro. Ahora bien, propiamente no es así, porque ese dualismo no sólo es característico de la cultura griega poética, sino también de la Edad Media cristiana. Para ambas, aunque con matices, el mundo de lo divino y de lo demoníaco se oponen en el hombre sin que éste constituya por sí mismo un tercer ámbito con la suficiente autonomía y realidad propia. En ese contexto, el ciudadano griego, en tanto que poseído, es decir, medido por la ley, es un cierto término medio entre lo divino y lo bestial que se llama humanidad, porque la ley civil es eso precisamente: la medida de la humanidad, aunque sea con la forma de comunidades singulares. Es esta tercera posibilidad la que resurge en el Renacimiento correlativamente al redescubrimiento del mundo, del orden natural y al nuevo auge de las ciudades. Ciertamente, en este 'renacimiento' la libertad humana —que es el tercer ámbito— no consiste ya sólo en la capacidad de vivir de acuerdo a las costumbres, pero sigue siendo el foco de un optimismo humano que, sin embargo, no fue tan unánime como podría parecer. N o lo fue, al menos, si la Reforma se quiere tomar como un fruto propio de esta época, porque es precisamente Lutero el que niega la posibilidad de ese tercer ámbito al declarar esclava a la libertad del hombre, es decir, inesquivablemente poseída por Dios o el diablo. Para Lutero nunca "los actos humanos son propios del hombre: esos actos son del diablo o de Dios, pero jamás puede responder de ellos el hombre, ya que no es dueño de ellos por carecer de libertad"79. Aunque la Reforma sea una cierta radicalización, no cabe duda que dicha tensión está presente en no pocos de los hombres de este tiempo, y que se proyecta al nuevo poder que se empieza a descubrir y ejercer sobre la naturaleza. N o obstante, el Renacimiento todavía está lejos del actual desencantamiento del mundo en el que la técnica y el saber del hombre sobre la estructura de la naturaleza amenaza con destruirlos a ambos. El universo comparece en su fuerza vital, en su novedad arcana y principial, sólo ante quien sabe hacerse reconocer como su interlocutor, invocándola y seduciéndola para que interaccione con su obrar. Es el hombre perito que sabe introducir la irreductibilidad de su ser individual en su acción, el que sabe hablar con el universo y el que resulta ser un mago. ¿No sabía Miguel Ángel que su Moisés no podía hablar, y que sus esculturas no estaban en la piedra? L o sabía, pero como señaló Hegel, "el individuo ya no se conduce con lo sensible que ha recibido la forma del arte como con una mera cosa, sino como un alma con algo

79 Mateo Seco, F. L „ op. cit., p. 174.

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animado, con algo espiritual" 80 . Al fin y al cabo, el estilo consiste en colonizar con la vida de la subjetividad la exterioridad que siempre comporta una obra, de modo que en lo dicho o en lo hecho está alojada aquella vivificando su sede, la materia, la palabra, el mundo. "Es la idea (dice Garin) de un universo vivo en cada una de sus partes (...); donde toda cosa, todo ente, toda fuerza es como una voz aún no escuchada, como una palabra suspendida en el aire, (...) donde los astros nos hacen señas y se hacen señas entre sí, se escuchan y nos escuchan: universo que es una conversación inmensa, múltiple y variada (...); y en medio de ese universo, el hombre, prodigioso ser cambiante, capaz de pronunciar toda palabra, recrear toda cosa, inventar todo rasgo, responder a toda invocación" 81 . También Leonardo da Vinci sabía que el hombre no está anatómica y funcionalmente dotado para volar; pero no se resiste a encontrar un artefacto que sea la medida común entre el cuerpo del hombre y el aire, ni otros que permitieran horadar montañas o aprovechar torrentes, porque también la técnica es algo así como la métrica que da la medida de la rima entre el hombre y el mundo: volar es la clase de melodía o de cántico que puede componer el hombre con el aire y su propio cuerpo. El artefacto volador se convierte así en un 'instrumento de viento' en el que si éste no resulta medido según una armonía musical, sí que resulta ordenado según la cifra de su habitabilidad, de su disponibilidad para el hombre. Fue Hegel quien señaló que el Renacimiento estuvo subyugado por el afán de descubrir: inventar un artefacto volador es 'descubrir' el aire, como esculpir estatuas — según Miguel Ángel— es 'descubrir' la forma que la piedra lleva dentro, o como los cálculos astronómicos son el descubrimiento de la esfericidad del planeta. Descubrir es dejar mostrarse a la naturaleza según una verdad que se hace manifiesta en y mediante el artefacto, el arte, la técnica, la matemática, el estilo y la retórica: el verbum del hombre en el mundo. Pero, sobre todas las demás, el arte de la instrucción y de la educación es el desvelamiento y la mostración de lo que el hombre es: "La naturaleza madre omnipotente, concedió a los animales irracionales mayor auxilio para sus funciones genuinas, empero como la providencia divina no más que a un ser animado hízolo racional, dejó la mayor parte de su formación a la crianza (...) al hombre lo alumbró fofo, desnudo, sin defensa (...); el hombre no sabe ni comer, ni andar ni hablar, si no es enseñado (...) ¿Qué bestia montesina e inútil no resultará el hombre si no lo forma la instrucción con desvelo y oportunidad?" 82 . En lo que al hombre atañe "eficaz es la naturaleza, pero la supera en eficacia la instrucción" 83 . 80 Hegel, G. W. F., Lecciones Madrid, 1989, p. 649.

sobre la filosofía

de la historia

universal,

Alianza Universidad,

81 Garin, E., op. cit., p. 115. 82 Erasmo, De cómo los niños han de ser precozmente Obras Escogidas, Aguilar, Madrid, 1964, p. 923.

iniciados en la piedad y las buenas letras, en

83 Erasmo, op. cit., en Obras Escogidas, Aguilar, Madrid, 1964, p. 923.

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Los hombres del Renacimiento no sólo creen haber descubierto que el hombre es más capaz de sí mismo por el arte y la instrucción, por los studia humanitatis\ sino que han podido experimentar que la medida de sus facultades se amplía por las obras del ingenium. La cultura, los artefactos hacen al hombre también más capaz del mundo; y esto resulta especialmente inmediato en la experiencia de unos hombres que no sólo se enfrentan al mundo, sino a un 'nuevo mundo': los descubridores y conquistadores. Cuando Pizarro o Hernán Cortes entablaron lucha con incas y aztecas debieron experimentar que las corazas y los arcabuces, los cañones, la caballería y la pólvora les prestaban una clase de semi-invulnerabilidad que en no pocos casos fue interpretada como divinidad por el enemigo. Frente a las tribus precolombinas, un soldado español enfundado en su armadura y protegido por su casco goza de una invulnerabilidad tan semidivina como la de Aquiles frente a los troyanos. Un caballo domesticado es una ampliación muy considerable de las capacidades operativas y locomotoras del cuerpo humano, y lo mismo vale decir de un arcabuz y de un cañón; los artefactos son una intensificación del sujeto en tanto que principio de operaciones, y en ese sentido son también una suerte de sobrenaturaleza: una ampliación de la potencia operativa de la physis, y, por tanto, también de la libertad del hombre, que —en el caso de los conquistadores— los elevaba sobre los nativos como si de héroes (hijos de dioses) entre mortales se tratara. Otro tanto puede decirse de la imprenta; y no sólo porque permitiera multiplicar el efecto de las propias producciones, sino porque permitió que el sujeto se valiera por sí mismo ante un texto que no era ya el sustrato de una lectura común, de un acto social, sino el itinerario de un descubrimiento: el de la subjetividad que se constituye en sede de una experiencia que puede interpretar desde sí misma, y no sólo según los criterios comunitarios que la lectura en voz alta y ante una comunidad suscitaba. Esa intensificación del sujeto es correlativa a la expansión del mundo vital, y no sólo hacia nuevos mundos exteriores, sino hacia la interioridad de continentes inexplorados en el sujeto. Es probablemente también la fuente de la exaltación del individuo y de la naturaleza que caracterizó al Renacimiento.

7. El estilo y el reconocimiento de la libertad en los oficios civiles. Vasari cuenta que la familia de Miguel Ángel reprendía al joven por su afición al dibujo creyendo "que aquella actividad era baja e indigna de su antigua casa" 84 . La familia del joven italiano no era una excepción en lo que a la estima social de los oficios manuales se refiere. En España y en pleno siglo XVII todavía puede encon-

84 G., Vidas de pintores, escultores y arquitectos famosos, El Ateneo, Buenos Aires, 1945, p. 395.Vasari

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trarse con toda su vigencia esa convicción social respecto de la indignidad del oficio de pintor. Para comprobarlo basta con reparar en la inquietante composición temática de un cuadro como Las Meninas, y en la biografía de Velázquez (15991660). Es claro que se trata de una pintura singular, en la que el tema no está representado de modo convencional, porque lo que se representa es el trabajo del pintor como una actividad cortesana a la que asisten con gusto y entretenimiento miembros de la familia real y su cortejo. El pintor está retratando a los monarcas en una sala de palacio, pero es él mismo quien aparece en acción, con la paleta y el pincel en la mano, un paso atrás del lienzo y observando a sus modelos. Todo ello ataviado al modo de la hidalguía cortesana española: embutido en negro y el pecho blasonado con una cruz de la Orden de Santiago que, según parece, el pintor sólo pudo obtener tras largas disputas, pues esa aristocracia a la que aspiraba a pertenecer le negaba su reconocimiento (el ingreso en la Orden de Santiago), alegando que su trabajo era pintar y se ganaba la vida haciéndolo, es decir, con sus manos. Es cierto que Velázquez se retrata con el pincel y la paleta en las manos, es decir, con las manos ocupadas en una producción, pero en actitud contemplativa un instante antes de ponerse sobre el lienzo y desaparecer del encuadre de la obra; es ese instante, el que se nos deja ver en Las Meninas, el momento reflexivo y, por así decir, directivo, de la acción de pintar 85 que Velázquez quiere resaltar. Probablemente Velázquez conoció la obra El arte y la pintura en la que su suegro, Francisco Pacheco, elogia la nobleza del arte de pintar. Es más, la composición misma de Las Meninas hace pensar que se trata de una versión pictórica de esa misma reivindicación. Las Meninas no son un autorretrato, sino la mostración pictórica de que pintar es un oficio libre. Por eso Las Meninas son en cierto sentido una pintura autorreflexiva 86 , es decir, un cuadro en el que, por una parte, la acción misma de pintar se ha hecho tema, aunque fuera desde el punto de vista de su índole cortesana, libre o aristocrática; y, por otra, la contemplación —el ojo que ve el cuadro— está representado en la pintura porque en el lienzo aparece el ver —lo que ve el ojo— del especta-

85 No interesa aquí discutir la implícita concepción de la actividad creativa que se trasluce tras la disociación entre el momento reflexivo y el activo en la acción de pintar. Los pintores no sólo hacen con las manos lo que ven con los ojos o lo que imaginan para después pintarlo. Tan cierto como lo anterior es, al menos, que ven con los ojos lo que pintan con las manos o, de otro modo, que la contemplación no es previa y ajena a la producción. Pero aquí basta con reparar en que Velázquez reivindica la dimensión contemplativa, si bien mediante esa reivindicación se pretende un reconocimiento en términos de estatus social. 86 Quizá sea éste el primer atisbo de la autorreferencialidad que ha caracterizado a buena parte del arte moderno, y que, como ha sugerido Gombrich, si bien tiene causas específicamente estéticas, éstas no se desarrollaron al margen de condiciones sociales tales como que los artistas dejaron de trabajar por encargo, para pasar a vender sus obras libremente en mercados compuestos por un público ávido de obras de autor.

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dor que, a su vez, es el tema de la pintura, el modelo al que Velázquez mira perpetuamente desde detrás de su caballete. Así se cruzan la visión de Velázquez y los cortesanos, la del modelo y la del espectador en un espacio conjunto que es el pintar mismo como acción humana y libre: en Las Meninas está pintado el pintar y el ver. Por eso en el cuadro del pintor sevillano surge algo así como la autoconciencia de la pintura o, lo que es lo mismo, la proclamación de que la libertad también reside en el pintar y desde el pintar porque en ella se reconoce a sí misma y se realiza. Hasta tal punto llegó el interés del pintor por merecer la distinción de ingresar en la Orden de Santiago, y tal fue la resistencia que encontró, que Velázquez tuvo que hacer público un escrito en el que afirmaba que no pintaba para ganarse la vida. No es descabellado pensar, pues, que Las Meninas sea una narración pictórica en la que el pintor quería dejar constancia de que su trabajo era un arte liberal que, por su propia dignidad, generaba un reconocimiento que el pintor aspiraba a que tuviera también la forma de los hombres libres: el honor. Bajo semejante aspiración late la idea de que la libertad y el sujeto no sucumben en la realización de una producción, sino que también en y mediante esa clase de acciones puede el hombre dar e incrementa» la medida de sí mismo. Dicho de otro modo, tras un suceso como ése, tan anecdótico como se quiera, se advierte la reivindicación que quiere hacer valer la libertad en un ámbito que tanto la Antigüedad como la Edad Media estimaban como impropio para la realización del hombre según su forma propia87. Es cierto que Velázquez pretendía que su actividad le valiera para ingresar en una institución que era la objetivación social de un estamento, el de los bellatores. Y que semejante aspiración habría resultado impensable dos siglos antes. No obstante, Velázquez no es un pionero porque el camino había sido ya abierto por los humanistas que hicieron valer su pericia profesional como un status social libre. Y aún antes esa posibilidad se había incubado en la homologación entre las armas y las letras en lo que a status y reconocimiento social se refiere. Hacía tiempo que "poco a poco los títulos académicos, respaldados por disposiciones pontificias y reales, se equipararon a la nobleza (...); el máximo grado que la universidad reconocía, el de doctor, daba derecho a usar un anillo de oro, como los de la aristocracia"88. Es más, lo que resulta un tanto anacrónico respecto de la situación en Europa —aunque no en España—, es que Velázquez concibiera que el reconoci-

87 Esta es también la tesis que Heller sostiene acerca del Renacimiento, aunque con la equivocidad que implica la amplitud del término "trabajo" y sobre la que ya se ha llamado la atención del lector: "cuando se hablaba de los frutos de trabajo (en el Renacimiento), de la grandeza, de la dignidad del trabajo humano, no se distinguía entre el trabajo intelectual y el mecánico, el intelecto de las manos". Heller, A., op. cit., p. 402. 88 Suárez, L., op. cit., p. 24.

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miento de su oficio como un arte liberal se tenía que llevar a cabo en la forma de ingresar en una orden militar: este tiempo tiene ya unos nuevos bellatores que no son los hombres de armas ni sus instituciones, sino los hombres de letras que — como ya hemos visto— luchan contra otra forma de barbarie. Quien se ha hecho "alternativa al orden de los bellatores es el humanista, que asienta en su supremacía filológica su supremacía cultural, intelectual y social" 89 , y al hacerlo ha extendido la libertad y, por tanto, la posibilidad del reconocimiento social, al ámbito de las realizaciones culturales y de los oficios civiles. El tránsito del artesano al artista 90 es la singularización de la obra y del autor que se reconocen mutuamente en el estilo: el artista es el autor de obras con nombre, y por eso el artista gana un nombre para sí mismo en sus obras, del mismo modo que antes lo habían ganado los que llegaban a ser ciudadanos por su servicio a la polis, o por sus hazañas guerreras y políticas. Esas obras del pintor son ya, por tanto, acciones libres que expresan la conveniencia de ese mismo status para su autor, y eso es lo que reivindica Velázquez. No se trata, además, de un fenómeno aislado que alcanzara sólo a pintores o humanistas, porque "desde mediados del siglo XV hay un florecimiento de todas aquellas artes que la Edad Media había infamado tachándolas de mecánicas. Y no se trata sólo de su reflorecimiento, sino de la reivindicación de su dignidad, de una vitalidad y una capacidad creadora propias" 91 . Son, en definitiva, los "hombres que expresan su orgullo de ser artífices" 92 y tras cuya reivindicación se esconde una sustancial modificación del sistema sociocultural, en el que "el desprecio por las artes mecánicas va desapareciendo, y el trabajo manual pierde su significado de maldición bíblica para alcanzar una dignidad autónoma y propia. También en este sector resulta quebrantada la autoridad aristotélica, y la oposición formulada por el sabio griego entre episteme y techne tiende a resolverse" 93 . Aunque quizás más radicalmente sometida a revisión es la inconmensurabilidad entre praxis y poiesis, entre producción y libertad en las acciones humanas. En este tiempo, sin embargo, la acción no se entiende todavía reductivamente como producción sino más bien como creación y como inventio. Es cierto que la reivindicación de la vida activa supone una prevalencia de la acción, pero todavía no todos han roto, o no se han roto todas las amarras que vin-

89 Ruiz Pérez, P., "La cuestión de la lengua castellana: aspectos literarios y estéticos en los siglos XV y XVI", en Gramática y Humanismo. (Perspectivas del Renacimiento español), Ediciones Libertarias, Madrid, 1993, p. 129. 90 Un análisis socioeconómico de esta cuestión puede encontrarse en Von Martin, A„ Sociología del renacimiento, F.C.E., México, 1946. 91 Romano, R., y Teneti, A., Los fundamentos del mundo moderno. Siglo XXI, Madrid, 1986, p. 164. 92 Romano, R., y Teneti, A., op. cit., p. 165. 93 Romano, R., y Teneti, A., op. cit., p. 166.

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culan la actividad a la consideración no transformativa de lo real. La acción creativa tiene una dimensión contemplativa aunque ésta no se refiera a la inalterabilidad de lo necesario, sino a la verdad de lo que puede ser de otra manera y está en nuestra mano. En ese sentido quizá sea cierto que en estos tiempos "la mayor parte de los hombres buscaron un equilibrio entre contemplación y acción" 94 . Sin embargo, lo que aquí interesa no es si se rompe o no el aristotelismo —que es una cuestión que afecta a la historia de las ideas 95 — sino que lo que nos atañe es que han perdido vigencia las versiones epocales de la humanidad que tanto la Antigüedad como la Edad Media habían expresado y supuesto en su constitución como sistemas socioculturales. Es claro que lo anterior tiene que ver con el hecho de que sea en el Renacimiento cuando se extiende la costumbre de firmar las obras de arte, que antes tenían más bien por autor a un gremio, o a una comunidad fabril relativamente indiferenciada. Para hacerse cargo de la situación es preciso recordar que los oficios artesanales, entre los que se contaba la pintura, se podían ejercer en la medida que se pertenecía a una comunidad gremial, en la que se aprendían las reglas cuya aplicación capacitaban para la labor. El gremio en tanto que sistema de organización del trabajo e institución social guarda una cierta analogía con la comunidades monásticas, a las que, como ya sabemos, el propio San Benito llamaba "talleres de Dios". La costumbre nada infrecuente de que la incorporación a los gremios fabriles y artesanos se hiciera de por vida, y la imposibilidad no menos general de reconocer en su seno a individuos singulares como autores de obras diferenciadas, pone de manifiesto que el sujeto último de las realizaciones, el autor, no era en sentido estricto un agente individual, sino una comunidad normada por una regla, y que ésta era al final el único o el más relevante de los códigos de identidad.

94 Vázquez de Prada, V., op. cit., p. 64. 95 Conviene no pasar por alto, sin embargo, que la revisión de la distinción aristotélica entre praxis y poiesis es correlativa a la puesta en tela de juicio de la distinción entre episteme y íechne. Si hay un cierto con-elato entre la condición de "ciencia libre" de la metafísica, y el estatuto de hombre libre del ciudadano aristotélico (cfr. capítulo primero), justo es señalar que ese mismo correlato se establece en este tiempo entre la nueva clase de ciudadanía que se está configurando, y la nueva ciencia: uno y otra se constituyen respectivamente sobre la articulación mutuamente posibilitante entre praxis y poiesis y episteme y techne. Sin duda, la reivindicación del valor de la experiencia para el conocimiento es casi un tópico de la época, pero sobre todos destaca, quizás, la encendida defensa de la experiencia que lleva a cabo Leonardo da Vinci, que llegó a decir que su saber y sus obras habían "nacido por la sencilla y pura experiencia, que es maestra verdadera". Un estudio introductorio sobre la posición de Leonardo en este punto puede encontrarse en Mondolfo R., Figuras e ideas de la filosofía del Renacimiento, Icaria, Barcelona, 1980, pp. 9-36. Los correlatos sociológicos entre la nueva forma de ciudadanía (según su final configuración según el estado moderno) y el estatuto epistemológico de la nueva ciencia, se estudiarán en el capítulo cuarto de este trabajo.

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El tránsito del artesano al artista es un cierto eco del tránsito que, desde la formas de vida monacales, habían supuesto los frailes y las órdenes mendicantes: el fraile no necesita una dotación patrimonial para llevar a cabo su modelo de vida, que tampoco es el cumplimento de una regla, sino el ejercicio de un oficio divino cuya posibilitación económica queda a expensas del reconocimiento social, esto es, de la limosna. También el artista es, respecto del artesano gremial, el ejercicio de un oficio que no se limita al cumplimiento de unas reglas en las que está cifrada una identidad comunitaria, sino que ejerce las reglas del oficio con una libertad que no sólo le identifica, sino que le emancipa de la comunidad artesana constituida en torno a ellas. Las obras ya no se deben a comunidades fabriles que se identifican por sus reglas y costumbres como un sujeto comunitario, sino que se deben a la inspiración de una actividad que es tenida por un reflejo de la semejanza entre el hombre y Dios: "A pesar de todas las reglas de arte que tenían que ser aprendidas y aplicadas, fue en esta época cuando se desarrolló el concepto de artista de inspiración divina, el que a su vez, como el dios en la tierra en el que podía convertirse, creaba obras de arte" 96 . El estilo no es sólo un código de identidad individual en la obra que singulariza al autor emancipándolo de la indiferenciada pertenencia a un gremio; es también el medio por el que se suscita el reconocimiento social de su pertinencia y valía. Reconocimiento que puede ser tan intenso que promueva las formas de subsistencia que lo hacen posible, es decir, que haga aparecer el mecenazgo y con él la emancipación socio-económica de las comunidades gremiales mediante el estilo. Esa ampliación tiene como condición de posibilidad que la limosna se ampliara en tanto que posibilitación socioeconómica para el ejercicio de un oficio —cuya pertinencia es socialmente reconocida—, más allá de los oficios divinos a los civiles. Ahora bien, dicha ampliación es también una transformación —o, si se quiere, una secularización— por la que la limosna deviene en mecenazgo, cuando todavía el salario no ha ganado para sí y de forma global la capacidad para acoger y expresar la libertad y autodeterminación del sujeto en el ejercicio de los oficios.

8. La emergencia del individuo en las producciones. Limosna y mecenazgo. Si ahora se recuerda la clase de libertad de la que la limosna fue expresión durante la Edad Media, se hará posible apreciar cómo el tránsito de la limosna al mecenazgo es también una ampliación de esa libertad. Cuando en el seno del sistema social del medievo se quiso garantizar que los oficios religiosos no fueran patrimonializados ni por castas, ni por estirpes, y se pretendió que fuera el individuo

96 Dresden, S., op. cit., p. 234.

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mismo el que tuviera disponibilidad en orden a determinarse al ejercicio de dichos oficios (y que éstos no estuvieran prefijados con antelación a esa disponibilidad de sí), lo que se hizo fue evitar que quienes ejercían tales oficios tuvieran descendencia física o jurídica mediante un patrimonio que dejar en herencia. Así, se hiciera de modo consciente y deliberado o no, se evitó que el oficio religioso se constituyera en una casta o en una estirpe, y que la determinación a ejercer ese oficio no precediera al individuo como parte de su identidad genealógica física o civil. Así se inventó una noción de vocación, que se oponía y superaba a la de destino como instancia para determinar la forma de la propia biografía. Así fue como se profesaba la perfección de los consejos evangélicos, y así es como apareció una tercera forma social que oponer a la casta y la estirpe: la profesión. Desde luego que la idea de vocación tiene ahí un componente religioso del que no se puede eliminar el protagonismo divino. Lo que aquí interesa apreciar no es eso, sino que un sistema social tiene que habilitarse para que los sujetos desplieguen su biografía, y su destino social, de acuerdo con una invocación que exige una respuesta que no puede estar prefigurada con potencia determinante en el orden biológico ni cultural. Es decir, una respuesta que exige de quien decide que sea dueño de sí con la radicalidad precisa para decidir el propio destino. En nuestra tradición, la habilitación del sistema social para dar cabida a una libertad de esa clase se produjo por primera vez con la forma de la perfección evangélica de la vida religiosa mediante los votos. No obstante, y como ya se vio, el sistema precisó rectificaciones porque, como el voto de pobreza no afectaba a las instituciones, éstas se fueron asimilando a las estirpes con patrimonios raíces que se regían por las formas feudales del señorío y la servidumbre, de modo que, socioeconómicamente al menos, se difuminaba la distinción entre las estirpes civiles y las comunidades monásticas, en las que también se entraba a formar parte en virtud de una adopción por la que se pasaba a tener un padre, un abad. Una de esas rectificaciones vino en la forma de las Ordenes Mendicantes. En ellas el fraile no ejercía ya su oficio en virtud de un patrimonio institucional sino que el ejercicio de dicho oficio quedaba perentoria y constantemente pendiente de que la comunidad civil lo auspiciara con limosnas. Así, mediante la limosna, es como la libertad se afirmaba a sí misma y se hacía valer en el orden social porque suscitaba su propia provisión (o condiciones iniciales). Sin duda que esa nueva forma era viable sólo en la medida que hubiera ciudades. Ahora bien, durante la Edad Media la libertad no ganó para sí misma nada más que el orden de los oficios religiosos, y consiguientemente se limitó a ser la forma peculiar de constitución de un estamento en una sociedad que era ella misma estamental. Es más, desde esta perspectiva bien puede decirse que la sociedad medieval es una subordinación mixta del sistema de castas y estirpes para abrir la posibilidad de las profesiones, aunque, eso sí, exclusivamente religiosas: el mundo antiguo se abría por el cristianismo a la principialidad de la libertad que constituirá al mundo moderno

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como una sociedad de profesiones, en la que, por ejemplo, la idea de vocación tiene un sentido civil y profesional. "El trabajo es virtus porque es expresión del propio rendimiento, un rendimiento individual, independiente del nacimiento o del estado social a que se pertenece" 97 . Así, el trabajo se hace receptor de la fundación del individuo —que tuvo lugar según la forma de la vida religiosa— como una instancia de expresión y realización distinta de castas y estirpes. Aquí es donde, a mi juicio, el Renacimiento resulta epocalmente inteligible como el momento de la ampliación de la libertad a las actividades civiles y productoras constituyéndolas en profesiones, cuya pericia se tiene también como el método del hombre hacía sí mismo, hacia su realización. Esa ampliación se lleva a cabo en la extensión del sistema de las profesiones a los oficios civiles: el tránsito de la limosna al mecenazgo. El mecenazgo cumple la misión que respecto del oficio divino y en el caso de las órdenes mendicantes, cumplió la limosna en la Edad Media. Pero ahora no se trata de predicar y ejercer los ministerios de Dios, sino de oficios que son realizados como tales, y que a una destreza pericial suman la originalidad de un estilo, o mejor, en los que tales destrezas son ejercidas desde la singularidad irreductible de un sujeto y no desde la norma reguladora de una comunidad artesanal o docente. La clase de ampliación que el mecenazgo supone respecto de la limosna es, en términos socioeconómicos, la incipiente ampliación de la libertad al conjunto de las actividades humanas que pueden configurarse así como profesiones, ocupaciones libres 98 : actividades que suscitan su propia provisión o condición inicial de posibilidad económica. Que sea el mecenazgo y no todavía el salario la forma socioeconómica que puede dar razón de la peculiaridad epocal del Renacimiento es la razón por la que se apuntó antes que la aparición del trabajo en el reino de la libertad es en esta época sólo inicial y programática. De ese modo, bien puede decirse que la extensión de la libertad a las pericias civiles se lleva a cabo al rebufo de la movilidad y libertad social que supuso el ejercicio del oficio religioso desde el voto de pobreza y, más concretamente, según la forma que tomó en las órdenes mendicantes, en las que el ejercicio de tales oficios divinos quedaba a expensas de la limosna. El extenderse dicho modelo —aunque sea incipientemente— a las pericias civiles se llama mecenazgo, y, más tarde, cuando se extienda a la totalidad de los ámbitos sociales, se servirá del salario y producirá la actual forma de la sociedad de profesiones. Desde luego que todo ello ocurrió gradualmente, con distintos ritmos según

97 Von Martin, A., Sociología del renacimiento, F.C.E., México, 1946, p. 59 (La cursiva es mía). 98 "El sistema gremial, así como toda organización de comunidad, se derrumba y, aquí como en el campo industrial, se impone el individualismo", Von Martin, A., Sociología del renacimiento, F.C.E., México, 1946, p. 44.

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los distintos ámbitos, y también que el salario ya existía, pero lo que se intenta señalar no es que se inventara el salario, sino que éste se convirtiera en la estrategia social para la sustentación de oficios que se tienen por libres y que, por tanto, configuran un sistema social. Lo crucial aquí es que la singularización del estilo en sujetos individuales significa que la obra queda adscrita a la irreductibilidad de un sujeto individual de la que es realización y manifestación, y que el sistema sociocultural se reajusta para la extensión de esa posibilidad. "La idea de la propiedad individual, de un escritor o de un artista, sobre su obra, aparece sólo con la nueva afirmación de ser propio, original, un uomo singolare o único, y con la consciente aspiración del escritor de que "cada uno escriba en su estilo" para ganar así fama personal"99. Repárese, no obstante, en que la idea de originalidad que contiene la noción de estilo no puede desarrollarse ni depositarse exclusivamente en la novedad o particularidad exterior de la obra, si no es porque ésta se toma como expresión y elaboración del origen del que la hace en la acción misma de producirla: la producción se ha hecho para el productor habitación y posesión de su origen que, por eso mismo, puede ponerse sobre la obra que así viene a ser original y a resultar inseparable de su autor. No es extraño que fuera el arte el camino por el que la idea de libertad llegara a las producciones y oficios civiles, precisamente porque éste permite a la subjetividad tomar posesión de la exterioridad de lo producido, convirtiéndolo en su expresión. Dicho de otro modo, se empieza a concebir la posibilidad de que la clase de actividad que es un hacer pericial y productor (poiesis), pueda ser expresión adecuada de una subjetividad individual que, por ello mismo, se realiza según la especificidad de lo humano en un producir que ya no se lleva a cabo según la medida de la necesidad, sino la de la libertad (praxis). "Se trata de "el reconocimiento de la presencia del hombre en todas las facetas de su actividad; porque, ya sea matemático, médico, soldado o sacerdote, siempre y ante todo, es hombre e imprime el sello de su humanidad a todas sus obras expresándolas, es decir, revistiéndolas de la lux orationis"10°. Ese es el punto donde el Renacimiento lleva a cabo una ruptura sustancial con los sistemas socioculturales de la Antigüedad: la realización del hombre según su propio fin o te los, lo que los antiguos solían llamar praxis, es ya posible en y mediante actividades productoras y periciales. En esa tesitura, el ocio meramente contemplativo, sin haber perdido todavía toda legitimación, tiende a presentarse como una posibilidad muy particular, incluso quizás mortalmente insuficiente, y no sólo desde el punto de vista epistemológico, o respecto de la realización del telos específico del hombre, sino también como programática ascética en

99 Von Maitin, A., Sociología del renacimiento, F.C.E., México, 1946, p. 63. 100 Garin, E„ op. cit., p. 90.

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orden a la salvación y la santidad. Monacatus non est pietas, dice Erasmo, que todavía, no obstante, tiene a las formas de vida monacales como un camino abierto para la imitación de Cristo, y que parece pugnar más contra la identificación unívoca entre monacalidad y piedad, que contra la posibilidad de que lo uno sea también lo otro. Del mismo modo que los jóvenes aprendices de pintor o escultor ya no necesitan ingresar en un gremio para aprender y cumplir las reglas de su oficio, sino que se arremolinan en torno a maestros de los que aprenden imitando su estilo y aprendiendo sus técnicas, así también frente al cumplimiento monacal de una regla, la devotio moderna impuso la imitación (imitado) como el eje de la piedad cristiana 101 . Que la imitación se simultanee y se sobreponga al cumplimiento de reglas como propedéutica existencial hacia la perfección, es el correlato social de un fenómeno que tuvo su génesis en el ámbito de las litterarum. Fue primero en las pericias lingüísticas donde la imitación de autores clásicos se impuso como método hacia la perfección. En las litterarum "la imitado se sostenía necesariamente sobre un concepto de auctoritas, que exigía el establecimiento de modelos, y éstos sólo podían obtenerse del cultivo artístico de la lengua según normas o mediante el estudio de autores precedentes, para extraer de ellos sus rasgos distintivos, aquellos que los hacían dignos de ser imitados y convertidos en modelos de perfección en el uso" 102 . Si se advierte que es en esta época cuando emergen definitivamente buena parte de las lenguas romances, y que éstas no son fundadas por los gramáticos del trivium escolástico, sino por autores como Dante y Lutero, o por tradiciones compuestas de monumentos literarios, se verá que en tales casos la imitación no puede sino imponerse como el método casi exclusivo para la perfección en el uso de los nuevos idiomas. La imitación se ha hecho el camino para la elaboración del origen, para la capacitación que deja interpretarlo según obras exteriores. Pero esa ampliación de la independencia respecto de las comunidades normadas para cumplir una misión no alcanzó sólo a las formas de piedad o a los oficios artísticos, sino a buena parte de las distintas esferas de la vida social. "Los profesores solían llevar la misma vida errante que los actores" 103 y que los frailes predicadores, cabe decir, porque las tres son formas de vida que se llevan a cabo sin dotación patrimonial que la posibilite, sino por el reconocimiento social de la pertinencia de su ejercicio allí donde se realiza. Llevar una vida errante no es una cuestión tan secundaria como puede parecer, porque implica que se trata de los

101 Cfr, Suárez, L„ op. cit., p. 69 102 Ruiz Pérez, P., "Otra mirada sobre el Renacimiento español", en Gramática y Humanismo (Perspectivas del Renacimiento español), Ediciones Libertarias, Madrid, 1993, p. 18. 103 Burckhardt, J„ op. cit., p. 195.

