La Hora De Job

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Leo Baeck- Martin Buber •León Roth Jean Danielou ■Ernest Renán H.H.Rowiey ■J.G. Herder •Josiah Royce Paul Weiss ■Gilbert Murray ArthurS. Peake ■Rudolf Otto G.K.Chesterton James B. Conant Seton Pollock ■Archibald Mac Leish Sóren Kierkegaard MONTE AVILA EDITORES

LEO BAECK - MARTIN BUBER - LEON ROTH JEAN DANIÉLOU - ERNEST RENAN H. H. ROWLEY - J. G. HERDER - JOSLAH ROYCE PAUL WEISS - GILBERT MURRAY ARTHUR S. PEAKE - RUDOLF OTTO G. K. CHESTERTON - JAMES B. CONANT SOREN KIERKEGAARD - SETON POLLOCK ARCHIBALD MacLEISH

LA HORA DE JOB

MONTE AVILA EDITORES C A.

Versión castellana: NELLY BONOMINI

© 1970 by Monte Avila Editores, C. A. Caracas / Venezuela

Portada / Víctor Viano Impreso en Venezuela por Editorial Arte

NOTA

del libro de Job es desconocido. En ge­ neral, aunque no unánimemente, se acepta que fue escrito por un judío en el lenguaje de su pueblo. Durante largo tiempo se creyó que el héroe del li­ bro era una persona real y que el libro constituía una narración poética de sus experiencias. Un Job es mencionado, junto con Noé y Daniel, por Ezequiel (14.14) como uno de los hombres justos del pasado. Pero ya en el siglo III un maestro talmú­ dico afirmó que Job no había existido nunca y que era sólo una parábola. Al igual que lo que ocurre con su autor, también es desconocida la fecha en que fue escrito. El pe­ ríodo en que se considera que ello pudo ocurrir, abarca medio milenio, desde el siglo V antes de Cristo hasta el I. Sin embargo, este libro de orígenes desconocidos figura entre los que más elogios han recibido a lo largo de los tiempos. Francis Bacon lo consideraba “lleno de filosofía natural”. Carlyle dijo que era “uno de los mejores libros jamás escritos: pienso que no hay nada en la Biblia o fuera de ella de iguales méritos literarios”. En nuestros tiempos, Thomas Wolfe sintió que “la más trágica, sublime y hermosa expresión de la soledad que jamás haya leído es el libro de Job”. Y ese libro de Job ha influido tanto en la Divina Comedia, de Dante, como en el Paraíso Recuperado, de Milton y en el Fausto, de Goethe. El objeto de este volumen, empero, no consiste en continuar esa línea de elogios, sino intentar una visión respecto a cómo ha sido tal texto leído y com­ prendido a través de las edades y observar también |h

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cómo se lo lee y lo interpreta en nuestros tiempos. Los trabajos de Baeck y Buber representan el pun­ to de vista de la tradición judía, mientras que Daniélou, Renán y Rowley, plantean variantes de la interpretación cristiana. La hermenéutica humanís­ tica está ejemplificada por Herder, Royce y Weiss. Los problemas de teodicea que la parábola presenta han quedado a cargo de Murray y Peake. Otto, Chesterton y Conant toman a Job en su estricto sen­ tido de misterio. Pero Job es, en definitiva, una lección de fe y así nos lo muestran en último tér­ mino Kierkegaard, Pollok y MacLeish. Durante más de dos mil años la gente se ha sen­ tido atraída por el libro de Job y por su héroe. Job cae del mayor estado de felicidad a la mayor miseria y degradación. Todo ello, las manipulaciones de Sa­ tanás, las discusiones del héroe con sus amigos tradicionalistas, sus estallidos de indignación por los males del mundo, los ocasionales destellos de espe­ ranza, la aparición de Dios en todo su misterio y su majestad, la reconciliación final del sufrimiento con Dios, el mundo y el hombre, tales imágenes han conmovido, provocado e indignado a los lectores. No podían no identificarse con Job. Job es el hom­ bre; lo ha sido siempre. En nuestros tiempos, sin embargo, en que, desde un comienzo de siglo increíblemente dichoso y con­ fiado en el crecer constante de la felicidad, hemos sido precipitados al infierno de las guerras mundia­ les asesinas, de la anarquía general, de la amenaza total que configura cierto aspecto de la técnica, de la soledad irremediable de la sociedad de masas, la hora de Job ha sonado para nosotros y tal vez por eso la meditación sobre su figura nos depare enseñanzas más ricas que a las gentes de otras edades. LOS EDITORES

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LEO BAECK

JOB Y KOHELET: LIBROS SAPIENCIALES

T os que ordenaron los escritos tradi*—* cionales en el Canon de las Sagradas Escrituras incluyeron dos libros entre los cuales el contraste es casi total. La grandeza —estamos tentados de decir la infinitud de la Biblia— se manifiesta en el hecho de que ambos tengan cabida en ella [ . . . ] . Opuestos entre sí, aparecen juntos en las Sagradas Escrituras. Los dos son libros de kohmah (sabi­ duría ). Uno, el libro de Job, es una obra volcánica. Desde las profundidades se desatan con una fuerza ele­ mental vehementes lamentaciones. El otro, el libro de Kohelet (Eclesiastés), es una obra serena. Nunca llega al apasionamiento. Una inspiración sutil hila y urde su trama. Ambos son libros de indagación. Pero en uno surgen los interrogantes en los que el tormento y las miserias humanas buscan una expli­ cación y una salida. El otro clasifica y reúne esos interrogantes: los que se evidencian por los cam­ bios temporales y los que quedan en descubierto por los altibajos de la vida de los hombres. En uno, un hombre lucha hasta el fin contra Dios y batalla contra los hombres que se proponen ser defensores de Dios, pero que se convierten en de­ fensores de Satanás, el acusador. Su dolor y su sufrimiento se expresan en palabras desgarrantes. En el otro, un hombre filosofa acerca del mundo y de Dios y considera desapasionadamente uno a uno los diversos motivos de asombro existentes en el universo. Sus palabras no son nunca superfluas ni insuficientes. Uno de los libros se abre camino por la fuerza hasta lo más profundo del dolor hu­ mano. Es un libro de disyuntivas absolutas. El hom bres

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otro pone espejos ante nuestra mirada y los mueve. Nos propone un examen —desde diversos ángulos— de las preocupaciones y ansiedades humanas. Es un libro de conciliación absoluta. En uno, habla el Hombre; en el otro, habla un hombre. El Hombre habla en el libro de Job y por eso muchos antiguos maestros pudieron afirmar: “Nunca existió un hom­ bre Job; nunca vino al mundo; antes bien, Job es la representación del ser humano” x. En el libro de Kohdet habla un hombre; a ello se debe que algu­ nos antiguos maestros sostuvieran: “Pensaban que era el Rey Salomón y era, en cambio, alguien que viajaba de un sitio a otro sin mostrar su verdadero rostro” 2.1 En el libro de Job, los viejos amigos, sus con­ temporáneos, hablaban con el hombre que había enfrentado todos los sufrimientos que pueden afli­ gir al ser humano. Creían encontrar en su vida razones que explicaban su tribulación. Exigían de Job, “hombre sencillo y recto y temeroso de Dios y que se apartaba del mal” ( 1 : 1 ), que admitiese oscuros comportamientos y se acusase a si mismo, de modo que correspondiera a Dios el mérito de haberlo castigado. La respuesta de Job supone un compromiso ante Dios con estos hombres para su justificación ulterior y para la clarificación de su propia vida. Siempre está dispuesto a reconocer que Dios es Dios y que el hombre es el hombre, pero nunca dudará de la rectitud de su vida. A toda hora se humillará ante Dios, pero rehusará prosternarse ante los hombres que lo acusan. Después de hablar sobre sí mismo, sobre lo que su vida necesita y simboliza, habla de lo que el mundo necesita desde siempre pero que aún permanece oculto en el mis­ terio de Dios. En el misterio y las sombras que lo envuelven y que envuelven al mundo que lo rodea Job encuentra la respuesta. Esa respuesta habla de 1. Baba Batra, 15a. 2. Gittin 68b.

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hokbman. Es la respuesta que Dios da al mundo y al hombre que pregunta, respuesta que este pueblo —en su sufrimiento— nunca ignoró. La respuesta que Job oyó fue dada con toda la plenitud de la poesía: La plata tiene sus veneros en las minas, y el oro un lugar donde se forma. El hierro se saca de la tierra, y la piedra derretida con el fuego se convierte en cobre. El llega a determinar lo que han de durar las tinieblas, e indaga el fin de todas las cosas, y también la piedra, metida en la oscuridad y sombra de la muerte. Un torrente separa de los viajeros a aquellos que olvidó el pie del pobre, estando como están en lugares inaccesibles. Una tierra en cuyo suelo nacía el pan, está desolada por el fuego. Hay un lugar en que las piedras son zafiros, y sus terrones están llenos de oro. Su senda no la conoció ave ninguna, ni vista de buitre llegó a discernirla. No la pisaron hijos de negociantes, ni pasó por ella leona. El extendió su mano contra la peña viva, y trastornó de raíz los montes. Socavando peñascos ha sacado ríos, y sus ojos descubrieron todo lo precioso que había. Hubo también quien registró los fondos de los ríos, y sacó a luz lo que estaba allí escondido. Mas, ¿en dónde se halla la sabiduría? ¿Y cuál es el lugar en que reside la inteligencia? El hombre no conoce su valor; ni ella se halla en la tierra

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de los que viven en delicias. El abismo dice: No está dentro de mi, y el mar afirma: Ni conmigo. No se compra con oro finísimo, ni se cambia a peso de plata. No pueden parangonarse con ella los coloridos más ricos de la India, ni la piedra sardónica más preciosa, ni el zafiro. No se le igualará ni el oro, ni el cristal; ni será cambiada por vasos de oro. Las cosas más excelsas y apreciadas no se mentan en su cotejo, porque la sabiduría trae su origen de partes muy [recónditas. No tendrán comparación con ella el topacio de Etiopía, ni los más brillantes coloridos. ¿De dónde, pues, viene la sabiduría?, y ¿cuál es la morada de la inteligencia? Escondida está a la vista de todos los vivientes, y también se oculta a las aves del cielo. La perdición y la muerte dijeron: A nuestros oídos llegó la fama de ella. El camino para hallarla, Dios lo sabe, y El es quien tiene conocida su morada. Porque su vista alcanza a los extremos del mundo, y están patentes a sus ojos cuanto hay debajo del [cielo. El es quien arregló el peso de los vientos, y pesó las aguas con medida. Cuando prescribía leyes a las lluvias, y señalaba el camino a las fulminantes tempestades; entonces la contempló, y la manifestó, y la estableció, y descubrió sus arcanos. Y dijo al hombre: Mira, la sabiduría consiste en [temer al Señor, y la inteligencia en apartarse de lo malo.

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Esa es la respuesta del misterio y aparece al promediar el libro. En ella la vida de Job halla su propia justificación. Kohelet, el “hombre de la asamblea”, oyó la misma respuesta. Kohelet habló siempre sólo a los hombres, a diferencia de Job, que habla a Dios aunque dirija su palabra a los hombres. Kohelet observa sólo lo que es capaz de ver. Por consiguien­ te, todo está en movimiento, fluye, gira. Unicamente el mundo, este fundamento terrenal, permanece; todo en él es incierto. Las normas son imposibles. No se puede afirmar nada. En ninguna parte está el camino recto. La pregunta universal: “ ¿Quién sabe?”, es la pregunta de Kohelet. Sólo la hora cuenta, la hora que concede y quita, la hora errabunda; la hora todo lo gobierna. Todo tiene, pues, su tiempo. Funda­ mentalmente, toda hora es igual a cualquier otra. Lo que es, fue; lo que fue, será. “Y no hay nada nuevo bajo el sol” (Ecles., 1:9). Todo pasa, todo retorna. El fin y el comienzo, el comienzo y el fin, se reencuentran. El ciclo se completa para comenzar de nuevo y para llegar otra vez a su término. Nada perdura ni permanece estable. “Vanidad de vanida­ des, dijo Kohelet; vanidad de vanidades, y todo vanidad” ( 1:2 ). Y, no obstante, también para este hombre una cosa era cierta: aun él reconoció la existencia de ese gran “sin embargo”, la otra esfera de la cual se nutre este pueblo. Primero deja que hablen las experiencias, los días y los movimientos, los colores y las agitaciones, con toda la variedad de palabras que el hombre tiene para designarlas. Pero al final, nace que hable el “y, sin embargo”, la verdad deí otro dominio perdurable. Las experiencias mostraron los muchos contrastes; necesitaron de las frases iri­ discentes. Esta verdad tiene una única frase. Y de este modo concluye el autor con una ironía final —el misterio también tiene su propia forma de ironía, y la verdadera ironía sobrevive en razón del misterio— con la única certeza perdurable: “Tú, n

hijo mío, no busques cosa mejor que ésta. Los libros nunca acaban, y la continua meditación es tormento del cuerpo. Oigamos todos el fin de este sermón: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es todo el hombre” (12:12-13). Esa es la última palabra, la palabra de hokhmah. No se trata tan sólo de que este hombre filosofe con su cabeza y crea con el corazón y sea precursor de esa forma de romanticismo derivada del escepti­ cismo. Siguió siendo, con todo su racionalismo, uno de este pueblo que no puede comprenderse a sí mismo ni al mundo sin la ley de Dios y que, en verdad, no puede vivir sin ella. Este pueblo tiene entre sus miembros a quienes, como Job, luchan contra todo lo que se haya dicho porque su temor de Dios es siempre firme; o a quienes, como KoheIet, son capaces de arrojar dudas sobre todo lo de­ más, porque nunca dudan de la ley de Dios. Por lo tanto, el libro de Kohelet halló su lugar en el Libro; los antiguos maestros pudieron afirmar que también en él está “el espíritu santo” *. Ambos libros son libros de los hombres. “Y dijo al hombre” (Job 28:28), así termina en uno ae los libros el capítulo sobre la búsqueda de la sabi­ duría, del significado del mundo y de la vida. Y la frase “esto es todo el hombre” (Edes. 12:13) es en el segundo libro la respuesta final a todos los interrogantes acerca de lo permanente. Ya el profeta había hablado: “Te ha sido dicho, oh Hombre, lo que es bueno” (Micah 6 :8 ). Todos estos libros de la revelación son las palabras de los hombres y, por consiguiente, palabras para los hombres. El verdadero significado de la palabra hokhmab incluye lo que la contemplación de otro pueblo llamó compasión, humanidad. Pero la idea y la ley de hokhmah contienen algo más. Indican lo que el hombre es, y lo que debe ser desde lo más esencial de su humanidad, lo que lo une a los demás hom8. Cant. Rabba I, 9.

