La imagen del México decimonónico de los visitantes extranjeros : un estado-nación o un mosaico plurinacional? 9789683693181, 9683693180

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La imagen del México decimonónico de los visitantes extranjeros : un estado-nación o un mosaico plurinacional?
 9789683693181, 9683693180

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MANUEL FERRER MUÑOZ

Coordinador

La imagen del México decimonónico de los visitantes extranjeros: ¿un Estado-Nación o un mosaico plurinacional ?

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

LA IMAGEN DEL MÉXICO DECIMONÓNICO DE LOS VISITANTES EXTRANJEROS: ¿UN ESTADO-NACIÓN O UN MOSAICO PLURINACIONAL?

INSTITUTO DE INVESTIGACIONES JURÍDICAS Serie DOCTRINA JURÍDICA, Núm. 56 Cuidado de la edición: Edith Cuautle Rodríguez Formación en computadora: José Antonio Bautista Sánchez

LA IMAGEN DEL MÉXICO DECIMONÓNICO DE LOS VISITANTES EXTRANJEROS: ¿UN ESTADO-NACIÓN O UN MOSAICO PLURINACIONAL?

MANUEL FERRER MUÑOZ Coordinador

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO MÉXICO, 2002

Primera edición: 2002 DR © 2002. Universidad Nacional Autónoma de México INSTITUTO DE INVESTIGACIONES JURÍDICAS Circuito Maestro Mario de la Cueva s/n Ciudad de la Investigación en Humanidades Ciudad Universitaria, 04510, México, D. F. Impreso y hecho en México ISBN 968-36-9318-0

CONTENIDO Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Manuel FERRER MUÑOZ

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Capítulo primero Los extranjeros ante la diversidad indígena del México decimonónico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Manuel FERRER MUÑOZ

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Capítulo segundo La República mexicana y sus habitantes indígenas contemplados por Henry George Ward, encargado de negocios de su majestad británica en México, 1825-1827 . . . . . . . . . . . . . Eduardo Edmundo IBÁÑEZ CERÓN Manuel FERRER MUÑOZ

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Capítulo tercero R. W. H. Hardy y la visión anglosajona . . . . . . . . . . . . . Alfredo ÁVILA

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Capítulo cuarto La situación social e histórica del indio mexicano en la obra de Eduard Mühlenpfordt . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . José Enrique COVARRUBIAS

95

Capítulo quinto Mathieu de Fossey: su visión del mundo indígena mexicano . . . Manuel FERRER MUÑOZ

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CONTENIDO

Capítulo sexto Frances Erskine Inglis Calderón de la Barca y el mundo indígena mexicano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . María BONO LÓPEZ

155

Capítulo séptimo John Lloyd Stephens. Los indígenas y la sociedad mexicana en su obra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Julio Alfonso PÉREZ LUNA

195

Capítulo octavo Carl Christian Sartorius y su comprensión del indio dentro del cuadro social mexicano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . José Enrique COVARRUBIAS

217

Capítulo noveno Los conservadores y los indios: Anselmo de la Portilla . . . María BONO LÓPEZ

237

Capítulo décimo Brasseur de Bourbourg ante las realidades indígenas de México . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Manuel FERRER MUÑOZ

261

Capítulo decimoprimero La visión imperial. 1862-1867 . . . . . . . . . . . . . . . . . Érika PANI

287

Capítulo decimosegundo Los episodios históricos mexicanos de Olavarría y Ferrari: la novela histórica y los indios insurgentes . . . . . . . . . . María José GARRIDO ASPERÓ

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CONTENIDO

Capítulo decimotercero Carl Lumholtz y El México desconocido . . . . . . . . . . . Luis ROMO CEDANO Bibliografía sobre extranjeros del siglo XIX en México citada en el texto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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La imagen del México decimonónico de los visitantes extranjeros: ¿un Estado-Nación o mosaico plurinacional?, editado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, se terminó de imprimir el 26 de abril de 2002 en los talleres de Formación Gráfica, S. A. de C.V. En esta edición se empleó papel cultural 70 x 95 de 50 kgs. para los interiores y cartulina couché de 162 kgs. para los forros; consta de 500 ejemplares.

PRESENTACIÓN Manuel FERRER MUÑOZ* Las líneas que siguen pretenden poner sobre aviso a los lectores en relación con los planteamientos que han presidido la elaboración de la obra cuyo primer volumen sale ahora a la luz. Si en un principio se pensó titular el libro como Extranjeros en el México decimonónico: Estado nacional y etnias indígenas, luego pudo apreciarse que esa denominación no se correspondía fielmente con la temática que se aborda en él, que rebasa el simple encaje de la complejidad indígena en el rígido molde del Estado nacional y se aboca con más amplitud al modo en que las realidades sociales, políticas y jurídicas de los pueblos indígenas y las correspondientes estructuras de la joven República mexicana fueron contempladas por los extranjeros que viajaron o residieron en ella. Se configura así un objeto de análisis de notable envergadura y de más implicaciones que el concebido en un primer momento que, en buena lógica, había de reflejarse en la intitulación de la obra. Sentada esa premisa, se explica la adopción del título que finalmente ha prevalecido: La imagen del México decimonónico de los visitantes extranjeros: ¿un Estado-Nación o un mosaico plurinacional? Efectivamente, se ha procurado concentrar la mirada en los juicios ----o los prejuicios---- que sobre la realidad mexicana formularon esos personajes venidos de lejos, que reflejan las ideas difundidas en el siglo XIX acerca de la ciudadanía y de la nación. Más que el ‘‘objeto’’ de las observaciones, ha sido el ‘‘sujeto’’ contemplador el que ha captado una atención preferente, sin que esa predilección por los actores apareje una preterición del argumento ni del escenario de la obra que aquéllos representan. Al llevar a cabo la investigación se ha sustituido la habitual perspectiva del ‘‘viajero’’ por la del ‘‘extranjero’’ a secas, de modo que pudieran * Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. 1

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recogerse los juicios de quienes, aun gozando de la condición de foráneos, no encajan con propiedad en la categoría de viajeros, porque transcurrieron periodos tan prolongados de tiempo en el país que pueden ser calificados de residentes, o porque no se propusieron formalmente escribir ‘‘crónicas de viaje’’. Piénsese, por ejemplo, en los casos de Mathieu de Fossey, Anselmo de la Portilla, Enrique de Olavarría y Ferrari...1 A los escritos de esos extranjeros ----se les conceda o no la caracterización de viajeros---- son aplicables las reflexiones que José Roberto Gallegos toma prestadas de Edward W. Said: independientemente de las características de sus escritos, en las obras de viajeros quedan plasmadas diferentes formas de la mirada, hijas de su momento y circunstancia histórica concreta, una de cuyas dimensiones, plantea Said, es que son parte de procesos de construcción de las imágenes de una realidad que, al ser escrita, es domesticada, simplificada, subordinada y pierde su complejidad caótica, para ganar coherencia: una realidad que, al ser objeto de regulación a partir de valores, ideas y esquemas, constituye la base para estereotipos.2

La constatación de que los extranjeros del siglo pasado acudían a México cargados de prejuicios, y de que ideas tan seductoras para ellos como ciudadanía y nación conducían invariablemente a deformar las realidades sociales, no constituye ni mucho menos una invitación al desaliento. Ciertamente, esa advertencia nos ayuda a curarnos en salud, pues las indicaciones y las crónicas de aquellos autores ayudan poco a comprender las condiciones de vida del indígena del siglo XIX y su participación en el proyecto de un Estado nacional para México. Pero, como sugiere Alfredo Ávila, con quien tan interesantes conversaciones he sostenido en torno a este punto, los relatos de los extranjeros sirven para percatarnos de las anteojeras mentales con que la incorporación de los indígenas al EstadoNación fue contemplada por las clases pensantes de la época, tanto nacio1 Olavarría y Ferrari representa un caso extremo, pues no sólo vivió en México la mayor parte de su vida, sino incluso llegó a adquirir la nacionalidad mexicana. 2 Gallegos Téllez Rojo, José Roberto, ‘‘Dos visitas a México... ¿Un solo país? La mirada en dos libros de Charnay’’, en Ferrer Muñoz, Manuel (coord.), Los pueblos indios y el parteaguas de la Independencia de México, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1999, pp. 274-275. Cfr. Said, Edward W., Orientalismo, Madrid, Prodhufi Librerías, 1990, passim: en particular, el capítulo I, y Covarrubias, José Enrique, Visión extranjera de México, 1840-1867, vol. I: El estudio de las costumbres y de la situación social, México, UNAM-Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 1998, pp. 8-9.

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nales como foráneas. El descubrimiento de su miopía representa, por sí mismo, un hallazgo que no cabe menospreciar. Reservamos para más adelante la acometida de otro estudio, complementario de éste, que escudriñe los escritos legados por mexicanos del siglo XIX que recorrieron extensas regiones del país y se afanaron por registrar sus impresiones, para colaborar a un mejor entendimiento de la multiforme realidad nacional. La segunda peculiaridad acerca de la cual queremos llamar la atención de los lectores es que se ha restringido el campo de observación, en busca de aquellas anotaciones de los extranjeros que, deliberadamente o de modo más o menos inconsciente, aluden a las complejas relaciones entre los dos componentes de un binomio tan conflictivo como es el que confronta las nociones de ‘‘nacionalidad mexicana’’ y de ‘‘indianidad’’. Aunque los resultados cosechados en esta investigación sean dispares por lo que se refiere a la información que puede extraerse de cada una de las obras consultadas, sí se alcanza a reconstruir una imagen de conjunto del modo en que mentalidades ajenas a la mexicana contemplaban el Estado-Nación que resultó de la Independencia de España, difícilmente compatible en la teoría y en la práctica con el mosaico plurinacional que albergaba. Acerca del término ‘‘indianidad’’ empleado más arriba conviene introducir algunas precisiones, para evitar malos entendidos y disipar posibles equívocos, pues no es una expresión que aparezca en las fuentes que, a lo sumo, hablan de ‘‘indiada’’. Nos servimos de esa voz para designar las características compartidas por el conjunto de pueblos indígenas que ocupaban el solar de lo que había sido el Virreinato de la Nueva España, que los distinguen del común de ciudadanos mexicanos. No se nos oculta que nos encontramos ante ‘‘pueblos’’, en plural, porque son muchas y muy diferentes las etnias que encontramos en la República mexicana, las cuales nunca se involucraron en proyectos de conjunto ni se vieron enfrentadas a los mismos problemas. Pero, por encima de esos contrastes, priman elementos de coincidencia relacionados con el carácter de pueblos ‘‘originarios’’. Desde la perspectiva que estoy delineando puede entenderse también el vocablo ‘‘reindianización’’, utilizado por Leticia Reina y Cuauhtémoc Velasco para mostrar el proceso de fortalecimiento de identidades de raza con que respondieron las comunidades indígenas ante el diseño de libera-

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les y positivistas de homogeneizar a los ciudadanos y terminar con cualesquiera rasgos diferenciadores.3 En tercer lugar, a través de los textos de esos personajes foráneos, hemos querido perseguir las huellas que marcó en los sistemas de vida de las poblaciones indígenas la legislación liberal, impulsora de una identidad nacional que se sustentaba en la comunión de ideales por un cuerpo de ‘‘ciudadanos’’, que habían de sentirse mexicanos; sin que se supiera demasiado bien, a ciencia cierta, cuáles eran los perfiles de esa nacionalidad, siempre problemática y siempre en pugna entre dos extremos antagónicos: el criollismo, heredero a fin de cuentas del legado español,4 y el elemento indígena, variopinto y tan rico en peculiaridades como incomprendido por quienes se hallaron al frente de las tareas de gobierno, en cualquier período que se considere de toda la centuria decimonónica. Sabemos que, a la larga, sería el componente mestizo, despreciado por quienes contemplaban el mundo desde uno u otro de los polos extremos,5 el que acabaría por hacerse con las riendas del poder, en una especie de pirueta dialéctica. Y, sin embargo, todavía hoy siguen encontrando contradictores quienes apuestan en favor del mestizaje como superador de antinomias, pues, en último término, como advierte Arnaldo Córdova, lo mestizo se explica sólo por ‘‘la relación que hemos establecido con nuestros indios de carne y hueso’’. Mientras lo español o lo europeo implican una proyección hacia la cosmópolis ----continúa el mismo autor----, ‘‘nuestro ser indio es lo que cuenta de verdad... Lo que nos mantiene como nosotros mismos es nuestro glorioso y opulento pasado indígena... Nuestra Nación, en lo esencial, es una Nación no india que, sin embargo, encuentra en su pasado indígena la verdadera noción de sí misma y su razón de ser’’.6 A pesar de la distancia que esos puntos de vista marcan con el pensamiento de Gonzalo Aguirre Beltrán, sin duda uno de los grandes estudio3 Cfr. Reina, Leticia y Velasco, Cuauhtémoc, ‘‘Introducción’’, en Reina, Leticia (coord.), La reindianización de América, siglo XIX, México, Siglo Veintiuno-Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 1997, p. 15. 4 Acerca del protagonismo criollo en el proceso emancipador, cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 178-244. 5 Robert Williams Hale Hardy no ocultó su menosprecio hacia los mestizos de Loreto, cuyo desagradable aspecto aceitunado, sucio y opaco le confirmó en lo desafortunado de la mezcla de las razas india y española: cfr. Hardy, R. W. H., Travels in the interior of Mexico, in 1825, 1826, 1827 and 1828, London, Henry Colburn-Richard Bentley, 1829, p. 245. 6 Córdova, Arnaldo, ‘‘El indio y la nación’’, Crónica Legislativa, México, nueva época, año V, núm. 7, febrero-marzo de 1996, p. 25.

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sos del indigenismo en México, cabe tender puentes de entendimiento entre una y otra posición. En efecto, en un magnífico artículo, ya clásico, que publicó hace cuarenta años Cuadernos Americanos, Aguirre Beltrán sentó los principios de que la base orgánica sustentadora del indigenismo no venía representada por el indio, sino por el mestizo, y de que la tarea unificadora que siguió a la Independencia sólo pudo haber sido asumida por los mestizos, para quienes la aspiración a la homogeneidad constituía su propia realización: ‘‘al contemplarse a sí mismo y tomar consciencia del mensaje de unidad que tenía por misión volvió el mestizo los ojos a la realidad externa y encontró al indio, a la alteridad del indio, como el motivo de su inalcanzada afirmación, y en el indigenismo ----unión y fusión con el indio---- puso la meta de su total realización’’.7 Por nuestra parte agregaríamos que se vislumbra aún lejano el día en que pueda verificarse esa anhelada síntesis del mestizo que descubre en sí mismo, orgulloso, el sustrato indio. El indígena contemporáneo no sólo sigue siendo objeto de negación, sino que experimenta una aguda crisis de identidad, en la medida en que sus perfiles definidores aparecen cada vez más difusos en el seno de una sociedad que ha convertido la homogeneización en uno de sus objetivos. Adviértase, además, la proverbial ignorancia de los mestizos sobre las realidades indígenas: un desconocimiento que implica rechazo en muchas ocasiones, y que tiene sus raíces en el pasado. Así lo comprobó Carl Sofus Lumholtz por boca del ‘‘hombre principal’’ de Guachóchic, un mestizo llamado don Miguel: pudo darme también algunos informes generales sobre los indios; pero no sólo allí, sino en muchas otras partes de México, á menudo me dejaba estupefacto la ignorancia de los agricultores mexicanos acerca de los indios que vivían a sus puertas. Salvo ciertos especialistas distinguidos, aun los mexicanos inteligentes saben muy poco de las costumbres, y mucho menos de las creencias de los aborígenes. En lo que mira á los [tarahumaras] paganos de las barrancas, no pude adquirir más noticia que la certidumbre del general desprecio que se les tiene por salvajes, bravos y broncos.8 7 Aguirre Beltrán, Gonzalo, ‘‘Indigenismo y mestizaje. Una polaridad bio-cultural’’, Cuadernos Americanos, México, año XV, núm. 4, julio-agosto de 1956, p. 41. 8 Lumholtz, Carl, El México desconocido. Cinco años de exploración entre las tribus de la Sierra Madre Occidental, en la Tierra Caliente de Tepic y Jalisco, y entre los tarascos de Michoacán, México, Editora Nacional, 1972, vol. I, p. 196. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 66-68.

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El carácter irreversible de la tendencia homogeneizadora y mimetizante constituye todavía hoy un reto para las etnias y para las culturas indígenas que, lejos de anhelar un corte en la comunicación con un mundo externo amenazador, deben abrirse a él y recibir de ese entorno nuevos incentivos para posteriores desarrollos. Parafraseando una reciente encíclica del papa Juan Pablo II, añadiríamos que la estrecha relación que sostienen las culturas ----también las indígenas, naturalmente---- con los hombres y con su historia redunda en un dinamismo que es característico del tiempo humano, marcado por las transformaciones y los progresos que brotan de los encuentros entre los hombres y de los intercambios recíprocos de sus modelos de vida.9 Un cuarto grupo de observaciones de esta breve Presentación se refiere a las principales aportaciones de los estudios recogidos en este volumen. Me gustaría resaltar, en primer término, el carácter prejuicioso de las reflexiones procedentes de casi todos los extranjeros que han sido analizados, influidos por lecturas que desfiguraban la realidad mexicana, tales como las que solían explicar la manera de ser de los pobladores de un territorio en función exclusiva del entorno físico, o las que proyectaban una imagen romántica y llena de exotismo de los antiguos pobladores de México. Algunos de los visitantes aquí reseñados fueron conscientes de ese lastre intelectual y, como Ward o Sartorius, trataron de aligerar la carga de parcialidad. Ese esfuerzo por atender al juicio propio permitió que Ward, Fossey, Brasseur de Bourbourg, Olavarría y Ferrari y Lumholtz ----a pesar de las limitaciones de que se resienten algunos de ellos---- percibieran la diversidad de las etnias y comunidades indígenas que los gobiernos y políticos mexicanos parecían desconocer, y que Hardy manifestara su admiración hacia los yaquis alzados en armas bajo el mando de Juan Banderas y los considerara como nación independiente, al igual que a seris, apaches y axüas. Es muy frecuente entre los autores estudiados la admiración por el contraste que apreciaban entre el espléndido pasado indígena y la situación miserable de las etnias que conocieron durante sus periplos por México, que justifica tanto la apreciación de Sartorius de que constituían un pueblo dentro de otro pueblo como el juicio compartido por muchos visitantes sobre la amnesia histórica de las etnias indígenas. 9 Cfr. Juan Pablo II, Encíclica Fides et ratio (14 de septiembre de 1998), 71 (Madrid, San Pablo, 1998, p. 105).

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Por eso, los comentarios cáusticos con que solían referirse a la trayectoria seguida por el país desde su separación de España, aunque no faltaron quienes atribuyeron precisamente a los tres siglos de dominación española la responsabilidad de todos los males que se abatían sobre las poblaciones indígenas. A este propósito son particularmente relevantes los escritos de Mühlenpfordt, que apuntan a la evangelización de los aborígenes llevada a cabo por los españoles como la faceta más negativa del pasado colonial, así como los comentarios que brotan de la pluma de Lumholtz acerca de las misiones. También se sitúan en la línea del prejuicio antiespañol las observaciones de la mayoría de los textos revisados por Érika Pani para la época de la Intervención francesa y del Imperio de Maximiliano. Olavarría y Ferrari, que fue quien prestó más atención al período de la insurgencia, interpretó ésta en función de los intereses y aspiraciones de los criollos, y minimizó la importancia de la aportación indígena, sobre todo después de que Morelos asumiera la dirección del movimiento. Aunque muchos miembros de las comunidades se hubieran alzado en armas contra las autoridades españolas, pensaba Olavarría, sus objetivos inmediatos habían sido sólo el robo, el pillaje y la venganza por los agravios acumulados durante siglos de tutelaje colonial. Para el historiador-novelista español, no existieron motivaciones ideológicas en el levantamiento de los grupos indígenas que se implicaron en la guerra. Más de uno de esos visitantes que arribaban a México desde otros países, donde la estructura social divergía tanto de la imperante en las tierras que antes habían sido novohispanas, denunció la explotación de los indígenas, que algunos ----como la marquesa de Calderón de la Barca y Anselmo de la Portilla---- atribuyeron a la extinción del tutelaje colonial, y otros, a la expansión de las haciendas y a la consiguiente amenaza sobre la tenencia comunal de las tierras que se hallaban en manos de los indígenas. No faltaron quienes, al percatarse del agravamiento en las condiciones de vida de las diversas etnias, cuyos miembros habían sido incorporados ----desde la misma proclamación de Independencia de México---- a un proyecto nacional donde la sociedad en su conjunto participaba de una igualdad jurídica plena, delataron el fracaso de este proyecto igualitario tan caro a los primeros liberales: bastaría recordar los casos de John Lloyd Stephens y de Anselmo de la Portilla. Menos sombríos son los planteamientos de Lumholtz, que pudo comprobar con sus propios ojos que la

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figura del general Porfirio Díaz gozaba de notable prestigio en las más remotas localidades huicholas, coras y tepehuanas. Conocedores de la profunda insatisfacción del mundo indígena, de la que varios de los personajes que aquí se estudian fueron testigos de primera mano (Hardy, Fossey, Stephens, Brasseur de Bourbourg...), se mostraron pesimistas sobre la capacidad de las autoridades mexicanas para solucionar los problemas que solían hallarse en la base de las revueltas indígenas y de las guerras civiles que asolaban periódicamente la República, provocadas o atizadas muchas veces por rivalidades antiguas de las etnias, nacidas de la hostilidad entre los diversos grupos que se asentaban en una misma región. Coinciden todos los autores extranjeros que se han revisado en subrayar el carácter inasimilable de los nómadas de las regiones fronterizas del norte, que tantos quebraderos de cabeza ocasionaban a residentes y autoridades. Entre las instituciones contemporáneas de los extranjeros de que nos ocupamos, el ejército es tal vez una de las que acaparan más críticas: sobre todo, desde la perspectiva de los brutales medios de conscripción en boga, que tanto daño causaban a los ‘‘ciudadanos indígenas’’. Tampoco los congresos escaparon a la censura de estos personajes foráneos, que no ocultaron su perplejidad por la falta de sensibilidad del Poder Legislativo mexicano en el tratamiento de los asuntos que afectaban más directamente a las etnias. Del mismo modo, la instrucción y la seguridad públicas dejaban mucho que desear a sus ojos: sobre todo, en los espacios rurales donde tanto abundaba la población indígena. Destaca también la importancia que ese conjunto de extranjeros concedió al mundo criollo, decisivo en el desencadenamiento de la Revolución de Independencia en la opinión de Ward y de Olavarría, y sostén de las clases superiores de una sociedad que administraba unas riquezas que parecían inagotables a los ojos de esos visitantes llegados de lejanos países: aunque profundamente herido en su autoestima por los resultados de la guerra de 1847, como advierte Sartorius, y amenazado ----según Brasseur de Bourbourg---- por mestizos e indígenas cansados de que los criollos disfrutaran en exclusiva de los privilegios de que habían gozado los españoles hasta la Independencia. Coherentemente con la mentalidad imperante en el mundo occidental del siglo XIX, los extranjeros que acuden a México (Fossey, Sartorius...) preconizan la atracción de colonos europeos como la mejor solución para introducir a la República mexicana en la modernidad, y contrarrestar así

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las rémoras de una población indígena tan numerosa como ajena al progreso económico, que, desde los comienzos de la quinta década del siglo, asistía impotente a un agravamiento de los problemas del medio rural. Encontraremos también opiniones en favor de la transculturización de los indígenas a través del mestizaje que, en último término, habría de conducir a su inevitable extinción. La generalizada conciencia de la marginación en que se desenvolvían los indígenas se manifiesta de muchas maneras. Una de ellas es la expresión verbal de que se servían muchos de los extranjeros que acompañaron a Carlota y Maximiliano durante su aventura imperial, que refleja inconscientemente aquella percepción: cuando hablaban de ‘‘mexicanos’’, se referían precisamente a los no-indios, a los descendientes de ‘‘los conquistadores’’. Carl Sofus Lumholtz advirtió también que, frente al indio, se levantaba un nebuloso proyecto de nación que excluía a las etnias indígenas y abrazaba a todos los demás grupos de población, llamados indistintamente la civilización, los vecinos, los mexicanos, los mestizos o los blancos. Tal contraposición no impedía que, a la larga, esos pueblos indígenas acabaran ‘‘mexicanizándose’’ e integrándose ----a la mala, según Lumholtz---- en el proyecto mexicano de nación. Antes de poner término a estas notas introductorias, deseo advertir que el trabajo que ahora se envía a la imprenta está concebido como primer volumen de un estudio más amplio, que se ocupará de otros extranjeros del siglo XIX ----afincados en México o transeúntes---- que no han encontrado cabida en estas páginas. Por eso instamos a la paciencia de quienes, extrañados por la ausencia de personalidades de la talla de un Brantz Mayer ----por ejemplo----, piensen en una omisión culpable de quien coordinó esta publicación: ni son todos los que están, ni están ----por supuesto---- todos los que son, aunque sí se ha procurado que la selección practicada permita cubrir, cronológicamente, toda la centuria y, territorialmente, todo el espacio de la República mexicana; y muestre también un amplio abanico de nacionalidades entre los extranjeros cuyos escritos son objeto de estudio. De los trece capítulos de que consta el presente volumen, uno sirve de introducción al resto y se propone un acercamiento general a la actitud de esos espectadores foráneos ante el mundo indígena que descubrieron; seis capítulos tienen como protagonistas a personas que visitaron México durante las cinco primeras décadas del siglo; tres se emplazan en el tránsito de una mitad a otra de la centuria, y tres se ambientan en la segunda parte del siglo XIX.

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Respecto a los países de procedencia de esos personajes, excluidos del cómputo los extranjeros de que se trata en los capítulos primero y decimoprimero, el panorama que resulta es bastante redondo: dos visitantes proceden de Inglaterra (Henry George Ward y Robert Williams Hale Hardy), dos de Alemania (Carl Christian Sartorius y Eduard Mühlenpfordt), dos de Francia (Mathieu de Fossey y Brasseur de Bourbourg), tres de España (Frances Erskine Inglis Calderón de la Barca, Anselmo de la Portilla y Enrique de Olavarría y Ferrari), uno de Estados Unidos (John Lloyd Stephens) y uno de Noruega (Carl Lumholtz). Los mismos objetivos que se han enumerado se hallan presentes en el segundo volumen, todavía en preparación: no nos cabe duda de que, complementada esta primera fase del estudio con las aportaciones de los autores que participarán en la siguiente etapa ----que privilegiará la segunda mitad del siglo XIX----, resultará un conjunto armonioso y bien integrado. Sí reconozco limitaciones en los logros alcanzados en este volumen. La principal procede de las acusadas diferencias en el tratamiento de los personajes estudiados. Aunque, como coordinador del proyecto, facilité a los participantes un esquema que pudiera guiar las investigaciones, no siempre fueron observadas ni seguidas de cerca mis advertencias. Tal vez la misma interdisciplinariedad y la consiguiente pluralidad de puntos de vista, que tanto enriquecen los análisis efectuados a lo largo de estas páginas, hayan dificultado la consecución de una mayor homogeneidad. He de confesar también que me sentí incómodo para reiterar aquellas recomendaciones, quizá por un respeto mal entendido al trabajo realizado por colegas que se dedican a la investigación en otros ámbitos del saber alejados del mío. Se halla ya en fase muy avanzada la preparación de una extensa y cuidada bibliografía que pondremos al servicio de quienes deseen aventurarse en el estudio de las aportaciones que estos personajes venidos de fuera realizaron con miras a una mejor comprensión de los problemas ‘‘nacionales’’ de México, a lo largo de la complicada centuria decimonónica. Aunque ese aparato bibliográfico se incorporará en el volumen II de esta obra, nos ha parecido oportuno incluir aquí el correspondiente a los autores y obras que aparecen citados en este primer volumen. Me resta sólo destacar el interés de un estudio como el que ahora se presenta, dotado de un carácter interdisciplinario y abierto a la participación de varias instituciones académicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (Instituto de Investigaciones Jurídicas, Instituto de In-

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vestigaciones Históricas, Facultad de Filosofía y Letras), del Instituto Mora, del Instituto Nacional de Antropología e Historia (Dirección de Lingüística), y del Instituto Tecnológico Autónomo de México En fin, formuladas las advertencias que anteceden, que informan acerca de la peculiar visión ----más o menos certera, más o menos extraviada---- que de México pudieron alcanzar esos peregrinos extranjeros, y orientan sobre los objetivos y propuestas metodológicas de la obra, es hora ya de ceder la pluma a los autores de los diversos estudios que se recogen en este volumen, para ponderar con más detenimiento sus aciertos y sus equivocaciones.

CAPÍTULO PRIMERO LOS EXTRANJEROS ANTE LA DIVERSIDAD INDÍGENA DEL MÉXICO DECIMONÓNICO Manuel FERRER MUÑOZ* SUMARIO: I. Las anteojeras de los extranjeros. II. Las miradas y los intereses de los extranjeros. III. El problema de la alteridad. IV. El pasado histórico español. V. Las creencias y las prácticas religiosas. VI. El pasado precortesiano. VII. El México contemporáneo.

I. LAS ANTEOJERAS DE LOS EXTRANJEROS Son muchos los relatos escritos por gentes de diversos países que recorrieron los caminos, las ciudades y los más recónditos parajes de la República mexicana, a lo largo del siglo XIX. Sobra decir que el recuerdo del Ensayo de Humboldt sobre la Nueva España ocupaba un lugar señero en la mente de la mayoría de esos espectadores foráneos, que solían coincidir en el propósito de que su legado no desmereciera en su parangón con la obra del sabio alemán.1 No debe sorprender, por tanto, que muchas de las categorías mentales de Humboldt reaparecieran en esos otros escritos sobre la sociedad mexicana: los análisis basados en un cierto despego del determinismo geográfico, que * Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Una versión preliminar de este texto fue presentada como ponencia en el V Congreso Internacional de Hispanistas (Santa Fe, Granada, del 25 al 28 de junio de 1999), con el título ‘‘La República mexicana y sus ciudadanos indígenas vistos por los extranjeros del siglo XIX’’. 1 Entre la amplísima bibliografía dedicada al barón de Humboldt, nos gustaría señalar cuatro libros editados por la Universidad Nacional Autónoma de México: Ortega y Medina, Juan A., Humboldt desde México, México, UNAM, 1960; Bopp, Marianne O. de et al., Ensayos sobre Humboldt, México, UNAM, 1962; Miranda, José, Humboldt y México, México, UNAM, 1962, y Minguet, Charles, Alejandro de Humboldt, historiador y geógrafo de la América Española 1799-1804, México, UNAM, 1985.

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tan caro había resultado a Montesquieu, y en la valoración del estado moral del país; el énfasis en algunos aspectos del mundo mítico de la naturaleza primitiva, tales como la ahistoricidad y la ausencia de cultura; la sugerente imagen de los americanos forjadores de un proceso de autodefinición, que los convertía en algo distinto y separado del mundo europeo, o la convicción bien arraigada de que había que apresurar la llegada del progreso.2 Pocos fueron, sin embargo, quienes tuvieron ocasión de compartir la perspectiva de Humboldt, conocedor de México y de Sudamérica y forjador del tópico de que México podía considerarse como un país civilizado, en la medida en que Sudamérica no lo era: ‘‘me sorprendió ciertamente ----escribió en el prefacio de su Ensayo---- lo adelantado de la civilización de la Nueva España respecto de la de las partes de la América meridional que acababa de recorrer’’.3 No en vano, la estancia de Humboldt en México había discurrido en el seno de los círculos intelectuales y científicos de la ciudad de México, donde llevó a cabo sus estudios sobre historia natural, lingüística y arqueología.4 Nada tiene, pues, de extraño que los visitantes extranjeros incurrieran en contradicciones en la apreciación de los mismos fenómenos; o, cuando menos, que no acabaran de calar en la realidad que se presentaba ante sus ojos. Fue el caso del ambiente humano del valle de México que, aun cuando fue objeto de múltiples descripciones por parte de los viajeros ----a la marquesa de Calderón de la Barca, el valle de México le pareció impregnado de ‘‘un aire de melancolía, inmensidad y desolación’’,5 y a Mathieu de Fossey le pareció deprimente el viaje desde el lago de Texcoco a San Juan Teotihuacán, a causa del aspecto ‘‘miserable y horroroso’’ de las aldeas de los indios6----, en pocas ocasiones fue observado con el necesario 2 Cfr. Pratt, Mary Louise, Imperial Eyes. Travel Writing and Transculturation, London-New York, Routledge, 1997, pp. 131, 136-137 y 148; Gallegos Téllez Rojo, José Roberto, ‘‘Dos visitas a México... ¿Un solo país? La mirada en dos libros de Charnay’’, en Ferrer Muñoz, Manuel (coord.), Los pueblos indios y el parteaguas de la Independencia de México, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1999, p. 276, y Covarrubias, José Enrique, Visión extranjera de México, 1840-1867, vol. I: El estudio de las costumbres y de la situación social, México, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora-UNAM, 1998, pp. 17-18, 59 y 89. 3 Humboldt, Alejandro de, Ensayo político sobre el reino de la Nueva-España (edición facsimilar de la de Paris, Casa de Rosa, 1822), México, Instituto Cultural Helénico-Miguel Ángel Porrúa, 1985, vol. I, p. 1. Véase también ibidem, vol. I, pp. 8-9. 4 Cfr. Pratt, Mary Louise, Imperial Eyes, pp. 131-132 y 136. 5 Calderón de la Barca, Francis E. I., La vida en México durante una residencia de dos años en ese país, México, Porrúa, 1959, vol. I, p. 162. 6 Cfr. Fossey, Mathieu de, Viaje a México, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994, pp. 167-168, y Fossey, Mathieu de, Le Mexique, Paris, Henri Plon, 1857, p. 315.

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detenimiento: las más de las veces recibió una atención superficial, por lo que apenas nos han llegado las manifestaciones externas de su cultura.7 Los emigrantes que acudieron a la República mexicana en busca de fortuna y la encontraron, de vuelta a sus lugares de origen, convertidos ya en hombres de éxito, cedieron a la tentación de copar el protagonismo de las tertulias y de las charlas en los cafés. Ricos y envidiados, aunque iletrados y objeto de chanzas disimuladas por el ostentoso lujo con que se engalanaban, no pararon de prodigarse en inacabables pláticas sobre el exotismo de los parajes, el mundo mágico prehispánico y sus tradiciones milenarias, la degradación de los indígenas contemporáneos... Y, así, contribuyeron poderosamente a forjar un modo de explicar al indio americano. A otros componentes de ese gran flujo migratorio que una y otra vez surcó el Atlántico no les acompañó la suerte y, si regresaron alguna vez a sus hogares, fue para arrostrar de nuevo pobrezas y frustraciones. No parece probable que, en esas condiciones, se sintieran invitados a hablar sobre una vida cuyas expectativas distaban de haberse satisfecho. En España, el tipo del ‘‘indiano’’ reproduce las características del emigrante exitoso que retorna a su aldea natal o se establece en barrios de nuevos ricos que se desarrollan en las afueras de algunas ciudades, como la imaginaria Vetusta que describió Clarín con pinceladas de maestro: ‘‘allí estaba la Colonia, la Vetusta novísima, tirada a cordel, deslumbrante de colores vivos con reflejos acerados; parecía un pájaro con plumas y cintas de tonos discordantes... La ciudad del sueño de un indiano que va mezclada con la ciudad de un usurero o de un mercader de paños o de harinas’’.8 Los habitantes de la Colonia, indianos de mucho dinero, siguen con el mayor de los esmeros, hasta donde se les alcanza, las costumbres de los distinguidos personajes de la rancia aristocracia local, y hacen gala de una religiosidad que se les antoja de buen tono y que desdice de la irreflexiva, alocada y alegre moralidad que fue su compañera durante los años de emigración. Y recuerdan, ensimismados, aquellos tiempos heroicos en que labraron su riqueza: es de suponer la conmiseración con que rememorarían la imagen de los pobres indios, inadaptados a la modernidad de la nación que, segregada de España, había proporcionado trabajo y oportunidades a quienes se arriesgaron a buscar en ella los medios de vida que les negaba la madre patria. 7 Cfr. Lameiras, Brigitte B. de, Indios de México y viajeros extranjeros, siglo XIX, México, Secretaría de Educación Pública, Sep-Setentas, 1973, p. 53. 8 Alas, Leopoldo, ‘‘Clarín’’, La Regenta, Madrid, Alianza Editorial, 1990, pp. 19-20.

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La condición de extranjero se asocia en muchos casos de manera intrínseca a la incapacidad para calar en las realidades del país donde se reside por circunstancias más o menos fortuitas: y a esa restricción se superpone también con excesiva frecuencia un molesto aire de superioridad. Tal sería el sentido de una expresión utilizada por Guillermo Prieto para describir la transformación que la Independencia había operado en los criollos mexicanos, convertidos en los nuevos amos del país: la separación de España ‘‘nos convirtió en gachupines de los indios’’.9 Y es que, como advirtió el padre Diego Miguel de Bringas a Eugenio de Avinareta, los indígenas abrigaban un particular encono hacia los criollos, ‘‘gritones y antirreligiosos’’, que los tiranizaban y se aprovechaban de ellos. Se explicaría así, como consecuencia pintoresca y paradójica, que los españoles ----más queridos por la población aborigen, aunque odiados por los gobernantes---- gozaran de una consideración peculiar, que los diferenciaba de los demás extranjeros’’.10 No parece infundado suponer que fue precisamente esa susceptibilidad ante las advertencias procedentes de quienes podían ser tildados de advenedizos la que provocó las críticas de Martínez de Castro, Payno y Altamirano a la marquesa de Calderón de la Barca, cuya Life in Mexico hirió sin duda la sensibilidad de más de un espíritu suspicaz.11 La misma reacción puede observarse entre los propietarios de fincas rústicas y sus voceros, los periodistas de la ciudad de México que, en septiembre de 1865, expresaron su indignación frente a las alabanzas que L’Estafette y L’Ére Nouvelle ----periódicos que se publicaban en francés en la capital de la República---- prodigaron al proyecto de ley sobre jornaleros que empezó a discutirse en aquel mes. Aquellos órganos periodísticos no ocultaron su malestar por el hecho de que unos extranjeros vinieran a mostrarles cómo resolver los problemas nacionales, como si México fuera un país que se hallara ‘‘en la barbarie’’: ‘‘nos limitaremos a protestar ----escribían los redactores de La Sociedad---- contra la caricatura del estado social de

9 Cit. en Zea, Leopoldo, ‘‘La ideología liberal y el liberalismo mexicano’’, en varios autores, El Liberalismo y la Reforma en México, México, UNAM, Escuela Nacional de Economía, 1973, p. 511. Cfr. González Navarro, Moisés, Los extranjeros en México y los mexicanos en el extranjero 1821-1970, México, El Colegio de México, 1993-1994, vol. I, pp. 83 y 89. 10 Cfr. González Navarro, Moisés, Los extranjeros en México y los mexicanos en el extranjero, vol. I, pp. 85-86. 11 Cfr. Bono López, María, ‘‘Frances Erskine Inglis Calderón de la Barca y el mundo indígena mexicano’’, capítulo sexto, II, de este libro.

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México... y a lamentar que se nos quiera civilizar a pescozones. Mal sistema de corregir las costumbres de un pueblo es humillarle’’.12 Los desacuerdos entre las perspectivas mentales de unos y otros autores se hacen explícitos en algunas ocasiones. Así, Mathieu de Fossey negó a la marquesa de Calderón de la Barca la condición de buena observadora, por la superficialidad de sus juicios, inconsistentemente fundados, y por su carencia de espíritu sintético. Objetó también que hubiera ‘‘juzgado del país por el momento presente, sin tener en cuenta lo pasado, tan cerca todavía, ni los adelantos que se han obtenido’’.13 Y el mismo Fossey se expresó con desdén sobre el conde Frédéric de Waldeck, explorador de ruinas arqueológicas en Yucatán: ‘‘son caractère, bien connu au Mexique, permet de douter de l’exactitude de toutes ses notices archéologiques’’.14 Sin embargo, Waldeck gozó del favor y de la confianza de las autoridades mexicanas: gracias al permiso que le concedió en 1831 Lucas Alamán, secretario de Relaciones, pudo visitar las pirámides de Teotihuacán, entonces casi irreconocibles por la espesa vegetación de nopales y de otras plantas que las cubrían.15 Más allá de la miopía que pudiera afectar la visión de algunos extranjeros, tropezamos con la limitación de que esos escritos de autores foráneos respondían a determinadas intencionalidades que, por fuerza, condicionaban una selección temática. Nada ha de sorprender, en consecuencia, que la referencia al medio indígena brille por su ausencia en los textos de muchos autores: no porque lo despreciaran, sino porque quedaba fuera del propósito que les movió a tomar la pluma. Piénsese en la obra de personas tan vinculadas a México como Vicente Rocafuerte, José María Heredia, Orazio Atelis, Florencio Galli, Claudio Linati... Tal podría parecer, a primera vista, que fue el caso del español Anselmo de la Portilla, que radicó en México entre 1840 y 1879, con un breve intervalo de residencia en Estados Unidos (1858-1862). La Historia de la 12 ‘‘La Sociedad. Actualidades’’, en La Sociedad, 21 de septiembre de 1865. Véase Pani, Érika, ‘‘La visión imperial. 1862-1867’’, capítulo decimoprimero de este libro. 13 Fossey, Mathieu de, Viaje a México, pp. 24-25. Cfr. también Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 542. 14 ‘‘Su carácter, bien conocido en México, permite dudar de la exactitud de todas sus noticias arqueológicas’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 373, nota 1). Cfr. Díaz y de Ovando, Clementina, ‘‘Viaje a México (1844)’’, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, t. II, vol. XIII, núm. 50, 1982, p. 185, y Sierra, Carlos Justo, Breve historia de Campeche, México, El Colegio de México-Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 101. 15 Cfr. carta de Frédéric de Waldeck a Lucas Alamán, México, 16 de noviembre de 1831 (Condumex, Centro de Estudios de Historia de México, fondo CCLXXXVII, carpeta 11).

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revolución de México contra la dictadura del general Santa-Anna (18531855),16 que algunos autores le atribuyen, apenas contiene unos pocos párrafos en los que, marginalmente, se menciona de modo explícito a los pueblos indígenas. En México en 1856 y 1857. Gobierno del General Comonfort,17 son más frecuentes las alusiones al mundo indígena, aunque restringidas a su relación con movimientos insurreccionales: la insubordinación de los nómadas del norte,18 la revuelta de los pueblos indios que poblaban los márgenes de la laguna de Chapala,19 y la guerra de castas que asolaba Yucatán.20 Y, sin embargo, la lectura de España en México. Cuestiones históricas y sociales21 proporciona el contrapunto de las impresiones que se desprenden de los dos libros anteriores: indudablemente, porque el tema de que se ocupa invitaba a dar entrada a los indígenas en el escenario de la acción española en América. No sólo importa al autor estudiar el pasado azteca, la conquista, la encomienda y los tributos, el fundo legal de los pueblos, el régimen de la propiedad particular; también afronta el estado en que se hallaban los indígenas del momento histórico en que él escribe, y emite un diagnóstico de ‘‘lo que pueden y deben ser los indios’’ (cfr. el trabajo de María Bono, en el capítulo noveno de este libro). II. LAS MIRADAS Y LOS INTERESES DE LOS EXTRANJEROS Las crónicas extranjeras nos ilustran acerca del modo en que el peculiarísimo mundo ‘‘mexicano’’ ----‘‘novohispano’’ hasta 1821---- se ofrecía a la mirada de esos visitantes, a veces miopes22 o restringidos en sus mi16 [Portilla, Anselmo de la], Historia de la revolución de México contra la dictadura del general Santa-Anna (1853-1855) (edición facsimilar de la de México, Imprenta de Vicente García Torres, 1856), México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1987; y Puebla, José M. Cajica, 1972. 17 Portilla, Anselmo de la, México en 1856 y 1857. Gobierno del General Comonfort (edición facsimilar de la de New York, Imprenta de S. Hallet, 1858), México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana-Gobierno del Estado de Puebla, 1987. 18 Cfr. ibidem, pp. 23 y 107. 19 Cfr. ibidem, pp. 164-166. 20 Cfr. ibidem, p. 261. 21 Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, México, Imprenta de Ignacio Escalante, 1871. 22 Para mejor entender las razones de esa miopía aconsejamos la lectura de Gallegos Téllez Rojo, José Roberto, ‘‘Dos visitas a México... ¿Un solo país? La mirada en dos libros de Charnay’’, en Ferrer Muñoz, Manuel (coord.), Los pueblos indios y el parteaguas de la Independencia de México; y, más en particular, el apartado que se subtitula Mirar en la historia, pp. 271-274.

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ras por los ‘‘prejuicios de nacionalidad’’ que desveló Mathieu de Fossey,23 y observadores tan atentos en otras ocasiones que nos han permitido descubrir aspectos velados de las realidades antropológica, social, jurídica, religiosa... de ese ente multiforme que, segregado de España, buscaba derroteros propios en la persecución de un estatuto nacional independiente. Para algunos, el viaje ----con todas sus peripecias anejas---- adquiría sentido por sí mismo y constituía un triunfo por el mero hecho de haberse llevado a término. Esa nueva raza de esforzados conquistadores perseguía destinos, no reinos; no se adornaba con talentos militares, sino logísticos, y combatía una batalla desigual contra la escasez, la ineficiencia, la flojera, la incomodidad, los caminos infernales, el mal tiempo, la impuntualidad... Enfrentados esos agónicos viajeros a tales obstáculos, se crecieron y generaron una literatura casi épica, que se recreaba en la descripción de un marco social que aparecía como un obstáculo logístico para el paso firme y audaz de los europeos:24 pero que tal vez deja insatisfecho al lector que se pregunta por los personajes condenados a las sombras por la vanidad del escritor, demasiado pendiente de ponderar sus propios méritos, en lugar de relatar sus conversaciones con las personas con quienes había trabado contacto y sostenido encuentros más o menos esporádicos. En cambio, los integrantes de la vanguardia capitalista que describió Mary Louise Pratt consagraron una atención principalísima a la observación del cuerpo social, que se les presentaba como una ineludible tarea política. Actuaron así arrastrados por su obsesión por reinventar América como un continente retrasado y olvidado, necesitado de la explotación racional de los europeos.25 The bottom line in the discourse of the capitalist vanguard was clear: America must be transformed into a scene of industry and efficiency; its colonial population must be transformed from an indolent, undifferentiated, uncleanly mass lacking appetite, hierarchy, taste, and cash, into wage labor and a market for metropolitan consumer goods.26 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. V. Cfr. Pratt, Mary Louise, Imperial Eyes, p. 148. Cfr. ibidem, pp. 150, 152 y 160. ‘‘La parte final del discurso del capitalista de vanguardia era clara: América debía ser transformada en un escenario de industria y de eficiencia; su población colonial debía dejar de ser indolente, indiferenciada, una masa sucia carente de apetitos, de jerarquía, de gusto y de dinero, para convertirse en una población de trabajadores asalariados y, a la vez, en un mercado para los bienes de consumo de la metrópoli’’ (ibidem, p. 155). 23 24 25 26

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Es indiscutible el hecho de que esos personajes foráneos acudían a México cargados de prejuicios viejos e imbuidos de retóricas objetivistas y de valores ya adquiridos, que les inducían a acomodar sus observaciones en unos esquemas mentales prefijados; como también es evidente que sus anteojeras ideológicas les impedían ver más allá de lo que querían mirar. Sería el caso de numerosos visitantes anglosajones que, en palabras inspiradísimas de Juan A. Ortega y Medina, ‘‘seguirán viéndonos en lo esencial y constitutivamente medular como hijos o nietos más o menos espurios y degenerados de la vieja y archidecadente España’’.27 No otra era la mirada de los europeos que, por obra de la revolución social, política, científica y filosófica de principios del siglo XIX, se erigieron en punto de referencia para todo el orbe: de esta manera, la Edad de la Razón mira desde el progreso hacia el atraso; desde la cima de la evolución a la sima de la decadencia, en la era del esplendor de Viena o de la épica napoleónica; desde la cumbre ciudadana de las victorias de las revoluciones y las restauraciones de 1848 o el esplendor industrial de finales del siglo, a la degeneración y el primitivismo del resto del mundo, que se teoriza como inferioridad racial, histórica, social, religiosa, humana, que conlleva la condena absoluta de los ‘‘pueblos sin historia’’.28

III. EL PROBLEMA DE LA ALTERIDAD Mediaba, además, la dificultad de la comunicación, no sólo lingüística sino cultural, entre los indígenas y los extranjeros que se acercaron a conocerlos, tan alejados unos de otros en mentalidades y conocimientos. Y se añade el obstáculo del tiempo transcurrido hasta hoy desde que aquellos visitantes reseñaran por escrito sus notas: inevitablemente, cuando éstas han llegado a nosotros ----después de más de un siglo desde que fueron redactadas---- el significado del vocabulario empleado por sus autores difiere en sus alcances significativos del que hoy nos resulta familiar, como también han cambiado los signos de identidad personal y colectiva.29 27 Ortega y Medina, Juan A., ‘‘Prólogo y notas’’, en Mayer, Brantz, México: lo que fue y lo que es, México, Fondo de Cultura Económica, 1953, p. XI. 28 Gallegos Téllez Rojo, José Roberto, ‘‘Dos visitas a México... ¿Un solo país? La mirada en dos libros de Charnay’’, pp. 273-274. 29 Cfr. Sullivan, Paul, Conversaciones inconclusas. Mayas y extranjeros entre dos guerras, México, Gedisa, 1991, pp. 13 y 25-26, y Pfeiler, Bárbara, ‘‘Las estrategias lingüísticas durante la Guerra

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Tal vez reflexionan poco los extranjeros acerca del ‘‘otro’’ y de su derecho a la existencia como alguien diferente e irreductible con quien, sin embargo, es viable la comunicación en la medida en que se comparten los ‘‘universales semánticos’’ de que habla Umberto Eco. Además, esa falta de fijeza recorta ineludiblemente la posibilidad de llevar a cabo observaciones veraces, en la misma medida en que la cerrazón al otro impide el propio conocimiento y oscurece, consiguientemente, las perspectivas de análisis de la realidad exterior: ‘‘nosotros ----así como no logramos vivir sin comer o sin dormir---- no logramos entender quiénes somos sin la mirada y la respuesta del otro’’.30 Enfrentados a esa alteridad hubo quienes, arrastrados por el prejuicio liberal igualitario, rechazaron la denominación de indios, vetada por José María Luis Mora y Alonso Fernández en marzo de 1824,31 y prohibida por Maximiliano a su llegada al puerto de Veracruz.32 Esas distorsiones se vinculan también, de modo necesario, a la desconfianza que por fuerza inspira la presencia de esos visitantes venidos de lejos, acompañados a veces de un séquito exagerado ----caso del primer viaje a Sonora de Carl Lumholtz33---- y dotados de una curiosidad insaciable y, por ello, sospechosa. Por eso, el escepticismo con que Paul Sullivan recuerda unas románticas reflexiones de Joseph Conrad: hay quienes dicen que un nativo se niega a hablar con el hombre blanco. Error. Nadie habla con el amo; pero al viajero y al amigo, al que no viene a enseñar ni a dominar, al que no pide nada y acepta todo, se le dirigen palabras junto a las fogatas, en la soledad compartida del mar, en aldeas ribereñas, en lugares de descanso rodeados por bosques; se le dirigen palabras que no tienen en cuenta la raza ni el color. Un corazón habla y otro escucha, y la tierra, el mar, el cielo, el viento y las trémulas hojas oyen también la fútil historia de la carga de la vida.34

de Castas. Un estudio estilístico’’, en Krotz, Esteban (coord.), Aspectos de la cultura jurídica en Yucatán, Mérida, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Maldonado Editores, 1997, p. 255. 30 Eco, Umberto y Martini, Carlo Maria, ¿En qué creen los que no creen?, México, Taurus, 1997, p. 107. 31 Cfr. Pérez Collados, José María, Los discursos políticos del México originario, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, p. 274, nota 673. 32 Cfr. Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, pp. 257 y 34. 33 Cfr. el trabajo de Luis Romo Cedano: ‘‘Carl Lumholtz y El México desconocido’’, capítulo decimotercero, I, de este libro. 34 Conrad, Joseph, ‘‘Karain: a memory’’, en Tales of unrest, London, T. Fisher Unwin, 1898, p. 35, cit. en Sullivan, Paul, Conversaciones inconclusas, p. 23.

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No pocas veces, los indígenas erigieron auténticos parapetos ante los ojos de quienes acudían a observarlos: por recurrir a un ejemplo extremadamente significativo, piénsese en los mayas rebeldes de Yucatán que, en expresión afortunada de Paul Sullivan, ‘‘siguieron siendo para los extranjeros figuras borrosas que acechaban más allá de las zonas despejadas de ruinas y caminos, cuyas esporádicas ofensivas podían alterar itinerarios y planes de investigación’’.35 Ciertamente, encontraremos viviendo entre los mayas a figuras aisladas, como William Miller y Karl Sapper: pero, en tanto que el primero no pudo pasar adelante de Chan Santa Cruz, en sus deseos por llegar a Tulum, el segundo sólo se relacionó con indios pacíficos que habían abandonado las hostilidades y alcanzado acuerdos de paz con el gobierno mexicano.36 IV. EL PASADO HISTÓRICO ESPAÑOL El desdén hacia el pasado español, caricaturizado como cerrilmente católico, intransigente, bárbaro, fanático, arcaizante, destructor del mundo indígena... reaparece en los escritos de muchos curiosos llegados desde lejanos países que, abierta o veladamente, expresaron su censura y su desacuerdo con los hábitos mentales españoles: aunque, en honor de la verdad, haya que precisar que tampoco faltaron mexicanos inmisericordes en su apreciación de los trescientos años que duró el Virreinato de la Nueva España. Fue el caso ----entre otros muchísimos que pueden recordarse---- de José María Luis Mora, que proclamaba ‘‘la dificultad de reparar en pocos dias los males causados por la abyeccion de muchos siglos’’, que habían reducido a la ‘‘raza bronceada’’ a una lamentable postración:37 ‘‘acostumbrados [los indios] a recibirlo todo de los que los gobernaban y a ser dirijidos por ellos hasta en sus acciones mas menudas como los niños por sus padres, jamas llegaban a probar el sentimiento de la independencia personal’’.38 Ese análisis de José María Luis Mora en torno a la repercusión del lastre colonial en la arquitectura de la sociedad del México independiente ha sido objeto de una inteligente profundización por Luis Villoro, que no Sullivan, Paul, Conversaciones inconclusas, p. 38. Cfr. idem, y Reifler Bricker, Victoria, El Cristo indígena, el rey nativo. El sustrato histórico de la mitología del ritual de los mayas, México, Fondo de Cultura Económica, 1989, p. 222. 37 Cfr. Mora, José María Luis, Méjico y sus revoluciones (edición facsimilar de la de Paris, Librería de Rosa, 1836), México, Instituto Cultural Helénico-Fondo de Cultura Económica, 1986, vol. I, pp. 67 y 75. 38 Ibidem, vol. I, p. 200. 35 36

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dejó de reflexionar sobre la enrevesada malla de instituciones y de fórmulas gubernativas del México independiente, que se superponían al orden antiguo, sin conseguir suplantarlo, y sin que la transformación institucional tuviera suficiente fuerza para cambiar las mentalidades y para terminar con el dominio de los ‘‘cuerpos’’ que impedían el progreso.39 Porque, a pesar de las invectivas contra el viejo régimen de opresión, los usos y leyes españoles siguieron constituyendo una referencia imprescindible durante mucho tiempo: y no sólo en México, sino también en otros espacios de Iberoamérica.40 Y, sin embargo, el repudio de los tiempos que corrieron bajo la dominación española adquirió carta de naturaleza a lo largo y ancho del continente americano, y dio pie a no pocas ambigüedades en la apreciación del pasado. Recuérdese al argentino Domingo Faustino Sarmiento que, de una parte, legitima los valores liberales criollos y, de otra, desacredita el legado de la tradición colonial que encarnaba Juan Facundo Quiroga, un caracterizado político y militar del interior de Argentina.41 Los escritos de Henry G. Ward ejemplifican perfectamente los prejuicios antiespañoles con que se acercaban los extranjeros al México recién independizado. Su crítica fue inmisericorde con el caos legislativo en que se habían debatido los asuntos americanos, por las insuficiencias de la Recopilación de Leyes de Indias y las limitaciones de los ayuntamientos para atender debidamente a sus atribuciones judiciales. Y tampoco dejó de condenar la discriminación de que fueron objeto los criollos; la injerencia del Estado español en materias eclesiásticas; la explotación económica de las Indias; la corrupción generalizada de la burocracia; la cerrazón mental de España ante las nuevas corrientes de pensamiento...42 39 Cfr. Villoro, Luis, El proceso ideológico de la revolución de independencia, México, UNAM, Coordinación de Humanidades, 1977, pp. 241-246, y Mora, José María Luis, Méjico y sus revoluciones, vol. I, pp. 59-168. 40 Por no multiplicar los ejemplos, remitimos a lo que aconteció en Centroamérica, tan cercana geográfica y políticamente a la República mexicana: cfr. Ricardo Merlos, Salvador, ‘‘El constitucionalismo centroamericano en la mitad del siglo XIX’’, en varios autores, El constitucionalismo a mediados del siglo XIX, México, UNAM, Publicaciones de la Facultad de Derecho, 1957, vol. I, pp. 352-353, y Volio de Köbe, Marina, ‘‘El constitucionalismo costarricense y la Constitución española de 1812’’, en varios autores, La Constitución de Cádiz y su influencia en América (175 años 18121987), San José de Costa Rica, Cuadernos de Capel, 1987, p. 50. 41 Cfr. Pratt, Mary Louise, Imperial Eyes, pp. 185-186. 42 Cfr. Ward, Henry G., México en 1827, México, Fondo de Cultura Económica, 1995, pp. 8291, e Ibáñez Cerón, Eduardo y Ferrer Muñoz, Manuel, ‘‘La República mexicana y sus habitantes indígenas contemplados por Henry George Ward, encargado de negocios de Su Majestad Británica en México, 1825-1827’’, capítulo segundo, V, de este libro.

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Ward expresó también su desacuerdo con los resultados evangelizadores del esfuerzo conjunto desplegado por la Corona española y las autoridades eclesiásticas. Aunque asegurada la pureza de doctrina después del transcurso de tres siglos desde que diera inicio la predicación del catolicismo, se habían asentado en la América española una intolerancia extrema y una excesiva influencia del clero, que no podían sino traer consecuencias negativas.43 En la misma tradición interpretativa de Henry G. Ward encaja Eduard Mühlenpfordt, que despreció globalmente el pasado colonial. En efecto, como muestra el ensayo de José Enrique Covarrubias incluido en este volumen, ese viajero descalificó la práctica católica en la Nueva España no sólo como instrumento de dominación política o de clases, sino ----y sobre todo---- como expresión de la pobreza cultural que afectaba y envilecía a toda la sociedad.44 Ni siquiera los visitantes que recibió México durante los años del Imperio de Maximiliano absolvieron a España de responsabilidad por la postración en que se encontraban sumidos los indígenas: si los integrantes de ese ‘‘pueblo tan inteligente y laborioso’’ se hallaban envilecidos, ‘‘tanto en lo físico como en lo moral’’, se debía a ‘‘trescientos años de un régimen de fierro’’.45 Como enfatiza Érika Pani en su estudio sobre los extranjeros de esa época (capítulo decimoprimero de este libro), el prejuicio antiespañol, muchas veces anticatólico, permea la mayoría de los escritos de esos personajes. V. LAS CREENCIAS Y LAS PRÁCTICAS RELIGIOSAS Por lo demás, abundan las coincidencias en la valoración que hacen los extranjeros del fruto obtenido en la evangelización de los indígenas que, por fuerza, había de repercutir en sus relaciones con el conjunto social. La personalidad supersticiosa de los indios y la extraña simbiosis de cristianismo y de antiguas creencias ----el nahualismo y el tonaísmo, por ejemplo, por no hablar de los temastianes, más influyentes entre yaquis y Cfr. Ward, Henry G., México en 1827, pp. 212-223. Cfr. también Covarrubias, José Enrique, Visión extranjera de México, 1840-1867, pp. 28-29, y Covarrubias, José Enrique, ‘‘La situación social e histórica del indio mexicano en la obra de Eduard Mühlenpfordt’’, capítulo cuarto, III, de este libro. 45 Cfr. Lussan, Éloi, Souvenirs du Méxique. Cosas de México, Paris, Plon, 1908, pp. 273-278, y Salm-Salm, Agnes de, Diez años de mi vida (1862-1872). Estados Unidos. México. Europa, Puebla, José M. Cajica, 1972, pp. 299-300. 43 44

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mayos que los sacerdotes católicos, o del culto que recibían entre los totonacos las tawilana protectoras de las comunidades46---- llamaron la atención de muchos visitantes: entre éstos, algunos viajeros alemanes, como Becher, Koppe y Sealsfield. El primero de ellos creyó haber encontrado una explicación de la supervivencia de la idolatría, después de trescientos años de dominación española: ‘‘según parece, hubo que dejarles una parte de sus costumbres paganas únicamente [para] atraerlos al seno de la Iglesia católica en lo esencial’’.47 Otro viajero ----inglés, en este caso----, James Morier, refirió a George Canning las animadas pláticas que había sostenido con el sacerdote Francisco García Cantarines, miembro de la Legislatura local de Veracruz en 1824 y profundamente pesimista sobre la viabilidad del sistema de gobierno adoptado en México. Cantarines estaba convencido de que la mayor parte de la población carecía de virtudes cívicas y desconocía la naturaleza de un régimen representativo: ‘‘so give an example of their ideas of representation, said that an Indian was asked whom he wished should represent him or his nation in the congress? After some thought, he answered ‘The Holy Ghost’’’.48 Robert Williams Hale Hardy, que juzgó muy desfavorablemente a los indígenas del Estado de México, los encontró tan idólatras como en tiempos de los ‘‘montezumas’’ con la única diferencia de que, después de la 46 Cfr. Hu-DeHart, Evelyn, ‘‘Rebelión campesina en el noroeste: los indios yaquis de Sonora, 1740-1976’’, en Katz, Friedrich (comp.), Revuelta, rebelión y revolución. La lucha rural en México del siglo XVI al siglo XX, México, Ediciones Era, 1990, vol. I, p. 151; Hernández Silva, Héctor Cuauhtémoc, Insurgencia y autonomía. Historia de los pueblos yaquis: 1821-1910, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Instituto Nacional Indigenista, 1996, pp. 61 y 115; González y González, Luis, El indio en la era liberal, Obras completas, México, Clío, 1996, vol. V, pp. 178-181 y 220, y Chenaut, Victoria, Aquéllos que vuelan. Los totonacos en el siglo XIX, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Instituto Nacional Indigenista, 1995, pp. 194-195. Luis González recoge numerosas muestras del mestizaje religioso generalizado entre muchas etnias indígenas: tarahumaras, tarascos, otomíes, nahuas, zapotecos, zoques, tzotziles y tzeltales, mayas... (cfr. González y González, Luis, El indio en la era liberal, pp. 227-228, 248-249, 254, 257-258, 270, 274, 281 y 302). La coexistencia de prácticas religiosas prehispánicas y de ceremoniales cristianos entre los mixes aparece atestiguada en Lameiras, Brigitte B. de, Indios de México y viajeros extranjeros, pp. 142-143. 47 Cit. en Mentz de Boege, Brígida Margarita von, México en el siglo XIX visto por los alemanes, México, UNAM, 1982, p. 157. 48 Carta de James Morier a George Canning, Jalapa, 14 de noviembre de 1824 (Public Record Office, British Foreign Office, 50, vol. 6, fol. 94-97, microfilmado en la biblioteca Daniel Cosío Villegas de El Colegio de México). Cit. en Ávila, Alfredo, Representación y realidad. Transformación y vicios en la cultura política mexicana en los comienzos del sistema representativo, tesis para optar al grado de Maestría en Historia de México, UNAM, Facultad de Filosofía y Letras, 1998, p. 10, nota 2.

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evangelización, sus ritos giraban en torno a ídolos católicos.49 También los comentarios de Carl Christian Sartorius sobre el significado de algunas de las más solemnes fiestas religiosas de los indios apuntan al carácter aparentemente sincrético del ritual católico y de las viejas prácticas paganas.50 Por su parte, Brantz Mayer insistió hasta la saciedad en la condena de ‘‘esta mescolanza de añejas exterioridades bárbaras y ritos indígenas [que] pudo servir quizás para atraer a los pobladores primitivos en los comienzos de la colonización’’, pero que con el transcurrir de los años se había visto privada de sentido y resultaba incompatible con ‘‘la mentalidad de nuestra época [y] con las necesidades de la República’’. Y tampoco dejó de exteriorizar su desagrado por el penoso contraste entre la ‘‘espléndida mina de riquezas’’ que era la catedral de México y los ‘‘indios medio desnudos, boquiabiertos de asombro, o postrados de rodillas ante la imagen de algún santo predilecto’’;51 y por el culto guadalupano, que satirizó sin calar mínimamente en su significación52 a causa de sus prejuicios anticatólicos, que también le condujeron a despreciar ‘‘los ritos idólatras’’ en honor de la Virgen de los Remedios.53 Carl Lumholtz no se cansó de manifestar la excesiva propensión de los indígenas a las fiestas en honor de los santos patronos, en las que incurrían en gastos excesivos que no podían soportar sus menguadas economías. Aunque cristianizado en la mayoría de los lugares el sentido de la fiesta, era necesario escarbar en el pasado para comprender su hondo significado: ‘‘nunca llega á desarraigárseles la antigua idea de la importancia de una fiesta. Tomando parte en ella es como asegura el indio la salud y la dicha, de donde nace la imposibilidad de conseguir que trabajen ni los naturales civilizados cuando se aproxima alguna festividad’’.54

49 Cfr. Hardy, R. W. H., Travels in the interior of Mexico, in 1825, 1826, 1827 and 1828, London, Henry Colburn-Richard Bentley, 1829, pp. 526-527. 50 Cfr. Sartorius, Carl Christian, México hacia 1850, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1990, pp. 272-273. 51 Mayer, Brantz, México, lo que fue y lo que es, pp. 4 y 63. 52 Cfr. ibidem, pp. 92-100. 53 Cfr. ibidem, pp. 189-194. 54 Lumholtz, Carl, El México desconocido. Cinco años de exploración entre las tribus de la Sierra Madre Occidental, en la Tierra Caliente de Tepic y Jalisco, y entre los tarascos de Michoacán, México, Editora Nacional, 1972, vol. II, p. 320.

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VI. EL PASADO PRECORTESIANO Con una frecuencia que no puede pasar inadvertida, hallamos en las plumas de los autores de quienes nos ocupamos en esta obra la contraposición entre el México que fue y el que tenían ante sí. El primero es identificado por la mayoría exclusivamente con lo prehispánico, de un modo tan poco lógico como frívolo, puesto que la equiparación así establecida requería escamotear tres siglos de historia: consecuencia inevitable de una moda histórica imperante durante mucho tiempo, ‘‘muy desdeñosa, hostil e insurgente en aquel entonces ----y no le faltaban razones---- hacia todo lo español’’.55 No ha de extrañarnos, pues, encontrar a algunos extranjeros que se desazonan ante la aparente pérdida que los indios experimentaban de su propia conciencia histórica. William Bullock constató que ‘‘it is not in the present capital of New Spain [sic] that we are to look for the remains of Mexican greatness, as every vestige of its former splendour was annihilated by the conqueror’’,56 sin que éstos se preocuparan por inculcar en los habitantes de la antigua Tenochtitlan los fundamentos de su propia cultura, sino sólo el ropaje formal de sus creencias religiosas y poco más. Y George Francis Lyon, que llegó a México en 1826, se extrañó cuando unos españoles vecinos de Tamaulipas le reprocharon que perdiera su tiempo en reproducir ‘‘cosas tan feas’’ como unos ‘‘ídolos mexicanos’’ que se entretenía en dibujar.57 Así lo interpretó también Ernest de Vigneaux: ‘‘los indios del valle de México han entrado en civilización, tanto menos, cuanto más cerca se hallan del centro en que residen. Poco más o menos [sin duda menos que más], conservan la fisonomía y las costumbres de sus antepasados’’.58 En otro lugar de su crónica viajera, Vigneaux juega con los símbolos, cuando refiere la evolución de la ciudad de Cholula después de la Conquista: ‘‘el santuario de nuestra señora de los Remedios reemplazó al de Quetzal55 Ortega y Medina, Juan A., ‘‘Prólogo y notas’’, en Mayer, Brantz, México: lo que fue y lo que es, p. XXV. 56 ‘‘Para encontrar los vestigios de la grandeza mexicana, hay que salir de la actual capital de Nueva España, porque en ella los restos de este antiguo esplendor fueron borrados por los conquistadores’’ (Bullock, William, Six months’ residence and travels in Mexico: containing remarks on the present state of New Spain, its natural productions, states of society, manufactures, trade, agriculture and antiquities, etc., London, John Murray, 1825, vol. II, p. 153). Véase también ibidem, vol. II, p. 35. 57 Cfr. González Navarro, Moisés, Los extranjeros en México y los mexicanos en el extranjero, vol. I, p. 59. 58 Vigneaux, Ernest, Viaje a México, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 80.

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cóatl: en la pirámide de Cholula se combatía la fe por la fe, el milagro por el milagro’’.59 John L. Stephens, al referir su decepción por la escasez de noticias sobre unas ruinas que le había deparado la plática con un numeroso grupo de indígenas, remachó: ‘‘realmente, ellos no tenían nada que comunicarnos; pues carecían de historias y tradiciones: nada conocían acerca del origen de los edificios arruinados: cuando ellos nacieron, ya esas ruinas estaban allí, y existían desde el mismo tiempo que sus padres; el indio anciano decía que casi había perdido la memoria de su existencia’’.60 Mathieu de Fossey, más sobrio, se limitó a decir que la ciudad de México había sido reconstruida tras la conquista de Cortés, y que la ciudad nueva nada tenía que ver con la antigua: ‘‘les canaux sont devenus des rues pavées; aux téocalis ont succédé des églises chrétiennes, et sur l’emplacement des palais des rois se sont élevées les habitations des conquérants, et des marchands qui vinrent s’y fixer’’.61 Y utilizó palabras semejantes para expresar su visión de la antaño gloriosa Tlaxcala.62 A Carl Christian Sartorius le pareció que el pasado que revelaban los restos arquitectónicos esparcidos aquí y allá pertenecía a otro pueblo, del que se había desvinculado el indígena contemporáneo suyo, desconocedor de su historia e indiferente ante los viejos adoratorios: en México nadie sabe dónde cayó el infausto Moctezuma atravesado por las flechas de su propia gente, o dónde era adorada la estatua de Tláloc; difícilmente alguien puede decir en qué lugar saltó Pedro de Alvarado sobre el ancho canal, o dónde estuvo situada la casa de Hernán Cortés. Pero si en la capital de un gran dominio quedan tan pocos documentos del pasado, ¿qué puede esperarse de otras ciudades donde no ocurrieron grandes acontecimientos?63

Carl Lumholtz, en fin, comentó la pérdida de sus antiguas costumbres de parte de los aborígenes que habitaban en los parajes vecinos a los volIbidem, p. 108. Stephens, John L., Viaje a Yucatán 1841-1842, México, Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, 1937, vol. II, p. 37. 61 ‘‘Los canales se han convertido en calles pavimentadas; a los teocallis han sucedido iglesias cristianas, y sobre el emplazamiento de los palacios de los reyes se han levantado las casas de los conquistadores y de los comerciantes que vinieron a establecerse aquí’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 205). 62 Cfr. ibidem, p. 112. 63 Sartorius, Carl Christian, México hacia 1850, pp. 190-191. 59 60

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canes de Colima, que apenas se acordaban de su lengua nativa, y que consumían sus vidas al servicio de los blancos.64 Por otro lado, nada más significativo que el título que Lumholtz dio a la que sería su obra más emblemática: El México desconocido. Ese desconocimiento sobre las realidades indígenas de la República no era ajeno al desprecio que inspiraban los pueblos autóctonos, aunque se vinculaba también al retraimiento y a la creciente pérdida de identidad de esas gentes, que parecían incapaces de defender sus tradiciones de la presión exterior. La etnia apache, casi del todo extinta cuando Lumholtz realizó sus viajes, ejemplifica esa situación de modo particularmente dramático: los vestigios de esa tribu, repartidos a lo largo y ancho de una dilatada región, no procuraban elementos suficientes para reconstruir su pasado: y eso aun cuando la memoria colectiva de la cruenta lucha contra ellos estaba vivísima.65 Esa visión de los indígenas como desprendidos de su pasado entronca muy bien con otra característica del discurso occidental, que segrega a los aborígenes de los territorios que alguna vez habían dominado y en los que aún vivían. Complementariamente, esa plática echa mano de la perspectiva arqueológica, que también excluye a los habitantes sometidos de la zona de contacto con sus conquistadores, y los ignora como agentes históricos poseedores de un pasado pre-europeo y capaces de formular demandas para el presente, dotadas de una base histórica.66 Ilustra muy bien lo que venimos diciendo la posición de Anselmo de la Portilla ante los idiomas indígenas: si lamentaba el abandono en que se hallaban y recomendaba el interés de ‘‘conservarlos y aprenderlos para bien de las letras y de la historia’’, no concedía a esas lenguas otro valor que el arqueológico.67 Por lo demás, las lamentaciones sobre la amnesia de los desarraigados indígenas no constituían un género novedoso, ni formaban parte de un repertorio exclusivo de la gente nacida fuera de México. Léanse, si no, las palabras con que Diego López Cogolludo, uno de los mejores cronistas de Yucatán, cerró la descripción que había trazado de las ruinas de Uxmal: ‘‘quienes fuessen [sus artífices] se ignora, ni los Indios tienen tradicion de ello’’.68 Cfr. Lumholtz, Carl, El México desconocido, vol. II, p. 320. Cfr. Romo Cedano, Luis, ‘‘Carl Lumholtz y El México desconocido’’, capítulo decimotercero, III, 4 de este libro. 66 Cfr. Pratt, Mary Louise, Imperial Eyes, p. 135. 67 Cfr. Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 101. 68 López Cogolludo, Diego, Historia de Yucatán, México, Editorial Academia Literaria, 1957, libro IV, capítulo III, p. 177. 64 65

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Lo mismo prueban las observaciones sobre los habitantes de Tonalán que se contienen en una pequeña biografía que Mariano Otero dedicó a Guadalajara: en vano se buscaría allí un recuerdo físico o moral de lo que antes fue. Ni un monumento, ni una piedra tan sólo elevan su fecha al día de la conquista, y los descendientes de los antiguos indios perdidos enteramente sus usos, costumbres e idioma, no recuerdan la memoria de la infeliz reina que tan propicia acogida diera a los conquistadores, ni la de los valientes guerreros que el 25 de mayo de 1530 turbaron el festín de los españoles y perecieron víctimas de su patriótico arrojo.69

Manuel Larrainzar nos ha transmitido idéntica constatación de la amnesia de los habitantes de los alrededores de Palenque;70 y Santiago Méndez, que trató de cerca a los mayas de Yucatán, aunque nunca llegó a conocerlos, registró también su anclaje en el inmediato presente, y escribió que ‘‘de sus calendarios antiguos ni aun la memoria conservan’’.71 VII. EL MÉXICO CONTEMPORÁNEO Mientras que el México histórico precortesiano, que algunos intuyen envuelto todavía en las brumas del olvido, es apreciado en la mayor parte de los casos como admirable y deslumbrante, con las inevitables sombras que proyectaban costumbres tan difíciles de justificar como los sacrificios humanos, el otro México, contemporáneo de los extranjeros que lo visitan o que en él residen, suele provocar comentarios de disgusto o, por lo menos, de conmiseración que, de modo casi indefectible ----como ya mostramos----, vinculan esos aspectos insatisfactorios al lastre de la tradición española. Ineludiblemente, el juicio sobre ese México se halla condicionado por los intereses que, en cada caso, animan los pasos de los advenedizos: la dedicación a la política y sus afinidades partidistas, el deseo de estable69 Otero, Mariano, Obras, recopilación, selección, comentarios y estudio preliminar de Jesús Reyes Heroles, México, Porrúa, 1967, vol. II, p. 424. 70 Cfr. Larrainzar, Manuel, Estudios sobre la historia de América, sus ruinas y antigüedades, comparadas con lo más notable que se conoce del otro Continente en los tiempos mas remotos, y sobre el orígen de sus habitantes, México, Imprenta de Villanueva, Villageliú y Comp., 1875, vol. I, pp. 27-28. 71 García y Cubas, Antonio, ‘‘Materiales para formar la estadística general de la República Mexicana’’, Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, México, segunda época, t. II, 1870, p. 377.

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cer prósperos negocios, el estudio de las fuentes de riqueza, el descubrimiento de ruinas arqueológicas... Un ejemplo, entre otros muchos que podrían traerse a colación, es el que proporcionan los juicios contrapuestos de Mathieu de Fossey y de Brantz Mayer en torno a dos textos constitucionales mexicanos coincidentes en tantos aspectos como las Leyes Constitucionales de 1836 y las Bases para la Organización Política de la República Mexicana de 1843. En tanto que Fossey no encontraba nada de objetable en el texto centralista de 1836, que le parecía más apto para regir el país que la Constitución federal de 1824,72 Mayer prodigaba críticas a las Bases de 1843 por su espíritu restrictivo en la regulación del ejercicio de la ciudadanía, que marginaba del sistema a los empobrecidos indios.73 Coinciden muchos autores extranjeros en experimentar el mismo horror por los tremendos contrastes económicos entre unos y otros sectores de la sociedad mexicana, en la que la población indígena ocupaba los escalones inferiores, con escasas pero bien significativas excepciones: pues es preciso advertir que, como ya indicó en otra ocasión quien redacta estas líneas,74 se registraban notorias diferencias de status social en el seno de las comunidades, y existían acusadas peculiaridades de carácter regional y étnico. Las lacerantes diferencias sociales condujeron a algunos de esos observadores foráneos a la conclusión de que México traicionaba con los hechos los principios revolucionarios, ‘‘pues que éstos eran incompatibles con la ociosidad, la miseria y la suciedad de la masa, y más aún inhermanables con la extrema opulencia de unos pocos o la insultante que avara e inútilmente atesoraba la Iglesia: la miseria y la mendicidad se compadecían difícilmente con una república’’.75 72 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, pp. 505-507. Y, sin embargo, tal vez no se halle demasiado alejado de la verdad el severo juicio de Ignacio M. Altamirano que, al referirse al régimen centralista establecido en 1836 por las Leyes Constitucionales, sostuvo que se asentó entonces el predominio de una ‘‘oligarquía opresora y exclusivista; mejor dicho, una monarquía disimulada, bajo la influencia del ejército, del clero y de los ricos’’, que, amparada en el hecho de que ‘‘la mayoría de la población se componía de indígenas incultos, o de propietarios mestizos’’, pudo ignorar los intereses de esos sectores mayoritarios e incapacitados para hacer valer sus conveniencias y sus derechos (cfr. Altamirano, Ignacio M., Historia y política de México (1821-1882), México, Empresas Editoriales, 1947, p. 46). 73 Cfr. Mayer, Brantz, México, lo que fue y lo que es, pp. 440-445. 74 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 120-128. 75 Ortega y Medina, Juan A., ‘‘Prólogo y notas’’, en Mayer, Brantz, México: lo que fue y lo que es, p. XXXIV. La inglesa Anna M. Falconbridge, que en 1802 publicó un libro sobre sus viajes por

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Por eso, Edward Thornton Tayloe, secretario de la legación de Estados Unidos en México, advirtió la insuficiencia de las instituciones republicanas y federales cuando los habitantes de la República carecían de las más elementales virtudes cívicas.76 Ese desajuste entre los ideales y la realidad indujo a Brantz Mayer a negar la posibilidad de que la forma republicana de gobierno despertara el más mínimo interés en una población como la indígena de México: ninguna ambición tiene de mejorar su condición; pues, de lo contrario, ésta habría mejorado en un país tan rico; están contentos viviendo y durmiendo como las bestias del campo; carecen de aptitud para gobernarse a sí mismos, ni pueden tener esperanza de ello, ya que ni con una vida tan trabajosa han podido librarse de tanta miseria. ¿Es posible que tales hombres se conviertan en republicanos?77

Para ahondar en la gravedad de esas palabras, conviene tener en cuenta que la mayoría de la población indígena habitaba en el espacio rural y que, según apreció Francisco Javier Clavijero ----y la observación puede aplicarse con la misma propiedad al siglo XIX----, el número de la gente que vivía en el campo ‘‘es infinito’’.78 De manera inusitada, que sorprendía a no pocos de los visitantes foráneos, los templos católicos conformaban algunos de los reducidísimos espacios donde los distingos sociales parecían quedar relegados: ‘‘in Mexican churches we do not meet with that distinction of pews and seats so universal with us. Here on the same floor the poorest Indians, and the highest personages in the land, mix indiscriminately in their prayers to that being to whom all earthly distintions are unknown’’.79

África Occidental, testimonió el tremendo impacto que le habían causado las degradantes condiciones en que vivían los habitantes de las regiones del Continente Negro por ella visitadas: ‘‘I never did, and God grant I never may again witness so much misery as I was forced to be a spectator of here’’ (‘‘nunca fui testigo, y Dios permita que nunca más vuelva a serlo, de tanta miseria como la que he debido contemplar aquí’’): cit. en Pratt, Mary Louise, Imperial Eyes, p. 104. 76 Cfr. Tayloe, E. T., Mexico, 1825-1828. The journal and correspondence of Edward Thornton Tayloe, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 1959, p. 129. 77 Mayer, Brantz, México, lo que fue y lo que es, p. 221. 78 Cfr. copia de un papel que Clavijero dirigió al jesuita Vizcardo sobre la población de las audiencias de México, Guadalajara y Guatemala, en Archivo General de Indias, Estado, 61, núm. 24. 79 ‘‘No encontramos en las iglesias de México esa distinción de reclinatorios y de asientos tan generalizada entre nosotros. Aquí, sobre el mismo suelo, los indios más pobres y los más encumbrados personajes del país se mezclan indiscriminadamente para elevar sus plegarias a ese Ser para el

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En fechas más tardías, en un relato que publicó en 1908 el francés Éloi Lussan, que había vivido en México tres años, entre 1863 y 1866, en calidad de capitán del ejército francés, se rememoraba la triste suerte que había cabido a los indígenas después de la separación de España: ‘‘¿qué han ganado ellos? Estar desde entonces, en su nueva calidad de ciudadanos mexicanos, obligados al servicio militar, y es todo. Su condición social ha quedado en todos los demás aspectos, la que hicieron las viejas ordenanzas españolas, y después como antes, ahora como hace 100 años, el europeo o descendiente de europeo es para ellos el amo’’.80 No sólo pesaban sobre los indígenas los gravámenes establecidos por las modernas legislaciones federal y estatales: porque, como aseguró Anselmo de la Portilla sobre Oaxaca y Yucatán, todavía había lugares donde se cobraba el viejo tributo indígena, abolido bajo el régimen constitucional español.81 De otra parte, el incremento de la presión fiscal sobre las economías indígenas después de la Independencia explica la respuesta que un viajero inglés de esos años ----Robert Williams Hale Hardy---- recibió de un ranchero a quien interrogó acerca de las ventajas que le había reportado la separación de España: ‘‘el único beneficio que él había logrado consistía en que antiguamente pagaba tres reales de impuesto por ciertos artículos y ahora abonaba por los mismos cuatro’’.82 Por no multiplicar las citas, referimos sólo dos testimonios más: de Anselmo de la Portilla el primero, que se entretenía en la consideración del penoso presente que vivían los indígenas contemporáneos suyos, y de Ernst von Hesse-Wartegg, el segundo, que trazaba una comparación contrastante entre la condición de los indios de finales del siglo XIX y los nahuas que dominaron el altiplano antes de la llegada de los españoles. Escribía, indignado, De la Portilla:

cual son desconocidas las distinciones terrenales’’ (Bullock, William, Six months’ residence and travels in Mexico, vol. I, pp. 144-145). Véase también Calderón de la Barca, Francis E. I., La vida en México, vol. II, p. 318, y Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec dans l’État de Chiapas et la République de Guatémala: executée dans les années 1859 et 1860, par l’abbé Brasseur de Bourbourg, Membre des Sociétés de Géographie de Paris, de Mexico, etc., Ancien Administrateur ecclesiastique des Indiens de Rabinal, Chargé d’une mission scientifique de S. E. M. le Ministre de l’Instruction publique et des Cultes dans l’Amérique-Centrale, Paris, Arthus Bertrand, 1861, p. 193 80 Cit. en Lameiras, Brigitte B. de, Indios de México y viajeros extranjeros, p. 46. 81 Cfr. Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 53. 82 Cit. en Ortega y Medina, Juan A., Zaguán abierto al México republicano (1820-1830), México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1987, p. 23.

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¡pobres indios! Humillados y desvalidos como están, ellos lo hacen todo en este país: ¡y se dice que estorban! Llevan sobre sus hombros las cargas mas pesadas de esta sociedad; cultivan la tierra, crian los ganados, abren los caminos; abastecen á las ciudades, forman la fuerza de los ejércitos, contribuyen para los gastos públicos; dan en fin sus brazos á todas las industrias, su fuerza á todos los gobiernos, su sangre á la patria: ¡y se dice que estorban!83

Ernst von Hesse-Wartegg expresó su condolencia por el abatido estado de los naturales del país: ‘‘¡pobre pueblo degenerado! ¡Éstos son los descendientes de aquellos aztecas, de los cuales los conquistadores españoles han legado descripciones tan pintorescas!’’.84 1. El mundo rural Un campo de observaciones al que acuden con frecuencia los extranjeros tiene que ver con las especificidades del hábitat de los indígenas que residían en los espacios rurales, ajenos aún a la civilización: una forma de vida que, en muchísimos casos, está marcada por el aislamiento y la segregación; un status que George Francis Lyon recomendaba preservar y respetar,85 y que Mühlenpfordt ponía en relación con el desenvolvimiento agrícola de las apartadas regiones montañosas, promovido precisamente por la dispersión de los indígenas.86 El Viaje a Yucatán de John L. Stephens, enviado a América Central como agente confidencial del presidente estadounidense Martin Van Buren, abunda en ese tipo de comentarios, inspirados por su prejuicio de hallarse ante gentes no contaminadas por la civilización y reducidas todavía al estado de naturaleza. Ernest Vigneaux detectó la presencia de numerosos yaquis en Guaymas, donde desempeñaban diversos oficios artesanales y se empleaban como marineros, jornaleros o criados. Aunque se mostraban muy industriosos, todos los años volvían a sus pueblos; ‘‘y por poco que se agrien las relaciones entre indios y criollos, circunstancia harto frecuente, la Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 106. Cit. en Lameiras, Brigitte B. de, Indios de México y viajeros extranjeros, p. 50. Cfr. Lyon, George Francis, Journal of a residence and tour in the Republic of Mexico in the year 1826, Port Washington-London, Kennikat, 1971, vol. II, pp. 238-240. Los mismos puntos de vista, en Hardy, R. W. H., Travels in the interior of Mexico, passim. 86 Cfr. Covarrubias, José Enrique, ‘‘La situación social e histórica del indio mexicano en la obra de Eduard Mühlenpfordt’’, capítulo cuarto, III, de este libro. 83 84 85

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emigración viene a ser general y Guaymas carece de brazos’’,87 por el atractivo que los pueblos de origen seguían ejerciendo sobre esos indígenas. No parecía ser ése el caso de los axuas, al menos con la misma generalidad; así, aunque solían ser muchos los hombres que, con el tiempo, regresaban a su comunidad ----atestigua Hardy----, las mujeres preferían casarse con otros indígenas que residían cerca de las casas donde prestaban sus servicios domésticos.88 Carl Christian Sartorius, sorprendido en un principio por la existencia de pequeños plantíos de indios en lugares aparentemente inaccesibles, en el fondo de recónditas barrancas, acabó convencido de que esas soledades les servían ‘‘para practicar secretamente los ritos paganos que aún prevalecen, utilizando las innumerables cuevas de la comarca’’.89 El retraimiento de los indígenas, que explicaría su tendencia a la segregación de la población mestiza o blanca, parece asociarse también a los ojos de Sartorius al carácter ‘‘cerrado, desconfiado y calculador’’ de las gentes que tuvo ocasión de tratar, que extendían ese muro de reserva a sus propios congéneres: por eso no dudaría en sostener que los indios conformaban una población diferenciada de la del resto del país.90 La misma explicación encontró el alemán para el hecho de que los indígenas que habitaban las grandes ciudades parecieran querer refugiarse en comunidades separadas,91 sin que acudieran a la mente de Sartorius las parcialidades fundadas por los españoles. Paula Kollonitz deploró el aislamiento geográfico, la falta de protección jurídica y la marginación social y cultural de los indígenas: ‘‘muchos de ellos viven en las montañas bajo el dominio de los caciques y son cristianos apenas de nombre’’. Pero también admitió que, cuando rompían ese confinamiento y se acercaban a la civilización, acababan aún más degradados por la explotación de que los hacían víctimas ‘‘los blancos’’.92 Carl Lumholtz, movido por su espíritu aventurero a adentrarse en el corazón de las tierras tarahumaras, se esforzó por ahondar en las creencias y en las costumbres de sus moradores. Y quedó impresionado por el Vigneaux, Ernest, Viaje a México, p. 20. Cfr. Hardy, R. W. H., Travels in the interior of Mexico, p. 371. Sartorius, Carl Christian, México hacia 1850, p. 115. Véase también ibidem, pp. 142 y 153. Cfr. ibidem, pp. 140-142, y Covarrubias, José Enrique, Visión extranjera de México, 18401867, p. 61. 91 Cfr. Sartorius, Carl Christian, México hacia 1850, p. 208. 92 Cfr. Kollonitz, Paula, Un viaje a México en 1864, México, Fondo de Cultura Económica-Secretaría de Educación Pública, 1984, p. 117. 87 88 89 90

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recelo que sentían hacia los hombres blancos. Arrinconados en aquellas inaccesibles regiones por la codicia de éstos, los tarahumaras llegaban a atribuir los malos tiempos que les tocaba vivir a la venganza de los dioses que, irritados por los expolios cometidos por los blancos, se negaban a enviar la lluvia.93 Y, en otro pasaje, dejó constancia del fracaso de los esfuerzos realizados por los misioneros para conseguir que los indios nómadas vivieran en aldeas.94 2. El servicio militar No pasó inadvertido a los extranjeros el miedo que experimentaban los indígenas ante la perspectiva de verse alistados en las filas del ejército: un pavor del que muchas veces se aprovecharon caciques y leguleyos para chantajear a los indígenas, bajo la amenaza de mandarlos al ‘‘contingente’’ si no pagaban las contribuciones que aquellos explotadores, concertados, se atrevían a exigirles sin ningún soporte legal.95 De ahí la desconfianza generalizada ante los censos de población que periódicamente efectuaba el gobierno: debe tenerse presente, que cada vez que el gobierno manda hacer un empadronamiento general, antes, y mucho mas hoy, la gente comun mira la providencia como precursora de algun nuevo gravamen, de alguna nueva carga, y para ponerse en guardia contra lo que sobrevenga, oculta cuanto puede de su familia, sobre todo, en lo relativo á varones, para que ni les impongan contribucion, ni los lleven al ejército.96

En verdad, existían otras razones que favorecían el ocultamiento en los censos de los indios, que seguramente recordaban tiempos pasados ----como Cfr. Lumholtz, Carl, El México desconocido, vol. I, p. 198. Cfr. ibidem, vol. I, pp. 136-137. Cfr. González Navarro, Moisés, ‘‘El porfiriato. La vida social’’, en Cosío Villegas, Daniel, Historia moderna de México, México, Hermes, 1955-1972, vol. VII, pp. 204-205. 96 Orozco y Berra, Manuel, ‘‘México’’, en Alamán, Lucas et al., Diccionario Universal de Historia y de Geografia. Obra dada a luz en España por una sociedad de literatos distinguidos, y refundida y aumentada considerablemente para su publicacion en Mexico con noticias historicas, geograficas, estadisticas y biograficas sobre las Americas en general y especialmente sobre la Republica Mexicana, Mexico, Imp. De F. Escalante y Cª., Librería de Andrade, 1853-1856, vol. V, pp. 292-360. Cfr. González y González, Luis, El indio en la era liberal, p. 26. Estos temores venían de tiempo atrás: cfr. Annino, Antonio, ‘‘Prácticas criollas y liberalismo en la crisis del espacio urbano colonial. El 29 de noviembre de 1812 en la ciudad de México’’, Secuencia: Revista de Historia y Ciencias Sociales, México, nueva época, núm. 24, septiembre-diciembre de 1992, p. 144. 93 94 95

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los vividos por los habitantes de Zacoalco---- en que se exigía el pago de una tarifa a todos los que se registraban.97 García y Cubas señaló la nutrida presencia de indígenas en las filas del ejército como una de las razones que obstaculizaban su crecimiento demográfico: ‘‘si á estas causas que tan poderosamente obran en el decrecimiento de la raza indígena, se agrega la sensible disminucion que ha sufrido á consecuencia de nuestras guerras civiles, pues la raza indígena constituye en su mayor parte el ejército, corroboran la verdad de mi aserto’’.98 Y antes que él, Ernest de Vigneaux había tenido ocasión de comprobar con sus propios ojos que eran indios todos los soldados del cuartel de Guaymas donde quedó arrestado después de su detención.99 La sujeción de los indígenas al servicio militar, como una exigencia más de la cacareada igualdad jurídica,100 llegó a ser considerada por esas etnias como ‘‘la mas cruel calamidad que devora á sus hijos’’ ----sobre todo cuando, a partir de los años cuarenta, la movilización se hizo más frecuente----, y fue causa de insurrecciones armadas, como la de Misantla, Veracruz, en julio de 1853.101 Por eso, cuando Santa Anna decidió exceptuar a ‘‘los indígenas de la raza primitiva, que no se han mezclado con otras [razas]’’, del sorteo para los reemplazos del ejército, se granjeó el agradecimiento de muchas comunidades que, como la de Zoquizoquipan, expresaron públicamente su satisfacción.102 97 Cfr. Taylor, William B., ‘‘Bandolerismo e insurrección: agitación rural en el centro de Jalisco, 1790-1816’’, en Katz, Friedrich (comp.), Revuelta, rebelión y revolución, vol. I, p. 206. 98 García y Cubas, Antonio, ‘‘Materiales para formar la estadística general de la República Mexicana’’, p. 372. 99 Cfr. Vigneaux, Ernest, Viaje a México, p. 14. 100 Anselmo de la Portilla reconocía que la declaración de igualdad y el reconocimiento de la condición ciudadana de los indígenas no impedía que ‘‘cualquier cabo de escuadra h[ubiera] podido arrancarlos de su hogar, ó arrebatarlos en la calle, para meterlos en un cuartel y hacerlos soldados’’: Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 89. 101 Cfr. Thomson, Guy P. C., ‘‘Los indios y el servicio militar en el México decimonónico. ¿Leva o ciudadanía?’’, en Escobar Ohmstede, Antonio (coord.), Indio, nación y comunidad en el México del siglo XIX, México, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos-Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 1993, pp. 210-220; Reina, Leticia (coord.), Las luchas populares en México en el siglo XIX, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, Cuadernos de La Casa Chata, 1983, p. 92, y Chenaut, Victoria, Aquéllos que vuelan, pp. 109-110. 102 Cfr. Dublán, Manuel y Lozano, José María, Legislación mexicana ó Colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la República, México, Imprenta del Comercio, a cargo de Dublán y Lozano, Hijos, 1876-1890, t. VI, núm. 3,983, p. 627 (2 de agosto de 1853); Legislación indigenista de México, México, Instituto Indigenista Interamericano, 1958, p. 32; El Universal, 14 de agosto de 1853, y Vázquez Mantecón, Carmen, Santa Anna y la encrucijada del Estado. La dictadura (1853-1855), México, Fondo de Cultura Económica, 1986, pp. 167-168 y 253.

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No obstante, como sucedería en tantas otras ocasiones y como insinúa Ernest Vigneaux, la ley debió de quedar en letra muerta: ‘‘yo no sé quién habría de ser soldado entonces, ni cómo había de hacerse el reemplazo; pero sé perfectamente que no hay un soldado mexicano que no sea indio y que el reclutamiento se hace como en Turquía’’.103 Y Fossey presenció el incumplimiento palmario de esas disposiciones presidenciales: le jour où le premier tirage à la conscription eut lieu à Guanaxuato, j’ai vu de mes propres yeux faire une levée de force au village de Mellado, à un quart de lieue de la ville. On s’empara d’une vingtaine d’ouvriers mineurs, qu’on arracha ainsi à leurs familles au mépris de toutes les lois humaines.104

En el Constituyente de 1856-1857 se recordarían, sin embargo, otras actuaciones de López de Santa Anna menos complacientes con los indígenas. Así, un diputado reprobó la conducta de Santa Anna cuando escaló el poder y, con el apoyo de los conservadores, procedió a una violenta represión de quienes no compartían su modo de pensar: ‘‘en su saña no se olvidaron ni de los pobres indios de Jico, que en 1845 detuvieron al dictador en su fuga’’.105 Y Carlos de Gagern comentó, a propósito de las disposiciones de Santa Anna en favor de los indígenas: ‘‘á pesar de la ley sobre reclutamiento, basada sobre aquel principio de exclusion, recurria continuamente al odioso sistema de la leva’’.106 No obstante, aquel Constituyente careció de sensibilidad ante los problemas de las comunidades indígenas. Se entiende así que, entre otros acuerdos y comunicaciones que revocó en abril de 1856, a propuesta de la Vigneaux, Ernest, Viaje a México, p. 59. ‘‘El día en que tuvo lugar el primer sorteo para la conscripción en Guanajuato, vi con mis propios ojos cómo se practicaba una leva forzosa en el pueblo de Mellado, a un cuarto de legua de la ciudad. Se prendió a una veintena de obreros mineros, a los que se arrancó de sus familias de esa manera, con desprecio de todas las leyes humanas’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 495). Los mismos bárbaros procedimientos aparecen narrados en Mayer, Brantz, México, lo que fue y lo que es, pp. 372-373. 105 Intervención de Santos Degollado ante el Congreso Constituyente de 1856-1857, 3 de marzo de 1856 (Zarco, Francisco, Historia del Congreso Estraordinario Constituyente de 1856 y 1857, Estracto de todas sus sesiones y documentos parlamentarios de la epoca (edición facsimilar de la de México, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1857), México, H. Cámara de Diputados, Comité de Asuntos Editoriales, 1990, vol. I, p. 73). 106 Gagern, Carlos de, ‘‘Rasgos característicos de la raza indígena de México’’, Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, México, segunda época, t. I, 1869, p. 809. Cfr. Covo, Jacqueline, Las ideas de la Reforma en México (1855-1861), México, UNAM, Coordinación de Humanidades, 1983, p. 334. 103 104

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comisión de Guerra, por considerarlos ‘‘de todo punto insignificantes’’, incluyera la ‘‘escepcion del sorteo en favor de los indígenas’’.107 Algunas legislaturas estatales ----la de Jalisco, por ejemplo---- exceptuaron a los indígenas del servicio de la Guardia Nacional, conscientes de ‘‘la miseria general en que viven los que se llaman indios’’. La necesidad de conjugar ese régimen peculiar con la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley inspiró al Congreso jalisciense unas reflexiones: si bien todos participaban de unos mismos derechos y se hallaban sujetos a iguales obligaciones, se hacía palpable la necesidad de dispensar una protección eficaz a los indígenas, ‘‘á fin de mejorar su situacion, haciéndoles sentir los inmensos beneficios de la educacion social’’. A fin de cuentas, se trataba de aplicar el mismo régimen de excepción que había establecido en favor de los jornaleros la ley del 10 de julio de 1861, por la que se organizó la Guardia Nacional en el estado.108 En la medida en que el servicio militar obligatorio se asociaba a las brutales prácticas de la leva ----prohibida sin eficacia por disposiciones gubernamentales de 1856, 1859109 y 1861, combatida en tiempos con todo el rigor jurista de un Ezequiel Montes, y condenada por los amparos concedidos por jueces de distrito y por la Suprema Corte de Justicia110----, su impopularidad desaconsejaba el restablecimiento, a pesar de algunas

107 Propuesta de la comisión de Guerra al Congreso Constituyente de 1856-1857, 19 de abril de 1856 (Zarco, Francisco, Historia del Congreso Estraordinario Constituyente de 1856 y 1857, vol. I, p. 165). 108 Cfr. Colección de los decretos, circulares y órdenes de los Poderes Legislativo y Ejecutivo del Estado de Jalisco, Guadalajara, Tip. de S. Banda, calle de la Maestranza núm. 4, y Tip. de M. Pérez Lete, Portal de las Flores núm. 7, 1872-1883, vol. I, pp. 291-294 (29 de agosto de 1861). 109 Una orden de la Secretaría de Guerra al comandante general del distrito de México, fechada el 10 de febrero de 1859, exponía el disgusto del presidente sustituto cuando tuvo conocimiento de que ‘‘algunos cuerpos del ejército toman de leva á los ciudadanos pacíficos, destinándolos al servicio de las armas sin que preceda la calificacion de la autoridad política que debe hacerla; y como este proceder, ademas de lo odioso é inconveniente que es, da lugar á continuas reclamaciones que redundan en descrédito de la benemérita clase militar’’, prevenía a los jefes de los cuerpos que hicieran cesar la leva y se ciñeran a los reemplazos que les fueran consignados por el gobernador del distrito: Arrillaga, Basilio José, Recopilación de leyes, decretos, bandos, reglamentos, circulares y providencias de los supremos poderes y otras autoridades de la República Mexicana. Formada de orden del Supremo Gobierno por el Licenciado Basilio José Arrillaga, México, Imprenta de A. Boix, á cargo de M. Zornoza, 1865, p. 56. 110 Cfr. Valadés, José C., El porfirismo. Historia de un régimen. El nacimiento (1876-1884), México, UNAM, Coordinación de Humanidades, 1977, pp. 56 y 139-140, y Covo, Jacqueline, Las ideas de la Reforma en México (1855-1861), p. 363. Ignacio L. Vallarta expresó su pesar por la supervivencia de la leva, después de numerosas ejecutorias en su contra por parte de la Suprema Corte de Justicia: véase infra.

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opiniones, como la de José María del Castillo Velasco, que abogaban por la presencia indígena en las filas del ejército: preferir á los hombres de la raza indígena para el servicio de las armas y renovar con frecuencia, con cuanta frecuencia fuese posible, los cuadros del ejército, daria por resultado que todos esos hombres adquiriesen ciertas necesidades y ciertos conocimientos que los sacarian del estado de postracion y envilecimiento en que ahora se encuentran.111

Cuando, en 1896, trató de articularse un movimiento que presionara en favor de la reinstauración del servicio militar obligatorio, El Monitor Republicano no ahorró críticas a los disparatados argumentos con que se recomendaba la adopción del viejo sistema. Ni contaba el gobierno con recursos para sostener la ampliación de tropas, ni había conflictos que aconsejaran la implantación de una defensa armada permanente, ni existía un espíritu público que avalase tan costosa exigencia: en las naciones europeas en que existe el servicio militar obligatorio, ha existido ántes que el servicio el sentimiento patriótico que ordena afiliarse en el Ejército cuando la Patria ha menester una defensa permanente. Aquellos Gobiernos no han tenido, en consecuencia, obstáculo que allanar ni resistencia que vencer para obligar á los ciudadanos á cumplir una ley sobre enganche forzoso en el Ejército.112

La necedad de las razones aducidas por quienes postulaban la obligatoriedad del servicio de armas constituía una invitación a la comicidad. Así, el articulista de El Monitor Republicano ironizaba al tratar de las ventajas que algunos creían descubrir en la forzosa consignación al ejército: el recluta, enriquecido en hábitos de moral, de higiene y de ilustración, regresaría a su casa al cabo de cinco o seis años de vida militar, habiendo probado el sabor de la civilización y convertido en propagandista del progreso: ‘‘y, como de hecho, vale más que la mayoría de sus paisanos, ejercerá autoridad sobre ellos, será nombrado Alcalde y tratará de introducir en su pueblo algo de lo mucho bueno que en su vida de soldado vió’’.113 En realidad, ‘‘cuando por diversos motivos el soldado indígena 111 112 113

El Monitor Republicano, 29 de junio de 1870. Ibidem, 10 de marzo de 1896. Idem.

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quedaba desligado del ejército, rara vez volvía a su hogar ----que probablemente encontraría abandonado y sus campos destruidos----, pues se había acostumbrado a la fácil tarea del saqueo y había caído en todo tipo de vicios’’.114 Razonamientos en favor de la constricción de los indígenas al servicio militar, fundados en los beneficios que éstos recibían del contacto con la civilización, fueron expresados por Carlos de Gagern, en 1869: en lugar de una choza destruida, habita cuarteles espaciosos y bien ventilados...; en vez de alimentos puramente vegetales é insuficientes, su rancho, compuesto de tres comidas diarias, es sustancial, abundante...; en lugar de simples calzones de manta, de un sayal de lana rayada de diferentes colores, y de un mal sombrero de palma, se viste de uniforme; en lugar de la mugre que comunmente cubre su cuerpo..., se le obliga á un aseo relativo; en lugar de un trabajo penoso y mal retribuido..., no tiene mas que de cuatro á seis horas por dia de ejercicio, y recibe, fuera de sus alimentos, un real diario para sus necesidades...;115

y por Andrés Molina Enríquez, en 1906: los indios como soldados, por el sueldo que ganaban, o por el pillaje que se les permitía, mejoraban de condición, y esto, que ha venido a concluir hasta el período integral, dio siempre a todos los elementos directores, a todos los revolucionarios, y a todos los jefes de motín, muchedumbres que los siguieran sin conocer ni discutir las ideas por que combatían.116

Maqueo Castellanos reincidió en las ventajas que proporcionaba al indígena su incorporación a filas, y asumió la defensa del principio de obligatoriedad del servicio en el ejército para los indígenas, en el que creía descubrir una triple influencia benefactora sobre el indio soldado: ‘‘despierta en él ciertas ideas morales; le cría ciertas necesidades penosas de abandonar más tarde; y á la vez que le impone el trabajo como obligación, le ilustra con la escuela en el Cuartel’’.117 No obstante las críticas de amplios sectores a la obligatoriedad del servicio militar, la determinación del general Porfirio Díaz era muy firme. Lameiras, Brigitte B. de, Indios de México y viajeros extranjeros, p. 181. Gagern, Carlos de, ‘‘Rasgos característicos de la raza indígena de México’’, p. 810. Molina Enríquez, Andrés, Juárez y la Reforma, México, Libro-Mex Editores, 1956, p. 87. Maqueo Castellanos, E., Algunos problemas nacionales, México, Eusebio Gómez de la Puente, Librero Editor, 1910, p. 100. 114 115 116 117

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Ya en 1888 había abolido la Guardia Nacional y centralizado el instituto militar para combatir el peligro de las tendencias centrífugas, y asegurar un orden político diseñado y controlado desde la ciudad de México. Reaparecieron entonces, recrudecidos, los vicios indisociables del viejo ejército: los contingentes de sangre, la leva, las deserciones y la baja moral en los campos de batalla.118 Un relato de Manuel Payno ----carente de mayor intencionalidad política---- sobre el bárbaro trato que se daba a los reclutas acaba de convencer, si alguna duda cupiera, de los tremendos pesares que soportaban las clases bajas de la población, aterrorizadas ante la perspectiva de ver enrolados a miembros de su familia en las filas del ejército: los reclutas, amarrados en mancuernas, fueron instalados a varazos en el corral [de la hacienda donde iba a alojarse la tropa por varios días]; pues los cabos, para no dejar descansar a su vara, hacían uso de ella sin motivo, descargándola sobre los traseros y espaldas del montón que iba entrando. En seguida se encendieron unas lumbradas con la leña que doña Pascuala tenía en su cocina, y se les arrojaron a los reclutas unos troncos de carne como a fieras.119

La narración de Payno prosigue con la caprichosa decisión del capitán que dirigía aquella tropa que, enojado por las resistencias de la propietaria de la hacienda a acceder a sus demandas intempestivas, decidió poner gorra de cuartel y ‘‘pasar por cajas’’ a los tres muchachos que vivían en la casa. ‘‘Y dicho y hecho... Los raparon, les pusieron su gorra de cuartel, y amarrados codo con codo, fueron conducidos al corral a formar parte de la cuerda’’.120 Las súplicas de doña Pascuala y de su anfitrión, que trataban de conmover al oficial, obtuvieron esta respuesta notabilísima: ‘‘tengo orden de reclutar el batallón y no han de ser únicamente los indios los que hagan el servicio’’.121 A la vista de esos expeditivos procedimientos de leva no resulta extraño que, como señala un episodio posterior de la misma novela, ‘‘los reclutas indígenas se deserta[sen] tan luego como podían’’, y que la briga118 Cfr. Thomson, Guy P. C., ‘‘Los indios y el servicio militar en el México decimonónico. ¿Leva o ciudadanía?’’, pp. 245-246. 119 Payno, Manuel, Los bandidos de Río Frío, México, Porrúa, 1945, vol. III, p. 168. 120 Ibidem, vol. III, p. 169. 121 Ibidem, vol. III, p. 170.

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da viniese a menos cada día, ‘‘por la deserción y por la absoluta falta de recursos’’.122 El mismo Carlos de Gagern, que había ponderado las ventajas sociales de la sujeción de los indígenas al servicio de las armas, describió, con base en un relato de Vigneaux ----Recuerdos de un prisionero de guerra en México----, la brutalidad con que se recababa el contingente de sangre: eran agarrados y encerrados provisionalmente; en seguida se les obligaba á declararse conformes con ser soldados... Si de este modo no se llenaba el cupo, se completaba con sacar de las prisiones lo que allí habia de gente ménos viciosa. Entónces se ponian esposas á todos estos voluntarios, se les ataba con una cuerda de dos en dos como á malhechores, y se les conducia al cuerpo de que debian formar parte.123

Como Payno y Gagern, también Arrangóiz describió el modo brutal que solía revestir la leva;124 y el propio Gómez Farías hubo de intervenir para cortar los abusos cometidos por las comisiones encargadas de practicar las levas, que llegaban al extremo ‘‘de meterse á las casas y sacar á los individuos de ellas’’.125 Sartorius mostró con realismo y con gracia la parafernalia que acompañaba a las órdenes de reclutamiento: inesperadamente, en una bella tarde, los hombres son detenidos en las casas de juego, en las calles, e inclusive en sus viviendas, por una patrulla de la guardia civil, mantenidos bajo vigilancia y a la mañana siguiente, con los brazos atados por la espalda y amarrados de dos en dos, son enviados a la cabecera de distrito. En los poblados pequeños, el domingo es el día preferido para buscar gente para el ejército, en vista de que la muchedumbre se reúne en la plaza del mercado, o bien los hombres son buscados la noche del sábado, en uno de esos bailes que se anuncian con ruidosa cohetería, precisamente para atraer a los hombres a quienes les entusiasman estos entretenimientos sociales. Es indescriptible la trepidación que se produce en el local del baile cuando el alcalde se presenta acompañado de la guardia, ocupa las salidas Ibidem, vol. III, pp. 330 y 354. Gagern, Carlos de, ‘‘Rasgos característicos de la raza indígena de México’’, pp. 809-810. Cfr. Arrangóiz, Francisco de Paula, Méjico desde 1808 hasta 1867, relación de los principales acontecimientos políticos que han tenido lugar desde la prisión del Virrey Iturrigaray hasta la caída del segundo imperio (Madrid, A. Pérez Dubrull, 1871-1872), México, Porrúa, 1985, p. 350. 125 Dublán, Manuel, y Lozano, José María, Legislación mexicana, t. II, núm. 1,223, pp. 538-539 (11 de julio de 1833). 122 123 124

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y selecciona a los individuos que poseen los requisitos para ser soldados. El grito ‘‘leva’’ produce más consternación que un terremoto. En cierta ocasión vi a una vieja que huía por el campo, y al preguntarle cuál era el motivo de su prisa, me respondió, casi sin resuello: ‘‘Están echando leva’’. ‘‘Bueno ----le dije---- a usted no la tocarán’’. Ella contestó que de esto no había seguridad ninguna, y que lo mejor era esconderse.126

No exageraba, pues, Antonio Escudero, diputado por el Estado de México en el Constituyente de 1856-1857, cuando sostenía que el gobierno sólo se acordaba de los indígenas ‘‘para imponerle[s] el duro servicio de las armas’’.127 Y tampoco faltaba razón a Ignacio Luis Vallarta para lamentar que, aun a pesar de hallarse condenada por millares de ejecutorias de la Suprema Corte, ‘‘la leva se mantiene por los Poderes legislativo y ejecutivo’’:128 entre otras razones, porque la carencia de fondos con que sostener y alimentar a las tropas constituía una permanente invitación a desertar, y los oficiales tenían que echar mano de aquella práctica para evitar la sangría de sus unidades.129 Para recapitular cuanto se ha expuesto en los párrafos que preceden acerca de la profunda antipatía del indígena hacia la institución militar, nada mejor que el testimonio de un viajero inglés que, en 1856, presenció la reacción de los habitantes de un pueblo indígena cercano a Cuernavaca, cuando el comandante de una tropa pretendió acuartelarla dentro de los términos comunales: ‘‘los habitantes recibieron [a las tropas] con una lluvia de piedras..., y éstas tuvieron que retirarse de la manera más ignominiosa a sus antiguos cuarteles entre ‘gente de razón’’’.130

Sartorius, Carl Christian, México hacia 1850, pp. 238-239. Intervención de Antonio Escudero ante el Congreso Constituyente de 1856-1857, 2 de agosto de 1856 (Zarco, Francisco, Historia del Congreso Estraordinario Constituyente de 1856 y 1857, vol. II, p. 42). 128 Vallarta, Ignacio L., ‘‘Votos que como presidente de la Suprema Corte de Justicia dio en los negocios mas notables resueltos por este tribunal de enero a diciembre de 1881’’, en Vallarta, Ignacio L., Obras (edición facsimilar de la de México, Imprenta de J. J. Terrazas, 1896). Cfr. ibidem, pp. 548 y 568, México, Porrúa, 1980, vol. III, p. 569. 129 Cfr. Weber, David J., La frontera norte de México, 1821-1846. El Sudoeste norteamericano en su época mexicana, México, Fondo de Cultura Económica, 1988, p. 160. 130 Tylor, Edward Burnett, Anahuac: or Mexico and the Mexicans, ancient and modern, London, Longman, Green, Longman & Roberts, 1861, p. 199, cit. en Powell, T. G., El liberalismo y el campesinado en el centro de México (1850 a 1876), México, Secretaría de Educación Pública, Sep-Setentas, 1974, p. 23. 126 127

CAPÍTULO SEGUNDO LA REPÚBLICA MEXICANA Y SUS HABITANTES INDÍGENAS CONTEMPLADOS POR HENRY GEORGE WARD, ENCARGADO DE NEGOCIOS DE SU MAJESTAD BRITÁNICA EN MÉXICO, 1825-1827 Eduardo Edmundo IBÁÑEZ CERÓN* Manuel FERRER MUÑOZ** SUMARIO: I. Datos biográficos. II. Obras. III. Fuentes consultadas por Henry G. Ward. IV. ¿Por qué escribe Ward? V. El criollo y la sociedad mexicana. VI. La visión de los indios. VII. Algunas consideraciones finales.