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nuevos nómadas, esto es, de los que no tienen bienes raíces o inmóviles 104 , y sobreviven sólo en virtud de que el nuevo contexto social les permite recoger aquí ahora y allí más tarde lo que precisan para subsistir. Profesores, saltimbanquis, actores y frailes predicadores son la nueva versión de los cazadores recolectores, sólo que ahora no es la espontaneidad de la tierra lo que les dota de alimento, sino que es la espontaneidad social suscitada por el ejercicio de alguna pericia la que hace surgir los frutos (la limosna, el mecenazgo o las dádivas del público) en el nuevo humus de la sociedad occidental: las ciudades. El auge del Humanismo Pericial es, en efecto, impensable fuera del contexto de una civilización urbana, en la que una naciente élite social ejercía —o, al menos, sustentaba— unas actividades como nuevo modelo de perfección que sancionara y justificara su estatus de privilegio, más allá de las simples condiciones fácticas de dominio. El desarrollo del nuevo patriciado es correlativo con la progresiva disolución del sistema feudal, la formación de las ciudades, el desarrollo del comercio, de los intercambios de toda índole y la aparición de las profesiones civiles. La ligazón de todos esos hechos es un nuevo sistema social que tiene la forma objetivada de las instituciones —y, sobre todo, de las ciudades—, y la forma subjetiva de las ideas. No es infrecuente que los filósofos denuncien la escasa densidad filosófica del humanismo, es decir, de que esa forma subjetiva de una nueva época no se constituyera según la objetividad de la teoría en un sistema filosófico. Podría contestarse que la nueva objetivación del saber que responde a esta época no es una filosofía, sino las nuevas ciencias que pululan en torno a la revalorización de la experiencia. Pero, antes todavía, ha sido la retórica y su nueva luz sobre el poder creativo de las acciones humanas lo que estos hombres quisieron expresar y realizar. Por otra parte, la objetivación de la retórica no tiene como ideal la constitución de una 'síntesis conceptual', sino la realidad cultural de las comunidades intersubjetivas, de las instituciones y, sobre todo, de las ciudades: es "la actividad humana que se desarrolla en la construcción de la ciudad, la que constituye el dominio propio del hombre que es artífice (...). Su valor distintivo no se manifiesta en la contemplación de algo dado, sino en la acción" 105 . Son las ciudades, y no el imperio o la cristiandad, la objetivación del nuevo sistema sociocultural en el que se desarrolla el Humanismo Pericial, y que éste contribuye a configurar; el humanismo de unos hombres cuya idea de humanidad no

104 No deja de ser significativo que sea en este tiempo cuando aparecen fórmulas jurídicas para defender y regular una nueva clase de propiedad, la intelectual: "Ya desde mediados del siglo XV se afianza la idea de propiedad intelectual y (...), en 1474, una ley veneciana para defender los intereses de 'los agudísimos ingenios aptos para pensar y encontrar varios ingeniosos artificios'". Romano, R., y Teneti, A., op. cit., p. 165. 105 Garin, E., op. cit., p. 147.

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se deja —ni precisa— expresar ni realizar en la unidad de un sistema sociopolítico. El Humanismo Pericial es correlativo a la crisis de la idea de imperio, a la ruptura de la unidad lingüística de Europa en el latín, a la fragmentación de la Cristiandad y a la emergencia de un nuevo sistema sociocultural, en el que la unidad sólo es posible sobre la tolerancia o conjugación de la heterogénea variedad de las ciudades, de sus distintas situaciones económicas, políticas, culturales, religiosas. La unidad del mundo ya no está objetivada en un sistema sociopolítico, sino que se construye desde dentro de los sujetos, pero sólo de aquellos que pueden gritar con Dante que su patria es el mundo, es decir, con los que han construido la humanidad en sí mismos, los que viajan y se dejan alojar sin sucumbir en la variedad de las formas de lo humano. Como ha dicho Jacinto Choza, "se trata de hombres que están viviendo una fragmentación; lo saben, pero no se les ocurre proponer una estructura unificante y totalitaria, ni creen que debe haberla (.../...) Ellos no quieren transformar el mundo en una unidad política; quieren saber de qué va, pero con serias dudas de poder averiguarlo. Probablemente no sabían cómo unificar todo eso en una síntesis conceptual, y mucho menos en un sistema político. No tenían esas pretensiones. Por eso eran tolerantes. Por eso parecían escépticos, hombres con poco celo. Por eso eran amantes de la libertad" 106 . Pues bien, desde esta perspectiva, la forma epocal del humanismo renacentista aparece como el inicio del movimiento de ampliación del sistema de profesiones en tanto que modelo de perfección, más allá y fuera del seguimiento de los consejos evangélicos; es decir, su incipiente extensión desde las formas de vida religiosas (y religioso-militares) a las civiles, a los oficios y profesiones del mundo, a las destrezas periciales que constituyen la comunidad política, económica y productiva de las ciudades. Esto significa también que la ascética religiosa pierde su exclusividad en tanto que paideia, en y mediante la cual la especificidad de lo humano se realiza en el hombre. Como ya se ha dicho siguiendo a Hegel 107 , el momento de la negatividad en la instrucción pasó de los votos y la ascética religiosa a la educación civil y a la perfección en las destrezas periciales que conforman las profesiones. De ahí que los studia humanitatis pretendieran ser "antes que nada, una paideia, una institutio o educación desde los fundamentos" 108 . Esa ampliación se produjo con la forma de una sustitución sólo en las formas más extremas del Renacimiento y en la Reforma luterana, pero más que la sustitución se perseguía una nueva síntesis entre lo sobrenatural y lo natural redescubierto según su propio valor y autonomía, que se exalta con entusiasmo.

106 Choza, J., "El humanismo judío", en Los otros humanismos,

Eunsa, Pamplona, 1995.

107 Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Alianza Universidad, Madrid, 1989, p. 655. 108 Rico, F., Nebrija frente a los bárbaros, Universidad de Salamanca, Salamanca, 1978, p. 38.

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Todo ello, en efecto, contiene en germen las formas de un mundo y de sistemas socioculturales que son una ruptura respecto del mundo antiguo. No obstante, dicha ruptura no se consuma en este tiempo, en el que las novedades conviven con las formas antiguas sin desplazarlas todavía. Al respecto puede servir este texto de Erasmo, en el que se aprecia que el sistema de las profesiones todavía no se ha hecho valer contra las formas de los antiguos sistemas socioculturales hasta abolirías: "debe concederse todo el honor que merecen las profesiones honradas, y no conceder la ociosidad a título de nobleza, por tocar siquiera de soslayo este delicado asunto. No es que yo pretenda quitar este honor a los bien nacidos, siempre que se mantengan dignos de las imágenes de sus mayores, y descuellen en aquellas virtudes que les valieron la nobleza" 109 . Esa ruptura no se llevará a cabo hasta bastante tiempo después y no sin las violentas convulsiones que conocemos por el nombre de revolución. Es cierto que, como hemos visto, en otros órdenes algunas de esas revoluciones como la Reforma, o la fundación de las nuevas ciencias, ya se han llevado a cabo en parte. Sin embargo, será necesaria todavía su consolidación y su expresión en revoluciones análogas en el orden político, y económicoproductivo. La historia de Europa no terminó con los hombres de esta época, ni el Humanismo Pericial es el último de los humanismos de nuestra tradición, que todavía nos ha ofrecido alguna otra versión de la humanidad. Por de pronto, las ciudades de Europa se agruparán —algunas ya lo están— en una nueva forma de unidad política que conjuga la pluralidad de sujetos de su misma clase con dificultad, y que podrá tomar a su cargo la empresa de construir nuevos imperios, nuevas cristalizaciones en un sistema sociopolítico unitario de lo que es ser verdaderamente humano: los estados. En ellos otra vez la ratio, la nueva razón ilustrada y científica —que denostará el ornatus— se constituirá en el principio y la forma de una naturaleza humana universal. Pero esa es otra historia, bien distinta, por cierto, de la que los hombres del Renacimiento habrían podido vislumbrar, aunque del todo imposible sin ellos.

109 Erasmo, Educación del príncipe cristiano, en Obras Escogidas, Aguilar, Madrid, 1964, p. 329.

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CAPITULO 4 HUMANISMO COMERCIAL 1

Entre la sociedad renacentista y la sociedad burguesa comercial en Europa tuvo lugar una forma de vida que, aunque de reducidas dimensiones, fue el puente por el que avanzó el mundo antiguo hacia su extinción y que sucumbió nada más se hubo completado el cambio: la corte. Al menos desde finales del siglo XIV y hasta después del XVIII, las distintas monarquías europeas libraron una dura lucha por el poder con las viejas aristocracias nobiliarias y estamentales que se resolvió casi siempre a favor de los monarcas. La acumulación del poder en manos de los reyes trajo consigo la subordinación y dependencia política y económica de buena parte de la aristocracia, que se congregó en torno a los nuevos centros de poder y abandonó en los dominios rurales su antigua autonomía. Esa urbanización de la nobleza europea tuvo primero el carácter de asentamientos relativamente móviles cuya única estabilidad venía dada por la presencia y el predominio real. Más tarde, cuando el poder de los reyes se afincó en lo que vinieron a ser las capitales 2 (villas y cortes) de los reinos, la corte cobró forma arquitectónica en suntuosos palacios que le sirvieron de sede y expresión. En esos palacios y entre sus excéntricos pobladores anida de forma prototípica la misma racionalidad instrumental respecto de un poder soberano constituido que empezaba ya a animar los resortes del estado. Un orden nuevo —una nueva organización del tiempo, el espacio y la forma de la vida de los hombres en Europa— en el que por primera vez la libertad aristocrática, y con ella los restos del mundo antiguo, vendrá a ser declarada barbarie. Pero ese orden nuevo no produce sólo la decadencia de antiguos agentes sociales, afecta también al espacio y el tiempo físicos que se declaran homogéneos, a la ley que se convierte en el criterio de igualdad entre los hombres, a los territorios geográficos que se uniformizan desde una nueva administración centralizada, al

1 La expresión "Humanismo comercial" la utiliza Rodríguez-Lluesma en Los modales de la pasión. Adam Smith y la sociedad comercial, en prensa. 2 "El rey atraía los asuntos a París, y París atraía los asuntos al rey", dice Tocqueville sobre la Francia del XVIII, El antiguo régimen y la revolución, Alianza, Madrid, 1993, vol. 1, p.34.

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trabajo y las mercancías que se intercambian según la medida común del dinero, a la naturaleza humana que se proclama universal e invariable, y a la razón misma que se postula la medida de lo real, de una realidad que por fin se ha hecho presente. El hombre de la Edad Moderna, dice Guardini, "está convencido de que, por fin, se encuentra frente a la realidad. Ahora se abrirán las fuentes de la existencia. Las energías de la naturaleza descubierta se unirán a las de su propio ser, y la vida se realizará en toda su plenitud. Las distintas esferas del conocer, actuar y crear se estructurarán cada una según sus leyes; cada una se completará con las demás; surgirá un conjunto dotado de plenitud y de unidad grandiosas, i a cultura' precisamente, y en él alcanzará el hombre su plenitud"3. Todo ello no son más que apariciones de la nueva sustancia de lo real, la naturaleza, pero una naturaleza cuya conmensuración con la razón se decanta según el caso como estado, mercado, ciencia, religión o humanidad. Estamos frente a los siglos de la vida europea que se inauguraron con el sobrenombre de "época de la filosofía"4. Estos hombres, despreciaran o no cuanto otros hombres y otros tiempos habían logrado, creyeron de sí mismos que representaban una posición inédita de la humanidad que al descubrir por fin su propia condición y afirmarla había venido a serlo realmente. El hombre refundado en la certeza de que la realidad física, la naturaleza, la sociedad política y el alma humana comparten una sola medida, la razón, cuyo ejercicio está en manos de los hombres y, peculiarmente, de aquellos que poseen y "difundirán el espíritu de una estimación racional del propio valer de cada hombre y de su vocación a pensar por sí mismo" 5 . Saber y proclamar la propia humanidad como el lugar donde la medida de todo lo real sin excepción se hace presente para sí misma en la reflexión, es tanto como creerse capaz, por primera vez, de protagonizar el curso mismo de la historia y de la realidad, porque se es capaz de protagonizar el despliegue de la razón para sí misma: la ciencia y la filosofía. No es que hasta entonces la realidad no fuera racio-

3 Guardini, R., El ocaso de la edad moderna, Guadarrama, Madrid, 1963, p 104. 4 Cfr. D'Alambert, Eléments de Philosophie I; Melanges de Litterature, d'Historie et de Philosophie, Amsterdam, 1758, Iv, pp lss.: "En cuanto observemos atentamente el siglo en que vivimos, en cuanto nos hagamos presentes los acontecimientos que se desarrollan ante nuestros ojos, las costumbres que perseguimos, las obras que producimos y hasta las conversaciones que mantenemos, no será difícil que nos demos cuenta que ha tenido lugar un cambio notable en todas nuestras ideas, cambio que, debido a su rapidez, promete todavía otro mayor para el futuro. Sólo con el tiempo será posible determinar el objeto de ese cambio y señalar su naturaleza y sus límites, y la posteridad podrá reconocer sus excelencias y sus defectos mejor que nosotros. Nuestra época gusta de llamarse la época de la filosofía". 5 Kant, E„ ¿Qué es la Ilustración?, F.C.E., Madrid, 1989, p. 27.

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nal, o que los hombres no lo hubieran adivinado entre las supercherías que organizaban su vida: es que no se habían parado a sincronizar la secuencia interna de su realización. Atreverse a saber es, pues, tanto como atreverse a protagonizar, a dirigir y controlar todo cuanto hasta entonces estaba bajo una tutela ajena, justa y precisamente porque se le suponía tutelado, esto es, por una culpable incapacidad, por la que el hombre se hace incapaz de servirse de su propia razón6. Con palabras de Hegel, "fue para los hombres como si Dios hubiera creado ahora por primera vez el sol, la luna, las estrellas, las plantas y los animales; como si las leyes hubieran sido establecidas entonces por primera vez. En efecto, por primera vez sintieron los hombres un interés por estas leyes, reconociendo su razón en aquella razón y descubriendo lo universal en la naturaleza y en el entendimiento"7. El hombre de este tiempo se ve como el nuevo Adán, el padre de una humanidad nueva que se siente afirmada y desmentida a un tiempo en la pureza del salvaje y en las sutilezas de la civilización. 1. La aristocracia como barbarie. Entre 1788 y 1789 salieron a la luz publicadas como folletos la obras Ensayo sobre los privilegios y ¿Qué es el tercer estado? de Emmanuel-J. Sieyes, clérigo y miembro de los Estados Generales del 89 designado por el municipio de París. En esas páginas —que fueron como plazas en las que los espíritus de la época se congregaban—, y entre fogosas argumentaciones, puede encontrarse quizás la primera condena jurídico-políticamente argumentada del estatuto aristocrático bajo el reproche de barbarie. En apariencia, para lograrlo no fue preciso modificar los principios de la ciudadanía grecoromana, o de la teoría política de un clásico como Cicerón: un pueblo es, dice Sieyes, el que comparte un derecho común. La isonomía permite el reconocimiento y la comunicabilidad entre quienes forman lo que los clásicos denominaban populas y Sieyes llama nación. Quien no comparte una misma ley es, como quien habla otra lengua, alguien con quien no es posible entenderse, un extraño, un bárbaro. Ahora bien, como sabemos, en la antigüedad ése había sido precisamente el principio de constitución de las sociedades aristocráticas. Sociedades compuestas por hombres que no sólo compartían un derecho común sino también el eco patrimonial de su condición, aunque este último tuviera una vigencia programática que las circunstancias podían desactivar en cierta medida.

6 Cfr., Kant, E„ idem., p. 26. 7 Hegel, G.W.F., Lecciones sobre filosofía de la historia universal, Alianza, Madrid, 1989, p. 682.

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¿Cómo es posible, pues, que ese mismo principio sirva ahora para arrojar sobre el estatuto sociojurídico de la aristocracia el reproche de barbarie? Aparentemente, bastó con cambiar el punto de vista y afirmar como derecho común el que afectaba al tercer estado, es decir, a quienes compartían también "la ley común de trabajar para vivir" 8 , de modo que la excepcionalidad recayera del lado de quienes gozaban de privilegios y excepciones al derecho común. Aunque semejante giro acarrea nuevos desarrollos teóricos, no se trata sólo de un giro teórico sino también de un giro sociológico, que pone de manifiesto el surgimiento de una autoconciencia política en el seno del tercer estado. Se trata de la aparición en escena de un nuevo actor que reivindica para sí la condición de protagonista y se autoproclama como la medida de lo común, y como la comunidad misma. ¿Cómo ha sido posible semejante giro? ¿Qué ha cambiado en la escena o en el argumento para que un actor hasta entonces secundario crea que puede asumir el papel de protagonista? O, lo que es lo mismo, ¿cómo ha llegado a constituirse esa autoconciencia política en el seno de la comunidad de los oficios y las profesiones, es decir, de los hombres privados en el doble sentido de no políticos y de faltos de propiedades? Fue necesario primero que la relación entre el poder político y la propiedad perdiera su inmediatez permitiendo que la esfera de la vida política ganara una cierta autonomía, al menos respecto del orden del poder que dimana de la propiedad. Es decir, fue preciso que la aristocracia estamental cediera frente a la pujanza del nuevo centro de poder que encarnaron los monarcas. Fueron los reyes europeos los que, al someter funcionalizando a la nobleza estamental en la corte, impusieron una clase de poder que no surgía ni dependía de la estructura política generada por la propiedad, sino de la capacidad de administrar los recursos generados al margen de aquella: mediante el trabajo y el comercio que tenían lugar en las ciudades. Sin esa nueva fuente de recursos constituida al margen de la propiedad de bienes raíces, los reyes no habrían llegado a imponerse, y sin esa victoria las ciudades no habrían confirmado su hegemonía ni la transformación del mapa sociopolítico. En otras palabras, sólo cuando el poder deja de asentarse sobre la estructura económica de la vida que genera la propiedad de bienes inmuebles, y empieza a sustentarse sobre recursos monetarios generados con independencia de aquella, puede cobrar verdadera autonomía y suficiencia el dinero como clave del orden socioeconómico respecto de la propiedad y del agente social que la detenta, la aristocracia. El protagonismo social y político del tercer estado es correlativo a la autonomización del dinero (y del poder) respecto de la propiedad. Pocas operaciones monetarias realizan y afirman esa autonomía como el crédito, y de ahí que

8 Sieyes, Emmanuel-J., Ensayo sobre los privilegios, Centro de estudios constitucionales, Madrid, 1988 (prim. ed. 1789).

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las instituciones que lo conceden, los bancos, sean el factor decisivo en la autonomización del poder respecto de las estructuras de propiedad de bienes raíces9. Así es como "la esfera de lo público —reservada desde tiempo inmemorial a quienes eran libres, es decir, libres de todas las zozobras que impone la necesidad— debía dejar espacio y luz para esa inmensa mayoría que no es libre debido a que está sujeta a las necesidades cotidianas" 10 , esto es, al nuevo pueblo que se reconoce y proclama como agente político: la nación de Sieyes que cobra autoconciencia política en el estado y gracias a la decisiva mediación que éste introduce entre poder y propiedad. Semejante trastocamiento de la estructura de las relaciones entre el poder y la propiedad, y la consiguiente autonomización de la esfera de la vida política, es a un tiempo causa y efecto de la aparición de grupos humanos con protagonismo político y sin sustrato patrimonial que lo justificara: hombres libres que no eran propietarios pero eran las bolsas recaudatorias de los nuevos estados. Hasta entonces la libertad política iba adscrita a la libertad respecto del trabajo, es decir, a la propiedad. Ahora, y correlativamente a la autonomización del poder, la libertad se separa y distingue de la propiedad, precisamente porque se aloja con la forma del protagonismo social entre aquellos que no tienen propiedades raíces, sino oficios y profesiones mediante las que ganan dinero y merecen crédito: es la emergencia política de los grupos burgueses y profesionales y de las instituciones que tramitan y objetivan sus relaciones. Se trata de una forma nueva de la libertad que alcanza al conjunto de los que comparten la ley común de trabajar para comer, y que servirá para formular en términos filosóficos una noción de humanidad —de naturaleza y de razón— tan común como permite la nueva asociación de libertad y trabajo, frente a la antigua y restrictiva de libertad y propiedad. "La igualdad de todos ante la ley: he aquí la verdadera libertad; la libertad de todos en la autodeterminación del trabajo y la civilización; he aquí la verdadera igualdad" 11 . Por el momento, sin embargo, no interesa tanto destacar los correlatos que esa nueva situación social tiene en el orden del pensamiento filosófico como los que tuvo en el orden jurídico. Es ahí donde puede apreciarse cómo —fruto de un lento proceso que se inicia ahora— hasta entonces "la función de las leyes no consistía primordialmente en garantizar un cierto número de libertades, sino en proteger la propiedad (...) era la propiedad y no la ley lo que garantizaba la libertad. Unicamente cuando surgieron individuos que eran libres, pero que carecían de propiedad protectora de sus necesidades, se sintió la necesidad

10 Arendt, H, Sobre la revolución, Alianza, Madrid, 1988, p. 50. 11 Riehl, W. H., La sociedad burguesa, Península, Barcelona, 1985, p. 253.

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de leyes que protegiesen directamente a las personas y su libertad personal, en vez de limitarse a proteger sus propiedades" 12 . Esas nuevas personas son precisamente los ciudadanos, los que forman una nación según Sieyes por compartir un derecho común en el que han ido apareciendo sujetos y libertades al margen de la propiedad, y no pocas veces contra ella (al menos según su antigua concepción) como, por ejemplo, los nuevos derechos de paso de mercancías y todos los que introducen la movilidad que caracterizará a la sociedad burguesa moderna. Conviene ahora recordar que esa disociación relativa entre libertad y propiedad, que podemos llamar despatrimonialización, la iniciaron mucho antes unos hombres que quizá parezcan ajenos a las nuevas libertades ciudadano-burguesas: los frailes. En ellos la libertad se disoció de la propiedad por primera vez, convirtiéndolos en los precursores de la sociedad de profesiones, aunque ésta sólo alcanzara a constituirse siglos más tarde y, en cierto sentido, no sin abominar de sus precursores 13 . A ese suceso fue al que se llamó la fundación de la libertad europea, cuyos continuadores fueron los artistas y humanistas del renacimiento, y, por paradójico que parezca, los cortesanos, porque bajo su apariencia estamental ejercían ya un protagonismo político que dependía más de su funcionalización por el monarca que de sus posibilidades patrimoniales. Es ahora, sin embargo, el momento de su extensión y constitución como sistema sociocultural, de su expresión filosófica, jurídica y política en lo que vamos a llamar el "Humanismo Comercial". Esa nueva versión epocal de la humanidad no puede sino acarrear una nueva definición de barbarie que se expresa jurídicamente mediante la identificación entre privilegio e incivilidad, es decir, entre aristocracia y barbarie. Resulta difícil hacerse cargo con suficiencia de esta cuestión si no se repara en la insistencia con la que, por ejemplo, Sieyes sostiene que la nación es una realidad natural previa a cualquier convención social: "la nación se forma sólo por derecho natural" 14 . Al afirmar el carácter precultural de la nación se pretende eludir cualquier deuda respecto a unos supuestos agentes sociales que reivindicaran derechos sobre la nación. De ese modo, y por curioso que parezca, el origen histórico de las naciones queda exento de cualquier complicación cultural, lo que en el fondo significa que pierde prácticamente también su carácter histórico y pasa a ser algo natural: "una nación no sale jamás del estado de naturaleza" 15 . La nación es algo así como la asociación

12 Arendt, H., Sobre la revolución, ídem., p. 186. 13 Montesquieu, por ejemplo, como casi todos los autores de su tiempo, abomina de los frailes con invectivas que dan poco lugar a la interpretación. Cfr., Cartas Persas, Tecnos, Madrid, 1994. 14 Sieyes, E.-J., ¿Qué es el estado llano?, idem., p. 107. 15 Sieyes, E.-J, ¿Qué es el estado llano?, idem., p. 109.

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original, la comunidad aborigen a la que, lógicamente, tenemos acceso mediante la naturaleza y no a través de la historia donde surgen y se sostienen los privilegios enmascaradores. Es directamente de "lo natural" de donde se quiere extraer el nuevo código de identidad social de los individuos, porque la naturaleza ofrece precisamente lo que la historia ha frustrado hasta convertirlo en inverosímil para siglos enteros de hombres: la igualdad sustancial entre los individuos. Mientras que la naturaleza se convierte en el código de identidad ciudadano o, si se quiere, republicano, la historia es el registro de las identidades aristocráticas; negar éste y afirmar aquél es poner a la nación no sólo en el camino de la abolición de los privilegios, sino en el de la declaración de la historia como funesta: nada que sea natural ni racional puede apoyarse en ella. A partir de entonces la razón será a la historia lo que la luz a las tinieblas: "llegará un día en que nuestros descendientes, indignados, queden estupefactos ante la lectura de nuestra historia y den a esta inconcebible demencia el nombre que merece" 16 . Desde ese supuesto, no sólo se consigue que la nación se deba sólo a sí misma el hecho de serlo, sino que se puede también desactivar cualquier dimensión histórica en la constitución y el juicio de la realidad política (y de cualquier clase de realidad): toda situación de hecho en la que alguien reclame o detente derechos singulares —privilegios— frente a la nación no es sino efecto de desfiguraciones históricas sobre su realidad natural. Los privilegios, y los agentes sociales que los detentan, son las cicatrices desfigurantes de la irracionalidad y la injusticia que la historia ha dejado sobre el rostro natural de las naciones: "En la noche de la barbarie y del feudalismo (dice Sieyes) han podido ser destruidos los verdaderos lazos que unen a los hombres, trastornadas todas las naciones, corrompida toda justicia; pero es preciso que al hacerse de nuevo la luz los absurdos medievales huyan y que los restos de la antigua ferocidad caigan y queden aniquilados"17. Sobre esa unidad natural de la nación que es previa a cualquier vínculo social18 y, por tanto, también a cualquier diferencia, la forma política que le resulta propia es la de aquellos que comparten un mismo derecho y un mismo estatus. Sólo "a los residuos odiosos de este régimen bárbaro (el antiguo régimen) debemos nosotros la división todavía subsistente entre tres especies de ciudadanos"19. No es extraño, pues, que Sieyes exclame como una confesión que "el estado llano se confunde en mi ánimo con

16 Sieyes, E„ Ensayo sobre los privilegios,

idem., p. 30.

17 Sieyes, E.-J., ¿Qué es el estado llano?, idem., p. 83. 18 "Se debe concebir a las naciones sobre la tierra como individuos que estuviesen fuera del vínculo social o, como también se dice, en estado de naturaleza", Sieyes, E.-J., ¿Qué es el estado llano?, idem., p. 109. 19 Sieyes, E.-J., ¿Qué es el estado llano?, idem., p. 61.

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la nación"20, porque el único cuerpo político que se mantiene como expresión positiva acorde con la nación natural es aquel en el que no hay derechos históricos objetivados en diferencias de estatus y privilegios. Ellos, el estado llano, comparten un sólo derecho y una misma condición, la de trabajar para comer; ellos son, pues, la nación. "Lo que constituye el privilegio es estar fuera del derecho común"21 o, lo que es lo mismo, estar fuera de la nación. Tanto lo uno como lo otro son, en sentido estricto, estar fuera de la ley, y como la ley tiene por objeto "impedir que sea vulnerada la libertad"22, estar fuera de ella es tanto como vulnerar la libertad, es decir, el privilegio es formal y materialmente indiscernible del delito; ambos comparten el efecto de situar al sujeto fuera de la ley: "el privilegiado se encuentra, pues, fuera del civismo y es enemigo de los derechos comunes"23. Como los privilegios son, además, en muchos casos hereditarios, no se trata sólo de individuos sino de estirpes completas de predecesores y sucesores las que están reselladas con el mal: todos ellos irán al cadalso porque su simple estado los asimila a las cuadrillas de asalteadores y criminales. Los privilegios se convierten así en una sequela, en una falta que los hijos heredan de los padres de generación en generación: una nueva versión social del pecado original que no alcanza, sin embargo, a los que han nacido sin falta, esto es, sin privilegios. Ellos son el nuevo pueblo, la humanidad naciente sin mácula, y lo son en cierto sentido siempre, pues, como ya hemos visto, la nación no abandona nunca el estado de naturaleza. Ellos son también los únicos que pueden realizar sin mancha el nuevo estado de perfección que es la ciudadanía, el sometimiento a un derecho común. Los privilegios no pueden, pues, tenerse; sólo cabe detentarlos porque todo privilegio es una apropiación ilícita: el estatuto mismo del privilegio es vulneración de la libertad y la propiedad ajena. Una sociedad con privilegios es una sociedad estructuralmente delictiva, injusta, piensa Sieyes. Pero como estar fuera de la ley es también carecer de la medida común que permite el reconocimiento, el privilegio es delito y barbarie: "todos los privilegios son, pues, por su propia naturaleza, injustos, odiosos"24. Así es como en esta época la aristocracia deviene barbarie, y como los antiguos hombres libres se hacen ahora extranjeros y aun menos que extranjeros. "La nación entera resulta extraña a estos hombres, cuya sola existencia resulta una hostilidad continua para el gran cuerpo del pueblo"25 al que no pertenecen pero del

20 Sieyes, E.-J., ¿Qué es el estado llano?, idem., p. 46. 21 Sieyes, E.-J., Ensayo sobre los privilegios,

idem., p. 3.

22 Sieyes, E.-J., Ensayo sobre los privilegios,

idem., p. 4.

23 Sieyes, E.-J., ¿Qué es el estado llano?, idem., p. 140. 24 Sieyes, E.-J., Ensayo sobre los privilegios,

idem., p. 5.

25 Sieyes, E.-J., Ensayo sobre los privilegios,

idem., p. 140.

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que se nutren. No son, por consiguiente, simples extraños, sino cuerpos ajenos que se oponen a la nación desde dentro de ella. "Es indudable (dice Sieyes) que ellos han renunciado al carácter de ciudadanos y deben ser excluidos con más razón todavía de la que tendríais para descartar a un extranjero" 26 . Este funesto destino resulta ser sin embargo un signo de los tiempos, porque la aristocracia había sido la realización cumplida de la libertad y de la clase de humanización que es consiguiente y posibilitada por la propiedad, y ahora tiene que enfrentarse a un mundo en el que se proyecta al orden político la primordialidad — introducida desde el Cristianismo— de la libertad en el individuo respecto del estatus que conceden los linajes de sangre, la propiedad y la ley. "La libertad (dice Sieyes) es anterior a toda sociedad, a todo legislador y los hombres no se han asociado nada más que para poner sus derechos a cubierto de los atentados de los malos y para entregarse, al abrigo de esta seguridad, a un desarrollo más amplio, más enérgico y más fecundo en el goce de sus facultades morales y físicas" 27 . La libertad no es consiguiente a la ley ni a un estatus que la ley constituya, sino que es previa y no precisa de la ley sino para su defensa frente a los malos. El estatus de hombre libre reside en el individuo y en las naciones antes de toda sociedad: el estado de libertad es previo al estado civil y se llama "naturaleza", un estado de individuos y naciones que son lo que son antes, previa y más radicalmente que ley civil alguna y que sociedad cualquiera. Los hombres y las naciones son, pues, como el Robinson Crusoe de Defoe: al naufrago se le caen resecas todas las adherencias inútiles que la vida social le impone, y vuelve así al origen desde fuera de él, desde la civilización, para refundar el mundo desde la soledad originaria, como si del despliegue espontáneo de lo natural y racional se tratara. Pero allí, en la isla de la naturaleza aborigen, en la isla del día de antes de la historia, no se halla sólo el individuo, sino la nación. Resulta, pues, que mientras la naturaleza se manifiesta en el individuo como libertad, en la nación lo hace como igualdad y que ambas, y no tanto la propiedad, son el objeto prioritario del derecho común de las sociedades que pueden calificarse con razón de justas y humanas. Si la identidad política y social reside en el individuo, las identidades históricas y familiares, que como las aristocráticas imponen diferencias en el seno de la nación, significan a un tiempo la enajenación de la libertad de los individuos y de la igualdad en la nación: son la usurpación falsificante del origen. No hay una génesis histórica del individuo como sede de la libertad: en lo que a ella respecta los ciudadanos no son entre sí ni padres ni hijos, sino sólo hermanos. Tampoco puede haber génesis histórica de la riqueza, al menos de

26 Sieyes, E.-J., ¿Qués es el tercer estado?, ídem., p. 140. 27 Sieyes, E.-J., Ensayo sobre los privilegios, idem., p. 5 (la cursiva es mía).

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la riqueza como fuente del protagonismo social. El principio revolucionario de la fraternidad es también la denostación del privilegio aristocrático y del agente sobre el que se deposita y transmite, el linaje, como sede de la libertad política.

2. Del linaje al individuo; de la tierra al dinero. La emergencia del individuo frente a los linajes como sujeto político es el correlato de la nueva importancia que los bienes muebles ganan respecto de los bienes inmuebles. Hay entre la ciudadanía y el mobiliario una solidaridad efectiva que se opone y pugna con la que vincula a la aristocracia con los patrimonios raíces, con la tierra. "La desigualdad mobiliaria (dice Tocqueville) crea individuos ricos. La desigualdad inmobiliaria, familias opulentas, vincula (...) y une entre sí a las generaciones"28. Todavía más, los patrimonios raíces hacen de la filiación el eje sobre el que se constituyen los sujetos que no se deben su condición unos a otros sino a sus predecesores. El dinero, sin embargo, debe su eficacia a la posibilidad del intercambio, de las transacciones horizontales que son en el seno de la vida social lo que la fraternidad en las relaciones parentales: vínculos entre sujetos que no se preceden unos a otros sino que se relacionan desde la simultaneidad de sus posiciones. Al contrario que la tierra, el dinero no tiene historia ni una localización precisa. La sustitución de uno por el otro es también la sustitución de los linajes, o si se quiere, de las identidades genealógicas por los individuos, por los nuevos burgueses. El individuo es la unidad de medida de la naturaleza entre los hombres, como el dinero lo es entre las mercancías, los trabajos y los servicios; los patrimonios adjuntos a los linajes que los transmiten son, en cambio, el depósito de las contingencias históricas, de las arbitrariedades de la fortuna, de las desigualdades que logra la violencia y que se perpetúan como privilegios. Lo que antaño era el único origen legítimo de la propiedad, la herencia, se ha hecho ahora sospechoso, oscuro, ficticio. Los patrimonios raíces y "la posesión de la tierra da al hombre cierto número de ideas y hábitos especiales que es importantísimo reconocer, y que la posesión de los bienes inmobiliarios no produce o produce en menor grado"29. Entre esas ideas se cuenta una que caracteriza a todas las sociedades aristocráticas de nuestra tradición. Aunque "la posesión de la tierra había dejado ya de conferir el gobierno, y la propiedad mobiliaria había adquirido un prodigioso auge y había tomado una nueva importancia"30, entre la nobleza y en la corte todavía estaba vigente con

28 Tocqueville, A., op. cit., voi. 1, p. 27. 29 Tocqueville, A., op. cit., voi. 1, p. 27. 30 Tocqueville, A., op. cit., voi. 1, p. 17.