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hrcs. Significan también aquello que une al hombre con todo el cosmos en que ha sido situado. Hokhmab es aquello en que la revelación, y por tanto la crea­ ción, se demuestran verdaderas, aquello que nos habla desde todas las cosas, desde el mundo y sus leyes, la vida humana y sus leyes. Es aquello que da testimonio de la permanencia de la creación, de la permanencia de la revelación. Este pueblo llegó a reconocerse en la palabra bokbmah como en muy pocas otras. Tanto fue así que a veces en él se hizo presente hasta un humor meditativo, que puede ser una forma de autocomprensión. Y porque llegó a conocerse a sí mismo en lo que esa palabra significa, aprendió a com­ prender a los pueblos cercanos. Tal comprensión también tuvo a veces ese humor detrás del cual puede esconderse el amor, así como la seriedad más profunda. Israel tiene así una vieja expresión de gratitud hacia Dios, porque “les dio a los hom­ bres mortales de su bokbmah*. En esta palabra in­ traducibie también resuena un conocimiento pro­ fundo y lleno de amor de la universalidad de la revelación. Es una palabra tan intraducibie como este pueblo.

4. Bendición tradicional hebrea que se pronuncia en presencia de algún sabio.

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MARTIN SUBER

UN DIOS QUE OCULTA SU ROSTRO

la r e a l id a d de la catástrofe son destruidos por Dios tanto “el inocente como el implo” (Job 9 :22 ). Fuera de esa realidad, los impíos que quedaron vivos supieron cómo afirmarse a pesar de las dificultades: “vivieron, envejecieron y fueron colmados de bienes” (21:7), en tanto que para los piadosos, dotados “de codos más débiles y corazo­ nes más sensibles”, los días corrieron “más veloz­ mente que lo que el tejedor corta la tela y desapa­ recieron sin esperanza” (7:6). “Las casas de los ladrones abundan, y osadamente provocan a Dios” ( 12:6 ), mientras que el justo se ha convertido en “hermano de los dragones” (30:29). De esta ex­ periencia nace el libro de Job, opuesto a los dogmas de Ezequiel, libro hecho sobre una pregunta que en ese momento era nueva y que perdura desde entonces. En mi opinión, este libro —que evidentemente sólo ha alcanzado su forma actual a través de un lento crecimiento— no puede atribuirse a una épo­ ca posterior (o anterior) al comienzo del exilio. Las distintas formulaciones de la pregunta llevan la impronta de una áspera parquedad, la impronta de una expresión primigenia. El mundo en el que fue­ ron pronunciadas todavía no había oído por cierto las respuestas del Salmo 73 o del Deutero-Isaías. El autor se encuentra ante dogmas en proceso de for­ mación, los reviste de un idioma grandilocuente y les opone la fuerza de la nueva pregunta, la pre­ gunta nacida de la experiencia; en su tiempo, estos dogmas en evolución no habían hallado todavía deci­ didos opositores. El libro, a pesar de su acabada retórica (producto de un largo proceso literario)

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es uno de los acontecimientos importantes en la literatura mundial, pues por primera vez una indaga­ ción humana se reviste de palabras. Se ha dicho con acierto 1 que detrás de la manera en que ha sido presentado el destino de Job en esta exposición subyacen “muy amargas experiencias de índole supraindividual”. Cuando el doliente Job se lamenta “Arruinóme del todo, y perezco” (Job 19:10), ya no parece la queja de una sola persona. Cuando exclama “Dios me ha encerrado, me ha puesto a disposición del inicuo, y me ha entregado en manos de los impíos” (16:12), pensamos menos en los sufrimientos de una persona que en el exilio de un pueblo Es verdad que lo que aquí se presenta es un destino personal, pero el estímulo para hablar libremente, el incentivo para el lamento y la acusa­ ción, son el fruto de sufrimientos suprapersonales. La pregunta de Job nace como la de toda una gene­ ración acerca del sentido de su destino histórico. Detrás de este “yo”, expresado aquí en forma tan personal, se manifiesta el “yo" de Israel. La pregunta de la generación. ¿Por qué sufrimos lo que sufrimos?, tuvo, desde el comienzo, un ca­ rácter religioso; el “ ¿por qué?" no es aquí un interrogante filosófico que inquiera acerca de la naturaleza de las cosas, sino una preocupación reli­ giosa respecto de los actos de Dios. En Job, no obstante, se hace aún más clara, pues no pregunta “¿por qué Dios permite que yo sufra estas cosas?”, sino “ ¿por qué Dios me hace sufrir estas cosas?” Que todo proviene de Dios está más allá de toda duda y de toda averiguación; lo que se pregunta es de qué modo son compatibles tales sufrimientos con Su Divinidad. Para poder penetrar la gran dialéctica interna del poema debemos tener presente que aquí confluyen y se contraponen no dos, sino cuatro respuestas; en 1. Johannes Hempel, Die althebnuische Literatur (Wildpark-Postdam, 1930), p. 179.

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otros términos, encontramos aquí cuatro versiones de la relación de Dios con los sufrimientos humanos. La primera versión aparece en el prólogo del libro. En el texto que ha llegado a nuestras manos tiene tal contenido poético que no cabe la suposi­ ción de que proceda de un antiguo libro popular sobre Job. Sin embargo, la opinión del pueblo acer­ ca de Dios prevalece en él aparentemente inmodifi­ cada3. Es un Dios que permite que una criatura 3ue recorre la tierra y que de algún modo depende e El —el “Satanás”, es decir, el “obstructor", el “Adversario”— lo incite (2:3) (es el verbo usado en la historia de David) a causar todo tipo de males a un hombre piadoso que es Su "siervo” (1:8; 2:3) y de cuya fidelidad él se jacta. Esa criatura incita a la divinidad a afligir a este hombre con toda clase de tribulaciones sólo para establecer si su fe se quebran­ tará, como sostiene Satanás, o si la salvará, según la palabra de Dios. El poeta nos revela cómo ve él la cuestión al repetir en auténtico estilo bíblico la palabra “graciosamente” **. Con objeto de dejar acla­ rado si Job lo sirve “graciosamente” (1:9), es decir, no por el interés de una recompensa, Dios lo cas­ tiga y le envía tribulaciones “graciosamente” , según El mismo admite (2:3), es decir, sin causa sufi­ ciente. Aquí hay una crítica aún más severa a los actos de Dios que en las acusaciones de Job, porque se nos dice cuál es su verdadero motivo, por cierto indigno de la divinidad. El hombre, en cambio, revela ser un hombre íntegro. Para aclarar el punto, el autor recurre una vez más a la repetición, en este caso del verbo berekb, que significa bendición en su sentido corriente, y bendición para la despedida o 2 No estoy de acuerdo con la opinión de H. Torczyner, expresada en su último comentario (en he­ breo) al libro de Job (I, 27) de que el relato introductorio es posterior al poema. * La palabra “graciosamente” se ha traducido del texto de Buber; no coincide con las expresiones empleadas en la versión española de la Biblia ci­ tada en esta traducción. [Ai. del 77]

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alejamiento (1:5, 11; 2 :r, 9)*. Su propia mujer le dice y también la realidad le indica que “bendiga” a Dios, en el sentido de alejarlo; Job, en cambio, se inclina ante ese mismo Dios que se dejó incitar contra él “graciosamente” y lo “bendice” en el sentido habitual. Este enfrentamiento entre la divi* nidad y el hombre es especialmente dramático. El poema en diálogo que sigue lo contradice completa­ mente; en él, el hombre es otro hombre, y Dios, otro Dios. La segunda versión de Dios es la que tienen los amigos. Es la versión dogmática de causa y efecto en el sistema divino de la represalia: los sufrimien­ tos indican el pecado. El castigo de Dios es mani­ fiesto y evidente para todos. La concepción primi­ tiva del Dios fervoroso pierde aquí su significado: fue YHVE, Dios de Israel, quien tenía gran celo por Su alianza con Su pueblo. Ezequiel había mante­ nido la fe de la alianza y sólo el transcurso del tiempo entre alianza y alianza lo había llevado a anunciar el castigo incondicional de aquellos que rehusaran retomar en penitencia. En la versión de los amigos —en un ámbito que ya no es fundamen­ talmente histórico 43 esto se modifica con la afirma­ ción de la omnímoda conexión entre el pecado y el castigo. Por otra parte, si bien es cierto que para Ezequiel el castigo seguía al pecado cuando no había arrepentimiento, nunca se le ocurrió ver en todos los sufrimientos de los hombres la mano vengadora de Dios, y esto es precisamente lo que hacen los amigos: para ellos, los sufrimientos de Job son tes­ 3. La explicación de que esta expresión es un eufe­ mismo (según la opinión de Abraham Geiger, Unehrift vmi Ubersetzungen der Bibel [Breslau, 1857], pp. 267 ss., el resultado de enmiendas pos­ teriores, cf. Torczyner, I, 10) no se ajusta a los hechos. 4. La atmósfera del poema no es fundamentalmente histórica, aun cuando los principales personajes del relato fueran personas de existencia histórica, según la opinión de Torczyner (Job, I, 27).

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timonio de su culpa. La infinitud del alma sufriente queda convertida aqui en una mera fórmula, y en una fórmula equivocada. La primera versión era la de un pequeño ídolo mitológico; la segunda, es la de un gran (dolo ideológico. En la primera, el fiel sufriente era leal a un Dios mendaz que permitía la matanza de sus hijos inocentes; en este caso, en cam­ bio, no se le pidió al hombre que fuese fiel a un poder ilimitado, sino que admitiese y confesase la existencia de un plan que su conocimiento de la realidad contradecía. En el primer caso, el ataque a la fe del hombre provenía del destino; aquí, de la religión. Los amigos permanecen siete días en silen­ cio ante el sufriente Job, transcurridos los cuales le explican el libro de cuentas del pecado y el castigo. En vez de su Dios, a quien busca en vano —su Dios que no sólo le ha impuesto toda dase de pa­ decimientos, sino que también lo “ha cercado de tinieblas" hasta que “no ve d camino por donde anda” (3:23)— Job se ve visitado en su rincón de cenizas por la religión, que emplea todos los artiIugios de la palabra para privarlo del Dios de su alma. En vez del Dios “cruel” (30:21) y viviente al que se aferra, la rdigión le ofrece un Dios sensato y racional, una deidad a quien él no perdbe ni en su propia existencia ni en d mundo y que evidente­ mente no puede hallarse en parte alguna, salvo en d dominio propio de la religión. Y su lamentadón se convierte en una protesta contra un Dios que se retrae, y al mismo tiempo contra Su falsa representadón. La tercera versión de Dios es la que da Job en su lamentadón y protesta. Es la visión de un Dios que contradice su reveladón al “ocultar” su ros­ tro” (13:34). Es temiblemente perceptible e imper­ ceptible al mismo tiempo (9:11) y su ocultación se hace aún más evidente por la presenda excesiva de los “amigos”, que ostensiblemente son los de­ fensores de Dios. Todos los intentos de los amigos para cerrar la grieta que se ha produddo en d

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mundo de Job le demuestran a éste que se trata de una división ocurrida en el corazón del mundo. Evi­ dentemente, tanto el pensamiento de Job como el de los amigos se originan en la pregunta sobre la justicia. Sin embargo, a diferencia de sus amigos, Job sólo conoce la justicia como actividad humana ordenada por Dios, pero desvirtuada por Sus actos. La verdad que se afirma en los actos justos y la realidad que crean los actos injustos de Dios son irreconciliables. Job no puede renunciar ni a su pro­ pia verdad ni a Dios. Dios lo atormenta "graciosa­ mente” (9:17; no es fortuito que se vuelva a emÍdear aquí la expresión que usa Satanás en el próogo y que Dios repite); Dios “no según tela de juicio lo atribula” (19:6). Todas las súplicas del hombre no servirán de nada: “no hay quien me haga justicia” (19:7). Job no se considera libre de pecado (7:20; 14:16 s.), a diferencia de como lo ve Dios, según lo indican sus palabras del prólogo ( 1:8 ; 2:3). Pero su pecado y sus sufrimientos son inconmensurables. Y ios hombres que se dicen sus amigos suponen que podrán, apoyándose en el dog­ ma de culpa y castigo, desenmascarar su vida y de­ mostrar que está llena de falsedad. Al permitir que la religión ocupe el lugar del Dios viviente, Dios despoja a Job de su honor (19:9). Job había creí­ do que Dios era justo y que el deber del hombre era seguir sus caminos. Pero quien ha sido sometido a tales sufrimientos no puede seguir pensando que Dios es justo. “Una sola cosa he afirmado, y es que El consume al inocente como al impío” (9:22). No corresponde, pues, que siga sus caminos. A pesar de ello, la fe de Job en la justicia no queda que­ brantada. Pero ya no puede tener una sola fe en Dios y en la justicia. Su fe en la justicia no tiene más el respaldo de la probidad de Dios, Ahora cree en la justicia. No renuncia, sin embargo a la espe­ ranza de que ambas fes se vuelvan a unir alguna vez. En efecto, esto es lo que significa la reivindi­ cación de su derecho, el reclamo de una solución.