El 27 de septiembre de 1821, el ejército rebelde comandado por el libertador Agustín de Iturbide hizo su entrada triunfal en la ciudad de México y terminó con tres siglos de dependencia colonial. Una de las primeras acciones emprendidas por la joven nación mexicana fue obtener el reconocimiento de su Independencia por parte de los estados del viejo continente, una empresa nada fácil debido a la decidida oposición de la Corona española a aceptar la separación de sus posesiones americanas. Este objetivo comenzó a cumplirse cuando, en el mes de marzo de 1825, el diplomático británico Henry George Ward presentó al presidente Guadalupe Victoria, en forma oficial, las cartas credenciales que lo acreditaban como encargado de negocios del gobierno de Su Majestad ante el régimen mexicano. De esta forma los dos gobiernos formalizaban una serie de contactos no oficiales sostenidos hasta entonces. Antes de hablar sobre nuestro viajero, es necesario detenerse un momento para comentar, en forma breve, los primeros contactos anglo-mexicanos realizados tras la emancipación, porque las instrucciones que los * Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. ** Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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agentes diplomáticos ingleses traían ayudan a entender los motivos que impulsaron a Ward a escribir un libro sobre nuestro país. Adelantemos a ese respecto que lo que más interesaba a los británicos tras la Independencia mexicana eran las minas de plata, famosas desde la época colonial. Tenemos conocimiento de que residía en México desde 1822 el Dr. Patrick Mackenzie, agente secreto enviado por el gobierno británico con la misión de informar sobre la estabilidad del gobierno de Iturbide y sobre la riqueza del país. Mackenzie, que presenció la caída del régimen monárquico iturbidista, transmitió informes positivos al Foreing Office sobre el futuro del país.1 Más oficiales fueron las conferencias sostenidas por el general Guadalupe Victoria y el propio Dr. Mackenzie durante los meses de julio y agosto de 1823. El objetivo de la embajada inglesa consistía en establecer relaciones políticas y comerciales con México. El gobierno mexicano sentó como bases para la realización de las conversaciones el reconocimiento de la Independencia nacional, el respeto a la integridad territorial ----incluyendo la fortaleza de San Juan de Ulúa, todavía en poder español---- y el apoyo inglés frente a amenazas externas, sobre todo de España. Las pláticas se desarrollaron en un clima de cordialidad entre las dos partes, pero se centraron más en la posibilidad de firmar un tratado de comercio y de proporcionar algunos préstamos al gobierno mexicano. No pudo llegarse a un acuerdo comercial por el deseo del representante inglés de incorporar en el tratado artículos que excluyeran a otras naciones, lo que pareció excesivo a la parte mexicana. Mackenzie regresó a su país.2 La siguiente embajada británica llegó a tierras aztecas a finales de 1823 y, con ella, nuestro personaje. I. DATOS BIOGRÁFICOS Henry George Ward nació en Inglaterra el 27 de febrero de 1797. Inició sus actividades en el servicio diplomático británico de forma no oficial, con un modesto salario y unas perspectivas poco halagüeñas de poder realizar una trayectoria diplomática satisfactoria. Estudió en Harrow, 1 Cfr. Rodríguez O., Jaime E., El nacimiento de Hispanoamérica, México, Fondo de Cultura Económica, 1980, p. 124. 2 Cfr. Guadalupe Victoria, Correspondencia diplomática, introducción de Hira de Gortari, México, Secretaría de Relaciones Exteriores, 1986, p. 20.

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y al término de su estancia en esta escuela fue enviado al extranjero para que aprendiera otros idiomas y completara su educación. Obtuvo su primer puesto diplomático como agregado en la legación británica en Estocolmo. De ahí pasó con el mismo puesto a La Haya, en 1818, y a Madrid, en 1819. Estos cargos diplomáticos bien pudieron ser obtenidos por medio de influencias. Su padre, Robert Plumer Ward, fue amigo del primer ministro William Pitt; además, gracias a su primer matrimonio, Henry George conoció al primer conde de Mulgrave, quien le consiguió un puesto de subsecretario en el Foreign Office en 1805 y un asiento en el Consejo del Almirantazgo que retuvo hasta 1823. Fue miembro del Parlamento por Haslemere, de 1807 a 1823, e íntimo amigo del también primer ministro George Canning.3 Durante su permanencia en Madrid, Ward trabó amistad con Lionel Hervey, quien lo convenció para que formara parte de la primera misión diplomática inglesa enviada a México por Canning. La embajada estaba integrada por Lionel Hervey, Charles O’Gorman, Patrick Mackenzie, Thompson y el propio Ward. El objetivo de la comisión presidida por Hervey era informar al ministro Canning sobre la estabilidad del país, sus posibilidades de conservar su Independencia, y la disposición de los mexicanos para establecer relaciones de amistad y comercio con Inglaterra. Además, debía indagar sobre su actitud hacia España y ver si era posible la aceptación, por parte de los mexicanos, de una eventual mediación inglesa encaminada a solucionar los problemas con la antigua metrópoli.4 La expedición zarpó del puerto de Plymouth el 18 de octubre de 1823 a bordo del buque Thetis y llegó a México el 11 de diciembre. Según Lucas Alamán, al difundirse en la capital azteca la noticia de la llegada de los nuevos representantes ingleses se forjaron grandes esperanzas de poder conseguir el reconocimiento formal de la Independencia por parte de la principal potencia europea del momento. El viaje de los comisionados a la capital discurrió sin incidentes, aunque los recientes acontecimientos ocurridos en la ciudad de Puebla aconsejaron al gobierno mexicano dictar disposiciones a la escolta para dar un rodeo y evitar la capital poblana, con el objeto de no arriesgarse a que los diplomáticos ingleses sufrieran 3 Cfr. Johnston, Henry McKenzie, Missions to México, a tales of British diplomacy in the 1820’s, London, British Academic, 1992, pp. 46-47. 4 Cfr. Glender Rivas, Alberto Ignacio, La política exterior de Gran Bretaña hacia el México independiente, 1821-1827, México, s. e., 1990, p. 63.

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algún ultraje en sus personas o pertenencias, con la consiguiente merma para el prestigio de la joven nación.5 En un reporte fechado el 18 de enero de 1824, los representantes ingleses informaron a su gobierno de que ya estaba formado un gobierno republicano en México, y corroboraron además la difundida opinión de que el país era inmensamente rico, por lo que indicaban que Inglaterra podía beneficiarse ayudando a los mexicanos a desarrollar sus grandes posibilidades productivas.6 Este primer encuentro de nuestro viajero con México terminó el 5 de febrero de 1824, al regresar Ward a Gran Bretaña con los informes recabados por los enviados ingleses sobre la situación interna mexicana. En diciembre de 1824, después de difíciles negociaciones sostenidas en la capital inglesa por los agentes mexicanos José Mariano Michelena y Vicente Rocafuerte con el gobierno británico, el primer ministro Canning se decidió a reconocer la Independencia mexicana. Ward regresó a México, esta vez con el cargo de ministro plenipotenciario, que compartía con James Morier, que se encontraba ya en México con la misión de concertar un tratado de comercio con el gobierno mexicano. El 18 de enero de 1825, nuestro diplomático zarpó del puerto de Devonport en el navío Egeria y desembarcó en Veracruz el 11 de marzo del mismo año. Los representantes ingleses presentaron oficialmente sus cartas credenciales al presidente Guadalupe Victoria el 30 de marzo de 1825. Durante su gestión diplomática, Ward cultivó buenas relaciones con algunos miembros del gabinete, en especial con el presidente Victoria y con su inteligente ministro de Relaciones Exteriores, Lucas Alamán. En cuanto al compañero de Ward, James Morier, éste se acreditó ante el gobierno mexicano como simple agente diplomático del gobierno de Su Majestad. El representante mexicano en Londres, Michelena, había notificado el 17 de julio de 1824 a su gobierno la designación de Morier ----al que calificó como ‘‘uno de los más hábiles diplomáticos ingleses’’---y su próxima partida a tierras aztecas. Entre los diversos cargos que Morier había desempeñado para el gobierno inglés con anterioridad, se encontraba el haber llevado a buen término una delicada misión en Persia, y ocupado el cargo de ministro de Su Majestad ante el gobierno ruso: Mi5 Cfr. Alamán, Lucas, Historia de Méjico. Desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente, México, Fondo de Cultura Económica, 1985, vol. V, p. 782. 6 Cfr. Rodríguez O., Jaime E., El nacimiento de Hispanoamérica, p. 125.

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chelena esperaba que, sentados esos precedentes, acudiera a la República mexicana con la misma acreditación, hecho que no ocurrió.7 Morier llegó a México cuando ya se hallaba muy avanzado el año 1824: el 17 de noviembre, la Secretaría de Relaciones Exteriores se apresuró a comunicar al representante mexicano en Londres el arribo de Morier, para que lo notificara al gobierno inglés.8 La firma del tratado comercial entre los dos países fue el centro de la atención de Ward y Morier desde los primeros días de su estancia en México, hasta su conclusión el 6 de abril de 1825. Morier regresó a Gran Bretaña llevando consigo el tratado de comercio suscrito por los dos gobiernos para su ratificación por el Parlamento inglés. Ward, por su acreditación como ‘‘comisionado’’, no gozó de la categoría de ministro, por lo que quedó en calidad de simple ‘‘encargado de negocios’’, cargo que conservó durante el resto de su estancia en nuestro país.9 Gran parte de la labor diplomática desplegada por el encargado de negocios inglés en México consistió en preservar el prestigio británico y contrarrestar la creciente influencia norteamericana. Así, mientras que por un lado convirtió su casa en un centro de reunión para todos aquéllos que se oponían al partido yorkino, al mismo tiempo se encargaba de acusar al ministro americano Joel R. Poinsett de apoyar la publicación de propaganda hostil a los ingleses, propaganda destinada a despertar temores en los mexicanos sobre las verdaderas pretensiones de la Gran Bretaña. Convertida la casa de Ward en centro de reunión, el dinero gastado llegó a causar su ruina económica, ya que el Foreing Office nunca se lo devolvió. Por ejemplo, en 1826 Ward propuso que se cargaran cuatrocientas libras a la cuenta del servicio secreto inglés para cubrir los desembolsos hechos en la publicación de un libro y un mapa, y para cubrir los gastos de las cenas y fiestas que había realizado. Se le informó de que los méritos del libro y el mapa serían tomados en consideración, pero que ningún presupuesto del servicio secreto se podía ejercer para cubrir gastos de fiestas. Esos egresos, se le notificó, se cargarían a su cuenta privada.10 La mayoría de los historiadores norteamericanos que se han encargado de estudiar las relaciones diplomáticas entre México y Estados Unidos 7 Cfr. Alamán, Lucas, Historia de México, vol. V, p. 817, y La diplomacia mexicana, México, Tipografía Artística, 1910-1913, vol. III, p. 42. 8 Cfr. La diplomacia mexicana, vol. III, p. 113. 9 Cfr. Archivo de la Secretaría de Relaciones Exteriores (en adelante, ASRE) expte. 3-114,577. 10 Cfr. Glender Rivas, Alberto Ignacio, La política exterior de Gran Bretaña, pp. 143 y 145.

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atribuyen los descalabros sufridos por su embajador Poinsett a la gran influencia que el encargado de negocios inglés ejercía sobre el gobierno mexicano, en especial sobre el ministro de Relaciones Exteriores, Lucas Alamán.11 Esto no corresponde a la verdad: precisamente Lucas Alamán fue uno de los primeros políticos mexicanos que, con sus propias luces, intuyó el peligro que representaba la pujante República del norte para la joven nación azteca e intentó preservar la Independencia, y sobre todo, asegurar la integridad territorial heredada de la colonia frente a las ambiciones estadounidenses. Al representante inglés no se le escaparon las miras del gobierno norteamericano sobre México en lo que se refería a sus ambiciones territoriales. El 31 de marzo de 1827 escribió al primer ministro Canning: ‘‘no vacilo en expresar mi convicción en el sentido de que la finalidad de la misión de Poinsett... consiste en embrollar a México en una guerra civil, facilitando así la adquisición de las provincias que se encuentran al norte del río Bravo’’. Más tarde, después de haber obtenido una información más completa sobre la influencia y puntos de vista del plenipotenciario norteamericano, pudo escribir a su gobierno que ‘‘la formación de una federación americana general, de la cual resultan excluidas las potencias europeas, pero particularmente Gran Bretaña, es el gran objeto de los manejos de Mr. Poinsett’’.12 Es más difícil de establecer la posible injerencia de Ward en los asuntos internos mexicanos. Al parecer, junto con Poinsett, se opuso a que el obispo de Puebla, Antonio Joaquín Pérez, ocupara un puesto en el gabinete. Apoyó decididamente a las logias masónicas del rito escocés en su lucha contra las yorkinas, por considerar que los escoceses representaban la garantía de la influencia británica en nuestro país. Se cree que tomó parte, si bien discretamente, en varios otros hechos de la política mexicana.13 En febrero de 1827, el gobierno inglés le notificó su próxima sustitución por Richard Pakenham en el puesto de encargado de negocios de la legación en México. El nuevo encargado de negocios llegó a la República mexicana el 11 de abril de 1827, y el día 18 del mismo mes Pakerham y Ward fueron recibidos, el segundo por última vez, en audiencia por el 11 Cfr. Fuentes Mares, José, Poinsett, historia de una gran intriga, México, Ediciones Océano, 1982, p. 75. 12 Ibidem, pp. 76 y 79. 13 Cfr. Musacchio, Humberto, Diccionario enciclopédico de México, México, Andrés León, 1990, vol. IV, p. 2,176, y Palomar de Miguel, Juan, Diccionario de México, México, Panorama Editorial, 1991, vol. IV, p. 1,801.

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presidente Guadalupe Victoria. Ward presentó oficialmente a su sucesor y se despidió del presidente. Regresó a Inglaterra a bordo del barco Primrose en julio de 1827 después de hacer una escala en Estados Unidos, país que no despertó particular admiración en nuestro viajero. En 1832 ingresó en el Parlamento y desempeñó otros cargos políticos hasta su muerte, acaecida en 1860.14 Durante su permanencia en México, nuestro diplomático dio muestras de una gran prudencia política al tratar de los asuntos internos mexicanos, lo que le valió el reconocimiento del gobierno. Al tener conocimiento del retiro de Ward del mando de la legación inglesa, la Secretaría de Relaciones Exteriores comunicó al gobierno británico su beneplácito por el desempeño de Ward, en los siguientes términos: ‘‘las recomendables que adornan al Sr. Don Enrique Jorge Ward y el tino y moderación con que se ha conducido durante el desempeño del cargo que se le confió en esta república le han conciliado el afecto de los mexicanos y el aprecio de este gobierno’’.15 Existen pocos datos sobre su vida familiar. Se casó con Emily Elizabeth (1797-1860), con quien al parecer tuvo tres hijos. Una niña, nacida en territorio mexicano, fue bautizada dentro de la religión católica. Fueron sus padrinos el conde y la condesa de Regla, y el canónigo Pablo de la Llave (entonces ministro de Asuntos Eclesiásticos) ofició la ceremonia religiosa y entregó, al término de la misma, a los esposos Ward ‘‘a certificate of baptism, printed on silk and inclosed in a gold frame, with all the names of the child duly inscribed upon it’’.16 Se puede considerar al diplomático británico como un hombre de ideas moderadas y tolerante hacia las costumbres españolas: un respeto del que dio varias muestras a lo largo de su estancia en nuestro país; por ejemplo, en cierta ocasión en que hubo que trasladar de lugar con la mayor urgencia a la imagen de la Virgen de los Remedios, prestó su carruaje para el transporte ----incluido el del sacerdote y los acompañantes----, acto que le valió el aprecio de la población.17 14 Cfr. Muriá Rouret, José María y Peregrina, Ángela, Viajeros anglosajones por Jalisco: siglo XIX, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1992, p. 125. 15 ASRE, expte. 23-12-74. 16 ‘‘Un certificado de bautismo, impreso en seda y enmarcado en oro, con los nombres de la niña debidamente inscritos en él’’: Ward, Henry George, Mexico in 1827, London, Henry Colburn, 1828, vol. II, p. 711. 17 Cfr. Ortega y Medina, Juan A., México en la conciencia anglosajona, México, Antigua Librería Robredo, 1955, p. 22.

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II. OBRAS La producción literaria de Henry George Ward no es abundante. En 1828 publicó en Londres México in 1827. His Majesty’s charge d’affaires in that country during the years 1825, 1826 and part of 1827, obra en dos tomos impresa por Henry Colburn con ilustraciones y mapas. El libro cuenta con bellas ilustraciones de su esposa, que acompañó a su marido en los viajes al interior de la República. En el prefacio de la obra de Ward se rinde un merecido reconocimiento a la labor de su mujer: the drawings were all taken upon the spot; many of then under circumstances which would have discouraged most persons from making the attempt, as fatigue and a burning sun often combined to render it unpleasant. I mention this in justice to Mrs. Ward.18

Ésta es la única edición de la obra original que se ha encontrado en México; sin embargo, el investigador duranguense Francisco Castillo Nájera y el historiador norteamericano Harold D. Sims mencionan una segunda edición también en dos volúmenes, aparecida en 1829 y editada por Henry Colburn cuyo título es simplemente México.19 El hecho de que en tan sólo dos años se editara en dos ocasiones el libro del diplomático inglés prueba el gran interés que el público británico sentía por la República mexicana. En cuanto a las ediciones impresas en nuestro país de México en 1827 poseemos la siguiente información: en 1981, la editorial Fondo de Cultura Económica editó la obra original. La traducción corrió a cargo del ingeniero Ricardo Haas, con un estudio preliminar de Maty Finkerman de Sommer: no deja de ser sorprendente que sólo en años tan avanzados del siglo XX se tradujera el libro al español y se imprimiera en México; en 1985, la misma editorial sacó a la venta una selección de la obra, integrada por las dos últimas secciones del libro, que tratan sobre los viajes emprendidos por el diplomático inglés por las regiones mineras mexicanas; 18 ‘‘Todos los dibujos fueron trazados en el propio lugar, muchos de ellos en circunstancias que a la mayoría de las personas hubieran hecho desistir del intento, ya que la fatiga y un sol calcinante se combinaban frecuentemente para hacer desagradable tal labor. Menciono esto en justicia a la señora Ward’’: Ward, Henry George, Mexico in 1827, vol. I, p. XIV. 19 Cfr. Castillo Nájera, Francisco, Durango en 1826, México, Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, 1950, s. p. i., y Sims, Harold D., La expulsión de los españoles de México, 1821-1828, México, Fondo de Cultura Económica-Secretaría de Educación Pública, 1985.

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por último, la más reciente reimpresión del libro completo ocurrió en 1995 y también corrió a cargo del Fondo de Cultura Económica. Sin embargo, la edición del Fondo no es la versión completa del libro de Ward, porque no contiene una serie de apéndices incluidos por el autor como son tres representaciones a la Corona española correspondientes a los años de 1809, 1811 y 1813; una carta confidencial del brigadier Félix María Calleja y el texto del Plan de Iguala de Agustín de Iturbide.20 En lo que concierne a los comentarios y reseñas sobre el texto cabe destacar que el principal investigador de la obra del diplomático inglés ha sido Juan Antonio Ortega y Medina, autor de interesantes estudios sobre nuestro viajero y su obra en sus libros México en la conciencia anglosajona (1955) y Zaguán abierto al México republicano (1987), este último editado por la Universidad Nacional Autónoma de México. Francisco Castillo Nájera publicó en Durango en 1950 extractos de la obra de Ward referentes a este estado. Sobre los motivos que lo indujeron a elaborar esa selección escribió: esta versión correspondiente a Durango se publicó en varios números en un periódico local, el año de 1935; desgraciadamente no pude corregir las pruebas por encontrarme fuera de mi patria; en lo publicado abundaron errores de todo género y fueron suprimidos pasajes del mayor interés. He revisado el escrito anterior al que hice reformas que según mi sentir mejoran la traducción.21

Las mejoras a que se refería Castillo Nájera son notas a pie de página donde se corrigen los nombres de lugares y personas y se proporcionan explicaciones de acontecimientos ocurridos en la región durante el tiempo de la visita de Ward al estado. La obra fue reimpresa en forma facsimilar por la Universidad Juárez del estado de Durango en el año 1991. Mercedes Mende de Angulo realizó una pequeña selección de la obra de Ward en la que recoge los pasajes alusivos a la región de Puebla. Básicamente, la antología es una transcripción literal de la sección III del libro quinto. El gobierno del estado de Puebla la publicó en 1990 en la colección ‘‘Lecturas históricas de Puebla’’. 20 Cfr. Ortega y Medina, Juan A., Zaguán abierto al México republicano, 1820-1830, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1987, p. 25. 21 Castillo Nájera, Francisco, Durango en 1826.

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José María Muría y Angélica Peregrina, en su texto Viajeros anglosajones por Jalisco, extrajeron del libro de Ward sus comentarios sobre la región de Jalisco durante el segundo viaje por el interior de la República, en 1826. La obra fue editada por el Instituto de Antropología e Historia en 1992. En las páginas 159-165 del tomo I del Anecdotario de viajeros extranjeros en México: siglos XVI-XX, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 1988, José Iturriaga de la Fuente incluye un pequeño resumen de los diferentes temas que aborda Ward, y registra los intereses del diplomático inglés cuando escribió México en 1827. Como se recordará, el Anecdotario es un compendio de relatos de los diversos viajeros extranjeros que han visitado el territorio mexicano y han dejado plasmadas en sus obras sus impresiones favorables o negativas sobre su cultura, sociedad, geografía, historia... Emily, la esposa de Ward, publicó en 1829 Six views of the most important towns and mining districts, upon the table land of México. Drawn by Mrs. H. G. Ward and engraved by Mr. Pye with a statistical account of each, también editado en Londres por Henry Colburn. En México la obra fue editada por el Banco de México en 1990. Helena Horz hizo la traducción y los comentarios. El texto agrupa una selección de panorámicas de las ciudades y distritos mineros más importantes del altiplano de México, espléndidamente dibujados en el lugar por la artista, y descritas por ella misma en una breve narración basada en sus apuntes de viaje, en la que señala los aspectos más representativos del recorrido. El trabajo de transcripción de los dibujos a la técnica del grabado fue realizado por John Pye, famoso artista inglés, quien se dedicó especialmente a trasladar al grabado las obras de paisajistas como William Turner.22 III. FUENTES CONSULTADAS POR HENRY G. WARD En la elaboración del libro, el diplomático inglés realizó una gran labor de consulta bibliográfica y estadística. A lo largo de la lectura de México en 1827 se encuentran pistas sobre las obras que consultó, entre las que podemos identificar las siguientes: El ensayo político del Reino de la 22 Cfr. Ward, H. G., Seis panorámicas de los más importantes poblados y distritos mineros del Altiplano de México. Dibujados por la Sra. H G. Ward y grabados por el Sr. Pye, con datos estadísticos de población, México, Banco de México, 1990.

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Nueva España y el Essai politique sur l’île de Cuba del barón de Humboldt; los escritos históricos de Carlos María de Bustamante, sobre todo El cuadro histórico; el Plan de Iguala de Agustín de Iturbide, así como varios decretos y panfletos emitidos tanto por el gobierno virreinal como por los insurgentes americanos en su lucha por conseguir y justificar la guerra de Independencia; el periódico El Español editado por Blanco White, los informes comerciales elaborados por el régimen virreinal y por el gobierno mexicano... También hizo uso de obras de escritores anglosajones, como son los libros de W. D. Robinson (Memoir of the Mexican Revolution and of general Mina), Brackenbridge (Voyage to South América, by order the Government of the United States), Flin (Journal of a ten years residence in the valley of Mississipi), Mellish (United States), ‘‘Mr. Política’’ (Sketch of the internal condition of the United States) y de informes enviados a petición suya por los representantes de las compañías mineras inglesas en México y los viajeros anglosajones que visitaron el norte de la República. IV. ¿POR QUÉ ESCRIBE WARD? The large capitals which have been invested by British subjects, during the last four years, in the Mines of Mexico, and the differences of opinion that have prevailed, upon this side of the Atlantic, with regard to these speculations, induced me, at a very early period of my residence in New Spain, to devote a good deal of attention to this subject, and to endeavour to turn my stay in the country to account, by collecting all the information respecting it, that it was possible for me to obtain. I had not, however, prosecuted my enquiries long, when the investigation, which private curiosity had prompted me to undertake, became a public duty, Circular orders having been transmitted to all his Majesty’s Agents in the New World to endeavour to ascertain the exact amount of Silver raised, and exported, in the countries in which they severally resided, during a term of thirty years.23 23 ‘‘Los grandes capitales que durante los últimos cuatro años han sido invertidos por súbditos británicos en las minas de México y las diferencias de opinión que han prevalecido en este lado del Atlántico con respecto a estas especulaciones me indujeron desde el principio de mi residencia en la Nueva España a dedicar gran parte de mi atención a este tema y a tratar de aprovechar mi estancia en el país en la recolección de toda información que al respecto me fue posible obtener. Sin embargo, no había proseguido mis encuestas por mucho tiempo, cuando la investigación que la curiosidad privada me había impelido a realizar se convirtió en un deber público, puesto que se habían transmitido órdenes circulares a todos los agentes de Su Majestad en el Nuevo Mundo para tratar de determinar la cantidad exacta de plata producida y exportada en los países de su residencia durante un período de treinta años’’: Ward, Henry George, Mexico in 1827, vol. II, pp. 3-4.

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Tal fue el motivo que lo impulsó a escribir sobre nuestro país. Por un lado, el interés personal; por el otro, la preocupación del gobierno inglés por conocer la verdadera riqueza mineral de la República mexicana. Podemos considerar el texto de Ward como un tratado económico sobre México, con el que quiso realizar un estudio sobre el grado de desarrollo de la República mexicana que sirviese de fuente de información a los capitalistas ingleses. Uno de sus objetivos fue recalcar la importancia que, desde el punto de vista económico, representaba para el capitalista británico el hecho de que Inglaterra se convirtiese en país manufacturero de la materia prima mexicana. Especial interés mostró por presentar a sus compatriotas la verdadera situación de la minería de nuestro país tras diez años de guerra civil, con la intención de terminar con las falsas esperanzas de obtener una rápida riqueza con mínimos gastos, y corregir los errores producidos por la especulación desenfrenada de los inversionistas europeos y por la mala planeación y utilización de los recursos monetarios. V. EL CRIOLLO Y LA SOCIEDAD MEXICANA El diplomático inglés llegó a la República mexicana en un momento de grandes esperanzas sobre el porvenir del país, ilusiones forjadas por la elite criolla mexicana durante la colonia, que se basaban en la creencia de que Dios había bendecido a la América hispana, y en especial a México, y había predestinado para este país un lugar sobresaliente entre las naciones del mundo. Pero también era un período de gran efervescencia política, caracterizado por las disputas sostenidas entre los partidarios de un régimen centralista y los defensores de un sistema federalista, agrupados respectivamente en las logias masónicas del rito escocés y del rito de York: enfrentamientos de los que Ward fue testigo durante su corta permanencia en México. Uno de los aspectos que más le llamaron la atención sobre la sociedad mexicana de su época fue la marcada hostilidad hacia la herencia española o, si se quiere, su negación de parte de los criollos. Ward consideró justificable ese rechazo por la actitud del gobierno español de no haber permitido a los nacidos en América participar en los asuntos internos de las colonias, y por no haber aceptado la Independencia de sus posesiones ultramarinas. Pero rechazó los argumentos que esgrimían los criollos para explicar las causas de su levantamiento contra las autoridades españolas;

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para él, estaban fuera de lugar las explicaciones que invocaban un pasado indígena que no pertenecía a los criollos: hence the apparent absurdity of hearing the descendants of the first conquerors (for such the creoles, strictly speaking, were) gravely accusing Spain of all the atrocities, which their own ancestors had commited; invoking the names of Moctezuma and Atahualpa; expatiating upon the miseries which the Indians had undergone, and endeavouring to discover some affinity between the suffering of that devoted race and their own.24

Con sorprendente claridad, Ward percibió que la rivalidad entre los españoles y los mexicanos no había sido resuelta con el fin del dominio español en México. Tan convencido estaba de que todavía resultaba imposible una convivencia pacífica entre unos y otros que, al analizar el Plan de Iguala, llegó a la conclusión de la inviabilidad de la garantía que establecía la unión entre mexicanos y españoles. Interpretó más bien este artículo como el producto de la ingenuidad de Iturbide que, dotado de escaso realismo, deseaba asegurar así la tranquilidad de los peninsulares: it was an illusion to suppose that any intimate union could be effected, where the passions had been reciprocally excited by so long a series of inveterate hostility. Creoles might forgive Creoles for the part which they had taken in the preceding struggle; but Spaniards, never: and from the first, the basis of ‘‘Union’’, which was one of the three Guarantees proposed by the plan of Iguala, was wanting.25

Sobre todo, los mexicanos no iban a permitir que los españoles continuaran ocupando los puestos administrativos que, según ellos, les corres24 ‘‘De ahí lo aparentemente absurdo que es oír a los descendientes de los primeros conquistadores (ya que, estrictamente hablando, eso eran los criollos) acusar gravemente a España de todas las atrocidades que sus propios antepasados cometieron; oír invocar los nombres de Moctezuma y de Atahualpa, explayándose sobre las miserias que habían sufrido los indios y esforzándose por descubrir alguna afinidad entre los sufrimientos de esa sumisa raza y la suya propia’’: ibidem, vol. I, pp. 34-35. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 180, 206, 215, 223 y 236. 25 ‘‘Fue una ilusión suponer que se pudiera efectuar alguna unión íntima, sobre todo cuando las pasiones habían sido recíprocamente excitadas por una serie tan larga de inveteradas hostilidades. Los criollos podrían perdonar a los criollos por la parte que hubiesen tenido en la contienda anterior, pero nunca a los españoles; y desde el principio faltaba la base de la ’unión’, que era una de las Tres Garantías propuestas por el Plan de Iguala’’: Ward, Henry George, Mexico in 1827, vol. I, p. 268.

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pondían, ya que el propósito de reemplazarlos había sido una de las razones por las cuales los criollos se habían rebelado contra España. Para el enviado inglés, la sociedad mexicana se encontraba profundamente dividida en su apreciación del status que debía corresponder a los peninsulares en México. A su parecer, la hostilidad hacia el elemento español se encontraba diseminada por todos los estratos sociales. Incluso una institución tan respetada por el pueblo mexicano como era la Iglesia católica no escapó del odio popular: un amplio sector de la población persistía en su desconfianza hacia los sacerdotes de origen peninsular que aún quedaban en la República porque recordaba que, durante la lucha insurgente, ellos habían pregonado desde el púlpito la obediencia al régimen virreinal y el castigo de los rebeldes. En la formación de este juicio influyeron los acontecimientos de enero de 1827, de los que Ward fue testigo. Como se recordará, en este mes fue descubierta la conspiración del sacerdote español Joaquín Arenas, que pretendía devolver a México al dominio español.26 Si bien el complot no tenía ninguna oportunidad de triunfar, sus consecuencias fueron negativas para la población española: el resurgimiento del sentimiento antipeninsular, hábilmente utilizado por el partido yorkino, y la promulgación de una serie de leyes contra los españoles por el Congreso nacional y las legislaturas estatales. Ward consideró a la clase dirigente mexicana inmadura en lo referente a ‘‘la ciencia política’’. Reprochó a los criollos que hubieran incorporado las instituciones republicanas en su integridad, sin previa adaptación al medio nacional, y que hubieran tomado al pie de la letra los principios liberales demagógicos emanados de la Revolución francesa, con objeto de convertirlos en la panacea que permitiría resolver los problemas que la joven República había de enfrentar. Su crítica no se debía a que rechazara el sistema republicano, sino que se fundaba en la persuasión de que esos principios e instituciones políticas resultaban impracticables en México. Pensaba que los cambios políticos se realizaron por medio de una reforma radical y precipitada, en lugar de haber derivado de una gradual transformación de las instituciones coloniales; objetaba además que sólo los 26 Sobre la conspiración del padre Arenas, cfr. Sims, Harold D., La expulsión de los españoles de México (1821-1828), México, Fondo de Cultura Económica, 1984, pp. 27-30; Staples, Anne, ‘‘Clerics as Politicians: Church, State, and Political Power in Independent Mexico’’, en Rodríguez O. O., Jaime E. (ed.), Mexico in the Age of Democratic Revolutions, 1750-1850, Boulder and London, Lynne Rienner Publishers, 1994, p. 237, y Di Tella, Torcuato S., Política nacional y popular en México 1820-1847, México, Fondo de Cultura Económica, 1994, pp. 195-199.

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‘‘grupos más influyentes de la sociedad’’ tomaron parte activa en ese proceso, pues el resto de la población permaneció indiferente ante la forma de gobierno que conviniera adoptar.27 Pero, a la vez, Ward se mostró indulgente con los descendientes de los conquistadores. No culpó tanto a ellos por su atraso en asuntos políticos, sino a los tres siglos de ‘‘tiranía y despotismo’’ impuestos por la metrópoli, la cual, deseosa de conservar en la ‘‘total obscuridad y aislamiento’’ a los reinos americanos, sólo delegó en los españoles las tareas administrativas, e impidió que los criollos se capacitaran en esos asuntos: de ahí derivaban, en su opinión, los naturales tropiezos que los mexicanos sufrían al tratar de aplicar los principios democráticos liberales. Para Ward, el legado que dejó España a sus posesiones americanas en materias políticas era totalmente negativo: la corrupción y el favoritismo constituían lacras que la administración española traspasó íntegramente al Nuevo Continente, y representaban molestos estorbos para el camino del progreso de las jóvenes repúblicas latinoamericanas. Incluso la influencia liberal española adquiría a los ojos de Ward una connotación negativa, por haberse dedicado los liberales españoles más a las cuestiones abstractas que a resolver los problemas de la realidad: the want of fixes principles, the preference of theory to practice, the dilatory habits of those in power at one time, and their ill-judged strides towards impracticable reforms at another, all are of the modern Spanish school, as are the bombastical addresses to the people, the turgid style which disfigures most of the public documents of the Revolution, the intolerance, and jealousy of strangers, which are only now beginning to subside.28

El viajero inglés reflexionó con melancolía sobre lo pronto que los americanos fueron iniciados en toda la jerga de las revoluciones, y sobre cómo se les indujo a desconfiar de valores tan nobles como el patriotismo o la felicidad pública, desgastados por una tosca manipulación. Privados 27 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 129-138. 28 ‘‘La necesidad de principios fijos, la preferencia de la teoría sobre la práctica, los hábitos dilatorios de aquéllos que tuvieron el poder algún tiempo y sus pasos poco juiciosos hacia reformas impracticables en otro tiempo son todos de la escuela española moderna, como son los bombásticos discursos públicos, el estilo hinchado que desfigura la mayoría de los documentos públicos de la revolución, la intolerancia y las envidias a los extraños que apenas están empezando a desaparecer’’: Ward, Henry George, Mexico in 1827, vol. I, p. 145, nota.

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de esas referencias, se convirtieron enseguida en presa para la ambición privada, la anarquía y el desconcierto. Ward fue un sagaz observador de la realidad mexicana. Cuando abandonó el país en 1827 sabía claramente que la lucha política entablada entre los escoceses y los yorkinos podría arruinar la imagen de México en Inglaterra. Fue testigo de la campaña electoral de 1826, encaminada a renovar la Cámara legislativa. La venta de votos y las arbitrariedades cometidas durante el proceso electoral, tanto por los yorkinos como por los escoceses, le convencieron de la falta de preparación de los mexicanos para vivir en una democracia. Tampoco cabe ocultar su apoyo o, por lo menos, su simpatía hacia los sectores más tradicionales de la sociedad mexicana, en los que encontró a los más firmes partidarios de la influencia británica en México. Siempre se mostró preocupado por el radicalismo de los yorkinos. Al compararlos con los partidos existentes en Estados Unidos, los calificó de federalistas radicales y manifestó su inquietud por las consecuencias de una eventual expulsión de españoles del territorio mexicano. No podía imaginar que esa hipótesis se realizaría en 1829, un año después de publicar su libro en Inglaterra: without any disparagement to its members, of whom many are both useful and distinguished men, I may say that the largest proportion of the Affiliés of this society consisted of the novi homines of the Revolution. They are the ultra Federalists, or democrats of Mexico, and possess the most violent hostility to Spain, and the Spanish residents; whom the Escoceses have uniformly protected, both as conceiving them to have lost the power of injuring the country, and because, from the large amount of the capital still remaining in their hands, they think that their banishment must diminish the resources, and retard the progress of the Republic.29

También se mostró perspicaz al evaluar los efectos posibles de la colonización norteamericana de los estados del norte de México, principal29 ‘‘Sin menoscabo de sus miembros, muchos de los cuales son personas útiles y distinguidas, puedo decir que la mayor parte de los afiliados a esta sociedad eran los novi homines de la revolución. Son los ultrafederalistas o demócratas de México y se hallan poseídos de la más violenta hostilidad hacia España y hacia los residentes españoles, a quienes los escoceses han protegido constantemente, tanto por creer que ya no pueden hacer daño al país como porque, debido a la gran cantidad de capital en sus manos, piensan que su destierro disminuiría los recursos y retrasará el progreso de la república’’: ibidem, vol. II, p. 723.

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mente en la provincia de Texas, máxime si advertimos que él nunca visitó este territorio y que su criterio se basó exclusivamente en la lectura de los informes elaborados por los agentes anglosajones que recorrieron esa frontera. Si bien Ward consideró necesario el poblamiento de los desocupados territorios septentrionales, no pensó que la solución estuviera en permitir la entrada a personas portadoras de una cultura completamente diferente de la española que, tarde o temprano, habrían de provocar la división interna del país. El peligro más grave, sostenía nuestro diplomático, se encontraba en la dudosa lealtad de esos nuevos colonos quienes, en una hipotética confrontación con Estados Unidos, no dudarían en apoyar a sus compatriotas. Si el gobierno mexicano no lograba controlar la inmigración norteamericana o, por lo menos, si no conseguía atraer a otros colonos que se interpusieran entre las dos porciones de tierras habitadas por estadounidenses, México podía dar por perdida la provincia de Texas: unfortunately for Mexico, these advantages have been duly appreciated by her neighbours in the United States. Some hundreds of squatters, (the pioneers, as they are very appropriately termed, of civilization) have crossed the frontier whith their families, and occupied lands within the Mexican territory; while others have obtained grants from the congress of Saltillo, which they have engaged to colonize within a certain number of years. By thus imprudently encouraging emigration upon too large a scale, the Mexican Government has retained but little authority over the new settlers, established in masses in various parts of Texas, who, begin separated only by an imaginary boundary line from their countrymen upon the opposite bank of the Sabina, naturally look to them for support in their difficulties, and not to a Government, the influence of which is hardly felt in such remote districts. In the event of a war, at any future period, between the two republics, it is not difficult to foresee that Mexico, instead of gaining strength by this numerical addition to her population, will find in her new subjects very questionable allies. Their habits and feelings must be American, and not Mexican; for religion, language, and early associations, are all enlisted against a nominal adhesion to a government, from which they have little to expect, and less to apprehend. The ultimate incorporation of Texas with the Anglo-American States, may therefore be regarded as by no means an improbable event, unless the Mexican Government should succeed in checking the tide of emigration, and interposing a mass of population of a diffe-

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rent character, between two component parts, which must have a natural tendency to combine into one.30

Los juicios de Ward sobre el carácter del criollo y sobre la sociedad mexicana están sobrados de parcialidad. Como buen puritano, condenaba el despilfarro y prodigalidad en que vivían los criollos, y reprobaba su despreocupación por conservar y acrecentar la herencia familiar. En sus fiestas, escribió, ‘‘los mexicanos echan la casa por la ventana’’, todo lo ejecutan con un esplendor que resulta embarazoso. Como acostumbraba hacer siempre que trataba de los defectos de los mexicanos, atribuía esa manera de ser a la deleznable herencia española. Para nuestro diplomático, todo lo malo provenía de las enseñanzas de la madre patria: como la mayoría de los viajeros anglosajones, vio en España el país del atraso, la tiranía, el despotismo, la corrupción. Sin embargo, se esforzó por desmentir algunas de las ideas erróneas que sus compatriotas se habían forjado sobre los pobladores hispanoamericanos a través de las lecturas de textos antiespañoles como los de Roberston. Ward consideró que la sociedad mexicana en su conjunto se hallaba muy atrasada respecto a la europea. El trato social le pareció rústico: las fiestas nocturnas y las cenas formales, casi desconocidas. Consideró insufribles muchas de las costumbres españolas, como la permisividad con que se toleraba que las mujeres fumaran ante los hombres y en lugares públicos. Lamentó el constante roce social de las fiestas populares, donde convivían las diferentes clases sociales sin que hubiera una marcada sepa.

30 ‘‘Por desgracia para México, esas ventajas han sido oportunamente aprovechadas por sus vecinos de Estados Unidos. Unos cientos de intrusos han cruzado la frontera con sus familias y han ocupado tierras dentro del territorio mexicano; en tanto que otros han obtenido concesiones del congreso de Saltillo y se han comprometido a colonizar en cierto número de años. Debido a tan imprudente fomento de la inmigración a gran escala, el gobierno mexicano conserva muy poca autoridad sobre los nuevos colonos, establecidos masivamente en varias partes de Texas, quienes, separados sólo por una línea fronteriza imaginaria de sus compatriotas de la margen opuesta del Sabina, naturalmente acuden a ellos para que los ayuden en sus dificultades, y no a un gobierno cuya influencia escasamente se deja sentir en distritos tan remotos. En caso de cualquier futura guerra entre las dos repúblicas, no es difícil prever que México, en lugar de reforzarse con este numeroso aumento de población, encontrará en sus nuevos súbditos aliados muy dudosos. Sus hábitos y sentimientos tienen que ser americanos y no mexicanos, ya que la religión, el idioma y sus anteriores relaciones van contra su adhesión nominal a un gobierno del que tienen muy poco que esperar y más aún que temer. Por consiguiente, a la larga, la incorporación de Texas a los estados angloamericanos puede considerarse como un hecho de ninguna manera improbable, a menos que el gobierno mexicano logre frenar la ola de inmigrantes y pueda interponer una numerosa población de diferente carácter entre las dos partes, cuya tendencia natural siempre será combinarse en una sola’’: ibidem, vol. II, pp. 586-587.

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ración por status, como ocurría en la Gran Bretaña.31 Sin embargo, constató ‘‘esperanzadores cambios’’ cuando, en 1827, cedió el mando de la legación británica. VI. LA VISIÓN DE LOS INDIOS Durante su permanencia como encargado de negocios de la Gran Bretaña ante el gobierno mexicano (1825-1827), Henry George Ward realizó varios viajes por el interior de la República, con el objeto de verificar personalmente el estado en que se encontraban las minas en las que súbditos ingleses habían invertido capitales, y de cuantificar los gastos en que habían incurrido para su rehabilitación. Los estados que visitó fueron Jalisco, Zacatecas, Aguascalientes, Guanajuato, Durango, San Luis Potosí, Estado de México, Puebla y Michoacán. Estos viajes le proporcionaron una visión deprimente tanto de la economía mexicana como de la situación de los indios del país cuando había corrido ya un cuarto del siglo XIX. En su estudio no mencionó para nada la situación de los habitantes indígenas de la península de Yucatán, debido a que esa región carecía de yacimientos mineros que hubieran atraído su atención. Ward empezó su obra México en 1827 con un estudio sobre la geografía y la composición étnica de la población mexicana. Gracias a las investigaciones que realizó, llegó a calcular el número de indios puros en unos dos millones, distribuidos en su mayoría en los estados del centro y sur del territorio mexicano: Puebla, Guanajuato, Oaxaca, Estado de México, Michoacán. El norteño estado de Sonora contaba con una importante minoría indígena, mientras que en otros espacios septentrionales ----Durango, Nuevo México o las Provincias Internas---- los nativos americanos estaban comenzando a ser sustituidos por los colonos blancos y mestizos.32 Esas grandes extensiones de tierra habitadas únicamente por tribus salvajes que nunca pudieron ser sometidas por los españoles, y sobre las cuales el gobierno mexicano ejercía una autoridad simbólica, auguraba Ward, ‘‘probablemente serán uno de los últimos reductos de los hombres en estado de semibarbarie’’. 33 Cfr. ibidem, vol. II, pp. 715-716. Cfr. ibidem, vol. I, pp. 28-29. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 546-618. 31 32 33

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Sobre los mestizos, otro grupo poblacional de gran importancia numérica, el diplomático inglés sostenía una opinión contradictoria. Por un lado, consideraba que la unión de los españoles con las nativas aportó algunos beneficios a la población americana. En efecto, puesto que este sector de habitantes era muy extenso y se encontraba distribuido a lo largo del territorio nacional, Ward predecía a México un rápido progreso tanto económico como social: porque la herencia europea debía transmitir a los mexicanos la vitalidad y el gusto por el trabajo propio de los pueblos occidentales; y porque la mezcla de sangres, que significaba una desgracia en tiempos de la colonia, había dejado de representar una desventaja.34 No era infrecuente, incluso, el caso de personas que alardeaban de su herencia indígena. En cambio, su visión del producto de la unión del indio con el negro no puede ser más racista. Habitantes, en su mayoría, de las costas mexicanas, los zambos y mulatos ‘‘they have multiplied there in an extraordinary manner, by intermarriages with the Indian race, and now form a mixed breed, admirably adapted to the Tierra Caliente, but not possessing, in appearance, the characteristics either of the New World, or of the Old’’.35 Admitía que los varones eran de una magnífica constitución atlética, propia para realizar cualquier trabajo pesado, en la selva, en el campo, o en el cultivo de la caña de azúcar; pero los calificó de ‘‘wild, both in their appearance and habits; they delight in glaring colours, as well as in the noisy music of the negroes’’,36 en contraste sorprendente con el comportamiento ‘‘humilde y sumiso de los indios.’’ A esta raza mestiza sólo el temor al látigo podía obligar a obedecer; por eso, en lugar de fortalecer a la población mexicana, contribuía a debilitarla. Si bien la esclavitud ya no existía en la República mexicana, escribió Ward, todavía podían encontrarse entre los mulatos o zambos vestigios del salvajismo propio de los esclavos negros traídos al continente americano por los europeos: unas reminiscencias que, según nuestro viajero, los incapacitaban para ocupar puestos de importancia en la administración pública, aunque esperaba que la educación eliminara los últimos obstáculos para la total integración de este sector dentro de la sociedad mexicana. Cfr. Ward, Henry George, Mexico in 1827, vol. I, pp. 29-30 ‘‘Se han multiplicado de una manera extraordinaria por matrimonios con la raza indígena; ya forman una raza mezclada adaptada admirablemente a la tierra caliente, pero que no posee en su apariencia, ni las características del Nuevo Mundo ni las del Viejo’’: ibidem, vol. I, p. 29. 36 ‘‘Salvajes, tanto en su aspecto como en sus hábitos; se deleitan con colores brillantes, al igual que con la música ruidosa de los negros’’: ibidem, vol. II, p. 305. 34 35

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Tal vez por ser extranjero, Ward percibió con especial claridad una característica de la población aborigen que la mayoría de los políticos mexicanos a lo largo del siglo XIX no quiso ver o no se esforzó por comprender: el hecho de que la población indígena no formaba un bloque homogéneo, sino que estaba integrada por una gran variedad de etnias, con costumbres, lenguas y tradiciones diferentes entre sí, muchas veces antagónicas: they consist of various tribes, resembling each other in colour, and in some general characteristics, which seem to announce a common origin, but differing entirely in language, custom, and dress. No less than twenty different languages are known to be spoken in the Mexican territory, and many of these are not dialects, which may be traced to the same root, but differ as entirely as languages of Sclavonic and Teutonic origin in Europe. Some possess letters, which do not exist in others, and, in most, there is a difference of sound, which strikes even the most unpractised ear.37

El contraste entre la miserable situación de los indios contemporáneos de Ward y el glorioso pasado indígena descrito por las crónicas de los conquistadores españoles e idealizado por los criollos durante el período colonial se puede apreciar en la siguiente anotación del autor, escrita después de visitar las ruinas arqueológicas de Teotihuacán y el llano de Otumba, escenario de una importante batalla entre los aztecas y los españoles: I could not help calling to mind the description given by Solis of that plain, ----(a description which used to be my delight as a boy, long before I ever dreamed that it would be my fate to visit the spot)---- ‘‘with the rays of the sun playing upon the crests of the Mexican warriors, adorned with feathers of a thousand hues’’, and contrasting the picture which he has traced of that brilliant army, with the state of ignorance, wretchedness, and abject submission, to which their descendants have been reduced since the Con37 ‘‘Los indios que, a primera vista, parecen formar una gran masa y comprenden casi las dos quintas partes de la población, están divididos y subdivididos entre sí de la manera más extraordinaria. Consisten en varias tribus, semejantes por su color y por algunas características generales que parecen anunciar un origen común, pero que difieren completamente en lengua, costumbres y vestimentas. Se sabe que en el territorio mexicano se hablan no menos de veinte lenguas diferentes, y muchas de ellas no son dialectos cuyo origen se puede encontrar en una raíz común, sino que difieren tan enteramente entre sí como las lenguas de origen eslavo y teutónico en Europa. Algunas tienen letras que no existen en otras y en la mayoría hay una diferencia de sonido que llama la atención inclusive del oído no acostumbrado’’: ibidem, vol. I, p. 31.

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quest... In the neighbourhood of the Capital nothing can be more wretched than their appearance; and although, under a Republican form of government, they must enjoy, in theory at least, an equality of rights with every other class of citizens, they seemed, practically, at the period of my first visit, to be under the orders of every one.38

La imagen de grandeza y riqueza que rememoran las abandonadas construcciones arquitectónicas de las culturas aborígenes en territorio mexicano representaban un mudo testimonio del esplendoroso pasado indígena; pero sólo eso, un recuerdo de tiempos ya idos y de gente cuyo poderío sólo las ruinas nos permiten vislumbrar. No obstante, el diplomático inglés se sintió impresionado por algunas de las deterioradas ruinas arqueológicas prehispánicas, como las pirámides del sol y de la luna de Teotihuacán: these ancient monuments consist of two immense pyramids, dedicated to the Sun and the Moon, truncated, as all these pyramids are, and considerably defaced both by the hand of time, and by the fanaticism of the first conquerors, who seem to have left nothing undone in order to destroy every memorial of the primitive religion of the country. Such, however, is the solidity of these structures, that it has not been found possible to complete their destruction. They stand at some distance from the road, and it was nearly dusk when we passed them; but seen even thus, there was something imposing in the enormous size of these masses, which rise conspicuous in the middle of the valley, as if to testify of ages long gone by, and of a people whose power they alone are left to record.39 38 ‘‘No pudo menos de venírseme a la mente la descripción dada por Solís de ese llano ----descripción que me deleitaba de niño, mucho antes de que siquiera pudiera soñar en la suerte de visitar el lugar ‘con los rayos del sol jugueteando sobre los penachos de los guerreros mexicanos, adornados con plumas de mil colores’, y el contraste entre la imagen que él trazó de tan brillante ejército con el estado de ignorancia, abandono y abyecta sumisión a que se han visto reducidos sus descendientes desde la conquista. En la vecindad de la capital nada hay más desastroso que su apariencia; y a pesar de que, bajo una forma republicana de gobierno, deben gozar, cuando menos en teoría, de una igualdad de derechos con todas las otras clases de ciudadanos, en la época de mi visita parecían estar prácticamente a las órdenes de cualquiera’’: ibidem, vol. II, p. 215. 39 ‘‘Estos antiguos monumentos consisten en dos inmensas pirámides, dedicadas al sol y a la luna, truncadas, al igual que todas estas pirámides, y considerablemente desfiguradas tanto por la acción del tiempo como por el fanatismo de los primeros conquistadores, quienes parece que hicieron cuanto les fue posible por destruir todos los monumentos de la primitiva religión del país. Sin embargo, es tal la solidez de esas estructuras que no ha sido posible su completa destrucción. Están a poca distancia del camino y ya era de noche cuando pasamos por ellas; pero aún vistas así, hay algo que impone en el enorme tamaño de esas moles, que se levantan conspicuamente en medio del valle como en testimonio de tiempos ya idos y de gente cuyo poderío sólo ellas recuerdan’’: ibidem, vol. II, p. 214.

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Ward no mostró la misma emoción favorable cuando se refirió a otros objetos del culto prehispánico salvados de la destrucción, como el calendario azteca o la piedra de los sacrificios. El hecho de que estos objetos se encontraran expuestos a la intemperie a un lado de la catedral, en la época de su visita a México, parecía mostrar el poco aprecio en que los tenían los criollos.40 A propósito de la piedra de los sacrificios, Ward no dejó de exteriorizar su repudio hacia los ritos sanguinarios practicados por la religión azteca; interpretó la Conquista como el justo castigo que Dios envió sobre los nativos por permitir la celebración de tan repugnantes ceremonias, y pregonó como un triunfo de la civilización que hubiera sido destruido el culto pagano a manos de los españoles: in the outer wall of the cathedral is fixed a circular stone, covered with hieroglyphical figures, by which the Aztecs used to designate the months of the year, and which is supposed to have formed a perpetual calendar. At a little distance from it, is a second stone, upon which the human sacrifices were performed, with which the great Temple of Mexico was so frequently polluted: it is in a complete state of preservation, and the little canals for carrying off the blood, with the hollow in the middle, into which the piece of jasper was inserted, upon which the back of the victim rested, while his breast was laid open, and his palpitating heart submitted to the inspection of the High Priest, give one still, after the lapse of three centuries, a very lively idea of the whole of this disgusting operation. Whatever be the evils which the conquests of Spain have entailed upon the New World, the abolition of these horrible sacrifices may, at least, be recorded, as a benefit which she has conferred upon humanity in return.41 40 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 221, nota 169. 41 ‘‘En el muro exterior de la catedral se encuentra una piedra circular, cubierta de jeroglíficos, con los cuales los aztecas representaban los meses del año y que se supone formaban un calendario perpetuo. A poca distancia hay una segunda piedra, sobre la que se ejecutaban los sacrificios humanos que tan frecuentemente maculaban el gran templo de México: se encuentra en perfecto estado de conservación y los pequeños canales para que chorreara la sangre, así como el hueco central en el que se insertaba la pieza de jade sobre la que descansaba la espalda de la víctima en tanto se le abría el pecho y se presentaba su palpitante corazón al gran sacerdote para que lo examinara, todavía le dan a uno, después de un lapso de tres siglos, idea muy viva del desarrollo de tan repugnante operación. Cualesquiera que sean los males que la conquista de España haya acarreado sobre el Nuevo Mundo, por lo menos la abolición de sacrificios tan terribles se puede registrar como beneficio que se confirió a la humanidad’’: Ward, Henry George, Mexico in 1827, vol. II, pp. 233-234. En términos muy semejantes habría de expresarse Justo Sierra, que también se felicitó por el cese de esos sangrientos ritos que provocó la Conquista: cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 226.

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Pero la existencia de una gran cantidad de construcciones prehispánicas diseminadas a lo largo del territorio nacional, muchas de ellas sepultadas por la vegetación, le hizo suponer, con acierto, que en tiempos de la Conquista el número de habitantes debió de superar al total de indígenas que existía en la tercera década del siglo XIX en México. De otra forma no podría explicarse el elevado número de poblados abandonados: pero ‘‘como [como ocurría en] todo lo relacionado con la raza indígena, su historia está envuelta en la oscuridad y de algunas no queda ni siquiera tradición’’. Ward esperaba que la Independencia trajera verdaderos beneficios a los nativos americanos después de tres siglos de total sumisión. Durante su corta estancia en la República mexicana, creyó percibir progresos esperanzadores en este sentido, como el hecho de que muchas personas consideradas anteriormente de ‘‘sangre mezclada’’ ocuparan en 1827 puestos importantes en el gobierno de la nueva República, como era el caso del general Vicente Guerrero, descendiente de esclavos africanos. De acuerdo a la Constitución, escribía, todos los habitantes tenían ya los mismos derechos para ocupar cualquier cargo público sin menoscabo de su origen: por lo tanto, los indígenas disfrutaban de las mismas oportunidades para sobresalir y abandonar su miserable situación económica. Ward conoció durante su estancia en México varios casos de curas de extracción indígena que, por su talento, habían llegado a ser nombrados diputados: incluso ‘‘I am acquainted with one young man, of distinguished abilities, who is a member of the supreme tribunal of justice in Durango’’.42 Aunque no podemos considerar a nuestro viajero como una persona que se preocupara de un modo eficaz por el mejoramiento material de la raza indígena, encontramos en su obra pasajes ocasionales donde criticaba a la cultura occidental por los males que había acarreado a la población aborigen americana. Sirva como ejemplo la siguiente frase: ‘‘whatever be the advantages which they may derive from the recent changes, ...the fruits of the introduction of our boasted civilization into the New World have been hitherto bitter indeed. Throughout America the Indian race has been sacrificed’’.43 42 ‘‘Tengo amistad con un hombre joven, de notables habilidades, que es miembro del Supremo Tribunal de Justicia de Durango’’: ibidem, vol. I, p. 35. 43 ‘‘Cualesquiera que sean las ventajas que pueden derivarse de los recientes cambios..., los frutos de la introducción de nuestra tan cacareada civilización en el Nuevo Mundo han sido hasta ahora ciertamente amargos. En toda América se ha sacrificado a la raza indígena’’: ibidem, vol. II, p. 215.

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Pero esto no quiere decir que comprendiera a los indígenas, ni mucho menos que los mirara con excesiva simpatía. A sus ojos, la mejor muestra de la degradación de los indios la proporcionaban los llamados léperos, grupo social urbano conformado en buena parte por elementos indígenas desarraigados de sus comunidades. Al describir a ese grupo, Ward pensaba que no podía existir algo más horrible y que ofendiera tanto la sensibilidad de la gente educada como la imagen de la ‘‘extraordinary natural ugliness of the Indian race, particularly when advanced in years’’,44 resaltada aún más por la repugnante combinación de harapos y suciedad que estas personas llevaban por vestidos: una cobija llena de agujeros para el hombre y unas enaguas andrajosas para la mujer. Eran ‘‘a naked and offensive race, whom you cannot approach without pollution, or even behold without disgust. I do not know any thing in nature more hideous than an old Indian woman, with all the deformities of her person displayed’’.45 Vivían en la vagancia y se mantenían únicamente gracias a las limosnas, sin que practicaran un oficio ‘‘decente’’. Sin embargo, entre estas degradadas criaturas (así las describía) se encontraban hombres y mujeres dotados de facultades naturales que, apropiadamente dirigidos, pronto cambiarían su lamentable situación por otra muy diferente: muestra de ello eran las artesanías que elaboraban con gran dedicación y que demostraban la existencia de mentes ágiles. Esa opinión se reforzaba al comparar la situación de los léperos de la ciudad de Puebla en el año de 1826 con lo que pudo observar durante su primera visita a la ciudad en 1823. Cuando acudió a esta ciudad por primera vez, los léperos infestaban las calles de la capital poblana, mientras que al cabo de tres años vio que las autoridades estatales habían comenzado a obligar a los léperos a buscar un trabajo ‘‘honrado’’, y que las autoridades municipales estaban confinándolos en los suburbios de la ciudad. La opinión de Ward sobre los pueblos habitados exclusivamente por indígenas era igualmente desalentadora. Sus viviendas, generalmente construidas con materiales pobres y endebles como el bambú o las hojas de palma, reproducían la viva imagen de la indigencia y de la promiscui44 ‘‘Extraordinaria fealdad natural de los indígenas, particularmente de los entrados en años’’: cfr. ibidem, vol. II, p. 236. 45 ‘‘Una raza desnuda y desagradable, a la que uno no podía acercarse sin contaminarse o siquiera contemplar con repugnancia. No conozco nada más espantoso que una india vieja que lleva puesto un vestido que generalmente deja al descubierto todas las deformidades de su persona’’: ibidem, vol. II, pp. 268-269.

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dad. He aquí cómo describía una casa, el mobiliario y los habitantes de una aldea india: the village was composed of five or six Indian huts, rather more spacious than some which we afterwards met with, but built of bamboos, and thatched with palm-leaves, with a pórtico of similar materials before the door. The canes of which the sides are composed, are placed at so respectable a distance from each other as to admit both light and air: this renders windows unnecessary. A door there is, which leads at once into the principal apartment, in which father and mother, brothers and sisters, pigs and poultry, all lodge together in amicable confusion. In some instances, a subdivision is attempted, by suspending a mat or two in such a manner as to partition off a corner of the room; but this is usually thought superfluous. The kitchen occupies a separate hut. The beds are sometimes raised on a little framework of cane, but much oftener consist of a square mat placed upon the ground; while a few gourds for containing water, some large glasses for orangeade, a stone for grinding maize, and a little coarse earthenware, compose the whole stock of domestic utensils.46

Sus prejuicios le llevaron a aceptar la creencia común que sostenía que las habilidades de los indios se limitaban sólo a la imitación y a la copia. Sobre el particular escribió: ‘‘in this they certainly stand unrivalled, for while the Academy of San Carlos continued open, ... some of the most promising pupils were found amongst the least civilised of the Indian population’’.47 Parecían dibujar por instinto y copiar con la mayor facilidad cualquier cosa que se les pusiera enfrente; pero, por su natural indolencia, pronto se cansaban de las escasas restricciones impuestas por 46 ‘‘Compuesto de cinco o seis jacales, un poco más espaciosos que algunos que hallamos después, pero construidos de bambú y techados con hoja de palma, además de tener un pórtico de materiales parecido frente a la puerta. Las cañas que componen los lados están colocadas entre sí a distancia tan respetable como para admitir tanto luz como aire, y ello hace innecesarias las ventanas. Hay, sí, una puerta, que conduce inmediatamente al principal alojamiento, en donde el padre y la madre, los hermanos y las hermanas, los puercos y las gallinas se alojan juntos en amistosa promiscuidad. Algunas veces se intenta una subdivisión, colgando una o dos esteras, para aislar un rincón del cuarto, pero esto se considera algo superfluo. La cocina ocupa un jacal separado. A veces las camas están colocadas sobre un armazón de caña, pero con frecuencia consisten en una estera cuadrada puesta en el suelo; mientras unas calabazas para guardar agua, algunos vasos grandes para naranjada, un metate para moler maíz y una pequeña vasija de barro componen el repertorio de utensilios domésticos’’: ibidem, vol. II, pp. 179-180. 47 ‘‘Ciertamente en esto no tienen rival, ya que mientras estuvo abierta la Academia de San Carlos algunos de sus alumnos más prometedores se contaban entre los menos civilizados de la población indígena’’: cfr. ibidem, vol. II, p. 237.

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los reglamentos de la academia y dejaban de asistir a las clases. Ward consideraba que esa dejadez o conformismo constituía una característica típica de la raza aborigen americana que la incapacitaba para superar su estado de pobreza. En materia religiosa, Ward albergaba serias dudas sobre el catolicismo del indígena o, mejor dicho, sobre la verdadera comprensión de las enseñanzas de Cristo por parte de los nativos americanos. Como buen puritano, nuestro diplomático no dejó de reprochar a la Iglesia católica mexicana su excesiva preocupación por la conservación de sus bienes materiales, su apego a la observancia estricta de las ceremonias religiosas y el cobro estricto y puntual de los servicios religiosos, en ocasiones exorbitantes, que exigían los sacerdotes. Observó que éstos no habían logrado inculcarles el amor por el trabajo y el ahorro, y que pocas veces demostraban una verdadera preocupación cristiana por atender las necesidades espirituales de sus feligreses, lo que producía un efecto sumamente desmoralizador entre la población indígena: for instance, in States, where the daily wages of the labourer do not exceed two reals, and where a cottage can be built for four dollars, its unfortunate inhabitants are forced to pay twenty-two dollars for their marriage fees; a sum which exceeds half their yearly earnings, in a country where Feast and Fast days reduce the number of días útiles (on which labour is permitted) to about one hundred and seventy-five. The consequence is, that the Indian either cohabits with his future wife until she becomes pregnant, (when the priest is compelled to marry them with, or without fees) or, if more religiously disposed, contracts debts, and even commits thefts, rather that not satisfy the demands of the ministers of that Religion, the spirit of which appears to be so little understood.48

Esa situación, reconocía, no había pasado inadvertida a las autoridades eclesiásticas que, sin embargo, no intentaban nada para solucionarla. 48 ‘‘Por ejemplo, en los estados donde el salario diario de un trabajador no excede de dos reales y donde se puede construir una choza por cuatro dólares, los infortunados habitantes están obligados a pagar veintidós dólares como estipendio por su matrimonio, suma que excede a la mitad de sus ingresos anuales en un país donde los días de fiesta y de ayuno reducen los días útiles (en los que se permite trabajar) a unos ciento setenta y cinco. Consecuentemente, el indio, o cohabita con su futura esposa hasta dejarla embarazada (y entonces el cura se ve obligado a casarlo con o sin estipendio) o, en caso de ser de una disposición más religiosa, contrae deudas e inclusive comete robos antes de dejar insatisfechas las exigencias de los ministros de esa religión, cuyo espíritu parece tan incomprendido’’: ibidem, vol. I, p. 336.

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Para Ward, la verdad sobre la conversión de los nativos americanos se podía resumir en una sola frase, pronunciada por un distinguido miembro de la jerarquía católica: ‘‘son muy buenos católicos, pero muy malos cristianos’’. Pero no todo era negativo. Ward descubrió también cualidades buenas entre los indígenas. Por ejemplo, consideraba que era una raza muy resistente, capaz de soportar grandes fatigas, como recorrer en poco menos de una hora y media una distancia de siete u ocho millas. Muchas veces, durante sus paseos a caballo en las tardes, se asombró al descubrir largas filas de indios silenciosos cargados con bultos o canastas en los que transportaban los productos que habían llevado a vender o habían comprado en la ciudad de México.49 Obedientes y sumisos, realizaban cualquier trabajo que se les encomendara, sin que les importara que fuera peligroso y sin pronunciar una sola queja. El rudo y peligroso trabajo de la minería descansaba principalmente sobre los fuertes hombros de los indígenas. Ward los consideraba buenos obreros. A diferencia de los indios que trabajaban en las haciendas, los que laboraban en los centros mineros disfrutaban de la ventaja de poder trasladarse, junto con sus familias, de un distrito minero a otro según iban enterándose de la explotación de nuevas minas y de las perspectivas de mejores salarios. Incluso, escribió Ward, existían familias indígenas que habían sido mineras a lo largo de varias generaciones, y que llevaban una vida nómada, emigrando de un distrito a otro, a tenor de las ofertas salariales. Los ingresos de los mineros eran de los más altos dentro de la economía mexicana, pero ‘‘the money which passes through his hands is usually as ill spent, as it is rapidly acquired, still, to ensure the means of indulging in a weekly excess..., there are few Indians who will not enter gladly upon a week of labour’’.50 En fin, para nuestro viajero el indígena era un ser degradado por las disposiciones de la Corona española que impidieron, por medio de las Leyes de Indias, la integración del sector aborigen en la sociedad colonial, y lo mantuvieron durante tres centurias ajeno a las ventajas de la civilización y del progreso. La natural mansedumbre de los indios los convirtió en víctimas fáciles de sus poco escrupulosos compatriotas, que se aproveCfr. ibidem, vol. II, p. 226. ‘‘Todo este dinero que pasa por sus manos es tan mal gastado como rápidamente adquirido..., hay pocos indios que no trabajen con gusto una semana para asegurarse los medios de dar rienda suelta a sus excesos cotidianos’’: ibidem, vol. II, p. 146. 49 50

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charon de su ignorancia para despojarlos aún más. Aunque el texto de Ward presentaba a los indígenas del altiplano mexicano como una raza sumisa por naturaleza, obediente a los dictados del hombre blanco, aquellos pasajes donde el diplomático inglés trató sobre la situación de los estados norteños dejan traslucir el temor que los colonizadores blancos sentían hacia las tribus salvajes que asolaban sus poblados. Cuando Ward examinó en su libro el tema de la lucha por la Independencia americana y el papel desempeñado por los grupos populares, afirmó que los indios ----junto con los mestizos y las castas---- integraron el grueso del ejército insurgente. Y justificó las atrocidades cometidas por las huestes insurgentes en ciudades como Guanajuato o Guadalajara, que tanto horrorizaron a los criollos, como la natural respuesta de aquella porción de la sociedad ante los ultrajes y humillaciones sufridos durante tres siglos de manos de los descendientes de los conquistadores españoles.51 VII. ALGUNAS CONSIDERACIONES FINALES Lo novedoso en la obra del diplomático inglés es su enfoque sobre la revolución de Independencia. A través de las pláticas sostenidas con los criollos para recoger la información necesaria para su libro, Ward pudo percibir que la principal causa de la separación de las colonias americanas del dominio español fue el disgusto que los criollos sentían hacia la Corona española por la discriminación de la que eran objeto en la provisión de los cargos burocráticos coloniales. Estimó que la chispa que inició el movimiento independentista fue la decidida oposición de los españoles a todo intento criollo por lograr una mayor participación en la vida administrativa de la colonia. La ignominiosa destitución del virrey Iturrigaray por parte de los peninsulares, temerosos de perder sus privilegios en la Nueva España, acabó con el respeto que los americanos sentían hacia la autoridad imperial y atizó el odio de los criollos hacia el estamento español: the moral change which a few months had produced was extraordinary; they had learnt to think, and to act; their old respect for the King’s Lieutenant was destroyed by the manner in which his authority had been thrown off; and his dignity profaned by his countrymen; and they felt that the 51 Cfr. Garrido Asperó, María José y Ferrer Muñoz, Manuel, ‘‘Los Episodios históricos mexicanos de Olavarría y Ferrari: la novela histórica y los indios insurgentes’’, capítulo decimosegundo, IV, 6 de este libro.

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question was now, not one between their Sovereign and themselves as subjects, but between themselves, and their fellow-subjects, the European Spaniards.52

Otro aspecto interesante en la obra de Ward es su opinión sobre el ejército mexicano. Fue una de las primeras personas en percatarse de la creciente influencia que los militares estaban adquiriendo dentro de la política interna nacional. Si bien rechazó la posibilidad de que surgiera un militar ambicioso dotado del suficiente influjo para atraer al resto del ejército a una asonada militar contra el poder civil, como hiciera Agustín de Iturbide, no por eso consideró que hubiera desaparecido ese peligro. En busca de una explicación de su tesis recurrió una vez más a la herencia española y recordó que, durante la guerra de Independencia, los jefes militares realistas habían sido virtualmente autónomos y que algunos de ellos llegaron incluso a convertirse en verdaderos gobernantes de los territorios que tenían bajo su mando. Tal vez el origen de esta opinión tan desfavorable sobre la oficialidad mexicana se encuentre en el episodio que protagonizó Ward a los pocos días de su llegada a la capital azteca, cuando ya desempeñaba el cargo de ministro plenipotenciario. Como muestra de amistad y satisfacción por el trato recibido de la escolta enviada por el gobierno mexicano para su protección durante el trayecto del puerto de Veracruz a la ciudad de México, Ward entregó al oficial que se hallaba a su mando la cantidad de cincuenta pesos, con la indicación de que los distribuyera en forma equitativa entre la tropa: sin embargo, el militar guardó para sí ese dinero, los soldados se quejaron y el gobierno ----enterado del incidente---- ordenó el arresto del comandante de la tropa y encargó una investigación en la que el enviado inglés hubo de declarar como testigo.53 No cabe duda de que este suceso debió de molestarle mucho. Con la Independencia, la mala costumbre de considerar al poder civil sometido al militar aún perduraba entre los oficiales del nuevo ejército nacional. La mejor muestra de ello fueron las constantes asonadas que se 52 ‘‘El cambio moral producido en unos pocos meses era extraordinario: habían aprendido a pensar y actuar; su antiguo respeto por el lugarteniente del rey se perdió por la forma en que se había derrocado su autoridad y por la manera como su dignidad había sido profanada por sus compatriotas; y sintieron que el asunto era ahora no entre su soberano y ellos mismos como súbditos, sino entre ellos mismos y sus consúbditos, los españoles europeos’’: Ward, Henry George, Mexico in 1827, vol. I, pp. 156-157. 53 Cfr. ASRE, expte. 42-29-75.

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produjeron desde fechas muy tempranas. Debemos recordar que, cuando Ward llegó a México por primera vez, el general Lobato acababa de pronunciarse en la ciudad de México contra el gobierno. Al adquirir conocimiento de este hecho, los comisionados ingleses amenazaron al gobierno mexicano con regresar inmediatamente a Gran Bretaña si no se daban seguridades de que la insurrección militar podía ser controlada.54 Como ya indicamos, el principal interés del libro de Ward reside en sus análisis de la economía mexicana, sobre todo del ramo de la minería, lo que no quiere decir que descuidara la búsqueda de noticias sobre otras importantes facetas de la economía nacional, como el sector industrial ----y, más concretamente, la fabricación textil----, cuya apurada situación no se le escapó. Se percató de que, con el establecimiento de la libertad de comercio con el extranjero, los productos mexicanos no tenían ninguna posibilidad de competir con las más baratas mercancías europeas, sobre todo las inglesas, y vaticinó el próximo final de este ramo industrial: the native manufactures, of which I have spoken in the beginning of this Section, have shared the fate of those of Spain: they have fallen gradually into disuse, as the Mexicans have discovered that much better things may be obtained at a much lower price, and will soon disappear altogether. Querétaro, indeed, is still supported by a Government contract for clothing the army; but the cotton-spinners at la Puebla, and in other towns of the Interior, have been compelled to turn their industry into some other channel. This, in a country where the population is so scanty, is not only not be regretted, but may be regarded as highly advantageous: a few of the towns, indeed, may suffer by the change at first, but the general interests of the country will be promoted, as well as those of the foreign manufacturer, who may not only hope for a return in valuable raw produce for his manufactures, from the labour of these additional hands, but must see the demand for European productions increase, exactly in proportion to the decrease in the value of the home-made cotton and woollen manufactures, which averaged, before the Revolution, ten millions of dollars annually.55 54 Cfr. Riva Palacios, Vicente et al., México a través de los siglos, México, Cumbre, 1986, vol. XI, p. 102. 55 ‘‘Las manufacturas nativas, de las que he hablado al principio de esta sección, han corrido la misma suerte que las de España: gradualmente han caído en desuso, conforme los mexicanos han ido descubriendo que se pueden obtener cosas mucho mejores a un precio mucho más bajo, y pronto desaparecerán por completo. De hecho, Querétaro todavía se sostiene por un contrato con el gobierno para vestir al ejército; pero los hilanderos de algodón de la Puebla y otras poblaciones del interior se han visto obligados a orientar su industria en alguna otra dirección. Esto, en un país donde la población es escasa, no solamente no es de lamentarse, sino que puede considerarse como sumamente ven-

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Ward no consideró que la ruina de los pequeños talleres artesanales significaría una desgracia para México, sino todo lo contrario: a la larga repercutiría en su beneficio, al poder concentrar el excedente de mano de obra en la agricultura y la minería. Pensó que el papel de México dentro de la economía mundial debería reducirse al papel de simple exportador de productos agrícolas y mineros. Si su vaticinio no se cumplió fue gracias al decidido empeño de Lucas Alamán que, cuando ocupó el cargo de ministro de Relaciones Exteriores durante el primer gobierno del general Anastasio Bustamante, quiso transformar a México en un país industrial: para ello, impulsó medidas proteccionistas y de fomento a la industria, como la fundación del Banco de Avío y la introducción de técnicas y ganado en territorio mexicano durante los años de 1830 a 1832, que permitieron la supervivencia de la industria textil y sentaron las bases para el surgimiento de nuevas empresas. Por último, Ward trató de corregir en su libro algunas de las ideas preconcebidas sobre Iberoamérica, inducidas por lecturas tendenciosas que no se ajustaban a la realidad americana. Así, rechazó los puntos de vista de Roberston acerca de la supuesta antipatía natural entre los indios y los negros, cuando la mezcla entre esos dos grupos étnicos se había dado en abundancia (un mestizaje que nuestro viajero deploró); o se desvinculó de los juicios convencionales sobre la natural indolencia de los criollos, que les impedía brillar en cualquier rama de las ciencias: cuando, según Ward, había sido la propia Corona española la que impidió que los descendientes de los conquistadores demostraran sus dotes naturales, tanto en el ámbito de la administración civil como en el religioso, así como también en el mundo cultural, ya que la Santa Inquisición velaba celosamente para que los súbditos americanos se mantuvieran incomunicados de Europa, sobre todo de la herética Inglaterra, temerosa de que pudieran penetrar ideas nocivas en las colonias americanas: ‘‘nor is Robertson’s view of the character of the Creoles (Book VIII, p. 32) at all to be relied

tajoso; de hecho algunas poblaciones pueden al principio sufrir por el cambio, pero los intereses generales del país serán favorecidos, así como los del fabricante extranjero, quien de la labor de estas manos adicionales no sólo puede esperar una ganancia en materias primas, sino que verá aumentada la demanda de producciones europeas exactamente en proporción al decrecimiento del valor del algodón fabricado artesanalmente y de las manufacturas de lana, que antes de la Revolución alcanzaban un valor medio de diez millones de dólares por año’’: Ward, Henry George, Mexico in 1827, vol. I, p. 439.

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upon. It is drawn not from nature, but from a bad likeness, sketched by no friendly hand’’.56 Ward calificó a los mexicanos de valientes, hospitalarios, afectuosos, poseedores de una gran sagacidad y habilidad naturales y más que magníficos en sus ideas sobre lo que pensaban que debía ser el trato social, aunque en este último aspecto llegaran a mostrarse exageradamente extremosos, por temor a dejar insatisfechos a sus huéspedes. Los temas que aborda el diplomático inglés en México en 1827 son variados. Encontramos pasajes sobre la flora y la fauna, el clima, la geografía, la sociedad, las costumbres, etcétera. Mención especial merece el libro segundo de su obra, donde aborda la historia del movimiento emancipador desde el año 1808 hasta la consumación de la Independencia por Agustín de Iturbide: aunque en esta sección cometió algunas imprecisiones históricas, sobre todo, al hablar de la expedición de Francisco Xavier Mina. Todo esto muestra cuán profundo era el interés del público inglés hacia la América española, y especialmente por la Nueva España, considerada por la mayoría de los europeos como la más rica provincia de la Monarquía española.57 Durante los dos años que Henry George Ward residió en nuestro país se granjeó la amistad y el reconocimiento de las clases superiores de la sociedad mexicana. El trato con la aristocracia le permitió recoger los materiales necesarios para la elaboración de su libro. También las ilusiones de una riqueza inagotable sostenidas por los criollos fueron ampliamente compartidas por el representante inglés: tanto que podría caricaturizarse la obra de Ward como un anuncio comercial dirigido al público inglés donde se ofrece la imagen de un país lleno de esperanzas en un glorioso porvenir, con grandes riquezas naturales sin explotar que sólo esperaba las inversiones extranjeras para poder disfrutarlas.

56 ‘‘Tampoco se puede confiar en el punto de vista de Robertson acerca del carácter de los criollos, ya que está sacado, no de la naturaleza, sino de una mala comparación, bosquejada por mano enemiga’’: ibidem, vol. II, p. 709. 57 Para mayor información sobre estos asuntos, consúltese Jiménez Codinach, Guadalupe. La Gran Bretaña y la independencia de México. México, Fondo de Cultura Económica, 1991.

CAPÍTULO TERCERO R. W. H. HARDY Y LA VISIÓN ANGLOSAJONA Alfredo ÁVILA* SUMARIO: I. Introducción: prejuicios ingleses. II. R. W. H. Hardy. III. Impresiones. IV. La guerra del Yaqui. V. Nación mexicana, naciones indias. VI. Conclusión: la imposible integración.

I. INTRODUCCIÓN: PREJUICIOS INGLESES Entre los primeros viajeros que recibió México tras su Independencia pocos fueron tan expresivos como los de origen anglosajón. De algún modo, los franceses, italianos, españoles y sudamericanos que visitaron nuestro país en la tercera década del siglo XIX tenían preocupaciones e ideas muy parecidas a las nuestras, mientras que los ingleses y norteamericanos que por alguna razón estuvieron aquí poseían una tradición cultural e intereses completamente distintos a los de los mexicanos. El estudio clásico de la escalada viajera anglosajona hecho por Juan A. Ortega y Medina1 ha resaltado cómo la postura crítica asumida por los ingleses y norteamericanos hacia México se debió, en buena medida, a las costumbres españolas heredadas por las nuevas repúblicas americanas. Para hombres como Joel Roberts Poinsett, pocas cosas eran tan insoportables como ‘‘a ceremo* Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ésta es una versión ligeramente distinta de la presentada en el simposium Extranjeros en el México Decimonónico: Estado Nacional y Etnias Indígenas, organizado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas y la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México y la Dirección de Lingüística del Instituto Nacional de Antropología e Historia, en el Auditorio Fray Bernardino de Sahagún del Museo Nacional de Antropología e Historia, el 20 de mayo de 1999. Agradezco las observaciones que en aquella ocasión se me hicieron, especialmente las de Manuel Ferrer Muñoz. Debo mucho a los comentarios de Dinorah, a quien dedico este trabajo. 1 Cfr. Ortega y Medina, Juan A., Zaguán abierto al México republicano (1820-1830), México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1987, pp. 3-53.

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nious Spanish dinner’’ ni nada más ridículo que los rituales de saludo y despedida de la aristocracia española, es decir, mexicana.2 Así, según Ortega, la crítica y hasta el desprecio mostrados por dichos viajantes no eran otra cosa sino la continuación del conflicto anglohispano iniciado en el siglo XVI entre el misoneísmo católico, tradicional español, y la modernidad protestante y capitalista de la ‘‘pérfida Albión’’.3 Con ser tan certera esta apreciación, nos gustaría indicar otras razones de la incomprensión anglosajona ante el mundo hispanoamericano. Tanto ingleses como norteamericanos a principios del siglo XIX compartían una serie de valores que diferían notablemente del modelo de Estado nacional que estaba tratando de realizar México. No sólo es necesario apuntar que para la Monarquía británica hubiera sido mucho más conveniente que este país se constituyera como una Monarquía Constitucional o, cuando menos, como un Estado centralizado, capaz, por lo tanto, de garantizar las condiciones mínimas para que los comerciantes e inversionistas ingleses pudieran explotar las riquezas a las que antes de la Independencia no tenían acceso. Tampoco Estados Unidos quedó conforme con la forma de gobierno adoptada por México. Como hizo notar el radical norteamericano Edward Thornton Tayloe, secretario de la legación de su país en México, la simple copia de las instituciones republicanas y federativas no bastaba cuando la población carecía de las más elementales virtudes cívicas.4 La visión que estos hombres tuvieron de la población autóctona de México también puede ayudarnos a comprender su postura ante la construcción del Estado nacional mexicano y los problemas que estaba afrontando. Con esto queremos decir que, más que una fuente para el estudio de las condiciones del indígena y su participación en la formación nacional de México, los relatos de estos viajeros nos servirán para conocer sus prejuicios y las ideas que por entonces estaban en boga acerca de la ciudadanía y la nación. Nos percatamos de lo anterior cuando, por petición 2 Cfr. Poinsett, J. R., Notes on Mexico made in the autumn of 1822, Philadephia, H. C. Carey and I. Lea, 1824, p. 15. 3 Acerca del reduccionismo de Ortega en esta interpretación véase González Ortiz, Cristina, Asechanzas e intromisiones, tesis de doctorado en historia, México, UNAM, Facultad de Filosofía y Letras, 1998. 4 Además Tayloe sabía que las instituciones mexicanas estaban inspiradas más bien en los principios revolucionarios franceses que en los de su país: cfr. Tayloe, Edward Thornton, Mexico, 1825-1828. The journal and correspondence of Edward Thornton Tayloe, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 1959, p. 129.

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de Manuel Ferrer, iniciamos la lectura de la obra de Joel Poinsett con el propósito de hallar referencias a la situación de los indios en el entonces Imperio mexicano. No fue tan inesperado descubrir que había muy pocas menciones de los indios y que la mayoría de ellas tenían un carácter más bien folklórico; que si las tortillas eran azules en unas localidades, mientras que en otras eran blancas; que si el pulque, después de todo, no sabía tan mal como había dicho Humboldt. Tal como le sucedería al inglés William Bullock,5 casi siempre que Poinsett hablaba de indios se refería a los ‘‘aztekas’’ [sic] y sus avances prehispánicos, como el sistema de chinampas que aun podía apreciarse en la ciudad de México.6 Cuando analizó el ‘‘carácter nacional’’ de los indígenas sólo dijo que eran indolentes y sumisos, fanáticos y degradados por la dominación española, aunque (vale la pena resaltarlo) los incluyó dentro de lo nacional, lo mismo que consideró como mestizo al indio que tenía alguna propiedad.7 Ante el hecho de que no habríamos de encontrar más datos acerca de nuestro problema en la obra de Poinsett (e incluimos también su correspondencia posterior como diplomático) decidimos buscar en otros autores, pero al parecer había una constante en los viajeros que estuvieron en México en aquella primera década de vida independiente: el indio aparecía muy poco y, cuando se le mencionaba, había generalmente algún comentario despectivo con respecto a su indolencia, sandez y sumisión. Sólo hubo algunas raras excepciones, como George Frances Lyon, quien vio a los indios como un grupo agradable y no se creyó que estuvieran extinguiéndose, aunque los mencionó muy rara vez en su diario y admitió que como mejor estaban era viviendo aislados en sus villas sin ser molestados,8 es decir, que en un sentido estricto formaban un orden diferente en la República, como una nación dentro de otra. Más adelante volveremos sobre este importante punto. La visión de los ingleses y norteamericanos sobre los indios de México no difería gran cosa de las percepciones que los propios criollos se habían formado. Tan temprano como en 1822, Simón Tadeo Ortiz de Ayala pronosticaba el crecimiento de los criollos en México en detrimento de otros grupos raciales. José María Luis Mora también afirmó que en 5 Cfr. Bullock, W., Six months’ residence and travels in Mexico, Port Washington, Kennikat, 1971. Es edición facsímil de la londinense de John Murray, 1824-1825. 6 Cfr. Poinsett, Notes on Mexico, pp. 78-79. 7 Cfr. ibidem, pp. 119-120. 8 Cfr. Lyon, G. F., Journal of a residence and tour in the Republic of Mexico in the year 1826, Port Washington-London, Kennikat, 1971, vol. II, pp. 238-240.

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breve la ‘‘raza bronceada’’ sería reemplazada por la blanca.9 En aquellos primeros años de vida independiente los indios no figuraban en los proyectos nacionales ni en la percepción que de México tenían los viajeros, pese a ser tan evidente su presencia. Extranjeros que se vincularon tanto con México, como Vicente Rocafuerte, José María Heredia o los radicales italianos Orazio Atelis y Florencio Galli no pusieron atención en ellos, y ni siquiera el litógrafo Claudio Linati, que adornaría las páginas del libro de Hardy, distinguió a la población indígena en sus obras, donde aparecen muy de vez en cuando. La ausencia del indígena en los proyectos de construcción de una nación moderna resulta bastante significativa, sobre todo cuando hombres como Henry George Ward resaltaron el indigenismo de la nueva nación, ese romanticismo neoaztequista10 que, sin embargo, no incluía a los indios vivos, que formaban más de la mitad de la población. Finalmente, nos decidimos por hacer una lectura detenida del teniente inglés Robert Hardy, quien tuvo una experiencia muy singular en aquellos años, pues no sólo conoció a los indios sumisos de la región central de la República, sino a los aguerridos del norte, ya que buena parte de su estancia en México fue en el estado de Sonora. También, a diferencia de algunos otros de sus compatriotas,11 mostró un poco más de comprensión (pero no demasiada) hacia la población indígena y hacia México. II. R. W. H. HARDY Cuando Robert Williams Hale Hardy arribó a México ya tenía en su haber muchos viajes, pese a contar sólo treinta y un años. Desde muy joven ingresó en la marina real. José Ortiz Monatserio apunta algunos datos biográficos de importancia: sirvió en la Royal William, bajo las órdenes 9 Cfr. Ortiz de Ayala, Simón Tadeo, ‘‘La población de México al iniciar el siglo XIX’’, Examen 108 [número especial: Política de población], octubre de 1998, pp. 55-63, y Mora, José María Luis, Méjico y sus revoluciones, Paris, Librería de Rosa, 1836, t. I, p. 72. 10 Así lo califica Ortega y Medina, Zaguán abierto, p. 5. Véase Ward, H. G., México en 1827, México, Fondo de Cultura Económica, 1995. 11 Como algunos de los que ya hemos mencionado, entre quienes podemos incluir a Basil Hall (Extracts from a journal, written on the coasts of Chili, Peru, and Mexico, in the years 1820, 1821, 1822, 2a. ed., Edinburgh, Archibald Constable and Co., and London, Hurst, Robinson, and Co., 1824), a Mark Beaufoy (A Sketch of the customs and society of Mexico, analizado por J. A. Ortega y Medina, ‘‘Contumelia maledicti’’, Estudios de historia moderna y contemporánea de México, 9, 1983, pp. 283-298), o a William T. Penny, ‘‘México de 1824 a 1826. Cartas y diario’’, en Ortega y Medina, Juan A., Zaguán abierto, pp. 55-214.

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del almirante George Montagu. Como guardiamarina navegó por los mares del Sur de 1807 a 1813 y participó en la ocupación de Java. Al estallar la guerra entre la Gran Bretaña y Estados Unidos se trasladó en el Asia al Atlántico norte. Por su destacada participación en el sitio de Nueva Orleáns obtuvo el grado de teniente. Poco tiempo después abandonó el servicio activo y participó en algunas empresas mercantiles en Sudamérica.12 Por el propio relato de su viaje a México,13 sabemos que estuvo en Suiza, y por su redacción podemos darnos cuenta de que era un hombre instruido, ilustrado, pero ya romántico. Vino comisionado a México por la General Pearl & Coral Fishery Association de Londres, interesada en la explotación de criaderos de ostras perleras y de bancos de coral, aunque, en caso de no conseguir alguna concesión, debería conseguir informes acerca de las minas en Sonora y negociar las tarifas de impuestos más bajas posibles, para el comercio británico. Desde 1826, las compañías inglesas estaban muy entusiasmadas con la explotación y el tráfico perlero. Ese año el navío Le Globe se había presentado en el golfo californiano con una campana subacuática, pero un accidente terminó con la empresa. Quedó así demostrado que la mejor manera de obtener las codiciadas perlas era contratando buzos indígenas, capaces de pelear con tintoreras y conocedores de los lugares adecuados para la recolección de ostras.14 Por esta razón, Hardy se vio en la necesidad de relacionarse con los indios que podían proporcionarle ayuda. El 15 de julio de 1825 se hallaba en la ciudad de México, donde conoció a los individuos más importantes de la política nacional. Consiguió rápidamente los permisos necesarios para partir rumbo al mar de Cortés. Pasó por Valladolid, Guadalajara, Tepic, Acaponeta, Escuinapa, Real del Rosario y Mazatlán. Allí embarcó rumbo a Guaymas, donde entró en contacto con sus paisanos B. Spencer y J. W. Johnson, que estaban casados 12 Cfr. Ortiz Monasterio, José, ‘‘Los médicos charlatanes en el siglo XIX. El caso del viajero inglés William [sic] Hardy’’, en Un hombre entre Europa y América. Homenaje a Juan Antonio Ortega y Medina, México, UNAM, 1993, p. 318. Hardy estuvo entre 1825 y 1828 en México. Poco se sabe de su vida después: en 1849 fue nombrado fellow de la Royal Astronomical Society y en 1861 se le nombró comandante de la marina real (lo cual puede hacer suponer que regresó al servicio de las armas). Murió en Bath en 1871. 13 Cfr. Hardy, R. W. H., Travels in the interior of Mexico, in 1825, 1826, 1827, & 1828, London, Henry Colburn and Richard Bentley, 1829. 14 Cfr. Combier, Cyprien, Voyage au Golfe de California. Nuits de la Zone torride, Paris, Arthus Bertrand Editeur, s. a., pp. 311-317, apud Hernández Silva, Héctor Cuauhtémoc, Insurgencia y autonomía. Historia de los pueblos yaquis 1821-1916, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Instituto Nacional Indigenista, 1996, pp. 163-168.

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con bellísimas sonorenses. Por cierto, que nuestro viajero se sentiría fuertemente atraído por las mujeres de aquel estado, como la viuda del inglés J. P. Gaul. Después fue rumbo a Álamos y luego a Pitic (hoy Hermosillo). Sintió curiosidad por las minas, que no dejó de visitar. La política local, en cambio, no le interesó tanto. Asistió a algunas sesiones de la legislatura del Estado de Occidente, pero no lo impresionaron. Consideró que los legisladores eran incultos y que carecían de virtudes cívicas. Si fueron electos, suponía, era por sus habilidades oratorias, no por su posición y disposición de servicio. El regreso a su patria, sin haber encontrado los anhelados criaderos, lo realizó por tierra, por el camino de Chihuahua, Durango, Zacatecas, Guanajuato, Querétaro, México y, después, a Veracruz. Embarcó rumbo a Nueva York, ciudad que le sirvió para comparar los Estados Unidos con México. Mientras que en aquel país todo estaba limpio y sus habitantes eran industriosos y trabajadores, en el nuestro la suciedad imperaba y al menos los miembros de las clases más bajas eran perezosos y llenos de vicios. Aunque, como veremos, no todos los habitantes de México salieron tan mal librados. A su regreso a Londres, Hardy publicó el relato de su viaje. Las características bibliográficas de la primera edición son las siguientes: Travels / in the / interior of Mexico, / in 1825, 1826, 1827, & 1828. / By Lieut. R. W. H. Hardy, R. N. / London: / Henry Colburn and Richard Bentley, / New Burlington Street, / 1829. 22 cm., xiii + 540 pp., 6 láminas (copias de ilustraciones de Claudio Linati), 2 mapas (por el propio Hardy: uno de la República mexicana y otro de la desembocadura del río Colorado). Una segunda edición apareció muchos años después: Travels in the interior of Mexico in Baja California and around the Sea of Cortés, prólogo de David J. Weber, Glorieta, Nuevo México, The Rio Grande Press Inc., 1977. En 1982, Margo Glantz incluyó parte del relato de Hardy en Viajes en México. Crónicas extranjeras, México, Fondo de Cultura Económica-Secretaría de Educación Pública, 1982; pero la traducción completa de su obra sólo se hizo en 1997: Viajes por el interior de México en 1825, 1826, 1827 y 1828, presentación de E. de la Torre, traducción de Antoinnete Hawayek, México, Trillas, 1997. Hardy fue autor, también, de Incidental Remarks on the Properties of Light (1856).15 15 Los datos de la publicación de una parte del relato de Hardy en el libro de Margo Glantz y la noticia de la otra obra de nuestro autor están en Ortiz Monasterio, José, ‘‘Los médicos charlatanes en el siglo XIX’’, pp. 318-319.

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III. IMPRESIONES La apreciación que Hardy hizo sobre los indios está permeada por varias expresiones de sorpresa e incredulidad. Le llamó la atención el estado primitivo y atrasado en el que vivían las tribus del norte. Sin embargo, no los subestimó. Para él, los indios eran hombres capaces de desarrollar sus habilidades y reconoció sus logros y conocimientos, como la fitomedicina de los tarahumaras y las peligrosas y venenosas ocurrencias de los seris. Algunas actitudes de los indios no sólo le interesaron sino que despertaron algunos sentimientos, como el afecto y el aprecio por las relaciones familiares que se daban entre ellos y que, a decir de Hardy, no siempre las tenían sus vecinos cristianos.16 Como buen inglés criticó acremente a los religiosos católicos que intentaban evangelizar a los indios y resaltó el pésimo estado de las misiones, lugares más de corrupción que de enseñanza. Aunque, por nuestra parte, hemos de recordar que para esos años el sistema misional en el norte del país ya había visto sus mejores tiempos. Nuestro autor trató de ganarse a los naturales de Sonora. Se interesó en sus costumbres y mercaderías. Se hizo pasar por comerciante para poder acercarse mejor a ellos y, en una ocasión, compró un par de niños axüas para ganarse a los miembros de ese grupo y evitar que lo atacaran.17 También era un gran admirador de la belleza femenina y no fueron pocas las ocasiones en que alabó la simpatía o bondad de alguna mujer indígena, pero sobre todo sus formas corporales, que lo entusiasmaron mucho. En una ocasión, en un viaje por el río Gila, Hardy procuró salvar a dos personas que habían caído al agua. Cuando tomó la mano del primer indio náufrago, quedó sorprendido de que fuera una bella indígena: a young lady, of about sixteen or seventeen years of age. She no sooner found herself in safety, than fear gave way to maiden modesty; and she looked about for her bark petticoat; but, alas! the angry tide had borne it in trimph away! Therefore, with great gallantry, I took off my jacket, which I presented to her. This she accepted, and sat down with the utmost coolness on the deck. I then sent for the young lady, as being a more commodious covering than my jacket. Surprised at so unusual a visit, and in a mode so extraordinary, nor less astonished at the beauty of the damsel than by the singularity of her unadornments, I was anxious to learn the motive of her appearance; and by way of conciliation, I gave her some bis16 17

Cfr. Hardy, R. W. H., Travels, pp. 300-301. Cfr. ibidem, p. 368.

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cuit and frijoles, which were still warm; these she devoured with perfect good humour. Her age, as I have already stated, might have been sixteen or seventeen; rather tall than short, with enough flesh on her bones to hide the sharpness of their angles; countenance dark, and not only exceedingly handsome, but with an expression of countenance peculiarly feminine. Her neck and wrists were adorned with shells curiously strung; her hair, which was dripping wet, fell in a graceful ringlets about her delicate shoulders, and her figure was straight and extremely well proportioned.18

Estos detalles son sumamente importantes, pues nos revelan que Hardy era capaz de encontrar en los indios virtudes que muchos blancos (incluidos mexicanos) se negaban a ver. En pocas palabras, la población indígena no era inferior ni menos virtuosa que la blanca, por lo que le chocaba que siguieran pagando tributo. Los indios no le desagradaban, aunque otra cosa eran los mestizos. Los de Loreto le parecieron de un color ‘‘verde aceituna’’, sucio y opaco, lo que demostraba lo desafortunado de la mezcla de las razas india y española.19 El romántico teniente inglés consideraba, inclusive, que los blancos podían aprender de los indios, no sólo por su conocimiento de las riquezas naturales, que nuestro ávido viajero siempre trató de descubrir, sino sobre todo por la sabiduría que se habían ido formando en el diario fatigar del desierto y la vida en estado natural. Hardy mismo, que se había formado rápidamente una buena reputación como médico (aunque no lo era, pero había hecho lo posible por ‘‘curar’’ a las enfermizas damas del noroeste), admitía que los conocimientos de los apaches para curar heridas eran muy buenos. Conocían las propiedades de las yerbas y era de desearse que jóvenes europeos fueran a estudiarlas con ellos.20 IV. LA GUERRA DEL YAQUI Los años en que Hardy estuvo en Sonora fueron muy violentos. Desde mediados del siglo XVIII hubo serios levantamientos indígenas en la región, que ocasionaron graves problemas a las autoridades españolas. En 1820, dos soldados ópatas que defendían el territorio de la entonces provincia de Arizpe de los ataques apaches, se rebelaron. Entre sus motivos Ibidem, pp. 363-364. Cfr. ibidem, p. 245. Cfr. ibidem, p. 419. Acerca de su dudosa calidad de médico véase Ortiz Monasterio, José, ‘‘Los médicos charlatanes en el siglo XIX’’. 18 19 20

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estaba la falta de pagos para los soldados de los presidios, pero también había un fuerte descontento en la región por otras causas. Desde fechas muy tempranas, los jefes militares habían cometido la imprudencia de reclutar indígenas para combatir a los fieros apaches y de inmiscuirse en los asuntos internos de las tribus que colaboraban en esta tarea.21 Los criollos vieron en estos movimientos intentos contrarrevolucionarios que pretendían volver las cosas al estado que guardaban durante el régimen absolutista virreinal. De hecho, desde antes de la Independencia, las leyes constitucionales españolas habían establecido la igualdad legal de los ciudadanos, ignorando así la tradicional división entre ‘‘gente de razón’’ y los naturales. El Imperio de Agustín de Iturbide y la República federal también procuraron sentar las bases de una sociedad jurídicamente igualitaria, en la cual todos los individuos contaban con derechos que los protegían. Sin embargo, para las comunidades indígenas los nuevos derechos no fueron siempre eficaces sustitutos de los antiguos privilegios.22 En el caso del Estado de Occidente la situación no fue muy distinta a la tendencia general. Según su Constitución, no había distinción entre los ciudadanos sonorenses, que tenían los mismos derechos y obligaciones, y la ley se aplicaría por igual en todos los casos. Al abolir la esclavitud, también liberaba a los indios que hasta entonces habían vivido en tan miserable estado y los elevaba a la categoría de ciudadanos libres. En teoría, esto beneficiaba a la población indígena, aunque no todos estuvieron contentos al perder sus privilegios comunitarios. Además, esas nuevas leyes tan justas y equitativas incluían algunas restricciones. Por ejemplo, perdían la ciudadanía los hombres de conducta viciosa y corrupta; los vagos y quienes no tenían oficio; quienes no supieran leer y escribir, y los que anduvieran desnudos. Se excluía de este artículo a los ‘‘ciudadanos indígenas’’, pero sólo hasta 1850, cuando se suponía que quedarían bien integrados en la nueva sociedad sonorense o, por lo menos, se alejarían de sus depravadas costumbres, como la de andar en cueros.23 21 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, p. 359. 22 Cfr. ibidem, pp. 155-157. El caso de la ciudad de México puede apreciarse en Lira, Andrés, Comunidades indígenas frente a la ciudad de México. Tenochtitlan y Tlatelolco, sus pueblos y barrios, 1812-1919, 2a. ed., México, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, 1995. 23 Cfr. Constitución del Estado de Occidente [Sonora y Sinaloa], artículo 28, fracciones 6a. y 12a., en Colección de Constituciones de los Estados Unidos Mexicanos. Régimen constitucional, 1824 (facsímil de la edición de 1828), México, Miguel Ángel Porrúa, Libero-Editor, 1988, vol. III, pp. 14-15.

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Según Moisés González Navarro, detrás de los plausibles empeños legales por dar igualdad al indio y a los demás mexicanos, se hallaba el censurable deseo de los blancos de apropiarse de las tierras comunales que hasta entonces había protegido la ley colonial.24 En el caso de las fértiles riberas del Yaqui terminó ocurriendo eso. En la misma Constitución estatal se establecía que el Congreso quedaba facultado para ‘‘arreglar’’ los límites de los terrenos de los ‘‘ciudadanos indígenas’’. La futura Constitución del estado de Sonora de 1831 no haría sino ratificar y ampliar las facultades estatales para intervenir en los asuntos de los pueblos indios.25 Cuando las nuevas autoridades quisieron realizar la medición de las tierras de los yaquis, con el objetivo de fijar impuestos y establecer un gobierno local, comenzaron las protestas y el enfrentamiento, en 1825, de las fuerzas indígenas contra las mexicanas. Este intento de intromisión en los asuntos comunales y la torpeza con que fue llevado por las autoridades estatales motivaron un conflicto que duraría casi una década, de tal importancia que el ejército y los poderes federales tuvieron que intervenir.26 Hardy describió en varias ocasiones el terror que causaba entre la población blanca la sola noticia de que se acercaban los yaquis. En marzo de 1826, rumbo a Álamos, encontró una gran cantidad de gente que huía, despavorida, del avance de los rebeldes, que, según él, estaban diseminados por toda la región.27 Su apreciación no era tan errónea, pues la zona controlada por el líder Juan Banderas (de quien hablaremos poco después) era muy extensa, y abarcaba desde San Miguel Horcasitas y Tepache (más de cien kilómetros al norte y noreste de Pitic) hasta El Fuerte (unos setenta kilómetros al sur de Álamos).28 En estas poblaciones se había establecido un sistema de vigilancia y de alarma permanente, pues las partidas de indígenas solían caer de manera imprevista y causar enormes estragos. Recientemente había sido derrotado el coronel Guerrero, por lo 24 Cfr. González Navarro, Moisés, ‘‘Instituciones indígenas en el México independiente’’, en La política indigenista en México. Métodos y resultados, 3a. ed., México, Instituto Nacional Indigenista-Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1991, t.1, pp. 209-313. 25 Cfr. Constitución del Estado de Occidente, artículo 109, fracción 18, en Colección de constituciones, vol. III, p. 39; Constitución de Sonora, artículo 33, fracción 15 y artículo 59, apud Hernández Silva, Héctor Cuauhtémoc, Insurgencia y autonomía, p. 88. 26 Cfr. Spicer, Edward H., Los Yaquis. Historia de una cultura, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1994, p. 161, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 358-359. 27 Cfr. Hardy, R. W. H., Travels, p. 170. 28 Véase el mapa ‘‘Área en Sonora y Sinaloa controlada por Juan Banderas, 1825-1828’’, Spicer, Edward H., Los Yaquis, p. 164

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que la población andaba muy preocupada. El 6 de abril de 1826, en la villa del Fuerte, Hardy presenció el enorme temor que los blancos tenían a los yaquis. Ante el grito de alarma, las mujeres sufrieron desmayos y sobresaltos (que nuestro caballeroso teniente inglés curó rápidamente) mientras que las autoridades fueron a meterse en sus casas, presas del pánico.29 Para mediados de junio, los yaquis habían ocupado la mayor parte de los caminos y cortado las comunicaciones, con lo que se hacía muy difícil tener noticias de qué ocurría en otras partes. El propio Hardy tuvo que retrasar su viaje hacia Álamos por no contar con la seguridad necesaria y porque no había medios para realizarlo. Finalmente consiguió tres burros y pudo llegar a su destino, aunque al pasar por San Vicente, donde Guerrero había sido derrotado, se dio cuenta de la brutalidad de aquella guerra y de lo que podían esperar los blancos que transitaban por ahí.30 El jefe de los rebeldes era Juan Banderas, quien sólo merece alabanzas por parte de nuestro autor. Sus medidas militares eran tan ‘‘prudentes’’ que había logrado despistar en más de una ocasión a las fuerzas del general Figueroa, quien andaba tras él. También logró enfrentar una rebelión interna del movimiento, encabezada por un jefe llamado Cienfuegos, quien se hacía llamar ‘‘legítimo jefe de la nación’’.31 ‘‘El talento de Banderas y el miedo que su presencia inspiraba’’ lograron la final derrota de Cienfuegos, quien en realidad estaba en conchabanza con los blancos.32 Juan Ignacio Jusacamea, verdadero nombre de Banderas, nunca logró el control completo de todos los pueblos yaquis, pero se le consideraba un líder espiritual y militar de gran capacidad, elegido por la virgen de Guadalupe para recuperar la corona de Moctezuma que había sido arrebatada por los gachupines. Resulta interesante resaltar también que, con esta guerra, los yaquis consolidaron su espacio y su identidad étnica.33 Nuestro viajero ya no alcanzó a ver el final de la contienda. Cuando él partió de la República los yaquis seguían controlando buena parte del territorio sonorense. La situación para los criollos que se habían hecho del poder con la Independencia no podía ser más difícil. Sin el trabajo de los indios, como bien lo notó Hardy, no se cultivaba maíz, deficiencia que Cfr. Hardy, R. W. H., Travels, pp. 189-195. Cfr. ibidem, p. 169. Aunque el terror no sólo lo aplicaban los indios, sino también los blancos que creyeron en la posibilidad de exterminar a todos los rebeldes: cfr. ibidem, p. 200. 31 Ibidem, p. 198. Subrayado en el original. 32 Cfr. ibidem, p. 199.y 33 Cfr. Spicer, Edward H., Los Yaquis, pp. 162-163, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 323 y 353-356. 29 30

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se observaba hasta en las mesas de las autoridades militares. El comercio también se vio afectado y el costo de la fanega de maíz en los Álamos alcanzaba nueve o diez pesos.34 Resulta notable que pese a los inconvenientes ocasionados por la ‘‘revolución de los yaquis’’ y al temor que despertaban, Hardy los admirara, especialmente a Juan Banderas, y no dudara en calificarlos como un pueblo ‘‘útil, laborioso y pacífico por naturaleza’’.35 Más adelante volveremos sobre la importancia de estas virtudes. V. NACIÓN MEXICANA, NACIONES INDIAS En su narración, Hardy diferencia constantemente a los yaquis y otros grupos indígenas de los ‘‘mexicanos’’ o población blanca de Sonora. Tampoco resulta extraño que rara vez llame a los naturales con el nombre de ‘‘indio’’, pues prefería referirse a los yaquis, seris, apaches y axüas, identificándolos como naciones independientes. En esto, no hacía más que seguir la costumbre inglesa, que los norteamericanos estaban llevando a la práctica, de no asimilar a los indígenas dentro de su propia nación, sino que los consideraban extranjeros. Así sucedió con irlandeses, galeses y escoceses en las islas Británicas, lo que permitió la fuerte supervivencia de esos grupos y su eventual transformación en ‘‘naciones’’, tal como las entendemos hoy; pero también con los indios de Estados Unidos, que fueron virtualmente exterminados. Es importante notar esta diferencia entre la actitud anglosajona y la hispánica, cuyo principio fue la asimilación de la población aborigen, aunque no siempre la lograra. De ahí la incomprensión que se presentó entre los comisionados mexicanos y Joel Roberts Poinsett cuando trataron de los indios que habitaban entre los dos países.36 Los sonorenses, por su parte, ante la rebelión indígena también cayeron en la tentación de diferenciar entre estas naciones y la mexicana. Finalmente consideraron a los indios únicamente como individuos en rebeldía, pero no podían ocultar que formaban ‘‘como una nación independiente’’ de la mexicana.37 La nación, en un sentido moderno, implica homogeneiCfr. Hardy, R. W. H., Travels, pp. 205 y 246. Ibidem, p. 92. Véase ‘‘Tercero y Cuarto protocolos entre los comisionados de México y los Estados Unidos, 19 y 27 de septiembre de 1825’’, Documentos de la relación de México con los Estados Unidos I. El mester político de Poinsett, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1983, pp. 104105 y 113-115. 37 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 550-551. 34 35 36

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dad. Si las definiciones académicas más recientes conciben a la nación como una comunidad imaginada,38 los nacionalistas exigen identidad. ¿Cómo podía formarse la nación mexicana a principios del siglo XIX con grupos tan diversos? Eric Hobsbawm ha señalado que, desde un punto de vista liberal, la igualdad entre los ciudadanos era la finalidad del nuevo Estado, no su fundamento. Así, la Francia revolucionaria podía integrar a distintos grupos lingüísticos y étnicos en ‘‘la grande nation’’.39 Empero, Hardy no compartía todos los postulados del liberalismo. Más cerca del romanticismo, insistía en diferenciar a los indígenas de los mexicanos. Procuró no confundir a los diversos grupos que habitaban Sonora: ópatas, apaches, pimas, yaquis, mayos, yumas y tarahumaras.40 Algunos de ellos parecían, a los ojos de Hardy, la personificación del buen salvaje, como los yaquis, de quienes ya hemos hablado. Sus descripciones traen a la memoria algunas de las características que Jean Jacques Rousseau apuntaba para el hombre ‘‘en estado de naturaleza’’. En cambio, los indios que cohabitaban con los cristianos, como los seris de Pitic, ‘‘se habían dejado domeñar por los vicios y han perdido la pasión del guerrero’’. Tampoco dudaba en llamarlos estúpidos y cobardes.41 Subrayo la palabra vicios, pues no es extraño hallar en la obra de Hardy menciones a las virtudes de otros pueblos, como los yaquis, laboriosos, útiles (aquí hay secuelas de Jeremy Bentham) y, sobre todo, buenos guerreros, que defienden su libertad y sus tierras. Entre los seris de la costa encontró incluso virtudes domésticas propias de pueblos más refinados, que mantenían muy estrechas las relaciones familiares entre ellos.42 Esos seris, al igual que los yaquis, eran fieros y audaces guerreros, y la gente blanca se había formado varias leyendas acerca de tesoros ocultos en la isla de Tiburón, vigilados por sus feroces cancerberos. La verdad, señalaba Hardy, es que los indios que habitaban tanto en la isla como en la costa del continente no tenían tesoro alguno, únicamente defendían su libertad.43 A diferencia de los viciosos y degenerados seris que vivían en Pitic, los de la isla de Tiburón eran, según nuestro autor, fornidos, altos y de muy buen cuerpo. No eran tan feroces como afirmaban los blancos y las 38 Cfr. Anderson, Benedict, Comunidades imaginadas, México, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 23. 39 Cfr. Hobsbawm, Eric, Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona, Crítica, 1997, p. 29. 40 Cfr. Hardy, R. W. H., Travels, p. 437. 41 Cfr. ibidem, p. 95. 42 Cfr. ibidem, p. 300. 43 Cfr. ibidem, pp. 107-108.

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mujeres tenían un semblante tierno. Los hombres siempre usaban sus arcos y flechas, que según decían, estaban envenenadas con extrañas fórmulas. También llevaban macanas, empleadas en la lucha cuerpo a cuerpo, pero sobre todo usaban una lanza de doble punta para pescar. La historia de que escondían oro y otras riquezas era un mito, como pudo probarlo Hardy. Según los seris, esos cuentos resultaban peligrosos, pues incitaban a los odiados blancos a someterlos.44 Sin embargo, permanecían independientes. Juntos sumaban quinientos o seiscientos indios, pero tal vez eran mil. Eran excelentes combatientes, pero casi siempre peleaban entre sí. El grupo de Tiburón afirmaba que los seris del continente eran menos valientes y capaces para la guerra, por lo que frecuentemente lanzaban incursiones en su contra, de las que obtenían, casi siempre, un buen botín.45 Otra ‘‘nación’’ india que se lleva varias páginas de descripción es la de los axüas. Al leerla, no podemos menos que recordar El Informe de Brodie. Vivían cerca del río Colorado y eran los seres más asquerosos que había visto. Se adornaban los cabellos y el cuerpo entero con barro y, cuando hacía calor, se revolcaban en el lodo. Sin embargo, como anotó nuestro viajero, lo hacían para refrescarse en los insoportables días del verano norteño. Eran medianos de estatura, tal vez bajos. Les faltaba agilidad, de manera que parecían estar mejor constituidos para los trabajos pesados que para la caza. Solían estar desnudos y no tenían más pieles que unas cuantas de zorra. Desde la frente hasta el labio superior se maquillaban de negro, con carbón molido. Otros usaban un polvo amarillo y no faltaba quien se embarrara un color rojo, obtenido del ocre. Esa combinación de colores, junto con el barro de los cabellos daban una imagen monstruosa que, sin embargo, alguna utilidad tendría. Hardy hace notar que dada la gran cantidad de insectos que vivían en los márgenes del río, los axüas lograban evadirlos con el lodo, que una vez seco, impedía los piquetes de esos bichos. Se alimentaban de pescado, frutas, vegetales y semillas de pasto. Sus armas eran también arcos y flechas, lanzas y macanas. Solían sufrir el escorbuto.46 La pobreza entre los axüas era enorme. A tal grado, que resultaba sólito que los padres vendieran a sus hijos. Así, no sólo se deshacían de unas bocas que exigían alimento, sino que al menos garantizaban que sus 44 45 46

Cfr. ibidem, pp. 289-291. Cfr. ibidem, pp. 298-299. Cfr. ibidem, pp. 368 y 370.

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vástagos crecieran entre la población blanca de Sonora, donde nunca faltaba un alma caritativa que les proporcionara comida, casa y educación. Aunque muchos hombres regresaban a su comunidad cuando crecían, las mujeres se casaban con otros indios cerca de donde estaban las señoras a quienes servían.47 Los indios poderosos no vendían a sus hijos, de manera que Hardy podía deducir que esta práctica se debía, sin duda, a la pobreza de la mayoría. Él mismo tuvo que comprar un par de chiquillos ‘‘que ahora son libres y son educados por dos buenas familias [de] Sonora’’. Así podía sentirse más seguro entre aquellos indios, pues suponía que no sería atacado teniendo a dos de sus niños.48 VI. CONCLUSIÓN: LA IMPOSIBLE INTEGRACIÓN La nación moderna, en un sentido liberal, está formada por ciudadanos, no sólo iguales ante la ley, sino con las mismas obligaciones y derechos. Sin embargo, la inserción del individuo en la ciudadanía también implica una transformación más íntima, se requiere ser virtuoso. Lo que diferencia a un súbdito de un ciudadano es que el primero está sujeto a la voluntad de otro, es sumiso, mientras que el ciudadano es libre y lucha por conservar su libertad e independencia, de ser necesario (y como quería Maquiavelo) con las armas en la mano. Hardy nunca lo dice, pero los yaquis eran una especie de ciudadanos, no mexicanos sino de su propia nación. Estudios más recientes han corroborado esto. Edward Spicer ha definido a estos indios como un ‘‘pueblo resistente’’ a los embates de la formación del Estado nacional moderno. ¿Qué ocurría cuando estas naciones se diluían en la sociedad mexicana? Una de las grandes ventajas de la narración de Hardy es que conoció no únicamente a las bravas tribus norteñas, sino a los más apacibles indios del centro de México, por donde pasó en su camino de ida y vuelta. Su primera opinión es demoledora. Los indios del Estado de México no le parecieron más inteligentes que una mula,49 y seres con tales características difícilmente podían ser ciudadanos de una nación. Se le mostraron apáticos, capaces de dejarse atropellar en vez de desviar su camino, y tan idólatras como en tiempos de ‘‘los montezumas’’, con la diferencia de que ahora sus ritos los practicaban con ídolos católicos. Para nuestro autor no 47 48 49

Cfr. ibidem, p. 371. Cfr. ibidem, p. 365. La siguiente descripción está tomada de las páginas 526 y 527 de la obra de Hardy.