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buena parte de su antiguo poder el repudio "que impedía a los gentileshombres el ejercicio del comercio y de la industria"31. Resto de un tiempo en el que "la posesión de la tierra y el gobierno de los hombres era una sola cosa. En aquellos siglos, la idea de riqueza inmobiliaria estaba íntimamente unida a la de grandeza y poder, por el contrario la idea de riqueza mobiliaria traía a la mente la de inferioridad y pequeñez"32. En el sistema de las valoraciones aristocráticas "la riqueza más estimada era aquella que uno no había trabajado y para la cual no necesitaba hacerlo, es decir, la riqueza heredada, principalmente las percepciones de la renta proveniente de una propiedad rural heredada. No el trabajo en cuanto tal, sino el trabajo para ganar dinero, así como la posesión misma de dinero trabajado se cotizaban muy bajo en la bolsa de valoraciones de las capas cortesanas de las sociedades preindustriales"33. Sin embargo, este es el momento de la historia europea en el que el individuo, la propiedad mobiliaria y el trabajo se enfrentan con una nueva y desconocida pujanza al linaje, los patrimonios raíces y la herencia. Entre los mundos que se enfrentan mediante esas posiciones opuestas hay dos diferencias sustanciales: mientras que los patrimonios raíces extienden las identidades sociales sobre el alcance histórico de los linajes y significan una cierta localización del poder y de la influencia34, la riqueza mobiliaria concentra la identidad social en la sede de su disposición, esto es, en los individuos, que ganan en tanto que agentes sociales la misma mobilidad que los bienes que la sustentan: "profesión y dinero son fundamentos de existencia relativamente móviles. Pueden trasplantarse a uno u otro lado, al menos en la sociedad profesional-burguesa no están atados incondicionalmente a un determinado lugar"35. En cierto modo el poder mismo, al menos en su acepción de protagonismo social, pasa de ser sedentario, esto es, territorial, a comunicativo y transaccional: es el nomadismo mercantil del nuevo hombre comercial, del burgués, el nuevo "ciudadano en abstracto, un nómada bajo la tienda del estado"36. Es cierto que hasta ahora el poder real no se había asentado en las capitales, pero ese asentamiento no es una localización debida a las correlaciones entre poder y propiedad

31 Tocqueville, A., op. cit., voi. 1, p. 17. 32 Tocqueville, A., op. cit., voi. 1, p. 18. 33 Elias, N., La sociedad cortesana, p. 90. 34 "Los grandes propietarios territoriales localizan en cierto modo la influencia de la riqueza y, al obligarla a ejercerse especialmente en determinados lugares y sobre ciertos hombres le dan un carácter más duradero". Tocqueville, A., op. cit., voi. 1, p. 27. 35 Elias, N., La sociedad cortesana, p. 97. 36 Rhiel, W. H., La sociedad burguesa, Península, Barcelona, 1985, p. 170.

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territorial, sino que más bien al contrario se trata de una sede abstracta, el locus fijo de un poder que se ejerce sin reconocer en su seno la particularidad territorial o individual de los que le están sometidos ni de los que lo ejercen: el funcionario, como el ciudadano, son realidades abstractas, sujetos intercambiables por cualquiera otro de su clase. Las ciudades mismas no son tanto asentamientos estables cuyo poder tiene un influjo comarcal, como cruces de caminos que entretejen la ya vasta red de intercambios de profesionales, mercancías y dinero. Pero esa mobilidad no afecta sólo a los sujetos y a los bienes, sino a la propiedad misma que se convierte en parte del mobiliario; eso es al menos lo que significa una noción nueva que se va mostrar crucial para el nuevo orden social europeo: la libre propiedad. "El burgués, es decir, el hombre del movimiento, adoptó a posteriori, y de la manera más profunda y consecuente, la idea de la libre propiedad y conquistó con ella un nuevo mundo social" 37 . Si la idea de la libre propiedad puede abrir un nuevo mundo social es porque la estamentalización del antiguo régimen se asentaba sobre la exclusividad del linaje como vehículo de transmisión de la propiedad. El patrimonio socioeconómico formaba parte del legado que la propia estirpe transmitía jurídicamente agregado a la sangre. La libertad de propiedad sitúa al individuo frente a su propio destino y función social con independencia de su origen genealógico y, por tanto, en cierto modo con independencia de cualquier otro tiempo distinto del de la propia vida: cada individuo está en el estado de naturaleza, donde se halla su verdadero origen, y desde él emerge a la vida social con una identidad concentrada y completa que no proviene ni se extiende a los linajes. La sociedad entera queda así referida a un tiempo cuyos vínculos con el pasado se debilitan y difuminan, hasta hacer verosímil el nuevo ideal político burgués y republicano: la igualdad. Ya no es el pasado lo que configura a los agentes sociales, sino que éstos vienen a serlo más bien por el futuro, por el cúmulo de posibilidades que se abren como resultado de la comunicación entre iguales. La identidad ya no es el producto de una genealogía, sino el lugar desde donde se avista el horizonte de lo biográfico. Si la historia es lo necesario constituido desde la contingencia, no es respecto de esa necesidad donde los hombres resultan ser iguales, sino respecto de lo posible y futuro: los hombres son iguales porque son libres y a la inversa. Para esta nueva humanidad la historia se ha abierto por delante, al tiempo que se cerraba y denostaba por detrás; la historia se llama futuro y a su ritmo propio le pueden llamar progreso y prosperidad. El regreso al origen es una actividad que este tiempo sólo quiere conjugar en futuro: progreso hacia la perfección.

37 Riehl, W. H„ op. cit., p. 113.

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Que la propiedad quede sometida a los movimientos de un presente nuevo que puede alterar la preterita distribución de la riqueza no sólo para las familias, sino en el marco de las vidas individuales, es la forma en la que la aristocracia pierde su protagonismo social, moral y político. Al fin y al cabo la conciencia aristocrática es la forma histórica de la conciencia familiar, que reside objetivada en la propiedad y la fama cuando estas mismas han tomado la forma de la estabilidad histórica: la propiedad de bienes inmuebles o raíces, y la fama constituida en honra u honor de un nombre, de una estirpe. Ni la simple familia, ni la propiedad ni la fama constituyen un sistema aristocrático sin la conciencia histórica de sus orígenes y transmisión. Ahora bien, esa proyección pretérita de la propiedad como código de identidad social es precisamente lo que la libertad de propiedad pone en precario y obstaculiza. La sociedad burguesa es una sociedad de "hombres nuevos", hombres socialmente configurados al hilo de sus propias realizaciones y no en ninguna otra instancia o identidad histórica prefigurante. "Si le preguntamos a un burgués por qué se denomina burgués, nos remitirá a su profesión, su base patrimonial y sus costumbres" 38 . Sin embargo, cuando un aristócrata era interpelado para que se diera a conocer, su respuesta podía ser breve como lo es un título nobiliario, pero ese título en tanto que código de identidad tenía sentido sólo como abreviatura de una historia, de una genealogía que no sólo ni fundamentalmente era biológica, sino política, moral y derivadamente también económica, o, más propiamente, patrimonial. Un título nobiliario es el "título de una historia" con frecuencia asociado a un lugar. Es una versión social y política de la primordialidad del logos, del relato con alcance histórico para lograr la cabal comprensión de una identidad que era individual sólo en tanto que depósito. La ousía, es decir, el hatillo que cada individuo portaba como depósito básico de su identidad, tiene en las aristocracias una magnitud histórica sin la cual es imposible su propio carácter de aristocrática. Pero el nuevo mundo social ya no se mueve sobre la priomordialidad del relato, del logos histórico y su objetivación patrimonial, sino de la acción, del movimiento que alcanza a ser la fuente de una identidad social sólo dentro de los límites de la vida individual de los sujetos. Es cierto que ese marco temporal que la vida individual acota también se deja articular con la forma de un relato histórico, pero los límites temporales hasta donde dicho relato tiene sentido justificante de una identidad social se restringen ahora poco más allá de la vida del individuo, es decir, se hacen biografía. Y la biografía supone respecto de la historia que el principio configurante de las identidades sociales no va más allá de la acción indivi-

38 Riehl, W. H„ op. cit., p. 262.

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dual. En la nueva forma de la vida social ocurre también que, como afirma el Fausto de Goethe, el principio fue la acción, y más en concreto la acción individual en el contexto de la libertad de propiedad. Esa libertad es la potencia faústica del nuevo sujeto social, del burgués que puede hacerse a sí mismo fundando su propia identidad social a partir de su acción, pero de una clase de acción singular: el trabajo y el comercio. Si el patrimonio es la forma social y objetivada de la memoria, el comercio y el crédito, las fuentes de las propiedades mobiliarias y, sobre todo, el dinero, que es una potencia para lo posible, son la objetivación social y práctica de la imaginación. Patrimonios raíces y mobiliario, linajes (nobleza) e individuos (burguesía), la riqueza como memoria o imaginación objetivadas socioeconómicamente, antiguos y modernos, se oponen entre sí con la misma forma que más tarde y en el ámbito británico pugnarán republicanos y liberales: "los republicanos referían la constitución de la identidad al pasado, a lo que ha permanecido; los liberales al futuro, a la acción, a lo que puede conquistarse"39. Parece, pues, que la sociedad moderna se opone y diferencia del mundo antiguo por la suspensión del carácter configurante de la historia respecto de las identidades sociales. Sin embargo, de esa oposición se sigue un efecto paradójico: en las sociedades aristocráticas no hay movimiento en el seno de los linajes porque los sujetos se suceden unos a los otros sin defecto, al menos en cierta medida. Un noble sucede y hereda de su antecesor una identidad que no sufre modificación alguna por ser transmitida desde un antepasado a un descendiente. Los títulos nobiliarios aspiran a ser una identidad supraindividual que se perpetúa de generación en generación sin merma ni defecto. Para lograrlo también el patrimonio debe transmitirse y heredarse sin merma sustancial a un heredero único, normalmente al hijo mayor. Esa práctica llamada en algunos lugares mayorazgo es una suerte de control social de la natalidad que si no tiene efectos sobre el número de hijos biológicos, sí que reduce a un sólo hijo la forma social perfecta de la filiación: el heredamiento del grueso del patrimonio y, por tanto, de la sustancia de la identidad social que la estirpe perpetúa en el tiempo. El resultado es que las sociedades aristocráticas son sociedades sin movimiento, y sin la medida del movimiento que es el tiempo. Por paradójico que parezca el protagonismo de las identidades históricas que son los linajes configura una sociedad vaciada de tiempo, sin historia, sin movimiento. Aunque esa ucronía no es en las sociedades aristocráticas tan absoluta como en las sociedades de castas, lo que aquí interesa advertir es que la ruina social de las identidades históricas que son los linajes, produce el efecto de trasladar desde las identidades particulares de los linajes al conjunto social la concien-

39 Rodríguez-Lluesma, C., op. cit., p. 225.

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cia histórica, porque esa ruina supone también la introducción del movimiento y el cambio en su seno. El movimiento por el que la historia abandona su sede en los linajes aristocráticos para situarse sobre el conjunto social, es también el movimiento de ampliación de la libertad y de la constitución en agentes libres de los individuos indiferenciados desde el punto de vista genealógico y patrimonial: los ciudadanos. Ahora bien, esa historia que se ha abierto para el nuevo cuerpo social —hasta hacerse conciencia histórica— no puede dirigirse hacia un pasado que se le opone y la desmiente, de modo que se ve abocada a ser la historia y la conciencia histórica del futuro y de un futuro que no sólo no la desmienta sino que la perfeccione: el progreso indefinido. Pero como la historia del futuro se llama profecía, hace falta alguien que se convierta en el sujeto histórico, es decir, que tenga poder sobre lo posible para darle su forma, que sea capaz de hacer cumplir sus designios, que tienen que ser además previsibles y benéficos. Con palabras de Kant: "¿cómo es posible una historia a prioril Respuesta: si el profeta él mismo hace y dispone los hechos que anuncia con anticipación" 40 . Para semejante misión los hombres de esta época tienen un actor capaz de desempeñar ese papel: la razón, cuya sede es la nueva humanidad y más en concreto el locus social donde ésta ha venido a tomar conciencia de sí misma, la burguesía ilustrada, el hombre europeo que sustituye a la divina providencia como sede de la voz del futuro y localiza su poder en la razón secularizándolo. Así es como el futuro se convierte en materia de la conciencia histórica, y como ésta se hace profecía racional de la progresiva liberación y felicidad de la naciente humanidad, para unos hombres que quieren "saber —dice Cassirer— a dónde se encaminan y pretenden perfilar la dirección de la marcha con su propia actividad" 41 . Es cierto que la burguesía misma no parece realizar la aspiraciones de igualdad que proclama frente a sus antecesores históricos, y que mucho más tarde otros agentes sociales •—como el proletariado— se proclamarán el nuevo y definitivo episodio en la realización de la humanidad en el hombre. No obstante, el humanismo burgués tuvo su eficacia igualatoria: aunque "no hay mayores contrastes profesionales que los existentes entre el pequeño comercio y el más elevado trabajo intelectual de la creación científica y artística, sin embargo, ambos están incluidos en la burguesía. Unas diferencias similares se repiten en otros círculos burgueses: el habitante de la ciudad pequeña, el de una capital del reino, el de una ciudad imperial y el burgués de una metrópoli comercial internacional son caracteres

40 Kant, E., "Si el género humano se halla en progreso constante hacia lo mejor", en Filosofía de la historia, F.C.E., México, 1978, p. 96. 41 Cassirer, E„ La filosofía de la Ilustración, F.C.E., México, 1984, p.19 (prim. ed. 1932).

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completamente distintos y, no obstante, se sienten y se saben unidos en el espíritu de la burguesía" 42 . Porque, al fin y al cabo, se trata de contrastes y diferencias profesionales en el seno de las ciudades o de los sistemas comerciales y de producción que ellas generan, y esas, por grandes que sean, son diferencias en el seno de la forma burguesa de la existencia: la profesión como modus vivendi inserto en la trabadura del sistema productivo y mercantil, es decir, urbano y comercial. De ahí que la constitución de la sociedad según la forma del modus vivendi burgués no sea otra cosa que la formación del espacio social como el espacio de las profesiones. He ahí la estructura de la sociedad burguesa, ser la sociedad de profesiones en el contexto de la libertad de propiedad y con la homologación del sistema político a esa nueva estructura: "La sociedad burguesa es el pueblo desde el punto de vista de su vida comunitaria en el trabajo y la propiedad y en la moral que de ellos se desprende" 43 . Alcanzar la visión de la nueva forma epocal de la humanidad que hemos llamado Humanismo Comercial —pero que bien podría llamarse Burgués— es sólo comprender que la realización humana se objetiva ahora en el trabajo, y que el trabajo se piensa como libertad, es decir, como profesión de una perfección civil y natural. Concebir el trabajo bajo la forma de la libertad y de la identidad social, significa que el principio justificante de dicha identidad no es otro que la acción, y significa también que dicho principio anida allí donde hay capacidad para la acción, o más propiamente, para el trabajo como profesión: el individuo. Así la burguesía se afirma así misma sin que programáticamente al menos su afirmación produzca ninguna exclusión social: todos pueden trabajar y eso se llama libertad, igualdad con un alcance universal dentro del conjunto social: "la burguesía es quien más decididamente expresa el universalismo de la moderna vida social" 44 . La situación, pues, ha llegado a estar compuesta de tal modo que "quien se enfrente, con trabas y barreras, a aquel universalismo de la burguesía que ha convertido la cultura intelectual en patrimonio común a todos los estados, a través de su ataque contra la burguesía atentara a su vez contra toda la sociedad culta. La seguridad de que todo integrante de la sociedad pueda aspirar a los máximos honores en el arte, la ciencia, y el servicio a la Iglesia y al Estado señala el camino correcto para el impulso unificador (...), ese impulso que alcanzará su máximo desarrollo en la burguesía" 45 .

42 Riehl, W. H., op. cit., p. 147. 43 Riehl, W. H„ op. cit., p. 252. 44 Riehl, W. H„ op. cit., p. 141. 45 Riehl, W. H„ op. cit., p. 187.

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3. La última configuración no burguesa de Occidente46: la corte. No obstante, cuando esas transformaciones estaban tomando cuerpo, en la corte todavía se mantenían vigentes buena parte de las categorías para el juicio y la autocomprensión de los sujetos que caracterizaron a las sociedades aristocráticas y estamentales. Las profesiones son consideradas una forma baja de existencia cuyo eje es la privaticidad de unos intereses marginales respecto de la realidad del mundo, o mejor, del "gran mundo", del monde. El pueblo es tenido por "una raza de hombres extraños"47 que no alcanzan a constituir una realidad social diferenciada, porque su estatuto propio es precisamente el de la indiferenciación social, es decir, la indiferenciación real de individuos y tareas en el anonimato de los sin nombre48. El comercio y la participación en empresas lucrativas son tenidas como actividades degradantes49. La posesión de patrimonios muebles y sobre todo inmuebles era tanto más apreciada cuanto menos se debiera al trabajo personal del poseedor50. El ejercicio y la constitución de la propia identidad social en tanto que hombre libre se lograba mediante la acción y la palabra ajenas a la objetividad productiva o mercantil51. Un mundo en suma en el que resulta extraña la idea de la igualdad entre los hombres por debajo de las diferencias de rango, precisamente porque ser un hombre en el sentido cabal de la expresión, es decir, ser un hombre en el "gran mundo" sigue siendo la forma privativa de la existencia de un rango, (o, más propiamente, del fragmento privilegiado de un antiguo estamento); en suma, la humanidad misma no existe al margen de esas diferencias. Además en la corte, dice Tocqueville, la nobleza "formaba una casta y no una aristocracia"52 porque no había mérito alguno capaz de introducir a un hombre en el gran mundo; nada que fuera capaz de revocar un origen extraño: "el nacimiento era la única fuente de la que se podía extraer la nobleza; se nacía noble no se llegaba a serlo"53. El cortesano era un hombre destinado a la libertad en un sentido

46 La expresión es de Norbert Elias, cuya obra La sociedad cortesana es un estudio clásico y todavía valioso para la comprensión del mundo cultural y psicológico de la corte, en especial la corte francesa de los últimos borbones. 47 Elias, N., La sociedad cortesana, p. 69. 48 "De hecho (dice Tocqueville) todo hombre que no fuera noble o sacerdote formaba parte del tercer estado", op. cit., vol. 1, p. 20. 49 Elias, N., La sociedad cortesana, pp. 95-100. 50 Elias, N„ La sociedad cortesana, p. 99. 51 Elias, N., La sociedad cortesana, p. 143. "El hombre cortesano se manifiesta primariamente en el hablar y en el obrar". 52 Tocqueville, A., op. cit., vol. 1, p. 13. 53 Tocqueville, A., op. cit., vol. 1, p. 13.

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tan estricto que la libertad misma no era capaz de ganar para el individuo ese destino, aunque sus obras merecieran la mayor de la glorias. La nobleza era un estado de perfección en el que los hechos —y los sujetos— cobraban una magnitud que de otro modo y por sí solos no podían alcanzar. En realidad, la nobleza era como las antiguas máscaras teatrales que hacían resonar y destacaban la voz del que podía representar un papel en la escena social: el gran mundo de la corte. Y quizás nunca la vida aristocrática se había tornado tan teatral como entre los cortesanos. Son los principios de la humanidad estamental que, sitiados en la corte, perviven aparentemente impermeables a las transformaciones generales que introdujo en Europa el Renacimiento o, al menos, a parte de ellas. Sin embargo, no es plausible pensar que aquellos palacios fueran del todo ajenos a la exaltación renacentista del poder político y, más cabalmente, de una nueva y diferenciada esfera civil de la vida. Ni tampoco que no fueran el locus de una sociedad compleja, en la que las transacciones de poder e influencia se habían convertido en los corredizos del laberinto social y político que manejaba un príncipe, necesaria y espontáneamente maquiavélico. La existencia misma de la corte depende de las nacientes monarquías europeas cuya pujanza es correlativa a las nuevas condiciones sociales y económicas del continente. La aparición del Estado con la forma de las monarquías absolutas y el surgimiento de los funcionarios; la decadencia de la aristocracia feudal y, consiguientemente, de la estamentalización social; el aumento del comercio y el definitivo auge de las ciudades; la aparición de ejércitos profesionales y la invención de las armas de fuego; la emergencia de la burguesía profesional y la prefiguración de un orden social "moderno", son aspectos todos ellos correlativos cuya efectiva vigencia social no sólo mudara el mapa social europeo, sino que se gestan en su mutua correspondencia y posibilitación. La transformación del Rey de señor feudal a autoridad recaudatoria de impuestos y su consiguiente capacidad para reclutar grandes ejércitos remunerados, es simultánea a la decadencia de la aristocracia feudal en un doble sentido: como institución cuyo poder nutría de soldadesca a los antiguos ejércitos reales; y como unidad militar estratégica. Que la aristocracia montada dejara de ser la fuerza militar decisiva frente a las grandes masas de soldados profesionales remunerados, fue otra vez posible una vez que las modernas armas de fuego convirtieron en decisivas las 'grandes' distancias, en las que las armaduras de caballeros y caballos perdieron su valor estratégico y defensivo. Resultaba imposible, por otra parte, para cualquier señor feudal, incluido el mismo el rey, sostener y remunerar ejércitos tan cuantiosos si no se contaba con fuentes de financiación regular, entre las que se contaban en primer lugar los tributos de las ciudades compuestas por burgueses profesionales y comerciantes. Ciudades y ciudadanos que, a su vez, garantizan la

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estabilidad y capacidad financiera del estado como nuevo aparato de poder, en el que logran un protagonismo todavía no formalizado. Pero, de otro lado, resulta que tales ciudades deben la estabilidad de su auge comercial al dominio real o estatal de las vías de comunicación y a la pacificación relativa de territorios y poblaciones suficientes. Es la homogeneización del espacio que lleva acabo el estado lo que permite la extensión sin trabas del mercado, y es la pujanza creciente de éste y de los nuevos agentes sociales que en él se destacan lo que establece las condiciones fácticas para el éxito de la extensión de aquél. Son los grandes ejércitos reales-estatales de soldados y funcionarios que llevan el poder del monarca hasta los límites de los reinos, los que hacen efectiva la existencia —la autoridad o la protección— del estado y, por consiguiente, son también los que extienden la relevancia sociopolítica de la burguesía fuera de las ciudades. En definitiva, "la ampliación del comercio no puede entenderse sin referirse a una creciente protección estatal de las rutas de comercio y un aseguramiento cada vez mayor por parte del Estado para los comerciantes, y éste tampoco sin referencia a tal ampliación. Sin tropas suficientes, los reyes no podían esperar un seguro ingreso por concepto de tributos y sin éste, no podían disponer de aquellas"54. El estado, el mercado y el ejército se traban así en una mutua dependencia a la que cada uno de ellos debe su nueva forma y el triunfo que logran sobre las precedentes. La corte es, pues, un microcosmos aristocrático-estamental en el seno de un sistema social al que debe su propia existencia y cuya estructura es incipientemente urbana, profesional, mercantil y burguesa. Se trata, pues, de un fenómeno parcial cuya sola existencia descubre un movimiento contrario más general que es la profesionalización social y la constitución de núcleos urbanos y mercantiles. Unicamente en virtud del creciente tráfico de dinero y mercancías, de la extensión del comercio y de la infraestructura que garantizaba una suficiente disponibilidad de mercancías, fue posible, por ejemplo, mantener reunidos duraderamente en un lugar a una multitud de hombres, cuando tal entorno por sí solo no podía bastar para alimentar a tal número de gentes. "La formación de la capa cortesana de consumidores es, en otras palabras, un proceso parcial de un movimiento más amplio"55. Tras el fastuoso escenario en el que estos "hombres sin profesión" se representan su propia grandeza, los entrebastidores y la tramoya que sostienen semejante escena son los pujantes grupos burgueses que todavía han de contentarse con "la humillante denominación de profesiones y oficios"56. Sin embargo, el carácter residual y postrero del microcosmos cortesano se hace manifiesto cuando se repa54 Elias, N., La sociedad cortesana, p. 209. 55 Elias, N., La sociedad cortesana, p. 217. 56 Elias, N„ La sociedad cortesana, p. 77.

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ra en que la nobleza ya no posee en exclusividad las funciones de administración y jurisprudencia 57 , para cuyo ejercicio se han constituido grupos profesionales herederos de la antigua división entre letras y armas, que componen ricas y poderosas corporaciones burguesas compradoras de títulos nobiliarios, patrimonios, puestos, poder e influencia gracias a sus recursos financieros. Con todo y pese a ser un núcleo encapsulado en el seno de un mundo que la hace posible y caduca a un tiempo, la corte extendió más allá de sí misma la influencia de su peculiar espíritu civilizador, que sirvió en parte como contraimagen y en parte como herencia para la constitución cultural de la nueva sociedad burguesa-profesional-urbana-industrial. No se trata sólo de la influencia que la forma de vida cortesana ejercía sobre los nuevos y adinerados burgueses que aspiraban a reproducir en su vida los distintivos de la aristocracia nobiliaria. Sino del influjo que la racionalidad cortesana, detestada e imitada a un tiempo, realizó sobre el nuevo grupo de la burguesía, tan necesitada como la aristocracia de justificar con las formas de su propia existencia el nuevo predominio social que empiezan a disfrutar. Esa racionalidad, común a cualquier grupo humano consciente y deseoso de ostentar alguna superioridad sobre los demás, consistía en no tener por justificada ninguna diferencia de rango que no supiera expresarse en las formas de la existencia personal del individuo y del grupo. La elaboración diferenciada de lo externo como instrumento de identificación social que caracteriza al cortesano, a sus edificios, vestiduras, lenguaje y maneras, no es en el fondo sino la estamentalización del espíritu de urbanidad cuyo resurgimiento tuvo lugar entre los hombres del renacimiento. Hay mucho en la corte —aunque ahora bajo el nuevo nombre de cortesía— de las aspiraciones humanísticas a la elegancia, el estilo y la diferenciación cotidianizadas en utensilios y hábitos de relación en un contexto que era siempre público, incluso allí donde se llevaba a cabo la vida familiar, y que hizo del lujo su medio creciente e indefinido. La racionalidad cortesana es, por primera vez, la de un grupo de individuos que deben su posición pública como hombres libres a las relaciones de servidumbre privada que guardaban respecto de una persona, el monarca. Sólo los esclavos de los césares romanos dedicados a la administración del patrimonio de sus señores, alcanzaron en virtud de su servidumbre una posición pública tan destacada. Pero, aun en ese caso, esa posición no llegaba a convertirles en hombres libres, en hombres que fueran a su vez señores de patrimonios materiales y humanos. Esto sólo

57 "Por lo general eran nobles los que conducían los asuntos generales del estado; mandaban los ejércitos, ocupaban el ministerio, llenaban la corte; pero no tomaban parte alguna en la administración propiamente dicha (...) el noble francés permanecía inmóvil en medio del movimiento general de la sociedad. En torno suyo eran los oficiales del rey los que administraban la justicia, establecían los impuestos, mantenían el orden", dice Tocqueville sobre la Francia del XVIII, op. cit., vol. 1, p. 15.

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ocurrió, aunque bajo la forma inercial y mudada del señorío feudal, entre los cortesanos europeos: hombres libres que administraban los intereses de un señor privado cuyos dominios se identificaban con los del reino. Es decir, siervos de un señor cuya casa privada era también la esfera de la vida pública: el rey58.

4. La síntesis moderna de servicio y libertad: el funcionario. La identificación entre la casa del rey, entre su dominio como señor privado59 y la totalidad del territorio y los bienes de una comunidad, que no se debía tanto a que el monarca fuera propietario absoluto, como a que ejercía sobre todo ello un poder absoluto, es la primera forma moderna del estado. En realidad el rey mismo al no ser el propietario del estado sino su administrador, incluso aunque su poder como tal tuviera un alcance cercano a la propiedad (que no se hacia efectivo tanto por su disposición de los bienes como por su carácter de señor respecto del conjunto social compuesto de vasallos), resulta ser el protofuncionario. Hegel lo afirma taxativamente: "los dinastas son funcionarios públicos"60. Sus servidores, los servidores privados del rey, aquellos que le ayudaban a vestirse, que presenciaban sus comidas, que cuidaban del abastecimiento de sus necesidades y de su seguridad son, por ello mismo, los primeros hombres libres cuyo rango depende de su servicio. Los servidores privados del rey son los primeros servidores públicos del mundo moderno; "los vasallos se convierten, pues, en funcionarios públicos"61, si bien es cierto que se trataba todavía de un mundo donde el único ámbito de lo público era la privaticidad del rey: la corte y sus dominios. Puede parecer paradójico, incluso inquietante, pero la corte es el primer lugar social moderno con índole política donde servicio y libertad se concilian en una

58 Esa identificación entre la privaticidad del sujeto del poder y la esfera de la vida pública , bien pudiera haber sido el preludio fáctico de la coincidencia entre la privaticidad de una conciencia y la universalidad de la racionalidad en la que consiste la subjetividad moderna. Cuya hipóstasis, el sujeto transcendental, protagonizará la versión epocal de la racionalidad científica y moral de la modernidad. Si así fuera, la posterior reducción de la razón a poder, llevada a cabo por Nietzsche, no habría sido nada más que la arqueología consciente de los correlatos epocales existentes entre la forma del estado moderno — y de sus primeras versiones, las monarquías absolutas— y la idea misma de racionalidad. 59 "Lo que llamamos corte del ancien régime, dice Elias, primariamente no es más que la casa y la economía doméstica -extraordinariamente amplificadas- de los reyes franceses y sus allegados, junto con todos aquellos que, en un sentido más o menos estricto, pertenecen a ella". La sociedad cortesana., p. 60. 60 Hegel, G.W.F., Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Alianza, Madrid 19889, p. 644. 61 Hegel, G.W.F., op, cit., p. 645.

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relación de mutua constitución, en virtud de la cual no se es libre sin servir, y la libertad misma consiste en el servicio a un señor. Es cierto que semejante concepción de la libertad tuvo su primeras apariciones en la moral estoica 62 y en la espiritualidad cristiana: en el servicio a un Señor que era Dios mismo. Pero es que la extrapolación al orden político que significa la sociedad cortesana es nueva precisamente en tanto que política y diferenciadamente civil. No se trata ya como para los cristianos de la libertad en la Ciudad de Dios, ni de la libertad natural del hombre en el cosmos como para los estoicos, sino de la libertad civil en la ciudad del Rey, en la corte y sus dominios, los nuevos estados absolutos. Como sentenció Hegel, "la humanidad se hizo libre, no tanto de la servidumbre, como por la servidumbre" 63 . Esa relación de servicio-libertad que había regido inicialmente —aunque quizás confusamente— las relaciones entre el ciudadano griego y la polis, y que había sido referida a Dios por el cristianismo y extendida por los frailes europeos a campos como el de la educación, el cuidado de los enfermos y de los pobres 64 , es ahora llevada a la forma de la libertad política por los cortesanos: para estos el servicio a su rey supone la libertad si bien es cierto que todavía asociada a su estamento, como para los religiosos el servicio a su Dios supone la libertad espiritual, o como para los ciudadanos griegos el servicio 65 a la polis suponía su condición de libres. En los tres casos esa libertad ganada mediante el servicio no es otra cosa que la forma cumplida de la existencia, su estado de perfección. Eso es la corte y eso es lo que da razón de su suntuosidad, el hecho de ser el locus, el lugar físico de un estado de perfección que no renuncia al mundo, sino que aspira a elevarlo a una perfección acorde con la de su señor y sus habitantes, todos ellos fuera todavía de lo que Sieyes llama la "la ley común de trabajar para vivir". Todo el ornato cortesano objetivado —casi mejor embalsamado— en los palacios es prácticamente la única forma física con la que cuenta un hombre de nuestro tiempo para acercarse a lo que fue una concepción del mundo y de la existen-

63 Hegel, G.W.F., op. cit., p. 655. 64 Las vías por las que los cristianos irrumpen en el espacio social creando instituciones que toman a su cargo la atención de los enfermos, la educación de los niños y la atención de los pobres, por ejemplo, son la objetivación en el sistema sociocultural de las obras de misericordia. La creciente secularización y profesionalizacion civil de tales funciones es correlativa al desarrollo del Estado moderno, que ha tomado progresivamente bajo su responsabilidad tales servicios sociales hasta la actual constitución de los sistemas sanitarios, educativos y asistenciales. Esa herencia, completada con las de las antiguas misiones aristocráticas, la defensa y organización del poder, se expone más adelante bajo la expresión el estado civil como estado de perfección. 65 Como sabemos, Sócrates llega a llamar "esclavitud" a esa relación de servidumbre entre el ciudadano y las leyes de la polis en el Critón.