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La solución debe llegar, puesto que desde el mo­ mento en que conoció a Dios, Job sabe que Dios no es un Satanás con el atributo de la omnipotencia. Sin embargo, Job se ve ahora entregado a la presun­ ta justicia, la “justicia de cuentas’’ de los amigos, que afecta no sólo su honor sino también su fe en la justicia. Para Job la justicia no es un sistema de compensaciones. Por ella entiende simplemente que no deben causarse sufrimientos graciosamente. Job se siente aislado por este sufrimiento, alejado de Dios y de los hombres. Es cierto que Job olvida que Dios exige del hombre el ejercicio de una justicia como ésta. Pero no puede entender cómo Dios mis­ mo la viola, cómo visita a su criatura al rayar el alba (7:18) inquiriendo sus maldades ( 10:6 ) y, en vez de perdonar su pecado (7:21), lo ataca con la tempestad (9:17) — cómo a El, que es infinita­ mente superior al hombre, le parece bien rechazar a Job, que es obra de sus propias manos (10:3). Y, a pesar de esto, Job sabe que los amigos, que patrocinan la causa de Dios (13:8), no luchan por el mismo Dios verdadero. Antes de esto ha recono­ cido como Dios verdadero al de su interioridad. Ahora sólo lo experimenta a través del sufrimiento y la contradicción, pero aún en ellos tiene la expe­ riencia de Dios. Job se sintió imposibilitado de cometer el acto que Satanás en el prólogo había proyectado que haría y que, a su vez, su mujer le recomendó, más concretamente que “bendijera” a Dios, lo alejara de sí y muriera en paz. Cuando en el último discurso presta el juramento de purifica­ ción, dice: “Vive Dios, el cual ha abandonado mi causa” (27:2). Dios vive y desestima la causa. Job nada puede hacer para disminuir la carga de este doble aunque único problema: no puede aligerar su muerte. Sólo puede pedir enfrentarse con Dios. “Oh, quién me diera uno que me oyese!” (31:35). Los hombres no prestan oídos a sus palabras; úni­ camente Dios puede escucharlo. Quiere hablar con

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el Todopoderoso (13:3); sabe que si se lo juzga, será declarado inocente (13:18). En última instancia, sin embargo, con esto quie­ re significar únicamente que Dios se le volverá a hacer presente. “ ¡Oh, quién me diera el saber có­ mo encontrar a Dios!" (23:3). Job lucha contra la lejanía de Dios, contra la divinidad que se enfurece y permanece en silencio, se enfurece y “oculta su ros­ tro", es decir, contra la divinidad que siendo antes una persona próxima, se ha tornado en un poder siniestro. Y aun cuando El sólo se le aproximara en la muerte, “vería" de nuevo a Dios (19:26) como su “testigo” (16:19) contra Dios Mismo. Lo verá co­ mo el vengador de su sangre (19:25), que no debe ser cubierta por la tierra hasta tanto no sea vengada (16:18) por Dios en Dios. La absurda dualidad de una verdad conocida por el hombre y una realidad enviada por Dios debe quedar absorbida alguna vez, en alguna parte, en la unidad de la presencia de Dios. ¿Cómo se producirá? Job no lo sabe ni lo comprende; sólo cree en ello. Podemos por cierto afirmar que Job “hace un llamamiento de Dios a Dios" 56, pero no podemos decir que se levanta con­ tra un Dios “que contradice Su naturaleza más pro­ funda" ®, ni busca un Dios que se comporta con él “como lo exige el dogma de la represalia". Semejante interpretación trastoca el sentido del problema. Job no puede renunciar a la justicia, pero no espera encontrarla cuando Dios vuelva a hallar “Su naturaleza íntima" y “Su sujeción a la norma”, sino cuando Dios vuelva a aparecérsele. Job cree ahora, como más tarde Dcutero-Isafas (Isa. 45:15) bajo la influencia de Isaías (8:17), en “un Dios que se oculta”. Esta ocultación, el eclipse de la luz 5. A. S. Peake, The Problem of Suffering in the Oíd Testament (Londres, 1904, pp. 94 s.; cf. también P. Vote, Weisheit (Die Schriften des Alten Testa­ mente, Vol. III 11911]), p. 62. 6. F. Baumgaerten, Der Hiobdiahg (Stuttgart, 1933), p. 172.

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divina, es el origen de su abismal desesperación. Y el abismo queda franqueado en el momento en que el hombre "ve”, en que se le permite ver nue­ vamente, y esto se convierte en un nuevo funda­ mento. Se ha dicho con acierto T que Job está más Intimamente compenetrado del primitivo enfoque israelita de la vida que sus amigos dogmáticos. No hay para él otra vida verdadera que la de una alian­ za firmemente establecida entre Dios y el hombre; anteriormente había vivido esa alianza y recibido de ella su virtud, pero ahora Dios la na quebrado. Aquí encuentra una expresión personal el terror de los fieles del pueblo “que quedaron” en la hora de la catástrofe. Ese terror sugiere el que asoló a Isaías cuando se encontró ante la cruel misión que le había sido impuesta (Isa. 6:9 s.). Sus palabras “ ¿Hasta cuándo?”, resuenan en la queja de Job. ¿Hasta cuándo ha de ocultar Dios su rostro? ¿Cuándo nos será permitido verlo de nuevo? Deutero-Isaías ex­ presa (40:27) el desesperado lamento de los que quedaban del pueblo fiel: como Dios se oculta, el “camino de Israel también está oculto para El y 3ra no le presta más atendón. El profeta promete que no sólo Israel, sino todos los hombres han de ver a Dios (40:5). La cuarta versión de Dios es la que expresa El mismo en su discurso. El texto existente es aparen­ temente una revisión tardía, al igual que muchas otras secdones de este libro. Reconstruir el original es imposible. Pero no cabe duda de que el discurso tiene por finalidad algo más que la mera demostradón —en una medida mayor y más profunda que la ya ofrecida por los amigos y por Job mismo— del carácter misterioso del dominio de Dios sobre la na­ turaleza o que la mera explicadón dada a Job: “Tú no puedes comprender el secreto de ninguna cosa o ser del mundo, cuanto menos el secreto del destino 7. Johannes Pedersen, Israel (edición inglesa, 1926), I-II, 371. 29

del hombre”. Asimismo, se propone algo más que instruirnos mediante ejemplos tomados del mundo de la naturaleza, acerca del carácter "extraño y maravi­ lloso” de los actos de Dios, que contradicen toda la sabiduría teleológica y señalan en el "inabordable enigma del eterno poder de creación” un “inexpre­ sable valor positivo” *. El poeta no permite que su Dios se olvide de que se trata de una cuestión de justicia. El discurso anuncia a los hombres que ludían por ella otra justicia que la humana, una justicia di­ vina. No la justicia divina, que permanece oculta, sino una justicia divina, a saber, la manifestada en la creadón. La crearión del mundo es justida, no una justicia de recompensa y compensación, sino una justida distributiva y dadivosa. Dios creador da a cada cosa, a cada ser lo que le corresponde, en la me­ dida en que permite que tal cosa o tal ser lleguen a ser enteramente “ellos mismos”. No sólo al mar (Job 38:10), sino a toda cosa y todo ser, encierra Dios en la hora de la creadón dentro de “sus lími­ tes”. Dios recorta la dimensión de esa cosa o ser de “todo” lo demás y le fija una medida determinada, los límites que corresponden a su don. La antigua creencia de Israel en la creadón, madurada lenta­ mente, alcanza aquí su culminadón[. . . ] La creadón misma significa de por sí comunica­ ción entre creador y criatura. El creador justo fija Sus límites a todas Sus criaturas, de modo que cada una de ellas alcance la plenitud de su ser. De intento, el hombre está ausente en esta presentadón del délo y de la tierra, en la que se le muestra una justicia su­ perior a la suya, y en la que se le muestra que con su justicia, cuyo objetivo es dar a cada uno lo que le corresponde, sólo puede emular la justida divina, que da a cada uno lo que él es. Ante semejante ense8. Rudolf Otto, Das Heilige (25* edición; Gotha, 1936), pp. 99 s.; cf. también W. Vischer, Hiob ein Zeuge Jesu. Ckristi (5* edición; Zurich, 1942); W. Eichrodt, Theologie des Alten Testamente, III (1939), 145 s.

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lianza divina, es imposible que el sufriente Job pue­ da hacer otra cosa que “tapar su boca con su mano” (40:4) y confesar (42:3) que había errado al hablar de cosas que sobrepasaban su saber. Y con este reco­ nocimiento habría terminado la cuestión si hubiese oído una voz “desde el torbellino” (38:1; 40:6). IVro la voz es la voz de Aquel que responde, la voz de Aquel que “oyó” (31:35) y que se hace presente Itara ser “encontrado” por él (23:3). En vano ha­ da tratado Job de penetrar en Dios salvando la distancia divina; ahora es Dios quien se le acerca. Ya no se esconde más —sólo la nube tormentosa de Su sublimidad lo oculta todavía— y los ojos de Job lo “ven” (42:5). Por consideración hacia la perso­ nalidad humana el poder absoluto se personaliza. Dios se ofrece a Sí mismo el sufrimieno de Job quien, en la profundidad de su desesperación, se aferra a El con su obstinado lamento. Dios se le brinda co­ mo respuesta. Es cierto que “la superación del enig­ ma del sufrimiento sólo puede provenir del dominio de la revelación” *, pero no es la “revelación en !;eneral” la decisiva, sino la “revelación en particuar” hecha a la persona individual: la revelación como respuesta a la pregunta sobre su sufrimiento de la persona que padece, la limitación humana que Dios se impone al responder a un hombre. El desarrollo de este poema nos conduce de la primera versión a la cuarta. El Dios de la primera versión, el de la leyenda tomada en préstamo por el poeta, obra sobre la base de la “incitación” . La se­ gunda, el Dios de los amigos, obra sobre la base de propósitos manifiestos para nosotros, propósitos de castigo, especialmente en los discursos de Eliú (que probablemente son una adición posterior), de puri­ ficación y educación. La tercera, el Dios de Job, obra contra toda razón y objetivo. La cuarta, el Dios de la revelación, obra desde su divinidad, en la que todas las razones y objetivos de los hombres que9. Eichrodt, op. eit, p. 146. 31

dan inmediatamente suprimidos y satisfechos. Es evidente que este Dios que responde desde el tor­ bellino es diferente del Dios del prólogo; la afir­ mación sobre el secreto de la acción divina queda­ ría convertida en una burla si se le contrapusiera el hecho de esa “apuesta” entre Dios y Satanás. Pe­ ro ni siquiera los discursos de los amigos y de Job pueden armonizarse con tal afirmación. Presumible­ mente el poeta, que con frecuencia revela ser un maestro de la ironía, no modificó el contenido del prólogo que, al parecer, es totalmente opuesto a su intención, con objeto de establecer las bases para la multiplicación de opiniones que siguen. Pero en ver­ dad la versión del prólogo se propone ser irónica e irreal; la de los amigos es sólo lógicamente “verda­ dera” y nos demuestra que el hombre no debe so­ meter a Dios a las leyes de la lógica. La versión de Job es real y, por consiguiente, por decirlo asi, la negación de la verdad; y la versión de la voz que habla desde el torbellino es la verdad supralógica de la realidad. Dios justifica a Job quien ha habla­ do “con rectitud” (42:7), a diferencia de los ami­ gos. Y así como el poeta usa muchas veces palabras del prólogo en diferentes acepciones, así también aquí hace que Dios llame a Job lo mismo que en el prólogo con el término de Su “siervo”, y lo repite cuatro veces para darle mayor énfasis. Aquí el epí­ teto aparece en su verdadera luz. Job, el rebelde fiel, al igual que Abrahán, Moisés, David e Isaías, ocupa un lugar en la sucesión de hombres asi desig­ nados por Dios, sucesión que conduce al “Siervo de YHVE” del Deutero-Isaías, cuyo sufrimiento lo vincula muy especialmente con Job. “Y Job, siervo mío, hará oradón por vosotros” —con estas palabras Dios despide a los amigos (42:8). Es la misma frase con que YHVE en la historia de Abrahán (Gén. 20:7) asegura al pa­ triarca que él es Su navi. Se encontrará que en to­ dos los pasajes anteriores al exilio, en los que la palabra se emplea en el sentido de intercesión (y

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¿Me fue, al parecer, su primer significado), se aplita tan sólo a los hombres llamados profetas. La Importancia de la intercesión de Job queda subra­ yaba en el epilogo (que el poeta, excepto en lo que atañe a la plegaria, dejó tal como estaba) por cuanto el punto decisivo en la historia de Job, la “rehabi­ litación” (Job 42:10), y primero de todo su cura­ ción, comienza en d momento en que reza “por sus amigos”. Esas palabras son la única reminiscen­ cia de la vida y el idioma proféticos que se encuen­ tra en el libro. Tal vez para acentuar esta conexión, el primer lamento de Job se inicia (3:3 ss.) con la maldición del día de su nacimiento, lo que nos re­ cuerda las palabras de Jeremías (Jer. 20:14 ss.). La primera declaración de los amigos está expresada con figuras retóricas tomadas del mundo de las profe­ cías (Job 4:12 ss.), la última de las cuales (4:16) modifica la forma peculiar de la revelación de la his­ toria de Elifaz (I de los Reyes 19:12). El recuerdo de Job de la presencia divina “cuando Dios moraba secretamente en su casa” (Job 29:4) está expresa­ do en un lenguaje tomado de Jeremías (Jer. 23:18, 2 2 ). Su búsqueda, que logrará su objetivo al “ver” a Dios, roza la experiencia profética que únicamente en el Monte Sinaí pudieron compartir los que no eran profetas (Exoa. 24:10, 17). La figura histó­ rica de Jeremías, el profeta sufriente, inspiró apa­ rentemente al poeta a componer su poema del hom­ bre sufriente, que gracias al dolor alcanzó la visión de Dios, y que durante toda su rebelión fue testigo de Dios en la tierra (cf. Isa. 43:12; 44:8) como Dios fue testigo en el cielo.