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había dudas acerca del origen de aquella situación: los trescientos años de coloniaje español. Podía admitir que los indios formaban una de las clases más activas de la sociedad, pues suministraban alimentos, realizaban las labores manuales y los trabajos más pesados y hasta admiró sus trabajos de cestería y alfarería, pero nada de esto los salvaba. Recordemos que los seris de Pitic tampoco salieron bien librados. Tayloe, de quien ya hemos hablado, no creía que las comunidades indígenas fueran algo más que villas miserables,50 y esto no sólo se debía a su pobreza. Poinsett llegó a admirar a los empobrecidos pero emprendedores rancheros mexicanos, seguramente todavía imbuido por los ideales norteamericanos que veían en los granjeros el fundamento de una República libre, honesta y virtuosa, pero no podía decir lo mismo de los indios, pues aunque ‘‘laboriosos, pacientes y sumisos, eran lamentablemente ignorantes’’.51 La integración de los indígenas resultaba no sólo difícil sino indeseable, ya que una vez lograda corrompía, enviciaba las nobles y viriles almas de aquellos hombres que vivían en estado natural. Nuevamente nos viene a la memoria Rousseau y no es casual. No porque nuestro autor siguiera las enseñanzas del precursor del romanticismo europeo, sino porque la situación que pudo apreciar en el norte de México se prestaba para tal interpretación. Los yaquis y los seris libres eran virtuosos, valientes y laboriosos, mientras que los indios de Pitic y los del centro de México eran viciosos, cobardes y sumisos. Inclusive los ‘‘asquerosos’’ axüas pudieron salir bien librados. Eran pobres, pero procuraban lo mejor para sus descendientes al entregarlos a las familias caritativas de Sonora, conseguían su propia comida y, si su aspecto era tan monstruoso (como tantas veces insistió), se debía a las características de la región donde vivían. Para concluir, permítasenos insistir en que la peculiar visión anglosajona de Hardy sobre los indios se debía no sólo a sus prejuicios sobre las antiguas colonias españolas sino también a las ideas que en esa época se tenían acerca de la participación de los ciudadanos en la construcción de la nación y las características que éstos debían poseer. La terrible paradoja que los viajeros anglosajones pero especialmente Hardy vieron en los indios es que mantenían sus virtudes si permanecían como naciones independientes, pero al integrarse en la nación mexicana las perdían. Cfr. Tayloe, E. T., Mexico, p. 130. J. R. Poinsett al secretario de estado de los Estados Unidos, Martin van Buren, México, 1 de marzo de 1829, en Documentos de la Relación entre México y los Estados Unidos, pp. 385-400. La cita textual en la p. 387. 50 51

CAPÍTULO CUARTO LA SITUACIÓN SOCIAL E HISTÓRICA DEL INDIO MEXICANO EN LA OBRA DE EDUARD MÜHLENPFORDT José Enrique COVARRUBIAS* SUMARIO: I. Un alemán en Oaxaca. II. Las circunstancias del México de Mühlenpfordt. III. La población indígena de México desde el prisma analítico de Mühlenpfordt.

I. UN ALEMÁN EN OAXACA En contraste con otros extranjeros que escribieron sobre México en el siglo XIX, es poco lo que sabemos de Eduard Mühlenpfordt, el autor del Ensayo de una fiel descripción de la República de México, referido especialmente a su geografía, etnografía y estadística (2 vols., Hannover, C. F. Kius, 1844),1 una de las obras más notables y desconocidas dentro del género. A este respecto es necesario decir que la principal fuente de información sobre su persona y sus actividades sigue siendo el escrito mencionado, del que he tomado casi todos los datos de este breve apartado biográfico. El lector no tardará en reconocer lo injusta que ha sido la historia con Mühlenpfordt, dada la ignorancia que aún prevalece en el público mexicano respecto al esfuerzo y el entusiasmo mostrados por este alemán al estudiar los diversos aspectos de nuestro país. Comencemos por los datos más elementales que pueden proporcionarse sobre la presencia y las circunstancias de Mühlenpfordt en México. Por su propia afirmación sabemos que fue en la primavera de 18272 cuanInstituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México. El título en su lengua original, el alemán, es Versuch einer getreuen Schilderung der Republik Mejico, besonders in Beziehung auf Geographie, Etnographie und Statistik. Quien esto escribe tuvo la oportunidad de realizar la traducción al español de este escrito, publicado en México en dos volúmenes por el Banco de México, en 1993. Ésta es la primera edición de la obra completa en español, de la que antes sólo se habían traducido fragmentos en ediciones aisladas. 2 Cfr. Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. I, p. 265. * 1

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do este extranjero inició su estancia en México, finalizada en 1834,3 porque circunstancias imprevistas parecen haberlo obligado a dejar abruptamente el país. Mühlenpfordt fue uno más de esos científicos y especialistas alemanes contratados por las compañías de minas inglesas para trabajar en la explotación de los minerales mexicanos poco después de la Independencia.4 En su caso se trató de la Mexican Company, sociedad que explotaba yacimientos en Oaxaca, concretamente en las partes aledañas a Yavesía, Nuestra Señora del Socorro y Santa Ana.5 La principal población cercana a la zona era Ixtlán. Ahora bien, ¿por qué este alemán decidió embarcarse hacia México? Esto constituye aún un misterio. De su vida anterior sólo sabemos, por indagaciones de Ferdinand Anders,6 que Mühlenpfordt nació en Clausthal, en el estado de Hannover,7 y que en 1819 estaba matriculado como estudiante de matemáticas en la universidad de Gotinga, foco cultural importante del norte de Alemania. Cabe pensar que Eduard fue uno de esos jóvenes inconformes con la política conservadora prevaleciente en la Confederación Germánica, conducida entonces por el príncipe de Metternich, por lo que no se podría descartar su participación en las asociaciones estudiantiles que opusieron resistencia a dicha política, las llamadas Burschenschaften.8 El ideario liberal y progresista plasmado en su Ensayo, así como su disposición a tener parte en la escena pública mexicana mediante la ocupación de un cargo administrativo en Oaxaca (que se esCfr. ibidem, vol. II, p. 156. Kruse, Hans, Deutsche Briefe aus México, mit einer Geschichte des Deutsch-Amerikanischen Bergwerksvereins, 1824-1838. Ein Beitrag zur Geschichte des Deutschtums im Auslande, Essen, Verlagshandlung von G. D. Baedeker, 1923, sobre todo en su extensa parte introductoria, y Mentz de Boege, Brígida M. von, ‘‘Tecnología minera alemana en México durante la primera mitad del siglo XIX’’, Estudios de historia moderna y contemporánea de México, 1980, vol. VIII, pp. 85-95, darán al lector una idea del perfil de los técnicos alemanes de la época en los asuntos de minas. Como podrá constatarse en la lectura de esta bibliografía, durante los años de estancia de Mühlenpfordt en México ocurrió un auge notable de la inversión extranjera en la minería mexicana. 5 Cfr. Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. II, p. 215. 6 Editor de una publicación facsimilar relativamente reciente del Ensayo en alemán (Graz, Akademische Drucks-und Verlagsanstalt, 1969), en su introducción. 7 El lector recordará que por entonces Alemania estaba dividida en una multitud de estados, que componían la Dieta o Confederación Germánica. Hannover se distinguía por sus vínculos dinásticos con Inglaterra. 8 Y de hecho, esto lo han sugerido Juan A. Ortega y Medina y Jesús Monjarás Ruiz en su edición de unos planos y dibujos de los palacios zapotecos realizados por Mühlenpfordt durante su estancia en México: cfr. Los palacios de los zapotecos en Mitla, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1984, p. VII. Los editores también brindan información sobre la historia de los planos y dibujos en cuestión. 3 4

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pecificará a continuación), hablan en favor de esta hipótesis. La que sí puede ser tomada como información segura es su familiaridad con la actividad minera desde tiempo atrás, ya que, como Anders ha mostrado, su padre había sido director de máquinas del departamento de minas de su población de origen.9 Sea cual fuese su vida anterior, lo más probable es que Eduard llegara a México contratado ya por la compañía británica a la que iba a prestar sus servicios en Oaxaca.10 En la gran plana del Ensayo, Mühlenpfordt se presenta como ‘‘director del departamento de obras de la Mexican Company y posteriormente director de caminos del estado de Oaxaca’’. Hasta cuándo duró su primer desempeño y desde qué momento comenzó a ejercer el segundo, no es fácil saberlo. Cabe la hipótesis de que el hombre de minas de Hannover haya emprendido su nueva labor a comienzos de 1833, según lo que refiere en su Ensayo. Mühlenpfordt nos informa de los antecedentes y del origen del proyecto caminero en cuestión. Un grupo de expertos alemanes había trazado en 1831 los planos de una carretera que comunicaría la ciudad de Oaxaca con la costa del Golfo.11 Más allá del beneficio que el proyecto iba a reportar a la capital oaxaqueña, dado el incremento de su comercio con el exterior, la carretera debía posibilitar el intercambio mercantil entre Europa y la costa occidental de Centroamérica. Sin embargo, el plan no se verificó y esto por causa de la poca disposición al riesgo de parte de los posibles inversionistas mexicanos. El gobierno del estado de Oaxaca decidió entonces llevar a efecto un proyecto similar, aunque esta vez para construir una carretera que uniera la capital oaxaqueña con Tehuacán de las Granadas (Puebla) y entroncara así con la ruta al puerto de Veracruz. Fue durante el período del gobernador Ramón Ramírez de Aguilar cuando Mühlenpfordt y Francisco Heredia (jefe de obras) pasaron a integrar el directorio encargado de la construcción de esta vía, iniciada en junio de 1833. 9 La región del entorno de Clausthal, el Oberharz, fue asiento entre los siglos XVI y XVIII de una intensa explotación de plata. La información de Anders, en la introducción citada. 10 Otro alemán al servicio de la Mexican Company, Eduard Harkort, vino contratado desde Alemania a cumplir sus tareas. Sobre la historia y los escritos de Harkort, véase Brister, Louis E., In Mexican Prisions. The Journal of Eduard Harkort, 1828-1834, Austin, Texas A & M University Press, 1986 (en p. 11 afirma Brister que la Mexican Company contrataba personal desde Alemania). 11 Véase Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. II, pp. 154-155. El camino proyectado por estos alemanes comenzaría en Oaxaca y terminaría en Alvarado (Veracruz), por lo que quizá se pretendía la revitalización de la actividad mercantil por este puerto, en decadencia desde que Veracruz había recuperado su importancia hacia 1826. También puede ser, desde luego, que se pensara trasladar la mercancía de Alvarado a Veracruz, y viceversa, sin tener la intención de vivificar el primer puerto.

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El proyecto caminero no tardó en verse interrumpido poco después de su inicio por causa de la asonada de los generales Arista y Durán, secundada en Oaxaca por el general Vicente Canalizo. Mühlenpfordt hace ver que por causa de esa revuelta el plan se vino abajo y que eso mismo parece haber determinado su salida de México.12 Como la revolución de Arista y Durán estaba ya vencida hacia octubre de 183313 y el alemán afirma haber salido de México en 1834, cabe pensar que viajara por varias partes del país durante los meses intermedios, entre otros motivos con el fin de recopilar información para el gran escrito que proyectaba sobre México, muy ajustado al modelo del Ensayo de Humboldt sobre la Nueva España.14 No puede descartarse que Mühlenpfordt se haya sentido en peligro por haber ocupado un cargo en el estado de Oaxaca, pues no faltan los testimonios de que en esos años se generalizaba una reacción contra los extranjeros involucrados en los asuntos públicos de México. Así, por ejemplo, el famoso pintor y viajero Johann Moritz Rugendas tuvo que salir del país también en 1834 por esas razones, y no fue distinta la situación de Eduard Harkort, otro alemán contratado por la Mexican Company al que Mühlenpfordt se refiere como ‘‘mi amigo’’ en su Ensayo.15 Activo primeramente como ayudante militar del general Santa Anna en el levantamiento de éste contra el gobierno de Anastasio Bustamante en 1832, Harkort acabó por enemistarse con su jefe y unirse a los independentistas texanos en su lucha contra el gobierno de México unos cuantos años después.16 Nada impide suponer que su participación abierta en un proyecto Véase supra: nota 3. Cfr. Sordo Cedeño, Reynaldo, El Congreso en la primera República centralista, México, El Colegio de México-Instituto Tecnológico Autónomo de México, 1993, p. 39. 14 Aunque es claro que ya en Oaxaca había reunido Mühlenpfordt muchos apuntes y colecciones para ese mismo fin. La recopilación de información sobre la República mexicana fue continuada por él de manera epistolar durante los diez años que transcurrieron entre su salida de este país y la publicación de su Ensayo en 1844. Que el Ensayo político sobre el reino de la Nueva España de Humboldt le sirvió de modelo lo declara él mismo en su prólogo al primer volumen de la obra. 15 Cfr. Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. II, p. 137. Mühlenpfordt se benefició de mediciones barométricas realizadas por Harkort, como revelan las continuas referencias a las mismas a partir del pasaje citado. En cuanto a la salida de Rugendas, puede verse el catálogo de la exposición de su obra pictórica en México, organizada por el Preussischer Kulturbesitz, en Berlín, en 1984 y 1985: Johann Moritz Rugendas in Mexiko. Malerische Reise in den Jahren 1831-1834, Berlin, Druckerei Hellmich KG, 1984, p. 19. Rugendas se vio precisado por la autoridad a abandonar el país tras haber facilitado la fuga del general Morán y de Miguel de Santa María, ambos enemigos políticos de Santa Anna. 16 Como se ha dicho ya, en el libro de Brister (véase supra: nota 10) se incluyen la historia y las epístolas de Harkort, aparecidas ya antes en Alemania bajo el título de Aus mexikanischen Gefängnissen, Leipzig, C. B. Lorck, 1858. La lectura de estas cartas revela, por cierto, que Rugendas también fue amigo de Harkort. 12 13

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público, así como su amistad con un personaje tan conflictivo como Harkort, pusieran a Mühlenpfordt en un verdadero apremio por abandonar el país, aunque sólo fuera por miedo a las posibles represalias. Pero independientemente de los motivos concretos de su partida, el hecho es que el hannoveriano se dirigió de México a Estados Unidos (Cincinnati),17 acaso como una estación intermedia en su retorno al país natal. Ya de regreso en éste, aún tardaría diez años en editar su Ensayo sobre México, publicación que se vio precedida por la de otros dos trabajos identificados ya por Anders en sus investigaciones sobre el personaje.18 Además de su amplio escrito, otro testimonio dejado por Mühlenpfordt de su estancia en México fue un ejemplar disecado de pez aguja o agujón que entregó al museo de Gotinga y que probablemente todavía se conserva ahí.19 Fuera de los datos mencionados, no se disponen hasta ahora de otras referencias sobre la vida y obra de Eduard Mühlenpfordt. II. LAS CIRCUNSTANCIAS DEL MÉXICO DE MÜHLENPFORDT Aunque escasas, las informaciones biográficas expuestas bastan para permitir deducir algunos de los hechos y circunstancias principales que debieron de impresionar a este alemán durante su estancia en México. En primer lugar es de recalcar su residencia en una zona rural y muy marcada por la cultura indígena. Si se toma en cuenta tal situación, nada tiene de sorprendente que el Ensayo de Mühlenpfordt sea una de las obras extranjeras que más espacio y simpatía dedican a la población indígena de México, además de transmitir un sólido conocimiento del perfil laboral de ésta. Ahora bien, como en el apartado siguiente mencionaré aspectos básicos de su percepción de México, por lo pronto procede referir las cir17 Así lo dice en Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. I, pp. 122-123, donde menciona haber llevado café tostado y molido en Córdoba (Veracruz) a Cincinatti, tras haber llegado a Estados Unidos por mar. En otro pasaje refiere que durante una estancia en ese país vecino (muy probablemente la misma) sufrió el robo de una gran parte de sus colecciones y noticias recabadas en México: cfr. ibidem vol. II, p. 161. 18 Anfangsgründe der Perspektive (Clausthal, Schweiger, 1837), que es un manual de perspectiva, y Cyclus der schönsten und interessantesten Harzansichten in Stahlstichen nach Originalzeichnungen von W. Saxesen. Mit Erläuterungen von Eduard Mühlenpfordt, 1-3, cuaderno (Clausthal, 1844), un ciclo de litografías de la región del Harz según dibujos de W. Saxesen. Aunque Mühlenpfordt tenía en mente publicar los planos del palacio de Mitla mencionados en la nota 8, según afirma en Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. II, p. 215, no existe prueba alguna de que este deseo se haya verificado. La citada edición reciente de los mismos está basada en un manuscrito y dibujos dejados por él en México. 19 En Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. I, p. 188, menciona este hecho.

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cunstancias históricas en que se enmarcaron sus andanzas mexicanas y sus opiniones sobre el país en general. Dado que las viviencias de Mühlenpfordt en México transcurrieron entre 1827 y 1834, debemos preguntarnos por los hechos históricos más relevantes de ese lapso, sobre todo en Oaxaca, pues no es de descartar que hayan determinado su visión de ciertos asuntos. Y bien, lo más significativo del período es, desde luego, el encarnizamiento de las pugnas facciosas y la creciente debilidad del régimen federal implantado en 1824. El propio Mühlenpfordt deja constancia de esto al presentarnos un resumen histórico que, para los años en cuestión, no es más que una enumeración de asonadas y derrocamientos.20 Pero más allá de los meros acontecimientos, son ciertas problemáticas históricas las que hay que considerar cuando se trata de un observador empeñado en presentar una imagen coherente y articulada del país,21 comparable a la de Humboldt en su Ensayo. Definamos las problemáticas que vienen al caso con Mühlenpfordt, a partir de ciertos hechos históricos descollantes. Si revisamos la historia de Oaxaca durante los años en cuestión (1827-1834), tres cuestiones se revelan de inmediato como de gran importancia. La primera es la muerte de Vicente Guerrero, resultado de una celada ocurrida en enero de 1831 frente a las costas de Acapulco.22 El antiguo insurgente fue conducido a la capital oaxaqueña y ejecutado ahí el 14 de febrero de 1831. Este hecho conmocionó a la opinión pública en general y dio lugar incluso a un proceso posterior contra los ministros del gobierno en turno, el del vicepresidente Anastasio Bustamante, a quienes se acusó de la ejecución del general. Pues bien, ese gobernador Ramírez de Aguilar mencionado por Mühlenpfordt, aquél con el que colaboró para la construcción del camino entre Oaxaca y Tehuacán, fue el mandatario encargado de verificar las ceremonias de desagravio al expresidente asesinado, algo que tuvo lugar a finales de abril y comienzos de mayo de 1833. Esto se realizó en virtud de un decreto del Congreso local, cuando el gobierno general era conducido por el liberal reformista Valentín Gó20 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 375-385. Un poco después, al tratar de la Iglesia en México (cfr. ibidem, vol. I, pp. 408-412), menciona los hechos que han marcado la situación de las relaciones de esta institución con el Estado. 21 De hecho, en su prólogo al primer volumen afirma Mülenpfordt su intención de ofrecer una obra de carácter marcadamente integral, como sólo Humboldt lo había hecho con anterioridad. 22 Los hechos y el contexto de la aprehensión y fusilamiento de Guerrero, en Costeloe, Michael P., La primera república federal de México (1824-1835), México, Fondo de Cultura Económica, 1983, pp. 271-273.

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mez Farías.23 Aunque Mühlenpfordt no se detiene en su Ensayo a explicar con detalle las circunstancias de la ejecución de Guerrero, ni menciona siquiera el posterior desagravio en Oaxaca, innegable es que todo esto debió de ejercer un fuerte impacto en su visión del país. En el pasaje citado del historiador Iturribarría, éste apunta que las circunstancias del desagravio a Guerrero evidenciaron el disgusto del clero por ese gesto, en el que se le había forzado a participar, y esto revela que en esa entidad del sur estos hechos agudizaban la tensión ya existente en las relaciones entre la Iglesia y el Estado, en concreto entre quienes querían un sometimiento irrestricto del clero a la autoridad civil y quienes se oponían a la permanencia de las viejas potestades del gobierno sobre la Iglesia.24 Al tratar de la opinión de Mühlenpfordt sobre el clero y las prácticas católicas en México, se entenderá por qué su Ensayo, en el capítulo sobre el Estado y la Iglesia (en el volumen I), refleja una clara toma de posición en favor de los primeros. Otra problemática básica que por entonces se perfilaba como decisiva, sin que Oaxaca quedara al margen, era la creciente insubordinación del personal militar contra la autoridad civil. Hemos visto de qué manera la insurrección de Canalizo significó una interferencia fundamental en los planes de Mühlenpfordt. La conciencia de esta situación también ha quedado plasmada en el Ensayo, principalmente cuando su autor afirma que las ambiciones de los militares se contaron entre las causas más relevantes del desprestigio y la caída del régimen federal en México.25 Una tercera cuestión que hay que señalar como determinante de la visión de Mühlenpfordt respecto a la situación histórica de México es el desajuste que constataba entre la generalizada aspiración a establecer un nuevo tipo de orden civil, más digno que el colonial, y el pobre estado de la infraestructura material existente, tan destruida durante la guerra de Independencia.26 Su interés en el proyecto carretero de Oaxaca muestra elo23 Sobre todo esto, véase Iturribarría, José Fernando, Historia de Oaxaca, 1821-1854, Oaxaca, Ramírez Belmar Impresor, 1935, pp. 184-187. 24 Fue sobre todo la ley del 17 de diciembre de 1833, emitida durante la administración de Gómez Farías, la que causó un gran malestar en el clero oaxaqueño. Disponía que la autoridad civil podría realizar la provisión de los curatos, con lo que el gobierno asumía prácticamente las atribuciones del antiguo patronato regio español: cfr. ibidem, p. 202, y Ferrer Muñoz, Manuel, La formación de un Estado nacional en México (El Imperio y la República federal: 1821-1835), México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1995, pp. 305-308. 25 Cfr. Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. I, p. 375. 26 Cfr. ibidem, vol. I, p. 198, donde afirma que el paisaje de muchas regiones está marcado por las numerosas rancherías y poblaciones rurales arruinadas, y alude además a la gran cantidad de construcciones destruidas o decadentes que se ven en las ciudades.

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cuentemente la conciencia que tuvo sobre esto y sobre la necesidad de que se proporcionara a los mexicanos el auxilio de extranjeros con formación técnica y científica. Si en algo pone constantemente su atención este descriptor del país y su gente, es en la presencia o ausencia de instituciones difusoras de los conocimientos útiles y de cultura científica en la capital y los estados. A este respecto, la historia de Oaxaca en las fechas en las que Mühlenpfordt abandonaba México se torna también muy ilustrativa, pues fue precisamente a comienzos de 1834 cuando uno de los miembros jóvenes de la Legislatura estatal, Benito Juárez, obtuvo el título de abogado en el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca.27 Poco antes, por cierto, Juárez había destacado como uno de los diputados más insistentes en que se efectuara la ceremonia de desagravio a Guerrero. III. LA POBLACIÓN INDÍGENA DE MÉXICO DESDE EL PRISMA ANALÍTICO DE MÜHLENPFORDT El Ensayo de una fiel descripción de la República de México de Mühlenpfordt destaca frente al grueso de la producción extranjera de esos mismos años por la detallada atención prestada en él a las cuestiones indígenas. La obra consta de dos volúmenes y en ambos encontramos referencias constantes a este sector de la población mexicana. El primero incluye una panorámica general del país, con abordaje tanto de los aspectos geográficos como de los políticos, económicos y de costumbres. El capítulo quinto de este volumen, dedicado a las costumbres, las clases, el carácter, la indumentaria y las enfermedades de la población mexicana, ofrece una rica y bien articulada información sobre los indios. Los capítulos segundo y tercero, relativos a las producciones vegetales y animales del país, respectivamente, brindan también observaciones valiosas sobre las aportaciones indígenas en esos campos. En cuanto al segundo volumen del Ensayo, integrado por descripciones de todos los estados y territorios de la República,28 tampoco faltan informaciones sobre la población indígena de las entidades. La descripción de Oaxaca, por ejemplo, incluye datos detallados sobre la distribución de las etnias, su cultura material, su carácter y a veces incluso sobre sus características físicas. Las descripciones de las regiones del norte, sobre todo de los territorios de la Alta y Cfr. Iturribarría, José Fernando, Historia de Oaxaca, p. 202. Descripciones que suelen comprender los aspectos estadísticos, geográficos, etnográficos, económicos, culturales, históricos, financieros e incluso arqueológicos de las entidades. 27 28

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Baja California, así como de Nuevo México, incluyen referencias de interés sobre la población nativa. Preciso es decir, sin embargo, que el tratamiento de la población indígena en el segundo volumen es por lo general más disperso e irregular que en el primero, pues suele quedarse en lo etnográfico y lo geográfico. No hay ahí nada comparable al abordaje sistemático de la situación social y las costumbres que distingue al capítulo quinto del primer volumen. Lo anteriormente dicho me permite afirmar que el Ensayo de Mühlenpfordt contiene una información rica y sistemática que abarca tanto a los indios sedentarios como a los nómadas o seminómadas, si bien respecto a este segundo grupo el autor no ha contado con el beneficio de la observación directa y constante.29 Por las razones aducidas, en el presente apartado abordaré fundamentalmente la visión de Mühlenpfordt de los indios sedentarios, aquéllos con los que convivió durante su estancia en Oaxaca y quizás en otras partes del país. Antes de hacerlo, sin embargo, menciono algunas características generales del Ensayo. Si bien el subtítulo del Ensayo de Mühlenpfordt delata ante todo el deseo de practicar un estudio sistemático de la geografía, etnografía y estadística de México, resulta incontrovertible que este escrito destaca igualmente por otras tres cualidades. La primera reside en el gran análisis social desplegado, manifiesto en esa detallada y razonada elucidación de costumbres por grupos sociales que incluye el primer volumen, algo que viene a formar la parte medular y aglutinante del capítulo en cuestión.30 La segunda es el continuo recurso a la información histórica, que se convierte así en un apoyo constante que enriquece en mucho la explicación de las circunstancias referidas. Análisis social y recurso a la historia ter29 Y basta leer sus descripciones de las entidades del norte para notar un conocimiento más libresco que personal de las mismas. En cuanto a la población indígena sedentaria hay que reconocer que no faltan apoyos bibliográficos, tanto de viajeros previos (Humboldt, Ward, Bullock) como de venerables fuentes históricas (las obras de Burgoa, Acosta, Gómara, etcétera). El lector no tardará en percibir, sin embargo, que lo más peculiar y concluyente de los comentarios de Mühlenpfordt sobre la población indígena procede de su experiencia y observación personales, algo muy comprensible si consideramos que su permanencia en México llegó a los siete años. 30 En Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. I, p. 199, señala Mühlenpfordt la existencia de seis tipos étnicos diferentes en México (blancos, mestizos, mulatos, indios, zambos y negros) que en la subsecuente descripción de costumbres se reducirían prácticamente a tres grandes grupos (blancos, mestizos e indios), junto con algunas alusiones a la población negroide. En mi libro Visión extranjera de México, 1840-1867. I. El estudio de las costumbres y de la situación social, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas-Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 1998, pp. 21-54, recalco la capacidad analítica de Mühlenpfordt dentro de una serie de obras publicadas por extranjeros residentes en México durante los años señalados.

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minan por ser indisociables en Mühlenpfordt, como pronto se comprobará. La tercera radica en la gran atención concedida a la participación de los diferentes grupos sociales en las actividades productivas de México. La proyección de la estructura social en la distribución de las tareas económicas es una de las cuestiones más cuidadosamente tratadas en el Ensayo. Empecemos la reseña por este último aspecto. Para Mühlenpfordt, el indígena es el mexicano que con sus fatigas sustenta al conjunto de los habitantes del país, y esto por cierto desde los años coloniales. Descontento de vivir en las cercanías de las poblaciones de los blancos, el ‘‘campesino cobrizo’’ (expresión muy común en su escrito) ha preferido establecerse en las zonas montañosas y lejanas, lo que ha significado una participación importante de él en el desenvolvimiento agrícola del país y el poblamiento de las partes serranas. En sus labores, los indios se mantienen apegados a las técnicas y herramientas antiguas, ésas que tenían al momento de venir los españoles o que éstos introdujeron: Den seit 1824 eingewanderten Ausländern gelang es bisher nur schwer und ausnahmsweise, die Indier an den Gebrauch besser eingerichteter Gerähte zu gewöhnen. Der Pflug hat hier noch ganz die Einrichtung , welche er bei den ältesten ackerbauenden Völkern der alten Welt vor vielen Jahrhunderten hatte, und wie man ihn noch jetzt bei einigen asiatischen Völkern antrifft. Er ist ohne Räder und wird von Ochsen gezogen.31

También en la cría de la cochinilla32 se hace patente esa inercia que caracteriza al indio en cuanto a su actividad productiva, ese aferramiento a los métodos tradicionales. Pero no es sólo en la agricultura donde los indígenas despliegan su capacidad productiva. También están presentes en la cría de animales y trabajan como jornaleros en las haciendas y ciudades, además de comerciar con los frutos del campo y productos artesanales.33 Asimismo son ellos quienes ejecutan los trabajos duros de las minas, en los que despliegan un esfuerzo notable, por no mencionar su desempe31 ‘‘Hasta ahora sólo con dificultad y de manera excepcional han conseguido los extranjeros llegados desde 1824 que los indios se acostumbren al uso de mejores herramientas. El arado conserva aún la forma de los que hace muchos siglos usaban los más antiguos pueblos cultivadores del Viejo Mundo y que todavía se ven entre algunos pueblos asiáticos. No tiene ruedas y es tirado por bueyes’’: Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. I, p. 84. 32 Cfr. ibidem, vol. I, p.143. 33 Cfr. ibidem, vol. I, p. 239.

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ño como caleros, ladrilleros, carboneros, albañiles, carpinteros, alfareros, leñadores y fabricantes de tejas.34 Si bien Mühlenpfordt percibe una cierta correspondencia entre el carácter paciente del indio y su comportamiento en el trabajo, patente en el párrafo citado, ello no implica que ignore las circunstancias históricas que explican el hecho de que las tareas duras hayan venido a recaer tan exclusivamente sobre sus hombros. En su explicación del punto constatamos otra vez su capacidad de ver la proyección de lo social en lo económico, con apoyo ahora en la perspectiva histórica: Waren nicht die kupferfarbenen Indigenen während der drei letzten Jahrhunderte immer und allenthalben die Arbeiter, die Diener, ja die Lastthiere der hochmütigen weissen Eindringlinge? Waren es nicht ihre Kräfte, ihre Thätigkeit, die der spanischen Regierung und den Hunderten und aber Hunderten spanischer Abenteuer, welche pour chercher leur fortune in Scharen nach Mejico zogen, jene Reichtümer erwerben halfen, welche die Welt in Erstaunen setzten, und in deren Folge Leute der niedrigsten Classe zu Rang und Titel von Baronen und Grafen gelangten?- Und welche riesenhaften Bauten,welche bewundernswerthen Kunstwerke haben sie vor der Zeit der spanischen Invasion ausgeführt!35

Pero el confinamiento de la población indígena a las tareas productivas constituye sólo una de las realidades del pasado a las que el alemán se remite para entender la condición actual de ese sector. Abordemos ahora aspectos más estrictamente sociales y recordemos que el régimen colonial implicó el encasillamiento del indio como un menor de edad siempre necesitado de la tutoría de ‘‘la gente de razón’’. Atiéndase a las siguientes palabras del Ensayo: In einer Zeit, wo man sich alles Ernstes darüber stritt, ob die Indier den vernünftigen Wesen beizuzählen seien, glaubte man ihnen noch eine Wohl34 Y en el territorio de Nuevo México (cfr. ibidem, vol. II, pp. 530-531), los indios son los únicos que realizan obra de industria y artesanía (cobijas, vajillas, enseres domésticos, objetos de cuero, etcétera), mientras los blancos se dedican principalmente a la agricultura, ganadería y caza. 35 ‘‘¿No fueron los naturales cobrizos los sempiternos trabajadores, sirvientes y hasta las bestias de carga de los arrogantes invasores blancos a lo largo de los tres últimos siglos? ¿No facilitaron con su fuerza y actividad al gobierno de España y a los cientos de aventureros, pero cientos en verdad, que de ese país llegaron copiosamente a México pour chercher leur fortune [a hacer fortuna], la obtención de esas riquezas que asombraron al mundo y gracias a las cuales gente de la más ínfima extracción pudo obtener el rango y título de barón y conde? Además, ¡qué grandiosas las construcciones y qué admirables las obras de arte que realizaron antes de la Conquista!’’: ibidem, vol. I, pp. 238-239.

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tat zu erweisen, wenn man sie für immer unter die Vormundschaft der Weissen stellte. Während einer Reihe von Jahren waren die Indier, deren Freiheit die Königin Isabelle vergeblich ausgesprochen hatte, Sclaven der Weissen, welche sie sich ohne Unterschied zueigneten, und häufig darob in Streit geriethen. Diesem vorzubeugen, und, wie er wähnte, den Indiern Beschützer zu geben, führte der Hof von Madrid die sogenannten Encomiendas ein.36

Varios son los pasajes en que Mühlenpfordt hace ver que la nivelación legal y política proclamada por la Constitución de 1824 no ha significado un cambio decisivo en esto, pues aún se echa de menos el respeto efectivo a los legítimos derechos del indio.37 Precisamente muy al comienzo de su amplio capítulo sobre los tipos sociales y las costumbres en México, el hannoveriano señala que los blancos tratan todavía a los indios como a seres inferiores, pues saben que pueden hostigarlos y despreciarlos en forma impune.38 Pero es de destacarse que, aunque muy interesado en la cuestión de las relaciones productivas entre los grupos sociales, Mühlenpfordt no exagera el aspecto económico para erigirlo en la causa fundamental de la explicación histórica. Así, aunque la opresión colonial más visible y constante de los indios haya sido de signo económico, como lo demuestra ese alto nivel de vida conseguido por españoles y criollos a costa de ellos, su sojuzgamiento también se explica por las formas de organización política y administrativa. No solamente cultivó la metrópoli un régimen de separación entre los asentamientos de indios y los demás pobladores de la Nueva España, entronizando la desigualdad de unos y otros, sino que en un momento dado no vaciló en privar a las comunidades indígenas de sus ingresos, sin establecer siquiera una normatividad clara que fijara el destino de esos dineros.39 36 ‘‘En una época en que se discutía con toda seriedad si al indio se le debía contar entre los seres racionales, se creyó que con someterlos a la eterna tutela de los blancos se les hacía incluso un beneficio. Los indios, cuya libertad vanamente había proclamado la reina Isabel, quedaron así durante largos años como esclavos de los blancos, quienes los tomaron indistintamente en propiedad e incurrieron constantemente en pleitos por esta razón. Para evitar dichos pleitos y, según se decía, dar protectores a los indios, la corte de Madrid introdujo las llamadas encomiendas’’: ibidem, vol. I, pp. 232-233. 37 Por ejemplo, cfr. ibidem, vol. I, pp. 226 y 243. 38 Cfr. ibidem, vol. I, p. 204. 39 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 233-235. Si bien hay que decir que Mühlenpfordt ve en la introducción del régimen de intendencias bajo Carlos III una cierta disminución de la opresión ejercida durante siglos por los funcionarios intermedios. En el pasaje citado reconoce los esfuerzos del ministro de Indias José de Gálvez en este sentido.

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Pasemos ahora al detallado cuadro de costumbres contenido en el Ensayo, campo en el que su descripción resulta de lo más completa y articulada. Como en la generalidad de los escritos de inmigrantes y viajeros decimonónicos, la cuestión del carácter de los pobladores descritos recibe la atención privilegiada de Mühlenpfordt. Bueno será recordar aquí que la curiosidad de todos estos autores por el tema no se explica por el mero propósito de hacer un diagnóstico moral de los individuos, grupos o pueblos retratados. El auge de la ‘‘cuestión social’’ es una de las características centrales de la época, y uno de los rasgos más notables del Ensayo de Mühlenpfordt reside precisamente en llevar el análisis de las costumbres a un desentrañamiento que puede ser calificado ya de sociológico. Su identificación sistemática de tales y cuales hábitos con este o aquel otro grupo social, así como su definición de ciertos rasgos del carácter como los más característicos de tal o cual grupo, suscitan progresivamente en el lector una imagen muy completa de las conductas e impulsos que operan en la organización colectiva tomada en su sentido más amplio, sin que el autor deje de dar razón de los que se registran en ámbitos de la realidad más restringidos: el político, el legal, el económico, etcétera. El objetivo final de Mühlenpfordt es el de ofrecer un trazo general de los perfiles de la sociabilidad en el interior de cada grupo y de éste con los demás. Veamos ejemplos concretos de cómo ocurre este desciframiento de conductas y del carácter, paso previo a la definición de esas formas de sociabilidad (generales y sectoriales) que tanto interesan a Mühlenpfordt. Entre los rasgos más notables del carácter indígena, Mühlenpfordt destaca el hermetismo y la seriedad.40 En el pasaje recién citado no vacila nuestro autor en sostener que estas peculiaridades del carácter son independientes del estado de dominación a que los sometieron sus congéneres o los españoles. Respecto a los efectos que ese soguzgamiento sí pudo haber tenido en su carácter, sostiene que Eher dürfte die Störrigkeit und der Eigensinn, welche einen auffallenden Zug im Charakter der heutigen Indianer ausmachen, durch jene Ursachen hineingelegt worden sein. Es ist fast ganz unmöglich, den Indier zu irgend Etwas zu bewegen, was er sich vorgenommen hat, nicht zu tun. Heftigkeit, 40

Cfr. ibidem, vol. I, p. 236.

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Drohungen, selbst körperliche Züchtigung, helfen eben so wenig als das Anbieten von Geld und Belohnungen; eher noch helfen Überredung, Bitten und Schmeichelei.41

Tal conocimiento lo ha adquirido Mühlenpfordt en sus experiencias de trabajo en las minas de Oaxaca, donde el grueso de la mano de obra lo forman precisamente los indios. También en esto ha sido muy pobre el éxito de los europeos al querer renovar las técnicas de explotación. Pero la poca afición de los indígenas a la acumulación de ganancias es otro rasgo del carácter que debe ser tomado muy en cuenta al explicar sus comportamientos sociales. La posesión del dinero tiene para ellos otro sentido que para la población blanca de México o de otros países. Que incluso cuando tienen grandes ingresos opten por vivir en casas muy sencillas, totalmente desprovistas de lujo o incluso de comodidades, es algo que da idea del poco prestigio social que conceden al dinero. En este punto, por cierto, los indígenas suelen revelarse unos consumados individualistas, asegura Mühlenpfordt, quien ha sabido de casos en que un padre de familia rico prefiere no traspasar en herencia su ‘‘tesoro’’42 a sus descendientes, entre otras razones porque quiere incitarlos a llevar una vida activa y no dependiente de los éxitos del progenitor.43 Mencionado el punto, preciso es decir que esta actitud patriarcal y autosuficiente de los indios viejos frente a los jóvenes caracteriza también a este grupo humano de México en su comportamiento político, según Mühlenpfordt. Revelador a este respecto es el siguiente pasaje de su Ensayo: Man bemerkt häufig in den Indianerdörfern alte Männer, welche von jedem Vorüergehenden durch Abziehen des Hutes und tiefe Verbeugung ehrerbietig gegrüsst werden. Jüngere Leute, selbst Frauen, sieht man sich auf die ihnen würdevoll dargebotene Rechte jener Alten zum Handkusse hinab41 ‘‘Más bien serían la terquedad y la obstinación que caracterizan de forma notable el carácter indígena actual las que podrían ser consecuencias de aquellas causas. Es casi del todo imposible inducir al indio a que realice algo que se haya propuesto no hacer. Vehemencia, amenazas y hasta castigos corporales son de tan poca utilidad, lo mismo que el ofrecimiento de dinero o recompensas; en tal situación resultan de más ayuda la persuasión, el ruego y la adulación’’: idem. 42 Puesto que suelen enterrar su dinero. 43 Cfr. ibidem, vol. I, p. 241. En mi ya citado libro Visión extranjera de México, pp. 61, 137, 153-154, he aludido a la situación monetaria que prevalecía por entonces en el país, con lo que se enriquece y da su justa dimensión a la explicación de Mühlenpfordt sobre los ‘‘entierros de dinero’’ practicados por los indios.

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neigen. Dieser erfolgt jedoch nicht wirklich. Der Grüssende macht nur die Geberde des Küssens über der dargebotenen Hand, berührt diese aber weder mit seinen Fingern noch mit seinen Lippen. Diese Greise sind die Häupter der alten Adelsfamilien.44

El respeto mostrado hacia esta gente de edad se relaciona también con el hecho de que los funcionarios municipales de los pueblos indígenas aún son escogidos entre los miembros de esas viejas familias nobles. Pero, como veíamos, el rasgo aparecía desde que Mühlenpfordt señalaba esa conducta severa de los padres para con sus hijos, con lo que tenemos un claro ejemplo de cómo este autor subsume lo que se observa en lo político en una lógica de relaciones situadas en un orden más amplio. El carácter indígena se toma como trasfondo de las conductas en todos los ámbitos. En cuanto a los nexos entre padres e hijos pequeños hay que aclarar, sin embargo, que este alemán encontró una tónica de gran ternura y delicadeza, a veces excesiva.45 También se interesa este autor por la índole de las relaciones entre marido y mujer, respecto de las cuales dice que suelen ser pacíficas, pues rara vez ocurren los pleitos abiertos. Eso sí, no se les podría caracterizar como de apego estricto a la fidelidad inmaculada. De cualquier manera, el hecho es de que hay unión y que las mujeres ejercen una fuerte influencia en los varones, pues saben manejar las cosas cuando el marido se encuentra alcoholizado, situación muy frecuente. Presentados los rasgos básicos de la sociabilidad indígena, tal como existe entre los propios indios, veamos ahora el perfil de las relaciones entre los indios y los que no pertenecen a su comunidad. En su trato con el blanco el indio exhibe, por una parte, la faceta más dura de su carácter, que es esa obstinación surgida de su prolongada condición de explotado. El rasgo ha sido ya mencionado al hablar de su conducta en el trabajo. Sin embargo, por el momento es de señalarse otro elemento frecuente en la relación de los indios con los demás pobladores de México: la astucia y el disimulo. Mühlenpfordt atribuye esto al hecho de que los naturales no han olvidado su antigua condición de señores de la tierra, al grado de 44 ‘‘En los pueblos de indios se ve frecuentemente a hombres ancianos a los que saludan respetuosamente todos los transeúntes, ya sea quitándose el sombrero o inclinándose profundamente ante ellos. Los jóvenes, incluidas las mujeres, se inclinan ante estos ancianos que graciosamente les tienden la mano derecha para que les impriman en ella un beso, aunque no lo hacen, porque el que saluda se limita a hacer el gesto, ya que no le tocan la mano ni con los dedos ni con los labios. Estos ancianos son las cabezas de las antiguas familias nobles’’: Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. I, p. 244. 45 Para el cuadro de las relaciones familiares del indio, véase ibidem, vol. I, pp. 246-247.

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considerarse con derecho a expulsar a los mismos criollos aunque no tengan los medios y la oportunidad.46 En consecuencia, nunca se disgusta más un indio que cuando un individuo ajeno a su comunidad o su grupo cercano quiere tratarlo como a un inferior. Si, por el contrario, se le aborda en forma amistosa, las cosas resultan distintas: Dünkelvolles Entgegentreten und Vornehmthun regt seinen natürlichen Stolz, Härte seinen Eigensinn auf, und macht ihn störrig und widerspänstig. Behandelt man ihn aber mild, und ohne Stolz, zeigt man ihm Vertraulichkeit und ein herzliches, freundschaftliches Benehmen, bittet man ihn um schuldige Dienstleistungen wie um Gafälligkeiten, verschmäht man es nicht, ihm gelegentlich zu schmeicheln, ihn sich gleich zu stellen, und ihn ‘‘hermano’’ und ‘‘amigo’’ zu nennen, rügt man etwaige Fehler, Nachlässigkeiten oder Versehen zwar mit Ernst, aber ohne Heftigkeit und Härteso legt der Indier bald sein Misstrauen, seine düstere Verschlossenheit ab, zeigt sich willfährig, zutraulich, hingebend...47

En tales condiciones el indio será el colaborador más leal y dedicado que pueda haber, por ejemplo como criado durante algún viaje o recorrido. Con base en lo anterior el lector aprecia ya en qué sentido se puede decir que Mühlenpfordt aborda las formas de sociabilidad en diversos planos de estudio. Pero importa recordar que uno de los principales méritos de su escrito es la feliz convergencia de perspectiva histórica y sociológica. Un ejemplo notable de tal convergencia es la conciencia de Mühlenpfordt respecto al fenómeno de la transmisión y asimilación cultural para efectos de explicación social. No le es desconocido a nuestro autor que entre los indios existen fuertes diferencias en cuanto a su nivel de riqueza y que los más ricos han venido a adoptar ciertos elementos culturales propios de los españoles. Así ha podido constatar, por ejemplo, que algunos de ellos acostumbran construirse casas grandes y del mismo estilo que las de los blancos.48 La perspectiva histórica es aquí fundamental, Cfr. ibidem, vol. I, p. 238. ‘‘Abordarlo con arrogancia o con aires de importancia despierta su natural orgullo, y si se hace con dureza, su terquedad. Entonces se mostrará inflexible y renuente. Pero si se le trata con dulzura y sin orgullo, si con una conducta cordial y amistosa se le muestra confianza y se le pide el cumplimiento de las obligaciones contraídas como si se tratara de favores, sin olvidar acercársele ocasionalmente en forma lisonjera, como iguales, para llamarle hermano y amigo y reprocharle sus faltas, negligencias o errores con seriedad y sin acaloramiento o dureza, entonces el indio abandonará su desconfianza y lúgubre hermetismo, para volverse confiable y entregado...’’: ibidem, vol. I, p. 246. 48 Cfr. ibidem, vol. I, p. 241. 46 47

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pues una transmisión cultural definitiva en cuanto a formas y hábitos de vivienda suele darse en períodos largos. Sin embargo, en el caso concreto la asimilación del elemento cultural no es total, pues el indio no amuebla las casas ni las habita exactamente como los blancos. En lugar del ajuar que uno esperaría encontrar en esas construcciones espaciosas, la sala principal consta de una mesa austera y unas cuantas sillas, así como del típico altar dedicado a la Virgen o a algún santo (tan del gusto indígena pero no de nuestro autor). De esta manera, la diferencia frente a los indios vecinos de nivel económico inferior, a efectos de vida cotidiana, resulta mínima. Es de advertir que esta conciencia de la transmisión de elementos culturales entre grupos étnicos diversos también se manifiesta en la idea que el hannoveriano se forma del carácter de los bailes ‘‘nacionales’’ (entiéndase en este contexto los de los criollos y mestizos), que le parecen tan melancólicos como los indígenas.49 Sin duda, sería injusto no reconocer que el alemán lleva a efecto una aproximación interesante que apunta un tanto vagamente a la noción de síntesis cultural,50 sin que pueda hablarse, por otra parte, de un modelo de aculturación o interacción cultural. Queda claro que el punto fuerte del proceder de Mühlenpfordt es su fina capacidad analítica que le permite desprender distintos planos de aproximación. El resultado de este plan de trabajo es afortunado: aunque al principio de su relación sobre los grupos de población ha utilizado los términos de indio, mestizo o blanco a partir del color de la piel, el cuadro social resultante implica que estas designaciones se han convertido en auténticas categorías sociales e incluso culturales cuyo significado es mucho más complejo que el primero, que era de tipo étnico si no es que francamente racial. Me inclino a pensar que pocos autores del siglo XIX han exhibido tanto tino y método en la empresa de la descripción social de México como Mühlenpfordt. Deliberadamente he soslayado un punto central de la visión de Mühlenpfordt, hasta el grado que me permite presentar ya las conclusiones finales de este ensayo. Me refiero a lo que este alemán opina sobre el estado moral y religioso de los indios mexicanos, tema tratado muy extensamente ----acaso más que cualquier otro---- en el cuadro de costumbres indígenas del Ensayo y en el que detecto una faceta decisiva de su comprensión del indio mexicano. Cfr. ibidem, vol. I, p. 301. Sin duda, en esto podemos ver un apoyo del ‘‘etnógrafo’’ Mühlenpfordt al ‘‘sociólogo’’ Mühlenpfordt. 49 50

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Para Mühlenpfordt, la cristianización española del indígena constituye el aspecto más negro del pasado colonial, período que en sí le parece muy censurable. El párrafo siguiente resume su opinión sobre ese proceso evangelizador: Gewöhnt an die Ausübung einer langen Reihe vorgeschriebener religiöser Gebräuche, fanden die Indier sich leicht in die, welche der daran so reiche katholische Ritus ihen vorschrieb. Die vielen Kirchenfeste, die Feuerwerke, welche an ihnen zur Ehre Gottes und der Heiligen abgebrannt werden, die Processionen, etc., wurden für sie eben so viele Quellen der Unterhaltung und des Vergnügens. Im Heiligendienste der katholischen Kirche dessen eigentliche Bedeutung ihnen verborgen blieb- fanden sie den Bilderdienst ihrer alten Religionen wieder.51

Es decir, la introducción de un nuevo culto fue un mero espejismo, ya que tras el ropaje del ritual católico sobrevivieron los viejos hábitos de la religión pagana. Respecto de esta apreciación de las cosas, cabe decir que de ninguna manera representa una novedad entre las obras extranjeras decimonónicas relativas a México, sobre todo las de procedencia anglosajona.52 Sin embargo, la perspectiva de Mühlenpfordt presenta ciertas peculiaridades que la hacen distinta de la de los autores ingleses y norteamericanos ----e incluso de otros alemanes---- de esos mismos años. Entre ellas destaca su permanente recurso al factor histórico y su interés por el nivel de cultura que muestran las sociedades. De ello surge una explicación del fenómeno en la que el catolicismo ritualista y espectacular no es tanto un medio de manipulación de la población pobre y carente de educación por las elites o el clero (la interpretación más común entre los anglosajones) sino una genuina expresión de la pobreza cultural que afecta y envilece a una sociedad entera. La pobreza cultural en cuestión se manifiesta en la incapa51 ‘‘Acostumbrados como lo estaban a toda una serie de ceremonias religiosas ya prescritas, los indios se acomodaron fácilmente a las que ahora les dictaba el culto católico, tan rico en ellas. Las numerosas fiestas de la Iglesia, los fuegos artificiales que para gloria de Dios y de los santos se encienden en ellas, las procesiones, etc., se convirtieron para ellos en fuentes de un mismo entretenimiento y placer. Con el oficio sagrado de la Iglesia católica, cuyo significado verdadero les permanecía oculto, recuperaron el culto a las imágenes característico de sus antiguas religiones’’: ibidem, vol. I, pp. 252-253. 52 Ejemplos de ello en Ortega y Medina, Juan A., México en la conciencia anglosajona, México, Antigua Librería Robredo, 1955, pp. 95-100, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 69-70 y 113-116.

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cidad o falta de voluntad para favorecer una aproximación intelectual al cristianismo. Así, lejos de quedar en un mero instrumento de dominación política o de clases, la práctica católica colonial revela la esencia profunda de un período histórico tricentenario. Atiéndase a las afirmaciones siguientes: Die heutigen, ansässigen Indier, welchen die Eroberer statt der alten, von ihnen absichtlich zerstörten, einen niedrigen Grad einer, der europäischen analogen Sittigung eingeimpft haben...53 Die mönchischen Glaubensboten, Franciscaner und Dominicaner, anfangs natürlich nur wenig bewandert in den indischen Sprachen, richteten ihr Augenmerk vorzüglich darauf, nicht, den Indiern Kenntnisse von den Grundsätzen und Lehren des Christentums beizubringen, sondern sie nur an die Ausübung des katholischen Ceremoniels zu gewöhnen.54 Bis jetzt hat sich practisch in beiden [ihrer politischen Lage und geistigen Entwicklung] noch wenig geändert, und wenig konnte sich ändern, so lange dem Indier keine Mittel gegeben sind, sich auszubilden und kein Anlass ihm geboten ist, aus seiner dreihundertjährigen Lethargie zu einem neuen thätigen Leben sich aufzuraffen.55

Las conclusiones últimas de este autor sobre la situación actual del indio traslucen, pues, una idea racionalista del desarrollo cultural. Aparentemente Mühlenpfordt abandona esa noción del continuum histórico que había manifestado, por ejemplo, en sus observaciones sobre la asimilación gradual de elementos culturales hispánicos por algunos individuos adinerados de la población indígena. Ahora nos presenta un juicio categórico sobre el pasado colonial, casi apodíctico, con la clara intención de descalificar toda una cultura o lo que le parece haber sido el núcleo más expresivo de ésta. Que la perspectiva de Mühlenpfordt identifica en la práctica católica colonial la índole de ‘‘toda’’ una cultura y por eso mismo 53 ‘‘Los actuales indios sedentarios, quienes como sucedáneo de aquella antigua civilización deliberadamente destruida por los conquistadores recibieron de éstos la inyección de una nueva, similar a la eurohispánica pero de bajo nivel....’’: Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. I, pp. 238-239. 54 ‘‘La atención principal de los frailes franciscanos y dominicos, misioneros de fe que en un principio estaban obviamente poco versados en lenguas indígenas, estuvo dirigida a familiarizar a los indios con la práctica del ceremonial católico y no a hacerles conocer los principios y doctrinas del cristianismo’’: ibidem, vol. I, p. 231. 55 ‘‘Hasta ahora los cambios ocurridos en ambos sentidos [de mejoramiento político e intelectual del indio] son definitivamente escasos; pero poco era, pese a todo, lo que podía cambiar, mientras el indio no obtuviera los medios para formarse, ni el motivo para despertar de su tricentenario letargo a una vida más activa’’: ibidem, vol. I, p. 236.

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de ‘‘toda’’ una sociedad, queda elocuentemente demostrado por su conciencia de que las clases altas (criollos) también participaron de ese régimen de estulticia y envilecimiento.56 Así, aunque nadie puede negar que en estos juicios late innegablemente el secular estereotipo protestante respecto al catolicismo hispánico, estimo que la interpretación de Mühlenpfordt vuelve a destacar por una feliz convergencia de interés histórico e interés sociológico. En su visión se percibe ese dilema que tanto preocupó a los filósofos de la historia alemanes en cuanto al problema de la irracionalidad constante de los comportamientos humanos,57 que en su caso le es planteado por las secuelas del régimen colonial que todavía se perciben en el México independiente. Como distintivo de la nueva época, la que a él le toca presenciar, el alemán recalca la profunda aspiración de los mexicanos a vivir en prosperidad y bajo el imperio de las luces. Es, pues, en el ámbito de la actividad intelectual y económica donde Mühlenpfordt encuentra los indicios más reveladores del advenimiento de una nueva época y una nueva sociedad en México, más coherentes con los parámetros de racionalidad. Esta orientación se explica, pues, por el medio intelectual de origen de este autor: asumirse ante todo como una conciencia integrada en el movimiento de la Aufklärung, la Ilustración, fue una actitud muy común en la Alemania de entonces. Pero sería injusto ignorar el peso del análisis sociológico de Mühlenpfordt en su posición al respecto. El hannoveriano está convencido de que gran parte de los mexicanos no toleran más la tutoría intelectual del clero ni el régimen de aislamiento en que durante tanto tiempo vivieron.58 El hombre de minas ve en la decisión de emanciparse del dominio español y de implantar el modelo republicano una prueba fehaciente de estas aspiraciones.59 Sin duda, uno de los principales méritos de Mühlenpfordt es su lograda presentación de los mexicanos como gente muy discreta y mesurada en su conducta social, por lo que deja concluir al lector que un modelo republicano federal corresponde mucho más a las costumbres nacionales que uno centralista y de ribetes aristocratizantes, como el vigente en las fechas en que publica su libro. 56 Cfr. ibidem, vol. I, p. 264, donde menciona que aún se encontraban huellas de fanatismo entre ellos. 57 Sobre esto, véase Ortega y Medina, Juan A., Teoría y crítica de la historiografía científicoidealista alemana, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1980, pp. 13-29. 58 Cfr. Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. I, pp. 326-327. 59 Cfr. ibidem, vol. I, p. 264.

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¿Cómo aparecen a fin de cuentas los indios mexicanos en el diagnóstico de Mühlenpfordt sobre el México de sus días y del futuro? Movido por una simpatía aún mayor que la de Humboldt hacia este sector, el hannoveriano no advierte ningún impedimento en la disposición física de los indios que pudiera determinar su incapacidad para participar en una sociedad normada por el desenvolvimiento intelectual. Mientras el primero había señalado que la principal facultad mental del indio era la imitación, el segundo no tiene reparos en afirmar su plena capacidad imaginativa y creativa.60 Mühlenpfordt es un admirador confeso de los logros de las grandes civilizaciones prehispánicas en cuanto a urbanismo, arte, organización social y ciencia. Pero también en esto destaca su notable conciencia de los aspectos sociales, pues sabe que desde esos años previos a la Conquista la gran falla de la comunidad indígena había sido la relegación sufrida por la población mayoritaria respecto a los beneficios de la ciencia y la cultura. Mientras este lastre arrastrado por siglos siga presente, nos hace ver, los indios no gozarán cabalmente de esas garantías y derechos ciudadanos proclamados por la Constitución de 1824 y las que puedan promulgarse después. El gran reto del Estado mexicano respecto al indio, hemos de concluir, es el de infundirle el ansia y los medios del mejoramiento intelectual, condición indispensable de cualquier otro avance. Mühlenpfordt mantiene abierto el interrogante sobre la suerte futura de los indios mexicanos: Der mexicanische Indier von 1900 wird sicher ein ganz Anderer sein, als der heutige. Ob aber die Kupferfarbenen sich jemals zu der Höhe rein geistiger und wissenschaftlicher Bildung aufschwingen werden, welche die Völker Europas heute vor allen anderen auszeichnet, und für welche die Kinder kaukassischen Stammes ein höheres Talent empfangen zu haben scheinen, als ihre dunkler gefärbten Brüder wer mögte es wagen, darüber jetzt entscheiden zu wollen?61 60 Cfr. ibidem, vol. I, p. 243. El pasaje de Humboldt relativo a la poca capacidad imaginativa del indio, en su Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, México, Porrúa, 1978, p. 64. Tampoco Carl Christian Sartorius estimó en mucho esa cualidad de los indígenas: cfr. Sartorius, Carl Christian, México hacia 1850, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1990, pp. 122, 139, 140, 143, 156, 222 y 226, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 91. 61 ‘‘El indio de 1900 será ciertamente muy distinto del actual. En cuanto a si alcanzará alguna vez el nivel de cultura puramente intelectual y científica que distingue a los pueblos europeos frente a todos los demás, y para lo cual los niños caucásicos parecen haber recibido un talento superior al de sus hermanos de piel más obscura, ¿quién se atrevería a decidirlo por el momento?’’: ibidem, vol. I, p. 243.

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Si el lector recuerda que esa aparente inadecuación del indígena para el cultivo intelectual es atribuida por Mühlenpfordt a la conjunción de opresiones económicas, sociales, políticas y religiosas, entonces no puede sorprenderse de que este autor prefiera dejar abierto este dilema. Pero de lo que este alemán no ha sentido duda alguna, es de la necesidad de recurrir a la perspectiva histórica para entender cabalmente la situación del indio mexicano.

CAPÍTULO QUINTO MATHIEU DE FOSSEY: SU VISIÓN DEL MUNDO INDÍGENA MEXICANO Manuel FERRER MUÑOZ* SUMARIO: I. El personaje y sus obras. II. La realidad nacional mexicana en tiempos de Fossey. III. Los juicios de Fossey sobre el México contemporáneo. IV. Conclusiones.

I. EL PERSONAJE Y SUS OBRAS Por el testimonio del mismo Mathieu de Fossey sabemos que su viaje a México estuvo vinculado con los sucesos de 1830 en Francia, que señalaron el final del reinado de Carlos X y el acceso al trono de Luis Felipe de Orleáns, que instauró una monarquía liberal. Las escasas simpatías de Fossey hacia el nuevo régimen político y la lectura de un folleto que acababa de publicar Laisné de Villevêque sobre la colonia de Coatzacoalcos acabaron de convencerle para mudar de aires: con ese propósito se trasladó a Le Havre donde, en compañía de un amigo, se dispuso a preparar lo necesario para la carga de un navío que debía conducirle a aquella región del istmo de Tehuantepec.1 Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, Paris, Henri Plon, 1857, pp. 4-5. El propio Fossey dejó expreso testimonio de sus simpatías por Carlos X, del escaso respeto que le inspiró el gobierno de Luis Felipe y de su oposición a las posiciones republicanas: cfr. ibidem, pp. 284-287, 444, 509-510 y 521. Son interesantes las coincidencias entre las biografías de Mathieu de Fossey y de Carl Christian Sartorius, que llegó a México huyendo de las persecuciones políticas y que, como Fossey, trabajó con entusiasmo para fomentar la colonización con europeos: cfr. Ortega y Medina, Juan A., ‘‘Científicos extranjeros en el México del siglo XIX’’, Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, México, 1988, vol. XI, pp. 14-15, y Sartorius, Carl Christian, México hacia 1850, estudio preliminar, revisión y notas de Brígida von Mentz, pp. 39-45, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1990. * 1

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Villevêque había obtenido una concesión de tierras del gobierno de México, a la orilla derecha del río Coatzacoalcos, con exención durante diez años de los derechos de entrada sobre los útiles que se introdujeran en la colonia que planeaba establecer. Asociado con otro ciudadano francés, pensó ingenuamente en la viabilidad inmediata del proyecto que había concebido y, sin más reflexión, lanzó una campaña propagandística que, en muy poco tiempo, atrajo a Coatzacoalcos a varios centenares de franceses que pusieron rumbo al golfo de México, en el curso de sucesivas expediciones.2 Fossey tenía para entonces escasamente veinticinco años. La trágica suerte que correspondió a los colonos que llegaron a Coatzacoalcos entre 1829 y 1830 es de sobra conocida. El desastroso desenlace de la empresa abrió un prolongado compás de espera para los proyectos colonizadores de Tehuantepec,3 que se reanudaron en 1854 cuando, por vez primera, se confiaron las labores de deslinde a una compañía particular.4 Durante ese intervalo hubo, sí, un breve y fallido intento colonizador: el que se llevó a cabo en Nautla, entre Veracruz y Tuxpan, para fundar una colonia francesa, la de Jicaltepec: mais il arriva là ce qui avait déjà causé le désastre de celle du Goatzacoalco: le directeur de la colonie montra une incurie fatale au succès de l’entreprise, et les colons ne tardèrent pas à se disperser. Quelques familles cependant restèrent à Jicaltepec et parvinrent à force de travail et de constance à surmonter l’horrible misère qui les accueillit à leur arrivée. Elles possédaient naguère de petites habitations bien cultivées qui leur donnaient une existence facile, lorsque l’ouragan de 1853 anéantit leur bienêtre et les plongea une seconde fois dans la misère.5 2 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, pp. 4-5. Véase también ibidem, p. 484, y Brasseur, Charles, Viaje al istmo de Tehuantepec, México, Fondo de Cultura Económica, 1981, p. 35, nota 14. 3 Cfr. Berninger, Dieter George, La inmigración en México (1821-1857), México, Secretaría de Educación Pública, Sep-Setentas, 1974, pp. 69-74 y 174-175. 4 Cfr. Aboites Aguilar, Luis, Norte precario. Poblamiento y colonización en México (17601940), México, El Colegio de México-Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 1995, p. 55. 5 ‘‘Pero ocurrió allí lo mismo que había causado el desastre de la de Goatzacoalco: el director de la colonia manifestó una incuria que resultó fatal para el éxito de la empresa, y los colonos no tardaron en dispersarse. Sin embargo, algunas familias permanecieron en Jicaltepec y, a fuerza de trabajo y de constancia, lograron sobreponerse a la horrible miseria que los acogió a su arribo. Apenas poseían unas pequeñas viviendas, aunque lo que plantaban les procuraba una existencia fácil; pero la llegada del huracán de 1853 acabó con su bienestar y las sumergió por segunda vez en la miseria’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 318).

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Arraigado durante largos años en la República mexicana, Fossey visitó y residió en varias ciudades: algunas sólo de paso, como Alvarado y Veracruz. A principios de 1837, cuando se cumplían seis años de su llegada a Coatzacoalcos, se trasladó a Oaxaca, donde pasó momentos difíciles, a raíz de la expulsión de franceses decidida por el gobierno mexicano después de la intervención militar de Francia en 1838, y adonde regresó en 1849 (véase infra). En la ciudad de México, donde se instaló en 1843 a la vuelta de un decepcionante viaje a Francia (véase infra), le sorprendieron la revuelta de los polkos y la guerra entre México y Estados Unidos (véase infra), y asistió al fracasado pronunciamiento federalista de Urrea y Gómez Farías del 15 de julio de 1840. Disponemos de noticias que nos informan de que en el año 1845 se ganaba la vida dando clases de francés en su domicilio.6 En Guanajuato vio la luz uno de sus libros, y dirigió las escuelas normales del estado por designación de su gobernador, Octaviano Muñoz Ledo. También ocupó la cátedra de gramática general e idioma castellano del Colegio Nacional. Su estancia en Colima duró tres años, y estuvo marcada por la insatisfacción de no poder ejercer el cargo de director de una escuela normal, para el que había sido nombrado, a causa de la sucesión de conflictos internos que impidieron el desarrollo de su trabajo.7 La estrecha vinculación de Fossey con el país que le brindó acogida se corrobora por su condición de miembro honorario del Instituto Geográfico y Estadístico de la República Mexicana, que adquirió a propuesta del conde de la Cortina y en reconocimiento por su labor intelectual, de la que daban fe las obras que, para entonces, había publicado en México:8 Viage á Méjico, México, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1844, de la que nos ocuparemos más adelante; Método que se ha de seguir para aprender el francés o enseñarlo, México, Ed. R. Rafael, 1848, y Compendio de gramática castellana, con anotaciones para la ilustración de los profesores de primeras letras, por Mathieu de Fossey, catedrático de gramática general é idioma castellano en el Colegio Nacional de Guanajuato, exdirector de las Escuelas normales de ambos sexos del mismo Estado y del 6 Cfr. Díaz y de Ovando, Clementina, ‘‘Viaje a México (1844)’’, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, t. II, vol. XIII, núm. 50, 1982, p. 164. Es el momento de destacar la importancia de esta investigación pionera sobre Mathieu de Fossey, realizada con el rigor que es habitual en quien hoy desempeña tan satisfactoriamente su oficio de cronista de la Universidad Nacional Autónoma de México. 7 Cfr. idem. 8 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, pp. 4-5. Véase también ibidem, p. 544.

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Territorio de Colima, miembro titular de la imperial Academia de Dijon, y corresponsal de varias sociedades literarias, Guanajuato, Tip. de Juan Evaristo Oñate, 1855 (reimpreso con ligerísimas modificaciones en 1861, en Aguascalientes, Establecimiento Tip. de Ávila y Chávez, y México, Imprenta de Andrade y Escalante; y en 1895, por Vindel). Además de los libros mencionados, Mathieu de Fossey escribió Le Mexique, del que existen dos ediciones en francés (Paris, Henri Plon, 1857 y 1862, y una reimpresión en 1926). Una versión primera de ese texto, más breve, y sin las notas que ilustran Le Mexique, es el ya referido Viage á Méjico, que publicó en México por entregas la imprenta de Ignacio Cumplido, en 1844,9 y que sería objeto de varias reediciones: Porrúa, 1931 y 1949, y Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994. Sabemos, en fin, de unas Cartas sobre Méjico que, según se ufanaba el propio Fossey, se habían publicado antes de Viage á Méjico, con excelente acogida de parte del público.10 No obstante su aprecio hacia el país donde transcurrió la mayor parte de su vida, Mathieu de Fossey se sintió siempre muy francés, aunque experimentó un profundo desengaño cuando tuvo ocasión de regresar a Francia, a los diez años de haberse embarcado para Coatzacoalcos. En 1843 estaba otra vez de vuelta en la ciudad de México, de donde pasó al occidente de la República: no regresaría a la capital sino hasta 1848.11 Una manifestación del apego de Fossey a su patria chica y del amor que profesaba a la ciudad de Dijon, donde transcurrieron sus primeros años,12 es la explícita mención que se hace en uno de los libros que escribió en México de su condición de miembro titular de la Academia Imperial de Dijon. Los últimos años de la vida de Fossey debieron de estar marcados por el desengaño de quien, habiendo depositado sus esperanzas de un futuro mejor en el Imperio que, personalizado en Maximiliano, se asentó en Mé9 Aunque la portada de Viage á Méjico remita al año 1844, el reparto de las entregas no se inició hasta enero de 1845, y se prolongó hasta junio del mismo año: cfr. Díaz y de Ovando, Clementina, ‘‘Viaje a México (1844)’’, pp. 159 y 162. 10 Cfr. Fossey, Mathieu de, Viage á Méjico, México, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1844, p. 6. 11 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 387, y Fossey, Mathieu de, Viaje a México, prólogo de José Ortiz Monasterio, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994, pp. 15 y 21. Aprovecho la ocasión para dejar testimonio de mi agradecimiento a mi buen amigo José Ortiz Monasterio, por sus valiosas sugerencias y sus indicaciones, que me han permitido afinar puntos de vista y acercarme a Mathieu de Fossey con la familiaridad que proporcionan los amigos comunes. 12 Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 423, y Fossey, Mathieu de, Viaje a México, prólogo de José Ortiz Monasterio, p. 12

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xico por iniciativa de Napoleón III, había visto naufragar la aventura intervencionista. Comentarios tan ácidos como los que sobre Fossey realizó Guillermo Prieto, el 22 de mayo de 1864,13 no dejarían de repetirse con dolorosa insistencia hasta la muerte del francés, acaecida en 1870.14 Durante esa última etapa de su vida, Mathieu de Fossey no andaba sobrado de recursos, y se veía obligado a dedicarse con afán a las tareas docentes que habían absorbido buena parte de su actividad profesional. La Sociedad, periódico político y literario que se editaba en la capital de la República, informaba en el número correspondiente al 4 de enero de 1865 de su trabajo como director del Colegio Francés de enseñanza secundaria para varones. Sabemos también que, con su hermanda Prudencia, dirigía una casa de educación para niñas.15 II. LA REALIDAD NACIONAL MEXICANA EN TIEMPOS DE FOSSEY La presencia de Fossey en México no se explica sino en el contexto de la política colonizadora que, a trancas y barrancas, trataron de poner por obra los primeros gobiernos mexicanos, después de obtenida la Independencia de España. Uno de los presupuestos de este programa, más o menos explícito según los casos, era la necesidad de blanquear el país a través del mestizaje, o mediante un fuerte incremento de la población de raza blanca, cuyo predominio numérico acabaría por imponer su modo de vida al de los atrasados indios, y repudiar sus toscas manifestaciones culturales.16 Uno de los incipientes pregoneros de esa solución fue Simón Tadeo Ortiz de Ayala que, ya en 1822, había consignado: ‘‘mientras esta clase de hombres aislados [los indígenas] se aproxime a los descendientes de europeos, más se identificarán en la sociedad, y se civilizarán con fruto del Estado; éste es un negocio de la mayor importancia que exige todos Cfr. Díaz y de Ovando, Clementina, ‘‘Viaje a México (1844)’’, p. 164. Cfr. Covarrubias, José Enrique, Visión extranjera de México, 1840-1867, vol. I: El estudio de las costumbres y de la situación social, México, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora-UNAM, 1998, p. 88. 15 Cfr. Díaz y de Ovando, Clementina, ‘‘Viaje a México (1844)’’, p. 164. 16 La importancia que en una etapa ya muy avanzada del siglo seguía concediéndose a la colonización como vehículo para la ‘‘elevación’’ de los indígenas se confirma por estas palabras de Anselmo de la Portilla: ‘‘es preciso hacer que los indios sean de veras hombres, y para ello hay que derribar los muros que los separan de las otras razas: es preciso que entren en el movimiento general, á correr la suerte de todos los demas ciudadanos’’: Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, México, Imprenta de Ignacio Escalante, 1871, p. 102. 13 14

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los desvelos del gobierno’’:17 un gobierno que, como proclamaba el secretario de Relaciones aquel mismo año, había dejado de mirar con ceño la habilidad de los extranjeros, y había abandonado los prejuicios que estorbaron su llegada antes de la Independencia.18 Todavía en tiempos del Imperio de Iturbide, Tadeo Ortiz ponderó la conveniencia de colonizar el istmo de Tehuantepec y de erigir una provincia y un gobierno local, ‘‘desmembrando una parte de las provincias de Oaxaca y Chiapas, hasta los puertos de Tehuantepec, Guatulco y Tonalá, comenzando con abrir el famoso puerto de Coatzacoalcos’’.19 De modo concorde con las aspiraciones enunciadas por Tadeo Ortiz, el decreto del 14 de octubre de 1823 erigió la provincia del istmo, formada por las jurisdicciones de Acayucan y Tehuantepec;20 pero, ‘‘persuadídose el soberano congreso de los inconvenientes que debia producir en la práctica la desmembracion del territorio del Estado de Oaxaca y del de Veracruz’’,21 mudó de criterio y dispuso, por el artículo 7o. del Acta Constitutiva de la Federación, que ‘‘los partidos y pueblos que componían la provincia del istmo de Huazacoalco, volverán a las que antes han pertenecido’’. La dependencia directa de Oaxaca tampoco reportó beneficios para los indígenas del istmo,22 que vieron seriamente perjudicados sus intere17 Ortiz de Ayala, Simón Tadeo, Resumen de la estadística del Imperio Mexicano, 1822, México, Biblioteca Nacional-UNAM, 1968, p. 20. 18 Cfr. Aboites Aguilar, Luis, Norte precario, pp. 44 y 54. Algunos datos relevantes sobre Tadeo Ortiz, en Silva Herzog, Jesús, ‘‘La tenencia de la tierra y el liberalismo mexicano. Del grito de Dolores a la Constitución de 1857’’, en varios autores, El Liberalismo y la Reforma en México, México, UNAM, Escuela Nacional de Economía, 1973, pp. 675-680. 19 Ortiz de Ayala, Simón Tadeo, Resumen de la estadística del Imperio Mexicano, 1822, p. 59. 20 Cfr. Dublán, Manuel y Lozano, José María, Legislación mexicana ó Colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la República, México, Imprenta del Comercio, a cargo de Dublán y Lozano, Hijos, 1876-1890, t. I, núm. 371, pp. 682-684 (14 de octubre de 1823); Orozco, Wistano Luis, Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos, por el Licenciado..., México, Imp. de El Tiempo, 1895, vol. I, pp. 183-185, y Berninger, Dieter George, La inmigración en México (1821-1857), pp. 65-66. 21 Intervención de Nicolás Rojas ante el Congreso Constituyente de 1856-1857, 19 de diciembre de 1856 (Zarco, Francisco, Historia del Congreso Estraordinario Constituyente de 1856 y 1857, Estracto de todas sus sesiones y documentos parlamentarios de la epoca (edición facsimilar de la de México, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1857), México, H. Cámara de Diputados, Comité de Asuntos Editoriales, 1990, vol. II, pp. 692-693). 22 Habitaban en la región cinco grupos étnicos, que conservaban su organización social y sus modos de vida peculiares, desconocían en la práctica a las autoridades del gobierno y, con excepción de los zapotecos, permanecían casi al margen de las influencias occidentales. Además de los zapotecos, poblaban Tehuantepec mixes, zoques, huaves y chontales: cfr. González y González, Luis, El indio en la era liberal, Obras completas, México, Clío, 1996, vol. V, pp. 271-275. Sobre los cuatro últimos pueblos, cfr. Covarrubias, Miguel, El sur de México, México, Instituto Nacional Indigenista, 1980, pp. 78-100, y sobre los zapotecos, cfr. ibidem, passim.

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ses por la orientación anticomunal y uniformizadora de las leyes aprobadas por la Legislatura de Oaxaca a lo largo de 1824. Otra disposición estatal, de 1825, que otorgaba a un particular el monopolio de los depósitos de sal de Tehuantepec,23 atizó el descontento indígena y calentó un ambiente ya de por sí enrarecido. En fin, la ley agraria del estado de Oaxaca de 1826 privó de carácter representativo a las autoridades de las comunidades, que se vieron inhabilitadas para defender los intereses de sus subordinados en los litigios.24 Las condiciones estaban creadas para el inicio de la acción armada, que amenazaba con desbordar los límites del estado de Oaxaca y echar por tierra las laboriosas gestiones de Tadeo Ortiz, que había logrado interesar a Miguel Barragán, gobernador de Veracruz, en la colonización del ‘‘majestuoso Coatzacoalcos’’.25 Los primeros intentos por atraer mano de obra europea coincidieron en el tiempo, paradójicamente, con las expulsiones de españoles decretadas en 1827 y 1829 por el presidente Vicente Guerrero. Fossey fue testigo en 1831 del regreso masivo de españoles que, arrojados de la República tres años atrás, volvieron para reintegrarse a sus familias, aprovechando las facilidades que les proporcionaba Anastasio Bustamante: chaque navire venant d’Europe ou de la Nouvelle-Orléans ramenait quelques-uns de ces exilés, qui salutaient du doux nom de patrie cette terre où ils allaient retrouver une épouse, des enfants, des parents, qui, nés sur le sol mexicain, avaient pu y rester pour veiller aux intérêts des absents. Ce n’était pas que la loi d’expulsion de 1828 eût été rapportée; mais le président Bustamante, qui avait supplanté Guerrero, favorisait ouvertement les Espagnols, dont le parti était étroitement lié d’intérêt à celui du clergé et de l’aristocratie, qui l’avait porté au pouvoir.26 23 El papel desempeñado por las salinas en la economía del istmo y las peculiaridades de su explotación y de su comercialización han sido estudiados por Leticia Reina: cfr. Reina Aoyama, Leticia, ‘‘Los pueblos indios del istmo de Tehuantepec. Readecuación económica y mercado regional’’, en Escobar Ohmstede, Antonio (coord.), Indio, nación y comunidad en el México del siglo XIX, México, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos-Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 1993, pp. 148-149. 24 Cfr. ibidem, pp. 140-141. A fines del siglo XIX seguía suscitando dudas la difícil cuestión de la representación de las extinguidas comunidades en los juicios sobre reducción a propiedad particular de las tierras que poseyeron las comunidades en otros tiempos. Juristas tan ilustres como Ignacio L. Vallarta y Silvestre Moreno defendieron interpretaciones contrarias: cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 473-476. 25 Cfr. Berninger, Dieter George, La inmigración en México (1821-1857), p. 68. 26 ‘‘Cada navío que venía de Europa o de Nueva Orleáns traía a algunos de estos exilados, que saludaban con el dulce nombre de patria a esta tierra donde iban a encontrar a una esposa, unos hijos,

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Aquel año de 1828 apareció un artículo de prensa en un periódico belga, L’Industriel, que se editaba en la ciudad de Bruselas, con el título de ‘‘Colonia de Coatzacoalcos’’. Su autor era el italiano Claudio Linati, introductor del arte litográfico en México, que también dio por entonces a la imprenta una obra llamada Trajes civiles, militares y religiosos de México, en la que aparecía una litografía ----‘‘Miliciano de Guazacualco’’---- a la que acompañaba un texto referente a los proyectos del gobierno mexicano sobre la región de Coatzacoalcos, que esperaba convertir en una importante base militar y comercial, merced al impulso que representarían la construcción de un nuevo puerto en la desembocadura del río de aquel nombre y de una vía terrestre que comunicara los litorales del Pacífico y del Atlántico.27 No tardó en llegar el declive de los primeros asentamientos fundados por colonos extranjeros. Mathieu de Fossey atestigua el abandono de Boca del Monte, un pueblecito fundado por Tadeo Ortiz a escasa distancia del río Coatzacoalcos, entre Tehuantepec y Guichicovi, la capital de los mixes: los franceses que se instalaron allí fueron expulsados por la multitud de insectos y por el convencimiento de que nada podían hacer contra la soledad y la falta de atención de las autoridades.28 La traumática guerra entre México y Estados Unidos,29 que se apoderaron de la mitad del territorio nacional, volvió a agudizar la conciencia de que urgía poblar el país con gentes trabajadoras e industriosas: por eso, el presidente José Joaquín Herrera señaló la colonización como el único remedio frente a los males que afligían a la nación; y por eso también el decreto del presidente Antonio López de Santa Anna, que invitaba a establecerse en México a los católicos de la vieja Europa.30 unos padres, que, nacidos en suelo mexicano, habían podido permanecer en él para velar por los intereses de los ausentes. No es que la ley de expulsión de 1828 hubiera sido revocada, sino que el presidente Bustamante, que había suplantado a Guerrero, favorecía abiertamente a los españoles, cuyo partido estaba estrechamente aliado por sus intereses al del clero y la aristocracia, que lo había llevado al poder’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 96). Sobre las leyes de expulsión de españoles, cfr. Ferrer Muñoz, Manuel, La formación de un Estado nacional en México (El Imperio y la República federal: 1821-1835), México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1995, pp. 169-173. 27 Cfr. Díaz y de Ovando, Clementina, ‘‘Viaje a México (1844)’’, pp. 163-164. 28 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 49. 29 Mathieu de Fossey debía de hallarse por entonces en la ciudad de México, pues, según él mismo nos informa, abandonó la capital de la República en 1848, circunstancia que le impidió conocer al nuevo representante diplomático de Francia, que había sido designado ese mismo año por el gobierno provisional que se instaló tras el derrocamiento de Luis Felipe: cfr. ibidem, p. 285. 30 Cfr. ibidem, p. 469; Dublán, Manuel y Lozano, José María, Legislación mexicana, t. VII, núm. 4,211, p. 84 (16 de febrero de 1854), y Orozco, Wistano Luis, Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos, vol. I, pp. 233-238. Esas llamadas específicas a europeos católicos pueden

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Fossey, que había vivido en carne propia la dolorosa experiencia de unos planes alocados de colonización, no se resistió a la tentación de explayarse sobre las razones que, a su juicio, explicaban el fracaso de aquellos llamamientos dirigidos a la población europea, que sí había respondido al señuelo de la emigración a Estados Unidos: pourquoi donc ces colons restent-ils sourds à l’appel tant de fois répété des Mexicains? C’est que ceux-ci n’ont rien fait pour obtenir leur préférence; ils ne leur ont pas même signalé un terrain pour leur premier établissement... La faute en est au pays lui-même: c’est lui qui se suicide. Elle doit retomber sur chaque citoyen en particulier; car celui qui élève le plus haut sa voix pour blâmer les chefs de l’État ne mérite pas moins qu’eux le reproche d’indifférence et d’apathie. Quel député a jamais fait entendre à la tribune, avec la ténacité de Caton, les paroles de salut qui, tôt ou tard, auraient eu le même succès que le delenda est Carthago? Quel État a jamais pris l’initiative pour la création d’une colonie, en proportionant les moyens à la fin qu’il se proposait? Oaxaca, Chiapa, Yucatan, attendent de l’augmentation de leur population blanche leur sûreté et leur richesse; cependant ces États n’ont encore pris aucune détermination à cet égard. L’ancienne loi de colonisation autorisait seulement le gouvernement d’Oaxaca à peupler l’isthme de Tehuantepec d’indigènes pris dans les villages du même État: singulière invention pour peupler un pays! Eh bien, la nouvelle loi de 1849 n’a pas été plus efficace pour coloniser la côte d’Huatulco.31

enlazarse con el decreto del 4 de enero de 1823, que garantizaba la protección de la libertad, propiedad y derechos civiles de los extranjeros que profesaran la religión católica, única del Imperio: cfr. González Navarro, Moisés, Los extranjeros en México y los mexicanos en el extranjero 1821-1970, México, El Colegio de México, 1993-1994, vol. I, pp. 44-45. 31 ‘‘¿Por qué, pues, permanecen sordos estos colonos a la llamada tantas veces repetida de los mexicanos? Resulta que éstos no han hecho nada por obtener su preferencia; no les han señalado un terreno para su primer establecimiento... La falta está en el mismo país: él es el que se suicida. La falta debe recaer en cada ciudadano en particular; pues el que más levanta la voz para censurar a los jefes de Estado no se hace menos merecedor que ellos al reproche por su indiferencia y su apatía. ¿Qué diputado ha hecho oír alguna vez a la tribuna, con la tenacidad de Catón, las palabras de salvación que, tarde o temprano, habrían tenido el mismo resultado que el delenda est Cartago? ¿Qué Estado ha tomado alguna vez la iniciativa para la creación de una colonia, proporcionando los medios para el fin que se proponía? Oaxaca, Chiapas, Yucatán esperan del aumento de su población blanca su seguridad y su riqueza; sin embargo, estos Estados no han adoptado aún ninguna resolución a este propósito. La antigua ley de colonización autorizaba al gobierno de Oaxaca solamente a poblar el istmo de Tehuantepec con indígenas de los pueblos del mismo Estado: ¡singular invento para poblar un país! Y bien, la nueva ley de 1849 no ha sido más eficaz para colonizar la costa de Huatulco’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, pp. 469-470). Véase también ibidem, pp. 474-475.

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Tal vez no reparaba Fossey, cuando criticaba las disposiciones para la colonización de Tehuantepec, en que existían precedentes que dotaban de racionalidad a las prevenciones de los legisladores de Oaxaca, cuando restringieron la colonización del istmo a indígenas del propio estado. Así, en enero de 1824, el diputado Demetrio del Castillo se había manifestado en contra de la separación del partido de Tehuantepec del estado de Oaxaca, y de que las instancias federales proyectaran colonizar esa región. Se corría el peligro, en la opinión de aquel diputado, de que los nuevos habitantes echaran mano ‘‘para sus trabajos de los infelices indios, abandonando el suyo propio, convirtiendose entonces de propietarios que ahora son en gañanes de los pobladores, quedandoles muy distante México para pedir el remedio á sus males, si tal vez resintiesen algunos daños ó vejaciones’’.32 Antes aún que Demetrio del Castillo, el propio José María Morelos había alertado en sus Sentimientos de la Nación acerca de los presumibles efectos indirectos perniciosos de la presencia de colonizadores foráneos en la región del istmo, y se había pronunciado por que ‘‘no se admitan extranjeros, si no son artesanos capaces de instruir y libres de toda sospecha’’.33 Nunca dudó Fossey sobre la eficacia económica de la colonización. Así, cuando recuerda la abundancia de oro y de plata que había en Oaxaca en 1812, cuando Morelos hizo su entrada en la ciudad ----eran tiempos muy buenos gracias al cultivo y comercialización de la cochinilla----, no puede evitar un deje de nostalgia que, va seguido de un motivo de esperanza: ‘‘ce temps de prosperité est passé, il ne reviendra que quand on colonisera ce beau pays’’.34 Y, al referir el aislamiento que rodeaba a las 32 Intervención de Demetrio del Castillo ante el Congreso, el 29 de enero de 1824: Acta Constitutiva de la Federación. Crónicas, México, Secretaría de Gobernación, Cámaras de Diputados y de Senadores del Congreso de la Unión, Comisión Nacional para la conmemoración del Sesquicentenario de la República Federal y del Centenario de la Restauración del Senado, 1974, p. 569 (29 de enero de 1824). 33 Sentimientos de la Nación, en Lemoine, Ernesto, Morelos. Su vida revolucionaria a través de sus escritos y de otros testimonios de la época, México, UNAM, Coordinación de Humanidades, 1991, p. 371. Cfr. Berninger, Dieter George, La inmigración en México (1821-1857), pp. 25-26. Las miras extranjeras sobre el istmo no harían sino agudizarse con el paso del tiempo. Aunque las Cortes españolas expidieron un decreto, el 30 de abril de 1814, por el que autorizaban la construcción de un canal entre los ríos Chimalapa y Coatzacoalcos, nada se llevaría a cabo por entonces. Para una visión general de las disputas posteriores por el control de la región, promovidas por intereses asociados a ese proyecto de comunicación interoceánica, cfr. Morales Becerra, Alejandro, ‘‘La disputa por Tehuantepec’’, Revista de la Facultad de Derecho de México, México, t. XLVII, núms. 215-216, septiembre-diciembre de 1997, pp. 237-286. 34 ‘‘Este tiempo de prosperidad ha quedado atrás, y no volverá hasta que se colonice este hermoso país’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 354).

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poblaciones indígenas de Chiapas, Tabasco y Yucatán, propuso como mejor solución la que, en un lenguaje figurado, había propugnado Vicente Rocafuerte: ‘‘une inondation des peuples d’Europe dans cette terre vierge pour y faire naître la richesse et y ennoblir les facultés de l’homme’’.35 En varios pasajes de Le Mexique encontramos referencias a la guerra que sostuvieron México y Francia en 1838: un suceso que, inevitablemente, trajo molestas consecuencias para los ciudadanos franceses que, como Fossey, residían en la República mexicana: de eso nos ocupamos más adelante. Sí quisiéramos recoger aquí el empeño con que Mathieu de Fossey se aplica a desmentir las explicaciones difundidas en su momento sobre las causas próximas de ese enfrentamiento armado. Al rechazar la voz común, que apuntaba a las reivindicaciones formuladas por un pastelero francés, que solicitó una indemnización de treinta mil piastras por los pasteles que se habían comido unos soldados mexicanos, Fossey recoge otra versión según la cual el incidente que dio origen a la reclamación de ochocientas piastras presentada por el encargado de negocios de Francia fue un robo cometido en Tacubaya por unos oficiales mexicanos en 1832: le fait est qu’un restaurateur français, nommé Remontel, fut volé à Tacubaya par quelques officiers mauvais sujets, dans la nuit qui précéda le départ des troupes de Santa-Anna en 1832, lorsque ce général, renonçant à l’espoir de prendre Mexico, s’éloigna de ce point pour se reporter du côté de Puebla. Ils avaient pris la précaution de le faire boire outre mesure, puis l’avaient enfermé dans sa chambre; ils en avaient fait autant pour ses domestiques. Ce fut en s’éveillant le lendemain assez tard qu’il put s’apercevoir qu’on lui avait enlevé sa recette de plusieurs jours, un peu d’argenterie, son vin, et jusqu’à sa batterie de cuisine. Il fit alors sa plainte au chargé d’affaires de France, M. le baron Gros, qui réclama pour lui une somme de 800 piastres; et c’est cette modique indemnité qui servit tant de fois de texte aux plaisanteries, aux exagérations de la presse.36 35 ‘‘Una inundación de pueblos de Europa en esta tierra virgen, para hacer que nazca ahí la riqueza y se ennoblezcan las facultades del hombre’’ (ibidem, p. 566). 36 ‘‘El hecho es que un francés llamado Remontel, dueño de un restaurante, sufrió un robo que cometieron en Tacubaya algunos oficiales, malas personas, en la noche que precedió a la salida de las tropas de Santa Anna en 1832, cuando este general, abandonando la esperanza de tomar México, se alejó de allí para trasladarse a las cercanías de Puebla. Habían tomado la precaución de hacerle beber en exceso, y luego lo habían encerrado en su habitación; lo mismo habían hecho con sus criados. Al día siguiente, cuando se despertó bastante tarde, pudo advertir que le habían quitado su recaudación de varios días, algo de platería, el vino, y hasta la batería de cocina. Presentó su queja al encargado de negocios de Francia, el barón Gros, quien reclamó para él la suma de ochocientas piastras; y esta módica indemnización es la que ha servido tantas veces de tema para las bromas, para las exageracio-

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Naturalmente, encontramos en Le Mexique referencias interesantes a la invasión norteamericana de 1847, vivida de cerca por su autor y causa ----con toda probabilidad---- del profundo pesimismo de Fossey sobre el futuro de México: su conciencia de la debilidad irreversible de la República mexicana, acechada por su ambicioso vecino del norte, justifica su recomendación de que el país se abriera a la influencia de Francia, como salida única para evitar su desaparición como Estado independiente. No puede olvidarse, en fin, el año de publicación de Le Mexique, 1857, apenas derribado el postrer gobierno de Santa Anna que, entre otras muchas tribulaciones, se había visto perturbado por las andanzas de un aventurero francés, el conde Gaston de Raousset-Boulbon, por tierras de Sonora. No deja de ser significativo el inicio de las peripecias de Raousset: los agentes de la compañía que proyectaba explotar las minas de oro en Arizona buscaban a alguien capaz de dirigir a un nutrido grupo de obreros europeos y de conducir con éxito la guerra con los apaches; y creyeron descubrir en Raoullet a la persona indicada.37 III. LOS JUICIOS DE FOSSEY SOBRE EL MÉXICO CONTEMPORÁNEO No podía silenciar Fossey el agobiante recuerdo de su arribo a México, a bordo del Petit-Eugène, una embarcación que se hizo a la vela en Le Havre el 27 de noviembre de 1830, con destino a la prometedora colonia de que trataban los folletos que Laisné de Villevêque había hecho imprimir para atraer colonos a Coatzacoalcos. De ahí la extensión que ese episodio cobra en sus dos crónicas viajeras, las cuales se entretienen en narrar los detalles de una expedición que, ya en su fase preparatoria, aparecía ensombrecida por las mismas incertidumbres que acompañaron a las demás que enfilaron el mismo destino.38 Sólo después de setenta y nueve días de navegación, el Petit-Eugène ancló ante la desembocadura del río Coatzacoalcos, el 13 de febrero de 1831, amenazado por los peligros de naufragio por que habían atravesado

nes de la prensa’’ (ibidem, pp. 287-288). Cfr. Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos. Historia general y completa del desenvolvimiento social, político, religioso, militar, científico y literario de México desde la Antigüedad más remota hasta la época actual. Obra única en su género publicada bajo la dirección del general..., t. IV: México independiente 1821-1855 escrita por D. Enrique Olavarría y Ferrari, México, Gustavo S. López editor, 1940, pp. 302-305. 37 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, pp. 187-204. 38 Cfr. ibidem, pp. 5-6.

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los barcos que le habían precedido: los mismos que estuvieron a punto de dar al traste con la Glaneuse, el navío que salió de Le Havre diez días antes que la embarcación en la que viajaba Fossey, y que ejecutó ante sus ojos las maniobras que franqueaban el paso de la barra del río, sufriendo serios percances que lo pusieron en peligro de encallar de modo irremediable en un banco de arena.39 Siempre recordaría Fossey con dolorosa lucidez el espectáculo que se ofreció a su vista cuando tomaron tierra en Minatitlán: ‘‘nous fûmes reçus à notre débarquement par quelques-uns des premiers colons, qui, n’ayant plus ni societé, ni ouvriers, ni argent, se trouvaient sans resource dans ce hameau sauvage, à deux mille lieues de leur pays’’.40 Ni siquiera quedaba a esos miserables la posibilidad de cobrarse venganza en la persona de Giordan, el socio de Villevêque que tan imprudentemente los había metido en aquella aventura, porque hacía tiempo que había huido del lugar, precisamente para sustraerse a la cólera de los colonos.41 No sólo eran falsas las expectativas de colonización agrícola. También resultaron ser engañosas las promesas de exenciones aduaneras que habían empeñado las autoridades mexicanas: después de haber exigido el pago de unos dos mil francos por derechos de tonelaje, el administrador de la aduana provocó la desesperación de los infortunados viajeros cuando les requirió discrecionalmente el desembolso de otras tasas por las mercancías que transportaban: ‘‘l’administrateur retint pour les droits ce qu’il voulut, et nous rendit le reste, c’est-à-dire fort peu de chose, comme par faveur’’.42 La acumulación de tantas contrariedades produjo los mismos efectos que Fossey y sus acompañantes habían podido contemplar a su llegada a Minatitlán. Todos los miembros de la sociedad se dispersaron en desbandada, y nadie quiso acudir a la concesión. Mientras que unos colonos se establecieron en un pueblecito situado en la orilla derecha del Coatzacoalcos, donde pronto consumirían los recursos que les quedaban, los deCfr. ibidem, pp. 8-12. ‘‘Al desembarcar, fuimos recibidos por algunos de los primeros colonos que, faltos de sociedad, de obreros y de dinero, se encontraban sin recursos en ese caserío salvaje, a dos mil leguas de su país’’ (ibidem, p. 14). 41 Cfr. idem. 42 ‘‘El administrador retuvo por los derechos lo que quiso y nos devolvió el resto, es decir, muy poca cosa, como de favor’’ (ibidem, p. 15). Más adelante, Fossey dirige fuertes críticas al reglamento de las aduanas vigente a mitad de siglo, y ejemplifica los abusos que propiciaba en la persona del director de la aduana de Oaxaca en 1849: cfr. ibidem, pp. 411-412 y 569. 39 40

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más se dirigieron a Acayucan, San Andrés, Veracruz y México.43 Un grupo de unos sesenta colonos se reembarcó, al cabo de unos meses, en una gabarra enviada por el gobierno francés.44 La viuda de uno de aquellos colonos, madame Raimond, logró sobreponerse a las desgracias y, después de mil aventuras, consiguió asegurar incluso una relativa prosperidad a su hija, que se casó con un estadounidense.45 Uno de los hombres que había viajado a bordo del Petit-Eugène resolvió quedarse a vivir en medio de la selva, y allí permaneció durante años, aislado de todos, resguardado en una cabaña situada en la proximidad del río Sarrabia, como un nuevo Robinson barbudo y casi desnudo y en condiciones salvajes.46 Una de las contadas ocasiones en que ese personaje, M. Charles, recibió noticias del mundo externo fue cuando acudieron a visitarlo unos indígenas de Boca del Monte, a quienes el alcalde había enviado para requerirle que colaborara en los trabajos de reparación del cementerio. La original respuesta de M. Charles dejó desconcertados a los indios: no le parecía lógico contribuir a las obras de un cementerio que él no utilizaba.47 Las páginas de Le Mexique dedicadas a la lucha por la vida que emprendieron los primeros colonos de Tehuantepec rebosan dramatismo y muestran un cuadro épico en el que un grupo de civilizados europeos entabla una batalla sin cuartel contra las fuerzas de la naturaleza, inmisericordes y a la postre vencedoras. ‘‘Tout fut perdu’’, exclama melodramáticamente Fossey antes de describir el éxodo en que degeneró la empresa: ceux qui habitaient la concession et les bords de la Sarrabia [afluente del Coatzacoalcos] allèrent à Guichicovi, Tehuantepec et Oaxaca, où ils se livrèrent à diverses industries; ou bien ils s’acheminèrent de là à Vera-Cruz pour se rembarquer; et ceux qui s’étaient moins éloignés des Almagres, ou qui s’étaient fixés sur l’Uspanapan, revinrent à Minatitlan.48

Cfr. ibidem, pp. 15-16. Cfr. ibidem, p. 95 Cfr. Brasseur, Charles, Viaje al itsmo de Tehuantepec, pp. 68-69 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, pp. 57-60. Cfr. ibidem, p. 59. ‘‘Los que habitaban la concesión y las orillas del Sarrabia [afluente del Coatzacoalcos] fueron a Guichicovi, Tehuantepec y Oaxaca, donde se dedicaron a diversas industrias; o se encaminaron desde allí a Veracruz para reembarcarse; y los que se habían alejado menos de los Almagros, o se habían establecido en el Uspanapan, regresaron a Minatitlán’’ (ibidem, p. 18). 43 44 45 46 47 48

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Precisamente en el relato de ese combate con los rigores del medio geográfico aparecen en escena por primera vez los indios, que establecen relaciones comerciales con los colonos recién instalados: al tiempo que unos les facilitan azúcar y frutas a bajos precios, otros, armados de machetes, atraen la atención de Fossey que los ve alejarse en sus piraguas, ‘‘pour aller planter au loin leur maïs et leurs bananiers, ou faire la chasse aux tortues ou aux iguanes du fleuve’’.49 Nótese esa referencia al apartamiento de unos indígenas que viven en lugares intrincados, lejos de la civilización:50 el tópico reaparecerá en los escritos de muchísimos otros extranjeros, que coincidirán también en las apreciaciones de Fossey sobre la precocidad de la naturaleza de los habitantes de las regiones cálidas del mediodía.51 Sobre la soledad de muchas poblaciones indígenas vuelve Fossey una y otra vez. Así, cuando se ocupa de las comunidades aborígenes de Chiapas, Tabasco y Yucatán: reculées à une des extrémités de la république, loin des ports principaux et des grandes villes, ne voyant d’autres voyageurs que quelques marchands qui viennent acheter du cacao ou du tabac, et d’autres gens civilisés que des créoles dont les coutumes, les croyances et jusqu’au langage sont encore du seizième siècle, elles vivent presque sans communication et sans commerce, se contentant de ce que la terre donne au peu de soin qu’elles mettent à la cultiver.52

Lejanía física y también distanciamiento espiritual, al que Fossey ----como tantos otros observadores contemporáneos suyos---- atribuye el desinterés por conservar las antigüedades prehispánicas de parte de las autoridades a las que competía la custodia del legado cultural de los pueblos que habitaron el área geográfica conocida como la Nueva España y 49

‘‘Para ir lejos, a plantar su maíz y sus bananos, o a cazar las tortugas o las iguanas del río’’

(idem). 50 En un episodio posterior de Le Mexique, Fossey habla de las poblaciones indígenas que, ‘‘n’éprouvant le besoin d’aucun secours étranger, restent souvent sur leur territoire comme séquestrées du monde, et ignorent jusqu’au langage qu’on parle autour d’elles’’ (‘‘no sintiendo la necesidad de ninguna ayuda exterior, permanecen muchas veces en su territorio como secuestradas del mundo, e ignoran incluso la lengua que se habla a su alrededor’’: ibidem, p. 337). 51 Cfr. ibidem, pp. 27-28. 52 ‘‘Apartadas en uno de los extremos de la república, lejos de los puertos principales y de las grandes ciudades, sin ver a otros viajeros que algunos comerciantes que van a comprar cacao o tabaco, ni a otras gentes civilizadas que a los criollos cuyas costumbres, creencias y lenguaje son todavía del siglo XVI, viven casi sin comunicación y sin comercio, contentándose con lo que corresponde la tierra al poco esfuerzo que ponen en cultivarla’’ (ibidem, p. 566).

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que dio origen después a la República mexicana: prueba de esa falta de disposición venía procurada por la pobreza de fondos del Museo Nacional.53 Testigo del olvido del pasado prehispánico en que muchos de los indígenas mexicanos de su tiempo vivían, Mathieu de Fossey no oculta su admiración por el prestigio que Mitla conservaba entre aborígenes de una dilatada región, que rebasaba incluso el ámbito zapoteco: le Mexicain et le Chiapanèque, l’Otomite et le Totonaque y venaient également demander des prières, et offrir des présents que les ministres de toutes les religions n’ont jamais dédaignés. Maintenant même, après trois cents ans d’un nouveau culte, ces anciennes traditions ne sont point encore détruites: il arrive souvent que des Indiens viennent de plus de cent lieues de distance demander des messes au curé de Mitla.54

El mismo apego a las tradiciones se colige de una anécdota que cuenta Fossey sobre el gigantesco tule de Santa María, que un rico comerciante de Oaxaca quiso comprar a los indígenas del pueblo para fabricar con su madera piezas de carpintería: ‘‘heureusement les Indiens ont rejeté la proposition de ce Vandale, et l’arbre est encore debout’’.55 Aunque Fossey no alcanza a advertirlo, el aprecio de los indígenas por los vestigios del remoto pasado explicaría la hostilidad manifestada por los habitantes de Cuilapa hacia un alemán que, provisto de una autorización del prefecto de Oaxaca, había acudido a esa localidad para excavar un túmulo funerario: atacado con piedras por la gente del pueblo, apenas si alcanzó a huir al galope de su caballo.56 En Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, de Charles Étienne Brasseur de Bourbourg, encontramos varios pasajes paralelos, que muestran el resentimiento que albergaban los indígenas de la región de Tehuantepec a causa de los numerosos saqueos de túmulos practicados por viajeros estadounidenses.57 53 Cfr. ibidem, pp. 212-213, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 221, nota 169. 54 ‘‘El mexicano y el chiapaneco, el otomí y el totonaco, todos acudían allí a presentar peticiones y ofrecer presentes que los ministros de todas las religiones aceptan. Incluso ahora, después de trescientos años de un nuevo culto, estas antiguas tradiciones todavía no han sido destruidas: ocurre a menudo que vienen indios desde más de cien leguas de distancia para encargar misas al cura de Mitla’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 370). 55 ‘‘Afortunadamente, los indios rechazaron la propuesta de ese vándalo, y el árbol permanece todavía de pie’’ (ibidem, p. 363). 56 Cfr. ibidem, p. 376. 57 Cfr. Brasseur, Charles, Viaje al istmo de Tehuantepec, pp. 161-162 y 166.

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Cabe mencionar, en fin, otra referencia a la perduración de los elementos prehispánicos. La realiza Fossey en el contexto de los análisis sobre las peculiaridades culturales de los indígenas de Tehuantepec, cuando manifiesta su admiración ante la pervivencia de algunas costumbres precortesianas: por ejemplo, el consumo de chocolate, o el empleo de granos de cacao como instrumento de cambio:58 un uso que imperaba todavía a mediados de siglo en la península de Yucatán.59 Arrinconado el tiempo que precedió a la llegada de Hernán Cortés ----aunque nunca olvidado del todo, como hemos visto----, otra importante consecuencia del impacto producido por la Conquista española fue la reducción de todos los naturales ----Fossey trata de los zapotecos en particular: pero el ámbito de referencia puede ampliarse legítimamente---- a una misma condición: la de sometidos, que compartían grandes y chicos, unidos todos bajo el común estigma de derrotados.60 El examen que realiza Mathieu de Fossey sobre la religiosidad indígena coincide en muchos aspectos con las opiniones comunes en su época: los pueblos indígenas sometidos al yugo español adoptaron sólo externamente el culto cristiano, carecieron de auténtica formación moral, y elaboraron un confuso sincretismo religioso: les Indiens adressent à une image de saint les oraisons qu’ils auraient adressés autrefois à leurs pénates; ils assimilent la passion du Christ aux apothéoses sanguinaires des victimes humaines, et l’adoration de la Vierge de Guadalupe ou des Remèdes au culte de Centeotl et d’Omecihuatl.61

Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 44. Para ilustrar esta afirmación, reproducimos el texto de un dictamen de la comisión de hacienda del Congreso estatal de Yucatán, fechado el 10 de junio de 1850, que hacía referencia a una instancia presentada por el ayuntamiento de Mérida, para que se eliminaran los granos de cacao como instrumento de cambio en el mercado: ‘‘no es de tomarse en consideracion la solicitud del ayuntamiento de esta capital referente á que se suprima el cacao que se usa en el mercado en cambio de otros efectos, y se le sustituya con moneda de cobre por pertenecer la resolucion al Soberano Congreso Nacional’’ (Archivo general del estado de Yucatán, Poder Ejecutivo, Gobernación, Congreso del Estado, caja 76). Véase también Stephens, John L., Viaje a Yucatán 1841-1842, México, Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, 1937, vol. I, p. 134. 60 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 375. En relación con este punto, puede consultarse Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 37-47. 61 ‘‘Los indios dirigen a una imagen de santo las oraciones que habrían dirigido en otro tiempo a sus penates; asimilan la pasión de Cristo a las apoteosis sangrientas de las víctimas humanas, y la adoración de la Virgen de Guadalupe o de los Remedios al culto de Centeotl y de Omecihuatl’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 52). 58 59

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Desde ese análisis, Fossey califica de hipócrita la devoción con que los indígenas se entregaban a la práctica del cristianismo; porque, en realidad, no había llegado a producirse un auténtico cambio de religión: ‘‘ils n’ont fait qu’ajouter à leurs anciennes superstitions celles du chistianisme des temps barbares’’.62 Una manifestación de esa religiosidad puramente formal y externa venía constituida por las procesiones que, como la del Corpus Christi en Oaxaca, congregaban a indios llegados muchas veces desde pueblos vecinos, con las imágenes de sus patronos cargadas sobre los hombros.63 Aunque extremadamente crítico con la acción de España en América, Fossey reconoce al menos que la propagación del Evangelio llevada a cabo por la Corona de Castilla permitió poner fin a las bárbaras costumbres de pueblos como el azteca, que habían ensuciado sus creencias religiosas con el horror de los sacrificios humanos: ‘‘l’âme se sent soulagée en pensant que trois siècles ont passé sur ces grandes douleurs, et l’on bénit le navigateur génois, qui fit connaître le nouveau monde à l’Europe chrétienne’’.64 Sorprende la similitud de perspectivas de esos juicios y de los que formuló tiempo después Justo Sierra, horrorizado ante el prestigio de las ‘‘deidades antropófagas’’, anhelantes de sacrificios ‘‘que tiñeron de sangre a la ciudad [de México] y a sus pobladores’’, y que hicieron ‘‘preciso que este delirio religioso terminara; bendita la cruz o la espada que marcasen el fin de los ritos sangrientos’’.65 Pero, siempre reticente ante el peculiar catolicismo implantado por España en Indias, Fossey echa de menos una formación religiosa que inculcara en los indígenas valores morales y, más específicamente, los deberes del hombre con la sociedad: trop souvent les prêtres catholiques suivent une voie erronée. Dans leurs prêches et dans leurs livres, ils s’obstinent à n’entretenir leurs ouailles et leurs lecteurs que de dogmes, de miracles, de mystères, sans s’apercevoir que la morale publique retire peu de fruit de tous ces vains discours.66 62 ‘‘No han hecho más que añadir a sus antiguas supersticiones las del cristianismo de los tiempos bárbaros’’ (ibidem, p. 53). 63 Cfr. ibidem, pp. 356-357. 64 ‘‘El alma se siente aliviada al pensar que han pasado tres siglos sobre estos grandes dolores, y bendice al navegante genovés que dio a conocer al nuevo mundo a la Europa cristiana’’ (ibidem, p. 217). 65 Sierra, Justo, Evolución política del pueblo mexicano, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1993, p. 61. 66 ‘‘Con demasiada frecuencia, los sacerdotes católicos siguen un camino erróneo. En sus prédicas y en sus libros se obstinan en entretener a su grey y a sus lectores con dogmas, milagros, misterios,

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Cuando Mathieu de Fossey trata de adentrarse en el terreno de la antropología, no consigue librarse de los estereotipos acuñados tiempo atrás por los ilustrados franceses y anglosajones del siglo XVIII, que a su vez reprodujeron acríticamente las grotescas afirmaciones sobre el mundo americano que había formulado Cornelius de Pauw.67 Así, pensaba Fossey, el carácter primitivo de los indios les impedía discernir entre el bien y el mal, y los incapacitaba para mentir: aunque, arrastrados por su credulidad incauta, prestaban fácilmente fe a la impostura, y podían contribuir a difundir los más fantásticos rumores.68 Esa ingenuidad se compatibilizaba a los ojos de Fossey con la desconfianza y el recelo: disposiciones del ánimo indígena que, según nuestro autor, inhabilitaban de ordinario a los aborígenes americanos para urdir conspiraciones. Existía, sin embargo, una salvedad: ‘‘mais si un homme de quelque génie s’élevait parmi eux; s’ils se décidaient tous ensemble à prendre pour chef quelque aventurier habile et entreprenant, on verrait les blancs disparaître du sol mexicain en une seule campagne’’.69 Las condiciones de la época parecían idóneas para un estallido social, que aterrorizaba a Fossey. Resuelto el problema del liderazgo, la revuelta generalizada se preveía inminente, pues de un momento a otro podía aflorar a la superficie el instinto salvaje del indio cultivador: il ne devient barbare que s’il se voit soumis à des vexations qui fassent naître en lui l’idée de la vengeance, ou si des hommes d’une classe plus civilisée que la sienne parviennent à développer dans son coeur de mauvaises passions pour s’en servir ensuite comme d’un instrument.70

sin advertir que la moral pública se beneficia poco con todos esos vanos discursos’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 345). 67 Cfr. Pauw, Cornelius de, Recherches philosophiques sur les Américains ou Mémoires intéressantes pour servir à l’histoire de l’espèce humaine par M. de P. avec une dissertation sur l’Amérique et les Américains par dom Pernetty, Londres, s. e., 1771. Véase también Duchet, Michèle, Antropología e historia en el Siglo de las Luces. Buffon, Voltaire, Rousseau, Helvecio, Diderot, México, Siglo Veintiuno, 1975, pp. 175-182, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 88. 68 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, pp. 42, nota 1, y 548. 69 ‘‘Pero si un hombre de cierto genio se alzara entre ellos; si se decidiesen todos juntos a adoptar como jefe a algún aventurero hábil y emprendedor, en una sola campaña se vería desaparecer a los blancos del suelo mexicano’’ (ibidem, p. 471). 70 ‘‘No se torna bárbaro si no se ve sometido a vejaciones que hagan nacer en él la idea de la venganza, o si hombres de una clase más civilizada que la suya llegan a desarrollar en su corazón malas pasiones, para servirse de él como de un instrumento’’ (ibidem, p. 548).