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cia, cuya singularidad ha quedado impresa en la historia de Europa. La grandiosidad que anhelan expresar los espacios inmensos y el lujo de los ornatos, la estabilidad y fijeza que la arquitectura y la orfebrería prestan a la exaltación casi pirotécnica de la riqueza y el poder, sugieren que se trataba de un mundo completamente falto de criterios funcionales. Semejante impresión se refuerza para quien recuerda que el final de esa forma de existencia vino de la mano de las revoluciones, que se presentan al menos inicialmente como estallidos de cordura ante tan dislocada tesitura del mundo. Sin embargo, toda aquella suntuosidad no hacia más que distraer entre brocados, mármoles, sedas y pelucas la progresiva sustitución de la forma estamental de la aristocracia por su disimulada pero efectiva funcionalización. En ese sentido la corte no es más que la mortaja del feudalismo, por la que el antiguo espíritu aristocrático deambula amortajado en el cortesano y los rigores de la etiqueta y la cortesía. Es cierto que esa funcionalización exaspera como por compensación algunas de las notas idiosincráticas del espíritu aristocrático, sobre todo la tendencia a la elaboración diferenciada de las formas de la vida, la estilización o la configuración de un modo de vida en el que la forma viene a ser el fin. No obstante, incluso esa estilización esta ahora funcionalizada: se trata de la guarnición ornamental del poder y la vida del rey. En la corte en el fondo todos se saben y se ejercen a sí mismos como la gloria de su señor, que distribuye entre los cortesanos su complacencia como si la culminación misma de la existencia se tratara. Los nobles en la corte son seres excéntricos, identidades sociales que han venido a quedar fuera de sí porque no fue la corte sino el feudo el lugar social donde se gestó y estuvo vigente la trama de su autocomprensión. A su vez los funcionarios modernos tienen en esos hombres con pelucas un precedente disimulado, del mismo modo que la cosificación arquitectónica de la corte, los palacios, son el precedente de los edificios ministeriales del estado moderno. Ambos, palacios y cortesanos, son el último episodio de una forma de existencia todavía aristocrática e inercialmente estamental, y el prólogo confuso, distraído pero eficaz del estado moderno, del mundo moderno. La nueva simetría entre el espacio público y la casa privada del rey que introdujeron los estados absolutos 66 , fue crucial para producir que la administración doméstica (que Aristóteles llamó oikonomia) amplificada hasta los límites del dominio de señores como los monarcas absolutos, se convirtiera en la materia de un nuevo espacio de lo público, en el que la economía ya constituida como saber

66 Cfr., Elias, N., La sociedad cortesana, p. 60.

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se convierte en el eje programático de la vida común67: "la sociedad, es decir, (...) esa esfera curiosa un tanto híbrida que la Edad Moderna ha interpuesto entre las esferas más antiguas y genuinas de lo público o político, de un lado, y lo privado, de otro" 68 . Esa nueva emergencia de la realidad económica que llega a configurar el espacio de lo público como —con expresión de Hegel— "el sistema de las necesidades"69, se realiza también en el mercado donde las actividades económicas cobran la forma de acción social. No obstante, ese nuevo espacio nacido de la imbricación entre la administración pública —o el estado— y el mercado no estuvo cabalmente constituido hasta que se cumplieron etapas muy posteriores en el desarrollo industrial de las sociedades europeas. Antes, el estado sufrió la transformación —que de forma prototípica encarnó la Revolución Francesa— por la que la soberanía absoluta dejo de tener su sede en las dinastías monárquicas y se trasladó al conjunto de la nación, hasta acuñar tiempo después la idea de soberanía popular: "la monarquía absoluta fue reemplazada por la soberanía no menos absoluta de la nación"70. Ese movimiento, que Tocqueville llama democratización, y que Arendt sitúa alrededor de "la aparición de los pobres sobre la escena política durante el curso de la Revolución francesa"71, es el que culmina en su forma política una serie de sustituciones de agentes sociales cuyos efectos dan un rostro nuevo al mundo moderno. En primer lugar la aristocracia es sustituida por el funcionariado72, al principio y aparentemente como un episodio más en la demolición del antiguo régimen, pero después —y más sustancialmente— como parte del movimiento general de profesionalización del sistema social que alcanza también a las funciones públicas. Tales funciones son un lugar

67 Pero esa imipción no va dejar intactas las viejas disposiciones de la existencia entre lo político y lo prepolítico: "Desde que la revolución había abierto las barreras del reino de lo político a los pobres, este reino se había convertido en lo "social". Fue abrumado por zozobras e inquietudes que, en realidad, pertenecían a la esfera familiar y los cuales, pese a formar parte ya de la esfera pública no podían ser resueltos por métodos políticos, ya que se trataba de asuntos administrativos, que debían ser confiados a expertos". Cfr., Arendt, H., Sobre la revolución, p. 92. 68 Arendt, H., Sobre la revolución, p. 122. 69 Esa misma tesis sostiene Arendt: "El resultado fue que la necesidad invadió el campo de la política", Sobre la revolución, p. 114. 70 Arendt, H„ Sobre la revolución, p. 201. 71 Arendt, H., idem, p. 116. 72 Ese tránsito Weber lo describe como la evolución del poder y la administración ejercida por propietarios de los medios con las que los hacen efectivos, a administradores y autoridades que no son propietarios de los medios administrativos. Bastará cambiar la expresión medios administrativos por medios de producción para que el estado se configuré también como la imagen política de la moderna empresa capitalista. Cfr. Weber, M., La ciencia como profesión. La política como profesión, Espasa Calpe, Madrid 1992 (prim. ed. 1919), pp. 98-105.

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políticamente sensible, porque habían sido el territorio donde se ganaban las distinciones y privilegios que posibilitaban el escaso movimiento de los sujetos entre los estamentos del antiguo régimen; pero también y quizás sobre todo, porque formaban parte de la legitimación social del origen de tales estamentos y de los privilegios que los fundaban. Desde la Revolución ningún servicio puede revertir en el servidor con la forma de distinguirlo privilegiándolo, porque eso sería tanto como expulsar al individuo del seno de la libertad: la igualdad ante la ley de los que forman la nación. "En el momento (dice Sieyes) en que el principe imprime a un ciudadano carácter de privilegiado abre el alma de éste a un interés particular y la cierra, más o menos, a las inspiraciones del interés común. La idea de patria se reduce para él, encerrándose en la casta que le ha adoptado" 73 . Cuando el servicio público se premia con el privilegio, los que merecen ser servidos se tornan servidores y así la función pública degenera en aristocracia: "La masa de ciudadanos es siempre la cosa principal, la que debe ser servida; ¿deberá, por tanto, ser ella sacrificada al servidor, a quien no se premia nada más que por haberla servido?" 74 . La función pública debe, por tanto, insertarse en el marco más amplio de las profesiones, de modo que su ejercicio no destaque a nadie sobre el cuerpo general de la ciudadanía, sino que, más bien al contrario, lo introduzca en la trama de las dependencias sociales —en el sistema de las necesidades—, que significa recibir por el trabajo un salario que a su vez se ha de hacer valer en el mercado para la satisfacción de las necesidades: "¿Se trata de servicios ordinarios? Para saldarlos tenemos los salarios ordinarios o las gratificaciones de la misma naturaleza. ¿Se trata de un servicio de importancia o de una acción brillante? Ofreced a cambio un avance rápido de grado o un empleo distinguido en armonía con talentos que se han de recompensar" 75 . De ese modo nadie queda sustraído a "la ley común de tener que trabajar para vivir" o, lo que es lo mismo, nadie queda fuera del movimiento general de las mutuas dependencias e intercambios que dan forma igualitaria a la nación: el mercado de los servicios y de las mercancías. No formar parte de esa red de transacciones, es decir, no vivir de un salario o de una renta justificada por la atención a las demandas del resto del cuerpo social, es, ipsofacto, quedar fuera del seno vivo de la nación o, lo que es lo mismo, del mercado: "Cada una de las clases de ciudadanos tiene sus funciones, su particular género de trabajo, cuyo conjunto forma el movimiento general de la sociedad. Si hay una que pretenda sustraerse a esta ley general, se ve claramente que no se sustenta con ser inútil sino que es necesariamente preciso que resulte una carga para las demás" 76 .

73 Sieyes, E.-J., Ensayo sobre los privilegios, p 11. 74 Sieyes, E.-J., ídem, p. 6. 75 Sieyes, E.-J., idem, p. 8. 76 Sieyes, E.-J., idem, p. 22.

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5. El estado civil como estado de perfección. "En la sociedad política no hay más que profesiones públicas y privadas"77. Como entre esos servicios que tienen que ser remunerados con salario —convertidos en profesiones públicas— se cuentan todas las antiguas misiones aristocráticas (desde el ejército a la justicia), el estado toma a su cargo, pues, las antiguas misiones de la aristocracia convirtiéndolas en funciones del cuerpo social organizado a tal efecto. Al asumir el estado tales funciones generales y públicas que, al menos en parte, llevaba a cabo la aristocracia, y convertir a quienes las desempeñan en funcionarios —ciudadanos bajo la mima ley— que son remunerados con un salario y no con promociones a estatutos civiles distintos de la simple ciudadanía, la acción profesional recoge para sí las notas de la acción aristocrática. Es decir, al convertirse las misiones aristocráticas en profesiones que ganan para sí el reconocimiento intersubjetivo en forma de salario y no de privilegios, la idea misma del trabajo asalariado se reviste de las notas de la acción aristocrática: la libertad y, sobre todo, el reconocimiento de que quien la ejerce tiene una identidad social y política que viene a llamarse ciudadanía. Ese es el tránsito del aristócrata al funcionario; de la corte al cuerpo de la administración; del patrimonio al salario como forma económica del reconocimiento social de la función pública78; de la estirpe a la profesión; del origen social como destinación a la profesión como autodestinación social. Todo ello, es cierto, dentro de unos límites bastante restringidos en muchos casos, pero incomparablemente más amplios de cuanto había sido posible hasta entonces. ¿De qué modo pueden los ciudadanos tener entre sí relaciones de dependencia que no sean, sin embargo, de servidumbre? ¿Cómo es posible que las relaciones de dependencia no se conviertan en diferencias estamentales que rompan la equidistancia ciudadana ante la ley? O, mejor todavía, ¿de qué modo las mutuas e inevitables dependencias pueden tener lugar en el seno de unas relaciones que guarden e incluso acrecienten la independencia general de los ciudadanos? Extendiendo el comercio, el intercambio entre iguales, como la forma básica de

77 Sieyes, ¿Qué es el estado llano?, p. 39, nota a pie de página del autor. 78 Al fin y al cabo se trata también de la decantación de un movimiento que se había hecho preciso: los príncipes necesitaban un cuerpo de servidores cuya actividad se centrará exclusivamente en la administración, cada vez más extensa y compleja de los asuntos del estado. Esa exclusividad podía lograrse mediante agentes cuyo mantenimiento viniera asegurado por su patrimonio personal, pero en ese caso su autonomía económica era también una cierta autonomía de su poder respecto del príncipe. La abolición de esa autonomía cuya sede era la nobleza, supone también la constitución de masas asalariadas de funcionarios y, por consiguiente, la fundación del estado como aparato profesionalizado para la administración. Sobre este asunto puede verse La política como profesión de Weber, M., Espasa Calpe, Madrid 1992.

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relación entre los ciudadanos, para que estos resuelvan sus mutuas dependencias sin que acarreen servidumbres. "Todas las relaciones de ciudadano a ciudadano son relaciones libres (dice Sieyes). Uno da su tiempo o su mercancía, otro entrega, a cambio, su dinero; en ningún caso hay subordinación sino un cambio continuo" 79 . El mercado es, pues, la forma económica de la igualdad política de los ciudadanos. Así es como el estado se convierte en la objetivación política de un mercado de las profesiones y de las mercancías. El llamado economicismo de nuestras actuales sociedades estaba ya alojado en la aspiración ilustrada de construir una sociedad de hombres iguales no dependientes entre sí con la forma de la servidumbre, es decir, no organizados estamental sino profesional y comercialmente: "¿Qué es necesario para que una nación exista y prospere? Trabajos particulares y funciones públicas" 80 . La vieja noción aristotélica de "casa" —oikía— cuya administración llamaba la oikonomia —la economía— es ahora la que conviene como definición general al conjunto de la sociedad civil moderna, que guarda esa característica como herencia del absolutismo en el que el estado no era sino el órgano de la administración de una casa privada: la del monarca absoluto. La expresión "el estado soy yo", fuera o no pronunciada en realidad por Luis XIV, no hace sino poner de manifiesto una privatización de la cosa pública que los modernos estados burgueses y democráticos no modifican en nada, excepto en lo que hace al titular de esa posesión: del soberano absoluto se pasa a la soberanía popular sobre un espacio civil que conserva las notas de lo privado bajo la universalización del comercio: lo privado universalizado, eso es el nuevo espacio que llamamos lo social. De ahí que el mercado mundial sea la primera aparición de la sociedad de las naciones, y la primera versión también de una sociedad natural entre los hombres que esta época gusta llamar humanidad: el mercado es la realización social de la naturaleza humana común y universal que —tal y como ahora se piensa— reside en el individuo. Hay un cierto correlato entre la noción de individuo en el que se aloja la universalidad de la naturaleza y la universalización de lo privado que es el mercado, como la había entre la idea de un monarca absoluto y su identificación con el estado. En realidad, en esta época, el estado sólo llega a convertirse en el correlato de la noción ilustrada de individuo mediante su asociación al mercado, en el que la pluralidad de privaticidades aparecen en el espacio de lo público.

79 Sieyes, E.-J., ídem, p. 20. Incluso las formas en las que la comunidad reconoce el carácter extraordinario de un servicio o de una persona aparecen ahora concebidas bajo la forma del comercio: "ese sublime comercio entre los servicios prestados al pueblo y el tributo de consideración ofrecido a los grandes hombres por el pueblo", Sieyes, idem, p. 8. 80 Sieyes, E.-J., ¿Qué es el estado llano?, idem., p. 35.

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A partir de entonces y aunque no se haya hecho evidente hasta nuestros días, la integración efectiva en el sistema social no viene dada, como en las sociedades antiguas, por la integración en el subsistema educativo funcionalmente subordinado respecto del subsistema político, sino por la integración en el sistema productivo —de bienes o servicios— o en el subsistema mercantil. Poder entablar relaciones de comercio es la relación que permite al ciudadano habitar comunicativamente entre iguales; quien no tiene nada con qué comerciar, no tiene nada que decir en estas sociedades y se convierte en un bárbaro, en alguien que no habla o que si habla no se le entiende, porque el viejo ideal homérico de la realización humana mediante acciones y palabras se ha transformado en una comunidad que ofrece reconocimiento intersubjetivo a quien produce y comercia. Incluso la palabra elaborada, el cultivo de las letras y de las artes, se convierten en unos oficios más en el mercado de las profesiones, lo que para tales actividades significa el tránsito del mecenazgo81 al salario. El hombre de letras "vive de su oficio: éste es el cambio. El libro se ha convertido en un objeto de rendimiento; ya no se da al librero, se le vende; entre el librero y el autor se establece un contrato, fructífero para el primero, pero no improductivo para el segundo"82. La producción y el comercio son, pues, las nuevas acciones y discursos que integran al sujeto en el nuevo contexto intersubjetivo de sentido que son las sociedades burguesas. En su seno el estado garantiza la extensión del mercado sobre condiciones uniformes que posibilita la desaparición de gremios, fronteras, dominios nobiliarios y privilegios. Pero todavía más, el estado expresado en la ley civil es el punto de referencia respecto del que todos los ciudadanos se pueden alinear equidistantemente: "no hay más que ciudadanos iguales ante la ley, todos dependientes (...) de la autoridad que los protege, que les juzga, que les prohibe"83. El nuevo Estado, resto del Estado construido por las monarquías absolutas, se convierte en la instancia desde la que el conjunto de los ciudadanos se hace homogéneo y uniforme: la razón jurídica del estado homogeneiza a los ciudadanos como la razón matemática (para-

Si Por supuesto el mecenazgo se mantiene hasta nuestros días, no obstante, en el nuevo sistema social las familias burguesas ya no toman a su cargo la manutención de artistas, sino que como es su práctica habitual en el resto de las esferas de la vida, contratan, encargan o pagan un bien cuya producción corre a cuenta de un hombre con un oficio. No es el mecenazgo, sino el espacio de los intercambios medidos por el dinero donde los hombres de letras y los artistas tienen que hacer valer sus obras: "¡Dura condición la de un autor que ya no tiene mecenas!", (Hazard, P., El pensamiento europeo en el siglo XVIII, p. 230) en efecto, pero igual a la del resto de los oficios que estrenan la libertad profesional en un contexto nuevo que la hace posible y la coacciona a un tiempo: el mercado. Sobre los efectos sobre la creación artística de esa coacción y, sobre todo, de su abandono puede verse La historia del arte, Gombrich, E., Alianza, Madrid. 82 Hazard, P., El pensamiento europeo en el siglo XVIII, p. 228. 83 Sieyes, E.-J., idem, p. 19.

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digma epocal de la racionalidad) homogeneiza el mundo mediante la cantidad, y la física newtoniana uniformiza el universo, el tiempo y el espacio físicos. El principio de la igualdad ante la ley que se extiende a la población y los territorios de los estados modernos es la versión sociojurídica del espacio isotropo que la física newtoniana concibió; mientras que el mercado mismo es una cierta isotropía posibilitada por el dinero que afecta a servicios y mercancías. El estado moderno no sólo sustituye a la aristocracia en las misiones que le habían sido propias, sino que al sustituirla en el contexto de los intercambios del mercado extiende también la idea misma de libertad e igualdad al conjunto del cuerpo social. Ya sólo en ese sentido valdría decir que el estado se convierte en estado de perfección, pero todavía es posible advertir como el estado inicia otra sustitución por la que la fraternidad entre los hombres —y más concretamente entre los ciudadanos— se hace parte del cuerpo de oficios civiles y funciones públicas: la sustitución de la Iglesia en todas aquellas obras asistenciales que ella había protagonizado y fundado en la mayoría de los casos, y que eran la institucionalización de las obras de misericordia; a saber, el cuidado de los enfermos y de los moribundos, de los niños y de los pobres según el vestido, la comida, la casa o el saber. La sanidad y la enseñanza, por ejemplo, se convierten así en funciones públicas ejercidas por el agente social que puede tomarlas a su cargo con una eficacia nueva porque ha sustituido también a la aristocracia en la defensa, la justicia, y, sobre todo, en la administración y recaudación de recursos monetarios. De ese modo tanto las invitaciones evangélicas a la perfección de la caridad, como las estructuras aristocráticas que simbolizaban y realizaban la forma cumplida de la libertad, se extienden sobre el espacio isótropo del estado con la forma de una igualdad que lo es en el seno de un nuevo y civil estado de perfección: la ciudadanía. ¿Puede extrañar que por las calles de París se sacara en procesión a la Razón, o que en Notre Dame se rindiera culto a la nueva divinidad civil que ha realizado la humanidad en los hombres, y que promete colmar de dicha y felicidad el honor de la raza humana? El furor revolucionario contra el antiguo régimen no era más que la reivindicación de la posibilidad de la perfección de la libertad —contra la aristocracia— y de la caridad (la fraternidad) —contra la Iglesia—; se trata, para decirlo con palabras de Robespierre, de "vindicación del honor de la raza humana" en el seno común de la igualdad de los que tienen que trabajar para comer, el tercer estado. El trabajo es ahora el lugar social donde la libertad y la caridad pueden ejercerse sin merma ni defecto, y es también, por tanto, el lazo que anuda al sujeto en la trama de la vida social. Ni la estructura política del antiguo régimen, ni la Iglesia habían sido espacios abiertos para esa extensión social de la perfección que

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encuentra un nuevo agente que las realiza, al tiempo que las seculariza o democratiza. Pero nada de eso habría sido posible sin la mutua imbricación de estado y mercado y, en el fondo, sin la introducción del sentido profesional de la libertad y de la identidad social de los individuos gestada al hilo de sus realizaciones, en un contexto que las hace posibles y que no es ningún estamento, sino el mercado. En cierta medida, pues, el lema republicano es sólo una novedad relativa 84 , un resumen mudado y feliz de lo que habían sido otras versiones de lo humano en la tradición occidental pero que autolimitaban su alcance. Lo estrictamente novedoso es precisamente que ahora se declara que no hay autolimitación legítima de ese alcance, y que tanto la organización estamental de la sociedad civil como de la Iglesia que introducen la idea de grados o estados de perfección, son de suyo y por eso mismo barbarie, o, todavía mejor, antinaturales. Que no sea posible una autolimitación legítima de ese alcance significa que tanto la perfección como libertad como la perfección según la caridad, son de suyo y por su propia índole ilimitables, predicables sin restricción alguna. Pero como quienes eran el depósito de tales ideas eran también quienes las restringían, este tiempo busca para ambas una nueva sede que no es ni el depósito histórico del saber comunitario —la tradición encarnada por la aristocracia en el orden sociopolítico— ni el orden sobrenatural, sino algo que se define contra ambos: una naturaleza intemporal y, por así decir, suficiente y exclusivamente natural. De ahí que estuvieran persuadidos de "que habían emancipado a la propia naturaleza, por así decirlo, que habían liberado al hombre natural en todos los hombres y le habían dado los Derechos del Hombre que a todos correspondían" 85 . Tanto la desaristocratización de la libertad como la secularización de la caridad en el estado moderno convierten a éste en un estado de perfección que no es, sin embargo, más que la expresión acorde con la naturaleza común de los hombres: el hombre natural está en el estado, y el estado es desde el punto de vista de la naturaleza la plenitud de los tiempos, al menos es la víspera feliz en la que la naturaleza se ha hecho ya, por fin, con el instrumento de su realización en la historia (en el futuro) y en los sujetos. El estado es la forma civil y objetivada, exteriorizada en una institución y un espacio abierto para la existencia, de lo que hemos conocido

84 "El tercer estado que se trataba de representar en los Estados generales en 1789, no solo se componía ya de los burgueses, como sucedía en 1614, sino de veinte millones de campesinos repartidos por toda la superficie del reino. Hasta entonces éstos jamás se habían ocupado de negocios públicos; la vida política ni siquiera era para ellos un recuerdo accidental de otra época; desde todos los puntos de vista constituía una novedad. No se hacía más que extender libertades antiguas a un pueblo nuevo, de suerte que creyendo hacer la misma cosa que trescientos años antes, se hacía una totalmente contraria", Tocqueville, A., El antiguo régimen y la revolución, idem., p. 67. 85 Arendt, H., Sobre la revolución, idem., p. 108.

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por el influjo cultural del cristianismo como el estado de gracia. En este sentido el estado sustituye y hereda a la Iglesia, la filosofía política y social a la teología, los funcionarios, los profesores y los médicos a los sacerdotes y el sistema asistencial a las obras e instituciones de caridad 86 . Pero el estado no sólo sucede a la Iglesia, sino que en la sustitución de la aristocracia también la libertad viene a ser naturaleza o, un estado civil que expresa y realiza esa perfección natural. "La Declaración de los Derechos del Hombre fueron concebidos para expresar derechos positivos fundamentales, inherentes a la naturaleza humana, independientes del status político y, en cuanto tales, pretendían reducir la política a la naturaleza" 87 . La reducción de política a naturaleza no es en esta época un suceso aislado de la dinámica general de las ideas europeas 88 : el derecho se hará natural, también la religión y el hombre mismo será confirmado en su dignidad con el calificativo natural. Así la reducción revolucionaria de la política a naturaleza no es sólo una reducción de los estatus a la isomorfa naturaleza, sino una reducción de la política misma a los intereses comunes y universales de la naturaleza: "Se suponía que el nuevo cuerpo político descansaba sobre los derechos naturales del hombre, que se derivaban del hecho de constituir un ser natural sobre su derecho a alimentación, vestido y a la reproducción de la especie, es decir, a las necesidades de la vida. Estos derechos (...) eran el contenido propio y como el fin último del gobierno y el poder" 89 . O, de otro modo, es ahí precisamente, en la satisfacción de las necesidades donde se realiza la libertad y la caridad entre los hombres mediante sistemas de relación entre ellos que no supongan subordinación: la profesión en el seno del mercado de bienes y servicios.

86 En los estados protestantes donde esa sustitución se ha dado más cumplidamente por la inexistencia misma de la Iglesia, ese proceso ha tendido a asimilar la moral pública con los requerimientos internos de la conciencia en orden a la perfección religiosa. Mientras que en países católicos la sustitución siempre más problemática e inconclusa, se ha cifrado en las difíciles relaciones estadoIglesia, y ha tendido a configurar lo político y lo social, también el trabajo, como una esfera de la vida no tan inmediatamente ligada a las precisiones religiosas hacia la perfección. Para Hegel este punto, las relaciones de identidad o separación entre la Iglesia y el estado, es crucial para distinguir entre protestantismo y catolicismo, aunque él lo presenta más bien como diferencias entre la modernización y el arcaísmo cristiano que adjudica al catolicismo. Cfr, Hegel, Lecciones sobre filosofía de la historia universal, idem., 87 Arendt, H., Sobre la revolución, idem., p. 109. 88 Bien es cierto que no ocurrió así siempre, no por lo menos cuando Burke frente a la tradición francesa opuso los derechos políticos de los ingleses que, a su juicio, dependían del hecho de ser ingleses y no de la naturaleza común. Pero en este caso se trata de una tradición, la británica que, con más o menos razón, se tomaba a sí misma como la historia de la gestación y realización política de la idea de libertad. Tradición que no precisaba, pues, la catarsis del autoescarnio para resucitar ex novo sobre una naturaleza inmaculada y hasta entonces sometida a la arbitrariedad de la diferenciación. Hay en este punto una cesura entre la naciente tradición británica y la continental. 89 Arendt, H., Sobre la revolución, idem., p. 109.

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Ese torbellino en torno a la idea de naturaleza tiene, sin embargo, en todos los casos un origen común sobre el que los hombres de este tiempo tomarán posición: se trata de la sospecha que ha recaído sobre todas las convenciones que distinguen y separan a los hombres en el orden cultural, político, social o religioso. Sobre todas ellas pende ahora la denuncia que las declara máscaras de una vergüenza moral: el privilegio, el abuso, la hediondez de la ficción y la representación que mutila la unidad de los hombres en la diferenciación. Contra todas ellas no sólo se alza la razón sino también el corazón del hombre nuevo cuya piedad se ensancha sobre el inmenso territorio de la naturaleza. Es la afectividad lo que convierte en efectiva la unión de los hombres que se duelen más allá de su cuerpo en el organismo común de la humanidad: "la magia de la compasión consistía en que abría el corazón del que padece a los sufrimientos de los demás, por lo que establecía y confirmaba el vínculo "natural" entre los hombres que sólo los ricos habían perdido" 90 . La compasión era, pues, el sentimiento en el que se alojaba y expresaba la común naturaleza de una humanidad que se dejaba reconocer precisamente allí donde no había sino la ausencia de libertad, de igualdad y de humanidad: en la pobreza, el dolor y la miseria de una condición que no se ajustaba al honor de la raza humana. La naturaleza expresa su universalidad también en la compasión, en ella la afectividad se hace comunión, fraternidad cordial que clama por la inapelable radicalidad de la unidad natural entre los hombres.

6. El universalismo mercantil y el sujeto transcendental. Durante la historia premoderna de Europa y para la mayor parte de sus habitantes la forma efectiva de la existencia estuvo constreñida al más inmediato contexto geográfico, económico y político. Es cierto que la universalidad de la Iglesia y la aspiración a construir un sistema político que se le correspondiera, sostuvieron durante parte de la Edad media y el principio de los tiempos modernos un cierto universalismo programático de consistencia religiosa del que, sin embargo, muy pocos individuos participaban de forma efectiva. Fuera de las cruzadas, las rutas de peregrinación y de proezas mercantiles por el Mediterráneo o de excepcionales viajes de mercaderes como los Polo, la movilidad del hombre europeo fue reducida. Con el derrumbamiento del sistema sociocultural medieval, la fragmentación de la Iglesia y del sistema político del Imperio, la realización y extensión efectiva de esa universalidad programática vino a ejercerse, ya en otra época, por cuenta del comercio, las exploraciones y los viajes.

90 Arendt, H., Sobre la revolución, idem., p. 82.

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Las guerras de religión que azotaron cruelmente Europa y las continuas disensiones que las diferencias de credo introducían en las comunidades políticas, suscitaron en el hombre europeo la esperanza de que la concordia que no era posible en el orden religioso fuera posible, sin embargo, en el consenso universal que garantizaba una naturaleza común. Aunque esa unidad podía particularizarse en la forma civil de un estado, tenía que ser posible también en cierta medida al menos la realización de la unidad general de la humanidad. De ese modo se hizo visible a los hombres de este tiempo que no era la religión ni la sociedad política sino el comercio, la actividad que realizaba en el orden de la existencia la unidad que podía suponerse a la especie humana, y que precisamente por hacerse efectiva mediante el comercio y no mediante la Iglesia se mostraba como un vínculo natural. A partir de ahí podía pensarse que la universalidad de la naturaleza humana tenía un correlato en el orden de la existencia que no era ni la fe ni la sociedad política, al menos primordialmente, sino la sociedad de intercambios y mutuas transferencias que establecía la actividad comercial. Consiguientemente, disponer a las naciones y a los individuos para el ejercicio de las actividades comerciales era tanto como disponerlos a la efectiva realización de la humanidad universal; o, dicho de otro modo, el comercio se había convertido en la actividad mediante la que la humanidad se ejercía en los individuos y en las naciones: había nacido el cosmopolitismo comercial que no es sólo un internacionalismo de las relaciones, sino el resurgir de una antigua aspiración, el hombre universal, ("ya no hay desterrados hay cosmopolitas"91) cuyo agente social no podía ser otro que las nuevas y pujantes clases burguesas que promovían viajes científicos o comerciales por todo el planeta. La perfección de la propia realización y el canon nuevo de lo humano viene dado ahora por las destrezas y disposiciones que permiten a un sujeto simultanear la universalidad en la forma de sus actividades exteriores y de sus disposiciones internas, las manners o los modales que permiten entrar en relación con mundos diversos. Tan diversos que derribarían cualquier medida particular de lo humano que no fuera, precisamente, la que permite habitarlos y compararlos sin que ello rompa la unidad del agente y de la acción de comparar: viajar. El viaje es la forma de la vida con la que ésta unifica en su movimiento la diversidad que amenaza con sus contrastes dejarla sin una idea acerca de sí misma. Pero el viajero es también la revelación de que hay una cierta unidad entre la diversidad que ésta misma pone de manifiesto al relativizar lo idiosincrático, y que la literatura es capaz de expresar en sus metáforas: los viajes permiten a Gulliver visitar versiones imaginarias de la realidad, y aprender lo vanos y relativos que son los principios que una sim-

91 Hazard, P., El pensamiento

europeo en el siglo XVIII,

ídem., p. 221.

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pie modificación de la magnitud del mundo pone en ridículo. Y quizás todavía mejor que los meros viajes, esa unidad se hace manifiesta en los intercambios que señalan la posibilidad de un mutuo beneficio e interés: el comercio. El comerciante y el viajero aparecen así como el nuevo arquetipo en el que la humanidad se realiza en el hombre, es decir, como el nuevo hombre universal cuya realización singular se lleva a cabo en la forma del hombre comercial, del buen burgués. "La edad del comercio (dice Rodríguez-Lluesma) ha de significar el establecimiento universal de los modales, del refinamiento, del respeto y la amistosidad. Así, la independencia de los ciudadanos de los rangos inferiores respecto de los señores feudales, ganada mediante el comercio, es fuente de mejora en los modales (manners). Y estos son el elemento central en la calidad de la civilización de una comunidad" 92 . O, como aparece en una obra de la época: "Permitidme que os diga que nosotros los comerciantes somos una especie de nobleza que ha brotado en el último siglo". "Es perfectamente exacto que un comerciante cumplido es lo mejor que hay como caballero en la nación; que en saber, en buenas maneras, en juicio, el comerciante ha superado a muchos nobles" 93 . He ahí, pues, una versión epocal de la autoconciencia de lo humano por la que el comercio y la sociedad de intercambios que genera viene a ocupar, por ejemplo, el lugar de la polis antigua, o el de las letras y la sociedad de los humanistas como sede de la gestación de la humanidad en el hombre. El comercio parece, pues, la forma de la civilización que no traiciona sino que expresa y realiza la unidad natural entre los hombres, es decir, el comercio salvaguarda y realiza la naturaleza, sin que ésta parezca concebida desde ningún rasgo idiosincrático. Las actividades mercantiles y la exploración del globo por parte de holandeses e ingleses llenan Europa de descripciones de un mundo desconocido, habitado por criaturas tan distintas del hombre europeo en sus costumbres y creencias como no había resultado posible imaginar hasta entonces sino como lo monstruoso. Inglaterra ve surgir una abundante literatura de viajes que va de la simple pero admirada descripción, a la fabulación de aventuras fuera de la realidad pero con pretensiones de dar cuenta de ella: la divergencia cultural, antes tenida por barbarie, se convierte ahora en instancia de juicio sobre la propia realidad social, política, filosófica y religiosa de Europa, que ensaya la operación de verse desde fuera de ella misma para refundarse al margen de su propia tradición. Se trata, en suma, de mirarse y juzgar desde un sitio que no sea ni europeo, ni asiático, ni americano, ni africano, ni oceánico: desde un continente nuevo que se llama

92 Rodríguez-Lluesma, C., op. cit., p. 240. 93 Steele en The Conscious Lovers lo pone en boca de Mr. Sealand. Citado por Hazard, P., en La crisis de la conciencia europea, Alianza, Madrid, 1988 (prim. ed. 1961), p. 276

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Naturaleza; como vamos a ver, sin embargo, Naturaleza es el sobrenombre de Europa cuando ésta proclama que mira lo que hay desde fuera de sí misma. Como ha dicho Hazard, "al contemplar el mapa del mundo nuevo, comienza el examen de todos los principios que dirigían el mundo antiguo" 94 . El conocimiento extenso de otras formas culturales, históricas y raciales de la humanidad con las que, a pesar de las diferencias, es posible establecer una relación que impide obviar su carácter humano, supone para toda civilización el esfuerzo por integrar dentro de las propias pautas de lo humano lo que hasta entonces era sólo monstruoso o fronterizo entre lo humano y lo inhumano. En tales circunstancias se hace necesario redefinir y ampliar los límites más allá de los cuales la humanidad se pierde y es imposible reconocerla; pero esa redefinición, la de lo monstruoso, arrastra y modifica también necesariamente el contenido de la autoconciencia de lo humano que, para su ampliación, puede precisar o creer precisar la sustitución del fundamento que sostenía la antigua autocomprensión y la de lo extraño. Esa experiencia, que ha sido tan frecuente en la historia de occidente, tiene en esta época una forma singular y determinante por la que la "razón" sustituye a cualquier otra instancia, y se presenta como el nuevo principio cuya implantación parece garantizar la extensión de la capacidad de reconocimiento, autocomprensión y realización. Pero la razón en su universalidad tiene ahora una objetivación práctica en el hecho de los intercambios, de los mercados que abren las nuevas rutas y los viajes. Y se trata de una objetivación por la que los hombres creen poder conformarse interiormente, creen poder ganar para sí una forma cuya movilización es el sentimiento que les hace humanos al tiempo que les hace reconocer universalmente la humanidad: "la relación con los otros, el comercio, es el medio por el que se desarrolla la sensibilidad, la humanity"95. La conciencia europea se hace excéntrica, es decir, se conforma sobre la aspiración a convertirse en una instancia de juicio sobre sí misma y sobre la realidad entera; es cierto que toda cultura es una instancia de juicio, pero ahora se trata de alcanzar un juicio no condicionado, sin supuestos culturales, que no quede sesgado por la propia particularidad histórica, cultural y religiosa: un juicio natural y racional. Europa quiere sentirse como Gulliver cuando después de haber relatado su historia y descrito todo el sistema de la vida social en Inglaterra a dos atentos y comprensivos gigantes, uno de ellos "no pudo por menos que tenerme en la palma de su mano derecha y, dándome cariñosos golpecitos con la otra, preguntarme con cierta risilla si yo era whig o tory". El europeo quiere salirse de sí mismo, verse desde fuera y considerar la realidad al margen de la propia tradición que se conde-

94 Hazard, P., La crisis de la conciencia europea, Alianza, Madrid, 1988, p. 22. 95 Rodríguez-Lluesma, C., op. cit., p. 75.