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LEON ROTH

JOB Y JOÑAS

u a n d o el Salmista exhorta a su propia alma a v“ ' alabar a Dios, sabe qué clase ae Dios es el que merece alabanza. Dios no es el hombre, que apenas puede elevarse transitoriamente sobre sí mis­ mo, sino el creador que hizo el cielo, la tierra, el mar y lo que está en ellos y que ama Su creación: Hace justicia a los que padecen agravios; Da de comer a los hambrientos; El Señor da libertad a los encadenados; El Señor protege a los peregrinos; Ampara al huérfano y a la viuda; Y desbarata los designios de los pecadores. (Sal. 146:7 ss.). Es una fe simple, pero en su esencia afirma la existencia de un único centro de autoridad que obli­ ga al hombre a rendir cuentas. Es este Dios el que “reinará eternamente” que es (;o ha de ser?) “el Dios tuyo, ¡oh Sión!, en toda la serie de genera­ ciones” (Sal. 146:10). Podemos seguir este pensamiento en dos libros de la Biblia hebrea: el del profeta Jonás y el de Job. El libro de Jonás es la reductio ad absurdum de lo que podríamos llamar la “religión topográfica”. Jonás da por sentado que puede escaparse de Dios mediante el recurso humano habitual de partir sin dejar dirección. Dios acepta el desafío y proporciona a Jonás un albergue flotante, aunque ello no obsta para que mantenga a Jonás bajo su mirada. Y así como Dios no necesita de una dirección postal para encontrar a Jonás, Jonás descubre muy pronto que no es necesario contar con una residencia fija para

C

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encontrar a Dios. "Cuando su alma desfalleció den­ tro de él se acordó del Señor" (Jon. 2:8). Jonás retorna a su deber en un país que no es el “suyo". Allí hace un segundo y aún más difícil descubrimiento. Los designios de Dios no son los de los hombres. Dios no sólo no está limitado por una superficie geográfica, sino que tampoco se preocupa por los supuestos requisitos de la lógica. Está inte* resado en el engrandecimiento moral y el engrande­ cimiento moral significa cambios imprevisibles, no una permanencia previsible. Jonás se queja de que esto pone fin a su carrera como científico y afirma que más le conviene abandonarlo todo y morir. La ciencia significa predecir exactamente lo que ha de ser, y Jonás está dispuesto a hacer esto, pero si se concede a los hombres el derecho al cambio moral y aún se les alienta para que cambien, no es posible ninguna ciencia del comportamiento humano. Dios le habla como un ser inteligente a otro. Le dice que, en efecto, lo importante en el comporta­ miento humano no es el crecimiento en el mundo, biológico que florece un día y perece el siguiente, como el reino vegetal ejemplificado en la hiedra del capítulo 4, sino la cuestión moral de aprender a renunciar a la violencia y al mal obrar. Puestos frente a la alternativa de elegir entre la ciencia y el mejoramiento humano, habrá que renunciar a la ciencia. La conducta humana no es materia de re­ cuento fáctico, sino que ha de sopesarse de acuer­ do con la medida de piedad que despliegue. El libro culmina con la lección que debe derivar­ se de la creación. El creador de todo lo hecho no deja que lo hecho sea lo supremo. Como origen de la existencia, El es responsable de la existencia. Porque crea, Dios posee no sólo conocimiento, sino también compasión. Y su compasión se extiende más allá del hombre para abarcar todo el mundo sen­ sible.

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Y dijo el Señor: “Tú tienes pesar por una hie­ dra, que ningún trabajo te ha costado, ni tú la has hecho crecer; pues ha crecido en una no­ che, y en una noche ha perecido. ¿Y yo no tendré compasión de Nínive, la ciudad gran­ de, en la cual hay más de ciento veinte mil personas que no saben discernir la mano de­ recha de la izquierda, y un gran número de animales?” (Jon. 4:10 s.). El libro de Job trata de un desafío similar al planteado al egocéntrico Jonás, pero en una escala de mayor significación. Jonás debió abandonar su país y se lo envió a otro para que trabajara. El único “testigo” de Job está “en el délo”. Puesto que todo ser humano debe ocupar un lugar en el espado, se sitúa a Job en el país de Hus. El medio circundante importa tan sólo en cuanto revela que la geografía no hace al caso. Y cuando al final del drama, el Dios del cielo le contesta a Job, no lo hace desde ningún país en particular, sino desde un torbellino. Lo mismo que en el libro de Jonás, se advierte aquí que el secreto último está en el hecho de la creación. Pero la creadón, tal como se la entiende aquí, sobrepasa no sólo los límites de la humani­ dad, sino del mundo sensible. Abarca las cabras del monte y las águilas, el caballo guerrero y el aves­ truz, peto también y fundamentalmente el mar y las estrellas, los vientos y la escarcha y el granizo. La lluvia cae para satisfacer el desierto y la tierra deso­ lada y hacer brotar los tiernos pastos. Las praderas también son obra de Dios, lo mismo que el desierto donde no hay ningún ser humano. Lo edificante aquí es que Job se dedara conven­ cido. Queda reducido al silendo y se cubre la boca con la mano. “Te conocía de oídas; pero ahora te veo con mis propios ojos” (42:5). Muchos se pre­ guntan qué fue lo que convendó a Job y de qué quedó convenddo. La respuesta es ciertamente que,

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si bien se le presentaron las maravillas de la crea* rión, lo que ¿I vio fue una maravilla mucho mayor: la maravilla del Creador. Job no dice: “Mjs ojos ven a behemot y a leviatán", sino "Te veo con mis propios ojos". Tuvo una aprehensión inmediata de la unidad que está detrás de la variedad y majestad del mundo, la unidad en que el poder, la autoridad, la bondad y la sabiduría se unen en la creación cós*< mica. Job estaba justamente orgulloso de su inte*, gridad. Había visto a Dios como a su enemigo y lo había desafiado a que justificara su dominio del mun­ do. Dios le replica demostrándole que el mundo es aún más extraño que lo que Job había imaginado,* pero que así y todo tiene un significado. [ . . . ] . Jonás, como Jeremías, era un profeta por anto­ nomasia. Job es el hombre por antonomasia. Jonási afirma que sirve al Dios del délo y de la tierra, que creó los mares y la tierra, y está obligado a vivir conforme con lo que profesa. Job demuestra, ante' la incredulidad de las propias potendas celestiales,' que no son las drcunstandas externas las que hacen al hombre. Ni d libro dd Profeta Jonás ni d de Job —la lecdón de la ballena y la lecdón d d tor­ bellino— son, como se ha sostenido muchas veces, obras rudimentarias o ingenuas. Ambas son d re­ sultado de profunda reflexión. Son obras maestras de la ironía, de una ironía que brota de un con­ junto de opiniones tan profundamente arraigadas en la mente popular como para que pueda servir de trasfondo permanente al pensamiento. La ironía lle­ ga a sugerir que las opiniones heredadas, por arrai­ gadas y extendidas que estén, pueden ser erróneas. El libro de Job se refiere a la naturaleza de la religión: ¿puede d hombre servir a Dios graciosa­ mente? La prueba se efectúa in corpore vili. Job es puesto en la mesa de operadones y examinado. Cuando Job dice: “Aun si El me quitare la vida, en El esperaré” (13:15), no sólo se justifica a sí mismo, sino también a Dios.

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El libro de Jonás describe a los que portan los oráculos de Dios, sus rebeldías, sus sufrimientos y sus dudas. Huyen, o se los obliga a huir, de uno a otro país, pero no pueden escapar a la Palabra. Así como Dios se encuentra en todas partes, el linmbre puede vivir en cualquier parte. Puede sobre­ vivir hasta dentro de una ballena. Y así como Dios Ciiede situar al hombre allí, también desde allí el ombre puede buscar a Dios, y también Dios pue­ de hallar al hombre.

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JEAN DANIELOU

JOB: EL MISTERIO DEL HOMBRE Y DE DIOS

fue un antiguo patriarca idumeo que no per­ ni a la raza ni a la religión de Israel. IobI.ntenecía referencia más antigua que de él encontramos en

la Biblia está en Ezequiel (14:14 y 20), donde su nombre aparece junto a los de Noé y Daniel. Esto no es accidental, ya que Noé y Daniel tampoco per­ tenecen al pueblo de Israel. El texto hebreo del líclesiásríco también lo menciona (49:9). Un escri­ tor judío posterior, que recurrió tal vez a remotas tradiciones idumeas, le dedica uno de los más her­ mosos libros del Antiguo Testamento. Job, un pagano, se nos presenta como modelo de rectitud y piulad. El escritor judío que compuso el libro de Job lo tenía muy presente. Ya Ezequiel había hablado de su justicia (14:14). En el Nuevo Testamento, la Epístola de Santiago ensalza su pa­ ciencia y lo proclama bienaventurado. Y el Papa Sun Gregorio Magno, en el hermoso comentario es­ piritual que hizo sobre el libro de Job, no titubea en proclamar la santidad de este pagano: “No es sin razón que la vida de un pagano (gentilis) justo se nos ofrece como modelo. Nuestro Salvador, que venía para redimir a judíos y gentiles, quiso que su llegada fuese anunciada por judíos y gentiles.” *. Además, en la tradición litúrgica se encuentran pruebas de la veneración tributada a Job. Eteria, que escribió a fines del siglo cuarto, atestigua que se lo veneraba en Idumea, así como a Lot en Moab y a Melquisedec en Samaría: “Deseaba ^dirigirme al país de Hus para visitar la tumba de San Job y

1. MoraUa super Job, Prefacio; Sources chrétiennes,

p. 128.

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rezar allí.” 2. Eritea nos informa que también se lo veneraba en Hauran, en el norte de Palestina. En la antigua oración para encomendar a las almas se menciona a Job como modelo entre los que Dios ha salvado. El Martirologio Romano celebra su fies­ ta el 10 de mayo, los griegos y los coptos, el 6 del mismo mes. Tanto las Sagradas Escrituras como la tradición coinciden, pues, en ver en el antiguo idumeo un santo del mundo pagano. Job es, en primer lugar, la personificación de la justicia o rectitud dentro de la esfera de la reli­ gión cósmica y, en cierto sentido, es su expresión ideal. La rectitud tiene relación con la alianza cós­ mica. Dios había prometido ser justo en el otorga­ miento de los beneficios de la naturaleza; se había comprometido a dar la lluvia que garantizaría la fecundidad de las estaciones y a perpetuar la vida en los animales y los hombres. Pero establece un vínculo entre la rectitud de los hombres y el orden cósmico. Exige de los seres humanos que le rindan culto y observen sus leyes: “No habéis de comer la carne con sangre. . . Derramada será la sangre de cualquiera que derramare sangre humana; porque a imagen de Dios fue creado el hombre” (Gen. 9:5, 6). Job es el perfecto modelo de esta alianza. Es el hombre justo por excelencia: “Ese varón era sen­ cillo y recto y temeroso de Dios, y se apartaba del mal” (1:1). [Edouard-Paul] Dhorme observa que estas palabras expresan los variados aspectos de la virtud: la sencillez (o integridad) se refiere a las obligaciones del hombre para consigo mismo; la rec­ titud, a sus obligaciones con su prójimo; el temor, a sus obligaciones con Dios 3. Cuida de su familia y después de los convites en que participan sus hi­ jos e hijas, los reúne y los santifica (1:5). Ofrece holocaustos a Dios en reparación de sus pecados (1:5). Su caridad se extiende al huérfano y a la 2. 3.

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V o ya g e d ’E th érie, p. 13. L e L iv r e d e Job (París,

1927), p. 2.

viuda (29:12-15). Es “el padre de los pobres’’ (29: 16) y el terror de los malvados. “Se revistió de justicia” (29:14). En recompensa, Dios se complacía en derramar sus bendiciones temporales sobre Job. La primera de ellas fue la fecundidad de su descendencia: tuvo siete hijos y tres hijas. Poseía siete mil ovejas, tres mil camellos y quinientas yuntas de bueyes. Era un hombre rico. “Era grande entre todos los orienta­ les” (1:3). También gozaba de una posición des­ tacada y de gran prestigio entre sus conciudada­ nos. Cuando salía a las puertas de la ciudad, le preparaban asiento en la plaza; al verlo, los jóvenes se retiraban y los ancianos se levantaban (29:7-8). Ni una palabra se atrevían a añadir a las suyas (29:22). Job se veía colmado, pues, no sólo de ri­ quezas, sino también de honores, y su buena for­ tuna parecía ser el reconocimiento de su virtud por parte de Dios. Hemos justificado así el paralelo que estableci­ mos entre el pagano Job y los patriarcas hebreos, sobre quienes también fueron derramados los bienes terrenales. Pero el propósito de la historia de Job, tal como sin duda la recibió su autor de la tradi­ ción idumea, es plantearnos otro problema. Pues hasta ahora no tenemos ninguna certeza de que Job fuese realmente un hombre recto. ¿Amaba a Dios verdaderamente por Sí mismo o por las bondades que de El había recibido? ¿Estaba libre su reli­ giosidad de todo motivo ulterior? Tal vez estaba demasiado apegado a su felicidad humana, a su vida familiar, a los bienes que poseía, a la estima de que gozaba. Desde un punto de vista más sutil, ¿no encontraba acaso una cierta complacencia en su mis­ ma rectitud y en los privilegios que le granjeaba? Eso fue precisamente lo que pensó Satanás, que no creía en la sinceridad de Job. Puso en duda nuestra propia tesis: que hay santos en el mundo pagano. Por eso era necesario que la rectitud de Job fuese puesta a prueba, y el tema esencial del libro —tema 47

nuevo— es esta prueba impuesta a su rectitud. Para descubrir si Job amaba a Dios por Sí mismo o por lo que había recibido de El, es necesario que sea privado de los beneficios, y esto es lo que Dios le permite hacer a Satanás. Es importante observar que Dios da su consentimiento. La ley de la alianza cós­ mica, la recompensa temporal de la virtud, no que­ da anulada, sino suspendida. Prueba de ello es que Job recobrará después a su familia, sus rebaños y su buen nombre. Este es, por lo menos, el significado fundamental de lo que ocurrió y del que pasaremos a ocuparnos. Vemos, pues, a Job, antes colmado de bienes, convertido en un desamparado. Todo lo que poseía le fue quitado. El fuego ha consumido sus ovejas, los caldeos le robaron los camellos, sus hijos mu­ rieron al derrumbarse la casa donde se encontraban. Para mayor humillación, se ve atacado por una re­ pulsiva lepra que, además de causarle grandes su­ frimientos, lo convierte en objeto de abominación. La estima de que había gozado desaparece juntamen­ te con su riqueza. Los que vieron en su buena for­ tuna la expresión del favor de Dios, consideran su caída, muy lógicamente, como prueba de la conde­ nación divina y lo indagan para saber la razón. Se convierte en el hazmerreír de los jóvenes, que lo hacen objeto de sus burlas y no reparan en escu­ pirle la cara (30:9-10). Pero la rectitud de Job no vacila con la prueba. No arroja ninguna maldición a Dios, como le su­ giere su mujer (2:9). Su integridad permanece ina­ movible. Aceptará las aflicciones que Dios le envía de la misma manera que recibió la felicidad: “Si recibimos los bienes de la mano de Dios, ¿por qué no recibiremos también los males ?” (2:10). Queda así en evidencia la espontaneidad de su amor. Se siente obligado hacia Dios por El mismo y no por lo que recibe de sus manos. Su amor no tiene otro motivo ulterior; su rectitud es sincera; su fidelidad en la desgracia prueba su fidelidad en la felicidad. 48

