La interpretación femenina de la historia y otros ensayos

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LA INTERPRETACIÓN FEMENINA DE LA HISTORIA Y OTROS ENSAYOS

La interpretación femenina de la historia y otros ensayos

Biblioteca Ludovico Silva Nº 8 © Fundación para la Cultura y las Artes, 2013 La interpretación femenina de la historia y otros ensayos Al cuidado de: Nelson Guzmán Traducciones: Nelson Guzmán, María Isabel Maldonado y Jesús Adolfo Guarata Corrección: Julio Borromé y Héctor González Colaboradores: Mariana Uzcátegui, Zhandra Flores Esteves, Rubén Peña Oliveros e Isabel Huizi. Imagen de portada Diagramación: David Arneaud Hecho el Depósito de Ley Depósito Legal: Nº ISBN: FUNDARTE. Av. Lecuna, Edif. Tajamar, PH Zona Postal 1010, Distrito Capital, Caracas-Venezuela Telfax: (58-212) 5778343 - 5710320 Gerencia de Publicaciones y Ediciones Este libro se imprimió en el Instituto Municipal de Publicaciones 1.000 ejemplares | Caracas-Venezuela

Ludovico Silva

La interpretación femenina de la historia y otros ensayos

Dedico este libro a Beatriz, mi esposa, por quien lo escribí con entusiasmo y fervor.

También dedico estas modestas páginas a mi entrañable maestro Juan David García Bacca, cuyo más reciente libro, Necesidad y azar, sobre Parménides y Mallarmé, es un portento que sólo lo logra un joven de 85 años, como él.

Nota

Esta colección está compuesta por 15 libros del Profesor Ludovico Silva. La idea es llevar esta lectura a los sectores más deprimidos del país y hacer conocer a las nuevas generaciones la memoria histórica y los aportes intelectuales de uno de los más densos pensadores de América Latina. Nada se ha modificado en el contenido de los textos. La estrategia editorial que hemos tomado para facilitar la lectura es traducir las citas del francés, del alemán, del inglés, del italiano y del latín al castellano de tal manera de hacer accesible los textos a todos. Hemos guardado cuidadosamente las citas en idiomas extranjeros que utilizó el autor para sustentar sus planteamientos. Este trabajo ha sido posible gracias a la colaboración de un equipo multidisciplinario que ha tenido bajo su cuidado llevar a buen puerto este hermoso proyecto. La que aquí presentamos es una edición cuidada por el Prof. Nelson Guzmán quien ha coordinado y supervisado los equipos de corrección, traducción, diagramación, etc. Debemos con justicia resaltar la participación de la Profa. María Isabel Maldonado, Mariana Uzcategui, Zhandra Flores Esteves, Rubén Peña Oliveros y de Luís Beltrán Arangu. La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 9

Saludamos el entusiasmo que ha tenido el Prof. José Gregorio Linares Presidente del Fondo Editorial, así como a Fabio Quijada Presidente del Ipasme.

Nelson Guzmán Caracas, marzo 2009.

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Prólogo

Los textos que se incluyen en este volumen dan una muestra de la leve y poética escritura ensayística de Ludovico Silva, quien no solamente es un pensador marxista muy original sino de lectura extremadamente amena y entretenida. El objetivo declarado de atrapar al lector se cumple con una escritura heterodoxa sobre temas habituales y frecuentes como el marxismo, feminismo y latinoamericanismo, aunque todos ellos vitales e indispensables, tanto ayer como hoy. Aún más hoy, cuando estamos viviendo una oportunidad histórica para una práctica social creativa que nos lleve hacia los viejos objetivos de justicia e igualdad. En este camino, seguramente las reflexiones de Ludovico nos ayudarán enormemente con su frescura e iconoclastia necesaria para la acción convencida y más aún con su indispensable honestidad y humildad, que despliega al hacer referencia a la obligatoria vinculación entre teoría y praxis que debe exhibir todo marxista, y con la que no cumple por lo cual, no se califica a sí mismo como marxista. Ludovico Silva creía firmemente en la necesidad de superar el marxismo de catecismo y manuales, investigando nuestro pasado y nuestro presente, rescatando el reservorio material y La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 11

espiritual de América, y buscando conformar una conciencia americana y revolucionaria verdaderamente subversiva. Pionero fue, en alertar contra la plusvalía ideológica, producida por el excedente condicionado por la televisión cotidiana que impulsa el consumo innecesario como valor vital y la fragmentación social como base de la producción y la opresión humana. Pionero fue, en llamar la atención sobre el potencial revolucionario de las masas «marginadas» y la obligación política de capacitarse para lograr una organización de ellas. Mientras la opinión pública venezolana se deleitaba con el Concurso de Miss Venezuela, se enfatizaba como triunfo nacional un nuevo producto de exportación «las mujeres más bellas del mundo», proponiendo a las misses como un ideal de progreso para las niñas y jóvenes y se evaluaba como éxito gerencial la Organización Miss Venezuela, Ludovico Silva escribía el ensayo que da nombre al presente libro: «La interpretación femenina de la historia». En este texto, la visión masculina del mito-mujer aparece mezclada poéticamente con interesantes anécdotas protagonizadas por las diosas griegas, referencias filosóficas y literarias e ironías sobre una versión rústica del feminismo. A pesar del equívoco título centrado en la interpretación femenina, Ludovico discurre sobre cómo la forma en que los hombres ven a las mujeres cambia a través de la historia, mirada trazada a partir de la belleza percibida y enlazada con la manera en que las míticas mujeres aman y reaccionan ante el amor masculino. La femineidad se despliega en relación con el amor y a partir de la belleza. Hierática, distante y fría, modelo 12 / Ludovico Silva

de insensibilidad al amor, es Nefertiti, cuyo nombre significa «la belleza ha llegado». Con calculada lejanía crea al hombreobjeto, simplemente útil a la procreación. Implacablemente Ludovico califica el mundo interior de la reina egipcia como cadáver momificado. Contrariamente las diosas y semidiosas helénicas son presentadas como mundanas, capaces de intrigas y amores, competían entre sí —como mujeres— por ser la más hermosa. Ludovico retoma el Juicio de Paris, quien por orden de los dioses tiene que elegir a la diosa más bella, y entregarle la manzana de oro, que la Discordia arrojó a las tres diosas; Hera, Atenea y Afrodita. Los dioses no quisieron dirimir en tal caso, pues no querían problemas con ninguna de ellas. Así que Paris, que en aquel momento era pastor, fue requerido por Hermes para que decidiera quien era la más bella. Paris fue escogido porque era un «entendido en asuntos de amor», ya que el amor es amor a la belleza. Nos recuerda Ludovico que para la filosofía griega el amor tenía por objeto la belleza perfecta y extramundana, lo más alejado posible del amor procreativo, un amor que practicaba la homosexualidad ritual para alejarse de la irracionalidad natural representada por la mujer. Y a partir de esta reflexión, Ludovico hace referencia a algunas raras mujeres, muy dotadas para la racionalidad como Diotima de Mantinea, quien en El Banquete enseña a Sócrates las cosas del amor, de ella dice «era demasiado inteligente y tenía un alma racional, algo así como una feminista del siglo XX, pero con la ventaja de no ser una defensora de su sexo ni considerar que los hombres son todos machistas u homosexuales». La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 13

Pasando por encima de la chispeante mordacidad, ocurre que la lógica y el pensamiento son presentados como exclusividad masculina, y habría que esperar a que las terribles feministas la desarrollaran a costa de su femineidad para encontrarlas en cuerpo de mujer. Por eso, Ludovico califica a Simone de Beauvoir como «un extraño caso de furor uterino en un hombre». El pensamiento y la racionalidad —al uso ludoviquiano— masculinizan a las mujeres. Y el mundo se vuelve extrañamente ambiguo, evalúa sarcásticamente Ludovico, andrógino —diríamos hoy, en el siglo XXI. El origen de la Guerra de Troya está en el juicio de Paris, quien para tomar la decisión exige la desnudez de las diosas, que muestran su rotundo ser de carne y hueso en una especie de concurso de belleza. Además, Hera ofrece a Paris el poder, Atenea propone la victoria en todas las batallas y Afrodita promete el amor de la mujer más bella de la tierra, que lo abandonará todo para seguirlo. Es decir, una mujer aspiración masculina, mujer capaz de sentir amor pasión y entregarse al extremo de pasar sobre costumbres y deberes adquiridos, un amor en que el centro único de la vida es el varón amado. Esta mujer fue para Paris, Helena de Troya, a quien Ludovico supone como «bella, refinada y tierna», y con capacidad «para enloquecer de amor por un joven de veinte años». Hay en este análisis la valoración cosmopolita de la pasión como superación de barreras, como ampliación del mundo de posibilidades. Y dos son los tipos de mujeres que abren mundo y experiencia a los hombres, las amadas —fin del amor pasión— y las experimentadas con savoir faire, pedagogas del amor. 14 / Ludovico Silva

«La interpretación femenina de la historia» se evidencia así como un erudito y poético ensayo, que sólo podía haber sido escrito por un pensador masculino. Un hombre que discurre sobre los arquetipos femeninos escritos en la historia narrada también por otros hombres, que revela la manera en que los hombres sueñan y definen a las mujeres, y también las fantasean, incluyen, excluyen, hostigan, y piensan como otredad radical. Localizada en una parte íntima de la historia, que parece no tener influencia sobre el destino humano general, la interpretación femenina planteada por Ludovico, destella como una interpretación estética y sarcástica, cincelada con el objetivo zumbón de un divertimento puerilmente androcéntrico. El segundo ensayo del libro es la refutación a Mario Bunge, físico y filósofo de la ciencia, titulada «El aparente dilema entre cultura científica y cultura humanística», donde Ludovico demuestra cómo el subdesarrollo social estructural de nuestros países origina el subdesarrollo científico, y no a la inversa como plantea éste. Subraya Ludovico la responsabilidad insoslayable de los científicos de nuestra América Latina en poner sus conocimientos al servicio del desarrollo social, con valentía creadora y utilizando su propio idioma como vehículo de un pensamiento propio e independiente. Rebate la convicción de Bunge sobre el papel de la ideología hispánica como determinante para que muchos de nuestros científicos adoptaran ideas poco racionales y psudocientíficas, y la desvalorización de sus aportes. El problema de la ciencia latinoamericana está en dependencia, con base económica y político-ideológica, de la dominación de los Estados Unidos. La clave del subdesarrollo científico es así, la dependencia. La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 15

Escrito en 1986, atravesando veinte años Ludovico nos habla premonitoria y contundentemente en «América Latina: el combate por el Nuevo Mundo» de la necesidad de nuestra independencia definitiva, que pasa por algunas tareas tales como: el despertar de todos los desheredados y humillados, la destrucción de los políticos vasallos, la expulsión de los empresarios corruptos, la creación de la distribución de riquezas según necesidades, y el trabajo para satisfacer necesidades de los seres humanos y no del mercado. Ludovico puntualiza en este ensayo la realidad de las culturas indígenas como rasgo específico del mestizaje que nos hacen ser un Nuevo Mundo. Y es el mestizaje entre indios, negros e íberos lo que nos determina y especifica, en forma muy distinta y opuesta a la cultura y estructura social de Estados Unidos que prohibió cualquier contacto entre blancos y negros. Para Ludovico nuestra identidad es nuestra novedad como mundo, con una historia cuajada en diversas naciones: «esa misma historia nos enseña que el ideal o la utopía revolucionaria (…) de nuestros héroes nacionales, era precisamente el de crear una América constituida globalmente como una gran nación». Y por eso, define a Bolívar como un «americano» no como un venezolano. En «Nuestra famosa identidad latinoamericana» vuelve a discurrir sobre su histórica raíz mestiza, identidad que no es cosa filosófica sino histórica. Plantea la necesidad de inventar un modo propio de vida política y social para alcanzar el desarrollo con libertad, lo que algunos llaman «democracia representativa» y otros «socialismo», en el sentido del Marx de los Grundrisse. Es decir, el socialismo como superación de la alienación a que nos somete el valor de 16 / Ludovico Silva

cambio impuesto por el capitalismo, y que explica la sujeción individual y colectiva de los latinoamericanos al american way of life. Ludovico nos recuerda que el nacimiento de América Latina coincidió con el nacimiento del capitalismo, es decir, que «somos una formación histórica específica, una secreción necesaria del capitalismo desarrollado», que puede y debe ser emancipada. El subdesarrollo y la alienación son superables. Concretamente: «si libramos el combate que tenemos que librar y nos jugamos la vida para rescatar nuestro mundo, podemos a mediano o largo plazo llegar a ser una sociedad libre y autónoma, con un desarrollo cultural, científico y tecnológico propios, armados para derrotar todo tipo de intervención imperialista, dotados de individuos “universalmente desarrollados” capaces de anular para siempre la “alienación universal”». Amigable y literariamente, pasando por Marx, Keynes, Galbraith y Althusser, Ludovico nos lleva a la reflexión sobre la idea cuya evidencia, conlleva a un acuerdo general, aunque se mantenga tácito: es la idea de que el grado de bienestar de cada uno de nosotros es responsabilidad de las acciones de gobierno, y esta idea es el centro de la contienda. Pero ocurre que el Estado es un instrumento de dominación cuando políticos y empresarios en alianza como en la Venezuela del Pacto Social cuartorrepublicano, o empresarios políticos como en Estados Unidos lo convierten en un mecanismo para mantener privilegios y explotación, convalidados por movimientos obreros reivindicativos. La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 17

Y en todo esto, juegan un papel determinante los medios de comunicación que mediante el ensueño subyugante impulsan modelos de vida basados en el consumo de productos creados por el marketing. Los trabajadores adormecidos se vuelven así ideológicamente funcionales al capitalismo. En peor situación aún, se encuentra la masa «marginada», los excluidos, quienes apenas sobreviven pero también son sometidos a la plusvalía ideológica. En ellos, observó Ludovico, un gran potencial revolucionario, de ese modo partiendo de allí, se logrará el despertar de la conciencia latinoamericana, para crear las y los nuevos seres humanos de América y del porvenir. La historia reciente le está dando la razón. La conciencia poética como única posible subversión, y el arte como un terrorismo que despierta son el tema de «¿Qué es un mundo? (Elogio del Insensato)» y de el «Elogio de la locura poética», porque «ponen los poetas el fundamento de lo permanente». El artista y el poeta lejanos a todo interés práctico y mercantil se concentran en valores de uso y dones, son así perturbadores y revolucionarios por definición. Tal como explica Ludovico, que lo fue Andrés Bello, un poeta clásico, por esencia y presencia, que sabe sopesar sabiamente y cuyos aportes de doctrina gramatical no han sido superados. Dos breves textos muestran la dinámica relación de Ludovico con otros intelectuales latinoamericanos y venezolanos. A Octavio Paz se enfrenta en defensa del marxismo latinoamericano, mostrando su originalidad que el escritor mexicano parece ignorar y examinando la contradicción que implica decirse socialista sin Max. Sobre Arturo Uslar Pietri, elabora una joya estilística «Ven18 / Ludovico Silva

tajas y desventajas de la perfección», donde con amistosa ironía describe al prócer contemporáneo, modelo de laboriosidad, antibohemio, amante de la mesura y el orden, pero practicante de la ebriedad poética y a quien define como «un hombre perfecto que tiene la ventaja de cometer errores y ser imperfecto». Termina el libro, con un provocativo artículo «El marxismo como aristocracia», partiendo del concepto etimológico de aristocracia como «lo bueno y bello de ver». El aristócrata es el hombre hermoso tanto en su exterior como en su interior, y en este sentido para Ludovico, Marx lo era. Desde su punto de vista, para un aristócrata, que se distingue por su aversión a la burguesía, resulta un ideal pelear a muerte contra la injusticia, de allí la lucha de Marx por la clase oprimida puede calificarse como aristocrática, quijotesca. Hay en este análisis de Ludovico una visión idealizada del aristócrata como un ser desprovisto de intereses mundanos, dispuesto a sublimes actos. Pero, principalmente la aristocracia de Marx está para Ludovico en su manera de pensar y escribir, en la «elegancia musical» de sus frases que las han hecho inmortales. Podríamos decir, finalmente, que el libro que a continuación comienza, es un conjunto de hermosas y literarias reflexiones en las que Ludovico Silva se presenta con todo el genio lingüístico y la brillantez de pensamiento que lo hace singular y más atrayente, ahora, avanzado el comienzo del siglo XXI. Alba Carosio Caracas, mayo 2009 La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 19

Claves

La politique, c’est le Destin. Napoleón La lógica es un cuento de hadas. Lewis Carrol La filosofía es a la realidad lo mismo que el onanismo es al amor sexual. Carlos Marx El Universo es esférico, redondo y cerrado. Albert Einstein Lo bello es difícil: Chalepa ta Kalá Refrán popular tomado de Sócrates y Platón

Nota del autor

Publico aquí diez ensayos inéditos, salvo los dedicados al Elogio de la locura poética y a Octavio Paz y el marxismo, que aparecieron en publicaciones periódicas en mi país, lo cual implica que en realidad, son estrictamente inéditos, como inéditos somos la mayoría de los escritores de este continente. Los temas de los ensayos aquí publicados suenan a cosa obvia: marxismo, feminismo, latinoamericanismo (¡vaya palabreja!), etc. Sobre estos temas, se escriben muchos libros hoy, en especial en los Estados Unidos, donde se fabrican libros como salchichas de esas que, según mis noticias, han invadido a las ciudades españolas y francesas e italianas principales, con sus «hamburgers» y su «tropical chicken». Sin embargo, si un lector atento se detiene un poco en la lectura de mis escritos, advertirá un lenguaje y un pensamiento que muy bien podrían calificarse de heterodoxos; no, por cierto, en el sentido que le dio Menéndez Pelayo a este término en su larga obra, sino en el sentido de estar en contra de todas las oficialidades religiosas o filosóficas (amo a Cristo; detesto a Kant; amo a Platón, detesto a Mahoma), sean o no marxistas. Lo de mi marxismo, que todo el mundo en La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 23

mi país me exalta, es un cuento; yo no soy marxista. Soy apenas un estudioso de Marx, una especie de «marxólogo», con el inconveniente de haber escrito hace unos años un libro que en Venezuela, sobre todo entre la gente de la llamada «izquierda» se vendió como pan caliente: Anti-Manual para uso de marxistas, marxólogos y marxianos. Huelga decir que los del PCV 1 me repudiaron, y que los guerrilleros —que entonces aún los había— me aplaudieron estruendosamente. Pero si yo digo que no pretendo ser marxista en el estricto sentido del vocablo, es por una verdad muy simple: yo no cumplo con el lema fundamental de Marx, a saber, la vinculación entre la teoría y la práctica; yo soy un simple laboratorista de Marx; que nunca ha ido a sindicatos, a reuniones obreras (como iba Marx en los pubs de Londres) o a un barrio marginal a conversar con los pobres sobre su situación. Pertenezco a una insignificante clase media (si lo medimos por el salario de un profesor universitario que además vive de su pluma escribiendo tonterías para los periódicos) y allí vivo aposentado. Porque eso sí: me las doy de viejo hidalgo y me gusta estar bien vestido. Y tengo escudo familiar en Navarra. Tengo muchos amigos en los partidos políticos de «izquierda», y en ocasiones los he apoyado con mi pluma. Pero nada de pertenecer a un partido: eso de recibir «órdenes ideológicas» desde arriba me causa repulsión, como también me la causa la palabra «ideología» después de haber leído en Marx el sentido estricto que tiene de falsedad, de conciencia sucia o falsa, de justificación «ideal» de lo que realmente ocurre en el universo material.

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¿Atraparé esta vez al lector? Esto no lo sé. A lo mejor él me atrapa a mí. Temas como el marxismo y las mujeres son demasiado excitantes. Como decía Sancho Panza: «¿Qué más, señor mío, se le puede pedir a un cristiano viejo?» Y para colmo de colmos, ahí está Baudelaire: «Es más fácil creer en Dios que amar a Dios». Ya no me queda sino decir: Lasdate ogni speranza… Figura aquí un estudio sobre Andrés Bello como crítico literario: un aspecto poco o nada conocido del autor de la Gramática. Se lo dedico con toda honestidad a mis amigos venezolanos y españoles; a los venezolanos, porque merecen conocerlo; y a los españoles porque España es el único país de Europa que ha comprendido y estudiado a Andrés Bello. Menéndez Pelayo lo alabó muchísimo; y Ramón Menéndez Pidal, como cuento al final de mi ensayo, me dijo una vez en la Real Academia, en Madrid, cuando yo contaba 18 años: «¿Así que Ud. viene de Venezuela? Pues esa es la patria de Andrés Bello, a quien en esta Academia admiramos, no sólo porque estudió a fondo el Cantar del Cid, sino por su Gramática, que aunque es “para uso de los americanos” —así llamaba él a los países que quedaban, como decía Simón Bolívar, “al norte de América” sin embargo fue lo más importante después de Nebrija. Y ambos la hicieron para ayudar a construir un Nuevo Mundo: español, en el caso de Nebrija; americano en el de Bello».

Ludovico Silva Noviembre de 1986

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I La interpretación femenina de la historia A Andrés Catrysse femme la plus sage

Las mujeres, como decía el ingenioso filósofo Ortega y Gasset, son, lo mismo que el amor, un género literario. Esta aseveración, a pesar de su apariencia de ironía o de plaisanterie, es en realidad muy seria y severa; pero no vamos aquí a verla como un postulado filosófico o sociológico, sino como una manera de divertirnos un poco a costa de nuestras nunca bien amadas costillas. En efecto, tanto la mujer como el amor son como los géneros literarios o pictóricos; ellas, objetivamente, son distintas en las diferentes épocas de la historia, pero también subjetivamente son mudables no sólo en cómo ellas se ven a sí mismas, sino también en cómo las vemos nosotros, los hombres. La más superficial mirada al horizonte de la historia así nos lo revela. Nefertiti, por ejemplo, era una beldad seria y fría, casi como extática y eternizada en lo temporal, y de sus bellos ojos surgen resplandores maravillosos que nos indican una feminidad severa, altiva, elegante, imperiosa, llena del orgullo que se sabe superior a los demás y del desdén hacia los hombres que para ella no son más que súbditos o servidores, incapaces de hacerla sentir no sólo un amour-passion, que diría Stendhal, o sea un sentimiento que ama de un modo incondicional y para La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 29

siempre, que pasa por encima del amour fou o amor loco e incluso por encima del mero amor físico. Ella permanece impertérrita, en una especie de calculada lejanía, frente a cualquier insinuación o halago de los hombres, y siente, como humana al fin, un cierto placer maligno en mantenerse lejos y al mismo tiempo inspirar en los hombres el más desenfrenado amor, ya sea apasionado, loco o puramente físico. Si por casualidad las obligaciones propias de la aristocracia o la monarquía la llevan a consentir en tener un hijo, éste será el producto de un convenio casi comercial o puramente social, y aceptará por una noche a un cónyuge como se acepta un estatuto político, y nunca como una entrega de su intimidad. Ella crea al hombre-objeto, y lo utiliza como se utiliza un artefacto cualquiera, una especie de decoración artificial capaz de disimular socialmente la repugnancia que a ella le inspira cualquier sentimiento que aun lejanamente se parezca al amor. Todo esto lo deduzco de dos fuentes principales: una, tal vez la más importante, el hallazgo de un hermosísimo busto de Nefertiti, encontrado al azar por un soldado alemán a fines de la Segunda Guerra Mundial; y el otro, la historia misma del antiguo imperio Hitita, cuya clase dirigente aspiraba por sobre todas las cosas a la eternidad. Lo más parecido al mundo interior de Nefertiti es un cadáver momificado y sepultado en una pirámide. El frío corazón de Nefertiti, incapaz de sentir aunque sólo fuera una amitié amoureuse, es bastante diferente al de las diosas y semidiosas griegas. Nefertiti era demasiado intelectual. Era unilateral, como buena creación del arte hitita. Su belleza, incluso, a fuerza de mantener un equilibrio de hielo, se halla al borde de lo más morboso e informe, lo más macabro y corrom30 / Ludovico Silva

pido, como un cadáver en descomposición. Pero, por cuestiones de orgullo hitita y de una especie de coquetería trascendental, nunca en su vida, ni después de su muerte, abandonó el equilibrio congelado en que, a falta de amor, sustentaba su dignidad y su rango. Las diosas y semidiosas helénicas eran, por el contrario, sumamente mundanas, coquetas, capaces de ponerle cuernos al mismísimo Zeus con un pobre mortal e intervenir tanto en el Olimpo como en los palacios de los hombres para sembrar entre ellos toda clase de intrigas palaciegas. Todo esto daba a la belleza de sus rostros y de sus cuerpos, siempre desnudos en los momentos supremos, un aire mucho más natural y mundano que el de la lejana Nefertiti. Algunas diosas griegas, como por ejemplo Afrodita, llegaron a ponerse coloretes en las mejillas, rabillos negros en los azules ojos y pintura roja en sus labios; a tal extremo llegaba su coquetería y su mundanidad, para conquistar el corazón del pobre, aunque hermoso campesino que era Paris. Atenea, que era mucho más hierática y «clásica», se lo reprochó amargamente. Luciano de Samosata, un judío helenizado, lo cuenta en sus Diálogos de los dioses mucho mejor que Homero. Esto no quiere decir que Luciano fuese mejor poeta que Homero; ni siquiera era poeta, sino un filósofo crítico, irónico, que acaso por el hecho mismo de escribir hacia el siglo II d.C. tenía hacia el mundo griego una mirada con mucha más perspectiva que la podía tener el mismo Homero, quien prácticamente convivía con dioses y diosas. Aunque Homero sefiale con cierta minuciosidad de bibliotecario o entomólogo los diversos «deslices» de sus diosas, lo hace sin apasionamiento, como un escultor que contase la vida de los dioses y las diosas en un frío bajo relieve. La historia de Helena de Troya, de Paris, de Hera o de Atenea es La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 31

más bien hierática y sin otra emoción que la que se permitía el poeta al inventar ciertos epítetos de estilo manierista y no clásico, que figuran entre las mayores bellezas de sus hexámetros musicales. En cambio, Luciano, con su demoledora ironía, contaba las mismas historias en términos mucho más mundanos y divertidos, de modo que las historias de amor de las diosas llegaban a asumir casi el aspecto de una intriga palaciega entre aristócratas del siglo XVII francés, con todos sus stendhalianos matices de amour passion, amour fou, amour physique, etc. Las mujeres reales y mortales del mundo griego debieron seguramente tener más el aspecto pintoresco y variado de las diosas de Luciano, que la helada belleza que poseen en Homero o en la estatuaria de la época clásica. Las diosas homéricas pertenecían más bien al mundo estricto de la religión oficial, lo mismo que las estatuas de Fidias no son retratos de las mujeres vivas y terrestres, sino de visiones de un mundo abstracto e ideal, al modo del rnundus intelligibilis platónico. Ciertamente, los escultores griegos ponían detalles de color en sus deidades; así, Atenea Parthenos tenía los ojos pintados de azul claro y usaba una clámide dorada. Pero el tiempo, los siglos, han borrado esas huellas de color y han dejado un puro mármol blanco que, dicha sea la verdad, se corresponde mucho mejor con el ideal clásico de la perfección ideal que las estatuas pintadas. Esto pudiera parecer muy paradójico, pero no lo es si tenemos en cuenta que casi siempre es el tiempo el que le da su justa dimensión a las creaciones artísticas: hoy vemos con mucha mayor claridad que los estilizados y casi transparentes hidalgos pintados por el Greco representaban con toda exactitud la actitud y el mundo de los espafioles de finales del siglo XVI, en la época de Felipe II; lo vemos más claramente que el 32 / Ludovico Silva

mismísimo Felipe II, a quien por lo demás no le gustaban los cuadros del Greco y no permitió su entrada sino muy de paso en el desmesurado y tétrico recinto del Escorial. Por eso decía que es mejor acercarnos a un Luciano para damos una idea de cómo eran en verdad las diosas griegas y, por tanto, las mujeres griegas. Recordará el menos entendido en historias griegas que Hermes le presentó al campesino frigio Paris tres diosas para escoger una que fuese la más bella. A la más hermosa debía Paris entregarle una cierta manzana (melón), en la que leía esta inscripción: Ho kale labeto, «la más bella debe recibirla» (Luciano, Thcon dialogoi o Diálogos de los dioses, 20, 7, 100 y sigts.). Por supuesto, el pobre y bello campesino se encontró totalmente desorientado: «¿Quiénes son —le pregunta a Hermes— estas mujeres que conduces? Porque no han nacido para recorrer los montes, con lo bellas que son» (outo ge ousai kalai). La respuesta no se hace esperar: «¡Pero si no son mujeres!» (All’ ou gynaikes eisin) «Estás viendo a Hera, a Atenea y a Afrodita; y yo soy Hermes, a quien Zeus ha enviado aquí». Tú eres el más indicado para elegir entre ellas, puesto que «no sólo eres tú mismo hermoso, según te dije, sino que además eres un entendido en asuntos de amor» (sophos ta erotika). Antes de proseguir el sabroso relato, fijémonos por un instante en este último detalle: «un entendido en asuntos de amor». Aquí hay una evidente alusión a Platón, pero llena del más puro veneno: hay una ironía hacia la filosofía de El Banquete y del Fedro que sólo podemos entender como su desacralización, por así decirlo. El Sócrates platónico era también, en efecto, un «entendido en asuntos de amor», un sophos ta erotika. La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 33

Pero el amor de que hablaba era la Idea del amor. No era el amor terreno, el del mundus sensibilis, sino un constructo abstracto, un principio racional al que sólo podía tenerse acceso mediante una dialéctica ascendente, plenamente intelectiva, que remataba en la contemplación o Theoría de la idea de amor. Total desapego de todos los sentidos, mas no para alcanzar un trance místico, como ocurría por ejemplo, en San Juan de la Cruz, cuyo amor y contemplación de Dios no tenían nada de racional y podían ser expresados poéticamente mediante todos los recursos de los sentidos mundanos. Y lo mismo en cuanto a la Belleza. En un lugar del Fedro que ahora no recuerdo, decía Platón: Eros d’estin eros peri to kalon, esto es: «El amor es amor de la belleza». Esto, en Platón, no tenía nada que ver con cosas como el amor a la belleza de una mujer cualquiera, porque el amor a la belleza de una mujer cualquiera no es verdadero amor ni su belleza es tal belleza. El amor platónico a la belleza era un asunto de filósofos que sólo aman o, mejor, inteligen una belleza que es perfecta y extramundana. Más o menos lo mismo, mutatis mutandis, que el amor que un cierto profesor venezolano de filosofía, quien es mi amigo, y quien prefiere escribir en alemán, sintió una vez hacia una belleza germánica con la que terminó casado. La única diferencia es que este profesor, a diferencia de Platón, terminó por ser un aburrido marido lleno de hijos. Platón, en todo caso, era más refinado, y así, como lo sabe todo el mundo, prefirió, lo mismo que tantos griegos, el amor que por discreción llamamos dórico, y que un hombre tan fino como Oscar Wilde llamaba «el amor no puede decir su nombre», the love who cannot say this name. A diferencia de las mujeres, que por lo general tienden a convertirse en esposas y madres, los efebos al estilo de Alci34 / Ludovico Silva

bíades tenían la ventaja no despreciable de ser, al menos entre los 15 y los 20 años, perfectamente bellos, idealmente bellos y sin el mundano peligro de resultar embarazados. Después de los 20 años eran declarados fuera de circulación amorosa y eran socialmente aceptados como bravos guerreros, capaces de enamorarse de alguna mujer atractiva y tener hijos, pero ya desprovistos de su belleza y su perfección trascendentales. En cambio, el «entendido en amor» de que nos habla Luciano no pasaba de ser un experto en mujeres de este mundo, un connaisseur de las debilidades de las mujeres, un diestro del ars amandi al estilo de Ovidio o de Casanova; en definitiva, un homme a femmes que se siente más a gusto en las cortes francesas de los siglos XVII o XVIII, e incluso hasta 1848, cuando la vulgaridad burguesa y capitalista comenzó a echar por tierra y degradar todo lo que de fino y elegante había tenido el amor, que en aquella Grecia clásica donde el savoir faire de los hombres y la coquetería de las mujeres estaban sepultados bajo una pentélica lápida filosófica. Los griegos clásicos, en general, tenían un concepto bastante pobre y desdeñoso hacia las mujeres. O bien las divinizaban, como hicieron con Helena de Troya, y por tanto las convertían en ideas extramundanas, o bien las veían como objetos más o menos hermosos y en todo caso carentes de alma. «¿De dónde vienes?, preguntóle Sócrates a un amigo filósofo. Y éste respondió con cierto aire aburrido: Vengo de una discusión sobre si las mujeres tienen o no tienen alma». Más o menos con tales palabras, si la memoria no me falla, comienza uno de los más célebres diálogos platónicos. Por supuesto, siempre hay excepciones que confirman la regla. Para mi gusto, una bella y fugaz excepción la constituye esa Briseida que aparece en la Ilíada como mujer de Aquiles. La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 35

Esa bella mujer no actúa con la frialdad trascendental de una diosa ni con la vulgaridad pintarrajeada de una hetaira; es, en todo sentido, una excepción, y su encanto parece más bien el encanto tierno y capaz de un amour-passion que aparece, por ejemplo, en la Duquesa Sanseverina, enamorada hasta el fondo de su alma casta del bello y noble Fabricio del Dango, en La chartreuse de Parme. Briseida no parece, o no es, griega; la clásica perfección de su belleza está impregnada de alma y de pasión. Otro tipo de mujer rara que aparece en el escenario helénico lo constituye Diotima de Mantinea, legendaria mujer de cuya sabiduría aprendió Sócrates la doctrina sobre el amor que expone Platón, particularmente, y en referencia directa a Diotima, en pasajes como El Banquete, 201. (Támbién nuestro Luciano se refiere a ella en su obra «Los retratos», 18). Pero esta mujer era aceptada en los symposia de los filósofos porque éstos, y en especial Sócrates, no la consideraban en realidad una mujer, porque era demasiado inteligente y tenía alma racional, algo así como una feminista del siglo XX, pero con la ventaja de no ser una defensora de su sexo ni considerar que los hombres son todos machistas u homosexuales. Diotima era, simplemente, un hombre con senos. Sería lo más parecido a Simone de Beauvoir, dada esa «inteligencia masculina» de que hablaba su morganético esposo Jean Paul Sartre, de no ser por esa «sensibilidad femenina» que le atribuía también el filósofo. Por lo demás, ni Diotima ni la Beauvoir fueron unas beldades, desde el punto de vista físico. Simone tuvo la ventaja de que su alma, de por sí tan racional, había pasado por el tamiz de Freud, lo que le permitió llegar a sentir, si no un amour-passion, al menos algunos amores locos, que ella misma contó con bello estilo en novelas como Las Mandarins y en otros 36 / Ludovico Silva

textos memoriosos. Por último, su feroz y agresivo feminismo, expresado en los dos enormes volúmenes de Le deusieme sexe, probablemente será visto hacia el año 2050 como un extraño caso de furor uterino en un hombre. En cambio, un hombre de fines del siglo XIX como Osear Wilde será visto en el siglo XXI como un extraño caso de sensibilidad femenina dotada de órgano sexual masculino y hasta con esposa e hijos. Se trata, como decía Ortega, de «una fauna ambigua», muy propia de una época donde los hombres quieren parecerse a las mujeres y las mujeres a los hombres, de modo que resulta muy difícil adivinar en alguna calle céntrica de Londres a cuál sexo pertenecen las personas que se ven pasar. Pero volvamos, después de este filosófico rodeo, a nuestro Luciano de Samosata y a su manera de contar la historia de Paris y las deidades. En un principio, ante la exigencia de Hermes para que entregue la simbólica manzana a la más bella de las tres diosas, Paris responde cautelosamente que emitir semejante fallo le resulta poco menos que imposible, porque a la hermosura de cada una, para cuya clasificación en estratos de belleza se necesitaría «tener ojos en todo el cuerpo, como Argos», se añade el hecho insuperable de que se trata de diosas, una de las cuales, Atenea y Afrodita, hijas del mismo Zeus. (Dicho sea al pasar: Lévy-Strauss y la «prohibición del incesto» como principio de toda sociedad, nada tienen que ver con aquella sociedad olímpica, lo cual nos lleva a pensar, tal vez con excesivo atrevimiento, que la sociedad real griega no funcionó según ese principio, ya que la sociedad olímpica no era sino un reflejo de la sociedad griega. Perdóneseme la gravedad del error que cometo al sugerir tan sacrílega posibilidad. La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 37

Uno termina por preguntarse: ¿hay o ha habido realmente un «principio universal» del cual se deduzca, como de un axioma, cualquier tipo de sociedad humana? Es posible, aunque no tan probable, que los antropólogos tengan razón. Pero concédaseme al menos que semejante «principio universal» no existió nunca en la sociedad de los dioses, la cual, repito, está calcada de la sociedad de los hombres que en la Hélade inventaron el Olimpo). Decíamos, pues, que el pobre aunque astuto Paris, le dice a Hermes: «¿Cómo no va a resultar, en este caso, difícil el fallo?» Por otra parte, emitir un fallo o krisis en este caso ¿no le acarrearía perjuicios al mortal que era Paris? Unas diosas tan decididamente humanas y tornadizas, ¿no se vengarían de él si no les atribuía a cada una el mismo grado de belleza? Hermes le responde impávido: Ouk oida, «No lo sé». Y añade: en todo caso, no es posible inhibirse ante la orden de Zeus (ouch oion te anadunai pros tou Dios kekeleusmenon). Ante este ser o no ser, no le queda a Paris el recurso hamletiano de hacerse el loco. Tampoco le servirá hacer protestas de inocencia y repetirle al hierático Hermes que cualquier fallo, juicio o krisis que él emita será un error tan sólo de sus ojos (monon ton ophtalmon). ¡Pobre Paris! ¡Qué lejos están los tiempos de Platón, ahora cuando él, un simple y ciego mortal encadenado en la caverna es incapaz de mirar de frente el sol de la Belleza ideal, y tiene que considerar la belleza de las diosas según el oscuro criterio de sus ojos sensibles! Luciano sonríe como un zorro judío: tanto el divino Platón como los dioses antiguos no son ya más que moneda corriente desgastada por el uso. También el judío y astuto Marx sonríe: las divinidades antiguas, que eran un puro valor de uso, se han convertido ahora en valores de cambio, en aquella sociedad helenística por cuyo vasto es38 / Ludovico Silva

cenario se expandía el grito sacrílego: Cheemata aner, chremata anee, «¡Su dinero, sólo su dinero es el hombre!» Y si eso sucedía en tan lejanos tiempos, o en tiempos más cercanos como los de Francisco de Quevedo: «Poderoso caballero/es Don Dinero», ¿qué no habría de suceder en el siglo XIX o el siglo XX? Pero no mezclemos forzadamente a Marx en un asunto del siglo II d.C. Ya tendremos oportunidad, si es que se nos presenta, de aludir a esa idea tan peculiar que tenía Marx de las mujeres, idea que tiene la desventaja de justificar en cierto modo al feminismo actual, pero al mismo tiempo la ventaja de que él jamás la cumplió como no fuese en el reino de la teoría pura. De nada, pues, le sirven a Paris sus protestas de inocencia y la probabilidad de que, por ser él un simple mortal, emita un juicio injusto. «Ya es hora de que procedas al juicio», le dice Hermes. Aquí surge de pronto un problema que parecería ser pequeño pero que reviste gran magnitud. Paris le pregunta a Hermes si, para emitir un juicio correcto, no será preferible que las diosas se quiten sus ropas y queden totalmente desnudas. Hermes le dice que proceda tal como lo juzgue conveniente. Entonces, dice Paris, «quiero verlas desnudas» (gymnas idein boulomai). Aquí nos encontramos con la palabra idea, mas no en su sentido platónico de Forma trascendente, sino en la acepción corriente de «aspecto» o «figura». Lo que literalmente dice Paris es: «Quiero verlas con mis propios ojos». Por eso Luciano emplea el infinitivo idein, que significa «ver»; en el Orestes, 1020, dice por ejemplo, Eurípides: en ommasin idein, esto es: «ver con sus propios ojos». En Luciano queda algún resto platónico cuando entiende por «ver con sus propios ojos», el ver el aspecto real que tienen las diosas, aspecto La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 39

que las vestiduras ocultan y que sólo se revela plenamente en la total desnudez. En Platón la idea era la «forma ideal», «concebible por el pensamiento, y de la cual cada objeto material no es sino la reproducción imperfecta» (República, 507 B y 508 E, entre muchos otros loci). Lo único que de platónico queda en Luciano es la necesidad de desvestir a las diosas; pero esto no va más allá del verlas desnudas en toda su materialidad y sensualidad, sin necesidad del ojo del «pensamiento» sino simplemente con sus propios ojos sensitivos de campesino que sabe apreciar la hermosa desnudez de una mujer como sabe apreciar el color y la delicadeza de las flores y los prados. Esto es muy importante, porque ya no se tratará de considerar una belleza ideal y abstracta, sino la concreta belleza de una hembra desnuda. El hecho de que sean unas diosas no le resta un ápice a su belleza perfectamente humana. La idea de estas figuras desnudas es de carne y hueso; su aletheia o «verdad» no es una «verdad superior» de orden sobrenatural, sino tan sólo el «desvelamiento» que implica el sencillo acto de quitarse las ropas y quedar desnudas como una campesina cualquiera que se baña en el río. Por una especie de recato más o menos religioso, Hermes dice que todo está bien, pero que él «se tapará los ojos» y se «volverá de espaldas» (ego de apestraphen). Hera toma la palabra: «Yo voy a desnudarme la primera para que sepas que no tengo níveos sólo los brazos “olenas loukas” y que no me envanezco porque me llaman “la de ojos grandes”, “bootis einai mega”, sino que, en todas y cada una de mis partes soy igualmente hermosa» (pasa kai hornoios kale). Hera se refiere aquí a los epítetos que le aplicaba Hornero: leukólenos y boo40 / Ludovico Silva

tis, «la de los níveos brazos» y «la de los grandes ojos». Esto implica una crítica a Homero, quien no supo ver su belleza «como una totalidad». Lo cual a su vez implica una coquetería y orgullo femeninos que no se daban en los tiempos antiguos, de los cuales tan sólo queda el legítimo derecho de presentarse como la primera, por ser hermana y esposa de Zeus. Pero esta presunción de Hera queda abruptamente cortada por el propio Paris, quien la interrumpe imperativamente: «¡Desnúdate también tú, Afrodita!»: Apoduthi kai su, o Aphrodite. Interviene entonces Atenea para moderar la difícil situación y, de paso, deslizar cierto veneno femenino para desprestigiar ante Paris a su rival, Afrodita: «Paris, no permitas que se desnude sin antes quitarse el ceñidor (keston), pues es una hechicera (pharmakis); no vaya a embrujarte (se katagoetoysi) con él. Y, además, no debería presentarse tan compuesta ni tocada con tanto colorete como una cortesana cualquiera, (kaitoi ge cohrenmede auto kekallopismenen pareinai mede tosauta entetrimmenen chromata kathaper es alethos hetairan tina), sino exhibir pura y simplemente su natural belleza» (atechnon to kallos epideiknuein). Ya se ve cómo Atenea emplea a fondo toda una capacidad de intriga y de veneno muy femeninos destinados a desprestigiar la belleza de su rival ante los ojos del hombre que desea verla; artimañas que jamás habría empleado aquella Atenea solemne y apolínea que esculpió Fidias en los buenos tiempos clásicos. Hera acusa a Afrodita de bruja embaucadora de hombres, que en vez de limitarse a mostrar su natural «atechnon» belleza, emplea toda una sofisticada techné de artificios tales como el rimmel, el colorete «chromata» o la pintura de los labios hinchados de placer, que la hacen parecer una cortesana o hetaíra en vez de una diosa. Paris cede momentáneamente y ordena La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 41

a Afrodita que se quite el ceñidor: «Bien hablas —le dice a Hera— en lo que respecta al ceñidor». Y luego, en modo imperativo, a Afrodita: «Apothou», «¡Quítatelo!» Entonces empieza una especie de careo. Afrodita le devuelve el veneno a Hera: «¿Y por qué no te quitas tú el casco, Atenea, y muestras desnuda la cabeza, sino que agitas el penacho e intentas atemorizar a nuestro juez? ¿Temes acaso que el brillo de tus ojos deje de surtir su efecto si se ve privado de su expresión terrorífica?» (to glaukon ton ommaton aneu tou phoberou blepomenon). Mientras Paris las escucha atentamente, guardando la debida discreción ante los dardos que las diosas se mandan, Atenea y Afrodita llegan a un acuerdo casi a regañadientes: «Pues mira, ya me he quitado el casco», dice Atenea; «Pues mira, yo también el ceñidor», dice Afrodita. Entonces interviene Hera, con su altivez imperativa: «Y ahora, ¡a desnudarse!» Paris prorrumpe en exclamaciones retóricas: «¡Qué espectáculo! ¡Qué belleza! ¡Qué placer! ¡Qué doncella, ésta! ¡Qué esplendor el de esta otra! (…) Y aquélla, ¡qué mirar tan dulce! ¡Qué sonrisa tan tierna y seductora!», etc., etc. Y luego comienza, con toda prudencia, a cerrar el círculo: «Pero, si os parece bien, me gustaría examinaros una a una por separado», ya que «mis ojos se sienten atraídos en todas direcciones». Afrodita se adelanta: «Hagámoslo así Outo poiomen». (Es de notar que Afrodita lleva ya en parte ganada la partida, pues Paris tan sólo le ha exigido quitarse el ceñidor hechicero, y le ha permitido conservar los afeites y coloretes). Paris, por cuestión de cortesía, pide a Hera que se adelante para examinarla, y pide a las otras dos que se retiren. Hera 42 / Ludovico Silva

desnuda se le muestra, y le dice con toda precisión: «Y una vez que me hayas examinado con toda detención, habrá llegado el momento de considerar, además, si te parece, la recompensa por tu voto a mi favor». Esta recompensa o regalo (ta dora) consiste en lo siguiente: «Si me proclamas la más bella, serás el dueño del Asia entera». Paris la despacha de modo terminante: «Yo no juzgo esperando recompensas». «El fallo se emitirá según mi criterio» (Pepraxetaihaper an dokei). A continuación solicita la presencia de Atenea. Esta repite la misma insinuación: «Y si me declaras la más hermosa, Paris, nunca saldrás vencido de un combate, sino que serás siempre victorioso. Pues yo te haré aguerrido e invicto» «nikephoron». Paris la despacha también, pero de modo más cortés: «No tengo, Atenea, ninguna necesidad de guerras ni de batallas. Porque, como ves, la paz impera ahora en Frigia y en Lidia y en el reino de mi padre no hay conflictos. Mas no te preocupes, pues no serás postergada aunque emitiera mi fallo sin considerar recompensa alguna. Pero cúbrete ya, y ponte el casco, que te he visto lo bastante». A continuación solicita la presencia de Afrodita. Esta diosa a su vez también le ofrece una recompensa, pero de un tipo muy distinto, en el que debemos detenernos, ya que será la única a la que Paris preste oídos. Entre otras cosas, Afrodita le dice que la examine con cuidado, con atención y sin prisas «kath’ hen akribos meden paratrechon» y «deteniéndote en cada uno de mis miembros» «endiatribon hekasto ton melón». Luego le insinúa la recompensa. Le dice que lo ve joven y bello, como no hay otro en Frigia, y que desde hace tiempo ha alabado su La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 43

belleza. Le reprocha el mantenerse vegetando en ese peladero de riscos y peñascos y de malgastar su belleza en el desierto, en vez de irse a una gran ciudad. Pues, «¿de qué les sirve a las vacas tu belleza?» Además, deberías casarte (nótese el desinterés de la diosa), mas no con una ruda campesina de las muchas que hay en Ida, «sino con una griega de Argos, de Corinto o de Esparta, como Helena, por ejemplo, que es joven, hermosa —en nada inferior a mí misma— y, lo más importante, apasionada» (kai to de megiston, erotike). Con sólo verte —añade— «esta mujer lo abandonaría todo, se te entregaría por entero “panta apolipousa”, y te seguirá, para vivir contigo». Y finaliza: «Pero, sin duda ya has oído hablar de ella». Anotemos un par de detalles. En primer lugar, Afrodita considera que lo más importante de Helena, aparte de su belleza y juventud, es su carácter apasionado, erótico. Homero había pintado y cantado a Helena de Troya casi como una semidiosa, extática y lejana, absorta en sí misma e independiente de todas las guerras, celos y pasiones que su belleza podía suscitar entre los hombres que por ella combatían en Ilión. Se diría que, aconsejada tal vez por una diosa, manejaba a los hombres a su antojo, sin importarle demasiado sus empujes eróticos y sus apasionamientos. Helena era una mujer idealizada al estilo platónico. En cuanto a los hombres, «se dejaba llevar» y hasta se casó con Menelao, sin conceder jamás un apasionamiento erótico por parte de ella. En el fondo, era un objeto, un decorado que servía de trasfondo al humeante y sangriento combate de los guerreros apasionados. Cuando Luciano, por boca de Afrodita, recomienda a Paris buscarse una mujer de Esparta, seguramente está pensando en la Esparta del siglo II 44 / Ludovico Silva

d.C., pues en la Esparta clásica la mujer era tratada como un perfecto objeto. En efecto, cuando la mujer de un lacedemonio cometía adulterio, sólo se castigaba al amante, por haberse «apropiado» de un objeto que no era suyo. En cuanto a la adúltera, se la dejaba en paz, pues ¿a quién se le va a ocurrir castigar a una bella ánfora por haberse caído al suelo y hacerse añicos? Imaginémonos lo que pensaría una feminista del siglo XX si de pronto se viera trasladada a la Esparta de Licurgo. Probablemente le daría un infarto. Luciano nos presenta, por el contrario, a una Helena que no es un simple objeto carente de alma, sino una mujer bella, refinada y tierna, capaz de sentir un amour-passion hacia un bello varón como Paris; es decir, una mujer apasionada. Y aquí aparece, como complemento, el segundo detalle que queríamos subrayar: esta Helena, precisamente por estar capacitada para sentir un verdadero amor por un hombre, estaría dispuesta a abandonarlo todo y a entregársele por completo. No se diferencia, pues, de esos personajes femeninos que con tanta y tan maravillosa minuciosidad nos describe Stendhal: la duquesa Sanseverina, bella y tierna, enamorada locamente del bello y joven Fabricio del Dongo; o bien Madame Rénal, enamorada apasionadamente del no menos bello y joven Julien Sorel. En suma, la Helena de Luciano es una dama de rango, nobleza y dignidad, capaz de abandonar a su marido para enloquecer de amor por un joven de veinte años, y que podría perfectamente vivir en el cruce de los siglos XVIII y XIX, en Francia o en Italia. Y a su vez, Luciano de Samosata se nos convierte en un psicólogo y escritor llamado Stendhal o Henri Beyle, quien visse, scrisse e amó, como dice su lápida, en Milán. La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 45

