La ilusion de filosofar

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MAX

COLODRO

LA ILUSION DE FILOSOFAR

I a Edición 1996 Editado por LOM Ediciones © Max Colodro Registro de Propiedad Intelectual 96.139 I.S.B.N. 956-7369-46-1 Diseño, Composición, Diagramación e Impresión LOM Ediciones Ltda. Maturana 9 - 1 3 , Santiago Fonos: 672 22 36 - 671 52 1 6 - 672 73 43 Fax: 673 09 15 Impreso en Santiago de Chile

A mis padres, por la esperanza.

Debemos la casi totalidad de nuestros conocimientos a nuestras violencias, a la exacerbación de nuestro desequilibrio. E. M. Cioran

INTRODUCCION: LA ILUSION DE FILOSOFAR

Detrás de la incredulidad del presente se esconde el escepticismo ante las categorías. Los giros actuales de la filosofía vienen probablemente a evidenciar la imposibilidad de pensar su propia certeza, su profunda y epocal falta de fe. En cada uno de sus últimos pasos la filosofía vuelve una y otra vez sobre sí misma, incapaz de establecerse y de confiar en su palabra. Asimismo, la desconstructiva mecánica de los tiempos la amenaza por doquier, llevándola paradójicamente a aceptar un destino que atenta con­ tra su misma especificidad como disciplina. No parece aventurado a estas alturas pensar que la filosofía pueda, como creía Borges, constituir únicamente una singular rama de la literatura fantásti­ ca. Pero quizás esta incredulidad que la filosofía manifies­ ta hacia su principio de constitución y hacia sus resultados, no sea más que la incredulidad de los tiempos frente al presente y su destino. Si la filosofía no puede soñar ya con una aproximación al mundo fundada en la intención de contribuir a su esclarecimiento, es muy probable que el propio concepto de este proceso pase por un momento de decaimiento, perdiendo sentido tanto para la filosofía, como para el universo sociocultural del cual ella partici­ 9

pa. El cansancio que el pensar del presente evidencia frente a su ubicación y responsabilidad ante la totalidad, puede ser analizado como un síntoma analíticamente significativo del agotamiento de un estadio histórico y, quizás, de una civilización. Sin embargo, detrás de esta hipótesis aventurada se oculta también una premisa que resulta fácilmente cuestionable: la idea de que la filosofía puede, a través de algún tipo de procedimiento o figura, dar cuenta del estado de cosas de una época cualquiera que ésta sea. La pretensión de todo relato de poner en evidencia su referente, es uno de los fundamentos ideológicos que también ha sido puesto en cuestión con la histórica llegada del nihilismo; ese destino que nace de las entrañas del mundo moderno y que, como lo anticipara Nietzsche a finales del siglo XIX, habla y se expresa a través de mil voces. De este modo, hemos llegado a empaparnos de una cierta racionalidad lo suficiente como para descubrir la inutilidad de reflexionar. Hemos arribado a un estadio de la historia donde la especificidad del pensamiento se nos presenta como un síntoma de nuestra inexperiencia para relacionarnos con el mundo; como un factor de ruido que ha podido finalmente ser superado y anulado por la operatividad y el engranaje funcional de los sistemas. La pérdida de tiempo que el pensar reflexivo representó, ha quedado definitivamente en el pasado; somos ya lo bastante libres y evolucionados como para ocuparnos sólo de aquello que es útil: la disposición técnica y racional del orden natural y social. En este contexto, en el que Derrida nos llama simplemente a “no hablar”, la filosofía se resiste, no obstante, a dejar su lugar. Se niega a la retirada, pero no puede con ello dejar de asumir las consecuencias que el presente pone frente a sus ojos: los resultados de una época que como ninguna otra, llevan la incerteza y la pérdida de sentido inscrita en su naturaleza. Así, decide formar parte de la ironía del presente, abandonarse al vértigo de los abismos en los que sólo puede conservar su deseo y su voluntad de jugar. La proliferación de juegos de lenguaje y de sus reglas inconmensurables, es el espacio de creación donde la filosofía debe dar su batalla; el escenario donde sus 10

reglas y principios de constitución deben empezar a actuar. No renunciar a la existencia, pero asumir las implicancias que existir aquí y ahora tienen para sí. En este intento, la filosofía pone de manifiesto en sus resultados la naturaleza del tiempo en el que participa. En sus carencias y posibilidades, en su palabra y en su silencio, se irá definiendo y articulando el presente; sus enunciados reflejarán inevitablemente las potencialidades y desafíos de una época. Sin embargo, ese reflejo ya no será la imagen nítida y transparente que la filosofía moderna expresó como ideal y como intención, sino más bien, deberá aceptar que su elaboración es sólo suya, que la constituye y la define íntimamente, y que por tanto no representa a nadie ni a nada salvo a sí misma. La filosofía se encontrará ante el imperativo ineludible de no poder dar cuenta de su referente, de sus determinaciones y condiciones de posibilidad, si no es filosóficamente. Ella surge de este modo como su propio referente; habla por sí misma y para sí misma, pero lo que dice no es indiferente. En su intento por descifrar el tiempo la filosofía se constituye en testigo, en observador activo que crea y recrea, anuncia y cierra horizontes. La filosofía puede asumir así que no es más que textualidad, pero sabe también que su texto dice más de lo que dice; que se ve constituida por un campo de determinaciones que la trasciende y que, por tanto, algo muy esencial del hombre y del ser mismo se ve puesto en juego en su palabra. La filosofía sobrevive a la lógica pura de los procedimientos de lectura porque sabe, finalmente, que tiene algo que decir. Los textos que constituyen este pequeño libro guardan entre sí diferencias temáticas, pero poseen la unidad de una cierta intencionalidad; el deseo de acceder a pensar el presente, y de hacerlo desde y para la filosofía. Diversos son los motivos y objetos que recorren estas páginas: las condiciones de funcionamiento del materialismo dialéctico, la posible relación entre la categoría heideggeriana de diferencia y el fin de la modernidad, una divertida y 11

ontológica interpretación de las orgías de Sade, un Marx que retorna a su origen como paradójico final a su travesía intelectual, etc. El texto sobre el terror busca, por su parte, indagar en la noción de metafísica la imposibilidad histórica de negar el “malestar” que define a la civilización, ilustrando cómo ese malestar se expresa y se reproduce en la forma del poder y del control social. La intención última (o primera) de estos escritos ha sido simplemente la decisión de jugar. El deseo de internarse en la complejidad de las categorías para buscar en ellas interpretacio­ nes posibles, horizontes que se abren en la profundidad del pensa­ miento. Nada hay aquí que no pueda ser refutado, pero nada hay que no busque llamar a la reflexión o al atrevimiento. Si algo de lo que ha sido dicho es una invitación al pensamiento o preferible­ mente al olvido, es cosa de mañana. Por ahora, sólo queda afirmar la intención que se esconde en el remoto origen de estos textos: la voluntad de no resistirse, el inevitable deseo de dejarse llevar, una vez más, por la ilusión de filosofar.

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PRI MERA PARTE

GENESIS IDEOLOGICA DEL MATERIALISMO DIALECTICO La Naturaleza ha sido determ inada como la idea en la form a del ser-otro. G.F. Hegel, Enciclopedia, II, 247. ¿ Voluntad de vivir? En su lugar encontré siem pre tan sólo voluntad de poder. F. Nietzsche, Fragmentos Postumos.

I

Materia y metafísica

En el proceso de su cristalización definitiva como cate­ goría filosófica, la materia posee una vinculación secreta con el pensamiento de la presencia. En su forma pura, representa el estadio de la idea en el que la dualidad que funda al ser y al ente como distinciones esenciales de la metafísica, concluye en una categoría que se niega a aceptar su origen y su naturaleza. La materia, con la intención de dar por finalizado el pensamiento metafísico en cuanto ideológico, paradójicamente extrema y radicaliza la esencia metafísica que la constituye. Así, soñando una y otra vez con representar la culminación decisiva y original del des-ocultamiento histórico de la verdad, llega a ser el despliegue máximo de la metafísica, el resultado de un proyecto teórico que, negando explícitamente su contenido, queda prisionero de la forma de dominio que pretendía echar por tierra. En los hechos, la categoría de materia expresa como intención la unidad y el fundamento del ser, siguiendo la huella que el ontos on platónico instaura en el estadio inicial de su devenir. La 15

metafísica se despliega de este modo desde su mismo principio como a-temporalidad del ser, como el pensamiento que olvidando y resistiendo su propia genealogía, “se mueve sólo en el horizonte de la asignación del Grund”1. Esta a-temporalidad que surge como resultado de la diferencia en la que ente y ser quedan definidos, implica también un estatuto de privilegio para la civilización que se mira a sí misma en el espejo de su propio prejuicio. Occidente se convierte así, no sólo en un referente geográfico o cultural, sino que se auto-atribuye una posición ontológica en la que el ser se piensa y se asume como presencia, en función de su presunta ubicación privilegiada en relación con la totalidad. El curso que sigue el pensamiento metafísico occidental a partir de su origen, es decir, a partir de la violencia que lo desdobla en cuanto unidad y lo constituye como dualidad metafísica, responde no exclusivamente a un modo relativo e históricamente particular de “darse” del ser. Más bien representa según su propia re-constitución del proceso, el alumbramiento absoluto del ser, el ámbito espaciotemporal en el cual es finalmente apropiado en su carácter de fundamento de la totalidad. Mirando el proceso desde este lugar y desde esta posición, se observan con claridad las implicancias de la tesis Heideggeriana de la “metafísica como historia del ser”. El pensar metafísico que se gesta como resultado de una enajenación, de una exteriorización violenta y en la cual el ser queda olvidado por la presencia del ente, no puede ser entendido desde su actual horizonte de problematicidad ya únicamente como un “error”, o como un pensar alienante después del cual resplandecerá el ser olvidado. Más bien el auténtico destino del ser es asumir a la metafísica como resultado de su propia condición originaria, como estadio del devenir del ser-sujeto, que en el momento de su crítica efectiva obliga a considerarlo como auténtica historia. La dualidad en el origen es así visualizada en su proceso real; como el tránsito temporal del fundamento del ente que concluye producto de su propia

/.-

G. Vattimo, M ás a llá d el sujeto; Ed. P aidos Studio, España 1989, pág. 50.

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radicalización, en este resultado extremo y en algún sentido contradictorio que es la noción de materia: la idea que posee la paradójica condición de representar la negación de la pura idea en cuanto tal, su auténtica antítesis lógica. La materia como último eslabón en la necesidad de fundamentación de la presencia, expresa el momento en que el sujeto se hace dueño del mundo a través de la técnica; el estadio en el que finalmente se ha realizado al ser como constelación de entes susceptibles de control y manipulación operativa, la disposición total (Ge-Stell) del ser como ente material objeto de dominio. “El Ge-Stell implica, en efecto, la circunstancia de que hombre y ser, en una recíproca sacudida, pierden sus carácteres metafísicos y ante todo el carácter que los contrapone como sujeto y objeto.”2Esa tensión que funda la antítesis ente-ser, espíritu-materia, sujeto-objeto, va perdiendo al final consistencia, precisamente como efecto de la práctica creadora del hombre, como resultado extremo del disponer efectivo que origina a la dualidad como racionalidad y como lógica dominante. De esta manera, el proceso de objetivación del ser como ente, el avance de la disposición de esa exterioridad surgida del dominio que el sujeto realiza, remata en el mundo de la moderni­ dad con un carácter eminentemente operativo y empírico; como procedimiento instrumental desprendido de toda otra connota­ ción que no sea la verificación y la efectividad de su propio proceder. La modernidad como expresión final y, por lo tanto, como precondición para la “despedida” de ese disponer original, evidencia el estadio de efectivo cumplimiento de la metafísica; el momento que como horizonte de su conclusión, permite observar las condiciones de su proceso como totalidad. Estas condiciones, reflejadas de manera inaugural en la figura de la Idea platónica, se mueven en un curso que va desde la apropiación del ente como pura abstracción, hasta el proceder técnico sobre un ser “objeto”, que

2 . - G. Vattimo, El fin de la m odernidad; Ed. Gedisa, España 1990, pcig. 41

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define a la metafísica en su condición específicamente moderna. El olvido del ser se proyecta ahora sobre el objeto contingente, sobre el ser objetivado por la efectividad de los procedimientos operativos, reflejándose no como resultado de la disposición realizada por la práctica objetivante, sino como la premisa lógica y la condición de posibilidad de ese proceso. La materia aparece en su naturaleza de categoría universal y totalizante como la manifestación extrema del disponer técnico del mundo puesto como idea; como el remate filosófico de esa travesía metafísica que “se moviliza identificándose con el puro ser-presente de lo que está presente, sin prestar ya atención al carácter eventual de la presencia, hasta la reducción total de la presencia a objetividad.” 3 Esta objetividad, en la que el pensamiento se presume como resultado de una transparencia teórica y operacional, tiene como premisa ontológica a una categoría que pone al sujeto ante el mundo, enfatizando la voluntad de dominio y de control que define la naturaleza de esta disposición. El materialismo dialéctico expresa como atributo histórico la extraordinaria condición de administrar por sí mismo, la base ideológica que funda y legitima a la ciencia-técnica como proyecto histórico de dominio. La razón iluminista posee en esta filosofía que ha destronado aparentemen­ te a toda especulación idealista, a toda “idea” en su carácter de tal, el fundamento teórico que legitima su práctica universalista, el principio anti-especulativo que garantiza el éxito de la transfor­ mación del pensamiento que ella misma dice representar. La gran paradoja de este proceso es, sin embargo, el hecho que la civilización que finalmente ha realizado a la moder­ nidad como proyecto histórico, comienza a dar cuenta de la metafísica desde el horizonte de su propia finitud. La metáfisica moderna se ve condenada a develar en $1 fundamento de su ser, la razón histórica de su origen y de su temporalidad. En el salto al

3.- G. Vattimo, Las aventuras de la diferencia; Ed. Península, B arcelona 1990, pág. 114

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interior de la dualidad en el que se transita desde la escolástica a la “práctica”, desde la pura especulación a los “hechos objetivos”, radica el acercamiento de la metafísica a su imposibilidad histórica. La máxima tensión entre los términos de la dualidad no hace sino augurar el momento en el que ésta sobrepasa su propia determinación, el ocaso en el que se ve absorvida por su propia radicalidad. De este modo, la evidencia de la metafísica sólo se hace manifiesta en el momento de su finalización; podemos de hecho “llegar a conocer la esencia de la metafísica sólo porque esa esencia misma se manifiesta y esa manifestación está relacionada con el hecho de haber llegado a su fin.”4 El proceso de finalización de la metafísica debe conducir entonces a analizar el momento previo a su problematicidad actual. Este momento está marcado por la génesis de la noción moderna de objetividad, en cuanto peldaño culminante de la racionalización del mundo y del dominio del ente puesto como idea. Esta idea representa precisamente el estadio de mayor autoconfianza de la modernidad respecto de sus potencialidades de control y transformación del mundo; el tiempo histórico en el que se radicaliza la exteriorización del mundo creado por la técnica y, por lo mismo, se materializa la voluntad de dominio que ha objetivado a esa exterioridad. Las implicancias políticoprácticas de esta “materialidad” del ente se reflejan en las potenciali­ dades ideales de una operatividad ilimitada. El entorno natural y social del hombre (y el hombre mismo), quedan así establecidos como un mundo material “independiente”, como un objeto materializado y puesto por la voluntad de poder que lo constituye como el espejo ideológico de su propio proceso. La materia, la materialidad del ente, es finalmente nuestra condena metafísica al dominio productivo del ente; la condición de reproducción de una civilización que posee en la disposición técnica su forma dominante de existencia. En el fondo, la lógica materialista es el resultado de una imposibilidad; de la incapacidad de la civilización para pensar la temporalidad de su propio principio de

4. - G. Vattimo, Introducción a Heidegger; Ed. Gedisa, México 1987, pág. 79

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realidad y para observar que “las contradicciones accesibles en términos dialécticos o estructurales tal vez sólo son síntomas, en el interior del sistema, de esta ruptura que fundamenta al sistema mismo”. 5 La materia y su objetividad, la independencia ontológica del ente y sus potencialidades ilimitadas de dominio y de control técnico son así, la conclusión paradójica del gran sueño metafísico de una civilización que se funda en la imposibilidad de trascender la dualidad que le da origen. La apropiación y el control total del mundo que la modernidad viene a representar no es más que la última y definitiva versión secular de la onto-teología del principio y de la finalidad, en la que se han reflejado sus esfuerzos de trascendencia y sus ímpetus universalistas. Pero detrás del control y de la disposición extrema del ente aparece el rostro desnudo de la ausencia de fundamento y la falta de principio. La metafísica occidental se presenta luego de su largo trayecto como el “olvido del ser” que ha mantenido a la civilización en la disposición y apropiación del ente; en la producción y reproducción de esas “condiciones materiales de vida” que no por casualidad, Marx considera la base ineludible de nuestra naturaleza humana y social. Finalmente, en el privilegio del hombre como distin­ ción y singularidad zoológica se esconde la razón profunda de nuestro “malestar” y de su sobrevivencia. La objetivación del mundo como resultado de una “práctica conciente”, de un trabajo histórico que sería el privilegiado agente de la liberación humana respecto de las “cadenas de la naturaleza”, se manifiesta como el motivo profundo de la miseria de la especie y de su sufrimiento genérico. La materia en cuanto categoría, y todas las implicancias políticas y prácticas que ella trae a la mano, refleja no la culmina­ ción de nuestro camino ascendente al bienestar o al “progreso”, sino sencillamente, la versión más extrema de nuestro sometimiento al ente y a su lógica de dominio. 5.- J. Baudrillard, El espejo de la producción; Ed. Gedisa, México 1983, pág. 116

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II

El dualismo como principio

En su manifestación más temprana el materialismo dialéctico es algo así como la crisálida teórica, que bajo el ropaje inicial de reacción crítica, da el último y definitivo golpe al ya resquebrajado sistema hegeliano. “El Sistema”, como gustaban de decirle sus cultores, ya había recibido antes de Marx, los dardos demoledores e incisivos de Feuerbach; el titán filósofo que con su cuestionamiento “antropológico” a los fundamentos idealistas y trascendentales del sistema, prepara el camino para el adveni­ miento del m aterialism o desde una nueva perspectiva: la reconversión de la filosofía, reelaborada ahora desde el principio de realidad de la ciencia. La crítica a Hegel se transforma, para la reconstitución que el marxismo hace de su pasado, en un verdade­ ro acto de fundación. Según ella, la Idea ya consumada como proyecto especulativo no habría tenido otra posibilidad que per­ derse en el vacio; el idealismo llegaría con Hegel a su límite lógico y a la imposibilidad conceptual de seguir desarrollándose en función de su principio de constitución. A partir de él, sólo cabría como salto inevitable su “inversión crítica”, abrir paso a su negatividad oculta para permitir la afloración de lo reprimido; el advenimiento del materialismo dialéctico como resultado extremo y como consecuencia lógica del propio idealismo absoluto. En la génesis ideológica del materialismo dialéctico se encuentra el largo proceso teórico y político a través del cual se alumbra la noción de materia; la compleja pero “objetiva” trayec­ toria a través de la cual se arriva a una categoría filosófica que permite, en razón de la distinción que la funda con su antítesis, realizar un nuevo y total reencuadre del pensamiento especulativo. La validez de la dualidad en función de la que quedan establecidas la Materia y la Conciencia como distinciones aceptadas, es de hecho el a priori metafísico de toda la arquitectura conceptual que el materialismo