Queda demostrado, además, que dentro del orden de la alianza cósmica y de la recompensa temporal es posible la verdadera rectitud. La prueba de Job no permite suponer falsa la virtud que encuentra su ¡recompensa aquí abajo, sino que, por el contrario, es un testimonio de que es posible 4. Lo que hasta ahora se ha visto de la historia de Job pertenece a sus elementos primitivos, que el autor judío obtuvo de la tradición idumea y que se encuentran principalmente en el epílogo y el prólogo del libro. Pero sobre las bases de estos hechos conocidos, el autor hebreo ha desarrollado otro tema, objeto de los discursos de los amigos de Job, que constituye una reflexión sobre el mis­ terio del sufrimiento. Este desarrollo es una expo­ sición inicial de la profunda significación que sub­ yace en el tema original. Sin embargo, la persona de Job sigue siendo en la mente del autor la de un pagano y el problema del sufrimiento se plantea en el nivel de la religión natural. Esto queda demostrado en el hecho de que Dios está representado manifestando su poder en un ni­ vel cósmico (38-39), y no en el orden histórico. Más aún, a pesar de que la obra es relativamente tardía, el problema del sufrimiento aparece dentro del marco de la revelación cósmica sin ninguna de las profundidades que la revelación mosaica intro­ dujo en él, según se ve en textos que, no obstante, son anteriores, como los referentes al Siervo de Jehová en Isaías o los Salmos 49 y 53. No hay nin­ guna alusión a la recompensa en el más allá, doc­ trina que era, sin embargo, bien conocida por el judaismo en la época en que escribió el autor. Esto establece en forma definitiva su deseo de situar el problema con relación a la humanidad antes de la revelación mosaica y, por tanto, en un mundo pa­ gano. 4. Véase A. Feuillet, *L'énigme de la souffranee et la réponse de Dieu”, Dieu vivant, XVII, 82, n. 3. 49

El primer punto que ha de dejar establecido el autor es el carácter insoportable del sufrimiento.| Las quejas que éste arranca a Job están entre lasi más vehementes que se hayan proferido jamás. Se rebela contra el dolor con todo su ser. No acepta ninguna transacción. Tampoco hay en él el más mí­ nimo rastro de resignación. La figura de “Job, el paciente” es una elaboración posterior; nadie podría ser menos paciente que el verdadero Job. Lo único ue puede hacer es dar testimonio de la existencia^ el sufrimiento. Nada lo alivia. Las palabras de con­ suelo le parecen un escarnio. Ante semejante sufri­ miento, sólo se puede optar por hacerle frente o su­ cumbir ante él. Se presenta así como un absoluto fuera de toda discusión y por eso los discursos de los amigos de Job parecen una burla. El sufrimiento introduce en el corazón algo del misterio mismo de la existencia. Esto es tanto más sorprendente en el caso de Job porque se trata del sufrimiento de un hom­ bre recto. El dolor no tiene, pues, ninguna expli­ cación; está totalmente divorciado del razonamiento; deriva de la existencia y no de la lógica. Se nos aparece como una pura paradoja, como un producto del mundo irracional. Pero al mismo tiempo, nos acerca a la realidad de la existencia; pone al des­ nudo las raíces del ser. Al privar a Job de todo lo que no es esencial, el sufrimiento hace de él el modelo de la más pura humanidad. Quita de su rectitud todo lo que podría disfrazarla; lo libera de cualquier compromiso con la felicidad. El sufrimiento de Job, al conducimos al miste­ rio del hombre, nos conduce al mismo tiempo al mis­ terio de Dios. Pues si bien Job no admite ser res­ ponsable de su tribulación, tampoco culpa a Dios por ella. Eso sería reducir el sufrimiento nuevamente al nivel discursivo. Pero en este contexto el razo­ namiento discursivo no es el de los amigos de Job, sino el de su mujer. En su opinión, nada le queda a Job por hacer sino maldecir a Dios; y su posición

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i ■. lógica, como lo es la de ellos. Es el mismo pun­ to de vista que en nuestros días lleva a tantos a reItelarse. Si Dios existe, razonan, no es posible que gente verdaderamente buena sea desgraciada; esto es contrario a toda justicia. Pero, según ve las cosas |nb, existe un Dios que es justo y, sin embargo, existe gente verdaderamente buena que sufre, y esto, íuerza es reconocerlo, no puede ser objeto de nin­ guna explicación. Pero siendo las cosas así, lo que «c debe rechazar no es Dios, sino todo intento de explicación. Esto significa muy sencillamente que es tan imposible tomar a Dios como tema de razona­ miento como lo es tomar al hombre. Porque Dios es justo y el hombre recto y, sin embargo, el sufri­ miento existe, lo único que cabe es admitir que Dios es un misterio y que el hombre también lo es. La tribulación de Job revela el misterio del hom­ bre porque pone fin a las pretensiones humanas de redamar ningún derecho. De la manera más radical le impide considerar sus relaciones con Dios como una forma de justicia conmutativa. Y así, al desnu­ darlo de toda pretensión, deja al descubierto su condición de criatura natural, es dedr, su pobreza esen­ cial de ser, que le quita d derecho de reclamar nada puesto que nada posee, excepto como don totalmen­ te gratuito. Por eso Job, en su pobreza y abyección, expresa la esenda misma de la humanidad, mien­ tras que con sus bienes y fortuna, la oculta. Al mismo tiempo, los sufrimientos de Job reve­ lan d misterio de Dios en términos de su libertad soberana. A partir del momento en que ya no po­ see nada otorgado por Dios, deja de pesar sobre Job la sospecha de que se vuelve a El por poseer algo. En lo que a esto condeme, sólo le cabría pro­ testar contra Dios. Pero la adoradón que continúa ofredéndole no tiene otro objeto que Dios mismo. Es d reconocimiento de Su omnipotencia avasalla­ dora manifestada en su libertad soberana en la crea­ ción. Es esta soberanía la que Dios reivindica en el notable pasaje del capítulo 38:

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¿Dónde estabas Cuando Yo echaba los cimientos de la tierra? Dímelo, ya que tanto sabes. ¿Qué apoyo tienen sus basas? ¿O quién asentó su piedra angular, Entonces que me alababan los nacientes astros, Y prorrumpían en voces de júbilo todos los [[hijos de Dios? (38:4-7). Aquí se puede ver cómo el autor bíblico ha trans­ formado la imagen de Job. Ya no es el hombre que recibe la aprobación evidente de Dios, sino el hom­ bre recto castigado por la tribulación. El primero representa una confirmación de la revelación cós­ mica; el segundo señala su término. El hombre jus­ to castigado por el dolor presenta un misterio inex­ plicable si se lo considera dentro de los límites de la revelación cósmica; ésta sólo puede negarse o pa­ sarse por alto, pues es imposible detenerse allí. Pero el autor del libro de Job no tienen ningún deseo de proseguir con la cuestión. Sigue fiel a su objetivo de describirnos un santo pagano. Ha hecho que su santidad toque fondo al llevarla a los últimos extre­ mos donde sólo es posible la entrega a la oscuridad total, la heroica profesión de fe, el cabal testimo­ nio de adoración. Consideraremos una nueva evolución de la ima­ gen de Job cuando lleguemos a la interpretación que de ella hace el mundo judeo-helenístico. Mien­ tras el autor judío le había dado una significación teológica —la de un hombre cara a cara con el mis­ terio— , los autores griegos prefirieron más bien sub­ rayar su carácter moral y presentar a Job como mo­ delo de resignación, de sufrimiento aceptado con paciencia. Esto equivale, en verdad, a modificar to­ talmente la significación figurada de Job, pues, co­ mo hemos observado, en la opinión del autor judío la paciencia no es su cualidad sobresaliente. Adver­ timos aquí un cambio de perspectiva: una preocu­ 32

pación menor por abordar problemas metafísicos que por proponer ejemplos edificantes. Esto es ca­ racterístico del Hagadah del judaismo que retoma­ rían los cristianos. Este cambio ya se hizo evidente en la traduc­ ción griega del Antiguo Testamento. El Judío de Alejandría que tradujo el libro de Job, introdujo modificaciones fundamentales. No quería limitarse a traducir, sino que pretendía llevar a cabo la transi­ ción de una a otra actitud mental. En sus descrip­ ciones de la naturaleza introduce un tono más cien­ tífico y menos animista. “Los astros cantaban” se transforma en “los nacientes astros” (38:7). Cambia las expresiones hebreas: sheol se convierte en Hades o aun en Tártaro; los chacales se transforman en si­ renas. Introduce un matiz mitológico. La descripción realista del cocodrilo con agudas escamas bajo el vien­ tre, aparece como la mítica descripción del dragón, con “todo el oro del mar” bajo su vientre. Esta helenización también se manifiesta en el carácter de Job [ . . . ] . Se suavizan las expresiones violentas. Donde el hebreo dice: “El consume al inocente como al impío”, el griego traduce: “la ira destruye al grande y al poderoso” (9:22). En vez de “Las casas de los ladrones abundan”, como dice el texto hebreo, la ver­ sión griega tiene opuesto significado: “que ningún impío piense que quedará sin castigo” (12:6). Es digno de observarse que, paralelamente a esta mo­ dificación en el carácter de Job, el traductor griego introduce en el texto la idea de la recompensa en el más allá. Ya no se trata del escándalo que motiva la felicidad de los impíos y el sufrimiento de los justos, sino de la paciencia del justo que sabe que recibirá su recompensa mientras que el impío será castigado. Volvemos a la doctrina de la recompen­ sa, pero llevada ahora al nivel de la recompensa en el más allá. Precisamente bajo este aspecto se presenta a Job en la Epístola de Santiago. El pasaje que nos ocupa trata de la paciencia: “Tened, pues, ¡oh hermanos! 53

paciencia, hasta la venida del Señor” (5:7); y Job es el modelo perfecto de esta paciencia: “Tomad, hermanos, por ejemplo de paciencia en los malos su­ cesos y desastres, a los profetas que hablaron en el nombre del Señor. Considerad que tenemos por bien­ aventurados a los que padecieron. Oído habéis la paciencia de Job, y visto el fin del Señor; porque el Señor es misericordioso y compasivo” (5:10-11). Se observará que Job figura entre los bienaven­ turados. El Nuevo Testamento da testimonio de su santidad. Pero esta santidad no es el heroísmo de la fe; es la paciencia con que se sobrellevan las pruebas, porque se sabe que no han de durar para siempre. No se trata de una paciencia estoica, de una pura resignación que revela la grandeza de alma. Es la paciencia unida a la esperanza, fundada en la certeza de la felicidad prometida por Cristo, y esta certeza otorga la fuerza necesaria para sobrellevar las pruebas de la vida terrenal. Esta es una nueva ima­ gen de Job, en estrecha unión con la fe en la vida eterna. Este es el aspecto bajo el cual los cristianos, si­ guiendo la Epístola de Santiago, debían exaltar al “bienaventurado Job”. Así, Tertuliano, en su Tra­ tado sobre la paciencia, dice: “Bienaventurado es el hombre que agota toda forma de paciencia contra los asaltos del demonio (14). En las Constituciones Apostólicas la idea está expresada más explícitamen­ te: “Acepta imperturbable los infortunios que pue­ dan tocarte y soporta las contrariedades sin enojos sabiendo que Dios ha de recompensarte, como fue­ ron recompensados Job y Lázaro” (VII, 8, 7). Y Gregorio, el Grande, en su maravillosa Mordía super Job, colocó a Job entre los santos gentiles, dig­ no de ser imitado por esa cualidad: “Abel vino para mostrar la inocencia, Henoc para darnos una lección de integridad moral, Noé para enseñar la perseve­ rancia en la esperanza; Job para dar muestra de pa­ ciencia en medio de las tribulaciones” (Prefacio).

Así, en cada etapa sucesiva en la revelación, la Imagen del antiguo idumeo aparece bajo distinta luz. Su tribulación sirvió de piedra de toque en cuanto n la posibilidad de la santidad bajo un régimen de tccompensa temporal. Más tarde, expresó la angustia ilc las almas que deben hacer frente al fracaso tem|x>ral, a la aparente injusticia de este mundo, y ejemplificó la posibilidad de trascender por comple­ to esta situación. Cuando por último comenzó a brillar para la humanidad la luz de la esperanza en una vida futura, esa imagen se transformó para los Antiguos griegos en el modelo de paciencia que so­ brelleva los males de esta vida y que tiene la certe­ za de que ello lo conducirá a la posesión de la bien­ aventuranza en la vida venidera. Cabe añadir un último punto. Los cristianos no sólo vieron en Job un ideal de virtud, sino que re­ presentó para ellos la imagen del Cristo que debía venir. Ya en el siglo cuarto, el entonces obispo de Verana, Zeno, estableció un paralelo entre Job y Cristo. Job, rico en los bienes de este mundo y reducido después a la pobreza, es una anticipación de Cristo, que “por amor a nosotros abandona los bienes del cielo y se hace pobre para hacemos ricos” (Tract., 11, 15). La tentación de Job prefigura la de nuestro Señor. Job, cubierto de úlceras, repre­ senta a Cristo, quien “al hacerse carne, tomó sobre sí las imperfecciones de toda la humanidad”. Job es insultado por sus amigos y Jesús por los sacerdotes. Job, en su muladar, representa a Cristo en medio de las consecuencias del pecado. Es digno de obser­ varse que Zeno subraye especialmente el paralelo en­ tre la abyección de Job y la ketiosis de Cristo; en la comparación hace más hincapié en la Encarna­ ción que en la Pasión. Gregorio, el que se expresa en el mismo sentido: “Fue necesario, pues, que el bienaventurado Job, quien vaticinó el más grande de los misterios, la Encarnación, fuese con su vida un anticipo de aquél a quien describió en palabras” (Mordía, Prefado). Muchas son las consecuendas

de esta afirmación. La comparación entre Job y Cris-' to puede establecerse no sólo sobre un aspecto par­ ticular, como la tentación, la paciencia, el sufri­ miento, sino sobre toda la condición humana como tal en términos de sufrimiento, es decir, como un signo de interrogación. Es algo más que un anticipo! del judaismo; toma a la humanidad en su totalidad. Cuando Jesús, despojado de sus vestimentas, cubier­ to de golpes, sumido en la ignominia, está frente al tribunal de Pilato, no es a Isaac, ni a Moisés, ni a David a quien nos recuerda. Jesús trasciende la pre­ figuración del judaismo. Pilato tiene razón al decir “Ecce homo”. Es la humanidad misma reducida a la desnudez de su trágica condición, y Job fue su más perfecto anticipo. Hay, así, un vínculo real y misterioso entre Job y Jesús. Job es la pregunta; Jesús, la respuesta; [C. G J Jung escribió una Respuesta a Job que es una respuesta a la trascendencia absoluta. El ve esa respuesta en María, quien hizo humano lo divino. Pero la verdadera respuesta fue antes que ninguna la de Jesús. Jesús es respuesta inmediata a Job, por­ que comparte su dolor y es el único que lo hace* El sufrimiento encierra al hombre en la soledad, lo arranca de la comunión con sus semejantes. Un abis­ mo se hendió entre Job y sus amigos, que lo mira­ ban con asombro como a un ser extraño, como la aparición repentina de lo sin precedentes en medio de lo muy habitual, como a un ser marrado con un signo sagrado. Pero ya no podían llegar a él. Sólo Cristo podía atravesar este abismo, descender al abis­ mo de aflicción, sumergirse en el infierno más pro­ fundo. Y es sólo porque Jesús ha compartido pri­ mero el dolor de todos los que sufren, que todo hombre que sufre puede, en á y por él, entrar en comunión con los demás. Jesús es, además, la respuesta a Job, porque da un significado al sufrimiento. No lo explica, pues no cabe dentro del dominio de la explicación. Pero lo hace ingresar en el mundo de lo sobrenatural.