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Fossey, tan timorato ante la eventualidad de un estallido de la furia indígena, no deja de apreciar excelentes condiciones entre los integrantes de esos pueblos aborígenes; por ejemplo, el virtuosismo musical que descubrió, maravillado y atónito, en un notabilísimo concierto de guitarra y harpa ejecutado por un peón zapoteco, empleado en la hacienda de Guenduláin.71 Embargado por esa emoción, Fossey se entretiene en ponderar las buenas disposiciones de los indios para las artes y los oficios manuales. Excelentes artesanos, carecían sin embargo de interés por obtener ganancias económicas que les permitieran mejorar de condición: on ne doit pas espérer de pouvoir avant longtemps inspirer aux populations indigènes du goût pour un changement quelconque dans leur existence normale. Elles sont aussi attachées à leur pauvreté que les peuples civilisés le sont aux richesses; elles font autant pour la conserver que ceuxci pour en sortir. De même que le Lapon ne change ni son gîte enfumé, ni son poisson sec, ni son huile puante pour notre bien-être et nos mets délicats, l’Indien mexicain préfère sa natte, sa tortille et ses coutumes agrestes aux douceurs de la vie citadine.72

Los vejámenes de que eran objeto los indígenas revestían su máxima intensidad en las haciendas, donde los peones ----mayoritariamente indios---- trabajaban en condiciones de extrema sujeción, sobre todo en Tierra Caliente.73 Fossey comprobó por sí mismo la dureza del trabajo exigido por los ingenios azucareros, donde los accidentes laborales y las consiguientes mutilaciones eran frecuentes;74 y denunció el estado de servidumbre al que se hallaban reducidos los indígenas de las tierras bajas: les planteurs exercent une certaine juridiction sur leurs domaines: ils connaissent des délits ordinaires de police correctionnelle, et punissent par le cepo ou la prison ceux qui s’en rendent coupables, soit à leur égard, soit Cfr. ibidem, pp. 343-344. ‘‘No cabe esperar que antes de largo tiempo se pueda inspirar a las poblaciones indígenas el gusto por algún cambio en su existencia normal. Están tan apegadas a su pobreza como los pueblos civilizados a sus riquezas; hacen tanto por conservarla, como éstos por escapar de ella. Del mismo modo que el lapón no cambia su madriguera ahumada, ni su pescado seco, ni su aceite apestoso por nuestro bienestar y nuestros manjares delicados, el indio mexicano prefiere su estera, su tortilla y sus costumbres agrestes a las dulzuras de la vida ciudadana’’ (ibidem, p. 344). 73 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 305, 343-344, 443-444 y 454-458. 74 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, pp. 340-341. 71 72

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envers leurs camarades. Ce sont de petits souverains que l’on appelle que Votre Grâce; tout tremble devant eux.75

La huella que dejaron en nuestro autor sus lecturas de divulgación científica se traducen en un curioso pasaje de Le Mexique, donde se conjugan una mentalidad ilustrada ----concretada en el mito del buen salvaje---- y una mezcla curiosa de racismo y de evolucionismo. La escena a que nos referimos muestra a una muchacha mulata, que juega con un mono capuchino que Fossey había regalado a sus hijos: or, la petite mulâtresse avait beaucoup de ressemblance avec le singe. C’étaient deux anneaux contigus de la grande chaîne des organisations animales: le premier représentant la bête qui se rapproche le plus de l’homme, le second l’être humain qui s’éloigne le moins de la brute.76

No son pocas las expresiones salidas de la pluma de Mathieu de Fossey que hieren la sensibilidad del hombre de hoy, como la que acaba de citarse, o cuando refiere la atracción de uno y otro sexo entre los indios que, a su juicio, obedecía sólo a la búsqueda de un placer puramente egoísta, que explicaría la indiferencia en que permanecían marido y mujer si llegaba el caso de tener que separarse.77 Según Fossey, los indios sentían con toda intensidad la pasión, hasta el grado de abrasarse en amores incestuosos; ‘‘l’amour cependant, le véritable amour, leur est inconnu’’.78 Y tanto quiso enfatizar nuestro autor el carácter primario de los sentimientos de los indígenas, que consagró una extensa nota de Le Mexique a la exposición de sus ideas en torno a este punto,79 e incluso se atrevió a criticar con severidad a Chateaubriand, 75 ‘‘Los propietarios de plantaciones ejercen una cierta jurisdicción sobre sus dominios: conocen de los delitos ordinarios de policía correccional, y castigan con el cepo o la prisión a los que resultan culpables, respecto a ellos mismos o respecto a sus compañeros. Son pequeños soberanos a los que se da el tratamiento de Vuestra Gracia; todo tiembla ante ellos’’ (ibidem, p. 342). Cfr. también Ferrer Muñoz, Manuel, La cuestión de la esclavitud en el México decimonónico: sus repercusiones en las etnias indígenas, Bogotá, Instituto de Estudios Constitucionales Carlos Restrepo Piedrahita, 1998, pp. 52-58. 76 ‘‘La pequeña mulata tenía un gran parecido con el simio. Eran dos anillos contiguos de la gran cadena de las organizaciones animales: el primero representaba a la bestia que se acerca más al hombre; el segundo, al ser humano que se aleja menos del bruto’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 464). 77 Cfr. ibidem, pp. 27-28. 78 ‘‘Pero el amor, el amor verdadero, les resulta desconocido’’ (idem). 79 Cfr. ibidem, pp. 461-463.

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por haber supuesto equivocadamente que era posible encontrar en el fondo de las selvas y en medio de las inmensas praderas del Nuevo Mundo sentimientos análogos a los que albergaban los corazones de sus contemporáneos europeos: certes, le portrait des sauvages de l’Amérique tel que l’a tracé l’illustre auteur d’ Atala est beaucoup plus beau que la réalité, pour le lecteur qui n’a jamais perdu de vue les côtes du vieux continent. Mais le voyageur qui a reçu l’hospitalité chez les Peaux-Rouges, soit aux États-Unis, soit au Mexique, et qui n’a jamais rien vu parmi eux qui ressemblât, même de loin, à la délicatesse des sentiments de l’amante de Chactas ou de l’épouse de René, ne peut jouir á cette lecture que de la beauté du langage et du charme de la fiction. Le reste ne lui offre que peu d’intérêt, parce qu’il est forcé de s’écrier à chaque page, avec cette créole de la Nouvelle-Orléans: Oh! comme c’est mensonge, ça!.80

Era imposible que escapara a la pluma de Fossey la tópica referencia a la participación de los indígenas en las guerras insurgentes: un lugar común que, no por manido, dejaba de encerrar una buena dosis de verdad.81 Así, cuando narra el grito de independencia que profirió Hidalgo, secundado por Allende y Abasolo, describe la reunión de todos los descontentos bajo el manto de la Virgen de Guadalupe, que cobijaba a ‘‘une multitude d’Indiens et de gens de la basse classe’’;82 y cuando atiende al giro táctico que se produjo después de la muerte de los primeros caudillos insurgentes, en marzo de 1811, no deja de fijarse en la desaparición de esas masas tumultuosas y sin freno, integradas por indios, que había conducido Hidalgo.83 Tampoco desatendió Fossey la observación de algunos aspectos organizativos de las comunidades indígenas: por ejemplo, el peculiar modo de 80 ‘‘Desde luego, el retrato de los salvajes de América tal y como lo ha trazado el ilustre autor de Atala es mucho más hermoso que la realidad, para el lector que nunca haya perdido de vista las costas del viejo continente. Pero el viajero que ha disfrutado de la hospitalidad entre los Pieles Rojas, en Estados Unidos o en México, y que no ha visto jamás nada entre ellos que recuerde, ni siquiera de lejos, la delicadeza de sentimientos de la amante de Chactas o de la esposa de René, no puede gozar en esta lectura más que de la belleza del lenguaje y del encanto de la ficción. El resto le ofrece poco interés, porque a cada página se siente forzado a exclamar, con aquella criolla de Nueva Orleáns: ¡Oh!, ¡qué mentira es eso!’’ (ibidem, p. 463). 81 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel, ‘‘Las comunidades indígenas de la Nueva España y el movimiento insurgente (1810-1817)’’, Anuario de Estudios Americanos, Sevilla, t. LVI-2, julio-diciembre de 1999, pp. 513-538. 82 ‘‘Una muchedumbre de indios y de gente de la clase baja’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 141). 83 Cfr. ibidem, p. 143.

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regirse por medio de sus caciques, descendientes de los antiguos señores de la tierra. Y se dio cuenta de que, aunque la mayoría de esos caciques poseían extensas propiedades, apenas se diferenciaban externamente de los indios a cuyo frente se encontraban: sólo se distinguían de ellos por el respeto y las muestras de deferencia de que eran objeto.84 Reaparecen esos mismos comentarios cuando Fossey narra su viaje de México a Oaxaca, y su paso por el pueblo zapoteco de Cuicatlán: el cacique de esta localidad no era rico, vestía como los demás indígenas, ocupaba una modesta vivienda, compartía los trabajos de la gente del pueblo; pero sí poseía una modesta fortuna adquirida gracias a su distinguida condición: ‘‘les habitants de ses anciens domaines lui fournissent tous les jours de l’année une dizaine de corvées pour le service intérieur et extérieur de sa maison’’.85 Retornando a un plano más general, no ceñido específicamente al pueblo zapoteco, Mathieu de Fossey enfatiza la ausencia de poder real en las manos del cacique, ‘‘qui ne règne sur ses sujets que par une déférence virtuelle de leur part, et qui ne jouit aux yeux des créols d’aucune espèce de considération’’.86 Como otros observadores mexicanos y extranjeros,87 Mathieu de Fossey alcanzó a captar la existencia de diversos niveles económicos entre los integrantes de las comunidades indígenas, y advirtió que el nopal producía ingentes ganancias en el estado de Oaxaca que, en su mayor parte, iban a parar a las manos de los indios que lo cultivaban.88 Asimismo atestiguó la práctica de enterrar el dinero en el campo, en escondrijos que sólo conocían los que lo ocultaban: eux seuls connaissent leurs cachettes, et ne les découvrent jamais à qui que ce soit; ils meurent sans en dire un mot à leurs enfants, et sans que ceux-ci se mettent en peine de s’en informer. Si par hasard un Indien trouve un de 84 Cfr. ibidem, p. 137. Véase a este propósito Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 123-124. 85 ‘‘Los habitantes de sus antiguos dominios le suministran todos los días del año una decena de prestaciones personales para el servicio interno y exterior de su casa’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 338). 86 ‘‘Que no reina sobre sus súbditos sino por una deferencia virtual de parte de éstos, y que no goza ante los ojos de los criollos de ninguna especie de consideración’’ (ibidem, p. 339). 87 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 123-125. 88 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 352.

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ces trésors, il en est comme effrayé, et recouvre soigneusement le dépôt sacré sans en distraire un demi-réal, persuadé qu’il mourrait dans l’année s’il se permettait le plus léger larcin aux mânes de l’enfouisseur.89

No escapó al atento Mathieu de Fossey la existencia de indígenas adinerados que, sin modificar sus costumbres ni su modo de vida, ‘‘sacrifi[ai]ent au luxe et à la vanité’’,90 e invertían sumas considerables en el mantenimiento de sus casas, donde podían encontrarse ricas vajillas, variedad notable de vinos europeos y los más exquisitos alimentos, con que obsequiaban a sus huéspedes, mientras que ellos se conformaban con una frugal comida y bebían agua.91 Inclinados al derroche ----siempre según Fossey----, los indígenas no reparaban en gastos para celebrar los nombramientos de sus alcaldes y mayordomos: ‘‘dans ces solennités, ils régalent tous les habitants du même lieu, payent les cérémonies de l’église, les musiciens, les feux d’artifice, etc., et décorent les saints de costumes neufs et brillants’’.92 Mathieu de Fossey distinguió entre indios salvajes e indios cultivadores. Y, aunque cargó la tinta en la ferocidad y sed de venganza de los primeros, consideró que unos y otros eran incapaces de experimentar los sentimientos tiernos con que los hombres civilizados europeos ennoblecían los placeres del amor. Tras una breve descripción de las costumbres matrimoniales de salvajes y cultivadores, que mostraban a éstos más respetuosos con las esposas, Fossey señala otra nota que diferenciaba ambos modos de ser y de comportarse: el salvaje no era celoso, ‘‘tandis que celui-ci ne veut, en général, partager avec qui que ce soit la jouissance de ses droits d’epoux’’.93 Establecida esa dicotomía, resultaba imposible que Fossey se sustrajera a la incitación de pasear su mirada sobre las tribus nómadas de la 89 ‘‘Sólo ellos conocen sus escondites y no los revelan nunca a nadie; mueren sin decir una palabra a sus hijos, y sin que éstos se preocupen de informarse. Si por casualidad un indio encuentra uno de esos tesoros, se queda como aterrorizado, y vuelve a cubrir cuidadosamente el depósito sagrado, sin distraer medio real, persuadido de que moriría ese año si se permitiera el más pequeño hurto a los manes del enterrador’’ (ibidem, p. 353). 90 ‘‘Ofrec[ía]n sacrificios al lujo y a la vanidad’’ (idem). 91 Cfr. ibidem, pp. 353 y 371. 92 ‘‘En estas solemnidades, invitan a todos los habitantes del lugar, pagan las ceremonias de la iglesia, los músicos, los fuegos artificiales, etc., y adornan a los santos con vestidos nuevos y brillantes’’ (ibidem, pp. 353-354). 93 ‘‘Mientras que éste no quiere, por lo general, compartir con nadie, quienquiera que sea, el disfrute de sus derechos de esposo’’ (ibidem, p. 462).

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frontera norte mexicana, que constituían un vivo ejemplo del modo de ser ‘‘bárbaro’’. El comercio de pepitas de oro era, prácticamente, el único vínculo entre esos grupos salvajes y los mexicanos que habitaban en las regiones confinantes con el desierto.94 Por lo general, sin embargo, las relaciones entre unos y otros eran extremadamente hostiles, y el daño causado por las depredaciones de aquellas gentes bárbaras era invaluable y provocaba heridas ‘‘sangrantes’’ a la República: voilà déjà plus de vingt-cinq ans que les Comanches et les Apaches ont envahi les provinces septentrionales, qu’ils volent les bestiaux, incendient les fermes et les villages, égorgent les habitants et emmènent les enfants en captivité. Ils se sont avancés jusqu’à Zacatecas et à Jalisco, et pénètrent chaque année plus avant. Chassés de leurs déserts par les Américains, ils ne tarderont pas à se rendre maîtres permanents des États de la frontière.95

A título anecdótico vale la pena observar que, cuando en diciembre de 1851 se inauguró una plaza de toros en la ciudad de México, hubo un espectáculo taurino a cargo de dos indios comanches: aunque Fossey da cuenta de la inauguración de ese foso, no debió de hallarse presente, pues de otro modo no hubiera dejado de reseñar la llamativa exhibición, de la que informó con detalle la prensa local.96 No ocultó Fossey su decepción por la ineptitud política del último gobierno de Santa Anna, que derrochó inútilmente el dinero obtenido por la venta de La Mesilla y por las contribuciones de toda especie con que se asfixió a la nación. Así, mientras que los indios bárbaros del norte asolaban los estados de Sinaloa, Sonora, Chihuahua, Durango y Zacatecas, el ejército permaneció sordo a las desesperadas llamadas de auxilio de los habitantes de aquellas regiones, ocupado en pasar el tiempo en lujosos desfiles bajo las ventanas de Su Alteza Serenísima.97 Cfr. ibidem, p. 143. ‘‘Hace más de veinticinco años que los comanches y los apaches han invadido las provincias septentrionales, que roban los animales, incendian los ranchos y los pueblos, asesinan a sus habitantes y se llevan cautivos a sus hijos. Han llegado hasta Zacatecas y Jalisco y, cada año, penetran más adelante. Expulsados de sus desiertos por los americanos, no tardarán en convertirse en los dueños de los estados de la frontera’’ (ibidem, p. 470). Cfr. también ibidem, p. 445, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 563-571. 96 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 240, y El Monitor Republicano, 6 de diciembre de 1851, en Rojas Rabiela, Teresa (coord.), El indio en la prensa nacional mexicana del siglo XIX: catálogo de noticias, México, Secretaría de Educación Pública, Cuadernos de La Casa Chata, 1987, vol. I, p. 121. 97 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, pp. 186-187. 94 95

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Las amenazas de los indios salvajes procedían también, a los ojos de Fossey, de las lejanas tierras del sur, donde las razas blancas peligraban por el estallido de la guerra de castas.98 Precisamente por esos años, con ocasión de la guerra desencadenada por los mayas de Yucatán, prendió con fuerza renovada en muchos ambientes de la República mexicana el convencimiento de que esos indígenas encarnaban la barbarie, por lo que su misma presencia amenazaba con el fin de la civilización, ya fuera la europea o la española.99 Aunque para los habitantes de las ciudades del centro del país pudiera pasar inadvertido el peligro de contagio, éste resultaba inminente en la percepción de Fossey, que había sido testigo de varias revueltas promovidas por ‘‘indios cultivadores’’, que también se habían conjurado para exterminar a la raza blanca: ‘‘quelle digue leur opposerait-on, si après s’être comptés ils recommençaient leurs hostilités tous à la fois?’’.100 No deja de guardar semejanza esa reflexión con la que desarrolló en fechas muy próximas José Antonio Gamboa, representante de Oaxaca ante el Congreso de 1856-1857, cuando se discutía sobre la atracción de mano de obra extranjera que, en opinión de este diputado, representaba la mejor solución para acabar con la guerra de castas y el predominio de los indígenas: ‘‘¿qué remedio á ese mal que nos amenaza de ser absorbidos por la raza indígena? Señor, á una avalancha humana, una barrera humana; á cinco millones de indios, diez millones de blancos; á la guerra de castas, en fin, poblacion, emigracion europea’’.101 La sucesión de insurrecciones alarmaba a Fossey, conocedor de la grave conmoción que se había producido en Oaxaca pocos meses antes de su llegada, a comienzos de 1837. La ciudad había sido atacada y expoliada por una fuerza militar de cuatrocientos hombres, todos mixtecos que, comandados por un jefe llamado Acevedo, proclamaron la federación, sin que los mil quinientos hombres que componían la guarnición local hicieran nada efectivo por contener esos desmanes.102 Cfr. ibidem, p. 470. Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización. Españoles y mexicanos a mediados del siglo XIX, México, El Colegio de México, 1996, pp. 18-19 y 57. 100 ‘‘¿Qué dique se les opondría si, después de haber medido sus fuerzas, recomenzaran las hostilidades todos a la vez?’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 470). 101 Intervención de José Antonio Gamboa ante el Congreso Constituyente de 1856-1857, 4 de agosto de 1856 (Zarco, Francisco, Historia del Congreso Estraordinario Constituyente de 1856 y 1857, vol. II, p. 56). 102 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, pp. 358-360. 98 99

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También presenció Mathieu de Fossey el levantamiento de Jichu de 1849 y los contemporáneos intentos insurreccionales en Tlalnepantla y Azcapotzalco, en las mismísimas inmediaciones de la ciudad de México. Asustaba también a Fossey el rencor hacia blancos y mestizos de que hacían ostentación los zapotecos de Oaxaca, que ‘‘saisiraient avec empressement l’occasion de répandre leur sang’’;103 aunque algo debió de tranquilizarle la actitud amable hacia los franceses ----y hacia su persona, en particular---- de que hicieron gala los habitantes de un pueblo indígena del estado de Michoacán, donde lo sorprendió la revuelta que promovió Jichu en aquella región.104 Por eso, y a pesar de que Fossey conocía la inferioridad demográfica de los indígenas, no dejaba de inquietarse por el predominio de éstos en estados tales como Oaxaca, Chiapas, Yucatán y Tabasco. El panorama podría llegar a ser aterrador, si pueblos indígenas tan aguerridos como los lacandones o los chamulas ‘‘donnassent la main à leurs frères d’Yucatan, qui sont en insurrection permanente, pour triompher de tout ce qui n’est pas de leur couleur’’.105 Para entonces, proseguía un espantado Fossey, habría llegado a materializarse el peligro de la República de Sierra Madre que, desde hacía ya años, amenazaba a la Unión mexicana: sumada esa presión a la que ejercían los codiciosos vecinos del norte, podía pensarse que los días de existencia política de la nación mexicana estaban contados.106 De concretarse esos temores, el piadoso Mathieu de Fossey contemplaba al clero católico como la primera víctima ofrecida a los manes de la patria: ‘‘la religion catholique est à la veille de succomber, soit par l’annexion du Mexique aux États-Unis, soit par la liberté des cultes, qui peut être proclamée d’un moment à l’autre par les amis du progrès’’.107 Concedida la libertad de cultos, no tardarían en retornar a la idolatría los indios que ‘‘Aprovecharían enseguida la oportunidad de derramar su sangre’’ (ibidem, p. 471). Cfr. ibidem, p. 278. Por contraste, la insurrección de Acevedo a que se ha hecho referencia en párrafo anterior había dado lugar a la persecución y despojo de varios franceses establecidos en Oaxaca: cfr. ibidem, pp. 358-359. 105 ‘‘Diesen la mano a sus hermanos de Yucatán, que están en insurrección permanente, para triunfar sobre todo lo que no es de su color’’ (ibidem, p. 471). 106 Cfr. ibidem, p. 472. En un pasaje anterior, Fossey especifica que esa República de Sierra Madre era la que proyectaba Santiago Vidaurri, que pensaba declarar independiente su estado y anexionarlo después a la Unión Americana: cfr. ibidem, p. 445. 107 ‘‘La religión católica está a punto de sucumbir, sea por la anexión de México a Estados Unidos, sea por la libertad de cultos, que puede ser proclamada de uno a otro momento por los amigos del progreso’’ (ibidem, p. 472). 103 104

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habitaban lejos de las ciudades y, rota así su sujeción a la Iglesia, desaparecería el único vínculo que los ligaba a la sociedad civilizada.108 Desde una perspectiva muy diferente, José María Lafragua alertó a sus compañeros del Congreso Constituyente de 1856-1857 sobre las previsibles manipulaciones de la libertad de cultos, que serviría a ‘‘los enemigos de la reforma’’ para explotar la credulidad de los indios y ‘‘hacerlos entender, no que se han tolerado los cultos por razones de alta política, sino que á ellos se les ha devuelto su religion’’. Un engaño semejante podía acarrear consecuencias en cadena: ‘‘de induccion en induccion los indios, que creen que se les ha devuelto su culto, querrán que se les devuelvan sus bienes, y llegarán á pensar en el trono de Guatimotzin’’.109 Mathieu de Fossey, que había introducido la dicotomía de indios salvajes y cultivadores, también estableció marcadas diferencias entre el indio de los climas cálidos y el que habitaba regiones más elevadas: ce dernier mène une vie de privations continuelles, tandis que l’autre jouit sans peine des richesses de la végétation. Aussi à messure que l’on s’éloigne des côtes, s’aperçoit-on d’un changement frappant dans la classe des Indiens; plus on s’élève, plus ils se montrent malpropres, et on finit par n’avoir sous les yeux que des haillons d’une saleté dégoûtante.110

Durante el viaje que realizó desde Veracruz a México, Fossey pudo ahondar en ese tipo de observaciones, y escribió sobre el cambio de paisaje humano que se apreciaba después de dejar atrás Jalapa: los pueblos aparecían habitados por indígenas sucios, tristes y miserables que trabajaban una tierra avara y se alojaban en mugrientas chozas.111 En relación con la visita que cursó Fossey a Puebla, Cholula y Tlaxcala, cuyo recuerdo se revive en Le Mexique ----sazonado su relato con algunas disgresiones históricas----, sobresale un comentario que dedica a aquella última población. A tono con una manera de contemplar frecuente entre Cfr. idem. Intervención de José María Lafragua ante el Congreso Constituyente de 1856-1857, 1 de agosto de 1856 (Zarco, Francisco, Historia del Congreso Estraordinario Constituyente de 1856 y 1857, vol. II, p. 12). 110 ‘‘Este último lleva una vida de continuas privaciones, mientras que el otro goza sin pesar de las riquezas de la vegetación. También a medida que nos alejamos de las costas, se advierte un llamativo cambio en la clase de los indios: cuanto más avanzamos en altitud, más sucios se muestran, y acabamos por no tener ante los ojos más que harapos de una suciedad repugnante’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 30). 111 Cfr. ibidem, pp. 102-103. 108 109

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los viajeros que recorrieron ciudades poseedoras de un heroico pasado prehispánico, evoca el contraste entre unos gloriosos tiempos pretéritos y un mezquino presente: ‘‘cette fameuse république n’est plus qu’un point sans intérêt pour l’archéologue et sans importance politique ou commerciale, malgré son titre de capitale du territoire du même nom’’.112 La misma impresión de abandono y de decadencia se desprende de la escueta reseña que Fossey dedica a los indígenas que poblaban los llanos de Apan, ocupados preferentemente en la comercialización del pulque que, sin embargo, no llegaba en condiciones aceptables a la ciudad de México: les Indiens qui l’apportent y mêlent souvent de l’eau pour restituer à la quantité le tribut que leur gosier altéré prélève sur la qualité; puis les outres de porc dans lesquelles on le transporte lui communiquent une odeur nauséabonde; enfin il n’y a qu’un temps fort court pendant lequel le pulque est potable, et Mexico est trop éloigné des plaines d’Apan pour qu’il y arrive au point précis de fermentation qui le rend agréable.113

Pero donde tal vez Fossey encontró un ambiente más oprimente, por miserable, fue en el trayecto desde el lago de Texcoco a San Juan Teotihuacán, a causa del aspecto miserable y horroroso de las aldeas de los indios, levantadas en la llanura que circunda el lago, cuyas eflorescen112 ‘‘Esta famosa república no es más que un punto sin interés para el arqueólogo y sin importancia política ni comercial, a pesar de su título de capital del territorio del mismo nombre’’ (ibidem, p. 112). Sobre el tratamiento de las peculiaridades de Tlaxcala en la Constitución de 1824, que aplazó la decisión sobre el status que habría de conferírsele a esa entidad, si estado o territorio de la Federación, y sobre la debatida incidencia en esa presunta postergación del carácter mayoritariamente indígena de sus habitantes, cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 60, y Clavero, Bartolomé, ‘‘Colonos y no indígenas. ¿Modelo constitucional americano? (Diálogo con Clara lvarez)’’, Anuario de Historia del Derecho Español, Madrid, t. LXV, 1995, pp. 1,012-1,013. 113 ‘‘Los indios que lo llevan lo mezclan a menudo con agua, para restituir a la cantidad el tributo que sus gaznates alterados descuentan de la calidad; además, los odres de cerdo en que lo transportan le comunican un olor nauseabundo; en fin, es muy corto el tiempo durante el cual el pulque es potable, y México está demasiado alejado de los llanos de Apan para que llegue en el punto preciso de fermentación que lo hace agradable’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 107). Un episodio posterior de Le Mexique matiza esa apreciación: ‘‘nous voilà bien près des plaines d’Apan, renommées par l’excellence de leur pulque. Zinguilucan, je commençais à trouver supportable cette boisson pour laquelle j’avais toujours éprouvé de la répugnance et elle me parut décidément bonne à Tulancingo, à l’heure du déjeuner’’ (‘‘estamos muy cerca de los llanos de Apan, renombrados por la excelencia de su pulque. En Zinguilucan comencé a encontrar soportable esta bebida por la que siempre había experimentado repugnancia, y me pareció decididamente buena en Tulancingo, a la hora del almuerzo’’: ibidem, p. 316).

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cias salinas procuraban a sus habitantes indígenas su exclusivo sustento económico: je n’ai jamais rien vu de si misérable, de si affreux que leurs hameaux; chaque case, mal bâtie en briques crues, se confond avec les monceaux de terre dont elle est entourée. Aucune verdure, aucune végétation n’existe à l’entour: tout y est terre, tout présente une couleur uniforme; et la vue des pauvres habitants de ces terriers accroît encore l’impression pénible qu’on éprouve en considérant ces misérables retraites.114

Buen conocedor de la región del istmo de Tehuantepec, Fossey recoge algunas noticias sobre la diversidad étnica de Oaxaca, aunque sólo menciona a zapotecos, mixes, huaves y mixtecos: menos civilizados los dos últimos grupos que los zapotecos, afirma Fossey, comunicaban poco entre sí, y practicaban todavía su antiguo culto. Todos conservaban el uso de sus lenguas propias, que nada tenían que ver con el náhuatl. Y, sin embargo, Fossey se contradice en otro pasaje de Le Mexique, pues después de haber afirmado que la lengua en que se expresaban los habitantes de la provincia de Oaxaca nada tenía que ver con el mexicano, mantiene que la mayoría de esos indios ‘‘de pura raza’’ de la región de Coatzacoalcos hablaban sólo náhuatl.115 Los indios ‘‘de pura raza’’ compartían la costa de México con otros grupos étnicos: mestizos, negros y zambos. La dulzura de carácter y sencillez de costumbres de los indígenas contrastan, ante los ojos de Fossey, con la astucia y el conjunto de vicios de que hacían gala los demás.116 Esa diversidad se observaba también en la costa del Océano Pacífico: los indios que poblaban esa región poseían un natural menos simpático que el de los numerosos negros que allí había; pero unos y otros compartían la misma despreocupación y la misma apatía.117 Peor aún resultó el concepto que se formó Fossey de los indígenas del pueblo de Zumpahuacan, cuya costumbre de comer escorpiones le causó profunda repugnancia: 114 ‘‘Nunca he visto nada tan miserable ni tan horroroso como sus caseríos; cada choza, mal construida con ladrillos sin cocer, se confunde con los montones de tierra de que está rodeada. Ningún verdor, ninguna vegetación existe alrededor: todo allí es tierra, todo presenta un color uniforme; y la vista de los pobres habitantes de estas guaridas todavía aumenta la penosa impresión que se experimenta al contemplar estos alejados parajes’’ (ibidem, p. 315). 115 Cfr. ibidem, pp. 25, 49 y 466-467. 116 Cfr. ibidem, p. 23. 117 Cfr. ibidem, p. 313.

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on croirait que cet aliment influe sur le caractère de ces Indiens, si les théories physiologiques ne rejetaient cette croyance: ils son méchants et colères, au point d’avoir donné lieu à ce proverbe: Méchant comme un Indien ou comme un scorpion de Zumpahuacan.118

Desde luego, cabe poner en tela de juicio la perspicacia y la originalidad de Fossey cuando realizaba aquellas observaciones sobre las características de los diversos grupos raciales, que respondían a unos prejuicios que se remontaban a tiempos muy antiguos. Valga como ejemplo una real cédula de 1578, con la que la Corona española quería salir al paso de los inconvenientes que parecían seguirse para los naturales de la provincia de Yucatán del trato con mulatos, mestizos y negros, porque demás, que los tratan mal, y se siruen de ellos, les enseñan sus malas costumbres, y ociosidad, y tambien algunos errores, y vicios, que podrian estragar, y estorvar el fruto que se desea para la salvacion de las almas de los dichos Indios, y que viuan en policia. Y porque de semejante compania no puede pegarseles cosa que les aproueche, siendo vniuersalmente tan mal inclinados los dichos Mulatos, Negros, y Mestizos.119

A los pocos indígenas que dominaban el español, muy apreciados en su calidad de intérpretes, se les llamaba ‘‘gentes de razón’’.120 Esta denominación, peyorativa para el común de los indígenas, que quedaba fuera de tal aprecio, alcanzó una difusión tan amplia en México durante el siglo XIX que incluso se deslizó en algunos textos redactados por legisladores de un Constituyente tan escrupuloso con la terminología como el de 1856-1857. Así ocurrió en un voto particular presentado por la minoría de la comisión de División Territorial en diciembre de 1856.121 Un historiador liberal tampoco tuvo empacho en distinguir dos categorías de vecinos en Zitácuaro, cuando describía el apoyo que la ciudad proporcionó a la causa nacional durante la Intervención francesa: indios de raza pura y gente de 118 ‘‘Se creería que este alimento influye en el carácter de estos indios, si las teorías fisiológicas no rechazaran esa creencia: son malos y coléricos, y han dado pie a este proverbio: Malo como un indio o como un escorpión de Zumpahuacan’’ (ibidem, p. 311). 119 Cit. en López Cogolludo, Diego, Historia de Yucatán, México, Editorial Academia Literaria, 1957, libro VII, capítulo II, p. 371. 120 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 25. 121 Cfr. voto particular de la minoría de la comisión de División Territorial, 19 de diciembre de 1856 (Zarco, Francisco, Historia del Congreso Estraordinario Constituyente de 1856 y 1857, vol. II, p. 725).

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razón; y añadió acerca de los primeros: ‘‘los indios son, por lo común, indiferentes a las cuestiones políticas y guardan completo egoísmo e indolencia para con los beligerantes’’.122 Después de haber expuesto una larga lista de comentarios sobre las comunidades indígenas del territorio del istmo de Tehuantepec ----la deliberada lejanía de sus aldeas de los demás centros habitados, la existencia de otras etnias que se aprovechaban de los indios, la ignorancia del español de parte de la casi totalidad de los aborígenes y el consiguiente desprecio en que se les tenía...----, Fossey se ocupa de ilustrar a sus lectores acerca de las casas reales que existían en los pueblos de indios, con la finalidad de alojar a los viajeros: en arrivant dans un village d’Indiens, ils vont loger de droit à la maison commune, où l’alcade est tenu de leur envoyer deux topils, c’est-à-dire deux adjoints, qui, moyennant une légère rétribution, soignent leurs chevaux et préparent leur souper. Cette maison ne se compose que d’une pièce, meublée d’une table et d’un banc, tribunal de l’alcade; de sorte qu’on se trouve forcé de coucher par terre, si on n’a pas eu la précaution d’apporter un lit.123

La importancia que se concedía a estos edificios que Mathieu de Fossey describió tan acuciosamente se patentiza por la extraordinaria vigencia de la institución de las casas reales que, aunque muy desmejorada, aún prevalecía en el siglo XIX.124 El mismo Fossey experimentaría en sus 122 Ruiz, Eduardo, Historia de la guerra de Intervención en Michoacán, México, Talleres Gráficos de la Nación, 1940, p. 76. 123 ‘‘Cuando [los viajeros] llegan a un pueblo de indios, van a alojarse ----por derecho que les corresponde---- en la casa común, a la que el alcalde envía dos topiles, es decir, dos adjuntos que, mediante una ligera retribución, cuidan de sus caballos y preparan su cena. Esta casa se compone de una sola pieza, amueblada con una mesa y un banco, el tribunal del alcalde; de manera que no hay más remedio que dormir en el suelo, si no se ha tenido la precaución de llevar una cama’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 25). 124 John L. Stephens dedicó varios pasajes de uno de sus libros de viajes a esta institución: cfr. Stephens, John L., Viaje a Yucatán 1841-1842, vol. I, p. 230, y vol. II, pp. 3 y 157. Véase también Lameiras, Brigitte B. de, Indios de México y viajeros extranjeros, siglo XIX, México, Secretaría de Educación Pública, Sep-Setentas, 1973, p. 106. Muchas de las casas reales que se alzaban en Yucatán habían sido construidas en la época del gobernador español Antonio de Figueroa (1612-1617): cfr. López Cogolludo, Diego, Historia de Yucatán, libro IV, capítulo XVII, p. 226, y libro IX, capítulo II, p. 471. La extinción legal de las casas reales se produjo a raíz del decreto del estado de Yucatán del 12 de septiembre de 1868, que suprimió las repúblicas de indígenas: ‘‘los Ayuntamientos ó Juntas municipales destinarán los edificios llamados ‘Casas reales’ para escuelas ú otros usos de utilidad comun, prévia aprobacion del gobierno’’ (decreto del 12 de septiembre de 1868, en Ancona, Eligio,

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propias carnes, durante su estancia en Alvarado, la incomodidad que podía acarrear la ausencia de este tipo de alojamiento que, como ya se dijo, funcionaba únicamente en las poblaciones de indígenas.125 Otros comentarios de Fossey sobre la arquitectura colonial de la Nueva España permiten calar en sus prejuicios antiespañoles y sus inclinaciones neoclásicas, que le arrastran a despreciar la estética de la catedral de México, que se le antoja de mal gusto, carente de particularidades dignas de llamar la atención, y empequeñecida por la monumentalidad que revelaban los vestigios del extinguido esplendor de los aztecas, realzado ante la vista de los capitalinos desde que en julio de 1843 se demoliera el Parián.126 El ejército constituía tradicionalmente un mecanismo de vinculación del indígena con la sociedad de que, aunque de modo inconsciente, formaba aquél parte (cfr. capítulo primero, VII, 2). A los ojos de Fossey, la institución militar se presentaba en México desprovista de seriedad y de prestigio, y sobrada de carencias que se hacían ostensibles en el atuendo de los soldados. Así comenta una revista de tropas a la que asistió, perplejo, en Alvarado: cette réunion de misérables, qui prenait le nom pompeux de régiment, se composait d’environ cent cinquante Indiens, nègres, zambres et métis, les uns vêtus de pantalons de toile et de couvertures de laine, les autres de caleçons et de lambeaux de chemises. Leurs chapeaux de paille étaient noircis par le temps; et à l’exception des chefs et des sous-officiers, aucun de ces étranges guerriers n’avait de chaussure.127

No deja de ser notable la composición étnica de ese triste regimiento, en el que no estaban representadas las gentes de raza blanca que, por lo general, podían escabullirse con más facilidad de una conscripción que Coleccion de leyes, decretos, ordenes y demás disposiciones de tendencia general, expedidas por el Poder Legislativo del Estado de Yucatán: formada con autorizacion del gobierno, Mérida, Imprenta de ‘‘El Eco del Comercio’’, 1884, t. III, p. 301). 125 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 74. 126 Cfr. ibidem, pp. 208-209, y Díaz y de Ovando, Clementina, ‘‘Viaje a México (1844)’’, pp. 171-173. 127 ‘‘Este conjunto de miserables, que recibía el pomposo nombre de regimiento, se componía de unos ciento cincuenta indios, negros, zambos y mestizos, vestidos unos con pantalones de tela y de mantas de lana, y otros con calzoncillos y jirones de camisas. Sus sombreros de paja estaban ennegrecidos por el tiempo; y, con excepción de los jefes y suboficiales, ninguno de esos extraños guerreros llevaba calzado’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 76). No distaba mucho ese siniestro cuadro del que trazó Duplessis sobre la fuerza militar de Veracruz: cfr. Duplessis, Paul, Un mundo desconocido ó Viajes contemporáneos por Méjico, Madrid, Imprenta de La Correspondencia de España, 1861, pp. 6-7.

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resultaba inmisericorde para los demás grupos raciales, menos favorecidos por la fortuna y relegados a los escalones inferiores de la pirámide social. Ciertamente, Fossey matiza después el cuadro de la institución militar que había trazado a partir de lo que vio en Alvarado y reconoce que, en las grandes ciudades del país, había podido asistir al desfile de tropas mejor vestidas y provistas de buen armamento, aunque añade que el brillo de esos cuerpos se opacaba con rapidez, por el descuido de los soldados y la falta de vigilancia de los oficiales.128 Y en otro pasaje, después de proclamar su deseo de no ofender a nadie y de no herir susceptibilidad alguna cuando escribía sobre la historia de México, enuncia la imposibilidad de narrar cualquier suceso relacionado con los campos de batalla, sin que esa descripción dejara de convertirse en un reproche, una acusación tácita contra la milicia.129 No duda Fossey en atribuir las deficiencias del ejército mexicano a los mecanismos empleados para reclutar la tropa, que resultaba integrada por los desechos de la sociedad: ladrones y asesinos a los que se ofrecía la posibilidad de escoger entre la cadena del presidiario o el uniforme militar. Cuando escaseaba el número de criminales preciso para nutrir las filas del ejército, se recurría a las levas: y aquí entraban ‘‘les malheureux Indiens qu’on rencontre, et en les expédiant garrottés au cheflieu de recrutement’’.130 La consecuencia inevitable era la deserción generalizada: ‘‘on retient difficilment sous les drapeaux les Indiens de pure race; ils désertent presque tous’’.131 En otro lugar, nuestro autor refiere sus recuerdos de las levas que se practicaron en 1836, con destino al ejército que había de intervenir en Texas para impedir la segregación del territorio. Los infelices que eran declarados soldados, lejos de pensar en el honor que representaba servir con las armas a su país, buscaban ansiosamente sustraerse a esa responsabilidad mediante la fuga: por eso, y para prevenir las deserciones, se los enlazaba con nudos corredizos, como hacían los ojeadores de toros en las dehesas.132 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 77. Cfr. ibidem, p. 517. ‘‘Los desgraciados indios a los que se encuentra que, atados, son conducidos al encargado local del reclutamiento’’ (ibidem, p. 91). Cfr. ibidem, pp. 266-267. 131 ‘‘A duras penas se retiene bajo las banderas a los indios de raza pura; desertan casi todos’’ (idem). 132 Cfr. ibidem, p. 494. 128 129 130

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Ni siquiera se beneficiaron esas pobres gentes cuando, en 1853, Santa Anna decretó el fin de las levas y su sustitución por el sistema de sorteo al que estarían sujetas todas las clases de la sociedad: le jour où le premier tirage à la conscription eut lieu à Guanaxuato, j’ai vu de mes propres yeux faire une levée de force au village de Mellado, à un quart de lieue de la ville. On s’empara d’une vingtaine d’ouvriers mineurs, qu’on arracha ainsi à leurs familles au mépris de toutes les lois humaines.133

Por cierto, que en el Constituyente de 1856-1857 se recordarían otras actuaciones de López de Santa Anna menos complacientes con los indígenas. Así, un diputado reprobó la conducta de Santa Anna cuando escaló el poder y, con el apoyo de los conservadores, procedió a una violenta represión de quienes no compartían su modo de pensar: ‘‘en su saña no se olvidaron ni de los pobres indios de Jico, que en 1845 detuvieron al dictador en su fuga’’.134 Y Carlos de Gagern comentó, acerca de las disposiciones de Santa Anna en favor de los indígenas: ‘‘á pesar de la ley sobre reclutamiento, basada sobre aquel principio de exclusion, recurria continuamente al odioso sistema de la leva’’.135 No obstaba lo anterior para que, con carácter excepcional, hubiera indígenas que prestaban eficaces servicios de armas, como los habitantes del Bajío y de la Mixteca que, en opinión de Fossey, conservaban la belicosidad que los había distinguido en tiempos del Imperio azteca. Un arquetipo de esa bravura era el general León, cacique mixteco, que sobresalió por su valor en la defensa de Molino del Rey frente a las tropas de Scott.136 133 ‘‘El día en que tuvo lugar el primer sorteo para la conscripción en Guanajuato, vi con mis propios ojos cómo se practicaba una leva forzosa en el pueblo de Mellado, a un cuarto de legua de la ciudad. Se prendió a una veintena de obreros mineros, a los que se arrancó de sus familias de esa manera, en desprecio de todas las leyes humanas’’ (ibidem, p. 495). 134 Intervención de Santos Degollado ante el Congreso Constituyente de 1856-1857, 3 de marzo de 1856 (Zarco, Francisco, Historia del Congreso Estraordinario Constituyente de 1856 y 1857, vol. I, p. 73). También aparece reseñado este episodio por la pluma de Fossey: cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 173. 135 Gagern, Carlos de, ‘‘Rasgos característicos de la raza indígena de México’’, Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, México, segunda época, t. I, 1869, p. 809. Cfr. Covo, Jacqueline, Las ideas de la Reforma en México (1855-1861), México, UNAM, Coordinación de Humanidades, 1983, p. 334. 136 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 267. Acerca de la actitud de las comunidades indígenas durante la guerra entre México y Estados Unidos, cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 168, 336, 442-443 y 623.

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Más contundentes fueron, si cabe, las críticas que Fossey dirigió a los representantes de la ciudadanía en el Congreso nacional. El texto que sigue nos exime de más comentarios al respecto: ‘‘dans une période de plus de vingt-deux ans, je n’ai pas eu connaissance d’une seule loi du congrès, d’un seul décret du gouvernement, qui en fût dicté par un esprit étroit ou par une passion condamnable’’.137 El lamentable estado de la institución militar y la baja calidad del trabajo desarrollado por los legisladores contrastaban con los progresos que Fossey advertía en otros órdenes, como el trazado urbano de la ciudad de México, la calidad de la prensa capitalina y la modernización a que había dado origen la creciente influencia de los europeos. Sin embargo, la política interior del país continuaba siendo deplorable, hasta el extremo de que Fossey pensaba que las cosas no hacían sino empeorar, sin que ninguna de las fuerzas partidistas ----liberales moderados, conservadores, ultraliberales---- se mostrara capaz de ofrecer soluciones eficaces.138 A propósito de la guerra con Francia de 1838, Mathieu de Fossey volvió a expresar cierto desprecio hacia las armas mexicanas, incapaces de defender San Juan de Ulúa frente a la flota francesa;139 y, al mismo tiempo, mostró su admiración por la ausencia de resentimiento entre las clases bajas de la capital mexicana, aparentemente indiferentes ante la propaganda antifrancesa sembrada por algunos elementos de la clase política y por los órganos de prensa que les servían de altavoz: cuando por los años de 1838, después de la toma del castillo de San Juan de Ulúa, algunos votos aislados pedían a voz en cuello que se repitiesen con los franceses otras vísperas sicilianas, todos esos léperos,140 para los cuales un asesinato es una friolera, se quedaron fríos, desoyendo esta provocación al crimen; y lejos de añadir a los males del destierro actos de violencia y maldiciones, se manifestaban compadecidos por la suerte de los desterrados, brindándoles con la asistencia y los auxilios que en sus manos estaba darles.141 137 ‘‘En un período de más de veintidós años, no he tenido conocimiento de una sola ley del congreso, de un solo decreto del gobierno, que no estuviera dictado por un espíritu estrecho o por una pasión condenable’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 261). 138 Cfr. ibidem, pp. 442-444. 139 Cfr. ibidem, p. 86. 140 En Le Mexique, Fossey identifica al lépero con el indio habitante de la ciudad: cfr. ibidem, p. 549. 141 Fossey, Mathieu de, Viaje a México, pp. 145-146. Cfr. también Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 514. Otras aserciones sobre la buena disposición de los indígenas hacia los franceses, ibidem, p. 278.

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Los franceses desterrados encontraron también valedores entre las clases altas de la sociedad mexicana, que recibieron con disgusto el decreto de expulsión y prodigaron inequívocas muestras de afecto a cuantas personas conocían de nacionalidad francesa. Fossey recordó siempre con agradecimiento que las autoridades de Oaxaca lo exceptuaron de la expulsión, aunque ni siquiera había solicitado ese favor.142 IV. CONCLUSIONES Antes de terminar estas apretadas páginas, juzgamos pertinente trazar un balance sintético de las más interesantes aportaciones de los escritos de Mathieu de Fossey para una profundización en las relaciones entre indianidad y mexicanidad. Quisiéramos destacar, en primer lugar, la importancia que Fossey concede a la colonización, como factor de progreso y como contrapeso demográfico del nutrido elemento indígena, inquieto e inclinado a involucrarse en las revueltas que sacuden el agro mexicano durante los años centrales del siglo XIX. Fossey participa de la certeza que tienen muchos de sus contemporáneos en la eficacia de la tarea civilizadora de la raza blanca, y en la necesidad de ‘‘civilizar’’ a los atrasados indígenas, injertando sus culturas y sus modos de vida en el torrente fecundo de la modernidad. La preparación de la llegada de los nuevos tiempos implica, en la visión de Fossey, superar el lastre del legado español, apegado a un modo de entender el mundo obsoleto y prendido en unos planteamientos religiosos que incapacitaban a la sociedad novohispana para su apertura a un cristianismo depurado de sensiblerías y de las adherencias generadas por las antiguas creencias religiosas indígenas. Pero Fossey es un hombre profundamente pesimista, convencido de que México se hallaba sumido en una crisis de valores de tal envergadura, que no podía realizar por sí mismo el esfuerzo necesario para extirpar los numerosos vicios que corrompían el tejido social. Fossey desconfía de los hombres públicos, de las autoridades civiles, de la institución militar, de las leyes y de quienes deben aplicarlas; y, sobre todo, experimenta auténtico horror ante la perspectiva, que se le antoja más que verosímil, de una sublevación indígena de amplio calado, capaz de aglutinar a 142

Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 514.

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los movimientos de resistencia que, aunque no coordinados en el tiempo, no dejaban de sacudir todos y cada uno de los rincones de la República mexicana. Los horrores de la guerra de Yucatán y las amenazas en la frontera norte constituían dos botones de muestra suficientemente elocuentes. No ignora Fossey que existían causas profundas de ese descontento y, como no podía dejar de suceder, apunta a las haciendas, donde los indígenas eran objeto de sistemáticos abusos, y donde no llegaban con eficacia las disposiciones adoptadas por los Congresos. El menosprecio de la ley y la imposibilidad práctica para exigir su cumplimiento exasperan a Mathieu de Fossey, que asiste como testigo de primera mano a la nulidad del ordenamiento legal. Fossey demuestra finura de observador al desvelar las diferencias sociales existentes en el seno de las comunidades; pero no se deja engañar por las apariencias de esa estratificación: ni los caciques ni los indios que formalmente les estaban sometidos cuentan para nada a los ojos de los criollos, que saben que son ellos, y sólo ellos, quienes retienen en sus manos el verdadero poder. Para los indígenas ----ni siquiera para todos---queda sólo el recuerdo de la brillantez de otros tiempos: los que corren entonces son decadentes, oscuros y no permiten augurar esperanzas de redención: la única salida es la que pasa por la incorporación de esas culturas agotadas al carro triunfante de la civilización europea (ni que decir tiene que, para Fossey, los mejores aurigas del Viejo Continente son los franceses).

CAPÍTULO SEXTO FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA Y EL MUNDO INDÍGENA MEXICANO María BONO LÓPEZ* SUMARIO: I. La marquesa de Calderón de la Barca. II. Su producción escrita. III. La marquesa de Calderón de la Barca en México. IV. Originalidad de los enfoques de madame Calderón de la Barca.

I. LA MARQUESA DE CALDERÓN DE LA BARCA Frances Erskine Inglis nació en Edimburgo, Escocia, el 23 de diciembre de 1804. Tras la muerte de su padre, en 1830, su familia emigra a Estados Unidos y se establece en Boston, donde funda un colegio para señoritas. Durante sus años en Boston, ella y su familia entablaron gran amistad con diversos personajes de la vida cultural de la ciudad, entre ellos, Ticknor y Prescott. En casa de William H. Prescott le fue presentado, en 1838, quien sería su esposo, Ángel Calderón de la Barca ----político liberal moderado del círculo de Cea Bermúdez1----, con el que contrajo matrimonio ese mismo año. Justo Sierra O’Reilly, que conoció en Washington a la marquesa de Calderón unos años después de su regreso de México, se expresaba sobre ella de la siguiente manera: ‘‘habla con soltura los principales idiomas modernos; es de una instrucción exquisita, y era el alma de la brillante sociedad que en su casa se reunía’’.2 Instituto Tecnológico Autónomo de México. Cfr. Baerlein, Henry, ‘‘Introduction’’, en Mme. Calderon de la Barca, Life in Mexico during a Residence of Two Years in that Country, México, Mexico Press, 1946, p. xii. 2 Sierra O’Reilly, Justo, Diario de nuestro viaje a los Estados Unidos, cit. en Teixidor, Felipe, ‘‘Prólogo’’, en La Vida en México, trad. de Felipe Teixidor, México, Porrúa, 1959, p. XXV. * 1

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En 1839, Ángel Calderón de la Barca fue nombrado primer ministro plenipotenciario de España en México. El 27 de octubre de ese año el matrimonio salía del puerto de Nueva York rumbo a México, y arribó el 18 de diciembre a este país en el que permaneció dos años y veintiún días. La primera de la larga serie de cartas de la marquesa sobre su viaje y estancia en México fue escrita el primer día de la travesía, a bordo del Norma, embarcación que habría de conducir al matrimonio a Veracruz. La última carta de madame Calderón de la Barca aparece fechada el 29 de abril de 1842. Después de la estancia en México, la vida del matrimonio dependió en gran medida de los vaivenes políticos en España. Tras la marcha de México, se establecieron en Madrid, hasta que, en 1844, don Ángel es nombrado embajador en Washington. En 1853 Calderón es llamado a España para ocuparse de la cartera de Estado del gabinete del conde de San Luis: llega a Madrid para tomar posesión ese puesto el 17 de septiembre de ese año. Los acontecimientos ocurridos en la capital de España durante el reinado de Isabel II dan pie a la señora Calderón a escribir otra obra, animada además por el éxito que había alcanzado La vida en México: The Attaché in Madrid, or Sketches of the Court of Isabella II, escrita durante su exilio en Francia, y publicada en Nueva York, por D. Appleton y Compañía, en 1856. Una vez más, la marquesa permaneció en el anonimato, pues el libro se dio a conocer como la traducción al inglés de las cartas escritas durante su estancia en Madrid por un joven diplomático alemán.3 Después de varios reveses políticos, y ya de vuelta del exilio en Francia, muere don Ángel Calderón de la Barca en San Sebastián en 1861. Transcurrido algún tiempo desde que quedara viuda, la marquesa de Calderón fue requerida por la reina para que se ocupara de la educación de la infanta Isabel: a partir de entonces y hasta su muerte, ocurrida el 3 de febrero de 1882, la vida de Frances quedó ligada a la suerte de la familia real. La intensa comunicación epistolar con su familia y sus amigos declinaría a partir de 1847 aproximadamente, año de la muerte de la madre de Frances. Los acontecimientos posteriores ----exilio en Francia y regreso a España, muerte de su esposo, encargo de la educación de la infanta---- la interrumpirían por completo. 3 Cfr. Fisher, Howard T. y Hall Fisher, Marion, ‘‘Introduction’’, Life in Mexico. The Letters of Fanny Calderón de la Barca. With new material from the author’s private journals. Edited and annotated by Howard T. Fisher and Marion Hall Fisher, New York, Doubleday & Company, 1966, p. xxvii.

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II. SU PRODUCCIÓN ESCRITA Life in Mexico during a Residence of Two Years in that Country vio la luz por vez primera en Boston, en 1843 (2 vols., Charles C. Little-James Brown); y, con diferencia de meses, en Londres (Chapman-Hall). Ambas ediciones guardan una cautelosa reserva en torno al nombre de la autora, identificada como Mme. C. de la B. por los editores de Boston, y como Madame C. de la B. en la impresión londinense que, recomendada por William H. Prescott, corrió a cargo de los editores de las obras de Charles Dickens. Fue preciso esperar a la aparición de una versión abreviada de Life in Mexico (Londres, Simms-McIntyre, 1852) para que se desvelara ----y sólo a medias---- la identidad de su autora: Madame Calderon. Para el marqués de San Francisco, prologuista de la primera traducción española de La vida en México, la circunstancia de que la primera edición de esta obra se publicara en el mismo año que la de Prescott, Historia de la Conquista de Méjico, favoreció la popularidad de que disfrutó la obra de la marquesa de Calderón.4 La explicación sobre la reserva que se había guardado acerca de la identidad de la autora de La vida en México la dio Prescott, autor de una breve presentación de la primera edición de la obra: ‘‘el nombre de la bella autora se esconde bajo sus iniciales, por ser, en opinión de ‘su caro sposo’, contrario a las reglas de la etiqueta diplomática, etc., el que el nombre de la esposa del Embajador [sic] se ostentase frente a una obra que exhibe al mundo oficial y al país en el cual fueron residentes’’.5 Con el tiempo, entrado ya el siglo XX, encontraremos otras ediciones en inglés de las cartas de la marquesa de Calderón de la Barca: México, The Aztec, 1910; México, Mexico Press, 1946 (Nueva York, E. P. Dutton, introducción de Henry Baerlein, en un solo volumen); Londres, J. M. Dent e hijo, s. a. (1913); Berkeley-Los Ángeles-Londres, University of California Press, 1982 (con una introducción de Woodrow Borah). La edición de 1946 era una reimpresión de la de 1931 realizada por la misma casa editorial, que reimprimió la obra en los años 1934, 1937, 1940 y 1964. En 1966 se publicó con el título de Life in Mexico: the Letters of Fanny Calderón de la Barca. With new material from the author’s private journals. Edited and annotated by Howard T. Fisher and Marion Hall 4 Cfr. Marqués de San Francisco, ‘‘Prólogo’’, en Marquesa de Calderón de la Barca, La vida en Méjico, México, Librería de la Vda. de Ch. Bouret, 1920, vol. I, p. VIII. 5 Cit. en Teixidor, Felipe, ‘‘Prólogo’’, p. X.

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Fisher (Nueva York, Doubleday & Company). Es en esta última edición donde los datos de la autora de la obra aparecen más explícitos. Hasta entonces, en todas las ediciones de La vida en México, el nombre que aparecía en la portada era el de Mme. Calderón de la Barca. La primera edición en español de la obra de la marquesa de Calderón de la Barca se hizo esperar mucho tiempo: y eso a pesar del trato que en 1847 mantuvo la esposa de don Ángel, en Washington, con Justo Sierra O’Reilly, buen conocedor de la lengua inglesa y traductor de los trabajos de John L. Stephens que, publicados en ese idioma en 1843, fueron vertidos al español cinco años más tarde por el ilustre político yucateco. La vida en Méjico fue traducida por Enrique Martínez de Sobral, y prologada por el marqués de San Francisco, Manuel Romero de Terreros, y fue editada en dos volúmenes en 1920 en la Librería de la viuda de Ch. Bouret. Seguía respetándose la identidad de Frances E. Inglis, puesto que el nombre que aparecía en la portada era el de marquesa de Calderón de la Barca. Tal vez haya que atribuir el retraso en la aparición de la versión española de Life in Mexico a la escasa simpatía que hacia su contenido profesaron personalidades como Luis Martínez de Castro, Manuel Payno, Ignacio M. Altamirano e, incluso, extranjeros como Mathieu de Fossey, a quien pertenece esta injusta crítica: tampoco concederé a la señora Calderón de la Barca los requisitos del buen crítico, aunque, es verdad, ha vivido más tiempo en este país que Mr. Michel Chevalier; pero no concurrieron en ella las condiciones necesarias para conocerlo todo y juzgar bien. Siempre que se ha fiado de las noticias que le daban sus criados u otros extranjeros como ella, ha incurrido en exageraciones; y cuando le causaba admiración un orden de cosas, que no obstante se encuentra en la ley común, y no puede existir de otro modo, ha citado como disparates ciertas circunstancias, a menudo indiferentes por sí, sacrificando así la síntesis al análisis, sin advertir que perdía de vista la filosofía del carácter nacional. En fin, ha juzgado del país por el momento presente, sin tener en cuenta lo pasado, tan cerca todavía, ni los adelantos que se han obtenido.6

Branz Mayer, conocedor también de la obra de Frances Erskine, no dejó constancia alguna de haberse servido de sus escritos como fuente de 6 Fossey, Mathieu de, Viaje a México, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994, pp. 24-25. En el pasaje paralelo de Le Mexique, Fossey sostiene que la marquesa se ocupó sólo de futilidades y que, incapacitada para alcanzar una visión de síntesis, se quedó en los detalles: cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, Paris, Henri Plon, 1857, p. 542.

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noticias; pero resulta indudable que leyó su libro, compartió sus puntos de vista y, como la marquesa, se valió de los calendarios y revistas, tan populares en la época.7 Mucho más benigno, Charles Macomb Flandrau consideraría Life in Mexico como el libro más entretenido y ‘‘más esencialmente cierto’’ que había podido encontrar sobre México.8 Aunque la edición de 1920 puede considerarse la primera en castellano de la totalidad de las cartas de la señora Calderón, mucho antes habían aparecido varias traducciones parciales de su correspondencia: poco después de que apareciera la primera edición norteamericana, El siglo diez y nueve empezó a publicar algunas cartas: aunque, inicialmente fueron recibidas con desdén en los círculos oficiales, pronto pudieron imprimirse con ayuda de los subsidios aportados por el gobierno, exceptuadas aquéllas que contenían alusiones excesivamente caústicas al presidente López de Santa Anna.9 En 1844 se publicó la carta IX en el segundo tomo de El Liceo Mejicano, cuya traducción atribuyó el marqués de San Francisco a Luis Martínez de Castro. El prologuista de la edición de 1920 da noticia de la labor realizada por Victoriano Salado Álvarez, en la preparación de la versión española de La vida en México, de la que llegó a imprimir en los talleres del Museo Nacional hasta la carta XIII;10 sin embargo, Romero de Terreros no da información alguna de si utilizaron estas traducciones anteriores para la que se realizó en esa ocasión. Las ediciones posteriores de La vida en México, hasta la de 1959, fueron tomadas de esta primera traducción hecha por Martínez Sobral. Con el título de La vida en México, la Secretaría de Educación Pública (México, 1944) publicó en la colección Biblioteca Enciclopédica Popular (con prólogo y selección a cargo de Antonio Acevedo Escobedo) algunos fragmentos de la correspondencia de la marquesa de Calderón de la Barca, nombre con que se dio a conocer a la autora en esta edición. Para la selección de textos de Frances E. Inglis, Acevedo Escobar se sirvió de la edición mexicana de 1920, en la que eliminó ‘‘numerosos inci-

7 Cfr. Ortega y Medina, Juan A., ‘‘Estudio preliminar’’, en Mayer, Brantz, México: lo que fue y lo que es, prólogo y notas de Juan A. Ortega y Medina, México, Fondo de Cultura Económica, 1953, p. XXXIX. 8 Cfr. Flandrau, Charles Macomb, ¡Viva México!, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994, p. 105. 9 Cfr. Borah, Woodrow, ‘‘Introduction’’, en Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, Berkeley-Los Angeles-London, University of California Press, 1982, p. 8. 10 Cfr. Marqués de San Francisco, ‘‘Prólogo’’, p. XIV.

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dentes y situaciones singulares’’,11 y suprimió bastantes pasajes, porque esta edición de La vida en México consta de sólo ochenta y tres páginas. La vida en México, de la marquesa de Calderón de la Barca (2 vols., México, Hispano-Mexicana, 1945), es una reedición de la primera versión en español de la obra de Frances E. Inglis, publicada en 1920. Aquí se reprodujo el mismo texto del prólogo del marqués de San Francisco. Precede al prólogo una nota del nuevo editor, fechada en 1945, en la que explica muy brevemente la naturaleza y origen de la obra, y da noticias del traductor y del prologuista de la obra de 1920. Los dos volúmenes de La vida en México durante una residencia de dos años en ese país por Madame Calderón de la Barca (México, Porrúa, 1959, traducción, prólogo y notas de Felipe Teixidor) son ----hasta donde tenemos noticias, por el estudio bibliográfico que se ha realizado en este trabajo---- la segunda traducción al español de la obra en inglés. El autor del prólogo proporciona más información de la vida de la marquesa de Calderón que las ediciones anteriores. En la década de 1970, la Secretaría de Educación Pública dio a la prensa para su colección Cuadernos Mexicanos las cartas XLIX, L y LI de la esposa del primer embajador de España en México, con el título de Recorrido por Michoacán en 1841, de Mme. Calderón de la Barca (México, Secretaría de Educación Pública-Compañía Nacional de Subsistencias Populares, [197?]). Las cartas fueron tomadas de la traducción que Felipe Teixidor hizo para Porrúa de La vida en México, y la pequeña introducción que antecede a esta obra está tomada del prólogo que Teixidor escribió en 1959. También la editorial Porrúa publicó, en 1976, La vida en México en dos volúmenes. III. LA MARQUESA DE CALDERÓN DE LA BARCA EN MÉXICO 1. El marco histórico Uno de los problemas fundamentales a los que los hombres de Estado se enfrentaron durante la época que nos ocupa fue la falta de recursos económicos, que condenó a la Hacienda a vivir en un perpetuo estado de 11 Acevedo Escobedo, Antonio, ‘‘Prólogo’’, en Marquesa de Calderón de la Barca, La Vida en México, prólogo y selección de Antonio Acevedo Escobedo, México, Secretaría de Educación Pública, 1944, p. IX.

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bancarrota y a depender de los préstamos externos e internos.12 Algunas de las causas fundamentales de esta situación fueron la eliminación de algunos tributos, como el indígena, y la imposibilidad de cobrar otros, como la alcabala, por el estado de empobrecimiento general de la población. Además, los gastos generados por el ejército y por las numerosas revueltas, revoluciones, asonadas, etcétera superaban con mucho la capacidad de las arcas estatales.13 A todo ello se añadía, en opinión del presidente de la Cámara de Diputados, Pedro Barajas, expresada al cerrar el último período de sesiones del año 1839, ‘‘la inmoralidad de algunos empleados; la codicia insaciable de los que hacen su fortuna de las necesidades de la patria, y la corrupción de muchos jueces protectores del contrabando y de los malos empleados de Hacienda’’.14 A partir de 1830 se abriría un largo período de inestabilidad política,15 caracterizado por la sucesión interminable de presidentes moderados y liberales, y por las injerencias políticas de los vicepresidentes.16 Una 12 Cfr. Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos. Historia general y completa del desenvolvimiento social, político, religioso, militar, científico y literario de México desde la Antigüedad más remota hasta la época actual. Obra única en su género publicada bajo la dirección del general..., t. IV: México independiente 1821-1855 escrita por D. Enrique Olavarría y Ferrari, México, Gustavo S. López editor, 1940, pp. 405-406, 451, 453 y 463. El estado deplorable de las cuentas públicas llegó a extremos de no poder pagar los sueldos de los empleados de las oficinas del gobierno. La necesidad del Estado mexicano de recaudar préstamos internos le supuso, a corto plazo, no sólo la oposición de sus adversarios políticos, sino también la de los grupos que habían apoyado al régimen. 13 Cfr. Cosío Villegas, Daniel et al., Historia mínima de México, 1a. reimp., México, El Colegio de México, 1973, p. 94; Sierra, Justo, Evolución política del pueblo mexicano, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1993, p. 222, y Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, pp. 414 y 457. 14 González y González, Luis (dir.), Los presidentes de México ante la nación. Informes, manifiestos y documentos de 1821 a 1966, t. I: Informes y respuestas desde el 28 de septiembre de 1821 hasta el 16 de septiembre de 1875, México, XLVI Legislatura de la Cámara de Diputados, 1966, p. 224. 15 Los mexicanos menores de cuarenta años, según la marquesa de Calderón de la Barca, ‘‘have lived under the Spanish government; have seen the revolution of Dolores of 1810, with continuations and variations by Morelos, and paralylzation in 1819; the revolution of Iturbide in 1821...; the establishement of the federal system in 1824; the horrible revolution of the Acordada... in 1828...; the adoption of the central system in 1836; and the last revolution of the federalist in 1840. Another is predicted for the next month... In nineteen years three forms of government have been tried, and two constitutions...; ‘Dere is notink like trying’’’ (‘‘han vivido bajo el Gobierno español, presenciaron la revolución de Dolores en 1810, su continuación por Morelos y sus variaciones y su paralización en 1819; la revolución de Iturbide en 1821; ...el establecimiento del sistema federal en 1824; la horrible revolución de Acordada en 1828...; la adopción del sistema central en 1836, y la última revolución de los federalistas en 1840. Se pronostica otra para el mes próximo... En diecinueve años se han ensayado tres formas de gobierno y dos Constituciones... ‘No hay nada como probar’)’’: Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, p. 360. 16 Las Leyes Constitucionales de 1836 suprimieron la figura del vicepresidente: cfr. ley cuarta, artículo 1o.

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consecuencia inmediata de esta situación fue la promulgación de las Siete Leyes Constitucionales en 1836, de corte centralista, en sustitución de la carta federal promulgada en octubre de 1824. Exceptuando el carácter centralista, las Siete Leyes carecían de instituciones políticas novedosas, salvo el Supremo Poder Conservador, concebido como un órgano político de última instancia encargado de mantener el equilibrio y la legalidad entre poderes. A la larga, la presencia del Poder Conservador provocó serios y numerosos conflictos, que entorpecieron el desarrollo político de esos años.17 Al cabo del tiempo, Ignacio Manuel Altamirano hacía el siguiente balance del régimen centralista instaurado por las Siete Leyes: lo que se establecía en México, donde la mayoría de la población se componía de indígenas incultos ó de propietarios mestizos, era en realidad una oligarquía opresora y exclusivista: mejor dicho, una monarquía disimulada, bajo la influencia del ejército, del clero y de los ricos, más expuesto todavía que el régimen democrático á las conspiraciones palaciegas y á las asonadas militares, especialmente en un país que estaba ya devorado por el virus de las revoluciones.18

Anastasio Bustamante presidiría el gobierno central a partir de 1837, y se enfrentaría a serios problemas externos e internos: levantamientos federalistas, que impedían la pacificación del país y provocaban la división interna, que era aprovechada por las potencias extranjeras;19 intentos 17 Cfr. Sierra, Justo, Evolución política del pueblo mexicano, p. 225, y Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, pp. 422, 435 y 454-456. Uno de esos conflictos sería provocado por la designación que hizo el Supremo Poder Conservador de presidente interino en la persona de Santa Anna, en sustitución de Bustamante, ausente temporalmente: cfr. Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, pp. 440-441, 443-444 y 446-447. 18 Altamirano, Ignacio M., Historia y política de México (1821-1882), México, Empresas Editoriales, 1947, p. 46. Los mismos argumentos que se habían dado para poner en marcha la ‘‘primera revolución de México’’ seguían siendo esgrimidos por todos los partidos que se disputaban el poder: cfr. Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, p. 448. 19 Cfr. Sierra, Justo, Evolución política del pueblo mexicano, pp. 226 y 228-231, y Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, pp. 403, 405, 411, 413, 422, 447-448, 474, 478 y 481-482. Todas las insurrecciones fueron sofocadas, y las únicas que perdurarían a lo largo del período serían las de Texas y Californias. Sólo uno de los muchos levantamientos que se dieron en el país prosperó, y el Plan de Tacubaya provocó la caída de Bustamante y el acceso de Santa Anna a la presidencia. Sierra definía de esta manera la situación de esos años: ‘‘el salteador que pululaba en todos los caminos se confundía con el guerrillero, que se transformaba en el coronel, ascendiéndose a general de motín en motín y aspirando a presidente de revolución en revolución; todos traían un acta en la punta de su espada, un plan en la cartera de su consejero, clérigo, abogado o mercader, una cons-

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separatistas de Texas y de Yucatán; rebeliones indígenas motivadas generalmente por problemas de la tenencia de la tierra, y enfrentamientos con Francia20 y con Estados Unidos.21 A la larga, los problemas internacionales acapararían la atención y los recursos del gobierno, y pospondrían la resolución de los conflictos internos, lo que provocaría el fracaso de Anastasio Bustamante.22 A los pocos días de que llegara a la ciudad de México el matrimonio Calderón, la marquesa fue recibida por el presidente de la República, Anastasio Bustamante, del que recibió la siguiente impresión: he looks like a good man, with an honest, benevolent face, frank and simple in his manners, and not at all like a hero.... There cannot be a greater contrast, both in appearance and reality, than between him and Santa Anna. [a quien había conocido en Manga del Clavo cuando llegaron a Veracruz]. There is no lurking devil in his eye. All is frank, open, and unreserved. It is imposible to look in his face without believing him to be an honest and well-intentioned man. ...He is said to be a devoted friend, is honest to a proverb, and personally brave, though occasionally deficient in moral energy. He is therefore an estimable man, and one who will do his duty to the best of his ability, though wether he has severity and energy sufficient for those evil days in which it is his lot to govern, may be problematical.23

titución en su bandera, para hacer la felicidad del pueblo mexicano que, magullado y pisoteado en un lodazal sangriento, por todos y en todas partes, se levantaba para ir a ganar el jornal, trabajando como una acémila, o para ir a ganar el olvido batiéndose como un héroe’’ (Sierra, Justo, Evolución política del pueblo mexicano, p. 228). De manera similar se expresó la marquesa de Calderón: ‘‘sometines in the guise of insurgents, taking an active part in the independence, they have independently laid waste the country, and robbed all whom they met’’ (‘‘algunas veces, bajo la capa de insurgentes, y tomando una parte activa en la Independencia, han asolado independientemente al país, robando a cuantos encontraron en su camino’’): Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, p. 352. Uno de los principales motivos de la impunidad de los delincuentes comunes y de los protagonistas de ‘‘actos revolucionarios’’ era la ineficacia de la administración de justicia: los jueces aplicaban una legislación que poseía grandes lagunas, en la que aún persistían varias reglamentaciones españolas: cfr. Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, p. 405. 20 Cfr. Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, pp. 424-435. La intervención diplomática de Inglaterra, que sería decisiva para la solución de este conflicto, provocaría al principio seria alarma en la opinión pública: cfr. ibidem, pp. 439-440 y 442-443. 21 Cfr. Cosío Villegas, Daniel et al., Historia mínima de México, pp. 98 y 100; Sierra, Justo, Evolución política del pueblo mexicano, pp. 227 y 229, y Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, pp. 407, 411, 414 y 449. 22 Cfr. Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, p. 437. 23 ‘‘Parece hombre bondadoso, con una expresión de benevolencia, franco y sencillo en sus maneras, y de ningún modo con aire de héroe... No podría ofrecerse mayor contraste, tanto en la aparien-

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Con el paso del tiempo, la marquesa llegó a apreciar las cualidades humanas del presidente, aunque fue consciente de las dificultades políticas por las que atravesaba Bustamante: ‘‘I could not help thinking... what a stormy life he himself has passed; how little real tranquillity he can ever have enjoyed, and wondering wether he will be permitted to finish his presidential days in peace, which, according to rumour, is doubtful’’.24 A mediados de 1839, durante la presidencia interina de Santa Anna, con el argumento de que el estado de cosas en la República había llegado a tal extremo que impedía la consolidación de la paz en el país, el encargado del Poder Ejecutivo propuso a las cámaras y al Supremo Poder Conservador la necesidad de realizar ciertas reformas a las Leyes Constitucionales, a pesar de que este documento preveía un lapso determinado antes de que pudiera ser modificada. Además, Santa Anna había planteado la posibilidad de que se nombrase a un nuevo titular del Poder Ejecutivo; pero, como las cámaras no aceptaron su plan, se designó a un nuevo presidente interino, Nicolás Bravo, mientras regresaba Anastasio Bustamante de la campaña militar que había emprendido. A partir de este momento, fueron acentuándose las dificultades con que se tropezó Bustamante no sólo de sus opositores, sino también del Supremo Poder Conservador, que no le autorizó la concesión de facultades extraordinarias para promover el restablecimiento del orden.25 No escapaba a nadie el estado de caos que vivía el país. La descripción de la situación de México hecha por José María Figueroa, presidente del Congreso, en julio de 1840, no dejaba lugar a dudas: ‘‘un erario empobrecido; costumbres cada día más depravadas; inseguridad de bienes y cia como en la realidad, que entre él y Santa Anna [a quien había conocido en Manga del Clavo cuando llegaron a Veracruz]. Su mirada no tiene nada de diabólica. Es franco, abierto, sin reservas. Es imposible mirarle cara a cara y no creer que es un hombre honrado y bien intencionado. ...es fama que sabe ser buen amigo, que su honradez es proverbial y, por su persona, valiente; sin embargo, su energía moral decae en algunas ocasiones. Es, en consecuencia, una persona estimable y que quiere cumplir con su deber hasta donde sus facultades se lo permitan, aun cuando es problemático determinar si posee aquella severidad y energía suficientes en estos desdichados días en que le ha tocado gobernar’’: Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, p. 76. 24 ‘‘No pude menos que pensar... cuán tormentosa ha sido su propia vida y de qué poca tranquilidad ha de haber gozado, y me pregunté si le será permitido terminar en paz sus días como Presidente, lo cual, según los rumores que corren, es dudoso’’: ibidem, pp. 229-230 25 Cfr. Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, pp. 450, 452 y 461-462. A partir de 1841, la acción ‘‘entorpecedora’’ del Supremo Poder Conservador en los actos del Ejecutivo y del Legislativo se intensificaría aún más, de manera que la necesidad de reformar las Siete Leyes Constitucionales se consideró de la mayor urgencia: cfr. González y González, Luis (dir.), Los presidentes de México ante la nación, t. I, pp. 237-238.

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de la vida de un país infestado de bandidos, y al lado de esta calamidad una general miseria. El desarreglo, la disonancia en todo, y un espíritu siempre creciente de desunión y discordia, son los caracteres casi distintivos de la desgraciada sociedad en que vivimos al presente’’.26 Después del triunfo del Plan de Tacubaya, que afectó seriamente a la ciudad de México, y una vez instalado en el poder Santa Anna, una de las principales medidas del nuevo gobierno fue el aumento del número de miembros del ejército mediante el sistema de la leva, que afectó muy gravemente a los indígenas.27 También las relaciones con la antigua metrópoli cambiaron durante esos años. Tras la primera expulsión de los españoles durante el gobierno de Guadalupe Victoria en 1827,28 España había reconsiderado su postura frente a la separación de sus antiguas colonias, y había abandonado sus intentos por recuperarlas: las circunstancias políticas en la antigua metrópoli habían cambiado. Durante el segundo gobierno de Anastasio Bustamante, México recibió el reconocimiento de su Independencia de parte de España y se iniciaron relaciones diplomáticas entre ambos países.29 El 19 de noviembre de 1837, después de un discurso pronunciado por la reina Cristina ante las Cortes el 14 del mismo mes, el gobierno de España había ratificado los tratados de paz y amistad con México, que se dieron a conocer en México por un bando el 4 de febrero de 1838. El representante diplomático de España en México no llegó al país hasta diciembre de 1839. A fines de ese mes, el día 29, presentó sus credenciales al presidente de la República. La fama política y, sobre todo, literaria de don Ángel Calderón de la Barca le valió la buena acogida con que fue recibido por la opinión pública en México. Al ministro plenipotenciario español se debió la iniciativa de fundar un Ateneo, el 20 de diciembre de 1840, con sede en el Colegio Mayor de Santos. La misión diplomática de Ángel Calderón de la Barca concluiría en agosto de 1841: fue sustituido en el cargo por Pedro Pascual de Oliver.30

González y González, Luis (dir.), Los presidentes de México ante la nación, t. I, p. 233. Cfr. Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, p. 483, y Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, p. 433. 28 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel, La formación de un Estado nacional en México (el Imperio y la República federal: 1821-1835), México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1995, pp. 170-173, y Cosío Villegas, Daniel et al., Historia mínima de México, pp. 96-97. 29 Cfr. Sierra, Justo, Evolución política del pueblo mexicano, p. 219. 30 Cfr. Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, pp. 417, 453, 463 y 486. 26 27

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Uno de los mayores problemas de la política exterior mexicana durante estos años sería la cuestión de Texas, conflicto que había estallado en los primeros años de la cuarta década del siglo y que se prolongaría hasta 1848. Tiempo atrás, las presiones ejercidas por los colonos norteamericanos dieron pie a una legislación sumamente restrictiva para la posesión de propiedades raíces entre los extranjeros en los estados limítrofes.31 Los colonos, de origen estadounidense, que poblaban estas regiones ----‘‘el más temeroso legado que España pudo dejarnos fue la inmensa zona desierta, despoblada e impoblable’’32 de los límites con Estados Unidos---- en poco tiempo manifestaron sus aspiraciones autonomistas, a las que dio alas la separación de Texas del estado de Coahuila, conseguida por Austin en 1833. Todo el período centralista estuvo presidido por el temor a un enfrentamiento directo y no diplomático con Estados Unidos. El apoyo norteamericano a las pretensiones autonomistas de los colonos texanos había tenido precedentes años antes, y la intervención militar de Estados Unidos en suelo mexicano se había producido en varias ocasiones, con el pretexto de combatir a los indios bárbaros que habían perpetrado algunos robos y muertes en territorio estadounidense.33 Otro motivo de preocupación vino proporcionado por un folleto, firmado por Gutiérrez Estrada, que defendía la necesidad de establecer un régimen monárquico en México, en la persona de un príncipe europeo. Los escritos con que divulgó Gutiérrez Estrada su pensamiento y aspiraciones monárquicas causaron gran revuelo en la opinión pública34 y la clase política mexicana durante los últimos meses del segundo período presidencial de Anastasio Bustamante. Gutiérrez Estrada se vio obligado a emprender el exilio.35 Cfr. Sierra, Justo, Evolución política del pueblo mexicano, p. 221. Cfr. ibidem, p. 220. Cfr. Cosío Villegas, Daniel et al., Historia mínima de México, p. 99; Sierra, Justo, Evolución política del pueblo mexicano, p. 219, y Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, p. 408. 34 ‘‘The general irritation is so terrible’’, que ’’even the printer of the pamphlet is thrown into prison‘‘ (’’La irritación general es de tal manera violenta’’ que ‘‘hasta el impresor del folleto fué a dar a la cárcel’’): Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, p. 283 35 Cfr. Sierra, Justo, Evolución política del pueblo mexicano, p. 230, y Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, pp. 412 y 462-463. La marquesa de Calderón de la Barca se hizo eco en sus cartas de la aparición del folleto de Gutiérrez Estrada, del que opinaba que ‘‘is written merely in a speculative form, inculcating no sanguinary measures, or sudden revolution; but the consequences are likely to be most disastrous to the fearless and public-spirited author’’ (‘‘está escrito en 31 32 33

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Tras el acceso de México a la vida independiente, las nuevas mentalidades liberales se convencieron de que el trato tutelar que las autoridades españolas habían dispensado a los indígenas constituía una de las principales barreras para el desarrollo del país; por tanto, una de las primeras medidas que los articuladores del nuevo Estado adoptaron fue la declaración de la igualdad entre todos los ciudadanos, y la abolición de fueros y de tributos particulares, que no ocasionó otra cosa más que el empobrecimiento de los indígenas,36 la pérdida de sus tierras en beneficio de los latifundistas, y el incremento de las desigualdades sociales, que separó aún más a la población criolla de la indígena.37 La legislación igualitarista se multiplicó, con numerosos vaivenes, a partir de 1821, aunque en algunos estados se impusieron ciertas limitaciones para el ejercicio de la ciudadanía. Cuando los legisladores de Yucatán emprendieron la tarea de darse una nueva Constitución, de carácter extremadamente liberal, que estuvo lista en 1841 ----después de que se promulgara el acta de independencia en el mes de octubre38----, se preocuparon por no restringir el derecho de ciudadanía, y lo confirieron a todos los habitantes del estado, incluida la gran masa indígena, a la que privaron ----sin embargo---de sus tradicionales caciques y repúblicas, que habían sido reconocidos, aunque con carácter interino, por decreto del 26 de julio de 1824.39 Pero al cabo de muy poco tiempo, la Constitución fue objeto de enmienda: se restablecieron las repúblicas indígenas, aunque sus integrantes perdieron los derechos ciudadanos y quedaron reducidos a la condición

forma simplemente especualtiva, y no sugiere medidas sanguinarias, ni una revolución improvisa; mas las consecuencias parece que van a ser funestas para este atrevido autor inspirado por sus preocupaciones por el bien público’’): Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, p. 282. 36 Otra de las causas de daños para esta población era, en opinión de Olavarría y Ferrari, la cantidad de días de fiesta decretados en la República, lo que contribuía al empobrecimiento de los jornaleros y a la disminución de la riqueza pública. Cfr. Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, p. 407. 37 Cfr. Cosío Villegas, Daniel et al., Historia mínima de México, p. 94. 38 Cfr. Villegas Moreno, Gloria y Porrúa Venero, Miguel Ángel (coords.), Leyes y documentos constitutivos de la nación mexicana, México, Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión, 1997, vol. II, pp. 347-351. 39 Cfr. Reed, Nelson, La Guerra de Castas de Yucatán, México, Era, 1971, p. 38; González Navarro, Moisés, Raza y tierra. La guerra de castas y el henequén, México, El Colegio de México, 1970, p. 55, y Bracamonte y Sosa, Pedro, ‘‘La ruptura del pacto social colonial y el reforzamiento de la identidad indígena en Yucatán, 1789-1847’’, en Escobar Ohmstede, Antonio (coord.), Indio, nación y comunidad en el México del siglo XIX, México, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos-Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 1993, p. 121.

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de pupilos del estado, gobernados por dirigentes ladinos de designación gubernativa, y obligados a abandonar las pequeñas poblaciones de sitios y ranchos, para trasladar su domicilio a pueblos o haciendas, donde más fácilmente pudieran ser impelidos a cumplir sus obligaciones civiles y religiosas: exactamente los mismos motivos que se habían aducido, con idéntica finalidad, en mayo de 1824.40 El tema de los impuestos y tributos que debían pagar los indígenas fue aprovechado por numerosos criollos para atraer a los grupos étnicos a cada una de las causas por las que luchaban: cuando Santiago Imán, capitán de la milicia del estado de Yucatán, fracasó en su levantamiento de mayo de 1839 contra el centralismo, hubo de refugiarse en la selva, donde concibió la idea de implicar a los indios en su revuelta mediante la promesa de supresión de obvenciones.41 Aunque el gobernador de Yucatán compartía la idea de abolir las obvenciones, no consideró que el momento fuera propicio, porque una medida semejante podía interpretarse en el sentido de que la supresión de las obvenciones premiaba a los indí-

40 Cfr. González Navarro, Moisés, Raza y tierra, pp. 54-55, 67 y 302-306, y Berzunza Pinto, Ramón, Desde el fondo de los siglos. Exégesis Histórica de la Guerra de Castas, México, Editorial Cultura, T. G., 1949, p. 135. Varios viajeros que visitaron Yucatán a mediados del siglo pasado coincidieron en destacar la existencia de indios ‘‘sin bautismo’’, que vivían en completo aislamiento, como los lacandones de que hablaron el padre Solís y su hermano, el ‘‘justicia’’, a Stephens: cfr. Stephens, John L., Incidentes de Viaje en Centro América, Chiapas y Yucatán, Quezaltenango, El Noticiero Evangélico, 1940, vol. II, pp. 196 y 207. Véase también Antochiw, Michel, ‘‘La cartografía y los Cehaches’’, en varios autores, Calakmul: volver al sur, Campeche, Gobierno del Estado Libre y Soberano de Campeche, 1997, p. 26, y Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización. Españoles y mexicanos a mediados del siglo XIX, México, El Colegio de México, 1996, pp. 58-59. 41 Cfr. Stephens, John L., Viaje a Yucatán 1841-1842, México, Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, 1937, vol. II, pp. 235-236; Reed, Nelson, La Guerra de Castas de Yucatán, p. 37; Berzunza Pinto, Ramón, Desde el fondo de los siglos, pp. 125-127; González Navarro, Moisés, Raza y tierra, pp. 68-69; Reifler Bricker, Victoria, El Cristo indígena, el rey nativo. El sustrato histórico de la mitología del ritual de los mayas, México, Fondo de Cultura Económica, 1989, pp. 172173 y 176-177; Careaga Viliesid, Lorena, Quintana Roo. Una historia compartida, México, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 1990, p. 42, y Florescano, Enrique, Etnia, Estado y Nación. Ensayo sobre las identidades colectivas en México, México, Nuevo Siglo, Aguilar, 1997, p. 350. Lameiras recoge noticias sobre la existencia de armas en comunidades indígenas cercanas a Valladolid, que les habían sido suministradas cuando se levantó Imán (cfr. Lameiras, Brigitte B. de, Indios de México y viajeros extranjeros, siglo XIX, México, Secretaría de Educación Pública, Sep-Setentas, 1973, p. 104). Bracamonte proporciona otros datos complementarios, que confirman la resistencia de los indígenas de Yucatán al pago de las obvenciones durante la década anterior al estallido de la guerra de castas: cfr. Bracamonte y Sosa, Pedro, La memoria enclaustrada. Historia indígena de Yucatán 1750-1915, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Instituto Nacional Indigenista, 1994, pp. 110-111.

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genas por los servicios prestados a la revolución.42 Sí hubo una reducción en el monto de las obvenciones, decretada en septiembre de 1840.43 Es indudable que no puede calificarse como indolora la presión que, también en Yucatán, venía ejerciéndose desde 1821 sobre las tierras comunales de parte de criollos y mestizos, liberados de las cortapisas que hasta entonces había representado la legislación española sobre propiedad agraria.44 En este sentido, operaron de modo decisivo dos disposiciones legales: la primera, del 22 de enero de 1821 ----ratificada el 24 de febrero de 1832----, que ordenó la enajenación de los terrenos de cofradías, y la segunda, del 3 de abril de 1841, que dispuso la enajenación de los terrenos baldíos.45 Y, sin embargo, como ha observado acertadamente Terry Rugeley, existen indicios suficientes para pensar que el asunto de la propiedad territorial ocupó un lugar secundario en la conciencia de los rebeldes, tal vez porque todavía no había escasez de tierras ni crisis de subsistencia y porque, cuando empezó la guerra de castas, la mayoría de la tierra se hallaba en manos de milperos individuales.46 El malestar afectó a otros muchos ámbitos geográficos: también a las haciendas situadas alrededor de la capital de la República. No deja de ser llamativa, en este sentido, la anotación que hizo en una de sus cartas la esposa del primer embajador español en México, acerca de la imposibilidad en que se hallaba un propietario de San Ángel para reparar un camino cercano a su hacienda, a causa de la obstrucción de los indios que pretendían esas tierras.47 Cfr. González Navarro, Moisés, Raza y tierra, p. 69. Cfr. ibidem, pp. 301-302. Las denuncias de los atropellos cometidos sobre los indígenas por las autoridades eclesiásticas, a causa de la recaudación de ciertos impuestos, se multiplicaron a partir de estas fechas, como la reclamación del cacique de Xocén, en mayo de 1839, por ‘‘las tropelías y atentados’’ cometidos por el párroco y su coadjutor: cfr. Cosío Villegas, Daniel, Historia Moderna de México, vol. VII: El Porfiriato. La vida social, (por Moisés González Navarro), México, Hermes, 19551972, pp. 191-192 y 196-197. Véase también Bracamonte y Sosa, Pedro, ‘‘La ruptura del pacto social colonial y el reforzamiento de la identidad indígena en Yucatán, 1789-1847’’, pp. 127 y 129-131. 44 Cfr. Bracamonte y Sosa, Pedro, La memoria enclaustrada, p. 97, y Bracamonte y Sosa, Pedro, ‘‘La ruptura del pacto social colonial y el reforzamiento de la identidad indígena en Yucatán, 1789-1847’’, p. 120. 45 Cfr. González Navarro, Moisés, Raza y tierra, p. 65. A este decreto se remitía otro, expedido por Miguel Barbachano en agosto de 1842, que prometía premiar con terrenos baldíos a los yucatecos que colaboraran en la defensa del estado frente a la expedición que preparaba el gobierno provisional de México: cfr. Berzunza Pinto, Ramón, Desde el fondo de los siglos, pp. 127-129. 46 Cfr. Rugeley, Terry, ‘‘Los mayas yucatecos del siglo XIX’’, en Reina, Leticia (coord.), La reindianización de América, siglo XIX, México, Siglo Veintiuno-Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 1997, p. 205. 47 Cfr. Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, p. 270 42 43

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Una carta dirigida en 1839 al ministro del Interior por los indígenas vecinos de Santiago Tlatelolco atestiguaba la incertidumbre jurídica de aquellos bienes, como la hacienda de Aragón, ‘‘que de ninguna manera debiamos á la que se llamaba liveralidad del Rey por que la obtubimos por erencia y donacion del Casique Quactémoc’’.48 En efecto, el retorno al régimen constitucional en España tras la sublevación de Riego y, posteriormente, el acceso de México a la Independencia habían acabado con el tradicional estatuto de las parcialidades: desde que por la restitucion de la constitucion Española en el año de 20 desaparecieron ésas anomalias de las parcialidades y los Indios fueron conciderados con derechos que los sacaban de la pernisiosa tutela en que habian sido tenidos por trescientos años, esos bienes quedaron como fluctuantes por falta de una disposicion Legislativa terminante que les diese un destino justificado.49

El problema de la propiedad fue extendiéndose a todas las regiones de la República. La conflictividad en Tierra Caliente subió de punto durante esa tesitura central del siglo, pues las comunidades no permanecieron pasivas ante la ofensiva desencadenada contra sus bienes y autonomía por el robustecimiento de la gran propiedad empresarial. Un interesante botón de muestra lo proporcionan los enfrentamientos entre el pueblo de Acapancingo y la hacienda de Atlacomulco, a causa de una multitud de cuestiones pendientes de ventilar. El pulso sostenido por la renovación del arrendamiento de un terreno de la comunidad a la hacienda convenció a Lucas Alamán, que administraba los intereses del propietario de Atlacomulco, el duque de Monteleone y Terranova, de que no podían escatimarse esfuerzos ‘‘para que á cualquiera costa, se [hiciera] la hacienda en propiedad de esas tierras’’.50 También John Tutino ha subrayado la intensificación de los problemas en el campo a partir de 1840: mientras subsistía la crisis económica y la descompresión general, los dueños del poder, en su frustración, trataron de emplear medios políticos para medrar a costa de los pobres del campo. Desencadenaron oleadas de insu48 Carta de los indígenas vecinos del barrio de Santiago Tlatelolco al ministro de lo Interior, año de 1839 (Archivo General de la Nación, Tierras, vol. 3,652, expte. 3, 1833-1854). 49 Idem. 50 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, p. 106.

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rrecciones regionales por todo México desde entonces hasta los primeros años de 1880. Entonces, tres décadas de una paz aparente precipitaron duras presiones sobre la gente del campo que padecía una inseguridad subordinada.51

Otro de los grandes y constantes problemas a los que se enfrentó el Estado mexicano fue el de las tribus nómadas de la frontera norte del país: una dificultad con la que habían luchado las autoridades virreinales, y de la que Estados Unidos se aprovechó para su intervención en los asuntos internos del país, como el de Texas. La primera dificultad se manifestó en la forma en que debía tratarse a estas etnias. Durante varios decenios, el gobierno mexicano mantuvo el criterio de no considerar a los indios norteños como enemigos ni como naciones independientes a las que hubiera que someter. En la práctica, sin embargo, resultaba muy difícil admitir que esas tribus indias se hallaran integradas por ciudadanos mexicanos, por lo que se las siguió tratando como a entidades políticas separadas. No de otra manera actuó en 1839 el gobernador Manuel Armijo, de Nuevo México, cuando, entre las cláusulas de un tratado de paz, ofreció naturalizar a los navajos: ‘‘era evidente que no los consideraba mexicanos’’.52 En 1841, Ignacio Zúñiga fundó en la ciudad de México un periódico, titulado El Sonorense, a través de cuyas páginas se propuso facilitar ideas a los políticos para captar pacíficamente a los indígenas septentrionales. Recomendó también el fortalecimiento de las guarniciones militares, con objeto de disuadir a los revoltosos y acabar con la amenaza apache: si se conseguía someter a esta etnia, habría esperanzas de atraer a las demás por medios pacíficos.53 Para expresar la desarticulación de los esfuerzos realizados por los estados para la defensa de la frontera norte, nada más convincente que un suceso ocurrido a principios de 1841, cuando el general Mariano Arista, que se hallaba destacado en Chihuahua, ordenó a Manuel Armijo, gobernador de Nuevo León, que se uniera a una campaña conjunta contra los 51 Tutino, John, De la insurrección a la revolución en México. Las bases sociales de la violencia agraria, 1750-1940, México, Era, 1990, p. 207. 52 Weber, David J., La frontera norte de México, 1821-1846. El Sudoeste norteamericano en su época mexicana, México, Fondo de Cultura Económica, 1988, p. 153. 53 Cfr. Hale, Charles A., El liberalismo mexicano en la época de Mora, 1821-1853, México, Siglo Veintiuno, 1972, pp. 241-242, y Hu-Dehart, Evelyn, Yaqui Resistance and Survival. The Struggle for Land and Autonomy 1821-1910, Madison, The University of Wisconsin Press, 1984, pp. 55, 57 y 92.

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comanches. Armijo, después de consultar con ‘‘toda la oficialidad y las personas de respeto del departamento’’, declinó prestar el auxilio que le había sido requerido porque, según explicó al ministro de Guerra, ‘‘estaba plenamente consciente de su obligación respecto al bienestar general del país, pero declarar la guerra a los comanches habría significado la ruina total del Departamento’’.54 En efecto, estipulada una paz por separado con la mayoría de los comanches. Desde hacía más de diez años, Nuevo México se hallaba en guerra con los navajos, y no podía comprometer la seguridad de sus habitantes en un nuevo frente. Más aún, cuando en 1844 arribó a Santa Fe un grupo de comanches, que revelaron sus intenciones de atacar Chihuahua, el gobernador del departamento se limitó a entregarles unos regalos y a informar a los funcionarios de Chihuahua de la acometida que se proyectaba.55 El mismo presidente de la República, Anastasio Bustamante, se hacía eco en un discurso pronunciado ante las cámaras, en julio de 1840, del peligro que amenazaba a los departamentos del norte, por la hostilidad de las etnias indígenas de esas zonas.56 La oposición a Bustamante achacaba a su gobierno a principios de 1841 haber descuidado la contención de las depredaciones de las tribus bárbaras que asolaban las regiones norteñas, que se habían incrementado desde que se suprimió el sistema de presidios y misiones implantado por el gobierno virreinal. Cuando en febrero de 1841, el secretario de Guerra informó a la Cámara de Diputados de los sucesos ocurridos en los alrededores de Saltillo a finales del año anterior, en el que un grupo de indígenas ‘‘cometieron toda especie de crímenes’’ ----asesinatos, robos e incendios----, el gobierno fue acusado de haber abandonado esos departamentos: los había despojado de sus recursos para defenderse de estas tribus, e incluso ‘‘de sus pistolas’’.57 Todas las dificultades en el control de las tribus del norte se habían acentuado con la expulsión de los jesuitas, en el siglo XVIII, y con la salida de esos territorios de muchos misioneros franciscanos, que se vieCit. en Weber, David J., La frontera norte de México, 1821-1846, p. 165. Cfr. ibidem, pp. 165-166. Cfr. González y González, Luis (dir.), Los presidentes de México ante la nación, t. I, p. 232. Cfr. Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, pp. 466-467. La marquesa de Calderón de la Barca se hizo eco de las intenciones del gobierno de Bustamante de restablecer el sistema de presidios y misiones que se había puesto en marcha durante la dominación española, pero manifestaba sus dudas de que estas intenciones llegaran a materializarse en hechos concretos: cfr. Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, p. 227. 54 55 56 57

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ron afectados por los decretos de expulsión de españoles que siguieron a la Independencia. Aunque la opinión pública general se felicitaba por el decreto expedido por la Secretaría de Guerra el 8 de julio de 1837, que impedía la entrada a la República de los frailes españoles, tiempo después, los publicistas se lamentaban del desatino de esta medida, pues eran estos frailes los únicos capaces de controlar a las tribus bárbaras.58 Así opinaba Carlos María de Bustamante que, a pesar de su aversión a la obra de España en América, expresó su disconformidad por el veto del gobierno mexicano a la entrada de frailes españoles, con el argumento de que, ‘‘para indio, fraile; única gente que puede subyugarlos’’.59 En una carta que remitió en 1841 el cura de Bolaños al obispo de Guadalajara, manifestó el vacío que había seguido a la partida de los franciscanos de la región, y lamentó el olvido que envolvía a los pueblos huicholes, desasistidos en la administración de sacramentos hasta el grado de que casi se había olvidado cuál era la parroquia de la que dependían. No transcurrió mucho tiempo hasta que, gracias a la insistencia del obispo, regresaron los franciscanos y volvieron a ocuparse del trabajo misionero que habían tenido que interrumpir hacía treinta años.60 La menor sensibilidad del clero secular en el cuidado espiritual de los indígenas se puso de manifiesto posteriormente con las Leyes de Reforma, que obligaron a los religiosos a dejar sus conventos y misiones. La salida de los franciscanos que habían asistido a los huicholes de la región de Bolaños dejó a cargo de la misión a un sacerdote secular, que no tardó en proponer al jefe político de Colotlán la adopción de enérgicas medidas para convencer a los indígenas de que abandonaran sus costumbres.61 58 A esa opinión general se sumaba la de la marquesa de Calderón, admirada por la decisión de los misioneros que, ‘‘undeterred by danger and by the prospect of death, ha[d] carried light to the most benighted savages’’ (‘‘sin amilanarse ni por los peligros ni por el temor a la muerte, ha[bía]n llevado la luz de la verdad entre los salvajes más miserables’’): Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, p. 225. 59 Cit. en Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, p. 407. 60 Cfr. Rojas, Beatriz, Los huicholes en la historia, México, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos-El Colegio de Michoacán-Instituto Nacional Indigenista, 1993, pp. 120 y 129, y Rojas, Beatriz, ‘‘Los huicholes: episodios nacionales’’, en Escobar Ohmstede, Antonio (coord.), Indio, nación y comunidad en el México del siglo XIX, pp. 257-258. 61 Cfr. Rojas, Beatriz, Los huicholes en la historia, pp. 142-143, y Taylor, William B., ‘‘Bandolerismo e insurrección: agitación rural en el centro de Jalisco, 1790-1816’’, en Katz, Friedrich (comp.), Revuelta, rebelión y revolución. La lucha rural en México del siglo XVI al siglo XX, México, Era, 1990, vol. I, p. 211.

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2. Apreciación subjetiva de esa realidad por parte de Frances Erskine Inglis Antes de que la marquesa de Calderón de la Barca se percatara de, al menos, los aspectos más superficiales del modo de ser indígena, a su llegada al puerto de Veracruz, tomó conciencia de las diferencias más evidentes, a primera vista, de los aborígenes: el color de la piel. Ya desde el barco pudo apreciar la multitud de veracruzanos que se había reunido en el puerto para recibir al ministro plenipotenciario de España. En esos rostros se veía ‘‘every tinge of dark compexion, from the pure Indian, upwards’’.62 Después, cuando ya comenzaba su viaje hacia la ciudad de México, contempló a los indios desde el coche en el que viajaba, como un mundo ‘‘pintoresco y sorprendente’’, en el que la realidad se componía del exotismo del paisaje y de los habitantes de los pueblos por donde pasaba. El cuadro que pintó en su correspondencia de ‘‘un bonito pueblo de indios, en donde nos paramos para cambiar de tiro’’, era bastante superficial, sin que se detuviera en un análisis más profundo de lo que veía: ‘‘the huts composed of bamboo, and thatched with palm-leaves, the Indian women with their long black hair standing at the doors with their half-naked children’’.63 Un segundo y más profundo contacto con la realidad le permitió advertir algunas costumbres de origen antiguo que todavía perduraban entre los indígenas, como el juego de los voladores; aunque durante esos primeros días no pudiera profundizar en esas tradiciones para trasmitirlas a su familia en su correspondencia.64 Más adelante, sus observaciones del mundo que la envolvía le permitirían introducirse en la historia y las costumbres de los antiguos habitan62 ‘‘Se veía toda la gama del color obscuro, desde el indio puro en adelante’’: Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, p. 38. Cfr. también ibidem, p. 442. El color de la piel era un importante elemento identificador de la belleza, como la de la virreina Gálvez, que consistía ‘‘in the exceeding fairness of her complexion’’ (‘‘en la extraordinaria blancura de su cutis’’): ibidem, p. 82. En muchas ocasiones, la marquesa hará notar en sus cartas esta característica fisiológica para referirse a distintos grupos de personas, que no necesariamente eran indígenas: cfr. ibidem, p. 181. 63 ‘‘Las chozas de bambú, techadas de palma; las indias, con su negro y largo cabello, paradas en las puertas con sus niños semidesnudos’’: ibidem, p. 44. Cfr. también ibidem, p. 319. En algunos parajes por los que pasó la marquesa, las chozas de los indios eran las únicas señales de la existencia de vida humana: cfr. ibidem, p. 300. 64 Cfr. ibidem, pp. 59-60. Después, observaría con mayor detenimiento las diversiones de los indígenas: juegos, cantos y bailes realizados con ‘‘indolencia’’, adornos florales, etcétera: cfr. ibidem, pp. 122-123.

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tes de México, e incluso pudo catalogar algunos vicios de los contemporáneos que habían heredado de sus antepasados: ‘‘the maguey and its produce, pulque, were known to the Indians in the most ancient times, and the primitive Aztecs may have become as intoxicated on their favourite octli, as they called it, as the modern Mexicans do on their beloved pulque’’.65 Como en otras muchas tradiciones heredadas de la antigüedad, ‘‘there is, however, little improvement made by the Mexicans upon the ingenuity of their Indian ancestors, in respect to the maguey’’.66 Junto a una iglesia que visitó durante uno de sus viajes encontró un temazcalli, baño usado por los indios, y escribió al respecto: ‘‘in which there is neither alteration nor improvement since their first invention, heaven alone knows in what century’’.67 La visita que realizó a la enferma condesa del Valle, que utilizaba ciertos remedios indígenas para curar sus afecciones, dio pie a la marquesa para reflexionar y describir estos temazcalli, usados sólo por los indígenas, que tenían la costumbre del baño frecuente. Los conocimientos medicinales de los indios eran extremadamente útiles en las haciendas, donde las posibilidades de disponer de los servicios de un médico eran casi nulas.68 Más constructivo que la primera de sus observaciones acerca de los temazcalli a que nos hemos referido es otro comentario que salió de su pluma cuando, pasmada ante la habilidad con que un lépero cualquiera 65 ‘‘El maguey y su producto, el pulque, fueron conocidos de los indios desde la más remota antigüedad, y es muy posible que los primitivos aztecas se emborracharan lo mismo con su octli favorito, como los modernos mexicanos lo hacen con su muy amado pulque’’: ibidem, pp. 104-105. La marquesa describió en esta ocasión el proceso de elaboración del pulque ----hecho ‘‘by nature to supply all his wants’’ (‘‘para aliviarles [a los indios] todas sus penurias’’)---- con multitud de detalles: idem. 66 ‘‘Pocos son los adelantos que se registran entre los mexicanos, en lo que se refiere al pulque, comparándolos con el ingenio de sus antepasados indiosx’’: ibidem, p. 105. La permanencia de las costumbres de los indígenas, sin ninguna alteración, tenía también su contrapartida positiva: las buenas costumbres que el obispo de Michoacán, Vasco de Quiroga, inculcó a los indígenas seguían conservándose en esos años: cfr. ibidem, p. 490. 67 ‘‘Que no ha sido perfeccionado ni ha tenido alteraciones desde su primera invención, que sólo Dios sabe en qué siglo tuvo lugar’’: ibidem, p. 443. Una detenida descripción de los temazcalli, en Sartorius, Carl Christian, México hacia 1850, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1990, pp. 151-152. 68 Cfr. Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, pp. 174-175. Algunas costumbres prehispánicas no sólo habían perdurado entre los indígenas contemporáneos a la marquesa, sino que también habían calado entre los mexicanos criollos y mestizos, como el consumo de la tortilla de maíz que, ‘‘without variation’’ (‘‘sin cambio alguno en su preparación’’), ‘‘are the common food of the people’’ (‘‘era alimento habitual del pueblo’’): ibidem, pp. 78 y 507. También pertenecía al bagaje cultural prehispánico la elaboración de quesos de crema, cuya receta guardaban con celo los indios que los producían: cfr. ibidem, p. 172.

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había esculpido en cera la figura de una tortillera, atribuyó esa facilidad a su condición de heredero de ‘‘the incredible patience which enabled the ancient Mexicans to work their statues in wood or stone with the rudest instruments’’. La apostilla final con que remataba el párrafo matizaba el elogio de la marquesa: ‘‘there is no imagination. They do not leave the beaten track; but continue on the models which the Spanish conquerors brought out with them, some of which, however, were very beautiful’’.69 Otra de las formas de vida de los indígenas, de origen antiguo, que la marquesa pudo descubrir durante su visita a Xochimilco fue la de las chinampas, que la desilusionaron, donde los indios, que habitaban en ‘‘unas pobres chozas’’, cultivaban legumbres y verduras que iban a vender a la ciudad. En ese mismo lugar, la esposa del embajador de España se percató del gusto por las flores de los indígenas, ‘‘the same love of flowers distinguishes them now as in the time of Cortes’’: ‘‘the baby at its christening, the bride at the altar, the dead body in its bier, are all adorned with flowers’’.70 Las flores constituían también uno de los ornamentos principales en las manifestaciones religiosas de los indígenas, como pudo apreciar en su viaje desde Veracruz hacia la ciudad de México, adornos que estaban al cuidado de las mujeres.71 La marquesa se sorprendió además por rasgos de carácter de los indígenas inconciliables en una primera aproximación: la afabilidad, humildad y cortesía extremas, instrumentalizadas por la astucia ----‘‘their passions are not easily roused’’, su ‘‘very calmness of countenance... is but a mask of Nature’s own giving to her Indian offspring’’72----, y la rápida manera en que ‘‘gradually becoming a little intoxicated’’,73 con el efecto 69 ‘‘De aquella increíble paciencia que permitía a los antiguos mexicanos esculpir sus estatuas de madera o de piedra, con los instrumentos más primitivos... Pero carecen de imaginación. No salen del camino trillado y continúan copiando los modelos que trajeron los conquistadores españoles, aunque muchos de ellos sean de gran belleza’’: ibidem, p. 231. 70 ‘‘El mismo que en los tiempos de Cortés... El niño en su bautizo, la novia ante el altar, el muerto en su ataúd, todos se ven adornados con flores’’: ibidem, p. 127. 71 Cfr. ibidem, p. 50. Cfr. también ibidem, p. 137. 72 ‘‘Sus pasiones no se descubren con facilidad... Su calma exterior... no es más que una máscara que donó Natura a sus hijos indianos’’: ibidem, p. 389. Carlos de Gagern enfatizó el carácter sólo aparente de la humildad del indígena ante el blanco, en la que no veía sino un rasgo de hipocresía: cfr. Gagern, Carlos de, ‘‘Rasgos característicos de la raza indígena de México’’, Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, México, segunda época, t. I, 1869, p. 808. 73 ‘‘Se van poniendo, por grados, a medios pelos’’: Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, p. 272.

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consiguiente de riñas y pendencias a veces mortales, porque suelen dirimirse a cuchilladas.74 La indolencia ----‘‘the mother of vice’’75---- con que los indígenas fueron caracterizados repetidamente por la marquesa de Calderón era una cualidad compartida también por el resto de los mexicanos. Echó mano de este defecto para explicar que gran parte de los andrajosos que podían verse por la ciudad no lo eran por verdadera necesidad, sino ‘‘from indolence’’.76 No escapó la esposa del embajador a explicaciones deterministas: el clima induce a la indolencia, así en lo físico como en lo moral; los caserones de los alrededores de México le producían una impresión indescriptible de soledad, vastedad y desolación, que causaba la sensación ‘‘of being entirely out of the world, and alone with a giant nature’’,77 de ahí su convencimiento de que ‘‘it is impossible to take the same exercise with the mind or with the body in this country, as in Europe or in the northern states’’.78 El juicio que se formó madame Calderón de la Barca sobre las canciones de los indios que oyó durante un paseo en canoa por los canales cercanos a la ciudad no era muy benévolo,79 aunque le divirtieron estos cantos y bailes: ‘‘if we may form some judgment of a people’s civilization by their ballads, none of the Mexican songs give us a very high idea of theirs. The words are generally a tissue of absurdities, nor are there any patriotic songs which their new-born freedom might have called forth from so musical a people’’. La única letra en la que se aludía a un hecho patriótico tenía una razón de ser: ‘‘on account of that memorable 74 Cfr. ibidem, pp. 272, 378 y 389. La misma idea se apunta en Los bandidos de Río Frío: sólo que Payno atribuía a circunstancias externas ese encrespamiento: ‘‘estos indios, cuando hay quien los levante, son el mismo demonio’’: Payno, Manuel, Los bandidos de Río Frío, México, Porrúa, 1945, vol. II, p. 123. 75 ‘‘La madre de todos los vicios’’: Calderón de la Barca, Frances E. I., Life in Mexico, p. 235. 76 ‘‘Por indolencia’’: ibidem, p. 307. Otra consecuencia de esa indolencia era la impuntualidad: cfr. ibidem, p. 523. 77 ‘‘De hallarse completamente fuera del mundo, sola frente a una naturaleza gigantesca’’; ibidem, p. 274. También la belleza de algunos indígenas le pareció ‘‘salvaje’’: ibidem, pp. 273-274. 78 ‘‘No es posible que la mente trabaje o el cuerpo se ejercite, como en la Europa o en los Estados Unidos’’: ibidem, pp. 232-233. Esa misma indolencia y pasividad hacía del pueblo un espectador alejado de los acontecimientos políticos, asonadas incluidas, que se sucedían en México por aquellos años: cfr. ibidem, pp. 257, 423-424 y 444. 79 Tampoco los bailes indígenas le entusiasmaron, a pesar de haber empezado a tomar unas clases para aprenderlos, que abandonó, porque, ‘‘they are not ungraceful, but lazy and monotonous’’ (‘‘sin dejar de tener gracia, carecen de viveza y son monóton[o]s’’): ibidem, pp. 173-174. Cfr. también ibidem, p. 499.

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event [el grito de Dolores], the Indian was able to get as drunk as a Christian!’’.80 Madame Calderón de la Barca dedicó muchas páginas a la caracterización de las mujeres indígenas. Su sensibilidad femenina y su mentalidad anglosajona no dejaron pasar un solo detalle que catalogara a las indias con las que se tropezó durante su estancia en México. A partir de su observación de estas mujeres, hacia las que experimentó una especial fascinación, pudo establecer muchos rasgos definidores del modo de ser indígena. Frances quedó admirada por el amor rayano en pasión de las indias hacia sus hijos pequeños,81 la generalización en los malos tratos de los maridos a sus esposas82 y ----de modo paradójico---- por el decisivo papel 80 ‘‘Si hemos de formar juicio sobre la civilización de un pueblo por sus baladas, ninguna de las canciones mexicanas nos ofrece una elevada idea de la suya. La letra es, en general, un tejido de absurdidades, y no existen cantos patrióticos que su recién nacida libertad hubiera podido inspirarle a este pueblo tan dotado para la música... En virtud del memorable acontecimiento [el grito de Dolores], el indio tiene el mismo derecho a emborracharse que el cristiano’’: ibidem, p. 129. 81 Cfr. ibidem, p. 455. Ocurría no pocas veces, sin embargo, que urgidas por sus necesidades económicas, las mujeres indígenas ‘‘abandonan sus propios hijos á los cuidados mercenarios de otras mugeres, como si fuera posible sustituir el amor y cuidados de una madre’’; y que el carácter excesivamente prematuro de los matrimonios de las muchachas indígenas ----‘‘se nota con frecuencia la union entre una muger que apenas ha llegado á la edad de su desarrollo y un hombre de cuarenta ó mas años’’---- perjudicaba su salud y redundaba en perjuicio de sus hijos (García y Cubas, Antonio, ‘‘Materiales para formar la estadística general de la República Mexicana’’, Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, México, segunda época, t. II, 1870, p. 372). García y Cubas, que se sirvió para este artículo de un largo ensayo escrito por Santiago Méndez, incurrió en varias contradicciones con el relato de éste, que había resaltado notorias diferencias de edad en los matrimonios indígenas: ‘‘cásanse sin repugnancia, muy jóvenes, con mugeres de mas edad, viudas, y aun con solteras con hijos’’. Méndez sostenía también un punto de vista diametralmente opuesto al de la marquesa de Calderón de la Barca, cuando calificaba de ‘‘tibio y poco apasionado’’ el amor que se profesaban los miembros de las familias indígenas, y denunciaba el abandono con que las mujeres ‘‘crian á sus hijos, que ruedan siempre por el suelo entre la inmundicia y enteramente desnudos’’: ibidem, pp. 375, 376 y 385. 82 Aunque las costumbres de la época no aparejaban a los malos tratos falta de afecto, vienen inevitablemente a la mente unas advertencias de Clavijero: ‘‘el amor del marido a la mujer es mucho menor que el de la mujer al marido. Es común (no general) en los hombres, el inclinarse más a la mujer ajena que a la propia’’ (Clavijero, Francisco Javier, Historia antigua de México, México, Porrúa, 1987, pp. 46-47). Véase también García y Cubas, Antonio, ‘‘Materiales para formar la estadística general de la República Mexicana’’, p. 384, y Calderón de la Barca, Frances E. I., Life in Mexico, pp. 480 y 504. Por el contrario, la marquesa encontró a un indio ‘‘who was in great distress, because his wife had run off from him for the fourth time with ‘another gentleman’!’’ (‘‘que no podía consolarse de que su mujer le hubiese abandonado por cuarta vez para irse con ‘¡otro caballero!’’’ (ibidem, p. 488). Lumholtz quedó sorprendido por la ligereza de los motivos que llevaban a los maridos indios a apalear a sus mujeres; y añadió: ‘‘por extraño que parezca, las mujeres no protestan contra esto, sino más bien lo toman como prueba de amor, y si la ocasión lo requiere, llega la mujer á decirle á su marido: ‘Ya no me pegas. Tal vez has dejado de quererme’’’: Lumholtz, Carl, El México desconocido. Cinco años de exploración entre las tribus de la Sierra Madre Occidental, en la Tierra Caliente de Tepic, y entre los tarascos de Michoacán, México, Editora Nacional, 1972, vol. II, p. 333.