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dialéctico trae consigo. Es además, el imperativo categórico que permite reiniciar la reconstitución de la filosofía desde su mismo principio. La historia del pensamiento aparece así como un curso lleno de sentido; como la gigantesca travesía en la cual (y como siempre), todo el pasado viene a concluir lógica e inevitablemente en el presente desde el cual es interpretado. Lo que la filosofía marxista explícita en el discurso sobre su origen y sobre su proceso, es en el fondo lo que toda ideología quiere para sí: el estatuto de privilegio de un concepto y de una época que se ven a sí mismos como momento de ruptura entre el pasado y el futuro; la expresión de esa “voluntad de verdad” que sueña con la posesión definitiva de la representación y de los criterios de demostración. En el caso de Marx, la materia es el esperado final de la idea en su carácter “puramente escolástico” y de “falsa conciencia”. La llegada del materialismo dialéctico expresa desde su propia lectura del proceso, el estadio de la teoría en el cual la especulación abstracta se funde finalmente con la praxis. Antes de él, la idea habría estado simplemente enajenada de su contenido y de su determinación, debido a que el hombre habría permanecido alienado de su praxis y de su historia real. La prehistoria de la noción de materia es algo así como el vía crucis especulativo, que lleva por último al momento de la “reconciliación” definitiva de la idea con su propio objeto. Su realización expresa el estadio en que el hombre se hace conciente de su propia naturaleza y, por lo mismo, el Objeto y la historia aparecen frente a él con su verdadero rostro. La llegada de la filosofía marxista señalaría el instante en el que, luego de siglos y siglos de ideología, el ser y la conciencia se unen a través de una teoría que realiza precisamente el nacimiento de esa “unidad”. En el ámbito filosófico esa unidad, esa reconcilia­ ción entre ser e idea, se vería reflejada por la explicitación y por la “toma de conciencia” que funda al propio marxismo. Por su parte, en la campo real de la vida, este proceso estaría a su vez “material­ mente” determinado por la reconciliación efectiva entre teoría y 22

práctica; por la relación entre conocimiento y operatividad que se resuelve como premisa histórica en el desarrollo de las “fuerzas productivas” . En algún sentido, lo que aparece con claridad en el contenido que el materialismo dialéctico explicita, es la aceptación acrítica de la ciencia como el fiel reflejo de los “hechos”. Del mismo modo como Hegel lo había referido en su fenomenología, Marx asume al ideal científico como la consumación histórica de la “verdad del saber”; como la realización más elevada y perfecta del conocimiento puesto por el hombre a su propio servicio. Esta expresión final del Espíritu, del sujeto ya definitivamente reconci­ liado con su objeto, va transformándose así en un paradójico código universal, en un modelo de simulación en el que toda realidad (aún la de las categorías) se ve sometida a una formula­ ción forzosa. El criterio de la cientificidad se convierte en un recurso obligado en el que el imaginario de la ciencia termina por imponerse como el imaginario de una época y de una civilización. El espejo ideológico que la ciencia llega a representar fluye como un “inocente” e “imparcial” destilado, que dice ser la alcanzada transparencia del ser, la objetivación del conocimiento, fruto de la propia actividad humana, en su empeño por apropiar conceptual y prácticamente a la realidad. La racionalidad de la ciencia y la lógica de dominio que ella impone, terminan siendo en esta inter­ pretación materialista del proceso, la consumación de la voluntad de poder de la modernidad en su propio imaginario, la ilusión de una praxis efectiva en la que ideología y operatividad, discurso y “efecto”, llegan a un punto de máxima fusión. Según esta mirada, toda la historia del pensamiento habría estado marcada por esta separación de origen; por la imposibilidad del concepto para dar como resultado una práctica objetivante y un procedimiento para su propia verificación. En el fondo, para el discurso marxista todas las ideologías pasadas habrían estado irremediablemente alienadas en la idea, perdidas en la circularidad de un pensamiento que sólo podía dar cuenta de sí mismo 23

y nunca de una realidad exterior, de un “referente” objetivo que fuera puesto en evidencia a través de un efectivo reflejo. Por su parte, la vida material del hombre se habría realizado siempre en otra esfera, en el mundo real de la producción y del trabajo, pero donde la incapacidad del hombre para racionalizar el proceso social habría determinado formas de conocimiento “ideológico”, un saber alienante en el que la idea sólo se tenía como referente a sí misma y nunca a su efectiva exterioridad. De hecho, estas modalidades de conocimiento “precientífico” habrían tenido, no la capacidad de reflejar objetivamente las condiciones del mundo “real”, sino el imperativo de encubrirlas en un entramado explicativo en el que quedaban ocultas su naturaleza y las determinaciones efectivas de su existencia. Esta circunstancia histórica, traída a la “conciencia” precisamente con el nacimiento del materialismo dialéctico, es el principio de realidad de lo social y del conocimiento descubierto por Marx: la esencia histórica del hombre desocultada con el descubrimiento capital de la lucha de clases. De esta manera, la ciencia como lógica explicativa y la tecnología como la racionalización de contingencias en las que aquella se realiza, van posicionándose como el marco ideológico en el cual toda práctica debe reflejarse. Este desdoblamiento estruc­ tural en el que todo es visualizado en términos de “sujeto” y “objeto”, de regularidades “materiales” que pueden ser apropia­ das y sistematizadas, termina por constituir un sistema de catego­ rías en el que siempre se escapa la pregunta por la genealogía histórica y analítica de la propia distinción. “La lógica de la representación, es decir, del redoblamiento de su objeto, invade (así) toda discursividad racional. Cualquier teoría crítica es acosa­ da por esa religión subrepticia, deseo medido según la construc­ ción de su objeto, negatividad amenazada por la forma misma de lo que ella niega.” 6 Esta verdadera invasión por parte de la razón científica de todos los ámbitos de la teoría, va también contagiando a la filosofía, 6.- J. Baudrillarcl, op. cit., pág. 49

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llevándola por un camino que precisamente por el monopolio ideológico que la ciencia termina por ostentar, impide la continuación del análisis crítico, deteniéndose allí donde comienza su nuevo principio de realidad. El imaginario de la ciencia se convierte así en el imaginario de la realización de la propia filosofía. La utopía que el materialismo dialéctico viene a cumplir es en, su propia terminología, la realización histórica de una “filosofía científica”; la producción y reproducción de un esquema especulativo que vive obsesionado con los procedimientos de verificación y, particularmente, con el determinante problema de su auto-verificación. Esta incapacidad para desarrollar una crítica real a los fundamentos ideológicos de la ciencia y, por el contrario, la aceptación entusiasta de su lógica y de su racionalidad como el espejo para su propia gestación, llevan rápida e inevitablemente al marxismo por el camino de la reproducción ampliada del entramado social en el que este mismo se gesta. En el proyecto en el que la ciencia se transforma en discurso dominante y en práctica hegemónica, su forma particular de racionalizar a la “realidad” y al proceso social se va convirtiendo en un ideal único y universalista, en un código aparentemente inapelable que expresa las pretenciones imperialistas de la sociedad en la que surge y en la que tiene sentido su existencia. La razón material y científica que había surgido como crítica a las ideologías y a los sistemas especulativos, termina negando sólo el contenido, pero reproduciendo la forma del domi­ nio; haciendo de este nuevo producto del pensamiento social un peldaño más en la lógica metafísica que supuestamente venía a desmontar. Así, desde el momento en que estos conceptos críticos se “constituyen en lo universal, dejan de ser analíticos y comienza la religión del sentido. Pasan a ser canónicos, y entran en el modo de reproducción teórica del sistema general. En ese mismo mo­ mento -y esto no es casual- obtienen su investidura científica (...) Se ponen a expresar una “realidad objetiva”. Se convierten en signos: significantes de un significado “real”. Y si bien en los mejores momentos estos conceptos se practicaron como tales, es decir, sin ser 25

tomados como si fuesen la realidad, posteriormente cayeron en lo imaginario del signo, esto es, en la esfera de la verdad: no ya en la esfera de la interpretación, sino en la de la simulación represiva.” 7 Una vez que se ha aceptado a la ciencia como un producto histórico incuestionable, como el estadio final del “espí­ ritu” en su camino hacia la verdad y el conocimiento, todo el potencial crítico del marxismo se viene definitivamente abajo. Lo que había surgido como un proceso crítico respecto de ideas dominantes, se va transformando rápidamente en un sistema dominante; en un paradigma analítico tan fiero e incuestionable como los anteriores, pero que en su apelación a un presunto criterio “material” de verificación, sueña con haber resuelto de una vez y para siempre el problema de la validez histórica del saber. El materialismo viene a expresar de este modo la violenta objetivación de esa diferencia que, en palabras de Heidegger, resulta de la distinción entre ser y ente; el devenir de la metafísica en el cual la diferencia nunca es interrogada y en la que el ser queda finalmente olvidado por la “inobjetable” presencia del ente. La materia es así la presencia en su forma genérica y abstracta; la categoría en la que una vez más el ser resulta interrogado y apropiado como fundamento (grund). Sin embargo, lo que esta presencia oculta en su condición de género, es la génesis ideológica que la lleva a ser instituida. El extraordinario proceso teórico a través del cual su propia presencia como categoría fundante tiene su origen en una diferencia previa, en un procedimiento estratégico del cual la materia misma viene a ser sólo un resultado. Esta disposición conceptual que el materialismo pone como su propio antecedente, es la distinción Materia-Conciencia: la forma suprema que en cuanto antítesis de principio, opera como un nuevo marco en la redefinición de todo el sistema general. De hecho, es en base a esta distinción significativa que el marxismo despliega desde su inicio, que se hace posible una reconstitución del pasado en la que todo resulta ser 7.- J. Baudrillarcl, op. cit., págs. 46 y s.

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“materialista” o “idealista”, encuadrando toda discursividad en el modelo de simulación que previamente ha establecido. El materialismo dialéctico desarrolla una interpretación de su genealogía cuyos hitos calzan siempre y perfectamente en el marco historicista previamente planteado. El presente del concepto resulta ser el final de un curso inevitable, producto de las regularidades objetivas que él mismo habría explicitado. Estas regularidades internas, esta lógica oculta en la práctica especulativa habría llevado así un final predeterminado desde su origen; final que después de una compleja y paciente destilación histórica, arribaría en la forma de problema principal al estado puro y definitivo de plena conciencia. El núcleo endógeno conformado por este “problema” que el m arxism o habría traido hasta el enunciado, sobredeterminaría en los hechos todo el contenido “real” del discurso filosófico. La verdad es que esta fascinación por el dualismo que recubre todos los rincones del sistema, y la condena al monismo que él encubre bajo un ropaje simple y formal, termina siendo el antecedente ideológico incuestionable, el imperativo sobre el que opera toda distinción y bajo el cual se enmascara la profunda razón estratégica que funda y legitima al esquema general. Es de hecho en la lógica de un planteamiento que vendría a ser el resultado de una búsqueda genérica y universal, donde se oculta la pretención de Marx y de Engels de haber alcanzado la formulación definitiva de un problema trascendental, que habría sido final­ mente ubicado y formalizado en sus reales términos. Curiosamente en este punto, toda la intencionalidad crítica del materialismo dialéctico choca desde el comienzo con una fórmula única y esquemática, con la cual se acomete una deshistorización de la filosofía en cuanto contenido histórico, negándose a ir más allá de un modelo excesivamente simple y atrayente. En los hechos, la actividad especulativa se ve restringida a una formalización obligada, que es impuesta como una camisa de fuerza a la hora de discutir y resolver cualquier cuestión “no” fundamental. Detrás de esta forma se esconde un código y un modelo general de análisis, para evaluar en su propia terminología y con sus 27

propios contenidos, toda la producción de discurso y todas las supuestas implicancias “extra-discursivas” de los mismos. Especificando así los términos generales y definiéndolos siempre como un paso necesario, como un referente oculto y permanente al que obligatoriamente la actividad filosófica debe remitirse, lo que ocurre es que se encubre la dimensión política y la finalidad “real” que tal formulación desempeña. Esta se expresa en resumidas cuentas en la necesidad del marxismo de designarse a sí mismo como “descubridor” de una cuestión objetiva, de un problema pre-existente que habría sido finalmente encontrado y resuelto de manera verdaderamente “científica”. El sueño metafísico que el materialismo dialéctico viene a alimentar es el de la existencia de un contenido único y a-temporal, que tras haber permanecido silenciado en el “inconciente” de los enunciados, pudo ser finalmente ubicado y planteado en toda su verdad. El privilegio del enunciador de este descubrimiento es el de representar histórica y conceptualmente el momento en el que la “verdad de la filosofía” se hace accesible y conciente. Este discurso dice ser la consumación de un proceso que ha venido a concluir inevitablemente en él; proceso que es el recorrido largo e inexorable de la filosofía hacia su propia realización efectiva, hacia el momento de su consumación histórica y definitiva autoconciencia. En algún sentido, un cierto aire de trascendentalismo judeo-cristiano muy similar al de Hegel, con su travesía de la idea absoluta, se expresa también en el materialismo dialéctico. En ambos relatos los llamados a hacer conciencia sobre el verdadero proceso son los propios enunciadores del mismo. En ambos se pone de manifiesto la paciencia necesaria y la confianza histórica que permiten esperar la llegada de la mediación profética que pondrá en las manos del hombre la verdad, el movimiento real de la historia, oculto durante siglos y siglos de oscurantismo e ideología. Y ha tenido la fortuna de encontrarlos en el instante en que la historia en su movimiento objetivo lo tenía previsto, en el instante perfecto en que la luz y la claridad de sus voces se hacía verdaderamente imprescindible. Estas reminiscencias culturales del modelo no son, sin 28

embargo, lo relevante de este análisis, sino observar lo que se esconde tras las premisas del planteamiento mismo; lo que viene a decidir y a determinar la definición del problema como tal y a legitimar la objetivación de éste como un problema “real”. A partir de aquí es posible entender lo que se busca con su formulación, y lo que encierra la definición de “materialismo” e “idealismo” implicadas en él, en relación con las consecuencias políticas y prácticas buscadas concientemente por sus formuladores originales. La cuestión fundamental, la definición de los términos y las implicancias que Marx, Engels y más tarde Lenin concluyen a partir de él no son el resultado de una elaboración, sino más bien el principio de una empresa que ya está desde mucho antes “predeterminada” y que tiene en esta “fundamentación filosófica” su verdadera y oculta axiomática. Esta base es precisamente el núcleo a priori incuestionable e incuestionado, sobre el que descansan todas las restantes distinciones, incluso aquellas dualidades a las que nos ha familiarizado el materialismo histórico y cuya validez provendría, no de un núcleo filosófico, sino de una práctica histórica que ya ha entregado sus frutos en la forma cristalizada de evidencia material. En este sentido, la propia naturaleza de la presentación del problema en términos dualistas y la obligada toma de posición que ella trae a la mano no es sino, ella misma, una estrategia de poder. Es, en el fondo, el principal procedimiento táctico sobre el cual descansan todas las consecuencias teóricas y las implicancias prácticas que el marxismo ha considerado políticamente relevantes: el carácter “determinante” de la producción material, la esencia revolucionaria del proletariado, el carácter transitorio del modo de producción capitalista, etc. Una vez aceptada la formulación original del problema cardinal y una vez incorporado el contenido y la significación de los términos, las derivaciones conceptuales y las implicaciones “prácticas” son inevitables y se destilan lógicamente a partir de este núcleo filosófico que “en última instancia” les sirve de base. La condena a la que nos somete el marxismo es clara y categórica, y es en su lógica y en la razón de esa lógica, donde deben residir los motivos auténticos 29

de este verdadero “sin salida” al que Lenin con tan fiera insistencia quiere condenarnos: “Cuando se trata de los conceptos gnoseológicos de máxima generalidad, como son los de materia y conciencia (...), en el fondo no es posible dar otra definición de los dos conceptos últimos de la gnoseología más que indicando cuál de ellos se considera como primario”. 8 La distinción originaria, el antecedente inmediato que el marxismo sitúa en una anterioridad lógica y temporal, y que presentándolo como un hecho de su causa, como una cuestión anterior a sí mismo, conduce necesariamente a tener que definirse frente a él, a tomar una posición ya sea como “materialista” o como “idealista”, aceptando de contrabando la manera como el proble­ ma ha sido planteado, es la premisa estratégica de todo lo demás. Lo que parece pasar por alto la definición del problema y su aceptación formal, es en el fondo lo más relevante y significativo del modelo. Esto es, que la cuestión sólo existe por y para el marxismo y su finalidad política; que en última instancia el problema ha sido creado por él, puesto como su “principio de realidad” y que a partir de ahí toda mirada a la filosofía pasada y futura se ve obligada a pasar por su código, por su terminología, y a someterse a las diversas implicancias que el materialismo dialéctico establece entre los enunciados y su supuesto efecto “práctico”. El secreto que nunca revela la puesta en escena del problema es el hecho que él mismo es ya parte de una respuesta y no un problema “previo” queel materialismo dialéctico vendría a resolver correctamente. La formulación de la cuestión en términos dualistas y su subordinación a una lógica de “elección” que es siempre impositiva, pretende ubicarnos ante la imparcialidad de una cuestión que ya está, en el fondo, decidida de antemano. Esto porque con la aceptación del problema fundamental de la filosofía y de su imaginario genérico y absoluto, ya se está ubicado automáticamente en la matriz ideológica del materialismo dialéctico y de su modelo de simulación, y por lo tanto, sólo cabe resolver las 8.- V.I. Lenin, Materialismo y empiriocritisismo; Ed. Progreso, Moscú 1950, pág. 138

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cuestiones fundamentales del modo como lo hace el propio marxismo. El intento formal de presentar el problema de una manera “neutra” e “imparcial” para posteriormente especificar la forma correcta y “científica” de darle solución es, en el fondo, el verdadero golpe de manos sobre el cual descansa toda la lógica posterior. Todo enunciado es sometido en este contexto interpretativo a la racionalización forzosa de un modelo rígido y esquemático, que no es sino el “espejo” en el cual el marxismo reproduce y sobredetermina sus propias condiciones genéricas de existencia, im pidiendo un análisis en contradependencia de los términos y de los contenidos del modelo dominante. En síntesis, la gran paradoja de todo esto es que la solución entregada por el materialismo dialéctico a “su” problema fundamental, es evidentemente la única posible y derivable de su planteamiento formal. La hermosa simpleza con la que el marxis­ mo lo pone a la mesa para lucirlo como su platillo principal, encubre precisamente el contrabando ideológico que trae consigo y que es digerido imperceptiíblemente disuelto en su misma pre­ sentación. La trampa es doble: primero se presenta la relación materia-conciencia como una cuestión que llama por sí misma a ser resuelta, ocultando de este modo sus verdaderas implicancias estratégicas. En segundo lugar, el presunto formalismo imparcial con que el materialismo explícita el problema, sirve para enmascarar que él ha sido ya resuelto y que su propia formulación es, en sí mismo, parte de un modelo de interpretación que se ha puesto en movimiento. Es, en este sentido, un hecho teórica y políticamente relevante que el materia­ lismo dialéctico nunca se interesara en indagar por qué la formulación del problema fundamental de la filosofía le pertenecía tan íntimamente a él, hasta el punto de hacerlo suyo como descubrimiento y como planteamiento definitivo. En realidad, no deja de ser sospechoso que la explicitación en sus “reales dimensiones” del problema sea precisamente el supuesto genérico, el acto de nacimiento sobre el que se levanta toda la argumentación de uno de los caminos de solución que éste tendría como posibles. La verdad es que la formalización de la 31

cuestión como tal es ya el axioma y la premisa del propio materialismo y, particularmente, del materialismo dialéctico, que con intenciones bastante evidentes pasa de contrabando el esquema, planteándolo como una cuestión objetiva y neutral. En los hechos, estos términos y su relación forzosa han sido creados por él, son su propia criatura y justifican su presencia exclusivamente como una coartada, como un recurso ideológico que realizando un “giro” táctico, parte por legitimar al problema como preexistente respecto de sí mismo, para posteriormente arrojarse el mérito de haberlo resuelto de la única manera en que éste podía resolverse.

III

El reflejo, el referente...

El dualismo conceptual que es instaurado como principio especulativo por la diferencia, posee en la categoría de materia su estadio más extremo; el momento en el que la obsesión por la presencia que funda a la metafísica, se realiza ya como operatividad efectiva del ser, como procedimiento empírico-práctico para la apropiación del ente en su condición de ser-presente. El “darse” del ser como ente, que ha definido la trayectoria histórica de la presencia, ha arribado finalmente a una categoría que manifiesta en su propia gestación, la naturaleza extrema de la disposición. El mundo de la modernidad termina así por cristalizar al ente como mero “objeto” presente, susceptible de control y de apropiación instrumental ilimitada. En cierto sentido, la filosofía moderna no puede sino vivir obsesionada con el problema del conocimiento y de los criterios de verdad, porque, de hecho, el mundo moderno vive obsesionado por la necesidad de la apropiación del ente y de sus implicancias prácticas. El materialismo dialéctico expresa la voluntad de objetivar al ente y de ubicarlo como una esfera trascendental respecto del sujeto social, para 32

señalar posteriormente a esa exterioridad obj etivada como el fundamento de sí mismo y de las consecuencias teóricas y políticas que se derivan de ello. El materialismo dialéctico, en su secreta complicidad con la génesis ideológica de la ciencia, no puede sino encontrarse prisionero del momento histórico del cual ambos son expresión, y no puede dejar de permanecer atrapado por esta verdadera “neurosis del objeto” que de forma muy esencial, define al mundo moderno. Pero en el fondo y en un sentido estratégico, lo que está en juego en la lógica dualista que da origen al concepto de materia es el carácter “primario” de ese referente trascendental que es separado y exteriorizado de la conciencia, de esa antítesis que surge como su resultado y su contracara inevitable. Asimismo, esa dualidad de principio que resulta de tal operación sólo puede dirigirse a postular el carácter cognocible de esa realidad “material”, del objeto que puesto en relación de exterioridad con el sujeto, puede ser “reflejado” por la conciencia de manera objetiva, y transformado conforme a criterios también “objetivos” de validez y de efectividad operativa. Este modo de exponerse del ser es también, y no casualmente, el principio ontológico de la ciencia, de esa práctica en la que la exterioridad objetivada se fija como fondo para el operar instrumental sobre el que ella misma se funda. “A este imperar objetivador de la presencia corresponde la ciencia en tanto que ella, por su parte y a propósito, en cuanto teoría, provoca lo real hacia su objetividad. La ciencia pone lo real. Lo pone de manera tal que se presente lo real en cada caso como efecto, a saber, de apreciables consecuencias de determinadas causas. Así llega a ser lo real alcanzable y apreciable en sus consecuencias. Lo real es asegurado en su objetividad.” 9 La presencia del ente y el “reflejo” teórico y práctico que ella trae como corolario, olvidan sin embargo en su proceder, la genealogía de su propia lógica y necesidad histórica; la razón que conduce a la metafísica 9.- M. Heidegger, "Ciencia y meditación ria, Santiago de Chile 1993, pág. 123