Afrodita le había dicho a Paris que seguramente él ya habría oído hablar de Helena, tan famosa en el mundo griego. Para su sorpresa y para la nuestra, Paris declara: «En absoluto, Afrodita. Y ahora me gustarla oír de tus labios toda su historia». Hagamos notar de paso el triunfo de Afrodita: Paris acepta complacido la «recompensa», o en todo caso, interesa vivamente por ella. Es el triunfo de la diosa pintada con rimmel y colorete, al modo de una Hetaíra cualquiera. Las femeninas intrigas de Hera y Atenea lograron un efecto inverso al que se proponían. Paris cedió tan sólo en lo relativo al «ceñidor», el kestos. En la Ilíada (14, 214) este kestos significaba «cinto, cinturón o faja bordados»; pero en Luciano tiene el significado de charmes o «encantamientos», sin duda por la relación con el verbo «kenteo», que significa «hundir el aguijón», como en el caso de una abeja o cualquier otro animal dotado de un aguijón envenenado, capaz de adormecer a su víctima. Por temor a este adormecimiento, Paris lo rechazó: quería «ver claro con sus propios ojos». Afrodita comienza: «Es hija de la famosa Leda, la bella mujer a cuyos brazos voló Zeus convertido en cisne». (Obsérvese que Helena es hija de un dios inmortal con una mujer (thugater) mortal. Paris pregunta: «¿Qué aspecto tiene?» Notemos que aquí Luciano, para designar el «aspecto», no usa la palabra idea, sino la voz opsis, que significa «vista o acto de ver», de modo que una mejor traducción sería: «¿Qué tal se la ve?» (Nosotros hemos estado usando la traducción del catedrático barcelonés José Alsina, así como su fijación del texto griego, en Luciano, Obras, Vol. I, Barcelona, 1962. Pero a menudo hemos hecho interpretaciones que difieren un tanto de las de Alsina, con el 46 / Ludovico Silva

debido respeto a un helenista que sabe mucho más griego que nosotros). Helena, al parecer, nació de un huevo que puso Leda, después de haberse unido a Zeus en forma de cisne, lo cual implica dos cosas: primero, que no por poner un huevo Leda deja de ser una mujer, y segundo, que la traducción de Alsina: «Zeus convertido en cisne», puede ser o bien un error de imprenta, o bien una equivocación del traductor, quien por lo demás aclara perfectamente la leyenda del cisne de Leda en su libro Helena de Troya, Historia de un mito (Helmantica VI, 1955, pp. 111 s.). Paris pregunta, pues, por el aspecto exterior de Helena y Afrodita comienza una minuciosa descripción: «Es blanca, (leuké), como es lógico habiendo sido engendrada por un cisne; (kuknou); tierna “apaló”, como quien se ha formado en el interior de un huevo; ejercitada en la palestra y de tal modo requerida que incluso se originó una guerra por haberla raptado Teseo cuando era una niña todavía. Y, al llegar a la flor de la edad (akmé) los más nobles Aqueos pretendieron su mano y el escogido fue Menelao, del linaje de los pelópidas». Ya se ve que los griegos no habían visitado nunca Australia, donde hay cisnes negros. Helena es «tierna», es decir, capaz de sentir un amour-passion. Sabe hablar con elegancia en la palestra, como dama de alcurnia. Suscita entre los hombres innumerables pasiones, capaces de dar origen a una conflagración donde murieron héroes como Héctor o Aquiles y sobrevivieron astutos héroes como Odiseo o Eneas, personajes consagrados en las epopeyas de Homero y Virgilio. Y al llegar a su akmé, digamos a los 23 años (escojo esa edad porque fue la misma a la que murió Simoneta Vespucci, la más bella florentina del tiempo de Boticelli, quien la pintó como Venus), se casó con Menelao. Paris reacciona vivamente, con su mentalidad de campesino: «¿Qué dices? ¿Mi boda con una mujer casaLa interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 47

da?» (gogagemenes). Es la misma pregunta que se haría un bello muchacho de 17 años ante la perspectiva de casarse o unirse con una dama casada de, digamos, 28 años. Afrodita, sabia, le explica: «Eres un niño inexperto. Y yo sé cómo hay que obrar en estos casos». Es lo mismo que, aunque no tan directamente, le dice la duquesa Sanseverina al joven Fabricio del Dongo; la única diferencia reside en que, en lugar de tratarse de un campesino ignorante y sin savoir faire (como Paris, el frigio), Fabricio del Dongo, como su apellido lo indica, era un noble de largo y aquilatado linaje, criado casi por su hermosa tía, la Sanseverina, y por tanto dotado de un instinto que no necesitaba de explicaciones tan directas. La duquesa por lo demás, también era casada, como Madame Rénal, que abandonó a su marido por el amor del noble jovencito Julien. Afrodita se encarga así de maitriser a Paris, enseñarlo a domeñar su rudeza campesina y aprender la finesse necesaria para considerar como lo más natural del mundo enamorarse de una mujer casada y conquistarla. (Se me perdonará, dicho sea al pasar, el uso y hasta el abuso de términos franceses, sobre todo si estamos manejando una lengua tan fina y matizada como la castellana; pero, así como Osear Wilde dijo una vez que él había escrito su Salomé en francés «porque hay ciertas cosas que no pueden decirse sino en francés», del mismo modo yo he empleado aquí una serie de términos franceses casi todos aprendidos en Stendhal, tanto en sus novelas como en su genial tratado De l’Amour. La interpretación femenina de la historia, así como la bélica y la económica, se fija en un solo aspecto, que en este caso son las mujeres y sus cambios a través del tiempo. ¿Son todas, en el fondo, las mismas? En tiempos antiguos ellas no pensaban 48 / Ludovico Silva

así, aunque siempre actuaran como mujeres. Hoy en día casi todas las mujeres se sienten «iguales» no sólo en cuanto a ellas mismas, sino en cuanto al hombre. Pero mejor será que abandonemos aquí nuestro tema, porque estamos entrando en el peligroso terreno del así llamado «feminismo». Y lo dejaré así, porque en lo personal me quedo con las mujeres de otros tiempos, que no se preocupaban de cosas tales como compararse en todos los terrenos con los hombres…

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II El aparente dilema entre cultura científica y cultura humanística (Refutación a Mario Bunge)

El último número de la revista Interciencia (mayo-julio, 1986, Vo1. 11, N° 3) que se publica en Caracas bajo la dirección —a veces a distancia, como ahora, cuando se encuentra en París, como Embajador en, la Unesco— de mi querido amigo Marcel Roche, hombre de ciencia, humanista, músico y poeta (véase su bello libro Réfuge du divin, poemas escritos en francés, con un prólogo mío que pretende ponerse a la altura de tal poesía y tal hombre de ciencia), reúne, de modo muy original y sorprendente en estas latitudes, a un conjunto, notable de escritores entre ellos uno científico, de América, aparte de uno perteneciente a los Estados Unidos, es decir, «el norte de América», como decía Simón Bolívar, bajo el tema general de las relaciones entre cultura científica y cultura humanística y la posible superación de su aparente incompatibilidad. Resulta curioso y un tanto extraño, por no decir asombroso, que ninguno de los 12 escritores que respondieron de distintas formas a las preguntas formuladas por la revista (en principio dirigidas a 28 escritores) mencione el nombre de Carlos Marx, quien tanto dijo y tiene aún que decir sobre esta importante cuestión. Es cierto que en artículos como el de Mario Bunge, el físico y filósofo de la ciencia, y de origen argentino, hay soterradas La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 53

alusiones a Marx, como cuando dice: «No hay primer motor de la sociedad: cualquier subsistema de ésta puede tomar la iniciativa en un momento dado. Y cualquiera sea el subsistema que da el primer paso, los demás podrán seguirlo»; también es cierto que en el artículo del novelista y ensayista brasileño Valdomiro Autran Doudo se desliza esta afirmación: «Nao estamos mais no Século XIX, poca áurea das ciencias absolutas e hegemonicas como a história era para o Marx e a psicologia para Freud, ambos pensadores que tinham a pretensao de, a partir de uma sóciencia, explicar e interpretar o mundo e todas as coias através da perspectiva de sua ciencia. Hoje sabemos que nao há mais a hegemonia de uma ciencia, nao ha mesmo uma só ciencia, mas várias ciencias»; afirmación que, por cierto, encuentro tan disparatada e inexacta que prefiero dejar su examen para más adelante; finalmente, es cierto que en artículos como los de Gabriel García Márquez y Augusto Roa Bastos, para no hablar del hermoso poema de Ernesto Cardenal, late como una necesidad el pensamiento de Marx; pero lo que ocurre, lo que me parece asombroso e inexplicable (o mejor, tan explicable que es preciso examinarlo por su anverso) es que no se haya tomado en cuenta para nada el pensamiento de Marx para debatir un asunto en el que el autor de Das Kapital, que era un gran hombre de ciencia y un gran humanista y artista de la prosa, no sólo dijo cosas que hoy resultan imprescindibles e inevitables (aunque la ideología se niegue a admitirlo), sino que el mismo problema planteado carece de todo sentido si no tenemos en cuenta que fue él el autor que con más precisión y hasta violencia se ha planteado ese descomunal problema en toda la historia moderna. 54 / Ludovico Silva

Pero vayamos por partes, ordenadamente, como lo quiere el método científico, aunque no dejemos de insertar algunas pizcas de sal poética, a fin de elaborar cum mica salis un pensamiento que no por ordenado y científico deja de tener como toda ciencia, su aspecto de locura poética. Porque en realidad es tan poética y científica la construcción de la Divina Commedia, como la geometrización de la misma realizada por Galileo Galilei, quien dedicó dos estudios al análisis matemático del Inferno, según nos cuenta en Interciencia el escritor cubano Manuel Pereira, quien desgraciadamente se equivoca al traducir la voz griega poiesis como «creación», cosa que por lo demás carece de demasiada importancia, si nos olvidamos de que semejante traducción sepulta toda la teoría poética griega y la suplanta por la teoría cristiana. El tema de la superación de la aparente antinomia entre cultura científica y cultura humanística está suficientemente tratado por los articulistas reunidos en Interciencia. Hay una diferencia importante entre ciencia y arte que es señalada por el propio Marcel Roche en su Editorial: «Varios se han ocupado de los parecidos entre la ciencia y el arte, tendiendo a homologarlos en el aspecto creativo. Pero se han olvidado que en cierto sentido la ciencia y el arte son fundamentalmente distintos. En la ciencia —siguiendo las ideas de Thomas Kuhn— los “paradigmas” de una nueva teoría exitosa son incompatibles con los de las teorías suplantadas. No puede haber en ciencia vuelta al pasado. En cambio, en el arte, puede haber “salto atrás”. Así fue el caso con el retorno a la Antigüedad en el Renacimiento o con la reintroducción de la música de Juan Sebastián Bach en el siglo XIX por Félix Mendelssohn. La fugacidad La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 55

de la ciencia es justamente su fuerza y su debilidad. Su fuerza, porque siempre puede ser cuestionada y porque su “dogma” es pasajero. Y su debilidad porque nunca se encuentra en terreno firme e incambiable». Todo esto está muy bien. En efecto, los nuevos paradigmas son incompatibles con los de las teorías suplantadas, pero sería preciso añadir, a mi juicio, que tales incompatilidades y suplantación nunca son absolutas, por cuanto los nuevos paradigmas «conservan» de alguna manera elementos de las teorías más viejas. Si se admite el vocablo hegeliano —cosa que dudo mucho, sobre todo en autores como Mario Bunge, para quien Hegel es pura «pseudo ciencia» y «oscurantismo», como escribió hace tiempo en Universitas de Caracas— podríamos hablar de que los nuevos paradigmas «superan» a los viejos, en el sentido de que los rebasan científica e históricamente hablando, pero al mismo tiempo conservan elementos a veces fundamentales de las viejas teorías. En el caso de la revolución de Copérnico o de Galileo, es evidente que éstos rebasan ampliamente las viejas física y meteorología de Aristóteles, pero también es cierto que conservan de éstas algunos elementos claves, como podría ser por ejemplo, para no citar sino un aspecto superficial, la teoría de la redondez de la Tierra. Yo pienso que no deberíamos hablar de «incompatibilidad» en el sentido lógico estricto, entre nuevos y viejos paradigmas. Es cierto que las nuevas teorías nacen de la refutación de las viejas, las cuales, como diría Popper, siguen siendo científicas precisamente porque han sido «refutadas», ya que no se puede refutar, por ejemplo, algo tan poco científico como un poema de San Juan de la Cruz. Pero también es verdad que esa refutación no implica el desmoronamiento total de la vieja teoría. En el desarrollo de la física nueva, que ha 56 / Ludovico Silva

desembocado en la mecánica ondulatoria, el propio Louis de Broglie ha reconocido la existencia de un proceso «dialéctico» como fondo sobre el cual se ha destacado su propia fundamentación de la citada mecánica. Pero aquí tenemos que discutir qué es eso de «diáléctico» y en qué sentido puede aplicarse con efectividad en el proceso del conocimiento científico. Tenemos que andar con mucho cuidado, porque este asunto está completamente impregnado de política y de ideología, ya sea por parte de ciertos marxistas que dan a la dialéctica un sentido exagerado de «desarrollo de lo real», cosa que no es más que una afirmación metafísica de Hegel, ya sea por parte de ciertos cientificistas que niegan de plano toda utilidad de la dialéctica como método de conocimiento científico. En estos cientificistas late el viejo grito cartesiano de que «los dialécticos no pueden formar ningún silogismo en regla que desemboque en una conclusión verdadera si previamente no han tenido la materia, es decir, si no han conocido antes la verdad misma que deducen de su silogismo». De ahí, concluye el autor de la Meditaciones metafísicas, «la inutilidad» de la «dialéctica ordinaria». La cosa viene de más lejos, cuando Aristóteles decía que: «La dialéctica es disputa y no ciencia; probabilidad y no cerditumbre, “inducción” y no propiamente “demostración”». Sin embargo, hay un silogismo «dialéctico» que es el silogismo «erístico», que de todos modos era rechazado por Aristóteles porque sus premisas no son ni siquiera probables, sino que solamente «parecen» probables. A estos silogismos les ocurriría lo que según Platón le ocurría a ciertos hombres, que son me ontes alla dokountes, es decir, que «no son, sino que parecen ser». A lo cual el espíritu científico tendría que responder, se me ocurre, así: Me dokoun all’hon, esto es, «no parezco, sino que La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 57

soy». El viejo Parménides empleaba el argumento «dialéctico» o «arte dialéctica» (dialektike techne) en un sentido que, según Ferrater, podría esquematizarse así: «p», donde «p» simboliza una proposición cualquiera: Por tanto, q, r, s, Pero no q, r, s, Por tanto, no p. Obsérvese que aquí «p» puede ser a veces, y hasta con frecuencia, una proposición condicional simbolizable, pues «si p, entonces p»; de modo que la negación del consecuente conduce a una negación o «refutación» del antecedente. Esto parecería darle a la dialéctica, o al argumento dialéctico, un carácter científico, por cuanto es simbolizable y constituye una «refutación» en el sentido de Popper. Sin embargo, este argumento, aunque formal, tenía por objeto demostrar que «Lo que es, es» y «Lo que no es, no es», lo cual introduce un elemento «material» que lo descalifica desde el punto de vista de la lógica, al menos de la lógica formal contemporánea. Ya veremos que esta «descalificación» no es tan total como la pretenden los lógicos, sobre todo aquellos que, como Popper, siguiendo un poco a Aristóteles, no admiten otro método científico que la deducción, dejando la inducción para el reino impreciso de las probabilidades; desdén que pretende echar por tierra nada menos que el fundamento mismo de la ciencia moderna, que desde los tiempos de Francis Bacon consistía en la experimentación y en el método inductivo (sin abandonar por ello la deducción), entendiendo por inducción una inferencia de carácter probabilístico basada en los datos de la experiencia. 58 / Ludovico Silva

Pero antes, recordemos que Platón tenía también una dialéctica, que era mucho más amplia y omnicomprensiva que la de Parménides. Por eso mismo aquí nos interesará poco, o al menos no nos interesará como método científico (pues no lo es, pese a su apariencia de racionalidad), sino más bien como un método poético de conocimiento. Frente a los argumentos de Parménides o de Zenón de Elea, la dialéctica platónica resulta mucho más laxa, menos rigurosa y formal; pero ello, como contrapartida, la convierte en un elevadísimo método de conocimiento del mundo de la poesía y de las intuiciones que en el cristianismo se llamarían «místicas», que podrán carecer de valor científico por cuanto son artículos de fe, pero poseen un inmenso valór poético. ¿Cuál es la mejor forma de conocer el mundo? ¿Lo será el método científico, el pensamiento discursivo? ¿O lo será el método poético, el pensamiento poético? Esta es la gran pregunta que se les hizo a los escritores en Interciencia, y que a mi modo de ver fue respondida suficientemente, salvo tal vez por una especie de temor a la audacia creadora, que a muchos de los escritores les impidió llegar a la idea de que, en última instancia, el lenguaje científico y el lenguaje poético pueden fundirse en un solo lenguaje, que no sería un metalenguaje, sino la afinación y perfeccionamiento estéticos del lenguaje corriente. Esto no es sólo una posibilidad, sino toda una realidad, empíricamente registrable. Ahí están, por ejemplo, los poemas de Parménides o los fragmentos que conservamos de Heráclito, en los que la argumentación rigurosa se fun-mágicamente (y esto no es metáfora) con un lenguaje extraordinariamente poético. La esfera de Parménides es tan científica como poética; la proposición de Heráclito «Todo es uno» (En kai tauto, «uno y lo mismo») es por lo menos tan poéLa interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 59

tica como el verso de un moderno poeta inglés como T.S. Eliott: In my beginning is my End, que traduce literalmente una expresión de Heráclito. Inclusive fórmulas poéticas como «todo es agua», de Tales de Mileto, aparte de que representan la culminación de viejas teogonías que hablaban del «Padre Océano» (Hesíodo), son también fórmulas racionales, científicas, como ya lo dijo Cornford en su Principium Sapientiae, o como mucho antes lo dijo Federico Nietzsche cuando, en sus ensayos sobre la filosofia en la época trágica de los griegos, expresó que la fórmula de Tales no hacía más que esconder una proposición filosófica: Todo es uno, que bien podía expresarse poéticamente de otras maneras, tales como «todo es fuego» o «todo es apeiron», o combinaciones de los cuatro elementos, como en el caso de Jenófanes. Por eso Aristóteles, en esa especie de historia de la filosofía que figura al comienzo de su Metafisica, llamó «fisiólogos» a los que solemos llamar, no sé si con precisión, presocráticos; porque se ocupaban de la Physis o «Naturaleza»; pero Aristóteles no supo ver con claridad que estos fisiólogos eran también poetas; y por eso Platón es más grande, porque sí supo ver en los antecesores de Sócrates a unos creadores de poesía. Si Platón expulsó a los poetas de su República fue simplemente por una necesidad de su sistema, a fin de que sus partes no fueran meros agregados sino una totalidad coherente; como los poetas cantaban el mundo visible con metáforas sensuales, o el mundo invisible con metáforas tomadas del mundo visible (tal como hizo el místico San Juan de la Cruz, o el Maestro. Eckhart), entonces eran «imitadores de imitaciones», ya que la «realidad» no estaba en este mundo sino como un recuerdo vago, una reminiscencia del mundo verdadero, el de las Ideas o Formas. Así llamó a los poetas «fabricadores de 60 / Ludovico Silva

fantasmas» (phantasmata), lo cual no deja de ser irónicamente el más grande y bello elogio, porque como lo dijo Baudelaire en sus Fusées: Comment pent-on discuter avec quelqu’un qui ne crois pas dans les miracles? Pero además, Platón mismo fue un gran poeta, un creador de metáforas y alegorías, lo cual es un indicio de que consideraba a las metáforas como un método de conocimiento, basado en la analogía, que Aristóteles definía como «igualdad de relaciones» (isotes logon, Etica Nicomaquea, 1131 A 30) y que para él también poseía valor cognoscitivo. No es necesario dar más detalles sobre la superación efectiva que los grandes poetas (y algunos grandes científicos) realizan del falso dilema entre cultura científica y cultura humanística. En la realidad de las creaciones científicas y literarias o artísticas, esa superación es desde hace mucho tiempo un hecho; el problema se presenta cuando comprobamos que, sobre todo en el mundo moderno, existe una ideología que tiende a confundir a los individuos, sometiéndolos a la superstición de que la cultura científica es un mundo aparte, totalmente distinto del mundo artístico, que también sería un universo especial, al que sólo tienen acceso los iniciados o especialistas. Esta ideología que hace de los científicos unos especialistas vinculados tan sólo a un aspecto particular, a menudo meramente técnico, y desvinculados del resto de la ciencia y del resto de la cultura, artística o no, viene por lo menos desde la época del desarrollo capitalista de la manufactura, basada en la división del trabajo. Lo que se daba en la escala de la fuerza de trabajo asalariada y obrera, también se daba en la escala de la fuerza de trabajo intelectual. En la época anterior, que se conoce como la de la «cooperación», la división del trabajo era algo sólo laLa interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 61

tente; «La forma del trabajo de muchos obreros coordinados y reunidos con arreglo a un plan en el mismo proceso de producción o en procesos de producción distintos, pero enlazados, se llama cooperación» (K. Marx, Das Kapital, Erster Band, 11 Kapitel p. 345; Dietz Verlag, Berlin, 1962. La expresión «procesos de producción distintos, pero enlazados», corresponde a verschiednen, aber zusammenhangenden Produktionsprozessen). Pero también, aunque el volumen de valor y la masa material de los instrumentos de trabajo empleados colectivamente no crezcan en el mismo grado que el número de obreros que los utilizan, crecen considerablemente; pues «La cooperación de obreros asalariados tiene (…) como condición material la concentración de grandes masas de medios de producción en manos de cada capitalista, y el alcance de la cooperación o la escala de la producción depende del grado de concentración de estos elementos» (Ibid., p. 346-7). Por eso, dice Marx, la vieja definición aristotélica del hombre como «animal político» debe entenderse en todo caso como«animal social». La definición de Aristóteles señalaba que la diferencia entre el hombre y la naturaleza le viene a aquél de ser un habitante de la pólis (Marx dice Stadtbürger) y, por tanto un animal político; y esta definición es, para la Antigüedad clásica, tan característica como lo es la definición de Franklin para Yanquilandia (Yankeetum), según la cual lo que diferencia al hombre de la naturaleza es el ser aquél un fabricante de instrumentos u homo fáber (Instrumentenmacher). Se me excusarán las citas germánicas o el acudir a la edición alemana de El Capital, pues en la versión castellana que tengo a la mano, tan bien hecha por Wenceslao Roces (FCE, México-Bogotá, 1977), no aparecen o están suprimidas las anteriores expresiones de Marx. 62 / Ludovico Silva

Pero si en la Cooperación estaba de algún modo latente el desarrollo de la división del trabajo de manera universal —por la desigualdad entre el salario de los obreros reunidos y las ganancias del Capital: «Las ganancias son la única finalidad del negocio», como dijo Vanderlint en Money Answers—, en la época siguiente, la de la Manufactura, se patentiza de modo trágico esa división del trabajo social, que ya por entonces alarmaba grandemente a hombres como Adam Smith o Carlos Marx, y que hoy ha llegado a extremos alucinantes. «Estamos convertidos en una nación de ilotas», dijo Ferguson, citado por Marx en el capítulo XII. Marx examina la división del trabajo en la manufactura y la división del trabajo en la sociedad, «como base general de la producción de mercancías». «Aquí, la división social del trabajo surge por el cambio entre órbitas de producción originariamente distintas, pero independientes las unas de las otras. Allí donde la división fisiológica del trabajo sirve de punto de partida, los órganos especiales de una unidad cerrada y coherente se desarticulan los unos de los otros, se fraccionan —en un proceso de desintegración impulsado primordialmente por el intercambio de mercancías con otras comunidades— y se independizan hasta un punto en que el cambio de los productos como mercancías sirve de agente mediador de enlace entre los diversos trábajos. Como se ve, en un caso adquiere independencia lo que venía siendo independiente (Verunselbstandigung der früher Selbstandigen), mientras que en el otro, órganos hasta entonces independientes pierden su independencia anterior (Verselbstandigung der früher Unselbstandigen)» (Ibid., 12 Kapitel, p. 373). Esto es, por cierto, lo que Marx llamaba alienación, que en este caso es la independización de lo dependiente (mercancías) y la dependización La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 63

o dependencia de lo que es independiente (fuerza de trabajo). Desde la perspectiva del «fetichismo», esto es lo mismo que «la personalización de las cosas y la cosificación de las personas» (Ibid., 1 Kapitel, 4). O dicho de un modo aparentemente «economicista», pero que en realidad lo resume todo: la alienación es «el paso universal del valor de uso al valor de cambio» (lbid., 1 Kapitel, 4). En los Grundrisse de 1857-58 hay también una definición, pero no vamos a tocarla aquí porque es bastante complicada y porque nos desviaríamos en cierta forma del orden seguido hasta ahora. Baste constatar lo siguiente, que es lo que nos interesa: a diferencia de un Adam Smith, quien veía en la división del trabajo una desgracia insuperable, y a diferencia de un Hegel, quien identificaba alienación y objetivación (el Espíritu, al objetivarse o hacerse mundo, se aliena, de modo que la alienación es rasgo constitutivo y no histórico del ser humano y de su trabajo), Marx concibió un tipo de sociedad que por el momento sigue siendo una Utopía, pero que con todo derecho podemos considerar como realizable, si es que se superan, por una parte, las contradicciones o contraposiciones (mejor esto último: Gegenstaze y no Widerspruchen, contradicciones) de la sociedad capitalista (empezando por la coexistencia dramática de una socialización de la producción con un modo privado de apropiación, que decía Marx y repitió Lenin), y por el otro, los falseamientos y tergiversaciones que ha sufrido el pensamiento de Marx en los llamados «socialismos reales», que de socialistas tienen apenas un barniz y de reales tan sólo una apariencia, y cuyo empeño en entender el socialismo como un autoritarismo, han convertido la ciencia de Marx en una ideología, por no decir una religión con su 64 / Ludovico Silva

Iglesia y todo, situada en el Kremlim—Vaticano. El individuo humano, que en principio era un atomon, algo «que no se puede dividir», o un Individuum que significa lo mismo, ha sido dividido y fragmentado por la división del trabajo (que apenas es uno de los factores histórico-genéticos de la alienación; los otros dos son la propiedad privada y la producción mercantil), en la época de la manufactura y hasta nuestros días, en los que, por siniestro y necesario azar, también se ha dividido el átomo físico en la fisión nuclear. La Utopía de Marx es el diseño de una sociedad socialista, en la que el individuo, no presionado ya por los tres factores de la alienación y desaparecidas las contraposiciones de clases sociales (es decir, la abolición de las clases), podrá alcanzar el «desarrollo universal» (allseitige Entwicklung) y superar así la «alienación universal» (allseitige Entiiusserung). El individuo podrá desarrollar plenamente sus capacidades y su energía, y se enfrentará a la inevitable especialización de las ciencias y las artes asumiendo la postura de la totalidad, que no es un asunto metafísico ni hegeliano, sino la muy concreta posibilidad de que se invente un sistema de instrucción y educación que brinde a cada individuo, según sus capacidades, los conocimientos necesarios y elementales que son precisos para no sentir la ciencia o el arte como unos entes culturales «extraños» y «hostiles» hacia él, o dicho más propiamente, como elementos causantes de su alienación y su dependencia con respecto a entidades que él mismo, en cuanto género humano, ha creado. (Cf. Marx, Grundrisse der Kritik der politischen Oekoilomie, «Einleitung» Moskau, 1939). He aquí, pues, el modo cómo Marx había superado la contradicción aparente entre cultura científica y cultura humanística, y lo hizo de un modo tan claro y terminante (y además, tan perLa interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 65

sonal, pues él en sí mismo no fue ningún especialista con orejeras «económicas», «filosóficas», «sociológicas», «artísticas», «políticas», etc., sino que superó en él mismo toda división del trabajo, al menos el trabajo intelectual y dejando de lado cosas como la división sexual del trabajo…) que uno no puede menos que asombrarse por la exclusión de su nombre en unos escritores tan distinguidos como los reunidos en Interciencia. La razón no tiene sino un nombre: ideología versus ciencia. Lamentablemente es así, particularmente en casos como el de Mario Bunge; aunque se salvan, casi siempre por omisión, los poetas y novelistas que allí escriben, y que paradójicamente, aunque sin decirlo de modo directo, no miran al pensamien to de Marx con la orejera ideológica de ciertos «cientificistas» que no son en el fondo más que ideólogos de la ciencia. Es lo que en un libro de hace muchos años llamé «la ideología del fin de las ideologías». (Véase mi Teoría y práctica de la ideología, Ed. Nuestro Tiempo, México, 1971, 16ª Ed. en1986). Volvamos ahora, en una especie de tour de force, a un tema que habíamos dejado apenas esbozado: la deducción frente a la inducción. Yo pienso que todo cientificista (es el término que usa Bunge) que se empeñe en asumir la deducción y la demostración matemática o axiomática como único criterio de cientificidad, no sólo desconoce por completo lo que es la ciencia moderna desde Bacon hasta van Braum, o desde Galileo hasta Einstein, sino que no tiene la menor idea de cómo se logran éxitos científicos tales como la llegada del hombre a la Luna, para no hablar de la fisión nuclear. Por más teórico que sea un físico y por más axiomático que sea en sus demostraciones, no puede dejar de tener en cuenta, a la hora de 66 / Ludovico Silva

aplicar sus demostraciones (que también es tarea científica, de laboratorio) los datos de la experiencia, aunque estos datos no arrojen sino inferencias probabilísticas. La llamada «inducción completa» por Aristóteles se reduce a encerrar dentro de la inferencia un número determinado y exacto de experiencias que hacen imposible que la inferencia se equivoque, es decir, que sea probabilística; pero tales casos son tan contados y pobres que de nada sirven para el desarrollo del conocimiento científico ni para saber nada nuevo, como en principio nada nuevo se averigua en una deducción silogística, pues la conclusión ya está implícita en las premisas. Además, casi siempre existe la posibilidad de que aparezca un nuevo dato de la experiencia que eche por tierra a la inducción presuntamente «completa», como es el celebérrimo caso que citan todos los manuales de lógica, de la inferencia «todos los cisnes son blancos», que se vio de repente anulada por la aparición de cisnes negros en Australia. Inferencias tan decididamente completas como la de que «el Sol saldrá mañana» pueden muy bien ser anuladas por una explosión atómica que haga que los seres humanos no vean más el Sol, ni vean nada en absoluto, y que, en potencia, puede destruir al mismísimo Sol y borrarlo del viejo «sistema solar». La relatividad ha llegado hasta tal punto que ya ni siquiera podemos tener un mínimo de seguridad acerca de nociones «a priori» (Kant) como el tiempo y el espacio. La visión del universo físico se ha relativizado de tal manera que no puede ser expresada sino a través de lenguajes como el de la poesía, que en esto se ha adelantado muchísimo a la ciencia, porque sólo ese lenguaje puede expresar la superposición de espadas y tiempos distintos en un solo universo o en un solo individuo humano. El «tiempo» de la novela de Marcel Proust La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 67

A la recherche du temps perdu, es un tiempo completamente distinto del que habitualmente percibimos como tal; es el tiempo de la relatividad einsteiniana, donde los personajes, los lugares y las horas se superponen, se entrecruzan, se confunden, se desdibujan y vuelven a dibujarse como en un maravilloso caleidoscopio. Para no hablar de la novela Ulises, de James Joyce, en la que en un solo día y en un solo lugar hace acto de presencia toda la historia universal y todos los lugares del mundo, que donjuanescamente visitó en plan de conquista el viejo Ulises homérico. La llegada precisa de un cohete y un módulo a la Luna no es el re-sultado de una deducción matemática, sino el de una inducción cuyo límite de probabilidad ha sido reducido al mínimo. Como dicen los poco poéticos funcionarios de la NASA, esos experimentos tienen una posibilidad de error de 1 entre 10 millones; y sin embargo, ya hemos visto que los cohetes de la NASA explotan con todos sus astronautas al despegar, como en el reciente y nada nuevo caso del «Challenger», y también cómo la reducidísima probabilidad de un accidente nuclear se ha concretado en la planta de Chernobyl, en la Unión Soviética, causando un desastre inmenso que no es más que una ligera sombra del desastre que podría ocurrir con un «accidente» que desencadenase la guerra atómica. Es curioso que los científicos se pregunten, con una ingenuidad que da miedo, sobre si se ha tratado de «errores técnicos» o «errores humanos». ¿No es esto la más perfecta alienación? Enfrentar a la máquina con el hombre como dos entidades autónomas no es más que una ideología disfrazada de ciencia; una ciencia deslastrada de ideología no dudaría jamás en afirmar que cualquier má68 / Ludovico Silva

quina, por más perfecta que sea, es hechura del hombre, y que cualquier «accidente», por más técnico que parezca y por más autónomo que sea, tiene detrás de sí a un hombre dotado de la sana y a veces diabólica capacidad de errar. Cualquier accidente nuclear o cualquier conflicto atómico siempre tendrán un único culpable: el hombre. Aquí reaparece inesperadamente la dialéctica, a la que habíamos dejado prácticamente maltrecha tras los ataques de los lógicos formales. Este tema tiene mucho que ver con lo que acabamos de hablar sobre la inducción, y así como la inducción es negada por inútil o anticientífica por lógicos como Popper, también la utilidad del método dialéctico es negada de plano por «pseudocientífica», gracias a los intereses ideológicos de los científicos que asumen el antimarxismo como una profesión. La posición de Popper es un tanto desaforada y rabiosa, por lo que no la tomaremos en cuenta sino a modo de anécdota perteneciente al folklore científico. En cambio, la posición de un Mario Bunge es mucho más fría y calculada, mucho más científica, aunque a la postre termine, como la de Popper, perteneciendo al folklore, y peor aún, a la ideología, sobre todo cuando se ocupa de cosas tales como el método dialéctico de Marx, que en ningún momento tiene, por cierto, la pretensión de ser un «sistema» pero que es útil científicamente y está basado en la inducción. Bunge utiliza un vocabulario que tiene la suficiente complicación y precisión como para parecer científico. Yo no dudo de que lo sea en verdad, pero pienso que los enunciados científicos, por más elevados o abstractos que sean, siempre son La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 69

reducibles, como decía Einstein, a fórmulas sencillas del lenguaje corriente, que es precisamente lo que lo emparenta con la poesía a través de la vena del lenguaje. Trataré, pues, de reducir a frases más o menos sencillas los enunciados de Bunge, sobre todo para que las comprendan mis colegas poetas, que tienen, como yo, la desventaja de perderse entre esa maraña de vocablos complicados y exóticos que suele ser el lenguaje de la ciencia. En su utilísimo libro La investigación científica (Su estrategia y su filosofía), publicado en castellano en ediciones Ariel, Barcelona (España), en 1969, en traducción de Manuel Sacristán (un lógico español) del original inglés: Scientific Research (Strategy and Philosophy), Bunge, su autor argentino trasplantado a los Estados Unidos (él tiene sus razones, económicas e ideológicas), dice lo siguiente: «En cuanto que se introducen datos individuales en un enunciado, se introduce también en él la experiencia, y se produce una fórmula nomopragmática» (p. 383). Esto es fácil de entender, y lo de «nomopragmático» se refiere a una fórmula o ley (nomos) de la realidad y las cosas (pragmata). No sé si Bunge estaría de acuerdo en traducir «ley», pero en todo caso podemos quedarnos por el momento con lo de «fórmula». A continuación, a modo de ejemplo, se refiere al caso de la «ley de caída de los graves», que es analizada mediante una serie de fórmulas matemáticas que no vamos a reproducir aquí, pero que el mismo Bunge, tal vez asustado de su propio lenguaje, traduce a este lenguaje más o menos corriente: «Dos segundos después de dejar libre al cuerpo en la posición 1 respecto de nuestro sistema de referencia, el cuerpo alcanza la posición 20,6 con un error de más o menos 23 mm». Y añade que «Este experimento se presenta con la pretensión de ser verdadero respecto de un hecho objetivo y respecto de 70 / Ludovico Silva

un hecho experimentado». Y finaliza poniéndole la tapa al frasco: «En suma: igual que distinguimos entre una posición factual y el hecho al que se refiere, así también distinguimos entre las fórmulas llamadas “leyes científicas” y sus correlatos, los cuales son esquemas de la realidad en el caso de las fórmulas nomológicas, esquemas de realidad percibida (fenómenos) en el caso de las fórmulas nomopragmáticas, y esquemas de fórmulas legaliformes en el caso de las fórmulas metanomológicas» (Ibidem). En dos platos: la inferencia inductiva no podrá ser nunca una «ley científica» sino un simple «correlato», que se diferencia de la «ley» porque envuelve al hecho de la experiencia a que se refiere en vez de contentarse con ser una «proposición factual», que tiene la virtud de referirse a los hechos pero sin tocarlos, quedándose en el mundo de la pura teoría. Hasta ahora, a uno le provoca darle la razón a Bunge, porque su razonamiento es impecable. Pero surge una impertinente pregunta: ¿es que acaso la inducción gracias a la cual se reduce al mínimo la probabilidad de fracasar en la llegada puntual de un módulo a la Luna, deja de ser científica por el hecho de no poder llamarse, «ley» en sentido estricto? ¿Es que acaso la medicina nuclear, deja de ser científica por la probabilidad siempre presente de que el enfermo se muera? De acuerdo con Bunge, tendremos que contestar que sí, es decir, que el vuelo a la Luna y la medicina nuclear no son en absoluto menesteres científicos. Y mucho menos científico sería, por ejemplo, la ciencia social de Marx, que no sólo parte de la experiencia, sino que se atreve a hacer predicciones (los poetas dirían: profecías, vaticinios) y a subrayar tendencias como por ejemplo «la baja tendencial de la tasa de ganancia»; o para salirnos del ámLa interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 71

bito de Marx, serían anticientíficas proposiciones tales como la llamada «ley de la oferta y la demanda» y «el equilibrio de la oferta y la demanda gracias a las leyes del mercado», cosas que no sé si Bunge estaría dispuesto a considerar anticientíficas o ideológicas, pero que en todo caso serían para él la aplicación implacable de su misma medicina. En definitiva, el agresivo Marx o el simpático Lord Keynes ¿fueron unos puros ideólogos? La teoría de la libre empresa que parece gustarle tanto a Bunge porque le permite ser un «científico en libertad y con los recursos necesarios», ¿no estaría condenada por él mismo a ser una simple y falsificadora ideología? Estas son contradicciones flagrantes que, sin embargo, no derrumban todavía el rígido cientificismo de Bunge, que es radical, lógico y racionalista, como lo mandaba el viejo Descartes, quien sin embargo creía en cosas tan anticientíficas como Dios, o como aquel filósofo francés, creo que Malebranche, que le daba patadas a su perro queridísimo por tener que sostener la tesis racionalista de que los animales son máquinas a las cuales, por tanto, no hay que tenerles la más mínima compasión. Bunge inventa una proposición tan «adecuada» como esta: «Los intelectuales son progresistas porque tienden a resolver todas las pugnas mediante la razón», para luego añadir con la debida seriedad: «Una explicación así puede perfectamente ser verdadera, pero no apela a hipótesis sistémicas y, por tanto, no es científica» (p. 387). En primer lugar, la proposición inventada o elegida no podía ser menos adecuada, puesto que todo el mundo sabe que los intelectuales progresistas son a menudo aquellos a quienes una determinada realidad (por ejemplo, la agresión armada de EEUU a Nicaragua) los 72 / Ludovico Silva

obliga a no contentarse con las armas de la razón sino a tener que empuñar la razón de las armas, que es la única razón que parece entender el Presidente de la gran nación del norte. Pero es que, además, si semejante proposición fuese verdadera, en todo caso no sería científica «porque no apela a hipótesis sistémicas». Es decir, que lo de menos para la ciencia sería la verdad o falsedad materiales de las proposiciones, pues lo único que importa es que apelen a hipótesis sistémicas, esto es, que estén bien construidas desde el punto de vista formal. La verdad «material» carece de todo interés científico, pues lo único que importa es la verdad «formal» de las proposiciones. Ya sé que en otras partes Bunge habla de diversos tipos de verdades: la factual, la parcial, la empírica, la formal, etc. Pero fijémonos un momento en lo que nos dice de la verdad factual, de la cual ya sabemos por lo menos que una proposición factual puede considerarse como una ley científica. Recuérdese que Bunge había dicho: «igual que distinguimos entre una proposición factual y el hecho al que se refiere, así también distinguimos entre las fórmulas llamadas “leyes científicas” y sus correlatos, los cuales son esquemas de la realidad…», etc. Ahora inesperadamente nos dice: «Los valores veritativos empíricos dependen del tiempo. Esa afirmación escandalizará seguramente a los platónicos y a los que no piensan más que en la verdad formal (lógica o matemática). Pero es exactamente lo que entiende todo el mundo cuando dice que una determinada predicción puede resultar verdadera en alguna medida en el futuro». Es decir, que hay una verdad empírica que va más allá de toda verdad formal, lógica o matemática; una verdad que depende del tiempo, es decir, de la historia, y que puede manifestarse mediante predicciones científicas. Pero vayamos más adelanLa interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 73

te. Una proposición como esta: «p resulta verdadera a tenor del conocimiento antecedente y de la evidencia empírica disponible, al producirse el hecho x», donde la variable temporal «es siempre eliminable mediante una referencia a hechos contemporáneos», implica lo siguiente: «Decir que la verdad depende del tiempo es, pues, lo mismo que decir que los valores veritativos se atribuyen siempre en base a un cuerpo de conocimiento que cambia en el tiempo. Dicho de otro modo: decir que la verdad depende del tiempo equivale a decir que la verdad es contextual, que no es una propiedad intrínseca de las proposiciones, sino que es relativa al sistema que efectivamente se utilice en la atribución de valores veritativos. O sea: la verdad factual no es inherente a las proposiciones, sino que se afirma de las proposiciones, lo cual requiere al uso de metaenunciados»; (p. 673). Pero entonces, si la verdad factual no es inherente a las proposiciones sino que se afirma de ellas, ¿cómo podemos decir que una proposición factual es una ley científica, si su verdad no le es inherente, sino que se predica de ella? ¿Es que acaso a una ley científica no le puede ser inherente su propia verdad? Pues si una proposición factual es una ley científica, como hemos visto que dice Bunge, ¿no le será inherente su verdad factual? ¿Cómo puede ser que una verdad factual tan sólo se «predique» de una proposición factual que es una ley científica? ¿No equivale eso a dejar a la proposición factual sin su propia factualidad? En definitiva, la verdad, para ser científica, ¿tiene que ser necesariamente formal o un simple predicado o algo que se dice de una proposición? De ser así, Bunge incurriría en contradicción, porque previamente ha dicho que las proposiciones factuales son científicas, poseen valores veritativos empíricos y que, incluso, «dependen del 74 / Ludovico Silva

tiempo», cosa que «escandalizará» a los «que no piensan más que en la verdad formal (lógica o matemática)». Esto parece una cosa de locos, o algo tétrico, lo que viene a darle la razón al escritor, arquitecto, antropólogo y novelista estadounidense Kurt Vonnegut Jr., cuando escribe en Interciencia: If I were the President oí M.I.T., I would hang pictures of Boris Kadoff as the Monster of Frankenstein all over the institution. Why? To remind students and faculty that humanity now cowers in muted dread, expecting to be killed sooner or later by Monsters of Frankenstein. Pero a pesar de todo, dejemos que Bunge concluya: por una parte, «la “lógica” no-deductiva resulta ser una legítima empresa relevante para la contrastación empírica de hipótesis y teorías, aunque es irrelevante para su construcción». «La inferencia no-deductiva carece, ciertamente, de valor lógico, pero, en cambio, es epistémicamente imprescindible, y siempre será mejor que nos enfrentemos con el problema que plantea, en vez de ignorarlo pretendiendo que no se presenta en la ciencia» (p. 883). ¿En qué quedamos? ¿La inducción o inferencia no-deductiva se presenta en la ciencia como algo imprescindible «epistémicamente» y al mismo tiempo carece de todo valor lógico y en definitiva no se sabe si es verdadera o falsa porque eso sólo se puede predicar de las proposiciones bien construidas? ¿Qué demonios es la verdad cuando no puede predicarse ni siquiera de una proposición que pertenece a la ciencia? Esto no lo entiende ni el mago Merlín. Tal vez la verdad sea algo muy distinto a lo que piensan los lógicos en medio de su sado-masoquismo académico (Marcuse). Tal vez la verdad sea algo más sencillo y cercano, como una piedra o un río o una pradera o un hombre. La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 75

Finalmente, Bunge da la siguiente definición: «Una hipótesis científica (una fórmula fundada y contrastable) es una fórmula de ley si y sólo si (i) es general en algún respecto y con algún alcance; (ii) ha sido empíricamente confirmada de modo satisfactorio en algún dominio, y (iii) pertenece a algún sistema científico» (p. 393). Entonces, la inducción, que según Bunge carece de todo valor lógico y científico, es sin embargo, según el propio Bunge, científica y «fórmula de ley», porque es general, porque ha sido contratada empíricamente de modo satisfactorio y porque pertenece a un sistema científico, como por ejemplo, el de la mecánica ondulatoria o el de la relatividad, que son generales, contrastados empíricamente y sistemáticos. Contradictio in adjecto. Falta ahora rematar lo que veníamos diciendo acerca de la dialéctica. La dialéctica en Marx, decíamos, es un método y no un sistema. Este método consiste en examinar la historia como una confrontación de opuestos. Estos opuestos son a su vez históricos y no pueden entenderse en el sentido lógico de «contradicciones». Aunque a veces Marx utiliza el vocablo hegeliano de Widerspruch, «contradicción», en los momentos decisivos utiliza un vocablo mucho más apropiado: Gegensatz, «opuesto». Su propio método dialéctico es para Marx «el opuesto directo» (direktes Gegenteil) del sistema dialéctico de Hegel. Opuestos son, por ejemplo, burguesía y proletariado, capital y trabajo, apropiación privada y socialización. Es un hecho empíricamente registrable la oposición de burguesía y proletariado, que en tiempos de Marx era muy clara y que hoy se ha visto decorada con una serie de matices que aparentemente eliminan aquella oposición histórica. En todo caso, si76 / Ludovico Silva

gue siendo innegable la oposición entre el capital y el trabajo, ó entre la apropiación privada y la socialización de la producción, así como también la «alienación universal» existente y la aspiración, también existente, de un «desarrollo universal» de los individuos. El método de Marx ha sido llamado «hipotético deductivo» por autores como Maurice Godelier en su obra Rationalité et irrationalité en économie (Maspero, París, 1971). Según Godelier, «El contenido que Marx estudia es la estructura “pura” de la relación capitalista en tal o cual país, en tal o cuál época, pero es el estudio de la esencia de las relaciones económicas que hacen del capitalismo un “sistema” económico definido, dotado de una unidad y una homogeneidad típicas». Es cierto que en Das Kapital (1867), y sobre todo en Zur Kritik der politischen Oekonomie (1959) Marx trata de definir la relación «pura» económica del capitalismo, pero esto no puede constituirse, como pretende Godelier, en un «axioma» del cual puedan «deducirse» otras categorías inherentes al capitalismo. Mucho menos es cierto que Marx tratase de estudiar la «esencia» que hace de las relaciones económicas capitalistas un «sistema económico definido»; en primer lugar, porque Marx había descartado en su primera madurez nociones tan poco científicas como esa de «esencia» o quidditas, y en segundo lugar, porque aquellas relaciones «puras» no constituyen un axioma en sentido estricto, sino una contrastación empírica. Por eso no podemos estar de acuerdo en que «cuando esta hipótesis simplificadora ha sido planteada, se hacen posibles deducciones rigurosas» (Vol. II, p. 37). Sin embargo, Godelier añade: «Las relaciones que son establecidas en teoría entre las estructuras económicas no corresponden exactamente a la realidad económica», porque, como lo había dicho el propio Marx, «En la La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 77

teoría, admitimos que las leyes que rigen la producción capitalista se desarrollan con rigor. En la realidad, tan sólo existe la aproximación». Esto contradice al propio Godelier, quien a pesar de haber hablado de axiomas y deducciones, se ve obligado a reconocer que «Marx no ignoraba que la investigación concreta en economía exige el instrumento estadístico y que el conocimiento racional es siempre (sic) un “conocimiento aproximado”. El análisis “puro” suministra los conceptos, las definiciones, mediante una investigación (enquete) que no será empírica ni ciega. Pero el conocimiento de la realidad económica concreta no puede jamás ser otra cosa que una aproximación. El instrumento matemático del cálculo de probabilidades es, pues, uno de los utensilios necesarios para ese conocimiento. Esto debería servir para la elaboración de la noción de ley económica». Esta observación, que Godelier toma de Granger en su libro Méthodologie économique, nos conducen directamente a nuestro punto de vista: la inducción, como inferencia probabilística basada en los datos de la experiencia. Godelier se empeña, a pesar de todo, en atribuirle a Marx aquella «hipótesis global que permite al objeto estudiado mostrarse en su esencia real, pues en la realidad concreta, que no está nunca totalmente regida por las relaciones capitalistas de producción, esta esencia real se muestra a través de los fenómenos que la enmascaran y aun la contradicen» (Vol. II, p. 38). Esto es caer en un juego, absurdo de verdades y mentiras, pues aunque es cierto que en la realidad concreta las relaciones capitalistas no existen nunca en «estado puro» (Marx decía sin embargo que en los Estados Unidos existía el capitalismo a l’état pur y, además, que la estructura de lo real (¡no la esencia!, que es algo inmóvil y ahistórico, sino la estructura móvil e histórica de las 78 / Ludovico Silva

relaciones de producción) se manifiesta a través de fenómenos o apariencias (Marx las llamaba Erscheignungsformen, «formas de aparición», y más concretamente ideología), que enmascaran o contradicen aquella estructura, en modo alguno debemos admitir que Marx considerase la posibilidad de establecer una «hipótesis global» de carácter axiomático y mucho menos que esa hipótesis permitiese al objeto estudiado «mostrarse en su esencia real», pues para Marx no había ninguna «esencia real» sino una concreta y móvil estructura histórica, empírica. Por eso el propio Marx dice en el Libro III de Das Kapital que «Toda ley económica no es de hecho más que una tendencia». Una tendencia no puede ser axiomática, ni puede ser el resultado de una deducción; por el contrario, una tendencia o una probabilidad de predecir que «esto ocurrirá casi exactamente así», es el producto de una inducción científica, basada en el cálculo matemático de probabilidades. «Una categoría económica es el concepto de una estructura económica», dice Godelier; y eso es muy cierto, siempre que no se entienda por concepto una «esencia» que se ha automostrado. Sin embargo, Godelier insiste en mezclar los vocabularios: «Mediante el uso de la hipótesis, el pensamiento puede elaborar la teoría pura de las estructuras económicas, captar su esencia, es decir, puede elaborar su concepto». Godelier, como tantos otros, introduce en el vocabulario moderno la vieja idea griega de la verdad o aletheia, que consistía en la «mostración» de una esencia oculta que sería la verdad. Yo estaría dispuesto a aceptar esa teoría griega, si la esencia (to hon) o la sustancia (ousía) no fuesen concebidas como quidditates fijas, inmóviles y eternas. Acaso pudo tener razón el viejo Heráclito, cuando se resistía a admitir ninguna esencia inmóvil en la constitución ontológica del La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 79

mundo; él decía poéticamente panta rhei kai ouden menei, «todo fluye y nada permanece». Por eso tal vez sea el único pensador de la Antigüedad a quien Marx consideraba como ciertamente dialéctico. Finalicemos con Godelier, quien hace, hay que reconocerlo, grandes esfuerzos de inteligencia para conciliar cosas que son irreconciliables, como son el sistema hegeliano de contradicciones y el método dialéctico de Marx que hablaba de opuestos. «El modo de producción capitalista es la combinación de dos estructuras: las relaciones de producción y las fuerzas productivas. Las relaciones capitalistas de producción son las de la clase capitalista y la de la clase obrera. Cada clase es complementaria de la otra, supone a la otra. Difieren por su relación específica con los medios de producción y el capital. Una tiene la propiedad privada de esos medios de producción y del capital, la otra está excluida de aquellos. El beneficio de la una es el trabajo no pagado de la otra» (Vol. I, p. 92). Esto está perfecto. Lo malo viene cuando Godelier se pregunta: «¿Cuáles son las características de esta primera contradicción?» A lo cual comienza por responder: «Ella es interna a una estructura», y así sigue con la consabida serie de «contradicciones», las mismas viejas contradicciones del sistema hegeliano del que tan lindamente se burló Marx en su Mijere de la Philosophie, a costa del buen Proudhon, que no lograba entender nada de ese intrincado amasijo dialéctico de Hegel y mucho menos la naciente teoría económica de Marx. «Los franceses transforman las ideas en sombreros mientras los alemanes transforman los sombreros en ideas», ironizaba Marx. 80 / Ludovico Silva