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na como fuente del error y la superstición, para refundarse como un juicio incondicionado acerca de lo real. La nueva instancia para lograrlo no puede ser otra que la razón, que viene así a ocupar polémica y críticamente la posición de la verdad revelada y, en general, de cualquier verdad que no se someta al tribunal de la cordura, porque "no hay tradición sin error o sin mentiras" mientras que "ningún misterio es impenetrable a la razón" 96 . Se trata, pues, de una excentricidad muy singular por la que se alcanza un punto de vista no situado, un mirador cuya panorámica es la realidad misma y no ninguna de sus sesgadas perspectivas. Ya había sido dicho entre los filósofos: "Para los grandes sistemas filosóficos de (...) Descartes y Malebranche, Spinoza y Leibniz, la razón es la región de las verdades eternas, verdades comunes al espíritu humano y al divino. Lo que conocemos y contemplamos, en virtud de la razón, lo contemplamos inmediatamente "en Dios": cada acto de la razón nos asegura la participación en la naturaleza divina y nos abre el reino de lo inteligible"97. Todo acto de conocimiento tiene lugar en Dios y, por tanto, cabe deducir, conocer es ver desde o en Dios, sentarse muy cerca de su escritorio y compartir con El su juicio sobre el mundo y los hombres, dejando de lado las propias particularidades. El buen Dios será, sin embargo, sustituido muy pronto, y el lugar desde donde todo se ve según su propia condición será ocupado por un sujeto trascendental desagregado del yo empírico, esto es, un yo pienso en general que viene a ser en el orden del conocimiento lo que el estado en el orden social: un punto de vista no situado y que, antes de que sea formalizado por los filósofos como el sujeto transcendental, se corresponde muy bien con el punto de vista casi ilocalizable de un viajero, cuya subjetividad está más cerca de lo universal que ninguna otra porque, al fin y al cabo, no ve el mundo desde una sola posición. Para esa visión del mundo y de la totalidad de lo real esta época pronto acuñará un término que evoca la solvencia de una razón capaz de hacerse por fin con la verdad de la naturaleza: la objetividad. El viajero y el comerciante son, como el tiempo según Platón, la imagen móvil de la eternidad o, más propiamente, de la objetividad y de la universalidad. Eso son los viajes y el comercio, en efecto, la imagen móvil de la universalidad, esto es, de la naturaleza; de modo que la forma visible de la naturaleza tiene los rasgos europeos de holandeses, británicos y franceses que surcan los mares y establecen colonias comerciales o científicas. Así puestas las cosas y por curioso que parezca, cuando ellos llegan y pisan las playas de Africa u Oceanía, los nativos que ven bajar de aquellos barcos con pabellón británico u holandés a unos hombres con levita y peluca, ven en realidad a los verdaderos aborígenes: los primeros pobla-

96 Hazard, P., La crisis de la conciencia europea, idem., p. 153. 97 Cassirer, E., La filosofía de la ilustración, idem., p. 28.

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dores de la Naturaleza. La objetividad sobrevive geográficamente en el viajero y en el comerciante donde la universalidad se da de forma móvil, como por agregación —que es como Smith dice que se constituye la universalidad 98 —; y en esa medida, si bien no es todavía la objetividad misma, es la forma subjetiva o moral de aquella convertida en modales, manners, en disposiciones y perfecciones del sujeto que se eleva a lo universal porque le ponen en contacto y relación con el universo, es decir, lo que Hegel llamará cultura: "la cultura es la afirmación de la forma de lo universal; y esto es también el pensamiento en general. El derecho, la propiedad, la eticidad, el gobierno, la constitución, etc., necesitan ser definidos ahora de un modo universal, a fin de que (...) resulten racionales" 99 . Al fin y al cabo los viajes "impulsan lo natural hacia su inclinación" 100 y, para este tiempo, no hay afección más acusada en el hombre que la razón. Pero esa universalidad no puede lograrse sólo mediante la constitución de un observador no situado, también es posible mediante la constitución de un objeto puro donde lo natural se deje ver sin mezcla, surgiendo de sí mismo sin mediaciones históricas, culturales o sociales que lo distorsionen: una isla solitaria donde un náufrago, completamente sólo y ajeno a cualquier sociedad, tiene que hacer surgir lo imprescindible para la vida; un Robinson Crusoe que, como si se tratara del hombre sin genealogía, sin supuestos, deja ver lo natural surgir desde sí mismo. Esa es la metáfora literaria e ilustrada de la physis desagregada de cuanto la mezcla y confunde con lo puesto por el hombre. En realidad se trata de una estrategia para hacerse con lo natural o real sin mezcla que luego, siglos más tarde, escuelas de pensamiento de filiación ilustrada como la fenomenológica desarrollarán en clave filosófica, porque en efecto, en Robinson la naturaleza parece mostrarse sin interferencias y se deja ver según su pura consistencia después de la exfoliación — del deshoje— que es el naufragio y la soledad de la isla. Ahí reside buena parte del atractivo literario de la obra de Defoe, en la fuerza de una aventura que reduce la vida del protagonista hasta lo esencial, como si de una abstracción en términos aristotélicos se tratara, para edificar desde ahí sólo lo esencialmente justificado. El naufragio se convierte así en el reencuentro con la verdad de uno mismo y de lo humano, en una visita purificadora a la naturaleza, al origen perdido. Robinson es un Ulises moderno cuya Itaca es la naturaleza misma. Incluso el propio Rousseau cuando quiso dar la guía para la formación del hombre civil según los designios de la naturaleza, le prohibe a su discípulo, a Emilio, leer durante toda su juventud cualquier libro que no sea la obra de Defoe. Al fin y al

98 Cfr. Rodríguez-Lluesma, C., op. cit., p. 99 Hegel, G.W.F., op. cit., p. 661. 100 Rousseau, J. J., Emilio, Edaf, Madrid, 1985, p. 525.

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cabo el propio Rousseau había hecho algo muy similar con la propuesta historiosófica del hombre natural, del hombre antes de los siglos de las naciones. Se trata, en suma, de abrir y encontrar un acceso al "hombre-no-interpretado", no sujeto a mediación cultural, a la forma pura —natural— del individuo que es el supuesto de la objetividad que este tiempo piensa antes incluso que el sujeto transcendental. Esa es la entrada hasta ahora ignorada que parece abrirse mediante los viajes, o las ensoñaciones historiosóficas bien con forma literaria como la de Defoe, bien con forma filosófica como la de Rousseau. Esos viajes que nos dejan ver desde fuera van a ser durante este tiempo la materia de una pujante literatura, con la que los ingleses se ven desde mundos imaginarios gracias a Swith, o los franceses desde las cartas de un persa que habla por boca de Montesquieu, y los españoles desde Marruecos gracias a Cadalso. Sin embargo, y por extraño que parezca, la conciencia europea al pretender la constitución de una instancia de juicio no determinada por su propia singularidad histórica, no hace sino agudizar esa singularidad y arrojar sobre el mundo y sobre sí misma un punto de vista que es (por su propia pretensión de objetividad racional críticamente contrapuesta a la particularidad histórica, geográfica y cultural), idiosincráticamente europeo: el sujeto transcendental es el correlato en tanto que sujeto del objeto puro, del Robinson Crusoe; ambos coinciden en su exención de supuestos que desde Descartes polariza según múltiples variantes la empresa filosófica de la objetividad. Si es en el individuo no mediado por particularidad alguna de orden histórico, sociocultural o geográfica, donde se hace presente la universalidad de la naturaleza misma del hombre, en él también se realiza la universalidad de la razón como un pensamiento no mediado ni afectado por singularidad alguna. El yo pienso en general o, más genéricamente, el espectador imparcial frente al que desfilan sometiéndose al tribunal de la objetividad todas las excentricidades con las que la historia ha llenado de imposturas a cuanto ha afectado: Dios, el hombre y el mundo que, desenmascarados por fin de las infinitas máscaras con las que habían venido a ser distintos para sí mismos —Dios en religiones particulares, el hombre en culturas y tradiciones históricas, y el mundo en mil supersticiones— llegarán a ser uno en la medida nueva de la razón objetiva. Así, por ejemplo, el cristianismo —de la mano primero del protestantismo y después del naturalismo— no sólo cortocircuita su vinculación histórica con la tradición judía, de modo que "al Dios de Israel, de Isaac y de Jacob", al dios de un pueblo particular, "se pretende sustituirlo por un Dios abstracto, que no es otra cosa que el orden del universo y quizá el universo mismo" 101 ; sino que la razón no tolera otra forma de religiosidad que la que ella misma es capaz de fundar y justificar

101 Hazard, P., La crisis de la conciencia europea, ídem., p. 197.

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mediante una idea que cobra ahora una forma nueva: "la idea de una naturaleza (...) que es poderosa, que es ordenada, que está de acuerdo con la razón: y de ahí una religión natural, un derecho natural, una libertad natural, una igualdad natural" 102 . En suma, "la verdad no es histórica, es metafísica" 103 . A estas alturas ya es posible, pues, exclamar que todo lo natural es racional y que todo lo racional es natural. Fuera, en las tinieblas exteriores, quedan todas la particularizaciones históricas y culturales, religiosas y simbólicas que han sumido a la humanidad en las discordias y el fratricidio. Las oposiciones modernas naturaleza-historia y naturalezacultura tienen su origen en la asimilación razón-naturaleza según una noción de lo universal que la identifica al uno como transcendental en tanto que lo común, subyacente y uniforme, y contra la que se formará polémicamente buena parte de toda la filosofía posterior hasta nuestros días. Pero hasta entonces, los hombres de esta época viven persuadidos no sólo de que su tiempo es el tiempo de la filosofía, sino que viven arrebatados por la convicción de que la posición ganada por la incondicionada objetividad de la razón y su luminosa congruencia con la naturaleza, les permite juzgar a las civilizaciones todas ellas pretéritas frente a la novedad de su tiempo. Así es como el salvajismo se aparece como un estado más cercano —por menos confundido— a la razón y a la naturaleza que la degenerada civilización que, hasta ahora, no ha sabido expresar la naturaleza: quien necesita compasión y redención es el "pobre civilizado, sin virtud, sin fuerza, incapaz de proveer a su alimentación, a su albergue; degenerado y moralmente embrutecido; máscara de carnaval, con su traje azul sus medias rojas, su sombrero negro, su pluma blanca, sus cintas verdes (...) Los civilizados son los verdaderos bárbaros: que el ejemplo de los salvajes les enseñe a recobrar la libertad y la dignidad humanas" 104 . No se trata, sin embargo, de una contradicción con lo dicho anteriormente, porque los viajeros y exploradores se pensaban a sí mismos como el punto desde el que la civilización se había hecho más cercano a la naturaleza y, por tanto, también a aquellos salvajes que les veían bajar de sus barcos, porque éstos estaban todavía sin civilizar y casi recién salidos de las manos de la naturaleza: así el origen o el salvajismo (la naturaleza viva todavía en los salvajes) y el fin o el progreso ( l a naturaleza reencontrada por la civilización ilustrada) coinciden de nuevo para fundar la nueva humanidad natural que tiene noticia de sí misma mediante los viajes, y se realiza en el comercio, porque mediante ambos se unifica la diversidad de las naciones y de las culturas.

102 Hazard, P., La crisis de la conciencia europea, idem., p. 278. 103 Hazard, P., La crisis de la conciencia europea, idem., p. 42. 104 Hazard, P., La crisis de la conciencia europea, idem., p. 25.

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Estamos en uno de esos trances epocales, curiosos de contemplar, en que las imágenes se confunden y se mezclan en ellas rasgos diversos, uno que tarda en desaparecer y corresponde a otra visión, el otro que carece todavía de fuerza y resolución, de figura. Porque esa pretendida visión incondicionada no es la mirada de un ser desclasado y marginal, ni suprahistórico y metacultural que habite más allá de todos los continentes, fuera de todas las determinaciones de la moda y del gusto, ni que renuncie a la constitución de una sociedad verdaderamente humana, sino sólo que está persuadido de haber encontrado en su propia vida la verdadera medida para lograrlo, más acá y más allá de toda época y de todo continente: la razón y la naturaleza. ¿Qué nuevo perfil ofrecerá este hombre verdadero? ¿Bajo qué nueva versión de la humanidad surgirá, animada como siempre por haber encontrado la medida exacta de lo humano, la autoconciencia de lo natural? En medio de aquellas incógnitas fue cuando apareció el "burgués sonriente" con la aparente modestia y sobriedad de su oficio, pero con la persuasión de sus modales y de una vida "pulida" en los avatares del comercio que lo había puesto en relación con el entero género humano, que lo había constituido en su único y nuevo interlocutor válido. "Al comerciante (dice un texto de la época) le es debida toda reverencia. No sólo da a Inglaterra poder, riqueza, honra; no sólo ha elevado a su gloria al banco de Inglaterra, templo de la nueva época; sino que por su comercio funda la colaboración de todos los paises y los hace contribuir al bienestar universal: es el amigo del género humano" 105 .

7. Robinson Crusoe o el ideal de una cultura natural. Pero la amistosidad con y entre el género humano es una novedad o una posibilidad epocal e idiosincrática, porque el género humano no se ha reconocido a sí mismo siempre, o mejor, no se ha tomado a sí mismo como la comunidad de los hombres en lo humano nunca hasta ahora, al menos, con la potencia de conformar un sistema social. La cuestión no es si, por ejemplo, los españoles que llegaron a América siglos antes eran capaces o no de apreciar que los indígenas eran de la misma especie biológica que ellos, los europeos. O si en plenos siglos XVIII y XIX los indios de las praderas norteamericanas apreciaban o no que, en tanto que animales vivos, ellos y los hombres blancos formaban una misma realidad distinta y opuesta a la del búfalo y el coyote. Y la cuestión no es esa porque la unidad de lo humano y su reconocimiento no se produce en el orden biológico de la especie, sino en el cultural e histórico de las naciones, tomadas éstas en el sentido amplio de identidades socioculturales.

105 Citado por Hazard, P., La crisis de la conciencia europea, idem., p. 275.

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De modo que incluso cuando una cultura toma como señales para el reconocimiento de lo humano los límites biológicos de la especie, tales límites en tanto que hitos para dicho reconocimiento sólo llegan a serlo en el orden cultural, esto es, una vez convertidos en signos e integrados en la red de referencias simbólicas que son las culturas. En otros términos, en el plano de la autoconciencia —que hallamos objetivado en las pautas culturales para el reconocimiento— qué es el hombre sólo se sabe desde la noción figurada acerca de qué es lo humano que se posea, y como en ese plano se encuentran también las definiciones teóricas acerca de qué clase de realidad es el hombre, éstas resultan mediadas y posibilitadas desde una perfección anticipada. Para justificar lo que se acaba de sugerir es precisa una cierta demora. A los seres humanos la especie no les señala ni prefigura los objetivos de las operaciones vitales (la nutrición y la reproducción, por ejemplo), como sí lo están para los vivientes de las demás especies animales. Esa prefijación biológica de los objetivos y de las conductas —que es muy variable según la especie de que se trate y de su grado de articulación con el aprendizaje—, es lo que solemos llamar instinto. Que los objetivos de esas actividades (lo comestible y lo incomestible, lo exitoso o no en el orden de la reproducción) no venga determinado biológicamente para el hombre, significa que corre por cuenta del ser humano inventar, determinar y fijar tales objetivos. Obviamente de ahí no se sigue que para el hombre todo sea comestible, o que toda conducta sexual sea exitosa, es decir, no significa que la indeterminación biológica de los objetivos de las operaciones vitales sea absoluta, aunque, en efecto, es de las más amplias y flexibles. Significa sólo que el instinto no ofrece al hombre una información ni prescriptiva ni preferencial de lo que resulta ser nutriente y de lo que no; y que, por tanto, corre por cuenta de los sujetos aprenderlo y determinarlo. No obstante, los individuos de hecho no se enfrentan con tales necesidades en solitario, sino que cuentan con un conjunto de pautas contenidas en las prescripciones culturales sobre lo conveniente y lo inconveniente en torno a la nutrición (gastronomía) y la reproducción (erótica), por ejemplo, pero también sobre lo bueno y lo malo en un sentido más global (moral), sobre lo bello y lo feo (estética) y, sobre todo, acerca de lo humano y lo inhumano. Ese conjunto de pautas no se transmiten biológica sino socialmente y no constituyen una identidad biológica como son las especies, sino una identidad cultural como son las naciones en sentido amplio. En cierto sentido, pues, la cultura sustituye al instinto, y lo sustituye también en lo que al reconocimiento de lo humano y de lo no humano se refiere, es decir, en la forma y el contenido de la autoconciencia de lo humano, de lo que hace al hombre serlo —como la materia y la forma de su autorrealización— y señala los límites de la recognoscibilidad entre los hombres. No hay, pues, algo así como un reconocimiento biológico de la hominidad, porque todo reconocimiento del hombre está mediado y posibilitado (aun-

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que a veces también restringido) por un patrón cultural acerca de lo humano y de lo que puede llegar a serlo. La idea de lo humano no es, por tanto, la de una perfección posible del hombre una vez que la idea acerca de qué es la hominidad se tiene ya fijada y estabilizada, sino que la hominidad misma y su reconocimiento sólo viene a ser posible desde una noción acerca de su perfección y del programa de su realización que puede llamarse humanismo: la autoconciencia del hombre es hermenéutica y se ejerce sólo en y mediante una versión figurada acerca de sí mismo que solemos llamar lo humano. En definitiva, la idea misma de hombre, y la autoconciencia que la asume, tiene la estructura de un círculo hermenéutico por el que las partes se piensan y se saben como tales desde un todo que se anticipa, de modo que el hombre sólo viene a saberse tal respecto de una perfección figurada de sí mismo. Eso significa que la unidad entre los hombres y su autoconciencia no se realiza en el orden biológico de la especie, sino en el orden cultural de las "naciones", y tiene, por tanto, la amplitud del sistema cultural y no de la especie: no hay modo de que el hombre llegue a tenerse por tal si no es mediante una versión de sí mismo. Desde ahí puede comprenderse que si unos individuos, por ejemplo, comían lo que para otros resultaba incomestible y se reproducían como para otros sólo las bestias lo harían, en el orden de la autoconciencia y el reconocimiento de lo humano venían a ser precisamente eso, bestias más bien que hombres. Las diferencias culturales tienden así a convertirse en diferencias específicas entre los hombres, de modo que distintas tradiciones culturales guardan entre sí una distancia que —en orden al reconocimiento de lo humano— puede ser incluso tan acusada como la que hay entre especies biológicas distintas. De ahí que las diferencias entre las diversas identidades socioculturales —e incluso entre clases, castas o estamentos— haya sido con frecuencia expresada en términos de diferencias entre especies 106 y que, consecuentemente, se haya decretado su incomunicabilidad en el plano de la reproducción o de la nutrición, por ejemplo. Desde luego que las diversas identidades culturales se definen a sí mismas de modos también diversos, y tienen hitos para el reconocimiento de lo humano que son distintos (de ahí, en parte su inconmensurabilidad). Si, como ya se ha visto, para los griegos fue decisiva la comunidad de la lengua o la vida ajustada a leyes, para Israel la circuncisión cumplió una función semejante, y para los cristianos

106 Ese es el sentido con el que Sieyes denuncia que para la nobleza del antiguo régimen el estado llano estaba compuesto por "hombres de otra especie", Cfr. Ensayo sobre los privilegios, idem., p. 14. Y lo mismo señala Elias: "no debe olvidarse que para la tropa escogida de los aristócratas, para el monde del siglo XVIII, la idea según la cual, en cierto sentido, todos los hombres son iguales", a pesar de las diferencias de rango, era totalmente extraña", Cfr. Elias, N., op. cit., p. 37. El pueblo llano es, en definitiva, "una raza de hombres extraños", idem., p. 69

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medievales —incluidos los ya modernos descubridores de América— lo fue la existencia o no de alma en los cuerpos de aquellos indios (que comían hombres y hacían sacrificios humanos), es decir, si estaban o no bajo el alcance de la redención obrada por Cristo. No se trata —o al menos no se trata sólo— de que los hombres estuvieran ofuscados por una rudeza moral que les llevaba a excluir de lo humano cuanto les resultaba extraño. Sino de que no tenían otro criterio para definirlo que el patrón que guiaba la propia autorrealización, y en el que se hallaban codificados los límites internos de lo humano como perfección y degeneración, y también los externos como lo divino y lo bestial, o, más genéricamente, lo sobrehumano y lo infrahumano. Quizá ahora pueda advertirse ya con fijeza por qué la idea de amistosidad (o de reconocimiento benevolente) con el entero género humano, puede plantearse sólo cuando se cree tener un criterio de reconocimiento tan extenso o tan universal como para abarcar a la totalidad de la especie, es decir, cuando se cree poseer y realizar una cultura universal y un sistema social en el que se hace efectiva. Ahora bien, la idea de una "cultura universal" es algo así como la superación de Babel en otro plano que el lingüístico, una especie de pentecostés cultural que hace suponer que una determinada cultura al convertirse en universal se ha hecho también la expresión adecuada de la naturaleza. Ahora quizá pueda apreciarse que esa idea de naturaleza tiene como correlato el comercio, porque para esta época el comercio es el pentecostés natural donde todas las naciones pueden concurrir, hallar y ser reconocidas como interlocutoras. En realidad la idea de una cultura universal es la de una cultura que aspira a desmentirse a sí misma en tanto que cultura, para asimilarse a la naturaleza y poder así coincidir con el entero género humano. Una cultura cuyos hitos para el reconocimiento de lo humano se creen tan extensos como el genero homo, esto es, que coinciden con el nacimiento de un miembro de la especie 107 , de modo que se es capaz de reconocer lo humano en todo hombre y fundar así la comunidad de la especie en lo humano que desde entonces llamamos humanidadm. Es, pues, característico de este tiempo que esa cultura se niega o se ignora como tal porque si bien se sabe artificial no se tiene por particular, y se proclama como la expresión misma de la naturaleza humana, en la misma medida que aspira a ser tan universal —en el espacio y en el tiempo— como la especie.

107 "La proclamación de los Derechos Humanos durante la Revolución Francesa significó, (...) casi literalmente, que todo hombre, en virtud del nacimiento, se había convertido en titular de ciertos derechos. (...) proclama la existencia de derechos con independencia y al margen del cuerpo político y llega a identificar esos pretendidos derechos, es decir, los derechos del hombre qua hombre, con los derechos de los ciudadanos", Arendt, H., Sobre la revolución. Alianza, Madrid, 1988, p. 151. 108 Diderot ya puede alentar a los hombres sin excepción: "Repetios con frecuencia: "Soy hombre, y no tengo más derechos naturales verdaderamente inalienables que los de la humanidad", cfr., Diderot, Escritos políticos, Centro de estudios constitucionales, Madrid, 1989, p. 18.

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De ese modo, lo que era una versión cultural más acerca de lo humano y de su recognoscibilidad, se toma y se afirma a sí misma como el patrón metacultural de lo humano, es decir, se ontologiza y viene a ser el ámbito de vigencia de la verdad acerca del hombre, o, lo que es lo mismo de la naturaleza humana. Así puestas las cosas, es claro que el sistema sociocultural en el que se realiza no puede ser considerado como uno más entre los muchos otros que prefiguran la autoconciencia de lo humano, restringiéndola sin permitirle coincidir en su alcance con la totalidad del género humano. Es decir, la nota que convierte en natural a ese sistema sociocultural tiene que ser la universalidad donde no sólo se confunde o asimila con la especie (desde Adán al último hombre), sino con la razón misma como naturaleza específica de aquella. Ahora bien, esa universalidad no puede ser hermenéutica, sino que tiene que estar fundada en la índole misma de todo y cualquier individuo humano con independencia del tiempo, el lugar y, sobre todo, de las particularidades culturales: esto es, tiene que ser la naturaleza del ser humano tal y como ésta de hecho se hace valer si se la deja desenvolverse sin interferencias sociales y distorsiones culturales: Robinson Crusoe. Obviamente ese "de hecho" referido a la forma en la que la naturaleza se despliega desde sí y sin interferencias culturales no pasa de ser un supuesto, es decir, es de todo menos un hecho, porque se trata de una ficción expresable literariamente como hizo Defoe, teóricamente con la noción de individuo cabalmente constituido antes de toda vida social, o bajo la idea de hombre natural al estilo roussoniano. En suma, incluso cuando se quiere pensar la naturaleza como la constancia fáctica se la afirma como tal desde la suposición de una perfección que es figurada. La novela de Defoe aparece, de nuevo, como la metáfora literaria en la que se lleva a cabo la misma operación que, en términos metafísicos, va a constituir al individuo presocial como patrón de la naturaleza humana. Robinson es, por fin, el individuo que se enfrenta a la determinación y el aprendizaje de los objetivos de las operaciones vitales sin prefiguraciones sociales, y que —como ahora parece lógico y natural— no se le ocurre otra cosa que ponerse a trabajar, cultivar los campos, construir residencias de invierno y de verano, cercar ganado y organizar su explotación, todo ello en la soledad de una isla desierta. Robinson es el burgués aborigen, o, de otro modo, es la metáfora con la que la burguesía europea se dice a sí misma que su forma de vida es la más natural y racional, la propia de la nación aborigen sobre el planeta. Tanto en este caso, como en muchos otros, el "héroe del primitivismo (...) no era el noble salvaje; era el irritado y asombrado burgués, opuesto a una sociedad que le despreciaba mirándole de arriba abajo, consciente de su propia pureza de corazón y de la grandeza de sus méritos" 109 .

109 Sabine, G., Historia de la teoría política, F.C.E., México, 1945, p. 424.

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En suma, si bien el reconocimiento de la unidad entre los hombres se realiza necesariamente en el orden sociocultural, eso no impide que la cultura misma tome como hitos para el reconocimiento de lo humano los límites de la especie biológica del hombre, pero, en ese caso —que es precisamente el que nos ocupa— la especie misma tiene que ser interpretada, y se la ha de definir según alguna propiedad constitutiva, específica y diferencial: la naturaleza. Y eso es precisamente lo que ocurre ahora, que al extenderse la cultura como sede de la autoconciencia de lo humano a la totalidad de la especie, por un lado la cultura misma se confunde con la naturaleza en tanto que ésta contiene lo específico del género humano, y por el otro la naturaleza se hace tan extensa y unívoca como la noción de especie, de modo que no admite excepción temporal ni espacial 110 . Además, como la filosofía es ahora, "por primera vez, una filosofía de la clase media, que estaba, en términos generales, del lado del liberalismo, el cosmopolitismo, la ilustración y el individualismo. Mirando este mundo con esos prejuicios, la filosofía moderna no podía encontrar nada aparentemente tan sólido e indudable como la naturaleza humana individual (...) y, sobre todo su razón" 111 . Tenía que hallarse "en el hombre alguna unidad de naturaleza, alguna fuerza natural distintiva de la especie. De ser así, podrían explicarse las peculiaridades locales, temporales e individuales de su naturaleza como desviaciones de una norma que en conjunto permanecía constante" 112 . Así se logra afirmar la igualdad natural de los hombres, o, lo que es lo mismo, la unidad de lo humano en la especie como si de la naturaleza de ésta se tratara. En ese sentido "no existe ningún período de la historia al que pudiera retrotraerse la Declaración de los Derechos del Hombre. Es posible que ya antes se hubiera reconocido la igualdad de los hombres ante Dios (...). Pero la idea de derechos políticos inalienables que corresponden al hombre en virtud del nacimiento hubiera parecido a los hombres de todas las épocas anteriores a la nuestra (...) una contradicción en los términos" 113 . Es posible incluso que se hubiera afirmado la igualdad natural de los hombres, pero eso no cambia las cosas, porque esa igualdad carecía del correlato de un sistema sociocultural que cifrara su identidad y cohesión en la naturaleza común y universal del género humano definida como razón.

110 Este tiempo "está saturado de la creencia en la la unidad e invariabilidad de la razón. Es la misma para todos los sujetos pensantes, para toda las naciones, para todas las épocas, para todas las culturas", Cassirer, E., op. cit., p. 254. 111 Sabine, G., Historia de la teoría política, F.C.E., México, 1945, p. 320. 112 Sabine, G., idem. 113 Arendt, H., Sobre la revolución, Alianza, Madrid, 1988, p. 47.

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8. La burguesía aborigen y los indios de las praderas americanas. Desde el punto de vista de la historia de las ideas no se trata de una novedad tan radical. Tanto el estoicismo y su noción de humanitas, como no pocas de las formulaciones metafísicas de la teología y la filosofía cristiano medieval en torno a la noción de persona, y también buena parte de la filosofía de la naturaleza del Renacimiento constituyen claros y con frecuencia expresos precedentes, en los que se había logrado incluso una formulación teórica acabada de la universalidad de la humanidad y, por tanto, de la coincidencia entre aquella y el género o la especie humana. Pero no es el orden de la historia de las ideas el que aquí interesa, ni al que se hace mención cuando se dice que nunca hasta ahora el género humano se había tomado a sí mismo como la comunidad de los hombres en lo humano, sino al plano de los sistemas sociales y de sus objetivaciones jurídicas, políticas, económicas y también, es cierto, teóricas, pero sólo en tanto que una estancia más en la constelación del nuevo universo sociocultural. En ese sentido, ni la ecumene griega, ni el imperio y la pax romana, ni el estoicismo con su comunidad de sabios que hacía efectiva y expresaba la común naturaleza, ni el cristianismo mediante la sociedad universal de los fíeles que es la Iglesia y menos aún la Christianitas como unidad sociopolítica, ni la sociedad de los humanistas, lograron hacer efectiva esa universalidad que ahora se presenta como posible mediante el comercio entre quienes están bajo la ley común de tener que trabajar para vivir. "La idea de igualdad, según la entendemos hoy, es decir, la igualdad de los seres humanos en virtud del nacimiento, y la consideración de la misma como un derecho innato, fue completamente desconocida hasta la Edad Moderna" 1 1 4 . Para estos hombres que creyeron por fin haberse hecho capaces de extender su reconocimiento sin restricciones a toda la especie, esa nueva capacidad es también la superación de la rudeza moral y humana en su sentido más global y que embotaba el juicio para el reconocimiento; es decir, no se trata sólo de una perfección del juicio, de la razón (que por fin ha venido a reconocerse a sí misma), sino también de una perfección moral de la sensibilidad, de los sentimientos, de lo que vino a llamarse humanity, y que se expresa en los modales y en la forma de una vida pulida. Pero si la unidad y el reconocimiento de lo humano pasa a producirse en un orden cultural que se proclama simétrico con el orden biológico de la especie, es también porque la realización de lo humano se ha hecho posible y se ha abierto en el plano de las necesidades naturales comunes a todo el género humano, cuya satisfacción se procura mediante el trabajo: la vivienda, el vestido, la alimentación, reproducción y mantenimiento de la prole, defensa, curación, el ornato, etc. Es decir, justo las actividades que Aristóteles llamó económicas y que componen, en

114 Arendt, H., Sobre la revolución, idem., p. 41.

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efecto, el nuevo cuerpo social europeo como sistema de las necesidades. Es, pues, la economización de lo social y, por así decir, la consiguiente socialización del planeta mediante el universalismo de los intercambios mercantiles, lo que permite ahora extender entre el conjunto de las identidades socioculturales la unidad genérica de lo humano y su reconocimiento. El comercio se presenta, pues, como el movimiento de la humanización y de la instrucción de la humanidad, lo que significa no sólo su reconocimiento objetivado en unos nuevos derechos del hombre, sino también su realización y cumplimento en el seno de una identidad cultural que se ha hecho planetaria: la humanidad. El comercio mismo es la instrucción del género humano en los modales de la humanidad, es decir, en el ámbito de las relaciones intersubjetivas, mientras que la ciencia es eso mismo en el orden de la objetividad. No en balde fueron comerciantes y científicos los que surcaron los mares y océanos del planeta poniendo en relación a los hombres y a la naturaleza recién descubierta, explorada y conquistada por la razón. Hay ahora, además, algo así como una filantropía comercial que asimila el bien de las naciones con el del entero género humano y que se cree capaz de hacerlo vigente en el orden de la existencia efectiva de los sujetos y de los pueblos: "Me aventuraré, pues, a confesar (dice Hume) que, no sólo como hombre, sino como subdito británico, ruego para que florezca el comercio de Alemania, España, Italia e incluso Francia" 115 . Como ya hemos visto —y como ha ocurrido siempre hasta entonces— ese orden sociocultural que se proclama tan amplio como el género humano no surge acompañado de la conciencia de ser un sistema sociocultural más, sino como lo natural e incluso como la naturaleza misma, y en este caso la naturaleza humana reconocible a todo hombre por su nacimiento. Ahora bien, en sentido estricto lo que ahora permite el reconocimiento (y realización) de lo humano en el género homo mediante la extensión mundial del comercio, no es tanto la coincidencia biológica de las necesidades vitales en el seno de la especie, como el hecho de que los hombres están bajo "la ley común de tener que trabajar para vivir"; es más, ser hombre, es decir, dejar que lo humano se reconozca en una identidad biológica como la de la especie, consiste en tener que trabajar para vivir, o lo que vendrá a ser lo mismo, vivir según la forma de un trabajo: la profesión. Es respecto de esa condición general desde donde el comercio se presenta como un estado de perfección, porque es la forma mediante la que una vida estructurada según el trabajo hace efectiva la unidad y recognoscibilidad universal de lo humano en el entero género homo, que, por consiguiente, tiene como especificación más relevante ser

115 Hume, D., De la rivalidad comercial en Ensayos políticos, Tecnos, Madrid, 1994, p. 146 (la cursiva es mía; me pareció que las rogativas por parte de un subdito británico para que incluso en Francia prosperara el comercio, eran prueba suficiente de que la nueva amistosidad con el entero género humano se tiene ahora por una fuerza capaz de superar las distancias más abismales: el Canal de la Mancha).