recopilado en Ciencia y técnica; Ed. Universita­

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a “darse” de una específica y determinada manera, y el complejo nudo vital que sejuega en la esencia de su existencia. El silencio que la presencia provoca con su misma evidencia, con la “obviedad” de su ser-presente, es de hecho el principal requerimiento estratégico para las implicancias que ella pone en movimiento, y que son la verdadera razón de su ser, su innombrado e innombrable motivo. Esta motivación que oculta y que olvida al propio ser, va saliendo a la superficie y haciéndose manifiesta en el mismo transcurrir de la metafísica, en el destilado temporal en el cual su propia necesidad de auto-superación, va dejando en evidencia la naturaleza de los procedimientos que le dan origen. Su lógica procedimental es, de este modo, el rostro desnudo de su presencia, aquella en la que se incuba la necesidad de hacer referencia a una “exterioridad” trascendental y origina­ ria, y la inevitable voluntad de apropiación de esa exterioridad que resulta de su disponer. En lo profundo de su ocultamiento, la motivación a esta disposición se revela mediada por el imperativo de resolver el conflicto de fuerzas que está en su origen, de manera de asegurar para el sujeto que ya ha resultado de él, la reproducción de las condiciones que le permiten acrecentar poder en un sistema de relaciones. De alguna manera, es precisamente por esta necesidad social de determinar en un marco de tensión y de conflicto de fuerzas la naturaleza de su resolución, que llega a ser “objetivamente necesario” expresar los requerimientos de dominio de las fuerzas participantes de forma discursiva, encubriendo en la aparente neutralidad y universalidad del lenguaje, la voluntad de poder que se anida en su gestación y que, inevitablemente, se pone en juego en cada uno de sus estadios de desarrollo. La necesidad de esta exterioridad y el imperativo ideológico de dar cuenta de ella solamente tiene sentido para un sujeto que requiere de su existencia como recurso de legitimación, como contenido trascen­ dental que “mas allá” de su “pura” discursividad, pueda servir de proce­ dimiento efectivo en el requerimiento dejustificar lajerarquíay el “origen” de la misma como algo necesario y legítimo. La naturaleza en su condición de exterioridad, manifiesta de este modo el olvido del origen y de su gestación; aquel en que el 34

imperativo de la obediencia y de la dominación es en definitiva la forma social de expresar la esencia de una relación y de un conflicto de fuerzas. El choque de fuerzas y de voluntades que se expresa y que se oculta en cada apelación a la presencia, en cada denotación del referente, es en definitiva “lo que nos encamina hacia el origen: el origen es la diferencia en el origen, la diferencia en el origen es la jerarquía, es decir, la relación de una fuerza dominante con una dominada, de una voluntad obedecida con una voluntad obediente.” 10 Por su parte, es esta diferencia en el origen lo que se anida y se desplega en la diferencia como distinción. Es decir, es el origen genealógico de un vínculo entre sujetos -lo que a su vez presupone la configuración de una subjetividad- lo que sobredetermina la diferenciación entre una interioridad y una exterioridad como una condición ontológicamente originaria. Esta condición se expresa como dualidad de principio en la cual el sujeto se reconoce en relación de exterioridad y en la que se gesta la necesidad de dar cuenta de ella en términos de “reflejo”. La intencionalidad que define al reflejo como “ideal” absoluto y total de apropiación de la diferencia, se manifiesta ahora como voluntad de dominio y de poder sobre la exterioridad fundada por la diferenciación. De este modo, la cuestión del origen y la apropiación de la diferencia queda invertida y relegada al problema de la definición de una realidad exterior y a la recepción y reflejo de la misma en la generación de discursos sobre “lo real”. El problema que da cuenta del origen y de la diferencia por él iniciada se institucionaliza por tanto en un conflicto de palabras y de interpretaciones, que evidencia en su carácter de disputa ideológica, el problema de la legitimidad o ilegitimidad de la jerarquía, expresado como disputa en torno a los procedimientos de verdad. En el fondo, “el intérprete que impone su interpretación no es solamente aquel que tiene la última palabra en una querella filológica (apuesta que vale tanto como otra), es también, muy a menudo, aquel que tiene la última palabra en una

10.- G. Deleuze, Nietzsche y la filosofía; Ed. Anagrama, Barcelona 1986, pág. 16

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lucha política, quien apropiándose de la palabra, pone el sentido común a su lado”. 11 El problema de la “verdad”, la necesidad de gestación ideológica de un referente es por tanto una cuestión esencialmente histórico-política, pero no en su forma o en su contenido concreto como piensa el materialismo dialéctico, sino en su principio mis­ mo. La necesidad de dis-poner a la realidad, de “ponerla” fuera como algo preexistente y objetivo, y de reflejarla discursiva y prácticamente, no expresa sino el momento particular en la genealogía del sujeto, en el que éste se ve “separado” y distanciado de sí mismo por un vínculo específico, que se constituye en base a la relación de fuerzas que lo crean y lo re-producen en su calidad de tal. La realidad comienza a aparecer entonces en su carácter ajeno, enajenado, en cuyo horizonte el sujeto olvida la pre-condición de existencia de toda distinción -sobre todo de la distinción que lo funda como individualidad- y en el cual el ente y los otros individuos únicamente “se dan” como exterioridad. La realidad, el referente, queda relegado en su naturaleza exterior, conduciendo la pregunta por el ser hacia el camino del olvido, el camino que la lleva a interrogar lo que ya se ha hecho “evidente” por siímismo, sin poder preguntarse nunca por la genealogía real de esa evidencia. De algún modo, esta necesidad de reapropiación de la existencia y las condiciones de su determinación y posibilidad, son las que conllevan, en último término, a la búsqueda de una categoría trascendental, es decir, a la necesidad de especificar la fuente o el principio sobre el cual se constituye la presencia y a partir de la cual es posible su “dominación”. Pero este fundamento que se presenta como genérico y que es conducido por la moderr idad a fundamento de la distinción entre verdad y falsedad, no es constitutivo de la existencia del hombre en general y de manera genérica, sino que es más bien un principio sobre el cual se “fundamenta” una particular relación histórica y una particular forma de dominio. 11.- P. Bourdieu, Cosas dichas; Ed. Gedisa, Bs. Aires 1988, pág. 117

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“Nuestro modo de ser en el mundo, nuestros criterios de distinción de verdadero y falso, no son los requeridos por la vida como tal, es decir, los únicos y mejores para la vida; sólo son los propios de una cierta forma de vida, la cual se ha constituido y consolidado como una precisa, particular configuración de relaciones de dominio, relaciones que podían y pueden ser diversas”. 12 De alguna manera, el marco histórico sobre el cual opera toda distinción como hecho ideológicamente posible, es la imposibilidad real del hombre de ser productor y poseedor de sí y de la “realidad” que él mismo genera. Esta “alienación” o “enajenación” sólo se realiza en un segundo momento entre el productor directo y el producto de su “práctica” inmediata. En el fondo, la apropiación alienada y mediata del “producto social” expresa ya en sí misma una distinción originaria en la que unos se constituyen como dominadores y otros como dominados. Sólo posteriormente este vínculo social aparece como referido y determinado por la apropiación de “algo” exterior e independiente. La realidad y el problema de los criterios de verdad, no surgen sino socialmente y no hacen sino remitir con contenidos diversos, a una condición genérica pero que en su “principio” es en sí misma histórica. La posibilidad de hacer referencia a la “realidad” como algo que existe independiente y exterior al sujeto, expresa esta objetivación alienada y, más aún, “olvidada” por el sujeto. El acto en el cual se hace referencia a la realidad es, precisamente, la realización de ese “olvido”, olvido en que el hombre como sujeto “pone” fuera de sí su vínculo de origen, realizándolo y olvidándolo como objeto y significación. La idea de que existen “condiciones materiales de existencia” 13 objetivas e independientes, expresa conceptualmente la imposibilidad de pensar tales condiciones como algo en última instancia realizado y especificado por el sujeto y su sistema de relaciones. Toda distinción ontológica remite en el concepto, a aquella separación originaria en la que el sujeto se ve extrañado y enajenado 12.- G. Vattimo, Las aventuras de la diferencia; Ed. Península, Barcelona 1990, pág. 46. 13. - ver primer capítulo de la Ideología Alemana; en Marx & Engels, Obras Escogidas, tomo I, Ed. Progreso, Moscú 1973, pcigs. 16 y ss.

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de sí mismo como objeto; momento en el cual objetiva a la naturaleza como algo “exterior” y a su vez, exterioriza de sí la relación que lo funda y lo constituye como tal. Esa relación que separa y que une no es un vínculo con algo fuera e “independiente”, sino ante todo una relación consigo mismo, un vínculo social que determina y hace posible un proceso ideológico en el que se realiza esta separación entre el sujeto y lo que él mismo define como su otredad genérica. La filosofía materialista pretende establecer la distinción de origen como condición motivada por la apropiación de un excedente material objetivo. La verdad es que la objetivación del excedente como algo susceptible de ser apropiado ya presupone, histórica y analíticamente, la realización de una diferencia en el origen, en la que el sujeto ya ha aparecido como objeto y como distinción suceptible de ser apropiada. La objetivación de la realidad que está en la base de su establecimiento ya contiene en su esencia la objetivación del hombre y la tensión genérica del establecimiento de la jerarquía, es decir, de la apropiación por parte del sujeto de su propia objetivación. El problema de los criterios de verdad posee pues una relación de principio con la genealogía del “mundo real”, pero en él se especifican y se esclarecen las implicancias propiamente socio-políticas del problema. De hecho, el principio de realidad en cuanto tal, es eminentemente social y empieza a constituirse a partir de la división social del trabajo, es decir, en el proceso en el que se elabora la separación entre la actividad de producir y la actividad de realizar material y socialmente los objetos del traba­ jo. Una vez establecida esta distinción como producto de la nece­ sidad de definir la naturaleza de la apropiación del propio vínculo social, surge conjuntamente la “exteriorización” de ese conflicto en la forma de disputa por el dominio de un objeto externo y trascendente. La idea de que lo que está enjuego es la apropiación de algo “externo” al sujeto y por tanto algo externo a lo social, no es sino la racionalización ideológica que permite encubrir el hecho significativo de que lo que está en disputa es lo social mismo, es decir, la naturaleza de la apropiación y el dominio de las relaciones que constituyen al 38

sujeto. Esta tensión expresada como conflicto social genérico conlleva a la aparición de la ideología como campo de significaciones disputadas y en ella, como dimensión relevante, al problema de la verdad, al problema del dominio y del monopolio del “excedente”, expresado como conflicto por el “monopolio de los procedimientos para establecer la realidad”. 14 Lo “real” se gesta así como un recurso, como un requerimiento ligado a la necesidad capital de definir los conteni­ dos y la forma del lazo social. La referencia a algo exterior y trascendente que determinaría de manera “objetiva” y necesaria el “modo como son las cosas”, opera como una coartada, como un recurso táctico que finalmente, no es sino la contracara que la propia ideología pone de sí y en la cual se muestra como su referente “real”, como la exterioridad concreta en la cual radican las condiciones de su verdad y las garantías de su legitimidad. En el fondo, “la verdad no es, pues, algo que estuviese ahí y hubiese de ser encontrado, descubierto, sino algo que hay que crear y que da el nombre para un proceso, más aún, para una voluntad de sometimiento que no tiene en sí final alguno.” 15 La verdad expresa de hecho un efecto de poder, de sometimiento, en el que lo que está realmente en juego es el control y la dirección de un vínculo en el que unos quedan implicados como dominantes y otros como obedientes, pero en el que necesariamen­ te la reproducción del mismo y de su “naturaleza”, pasa por explicitar sus fundamentos de un modo universal y supuestamente neutro. Esta necesidad sólo puede ser mostrada discursivamente, remitiendo a la lógica significante del lenguaje como ámbito en el cual se reflejan los significados, pero en el que finalmente su aceptación última va siempre acompañada de una importante cuota de violencia, requerida para que su necesidad pueda ser mantenida y demostrada. En este proceso, aparece con claridad la ausencia de un 14.- J. F. Lyotard; La diferencia, Ed. Gedisa, España 1991, pág. 16 15.- F. Nietzsche, Fragmentos Postumos; Ed. Norma, Bogotá 1992, pág. 105

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sujeto y de un objeto en estado puro, y se asoma en su real contenido la naturaleza de la relación en la que se generan y se definen ambos términos. Esta relación es en esencia el disponer histórico-temporal de un proyecto social, el contenido efectivo de la disposición en el cual la diferencia se muestra finalmente en su carácter de mediación: “la relación sujeto-objeto logra así por primera vez su puro carácter de co­ misión, en la cual son absorbidos, en cuanto constantes, tanto el sujeto como el objeto. Esto no quiere decir que la relación sujeto-objeto desaparezca, sino que, por el contrario: ella alcanza ahora su más extremado poderío, predeterminado por lo dispuesto-reunidor. Ella se convierte en un constante disponer.” 16 En el fundamento de la distinción entre verdad y falsedad no hay nada verdadero u objetivo, sino que se realiza un tipo particular de dis-posición fundada en la lógica de un conflicto momentáneamente resuelto y expresado en dispositivos tácticos y estatégicos para el ejercicio de la dominación. En la esencia de la verdad como proceso social, se ubica la esencia de un proyecto de dominio que antes que del ente, es del sujeto mismo. En el fondo de la verdad, no ya de una verdad particular o metafísica, sino de ella misma como lógica, se resume todo el sentido político de la naturaleza social que constituye a la dis­ posición. Mirar más allá de la evidencia que define al estadio actual de la civilización occidental, implica en los hechos abordar la genealogía histórica del disponer del mundo que la modernidad ha realizado y, a su vez, especificar los condicionamientos que esta disposición trae consigo. En las claves que definen la esencia de un proyecto de dominio social se articulan en cada momento y de un modo siempre original, no sólo lo que éste involucra de determinación, es decir, de “auténtico” pasado. También se va anunciando lentamente en el despliegue de su devenir, lo que su esencia ya contenía de posibilidad y de resultado.

16.- M. Heidegger, Ciencia y Meditación; op. cit., pág. 129

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IV

Práctica científica y criterio de verdad

La metafísica de la verificación, el imaginario de los criterios objetivos de distinción entre lo real y lo falso, entre la verdadera y la falsa conciencia, posee su culminación teórica en el concepto marxista de práctica social. En la noción de “praxis” que asoma tempranamente como su más fértil resultado y en la cual cristaliza de hecho su esencia revolucionaria, se despliega todo el potencial crítico del materialismo dialéctico, su verdadera razón y legitimidad histórica. El alumbramiento de la práctica social como el fundamento material de la verdad y de los criterios de verdad, abre el camino hacia el lado activo del conocimiento, dejando en evidencia el sendero efectivo que conduce a su objetivación y a su corpus real. En el imperativo racional de la praxis todo enunciado encontraría finalmente el principio de su posibilidad, su límite tangible y su verdadera capacidad de producción social. Frente a ella, la especulación vacía y las formas ideológicas se estrellan con su auténtica falta de fundamento, con la inviabilidad estructural para realizarse en cuanto operatividad. Detrás de la ilusión que acompaña a la praxis como categoría central de esta nueva epistemología materialista, no sólo se oculta la decisión de permanecer en el horizonte trascendental del objeto y de la exterioridad; también y principalmente se pone en evidencia el grado de penetración ideológica que la racionalidad científica ha alcanzado como discurso dominante. De hecho, la propia génesis conceptual del materialismo dialéctico es el resultado de la ampliación de la ciencia más allá de su propio límite; la racionalización filosófica de su posición en la totalidad social y la utopía de sus potencialidades ilimitadas puestas por el hombre a su servicio. La ciencia y su praxis tecnológica son el ideario de realización del marxismo en el ámbito especulativo. Todas las implicancias que éste dice tener sobre su entorno social y material, provienen de su deseada vinculación de origen con el desarrollo de la ciencia. Ella es, en síntesis, el espejo en el que el marxismo refleja su propio ideal. 41

Pero la ciencia es en realidad mucho más que un ideal, es de hecho la forma de disponer al ente y al mundo que define a un estadio específico en el desarrollo de la civilización. La razón científica y todos los a priori metafísicos que la legitiman y la ponen en movimiento, son en el fondo los a priori sociales de un formación histórica particular. En la ciencia adquieren estatuto de razón y de objetividad los fundamentos reales de un determinado vínculo social; aquel en el que ella misma se origina como conquista suprema y del que es también el más íntimo “reflejo”. El materialismo dialéctico en cuanto teoría del conocimiento y la ciencia como lógica de discurso y operatividad, son en todas la cuestiones esenciales perfectamente cómplices: ambas alucinan con su disposición analítica y con su viabilidad experimental; ambas poseen como output incuestionable la intención tecnológica. En realidad, el espíritu crítico en el que se gestan la ciencia y la dialéctica materialista se ha detenido misteriosamente ante la posibilidad de ser dirigido hacia sí mismo. Su empeño por racionalizar el mundo según sus propios fundamentos, casi siempre ha dejado de lado la necesidad de analizar críticamente esos fundamentos; aquellos que se ocultan en la naturaleza socio-histórica de su origen y que finalmente son resultado de una decisión política: la culminación ideológica de esa elección llamada Occidente. 17 Sin embargo, lo que no aparece evidente por sí mismo es la compleja y profunda relación existente entre el tipo de sociedad que da origen a la ciencia -y que la hace posible-, y la lógica científica expresada como forma explicativa y práctica objetivante. Las condiciones que posibilitan y hacen necesaria una forma específica de racionalización del mundo se encuentran inscritas en las bases misma de la sociedad que la gesta y es en ella donde se ubican finalmente Jas razones profundas de su ser. El dominio de la ciencia en el campo ideológico expresa de alguna manera una necesidad muy vital, que ha sido puesta por el imaginario de la civilización como su principal soporte ideal. En los hechos, el imperativo de una exterioridad 77.-7. F. Lyotardl, La condición postmoderna; Ed. REI-México, 1990, pág. 23

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trascendental y de su transformación conforme a fines socialmente definidos, muestra las verdaderas implicaciones que poseen la ciencia y la técnica moderna en la sociedad que se reproduce a través de ellas. Sus propias implicancias sociales llegan finalmente a evidenciar que “el concepto de razón técnica es quizás él mismo ideología. No sólo su aplicación sino que ya la técnica misma es dominio sobre la naturaleza y sobre los hombres: un dominio metódico, científico, calculado y calculante. No es que determinados fines e intereses de dominio sólo se advengan a la técnica a posteriori y desde fuera, sino que entran ya en la construcción del mismo aparato técnico. La técnica es en cada caso un proyecto histórico-social; en él se proyecta lo que una sociedad, y los intereses dominantes en ella tiene el propósito de hacer con los hombres y con las cosas”. 18 Aquello que Heidegger caracterizó en una oportunidad como “edad de la técnica” para definir el rasgo fundamental del mundo moderno, se manifiesta como la culminación de un proceso histórico en el que el contenido de un vínculo social específico conlleva a la objetivación de la naturaleza en cuanto ente susceptible de dominio y control técnico. Las formas de legitimación ideológica que se desarrollan como mecanismos de reproducción ampliada de ese vínculo en el imaginario social, buscan establecer y profundizar una conexión de principio entre operatividad y discurso, entre técnica y verdad. Pero, ¿cuál es en el fondo la esencia de esta relación? ¿cuál es el fundamento que lleva al hombre de la modernidad a mirar la transformación que ha realizado del mundo en estrecha conexión con un tipo particular de conocimiento y, finalmente, con la idea de la acción eficaz como el criterio último de la verdad? En esta pregunta radica el supuesto original que sirve y ha servido históricamente como principio de legitimación de la ciencia, como modo de producción de conocimientos. Lo que hay detrás de la razón moderna y del lugar que ocupa en ella la racionalidad científica es la premisa, o más bien, la intencionalidad estratégica de pensar a la 18.- J. Habermas, Ciencia y técnica como “ideología”; Ed. Tecnos, M adrid 1989, pág. 55

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ciencia como el reflejo objetivo del mundo y consecutivamente, ver en la técnica la realización práctica y la “puesta en obras” de ese reflejo. Desde esta perspectiva, el conocimiento teórico, la ciencia “pura” aparece situada en una anterioridad lógica respecto de sus aplicaciones prácticas y tecnológicas. En el mundo de la técnica, es decir, en el mundo de la “ciencia aplicada” los enunciados teóricos vendrían a adquirir expresión material y es precisamente esa efectividad concreta y empírica, el lugar donde los enunciados científicos se evalúan y permiten su posterior corrección y ajuste. La forma como la conexión interna entre ciencia y técnica aparece para su propia racionalidad, encubre precisamente los presupuestos sociales que fundan la relación, llevando en el ocultamiento de estos presupuestos a ubicar al enunciado en la “posición dominante”. A su vez, al hacer evidente tales presupuestos, esta vinculación entre operatividad y discurso se invierte dejando ver en definitiva la lógica de dominio que las sostiene a ambas. “Los principios de la ciencia moderna fueron estructurados a priori, de tal modo que pueden servir como instrumentos conceptuales para un universo de control producti­ vo autoexpansivo; el operacionalismo teórico llegó a corresponder con el operacionalismo práctico. El método científico que lleva a la dominación cada vez más efectiva de la naturaleza llega a proveer así los conceptos puros tanto como los instrumentos para la dominación cada vez más efectiva del hombre por el hombre a través de la dominación de la naturaleza”. 19 La técnica aparece de esta manera no como el reflejo objetivo de la ciencia, sino más bien, como la efectividad material de un dominio que la ciencia expresa en el ámbito ideológico. El camino que lleva del conocimiento puro a la operatividad tecnológica, debe í-er necesariamente “invertido” para observar el tipo de objetivación y de racionalidad social que es instaurado en su procedimiento. La ciencia se realiza como la forma aparentemente natural en la que el “disponer” técnico del mundo se plasma como modelo y también como utopía. 19.- H. Marcuse, El hombre unidimensional; ed. Ariel, España 1990, pág. 185 y s.