Pero los «marxistas» son capaces de inventar cualquier cosa, con tal de salvar la sacrosanta dialéctica hegeliana, protegida por la guardia pretoriana de las tres célebres «leyes de la dialéctica» inventadas por Engels y luego repetidas interminablemente por casi todos los marxistas de este mundo: Así, Godelier, sin ser excesivamente original, dice que «Esta contradicción es antagónica: la función de una clase es explotar a la otra». Pero una «contradicción antagónica» puede ser dos cosas: o bien una contradicción que lucha contra sus propios términos, con lo cual se negaría a sí misma, o bien es algo así como «hierro de madera» o «llueve y no llueve» («p.p»), es decir, simplemente una contradicción, sin ningún aditamento de «antagonismo». Las contradicciones, decía Popper, son muy fecundas porque implican cualquier cosa [(«p.p») «x»], donde «x» puede ser cualquier cosa: la implicación siempre resultará en una tautología; y por lo tanto, dice Popper, las contradicciones no sirven para nada, o lo que es lo mismo, sirven para todo. Esto está bien como ironía contra Hegel, pero no contra Marx, quien mucho más modestamente se contentaba con hablar de «antagonismos» y «contraposiciones» todo lo radicales que fuesen y con toda la sangre vertida históricamente en su nombre, pero nunca frías y abstractas «contradicciones» que tienen el grave inconveniente de ser un lenguaje vacío, puramente formal. Por eso hay que poner en su sitio tanto a los marxistas desaforados que quieren ver contradicciones donde no las hay y «sistemas» donde no hay más que un método — en sí mismo viejo; es el método inductivo con el aditamento de dialéctico, que ciertamente es algo más que un aditamento y constituye la especificidad del método de Marx—, como La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 81

también a los desaforados lógicos y cientificistas que no admiten otro criterio de cientificidad que no sea la deducción y el formalismo, tal como le ocurre a Popper y, en cierta medida, a Mario Bunge, sin tener este último culpa alguna por ser científico, sino por introducir ideología dentro de la ciencia, a fin de combatir la «perversión» comunista. Cualquier marxista corriente diría que se trata precisamente de eso: de ideologizar la ciencia para hacerla combativa. Es lo que decía, por ejemplo, Lenin, cuando hablaba de la «ideología revolucionaria». Pero desgraciadamente, Marx entendía por ideología lo contrario, a saber: la contrarrevolución, el enmascaramiento y la falsificación de la actividad revolucionaria y cultural de la ciencia. Yo sé que cuesta mucho a la gente admitir esto, pero ahí están los textos de Marx, que si no son inequívocos en un 100%, al menos en un 90% son perfectamente claros y unívocos, como creo haberlo demostrado en mi antología Teoría de la ideología, donde recojo los textos de Marx y Engels en que tratan el tema, y contabilicé (pese a mi horror por las estadísticas, que me revuelven el estómago de poeta) los lugares donde el concepto de ideología es estricto e inequívoco, distinguiéndolos de aquellos en los que se muestra cierta equivocidad, con el resultado numérico arriba mencionado. Todo este inmenso y complicado rodeo no tenía otra finalidad que sentar las bases para una discusión con Mario Bunge, a raíz de lo expresado por el distinguido científico argentino en su artículo «Ciencia e ideología en el mundo hispánico», publicado en el número de Interciencia que ha motivado estas notas. Es cierto que ya hemos adelantado bastante sobre esa discusión, pero falta lo que los toreros llaman la puntilla o to82 / Ludovico Silva

que final con el que el toro quede muerto. Siguiendo con nuestro método del rodeo, como ejército que va cercando progresivamente una ciudad y cada vez más estrechando el círculo, como parece que aconteció en Jericó, establezcamos algunos conceptos como base indispensable para la discusión. El resultado de ésta vendrá de si se admiten o no se admiten esas bases y esos conceptos. Primero hay que distinguir enérgicamente entre ideología y cultura. Me inspiraré en la concepción estructural de Marx, pero no sin advertir que introduciré distinciones que Marx nunca llegó a establecer de un modo nítido, aunque es preciso reconocer que en diversas partes de su obra hay algunos elementos claves para esa distinción, mas no sistematizados como quisiéramos. Es harto conocido el esquema según el cual la sociedad debe verse como una estructura que metafóricamente puede visualizarse como un edificio (Uberbaü, decía Marx) cuyas bases o fundamentos constituyen la estructura económica de la sociedad, con todos sus componentes de relaciones de producción y su «infraestructura» tecnológica, y que sustentan una «superestructura» (Marx no empleaba este vocablo, Superstruktur, sino el ya mencionado de Uberbaü) que Marx llama «ideológica» y que contiene cosas como la moral, la ciencia, la religión, el arte, sin faltar ese inevitable «et caetera» que tantas confusiones ha traído. Todo esto hay que recomponerlo, y distinguir lo que aquí hay de ciencia y lo que es metáfora. En otra parte lo he hecho con lujo de detalles (véase mi librito El estilo literario de Marx, Siglo XXI, México, 1971, 5ª Ed. de 1985), de modo que aquí sólo mencionaré lo fundamental. «Estructura económica» es un concepto epistemológico que puede La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 83

aceptarse como científico, siempre que se entienda por «economía» lo que entendía Marx, que es algo mucho más amplio y universal que la simple «economía» académica; Burling lo expresa muy bien en un pasaje: «No hay técnicas ni fines económicos específicos. Tan sólo la relación entre los fines y los medios es económica… Si todo comportamiento que implique una “gratificación” (de medios) es económica, entonces la relación de una madre con su bebé es igualmente una relación económica o más bien un aspecto económico tal cual como la relación de un empleador con su obrero asalariado», («Maximization theories and the study of Economic Anthropology», en American Anthropologist, N° 64, 1962). Si dejamos de lado cualquier implicación freudiana («principio del placer») que pueda existir en esas palabras, tenemos una concepción de la economía muy cercana a la de Marx. Lo «económico» va desde «la ley de la casa» (oikos-nomos) hasta el ahorro de medios en el arte militar, y modernamente llega incluso hasta la lingüística, que tiene su principio de «economía», que puede formularse así: «La economía implica ante todo una concepción dinámica del lenguaje; el empleo del término no se justifica sino cuando se admite en el lenguaje la existencia de fuerzas que le imprimen un movimiento interior. La economía es, pues, el marco que es preciso adoptar cuando uno se propone comprender la dinámica del lenguaje. Según la tesis de Martinet, las fuerzas permanentes y opuestas en acción en el lenguaje pueden reducirse a la antinomia básica entre las necesidades comunicativas del hombre y su inercia natural, física y mental. Según su definición, la economía lingüística, que está constituida esencialmente por el juego de esos dos factores, es la síntesis de las fuerzas en presencia. Economía implica, por lo demás, la 84 / Ludovico Silva

adopción de un punto de vista realista más bien que formalista, frente a los problemas: si se emplea la noción de economía, es porque se postula que, en los intercambios lingüísticos, hay gasto de energía física y mental en vista de satisfacer necesidades y el gasto de energía tiende a ser proporcional a la masa de información transmitida. Esta última proposición se deduce del principio de economía o principio del menor esfuerzo, según el cual “el hombre no gasta sino en la medida en que puede atender los fines que se ha fijado”» (Cf. La Linguistique, «Guide Alphabétique» bajo la dirección de André Martinet, Denoël, París, 1969, artículo «Economie», p. 81). ¿No es esto lo mismo que había dicho Marx cuando escribió que «La humanidad no se propone nunca sino las metas que puede alcanzar»? Tal era el sentido de la «economía» en Marx, que por supuesto está mucho más allá de cualquier «economicismo» estrecho y de cualquier causalismo determinista. El propio Bunge, en su libro sobre la Causalidad (Eudeba, Buenos Aires, 1965, p. 38) distingue claramente entre una «determinación causal» y una «determinación dialéctica» o cualquier otra determinación. La determinación causal «se realiza en forma unívoca o inequívoca por condiciones externas». La determinación dialéctica no es solamente «externa» sino también «interna» como cuando decimos, por ejemplo (y esto no es de Bunge y no sé si estaría de acuerdo) que la historia puede determinar externamente a los individuos, pero también internamente, desde dentro de los mismos individuos como acontece con la ideología, que es al mismo tiempo una determinación que viene de fuera y una determinación que viene de dentro del propio individuo. O bueno, no exactamente «al mismo tiempo», pero casi instantáneamente, como ocurre con la televisión y su ideología mercantil. La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 85

Además, la determinación dialéctica es irreversible y multívoca, a diferencia de la causal. «En efecto, si es la realidad histórica y social, el “proceso material de vida” (Marx) lo que da su carácter a la ideología de una sociedad, no es menos cierto que una vez constituido este carácter, incide sobre la realidad social, actúa sobre ella y, en suma, la determina ideológicamente. No debe verse un círculo vicioso en esta reversibilidad: empíricamente, preciso examinar primero las condiciones materiales de la sociedad para poder comprender el verdadero carácter —que es un carácter a posteriori— de la ideología de esa sociedad; habría círculo vicioso si fuese verdad lo contrario: que se puede averiguar el carácter material de una sociedad a partir de un mero examen de su ideología, cosa que no es cierta precisamente porque toda ideología es justificación de un orden y unos intereses materiales preexistentes» (Cf. mi libro Teoría y práctica de la ideología, Nuestro Tiempo, México, 1971, 16ª Ed. de 1986, pp. 42-43). He aquí todo el secreto del materialismo. Decir que las ideas crean a los hombres y no que los hombres crean a las ideas es una cuestión de prioridad temporal: ¿quién fue primero, el hombre o la idea de1 hombre? Yo, que no soy demasiado religioso más que cuando soy poeta, prefiero, aun a costa del esplendor poético del Dios creador que ya tenía in pectore la idea del hombre, pensar que primero debió existir un hombre y una historia concretas y materiales para luego existir las ideas e ideologías que justificaban o expresaban espiritualmente a esos hombres y a esa historia materiales. ¿Cómo puede haber ciencia, poesía, música, religión o ideología del hombre antes de que exista el hombre mismo? La cultura como la ideología son productos históricos, y precisamente por eso se 86 / Ludovico Silva

diferencian de la naturaleza, y cualquier intento de decir que «todo lo real es racional» (Hegel) cae en la trampa ideológica de la «dialéctica de la naturaleza»; la dialéctica es también un producto histórico, un método para comprender la historia, y por eso lo único que inventó Marx puede llamarse «materialismo histórico» y jamás «materialismo dialéctico» o Diamat, como decían y dicen los simpáticos e ingenuos marxistas «ortodoxos», que se diferencian de Marx porque este hombre extravagante fue un heterodoxo antipático y un hereje antes de que se constituyera su propia iglesia marxista. Tal vez por eso dijo en 1870 aquella célebre frase nunca bien comprendida: Je ne suis pas marxiste. Marx decía que la «superestructura» o edificio (édifice, traducía él mismo al francés) es «ideológica» y que está constituida por la ciencia, la moral, el arte, la religión, la metafísica, «et caetera». Esto es un error. La superestructura social, si puede llamarse así a una región que en realidad pertenece a la estructura (ya no en sentido metafórico, sino epistemológico) como bien dijo de la ideología Herbert Marcuse: To day, the Ideologie is in the process of production itself, es una región donde coexisten dos fuerzas antagónicas: la ideología y la cultura. Son antagónicas porque, aunque sus medios puedan a veces coincidir, sus fines son completamente distintos y hasta contrapuestos. Mientras la ideología es un conjunto de representaciones, ídolos o fetiches cuyo fin es la justificación y el ocultamiento de lo que acontece en la estructura material de la sociedad, la cultura tiene como fin específico lo contrario, a saber: la desocultación o desenmascaramiento de aquello que realmente ocurre en aquella estructura y que por definición está oculto y velado, La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 87

casi siempre por la ideología. La ciencia, considerada analíticamente o en «estado puro», tiene como finalidad específica averiguar lo que está oculto o disimulado tras los fenómenos: las leyes que rigen realmente a la realidad. Así, la economía como ciencia no puede contentarse con aquella vieja «economía política» que veía los beneficios y las ganancias del capital como un producto del propio capital, y no como un producto del trabajo humano considerado como el único valor de uso capaz de generar valores de cambio incluso mucho más allá del valor que se le paga como salario y que constituye sólo lo necesario para la restitución de la fuerza de trabajo; todo ese excedente de valor creado por el trabajo es lo que se llama plusvalía, y que el capitalista presenta como «ganancias» obtenidas del propio capital a secas, como si el capital tuviera la milagrosa característica de autorreproducirse por sí solo, como si fuera una cosa que crece y no una relación social. Esta «cosificación de las personas y personalización de las cosas» es lo que Marx llamaba «fetichismo de las mercancías», que es una forma de la alienación. El fin de la ideología es hacer que los hombres vean en el capital una cosa que, por ejemplo, puesta en un banco, se autorreproduce, que es lo que cree todo el mundo, incluidos los marxistas; el fin de la cultura es lo contrario, a saber, descubrir en el capital su rasgo estructural de relación social, burguesa, de producción, que decía Marx. Por otra parte, es incorrecto mezclar en la «superestructura» elementos tan disímiles en principio como el arte y la moral, la ciencia y la religión, la metafísica y la lógica, etc. La diferencia entre ideología y cultura es fundamentalmente analítica, pues en la síntesis real ambas se entrecruzan, y así puede haber una cultura ideologizada o una ideología disfrazada de cultura. Pero lo interesante reside 88 / Ludovico Silva

en que analíticamente podemos diferenciarlas, de modo que el papel o el fin del arte resulten contrapuestos al de la ideología mercantil, o el papel de la ciencia resulte contrapuesto al de la ideología. El arte como cultura puede definirse como un valor de uso, y cualquier manifestación «cultural» de una sociedad basada enteramente en los valores de cambio tendrá forzosamente que ser contracultural, cosa que no voy a detallar aquí (Veáse mi libro Humanismo clásico y humanismo marxista, Caracas, 1983) pero que es comprobable histórica y empíricamente hablando, cuando nos damos cuenta de que todos los artistas de nuestra época han creado a contrapelo de la misma sociedad, la cual los margina en el caso de no someterse a los dictados del beneficio económico y a las reglas del mercado. Esto puede parecer utópico, pero es así realmente. En la medida en que un artista ceda su calidad, su libertad, su locura bajo la presión económica, su arte se degradará, perderá locura y perderá libertad, por más ingenioso o hasta genial que pueda ser el artista vendido y convertido en mercancía. En este punto del arte y la poesía yo soy muy radical y extremista; no concibo a un artista ni a un poeta que, en esta sociedad, se degraden hasta convertirse en parte de un mercado; y si bien es cierto que el mercado es inevitable, porque los cuadros y los poemas tienen que convertirse en valores de cambio para circular, y porque además un gran artista como Picasso puede enriquecerse sin quererlo, no menos cierto es que todo artista o poeta que se respete mantendrá en estado de pureza, de valor de uso, tanto su persona como su creación. El caso de los científicos sí es peor, porque hoy en día hay demasiada ciencia ideogizada, como por ejemplo la llamada «psicología científica» que secretamente está al servicio de la creación de motivaciones La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 89

y lealtades hacia el mercado; o la física atómica, de cuyos resultados no pueden seguir desentendiéndose los científicos o haciéndose los locos, como aquellos oficiales nazis que «sólo cumplían una orden». Sea como fuere, por más dinámica que sea la relación entre ideología y cultura, el hecho de poder distinguirlas analíticamente es ya un gran paso para diferenciar lo que es ideología y lo que es ciencia, y su aplicación al caso concreto de los países subdesarrollados, que parece ser el tema elegido por Bunge. «¿Por qué deben —se pregunta Bunge en su artículo— arrastrar tantas dificultades los científicos en los países hispánicos? No puede decirse que el subdesarrollo científico de esas naciones se deba a su atraso general, porque éste se debe en parte a aquél». Esta primera declaración resulta sorprendente, o difícil de entender. En efecto, si el subdesarrollo científico no se debe al atraso general, sino que este atraso se debe en parte al subdesarrollo científico, entonces ni el atraso general ni el subdesarrollo científico tienen remedio alguno. Se me dirá que si se supera el subdesarrollo científico también se superará el atraso general. Pero como el desarrollo de la ciencia en un país no puede lograrse a partir de la nada, sino sólo a partir de ciertas condiciones históricas, entonces es falso que el subdesarrollo científico no se deba en modo alguno al atraso general. Ya lo hemos dicho antes: el desarrollo del hombre en cuanto tal, en unas condiciones materiales dadas, es la condición para el desarrollo de sus ideas, de su cultura y de su ciencia. ¿Qué le vamos a hacer si esto es así? Por más idealista, logicista y poco materialista que sea (como creo que es el caso de Bunge), nadie en su sano juicio puede pretender que la ciencia o las ideas se 90 / Ludovico Silva

desarrollen sin el desarrollo material del hombre que inventa esa ciencia o esas ideas. Pero no se trata ahora de ponernos a pelear sobre el materialismo o el idealismo, sino de ponernos de acuerdo en una mínima condición para el desarrollo científico, a saber, la existencia previa de un cierto desarrollo material de la sociedad y sus hombres. Es posible, sin duda, que de un país poco desarrollado surja una teoría científica desarrollada; tal es el caso, por ejemplo, de algunos descubrimientos que se realizan con cierta frecuencia en nuestros países, como el cuchillo de diamante de Fernández Morán, que es un artefacto tecnológico, o el riñón artificial con mayor eficacia y menos costo que el que se produce en países desarrollados como los Estados Unidos; también es cierto que el descubrimiento de una vacuna contra la lepra es obra genuina de un científico venezolano como el Dr. Jacinto Convit, al que debería habérsele otorgado el Premio Nobel por un descubrimiento que puso fin a una enfermedad milenaria. Pero también es cierto que nuestro atraso o subdesarrollo, que no es por cierto un fenómeno circunstancial o coyuntural que puede superarse fácilmente sin efectuar una transformación a fondo del sistema social, del cual es componente estructural, impide que esos esporádicos descubrimientos alcancen la debida difusión y sean tenidos en cuenta por la comunidad científica internacional. Es más: la dependencia que implica el subdesarrollo, implica también que tanto la difusión de nuestra ciencia como su propio desarrollo se vean sometidos a la voluntad de los países desarrollados como los Estados Unidos, quienes pueden a su antojo cooperar material y científicamente para ese desarrollo nuestro, o bien suministrar facilidades económicas y transferencias de tecnología quedándose ellos con los beneficios económicos La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 91

y lo que es peor, con el secreto de esas tecnologías, lo que nos convierte en meros usuarios de una tecnología y una ciencia cuyos mecanismos internos nos son desconocidos. Es esto último lo que suele ocurrir, desgraciadamente, y por eso se ha hablado de una alienación tecnológica, que no es ningún fantasma metafísico, sino un hecho tan concreto y empírico como el que no sabemos realmente cuál es el mecanismo de esos aparatos que importamos a costos tan altos, y cuyo mantenimiento y eficacia se reducen al mínimo, pues los exportadores se quedan con el secreto científico de aquel mecanismo y no nos envían equipos capaces de mantener los aparatos si no los pagamos a precio de oro. Por otra parte, esto hace que los hombres con vocación científica, como Bunge, se vean obligados a exiliarse en pulses como los Estados Unidos o Canadá, donde aprenden in situ los métodos científicos, tienen facilidades económicas para hacerlo porque les dan becas o subsidios y además aprenden a expresarse científicamente en inglés, que se supone es la lengua internacional de la ciencia, como en otros tiempos lo era el latín. El problema es que estos científicos, sin quererlo tal vez, se comprometen cada día más con las políticas científicas —y otras políticas también— de aquellos países que los acogen en su seno. En todo caso, es preciso admitir que el «atraso general» que es preferible llamar «subdesarrollo» (pese a lo horrendo del vocablo) porque ya existe una teoría del subdesarrollo formulada por científicos sociales latinoamericanos y de otras partes del llamado Tercer Mundo, sí es causa eficiente de nuestro subdesarrollo científico y de nuestra dependencia tecnológica. Por supuesto, el subdesarrollo científico a su vez es causante del subdesarrollo general de la sociedad, pero queda claro que es una causa a posteriori, algo así como la «causa 92 / Ludovico Silva

final» aristotélica, pues la única causa a priori, en el orden temporal o diacrónico, es el subdesarrollo social estructural. Y así caemos otra vez en el maldito materialismo, que tanto parece molestar al profesor Bunge. Yo pienso que nuestros hombres con vocación científica deben en lo posible formarse en países donde la ciencia ha alcanzado un alto grado de desarrollo; sería inútil pretender lo contrario, porque caeríamos en un provincianismo o patrioterismo absurdos. Pero también pienso que, una vez alcanzada esa formación, nuestros científicos deben regresar a su país subdesarrollado para aplicar prácticamente sus conocimientos en beneficio del desarrollo social, o si así lo prefieren, para dedicarse a la investigación pura. Pienso además que deben escribir en castellano o en portugués, que son lenguas que abarcan un inmenso abanico de pueblos y que sólo necesitan un poco de creatividad científico-lingüística para ponerse al nivel de otras lenguas más precisas y ricas en terminología científica, como pueden ser el inglés o el alemán o el ruso o el japonés. No hablo, por supuesto, de creatividad literaria, porque en ese terreno estamos tan o más avanzados que cualquier otra lengua; hablo tan sólo de la terminología científica, que hoy generalmente calcamos o traducimos malamente del inglés, mediante neologismos tan poco estéticos como la «estandarización» o el mismo «subdesarrollo», que originariamente fue un invento del Departamento de Estado cuando trazó su política de «ofensiva ideológica» (así como suena), o bien mediante trasplantes directos como el in-put, el out-put y tantos miles de nombres que debemos adoptar como nuestros aunque sea tan sólo para poder entender las instrucciones de los aparatos, La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 93

máquinas, artefactos, computadoras, etc., que están invariablemente en inglés. No es imposible crear una terminología científica propia, como tampoco es imposible filosofar en castellano, o hacer una teología en castellano, como la que acaba de realizar García Bacca; ya decía el viejo Ortega y Gasset que ciertos términos alemanes como Erlebnis no necesitaban ser copiados o transcritos, cuando existía la posibilidad de inventar una palabra castellana como vivencia que hasta ese momento no existía sino de modo latente en vocablos tales como «convivencia». Este es un reto que tienen nuestros científicos, y no lo vamos a enfrentar debidamente con puras traducciones o trasplantes lingüísticos, sino con valentía creadora, con valentía de independencia cultural. Nuestra vida está totalmente plagada de neologismos o palabras inglesas, de costumbres grotescas que nada tienen que ver con nosotros y, en definitiva, con una ideología que nos es impuesta desde fuera y que a posteriori se ha convertido en una especie de segunda naturaleza en nosotros, de modo que llegamos hasta el extremo de autoimponernos, conscientemente o no, una ideología que nos es extraña y hostil y que no contribuye a otra cosa que a «motivarnos» hacia el mercado de mercancías que materialmente nos es impuesto y del cual dependemos. Esta manipulación del psiquismo genera un excedente de energía psíquica que está destinado a reforzar y justificar ideológicamente la explotación material; es lo que una vez, hace años, se me ocurrió llamar «plusvalía ideológica», especie de constructo que mejor será olvidar por el momento, no sea que le causemos un infarto al profesor Bunge y empiece a considerarnos como inventores de fantasmas pseudocientíficos. 94 / Ludovico Silva

Bunge identifica tres causas del atraso de la ciencia en las naciones hispánicas: «la escasez de medios o su mala administración, la inestabilidad política y la prepotencia burocrática». Todo esto estaría muy bien, si no fuera porque Bunge añade: «Los tres factores son autóctonos: tienen poco que ver con la dependencia respecto de los países centrales y mucho que ver con una ideología que desprecia la razón y la libertad intelectual, al par que ensalza la autoridad militar y burocrática». Cuando Bunge habla de «ideología» se refiere a la hispánica, la que nos vino con la conquista y la colonización, que en efecto despreciaba un tanto la razón y la libertad intelectual, y por si fuera poco despreciaba el trabajo manual como cosa indigna de los «hidalgos», así como también se quiso imponer militar y burocráticamente. Pero es que estamos hablando del siglo XX. Por supuesto, sigue existiendo esa ideología hispánica y hasta podemos admitir que se ha vuelto «autóctona» en la medida en que la seguimos teniendo como ideología, producto histórico y como producto de una presunta «naturaleza» o «esencia» nuestra intercambiable y ahistórica, o producto del «clima» o de la «sangre tropical» o de un «desorden connatural», cosas que debemos arrastrar pesadamente como quien arrastra una joroba o su propia nariz larga o sus labios gruesos. Sólo en la medida en que excluyamos estas «determinaciones causales» podemos admitir que la ideología hispánica es algo «auctóctono» en nosotros; algo que, por lo demás, es un producto histórico y, por tanto, superable, como no lo serían nuestra joroba o nuestra nariz o nuestros labios, o mucho menos nuestra presunta «naturaleza» subdesarrollada. Es lo mismo que decía Marx de toda alienación: es un fenómeno histórico, que no pertenece, como creía Hegel, a una «naturaleza» o «esencia» La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 95

nuestras, y que por tanto es algo superable. No está, pues, en nuestro «destino» el ser subdesarrollados, ni la ideología hispánica es algo que no se pueda superar. Pero eso no es más que un aspecto superficial del problema, y que no merecería ni siquiera refutarse, ya que está tan desprestigiado como esos viejos determinismos que hacen depender la mayor o menor capacidad científica y cultural del hombre del «clima» en que viven, como si el frío o el calor tuvieran algo que ver con la formulación de una ley científica, aunque tengamos que admitir que los climas motivan diferencias culturales, lo que no significa que los climas determinen la mayor o menor calidad de una cultura o una ciencia. No caigamos en esa engañifa o trompe-l’oeil. Lo importante es que Bunge afirma que nuestro atraso no tiene nada que ver con la «dependencia respecto de los países centrales». No se comprende muy bien esta manera de expresarse. Parece que Bunge admite la dependencia con respecto a unos países que él mismo llama «centrales», lo cual es correcto; pero afirmar que nuestro subdesarrollo científico y social no tienen nada que ver con aquella dependencia respecto de las metrópolis desarrolladas, es más o menos lo mismo que afirmar que nuestro subdesarrollo es «independiente» con respecto a unos centros de los cuales somos «dependientes»; lo cual es una perfecta contradicción, a menos que adoptemos un punto de vista hegeliano según el cual la independencia se realizaría en la dependencia, o cualquier otra monserga metafísica que horrorizaría al propio Bunge, para quien Hegel constituye la más horrenda pseudociencia, en lo cual no le falta razón. El hecho de hablar de países «centrales» implica la existencia de unos países periféricos 96 / Ludovico Silva

que son dependientes en todos los sentidos: económicamente y culturalmente, y por tanto, científicamente. Lo cual le viene a dar la razón a la teoría de raigambre marxista del subdesarrollo como dependencia estructural de los países periféricos con respecto a las metrópolis desarrolladas. ¿Está Bunge dispuesto entonces a admitir esta teoría? Por supuesto que no, pero ello es, a condición de tener que admitir en su postura una auténtica contradicción. Por otra parte, es extravagante y anacrónica la idea de que existan países completamente «independientes» en el plano científico y social e incluso en el político. El mundo actual, que el viejo y divertido McLuhan llamó «aldea global», es una totalidad o un sistema en las que cada parte dependen del sistema y de la totalidad de la cual forman parte interna. No hay «naciones agregadas» a otras; la misma idea de «nación» hoy resulta demasiado burguesa y atrasada; cualquier país, por más apartado que sea, está inserto dentro de un sistema mundial, que por el momento podemos llamar «capitalista» por cuanto básicamente es el sistema capitalista el que impera en el mundo, incluso en los países llamados «socialistas» que aún no han superado la propiedad privada (al menos la apropiación privada de las conciencias de los individuos), ni la división del trabajo, ni la producción mercantil, que sigue siendo la misma a pesar de los matices «colectivistas» o la «planificación», que todavía no han superado el «libre juego del mercado» ni la irracionalidad de una producción destinada a cubrir las necesidades del mercado y no las necesidades de los individuos, ni, en suma, el dinero como relación básica entre los hombres. El individuo sigue en esos países sometido a la alienación y La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 97

a la omnipotencia del Estado, y los pocos espíritus realmente individuales y creadores son considerados como «disidentes», marginados o expulsados, cuando no internados en clínicas psiquiátricas; es lo mismo que el llamado «funcionalismo» que tanta vigencia tiene entre los científicos sociales de los Estados Unidos y otros países desarrollados, teoría según la cual los asesinos que acribillaron a la población civil de My Lai en la guerra de Vietnam, o cualquier delincuente peligroso o cualquier drogadicto, no son más que «disfunciones» del sistema, el cual por supuesto no tiene ninguna culpa de los desmanes que unos «individuos» puedan cometer, porque el sistema no los ha creado así sino que ellos por su cuenta se han vuelto criminales o delincuentes; teoría que tiene la virtud de ser tan falsa e inactual y retrógrada como la criminología de Lombroso. No obstante, nosotros ponemos nuestra esperanza en la Unión Soviética y otros países a los que conviene llamar «de transición hacia el socialismo». Que los EE.UU se queden con su venta de armas a Irán para pagar a los «contras» en Nicaragua. Los países subdesarrollados de América Latina están, por supuesto, insertos dentro de ese sistema mundial, sea cual fuere la ideología que de un bloque u otro les llegue. Pero hay una diferencia específica en lo que a nosotros respecta. Y es que si bien hemos en pocos casos adoptado ideologías provenientes del bloque comunista, lo cierto es que la ideología dominante es la que nos viene de nuestros vecinos del norte, que están empeñados en sometemos ideológicamente y en todos los campos y están más que dispuestos a lograrlo como ya lo han logrado en muchas ocasiones, con el uso de la fuerza militar, con la razón de las armas. Aquí se plantea un tema 98 / Ludovico Silva

delicado: ¿qué hacer o qué postura tomar? ¿Acaso será lo mejor mantener una imparcialidad químicamente pura frente a la influencia de los dos bloques de poder? Esta sería la actitud muy sabia y muy prudente y muy cómoda que no admite la toma de partido, pero que también implica la renuncia a todo verdadero heroísmo, a jugarse la vida por defender una posición de soberanía. Todos tenemos, decía Ortega, dentro del corazón una «máquina de preferir». A mí me parece mucho más honesto, por el riesgo muy humano que comporta, asumir una posición beligerante. En el caso de Nicaragua, por ejemplo, los nicaragüenses están en el deber de defender con toda clase de armas su derecho a tomar sus propias decisiones, y si desean realizar una revolución socialista, deben defenderla a toda costa, no para caer en la órbita del otro bloque de poder sino simplemente para ser soberanos y tomar sus propias decisiones. Igual puede decirse de Cuba, que aunque está en buena parte sometida a la influencia del bloque soviético, todavía conserva su especificidad de revolución cubana, de modo que los gestos prosoviéticos de Fidel Castro, aunque obedezcan a una influencia económica determinante, no son más que una apariencia diplomática que disimula el carácter cubano y específico de su revolución, tan distinta en tantos aspectos de otras revoluciones socialistas, y sobre todo tan latinoamericana y poco ortodoxa en las costumbres que vanamente han tratado de imponer los soviéticos. Una frase como la que dijo Fidel una vez: «nuestra infalible amiga la Unión Soviética», pese a su apariencia de aceptación de la URSS como un dogma «infalible», no es en el fondo otra cosa que un gesto de cortesía. De todos modos Cuba está metida en un lío, del que sólo La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 99

podrá salir con el tiempo y si no lo impide una guerra atómica; en todo caso, tenemos derecho, si no por razones científicas, para aspirar a que esa salida no sea impedida por la guerra nuclear y que constituya una apertura hacia un socialismo verdaderamente humano y respetuoso de los individuos. Yo no tengo razones científicas para demostrar esa posibilidad; o al menos las razones que tengo se basan en un examen de las tendencias mundiales, que con un alto grado de probabilidad implican la progresiva extinción del capitalismo, como fenómeno histórico que es y que está llegando a sus límites ya casi insoportables y sumamente peligrosos, y por otra parte la progresiva humanización de la postura socialista, que aunque dominada todavía por el autoritarismo y el imperialismo, al menos ha comenzado a hacer serias propuestas de paz y de desarme nuclear, que por cierto siempre han sido respondidas con evasivas; mientras los socialistas comienzan a hablar de «paz en las estrellas» (Gorvachov), los capitalistas se empeñan en una desaforada «guerra de las galaxias» que puede muy bien acabar con toda esperanza humana, y ponernos en la situación que cantaba Arthur Rimbaud, el vidente: Je parvins a faire s’évannovir dans mon esprit toute l’esperance humaine. Pero intentar convencer a Mario Bunge de estas cosas es como pedirle a una computadora que tome una posición política o escriba un poema digno de ese nombre, una posición personal y creadora. Paradójicamente, Bunge es víctima de eso que él tanto repudia: la ideología. Todo su aparato científico está completamente ideologizado. El dice por ejemplo que «el desarrollo de la ciencia depende en mucho de la ideología dominante», lo cual es muy cierto, pero él lo entiende como 100 / Ludovico Silva

que la ideología dominante en nuestros países es la puramente hispánica, sin incluir en lo más mínimo la ideología que realmente es dominante, que no es otra que la capitalista, venida sobre todo de los Estados Unidos. Yo estoy de acuerdo con Bunge cuando dice reiteradamente que la influencia hispánica hizo que muchos de nuestros filósofos y científicos adoptaran actitudes poco racionales y pseudocientíficas, como ese positivismo trasnochado de fines del siglo XIX y comienzos del XX, tomado de un autor ya viejo y arcaico como Comte y que se había transformado de hecho en una religión, aunque haya que admitir que algo nos dejó de interés por la experimentación científica, en venezolanos como Ernst o Villavicencio. No admito, sin embargo, que esa ideología hispánica tuviera siempre efectos nocivos; al menos en Argentina, en el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, fueron españoles tan ilustres como Amado Alonso los creadores de una filología científica, a la altura de los tiempos, que dejó innumerables discípulos regados por todo el continente, como por ejemplo el venezolanizado y recién fallecido Angel Rosenblat. También la filosofía española trajo aportes importantes a nuestra formación, como el europeísmo muy español de un Ortega y Gasset, que tuvo tanta influencia en Argentina, o como el filosofar en castellano de un maestro como García Bacca, a quien Bunge detesta o desprecia olímpicamente, tal como se lo oí decir personalmente en Caracas hace unos 17 años. Pero lo importante, decía, es la terquedad de Bunge en cuanto a admitir que nuestro subdesarrollo científico y económico se debe en primerísimo lugar, no a factores «autóctonos», sino a factores perfectamente foráneos, impuestos desde fuera con las armas de la razón y sobre todo con la razón de las armas. La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 101

A estas alturas ya parece inútil discutir más este punto, ya que Bunge no hace en su artículo más que repetir lo mismo de diversas maneras. En general, sus 10 conclusiones sobre lo que se debería hacer para superar nuestro subdesarrollo científico son correctas, porque están dictadas por el sentido común: hay que ayudar económicamente a los científicos, hay que clausurar los centros pseudocientíficos (habría que ver cuáles son esas pseudociencias según Bunge, sin embargo), hay que cohesionar la comunidad científica nacional con la internacional, que es lo que hace por ejemplo Interciencia, etc. Pero todo ese sentido común se ve cruelmente mancillado cuando Bunge afirma, a modo de conclusión, que «La clave del subdesarrollo, y en particular del subdesarrollo científico, no es la dependencia sino la ideología». De nuevo nos encontramos con el enredijo inicial: si la clave del subdesarrollo no es la dependencia sino la ideología, y si la ideología forma parte fundamental de la dependencia, entonces ni la dependencia es dependencia ni la ideología es ideología. Habrá que ser algo más científicos, tal vez habrá que ser magos o adivinos, para entender semejante contradicción. Pero las contradicciones, decía Popper y dice Bunge, son muy fecundas, y puede muy bien el argentino tomarse todo esto como un elogio. Al fin y al cabo, una ciencia es tal porque es refutable, y si yo refuto a Bunge lo considero científico; y si Bunge me refuta a mí, me hará el honor de considerarme científico, con lo cual todos quedamos contentos. ¿No decía Miguel de Unamuno que cada cual debe vivir con su contradicción? Caracas, junio de 1986 102 / Ludovico Silva

III América Latina: El combate por el nuevo Mundo

Todos sabemos que el Almirante Cristóbal Colón, a pesar de aquellos casi legendarios setenta días de su primer viaje por «la mar océano» y de otras tres travesías no menos esforzadas, murió en mayo de 1506, a los setenta años de edad, sin saber que había descubierto un «nuevo mundo». Esto no le resta mérito alguno al gran marino. Este hombre excepcional siempre tuvo la oscura intuición de que estaba llamado a descubrir algo sorprendente, algo misterioso, más allá de la simple idea de encontrar una nueva y más expedita ruta hacia las Indias. Cuando regresó por última vez a España, ea 1505 se vio cubierto de toda clase de calumnias e infamias que lograron que el rey Fernando lo abandonara y lo dejara morir en el mayor desamparo e indigencia. Los envidiosos que nunca les faltan a los grandes hombres, intentaron desprestigiar la hazaña del Almirante, y se cuenta que Colón tomó en sus manos un huevo y les propuso: «¿Quién de vosotros es capaz de hacer que se tenga derecho este huevo sobre la mesa?» Todos probaron, y nadie lo consiguió. Entonces Colón rompió un poco uno de los extremos del huevo y lo colocó derecho sobre la mesa, los envidiosos protestaron y le dijeron que así lo podía hacer cualquiera. Y el Almirante, muy sonreído, les dijo: «Pero a vosotros La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 105

no se os ha ocurrido». Esta divertida anécdota, conocida como «el huevo de Colón», nos dice todo lo que tenemos que saber acerca del genio de Colón, porque sólo a él «se le ocurrió» la inmensa locura de lanzarse con un puñado de hombres más o menos ignorantes y tres barquichuelos endebles, a la mar océano en busca de algo desconocido, que bien podían ser las Indias como también la Tierra prometida, la Edad de Oro perdida en la aurora de los tiempos y en la que soñaban hombres de genio como Cervantes y su desmesurado Don Quijote. De modo que Colón es mucho más que un explorador, un curioso; es un descubridor. Así lo cantó hermosamente Rubén Darío: «¡Cristóforo Colombo, pobre Almirante, ruega a Dios por el Mundo que descubriste!» También es cosa sabida que el nombre de Nuevo Mundo o Mundo Novus le fue puesto a nuestro continente por el florentino Américo Vespucci, quien además lo bautizó con su propio nombre como América. Vespucci, hermano de aquella maravillosa Simoneta Vespucci, la mujer más bella de Florencia muerta a los 23 años y pintada por Boticelli, supo comprobar que Colón había descubierto, no una nueva ruta hacia las Indias donde vivía el legendario Preboste Juan, sino lo que literalmente era un nuevo mundo, no porque sus habitantes, su cultura y su geografía fuesen «nuevas» (por el contrario, eran viejísimas), sino porque representaba para los europeos algo totalmente nuevo e inesperado. Se sabía desde hacía mucho que la tierra era redonda, pero se ignoraba la existencia de un continente desconocido. La idea de «mundo», que desde los griegos hasta Colón había sufrido distintas mutaciones o cambios —uno es el «mundo» o kósmos concebido por los helenos entre los siglos VII 106 / Ludovico Silva

y IV a.C., y otro es el «mundo» o mundus de un personaje tan paradigmático como San Agustín hacia el año 430 d.C., etc.—, experimentó con el descubrimiento de Colón y la nomenclatura de Vespucci, un cambio radical. Este cambio no consistió en la mera incorporación a la historia humana de un «mundo» más, sino en la constitución, por primera vez en la historia, de una idea completa y objetiva del mundo como totalidad. Este tipo de mundo es el distintivo de lo que llamamos época moderna. Por primera vez se llegó a una idea objetivamente completa y «redonda» del mundo en que vivimos los seres humanos. Como lo expresa muy agudamente Carlos Marx en su obra de 1845 La ideología alemana, las relaciones de producción capitalistas, ya en su primera fase puramente mercantil, hicieron posible que, por primera vez, pudiera hablarse propiamente de una «historia univeral», pues esas relaciones económicas —y desde luego culturales en el más amplio sentido del término—, gracias al intercambio de mercancías logró relacionar entre sí los más distintos y remotos lugares del planeta, fenómeno que Marx supo ver tan claro que pudo pronosticar lo que ocurriría en el siglo XX, a saber, el perfeccionamiento tecnológico de las comunicaciones que nos hace capaces de estar al día sobre cualquier suceso que está ocurriendo en cualquier lugar del globo. (Veáse Karl Marx, Die Deutsche Ideologie, en Marx-Engels Werke, Frankfurt, 1951, Vol. III, Cap. 1). Y así como se «inventó» la historia universal, el descubrimiento de Colón constató por lo menos dos cosas: primero, que se había descubierto una idea de «mundo» completamente distinta y hasta opuesta a todas las anteriores, es decir, una idea totalizante que tenía su correspondencia en la realidad geográfica objetiva; y segundo, que además se había descubierto un Nuevo Mundo, hasta entonces desconocido. La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 107

Antes de entrar a especificar las características culturales —económicas, sociales, geográficas, políticas, etc.— que a mi juicio constituyen a América Latina como un mundo nuevo, dotado de rasgos propios que lo hacen distinto de otros mundos como el europeo, el asiático o el anglosajón, es conveniente detenernos por un momento en un par de aspectos que revisten gran importancia. En primer lugar, el hecho de que este mundo descubierto en 1492 fuese para los europeos, y en especial para los españoles, un mundo nuevo y desconocido que los maravilló de diversas maneras, no significa en modo alguno que esta parte del planeta fuese un paraíso completamente virgen y recién creado; por el contrario, en ella preexistían, antes de la llegada de Colón, variadas y viejísimas culturas. Hombres tan agudos como Sahagún inventarán o casi crearán en América una ciencia muy incipiente: la arqueología. Como lo ha dicho muy bien Arturo Uslar Pietri (tal vez el intelectual que mejor ha comprendido y expresado los rasgos que nos constituyen como «nuevo mundo»), «Parece paradoja la de un orbe nuevo que comienza por la arqueología». (Veinticinco ensayos, Caracas, 1980, p. 31). El mismo Uslar Pietri señala que para los ya constituidos «criollos» del siglo XVIII, América resultaba ser muy vieja. Hombres como Olavide o Francisco de Miranda, con experiencia y visión universalistas, decían que América era más del pasado que Europa. Incluso el nombre de «español americano» sonaba como cosa más antigua que el simple nombre de español en las logias de los conspiradores liberales. Hombres como el mismísimo Simón Bolívar, destinado a conquistar la independencia política de América, en su juventud viajó varias veces a Europa en busca de «novedades», y durante sus campañas de madurez 108 / Ludovico Silva

nunca se separaba de su Rousseau, su Diderot, su Voltaire, e incluso de novedades tan mediocres como la que representaba un Destutt du Tracy y su escuela de los «ideólogos». El poeta Heredia comienza por cantar ante el Teocal de Cholula los restos de un pasado inmemorial. Un venezolano tan perspicaz como Fermín Toro dice en 1858 que los pueblos de Venezuela «parecen milenarios», y eso que en este país y en las Antillas nunca floreció una cultura indígena tan vetusta y refinada como las de México o el Perú. Aztecas e Incas parecían, a la hora de la llegada del conquistador, hombres pertenecientes a una refinada decadencia, semejante a la del Imperio Romano hacia los siglos III y IV d.C., cuando el emperador Justiniano hacía un supremo esfuerzo por resucitar la vieja estructura jurídica de la Roma antigua y al mismo tiempo la Iglesia Cristiana se oficializaba como tal en el Concilio de Nicea, allá por el año 385. «Acaso hayan venido a ser más, con el tiempo, los que ven la vejez en América que los que persisten en mirarla con la juventud de un Nuevo Mundo» (Uslar, op, cit., p. 32). Esta vetustez de la cultura indígena americana es un elemento paradójicamente importante para la constitución de América como un Nuevo Mundo, porque será un ingrediente esencial del mestizaje cultural que señalará nuestra especificidad de Nuevo Mundo. Por supuesto, será un elemento que tendrá sus variantes y matices en las distintas zonas del nuevo mundo; aun hoy, la vieja cultura aborigen tiene diversos grados de importancia según se trate de países como México (piénsese por ejemplo en las investigaciones de un escritor tan distinguido como Fernando Benítez), o países como Venezuela, carentes de una cultura indígena tan desarrollada como pudieran ser las de Perú o Ecuador. Pero el hecho importante y global es que La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 109

las culturas indígenas, pese a su diversidad, constituyen en su conjunto uno de los rasgos específicos de ese mestizaje que nos hace aparecer en la historia como un nuevo mundo. La segunda observación que queríamos hacer parecería ser una mera cuestión de nomenclaturas, pero en realidad va mucho más allá. Cuando en este ensayo decimos «América» y nos referimos a ésta como a un nuevo mundo, entendemos por tal nombre lo mismo que hoy suele llamarse América Latina, Iberoamérica, América Española, Indoamérica o cualquier otra denominación que según los gustos se le dé, entre las cuales acaso la más apropiada sea la de América Latina, porque la latinidad es realmente el elemento común que figura en el origen de nuestros países, aunque existan minúsculas regiones de habla anglosajona u holandesa, como Trinidad o Curazao, cuyos modos de ser culturales, por lo demás, son mucho más latinoamericanos que ingleses u holandeses, y que en todo caso no son sino la obligada excepción de la regla general. En un principio, la América Latina era, territorialmente hablando, mayor que la actual, y se extendía a territorios que hoy pertenecen, políticamente hablando, a los Estados Unidos, país que como hien se sabe arrebató a México en el siglo XIX un buen pedazo de tierra, y compró a Francia por 10 millones de dólares el territorio que hoy ocupa Louisiana; también este país se anexó políticamente a países latinos como Puerto Rico, donde existe hoy en día una ambigüedad que se da en el orden de la lengua y de la ideología, pero que sin duda podemos considerar como país latinoamericano, por la persistencia de su cultura original, anterior al zarpazo imperialista. Los llamados «chicanos», en cambio, se han asimilado a la cultura estadounidense, y de 110 / Ludovico Silva

latinos no les quedan sino sus nombres propios. Ahora bien ¿no sería lícito o propio llamar también «americanos» a los ciudadanos de los Estados Unidos? ¿No constituye también esta nación un nuevo mundo? Mi respuesta es NO, por más que la parte norte del continente también haya sido «descubierta» y fuese algo desconocido hasta la llegada de los europeos. Digo NO, porque niego que a los Estados Unidos se les deba llamar «América» o «Norteamérica», y lo que es más grave aún, niego que la cultura estadounidense deba ser considerada en sentido estricto como una «nueva» cultura. En primer lugar, el nombre de «América» se lo dio Américo Vespucci a este subcontinente que hoy llamamos América Latina. Pero en segundo término, la cultura de América Latina se engendró en unas circunstancias que le aseguran el carácter de «nueva» y original, y que le da su puesto en la historia y ante el porvenir; en tanto que la cultura de países como los Estados Unidos y el Canadá no es sino la de una «América inglesa», o mejor dicho, una «Nueva Inglaterra» que se diferencia de Europa muchísimo menos que la cultura latinoamericana. Como dice el ya citado Uslar, «su camino no ha sido el de crear diferencias, sino el de acentuar hasta el extremo algunos rasgos de la vida europea trasplantada» (Op. cit., p. 33). De modo, pues, que no es propio llamar «América» a la parte norte de este continente, ni mucho menos llamarla Nuevo Mundo, porque en su conjunto no es más que un Viejo Mundo trasplantado a tierras nuevas. En América Latina se combinaron negros, indios e iberos; la religión católica que trajo España se matizó de mil modos distintos, se combinó con las creencias mágicas africanas y con la peculiar religión de los indígenas; la lengua se diversiLa interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 111

ficó y matizó de mil modos, desde el «vos» hasta el «tú» o el «usted», desde el «vosotros» hasta el «vuestras mercedes»; la moral católica se transformó completamente; la presencia de «hidalgos» españoles que consideraban indigno el trabajo manual se combinó con la fuerza de trabajo negra y la habilidad indígena; la esclavitud como institución no impidió el cruce racial de españoles y negros; en fin, se dio aquí un mestizaje racial y cultural por completo distinto y específico. En los Estados Unidos los colonos ingleses evitaron a toda costa la mezcla racial con indios y negros: aún hay ominosas «reservaciones»; la moral protestante, con su exaltación del trabajo y su filosofía utilitaria y dineraria, se trasplantó sin modificaciones desde Inglaterra hacia la «Nueva Inglaterra»; la esclavitud del negro, sin la cual, como decía Marx en 1847, «desaparecerían del planeta los Estados Unidos», prohibió terminantemente eualquier contacto racial entre blancos y negros; y si hubo algún mestizaje en los Estados Unidos ello se debió al hecho universal de que todas las culturas han sido siempre productos de algún mestizaje, que en el país de Lincoln fue siempre mucho más cultural o «superestructural» (si se nos permite la metáfora de Marx) que racial o estructural. Todo esto hace de los Estados Unidos una grande y poderosa nación con una cultura y una estructura social y económica no sólo distinta, sino contrapuesta a la de América Latina. Organismos como la Organización de Estados Americanos (OEA) resultan ser unos insoportables híbridos tanto en lo cultural como en lo político y económico: la presencia allí de los Estados Unidos tiene tanto que ver con Latinoamérica como con Australia. Tratados como el famoso TIAR o Tratado de Asistencia Recíproca entre todos los países «americanos» no son más que crueles fantas112 / Ludovico Silva

mas, como lo demostró a cabalidad la posición proinglesa de los Estados Unidos en el conflicto de las Malvinas, que ellos prefieren llamar Falkland. Sin embargo, estamos dispuestos a aceptar, casi como por inercia, que a los estadounidenses se los llame universalmente «los americanos»; y es que, al fin y al cabo, como bien lo decía el viejo maestro Andrés Bello y lo repitió hasta hace poco el maestro Angel Rosenblat, el «criterio de corrección» lingüística lo fijan, por una parte, los buenos escritores y la gente culta, pero sobre todo el uso popular. Y, desde luego, el uso universal nos ha acostumbrado a llamar «americanos» a quienes en realidad no son más que ingleses trasplantados. Por supuesto, y finalmente, debemos también admitir que las características del nuevo continente descubierto han creado matices que diferencian a los estadounidenses de los ingleses. Por ejemplo, como decía irónicamente Oscar Wilde, «la única diferencia entre nosotros los ingleses y ellos los americanos es la lengua común». Pero esos matices se dan sobre todo en las costumbres y el estilo de vida; en cambio, la estructura económica de los Estados Unidos es una perfecta continuación de la inglesa. Sólo que, como decía Marx en 1858, en los Estados Unidos se da el “capitalismo a l’état pur”». No está demás recordar aquí que el gran poeta estadounidense Ezra Pound, maestro del también grande y estadounidense —pero luego inglés— T.S. Eliot, escribió en una ocasión: «Los Estados Unidos son tal vez el único país del mundo que carece de un nombre propio». Pound, nacido en los Estados Unidos, fue, como Edgar Poe, más que todo un europeo. Su actitud hacia su país de origen, como la de Poe, fue una actitud que en otra parte he llamado contracultural, término que no La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 113

podemos analizar aquí, pero que puede definirse de modo general como la actitud de un creador de cultura contra la ideología dominante, que no es otra que la ideología capitalista. En la teoría de Marx la metáfora de la «superestructura» ilustra aquella parte de la sociedad que, sustentándose en la estructura social (y esta vez no es metáfora, sino concepto epistemológico), engloba dentro de sí dos tipos de manifestaciones ideales que coexisten pero que se contraponen en una lucha a muerte. Si la ideología se encarga de justificar y ocultar idealmente el mundo de la estructura social, la cultura tiene como finalidad específica lo contrario: penetrar a través de la niebla ideológica y hendir el bisturí —artístico o científico— en la escondida estructura social. Es el viejo tema que nos viene desde los griegos de la contraposición entre apariencia o fenómeno y la estructura o verdad esencial. Si entendemos la cultura como «la organización y distribución de los valores de uso» (Samir Amin, en Eloge du socialisme), definición que yo comparto, de ello se sigue que en una sociedad basada enteramente en valores de cambio, como es el caso de nuestra sociedad, no hay propiamente una cultura, sino una contracultura, hecho perfectamente demostrable en el examen de la actitud de todos los poetas y artistas de los siglos XIX y XX, que nunca han podido disimular su desprecio hacia la burguesía. Particularmente en los Estados Unidos, donde los hippies de los años 50 y 60 inventaron el término «contracultura», los hombres creadores de cultura han actuado siempre a contrapelo del sistema social. Esta teoría tiene muchas variantes y matices que, repito, no puedo examinar aquí. Pero he creído conveniente aludirla porque en América Latina, o América a secas, también hay una contracultura, pues vivimos en una sociedad básicamente ca114 / Ludovico Silva

pitalista; pero entre nosotros, acaso por nuestro subdesarrollo estructural y por nuestro peculiar mestizaje, esa contracultura asume matices que la diferencian notablemente de la que hay en los países europeos o en los Estados Unidos. Nuestros creadores de cultura tienen, desde luego, que enfrentarse a una ideología capitalista y luchar contra ella; pero poseen además un mundo propio lleno de valores de uso que aún permanecen incontaminados y que constituyen tal vez nuestra mayor riqueza cultural y nos sitúa en una posición de avanzada ante el porvenir. Escritores como Gabriel García Márquez, Alfonso Reyes o Jorge Luis Borges, no necesitan —a diferencia de un Poe, un Pound, un Eliot o la «generación perdida»— exiliarse espiritualmente para poder crear sus grandes obras. Pueden perfectamente sentirse integrados a todo lo mucho que tenemos de genuino, y así inventar en sus libros un mundo totalmente nuevo, que a veces se ha llamado «realismo mágico» o «lo real maravilloso» (Carpentier) o con otras denominaciones que subrayan eso que tan confusamente suele llamarse «nuestra identidad», y que no es otra cosa que nuestra novedad como mundo. No es que yo rechace de plano o por un excesivo afán de originalidad ese término tan trillado de «identidad nacional». Incluso estoy dispuesto a aceptarlo, pese a un cierto tufillo aristotélico1* que despide. Pero no me parece que nuestro problema sea el de salir a buscar una «identidad» o inventarla, sino en todo caso el de rescatar algo que ya existe desde hace mucho tiempo. Tampoco me place mucho lo de «nacional», porque aunque nuestra historia ha llegado a cuajarse en distintas naciones, esa misma historia nos enseña que

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* Véase en este volumen nuestro ensayo sobre «Nuestra famosa identidad». La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 115

el ideal o la utopía revolucionaria (esto es, realizable, como dirían Mannheim, Bloch, Kolakowski o Marcuse) de nuestros héroes «nacionales» era precisamente el de crear una América constituida globalmente como una gran nación, al modo como ello se logró en los Estados Unidos, con las diferencias del caso, que ya hemos señalado. Basta hojear los escritos de Simón Bolívar para constatarlo. Yo no considero a Bolívar como un «venezolano», aunque esta afirmación pueda acarrearme todas las maldiciones de la Academia de la Historia o la Sociedad Bolivariana; Bolívar fue simplemente y nada menos que un americano. Por lo demás, la idea misma de «nación» se hace cada día más inútil y burguesa. Si una vez fue verdad que con la extinción del feudalismo aparecieron las naciones, esta noción burguesa tiende a desaparecer en el mundo actual. Podría decirse sin exagerar que en la actualidad no hay propiamente naciones, sino zonas del planeta, que no pasan de dos o tres. América Latina existe dentro de una zona de influencia que todos conocemos, matizada en algunos pocos casos (Cuba, Nicaragua) por influencias de otra zona no menos conocida. En particular, países como Nicaragua viven actualmente en una difícil tensión entre las dos grandes zonas de influencia. Pero lo que realmente nos debe importar no es aceptar incondicionalmente la influencia o vasallaje de ninguna zona de influencia, sino inventarnos un modo propio de vida política y social para alcanzar el anhelado desarrollo dentro de un clima de total libertad. A este clima lo llaman unos «democracia representativa» y otros lo llaman «socialismo». El término, como muy bien lo dijo hace tiempo el líder polaco Lech Walesa, es lo de menos.