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de éstas en el hogar.83 Entre los tipos pintorescos que podían encontrarse por la ciudad de México en una fiesta de Jueves Santo, se fijó en ‘‘las indias de pura raza’’, todas muy feas, que atestaban las iglesias y pululaban por las calles, ‘‘deambulando con su trote suave’’,84 con sus hijos a las espaldas;85 y no pudo reprimir un comentario a mitad de camino entre el respeto y el desdén: ‘‘a gentle, dirty, and much-enduring race’’.86 El desaliño de las indígenas ----‘‘intolerable’’---- podía esconderse bajo el sarape o el rebozo, ‘‘the greatest cloak for all untidiness, uncombed hair and raggedness, that ever was invented’’.87 El modo de vestir de los indígenas, en especial de las mujeres, llamó la atención de madame Calderón desde la misma llegada al puerto de Veracruz. Las prendas de vestir propias y tradicionales indígenas fueron descritas en numerosas ocasiones para destacar el aspecto miserable de las mujeres indias: ‘‘with rebozos, long coloured cotton scarfs, or pieces of ragged stuff, thrown 83 Cfr. Calderón de la Barca, Frances E. I., Life in Mexico, pp. 307 y 429. Tal vez a causa de esa dedicación preponderante de las mujeres indígenas a las faenas del hogar ----también y, quizá, sobre todo, en casas ajenas----, eran sensiblemente mayores los porcentajes de analfabetismo entre las mujeres indígenas, de modo particular en los estados cercanos a la capital de la Federación que contaban con elevados contingentes de población india: cfr. Cosío Villegas, Daniel, Historia Moderna de México, vol. VII, p. 532. Véase también Stephens, John L., Viaje a Yucatán 1841-1842, vol. II, p. 171. Aunque también era cierto, como observó García y Cubas, que las mujeres indígenas que se ocupaban en tareas domésticas al servicio de particulares adquirían ventajosos hábitos de higiene: ‘‘las indias de los pueblos cercanos á las capitales, empleándose en las casas particulares como nodrizas, crian niños sanos y robustos, porque en su nuevo empleo mejoran de condicion por el aseo á que se les obliga, la buena alimentacion, y en fin, por el total cambio de sus condiciones higiénicas’’ (García y Cubas, Antonio, ‘‘Materiales para formar la estadística general de la República Mexicana’’, p. 372). 84 El peculiar modo de caminar de los indígenas captó la atención de la marquesa. Así, al describir el pánico desatado en la ciudad de México por el primer tiroteo con que se inició una revolución, observó: ‘‘people come running up the street. The Indians are hurrying back to their villages in double-quick trot’’ (‘‘la gente corre por las calles. Los indios se dan prisa a regresar a sus pueblos, a trote redoblado’’): Calderón de la Barca, Frances E. I., Life in Mexico, pp. 239. Cfr. también ibidem, pp. 433-434. También se refirió a este modo de caminar al describir un tocado usado por la indias, y se maravillaba de que no se les cayera ‘‘I cannot imagine how they trot along, without letting it fall’’ (‘‘no puedo imaginar cómo no se les cae cuando van trotando’’): ibidem, p. 92. Sin embargo, al compararlas con las damas de la alta sociedad, afirmó que andaban bien: cfr. ibidem, p. 140. 85 Llenó de curiosidad a la marquesa la forma en que las mujeres indígenas llevaban a sus niños a la espalda, ‘‘its face upturned to the sky, and its head going jerking along, somehow without its neck being dislocated’’ (‘‘cara al cielo, cabeceando con los vaivenes del paso, y es un milagro [que] no se les disloque la nuca’’): ibidem, pp. 145-146. Sin embargo, pudo apreciar las caras de estos niños: ‘‘the most resigned expression on earth is that of an Indian baby’’ (‘‘no existe en el mundo una expresión más resignada que la de un niño indio’’): ibidem, p. 146. Cfr. también ibidem, p. 362. 86 ‘‘Pueblo dócil, sucio y resistente’’: ibidem, p. 140. 87 ‘‘La prenda más a propósito, hasta ahora inventada, para encubrir todas las suciedades, los despeinados cabellos y los andrajos’’: ibidem, pp. 197 y 514. La costumbre de las mujeres de usar rebozo fue recogida en otras ocasiones por la marquesa: cfr. ibidem, p. 146.

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over the head and crossing over the left shoulder’’.88 Sin embargo, se dio cuenta de que, en días de fiesta, había un especial esmero en el vestir. Antes de pasar Río Frío, apreció que, ‘‘and it being Christmas-day, every one was cleaned and dressed for mass’’.89 Otras veces, la fisonomía de estas mujeres estaba caracterizada principalmente por la forma de llevar a los niños, y por algunos rasgos particulares comunes a todas: en cada pueblo por donde pasaba observaba a las indias ‘‘with their plaited hair, and little children slung to their backs, their large straw hats, and petticoats of two colours’’.90 Por otra parte, las indias poseían ciertas cualidades comunes a todas las mujeres: antes de llegar a la ciudad de México en su primer viaje, tuvo necesidad de cambiarse de vestido, ‘‘to the great amusement of the Indian women, who begged to know if my gown was the last fashion, and said it was ‘muy guapa’’’.91 Aunque no apreció grandes diferencias entre la forma de vestir de las indias en los medios urbanos y rurales, a las de la ciudad de México tuvo más y mejores oportunidades de observarlas, y desde el primer día en que se instaló en su nueva residencia pudo extraer consecuencias de su comportamiento exterior, como el de aquellas indias, que ‘‘laying down their baskets to rest, and meanwhile deliberately examining the hair of their copper-coloured offspring’’.92 En algún momento sí se detuvo en la descripción física de las mujeres indígenas, abstrayendo los aspectos de su indumentaria que tanto solían interesarle, pero ese párrafo estaba dedicado a un determinado grupo de indias: las que comerciaban en el mercado. are, generally speaking, very plain, with an humble, mild expression of countenance, very gentle, and wonderfully polite in their maners to each other; but occasionally, in the lower classes one sees a face and form so beautiful...; with eyes and hair of extraordinary beauty, a complexion dark

88 ‘‘Andan con rebozos, que son como unos grandes chales de color, o pedazos de tela andrajosa, echados sobre la cabeza y cruzados sobre el hombro izquierdo’’: ibidem, p. 40. 89 ‘‘Como era Navidad, todo el mundo se veía limpio y vestido para ir a misa’’: ibidem, p. 59. 90 ‘‘Con sus cabellos trenzados y con los niños colgándoles a la espalda, sus grandes sombreros de paja y enaguas de dos colores’’: ibidem, p. 48. Cfr. también ibidem, pp. 132 y 140. 91 ‘‘Para gran diversión de las indias, que querían saber si mi vestido era la ‘última moda’, y decían que estaba yo muy guapa’’: ibidem, p. 59. 92 ‘‘Habían dejado sus canastas en el suelo para descansar, mientras ‘examina[ba]n’ con extraordinaria atención las cabezas de su cobriza progenie’’: ibidem, p. 63.

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but glowing, with the Indian beauty of teeth like the driven snow, together with small feet and beautifully-shaped hands and arms.93

Las expresiones de culto de los mexicanos ----‘‘Mexico owes much of its peculiar beauty to the religious or superstitious feelings of its inhabitants’’94----, y en especial de los indígenas, llamaron la atención desde el primer momento a la esposa del primer embajador de España. Unas de las consideraciones en las que se detuvo a reflexionar fue la de la condición de igualdad de los hombres ante Dios: ‘‘apparently considering themselves alike in the sight of Heaven, the peasant and the marquesa kneel side by side, with little distinction of dress; and all appear occupied with their own devotions, without observing either their neighbour’s dress or degree of devoutness’’;95 otra fue el contraste entre la pobreza del pueblo y la riqueza de sus iglesias.96 También maravilló a la marquesa de Calderón de la Barca la acendrada devoción de los indígenas a la Virgen de Guadalupe, como todo su cristianismo prendida en ‘‘las ruinas de su mitología’’,97 y expresión de un insatisfactorio mestizaje cultural que, a los ojos de Brantz Mayer, se manifestaba en aglomeraciones de ‘‘millares de indios, con sus mujeres e hijos..., venidos de todos los rincones del departamento de México y aun de algunos otros’’.98 93 ‘‘Son, en términos generales, sencillas, de humilde y dulce apariencia, muy afables y corteses en grado superlativo cuando se tratan entre sí: pero algunas veces se queda uno sorprendido de encontrar entre el vulgo caras y cuerpos tan bellos...; con ojos y cabello de extraordinaria hermosura, de piel morena pero luminosa, con el nativo esplendor de sus dientes blancos como la nieve inmaculada, que se acompaña de unos pies diminutos y de unas manos y brazos bellamente formados’’: ibidem, pp. 109-110. 94 ‘‘México debe mucho de su peculiar belleza al sentimiento religioso y a la superstición de sus habitantes’’: ibidem, p. 364. Cfr. también ibidem, pp. 498-499. 95 ‘‘Considerándose, aparentemente, iguales en presencia de Dios, la campesina y la Marquesa se arrodillan juntas, sin diferencia casi en el vestir; las dos entregadas a sus devociones, sin fijarse cómo van vestidos los demás, ni cuál es el grado de su fervor’’: ibidem, pp. 307-308. 96 Cfr. ibidem, pp. 364-366. 97 Cfr. ibidem, pp. 299, 378 y 463. ‘‘The poor Indian still bows before visible representations of saints and virgins, as the did in former days before the monstrous shapes representing the unseen powers of the air, the earth, and the water; but he, it is to be feared, lifts his thoughts no higher than the rude image which a rude hand has carved. The mysteries of Christianity, to affect his untutored mind, must be visibly represented to his eyes’’ (‘‘el pobre indio todavía se inclina ante las representaciones a lo vivo de los Santos y de las Vírgenes, como lo hiciera en los días idos ante las monstruosas figuras que simbolizaban las invisibles fuerzas del aire, de la tierra y del agua, aun cuando es de recelar que eleve sus pensamientos más arriba de la tosca imagen que espulpió una mano torpe. Para que los misterios del Cristianismo puedan herir su mente sencilla, es necesario que aparezcan de bulto ante sus ojos’’): ibidem, p. 364. 98 Mayer, Brantz, México, lo que fue y lo que es, p. 92.

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La fiesta del domingo de Ramos en la capital de la República produjo una fuerte impresión en la marquesa al observar que ‘‘under each tree a half-naked Indian, his rags clinging together with wonderful pertinacity; long, matted, dirty black hair both in men and women, bronze faces with mild unspeaking eyes, or all with one expression of eagerness to see the approach of the priests’’.99 Y se admiraba, además, de las grandes distancias que habían recorrido esos indios para que les bendijeran esas palmas con las que luego adornaban sus chozas.100 Durante esas fiestas de Semana Santa, tuvo ocasión de visitar varias iglesias, de las que le impresionaron las imágenes sagradas, como la de la iglesia de Santa Teresa, en la que había una imagen de El Salvador, que le pareció ‘‘espantosa’’, y ante la que los fieles ----‘‘the number of léperos was astonishing’’----, ‘‘devoutly kneeling to kiss his hands and feet’’.101 A pesar de que el valor estético de esas imágenes dejaba mucho que desear, se dio cuenta de que eran eficaces para mover la devoción del pueblo, y reflexionó de la siguiente manera: ‘‘however childish and superstitious all this may seem, I doubt whether it be not as well thus to impress certain religious truths on the minds of a people too ignorant to understand them by any other process’’.102 Si las manifestaciones del culto público en la ciudad de México impactaron a la marquesa durante los primeros meses de estancia en el país, más adelante podría comprobar en uno de sus viajes por algunos pueblos de los alrededores de la capital que ‘‘the magnificence of these places of worship is extraordinary’’,103 y las procesiones allí estaban ‘‘always accompanied by a crowd of Indians’’.104 99 ‘‘Debajo de cada palma [había] un indio casi desnudo; indios cuyos harapos cuelgan con maravillosa pertinacia; de cabelleras mates, largas y sucias en hombres y mujeres; rostros de bronce y una mirada dulce y quieta, que sólo puede alterar el anhelo con que ven acercarse a los sacerdotes’’: Calderón de la Barca, Frances E. I., Life in Mexico, p. 138. 100 Cfr. ibidem, pp. 139 y 429. 101 ‘‘Cantidad de léperos... asombrosa... se arrodillaban con devoción y le besaban las manos y los pies’’: ibidem, p. 141. 102 ‘‘Por muy infantil y supersticioso que pueda parecer todo esto, dudo que exista manera mejor de imprimir ciertos principios de la religión en la mente de un pueblo demasiado ignorante para entenderlos de otros modos’’: ibidem, p. 142. El Jueves Santo presenció otras manifestaciones populares de ‘‘contrición y fervor’’, de las que no hizo mayor comentario, a pesar de la impresión que le causaron todos los actos piadosos ----‘‘indescriptible[s]’’---- de la Semana Santa, que calificó en una oportunidad de ‘‘horrendo[s]’’ y ‘‘sencillamente nauseabundo[s]’’: cfr. ibidem, pp. 144, 276 y 363. 103 ‘‘En estos lugares la devoción es singularísima’’: ibidem, p. 290. 104 ‘‘Siempre acompañada[s] de una multitud de indios’’: ibidem, p. 363.

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Junto a esta religiosidad ‘‘indescriptible’’, persistía entre los indígenas una superstición que hundía sus raíces en un pasado remoto, del que conservaban numerosas leyendas, como la de la gruta de Cacahuamilpa, que en la antigüedad había servido de lugar de culto y que ‘‘a superstitious fear prevented the more modern Indians from exploring its shining recesses’’;105 la credulidad de los indígenas tomaba como ciertos los relatos de los que habían osado aventurarse en el interior de la cueva. Estas creencias en personajes mitológicos se mezclaban con las de origen cristiano: cuando el grupo en el que iba la marquesa visitó esta gruta, ‘‘the Indians begged they might be left there ‘on account of the blessed souls in purgatory’’’.106 La población que rodeaba a la ciudad de México fue objeto de múltiples retratos por parte de los viajeros. También la marquesa de Calderón de la Barca se detuvo en la descripción de esa gente que se asentaba en el valle de México, que le pareció impregnado de ‘‘a universal air of dreariness, vastness, and desolation’’.107 Circunstancialmente cedió a la tentación de acumular epítetos convencionales en la caracterización del habitante indígena del valle de México: ‘‘gentle and cowardly, false and cunning, as weak animals are apt to be by nature, and indolent and improvident as men are in a fine climate’’;108 todas estas características del indígena apenas habían variado desde que Cortés había ‘‘first traversed these plains’’.109 A todo ello se añadía uno de los vicios más comunes de los indígenas, que afectaba por igual a hombres y a mujeres, en ámbitos rurales y urbanos: el alcoholismo.110 Las condiciones de vida de los indígenas de la ciudad de México contrastaban enormemente con las que observó en los ámbitos rurales en su camino hacia la capital: allí, ‘‘the huts, though poor, were clean; no windows, but a certain subdued light makes its way through the leafy canes’’;111 y, en el Real del Monte, ‘‘the Indians here looked cleaner than 105 ‘‘Un temor supersticioso impidió a los indios de ahora escrutar sus sombríos secretos’’: ibidem, p. 322. 106 ‘‘Pidieron los indios que dejáramos las velas en sus mismos sitios, ‘en memoria de las almas benditas del purgatorio’’’: ibidem, p. 326. 107 ‘‘Un aire de melancolía, inmensidad y desolación’’: ibidem, p. 161. 108 ‘‘Docilidad y cobardía, falsedad y astucia; débil, como lo son por naturaleza los animales, y tan indolente e impróvido, como suelen serlo los hombres en un clima propicio’’: ibidem, p. 162. 109 ‘‘Había cruzado estas llanuras por vez primera’’: ibidem, pp. 161-162. 110 Cfr. ibidem, pp. 329, 359, 384, 480 y 489. 111 ‘‘Las chozas se ven pobres, pero limpias; sin ventanas, pero una luz tamizada se abre paso entre las frondosas cañas’’: ibidem, p. 45.

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those in or near Mexico, and were not more than half naked’’.112 A medida que la señora Calderón se acercaba a los ámbitos urbanos, las condiciones de los indígenas se hacían poco a poco más miserables: en Puebla, acompañaban a un ventero ‘‘a few sleepy Indian women with bare feet, tangled hair, copper faces and reboses’’,113 y al alcalde de Tepeyahualco le seguía ‘‘a large, good-looking Indian woman, who stood behind him while he made his discourse’’.114 A partir de entonces, lo que encontraron durante el último tramo de su viaje fue, ‘‘an occasional Indian hut, with a few miserable half-naked women and children’’.115 A su llegada a la ciudad de México, la marquesa recibió una impresión patética de los indígenas que allí vivían: no sólo los describió en sus aspectos externos ----‘‘men bronze-colour..., carrying lightly on their heads earthen basins, precisely the colour of their own skin’’; ‘‘women with reboses, short petticoats of two colours, generally all in rags...; no stockings, and dirty white satin shoes, rather shorter than their small brown feet’’116----, sino que se aventuró a juzgarlos en su forma de ser: ‘‘lounging léperos, moving bundles of rags, coming to the windows and begging with a most piteous but false sounding whine, or lying under the arches and lazily inhaling the air and the sunshine’’.117 Madame Calderón acertó a expresar de cierta manera los enormes contrastes sociales que podían observarse en la capital de la República, 112 ‘‘Los indios se ven más limpios que en México o sus cercanías, y no andan tan faltos de ropa’’: ibidem, p. 181. Le fascinó a la marquesa esta cualidad ----la limpieza---- de los indios en los pueblos y ciudades de provincia por donde pasó, aunque no era de ninguna manera generalizada: cfr. ibidem, pp. 315, 349, 377, 379, 473, 480-481, 495 y 501. En sus viajes por el interior de la República también pudo conocer de cerca a algunos miembros de ciertas etnias indígenas, como la otomí, a la que calificó, en una ocasión, de tribu ‘‘pobre y degradada’’, y en otra, paradójicamente, de la tribu ‘‘más civilizada’’: ibidem, pp. 471 y 479. 113 ‘‘Unas cuantas indias descalzas, enmarañado cabello, rostros cobrizos y rebozos’’: ibidem, p. 52. 114 ‘‘Una india robusta de no malos bigotes, que había permanecido detrás de él [el alcalde] mientras pronunciaba su discurso’’: ibidem, p. 55. 115 ‘‘De cuando en cuando, una choza india, con algunas pobres mujeres y niños semidesnudos’’: ibidem, p. 56. Es notable, en las primeras cartas de la marquesa, la influencia del paisaje en la apreciación subjetiva de la realidad. 116 ‘‘Hombres de color bronceado..., sosteniendo con garbo sobre sus cabezas vasijas de barro, precisamente del color de su propia piel; mujeres con rebozo, de falda corta, hecha jirones casi siempre...; sin medias, con sucios zapatos de raso blanco, aun más pequeños que sus pequeños pies morenos’’: ibidem, p. 63. 117 ‘‘Holgazanes, patéticos montones de harapos que se acercan a la ventana y piden con la voz más lastimera, pero que sólo es un falso lloriqueo..., echados bajo los arcos del acueducto, sacuden su pereza tomando el fresco, o tumbados al rayo del sol’’: idem. Pronto se dio cuenta la marquesa de la miseria en que vivían estos indígenas, que no comían carne, porque sus ‘‘medios no se lo permiten’’: ibidem, p. 110.

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donde léperos e indios cubiertos con mantas se divertían en los mismos lugares en los que lo hacía la alta sociedad mexicana, ‘‘though on a scale more suited to their finances’’:118 un paisaje brillante, con el inevitable matiz exótico proporcionado por los indios, que sólo se oscurecía por ‘‘the number of leperos busy in the exercise of their vocation’’.119 De la contemplación de este cuadro, la marquesa sacaba la siguiente conclusión: a pesar de que la pobreza y la riqueza convivían en los mismos espacios físicos, en realidad, existía un abismo que separaba a la población e impedía cualquier lazo de unión;120 todo esto provocaba la conciencia, entre los mexicanos de todas las condiciones sociales, de que no podía haber ningún sentimiento de democracia o de igualdad ‘‘except between people of the same rank’’.121 La descripción del servicio doméstico que la marquesa trazó en una carta a su familia también motivó una serie de caracterizaciones de los indios. Las quejas sobre los defectos de los sirvientes, ‘‘the ungrateful theme, from very weariness of it’’122 podían oírse no sólo de los extranjeros, sino de los propios mexicanos, que lamentaban ‘‘their addiction to stealing, their laziness, drunkenness, dirtiness, with a host of other vices’’.123 Todas estas faltas eran, ‘‘frequently just, there can be no doubt’’.124 En el mismo sentido, la señora Calderón afirmaba: ‘‘against this nearly universal indolence and indifference to earning money, the heads of families have to contend; as also against thieving and dirtiness’’,125 aunque pensaba que muchos de estos defectos podían remediarse. Sobre la poca diligencia de los criados abundó con varios ejemplos tomados de entre el personal que había trabajado en su casa.126 Sin embargo, la marquesa reconocía ciertas cualidades en las criadas mexicanas, que las hacían preferibles a las extranjeras, ‘‘unbearably insolent’’:127 aquéllas ‘‘are the perfection of civility-humble, obliging, excessively good-tempered, and very easily attached to those with whom they live’’.128 ‘‘Pero en una medida más conforme con sus cortos medios’’: ibidem, p. 215. ‘‘La multitud de léperos dedicados a las prácticas de su oficio’’: ibidem, p. 123. Cfr. idem. ‘‘Excepto entre personas pertenecientes a la misma clase’’: ibidem, p. 166. ‘‘Tema tan ingrato y que me tiene fastidiada’’: ibidem, p. 194. ‘‘Su inclinación al robo, ...su pereza, borrachera, suciedad y de otros miles de vicios’’: idem. ‘‘En su mayoría, justificadas, [y] no puede haber duda alguna’’: idem. ‘‘Contra esa pereza casi general y la indiferencia en ganarse la vida, es con lo que deben contender las amas de casa, y también contra el robo y la suciedad’’: ibidem, p. 196. 126 Cfr. ibidem, pp. 195-196. 127 ‘‘De una insolencia inaguantable’’: ibidem, p. 198. 128 ‘‘Son modelo de cortesía, humildes, serviciales, de muy buen carácter, y con facilidad se aficionan a quienes sirven’’: idem. 118 119 120 121 122 123 124 125

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Los indios de la ciudad de México habían ocupado e impuesto su forma de vivir en muchos lugares públicos, como ocurría en la catedral: salvo unas cuantas señoras de mantilla, que no llegaban a la media docena, sólo había ‘‘léperos, in rags and blankets, mingled with women in ragged rebozos’’.129 Como consecuencia de ello, ‘‘the floor is so dirty that one kneels with a feeling of horror’’.130 Las asonadas en la ciudad de México, como la ocurrida en julio de 1840 y protagonizada por Gómez Farías y el general Urrea, provocaban la huída de los indios que comerciaban y distribuían víveres en sus calles y mercados. Después de este pronunciamiento, ‘‘como le llaman’’, la calma volvía a la capital, cuyo ambiente había variado respecto de los días anteriores, y se veía ‘‘crowded with Indians from the country, bringing in their fruit and vegetables for sale’’.131 A través de sus experiencias vividas en la capital de la República, donde se producían cada vez con más frecuencia los pronunciamientos políticos, Frances E. Inglis captó con acierto el concepto que los indios se habían formado de los funcionarios del nuevo Estado: persistía inalterable el recelo indígena hacia las autoridades públicas, a las que tal vez profesaba tanto temor como odio.132 A pesar de las intenciones de los políticos de incorporar plenamente a los indígenas a la condición de ciudadanos, con todos los beneficios y cargas que ello suponía, la marquesa de Calderón de la Barca resumía sus impresiones sobre cuáles habían sido las consecuencias de ese nuevo estatus de los indios en 1840: ‘‘certainly no visible improvement has taken place in their condition since the independence. They are quite as poor and quite as ignorant, and quite as degraded as they were in 1808, and if

129 ‘‘Léperos miserables, en andrajos, mezclados con mujeres que se cubrían con rebozos viejos y sucios’’: ibidem, pp. 73-74. 130 ‘‘El suelo esta[ba] tan sucio que uno no puede arrodillarse sin una sensación de horror’’: ibidem, p. 74. 131 ‘‘Atestada de indios que han llegado del campo para vender sus frutas y legumbres’’: ibidem, p. 247. Los vendedores ambulantes, que llegaban a México en chinampas por el canal de la Viga y que diariamente ocupaban las calles de la ciudad y los mercados, eran generalmente indígenas, que ofrecían todo género de mercancías ‘‘drowns the shrill treble of the Indian cry’’ (‘‘con la voz aguda y penetrante del indio’’): ibidem, p. 77. Cfr. también ibidem, p. 117. El pintoresco cuadro que ofrecía la llegada de los indios a la ciudad con sus productos se repitió en más de una ocasión en las cartas de madame Calderón, como una foto fija en la que aparecían los mismos elementos: los indios cargados, ‘‘como podría cargar una mula’’, seguidos de sus mujeres con canastas y con sus hijos a la espalda: ibidem, p. 132. Cfr. también ibidem, pp. 392 y 404-405. 132 Cfr. ibidem, p. 506.

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they do rise a little grain of their own, they are so hardly taxed that the privilege is as nought’’.133 Uno de los resultados de la extinción del tutelaje colonial fue el de la explotación de los indígenas, como pudo constatar la señora Calderón en algunos viajes por el interior de la República: había visitado una mina explotada por ingleses en la que la mayor parte de los trabajadores eran indios, que recibían como salario la octava parte de los productos.134 Durante una corta estancia en Toluca, los comerciantes del lugar se alborotaron a causa de unas órdenes del alcalde, que les obligaban a recibir cobre en pago de sus mercancías. Accedieron, por fin, no sin asegurarse de que no serían ellos los perjudicados por aquella medida: the merchants have issued a declaration, that during three days only, they will sell their goods for copper (of course at an immense advantage to themselves). The Indians and the poorer classes are now rushing to the shops, and buying goods, receiving in return for their copper abour half its value.135

La explotación y miseria de los indios no era generalizada, pues la marquesa de Calderón de la Barca advirtió en un viaje a Pátzcuaro la existencia de indios muy ricos que enterraban su dinero, y mencionó el caso de un tal Agustín Campos, poseedor de un importante capital ----unos treinta mil pesos----, que se cubría con una miserable frazada, ‘‘blanket like his fellow-men’’.136 Sin embargo, en otros pasajes de su libro, la esposa del primer embajador de España en México daba a entender que la fama de la existencia de indios que poseían grandes riquezas era de un origen más que dudoso 133 ‘‘Ciertamente su condición no ha mejorado de manera visible desde la Independencia. Continúan siendo tan pobres, tan ignorantes y tan degradados como lo eran en 1808, y si recogen un poco de grano de su propia cosecha, les echan encima impuestos tan gravosos que este privilegio se hace nugatorio’’: ibidem, p. 379. 134 Cfr. ibidem, p. 183. 135 ‘‘Los comerciantes han hecho circular una hoja en la que manifiestan que durante tres días, únicamente, venderán sus mercancías por cobre (con grandes ventajas para ellos, naturalmente). Los indios y las clases pobres están ahora llenando las tiendas para hacer sus compras, y les dan por su cobre la mitad de su valor’’: ibidem, p. 521. En cambio, cuando en la ciudad de México se implantaron esas disposiciones sobre la moneda de cobre, en 1837, fueron los comerciantes del Zócalo ----sobre todo, los extranjeros---- quienes padecieron la furia de los pobres capitalinos: cfr. Berninger, Dieter George, La inmigración en México (1821-1857), México, Secretaría de Educación Pública, Sep-Setentas, 1974, pp. 104-105. 136 ‘‘Tan pobre como la de sus paisanos’’: Calderón de la Barca, Frances E. I., Life in Mexico, p. 507. Cfr. también ibidem, pp. 429-430.

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y producto de la fantasía popular, fuente que, en algún momento, tomó por buena: a partir de estos rumores se había llegado a la casi certidumbre de que había grandes tesoros escondidos en las zonas arqueológicas indígenas que rodeaban la ciudad de México, por la reticencia con que los indígenas aceptaban el trabajo de guías para los viajeros que visitaban estas ruinas.137 También cerca de la propiedad de los Adalid corría el rumor de la existencia de grandes tesoros escondidos por los indígenas; pero, a pesar de esta persuasión, ‘‘very little gold has been actually recovered from these mountain-tombs’’.138 Otro de los problemas que las autoridades del nuevo Estado apenas tomaron en cuenta fue el de la diversidad lingüística en el país, para el que no encontraron solución. Los esfuerzos que los funcionarios virreinales dedicaron a este asunto durante la centuria anterior habían dado algunos resultados: al cabo de una década de vida nacional propia, era perceptible en México que los indios que habitaban en la vecindad de las ciudades y en la mayoría de las haciendas solían expresarse en español, en detrimento paulatino de sus idiomas autóctonos, que habían ido perdiéndose. Lo atestiguó la marquesa de Calderón de la Barca con motivo de una visita a Pátzcuaro en la que quedó encantada con ‘‘el armonioso tarasco’’, que sólo imperaba sin estorbos en los espacios rurales.139 Sí apreció en ocasiones la marquesa la comunicación ‘‘con la dulzura de la lengua mexicana’’ entre los indios de los alrededores de la ciudad de México y los que llegaban a la capital ‘‘loaded like beasts of burden’’140 para comerciar con sus productos agrícolas. Pero lo común era encontrar en los alredores de México a indígenas que se expresaban ‘‘half Spanish, half Indian’’,141 sin separar ambas lenguas en la misma conversación. El acceso de los indígenas a la condición de ciudadanos empezaba por la instrucción, a través de la cual debían conocer los privilegios y deberes que comportaba este estatus. Sin embargo, la educación en los medios rurales dejaba mucho que desear, como pudo comprobar la marquesa de Calderón, cuando, de regreso de Teotihuacán, en compañía de su esposo y del matrimonio Adalid, paró en una posada: ‘‘the school-house, a room with a mud floor and a few dirty benches, occupied by little ragged 137 138 139 140 141

Cfr. ibidem, p. 163. Cfr. también ibidem, pp. 158-159. ‘‘Es bien poco el oro que se ha recobrado de esas tumbas en los cerros’’: ibidem, p. 176. Cfr. ibidem, pp. 479, 492 y 502. ‘‘Agobiados como bestias de carga’’: ibidem, p. 132. ‘‘Mitad en español y mitad en mexicano’’: ibidem, pp. 273-274.

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boys and girls’’.142 Al entrar en el local, atraídos por el ruido, encontraron al maestro ‘‘poor, ragged, pale, careworn’’,143 que enseñaba a los niños ‘‘to spell out of some old bills of Congress’’.144 Cuando Calderón le hizo notar al maestro la existencia de faltas de ortografía en algunas frases escritas en la pizarra, éste ‘‘seemed very much astonished, and even inclined to doubt the fact’’.145 La persuasión de que la época colonial seguía pesando sobre los indígenas la indujo a extraer consecuencias precipitadas. Durante una visita a la catedral, la marquesa quedó impresionada de la actitud de algunos indios que se hallaban en el recinto, de cuyo comportamiento dedujo que estaban ‘‘relieving their heads from pressure of the colonial system, or rather, eradicating and slaughtering the colonists, who swarrm there’’.146 Era manifiesto el contraste entre esos indios taciturnos y las acciones violentas que acostumbraban los indígenas en la antigüedad, sobre las que la marquesa reflexionó al ver a un costado de la catedral el calendario azteca y, en el patio de la universidad, la piedra de los sacrificios; y se alegró de que esas piezas arqueológicas fueran ya más decorativas que útiles. Las consideraciones de la marquesa acerca de la contraposición entre el pasado glorioso de los antiguos aztecas y la imagen miserable de los indios contemporáneos merecieron otros espacios en sus cartas, como el dedicado a un indígena que atravesaba los parajes cercanos a la ciudad de México, ‘‘the poor and debased descendant of that extraordinary and mysterious people, who came, we know not whence, and whose posterity are now ‘hewers of wood and drawers of water’, on the soil where they once were monarchs’’.147 142 ‘‘La escuela se reduce a un cuarto con el suelo enlodado y unas cuantas bancas sucias que ocupan niños y niñas en harapos’’: ibidem, p. 164. 143 ‘‘Pobre, en harapos, pálido, agobiado por las inquietudes’’: idem. 144 ‘‘A deletrear en el texto de unas viejas leyes del Congreso’’: idem. Una de las propuestas del diputado Carlos María de Bustamante ante el Congreso había sido que se utilizara el texto del Acta Constitutiva de 1824 para que los niños aprendieran a leer: cfr. López Betancourt, Raúl Eduardo, Carlos María de Bustamante Legislador (1822-1824), México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1981, p. 198. 145 ‘‘Quedóse sorprendido y aun pareció abrigar dudas al respecto’’: Calderón de la Barca, Frances E. I., Life in Mexico, p. 164. 146 ‘‘Estaban, de hecho, haciendo menos pesada la opresión del sistema colonial sobre sus cabezas, o más bien, capturando y exterminando a los colonos, que en ellas forman enjambres’’: ibidem, p. 74. 147 ‘‘Pobre, envilecido descendiente de aquellas gentes extraordinarias y misteriosas que no sabemos de qué partes vinieron y cuyos hijos vienen ahora ‘con la condición de haber de cortar leña, y acarrear agua’ para el servicio de todo un pueblo del cual fueron reyes una vez’’: ibidem, p. 274.

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Uno de los temas preferidos de la marquesa que refería a sus familiares y amigos en Estados Unidos fue el de la inseguridad pública, que afectaba a todos los habitantes de la República. También los indígenas estuvieron amenazados por la presencia de ladrones y asaltantes de caminos, que, como pudo comprobar la marquesa de Calderón, se refugiaban en los pueblos de indios cuando eran perseguidos por las autoridades. En Pátzcuaro, el horror y el odio de los habitantes de uno de esos pueblos donde se ocultaban unos ladrones provocaron la unión de todos para llevar presos a los delincuentes a la ciudad para que los juzgaran.148 Las noticias de las depredaciones y de la brutalidad de las tribus indígenas del norte llegaban constantemente a la ciudad de México, y eran motivo de preocupación entre las amistades de la marquesa, que se hizo eco de ellas en sus cartas. Así, La vida en México recoge los recuerdos de un viejo soldado que había intervenido en la guerra de Texas, y que captó el interés de sus oyentes con sus exageraciones sobre la brutalidad de las tribus nómadas de las regiones septentrionales: ‘‘expressed his firm conviction that we should see the Comanche Indians on the streets of Mexico one of these days; at which savage tribe he appeared to have a most devout horror; describing to a gaping audience the manner in which he had seen a party of them devour three of their prisoners’’.149 No muchas páginas después, encontramos en la misma obra las observaciones de un coronel que había sido herido en el curso de una campaña contra los comanches: ‘‘he considers them an exceedingly handsome, fine-looking race; whose resources, both for war and trade, are so great, that were it not for their natural indolence, the difficuties of checking their aggression would be formidable indeed’’.150 Tal vez esos testimonios influyeran en su concepción de las tribus nómadas del norte, que fueron descritas por la marquesa de la siguiente manera: Cfr. ibidem, p. 491. ‘‘Expresó su firme convicción de que un día de estos hemos de ver a los comanches por las calles de México, y parecía sentir por esta tribu salvaje un miedo cerval, describiendo, ante un auditorio que le escuchaba con la boca abierta, cómo había visto a una partida de ellos devorar a tres de sus prisioneros’’: ibidem, p. 432. Lumholtz también recoge una conversación con ‘‘un viejo que había tomado parte en muchas de tales refriegas’’, que recordaba escenas dramáticas de luchas con los apaches: cfr. Lumholtz, Carl, El México desconocido, vol. I, pp. 6-8. 150 ‘‘La raza comanche, según él, posee una gran belleza y prestancia, y sus arbitrios para guerrear y traficar son tan sobresalientes, que si no fuera por su natural indolencia, el mantener a raya sus depredaciones sería casi imposible’’: Calderón de la Barca, Frances E. I., Life in Mexico, p. 473. 148 149

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in every part of the peninsula which is not included in the territory of the missions, the savages were the most degraded specimens of humanity existing. More degraded than the beasts of the field, they lay all day upon their faces on the arid sand... They abborred all species of clothing, and their only religion was a secret horror that caused them to tremble at the idea of three divinities, belonging to three different tribes, and which divinities were themselves supposed to feel a mortal hatred, and to wage perpetual war against each other.151

Madame Calderón de la Barca acertó a exponer las terribles consecuencias que se derivaron en un plazo breve de la ruina de los presidios, coincidente con la desaparición de las misiones: ‘‘the frontiers, being now unprotected by the military garrisons or presidios, which were established there, and deserted by the missionaries, the Indians are no longer kept under subjection, either by the force of arms or by the good counsels and persuasive influence of their padres. The Mexican territory is, in consequence, perpetually exposed to their invasions’’.152 Con su habitual desparpajo, la marquesa de Calderón de la Barca deslizó estos comentarios sobre la extinción de las misiones: ‘‘when the independence was declared, and that revolutionary fury which makes a merit of destroying every establishment, good or bad, which is the work of the opposite party, broke forth; the Mexicans, to prove their hatred to the mother-country, destroyed these beneficent institutions; thus commiting an error as fatal in its results as when in 1828 they expelled so many rich proprietors’’.153

151 ‘‘Los naturales de la península [de California] que viven fuera del territorio de las misiones, son quizá de todos los salvajes los que están más cerca del estado que se llama de naturaleza. Se pasan los días enteros tendidos boca abajo en la arena... Aborrecen toda clase de vestido, y su única religión consistía en tres divinidades, una por cada tribu, que se hacían una guerra de exterminio, y objeto de terror para estos adoradores de entes invisibles’’: ibidem, p. 225. 152 ‘‘Como las fronteras no están ahora protegidas por las guarniciones militares o presidios, establecidos antes allí, y abandonadas por los misioneros, los indios han dejado de estar sujetos, sea por la fuerza de las armas o por medio de los buenos consejos y de la influencia de sus Padres. Por lo tanto, el territorio mexicano se halla expuesto constantemente a sus invasiones’’: ibidem, p. 227. 153 ‘‘Cuando se declaró la independencia y estalló esa furia revolucionaria que hace mérito al destruir lo establecido por el partido opuesto, sea bueno o malo, los mexicanos, para demostrar su odio por la madre patria, destruyeron estas benéficas instituciones. Al hacerlo, cometieron un error tan fatal en sus resultas como el de 1828, cuando expulsaron a tantos acaudalados propietarios’’: idem. Cfr. también ibidem, p. 512.

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IV. ORIGINALIDAD DE LOS ENFOQUES DE MADAME CALDERÓN DE LA BARCA ‘‘En todas las latitudes, los libros de memorias de los viajeros de otra nacionalidad sobre determinado país constituyen, de modo infalible, un depósito de materias inflamables, un motivo de escándalo’’.154 Por esta razón, cuando las opiniones sobre el país, en general, y la forma de vida de sus habitantes, en particular, discrepan de las apreciaciones de los nacionales, ‘‘cunde entonces, unánime, el olvido de que subsiste la libertad de opinar; de que a este o a aquel escritor no se le contrató para fraguar ditirambos; de que sus visiones deformadas, así se las estime desagradables, debemos digerirlas con la buena sal de la tolerancia’’.155 Y éste es el caso de Frances E. Inglis: ‘‘a lo largo de sus páginas enumera una infinidad de aspectos de nuestro vivir que no le agradan, que chocan con su distintiva naturaleza nórdica’’;156 sin embargo, se descubre a través de la lectura de sus cartas ‘‘un impulso de simpatía hacia nuestras gentes de toda condición, de sincero deslumbramiento hacia las magnificencias de nuestro paisaje, de sonriente llaneza que, allí donde podría lastimar a fondo, sabe paliar la rudeza de la sinceridad con un guiño de malicia, cuando no con una contrapartida equilibradora’’.157 Por lo tanto, el balance general de la obra de la señora Calderón es positivo, y en el análisis de nuestro modo de vida, que a veces ‘‘exalta’’ y otras ‘‘denigra’’, ‘‘las luces dominarían a las sombras’’.158 Los escritos de la marquesa de Calderón de la Barca suponen un exponente cualificado de las impresiones que los observadores contemporáneos dejaron anotadas sobre los pueblos indios. Su espontaneidad y espíritu abierto convierten ese epistolario en una fuente rebosante de sinceridad y tan ajena a intereses políticos o ideológicos contaminadores que no tuvo empacho en admitir que ‘‘it is long before a stranger even suspects the state of morals in this country, for whatever be the private conduct of individuals, the most perfect decorum prevails in outward behaviour’’.159 Acevedo Escobedo, Antonio, ‘‘Prólogo’’, p. V. Ibidem, p. VI. Idem. Idem. Ibidem, p. VII. ‘‘Ha de pasar mucho tiempo antes de que un extranjero pueda darse cuenta del nivel moral de este país, pues cualquiera que sea la conducta privada de los individuos, prevalece el decoro más absoluto en la conducta exterior’’: Calderón de la Barca, Frances E. I., Life in Mexico, p. 235. 154 155 156 157 158 159

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Con una sensibilidad muy distinta y también diferente intencionalidad de la de otros contemporáneos suyos, en la correspondencia que sostuvo la señora Calderón durante un poco más dos años desde México hace un repaso de todos los ambientes sociales que conoció, unos con más profundidad que otros. Los detalles más ínfimos que recogió en las páginas de La vida en México convierten a este libro en un cuadro costumbrista. El medio a través del cual transmitió sus impresiones del país no variaba de los recursos a que las mujeres de su tiempo podían recurrir para escribir acerca de sus viajes, tales como cartas o diarios.160 Frances Erskine Inglis de Calderón de la Barca, atentísima escudriñadora de su entorno, consagró amplio espacio en sus cartas a lo que ella captaba como modo de ser indígena, y manifestó su asombro por el estancamiento cultural de los oriundos de América. Rara vez el estado de abatimiento de la población indígena era achacado por la señora Calderón a causas ‘‘institucionales’’;161 si acaso, alguna vez se permitió escuetas comparaciones entre los tiempos pasados de la dominación española y los que le tocó vivir. Y todo ello porque de sus observaciones sólo muy pocas veces pueden extraerse enseñanzas universales: de las muchas circunstancias que la empujaron a hablar de los indios, sólo llegó a exponer dos defectos generalizados: el alcoholismo y la indolencia, con todas sus consecuencias (véase supra). Lo mismo se advierte en otros de sus comentarios sobre su entorno social: no se detiene en analizar las causas de la situación política del país, incluso muchos de los sucesos más importantes que acaecieron en aquellos años quedan olvidados en la pluma de Frances. Le interesan las personas, y su intuición femenina la lleva a juzgar a todos a cuantos conoce. Sin embargo, a pesar de la aparente superficialidad de sus puntos de vista, sus observaciones eran tan certeras que Life in Mexico fue usado como guía por los oficiales del ejército estadounidense, incluido el general Scott, durante la guerra de 1847.162 A diferencia de los escritos que nos dejaron otras viajeras, las cartas de la señora Calderón no responden a una intencionalidad científica,163 ni siquiera cuando contestaba preguntas concretas de su familia: cuando 160 Cfr. Pratt, Mary Louise, Imperial Eyes. Travel Writing and Transculturation, London-New York, Routledge, 1997, p. 171. 161 Cfr. ibidem, p. 160. 162 Cfr. Baerlein, Henry, ‘‘Introduction’’, p. xiv. 163 Cfr. Pratt, Mary Louise, Imperial Eyes, p. 161.

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abundó en detalles del pasado prehispánico de los indios, sus fuentes fueron orales, o echó mano de publicaciones populares de la época. Pesaron también en sus reflexiones su mentalidad anglosajona y su espiritualidad episcopaliana, aunque no tanto como para que le impidieran valorar en su justa medida algunas manifestaciones del modo de ser de los indígenas y de los mexicanos en general. Como todos los visitantes que llegaron a nuestro país en el siglo pasado, se valió de los comentarios y de las investigaciones de Humboldt como una de las principales fuentes de conocimiento de México. La naturaleza de su estancia en México, que podríamos calificar de ‘‘inmóvil’’, contribuyó a que Frances se detuviera en detalles mínimos del país que otros viajeros obviaron en beneficio de una visión más panorámica del país, fruto de la investigación empírica. Este mismo motivo de residencia y la dignidad que representaba impidieron que pudiera emprender recorridos largos por el interior de la República, por lo que sus observaciones de la vida en México debieron reducirse espacialmente.

CAPÍTULO SÉPTIMO JOHN LLOYD STEPHENS. LOS INDÍGENAS Y LA SOCIEDAD MEXICANA EN SU OBRA Julio Alfonso PÉREZ LUNA* La sensación que causamos no es diversa a la que producen los orientales. También ellos, chinos, indostanos o árabes, son herméticos e indescifrables. También ellos arrastran en andrajos un pasado todavía vivo. Hay un misterio mexicano como hay un misterio amarillo y uno negro. El contenido concreto de esas representaciones depende de cada espectador. Octavio PAZ

SUMARIO: I. ¿Quién es nuestro autor? II. La obra: libros y aspectos editoriales. III. El indio en la obra de Stephens.

I. ¿QUIÉN ES NUESTRO AUTOR? 1. La persona El nombre de John Lloyd Stephens ha quedado registrado en los anales de la arqueología mexicana como uno de los precursores de esta ciencia. Abogado norteamericano, viajero incansable y con una gran afición arqueológica inducida por las noticias y lecturas sobre las antiguas culturas,1 tanto orientales como americanas, fue movido, a la manera de un Schliemann occidental, a explorar la zona maya de Centroamérica y MéDirección de Lingüística, Instituto Nacional de Antropología e Historia. Victor Wolfgang von Hagen lo describió como ‘‘lawyer by profession, traveler by inclination, and archaeologist by choice’’ (introducción a Stephens, John Lloyd, Incidents of Travel in Yucatán, Oklahoma, University of Oklahoma Press, 1962, vol. I, p. vii). * 1

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xico. Nos legó una obra minuciosa que acompañó de un valioso aparato ilustrativo realizado por su inseparable asistente Frederick Catherwood, testimonio fidedigno de las ruinas arqueológicas visitadas. John Lloyd Stephens nació el 28 de noviembre de 1805 en Shrewsbury, localidad perteneciente al estado de Nueva Jersey. Sin mucho convencimiento estudió la carrera de abogado, y se graduó en 1827; sin embargo, abandonó esta profesión para dedicarse, primero, a la actividad política dentro del partido demócrata de su país y, después, a su afición viajera. En 1835, una afección de garganta le proporcionó la ocasión-pretexto para realizar un viaje que abarcó Europa, Egipto y Oriente; sus experiencias quedaron registradas en las obras Incidents of Travel in Arabia Petrea, publicada por vez primera en 1837, e Incidents of Travel in Greece, Turkey, Russia and Poland, publicada en 1838. Cautivado por las noticias que le habían llegado sobre las ruinas de antiguas culturas americanas, y con ocasión de una misión diplomática encargada por el gobierno de su país, emprendió un primer viaje a América Central y México en 1839, acompañado de su habitual asistente de expediciones, el dibujante inglés Frederick Catherwood. En Centroamérica visitó Costa Rica, Nicaragua, El Salvador y Guatemala; en México, Chiapas, Campeche y Yucatán. El resultado de sus observaciones fue la publicación de la obra Incidents of travel in Central America, Chiapas and Yucatan, en 1841. Al poco tiempo de su llegada a Yucatán, una inesperada enfermedad de Catherwood los obligó a embarcarse el 24 de junio de 1840 hacia Estados Unidos, y a dejar para un viaje posterior la exploración de las ruinas de Yucatán, realizada al siguiente año: ‘‘in about a year we found ourselves in a condition to do so; and on Monday, the ninth of October, we put to sea on board the bark Tennessee, Scholefield master, for Sisal, the port from which we had sailed on our return to the United States’’.2 Este segundo viaje fue registrado en la obra Incidents of Travel in Yucatán, editada en 1843, que ----de acuerdo con Wolfgang von Hagen---tuvo más demanda que los anteriores libros.3 De regreso en su país, Stephens realizó actividades y viajes de carácter muy distinto a los que hasta 2 ‘‘Cerca de un año después, hallámonos en aptitud de realizar nuestro proyecto, y el lunes 9 de octubre de 1841 hicímonos a la vela en Nueva York, a bordo de la barca Tennessee’’ (Stephens, John Lloyd, Incidents of Travel in Yucatán, vol. I, p. 3). La traducción al español se ha tomado de la que hizo Justo Sierra O’Reilly, cuyos datos editoriales se mencionan más adelante en el texto. 3 ‘‘Incidents of Travel in Yucatán was a more demanding book than the others’’ (ibidem, vol. I, p. xvii).

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ese momento había efectuado. En 1847 ocupó el cargo de director de la Ocean Steam Navigating Company, y, en 1848, el de vicepresidente. Posteriormente colaboró en la fundación de la Compañía del Ferrocarril de Panamá; enfermo, fue trasladado de este último país a Nueva York en 1852, donde finalmente murió el 13 de octubre. 2. El viajero La Independencia de nuestro país había llamado la atención del ámbito extranjero sobre él, de manera que ----en palabras de Ortega y Medina---se vio inmediatamente invadido por toda clase de viajeros; por toda la gama espectral de intereses y condiciones, de educación e instrucción. Trotamundos de toda laya, desde comerciantes honestos y bien intencionados hasta aventureros audaces en busca de cualquier oportunidad legal o ilegal que les saliese al paso; también arribaron hombres curiosos, interesados por las novedades que ofrecía el nuevo país, así como jóvenes diplomáticos, los más, ya oficiales u oficiosos, que buscaban establecer en nombre de su país relaciones con nuestro México, en competencia incluso agria y celosa entre ellos con vista a obtener para su patria el trato de nación más favorecida con exclusión de cualquier otra.4

Stephens pertenece al grupo de viajeros que, como Désiré de Charnay y Le Plongeon, llegaron a México atraídos por la fascinación que sobre ellos ejercían las noticias de las antiguas culturas americanas. A través de su obra, nuestro autor se revela como un hombre de acción, siempre dispuesto a lograr los objetivos que se propone: en el caso de su viaje por México, vencer las dificultades ----naturales y humanas---que amenazaban la expedición a las ruinas de Chiapas y Yucatán. Sus anteriores experiencias itinerantes le habían provisto de un agudo sentido práctico para la solución de problemas, el cual supo aprovechar, debido a su condición de extranjero en misión diplomática confidencial y a la ventajosa posición económica de que gozaba.5 4 Ortega y Medina, Juan A., Zaguán abierto al México republicano (1820-1830), México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1987, pp. 3-4. 5 En repetidas ocasiones, Stephens supera las eventualidades oficiales por medio de los recursos a su alcance, como el carácter diplomático de la misión otorgada por el presidente Van Buren, de la cual escribía, a propósito de la obtención de un pasaporte local para transitar libremente por territorio mexicano: ‘‘I recommend all who wish to travel to get an appointment from Washington’’ (véase Stephens, John Lloyd, Incidents of Travel in Central America, Chiapas, & Yucatan, New Brunswick, Rutgers University Press, 1949, vol. II, p. 210).

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Como escritor, John Stephens es un cuidadoso registrador del tiempo y de las actividades llevadas a cabo a lo largo de sus viajes; la lectura de sus relatos nos da la cuenta no sólo de los días empleados durante las diferentes etapas de su viaje, sino también la de las horas invertidas en trasladarse de un lugar a otro, intercaladas con descripciones pormenorizadas de paisajes, ruinas, hombres y situaciones, salpicadas en muchas ocasiones de una peculiar ironía, mezcla de aceptación y censura de aquello que le resultaba extraño o desagradable, lo que no le impidió integrarse en las tertulias y fiestas populares, de las que tanto gozó. Los juicios que emite intentan ser, la mayor parte de las veces, serenos y razonados; no obstante hay una clara filiación del tipo de sociedad y clase de la que proviene. En efecto, Stephens es un hombre de su tiempo. El mundo que conoce y en el que se formó es el de la revolución industrial, con su marcada diferenciación económica y social en los estratos del pueblo. La importancia del dinero y su acumulación perfila la aparición y consolidación del sistema capitalista. Todo tiene un valor monetario y todo se vuelve objeto de consumo. En su trabajo, Stephens se manifiesta como un digno representante de tal esquema: tal vez encontramos la mejor evidencia de ello no en los tratos monetarios para conseguir indígenas de carga o alimentos de consumo inmediato, sino en su vehemente propósito de comprar todo el territorio en el que se asientan las ruinas de Palenque, consciente de la riqueza cultural que dichos vestigios representaban, y a sabiendas de que no existían en México las condiciones para su conservación y estudio. Todo tiene un precio y México no constituye una excepción: antes bien, una disposición del gobierno facilita su propósito, pues autorizaba la venta de ‘‘toda la tierra de la vecindad que se encontrase bajo ciertos límites’’, e ‘‘incluía el terreno ocupado por la ciudad en ruinas’’.6 Para lograr su propósito y para vencer los obstáculos legales que impedían la adquisición de tierras a un extranjero, Stephens no dudó en la posibilidad de allegarse de algún recurso no muy bien avenido, como lo acredita el siguiente testimonio, un tanto burlón, pero que manifiesta en el fondo su inquietud por vencer esta dificultad: the case was embarrassing and complicated. Society in Palenque was small; the oldest young lady was not more than fourteen, and the prettiest 6 ‘‘All land in the vicinity lying within certain limits... Upon inquiry I learned that this order, in its terms, embraced the ground occupied by the ruined city’’: ibidem, vol. II, p. 308.

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woman, who already had contributed most to our happiness (she made our cigars), was already married. The house containing the two tablets belonged to a widow lady and a single sister, good-looking, amiable, and both about forty. The house was one of the neatest in the place. I always liked to visit it, and had before thought that, if passing a year at the ruins, it would be delightful to have this house in the village for recreation and occasional visits. With either of these ladies would come possession of the house and the stone tablets; but the difficulty was that there were two of them, both equally interesting and equally interested... There was an alternative, and that was to purchase in the name of some other person, but I did not know of anyone I could trust.7

3. El diplomático Hemos apuntado anteriormente que John Stephens realizó ambos viajes investido como diplomático en misión especial. Pero no hemos aclarado el objeto de dicho encargo. De acuerdo con las cartas reproducidas por Rafael Heliodoro Valle, se desprende que el gobierno de Estados Unidos de Norteamérica habría realizado con el gobierno general de Centroamérica un convenio de ‘‘paz, amistad, comercio y navegación’’, firmado en la ciudad de Guatemala el día 14 de julio de 1839. Sin embargo, debido a la inestabilidad política que imperaba en esos momentos en las naciones centroamericanas, dicho convenio no pudo ser ratificado, razón por la cual Estados Unidos decidió suspender su legación diplomática. En una carta fechada el 13 de agosto de 1839, el secretario de Estado interino, Aaron Vail, escribe a Stephens: sin embargo, tomando en consideración que, en cierta medida, va en aumento la falta de reciprocidad por parte del gobierno de Centro América, excepto por algunos períodos muy cortos, para corresponder a la cortesía 7 ‘‘El caso se presentaba embarazoso y complicado. La sociedad en Palenque era reducida; la señorita de mayor edad no tenía más de catorce años, y la más linda mujer, que había contribuido en sumo grado a nuestra felicidad (ella hacía nuestros puros), ya era casada. La casa era una de las más limpias en el lugar. A mí siempre me gustó visitarla, y ya antes había pensado en que si pasara un año en las ruinas, sería delicioso poseer esta casa en el pueblo para recreo y visitas de ocasión. Con cualquiera de estas damas tomaría posesión de la casa y de las dos estelas de piedra; pero la dificultad consistía en que ellas eran dos, ambas igualmente interesadas... Había una alternativa, y ésa era comprar bajo el nombre de alguna otra persona; pero yo no conocía a ninguno en quien poder confiar’’: ibidem, vol. II, p. 309. Me he servido de la traducción española de Juan C. Lemus, que se utilizó para Incidentes de viaje en Chiapas, Gobierno del Estado de Chiapas, 1988, y para la reimpresión que hizo la casa Miguel Ángel Porrúa un año después: cfr. infra: II., 1.

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de los EE. UU.; y principalmente la situación desorganizada del país, en consecuencia de lo cual las ventajas que se esperaba del posible intercambio contemplado de las relaciones diplomáticas han quedado neutralizadas en grado superlativo, el Presidente ha decidido que ningún beneficio práctico se puede lograr continuando nuestra misión en Guatemala. Por consiguiente, cuando a Mr. De Witt, nuestro último Encargado de Negocios allí, se le concedió una licencia temporal con el propósito de visitar los EE. UU., se le dio órdenes de regresar a la expiración de la licencia, con el propósito de concluir los asuntos de la Legación, de informar al gobierno de Centro América la determinación del Presidente de retirar la misión hasta que su restablecimiento pudiera hacerse ventajosamente y despedirse finalmente de ese gobierno. El fallecimiento de Mr. De Witt poco después de su llegada a los EE. UU. impidió que se ejecutaran estas instrucciones y ahora es esta diligencia la que el Presidente desea confiar a sus cuidados.8

El presidente Van Buren, preocupado por esta situación, asimismo encomendó a Stephens la misión de ‘‘tomar posesión de los sellos, documentos, libros y otras propiedades públicas que pertenezcan a la Legación’’,9 así como la de tratar de persuadir al gobierno general de Centroamérica sobre la conveniencia de ratificar el convenio arriba aludido. Por otra parte, y al margen del testimonio anterior, es importante mencionar que durante estos años había sido una preocupación constante para Estados Unidos la realización de un canal que comunicara el Océano Pacífico con el Atlántico, con el fin de acortar y agilizar las comunicaciones entre ambos extremos. En carta fechada en Guatemala el 6 de abril de 1840, Stephens comunica sobre este particular al secretario de Estado, John Forsyt, lo siguiente, evidenciando, así, otro aspecto de su misión confidencial: ayer vi un artículo en un periódico de Nueva York que se refería a una petición hecha al Congreso para enviar un agente especial y un grupo de inspección que examine la ruta del canal entre el Atlántico y el Pacífico a través del lago de Nicaragua y el río San Juan. Me tomo la libertad de decir que he visitado Nicaragua, principalmente con el propósito de conseguir informaciones sobre aquel tema... Emplearé dos o tres días para hacer un informe en que pueda hacer justicia a Mr. Bailes, pero en el momento ac8 Valle, Rafael Heliodoro, ‘‘John Lloyd Stephens y su libro extraordinario’’, Revista de Historia de América, México, 1948, p. 407. 9 Ibidem, p. 408.

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tual no tengo tiempo, y espero que al regresar a EE. UU., podré presentar al Departamento una copia de su completa inspección ----incluyendo aquella del río Tipitapa y del Lago Managua.10

II. LA OBRA: LIBROS Y ASPECTOS EDITORIALES 1. Ediciones Incidents of Travel in Central America, Chiapas and Yucatan fue un verdadero éxito editorial de su tiempo. Lo prueban las continuas ediciones y reimpresiones de la obra realizadas durante el siglo XIX, que nos manifiestan, además, un amplio público, ávido de novedades sobre el antiguo mundo americano. La edición princeps fue publicada en 1841 por la casa Harper & Brothers, tan sólo un año después del viaje, y ya existía una edición en español cuando Stephens realizó su segundo viaje a Yucatán: our former visit was not forgotten. The account of it had been traslated and published, and, as soon as the object of our return was known, every facility was given us, and all our trunks, boxes, and multifarious luggage were passed without examination by the custom-house officers.11

El mismo año, John Murray publicó la obra en Londres. En 1842, ambas casas editoras volvieron, cada una, a realizar una nueva impresión de ella. Tiempo después, en 1852 ----año de la muerte de Stephens----, Harper & Brothers publicó nuevamente Incidents of Travel in Central America, Chiapas and Yucatan y, de acuerdo con los datos asentados en el Manual del librero hispanoamericano de Palau y Dulcet,12 se registraba entonces la ‘‘Twelfth Edition’’, y se repetía la impresión en 1854. En este Ibidem, pp. 411-412. ‘‘Nuestra primera visita no se había olvidado. La relación que de ella hicimos, se había traducido y publicado, y tan pronto como se conoció el objeto de nuestra vuelta, todas las dificultades nos fueron allanadas: nuestros baúles, cajas y demás bultos de equipaje pasaron por la aduana sin registro’’ (Stephens, John Lloyd, Incidents of Travel in Yucatán, vol. I, p. 6). En efecto, en 1841 El Museo Yucateco había publicado la parte relativa a Yucatán, en traducción de Justo Sierra O’Reilly (cfr. Valle, Rafael Heliodoro, ‘‘John Lloyd Stephens y su libro extraordinario’’, p. 394; así como Palacios, Enrique Juan, ‘‘Cien años después de Stephens’’, en Los Mayas antiguos, México, El Colegio de México, 1941, p. 276). 12 Palau y Dulcet, Manual del librero hispanoamericano, Barcelona-Oxford, A. Palau y Dulcet-The Dolphin Book Co. Ltd., 1970, t. XXII, p. 158. 10 11

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mismo año, en Londres, se publicó esta obra a instancias y con adiciones de Frederick Catherwood, bajo el sello de la casa Arthur Hall, Virtue & Co. Posteriormente se imprimió en Nueva York en 1855 y 1867 (Harper & Brothers). Por su parte, la edición princeps de Incidents of Travel in Yucatan apareció en 1843 a cargo de la casa Harper & Brothers; John Murray publicó también esta obra en el mismo año. Posteriormente Harper & Brothers la reimprimió en 1848. De acuerdo con la información de Palau y Dulcet, durante el siglo XIX encontramos el registro de otras cuatro ediciones neoyorkinas: 1858, 1860, 1867 y 1868. La traducción de esta obra a lengua española que hizo Justo Sierra O’Reilly se publicó en dos volúmenes en la ciudad de Campeche, en 1848 y 1850, bajo el título de Viage á Yucatan, á fines de 1841 y principios de 1842. Consideraciones sobre los usos, costumbres y vida social de este pueblo, y examen y descripcion de las vastas ruinas de ciudades americanas que en él existen..., que incluía como apéndice la traducción de la parte relativa a Yucatán de la primera obra de Stephens sobre América Central y México, realizada en 1841. En 1921, en Costa Rica, se editó la obra Viajes por la América Central, 1841. Una segunda edición de la traducción de Justo Sierra fue publicada en México por la Secretaría de Educación Nacional (Imprenta del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía) entre 1937 y 1938. Recientemente, en 1984, la Editorial Dante, publicó en la ciudad de Mérida Viajes a Yucatán; en 1989, bajo el título de Viaje a Yucatán, Juan Luis Bonor realizó la edición de la obra traducida por Justo Sierra, publicada en Madrid bajo el sello de la casa Historia 16. Por lo que toca a Incidentes de viaje en Centro América, Chiapas y Yucatán, una edición fue impresa en la ciudad de Quezaltenango, Guatemala, por la Tipografía El Noticiero Evangélico, entre 1939 y 1940. Asimismo, en 1988 el gobierno del estado de Chiapas publicó la parte correspondiente a Chiapas, bajo el título Incidentes de viaje en Chiapas, traducida por Juan C. Lemus, a partir de la edición neoyorkina de John Murray, de 1842. En 1989, la casa Miguel Ángel Porrúa la reimprimió. 2. Fuentes de su obra El ánimo y curiosidad viajeros de Stephens fueron movidos por diversos relatos sobre las ruinas de antiguas culturas americanas, como el

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del neoyorkino Noah O. Platt, quien visitó las ruinas de Palenque, Chiapas, y del que expresó el siguiente testimonio: ‘‘his account of them had given me a strong desire to visit them long before the opportunity of doing so presented itself’’.13 Sin embargo, fueron diversos los autores antiguos ----y no tan antiguos---- a los que se refiere con frecuencia y a partir de los cuales guió su expedición. Entre ellos se cuentan Bernal Díaz del Castillo, Bartolomé de las Casas y William H. Prescott. Pero, de manera muy particular, menciona las cuatro fuentes que se relacionan a continuación. Para la región de Chiapas, cita particularmente el informe del capitán Antonio del Río, quien, por mandato real, exploró la zona de Chiapas en 1787; la relación de su expedición se publicó por vez primera en 1822, en Londres, bajo el título de Description of the ruins of an ancient city discoveren near Palenque. Asimismo, la obra Antiquités Mexicaines, que relata la expedición que, ordenada por Carlos IV, realizó el capitán Guillermo Dupaix en esta misma área durante los años 1805, 1806 y 1807, y cuya publicación se hizo en París, en los años 1834 y 1835, testimoniada por nuestro autor en los siguientes términos: ‘‘at Ococingo we were on the line of travel of Captain Dupaix, whose great work on Mexican antiquities, published in Paris in 1834-5, awakened the attention of the learned in Europe’’.14 En su obra sobre Yucatán, menciona de manera explícita a los autores Cogolludo y Herrera. Se refiere a fray Diego López de Cogolludo y su Historia de Yucatán, escrita en el siglo XVII, y a Antonio Herrera y Tordesillas y su obra Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del Mar Océano, publicada a principios de ese mismo siglo. 3. Objetivos de su obra Si bien el interés principal de John Stephens fue el aspecto arqueológico, como medio para descubrir los vestigios de las antiguas culturas aborígenes, su propósito explícito, al redactar su obra sobre Centroaméri13 ‘‘Su relato sobre ellas me había provocado un gran deseo de visitarlas mucho antes de que se presentara la oportunidad de hacerlo’’ (Stephens, John Lloyd, Incidents of Travel in Central America, Chiapas, & Yucatan, vol. II, p. 244). 14 ‘‘En Ocosingo nos hallábamos sobre la línea de viaje del capitán Dupaix, cuya gran obra sobre antigüedades mexicanas, publicada en París en 1834 y 1835, despertó la atención de los sabios de Europa’’ (ibidem, vol. II, p. 219).

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ca y México, es descrito por el autor de la siguiente manera: ‘‘my objet has been, ...not to produce an illustrated work, but to present the drawings in such an inexpensive form as to place them within reach of the great mass of our reading community’’.15 Sin ser arqueólogo de profesión, a lo largo de su obra expone sus juicios con mucha prudencia y se cuida de presentar sus descripciones de manera llana y libre de prejuicios o interpretaciones aventuradas, lo que no quita que en ciertas ocasiones, arrobado por el ambiente enigmático del lugar, no discierna la frontera entre uno y otro límites y entregue el sentimiento a un sueño. Así, frente a una expresión como: ‘‘what lies buried in that forest it is impossible to say of my own knowledge’’,16 llega a contraponer the long, unbroken corridors in front of the palace were probably intended for lords and gentlemen in waiting; or perhaps, in that beautiful position, which, before the forest grew up, must have commanded an extended view of a cultivated and inhabited plain, the king himself sat in it to receive the reports of his officers and to administer justice.17

No obstante, en el afán de llevar a término su objetivo, siempre se le encuentra en el cumplimiento de su faena cotidiana, mostrándose como el hombre de acción que es, siempre dispuesto a realizar aquello por lo que se ha comprometido consigo mismo: as at Copan, it was my business to prepare the different objects for Mr. Catherwood to draw. Many of the stones had to be scrubbed and cleaned; and, as it was our object to have the utmost possible accuracy in our drawings, in many places scaffolds had to be erected on which to set up the camera lucida.18 15 ‘‘Mi propósito ha sido, no producir una obra ilustrada, sino presentar los dibujos en una forma barata que permitiera ponerlos al alcance de la gran masa de nuestra comunidad lectora’’ (ibidem, vol. II, p. 250). 16 ‘‘Qué es lo que yace oculto en esa selva, me es imposible decirlo a partir de mis propios conocimientos’’ (ibidem, vol. II, p. 254). 17 ‘‘Los largos e ininterrumpidos corredores del frente del palacio estaban probablemente destinados a los señores y caballeros de servicio; o quizás, en esa hermosa ubicación, desde la cual, antes que creciese la floresta, se ha de haber dominado una extensa vista de la cultivada y habitada planicie, el rey mismo se sentaría allí a recibir los informes y a administrar justicia’’ (ibidem, vol. II, p. 262). 18 ‘‘Como en Copán, mi ocupación consistía en preparar los diferentes objetos para que los dibujara el señor Catherwood. Muchas de las piedras tenían que ser restregadas y limpiadas; y como era nuestro propósito obtener la mayor exactitud posible en los dibujos, hubo que levantar andamios en varios lugares para poner encima de ellos la cámara lúcida’’ (ibidem, vol. II, p. 258).

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III. EL INDIO EN LA OBRA DE STEPHENS 1. La situación de México Los viajes de John L. Stephens por el territorio mexicano transcurren entre 1840 y 1842, un período particularmente difícil en la historia de la conformación de México como nación. A nivel interno, el país se debatía de manera violenta entre dos proyectos de nación independiente: el federalista y el centralista. A nivel externo, entre 1838 y 1839, México había tenido que reafirmar la autodeterminación de su soberanía a través de su primera confrontación armada internacional con Francia. Una y otra situaciones afectaron e hicieron participar a los diferentes sectores sociales y al conjunto de la nación mexicana. En efecto, desde 1836 la facción centralista se impuso sobre la federalista, canceló la Constitución de 1824 y la sustituyó por las Siete Leyes Constitucionales de 1836. Las contiendas que ambos bandos sostuvieron desde entonces abarcaron no sólo el campo ideológico y el de los medios impresos, sino también el de las armas. Así, entre 1837 y 1841 se sucedieron ochenta y cuatro pronunciamientos federalistas en el territorio nacional,19 de tal suerte que, en palabras de Cecilia Noriega: es un hecho que el proceso de recuperación del control poder central sobre las regiones se localiza en la segunda mitad del siglo XIX, pero también lo es que el caos con que se nos presenta su primera mitad radica precisamente en esa pugna entre el centro y las regiones y que es lo que define y da coherencia histórica a todo el siglo.20

Esta situación ciertamente se vio agravada cuando, en 1836, Texas decidió pronunciarse en contra de la administración centralista y proclamó su independencia: la guerra que se desencadenó mostró la incapacidad política y militar de México, y culminó con la segregación de aquel territorio y con la invasión norteamericana de 1846-1847. Por su parte, Yucatán, que había mantenido ciertas distancias durante el proceso de su incorporación a México, entró en conflicto con el Estado mexicano, y de19 Cfr. Noriega Elío, Cecilia, El Constituyente de 1842, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1986, p. 18. 20 Ibidem, p. 42.

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cidió separarse de él en nombre de sus convicciones federalistas, contra las que atentaba López de Santa Anna.21 Stephens mismo abandona el país precisamente en un momento de crisis para Yucatán (1842); Santa Anna había presentado un ultimatum contra la entidad: I was in the Senate chamber when the ultimatum of Santa Ana [sic] was read... The condition of the state was pitiable in the extreme. It was a melancholy comment upon republican governement, and the most melancholy feature was that this condition did not proceed from the ignorant and uneducated masses. The Indians were all quiet and, though doomed to fight the battles, knew nothing of the questions involved.22

Poco tiempo después, en 1848, este mismo estado se vio envuelto en la rebelión indígena denominada Guerra de Castas, extendida también a otros estados mexicanos, y que no era más que la manifestación violenta de una serie de reclamos acumulados de las etnias no atendidos ----ni entendidos---- por las autoridades civiles. Entretanto, en agosto de 1841, el general Mariano Paredes y Arrillaga se rebeló contra el gobierno centralista con el Plan de Jalisco, movimiento que pronto se extendió a todo el país y contó con el apoyo de las elites militar y comerciante. Esta ‘‘revolución’’ forzó la desaparición del muy criticado Supremo Poder Conservador, y fijó los acuerdos para convocar un nuevo Congreso mediante las llamadas Bases de Tacubaya. Esa asamblea debería constituir a la nación bajo un gobierno republicano que reuniera ‘‘las ventajas del centralismo y del federalismo alejando los inconvenientes de uno y otro’’; debería permitir también que las juntas departamentales ejercieran la mayor parte de la soberanía de los departamentos atendiendo sólo al bienestar y tranquilidad de todos ellos.23 21 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel, ‘‘La independencia de México vivida en la periferia: el caso de Yucatán’’, que se publicará en Ius Fugit (Zaragoza). 22 ‘‘Yo estaba en el Senado cuando se leyó el ultimátum de Santa Anna... La situación del Estado era en extremo lamentable; aquello era un triste comentario sobre el gobierno republicano, y su carácter más melancólico era que esa situación no dimanaba de las masas ignorantes y sin educación. Los indios todos estaban tranquilos y aunque condenados a pelear en los campos de batalla, nada sabían en lo relativo a las cuestiones que envolvería esa lucha’’ (Stephens, John Lloyd, Incidents of Travel in Yucatán, vol. II, p. 301). Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 327-328. 23 Noriega Elío, Cecilia, El Constituyente de 1842, p. 20.

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De tal suerte, el presidente Bustamante se vio forzado a dimitir, y el general Antonio López de Santa Anna asumió formalmente el cargo de presidente provisional de la República, el 9 de octubre de 1841. En junio de 1842 comenzó a sesionar el Congreso Constituyente y, aunque el movimiento encabezado por Paredes Arrillaga estaba planteado en términos de una ‘regeneración’ social, lo único que se obtuvo por ser lo que realmente se buscaba fue un cambio de la situación y de los dirigentes de la política, que se legalizó al sancionar las Bases orgánicas. Con ello se liquidaban las aspiraciones de verdadera regeneración que se despertaron en la república con el movimiento de Jalisco en 1841.24

Respecto a las comunidades indígenas, sus miembros habían sido incorporados ----desde la misma proclamación de Independencia de México---- a un proyecto nacional, donde la sociedad en su conjunto participaba de una igualdad jurídica plena; sin embargo, la realidad apuntaba hacia otro lado. En efecto, son numerosos los autores que han señalado el agravamiento en las condiciones de vida de las diversas etnias, desde mediados del siglo XIX:25 ello debido, sobre todo, a la equiparación formal que se quiso establecer para todos los componentes sociales, sin atender en absoluto las características organizativas y culturales del sector indígena, y atentando, así, contra la propia supervivencia de dicho mundo. El deterioro que experimentaron las comunidades indígenas dentro de este nuevo esquema se hizo evidente desde los mismos inicios de la era independiente, pues si bien habían avanzado hacia un status legal igualitario, este reconocimiento no les deparaba ningún beneficio: antes bien, durante el régimen colonial habían gozado de una protección que, al menos, les garantizó un respeto hacia sus patrones de organización y tradiciones culturales. Por lo que toca a la situación que guardaba en el plano internacional, México no la pasaba mejor. Las deudas que nuestro país había contraído Ibidem, pp. 175-176. Por ejemplo, Ferrer Muñoz, Manuel, ‘‘El estado mexicano y los pueblos indios en el siglo XIX’’, Anuario Mexicano de Historia del Derecho, México, vol. X, 1998, pp. 315-333; Lagarde, Marcela, ‘‘El concepto histórico de indio. Algunos de sus cambios’’, Anales de antropología, México, vol. XI, 1974, pp. 215-224; Ledesma Uribe, José de Jesús, ‘‘Las comunidades rurales en México durante el siglo XIX’’, Revista de la Facultad de Derecho de México, México, t. XXVIII, núm. 110, mayo-agosto de 1978, pp. 415-440, y Powel, T.G., ‘‘Los liberales, el campesinado indígena y los problemas agrarios durante la Reforma’’, Historia Mexicana, México, vol. XXI, núm. 4, abril-junio de 1972, pp. 653-675. 24 25

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con otras naciones habían mantenido tensas las relaciones diplomáticas, particularmente con Estados Unidos, Inglaterra y Francia. En el caso de Estados Unidos, hay que agregar el reconocimiento y el apoyo brindado a la independencia de Texas. Sin embargo, el caso más difícil, por las consecuencias internas y externas que produjo, fue la confrontación bélica con Francia, a partir de una serie de reclamaciones pecuniarias que tenía como trasfondo un interés particular de política económica. México había suscrito unos convenios de comercio desventajosos con las principales potencias europeas, en un intento por obtener el reconocimiento jurídico como nación, del que carecía desde su Independencia. En el caso de Francia, las relaciones comerciales no estaban basadas en un convenio formal, sino que, ante la negativa de Francia para reconocer a México como país independiente, se regularon a partir de las Declaraciones Provisionales de 1827. No obstante que las declaraciones no constituían un instrumento ‘‘formal’’, como los convenios establecidos entre naciones que se reconocían como tales, fueron objeto de controversia en diversos momentos, debido, sobre todo, a las reclamaciones de los franceses que practicaban el comercio al menudeo. Si bien México se había preocupado por lograr el reconocimiento como nación en el concurso de los pueblos, en su interior no habían terminado de asentarse los ánimos e intereses partidistas que pugnaban entre sí con el trasfondo de su herencia centenaria colonial: de suerte que, en palabras de Faustino Aquino, ‘‘resulta interesante comprobar que el principal problema de México, la inexistencia de una nación moderna, y el abismo que existía entre la elite gobernante y la población gobernada, eran cosas que parecían evidentes a los ojos del extranjero’’.26 Así, debido a los constantes pronunciamientos armados de nuestro país, reinaba un clima de inestabilidad e inseguridad para la población en general. Los extranjeros no fueron la excepción y se vieron afectados en sus actividades, patrimonio y personas, de suerte que al solicitar el apoyo de sus respectivos países, éstos no perdieron la oportunidad de obtener ganancias de este río revuelto. Las reclamaciones oficiales siempre fueron espinosas y, en el caso de Francia, sumamente difíciles, por la imposibilidad de llegar a un acuerdo sobre las bases en que deberían entenderse y satisfacerse aquéllas, salva26 Aquino Sánchez, Faustino A., Intervención Francesa 1838-1839. La diplomacia mexicana y el imperialismo del libre comercio, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1997, p. 164.

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guardando el honor y soberanía de México, como nación deudora. Ante los ojos del mundo, México se mostraba como un país ‘‘bárbaro’’, incapaz de coexistir con las naciones que respetaban y hacían valer el derecho de ‘‘gentes’’, y protegían así los intereses de sus connacionales. El problema se presentaba de tal forma que en general, puede afirmarse que casi todas las reclamaciones eran producto de la inestabilidad política, de la incapacidad del gobierno para hacer valer su autoridad en puntos recónditos de la República y de las graves deficiencias del sistema judicial en la procuración de justicia, las cuales hacían que el abuso y la arbitrariedad fueran una nota común en la vida del México independiente.27

No bastaron los esfuerzos de notables diplomáticos, como Luis G. Cuevas, Máximo Garro y Juan Nepomuceno Almonte, para hacer ver y valer la justeza de los argumentos que México esgrimió frente a las reclamaciones francesas:28 ni mucho menos para presentar a México como un país consolidado sobre la base de la cohesión armónica y patriótica de los sectores sociales, políticos y productivos, y capaz de enfrentar con suficiencia una eventual guerra con Francia. La imagen de México en el extranjero no era, precisamente, la de una nación fuerte. Al respecto, resulta ilustrativo el desangelado comentario del primer ministro británico, lord Palmerston, quien, a final de cuentas, había tenido que intervenir como árbitro en el conflicto franco-mexicano: en México nos han robado nuestro dinero, nos han matado; y ni nos pagan ni nos hacen justicia; en el país de usted [Almonte] no se hace caso de nada, y quién sabe si no sería mejor que los angloamericanos se posesionaran de él, a lo menos ellos nos hacen justicia y tenemos más garantías para nuestros súbditos.29

Y en realidad no podía haber sido de otra manera, pues, desgraciadamente, las permanentes pugnas entre facciones ----que nunca cesaron, no Ibidem, p. 90. Fundamentalmente las reclamaciones tenían una doble naturaleza: pecuniaria y de política económica. Por una parte, Francia exigía el pago de 600,000 pesos como resarcimiento de las pérdidas sufridas por sus connacionales en diversos disturbios. Por otra, exigía la realización de un tratado de libre comercio, en el que se formalizaran sus relaciones comerciales, salvaguardando el comercio al menudeo, aspecto de interés particular para ese país. Para una relación pormenorizada e interpretación de las reclamaciones francesas, véase Aquino Sánchez, Faustino, Intervención Francesa 18381839, particularmente pp. 230-249 y 290-305. 29 Ibidem, p. 203. 27 28

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obstante el riesgo de una guerra o invasión extranjera---- y la incapacidad del régimen centralista de 1836 para mantenerse en el poder habían debilitado al país de tal forma que era evidente, para propios y extraños, la ruina general del Estado. La derrota bélica sufrida por México no vino más que a confirmar la realidad que vivía. 2. Lo que Stephens percibe como ‘‘observador objetivo’’ A lo largo de sus relatos, Stephens se nos muestra como un agudo observador de la sociedad mexicana. Al referirse a las personas, siempre nos deja con la clara idea del grupo al que pertenecen: blancos, mestizos e ‘‘indios’’. Asimismo, se ha ocupado de estudiar y tratar de entender la situación política que prevalece dentro del país, y sabe que ha llegado a él en un momento de continuas ‘‘revoluciones’’, nombre con el que designa a los diferentes movimientos insurrectos. La visión del indígena que Stephens plasma en su obra es, sin duda, coincidente con las ideas que sobre los aborígenes americanos prevalecieron durante los inicios del siglo XIX, y que habían sido acuñadas durante el período ilustrado, en obras como la enciclopédica Histoire naturelle, de Buffon; la Histoire philosophique et politique des établissements et du commerce des Européens dans les deux Indes, de Raynal; la History of America, de Robertson; el Diccionario geográfico-histórico de las Indias Occidentales ó América, de Antonio de Alcedo, y el Diccionario Geográfico Universal de Malte-Brun, obras que, sin duda, Stephens debió de conocer.30 Para Juan Luis Bonor, ‘‘no cabe la menor duda de que el concepto de indio existente en aquellos momentos se hallaba condicionado por las fantásticas teorías que, sobre el poblamiento de América, se habían vertido desde siglos atrás’’:31 teorías que, si bien habían sido matizadas a lo largo de los tres siglos de dominación española, apuntaban en definitiva hacia una desvaloración del indio como hombre, y lo sumían en una subcategoría que lo marginaba del mundo civilizado y de sus beneficios.32 Así, pues, encontramos en la obra de Stephens una serie de elementos que 30 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 87-100. 31 Bonor, Juan Luis, ‘‘Introducción’’ a Stephens, John Lloyd, Viaje a Yucatán, trad. de Justo Sierra O’Reilly, Madrid, Historia 16, 1989, p. 16. 32 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 37-47.

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presagian y preparan el futuro inmediato del elemento indígena (que se desarrollará sobre todo durante la segunda mitad del siglo XIX). Nuestro autor tiene plena conciencia de que los indígenas son parte integrante de una nación que lucha por determinarse, y que comparten la misma igualdad y libertad de los otros sectores sociales; en cierto momento afirmará rotundamente: ‘‘in fact, except as regards certain obligations which they owed, the Indians were their own masters’’.33 Sin embargo, sin comprometer este parecer, asienta que la situación del indígena siempre dependerá de su patrón. Desgraciadamente dicha relación se nos presenta no como la de patrón-trabajador, sino como la de ‘‘amo-esclavo’’: at no time since my arrival in the country had I been so struck with the peculiar constitution of things in Yucatán. Originally portioned out as slaves, the Indians remain as servants. Veneration for masters is the first lesson they learn.34

Sumisión que, desde la Conquista, había marcado el destino de los indígenas y que ahora, en la vida independiente de una nación que luchaba por conformarse, se continuaba en peores condiciones: under the corridor was an old Indian leaning against a pillar, with his arms folded across his breast, and before him a row of little Indian girls, all, too, with arms folded, to whom he was teaching the formal part of the church service, giving out a few words, which they all repeated after him. As we entered the corridor, he came up to us, bowed, and kissed our hands, and all the little girls did the same...35 ... ...After this we heard music of a different kind. It was the lash on the back of an Indian. Looking out into the corridor, we saw the poor fellow on his knees on the pavement, with his arms clasped around the legs of another 33 ‘‘En efecto, exceptuando lo relativo a ciertas obligaciones que los indios tienen, ellos son dueños absolutos de sí mismos’’ (Stephens, John Lloyd, Incidents of Travel in Yucatán, vol. I, p. 105). 34 ‘‘Desde mi llegada al país, no me había llamado tanto la atención la peculiar constitución de las cosas en Yucatán. Distribuidos originariamente los indios como esclavos, habían quedado después como sirvientes. La veneración a sus amos es la primera lección que reciben’’ (ibidem, vol. I, p. 136). 35 ‘‘Bajo el corredor, y arrimado a un pilar estaba un indio viejo con sus brazos cruzados enseñando la doctrina a una línea de muchachitas indias, formadas delante de él, igualmente con los brazos cruzados, y que repetían las pocas palabras que iba profiriendo el maestro. Al entrar nosotros en el corredor, tanto el viejo como las muchachitas se nos acercaron haciendo una reverencia y besándonos las manos’’ (ibidem, vol. I, p. 155).

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Indian, so as to present his back fair to the lash. At every blow he rose on one knee, and sent forth a piercing cry. He seemed struggling to restrain it, but it burst from him in spite of all his efforts. His whole bearing showed the subdued character of the present Indians, and with the last stripe the expression of his face seemed that of thankfulness for not getting more. Without uttering a word, he crept to the mayordomo, took his hand, kissed it, and walked away. No sense of degradation crossed his mind.36

Durante la lectura de los Viajes en Yucatán, es frecuente encontrar la mención de grandes extensiones de tierra que están en posesión de un solo dueño, como la hacienda de don Simón Peón, que contenía las ruinas de Uxmal, o la de don José María Meneses, con las ruinas de Mayapán. Ciertamente muchos indígenas se habían visto en la necesidad de abandonar sus comunidades para trabajar en las grandes haciendas, como la de Xcanchakán que, según el testimonio de Stephens, contaba cerca de setecientos habitantes, la mayoría indígenas; o la más extraordinaria de Vayalquex, de la que nuestro autor refiere que: ‘‘it had fifteen hundred Indian tenants bound to the master by a sort of feudal tenure. As the friends of the master, we were made to feel the whole was ours’’.37 Haciendas que, en sus características, no pasaron inadvertidas a la pluma de Stephens, a pesar de la supuesta igualdad y libertad logradas por el movimiento de Independencia, y que preludiarán las grandes extensiones de tierra concentradas en los terratenientes de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX: by the Act of Independence, the Indians of Mexico, as well as the white population, became free. No man can buy and sell another, whatever may be the color of his skin; but as the Indians are poor, thriftless, and improvident, and never look beyond the immediate hour, they are obliged to attach 36 ‘‘Después escuchamos una música de otra especie; y era la del látigo en las espaldas de un indio. Al dirigir nuestras miradas al corredor, vimos a aquel infeliz arrodillado en el suelo y abrazado de las piernas de otro indio, exponiendo así sus espaldas al azote. A cada golpe levantábase sobre una rodilla lanzando un grito lastimoso y que, al parecer, se le escapaba a pesar de sus esfuerzos por reprimirlo. Aquel espectáculo mostraba el carácter sometido de los indios actuales; y al recibir el último latigazo manifestó el paciente cierta expresión de gratitud porque no se le daban más azotes. Sin decir una sola palabra acercóse al mayordomo, tomóle la mano, besóla y se marchó, sin que el sentimiento alguna de degradación se presentase a su espíritu’’ (ibidem, vol. I, p. 95). Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 263-265. 37 ‘‘Tenía mil quinientos indios residentes, ligados al patrón por una especie de feudal tenencia. Como amigos del amo y acompañados por un sirviente de la familia, todo estaba a nuestra disposición’’ (Stephens, John Lloyd, Incidents of travel in Central America, Chiapas, & Yucatan, vol. II, p. 342).

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themselves to some hacienda which can supply their wants; and, in return for the privilege of using the water, they come under certain obligations of service to the master, which place him in a lordly position. This state of things, growing out of the natural condition of the country, exists, I believe, nowhere in Spanish America except in Yucatán.38

Para nuestro autor, tal manera de coexistencia era, si no la deseable, sí normal en una sociedad como la yucateca: and these masters the descenants of the terrible conquerors, in centuries of uninterrupted peace have lost all the fierceness of their ancestors. Gentle, and averse to labor themselves, they impose no heavy burdens upon the Indians, but understand and humor their ways, and the two races move on harmonously together, with nothing to apprehend from each other, forming a simple, primitive, and almost patriarchal state of society.39

¿Pero, en sentido estricto, se puede hablar de armonía? Ciertamente que lo que se presenta a los ojos de Stephens es un ‘‘estado’’ determinado en una relación de dependencia, que, sin embargo, no tardaría mucho en alterarse. Los movimientos de insurrección indígena tienen su origen y justificación en todas las implicaciones derivadas de estas condiciones. Otro factor que no pasó inadvertido a Stephens fue la gran cohesión que la Iglesia y, más particularmente, las festividades religiosas representaban para las comunidades indígenas. Las celebraciones servían para aglutinar a grandes masas de ‘‘indios’’ que acudían a la parroquia a cumplir sus devociones ----seculares y espirituales----, y procuraban la ocasión para la convivencia con los otros sectores: el blanco y el mestizo. 38 ‘‘En virtud del acta de independencia, los indios de México, lo mismo que la población blanca, quedaron libres. Ningún hombre puede comprar ni vender a otro, cualquiera que sea el color de su piel; mas como los indios son pobres, manirrotos y desprevenidos, y nunca miran más allá de la hora presente, se ven obligados a engancharse a alguna hacienda que pueda suplir sus necesidades; y, en recompensa por el privilegio de usar el agua, se someten a ciertas obligaciones de servicio al patrón, que coloca a éste en una posición señoril; y este estado de cosas, nacido de la condición natural de la región, no existe, yo creo, en ninguna parte de Hispano-América excepto en Yucatán’’ (ibidem, vol. II, p. 343). Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 173 y 445-462. 39 ‘‘Y esos amos, descendientes de aquellos terribles conquistadores, después de tres siglos de una paz constante, han perdido toda la fiereza de sus antepasados. Dóciles y apacibles, enemigos del trabajo, no imponen ciertamente cargas pesadas sobre los indios; y comprenden y contemporizan con sus constumbres; y de esta suerte, las dos razas caminan juntas en armonía, sin temerse una y otra, formando una simple, primitiva y casi patriarcal sociedad’’ (Stephens, John Lloyd, Incidents of travel in Yucatán, vol. I, p. 136).

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A través de los ejemplos anteriores he querido señalar algunos de las elementos que, desde mi perspectiva, Stephens plasma con más realismo, y nos revelan con precisión un conjunto de condiciones que serán determinantes para el destino de las comunidades indígenas; a saber: a) La igualdad jurídica de los ciudadanos que constituían la sociedad mexicana representó para el indígena un dilema difícil de afrontar: la pertenencia a una nación, México, en la que el mundo indígena parecía diluirse en formas y estructuras ajenas a su tradición cultural, o la preservación de esta tradición a costa de violentar la nueva realidad y orden constitucional. La coexistencia pacífica de los diversos sectores que retrata Stephens en su obra nos revelan un ‘‘extrañamiento’’ hacia su peculiar ‘‘forma de ser’’, que conlleva, de manera natural, su no-incorporación. b) La concentración masiva de indígenas propiciada por las grandes haciendas trajo consigo el desapego natural de sus comunidades originales y de sus estructuras propias de organización: entre ellas, la tenencia comunal de la tierra, cuya amenazada pervivencia debe relacionarse con la aparición de grandes latifundios. c) Para el indígena, la separación de la tierra representó también un desarraigo ‘‘cultural’’, que ciertamente lo alejó de sus tradiciones y valores, es decir, del entorno cultural que poseía como grupo o comunidad. Así, pues, marginado no sólo por su condición de ‘‘indio’’, sino por la ignorancia y miseria en que se debatía, pudo atisbar los designios de destrucción que se cernían sobre él: su dignidad de ‘‘igual’’ o de ser racional siempre estuvo supeditada al destino que se le quiso imponer. Al respecto, es pertinente traer a la memoria las palabras de Alfonso Caso cuando, al intentar definir al ‘‘indio’’, establece, entre otras características, la más importante a su parecer: es indio todo individuo que se siente pertenecer a una comunidad indígena ...desgraciadamente, cuando se trata de un grupo social considerado inferior, el individuo oculta su conciencia de grupo al relacionarse con extranjeros al mismo, y por esto aunque es el rasgo definitivo, es el más difícil de investigar.40 40 Alfonso Caso establece cuatro elementos que, a su juicio, son relevantes para lograr una definición del indio; ellos son: a) los caracteres somáticos propios de un individuo indígena; b) los caracteres culturales propios de un individuo o grupo; c) el elemento lingüístico característico de un grupo determinado; y d) el elemento psicológico, que se refiere al sentimiento y conciencia de pertenecer a una determinada comunidad indígena. Cfr. Caso, Alfonso, ‘‘Definición del Indio y lo Indio’’, América indígena, México, vol. VIII, núm. 4, 1948, pp. 243-244.

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d) Finalmente, la religiosidad de las comunidades indígenas constituyó y constituye el elemento más íntimo de su expresión cultural: durante la colonia primero, y a lo largo del siglo XIX después, sus miembros frecuentemente refugiaron sus miserias bajo la tutela y rectoría de la institución católica. Las demandas vinculadas a esas carencias se manifestarían con el tiempo de una manera menos espiritual, preludiando la defensa de los pueblos indios en materia religiosa. 3. Las apreciaciones subjetivas Tal vez nada mejor que las apreciaciones subjetivas para evidenciar la gran carga ético-psicológica con la que es advertida la realidad por un individuo. En el caso de las obras que tratamos, son muchos y variados los comentarios personales que Stephens expresa sobre los indígenas. De manera muy general, podemos decir que ante sus ojos el indígena, como persona, es depositario de todas aquellas características de tipo negativo que, en un momento dado, justifican una condición de sometimiento. Así, ellos poseen ‘‘manos inseguras’’, incapaces de cuidar aquello que se les confía; son gente ‘‘sin carácter’’, y cuyo único interés para un viajero extranjero son sus espaldas dispuestas para la carga o sus brazos prestos para satisfacer sus requerimientos; todos indios en estado salvaje, pero que en ciertas regiones son ‘‘más rústicos y salvajes’’; seres a quienes se atribuyen severos vicios, como la embriaguez, que se manifiestan ante la mirada del extraño como ‘‘viviendo casi tal como cuando los españoles cayeron sobre ellos’’; indios que en algunas regiones son todavía nombrados como ‘‘los sin bautismo’’, en alusión al sacramento fundamental que los integrará, paradójicamente, en la marginación incluyente; indios que en su abyección reconocen la superioridad del hombre blanco, y que al ostentar, por añadidura, algún cargo representativo, besan sus manos para retirarse a descansar; indios que, acostumbrados a ‘‘llevar cargas desde la niñez’’, acompañan en procesión, al lado de las mulas, al hombre blanco: curioso desfile, que ‘‘habría sido un espectáculo en Broadway’’.41 No obstante todo ello, en ciertos momentos los indígenas ----y más particularmente las indígenas---- logran suscitar la admiración de un extranjero que, como Stephens, ha venido a hacer ‘‘las Indias’’ con la inten41 No deja de llamar la atención la asociación de esta imagen con Broadway: ‘‘our procession would have been a spectacle on Broadway’’ (Stephens, John Lloyd, Incidents of Travel in Central America, Chiapas, & Yucatan, vol. II, p. 229).

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ción de redescubrir no sólo las ruinas materiales, sino los vestigios vivientes de las grandes culturas antiguas de América. Si bien su convicción es que no existe ninguna relación entre los indios que él ve y los que habitaron y construyeron los grandes edificios que tiene frente a su mirada, existe más de una ocasión en que titubea y se pregunta: ‘‘could these be the descendants of that fierce people who had made such bloody resistance to the Spanish conquerors?’’42 Ciertamente bajo estas apreciaciones subjetivas de Stephens subyace, tanto entonces como ahora, una cuestión más dificil de dilucidar: ¿en qué medida, en la conciencia de los grupos sociales, se consideró el reconocimiento ‘‘del otro’’, en cuanto ‘‘mismidad’’ o ‘‘ipseidad’’?; ¿en qué medida se integró la carga cultural de cada grupo a la noción de mexicanidad? Preguntas que aún hoy nos acicatean en la búsqueda de nuestro verdadero ‘‘ser’’. ¿O acaso mexicanidad e indianidad, como conceptos, siempre se excluyeron de manera absoluta? Tal vez todo se resuma en admitir que las respuestas se hallan en un acto de conciencia aún no concluido.

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Stephens, John Lloyd, Incidents of Travel in Yucatán, vol. I, p. 136.

CAPÍTULO OCTAVO CARL CHRISTIAN SARTORIUS Y SU COMPRENSIÓN DEL INDIO DENTRO DEL CUADRO SOCIAL MEXICANO José Enrique COVARRUBIAS* SUMARIO: I. Un inconforme político emigrado a México. II. Los principales retos históricos de México, según Sartorius. III. El indio, su carácter y sociabilidad, dentro del cuadro social mexicano.

I. UN INCONFORME POLÍTICO EMIGRADO A MÉXICO Carl Christian Sartorius nació en Grundernhausen, en el estado alemán de Hessen-Darmstadt, en 1796.1 Dos circunstancias marcan la historia de este estado durante la primera mitad del siglo XIX, ambas con repercusiones en la vida de nuestro personaje. La primera es el pauperismo que asoló a buena parte de la población campesina, tan abundante en esa zona. La segunda consistió en la creciente emigración hacia el extranjero, entre otras razones por esa extendida miseria campesina. Carl Christian emigró a México y llevó ahí la vida independiente e individualista que cada vez era más difícil en su país natal, en su caso como hombre dedicado a la agricultura. Hijo de un pastor protestante y criado por tanto en una clase media más o menos acomodada, Sartorius estudió derecho y filología en la universidad de Giessen con el objeto de convertirse en docente. Las circunstancias, sin embargo, dictaron que no pudiera realizar esta meta. Carl Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Sobre la vida de Sartorius: Pferdekamp, Wilhelm, Auf Humboldts Spuren. Deutsche im jungen México, München, Max Huber Verlag, 1958, pp. 153-172, así como Scharrer, Beatriz, La hacienda ‘‘El Mirador’’. Historia de un emigrante, México, tesis de licenciatura en antropología social presentada en la Universidad Autónoma de México, 1980, y Mentz de Boege, Brígida M. von, México en el siglo XIX visto por los alemanes, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1982, pp. 59-62. En esta bibliografía se basa el apartado biográfico presente. * 1

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Christian se involucró en el movimiento de los jóvenes alemanes descontentos con la política conservadora impuesta por Metternich, tras el Congreso de Viena, desde las altas instancias de la Confederación Germánica. Los orígenes más directos de esta protesta juvenil contra esa política estuvieron en la invasión napoleónica, que alimentó una fuerte reacción nacionalista en gran parte del territorio alemán. Inspirados en las ideas del escritor E. M. Arndt, muchos estudiantes y docentes alemanes se involucraron en actividades de corte revolucionario, como los llamados ‘‘negros de Giessen’’, la asociación a que perteneció Sartorius. Las ligas estudiantiles llamadas Burschenschaften servían de embrión a este tipo de sociedades, organizadoras de actos patrióticos como la Fiesta de Wartburg (1817), reunión multitudinaria en que se practicaron ejercicios gimnásticos y se entonaron himnos nacionalistas con reminiscencias históricas. Desde luego, estos jóvenes se interesaban ya por suscitar la unificación de los estados alemanes bajo un poder único, en concreto un directorio.2 Entre los amigos de Sartorius en estas andanzas políticas se encontraba Karl Follenius, a quien se recuerda como uno de los principales líderes del momento. El régimen conservador y aristocratizante encabezado por Metternich en Viena no estuvo dispuesto a tolerar mucho las actividades de los ‘‘demagogos’’, como se conocía a estos jóvenes politizados. Sartorius y Follenius fueron acusados de haber promovido una insurrección campesina en Hessen-Darmstadt, por lo que tuvieron que refugiarse en la clandestinidad. El asesinato del escritor August von Kotzebue fue también el detonante de una serie de medidas represivas por parte de Metternich. Frente a esto, los dos ‘‘negros’’ decidieron continuar su movimiento en ultramar. Follenius terminó en Estados Unidos como maestro en academias de jóvenes, sin gozar de ningún reconocimiento particular. Muy distinta fue la historia de Carl Christian Sartorius, quien como inmigrante en México se convirtió en una de las figuras más influyentes y prestigiosas dentro del grupo de residentes alemanes. ‘‘Don Carlos Sartorius’’ llegó a ser un personaje bien conocido y relacionado en el país iberoamericano. Sartorius llegó, pues, a México hacia 1825, cuando apenas iniciaba el régimen republicano. Sobre su vida y la de los otros alemanes emigrados a este país tenemos como fuente primordial de información un cierto nú2 Cfr. Nipperdey, Thomas, Deutsche Geschichte, 1800-1866. Bürgerwelt und starker Staat, München, C. H. Beck, 1983, p. 92.

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mero de cartas escritas por ellos mismos y publicadas en Alemania un siglo después por Hans Kruse (1923).3 Los esfuerzos de este grupo alemán emigrado a México se orientaron fundamentalmente al comercio y la minería, actividades que despertaban grandes esperanzas sobre un intercambio benéfico entre México y las naciones europeas. No es necesario recalcar aquí la importancia que en todo esto tuvo la gran labor de difusión de las riquezas mineras y agrícolas del país realizada por Alexander von Humboldt mediante su famoso Ensayo. Sin embargo, Sartorius no tardaría en dar pruebas de estar dotado de una fuerte personalidad que lo llevaba por un rumbo diferente del de la mayoría de sus compatriotas. Hacia comienzos de la década de 1830-1840, ya era dueño de la hacienda azucarera El Mirador, localizada en la zona de Huatusco, Veracruz, donde se esforzó por realizar los ideales de vida albergados desde su juventud rebelde, resumibles en la siguiente fórmula: ‘‘[vivir en] un círculo de amigos, en un bello lugar y con rústicas ocupaciones dictadas por la propia voluntad y no bajo la presión de la costumbre o la conveniencia’’.4 La expresión más concreta de este plan de vida fue el decidido impulso de Sartorius a varios proyectos de formación de colonias alemanas en México. Al respecto sólo en 1834 pudo gloriarse de un éxito mediano, pues entonces logró reunir cosa de doscientos colonos en su hacienda. Por desgracia, lo que este experimento de ‘‘comunidad ideal’’ dejó en claro fue que la mayoría de esos inmigrantes alemanes no compartían los mismos valores que Sartorius. Más adelante se especificará cuáles eran éstos. Por lo pronto cabe señalar que hacia 1838 la empresa colonizadora daba claras muestras de decadencia, sobre todo porque muchos de los colonos habían emigrado ya a las ciudades o a otras partes en busca de actividades más redituables y menos exigentes. Sin embargo, Sartorius no claudicó en la persecución de sus ideales personales y conservó la hacienda hasta su muerte, ocurrida en 1872. Establecido ya en México, por cierto, había contraído matrimonio con la hermana de otro alemán emigrado. Como se deja en claro en la bibliografía de base utilizada en esta breve presentación biográfica, este hacendado se convirtió en una especie de representante no oficial del grupo de alemanes establecidos en México. 3 El libro de Kruse es Deutsche Briefe aus México, mit einer Geschichte des Deutsch-Amerikanischen Bergwerksvereins, 1824-1838. Ein Beitrag zur Geschichte des Deutschtums im Auslande, Essen, Verlagshandlung von G. D. Baedeker, 1923. Las cartas en cuestión se presentan precedidas de la historia de la sociedad minera alemana establecida en México por esos años. 4 Pferdekamp, Wilhelm, Auf Humboldts Spuren, p. 157.

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Ya en edad avanzada pudo conocer personalmente a Maximiliano de Habsburgo y expresarle su escepticismo sobre la viabilidad de un gobierno monárquico en su país de adopción. Una larga permanencia en México, sólo interrumpida por una estancia en Alemania entre 1848 y 1852, había permitido a Sartorius conocer muy bien a la sociedad mexicana y deducir qué tipo de régimen político se ajustaba a ella. Todos los testimonios que tenemos sobre este inmigrante hablan de un hombre recio, franco, alérgico a cualquier tipo de sensiblería o esnobismo, satisfecho de vivir en medio de una naturaleza tan pródiga y variada como la veracruzana. Esta circunstancia también le permitió realizar recorridos científicos para formar colecciones botánicas y zoológicas, algunas de las cuales envió a instituciones de Europa y Estados Unidos, como el Jardín Botánico de Berlín y el Instituto Smithsonian de Washington. II. LOS PRINCIPALES RETOS HISTÓRICOS DE MÉXICO, SEGÚN SARTORIUS Si fuera preciso referir todos los acontecimientos y circunstancias de México que pudieron haber influido en la visión de Sartorius, es muy probable que las páginas que hubiera que escribir bastaran para un libro. Entre el país anfitrión del joven perseguido y el que el hombre maduro dejaba al morir casi medio siglo después, se constata una larga cauda de acontecimientos. El gran número de revoluciones, crisis políticas y cambios constitucionales verificados en esos años sólo demuestra la profunda inestabilidad del periodo. Lo más pertinente es referir aquellos hechos y situaciones que de manera más visible marcaron los puntos de vista de este inmigrante, con énfasis en los aspectos más interpelantes para una personalidad como la suya. Sin duda, tres hechos históricos determinaron la visión de México por Sartorius, tal como se puede verificar en sus propios escritos. Estos hechos son: el ascenso político de los militares, representado ejemplarmente por el general Santa Anna; el resultado de la guerra con Estados Unidos en 1847-1848; y la aparición hacia mediados de siglo de un nuevo tipo de político mexicano, en franca pugna con el de la generación previa. Veamos con detalle cada uno de estos sucesos. Por lo que se refiere al ascenso político de los militares, resulta de primera importancia lo que Sartorius presenta en el capítulo XVII de su

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libro México hacia 1850,5 dedicado precisamente a los asuntos militares del país. Mediante una fingida conversación sostenida por el autor ----junto con un grupo de supuestos turistas---- con un militar mexicano, el hacendado deja en claro que una de las circunstancias más trascendentes de la historia de México fueron los numerosos ascensos concedidos a los militares insurgentes tras la consecución de la Independencia. Se trataba de personas carentes de educación y no acostumbradas a la verdadera disciplina militar, situación natural en quienes habían llevado una vida fugitiva hacia la etapa final de la guerra de Independencia. El saldo de todo esto fue la ausencia de un cuerpo de oficiales de Ejército de línea capaces y conscientes de que en sus manos recaía el encargo de la seguridad y la defensa del Estado. En cuanto a las normas, éstas no se cambiaron y siguieron observándose las viejas ordenanzas españolas, nada adecuadas para los nuevos tiempos. La profesión militar adquirió, pues, un carácter de farsa, y en ésta Santa Anna ha sido el actor principal. Su estilo consiste en consolidar la propia posición mediante un generoso otorgamiento de ascensos y la creación de una especie de guardia pretoriana. Por voz del militar imaginario, el hacendado nos hace saber que fue principalmente durante la dictadura de 1841-1844 cuando el comportamiento de este general fue funesto, pues desarregló los ramos de la administración tras aumentar desmedidamente el presupuesto militar para corromper a los justos y premiar a los favoritos. A esta conducta de la oficialidad procedente de las clases altas se suma otra, igualmente censurable, de los militares de origen proletario que tratan de ascender por la vía que sea. ¿Qué ha resultado de todo esto? Que el Ejército se ha convertido en una tumoración nociva dentro del Estado y una fuente de desprestigio continuo para la vida política del país. Sartorius nos hace ver que no es ninguna casualidad que hacia 1850 las cuestiones militares estén en el centro de las discusiones en México. La percepción de la guerra con Estados Unidos por Sartorius es de índole parecida y queda recogida en aquel mismo capítulo. También en esto muestra una gran sensibilidad frente a la situación social. Lo que le parece más significativo de esa guerra es que no haya habido un levantamiento general para estropear los planes del invasor. Ello se debe a que la población india, la mayoritaria, desconoce el sentimiento de patriotismo que se encauza por la vía militar (lo que no significa, por otra parte, que 5 Editado originalmente en Darmstadt por G. G. Lange, en 1852. Más adelante mencionaré las ediciones disponibles en español.

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no ame su tierra).6 Pero también en esa especie de guerra permanente declarada por los indios bravos a los habitantes del norte, no indígenas en su mayoría, estos últimos se han mostrado muy pasivos e indiferentes en la defensa del territorio nacional. Por tanto, lo que estos acontecimientos están revelando, nos hace ver, es la falta de un sentimiento de unión social y de disposición al esfuerzo bélico por parte del pueblo en general. De cualquier manera, los resultados de la guerra de 1847 han sido como un mazazo a la alta autoestima de los mexicanos, sobre todo los criollos,7 y una vez más se ha hecho patente la necesidad de reformar a fondo el Ejército, para lo que convendría mucho infundir en los oficiales una mayor formación científica. Finalmente, lo relativo al nuevo tipo de político mexicano es mencionado en la parte media del capítulo XV, intitulado ‘‘La vida en la ciudad’’. Ahí recalca Sartorius que estos nuevos políticos tienen su principal campo de acción en el Congreso, donde se oponen a los planes de los oligarcas del ‘‘Antiguo Régimen’’, portadores del más craso desdén por las innovaciones técnicas o los cambios económicos que puedan representar una amenaza a sus privilegios y prejuicios. Estos políticos jóvenes no son exclusivamente abogados sino también propietarios, profesionistas y funcionarios del gobierno; varios de ellos han estado en el extranjero y saben que las cosas podrían ser diferentes. Frente a la actitud complaciente de los obesos oligarcas conservadores y los bombásticos santanistas, estos jóvenes políticos transmiten una actitud de franqueza y decisión. Muy probablemente considera Sartorius a José María Lafragua como miembro de este grupo, pues este joven ministro ha impulsado la ley de colonización de 1846, aquélla que sirve al alemán de documento de base cuando hacia mediados de siglo, durante la estancia en su país natal, promueve la emigración de sus compatriotas a México.8 6 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 442-443. 7 Al hablar de la población criolla, Sartorius menciona que la derrota ante Estados Unidos significó una vuelta a la realidad de este grupo de la población, que aún era el dirigente. Véase Sartorius, Carl Christian, México about 1850, Stuttgart, Brockhaus Antiquarium, 1961, p. 54. Ésta será la edición que utilizaré en adelante. 8 Medio de esa labor propagandística fue un folleto publicado por Sartorius en alemán y traducido al español como Importancia de México para la emigración alemana (México, Tipografía de Vicente G. Torres, 1852) por Agustín S. de Tagle. Este último afirma en su presentación que la suya parece ser la primera traducción hecha por un mexicano de una obra completa en alemán. El original alemán del folleto se publicó en 1850: México als Ziel für deutsche Auswanderung, editado en Darmstadt por Reinhold von Auw.

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Tras lo expuesto, podemos concluir que la percepción histórica de Sartorius le infunde la conciencia de vivir en una sociedad deseosa de cambios pero impedida hasta entonces para asumir y canalizar las reformas necesarias para la integridad territorial y la modernización económica del país. Esta comprensión de las cosas no sólo parece determinada por lo que le muestra la historia de México sino por su propia experiencia personal y la de Alemania, su país natal. Su experiencia influye, sin duda, en esa simpatía que siente por la nueva generación de políticos mexicanos inconformes y decididos al cambio, pues él mismo se ha visto en una situación parecida durante su juventud. El impacto de la ‘‘cuestión alemana’’ lo identificamos en la coincidencia que se nota entre el principal reto histórico afrontado por ese país y el que Sartorius diagnostica para México: construir un Estado fuerte, dotado de los medios militares y la población adecuada para resguardar su integridad territorial. También se trasluce el bagaje alemán de Sartorius en su atención al factor espacio, patente en la convicción de que la colonización es factor clave para la defensa del suelo nacional y la consecución de una cierta autarquía económica.9 Si hubo un tema recurrente entre los geógrafos y los llamados economistas nacionales alemanes de la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, fue el de la integridad territorial del Estado alemán unificado (verificado en 1871) y su consecuente grado de independencia económica, interés que resulta comprensible si se atiende al tardío emerger histórico de esta entidad política en el concierto internacional de las potencias.10 III. EL INDIO, SU CARÁCTER Y SOCIABILIDAD, DENTRO DEL CUADRO SOCIAL MEXICANO

Antes de entrar en el cometido específico de este apartado parece aconsejable aclarar algunas cuestiones bibliográficas sobre la gran obra de Sartorius, México hacia 1850. Este escrito fue originalmente publicado en 1852, pero no bajo este título sino con uno diferente: México. Pai9 Esta última meta queda muy patentemente expresada, en relación con México, en la p. 22 de su folleto promotor de la colonización alemana (ed. en español): México puede cosechar todos los productos del viejo y nuevo mundo, y por lo mismo es enteramente independiente de los demás países. 10 En Paz y guerra entre las naciones. I. Teoría y sociología, Madrid, Alianza Editorial, 1985, pp. 242-256, Raymond Aron ilustra sobre las circunstancias históricas y la manipulación psicológica que dio lugar a la ideología geográfica del espacio vital en Alemania.

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sajes y bosquejos sobre la vida del pueblo.11 Posteriormente la obra fue reeditada en alemán y en inglés, a veces bajo ese mismo título, otras como México hacia 1850 o como México y los mexicanos. La abundancia de ediciones demuestra que este escrito fue muy difundido.12 Para efectos del presente estudio he utilizado, como se ha dicho ya, la reedición de Brockhaus Antiquarium, Stuttgart (1961), que es reproducción facsimilar de la versión inglesa publicada por el Dr. Gaspey en Darmstadt, Londres y Nueva York en 1858. En español contamos con la traducción fragmentaria de San Ángel Ediciones (México y los mexicanos, México, 1973), así como las completas de Conaculta (México hacia 1850, México, 1990) y la del Centro de Estudios de Historia de México de Condumex (México. Paisajes y bosquejos populares. México y los mexicanos, México, 1987, reimpresa en 1988).13 Sin duda, una de las razones de la popularidad de esta obra radica en las láminas incluidas por Sartorius desde las primeras ediciones, a cargo de su amigo el pintor Johann Moritz Rugendas, quien también residió México en la primera mitad del siglo XIX.14 Estas ilustraciones, junto con el resto de la obra pictórica de Rugendas, se cuentan entre lo más conocido y apreciado del arte europeo de tema mexicano del siglo XIX. Rugendas había conocido a Sartorius poco después de desembarcar en Veracruz, al visitarlo en su hacienda. En la parte biográfica dedicada a Eduard Mühlenpfordt he mencionado ya las circunstancias en que Rugendas salió del país.15 Entremos ya en materia y mencionemos aspectos importantes de México hacia 1850, libro cuyo origen está en una serie de conferencias dadas por Sartorius en las sociedades geográficas de Darmstadt y Francfort, como él mismo reconoce en su prólogo. Preciso es decir que ya en su 11 Pues esto significa Mexiko. Landschaftsbilder und Skizzen aus dem Volksleben, que es como rezaba su título. 12 En la nota introductoria a la edición reciente de esta obra por el Centro de Estudios de Historia de México, Condumex, de 1988, se mencionan las diversas ediciones en alemán, inglés e incluso sueco (en 1862), aunque curiosamente no se menciona la primera, ya citada en la nota 5 (véase supra). 13 De estas ediciones en español la más difundida es la de Conaculta. Con base en ella y la de Condumex he redactado los pasajes en español que se presentarán en el cuerpo de notas, si bien en algunos casos he modificado ligeramente la traducción. 14 Si bien menos tiempo que Sartorius: sólo los años transcurridos entre 1831 y 1834. Sobre el viaje a México de Rugendas, véase Preussischer, Kulturbesitz, Johann Moritz Rugendas. Malerische Reise in den Jahren 1831-1834, Berlin, Druckerei Hellmich KG, 1984. 15 Cfr. Covarrubias, José Enrique, ‘‘La situación social e histórica del indio mexicano en la obra de Eduard Mühlenpfordt’’, capítulo cuarto, I, de este libro.