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el género homo laborans. En realidad, pues, no es la mera especie la que se ha convertido en el espacio para el reconocimiento de lo humano, sino un nuevo sistema sociocultural —el europeo, en concreto— cuyo alcance se pretende universal y establece una cierta simetría o coincidencia entre dicho sistema y la totalidad de la especie: la sociedad planetaria del trabajo que hace efectiva su universalidad en el mercado mundial de las profesiones y de los bienes y servicios que es la forma del mutuo fomento de la civilización, la prosperidad y la realización de los sujetos y de las naciones. Porque "si se mantiene la libre comunicación entre las naciones, es imposible que la industria de cada una deje de mejorar con los progresos de las demás" 1 1 6 . Vaciada ya la sustancia de la antigua aspiración a la concordia cristiana, una nueva civilización universal, otro orbi et orbi se erige en la confianza de que la unidad natural de los hombres se realizará en la concordia comercial de los pueblos civilizados, esto es, industriosos. "Me atrevo a afirmar (exclama Hume) que el aumento de la riqueza y el comercio de una nación no sólo no perjudica, sino que de ordinario fomenta los de sus vecinos, y que es difícil que un país pueda alcanzar grandes progresos si los que le rodean se hallan hundidos en la ignorancia, la indolencia y la barbarie" 117 . No parece haber lugar para las viejas zozobras, porque además la garantía de que el trabajo —mediante el comercio— puede poner al entero género humano en relación y permitir su mutua reconocimiento y realización, la ha facilitado "la naturaleza, que al dar diferentes capacidades, suelos y climas a las diversas naciones, ha asegurado su trato y comercio mutuos mientras todas ellas se muestren industriosas y civilizadas" 118 . En cierto sentido, pues, hay hombres (o, de otro modo, resulta posible reconocerlos efectiva y prácticamente como tales mediante relaciones civilizadas) allí donde hay trabajo. Aquellos lugares del planeta donde no lo hay, es decir, donde el hombre no está en condiciones de hacerse valer y reconocer como tal ante los demás, son lugares desiertos. Tocqueville lo dice de este modo al describir la clase de relación que tenían los indios nativos con los territorios norteamericanos: "Aunque el vasto país que acabamos de describir estuvo habitado por numerosas tribus indígenas, se puede decir con justicia que en la época del descubrimiento no era todavía más que un desierto. Los indios lo habitaban pero no lo poseían. Es por medio de la agricultura como el hombre se apropia del suelo, y los primeros habitantes del norte de América vivían del producto de la caza" 119 . Aquellas tribus indí-

116 Hume, D., De la rivalidad comercial en Ensayos políticos, idem., p. 143. 117 Hume, D., De la rivalidad comercial en Ensayos políticos, idem., p. 143. 118 Hume, D., De la rivalidad comercial en Ensayos políticos, idem., p. 144. 119

Tocqueville, A., La democracia en América,

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genas eran en Norteamérica poco menos que unos okupas milenarios, viene a decir Tocqueville, a los que el tiempo no había hecho propietarios, como no había sido capaz de hacer de América nada más que un vergel deshabitado: un desierto. Su desalojo por los colonos anglosajones no fue, al parecer, sino la ejecución de un título de propiedad: la implantación de una sociedad y una cultura que afirma su posesión sobre la tierra mediante la agricultura: el trabajo transformador. Tocqueville no niega que las tribus indígenas formaran parte del género humano, pero sí que tuvieran una relación con los territorios que poblaban en la que compareciera su humanidad, de modo que pudiera ser reconocida y tuviera que ser respetada como humana, es decir, propia el hombre. La humanidad de aquellas tribus era, pues, abstracta, estaba separada y no se había realizado con relación a la tierra que habitaban. La posición de Tocqueville puede parecer tan eurocéntrica como se quiera y, sin duda, lo es. Quizás los indios americanos tuvieran una noción de la propiedad que no se seguía de la agricultura sino de la caza y la recolección y, en ese sentido, la lucha entre las dos comunidades fue el choque entre colonos y cazadores. Pero, con independencia de eso, según lo dicho por Tocqueville un territorio es un desierto — o puede serlo— aunque se trate de un ecosistema rico en formas de vida vegetales y animales, incluidas la humanas. La razón es clara, se entiende por desierto todo espacio geográfico con el que el hombre no ha establecido una peculiar forma de relación que lo convierte en su dueño: la agricultura. Ahora se puede ver que si humanizar es dar sentido, y como dar sentido es poner nombre, interpretar, habitar y poseer, en esta época la humanización del mundo y del hombre mismo acontece mediante el trabajo y, todavía más, mediante el trabajo transformador. Donde no lo hay no hay hombres como habitantes, como dueños del lugar mediante su humanización, ni como dueños de sí mismos, como libres, porque sólo los libres pueden poseer en propiedad. Y como esa libertad es ahora trabajo, tan ajenos a ella y, por tanto, a la humanidad resultan los cazadores-recolectores como los duques, condes y marqueses de la corte francesa. De este modo resulta que los indígenas norte americanos se parecen mucho a la aristocracia francesa del XVIII, y que la misma versión epocal de lo humano que combatió a los aristócratas al grito de libertad-igualdad-fraternidad, combatió también y desde la misma posición a los apaches, comanches, pies negros, mohicanos, etc. El verdadero aborigen ya sea en las praderas o en plena sociedad europea es el hombre que trabaja, el buen burgués, porque allí donde el hombre trabaja viene a serlo realmente y consiguientemente se convierte en el primer poblador del mundo. En el trabajo el hombre se posee en su origen y entra en posesión del mundo; antes del trabajo ni en el hombre ni en el mundo que habita hay humanidad: son un desierto. Desde ese punto de vista es posible decir que el Valle del Missisipi, las praderas y las costas del oeste, o incluso, el mismísimo Amazonas, son desiertos tanto como

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el Sahara. Para que así sea basta con que se trate de territorios no cultivados, o, lo que es lo mismo, territorios sin dueño. Los desiertos no lo son por carecer de vida biológica o porque ésta sea muy escasa, sino por carecer de posesión: habitantes que viven de ellos mediante el trabajo. Resulta, pues, que si cualquier territorio sin hombres es un desierto, aún cuando estuviera poblado por hombres, lo seguiría siendo si los hombres no son agricultores. Su noción de desierto no es solo eurocéntrica, sino laborocéntrica\ y es, en efecto, ese laborocentrismo el punto desde el que se aspira a extender el reconocimiento de lo humano hasta los límites de la identidad zoológica de la especie humana. El planeta mismo permaneció deshábitado hasta que hubo una variante del hombre que se llama el propietario y que llega a serlo mediante el trabajo. La humanidad aborigen es la humanidad bajo la ley de tener que trabajar para vivir. Así es como la burguesía se convierte en la nación aborigen 120 del planeta, en sus primeros pobladores: la primera vez que hubo hombres fue cuando estos fueron humanos según la forma del trabajo y humanizaron así también al planeta que, por fin, había sido integrado en el programa y en el proceso de realización del sujeto, y de un sujeto que es ahora planetario y que puede identificarse, por fin también, con la especie: la humanidad 121 . Pero no se trata sólo de una ocurrencia de Tocqueville, el propio Rousseau que ofrece respecto de las ideas modernas juicios muy esquivos, cuando en el Emilio se decide a afrontar la educación de su discípulo en lo que se refiere a "los orígenes de la propiedad" 122 , no sigue tanto su relato del surgimiento de la exclamación "esto es mío" en la que se originaron todos los males del hombre, sino que dice: "esperando a que él disponga de los brazos yo labro la tierra para él; él toma posesión y planta un haba, y seguramente esta posesión es más sagrada y más respetable que la que tomaba Núñez de Balboa de la América meridional en nombre del rey de España, plantando su estandarte sobre las costas del mar del sur" 123 . Un haba plantada es ya un título de propiedad más sagrado que estandartes o declaraciones y, por supuesto, que mil años de ocupación ociosa: "yo le hago comprender que él ha puesto allí su tiempo, su trabajo, su cuidado, su persona, en fin; que exis-

120 Aborígenes en las leyendas romanas son los habitantes más antiguos de Italia central; hijos de los arboles. Su nombre se interpreta habitualmente con el significado de "el pueblo originario". Sobre ellos reinaba Latino cuando Eneas llegó al Lacio a la cabeza de los troyanos. Junto con estos formaron el pueblo latino en honor del nombre del antiguo rey. 121 Es la nueva versión del urbi et orbi, que consiste en pensar y cifrar la realización del hombre en un oficio, en el trabajo, y al planeta en el lugar y el medio de ese oficio, una oficina mundial. 122 Rousseau, J.J., Emilio, idem., p. 123 Rousseau, J.J., Emilio, idem., p.

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te en esta tierra alguna cosa de sí mismo que él puede reclamar contra quien sea, del mismo modo que podría retirar su brazo de la mano de otro hombre que a pesar suyo quisiera retenerlo" 124 . El hombre se extraña en la naturaleza mediante el trabajo, y es esa misma extrañación en la naturaleza lo que la convierte en parte de sí mismo, como si de un brazo se tratara y, por tanto en suya, de su propiedad: "la idea de la propiedad (concluye Rousseau) remonta naturalmente al derecho del primer ocupante mediante el trabajo" 125 . Antes de esa ocupación toda otra carece de derechos de propiedad: no hay, pues, poblador anterior a la humanidad que encarna la libertad de propiedad que se sigue al trabajo, esto es, la burguesía. Los indígenas son, como los aristócratas, "hombres sin profesión" 126 : fracciones del género humano fuera de la ley común del trabajo.

9. Sangre, tierra, ley. (Sexo, propiedad, libertad y saber). Ahora, al borde ya del último episodio es preciso que la revoluciones de la autoconciencia y realización de lo humano que se han transitado, cobren una cierta simultaneidad. Ya en otras ocasiones se ha hecho referencia a un cierto número de constantes que aparecen en los distintos sistemas socioculturales con la intermitencia y variabilidad del curso histórico, y que de modo genérico pueden enunciarse como la tierra, la sangre y la ley. Si, por ejemplo, en la tradición de los libros sagrados judíos esas constantes tienen la forma de la tierra prometida, la identidad genealógica de los hijos de Abraham y del decálogo, en Homero vienen a ser el hogar, la tribu y la ley. Y más tarde en la versión filosófica que de ellos ofrece Aristóteles, lo son la casa —la comunidad de lo cotidiano—, la aldea —comunidad satisfactora de lo no cotidiano—, y la polis como la sociedad de los que tienen ley y llevan una vida libre, esto es, cumplidamente humana. Aunque las correspondencias no son simétricas, en realidad la casa y la aldea aristotélicas hacen relación al hogar y la tribu homéricas, y en ambos casos se trata de comunidades organizadas sobre identidades parentales (sangre), que son comunidades satisfactoras de necesidades, es decir, que tramitan y ordenan la propiedad y los bienes para la satisfacción. La polis, sin embargo, hace relación a la comunidad de hombres libres, esto es, que viven de acuerdo con las leyes y costumbres en la medida que ellas son el depósito del saber acerca de lo justo, lo bueno y lo conveniente. Se ha sugerido ya también que cada una de esas constantes, en tanto que se convierte en el eje configurador de las demás, da lugar a distintas formas de organización de la vida social que e denominaron castas, estirpes y ciudades. En los sis-

124 Rousseau, J.J., Emilio, idem., p. 125 Rousseau, J.J., Emilio, idem., p. 108. 126 Elias, op. cit., p. 73.

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temas de castas es la sangre o, si se quiere, la unidad genealógica, la que funda las identidades sociales y prefigura el destino social de los sujetos. Las castas tienden a convertirse en especies sociológicas que, como las zoológicas, sumen a los individuos en una identidad específica cuya extensión y perpetuación tiene los límites de los linajes físicos. La sangre, o la unidad genealógica, es algo así como un principio biosocial de organización y prefiguración de la vida de los sujetos, que tiene en el orden social una eficacia similar a la del código genético en el orden biológico; es más, la casta viene a ser algo muy semejante a una identidad o código genético social, que convierte además al sexo en el eje vertebrador de las identidades y también en la sede del poder para su configuración. Frente a ellas las estirpes se constituyen como unidades sociales fundadas por una dotación patrimonial en la que residen los hitos de la identificación, del destino y las posibilidades operativas de los individuos. En las estirpes la identidad de los sujetos sigue siendo genealógica, pero en su seno la genealogía se ha hecho patrimonial, esto es, los linajes ya no tienen la consistencia y la extensión de los linajes físicos sino de las filiaciones patrimoniales, de modo que están compuestos por propietarios y herederos. La sucesión generacional no se produce, en sentido estricto, por la filiación física sino por la patrimonial, es decir, por la herencia. Ahí, en la propiedad, reside el poder configurador de las identidades y destinos sociales. También las estirpes tienden a constituirse como especies, pero ya no tienen una identidad biosociológica sino socioeconómica, cuya sede subjetiva no es el sexo sino la propiedad. Esta fue, por ejemplo, la estructura básica de la nobleza europea desde la Edad Media hasta la Modernidad. Se trata, pues, de los principios que conforman las versiones estamentales de la autoconciencia y realización de lo humano. Tanto en el caso de las sociedades de castas como en las de estirpes, y en sus múltiples formas de combinación, la ley carece de autonomía como instancia constitutiva de identidades sociales, y se comporta como la objetivación normativa de los requerimientos configurantes de las identidades sociales según castas o estirpes. El lugar donde se producen los primeros atisbos de la autonomización de la ley son las ciudades (como Atenas y Roma) cuando entrañan una cierta especificidad irreductible a las de meras agregaciones urbanas según las formalidades sociales de las castas o las estirpes. Esa especificidad es precisamente la autonomía y destacamiento de la ley como principio configurante del orden social. En el seno de esas ciudades la ciudadanía, todavía complicada con los principios biosociológicos y socioeconómicos de identidad, logra de hecho una cierta ampliación fuera de ellos, y aunque su autonomización no está cumplida, al convertirse en parte del contenido diferencial de la función política, se convierte también en un espacio diferenciado de la vida social, con una consistencia o forma propia, si bien todavía dependiente en su contenido. La manifestación de que la ley se ha constituido en

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un ámbito específico aunque heterónomo es que su correlato subjetivo ya no es el sexo, ni la propiedad, sino la libertad formalizada como ciudadanía, aunque ésta sea prefigurada según el campo restringido por las identidades según el sexo o la propiedad. En realidad el correlato subjetivo de la ley no es sólo la libertad en cuanto capacidad de conducirse según la ley, sino también el saber como posesión subjetiva de la forma de la ley. Tanto una como otra sólo se destacan y se convierten en la trama interna de una forma de vida diferenciada si a su vez la ley se ha diferenciado y destacado de la comunidades genealógicas físicas o patrimoniales, es decir, si se ha fundado una ciudad, y eso es exactamente lo que Aristóteles sostiene respecto de Atenas, donde vida política y la theoria, el saber, constituyen el modus vivendi ciudadano. En el carácter dependiente pero diferenciado de la ley reside la forma de las versiones aristocráticas de la realización y figuración de lo humano. El proceso por el que la ley va cobrando una sustancia propia aunque todavía dependiente, es también el proceso por el que la libertad, antes sólo un estatuto sociocultural idiosincrático, va llenándose de la sustancia de la moralidad (que aparece como universalidad) al tiempo que ésta se distancia y separa de la forma particular de la ciudadanía. No obstante, mientras que la autonomización no se haya completado, se trata de una moralidad cuyo alcance y extensión al conjunto de los individuos es dependiente y está restringido por los límites de las identidades biosociológicas y socioeconómicas. Es decir, se trata de una libertad aristocrática porque la ley todavía restringe la constitución de sujetos morales dentro de los límites que señalan las genealogías físicas o patrimoniales. El correlato de ese carácter restringido de la libertad es la formalización del saber como una actividad inútil, esto es, como propia de una formas de vida particulares que son hábiles al respecto precisamente por su constitución patrimonial. Como sabemos ese es, por ejemplo, el estatuto que el propio Aristóteles prescribe para la metafísica y para el saber en general que precisa del ocio. La autonomización cumplida de la ley es también la fundación de la libertad moral con alcance irrestricto entre los sujetos o, si se quiere, la fundación de la libertad misma y de la identidad moral de los sujetos con independencia de los linajes físicos y patrimoniales; lo que, en su máxima amplitud, significa para todas las razas y para todas las naciones. La autonomía de la ley es también la universalización de la libertad, o, lo que es lo mismo, la fundación de la humanidad coextensiva con la totalidad de las razas y la naciones. Programáticamente al menos, esa universalización en nuestra tradición la lleva a cabo el cristianismo al extender según un alcance irrestricto lo que había sido la ley de una tribu (de una identidad genealógica): el decálogo de los hijos de Abraham. He ahí la autonomización de la ley en lo que hace relación a su correlato subjetivo como libertad de lo individuos,

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que ya es moral, universal. Sin embargo, en lo que hace relación al correlato subjetivo de la ley como saber, la autonomización y universalización corrió por cuenta del pensamiento griego y más en concreto de la filosofía; en ella el saber se funda como la aspiración a ser la posesión subjetiva de la forma no idiosincrática de la ley, y no sólo de la que afecta a los hombres en el seno de sus comunidades, sino también a las transformaciones de los cuerpos naturales y las revoluciones del mundo. Ahora bien, de la universalización de la ley que constituye a la totalidad de los individuos en sujetos morales, hay muy pronto y al menos dos formulaciones teóricas acabadas: la noción estoica de humanitas y de naturaleza, y la cristiano medieval de persona (sustancia individual de naturaleza racional). En ambos casos esa universalidad se expresa y se cifra en la especificidad de la razón como definición común de los hombres. Y en ambos casos también la universalización de la libertad, es decir, la autonomización de la ley respecto de las restricciones biosociológicas y socioeconómicas (las sociedades según la sangre y la propiedad), se produce en la forma de su secesión, de su separación de los contextos sociales donde el sexo y la propiedad estaban vigentes como parte de la trama de la vida común: para los estoicos es el cosmopolitismo natural que se aloja y se expresa en la impasibilidad moral del sabio; y, en el caso de la noción cristiano medieval de persona, mediante la secesión del mundo expresada y realizada en la forma de vida monástica y religiosa. Es como si la afirmación primera de la ley, su inauguración, sólo se pudiera hacer oponiéndola y separándola de cuanto antes la retenía en la dependencia (guiados por una dinámica similar a cuando, siglos más tarde, la afirmación de la primordialidad de los correlatos subjetivos de la ley, pensados entonces como conciencia y más concretamente como fe, llevo a Lutero a oponerlos irreconciliablemente con la ley, causa del pecado, y a producir el movimiento de la Reforma). En la constitución de las formas de vida religiosa cristiano medievales —de una potencia configurante para nuestro mundo muy superior a la estoica— puede asistirse a la expresa reaparición de las tres constantes que nos han traído hasta aquí, ahora acogidas en la forma de los votos religiosos más característicos mediante los que se profesaba la perfección de los consejos evangélicos: castidad, pobreza y obediencia. Como se ha visto, mediante el voto de castidad quedaba en suspenso que la profesión de la perfección y los oficios religiosos se constituyera como una casta. Lo mismo ocurre con el voto de pobreza respecto del poder configurante de los principios sociopatrimoniales, es decir, respecto de las estirpes civiles y patrimoniales. Ya ninguna de ellas iba a configurar ni restringir el alcance de la libertad,

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que se daba allí donde el sujeto se autodeterminara a medirse según una ley, que era también el canon de la perfección y realización: el voto de obediencia, la autonomía de la ley y la fundación de los sujetos —la fundación de la libertad europea la llamamos— como identidades generadas en el espacio nuevo de la libertad, distinto y opuesto al de los linajes físicos y patrimoniales, se realiza en el seno de una nueva ciudad, los monasterios, que son, no obstante, ciudades abstractas: separadas del mundo, del espacio de la existencia donde el sexo y la propiedad daban forma a la vida de los hombres y de las naciones. En los monasterios los sujetos comparecen como en la definición metafísica de persona: al margen de su modalización sexual y patrimonial al menos en tanto que principios operativos; y también como una esfera de la vida, la esfera de la libertad, a la que se tiene acceso con independencia de la restricciones que los linajes físicos y patrimoniales pudieran imponer. Los monjes son, pues, la realización cumplida del hombre universal en su acepción cristiano medieval: del hombre que se hace presente a sí mismo sin acepciones restrictoras precisamente por esta configurado en el espacio que la autonomía de la libertad ha ganado frente a las prefiguraciones de la identidad en el orden biológico y cultural. Durante el segundo y el tercer capítulo se intentaron mostrar las transformaciones que supusieron la aparición de las órdenes mendicantes primero, y más tarde el nuevo universo cultural del humanismo renacentista, en tanto que mecanismos de expansión del sujeto como sede constitutiva de las identidades, pero ahora ya no según la forma de la obediencia, sino como autodeterminación ejercida en una función social remunerada, primero con la limosna (frailes), después con el mecenazgo (artistas y humanistas) y por fin con el salario: las profesiones civiles. En ese sentido y como ha dicho Dumont, en la historia que va desde la sociedad estamental hasta la moderna sociedad de las profesiones, "el individualismo cristiano se halla presente desde el origen; la evolución consiste en un movimiento a partir del individualismo-fuera-del-mundo hacia un individualismo-en-elmundo" 127 , lo que en este caso significa también una evolución desde la libertad fuera del mundo según la mutua oposición de ambos extremos, a la libertad dentro del mundo, es decir, dentro de las relaciones e instituciones que tramitan la sexualidad y la propiedad. Aunque ese movimiento es también una secularización por la que las modernas sociedades de las profesiones cobran su fisonomía propia, en el orden de la sociología de la religión cabe decir que, mientras que la Iglesia Católica asumió también en su seno ese movimiento ya en pleno siglo XX mediante la nueva posición que se le reconoce al laicado —que son los cristianos inmersos en las tramas de relaciones que se desarrollan desde el sexo y la propiedad—, la Reforma Protestante forma parte del proceso mismo al abandonar la unidad de la

127 Dumont, L., Homo aequalis, Taurus, Madrid 1982 (prim. ed. 1977), p. 26.

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Iglesia en la que todavía estaba vigente la forma social de la estamentalización según los grados de perfección y de los votos como habilitación del sujeto en orden a la perfección religiosa. A ese respecto y como ya señaló Hegel, en tanto que la santidad deviene posible preferente y hasta exclusivamente mediante las formas vida sociológicamente diferenciadas como religiosas, los votos ejercen algo así como una proclamación más o menos explícita de la inviabilidad de las comunidades según el sexo, la propiedad (lo que Aristóteles llamó la casa y la aldea) y la sustancia civil de la ley y la comunidad política (lapolis en términos aristotélicos): los nuevos estados modernos segregados ya de sus antiguas simetrías con la comunidad de los fieles y la Iglesia.

10. La modernidad desmentida: griegos o judíos, varones o hembras, libres o esclavos. Hasta ahí las complicaciones de nuestra trama con los espacios de la sociología de la religión, ya que lo peculiar de la modernidad europea es, precisamente, que "en el plano de las instituciones el Estado hereda sus rasgos esenciales de la Iglesia, a la que suplanta en tanto que sociedad global"128. En ese contexto todavía cabe establecer un cierto paralelismo entre las constantes sangre, tierra y ley por un lado y la triple máxima revolucionaria fraternidad, igualdad y libertad. Una vez establecida y objetivada en el espacio civil de la existencia la autonomía de la ley respecto de la potencia prefigurante de las identidades sociales por parte de los linajes físicos y patrimoniales, que se llevaba siempre a cabo mediante la filiación física o patrimonial, esa autonomía se expresa a sí misma mediante la constitución de un linaje civil, la ciudadanía, en la que frente a la filiación como eje constitutivo de la identidad y la libertad se opone la fraternidad, y frente a la propiedad la igualdad: ambas son la forma de la libertad como el correlato subjetivo de la ley, cuando ésta se ha autonomizado en el seno de la comunidad política con la forma de la universalidad: de la igualdad ante ella de los individuos y de los territorios, esto es, el estado moderno, o incluso, como ahora lo llamamos, el estado de derecho que se ha fundado sobre las ruinas demolidas de las sociedades de castas y estirpes, del antiguo régimen. Ahora bien, por sorprendente que parezca, la fraternidad, la igualdad y la libertad eran también la forma positiva en la que cabía expresar el modo de vida —como estado de perfección— de los que abrazaban la invitación de los consejos evangélicos mediante los votos de castidad, pobreza y obediencia: los monjes, los fratres que vivían según una regla y en un monasterio. En realidad, tras convulsas revoluciones que revuelven los efectos contra sus cau-

128 Dumont, L„ Homo

Aequalis,

idem., p. 27.

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sas, cabe decir que los monjes son los protociudadanos modernos, o que son la sede de la fundación de la subjetividad libre fuera del mundo, y que el proceso de constitución de la subjetividad y de la ciudadanía moderna tiene como uno de sus ejes la mundanización y civilización (conversión a lo civil) de aquél hallazgo, de aquella versión epocal de la autoconciencia y realización del hombre que se pensó primigeniamente como religiosa. También el sujeto transcendental, esto es, la idea de una razón cuya objetividad incondicionada disuelve las modalizaciones sexuales y culturales es, por así decir, como el estado de perfección —objetividad— al que deviene una razón que ha hecho voto de castidad, pobreza y obediencia, en este caso a la ley que es capaz de darse a sí misma. En suma que ha hecho el voto de ejercerse indeferenciadamente respecto del sexo, la propiedad y el poder, o, en terminología kantiana, las inclinaciones de la naturaleza y el interés. No es extraño, pues, que en el seno mismo de la modernidad y como parte de su historia de las ideas, surgieran ya quienes — mediante la estrategia de la sospecha u otra cualquiera— afrontaran la empresa de mostrar las determinaciones prefigurantes de aquella supuesta objetividad transcendental, y que podían ser bien las socioeconómicas surgidas de las relaciones de producción y propiedad (Marx), o sexuales (Freud), o histórico-culturales (Dilthey, Gadamer) o vitales como poder y autonomía de la voluntad (Nietzsche), y como libertad biográfica y existencial (Kierkegaard y los existencialismos), etc. Todavía cabe utilizar las virtualidades explicativas de las constantes de las que nos hemos servido para afrontar de modo más global la comprensión de la última de las versiones epocales de lo humano. En su obra El antiguo Régimen y la revolución, Alexis de Tocqueville sostiene que en la vida común de los hombres hay bienes que, por su propia índole, funcionan como algo parecido a unos principios de exclusión o diferenciación: "sea cual sea la sociedad en que vivan y con independencia de las leyes que se hayan dado, existe entre los hombres cierta cantidad de bienes reales o convencionales que, por naturaleza, sólo pueden ser posesión de una minoría. A la cabeza de ellos yo pondría la cuna, la riqueza y el saber"129. Según parece Tocqueville señala el tránsito del mundo antiguo al moderno como el proceso de disgregación y multiplicación de los agentes sociales que encarnan cada uno de esos bienes: la crisis de la aristocracia fue precisamente la dispersión de la riqueza y el saber fuera de las identidades sociales constituidas sobre el nacimiento o la cuna; de ese modo la aristocracia llegó al final de sus días constituida casi como una mera casta. La dinámica misma de ese proceso acumuló momentáneamente la riqueza y el saber en las nacientes clases burguesas, cuya ilustración fue superior incluso a la que las instituciones religiosas ofrecían a sus miembros.

129 Tocqueville, A., op. cit., p. 21.

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Por último, y como producto del proceso de modernización y profesionalización, el saber vino —volvió— a segregarse de la riqueza y a depositarse sobre parte del cuerpo social constituida a tal efecto. Basta, sin embargo, ampliar el campo de visión (sacarlo de la estructura de diferenciaciones internas de un sistema social), hasta fijarlo sobre un espacio más extenso, para advertir que son casi esos mismos principios los que han prestado unidad a los distintos sistemas socioculturales constituyéndolos en identidades diferenciadas entre sí. Con solo añadir la ley a la tríada de Tocqueville —que él mismo menciona como un elemento indiferente a su propósito—, resulta que, por ejemplo, el Israel veterotestamentario viene a constituirse sobre la identidad genealógica —es decir, la cuna o la sangre— que surge de Abraham, Isaac y Jacob, que peregrina en busca de la tierra prometida —esto es la propiedad de la tierra de la que mana leche y miel— y se rige por la ley contenida en el Decálogo: todos ellos signos de una alianza que es una clase de saber acerca de sí mismo y del mundo que Dios les participa y que, por tanto, no puede tener sino forma religiosa. Saber (religioso en este caso), sangre, tierra y ley son los cuatro elementos constitutivos de la identidad nacional judía, cuyo proceso de constitución es la historia —relatada en el Exodo— del surgimiento de las relaciones entre esos cuatro factores. Ciertamente, como cada uno de esos elementos es un principio constitutivo de la identidad y de la autoconciencia nacional judía, es decir, de una nación particular, cada uno de ellos es también un principio de exclusión o diferenciación. Pero si aplicamos una corrección amplificante a cada uno de esos factores hasta unlversalizarlos, lo que surge no es la historia de una nación singular, sino la del entero género humano sobre el planeta, es decir, aparece la idea de una historia universal, cuyo protagonista es un sujeto también universal, la humanidad. He aquí, pues, la idea de una historia protagonizada por un sujeto que es el hombre mismo tomado en su especificidad, que es el mismo que protagoniza el pensamiento y se convierte en sujeto de una objetividad incondicionada, y que habita y posee mediante el trabajo una tierra prometida que es el planeta, y se rige por una ley que es natural o, lo que viene a ser lo mismo, universal. Es la universalización de los que hemos llamado principios de exclusión, lo que permite hacerse cargo de la nueva configuración más genérica del mundo moderno, y quizás de su más viva aspiración: así la identidad surgida del nacimiento es la de la especie humana sin restricciones; la nueva tierra de la que manará leche y miel viene a ser el planeta mismo; la ley se universaliza hasta convertirse en una ley natural en el que están reseñados los derechos del hombre; y el saber viene a ser el de un sujeto universal que se identifica con la razón misma como sede de una objetividad incondicionada. Con la naturaleza y la razón ocurre ahora lo que San Pablo les decía a los cristianos que les ocurría en Cristo: en El ya no sois griegos ni judíos, libres ni esclavos, hombres ni mujeres, sois sólo uno,

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Ya no hay lugar para que el protagonismo de la historia, la objetividad del saber, o la forma de la naturaleza resida en ningún sujeto particular según la forma de su particularidad, sino que todo ello reside en la comunidad de una naturaleza universal ejercida por un sujeto también universal, incondicionado. Es como si la unidad —el uno— se hubiera convertido en el transcendental desde el que el saber viniera a ser verdad (en la objetividad de la ciencia), la propiedad deviniera comunidad (en el comercio), la ley igualdad (en el estado), y la cuna la unidad de la especie (en la humanidad); y todo ello como las, por fin, auténticas realizaciones de la universalidad de la naturaleza humana El uno se hace señor de la verdad, la justicia y la naturaleza, en su uni-versalidad. Esa historia que surge y que no es la de un sujeto histórico particular como Israel, sino la historia universal del género humano, y que se desvela como el proceso de la constitución de la unidad y, sobre todo, de la unidad de la razón, fue la idea que filósofos —Hegel, por ejemplo— aspiraron a relatar como el drama del nuevo Exodo Universal, y que como no es un saber de lo particular sino de lo universal, tampoco es propiamente historia, sino historiosofía o filosofía de la historia. Pero la idea misma de una historia universal cuyo protagonismo reside en un sujeto también universal que en un sentido es la especie, y en otro es la razón o la objetividad del saber, forma parte del pathos idiosincrático de la época moderna 130 : de la idea de progreso indefinido, de la caducidad y barbarie de la tradición, de la liberación de la humanidad mediante el saber y las luces, del dominio y posesión racional de la naturaleza, del cosmopolitismo comercial, del estado moderno como espacio de la igualdad política, de la declaración de los derechos del hombre, de las ideas mismas de humanidad, objetividad y racionalidad y naturaleza. Si este capítulo, el último en la sucesión de versiones epocales de la autoconciencia y realización de lo humano, no se llama Humanismo Universal, es porque buena parte de las aspiraciones modernas han entrado hace ya tiempo en crisis; pero de entre todas ellas perdura todavía el sistema de organización de la vida según profesiones en el seno de un mercado que, aunque ya es mundial, todavía pugna por hacerse homogéneo. Ni la objetividad incondicionada de la ciencia, ni la universalidad homogénea de la especie, ni el planeta como sede de una realiza-

130 Pero, todavía más, si, por una suerte de refutación parcial, al nuevo alcance universal de cada uno de esos factores se le aplican las restricciones que supone una localización precisa de la nueva tierra prometida, y esta se sitúa en el norte del continente americano, no sólo se hace visible el espíritu de los primeros colonos, sino el de la nación que allí se fundó y que todavía está vigente al menos en alguna medida. También los Estados Unidos de América se han tomado a sí mismos como el lugar de una promesa cuyo contenido debe extenderse con la forma de la democracia y la igualdad de los hombres al resto de las naciones: esa es la misión histórica del nuevo sujeto particular que ha asumido como suyas y constitutivas para sí las aspiraciones globales del género humano.

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ción y posesión indefinida por parte del ser humano, ni la estructura del estado moderno, han llegado hasta nosotros con el lustre de su primera aparición. La objetividad ha sido sometida primero a la sospecha, luego a las crisis metodológicas en las ciencias positivas, y todavía hoy a la deconstrucción de la filosofía postmoderna. La unidad homogénea de la especie que proclamó la Ilustración no ha contentado a las mujeres (feminismos), ni a los pueblos sometidos a dicha unidad (indigenismos), ni a los que claman por la vida de los no nacidos, ni a los que ven amenazada su identidad cultural gestada fuera de la tradición que dio lugar a la modernidad europea y a su idea de naturaleza común. El estado moderno se ha convertido en una institución intermedia demasiado particular en el seno de los grandes espacios comerciales, y demasiado abstracta respecto de la comunidades vitales primordiales. Y el planeta ya ha dejado ver que el progreso indefinido del género humano no sólo no es idéntico a la dinámica interna de su conservación y estabilidad, sino que se le puede oponer (ecologismo). Es decir, los griegos y los judíos, los hombres y las mujeres, los libres y los esclavos no han encontrado todavía en la naturaleza el lugar prometido donde habían de llegar a ser uno, y, en cualquier caso, parece que si fuera posible no se resignarían a serlo, porque cada una de esas particularidades se ha revelado más primordialmente vital que la razón y la naturaleza. Tan solo la forma de la vida social como el sistema de las profesiones y su universalización en el mercado prosigue el curso problemático de su realización, pero ahora como el ámbito en el que las disidencias de la modernidad (las fragmentaciones de la objetividad y del estado, de la naturaleza, la humanidad, la justicia y la historia universales) pueden hacerse valer unas frente o con las otras. De todas las consignas modernas tan solo sigue en pie y todavía erguida la idea de que la realización del hombre está mediada por su propia actividad, y que cualquiera que sea su forma (también el saber, los oficios religiosos y la funciones públicas y políticas), se cuenta entre aquellas mediante las que el sujeto puede ganar la satisfacción de las necesidades de la vida, y participar en el espacio para el intercambio de bienes y servicios. De la unidad moderna de la razón y la naturaleza como universalidad ya sólo resta la unidad del mundo como el sistema de las necesidades, como el mercado mundial de los bienes y servicios, pero también de las visiones del hombre: de las ideas acerca de sus límites internos entre lo humano y lo inhumano y los externos entre lo divino y lo bestial, ambos ahora colonizados y confundidos por ingenios cibernéticos y genéticos. Es decir, se trata de unos límites en los que la oposición interna entre lo humano como perfección y lo inhumano como degeneración se nos ha hecho indiscernible de sus desconocidas fronteras exteriores, en las que con sus antiguos pobladores —lo divino y lo bestial— conviven la materia, el resto de las formas vivas del planeta, las máquinas cibernéticas y hasta las de momento inverificables formas de vida extraterrestre. Hace ya tiempo que

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vivimos un tiempo en el que los monstruos se nos presentan como quizá incluso más humanos que los hombres, y los hombres menos humanos que los monstruos. Pero lo monstruoso, que habitaba desde siempre en las fronteras exteriores de lo humano, sólo pierde su figura terrorífica y se interna colonizando las regiones de la humanidad cuando la autoconciencia de lo humano se ha hecho excéntrica sin hallar donde fijarse y aprenderse. Quizá ya no sea tiempo de que resurja un hombre cuya figura venga a ser el patrón nuevo de lo humano y que, como un renacido demiurgo, funde, ordene y figure lo que está arriba y abajo, dentro y fuera, a la derecha y a la izquierda. Incluso la objetividad de la razón cuando se hace presente en el espacio público de las transacciones, en los mercados, cobra, por la forma inesquivable de estos, el estatuto de la opinión que concurre en el libre juego de las opiniones, ahora más simultaneables e inabarcables que nunca, pero también más pluri-versales. En cierto modo, en efecto, la autoconciencia de lo humano esta multiplicada en acepciones incontables, pero lo relevante no es tanto que eso suponga una fragmentación respecto de la unidad global que dio lugar a épocas diferenciadas como versiones epocales del hombre, sino que la multiplicación misma se convertido en el espacio sociocultural para la autoconciencia y realización de los sujetos. Eso es lo que nos cabe esperar y a lo que se puede aspirar, porque, tal vez, del tiempo del Uno hemos venido a vivir al de lo múltiple según la organización mínima pero posible que son los mercados y las redes mundiales de telecomunicaciones. Y tal vez también sea esa la forma de nuestra contemporaneidad: la segunda versión, la postmoderna, de la forma epocal y comercial de la humanidad.