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«Comunismo o capitalismo son palabras demasiado largas», declaró en una ocasión el líder de Solidaridad para deshacerse de un fastidioso periodista. Como todos tenemos, por humanos que somos, dentro del corazón una «máquina de preferir» (Ortega y Gasset), yo declaro sin problema alguno que prefiero el socialismo, pero a condición de que no se entienda por tal el llamado «socialismo real», que no es real ni es socialismo, al menos en el sentido que le dio Marx a la palabra «socialismo» en una obra como los Grundrisse, y que se nos presenta hoy a quienes queremos sinceramente comprenderlo no tanto como un pasado o un presente, sino como un futuro. Por eso escribí una vez en uno de mis libros que bien podíamos aceptar que ni Marx ni el marxismo estén «de moda», pero a condición de considerar a Marx como un futuro. Yo admiro muchísimo a la Revolución Cubana en todo lo que tiene de cubana o latinoamericana, pero no dejan de inquietarme ciertas frases que casi como por obligación o muy forzadamente pronuncia Fidel Castro, como cuando habló de «nuestra infalible amiga, la Unión Soviética». Esto no quiere decir que, en la práctica y en el pensamiento, los latinoamericanos debamos aspirar a una «neutralidad» químicamente pura, que no sería más que una necedad histórica. Por el contrario, nuestro deber histórico consiste, hoy más que nunca, en librar un combate a muerte, con las armas si es preciso, con «la razón de las armas» y también con «las armas de la razón», contra todo ese inmenso arsenal ideológico, militar, económico, político o simplemente la moral, las costumbres y el modo de vida (Way of Life!) que se nos pretende imponer a la fuerza, a tórculo, con toda clase de amenazas, que van La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 117

desde las intervenciones militares hasta los bloqueos comerciales, o bien con exigencias perentorias como las de esa desmesurada deuda pública que nos quieren obligar a pagar en las condiciones más humillantes. Es muy cierto, claro está, que «nosotros» mismos (¡pero no todos nosotros, sino unos cuantos!) también somos culpables, no sólo por haber contraído alegremente una deuda que no podemos pagar (al menos en el caso venezolano fue producto de la súbita aparición, hacia 1974, de una inmensa riqueza petrolera, que no supimos administrar, como alguien dijo, con criterio de escasez sino con escasez de criterio, y que nos creó la falsa ilusión de tener «permiso» para contraer en pocos años una deuda gigantesca que ahora no podemos pagar no sólo por su magnitud sino porque la brusca caída de los precios del petróleo nos ha convertido de la noche a la mañana en un país en relativa indigencia, de la cual acaso podamos salir por la existencia, todavía, de una gran riqueza mineral, pero que en todo caso nos ha puesto de narices frente a un pequeño detalle que desde hace medio siglo habíamos olvidado, a saber, que la riqueza es producto del trabajo, y que tenemos por tanto que dejar de esperar el maná y ponernos a trabajar); no sólo, decía, somos culpables por haber contraído esa deuda sin tomar previsiones elementales, sino que además, en casi todos los órdenes de la existencia cotidiana hemos estado viviendo sin protestar mucho dentro de un vasallaje cultural, ideológico y económico que nos ha convertido en una especie de caricatura que trata de imitar en todo las costumbres, el modo de vestir, de hablar y hasta el modo de caminar de un way of Life que en realidad nos es totalmente extraño, un alienum. Si en alguna parte resulta empíricamente aplicable la teoría marxista de la alienación (Cf. mi 118 / Ludovico Silva

libro La alienación como sistema, Caracas, 1983) es en este caso de América Latina. Objetiva y subjetivamente, hemos cedido nuestro ser a alguien que es otro y es hostil (alienum), o dicho de otra forma, hemos enajenado nuestra riqueza material y espiritual y la hemos puesto en manos de una potencia que nos es extraña y hostil: es lo que Marx llamaba en 1844 y en 1858 «la alienación del producto del trabajo», o «la alienación de la actividad productiva», que es lo que los alemanes llaman Entfremdung o Entausserung. «La alienación no se muestra tan sólo en el resultado, sino también en el acto de producción, en el seno de la actividad productiva misma» (Marx, Manuskripte 1844, MEGA, Moscú, 1932). A lo cual hay que añadir un detalle muy importante, y es que esa potencia extraña y hostil es en buena parte el producto de nosotros mismos, o para decirlo en términos socioeconómicos, es la concesión casi gratuita de todas nuestras materias primas a una potencia que se ha alimentado de ellas desde hace más de un siglo y que no nos ha devuelto a cambio más que mendrugos, debidamente condimentados con intervenciones militares, ideológicas y económicas. Estos mendrugos constituyen lo que eufemísticamente hemos convenido en llamar «subdesarrollo», que no es sino una forma de la alienación económica. En el Libro I de El Capital Marx define la alienación con estas pocas palabras: «La alienación es el paso universal del valor de uso al valor de cambio». Nosotros, bajo presión extranjera pero también con nuestra participación pusilánime, hemos estado dando ese paso universal y hemos constituido por encima de nuestro mundo propio y genuino una suerte de segunda naturaleza que consiste en vivir sometidos a las leyes de la sociedad capitalista y en imponer a nuestra originaria cultura de valores de uso al imperio de los La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 119

valores de cambio. Se puede objetar, sin embargo, y no sin razón, que el nacimiento de América Latina coincidió con el nacimiento del capitalismo, y que por tanto nuestra América tiene una relación estructural con ese tipo de sociedad: somos también, a secas, capitalistas. Pero no es menos cierto que nuestro capitalismo tiene características muy especiales, entre las cuales destacan lo que se ha llamado el subdesarrollo y la dependencia. Es decir, somos una formación histórica específica, una secreción necesaria del capitalismo desarrollado, y nuestro rasgo fundamental es el de ser una aberración histórica. Ya desde 1845 Marx había escrito que el gran capitalismo inglés tenía forzosamente que engendrar una periferia más o menos miserable y dependiente de las grandes metrópolis. Es lo que luego se ha llamado «proletariado externo», fenómeno que sólo puede darse en un mundo concebido y creado históricamente como una totalidad, en la que el «mundo» entero juega el mismo papel que el «mundo» particular de, por ejemplo, la nación británica, con su burguesía central y su proletariado miserable y explotado. El mundo como totalidad capitalista —y esta es la primera vez que algo así ocurre en la historia— es un mundo cerrado, como podría ser el mundo de la sociedad inglesa; y tiene, por tanto, su capitalismo central y desarrollado que se alimenta del valor creado por una fuerza de trabajo cuyo poseedor es libre de venderla en el mercado de mercancías pero que a cambio de ello es vilmente explotado y se convierte en un perfecto proletariado que, en sentido estricto, no es «externo» al sistema, sino que está dentro de él, como una parte cuya existencia es necesaria para el funcionamiento del sistema. Esto que decimos podría ser interpretado maliciosamente como una justificación y hasta como una defensa de la 120 / Ludovico Silva

existencia histórica del malamente llamado «subdesarrollo»; es más, ello destruiría la idea absurda de considerar al subdesarrollo como una «aberración histórica». Pero, por desgracia para los sensatos burgueses, lo que arriba hemos expuesto no sólo nos permite considerar nuestra formación económica como una auténtica aberración, sino lo que es más grave, nos obliga o nos pone en el deber de denunciarla y combatirla con todas las armas de que dispongamos. Es cierto que el subdesarrollo y la dependencia aparecen como secreciones naturales y necesarias del gran capitalismo; pero no es menos cierto que se trata de una formación o secreción histórica, es decir, superable. Es lo mismo que en 1858 nos decía el viejo Marx acerca de la alienación: en contra de lo que pensaba Hegel, quien identificaba alienación y objetivación y por tanto atribuía a la «esencia humana» la alienación como si fuera una parte constituyente de su ser mismo para toda la eternidad, la alienación debía considerarse como un fenómeno histórico, y por tanto, como algo superable históricamente. De otro modo carecerían de todo sentido palabras tales como «revolución social», «cambio de estructuras», etc. El subdesarrollo es una aberración histórica, y por tanto es históricamente superable, lo mismo que nuestra alienación y el desposeimiento de nuestra riqueza, que en un tiempo fue a manos inglesas (a través de España) y ahora a manos yanquis; ellos tienen (o podrían tener) entre sus manos la posibilidad inmediata de combatir y destruir toda esa ideología que nos viene de fuera y que pretende imponernos un estilo de vida que nos es totalmente extraño y nos enajena, esa larga lista de costumbres exóticas y postizas, o actitudes como las del clásico vaquero que sabe disparar y matar como un rayo, o esos héroes de pacotilla que se distinguen por La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 121

su capacidad de hacer dinero a costa de los demás. Es la hora de que rescatemos nuestra lengua y nuestra habla, tan pervertidas por groseros neologismos anglosajones, sin que ello signifique que nos convirtamos en puristas o académicos; es la hora de que aprendamos a decir que el tanque de la gasolina está lleno y no que está «full», o a decir ventana en vez de decir como en Puerto Rico «Window», o simplemente a decir ¡Hola! en vez de «How are you». Es también la hora de que nos pongamos a trabajar, estudiar e investigar para romper de una vez por todas, esa pavorosa dependencia económica, tecnológica y científica a que estamos acostumbrados por pura inercia. Es así mismo el momento de no aceptar más nunca la imposición de modelos políticos que nos son extraños, ya sean capitalistas o «socialistas» en el mal sentido del término. Es la hora de que asimilemos a fondo toda la cultura occidental europea o la civilización de los Estados Unidos, a fin de conservar de ellas lo que más convenga a nuestra identidad y superar dialécticamente todo lo que nos resulte extraño o postizo. Es el momento de rescatar toda nuestra raigambre hispánica, negroide o indígena, para saber quiénes somos realmente, qué clase de mestizos somos y cuál es nuestra novedad como Mundo. Es hora de que los poetas, los novelistas, los artistas plásticos, los músicos, los arquitectos, emprendan una labor creadora original y genuina que tiene la ventaja, ¡menos mal!, de que ya está empezada, pues el arte y la literatura siempre han tenido la virtud de adelantarse en el proceso del desarrollo social y cultural. Es la hora de hablar como César Vallejo de «mi burro peruano en el Perú, perdonen la tristeza», que nada tiene de ese socialismo que en la hora actual es un mundo enajenado, que económicamente no nos pertenece y que ha negado a con122 / Ludovico Silva

vertirse en nuestro propio enemigo. Por supuesto ni la alienación, ni la ideología, ni la dependencia económica y cultural podrán ser nunca superadas de un modo absoluto o metafísico, puesto que siempre seguiremos siendo seres humanos dotados de la sana costumbre de cometer errores; pero lo que sí es perfectamente superable es el predominio social de la alienación, la ideología o la dependencia; o dicho de otro modo, si libramos el combate que tenemos que librar y nos jugamos la vida para rescatar nuestro mundo, podemos a mediano o largo plazo llegar a ser una sociedad libre y autónoma, con un desarrollo cultural, científico y tecnológico propios, armados para derrotar todo tipo de intervención imperialista, dotados de individuos «universalmente desarrollados» capaces de anular para siempre la «alienación universal» o allseitige Entäusserung (Cf. Marx, Grundrisse der Kritik der politischen Oekonomie, MEGA, Moscú, 1939, Einleitung). A estas alturas y a modo de reposo y sosiego para los lectores que acaso con razón vean en mí una especie de extremista o terrorista, debo aclarar que no soy extremista, ni terrorista ni mucho menos economista. En lo teórico, sólo soy un poeta que se complace en leer con frecuencia a Marx, no sólo porque él era dueño de un excelente estilo literario, sino porque ofrece una concepción de la sociedad que considero vigente en sus aspectos fundamentales. Si empleo categorías tomadas de Marx no es porque me considere un marxista de partido, ni siquiera un luchador; soy sólo un modesto marxista de laboratorio, incapaz de liderizar ningún movimiento político, y para colmo cometo la traición a Marx de ser tan sólo un soñador impráctico, que no respeta el principal criterio marxista de la La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 123

verdad, a saber, la vinculación dialéctica entre la teoría y la práctica. En cuanto a la economía, sólo conozco de esa ciencia social lo que he aprendido en Marx y en la lectura de algunos economistas contemporáneos, como por ejemplo el muy agudo Joseph Schumpeter o el simpático Lord Keynes o el irónico y demoledor John Kenneth Galbraith, quien en uno de sus libros escribió un ensayo titulado nada menos que «La tumba de Marx», que es quizá lo más inteligente que se ha dicho en contra de Marx. En cuanto a Lord Keynes, quien era un típico producto de Oxford, fue un hombre «inadaptado, que aborrecía las virtudes burguesas pero era demasiado civilizado para simpatizar con las medidas violentas» (Schumpeter); además, Keynes partió de la economía marxista y no de la economía clásica, si bien arribó a un modelo de desarrollo distinto, pero que nos compete en mucho, pues no sólo se convirtió en un modelo muy popular sino que percibió al capitalismo como «incapaz de ajustarse hasta lograr el pleno empleo por sí solo», detalle que nos interesa mucho en estos países donde el capitalismo ha agravado hasta límites alucinantes el desempleo; por otra parte, Lord Keynes afirmó «la presencia del Estado en la economía, la conveniencia de que el Estado actúe como conductor del desenvolvimiento económico en una sociedad capitalista», como lo dice él mismo en su Teoría general del empleo, el interés y el dinero, en una afirmación doctrinaria que está hoy de moda entre los gobiernos latinoamericanos y su famoso «capitalismo de Estado»; muchos gobiernos han aplicado políticas keynesianas, aunque críticos como Klein las hayan juzgado ya «inaplicables»; en todo caso, como bien lo señala el economista Otálvora, Keynes sigue ejerciendo fascinación porque «al aplicarse la propuesta keynesiana sobre la relevan124 / Ludovico Silva

cia del Estado en la economía, se está aceptando que, en muy buena medida, el grado de bienestar de cada uno de nosotros es responsabilidad de las acciones del gobierno». (Cf. El Universal, Caracas, 25-5-86). De todo esto resulta la paradójica e incómoda situación en que me he puesto yo mismo al ofrecerle irresponsablemente un reposo o un descanso al fatigado lector, pues inesperadamente nos hemos vuelto a situar en el centro mismo de la contienda. De modo, pues, que no nos queda otro remedio que seguir «echando plomo» como decían los guerrilleros venezolanos cuando existían, allá por los años sesenta. El Estado se define por su composición de clases. El Estado es como dijo una vez el enloquecido Althusser, un «aparato ideológico», es decir, un instrumento de dominación. Si nos limitamos a echar un vistazo a las formas que asume el Estado en América Latina, encontraremos un elemento común, al menos en aquellos países donde el Estado se rige por una «democracia representativa» y «pluralista» (dejamos de lado los regímenes militares, porque en ellas «el Estado soy Yo», como en el Paraguay del eternizado Stroessner, o «el Estado somos nosotros, los militares», como ocurría hasta hace poco en Argentina o Uruguay). Ese elemento común es el predominio casi total de un partido político, que aunque públicamente se presente como representante de varias clases sociales, en cuanto partido de gobierno ejerce un poder, unilateral en el que confluyen diversos intereses de clase cuyas diferencias desaparecen desde el momento en que el Estado y su partido dominante satisfacen convenientemente aquellos intereses y los unifican en un interés supremo, que en apariencia es el de mantener la «democracia» igualitaria, pero que en su realidad La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 125

o estructura no es sino el beneficio económico, que es la ley natural de toda sociedad capitalista. De este modo, empresarios y obreros coinciden en formar, conjuntamente con el partido dominante, eso que en Venezuela se ha llamado un «Pacto Social» en el que todos salen ganando. Tal es, en líneas muy generales, el elemento común en los estados democráticos latinoamericanos 2(*). Pero esto tiene, por supuesto, muchos bemoles y matices que no conviene dejar de lado. En primer lugar, los empresarios privados, por ser poseedores de un buen tanto por ciento del Capital, obtienen beneficios económicos mucho mayores que los que perciben los obreros: su ley, como siempre, es la ya tradicional «maximización de las ganancias», que obtienen por partida doble, gracias a la «confianza» del gobierno, por una parte (confianza muchas veces lograda por el financiamiento privado de campañas electorales) y por la otra gracias a la explotación que practican en sus empresas privadas, allí en «el taller oculto de la producción» (Marx, Das Kapital, I, 1). Por otra parte, los empresarios privados participan, junto a otros sectores como los funcionarios públicos o la burocracia obrera, en el festín de la corrupción, que es también ley natural del capitalismo (aunque ya decía Cristo por boca de San Lucas: «El rico es un bandido»). Hasta hace poco, muchos empresarios privados venezolanos obtenían de una dependencia oficial llamada «Recadi», digamos que una cantidad de 10 millones de dólares preferenciales (a bolívares 4,30 ó 7,50 por dólar) para financiar unas presuntas empresas fantasmas en el exterior; estas empresas fantasmas pertencían a los propios 2

(*) Véase al respecto el reciente libro del economista Héctor Sil� va Michelena: América Latina: Economía política de la democracia. Ca� racas, 1986.

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empresarios que habían solicitado esos 10 millones de dólares preferenciales otorgados por el gobierno, y lo que sigue se cae de maduro: se autodevolvían a Venezuela esos 10 millones de dólares y los cambiaban en la Bolsa de Valores a razón de unos 20 bolívares por dólar, con lo cual obtenían un beneficio de 157 millones de bolívares, restándole ya los 43 millones de bolívares que pagaron para comprar 10 millones de dólares a razón de Bs. 4,30 por dólar. ¿No es un negocio redondo? Pues bien, ese negocio se denomina corrupción, y toda esa tremenda cantidad de dinero es una simple y llana estafa al Estado, el mismo Estado que deposita su «confianza» en los empresarios privados. No es, pues, una mera cuestión laboral; es una cuestión penal. Menos mal, dicho sea de paso y para no ser injustos, que el actual gobierno de Venezuela ha encontrado una manera de frenar momentáneamente ese tipo de operaciones corruptas; así, se ha creado una ley o decreto según la cual todas las importaciones de maquinarias u otras mercancías deben primero ser traídas al país y evaluadas aquí, y sólo después de una rigurosa evaluación se otorgarán los dólares preferenciales que realmente necesiten los empresarios importadores. Loable medida, que con toda sinceridad debemos aplaudir y respaldar y pedirle a los dioses que se mantenga y perfeccione; pero mucho me temo, sin ser exageradamente pesimista, que los empresarios privados, con su conocida astucia de zorros generalmente aprendida en los Estados Unidos (donde esa astucia llega a límites alucinantes, no tan necesaria allá como aquí pues allá los empresarios que a veces son parlamentarios, pueden hacer lo que les de la gana, salvo evadir impuestos), encuentren a corto o mediano plazo algún resquicio por donde La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 127

filtrar su corruptela. Para eso tenemos un Estado y una sociedad capitalista, que tarde o temprano, según sea la cantidad de dinero que los empresarios empleen en el soborno político, encontrarán alguna justificación para la maximización de las ganancias empresariales. ¿Y el combate a la corrupción? Bah, esa es una mera cuestión moral sin demasiada relevancia; ya lo dijo Napoleón: «La politique, c’est le destin», «el destino es la política». Pero hay otro detalle: la clase obrera. En países como Venezuela, pero también en muchos otros de América Latina, la base laboral es dirigida por una burocracia sindical que no sólo forma parte de ese «Pacto Social» de que hemos hablado entre obreros, empresarios y gobierno, sino que no tiene inconveniente alguno en declarar (como lo hizo el 1º de mayo de 1986 el presidente de nuestra máxima central obrera, que «vivimos en una sociedad capitalista, somos nosotros mismos capitalistas sin dejar de ser obreros y podemos esperar confiadamente en que el gobierno y los empresarios privados nos concedan todas las reivindicaciones que nosotros valientemente les exigimos». Cito de memoria, pero apuesto mi nariz a que no me aparto ni un milímetro de lo que dijo en esa ocasión memorable el Presidente de la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV). Era una ocasión memorable, porque se celebraban cien años de la matanza de Chicago y cincuenta de la creación de la CTV. ¿Qué significa esto? Esto significa, en primer lugar, que esta clase obrera, o al menos su dirigencia, ha dejado por completo de ser una clase revolucionaria, que se contenta tan sólo con exigir más o menos retóricamente unas cuantas «reivindicaciones» o «reformas». Se dirá que esto debe considerarse como un triunfo 128 / Ludovico Silva

capitalista y una negación de las vetustas ideas de Marx sobre el proletariado como clase esencialmente revolucionaria. Pero falta un segundo detalle: una cosa es lo que dice la dirigencia sindical, que obtiene buenos beneficios del gobierno y hasta participa en él, y otra muy distinta es la que puede pensar o sentir, ya sea en su conciencia o en su preconciencia (admitamos el diorama de Freud), el obrero perteneciente a la base laboral, que sigue siendo, a pesar de todas las «reivindicaciones» o los decretos de un «salario mínimo» (que por cierto no alcanza para nada, ni siquiera para comer y restituir la fuerza de trabajo), un individuo vilmente explotado, un miserable que es engañado por su propia dirigencia la cual habita en la capital y pertenece por sus ingresos a la clase media alta, un proletario al que se le extraen grandes cantidades de plusvalía absoluta y relativa (ya sea por trabajar más horas de lo debido, en el primer caso, o por trabajar menos horas gracias a la incorporación de maquinaria o computadoras sustitutivas, en el segundo); en fin, un paria que bien poco puede ufanarse de vivir mejor que aquellos proletarios de que hablaba Marx en el siglo pasado. Pero hay más: después de su jornada de trabajo, el obrero se va a su casa a ver televisión, es decir, a someterse al imperio de una ideología dominante que no sólo lo pone a soñar en una vida mejor, si consume Coca-Cola o gasta todo su dinero en un automóvil de «clase», sino que le sigue extrayendo plusvalía; sólo que en este caso se trata de algo que hace años se me ocurrió llamar plusvalía ideológica, que consiste en un excedente de trabajo o energía psíquica que es perfectamente controlado por el marketing y que tiene el grave rasgo de no quedarse en el puro reino de lo espiritual, sino que se convierte en un soporte importantísimo del consumo innecesario de mercancías y de la extracción de La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 129

plusvalía material. Today, the Ideologie is in the process of production itself, escribió una vez Herbert Marcuse: «La ideología, hoy, está inserta en el proceso mismo de producción». ¿Y los partidos de «izquierda»? Pues bien, gracias. Dudo mucho de que exista en América Latina un solo partido de «izquierda» que asuma como misión aquella que le otorgaba Marx al Kommunistische Partei en 1848, esto es, crear en la clase obrera un grado de conciencia (de clase) que la convierta en una clase revolucionaria, en la misma medida en que esa conciencia sabrá identificar con toda lucidez a sus enemigos y explotadores. No hay ningún partido político que sepa sumergirse en esa preconciencia pervertida ideológicamente que hace de los obreros unos autómatas al servicio del Capital, y despertarlos analíticamente a una conciencia que al ser asumida como tal no puede convertirse en otra cosa que una conciencia subversiva. Igual o peor situación es la que vive esa especie de clase o conglomerado informe que solemos llamar con propiedad «los marginados». Marx; desde luego, no pudo sino avizorar muy lejanamente el surgimiento de tales grupos marginados; a lo sumo, se refirió al «lumpen proletariado» pero éste en todo caso seguía siendo a sus ojos un proletariado, por lo cual nada puede decirnos Marx sobre este fenómeno típico de las urbes latinoamericanas. Los marginados viven en las favelas de Río de Janeiro, o en los cantegriles de Montevideo, en los cerros de Caracas o pertenecen a «los hijos de Sánchez» en Ciudad de México. Su rasgo fundamental, que los diferencia del proletariado, es que está fuera del aparato productivo, y logran subsistir precariamente mediante una economía primitiva de 130 / Ludovico Silva

«trueques» (cambiar dulces por frijoles, por ejemplo) o bien dedicándose a lo que tantos se dedican: a la delincuencia, a la venta ilícita de loterías clandestinas, a las drogas, etc., en lo que por lo demás no se diferencian mucho de las clases adineradas, que practican eso que el criminólogo Sutherland llamó el white collar crime o delito de cuello blanco. Sin embargo, los marginados no están totalmente fuera del aparato productivo: también a ellos se les explota plusvalía ideológica, trabajo psíquico excedente que la cotidiana televisión en la que encuentran su única felicidad se encarga de extraerles en grandes cantidades que, lo repito, se convierten en un soporte del sistema de producción material. Ellos ignoran por completo, mucho más que los ya dormecidos obreros, la explotación de que son víctimas, y no hay partido político alguno que suba a sus ranchos para hacerles comprender ese cruel hecho, para suministrarles un método de lucha, una organización revolucionaria que los saque de su sopor y los convierta en combatientes contra la ideología que los explota. Si yo perteneciera a algún partido político lo primero que exigiría a los militantes sería capacitarse intelectualmente para organizar y despertar a esas grandes masas informes que constituyen un potencial revolucionario de primer orden. En las elecciones de 1968, un nombre tan lejano y tan burdo como el de Marcos Pérez Jiménez arrastró, sin necesidad siquiera de la presencia del ex dictador y con una mínima campaña, la tremenda cifra de 400 mil votos de los marginados. Para los que consideran casi imposible destruir la gran barrera de los partidos dominantes, los marginales constituyen un reto y una posibilidad enormes, que desgraciadamente hasta ahora han sido preteridos u olvidados. La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 131

La pregunta es entonces la misma que una vez se hizo Lenin: «¿Qué hacer?» Yo pienso, con toda la esperanza que me queda después de tantos años vividos como poeta al borde de la muerte, que esta es la hora en que América Latina debe despertar de una vez por todas. Es la hora de que investiguemos nuestro pasado y nuestro presente a fin de rescatar para el porvenir nuestro inmenso reservorio material y espiritual de Mundo Nuevo. Es la hora de que partamos de lo que realmente somos: un mundo mestizo perfectamente diferenciado y original, del que dijo Rubén Darío: «¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?»; es la hora de cantar, como Pablo Neruda: «Águila sideral, viña de bruma./ Bastión perdido, cimitarra ciega./ Cinturón estrellado, pan solemne./ Escala torrencial, párpado inmenso», o más sencillamente: En Cholula los jóvenes visten su mejor tela, oro y plumajes, calzados para el festival interrogan al Invasor. Es la hora, en fin, de que todos los desheredados y humillados de este Mundo Nuevo se despierten de pronto y eleven a su conciencia la necesidad de destruir a los políticos vasallos que los engañan y les prometen cada cierto tiempo el Paraíso Perdido, para luego decepcionarlos y hundirlos en el tedio y la miseria, así como también echar a patadas a los empresarios corruptos y crear un sistema social en el que sea obligatoria la distribución de la riqueza según las necesidades, y también trabajar para satisfacer las necesidades de los hombres y no las necesidades del mercado. Es finalmente la hora de combatir 132 / Ludovico Silva

con todas las armas, tanto la razón de las armas como las armas de la razón, para lograr nuestra definitiva independencia, que los héroes de comienzos del siglo pasado conquistaron en lo político, y que nosotros debemos completar con la independencia económica y cultural, a fin de que lleguemos realmente a ser los hombres del Nuevo Mundo, los hombres de América y ¿por qué no?, los hombres del porvenir. Todo esto suena, por supuesto, a Utopía. Pero no hay mejor manera de definir al ser humano completo y dueño de sí mismo que señalarlo como el único ser en toda la Creación que es capaz de realizar sus sueños y hacer que la Utopía o Edad de Oro perdida en el tiempo se convierta en una realidad hermosa, pura, eficaz y libre. O tempora, o Mores!, gritaba Agustín. Respondámosle: Ya es la hora de cambiar los tiempos y las costumbres; es la hora de transformar nuestro Mundo. Caracas, Mayo de 1986

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IV

¿Qué es un mundo? (Elogio del Insensato) Insipiens dixit: ego sum in corde tuo…

Clave

El Insensato me susurra al oído: «Hay que ser terroristas». Yo respondo sensatamente: «Pero ¿no es el terrorismo un crimen contra la humanidad?» Y él se me enfrenta: «El terrorismo es un crimen cuando asesina hombres. Pero hay un terrorismo necesario para despertar violentamente la conciencia de los hombres, que está dormida, y enfrentarlos al horror de lo que realmente está ocurriendo por debajo de la superficie social».

Ludovico Silva

¿Qué es un mundo?3(*)

Un viejo y pintoresco filósofo español (con algo de francés), llamado Francisco Sánchez, alias El Brocense, allá por los años en que se cerraba el Renacimiento, escribió una obrita cuyo título me place: Quod nihil scitur («Que nada se sabe»), publicado por primera vez en Lyon, en 1581, Y sólo redescubierto o desempolvado a mediados del siglo XIX. Aunque este Brocense no fuera en sentido estricto un escéptico, sino que más bien tendía a ciertas inclinaciones empiristas y nominalistas, casi siempre en abierto ataque a Aristóteles y la Edad Media, sin embargo poseía en alto grado el inestimable don platónico de la ironía, cosa que ha hecho que su nombre no haya sido nunca completamente olvidado. Una de las preguntas que se hizo en ese ameno libro, y que dejó de contestar no tanto por carecer de respuesta como para fastidiar a los buenos y nacientes burgueses de la época, fue esta: ¿qué significa «tener un mundo»? El mundo, ¿es algo subjetivo o es algo objetivo? Los seres humanos, ¿han tenido siempre un mismo mundo o han tenido diferentes mundos en las distintas épocas de la historia? Ante tan inteligentes preguntas, él, irónico como siempre, repetía: quod nihil scitur, que nada se sabe. ¿Tenía o no razón este raro filósofo al actuar de ese modo tan resbaladizo? 3 ��������������������������������������������������������������������� (*) Este ensayo es el capítulo inicial de un libro que estoy escribi� endo: «Elogio del Insensato: reflexiones sobre la guerra y la paz mundiales». La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 139

Pues sí: tenía y no tenía razón al mismo tiempo, contradicción que siempre ha sido una constante en el mejor pensamiento español, desde el romano español Séneca hasta Miguel de Unamuno u Ortega y Gasset, pasando por Fernando de Rojas, por Cervantes, por Quevedo y por tantos otros como el agudo Baltasar Gracián. Esta contradicción, como todas las contradicciones que un hombre puede aposentar en su osamenta o almario, resulta muy fecunda, intelectualmente hablando. En lógica formal, una contradicción es una figura que implica cualquier cosa. Afirmar al mismo tiempo «P y No-P» implica cualquier variable, que puede ser «P», «Q», «R» o cualquier otra que se desee poner como resultado de aquella implicación. Karl Popper decía por eso, en ironía contra la dialéctica marxista, que una contradicción implica cualquier cosa, de modo que las famosas contradicciones de que habla el marxismo resultan ser algo perfectamente inútil, o si se quiere, demasiado útil. (Digamos tan sólo de pasada que Popper, en medio de rabia lógica, omitió —¿voluntariamente?— el hecho de que Marx nunca afirmó su dialéctica como un sistema de contradicciones lógicas, sino como un método para entender la historia humana como un teatro de luchas de clases, las cuales —en su caso: burguesía y proletariado— no son contradictorios en el sentido lógico del término, sino que son opuestos (Gegensatze) históricos. Marx no tiene la culpa de que los marxistas, a partir de Engels, instituyesen la dialéctica como un sistema de contradictorios, aplicable a todo el universo material y espiritual. (Ya había escrito, en la década del 70: je ne suis pas marxiste). Pero Engels también había escrito: «La naturaleza es obra del hombre». Es decir, que Engels destruyó su propia Dialektik der Natur. 140 / Ludovico Silva

De este tenor, entendiendo como opuestos lo que otros llaman contradictorios, es la sinrazón aparente de la respuesta irónica de Francisco Sánchez a sus tremebundas interrogaciones. Estas interrogantes que el Brocense dejó sembradas como quien deja una semilla en un surco fresco de la tierra, se nos presentan a los hombres que vivimos en las postrimerías del siglo XX como frondosos y descomunales árboles fructificados y en plena sazón, especies de baobab teóricos a cuya altura debemos escalar en un gran esfuerzo de lucidez alciónica para poder plantearnos con la debida rigurosidad la pregunta: ¿qué es un mundo, qué es y ha sido «tener un mundo», y sobre todo, cuál es nuestro mundo contemporáneo? Sólo a condición de responder con toda claridad tales interrogantes podremos plantearnos seriamente otras no menos graves, tales como: ¿qué significan y qué son objetiva y subjetivamente hablando la Guerra y la Paz en el mundo actual? ¿Es nuestro mundo uno más entre los muchos que ha tenido el hombre, o bien ha llegado el momento histórico de hablar definitivamente de que el mundo actual es el mundo a secas, el mundo realmente objetivo que hasta hoy no había sido entendido sino como un concepto relativo, distinto para cada época? Dan ganas de responder: quod nihil scitur. Pero a mi entender ya no podemos contentarnos con la sabia ironía del filósofo español. La pregunta por el mundo se nos ha venido históricamente encima como un violento huracán en capacidad de barrer todos los viejos conceptos del mundo para asumir, por primera vez en la historia, una posición realmente universal y objetiva. Pero no nos apresuremos, pues la prisa es signo de confusión y amontonamiento difuso de ideas. La necesaria La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 141

pausa en el análisis nos debe llevar, por el momento, a eso que el mismo Francisco Sánchez llamaba «suspender el juicio». Por el momento no vamos a afirmar ni negar nada acerca de la guerra y la paz en el mundo actual. Nos limitaremos por un rato, con el debido reposo filosófico, a mirar en perspectiva lo que ha venido hasta ahora entendiendo por mundo el hombre corriente o el hombre filosófico de las diversas épocas históricas. Sólo así, con cauela teórica, podremos atrevernos a preguntar: ¿en qué consiste nuestro mundo y cuál es su especificidad con respecto a los mundos anteriores? O más radicalmente: ¿nuestro mundo, es sólo uno más en la larga lista de los mundos posibles que han surgido en la historia, o bien representa, por primera vez, una ruptura total, un absoluto que se opone a la relatividad de los mundos anteriores? Esta última pregunta, que es la más difícil de responder (y yo dudo mucho de que pueda hacerlo en este modesto ensayo), ¿no es en realidad una pregunta insensata? La sensatez, la buena y muy burguesa sensatez, nos recomendaría limitarnos a lo que parece más obvio: ¿por qué va a ser nuestro mundo un absoluto definitivo, cuando la historia de los hombres, que al fin y al cabo han sido y seguirán siendo hombres con toda su carga de subjetividad y relatividad, demuestra que todo mundo es sólo una invención de cada época y que ningún mundo podrá jamás aspirar a la insensata idea de ser el mundo, a secas y de modo absoluto? Tal sería la pregunta y la respuesta del hombre sensato, el hombre de eso que los ingleses, tan prácticos, llaman «el sentido común». Pero ya alguien, un gran interrogador, quizá el más grande interrogador de todos los tiempos, decía que el sentido común es el menos común de todos los sentidos. La figura filosófica del Insensato, de esa especie homérica de un 142 / Ludovico Silva

Tersites, hombre ridículo ebrio de hybris o insolencia, que increpa feamente a un Agamenón, ese pobre y olvidado individuo, tiene o debería tener un lugar de excepción en la historia de la filosofía. (Es el mismo Insipiens dixit, de la Biblia). Gracias a ciertas geniales insensateces y altanerías groseras, hombres como Quevedo o Shakespeare han logrado maravillosos descubrimientos y han penetrado el corazón humano como no lo haría nunca el Sensato, el hombre del common sense, el pedestre burgués avaro que cuenta todos los días sus monedas como si fueran fetiches, que se contenta —diría Stendhal— con ser como «un Americano cualquiera» con su próspero negocio y su seguridad a prueba de ideas radicales o liberales, como esos pequeños y detestables tenderos franceses de provincia en el siglo pasado, tan bien retratados en el Lucien Leuwen: «Tomad un pequeño comerciante de Rouen o de Lyon, avaro y sin imaginación, y tendréis un americano». (Por supuesto, Stendhal pensaba en los norteamericanos). (A propósito: más adelante, en este ensayo, cuando hayamos descendido de la filosofía a la realidad, nos haremos una preguntita de apariencia humorística: ¿qué es un gringo?, a la cual responderemos con la no menos humorística y profunda respuesta que le dio una vez Augusto César Sandino, el héroe nicaragüense: «¿Un gringo? Pues un gringo no es otra cosa que eso: un gringo», respuesta genial que parecía arrancada de algún libro de Gabriel García Márquez, novelista insigne cuyo rasgo esencial es el de llegar a lo universal a través de las más pedestres y pequeñas particularidades, como ésta de su última novela: «El mundo se divide entre los que tiran y los que no tiran».

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Pero las preguntas y respuestas del Insensato, que cobran en nuestro mundo actual una gravedad inesperada, las dejaremos para más adelante, a fin —como antes decía— de proceder a la manera de Goethe: «Sin prisa y sin pausa». Ohne gast, ohne rast. Por experiencia de filósofo sé que las preguntas más importantes y graves, para poder ser planteadas y respondidas con claridad y rigor, no deber ser enfrentadas directamente, como si se tratara de preguntas banales o circunstanciales, sino más bien hay que realizar un rodeo, caminar en torno a su fortaleza y sus muros con lentitud y precaución teóricas, a fin de encontrar de un modo natural y simple la entrada que todo muro tiene, no vaya a ser que por precipitación encontremos una puerta falsa, que nos conduzca a una trampa o un laberinto como el de Dédalo, que nos obligaría a salir volando de él con alas de cera con el riesgo de ser derretidos por la luz del sol y caer miserablemente a tierra, en el fracaso intelectual en que caen todos aquellos que no «siguen a la naturaleza», como decía también el ya citado Goethe. Desde la Biblia hasta Shakespeare, el análisis de las pasiones humanas ha concluido siempre en señalar como una de las peores y más engañosas la precipitación, la desmesura que atacó el griego Solón con su meden agan o nequid nimis, «de nada demasiado», sabia máxima contrapuesta a eso que los mismos griegos clásicos llamaban hybris, es decir, desmesura, precipitación, insolencia y la carencia del sentido de los propios límites. Una de las palabras más sabias que me han dicho en mi vida es la que hace años me escribió el gran poeta norteamericano y monje trapense Thomas Merton, cuando después de una seria depresión le escribí una carta donde le decía que ahora había entrado en una desenfrenada etapa de euforia: «Mi querido amigo, por más 144 / Ludovico Silva

euforia y entusiasmo que tengas, no trates nunca de salirte de tus propios límites». Paradójicamente, este reconocimiento humilde de los propios límites es la condición básica para aquel hombre que aspire a traspasar los límites de la mortalidad humana y llegar a la sublime región de la inmortalidad y el desolvido. No hay imagen más sublime y sobrenatural que la de aquel frailecito llamado San Juan de la Cruz, metido en una humildísima celda en Segovia y al mismo tiempo escribiendo los más bellos poemas de habla castellana. Ni hay otra imagen de la gloria e inmortalidad que la de aquel don Miguel de Cervantes, concibiendo y elaborando en su mente un personaje maravilloso y trascendente, apoyado el escritor en una sucia y dura cama de piedra que hace muchos años pude yo contemplar en el pequeño pueblo manchego de Argamasilla de Alba, desde donde muy probablemente salió don Quijote a desfacer entuertos y entonar cánticos casi místicos a su legendaria Dulcinea del Toboso, modesta mujer de un pueblucho donde no hay ni siquiera un hotel o una pensión. Nos conviene; pues, no responder todavía a la pregunta radical sobre cuál es nuestro mundo y si éste constituye un absoluto que partiría en dos la historia humana. Por el momento, mejor será que echemos una mirada en perspectiva sobre lo que hasta ahora se ha venido entendiendo por mundo, o mejor aún, sobre lo que objetiva y subjetivamente ha sido el mundo para los hombres de otras épocas. Como el mejor medio para ingresar en una totalidad es siempre penetrar por algún intersticio particular, vamos a comenzar por elegir a uno de esos hombres que Carlyle llamaba «representativos». Este hombre pudiera ser Heráclito, que no era tan oscuro (skoteinós) como La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 145

misterioso, enigmático; o bien pudiera ser Platón, quien concibió con todos sus detalles un mundo ideal que él creía aplicable a la realidad fantasmal del mundo sensible; o bien pudiéramos elegir a un hombre situado en una posición histórica muy particular, en el lindero que separa el mundo griego clásico del mundo romano, y que construyó un mundo opuesto al de Platón, basado en el mundo de los sentidos, como Epicuro; o finalmente, pudiéramos concentrar la mirada en un romano como Cicerón, situado en el cruce que condujo de la República Romana al Imperio Romano, situación sobre la cual meditó largamente el autor de las Tusculanas. Pero vamos más bien a fijar la mirada en un personaje altamente representativo, que concentró en su obra el legado de la antigüedad pagana y al mismo tiempo fue el anunciador o heraldo de una nueva perspectiva, la cristiana. Este hombre se llamó Agustín, y luego fue canonizado como San Agustín. Nació en Tagaste, provincia romana de Numidia, en el año 354 de la Era Cristiana y murió 76 años después, en el año 430. Aunque fue formado bajo educación cristiana, su vida se mantuvo fuera de esta creencia hasta su definitiva conversión, en el año 386, cuando contaba con 32 años de su edad. A partir de este momento, trasladándose de una ciudad a otra empezando por Cartago y terminando en ciudades como Roma y Milán, sin dejar de regresar al Tagaste nativo para fundar allí una escuela que luego trasladó a Cartago, y que comenzó como una escuela retórica. Ya en una visita anterior a Cartago había trabado conocimiento de obras tales como el perdido diálogo de Cicerón, Hortensius, a partir de cuya lectura empezó a interesarse realmente en los problemas filosóficos y religiosos. Posteriormente, los sermones de San Ambrosio lo absorbieron y se profundizó en su nueva 146 / Ludovico Silva

convicción. Pero así mismo estudió la obra de Plotino, en la versión latina de Mario Cayo Victorino, el «africano». De ese estudio surgió en su afiebrada mente un neoplatonismo que lo convenció más aún de su cristianismo. La tapa del frasco la puso su lectura de los Evangelios y en particular de San Pablo, cuya legendaria conversión en el camino de Damasco acabó de convencerlo, hasta que recibió el bautismo en el año 387, como consta en el libro VIII de sus Confessiones, libro que sin duda es uno de los más grandes testimonios que se han escrito sobre el hecho de la conversión, que consistió literalmente, según él mismo lo explica en otros tratados, un verdadero «cambio de mundo». Nunca llegó a diseñar y construir una «filosofía», es decir, un sistema teórico de ideas; todo lo que en él hay de filosófico aparecerá siempre combinado alquímicamente a sus creencias religiosas, a una teología, y así llegó a formular su personal principio de Credo ut intelligam, creo para comprender, que también es válido a la inversa: comprendo para creer. Es importante esta orteguiana distinción entre ideas y creencias, y su combinación que hemos llamado alquímica en San Agustín, porque quien sólo tiene ideas (utópicamente hablando, en arquetipos no existentes de modo químicamente puro en la realidad), es tan sólo un racionalista, y quien sólo tiene creencias es sólo un dogmático que vive aislado en una Fe oscura, sin salida alguna hacia el mundo objetivo y envuelto en una subjetividad aberrante como una mónada, Agustín, que era un hombre que había vivido intensamente la mundanidad (eso que los alemanes llaman Weltlichkeit), no renunció nunca a su experiencia mundana, llena de vagas ideas y carente totalmente de creencias. Lo que hizo en su obra y en su vida interior fue combinar, en el sentido químico de la palabra, toda La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 147

su experiencia mundana con su experiencia divina; combinó lo natural con lo sobrenatural y así construyó una teología que los locos de hoy llaman «de liberación», por ser un pensamiento y una fe en la divinidad combinados con la experiencia del mundo que tuvo en su juventud. De ahí que San Agustín fuese lo que podríamos llamar «un hombre completo», enterizo, que a partir del mundus entendido como cosa terrena, se elevó a un mundus divino. No fue, pues, Agustín lo que llamaríamos «un místico puro» (siempre hablando de arquetipos), sino un hombre y un ángel al mismo tiempo, o una «fiera de Dios», como lo llamó Ortega. Por cierto que el mismo Ortega, a pesar de su perspicacia, cometió un grave error de óptica al hablar de San Juan de la Cruz como si se tratara de un «frailecico» envuelto en una fe oscura y sin ventanas al mundo. Esto lo escribió Ortega en su artículo «Defensa del teólogo frente al místico», y su error consistió en no haber leído con la debida atención los poemas del santo de Segovia, que, al igual que San Agustín, empleó todos los recursos de las metáforas y analogías mundanas para cantar el desposorio del alma con Dios. En la misma Biblia, concretamente en el Nuevo Testamento, siempre se concibe a Cristo, no como una entidad supraterrestre, sino como un «novio» enamorado. San Agustín, como Duns Scoto o como Tomás de Aquino, podían ser, a su antojo, todo lo racionalistas que quisieran, así como también místicos y hasta dogmáticos. En particular, el santo de Aquino escribía casi siempre apoyado en lo que él llamaba a secas el philosophus, es decir, Aristóteles. Y sin embargo, su mensaje final era siempre el de la fe, la creencia, incluso la visión mística, pero siempre apoyada en una filosofía racio148 / Ludovico Silva

nal, hasta el extremo de llegar a construir nada menos que una «teología racional» al modo de un San Anselmo, el hombre que ha puesto más racionalidad en la demostración de la existencia de Dios en su famoso «argumento ontológico», pero que, al fin y al cabo, sustentaba toda demostración racional sobre la base de una fe, una creencia. El racionalismo puro, al modo de los lógicos contemporáneos, termina por ser lo que Marcuse llamó un «sadomasoquismo», siempre que no se decida a acompañarse de un poco de irracionalidad; y a fin de cuentas, todos estos lógicos, tan racionales, han caído históricamente muchas veces en las más espantosas irracionalidades, tal como le ocurrió a los más notables científicos alemanes, cuya «objetividad y rigor» los llevó a cosas tales como la construcción de hornos crematorios para quemar judíos y comunistas por millones, y a proclamar absurdamente una raza como superior a las demás. El Insensato, cuya filosofía he adoptado en este libro, me dice al oído: «No hay que menospreciar todo lo que tenemos de irracional, que es mucho». Una comprensión de largo alcance del mundo contemporáneo debe tener en cuenta que toda la inmensa y prepotente racionalidad del mundo actual está engastada en resortes profundamente irracionales. Aparece una vez más la contradicción, la vieja y heracliteana contradicción y la coincidentia oppositorum: la construcción de una bomba atómica es algo tan racional como irracional, que hace históricamente añicos de la lógica formal o simbó1ica o matemática, o al menos la reduce a dimensiones mucho más modestas que las que ha pretendido tener. Pero ya he dicho que no debemos precipitarnos. Volvamos, pues, tranquilamente y sin premuras al viejo San Agustín, y preguntémonos una vez más: ¿qué significaba la palabra «mundo» en su obra La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 149

y en su vida? ¿Qué clase de mundo tenía aquel hombre representativo? San Agustín, para forjarse una idea nueva y original del mundo, tenía que partir, como él mismo lo dice en sus Confesiones, de lo que los griegos clásicos habían entendido por kosmos. Aquella vieja doctrina del cosmos o «cosmología» no era tan ingenua como pudiera suponerse, y así lo vio San Agustín. Hoy nosotros sabemos que las más modernas teorías cosmológicas, aunque se apoyen en observaciones astronómicas y empleen el instrumental matemático se plantean problemas que habían sido ya tratados por las antiguas cosmologías que inclusive algunas de sus soluciones (como la de Einstein, cuyo modelo de universo es cerrado, esférico, estático y finito) se parecen extraordinariamente a algunas de ellas. De modo que San Agustín tenía que enfrentarse a teorías sobre el mundo sumamente racionales, basadas en la experiencia y con menos de especulativo que de científico. Los griegos llegaron a concebir todo un «sistema del mundo», que por supuesto difiere en filósofos como Heráclito de concepciones como las de los estoicos, pero que tienen en común una rigurosa racionalidad. Para los griegos, en general el mundo significaba «el conjunto de todas las cosas», pero dentro de este sentido tuvieron lugar varias concepciones o definiciones de «mundo», tales como las que se encuentran, por ejemplo, en la Ilíada (VI, 492), en la Teogonía hesiódica, 587, en Anaxímenes, 13 B 2, o en Filolao, 44 B 2. En ocasiones el «mundo» designa el orden del ser, que es lo que significa la palabra kosmos, de donde vienen «órdenes» tales como los «cosméticos» femeninos. Tal es el significado que tiene, por ejemplo, entre los pitagóricos. Pero aun dentro de 150 / Ludovico Silva

este orden o cosmos cabían otras variables u órdenes distintos. Para nombrar tan sólo dos, que son fundamentales, diremos que había el mundo sensible, que en la Edad Media se conocía como mundus sensibilis, y el mundo inteligible, o mundus intelligibilis. Ahora bien, y es esto lo que más nos importa con respecto a San Agustín, esos dos «mundos», al tiempo que se presentaban como contrapuestos (especialmente en Platón), se reconocía que había una unidad que los hacía posibles como distintos, y esta unidad es nada menos que la existencia humana. Cada sentido es definido por la relación en que se halla con respecto al hombre, de su suerte que éste, que habitualmente vive como sumergido en el mundo sensible, sin embargo vive en continua trascendencia hacia el mundo del pensamiento, o como diría Platón, el mundo de «las cosas verdaderas». Platón solía decir, no sé si con ironía, que el filosofar es un discurrir sobre las cosas invisibles. Su famosa alegoría del anillo de Giges, que él cuenta tan sabrosamente, no significaba otra cosa: tal anillo hacía invisible a aquel que lo llevara en un dedo. Este anillo de Giges es la perfecta definición metafórica de la filosofía y del filósofo. Esto nos señala el grado a que un filósofo como Platón podía llegar en su empeño de concebir el mundo sensible como una especie de fantasma o «imitación» (mímesis) de la verdadera realidad y de la verdad verdadera, que sólo podía ser alcanzada o «contemplada» (Theoría: Contemplación, en griego) mediante un tremendo esfuerzo de lucidez, como el que tenían que hacer los condenados de la famosa caverna, que debían forzar o romper las cadenas que los ataban al mundo sensible para poder voltearse y contemplar de frente, sin encandilamientos, el Sol de las Ideas. Por su parte, los estoicos, según nos cuenta Diógenes Laercio (VII, 137 y sigs.), La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 151