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La necesidad de mostrar a la ciencia en cuanto subsuelo cognitivo y racional de la práctica objetivante que define a la modernidad, es finalmente el requerimiento ideológico para la legitimación del particular modo de dominación que es la técnica. “Desde luego, el orden objetivo de las cosas es en sí mismo resultado de la dominación, pero también es cierto que la dominación genera ahora una racionalidad más alta: la de una sociedad que sostiene su estructura jerárquica mientras explota cada vez más eficazmente los recursos mentales y naturales y distribuye los beneficios de la explotación en una escala cada vez más amplia.”20 La ciencia va transformándose así en el “reflejo objetivo del mundo”, en la medida en que ella es expresión de una forma de dominación que posee su principal base material en el avance tecnológico y cuyas consecuencias se hacen evidentes al analizar la naturaleza de la relación social que da como resultado. Ahora bien, la especificidad social de esta forma de dominio, se expresa principalmente en el tipo de relación que genera entre hombre y ente, entre el sujeto y su exterioridad. Aquello que Marx conceptualiza como “fuerzas productivas” y en las cuales ve la base material de las relaciones sociales, se transforma a partir de una determinada fase de su desarrollo, en un factor fundamental para la consolidación del tipo de dominación ejercido. Su funcionalidad crítica es desde este momento reapropiada por las condiciones de funcionamiento del propio sistema, operando de hecho como mecanismo retroalimentador de su performance. La posibilidad de que la negatividad estructural pueda ser teórica y prácticamente visualizada queda al menos por ahora suspendida, mostrando únicamente su rostro benigno y, más aún, esencialmente necesario. En la actualidad, “la racionalidad del dominio se mide por el mantenimiento de un sistema que puede permitirse convertir en fundamento de su legitimación el incremento de fuerzas productivas que comporta el progreso científicotécnico...” 21 20.- H. Mare use, ibid, pág. 171 21.- J. Habermas, op. cit., pág. 56

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La idea de que una sociedad fundada en la disposición técnica de lo social y de la naturaleza progresa, y la legitimidad del progreso fundado en la permanente ampliación de beneficios sociales, hace perder de vista la esencia política del proyecto en su totalidad, su esencia conflictiva fundada en un tipo particular de jerarquía y los importantes grados de violencia material e ideológica que se requieren para su mantenimiento. De hecho, la propia especificidad histórica de esta forma de dominio, queda encubierta bajo los dispositivos legitimadores y los rasgos aparentemente universalistas que la ciencia y la técnica ponen en juego. “El verdadero motivo, el mantenimiento del dominio objetivamente caduco, queda oculto por la invocación de imperativos técnicos. Esta apelación a imperativos técnicos sólo es posible porque la racionalidad de la ciencia y de la técnica ya es por su propia esencia una racionalidad de disponer, una racionalidad de dominio.” 22 La ciencia moderna y sus premisas tecnológicas se transforman de este modo en el complejo mecanismo de objetivación social y material, de unas relaciones de dominio que se fundan en la diferencia y en la violenta desigualdad en la apropiación que ella involucra. Estas formas específicamente modernas de disposición que llegan en “la edad de la técnica” a su culminación, son el resultado de un proceso originado mucho antes de la modernidad, aunque ella es el estadio en el que finalmente se hacen evidentes. Este proceso es la lenta separación del sujeto y el objeto que define a la metafísica; el tránsito desde una unidad en la que no es posible la distinción de una exterioridad y una interioridad, hacia el dualismo que da origen a la diferencia ontológica entre ser y ente. En el momento en el que esa separación queda establecida, momento en el cual el hombre se ve separado de la naturaleza y debe disponerla como objeto de apropiaciones, el sujeto ya ha quedado separado de sí mismo y se ubica también como objeto de dominio. La diferencia entre ente y ser que define la forma histórica de racionalizar al 22.- J. Habermas, ibid, pág. 58

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mundo, implica de hecho una diferencia en el fundamento mismo del sujeto, que se ve mediado ahora por relaciones sociales que materia­ lizan y hacen permanente en el tiempo, la enajenación de sí que lo instituye como dualidad. La posibilidad de que sujeto y objeto queden establecidos en función de una diferencia de principios y de que el ente surja por lo tanto como una exterioridad efectiva, sólo puede darse porque el sujeto ya se ha exteriorizado de sí mismo; porque la diferencia que instituye a la jerarquía ya se ha realizado en cuanto real determinación histórica. El ente aparece para el sujeto como un otro porque, de hecho, el sujeto es ya una otredad para sí mismo, y es el dominio y la apropiación de esa otredad lo que motiva en última instancia la aparición del ente como exterioridad apropiable. La objetivación del mundo, la genealogía de la realidad y los discursos sobre ella, implican en sí mismos la naturaleza de un olvido; y a ese olvido y a su génesis ideológica es a lo que el hombre genéricamente designa como naturaleza, es decir, como ente en su condición de “simple presencia”. La presencia de la naturaleza en cuanto olvido del ser, refleja la esencia de un proyecto, proyecto que en cuanto “apertura histórica” es definido por las condiciones de existencia del propio hombre en cuanto “ser ahí”, es decir, en cuanto proyecto históri­ camente situado (Dasein). La naturaleza, la objetividad del mundo en la cual el hombre se sitúa sólo puede aparecer como “algo” cuando el hombre ya ha aparecido para sí mismo como “algo”. El camino que lleva a la definición de la naturaleza como “constante” solamente puede estar fundado por una relación del hombre consigo mismo; relación en la cual éste ya se ha separado de sí y se ha puesto como constante objeto de dominio. En el fundamento del mundo y de su dominio técnico radica la naturaleza del dominio de los hombres entre sí, radica la esencia de lo político. La naturaleza como objeto de manipulación define finalmente, el vínculo que en la racionalidad moderna se establece de manera “natural” entre ciencia y técnica. La ciencia no es un conocimiento “puro” que refleje el mundo y que permita por tanto su 47

eficaz transformación. Es más bien el imperativo político-técnico de la transformación del mundo y de la apropiación de sus resultados lo que constituye a la naturaleza como constante objeto de disposición tecnológica. “Realmente es verdad que el hombre de la era de la técnica está provocado de un modo especial y sobresaliente al desocultar. Este concierne inmediatamente a la naturaleza como al principal almacén de existencia de energías. Conforme a esto, el comportamiento establecedor del hombre se muestra ante todo en la aparición de la moderna ciencia natural exacta. La manera de concebir de ésta pone a la naturaleza como conexión calculable de fuerzas. La física moderna no es física experimental porque en sus pesquisas acerca de la naturaleza aplique aparatos, sino que, inversamente: porque la física, y por cierto, como pura teoría, pone a la naturaleza como lo que hay que concebir en cuanto conexión de fuerzas, previamente calculables, es por lo que se establece el experimento; esto es, para indagación de si la naturaleza, puesta de esa manera, se anunciará y cómo lo hará.” 23 La técnica como resultado efectivo no demuestra la validez epistemológica de una ideología particular, de la ciencia. Más bien es necesario mostrar el mundo que la técnica como operatividad efectiva y la ciencia como su discurso y racionalidad legitimante traen a la mano en su singularidad histórica. La ciencia pensada como “fiel reflejo de la realidad” no hace sino poner como concepto y como imaginario el mundo que es “reflejado” en ella, naturalizando y asignando carácter neutro y “constante” a la relación social en la cual esa discursividad y la operatividad a ella asociada tienen finalmente sentido. Este mundo es, genéricamente, el Ge-Stell: el mundo de la disposición de lo real por la técnica y en la cual la esencia de la realidad misma es racionalizada por esta voluntad de disponer. “Porque la esencia de la técnica moderna reposa en lo dis-puesto, tiene que aplicar la ciencia natural exacta. De eso surge el engañoso parecer que la técnica moderna es ciencia natural aplicada. Este parecer puede mantenerse mientras no se haya indagado

23. - M. Heidegger. La pregunta por la técnica, Ed. Universitaria, Santiago de Chile 1993, pág, 91

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suficientemente ni en el origen esencial de la ciencia moderna, ni en la esencia de la técnica moderna.” 24 En este origen esencial de la técnica y de la ciencia moderna radica la naturaleza del proyecto “arrojado” que es el hombre de la modernidad. Es ahí, en el fundamento del lazo social donde surge el imperativo categórico, el “a priori” que condiciona y determina la “aparición” de la naturaleza como constante “fuente de recursos” y del hombre como sujeto llamado a desarrollar los medios para explotarla y transformarla en “su propio beneficio”. Es en la lógica de la producción y del “consumo” de la realidad donde se encuentra el fundamento político de esa “práctica” hija de la modernidad; práctica que da origen a su vez a una discursividad autorreferente que es incapaz de ir más allá de sí misma para analizar las condiciones históricas de su propia gestación. Asimismo, es en la “racionalización total” de esa práctica donde se ubica el materialismo dialéctico como discurso y como voluntad de dominio histórico. Este es el motivo principal por el que el marxismo opera en el concepto, necesaria­ mente como la “reproducción ampliada” del mundo que le ha dado origen, sin poder salir de la matriz ideológica de la racionalización moderna y no pudiendo por tanto representar un verdadero “salto” o “negación” teórica de las actuales condiciones de existen­ cia. La práctica como el principal criterio de la verdad, el sueño teológico de la última palabra en lo referente al problema de la realidad, representa la cristalización definitiva de la apropia­ ción del ente en el imaginario social. El materialismo dialéctico es en este sentido el despliegue máximo de la idea en su intento final de racionalización de la naturaleza y del lazo social. A partir de él, sólo han podido radicalizarse las premisas y los supuestos que hicieron del proyecto algo relevante para una época y para una civilización. . Después de todo, es la extremación de sus propios fundamentos lo que lleva a descubrir que no hay “práctica como último criterio”, 24. - M. Heidegger, ibid, pág. 93

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precisamente porque el problema de la verdad va poniendo en evidencia su razón y trascendencia histórica. No hay ya ninguna práctica que verifique el enunciado o que establezca la realidad del referente, porque el problema de la transformación del mundo y el de los criterios de verdad aparecen ya como cuestiones esencialmente diferentes. De hecho, sólo se unen cuando el discurso social dominante requiere de esa unidad como procedimiento legitimador de su praxis y del fundamento “olvidado” de la misma. Por otra parte, en el núcleo de la noción de praxis desarro­ llada por el marxismo también se encuentra el principio de distinción ontológica que lleva a determinar el estatuto de la práctica como dimensión “real”. Esa distinción cristaliza en las categorías de materia y conciencia como la base de un modelo genérico de simulación que, obsesionado por su principio de realidad y de reproducción, no logra nunca dar con la esencia de su propia genealogía, es decir, con la naturaleza de la separación que permite pensar a la realidad “material” y a la “idea” como dos dimensiones distinguibles. ¿Qué posibilita fundar la validez del criterio de lo práctico, sino el origen remoto pero innegable de la distinción entre materia e idea? Una vez que se ha establecido la génesis ideológica de la distinción originaria, el concepto mismo de praxis como dimensión y como particularidad queda roto y la práctica como espacio lógico relevante pierde toda su necesidad estratégica. No es que ya no “exista” práctica, sino que la dualidad de principio a partir de la que se funda en relación con su “exterioridad” queda finalmente disuelta. Lo mismo ocurre con el problema de la “materialidad” como criterio de “última instancia”. La fantasía de una instancia final sólo puede ser aceptada cuando previamente se ha definido a un término de la dualidad como fundante del otro. Es decir, solamerte porque en la materia se expresa el primado de lo real y en la conciencia su derivado, es que es posible concebir a la práctica como un criterio de “última instancia”. En otras palabras, es la materialidad “puesta” como principio lo que hace de la razón práctica una razón dominante, y nada hay de “necesario” en esto, del mismo modo como nada hay aquí de “objetivo” o de “verdadero”. 50

De hecho, la propia lógica interna de lo material como última instancia termina haciendo problemático el principio del reflejo como base de la gnoseología marxista. La materialidad como criterio determinante va quedando al descubierto en sus implicancias precisamente cuando es interrogado no sólo en su condición de género, sino también en su contenido histórico más específico. En este sentido, cabría todavía preguntarse a qué se refiere el materialismo dialéctico cuando señala a “lo material” como la instancia determinante de las formaciones ideológicas. Si de lo que se trata es de la embriagadora fantasía del objeto puro de la ciencia, que es analizado bajo las condiciones controladas de un laboratorio; o si se refiere tal vez a la materialidad del entramado social que funda al sujeto y lo sitúa “objetivamente” frente al objeto exterior. Frente a esto hay al menos tres posibles caminos a seguir: el reconocimiento de que el criterio de última instancia radica en ambos factores es de hecho impensable, ya que la exigencia monista del modelo obliga a una toma de partido que no puede incluir en una misma alternativa a cuestiones de tan distinto orden. Por su parte, si el criterio determinante es la materialidad del objeto, el marxismo termina pasando por alto las mediaciones sociales inherentes a toda forma de conocimiento, para alucinar con una objetividad que permitiría situarse en un “mas allá” de lo social, es decir, en el misticismo de la autotransparencia de la realidad. Por último, si es la materialidad del vínculo social lo determinante, en última instancia la célebre “teoría del reflejo” salta hecha pedazos, debiendo aceptar necesariamente que en el fundamento mismo del conocimiento se expresa antes que nada una relación del sujeto consigo mismo. Esto implica inevitablemente que todo reflejo, toda realidad, está mediada y, más aún, fundada en lo social y que por tanto problemas como el de la verdad y la objetividad no puedan ser pensados sin intentar esclarecer la naturaleza de esa mediación y su fundamento real.

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SEGUNDA PARTE

LA DIFERENCIA Y EL FIN DE LA MODERNIDAD El llamado que nos habla del mundo de la m odernidad tardía es un llamado que nos exhorta a la despedida.

G. VATTIMO Una cosa que pierde su idea es como el hombre que ha perdido su sombra; cae en un delirio en el que se pierde.

J. BAUDRILLARD

I

La posmodernidad desde la ontología

La comprensión de la modernidad y de su corolario posmoderno desde una perspectiva ontológica, debiera necesaria­ mente considerar la conexión de principios entre la modernidad como concepto socio-histórico y las nociones de fundamento y meta­ física aportadas desde la filosofía y, particularmente, por la elaboración heideggeriana. Es precisamente en los marcos de la reflexión desarro­ llada por Heidegger donde se anuncia y se pone de manifiesto el vínculo entre la modernidad como estadio histórico y la metafísica como “olvido del ser”, es decir, como aquella matriz de pensamiento en la que el ser se muestra como “simple presencia” y en la que la búsqueda del fundamento del ente aflora como su forma privilegiada de constitución. En el análisis de la vinculación entre el problema de la metafísica como olvido y como historia del ser, y la realización de la modernidad como momento particular de nuestra civilización, radican de hecho las claves conceptuales para entender al fenómeno posmoderno a partir de sus implicancias propiamente ontológicas. Estas claves tienen a su vez relación con la particular teorización que 55

realiza Heidegger sobre el problema de la metafísica y de manera singular, con la recepción que hace de la filosofía de Nietzsche y de su noción de “voluntad de poder”, como expresión final y como momento de disolución de la ontoteología que había definido al pensamiento metafísico. Por su parte, el modo cómo el problema de la metafísica y la noción de voluntad de poder han sido vinculadas al análisis ontológico de la posmodernidad, se clarifica en los escritos del filósofo italiano Gianni Vattimo; pensador que ha dedicado gran parte de su obra al análisis de la continuidad histórica y conceptual entre las elaboraciones de Nietzsche y Heidegger, y a la generación de un marco analítico que en función de esas mismas teorizaciones, permita entender la crisis de la modernidad desde una perspectiva filosófica. “La problemática del ser” que define en algún sentido al “objeto” de la reflexión ontológica, se convierte en este esquema en el núcleo principal para leer las transformaciones y decursos por los que atraviesa la civilización occidental. Estas transformaciones son abordadas desde su relación hipotética con la consumación de la metafísica, la que en su despliegue final como “dis-posición” técnica del mundo, da como resultado un estadio civilizatorio marcado por la “desfundamentación” de la propia metafísica y por el debilitamiento de su necesidad estratégica. En este sentido, el mundo de la modernidad tardía no podría continuar en la senda de un fundamento metafísico, precisamente porque ha realizado a ese fundamento en la efectividad del ser, y esa realización se efectúa en el desplegamiento del mundo en cuanto constelación de entes susceptible de apropiación y control, en base a los procedimientos de la ciencia-técnica. Este proceso de disposición y de dominio, que se ve legitimado por la propia racionalidad a la que da origen, imposibilita la permanencia en la lógica de un fundamento, como consecuencia de la radicalidad de aquella “voluntad de verificación” traída a la mano por la lógica de funcionamiento que la misma ciencia pone en movimiento. La continuidad en un horizonte histórico que permite la realización ideológica de un fundamento o de un principio de corte “trascendental”, se hace así finalmente imposible porque la necesidad de 56

verificación que traen consigo la ciencia y el operar técnico, llevan a problematizar y a “in-fundar” sus propios relatos legitimadores y sus procedimientos de verdad. En último término, la manera de mirar y de racionalizar al mundo que la ciencia involucra conduce al efecto paradoj al de no poder “verificar” ni siquiera sus propios procedimientos de verdad; efecto cuya adecuada contextualización permite iniciar el esclareci­ miento de la genealogía histórica y conceptual de la “voluntad de verdad” que funda a la ciencia en cuanto discurso e ideología. Es de hecho en esta línea de análisis que se inicia con la crítica de Nietzsche a los “valores” del mundo moderno y en su “método” genealógico, y cuyas implicancias más conceptuales han sido explicitadas por Heidegger y Vattimo, que se hace posible desarrollar una aproximación ya no puramente sociológica o “culturalista” de la posmodernidad y de sus efectos. Esta nueva perspectiva ha perm itido adentrarse en las im plicaciones ontológicas del “fenómeno” posmoderno, esclarecidas en el marco de una comprensión que busca evidenciar lo que los cambios y mutaciones ligadas al fin de la modernidad poseen de auténtico contenido. Así, estas transformaciones no sólo acceden a una forma de reflexión menos “condicionada” por la interpretación de las “evidencias” historiográficas, sino que se ubican en un análisis que intenta preguntarse por el contexto civilizatorio de su afloración, rastreando su génesis temporal e ideológica, e ilustrando el hori­ zonte de posibilidades que se abre y que se cierra con su cristalización. Asimismo, este análisis conlleva a establecer las implicancias socio-políticas que tales mutaciones traen consigo, aunque tales implicaciones sólo puedan ser abordadas ahora desde una aproximación más débil, es decir, que no busca establecerse ya en función de apropiaciones de principio y que, permaneciendo quizás dentro de lo puramente especulativo, no intenta verificarse en función de ningún procedimiento de verdad.