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folleto sobre la emigración alemana a México16 Sartorius había tenido oportunidad de hacer un primer esbozo de la gran obra descriptiva que poco después presentaría al gran público, puesto que ya resumía en él los principales aspectos físicos y morales del país. Además de las diferencias en extensión y profundidad que exhiben ambos escritos (el primero está marcado por una clara intención propagandística), México hacia 1850 destacará siempre por la lograda correspondencia entre las escenas de la vida descritas por el autor y las que quedaron plasmadas en las láminas del pintor amigo suyo. Aclarada ya la razón de la selección de este último libro como la fuente de información básica del pensamiento de Sartorius, abordemos la temática y estructura de la obra, para luego ahondar en la visión de la población indígena de México desplegada por su autor. Uno de los rasgos distintivos de México hacia 1850 es la gran importancia que en él se da al medio físico como escenario de la vida y las actividades de la población mexicana. Esta atención no es exclusiva de Sartorius, pues otros autores extranjeros de esos años, sobre todo alemanes,17 se mostraron igualmente atentos a la cuestión geográfica. Hay que decir, sin embargo, que el escrito de Sartorius destaca por practicar un abordaje diferente, orientado siempre a mostrar una estrecha correspondencia entre los aspectos físicos y morales del país. Mientras que en un Mühlenpfordt, por ejemplo, la aportación geográfica se concreta en un manejo analítico y monográfico de la información,18 en Sartorius encontramos un proceder descriptivo claramente sintético donde el paisaje viene a ser una unidad orgánica integradora del elemento humano en sus perfiles materiales y morales.19 La mera estructura de la obra revela ya esa intención: antes del tratamiento explícito y detallado de los asuntos humanos (capítulos IX a XXV), el autor ofrece una primera parte dedicada a la fisonomía de los paisajes recorridos por un viajero que desembarca en Veracruz y se traslada a la capital de la República. Si bien es cierto que Véase supra: nota 8. Así, por ejemplo, Burkart, Josef, Aufenthalt und Reisen in Mexiko in den Jahren 1825 bis 1834, Stuttgart, Schweizerbart, 1836, y Mühlenpfordt, Eduard, Versuch einer getreuen Schilderung der Republik Mejico, Hannover, C. F. Kius, 1844. Éste ultimo es el Ensayo de una fiel descripción de la República de México, analizado en otra parte de la presente compilación. 18 Es decir, en una tematización por capítulos que separa lo orográfico y lo climático de la relación de las especies animales y vegetales, y todo esto a su vez de la distribución humana en el país. 19 Evidentemente que en esto se hace patente la influencia de la geografía de Humboldt, tan atenida a la fisonomía orgánica que resulta del entrelazamiento peculiar de los elementos naturales en espacios determinados. 16 17

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esos primeros capítulos contienen alusiones a actividades humanas (cuando se trata de un paisaje habitado), estas observaciones se refieren fundamentalmente a la cultura material reconocible en el paisaje, por lo que ante todo interesan al geógrafo y al etnógrafo. Sólo al finalizar esta primera parte dedicada a los paisajes, entra de lleno el autor en los aspectos humanos, con lo que realiza una transición temática que él mismo resume así: in the preceding sketches I have endeavoured to afford some descriptions of the surface of the country. My intention was to offer a view of the soil, on which the various groups of population are met with, in order that the reader might picture to himself the surrounding landscape, when I proceeded to describe the social relations.20

Preciso es recalcar que, en su descripción de las relaciones sociales, Sartorius volverá a reconocer la importancia del medio físico en la configuración espiritual de los pobladores, por lo que la descripción paisajística de la primera parte será siempre un punto de referencia primordial. Sin duda, la conciencia y atención deliberada al carácter social del contenido de esta segunda parte constituyen uno de los aspectos destacables, si queremos precisar el tipo de tratamiento desplegado por Sartorius respecto a los pobladores. Si de un escrito como el Ensayo de Mühlenpfordt he resaltado la existencia de sistema de conceptos orientados ya al desciframiento del orden social, asumido éste como una forma de organización más amplia que la directamente relacionada con el tipo de gobierno (el orden político), preciso es decir que Sartorius no cede al otro autor en la búsqueda de ese mismo orden. Un abordaje de ‘‘lo social’’ no resulta satisfactorio a Sartorius si antes no se ha tocado lo relativo al escenario físico, y en esto podemos constatar nuevamente cómo la perspectiva sociológica decimonónica ensancha la gama de factores explicativos de la organización colectiva. Pero, independientemente de esto, nótese que en el centro de su atención están las relaciones, es decir las formas de sociabilidad, lo que confiere un carácter dinámico a su descripción, pues no se 20 ‘‘En los bosquejos anteriores he tratado de ofrecer una descripción de las distintas regiones del país, menos interesantes quizás para el lector común que para los amigos de las ciencias naturales. Deseaba presentar una perspectiva del paisaje en el que encontraremos a los diferentes grupos de la población con el fin de que el lector pueda formarse una idea del entorno cuando me refiera a las personas y sus relaciones sociales’’: Sartorius, Carl Christian, México about 1850, pp. 46-47.

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queda en una mera enumeración de tipos sociales. El siguiente párrafo, tomado del prólogo a México about 1850, aclara bien el sentido en que Sartorius entiende su aportación al mejor conocimiento de la sociedad mexicana: my descriptions of the country and the social condition of the inhabitants are not carefully circled off, but are merely placed in groups or families. I am not skilled in systematising, and I have therefore noted down only whatever struck me, and have given this or that in detail, leaving it to the intelligent reader to mark its connection with the whole. My object is to offer a succession of sketches; and there is no dearth of material.21

Las relaciones que hay que precisar serán, pues, las que privan entre estos ‘‘grupos o familias’’: es decir, las unidades más simples del cuadro social de Sartorius, quien en el pasaje recién citado deja ver que su tratamiento de la población se guiará por ese mismo proceder sintético que ha exhibido en la descripción del medio físico. Más le importa transmitir una impresión general y congruente de la vida en México que ofrecer datos muy precisos y exhaustivos. La alegada ‘‘inexperiencia’’ para efectos de la sistematización repercute así en un libro muy distinto de los hasta entonces aparecidos dentro de la serie extranjera sobre México.22 Ahora bien, ¿qué repercusión tiene esta marcada orientación sociológica de Sartorius en su tratamiento de la población indígena de México? En primer lugar, importa mucho mencionar que este autor emprende su descripción social desde la propia experiencia, como miembro de una de esas ‘‘familias’’ que componen la sociedad mexicana. Como he señalado 21 ‘‘Mis descripciones del país y de la condición social de sus habitantes no se presentan del todo pulidas, pues simplemente retratan grupos o familias. No soy experto en sistematizar y por lo mismo sólo he anotado mis impresiones y expuesto tal o cual detalle, el cual deberá ser integrado al todo por el lector inteligente. Mi propósito es ofrecer una serie de bosquejos y puedo asegurar que para ello no me faltará material’’: ibidem, p. VII. 22 Y sobre todo contrasta con el de Mühlenpfordt, de cuya tónica erudita y analítica deliberadamente se quiere distanciar este autor, como él mismo lo sostiene al comenzar su libro (cfr. ibidem, p. VII): la suya no será una relación exhaustiva de datos geográficos y etnológicos, ni de recetas culinarias, asuntos a los que el primero había dedicado mucho espacio. De cualquier manera, la opinión de Sartorius respecto del Ensayo de Mühlenpfordt es positiva (una obra cuidadosamente escrita salvo en los aspectos zoológicos: cfr. ibidem, p. 47). También conviene señalar aquí que los bosquejos de Sartorius sobre los tipos sociales y el trato entre éstos se convierten a veces en auténticas escenificaciones de la vida cotidiana, en un proceder parecido al de Lucien Biart en sus obras La tierra caliente y La tierra templada, aparecidas una década después en francés. En el caso de Biart, sin embargo, la intención literaria lo lleva a dramatizar deliberadamente la atmósfera y algunos personajes descritos.

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ya en un estudio previo,23 la concepción de Sartorius sobre los resortes de la articulación social contrasta con la habitual, que postula jerarquías de prestigio o rango dadas por la riqueza, el oficio o la instrucción. Para él, lo fundamental es la índole moral de los individuos, que indefectiblemente relaciona con la circunstancia de ser o no propietario y la de laborar o no en actividades sanas y productivas. Así, el carácter viril y el gran margen de autonomía personal manifestado por los habitantes del medio rural mexicano, sobre todo los rancheros, impresionan muy favorablemente a este autor, quien como hacendado puede identificarse hasta cierto punto con esa ‘‘familia’’. Fueron esos agricultores y criadores, por ejemplo, los que durante la guerra con Estados Unidos hicieron difícil la vida al invasor en la región veracruzana, y también fueron ellos quienes más resistencia siguieron mostrando al vicio del juego, tan extendido en otros sectores sociales mexicanos. El siguiente párrafo resume los valores desde los que Sartorius elogia la índole moral de estos hombres del campo: the flower of the Mexican population, and that which is healthy and original must be sought for among the agriculturalists. It would be incorrect to say among the peasantry, for these do not exist in the European sense; the class of agriculturalists and graziers who represent them, are far more independent. They live, it is true, by the sweat of their brow; but at the same time entertain the utmost contempt for a town life, for bureaucrats and clerks, or scribblers, as they term them.24

Como puede verse, la vida en el campo representa para estos hombres una especie de bendición, y nuestro hacendado piensa de manera muy semejante. Un estilo de vida como el urbano le parece abúlico y parasitario. Pero lo que más importa es que, según Sartorius, el diferente perfil moral de los habitantes de uno u otro medio repercute en el tipo de articulación social. El inmigrante no tiene empacho en hablar de la clase de los agricultores y ganaderos, cuyo denominador común, insisto, es ese alto nivel moral que resulta de su talante diligente, su condición personal de propie23 Cfr. Covarrubias, José Enrique, Visión extranjera de México, 1840-1867. I. El estudio de las costumbres y de la situación social, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas-Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 1998, pp. 82-84. 24 ‘‘La flor y nata de la población mexicana, la verdaderamente sana y original, debe buscarse entre los agricultores o rancheros. Sería incorrecto decir entre los campesinos, pues éstos no existen en el sentido europeo; la clase de los agricultores y ganaderos de México está formada por individuos mucho más independientes. Es cierto que ganan su pan diario con el sudor de la frente, pero también es cierto que sienten un gran desprecio por la vida en la ciudad, por los burócratas y por los empleados o ‘garrabateadores’, como suelen llamarlos’’: Sartorius, Carl Christian, México about 1850, p. 166.

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tario (incluso cuando sólo es en pequeña escala) y el contacto continuo con la naturaleza. Tanto va por ahí el pensamiento de Sartorius, que si leemos sus descripciones y comentarios sobre las formas de la vida rural y urbana, no tardamos en notar el convencimiento de que entre un mestizo y un criollo del campo hay más semejanza en el carácter, forma de vida y actuación social, que entre un mestizo rural (ranchero) y uno de la ciudad (lépero). Es claro, entonces, que la tradicional agrupación de tipos mexicanos por la condición étnica se iba abandonando para hacer justicia a otros factores de cohesión y diferenciación, de suerte que las mismas denominaciones de criollo, mestizo e indio adquieren una significación cada vez más social.25 Las consideraciones anteriores eran necesarias como un antecedente básico para poder entender el cuadro presentado por Sartorius sobre la población indígena de México. Ha quedado claro que, si bien basada en una idea de la moral marcadamente personal, la visión del hacendado contiene una orientación sociológica clara y no se reduce a una serie de observaciones subjetivas y casuales, como muy modestamente asume él mismo en su prólogo.26 Lejos de ser así las cosas, el ideario de Sartorius ostenta una clara congruencia en la indagación social e incluso una sistematización relativa de la información que, de ninguna manera, resulta intrascendente cuando se trata de sacar conclusiones. Pero lo más importante es que este autor no se inscribe en ese cientificismo contemporáneo que se presume ajeno a los juicios de valor y alardea de una supuesta objetividad irrefutable por causa de sus métodos ‘‘empíricos’’ o cuantitativos. Este señalamiento es importante, porque las observaciones más concluyentes de Sartorius respecto al carácter y la sociabilidad indígenas nunca dejarían de estar marcadas por esos valores básicos que él exhibe con franqueza y sinceridad. Sólo muy ocasionalmente aparecen por ahí y por allá algunas apreciaciones que prefiguran en algo la pretensión de objetividad científica sustentada en métodos supuestamente empíricos.27 25 Algo semejante he señalado respecto al Ensayo de Mühlenpfordt, cuya lectura bien pudo estimular en Sartorius la intención de poner el énfasis en la dinámica de las relaciones sociales. 26 Pues ahí llega a decir que su obra no aportará sino meros ornamentos al gran edificio intelectual dejado por Humboldt en su famoso Ensayo político sobre el reino de la Nueva España. Lo expuesto en este artículo habrá persuadido ya al lector de lo injustificado de esta modestia de Sartorius. 27 Como cuando refiere que la ausencia de una frente ‘‘alta y ancha’’ determina que los indios no experimenten un desarrollo nervioso comparable al de los pueblos caucásicos: cfr. Sartorius, Carl Christian, México about 1850, p. 64. Observaciones como ésta no dejan de recordar penosamente las teorías racistas que por esos mismos años formulaba el conde de Gobineau.

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Comencemos la reseña de la visión de los indios por Sartorius tomando nota del siguiente párrafo, relativo a las formas de sociabilidad de este sector de población: the character of the tribes that I had the opportunity of becoming acquainted with, is in general not frank and open, but close, distrustful, and calculating. The Indian does not merely erect this bulwark against the members of another tribe or against the posterity of his oppressors, which would be natural enough; but also against his own people. It lies in his language, his manners, and his history.28

Los indios tienen además una manera relativamente mecánica de tratarse, nos hace saber el autor en las siguientes líneas. Las mismas mujeres se abstienen de exteriorizar afecto cuando tienen lugar sus encuentros. En lugar de ello, optan por hacer toda una serie de preguntas o comentarios estereotipados. Al solicitar algún servicio, el indígena mexicano muestra siempre una actitud de rodeo y aproximación cautelosa, si no es que ya antes ha preparado la situación mediante el envío de un regalo a través de un tercero. El cálculo y el lenguaje ambiguo caracterizan, pues, a los indios en sus conversaciones, lo que se debe ----según Sartorius---- a una sempiterna voluntad de obtener siempre la máxima ventaja posible en los tratos. Para decirlo en pocas palabras, son unos verdaderos maestros en crear situaciones confusas o ambivalentes. Ese hábito de relacionarse mediante el principio del cálculo y el distanciamiento se manifiesta en forma extrema cuando el indio trata con alguien que no forma parte de su comunidad. Entonces ya no sólo se pone de manifiesto su deseo de ventaja, sino también un genuino sentimiento de desprecio por el otro. Este menosprecio es particularmente agudo respecto al mestizo, es decir, aquél que por definición es el hijo bastardo de su hija,29 aunque también se da en las relaciones con los criollos. En un tal cuadro de sentimientos, ya no es el mero espíritu de cálculo lo que resume las relaciones con la población no indígena. El indio es un portento auténtico de astucia, si no de franco orgullo, talante que seguramente repercute en un mayor hermetismo de su parte. 28 ‘‘Por lo general el carácter de las tribus que he tenido oportunidad de conocer bien, no es franco ni abierto, sino cerrado, desconfiado y calculador. El indio no sólo erige esta muralla para defenderse contra los miembros de otras tribus y los descendientes de sus opresores, lo cual sería muy natural; sino también contra su propia gente. Esto se percibe en su lengua, sus costumbres y su historia’’: ibidem, pp. 64-65. 29 Cfr. ibidem, p. 88.

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Ahora bien, lo que Sartorius se ha propuesto como meta última de su cuadro social es transmitir fundamentalmente las relaciones sociales entre los diversos grupos de México. Los pasajes citados demuestran el estrecho vínculo que en su obra existe entre el tema de las relaciones sociales y el del ‘‘carácter’’, de todo lo cual surge una imagen muy completa del indígena mexicano. Respecto al carácter, este inmigrante ofrece apreciaciones un tanto contrastantes con las de muchos otros autores extranjeros afanados en la misma tarea descriptiva. Mientras que muchos de éstos ----Mühlenpfordt es uno de ellos---- ven en el indio un ser grave y melancólico, incapaz de experimentar la auténtica alegría, Sartorius está persuadido de que la realidad es exactamente opuesta, sobre todo si de por medio hay ingestión de pulque. Los siguientes pasajes ilustran sobre el alegre natural de los indios, así como sobre las escenas que surgen en una pulquería capitalina cuando la concurrencia de indios comienza a deleitarse con la bebida mencionada: I never saw a gayer people than these Indians among themselves; they chat and jest till late in the night, amuse each other with jokes and puns, play tricks and laugh.30 Now the mirth grows boisterous; in some groups the women begin to follow the example of the men; here is a crowd making merry and dancing to the strumming of a jarana (a small stringed instrument), yonder the rising hilarity makes them tender, whole drinking circles embrace each other, lose their equilibrium and fall, to the infinite delight of the others.31

De borracheras como éstas resultan frecuentemente pleitos y desmanes. En las fiestas de los pueblos también los deleites de la bebida constituían la atracción principal, y es que los indios no dejan de aportar pruebas irrefutables de que la diversión era muy importante para ellos. Sartorius asegura que en tales ocasiones demostraban que ‘‘les gusta mucho estar en compañía’’.32 Por cierto, tanto en la página recién citada 30 ‘‘Nunca he visto gente más alegre que estos indios cuando se juntan: suelen charlar y bromear hasta horas avanzadas de la noche, además de que saben divertirse contándose bromas y albures, jugando trucos y riendo alegremente’’: ibidem, p. 63. 31 ‘‘Ahora aumenta el alboroto; en algunos grupos las mujeres empiezan a seguir el ejemplo de los hombres. Aquí una multitud de gente divirtiéndose y bailando al son de una jarana (un pequeño instrumento de cuerda); acá y acullá, la creciente hilaridad los pone tiernos, al tiempo que entre los diversos círculos de bebedores van surgiendo los abrazos, aunque algunos pierden el equilibrio y caen para regocijo de la concurrencia’’: ibidem, p. 81. 32 Ibidem, p. 76.

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como en la del pasaje anterior, el hacendado sostiene que eran las mujeres quienes, alteradas ya por el alcohol, iniciaban los pleitos. Con base en lo presentado, nada sorprenderá que para Sartorius los indios de México constituyen algo así como ‘‘un pueblo dentro del mismo pueblo’’.33 El lector ha podido ya notar que el énfasis de este autor, por lo menos en su capítulo dedicado a los ‘‘aborígenes’’ (aquél del que se han tomado las observaciones previas), recae mucho más en los factores de contraste que en los que pudieran operar como aglutinantes entre los indios y los demás mexicanos. Más adelante, al presentar otras apreciaciones suyas sobre los indios, mostraré cómo Sartorius hace justicia al fenómeno de la síntesis cultural acarreada por la historia, lo que lo llevará a reconocer, si bien en forma implícita, la existencia de procesos cohesionantes entre unos y otros a un nivel profundo. ¿Cuál es, pues, el rasgo que Sartorius considera como más distintivo de la población indígena frente a los otros tipos de mexicanos? Sin duda, esa férrea cohesión que la hace casi totalmente hermética. Ni siquiera en el reclutamiento del clero se logra romper esa unidad, ya que los indios procuran que sólo sean miembros de su comunidad los que se ordenan de sacerdotes para servir en sus pueblos. Por lo que toca a la formación de maestros, para pasar ahora a las tareas del Estado, las cosas son muy parecidas.34 Todo esto llevaría a pensar que de la frase ya citada de ‘‘un pueblo distinto dentro del mismo pueblo’’ podría deducirse la de ‘‘un Estado dentro del mismo Estado’’. Esto último, sin embargo, sería exagerado, ya que el autor recalca en otra parte la incapacidad indígena para organizarse y hacer valer sus derechos después de tantos años de sometimiento.35 En esto cuenta mucho, asegura, su falta de memoria histórica, además de que su nueva condición de ciudadanos dotados de plenos derechos anula por anticipado todo descontento en ese orden de cosas. Respecto al funcionamiento del ámbito municipal indígena, Sartorius refiere lo mismo que tantos otros observadores extranjeros: la existencia de una aristocracia que gobierna en todos los ámbitos y recibe el acatamiento de la población. Ibidem, p. 81. Cfr. ibidem, pp. 67 y 76. Cfr. ibidem, p. 66. La cohesión de la comunidad indígena, tal como la presenta Sartorius, se constata ante todo en los pueblos y aldeas específicas y se extiende a veces a las etnias completas. Más allá de estos ámbitos, nos deja ver, prácticamente no existe sentimiento alguno que permita una genuina organización política o de tipo militar. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 322-323. 33 34 35

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Antes de hacer una recapitulación general y señalar qué aspecto de la población indígena recalca Sartorius al evaluar su situación como parte de un Estado, brevemente aludo al perfil de los indios desde el punto de vista productivo. Al igual que Mühlenpfordt y otros autores alemanes, Sartorius pone bastante énfasis en la actividad laboral como un asunto central de la cuestión social.36 Sin embargo, no dejan de llamar la atención los pocos méritos que este autor concede a la población indígena dentro del contexto de la producción y el trabajo, no obstante la constante y amplia participación de este sector en el campo.37 En primer lugar importa, para entender esto, el hecho de que la mayoría de los indios se desempeñan en las labores agrícolas y en ello emplean herramientas y métodos anticuados, lo que contrasta frontalmente con las innovaciones técnicas que Sartorius quisiera ver incorporadas a las actividades rurales de México. Pero más allá de ello, de primera importancia es el hecho de que el hacendado no percibe en la población indígena una aplicación de la inteligencia al trabajo que de lejos pueda ser comparable con la exhibida por los mestizos, el sector de la población mexicana que más aprecia.38 Veíamos ya lo importante que es para él la condición de propietario y la capacidad de emplearse en las rudas labores agrícolas, ostentando una gran autonomía e iniciativa personales. Pues bien, esto es precisamente lo que extraña entre los indígenas, con su régimen de propiedad común y ese principio de relación social que dicta el desprecio y desinterés hacia quien no pertenece a su comunidad. En términos generales, Sartorius encuentra que la población indígena no conoce la verdadera cultura, si por ésta entendemos una disposición del espíritu que fomenta la voluntad de transformarse, así como la creatividad artística, el gusto por la movilidad y la aplicación del talento individual al trabajo. Que los indios sean tenaces y capaces de realizar labores duras no modifica su preferencia por los mestizos, pues éstos también tienen estas capacidades y además atienden una variedad aún mayor de actividades.39 36 Peter Steinbach, en su prólogo al libro de Riehl, Wilhelm H., Die bürgerliche Gesellschaft, Berlin-Wien, Ullstein, 1976, señala las corrientes y circunstancias que influyen en este énfasis en la importancia del trabajo dentro de las interpretaciones sociológicas alemanas de esos años. Destaca, por cierto, la influencia del pensamiento social de raíz hegeliana. 37 Atiéndase también a la enumeración de actividades y producciones indígenas que presenta en Sartorius, Carl Christian, México about 1850, pp. 78-79. 38 Considera al mestizo como el ‘‘prototipo de las costumbres y peculiaridades nacionales’’ (ibidem, p. 83), y perteneciente sobre todo a ‘‘la clase’’ de los activos propietarios agrícolas y granjeros, así como de los campesinos y pastores dispersos en el gran territorio del país, de quienes dice que forman ‘‘el corazón mismo de la nación mexicana’’ (ibidem, p. 87). 39 Cfr. ibidem, pp. 87-88.

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Sobre la base de lo anterior, saquemos conclusiones acerca de la población indígena como parte del Estado mexicano, según las apreciaciones de Sartorius. Además de esas limitaciones corporales que, con fundamento en ‘‘datos científicos’’, les atribuye aisladamente, la incompatibilidad entre la forma de sociabilidad indígena y los valores más profundos de Sartorius explica su rechazo del carácter colectivo que preside la generalidad de las actividades y normas de los indios. Aunque consciente de las circunstancias históricas y de los rasgos de carácter que dan razón de esa sociabilidad, su explicación última de este colectivismo es en negativo, si se me permite la expresión, pues lo remite a la mera ausencia de verdadera cultura, tal como la viene concibiendo. Preciso es decir que en otro pasaje de su libro encontramos una aproximación distinta, más etnológica, que rebate la idea de inanidad e impotencia cultural indígena hasta ahora expuesta. Me refiero, en concreto, a sus comentarios sobre el sentido que detecta en algunas de las principales fiestas religiosas de los indios, sobre todo las de todos los santos y de los fieles difuntos. Consciente de que en sus expresiones actuales estos festejos ofrecen un espectáculo de síntesis notable de ritual católico y antiguas prácticas paganas, Sartorius sostiene que: the Christian priests suffered these rites to be combined with those of All Souls, and thus the heathen, probably Toltec custom has maintained itself till the present day. The name would lead one to suppose it a gloomy festival, quietly reminding of all the loved ones, whom the earth covers. Neither the Indian nor the Mestizo knows the bitterness of sorrow; he does not fear death. The departure from life is not dreadful in his eyes, he does not crave for the goods he is leaving, and has no care for those who survive him, who have still the fertile earth, and the mild sky.40

Patente es, pues, que el hacendado reconoce ahora una transmisión de la cultura y mentalidad indígenas al resto de la población (los mestizos), y esto en un aspecto tan importante como la actitud ante la muerte y el sen40 ‘‘Los sacerdotes cristianos aceptaron que estos ritos se combinaran con las ceremonias de todos los santos, y de esta suerte se ha mantenido hasta el presente día la costumbre pagana, probablemente de origen tolteca. Por el nombre ----todos los santos---- podría pensarse que se trata de una festividad lúgubre, dedicada a recordar a los seres amados que ya reposan. Pero la verdad es que ni el indio ni el mestizo conocen la plena amargura de la pena ni experimentan temor alguno ante la muerte. La partida de este mundo no representa un terror para quienes, como ellos, albergan tan poco apego a los bienes terrenales y tan poca preocupación por la suerte de sus supervivientes, que al cabo seguirán gozando de una tierra fértil y un cielo dulce’’: ibidem, p. 163.

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timiento hacia los difuntos. Sucede así que el propio Sartorius nos brinda elementos para relativizar sus apreciaciones previas sobre el carácter monótono, cerrado y estéril de las culturas indígenas. En contraste con la falta de creatividad y sensibilidad que les ha atribuido antes, resulta que ciertos elementos de la cultura indígena se muestran lo suficientemente recios y creativos como para impregnar los hábitos y la psicología de grupos sociales en los que el hacendado reconoce un más alto nivel cultural. La causa de esta aparente inconsecuencia de Sartorius, estimo, reside en una contradicción intrínseca a su ideario y no en la realidad observada. No es, pues, que la sociedad retratada albergue esa contradicción. Frente a una primera noción de cultura marcada por el individualismo occidental, Sartorius esgrime ahora una distinta, más atenida a la relación del hombre con la naturaleza, aspecto al que atribuye la función de moldear en grado importante las mentes de los pueblos. Esto último lo afirmo en función del sentido que el propio hacendado reconoce en esa herencia cultural tolteca que se manifiesta en la celebración de la fiesta de muertos en México: un sentimiento de vínculo religioso con la naturaleza, elemento que la generalidad de los indios mexicanos preserva y que se manifiesta en la prioridad que conceden a los arreglos florales como ornamentación religiosa. Esta conciencia de que las fiestas pueden preservar un sentimiento pagano de la naturaleza se agudiza, por cierto, en el pensamiento alemán de la época de Sartorius y no es disociable de la atención que por entonces comienza a concederse a las costumbres e historia de los germanos.41 De cualquier manera, insisto, lo relevante es que Sartorius se ve obligado a reconocer aquí la existencia de un elemento cultural aportado desde la tradición indígena, que tiene influencia en la conformación del carácter nacional: en este caso el talante con que se enfrenta la muerte. ¿Qué evolución espera Sartorius en cuanto a la situación de los indígenas y al vínculo entre éstos y el resto de la población mexicana? Este cuestionamiento está íntimamente relacionado con otro, no menos importante en un autor tan consciente de las debilidades del Estado en México: ¿cuál es la tarea más urgente y necesaria para garantizar la integridad te41 Y es interesante notar que, en varios pasajes de su libro, Sartorius establece paralelos entre las creencias de las naciones germanas y las de los indios mexicanos respecto de la naturaleza: por ejemplo, cfr. ibidem, pp. 73 y 161. En cuanto al interés creciente por los antiguos germanos que menciono, el lector sólo tiene que recordar a autores como Treitschke o Nietzsche, quienes a fines del siglo XIX habían hecho del punto un tópico recurrente.

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rritorial y la máxima autonomía económica posible del país? La respuesta a esta segunda pregunta es fácil de formular a partir del principal afán que mueve a Sartorius en su país de adopción. Para él, lo más importante es fomentar la colonización de un territorio que todavía puede albergar a una población mucho más numerosa que la existente. Pero a este respecto su opinión sobre las capacidades de los indios es pobre. La población indígena se muestra reacia a dejar sus formas comunitarias y a emprender la colonización de las grandes zonas poco habitadas. Para esta última empresa, los criollos y sobre todo los mestizos exhiben una disposición mucho mayor, y Sartorius espera que también en Europa ----sobre todo en Alemania---- surja un interés significativo por la colonización y la explotación del país iberoamericano.42 En una línea de reflexión geográfica similar a la de Alexander von Humboldt, Carl Ritter, Oskar Peschel y Friedrich Ratzel, Sartorius entiende que la fuerza y el rango internacional de un Estado no sólo depende de sus ventajas geográficas, sino también del grado de desarrollo de cultura (material y espiritual) de sus habitantes. Así, para él lo prioritario es la conquista del territorio mediante una colonización llevada a efecto por hombres industriosos, independientes y orgullosos de vivir en un país dotado de una fisonomía natural única y una organicidad social notable.43 Sartorius no se hace muchas ilusiones respecto a que los indios puedan entender este magno designio de colonización e ilustración geográfica. No propone, sin embargo, desposeerlos o someterlos a alguna especie de reclusión o trasplante forzoso para fines de ocupación territorial. La increíble variedad paisajística del país, junto con la prolongada convivencia de una población diversificada dentro del mismo, infunden a este autor el convencimiento de que cualquier tipo humano tiene cabida en México. No haríamos bien en desestimar, sin embargo, su convicción igualmente fuerte de que una sociedad sana no puede albergar nunca miras divergentes de las del interés de Estado. Esto último vale, por lo menos, para sus ideas acerca del poblamiento y la integridad del territorial nacional.

42 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 248-257. 43 En el último capítulo de su libro, Sartorius muestra cómo la minería articula los distintos sectores económicos de México, en lo que ve confirmada la ley del vínculo orgánico de todas las sociedades: cfr. Sartorius, Carl Christian, México about 1850, p. 202.

CAPÍTULO NOVENO LOS CONSERVADORES Y LOS INDIOS: ANSELMO DE LA PORTILLA María BONO LÓPEZ* SUMARIO: I. La inmigración española y los difíciles años centrales del siglo XIX. II. Anselmo de la Portilla, periodista e ideólogo. III. Estudio bibliográfico sobre la obra de Anselmo de la Portilla. IV. Los pueblos indios vistos a través de la obra de don Anselmo.

I. LA INMIGRACIÓN ESPAÑOLA Y LOS DIFÍCILES AÑOS CENTRALES DEL SIGLO XIX Ya avanzado el siglo XIX y consumada la Independencia del gobierno de España, la cultura mexicana ----no sólo el idioma, sino todas las manifestaciones artísticas---- seguía siendo profundamente hispana, fenómeno que se explicaba, por un lado, por el peso de tres siglos de dominación española; pero, por otro, por el continuo flujo de inmigrantes españoles a tierras mexicanas, que gozaban de gran prestigio entre las elites de la capital de la República. Este hecho era algo que los forjadores del nuevo Estado no podían dejar de tomar en consideración.1 El proceso de consolidación del Estado mexicano no se reducía únicamente a una independencia política de la metrópoli, que fue reconocida por España al cabo de unos cuantos años. Además, era necesario crear una identidad nacional que hasta entonces no se había llevado a cabo, vícInstituto Tecnológico Autónomo de México. Cfr. Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’, en Lida, Clara E. (coord.), España y el Imperio de Maximiliano, en prensa, passim. Quiero agradecer a Érika Pani su amabilidad por haberme proporcionado el texto de su colaboración antes de la aparición de este libro. * 1

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tima el país de los intereses particulares de cada ‘‘partido’’.2 Fue la tarea que emprenderían los liberales de la Reforma que, cuando se dieron cuenta de que las bases populares del país no compartían el proyecto liberal democrático de los políticos,3 pusieron en marcha un programa educativo ‘‘encaminado a crear un espíritu de nación y un sentimiento de destino común que encauzase al país por las vías del progreso’’.4 Desde luego, para la colonia española y para muchos otros, la fisonomía intelectual, cultural y política de México debía seguir los pasos emprendidos por los países del viejo continente; además, se reconocía una fuerte herencia hispánica, porque ‘‘formamos parte de una familia con iguales vicios é idénticas virtudes’’.5 Pero, a la vez, esta identidad debía ser diferente.6 ‘‘El nacionalismo [era un] complejo entramado de sentimientos de pertenencia, de lealtad, de identidad y de rechazo del otro, era un elemento imprescindible sin el cual no podía afianzarse el moderno Estado-nación’’.7 En la conformación de esta nueva identidad participaron de manera protagónica algunos españoles que vivieron en nuestro país.8 ‘‘Fueron de aquí sin dejar de ser de allá’’:9 consideraron a México su segunda patria, sin perder sus vínculos afectivos con la tierra que los vio nacer, como fue el caso de Anselmo de la Portilla. Esta facilidad con la que se identificaron estos españoles con su nuevo país nacía de la persuasión de que ‘‘todo 2 Cfr. Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, en Ortega y Medina, Juan A. y Camelo, Rosa (coords.), Historiografía mexicana, t. IV: En busca de un discurso integrador de la nación, 1848-1884 (coord. Antonia Pi-Suñer Llorens), México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1996, p. 100. 3 Cfr. Pi-Suñer, Antonia (comp.), México y España durante la República Restaurada, México, Secretaría de Relaciones Exteriores, Archivo Diplomático Mexicano, 1985, p. 11. 4 Ibidem, p. 15. 5 Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, México, Imprenta de Ignacio Escalante, 1871, p. 221. ‘‘Prescindamos del nombre que teneis, del idioma que hablais, de la sangre que os anima, de las creencias y costumbres que os consuelan ú os enojan; prescindamos de todo esto si quereis y podeis’’: ibidem, p. 125. 6 Cfr. Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’, passim. En alguna ocasión, aunque con un propósito bien distinto, De la Portilla reclamó la importancia del legado indígena para la configuración de la historia nacional: cfr. Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, pp. 170 y 228-229. 7 Cfr. Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’. 8 Cfr. ibidem, passim, y Antuñano M., Francisco de, ‘‘Presentación’’, en Portilla, Anselmo de la, Historia de la Revolución de México contra la dictadura del general Santa Anna 1853-1855 (facsímil de la edición mexicana de 1856), México, Biblioteca Mexicana de la Fundación Miguel Alemán, 1991, pp. xvii-xviii. 9 Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, en Portilla, Anselmo de la, Historia de la Revolución de México contra la dictadura del general Santa Anna 1853-1855, p. xv.

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contribuye á estrechar los lazos con que la naturaleza ha ligado los dos pueblos’’.10 Además, [no se encontraban] en tierra extraña... Todo [les recordaba] en ella el genio civilizador de [sus] padres, y todo [les decía] que ellos pasaron dejando huellas indelebles de su magnificiencia. ...Extranjeros como todos los demás, ...no obstante [sentían] doble interés que ninguno por la suerte de este país, porque [los ligaban] con él vínculos de familia que jamás [podría] romper el tiempo.11

La perspectiva particular de la colonia española se identificaba y diferenciaba ----aunque no siempre---- del resto de la opinión pública mexicana sólo por el hecho de poner énfasis en la importancia del elemento hispánico en la formación de la nacionalidad del nuevo Estado. Sin embargo, españoles y mexicanos compartían la misma persuasión de que el elemento indígena contribuía a impedir el proceso de civilización y modernización de México, por los violentos conflictos laborales y agrícolas que tenían a los indios como protagonistas.12 La condición de extranjero se diluía hasta desaparecer mientras esos españoles participaron activamente en la vida política de México; sólo cuando era necesario, se manifestaban sus sentimientos españolistas:13 es lo que Antonia Pi-Suñer ha calificado como ‘‘ambigüedad nacionalista’’.14 A estos sentimientos hispánicos, que debían formar parte de la nueva nacionalidad mexicana, se añadía otro elemento que ponía en peligro esta identidad, que era la influencia de la cultura anglosajona procedente de Estados Unidos, con una ambición expansionista que ya había demostrado con creces en México.15 Así, a raíz de una propuesta elaborada por Federico Bello y Anselmo de la Portilla a los gobiernos mexicano y español, la colonia española en nuestro país se convirtió en la voz detractora Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 221. Anselmo de la Portilla cit. por Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’, passim. Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización. Españoles y mexicanos a mediados del siglo XIX, México, El Colegio de México, 1996, pp. 116-117. 13 Cfr. Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’, passim. 14 Cfr. Pi-Suñer, Antonia, ‘‘Negocios y política a mediados del siglo XIX’’, en Lida, Clara E. (coord.), Una inmigración privilegiada. Comerciantes, empresarios y profesionales españoles en México en los siglos XIX y XX, Madrid, Alianza Editorial, 1994, p. 94, cit. por Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’. 15 Como todos los mexicanos, De la Portilla también sintió la humillación de la derrota de 1848: cfr. Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 100. 10 11 12

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de las acciones culturales y políticas intervencionistas de los norteamericanos.16 El medio de difusión de estas ideas fue la prensa,17 y De la Portilla fue uno de los máximos exponentes de este ambiente intelectual. Además de su participación activa en los acontecimientos políticos del país, realizó una larga carrera como periodista, caracterizada por una orientación conservadora: durante una corta etapa, que duró unos meses, dirigió el periódico La Razón de México; antes había estado a cargo de El Español y de El Eco de España;18 durante el efímero Imperio de Maximiliano, fue nombrado director de El Diario del Imperio, y, en 1867, fundó el periódico La Iberia que logró una vida más dilatada que las aventuras periodísticas anteriores de Anselmo de la Portilla, y que sostendría varias polémicas con El Federalista.19 De la Portilla sería editor de La Iberia hasta que el periódico cerrara en 1876.20 El Español y El Correo de España fueron la materialización del proyecto de Anselmo de la Portilla y de Federico Bello, apoyado por el gobierno de España, para lograr en toda América de origen español una opinión pública uniforme sobre la importancia de la herencia hispánica frente al avance de la influencia anglosajona; se trataba, según las palabras de Anselmo de la Portilla, de ‘‘vindicar la historia y las tradiciones de España en el nuevo mundo; combatir las preocupaciones hostiles al español que existían en estas repúblicas, y crear vínculos de paternidad entre españoles y americanos’’.21 Aunque el primer propósito de este plan era que esas dos publicaciones tuvieran difusión en todo el continente, por falta de apoyo financiero, la empresa tuvo que reducir a México su ámbito de difusión. Y, en último término, acabó por representar los intereses de la colonia española en nuestro país.22 El Federalista fue uno de los periódicos que se constituyó en órgano de difusión de las ideas de los políticos que protagonizaron la restauración de la República después del fracaso de la segunda experiencia impe16 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, p. 22, y Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, pp. 100-101. 17 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, p. 23. 18 Sobre los problemas que originaron el cierre de estos periódicos, cfr. González Navarro, Moisés, Los extranjeros en México y los mexicanos en el extranjero 1821-1970, México, El Colegio de México, 1993-1994, vol. I, p. 328. 19 Cfr. Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’, passim. 20 Cfr. Antuñano M., Francisco de, ‘‘Presentación’’, p. xvii. 21 Cit. por Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, p. xxvii. 22 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, p. 23.

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rial en México. Como reacción a esos acontecimientos, los liberales de la Reforma rechazaron rotundamente el legado español y europeo, e incluso rompieron las relaciones diplomáticas que México mantenía con los países que habían apoyado y reconocido el gobierno de Maximiliano. La Iberia surgió entonces como reacción frente a este movimiento intelectual, político y cultural, y defendió en sus páginas la necesidad de tomar en consideración la herencia hispana en el proceso de formación de la identidad nacional, una opinión que era compartida fundamentalmente por la colonia española de México, que empezó a sentirse amenazada de nuevo por los sentimientos antihispanos del grupo político en el poder.23 En último término, se trataba de defender los principios que habían orientado a El Español y a El Correo de España (véase supra). Por todo lo expuesto anteriormente, Anselmo de la Portilla no puede considerarse exactamente como extranjero y, menos, como viajero. Más bien habría que tomar en consideración el especial contexto en el que se movió la colonia española en México a partir de la segunda mitad del siglo XIX. II. ANSELMO DE LA PORTILLA, PERIODISTA E IDEÓLOGO

Anselmo de la Portilla y López nació en Sobremazas, en la provincia española de Santander, en 1816, y, al igual que muchos otros de sus compatriotas, llegó a México para probar fortuna en América, aunque siempre sus amigos se enorgullecieron de que De la Portilla no había llegado a México para hacerse rico; para ‘‘hacer las Américas’’, como vulgarmente solía decirse. A su llegada a nuestro país, trabajó como empleado en una tienda de ropa propiedad de un español; pero pronto abandonaría esas ocupaciones para dedicarse profesionalmente al periodismo y a la literatura: uno de sus primeros puestos en ese ramo sería en El Universal como redactor.24 Romana Falcón, Silvestre Villegas y Andrés Henestrosa discrepan al señalar el año de la llegada de Anselmo de la Portilla a México: 1838, 1839 y 1840, respectivamente. En cualquier caso, coincidía prácticamente su llegada con el establecimiento de relaciones diplomáticas entre los go23 Cfr. Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’, passim, y Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 104. 24 Cfr. Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, p. xxvi.

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biernos de México y España; la llegada, también a México, del primer representante español en el nuevo Estado, Ángel Calderón de la Barca, y una difícil situación política en la República.25 A pesar de que pronto don Anselmo se ocupó en el periodismo, siguió involucrado en algunas actividades mercantiles. Uno de los negocios que se le atribuyen ha sido interpretado de diversas maneras por los estudiosos. Fue invitado, a finales de 1858, a asociarse en un proyecto, en el que participaban Cipriano de las Cagigas y el literato español José de Zorrilla, que implicaba la compra de unos vapores en La Habana. Sin embargo, a causa del fallecimiento de Cipriano de las Cagigas como consecuencia del vómito negro, el proyecto nunca llegó a cuajar.26 Para Romana Falcón, Cipriano de las Cagigas se dedicaba al tráfico de ‘‘trabajadores’’ yucatecos a Cuba, y los vapores objeto del negocio debían dedicarse al traslado de mayas a Cuba; una actividad no del todo legal o moralmente correcta para De la Portilla, si tomamos en consideración su pensamiento católico y conservador.27 Sin embargo, don Anselmo se pronunció en contra de la esclavitud de forma muy vehemente: ‘‘la esclavitud es en efecto una vergüenza y una plaga, porque es una negra injusticia: el cielo la ha castigado ya con catástrofes espantosas, y aun humean los torrentes de sangre que por ella se acaban de derramar en la América del Norte’’.28 De la Portilla aportaba en su libro algunos datos más sobre Cipriano de las Cagigas, que había luchado a favor del Plan de Ayutla para derrocar al general Santa Anna; y que, sin embargo, ‘‘se atrevió a censurar los actos del gobierno dictatorial’’,29 lo que lo llevó a trasladarse a los frentes 25 Cfr. Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 99. Es importante hacer notar la profunda influencia que, en la posterior posición ideológica de Anselmo de la Portilla, representaron las circunstancias políticas de España y de México durante su primera juventud: cfr. idem. Una visión muy general de esas vicisitudes políticas en ambos países, en ‘‘Frances Erskine Inglis Calderón de la Barca y el mundo indígena mexicano’’, en este libro. 26 Cfr. Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, pp. xxix-xxxi. 27 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, p. 95. Desde luego, el tráfico de mayas a Cuba se convirtió en una práctica esclavista encubierta, que contó con el beneplácito de Santa Anna. El gobierno liberal decretó la prohibición de este comercio en 1861, aunque no tuvo mucho éxito: cfr. idem; Ferrer Muñoz, Manuel, La cuestión de la esclavitud en el México decimonónico: sus repercusiones en las etnias indígenas, Bogotá, Instituto de Estudios Constitucionales Carlos Restrepo Piedrahita, 1998, passim, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 324-325. 28 Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 103. 29 Portilla, Anselmo de la, Historia de la Revolución de México contra la dictadura del general Santa Anna 1853-1855 (1991), pp. 201-202.

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de Michoacán. Esta información sobre De las Cagigas hace sospechar a Andrés Henestrosa que Cipriano de las Cagigas, opuesto ideológicamente a los liberales, estuvo a las órdenes de Miramón, y que fue a La Habana con el propósito de adquirir la escuadra del general Tomás Marín para enfrentarse a Juárez, que por esas fechas estaba sitiado en Veracruz por el general conservador.30 Muy poco de este episodio cuenta uno de los interesados, José de Zorrilla: ‘‘De las Cagigas..., enterado de que el poeta no renunciaba a hacerse rico, y mezclado en política le fue creando a Zorrilla la idea de un viaje a La Habana..., mientras él, Cagigas, arreglaba un fantástico asunto de vapores que los haría ricos de la noche a la mañana’’.31 Y, desde luego, nada escrito se ha encontrado de don Anselmo sobre este asunto. Pronto añadiría De la Portilla entre sus actividades las de carácter político y abanderaría la causa hispánica desde una postura conservadora.32 Su producción escrita demuestra estas intenciones desde muy temprano. No obstante, en la mayoría de las ocasiones, su participación en los asuntos de la vida política nacional no lo distinguió del resto de los mexicanos: durante la violenta guerra civil desatada para derrocar la dictadura del general Antonio López de Santa Anna, desarrolló una importante labor de defensa de los insurrectos frente a la propaganda difundida por el gobierno de Santa Anna, a pesar de no compartir las orientaciones políticas liberales de muchos caudillos.33 Desde los años cuarenta, ya había establecido contacto con un grupo político, que se consolidaba por aquellos años, de corte conservador y católico, y que, encabezado por Gómez Pedraza, pugnaba por la eliminación de intereses particulares en la vida política del país, que sólo había acarreado innumerables luchas internas entre facciones que habían llevado a México al caos. La afinidad ideológica y generacional de casi todos los miembros de este grupo favoreció la toma de posiciones de don Anselmo, que defendió esa postura desde la tribuna periodística.34

Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, pp. xxix-xxxi. Zorrilla, José de, México y los mexicanos (1855-1857), cit. por Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, p. xxix. 32 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, p. 23. 33 Cfr. ibidem, pp. 124-125 y 171, y Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 101. El más claro ejemplo literario de esa defensa del movimiento de Ayutla fue Historia de la revolución de México contra la dictadura del general Santa-Anna (1853-1855). 34 Cfr. Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 100. 30 31

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En poco tiempo, por su profundo arraigo en el país y por su conocimiento de la vida social y política mexicana, De la Portilla se convertiría en unos de los principales ‘‘anfitriones’’ en México de sus compatriotas, como ocurrió con el poeta Zorrilla y con Carlos VII, aspirante al trono español, que visitaba México y otros países latinoamericanos en la octava década del siglo, y quien protagonizaría varios incidentes durante su visita al país. Uno de ellos fue provocado en alguna medida por De la Portilla, que recomendó a su amigo Altamirano para que sirviera de guía y de informante de las especificidades del país a Carlos VII.35 Después de la definitiva victoria liberal y del exilio del general Santa Anna en 1855,36 De la Portilla concedería todo su apoyo, en el ejercicio de su labor como escritor, a Ignacio Comonfort, lo que le valió el exilio en 1858 tras la caída de éste.37 Don Anselmo recurrió como explicación del fracaso de Comonfort a la heterogeneidad ideológica del Congreso Constituyente de 1856-1857, en el que los liberales moderados, que constituían la mayoría de los miembros del Congreso, limitaron el alcance de las reformas sociales, asustados por el clima de violencia que se había desencadenado después de que Santa Anna fuera derrocado, y por algunas opiniones sustentadas en el Congreso por los liberales más exaltados; entre ellos, Ignacio Ramírez. Apoyaba la tesis de don Anselmo la toma de posiciones de algunos empresarios españoles, para quienes las medidas adoptadas por el Constituyente eran demasiado liberales.38 Efectivamente, la victoria de los liberales sobre el general Santa Anna ----el primer gran movimiento ‘‘que conmueve hasta sus cimientos la estructura política dominante’’39---- no llegó a suponer la definitiva pacificación y estabilidad necesarias para el progreso del país, debido en gran medida a la diversidad de orientaciones políticas que convivieron en los Congresos de esos años: federalistas y centralistas, liberales y conservadores, anticlericales y monárquicos, todos ellos contribuyeron a crear este clima de Cfr. Rivadulla, Daniel et al., El exilio español en América en el siglo XIX, p. 245. Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, p. 127. Cfr. ibidem, p. 171, y Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 102. Tras una breve estancia en La Habana, pasó todo el exilio en Nueva York, donde prosiguió su labor periodística hasta 1862, cuando regresó a México. En esa ciudad norteamericana fundó el periódico El Occidente con el que seguiría la labor emprendida en México: cfr. Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, pp. 102-103; Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, p. xxxi, y Antuñano M., Francisco de, ‘‘Presentación’’, p. xviii. 38 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, pp. 137-138. 39 Hernández y Lazo, Begoña C., ‘‘Prólogo’’, en Portilla, Anselmo de la, Historia de la revolución de México contra la dictadura del general Santa-Anna (1853-1855), p. 7. 35 36 37

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inestabilidad política que provocaría, unos pocos años después, la intervención de las potencias europeas.40 Las ideas conservadoras de Anselmo de la Portilla se pusieron de manifiesto en todos sus escritos periodísticos y de ocasión, y también en su participación en la vida política mexicana, como lo demuestra su adhesión a la causa de Maximiliano, a la que defendió desde La Razón de México por ser ‘‘altamente conservadora en la acepción razonable de esta palabra, [aunque] es indudablemente una política liberal y progresista’’.41 Igual que muchos otros, De la Portilla estaba convencido de que los acontecimientos nacionales estaban insertos en los movimientos mundiales ----europeos---- que variaban entre el liberalismo y el conservadurismo extremos. Sin embargo, sus puntos de referencia eran los países europeos de tradición monárquica, católica y latina; los parámetros de las naciones anglosajonas eran para don Anselmo difíciles de aplicar en México.42 Por tanto, después de sus iniciales dudas, concibió el Imperio de Maximiliano como un intento de conciliar ambas posturas,43 que se inclinaba hacia un conservadurismo moderado, que defendió desde La Razón de México y La Iberia. Se trataba para don Anselmo de asegurar un progreso pacífico para México, igual que estaba ocurriendo en España, que, a su juicio, debía ser el modelo que había que imitar.44 Su posición ideológica sobre el sentido de las revoluciones se manifestó claramente en muchas de sus reflexiones incluidas en sus libros Historia de la revolución de México contra la dictadura del general Santa-Anna (1853-1855), y México en 1856 y 1857. Gobierno del General Comonfort.45 De cualquier modo, el respaldo de la colonia española, en particular, y de Anselmo de la Portilla, como su portavoz ideológico, en especial, al proyecto imperial de Maximiliano tuvo un carácter bastante ambiguo, por lo que se refiere a las noticias recogidas en los periódicos ‘‘hispánicos’’ sobre los enfrentamientos entre partidarios de la República y de la Monar40 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, p. 171, y Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 116. 41 La Razón de México, 27 de diciembre de 1864, cit. por González Navarro, Moisés, Los extranjeros en México y los mexicanos en el extranjero 1821-1970, vol I, p. 486. 42 Cfr. Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’, passim. 43 Cfr. Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, p. xxxii. 44 Cfr. Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’, passim, y Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 103. 45 Cfr. Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 109. A pesar de su apego al catolicismo, también se manifestaron en estos dos libros sus críticas hacia la actuación de la Iglesia mexicana frente a las circunstancias políticas: cfr. ibidem, p. 118.

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quía de las últimas semanas de la guerra, que concluiría con el fusilamiento de Maximiliano.46 Sin embargo, durante los primeros momentos de la intervención de las potencias europeas, y después de haber regresado de su exilio en Estados Unidos, por el apoyo que había brindado al gobierno durante la presidencia de Ignacio Comonfort, criticó duramente la política europea de intervención de México, que no había sido precedida de una declaración previa de intenciones. Se colocaría, así, en abierta contradicción con las opiniones mayoritarias de sus compatriotas.47 Pero, sobre todo, se oponía a la intervención de España en México, porque, si se derramaba ‘‘una sola gota de sangre mexicana, acaba[ría] para siempre el prestigio del nombre español, no sólo en México sino en toda América’’.48 Después de la derrota imperial y del triunfo de los liberales, cuatro fueron los grandes temas sobre los que se centró el debate político nacional: la recuperación económica, la educación, la transculturización indígena y el fomento de la inmigración europea.49 Pero todos estos asuntos hubieron de ser pospuestos para poder atender las dificultades de otra índole que sufrió el país al poco tiempo del triunfo liberal. La evolución política y económica del período de la República Restaurada se acercaría mucho a las propuestas de don Anselmo: después de que los reformistas hubieran tomado conciencia de la imposibilidad de gobernar con apego a la legalidad para promover el progreso material, los últimos protagonistas de la Reforma ‘‘dejarían de creer que la libertad política era la clave de la salud pública’’.50 Ésa sería la herencia recibida por Porfirio Díaz. Además de su vocación periodística y de su participación activa en los acontecimientos políticos del país, De la Portilla mostró un extraordinario interés por otras disciplinas, como la literatura y la historia: dio a la luz en la colección Biblioteca Mexicana del periódico La Iberia varios documentos históricos indispensables para el estudio del período colonial, que, por aquel entonces, eran difíciles de consultar por el gran público. Todos esas fuentes históricas ----textos de Hernán Cortés, López de 46 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, p. 309. Unos años después, empleó palabras nada elogiosas para referirse al emperador: cfr. Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, pp. 101-102. 47 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, pp. 46 y 235. 48 Cit. por Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, p. xxxi. 49 Cfr. Pi-Suñer, Antonia (comp.), México y España durante la República Restaurada, pp. 12 y 15. 50 Ibidem, p. 11. Cfr. también ibidem, pp. 16-20.

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Gómara, Bernal Díaz del Castillo---- iban precedidas de una pequeña introducción de Anselmo de la Portilla. En 1873 se publicaría, también en la colección Biblioteca Mexicana, la Instrucción que los Virreyes de la Nueva España dejaron a sus sucesores.51 Además, fue uno de los fundadores de la Academia Mexicana de la Lengua, creada en 1875, a la que estuvo vinculado hasta su muerte, ocurrida en 1879.52 Otra de las facetas de don Anselmo que debe tenerse en consideración es su interés por las actividades artísticas: no sólo dedicó parte de su tiempo a la producción literaria, aunque no alcanzó ningún éxito, sino que también ejerció como promotor de varios literatos, como Victoriano Agüeros.53 Además, participó como redactor en el Diccionario Universal de Historia y Geografía que dirigiera Manuel Orozco y Berra, y en el Ensayo Bibliográfico Méxicano del siglo XVII de Vicente de P. Andrade.54 III. ESTUDIO BIBLIOGRÁFICO SOBRE LA OBRA DE ANSELMO DE LA PORTILLA La obra de Anselmo de la Portilla es eminentemente periodística, aunque no se ha tomado en consideración para la elaboración de este trabajo. Además, su producción incluye textos literarios, que en su mayoría fueron publicados con pseudónimo o de forma anónima,55 y algunos libros generalmente de conteniddo histórico, aunque esto no constituye la regla general, como se verá a continuación. Los dos primeros ----Historia de la revolución de México contra la dictadura del general Santa-Anna (1853-1855),56 y México en 1856 y 1857. Gobierno del General Comonfort,57 publicados en 1856 y 1858---- tienen un propósito político de justi51 Cfr. Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, p. xxxiii, y Antuñano M., Francisco de, ‘‘Presentación’’, p. xviii. 52 Cfr. Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, pp. 104-105, y Antuñano M., Francisco de, ‘‘Presentación’’, pp. xvii-xviii. 53 Cfr. Portilla, Anselmo de la, ‘‘Prólogo’’, en Agüeros, Victoriano, Cartas literarias, México, Imprenta de ‘‘La Colonia Española’’ de A. Llanos, 1877, y Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, p. xxvii. 54 Cfr. Hernández y Lazo, Begoña C., ‘‘Prólogo’’, p. 8, y Antuñano M., Francisco de, ‘‘Presentación’’, p. xviii. 55 Cfr. Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, pp. xxvii-xxviii. 56 Se consultó la edición de este libro publicada en México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana-Gobierno del Estado de Puebla (Obras fundamentales de la República Liberal), 1987 (edición facsimilar de la de México, Imprenta de Vicente García Torres, 1856). 57 Se consultó la edición de este libro publicada en México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana-Gobierno del Estado de Puebla (Obras fundamentales de la República Liberal), 1987 (edición facsimilar de la de New York, Imprenta de S. Hallet, 1858).

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ficar ciertos acontecimientos de la historia de México: la Revolución de Ayutla y la actuación como presidente de la República de Ignacio Comonfort. Aunque De la Portilla explicitó sus intenciones de hacer historia, más que una visión despegada afectivamente de los hechos, por su doble condición de historiador y de extranjero, estas dos obras ‘‘son mucho más las explicaciones y justificaciones de un adicto a Comonfort y a su gobierno’’.58 Pero, a pesar de esta intencionalidad, Historia de la Revolución de México contra la dictadura del general Santa-Anna (1853-1855), cuya primera edición apareció anónima,59 aporta numerosos datos documentales, lo que hace que el libro pueda clasificarse como de historia. Así, al final del libro se incluyen un extenso apéndice y numerosas notas a pie de página.60 La primera edición, publicada en México, de Historia de la Revolución de México contra la dictadura del general Santa-Anna (1853-1855) data de 1856; no volvería a editarse hasta 1987 en una versión facsimilar del Instituto de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, que careció de las láminas y los mapas aparecidos en la edición príncipe. La última edición, a cargo de la Biblioteca Mexicana de la Fundación Miguel Alemán, de 1991, incluyó las litografías y planos originales y añadió un índice onomástico para facilitar la búsqueda.61 México en 1856 y 1857. Gobierno del General Comonfort fue publicado en 1858 en el exilio de Nueva York, en la imprenta de S. Hallet. Se ocupaba este libro de los acontecimientos políticos y sociales de este período, además de los hechos acaecidos durante las sesiones del Constituyente, aunque no tratara de recoger las crónicas de los debates constituyentes. Desde luego, el sentido de esta obra no puede entenderse sin la anterior de 1856.62 La siguiente edición de la obra apareció ya en el siglo XX, en 1987, a cargo del Instituto de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana y el gobierno del estado de Puebla. La cercanía de don Anselmo a Comonfort Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’, passim. Hernández y Lazo, Begoña C., ‘‘Prólogo’’, p. 7. Cfr. Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, pp. 105 y 107. Cfr. ibidem, p. 105. Cfr. Fuentes Díaz, Vicente, ‘‘Prólogo’’, en Portilla, Anselmo de la, Méjico en 1856 y 1857. Gobierno del General Comonfort (edición facsimilar de la de New York, Imprenta de S. Hallet, 1858), México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana-Gobierno del Estado de Puebla (Obras fundamentales de la República Liberal), 1987 p. 5. 58 59 60 61 62

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lo invistió de autoridad histórica,63 por lo que careció este libro del apoyo documental que acompañó a su Historia de la Revolución de México contra la dictadura del general Santa-Anna (1853-1855); pero sí incluyó un folleto publicado por el propio Comonfort: Política del General Comonfort durante su gobierno en Méjico. Al año siguiente de haber salido a la luz el libro de Anselmo de la Portilla, se publicó también en Estados Unidos un folleto, firmado por un mexicano, en el que se criticaba duramente la obra de don Anselmo y la de Ignacio Comonfort.64 La importancia de Historia de la Revolución de México contra la dictadura del general Santa-Anna (1853-1855) y de México en 1856 y 1857. Gobierno del General Comonfort, que permite incluir a De la Portilla entre los estudiosos de la historia de México, radica, particularmente, en el hecho de que México en 1856 y 1857. Gobierno del General Comonfort ‘‘es el único trabajo monográfico sobre aquel periodo presidencial [de Comonfort] y ha servido en ulteriores investigaciones para reconstruir el bienio’’.65 El exilio neoyorquino de don Anselmo no impidió que siguiera desarrollando su faceta literaria; allí redactó dos obras: Virginia Stewart, La Cortesana. Historia de amor, vicio y sangre (fragmento de una relación de viaje en los Estados Unidos por D. A. de la P.), y Cartas de viaje, dirigidas a José Gómez, conde de la Cortina. La novela fue publicada después en México y conoció dos ediciones en muy corto espacio de tiempo: la primera, en 1864 en la Tipografía del Comercio, a cargo de Joaquín Moreno, y la segunda, en 1868, editada por ‘‘La Iberia’’ y por F. Díaz de León y S. White, Impresores. En esta versión, el título fue alterado: Virginia Stewart, La Cortesana. Historia de amor, vicio y sangre (fragmento de unos apuntes de viaje en los Estados Unidos). Las Cartas de viaje no pudieron publicarse; pues, al regreso de don Anselmo a México, el conde de la Cortina había muerto y no logró recuperar los manuscritos.66 Andrés Henestrosa atribuye a don Anselmo otra obra, de tipo histórico, que vio la luz cuando estaba a punto de regresar a México: Episodio Idem. Cfr. Breve refutacion al memorandum del General D. Ignacio Comonfort, Ex-Dictador de la República Mejicana, y a la obra encomiastica de su gobierno, escrita por el señor Anselmo de la Portilla; impresa y publicada, el año de 1858, en la ciudad de New York, del estado del mismo nombre, en la Confederación Norteamericana, New York, Imprenta de La Crónica, 1859. 65 Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 119. Cfr. también Hernández y Lazo, Begoña C., ‘‘Prólogo’’, p. 7, y Fuentes Díaz, Vicente, ‘‘Prólogo’’, p. 6. 66 Cfr. Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, p. xxviii. 63 64

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histórico del gobierno dictatorial del señor don Ignacio Comonfort en la República mexicana, años de 1856 y 1857, publicada en México en la Imprenta de Ignacio Cumplido en 1861. Más tarde, escribió una Cartilla de Geografía para los Niños. Por D. Anselmo de la Portilla, publicada en Orizaba en 1865 por la Tipográfica de J. B. Aburto. En esas primeras publicaciones de tipo histórico, al compararlas con la siguiente ----España en México. Cuestiones históricas y sociales----, puede apreciarse la capacidad de don Anselmo para reclamar o no, según sus intereses, su condición de español.67 Esos escritos, al responder a determinadas intencionalidades, por fuerza, condicionaban una selección temática. Nada ha de sorprender, en consecuencia, que la referencia al medio indígena brille por su ausencia en estos primeros textos: no porque lo despreciara, sino porque quedaba fuera del propósito que le movió a tomar la pluma. Estos libros apenas contienen unos pocos párrafos en los que, marginalmente, se menciona de modo explícito a los pueblos indígenas. En México en 1856 y 1857. Gobierno del General Comonfort, son más frecuentes las alusiones al mundo indígena, aunque restringidas a su relación con movimientos insurreccionales: la insubordinación de los nómadas del norte,68 la revuelta de los pueblos indios que poblaban los márgenes de la laguna de Chapala,69 y la guerra de castas que asolaba Yucatán.70 En 1864, De la Portilla publicó otro libro más: De Miramar á México. Viaje del emperador Maximiliano y de la emperatriz Carlota, Desde su Palacio de Miramar cerca de Trieste, hasta la capital del Imperio Mexicano, con una relacion de los festejos públicos con que fueron obsequiados en Veracruz, Córdoba, Orizaba, Puebla, México, y en las demás poblaciones del tránsito, publicado en Orizaba en la Imprenta de J. Bernardo Aburto. Es éste un libro de ocasión en el que recogió algunos acontecimientos ocurridos durante el viaje de los emperadores de Veracruz a la ciudad de México; además, incluyó una recopilación de discursos y otros escritos publicados con motivo de la llegada de Maximiliano a México.71 El único libro en el que Anselmo de la Portilla abordó la cuestión indígena es España en México. Cuestiones históricas y sociales, publicaCfr. Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’, passim. Cfr. Portilla, Anselmo de la, México en 1856 y 1857, pp. 23 y 107. Cfr. ibidem, pp. 164-166. Cfr. ibidem, p. 261. Cfr. Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 103, y Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, p. xxxii. 67 68 69 70 71

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do en 1871 en México. En este libro, De la Portilla hacía una defensa apologética de la labor conquistadora y colonizadora de España, movido por su espíritu patriótico, que nunca menguó, y azuzado por las críticas de los liberales mexicanos a la empresa española. IV. LOS PUEBLOS INDIOS VISTOS A TRAVÉS DE LA OBRA DE DON ANSELMO El debate sobre el estado de postración de los habitantes indígenas de México había llevado a la clase política mexicana durante todo el siglo XIX a acusar al gobierno español ----no sólo a las autoridades de la metrópoli, sino a las del Virreinato---- de haber sido el responsable de la situación en la que se encontraban las etnias indígenas del recién nacido Estado mexicano. Por ello, en España en México, De la Portilla se dio a la tarea de acometer la defensa de las actuaciones de la Corona española durante la época de la dominación. El libro está compuesto de dos partes: una responde a esta intención y aborda algunos aspectos jurídicos que los reyes pusieron en vigor para la defensa de los indios. Esta parte termina con dos capítulos que recogen una serie de reflexiones sobre la situación de los indígenas contemporáneos, y proponen algunas soluciones para tratar de incorporar a las etnias al Estado nación. Desde luego, los textos de don Anselmo no pretendían exhaustividad por lo que se refería a tratar las características y modos de vida de todos los pueblos indígenas asentados en el país; generalmente, sus reflexiones giran en torno a los indios del altiplano, que identificaba frecuentemente con los aztecas. Igual que en otros escritos de políticos mexicanos contemporáneos de Anselmo de la Portilla, se manifestaron en su obra las tendencias reduccionistas para abordar las soluciones que habrían de darse a la cuestión indígena. La otra parte recoge una serie de artículos que De la Portilla escribió para el periódico La Iberia desde el que el autor entabló una dilatada polémica con El Federalista sobre el proceso de colonización y conquista de la Corona española. En esta recopilación de artículos, De la Portilla repetiría muchos argumentos recogidos en la primera parte de la obra, aunque organizados de tal manera que pudieran refutarse las afirmaciones recogidas en El Federalista.

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Así, sus reflexiones giran en torno al problema indígena que afrontaron las autoridades españolas y a las soluciones jurídicas que le dieron: los principales argumentos que emplearía fueron tomados de la legislación indiana y las reales cédulas de los reyes españoles, y de las órdenes y bandos de los virreyes de la Nueva España. Sólo dedicó De la Portilla dos capítulos al estado en que se encontraban los indígenas en su época y los utilizó para ejemplificar el hecho de que el gobierno mexicano, cuando había acertado en el trato que debía dispensarse a las etnias, era porque había imitado o copiado la legislación protectora española; y, cuando había errado, se debía a que los políticos mexicanos no eran capaces de afrontar un problema evidente y trataban de ignorar a una gran masa de población que también formaba parte del Estado mexicano. Aunque había defendido con pasión la labor protectora de los indios que realizara la Corona española durante tres siglos,72 De la Portilla llegó a reconocer en alguna ocasión que la identificación jurídica de los indígenas con los menores no dejaba de ser una ‘‘especie de esclavitud’’, la misma que habían sufrido antes, durante la expansión y consolidación del Imperio azteca, y la misma en que se encontraban las etnias en su época, como iba a tratar de demostrar en algunos capítulos de su libro.73 Sin embargo, la actuación de las autoridades españolas se justificaba, para don Anselmo, por el contexto histórico: así se entendían algunos temas en el siglo XVI y XVII, y sus soluciones eran las mismas, ya se tratara de la Corona española o de cualquier otra Monarquía europea de aquel tiempo.74 Para explicar las causas de por qué la Corona española había concedido a los indios el estatus jurídico de menores, abordó el problema de la determinación de las capacidades intelectuales del indio, una discusión que se había iniciado desde los primeros tiempos de la dominación española; que había acaparado la atención de juristas y filósofos, y que había servido para justificar o atacar los repartimientos y encomiendas.75

Cfr. Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 148. Cfr. ibidem, pp. 87-88. Sobre la condición de menores de los indígenas durante la dominación española, cfr. Tomás y Valiente, Francisco, ‘‘La condición natural de los indios de Nueva España, vista por los predicadores franciscanos’’, Anuario Mexicano de Historia del Derecho, vol. VI1994, p. 261. 74 Cfr. Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, p. xxxiii. 75 Cfr. Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, pp. 91-92. 72 73

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Desde luego, De la Portilla compartió los puntos de vista de quienes, durante el dominio español, habían defendido la necesidad de dispensar un trato especial a los indios, dadas las cualidades que caracterizaban a la ‘‘raza azteca’’: ‘‘su humildad, su mansedumbre, su desapego de las pompas vanas, y otros rasgos de su carácter que son causa de menosprecio para el mundo’’.76 En último término, prevalecieron las opiniones de las autoridades religiosas sobre las de las autoridades civiles, que calificaban a los indios como ‘‘imbéciles y viciosos’’.77 Después de la ruptura con España, las nuevas autoridades habían declarado la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos, con los mismos deberes y derechos, sin haber tomado en consideración, según don Anselmo, que los indígenas debían haber pasado por un estado intermedio ----una especie de adolescencia legal transitoria----, de tal manera que aprendieran a comportarse ----jurídica y socialmente---- como mayores de edad.78 Este brusco cambio de estatus jurídico había provocado serios inconvenientes para las etnias indígenas de México, ‘‘cuando tuvieron encima los terribles deberes de hombres, sin dejar de ser niños’’.79 Más adelante, en la exposición de los modos de reformar a la clase indígena, Anselmo de la Portilla incurriría en una contradicción respecto de lo que había afirmado antes: el respeto que debían las leyes y las autoridades a la libertad del ciudadano era un principio del Estado moderno que había que salvaguardar a toda costa, excepto ‘‘tratándose de los indios, [que] convendrá tal vez que los gobiernos pongan la mano en ciertas menudencias que parecen mas bien propias de padres ó maestros, que de legisladores’’.80 Por tanto, esa etapa intermedia del estatus jurídico de los indígenas no sería, de modo alguno, breve; puesto que planteaba de nuevo la intervención del Estado en la esfera personal de los individuos. La participación del Estado en la transformación de los indios en ciudadanos estaba legitimada de alguna manera para De la Portilla por la historia, de tal manera que, si ‘‘todavía los gobiernos mandan sus fuerzas contra los indígenas que no han querido someterse a la raza conquistadoIbidem, p. 92. Idem. Cfr. ibidem, p. 88. Idem. Cfr. también ibidem, p. 90. Sin embargo, más adelante, llamaría la atención sobre el hecho de que los propios indígenas no se quejaban del trato que les dispensaban las autoridades españolas o mexicanas: cfr. ibidem, pp. 24, 61 y 154. 80 Ibidem, p. 110. Aquí sí creía conveniente tomar el ejemplo español como modelo, ‘‘sin aquellas exageraciones’’: ibidem, p. 111. 76 77 78 79

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ra’’; ‘‘si los españoles cometieron una iniquidad, la misma, y menos disculpable, siguen cometiendo sus descendientes: si estos tienen derecho á continuar las conquistas, no les vienen sino de las primeras’’.81 De la Portilla estaba convencido de que el medio más eficaz para provocar un cambio social, cultural y económico en el nuevo Estado no debía proceder de la inmensa producción legislativa que por esos años se llevaba a cabo; al menos, no exclusivamente. A la situación de cambio jurídico de los indígenas de México impuesta por la ley, que a De la Portilla le parecía absurda, ‘‘porque la palabra de un legislador no tiene la virtud de violentar las leyes de la naturaleza, apresurando la marcha gradual del tiempo’’,82 había que añadir la ineficacia de lo establecido por la ley, que ‘‘en la práctica fué una burla’’,83 y que había suprimido todos los recursos disponibles de los indígenas para denunciar los abusos recibidos del resto de la población, de tal manera que ‘‘ellos [los indios] cayeron desfayecidos é inermes bajo su disfraz de ciudadanos, en medio de una sociedad que no los recibia en su seno sino para hacerles sentir mejor su debilidad e impotencia’’.84 La falta de medios de defensa de los indios que la ley había eliminado ----incluso se había suprimido la palabra con la que se les había denominado hasta entonces, como lo estableció, entre otros, Maximiliano85---se unía a la circunstancia de que no se había alterado su condición social, de tal manera que ‘‘todos... han podido abusar de ellos á mansalva, escudados en las mismas leyes’’.86 Don Anselmo pensaba que era necesaria una reforma de esa condición social de los indios, con el objeto de que no Ibidem, p. 125. Ibidem, p. 88. Anselmo de la Portilla compartía las opiniones de sus contemporáneos cuando trataba de comprender los modos de vida indígenas, tan diferentes a los de corte occidental; además, no hacía falta recurrir a ninguna autoridad para saber cómo eran los indios: bastaba con observarlos diariamente: ‘‘sus hábitos no revelan siquiera ese instinto natural de todo sér viviente, que busca el placer y huye del dolor: apenas comen, apenas visten: un techo de paja es su habitacion, un puñado de maíz su alimento, el suelo su cama, y su vestido un andrajo’’: ibidem, pp. 90 y 96. Iguales opiniones que las de los políticos mexicanos sustentaba De la Portilla cuando se refería a las prácticas religiosas indígenas: ‘‘sus nociones religiosas son una monstruosa mezcla de supersticiones pueriles y de prácticas ridículas’’: ibidem, p. 90. 83 Ibidem, p. 88. 84 Idem. 85 A su llegada al puerto de Veracruz, Maximiliano había prohibido que se utilizara la palabra indio para distinguir a una parte de sus súbditos: cfr. ibidem, p. 101. 86 Ibidem, p. 89. Cfr. también ibidem, p. 205. E incluso los blancos había actuado en contra de la ley: De la Portilla denunció que en Oaxaca y Yucatán seguía cobrándose, ‘‘aunque con otro nombre’’, el tributo indígena, a pesar de que ya había sido prohibido desde la promulgación de la Constitución de Cádiz en el Virreinato de la Nueva España: ibidem, p. 53. 81 82

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hubiera que recurrir a la inmigración extranjera para alcanzar el progreso del país.87 No era suficiente la declaración bienintencionada de la ley, si no iba acompañada de un cambio en las costumbres y en las creencias de quienes aplicaban y obedecían estas leyes, y de esto podían ponerse varios ejemplos, como el de Estados Unidos. Por eso, la declaración de igualdad y el reconocimiento de los indios como ciudadanos no había impedido que cualquier cabo de escuadra h[ubiera] podido arrancarlos de su hogar, ó arrebatarlos en la calle, para meterlos en un cuartel y hacerlos soldados; cualquier cabecilla h[ubiera] podido arrastrarlos á una plaza pública para hacerlos instrumento de miserables ambiciones; cualquier guarda de garita h[ubiera] podido vejarlos y maltratarlos con el pretexto de cobrar los derechos aduanales; cualquier palurdo de Europa y cualquier holgazan de México se consideran autorizados á despreciarlos..., y hablándoles de tu como á los siervos los señores.88

Frente a este trato que el nuevo Estado mexicano les dispensaba, los indígenas contaban con sus propios mecanismos de defensa. Por eso explicaba De la Portilla que ‘‘rechaza[ra]n el bienestar que ella [la República] podia ofrecerles; por eso permanecen hoy en el mismo estado de ignorancia y de atraso, de abyección y miseria que en otros tiempos’’.89 Este comportamiento también se hacía evidente en las relaciones de los indígenas con los blancos; sobre todo, en los días de mercado en la ciudad, donde ‘‘apenas osan levantar los ojos hácia los blancos’’,90 hasta que emprendían el camino de regreso a sus pueblos ‘‘despues de sufrir con aparente insensibilidad... nuevos desprecios y nuevas humillaciones’’.91 En ocasiones, De la Portilla se dejó llevar por los prejuicios que compartía toda la opinión pública respecto a las etnias; sin embargo, su postura sobre las cualidades y defectos de éstas podía sintetizarse de la siguiente manera: creemos que Dios y la naturaleza les han dado, en punto á sus facultades intelectuales y morales, lo mismo que á todos los demas hombres, pero que Cfr. ibidem, pp. 107-108. Ibidem, p. 89. Ibidem, p. 90. Idem. Ibidem, pp. 90-91. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 124 y 149. 87 88 89 90 91

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tienen los vicios y defectos de su educacion, de su condicion social y de sus largas desgracias. No dirémos, porque seria falso é injusto, que son dados á la ociosidad, á la embriaguez, á la mentira y al robo; pero vemos que son más indolentes que activos, más recelosos que francos, más parcos en el comer que sobrios en la bebida, y que no siempre muestran tener idea cabal del respeto que la propiedad merece.92

Sin embargo, todos estos defectos podían achacarse no sólo a los propios interesados, sino a los encargados de su educación y de la sociedad en general: ‘‘por todas partes hay parodias de letrados que los engañan, y en todas partes pululan esos tornadizos de nueva especie, que les enseñan su ciencia de mentiras para pervertirlos y esquilmarlos’’.93 Desde luego, De la Portilla estaba convencido de que, para que los indios alcanzaran el grado de civilización necesario para llegar a ser verdaderamente ciudadanos del Estado mexicano, las autoridades debían emprender una labor esencial, que era explicar a los indios las obligaciones, deberes y derechos que suponía esta condición de ciudadanos, además de evitar a toda costa los abusos que se cometían precisamente por la ignorancia de los indios.94 Era necesario que el Estado interviniera para ‘‘sujetarlos [a los indios] á sus leyes y á sus costumbres, quitarles la independencia de que gozan en sus bosques, traerlos á la vida civilizada’’.95 Además, aunque equiparó a las etnias con las ‘‘clases proletarias’’, llamó la atención de sus contemporáneos sobre las diferencias radicales que existían entre las dificultades de adaptación de los indígenas al Estado nacional y los problemas que afrontaban otros países a causa de ‘‘estas clases proletarias’’.96 El balance del conflicto mexicano debía ser positivo, pues los indios no son impecables, pero rara vez ó nunca se encuentran entre ellos los grandes delincuentes. Apacibles de condicion, perdonan fácilmente las injurias, y sus venganzas casi nunca son sangrientas. Sus armas son las piedras y los palos, nunca los puñales ni otros instrumentos de muerte; 92 Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, pp. 96-97. En otra ocasión, afirmó que los indios ‘‘han sido siempre muy apegados á sus propiedades, y han tenido una rara habilidad y teson para defenderlas’’: ibidem, p. 73. 93 Ibidem, p. 112. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 79-80, 111-112, 136, 146-150, 279 y 290. 94 Cfr. Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 97. 95 Ibidem, p. 125. 96 Ibidem, p. 98. Cfr. también ibidem, pp. 112-113.

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y por eso sus riñas rara vez producen resultados desastrosos. En fin, la suavidad de su carácter se revela hasta en sus pasiones, y son enteramente desconocidos entre ellos esos crímenes atroces que estremecen á la sociedad en otras partes.97

Por eso, Anselmo de la Portilla manifestaba en este libro su esperanza de que era posible la redención e incorporación de los indios al Estado nacional: ‘‘una raza que vive todavía á pesar de haber pesado sobre ella tres siglos de dolores; una raza que despues de todo, y en medio de su miseria, es todavía la fuerza material y productora de la nacion á que pertenece, es una raza que puede cumplir aún grandes destinos’’.98 Si se conseguía que los indios se incorporaran a los procesos de producción y de consumo modernos, el problema estaría resuelto y no sería necesaria la inmigración extranjera.99 Las dificultades comenzaban por determinar de qué manera iba a producirse esa incorporación de los indios a los procesos productivos y de desarrollo de México. Desde luego, para De la Portilla no se trataba de ‘‘prodigar leyes sobre esta materia’’,100 que habría sido imitar el modelo español que había demostrado su fracaso; sino que, en su opinión, debía ponerse en marcha un programa en que se incluyeran ‘‘pocas leyes y buenas, muchos establecimientos de enseñanza, muchos y buenos maestros, un buen sistema de educación, y una constante solicitud para ponerle en práctica’’.101 En libros anteriores, De la Portilla había expresado su convicción de que las reformas sociales propiciadas por el gobierno debían contar con varios elementos claves: el factor humano, las circunstancias históricas, las costumbres y las creencias, entre otras. Y la labor del historiador era mostrar todos esos factores para implantar mecanismos eficaces de cambio, que para don Anselmo no debían implicar necesariamente un desprecio de las experiencias del pasado.102

97 Ibidem, p. 98. Las actitudes violentas de los indios sólo se manifestaban ‘‘en las cuestiones sobre tierras, [en las que] no ceden jamás, y abandonan su habitual timidez para hacer frente no solo á los particulares poderosos, sino al mismo poder público’’: ibidem, p. 74. 98 Ibidem, p. 100. 99 Cfr. ibidem, p. 107. 100 Ibidem, p. 108. 101 Ibidem, p. 109. 102 Cfr. Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, pp. 110-111.

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Muy de pasada, y para establecer la comparación entre lo actuado por las autoridades españolas y por las del nuevo Estado, De la Portilla abordó el problema de la conservación de las lenguas indígenas, mediante la elaboración de gramáticas y diccionarios, como parte del patrimonio cultural de la nación: ‘‘sus idiomas están enteramente abandonados, como si no tuviéramos interes en conservarlos y aprenderlos para bien de las letras y de la historia’’.103 Además de estos medios, la reforma no tendría éxito si no iba secundada por todas las autoridades, encargadas de aplicar las leyes, y por toda la sociedad, que debía obedecerlas, de tal manera que ‘‘abandonen ese desden tradicional con que tratan á los indios, y que se abstengan sobre todo de maltratarlos de palabra y de obra, bajo severas penas’’.104 Al respecto, el papel que podía desempeñar el clero, siguiendo el modelo español, era importantísimo; sobre todo, porque ya no se trataba de ‘‘someter tribus nómadas, sino de perfeccionar la civilizacion de pueblos dóciles, obedientes y pacíficos’’.105 Al igual que habían hecho otros extranjeros que escribieron sobre los indígenas de México, como la marquesa de Calderón de la Barca,106 De la Portilla identificó perfectamente las nefastas consecuencias que el contacto con los blancos ejercía sobre los indígenas, que los convertía en ‘‘séres abyectos y degradados’’:107 cuando los modos de vida occidentales no penetraban lo suficiente, el resultado era mucho peor en comparación con sus congéneres que vivían alejados de los centros urbanos y no habían tenido ningún vínculo con las formas de vida de los blancos.108 Lejos pues de los grandes centros de poblacion, en los lugares apartados donde viven con sus costumbres primitivas sin consentir otras, no se encuentran esa ignorancia, ni esa miseria, ni esas actitudes serviles: al contrario, el viajero encontrará en algunos todo el saber de nuestros sabios, en 103 Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 257. En realidad, De la Portilla no se planteó el tema de la diversidad lingüística, a pesar de reconocer que ‘‘el idioma es el signo especial y expresivo de las nacionalidades’’, ni de la orientación que el Estado debía adoptar respecto a esta cuestión. Las lenguas vernáculas de México eran tratadas por don Anselmo como una pieza arqueológica que pudiera exponerse en un museo, si eso fuera posible: ibidem, p. 34. 104 Ibidem, p. 109. 105 Ibidem, p. 112. Cfr. también ibidem, pp. 109-111. 106 Véase el trabajo ‘‘Frances Erskine Inglis Calderón de la Barca y el mundo indígena mexicano’’, en este libro. 107 Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 99. 108 Cfr. idem.

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otros la habilidad de nuestros artistas, limpieza y bienestar en todos, y en muchos un destello de la dignidad y altivez de que dieron pruebas sus antepasados.109

Sin embargo, ésta no era la situación ideal, que en un mismo país convivieran dos razas distintas con dos modos de vida diferentes. Una de ellas debía absorber a la otra; evidentemente se trataba de fundir la ‘‘raza azteca’’ con la blanca, de manera que así se remediaran los males que padecían los indígenas. No dejan de ser significativas las palabras que dejó escritas De la Portilla al respecto: ‘‘es preciso hacer que los indios sean de veras hombres, y para ello hay que derribar los muros que los separan de las otras razas: es preciso que entren en el movimiento general, á correr la suerte de todos los demas ciudadanos’’.110 Anselmo de la Portilla no encontraba argumentos razonables en contra del mestizaje, puesto que era un fenómeno natural en todos los pueblos, ‘‘que se han formado con la sangre de otras razas poderosas que los invadieron, conquistaron y absorbieron’’.111 La desaparición de la raza indígena era, en último término, ‘‘la ley de la Providencia y la ley de la historia’’.112 De la Portilla aprovechó esa ocasión para arremeter contra los que afirmaban que la solución al problema indígena era el exterminio, según el modelo norteamericano, porque impedían el progreso de la nación, que se había asociado a la inmigración de europeos. Estas opiniones exasperaron a don Anselmo: ¡pobres indios! Humillados y desvalidos como están, ellos lo hacen todo en este país: ¡y se dice que estorban! Llevan sobre sus hombros las cargas mas pesadas de esta sociedad; cultivan la tierra, crian los ganados, abren los caminos; abastecen á las ciuda109 Idem. Éste era un argumento para combatir las opiniones de los que sostenían que los indios no poseían las mismas capacidades intelectuales que los blancos, al igual que el ejemplo de muchos indígenas que habían destacado en su tiempo por sus cualidades como literatos, políticos, etcétera: cfr. ibidem, pp. 99-100, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 243. 110 Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 102. A propósito de esta cuestión, se quejó de que la Corona española no hubiese impulsado con más ahínco una política de mestizaje como la que se trataba de implantar en aquellas fechas, de modo que ya no existiera el problema indígena, porque ‘‘la [raza] azteca no existiria ya’’: ibidem, p. 102. Cfr. también ibidem, pp. 104-105 y 113, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 233-244 y 248-257. 111 Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 113. 112 Ibidem, p. 114. Cfr. también ibidem, pp. 22-23.

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des, forman la fuerza de los ejércitos, contribuyen para los gastos públicos; dan en fin sus brazos á todas las industrias, su fuerza á todos los gobiernos, su sangre á la patria: ¡y se dice que estorban! Suprimidlos por un momento, y la vida de esta sociedad se interrumpe como herida de un rayo: la agricultura se queda sin brazos, la industria sin consumidores, el comercio sin auxiliares, el ejército sin soldados, las poblaciones sin pan... ¿Y todavía se dirá que estorban?113

Como muchos otros, Anselmo de la Portilla se asomó a la realidad mexicana desde una perspectiva que ignoraba a los pueblos indígenas del nuevo Estado nacional. Cuando reflexionó sobre los indios ----unos indios que ya no existían, pues se trataba de los que habían estado sometidos a la Corona española----, lo hizo para defender a su patria de los ataques, para él injustificados, de los liberales de la última generación. Cuando abordó el problema contemporáneo étnico de México, lo desarrolló como cualquier otro mexicano: no se asombró de lo asombroso; la solución era, también para él, la transculturización de los indígenas y, en último término, su eliminación a través del inevitable mestizaje.

113 Ibidem, p. 106. Cfr. también ibidem, p. 49, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 622.

CAPÍTULO DÉCIMO BRASSEUR DE BOURBOURG ANTE LAS REALIDADES INDÍGENAS DE MÉXICO Manuel FERRER MUÑOZ* SUMARIO: I. La personalidad de Brasseur de Buorbourg. II. La obra escrita de Brasseur de Buorbourg. III. El México de Brasseur de Buorbourg. IV. Las apreciaciones de Brasseur de Buorbourg. V. Conclusiones.

I. LA PERSONALIDAD DE BRASSEUR DE BOURBOURG Ordenado sacerdote en Roma a los treinta años de edad, en 1844, Charles Étienne Brasseur de Bourbourg realizó su primer viaje a México cuatro años después, en calidad de capellán de la legación francesa en nuestro país. Permaneció en la República mexicana dos años, y dedicó íntegramente uno de ellos a viajar por su interior, hasta California. Regresó a Europa en octubre de 1851.1 En julio de 1854, Brasseur volvió a cruzar el Atlántico desde Francia, para internarse por tierras de Guatemala, El Salvador y Nicaragua. Desde principios de 1857 hasta marzo de 1859 residió en comunidades indígenas de Guatemala, cuyo arzobispo lo había nombrado administrador eclesiástico de los quichés de Rabinal, los cakchiqueles de San Juan Zacatepec, y los mames de Iztlahuacan, Zipacapa, Ichil y Tutuapa. Impulsado por una notable curiosidad intelectual, aprovechó su estancia entre los Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Cfr. Brasseur, Charles, Popol Vuh. Le livre sacré et les mythes de l’antiquité américaine, avec les livres héroiques et historiques des quichés, ouvrage original des indigènes de Guatémala, texte quiché et traduction française en regard, accompaignée de notes philologiques et d’un commentaire sur la mythologie et les migrations des peuples anciens de l’Amérique, etc., composé sur des documents originaux et inédits, Paris, Arthus Bertrand, 1861, prólogo, p. III, nota 1. * 1

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quichés de Rabinal para aprender su idioma,2 lo que le valió el reconocimiento y el ingreso en la Sociedad Económica de Amigos de Guatemala.3 En 1857, antes de emprender su excursión por el istmo de Tehuantepec, que sería el cuarto de sus periplos por tierras del Nuevo Mundo, Brasseur estrechó lazos con algunas sociedades científicas, como la Academie des Inscriptions et Belles Lettres, y gestionó el apoyo del Ministerio francés de Instrucción Pública.4 El tiempo comprendido entre 1858 y 1860 fue dedicado por Brasseur a trabajar en Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, dans l’état de Chiapas et de la République de Guatemala (véase infra). Como se acaba de indicar, contó para ese proyecto con los auspicios del gobierno de Napoleón III. Su arribo a México, donde pensaba empezar su estudio, se produjo en mayo de 1859. Terminado su largo itinerario, estaba de vuelta en París en octubre de 1860.5 En 1863 encontramos a Brasseur otra vez en la República mexicana, decidido a emprender excavaciones en Yucatán y en óptimas relaciones con el emperador Maximiliano, que quiso comprar su biblioteca, y que llegó a ofrecerle el Ministerio de Educación y la Dirección de Museos y Bibliotecas del Imperio mexicano. Brasseur rechazó esas proposiciones y, si hemos de atenernos a su testimonio, aceleró su salida para América Central, que efectuó en abril de aquel año, para no ceder a la tentación de aceptar el nombramiento.6 Brasseur siempre compartió con el emperador el amor al estudio del pasado de México, y se hizo acreedor de la insignia de la orden de Guadalupe, que le concedió Maximiliano para premiar sus estudios. El aprecio del emperador hacia la persona del abate francés se manifiesta por un Cfr. idem. Cfr. Brasseur, Charles, Gramática de la Lengua Quiché, según manuscritos de los mejores autores guatemaltecos, acompañada de anotaciones filológicas y un vocabulario, nota introductoria del Instituto Indigenista Nacional de Guatemala, Guatemala, Editorial del Ministerio de Educación Pública ‘‘José de Pineda Ibarra’’, 1961, p. 9. 4 Cfr. Brasseur, Charles, Popol Vuh, prólogo, p. III, nota 1. 5 Cfr. idem. 6 Brasseur, Charles, Quatre lettres sur le Mexique. Exposition absolue du système hiéroglyphique mexicain. La fin de l’âge de pierre. Époque glaciare temporaire. Commençement de l’âge de bronze. Origines de la civilisation et des religions de l’antiquité d’après le teo-amoxtli et autres documents mexicains, etc., Paris, Auguste Durand et Pedone-Madrid, Bailly-Baillière, 1868, pp. XIIXIII, y Brasseur, Charles, Bibliothèque Mexico-Guatémalienne précédée d’un coup d’oeil sur les études américaines dans leurs rapports avec les études classiques et suivie du tableau par ordre alphabétique des ouvrages de lingüistique américaine contenus dans le même volume, rédigé et mise en ordre d’après les documents de sa collection américaine, Paris, Maisonneuve, 1871, pp. III-IV. 2 3

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comentario elogioso que, según Brasseur, pronunció Maximiliano en una ocasión ante los integrantes del Consejo de Estado: ‘‘s’ils connaissaient personne parmi les étrangers, qui fût mieux informé des choses de leur pays’’.7 Tras unos años de intenso trabajo, en los que vieron la luz varias obras suyas y creció el predicamento del abate en los medios científicos de Francia, México y Guatemala, Brasseur de Bourbourg murió en Niza en 1872. II. LA OBRA ESCRITA DE BRASSEUR DE BOURBOURG Fruto de la primera estancia de Brasseur en México son las Lettres pour servir d’introduction à l’histoire primitive des nations civilisées de l’Amérique septentrionale (México, M. Murguía, 1851), que se publicó en edición bilingüe francés-español, cuando Brasseur estaba ya de regreso en Francia. Entre 1857 y 1859, Brasseur de Bourbourg publicó una obra en cuatro volúmenes, que era fruto de su madrugador interés por las culturas precolombinas de México y de Centroamérica: los volúmenes I y II habían sido elaborados durante el viaje que realizó a esta última región en 1854. El título que Brasseur dio a ese trabajo fue Histoire des nations civilisées du Mexique et de l’Amérique Centrale, durant les siècles antérieurs à Christophe Colomb, écrite sur des documents originaux et entièrement inédits, puisés aux anciennes archives des indigènes (Paris, Arthus Bertrand, 1857-1859). La aparición de este libro no pasó inadvertida para los medios intelectuales de Francia: Hyacinthe Charency publicó un resumen del texto, precedido de unas páginas donde prodigaba todo género de elogios a Brasseur y calificaba como un acontecimiento de importancia la impresión de esa obra, que era fruto de veinte años de esfuerzos y de una prolongada estancia de su autor en Guatemala, como cura de los indios de Rabinal.8 Ese ahínco de Brasseur por sacar a la luz fuentes documentales que revelaran testimonios de los indígenas americanos sobre sí mismos no 7 ‘‘Si conocían a algún extranjero mejor informado que él sobre las cosas de su país’’ (Brasseur, Charles, Quatre lettres sur le Mexique, p. XII). 8 Cfr. Charency, Hyacinthe, Compte rendu et analyse de l’Histoire des nations civilisées du Mexique et de l’Amérique centrale, etc., de M. l’abbé Brasseur de Bourbourg, Versalles, Beau Jeune, 1859, p. 4.

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tardaría en verse premiado con importantes descubrimientos, y se reflejaría también en el rescate y traducción de códices como Popol Vuh ----el libro sagrado de los quichés----, Rabinal-Achí,9 Troano y Chimalpopoca. En efecto, a Brasseur de Bourbourg se debe el hallazgo de un manuscrito que contenía una copia de la Relación de las cosas de Yucatán escrita por fray Diego de Landa a mediados del siglo XVI.10 Ese documento, que pudo haberse extraviado cuando se expulsó a los franciscanos de Yucatán, en 1820, fue encontrado por el abate francés en el invierno de 1863, en la biblioteca de la Real Academia de la Historia, en la ciudad de Madrid. Brasseur se ocupó personalmente de la publicación, que se concluyó al año siguiente, en el marco de una colección documental denominada Collection de documents dans les langues indigènes pour servir à l’étude de l’histoire et de la philologie de l’Amérique ancienne (Paris, Auguste Durand-Arthus Bertrand), donde aparecieron otras investigaciones del abate sobre historia y lenguas aborígenes (la ya mencionada Grammaire de la langue quichée, por ejemplo; o Quatre lettres sur le Mexique, de que se tratará más adelante). Fue, en fin, Brasseur quien tituló el texto con el nombre Relation des choses de Yucatan, con que ha llegado hasta nosotros.11 Al mismo Brasseur de Bourbourg se debe otro importante descubrimiento bibliográfico, aunque menos sonado que el del manuscrito de Landa. Nos referimos a la obra de fray Bernardo de Lizana titulada Historia de Yucatán, devocionario de Nuestra Señora de Izmal, y conquista espiritual, que Brasseur consultó durante los años 1849 y 1850 en un ejemplar trunco que se hallaba en la Universidad de México. Una selección de los pasajes que a Brasseur parecieron más interesantes se publicó en 9 Brasseur, Charles, Grammaire de la langue quichée Espagnole-Française, mise en parallèle avec ses deux dialectes, cakchiquel et tzutuhil, tirée des manuscrits des meilleurs auteurs guatémaliens. Ouvrage accompagnée de notes philololiques avec un vocabulaire comprenant les sources principales du quiché, comparées aus langues germaniques et suivi d’un essai sur la poésie, la musique, la danse et l’art dramatique chez les mexicains et les guatémaltèques avant la conquête, servant d’introduction au Rabinal-Achí, drame indigène avec sa musique originale, texte quiché et traduction française en regard, Paris, Arthus Bertrand, 1862. Hay una traducción al español, realizada en Guatemala en 1961: Gramática de la Lengua Quiché, según manuscritos de los mejores autores guatemaltecos, acompañada de anotaciones filológicas y un vocabulario. 10 Se trata de una copia que, según Brasseur, se escribió unos treinta años después de la muerte de Landa: cfr. Brasseur, Charles, S’il existe des sources de l’histoire primitive du Mexique dans les monuments égyptiens et de l’histoire primitive de l’ancien monde dans les monuments américains?, Paris, Auguste Durand-Madrid, Bailly-Baillière, 1864, p. 4, nota 2. 11 Cfr. Pérez Martínez, Héctor, ‘‘Introducción’’, en Landa, Diego de, Relación de las Cosas de Yucatán, México, Editorial Pedro Robredo, 1938, pp. 45 y 47.

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1864, precisamente como apéndice a la edición de la obra de fray Diego de Landa. Ese mismo año, animado indudablemente por sus propios éxitos, Brasseur consiguió la edición de un ensayo donde se recreaba en los paralelismos, tan al gusto de la moda de esos años, entre las civilizaciones americanas y la egipcia: S’il existe des sources de l’histoire primitive du Mexique dans les monuments égyptiens et de l’histoire primitive de l’ancien monde dans les monuments américains?, Paris, Auguste DurandMadrid, Bailly-Baillière, 1864. Por noticias del propio Brasseur, sabemos que ese texto debía servir de introducción a la Relation des choses de Yucatan, incluida como volumen III en la Collection de documents dans les langues indigènes.12 Poco después, en 1866, Brasseur publicó ----también en París---- un repertorio de materiales arqueológicos mexicanos al que llamó Recherches sur les ruines de Palenqué et sur les origines de la civilisation du Mexique (Paris, Arthus Bertrand, s. a.), que acompañaba al álbum de Waldeck.13 Esa línea de investigación encontró continuidad con las Quatre lettres sur le Mexique, que editaron Durand y Pedone y Bailly-Ballière en 1868. Entre los volúmenes que recogieron los trabajos de la Commission Scientifique du Mexique et de l’Amérique Centrale, publicados en 1870, encontramos dos titulados Études sur le système graphique et la langue des Mayas, en los que Brasseur reprodujo las profecías de los sacerdotes mayas sobre el final del culto a los ídolos. Se cumplían por entonces siete años desde la fundación de aquella Commission Scientifique, que debió mucho al empeño de Brasseur. En efecto, según atestigua el clérigo francés, dos años antes del decreto por el que se creó la Comisión, le habían propuesto de parte de Napoleón III que presidiera la Comisión Científica que debía acompañar al cuerpo expedicionario francés que iba a embarcarse para México. Después de la negativa de Brasseur, que manifestó su desagrado por la perspectiva de viajar en compañía de las tropas de ocupación, otra vez se le invitó a incorporarse al proyecto, en nombre de su nuevo promotor, el mariscal Vaillant. De todos modos, hay que relativizar la importancia de la CommisCfr. Brasseur, Charles, S’il existe des sources, p. 1. Cfr. Waldeck, Frédéric de, Monuments anciens du Mexique. Palenque et autres ruines, Paris, 1866. 12 13

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sion Scientifique, que se resintió del carácter efímero de la presencia francesa en México y tuvo una vida breve.14 En 1871, un año antes de la muerte de Brasseur, salió de la imprenta su Bibliothèque Mexico-Guatémalienne, una obra erudita que contenía noticias de los documentos de que se había servido Brasseur para las investigaciones que llevó a cabo durante veinticinco años. Todavía aparecería publicada otra obra de Brasseur, el mismo año de su fallecimiento: Dictionnaire, grammaire et chrestomathie de la langue maya, précédés d’une étude sur le système graphique des indigènes du Yucatan (Mexique), Paris, Maisoneuve, 1872. Antes de cerrar este suscinto repaso a lo más sobresaliente de la producción escrita de Brasseur de Bourbourg, deberán mencionarse otros libros que recogieron sus estudios sobre la historia eclesiástica de Canadá y las anotaciones de sus viajes por América Central: Histoire du Canada, de son église et de ses missions, depuis la découverte de l’Amérique jusqu’à nos jours, écrite sur des documents inédits compulsés dans les archives de l’Archevêché et de la ville de Québec (Paris, Sagnier et Bray, 1852, 2 vols.); Notes d’un voyage dans l’Amérique centrale. Lettres à M. Alfred Maury (Paris, imprenta de E. Thunot et Cía., 1855), y De Guatémala à Rabinal, épisode d’un séjour dans l’Amérique centrale pendant les années 1855 et 1856 (París, oficinas de la Revue européenne, 1859). Faltaría, en fin, por mencionarse Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, dans l’état de Chiapas et de la République de Guatemala, obra realizada bajo los auspicios del Ministerio de Instrucción Pública de Napoleón III y publicada en 1859-1860; traducida al español por el Fondo de Cultura Económica y la Dirección General de Publicaciones y Bibliotecas de la Secretaría de Educación Pública, editada por esas instituciones en 1981 y 1984, y objeto preferente de la investigación que se desarrolla a lo largo de estas páginas. Ha de advertirse que, aunque Brasseur previó dedicar el segundo volumen a sus peripecias por Chiapas y Guatemala, nunca llegó a realizar este proyecto. III. EL MÉXICO DE BRASSEUR DE BOURBOURG En el estudio dedicado a Mathieu de Fossey de este mismo libro se trata con amplitud sobre la importancia que, en la cuarta década del siglo, cobró la colonización del istmo de Tehuantepec. También ahí se explican 14

Cfr. Brasseur, Charles, Quatre lettres sur le Mexique, pp. XIII-XIV.

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con detalle las circunstancias que condujeron al fracaso de aquellos proyectos, que atrajeron la atención de tantos aventureros dentro y fuera del país. Entre ellos no pueden olvidarse los nombres de Juan Obregozo y de Françoise Giordan, autores de un libro publicado en 1838: Descriptions et colonisation de l’Isthme de Tehuantepec. Lo notable del caso es que los fracasos repetidos en la colonización de la región de Coatzacoalcos ----que Brasseur atribuía a ‘‘la guerre civile qui n’a cessé de dévorer la vitalité du Mexique’’,15 cuyos efectos destructivos le hacían evocar con nostalgia la prosperidad de que disfrutaron antaño ciudades como Tehuantepec---- no desalentaron a empresarios ni colonos: todavía en 1884, Alejandro Prieto publicó un libro, en el que había recopilado la información que estimó útil para quienes hubieran de dirigir el asentamiento de colonias en el istmo.16 Sí es apreciable un cambio en la orientación de esos planes: sobre todo, a partir del año 1842, cuando José de Garay obtuvo de José María Bocanegra, ministro de Relaciones de Antonio López de Santa Anna, la concesión para construir una vía interoceánica en Tehuantepec.17 A las inquietudes provocadas por las aspiraciones estadounidenses, que se manifestaron por vez primera en 1848, siguió en 1852 la publicación de un libro de John Jay Williams que Charles Étienne Brasseur conoció a la perfección. Se trata de El istmo de Tehuantepec, resultado del reconocimiento que para la construccion de un ferro-carril de comunicacion entre los Oceanos Atlántico y Pacífico ejecutó la comision científica, bajo la direccion del Sr. J. G. Barnard,18 ingeniero al servicio de la Tehuantepec Railroad Co. of New Orleans, a la que se había concedido permiso para la construcción de un ferrocarril, que luego fue revocado.19 15 ‘‘La guerra civil que no ha cesado de agotar la vitalidad de México’’ (Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec dans l’État de Chiapas et la République de Guatémala: executée dans les années 1859 et 1860, par l’abbé Brasseur de Bourbourg, Membre des Sociétés de Géographie de Paris, de Mexico, etc., Ancien Administrateur ecclesiastique des Indiens de Rabinal, Chargé d’une mission scientifique de S. E. M. le Ministre de l’Instruction publique et des Cultes dans l’Amérique-Centrale, Paris, Arthus Bertrand, 1861, p. 17). Véase también ibidem, pp. 138 y 146-148. Puede consultarse además la traducción al español: Brasseur, Charles, Viaje por el istmo de Tehuantepec, México, Fondo de Cultura Económica, 1981 y 1984. 16 Prieto, Alejandro, Proyectos sobre la colonización del istmo de Tehuantepec, México, Ignacio Cumplido, 1884. 17 Cfr. Baranda, Joaquín, Recordaciones históricas, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1991, vol. II, pp. 138-139, y Fernández Mac Gregor, Genaro, El istmo de Tehuantepec y los Estados Unidos, México, s. e., 1954, pp. 13-19. 18 Esta obra fue publicada en México por Vicente García Torres, en el año ya indicado de 1852. 19 Cfr. Baranda, Joaquín, Recordaciones históricas, vol. II, pp. 139-141.

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No mucho después, Brasseur tuvo ocasión de tratar directamente con los responsables de la Compañía Luisianesa de Tehuantepec que, en 1857, obtuvo el privilegio para abrir una comunicación interoceánica en el istmo. En efecto, Brasseur llegó a Minatitlán en mayo de 1859 a bordo de un vapor estadounidense, el Guazacoalcos, fletado por la Luisianesa. Lo acompañaban numerosos pasajeros que eran personas a las que había contratado la compañía, ‘‘ou désireux de s’engager avec elle, pour travailler sur l’isthme ou obtenir quelque emploi dans l’administration du transit qui continuait laborieusement à s’organiser à cette époque’’.20 Para entonces, la empresa alentada por la Luisianesa gozaba de una notable popularidad, estimulada por medio de un diario ilustrado, que contenía vistas, croquis y paisajes del istmo.21 No tardarían en manifestarse alarmantes síntomas de debilidad, provocados por la mala gestión de la compañía, que no fiscalizó con el necesario cuidado la actuación de sus empleados establecidos en el istmo.22 La suspensión de los trabajos de la Luisianesa no fue sino el corolario obligado de ese estado de cosas: aunque las autoridades mexicanas decretaron de inmediato la requisición de los bienes de la compañía, Juárez canceló esa medida y ordenó que se levantaran los secuestros impuestos a sus propiedades.23 Un mes antes del desembarco de Brasseur en Minatitlán, Estados Unidos había reconocido al gobierno de Benito Juárez. A cambio se gestionó el tratado de Mac Lane-Ocampo que, aunque llegó a firmarse en diciembre de 1859, encontró el rechazo del Senado estadounidense. México corrió con suerte, porque una de las cláusulas que se establecieron otorgaba a Estados Unidos derechos de perpetuidad sobre el tránsito por el istmo de Tehuantepec, con la consiguiente afrenta a la soberanía nacional mexicana.24 Aunque Brasseur coincidió con Robert Mac Lane en Minatitlán, incurre en cierta imprecisión cuando relata la anterior estancia de Mac Lane en Veracruz, adonde había llegado el 31 de marzo de 1859.25 En efecto, la 20 ‘‘O deseos[a]s de trabajar en el istmo u obtener algún empleo en la administración del tránsito que seguía organizándose laboriosamente en esta época’’ (Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, p. 8). Véase también ibidem, pp. 18-19. 21 Cfr. ibidem, p. 11. 22 Cfr. ibidem, pp. 77-78 y 115-116. 23 Cfr. ibidem, pp. 204-207. 24 Cfr. Fernández Mac Gregor, Genaro, El istmo de Tehuantepec y los Estados Unidos, pp. 135-220. 25 Cfr. Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, pp. 23-42.

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información de que dispuso era indirecta, proporcionada por John Mac Keod Murphy, senador por el estado de Nueva York, antiguo colaborador del mayor Barnard y personaje cercano a los directivos de la Compañía Luisianesa. Además, la versión de Murphy era incompleta; se sustentaba a su vez en lo que le había contado Émile La Sère, presidente de la compañía, y se refería sólo a las gestiones diplomáticas de Mac Lane que culminaron en el reconocimiento del gobierno de Juárez. Apenas indicaba esa fuente nada acerca de la tramitación del tratado ni de los contenidos del acuerdo: sólo se mencionaba la habilidad de La Sère para engatusar a Mac Lane, deslumbrándolo con la gloriosa perspectiva de ‘‘obtenir de nouvelles concessions sur l’isthme de Tehuantepec et à assurer, par un nouveau traité, la prépondérance américaine dans ces contrées’’.26 En realidad, el gobierno de James B. Buchanan se había mostrado favorable al reconocimiento de Juárez, siempre y cuando quedara asegurada una contrapartida satisfactoria para Estados Unidos. Según Ralph Roeder, asaltaron después algunas dudas a Buchanan, y acordó dejar libertad de decisión a Mac Lane para que, discrecionalmente, otorgara o no el reconocimiento. El representante estadounidense procedió con excesiva premura, pues a los cinco días de su llegada a Veracruz había presentado ya sus credenciales al presidente Juárez. A partir de entonces, convencido indudablemente de haber obrado con ligereza, resolvió adoptar los lentos procedimientos de Buchanan, y avanzar sin prisas en las discusiones del tratado.27 La estancia de Charles Étienne Brasseur en una región como Tehuantepec, tan sujeta a las agitaciones de las guerras civiles que asolaron México en el tramo central del siglo, se refleja en muchas páginas de su Voyage sur l’isthme. Hay un pasaje, que reproducimos en su integridad, que describe la pugna entre liberales y conservadores, tal y como se presentaba a los ojos de Brasseur: deux partis divisaient ce beau pays: l’un, soi-disant défenseur de l’Église catholique, occupait avec la capitale ses environs immédiats, ainsi qu’une portion de l’État fédéral et de ceux de Jalisco, de Guanajuato, de Queretaro, 26 ‘‘Obtener nuevas concesiones en el istmo de Tehuantepec y asegurar, mediante un nuevo tratado, la preponderancia norteamericana en estas regiones’’ (ibidem, p. 39). 27 Cfr. Roeder, Ralph, Juárez y su México, México, Fondo de Cultura Económica, 1991, pp. 290300. Véase también Fuentes Mares, José, Juárez y los Estados Unidos, México, Jus, 1972, pp. 108115, y Zorrilla, Luis G., Historia de las relaciones entre México y los Estados Unidos de América 1800-1958, México, Porrúa, 1965, vol. I, pp. 388-390.

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de la Puebla et de la Véra-Cruz; à la tête de ce parti est encore aujourd’hui le général Miramon, officier jeune, actif, entreprenant et rempli de courage, mais peut-être trop militaire et trop Espagnol pour être en état de conduire les rouages putréfiés de ce gouvernement. Dans le reste des États de la confédération mexicaine, on reconnaît nominalement l’autorité de Juarez, président du parti qui s’intitule libéral, quoique par la difficulté qu’il y a à correspondre avec ces diverses provinces, il y ait en réalité autant de présidents qu’il y a de généraux en chef ou de gouverneurs suprêmes. Fortifié à la Véra-Cruz, Juarez y a pour appui et pour porte de derrière le château de San-Juan de Ulloa, la mer et les vaisseaux des États-Unis.28

Pero, como admite Brasseur, existían otras razones coadyuvantes que apenas si eran conocidas en el extranjero, porque ni siquiera los propios partidos en pugna se preocupaban de explicarlas. Expulsados los españoles de México, los criollos se sintieron herederos exclusivos de los privilegios que aquéllos habían disfrutado hasta entonces en su propio beneficio. Contra esa pretensión reaccionaron los mestizos que, como los criollos, habían tomado parte activa en la lucha independentista contra España. ‘‘Actuellement, les Indiens, eux-mêmes, qui commencent, en quelques provinces, à se mêler au mouvement intellectuel, sans avouer ouvertement leur origine, prennent part à la lutte où ils entrevoient l’entier affranchissement de leur race’’.29 Así, pues, las luchas partidistas y las banderas de la Iglesia y del credo liberal no eran sino máscaras de que se servían, de una parte, los herederos de los conquistadores y, de otra, las razas cruzadas e indígenas, para alcanzar una victoria que les diese un poder exclusivo. No es que el partido de los indígenas y mestizos, que buscaba reconquistar sus derechos, rechazara a la Iglesia: ‘‘ce qui est bien 28 ‘‘Dos partidos dividían este hermoso país: uno, diciéndose defensor de la Iglesia católica, ocupaba la capital y sus alrededores inmediatos, así como una parte del Distrito Federal y los estados de Jalisco, Guanajuato, Querétaro, Puebla y Veracruz; a la cabeza de este partido está todavía hoy el general Miramón, joven oficial, activo, emprendedor y lleno de valentía, pero quizá demasiado militar y demasiado español para ser capaz de conducir los mecanismos putrefactos de este gobierno. En el resto de los estados de la confederación [sic] mexicana se reconocía nominalmente la autoridad de Juárez, presidente del partido liberal, aunque, por la dificultad que hay en comunicarse con estos diversos estados, había en realidad tantos presidentes como hay generales en jefe o gobernadores supremos. Fortificado en Veracruz, Juárez tiene por apoyo y como puerta de salida el castillo de San Juan de Ulúa, el mar y los buques de los Estados Unidos’’ (Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, pp. 109-110). 29 ‘‘Actualmente los propios indios, que comienzan en algunas provincias a mezclarse al movimiento intelectual, sin confesar abiertamente su origen, toman parte en la lucha que parece mostrarles la completa liberación de su raza’’ (ibidem, pp. 112-113).

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certain, c’est que ce n’est pas à l’Église qu’ils ne veulent: ils sont catholiques, ils le sont tous et plus qu’on en saurait l’imaginer. Ce qu’ils poursuivent, c’est l’extinction d’une domination étrangère qui, il faut le dire, n’a trouvé malheureusement que trop d’appui dans le haut clergé’’.30 Aunque las condiciones parecían dadas para una conflagración generalizada, una guerra de castas que no se conformara sino con la extinción física de uno de los bandos contendientes, Brasseur ----que parece convencido de que la victoria iba a decantarse del lado de los liberales, al que asociaba a las poblaciones mestizas e indígenas---- encuentra razones para un moderado optimismo. Amantes de la libertad, las razas mixtas deberán pensar que, para prevalecer, necesitan de la unión y de la obediencia al poder establecido; y cabía esperar que ese poder fuera adquiriendo mayor fortaleza y estabilidad: ‘‘l’indépendance de l’étranger, l’extinction de la prépondérance d’une race sur une autre, le respect des droits de tous ne sauraient exister avec ces oligarchies turbulentes et faibles qui ont dévoré sa vitalité durant tant d’années’’.31 No acierta a explicar Brasseur por qué se operaría ese proceso en virtud del cual se asentarían la sensatez y la rectitud como por ensalmo. Porque las razones que aduce, fundadas en el tradicional respeto a la autoridad de los indígenas, y en su profundo sentido religioso, no convencen a nadie: ‘‘dans de telles conditions, ils peuvent donc espérer, sous un gouvernement fort, d’obtenir l’égalité légale et de voir l’Église catholique reprendre parmi eux une juste et légitime influence’’.32 Brasseur recuerda los pormenores de las luchas civiles en Oaxaca, de las que había sido testigo presencial: un conflicto que brindaba la ocasión propicia a las bandas armadas, que vivían del robo y del pillaje, para disfrazar sus violencias asesinas con la defensa de los principios esgrimidos por los ‘‘patricios’’ o los ‘‘juchitecos’’.33 Rebosan frescura y dramatismo las páginas del Voyage sur l’isthme dedicadas a narrar el desasosiego que sembraban entre los habitantes de la región de Tehuantepec las correrías 30 ‘‘Cierto, pero lo que está lejos de serlo es que no quieran a la Iglesia: son católicos y lo son tanto y más de lo que uno se podría imaginar. Lo que ellos persiguen es la extinción de una dominación extranjera que, hay que decirlo, no ha encontrado, desgraciadamente, sino demasiado apoyo en el alto clero’’ (ibidem, p. 113). Véase también ibidem, p. 150. 31 ‘‘La independencia del extranjero, la extinción de la preponderancia de una raza sobre otra, el respeto de los derechos de todos no podrían existir con estas oligarquías turbulentas y débiles que han devorado su vitalidad durante tantos años’’ (ibidem, p. 114). 32 ‘‘En tales condiciones ellos pueden, por tanto [?], bajo un gobierno fuerte, esperar la igualdad legal y ver a la Iglesia católica volver a tener entre ellos una justa y legítima influencia’’ (idem). 33 Cfr. ibidem, p. 115.