llegaron, un poco bizantinamente y ya en la decadencia del pensamiento antiguo, a tres versiones de kosmos, a saber, el propio Dios, la disposición ordenada de los cuerpos celestes y el conjunto del cual son parte las otras dos versiones. Posidonio llega al alambicamiento siguiente, en su tratado sobre Los fenómenos celestes: «Un compuesto de cielo y tierra y las naturalezas que hay en ellos, o bien un sistema construido por dioses y hombres y todas las cosas creadas por ellos». San Agustín se dio perfecta cuenta de que dentro del cristianismo persiste la oposición entre los mundos, pero de un modo tan peculiar que llega a destruir las bases de la concepción antigua. Distingue entre «este mundo» y el «mundo de Dios», que no debe por cierto confundirse con el viejo mundus intelligibilis. El hombre puede vivir en el mundo de «aquí abajo» e incluso cometiendo por ello un pecado pero dialécticamente este mundo de abajo puede convertirse en objeto de su amor, mediante el llamado estado de gracia con el cual el hombre trasciende este mundo para instalarse en el mundo de Dios. Ahora bien, lo característico de San Agustín es algo que aunque podamos encontrarlo también en otros pensadores cristianos, en él reviste la significación importantísima y peculiar suya de haber tenido que llegar a la superación dialéctica del viejo kosmos precisamente por haberse encontrado viviendo en una encrucijada histórica, en la que iba envuelta toda su pasión de hombre de mundo y al mismo tiempo toda su pasión de hombre de Dios, o fiera de Dios. Para él, trascender el mundo de aquí abajo no significaba en modo alguno la liquidación de este mundo; por el contrario, es posible amar a Dios en el mundo y amar al mundo en Dios. En todo caso, el 152 / Ludovico Silva

punto de vista de Dios justifica este mundo de abajo e incita al hombre a amarlo. Esta relación entre Dios y el mundo está en la base de todo pensamiento que quiera llamarse a sí mismo cristiano. Cervantes decía en sus Trabajos de Persiles y Segismunda que él era un cristiano viejo que se encontraba a sus anchas en este pobre mundo porque en él estaba Dios. Ahora bien, la exageración de este pensamiento resultó, tanto para San Agustín como para la Iglesia ya constituida como tal a partir del Concilio de Nicea (año 385) un elemento muy peligroso, nada menos que una de las primeras manifestaciones de la heterodoxia: el panteísmo. En todas las épocas la heterodoxia sólo puede surgir después de que se haya constituido y oficializado una Iglesia. Sin ir más lejos, y para citar tan sólo un caso que se me antoja casi escandaloso, tal vez por su proximidad, ahí está el marxismo constituido en Iglesia, con sus dogmas y postulados, sus artículos de fe y sus autos inquisitoriales: es el marxismo soviético, que tiene la rarísima peculiaridad, excepcional en la historia, de contar con un gran hereje nacido antes que ella: Carlos Marx, cuyo caso no le resta invalidez a nuestra afirmación anterior sobre la herejía o heterodoxia y la posibilidad de su manifestación sólo después de la oficialización de la Iglesia, por la simple razón de que, sincrónicamente hablando y no diacrónicamente, el pensamiento socialista de Marx resulta posterior a la Iglesia soviética, constituye todavía hoy un futuro, una gigantesca utopía que sólo podrá realizarse o «convertirse en mundo» (Sartre) después de que la Iglesia como tal haya sido destruida, o al menos «superada dialécticamente». Digamos de paso que si hemos hablado del pensamiento agustiniano como una «superación dialéctica» del antiguo concepto del mundo, no es para llenarnos la boca de un La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 153

palabrería absurdo (eso es lo que es Hegel para científicos y lógicos como el argentino Mario Bunge), sino porque ese término hegeliano no nos produce ninguna irritación si lo vemos tal como es, como un pensamiento filosófico que tiene un cierto grado de validez. Tal como lo escribí yo mismo hace años, en un ensayo sobre San Agustín: «Decimos “superación dialéctica” en el concreto sentido que tiene esa expresión dentro de la lógica hegeliana: superación o Aufhebung no implica sólo un ir más allá de determinada situación, sino también un conservar algunos elementos de la vieja situación dentro de la nueva. La superación agustiniana del concepto clásico de kosmos no consiste, pues, en la formulación de la antítesis de aquel concepto, sino en una síntesis nueva, que incluye algunos de los datos contenidos en el concepto clásico, pero dotándolos de una perspectiva radicalmente nueva. Esta perspectiva es la que proporciona la experiencia histórica del cristianismo, doctrina fundada en una ambivalencia singular hasta entonces desconocida, que puede formularse como el testimonio temporal de lo eterno, expresión que para un cristiano como San Agustín no es ambigua o contradictoria, sino la expresión misma de la verdad cristiana, que es a su vez una tensión dramática entre lo temporal y lo eterno». (Véase mi libro De lo uno a lo otro, Caracas, 1975, p. 190). Ya sabemos, pues que la idea agustiniana de este mundo se complementa con la creencia en un mundo divino. Es decir que hay en su pensamiento una tensión dramática entre lo temporal y lo eterno, entre lo natural y lo sobrenatural, entre la civitas hominis y la civitas dei. Resulta extraordinariamente fecunda esta especie de contradicción muy unamuniana y muy 154 / Ludovico Silva

humana, aunque quizá deberíamos llamarla contraposición, para librarnos del incisivo diente de los lógicos modernos, que bien podrían dejarnos un agujero en plena aorta, al modo de Drácula, figura que por lo demás está más emparentada con esos lógicos de lo que ellos quisieran. Ahora nos toca ir un poco más allá, con el fin de matizar e ilustrar el pensamiento agustiniano. En su breve y denso ensayo Ser, verdad y fundamento, Martin Heidegger, quien a veces era sensato, dice que la diversidad de sentidos que San Agustín da a la palabra mundus se condensan en Santo Tomás, cuando éste distingue entre mundus como universus y mundus como saeculum o ánimo mundano. Dice así Heidegger: «Del mismo modo, Santo Tomás de Aquino usa unas veces mundus como equivalente de a universum, universitas creatur rerum, pero también con el significado de saeculum (ánimo mundano), quod mundi nomine amatores mundi significatur. “Mundanus” (saecularis) es el concepto opuesto a spiritualis. Cf. Santo Tomás, Summa Theol.; II 2, qu. CLXXXVIII, a 2. ad. 3: dupliciter aliquis potest esse in saeculo: uno modo per praesentiam corporalem, alio modo per mentis affectum». Me ahorro las traducciones porque los latinazos son sumamente fáciles de entender en este caso. Es decir, que la palabra mundus significa, o bien la totalidad de lo creado, o bien está en lugar de mundi habitatores «que tiene —dice Heidegger— el sentido específicamente cxistentivo de dilectores mundi, impii, carnales» y el filósofo de Friburgo de Brisgovia nos recuerda al propio San Agustín, cuando escribe: Mundus non dicuntur iusti, quia licet carne in eo habitent, corde cum Deo sunt Agustinus, Opera, Migne, Vol. IV, 1842). Dejemos de lado, porque La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 155

en realidad se trata de un bizantinismo que no viene al caso, lo que Heidegger, como buena ardilla germánica, entiende por «existentivo». Lo principal a retener es que para él hay un doble uso de mundus. Esto en principio no es errado, pues en efecto, en San Agustín hay un doble uso de mundus. Pero preguntémonos: ¿basta este criterio divisor para caracterizar plenamente aquello que para San Agustín era mundus? No lo creemos, así chillen todos los heideggerianos de este mundo y tal vez del otro. Mundus no se agota en esa división, aunque pueda rastreársela en los textos del santo. La palabra mundus significa más que eso: es un término medio, cuya área de significación no se agota en este u otros significados particulares, sino que constituye un campo de fuerzas, de tensiones: un área bidireccional, ambivalente, que puede cargarse de significados negativos al mismo tiempo que de sentidos positivos. La experiencia cristiana misma es una experiencia del mundo y en el mundo y tiene que habérselas con todo lo mundano: «Cristo se hizo carne» se vistió de carne, como dice San Agustín, se hizo hombre y vino al mundo, amó, sufrió, etc.; pero al mismo tiempo declaró ante Pilatos que Regnum meum non est de hoc mundo (Cf. Tractatus in Joannis Evangelium, 115,2; ed. esp. en la BAC, XIV, pp. 566-56 7). ¿Son entonces dos cosas realmente distintas el mundus en el cual se encarnó Cristo y el mundus al que dice no pertenecer su reino? Aunque su reino no sea de hoc mundo, ni su ánimo sea el mismo de los dilectores mundi, hay un hecho incontrovertible: la tensión entre la dirección mundana negativa y la dirección positiva se da en este mundo. Por eso decíamos que no basta la distinción de Santo Tomás de Aquino ni la de Heidegger. Es cierto que Heidegger pretende hallar en San Agustín elementos que permiten justificar la tesis heide156 / Ludovico Silva

ggeriana del inder-Welt-sein, y que ello parecería implicar un paso más allá de la distinción anotada, en el sentido de llegar a una concepción unitaria de la mundanidad o Weltlichkeit. Sin embargo, quien habla aquí no es San Agustín, sino Heidegger; ocurre lo mismo que en la teoría heideggeriana de la verdad como aletheia, según la cual la filosofía de Heidegger no se inscribiría dentro de la historia de la filosofía, sino al revés: la historia de la filosofía se inscribe en la filosofía de Heidegger: así, la experiencia «originaria» de la verdad y de la distinción ontológica entre «ser» y «ente» se habría dado entre los presocráticos, se habría «ocultado» con Platón, habría permanecido oculta durante siglos y luego habría reaparecido en Heidegger. De ahí que haya que mirar con cierta prevención o cautela todas las descripciones que hace Heidegger de la historia de vocablos claves en la filosofía. Heidegger no podía, por ejemplo, admitir que en la época presocrática, época de alumbramiento del Ser y la Verdad, hubiese una concepción de kosmos que no fuera relativa al Dasein; así afirma que la noción antigua de kosmos era «relativa al Dasein humano»; pero esta afirmación se torna sumamente problemática cuando nos percatamos de que, en la época presocrática, no había una distinción concreta entre «sujeto» y «objeto», por lo cual las referencias al kosmos no se inscriben dentro de una problemátíca «del Dasein humano», sino específicamente como cosmología o discurso sobre el orden de las cosas: un orden puramente objetivo. Así, por ejemplo, en Filolao: «El mundo está unitariamente ordenado. Mas comenzó a hacerse desde el medio y, según la misma cuenta–y–razón (logos), hacia arriba y hacia abajo, porque las partes sobre el medio están dispuestas simétricamente respecto de las partes bajo el medio… que una misma es la relación La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 157

de todas respecto al medio». (Filolao, frag. 17, en Fragmentos filosóficos de los presocráticos, trad. de Juan David García Bacca, Caracas, 1963). Como puede apreciarse, se trata de una descripción estructural del orden de las cosas, y en modo alguno de una tensión entre las cosas y la subjetividad humana. Ahora bien: una tensión de este tipo será la que surja a raíz de la experiencia cristiana y muy específicamente en San Agustín. Tal será la marca distintiva de esta superación del viejo concepto de kosmos. Conservará un sentido: el que se refiere a la totalidad de las cosas (creadas, para San Agustín), pero a raíz del acontecimiento histórico de Jesús, incorporará un sentido totalmente nuevo y unificador: será una nueva síntesis que marcará la separación definitiva del mundo filosófico antiguo, pero que dialécticamente conservará de éste importantes elementos. Se conservará, por ejemplo, la distinción platónica entre dos mundos; pero al introducirse a Cristo como mediator, se le dará un giro completamente distinto a aquella distinción. El mundo de Dios será trascendente con respecto a este mundo, pero a la vez estará íntimamente relacionado con él. Lo cual implica una clara superación del esquema del mundus sensibilis frente al mundus intelligibilis. Así, escribe literalmente San Agustín: Qui negat hominem Christu, non reconciliatur per mediationem Deo. Unus enim Deus, et unos mediator Dei et hominum horno Christus Iesus. (Tractatus, 66, 2). Es decir: «Quien niege la humanidad a Cristo no tiene Mediador que lo reconcilie con Dios. Porque uno solo es Dios y uno solo el Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús». 158 / Ludovico Silva

A diferencia de Heidegger, quien trata desesperadamente de hei-deggeriarizar a San Agustín, un filósofo un poco más sereno como Wilhelm Dilthey, en su Introducción a las ciencias del espíritu (Revista de Occidente, Madrid, 1966), nos da una versión del pensamiento agustiniano realmente genuina y prístina, sin superposiciones germánicas. Nos dice así que el alma tempestuosa de San Agustín «suprimió y superó la concepción antigua del mundo mediante una vasta construcción doctrinal de la ciencia cristiana. ¿Y hasta dónde llegó San Agustín? Para este hombre, sumergido en las vivencias religiosas, los problemas del cosmos se han hecho completamente indiferentes. ¿Qué quieres conocer? Así habla la razón en su monólogo al alma. “Dios y el alma quiero conocer”. “¿Y nada más?” “Absolutamente nada más” (Nihilne omnino). La percatación de sí mismo es, por tanto, el núcleo central de los primeros escritos de San Agustín, que brotan de dentro como un poderoso torrente, por tanto con íntima coherencia, desde el año 386. Pero la autognosis se halla plenamente segura de la vida interior. Sin duda, también el mundo es cierto para ella, pero como lo que aparece ante el Yo, como su fenómeno. Toda la duda de la Academia se dirige, pues, según San Agustín, sólo contra la tesis de que lo que aparece ante el Yo es tal como aparece; pero no puede estar sujeto a ninguna duda de que algo le aparece. Ahora bien, continúa: a ese todo que se presenta ante mis ojos lo llamo mundo (Contra academicos, III, c., 11). El término mundo significa para él, por tanto, un fenómeno de conciencia. Y el progreso en el conocimiento de la fenomenalidad del mundo que se da en San Agustín, está condicionado por el hecho de que para él el mundo exterior sólo tiene interés en la medida en que significa algo para el alma» (Op. cit., pp. 387-388). La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 159

Si nos cuidamos bien de no confundirnos con eso del «fenómeno de conciencia» y no convertimos a San Agustín en el Berkeley del Esse est percipi («Ser es ser percibido»), podemos concluir sanamente en que la peculiar concepción del mundo en San Agustín no sólo se deriva de la ambivalencia antes señalada: el testimonio cristiano, histórico, de lo eterno; también se deriva esa concepción de la historia misma del pensamiento de San Agustín, a saber, de su criterio de la interioridad como fuente de conocimiento. Que haya un homo interior significa, para nosotros, la necesidad de que haya un mundo interior. Lo que constituye una de las diferencias básicas de San Agustín del mundo antiguo es la constitución de una subjetividad, y la consecuente interiorización-espiritualización de la experiencia del mundo sensible. El alma del cristiano es el tamiz por el que pasará el mundo, y el lugar donde se cargará de valores significativos distintos. El hombre ya no será sólo parte del mundo, sino que el mundo será parte del hombre, que puede ser positiva o negativa según se dirija al reino de Dios o hacia el principado del demonio. Por todo esto llega a decir Dilthey que mundus es para San Agustín en definitiva un fenómeno de conciencia. En efecto, todo dependerá de la manera de amar al mundo: puede amarse en el mundo la presencia del mal, como ocurre por ejemplo en poetas modernos como Baudelaire, como también puede amarse al principio del bien, como lo hacía el propio Cristo-hombre. Ya hemos indagado en lo esencial la concepción agustiniana del mundo. Falta tan sólo algo que podría parecer superfluo pero que reviste alguna importancia, a saber, las relaciones entre los signos y los significados en esta concepción del 160 / Ludovico Silva

mundo que, aunque unitaria, presenta, como hemos visto, matices o direcciones aparentemente diversos. Por ejemplo, ocurre a menudo que los lectores de San Agustín, incluso los especialistas, confundan al princeps huis mundi, el demonio, con el mundo mismo. Pero son dos cosas distintas. Es cierto que el mundo puede ser demoníaco, pero el demonio mismo es una entidad o «presencia» que tiene hacienda propia y una cierta autonomía de decisiones con respecto al mundo y a los hombres. Puede «estar en el mundo», pero no es el mundo, puesto que el mundo es también una presencia de amor y de bondad donde se manifiesta la sabiduría divina. Por eso nos hablaba Dilthey del mundo como «fenómeno de conciencia»; porque es la conciencia humana la que puede dirigirse en una u otra dirección, hacia el malo hacia el bien. El mundo como objeto es neutro; el mundo como interioridad del hombre posee valores contrapuestos. La concepción cristiana del mundo es por ello axiológica, a diferencia de la concepción griega, que era puramente objetiva y que no caracterizaba éticamente al mundo como tal, sino que se limitaba a describirlo con mente de naturalista o «fisiólogo», que diría Aristóteles refiriéndose a los que hoy llamamos presocráticos. Si Sócrates introduce violentamente una eticidad basada en la razón, ello no significa en modo alguno el abandono de la concepción objetiva del mundo. En cambio, el mundo agustiniano podría llamarse, sin exagerar, con el célebre título de Schopenhauer: El mundo como voluntad y representación. Pero, volviendo al demonio, el príncipe de este mundo no debe en cuanto signo, ser confundido con el significado de «mundo» a secas. El Mefistófeles que actúa como un zorro en el Fausto goethiano es la «encarnación» de un lejano príncipe del mal, que está empeñado en realizar una La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 161

transacción casi comercial con el anciano Fausto: te devuelvo tu juventud y te entrego a Margarita a cambio de la concesión de tu alma para enriquecer mi hacienda particular, situada más allá de este mundo, en el séptimo círculo del Infierno, que es mi casa. Primero recordemos lo que nos dice el propio San Agustín acerca de los signos y los significados, lo cual nos ilustrará no sólo acerca de la unitariedad de su concepto del mundo, sino también acerca de la variedad de signos que, aunque distintos de mundus, funcionan corno equivalentes suyos, tales como fabrica, saeculum, caro, etc. Escojamos un fragmento de su ya citado Tractatus (45,9; BAC, a, p. 125): Mare Rubrum significat baptismum; Moyses ductor per Mare Rubrum significat Christum; populus transiens significat fideles; mors Aegyptiorum significat abolitionem peccatorum. In signis diversis eadem fides: sic in signis diversis, quomodo inverbis diversis; quia yerba sonos mutant per tempora, et utique nihil aliud sunt yerba quam signa. Significando enim yerba sunt: tolle significationem verbo, strepitus inanis esto Significata ergo sunt omnia. Numquid non eadem credebant, per quos haec signa ministrabantur, per quos eadem quae credimus, prophetata prenuntiabantur? Utique credebant: sed illi ventura esse, nos autem venise. Esto es: «El Mar Rojo significa el bautismo. Moisés, guiándolos por el mar Rojo, representa al bautismo. Moisés, guiándolos por el mar Rojo, representa a Cristo; el pueblo que pasa, a los fieles; la muerte de los egipcios indica la abolición de los pecados. La misma Fe en signos diversos; y lo mismo que de los signos puede decirse de las palabras, que cambian de soni162 / Ludovico Silva

do según el tiempo gramatical, y no son más que ruidos sin valor. Todo fue reducido a signos. ¿Por ventura no creían las mismas cosas quienes suministraban estos signos, por medio de los cuales profetizaban lo que nosotros creemos? Ciertamente creían lo mismo, ellos, como futuro, nosotros, como pasado». Este importante texto requeriría de un análisis detallado que nos llevaría más allá de los límites de nuestro propósito. No obstante, podemos sintetizar algunas conclusiones que se desprenden de su análisis. Estas son: 1) un signo en cuanto tal, en cuanto materialidad física, no es más que una señal arbitraria (Piénsese en l’arbitraire du signe, de Ferdinand de Saussure), un strepitus inanis o, como dirá más tarde Roscelino, un flatus vocis; 2) para llegar a la categoría de palabras (verba), los signos han de tener significados (significata); 3) lo que da homogeneidad a los distintos signos de la Escritura o sacra pagina es la fe (fides): como lo dice con innegable elegancia San Agustín, in signis diversis eadem fides. De este modo, en la Escritura Cristo puede ser piedra (así lo llamó en un poema San Juan de la Cruz, «la piedra que era Cristo», que también es el título de la última novela de Miguel Otero Silva), pastor, puerta, fuente, etc. Dirá San Agustín que Cristo es tales cosas per similitudinem y no por ser proprietates suyas. Aquí hay que hacerse una pregunta que podría parecer impropia, pero que nuestro Insensato nos susurra al oído: ¿qué es la fe? ¿Cómo se define este elemento homogeneizador de los distintos signos? Y sobre todo, ¿en qué sentido puede ser la fe el elemento homogeneizador del signo mundus? Acudamos de nuevo al propio San Agustín: Si enim fides in Epistola ad HeLa interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 163

braeos rectendefinita est, Convictio rerum quae non videtur (Hebr., 11,1); cum non merces fidei definiatur, Visio rerum quae creditae sperabantur? (Tractatus, 111, 3; BAC: 11, p. 543). O sea: «Si con toda exactitud fue definida la fe en la Epístola a los hebreos, el convencimiento de cosas que no se ven, ¿por qué el premio de la fe no se ha de poder definir? ¿La Visión de las cosas que para la fe eran esperadas?» La fe, pues, es un convencimiento de cosas que no se ven, lo cual implica que su justo premio será la Visión de aquellas cosas invisibles: Inesperadamente nos topamos con Platón, para quien como hemos ya dicho, la filosofía es un discurrir sobre las cosas invisibles. La única, pero radical diferencia es que la visión o contemplación (Theoría) de esas cosas invisibles se alcanza en Platón gracias al esfuerzo alciónico de una dialéctica ascendente, cuyo remate es la contemplación intelectiva de esas cosas a primera vista invisibles. Es el mundus intelligibilis, mas no es el mundo de la fe cristiana, que consiste, como decía San Juan de la Cruz, en «un entender no entendiendo», una «noche oscura del alma» en la que, gracias al esfuerzo místico alejado de toda racionalidad, se alcanza a ver o contemplar la centella divina, la scintilla animae de que nos hablaba el maestro Eckhart bellamente. En ambos casos, tanto en Platón como en Agustín, se trata de un olvido del mundus sensibilis: el místico lo verá como un «olvido»; Cesó todo y quedéme entre las azucenas olvidado como dice el Cántico Espiritual, y el racionalista como Platón, lo verá como un «alejamiento» del mundo engañoso de 164 / Ludovico Silva

la sensibilidad humana. No hay por eso lugar en Platón para hacer metáforas, salvo quizá la del Sol de las Ideas. En cambio, el místico hablará de sentir «la respiración de Dios» o el «deleite» muy sensual de que nos habla el mismo San Juan de la Cruz. A Platón no se le hubiera jamás ocurrido decir que la Ingeligencia es el «novio» de la Idea Suprema, como sí se dice de Cristo en los Evangelios. Platón se limita a una pura visión contemplativa o theoría que más tiene de la fría episteme científica que de la contemplación amorosa y gozosa del místico. Tal es la superación que practica San Agustín con respecto al mundo griego: en vez de alejarse de los sentidos, los «olvida» de una forma tan peculiar y dialéctica que en la realidad les devuelve su dignidad original y terrenal, convirtiéndolos en signos de la divinidad. Esto no lo hubiera aceptado nunca Platón, cuya divinidad, además, de fría y racional, desprecia toda cercanía al mundo bajo, engañoso y mimético de la realidad sensible, que para él no es en definitiva la realidad sino una pálida imitación de la verdadera realidad, que sólo se encuentra en el alto mundo de las Ideas o Formas. No es una mera casualidad u ocurrencia la expulsión que hace Platón de los poetas de su República ideal. Esa expulsión no es arbitraria, ni siquiera implica los particulares gustos literarios de Platón, sino que es una necesidad estructural de su sistema. Para él, los poetas, por más bellos que pudieran parecerles sus poemas, eran tan sólo unos «imitadores de imitaciones», o dicho de otra manera también platónica, unos «fabricadores de fantasmas». Todo esto lo realiza Platón en un gran esfuerzo por mantener la coherencia de su sistema; pero visto históricamente, constituye una verdadera contradicción, pues el mismo Platón no sólo era un gran poeta (en el sentido griego del término, que indica La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 165

«producción o fabricación de cosas bien hechas», tales como la producción y decoración de un ánfora, o la composición de un poema en el sentido mallarmeano de partitura, como lo hace notar sutilmente el filósofo Juan David García Bacca en su reciente obra sobre los poemas de Parménides y el Coup de dés de Mallarmé, titulada Necesidad y Azar, publicada en Madrid este año de 1986); no sólo era, como decíamos, el mismo Platón un gran poeta, sino que llegó a ilustrar su propio sistema con toda suerte de metáforas y alegorías. Pero de todos modos, por más grandes poetas que hubiese y por más gran poeta que fuese el mismo Platón, él era rígido en la preservación de su sistema: los poetas deben ser echados a patadas de la República. Esto, en un pensador que se creía estadista, no tiene en realidad, nada de raro. Desde siempre, el Estado ha considerado a los poetas como pobres mendigos o bufones dignos de lástima, a los que se arroja una mísera moneda para que componga una oda agradable y divertida. Como decía Baudelaire, «el Estado se come a los poetas por tajadas». Los poetas siempre han sido unos pobres mendigos, unos proletarios. Según Aulo Gelio en sus Noches Aticas, la diferencia entre un classicus y un proletarius viene dada por la posesión de fortuna del clásico y la desposesión del proletario. Muchos siglos después, un distinguido, sensato y burgués crítico literario como Saint-Beuve escribía en sus Lundis que la diferencia entre un clásico y un proletario es que el clásico, el escritor o poeta clásico, «tiene una fortuna bajo el sol». Esto, que según Curtius es una verdadera golosina para un marxista, es la pura verdad, pero es una verdad a medias, es decir, una media mentira. En efecto, los llamados «clásicos», en el sentido 166 / Ludovico Silva

corriente del término, siempre han tenido fortuna o al menos se han acompañado de poderosos afortunados. La mentira surge volcánica cuando nos percatamos que ha habido poetas perfectamente clásicos, tales como Baudelaire o San Juan de la Cruz, que carecían de toda fortuna personal; pero además, lo importante es que esa noción vulgar del clásico carece en absoluto de contenido, es incoherente y absurda, que es lo mismo que ocurre con la contraposición con los «románticos», que no es menos absurda. El romanticismo fue una moda literaria; el clasicismo es, por el contrario, una actitud que aparece en casi todas las épocas, un control sobre el instrumento artístico cuya única contraposición sólo podría ser el manierismo, al modo de un Góngora o un Mallarmé, para no hablar de un Arquíloco, cuya actitud alambicada provocó la ira del clásico Heráclito, quien declaró que a Homero y Arquíloco había que «molerlos a palos y descartarlos de todos los certámenes». Tanto el clasicismo como el manierismo son actitudes que se asumen frente al objeto artístico, o mejor frente al problema de inventarlo y diseñarlo. Ello, pese a las preferencias personales de cada quien, no implica forzosamente un juicio de valor, pues hay tan grandes poetas clásicos como manieristas. Homero, según Heráclito, era un manierista, y no le faltaba cierta razón, porque eso de la «aurora dedos de rosa» o aurora rododáctila es un manierismo que sólo puede verse como clásico cuando comprobamos que Homero lo repetía una y otra vez, como un símbolo litúrgico. Eso de llamar a Ayax «antemural de los aqueos» es otro gran hallazgo manierista. Pudiera decirse que Homero es un clásico y un manierista al mismo tiempo, guardando un equilibrio o mesura tan perfectos que hasta el mismo Platón llegaba a admitirlo en su República por su irradiación «eduLa interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 167

cativa», según nos lo recuerda Werner Jaeger en su Paideia. ¿Y qué decir de un Esquilo, tradicionalmente considerado como el arquetipo del poeta clásico? ¿No era Esquilo el poeta que nos hablaba de la «innumerable sonrisa de las aguas del mar» y otras lindezas típicamente manieristas? Mallarmé, que era un manierista de los más grandes que ha habido, ¿no tiene acaso versos tan clásicos como aquellos que recordaba Valéry (Oeuvres, I, 670) en un bello ensayo en que los llamaba «los más bellos versos del mundo»? Tu sais ma passion, que pourpre et déja mûre chaque grenade éclate et d’abeilles murmure… Vous, pierres ou mes yeux comme de purs bijoux empruntent leur clarté mélodieuse… Ahora, el filósofo Sensato me dice: «mejor deja tus inclinaciones poéticas para otro momento». Pero yo insisto un poco: ¿no se diferencia el mundo cristiano de un San Agustín o un San Juan en la manera como emplean las metáforas y las analogías para reproducir el encuentro con la divinidad? Hemos visto que la actitud de Platón era la de un encuentro frío e inteligible, aunque muy esforzado. En cambio, el encuentro de la divinidad, en discursos tan ardorosos como los de un San Agustín o en poesía tan sensual como la de San Juan de la Cruz es de signo casi completamente inverso. En San Agustín, la verdad «habita» en el interior del hombre: in interiore hominis habitat veritas, es decir, que la verdad, en vez de convertirse en un mero absoluto, se relativiza poéticamente como «habitante» de corazón humano. Dios no vive en los cielos, sino en una civitas, una ciudad no muy distinta 168 / Ludovico Silva

de Tagaste o Cartago, o de la pólis antigua, con su muralla, sus leyes, sus ciudadanos esta vez llamados ángeles y su Constitución redactada por la Fe. Si Roma era para él la Civitas hominis era tan sólo porque Roma era en aquellos tiempos el símbolo del poder mundano, el centro de gravitación de todas las pasiones terrenas. Y en San Juan de la Cruz encontramos lo mismo, pero llevado a extremos casi increíbles de sublimación. Cristo para él era «piedra», como en la Biblia. El alma era la «esposa» de Dios, y éste su marido. En la visión mística de Dios se sentía su «respiración». El encuentro con Dios era un sereno banquete: La música callada, la soledad sonora, la cena que recrea y enamora. La «tiniebla» de Dios sólo podía ser comprendida «por otra tiniebla» que era la fe. El esfuerzo místico consistía en lograr una «noche oscura del alma». Después de ver a Dios, el hompre se quedaba «entre las azucenas olvidado». Las palabras de Dios eran «un no sé qué que quedan balbuciendo», verso que, según América Castro, tenía la más bella cacofonía del mundo: «qué que quedan» y si nos remontamos al viejo y sabio Salomón, quien seguía la tradición rabínica de las Sagradas Escrituras, su Cantar de los Cantares, traducido al castellano por el muy humano y divino Fray Luis de León, ¿no hablaba, para referirse a las caricias entre Dios y el alma, de «la taza de tu vientre», «tu cuello de paloma», «el aroma de tus cabellos esparcidos por el viento» y otras bellezas más, que de puro ser naturales y terrestres llegaban, dialécticamente, a expresar lo sobrenatural? Por algo lo pusieron preso a Fray Luis. La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 169

En general, entre la poesía y la filosofía ha existido siempre una cierta discordia, como lo señala Curtius en un capítulo de su Literatura europea y Edad Media latina. Pero esta discordia, que mantenían y siguen manteniendo viva los racionalistas, desaparece como por arte de encantamiento, charme o incantatio en toda gran poesía, y especialmente en la poesía cristiana. Pero aun en el viejo Homero la palabra de Ulises ¿no era para sus asombrados oyentes, un encantamiento, un conjuro mágico (el término es de Edgar Poe), en definitiva un kelethmos (Odisea, XI, 334)? La música poética, su prosodia, ¿no es un elemento conciliador entre la poesía y la filosofía? Platón mismo recomendaba la práctica de la flauta y el conocimiento de la música, tanto para los poetas como para los filósofos. Su vocabulario y sus sintagmas, ¿no eran profundamente musicales? La poesía tiene su origen en la música. En concreto la poesía moderna tiene su origen en la sequentia musical de los cantos y aleluyas medievales. «La música callada» y la «soledad sonora» del santo de Segovia eran el principio de su poesía para acercarse a Dios. Los viejos pitagóricos sentían «la música de las esferas». Rubén Darío vivió «bajo el divino imperio de la música», y las oraciones humanas eran las palabras «con que puntúa Dios los versos de su augusto poema». Y para molestar al filósofo Sensato y darle su debido puesto al In-sensato, una de cuyas virtudes es amar profundamente la locura, aquella misma locura que tanto elogió Erasmo de Rotterdam y cuya expresión máxima sea tal vez la locura o endemoniamiento o entusiasmo (en-Zeus) de la locura poética, insistamos un poco más en la sensualidad de poetas místicos como San Juan de la Cruz, que en esencia es la misma sensuali170 / Ludovico Silva

dad de un San Agustín y que, por tanto, configuran un mundus en el que la relación entre el hombre y la divinidad no es una relación filosófica como en Platón, siendo una relación o comunicación de lo terreno con Dios. El Dios griego, y en particular el Dios aristotélico, no era en realidad, como dijo irónicamente Ortega, sino una especie de «profesor de filosofía». El primum agens no era sino una Mente filosófica por completo discursiva. La llamada diferencia entre poesía y prosa no existe; lo que existe es la diferencia entre pensamiento discursivo y pensamiento poético, de suerte que puede haber mucha poesía en una prosa que no sea discursiva sino poética, al igual que puede haber mucha prosa en un poema versificado de carácter discursivo, como serían, por ejemplo, los tediosos versos de un Núñez de Arce o como esas ridículas versiones que se han hecho de la Biblia en versos. En cambio, el Dios de San Juan como el de San Agustín es un Dios que piensa y siente poéticamente, y esto es una especificidad del mundus cristiano. La «suspensión de los sentidos» en San Juan nada tiene que ver, por ejemplo con cosas tales como la «suspensión del juicio» a la que ya hemos aludido al hablar de Francisco Sánchez el Brocense, cuya actitud era racionalista. Esa suspensión de los sentidos la expresa el poeta mediante sus sensuales imágenes: El aire de la almena, cuando yo sus cabellos esparcía, con su mano serena en mi cuello hería, y todos mis sentidos suspendía. La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 171

En estos maravillosos versos, pertenecientes a la Subida del Monte Carmelo, no hallamos conceptos o ideas: sólo aparecen la «almena», los «cabellos», la «mano», el «cuello» y en definitiva los «sentidos», cuya suspensión es conditio sine qua non de la visión de Dios, pero que son la única manera de expresar esa visión, y aún más: la dignificación de los sentidos o mundo sensible, que son elevados a la alta categoría de signos de Dios. Y en poetas que no son propiamente místicos pero sí cristianos, sin caer en el panteísmo de un Goethe, que en realidad era un griego germanizado, la búsqueda de Dios se realiza en este mundo, en todas sus peculiaridades y colores. Goethe, ante la visión de un humilde cangrejo que se arrastraba en un azul arroyuelo, exclamaba: Wie wahr, wie seiend!, «¡qué verdadero, qué existente!» Pero no lo relacionaba en absoluto con Dios como creador amoroso del cangrejo, sino que, como un perfecto griego, se limitaba a comprobar su existencia y su verdad puramente objetivas. No quiere esto decir, por supuesto, que Goethe con su panteísmo fuese un poeta inferior a un San Juan de la Cruz con su cristianismo. No se trata aquí de valorar la calidad poética sino de subrayar la diferencia radical entre una poesía pagana y una cristiana. Por lo que a mí respecta, «en arte soy pagano hasta los huesos», como decía en un verso Menéndez y Pelayo, uno de los hombres más cristianos que ha habido. Pero esto no es más que una preferencia particular, que nada tiene que ver con la especificidad de la poesía pagana frente a la de la cristiana. Un poeta tan clásico y tan hondamente cristiano como Baudelaire, aunque tuviese que convivir anímicamente con eso que Friedrich llamó «cristianismo en ruinas», procedió poéticamente, como también lo hizo Arthur Rimbaud, como un místico dirigido hacia una «trascendencia 172 / Ludovico Silva

vacía» o leere Trascendenz, como dice el mismo Friedrich en su Struktur der modernen Lyrik. Así, en el poema Elevation, Baudelaire no se dirige a Dios, sino al hueco o agujero negro que ha dejado Dios al morir: Envole-toi bien loin de ces miasmes morbides, va te purifier dans l’air superieur, et bois, comme une pure et divine liqueur, le feu clair qui remplit les spaces limpides. La ausencia de Dios es sustituida por «l’air superieur», por un «divine liqueur» y por un «feu clair» que llena «les spaces limpides». Es, pues, un cristianismo en ruinas, pero es un cristianismo. La misma exaltación del Mal, y las Letanías de Satanás sustituyen al Dios que ha huido:

O Satan, prends pitié de ma longue misére…!

El princeps huius mundi, Satán Trimegisto, se convierte en el poeta abandonado de Dios y humillado por él, en la divinidad misma, a la que pueda pedírsele o rogársele piedad y amor. En Rimbaud ocurre algo semejante: el descendimiento a los infiernos es, en realidad, un ascenso a los cielos, hacia una divinidad invertida. «¡La Caridad es la clave!», exclamaba el poeta del Bateau ivre, y transformaba así la vieja virtud teologal en un absoluto que sólo se acompañaba de otra virtud teologal, pero invertida: la Fe, y que perdía por completo la tercera y más importante de esas virtudes: la Esperanza. Ya decía el Dante a sus condenados: Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate, que puede traducirse bellamente al castellano: Los que aquí La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 173

entráis, dejad toda esperanza. Es decir, que precisamente lo que para el Dante y en general para la teología cristiana era la máxima pena del Infierno, la pérdida de toda esperanza, es asumida por Rimbaud o por Baudelaire como una necesaria amputación, un pasaporte que no tiene visa sino para ir al Infierno. Estos poetas vivían de modo cruelmente intenso eso que Unamuno llamó La agonía del cristianismo. Pero agonía en griego significa lucha. ¿Quién puede saber a ciencia cierta si la agonía o lucha de estos profetas malditos anunciaba la definitiva destrucción y abolición del mundo cristiano? Eso nadie lo sabe. Las religiones que merecen realmente ese nombre, como la cristiana o la islámica, tienen la rara virtud de ser eternas, inagotables, cosa que las diferencia radicalmente de las doctrinas científicas, que por definición son efímeras. Sin embargo, ha habido religiones como la griega antigua que han fenecido espectacularmente, tal como podemos experimentarlo en un autor de la tardía antigüedad, el judío Luciano de Samosata, quien en sus diálogos de los dioses y los muertos llegó a diseñar una caricatura tan precisa y demoledora de los dioses antiguos, que éstos desaparecieron para siempre de la cosmovisión humana, relegados al simple papel de símbolos poéticos que han servido a los poetas cristianos para adornar sus poemas con una decoración bella, tanto más bella cuanto más antigua y muerta. Los mismos hombres del Renacimiento, que pretendieron asumir la antigüedad como un presente, como una resurrección milagrosa, en realidad no hacían otra cosa que desempolvar los textos antiguos para que sirviesen de art nouveau, como bellas pero extrañas rarezas. Cuenta Burkhardt en su obra sobre la cultura del Renacimiento en Italia que en aquella época era de «buen gusto» entre la gente adinerada y 174 / Ludovico Silva

los condottieri erigir grandes mansiones adornadas con ruinas artificiales, hechas especialmente para darles un «aire de antigüedad» a sus casas. De un florentino muy culto y adinerado, se dijo lo siguiente: A vedero in tavola, cosi antieo comme era, era una vera gentilezza, elogio intraducible, pues carecemos de un perfecto equivalente de la «gentilezza». Aunque pretendiese imitar a las antiguas estatuas, la morbidezza (como decía el Vasari) de las estatuas italianas era específicamente italiana, y poco tenía que ver con la fría perfección de Praxiteles o Fidias. Entonces cabe preguntarse: ¿era la religión griega una verdadera religión? O bien: ¿son todas las religiones tan mortales y perecederas como la griega? Difícil, muy difícil es responder adecuadamente a semejante pregunta. Mi opinión personal es que todas las religiones, por más inagotables que parezcan, son al fin y al cabo mortales, perecederas, como es mortal y perecedero todo cuanto el hombre construye, salvo la poesía y el arte. Lo que al final de cada tiempo o mundo históricos queda, aunque se trate de religiones tan profundas y oceánicas como el cristianismo, no serán más que símbolos poéticos y artísticos. El ritual cristiano, con toda su inagotable procesión de ángeles, arcángeles, visiones de Dios que se suceden en la historia, o visiones del Diablo que también son históricas (ya no está de moda, por ejemplo, el Satán medieval, con sus horribles cuernos, su cola venenosa y su tridente carnívoro; hoy la Iglesia habla tan sólo de «una criatura de Dios», como ocurrió en el Concilio Vaticano II, o bien como lo denominan los graves cardenales que se pasean frente a la columnata de Bernini en la Plaza de San Pedro: el Diablo es una «presencia», y nada más que eso: una presencia, sin ningún atributo más o La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 175

menos barroco o rococó como los que ostentaba el pintoresco Diablo medieval, que es lo más parecido que haya uno de esos alambicados y estrafalarios silogismos que codificaron los escolásticos. El Diablo moderno se parece por esto mismo a la lógica moderna, que ha expulsado de su esquelético reino todos los aditamentos «ontológicos» y la floritura carnosa que ostentaba la lógica aristotélica, en la que se podía formular una proposición tal como «la nieve es blanca», proposición que el lógico moderno ha convertido simplemente en «P». Pero volvamos un momento más a esa fuente inagotable de poesía, encanto, magia, que es San Juan de la Cruz. Si lo hago es por dos razones igualmente valederas. En primer lugar, porque considero que el alma y la escritura de San Agustín, en particular su concepción de mundus, se encuentra como sublimada por el poeta de Segovia. Esto podrá parecer extraño a aquellos que ven a San Juan de la Cruz como un místico puro, sin relación alguna con la teología racional, distinto y distante del discurso poderoso, filosófico e histórico de San Agustín. Sin embargo, ello no es así. Me parece que ya he subrayado y demostrado suficientemente la estrecha relación que existe en la forma como San Juan de la Cruz entiende la relación de este mundo con Dios y la que nos legó San Agustín. En ambos es casi idéntica la ya mencionada tensión entre lo temporal y lo eterno, tensión dramática que se resuelve en una incorporación de los elementos de este mundo al mundo de Dios, y al revés: un descendimiento de las potencias sobrenaturales —Dios o el Demonio— hacia el mundo terreno, en cuyas vicisitudes ellos intervienen de modo activo. En segundo lugar, mi insistencia en la poesía de San Juan no intenta sino ilustrar, del modo más 176 / Ludovico Silva

bello posible, la insistencia de San Agustín en comunicarse con Dios mediante ciertos signos, y lo que es más: conducir a los hombres hacia la contemplación de Dios, mediante recursos tales como los signos que ambos santos emplean, que a menudo consisten en metáforas, imágenes, analogías, alegorías. No de otro modo procedió un poeta, filólogo y teólogo como el Dante, quien construyó una vasta catedral gótica llena de toda clase de alegorías y metáforas para comunicarles a sus semejantes una idea aproximada de lo que constituye el mundo del más allá, el mundo de Lucifer, el mundo del Purgatorio y el mundo divino. Es de notar, y ello tiene mucha importancia, que al igual que Agustín y Juan, el Dante se valió de todos los recursos imaginables que encontraba en el mundo terreno de los sentidos para llegar a esa contemplación del mundo extraterrestre, El Infierno fustigó, casi con la misma claridad que puede haber en un artículo político de prensa, a todos sus enemigos políticos de Florencia, que lo condenaron a él al destierro, y de los cuales se vengó para toda la eternidad. En el Purgatorio, puso a sufrir penalidades muy mundanas a personajes harto conocidos de su tiempo. Y en el Paradiso encontró a su amada terrena, la bellísima Beatrice de Portinari, cuyo sencillo «saludo» ocurrido una tarde en Florencia dejó clavado en el techo de los cielos como una paloma inmortal. Pero hay más analogías en la actitud de Dante y la de San Agustín o San Juan. Dante, como Agustín, no sólo leyó y estudió con amor la antigüedad pagana, particularmente la romana, sino que a través de figuras como Virgilio incorporó el mundo antiguo a la comprensión del mundo cristiano, hasta el punto de elegir al poeta de las Bucólicas como guía y maestro en su recorrido infernal. Tu duca, tu signore, tu maestro. En cuanto a los poetas La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 177

y filósofos griegos y en general paganos, les construyó una de las más extrañaas residencias que se han inventado, creando para ellos un Limbo, que aunque situado en el radio de acción del Inferno, los mantenía inmunizados y preservados como en una de esas cámaras especiales que los millonarios de hoy mandan a construir para su cuerpo una vez ocurrida la muerte, con el fin de que puedan ser resucitados algún día gracias al progreso de la ciencia médica. Walt Disney, por ejemplo, está con su cuerpo ¿y su alma? metido en una de esas cámaras heladas, que son muy parecidas al Infierno pero que sin embargo constituyen un Limbo. La comparación es un poco deslucida, pero nos da una idea aproximada de lo que inventó el Dante para preservar la integridad y la grandeza de los grandes paganos. Solucionó poéticamente un problema teológico. Cosi de ponte inponte altro parlando, Che la mia commedia cantar non cura, Venimmo; e tenevano ’l colmo, quando Ristemmo, per veder l’altra fessura Di Malebolge, e gli altri pianti vani; E vidila mirabilmente oscura. («Inferno», XXX, 1-6). En este fragmento de la Commedia hay uno de los más hermosos versos que hombre alguno haya escrito: E vidila mirabilmente oscura. La cámara del Limbo es milagrosamente oscura. Lo que aquí de teoría poética es algo tan vasto y tan continuo en la cultura occidental, que no podemos aquí sino aludirlo (mientras escribo este ensayo, paralelamente avanzo en un libro de vasto alcance sobre La teoría poética en la 178 / Ludovico Silva

cultura occidental, es decir, todo lo que va desde Homero hasta hoy). Es una teoría que une a poetas tan distantes y distintos como Teognis, Píndaro, Ovidio, Dante, Góngora, Mallarmé, Valéry, Lorca, Vallejo y otros muchos, entre los cuales destaca, por lo detallado de sus Comentarios a sus propios poemas o «canciones» San Juan de la Cruz. Es la teoría de todos aquellos poetas que, como escribió una vez Jorge Guillén (otro poeta de lo oscuro), se enfrenta al poema «como a un hecho rigurosamente enigmático». El verso, y la totalidad del poema, se presentan como una combinación de vocablos, una prosodia y una sintaxis lo más alejadas posible de toda construcción normal, y la Gramática y la Preceptiva Literaria son vistas como lejanos y espectrales esqueletos que nada tienen que decir de lo que ocurre en el área del poema. A lo sumo, la Gramática podrá ser considerada apenas como especie de Mammetrectus, semejante a los que tenían que usar los estudiantes medievales para aprender el latín, o lo que es lo mismo: como un tratado sobre cómo no se debe escribir poemas o prosas poéticas. En estos versos, los signos en cuanto tales son empleados, no por la significación que usualmente tienen o por la que les da el Diccionario de la Academia; los signos tendrán un significado completamente distinto, particular, enigmático, oscuro, misterioso y hasta cabalístico. Para citar un ejemplo que aporta Friedrich en su ya citada obra sobre la lírica moderna, el verso de Mallarmé: jadis avec flute o mandore, contiene vocablos como «flauta» o «mandare» que no están destinados en el poema a significar instrumentos musicales, sino tan solo y nada menos que «la idea de antigüedad». Como el Limbo dantesco: mirabilmente oscuro. Esto nos remonta a la interpretación «primitiva» de la palabra como símbolo, como oráculo, como conjuro, La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 179

como Kelethmos, como incantatio. En los Misterios Eleusinos de la vieja Grecia, en el Telesterion o templo el principal iniciado o sacerdote pronunciaba en momentos cruciales ciertos legomena que sólo a duras penas podían ser interpretados por los nuevos iniciados, y en todo caso era obligatorio, so pena de muerte, el no pronunciarlos jamás fuera del Telesterion. En una leyenda que de puro hermosa pudiera ser verdad, se dice que el gran poeta Esquilo, que conocía esos legomena, se atrevió a revelarlos en alguno de sus dramas. Pues bien, el castigo no tardó en llegar: encontrábase el calvo Esquilo dormitando en una playa, con su cabeza brillante expuesta al sol, cuando apareció un águila que llevaba entre sus garras una tortuga, y como el ave confundiese la calva del poeta con una piedra o peñasco, dejó caer sobre ella a la tortuga con el fin de desentrañarla, con el resultado de que el golpe del quelonio envió al poeta al otro mundo de modo instantáneo. Castigo de los dioses por haber osado el poeta revelar públicamente las palabras secretas del misterio eleusino. Un poeta como Mallarmé, aun sin toda la parafernalia de los antiguos misterios, procedía de igual modo: muy lentamente y con la mayor humildad, ese pobre profesor de inglés, en su modesta residencia de la rue Rome de París, iba garabateando cuidadosamente en sus cuidados papeles una serie de palabras misteriosamente combinadas, metáforas insólitas, revelaciones casi oraculares, símbolos cabalísticos de una teoría poética consagrada a mostrar enigmas sin descifrarlos, para confusión e irritación de los buenos burgueses de París que apenas si sabían otra cosa que contar sus monedas y tesaurizarlas, y para deleite de unos pocos iniciados, como Valéry, a quienes leía casi en secreto sus manuscritos, sus innumerables variantes, sus enigmas. De 180 / Ludovico Silva

modo que en torno a aquel modesto sacerdote, que escondía el orgullo de ser un maravilloso creador e inventor de un lenguaje especial, se formó un círculo de iniciados. El secreto de esas revelaciones se mantuvo casi intacto durante años; Mallarmé nunca publicó su Libro (Tout, au monde, existe pour aboutir a un livre, Ceuvres, p, 378). Y sólo después de varios años los editores, que en el mundo moderno son como los periodistas, que a costa de lo que sea, por más misterio que haya, por más secreto que se quiera guardar, entraron como elefantes en el recinto sagrado donde se guardaban los manuscritos sagrados y los echaron a volar a los cuatro vientos, de modo que el modesto profesor de inglés se transformó de la noche a la mañana en un relumbrante poeta universalmente conocido. Pero ahí permanecen sus poemas y sus prosas poéticas, siempre como un enigma que muy pocos pueden descifrar, aunque jamás nadie pueda llegar al secreto último, que se fue con el cuerpo de Mallarmé a la tumba. Puede decirse de él lo mismo que él escribió a propósito de Edgar Poe: Tel qu’en Lui-même enfin l’eternité le change, Le Poëte suscite avec un glaive nu Son siecle épouvanté de n’avoir pas connu Que la Mort triomphait dans cette voix étrange! (Le tombeau d’Edgar Poe, Oeuvres, p. 189). Dejando de lado muchas cosas implicadas en este bello fragmento, notemos tan solo dos que interesan directamente a nuestro tema. En primer lugar, la existencia objetiva de un mundo, el poético, que no tendrá nunca fin, que por esencia es inagotable, como ya lo habíamos apuntado antes a propósito de las religiones y la La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 181

posibilidad de su extinción; es un mundo que, aun permaneciendo siempre el mismo, es cambiado constantemente por esa forma superior del tiempo que es la eternidad. Es un mundo, pues, que no calza con el de los científicos, por ejemplo con el de Albert Einstein, para quien el Universo es cerrado, esférico y finito. La teoría de la relatividad no es tan relativa, sino que a fin de cuentas se transforma en un absoluto. La verdadera teoría de la relatividad, hasta el presente, sólo ha sido formulada por los poetas, cuyo mundus es a la vez cerrado y abierto, finito en su materialidad sonora pero infinito en sus significaciones, claro como el día pero oscuro como la noche. Hace ya mucho tiempo que Heráclito el Oscuro había concebido un mundo así, aunque con las limitaciones propiamente griegas que hemos señalado. Pero un poeta contemporáneo ha podido decir al modo de Heráclito: In my beginning is my End, en mi principio está mi fin (T.S. Eliot, Four Quatours). Esto llevaría a preguntarnos: ¿puede llegar a haber un mundo tan inagotable e infinito como el de la poesía, pero distinto de ésta, un mundo objetivo que en definitiva termine siendo para siempre el mundo a secas? Tamaña interrogación tendremos que dejarla para otro momento, pues aunque inicialmente nos habíamos propuesto enfrentarla en esta parte, el asunto de los mundos distintos que hasta ahora han existido nos ha robado toda una larga atención, y corremos con el riesgo de escribir un capítulo tan extenso que produciría en el lector cansancio y tedio, como una conferencia cualquiera dictada por un profesor de filosofía. Volviendo al texto de Mallarmé, decíamos que hay un segundo aspecto que nos interesa para este capítulo sobre «los 182 / Ludovico Silva