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II

Diferencia y olvido del ser

Este marco analítico que hemos esbozado, previamente inicia su reconstitución conceptual efectuando una afirmación inicial: la problematización de la metafísica en cuanto lógica de fundamentación y procedimiento legitimador de un cierto tipo de relato, es el rasgo más característico que define a la posmodernidad como momento particular de la historia del ser y de la propia modernidad. El pensar metafísico en este sentido ha terminado por ser visualizado como el rasgo más genérico y esencial que define a la filosofía desde su constitución como discurso sobre lo “universal”, y que ha tenido su remate y su conclusión en los metarrelatos elaborados por la modernidad. El mundo moderno tardío representa la culminación de la metafísica en cuanto lleva a su realización definitiva al fundamento como actividad teórica y práctica, constituyéndose como estadio histórico en la precondición temporal de la problematización del imaginario moderno en particular y de la metafísica en general. Sin embargo, la metafísica en su condición de “lógica de pensamiento” no pasa por alto su propia crisis e imposibilidad, sino que desarrolla los instrumentos para el análisis de su actual inquietud. La “pregunta por la metafísica” que es inaugurada por Heidegger a partir de Ser y Tiempo tiene de este modo una indudable relevancia conceptual para el esclarecimiento del contexto histórico en el que la metafísica es ubicada y puesta como objeto de interrogación. Este contexto, que de alguna manera explica y hace posible la mirada autorreflexiva del pensamiento metafísico, se ve definido a su vez por el propio rebasamiento de los resultados a los que la metafísica ha dado origen, llevando a una posición en la que el “olvido del ser” es contemplado finalmente desde su posible exterioridad. De este modo, aquello que hace de la razón metafísica una razón necesaria empieza a ser puesto por sí mismo como objeto de pregunta, ilustrando en el mismo proceso aquello que comienza a “desfundar” esa necesidad y a la existencia de la metafísica misma. A 58

partir de este momento, la particular apropiación del ser “como presencia del ente” que es efectuada por el pensamiento metafísico, comienza a evidenciar su relación interna con ciertas formas de dominio, lo que permite establecer en definitiva la mediación de específicas determinaciones históricas en el proceso teórico y político de la construcción propia de la metafísica. Nos aproximamos así al hecho que “el ser de la metafísica -definido en referencia a la simple presencia- se da dentro y como momento de un horizonte cuya institución es un acontecimiento temporal” 25; acontecimiento que en su análisis lleva a adentrarse en la vinculación de la “simple presencia del ente” con una forma histórica de lazo social. Se hace presente de esta manera la idea de que “es preciso tomarse en serio el descubrimiento de Nietzsche, y quizás también de Marx, que establece un nexo entre la evidencia metafísica (y, por tanto, entre la vigencia del fundamento) y las relaciones de dominio, dentro y fuera del sujeto.” 26 A su vez, la naturaleza de ese nexo y su propia genealogía conducen a poner de manifiesto las implicancias sociopolíticas que el final de la metafísica trae consigo, final que como acontecimiento histórico se expresa en el horizonte de crisis y problematicidad de la modernidad. La metafísica como historia y como olvido del ser puede empezar a mirar de este modo su determinación, aunque en última instancia, no pueda dar cuenta de ella fuera de sí misma, fuera de los procedimientos explicativos generados desde la propia metafísica. Esto porque la posibilidad de ir más allá de sí implicaría en los hechos el olvido de la pregunta como tal; implicaría olvidar la necesidad de interrogarse por “la necesidad de la metafísica”. La pregunta por la metafísica debe referirse entonces a la necesidad del olvido del ser y a la interrogación de las condiciones del dasein, del hombre como ser existente, para buscar en ese fondo existencial la determinación profunda de aquella manera de mirar que “olvida” al ser y se limita al 25.- Gianni Vattimo, Las aventuras de la diferencia; Ed. Península, Barcelona 1990, pág. 64 26.-Gianni Vattimo & PierAldoRovatti, El pensamiento débil; Ed. Cátedra, España 1990,pág. 14

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ente como objeto meramente presente. La presencia del ente y la “puesta” del ente como ser aparecen primeramente como un olvido; el olvido de la condición y de la necesidad que esa condición impone, cual es, precisamente, el origen de la distinción entre ente y ser. De este modo, es el origen lo que el sujeto es llamado a olvidar en la metafísica, en el pensamiento que impulsa a mirar a la realidad como condición dada y trascendental, y por consiguiente a “apropiarla” en función de un fundamento único y universal. El origen es aquello que se pone de manifiesto como determinanción absoluta y que a su vez pemanece como olvido absoluto en cuanto origen en la diferencia. “El acceso a lo originario es (...) el acceso a la diferencia. Es lo originario que, en su diferencia del ente simplemente-presente en el mundo, constituye el horizonte del mundo, lo determina, lo entona, lo delimita y encuadra en sus dimensiones constitutivas. A fin de que las diferencias internas del mundo se desplieguen, para que se de un mundo -articulado ante todo en el lenguaje- es necesario que se de de algún modo lo otro del mundo: el ser como otro del ente, lo originario como otro de la mera entidad espacio-temporal...” 27 El origen comienza a visualizarse ya como lo otro del mundo; como aquella condición que en cuanto principio diferenciador conlleva a mirar el mundo en función de una distin­ ción de origen. Esta distinción conlleva en el mismo desgarro que provoca, la necesidad de reapropiación de la otredad extrañada, del ente que debido a una determinación profunda y originaria, queda relegado a exterioridad susceptible de dominio. La diferen­ cia que funda al mundo, a la realidad como exterioridad posible de apropiación, es el violento origen -olvidado y negado- como condición presente en la mirada al ente y a su necesidad de fundamento. Esta es la violencia original que separa al sujeto del mundo, que lo enaje ía y lo exterioriza respecto del ente y que, por su condición violenta y en cierto sentido traumática, realiza su llamado al olvido bajo la forma de una búsqueda de fundamentos trascendentales. La violencia del origen aparece así como el origen genérico de lo social, como aquello 27.- G. Vattimo, Más allá del sujeto; Ed. Paidós, España 1989, pág. 73

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que funda al sujeto como un ser histórico-finito, mediado por un vínculo que lo realiza en función de una dualidad inmediatamente establecida. El hombre como ser social, como individuo vinculado a otros a través de una relación particular aparece de este modo en su violencia originaria; aquella que materializada en una relación de dominio pone al ente, y al hombre como ente, como “algo” necesario y susceptible de “apropiaciones”. Sin embargo, “la historia de la humanidad precedente no es rechazada en cuanto historia de la violencia, de la sangrienta “mnemotécnica” a través de la cual el hombre se ha hecho capaz de vivir en sociedad y de organizar el trabajo social según esquemas racionales. Aquello que, precisamente a través de esta mnemotécnica, se ha vuelto explícitamente reconocible es la violencia que está implícita en todo proceso interpretativo, en todo darse de algo en cuanto algo.” 28 La metafísica como permanente búsqueda del fundamento y de la necesaria posesión de principios, queda determinada en un proyecto histórico de dominio que tiene su condición de origen en la naturaleza de un lazo social. El vínculo que constituye al hombre como un ser vinculado es una relación de dominio en la que queda establecido como individualidad dominadora o dominable. El ser que es “olvidado” en la búqueda metafísica del origen y del principio, es el propio origen de su naturaleza social, de aquel lazo que en cuanto mediación vinculante, funda al hombre como realidad y a su relación con el ente como realidad problematizada. De esta manera, el problema de la realidad y de su “apropiación” queda fundado en ese lazo, en ese vínculo que paradójicamente separa, y que determina a su vez la naturaleza de la distinción que define al pensar trascendental. Esta esencia es principalmente la dualidad como lógica fundamentadora, la distinción entre ente y ser que en cuanto origen y principio de las restantes distinciones, hace “olvidar” al ser que hace posible la “aparición” de los entes en cuanto tales, es decir, como “objetos” dotados de sentido, significación y utilidad. 28.- Gianni Vattimo, Más allá del sujeto; op. cit., pág. 36

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Marx llegaría también, pero por otra vía, a considerar que el problema de la apropiación de la producción social constituye la “base material” de la diferencia y, por tanto, de lo social en cuanto tal. El problema es desde su perspectiva la disputa por el dominio de la producción social “objetivada”, lo que conferiría carácter material al propio objeto del conflicto social genérico. El hombre se encuentra así ante la necesidad de definir su relación consigo mismo en función de una realidad material que “en última instancia” determina la naturaleza del propio lazo social. “Una consecuencia inmediata del hecho de estar enajenado el hombre del producto de su trabajo, de su actividad vital, de su ser genérico, es la enajenación del hombre respecto del hombre”29. Por tanto, lo que llega a ser determinante de la separación y de la diferencia originaria del hombre consigo mismo es, precisamente, la separación y el extrañamiento del hombre con el objeto de su praxis, con la realidad creada y objetivada por él. Sin embargo, esta idea de la separación del hombre consigo mismo como “una consecuencia” de la enajenación respecto de su propia praxis deja escapar en realidad lo más esencial y ontológicamente significativo: aquello que el Marx “más fielmente hegeliano” alcanza a visualizar en otros pasajes del mismo escrito, pero que no llega a asumir en todas sus consecuencias. Esto es, que debe existir una condición previa que haga de la producción material, de la objetivación de la naturaleza como tal, “algo” susceptible de apropiaciones y de conflicto. Lo material en este sentido no es una cuestión objetiva y trascendental en torno de cuya apropiación se produce necesariamente una disputa, sino por el contrario, es la existencia de lo material como contenido “objetivado” del conflicto, lo que expresa ya como síntoma que el conflicto social existe por sí mismo, que la diferencia de origen ya se ha producido y es ésta la que se muestra ideológicamente como lucha por la “apropiación” de una cuestión exterior al propio sujeto. “Por eso precisamente, es sólo en la elaboración del mundo objetivo en donde el hombre se afirma realmente como un ser genérico. Esta 29.- K arl Marx, Manuscritos de economía y füosofía; Ed. Alianza, España 1970, pág. 113

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producción es su vida genérica activa. Mediante ella aparece la naturaleza como su obra y su realidad. El objeto del trabajo es por eso la objetivación de la vida genérica del hombre, pues éste se desdobla no sólo intelectualmente, como en la conciencia, sino activa y realmente, y se contempla a sí mismo en un mundo creado por él.” 30 Finalmente, en el origen de esa vida genérica de la que habla Marx y en la que hombre y ente aparecen como entidades distinguibles, radica un conflicto. La lucha que constituye al sujeto como tal y que se reproduce como condición histórica, mostrándo­ se a sí misma como disputa por algo “existente” y “simplemente presente”, y olvidando que es propiamente el conflicto lo que funda al sujeto y al objeto de la disputa. “La lucha, tal como se entiende aquí, es una lucha originaria; porque hace que los com­ batientes comiencen a surgir como tales; no es un simple arremeter contra algo ya existente. La lucha primeramente proyecta y desa­ rrolla lo inaudito, lo hasta entonces no-dicho y lo impensado. Después serán los productores, creadores, los poetas, pensadores y hombres de Estado los que sostendrán esta lucha. Contra la fuerza imperante que los somete, ellos arrojan el bloque de su obra y en ésta conjuran al mundo que así queda manifiesto. Sólo con estas obras, la fuerza imperante, la fisis, se vuelve estable en lo presente. Sólo entonces el ente como tal llega a ser. Este devenir del mundo es propiamente la historia.” 31 El origen es de este modo la evidencia de la diferencia. La pregunta por su determinación y su anterioridad no tiene de hecho sentido, sino es en la perspectiva de un sujeto ya existente, y a constituido por ella, y que sueña con resolverla y apropiarla en su propio beneficio. La pregunta por la metafísica requiere necesariamente abordar su propia genealogía, el paso que es necesario para asignarse estatus ontológico e interrogar las implicaciones de las que ella misma es origen. Este paso, este retroceder hasta el punto de mirar la anterioridad 30.- Karl Marx, Manuscritos de economía y filosofía; op. cit., pág. 112 31.- M. Heidegger, Introducción a la metafísica; Ed. Gedisa, España 1993, págs. 63 y s.

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de sí misma, nos permite descubrir la Nada; encontrarnos ante la perplejidad de una posición imaginaria en la cual somos remitidos a la pura Nada, al “instante previo” a la instauración de la diferencia. La diferencia aparece así no como un efecto, una resultante que pudiera a través de algún tipo de procedimiento, dar cuenta de su propia determinación. La diferencia es simplemente un efecto sin causa, una condición existencial que no ha tenido origen y que en el sueño de buscar su propia anterioridad y su propio límite, muestra la esencia violenta y represiva en la cual “su” límite - el principio de realidad, el orden social-, se encubre y se manifiesta como tal. De esta manera y “en una conceptualidad con exigencias clásicas, se diría que diferencia designa la causalidad constituyente, productiva y originaria, el proceso de ruptura y de división cuyos diferentes o diferencias serían productos o efectos constituidos”. 32 La diferencia es lo que se realiza y se encierra en la distinción entre ente y ser. Esta distinción ontológica tiene en su origen a la diferencia y es, precisamente la necesidad del olvido de este origen, lo que nos ubica en la senda de la metafísica, en la senda del olvido del ser y en la consideración del ente como simple presencia. De esta manera, “la constitución onto-teológica de la metafísica surge del imperar de la diferencia que mantiene sepa­ rados y uno hacia el otro, a ser como fundamento y a ente como fundamentado-fundante...”33. Esta separación, a su vez, sólo es reco­ nocida a través del mencionado paso atrás, en el cual la metafísica como olvido es puesta en relación con la diferencia que establece al ser y al ente como distinción apropiable. “La diferencia entre ente y ser es el ámbito en cuyo interior la metafísica, el pensar occidental en el todo de su esencia, puede ser lo que es. El paso atrás se mueve, pues, desde la metafísica hacia la esencia de la metafísica”. 34 32.- Jacques Derrida, La Différance, en Márgenes de lafilosofía; Ed. Cátedra, España 1989, pág. 44 33.- Martín Heidegger, Identidad y diferencia; Revista de Filosofía N° 1, Universidad de Chile, Santiago 1976, pág. 100 34.- Martín Heidegger, ibid, pág. 100

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Esta esencia en la cual la metafísica termina por constituir­ se tiene su origen en la diferencia y en su propio olvido. El carácter imperioso de este olvido está fundado en la imposibilidad de mirar las condiciones existenciarias en función de las cuales el ser y el ente se dan como proyecto histórico-finito. Estas condiciones hacen del hombre como ser existente y como distinción significativa, un ser existente “esencialmente” mortal, fundado, o más bien, in-fundado, en su condición de “ser para la muerte”. El carácter “insuperable” de la muerte como la posibilidad última y final de la existencia aparece como el imperativo genérico que el hombre no puede abordar y elaborar de manera no traumática. Esta condición finita y temporal del ser, su negatividad constitutiva, su propia in-trascendencia, es aquello que por una circunstancia histórica -el reinado de la diferencia-, el hombre no logra asumir de manera positiva como apertura de horizontes y de proyectos vitales “arrojados” temporalmente. La muerte como condición no sólo óntica sino más funda­ mentalmente ontológica es algo que el hombre aún no está en condiciones de amar verdaderamente. El ser como ser para la muerte es algo que no puede ser asumido de manera cabal y “feliz”, debido a que la diferencia que separa al sujeto del ente llama con su fuerza imperiosa a la apropiación y al dominio de esa exterioridad extrañada. Si como sujeto histórico el hombre ha requerido de los dioses y de la explicación ontoteológica para fundar a esa exterioridad presente y al imperativo estratégico de su dominio, es debido a que ellos representan la forma dominante en la búsqueda de la trascendencia individual. Dios ha sido de hecho la respuesta histórica del hombre para la superación del límite que lo constituye como sujeto intrascendente y limitado individualmente. Sin embargo, el individuo sólo es reconocido como límite cuando ha sido fundado por la diferencia y es ésta la que en el imperativo de su propia superación llama al hombre a la búsqueda de la trascendencia. De esta manera, el hombre se ve llamado por el “más allá” no sólo temporalmente, reconociendo implícitamente que el vínculo en función del cual queda constituido es un vínculo histórico-finito, sino también espacialmente, motivado por la necesidad de anular la diferencia que lo separa del 65

mundo, de la exterioridad resultante de ese vínculo social que termina siendo paradójicamente desvinculante.

III

La presencia del Dios-fundamento

En el fondo, es la necesidad de la trascendencia lo que filosóficamente se manifiesta en la búsqueda del fundamento, del grund universal y metafísico que define a la ontoteología. Esta necesidad nos remite a la pregunta por la presencia de los dioses en la filosofía, es decir, a la pregunta por la presencia de aquellas categorías que, en el marco de los metarrelatos que hablan al ser como fundamento, han expresado la intención oculta o explícita de escapar a la lógica y a la noción de límite, ya sea este un límite temporal o espacial. “Podemos pensar plena y adecuadamente la pregunta: ¿Cómo llega Dios a la filosofía?, sólo si al mismo tiempo se ha aclarado suficiente­ mente dónde debe llegar Dios -la filosofía misma-. Si rebuscamos en la historia de la filosofía de modo meramente historiográfico, encontraremos por todas partes que Dios ha llegado a ella. Pero, supuesto que la filosofía en cuanto pensar es el libre entregarse a lo ente en cuanto tal, realizado desde sí mismo, entonces Dios puede acceder a la filosofía sólo en cuanto la filosofía desde sí misma, según su esencia, concede y determina que Dios llegue a ella y cómo llegue a ella. La pregunta: ¿Cómo llega Dios a la filosofía? recae en la pregunta: ¿Dónde está enraizada la constitución esencial onto-teológica de la metafísica?” 35 La presencia de los dioses está de este modo enraizada en la constitución esencial de la metafísica y es ésta la que en cuanto “olvido del ser” y como expresión del “trauma” genérico de la 35.- M artín H eidegger, Identidad y diferencia; op. cit., pág. 103

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diferencia, llama al sujeto al olvido del origen y lo consuela mostrándole su trascendencia negada a través del fundamento del ente que puede y requiere ser dominado. El Dios de la teología, tanto como el ontos on platónico o la materia en Marx, refieren de algún modo a esta misma lógica y son producto de la misma necesidad estratégica que los coloca como el “resultado final” de la trascendencia lograda por el hombre en el ámbito de su actividad especulativa. Las diferencias de contenido “concreto” no logran, en este caso, anular las semejanzas de principio y estas están vinculadas con la necesidad de realizar la trascendencia del sujeto en función de la búsqueda y la apropiación de un fundamento trascendental de la exterioridad ajena, del mundo “real” y “objetivo” del cual el individuo se encuentra ya separado y extrañado. La exterioridad que aparece por sí misma exterior y trascendente es, sin embargo, resultado y efecto de la diferencia que la pone en relación con su antítesis, mediada por un tipo particular de límite. El límite es finalmente lo que separa a ente y ser, lo que obliga a considerar al ente como mera exterioridad susceptible de dominio. Esta forma histórica de realizarse del límite como fundamento de la apropiación y del dominio del ente, es consumada y radicalizada por el mundo de la modernidad y particularmente, por esa expresión final del dominio del ente que es el disponer técnico. Este disponer lleva el límite hasta el punto de hacerlo problemático como efectividad y como concepto, generando la posibilidad de mirar la propia génesis ideológica y la determinación dialéctica a través de la cual la exterioridad, el ente, aparece como tal. “Según palabras del propio Hegel, la filosofía misma y la Historia de la Filosofía deben estar en relación de exterioridad. Pero la exterioridad pensada por Hegel no es de ningún modo exterior, en el tosco sentido de lo meramente superficial e indiferente. Exterioridad denomina el afuera en que toda historia y todo real transcurso se mantienen frente al movimiento de la Idea absoluta. La dilucidada exterioridad de la historia en relación a la Idea, resulta como consecuencia de la

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autoexteriorización de la Idea. La exterioridad es ella misma una determinación dialéctica.” 36 La exterioridad es entonces el ente; aquello que aparece como apropiable ya sea como “naturaleza” en la lógica de la producción, como “objeto” en la lógica del conocimiento, o como “sujeto” en el ámbito del dominio político. La apropiación sin embargo requiere para producirse ser fundada y racionalizada, ser legitimada en función de un tipo particular de relato que acompañe a la fuerza como expresión pura y evidente de la dominación. La necesidad de legitimidad del dominio -que finalmente es la necesidad de legitimidad de una determinada relación social-, está vinculada al grado mínimo de aceptación que toda relación social requiere para su reproducción, para ser mantenida por un período de tiempo. La necesidad debe apelar a un fundamento universal y supuestamente “neutral” para desvincular ideológicamente el problema del “carácter legítimo” de la relación, del de la existencia y permanencia de la misma. De esta manera, todo vínculo social debe ser “explicado” y “justificado” en función de un relato y es ese relato el que trae a la mano la noción de fundamento, el grund universal que nos sitúa ante una retórica de las causas finales y de las razones últimas para explicar la naturaleza de ese vínculo. La metafísica como condición histórica es la realización de la búsqueda del fundamento; fundamento requerido en función de la necesidad de apropiación de esa exterioridad ya enajenada y constituida como tal. Sin embargo, el darse del fundamento y los procedimientos para su apropiación, también poseen una determinanción histórica y esta determinación está íntimamente vinculada con el grado de distancia y dominio de la exterioridad que las propias condiciones desarrolladas por el hombre expresan, tanto material como ideológicamente. El surgimiento del Dios-fundamento como forma a la cual remitir la existencia, está ligado, en un primer momento, a la necesidad simple de explicar los fenómenos de la naturaleza y de someter a ese aparente caos que es “puesto” frente al hombre, a una voluntad superior y 36.- M artín H eidegger, Identidad y diferencia; op. cit, pág. 96

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“todopoderosa”. Esta voluntad aparece desde su inicio como antítesis de la precaria capacidad de control y de dominio de la “realidad” ya objetivada, realizando su dominación “indirecta” pero absoluta a través del contacto y de la relación con las divinidades. La existencia de los dioses se muestra de esta manera como la primera manifestación de la distancia que nos separa del mundo, como el primer fundamento de nuestra relación con ese mundo que ha surgido, no de una voluntad o de una naturaleza exterior, sino de la propia naturaleza de nuestro vínculo constitutivo como seres sociales. Es de hecho a partir del establecimiento del monoteísmo, es decir, a partir del grado de exteriorización y separación con la “realidad” que posibilita ya su consideración como una unidad, y como apropiable en función de un fundamento único, que el grund inicia el camino de su propia secularización; el camino que lo racionaliza y lo separa de las evidencias inmediatas (el sol, la lluvia, el fuego, etc.), para situarlo como trascendencia inmaterial. Este Ser Trascen­ dental se ubica ya fuera del tiempo y del espacio, y sólo puede ser vinculado al hombre a través de la revelación y de la actividad contemplativa. El Dios judeo-cristiano como heredero de la idea platónica es en el fondo un Dios “evaporado” ya del mundo real y colocado en relación de exterioridad, en un “más allá” que sólo puede ser alcanzado a través de la razón y de una hermenéutica de los signos divinos. El proceso de secularización del fundamento del ser no sólo va haciendo problemática la idea de un dios presente como cuerpo en la naturaleza y en el mundo de los hombres, sino que en la medida en que la propia praxis del hombre va radicalizando al mundo exterior como enajenación objetivada, el fundamento de ese mundo se seculariza hasta el punto de no poder ser más un puro espíritu vaciado de contenido “material”. El mundo que el hombre ha puesto fuera de sí se objetiva y se autonomiza paradójicamente en razón inversa al grado de control y de manipulación que ejerce sobre los entes a través de instrumentos y procedimientos “técni­ cos”. Es de hecho esta radical objetivación la que imposibilita a 69

partir de cierto momento la inmaterialidad y la pura espiritualidad del Dios-fundamento, dando inicio al tránsito, o más bien al retorno de un grund pagano, que en función de los imperativos especulativos y operacionales impuestos por el hombre, se racionaliza hasta el punto de problematizarse como el Dios clásico y puramente espiritual de la teología. El cambio en la naturaleza del Dios expresa la distancia entre efectividad e idea, entre el cuerpo y el alma de la filosofía cristiana que es, por su parte, el pasado “teológico” del fundamen­ to dualista de la propia ontología moderna. Este cambio se mani­ fiesta como una vuelta a la efectividad del ser, es decir, a un dios no puramente espiritual y vacío de contenido tangible, sino que materializado y apropiable en función de procedimientos interna­ mente ligados a la praxis “objetivante”. El grado de control y de manipulación del mundo objetivado y exteriorizado por el hombre termina por expresarse conceptualmente en un dios-fundamento que aparenta verse desprendido de toda la connotación mística y especulativa del Dios judeo-cristiano. El nuevo grund que nace entonces con el espíritu de la modernidad y que fundamenta su propia legitimidad de nueva época, se relaciona con la naturaleza del dominio que define a la modernidad en su especificidad histórica y con los imperativos técnicos que esa cualidad requiere para su reproducción y sobrevivencia. El Dios “puro” y espiritual de la religión termina así siendo reemplazado por un concepto que explícita en su evidencia, las implicancias operativas de la disposición técnica del mundo. El Dios se transforma a través de un complejo proceso histórico e ideológico en una categoría cuya finalidad “última” es legitimar la transformación del ente efectuada por el propio sujeto.