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de unos y otros, o las noticias que llegaban sobre la derrota de Degollado frente a Miramón, ante las mismas puertas de la ciudad de México.34 No obstante, la pugna entre Juchitán y Tehuantepec parece desbordar el ámbito de los enfrentamientos entre liberales y conservadores, para arraigarse más bien en antiguas rivalidades, avivadas por el establecimiento de la República federal, y por las amenazas crecientes sobre tierras y salinas de explotación comunal. Dirijamos, pues, una atenta mirada retrospectiva al cambiante marco político-administrativo de la región, desde que la caída de Agustín de Iturbide preparara el camino para la instauración de un régimen federal. El decreto del 14 de octubre de 1823 había erigido la provincia del istmo, formada por las jurisdicciones de Acayucan y Tehuantepec;35 pero, pronto se dio marcha atrás y se dispuso, por el artículo 7o. del Acta Constitutiva de la Federación, que la división en partidos y pueblos volviera a la situación anterior. En los debates sobre esa proyectada reorganización jurisdiccional de los pueblos de la provincia del istmo se produjo una intervención de José María Becerra, a fines de enero de 1824 que, lamentablemente, no fue escuchada con la necesaria atención. Recomendó este diputado que, ‘‘supuestos los principios de disolucion de todo acto anterior, se esplore la voluntad asi de Tehuantepec como de Colima, y en vista de ella determine el Congreso si han de ser ó no estados ó á cual se han de agregar’’.36 Desde entonces, las cosas no cesaron de empeorar para los habitantes del istmo, que vieron sus tradicionales sistemas de propiedad y de explotación de las salinas afectados por las leyes aprobadas por el Congreso de Oaxaca a lo largo de 1824. El momento más candente llegó con una ley agraria del estado de Oaxaca de 1826 que, al privar de representatividad a Cfr. ibidem, pp. 125-126. Cfr. Dublán, Manuel y Lozano, José María, Legislación mexicana ó Colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la República, México, Imprenta del Comercio, a cargo de Dublán y Lozano, Hijos, 1876-1890, t. I, núm. 371, pp. 682-684 (14 de octubre de 1823); Orozco, Wistano Luis, Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos, por el Licenciado..., México, Imp. de El Tiempo, 1895, vol. I, pp. 183-185, y Berninger, Dieter George, La inmigración en México (1821-1857), México, Secretaría de Educación Pública, Sep-Setentas, 1974, pp. 65-66. 36 Intervención de José María Becerra ante el Congreso, el 29 de enero de 1824: Acta Constitutiva de la Federación. Crónicas, México, Secretaría de Gobernación, Cámaras de Diputados y de Senadores del Congreso de la Unión, Comisión Nacional para la conmemoración del Sesquicentenario de la República Federal y del Centenario de la Restauración del Senado, 1974, p. 568 (29 de enero de 1824). 34 35

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las comunidades, las inhabilitó para defender sus intereses en los litigios que se libraban ante los tribunales. La irritación de los indios se tradujo en una revuelta de zapotecos que, en 1827, reivindicaron con violencia sus tierras y sus bienes; y ----siete años después---- en un levantamiento armado de los juchitecos, secundado por zapotecos, huaves, zoques y chontales, y dirigido contra el despojo territorial y el monopolio de las salinas y lagunas, que no pudo ser controlado del todo hasta mediados de siglo, después de nuevos estallidos de violencia: uno en 1844-1845 ----que obligó a intervenir al general Juan Álvarez, en búsqueda de la pacificación----, y en 1849, el otro, desatado éste por huaves y chontales y apoyado posteriormente por los zapotecos, que reclamaban la propiedad histórica de los yacimientos de sal. Tras una alianza coyuntural con el movimiento político apadrinado por el coronel Gregorio Meléndez, que proyectaba la segregación de Juchitán de Oaxaca y su conversión en territorio, los indígenas se desvincularon de estas demandas y retornaron a sus exigencias de control sobre sus recursos naturales.37 El gobierno nacional no ocultó su alarma por la coincidencia de esta última revuelta con la insurrección de los mayas yucatecos; los efectos desestabilizadores del Plan político y eminentemente social proclamado en esta ciudad por el Ejército Regenerador de Sierra Gorda del 14 de marzo de 1849, expedido en Río Verde por Eleuterio Quiroz, y la guerra promovida en los estados fronterizos del norte por los indios ‘‘bárbaros’’, cuyas correrías en Chihuahua y Durango aconsejaron el brutal recurso a contratas de sangre, como se llamaba a las recompensas que se concedía por cada indio muerto o prisionero.38 37 Cfr. Barabas, Alicia M., ‘‘Rebeliones e insurrecciones indígenas en Oaxaca: la trayectoria histórica de la resistencia étnica’’, en Barabas, Alicia M. y Bartolomé, Miguel A. (coords.), Etnicidad y pluralismo cultural. La dinámica étnica en Oaxaca, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Dirección General de Publicaciones, 1990, pp. 247-250; Reina, Leticia, Las rebeliones campesinas en México (1819-1906), México, Siglo Veintiuno, 1980, pp. 240-242; Reina, Leticia (coord.), Las luchas populares en México en el siglo XIX, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, Cuadernos de La Casa Chata, 1983, pp. 53-54 y 60-61; Covarrubias, Miguel, El sur de México, México, Instituto Nacional Indigenista, 1980, p. 275, y Hamnett, Brian, Juárez, London-New York, Longman, 1994, pp. 40-42. 38 Cfr. Castañeda Batres, Óscar, Leyes de Reforma y etapas de la Reforma en México, México, Talleres de Impresión de Estampillas y Valores, 1960, p. 193; Meyer, Jean, Problemas campesinos y revueltas agrarias (1821-1910), México, Secretaría de Educación Pública, Sep-Setentas, 1973, pp. 13-14 y 64-66; Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos. Historia general y completa del desenvolvimiento social, político, religioso, militar, científico y literario de México desde la Antigüedad más remota hasta la época actual. Obra única en su género publicada bajo la dirección del general..., t. IV: México independiente 1821-1855 escrita por D. Enrique Olavarría y Ferrari, México, Gustavo S. López editor, 1940, pp. 725 y 733, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López,

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Resulta, pues, lógico que el status de Tehuantepec fuera objeto de discusiones y cambios entre 1853 y 1857. Finalmente, desapareció como entidad política autónoma, sin que fuera escuchada la voz de zapotecos, huaves, mixes, zoques, popolucas ni nahuas, sujetos en su mayoría a un proceso que, impulsado por la privatización de los recursos naturales, las crisis agrícolas y las epidemias, había borrado del mapa a numerosas poblaciones indígenas, y que se tornó aún más amenazador después del tratado MacLane-Ocampo, de 1859 (véase supra).39 Brasseur enuncia someramente el desarrollo de los conflictos en Tehuantepec a partir de 1850, cuando tuvo lugar el ya mencionado levantamiento de Meléndez, un mestizo de Juchitán que abrigaba un implacable odio contra los dirigentes del estado de Oaxaca, que le habían denegado el acceso al cargo de gobernador de Tehuantepec.40 La ocasión fue propiciada por el establecimiento de un nuevo impuesto sobre la sal y por la aparición de una epidemia de cólera. Meléndez responsabilizó a los criollos de ambos males, persuadió a los juchitecos para que se lanzaran sobre Tehuantepec, y logró el apoyo de los indígenas de Huilotepec, San Jerónimo e Iztaltepec. Enseguida logró la ocupación de Tehuantepec que, extorsionada y saqueada, quedó en manos de los insurgentes durante un año. Los éxitos militares de Meléndez obligaron al gobierno a claudicar: ofreció garantías al jefe insurrecto, que se retiró a la frontera con Guatemala, y abolió el catastro y el impuesto sobre la sal.41 Aunque durante la presidencia de Santa Anna, los criollos se movilizaron para recuperar el poder que había escapado de sus manos, el levanMaría, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 387-389 y 593. 39 Cfr. Reina Aoyama, Leticia, ‘‘Los pueblos indios del istmo de Tehuantepec. Readecuación económica y mercado regional’’, en Escobar Ohmstede, Antonio (coord.), Indio, nación y comunidad en el México del siglo XIX, México, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos-Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 1993, pp. 141-142; Aboites Aguilar, Luis, Norte precario. Poblamiento y colonización en México (1760-1940), México, El Colegio de México-Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 1995, pp. 50-51; Covarrubias, Miguel, El sur de México, p. 216; Scholes, Walter V., Política mexicana durante el régimen de Juárez 1855-1872, México, Fondo de Cultura Económica, 1972, pp. 60-64, y ‘‘Manifiesto de Miguel Miramón en contra del Tratado Mac Lane-Ocampo (1 de enero de 1860)’’, en Iglesias González, Román, Planes políticos, proclamas, manifiestos y otros documentos de la Independencia al México moderno, 1812-1940, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 383-385. 40 Cfr. Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, p. 148. 41 Cfr. ibidem, pp. 148-159.

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tamiento del general Juan Álvarez y la abdicación del dictador se volvieron en su contra y alentaron un recrudecimiento de la guerra civil, que aún se agravó más con la caída de Ignacio Comonfort. Ése fue el contexto en que la pugna entre juchitecos y patricios se tiñó de ideologías políticas: Juchitán, la generalidad de los indígenas de la región y los mestizos en que predominaba el componente indígena se alinearon en su mayoría en el bando liberal, mientras que la población blanca optó preferentemente por el partido conservador.42 La presencia de una guarnición de soldados juchitecos43 en Tehuantepec, semidesnudos, acompañados de concubinas, mujeres e hijos, y ajenos a las más elementales nociones de disciplina, provoca en Brasseur una profunda desazón ----‘‘mon coeur se soulevait de dégoût’’44----, que alcanza su máximo cuando, por la noche, al toque de retreta, ‘‘les bandits, décorés du nom de soldats, vont rentrer à la caserne. Erreur; ils resteront dehors, avec ou sans permission, peu importe, afin de faire le coup de main’’.45 Las angustias del pacífico clérigo suben de punto cuando llegan a sus oídos noticias de los preparativos que hacían los patricios, a las órdenes de Manzano, para atacar la ciudad de Tehuantepec;46 y una elemental prudencia le aconseja abandonar una región que se ha vuelto en extremo peligrosa después de que, rechazados los asaltantes de Tehuantepec, vencedores y vencidos luchan en los campos de los alrededores y se entregan al robo de los viajeros y al saqueo de las haciendas.47 Pero las simpatías del francés, pese a su condición clerical, parecen decantarse siempre hacia el bando liberal, probablemente por el atractivo de algunas de las personalidades de la facción que tuvo oportunidad de Cfr. ibidem, pp. 149-150. Sobre la fama de arrojados de los juchitecos, cfr. Williams, John Jay, El istmo de Tehuantepec, resultado del reconocimiento que para la construccion de un ferro-carril de comunicacion entre los Oceanos Atlántico y Pacífico ejecutó la comision científica, bajo la direccion del Sr. J. G. Barnard, Méjico, Vicente García Torres, 1852, p. 287. También Leticia Reina ha destacado recientemente el aprecio que se hacía del talante guerrero de los juchitecos: ‘‘de manera que siempre que el ejército mexicano tenía necesidad de ‘contingentes de sangre’ hacía una leva en Juchitán’’: Reina Aoyama, Leticia, ‘‘Etnicidad y género entre los zapotecas del istmo de Tehuantepec, México, 1840-1890’’, en Reina, Leticia (coord.), La reindianización de América, siglo XIX, México, Siglo Veintiuno-Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 1997, p. 352. 44 ‘‘Mi corazón se sublevaba de repugnancia’’ (Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, p. 155). Véase también ibidem, p. 153. 45 ‘‘Los bandidos, decorados con el nombre de soldados, van a regresar al cuartel. Error: van a quedarse afuera, con o sin permiso, poco importa, para hacer de las suyas’’ (ibidem, p. 161). 46 Cfr. ibidem, pp. 195-196. 47 Cfr. ibidem, pp. 207-208. 42 43

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conocer: tal parece que fue el caso de Porfirio Díaz, de quien escribe lleno de admiración: zapotèque pur sang, il offrait le type indigène le plus beau que j’eusse encore vu dans tous mes voyages: je crus à l’apparition de Cocijopij, dans sa jeunesse, ou de Guatimozin, tel que je me l’étais souvent figuré. Grand, bien fait, d’une distinction remarquable, son noble visage, agréablement bronzé, me paraissait dénoter les caractères les plus parfaits de l’ancienne aristocratie mexicaine.48

IV. LAS APRECIACIONES DE BRASSEUR DE BOURBOURG Como declara el propio Brasseur, su embarque a bordo del Guazacoalcos con destino a Tehuantepec respondía al propósito de servirse de esa vía marítimo-terrestre para adentrarse en el estado de Oaxaca o en el de Chiapas, e incrementar sus conocimientos sobre las regiones meridionales de la República mexicana, antes de tomar el camino para Guatemala.49 Para esas fechas, Brasseur presumía de poseer un importante bagaje de erudición sobre asuntos de México, hasta el grado de permitirse criticar la ignorancia de los que inventaron el nombre de Minatitlán, un pueblo fundado al comienzo de la Independencia y llamado así en honor del general Mina: ‘‘Mina-ti-tlan est un nom qui sonne d’une manière tout à fait mexicaine; mais l’idée étymologique en est absurde; ti est une élégance ou ligature, et tlan une position, entre, au milieu, auprès... Minatitlán dit donc exactement Entre ou Auprès des Mina’’.50 Las observaciones de Charles Brasseur sobre los indígenas que habitaban el difícil medio geográfico de Tehuantepec, caracterizado por una naturaleza salvaje, recuerdan las primeras anotaciones de Mathieu de Fossey, impresionado vivamente como Brasseur por la capacidad de adaptación de los indígenas a condiciones naturales extremas. Así, registra con admiración este último, sólo el indio, descalzo y armado de su machete, 48 ‘‘Zapoteco puro, ofrecía el tipo indígena más hermoso que hasta ahora he visto en todos mis viajes: creí que era la aparición de Cocijopij, joven, o de Guatimozín, tal como me lo había imaginado a menudo. Alto, bien hecho, de una notable distinción; su rostro de una gran nobleza, agradablemente bronceado, me parecía revelar los rasgos más perfectos de la antigua aristocracia mexicana’’ (ibidem, p. 156). 49 Cfr. ibidem, pp. 3, 126-127 y 207-208. 50 ‘‘Mina-ti-tlán es un nombre que suena de una manera completamente mexicana, pero la idea etimológica es absurda: ti es una elegancia o ligadura, y tlan es una posición (entre, en medio, junto a)... Minatitlán quiere decir, pues, exactamente, entre o cerca de los Mina’’ (ibidem, pp. 17-18, nota 1).

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encuentra la salida entre los laberintos de la selva: ‘‘il connaît les dédales les plus tortueux de la forêt; il pose avec sûreté son pas dans le marais, suit la trace des bêtes fauves, et avec un rameau chargé de feuillage, trouve le moyen de défier le tigre le plus cruel’’.51 El mismo deslumbramiento ante las fuerzas vírgenes de la naturaleza reaparece en un episodio posterior, en el que Brasseur describe a un indio ‘‘completamente desnudo’’, que descendió de una piragua y se lanzó al agua para ayudar a Brasseur y sus acompañantes a alcanzar una canoa.52 Buen observador de su entorno, el abate francés no quedó prendido en la contemplación de los mitos rousseaunianos, y caló en la importancia del desarrollo del comercio practicado por los indios de Guichicovi, a lomos de mulas que descendían de las que introdujeron los españoles.53 Efectivamente, los comerciantes desempeñaron un destacado papel en esta época, en la medida en que facilitaron los contactos entre regiones vecinas, pero diferentes ecológicamente: ello les valió la adquisición de riqueza, prestigio y poder. El auge de las actividades mercantiles explica la honda transformación experimentada por Juchitán, que acabó por convertirse en una ciudad fundamentalmente artesanal y comercial.54 Tal vez sea preciso añadir, sin embargo, que fueron los europeos y no los indígenas los principales beneficiados por el desarrollo del comercio.55 Brasseur no sólo destacó la inteligencia práctica de las razas indígenas, cualidad que solían reconocer muchos extranjeros, sino también ‘‘une rare aptitude pour les sciences, en dépit de leur contenance trop souvent menteuse’’.56 Esa simpatía hacia el mundo indígena se manifiesta también en sucesivas comparaciones, en las que aquél sale siempre bien parado. Por ejemplo, cuando recuerda las pésimas condiciones de algunas posadas gestionadas por estadounidenses, no deja de establecer el con51 ‘‘Conoce los dédalos más intrincados del bosque; pisa con seguridad entre los pantanos, sigue la huella de las bestias salvajes y con una rama llena de hojas encuentra el modo de enfrentar al tigre más cruel’’ (ibidem, p. 21). 52 Cfr. ibidem, p. 69. 53 Cfr. ibidem, p. 108. John Jay Williams había dado otra interpretación a la nutrida presencia de mulas entre los mixes del istmo: ‘‘uno de los objetos extraños de su ambicion es el deseo de poseer el mayor número de mulas que les es posible, lo que no puede explicarse en vista del poco uso que hacen de sus animales, aun para conducir sus cosas, pues prefieren llevarlas á hombros ellos mismos’’: Williams, John Jay, El istmo de Tehuantepec, pp. 284-285. 54 Cfr. Reina Aoyama, Leticia, ‘‘Etnicidad y género entre los zapotecas del istmo de Tehuantepec, México, 1840-1890’’, pp. 349-351. 55 Cfr. Williams, John Jay, El istmo de Tehuantepec, p. 275. 56 ‘‘Una rara aptitud para las ciencias, a pesar de su calma, muy a menudo engañosa’’ (Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, p. 110).

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traste entre ese descuido y la hospitalidad que, en varias ocasiones, le habían brindado gentes pertenecientes a etnias indígenas.57 No oculta Brasseur su molestia por la actitud prepotente de algunos estadounidenses establecidos en la región de Tehuantepec: y así lo manifiesta un comentario suyo acerca de unas mujeres indígenas empleadas en el hotel que regía un antiguo filibustero denominado Nash que, después de haber residido en Guatemala, se estableció en la región del istmo: ‘‘plusieurs indiennes zapotèques, formant le harem de ce sultan yankee, trituraient le maïs sur le metlatl’’.58 En abierto contraste con esa observación hay que advertir que fueron bastantes los extranjeros que acudieron a Tehuantepec para quedarse a vivir ahí, y que se casaron con mujeres zapotecas: fueron estos ‘‘criollos nuevos’’ ----como dieron en ser llamados---quienes cambiaron su lengua y sus costumbres, y se avinieron a identificarse con la cultura de sus esposas. La procedencia de esas personas es muy heterogénea: los hay españoles (Maqueo, Nivón, Rueda), franceses (Gyves), ingleses (Wooldrich, Oest)...59 La misma hostilidad hacia los estadounidenses manifiestan unas palabras que Brasseur pone en boca de Eusebio, un muchacho zapoteco de poco más de doce años: ‘‘c’est que l’on dit partout que les Américains sont des infidèles qui troublent les morts dans leurs tombeaux’’.60 Brasseur añade que, ante un razonamiento tan justo, nada tenía que añadir; pues, en efecto, desde los tiempos del mayor Barnard habían sido saqueados numerosos túmulos por viajeros estadounidenses que, desconocedores del respeto celoso con que los indígenas guardaban los viejos edificios y las tumbas de sus padres, arramplaron con osamentas, ídolos y vasos de todos los tamaños.61 El mismo Murphy, hacia quien Brasseur profesaba tanta simpatía, regresó de una expedición a Huatulco cargado de ídolos y objetos arqueológicos que había encontrado en la antigua ciudad de ese nombre.62 Además, la caza de felinos que practicaban los norteamericanos sembraba la angustia entre los indígenas, aterrorizados ante el pensaCfr. ibidem, pp. 72, 84 y 92. ‘‘Varias indias zapotecas, que formaban el harén de este sultán yanqui, trituraban el maíz sobre el metlatl‘‘ (ibidem, p. 96). 59 Cfr. Reina Aoyama, Leticia, ‘‘Etnicidad y género entre los zapotecas del istmo de Tehuantepec, México, 1840-1890’’, p. 354. 60 ‘‘Es que en todas partes dicen que los norteamericanos son herejes que molestan a los muertos en sus tumbas’’ (Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, p. 171). 61 Cfr. ibidem, p. 172. 62 Cfr. ibidem, p. 167. 57 58

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miento de que la muerte del nahual encarnado en esos animales pudiera acarrear el término de sus propias existencias.63 Al referirse a las dificultades económicas de la Compañía Luisianesa, que repercutían en el impago de los sueldos de sus empleados, Brasseur dirige una mirada especialmente conmiserativa hacia los pobres indios que desempeñaban oficios de muy diverso orden, y a quienes se debían largos adeudos.64 Hay ocasiones, sin embargo, en que Brasseur abandona su habitual espíritu comprensivo, y se impacienta con las respuestas ambiguas que obtiene de los indígenas, tan aficionados al exasperante ‘‘¿quién sabe?’’ cuando desean eludir la respuesta a una pregunta comprometida.65 Brasseur distingue habitualmente entre indios, mestizos y criollos; y, de modo menos justificado, asienta algunas veces una categoría aparte para los mexicanos. Así parece deducirse de varias enumeraciones: ‘‘Indiens, Mexicains, métis, étrangers’’;66 ‘‘Mexicaines, créoles ou métisses’’;67 ‘‘Mexicains, créoles, métis, Américains et autres étrangers’’;68 ‘‘Indiens et métis’’;69 ‘‘des Indiens ou des métis’’,70 ‘‘ladinas, métisses ou créoles’’.71 Advierte además que mestizos y criollos tienden a concentrarse en las poblaciones de más importancia, como Acayucan, donde también había algunos extranjeros,72 y que las relaciones entre indios y mestizos son conflictivas: ‘‘Les amis de la Didjaza [véase infra], qui sont-ils? -Tous les Indiens sont ses amis; malheur aux Ladinos qui voudraient lui faire du mal!’’.73 Cfr. ibidem, p. 173. Cfr. ibidem, p. 116. Cfr. ibidem, pp. 170 y 209. ‘‘Indios, mexicanos, mestizos, extranjeros’’ (ibidem, p. 32). ‘‘Mexicanas, criollas o mestizas’’ (ibidem, p. 36). ‘‘Mexicanos, criollos, mestizos, norteamericanos y otros extranjeros’’ (ibidem, p. 45). ‘‘Indios y mestizos’’ (ibidem, p. 64). ‘‘Indios o mestizos’’ (ibidem, p. 73). ‘‘Ladinas, mestizas o criollas’’ (ibidem, p. 194). Esos distingos no son originales de Brasseur. Así, cuando Robert Williams Hale Hardy trata de los yaquis y de otros grupos indígenas de la frontera norte, los menciona como un grupo diferenciado de los ‘‘mexicanos’’: un adjetivo que sí aplica a la población blanca de Sonora. Hardy, a fin de cuentas, no es sino un exponente más de la sensibilidad difundida en el mundo anglosajón, donde la población aborigen es mantenida al margen: cfr. Documentos de la relación de México con los Estados Unidos I. El mester político de Poinsett [noviembre de 1824-diciembre de 1829], México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1983, pp. 104105 y 113-115. 72 Cfr. Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, p. 51. 73 ‘‘-Los amigos de la Didjazá, ¿quiénes son? -Todos los indios son sus amigos, ¡ay de los ladinos que quisieran hacerle mal!’’ (ibidem, p. 188). 63 64 65 66 67 68 69 70 71

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Tantas eran las diferencias entre mestizos e indios, que Brasseur recurre a esta clave para explicar la hostilidad tan marcada entre Tehuantepec y Juchitán (véase supra). Esta última ciudad, habitada casi en su totalidad por zapotecos y mixes, llevaba mal su dependencia de Tehuantepec, donde residía la autoridad gubernamental y donde mestizos y criollos habían constituido tradicionalmente el sector mayoritario de la población: los primeros conservaban su importancia numérica cuando Brasseur visitó la región, en tanto que las familias descendientes de españoles habían quedado reducidas a unas pocas. El carácter interétnico de Tehuantepec se completaba por la presencia de zapotecos y de algunos extranjeros, principalmente alemanes, franceses y estadounidenses.74 También alcanza Brasseur a distinguir correctamente entre unas y otras etnias, y a percatarse de la existencia de mexicas en algunas regiones de Tehuantepec, como el pueblo de Cozoliacaque, ‘‘peuplé par plus de 2,000 Indiens d’origine aztèque, parlant tous la langue mexicaine, tous éminemment pacifiques et laborieux’’, y en otras localidades, como Otiapa, Chinameca y Teziztepec.75 Conocedor de los descubrimientos arqueológicos de John L. Stephens en Yucatán, Brasseur advierte similitudes entre unas huellas de manos en color negro, que se hallaban en una de las grutas de Santo Domingo, cercanas a Petapa, y las que el norteamericano había encontrado en los muros de numerosas ruinas de Uxmal.76 Cautivado Brasseur por la atractiva personalidad de una mujer zapoteca de Tehuantepec, conocida como ‘‘la Didjazá’’, a la que se atribuían misteriosos poderes mágicos, el francés se explaya a gusto sobre el nahualismo (véase infra) y colma de elogios al idioma zapoteco, cuya musicalidad se redoblaba en los labios de la Didjazá: ‘‘rien n’était mélodieux comme sa voix, lorsqu’elle parlait avec l’un ou l’autre cette belle langue zapotèque, si douce et si sonore, et qu’on pourrait appeler l’italien de l’Amérique’’.77 Brasseur no deja de impresionarse por la sobrevivencia del nahualismo, después de tres siglos de evangelización, por mucho que estuviera sobre aviso: ‘‘je savait par l’ouvrage si rare et si curieux du dominicain Burgoa, avec quelle force les superstitions du nagualisme étaient encore Cfr. ibidem, pp. 147-148. ‘‘Poblado por más de 2,000 indios de origen azteca, que hablan todos la lengua mexicana, eminentemente pacíficos y trabajadores’’ (ibidem, p. 50). 76 Cfr. ibidem, p. 123. 77 ‘‘Nada era tan melodioso como su voz cuando hablaba en esa hermosa lengua zapoteca, tan dulce y sonora que se podría llamar el italiano de América’’ (ibidem, p. 166). 74 75

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enracinées dans les idées des aborigènes, dans les états d’Oaxaca et de Chiapas’’.78 Gracias a ese sistema de creencias, los restos del sacerdocio y de la nobleza indígena encontraron un elemento de cohesión, que impidió que se desintegraran por completo sus valores culturales y facilitó las conspiraciones que, periódicamente, se urdieron en contra de los conquistadores. Las numerosas cavernas repartidas por la compleja orografía de Oaxaca fueron testigos frecuentes de esas misteriosas solemnidades, celebradas sigilosamente burlando la vigilancia de los dominicos. ‘‘Ainsi s’organisèrent les éléments de cette société redoutable qui, sous le nom de Nagualisme, fonctionna en secret, pendant près de deux siècles, dans toute l’étendue du Mexique et de l’Amérique centrale’’.79 Ocasionalmente habían sido detenidos y ejecutados los grandes sacerdotes del nahualismo, sin que la persecución llegara a impedir la continuidad de esos cultos paganos. Todavía en tiempos de Brasseur perduraba fresco el recuerdo de uno de esos pontífices, apresado en 1703 por un religioso de San Francisco, y muerto en cautividad en el monasterio de Cristo Crucificado de la Antigua Guatemala.80 Del prestigio de esas tradiciones religiosas hablaba también la perduración del sacerdocio de Mitla, una vez desaparecido su rey Cocijopij y a pesar del combate librado en su contra por los dominicos.81 Mathieu de Fossey, que también había manifestado su admiración por el prestigio que Mitla conservaba entre los indígenas de los alrededores, explicó cómo las viejas creencias religiosas se habían metamorfoseado para adaptarse al catolicismo.82 El mismo John Jay Williams, tan poco favorable a los mixes en sus opiniones, no dejó de reconocer con cierta fascinación que también entre ellos persistían los antiguos cultos, y que su conversión al catolicismo había sido puramente nominal.83 Brasseur, que presumía de haber ahondado en los contenidos del nahualismo, llegó a entender que su esencia ----en los tiempos difíciles que se vivían, estremecidos por las violencias de las guerras de castas---- con78 ‘‘Yo sabía, por la obra tan rara y tan curiosa del dominico Burgoa, con qué fuerza las supersticiones del nagualismo estaban todavía enraizadas en las ideas de los aborígenes, en los estados de Oaxaca y de Chiapas’’ (ibidem, pp. 173-174). 79 ‘‘Así se organizaron los elementos de esta sociedad temible que, bajo el nombre de nahualismo, funcionó en secreto durante cerca de dos siglos en toda la extensión de México y la América Central’’ (ibidem, p. 176). 80 Cfr. ibidem, p. 177. 81 Cfr. idem. 82 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, Paris, Henri Plon, 1857, p. 370. 83 Cfr. Williams, John Jay, El istmo de Tehuantepec, p. 284.

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sistía en ‘‘cet ensemble de cérémonies, de haines politiques et religieuses, se reproduisant sous tant de formes curieuses’’:84 unos modos tan peculiares que permitían estrechar vínculos de solidaridad entre indígenas católicos y paganos, enardecidos unos y otros por una misma sed de venganza que les hacía desear la destrucción de la raza que perpetuaba el recuerdo amargo de la Conquista: ‘‘aujourd’hui, il faut le dire, les éléments indigènes se mêlent à tout et partout; idolâtres ou chrétiens, ils travaillent avec une haine égale à anéantir ce qui reste de l’élément de la conquête’’.85 La incursión de Brasseur por San Juan Guichicovi no podía dejar de recordarle a los mixes, a quienes tanto estima, a pesar de sus lecturas, que no siempre dejaban bien parados a aquellos indígenas:86 ‘‘cette nation vaillante qui combattit si longtemps pour son indépendance, en tenant tête tour à tour aux Chiapanèques, aux Mixtèques, aux Zapotèques et aux Mexicains, et qui a su la garder encore presque intacte aujourd’hui, en dépit de la conquête espagnole’’.87 Por eso el deje de tristeza con que certifica la decadencia demográfica de los mixes de Petapa, que contrastaba con el esplendor de los tiempos en que esos indígenas, antes de la llegada de los huaves, dominaban todo el espacio del istmo comprendido entre uno y otro océano; y por eso también la nostálgica evocación de la derrota de los mixes a manos de los zapotecos y mixtecos y de las legendarias gestas de Condoy, el último gran caudillo de los mixes.88 Los huaves o wabi que, con el tiempo, acabaron uncidos al yugo de los zapotecos, constituían aún en tiempos de Brasseur una población muy laboriosa, dedicada en su mayoría a la pesca y atenta al culto de sus antiguos dioses, que practicaban en algunos de los islotes diseminados entre las lagunas que se internan a más de doce millas en el continente.89 84 ‘‘Esta mezcla de ceremonias, odios políticos y religiosos, que se reproducen bajo tantas formas curiosas’’ (Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, p. 180). 85 ‘‘Hoy, es necesario decirlo, los elementos indígenas se mezclan a todo y en todas partes; idólatras o cristianos se esfuerzan con el mismo odio en aniquilar lo que resta del elemento de la conquista’’ (idem). 86 John Jay Williams, por ejemplo, no se cansó de ponderar la profunda degradación moral de los mixes, así como su notabilísima ignorancia: cfr. Williams, John Jay, El istmo de Tehuantepec, p. 284. 87 ‘‘Esta nación valerosa que combatió tan largo tiempo por su independencia, enfrentando alternativamente a los chiapanecos, a los mixtecos, a los zapotecas y a los mexicanos, y que ha sabido guardarla casi intacta hasta hoy, a pesar de la conquista española’’ (Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, p. 94). 88 Cfr. ibidem, pp. 105-107. 89 Cfr. ibidem, pp. 138-140 y 158.

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Como otros extranjeros que recorrieron la República mexicana, llama la atención de Brasseur el desinterés de los indígenas por explotar las riquezas que se hallaban al alcance de la mano, como ocurría con el ixtli, cuyo cultivo se hallaba muy extendido en Tehuantepec. Asevera además Brasseur que los norteamericanos, atentos a todo lo que se relacionaba con el istmo, se habían percatado ya de la importancia económica de aquella planta.90 Al describir los alrededores de la desembocadura del río Uzpanapan, el más importante afluente del Coatzacoalcos, Brasseur cita una carta de Hernán Cortés a Carlos V, en la que se ponderaba la población y riqueza de ese área. Y a continuación testimonia el abandono y el olvido que siguieron a la penetración de los españoles: ‘‘au rapport des indigènes, on n’y trouve plus que les ruines de ces antiques cités dont les populations ont disparu devant la domination espagnole’’.91 Muy parecido es el comentario que le inspira la contemplación del paisaje de la cuenca del río Petapa: ‘‘le temps n’était plus où les populations innombrables qui s’opposèrent si souvent aux entreprises des Espagnols, fourmillaient dans ces montagnes, qu’elles avaient su fertiliser par leurs travaux; mais on découvre encore beaucoup de vestiges d’ancienne culture’’.92 La misma observación había realizado Brasseur poco después de atravesar el río Mogané, cuando uno de los miembros de su comitiva le mostró varios túmulos cubiertos de hierba y el basamento piramidal de un teocalli. Según confesión del propio Brasseur, esos restos en ruinas y ocultos por un manto de vegetación eran ‘‘la première trace de l’antique civilisation indigène que je voyais depuis mon retour en Amérique’’.93 Y, sin embargo, algo de ese pasado ----tan fragmentado y tan arrumbado en el olvido---- permanecía vivo, particularmente entre los mixes que, aunque sujetos al poderío español y obligados a abrazar la fe de sus conquistadores, nunca habían perdido su conciencia ‘‘nacional’’ ni sus viejas cosmovisiones religiosas:

Cfr. ibidem, pp. 53-54. ‘‘Según los indígenas, no hay más que ruinas de esas antiguas ciudades, cuyas poblaciones han desaparecido ante la dominación española’’ (ibidem, p. 22). 92 ‘‘Ya no es la época en que las poblaciones innumerables que se opusieron tan a menudo a las empresas de los españoles hormigueaban entre estas montañas, que supieron fertilizar con su trabajo; pero se descubren todavía muchos vestigios de la antigua cultura’’ (ibidem, p. 102). 93 ‘‘Primer vestigio de la antigua civilización indígena que veía desde mi regreso a América’’ (ibidem, p. 93). 90 91

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tout en acceptant l’Évangile à leur manière, avec le joug de l’Espagne, n’ont pas pour cela renoncé à leur indépendance; ils son restés Mijes jusqu’au bout. En dépit des dominicains qui furent leurs instituteurs dans la religion chrétienne, ils ont gardé une multitude de rites de leur paganisme antique, et ils continuent, ainsi que la plupart des populations indigènes de Chiapas et de Guatémala, à sacrifier, comme autrefois Israël, sur les hauts lieux.94

En el curso de una excursión a las grutas de Santo Domingo, nuestro viajero encontró vestigios de esas creencias, practicadas durante tres siglos en secreto por temor a la persecución, y menos disimuladamente en tiempos de Brasseur, pero desprovistas ya de su significado originario, que había quedado tan difuso como el recuerdo de sus dioses perdidos: ‘‘au bord du bassin, un tronçon d’albâtre, comme d’une colonne brisée dont la base est restée debout, était l’autel secret où les Indiens venaient adorer de temps en temps les divinités d’un passé qu’ils ne comprennent plus’’.95 V. CONCLUSIONES Dejando de lado la relevancia que, desde el punto de vista historiográfico, posee la figura de Charles Étienne Brasseur de Bourbourg, por su esforzado trabajo de búsqueda e indagación de fuentes documentales, parece obligado destacar el interés de sus exploraciones por el istmo de Tehuantepec, cuando la sexta década del siglo XIX se abocaba a su fin. La llegada de Brasseur a Minatitlán, en mayo de 1859, acontece en momentos particularmente delicados para la República mexicana, todavía titubeante en su nueva andadura liberal-federal, como consecuencia de la oposición conservadora a los programas reformistas impulsados por personalidades como Juárez, Lerdo de Tejada (Sebastián y Miguel) o Melchor Ocampo. El empeño de los dos bandos en pugna por romper el equilibrio de fuerzas al que parecía haberse llegado por aquellos años explica 94 ‘‘Además de aceptar el Evangelio a su manera, impuesto por España, no han renunciado a su nacionalidad; seguirán siendo mijes hasta el fin. A pesar de que fueron los dominicos sus maestros en la religión cristiana, han guardado una multitud de ritos de su paganismo antiguo y continúan, así como la mayor parte de las poblaciones indígenas de Chiapas y de Guatemala, sacrificando en las alturas, como antaño Israel’’ (ibidem, pp. 107-108). 95 ‘‘A la orilla de la fuente un gran trozo de alabastro, como el de una columna cuya rota base ha quedado en pie, era el altar secreto donde los indios venían a adorar de tarde en tarde a las divinidades de un pasado que ya no comprendían’’ (ibidem, p. 122).

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la coquetería que muestran unos y otros contendientes con el gobierno estadounidense, cuyo apoyo podía contribuir de modo decisivo a desnivelar la balanza: un respaldo que, inevitablemente, iría acompañado de una elevada factura, en la que la soberanía nacional amenazaba con ser recortada, si no sacrificada. Las guerras civiles que asolaban la región del istmo y el renovado enfrentamiento entre Juchitán y Tehuantepec eran expresión de rivalidades antiguas, nacidas de la hostilidad entre los diversos grupos étnicos que se asentaban en la zona del istmo. Pero esos odios envejecidos adquirieron perfiles más nítidos y se exteriorizaron de formas diversas cuando, en ese período central del siglo XIX, se colorearon con elementos programáticos contenidos en los planes y ‘‘gritos’’ de los partidos liberal y conservador. No cabe duda del carácter efímero y de la volatibilidad de esas alianzas coyunturales de las comunidades indígenas con militares que se pronunciaban y se levantaban contra el orden establecido, y abogaban por la implantación de unas reformas políticas, o por la destitución de unos mandos ineptos o corruptos. Como ya he señalado en otra ocasión, la reflexión sobre la naturaleza de los movimientos nativistas que conmocionaron periódicamente a la República mexicana a lo largo del siglo XIX ----y Tehuantepec es un ejemplo emblemático---- nos permite apreciar su violento carácter contraculturativo, derivado de una voluntad de segregación y de retraimiento que conducía a la destrucción o expulsión del mestizo y de las formas de vida por él representadas.96 Por eso, la adopción de ideologías liberales o conservadoras no constituía sino un expediente para captar apoyos y ampliar la base social con que sustentar las reivindicaciones que de verdad importaban, que eran de una naturaleza muy diferente. Son éstos unos puntos de vista compartidos por Brian R. Hamnett en un interesante trabajo aparecido recientemente en una obra colectiva, donde analiza las relaciones entre las demandas políticas y sociales de liberales y conservadores y las aspiraciones de ese ‘‘mundo de los pueblos’’, integrado de un modo muy particular por las comunidades indígenas. Hamnett admite la existencia de una interrelación de los acontecimientos locales y nacionales, pero también advierte que cada uno de los primeros poseía características peculiares, que imposibilitaban la formación de un movimiento popular ----menos aún indígena---- de ámbito nacional. 96 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 543.

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Fueran indios o mestizos, esos cabecillas o caciques, apoyados por sus propias fuerzas armadas..., dominaban sus territorios durante largas temporadas y, en algunos lugares, por décadas. Donde había luchas intestinas entre pueblos, entre cabeceras y sujetos o barrios, entre grupos sociales o socioétnicos, y entre jefes rivales, una contienda feroz y a veces sin cuartel se desencadenó en la subregión y localidad... En esencia, el mundo de los pueblos (incluso el mundo indígena) estaba buscando líderes suficientemente capaces para mostrar su poder personal, no solamente por encima de ellos mismos, sino también, y más importante aún, con relación al mundo exterior... Eso quiere decir que las luchas en el ámbito de los pueblos en contra de las presiones exteriores y para defender la identidad, las tierras, el acceso al agua, las costumbres religiosas, o para resistir las imposiciones o el reclutamiento frecuentemente se expresaron de esa manera. Por consiguiente, se mezclaron y se involucraron con las luchas políticas motivadas por razones distintas o influidas por líderes con otras aspiraciones y proyectos diferentes.97

Quisiera resaltar también la importancia de las aportaciones de Brasseur en torno al conflicto, entonces tan agudo, entre modernidad occidental y tradiciones indígenas, que encuentra su manifestación externa en la impopularidad de los norteamericanos de la Compañía Luisianesa entre las poblaciones aborígenes del istmo de Tehuantepec. Resultan de sumo interés los textos que Brasseur dedica al nahualismo, cuya sobrevivencia después de tantos siglos le causa la más viva impresión. No duda en atribuirle el mérito de haber impedido la plena desintegración del sistema de valores culturales imperantes entre las poblaciones indígenas de Tehuantepec, y cree descubrir en él el origen de las conspiraciones que, periódicamente, habían agitado la vida de la colonia. Brasseur sugiere además una explicación de las revueltas indígenas de los años cuarenta y cincuenta del siglo XIX, en la que las creencias religiosas de esos pueblos, aun mixtificadas, constituyen un factor clave.

97 Hamnett, Brian R., ‘‘Liberales y conservadores ante el mundo de los pueblos, 1840-1870’’, en Ferrer Muñoz, Manuel (coord.), Los pueblos indios y el parteaguas de la Independencia de México, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1999, pp. 206-207.

CAPÍTULO DECIMOPRIMERO LA VISIÓN IMPERIAL. 1862-1867 Érika PANI* SUMARIO: I. El indito, ¡qué bonito! II. La ‘‘raza dominada’’. III. Salvar a los indios... de los mexicanos. IV. Conclusiones.

Los viajeros decimonónicos vieron en México una tierra incógnita, de incómodo y difícil recorrido, pero de gran riqueza todavía por explotar. Sus relatos representan fascinantes juegos de espejos, en los que las realidades mexicanas son deformadas por los prejuicios e intenciones de los que las describen. Los años de la Intervención francesa y el Imperio de Maximiliano (1862-1867) representan, por razones obvias, un período especialmente fértil para la producción de este tipo de relatos, a la vez pintorescos, coloridos, y no pocas veces tramposos. Durante esos años, el país se vería invadido por un ejército extranjero, tras el cual llegarían el emperador austríaco y su consorte belga, los miembros de su corte, nativos de diversos países europeos, los voluntarios belgas y austríacos, sus esposas... Muchos de ellos tomaron la pluma para intentar, cuando no justificar, al menos domesticar, digerir la aventura imperial y su participación en ella. Abundan entonces para aquellos años los retratos, más o menos bien logrados, de aquella nación mexicana que se debatía entre el Imperio y la República. El objetivo que nos anima es el de analizar la manera en que los extranjeros vieron al indígena mexicano. Para la época que nos ocupa, y sin ánimos de ser exhaustivos, revisaremos las visiones de actores distintos, cuyas percepciones se vieron muchas veces afectadas por el lugar que ocupaban en la tragicomedia imperial. Así, de forma necesariamente so* Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora. 287

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mera, esperamos rescatar las impresiones de la joven pareja imperial, ilusionada con recuperar a la que había sido la más rica joya de la corona de los Austrias; de la condesa Paula Kollonitz, dama de la emperatriz que venía de paso; de Carl Khevenhüller, oficial austríaco, heredero de una noble familia; de Éloi Lussan, oficial francés, soldado profesional; de Agnes de Salm-Salm, cirquera norteamericana convertida en princesa al casarse con un aristócrata alemán, y de Sara Yorke Stevenson, joven norteamericana adicta a la causa republicana. ¿Cómo vieron estos personajes al indio mexicano, y su lugar dentro de la sociedad? ¿De qué manera percibieron la conflictiva relación entre ‘‘indianidad’’ y ‘‘mexicanidad’’? I. EL INDITO, ¡QUÉ BONITO! En general, a los extranjeros que vinieron a México en tiempos de Maximiliano les llamó poderosamente la atención el ‘‘indio’’ mexicano, que ellos definían ----sin sacar a relucir profundos conocimientos históricos---- como el descendiente de los ‘‘aztecas’’, o sea de la población prehispánica.1 Según la princesa Salm-Salm, los indios eran ‘‘mucho más interesantes que los descendientes de los conquistadores’’.2 Paula Kollonitz estuvo totalmente seducida por el exotismo de una Alameda en la que se mezclaban devotas señoras vestidas de negro con papagayos enjaulados, pregoneros, y vendedores de una variedad impresionante de cosas, como frutas, dulces, bizcochos, castañas cocidas, figuras de cera, objetos de oro y plata, peines de carey, ollas y hasta unos ‘‘pobres colibríes’’. La dama de la emperatriz escribía encantada que: entre estas cosas maravillosas, lo más maravilloso de todo son [los indios] con su vestido adamítico y su figura descarnada... Así se sientan en las esquinas... con un cigarro en la boca, haciendo o friendo sus tortillas, o, con extraordinaria gracia, arreglando flores en bellísimos ramos.3 1 En esto, y en su conocimiento de las distintas etnias que habitaban el país en el momento de la Conquista, los extranjeros no hacían sino reproducir los usos lingüísticos ----de vieja cepa---- de la elite mexicana. Como explican María Bono y Manuel Ferrer, el término ‘‘indio’’ define al grupo sometido a una relación de dominio colonial. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 9-11. 2 Cfr. Salm-Salm, Agnes de, Diez años de mi vida (1862-1872). Estados Unidos. México. Europa, Puebla, José M. Cajica, 1972, p. 266. 3 Cfr. Kollonitz, Paula, Un viaje a México en 1864, trad. de Neftalí Beltrán, México, Fondo de Cultura Económica-Secretaría de Educación Pública, 1984, p. 115.

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Desde esa óptica, el indígena es contemplado sobre todo como un ente curioso, simpático, exótico, hasta cierto punto no muy diferente de las figuras de cera que sus manos producían... o de los papagayos que vendían. Sus manifestaciones culturales parecen curiosas, pero son consideradas prueba de atraso social y de falta de refinamiento; producto de una sociedad inmadura, infantil.4 Así, Paula Kollonitz consideró que los bailes de los indígenas ----que, según ella, se parecían en algo a ‘‘sus’’ gitanos, aunque eran más amarillos, y se alimentaban principalmente de plátano----, como el ‘‘popular jarabe’’ y un baile con cuchillos que presenció cerca de Pachuca, demostraban ‘‘una grandísima habilidad’’; pero ‘‘también [era] cierto que no [tenían] nada de estético’’.5 En su opinión, fue precisamente esta encantadora ingenuidad y atavismo de los indígenas mexicanos lo que dio origen a la cálida y entusiasta recepción que dispensaron a Maximiliano y a Carlota. Según la dama de la emperatriz, al paso de la joven pareja, [los] indios se agolpaban por todos lados mezclándose a la alegría común. La leyenda de Quetzalcoatl y tantas otras han permanecido en ellos a pesar de su aparente catolicismo, y había dispuesto sus ánimos a favor del emperador en el cual veían al hombre sabio que había cruzado los mares para traerles la felicidad y el esplendor y sacarlos de su miserable condición, por esto lo saludaban con la más íntima alegría.6

Por su parte, los príncipes entretuvieron una visión compleja y, como se verá, a menudo contradictoria del indio. Independientemente de los factores que dieron forma a la actitud indígena ----y más que deberse a la leyenda prehispánica de la serpiente emplumada, puede pensarse que resultó de la pervivencia, en el imaginario de las comunidades indígenas, de la tradición virreinal del rey-justicia, padre bondadoso de sus súbditos7----, Maximiliano y Carlota, sobre todo al principio, fomentaron una relación 4 Llama la atención en este aspecto la pervivencia de los criterios ilustrados del siglo XVIII, que consideraban a la sociedad indígena como rezagada, dentro de una visión unilineal y progresista del desarrollo de la humanidad. Cfr. Alberro, Solange, ‘‘El indio y el criollo en la visión de las élites novohispanas. 1771-1811. Contribución a una antropología de las luces’’, en Hernández Chávez, Alicia y Miño Grijalva, Manuel, Cincuenta años de Historia en México, México, El Colegio de México, 1991, vol. I, pp. 143-144. 5 Cfr. Kollonitz, Paula, Un viaje a México en 1864, pp. 115 y 153. 6 Cfr. ibidem, p. 91. 7 Cfr. Granados García, Aimer, ‘‘Comunidad indígena, imaginario monárquico, agravio y economía moral durante el segundo imperio mexicano’’, Secuencia. Revista de historia y ciencias sociales, 41, mayo-agosto 1998, pp. 45-74.

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paternalista y condescendiente con ----para utilizar el eufemismo de la prensa de la época---- ‘‘los herederos de Moctezuma’’. De esta forma, recién llegados al país, los emperadores recibieron, durante el viaje de Veracruz a México, a los representantes del pueblo indígena de El Naranjal. El joven rubio de treinta y tres años contestaría a la bienvenida del alcalde, el cura y los topiles de la comunidad, hombres sin duda mayores que él, con las siguientes palabras: me es muy grato, mis queridos hijos, recibiros en comisión... porque es una prueba de la confianza que debeis poner en mí para lograr la paz y el bienestar de que tanto tiempo habeis carecido. Podeis contar con el solícito empeño que tomaré para proteger vuestros intereses, fomentar vuestras labores y producciónes agrícolas, y mejorar en todo vuestra situación, y así podeis anunciarlo a los habitantes del Naranjal.8

De manera similar, al presenciar en Cholula un matrimonio ‘‘de indígenas, vestidos con su traje de la época de Moctezuma, y coronados con guirnaldas de flores’’, Carlota se acercó, quitó una de las guirnaldas de la cabeza de la novia y ‘‘la colmó de caricias’’, gesto que no repetiría, a lo largo del viaje, más que con los niños pequeños.9 Maximiliano y Carlota fueron, en este sentido, representantes de una generación europea romántica, enamorada del folclore, que soñaba con caballeros medievales y con visiones del buen salvaje. Ya durante su viaje alrededor del Mediterráneo y a Brasil, en 1851, el joven Habsburgo había manifestado su gusto por el exotismo, declarando que en cuanto a tipos humanos y costumbres ‘‘la variedad en el mundo es el mayor encanto de la vida’’.10 Durante esos días en que disfrutaba como marino explorador, había alardeado de su repulsión por el excesivo refinamiento del Viejo Continente. Así, tras presenciar una corrida de toros en Sevilla, afirmaba que: por lo que a mí toca, prefiero estas fiestas en que la naturaleza primitiva del hombre se presenta en toda su verdad, a las diversiones enervadoras e in8 Cfr. Advenimiento de S.S.M.M. Maximiliano y Carlota al trono de México. Documentos relativos y narración del viaje de nuestros soberanos de Miramar a Veracruz y del recibimiento que se les hizo en este último puerto y en las ciudades de Córdoba, Orizaba, Puebla y México, México, Edición de La Sociedad. Imprenta de J. M. Andrade y F. Escalante, 1864, p. 198. 9 Como fue el caso de Ramón Ortiz, menor de siete años. Cfr. ibidem, p. 244. 10 Cfr. Habsburgo, Maximiliano de, Recuerdos de mi vida. Memorias de Maximiliano, traducidas por José Linares y Luis Méndez, México, F. Escalante, 1869, t. I, p. 141.

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morales de nuestros países hundidos en el cenagal de la molicie y el lujo. Aquí perecen en verdad los toros, pero allí el alma y el espíritu sucumben en la frivolidad sentimental en cuyo seno se pierde toda energía. No trato de negarlo: me gustan los tiempos antiguos.11

De aquí se comprende por qué, independientemente de las ambiciones políticas que pudieran abrigar el hermano de Francisco José y la hija de Leopoldo, les fue tan atractiva la idea de partir hacia ese Nuevo Mundo hispano que Maximiliano imaginaba dinámico, vigoroso, lleno de oportunidades y de ‘‘energía’’ primitiva. ‘‘La América es excelente ----había exclamado---- porque el océano es ancho’’: el continente no se había contaminado todavía de los ‘‘polvos’’ y ‘‘afeites’’ de una Europa pervertida.12 Cabe incluso recordar que el archiduque rechazó la corona de Grecia, que le había sido ofrecida por mediación de la reina Victoria, por considerar ‘‘degenerados’’ a los helenos. Además, sentarse en un trono mexicano significaba para un Habsburgo recuperar parte de aquel Imperio sobre el cual el sol no se ponía nunca. El Imperio mexicano y sus exóticos pobladores primigenios encarnaban entonces el vínculo entre un pasado glorioso y un futuro brillante. Así, al pie de la pirámide de Cholula, el emperador afirmaría: no puedo ver con indiferencia una población que tanto excitó el interés de mis ascendientes... Al pie de esta pirámide, construida por vuestros antepasados, existió un gran pueblo: del sepulcro de éste puede renacer una ciudad engalanada con los adornos de la civilización; pues debe aún existir en los descendientes de los obreros de este gran monumento las virtudes cívicas que tan grandes los hicieron.13

De esta forma, la aventura mexicana representó para la joven pareja imperial adentrarse en una fantasía en la que, rodeados de aclamaciones, flores y versos indígenas, desempeñaban un papel que combinaba a un benevolente Carlos V, con un noble, sabio e íntegro Huei Tlatoani ----título con el que firmaría más tarde Maximiliano las proclamas que publicaba en nahuatl----. Carlota y Maximiliano se sintieron por lo tanto destinados a sacar al desdichado pueblo indio de su congoja y de su atraso. Así, 11 12 13

Cfr. ibidem, t. I. p. 142. Cfr. ibidem, t. II, p. 121. Cfr. Advenimiento, p. 245.

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Ángel Iglesias, secretario del emperador que los acompañó en su recorrido a la capital, revive con la cursilería típica de la época ese universo imaginario en el que se movían los príncipes, en el que se mezclan el lirismo romántico, cierto mesianismo, y una total falta de realismo: aquella escena entre los soberanos de un gran pueblo, hijos de cien reyes, y unos humildes indios del país de Moctezuma; aquellas frases del tiempo antiguo; aquellos regalos campestres; aquellas indias; aquellas tórtolas símbolo de la inocencia de los pueblos infantes; todo fue tierno y encantador para los que lo vieron, y muchos de ellos lloraron.14

II. LA ‘‘RAZA DOMINADA’’ A pesar del embrujo que ejerció sobre algunos de estos visitantes el exotismo de los indígenas, los más lograron trascender esa imagen y construir una representación más compleja. Es totalmente excepcional la visión utópica de la Kollonitz, quien afirmara que ‘‘en México no se ven indigentes, y si hay alguno, es mutilado o enfermo. El indígena nunca es ni pobre ni rico’’:15 aunque, a veces, el entusiasmo le ganaba a la misma Carlota, quien escribiría extasiada a la emperatriz Eugenia que sus súbditos predilectos sabían, en su mayoría, leer y escribir.16 No obstante las apreciaciones de estas dos mujeres, la mayoría de los extranjeros aquí estudiados percibiría lo doloroso de la situación del indígena. Sara Yorke Stevenson describió con auténtico horror la noche que se vio obligada a pasar en ‘‘una aldea miserable’’: in this room a man, his wife, his children, his dogs, pigs and small cattle lived... The english language cannot be made to describe the atmosphere and other horrors of that night. The men... took their chances with malaria and preferred sleeping outside.17

Cit. ibidem, p. 199. Cfr. Kollonitz, Paula, Un viaje a México en 1864, p. 137. Carta de Carlota a Eugenia de Montijo, 18 de junio de 1864, en Corti, Egon César, conde, Maximilien et Charlotte au Mexique, Paris, Plon, 1927, p. 418. 17 Cfr. Yorke Stevenson, Sara, Maximilian in Mexico. A woman’s reminiscences of the french intervention. 1862-1867, New York, The Century, 1899, p. 73. ‘‘En este cuarto vivían un hombre, su esposa, sus hijos, sus perros, puercos y ganado menor... El idioma inglés no puede describir la atmosfera y otros horrores de aquella noche... Los hombres se arriesgaron a contraer malaria, y prefirieron dormir afuera’’. 14 15 16

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De esta forma, muchos de estos extranjeros lograron palpar las ambigüedades que encerraba el estatus de los ‘‘antes llamados naturales’’ dentro del México independiente. Sabían que el indígena era, jurídicamente, miembro constitutivo de la nación, un ciudadano igual a los otros. De hecho, conformaba una parte importante de su población. Es incluso interesante observar que, a ojos de estos extranjeros ----que se guiaban quizás por criterios puramente visuales----, la población india fuera mucho más numerosa de lo que establecían sociedades científicas como la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística. Ésta calculaba que poco más de la cuarta parte de la población mexicana era indígena,18 mientras que Agnes de Salm-Salm hablaba de ‘‘más de la mitad’’, Khevenhüller de las cuatro quintas partes, y Paula Kollonitz de cinco millones de indios dentro de una población total de ocho millones.19 No obstante, a ninguno de los visitantes de estos años se le oculta que el indio ha quedado marginado, impotente, sin los recursos para controlar su propia suerte.20 Así, todos se detendrán sobre la ‘‘tristeza’’, la ‘‘dulzura’’, la ‘‘melancolía’’, la ‘‘apatía’’, la ‘‘resignación’’, la ‘‘abyección’’, la ‘‘miseria’’, la suciedad y la desnudez del indígena mexicano.21 De esta manera, los extranjeros percibieron la precariedad y la ambivalencia que permeaban la experiencia indígena. Paula Kollonitz deploraba su aislamiento geográfico, su marginación social y cultural: ‘‘muchos de ellos viven en las montañas bajo el dominio de los caciques y son cristianos apenas de nombre’’, escribía preocupada. No gozaban de la protección de las leyes; no podían hacer valer sus derechos. No obstante, la condesa reconocía que cuando rompían con este aislamiento, y se acercaban 18 Según las cifras de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, de una población de 8,629,982 habitantes, 2,570,830 eran indígenas. Ignoramos qué criterios utilizaba la Sociedad para definir el estatus de indígena. Suponemos que se trataba sobre todo de un criterio lingüístico. Cfr. Pimentel, Francisco, ‘‘Memoria sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena en México, y medio para remediarla’’, Obras completas, México, Tipografía económica, 1903, t. III, p. 120. 19 Cfr. Salm-Salm, Agnes de, Diez años de mi vida, p. 298; Hamann, Brigitte, Con Maximiliano en México. Del diario del príncipe Carl Khevenhüller, México, Fondo de Cultura Económica, 1989, p. 113, y Kollonitz, Paula, Un viaje a México en 1864, p. 118. 20 Una excepción en este aspecto es Éloi Lussan, que afirma que el habitante de los pueblos ‘‘dispose à son gré de sa personne’’ (‘‘dispone de su persona como les place)’’, a diferencia del peón de hacienda, que no por ello es menos pobre. Cfr. Lussan, Éloi, Souvenirs du Mexique. Cosas de México, Paris, Plon, 1908, p. 276. 21 Cfr. Hamann, Brigitte, Con Maximiliano en México, p. 131; Yorke Stevenson, Sara, Maximilian in Mexico, pp. 73-74; Salm-Salm, Agnes de, Diez años de mi vida, p. 299; Kollonitz, Paula, Un viaje a México en 1864, p. 153, y Lussan, Éloi, Souvenirs du Mexique, pp. 82 y 276.

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a la civilización, su condición se degradaba aún más, pues eran explotados por ‘‘los blancos’’, sobre todo cuando trabajaban en las minas.22 El indígena era así un paria, un extranjero en su propia tierra. Parecía quedar fuera de esa nación mexicana ----heredera, paradójicamente, del glorioso ‘‘Imperio de Anáhuac’’---- que con tantos esfuerzos se intentaba construir desde 1821. La expresión verbal de casi todos los extranjeros aquí estudiados refleja inconscientemente estas contradicciones: cuando hablan de ‘‘mexicanos’’, se refieren precisamente a los no-indios, a los descendientes de ‘‘los conquistadores’’.23 Como se verá, la mayoría de los extranjeros que vinieron con Maximiliano, europeos convencidos de que venían a salvar a un pobre país tropical que no sabía gobernarse solo, culparon sin más de la triste condición del indio a esos ‘‘mexicanos’’ y a sus ascendentes, los españoles. Otros, más sensibles, verán en la trágica marginación del indio raíces tanto económicas ----la pobreza en la que muchos se hallan sumidos---- como culturales ----la cicatriz de la Conquista----, la imposición de una cultura ajena y el racismo ‘‘sistemático’’ de los criollos.24 Aunque permanece bien plantada en el eurocentrismo, Paula Kollonitz, por ejemplo, abandona el tono a veces frívolo y superficial de sus descripciones para hablar de la vida interior de esos ‘‘maravillosos’’ indios que, antes, había considerado tan felices y satisfechos: hay en la naturaleza del indio americano algo de inquieto, de angustioso y de meditabundo. Inevitablemente se recoge en sí mismo como si quisiera huir del contacto de la mano extranjera, aunque sea la mano que lo llama con las formas de la civilización, bajo cuyo peso parece que se ha aniquilado y se extingue. En su andar triste, en los melancólicos trazos de su fisionomía, fuerza es reconocer el carácter infeliz de una nación que fue dominada. La causa de la humanidad ha ganado grandemente, viven bajo el amparo de una legislación mejor, gozan de mayor seguridad, su fe es más pura. Pero todo esto de nada sirve. Su civilización lleva en sí la señal de la soledad del Nuevo Mundo; las ásperas virtudes de los aztecas fueron las bases fundamentales de su existencia y ellas se opusieron a la cultura europea como para no dejar injertarse por una rama extraña.25 Cfr. Kollonitz, Paula, Un viaje a México en 1864, p. 117. Cfr. ibidem, p. 91, y Hamann, Brigitte, Con Maximiliano en México, pp. 113 y 122. Así lo describe Lussan. Cfr. Lussan, Éloi, Souvenirs du Mexique, p. 276. Cfr. Kollonitz, Paula, Un viaje a México en 1864, p. 118. Compárese esta apreciación con la de Carlos Gagern, quien afirmaba que el aislamiento del indígena se debía que éste era ‘‘anacoreta por gusto’’. Cit. en Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 74. 22 23 24 25

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Pero quizás el que mejor rescata lo paradójico e injusto de la situación del indígena dentro de la sociedad del México independiente es, como lo ha notado ya Brigitte Boehm de Lameiras,26 el francés Éloi Lussan.27 Este hombre se daba cuenta de que los indígenas eran los campesinos, los ‘‘abastecedores de México’’, como escribía la princesa Salm-Salm,28 la carne de cañón de la mayoría de los conflictos civiles de los que fue tan prolífico el siglo XIX mexicano. No obstante, se trataba de un elemento que por un lado se rechazaba, y que, por el otro, la elite política buscó integrar, homogeneizar como diera lugar; pues, como han hecho notar Manuel Ferrer y María Bono, nuestros publicistas y políticos ‘‘no le encontraban acomodo en las clasificaciones modernas’’.29 Se trataba entonces de un actor social cuya participación incomodaba, cuya especificidad se buscaba negar. El oficial francés describe el dilema indígena de la siguiente manera: ces pauvres gens, que l’ont maintient ainsi de parti pris dans leur abjection, ont pourtant prodigué leur sang pour soustraire le pays à la tyrannique domination des espagnols... Qu’y ont-ils gagné? Depuis lors, en leur nouvelle qualité de citoyens mexicains, astreints au service militaire; et c’est tout. Leur condition sociale est restée, sous tous les autres rapports, ce que l’ont faite les vieilles ordonnances espagnoles, et après comme avant, aujourd’hui comme il y a cent ans... l’Européen ou le descendant d’Européen est pour eux el amo, le maître. Ils méritaient mieux.30

Los emperadores: de huei tlatoani a estadista liberal Aunque en su caso es más difícil de documentar, también Maximiliano y Carlota estuvieron conscientes de la miseria, atraso y exclusión del 26 La autora afirma que, entre los viajeros que analizó, las opiniones de Lussan eran las ‘‘menos prejuiciadas y más cálidas’’. Cfr. Lameiras, Brigitte Boehm de, Indios de México y viajeros extranjeros. Siglo XIX, México, Secretaría de Educación Pública, 1973, p. 46. 27 Cfr. idem. 28 Cfr. Salm-Salm, Agnes de, Diez años de mi vida, p. 300. 29 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 82. 30 Cfr. Lussan, Éloi, Souvenirs du Mexique, pp. 277-278: ‘‘no obstante, esta pobre gente, a la que se mantiene... en su abyección, derramó su sangre para sustraer al país del tiránico dominio de los españoles... ¿Qué lograron con ello? Desde entonces, su novedosa calidad de ciudadanos, sujetos al servicio militar; y eso es todo. En todos los otros aspectos, su condición social sigue siendo aquella que determinaron las viejas ordenanzas españolas, después como antes, hoy como hace cien años. ...El europeo o el descendiente de europeo sigue siendo para ellos el amo... Merecían mejor suerte’’.

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indígena. No obstante, mientras que los demás extranjeros debían limitarse a observar una serie de ‘‘realidades’’ jurídicas y sociales, los emperadores intentaron actuar sobre ellas y modificarlas a través de la creación de instituciones y la promulgación de nuevas leyes. A pesar de lo mucho que a los archiduques les gustaban los atavíos, bailes y modos peculiares de los indígenas, también ellos buscaron integrarlos en una sociedad moderna e individualista. Desde su desembarco en Veracruz, Maximiliano había afirmado que ‘‘en adelante no quería distinción entre indios y los que no lo [eran]: todos [eran] mexicanos y tenían derecho a [su] solicitud’’. Por esto, como hemos sugerido ya en otro trabajo,31 Maximiliano y Carlota, influidos quizás por hombres como Faustino Galicia Chimalpopoca, abandonaron, al gobernar, el delirio indigenista que los había intoxicado en el camino de México a Veracruz. De esta forma, como todo Estado liberal, el Imperio intentó transformar al indio, para convertirlo en un ciudadano individualista y productivo, de preferencia pequeño propietario, que participara plenamente en el mercado nacional. Es cierto que la legislación imperial que afectaba a las poblaciones indígenas ----la ley sobre trabajadores y la ley para dirimir diferencias sobre tierras y aguas entre los pueblos (noviembre de 1865), las disposiciones para la colonización de terrenos baldíos (septiembre 1865), y las leyes sobre terrenos de comunidad y repartimiento y sobre el fundo legal (junio de 1866)---- se preocupó más de los reclamos de la población del campo mexicano, exacerbados en muchos casos por el proceso de desamortización. La ley sobre trabajadores pretendía proteger a los jornaleros de los más lacerantes abusos perpetrados en las haciendas: ponía un límite a las horas de trabajo, prohibía los castigos corporales, el pago en especie, la servidumbre por deudas, el trabajo dominical y el trabajo de menores de doce años, y permitía la entrada de mercachifles a las haciendas, esperando con esto atenuar la dependencia de los peones de la tienda de raya.32 También obligaba a los patrones a costear una escuela gratuita en la hacienda. La ley para dirimir diferencias de tierras y aguas reconocía la personalidad jurídica de los pueblos, permitiendo que éstos participaran en los litigios como actores colectivos, en defensa de ciertos derechos comunales. Se preveía además que estos procesos judiciales, que los pueblos a 31 Cfr. Pani, Érika, ‘‘¿‘Verdaderas figuras de Cooper’ o ‘pobres inditos infelices’? La política indigenista de Maximiliano’’, Historia Mexicana, 187, enero-marzo 1998, pp. 571-604. 32 Cit. ibidem, p. 583. Esta ley protegía también a los trabajadores industriales.

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menudo venían arrastrando por generaciones, fueran despachados con mayor rapidez, para que no siguieran consumiendo las energías y los de por sí escasos recursos de las comunidades. La ley sobre terrenos de comunidad cedía en plena propiedad a los miembros de las comunidades aquellos terrenos que todavía no hubieran sido desamortizados: el reparto se haría prefiriendo los casados a los solteros, los pobres a los ricos, y los nuevos propietarios no tendrían que pagar siquiera la alcabala por traslado de dominio. Con esta ley se pretendía que se cumplieran los designios frustrados de la ley Lerdo de 1856 ----multiplicar el número de pequeños propietarios en el campo mexicano---- que, por la guerra, la condena eclesiástica, y la desesperada situación del erario no habían podido alcanzarse. Por otra parte, procuraba desvanecer los justificados temores que en muchos de los pueblos había despertado el proceso de desamortización: independientemente del rechazo que pudiera existir a la privatización de la propiedad comunal, algunos pueblos resintieron sobre todo que, por medio del sistema de denuncias, fueran ‘‘fuereños’’ los que se apropiaran de las tierras del pueblo.33 El régimen imperial fue también más sensible a las particularidades indígenas: piénsese en la publicación de leyes y decretos en nahuatl ----ignoramos si se hizo en otras lenguas indígenas----; el recurso constante a un intérprete durante los viajes de los príncipes; el deseo expreso de Maximiliano de poder ‘‘hablarles en su propio idioma’’;34 el nombramiento de Faustino Galicia Chimalpopoca como visitador de pueblos de indios... Como ha dicho Jean Meyer, el Imperio estuvo más dispuesto que la República a ofrecer a los indígenas un paliativo ‘‘en su tránsito a la modernidad’’.35 De esta manera, la creación de una Junta Protectora de las Clases Menesterosas abrió un espacio público para que las comunidades ventilaran sus agravios y establecieran ----independientemente de la efectividad real de la Junta---- un vínculo directo con el poder. Se pretendía que se sintieran escuchados, atendidos por el emperador. Puede verse que los medios y las actitudes eran distintos. No obstante, el objetivo de Maximiliano y Carlota seguía siendo el mismo que el de Ignacio Ramírez o José María Castillo Velasco: emancipar al indígena Cfr. ibidem, pp. 581-588. Cfr. Advenimiento, p. 244. Cfr. Meyer, Jean, ‘‘La Junta Protectora de Clases Menesterosas: indigenismo y agrarismo en el segundo imperio’’, en Escobar, Antonio (coord.), Indio, nación y comunidad en el México del siglo XIX, México, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos-Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 1991, p. 330. 33 34 35

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equivalía a integrarlo, invitándolo, convenciéndolo u obligándolo a dejar de ser indio. El Imperio ratificó las leyes de Reforma, e insistió en que la propiedad comunal no era ‘‘conveniente’’.36 La Junta Protectora llegó incluso a afirmar que las festividades indígenas ‘‘a más de ser contrarias a la civilización actual, les son onerosas por tener que invertir para satisfacerlas, recursos que emplearían mejor en cultivar sus bienes’’.37 Había que modernizar a los atávicos ‘‘antes llamados naturales’’: en palabras de la emperatriz, era una necesidad apremiante devolver la humanidad a millares de hombres, cuando se llamaba de tan lejos a la colonización, y de hacer que [cesara] una llaga a la que la independencia no había traído sino un remedio ineficaz, puesto que ciudadanos de hecho, los indios habían quedado en una abyección espantosa.38

III. SALVAR A LOS INDIOS... DE LOS MEXICANOS En su bonito estudio sobre los indios vistos por los viajeros extranjeros en el siglo XIX, Brigitte Boehm de Lameiras sugiere que, a diferencia de épocas anteriores, el extranjero que iba a México en el siglo XIX no pretendía ya ni conquistar, ni civilizar, ni regenerar al indio.39 Los extranjeros de la época del Imperio representan en este aspecto una excepción. Cabe recordar que el fin explícito de la Intervención francesa y del Imperio ----que ciertamente no fue el único, ni el más importante, ni el más convincente---- era ‘‘salvar’’ a México ‘‘de la minoría opresora’’ ----los liberales ‘‘puros’’----, de los Estados Unidos, de ‘‘la anarquía’’, de la ‘‘disolución’’, etcétera. Así, no fueron pocos los extranjeros que, durante estos años, vieron en la emancipación del indio la clave para la regeneración del país entero. A diferencia de otros visitantes foráneos ----como, por ejemplo, Carlos Gagern, que en 1869 consideraba a los indígenas miembros de las ‘‘razas descendentes’’40----, los extranjeros aquí revisados no consideraban al indio, a pesar de su miseria y aislamiento, congénitamente inferior a los miembros de otros grupos. Con excepción de ----irónicamente---- la reCit. en Pani, Érika, ‘‘¿Verdaderas figuras de Cooper?’’, pp. 590-591. Cit. ibidem, pp. 591-592. Carta de Carlota a Maximiliano, 31 de agosto de 1865, en Arrangóiz, Francisco de Paula, México desde 1808, México, Porrúa, 1968, p. 648. 39 Cfr. Lameiras, Brigitte Boehm de, Indios de México y viajeros extranjeros, pp. 15 y 188. 40 Cit. en Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 83. 36 37 38

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publicana Sara Yorke Stevenson, a quien ‘‘el populacho’’ [populace] de indios y mestizos [half-breeds] no le provocaba sino profunda repulsión,41 nuestros autores enfatizaron la inteligencia de los indígenas, su buena disposición y su impresionante tenacidad y entrega al trabajo, sobre todo como cargadores.42 Para los dos militares, los indígenas eran ‘‘honrados y leales’’, y cuando se les trataba con justicia, cuando se les retribuía lo debido, cuando ‘‘se [sabía] ganar su confianza y estimular su amor propio’’, resultaban ser ‘‘trabajadores valiosos y valientes’’ y ‘‘soldados valientes y constantes, apegados a sus comandantes’’.43 De esta forma, nuestros visitantes consideraron que si los indios ----inteligentes, leales, buenos, trabajadores---- estaban en condiciones tan deplorables, si los integrantes de este ‘‘pueblo tan inteligente y laborioso’’ se hallaban envilecidos, ‘‘tanto en lo físico como en lo moral’’, se debía a ‘‘trescientos años de un régimen de fierro’’, y a que, desde la Independencia, las circunstancias del indio en poco o nada habían variado, pues los mexicanos seguían ‘‘contentos con [utilizarlos] como animales de trabajo’’.44 El prejuicio antiespañol en general, muchas veces anticatólico, y antimexicano en particular ----dirigido en contra de los mestizos pero, sobre todo, de ‘‘las clases educadas’’45----, permea la mayoría de los textos aquí revisados.46 Según Khevenhüller, el español desprecia al indio y lo llama ‘‘hombre sin razón’’, y a sí mismo ‘‘hombre con razón’’, pero está muy equivocado, pues el indio vale cien veces más que el mestizo, que se cree blanco y extraordinariamente superior.47 41 Cfr. Yorke Stevenson, Sara, Maximilian in Mexico, pp. 84-85. No obstante, la joven norteamericana alabaría la valentía y lealtad del ‘‘indio Mejía’’: cfr. ibidem, p. 192. 42 Mucho se impresionaron estos visitantes con la manera en que los indios cargaban pesadísimos bultos, ‘‘por millas enteras no caminado lentamente sino de prisa y sin darse reposo’’. Cfr. Kollonitz, Paula, Un viaje a México en 1864, p. 119; Hamann, Brigitte, Con Maximiliano en México, pp. 113-114; Salm-Salm, Agnes de, Diez años de mi vida, p. 300, y Lussan, Éloi, Souvenirs du Mexique, pp. 82 y 275. 43 Cfr. Hamann, Brigitte, Con Maximiliano en México, p. 113, y Lussan, Éloi, Souvenirs du Mexique, p. 275. 44 Cfr. Lussan, Éloi, Souvenirs du Mexique, pp. 273-278, y Salm-Salm, Agnes de, Diez años de mi vida, pp. 299-300. 45 Para Carl Khevenhüller, el mestizo, que conformaba ‘‘las clases medias’’, había heredado ‘‘todos los defectos de las dos razas’’ y ninguna ‘‘de sus buenas cualidades’’. No tolera a ‘‘los señores mexicanos’’, a los que considera altaneros e hipócritas. Cfr. Hamann, Brigitte, Con Maximiliano en México, pp. 113-114 y 112-123. 46 Lo mismo ocurre con la mayoría de los textos de los viajeros decimonónicos, como ha demostrado, Brigitte Boehm de Lameiras. Cfr. Lameiras, Brigitte Boehm de, Indios de México y viajeros extranjeros, p. 15. 47 Cfr. Hamann, Brigitte, Con Maximiliano en México, p. 131.

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La opresión del indio se debía entonces a que estos hombres lo mantenían en su ignorancia, pobreza y supersticiones para poder seguir aprovechándose de él. La culpa la tenía la viciosa casta ibérica, y la desgracia de los indígenas tenía como origen menos la conquista en sí que la naturaleza de sus conquistadores. La princesa Salm-Salm fue más lejos aún: el modo como los ingleses trataron a los indios de América del Norte, por malo que fuese, puede ser disculpado en cierto modo por la tenacidad con que rechazaron todos los intentos para civilizarlo, pero los aztecas no eran salvajes, y cuando sus sacerdotes eran crueles, no lo eran más que los sacerdotes cristianos fanáticos que, en lugar de enseñar su religión del amor, castigaron por la desgracia de sus errores religiosos, quemando a los más pobres en masa y tratándolos peor que a los animales salvajes. La tiranía y la esclavitud tienen en todas partes el mismo efecto humillante.48

De esta manera, algunos de los extranjeros de la época del Imperio consideraron que el problema no eran los indios, sino los ‘‘mexicanos’’, los descendientes de los conquistadores. Para algunos, lo mejor sería deshacerse de ellos: ‘‘¡qué fácil sería ----exclamaba Carl Khevenhüller---- gobernar a la gente de no ser tan canalla la llamada ‘gente culta’!’’49 La princesa Salm-Salm no fue tan drástica, pero, en su opinión, los indios se repondrían ‘‘de su condición actual de inferioridad y de miseria cuando sea instaurado en México un gobierno ilustrado y fuerte’’, y esto no podía ocurrir ‘‘por acción de los indios ni por los mexicanos blancos mismos’’.50 No obstante, Lussan y Khevenhüller pensaron que ese Estado regenerador podía ser el Imperio. El austríaco se admiraría incluso de la ‘‘magia’’ que Carlota ejercía sobre la población indígena.51 No debe sorprender entonces que las leyes ----con todas sus salvedades---- ‘‘indigenistas’’ del Imperio fueran acogidas con gran entusiasmo por los extranjeros y, sobre todo, por los dos periódicos franceses de la capital: L’Estafette y L’Ére Nouvelle. La cálida recepción por parte de la prensa extranjera del proyecto de la ley de jornaleros, que empezó a discutirse en septiembre de 1865, desató una virulenta polémica publicística. Los periódicos capitalinos darían voz, sobre todo, a los hacendados cuyos intereses y reputación afirmaban 48 49 50 51

Cfr. Salm-Salm, Agnes de, Diez años de mi vida, p. 299. Cfr. Hamann, Brigitte, Con Maximiliano en México, p. 171. Cfr. Salm-Salm, Agnes de, Diez años de mi vida, pp. 264-265. Cfr. Hamann, Brigitte, Con Maximiliano en México, p. 171.

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agredía la ley. Los periódicos franceses, al alabar una ley que pretendía proteger a los trabajadores de los abusos del patrón, sacaron a relucir todos los elementos de la Leyenda Negra antihispánica, sentaron a los propietarios mexicanos ‘‘en el banquillo de los acusados’’ y los presentaron como verdaderos señores feudales, crueles y desalmados, con todo y derecho de pernada. Queda fuera del tema que nos ocupa hacer una revisión detallada de la respuesta a estos alegatos por parte de estos supuestos ‘‘señores de horca y cuchillo’’. No obstante, quisiéramos rescatar aquí algunos de sus argumentos centrales, por lo mucho que iluminan las particularidades de las percepciones que hemos venido revisando. Los indignados propietarios mexicanos y los periodistas que enarbolaron su causa rechazaron, en primer lugar, que unos extranjeros vinieran a decirles cómo hacer las cosas, como si México fuera un país que se hallara ‘‘en la barbarie’’: nos limitaremos a protestar escribían los redactores de La Sociedad contra la caricatura del estado social de México... y a lamentar que se nos quiera civilizar a pescozones. Mal sistema de corregir las costumbres de un pueblo es humillarle.52

La representación del indio que construyeron los opositores de la ley sobre jornaleros sería diametralmente opuesta a la de los extranjeros que hemos abordado. Los indios de Lussan, Khevenhüller, Kollonitz y SalmSalm son pobres y desarraigados. Por eso los desprecia, oprime y explota la sociedad no india, por lo poco acostumbrados que están a ‘‘un trato singularmente amable por parte de la masa dominante’’.53 Por el contrario, el indio de los propietarios es flojo, ‘‘ininteligente’’, borracho. Es pobre porque quiere, y sería bueno que el legislador, en vez de estar agrediendo a los propietarios, ‘‘pudiera dar [a los indígenas...] la voluntad de trabajar y producir, dado que la pereza tiene tantos atractivos entre esas gentes’’.54 ‘‘El embrutecimiento de estos desdichados a nadie causa más perjuicio que a nosotros’’ ----afirma un hacendado irritado----, pues, ‘‘¿qué podemos aprovechar de un indio que nada tiene? ¿su trabajo? ...este lo pagamos más caro acaso de lo que merece’’.55 Así, los propieta52 53 54 55

‘‘La Sociedad. Actualidades’’, en La Sociedad, 21 de septiembre de 1865. Cfr. Salm-Salm, Agnes de, Diez años de mi vida, p. 264. ‘‘La Sociedad. Actualidades’’, en La Sociedad, 10 de septiembre de 1865. Ibidem, 13 de septiembre de 1865.

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rios consideraban que estaban haciendo un favor al indígena al convertirlo en peón de hacienda: su suerte era incomparablemente mejor que la de los indígenas que aún conservaban sus tierras y no producían ‘‘ni lo indispensable’’.56 Los propietarios se consideraban a sí mismos totalmente ajenos al problema de la abyección indígena, que no tenía otro origen que la naturaleza misma del indio. Un propietario que se consideraba modelo, cuyos operarios vivían ‘‘en casa propia... mil veces mejor que la mayor parte de las habitaciones de la gente pobre de la capital’’, que no los castigaba más que amenazándolos con expulsarlos de la hacienda, que pagaba la escuela, el maestro y los libros, escribía que mientras haya pueblos de indios; mientras formen una raza aparte... mientras se quiera conservar y aun aumentar ese fundo legal, tierras sin dueño que son de todos y no sirven para nadie, mientras se quiera proteger a los indios rodeándolos de privilegios de menores no servirán de nada ni a sí propios ni a la sociedad. ...Es preciso dejarlos en libertad; que tomen parte del movimiento general.57

La respuesta más original a la condena extranjera de los mexicanos en general y de los propietarios en particular fue la del jurista poblano Juan Nepomuceno Rodríguez de San Miguel. Mientras que los alegatos de los propietarios bebían en partes iguales de un herido orgullo nacional y de un riguroso liberalismo clásico, de estricto laissez faire, Rodríguez de San Miguel parecía apartarse de los deseos de modernidad y homogeneización que, a pesar de los recelos, compartían los visitantes de la época imperial con los hacendados que tanto vituperaban. Al contrario, Rodríguez de San Miguel hablaba de lo injusto de tratar como iguales a quienes no lo eran. Así, defendía menos al México de entonces que a la Nueva España de antaño. Ante las críticas a los trescientos años de una dominación de ‘‘fierro’’, y de fanáticos curas crueles e ignorantes, alababa la ‘‘peculiar legislación’’ del período virreinal, alegando que nuestra antigua sociedad estaba perfecta y sabiamente organizada, y era muy justa y acertadamente gobernada. ...Nuestra legislación no solamente no consideró a los indios como esclavos, ni degradó su clase, ni autorizó 56 57

Ibidem, 26 de septiembre de 1865. Ibidem, 28 de septiembre de 1865.

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que se les tratara como a bestias, sino que los hizo objeto de su especialísima protección... y fue constantemente en progreso en su beneficio y privilegios, siempre favoreciéndolos sobre las otras castas.58

En opinión de ese abogado, había sido el advenimiento del orden liberal en sí ----y no su mala aplicación por parte de los mexicanos---- el que había propinado un ‘‘golpe mortal’’ a los indígenas, pues ‘‘proclamada la igualdad legal... se cambiaron sus muy positivos beneficios por el simple título de ciudadanos’’. La desgracia del indígena provenía entonces de la destrucción de la legislación privativa de que había gozado durante la colonia, de la pérdida, por sorprendente que pudiera parecer, de su situación jurídica de menor de edad. IV. CONCLUSIONES Hemos intentado rescatar el retrato que del indio mexicano trazaron algunos de los extranjeros que vinieron a México durante la Intervención francesa y el Imperio de Maximiliano. El cuadro que nos pintan refleja las corrientes contradictorias que alimentaban la visión del mundo de esos visitantes: por un lado, el gusto por lo exótico, que ve en el indio al buen salvaje, al hombre primitivo de vistosos trajes y encantadoras ----aunque poco ‘‘civilizadas’’---- costumbres. Por otro, la impresión que les provoca el ‘‘desajuste social’’ mexicano ----hecho, como escribe Lameiras, más evidente ‘‘en su exotismo que en sus propios países’’59----: aquellas contradicciones de una sociedad cuyas elites liberales no sabían qué hacer con una sociedad abigarrada y aferrada a sus diferencias, en la que pervivían imaginarios y formas de organización tradicionales. En tercer lugar, se percibe también en esos hombres y mujeres el mesianismo civilizador, el afán por cargar ‘‘el fardo del hombre blanco’’ y transformar a las razas oscuras, menos favorecidas, que caracterizaría a menudo el imperialismo del último cuarto del siglo XIX. Es interesante que tanto extranjeros como mexicanos en el caso que referimos antes, los propietarios que arremetieron contra la ley sobre los trabajadores percibieron, como una realidad compartida, la ‘‘abyección’’ como ellos decían del indígena mexicano, miserable, marginado. Cabe recordar que, como ha marcado Luis Villoro, estos años representan tam58 59

‘‘Cuestión importante (comunicado)’’, en El Pájaro Verde, 26 de septiembre de 1865. Cfr. Lameiras, Brigitte Boehm de, Indios de México y viajeros extranjeros, p. 188.

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bién un parteaguas en cuanto al pensamiento indigenista mexicano, que dejó de concentrarse en un mítico indio muerto para enfrentarse con la problemática del indio vivo.60 Al afrontar la trágica situación del indio, extranjeros y mexicanos difirieron a la hora de asignar causas a su marginación: los primeros culparon a los segundos; éstos condenaron a los indios mismos. Llama la atención, a pesar del innegable racismo que permea esas visiones, que en ningún momento se cuestione ----Juan N. Rodríguez de San Miguel parece ser una voz que clama en el desierto---el ideal igualitario, de integración. Esto sugiere el vigor, por encima de diferencias políticas, ideológicas, y de nacionalidad, de ciertos preceptos liberales que, como la fe en el progreso, formaron el soclo constitutivo de un liberalismo decimonónico sorprendentemente seguro de sí mismo, incluso frente a realidades que lo negaban de manera estrepitosa.

60 Cfr. Villoro, Luis, Los grandes momentos del indigenismo en México, México, Ediciones de la Casa Chata, 1979, p. 178.

CAPÍTULO DECIMOSEGUNDO LOS EPISODIOS HISTÓRICOS MEXICANOS DE OLAVARRÍA Y FERRARI: LA NOVELA HISTÓRICA Y LOS INDIOS INSURGENTES María José GARRIDO ASPERÓ*

SUMARIO: I. Introducción. II. Enrique de Olavarría y Ferrari. III. Los indios de México a finales del siglo XIX según Enrique de Olavarría y Ferrari. IV. Los episodios históricos mexicanos y la participación indígena en la guerra de Independencia. V. Algo más sobre los indios durante la guerra de Independencia. VI. Consideraciones finales.

I. INTRODUCCIÓN El distinto entendimiento de lo histórico y de la valoración positiva del pasado en el presente y futuro de las sociedades propició que la historia fuera apreciada en el siglo XIX como nunca antes lo había sido. El desplazamiento paulatino de interpretaciones no necesaria o únicamente cristianas como explicación del decurso histórico por sistemas cada vez más mundanos en los que el hombre retomaba su posición de hacedor y constructor de la sociedad, y las revoluciones decimonónicas que, en no pocos casos, derivaron en la formación de los nuevos estados liberales y en el sentimiento de unidad nacional —condición del progreso de estos estados— propiciaron el cambio en el sistema de valores ordenadores del mundo occidental. De lo mágico y sobrenatural a lo racional, del fiel al ciudadano, del reino de los cielos a la patria, de la historia prescrita por Dios a la historia * Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora. Dedico este trabajo a Pedro.

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como responsabilidad y voluntad de los hombres. Del santo, como símbolo de identidad, modelo de conducta y voz cantante de la historia, al héroe nacional. De las virtudes cristianas a las virtudes ciudadanas. Del culto a Dios al culto a la nación. De la historia como historia de la “salvación” a la historia como progreso del espíritu humano. La preocupación por el pasado dio lugar a una producción abundante de trabajos históricos durante el siglo XIX. Se retomaron períodos y temas antes desechados por la historiografía, se discutieron los recursos metodológicos y se elaboraron teorías para fundar el conocimiento histórico y, en general, el de las llamadas entonces ciencias del espíritu. En México, como en otras partes del mundo occidental, la historia fue pensada como uno de los medios más útiles para llevar a cabo la anhelada unidad nacional. El conocimiento popular del pasado común, la exaltación de ciertos momentos y personajes, serían los mecanismos a través de los cuales se crearían una conciencia y un sentimiento nacionales, que unificarían e identificarían a los ciudadanos del nuevo Estado. El siglo XIX fue también el del encuentro de la historia con la novela. Este género se convirtió en uno de los medios más adecuados para difundir los valores necesarios para la construcción o el fortalecimiento de los Estados nacionales. La cantidad de producciones de este tipo revela cómo se popularizó el conocimiento histórico. En México, el esfuerzo más representativo para construir una literatura nacionalista fue el que protagonizó Ignacio Manuel Altamirano en torno al grupo El Renacimiento. La novela histórica mexicana decimonónica privilegió los temas coloniales; la guerra de Independencia, extensamente tratada por la historiografía, fue recogida por la novela romántica y nacionalista a mediados del siglo. Juan Díaz Covarrubias publicó en 1858 Gil Gómez el insurgente o la hija del médico. Ésta es la primera narración novelada que justifica y defiende la guerra de Independencia, y la primera novela romántica que pretende contar en episodios la historia de México: la obra de Díaz Covarrubias, impregnada de un exaltado tono patriótico, muestra las hazañas del héroe Gil Gómez como soldado de las huestes del cura Hidalgo, y fue proyectada como el principio de una serie que habría de culminar con la invasión norteamericana de nuestro país.1 1 El padre de Juan Díaz Covarrubias combatió a los realistas bajo las órdenes de Miguel Hidalgo. Seguramente la experiencia paterna inspiró su novela, que fue considerada la mejor novela mexicana hasta la fecha de su publicación por el crítico Ralph E. Warner. Trata del romance entre Fernando

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El madrileño Enrique de Olavarría y Ferrari fue el primero en novelar episódicamente la historia de la guerra de Independencia de México, más de dos décadas después de que lo intentara el “mártir de Tacubaya”. En este ensayo se analizará la interpretación que don Enrique hizo de la participación indígena en la guerra de Independencia. En lo absoluto se pretende dar una explicación personal del comportamiento de los indios durante la revolución emancipadora usando como fuente esta novela. Nos limitamos a compartir con ustedes esta imagen novelada de los indios insurgentes. II. ENRIQUE DE OLAVARRÍA Y FERRARI2 En diciembre de 1865 arribó Olavarría y Ferrari a la capital del segundo Imperio Mexicano. Tenía entonces veintiún años, un bachillerato en artes y una licenciatura en derecho. Posiblemente venía a trabajar como dependiente del Banco de España, institución donde meses antes había ganado un empleo por oposición. Amante de las letras y la historia, se incorporó a los círculos intelectuales del país para dedicarse a lo que, según sus amigos Anselmo de la Portilla y Juan de Dios de la Peza, era su verdadera pasión: la literatura. Su compatriota, el periodista De la Portilla, lo introdujo en los círculos literarios y publicó sus poesías en La Iberia, periódico fundado por él en el que insistía en la confraternidad hispanoamericana y publicaba, en forma de folletín, obras sobre historia de México. Con el triunfo de la República, y coherentemente con sus convicciones liberales, don Enrique se incorporó al grupo El Renacimiento que, gracias a los afanes conciliadores de Ignacio Manuel Altamirano, incluyó

y la “pálida” hija del médico, y de las aventuras del hermano adoptivo de Fernando, Gil Gómez, que sigue y narra como testigo ocular la tragedia de Hidalgo. Juan Díaz murió fusilado por el general Leonardo Márquez durante la guerra de Reforma. Es uno de los “mártires de Tacubaya”. Otras novelas sobre la insurgencia publicadas entre ésta y la de Enrique de Olavarría y Ferrari fueron Sacerdote y Caudillo y Los insurgentes (1869), de Juan A. Mateos, y El paladín extranjero (1871), de Jesús Echaiz. Cfr. Diccionario de Escritores Mexicanos, México, UNAM, Centro de Estudios Literarios, 1967, p. 97. 2 Los pocos datos sobre la biografía de Olavarría y Ferrari se han tomado del prólogo de Salvador Novo a la obra del autor: Reseña Histórica del Teatro en México, 1538-1911, México, Porrúa, 1961; del prólogo de Álvaro Matute a los Episodios históricos méxicanos (edición facsimilar), México, Instituto Cultural Helénico-Fondo de Cultura Económica, 1987, y de González Peña, Carlos, Historia de la Literatura Mexicana, desde los orígenes hasta nuestros días, México, Porrúa, 1981.

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al lado de los liberales mexicanos Manuel Payno, Justo Sierra y Manuel Acuña, entre otros, al español Olavarría y a destacados literatos conservadores como José María Roa Bárcenas. En este grupo comenzó Enrique de Olavarría y Ferrari la primera fase de su obra literaria con la publicación, en 1868, de la novela El tálamo y la horca. La dedicó a Altamirano, por quien sentía un profundo respeto y agradecimiento, según lo expresó él mismo en el prólogo de ésta, su primera novela. También en esas páginas expresó su agradecimiento al “pueblo grande y hospitalario que [lo] recibió con cariño”, y pidió al público lector que recibiera con benignidad este su primer ensayo, susceptible de provocar aprehensiones por la nacionalidad española de su autor: “no por eso a prevención lo tenga, pues si honra es para él tener por cuna el pueblo libre de Numancia y Zaragoza, a medias dividió su corazón con esta tierra de bendición y progreso, cuyas bellas le enamoran, cuyas flores le embriagan, cuyo porvenir le admira”.3 En 1872 se casó con la mexicana Matilde Landázuri, hija del prologuista de sus poesías. Tuvieron varios hijos. Entre 1874 y 1876 viajó por España, Bélgica, Francia y Alemania. Fue nombrado por el gobierno mexicano comisario oficial en los archivos de Indias de Sevilla y General de Simancas. Al regresar a México, en 1877, trabajó como administrador del antiguo colegio de San Ignacio de Loyola, mejor conocido como de las Vizcaínas, al que dedicó la Reseña histórica del colegio de San Ignacio publicada en 1889. Nacionalizado mexicano, Porfirio Díaz le otorgó una diputación en el Congreso nacional. Durante la Revolución se dedicó a continuar la historia del que fuera uno de sus más importantes temas de estudio, el teatro en México. Murió en la capital del país en 1918. A pesar de que, hasta el momento, la vida y obra de Enrique de Olavarría y Ferrari han carecido de la atención de historiadores y literatos y que son pocos los datos que sobre él tenemos, podemos suponer que dedicó su vida a sus grandes pasiones —la historia, la literatura y la educación en México—, que cultivó desde las letras y las aulas, sin olvidar nunca su lejana y querida tierra natal. Su obra incluye, además de los treinta y dos títulos que él mismo clasificó bajo los rubros de a) novelas, tradiciones y leyendas, b) comedias y dramas, c) obras históricas y d) obras varias, colaboraciones en los perió3 Olavarría y Ferrari, Enrique de, El tálamo y la horca, México, F. Díaz de León y Santiago, 1868, p. I.

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dicos La Iberia, El Siglo XIX, El Constitucional, El Globo, El Correo de México, La Revista Universal, El Federalista. También fundó y dirigió publicaciones como La Niñez Ilustrada, La Ilustración de la Infancia, y Lo del Domingo.4 De todos esos títulos destacan los que incluyó bajo el tema de obras históricas y algunos más de las obras varias. Vale la pena resaltar Crónicas del undécimo Congreso Internacional de Americanistas; México. Apuntes de un viaje por los estados de la República Mexicana; Reseña histórica de la Sociedad de Geografía y Estadística, y la ya mencionada Reseña histórica del colegio de San Ignacio. Sin duda alguna, entre sus obras más importantes figura la Reseña histórica del teatro en México, que es hoy una obra clásica y de ineludible consulta para todo aquél que se interese por el tema. Escribió la primera parte entre 1895 y 1896; la retomó al final de su vida, y de 1902 en adelante completó la historia del teatro hasta el año de 1911. Muy notable es el tomo IV de México a través de los siglos, dedicado al México independiente. Como señala Álvaro Matute, esta obra fue la primera en elegir los límites cronológicos de 1821 a 1854, de la consumación de la Independencia a la revolución de Ayutla, y Olavarría, el primer historiador en ocuparse de este período. Azarosa fue su participación en el proyecto de México a través de los siglos. Tras declinar la primera invitación que se le dirigiera, quedó el tomo IV bajo la responsabilidad de Juan de Dios Arias. Al morir éste, cuando se habían entregado los primeros quince capítulos, los editores consideraron que don Enrique, que “conoce nuestra historia y la sabe ex4 Clasificación de la obra de Enrique de Olavarría y Ferrari incluida en la Reseña histórica de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística: a) Novelas, tradiciones y leyendas: El tálamo y la horca (1868), Venganza y remordimiento (1869), Lágrimas y sonrisas (1870), La Virgen del Tepeyac (1883-1884), La Madre de Dios en México (1888), El caballero pobre (traducción de 1894) y varias novelas cortas; b) comedias y dramas: El jorobado (1867), Los misioneros del amor (1868), Loa patriótica (1869), La cadena de diamante (1879), La Venus negra (1880) y El taller del platero (inédito); c) obras históricas: Episodios históricos mexicanos, primera serie (1880-1883), Episodios históricos mexicanos, segunda serie (1886), Historia de México independiente, tomo IV de México a través de los siglos (1888) e Historia popular de México, desde la conquista hasta nuestros días (inédita); d) obras varias: Ensayos poéticos (1871), Lo del domingo, revista de teatros (1872), Historia del teatro español (1872), La niñez ilustrada, periódico infantil (1873-1874), El arte literario en México (1877 y 1878), Poesías líricas mexicanas (1878), La ilustración de la infancia (1880), Reseña histórica del colegio de San Ignacio (1889), Reseña histórica del teatro en México (1895-1896), Crónica del undécimo Congreso Internacional de Americanistas (1896), México. Apuntes de un viaje por los estados de la República Mexicana (1898), Guía metódica para el estudio de la lectura superior (1897), Curso elemental de lectura superior y recitación (1898) y Reseña histórica de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística (1901).

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plicar porque la ha meditado y comprendido”, era el más indicado para continuar la obra. Para esas fechas había terminado ya los Episodios que abarcan buena parte del período cronológico del tomo IV.5 Para don Enrique, autor de casi todo el tomo, constituyó un timbre de honor participar en el magno proyecto historiográfico mexicano del siglo XIX. En sus conclusiones incluyó, como siempre, el reconocimiento a México: “si, por acaso, algún premio mereciere mi libro, y me es permitido indicarlo sea el de reconocer cuánto y cuán de veras amo a México, mi patria del alma y la patria de mis hijos”.6 Por último hay que destacar la trascendencia de los Episodios históricos mexicanos, de los que nos ocuparemos más adelante. Baste mencionar, para abrir boca, que —como señala Álvaro Matute— ésta fue de toda su obra la que, pese al género literario utilizado, acusa un mayor esfuerzo hermenéutico. Terminamos señalando que la otra actividad en que se destacó el autor fue la docencia. Dio clases de literatura en el Conservatorio de Música; de declamación, geografía e historia universal y de México en la Escuela de Artes y Oficios para señoritas; de aritmética y álgebra en la Escuela Normal Municipal. Además escribió algunos libros sobre educación, como la Guía metódica para el estudio de la lectura superior y el Curso elemental de lectura superior y recitación, y los periódicos literarios para niños antes mencionados. III. LOS INDIOS DE MÉXICO A FINALES DEL SIGLO XIX SEGÚN ENRIQUE DE OLAVARRÍA Y FERRARI Antes de analizar la versión de Enrique de Olavarría y Ferrari sobre el tema de los indios en la guerra de Independencia, conviene revisar la opinión que de ese sector de la sociedad mexicana tenía el autor cuando el siglo XIX se dirigía hacia su fin. En México. Apuntes de un viaje por los estados de la República Mexicana, publicado en 1898, Olavarría y Ferrari —sin abandonar el género 5 Cfr. prólogo de Álvaro Matute a Olavarría y Ferrari, Enrique de, Episodios históricos méxicanos, vol. I, p. IX. 6 Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos. Historia general y completa del desenvolvimiento social, político, religioso, militar, científico y literario de México desde la Antigüedad más remota hasta la época actual. Obra única en su género publicada bajo la dirección del general..., t. IV: México independiente 1821-1855 escrita por D. Enrique Olavarría y Ferrari, México, Cumbre, 1962, p. 860.

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de la novela— se sirve de las impresiones y comentarios de Darío Néguer y Varela, agente de la casa editorial de Antonio J. Bastinos, que viajó desde Barcelona a México para abastecer las demandas editoriales del sector educativo mexicano. Durante la travesía y estancia en el país, el catalán conoció a Julio Zárate, Ezequiel Chávez y Antonio García Cubas. Las conversaciones de éstos con el autor, alimentadas por las pláticas que habían sostenido con Bastinos, procuraron a Olavarría y Ferrari los elementos necesarios para un análisis general de México a fines del siglo XIX y para expresar sus propias opiniones sobre los indios en el país. Después de reseñar las características geográficas del territorio, las actividades económicas principales, el comercio interior y exterior, el sistema de comunicaciones y transportes, la organización política, la situación social y, tras relatar algunos pasajes históricos, Olavarría dedica varias páginas a la población y a la descripción general de los indios mexicanos. Señala los grupos étnicos dispersos en el territorio nacional, su ubicación espacial, su representación proporcional en relación con la población blanca, su ocupación, sus características físicas y los que a su juicio, eran los rasgos del carácter de cada étnia. De los doce millones de habitantes con que contaba México en el año de 1898, calcula que —aproximadamente— la tercera parte pertenecía a la raza indígena, una quinta parte del total a la raza blanca y el resto a la mezcla de ambas. Los indios, escribe, habitaban fuera de las ciudades; trabajaban principalmente en las minas, en el campo y en la producción de tejidos de algodón, cestos, alfarería, sombreros, mantequillas, quesos y otros artículos que vendían en las grandes poblaciones o en los tianguis indígenas. Menciona que los grupos étnicos más significativos eran entonces los aztecas, los tarascos, los otomíes, los mayos, los mixtecos y los zapotecos y los “adelantadísimos mayas”. Existían “aún” otros menos importantes, dispersos por todo el territorio, como los zempoaltecas, los chontales y otros muchos “casi salvajes que lentamente van desapareciendo”. En el norte, habitaban los yaquis, mayos, ópatas, pimas, pápagos, mogollones y los apaches.7 Aunque consideraba que cada grupo tenía características físicas y de carácter particulares, los describió en general como “hombres de color atezado, de estatura mediana, de complexión recia, pómulos salientes, barba escasa y cabellos negros y lacios”. Algunos le sorprendían 7 Cfr. Olavarría y Ferrari, Enrique de, México. Apuntes de un viaje por los estados de la República Mexicana, Barcelona, Librería de Antonio J. Bastinos, 1898, pp. 34-38.

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agradablemente por su limpieza y otros, por el contrario, por desarreglados, sucios y “degenerados”. Eran en ellos generales “la desconfianza, la simulación, la astucia y la pertinacia, pero difieren notablemente en cuanto a condición, docilidad y civilización”. El indio era también “valiente, denodado y sufrido, diestro cazador, intrépido soldado”.8 Las etnias más despreciadas por Olavarría eran los grupos indígenas del norte: los apaches y comanches que, desprendiéndose de las reservas americanas, invadían el territorio mexicano, infestando los estados fronterizos, destruyendo, matando e impidiendo el desarrollo del norte del país. En ellos, afirma, “la barbarie se halla en toda su plenitud, la perfidia, la traición y la crueldad son las condiciones de su carácter”.9 Pese a que en este texto el autor reconoce la existencia de algunas virtudes indígenas, aconseja que desde el gobierno se promueva su civilización mezclándolos con los otros habitantes, para facilitar el progreso de la nación: proyecto difícil de lograr, pero no imposible, pues “los individuos, y no pocos, de esa raza, que por su ilustración se han asimilado a los de la blanca, se han hecho notables en las profesiones que han adoptado, particularmente en el foro y en el sacerdocio, demostrando que son susceptibles, como el que más, de un alto grado de civilización”.10 IV. LOS EPISODIOS HISTÓRICOS MEXICANOS Y LA PARTICIPACIÓN INDÍGENA EN LA GUERRA DE INDEPENDENCIA 1. Los Episodios Los Episodios históricos mexicanos son dos series de novelas de dieciocho capítulos cada una publicadas originalmente por entregas: la primera, entre 1880 y 1883, y la segunda en 1886. A la manera de como lo hiciera Benito Pérez Galdós, y prefigurando los más exitosos Episodios, los de Victoriano Salado Álvarez, Olavarría y Ferrari cuenta noveladamente la historia de México entre 1808 y 1838. La primera serie, de la que nos ocupamos aquí, narra la guerra de Independencia desde los desajustes provocados por la invasión napoleónica de la península Ibérica y la prisión de Fernando VII en 1808, hasta el es8 9 10

Ibidem, p. 38. Idem. Idem.

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tablecimiento de la República federal y el fusilamiento del que fuera primer emperador mexicano, Agustín I, en 1824. La segunda serie continúa la historia de México y concluye con la reinhumación y traslado de los restos de Agustín de Iturbide desde Tamaulipas a la catedral de la ciudad de México donde reposaban, desde 1823, los despojos de los héroes insurgentes, y la firma del tratado de paz de Santa María Calatrava por el que España reconoció la Independencia de la que alguna vez había sido su colonia más rica. Los acontecimientos simbólicos con los que terminan las series reflejan las grandes preocupaciones del historiador-novelista español, después nacionalizado mexicano: la rivalidad criollo-peninsular, el divorcio entre México y España, las contradicciones que advirtió en la forma en que se consumó la Independencia, y el sacrificio innecesario del que antes de caer en desgracia había sido proclamado como el libertador, Agustín de Iturbide. Esas lacras fueron consideradas por el autor de los Episodios como el origen de la rivalidad entre los grupos políticos posrevolucionarios que, con proyectos nacionales enfrentados entre sí, prolongaron el estado de guerra y la inestabilidad política, económica y social en el México independiente. Las dos series de los Episodios históricos mexicanos fueron dedicadas a la memoria de Enrique de Olavarría y Landázuri, hijo del autor, que murió a la edad de ocho años. La serie primera fue, según reza la portada, premiada con diploma, medalla de primera clase y mención honorífica en las exposiciones de Guadalajara y Querétaro. La primera edición completa de las dos series en forma de libro apareció entre 1887 y 1888: está ilustrada con láminas cromolitográficas y grabados intercalados en el texto que representan a los personajes y acontecimientos más notables de la historia de México desde el año 1808. Es la única edición de la que hasta hoy se ha hecho reimpresión facsimilar: la que aquí manejamos.11 Los primeros cinco capítulos de la primera serie fueron firmados bajo el seudónimo de Eduardo Ramos. A partir del sexto, “Las Norias de Baján”, apareció la rúbrica de Enrique de Olavarría y Ferrari. Al inicio de este capítulo se reconoce la autoría —hasta entonces velada por el seudónimo— que, al parecer, ya había descubierto la prensa de la época. Según esa declaración, Olavarría había recurrido al seudónimo —común en esos 11 En adelante nos referiremos a los Episodios históricos sin indicar el número de volumen de los dos primeros utilizados para este ensayo: la circunstancia de que la paginación de esos dos volúmenes sea consecutiva hace superflua la indicación del volumen a que corresponde cada cita.

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tiempos— para dar a la prensa y al público lector toda la libertad para juzgar su obra. En la nota aclaratoria se advierte ese sentimiento, recurrente en don Enrique, de precaución ante el posible rechazo de la obra de un español por el público lector mexicano: especialmente, por tratarse de una versión conciliadora de la guerra de Independencia y de las relaciones entre México y España.12 Dada la buena acogida que hasta el momento había tenido la obra entre el público, los editores y el autor decidieron continuar su publicación, que fue acompañada de algunas innovaciones, no demasiado satisfactorias. En efecto, la novela —que, hasta el capítulo cinco, había logrado crear una muy buena trama ficticia de amores, lealtades y enredos, bajo la cual se tejía la historia real— pierde fuerza; los personajes se repiten, atraviesan por situaciones un tanto repetitivas, y los protagonistas brillan a veces por su ausencia. Pero, principalmente, la novela se convierte paulatinamente en una obra historiográfica: tanto que por momentos no se sabe si se está leyendo a Enrique de Olavarría y Ferrari, a Lucas Alamán o a Carlos María de Bustamante. Algunos pasajes, sobre todo los que narran batallas, se vuelven tediosos, pues son transcripciones casi literales de las historias de esos autores sobre la Independencia13 o de la Gaceta de México, publicación colonial que también consultó Olavarría. Además de la información histórica que extrae de Alamán y Bustamante, Olavarría rescata el esfuerzo de interpretación del primero, con el que mantiene importantes coincidencias, así como su estructura cronológica. Del segundo aprovecha determinados pasajes, ricos en rasgos humanos y situaciones que resultaban particularmente adecuados para una historia novelada de la guerra de Independencia. Llama la atención en particular cómo recupera don Enrique a uno de los héroes más controvertidos de Carlos María de Bustamante, el afamado Pípila. Olavarría y Ferrari, el historiador, inserta continuamente comentarios metodológicos; incluye citas y critica las fuentes que utiliza; señala la imparcialidad que guía su trabajo como condición del quehacer histórico,14 Cfr. Olavarría y Ferrari, Enrique de, Episodios históricos mexicanos, p. 538. Nos referimos a la Historia de Méjico desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente, de Lucas Alamán, y al Cuadro histórico de la revolución mexicana de 1810, de Carlos María de Bustamante. 14 Constantemente incluye observaciones como la siguiente: “debo en consecuencia limitarme a referir las cosas tal y como fueron, sin quitarles ni añadirles cosa alguna. Por lo tanto nada invento, ni casi en lo que refiero empleo palabras mías, y antes bien las tomo de aquellos que, testigos de los he12 13

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lo cual nos revela el esfuerzo hermenéutico y heurístico que respalda la novela y la tarea de investigación que se llevó a cabo antes de proceder a su redacción. No resulta, pues, desacertado que la clasificación de los escritos del propio Olavarría incluya los Episodios bajo el rubro de obras históricas y no en el de novelas, tradiciones y leyendas. España constituye una de sus preocupaciones constantes. Como señalamos anteriormente, Enrique de Olavarría y Ferrari pasó casi toda su vida en México, se ocupó de los problemas históricos y educativos de este país; pero nunca —su obra lo revela— olvidó a España. Escribió sobre ella desde México y consideró que la comprensión cabal de la historia de México exigía la reflexión constante sobre la de España: de hecho, su historia “novelada” de la guerra de Independencia trata de resolver las diferencias y acercar a los países. No por ello deja de ser crítico con la política española durante la guerra. Como liberal convencido, muestra en los Episodios su inclinación favorable al liberalismo español, y critica severamente la vuelta al absolutismo impuesta en 1814 por el rey Fernando VII de quien dice Olavarría que era el “único español que nada había aprendido ni adelantado”.15 Definitivamente, en los Episodios nuestro autor se muestra más historiador que novelista. 2. La trama Las dos series de los Episodios están narradas por Carlos Miguel Arias Páez, hijo de los criollos Benito Arias y María Páez. Carlos Miguel cuenta la historia de la guerra y la de las dificultades que atravesó su familia, sirviéndose de los relatos que sus padres y otros personajes, reales y ficticios, le proporcionaron. Todos ellos vivieron, participaron y padecieron la guerra. Para 1808, Benito y María tenían veintitrés y diecinueve años respectivamente. Ambos vivían con el hacendado Gabriel de Yermo, hacia quien profesaban profunda lealtad y agradecimiento. María disfrutó de la

chos, los describieron como sabían o podían... Formadas están estas páginas, con lo que tirios y troyanos han dicho en papeles y libros que, con un afán superior a lo fatigoso de la tarea, he rebuscado y leído, dejando a cada uno de los elementos que forman el mosaico de mi obra, su lugar propio, bueno o malo, justo o injusto... sobre la base de los hechos que refiriendo vengo con una imparcialidad que nadie seriamente podrá disputarme”: Olavarría y Ferrari, Enrique de, Episodios históricos mexicanos, pp. 1,225 y 1,226. 15 Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, p. 199.

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protección de los Yermo desde los doce años, cuando fue recogida por esta familia al morir su padre, paisano de don Gabriel, con quien había trabajado como mayordomo. Benito, reconocido por todos como hombre honesto, virtuoso y trabajador, era uno de los hombres de confianza del hacendado. Al divulgarse en la Nueva España las noticias de la prisión del rey y el levantamiento popular del 2 de mayo contra la autoridad francesa impuesta, don Gabriel, previendo los conflictos que se desatarían entre los novohispanos, dio a Benito absoluta libertad para que eligiera el partido que le acomodara seguir. Si era el español, bien; si era el criollo, Yermo no sólo lo respetaría sino que seguiría ofreciéndole su amistad y, en nombre de ella, facilitaría su matrimonio con María, su protegida. Olavarría plantea así el problema que guía toda su obra: la rivalidad criollo-peninsular y la dificultad para elegir un bando, ya que ni todos los españoles que participaron en la guerra de Independencia fueron villanos, ni todos los criollos se comportaron como héroes. Así, el criollo Benito se decide por la lealtad a su protector, patrón y amigo, que en la novela figura como ejemplo de los buenos peninsulares. Como consecuencia de una serie de embustes vertidos por el despreciable criollo Miguel Garrido, primo de María y rival en amores de Benito, éste se ve envuelto en una serie de intrigas que lo colocan como líder del partido criollo de la ciudad de México, en aparente traición a la confianza que los Yermo habían depositado en él. Por tales razones Benito se ve forzado a sumarse a las fuerzas insurgentes y a seguir con éstas los caminos de la guerra. Primero por azar y luego por convicción, Benito y María participan en los acontecimientos más significativos de la revolución de Independencia desde la conspiración de Valladolid hasta su consumación: siempre al lado de los más destacados caudillos, nuestros héroes insurgentes. La historia de la familia Arias Paéz corre paralelamente a la de la guerra. En noviembre de 1809 la pareja recibió el sacramento del matrimonio de manos del mismo cura Miguel Hidalgo; el 16 de septiembre de 1810, Benito se vio imposibilitado para seguir a las fuerzas levantadas por el grito del cura, porque unas horas antes había nacido su hijo Carlos Miguel. Por si fuera poco, en los días previos al levantamiento armado, María —que era devota de Nuestra Señora de Guadalupe— sugirió a Josefa Ortiz de Domínguez y luego a Miguel Hidalgo que colocaran bajo la protección de la Virgen la causa que los unía.