mundos». Mallarmé, como antes Baudelaire y, sobre todo, Stendhal, intuyeron claramente lo que también intuyó nuestro Simón Bolívar, a saber, que el mundo capitalista nacido en los Estados Unidos de América, país donde nació y murió Edgar Poe, era lo más opuesto y hostil que se puede imaginar frente al mundo de los poetas. Marx decía en sus Grundrisse (1857-58) que en esa nación había llegado a existir el capitalismo a l’état puro. Y en otra parte escribió: «La sociedad capitalista es, en esencia, hostil a todo arte». En un libro nuestro de hace algunos años dijimos, por eso, que lo que en la sociedad capitalista aparece como «cultura» no ha sido nunca realmente una cultura, sino una contracultura (véase nuestro libro Contracultura, Caracas, 1980, así como Humanismo clásico y humanismo marxista, Caracas, 1983). Remito al lector a esos libros míos, pero sintetizaré aquí, muy de pasada, su tesis central. Si definimos la cultura como «el modo de organización y distribución de los valores de uso» (Samir Amin, en Eloge du socialisme), esa heterodoxa y casi terrorista definición, que yo comparto plenamente nos conduce a la conclusión de que en la sociedad capitalista, engastada como está sobre puros valores de cambio (Cf. Marx, Das Kapital, Libro I, passim), tiene que ser hostil o por lo menos desdeñosa hacia la poesía y el arte, que en esencia son valores de uso, aunque a la larga puedan, como todo valor de uso, ser convertidos en mercancías o valores de cambio (para el capitalista, decía Marx en Zur Kritik der politischen Oekonomie, 1859, el mismo año en que el viejo Rockefeller levantó el primer pozo petrolero, da exactamente lo mismo nueve ozas de rapé que un tomo de elegías de Propercio, dado que él las ve como mercancías con igual valor). De modo que la cultura, en sentido estricto, no puede existir en el capitalismo sino en La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 183

forma de Contracultura, es decir, en abierto enfrentamiento al sistema. Se me dirá que hay poetas y artistas que no tienen inconveniente alguno en aceptar al capitalismo, incluso creer en él y aceptarlo como su «mundo». Pero tal objeción se cae ruidosamente cuando comprobamos que para que ello sea así es menester o conditio sine qua non el que tales artistas o poetas no procedan culturalmente, sino mercantilmente, de suerte que sus poemas o pinturas, así como sus partituras, no puedan ser asumidas por sus autores sino como mercancías, como valores de cambio; y estos valores de cambio, como podemos comprobarlo en muchísimos casos, están mucho más al servicio del Capital que al servicio del arte y la poesía. Cualquiera diría que en esto hay una exageración de parte mía, pero yo invito cordialmente a los especialistas a mostrarme un solo caso, tan solo uno, de artista o poeta capitalista que se enfrente su creación como a un objeto puro, gratuito, gracioso, sin ningún rasgo de interés mercantil, sin un ápice de valor de cambio, sin vinculación alguna al Capital. Este artista o poeta sencillamente no existe, ni puede existir, puesto que desde el momento en que asume como propios los «valores» del capitalismo, o éstos se constituyen en el mundus interno del artista o poeta, éstos no podrán en modo alguno desprenderse, como un Baudelaire o un Mallarmé o un Picasso o un Mahler o un Schönberg, del interés mercantil, del valor de cambio, y su mundus interior no será un mundo puro y bello, sino un mundo acompañado de toda la podredumbre capitalista y eso que Marx llamaba «las furias del interés privado». De suerte que la obra de estos artistas o poetas servirán tan sólo, por más hábiles o talentosos que puedan ser sus autores, para afeitar o decorar un poco el horrendo rostro de una sociedad basada en la explotación, la 184 / Ludovico Silva

miseria de las mayorías, el hambre de los muchos, la agresión clasista, etc. Yo no conozco ningún poeta o pintor que haya dedicado su obra, o parte de ella, a cantar o dibujar las bondades de la lucha de clases o la vil explotación del hombre por el hombre. No lo hay ni lo puede haber, y todo cuanto se produzca en sentido contrario no podrá verse sino como el peor cinismo, como la degradación del espíritu. Un poeta tan grande y tan americano como Walt Whitman parecería contradecir estas afirmaciones. En efecto, Whitman cantaba a la democracia capitalista, pero si su canto fue genuinamente poético y cultural fue precisamente por dos razones: primero, su canto a la democracia capitalista iba desprovisto por completo de cualquier interés monetario, publicitario, comercial o político, lo cual implica que ese canto no era en sí mismo capitalista ni su autor lo concebía como valor de cambio, sino como un puro valor de uso destinado a cantar genéricamente el nacimiento de una nueva era en la historia del mundo. Esto prestaba pureza a su poesía, amor de la poesía por sí misma, por decir amor al arte por el arte, aunque tengamos que reconocer que esta última fórmula no se le puede aplicar exactamente, ya que, a diferencia de poetas como Baudelaire o Wilde, quienes excluían de la poesía toda «utilidad» e incluso toda «moralidad» (menos en Baudelaire, quien tenía una moralidad invertida, convertida en exaltación del Mal, que en Wilde, quien sí era un perfecto «inmoralista», para usar el vocablo de André Gide), Whitman concebía sus poemas con un fin social, como una manera de contribuir a la transformación del mundo, sin que ello implicara en él más mínimo interés personal en darse a conocer o enriquecerse, o lograr objetivos políticos, o escalar posiciones en la estructura social. En segundo lugar, el La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 185

canto al capitalismo y la democracia, objetivamente hablando, no le reportó jamás beneficio alguno, y el poeta andaba como un verdadero mendigo o como un mísero tranviario por las calles de las ciudades norteamericanas. Era un olvidado, un despreciado de la sociedad, un maldito que tenía la osadía y el atrevimiento de escribir bella poesía en un mundo que se enorgullecía, y hoy se sigue enorgulleciendo, de ser un mundo práctico, una factoría comercial, un ideal de utilidad que llegaba al frenesí de lo que los viejos burgueses de las provincias francesas consideraban como virtudes, esto es, la posesión de una hacienda personal, de un confort que no aspiraba a ser elegante ni aristocrático, sino fríamente dinerario, una cierta posición de prestigio social basada en la fortuna personal y no en la nobleza de sentimientos ni en la valentía de corazón, destinada en las mejores ocasiones a ganarse un puesto respetable en los círculos sociales más encumbrados y aristocráticos, a sabiendas de que la gente de la aristocracia los despreciaba internamente y los consideraba como unos pobres diablos. Es lo que magistralmente retrató Stendhal, con su psicología de zorro, en sus diversas novelas y en particular en el inconcluso Lucien Leuwen, donde a cada rato, cuando el héroe quiere ridiculizar a los buenos burgueses, los comparaba con «un americano cualquiera». Lo más parecido que hay, decía Stendhal en esa novela, a un pequeño comerciante de la provincia francesa, con su mundo estrecho, lleno de mezquindad y carente de imaginación, es un americano, lo que hoy llamamos un gringo. Todo esto viene a colación de los versos de Mallarmé dedicados a Edgar Poe. Poe, decía Baudelaire en el prólogo de sus traducciones del gran poeta de The Raven, tenía un mundo 186 / Ludovico Silva

personal tan hermoso, armónico y puro, y tan desprovisto de intereses materiales, que forzosamente tenía que chocar brutalmente con un mundo que era por esencia hostil al arte y la poesía, un mundo de traficantes de esclavistas («Borrad la esclavitud del planeta y desaparecerá Norteamérica», escribió Marx en 1847), de explotadores cuyo sentido del amor era algo muy parecido a una transacción comercial. Por eso Poe tuvo que vivir en una permanente miseria, y tuvo varias veces que rechazar invitaciones de personas importantes «porque, querido amigo, mi ropa está tan dañada que no puedo presentarme en público con ella». Por eso se sumergió en el alcohol, como buscando una escapatoria, aunque cruel, de todo ese mundo putrefacto. Por eso murió como murió: como un perro apaleado en plena calle. Unos políticos indecentes lo utilizaron, después de obligarlo a emborracharse (Poe había logrado alcanzar una cierta sobriedad en esos días) con alcohol barato, a fin de que votara inconscientemente dos veces por un partido o candidato locales, fraude que cometió sin entender lo que hacía y que le costó la vida, al caer fulminado por el alcohol en una sucia calle de Baltimore. Pero su mundo poético, lleno de imaginación, de genio analítico, de una teoría poética que es la más perfecta que se haya concebido (The poetic principle), y, en fin, de unas metáforas tan deslumbrantes que fueron tan despreciadas en Norteamérica e Inglaterra, naciones hermanas por su capitalismo y su concepción repugnante de la justicia social, como admirados en la vieja y noble Francia, la Francia de Villon y Ronsard, la de Racine o Baudelaire. Fue en Francia donde la obra de Poe empezó a conocerse y universalizarse, donde fue maravillosamente traducida por poetas como Baudelaire o Mallarmé, en tanto que en Inglaterra y Norteamérica La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 187

sólo ha sido desdeñada o, a lo sumo, considerada misericordiosamente como el producto de un genio extraviado, un outsider, un desterrado del mundo real y efectivo, el mundo del valor de cambio, de las mercancías y el Capital, el mundo donde se dignifica muy a la manera protestante el trabajo, pero también el mundo donde el trabajo de la clase pobre es miserablemente explotado por el Capital. En definitiva, el mundo que lleva escrita en su frente estas palabras: No admittance except on business, que Marx inmortalizó en El Capital corno rasgo distintivo de la sociedad capitalista. Poe, por eso, no fue ni es norteamericano ni capitalista; es más bien un francés que escribía a contrapelo de la sociedad, esto es, un artista contracultural, con un mundo por completo distinto de aquel en que le tocó nacer. En su «Soneto del Silencio» («Sonnet-Silence»), escribe Poe de modo misterioso: There are qualities —some incorporate things, That have a double life, wich thus is made Atype of that twin entity which springs From matter and Light, evinced in solid and shade. There is a Two-fold Silence —sea and shore— Body and soul. One dwells in lonely place, Newly with grass o’ergrown; sorne solem graces, Sorne human memories and tearful lore, Render him terrorless: his name’s «No more». 188 / Ludovico Silva

He is the corporate Silence: dread him not! No power hath he of evil in himself; But should sorne urgent fate Ultimely lot! Ering thee to meet his shadow (nemeless elf, That haunteth the lone regions where hath trod No foot of man), commend thyself to God! Citamos este bello soneto como una muestra de la dualidad que hemos señalado en el mundus cristiano, dualidad que sin embargo es superada por una superior unidad, y que en la poesía de nuestra era encuentra a menudo expresión a través de la teoría poética de lo oscuro, la soledad, el silencio y el misterio. Así, Poe nos dice que «hay cualidades» que «tienen una doble vida», y que es una dualidad compuesta de «materia y luz», manifestada por «solidez y sombra». Más claramente no puede manifestarse el mundo cristiano. El Silencio tiene dos caras: «mar y playa» y «cuerpo y alma». El cuerpo reside en «zonas solitarias» y su nombre es: «No más» (No more), como ocurre también en el célebre The Raven con su grito: Never more! Tal es «el cuerpo del Silencio», al cual no hay que temer. El cuerpo en sí mismo no tiene «ningún poder maligno» (No power hath he of evil in himself); pero sí un «urgente destino», al modo de una «suerte inesperada» lo lleva a encontrar su propia «sombra, ese duende sin nombre» que anda por regiones solitarias «que nunca ha pisado el pie del hombre», entonces debe encomendarse a Dios. Este filosófico soneto es el más perfecto dibujo de lo que acontece en el cuerpo y el alma cristiana, cuyo mundus, tal como lo había expresado San Agustín, consiste en una tensión dramática entre lo temporal y lo eterno y que se La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 189

resuelve en la contemplación amorosa de Dios. Poe, para ello, no sólo usa el esquema cristiano, sino que incorpora metáforas de la antigiiedad griega, tales como la del cuerpo como «sombra», de raigambre platónica. Además, entre los griegos se había popularizado la frase soma-serna, «cuerpo-cárcel». Finalmente, la introducción del Misterio en esta dualidad enigmática hace que Poe se incorpore a la lista de los poetas que de modo general hemos llamado «enigmáticos» por la relación anormal, disonante, entre signos y significados, o bien «manieristas» por la condición específica de su estilo poético. La teoría poética de Edgar Poe, tal como él la fomuló en The poetic principle, es rigurosamente clásica; pero no impide encontrar en su obra diversas manifestaciones manieristas, que en general son pocas. Sus mismos relatos de terror, a pesar de una aparente truculencia, poseen la calculabilidad fría y esquemática de una demostración matemática. No hay nada de azar en sus relatos: su carácter, su desarrollo interno, fluye como una necesidad. Incluso su poesía en verso se rige por principios de construcción geométrica. En esto, Poe sólo tiene un discípulo que revista grandeza: Paul Valéry, quien manifestaba su aversión por cualquier verso salido del azar, que a él le disgustaba, aunque objetivamente pudiera resultar un verso hermoso. Es fácil imaginar a Valéry con una bata blanca, en un laboratorio donde se fabrican versos con la misma rigurosidad y control experimental de un científico. Sin embargo, tanto Poe como Valéry fueron lo suficientemente insensatos como para dejar en sus versos una dosis muy alta de misterio, de enigma indescifrable, lo que los convierte en prismas intelectuales. Mallarmé hablaba de la subdivition prismatique de l’Idée. Y Valéry: Mes vers ont le sens qu’on leur prete. 190 / Ludovico Silva

Oigamos por un momento a Walt Whitman, en su Canto a mí mismo (Song of myself): en la parte cuarta, comienza diciendo que «preguntones y ociosos» (Trippers and askers) lo rodean para preguntarle acerca de The real or fancied indifference of some man or woman 1 love, The sickness of one of my folks or of myself, or illor loss or lack of money, or depressions or exaltations Batdes, the horror of fraticidal war, the fever of doubtaful news, the fitful events; These come to me days and nights and go from me again, But they are not the Me myself. Transcribiré la versión, porque está hecha por Jorge Luis Borges: «La verdadera o imaginada diferencia de alguien que quiero, La enfermedad de uno de mis parientes, o de mí mismo, la falsía o la falta o pérdida de dinero, o el abatimiento, o la exaltación, Las batallas, el horror de la guerra fratricida, la fiebre de noticias inciertas, los acontecimientos azarosos; Estas cosas me llegan día y noche, y después me dejan, Pero no son mi YO». El fragmento es sumamente significativo porque, aparte de su intrínseca calidad literaria, que no es el caso analizar aquí, nos deja por lo menos tres afirmaciones que interesan para este La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 191

libro. En primer término, es de notarse que Whitman procede como eso que el poeta cristiano y católico Paul Claudel, a propósito de Rimbaud, llamaba un mystique a l’état sauvage, un místico en estado salvaje. Es decir, es un poeta trascendente, pero cuya trascendencia se revierte hacia este mundo, y concretamente hacia su YO personal, que funciona como el tamiz por el que se filtran y depuran todas las coordenadas del universo. En esto, su mundo no difiere del de San Agustín, en cuyo universo interior habitaba la verdad; la única aunque sustantiva diferencia es que Agustín no sólo quería que el universo se concretara a filtrarse a través de su YO personal, sino que también, y a la inversa, que ese YO personal a su vez trascendiera y se filtrase en la contemplación de Dios. El Dios de Whitman empieza y acaba en su YO personal. En segundo término, este poeta, como buen americano, se fijaba en detalles tales como el apego o la indiferencia de una mujer concreta, la pérdida de dinero, la guerra civil, los noticieros periodísticos, los azares del momento y toda una serie de menudencias que un escritor francés vertiría tan sólo en una novela, al modo de Stendhal, pero que nunca incorporaría a su poesía. Y en tercer término, algo que sólo se ha dado en toda su plenitud en escritores o pensadores de la talla de un San Agustín o un Descartes o un Fichte: el descubrimiento del YO, entendido no como un simple Je francés, sino como un MOI, en contraposición abierta al ON, también francés, que Ortega traducía como «la gente». En diversas partes del Lucien Leuwen, cuando Stendhal escribía frases tan corrientes como On dit… , On dirait… , etc., no entendía propiamente «la gente», sino lo que aparentemente era lo contrario: la opinión del Rey; pero ello venía dentro de un contexto tan irónico, sarcástico y demole192 / Ludovico Silva

dor, que esa opinión del Rey, de puro vulgar, se transformaba en la opinión de «la gente», de modo que el MOI del Rey, o el Je suis venían a convertir en un modesto On dit… «On» viene de Omo, esto es, el hombre indiferenciado. El YO de Whitman viene léxicamente reforzado: Me myself, y ello implica un YO como descubrimiento de un poeta que, contraculturalmente hablando, oponía su YO personal a la infinita vulgaridad de los americanos comunes. Se refuerza así la imagen del mundo que hemos venido rastreando desde San Agustín. En definitiva, hasta ahora ha habido mundos. Entre los que mejor se conocen, figuran el mundo griego, el mundo helénico que se extendió hasta la romanidad, y el mundo cristiano. El mundo de las filosofías orientales no nos interesa aquí especialmente, entre otras razones porque, en el fondo, no se sale de una idea que, de puro ser repetida, ha perdido casi todo su brillo original, a saber, la idea de la construcción ascética de un Yo cuyo fin supremo es su disolución en un Nirvana, en una especie de Nada que constituye la felicidad. Próspero Merimée decía que la felicidad es «como una gana de dormir». En esta frase queda resumida, por más arbitraria que esta opinión mía parezca, toda la filosofía y la religión oriental. Además, en todo caso se trata de otro mundo más, añadido a la lista de los mundos habidos. Interesa mayormente responder a la pregunta: ¿cuál es la diferencia específica del mundo de hoy? Podemos adelantar que uno de sus rasgos más salientes es su universalidad planetaria. Esta convicción nos ahorra la tarea de señalar las infinitas y complicadas, y un tanto aburridas, especificaciones del mundo en las filosofías y religiones orientales. La idea actual del mundo es una sola para todos, o al La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 193

menos debe serlo. Pretendía yo responder a esta cuestión en el presente artículo, pero ya veo que será materia de un artículo aparte, porque, como ya dije antes, no quisiera que el lector, tan benévolo como hipócrita, confundiese este ensayo, que en medio de su trascendencia aspira a ser divertido e ingenioso, con una simple conferencia de un profesor de filosofía en algún liceo de provincia. Por eso he adoptado el punto de vista que me sugiere el Insensato: el punto de vista de la poesía. Ello me librará de que me lean o me tomen en serio los sesudos sociólogos y politólogos que manejan estadísticas y que son tan científicamente sensatos como cualquier boticario de un apartado pueblo en algún lugar cualquiera en América Latina o Europa, por no mencionar a Norteamérica, donde todos los pueblos son apartados y donde todos los científicos proceden como boticarios.

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V

Andrés Bello y la crítica literaria

Didascalia

El lema de esta conferencia, en la que me propongo examinar algunos temas del pensamiento crítico-literario de Andrés Bello, es una frase que el ilustre y severo humanista escribió hacia 1850, en su Compendio de la historia de la literatura: «La verdadera elocuencia, la que habla al corazón, ha sido siempre compañera de la libertad» (IX, 74). Si elijo esta consigna es para enfatizar desde el comienzo que la característica central de la actitud crítica de Bello es su entera libertad; libertad de creación, libertad de expresión y libertad de juicio. A la hora de pasar por el cañamazo crítico las literaturas antiguas y modernas, Bello no solamente hacía gala de un lacerante rigor y una despiadada objetividad científica, sino también y sobre todo, de un espíritu libre, desprovisto de toda atadura a escuelas o géneros literarios. Desde el punto de vista estético, Bello estaba imbuido de las ideas liberales de su tiempo. Pero él iba más allá del aspecto político del liberalismo, y concebía una relación esencial, de identidad, entre las bellas artes y las ideas de libertad. En su comentario a las poesías de Fernández Madrid, publicado en 1829, escribía estas admirables palabras: «En todos los tiempos las ideas liberales se han prestado admirablemente al colorido poético, y si ha habido Horacios y Virgilios que han llegado a la inmortalidad, pagando un deplorable tributo a los tiempos en que vivían, ha sido preciso una reunión La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 197

extraordinaria de dotes distinguidísimas para preservarse del olvido en que comunmente se sumergen los que abrazan ese partido», (IX, 296). Igualmente hubiera podido Bello evocar los nombres de Píndaro o Teognis, los dos grandes poetas aristocráticos griegos, cuya obra poética, sin embargo, está teñida de una belleza que es en sí misma, por el solo hechó de ser bella, revolucionaria. La libertad con que procede Bello como crítico es tanto más notable si consideramos la naturaleza ponderada y reflexiva de su espíritu, contrario siempre a todo lo que pudiese representar exceso o desmesura. Bello tenía una profunda veneración por los clásicos griegos y latinos, pero a la hora de pasar revista a su literatura no para mientes en señalar crudamente, junto a las excelencias, todos los defectos y deficiencias. Y eso lo hacía a pesar de estar limitado, en este caso, por las características de una exposición escolar, destinada a los estudiantes americanos, sin pretensiones de tratado y obligado a la forma del compendio pedagógico. ¡Gran lección esta para nuestros modernos expositores de la literatura universal en escuelas y liceos, que no se atreven jamás a encontrarle un defecto a Homero o a Cervantes, y que fastidian a los estudiantes porque no se atreven a violentar libremente los normativos, hieráticos y tradicionales juicios sobre las grandes figuras del pasado! Y lo que se dice de los antiguos se dice también de los modernos y contemporáneos de Bello. El autor de la Gramática se acerca a sus textos con el máximo respeto, adoptando la distinguida actitud de quien va a hablar de algo que está por encima de él. Pero bien pronto, y casi como pidiendo excusas por 198 / Ludovico Silva

atreverse a hacerlo, saca de dentro de la manga la zarpa crítica. Esta expresión que acabo de emplear tal vez resulta exagerada para referirse a Bello, pues la verdad es que él, como crítico, nunca procedió con saña, como hubiera podido proceder un Juan Vicente González, esa especie de Aristarco venezolano. Sin embargo, yo hubiera temblado si Andrés Bello hubiese podido someter a crítica mis poemas. A Bello no se le escapaba un solo verso cojo, porque tenía, además de un excelente oído musical para los versos, un dominio filológico del arte poético que lo llevaba a descubrir fácilmente todas las trampas que los malos poetas, y a veces también los buenos poetas, deslizan en sus versos. Con los ripios es implacable, y llega hasta extremos tan increíblemente sutiles como denunciar en un poeta como ripio una simple partícula enclítica, puesta en el verso tan sólo para lograr el metro buscado. Otro tanto ocurre con eso que él consideraba como delito de lesa poesía, a saber, lo que llamaba la «falta de propiedad» (IX, 249); la falta de propiedad no era otra cosa que la falta de idioma, vocablo griego que Bello traducía correctamente por «propiedad, índole característica». De este modo, su inmensa erudicción gramatical y filológica era puesta al servicio de la crítica literaria, y así desentrañaba las impropiedades en que incurrían los poetas de su tiempo; impropiedades que, es bueno recordarlo, eran para Bello de dos tipos: por una parte, las impropiedades propiamente idiomáticas, derivadas de malas construcciones, de tiempos verbales en desuso, de arcaísmos inútiles, etc.; y por la otra, impropiedades estrictamente poéticas, derivadas de una versificación dudosa, de un arte metafórico desmesurado o pobre, del abuso de ciertas locuciones pretendidamente poéticas, o bien la exagerada tendencia de románticos y neoclásicos a emplear La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 199

los recursos de la mitología grecoromana, que es lo que Bello llamaba el «prurito de gentilizar» (IX, 387). Más adelante insistiré sobre este punto, pero conviene desde el principio recordar, o afirmar, que esta tradición crítica de Bello se ha perdido casi por completo en nuestro país y en toda Latinoamérica, salvo contadísimas excepciones. En nuestro siglo se pueden contar con los dedos de la mano los escritores que han ejercido la crítica con esa mezcla de rigor y de libertad (tal vez pueda decirse que la libertad es hija del rigor mismo) conque la ejerció Bello. Nombres como Alfonso Reyes, Max Henríquez Ureña, Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri o Angel Rosenblat o Ángel Rama son poco menos que excepciones, y en todo caso la mayoría de estos intelectuales no ha ejercitado, como sí lo hacía Bello, la crítíca literaria periodística, sistemática y periódica, destinada al gran público. Todos sabemos la pobreza inaudita de las reseñas literarias que aparecen semanalmente en nuestros periódicos y revistas. Nos hace una falta inmensa un espíritu como el de Andrés Bello, que examine con todo rigor y seriedad nuestras producciones, y que nos eche en cara nuestra ignorancia en materia de historia literaria antigua y moderna. Toda palabra poética, toda metáfora o figura tiene su historia. Sólo los malos poetas creen que inventan algo a partir de la nada. El buen poeta, que es siempre un hombre de sensibilidad histórica y filológica, sabe que cada invento poético tiene sus raíces hundidas en una tradición muy antigua, que opera muchas veces inconscientemente en eso que Bello llamaba «el teatro misterioso de la conciencia» (IX, XXV). De ahí que el crítico literario sólidamente formado sepa distinguir esas raíces y esa tradición, sin las 200 / Ludovico Silva

cuales no hay revolución poética posible. Pues bien, nosotros carecemos de un crítico que posea la formación humanística de Andrés Bello, y eso debería avergonzarnos, porque en verdad carecemos de una conciencia crítica que sepa indicarnos nuestros orígenes y, por tanto, nuestro futuro como creadores, amén de nuestras imperfecciones o excelencias. En los tiempos del impresionismo pictórico, Bello hacía una crítica literaria lo menos impresionista posible, de trazos perfectamente dibujados y con una nitidez teórica que causó el disgusto de más de un poeta y que hoy todavía nos llena de asombro. Lo que más debe conmovernos en la postura crítica de Bello es su sorprendente modernidad. Estando, como estaba, al tanto de todas las corrientes literarias y críticas de su tiempo —en especial las francesas, inglesas y alemana— Bello podía ejercitar un modelo de crítica literaria no sólo válido para su presente histórico, sino también para el futuro. Podemos decir sin exageración que Andrés Bello, al igual que Simón Bolívar, nos modeló un futuro que nosotros no hemos sabido aún hacer presente. Así como se han olvidado las lecciones de Bolívar, también se han olvidado las de Bello. Como dice Arturo Uslar Pietri en su preciosa introducción a los escritos críticos de Bello, éste es un autor que no es popular entre nosotros. Tan asombrosa es la sabiduría literaria de Bello como lo es nuestra ignorancia acerca de ella. Yo debo confesar que hasta hace muy poco tenía un desconocimiento casi total de la labor crítico-literaria de Bello. Tan sólo me impulsó a estudiarla el hecho completamente fortuito y azaroso de que mi buen amigo, el escritor español enamorado de Venezuela que es José Manuel Castañón me regaló, de golpe y porrazo La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 201

y porque le dio la real gana, las Obras Completas de Bello, en la cuidada edición que hizo el Ministerio de Educación en los años cincuenta. Me interesé por el tomo correspondiente a escritos sobre crítica literaria, y el resultado es esta conferencia. Anteriormente, yo conocía de Andrés Bello tan sólo sus poesías, que es lo único suyo que nos enseñan en el bachillerato, algunos de sus escritos filológicos como el relativo al Poema del Cid y su Gramática. Por cierto que con su Gramática hice una experiencia interesante en la pasada década, cuando era profesor de castellano y literatura en el fallecido instituto Ezequiel Zamora. Yo me desesperaba ante la espantosa mediocridad y monotonía de los textos aprobados oficialmente para ese género de enseñanza. Pero respiré cuando, por azar, tropecé con la Gramática de Bello, en la cual, por encima de los ya anacrónicos repertorios de usos lingüísticos correctos e incorrectos, existía y existe una doctrina gramatical de sorprendente actualidad. De modo que, auxiliado por esta doctrina y por la gramática de los hermanos Henríquez Ureña, les dí a mis alumnos unas clases muy heterodoxas de castellano y literatura. Los frutos pude recogerlos muy pronto, pues aquella asignatura tradicionalmente fastidiosa se nos transformó de repente, gracias a Bello, en eso que Valéry llamaba una «fiesta del intelecto». Pero sobre esto volveré hacia el final de esta conferencia. Es hora ya de ocuparnos de los temas centrales del pensamiento crítico de Bello.

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Clasicismo, Romanticismo, Manierismo

El primero de estos temas es sin duda el más complejo. ¿Cuál es la actitud de Bello como crítico: la de un clásico o la de un romántico? ¿En qué medida esta actitud crítica está en relación con su actitud como poeta? Por otra parte, será preciso preguntarse: ¿qué debemos entender por clasicismo y romanticismo? Estos términos, ¿funcionan realmente como categorías estéticas válidas? El tema es complejo, porque términos como «clasicismo» necesitan hoy más que nunca de una definición precisa; y en cuanto al término «romanticismo», que aparentemente funciona como el opuesto dialéctico del clasicismo, ya veremos que es un término vago que necesita ser reemplazado. Comencemos por lo que nos dice el propio Bello. Se nota en sus escritos críticos un cierto movimiento pendular en la valoración del clasicismo. Hay momentos en que condena ciertos rasgos del clasicismo, y hay momentos en que los exalta. En un artículo de 1823 sobre la poesía de Nicasio Alvarez de Cienfuegos, escribe Bello estas palabras que hoy nos suenan un tanto extrañas y desmesuradas: «Nosotros estamos muy lejos de mirar como modelos de perfección la mayor parte de las obras de los Quevedos, Lopes, Calderones, Góngoras y aun de los Garcilasos, Rojas y Herreras. No temeremos decir, con todo, que, aun en aquellas que abren ancho campo a la censura (las dramáticas, por ejemplo), se descubre más talento poético que en cuanto se ha escrito en España después acá» (IX, 199). La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 203

A propósito de estas insólitas afirmaciones de Bello, comenta Uslar Pietri lo siguiente: «No se puede proclamar de un modo más terminante el repudio del formalismo clasicista. En estas palabras Bello admite que el don de la poesía es algo que pertenece a la naturaleza humana y que está, en cierto modo, por sobre las reglas» (IX, XXI). La observación de Uslar Pietri es adecuada y justa pero tan sólo en lo que respecta al rechazo de las reglas dogmáticas para la elaboración de un arte poético verdadero y grande. En cambio, yo no entiendo como algo positivo el que Bello, para repudiar el «formalismo clasicista» haya acudido a los ilustres nombres a que acudió. Yo no conozco nada menos formalista que Quevedo, Lope, Calderón, Garcilaso, Rojas o Herrera. Tal vez podríamos llamar formalista a Góngora, pero haciendo la salvedad de que no se trata de un autor clásico en el sentido riguroso del término, sino de un autor manierista, término que explicaré más adelante y que constituye la verdadera oposición a lo clásico. En todo caso, si Bello hubiera querido expresar su repudio al formalismo clasicista, hubiera podido acudir —como en efecto, acudió en otras ocasiones— al ejemplo de los poetas neoclásicos de su tiempo: los Hermosilla, los Meléndez, los Cienfuegos, etc. Hay en esto una contradicción que Bello no llegó nunca a superar, entre otras razones porque nunca llegó a una definición precisa y acabada acerca de lo que deba entenderse por clasicismo y por autores clásicos. Sin embargo, si en este terreno hubiera aplicado a sí mismo aquella religiosidad délfica que tan bien conocía, la religión del gnothi se autón o «conócete a tí mismo», habría reconocido con toda claridad en su propio interior la figura de un clásico auténtico. Pues la mejor definición estilística que puede darse del estilo y la actitud de Bello es decir que 204 / Ludovico Silva

era un clásico, mas no en el sentido tradicional de autor modélico o consagrado por el tiempo, sino en un sentido mucho más preciso que perfilaremos más adelante. Pero junto a las recriminaciones a los clásicos, Bello les dedica los mayores elogios, e incluso llega a extraer de ellos algunas normas estéticas que tienen, para él, carácter de normas eternas, no en un sentido metafísico, sino en el concreto sentido histórico de normas que han probado ser eficaces a lo largo de toda la civilización occidental. Una de estas normas es la de atribuirle a los antiguos «más naturaleza, ya los modernos, más arte» (IX, 199). Bello destacaba en el carácter y en estilo clásicos la neutralidad, en el mismo sentido en que Goethe decía, hablando de Shakespeare, que el mayor mérito de éste era «seguir a la naturaleza». Bello profesaba sin duda el dogma aristotélico de la «imitación de la naturaleza», aquella complicada mímesis de que nos habla el filósofo en su Poética. Más adelante tendremos oportunidad de demostrar dos puntos fundamentales, a saber: que, por una parte, Bello no pudo superar sino muy contadas veces a Aristóteles y, por la otra, que, sin embargo, su manera de asumir a Aristóteles era por completo creadora, lo cual implicaba por de pronto un examen no superficial de lo que entendía Aristóteles por mímesis, que es asunto mucho más rico y complicado de lo que parece a primera vista. Bello desliza una idea sobre clásicos y románticos que tiene plena actualidad, cuando dice: «El mundo dramático está ahora dividido en dos sectas: la clásica y la romántica. Ambas a la verdad existen siglos hace, pero en estos últimos años es La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 205

cuando se han abanderizado bajo estos dos nombres los poetas y los críticos, profesando abiertamente principios opuestos». Y luego añade: «Una gran parte de los preceptos de Aristóteles y Horacio son, pues, de tan precisa observancia en la escuela clásica, como en la romántica…» (IX, XXIII). Es un gran acierto de Bello el de decir que esas categorías estéticas son anteriores a la eclosión del siglo XIX. Esta afirmación nos pone a las puertas del siglo XX, cuando los más ilustres filólogos e historiadores de la literatura han abandonado la rancia distinción entre clásicos y románticos, para sustituirla por otra más adecuada y precisa. El paso ya estaba dado por Bello; lo principal era mirar a esas dos categorías, no como nombres de unos movimientos que tuvieron lugar en su época, sino como paradigmas para la comprensión de toda la historia literaria. Es posible que Bello no manejase una definición nítida del clasicismo; es posible que su estilo como poeta oscilara entre lo clásico y lo romántico; pero a mí no me cabe la menor duda de que Bello intuía la necesidad de situar esas categorías más allá de su presente histórico novencentista. Si nosotros, hoy, nos situamos en esa perspectiva histórica de gran alcance, tendremos que concluir en que Bello es un clásico, un clásico ejemplar. Pero para que se diluyan los equivocas en torno a este difícil problema, remontémonos un poco en la historia para averiguar cuál es el sentido que tiene la palabra «clásico». La idea de «autores clásicos» se remonta a los filólogos alejandrinos. En sus selecciones de la antigua literatura griega debían adoptar un orden de autores, que a veces se hacía de un modo un tanto cabalístico, en el sentido de ordenarlos según un determinado número mágico de obras y un número 206 / Ludovico Silva

no menos mágico de autores. Allí se deslindó el concepto de «autores modelo». Los alejandrinos los llamaban enkrinómenoi unas veces, otras enkritoi y otras kekriménoi (Cf. Julio Pólux, IX, 15). Pueden traducirse estos vocablos por «los aceptados», es decir, los aceptados en la antología. El verbo enkrino significa eso: elegir dentro de un conjunto. Así, Eurípides dice en su Hércules furioso (verso 183): tina ariston enkrinein, que significa «elegir a alguien como el mejor entre todos». Pero no se encontró una manera adecuada de trasladar al latín esa denominación, así como tampoco fructificaron las diversas formas que autores como Quintiliano forjaron para ese concepto. Habría que esperar hasta bastante tarde para que apareciese la palabra classicus. Surge en una sola ocasión: en las Noches áticas (XIX, VIII, 15) de Aulo Gelio. Aulo Gelio era un erudito coleccionista de la época de los Antoninos, y con ocasión de discutir ciertos usos lingüísticos, dice que el mejor criterio es acudir a los autores modélicos. Ahora bien, a la hora de señalar a estos autores modélicos que hay que seguir, dice algo sorprendente: se trata, dice, de «cualquiera de entre los oradores o poetas, al menos de los más antiguos, esto es, algún escritor de la clase superior contribuyente, no un proletario» (id est classicus asiduusque aliquis scriptor, nop proletarius). Revela así la palabra clásico, tanto filológica como históricamente, su origen clasista. Esto no es tan sencillo y arbitrario como parece a primera vista. Si echamos una mirada a la cultura antigua, veremos que sólo tenían acceso a la instrucción superior los que poseían carta de ciudadanía, y dentro de estos, los más adinerados; sólo en algunos casos algún esclavo liberto, como creo que era el caso de Plauto, tenía acceso a esa instrucción o La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 207

formación, y eso se debía a que sus amos voluntariamente así lo disponían. Era, pues, lógico ir a buscar a los autores modelos o «clásicos» entre los de la «clase» contribuyente. Curtius aporta una explicación adicional. La constitución de Servio había dividido a los ciudadanos en cinco clases, de acuerdo a sus bienes de fortuna; y con el tiempo, los ciudadanos de primera clase terminaron llamándose classici. En cambio, el proletarius de que nos habla Aula Gelio no pertenecía a ninguna clase contribuyente. Esta definición de Aulo Gelio recorrió los siglos y nunca murió del todo, como lo demuestra palmariamente la definición que en 1850 dio el crítico Saint Beuve (Causeríes du lundi, III) de lo que es un clásico. Dice el célebre crítico que clásico es «un escritor de valor y de marca, un escritor que cuenta, que tiene bienes de fortuna bajo el sol y que no se confunde entre la turba de los proletarios». A este respecto, Curtuis comenta irónicamente: «¡Qué golosina para una sociología marxista de la literatura!» (E.R. Curtius, Literatura europea y Edad Media Latinu, XIV, 1). En efecto, esta historia de la palabra «clásico» encaja perfectamente dentro de la idea de Marx, según la cual todos los fenómenos del espíritu tienen su origen último en determinaciones materiales de carácter económico y social. Sin embargo, por más marxistas que podamos ser, no debemos caer en ese ciego determinismo en el que nunca cayó Marx pero sí cayeron los marxistas ortodoxos. Para Marx las determinaciones fundamentales de una obra literaria y artística deben buscarse en el interior de la obra misma, en su especificidad formal literaria y artística. Lo cual, por supuesto, no impide que, a la hora de hacer crítica o historia de la literatura o de las artes plásti208 / Ludovico Silva

cas, no debamos examinar cuidadosamente la base histórica, económica y social que fundamenta a las producciones del espíritu. ¿Cómo podríamos explicarnos el origen de la palabra «clásico» si no es por motivos económicos? Por cierto que en la época de Bello estaba muy de moda entre los críticos, sin duda por la difusión de las ideas socialistas, el buscar a toda costa las «determinaciones sociológicas» de las obras literarias. A este respecto, Bello escribe con gran lucidez: «Es preciso desconfiar de estas especulaciones ingeniosas que son tan de moda en la crítica histórica de nuestros días, y en que se pretende explicar el desarrollo peculiar de un genio y la tendencia a ciertos principios por la influencia moral de los acontecimientos de la época, influencia que reciben todos, y sólo se manifiesta en uno u otro» (IX, 131). Esto lo decía Bello en su Compendio de historia de la literatura, al hablar de Lucrecio, y sus palabras son una verdadera toma de partido por la necesidad de examinar a los autores y las obras en su especificidad artística, abandonando la pretensión de explicarlo todo por las determinaciones sociales. Es lo mismo que ocurre con el moderno psicologismo, pero al revés; se abandona toda explicación sociológica en aras de una explicación puramente psicológica, subjetiva y reduccionista. En este sentido, Bello como crítico siempre guardó un saludable equilibrio. Como dice Uslar Pietri, «desde temprano se inicia en un eclecticismo del gusto que será uno de los rasgos permanentes de su personalidad» (IX, XVIII). Pero volviendo al término «clasicismo», todavía hay más paño que cortar. Nosotros no podemos, hoy, quedarnos con el simple origen socioeconómico del término. Tenemos que intentar averiguar si, independientemente de su origen, el término La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 209

nos sirve actualmente como categoría estética explicativa. Veremos que sí nos sirve. La moderna crítica histórica ha llegado a esta saludable conclusión. Aunque no debemos suponer que todos los autores se muestran de acuerdo en las vías para llegar a esa conclusión. Por mi parte, la vía que considero más adecuada es la que representan, en Alemania, filólogos románicos como Curtius y Friedrich. En la obra de Curtius antes citada hay observaciones muy importantes que no debemos pasar por alto. Con el término «clásico» inventado por Aula Gelio ha ocurrido una accidentada historia. Perdida durante la Edad Media, reaparece en 1548, en el Art Poétique de Thomas Sébillet, donde este autor habla de «los buenos y clásicos poetas franceses, como son los viejos Alain Chartier y Jean de Meun» (des bons et classiques poetes francois, cornrne sont entre les vieux Alain Chartier et Jean de Meun). De acuerdo a esto, había poetas «clásicos» en la Edad Media. La escuela de Ronsard parece desconocer la palabra classique. En Gracián se lee: «Gran felicidad conocer los primeros autores en su clase» (Agudeza…, discurso LXIII). Y Pope, en Inglaterra, habla de a Classic, good in law. Ahora bien, el término reapareció a comienzos del siglo pasado, y no fue muy para su fortuna. Al calor del movimiento romántico, se dio por llamar «clásico» a todo lo que se opusiera a la actitud romántica. Se creó así una lamentable confusión que ha llegado hasta nuestros días y que se ve agravada por la vaguedad del término «romanticismo». En una nota crítica de 1848 sobre Alberto Lista, Andrés Bello se ocupa de la palabra «romántico». Nos dice que «ha venido de la lengua inglesa, donde se deriva de romance. Con esta última palabra, que 210 / Ludovico Silva

es de origen francés, se significó al principio la lengua vulgar francesa, para distinguirla de la latina, que se cultivaba en las escuelas, y estaba casi reducida a la Iglesia y a los claustros. Por extensión, se dio el mismo nombre a las composiciones en lengua vulgar, y señaladamente a las del género narrativo, en que se contaban los hechos de algún personaje real o imaginario, es decir, a las historias o novelas en prosa o verso, entre los cuales tuvieron particular celebridad las gestas y los libros de caballería» (IX, 450). Pero Bello no nos aclara el uso de la palabra «romántico» para designar una corriente estética, o mejor dicho, una escuela o movimiento literario del siglo XIX. En ocasiones se acerca a ello pero sin emplear la palabra «romántico», como cuando nos dice: «Diríamos que en los antiguos hay más naturaleza y en los modernos más arte» (IX, 199). A pesar de la imprecisión de estos términos, ellos no conducen hacia la constitución de categorías estéticas aptas para diferenciar a los clásicos de los que no lo son. Pero esto se aclarará si nos atrevemos a desechar de una vez por todas la pareja conceptual clasicismo-romanticismo, que, como dice Curtius, es de «alcance muy limitado». Y agrega Curtius: «Como instrumento intelectivo, el contraste clasicismo-manierismo es mucho más útil, y puede aclarar una serie de conexiones que suelen pasarse por alto» (Curtius, op. cit., XV, 1). Examinemos, pues, el concepto de manierismo, que Bello en una ocasión roza de manera muy lúcida, a fin de contrastarlo con el de clasicismo y lograr para éste una mayor claridad, como si lo proyectásemos en una pantalla.

La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 211

El término «manierismo», a diferencia del término de «romanticismo», es de una gran importancia como categoría estética y está destinado a llenar una evidente laguna de la terminología científica literaria. El término «romanticismo» es puramente histórico, y es un modo vago de llamar a una escuela literaria que tuvo representantes como Bryon, en Inglaterra, o Víctor Hugo, en Francia. En cambio, el término «manierismo» «no contiene sino un mínimo de asociaciones históricas» (Curtius, ibidem). Esto es justamente lo que lo convierte en categoría filosófica. Históricamente, dentro de la tradición neolatina, se pueden señalar algunos rasgos propios del manierismo. Un primer rasgo lo constituye el uso del hipérbaton (transgressio), es decir, cierta libertad para alterar el orden gramatical normal de las palabras. Generalmente, se trata de un latinismo estilístico. En su Soneto XVI, Garcilaso desliza este verso: Por manos de Vulcano artificiosas donde el orden gramatical aparece violentado. Esto nos da la pista para descubrir rasgos manieristas en poetas que, como Garcilaso, dejaron una obra que en su conjunto puede ser considerada como modelo de clasicismo. Un caso diferente ocurre con los hipérbatos de Góngora. Góngora, en sus grandes poemas, los emplea sistemáticamente, como todos sabemos, hasta el punto de que, para vertir en «prosa» esos poemas debió Dámaso Alonso descomponerlos del mismo modo, como cuando estudiamos latín, debemos descomponer en sus elementos las construcciones gramaticales para poderlas traducir a nuestra lengua. Góngora, por más que nos lo citen como clásico del si212 / Ludovico Silva

glo de oro, por más que figure en las antologías, no era un poeta clásico, sino manierista. Algunos rasgos de manierismo hay en los clásicos Calderón y Lope; y muchísimos rasgos en el no menos clásico Quevedo. En este sentido, Bello como poeta es plenamente clásico, porque a pesar de su afición a la latinidad nunca forzó sus versos para construir hipérbatos desmesurados; por el contrario, su sintaxis es límpida o, como él diría, era una sintaxis «suave». Tal vez por eso critica tan duramente los excesos gramaticales de algunos poetas españoles de su tiempo. A él le parecía que no hablaban de modo «natural». Lo que debamos entender aquí por «natural» lo veremos más adelante. Otro rasgo del manierismo es el uso constante de la perífrasis. Curtius pone un ejemplo tomado, como por ironía, del clásico Goethe. Para indicar la ciudad de Venecia, Goethe escribe: Jene neptunische Stadt, allwo man geflügelte Lowen göttlich verehrt… Esa neptúnica urbe donde a leones alados rinden culto divino… En la Divina Commedia del Dante, que debe ser considerado como un poema clásico, hay sin embargo, más de ciento cincuenta perífrasis, de carácter geográfico o astronómico. Góngora, para decir «mesa», nos habla de «cuadrado pino». El mismo Bello, para evocarnos los verdores de las riberas del Anauco, nos remonta a «los bosques Idalios». Todo esto nos dice que manierismo y clasicismo son dos categorías que se entrecruzan, que no se dan jamás de un modo químicamente puro. El superclásico Homero nos habla de la «aurora dedos de rosa» (rododáktilos Heos) y el no menos clásico Esquilo, para La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 213

hablar de las olas, canta a «la sonrisa innumerable del mar», lo cual no es exactamente una perífrasis, pero sí una metáfora manierista de gran belleza. Pues es hora de decir que las denominaciones de «manierismo» y «clasicismo» no significan —al menos a mi juicio— necesariamente un juicio de valor estético. Se puede ser un gran poeta manierista como se puede ser un gran poeta clasicista. Sin ir más lejos, toda la gran poesía del siglo XX es poesía manierista, salvo algunos rasgos, no dominantes, de clasicismo. Otra figura típicamente manierista es la que los latinos llamaban annominatio y que, con vocablo griego, llamamos paranomasia. Consiste en «la acumulación de diversas flexiones de una misma palabra y de sus derivados, y también la de palabras de sonido idéntico o análogo» (Curtius, ibidem). En la tardía antigüedad y en la literatura latina medieval había una gran acumulación de paranomasias, que luego se integraron a las lenguas vulgares. Así, desde el principio nos encontramos en la Commedia del Dante con una selva selvaggia (Inferno, I, 5) o con piu volte volto (Inferno, I, 36). En Los cabellos de Absalón, II, de Calderón, encontramos estos versos manieristas: Granjas tengo en Balafor; cajas fueron de placer, ya son casas de dolor. Dentro de esta categoría entra lo que llamamos aliteración. A propósito del poeta latino Ennio, Andrés Bello da la siguiente definición de aliteración: ésta consiste «en la cercanía de tres o más dicciones que principian por una misma consonante» 214 / Ludovico Silva

(IX, 113). Y pone ejemplos latinos como Foret fas flere, Lingua latina loqui, etc. La definición de Bello no es del todo exacta, pues la aliteración consiste en la «repetición de un sonido o de una serie de sonidos acústicamente semejantes, en una palabra o en un enunciado» (Fernando Lázaro Carreter, Diccionario de términos filológicos, Gredos, Madrid, 1962). Este recurso ha sido utilizado por los poetas de todos los tiempos, y muy en especial por los antiguos germanos y celtas. La poesía castellana, desde Garcilaso hasta Neruda, lo emplea muy a menudo, como en aquel verso célebre: el silbo de los aires amorosos donde se practica un juego de «s» y «r» que tiene una clara finalidad estética. Cuando San Juan de la Cruz quiere denotar el balbuceo, dice, repitiendo tres «que»; Y déjame muriendo un no sé qué que quedan balbuciendo. Bello no censuraba estos usos sino tan sólo cuando a su juicio se transformaban en abusos. Porque el abuso de este tipo de recursos estilísticos conduce a la inanidad de la poesía, a su conversión en un puro malabarismo retórico en el que se echa de menos la grandeza de los sentimientos y de las metáforas. Bello no censuraba los recursos manieristas por sí mismos: pero les oponía constantemente él rigor clásico. Este rigor clásico es también una manera, un tipo de elocución. Tanto clasicismo como manierismo son arte, es decir, maneras, formas, estilos. Esto lo sabía bien Bello, y prueba de ello es un pasaje suyo del comentario a la traducción de la Ilíada por Hermosilla: «todavía se puede La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 215

decir que no existe obra alguna que merezca mirarse como un trasunto medianamente fiel de las ideas y sentimientos, y sobre todo de la manera del original griego» (IX, 417). Bello subraya la palabra manera. Hermasilla, en su traducción, no respetaba los manierismos de Homero. Así, por ejemplo, hacía caso omiso de los llamados (por Bello), «epítetos de fórmula», es decir, aquellas expresiones que Homero repite una y otra vez y que procedían, sin duda, de exigencias musicales y litúrgicas. «Aquiles el de los pies ligeros», «la Aurora dedos de rosa», «Ayax, antemural de los aqueos», etc. Todas estas fórmulas, del más puro manierismo, eran para Bello indispensables, aun tratándose del poema clásico por excelencia. Lo cual nos revela, una vez más, el sabio eclecticismo que caracterizaba la crítica de Bello. Por eso nos dice Uslar Pietri que «la crítica de Bello es siempre relativa» (IX, XLVIII), en el sentido de que evitaba siempre todo dogmatismo; en lo que se alejaba notablemente de los modelos críticos que pesaban sobre la época, en especial los representados por Luián y Hermosilla, en España, y Boileau, en Francia. ¿En qué consiste, pues, el manierismo? Veamos lo que nos dice Curtius: «El manierista no quiere decir las cosas en forma común y corriente, sino en forma inusitada; prefiere lo artificial y lo artificioso a lo natural; lo que se propone es sorprender, causar asombro, deslumbrar» (Op, cit., XV, 3). Esta caracterización es correcta, pero insuficiente. El tono un tanto despectivo, que no disimula una preferencia por el clasicismo, arruina el empuje filosófico que inicialmente había querido darle Curtius a ambas categorías. Es preciso decir que clasicismo y manierismo no son sino dos maneras, dos estilos de elocución literaria. Si se quiere, podemos admitir que el manierista es más formalista que el clásico; pero 216 / Ludovico Silva

esto no nos dice mucho, porque el estilo clásico es también un sistema formal. Lo que diferencia a ambos estilos es una cuestión de intensidad en el tratamiento del lenguaje poético. El clásico, siguiendo la vieja norma solónica del meden agan o «de nada demasiado», cifra su ambición en el equilibrio más ponderado de todos los elementos formales. El manierista, en cambio, transgrede ese equilibrio en busca de un efecto poético más intenso y deslumbrador. Pero esto no equivale a decir que el manierismo incurra necesariamente en la hybris o desmesura literaria. El manierismo de Mallarmé por ejemplo, en donde se sacrifican todos los sentimientos humanos en aras de la perfección formal a fin de convertir el verso en un bibelot d’inanité sonore, es de una grandiosidad poética que nada tiene que envidiar a ningún clásico. Habría tal vez que recurrir en este caso a la distinción nietzscheana entre estilo o espíritu apolíneo y dionisíaco. El espíritu apolíneo se identificaría con el clasicismo, y el dionisíaco con el manierismo. Y aún así, la paradoja de Nietzsche, que es muy aleccionadora para nosotros, es que en su Origen de la tragedia él reivindica para los griegos antiguos, hasta entonces tenidos por clásicos y apolíneos, el espíritu y el estilo dionisíacos. El llamado teatro clásico griego tuvo su origen en las fiestas dionisíacas. Y, vistos de cerca y con lupa crítica, más de un «clásico» griego se nos revela de pronto como todo un manierista. Mucho se ha dicho, Bello y Curtius lo repiten, que lo que distingue al estilo clásico es su naturalidad, su «imitación de la naturaleza» en tanto que el manierismo se caracteriza por su artificiosidad. Conviene por ello que nos detengamos en esa idea que tanto proclamaba Bello como signo de excelencia: la naturalidad. La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 217