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IV

Metafísica del capital

El proceso de secularización del fundamento que define a la modernidad manifiesta en su urgencia por lo efectivo e instrumental, los requerimientos de un tipo de relación de dominio fundado en la acumulación de la exterioridad objetivada. Esta forma particular que adquiere la objetivación del ente y de lo social -y su específica apropiación-, es resultado de un devenir histórico definido por la progresiva racionalización de la praxis a través de la cual el sujeto objetiva no sólo al ente como objeto de apropiaciones sino, más fundamentalmente, a la propia actividad objetivante. El proceso de objetivación del mundo y del sujeto mismo, da origen en función de condicionamientos históricos singulares, a un estadio en el que se pone en evidencia al fin su esencia genérica y abstracta. La expresión secularizada de la objetivación que define el nacimiento de la modernidad, pone de manifiesto estas determinaciones genéricas, permitiendo que su esencia se exprese como cristalización de un vínculo social específico. Este vínculo que define la cualidad histórica de la modernidad es precisamente el capital. La modernidad expresa como estadio particular la realización histórica de un lazo social. La mediación constituyente y original en la cual el sujeto queda objetivado y en la que el ente se manifiesta a su vez como un valor de uso acumulable, es el proceso histórico del capital. La objetivación adquiere ahora una forma y un contenido particular, que expresa en su esencia al lazo histórico-social que la funda como tal. El hombre ya no aparece simplemente como un sujeto objetivador y apropiador de la naturaleza en términos concretos, sino que en el carácter genérico de la producción que se hace finalmente evidente, va mostrándose al trabajo en cuanto praxis objetivante en su carácter materialmente abstracto. Este proceso de abstracción, que es de hecho el fundamento que permite a la materia surgir como categoría filosófica, tiene su origen en la universalización de la forma mercantil

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como forma dominante de objetivación del espacio social. La modernidad aparece de este modo como el estadio de objetivación del ser en que el ente se realiza preferentemente como mercancía. Por su parte, la secularización del fundamento se manifies­ ta en este proceso como el tránsito desde una legitimación basada en la explicación “teológica” de la existencia, a un tipo de legitimación fundado en la propia operatividad de los procedimientos de objetivación que la lógica mercantil representa. La legitimidad no proviene ya del “exterior” o del “más allá”, sino de la propia efectividad del devenir histórico y de la racionalización de ella, efectuada por los intereses sociales que se han hecho ideológicamente dominantes. La nueva formación de dominio “dis-pone” a la realidad y al hombre como parte de ella, como recurso o valor de uso objetivado, explotable y apropiable en función del proceso de circulación y acumulación de capitales; proceso histórico que se vincula al surgimiento de la ciencia como el discurso racionalizador y al perfeccionamiento “técnico” como la evidencia material de esa transformación. Son, de hecho, los propios requerimientos del capital los que definen a la ciencia y a la técnica, en tanto ideología dominante y criterio último de verdad de una operatividad social­ mente definida. El mundo, el mundo del capital como proyecto histórico posee en la ciencia y en la “validez” y la “objetividad” de sus procedimientos de verdad, la puesta de sí mismo como concepto y como ideal; el espejo que reproduce al capital en el campo de la ideología. Pero esta ideología, esta forma de mirar y de “poner” al mundo y a la realidad requiere también de fundamentos metafísicos. Estos fundamentos que proveen de una base ideal al proceso social en curso, surgen como producto de los dispositivos conceptuales que permiten a la nueva época reelaborar las premisas de su legitimidad. El fundamento filosófico de la modernidad está, a partir de ahora, relacionado con la necesidad de control y de manipulación de la realidad impuesta por el propio capital. Esta necesidad, interna al proceso de transformación, impide que la noción de fundamento pueda estar ya ligada a la “pura” actividad especualtiva, reubicándolo como 72

la abstracción ideológica del dominio operativo y “material” de la realidad. La filosofía moderna expresa así en el concepto, la radical enajenación a través de la cual la realidad es objetivada y realizada como mundo de “cosas” y de “objetos”, susceptibles de apropiación y de dominio por parte del “sujeto”. La modernidad como estadio histórico se define por un estabilizarse de la dualidad y por un progresivo fortalecimiento de la distinción entre efectividad e idea, teoría y praxis, sujeto y objeto. Esta transición desde el Dios de la escolástica clásica, esencialmente “espiritual” y el grund de la modernidad establecido como “materialidad” y “objetividad fundante”, refleja en su propia historicidad la necesidad estratégica de “poner” al mundo como exterioridad tangible, manipulable y explotable en función de un particular tipo de relación social. Asimismo, en la medida en que la modernización va avanzando sobre sí misma, en la medida en que la esencia del capital se va radicalizando y la fuerza de su dominio se va haciendo universal y hegemónica, el grund racionalizado por la filosofía se va “materializando”, hasta convertirse en el objeto puro que define a la exterioridad estable y regular sobre la que la ciencia dirige su mirada. La realidad, el mundo, termina siendo así una fuente inagotable de recursos y de energías que están a disposición de la explotación y del dominio que el hombre ejerce sobre ellos en aras del “progreso”. Filosóficamente, este movimiento de salida del Dios espiritual y su arribo en una pura “materialidad operable”, se inicia con la crítica efectuada por Giordano Bruno a la escolástica tomista, la que en su reelaboración del grund bajo un principio “panteísta”, expresa un momento decisivo en el proceso de secularización del fundamento desplegado aún desde dentro por la teología. A partir de este momento, el proyecto de reapropiación del fundamento va progresivamente “desmistificando” y materializando al grund, en un recorrido que se inicia explícitamente en Bruno, y que atravesando por la noción de substancia en Spinoza y por el desdoblamiento de la Idea Absoluta en Hegel, concluye como principio universal en un concepto totalmente desprendido de contenido “idealista”, es decir, en una idea que alucina 73

con representar la negación de la pura idea en cuanto tal: la categoría filosófica de materia desarrollada por Marx. El movimiento filosófico de la modernidad se mueve así en este horizonte de “objetivación” y de realización del fundamen­ to traído a la mano por la filosofía. En este sentido, el sueño de Marx de ver realizada y “negada” a la filosofía como actividad especulativa pura, en función de una práctica “material”, adquie­ re un paradójico significado en la noción heideggeriana de la “metafísica realizada”. El mundo del ge-stell, el mundo de la total dis-posición operada por la técnica que define al proyecto moder­ no en su especificidad histórica, es la realización plena y conclu­ yente del fundamento que la filosofía como búsqueda procuraba reapropiar una y otra vez. A partir de ahora, “en la edad de la metafísica cumplida, el pensamiento da el último paso por este camino, pensando el ser como ser-representado, un ser representado que depende totalmente del sujeto representante. Representado no significa, naturalmente, imaginado, fantaseado, soñado; sino llevado a consistencia, al ser, a través de procedimientos rigurosos, que son los de la ciencia experimental y de la técnica, de la que no sólo depende, sino que la funda en su misma posibilidad. Si el pensamiento en la edad de la metafísica y de la filosofía, tal como de hecho se ha desplegado, vivía de la interrogación del ente en cuanto a su ser, hoy esta pregunta, gracias a la técnica que ha explicitado totalmente la esencia de la metafísica, ya no tiene ningún sentido.” 37 De esta manera, la imposibilidad de seguir efectuando una interrogación del ser del ente que permanezca én el horizonte del grund, está vinculada con la disposición del ente que realiza la técnica moderna y con el fundamento en función del cual este proceso is racionalizado y puesto como concepto. La modernidad como estadio particular del ser y como momento de máximo despliegue y de concreción de la metafísica, empieza, a partir de ahora, a definir un curso en el cual no puede seguir dando cuenta filosóficamente de sí 37.- G. Vattimo, Las aventuras de la diferencia; op. cit., pág. 110

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misma; proceso en el que la razón que servía de fundamento legitimador a las tendencias efectivas de la “modernización”, empieza a ser problematizado en su validez histórica. Este momento singular del devenir moderno, momento que se ha vuelto conceptualmente problemático e incierto y al que se denomina genéricamente posmodernidad, está marcado por un pérdida de legitimidad del fundamento metafísico-historicista con el cual la modernidad se explicaba y auto-justificaba en el marco de una historia universal pensada como totalidad. Las premisas del historicismo moderno permitían explicar la temporalidad del ser como un proceso de ilustración y de esclarecimiento, a través del cual el sujeto se liberaba de las “cadenas” míticas e ideológicas que le impedían por una parte el acceso a la verdad como expresión concluyente del conocimiento; por otra, el perfeccionamiento de los dispositivos de control sobre el entorno natural y sobre el propio lazo social. La filosofía moderna representa en este sentido la matriz conceptual en función de la cual el proceso social de la modernidad, funda sus relatos de legitimación. Este proceso, que ocupa desde siempre el campo de la filosofía, adquiere con la modernidad la forma de una veloz y sucesiva superación de las racionalizaciones pre-existentes, debido a que la modernización en cuanto “institucionalización del cambio”, necesita ir generando las premisas para la legitimación de las transformaciones que ella misma representa. De este modo, es la propia fuerza y la velocidad que progresivamente va adquiriendo el proceso de modernización, que se expande ya a escala planetaria, lo que va imposibilitando la realización de un fundamento único, quieto, inmóvil y “trascendental” como el que había primado en las etapas iniciales de dicho proceso. La modernidad empieza a perder de vista el horizonte histórico en el que se origina y el imaginario en el cual había expresado la “necesidad” y la razón de sus transformaciones. Son de esta manera las propias fuerzas y energías que la modernidad como proceso social libera y potencia, las que conducen por un camino de incesante superación y negación, en el cual no 75

sobreviven ni siquiera los fundamentos ideológicos con los cuales se legitimaba su singularidad y novedad histórica. La modernidad en el campo de su reproducción ideológica debe entrar a batallar, ya no sólo con las fuerzas pre-modernas y teológicas que se le oponen desde el pasado, sino que debe hacerse cargo de las propias consecuencias que la radicalidad y extremación de sus tendencias esenciales conllevan a partir de cierto momento. La modernidad entonces empieza a problematizarse como resultado de su propio desarrollo, en el que se llega a un estado de “fusión”, a partir del cual la dualidad ontológica que define a la diferencia, no puede ser ya mantenida y termina por diluirse en un proceso de múltiples y complejas fragmentaciones. La noción de fundamento que había sido tan estratégicamente necesaria para la filosofía y sobre la cual había sido posible pensar a la totalidad, es conducido por esta verdadera explosión de “diferencias” a su inconmensurabilidad y, más aún, a su disolución en la “positividad pura” de los procedimientos de la ciencia-técnica. Esta positividad total en la cual rematan los “criterios de verdad” va haciendo de la ciencia un discurso explicativo bastante contradictorio. Por una parte, la ciencia define al proceso del “conocimiento” en base a su racionalidad particular, la que al ubicar los criterios de verificación en la dimensión empírica y operativa, impide que otras formas de conocimiento puedan competir con ella en la legitimación de las transformaciones sociales. Sin embargo, este énfasis en lo operativo termina al final por impedir que la ciencia pueda dar lugar a una “visión de mundo”. La ciencia se ve finalmente constituida por un sistema de operaciones y de resultados efectivos, realizados en condiciones cada vez más “controladas”, y cada vez menos por un discurso o un relato con fines explicativos. En el mundo de la posmodernidad, la distinción entre ciencia y técnica se hace problemática, precisamente por el grado de desarrollo y de vinculación entre ambas, necesario para mantener sus propios requerimientos operativos. La operatividad y el control total como expresión final de la metafísica, hacen imposible la permanencia en la lógica del 76

fundamento. El pensar metafísico se muestra así en su condición esencialmente temporal, vinculado a una voluntad de poder espe­ cífica, en el marco de un proyecto de dominio histórico-finito. Esta radical imposibilidad de hacer referencia a un grund es lo que caracteriza sintéticam ente al estadio del ser denom inado posmodernidad. La imposibilidad se relaciona con aquella condi­ ción afectiva que Nietzsche describe con el nombre de nihilismo consumado, y que en cuanto estadio concluyente y disolutivo del pensamiento de la presencia, de la metafísica como historia y olvido del ser, abre para el dasein un modo cualitativamente diferente de entender y mirar a la totalidad. Un modo de concebir al ser que asume como constitutiva la pregunta por su origen, y que por lo tanto, no se deja seducir por el encanto de las categorías trascendentales. “Llega ya la época en que tendremos que pagar el haber sido cristianos durante dos milenios: perdemos la fuerza de gravedad que nos permitía vivir, hace ya tiempo que no sabemos de dónde venimos y a dónde vamos. Nos precipitamos, de repente, en las valoraciones opuestas con el grado de energía que ha despertado, incluso en el hombre, una supervaloración extrema del hombre.” 38

VI

El devenir de la modernidad

En este momento del devenir de la modernidad puede no resultar del todo sencillo aventurar las consecuencias que tendrán sus dinámicas actuales y, sobre todo, las consecuencias de ese inevitable resultado de sí misma que es la posmodernidad. Pareciera sin embargo que las implicancias ideológicas de esa “condición” nos sitúan ante la imposibilidad teórica de seguir dando 38.- F. Nietzsche, La voluntad de poderío, op. cit., pág. 44

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cuenta del proceso de modernización, al menos en función de las premisas y de las valoraciones que la propia modernidad había desarrollado en el marco de su autodefinición. Es así que podemos ya afirmar sin riesgo que “el glorioso movimiento de la modernidad no ha llevado a una transmutación de todos los valores, como habíamos soñado, sino a una dispersión e involución del valor, cuyo resultado es para nosotros una confusión total, la imposibilidad de reconquistar el principio de una determinación estética, sexual o política de las cosas.” 39 Este estadio, este desencadenamiento al que ha conducido la “reproducción ampliada” de las propias tendencias que definían a la modernidad, ha terminado de alguna manera por desligar y por desacoplar el contenido efectivo de las transformaciones, del concepto que estas tenían de sí mismas. El proceso de la modernidad se ve así liberado de su propia idea, de su valor, de su origen y de su final, para concluir en una inevitable espiral de autorreproducción indefinida. Sin embargo, este distanciamiento creciente, que concluye en una especie de decaimiento e impotencia ideológica, tuvo en su momento un efecto fundamental para la universalización del proyecto como modelo de transformación “neutro” y sin referencia histórica precisa. La idea de una “teoría de la modernización”, que adquiere fuerza en la segunda mitad de este siglo, fundamentalmente sobre bases funcionalistas, es la culm inación de un trabajo ideológico tendiente a una descontextualización del proceso social de la m odernidad; descontextualización que finalmente “desgaja la modernidad de sus orígenes moderno-europeos para estilizarla y convertirla en un patrón de procesos de evolución social neutralizados en cuanto al espacio y al tiempo.” 40 La idea de que el advenimiento de la modernidad nos sitúa ante el primer estadio universal de una historia apropiable ya en términos de totalidad única, viene precisamente inscrita en la naturaleza de la temporalidad que es instaurada por la dinámica de la 39.- J. Baudrillard, La transparencia del mal; Ed. Anagrama, Barcelona 1991, pág. 16 40.- J. Habermas, El discurso fdosófico de la modernidad; Ed. Taurus, Argentina 1989, págs. 12 y s.

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“modernización”. La lógica de este proceso es una lógica expansiva y autogenerativa, que en cuanto avanza sobre sí misma, no deja ya territorio o espacio social que pueda resistir la fuerza de su instauración. Esta fuerza inquebrantable nace del mismo “núcleo endógeno” de la modernización, núcleo definido por un patrón de transformación material y por la naturaleza de su apropiación, mediada, y de alguna manera fundada, en un vínculo social constitutivo. La nueva época, “que se mira a sí misma en relación con el pasado, considerándose resultado de una transición desde lo viejo hacia lo nuevo” 41, está íntimamente vinculada con el desarrollo y con la expansión del capital y del espacio social de la mercancía, en el marco de un patrón de explotación de la fuerza de trabajo que empieza a operar como factor principal de disolución de un modo de producción agrario-feudal en abierta crisis. Esta temporalidad en la que lo “nuevo” se transforma en un valor ideológicamente dominante, es la propia temporalidad del capital, en la que la realidad empieza a definirse crecientemente como un valor de uso explotable y puesto en circulación, precisamente con la finalidad de ser apropiado y acumu­ lado. La historia pensada como totalidad comienza entonces a realizarse en función de un mercado que regula y controla al proceso de objetivación social y que, debido a su propia tendencia a la concentración y la centralización ilimitada de capital, se expande y se reproduce por todo el planeta a una velocidad y con una fuerza que no permiten pensar en una resistencia prolongada e históricamente viable. Es esta fuerza, expansiva y concentradora a la vez, la que da lugar a partir de cierto punto a su propia “clausura operacional”, impidiendo que el proceso pueda seguir expandiéndose territorialmente sobre el orbe y obligándolo por tanto a reestructurarse sobre sí mismo, sin poder hacer uso de una exterioridad que permanezca aún como reserva. De esta manera, “a partir del momento en el que el capitalismo ha invadido 41.- J. H aberm as, Modernidad: un proyecto incompleto; recopilado p o r Nicolás Casullo en El debate modernidad-posmodernidad, Ed. Puntosur, Argentina 1989, pág. 131

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el conjunto de las superficies económicamente explotables, deja de poder mantener el impulso expansionista que lo caracterizaba durante sus fases coloniales e imperialistas; (...) su campo de acción queda clausurado y esto lo obliga a recomponerse constantemente sobre sí mismo, sobre los mismos espacios, profundizando sus modos de control de sujección de las sociedades humanas. Su mundialización, lejos de constituir un factor de crecimiento, corresponde de hecho a una reformulación radical de sus bases anteriores, que puede desembocar, ya sea en una involución completa del sistema, ya sea en un cambio de registro.” 42 La actual fase del capital es en este sentido un desborda­ miento de su propia naturaleza, una metástasis caótica y desordenada que no alcanza a definir un límite y un orden para su progresión, cuando ya inmediatamente lo ha dejado atrás. La expansión de la esfera del consumo masivo mucho más allá de lo “necesario” en las sociedades industrializadas, nos ha situado finalmente ante el orden político de la producción, la circulación y el consumo de bienes. Descubrimos ya que no se produce para satisfacer “necesidades objetivas”, sino para satisfacer los requerimientos estratégicos de un sistema. Este sistema necesita de hecho la ampliación permanente de la esfera de las necesidades -y por tanto del “consumo”-, para seguir manteniendo la naturaleza del lazo social y de las relaciones de poder que en última instancia lo definen. Más aún, en la actual expansión frenética de la producción y del consumo, en la saturación de nuestra vida cotidiana por los objetos, hemos terminado por percibir el fundamento de la “ideología de las necesidades” en el cual se sostenía el principio mismo de la producción; hemos terminado por descubrir la lógica de esa discursividad que, situándonos ante las evidencias de un supuesto sentido común (la objetividad de los requerimientos “biológicos”, la función del trabajo en su satisfacción), no hacía sino ocultar la finalidad real de un orden social y servir de coartada a un sistema que 42.- F. Guattari, Cartografías del deseo; Francisco Zegers Editor, Santiago de Chile 1989, pág. 41

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tiene en la producción y en las relaciones de producción, el fundamento de su existencia. “Es claro que la petición de principios sobre la cual se funda la legitimidad de la producción, a saber que la gente tenga necesidad a posteriori y como milagrosamente de aquello que se ha producido y se ofrece en el mercado (...) oculta simplemente la finalidad interna del orden de producción. Todo sistema, para devenir fin en sí mismo, debe dejar de lado la cuestión de su finalidad real. A través de la legitimidad falsificada de las necesidades y de las satisfacciones, se reprime toda la cuestión de la finalidad social y política de la productividad.” 43 Vivimos así la ampliación insospechada de la sociedad del consumo y, como su dimensión fundamental, la conversión productiva de todo en objeto de consumo, en objeto de un proceso de circulación y de reproducción indefinida en el que, precisamente, lo que pierde sentido es la noción clásica del valor de uso de los objetos: la ideología que nos enseñaba que la finalidad última de los bienes producidos estaba asociada a la satisfacción de necesida­ des humanas crecientes pero sin duda “objetivas”. Podemos decir de hecho, que más allá del valor de uso de los objetos, aparece el rostro desnudo de nuestra condena al consumo, la imposibilidad de escapar a una sociedad en la que estamos “destinados a consu­ mir, aunque sea de manera distinta, cada vez más objetos e informaciones, deportes y viajes, formación y relaciones, música y cuidados médicos. Eso es (finalmente) la sociedad posmoderna; no el más allá del consumo, sino su apoteosis, su extensión hasta la esfera privada, hasta en la imagen y el devenir del ego llamado a conocer el destino de la obsolescencia acelerada, de la movilidad, de la desestabilización.” 44 Sin embargo, esta desestabilización permanente de nuestra cotidianeidad y de nuestro entorno, no sólo está mediada por la 43.- J. Baudrillard, “Génesis ideológica de las necesidades”, recopilado en Crítica de la economía política del signo; Ed. Siglo XXI, México 1989, pág. 64 y s. 44.- G. Lipovetski, La era del vacío; Ed. Anagrama, Barcelona 1992, pág. 10