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CAPITULO 5

PSICOMETAFISICA Y ONTOSOCIOLOGIA. OBSERVACIONES PARA EXPERTOS CON REPAROS.

1. Acerca de una poética histórica. Humanizar es dar sentido: nombrar, interpretar, hacer habitable, unificar. Todo eso puede hacerse, y el hombre lo hace, con el territorio (construyendo, viajando y colonizando) y con el tiempo (contando historias y tramando proyectos), y a esa labor primordial hace tiempo que la conocemos por civilización ya sea de territorios o de subjetividades. El hombre sólo puede habitar el espacio y el tiempo interpretados porque antes de la interpretación no están unificados, y, en realidad, sin alguna clase de unidad ni el tiempo es tiempo ni el espacio es espacio para el hombre. Pero interpretar el mundo es también y al mismo tiempo interpretarse, hallar una interpretación del hombre: quien se orienta halla la propia posición, descubre el lugar que ocupaba pero no poseía, y que una vez poseído se puede nombrar y habitar. El hombre vive en una interpretación de lo que es, desde la que no sólo puede venir a ser uno para sí, sino también con los demás y el mundo. Si el hombre no está unificado para sí mismo según un nombre y una interpretación, entonces no puede habitarse ni ejercerse, de modo que tenerse en todos esos sentidos — y uno de ellos es saberse— es para el hombre tanto como ser lo que es. A todo ello se le puede denominar la humanización del hombre, y en muy buena medida su historia es también la de las civilizaciones o de los sistemas socioculturales: las unidades epocales en las que un tiempo y un espacio están unificados según una interpretación que lo es también del hombre; eso significa formas epocales del humanismo. Las culturas son sistemas o redes de sentido porque no hay sentidos o significados aislados; como ya vio Aristóteles una pieza suelta es lo que no tiene sentido, y eso para el hombre es la barbarie, la ausencia de sí, la humanidad deshabitada. De ahí que para el hombre interpretarse, humanizarse o descubrirse pasa por socializarse, culturizarse o civilizarse: enhebrarse en la red de significaciones que es un mundo habitado y, por tanto, interpretado, una cultura. Puede ocurrir, desde luego, que esa red se nos haga a su vez inhabitable; son las crisis culturales que, en tanto que arrastran una crisis de la autoconciencia, se

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corresponden con lo que Hegel llamó "experiencias de la conciencia". También pude ocurrir que la red se haga muy compleja, que se diversifique y multiplique hasta el punto de que nos perdamos en el seno de lo que esperábamos que nos orientara. En todas esas situaciones la autoconciencia de lo humano necesita ser reformulada, y de hecho lo es. Pero no puede ocurrir que el hombre se de a sí mismo una versión de lo que es antes de la cultura y desde antes de la cultura. Quizá pueda intentar que sea una versión metacultural y metahistórica, pero no es posible una autoconciencia de lo humano antes de la socialización o de la inculturación. Nos pensamos y nos vivimos desde los sistemas socioculturales y, más concretamente, desde los modos de vida, es decir, desde una versión de lo que somos que, en efecto, podemos asumir y defender o criticar y combatir para ponerla en tela de juicio y mitigar su poder. No cabe, pues, la realización del hombre sin cultura y, por consiguiente, no hay tampoco algo así como una teoría o, si se quiere, una metafísica del hombre que pueda dejar de lado la cultura: si ésta no da para hacer una metafísica, entonces la metafísica no da para saber del hombre. Entiéndase por "metafísica" lo que se quiera, aquí ese problema no nos concierne. No hay humanidad ninguna detrás de las versiones de lo humano, porque no hay ningún estado de naturaleza puro. La teoría del hombre no es lo que está antes que la cultura, sino si acaso después y, más probablemente, con, en y por la cultura misma. Al fin y al cabo, fue el propio Aristóteles quien dijo que la naturaleza es fin, y el fin es la perfección tramitada mediante las versiones epocales de lo humano que son los sistemas socioculturales: sin vida social el fin del hombre no cobra vigencia efectiva para el hombre mismo. ¿Dónde sería posible si no aprender qué es la esencia o la especificidad de lo humano? ¿En el « h o m b r e - n o - i n t e r p r e t a d o » ? A eso los griegos lo denominaron con el nombre común de los que no tienen nombre propio: "bárbaro"; los ilustrados en cambio, le pusieron primero un nombre abstracto, el "estado de naturaleza", y un nombre propio, Robinson Crusoe, e hicieron bien, porque se trataba de un hombre no interpretado, de un aborigen con pinta de británico, protestante y burgués. Rousseau le llamó el "hombre natural", pero tuvo la precaución de manifestar que quizá no existió nunca, que no existe y probablemente no existirá jamás. Como veremos, la isla donde han habitado todos esos hombres que lo han sido antes de la interpretación, antes de la cultura y el tiempo, se llama Psicología (el nombre auténtico de la isla del día de antes) y aparece en los mapas de todas nuestras bibliotecas como el refugio seguro para los náufragos que huyen del relativismo, el historicismo, el culturalismo, etc. Entre los aristotélicos suele pensarse que la abstracción es un acto cognoscitivo que da acceso al « h o m b r e - n o - i n t e r p r e t a d o » , a la esencia de lo humano sin más. La teoría del conocimiento ofrecería al respecto una explicación estrictamen-

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te psicológica: en el conocimiento por abstracción de la esencia del hombre, la psique se aprehendería sin más mediación que la del conocimiento sensible constituido básicamente por la sensación y la percepción. Sin embargo, la cuestión no es tan simple, porque, en estrictos términos aristotélicos, conocer algo —conocer su esencia— es conocer su forma, y ésta resulta avistable por sus operaciones, de modo que se conoce la forma cuando ésta es forma activa, y a la forma activa de la esencia se le llama naturaleza; es decir, se conoce algo cuando se conoce su naturaleza. Cada cosa, pues, se define por su perfección que es la naturaleza, que a su vez, y por lo mismo, es fin. Para Aristóteles es así sin más, porque para él nada media en la generación de la forma activa de la esencia, esto es, de la naturaleza, que no sea natural. Pero entre esas mediaciones está la polis que, obviamente, para el discípulo de Platón, es una de las cosas naturales. Bastaría, pues, apelar al carácter ineludiblemente cultural —y, por tanto, histórico, caduco y singular— de la polis para advertir que la interpretación reside ya en el objeto de lo abstraído antes de la abstracción misma. Y que, aunque se concediera —y no es poco— que la abstracción es un acto exclusivamente psicológico, su objeto, la naturaleza conocida, sería una versión cultural de sí misma; con lo que, en realidad, la interpretación se instala en la abstracción desde dentro, y no sólo por su objeto (porque la polis mediaría no sólo en la constitución del objeto, de la naturaleza del hombre conocido, sino también en la del sujeto, en la génesis constitutiva del sujeto que conoce). Así puestas las cosas, podría parecer que la polis se ha constituido en el a priori, y no sólo de la constitución del objeto sino también del sujeto. Y, en efecto, eso es lo quiero sugerir que ocurre en Aristóteles, porque para él ni hay teoría fuera de la polis —o, más genéricamente, fuera de la clase de sociedad que se logró en la polis griega, y que tiene al ocio como rasgo diferencial y posibilitante del teorizar—, ni tampoco hay hombres suficientemente constituidos como tales fuera de la polis. De este modo y en tanto que la polis es un producto de la libertad podría sostenerse que la libertad es tan originaría como la razón en la constitución de lo humano, en su conocimiento y hasta en el acto de conocer (de modo que se pudiera pensar que también Julio César llevaba razón al decir que lo que todos los hombres desean por naturaleza es ser libres). Ahora bien, para ese carácter de a priori de la polis se puede postular una potencia determinante y entonces lo que antes era una mera psicología del conocimiento se resolvería en otra no menos mera sociología del conocimiento: una suerte de sociología transcendental more kantiano que daría cuenta de las condiciones de posibilidad a priori del objeto, pero no sólo, porque daría cuenta también de la constitución del cognoscente mismo, si bien ahora en clave sociológica. Si la abs-

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tracción como operación estrictamente psicológica levanta y sostiene el correlato de una naturaleza atemporal y ajena a particularización alguna, la crítica sociológica disolvería esa naturaleza en las particularidades inconmensurables que serían los sistemas sociales (como los a priori del conocimiento y de lo conocido cuando, como es el caso, del hombre se trata) y que se constituyen desde la libertad y la contingencia histórica. Otra versión de la secular disputa entre lo uno y lo múltiple. Sin embargo, quizá sea posible sostener que el conocimiento, el cognoscente y lo conocido están efectivamente mediados por el sistema cultural entre sí y en sí mismos, sin que de ahí se siga que ni hay propiamente conocimiento como teoría, ni realidad alguna en los hombres que le sirva de correlato (y a la que, según la costumbre, suele llamársele "naturaleza"). De ser así, no sólo la cuestión se complicaría considerablemente, sino que resultaría imposible dar razón de lo que naturaleza humana pudiera ser sin enhebrar su estudio con el de las formas reales y singulares de las comunidades humanas, al tiempo que la cabal comprensión de estas pasaría por aprehenderlas también como úteros extrabiológicos de lo humano, de las formas de la libertad y también de la racionalidad, del conocer. Al primer paso para explorar esa vía media entre el psicologismo y el sociologismo que afectan y dividen las explicaciones teóricas del conocimiento y del hombre mismo, aquí se le ha llamado una poética histórica. O, si se quiere, que la antropología filosófica no puede prescindir de la sociología histórica para dar razón de su objeto. Podría alegarse ahora que nada de eso tiene sentido en Aristóteles porque para él la polis media sólo respecto de la constitución de la naturaleza como perfección o realización moral, pero no respecto de la constitución de la forma —de la esencia— como principio de operaciones, y es esto lo que recibe en Aristóteles primaria y propiamente el nombre de naturaleza, mientras la perfección moral del sujeto está más bien en el orden de la "segunda naturaleza". Aunque para lo que aquí se pretende no es decisiva la discusión (Cfr., Marín. H., La antropología aristotélica como filosofía de la cultura, Eunsa, Pamplona, 1993), basta con reparar en que la efectiva constitución de la racionalidad como principio de las operaciones — específicamente humanas—, no se produce al término de la gestación física del individuo, sino por la gestación sociocultural del sujeto que es efectivamente capaz de hablar, para advertir que lo que se suele llamar naturaleza en sentido primordial (esto es, la suficiente constitución de la racionalidad como principio de operaciones), sólo acontece tras y mediante la concurrencia de un producto de la libertad que es el orden social. De modo que si la génesis de lo humano no es el constructo generado a partir de la libertad del propio sujeto, lo es a partir de la actividad de la comunidad objetivada en el sistema social, que merece también, y en sentido propio, el nombre de naturaleza segunda, si bien es previa y distinta de la arquitectura moral de los hábitos que produce el obrar de cada sujeto individual. En suma, a eso que desde la perspectiva de la psicología filosófica se le llama natura-

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leza primera porque es anterior a la modificaciones con valor moral que el sujeto introduce desde sí y mediante su obrar, desde la sociología se le puede llamar naturaleza segunda porque incluye lo que es producto de la socialización. Lo que en el fondo no significa nada más que no hay algo como la naturaleza, así, en tanto que una que es idéntica consigo misma según una versión única, y que lo que ésta pueda ser lo sabemos más bien por las naturalezas segundas, por sus expresionesrealizaciones que no sólo son individuales según el ámbito de la ética, sino también y previamente, socioculturales según el espacio de las culturas: sabemos lo que es el hombre desde las versiones de lo humano, entre las que se cuentan de modo primordial los sistemas socioculturales. La naturaleza se convierte así en el ser del hombre en tanto que expresado o, mejor, en tanto que expresable: un ser que, como si se tratara de un fondo hasta el que sólo alcanzamos a bajar las manos, nunca vemos del todo, si bien siempre nos deja ver más, pero al precio de traer a la superficie lo que antes era de verdad fondo. La naturaleza es lo que la cultura nos deja ver del ser del hombre, lo que a su vez significa que en realidad no hay naturaleza fuera de sus realizaciones como cultura. Rafael Alvira lo ha dicho así: se trata de "que una persona pase lo que tiene de posibilidad en forma de naturaleza a realidad en forma de cultura". Esos accesos al ser del hombres son, según Vico, pragmáticos antes que teóricos, y se expresan antes en el sistema social que en sistemas categoriales y reflexivos. En tal caso pensar, hacer teoría, sería acceder al mundo y al ser del hombre tal y como éste nos resulta accesible desde una posición precisa, lo que no implica un insuperable particularismo relativista, sino el inevitable carácter cultural de nuestro acceso posible a lo que somos. Algunos filósofos y humanistas del Renacimiento pensaron que ese fondo era el flujo de la vida donde razón y libertad todavía no se han diferenciado, y desde donde el hombre —hecho a imagen y semejanza de Dios— puede sacar y dar forma —también a imagen de Dios— mediante la palabra y la acción creativa, libre, original. Pocas palabras recogen la idea de que el hombre encuentra lo que ya estaba antes pero en tanto que él lo pone como el término inventio. En la "invención" se hallan formando una afortunada ambigüedad —que no hay que resolver— tanto la idea de una pecedencia del ser del hombre a su acción como de la accción a lo que efectiva y realmente viene a ser. Inventar es buscr lo que se tiene la esperana de poder poner, es decir, intrpretar. Para los hombres del Renacimiento el dilema sobre si en el principio fue el logos o la acción está resuelto porque el hombre es imagen de un Dios que es el principio y que es logos y creación: la naturaleza del hombre es, también, la libertad. Así, en el contexto de una cultura que todavía tenía por hitos propios los cristianos, reunieron ellos el punto de vista de la creación y el de la redención, el punto de vista según el cual al hombre le viene anun-

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ciado su ser y, también, el punto de vista según el cual el hombre tiene poder — u n poder tremendo y hasta terrorífico— respecto de lo que es. Las discusiones modernas sobre si la esencia precede a la existencia o es más bien al contrario, son una reposición de esa temática común al humanismo. Quizá ya no sea preciso decir que, junto con el eje psicología-sociología, otro de los problemas teóricos que opera respecto de estas páginas como un manto subálveo, es la articulación de cualquier ontología o teoría posible del hombre con su dimensión histórica y cultural. La invitación aristotélica a "llevar la filosofía de las cosas humanas a su perfección posible", ha sido interpretada en el sentido que Vico dice desear una filosofía que fuera también una historia de la Humanidad de las naciones. Cada una de las formas epocales se ha estudiado como un "tipo" de humanismo; o, lo que es lo mismo, se ha pensado el pasado histórico desde el punto de vista de la verosimilitud o la posibilidad en orden a la comprensión, y sirviéndonos de un esquema de inteligibilidad o "tipo". Sin duda eso significa que el relator tiene una posición precisa, o, si se quiere, que no es el sujeto transcendental ni mira la historia desde un punto de vista no fijado. Consiguientemente, la pregunta por cuál es la posición del narrador se responde con lo narrado, porque es ahí donde aparece lo que desde mi posición se deja ver: lo que cabe saber de nuestro tiempo es también lo que nos deja ver en los otros. En realidad el esfuerzo por contar una historia es el esfuerzo por construir la propia posición y también, en cierta medida, por dar cuenta del propio tiempo, porque nos ocurre con nuestro tiempo c o m o al hombre con el mundo: se va descubriendo en la medida que descubre. Por otra parte, que el relato se haya articulado en torno a "tipos" es lo que, según Aristóteles, le resulta propio a la poética que trata de lo general y que es — a su juicio— más filosófica que la historia, porque ésta se ocupa de lo particular. En ese sentido y a pesar de la distinción aristotélica, quizá pueda decirse que el relato que se ha hecho es precisamente el ensayo de una poética histórica. De todos modos, y aunque cada uno de nuestros tipos es un esquema de inteligibilidad, la sucesión entre las distintas formas epocales del humanismo no se produce según una necesaria cadencia lógica. Este ensayo de una poética histórica no tiene la forma hegeliana de una poética lógica, es decir, de una lógica histórica en la que los sucesos y los individuos se ordenan según un plan de la razón, que no es otro que el despliegue de su propia naturaleza. Aquí se esboza sólo el intento por no dejar fuera las particularidades históricas y culturales en el estudio de la esencia del hombre, y esto como telón de fondo. Tampoco la seriación histórica de las formas epocales del humanismo se ha entendido en la forma hegeliana de estar orientada hacia una plenitud terminal coetánea con nuestro presente histórico. En

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oposición al carácter ascendente de la historia hegeliana, aquí se hace valer más bien la idea de que el hombre está en cada época a una distancia de sí mismo que ignoramos, aunque las distintas épocas consideradas en sí mismas puedan ser, y en efecto sean, ensanchamientos y estrechamientos, adensamientos o disoluciones, e incluso invenciones y revoluciones del sí mismo del hombre. Tanto la teoría del hombre aristotélica como la cartesiana y la de la mayor parte de los ilustrados coinciden en desarrollar el estudio del hombre a partir de un principio constitutivo que es de índole psicológica: la racionalidad. Desde esa perspectiva, el acontecer histórico-cultural en el que se desenvuelve la vida del hombre queda relegado fuera del conjunto de notas estables que constituyen su naturaleza. Cabe sin embargo ensayar una teoría del hombre en la que se privilegie la consideración de la libertad como principio constitutivo, de modo que los contextos reales en que dicha libertad ha llegado a saber de sí misma y a proponerse la forma de su realización, no se queden fuera de la consideración teórica acerca de qué clase de realidad es el hombre. Tal vez las Lecciones sobre filosofía de la historia universal de Hegel son el intento de sintetizar ambas posibilidades teóricas, pero el resultado fue una lógica histórica tan implacable que la libertad sólo sobrevive como tal en tanto que libertad subjetiva. Si estos ensayos no desarrollan tanto una lógica histórica more hegeliano como una poética histórica, es precisamente porque lo que resulta afectado y puesto en tela de juicio desde la racionalidad objetiva no es la libertad, sino que, más bien al contrario, es la idea misma de lo racional y de la racionalidad lo que deviene epocalmente modalizado desde la principialidad de la libertad según la finitud histórico-cultural de los sujetos. Esa principialidad de la libertad significa también que no se sigue la distinción kantiana entre lo que la naturaleza ha hecho del hombre y lo que éste ha hecho de sí mismo, precisamente porque lo que se trata es de explorar hasta qué punto la naturaleza precisa al hombre para que tenga que hacerse a sí mismo, incluida la autoconciencia de lo humano que los sistemas teóricos denominan "naturaleza", y que —sin que ello suponga expulsar el viejo sentido de esa expresión— es precio reconocer que se trata de un artefacto cultural, pero no como arbitrariedad ni ficción, sino, precisamente, como invención según su doble e inseparable dimensión de descubrimiento y realización. C o m o el hombre no surge espontáneamente de la naturaleza en tanto que humano, y puesto que lo necesario para su humanización tampoco lo produce espontáneamente la naturaleza, hay que hacerlo surgir desde la libertad. Son los productos de la libertad lo que llamamos productos culturales, y como entre ellos se cuenta la humanización del hombre, bien puede decirse que el hombre se realiza en y mediante la cultura, y es ahí donde descubre lo que se suele llamar naturaleza. Semejante teoría del hombre contiene inevitablemente una dimensión dramática, es decir, tiene que desarrollarse y aspirar a lograr la objeti-

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vidad teórica en y mediante la narración de las contingencias históricas en las que el hombre ha expresado y posibilitado su realización. Así la historia pasa a formar parte de la teoría del hombre. O, dicho de otro modo, la toería del hombre no puede ser sino un argumento con argumento, es decir, un saber que incluye la pluralidad histórica y social.

2. El psicologismo en la antropología filosófica (la filosofía de la especie). Desde Aristóteles y sobre todo entre los aristotélicos —aunque no sólo— la filosofía del hombre ha seguido un curso básicamente "psicologista", si bien es cierto que en un sentido distinto del que ese término tiene en la modernidad y entre nosotros. El "psicologismo" aristotélico no es evidentemente un mentalismo more cartesiano, ni un psicologismo naturalista al gusto ilustrado y, mucho menos, un psicologismo como los que la nueva ciencia positiva de la psicología ha propiciado, sino una metafísica biológica o un biologicismo metafísico. Como es de sobra sabido, en términos aristotélicos "psicológico" significa "biológico" y, más precisamente, en el caso del hombre significa "principio constitutivo no material del cuerpo vivo que piensa". La psique es la causa formal, eficiente y final del cuerpo vivo que se mueve, siente y entiende. La psicología aristotélica es, pues, la metafísica de los seres vivos, y, en nuestro caso, la metafísica de los seres vivos orgánicos que tienen razón, los hombres. La psicología filosófica así planteada es la extensión del descubrimiento de la causa formal al ámbito de los seres orgánicos entre los que se cuenta el hombre. La filosofía del hombre aristotélica es, pues, básicamente la región que abre dentro de su física filosófica el fenómeno del automovimiento cuando acontece en seres materiales, para los que se pretende una explicación cabal en tanto que organismos, es decir, en tanto que seres físicos automóviles. Se trata, pues, de una filosofía del hombre que es una región de la filosofía de la naturaleza, que se desarrolla básicamente como una metafísica de las sustancias orgánicas, y como una teoría de las facultades y de las operaciones vitales, entre las que destacan —hasta fundar nuevas filosofías regionales— las praxis cognoscitivas y morales. Como metafísica de la vida, la psicología gira en torno a las nociones de sustancia y praxis; la primera hace relación a la noción de vida como acto primero y la segunda a la de operación vital o vida como acto segundo. Aunque las acciones morales no forman parte diferenciada del repertorio psicológico aristotélico de las operaciones vitales, es a partir de la distinción y jerarquización de las facultades desde donde

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se puede dirimir la adecuada articulación y subordinación de los principios psicológicos en la acción moral. Así, tanto la teoría del conocimiento como la ética tienen desde esta perspectiva una índole marcada y casi exclusivamente psicometafísica que se gestiona básicamente mediante la noción de praxis. Cuando desde el aristotelismo se quiere hacer una teoría del conocimiento lo que se hace es una psicología del conocimiento; una teoría de la facultad y del acto cognoscitivo en la que el cognoscente es considerado exclusivamente desde su facultad y su objeto en el acto de conocer, que es el acto solitario de una psique individual: la coactualidad del cognoscente y del conocido en el acto de conocer, suele decirse. No hay, al menos que yo conozca, dimensión intersubjetiva alguna en esta tematización del conocimiento humano. El conocimiento, la racionalidad y la libertad quedan de ese modo asignadas a un área temática de acusada índole psicológica, a la que, consiguientemente, pertenece también de lleno la noción de naturaleza: physis es la forma activa de la morphe; y a su vez, tanto la physis como principio activo, como la morphe en tanto que principio de la definición, se articulan en la psique como principio constitutivo, o si se prefiere, como acto de un cuerpo natural que tiene vida en potencia. Desde ahí no son pocas las tradiciones y escuelas aristotélicas que han llegado a poner en la llamada psicología racional la sede central, primaria y en algunos casos hasta exclusiva de la filosofía del hombre. El psicologismo aristotélico no afecta sólo a la tematización filosófica del conocimiento y la acción moral, sino al conjunto de las operaciones vitales entre las que se cuentan también, según el repertorio aristotélico, la nutrición y la reproducción, por ejemplo. En ambos casos, la psicología aristotélica se comporta como el correlato filosófico de la moderna fisiología, de modo que para la filosofía del hombre y desde la perspectiva "psicológica" (psicometafísica), lo relevante de la nutrición humana es que se trata de la asimilación de sustancias exteriores en la unidad sustancial, es decir, orgánica, del vivo. Tampoco comparece aquí atisbo alguno del contexto intersubjetivo de dichas operaciones y no porque se puedan llevar a cabo en solitario, sino porque incluso cuando es necesaria la concurrencia de dos, como obviamente ocurre en la reproducción sexual, esos dos no comparecen como sujetos sino en tanto que sustancias orgánicas. Desde la psicología racional aristotélica es al menos muy difícil, por no decir imposible, saber qué hay de específicamente humano en la reproducción y en la nutrición que distinga esas operaciones cuando las lleva a cabo un hombre o un mamífero cualquiera. La dificultad no deriva de un olvido, sino de las restricciones que impone la perspectiva psicometafísica y que deja ver el estudio aristotélico de la reproducción o de la nutrición como el correlato filosófico de la moderna fisiología.

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Ciertamente en tanto que operación de dos sustancias orgánicas nada distingue la acción reproductora de dos mamíferos cualquiera y la de los seres humanos, pero es precisamente en esa indiscernibilidad donde queda manifiesta la insuficiencia de la perspectiva psicometafísica para el estudio de la reproducción en tanto que acción humana, por ejemplo. Cuando desde esta posición se quieren tematizar las dimensiones específicamente humanas de tales operaciones nos descubrimos insensiblemente desplazados al campo de la ética y de las prescripciones morales, porque la especificidad humana comparece mediante la primordialidad constitutiva y operativa del logos que controla y somete a su eminencia la forma y los objetivos de la realización de tales operaciones, la nutrición y la reproducción por ejemplo. Parece como si el tratado filosófico de la humanidad en las relaciones sexuales y en las comidas no fuera otro que el tratado del control racional o, en términos más genéricos, de la principiaidad del control racional respecto de los vicios de la lujuria y la gula. Nada del aspecto comunicativo y lúdico, de la modalización cultural e intersubjetiva, nada de la peculiar experiencia de sí y del otro que se da mediante la sexualidad, ni del carácter libre en tanto que creativo de las relaciones sexuales comparece ni puede comparecer desde esa perspectiva. No es un problema de falta de radicalidad sino de estrechez del horizonte: Aristóteles estudia la sexualidad humana como una operación de dos susntancias orgánicas y, como es lógico, da cuenta de la sexualidad humana como la de un animal que controla o puede controlar sus operaciones racionalmente. Quizá no sea reprochable que Aristóteles y los aristotélicos como Santo Tomás desconocieran filosóficamente las dimensiones lúdicas y las modulaciones culturales de la sexualidad, pero sí es preciso señalar que su no tematización filosófica es un fiel reflejo de la idiosincrática comprensión griega de las relaciones heterosexuales (no tanto de las homosexuales masculinas), y del peculiar biologicismo con el que se afrontan por buena parte de la cultura filosófica cristiano-medieval, y que, según propongo, es también propia de una teoría filosófica del hombre reducida a psicometafísica. Es cierto que esa insuficiencia no constituye por sí sola un error, hace falta además que la psicología filosófica aristotélica se convierta en un psicologismo, es decir, que se tome, más o menos declaradamente, por la única o al menos la más radical de la perspectivas posibles para el estudio filosófico del hombre. Pues bien, eso es precisamente lo que tal vez haya ocurrido, y no pocas veces, en el seno de las tradiciones aristotélicas, y tanto para la tematización del conocimiento, como de la reproducción, y en última instancia también respecto de la idea de lo humano y el proceso de constitución de su autoconciencia. Como ya dijo Martin Buber, aunque con unos términos que no son suficientemente precisos, la antropología aristotélica es una filosofía del "él", una antropología solitaria que desatiende las

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fuentes constitutivas de la tercera persona y que son el "tú" y el "yo", y no sólo en sentido antropológico, sino también lógico y metafísico. Dicho de otro modo, desde el psicologismo racional aristotélico no comparece la dimensión intersubjetiva del ser humano ni de su saber, como tampoco comparece la dimensión intersubjetiva de las operaciones vitales, ni siquiera cuando la índole específicamente humana de tales operaciones no se manifiesta en su estructura psicometafísica, sino en su dimensión social. Es cierto que desde la psicología racional cabe estudiar todas esas operaciones en relación a la principialidad constitutiva y operativa del intelecto, es decir, cabe estudiarlas de modo que en ellas comparezca su relación con la diferencia específica del hombre, la razón, pero, como ya se ha dicho, ese estudio es ipsofacto ética. Desde la psicología racional, la humanización (o personalización) de las operaciones vitales es inmediatamente su moralización, pero una moralización que no es más que la consideración dinámica e interrelacional de las facultades y de las operaciones vitales con sus objetos, es decir, psicológica. En consecuencia, quizá se puedan hacer teorías del conocimiento como teorías de la abstracción, o teorías de la nutrición como asimilación de nutrientes, pero no se pueden hacer teorías de la comunicación intersubjetiva ni para el caso del conocimiento ni de la reproducción ni de la nutrición, lo que significa tanto como estrechar el horizonte hasta perder de vista la dimensión sociocultural e histórica no sólo de esas operaciones vitales, sino del hombre mismo como viviente orgánico que siente y entiende. Nos encontramos ante un comer, reproducirse, sentir y entender sin historia, sin pluralidad cultural, sin dimensión intersubjetiva. El único nexo entre los hombres, o, si se quiere, la única clase de relación interhumana que comparece en el estudio psicometafísico del hombre y de operaciones tales como entender, comer o reproducirse, es la de ser miembros de una misma especie. Al fin y al cabo, la definición boeciana de persona —sustancia individual de naturaleza racional—, que suele proponerse como una de las aportaciones especulativas de la psicología racional postaristotélica, no significa otra cosa, según creo, que "individuo de la especie humana" y, como tal, las relaciones sexuales aparecen tematizadas básica y exclusivamente como reproducción y subordinación a la especie, respecto de la que, eso sí, el individuo mismo no se subordina tal y c o m o se pone de manifiesto en la posibilidad de omitir tal operación vital, según suele decirse. También el conocimento es avistado sólo como la operación de un viviente cuyas facultades le pemiten aprehender las cualidades esenciales de las cosas, y otro tanto cabe decir de la nutrición porque, al fin y al cabo, el conocer comparece tan escuetamente individual como el comer. Por algo la abstracción es, a fin de cuentas, una especie de nutrición formal y no destructiva de lo conocido. No importa aquí la discusión acerca de si todas esas tesis son verdaderas o no, basta con denunciar su escasez

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aunque fueran efectivamente verdaderas; en esa conceptualización filosófica de las relaciones sexuales cabe muy poca humanidad y ninguna comunicabilidad más allá de la de dos sustancias orgánicas, mucha menos desde luego de la que los hombres encuentran en su realización. La filosofía de la sexualidad de la especie, la psicometafísica, nada sabe ni deja saber de la consistencia afectiva, lúdica, comunicativa, simbólica, inventiva y libre que, bajo la denominación general de erótica, cabe reconocer en la sexualidad como una dimensión específicamente humana, no menos que el control racional que la razón reivindica mediante la ética. Otro tanto cabe decir respecto de la nutrición, y respecto del resto de las operaciones vitales, incluida la intelección. Ciertamente buena parte de la filosofía desarrollada por pensadores postaristotélicos y, más en concreto, la noción tomista de actus essendi introduce una forma de intersubjetividad que es constitutiva para la persona: su relación con el Creador. La noción tomista de persona desarrolla, desde la perspectiva de la creación y de la ontología, la sociedad que entre Dios y los hombres había presentado San Agustín desde el punto de vista de la redención, y a la que denominó Civitas Dei. Ahora bien, esa dimensión intersubjetiva que tiene un carácter constitutivo para el ser del hombre, no sólo no se extiende a las sociedades humanas, sino que más bien al contrario agudiza la accidentalidad que los contextos sociales humanos tienen para el psicologismo aristotélico, porque establece la suficiente constitución de la persona como humana por la sola relación al Creador que se da en cualquier miembro de la especie humana. Quien, en el contexto de la psicometafísica aristotélica, pretenda estudiar la naturaleza humana sabe que su exploración le llevará no sólo por los vericuetos de la metafísica biológica, sino también y al mismo tiempo, por el andamiaje psicometafísico de las operaciones vitales, de las facultades y de la principialidad constitutiva de la razón. A partir de ahí, la naturaleza humana aparece como un noción a un tiempo principial y programática, de cuyo autocumplimiento depende la consumación creciente del ser del hombre. Es cierto que se trata de una noción teleológica de naturaleza, pero cuya teleología es básicamente ético-psicológica, es decir, en la que la dimensión societaria y cultural de la realización humana comparece sólo como el corolario necesario e ineludible de dicha realización. Desde esa posición, qué formas concretas tengan las sociedades o instituciones humanas, qué hayan pensado y dicho de sí mismos los hombres, y qué haya cambiado según distintas épocas o tradiciones culturales, no sólo no sería un asunto estrictamente filosófico, sino que además representaría sólo el abanico de las particularidades accidentales y contingentes con las que el filósofo no se involucra, pero entre las que al parecer puede discriminar cuáles sí y cuáles no son naturales. Más atrás — o más adentro o más allá o más abajo— está el ser mismo; es decir, la metafísica

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del hombre se circunscribe y define en términos psicológicos, en el preciso sentido aristotélico en el que lo psicológico es el principio explicativo no material de la clase de realidad que es un cuerpo vivo; o en el sentido de la radicalización de la doctrina del ser que supone la tesis tomista del actus essendi, y que rompe la querencia del psicologismo aristotélico sólo respecto de Dios.