La imitación de la naturaleza

En su Diccionario de términos filológicos, Lázaro Carreter define así el término «clásico»: «Se designa así el aspecto total que presenta una lengua en el momento de su apogeo literario». Esta definición puede ser correcta desde el punto de vista puramente filológico, pese a la ambigüedad de la expresión «aspecto total»; pero es por completo insuficiente desde el punto de vista estilístico. Lo clásico, si queremos una noción operativa y útil, tiene que designar, no lo más antiguo, ni lo más representativo, ni siquiera lo mejor; lo clásico tan sólo designa un estilo, una manera, una forma o postura determinada ante el lenguaje. Tan sólo una categorización como esta puede servirnos de algo para comprender la postura crítica de Bello, quien invariablemente se encontró ante el dilema de considerar clásicos o románticos a los autores que criticaba o reseñaba. Ya hemos citado la frase de Bello según la cual «en los antiguos hay más naturaleza y en los modernos más arte». Esta idea de la naturalidad de los antiguos procede de Aristóteles. En otra parte dice Bello, refiriéndose a Teócrito: «Sus pastores no pertenecen a un mundo ideal; están copiados de la naturaleza al vivo» (IX, 71). Esto nos lleva directamente a la caracterización aristotélica de la poesía como mímesis, es decir, como imitación de la naturaleza, una imitación que es «imitación por reproducción», como traduce García Bacca, o también «reproducción imitativa» o «reproducción por imitación» (Cf. J.D. García Bacca, traducción de la Poética, Ed. UCV, Caracas, 1970, 218 / Ludovico Silva

p. 29). Examinemos un poco, para comprender a Bello, en qué consiste esta imitación de la naturaleza que él consideraba corno un rasgo plenamente clásico característico de la mejor poesía. En esto, como dijimos antes, concordaba con Goethe, para quien el arte de Shakespeare era grande y hermoso porque «seguía a la naturaleza». En una ocasión, Bello traduce el verbo griego poein (del cual deriva poíesis, poesía) por hacer y crear (IX, 39). Al traducir de este modo ambivalente, Bello no es totalmente fiel al espíritu griego, aunque sí lo es al espíritu general de la poesía occidental considerada en su conjunto. Por más que los antiguos considerasen al poeta como «cantor divino» (el divinus poeta de los latinos; véase Virgilio, Bucólica V, 45, u Horacio, Arte poética, 400) la idea de creación era totalmente ajena a su espíritu, no sólo desde un punto de vista teológico sino también desde un punto de vista estrictamente literario. La poíesis era el acto de hacer o fabricar algo, ya fuesen poemas u objetos de orfebrería. Por eso dice Platón, al referirse a la poesía en verso, que ésta no era sino «una partecilla de la poíesis» (Banquete, 205 c). La poesía es producción del espíritu a partir de materiales dados; nunca es creación de la nada, como lo era aquel lógos o verbo o palabra que, según el Evangelio de San Juan, estaba al principio de todo. El poeta, para Platón, es el «hacedor kat’exochen», el hacedor por excelencia (Banquete, 213). Según Herodoto, un poíema es sencillamente una «cosa hecha», como por ejemplo un objeto de orfebrería. Los griegos no conocieron el concepto de imaginación creadora, ni inventaron vocablo alguno para designarla. La poesía no era para ellos creación, sino mímesis, imitación. Como lo dice Aristóteles, la poesía es «imitación de La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 219

hombres actuantes», prattontas (Poética, 1448, a 1). Esta imitación puede presentar las cosas tal como son, tal como parecen o tal como deberían ser. Esto significa, por lo pronto, que la imitación aristotélica no se reducía a una pura copia de la naturaleza, sino más bien a su reproducción, en el sentido en que decimos que una pintura de Velásquez reproduce un paisaje o un rostro, o en el sentido de la moderna fotografía artística, que no copia la realidad sino que la interpreta. De aquí que diversos autores, forzando la imaginación, hayan creído ver en la teoría de la mímesis una teoría de lo que hoy llamamos «visión creadora» o «imaginación creadora». Esta interpretación es forzada e introduce elementos extraños al espíritu aristotélico y, en general, al espíritu griego. Sobre las normas aristotélicas, escribe Bello: «Intérprete fiel de la naturaleza y de la razón, promulga reglas casi siempre juiciosas, que serán respetadas eternamente, a pesar de las tentativas del mal gusto contra estas barreras saludables, más allá de las cuales no hay más que exageración y disformidad» (IX, 73). Pero en otra parte Bello parece contradecirse, al expresar lo siguiente: «Nuestro siglo no reconoce ya la autoridad de aquellas leyes convencionales conque se ha querido obligar al ingenio a caminar perpetuamente por los ferrocarriles de la poesía griega y latina» (IX, 359). Este movimiento pendular del espíritu de Bello se explica si pensamos que él, como buen escritor de su época, oscilaba entre el dogmatismo neoclásico y el dogmatismo de la escuela romántica. En todo caso, podemos afirmar que el espíritu de Bello se rebelaba frente a las normas impuestas por las diversas escuelas, y perseguía un eclecticismo del gusto que diese a los clásicos lo que de ellos era y a los románticos lo que 220 / Ludovico Silva

les pertenecía. Pero, a la hora de expresar Bello su más recóndito gusto crítico, siempre recurría a la fórmula de la «naturalidad» clásica frente a la artificiosidad de los modernos. Esto, por supuesto, amerita una discusión estética. Volvemos al asunto del manierismo y del clasicismo. Decir, como dice Bello, que los antiguos eran más naturales y los modernos más artificiosos es incurrir en una vaguedad. Los antiguos griegos, para quienes, como hemos visto, la poesía, era producción, elaboración o fabricación, tenían un alto concepto de la techne, es decir, del oficio literario. Y aun en el caso, no siempre dominante, de que se propusiesen «imitar a la naturaleza», tal imitación debía hacerse con la mayor elaboración artística posible, hasta el punto de llegar a las fórmulas artificiosas a que nos tiene Homero acostumbrados. A pesar de que Bello criticaba dura mente las «neblinas místicas» de los helenistas alemanes del siglo XVIII y el XIX, nunca pudo sustraerse del todo a esa beatería clasicista que pusieron de moda los filólogos germánicos, y que sólo pudo romperse a partir de las investigaciones de filólogos como Nietzsche, Rhode o Wilamowitz. La verdad es que los antiguos seguían tanto a la naturaleza como los modernos. Un poema de Arquíloco o de Teognis no es menos interpretativo, «creador» o artificioso que una pintura de Monet. Y al revés, un poema de Baudelaire es más fiel a la naturaleza humana que una oda de Píndaro. Por eso decíamos que el verdadero criterio lo constituye la pareja clasicismo-manierismo. Es cierto que las literaturas modernas son mucho más manieristas que las clasicistas, y esto es lo que quería decir Bello cuando afirmaba que entre los modernos había más naturaleza y en los modernos más arte. La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 221

Bello, un clásico

De acuerdo a los criterios estéticos que hemos delineado, podemos preguntarnos: ¿era Bello un clásico, era un romántico, era un manierista? La pregunta no sólo inquiere por su producción poética, sino también por su producción como científico literario, es decir, como filólogo y como crítico. La respuesta, para mí, es terminante: Bello era un clásico, un clásico con todas las de la ley. En su introducción a las poesías de Bello, el poeta Fernando Paz Castillo termina preguntándose: «¿Clásico? ¿Romántico? Bello no se abanderizó, ni quiso abanderizarse… no lo abandericemos nosotros» (I, CXXXI). Es muy loable no querer abanderizar a Bello, entre otras razones porque él mismo se declaraba aparte de todas las disputas escolásticas. Sin embargo, si lo caracterizamos como un escritor clásico no estamos confinándolo a una escuela, sino a un estilo, a una manera de ser escritor que está por encima de las disputas históricas de las sectas literarias. Curtius hacía una distinción entre lo que él llamaba el «clasicismo ideal» y el «clasicismo normal». El clasicismo ideal es el que logran muy pocos autores, que pueden ser considerados como paradigmas o modelos eternos. El clasicismo normal es el que logran una serie de autores que proceden literariamente de acuerdo a la norma griega de la mesura, el equilibrio, la ponderación, la no afectación, la sobriedad en el empleo de figuras y recursos estilísticos, pero sin llegar a las alturas sublimes de los clásicos ideales. Hay que tener en cuenta que 222 / Ludovico Silva

Curtius, dentro de esta clasificación, incluye dentro de los clásicos normales nombres como el de Cicerón, es decir, «el mejor prosista de la tierra», como lo llamaba Menéndez Pelayo. Aunque la distinción de Curtius no me satisface del todo, creo que sería justo incluir a Andrés Bello entre los clásicos normales. Lo era por esencia y presencia, tanto en sus creaciones poéticas como en su pensamiento crítico. No me toca aquí juzgar sus poesías. En cuanto a su actitud crítica, es notoria la presencia de rasgos enteramente clásicos o apolíneos. Bello no se deja jamás vencer por la pasión. Al modo de los antiguos estoicos, practica en sus juicios una ataraxía, una especie de suspensión de todas las pasiones violentas que deja el paso libre al juicio sereno y equilibrado. Pero su eclecticismo no debe entenderse como una postura que no esgrime o asume definiciones claras y tomas de partido. El parti pris es una constante de Bello como crítico, tanto si juzga a los antiguos como a los modernos. Bello procede, inicialmente, con una gran modestia. Cuando nos va a hablar de literatura griega, nos dice que lo que va a hacer, poco más o menos, es parafrasear al helenista alemán Schoell. Sin embargo, bien pronto nos damos cuenta de que Schoell no es más que una guía esquemática sobre la cual desborda Bello toda su enorme sabiduría sobre la literatura griega. Lo propio ocurre cuando expone la literatura latina. Bello nos dice que se va a guiar fielmente por los autores de la Biographie Universelle, en especial por Villemain. Pero en realidad no hará otra cosa que contradecir y rectificar continuamente a los autores de esa Biographie. Bello consigna sus juicios particulares sobre cada uno de los autores historiadores. Así, sus juicios sobre Virgilio y Cicerón y Ovidio son verdaderos modelos de juicio crítico. Bello no se extasía ante los clásicos hasta el punto de perder la La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 223

respiración y el aplomo; por el contrario, sopesa sabiamente lo que hay de bueno o de malo en cada uno, empezando por el mismo Homero. Es sorprendente comprobar cómo Bello trata con igual mesura y ponderación tanto a los antiguos como a los modernos. Naturalmente, a la hora de juzgar al acartonado Hermosilla o al delicuescente Cienfuegos, Bello emplea un tono irónico que no llega a emplear cuando juzga a las grandes figuras del pasado. Pero ello pertenecía a su naturaleza de ser humano. Tal vez por eso le gustaba tanto citar el célebre verso de Terencio: Horno sum: humanum nihil a me alienum puto En efecto, nada humano le era ajeno a este gran hombre americano, a quien Menéndez Pelayo comparó con los antiguos patriarcas o fundadores de pueblos, por el estilo de Abraham. Y eso fue en realidad Bello para nuestro continente: un poderoso y sabio patriarca al que todavía no hemos logrado superar.

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La visión del filólogo

No se puede comprender el sentido de la obra crítica de Bello sin vincularla a su vocación de filólogo. Bello poseía en alto grado lo que pudiéramos llamar la vis philológica, y a la hora de considerar su obra como un conjunto y elegir el aspecto más sobresaliente, tenemos que hablar de la especificidad de Bello como filólogo. Bello era poeta, geógrafo, cosmógrafo, jurista, gramático, crítico, filósofo y educador. Pero donde realmente se convierte en un legado perenne es en su labor filológica. Debemos, pues, echar una ojeada, no a toda su doctrina filológica —ello rebasaría los límites de esta conferencia— pero sí a los principios que guiaban sus reflexiones sobre la lengua castellana. En este punto me guiaré sobre todo, por la exposición que de esa doctrina ha hecho el maestro Angel Rosenblat en sus dos opúsculos: El pensamiento gramatical de Bello, (Caracas, 1965) y Andrés Bello a los cien años de su muerte (Caracas, 1966). El nombre de Angel Rosenblat, junto al de Pedro Grases, Rafael Caldera, Fernando Paz Castillo, Samuel Gil y Gaya, Juan David García Bacca, Mariano Picón Salas, Francisco Duarte, Arturo Uslar Pietri, Oscar Sambrano Urdaneta y algún otro que se me olvida, figura entre nuestras consultas obligadas a la hora de hablar sobre Andrés Bello. Nos dice Rosenblat, con toda justicia, algo que sería preciso gritar en todas nuestras escuelas y liceos, a saber, que si bien la Gramática de Bello, considerada como repertorio de La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 225

usos lingüísticos, está hoy superada, no ocurre lo mismo con la doctrina gramatical allí contenida. Esta doctrina es de una sorprendente modernidad, y en muchos aspectos se adelanta notablemente a su tiempo. Y no podía ser de otro modo, ya que Bello estaba al tanto de las últimas manifestaciones del pensamiento filológico. Desde muy temprano estaba imbuido de ese pensamiento. Puede presumirse, como dice Pedro Grases, que antes de partir de Venezuela en 1810 ya tenía escrita su Análisis ideológica de los tiempos de la conjugación castellana, y también que su amistad con Alejandro de Humboldt lo llevó a conocer las doctrinas filológicas revolucionarias y proféticas del hermano de aquél, Guillermo de Humboldt, de quien sin duda tomó la idea de la palabra como energeia, es decir, como energía o dinamismo actuante, y no como ergon u obra hecha, cosa terminada, hierática. El criterio relacional de la doctrina de Bello debe sin duda mucho a estos principios genialmente diseñados por Guillermo de Humboldt. En un notable esfuerzo de síntesis y abstracción, Rosenblat reduce a cuatro principios fundamentales la doctrina gramatical de Bello. El conocimiento de estos principios es a mi juicio muy importante para conocer el trasfondo filológico del pensamiento crítico de Bello. El primer principio consiste en «lo gramatical como comportamiento de las palabras y no de sus significaciones objetivas o subjetivas». (Andrés Bello a los cien años de su muerte, p. 38). El sustantivo no se puede explicar como nombre de seres. Bello destierra la antigua identificación de nombre y cosa, que sostenía Cratilo en el célebre diálogo de Platón sobre la propiedad 226 / Ludovico Silva

de los nombres. De igual forma, no se puede definir al verbo por la designación de estado, acción o pasión, porque entonces las voces estado, acción o pasión serían verbos por antonomasia. Tampoco se puede definir al género por su denotatum objetivo, porque entonces no nos explicaríamos expresiones como «un estupendo mujerón», que es algo nominalmente masculino y objetivamente femenino. Como dice Rosenblat en frase que implica una crítica antiaristotélica: «Las clases de palabras no concuerdan con las categorías del ser» (Ibidem, p. 39). En su Filosofía del entendimiento, dice Bello: «En realidad, las varias clases de palabras no difieren unas de otras por su significado, sino por su conexión y dependencia mutua en el lenguaje». Esta última proposición nos lanza de lleno en el siglo XX. Bello anticipó genialmente la doctrina lingüística que a comienzos de nuestro siglo expuso Ferdinand de Saussure en su Cours de linguistique générale. Para Saussure, como para Bello, la lengua es un sistema autónomo de relaciones. El significado último de cada vocablo no viene dado por su denotación objetiva, ni por su género, sino por su función, su situación dentro del contexto de la frase. Este principio era aplicado por Bello a la interpretación de la poesía. En efecto, la palabra poética jamás puede explicarse o justificarse por su significación objetiva. Friedrich aduce el ejemplo de la palabra mandore en un soneto de Mallarmé. Según el diccionario, esa palabra designa un instrumento musical; pero según el análisis lingüístico funcional, esa palabra está puesta en el contexto, no para designar un instrmento, sino para dar la idea de antigüedad. Bello parte del concepto de totalidad que hoy esgrimen los estructuralistas cuando proclaman: «la prioridad del todo sobre las partes». Y La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 227

Saussure escribe: «hay que partir de la totalidad solidaria para obtener por análisis los elementos que encierra» (Cours, IV, 1). El segundo principio «postula la independencia entre gramática y lógica, como dos disciplinas heterogéneas, y rechaza el paralelismo entre el entendimiento y el lenguaje» (Rosenblat, op. cit., p. 39). Con este principio se separa la proposición del juicio, y el enunciado del raciocinio. Una cosa es la estructura formal de una proposición, y otra el juicio contenido en ella. La antigua lógica aristotélica era una lógica ontológica, que subordinaba la estructura formal al juicio. La moderna lógica matemática es por completo relacional, y sólo atiende a la «verdad formal» y no a la «verdad material». Bello anticipa esta visión de la lógica en su principio gramatical. La lengua es un sistema de relaciones que se justifican entre sí como las partes de un todo. Así, hay expresiones como no quiero nada, que los antiguos gramáticos aconsejaban sustituir por quiero nada, argumentando que dos negaciones no hacen otra cosa que afirmar. Pero esa razón lógico-dialéctica nada tiene que ver con el lenguaje sincrónicamente considerado, que es una estructura de lógica formal. En el fondo, este segundo principio es una consecuencia del primero, ya que parte de la idea del lenguaje como una totalidad autónoma, un sistema independiente de relaciones formales completamente separado de toda adherencia ontológica. En el análisis y censura de los ripios de los poetas españoles y americanos de su época, Bello empleaba a fondo este principio, ya que el ripio no es sino la incorporación de un monema innecesario en una relación sintagmática. El ripio tiene como función generalmente el completar el metro de un verso o el redondear una rima. Bello era implacable con 228 / Ludovico Silva

estos ripios, tan frecuentes en la poesía castellana del pasado siglo, y la razón por la cual los condenaba no era otra que su principio de la estructura formal del lenguaje: un ripio es algo que sobra en una estructura sintáctica, o para decirlo con Saussure, es un monema que hiere al sintagma. El tercer principio consiste en «liberar la gramática española de las redes de la gramática latina, y estudiarla tal como ella es, “como si no hubiese en el mundo otra lengua que la castellana”» (Ibidem, P. 40). Bello conocía a fondo la lengua latina, que había aprendido en sus más tempranos años caraqueños, gracias a la diligencia de un sacerdote un poco loco y muy pintoresco llamado Fray Cristóbal de Quesada. Por eso mismo, conocía también a fondo la especificidad de esa lengua y su diferencia radical de las lenguas romances, entre ellas la castellana. Por eso rechazaba que se hablase de declinación nominal en castellano, o de comparativos, superlativos o voz pasiva a la manera de lengua latina. En este sentido Bello se pronuncia por una gramática que hoy llamaríamos sincrónica. Como él decía: «ver en las palabras lo que bien o mal se supone que fueron, y no lo que son, no es hacer la gramática de una lengua, sino su historia». De ahí que Bello críticara una y otra vez los giros latinizantes de los poetas. Quiero decir, los giros falsamente latinizantes y las locuciones innecesariamente cultistas. En este sentido, nosotros actualmente nos comportamos de una manera que ya Bello criticaba. Bello no escribía, como escribimos nosotros, transparente, sino trasparente; y así escribía también traspirenaico y trasposición sin acudir a esa «n» latinizante, que nosotros nos empeñamos en seguir utilizando. Es lo mismo que le ocurría a Unamuno, cuando un corrector de La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 229

pruebas le puso en una galerada: «Ojo: obscuro», a lo cual Unamuno respondió escribiendo: «Oído: oscuro». El cuarto principio «es afirmativo, y sin duda el fundamental: explicar lo gramatical por el comportamiento gramatical, por la conexión y dependencia mutua de las palabras, es decir, por la función. La gramática de Bello es una gramática funcional» (Ibidem, p. 42). Este principio es una nueva versión de los dos primeros que antes explicamos. Bello, como decíamos, se anticipa a la lingüística saussuriana en el sentido de que toma partido por una visión estructuralista (en el buen sentido de la palabra) o sistemática de la lengua. Las palabras, aisladas, no tienen sentido. El sentido que les da el diccionario no es más que una aproximación histórica de carácter diacrónico y muchas veces puramente etimológico. El verdadero sentido o significado de un vocablo le viene dado por su función dentro de la frase u oración. Bello lo explica de este modo: «Una lengua es como un cuerpo viviente; su vitalidad no consiste en la constante identidad de elementos, sino en la regular uniformidad de las funciones que éstos ejercen, y de que proceden de la forma y la índole que distinguen al todo». Ya se ve que Bello recurre al moderno concepto de totalidad, que en ciencia social será proclamado por Marx y en lingüística sería sistematizado por Sassure y sus discípulos y posteriormente por los estructuralistas. A la hora de hacer crítica de poesía —que es lo que casi siempre hizo Bello— este concepto es muy importante, porque el crítico debe enfrentarse a los versos como totalidades autónomas y al mismo tiempo a la totalidad del poema. Un verso es una totalidad por razones que Bello explica largamente en sus Principios de la ontología y métrica de la 230 / Ludovico Silva

lengua castellana (1835). Las razones son métricas y acentuales. Bello reaccionaba fieramente contra aquellos neoclásicos que insistían en mirar los versos castellanos a través del prisma de la métrica latina, con sus pies y sus sílabas largas y breves. Bello insistía en el cómputo silábico y en el juego acentual como características de los metros castellanos. Recordaba, además, que cada verso, en nuestra lengua, tiene un acento final que lo cierra y lo termina como verso, lo cual nos autoriza a hablar del verso como totalidad.

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Conclusión

Ha llegado la hora, seguramente ansiada por ustedes, de finalizar esta conferencia. He querido tratar los temas que considero centrales del pensamiento crítico de Bello. El problema del clasicismo nos llevó bastante espacio, pero ello se justifica porque es quizás el tema medular de la crítica de Bello. Pero los otros temas no son menos importantes. Hay un gran tema que lamentablemente he tenido que dejar de lado, y es el perfil humanista de Bello, que tanta importancia tiene a la hora de considerar sus juicios críticos. Sin embargo, he preferido los temas más polémicos, es decir, aquellos en los que, en vez de copiar o recitar a Bello, he querido demostrar que lo importante, lo urgente para nosotros, es rebasar a Bello, superarlo dialécticamente; lo cual implica, por supuesto y en buena dialéctica, rescatar todo aquello que sigue siendo válido de su pensamiento, y completarlo con nuestros conocimientos actuales. Mi opinión muy personal es que los venezolanos, y aun podría decirse los latinoamericanos, todavía no hemos superado a Bello. Independientemente de los hallazgos filológicos y gramaticales que algunas personalidades americanas hayan podido realizar, la realidad de nuestras escuelas, liceos y universidades, donde Andrés Bello no es hoy popular, nos demuestra la necesidad de revalorizarlo y difundirlo. En el año de 1955, cuando yo era un tímido poeta de 18 años, me encontraba en Madrid. Un día me acerqué temeroso 232 / Ludovico Silva

a la Academia de la Lengua, y pedí una entrevista con don Ramón Menéndez Pidal, entrevista que inmediatamente me fue concedida. Yo tenía ganas de conocer a aquel sabio genial que presidía la vida intelectual de España. Al verlo, le dije: «Vengo de Venezuela y soy poeta». El me respondió lentamente con aire de satisfacción: «Entonces, es usted un poeta de la patria de Andrés Bello».

La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 233

VI

Octavio Paz y el marxismo latinoamericano

Dentro de un clima de amplio respeto intelectual, me voy a permitir hacer algunas observaciones críticas sobre ciertas afirmaciones del gran escritor mexicano Octavio Paz. El respeto se lo merece, porque es un notable poeta y un mejor ensayista; y las críticas también se las merece, por aquello de que lo cortés no quita lo valiente, y por ciertas aseveraciones suyas sobre el marxismo latinoamericano. Paz se confiesa políticamente socialista y demócrata, aunque no «socialdemócrata». En su juventud (hoy tiene 67 años) se sintió atraído por el marxismo, pero el auge estalinista lo decepcionó y lo llevó a coquetear durante un tiempo con Trotski. Hoy en día es un pensador que examina críticamente las sociedades del Este y del Oeste, que no acepta los sistemas imperantes porque unos están basados en el dinero y el placer y otros en el colectivismo burocrático. Paz cuestiona la moral capitalista y también la moral de los países que se autodenominan socialistas, en especial la Unión Soviética por «profundamente reaccionaria». En cuanto a los marxistas latinoamericanos, «pienso —dice— que si hay un sector profundamente reaccionario en América Latina, es el intelectual izquierdista». Estos intelectuales sufren una «intoxicación», un «vicio intelectual» y viven sumergidos en «la La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 237

superstición del siglo XX». En cuanto a Cuba, ésta «era una suerte de burdel estadounidense y ahora es un cuartel soviético, una colonia burocrática». Tales son los conceptos más resaltantes de Octavio Paz, según se lee en un artículo de Alan Riding para el New York Times. Aunque me parece una injusticia expresarse así de Cuba, en general comparto las prevenciones de Paz con respecto a las sociedades llamadas socialistas. El socialismo es, en principio, un modelo teorético (que los filósofos de la ciencia llaman «ideal y simbólico», como lo es también el modelo de democracia para la ciencia política) que fue diseñado por Marx. Este modelo —cuyos rasgos no puedo entrar aquí a caracterizar— está lejos de haberse convertido en realidad. La sola existencia de una economía mercantil y monetaria, y la sujeción del trabajo al salario en las sociedades «socialistas» bastarían para probar que sigue allí existiendo la alineación capitalista, adobada con el condimento de la nueva lucha de clases que implica la todopoderosa burocracia. Paz debería haberse quedado en la preferencia por Trotski, quien fue el primero y más genial de los críticos del falseamiento del socialismo, y que por ello fue asesinado en México. Un Tratado de economía marxista como el del belga Ernest Mandel —de filiación trotskista— se corresponde, a mi juicio, con la correcta interpretación de la economía actual, tanto de los países capitalistas como de los socialistas. En ese vasto libro al que considero como El Capital de nuestro siglo, Mandel dedica un capítulo a la enumeración de los rasgos que debe tener un modelo socialista como el de Marx, y que no se corresponden casi nunca con las sociedades «de transición hacia el socialismo», y que en cambio es formu238 / Ludovico Silva

lable a partir de ciertas tendencias observadas en la sociedad capitalista desarrollada, donde el proceso de socialización es innegable, aunque siga estando en contradicción con el modo privado de apropiación, que diría Marx.4(*) Estos economistas, sociólogos, antropólogos y filósofos viven, por supuesto, en perpetuo combate con los intelectuales izquierdistas que entienden el marxismo como un catecismo inviolable. Tienen que luchar, ¿por qué no decirlo? contra ciertos partidos comunistas que son como los alabarderos del internacionalismo soviético. Tal vez lo que le ocurre a Octavio Paz es sentir un cierto «reconcomio» por los denuestos de que lo ha hecho víctima el Partido Comunista Mexicano. Pero eso no tiene razón de ser así, porque si los intelectuales marxistas se van a guiar por los denuestos de los partidos comunistas terminarán petrificándose, como le ocurre a esos mismos partidos, o pasándose al bando contrario, el bando capitalista. Hay que examinar con serenidad lo que ocurre en las distintas sociedades socialistas. No se puede meter en un mismo saco a países como la URSS, a Hungría de 1986 y Yugoslavia. En este último país desde hace décadas se lleva a cabo un experimento de autogestión y participación obrera que no tiene parangón en ninguna parte, y que constituye uno de los rasgos centrales del modelo socialista de Marx. En Cuba, pese a la desgraciada dependencia soviética, el grado de participación colectiva es impresionante, según afirman sociólogos no cubanos que han estudiado el caso en la isla; no hay analfabetismo, no hay 4

Sobre el modelo del «Socialismo futuro», véase un ensayo «Teoría del Socialismo», en mi libro Humanismo clásico y humanismo marxista. Caracas, 1983 (*)

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prostitución, no hay delincuencia, a los artistas e intelectuales no se les impone una estética como ese mal llamado «realismo socialista» de la URSS, contra el cual escribió brillantemente el Ché Guevara y en Hungría los obreros ya tienen acciones en los bancos… Si Octavio Paz se confiesa socialista, tiene que comprender que la única manera de serlo es creando categorías marxistas nuevas. Yo no sé si Paz conoce debidamente a los integrantes de lo que los europeos llaman la escuela latinoamericana, pero en todo caso debería ponerse a refutarlos para poder afirmar que en este Continente todos los marxistas están trasnochados y dominados por la superstición. Yo no entiendo cómo se puede ser socialista sin Marx. Yo no entiendo cómo se puede hacer la crítica radical del capitalismo, que Octavio Paz hace, sin caer en el socialismo marxista ¡el de Marx, no el de los epígonos burocráticos! Hacer la crítica del capitalismo desarrollado implica observar las tendencias empíricas que lo conducirán a su extinción a largo plazo. Sigue en pie la predicción de Marx sobre el surgimiento del socialismo en el capitalismo desarrollado. Precisamente el hecho de que los socialismos nacidos en naciones poco desarrolladas anden cojitrancos, es la mejor demostración de lo que dijo Marx. Hay que luchar, amigo Paz, para acelerar la descomposición de la actual sociedad. Paz ataca al marxismo latinoamericano, por ser, según él, repetitivo, exhausto. Los mismos europeos, a pesar de su tradicional colonialismo ideológico, han tenido que reconocer públicamente la existencia de lo que ellos llaman «la escuela latinoamericana». Esta es una escuela que tiene representantes en 240 / Ludovico Silva

casi todos nuestros países, y que se dedica fundamentalmente a la creación de una teoría marxista del subdesarrollo. Se basa, por una parte, en la interpretación de ciertos pasajes de Marx —en especial de La ideología alemana y de los Grundrisse, amén de El Capital— que se refieren a la acumulación originaria de capital, al desarrollo del mercado mundial con la creación de polos de riqueza y miseria y a las sociedades precapitalistas, y por otra parte, se basan en la investigación minuciosa de los países subdesarrollados. En Africa, economistas como Samir Amín, senegalés de alto vuelo teórico cuya capacidad pude apreciar personalmente, también han formado una escuela para la interpretación de su subdesarrollo. El llamado Tercer Mundo está llamado a convertirse en la vanguardia del marxismo actual. En lo que a mí concierne, digo sin falsa modestia que he publicado en México y en Venezuela libros donde se pone en la picota las teorías de los marxistas europeos —con pocas excepciones— sobre la alienación y la ideología. En México, Octavio Paz puede encontrar en la Universidad Nacional Autónoma a economistas como Alonso Aguilar Monteverde o Fernando Carmona, quienes han escrito libros sobre la interpretación marxista del subdesarrollo. También puede leer los libros de André Gunder Frank, que son una vivisección teórica de nuestras sociedades. En Venezuela puede leer los libros de economistas marxistas como Armando Córdóva, Héctor Malavé Mata, D.F. Maza Zavala o Héctor Silva Michelena, para nombrar sólo algunos. En Brasil puede leer a Darcy Ribeiro, a Fernado Henrique Cardoso o a Theotonio Dos Santos. En Perú puede leer a Aníbal Quijano o a José López Soria. Y así sucesivamente, no sigo mencionando nombres porque tendría que llenar todo el espacio de que dispongo para este fragmento. La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 241

Finalmente, pienso que un hombre tan inteligente como Octavio Paz no tiene derecho a ignorar estas cosas. Mientras lo haga, estará en la fácil posición de Au Sesuss de la melée, por encima de la contienda y ese es un lujo que no puede permitirse un intelectual como Paz, cuya autoridad espiritual lo compromete.

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VII

Nuestra famosa «identidad» latinoamericana

Leí con mucha atención y agrado el sintético artículo que publicó el señor Nelson Osorio T., el domingo 1º de junio de 1986 con el título de «Las literaturas del Caribe y nuestra América». En general, mi punto de vista sobre este tema no difiere demasiado del que expone Osorio. Sin embargo, me parece justo y apropiado hacerle unas cuantas observaciones críticas, en beneficio de los muchos lectores que, por culpa de ciertas insinuaciones del señor Osorio, pueden hallarse sumidos en la más terrible de las confusiones: no saber a ciencia cierta quiénes son realmente, ni cómo son, ni cómo se escribe una literatura que pueda llamarse con propiedad americana. (Entiendo por América a secas lo que suele denominarse América Latina o también otros nombres bastante impropios como «América española», «Indoamérica», etc.; por dos razones: primero, porque a pesar de ciertos elementos no latinos del Caribe, el resultado histórico comprobable es que lo que nos define en nuestro origen «colonial» es la latinidad; y segundo, porque Américo Vespucci y otros le dieron el nombre de «América» tan sólo a este Subcontinente que conocemos como América Latina, en tanto que la mal llamada «Norteamérica» no sólo no tiene originalmente ese nombre —bien lo dijo Ezra Pound: «Este es el La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 245

único país del mundo que no tiene nombre propio»— sino lo que es más grave: nunca fue propiamente «América» ni jamás fue un «Nuevo Mundo», sino, como ha escrito Uslar Pietri, «su camino no ha sido el de crear diferencias, sino el de acentuar hasta el extremo algunos rasgos de la vida europea trasplantada»; de suerte que los Estados Unidos son tan sólo una «Nueva Inglaterra», con diferencias tan flacas como ciertas costumbres más o menos grotescas y una cierta «manera de vivir» o way of life; y en cuanto al idioma, lo más claro es aquello que irónicamente decía Oscar Wilde: «Lo que nos diferencia a nosotros los ingleses de ellos los norteamericanos es la lengua común». Pero, en fin, como el uso es el criterio de corrección lingüística, dejemos que la gente, y en particular los europeos, sigan llamando a los gringos «los americanos». Pero volvamos al amigo Osario, después de este paréntesis tal vez demasiado largo y agresivo. Dice Osorio que la reciente novela de García Márquez, El amor en los tiempos del cólera, «mientras en amplios medios de la población (sobre todo, entre los jóvenes y los estudiantes) se la lee con entusiasmo y se comenta y difunde, en el sector que responde a lo que pudiéramos llamar la cultura ilustrada, las opiniones están ásperamente divididas». Sinceramente, no entiendo esto, tal vez porque acaso mi ignorancia no me sitúe entre la «cultura ilustrada»; pero lo cierto es que en lo que respecta a esa gran cantidad de «jóvenes y estudiantes» y otras capas no tan «ilustradas», yo no veo manera alguna de saber lo que ellos piensan o sienten hacia esa novela; que yo sepa, en nuestro país, ningún joven o estudiante u hombre de «la masa» ha expresado públicamente y por escrito opinión 246 / Ludovico Silva

alguna. De modo que no hay manera de comprobar empíricamente la afirmación de Osorio, aunque por supuesto tanto él como nosotros tengamos derecho a «intuir» lo que muy probablemente sea cierto, es decir, que la juventud y las grandes masas sienten una gran admiración hacia esa espléndida novela del Gabo. En lo que respecta a los representantes de la «cultura ilustrada» podemos decir casi lo mismo. Yo no sé de ninguna polémica (al menos en Venezuela) entre la gente culta a propósito de los valores literarios de esa novela; o al menos de una opinión culta que haya esgrimido una posición crítica o polémica sobre el tema. Puede ser que en los corrillos universitarios y académicos (cuando aún se podía andar por esos corrillos o corredores, que hoy huelen a eso que los griegos llamaban pédos y los latinos como Petronio Strepitus obscenus, y que parecen más bien territorios azotados por el cólera) se haya discutido o se siga discutiendo ásperamente sobre el valor literario o cultural de la novela en cuestión; pero no hay modo de comprobarlo, porque nadie se ha tomado la molestia, que yo sepa, de escribir y publicar una opinión y una valorización a profundidad del texto de García Márquez. Por mi parte, si es que interesa mi opinión y si es que por azar pertenezco a la «cultura ilustrada», confieso que la novela me parece tan grande y tan bien escrita como los mismísimos Cien años de soledad; sólo que, como es ya costumbre en García Márquez, en este caso él inaugura un nuevo estilo, o al menos una nueva manera de narrar y de inventar personajes, que por lo demás pueden seguir siendo considerados como «realismo mágico» o como obra «auténticamente latinoamericana», según se prefiera. Así como El otoño del patriarca representó estilísticamente, por su escritura asmática, una ruptura con la novela anterior La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 247

que ganó el Premio Nobel, la Crónica de una muerte anunciada y El amor en los tiempos del cólera significan la creación de un modo de narrar que tiene características específicas: el ritmo de las frases es mucho más ondulado y largo, la historia contada es más lineal y menos truculenta, el sentimiento dominante es un puro y simple amour-passion más o menos decorado con anécdotas de amour fou, amour physique y, en fin, el juego de las metáforas es mucho más sobrio. Sin embargo, como decíamos, se trata siempre del mismo gran novelista americano, y permanecen intactos ciertos rasgos comunes a toda su producción. Para poner un solo ejemplo, citemos una frase aparentemente inocua: «Y el ángel de la muerte flotó un instante en la penumbra fresca de la oficina, y volvió a salir por la ventana dejando a su paso un reguero de plumas» (El amor en los tiempos del cólera, pp. 158-9). Lo característico o específico reside en introducir primero una vieja y desgastada metáfora: «El ángel de la muerte», para luego desprestigiarla lindamente diciendo que el tal ángel se fue por la ventana «dejando un reguero de plumas», cosa que no le acontecía, valga el caso, a los ángeles de Bécquer o de Rubén Darío. Otro tanto ocurre cuando, en medio de una larga, seria y casi religiosa meditación de Florentino Ariza, éste, se da cuenta de pronto y como por súbita sorpresa de que, «El mundo se divide entre los que tiran y los que no tiran». Osorio trata de explicarnos esa presunta división de opiniones entre la gente culta: «La formación de este último sector es programáticamente exógena, por lo que tiende más a una integración pasiva con la llamada cultura occidental que con la realidad inmediata del mundo que habitamos». Y para 248 / Ludovico Silva

ponerle la tapa al frasco, añade rotundamente: «Y de algún modo Florentino Ariza, el personaje central de la novela, es un anti-Werther, un personaje desopilante (en el doble sentido del término) que rompe con el paradigma del amor “occidental” que Dénis Rougemont diseñara en su ya clásico estudio». Yo no veo, por más que me esfuerzo, por ninguna parte esa formación «programáticamente exógena» del sector culto, y mucho menos alcanzo a ver esa presunta «integración pasiva» con la cultura occidental que lo haría olvidar el mundo real en que habitamos. Es cierto, sin duda, que abundan los intelectuales europeizantes que asumen la cultura europea —es decir, la que va desde Homero hasta Marguerite Duras, pongamos por caso— como una cosa postiza completamente desvinculada de la realidad cultural y social americana. Pero ese hecho lamentable no le da a nadie derecho a decir que todo el sector culto, o lo mejor de él, asuma esa posición. Por el contrario, tanto en Venezuela como en el resto del Subcontinente, es mucho mayor el número de gente culta (intelectuales o no; pero inteligentes) que han sabido integrar toda la inmensa riqueza de la cultura europea a la riqueza particular nuestra, que proviene del mestizaje cultural entre europeos (sobre todo españoles y portugueses, indios y negros). Jorge Luis Borges, a quien tanta gente mira como un europeo y hasta como un inglés, ha declarado que tanto él como su obra son algo perfectamente mestizo. El mismo Andrés Bello ya hablaba de eso, aunque, en su poesía (no en su ensayo), estilísticamente fuese un europeo y redujese su americanidad a una enumeración superficial de nuestros frutos y demás vegetales. Alfonso Reyes, quien traducía a Homero o a Chesterton, decía que él era un mexicano rajado. Uslar Pietri ha dicho hasta el cansancio que La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 249

nosotros somos mestizos, y que en ello reside nuestra «identidad». Y en fin, todos los grandes poetas, desde Darío hasta Vallejo y Neruda han sido profundamente americanos; así como nuestros mayores novelistas, desde Gallegos hasta García Márquez, han creado mundos perfectamente americanos. Para no hablar de indigenistas como Juan Rulfo o Fernando Benítez, como Miguel Angel Asturias o José María Arguedas; o cantores de la negritud como Nicolás Guillén y Miguel Otero Silva («negro negrit…»), o algunos poetas caribeños de habla francesa, como Corbin o Césaire. Vayamos ahora a la segunda parte o tapa del frasco de la afirmación de Osorio. Según él, Florentino Ariza («personaje central de la novela», cosa que es sólo verdad a medias, pues Fermina Daza tiene el mismo rango) es un «anti-Werther», un personaje «desopilante» (su pongo que este feo vocablo que sin embargo tiene prosapia castellana, según Covarrubias, querrá decir distinto o abierto o rompe-trabas) que «rompe con el paradigma de amor “occidental” que Dénis Rougement diseñara en su ya clásico estudio». Esto no es más que otro disparate. Florentino Ariza no sólo no es un «anti-Werther» sino que tiene muchísimo que ver con el personaje de Goethe. Por más caribeño que sea, el amor que él siente por Fermina Daza es un amor romántico que, en cuanto amor, no se diferencia en nada de la locura mística que sentía Werther por Carlota o Lotte. Era lo que Stendhal llamó un amour-passion, que se caracteriza, tanto en Goethe como en García Márquez, por ser un amor súbitamente surgido en la juventud y que se prolonga toda su existencia, hasta la extrema vejez, sin necesidad de ser físicamente saciado, un amor que se contenta con mirar o admirar 250 / Ludovico Silva

(mirare) desde lejos a una amada prácticamente imposible, a la que alguna vez, a los veinte años, confesó tímidamente su amor, y a la que tuvo que ver durante muchísimos años como a una mujer casada con el doctor Juvenal Urbino, y a la que sólo pudo tener acceso real cuando, ya viuda y con 78 años, la encontró él a sus 80 años y recomenzó a hacerle la corte sutilmente, con toda la timidez de un adolescente, hasta que por fin se unieron carnalmente en un interminable viaje por el río Magdalena. La diferencia con Werther no reside en la calidad del amor, sino en que el alemán se suicidó a temprana edad. Pero por lo demás, todos los elementos del suicida, desde el pistolón escondido hasta el frac con botones dorados y la flor en el ojal, son casi idénticos en ambos personajes. También la romántica costumbre de deslizar pequeñas cartas, mensajes o billetes por debajo de la augusta puerta de la casa donde vive la amada irreal, o bien el acompañamiento de lejanos violines que en un caso tocaban valses y en otro minués o rigodones; todo es igual, aunque Werther sea un alemán del siglo XVIII y Florentino Ariza un colombiano de comienzos del siglo XX. En todo caso, ambos tipos son «desopilantes» o rompetrabas, como ya lo sabía Napoleón cuando llevaba en sus campañas un ejemplar del Werther, o como lo sabe el propio García Márquez cuando declara que su personaje rompe la barrera del sonido en materia de amor, pues Florentino no sólo cultiva con fervor su amour-passion hasta la muerte, sino que además a lo largo de su vida, como para distraerse un poco, seduce a un gran número de mujeres a las cuales no ama sino con amour physique, lo que ciertamente sí lo diferencia un poco del desolado Werther, cuya muerte apresurada no le da casi tiempo de tener devaneos superficiales. Por último, mucho antes de La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 251

que Monsieur Dénis de Rougement (que así es como se llama) escribiera su fastidioso tratado, el genio de Stendhal había escrito su deliciosa obra De l’Amour, y había creado personajes tan llenos de amour-passion como Julien Sorel, Madame Rénal, Fabricio del Dango o Clélia Ponti, para no hablar de la enloquecida duquesa Sanseverina. De modo, pues, que Florentino Ariza no rompe ningún «paradigma» de amor «occidental», ni es tan «desopilante» como quiere el amigo Osorio, empeñado en buscarle una «identidad» americana e incluso caribeña, que sólo aparece en el personaje no cuando se enamora de una cierta manera, sino cuando García Márquez describe y sitúa el mundo en que florece ese amour-passion, que es el mismo amor de siempre pero situado en un ambiente distinto y nuevo, un mundo americano o caribeño ciertamente diverso del mundo alemán del siglo XVIII o el mundo francés o italiano de comienzos del siglo XIX. El determinismo geográfico, sin duda, lo configura y lo moldea; pero al fin y al cabo, como todos los determinismos, acaba por subrayar tanto más sus características universales. Esta mezcla de lo particular o regional con lo universal o mundial es lo único que nos puede autorizar a hablar de cosas tales como la «identidad», término que a pesar de los pesares resulta cuando menos inapropiado o abusivo, si no absurdo y contradictorio. Osorio, como muchos otros autores, habla insistentemente de «identidad»: «Una cultura y una identidad propias de nuestra América»; «cultura e identidad que no encuentran cauce pleno en los modelos de expresión que impone la cultura ilustrada (?), manifiestamente europoide (!)»; «Esa América que los invasores desmembraron y quisieron convertir en un 252 / Ludovico Silva

conjunto balcanizado de enclaves de sus metrópolis (y que) debe asumir conciencia de su identidad…»; el proyecto de «autoconocimiento identificador», etc. A mí lo que me molesta de la famosa «identidad» no es sólo una natural aversión instintiva hacia los términos demasiado trillados o manoseados —eso sería lo de menos— sino la cantidad de significados que puede tener ese viejísimo término, empleado desde los tiempos de Parménides hasta nuestra época de lógicos simbólicos, polisemia que muy bien podríamos ahorrarnos hablando simplemente de mestizaje entre europeos, indios y negros, lo cual es mucho más razonable, sencillo y empírico. La identidad puede entenderse desde un punto de vista ontológico (formal o metafísico) o desde un punto de vista lógico. Según el primer punto de vista, el llamado principio ontológico de identidad es aquel en el que «A=A», o una cosa es igual a sí misma, o como se dice en latín, ens et ens. Según el segundó punto de vista, el llamado principio lógico de identidad es considerado (por algunos lógicos) como el principio de «A pertenece a todo A», si se trata de lógica de términos, o bien «Si P, entonces P», cuando se trata de lógica de las proposiciones, Todo esta parafernalia filosófica no nos sirve de nada, si nos contentamos con decir que «América es igual a América» o bien «Si América es así, entonces América es así», que no pasan de ser vacuas tautologías emitidas en nombre de la «identidad», ¿No sería mucho más sencillo y adecuado decir «América es mestiza» o «Si América es mestiza, entonces América es una combinación de europeos, indios y negros»? Claro que esto es «lenguaje corriente» o «lleno» que suele repugnar a los lógicos, sobre todo, a los modernos (Aristóteles era un tanto «ontológico» o «lleno», cuando por ejemplo decía «Sócrates es mortal», proposición La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 253

que en griego era mucho más «llena» no sólo por incluir al ser, sino por expresarlo a través de gerundios como «está siendo» o cosas parecidas. No han faltado, por supuesto, filósofos que han querido sintetizar ambos principios (lógico y ontológico) en uno solo, según el cual «siempre que se habla de lo real se habla de lo idéntico»). Pero seguimos en lo mismo, porque no sabemos de cuál realidad se habla y se dice que es «idéntica». Tal es el caso de Parménides, para quien la identidad «es el resultado de una cierta tendencia de la razón». Sin embargo, hay autores modernos que exponen una teoría de la identidad que podemos considerar bastante próxima a la que articulistas como Osario intentan explicar. Por ejemplo, Meyerson, en su libro Identité et réalité (1908, p. 18) escribe de esta guisa: «Afirmar que un objeto es idéntico a sí mismo parece una proposición de pura lógica y, además, una simple tautología o, si se prefiere, un enunciado analítico según la nomenclatura de Kant. Pero desde el inicio introduce un elemento “material” que lo descalifica desde el punto de vista de la lógica, al menos de la lógica formal contemporánea». Ya veremos que esta «descalificación» no es tan total como la pretenden los lógicos, sobre todo aquellos que, como Popper, siguiendo un poco a Aristóteles, no admiten otro método científico que la deducción, dejando la inducción para el reino impreciso de las probabilidades: desdén que pretende echar por tierra nada menos que el fundamento mismo de la ciencia moderna, que desde los tiempos de Francis Bacon consistía en la experimentación y en el método inductivo (sin abandonar por ello la deducción), entendiendo por inducción una inferencia de carácter probabilístico basada en los datos de la experiencia. 254 / Ludovico Silva

Pero antes, recordemos que Platón tenía también una dialáctica, que era mucho más amplia y omnicomprensiva que la de Parménides. Por eso mismo aquí nos interesará poco, o al menos no nos interesará como método científico (pues no lo es, pese a su apariencia de racionalidad), sino más bien como un método poético de conocimiento. Frente a los argumentos de Parménides o de Zenón de Elea, la dialéctica platónica resulta mucho más laxa, menos rigurosa y formal; pero ello, como contrapartida, la convierte en un elevadísimo método de conocimiento del mundo de la poesía y de las intuciones que en el cristianismo se llamarían «místicas», que podrán carecer de valor científico por cuanto son artículos de fe, pero poseen un inmenso valor poético. ¿Cuál es la mejor forma de conocer el mundo? ¿Lo será el método científico, el pensamiento discursivo? ¿O lo será el método poético, el pensamiento poético? Esta es la gran pregunta que se les hizo a los escritores en Interciencia, y que a mi modo de ver fue respondida suficientemente, salvo tal vez en una especie de temor a la audacia creadora, que a muchos de los escritores les impidió llegar a la idea de que, en última instancia, el lenguaje no puede reducirse a silogismos en regla, que desemboquen en una conclusión verdadera si previamente no han tenido la materia, es decir, si no han conocido antes la verdad misma que deducen de su silogismo. De ahí, concluye el autor de la Meditaciones metafísicas, «la inutilidad» de la «dialéctica ordinaria». La cosa viene de más lejos, cuando Aristóteles decía que «La dialéctica es disputa y no ciencia; probabilidad y no certidumbre, “inducción” y no propiamente “demostración”». Sin embargo, hay un silogismo «dialéctico» que es el silogismo «erístico», que de todos modos era rechazado por Aristóteles porque sus premisas no son ni siquiera probables, sino que sólamente «parecen» probables. A estos silogismos les La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 255

ocurriría lo que según Platón le ocurría a ciertos hombres, que son me antes alla dokounte es decir, que «no son, sino que parecen ser». A lo cual el espíritu científico tendrá que responder, se me ocurre, así: Me dokoun all’hon, esto es, «no parezco, sino que soy». El viejo Parménides empleaba el argumento «dialéctico» o «arte dialéctica» dialektike tochne en un sentido que, según Ferrater, podría esquematizarse así: «p», donde «p» simboliza una proposición cualquiera: Por tanto, q, r, s, Pero no q, r, s, Por tanto, no p. Obsérvese que aquí «p» puede ser a veces, y hasta con frecuencia, una proposición condicional simbolizable, pues si p, entonces p1, de modo que la negación del consecuente conduce a una negación o «refutación» del antecedente. Esto parecería darle a la dialéctica, o al argumento dialéctico, un carácter científico, por cuanto es simbolizante y constituye una «refutación» en el sentido de Popper. Sin embargo, este argumento, aunque formal, tenía por objeto demostrar que «Lo que es, es» y «Lo que no es, no es», lo cual implicaría un juego de verbos, gerundios, formas nominales, que en modo alguno serían admitidos por la lógica contemporánea. Bastante trabajo le costó al polaco Lukasiewicz «traducir» los silogismos aristotélicos, con todas sus complicaciones medievales, a la lógica simbólica polaca, que es de las más conspicuas del mundo. Por si fuera poco, a ello se añade la consideración del tiempo. Según Ferrater, «el concepto se desdobla por así decirlo,

pues fuera del sentido analítico adquiere como certeramente lo ha dicho Spir, un sentido sintético». Lo que aproxima esta idea a la famosa «identidad» de que tanto hablan Osorio y muchos otros (entre ellos el mismo Uslar Pietri) es ese aspecto «sintético», que implica una afirmación relativa a la naturaleza de los objetos reales. Sin embargo, siempre seguimos sin saber a cuál naturaleza o a cuáles objetos reales se refiere el aspecto sintético de la identidad. Además, es falso o sospechoso afirmar que la «conciencia de su identidad» es lo único que puede convertir a América en un desideratum o proyecto, a fin de salvarla de la «balcanización» que nos impusieron los españoles o portugueses. América es ciertamente un proyecto o desideratum, pero sólo a condición de ser una realidad totalizante y preexistente a ese proyecto; una realidad que hace posible al proyecto. Por otra parte, los españoles o portugueses no nos impusieron una «balcanización» aunque pretendieron, sin conseguirlo nunca del todo, convertirnos en meras provincias o apéndices de la metrópoli. Por el contrario, lo primero que hicieron realmente fue, por lo pronto, dejar ellos mismos de ser «españoles», y además, mezclarse racial y culturalmente con toda clase de indios y negros. La identidad, pues, no es una cosa filosófica, sino un simple hecho histórico. De modo, pues, que repitamos al amigo Osorio y a todos los partidarios del «autoconocimiento identificador» (término que parece una locura hegeliana): ¿no es mucho más sencillo, honesto y apropiado hablar modestamente de mestizaje? Junio de 1986