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movilidad y por la “obsolescencia acelerada” que provoca la sobrecarga y la profusión en el consumo. Junto con ello, se ha desarrollado también una universalización, proliferación y saturación de las comunicaciones y de las redes de información; una sobredeterminación por los media de todo “real” acontecimiento, en el que los objetos y los referentes han terminado por desaparecer en el horizonte de la sobreproductividad y de la sobrecirculación. Este proceso ha conllevado por su parte una desestabilización de todo “principio de realidad”, la imposibilidad efectiva de instaurar y de acceder a referentes simbólicos claros y universalmente compartidos. Al final, la sobrecarga de “hechos” puestos en escena ha traicionado su propio contenido y con ello, la noción misma de realidad y el proceso de su producción, se han transformado en un objeto de consumo, en un producto virtual que es creado y puesto en circulación en base a las mismas reglas que regulan y dirigen la producción de cualquier otro producto. La posibilidad en algún sentido terrorífica de comercializar masivamente máquinas de producción de realidad virtual, nos sitúa finalmente ante el clímax de este proceso de virtualización del mundo, y nos permite percibir el creciente y complejo problema que acarreará mañana la defini­ ción y el concepto mismo de realidad. Es precisamente el macroespacio generado entre esta saturación en el consumo y la “virtualización” de la realidad efectuada por los media, el que nos ha conducido a esta “sobrecarga” social y cultural llamada posmodernidad. En este punto, ya sin retorno, nos encontramos imposibilitados de controlar el proceso en sus efectos principales y arrojados a una vorágine de imágenes, objetos y sentidos, que ha terminado por relativizar y en último término por desvanecer lo que clásicamente habíamos entendido por distinción teóricamente fundada, en el marco de una concepción también clásica de referente. ¿Qué sentido puede tener la búsqueda de la objetividad teórica, si es el propio estatuto epistemológico del Objeto lo que ha terminado por problematizarse?, ¿Qué decir de la distinción entre realidad y fantasía cuando es su propio límite lo que ya no soporta el peso de los

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acontecimientos? Más importante parece hoy en día asumir la indistinción y la pérdida de realidad como un destino inevitable de nuestra civilización. Sobre todo cuando esta indistinción se anuncia y se abre camino como resultado de la propia positividad de los acontecimientos; de esa sobrecarga de operatividad que constituye a la “realidad” nada más que en su existencia positiva, en ese estado “puro” en el que ya no es posible imaginar una substancia o un contenido referencial, más allá del “efecto” creado por la propia sobreconducción y por la circulación ilimitada de positividad. Detrás de esta positividad exacerbada y ya virtualizada de los acontecimientos es posible que se esconda la gigantesca paradoja de los tiempos actuales. La paradoja consistiría en haber incubado un nuevo “principio de incertidumbre”, que no depende ya de esa acumulación de negatividad dialéctica que nos remitía a la postulación de un sistema contradictorio, que era incapaz de encontrar un cauce de salida para su conflicto, en los marcos de su lógica de funcionamiento. Actualmente, lo que ocurre es que toda la negatividad social y crítica que el sistema genera es liberada y absorbida por un aparato científicotécnico en expansión, que pudo y puede finalmente transformar toda energía, ya sea material, individual o social, en un flujo útil y funcional a la performatividad y a la reproducción ampliada del sistema. La inestabilidad es ahora un desequilibrio estructural fundado en la positivización de toda la energía negativa creciente que el sistema producía, lo que a su vez convierte al principio de incertidumbre en un “efecto” inevitable de la positividad extrema y total de los procesos. De hecho, esta “producción ininterrumpida de positividad tiene una consecuencia terrorífica. Si la negatividad engendra la crisis y la crítica, la positividad hiperbólica engendra, a su vez, la catástrofe, por incapacidad de destilar la crisis y la crítica en dosis homeopáticas. Cualquier estructura que acose, que expulse y exorcice sus elementos negativos corre el peligro de una catástrofe por reversión total, de la misma manera que cualquier cuerpo biológico que acose y elimine sus gérmenes, sus bacilos, sus parásitos, sus

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enemigos biológicos, corre el peligro de la metástasis y el cáncer, es decir, de una positividad devoradora de sus propias células, o el peligro viral de ser devorado por sus propios anticuerpos, ahora sin empleo.” 45 Nos encontramos ya viviendo en una sociedad que no puede generar y contener su propia destructividad, la “parte maldita” sobre la cual recayeron en su momento tanto los intentos de neutralización y de reapropiación funcional, como la utopía de la “síntesis dialéctica”: esa síntesis histórica de corte hegeliana, y que “materializada” por el marxismo, sirvió de fundamento para toda la escatología revolucionaria. A partir del momento en que la negatividad social pierde su estatuto ontológico y político, su propia desaparición nos lleva a mirar el destino de la positividad ilimitada, de esa auténtica “catástrofe por reversión total” que se anticipa, y que se anuncia ya en la imposibilidad radical de definir un límite o un patrón establecido para encuadrar el proceso social. Lo que ocurre de hecho es que todo se encuentra desencadenado, que las actuales dinámicas económicas, sociales, culturales, se definen por su radicalidad y por su extensión; y que estas dinámi­ cas, lejos de mostrar síntomas de agotamiento, siguen incesante­ mente un curso extremo, un curso virtual y “metastásico” que nos sitúa ante una profusión que lejos de consumirse, siempre se retroalimenta. En algún sentido, es acertada la metáfora de Baudrillard cuando define la virulencia de estos procesos como un enigmático agujero negro; es decir, como una región del espacio-tiempo social en el que su grado de sobreconcentración y de sobreabundancia es tal, que su campo gravitatorio crece indefinidamente, no pudiendo evitar aumentar la fuerza y la virulencia que lo constituye. Nuestra civilización se ve arrastrada así por su propio peso, por su infin ta masa de acontecimientos, lo que transforma a cada uno en un acontecim iento infinitesim alm ente vacío, m atem áticam ente inexistente. Estamos de este modo ubicados en un horizonte de sucesos previo al big crunch social, previo al punto en el cual todos sus 45.- J. B audrillard, La transparencia del mal, op. cit., pág. 115

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procesos, toda su energía cae tragada por una fuerza gigantesca y devoradora, llegando al grado cero de la referencialidad social, política y cultural. ¿Cuál puede ser el porvenir de una sociedad que se desborda de su propio límite hasta el punto de no poder dar con su propio principio de realidad? ¿Cuál es el destino del hombre que se ve arrastrado por esta vorágine de sucesos que, por una descomunal paradoja, siempre acumula la energía que supuestamente consume? Heidegger señaló una vez que en una época en la cual el hombre se dispone a hacerse dueño del universo entero, “no basta con el hombre”. Hay algo del hombre mismo que también empieza a ser desbordado y transgredido en esta virtualización del mundo creada por él. La tranquilidad de ese límite que definía y que garantizaba nuestro estatuto ontológico como el fruto más preciado de la ideología, empieza también a desestabilizarse. De alguna m anera, la posmodernidad es el comienzo de la mirada más allá del límite que hizo del hombre un significado sólido y universal y que, por lo tanto, le permitió por mucho tiempo olvidar su propia determinación y su propia temporalidad. En el momento actual, momento en que el propio olvido pierde su razón histórica, empezamos a mirar a través de su cristal y descubrimos la finitud esencial de esa manera de mirar que definía al pensamiento metafísico. El modo metafísico de aproximamos a la existencia nos situaba ante “la presencia” del mundo y, por lo tanto, nos hacía olvidar la razón de esa presencia. Hoy día, ya tenemos al alcance la genealogía de esa razón y junto con ella, empezamos a observar los contornos de un horizonte en el que tímidamente se muestran los destellos de múltiples destinos. Esos destinos, que ya no serán del hombre sino del ser mismo, guardan seguramente los secretos bellos y terribles del tiempo que está por venir.

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TERCERA PARTE

SADE Y LOS SENDEROS DE LA ORGIA aquí se goza filosóficamente... Sade

¿Cómo definir la naturaleza de un pensamiento y, más aún, de una forma de experiencia que siempre transgrede su propio origen? Esa existencia aún sin nombre, esa sensibilidad desborda­ da de su límite, de los principios de la moral socialmente impuesta y que recae finalmente en el delirio, en los abismos secretos de la perversión. Esa existencia innombrable, esa sensibilidad irreductible es la instaurada por Sade. ¿Qué es lo que Sade quiere comunicar a través de su texto?; ¿Qué es aquello evidente que comunica y que sin embargo pareciera no querer ser dicho, resistir su puesta en evidencia? Detrás de los enunciados alumbran las pasiones; aquellas que en su naturaleza irreductible despliegan toda la fuerza de su presencia. Pero esa presencia ha requerido de su objetivación, de una realización carnal del deseo en la que las pasiones se muestran y se ocultan. El deseo se hace así cuerpo, se da una instancia material que lo contiene y a su vez, lo difunde. En la marca del cuerpo, en el sendero de sus flujos y de sus movimientos, en el clímax pleno del goce radica la existencia en su dimensión total, el espacio absoluto que se resiste a ser modelado. El cuerpo es ese lugar sin límites, que escapa siempre a la lógica del intercambio y que resiste y tensiona los modelamientos que la realidad impone y que la represión 89

refuerza; esos dispositivos higiénicos y morales que definen la esencia de nuestro malestar en la cultura. La razón es entonces lo que se opone al cuerpo, a la sin­ razón del cuerpo que tensiona y se rebela contra todo límite exterior, contra toda barrera y todo freno para el placer actual, para la gratificación inmediata. Pero el cuerpo es en sí mismo un límite, el espacio material que contiene al deseo y que también, lo encadena. Sade va develando al deseo como aquello que se resiste a un cuerpo, como la energía que busca el desborde de las formas, pero que sin embargo vive prisionero de ellas: “el deseo, es decir, la ausencia misma de límites, la intermi­ nable e irresponsable energía sin opuestos cuya fuerza toda sociedad debe desviar y canalizar. Sade arroja luz sobre este momento de la transmutación de la sexualidad en Dios, Ley y Conciencia; el momento en que el hombre se vuelve animal servil cuya crueldad se hará justificar por la causa que él se ha dado.” 46 Sade busca, de este modo, experimentar para auscultar los secretos del placer, llegar a esas profundidades del deseo en las que la realidad queda abolida, y donde finalmente la distinción entre exterioridad e interioridad pierde sentido. Sade quiere dejar que los propios límites del individuo se disuelvan en un torbellino, en un espacio vital que no puede ser pensado ya en términos de sujeto social. Esta forma de experimentar el cuerpo, esta “alquimia” del goce que Sade edifica incansablemente, lo llevan hasta los límites de la individualidad. Hasta la frontera en la que se hace visible el origen del hombre, la genealogía de esa realidad que finalmente nos constituye como especie, que nos ubica y contextualiza como seres individuales. Reconocer ese origen es mirar su principio, nombrar el fundamento histórico en función del cual hemos devenido lo que somos. En ese punto se aclara también nuestro genuino pasado, el tiempo que se ubica más allá del tiempo y en el que la existencia se da en su forma no individual, todavía no socialmente determinada. 46. - Philippe Sollers, Sade en el Texto; ensayo publicado en ‘‘Elpensamiento de Sade ”; varios autores, Ed. Paidós, Buenos Aires 1973, pág. 76

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A partir de este momento podemos reconocer que hay un origen, un instante desde el cual ya es posible concebir la Historia. La existencia empieza entonces a ser pensada en relación a referencias, ubicada y definida en función de un curso que determina y explica nuestro presente. En la constatación de ese instante podemos dar cuenta de un nosotros, especificar a través de un complejo trabajo ideológico, las particularidades genéricas que nos fundan como especie y, en el mismo proceso, las singularidades que nos constituyen y nos separan como individuos. Lo que aparece desplegado en todas sus implicancias en la noción sádica del placer, es la transgresión como la forma de superación de los límites que definen lo real y que delimitan lo posible. “La transgresión es una recuperación incesante de lo posible, por más que el estado de cosas existente haya eliminado lo posible de otra forma de existencia (...) Lo que recupera el acto de transgresión, en cuanto a lo posible de lo que no existe, es su propia posibilidad de transgredir lo que existe.” 47 Así, la necesidad de restituir al cuerpo como valor absoluto, de rescatarlo del olvido y ubicarlo como la sin-razón que se enfrenta a la razón, comienza a ser evidenciada en su esencia transgresora y en algún sentido política. Sade nos permite adentrarnos en la naturaleza del conflicto real de la vida, para descubrir que detrás de la historia universal de nuestras represiones, se oculta una voluntad de dominio y de poder sobre el deseo; y que, simétricamente, detrás de todas las guerras de liberación, ganadas o perdidas, se encuentra el intento único y absoluto de liberarlo. Sade va desarrollando en sus páginas un tipo de experien­ cia que nos llama, a su vez, a no abandonarla a su mera descripción. Detrás de las vivencias y de las emociones relatadas se va destilando lentamente otro discurso, oculto, subterráneo, pero que cada vez se va haciendo más manifiesto, va asomando a las superficies de lo evidente. Esta discursividad infame nos sumerge en una nueva y muy distinta mirada al hombre, a su existencia y a sus posibilidades futuras. En ella 47.- Pierre Klossowski, Sade o el filósofo infame; en “El pensamiento de Sade", op. cit., pág. 22

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aparecen redibujados en un nuevo espacio el cuerpo, el goce y las implicancias finales de la existencia, ilustrándonos en última instancia sobre el fundamento ontológico-político de la obra sadiana. En ese núcleo, en ese reducto invisible, se abren las perspectivas universales de esta experiencia: finalmente encontramos la significación existencial y profundamente subversiva que tienen para el hombre ta perversión, el sadismo y la orgía. Siguiendo las huellas dejadas por el texto de Sade, empezamos a visualizar el contenido esencial de su mensaje. En él, no sólo se relatan experiencias que nos sitúan ante una nueva manera de vivir el despliegue de la sexualidad, un modo distinto de concebir el placer y de practicar su ejercicio. Más bien nos encontramos ante el relato que nos ilustra sobre nuestra más íntima historia, sobre aquel indigente pasado que nos constituye y que hemos sido obligados a olvidar. Asimismo, se hacen presente las determinacio­ nes de nuestra actualidad, las razones profundas que llevan al hombre a ser un ente individualmente social y a vivir en una permanente y absoluta subordinación a la realidad. Se visualiza por último el contenido al que apuntan sus intentos universales de liberación, evidenciando a través de una enigmática “monstruocidad integral”, ese lugar sin tiempo y sin espacio en el que la existencia se despliega como totalidad. Ese espacio absoluto, esa totalidad vertiginosa en la que nuestra existencia individual se ve sobrepasada, no es otra que la orgía. La orgía se abre paso en la experiencia de Sade no sólo como la vía privilegiada para la liberación del cuerpo, sino más esencial­ mente, como la práctica fundante de un nuevo estado, como la anticipación del único y verdadero camino que el hombre busca como misterioso retorno a la anterioridad del desgarro que funda su ser. La orgía se devela ahora en toda su implicancia transgresora; como el espacio suprahumano en el que la exterioridad queda suprimida y donde el individuo se ve llamado a su diseminación, a la fundición en una totalidad viviente que no puede ser ya separada y que permanece por tanto como única experiencia. 92

Esta visión sádica de la historia esconde sin embargo una significación más compleja y decisiva, que trasciende a su vez el ámbito de experiencia que explícitamente define. De hecho, pensar en la orgía como espacio de participación puramente individual puede no tener sentido si no se intenta abarcar las premisas históricas que hacen de esa individualidad algo conceptualmente posible. En la pregunta por las determinaciones últimas del sujeto individual empieza a esclarecerse el contexto que permite pensar en las condiciones de su superación; son precisamente esas condiciones las que Sade intenta poner en práctica. La posibilidad de esta práctica no escapa sin embargo a las mediaciones del tiempo histórico; por el contrario, es este último el que le brinda su auténtica viabilidad y significación epocal. La sociedad que Sade ve nacer frente a sus ojos posee de hecho una intimidad muy profunda con el tipo de experiencia que intenta relatar. El advenimiento intempestivo de la modernidad de la cual fue testigo y genuino representante, no sólo opera como una transgresión evidente de los límites materiales y simbólicos de un orden social en decadencia, sino que se expresa en un desborde original de fuerzas sociales e individuales por mucho tiempo ocultas en el subsuelo de la historia. Sade sitúa en el campo de la individualidad y de su límite, aquello que la Revolución ubica en el campo de las intersubjetividades, en el fundamento de un nuevo orden social. El devenir de la modernidad tiene así en la transgresión y en el desborde de cada nuevo límite su forma específica de producir acontecimientos. La imposibilidad histórica de aferrarse a los límites lleva a la subjetividad moderna por el sendero de un paradójico destino: el hombre que en cuanto premisa básica de la historia jamás había dudado de su estatus ontológico, se ve alcan­ zado ahora por la naturaleza transgresora de los procesos, llegan­ do a descubrirse también como un resultado de la propia tempo­ ralidad del mundo. La genealogía del tiempo, el límite del hombre como efecto de fuerzas históricas es precisamente aquello que Sade quiere poner en evidencia a través de su obra. Esta imposibilidad 93

del límite, su transgresión por parte de las fuerzas ocultas que mantenía encadenadas, se realiza en esa totalidad ilimitada que es la orgía. Por su parte, el mundo de la modernidad, ese mundo que Sade observa apenas asomarse llegaría también a problematizar sus principios de referencia, las premisas de su orden material y simbólico, avizorando en último término la imposibilidad histórica de su trascendencia. La incapacidad cada vez más estructural para fijar un curso racional y unitario en los procesos sociales o para ubicar el principio de realidad de los acontecimientos, asoma como la manifestación epocal evidente de esta pérdida de límites que define al mundo de la modernidad tardía. La sincronía entre diseminación individual y el aumento térmico de nuestras sociedades, va dando lugar a consecuencias inesperadas en el devenir de los fenómenos políticos, económicos y culturales. La praxis interpretativa sobre la totalidad aparece ya cancelada, precisamente porque lo que ha estallado es el fundamento mismo de esa totalidad. En la fragmentación inconmensurable de referentes y de referencias, el hombre pierde su propio sentido y la transgresión aparece como la forma de vivir de una civilización, pero también, como la forma de morir. La orgía de Sade llega a ser en este contexto, sólo una divertida metáfora para dar cuenta de lo inaudito y de lo inexpresable del proceso histórico. Eso mismo que Heidegger describe como “la ausencia de fundamentos” en el horizonte de finalización de la modernidad y que plasma en un enunciado lleno de significación y claridad ontológica: el destino del hombre que se ha hecho dueño del mundo, no puede sino encontrarse necesariamente, más allá del hombre.