3. Una ampliación sociohistórica del psicologismo premoderno. La psicología racional tiene indudables ventajas en tanto que conjunto de saber creciente y estable acerca del hombre. Como ya señaló Kenny, la psicología es el área aparentemente más estable en el ser del hombre. Esa estabilidad permite además referirse a lo más invariable y común entre los hombres, satisfaciendo así las aspiraciones de universalidad espaciotemporal tanto respecto del objeto como respecto de la teoría. La psicología parecer ser ya, por sí misma, metahistórica y metacultural y, como consecuencia, la metafísica del hombre se hace también ahistórica y acultural. Es más, desde esa posición parece que la antropología filosófica sólo sería propiamente tal, o sólo sería propiamente filosófica, en tanto que psicológica. De ese modo, la noción de psique que fue concebida para dar razón de los cuerpos vivos hasta diferenciarlos de la mera realidad física, se convierte también en el instrumento con el que se exonera a la historia y la cultura de contenido filosófico respecto del ser humano. Lo que fue un instrumento conceptual para sacar el estudio de los organismos humanos de la física, se convierte también en el instrumento conceptual para sacar al hombre de la historia y de la cultura. Semejante configuración parece, por otra parte, apropiada a la inspiración general de un filósofo que, como Aristóteles, tiene a la historia por un saber escasamente filosófico: un saber de lo particular. Consiguientemente, la síntesis de las ciencias humanas si se quiere que sea una síntesis objetiva, es decir, filosófica, habrá de ser una síntesis psicológica o, lo que es lo mismo, metafísica; "psicometafísica" la hemos llamado. Respecto del hombre, como respecto del resto de lo real, parece posible aspirar a diseñar la unidad de los saberes como la relación jerárquica entre filosofía y ciencias particulares o saberes segundos. Dicha relación jerárquica tendría, como es claro, el correlato real de las relaciones entre la estabilidad y universalidad de la constitución psicometafísica del hombre, y la mudable, contingente, accidental y artificial singularización sociohistórica y biográfica. Obviamente eso no significa que se permanezca ciego o mudo respecto del carácter social o histórico del ser humano, significa "sólo" que

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dichos caracteres en tanto que filosóficamente tematizados adquieren la forma abstracta de "la sociabilidad" o "la historicidad", aspectos ambos estables, esto es, psicometafísicos y universales, aunque secundaria, fugaz e individualmente se revistan y desplieguen según la multiforme y particularizante variabilidad de lo social e histórico. Así puestas las cosas, no puede sino parecer que la impermeabilidad de la constitución psicometafísica del hombre respecto de las mudanzas y arbitrariedades culturales, es también el parapeto tras el que puede defenderse tanto la inmutabilidad y universalidad de una naturaleza humana, como la consistencia y estabilidad epistemológica de los estudios psicometafísicos sobre el hombre. Lo demás, es decir, el relato de los particulares no sólo es poco filosófico, sino que se convierte en la amenazante selva de los enmascaramientos y las meras apariencias. Superar la desorientación carnavalesca de las distintas culturas es tanto como superar el reino de las apariencias y entrar en el seguro espacio de las realidades psicometafísicas. La caverna platónica, el reino de las sombras, resulta ser el ámbito de la historia y de la cultura. En ese punto confluyen no solo buena parte de las acepciones posibles del aristotelismo, sino la mayor parte de los planteamientos ilustrados en torno a la naturaleza humana. Desde luego, el psicologismo de la noción ilustrada de naturaleza no tiene ya el carácter biológico y metafísico de la psicología aristotélica, pero, según parece, coincide con ésta en circunscribir dentro de los polisemánticos campos de la psicología filosófica las nociones de lo natural y universal, de lo racional. Al respecto, sin duda, las nociones ilustradas de individuo y naturaleza resultan ser un correlato moderno del psicologismo antiguo y cristiano-medieval. Tal vez, renunciar al carácter filosófico de la psicología aristotélica sea tanto como renunciar a la competencia del filósofo respecto de la elucidación de la clase de realidad que es un cuerpo vivo y, por tanto, un hombre. Es eso a no ser que sostengamos que el hombre es propiamente sólo su alma, su res cogitans o su mente, su subjetividad racional o su rol social, y que entreguemos así la índole corpórea del hombre a la competencia exclusiva de las ciencias positivas biológicas y sociales. Quizá sea sólo la psicología metafísica aristotélica la que nos permite eludir la trabadura dualista entre fisicalismos y espiritualismos de la clase que sean, probablemente también la encarnada entre las "ciencias de la naturaleza" y "ciencias del espíritu". Ahora bien, si el cuerpo humano es cabal y suficientemente explicable desde las ciencias biológicas positivas, o lo que es lo mismo, si la noción de psique es una hipótesis inútil para explicar la índole corpórea del ser humano, tal y como le ha parecido a la mayor parte de la filosofía moderna y contemporánea, es una cuestión que tiene que dirimirse en torno a si el descubrimiento de la causa

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formal sigue suponiendo o no algún incremento en el saber acerca del hombre a la altura del siglo veinte. Ese es el tema propio —al menos uno de ellos— de la filosofía de la biología para la que el psicologismo aristotélico quizá alcance posiciones estimables y hasta irrenunciables. N o obstante, ese mismo psicologismo es del todo inhábil respecto de la realidad sociocultural, entre otras razones porque desde él ni siquiera está claro que la cultura pueda ser un objeto filosófico. Como han dicho autores de declarada inspiración aristotélica, la cultura no da para una metafísica; o, lo que es lo mismo, desde ese psicologismo de inspiración aristotélica no parece que nada de la estructura psicometafísica del hombre tenga estatuto cultural, entre otras razones porque según se interpreta el principio de que el obrar sigue al ser, eso significa para la articulación de los saberes que la ética se sigue (e incluso a veces parece que se deduce) de la metafísica, y de la ética se sigue como una extensión apenas filosófica lo que podríamos llamar sociología, cuya distensión tempo-espacial es la variable particularidad histórico-cultural. En términos propiamente aristotélicos, la seriación "metafísica, ética, sociología" se dice más bien "psicología, ética, política" que es también el orden en el que se suelen leer las obras aristotélicas temáticamente centradas sobre el hombre. Con la primera, la psicología, resultan concurrentes la metafísica, la física y la lógica, y con la última, con la política se pueden adjuntar la retórica y la poética. Aunque no es raro que esa seriación se piense según una jerarquía deductiva, lo frecuente es que se proponga como una unidad argumental que desciende de lo más transcendental a lo más empírico, de lo más natural a lo más cultural, o de lo metafísico y más universal a lo más particular y accidental. Pues bien, quizá esa ordenación de los saberes humanos no sea la única que cabe pensar desde Aristóteles, ni tampoco, y esto es lo relevante, la más apropiada a la clase de realidad que es el hombre. Con lo dicho hasta ahora es posible ya convenir que para la psicología la racionalidad comparece y es estudiada c o m o principio constitutivo, o, si se quiere, c o m o diferencia específica de una psique que es el acto de un cuerpo natural que tiene vida en potencia. Mientras que la ética es la tematización de la racionalidad como principio operativo. La perspectiva psicologista de la que nos acabamos de ocupar se caracterizaba porque la ética no era más que la traslación de la principialidad constitutiva del logos, al contexto relacional y operativo de la conducta de un vivo que tiene razón. En otras palabras, la ética deja comparecer lo que es principio constitutivo como principio operativo, o, lo que es psique c o m o physis.

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Sin embargo, desde Aristóteles es posible al menos sostener que la relación entre psicología y ética no es tan inmediata como se pretende desde las posiciones que hemos llamado psicologistas, porque el proceso de socialización (primaria) de la psique individual es el proceso de gestación de la racionalidad como principio operativo suficientemente constituido, es decir, de la racionalidad como naturaleza o, si se quiere, como forma activa de la esencia efectivamente constituida. Para Aristóteles sin la polis no hay psique individual que alcance a constituirse como principio de operaciones según la diferencia específica del hombre, según la razón. Sin la polis el fin del hombre no cobra vigencia efectiva y, por tanto, tampoco se constituye efectivamente vigente la razón como principio. No se trata sólo de que la polis medie entre la psique y la physis, sino que media también entre la vida como acto primero y la vida como acto segundo, es decir, media entre la sustancia orgánica humana y sus operaciones vitales. Esa mediación es formalizante y tiene respecto de la especificidad humana de las operaciones vitales el estatuto de causa formal extrínseca, es decir, constituye a las operaciones vitales como humanas según una formalidad que la psique es incapaz por sí sola de lograr: respecto de la operación vital del movimiento o la traslación local la polis media con el bipedismo, por ejemplo; respecto de la nutrición media con el conjunto de saberes, hábitos y prescripciones que llamamos gastronomía; respecto de la reproducción media con lo que podemos llamar erótica; respecto del pensamiento con el lenguaje según la forma singular de los idiomas y el habla, es decir, desde el conjunto de los hábitos lingüísticos y vitales contenidos en la retórica; respecto de la sensación con el conjunto de las formas comunicativas que podemos denominar poética; y respecto de la totalidad del proceso de autorrealización con la paideia, la ley y el contenido ejemplar y normativo de las relaciones intersubjetivas (bipedismo, erótica, retórica, poética, política, etc.), o lo que es lo mismo, con las acepciones o versiones que de lo humano y lo inhumano contienen cada uno de los sistemas socioculturales. Esa mediación formalizante respecto del proceso de autorrealización —ejercida por el conjunto del sistema sociocultural— es precisamente lo que da pie a hablar de formas epocales de la esencia humana o, si se quiere, de formas epocales del humanismo. En suma, la polis gesta al sujeto racional individual que habla, que se pone de pie, que come y se reproduce según unas formalizaciones extrabiológicas. En terminología moderna, la cultura y la sociología median entre la psicología y la ética; y, en terminología aristotélica, la naturaleza —physis— se constituye sobre una síntesis de psique y polis. Lo definido por Aristóteles como natural y psicológico contiene formalizaciones culturales que están comprendidas dentro del espacio de su esencia tanto, al menos, como las facultades psicológicas.

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4. La síntesis objetiva de psique y polis: la filosofía de las naciones. En esta tesitura cabría desarrollar una estrategia desenmascaradora dirigida a mostrar como escándalo el hecho de que Aristóteles categorizara como naturales determinadas formalizaciones culturales. Pero es posible limitarse a reconocer que, para la suficiente constitución de la racionalidad como principio operativo, no basta la causalidad formal de la psique, y es precisa también la concurrencia de la causalidad formal de la polis, o, con otras palabras, que la metafísica de la naturaleza humana no es sólo psicológica sino también sociológica. En términos epistemológicos eso es tanto como decir, en efecto, que para el caso del hombre la sociología es metafísica, o que hay una región de la ontología que es específica de la antropología y a la que se puede llamar ontosociología, sin la cual la psicología racional se hace acreedora del reproche de insuficiencia, cuando no de la denuncia de enmascaramiento de elementos culturales. Ese es, el único modo —al menos el único que a mí se me ocurre— de introducir la libertad en el proceso constitutivo del ser humano, esto es, de desarrollar una metafísica en la que no sólo la razón sino también la libertad comparezca como principio constitutivo de la clase de realidad que es un cuerpo vivo que piensa. Ciertamente no se trata todavía ni de una razón subjetiva ni de una libertad subjetiva, es decir, no se trata de la racionalidad y la libertad como principios operativos ejecutados por una subjetividad individual, sino de la racionalidad y la libertad objetivas y en tanto que principios constitutivos, o, con palabras aristotélicas, en tanto que causas formales. Estamos, pues, en el plano de la ontogénesis humana, y es ahí precisa y primeramente, donde se puede afirmar que la psique y la polis son coprincipiales, o, en términos epistemológicos, que la psicología y la sociología son metafísica del hombre. Desde esa perspectiva, tal y como sostiene buena parte de la ciencia arqueológica, es posible admitir incluso que la identidad zoológica del ser humano sea un cierto producto cultural, es decir, que la estructura psicometafísica específica y diferencialmente humana sea una realidad propiciada por la síntesis evolutiva de estructuras biológicas e inventos o tecnologías prehumanas. Pero, todavía más, es posible admitir que lo que los hombres piensan de sí mismos, lo que hacen, sienten, producen o inventan, y las historias con las que se lo cuentan entre sí, o los objetos materiales en los que lo expresan y se depositan en las tradiciones como memorias históricas de la vida humana conjunta, forman parte de la estructura metafísica del ser humano. Resulta, pues, que dentro de la teoría de la estructura constitutiva del hombre cabe tanto la filosofía de la psicología, como de las leyes, el lenguaje, la erótica, la poética o la retórica, por ejemplo, es decir, el conjunto de las formalizaciones sociológicas o socioculturales que han de concurrir —junto con las formalizaciones psicológicas— para que las operaciones vitales expresen y realicen la especificidad humana del sujeto, y que la simple psique no es capaz de dar por sí sola.

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Al conjunto organizado e interdependiente de todas esas formalizaciones que suele llamarse sistema sociocultural, y que es la matriz sociológica en la que son gestados cada uno de los individuos humanos a su propia especificidad, se le puede llamar también, y no con menos propiedad, "nación", con un sentido similar aunque no idéntico a como lo utilizara Vico. Una "nación" no es sólo un sistema sociocultural en tanto que diferenciado de otros sistemas organizados de formalizaciones extrabiológicas, sino también el sistema de mediaciones sin el cual lo específicamente humano no comparece ni siquiera en el seno de la especie biológica del hombre. Nación es la forma moderna con la que podemos decir polis. No hay naturaleza humana, en el sentido de forma activa de la esencia, sin naciones. Las naciones son a la noción aristotélica de psique lo que esa misma noción significó respecto de las ideas platónicas, la singularización que la constituye en una realidad activa, y activa precisamente en tanto que humana. Obviamente eso no sólo significa que la contraposición entre las nociones de naturaleza y cultura como si de dos ámbitos alternativos de la realidad humana se tratara es una estrategia errada — aunque resulte de utilidad en determinadas tesituras—, sino que además implica que no existe una versión natural de la naturaleza humana, porque de ella sólo hay versiones diferenciadas a las que tenemos que llamar culturales. Ahora bien, mucho me temo que Aristóteles no admitiría esto último, al menos con el sentido que en la actualidad le damos a la expresión "cultural", porque la síntesis entre psique y polis el Estagirita la piensa según una univocidad naturalista, en virtud de la cual la polis misma como forma singular de sociedad humana es propuesta como una de las cosas naturales, como la versión natural, o la continuación natural de la sociabilidad humana. Es decir, Aristóteles no piensa que la polis sea una forma más entre las formas posibles de sociedad que pueden expresar y realizar la naturaleza del hombre, sino más bien que es la clase de sociedad de la que se puede decir que es una de las cosas naturales. Ahí reside el carácter eminente y a veces también encubiertamente griego de la filosofía del hombre aristotélica que la mayoría de los aristotelismos posteriores no han reconocido, y cuya inadvertencia o marginación ha devenido en presentaciones psicologistas (y hasta universalistas en sentido moderno) de la filosofía aristotélica. Cuando, más bien, lo que cabe decir de la naturaleza aristotélica es que es eminentemente griega, es decir, que es destino: una destinación que sólo se hace y capacita como destinación a la libertad mediante la concurrencia de la polis, mediante la acción formalizante y extrabilógica de un sistema social en el que Aritóteles pensó que estaba cifrada la posibilidad de lo humano, de su epecificidad (por eso hay esclavos por naturaleza, por eso hay viciosos por naturaleza, por eso en las mujeres el logos carece de autoridad — d e principilidad rectora— por naturaleza). La naturleza racional como posibilidad sólo se hace realidad en y median-

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te la naturaleza política, la pertenencia e incorporación efectiva del hombre a la polis: el hombre es un animal político como los peces son animales acuáticos, fuera del agua no existen. En cualquier caso, el descubrimiento y la discusión sobre el estatuto cultural de parte de las definiciones psicológicas y naturales de Aristóteles la hicieron ya sus contemporáneos, y con intenciones desenmascaradoras que identificaban lo cultural con la impostura arbitraria: es la discusión entre los sofistas y la escuela de Atenas, que polemizan entre lo natural y lo cultural antagonizándolos en el seno de una disputa sobre la posibilidad de objetividad moral. Sin embargo, no es la única perspectiva que abre ese descubrimiento ni la que ahora interesa. Basta advertir y señalar la índole cultural de la polis y negar, por tanto, frente Aristóteles que esa sea la única clase de sistema social que deja comparecer lo específicamente humano en el hombre, esto es, capaz de gestar la forma activa de la esencia, la naturaleza, para comprender que la historia, la sucesión de versiones diferenciadas de sistemas socioculturales, forma parte de la filosofía del hombre, esto es, de las formas en las que el hombre desarrolla y hace posibles versiones histórico-culturalmente diferenciadas de su esencia. En este contexto se hace posible regenerar la aspiración viquiana de lograr una filosofía de la humanidad y de la historia de las naciones como una dimensión ineludible de la antropología. Esa ampliación históricocultural del tratamiento filosófico de la humanidad como especie es uno de los rasgos específicos y rectificadores de la moderna antropología filosófica respecto de la psicología racional como ámbito exclusivo de la filosofía del hombre. Esa es también la radicalidad con la que aquí se quiere hablar de formas epocales del humanismo. Por otra parte, que la historia sea el contexto esencial de la comprensión no afecta sólo a la discusión antropológica sobre la naturaleza o la esencia humanas, sino que afecta también a la ética. El descubrimiento de la dimensión histórico-cultural de la filosofía del hombre y la inevitable consecuencia de la presencia de dicha dimensión en la ética, es la perspectiva que autores como Maclntyre o Taylor han desarrollado para elucidar precisamente la cuestión de la objetividad de la filosofía moral. En uno y otro caso, si lo propuesto se puede tomar por historicismo no es sin embargo —valga la expresión— historicista, porque no se trata de que la naturaleza carezca de una legalidad interna, sino que dicha legalidad es realizable sólo según modalidades diversas cuya sedación temporal o coexistencia espacial abren el mapa de la realidad histórico-cultural para la tematización filosófica del hombre. La naturaleza no está, pues, en otro sitio que en sus expresiones y realizaciones según culturas locales y tradiciones temporales. Si, frente a la teoría platónica de las ideas, la psicología aristotélica afirma la finitud material de las sustancias, frente al psicologismo de inspiración aristotélica la ampliación sociológi-

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ca que aquí se propone significa la afirmación de la finitud histórico-cultural de la efectiva constitución de lo humano en esa misma sustancia orgánica. La consecuencia inmediata es que —contra Aristóteles— la historia, al menos la historia de los sistemas socioculturales, resulta ser tan filosófica como la psicología ya que, al fin y al cabo, no es más que la historia de las causas formales extrabiológicas, la historia de los tipos o versiones de la naturaleza humana expresadas y realizadas en sistemas de formalizaciones extrabiológicas, en naciones, y que puede dar lugar a una historia epocal de los humanismos. He aquí cómo la ampliación sociológica abre la fundamentación de la posible filosofía de las naciones como una dimensión nueva respecto de la psicología racional, y que ronda territorios propios de disciplinas como la historia, la sociología y la antropología social.

5. La síntesis subjetiva de psique y polis: la filosofía de las épocas. Lo dicho hasta ahora nos pone en la siguiente tesitura. Tanto la libertad como la racionalidad como principios operativos suficientemente constituidos, esto es, como naturaleza o forma activa de la esencia, son el efecto de una síntesis constitutiva entre psique y polis: la psique ejerce la causalidad formal de la especie; la polis ejerce la causalidad formal de las naciones o de los sistemas de formalizaciones extrabiológicas. Los sujetos humanos comparecen para sí mismos como una síntesis de la racionalidad y la libertad de la especie, y de la racionalidad y la libertad de sus naciones. No es preciso insistir de nuevo en el fijismo naturalista con que Aristóteles concibe la polis, basta con señalar que si se piensa que la polis griega es, programáticamente al menos, una de las cosas naturales o que es la clase de sociedad humana natural, se asimila la libertad y la racionalidad de la especie con la libertad y racionalidad de una nación, de la nación griega en el caso de Aristóteles o del eurocentrismo propio de la filosofía ilustrada. Si se piensa como Aristóteles que la polis es un contexto natural programáticamente inalterable, entonces no caben más que versiones individuales o psicológicas de la polis, es decir, las síntesis variables de psique y polis no arrojan nada más que diferencias psicológicas, precisamente porque la polis es, al menos programáticamente, estable. El tratado filosófico de esas diferencias es, según declara el propio Aristóteles, la ética, o el tratado de los caracteres, en la que no se consideran más variables posibles en el seno de la naturaleza humana que las de los tipos naturales ético-psicológicos, de los que está repleta la ética aristotélica (niños, mujeres, incontinentes, esclavos, etc.).

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Sin embargo, si la polis no es la única versión de sistema sociocultural humano, sino que caben muchos otros, entonces no son posibles sólo versiones individuales de la polis, sino también versiones socioculturales de la psique, o, más propiamente, versiones históricas de las síntesis posibles de formalizaciones biológicas y extrabiológicas. En conclusión, si se admite que la polis es susceptible de variaciones, entonces las síntesis variables de psique y polis no arrojan sólo diferencias individuales o éticopsicológicas de la naturaleza humana, sino también diferencias epocales o sociohistóricas de dicha naturaleza. Las síntesis de psique y polis son las versiones epocales de la esencia humana, o lo que es lo mismo, las versiones epocales de la libertad y la racionalidad de los hombres, esto es, de lo humano: las formas epocales del humanismo. Sin duda todo ello tiene implicaciones relevantes para la noción de naturaleza humana, y para saber qué y cómo es competencia propia de una antropología filosófica de la alimentación, o de la sexualidad, pero las tiene también respecto de lo que la antropología filosófica puede decir acerca de la racionalidad humana, de la operación de entender y de la forma en la que se ordenan y articulan los saberes. En ese contexto, la coprincipialidad de razón y libertad y la concausalidad de psique y polis significan, epistemológicamente, que la teoría es siempre y desde el inicio lógica y retórica, que la pragmática vital que se desarrolla como formas de vida en contextos intersubjetivos es tan principial para el pensamiento como los primeros principios del pensar y de la realidad. La retórica no es lo que hacen los que no hacen ciencia y se estragan entre los arrabales o las sombras de la opinión y la literatura, ni tampoco es el repertorio de los modales lingüístico-expresivos para la persuasión: es la forma con la que la libertad y, por tanto, la intersubjetividad está comprometida en cualquier clase de pensamiento que aspire a ser comunicativo, y esa aspiración es constitutiva de lo que resulta ser pensamiento, al menos pensamiento humano. La dimensión retórica del pensamiento es además el sello de la finitud del sujeto que hace ciencia. La pretensión ilustrada de constituir un saber según sólo la naturaleza de la razón y desde el punto de vista exento de determinación alguna que significa el sujeto transcendental es, como ha mostrado Manuel Fontán, una retórica para la supresión de las retóricas. La razón subjetiva, es decir, la que ejercen los sujetos desde sí y por sí para entender el mundo y ordenarlo cognoscitivamente, no es nunca la actividad de una razón según su mera naturaleza, sino la trabadura entre los principios lógicos del pensamiento y los principios intersubjetivos de la comprensión. Y, si se acepta que el pensamiento es forma formarum, entonces se puede admitir también que su formalización se gesta según la doble formalidad de la psique y la polis, es decir, que el mundo se entiende siempre en virtud de una razón situada o, si se quiere, en virtud de una racionalidad epocal, porque la articulación de los principios de la reali-

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dad y los del pensamiento no se da nunca de modo exento respecto de los principios que fundan contextos intersubjetivos de sentido. Al respecto creo que pueden resultar muy significativas las correspondencias, que en ocasiones son estrictas simetrías, entre las ordenaciones o articulaciones de los saberes que pueden encontrarse en Aristóteles, Tomás de Aquino, buena parte de los humanistas del renacimiento, y la filosofías ilustradas por un lado y por el otro el estatuto del ciudadano en la polis griega, el orden estamental de la sociedad medieval, el desmoronamiento de la Christianitas y la pujanza renacentista de las ciudades, y la constitución de los estados modernos respectivamente. No es que ninguna de ellas pueda ser verdadera por ser epocal, es que todas ellas responden no sólo a requisitos objetivos sino también a condiciones intersubjetivas de comprensión y sentido. Hay cosas que no se pueden decir porque nadie las entiende, lo que en el fondo significa que nadie las puede pensar; las modificaciones internas, extensiones o estrechamientos de esos límites son las épocas. La razón no es tan ajena a los modos de vida como para extraer sólo de sí misma sus productos. Más bien pensamos el mundo tal y como lo tenemos a nuestra disposición, y esa disponibilidad es, como ya advirtió Vico, preteórica, pragmática, intersubjetiva y vital según un horizonte básico que bien puede llamarse modus vivendi. No hay articulación u ordenación de los saberes, ni autoconciencia de lo humano, que sobreviva al contexto intersubjetivo donde se gestó. Lo que en último término significa que aspirar a trazar una articulación posible de los saberes, o a perfilar un modelo de humanidad es tanto como aspirar a hacer época, o, por lo menos, a construir un contexto intersubjetivo tal como una institución. (Eso es lo que a mi juicio no se puede lograr desde la psicología racional y el mapa de los saberes que de ella se puede extraer, precisamente porque ese mapa es de otra época). Ahora bien, ¿cómo es eso posible?, ¿cómo se hace época, y cómo está hecho el hombre para que pueda hacerla? Hasta ahora se ha sugerido que la época hace al hombre; o, si se quiere, que tanto como de la especie cada individuo humano es hijo de su tiempo, y que ese tiempo que tiene una eficacia constitutiva sobre el ser del hombre es el tiempo de las diversas naciones que se extienden según tradiciones temporales también diversas, según historias. A la finitud material de la sustancia orgánica que afirma la psicología aristotélica contra el platonismo, se le ha agregado la finitud sociohistórica de modo que, como afirma el aforismo árabe que abre estos ensayos, los hombres no se parecen menos a su época que a sus padres. Ya se ha dicho que cada individuo humano comparece para sí mismo según la racionalidad y la libertad de la especie y según la racionalidad y la libertad de su nación: eso es lo que se entiende por "síntesis objetiva".

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La síntesis objetiva puede ser pensada de modo que determina las posibilidades de la síntesis subjetiva prefigurando no sólo sus posibilidades sino la forma misma de su despliegue. A esa forma de determinación se le puede llamar con propiedad "destinación", porque es el destino prefigurado en la especie y/o la nación y sus intereses lo que rige el decurso y la realización de la libertad y la racionalidad en los sujetos. En tales casos los sujetos no suponen ninguna novedad irreductible respecto de la especie y la nación, ni tampoco son en último extremo los sujetos propietarios de la razón y la libertad, sino que éstas las tienen sólo como sedes particularizadas de su especie y como ciudadanos de su nación. Así los individuos que efectivamente hablan, piensan y actúan al hacerlo están siendo poseídos y destinados a pensar, actuar y hablar según las preformalizaciones de la racionalidad y de la libertad que ejercen la especie y las naciones o, mejor, los sistemas socioculturales diversos. Dicho de otro modo, la biografía (la poética en términos aristotélicos) es el principio de individuación social como la materia es el principio de individuación psicológico. La psicología metafísica es el tratado abstracto de los individuos de la especie (individuos psicometafísicos=sustancias orgánicas), mientras que la poética es la representación abstracta de los individuos de las naciones (individuos sociológicos=roles). La articulación teórica de la psicología y la poética es para Aristóteles la ética, pero la síntesis activa de ambos son los individuos reales, las sustancias humanas activas en las que la racionalidad y la libertad se ha constituido como principio de operaciones efectivo y esa constitución es, al menos al nivel de la síntesis objetiva, destinante. Sin embargo, tanto la noción psicometafísica de persona como la moderna de subjetividad racional coinciden en afirmar que el individuo es para sí mismo más radical que la especie y la nación, y que la libertad y la racionalidad son más originarias en los individuos que en la especie o en las naciones. O, con otras palabras, que la síntesis objetiva, aún constituyendo el horizonte de las posibilidades racionales y libres del sujeto, no es más radical ni originaria respecto de dichas libertad y racionalidad que el propio sujeto. Ciertamente es ese carácter originario del sujeto lo que la filosofía ilustrada utilizó para construir su noción de sujeto transcendental, que es algo así como un sujeto exento de finitud material, de constitución psicocorpórea, y de finitud sociocultural, de cultura. Pero, si sobre la finitud material y sociohistórica que la síntesis objetiva supone, se afirma la índole originaria del sujeto lo que se sigue no es un sujeto transcendental sino un sujeto cuya racionalidad y libertad se tramita en y mediante su finitud material y sociohistórica, en y mediante su cuerpo y su cultura. Un sujeto, en definitiva, cuya objetividad y libertad no son ajenas al hecho de ser varón o hembra, griego, judío o macabeo, esclavo o libre, joven o anciano, y para el que —como dice Charles Taylor— exis-

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te cierta forma de ser humano que es su propia forma. Ahora, y como ha puesto de manifiesto Jacinto Choza en Los otros humanismos (EUNSA, Pamplona, 1994), es el hecho de ser mujer, o judío o anciano el que se hace sede de una identidad que, afirmándose en su finitud incluso idiosincrática, aspira a una forma propia de humanidad y de realización. Un sujeto, en suma, que desde cada una de esas determinaciones se muestra un origen de la racionalidad y de la libertad más radical que la especie y la nación, y que se puede poner de manifiesto precisamente en la originalidad de la racionalidad y de la libertad subjetivas, y de sus productos respecto de la racionalidad y libertad objetivas que la especie y la nación introducen en la gestación de ese mismo sujeto mediante la síntesis objetiva. No es que no exista objetividad, o que no exista un logos común, o una naturaleza común, es que cada sujeto humano no tiene un acceso privilegiado a esa objetividad, a esa naturaleza y a ese logos común, distinto de su propia finitud material y sociohistórica, porque son precisamente esas finitudes, es decir, su constitución psicocorpórea y su cultura las que le dan acceso a la objetividad común: un acceso que en tanto que ejercido por el sujeto se constituye en "biografía" donde se asocian la gestación objetiva y la subjetiva de la racionalidad y de la libertad. Esa particularidad no es sólo una restricción o un estrechamiento del logos, sino la ocasión de una ampliación de ese logos según situaciones que son siempre tan inéditas como cada individuo humano. De otra manera: no se trata de un perspectivismo reductivo, sino de algo así como un perspectivismo positivo, en el que cada situación que es cada sujeto humano según la doble finitud material y sociocultural es una perspectiva nueva que se abre para el logos, y para la forma de lo humano, precisamente porque esa finitud es también la individuación de un sujeto en el que la radicalidad imprecedida de la razón y la libertad se puede expresar y realizar con originalidad. Se trata, en definitiva, de caer en la cuenta de que, como ha señalado Jorge V. Arregui, la pluralidad no es sólo un hecho de difícil gestión, sino un valor, y un valor también respecto de la objetividad porque es la posibilitación de su ensanchamiento y multiplicación. Ante semejante panorama es verdad que, como ha mostrado Jaime Nubiola comentando a Putnam, la articulación posible de los saberes y del contenido de la autoconciencia de lo humano se presenta realizable sólo como una armonía, o como una flota, pero antes todavía la articulación más básica del saber y de la humanidad es la comunicación, el diálogo, la creación de contextos intersubjetivos en los que la pluralidad y diversidad de las posiciones es afirmada como irreductible desde ninguna otra de las instancias. Todo ello, es cierto, quizá no dé para lograr una articulación conceptual y teórica, un sistema, pero es una articulación pragmática que sirve también de modus vivendi objetivable en instituciones.

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De ese modo se hace valer, también en el contexto del saber, la inédita novedad que es cada sujeto humano, o cada persona, también para la razón y su objetividad. Porque la racionalidad no sólo es más originaria y radical en el sujeto que en la especie o en la nación, también es más originaria en cada sujeto que en la ciencia, de modo que los distintos saberes —también los que aparentemente gozan de una objetividad tan autónoma como las matemáticas— no quedan fuera del influjo de la originalidad personal con la que la razón se ejerce desde cada posición subjetiva; por eso hay genios, descubrimientos e invenciones, es decir, perspectivas nuevas que se abren al logos común, también en la ciencia matemática o en la lógica. Nuestra época es pensable como aquélla en la que el protagonismo en la configuración de lo humano se ha trasladado desde el sistema sociocultural y las formas objetivas de la racionalidad y de la libertad al sujeto y a las formas subjetivas de la racionalidad y la libertad, lo que en el fondo significa que la libertad se ha hecho y proclamado tan o más principial que la racionalidad, porque ésta tiene — se ejerce desde— la forma de la finitud físico-biográfica y sociocultural de los sujetos. Que el sistema sociocultural de las sociedades modernas se reduzca casi al mercado ha sido siempre objeto de los mayores reproches, pero en cierto sentido se trata de la forma de organización tolerable por el descubrimiento y ensanchamiento máximo de la idea de subjetividad, de libertad y racionalidad en la que nos movemos. La primordialidad de la subjetividad —de la finitud constituyente de lo universal como libertad y racionalidad— es la forma epocal del humanismo europeo contemporáneo: la idea de lo humano se parece para nosotros más a una obra de arte que a un canon —extraído de la razón o de naturaleza— multiplicable por y desde la objetividad de un sistema sociocultural o teórico. Todo eso puede estar, a su vez, contemplado en el sistema sociocultural de modo que en él se expresa, posibilita y afirma la primordialidad originaria de la razón y la libertad en cada sujeto, que recibe ese reconocimiento y afirmación como parte de su síntesis objetiva. El descubrimiento y la objetivación sociocultural de la primordialidad de los sujetos tiene entre las tradiciones culturales del planeta un nombre que es Europa, y entre los sistemas políticos otro que es democracia: el humanismo europeo. La —una de las posibles— historia de ese humanismo es la que se ha querido recorrer casi al paso vertiginoso con el que los hombres de cada tiempo la vivieron. Quizá ahora se vea que hay un cierto paralelismo entre la actual comprensión de lo humano y la ordenación y comprensión del mundo que expresa y realiza el sistema social que nos cobija. En realidad, ese paralelismo no es muy distinto del que afectó a Aristóteles, Cicerón, los filósofos cristiano-medievales, los humanistas y los ilustrados: pensar y ordenar el mundo tal y como lo tenían a su disposición. El occidentalismo mercantil y democratista no es una posi-

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bilidad menos rica que el estamentalismo cristiano medieval, la ciudadanía griega, la comunidad de los literatos y traductores del humanismo, o los modernos estados burgueses de la ilustración. Aunque quizá tenga como rasgo idiosincrático que se pone a sí mismo no como la forma prefigurante del pensamiento, sino como el contexto posible de la comunicación de una objetividad fragmentada. De las épocas que han hecho los hombres de nuestra tradición al tiempo que se hacían tales en ellas trata este libro en cuatro capítulos, que quieren dramatizar argumentativamente cuatro aventuras centenarias de la gestación de lo humano en Europa. Lo que el lector ha tenido a su disposición es un esfuerzo personal por cartografiar las referencias públicas de lo humano y lo inhumano: al cambio de esas fronteras es a lo que hemos denominado épocas, cada una de ellas es un mapa de la humanidad.