VIII

Elogio de la locura poética

Cuando Erasmo escribió su Elogio de la Locura o Encomium moriae, dijo que lo hacía para mostrar que la misma existencia del hombre debe su origen, no a elevados principios, sino a cosas muy simples y hasta risibles: «lo que perpetúa a la especie humana —escribió— es esa parte tan loca y ridícula que no se la puede nombrar sin echarse a reír» (Encomium, 12). Este singular razonamiento, por lo demás tan exacto, se refería en especial no tanto a lo que llamamos la locura poética, sino más bien a la necesaria dosis de locura e insensatez que deben tener los filósofos para la construcción de sus sistemas, por lo general tan serios y aburridos. Un tanto de escepticismo y otro tanto de ironía le hacen falta a los filósofos, e inclusive a los teólogos, para poder humanizar sus frías estructuras racionales. Esta sugerencia la atendió, por ejemplo, Descartes, cuando al comienzo de su Discours de la méthode, a fin de burlar a la Inquisición, escribía cosas como estas: «Presento este escrito solamente como una historia o, si parece mejor, como una fábula en la cual, entre algunos ejemplos que se pueden imitar quizá se hallen otros muchos que sería razonable no seguir, y La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 261

espero que será útil para algunos, sin ser perjudicial a nadie, y que todos habrán de agradecerme mi franqueza» (Discours, I, 5). Esto lo decía nada menos que el inventor de un rigurosísimo sistema del universo. La locura o sus equivalentes como delirio, furor, éxtasis, etc., fue concebida por los filósofos, pero éstos también comenzaron por advertir el carácter de «posesión» de la locura, que los griegos llamaban manía. Concebían la locura de dos modos: o como una enfermedad del cuerpo que se manifiesta en «el alma», o como una posesión del alma por algún «demonio» o daimon. Platón escribe en el Fedro (244, A) que sólo en este segundo sentido es la locura, entendida como delirio o manía, «es el agente de las mayores bendiciones». Pero antes, un pensador tan inesperadamente actual como lo es Demócrito había escrito que sólo en estado de delirio podía componerse una gran poesía, tal como lo ha hecho notar el gran helenista E.R. Dodds en el capítulo III de su obra de 1951 The Greeks and the Irrational. La locura de que hablaban Platón y Demócrito puede compararse a eso que los griegos llamaban enthousiasmos, que significa literalmente «endiosamiento» o posesión por un Dios o un Demonio. También es comparable a lo que llamamos «inspiración» o «éxtasis», un estado en el que se halla el poeta, el creador. Entre los griegos, esa inspiración o locura era algo que venía «de afuera» para tornar posesión de lo que está «adentro» en el alma; como dice Platón, la locura es algo inspirado por los dioses. Platón concebía cuatro formas de locura o delirio; la locura profética, en la que la manía hace posible el mantiké o arte adivinatoria (corno el Vates latino, cuyo designio era el «vaticinio»), mejor denominada maniké o arte deliran262 / Ludovico Silva

te; la locura ritual, que era la que tenía lugar, por ejemplo, en la celebración secreta de los Misterios Eleusinos y los Orficos, donde el Gran Sacerdote pronunciaba unos legomena o palabras que sólo podían ser interpretadas por los iniciados en la llamada myesis y que, so pena de muerte, debían conservarse en secreto (que a veces fue violado por poetas como Esquilo, sobre quien cayó el castigo de los dioses en forma de una tortuga que un águila dejó caer sobre su calva cabeza, al confundirla con una piedra, con lo cual envió al poeta al otro mundo); la locura poética, cuyo principio eran las Musas; y finalmente la locura amorosa, en el sentido que daba Platón al «amor», que era la aspiración a la belleza. Tal como él mismo lo dice en el Fedro, no recuerdo en qué lugar: Eros d’estin eros peri to kalon, que puede traducirse con un bello endecasílabo: «El amor es amor de la belleza». Sólo las tres primeras formas de locura, entre ellas la poética, son equivalentes al «entusiasmo» o endiosamiento. En todo caso, las cuatro formas coinciden en un punto: son «divinas». En su diálogo Ion (533 D-534 E), Platón llama al poeta «cosa alada», incapaz de componer un poema si no está «fuera de sí», o como lo dice literalmente, si «no está en sus cabales». Esta locura poética hace que el poeta se «levante» y se «eleve» por encima de lo normal o cotidiano. Hay que recordar, por lo demás, la distinción griega entre manía y moría, siendo esta última la que aludía Erasmo corno estupidez o Stultitia. No hay que despreciar, en beneficio de la locura propiamente poética, a esta moría, pues como ya lo había dicho el crítico italiano Giovanni Vincenzo Gravina (1664-1718) en su obra Della Ragion poetica (Ed. en 1933 por Natali), la cuestión de si hay cosas que La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 263

parecen una locura, aunque no lo sean realmente, podía determinarse examinando si había en esa locura algún elemento de moría. Pero es más: un hombre como San Pablo, en su Epístola a los Corintios (1:18) hablaba del «misterio de la Cruz» como de una moría, una insensatez para los que pierden la fe, pero también un poder de Dios para los que se salvan. Cristo crucificado era «escándalo para los judíos y locura para los paganos», pero «hay una locura de Dios que es más cuerda que los hombres». En este caso, la locura se convierte en Sabiduría. La revolución cristiana, que conservó algunos elementos de la concepción antigua pero al mismo tiempo inventó nuevos y radicales conceptos, implica entre muchas otras cosas una nueva idea acerca de la locura poética. No pequeña es, por ejemplo, la diferencia que existe en pensadores como Platón y San Agustín, quien puede ser tomado como paradigma de aquella revolución. En San Agustín, la inspiración poética no es algo que venga «de afuera». Por supuesto, se admite la existencia de Dios como un hecho independiente de la conciencia del hombre y capaz de actuar sobre su alma; así mismo, se reconoce la existencia de un Demonio que aunque es nombrado como el princeps huis mundi o príncipe de este mundo, tiene también una existencia independiente y su reino propio fuera del hombre. También puede actuar sobre el alma de éste induciéndolo al mal. Pero este Demonio no es, al menos en sus comienzos, más que una abstracción. Deja de serlo poco a poco de dos maneras: una, en el Dante, donde figura como Príncipe del Infierno y posee la capacidad muy mundana de someter a suplicio eterno a los enemigos políticos del Dante; pero este Demonio no actúa todavía como actuaba el daimon griego, esto 264 / Ludovico Silva

es, como una inspiración que, viniendo «de afuera» se posesiona del alma del poeta y lo induce a crear poesía. La otra forma, que es la que asume en Charles Baudelaire, deja ya de ser una abstracción más o menos decorada al estilo gótico para convertirse en un Satán Trimegisto que llega a encarnarse en el alma del poeta y se posesiona de ella, haciéndola cantar poéticamente al Mal como un principio positivo, una suerte de Dios al revés. Este es el único caso en que un Demonio sirve para engendrar la locura poética dentro de la tradición cristiana, y que hace que ésta vuelva inesperadamente a encontrarse con el daimon griego. El Satán de Baudelaire nace de las propias entrañas del poeta, como ocurría con la Verdad en San Agustín: In interiore hominis habitat veritas. Este es un principio cristiano. Pero también es un principio pagano, porque admite como Platón que un Demonio venido «de afuera» puede enquistarse en el alma del hombre y engendrar en él la locura poética. Satán es a la vez un principio exterior y un principio interior. De no ser así, no se explicaría esa existencia objetiva del Diablo que hace que Baudelaire pueda implorarle: O Satan, prends pitié de ma longue misére! Pero tampoco se explicaría, de no ser el Diablo también un principio subjetivo, la genial locura del poeta cuando canta a su propia alma como creadora del principio universal del Mal. «Sólo estaré tranquilo cuando haya inspirado el Odio universal», escribió el poeta en sus Fusées. Pero hay también que hablar de Dios. El cristianismo en este cambio también constituyó una revolución. En Platón, la divinidad no era más que un principio racional; los humanos, sumergidos casi siempre en las tinieblas de este mundo sensible, que no es más que un lejano reflejo del mundo verdadero La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 265

o mundus intelligibilis, deben practicar una dialéctica ascendente para librarse progresivamente de sus cadenas sensibles y llegar hasta la directa contemplación (Theoría, en griego) de la Idea Suprema o Sol de las Ideas. En todo momento se trata de un proceso racional. Pero en un poeta tan grande y tan cristiano como San Juan de la Cruz, si bien había un método parecido al platónico en el sentido de irse librando de las ataduras terrenas y sensibles para llegar a una «suspensión de los sentidos», la contemplación de Dios tenía un carácter místico, es decir, era una contemplación extática cargada de amor. Y lo que es más importante: semejante contemplación, que por definición era oscura, podía ser manifestada por el poeta acudiendo a todos los recursos que brindan los sentidos. Desde Salomón hasta San Juan de la Cruz, la poesía mística, que expresaba «el desposorio del alma con Dios», era profundamente sensual y tenía todo el colorido de este mundo. La noche sosegada En par de los levantes del aurora. La música callada, La soledad sonora, La cena que recrea y enamora. (Cántico Espiritual, 15) En mi pecho florido, Que entero para él solo se guardaba, Allí quedó dormido, Y yo le regalaba, 266 / Ludovico Silva

Y el ventalle de cedros aire daba. El aire de la almena, Cuando yo sus cabellos esparcía, Con su mano serena En mi cuello hería, Y todos mis sentidos suspendía. Quedéme y olvídeme, El rostro recliné sobre el Amado, Cesó todo y dejéme, Dejando mi cuidado Entre las azucenas olvidado. (Subida del Monte Carmelo, 6-8) Además de todas las bellezas mundanas que aquí saboreamos y que sin duda pertenecen a lo más elevado de la poesía occidental, notamos una suspensión de los sentidos («Y todos mis sentidos suspendía») que no es en modo alguno racional como lo era en Platón o como lo era en un filósofo español muy singular, Francisco Sánchez alias El Brocense, quien en su raro libro Quod nihil scitur («Que nada se sabe») hablaba de una «suspensión del juicio». Esta suspensión del juicio, que más tarde se convertiría en principio del método cartesiano, era tan racional como poco poética. La suspensión de los sentidos, en cambio, era una verdadera locura poética. Tan sólo en una mente ebria de divina locura podía efectuarse una contemplación de Dios sin verlo, una intuición que era una centella (o scintilla animae, como La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 267

decía bellamente el muy místico y muy maestro Eckhardt) en medio de la más absoluta tiniebla. Tan sólo a un loco como San Juan de la Cruz podía ocurrírsele declarar como su «método» ascendente el siguiente: «Alumbrar una Tiniebla mediante otra Tiniebla», como rezan sus Comentarios. El pobre frailecico creía estar haciendo «teología», e incluso «teología tomista», cuando en verdad no hacía otra cosa que inventar bellísimas teorías poéticas. Así, por ejemplo, al «explicar» versos suyos tales como «¡Oh cristalina fuente!», decía tranquilamente: «Y dice el alma cristalina porque es de Cristo». ¡Vaya explicación teológica! ¿No era esto una pura locura poética? Aparte de Dante, San Juan y Baudelaire, todo lo demás no son sino variantes de un mismo tipo de locura poética. Catulo con su Coelli, Lesbia nostra, Lesbia illa!; Virgilio con su Deus nobis haec otia fecit («Un Dios hizo estos ocios para nosotros»); Cristo con su Evangelio lleno de alegorías y con su idea loca (expresada por San Agustín) de que Unus enim Deus, et unus Mediatur Dei et hominum homo Christus lesus («Porque uno solo es Dios y uno solo el Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús»); San Pablo con su continua propaganda de lo que no se podía decir: ta krypta ton anthropon, «los misterios de los hombres»; San Agustín con su afirmación de que in interiore hominis habitat veritas; Petrarca con sus Chiare, fresche e dolce acque; Garcilaso con sus petrarquescos versos: Corrientes aguas, puras, cristalinas, Árboles que os estáis mirando en ellas, Yedra que por los árboles caminas, 268 / Ludovico Silva

Aves que aquí sembráis vuestras querellas; Quevedo con su Vivo en conversación con los difuntos Y escucho con mis ojos a los muertos; Hugo Foscolo con su morbidezza; Carducci con su Fremono i pini per l’aura grande di Roma; Racine con su C’est Vénus, toote entiére!; Mallarmé con La chair est triste, hélas!, et j’ai lu toutes les livres, o bien con su subdivition prismatique de l’Idée; Rimballd con su déréglement de tous les sens, su videncia y su hacer poesía «como quien se cultiva verrugas en el rostro»; Valéry con su Ce toit tranquille ou marchent des colombes; Wilde con su inmoralismo y su idea de la total inutilidad de la poesía; Eliot con su In my beginning is my End, o bien su At the still point, there the dance is; Edgar Poe con su The poetic principle, que dota de precisión matemática la locura «mágica» de la poesía; Whitman con su democracia capitalista invertida; los surrealistas con su negación de la Razón y la Moral y con su consagración del misterioso mundo onírico; Lorca con La piedra es una frente donde los sueños gimen; Rubén Darío con su locura de los «silencios» conque puntúa Dios los versos de su augusto Poema; Antonio Machado con sus versos: De toda la memoria sólo queda el don preclaro de evocar los sueños, o con su Hoy es siempre todavía; Goethe con su Wie es auch sei, das Leben, es ist schön (Sea como fuere, la vida es bella); Holderlin con su Hyperion: La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 269

Es ist ganz, was es ist, und darum ist es so schön (Un niño «es completamente lo que es, y por eso es tan bello»); Keats con su The World is too brutal to me; Napoleón con su La politique, c’est le Destin; Marx con su Der Sprache ist die praktische Bewusstsein («El lenguaje es la conciencia práctica»); Vallejo con «El que perdió su sombra en un incendio» o con su «Burro peruano en el Perú, perdonen la tristeza»; Neruda con La desgastada primavera humana, o con su Águila mineral, rosa de cuarzo; Vicente Gerbasi, en fin, con su Venimos de la noche y hacia la noche vamos; et caetera! Todas estas son variantes de la misma locura poética. La locura de poesía es lo que hace de ella, a diferencia de los sistemas científicos, filosóficos o religiosos, una cosa eterna, inagotable. Heidegger cita a Hölderlin: Ponen los poetas el fundamento de lo permanente.

270 / Ludovico Silva

IX

Arturo Uslar Pietri (Ventajas y desventajas de la perfección)

No hace mucho, cuando toda Venezuela celebraba de modo inusitado y abrumador los ochenta años de Arturo Uslar Pietri, se me ocurrió llamarlo por teléfono, como buen amigo que es y como persona que siempre me ha brindado su casa y sus consejos, y le dije más o menos esto: «¿Cómo está usted, doctor Uslar? Disculpe que lo moleste para pedirle un favor insignificante; yo sé bien que usted está totalmente abrumado por esa cantidad hiperbólica de homenajes que le están haciendo, y que, como lo ha dicho usted mismo en una entrevista, “pareciera que me están construyendo mi propio sepulcro”; de modo que yo no lo voy homenajear, sino más bien a condolerme con usted de tan embarazosa situación, que por lo demás es un homenaje insólito como jamás se había hecho en nuestro país a un intelectual, cosa que es tal vez lo más positivo de todo lo que ha incluido este homenaje; en fin, tal vez sea mejor que usted se vaya de viaje o se esconda, como hace García Márquez, quien ha dicho por televisión que la fama repentina se le había convertido en un atentado contra su vida privada, de modo que ahora le costaba mucho más trabajo escribir que cuando era un pobre escritor que no vendía más de ochenta ejemplares de un libro; en fin, amigo Uslar, sólo lo llamaba para pedirle que…» La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 273

Uslar me dijo que todo eso era verdad, y que él admitía todo ese homenaje más que nada por sentar un precedente, a fin de que se instituyese en Venezuela la buena costumbre de reconocer los méritos de un intelectual antes de que se muera; me dijo que intentaría irse de viaje, ya que esconderse no podía, porque su casa, que una vez había sido convertida en lavandería pública (por cosas de la política), ahora era un lugar tan público como la plaza Bolívar; y que en todo caso, le dijera cuál era el favor que quería pedirle para ver si podía complacerme. Desde luego que me complació: tan sólo quería pedirle la dirección de una agencia internacional de noticias. El caso de Uslar es en cierto modo distinto al de García Márquez, porque a éste le sobrevino repentinamente una fama y una gloria y una fortuna después de publicar una novela; en cambio, la fama de Uslar viene desde muy lejos, desde su misma juventud, cuando con menos de treinta años se hizo famoso por su novela Las lanzas coloradas; además, desde muy temprano fue hombre público —ministro a los 33 años— y diversos gobiernos después de la caída de Gómez lo solicitaron continuamente para prestar servicios que el escritor nunca se negó a prestar. O sea, que desde muy temprano se convirtió en un hombre indispensable para el país. Desde que, en tiempos ya casi remotos, escribió su artículo «Sembrar el petróleo» hasta hoy, cuando todavía no ha comenzado esa siembra, Uslar ha sido considerado por todos, o por casi todos, como una suerte de conciencia del país nacional. Es cierto que en 1948 fue expulsado malamente de su país y confinado a vivir en Nueva York sin un centavo y con una familia que mantener, situación que él supo superar valerosamente empleando los recursos de su saber y su inteligencia, incorporándose a la vida universitaria 274 / Ludovico Silva

estadounidense. Es igualmente cierto que durante la dictadura de Pérez Jiménez, si bien alcanzó mucha notoriedad por sus programas de televisión, tuvo que mantenerse al acecho hasta caer finalmente preso en la Seguridad Nacional por haber firmado un manifiesto contra el gobierno. Su fortuna personal no la logró robando ni cometiendo actos dolosos, sino trabajando como cualquier otro, en una agencia de publicidad, o dictando sus charlas por TV, o percibiendo derechos de autor, o participando —no sé si como consejero o como inversionista— en diversas empresas. En fin, nunca fue deshonesto, y si alguna vez fue acusado de corrupción, hoy lo reivindican los mismos que en otro tiempo cometieron esa injusticia, a quienes Uslar en su hora llamó «demagogos», palabra que él mismo, con su incapacidad de guardar rencores, ha olvidado. Además de todo esto, Uslar es un gran escritor y, muy especialmente en el campo del ensayo, ha dejado páginas maravillosas tanto por su estilo literario mesurado, sobrio y clásico, no exento por supuesto de las más bellas metáforas, como por la densidad, vastedad y precisión de sus conceptos. Todos sabemos, por ejemplo, gracias a los ensayos de Uslar, qué postura debemos asumir para averiguar quiénes somos como Nación y como Nuevo Mundo, porque Uslar ha tratado este tema muchas veces y siempre cón gran hondura y sabiduría históricas. El venezolano común, el que ve televisión y oye la radio, tiene hoy, gracias a Uslar, una idea más o menos precisa de lo que ha acontecido en la historia de la cultura occidental, de modo que cosas como el Renacimiento, o la cultura griega clásica, o el estilo gótico de vida, o la idea de modernidad, o la idea de mundo en que vivimos actualmente, no les son ya la tan extrañas La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 275

como lo eran antes de las charlas de Uslar por televisión y, en menor medida, de sus libros. Uslar dijo una vez que de cada diez venezolanos que lo conocían, nueve lo conocían por su programa de televisión. Además, Uslar se mantiene siempre al día; lee en diversas lenguas todas las novedades librescas, está suscrito a las mejores revistas, y a menudo en sus artículos nos informa por primera vez acerca de ideas o hechos que acaban de suceder o inventarse, y de los que nosotros por lo general no tenemos más noticias que las vaguedades mal traducidas que leemos en las secciones internacionales de los periódicos o los noticieros audiovisuales. Por otra parte, Uslar ha llevado siempre una vida personal intachable. No fuma, no bebe alcohol (aunque sabe hablar muy bien del vino y conoce toda su historia, desde la época en que el vino se bebía mezclado con alucinógenos, como en Grecia y Roma, hasta el vino actual, que se degusta puro), se ha mantenido siempre alejado de toda bohemia, a la que detesta con sinceridad, y por si fuera poco «desde hace más de cuarenta años vivo en la misma casa, con la misma mujer y la misma cocinera», como él mismo lo ha dicho. Entonces, Uslar es perfecto. Nadie puede reprocharle nada. ¿O es imperfecto? That is the question, he allí el dilema que aunque, a mi juicio, es sólo un dilema aparente, de todos modos es una cuestión delicada, que sólo puede ser tratada con un máximo de precisión. Y conste que no estoy hablando de las naturales imperfecciones que tenemos todos los seres humanos, como el ser «medio cegato» tal cual me lo dijo el propio Uslar, o atropellarse a veces en una charla, no «hablar en pro276 / Ludovico Silva

sa» como lo hacía Azorín o como descubrió que lo hacía el personaje de Moliére, o qué se yo, lanzarse cándidamente como candidato a la Presidencia de la República sin tener en cuenta que los políticos son más listos y que el pueblo no estaba todavía preparado para distinguir entre un demagogo y un hombre de espíritu con afán de servir, y que en definitiva la política no es su destino profundo, a menos que entendamos por política la noción muy verdadera pero muy inactual (en la superficie de la sociedad, no en lo hondo) de que el hombre es por naturaleza un animal político, porque es un habitante de la pólis, de modo que el ser político se transforma en lo mismo que ser plenamente humano. No hablamos de esas imperfecciones naturales, que todos tenemos en alguna medida, y que constituyen el ingrediente picante necesario para condimentar nuestras máximas aspiraciones a la perfección y a la inmortalidad. Yo hablo de imperfecciones en el orden intelectual y también en el orden personal en la medida en que este último sustenta al primero y es su real carnadura. En este sentido, es difícil encontrarle imperfecciones a Uslar. Habiéndose asumido él mismo como un hombre sobrio y casi casto, un ser mesurado en todos los sentidos, un individuo que es plenamente individuo, esto es, algo que no se puede o no se debe dividir (Individuum, atomon) sino que está dotado de una cultura universal, más allá de las especialidades —superación, como dice él recordando a Snow de la aparente incompatibilidad entre cultura científica y cultura humanística—; siendo, pues, un hombre completo. Uslar parece ser perfecto, es un ente casi irreal, fuera de la historia. ¿Es esto realmente así? Yo creo que, para fortuna de Uslar, él no es un ser perfecto, aunque tengamos que reconocer que se ha acercado bastante al viejo ideal La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 277

clásico del uomo totale renacentista, al modo de un Leonardo. Pero tenemos que reconocer, en primer término, que esa totalidad humana no ha sido conseguida, ni por Leonardo ni por Uslar, fácilmente, sino que ha sido el resultado de un ostinato rigore, según decía el mismo Leonardo, en frase que gustaba de citar Valéry, medio italiano y medio francés y también un ser que parecía perfecto. Esa obstinación, ese trabajo duro y diario, nos indica que hombres como Uslar no alcanzan la plenitud clásica sino mediante una imperfección: un trabajo rutinario, fatigoso, doloroso en ocasiones —como lo es en general el acto creador— y no algo logrado gratuitamente, como una gracia o un don divinos. No sé quién dijo que la inspiración implica transpiración. Aunque por supuesto, hace falta una condición natural, genética, un don recibido, una «energía» en el sentido griego (aristotélico) de potencia latente que sólo puede convertirse en acto mediante la intervención de una voluntad, y todo esto lo tiene Uslar en grado sumo, por lo cual debe darle gracias a los dioses, ya que al parecer él no cree en Dios, o al menos lo considera como una idea oscura, difícil y fundamental; ya había dicho Baudelaire: «Es más fácil creer en Dios que amarlo». Es posible que Uslar ame a Dios y no crea en él; es su doble condición de poeta y de agnóstico, aunque tal vez él preferiría ser llamado escéptico. Por lo demás, Baudelaire, en tantos aspectos tan diferente de Uslar («Ser un hombre útil me ha parecido siempre algo odioso»), dice a veces cosas que le calzan muy bien a nuestro personaje, como por ejemplo: «Ser un gran hombre y un santo para sí mismo: he aquí la única cosa importante». Uslar no estaría de acuerdo en que «la Iglesia, no pudiendo suprimir el amor, ha intentado al menos desinfectarlo, y por eso creó el matrimonio» pero sí suscribiría 278 / Ludovico Silva

frases como «Ser rico y amar el trabajo» o bien «Los grandes hombres por lo general existen a pesar de su país». No estaría de acuerdo con Baudelaire cuando éste dice: «Siempre me ha asombrado el que se deje a las mujeres entrar en las iglesias. ¿Qué conversación pueden ellas tener con Dios?»; pero tal vez afirmaría con el mismo Baudelaire que «En el amor, como en casi todos los asuntos humanos, la alianza cordial es el resultado de un malentendido», pues Uslar sabe muy bien lo que ya sabían los griegos, a saber, que toda diferencia está montada sobre una igualdad, o dicho de otro modo, que el «malentendido» que suscita el amor está basado en su opuesto: la inteligencia de enamorarse. Cualquier escéptico barato podría decir que no es necesario ser inteligente para enamorarse; pero lo cierto es que el verdadero enamoramiento es producto de una inteligencia, de una audacia capaz de inventar eso que Stendhalllamaba el «amor-pasión», es decir, el amor eterno, que se siente de una vez y para siempre, como el de esos personajes de la última novela de García Márquez, que se enamoran a los veinte años y siguen estándolo a los ochenta, más allá de todas las circunstancias de matrimonio con otro, o devaneos eróticos con otras. Yo pienso que Uslar se enamoró de una vez y para siempre de una sola mujer, a la que tengo el honor de conocer. Y esto constituye en él una imperfección que es al mismo tiempo una perfección. En otro plano, en el plano de la creación literaria, ocurre más o menos lo mismo. Yo estaría dispuesto a echar de menos en la actitud de Uslar ese tanto de locura, de bohemia, de desorden organizado, de «desarreglo de los sentidos» (Rimbaud) que es necesario para emprender una verdadera creación. Sin La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 279

embargo, a pesar de su antibohemia y de su amor a la mesura y el orden, ¿no hay en la obra literaria de Uslar suficiente locura creadora? El punto es difícil de dilucidar. Yo pienso que en sus cuentos y en sus ensayos hay la necesaria dosis de locura o milagro poéticos, o bien la conceptualización de la locura poética como algo necesario para el creador. Sus cuentos son maravillas de audacia creadora, y en sus ensayos está justificada con gran inteligencia la locura que siempre ha dominado al arte, más aún el arte moderno, basado en la descomposición de todo lo que antes era un universo más o menos ordenado, y en la instalación del principio de incertidumbre allí donde antes reinaba la certeza dogmática, tanto en el mundo de la teoría física como en el mundo del arte, aunque haya que decir que el arte siempre ha ido más allá que la ciencia, pues siempre ha inventado un lenguaje en el que se combinan y resumen los más rígidos dogmas estéticos y las más locas proposiciones poéticas, cosa que no siempre le ha ocurrido a la ciencia. Entonces se presenta otra vez el dilema: ¿es esto una perfección o una imperfección? Yo creo que la solución a este dilema no puede consistir en asumir posturas o términos absolutos. Afortunadamente, vivimos en la era de la relatividad, y así como no podemos decir de modo absoluto que estamos en un tiempo o en un lugar determinados, del mismo modo tampoco podemos afirmar absolutamente de nadie que es perfecto o que es imperfecto. Tendremos que contentarnos con dar una respuesta griega: ese alguien simplemente ES. Pero podría ocurrir que entendiésemos ese «ser» de distintas maneras; así, según Parménides, «lo que es, es, y lo que no es, no es», postura absoluta que postula una «naturaleza» inmóvil y ahistórica. 280 / Ludovico Silva

Pero también está el punto de vista de Heráclito, según el cual no hay nada de lo que pueda decirse ciertamente que «es» de un modo absoluto, pues todo «está siendo», o como él lo decía, «todo fluye y nada permanece», según la frase que cita Platón en el Cratilo. Yo prefiero creerle a Heráclito, porque es un filósofo y un poeta que para nosotros reviste una grandísima actualidad, como ya lo había dicho Marx y como lo ha comprobado la física contemporánea. Entonces, Arturo Uslar Pietri es un hombre perfecto y al mismo tiempo es un hombre imperfecto; es un hombre sobrio, mesurado y clásico, y al mismo tiempo practica la ebriedad poética, la desmesura manierista, que por cierto es la única categoría que podemos contraponer a la de «clásico», dando por sentado que un poeta puede ser clásico o manierista, según su estilo o manera, sin que ello implique un juicio de valor sobre la calidad de su poesía, pues se puede ser un gran clásico como Esquilo o un gran manierista como Góngora o Mallarmé. La cosa va más allá: no hay ningún escritor clásico que de alguna manera no sea manierista, ni a la inversa, no hay ningún gran manierista que no sea de algún modo un clásico5(*). Precisamente lo que hace los grandes estilos es esa conjunción de categorías estéticas, que el mismísimo Platón, que no admitía para nada a los poetas en su República, tenía que reconocer en un Homero, a quien aceptaba en su sello, sin embargo, como un «educador», un poeta paidético, que diría Jaeger.

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(*) Sobre este tema, véase el ensayo «Romanticismo, clasicismo y manireismo» en este mismo volumen. O bien el ensayo sobre Andrés Bello La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 281

Frente a esto, categorías tales como lo «útil» o lo «inútil», o lo «moral» o «inmoral» quedan arrasadas y sepultadas en el cementerio burgués de las ideas recibidas o lugares comunes. Lo importante es la construcción de un universo personal y literario en el que se superen esas distinciones artificiales. ¿Cuál es la verdadera moralidad? ¿Acaso será la honestidad, la rigidez, la impecabilidad que parecen tener algunos políticos? ¿O será la locura, el heroísmo de jugarse la vida y combatir incluso con las armas, el vivir peligrosamente? En ninguna parte está la moralidad, porque es una cosa que sólo existe como concepto; lo que existe realmente son los hombres imperfectos, los hombres que cometen errores, los que han «pecado» alguna vez, los que se han embriagado algún día, los que han perdido la compostura en alguna ocasión. Por ejemplo, Uslar perdió toda su habitual compostura cuando, en las propias narices del Presidente de la República, con ocasión de sus 80 años, en vez de hacer un discurso académico y sensato, se puso a echar chistes, a burlarse de los venezolanos que «todos, absolutamente todos, aspiran a la silla de Miraflores» y, en fin, a burlarse de sí mismo, declarándose no merecedor de tamaños homenajes. Entonces, ¿en qué quedamos? Yo prefiero pensar, dialécticamente (si es que se me perdona este término), que Arturo Uslar Pietri es un hombre perfecto que tiene la inmensa ventaja de cometer errores y ser imperfecto. Junio de 1986

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X

El marxismo como aristocracia

¡Cómo! ¿El marxismo como aristocracia? Ya veo al benévolo, hipócrita, generoso y aburrido lector, con esa indignación tan provinciana que nos caracteriza como pueblo, preguntarse asombrado: ¿el marxismo como aristocracia? ¿No se tratará de una broma de mal gusto, dicha a modo de provocación por un escritor que hasta ahora había sido un marxista muy serio, muy estudioso, un tanto heterodoxo, pero al fin y al cabo un marxista, es decir, un hombre que viene del pueblo oprimido y que lucha por destruir toda esa explotación inmisericorde? ¿No será que Ludovico se ha vuelto loco? Eso de haber abandonado los placeres etílicos, ¿no le habrá trastornado el cerebro? ¿O será que, siguiendo la moda, ha pasado a considerar a Marx como un armatoste inservible, una especie de literatura más que todo, poética, carente de la severidad y el rigor de la ciencia? ¿O más bien este escritor, de por sí tan atolondrado y bohemio, ha decidido abandonar el marxismo para inscribirse en algún partido de los grandes, a fin de beneficiarse de sus influencias e intereses, y así ganar dinero y quizá hasta llegar a ser diputado? ¿No será más bien un marxólogo que ha decidido dedicarse a una especie de contemplación mística de Marx, lo cual tendría la indudable ventaja de no ser peligroso para las instituciones o La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 285

para el gobierno? Y en definitiva, ¿qué demonios es esa horrible contradicción que hace del marxismo no un pensamiento del pueblo sino un pensamiento aristocrático? Ya veo a los marxistas de mi país, si es que todavía queda alguno, preparar sus baterías para acusarme de traidor o de demente. Ya veo a los filósofos, si es que realmente hay algún filósofo en este país (yo creo que hay dos: García Bacca y Juan Nuño), preguntarse extrañados: ¿qué le está pasando a Ludovico? Tal sería la pregunta de García Bacca, a la que él mismo, con su sabiduría habitual, respondería más o menos así: Ludovico puede pensar lo que le venga en gana, siempre que no le abandone la ironía. Y Juan Nuño, dirá con indudable satisfacción: es posible que Ludovico haya entrado en razón, y haya de una vez por todas comprendido lo que yo le he dicho públicamente, esto es, que tanto Marx como el marxismo, la lucha de clases, la dialéctica, la teoría sobre la sociedad moderna, no sólo carecen de toda base científica, sino que han entrado en el reino más o menos ridículo de las antiguallas; en otras palabras, Ludovico debe haber comprendido al fin que el marxismo no es otra cosa que una religión de segunda categoría, que existe en el mundo actual por el simple hecho de que las religiones son tan anticientíficas como inagotables, y siempre se puede esperar de ellas lo mismo que se espera de la poesía: que resurjan cada cierto tiempo, sin extinguirse nunca. La verdad es que todos los que así piensen, si es que hay alguien todavía que se tome la molestia de pensar, es muy probable que tengan toda la razón. Menos, claro está, en eso de que yo voy a inscribirme en algún partido político para obtener benefi286 / Ludovico Silva

cios personales. Quienes me conocen saben muy bien que tengo una manifiesta incapacidad para participar en los partidos políticos, para someterme a la «línea» de un partido, y también saben que tengo una total incapacidad para ganar dinero, e incluso para desear ser rico y tener una posición social respetable, un juste-milieu tan equilibrado y perfecto como el que tiene, por ejemplo, Arturo Uslar Pietri, que es un intelectual tan distinguido que nunca comete el menor exceso y que encarna admirablemente el viejo ideal griego de la mesura. En realidad, reconozco con toda humildad que nunca podré alcanzar esa mesura, esa sensatez equilibrada. Nunca podré ser el hombre perfecto, y aunque siempre he tratado de evitar eso que los griegos llamaban hybris (es decir, la insolencia, la impertinencia, tan bien retratada por Homero en el personaje de Tersites, quien llegó al extremo de increpar feamente a un semidios como Agamenón), lo cierto es que nunca podré ser un hombre confiable a los ojos de la gente sensata y, sobre todo, a los ojos de quienes dirigen al país. Creo que demasiado hacen con saludarme y hasta invitarme de vez en cuando a almorzar en Miraflores, lo que para mí constituye un honor realmente inmerecido. Nunca podré conquistar ese juste-milieu que Stendhal atribuía a los burgueses adinerados de su época, cuyo dinero les permitía alcanzar una posición dentro del mundo alocado de la aristocracia, con la desventaja bien soportada del desdén que los insensatos aristócratas, que a menudo carecían de fortuna pero que siempre ostentaban un apellido de alcurnia, sentían hacia esos señores cuyo único patrimonio era el dinero honradamente ganado a costa de trabajar todos los días como mulos y ¿por qué no?, a costa de exLa interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 287

plotar a unos miserables proletarios que no tenían ni nobleza ni dinero y cuya sola cualidad era la de constituir una fuerza de trabajo que, bien empleada, rendía beneficios a los honrados y sensatos dueños del capital. Dicho sea sin rodeos que pudieran parecer sociológicos: yo no soy más que un escritor bastante insensato, lo suficientemente loco como para ser poeta, lo bastante despreocupado como para saber escribir bien y decir las cosas de un modo tan radical (al menos hasta ahora) que resulto poco menos que un individuo sospechoso e inconveniente para la armonía y la paz de nuestra sociedad. Tanto más sospechoso soy cuanto mejor escribo: Por eso pienso que la gente de la aristocracia, que por definición son inteligentes, los mejores (aristoi) y los más distinguidos y perspicaces, tal vez puedan considerarme como uno de los suyos. Apellidos, los tengo; soy Michelena, soy Montes de Oca, soy Montenegro, y además me llamo Ludovico, lo cual me emparenta de modo imprevisto con cierto condottiero del Renacimiento, Sforza; con un gran poeta como Ariosto y con Ludovico Pío. Es cierto que carezco de dinero, pero eso, para un aristócrata que merezca ese nombre, es un asunto sin importancia. Basta con saber llevar bien un traje elegante, aunque sea viejo y acaso un poco raído, y con saber decir en el momento justo una frase ingeniosa que pueda divertir a una dama bella y elegante y sacarla por un momento del aburrimiento de su marido, y quién sabe si hasta inspirar en ella un amour fou. En este sentido, ser un literato es algo que no debe revelarse demasiado, sino tan sólo lo necesario como para parecer que se trata de un pasatiempo que requiere cierto talento. Nada de ser un genio, como lo es el querido amigo Us288 / Ludovico Silva

lar Pietri: ello horrorizaría a los aristócratas, sobre todo, a los aristócratas venezolanos, que suelen espantarse de semejantes monstruos. Hasta en esto es sabio Uslar Pietri: a pesar de ser un genio sabe muy bien disimularlo dentro de su círculo social, en el que abundan los aristócratas que, por ello, no lo consideran como un fenómeno marginal contra natura, sino como uno de ellos. Así, aunque Uslar haya hecho cierto dinero con su trabajo diario y hasta participe en empresas, los aristócratas no aciertan a verlo como un trabajador, sino como un hidalgo, lo cual, desde luego, le presta más distinción y elegancia a los ojos de la aristocracia que lo que realmente desearía poseer el propio Uslar, quien dice todos los días que la riqueza debe obtenerse mediante el trabajo, en lo que coincide con el más radical de los marxistas. Pero dejemos a Uslar: no deseo ni por un instante que un hombre tan eminente y que me ha demostrado una amistad tan sincera y casi paternal y que incluso ha escrito un bellísimo prólogo para un libro mío, pueda pensar que estoy haciendo ironías a costa suya6(*). Nada más lejos de mí. Yo admiro y respeto a Uslar, y no tengo ningún inconveniente en ir a almorzar al Palacio Presidencial en honor suyo. Volvamos, pues, a nuestro extraño asunto inicial. Responderé con la debida calma, brevedad y precisión a la increíble paradoja, la inmensa contradicción, el absoluto absurdo de considerar que el pensamiento y la escritura de Marx eran profundamente aristocráticos. Recordemos que la palabra griega «aristócrata» significaba en la época de Heráclito o de Platón lo mismo que la famosa conjunción del kalos-kai-agathos, 6

(*) Sobre este aspecto de Uslar, véase el ensayo que le dedico en este libro. La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 289

es decir, lo que García Bacca traduce como «lo bueno y bello de ver». El aristócrata es el hombre distinguido, el hombre elegante, el hombre hermoso tanto en su aspecto o idea exteriores como en su interior, en su psique. Ello lo convierte en un ser que puede muy bien servir de modelo o paradigma a todos los hombres que desean superarse. Carlos Marx no tuvo una cuna muy distinguida; en Tréveris, su ciudad natal, que por cierto es quizá la más antigua ciudad latina de Europa, había por lo menos ochenta familias cuyo apellido era Marx, lo que hacía de este apellido una cosa corriente, sin linaje. Para colmo de males, Marx era hijo de un judío llamado Heinrich, cuyo nombre verdadero era Hirschel, un hombre que se ganaba la vida con su trabajo y que no aspiraba sino a poseer la fortuna necesaria para llevar una vida decente. La madre de Marx era crasamente dineraria: en una ocasión, cuando Marx andaba por el tercer tomo de El Capital, esta madre le escribió lo siguiente: «¿por qué, en vez de ponerte a escribir El Capital, no te preocupas más bien de hacer un capital»? Cosa muy cruel para un hombre tan sensitivo e ingenuo como Marx. De modo que, en lo que se refiere a linaje, Marx no era precisamente un aristócrata; ni siquiera tuvo jamás el dinero necesario como para disimular su falta de linaje mediante una transacción secreta de esas que solían emplear los burgueses adinerados de su época. Entonces, hay que buscar la aristocracia de Marx por otro lado, sin ponernos, por supuesto, a forzar su pensamiento ni hacerle decir cosas que él no decía. Ateniéndonos a su vida y a sus escritos, podemos concluir que Marx supo acompañarse y educarse bajo la sabia tutela de un aristócrata muy erudito y elegante, el Barón de Westfalia, quien leía el griego y el latín de corrido e incitó a Marx a aprender a la perfección esos dos 290 / Ludovico Silva

idiomas antiguos cuya aristocracia es evidente. Los mejores griegos y los mejores latinos —Píndaro, Teognis, Heráclito, o bien Cicerón, Virgilio, Julio César— eran unos aristócratas que hablaron y escribieron en un lenguaje de alta alcurnia, y que en lo personal descendían de familias de abolengo. Marx, en sus diversas obras, siempre trató de zaherir a los sesudos y burgueses economistas mediante el recurso de hacer citas en griego o latín, que irritaban a esos economistas que tan sólo sabían de economía y que ignoraban las fuentes humanísticas de la cultura occidental. Ni siquiera les traducía las citas, con la deli-berada intención de ridiculizarlos y remitirlos a su mezquina e innoble condición de «economistas» a secas. Esto no sucedería hoy en día, porque hoy en día casi nadie sabe nada de griego ni de humanismo clásico. Pero en tiempos de Marx ese conocimiento era profundamente aristocrático. La reina de Escocia en los tiempos de Shakespeare o Tomás Moro se ufanaba de leer y escribir el griego y el latín. Hoy en día eso no pasa de ser una rareza y no es signo de aristocracia, al menos en América. En Europa apenas quedan algunos moribundos resplandores del viejo humanismo, y es de esperar que para mediados del siglo XXI habrán desaparecido por completo. El planeta pertenecerá, o bien a un supercapitalismo que por supuesto será superburgués, o bien a un supersocialismo que nadie sabe cómo será: si un socialismo limitado a la profundización de las aberraciones a que nos ha acostumbrado la Iglesia marxista del siglo XX, o si un socialismo definitivamente disparado hacia la superación de tales aberraciones. En ese caso, Marx, que hoy es (al menos para mí), un futuro, comenzará a convertirse en un presente, o a «hacerse mundo», como decía Sartre en un arranque de optimismo que no le sentaba nada La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 291

bien en 1960. Aquí tenemos una primera conclusión: Marx era, como él mismo lo escribió en una carta, un economista tan extravagante que más bien parecía, por su estilo intelectual y su fina ironía, un aristócrata seguro de su propia elegancia y desdeñoso hacia todo aquello que apestase a burguesía. Hay que aclarar, sin embargo, que la aparente paradoja que podría significar su amor por el proletariado no implicaba en modo alguno una negación de su aristocracia intelectual, sino más bien al revés: por ser un aristócrata del pensamiento Marx podía legítimamente aspirar a ser el líder y orientador de la clase más oprimida. Un aristócrata nunca siente amor o piedad hacia un burgués; en cambio, respeta y ama a los que son pobres y oprimidos y considera de la más elevada alcurnia virtudes tales como la valentía y el coraje de pelear a muerte contra la injusticia. (Véanse las novelas de Stendhal). Al menos ese era el ideal del aristócrata gótico, que no toleraba el trabajo asalariado sino que prefería entregar una parcela de su feudo en propiedad al siervo, y le asignaba un día de corvée, o sea un día para trabajar en su propio beneficio. El burgués carece de nobleza, pues obliga al asalariado a trabajar sin saber jamás para qué o para quién trabaja, y si le da un día de descanso sigue acosándolo con la ideología dominante, fenómeno que hoy es más visible gracias a la invención de medios tales como la televisión, que logran extraer del hombre corriente grandes cantidades de plusvalía relativa (según Marx, la que se obtiene precisamente con la reducción de la jornada de trabajo y la participación de la maquinaria y tecnología modernas); o bien de eso que hace 17 años se me ocurrió llamar plusvalía ideológica, que no es otra cosa que la extracción incesante de grandes excedentes de energía psíquica, destinadas, por supuesto, a 292 / Ludovico Silva

afianzar y maximizar las ganancias materiales, el Capital. También, finalmente, el aristócrata del siglo XVIII conservaba como ideal la valentía para pelear por los más pobres. Los caracteres que dibuja Stendhal en sus novelas son los de un joven aristócrata (Julien Sorel, Fabricio del Dongo, Lucien Leuwen, etc.) siempre dispuesto a batirse por los oprimidos, aunque para ello tuviese momentáneamente que aparecer como un republicano, pues la figura del Rey había comenzado a degradarse. El francés Stendhallo dice muy agudamente cuando, para designar la voz del Monarca, escribe: ON dit, ON dirait, etc. Ese ON, que viene de OMO, denota un personaje innominado y vulgar, que Ortega y Gasset traducía como «la gente» y que Sartre dibujó muy bien en su Crítica de la razón dialéctica. Después de la Gran Revolución, la aristocracia francesa y la de casi todos los países de Europa pasó a ser una clase de gente muy distinguida y elegante, pero medio arruinada económicamente y sin un peso social específico. Pasó más bien a ser una abstracción. El modo de pensar y de escribir de Marx encajan perfectamente dentro de esa abstracción. Pero hay otro rasgo que hace de Marx un verdadero aristócrata del pensamiento: su estilo literario. Yo examiné detalladamente ese estilo en un libro que publicó Siglo XXI de México en 1971 bajo el título un tanto provocativo de El estilo literario de Marx, que fue rápidamente traducido al yugoslavo, al italiano y al húngaro, y vendido en grandes cantidades (que jamás me pagaron), gracias a una generosa crítica de hombres como Umberto Cerroni, gran filósofo del PCI que tuvo la audacia suficiente como para llamarme a mí, un simple ciudadano de un remoto país subdesarrollo al que nadie conoce salvo por La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 293

su petróleo, nada menos que «un hombre muy inteligente», cosa que, dicha en Europa, debe ser considerada por nosotros como un desmesurado elogio. A ese libro remito al lector. Pero, para no dejarlo en este momento en ascuas, diré algo acerca del estilo de Marx, que me confirma plenamente en mi extraña idea de que Marx pensaba como aristócrata. No quiero decir, entiéndase bien, que Marx aspirase a ser él un aristócrata; por el contrario, Marx se enorgullecía de pertenecer al proletariado y ser su defensor intelectual y práctico; yo me refiero tan sólo a la manera de escribir y de pensar de Marx, que era tanto más aristocrática cuanto más iban dedicadas a la defensa del proletariado. En su defensa de los más oprimidos Marx procedía igual que un aristócrata de los buenos tiempos de Luis XIV, o como un aristócrata del siglo XlII o XIV en Florencia, Venecia o Milán. En primer lugar, destaquemos su constante ironía. ¿No es la ironía un rasgo que distingue al aristócráa del plebeyo prosaico, de estilo llano y burdo, exento de las sinuosidades y modulaciones propias de un instrumento musical bien temperado? Marx, por ejemplo, ironizaba a un Destutt de Tracy, el padre de los ideólogos franceses, que en un principio y aparentando mucho progesismo lograron engañar a Napoleón hasta que el Emperador, que no tenía un pelo de tonto, los echó a patadas de su círculo, acusándolos de «metafísicos», cosa que por lo demás era completamente cierta, como ya lo escribió el propio Marx en 1845 al hablar de «la putrefacción del Espíritu absoluto» hegeliano, cuyo antecedente puede hallarse en lo que Destutt llamaba «ideología», sin saber en realidad que había creado un vocablo muy impropio para designar lo que Hegel llamó «falsa conciencia» y que Marx terminó por llamar ideología a secas, asumiendo la ambigüedad del voca294 / Ludovico Silva

blo pero también dándole un significado preciso dentro de su concepción estructural de la sociedad: la ideología pertenece a la «superestructura» (o sea, Uberbau, «edificio») que comparte en lucha a muerte con la cultura, y que está cimentada sobre unas bases o fundaciones que no se ven a simple vista, pero que constituyen la estructura social. La ideología es «lo que se ve a simple vista», es decir el edificio. La estructura, que es el lugar donde hace sus secretos manejos el Capital, donde actúa la fuerza de trabajo creando valor y donde yace la infraestructura tecnológica, es «lo que no se ve a simple vista»; el papel de la ciencia marxista consiste, así, en despejar la espesa niebla ideológica que difunde la sociedad para justificarse y ocultarse idealmente, y hundir el bisturí en la estructura oculta, a fin de llamar plusvalía o creación de valor excedente mediante la fuerza de trabajo, a eso que el capitalista llama, en su cómoda esfera ideológica, «ganancias» del capital, como si el capital por sí mismo poseyera una capacidad misteriosa de reproducirse como los hongos, sin necesidad de la intervención de la fuerza humana de trabajo. Pues bien, Marx ironizaba y satirizaba a los Destutt de Tracy llamando a éste algo así como le crétinisme burgeois dans toute sa béatitude. No sé cómo Stendhal, pese a su finísimo olfato, pudo ser engañado por Destutt, a quien conoció personalmente en 1804. Sin duda, Stendhal se dejó marear por el tufo de «progresismo» que emanaba el círculo parisino de Destutt. Hasta Stendhal puede equivocarse. Pero Marx lo vio muy claro. Supo adivinar en Destutt un profundo plebeyo, incapaz de tener la elegancia aristocrática de luchar por los oprimidos, y limitar su escaso ingenio a recoger los despojos que había ido dejando Monsieur Guillotine. Napoleón, quien como Marx era tan pobre de linaje como aristocrático La interpretación femenina de la historia y otros ensayos/ 295

en su pensamiento, supo ver tras de la humareda de Destutt y sus amigos una verdadera falta de nobleza y de elegancia. Y así como el Emperador redactó su Código Civil con una absoluta precisión estilística que Stendhal consideraba como su verdadera escuela de estilo («Quiero parecer seco», decía en De l’Amour), del mismo modo Carlos Marx supo crear un estilo y una manera de pensar y escribir dotados de las más excelentes virtudes de la aristocracia, es decir, la elegancia musical de las frases, su manera dialéctica de comenzar una frase de un modo abrupto para luego dar un rodeo y regresar al punto de partida (tal es el secreto de la popularidad que han gozado muchas frases de Marx), su agresividad nunca grosera, su ironía finísima engastada como un diamante sobre la ruedecilla dentada de las frases, su manera de decir cosas como «la hipoteca que tiene el campesino sobre los bienes celestiales garantiza la hipoteca que tiene la burguesía sobre los bienes del campesino», donde la apódosis del primer sintagma prosódico realiza una feliz pirueta para rematar de modo fulminante en la prótesis; en fin, la gracia y la demoledora precisión que le presta a su ciencia el aspecto de una partitura de Cimarosa o Pergolesi, por eso que Andrés Bello llamaba la «suavidad», pero que en su interior esconde una tempestad intelectual de carácter beethoveniano; todo eso hace de su estilo literario una demostración perfecta de aristocracia intelectual. Podría enumerar otra serie de rasgos que confirman mi absurda tesis, pero prefiero no correr el riesgo de ser confundido, por la extensión de mi exposición, con una figura a la que no deseo parecerme en absoluto: la de un profesor de filosofía que dicta una conferencia. Eso es lo más aburrido que existe sobre 296 / Ludovico Silva

este pequeño planeta donde por pura casualidad estamos sobreviviendo, gracias a una virtud teologal que parecería pasada de moda: la Esperanza. Caracas, primavera de 1986 Escuela de Filosofía Universidad Central de Venezuela

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Índice



Nota Prólogo Calves Nota de autor

9 11 21 23

I. La interpretación femenina de la historia 27 II. El aparente dilema entre cultura científica

y cultura humanística 51

III. América Latina: El combate por el nuevo mundo 103

IV. ¿Qué es un mundo? 135



Calves 137



¿Qué es un mundo? 139



V. Andrés Bello y la crítica literaria 195



Didascalia 197



Clasicismo, Romanticismo, Manierismo 203



La imitación de la naturaleza 218



Bello, un clásico 222



La visión del filólogo 225



Conclusión 232



VI. Octavio Paz y el marxismo latinoamericano 235



VII. Nuestra famosa «identidad» latinoamericana 243



VIII. Elogio de la locura poética 259



IX. Arturo Uslar Pietri 271



X. El marxismo como aristocracia 283

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Este libro se terminó de imprimir en los talleres litográficos del Instituto Municipal de Publicaciones durante el mes de octubre de 2013 1000 ejemplares Caracas-Venezuela

LA INTERPRETACIÓN FEMENINA DE LA HISTORIA Y OTROS ENSAYOS

_Ludovico Silva

Ludovico Silva en estos ensayos proteicos va de lo uno a lo otro sin cortapisas. El mundo griego y medieval desemboca en esta América mestiza, autores e historias son urdidos en estas páginas llenas de escritura reflexiva y lúdica. La erudición y la calidad expresiva están al servicio de una lectura plural del mundo antiguo y moderno, y con cierto desenfado aborda temas científicos con la ironía platónica, así como reinterpreta los mitos clásicos y su función en la literatura y ciencia modernas. Ludovico en esta ocasión presenta una diversidad de temas relativos a la cultura, la ciencia, la poesía, el marxismo, la identidad latinoamericana, donde es evidente la crítica a los fundamentos de toda versión absoluta de las cosas y de la realidad. Ludovico en estos sabrosos ensayos clausura el sentido ortodoxo del marxismo, entre sus reflexiones destacamos la crítica a la ciencia al servicio la ideología capitalista, y en el tono de quien compromete algo más que unas palabras, rememora al Bolívar de la unidad latinoamericana. En fin, en estas escrituras hallamos la vigencia del pensamiento de Ludovico Silva, su belleza revolucionaria y la dignidad de un poeta.