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La obra esta llena de personajes reales de la época de quienes se conoce su filiación política y que a Olavarría sirven para mostrar, junto con otros personajes ficticios, las diversas opiniones sobre la guerra. Tal vez la relación mejor desarrollada es la entrañable amistad entre dos de los personajes de la vida cultural más reconocidos en la Nueva España, Joaquín Fernández de Lizardi y el poeta Anastasio Ochoa y Acuña. Ambos criollos, el primero decididamente insurgente, el otro partidario peninsular.16 3. Teoría general sobre la guerra de Independencia Para analizar la interpretación de Olavarría y Ferrari sobre la participación indígena en la guerra de Independencia señalaremos en primer lugar la que podemos identificar, en líneas generales, como su interpretación de este hecho. Coincidamos o no con ella, hay que destacar que está respaldada por un trabajo profesional de investigación histórica y, como ya advirtió Justo Sierra, por un esfuerzo de “comprensión” de nuestra historia.17 Para Olavarría, liberal convencido, la escisión de la Nueva España de su antigua metrópoli fue del todo legítima. Pero las razones principales que la justifican no provienen de los argumentos históricos derivados de la Conquista o del llamado patriotismo criollo; tampoco de las demandas que los americanos —criollos, mestizos, castas o indios— pudieran haber hecho a la metrópoli antes de iniciada la guerra. Los argumentos reales son los emanados del liberalismo español de la primera época, reforzados por el de finales del siglo XIX, que es la perspectiva desde la que Olavarría escribe y observa la guerra insurgente. La Independencia fue legítima porque México, en nombre de los “derechos de toda la nación”, decidió desligarse de su antigua sujeción a España. Lo hizo porque creía bastarse a sí mismo y porque contó con el refrendo de la voluntad popular.18 Olavarría y Ferrari considera como causas de la revolución de Independencia la insatisfacción generalizada por las contradicciones del pro16 Sobre la figura de Fernández de Lizardi y sus puntos de vista acerca del protagonismo indígena en la coyuntura insurgente-independentista, cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, “El indio ante la independencia en los escritos de El Pensador Mexicano”, ponencia para el I Congreso Internacional Nueva España y las Antillas (Castellón de la Plana, 7 a 9 de mayo de 1997), Centro de Investigaciones de América Latina (comp.), De súbditos del rey a ciudadanos de la nación, Castelló, Universitat Jaume I, vol. I, pp. 257-272. 17 Cfr. prólogo de Álvaro Matute a Olavarría y Ferrari, Enrique de, Episodios históricos mexicanos, p. IX. 18 Cfr. Olavarría y Ferrari, Enrique de, Episodios históricos mexicanos, pp. 1,893 y 1,894.

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yecto de gobierno de los Borbones, que limitó y acorraló las aspiraciones de los criollos, e impuso a la colonia mayores cargas económicas: por eso su insistencia en señalar la caducidad del sistema que, con la pluma de Alamán, describe como el que “se hundía por sí mismo; era una momia que, contra la costumbre de las momias, había entrado en descomposición”.19 Inconvenientes que, sin embargo, permanecían adormecidos y que por sí solos no hubieran derivado hacia un levantamiento armado y radical. En la búsqueda de las causas esenciales de la revolución de Independencia identifica: la discusión de la soberanía nacional desatada por la acefalia de la monarquía; la mala conducción que tuvieron los gobiernos sustitutos peninsulares —la Suprema Junta Central Gubernativa y el Consejo de Regencia— y las Cortes generales y extraordinarias sobre los espinosos asuntos de la igualdad y de la representación equitativa de ultramar en el Poder Legislativo; la poca capacidad y baja calidad moral del virrey José de Iturrigaray que, por su egoísmo, motivó el golpe de estado de Gabriel de Yermo con el que se privó a la autoridad colonial de toda legitimidad; y, principalmente, el problema que se transformó en el principal agravio y demanda criollos: el acceso a los puestos de gobierno. La España del antiguo régimen, protagonista también de esta historia, sale bien librada. Dígase lo que se quiera por los declamadores de oficio, observa uno de sus personajes, el gobierno colonial no fue para estos reinos tan funesto como a cada instante quieren hacerlo aparecer los ignorantes o los necios. Cometiéronse, sí, muy grandes injusticias como desde luego lo fue el desdén y alejamiento de los puestos públicos de alguna importancia, que pesaron sobre los criollos.20

Insistimos: según Olavarría y Ferrari, esta demanda de los criollos, insatisfecha por los liberales españoles, motivó y nutrió toda la revolución de Independencia. En consecuencia, la guerra es interpretada como una lucha de intereses entre españoles europeos y españoles criollos: no como una guerra de razas, sino como el enfrentamiento militar entre esos dos grupos; entre un bando que quería mantener a la Nueva España dependiente de la metrópoli, y otro que buscaba hacer de la Nueva España un reino independiente, pero sin introducir mayores cambios en la estructura socioeconómica. 19 20

Ibidem, p. 1,227. Ibidem, p. 137.

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En la interpretación de Olavarría, los criollos se levantaron en armas con la esperanza de acceder a los empleos que les negaba la voracidad de los europeos. Tales fueron, sostiene, los verdaderos contendientes y sus únicos objetivos.21 Por tratarse de una guerra entre intereses de los más poderosos —los peninsulares— y de los que les seguían en prestigio y riqueza —los criollos—, que anhelaban alcanzar aquellas alturas de poder que eran privativas de los nacidos en España, el resto de los grupos sociales y sus motivaciones apenas cuenta en la novela. Poco o nada dice Olavarría de la miseria a que estaba sometida gran parte de la población, de las crisis agrícolas, de la desigualdad, de las rebeliones originadas por la expulsión de los jesuitas o de la inconformidad generada por la consolidación de los vales reales. No existieron para él las rebeliones indígenas ni las conspiraciones anteriores a 1808 que, si bien no fueron definitivas, ni alcanzaron la lucidez política de las promovidas por los liberales, sí nos hablan de insatisfacciones tempranas.22 Cabe objetar que Olavarría y Ferrari limitara la inconformidad de los criollos a la demanda de empleos. Don Enrique conocía bien, porque la cita, la Representación que hicieron los americanos ante las Cortes de Cádiz el 16 de diciembre de 1810: en este documento, como se sabe, las exigencias superaban en mucho la petición anterior. Y tampoco advirtió que la experiencia adquirida por los años de guerra alentó proyectos —como el de la Junta de Zitácuaro o el Congreso de Chilpancingo— cada vez más sólidos y completos, donde se reivindicaba un diseño de nación. Pese a que Olavarría ve en Morelos, que no era criollo, al caudillo que logró crear un proyecto nacional que proponía la Independencia absoluta y la creación de un gobierno liberal que, de haber contado con un más decidido apoyo de las armas insurgentes, posiblemente hubiera obtenido la victoria, sostiene que las causas que alimentaron la guerra fueron Cfr. ibidem, p. 58. Rebeliones que hoy conocemos bien gracias a los trabajos de Castro Gutiérrez, Felipe, Movimientos populares en Nueva España: Michoacán, 1766-1767, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1990; Informe sobre las rebeliones populares de 1767 y otros documentos inéditos, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1990; Nueva ley y nuevo rey. Reformas Borbónicas y rebelión popular en Nueva España, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1996; Mirafuentes Galván, José Luis, Movimientos de resistencia y rebeliones indígenas en el norte de México, 1680-1821. Guía documental, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1989; Van Young, Eric, La crisis del orden colonial: estructura agraria y rebeliones populares en la Nueva España, 1750-1821, México, Patria, 1992, y Lara Cisneros, Gerardo, Resistencia y rebelión en la Sierra Gorda durante el siglo XVIII: el Cristo Viejo de Xichú, tesis de licenciatura, México, UNAM, 1995. 21 22

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las mismas de principio a fin: el acceso de los criollos a los puestos del gobierno colonial. Finalmente hay que destacar que, en opinión de Olavarría y Ferrari, la guerra concluyó de manera contradictoria: tanto que ella misma constituyó el origen de los posteriores levantamientos. La guerra —especialmente, los intentos de alcance social y político acaudillados por Miguel Hidalgo y José María Morelos— se perdió por la debilidad, la desunión y la falta de coherencia interna de los insurgentes, y no por la habilidad y supremacía militar de los realistas. Se entiende así un comentario de Olavarría acerca del segundo de los héroes citados: “nuestro don José María Morelos, en fin, pudo haber hecho por sí sólo nuestra independencia, y si no lo hizo, fue porque los demás insurgentes no se la dejaron hacer”.23 En palabras de Ortega y Gasset, el autor de los Episodios atribuyó “el mal éxito [de la revolución] no... a la intriga de los enemigos, sino a la contradicción misma de los propósitos”.24 4. Los indios en la Independencia según los Episodios históricos mexicanos De todo lo dicho hasta aquí acerca de los puntos de vista del autor sobre los indios de finales del siglo XIX y de su análisis general de la revolución de Independencia, se desprende el juicio nada favorable que emite Olavarría sobre la implicación de ese sector de la sociedad en el conflicto bélico. A través de los personajes reales y ficticios de su novela histórica, don Enrique aborda el problema de la participación indígena en la guerra desde los dos planteamientos iniciales de que debe partir toda reflexión seria sobre el tema: uno, teórico, en el que evalúa el pasado indígena como argumento histórico legitimador de la aspiración a la Independencia; el otro, práctico, en el que expone los motivos por los que los indios se sumaron a la guerra, las características de su participación y la influencia que tuvieron en su desarrollo y consumación. 5. Los indios: ¿fundamento histórico de la guerra? Enrique de Olavarría y Ferrari desecha como falsa la tesis que sostiene como argumento legitimador de la Independencia el que ésta se hubieOlavarría y Ferrari, Enrique de, Episodios históricos mexicanos, p. 1,227. Ortega y Gasset, José, “El ocaso de las Revoluciones”, El tema de nuestro tiempo, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1941, p. 117. 23 24

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ra realizado para reponer a los indios en unos derechos de los que habían sido desposeídos por los españoles desde el 13 de agosto de 1521, cuando Hernán Cortés sometió México Tenochtitlan. Para él, la guerra de Independencia no fue una guerra entre razas. Los indios no la promovieron, ni su pasado fue el argumento que amparó a los insurgentes. Así, uno de los personajes de los Episodios —Carlos Miguel— cuenta cómo su padre, Benito Arias, solía expresarse con ira contra los que habían elaborado la teoría de la reivindicación de los derechos indígenas: esta versión era del todo falsa, pues los criollos sabían muy bien que no podían aducir más derechos sobre esta tierra que los dimanados de la misma Conquista.25 Los criollos, únicos y verdaderos insurgentes, jamás pensaron que podían fundar su lucha en los derechos de la raza sojuzgada por Hernán Cortés. Mintieron a sabiendas quienes tales cosas habían afirmado.26 La Independencia no se hizo para reponer en el trono del Imperio azteca a los descendientes en línea más o menos directa de Moctezuma y Cuauhtémoc. Según Olavarría, su civilización, costumbres y tradiciones habían caído con ellos para no volver a levantarse. La Independencia fue obra de los criollos, y no se realizó en nombre de una raza con la que compartían menos sangre que con los españoles: los criollos se sentían y eran tan españoles como los peninsulares, pues sólo por casualidad habían nacido en México.27 Los personajes criollos de la novela de Olavarría y Ferrari, sin embargo, reconocen la presencia indígena en la guerra; aceptan que, con su auxilio, empezaron la lucha y aseguran que nunca dejarían de hacer honor a los que en ella se destacaron: pero “nunca jamás se nos ocurrió sacrificar a su raza, la preponderancia de la nueva raza criolla, creada y educada según las costumbres, usos y civilización que los españoles implantaron aquí”.28 Queda patente que Olavarría y Ferrari no concede ningún crédito al pasado indígena como argumento histórico de la guerra, por lo que niega a los indios cualquier sitio en el pasado, el presente y el futuro del país. “Vuelvo a decirlo, y nunca de decirlo me cansaré, fuimos los criollos y no los indios los que concebimos y procuramos la independencia; y los descendientes de aquellos criollos son y serán los que en nuestro país continúen preponderando”.29 Los criollos fueron los únicos capaces de con25 26 27 28 29

Cfr. Olavarría y Ferrari, Enrique de, Episodios históricos mexicanos, p. 36. Cfr. ibidem, p. 35. Cfr. bidem, p. 1,893. Ibidem, p. 1,894. Idem.

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quistar la Independencia y serían, los mestizos, sus descendientes, los únicos preparados para dirigir al país. 6. Los indios, soldados insurgentes30 Los indios son personajes principales en los capítulos que narran la primera fase de la guerra. Ello se debe obviamente a la participación real que tuvieron como base de las huestes de Hidalgo, y explica que compartan protagonismo en el principio de la novela con españoles y criollos. Los mestizos y las castas aparecen algo después, cuando Morelos releva a Hidalgo en la dirección del movimiento: a partir de entonces, los indígenas desaparecen paulatinamente del relato. En los Episodios históricos la participación de los indios como soldados de la insurgencia es calificada en general como desastrosa para el movimiento. Sin embargo, el autor considera que su presencia fue indispensable: sin ellos Miguel Hidalgo habría sido derrotado tal vez antes, o la lucha no habría prendido en todo el territorio. Por esas razones, piensa Olavarría, los criollos no sólo permitieron que se sumaran a sus fuerzas, sino que lo fomentaron. Por ejemplo, cuando Benito Arias, ya en Valladolid, es invitado por el fraile franciscano Vicente de Santa María a sumarse a la conspiración dirigida por José María Obeso y José Mariano Michelena, le informan del plan y de las fuerzas con que contaban; le comunican que disponían de los indios de los pueblos inmediatos a Valladolid, y le aseguran que, en cuanto comenzara el movimiento, Michelena pasaría a la provincia de Guanajuato para levantar a los indios con la promesa de dispensarles del pago de todo tributo.31 Cuando Benito y María conocen a Hidalgo, y ella sugiere como Virgen de la causa insurgente a Nuestra Señora de Guadalupe, el cura, tras pensarlo con detenimiento, se decide por la propuesta de María, pues siendo la guadalupana una advocación mariana relacionada estrechamente con los indios, podía colaborar a levantarlos en favor de la causa criolla. Miguel Hidalgo le dice a Benito: “una imagen de la virgen de Guadalupe pudiera ser un verdadero lábaro para el ejército insurgente... Invocar 30 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel, “Las comunidades indígenas de la Nueva España y el movimiento insurgente (1810-1817)”, Anuario de Estudios Americanos, Sevilla, t. LVI-2, julio-diciembre de 1999, pp. 513-538. 31 Cfr. Olavarría y Ferrari, Enrique de, Episodios históricos mexicanos, p. 158.

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la libertad en nombre de la virgen de Guadalupe, equivaldría a nacionalizar la lucha y a contar con la totalidad de los indios”.32 Así, pues, fueron los mismos criollos los que, empujados por la necesidad, involucraron como base de sus ejércitos —y solamente como eso— a los indígenas: las huestes de Hidalgo habíanse considerablemente aumentado al paso por las haciendas y lugares de tránsito, ofreciendo el más extraño y singular conjunto: la infantería formábanla los indios armados de palos, flechas, hondas, lanzas y fusiles, y dividíanse en cuadrillas o pueblos al mando de sus propios capataces.33

El grueso del ejército, dice Olavarría, quedó formado de esa manera por las masas de indios, con sus hijos y mujeres en revuelta confusión.34 Los reclamos que Olavarría dirige a los indígenas por su actuación durante la crisis bélica insurgente son de diversos tipos: uno de ellos, fácilmente identificable, es el que denuncia la falta de motivaciones ideológicas en su levantamiento. Según el autor, los grupos indígenas se alzaron en armas contra las autoridades coloniales porque la guerra les deparaba una extraordinaria oportunidad para robar, cometer todo tipo de excesos y vengar los agravios padecidos por siglos de tutelaje colonial. Para ilustrar lo anterior, señalamos algunos pasajes de los Episodios que Olavarría tomó casi literalmente de Lucas Alamán. Cuando los insurgentes tomaron la ciudad de Valladolid, los indios, alcoholizados, intentaron linchar al español que, según ellos, había envenenado la bebida y comida y provocado así la muerte de varios de sus compañeros. Ignacio Allende les demostró que el fallecimiento de aquéllos no se debía a ningún veneno, pues él mismo había comido y bebido lo mismo, sino a los excesos que habían cometido, emborrachándose y empachándose. Narra Benito: así se lo explicó Allende, censurando con energía los excesos de la indiada, recomendándole la moderación y el orden; pero aquella masa burda e ignorante, lejos de aceptar las explicaciones del caudillo, apoderándose del dueño del aguardiente que suponían envenenado, quiso despedazarle con encono feroz.35 32 33 34 35

Ibidem, pp. 191 y 192. Ibidem, p. 233. Cfr. ibidem, p. 235. Ibidem, p. 308.

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Era tal la mala fama que habían adquirido los indios del cura Hidalgo que, cuando se aproximaban a la ciudad de Guanajuato, la plebe de la ciudad, que también esperaba apropiarse de las riquezas del Ayuntamiento y de los vecinos resguardadas en la alhóndiga, planeó adelantarse al saqueo de los indígenas, pues, según se decía, “los indios de Hidalgo arrebatan con todo”.36 El mismo caudillo insurgente, cuenta el narrador, reconoció ante Allende después de la gran matanza de Guanajuato que “nuestros indios se han cegado y mueren, no por la victoria, sino por la venganza”.37 Más adelante añadiría: “yo no quiero que desacrediten nuestra causa con tales actos de desenfrenado bandidaje... Sé que la indiada ha convertido sus tilmas en sacos para llevarse el fruto de sus rapiñas”.38 Olavarría, recordando la Revolución francesa, admite que la violencia es inevitable en todo movimiento de esta naturaleza: incluso resulta útil, cuando los objetivos son benéficos. Pero las brutalidades llevadas a cabo por las tropas indígenas de Hidalgo no encuentran ninguna justificación porque, saturadas de odios y resentimientos, carecían de todo contenido superior. Lo ejemplifica muy bien lo ocurrido en Guadalajara, cuando el ejército insurgente iba en retirada: el degüello de los españoles habíase, por así decirlo, regularizado, y todas las noches eran conducidos a las barracas de San Martín cuarenta o cincuenta desgraciados, que eran muertos a lanzadas o degollados por los indios, que antes los obligaban a desnudarse para aprovechar mejor sus ropas. Estas atroces ejecuciones se llevaban a cabo en el silencio de la noche y en parajes solitarios.39

Desde una perspectiva estrictamente militar, también encuentra censurable Olavarría y Ferrari la actuación de las tropas indígenas. En su opinión, la carencia de objetivos delimitados y la falta de compromiso con la causa insurgente no podían sino condenar al desorden y la ineficiencia las acciones de los soldados indígenas en los campos de batalla. Por eso, los indios fueron la causa fundamental del fracaso militar en la primera fase del movimiento insurgente, que no logró sobreponerse a la inexperiencia, el desorden y el total desconocimiento de la disciplina y estrategias militares: se explican así los triunfos alcanzados por los ejérci36 37 38 39

Ibidem, p. 279. Ibidem, p. 289. Ibidem, p. 363. Ibidem, pp. 519 y 520.

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tos realistas dirigidos por el coronel Torcuato Trujillo en el Monte de las Cruces, y por el brigadier Félix María Calleja del Rey en Aculco y Puente de Calderón. La presencia de indígenas en el bando insurgente contribuyó a desprestigiar el movimiento y fue, además, el origen de las diferencias entre sus dirigentes. Baste mencionar, a título de ejemplo, que en Aculco, cuando Hidalgo y Allende discutían sobre la presencia de los indios, Aldama les dijo que la opinión de los pueblos cercanos estaba con ellos, pero que los abusos y crímenes de algunas partidas insurgentes comprometían el resultado de sus triunfos. Allende propuso reprimir tales excesos, disciplinando y castigando a la indiada.40 Hidalgo, por su parte, planteó que “es menester prudencia: que no tenemos otras armas que el ejército que nos sigue, y si empezamos a castigar, al necesitarlas no las hallaremos”.41 Y no sólo eso. Olavarría narra cómo, en las ocasiones en que los caudillos insurgentes intentaron impedir el saqueo y la violencia, los indios amenazaron con amotinarse, y llegaron incluso a denunciar a sus jefes al enemigo. Sin botín, la guerra perdía interés para ellos:42 con tal motivo, la indiada ha gritado que nosotros queremos apoderarnos de todo el oro de la Nueva España y que si un solo peso entra en las cajas de la tesorería del ejército y no se les dejan a ellos todos los de la capital, se apoderarán de nosotros, nos cortarán las cabezas y las entregarán por diez mil pesos que el virrey ha ofrecido por ellas.43

Por todas estas razones la participación indígena, si bien permitió dar continuidad a la revuelta, acarreó el desprestigio de la causa insurgente, promovió diferencias serias entre los caudillos y constituyó el motivo principal de su derrota militar, sobre todo en la etapa de caudillaje del cura de Dolores, rica en episodios que muestran a los indios como captores, verdugos o denunciantes de los insurgentes: unas acusaciones que encuentran respaldo en los estudios realizados por escritores contemporáneos y que, a fin de cuentas, vienen a demostrar simplemente que no hubo unanimidad y sí diferencias de opinión en el interior de los pueblos: 40 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 211-213. 41 Olavarría y Ferrari, Enrique de, Episodios históricos mexicanos, p. 366. 42 Cfr. ibidem, p. 235. 43 Ibidem, p. 364.

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se explica así que hubiera bastantes que lucharon abiertamente en defensa de los derechos esgrimidos por España. Por ejemplo, cuando los insurgentes fueron aprehendidos por las tropas de Elizondo en las norias de Baján, cuenta Olavarría que “distinguiéronse en ese procedimiento los indios comanches que venían mezclados con las tropas de Elizondo, las que después de hacer el despojo de la ropa asesinaban a los prisioneros”.44 Tampoco deja de mencionar Olavarría y Ferrari la traición de los indios de Temazcala al cura de Nocupétaro, decidido partidario de la insurgencia; ni omite la narración de lo que sucedió a los restos del ejército de Morelos cuando se batían en retirada mientras trataban de dispensar protección a los vocales del Congreso de Chilpancingo: cuando intentaron cruzar el río Mezcala, fueron vendidos por sus emisarios al ejército realista, en el que militaba con grado de capitán un indígena que fue aprehendido y fusilado por los hombres de Morelos.45 Al día siguiente, 3 de noviembre de 1815, ya en Temazcala, el descanso era indispensable; por esto lo concedió el señor Morelos, pero ese descanso fue nuestra pérdida, pues un indio tenangueño nos denunció al teniente coronel D. Manuel de la Concha, quien a marchas forzadas se dirigió a Tenango, cuyas casas encontró ardiendo todavía: los mismos indios a quienes habíamos hecho el perjuicio de incendiarles sus jacales, guiaron a los realistas por el paso del vado, y a las nueve de la mañana del domingo cinco de noviembre, distinguimos desde la cumbre del cerro que se halla entre Temazcala y Coesala adonde nos dirigíamos, la vanguardia de la división de Concha.46

Como indicamos ya, los indios se esfuman prácticamente del relato literario e histórico cuando la insurgencia empieza a ser acaudillada por Morelos, y los personajes ficticios del relato de Olavarría pasan a ser desde entonces mestizos o mulatos; o incluso pertenecen a la raza negra, como el capitán Centella, un brujo cubano. Con la desaparición de los indígenas se pone término al crimen, el desorden y el resentimiento, y la guerra adquiere principios y métodos justos y legítimos. En palabras de Benito, la transformación del ejército insurgente operada durante el mando de Morelos se dio porque, 44 Ibidem, p. 660. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 205. 45 Cfr. Olavarría y Ferrari, Enrique de, Episodios históricos mexicanos, p. 1,540. 46 Idem.

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honrado en su proceder, cuantos con él militan, honrados también tienen que ser, pues de otro modo los trata como a enemigos... Su ejército es una familia ordenada y moral: no sólo no se roba aquí, sino que nadie piensa en robar: no he vuelto a oír ni una sola voz de venganza, de odio cruel, de asesinato infame: aquí sólo se grita ¡guerra! ¡guerra! pero guerra como la que hacen los valientes. Tampoco he vuelto a ver la chusma del primer ejército: con el señor Morelos no milita aquello que D. Miguel llamaba la ínfima canalla que acabó por perderle: estas tropas no se componen más que de la gente que puede armarse y es capaz de comprender y someterse a la disciplina.47

Las tropas de Morelos, cuenta Carlos Miguel, estaban formadas en su mayor parte por la población meridional de la Nueva España en la que menudeaban los mestizos y mulatos—, “gente nacida para la tierra posteriormente a la conquista de México por los españoles: allí no había indios que tuvieran odios de raza que satisfacer”.48 Con la disolución del ejército insurgente en las norias de Baján “han concluido, para no volverse a levantar, lo espero, aquellas muchedumbres independientes que sólo lograron desacreditar la nobleza y justicia de nuestra causa y convertir en atroz martirio para [Hidalgo]”.49 Poco después, tras la captura y fusilamiento de José María Morelos, los indios como grupo desaparecen del relato, y sólo ocasionalmente intervienen en acciones secundarias demandadas por la trama literaria. V. ALGO MÁS SOBRE LOS INDIOS DURANTE LA GUERRA DE INDEPENDENCIA 1. Criollos e indios, héroes y villanos La trama literaria de los Episodios permite apreciar con claridad la pobreza moral que Olavarría y Ferrari atribuye a los indios. Sus héroes —Benito y María—, ambos criollos, espejos de virtudes, de patriotismo y de “ilustración” resultan varias veces víctimas de los excesos cometidos por indígenas. La tensión más extrema se registra cuando dos indios, Tata Ignacio y Ulloa, famosos en Valladolid por su crueldad, intentaron satis47 48 49

Ibidem, pp. 773 y 774. Ibidem, p. 780. Ibidem, p. 813.

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facer sus “lúbricos” deseos en Mercedes, la prima de Benito. María, que trató de defender a la víctima, recibió una puñalada de Tata Ignacio: la dramática experiencia persuadió a María de que debía exigir a Benito que abandonara la causa insurgente, pues se hallaba convencida de que los indios tenían el control del movimiento; incluso pronosticó que el mismo Hidalgo sucumbiría a su preponderancia. La conversación entre María y Benito en que se expresan esas convicciones fue escuchada por los indios, que juraron vengarse de ambos. Tata Ignacio prometió acabar con la vida de Benito: “¡yo me encargo de dejar esta noche al tal Benito más seco que un bacalao!”.50 Para fortuna de los héroes del relato, estos planes no llegaron a concretarse, porque sus autores murieron antes de que pudieran llevarlos a cabo. Resulta muy significativa la explicación que Olavarría pone en boca de esos indios asesinos, confiados en que nada habían de temer del caudillo insurgente: “si quiere, pues, tener gente para seguir haciendo su papel de generalísimo, tiene que aceptarnos a nosotros tales como somos, y aguantar y tragar camote... Que no lo haga así y le corto la cabeza”.51 En descargo de don Enrique hay que añadir que varios de los villanos de la novela pertenecen también a los grupos peninsular y criollo. El más despreciable de los primeros posiblemente sea el soberbio virrey José de Iturrigaray, quien arrastrado por la ambición traicionó a los peninsulares y sentó las condiciones para el golpe de estado. Entre los criollos, el de peor catadura moral es sin duda Miguel Garrido, causante de las desgracias por las que atravesaron Benito y María. 2. Los indios y el régimen constitucional de Cádiz En el capítulo titulado “La Constitución del año doce”, Olavarría y Ferrari relata los cambios que el sistema constitucional introdujo en la Nueva España. Aunque no lleva a cabo un análisis detallado del proceso de convocatoria y reunión de las Cortes, cuestión importantísima para los americanos, sí resalta que una vez instaladas se atribuyeron facultades soberanas; describe la formación de los partidos liberal y servil, y enfatiza la independencia con que actuaron los americanos y su valiente defensa de la igualdad de representación ultramarina. 50 51

Ibidem, p. 384. Ibidem, p. 84.

LOS EPISODIOS HISTÓRICOS MEXICANOS DE OLAVARRÍA

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En cuanto a la aplicación del régimen constitucional en el Virreinato, se limita a relatar los sucesos más significativos: la elección del Ayuntamiento constitucional de la ciudad de México y los problemas surgidos por la libertad de prensa. Y sobre los cambios que la Constitución gaditana impuso a las comunidades indígenas, Olavarría coincide con Lucas Alamán en señalar las desventajas que se siguieron para la población aborigen: la Constitución ha perjudicado a los indios, pues en cambio del derecho de votar que se les ha concedido, se les obliga al servicio militar de que estaban exentos, al pago de contribuciones generales y particulares, se les priva del régimen peculiar de parcialidades y repúblicas, se extinguen sus cajas de comunidad, y en vez de sus justicias especiales se les somete a su jurisdicción ordinaria; en una palabra, cesan para ellos las Leyes de Indias y se quiere gobernarlos como al resto de los españoles.52

VI. CONSIDERACIONES FINALES La primera novela histórica que narra la guerra de Independencia en México a través de episodios puede ser considerada, sin duda, como una obra historiográfica. Las fuentes consultadas, la crítica y el esfuerzo de comprensión de este período de la historia de México revelan más a un cuidadoso historiador que a un novelista. Ciertamente, los indios no ocuparon el principal protagonismo de esa historia. Sin embargo, Olavarría y Ferrari alcanzó a comprender que el papel desempeñado por los indígenas durante la guerra de Independencia ejerció un influjo preponderante sobre la imagen que se forjaron amplios sectores de la sociedad mexicana del siglo XIX sobre la población aborigen. Y no hace falta enfatizar la difusión que alcanzaron los puntos de vista de Olavarría que, como novelista, encontró más lectores de los que hubiera logrado atraer con una obra de naturaleza histórica. Lo escrito por Enrique de Olavarría y Ferrari no permite valoraciones positivas sobre la participación de los indios en la guerra de Independencia. El historiador-novelista español, como tantos otros autores —antes y después que él—, relegó a un segundo plano la aportación de los indígenas durante la crisis insurgente, por más que muchos de ellos protagonizaran batallas, prestaran servicios de espionaje en favor de la causa, fueran 52

Ibidem, p. 1,231.

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aprehendidos o fusilados por los realistas o murieran con las armas en la mano.53 La censura de los indios insurgentes y la negación del pasado indígena como fundamento histórico de la guerra encuentran, pese a todo, una razón de ser en el relato. Para Enrique de Olavarría y Ferrari, el nacionalismo mexicano no debía fundamentarse en la resurrección del pasado indígena, como propusieron Carlos María de Bustamante o fray Servando Teresa de Mier,54 sino en la reconciliación con el pasado español. Éste constituía el verdadero origen del México moderno. Reconocerlo sería, a juicio del autor, el principal acierto; fomentar la rivalidad entre indígenas y españoles, la mayor torpeza.

53 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 218. 54 Cfr. ibidem, pp. 220-233.

CAPÍTULO DECIMOTERCERO CARL LUMHOLTZ Y EL MÉXICO DESCONOCIDO Luis Romo CEDANO* SUMARIO: I. El autor y su obra. II. El porfiriato descrito en El México Desconocido. III. El embate de la nación mexicana contra los indios. IV. El valor de El México Desconocido.

I. EL AUTOR Y SU OBRA Entre los extranjeros que visitaron nuestro país durante el siglo XIX, Carl Sofus Lumholtz (1851-1922) es un autor bastante singular por tres motivos como mínimo. En primer lugar, por su nacionalidad: no es originario de Estados Unidos, España ni de ninguna gran potencia europea, sino de Noruega. En segundo término, por su currículum, tan brillante como exótico: tras graduarse en la Facultad de Teología de la Universidad de Cristianía (Oslo), sus inclinaciones naturalistas lo conducen a Australia. De los años invertidos ahí ----1880 a 1884---- pasa uno entre los aborígenes caníbales del norte de Queensland, con quienes descubre su vocación para el estudio de los pueblos primitivos. Luego se enfrasca en las investigaciones sobre nuestro país, que sólo se verán irremediablemente frenadas por un acontecimiento fuera de su voluntad: la Revolución de 1910. Entonces hace viajes de estudio por la India y el sureste asiático. Muere a los setenta años de edad añorando visitar Nueva Guinea. En tercer lugar, Lumholtz se distingue también por el propósito de su presencia en México. Los otros extranjeros del siglo XIX observan a los indios como parte de un paisaje mexicano que recorren por asuntos de negocios, profesión o política. Por el contrario, el noruego viene precisamente a conocer a los indios en su calidad de antropólogo; es de paso como echa una mirada a los demás horizontes del país. * Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. 331

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Según cuenta en el prefacio de Unknown Mexico (El México Desconocido), la obra que aquí abordamos, concibió el proyecto de hacer una expedición a México durante una estancia en Londres en 1887.1 Interesado en los antiguos indios pueblo que habían construido edificaciones monumentales en las cuevas del suroeste de Estados Unidos, se hizo esta pregunta: ‘‘¿no podría suceder que algunos descendientes de ese pueblo existiesen todavía en la parte N.O. de México, tan poco explorada hasta el presente?’’.2 Por años realizó un intenso cabildeo en Estados Unidos que le valió el generoso patrocinio de infinidad de millonarios de ese país, así como de la American Geographical Society y del American Museum of Natural History de Nueva York. También gestionó cartas de recomendación del gobierno de Washington, que a su vez le abrieron la puerta para obtener el valioso apoyo político y logístico del presidente mexicano Porfirio Díaz. Así, acompañado en un principio por una enorme caravana de treinta personas y más de un centenar de bestias, inició sus exploraciones en México en 1890. Pronto su inquietud inicial halló una respuesta negativa: aquí no sobrevivía aquella tradición de los indios pueblo. En cambio, Lumholtz se topó y quedó fascinado con los tarahumaras, tepehuanos, nahuas, coras, huicholes, pápagos y tarascos, entre otras etnias indias vivas a las que dedicaría años de intensos y fructíferos estudios. En total, emprendió por nuestro país seis viajes de investigación entre 1890 y 1910. En los cuatro primeros ----de septiembre de 1890 a abril de 1891, el primero; diciembre de 1891 a agosto de 1893, el segundo; marzo de 1894 a marzo de 1897, el tercero, y 1898, el cuarto---- recorrió amplias zonas de la Sierra Madre Occidental desde la frontera con Arizona hasta Jalisco, y de Michoacán a la ciudad de México. Sobre estas experiencias 1 Lumholtz, Carl Sofus, El México Desconocido. Cinco años de exploración entre las tribus de la Sierra Madre Occidental; en la Tierra Caliente de Tepic y Jalisco, y entre los tarascos de Michoacán, trad. de Balbino Dávalos, New York, Charles Scribner’s Sons, 1904, vol. I, p. IX. El original en inglés de esta obra fue imposible encontrarlo en la ciudad de México durante la elaboración del presente trabajo. La Biblioteca Nacional y las bibliotecas de la Universidad Nacional Autónoma de México estuvieron cerradas debido al paro estudiantil de 1999 en la máxima casa de estudios. En otras bibliotecas, como la de la Universidad Iberoamericana, la del Museo Nacional de Antropología e Historia, la del Instituto Mora, la Benjamín Franklin no está. Finalmente lo encontramos en el catálogo de la Colección Especial de El Colegio de México, pero el volumen II está perdido. A falta, pues, del original completo, preferimos citar la edición mencionada al principio de esta nota, que fue la primera en español. 2 Idem.

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versa El México Desconocido. Sus otros dos viajes lo llevarían de nuevo al occidente del país: Jalisco, Nayarit y Durango en 1905, y Sonora (y Arizona) en 1909 y 1910. Estas expediciones iniciaron como un ambicioso proyecto multidisciplinario. Según cuenta el autor, cuando por vez primera entró en Sonora había entre sus acompañantes geógrafos, físicos, arqueólogos, botánicos, un zoólogo y un mineralogista. Este equipo fue modificándose con el avance de las exploraciones y acabó por reducirse hasta desaparecer cuando, en Chihuahua, Lumholtz se convenció de que era mejor viajar solo para facilitar la convivencia con los indios. El resultado bibliográfico de estos esfuerzos fue enorme. En 1904, Lumholtz da cuenta ya de quince trabajos publicados (y otro más en preparación) en inglés, noruego y español, de él y de sus colaboradores.3 Sumados a El México Desconocido y a trabajos posteriores del autor basados en estos viajes, el listado llegó a sumar docenas y docenas de títulos.4 La gran mayoría de ellos tienen un marcado carácter disciplinario: unos arqueológico, otros antropológico, otros más de ciencias naturales. En este conjunto, El México Desconocido constituye una obra sui generis y no sólo por sus extraordinarias dimensiones (mil páginas de la edición original). Lejos de ser un estudio con una temática puntual, sus dos tomos amalgaman con gran fortuna la descripción etnográfica con el relato de viaje al estilo de los exploradores europeos del siglo XIX. Así, junto a una prolija información científica abundan también las anécdotas y los detalles sobre el país. La obra, desde luego, es uno de los pilares de la antropología mexicanista, y en particular es un trabajo insoslayable para el estudio de los pueblos indios visitados por Lumholtz. Pero gracias a la rica serie de noticias que contiene, puede fungir igualmente como fuente historiográfica de las relaciones entre los pueblos indios y el Estado mexicano durante el Porfiriato. Desde esta perspectiva es como intentamos analizarlo en las siguientes páginas. Lumholtz publicó el original de esta obra en inglés en 1902, con la casa Charles Scribner’s Sons de Nueva York. El título completo hacía referencia al tiempo invertido en sus expediciones: Unknown Mexico. A Record of Five Years of Exploration among the Tribes of the Western SieCfr. ibidem, pp. XVII-XVIII. Cfr. Lumholtz, Carl Sofus, Montañas, duendes, adivinos..., en Ramírez Morales, César, (coord.), México, Instituto Nacional Indigenista, 1996, pp. 141-143. 3 4

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rra Madre; in the Tierra Caliente of Tepic and Jalisco; and among the Tarascos of Michoacan.5 Este libro tuvo un importante impacto entre el público mexicano, al grado de que el propio Porfirio Díaz auspició una rápida edición en español. Ésta apareció en 1904, gracias a la traducción de Balbino Dávalos, a través de la misma firma editorial neoyorkina.6 Posteriormente ha alcanzado cuatro ediciones facsimilares ----en 1945, 1960, 1981 y 1994---- en formatos más modestos.7 Es preciso agregar que un amplio número de autores mexicanos ha escrito ensayos sobre Lumholtz y El México Desconocido,8 entre ellos nada menos que Juan Rulfo.9 II. EL PORFIRIATO DESCRITO EN EL MÉXICO DESCONOCIDO La sensación general de México que proyecta Lumholtz es la de un país que avanza aceleradamente desde el caos de su pasado hacia el brillante concierto de la civilización. El hecho mismo de sus expediciones es posible ----y así lo entiende de manera implícita---- gracias a la estabilidad lograda por el gobierno de Porfirio Díaz. En la visión del autor, México es ya, a pesar de sus sombríos antecedentes hispánicos y del desorden político-social de la mayor parte del siglo XIX, un país organizado. Para la época en que el explorador llegó a México, Díaz había logrado establecer el gobierno más sólido desde la Independencia y le había 5 Cfr. Lumholtz, Carl Sofus, Unknown Mexico. A Record of Five Years..., New York, Charles Scribner’s Sons, 1902. 6 Cfr. Lumholtz, Carl Sofus, El México Desconocido..., trad. de Balbino Dávalos, New York, Charles Scribner’s Sons, 1904. 7 El México Desconocido... México, Publicaciones Herrerías (Ediciones culturales), 1945, 2 vols. El México Desconocido... México, Editora Nacional (Colección económica, 827 y 828), 1960, 2 vols. [reedición, 1970]. El México Desconocido... México, Instituto Nacional Indigenista (Clásicos de antropología, 11), 1981, 2 vols. El México Desconocido..., Chihuahua, Programa Editorial del Ayuntamiento de Chihuahua, 1994. Es difícil saber si se publicaron los dos volúmenes. Conseguimos el volumen I a través de un pariente que nos hizo favor de comprarlo en una librería de Chihuahua. Sin embargo, el volumen II no lo encontramos por ninguna parte. A través de una pesquisa telefónica dimos con el profesor Rubén Beltrán Acosta, cronista de aquella ciudad, quien ignora si se publicó o no dicho volumen. Dado que sólo el volumen I describe el estado de Chihuahua y considerando los intereses políticos de la administración municipal que publicó la obra (en 1994 el presidente municipal era el priísta Patricio Martínez, actual gobernador de la entidad), creemos que en esta edición no se publicó el volumen II. 8 Un listado sobre estas obras aparece en Lumholtz, Carl Sofus, Montañas, duendes..., p. 143. 9 Cfr. Rulfo, Juan, ‘‘El México desconocido de Carl Lumholtz’’, México Indígena, México, número extraordinario, 1986, núm. 67.

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otorgado una estructura bien articulada entre sus distintos niveles jerárquicos. Lumholtz gozó en todos sus recorridos de la protección gubernamental prometida por Díaz. Las cartas de recomendación del presidente o de los gobernadores casi siempre surtían efecto entre los presidentes municipales o los jueces de las localidades más remotas.10 Y a manera de ejemplo de la dedicación y eficiencia de la administración, Lumholtz observó en el pueblo huichol de San Andrés cómo un funcionario enviado por el jefe político de Mezquitic, Jalisco, trabajó pacientemente durante diez días para llevar a cabo el censo de 1895 entre los indios de la zona.11 Esta diligente estructura política iba aparejada con una relativa paz, de acuerdo a este autor. La guerra apache estaba ya casi del todo extinta en los años noventa del siglo XIX, y Lumholtz no encontró a estos feroces indios en ningún rincón del norte, a pesar de que había rastros de ellos en una enorme zona.12 Igualmente, la lucha de Manuel Lozada se había convertido en un lejano recuerdo en el distrito de Tepic. Sólo en algunas partes de Chihuahua, donde a la sazón (1891-1892) se verificaba la sangrienta revuelta de Tomóchic,13 el autor detectó partidas de maleantes y ‘‘revolucionarios’’,14 aunque no habló de la lucha.15 Pero en otros estados el bandolerismo era mínimo. Lumholtz nunca fue asaltado o robado. Cuenta que en el camino de Guadalajara a Zapotlán el Grande (Ciudad Guzmán), Jalisco, solían merodear en el pasado los ladrones de diligencias y que incluso entre ellos había funcionarios judiciales.16 Pero concluye estas reflexiones con frases que parecen envueltas en un suspiro de alivio: cuando se piensa en la inseguridad de la vida y de la propiedad que prevaleció en México hasta bien entrada la segunda mitad del siglo, nunca será excesivo el crédito de la presente administración por haber elevado la República, en este como en otros respecto, al nivel de las naciones civilizadas.17 10 Cfr. Lumholtz, Carl Sofus, El México Desconocido..., trad. de Balbino Dávalos, New York, Charles Scribner’s Sons, 1904, vol. I, pp. 133 y 417, y vol. II, p. 53. 11 Cfr. ibidem, vol. II, p. 97. 12 Véase infra: III, 4. 13 Cfr. Illades Aguiar, Lilian, Disidencia y Sedición en la Región Serrana Chihuahuense: Tomóchic 1892, tesis de doctorado, México, UNAM, Facultad de Filosofía y Letras, 1996, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 348-349 y 624. 14 Cfr. Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, pp. 3, 99, 132 y 369. 15 Véase infra: IV. 16 Cfr. Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. II, pp. 318-319. 17 Ibidem, vol. II, p. 319.

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Mucho más evidentes eran los signos de progreso material. El ferrocarril se extendía ya por todos los estados que visitó el explorador. A escasos diez años de que se concluyeran los trabajos del Ferrocarril Central en el estado de Chihuahua, los tarahumaras, que habitaban a centenares de kilómetros de las vías, sabían de su existencia.18 Las minas eran trabajadas intensamente, con frecuencia gracias a la inversión extranjera. En Batopilas, Chihuahua, Lumholtz fue recibido ‘‘cordialmente’’ por el dueño de la explotación de plata, el estadounidense A. R. Shepherd.19 En todo el territorio, el campo era sembrado y había labores en las abundantes fincas y haciendas. Con todo, las narraciones de nuestro autor dan la señal de alarma en dos asuntos sobre los que existían graves rezagos legislativos. Uno de ellos se refería a la riqueza arqueológica. Lumholtz desenterró y compró alegremente infinidad de vasijas, figurillas y esculturas antiguas, además de restos humanos, a todo lo largo de su ruta. Especialmente cuantioso fue el tesoro que se llevó de la zona arqueológica de Casas Grandes, Chihuahua, hoy conocida como Paquimé. Pero tenía una gran justificación: ‘‘la ley que prohíbe las excavaciones sin permiso especial del Gobierno de México, aún no se promulgaba por entonces’’.20 El otro notorio hueco legal era el que se abría sobre las tierras de los indios. Por todas partes, éstos se encontraban en vías de perder sus tierras ancestrales. Resulta difícil precisar con base en esta obra cuál era la situación jurídica que propiciaba tales despojos, puesto que el autor omite las explicaciones legales sobre el tema. Sin embargo, para nosotros es claro que tienen que ver las distintas legislaciones promulgadas a todo lo largo del siglo XIX y aun desde antes, que habían limitado o proscrito la tenencia comunal de las tierras indias. Ya desde las reformas borbónicas se había desatado la controversia sobre este tipo de tenencia territorial,21 y los últimos regímenes españoles habían establecido leyes para privatizar las tierras comunales de los pueblos indios y de las misiones.22 Más adelante, durante el período independiente, distintas legislaciones nacionales y estatales dieron renovado impulso a esta tendencia. Hay que hacer notar en Cfr. ibidem, vol. I, p. 328. Cfr. ibidem, vol. I, p. 178. Ibidem, vol. I, p. XIII. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 221, nota 170. 21 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 412 22 Cfr. ibidem, pp. 413-416. 18 19 20

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referencia a las zonas visitadas por Lumholtz que, desde los comienzos del federalismo, ‘‘varios congresos estatales aprobaron leyes que abolían el derecho de los pueblos a poseer tierras: Chihuahua, Jalisco y Zacatecas, en 1825; Chiapas y Veracruz, en 1826; Puebla, Estado de Occidente y Michoacán, en 1828’’.23 Más adelante vino el golpe definitivo con la Ley Lerdo, de carácter federal, en 1856. Ciertamente las legislaciones por sí mismas no bastaron para producir los despojos. Ellas eran simplemente una condición indispensable; el complemento activo de la fórmula radicaba más bien en la ambición de quienes buscaban hacerlas efectivas. Pero también es necesario tomar en cuenta que ‘‘el grado de incumplimiento de la legislación constitucional española y de los posteriores mandatos federales y estatales en relación con la abolición de la propiedad comunal alcanzó niveles elevados, si bien varió sensiblemente de uno a otro espacio geográfico’’.24 No fue fácil concretar esta privatización, además de que se trató de un proceso de décadas. Es pertinente recordar esto para entender las anotaciones del noruego, quien da cuenta de un espectáculo multiforme con diferentes situaciones de despojo territorial, incluidos algunos raros casos de indios exitosos en la defensa de su propiedad comunal.25 Un elemento interesante de este asunto es también el referente a los agentes involucrados en los pleitos y despojos de tierras. Como se sabe, los responsables en todo el país fueron muy variados: grandes hacendados, pequeños propietarios independientes, pueblos indios o mestizos colindantes, funcionarios medianos que lucraban con su posición de poder, etcétera.26 Las notas de Lumholtz confirman lo anterior. Si bien la mayoría de las veces el autor acusa a mestizos anónimos, también habla de pleitos de linderos entre los propios indios,27 y en algunas ocasiones ----como en el caso de Zapotlán el Grande28---- el autor señala como culpables del despojo a hacendados ‘‘blancos’’. Eso sí, muy lejos de su campo visual político quedaron las compañías deslindadoras, beneficiarias directas del proceso liberal de desamortización. Aunque claramente en la segunda mitad del siglo XIX tuvieron un papel protagónico en el reacomodo de la proIbidem, p. 417. Ibidem, p. 418. Véase infra: III, 2. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 395-396. 27 Véase infra: III, 6. 28 Cfr. Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. II, pp. 320 y 323. 23 24 25 26

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piedad territorial en infinidad de lugares, como Chihuahua29 y el área huichola,30 Lumholtz no las toma en cuenta. Un problema adicional, sobre el que volveremos más adelante,31 hacía aún más pesada para los indios la defensa de su tierra comunal: las dificultades de los litigios. Estos inconvenientes, que potenciaban el daño de la legislación, sí los percibió Lumholtz.32 No había forma imaginable de cumplir con todo lo que implicaba un pleito legal: la lejanía de los tribunales, los procesos en una lengua extraña, los trámites de años, los costos de los viajes, el papeleo... todo era algo fuera del alcance de los indios. Grave y ubicuo como era el problema de la tenencia de las tierras entre los indios, no parecía generarle oposición política a Porfirio Díaz. Por el contrario ----y también lo veremos más adelante33---- la autoridad gozaba de gran prestigio según los apuntes de Lumholtz. Esta obra finalmente da testimonio de que, como sabemos, el gobierno de Díaz gozó, al menos por un tiempo, de un resplandor y una fortaleza que por mucho rebasaron a los de todos los gobiernos mexicanos anteriores durante aquel siglo. Pero también describe, como lo vemos en el siguiente capítulo, un país profundamente dividido en el nivel étnico. III. EL EMBATE DE LA NACIÓN MEXICANA CONTRA LOS INDIOS 1. Los indios... y los demás El México Desconocido plantea que la construcción del proyecto mexicano de nación a finales del siglo XIX se realizaba, en gran medida, a expensas de la integridad de los pueblos indios, de forma tal que colocaba a uno y a otros en posición antagónica. No siempre fue así, ni siempre subraya Lumholtz esta situación al referirse a las relaciones de los indios con el resto del país, pero en definitiva es una de las principales conclusiones que se desprenden de la lectura de este libro. La validez de esta conclusión proviene de su doble origen en el texto. Ciertamente es una tesis implícita en la apreciación subjetiva del autor, pero también está presente en una larga serie de anécdotas, datos, obser29 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 481. 30 Cfr. ibidem, pp. 453 y 485. 31 Véase infra: III, 5. 32 Cfr. Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, pp. 217-218 y 461-462, y vol. II, pp. 53-54. 33 Véase infra: III, 5.

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vaciones; en suma, en información concreta que, más allá de los criterios del autor, la avalan. Había en la última década del siglo XIX un embate contra los pueblos indios. Embate y no confrontación, puesto que llevaba una dirección fundamental: del México no indio ----o no exclusivamente indio---- hacia los indios. De algún modo provenía esta presión avasalladora de la corriente principal de la vida mexicana: de las estructuras sociales, económicas y políticas dominantes en el México de la época. No obstante, resulta complicado ubicar su origen según la obra. Lumholtz, como etnógrafo, parte de su búsqueda de la identidad india, que cuanto más pura, es mejor. Frente al indio está ese nebuloso proyecto de nación que propiamente resulta todo lo demás. Los que no son indios son llamados indistintamente la civilización, los vecinos (según la expresión favorita de los propios indios del Occidente), los mexicanos, los mestizos o los blancos. La facilidad con la que el autor usa uno u otro de estos términos indica que la propia nacionalidad mexicana no es un concepto del todo claro; al menos, el hecho de usar indiscriminadamente los términos de mestizos y blancos remite a una indefinición racial de lo mexicano. Pero la clara división por la que los indios quedan fuera de ese proyecto es el primer signo del embate del que hablamos. Este embate era sobre todo de carácter social, al menos para los indios, en el sentido de que su principal efecto era la modificación sustancial ----cuando no la desaparición completa---- de sus organizaciones como pueblos. La gran ofensiva de los mexicanos, pese a su heterogeneidad, apuntaba a una meta que la historia reciente ha ratificado: la victoria, no definitiva ni total, pero sí amplia y duradera, del proyecto nacional ----esto es, de un modo particular de vida económica, política, social, etcétera---sobre la existencia de los pueblos indios como tales. Hay que admitir que en la relación de los indios con el resto del país también había ciertos elementos de cordialidad y que tales elementos están a veces anotados en la relación del noruego. Sin embargo, la sensación de hostilidad es el tempo predominante, según la obra. ¿En qué términos se daba esta lucha? Eso es lo que procuramos responder en los próximos incisos. 2. La ofensiva de los mestizos sobre los indios Una condición previa a lo que llamamos ofensiva, es la extensa ignorancia que había entre los mestizos sobre los indios. En Guachóchic,

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Chihuahua, Lumholtz conversó con el ‘‘hombre principal’’ del poblado, un mestizo llamado don Miguel. Cuenta respecto a esa entrevista lo siguiente: pudo darme también algunos informes generales sobre los indios; pero no sólo allí, sino en muchas otras partes de México, á menudo me dejaba estupefacto la ignorancia de los agricultores mexicanos acerca de los indios que vivían a sus puertas. Salvo ciertos especialistas distinguidos, aun los mexicanos inteligentes saben muy poco de las costumbres, y mucho menos de las creencias de los aborígenes. En lo que mira á los [tarahumaras] paganos de las barrancas, no pude adquirir más noticia que la certidumbre del general desprecio que se les tiene por salvajes, bravos y broncos.34

Sobre esa base no era difícil que los mestizos abusaran de los indios. Un primer tipo de abusos consistía en los engaños perpetrados por los comerciantes que se internaban en las sierras. Entre los tarahumaras de la sierra de Chihuahua, los mercaderes bilingües, llamados lenguaraces, solían embaucar a los indios canjeándoles ovejas y ganado por baratijas o mezcal.35 También vendían a precio elevado supuestos polvos mágicos.36 Pero igualmente eran comunes los engaños más descarados. A veces, los lenguaraces vendían a crédito o prestaban sumas pequeñas de dinero. Como los indios no tenían una medida clara de los plazos, incumplían en los vencimientos y el mercader se cobraba en especie ----generalmente animales---- lo que se le venía en gana.37 Otras transacciones eran aún peores: una vez compró un mexicano á un indio, á crédito, una oveja, y después de matarla, la pagó con la cabeza, las tripas y la piel. Otro la hizo mejor. Pagó su borrego en la misma moneda, y ‘‘habló tan bien’’ que el indio se contentó con quedar debiéndole todavía, como resultado final de la transacción. Otro mexicano indujo a un indio a que le vendiera once reses que era casi todo el ganado que poseía. Convínose que el mexicano pagaría dos vacas por cada buey, pero como no llevaba vacas, dejó en prenda su caballo ensillado, y el indio sigue aguardando las vacas. Cuando le expresé mi sorpresa por la facilidad con que había sido engañado contestó que el mexicano ¡‘‘hablaba tan bien!’’ Les halaga tanto oír su lengua en boca de un blanco, 34 35 36 37

Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, p. 196. Cfr. ibidem, vol. I, pp.180-181. Cfr. ibidem, vol. I, p. 281. Cfr. ibidem, vol. I, p. 404.

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que desatienden toda precaución y quedan completamente á merced de los bribones que se aprovechan de tanta debilidad.38

Los casos anteriores, de la zona tarahumara, eran comparables a los de otras regiones indias. En todas partes, astutos mestizos timaban a los indios en el juego y los despojaban de su dinero, animales o tierras, si bien con mayor frecuencia recurrían al poder embrutecedor del alcohol.39 Cuenta Lumholtz, como testigo presencial, que al tercer día de la fiesta del jículi,40 en Rancho Hediondo, en el área huichola de Jalisco, cuando todos los indios ya estaban en plena borrachera, ‘‘algunos [mexicanos] llegaron de Bolaños, Jalisco, con un barril de sotol é hicieron un magnífico negocio... [A los indios] los derribó el aguardiente con tal prisa que no pudieron terminar la fiesta debidamente’’.41 Aparte estaban los maleantes de oficio, como el ladrón Pedro Chaparro, del poblado serrano de Calavera, Chihuahua, quien ‘‘no limitaba sus fechorías á los mexicanos, sino que las practicaba con los indios mismos siempre que había oportunidad para hacerlo’’.42 Y junto a ellos había aventureros que armaban broncas o violaban mujeres en medio de las festividades de los indios.43 La sostenida rapiña mestiza tenía como resultado adicional la corrupción de las costumbres indias. El autor acota, por ejemplo, que las autoridades indias aprendían el sistema de sobornos de los mestizos44 y que no faltaban indios que se coludían con los blancos para cometer latrocinios.45 Los casos de tierras usurpadas por los mexicanos eran igualmente numerosos. Lumholtz señala que los ‘‘vecinos’’ se habían apropiado de gran parte de las tierras de los tarahumaras en Temosachic46 y Guachóchic.47 A los tepehuanos no les iba mejor.48 ‘‘Los tepehuanes de los alrededores de Ibidem, vol. I, p. 405. Cfr. ibidem, vol. I, pp. 406 y 412. En esta fiesta, los indios ----sobre todo coras y huicholes---- ingerían jículi, es decir, peyote, el cacto sagrado, que por sus propiedades alucinógenas y estimulantes los sumía en una especie de orgía mística. 41 Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. II, p. 276. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 116-118. 42 Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, p. 132. 43 Cfr. ibidem, vol. I, p. 405. 44 Cfr. ibidem, vol. II, p. 247. 45 Cfr. ibidem, vol. II, p. 252. 46 Cfr. ibidem, vol. I, p. 119. 47 Cfr. ibidem, vol. I, p. 195. 48 Cfr. ibidem, vol. I, p. 412. 38 39 40

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Baborigame (Chihuahua) arriendan ahora frecuentemente sus tierras á los mexicanos por varios años, pero rara vez las recobran, porque los ‘vecinos’ cuentan con la poderosa colaboración del mezcal’’.49 Y más al sur también había presiones sobre los predios y pueblos de los huicholes50 y de los tarascos.51 Sin embargo, en cuestiones de tierras no todo era pérdida para los indios. El autor indica que la organización tradicional de tierras comunales persistía, al menos entre los huicholes.52 También destaca que en general los indios ‘‘hasta el presente, han resistido tenazmente á todo esfuerzo del gobierno mexicano’’ por dividirles las tierras.53 En ciertos lugares, grandes terrenos seguían en posesión de los indios, por ejemplo, en Bocoyna, Chihuahua.54 En Mesa del Nayar, Nayarit, una veintena de mexicanos pobres sin casa propia arrendaban tierras de los coras,55 y sobre el poblado de San Francisco, Nayarit, el noruego comenta entusiasmado: ‘‘tuve allí la complacencia de ver á mexicanos pobres de otras regiones del país, trabajando en los campos de los coras, que les pagaban el acostumbrado jornal de veinticinco centavos’’;56 aunque aclara que ese espectáculo fue el primero y último que vio en todo México... Al despojo se sumaban a veces las agresiones físicas. Los coras del citado pueblo de Mesa del Nayar, escribe, ‘‘hará apenas unos cuarenta años, eran conducidos á la iglesia sólo a fuerza de latigazos’’.57 En derredor de todo esto se cernía toda una cultura mestiza de profundo desprecio hacia los indios. En varias ocasiones, Lumholtz explica que los indios ocultaban sus creencias religiosas paganas por temor a que los mexicanos los ridiculizaran.58 Los arrieros mestizos que acompañaban al autor en San Francisco, Nayarit, consideraban a los huicholes ‘‘malos y asesinos’’.59 En la ciudad de Tepic, de acuerdo con Lumholtz, había un reglamento muy sugerente: por motivos de ‘‘decencia’’ ----decencia a la mestiza, desde 49 50 51 52 53 54 55 56 57 58 59

Ibidem, vol. I, p. 420. Cfr. ibidem, vol. II, pp. 111, 151-152 y 179. Cfr. ibidem, vol. II, p. 353. Cfr. ibidem, vol. II, p. 261. Ibidem, vol. II, p. 251. Cfr. ibidem, vol. I, p. 134. Cfr. ibidem, vol. I, p. 490. Ibidem, vol. I, p. 496. Ibidem, vol. I, p. 490. Cfr. ibidem, vol. I, p. 414, y vol. II, p. 123. Ibidem, vol. I, p. 515.

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luego---- era obligatorio el uso del pantalón, prenda por lo general jamás usada por indios o jornaleros pobres. Un gesto de benevolencia mitigaba la dureza de esta ley: una vez que entraban al poblado, los indios tenían un día de plazo para comprar o alquilar pantalones, como los mestizos.60 Quizá el ejemplo más pintoresco de este desprecio lo da la anécdota sobre la entrevista del autor con el hombre más rico del pueblo de Tonáchic, Chihuahua, un mexicano: ‘‘habiéndole yo dicho que me simpatizaban los tarahumares, me contestó: ‘pues lléveselos a todos, uno por uno’. Lo único que le interesaba de los indios eran sus tierras, de las cuales se había apropiado ya una buena porción’’.61 3. La reacción de los indios La primera respuesta de los indios al acoso de los mexicanos era la desconfianza. Siempre que Lumholtz establecía los primeros contactos con las distintas etnias ‘‘los nativos me hacían persistente oposición’’, cuenta en el prefacio, ‘‘son muy desconfiados de los blancos, lo que no es extraño, pues poco les han dejado que perder’’.62 En San Sebastián, Jalisco, los huicholes ‘‘miran con desconfianza á los blancos y nunca les permiten que duren allí mucho’’.63 En Capácuaro, Lumholtz se vio en el más peligroso trance de su viaje, cuando los tarascos del lugar, armados de escopetas, le prohibieron tomar fotografías y lo expulsaron. Como cortesía mínima iban a permitirle pasar la noche en el pueblo, dado que ya era tarde, pero las mujeres, todavía más desconfiadas, ‘‘no consintieron en esto’’.64 Hasta Ángel, un indio mexicanizado de Jalisco que resultó uno de sus guías más fieles, recelaba de Lumholtz. A pesar de la buena relación que tenían, Ángel le decía: ‘‘supongo que algún día, con ayuda de todo lo que se lleva, se apoderará de los pueblos y caminos de nuestra tierra. Usté ha tomado notas de todo, me parece a mí’’.65 Contrasta esta actitud con la del resto de los mexicanos. En los pueblos mestizo-criollos de Sonora, por ejemplo, siempre se le hacía ‘‘un 60 61 62 63 64 65

Cfr. ibidem, vol. II, p. 286. Ibidem, vol. I, p. 227. Ibidem, vol. I, p. XV. Ibidem, vol. II, p. 259. Ibidem, vol. II, pp. 424-427. Ibidem, vol. II, p. 454.

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cordial recibimiento’’,66 cosa que jamás le ocurrió en ningún poblado indio de la República entera. El temor de los indios se combinaba con un sentimiento de desprecio hacia los mestizos, espejo fiel del desprecio de éstos hacia aquellos. La barba, característica genética de los blancos y no de los indios, les resultaba repugnante. Describe el autor las ideas de los tarahumaras sobre el particular: es raro que les salga barba, y si alguna les aparece, se la arrancan. Siempre representan al diablo con barba, y llaman irrisoriamente á los mexicanos shabótshi, ‘‘los barbones.’’ pesar de que les gusta mucho el tabaco, no quiso aceptar un indio el que yo le daba, temiendo que al recibirlo de un blanco le fuera á salir barba.67

Los indios detestaban parecerse a los mexicanos. Entre los coras, por ejemplo, había algunos que tenían barba; sin embargo, ‘‘todos insisten en que no se han mezclado con los mexicanos’’.68 Resulta cómica y significativa la treta que empleó Lumholtz para tomar una fotografía de los coras de Mesa del Nayar: así pues, cuando algunos de los principales consintieron en dejarse fotografiar, les pedí, con el propósito de obtener imágenes directas de su físico, que se quitasen la camisa, á lo cual se negaron; pero hiciéronlo inmediatamente que les dije que con ellas parecerían ‘‘vecinos’’.69

En Zapotlán el Grande (Ciudad Guzmán), Jalisco, los indios, aunque ya mexicanizados, llamaban ‘‘coyotes’’ a los hacendados.70 El desprecio hacia los mexicanos se expresaba también con imágenes y buenas razones. En Guachóchic, los tarahumaras ‘‘atribuyen los malos tiempos á la presencia de los blancos que los han privado de sus tierras y de su libertad, y creen que los dioses, irritados contra los blancos, se niegan á enviar la lluvia’’.71 En otras partes, los mismos indios atribuían el Ibidem, vol. I, p. 13. Ibidem, vol. I, pp. 232-233. Ibidem, vol. I, p. 479. Ibidem, vol. I, p. 486. Cfr. ibidem, vol. II, p. 323, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 67. 71 Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, p. 198. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 76. 66 67 68 69 70

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fenómeno a que ‘‘las locomotoras de los americanos están echando tanto humo que Tata Dios se ha enojado’’.72 Pero quizá el caso más ilustrativo sea la leyenda cora sobre su dios principal, Chulavete, la Estrella de la Mañana (Venus). Esta leyenda narraba que los ‘‘vecinos’’ le habían tomado afición a Chulavete, un pobre indio, y comenzaron a invitarlo a comer. Él asistía a los convites vestido elegantemente como mestizo. Cuando intentó ir con su vestimenta india, los ‘‘vecinos’’ lo desconocieron y lo insultaron diciéndole ‘‘indio puerco’’. Al día siguiente regresó con apariencia de vecino (incluida la barba), y fue admitido; pero en la mesa, ante el susto de sus hipócritas anfitriones, desmenuzó el pan sobre su ropa y vertió en ella toda la comida. Indignado, Chulavete explicó que hacía eso porque era el vestido lo que ellos apreciaban en él, pero que como indio lo humillaban. Y dejándolos plantados se fue de la casa.73 Al margen de la reacción en el plano simbólico, los indios practicaban una especie de apartheid en el estricto sentido sudafricano del término hasta donde sus medios se los permitían. Cuando podían, impedían o limitaban el acceso de los forasteros a sus pueblos: en Pueblo Viejo, Durango, por ejemplo, los nahuas toleraban la presencia de los tepehuanos que llegaban huyendo del avance de los blancos, e incluso les permitían mezclarse con ellos, pero a los mestizos no los dejaban vivir en los confines del pueblo.74 Cuando no había forma de evitarlo, eran los indios lo que se alejaban, como los tarahumaras de la región de la Barranca del Cobre: ‘‘muchas cuevas, hasta donde recuerdan los habitantes de las cercanías, han estado permanentemente abandonadas, debido a la ocupación de las tierras por los mexicanos, pues los indios no gustan vivir cerca de los blancos’’.75 Más aún, era frecuente el rechazo a los matrimonios interétnicos. En los territorios de predominio indio, Lumholtz casi no reporta la presencia de familias mezcladas. Sobre los tarahumaras de Nonoava, Chihuahua, el autor comenta: las mujeres de allí se resisten á unirse con hombres de otra raza, y hasta hace muy poco no se quería a los niños que resultaban de color más claro. Madres ha habido en este particular que unten de grasa á sus hijos y los 72 73 74 75

Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, p. 328. Cfr. ibidem, vol. I, pp. 498-499. Cfr. ibidem, vol. I, pp. 460-461. Ibidem, vol. I, p. 166.

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pongan al sol para que se les oscurezca la piel. En opinión general de la tribu, los cruzamientos de castas producen gente mala que ‘‘algún día se peleará en las fiestas.’’ Se refieren casos en que las mujeres hayan dejado en los bosques, para que perezcan, á sus hijos mestizos, y á menudo los dan en adopción á los mexicanos. En los distritos exteriores, sin embargo, se han mexicanizado mucho los indios, y tienen frecuentemente alianzas con los blancos.76

Por otra parte, los indios no se encontraban indefensos ante las agresiones de ‘‘la civilización’’. Sus sistemas tradicionales de organización los proveían de mecanismos de justicia relativamente eficientes. Es muy pintoresca la descripción que Lumholtz ofrece de un juicio llevado a cabo por los tarahumaras de Cusárare, para resolver un adulterio.77 El veredicto de los jueces y unos cuantos azotes bastaron para reintegrar al marido fugado a su vieja familia y encontrarle acomodo a la mujer adúltera. Y en ocasiones, lo que funcionaba bien entre los indios también era eficaz con los mestizos. El autor informa de que, haciéndose justicia por su propia mano, los indios mataron a Teodoro Palma, un bandido chihuahuense.78 ‘‘Si los rumores que corrían acerca de él eran fundados, merecía ciertamente esa suerte’’, expresa.79 A veces, los tarahumaras lograban capturar a aventureros que irrumpían en sus fiestas; los llevaban a las autoridades y los obligaban a pagar los gastos de otra fiesta más.80 Entre los tepehuanes de Lajas, Durango, la estructura de autoridad india era en extremo rigurosa.81 Controlaba con mano dura los matrimonios y los asuntos amorosos, vigilaba con celo la presencia de forasteros y rápidamente castigaba cualquier intento de robo o asesinato. Una anécdota sobre el robo de tres reses del escribano local dibuja muy bien cómo se impartía justicia en el lugar: cogieron á dos tepehuanes acompañados de un ‘‘vecino,’’ que era el cómplice que los había inducido á cometer el delito. El blanco recibió, al punto como hubo llegado al pueblo, veinticinco azotes, y fue sometido por dos horas á la torturadora agonía de tener al mismo tiempo, metidos en el cepo, 76 77 78 79 80 81

Ibidem, vol. I, p. 407. Cfr. ibidem, vol. I, pp. 137-141. Cfr. ibidem, vol. I, p. 402. Ibidem, vol. I, p. 403. Cfr. ibidem, vol. I, p. 405. Cfr. ibidem, vol. I, pp. 451-453.

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la cabeza y los pies. Al otro día le aplicaron diez azotes; al siguiente, cinco, y ocho días más tarde lo llevaron á Durango. En cuanto á los dos indios sus cómplices, que eran padre é hijo, fueron asímismo puestos en cepos, y estuvieron dos semanas recibiendo, cada cual, cuatro azotes diarios y muy escaso alimento, además de lo cual los privaron de sus cobijas.82

Con los huicholes, la cosa no era muy distinta. En el pueblo de San Andrés Coamiata, Nayarit, Lumholtz atestiguó el siguiente episodio: la monotonía de las aguas fue interrumpida un día por la captura de dos ‘‘vecinos’’ que habían ensanchado sus ranchos á costa del territorio huichol. Las autoridades nativas les ordenaron que devolviesen la tierra usurpada, y como los cautivos se negaron á hacerlo, al punto se les puso presos, dejándolos varios días sin recibir, oficialmente, ningún alimento, pues en opinión de los indios, no constituye la cautividad un castigo, si no va acompañado del hambre. Los indios pueden resistir á grandes privaciones, habiendo habido casos en que á tal grado se les hayan reducido las fuerzas, que al ponerlos en libertad, sólo pueden caminar á gatas. Los dos mexicanos de cuya aprehensión hablo, se salvaron de morir de inanición por la bondad de Don Zeferino [un escribano y maestro mestizo que vivía en San Andrés], que les mandaba algo de comer; pero las exigencias del estómago vencieron al fin su resistencia y acabaron por prometer que se retirarían del rancho dejando en garantía una mula valuada en diez y ocho pesos. No deja de ser satisfactorio el que los indios logren alguna vez, por excepción, imponerse á sus ‘‘vecinos’’.83

Finalmente, existía para los indios el recurso de la violencia social como defensa ante el embate mexicano. El relato no menciona caso alguno, pero por indicios se desprende que no era un mecanismo raro. Por ejemplo, al salir de San Francisco, Nayarit, Lumholtz recibió a un mensajero de las autoridades gubernamentales de Jesús María advirtiéndole de un levantamiento huichol.84 Sus arrieros mestizos, al oír semejante cosa, se negaron a ensillar y le propusieron regresar. La advertencia al final de cuentas resultó sin fundamento, pero llama la atención la credibilidad que una noticia como ésa podía tener. Igualmente, el autor menciona un cona-

82 83 84

Ibidem, vol. I, p. 453. Ibidem, vol. II, pp. 60-61. Cfr. ibidem, vol. I, p. 515.

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to de motín tarahumara en Norogachic, Chihuahua, que el hábil presidente municipal pudo aplacar.85 En todo caso, hubo un largo capítulo de defensa armada india que si bien Lumholtz no presenció, sí pudo recoger a través del amplio rastro de sangre que dejó: la guerra apache. 4. La reacción radical: el recuerdo de los apaches El noruego nunca vio durante sus expediciones por México a un solo apache; sin embargo, menciona a estos indios docenas de veces. ¿Por qué? Porque aún había algunas partidas de guerreros apaches y, sobre todo, porque la memoria colectiva de la cruenta lucha contra ellos estaba vivísima. Tal vez el noruego nunca los vio, pero se previno contra ellos: la porción más septentrional de la Sierra Madre del Norte ha permanecido desde tiempo inmemorial bajo el dominio de las tribus salvajes de apaches, que han estado siempre contra todos, y todos contra ellos. Hasta que el General Crook, en 1883, no redujo á esos peligrosos nómades á la sumisión, no fué posible hacer allí investigaciones científicas; y quedan, de hecho, todavía pequeñas bandas de ‘‘hombres de los bosques’’; por lo que mi comitiva tenía que ser suficientemente fuerte para afrontar cualquiera dificultad con ellos.86

Con frecuencia, el explorador encontró rastros de estos indios ----veredas, monumentos, etcétera87---- y escuchó los relatos de sus masacres en Chihuahua y Sonora.88 En una ocasión halló latas vacías con la marca ‘‘Fort Bowie’’, basura de los soldados gringos del general Crook que en tierra mexicana habían perseguido años atrás a los feroces indios.89 Aparte, apunta las noticias de las tropelías cometidas por ellos mientras él estuvo en México, como el asesinato de un colono mormón90 o el de otros dos gringos cerca de Casas Grandes.91 Dos detalles nos alertan sobre la intensidad de lo que fue la lucha de estos indios. El primero es el terror que despertaba su mero nombre entre Cfr. ibidem, vol. I, p. 204. Ibidem, vol. I, p. XI. Cfr. ibidem, vol. I, pp. 31, 39 , 51 y 108. Cfr. ibidem, vol. I, pp. 6 y 110, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 572-573. 89 Cfr. Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, p. 40. 90 Cfr. ibidem, vol. I, p. 26, nota al pie. 91 Cfr. ibidem, vol. I, p. 79. 85 86 87 88

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mestizos e indios de una amplísima zona.92 Los habitantes del noreste de Sonora desconocían la sierra; no se atrevían a entrar a ella por miedo a los apaches.93 A su vez, los propios tarahumaras del área de la Barranca del Cobre los recordaban como enemigos temibles.94 El peyote, por ejemplo, cuyos poderes estimulantes ----y ante todo sagrados---- daban a los tarahumaras fuerza suficiente para enfrentar a ladrones, hechiceros y otra ‘‘gente mala’’ y peligrosa, era útil, naturalmente, también contra ellos.95 ‘‘El hombre que lo lleva [el peyote] bajo su ceñidor, puede estar seguro de que no lo morderán los osos... y si los apaches lo encontrasen, no podrían dispararles sus rifles’’.96 El segundo detalle es el tipo de métodos usados en la guerra apache. Lumholtz recopila una serie de recuerdos por los que se puede deducir sin la menor dificultad que todo recurso era válido para apaciguar a esos indios. Un viejo de Fronteras, Sonora, le relató al autor una celada que los mexicanos tendieron una vez a un grupo de apaches:97 ante un ataque, los mexicanos solicitaron paz, que los apaches concedieron. ‘‘Siguióse un festín de conciliación durante el cual corrió en abundancia el mezcal... Cuando los apaches estuvieron ebrios, sus anfitriones cayeron sobre ellos capturando a siete hombres’’; después los ejecutaron. La traición, como puede verse, no era una vía vergonzosa para vencerlos. Todavía más escalofriante e ilustrativo es el caso de las recompensas: dicha tribu se había convertido en tan grande calamidad, que el Gobernador de Chihuahua obtuvo de la Legislatura un decreto por el cual se ponía á precio la cabeza de los apaches; pero pronto tuvo que revocarse esta disposición, en vista de que los mexicanos, ávidos de obtener la recompensa, se dieron a matar pacíficos Tarahumares, á quienes les arrancaban la cabellera juntamente con la piel de la cabeza, todo lo cual, por supuesto, era muy difícil probar que no pertenecía á los apaches.98

92 Lumholtz dice que los apaches habían tenido bajo su dominio toda la parte norte de la sierra, hasta doscientas cincuenta millas ----cuatrocientos kilómetros---- al sur de la frontera. Sin embargo, su cálculo parece conservador según sus propios datos. Los testimonios de los siguientes párrafos provienen de tarahumaras que vivían a más de quinientos kilómetros de la frontera. 93 Cfr. Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, pp. 23-25. 94 Cfr. ibidem, vol. I, p. 220. 95 Cfr. ibidem, vol. I, p. 365. 96 Ibidem, vol. I, p. 353. 97 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 6-7. 98 Ibidem, vol. I, p. 25. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 388-389.

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Es claro que la guerra apache no tuvo la misma fama de sublevación justiciera que tuvieron y todavía tienen algunos otros episodios de resistencia india armada en nuestro país. Lumholtz no les concede nada a los apaches en su texto. Pero en nuestros días podemos admitir que, independientemente de su fama, esta guerra tuvo indudables rasgos de movimiento de resistencia ante el embate mexicano (y gringo). 5. La vía institucional ¿En qué medida podían los indios acudir a las instituciones para defender su integridad étnica? La pregunta es pertinente para la historia tanto como lo es para la vida actual. En la visión de Lumholtz, el gobierno jugaba un papel importante en el conflicto entre mexicanos e indios. Unas veces como árbitro y como garante de los derechos establecidos por las leyes de la República; otras veces, quizá las más, como el gran ausente, a la manera de Godot, en la famosa obra de Becket. Para hablar de este papel del gobierno, es necesario reconocer ante todo que el prestigio de la administración de Porfirio Díaz alcanzaba a los grupos indios, a veces hasta grados que revelan una relación de profundo paternalismo, de acuerdo con el texto en cuestión. En diversas ocasiones menciona el autor cómo el dar a conocer que estaba recomendando por el presidente Díaz o los gobernadores de los estados le facilitó la cooperación de los indios.99 Por cierto, el apoyo de las autoridades eclesiásticas llegó a servirle de igual manera.100 En Navogame, Chihuahua, el gobernador tepehuano se negaba a permitir el acceso de Lumholtz. Sin embargo, gracias a la intervención de un juez mexicano que vio las cartas de recomendación del gobierno, el noruego pudo lograr su objetivo: el juez mexicano, que estaba de mi parte, cuando hubo leído mis cartas del Gobierno, convenció á los presentes con un discurso á que obedecieran á las autoridades. Pronto comprendieron los tepehuanes la fuerza de sus argumentos, y el agitador tuvo que irse derrotado, siendo el resultado de todo que los indios me expresaran pena de no haberse reunido en mayor número para que los fotografiara y que si tal era mi deseo mandarían llamar á otros individuos de su tribu.101 99 100 101

Cfr. Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. II, pp. 53-54 y 144. Cfr. ibidem, vol. II, p. 74. Ibidem, vol. I, p. 417.

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En Jesús María, Nayarit, los coras se reunieron para escuchar la lectura de las cartas que traía Lumholtz. Atendieron sus peticiones en cuanto a guías y provisiones, pero cuando se trató de conocer la intimidad religiosa de los indios hubo ciertas resistencias: mi deseo de ver los sepulcros fue mal recibido; pero pronto me enviaron el médico sacerdotal que llegó á poco á la casa de la comunidad, y sin haberme visto, dijo á las autoridades [indias] que ‘‘era muy conveniente contar á ese hombre todo lo relativo á las antiguas creencias, para que el Gobierno lo supiera’’.102

La devoción que las autoridades, y en especial Porfirio Díaz, inspiraban entre los indios puede parecer por momentos enternecedora. De los tepehuanes de Pueblo Viejo, Durango, escribe el autor que realizaron una vez un ayuno ritual de dos meses ‘‘para ayudar á que el general Porfirio Díaz saliera electo Presidente de la República, y me contaron que pronto iban a sujetarse á privaciones análogas para lograr que continuaran en sus puestos otros funcionarios que les eran benéficos’’.103 Sobra decir que sus sacrificios tuvieron el efecto deseado... Lumholtz llega a afirmar que el nombre de Porfirio Díaz ‘‘equivale a un conjuro’’.104 Y cuando en diciembre de 1896 se entrevistó con el presidente en la ciudad de México, le agradeció el favor de su carta de recomendación: le dije cuán importantes servicios me había prestado la carta que bondadosamente me había dado, y cómo, aun donde los indios no sabían leer, quedaban convencidos de la autenticidad de mi salvoconducto con sólo tocar el papel y mirar el sello. Nunca, por supuesto, se habían penetrado del objeto de mi visita, pero el documento había llenado su objeto por la palabra importante que ocurría en una de las frases, pues siempre les llamaba la atención y me abría camino á su confianza.105

La respuesta que le dio Díaz en dicha entrevista concuerda de algún modo con esa relación paternal que de acuerdo con los apuntes de Lumholtz sentían los indios: Ibidem, vol. I, p. 491. Ibidem, vol. I, pp. 467-468. Ibidem, vol. I, p. 217. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 486. 105 Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. II, p. 445. 102 103 104

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los indios son buenos si uno les explica las cosas, pero los han burlado y engañado tanto que se han vuelto desconfiados. Durante la intervención francesa, casi todos los soldados del partido liberal eran indios y prestaron los más grandes servicios para la salvación del país.106

Sin embargo, una cosa era el respeto que sentían los indios por los más altos funcionarios de la República y otra el trato que recibían del conjunto de la estructura gubernamental. El antropólogo se percató de que las buenas intenciones no bastaban: las autoridades mexicanas, dicho sea en honor suyo, hacen cuanto está en su poder para proteger á los indios; pero el Gobierno es prácticamente impotente para cuidar de la población esparcida en remotos distritos. Por otra parte, los indígenas más expuestos á caer en las garras de especuladores sin conciencia, no pueden darse á entender en la lengua oficial, y consideran inútil, por lo mismo, acudir á las autoridades. Conforme la liberal constitución de México, son ciudadanos todos los naturales, pero los indios no saben hacer valer sus derechos. Á veces, sin embargo, [los tarahumaras] han ido en considerables cuadrillas á Chihuahua para presentar sus quejas, y siempre se les ha ayudado, si ha habido lugar. Los esfuerzos del Gobierno para ilustrar á los naturales estableciendo escuelas, se frustran por la falta de maestros inteligentes y de buena voluntad que conozcan las lenguas indígenas.107

Eso sí, cuando el gobierno necesitaba reclutas, recurría a los indios, como lo sugería el propio Díaz y como lo menciona el autor: los tarahumaras han sido soldados sobresalientes en las filas del ejército. En una de las guerras civiles, un jefe llamado Jesús Larrea, tarahumara puro de Nonoava (Chih.), se distinguió mucho no sólo por su bravura y resolución, sino también por sus aptitudes de mando.108

La lejanía institucional no era exclusiva del gobierno. La Iglesia, por ejemplo, también la mostraba. Entre los tarahumaras sólo vivía un sacerdote, quien residía en el poblado de Norogáchic.109 Apenas lograba reunir Idem. Ibidem, vol. I, p. 408. Ibidem, vol. I, p. 407. Cfr. ibidem, vol. I, p. 200, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 616, nota 272. 106 107 108 109

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este padre a un millar de feligreses indios para alguna festividad, pero como normalmente se embriagaban antes de la celebración, pocas veces estaban en condiciones de ir al templo el verdadero día de fiesta.110 Jesús María, poblado cora, tenía un majestuoso convento colonial, pero carecía de cura.111 Y entre los huicholes, las esporádicas visitas de los sacerdotes eran ineficaces para erradicar la idolatría.112 Al Estado, aunque fuera lejano y ajeno, se tenía que recurrir en busca de soluciones a problemas graves, sobre todo de justicia. En algunos casos se obtenía éxito. Por ejemplo, los procedimientos judiciales mixtos, es decir, manejados por indios y jueces estatales, funcionaban entre tepehuanos113 y huicholes.114 Pero, en otros casos, las cosas no marchaban bien. Los tarahumaras de Guajóchic, Chihuahua, conservaban recuerdos frescos sobre el mal funcionamiento de la justicia estatal.115 En una ocasión capturaron a cuatro ladrones que luego llevaron a un tribunal del estado. A partir de ese momento fueron importunados durante semanas para que declararan como testigos en Cusihuriáchic, a más de cien kilómetros de intrincados caminos a través de la sierra. Agrega Lumholtz que dichos indios ‘‘estaban arrepentidos de no haber matado á los malhechores, y aun hubiera sido mejor, decían, dejarlos que siguieran robando’’.116 De los tepehuanos de Pueblo Viejo, Durango, recoge el autor la triste anécdota sobre una comisión que enviaron a la ciudad de México para arreglar una disputa de tierras. ‘‘Estuviéronse en la capital once días y fueron bien recibidos en el Ministerio de Fomento; pero se les acabó el dinero antes de terminarse los asuntos que les llevaban y tuvieron que regresar sin haber conseguido cosa alguna’’.117 Dos tipos de episodios adicionales narrados por el explorador señalan que muchos indios estaban decepcionados de las formas tradicionales de acercarse al Estado. En primer lugar están los dos pintorescos casos en que, habiendo visto al autor tan bien relacionado con el presidente Díaz, le pidieron su intercesión. Al despedirse de Lumholtz, el alcalde cora de Santa Teresa, Nayarit, 110 111 112 113 114 115 116 117

Cfr. Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, p. 201. Cfr. ibidem, vol. I, p. 490. Cfr. ibidem, vol. II, pp. 138 y 160. Cfr. ibidem, vol. I, pp. 452-453. Cfr. ibidem, vol. II, p. 245. Cfr. ibidem, vol. I, p. 217. Ibidem, vol. I, p. 218. Ibidem, vol. I, pp. 461-462.

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me rogó que no me olvidase de los coras cuando viese á la primera autoridad de Tepic, y que consiguiera del Gobierno mexicano que los dejasen conservar sus antiguas costumbres que habían sabido les querían prohibir. Tal temor carecía de fundamento. También me suplicó que empleara mi influencia para impedir que en las cercanías se establezcan blancos ansiosos de apoderarse de las grandes selvas.118

En el pueblo de Ratontita, los huicholes hicieron el mismo intento, pero no pudieron llevarlo a efecto del todo: les vino la idea de que los ayudase en sus dificultades de tierras, y enviaron por su escribano que vivía á dos días de distancia en el mineral de Bolaños [Jalisco]. Pretendían que yo le escribiese una carta al Presidente de la República pidiéndole que no permitiese que les dividieran individualmente las tierras, y deseaban al escribano para que se cerciorara de que yo cumplía bien el encargo; pero como afortunadamente no llegó á Ratontita mientras estuve allí, y mi guía, que iba á tener intervención en la carta, se embriagó pronto, permaneciendo en tan feliz condición todo el tiempo que duró la fiesta, me salvé del delicado compromiso en que me hubieran puesto.119

De todos modos, Lumholtz no se olvidó de comunicar ambas peticiones a Porfirio Díaz durante su tercera entrevista con el mandatario, y éste dijo que les escribiría a los indios.120 En segundo lugar están los casos de justicia autónoma de los tarahumaras. Según el libro, preferían muchas veces ejecutar por cuenta propia a ladrones mexicanos en vez de entregarlos a las autoridades de Chihuahua.121 Esto ya es signo de que no todo era cordialidad en la relación de los indios con el Estado. Y el noruego tuvo tres oportunidades de atestiguarlo. En el censo de 1895, doscientos huicholes ignoraron con toda frescura la orden gubernamental de presentarse en San Andrés.122 Y más tarde, en Capácuaro, Michoacán, ni su arenga, ni la carta de recomendación del gobernador del estado, ni la carta del propio Porfirio Díaz disuadieron a los 118 Ibidem, vol. I, p. 483. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 171. 119 Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. II, pp. 260-261. 120 Cfr. ibidem, vol. II, pp. 445-446. 121 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 175 y 217. 122 Cfr. ibidem, vol. II, pp. 98-99.

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tarascos locales de expulsar a Lumholtz de sus tierras.123 Y es que existían límites para la influencia dorada de las autoridades... Finalmente es revelador de profundos recelos muchas veces ocultos el acre comentario de uno de los indios de Pueblo Viejo, Durango, cuando Lumholtz llegó y les explicó el motivo de su exploración: en una reunión que tuve con ellos llevado de mi deseo de agradarles, díjeles que el gobierno mexicano tenía mucho interés en saber si se desarrollaban en población ó estaban próximos á acabar, á lo que el más ladino repuso riendo: ‘‘¡por supuesto que quieren saber cuando podrán acabar con nosotros!’’.124

6. Los indios divididos Diversos y no raros detalles expuestos por el autor nos describen un mundo indio profundamente dividido. Ciertamente los indios eran víctimas de los mexicanos, pero lo eran en buena medida por la falta de cohesión étnica. Su falta de unión los volvía mucho más vulnerables a las agresiones mexicanas. Y por lo demás, los indios eran también víctimas de otros indios. En un primer nivel, estas divisiones se daban entre etnias. Algunos apelativos poco gratos podrían haber sido signo de desprecio de unos hacia otros. Los tarahumaras llamaban saeló, ‘‘campamochas’’, a los tepehuanos,125 y los huicholes denominaban hashi, ‘‘cocodrilos’’, a los coras, a quienes menospreciaban.126 A su vez, los coras se preciaban de no mezclarse con mexicanos ni con tepehuanos.127 Entre los tepehuanos de Lajas y los tepehuanos y nahuas de Pueblo Viejo, en Durango, había ‘‘rencilla con motivo de ciertas tierras’’.128 En Chihuahua, el explorador escuchó de los propios indios viejas narraciones sobre luchas entre tubares y tepehuanos,129 y entre tubares y tarahumaras.130 Más patéticas aún eran las divisiones en el interior de un mismo grupo. En primer término había diferencias económicas. En varias partes del libro encontramos la mención de indios ----tarahumaras, huicholes, taras123 124 125 126 127 128 129 130

Cfr. ibidem, vol. II, pp. 426-427. Ibidem, vol. I, p. 461. Cfr. ibidem, vol. I, p. 414. Cfr. ibidem, vol. I, p. 480. Cfr. ibidem, vol. I, p. 479. Ibidem, vol. I, p. 459. Cfr. ibidem, vol. I, p. 428. Cfr. ibidem, vol. I, p. 432.

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cos y nahuas---- ricos, algunos de los cuales eran dueños de centenares de cabezas de ganado o de caudales de cientos y miles de pesos.131 La pobreza estaba naturalmente más generalizada,132 pero aún así no dejan de sorprender casos extremos como el de los mendigos tarahumaras que comían gusanos en Yoquivo, Chihuahua.133 Es decir, existían dentro de los grupos indios diferencias ----o si se prefiere, protodiferencias---- de clase.134 La solidaridad no se daba por etnia o raza, sino, apenas, por pueblo. Los huicholes de Santa Catarina, Nayarit, se consideraban superiores a sus compatriotas, porque tenían el templo principal y la mayor parte de los sitios sagrados.135 Una riña entre los pueblos huicholes de Rancho Hediondo y Ratontita había conducido a un cisma religioso, porque los indios del primer pueblo fundaron un culto aparte y establecieron un templo propio, en vez de acudir al viejo templo del segundo.136 En la misma zona, al ver los enconos entre los huicholes de Ratontita y Santa Catarina, Lumholtz reflexiona: mientras más tiempo pasaba yo con los indios, más palpablemente veía la poca solidaridad que hay en la tribu. Á cada distrito interesan únicamente sus propios negocios, y le es indiferente la suerte de los demás. No sería excesivo asegurar que á ningún distrito le importaría un bledo que ‘‘los vecinos’’ se apoderaran del dominio de todo el resto de la tribu, con tal que les dejasen intacto el suyo. Mucho menos se preocupa una tribu de lo que acontece fuera de sus límites.137

Y aun dentro de una misma comunidad no faltaban indios abusivos que tomaban ventaja de sus cargos de jueces e imponían ‘‘multas por triviales ó absurdas ofensas, para dividirse los productos’’.138 7. La mexicanización de los indios Las reacciones de los indios frente a la hostilidad mexicana, tanto las meramente ideológicas como las más radicalmente violentas, no impeCfr. ibidem, vol. I, pp. 169, 183-184, 210 y 262, y vol. II, pp. 64, 73, 329 y 381. Cfr. ibidem, vol. II, pp. 248 y 251. Cfr. ibidem, vol. I, p. 180. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 123-124. 135 Cfr. Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. II, p. 152. 136 Cfr. ibidem, vol. II, p. 269. 137 Ibidem, vol. II, p. 261. 138 Ibidem, vol. II, p. 247. 131 132 133 134

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dían que el resultado más generalizado de esta lucha fuera la integración de estos pueblos ----a la mala, según Lumholtz---- en el proyecto mexicano de nación. La escasa defensa que podían recibir de las instituciones y su propia falta de unión facilitaban este fenómeno. Como todo proceso, se desarrollaba en grados, dependiendo de etnias y poblados. En un primer nivel, eran simples rasgos culturales tradicionales prehispánicos o virreinales los que se perdían y se substituían por rasgos mexicanos. Esto ocurría, por ejemplo, en el ámbito de los utensilios cotidianos: la incorporación de la vestimenta y el arado mestizos.139 Ni siquiera las prácticas religiosas quedaban a salvo de la penetración mexicana. En el poblado huichol de San Andrés, Nayarit, el autor lo observó: es cosa peculiar que mientras otras fiestas de los huicholes no han recibido ninguna influencia de los blancos, las que celebran para solicitar la lluvia se han enriquecido y modificado mucho bajo esa influencia. La matanza de uno o dos bueyes se considera hoy un sacrificio enteramente tan eficaz como el matar ciervos, ardillas, pavos ó cualquiera otro animal, que antes acostumbrase la tribu. Se ha adoptado también el uso de velas, importado de igual manera por los católicos, y antes de cada una de dichas fiestas va invariablemente a Mezquitic (Jal.) un hombre á fin de obtener este nuevo requisito...140

También entre los huicholes se perdía el papel de los shamans (chamanes) en las celebraciones matrimoniales y tomaban su lugar los jueces nativos.141 Y hasta el peyote era desplazado por drogas más ‘‘modernas’’ y más ‘‘mexicanas’’. Dice el autor sobre el uso del cacto entre los tepecanos de Mezquitic: hasta hacía tres años, iban ellos mismos en busca de dicha planta, pero ya entonces la compraban á los huicholes, bien que algunas veces la sustituyen con una especie de cáñamo llamado mariguana ó rosa maría (Cannabis sativa), terrible narcótico cuyas hojas acostumbran fumar en México los criminales y otra gente depravada.142

139 140 141 142

Cfr. ibidem, vol. I, p. 120. Ibidem, vol. II, p. 6. Cfr. ibidem, vol. II, p. 95. Ibidem, vol. II, pp. 123-124.

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Junto a las costumbres, se ‘‘mexicanizaban’’ igualmente los individuos, que por este mero hecho no ofrecían ‘‘grande interés á la ciencia’’ del explorador.143 ¡Cuántos de estos indios dejan de ser mencionados en la obra de Lumholtz por este motivo! El autor sí habla en varias ocasiones de los indios que trabajaban para los rancheros mexicanos, tanto en general,144 como en pueblos específicos, por ejemplo en Guachóchic, Chihuahua,145 Guadalupe y Calvo, Chihuahua146 y Zapotlán, Jalisco147 Su querido guía huichol, Pablo, sabía hablar bien el español porque había trabajado en los algodonales y siembras de maíz de la tierra caliente, fuera ya de su zona étnica.148 ¿Era la necesidad económica la principal causa de la ‘‘mexicanización’’ individual? Probablemente; pero también era importante el simple trato frecuente con los mexicanos, e igualmente los casos de matrimonios con mexicanos, como en el caso de los tepehuanos de Durango y Chihuahua.149 A lo largo de sus recorridos, el noruego conoció a infinidad de indios cuyo avanzado grado de mexicanización ----su manejo del español y de las costumbres mercantiles mestizas---- le fue muy útil para llevar a cabo sus investigaciones. Como meros ejemplos, podemos citar a Andrés Madrid, un tarahumara educado entre los mexicanos,150 y a Ángel, cuyo origen étnico no es aclarado en el libro, y que para el autor era casi el arquetipo del indio mexicanizado: ‘‘como ejemplar de indio civilizado que nunca había sabido su lengua nativa, era muy interesante’’.151 Le llamaban la atención sus vicios y virtudes: honrado, supersticioso, leal, católico sincero, enamorado, perspicaz...152 Sin embargo, los datos más relevantes anotados por Lumholtz sobre el fenómeno no se refieren a la asimilación de individuos como Pablo o Ángel, o de poblados como Guachóchic, sino que hablan de la desaparición de las etnias como tales. Su primer encuentro con la mexicanización total lo tuvo en Granados y Guasabas, Sonora, con los ópatas: 143 144 145 146 147 148 149 150 151 152

Cfr. ibidem, vol. I, p. 120. Cfr. ibidem, vol. I, p. 119. Cfr. ibidem, vol. I, p. 192. Cfr. ibidem, vol. I, p. 403. Cfr. ibidem, vol. I, p. 323. Cfr. ibidem, vol. II, p. 116. Cfr. ibidem, vol. I, p. 414. Cfr. ibidem, vol. I, pp. 215-216. Ibidem, vol. II, p. 451. Cfr. ibidem, vol. II, pp. 451-455.

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este territorio estuvo alguna vez en poder de la gran tribu de indios ópatas, que se han civilizado. Han perdido su lengua, religión y tradiciones; se visten como los mexicanos, y no se distinguen en su apariencia de la clase trabajadora de México, con la que se han mezclado por completo, debido á matrimonios frecuentes entre unos y otros.153

Y varias veces más insiste en la entera asimilación de los ópatas a la vida mexicana.154 En Nóstic, cerca de Mezquitic, Jalisco, encontró un espectáculo doloroso para un apasionado de la pureza étnica: ‘‘la mayor parte de los indios que residen allí son aztecas (mexicaneros) que han olvidado, desde hace largo tiempo, su lengua nativa, y son indolentes y perezosos’’.155 Los tarahumaras, aunque numerosos, estaban en vías de desaparición: ‘‘aunque todavía quedan de [esa etnia] como unas veinticinco mil almas, la mayoría ha adoptado la lengua, costumbres, religión y vestidos de los mexicanos’’.156 Y el propio antropólogo llegó a creer que terminarían completamente asimilados: ‘‘las futuras generaciones no encontrarán otros recuerdos de los tarahumares, que los que logren recoger los científicos de hoy’’.157 Lo que alcanzó a ver de otros grupos indios le daba muchas razones para pensar eso. Los indios de Zapotlán el Grande, Jalisco, estaban tan integrados que el autor ni siquiera les atribuye su filiación étnica; sólo advierte que alguna vez hablaron un dialecto náhuatl.158 Los tubares, de Chihuahua, estaban al borde de la extinción: ‘‘no quedan ya arriba de dos docenas de tubares legítimos, y sólo cinco ó seis de ellos saben su propia lengua que tiene relación con el náhuatl’’.159 Y lo mismo ocurría con los tepecanos del norte de Jalisco: según me informaron, los tepecanos tienen ahora solamente dos pueblos, de los cuales el más importante es Alquestán. Aunque los adultos hablan todavía su lengua materna, tan fácilmente como el español, los niños van perdiendo rápidamente la primera debido á que residen en el pueblo muchos mexicanos.160 153 154 155 156 157 158 159 160

Ibidem, vol. I, p. 11. Cfr. ibidem, vol. I, pp. 56 y 410. Ibidem, vol. II, p. 120. Ibidem, vol. I, p. 119. Ibidem, vol. I, p. 410. Cfr. ibidem, vol. II, p. 320. Ibidem, vol. I, p. 432. Ibidem, vol. II, pp. 122-123.

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Otros más sólo eran ya sombra de lo que fueron y apenas merecieron un somero comentario en la obra: ‘‘cerca de Morelia (Mich.) se pueden encontrar todavía restos de la tribu pirinda, pero ya no hablan su lengua natal y se han mexicanizado por completo’’.161 ¿Qué pasaba con los pueblos indios según la visión del autor? Desaparecían más o menos lentamente. Al menos eso significaba la muerte de sus idiomas, el rasgo de indentidad cultural por excelencia. Era, eso sí, una extinción desigual tanto en forma como en alcances. En muchos casos, la mexicanización era parcial: solamente en algunos rasgos culturales o sobre algunos individuos. Aparte, no parecía ser la coacción el medio fundamental para la asimilación, sino toda una serie de factores de presión: violencia, recompensas, engaños y el peso mismo del dominio cultural mestizo. De cualquier forma, la tendencia apuntaba hacia una meta: la total extinción de los indios como pueblos con identidad propia, fuera por la vía cultural, como en la mayoría de los casos (tarahumaras, ópatas, tubares, tepecanos, etcétera); o bien por la guerra de exterminio, como en el caso de los apaches. Así lo vio Carl Lumholtz durante el Porfiriato: ‘‘en el rápido progreso actual de México, no se podrá impedir que esos pueblos primitivos pronto desaparezcan fundiéndose en la gran nación á que pertenecen’’.162 IV. EL VALOR DE EL MÉXICO DESCONOCIDO A modo de conclusión, debemos hacer la siguiente pregunta: ¿qué tan valiosa puede ser la información que Lumholtz nos transimitió en El México Desconocido, considerada como fuente historiográfica de las relaciones entre los indios y el proyecto mexicano de nación? Para esta pregunta hace falta una compleja respuesta en varios niveles, que aquí trataremos de esbozar. Antes que nada hay que procurar desentrañar las posiciones ideológicas que orientan los apuntes del autor, y en este sentido vemos tres tendencias claras. En primer lugar está la formación científica de Lumholtz que, más allá de su profesión de antropólogo, lo dotó de una serie de marcos conceptuales, discutibles o no, pero sólidos. El más evidente de éstos es tal vez su fe en la evolución y el progreso, a la manera esquemática en 161 Ibidem, vol. II, p. 441. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 518-520. 162 Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, p. XVIII.

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que se creía en ambas cosas en el siglo XIX. Esta fe, no del todo ciega, dirige sus pensamientos a lo largo del libro. Como ejemplo, nos podemos remitir a sus reflexiones finales: poco difieren las razas en cuanto a facultades. En las atrasadas, lo que principalmente falta es energía y fuerza motriz. Sucede con las razas lo que con los individuos; ambos tienen que pasar á través de una serie de etapas progresivas: el salvajismo, en la infancia; la barbarie, en la juventud, y la civilización en la edad viril. Como el niño es el padre del hombre, así las cualidades características de las naciones más civilizadas se han desarrollado de las virtudes y vicios que tenía la tribu primitiva de que nacieron.163

En segundo lugar es palpable a través de las páginas de El México Desconocido la afinidad política en general con la ‘‘civilización’’, esto es, con los países capitalistas desarrollados de su tiempo, y en particular con el régimen de Porfirio Díaz. Para el autor, no había tacha en la administración de este presidente; todo era admirable en él, hasta el grado de decir: conoce su país y cuanto éste necesita, mejor que ningún otro mexicano, y lo ha gobernado cerca de un cuarto de siglo con juicio y rara sagacidad. Cómo ha reorganizado la república, engrandecido un estado y desarrollado una nación, es asunto digno de la historia. El General Díaz no sólo es un grande hombre de este continente, sino uno de los más grandes hombres de nuestra época.164

La tercera tendencia que guió la pluma del escritor fue su vocación de etnógrafo, entendida esta vocación como una pasión entrañable que lo llenaba de profunda simpatía por los indios y animadversión hacia todo aquello que consideraba enemigo de ellos. Si su amor y fascinación por los indios ha de resumirse en una frase, ésta podría ser la siguiente: ‘‘me han enseñado una nueva filosofía de la vida, pues su ignorancia está más cerca de la verdad que nuestras preocupaciones’’.165 Estas posiciones explican muchos giros y omisiones del relato. En concordancia con las tres posiciones anteriores podemos ver otras tantas series de variantes de estos giros y omisiones. Primeramente, a raíz de su fe evolucionista y a pesar de toda la devoción que les profesaba, el autor 163 164 165

Ibidem, vol. II, pp. 469-470. Ibidem, vol. II, p. 447. Ibidem, vol. II, p. 457.

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ofrece una visión de los indios como seres inferiores. Por sólo referir un ejemplo, mencionamos una cita referente a los tarahumaras: en realidad, no sienten el dolor en el mismo grado que nosotros... la indiferencia con la que se arrancaban los cabellos, tal como yo hubiera hecho con las cerdas de un caballo, me convenció de que las razas inferiores son más insensibles al dolor que el hombre civilizado.166

En este mismo punto podemos señalar su ya mencionado pronóstico fallido sobre la desaparición de los grupos indios, resultado de su creencia en un progreso que llevaría una sola dirección hacia lo que él entendía como civilización. El noruego no concede ninguna oportunidad de triunfo a la resistencia india, ni prevé la posibilidad de cambio en las identidades indias sin integración en esa civilización. En algún grado existía esa posibilidad, puesto que muchas de las etnias visitadas por el autor sobreviven hasta nuestros días, pero buscarla en el libro sería en vano. En segundo término se percibe la gran ausencia de crítica a la labor gubernamental. Afirma el autor que ‘‘la civilización, tal como les llega á los tarahumares, ningún beneficio les presta’’.167 Hay una gran verdad en eso, pero el autor nunca señala la responsabilidad de las autoridades mexicanas en el problema. Esa ‘‘civilización’’ es un ente o impersonal, o dependiente del conjunto de la sociedad mestiza, pero en ningún caso el Estado aparece como protagonista en ella. Y si hablamos de puntos de vista tan generales como éste que se repite a lo largo de los dos volúmenes, podemos igualmente señalar datos concretos que ni siquiera son sugeridos en la obra; por ejemplo, el caso de las reiteradas revueltas de la última década del siglo pasado en los estados de Sonora y Chihuahua, justo en la ruta que él siguió. ¿No las vio? ¿No se enteró de ellas? ¿O es que deliberadamente prefirió no mencionarlas? A lo más que llega es a referir que en enero de 1892, en la zona de Casas Grandes, Chihuahua, su expedición encontró ‘‘una partida de ocho revolucionarios de la Ascensión, entre quienes vi las caras de peor aspecto que he contemplado en mi vida’’168 (siendo ‘‘revolucionarios’’, claro está, tenían que ser muy feos). Por suerte, no tuvo mayor contratiempo con esos revolucionarios.

166 167 168

Ibidem, vol. I, pp. 237-238. Ibidem, vol. I, p. 403. Ibidem, vol. I, p. 99.

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Una omisión sorprendente es la que ya señalábamos antes respecto a la sangrienta sublevación de Tomóchic. Existía infinidad de razones para hablar de ella: los más de trescientos muertos que costó (según el recuento oficial),169 la amplia difusión que ameritó en la prensa nacional e internacional,170 lo cerca que pasó el autor de este poblado precisamente cuando se desarrollaba la insurrección171 y la información que obtuvo de protagonistas de esta lucha, como el bandolero Pedro Chaparro.172 Sin embargo, Lumholtz no dice una sola palabra sobre el asunto y, como si el pueblo no existiera, ni siquiera menciona su nombre. Ciertamente, sobre este aspecto hay que considerar cuidadosamente la deuda moral que Lumholtz tenía tanto con sus patrocinadores ----entre quienes se encontraban magnates gringos de la talla de Andrew Carnegie, J. Pierpoint Morgan, George W. Vanderbilt y William C. Whitney, entre otros muchos173---- como con Porfirio Díaz. Si bien carecemos de argumentos irrefutables para afirmarlo, creemos que este compromiso contuvo la mano del autor al escribir El México Desconocido, quizá porque estaba al tanto de que iría a ser leído por hombres poderosos que simpatizaban con el dictador. Seguramente, de haber dado rienda suelta a su pluma, el autor no hubiera podido haber hecho sus dos viajes posteriores al libro, y éste no hubiera sido traducido al español antes de 1910. Si era sincero o no en su defensa de Díaz, eso es de cualquier manera irrelevante frente al sesgo que tal defensa le dio al libro. 169 Cfr. Illades Aguiar, Lilian, Disidencia y Sedición en la Región Serrana Chihuahuense: Tomóchic 1892, pp. 222-223. 170 Cfr. ibidem, pp. 197-200, 224 y 229. 171 Durante su segundo viaje, entre febrero y marzo de 1892, Lumholtz pasó por Tosanachic, Yepáchic, la mina de Pinos Altos, Jesús María y la cascada de ‘‘Basasiáchic’’, lugares todos ellos vecinos a Tomóchic y conectados a éste por caminos de tan sólo decenas de kilómetros: Lumholtz, Carl, El Mexico Desconocido, vol. I, pp. 120-131. Justo en ese tiempo, los sucesos de Tomóchic eran la comidilla en la sierra, puesto que sus habitantes Tomóchic habían tenido ya un primer enfrentamiento armado con las fuerzas del gobierno el 7 de diciembre de 1891, fecha desde la que se mantuvieron en abierta rebeldía hasta las batallas de finales de octubre de 1892 en las que fueron masacrados: cfr. Illades Aguiar, Lilian, Disidencia y Sedición en la Región Serrana Chihuahuense: Tomóchic 1892, pp. 119-125 y 207-224. 172 Chaparro y su gente se unieron a los rebeldes de Tomóchic y durante las batallas finales de octubre de 1892 defendieron con relativo éxito el cerro de la Cueva, una de las principales posiciones del poblado, frente al ataque federal. Antes de la caída de Tomóchic, sin embargo, escaparon rumbo a la sierra sin ser inmediatamente perseguidos. Cfr. Illades Aguiar, Lilian, Disidencia y Sedición en la Región Serrana Chihuahuense: Tomóchic 1892, pp. 200-202, 209 y 215-216. Curiosamente, Lumholtz nada dice del historial rebelde de Chaparro y se limita a describirlo como un ladrón astuto y famoso que hacía sus fechorías entre mexicanos e indios: cfr. Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, pp. 132-133. 173 Cfr. ibidem, vol. I, pp. XIX-XX.

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La tercera orientación clara del libro es su indianismo o como suele decirse hoy, ‘‘indigenismo’’ idealizado. El antropólogo lanza una severa condena: ‘‘los indios semicivilizados no ofrecen grande interés á la ciencia’’.174 Que no fueran de su interés particular es una cosa, pero que los cambios culturales no sean materia ----quizá el problema central---- de la antropología, es otra. En todo caso, Lumholtz dejó fuera de El México Desconocido el tema candente de la asimilación y con ello dejó de hablarnos de miles de indios... Convertido en paladín de la pureza india, Lumholtz se enfrascó en explicaciones frívolas sobre los problemas indios. Frívolas son, sin duda, sus críticas a la herencia misional. En algún momento, por ejemplo, dice que ‘‘el régimen de gobierno establecido por los misioneros es artificial, y por bien intencionado que fuera, como no cabe evidentemente dentro de la comprensión de los entendimientos primitivos, es á la par nocivo’’,175 y el lector puede preguntarse cuál es el régimen de gobierno ‘‘natural’’ de los indios (como si las estructuras de poder no fueran creación cultural) o cómo es que a treinta años de la gran ofensiva antieclesiástica de los liberales de la Reforma y a ochenta años de la Independencia de España, los indios conservan ese régimen ‘‘artificial’’ que les impusieron los frailes... pero el texto no da mayor explicación. Los religiosos aparecen en las páginas de la obra como los grandes villanos de la tragedia india,176 hasta extremos absurdos como señalar que los jesuitas, ‘‘antes de ser expulsados de México, estaban en posesión de casi todas las minas del país’’,177 o culpar a los misioneros de los pleitos de tierras de los indios.178 Llega un momento, incluso, en que el antropólogo ecuánime desaparece detrás del intransigente luterano nórdico cuando se escandaliza de la fiesta del Cristo de los Milagros en la iglesia de Parangaricutiro: la entrada estaba llena de vendedores de velas ofreciendo su mercancía á las almas piadosas que acuden á reverenciar á la imagen. Al entrar al vestíbulo me encontré en medio de otro hormiguero de traficantes con fotografías de la maravillosa imagen, rosarios y otros mementos del santuario. ¿Sabría alguno de ellos la historia de Jesús arrojando del templo á los usureros y mercaderes?179 174 175 176 177 178 179

Ibidem, vol. I, p. 120. Ibidem, vol. II, p. 248. Cfr. ibidem, vol. I, pp. 110 y 135-137, y vol. II, p. 369. Ibidem, vol. I, p. 110. Cfr. ibidem, vol. II, p. 261. Ibidem, vol. II, p. 367.

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Frívolas también son sus despectivas consideraciones sobre los mexicanos y lo mexicano. Su definición de lo mexicano, aunque implícita, es rotunda en este comentario sobre los tarascos: ‘‘los tarascos de Uruapan llevan largo tiempo de haberse mexicanizado; esto es, se hallan ahora desposeídos de tierras, gastan todo el dinero que ganan en fiestas para los santos, y le han tomado gusto al aguardiente’’.180 La mexicanización es por definición maligna: ‘‘los tarahumares son mucho mejores moral, intelectual y económicamente que sus hermanos civilizados...’’181 La cristianización ----por la vía católica, por supuesto---- los ‘‘contamina’’ y les quita ‘‘la sencillez primitiva’’182 o les hace perder ‘‘el esplendor de los antiguos tiempos’’.183 Finalmente, en la conclusión de su libro,184 plantea el autor una larga apología de los indios en la que busca destacar la relativa superioridad moral (en compensación a su inferioridad en la carrera del progreso) de éstos sobre los blancos. Si ya antes había establecido que los blancos eran para los indios una mera ‘‘mala influencia’’,185 aquí llega de plano a afirmar: ‘‘me parece, después de mi larga experiencia con los indios de México, que en su estado natural son, en ciertos puntos, superiores, no sólo a la mayoría de los mestizos, sino á la masa común de los blancos’’.186 Podemos comprender estas actitudes como producto de la combinación de muchos factores: la influencia del romanticismo alemán en su formación académica, el romanticismo propio de la antropología de aquellos años, su fascinación por los indios, su reacción airada ente el extendido desprecio de mestizos y blancos americanos hacia los indios... La cuestión aquí no es analizar las causas de dicha actitud, sino el grado en que por enaltecer a los indios, deforma los rasgos descritos u omite otros. A pesar de todo este lastre, Lumholtz ofrece al lector una riqueza enorme y no sólo por la cantidad de información apuntada, sino también por el valor mismo de muchas de sus observaciones y sus juicios. Hemos mencionado los sesgos que presenta en su obra, pero sería injusto por nuestra parte pasar por alto su inusitada tensión crítica y el frecuente balance que 180 181 182 183 184 185 186

Ibidem, vol. II, pp. 431-432. Ibidem, vol. I, p. 410. Ibidem, vol. I, p. 192. Ibidem, vol. II, p. 369. Cfr. ibidem, vol. II, pp. 458-471. Ibidem, vol. I, p. 383. Ibidem, vol. II, p. 458.

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da a sus comentarios. Por sólo hablar de un caso, ese repudio que muestra hacia la herencia hispano-católica de México no obsta para que reconozca algunos beneficios en la Conquista y la Evangelización: no dejo de creer, sin embargo, que ya que le tocó á México sufrir el yugo de un poder europeo, fue mejor para él recibirlo de manos latinas que germánicas ó teutonas, porque en carácter y temperamento se asemejan en cierto grado los españoles a los indios. ...La civilización moderna es aún más intolerante al entrar en contacto con las razas incultas que lo que fueron los conquistadores de México y Perú... Por otra parte, los españoles, después de subyugar á un pueblo, no le quitaban su virilidad. Expedían leyes para proteger á los indios. Éstos comprendían pronto la religión católica, cuyas formas exteriores, por lo menos, no había dificultad en establecer.187

Igualmente apreciable es la modernidad de su visión. Para Lumholtz, el indio podía ser miserable por ser víctima de la voracidad mexicana, pero cuando menos ya no era el ser abyecto que describió la mayoría de los extranjeros del siglo XIX. Su valorización de lo indio cae en exageraciones, pero es ya, como sea, una valorización que convierte a los indios vivos en sujetos dignos de alabanzas, admiración y estudios. En ese sentido, el explorador pertenece más al siglo XX que al siglo XIX. Para su tiempo, las investigaciones de Lumholtz fueron de vanguardia. El antropólogo noruego no era un advenedizo en el estudio de los pueblos primitivos: vino apadrinado por el entonces conservador del American Museum of Natural History, Franz Boas, uno de los padres de la antropología moderna; y, en algunos de sus viajes por México, lo acompañó Alex Hrdlicka, uno de los fundadores de la moderna antropología física. Los antropólogos más renombrados de la época comentaron sus trabajos y dieron a Lumholtz fama internacional. En suma, Lumholtz era una antropólogo de primer orden a nivel mundial. Y si bien un buen antropólogo no necesariamente hace a un buen historiador o a un buen analista de asuntos socio-políticos, suele dotarlo de una mirada aguda y sensible para otros temas humanísticos. Es aquí, quizá, en su altísimo valor como observador de la realidad social, y como un observador que devora miles de kilómetros en su curiosidad científica, donde mejor se puede aquilatar la aportación de Lum187

Ibidem, vol. II, pp. 466-467.

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holtz. La amplitud de datos, descripciones y anécdotas, sumadas a un ojo y a una mano escritora inteligentes y doctos, hacen de El México Desconocido una fuente que merece ser releída para los estudios sociales del Porfiriato. Ya es hora de romper el monopolio que la antropología ha tenido sobre esta obra por espacio de casi cien años.

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