I I sufrimiento es el medio por el cual el hombre justo puede reunirse con el pecador. Existe en un universo pecador. Pero el sufrimiento de los justos destruye la lógica del sufrimiento y el pecado. Per­ mite que exista el sufrimiento donde no existe el pecado; y porque está ligado al pecado, por este solo nccho, permite que el justo tome sobre sí la carga del pecado y de ese modo lo destruya. Jesús pone así al descubierto la significación oculta del sufri­ miento de Job, sufrimiento que siguió siendo un misterio para el propio Job. Por último, Jesús es la respuesta a Job, porque pone fin a su sufrimiento. El sufrimiento no puede aceptarse, de la misma manera que no puede expli­ carse. Si el amor es causa de que alguien asuma el sufrimiento, el amor sólo es digno de ser amado, y su objetivo final es poner fin al dolor. El libro de Job es en última instancia un libio de esperanza. La Scptuaginta estuvo acertada al hacer que la aurora de la resurrección se elevara sobre el sufrimiento del justo idumeo. Pero esta resurrección encuentra su justificación sólo en Cristo, quien tomó sobre si el sufrimiento para poner fin al dolor. Más aún, des­ cendió a la región inferior para llegar a la raíz mis­ ma del mal, de modo que quienes estuviesen in­ mersos en él pudiesen ser liberados del mal. La re­ surrección de Cristo es, pues, la respuesta suprema al lamento desgarrador de Job y justifica su pro­ testa. El carácter de Job es uno de los que nos hace penetrar más profundamente en el misterio del alma humana. Gregorio el Grande lo vio como el modelo del alma atrapada en los modos de la contemplación. En nuestros días, [L.] Chestov lo ha contrastado con Hegel como alguien que enfrenta la razón con el absurdo. Jung lo tomó como criterio de la trascen­ dencia absoluta. [A.] Feuillet recurrió a él para ilus­ trar el enigma del sufrimiento. La multiplicidad de interpretaciones sigue creciendo en torno del miste­ rioso idumeo. Aparece en el límite de la alianza cós­

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mica, como alguien en quien el hombre se hace cons­ ciente de su propio carácter enigmático y de su im­ potencia para llegar a conocerse. Da testimonio de que el hombre es un misterio y prepara de ese modo el camino para aquel en quien será develado el misterio, pues, como ha dicho Pascal, en contra de Sócrates, no nos conocemos a nosotros mismos ex­ cepto por Jesucristo.

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ERNEST RENAN

UN GRITO DEL ALMA

entender el poema de Job, no basta con es­ tablecer la fecha en que fue escrito: es preciso recrearlo con el sentimiento de la raza que le dio vida y de la que es la expresión más acabada. En ninguna parte la parquedad, la austeridad y la gran­ diosidad que caracterizan las obras primitivas de la raza semita se muestran más explícitamente. En este libro extraño no se sienten vibrar ni una sola vez los toques finos y delicados que hacen de las gran­ des creaciones poéticas de Grecia y de la India una imitación tan perfecta de la naturaleza. Una especie de majestuosa rigidez confiere al poema, del que es­ tán ausentes aspectos enteros del alma humana, una gravedad que se asemeja al tono de los instrumen­ tos de bronce. Nunca, sin embargo, la posición, tan eminentemente poética, del hombre en el mundo, su lucha misteriosa contra un poder enemigo que no ve, sus vicisitudes justificadas igualmente por la su­ misión y la rebeldía, inspiraron una queja tan elo­ cuente. La grandeza de la naturaleza humana consiste en una contradicción que ha impresionado siempre a los sabios y ha sido la madre fecunda de todo pensar elevado y noble filosofía: por una parte, la conciencia que afirma que la rectitud y el deber son las realidades supremas; por otra, las experiencias cotidianas que infligen a estas aspiraciones profun­ das inexplicables reveses. De ahí ese lamento subli­ me que perdura desde el comienzo del mundo y que elevará a los cielos las protestas del hombre moral hasta el fin de los tiempos. El poema de Job es la expresión más sublime de ese grito del alma. En él la blasfemia se aproxima al himno, puesto que no es más que un llamamien­ M

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to a Dios por las lagunas que la conciencia encuen­ tra en Su obra. Sólo el orgullo del nómada, su re­ ligión —al mismo tiempo (ría, severa y distante de toda forma de devoción— su altiva personalidad, permiten explicar esa peculiar mezcla de (e exal­ tada y obstinación audaz. La imaginación de los pueblos semitas no sobre­ pasa nunca el estrecho círculo que su exclusiva preo­ cupación por la grandeza divina le marca. Dios y el hombre, cara a cara en el corazón del desierto, cons­ tituyen el compendio y, según la expresión de estos tiempos, la fórmula tas 1 desconocen los en el desarrollo de la acción —la épica y el dra­ ma—, así como toda índole de especulación basada sobre el método racional o experimental —la filo­ sofía y la ciencia— . Su poesía es el canto; su filo­ sofía, la parábola12. Las diferencias de época y de modos de razonar son causa de la imperfección de su estilo y de su pensamiento. En ellos, tanto el entusiasmo como la reflexión se expresaron en de­ talles vividos y concisos en los que no debemos bus­ car nada que se aproxime a la oratoria grecolatina. El poema de Job es indudablemente la obra maestra más antigua de esa retórica de la cual el Corán es, por el contrario, el ejemplo que más cerca está de 1. Me refiero aquf a esos semitas —primitivamente nómadas, hebreos, moabitas, edomitas, sarracenos, ismaelitas, árabes— con cuyas características men­ tales estamos más familiarizados gracias a las obras religiosas y poéticas que nos han legado. El Cantar de los Cantares representa un comienzo del drama lírico, aunque escasamente desarro­ llado. 2. Aquí y en la traducción empleo el término “pará­ bola”, no en el sentido especial que le damos nos­ otros, sino como equivalente del vocablo hebreo maakal, que designa a la poesía sentenciosa de los libros denominados de la “sabiduría”, en oposi­ ción a la palabra shir, que designa a los “Canta­ res" y la poesía lírica.

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nosotros. Debemos renunciar a establecer toda com­ paración entre procesos tan alejados de nuestro gus­ to y de la textura ceñida y solemne de las obras clásicas. Faltan aquí por completo la acción y la evo­ lución regular del pensamiento, que son el alma de las composiciones griegas. Pero, en cambio, el brillo de la imaginación, la fuerza de la pasión concentra­ da, a los que nada puede comparárseles, estallan, por así decirlo, en millones de chispas y convierten cada verso en un discurso o tema filosófico com­ pleto. Por sobre todo, la manera en que el autor del li­ bro de Job elabora su razonamiento, provoca nuestro asombro y revela sin lugar a dudas las caracterís­ ticas de su raza. Sólo con muchas dificultades es po­ sible expresar las relaciones abstractas en las lenguas semitas. Los problemas que presenta el hebreo para la expresión del razonamiento más simple son en verdad sorprendentes. La forma de diálogo que, en manos de Sócrates, era para la mente griega un ins­ trumento de tan admirable precisión, no es utilizada nunca en el hebreo para compensar las imperfeccio­ nes de un método riguroso. De un extremo a otro del poema no avanza un solo paso la cuestión en disputa. No hay el menor rastro de esa dialéctica, a veces sutil, siempre singularmente insistente, cuyo modelo encontramos en los diálogos de Platón y en los pre­ ceptos budistas. El autor, como todos los semitas, desconoce por completo las bellezas de la composi­ ción que resultan de una estricta disciplina de la mente. Procede por intuiciones vividas, no por in­ ducción. Se propone un problema insoluble; para resolverlo, se ve obligado a dedicarle un inmenso ejercicio del pensamiento. Dios tiene que aparecer al final, pero no como en el drama clásico para re­ solver el enigma, sino para demostrar su profundi­ dad insondable mediante recursos todavía más bri­ llantes. Lejos de nosotros pensar en exigir de estos libros de la antigüedad las calidades que encontramos en

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los más insignificantes de los nuestros. Si nos im­ presionan como la revelación de otro mundo, si transmiten a nuestras almas esa profunda emoción que lleva consigo la primera e inocente expresión de todo gran pensamiento, ¿no basta eso para explicar la admiración de los siglos y para justificar el en­ tusiasmo que les ha conferido el nombre de sagra­ dos? Una circunstancia, sin embargo, transforma la falta de método, que ofende al lógico en el libro de Job, en sublime belleza. Si la pregunta fuese acce­ sible a la mente humana, uno se escandalizaría de ver tan burdamente violadas las reglas de la inves­ tigación científica. Pero la pregunta que el autor se plantea es precisamente la que todo pensador se for­ mula sin poder contestarla: las perplejidades y tur­ baciones, las vueltas en todos los sentidos ante un obstáculo fatal sin encontrar salida, tienen un con­ tenido filosófico mayor que las respuestas aparente­ mente perspicaces con que el mordaz escolástico pre­ tende imponer silencio a las dudas que asaltan a la razón. * La contradicción en tales asuntos es evidencia de la verdad, pues lo poco que le ha sido revelado al hombre respecto del plan del universo, se reduce a un exiguo número de curvas y proyecciones, cuya ley fundamental no se comprende claramente y que se extienden hasta los abismos de lo infinito. La sabiduría consiste en mantener ante la presencia de las eternas aspiraciones del corazón, las afirmaciones del sentimiento moral, las protestas de la conciencia, el testimonio de la realidad. En el libro de Job im, un sentimiento de perfecta lección que se haya dado al dogmatismo intolerante y a las pretensiones de las mentes superficiales imbuidas de teología; en un sen­ tido, es el resultado más elevado de todo filosofar, pues significa que el hombre ha velado su rostro en presencia del problema infinito que el gobierno del mundo opone a sus meditaciones. La exagerada e hipócrita piedad de Elifaz y las osadas intuiciones

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de Job son igualmente impotentes para explicar tal enigma; Dios mismo ha cuidado de no revelar el secreto y, en vez de explicar al hombre el misterio del universo, se ha contentado con mostrarle qué lugar insignificante ocupa en él. La completa ausencia del instinto científico es uno de los rasgos que caracterizan a los pueblos semi­ tas. A sus ojos, la investigación de las causas es una ocupación vana, de la que pronto se fatiga (Eclesiastés 1-3) o una temeridad, una usurpación de los de­ rechos de Dios (Job 38:41). De ahí que la mente judía, aunque poderosa por su misma simplicidad y persistencia, haya producido tan pocas especulacio­ nes filosóficas importantes. El monoteísmo, al man­ tener al hombre bajo el pensamiento continuo de su impotencia y, por sobre todo, al excluir la metafí­ sica y la mitología, excluyó al mismo tiempo toda forma de teología, aun la menos refinada. La teo­ ría de los primeros principios del universo (fuerzas, ideas, etc.) es, en cierto modo, una especie de poli­ teísmo y podría demostrarse que la metafísica sólo surgió del seno de aquellas religiones que eran imi­ taciones originadas en las razas semíticas, y contra­ rias al espíritu de dichas religiones. El sistema del universo, tal como se plantea en el libro de Job, es uno de los más simples. Dios creador del universo y agente universal del mismo, ha puesto la vida en todos los seres con su soplo y ha producido directamente todos los fenómenos de la naturaleza. A su alrededor están alineados como en una corte los hijos de Dios, seres santos y puros, entre los cuales, sin embargo, se ha deslizado un de­ tractor celoso del universo, que niega la existencia de la virtud desinteresada y que combate el bien. Por lo demás, no hay ninguna especulación sobre los seres celestiales; una única metáfora más cohe­ rente que las demás y que da pie a una rica evolu­ ción posterior (capítulo 28), está grávida de futuro: me refiero a la pomposa descripción de la sabiduría considerada como lo fundamental, con una persona­

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lidad distinta de la de la divinidad y con funciones de asesoramiento. Tal es el verdadero fundamento semítico sobre el cual se asentaron algunos siglos después las teorías de la Palabra. En un sistema semejante, la naturaleza sólo puede concebirse como totalmente inanimada. En lugar de la naturaleza viviente que habló con tanta elocuencia a la imaginación de todos los antecesores de la raza indoeuropea, aquí está Dios que hizo todo, en cum­ plimiento de un plan del que El sólo es autor. Al­ gunas imágenes brillantes, tales como “el primogé­ nito de los muertos, el rey del espanto” (38:13 s.) *, recuerdan las personificaciones de Grecia y la In­ dia: se creería estar leyendo los Vedas al ver cómo la Aurora (38:13 s.) toma con sus manos los polos de la tierra y la sacude a fin de expeler de ella a los impíos y para que la tierra tome forma, como hace el barro (térra sigillata) bajo el sello34. Todo esto, sin embargo, no fructificó. Los arios convir­ tieron estos atributos de Eurora en un acto o aven-1 tura de una diosa. Con el tiempo dejaron de ser comprendidos y, habiendo cambiado el gusto de los poetas, se elaboraron caprichosos relatos. Se descri­ bía, por ejemplo, cómo shahar (Aurora), una jo­ ven y vigorosa mujer, se encontró un día con unos bandidos que repartían su botín sobre una alfom­ bra, tomó la alfombra por sus cuatro esquinas y los mató. El pueblo halló en esta historia tema para dramas, alegorías y composiciones literarias de todo tipo. Entre los hebreos, estas audaces figuras no fue­ ron nunca más allá de la metáfora. Dios extinguió de raíz, rápidamente, estas creaciones fantásticas que, sin embargo, procedían de un lenguaje lleno de vida, 3. Hay dudas respecto de la segunda de estas ex­ presiones. 4. Rigvéda I, cxxiii, 4: “Aurora se acerca a cada casa; es ella la que anuncia cada día. Aurora, la activa doncella, vuelve perpetuamente; siempre disfruta de todo lo primero, etc.”.