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LA METAFISICA DEL TERROR ...y me hundo en el terror del que soy hijo. Bataille

En cierto sentido, Lyotard tiene razón cuando sostiene que toda idea, todo concepto está fundado en el terror. En el origen del deseo grotesco de la verificación, en el sueño de la legitimidad que acompaña a todo procedimiento de “demostración”, se escon­ de desde lejanos tiempos una voluntad de poder y de dominio; la misteriosa contracara de una cultura que no hace sino mirarse, inevitablemente, en el espejo de su malestar. En la génesis de este malestar se encuentra la imposibilidad de mirar más allá del principio de realidad de la civilización; la necesidad de olvidar la violencia que se oculta en todo discurso y la disposición histórica a aceptar la razón que rechaza todo desorden y toda indeterminación; esa esencia caótica y vertiginosa que define según Nietzsche la “inocencia del devenir”. El terror expresado en su forma específicamente social es de este modo dominio y poder. La naturaleza social de nuestra historia es precisamente la historia de nuestra socialización: el proceso complejo y multidimensional en el cual hemos transitado desde la animalidad hasta la sociabilidad. Pero esta transición está a su vez marcada y definida por el terror. Por aquella diferencia originaria que nos constituye como especie y que en cuanto fundamento de nuestra “naturaleza” 95

social, se relaciona con aquello que Freud define como “la desigual distribución del placer”; el principio material que determina a la “escasez” como condición inherente para el desarrollo de la cultura. Sin embargo, la escasez que nos funda como seres sociales, como seres realizados por su determinación y por la necesidad colectiva de su administración, es también un producto de la historia; del proceso de una civilización que originada en el terror, no puede escapar a su origen sin escapar al concepto de sí mismo que este origen determina. El hombre es de este modo prisionero de su idea, prisionero del terror que como su razón histórica inevitable, le imposibilita mirar más allá de sí mismo; mirar el fundamento social e histórico que lo constituye en cuanto distinción y en cuanto objeto de valoración. El devenir en el cual el hombre llega a ser sujeto histórico es el violento proceso que lo exterioriza del mundo, que lo objetiva como un resultado del tiempo, y que lo condena a la reapropiación de la exterioridad extrañada, en función de una praxis productiva. Este largo recorrido es de hecho la materialización del intrincado trabajo a través del cual el hombre se diferencia de las “cosas”: la objetivación del ser por el proceso de producción y en el que el hombre resulta también un producto de sí mismo. El trabajo en su esencia política, viene a definir la naturaleza de un vínculo social, en cuanto su sola existencia trae consigo el imperativo de la apropiación de lo “ya” producido. La necesidad de reconciliar al hombre con la realidad que su propia actividad genera, se manifiesta discursivamente en el esfuerzo por negar la diferencia que toda metafísica representa. El deseo de unidad, la obsesión por un principio o una finalidad trascendental para la existencia, viene así tempranamente determinada por ese abismo que nos separa del mundo. Su finalidad histórica es negar el terror de la escasez a través del progresivo perfeccionamiento de los medios de apropiación de la realidad. El hombre que resulta de este modo de lo ontológicamente separado por la producción y la escacez, no puede dejar de soñar con la posibilidad de elaborar su trauma; con la ilusión de una trascendencia en la que el mundo no se presente ya frente a él, condenándolo a la 96

producción y a la disputa por su apropiación como la forma dominante de enfrentarse a la insoportable intrascendencia. La distancia que toda mediación productiva impone a los individuos, nace con el surgimiento del propio trabajo y con la exteriorización que éste determina frente a la naturaleza. Con el tiempo, la complejización de los medios de producción conllevará a una creciente división del trabajo, haciendo que la distancia surja, no entre el hombre y su entorno, sino entre los hombres mismos. De alguna manera, la obsesión por el control y el dominio del mundo pasa ahora por la mediación del dominio de los hombres entre sí, dejando en evidencia la esencia política del propio principio de la producción. Este proceso viene con la modernidad a rematar en una lógica de funcionamiento abstracta y universal, en la que el trabajo pasa a ser una forma genérica que circula y se acumula en función de la operatividad también abstracta de un mercado mundial. Así, la relación originaria que define a la escasez como fenómeno histórico, viene con la modernidad a dar un salto decisivo en lo que se refiere a sus procedimientos de control y administración planificada. La hegemonía que alcanzan en el mundo moderno los imperativos técnicos y la racionalidad instrumental, viene a dar cuenta de la radical enajenación a la que ha sido conducida la civilización por su propia praxis efectiva. La gran paradoja que encierra la producción humana en cuanto intento de “negar” la escasez, aflora finalmente con el mundo moderno en toda su verdad: a medida que se avanza en el proceso de objetivación y apropiación del mundo, aumenta la enajenación material y simbólica respecto de él, profundizando con ello la voluntad de poder y el terror como fundamento de las relaciones sociales. En este proceso, el hombre moderno va descubriendo que el principio de la transformación y la apropiación del mundo no radica en la posibilidad de superación de la escasez y del terror original, sino que el imperativo del trabajo y de la producción incesantes tienen su raíz en la diferencia que funda a la escacez como destino histórico inevitable. La voluntad de dominio y el terror que caracterizan nuestra naturaleza social no se redimen entonces en la actividad productiva y 97

en el trabajo, en la satisfacción progresiva de las “necesidades humanas”. Más bien es la propia lógica de la producción y de la acumulación permanente la que manifiesta su determinación social y su esencia terrorífica, su lejano origen traído hasta el presente en la forma pura del poder y el control sobre los hombres. De este modo, el espejo de la modernidad va dejando en evidencia sus más altas posibilidades y sus más íntimas miserias. El proceso de modernización radicaliza en su extraordinario despliegue no sólo los medios técnicos de la transformación, sino también, la proximidad de su límite histórico inevitable. En la expresión material de su grandeza y de su poderío, la modernidad explícita la magnitud de su decadencia y de su final. El hombre que se refleja en el campo de la ideología ilustrada como amo y señor del universo, empieza a constatar no sólo su incapacidad real de controlar el proceso en cuanto totalidad, sino también a vislumbrar el límite histórico de su “naturaleza” y su efectiva incapacidad de trascender. La sobreproducción técnica de la realidad y la lógica brutal de la mercancía terminan por diluir al hombre moderno en un universo cada vez más fragmentario y plural, pero constituido y sobredeterminado más que nunca por la reproducción universal del capital y por la masificación violenta de la esfera del consumo. De esta manera, la sensación actual de decadencia de valores, de sentidos y de referencias que el proceso ha traído como consecuencia, es el resultado ineludible de la condición alienante y terrorífica que define en su esencia a la modernización. El hombre no puede ya escapar o refugiarse de la modernidad y de sus “implicancias culturales”, precisamente por que el mundo moder­ no expresa en su condición extrema, el origen traumático y conflic­ tivo de nuestra propia humanidad civilizada. En síntesis, el terror de la escasez que nos constituía como seres sociales, terminó por generar una dinámica de transformaciones que tuvo como resul­ tado a la propia modernidad. El hombre actual aparece así como un ser epocalmente problematizado, como un ser que vislumbra ya el límite de su destino. 98

En esta mirada que se alza sobre los hombros de la civilización, se empieza a descubrir a la humanidad y a lo social en su propia historicidad. Se ponen al descubierto las reales determinaciones del presente y también, se empieza a avizorar el universo de posibilidades que se abren para el mañana. Esas posibilidades, sin embargo, no son ya del hombre sino que se elevan precisamente sobre su propio final. El horizonte epocal que se avecina para este “último hombre” se presenta aún como algo histórico y ontológicámente inabordable; sobre todo porque en cuanto estadio de disolución de nuestras actuales condiciones y posibilidades de existencia, deja definitivamente atrás las premisas conceptuales que el terror y el conflicto definían históricamente.

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HEGEL, LA TOTALIDAD

La pregunta por el estatuto ontológico de la filosofía es la pregunta por la posibilidad de indeterminación en el discurso. La interrogación en la cual el ser absolutamente indeterminado, se coloca como objeto, se funda en un tipo particular de procedimien­ to analítico; de mecánica conceptual en que la proposición decide “ausentarse” de la contingencia, para, en un breve respiro, mirar a la totalidad desde su exterioridad. La mirada, en la cual la pregunta de la filosofía queda contenida, es de este modo una ausencia de la contextualización espacio-temporal en la que toda pregunta por el ente tiende efectivamente a “darse”; inaugurando a su vez, en el mismo acto de su fundación, la posibilidad de acceder a la propia naturaleza del tiempo y del espacio como “cualidades” de esa totalidad. El ser que es discursivamente “puesto” por la filosofía en la inauguración de su pregunta, va de este modo realizándose en el mismo proceso de su definición; en una gestación en que la forma y el contenido de lo dicho tienen su origen en la propia pregunta, en el complejo proceso que la lleva a ser formulada, más que en la ilusión de la respuesta que ella trae consigo. La pregunta por la indeterminación absoluta, por la ausencia de contingencia efectiva, va alumbrando así, 101

lentam ente, la posibilidad de la determ inación pura; el condicionamiento “real” que en su simulada libertad respecto del “hecho” y de la “evidencia verificable”, se muestra finalmente como la mirada que el ser hace de sí mismo, como la ambivalente puesta en el concepto que la propia totalidad hace de sí. La paradoja que esto encierra es el aparente viaje hacia la nada que el proceso involucra; el camino que en la superficialidad de la razón dominante, pareciera únicamente alejarnos del lugar claro y seguro de “nuestra vida”, para conducirnos a un espacio de reflexión mucho menos inmediato, llevándonos desde la realidad incuestionable del presente, hasta la incerteza vacía de la abstracción inútil. En este sentido, no es meramente casual que en el largo recorrido de la Fenomenología, el ser aparezca inicialmente vinculado a la nada, como queriendo significar que la “ausencia” que la abstracción provoca, tiende fácilmente a ser pensada como simple vacío, como la imposibilidad del concepto para dotarse de efectivo contenido. Hegel de algún modo presiente esta contradicción, esta incapacidad de la razón moderna y de nuestro sencillo y complejo “sentido común”, para pensar en el contenido real de la abstracción absoluta, esa abstracción que resuena y se resume en la categoría filosófica ser. El proceso de la abstracción que concluye en este estadio de la totalidad que es el concepto de Idea Absoluta desarrollado por Hegel, tiene sin embargo su propia genealogía. La posibilidad de explicitar la idea como lo hace Hegel, o más bien, las condiciones que le permiten su despliegue como categoría, radican no en sí mismas, sino en aquella línea de pensamiento en la que se ubica su elaboración y de la que, en definitiva, su concepto viene a ser sólo un resultado. La noción de totalidad aparece así como una noción que no se desarrolla en el vacío ni en la a-temporalidad, sino que se ubica conceptual y temporalmente en los marcos de un proceso mayor: proceso que en palabras de Hegel viene a ser el arribamiento de la autoconciencia de sí de la propia totalidad. En algún sentido, el testimonio del pasado de esta reflexión que es retomado en su obra, es anunciado por él mismo

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cuando sostiene en una frase llena de significaciones que “el spinozismo es el principio de todo filosofar”. Hegel asume un marco analítico para el desarrollo de su reflexión, marco del cual recibe no sólo nociones metodológicamente orientadoras, sino la propia presencia del problema en cuanto tal. Uno podría preguntarse, ¿Qué hay en este sentido en la elaboración de Spinoza que Hegel llega a considerar tán fundamental para su reflexión?; ¿Sobre qué premisas el propio Spinoza construye un sistema que se auto-elabora bajo la forma de una perfecta “geometría”? En las claves que son puestas en evidencia en estas preguntas radica la secreta historia de la totalidad; en la travesía del concepto que es des-ocultado en su explicitación, el contenido efectivo de la misma. La hipótesis interpretativa que se esboza aquí no se inicia sin embargo en Spinoza, sino un poco más atrás: en la crítica de Giordano Bruno a los principios de la escolástica aristotélicotomista y en las diversas implicaciones que esa crítica trae consigo. La forma de la crítica en Bruno, se recubre de toda la teología dominante en su época, y aparece en su manifestación más temprana como una reflexión centrada en el problema de la distinción entre Dios y la Creación. La definición de estos dos conceptos había estado hasta Bruno montada sobre una lógica de las significaciones que provenía de la elaboración de Aristóteles sobre el problema de las categorías, y de la cual se desprendía la noción de extensión como una de las cualidades centrales de su contenido. Según este principio, el contenido de las categorías era siempre un ente ubicable espacial y temporalmente, un objeto que podía ser precisado en función de sus propios límites. Esto, aplicado al problema del “límite” entre Dios y su Creación, conllevaba implicancias que, a los ojos de Giordano Bruno, no podían ser doctrinariamente sostenidas. Es así que un Dios que se ve analítica­ mente separado de su creación, es un Dios que queda espacial y temporalmente “limitado” por su obra; que por terminar donde ella comienza, se autoimpone una exterioridad que es impensable en un Ser que se define como Infinito, Eterno e Ilimitado. El Dios

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dominante en la escolástica clásica, es un Dios que aparece para Bruno como “reducido” en su relación con la naturaleza “extensa” de su propia creación. El problema del límite y su relación con el problema del tiempo y el espacio, no habría sido una cuestión de gran importan­ cia, si no fuera porque además la noción de límite conllevaba “geométricamente” una cierta idea de determinación. Bruno sa­ bía como buen matemático, que un ser que es limitado por otro es un ser que de algún modo se ve determinado por eso que lo limita, y por lo tanto, aquello que ocurre dentro de su horizonte de sucesos se ve afectado y muchas veces especificado por aquello que perma­ nece más allá de su límite. Dios queda así como un creador determinado por su propia criatura y la Voluntad que define su esencia de Creador Absoluto resulta de este modo conceptualmente desfigurada. Si la noción de límite aparecía ya como problemática para Bruno, la idea de determinación es teológicamente inacepta­ ble. Como corolario: el Creador y su Obra no pueden verse mediados por ningún límite y, menos aún, por alguna relación que pudiera implicar determinación recíproca. La solución de Bruno a este problema será el primer destello de la noción de totalidad desarrollada en toda su comple­ jidad por Hegel. Esta solución significará, desde la mirada interna que la teología hace de su elaboración, el primer sistema panteista “lógicamente” fundamentado. Spinoza retomará posteriormente los principios fundamentales del sistema y concluirá en la imposi­ bilidad de separar a la unidad del propio fundamento metafísico de la que ella en última instancia deviene. Esta unidad última y primera entre extensión e idea, ser y esencia, será Dios: “la substancia absolutamente infinita e indivisible” (Spinoza, Etica, I, XIII). Hegel dará finalmente el último paso y el definitivo en esta travesía. La totalidad que es Dios no limita con nada exterior y por lo tanto, toda distinción es siempre y necesariamente interna. Así, en la unidad de Dios que es “violentada” por efecto de la distinción, Hegel encuentra el origen de la contradicción: la Idea, Dios, no existe 104

enajenado respecto de su obra, sino que participa de un “desgarramiento” en el cual vive separado y alienado de sí mismo. La contradicción radica en el fundamento de la Idea, en el ser de Dios; los sufrimientos que el hombre testimonia ante su Creador no son sino los sufrimientos de Dios ante su propio desgarro. En la ilusión de verse liberado de su mal, el Creador proyecta sobre el Hombre la tragedia de la que El mismo participa. En el momento final, ese momento que para Hegel es precisamente la autoconciencia del Espíritu, Dios descubre que en el destino del Hombre se juega también su propio destino.

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MARX CONTRA MARX

Marx se resiste a ir más allá de sí mismo. Se niega a mirar la posibilidad de desbordar su propio proceso y retroceder hasta ese punto inicial que, paradójicamente, lo ubica más lejos que su punto de llegada. Marx desea en el devenir de su gigantesca y prodigiosa travesía intelectual, dejar de ser filósofo y convertirse en buen científico, condenando con ello el ímpetu radical en el cual todo su proyecto teórico tenía su fundamento. Cuando Marx asume a la ciencia como el imaginario para la realización de su obra, asume de contrabando el horizonte epocal en el que la ciencia se vuelve ideológicamente dominante y, en un mismo movimiento, se condena (y nos condena) a no poder mirar más allá de los límites del contexto histórico. El joven Marx, el irreverente hegeliano de izquierda que sacude al Sistema desde sus cimientos, participa también de la decisión profunda de mirar a las distinciones y, sobre todo, a la distinción ontológica, desde la perspectiva de su genealogía. Igual que su viejo maestro, no se resigna, en sus comienzos, a aceptar el juego de las categorías y a jugar en él, sin preguntarse por el origen del mismo y por su finalidad real. Así, descubre que detrás de los conceptos se ocultan intenciones, voluntades de poder como las llamaría más tarde Nietzsche, 107

y que son ellas las que deben ser interrogadas; son ellas las que requieren ser desocultadas para encontrar en la obscuridad de su origen, el proceso que las ha llevado a ser reconocidas, la génesis ideológica y política que ha conducido a las categorías a una posición dominante. Sin embargo Marx no se resiste con el correr del tiempo a los embrujos de la nueva época y a las ilusiones que ella engendra. El contexto civilizatorio en el que la burguesía se instala como dueña y señora de la historia, llega acompañado a su vez de su propia metafísica; de las pretensiones de absoluto que toda época y todo sujeto social ponen en movimiento. Ese absoluto, ese sustento inmaterial que la burguesía trae bajo el brazo para justificar ante el universo su obra y su terror, es precisamente la filosofía moderna. En ella se expresan las pretensiones de su dominio, la imperiosa necesidad de un proceso social que busca objetivar a la realidad como valor de uso universal, y el sueño de producirla bajo un modo que permita su apropiación y acumulación ilimitada. Marx descubre tempranamente las intenciones últimas del orden burgués, pero no alcanza a reconocer en ese orden la esencia metafísica que lo acompaña. La modernidad es asumida entonces como proyecto total incuestionado, olvidando o no pudiendo aún preguntarse por la naturaleza del lazo social que se expresa y se encubre bajo su alero. Marx intenta por lo tanto, lo único que para la radicalidad ilustrada del momento puede tener sentido: descubrir la antítesis que se desprende de la sociedad que se desarrolla frente a sus ojos sin cuestionar el horizonte en el cual esa sociedad se gesta; elaborar una contracara del Capital que en cuanto versión negativa, permita pensar en la reconversión política de la modernidad, perma­ neciendo sin embargo sobre el piso sólido de su axiomática. La incapacidad o indecisión de Marx respecto de la Crítica, no de un modo de producción particular, sino de los fundamentos materiales e ideológicos de la producción como tal, no son paradójicamente el principio de su elaboración sino su curioso final. La asimilación lenta pero innegable de todas las premisas que la modernidad trae consigo -el imperativo de la transformación de la naturaleza, una 108

“ética del trabajo”, el carácter “objetivo” de las necesidades humanas, etc.- son la terrible adquisición que Marx debe pagar para convertirse en un “buen científico” y para cumplir el sueño moderno de reflejar a la realidad “objetivamente”. Cuando se encuentra ya en esa posición, cuando se haya ubicado en esa metafísica, ya ha dejado de lado toda posibilidad de crítica al imaginario social en el que esas categorías tienen sentido y utilidad. Marx termina convirtiéndose así en la imagen antitética que el espejo del capital proyecta de sí mismo, sin darse cuenta que ha dejado escapar todo el potencial que la crítica tenía en su origen. De hecho, a partir de los Manuscritos de 1844 toda su elaboración es un avance en materia de ciencia social y económica y un retroceso en términos filosóficos. Marx decide sacrificar el desarrollo de la crítica total para centrarse exclusivamente en la crítica parcial, sin darse cuenta que con ello sacrifica la posibilidad de mirar al estadio civilizatorio en que se ubica desde su exterioridad. En cambio, la síntesis hegeliana que realiza en los manuscritos, y en que las categorías sociales y económicas no renuncian a ser ontológicas, es el despliegue de una intuición genial: la intuición de una época que es capaz de contemplarse desde lo alto. Todo es allí puesto en suspenso, todas las categorías son llamadas a interrogar su propio origen, siguiendo el rastro de categorías anteriores que las explican y que ayudan a explicitar sus profundas y ocultas intenciones. En esta obra, Marx traza el itinerario de un proyecto al que más tarde habría de renunciar; la decisión jovial de no dejarse conquistar por las categorías y de no ceder jamás a los encantos y promesas de un tiempo histórico. Puede resultar incluso una circustancia significativa que el “Marxismo de Estado” desarrollado en los países del socialismo real, sintiera una profunda ambivalencia, cuando no una franca desconfianza, hacia estos textos que sin duda habían ido demasiado lejos. En el fondo, el poder constituyente de esas sociedades intuía que en las preguntas expuestas y desarrolladas en esas páginas se ocultaba el principio arqueológico de su miseria: el rostro desnudo de una formación social que no era sino la contracara brutal y deformada de una modernidad 109

que evidenciaba a través de ella sus intenciones últimas. Todo lo que el mundo moderno tiene de contenido histórico podía ser a partir de ahí develado, y en ese proceso, capitalismo y socialismo aparecían como perfectamente cómplices. Marx sin embargo escoge otro camino. La tarea del momento es “liquidar” a la filosofía para convertirla en una disciplina “científica” y, con ello, fundar sobre el espejo de la ciencia moderna la economía y la política de la revolución. En ese intento, no se puede avanzar más de lo que Marx avanza y las implicancias que esto tiene para el mundo moderno y para las fuerzas revolucionarias que bullen en su seno son, a la luz de las lecciones de este siglo, evidentes. No obstante, quizás el problema de Marx no haya sido una mera cuestión de culpas o indecisiones, sino simplemente que la historia no había dado de sí misma lo suficiente como para hacer este asunto abordable en su tiempo. Habría que dejar que mucha agua corriera bajo el puente de la modernidad, para que ella misma explicitara aquello que Marx intuye solamente en medio de un embriagante chispazo de genialidad. Esa chispa habría de encender más de un bosque, pero con un siglo y medio de distancia. Su fuego abrasador es, de hecho, uno de los secretos orígenes de la llama posmoderna. Precisamente en el centro de esta fragmentada y volátil actualidad se agita el destino de esa intuición despreciada y olvidada por Marx. El presentimiento terrible de que la verdadera revolución en marcha no va encaminada a la idílica liberación del hombre, sino paradójicamente, a su obscuro y misterioso final.

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INDICE

Introducción: La Ilusión de Filosofar........................................

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Primera Parte Génesis Ideológica del Materialismo Dialéctico Materia y metafísica......................................... El dualismo como principio............................ El reflejo, el referente....................................... Práctica científica y criterio de verdad.............

15 21 32 41

Segunda Parte La Diferenciay el Fin de la Modernidad La posmodernidad desde la ontología............. Diferencia y olvido del s e r............................... La presencia del Dios-fundamento.................. Metafísica del Capital....................................... El devenir de la modernidad............................

55 58 66 71 77

Tercera Parte Sade y los senderos de la orgía........................ 89 Metafísica del terror......................................... 95 Hegel, la Totalidad............................................... 101 Marx contra Marx.................................................. 107

Este libro se terminó de imprimir en los talleres de LOM EDICIONES en el mes de mayo 1996. En

él

trabajaron:

Edición Silvia Aguilera, Juan Aguilera, Paulo Slachevsky R elaciones Públicas Luis A lberto M ansilla Asesora Editorial F aride Z erán P roducción Carlos Bruit, Elizardo Aguilera M. Eugenio Cerda, Anne Duattis. Diseño de Portada Juan Cam pos. Diagram ación Com putacional Angela Aguilera, Nevenka Tapia, Fabiola Hurtado, Rossanna Venegas, Pedro M éndez. Fotom ecánica Josefina Aguilera A., Ingrid Rivas, Pedro Morales. Im presión Francisco Tobar, Cristián Andrade, Claudio Pacheco, H éctor García, Jorge Conejero, G abino Ramírez. Corte Jorge G utiérrez. Encuadernación Rodrigo Rozas, Sergio Fuentes, Alejandra Bustos, M auricio Tralma, Carlos Aguilera, M arcelo Toledo, Rodrigo Carrasco, Daniel Higueras. Difusión y D istribución A driana Vargas, M auricio Ahum ada, M arcelo M erino, Berenice Ojeda, E lba Blamey, Nelson M ontoya. Adm inistración Diego Chonchol y Alejandro D roguett Coordinación G eneral Paulo Slachevsky