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fructificadas por una imaginación no confinada por ningún dogma. Cuando se ha penetrado profunda­ mente en el genio de estas primitivas lenguas arias se advierte que cada oración expresa un mito y que cada elemento de la naturaleza exterior estaba des­ tinado a convertirse inevitablemente en una divini­ dad para los pueblos que las hablaban. Los fenóme­ nos meteorológicos especialmente, que desempeñan un papel tan importante en las religiones primitivas porque en ellos su causa inmediata escapa comple­ tamente a la observación, fueron origen fructífero de seres divinos. En el libro de Job no hay nada que se le parezca. Las nubes, y todo lo que está encima de ellas, son el lugar de residencia y el do­ minio especial de un solo ser que desde allí gobier­ na todo. Son sus depósitos, sus arsenales, los pabe­ llones donde habita. Desde allí regula las tormen­ tas y las utiliza a Su placer para propósitos de re­ compensa y castigos. Las tormentas, en particular, han sido consideradas como una teofanía; señalan el descenso de Dios sobre la tierra: el resonar de los truenos es la voz de Dios; los relámpagos, Su luminaria; los destellos eléctricos, dardos arrojados por Sus manos. Ni qué decir siquiera que buscaríamos en vano en este antiguo poema un rastro de la maravillosa idea griega, nacida en Ionia y destinada a conver­ tirse en los tiempos modernos en la base de toda la filosofía: la idea de las leyes de la naturaleza. En el poema, el milagro lo es todo; todo respira esa fácil admiración (don precioso de la infancia) que puebla el mundo de maravillas y encantamien­ tos. Tales y Herádito, uno o dos siglos después del 5. Véase especialmente el final del discurso de Eliú (capítulo 37), que puede considerarse como un verdadero exponente de la meteorología semítica. La forma en que todos estos fenómenos naturales son referidos, en este extraño pasaje, a Dios co­ mo su único agente, por medio del pronombre aña­ dido a la tercera persona, es singularmente no­ table.

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libto de Job, hubieran sonreído ante las ingenuas preguntas con las que Jehová pretendió reducir al silencio las aspiraciones del hombre por conocer las leyes del mundo. En ninguna parte se siente con más profundidad que aquí la diferencia entre el ge­ nio ario y el semita; el primero estaba predestinado, ior su concepción primitiva de la naturaleza y por a forma misma de su lenguaje, al politeísmo, la mitología, la metafísica y la física, en tanto que el segundo estaba condenado a no sobrepasar nunca la infecunda y grandiosa simplicidad del monoteísmo. Aun en nuestros días el musulmán no posee ideas más claras acerca de las leyes de la naturaleza que las que tenía el autor del libro de Job y el princi­ pal motivo de reprobación contra la ciencia europea de los fieles creyentes del Islam es que ésta des­ conoce el poder de Dios al reducir el gobierno del universo a un juego de fuerzas susceptibles de cálculo. Así, entre las cosmogonías fundadas sobre prin­ cipios abstractos y la mica científica de los griegos y las naciones modernas, la teoría del mundo con­ tenida en el libro de Job es la expresión más com­ pleta del orden de la naturaleza rigurosamente de­ ducida del monoteísmo. No puede haber una cien­ cia del mundo en tanto el mundo esté regido por la voluntad individual de un soberano caprichoso e impenetrable. Desde este punto de vista, la ignoran­ cia es un culto y la curiosidad un esfuerzo malva­ do: aun ante la presencia de un misterio que lo ataca y es causa de su ruina, el hombre atribuye de manera especial el carácter de grandioso a lo que no puede explicar. Todos los fenómenos cuya causa está oculta, todos los seres cuyo fin no puede per­ cibirse, son una humillación para el hombre y un motivo para glorificar a Dios. El griego veía lo di­ vino en lo que era armonioso y evidente; el semita veía a Dios en lo monstruoso y oscuro. El contra­ hecho leviatin (40:25-32) es el más hermoso him­ no al Eterno. El animal, con sus instintos ocultos, es comparado constantemente con el hombre y a

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veces preferido a éste, pues está más directamente bajo la dependencia del espíritu divino que actúa en él sin él, mientras que la razón reflexiva y la libertad constituyen de algún modo un robo come­ tido contra Dios. La teoría del mundo moral, que es el fundamen­ to del libro de Job, no es menos inocente. El hom­ bre está en relación perpetua y directa con la divi­ nidad; a veces le es dado contemplarla, aunque sólo para morir. Otras veces la divinidad le habla en sueños y visiones. También le pone sobre aviso me­ diante los hechos habituales de la vida. La dife­ rencia entre el bien y el mal es el resultado de un camino que Dios ha trazado y que revela al hom­ bre. Del mismo modo, Dios recompensa a los bue­ nos y castiga a los malos. El hombre muere cuando le ha llegado su hora y desciende a los infiernos sin percatarse de ello. Los malvados, por el contra­ rio, mueren antes de su hora. Todas las formas de muerte violenta, de enfermedades crueles y prolon­ gadas eran consideradas como una punición por al­ guna maldad oculta. El mismo diccionario se opone decididamente a lo que es orgullo de otras doctrinas. Las palabras crimen, castigo, dolor, sufrimiento, in­ justicia, mal, son casi idénticas en hebreo, y el tra­ ductor, que ha tenido que luchar en casi todo mo­ mento con las dificultades que plantean palabras ta­ les como shav, aven, amal, comprende mejor que na­ die la imposibilidad para la mente hebrea (con tal confusión de palabras) de establecer una distinción que a nuestros ojos constituye el fundamento de toda moral. Tal es el sistema que denominará patriarcal, y en el que se apoya el libro de Job. Saltan a la vista las objeciones a que se presta este sistema ante la más mínima exigencia de la reflexión, no conforme ya con las ingenuas explicaciones de las épocas pri­ mitivas. En tiempos de Job, algunos impíos ya ha­ bían tenido la osadía de afirmar, al igual que el epicúreo, que Dios intervenía poco en los asuntos

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del mundo y que “recorría de arriba a abajo la bó­ veda celeste”. Por sobre todo, el espectáculo que ofrecía la sociedad provocaba una objeción insupe­ rable. La vieja teoría de que Dios se comporta con nosotros según nuestros méritos, pudo haber encon­ trado justificación en aquella venerable antigüedad que el anciano Samuel intentó en vano defender contra las nuevas exigencias que surgían día a día de todas partes (véase I Sara. 8). En ese Edén de la vida patriarcal, en el que la nobleza, la riqueza y el poder eran inseparables, la teoría de los amigos de Job se aplicaba casi rigurosa­ mente. Pero esto teoría, que en cierto modo se ajus­ taba a la realidad en una aristocracia de hombres honestos, como era la primitiva sociedad de los se­ mitas nómadas, se hizo cada vez más insostenible a medida que el mundo semítico, que hasta esc en­ tonces se había mantenido muy puro en los alrede­ dores de Palestina, se fue adentrando en la civili­ zación profana, cosa que ocurrió aproximadamente mil años antes de nuestra era. En ese momento, vemos a los malvados, prósperos; a los titanos, re­ compensados; a los bandidos, llevados con honores a la tumba; a los justos, desposeídos y reducidos a mendigar el pan diario. El nómada, fiel a sus ideas patriarcales, no merecía las injusticias fatales que arrastraba consigo una civilización complicada cu­ yos alcances y objetivos él no entendía. El damor de los pobres, que hasta entonces no se había hecho om —pues los pobres existían sólo entre las razas interiores a las que casi no se consideraba humanas — comenzó a resonar por doquier, con acentos llenos de elocuencia y pasión. Fácil es^ imaginar la perplejidad de los sabios de la antigüedad ante la presencia de un fenómeno inexxJob 30:3*® * Ija estas poem raza «t la época en que fue existencia compuesto denuestro es digna de observarse. Sabemos que no vuelve

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plicable que desde entonces resultó cotidiano. Hasta ese momento la mente semítica había estado circuns­ crita a una teoría sobre el destino del hombre de maravillosa simplicidad. Después de la muerte, el hombre descendía al sheol, morada subterránea a veces difícil de distinguir de la tumba y donde los muertos continuaban una vaga existencia, análoga a la de los manes de la antigüedad grecorromana y es­ pecialmente a la del averno de la Odisea. La doc­ trina de la inmortalidad del alma, que podría haber ofrecido una solución fácil e inmediata a las incertidumbrek que nos ocupan, no fue considerada ni una sola vez, por lo menos en el sentido filosófico y moral que le damos hoy; por otra parte, sólo se tenía un concepto muy vago de la resurrección de los muertos. La muerte no despertaba ninguna pesa­ dumbre al llegar la hora de reunirse con los ante­ pasados si se dejaba tras de sí una prole numerosa. En este respecto, no existía ninguna diferencia en­ tre los hebreos y los otros pueblos de la remota antigüedad. El estrecho horizonte que limitaba la vida no daba lugar a ninguna de nuestras inquie­ tas aspiraciones y nuestra sed de infinito. Pero el pueblo entero quedaba perturbado cuando se rela­ taban en el texto catástrofes tales como las de Job, que trastrocaban toda la antigua filosofía de los ante­ pasados. Ante tales infortunios, los sabios de Te­ man, cuyo precepto primordial —que el hombre re­ cibe aquí abajo su recompensa o penitencia— era compartido por las mentes retrógradas, sólo pudie­ ron llorar en silencio por espacio de siete días y siete noches. El libro de Job es la expresión del mal incura­ ble que se apoderó de la conciencia colectiva en el momento en que la vieja teoría patriarcal, basada exclusivamente sobre las promesas de la vida te­ rrestre, resultó insuficiente. El autor percibe la en­ deblez de esa teoría; está, con razón, escandalizado por la flagrante injusticia que una interpretación

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artificial de los decretos de la providencia trae con­ sigo. Pero no puede descubrir ninguna salida al círculo cerrado del que el hombre sólo podrá libe­ rarse mediante un osado llamamiento al futuro. Sus intentos por sacudir los antiguos prejuicios de la raza son impotentes o lo conducen a contradicciones perpetuas. Algunos partidarios de la vieja teoría, constreñidos por la evidencia de los hechos, admi­ tieron que el hombre no recibía siempre el castigo merecido en el curso de su vida, pero sostuvieron, al mismo tiempo, que sus pecados recaían sobre sus hijos, quienes, según las ideas patriarcales sobre la solidaridad de la tribu, son en cierto modo él mismo. El autor no acepta esta concepción, pues para que el castigo fuera eficaz era indispensable haber de­ terminado quiénes eran los culpables. Pero en el sheol nada se sabe de lo que ocurre en la tierra. A veces, parece que Job levantara el velo de sus creencias futuras; confía en que Dios le asignará un lugar para él solo en el sheol donde poder descansar en paz hasta su regreso a la vida. Sabe que será justificado y, dejándose llevar por su clara intuición de la justicia del futuro, afirma que en su carne verá a Dios (19:26). Pero a estos destellos sigue siem­ pre la más profunda oscuridad. La vieja concepción patriarcal retorna a su espíritu y lo oprime con todo su peso; el espectáculo del infortunio del hombre, la lenta destrucción de la naturaleza, la horrible fal­ ta de discriminación de la muerte que abate sin dis­ tinción al justo y al impío, al hombre feliz y al desgraciado, lo lleva al borde de la desesperación. En el epílogo recae, pura y sencillamente, en la teo­ ría que por un momento ha tratado de superar. Job es vengado, su fortuna le es devuelta dos veces, “muere viejo y lleno de días”. Debe señalarse que la mente judía librada a sí misma no ha logrado nunca salir por completo de ese círculo fatal. El poema de Job no es el único monumento en que han tenido cabida la inquietud 72

y la perplejidad, inevitables consecuencias de la im­ perfección de las ideas judías sobre el fin último. Dos salmos, el trigésimo séptimo y el septuagésimo tercero, expresan con gran vivacidad un pensamien­ to análogo al del libro de Job: los celos y la in­ dignación de los buenos al contemplar la prosperi­ dad de los impíos. Todo un'libro cuya fecba es in­ cierta —el del Kohelet o Eclesiastés— da vueltas en torno del mismo círculo de contradicciones, aun­ que parece estar mucho más lejos de una solución moral. El autor del libro de Job halló una solución a sus dudas en el simple retorno a los preceptos de los antiguos sabios. El Eclesiastés está mucho más teñido de escepticismo. Termina en una especie de epicureismo, de fatalismo y de indiferencia por las cosas elevadas. Pero esto fue sólo un accidente tem­ poral en el destino de Israel, atribuíble a unos po­ cos pensadores aislados. El destino de Israel no re­ solvió el problema del alma individual, pero plan­ teó con osadía el problema de la humanidad. Ade­ más, las dudas del Eclesiastés y de Job preocupa­ ron al pueblo sólo en los momentos en que no tenía una percepción muy clara de sus deberes. No hay ningún rastro de tales dudas entre los profetas. Las hallamos sólo entre los sabios, que eran casi extra­ ños al gran espíritu teocrático y a la misión uni­ versal de Israel. ¿Podemos afirmar que los judíos, en los perio­ dos en que impusieron su pensamiento al mundo, consolaron al hombre y lo elevaron al heroísmo del martirio? Por cierto que no. La resurrección no era para ellos la venganza individual contra las in­ justicias de la vida presente, sino una revolución que debía reemplazar los poderes brutales existen­ tes por el reino de una celestial y pacífica Jerusalén. El Cristianismo ha conquistado el mundo con la esperanza de una caída final que habrá de anun­ ciar el advenimiento del Reino de Dios sobre la

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tierra7. En esto, la naciente cristiandad continuó en realidad la tradición de Israel. La utopía de Israel no consistía en crear un mundo como compensación y reparación, sino en cambiar sus condiciones. Cuan­ do se disipó este sueño grandioso a causa de la pertinacia del viejo mundo y cuando no cabía es­ perar la renovación inmediata, sino hasta un mile­ nio después, el pueblo transfirió al juicio personal y a los destinos del individuo lo que hasta entonces se había entendido como una renovación total e inmediata de la humanidad. A primera vista resulta, por cierto, inexplicable que hombres representativos de sus mundos, imbui­ dos del fuego sagrado de su obra —un David, un Elias, un Isaías, un Jeremías— no tuvieran con res­ pecto al futuro del hombre, un sistema de ideas que nosotros estamos habituados a considerar como el fundamento de toda creencia religiosa. Pero en esto precisamente fue donde la grandeza de Israel se puso de manifiesto. Israel ha hecho algo mejor que inventar para gratificación de su imaginación un sistema preciso de recompensas y dolores futuros; ha descubierto la verdadera solución para las almas grandes: ha cortado resueltamente el nudo que no podía desatar. Lo ha cortado mediante la acdón, me­ diante la prosecución obstinada de sus ideas y me­ diante la ambición más ilimitada que jamás se haya apoderado del corazón de un pueblo. Hay proble­ mas que no pueden resolverse, pero pueden dejarse de lado. El del destino de la humanidad pertenece a esta categoría. Sólo Israel ha logrado descubrir el secreto de la vida que puede apaciguar la tristeza interior, prescindir de las esperanzas, silenciar esas dudas exasperantes, que sólo prenden en las almas débiles y en las épocas de degeneración. ¿Qué im7. El dogma de la inmortalidad del alma en el sen­ tido filosófico aparece bastante tardíamente en el Cristianismo y nunca se ha reconciliado de una manera natural con la primitiva idea cristiana: la idea de la resurrección.

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Corta la recompensa cuando la obra es tan absor-

ente que abarca dentro de sí las promesas de la eternidad? Han pasado tres mil años desde que los sabios de Idumea debatieran el problema y, a pesar de los adelantos del método filosófico, no podemos afirmar que se haya avanzado un paso hacia su solución. Considerado desde el punto de vista de los castigos y recompensas individuales, este mundo seguirá sien­ do tema de eterna disputa y Dios desmentirá siem­ pre a los torpes apologistas que intenten defender a la providencia sobre esa base desesperada. El do­ lor que el Salmista experimentó al “ver la paz de los pecadores” (Sal. 73:3), la ira de Job ante la prosperidad de los impíos, son sentimientos justifica­ bles en todos los tiempos. Pero lo que ni los Sal­ mistas ni Job pudieron comprender, lo que la su­ cesión de escuelas, la mezcla de razas, una larga edu­ cación del sentido moral sólo podían revelar, lo he­ mos aprendido nosotros; más allá de esta justicia quimérica que el superficial sentido común de to­ das las épocas ha tratado de descubrir en el go­ bierno del universo, percibimos leyes y una direc­ ción mucho más elevadas, sin cuyo conocimiento los asuntos humanos parecerían sólo una trama de iniquidades. El futuro del hombre individual no se ha aclarado y tal vez sea mejor que un velo eterno cubra las verdades que no tienen ningún valor si no son el fruto de la pureza del corazón. Pero una palabra que ni Job ni sus amigos pronunciaron ha adqui­ rido un significado y un valor sublimes; esa palabra es el deber que, con consecuencias filosóficas incalcu­ lables, se nos impone a todos, resuelve todas las dudas, concilia todas las oposiciones y sirve de fun­ damento para volver a edificar lo que la razón des­ truye o permite que se desmorone. Gracias a esta revelación, que no es ni equívoca ni oscura, pode­ mos afirmar que quien elige el bien será el verda­ dero sabio. Será inmortal, pues sus obras le sobre73

vivirán, si la justicia final es un compendio de la obra divina llevada a cabo por la humanidad. La humanidad produjo lo divino como la araña hace su tela; la marcha del mundo está rodeada de oscu­ ridad, pero tiende hacia Dios. Mientras el malvado, necio o frívolo, perecerá totalmente, en el sentido de que no dejará nada tras de sí en el resultado general de la labor de la especie, el hombre dedi­ cado al bien y a la belleza participará de la inmu­ tabilidad de lo que amó. ¿Quién hay hoy que pue­ da ver tan lejos como el oscuro galileo que hace mil ochocientos años arrojó al mundo la espada que nos divide y las palabras que nos unen? Así, sólo las obras del hombre de genio y del hombre probo escapan a la decadencia universal, pues sólo ellas son computadas en la suma de las cosas ganadas; sus frutos siguen aumentando, aunque la ingrata huma­ nidad las haya olvidado. Nada se pierde; la contri­ bución al bien del más desconocido de los hombres virtuosos pesa más en el balance eterno que los más insolentes triunfos del error y del mal. Sea cual fue­ re la forma que dé a sus creencias, sea cual fuere el símbolo que emplee para revestir sus afirmacio­ nes sobre el futuro, el hombre justo tiene así el de­ recho de decir con el viejo patriarca de Idumea: “Porque sé que vive mi Redentor, y que aparecerá sobre la tierra en el último día” (19:25).

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H . H . ROWLEY

LA SOLUCION INTELECTUAL CONTRAPUESTA A LA ESPIRITUAL

U¡ l autor del libro que nos ocupa se interesaba ■*“ ' más por la religión que por la teología. No nos ofrece ninguna explicación teológica o filosófica del misterio ael sufrimiento *. Pero se ve obligado a explicar los padecimientos de Job para dejar esta­ blecida su verdadera inocencia. Ni Job ni sus ami­ gos llegan a conocer la razón de ese sufrimiento; cuando Dios habla desde la tempestad, tampoco la revela. De haberlo hecho, el libro habría perdido inmediatamente todo su sentido para los que su­ fren. Pues los hombres deben sufrir en la oscuridad y un Job que no ignorara la causa de su padecer no tendría ningún mensaje que ofrecernos. Es cierto que Dios se dirigió a Job desde los cielos, cosa que no hace con nosotros. Pero la voz de Dios no le ofreció ninguna revelación de la verdad; sólo le recordó las maravillas insondables de la creación —que él po­ dría haber advertido por sí mismo— y le hizo no­ tar la existencia de misterios que escapan a la com­ prensión humana. Con esto no queremos sugerir que la teología y la filosofía sean disciplinas fútiles. Hay secretos en la naturaleza que el hombre no puede penetrar, lo cual no significa que los científicos no deban estu­ diarla. Hay misterios de la experiencia que ni la teo-1 1. Cf. S. L. Terrien, Job'. Poet of Existence (Nueva York, 1957), p. 21: “El autor del libro de Job no se propuso resolver el problema del mal ni reivindicar la justicia divina. Para él, todo inten­ to del hombre de justificar a Dios habría sido un acto de arrogancia. Pero propugnó en la proximi­ dad de la confrontación con Dios un modo de vida.”

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logia ni la filosofía pueden aclarar por completo; no por eso el espíritu humano ha de dar la espalda a los problemas que se le plantean. Lo que nos dice el libro de Job es que hay algo más importante que la solución intelectual de los misterios de la vida. £1 mensaje de su autor se dirige al espíritu más que al intelecto. No es un escritor académico que habla a un reducido número de pensadores esclarecidos. Sabe que hay pocos genios intelectuales, pero que todos los hombres tienen espíritu y que todos es­ tán sujetos al dolor. Cuando nos toca sufrir, puede que nos sirva de algo saber cuál es la causa de nuestro sufrimiento; más nos ayuda, sin embargo, que nos den ánimos para soportarlo. Conviene detenerse a considerar que la causa del sufrimiento de Job no fue únicamente la insinua­ ción que Satanás había hecho contra él. Job sufría no sólo para defenderse a sí mismo de la calumnia de Satanás, sino para defender la confianza que Dios había puesto en él. Dios no lo había abandonado; por el contrario, le había hecho un supremo honor. El autor no pretende sugerir, por supuesto, que ésta sea siempre la causa del sufrimiento inmerecido. No es tan ingenuo como para creer que haya una sola razón. Lejos de intentar convencer de esto al lec­ tor, quiere dejar aclarado que en ningún caso pue­ de el hombre inferir cuál es la causa real de su pade­ cimiento. Esa causa o razón permanece oculta en el corazón de Dios. En el caso de Job, no era indigna de Dios, ni tampoco de Job. Era expresión de la confianza que Dios tenía en él, y su sufrimiento era una manera de servir a la divinidad. Sin embargo, Job no podía saber todo esto. El autor, entonces, le está diciendo al lector que, si alguna vez el su­ frimiento le llega sin merecerlo, aunque no le será posible conocer su causa, podrá hacerle frente en la confianza de que, de conocerla, comprobaría que él también está sirviendo a Dios y que su agonía es un honor. 80

He dicho que Job padece un conflicto interior. Aunque repudia la opinión de sus amigos de que sus tribulaciones son prueba de sus pecados, abriga ocultamente el sentimiento de que debiera ser asi. Le es imposible desprenderse completamente de sus ¡deas y, por consiguiente, tampoco puede sustraer­ se de las consecuencias de esas ideas. El sufrimiento es visto como el efecto del pecado sólo cuando el hombre se ha alejado de Dios, puesto que el pe­ cado es la privación de su presenda. Al comienzo de la Biblia leemos que cuando Adán pecó fue arrojado fuera del Jardín del Edén. Pero antes de que Dios lo echase y pusiera a un ángel a guardar la entrada, Adán se había ocultado de la divinidad. Tenía conciencia de que su pecado había levantado una barrera entre él y Dios. En este anti­ guo relato que nos es fácil calificar de primitivo e infantil, hay una profunda percepción de la natu­ raleza del pecado: separa al hombre de su Dios. Si, pues, se considera que el sufrimiento es prueba del pecado, es también prueba de que quien sufre está aislado de Dios. Y esto es lo que Job siente, a pesar de todos sus argumentos en contrario. Todavía tra­ ta de aferrarse a Dios, e implora al Dios que cono­ cía, pero siente que no puede llegar a El y que sus súplicas son arrastradas por el viento. Al insistir en que el sufrimiento del inocente es posible, el autor es portador de un mensaje de im­ portancia fundamental para el que sufre. Ya no tendrá que padecer por sentirse abandonado de Dios ni por temer que sus semejantes piensen que ha sido privado de su presencia. Si su dolor no tiene por causa el mal, no se verá privado de Dios cuan­ do más lo necesita. Con este mensaje religioso de singular importancia expresado con gran acierto li­ terario, el autor crea su obra maestra. Esto es lo que resalta en los versículos anterio­ res al epílogo, en los que Job se humilla ante Dios. “Te conocía de oídas, pero ahora te veo con mis propios ojos. Por eso yo me acuso a mí mismo, y

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hago penitencia envuelto en polvo y ceniza" (42: 5 s.). Job no se arrepiente de ningún pecado que pudiera haber sido la causa de su tribulación. Dios lo exime de todo cargo al respecto, al mismo tiem­ po que condena a sus amigos. Se arrepiente de las acusaciones que le hizo a Dios y de las dudas que abrigó. Comprende que todos los males y pérdidas sufridos le han servido de algo y que hasta su agonía ha redundado en su beneficio. En la ¿poca de felici­ dad creyó conocer a Dios. Ahora se da cuenta de que entre ese conocimiento y el presente media la misma diferencia que entre la dicha de contemplar­ lo y el conocerlo de oídas. Toda su anterior expe­ riencia de Dios nada significa comparada con la que ahora tiene. Por eso, ya no le pide que lo libere de su sufrimiento. Aún en su dolor, halla su des­ canso en E l2. Con esto no se pretende explicar el sufrimiento. Se quiere simplemente comunicar al lector que hasta en una agonía tan amarga como la de Job es posi­ ble encontrar un beneficio espiritual si en ella ve­ mos a Dios. Esta posición difiere de la que sostiene Eliú en sus discursos. Eliú veía el sufrimiento como una medida disciplinaria, nunca como causa de en­ riquecimiento espiritual. Antes bien, la elevación del alma estaba, según él, en la unión con Dios, cuya compañía debemos buscar tanto en la adversidad como en la prosperidad. Muchos autores estiman que el fracaso del libro para explicar el problema del sufrimiento debe juz­ 2. Cf. G. A. Barton en Journal of Biblical Literature, XXX (1911), 67: “Nos presenta un Job que encuentra la solución de su problema no en una explicación razonada ni en una teología, sino en una experiencia religiosa... Su héroe, Job, encuentra su satisfacción en una experien­ cia de Dios de primera mano." J. Pedersen en Israel (1926), I-II, 372: ‘Sólo ahora, cuando ve a Dios mismo, tiene la verda­ dera impresión de Su poder, y en su éxtasis aban­ dona todo reclamo."

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garse en relación con el mensaje cristianos. Para llegar a una solución más satisfactoria del problema habría sido necesario que Job tuviese conocimiento de una teoría más perfecta de la vida de ultratumba. Muchos pasajes dei libro no revelan ningún adelan­ to en Ja concepción de la vida futura respecto de la sustentada corrientemente por los contemporáneos del autor, quien describe el sheol como un lugar al que iban buenos y malos sin distinción; allí el hom­ bre quedaba sin comunicación con Dios, no conocía ia suerte de su familia y sólo tenía conciencia de su propio infortunio 34. Cierto es que Job ansia la muerte y habla del sheol como de algo deseable, comparado con su presente desgracia B. Pero esto no es más que una manera elocuente de indicar la profundidad de su infortunio y, de ningún modo, sugiere que espe­ rase alcanzar después de muerto una forma de exis­ tencia de por sí deseable. En un pasaje muy cono­ cido se ha querido ver que Job alcanza la fe en una vida futura: “Sé que vive mi Redentor, y que he de resucitar de la tierra en el último día, y de nuevo he de ser revestido de esta piel mía, y en mi carne veré a Dios; a quien he de ver yo mismo en persona y no otro, y a quien contemplarán los ojos míos” (19:25-27). En verdad éste es uno de los pasajes más crípticos del libro, y tanto el texto como su interpretación son bastante dudosos. [ . . . 1 Si bien es preciso reconocer que las palabras son ambiguas, me parece posible que el autor esté tra­ tando de llegar aquí a una doctrina del sheol más satisfactoria que la expuesta en otras partes del li­ 3. Cf. G. F. Oehler, Theology of the Oíd Teatament, trad. G. E. Day (nueva edición de Zondervan Press), p. 565: “La esperanza que por un mo­ mento brilla aquí como un relámpago en la oscu­ ridad de la tentación, no es todavía una decidida fe en una vida feliz y eterna después de la muerte y, por consiguiente, no proporciona una solución al enigma de que trata el libro.” 4. Cf. Job 3:17, 10:21 s., 14:21 s. 6. Cf. Job 3:13.

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bro. Pero no lo ha logrado. No expresa una fe clara en una vida ultraterrena estimable, sino en el mejor de los casos, la creencia de que Dios lo va a justificar y que él tendrá conciencia de esa jus­ tificación. Dicho esto, sin embargo, vuelvo a mi opinión de que el problema que interesa al libro de Job no puede verse afectado por ninguna fe en el más allá. El problema del sufrimiento es tan real hoy como lo era en época del autor, y la teología cristiana está tan imposibilitada de resolverlo como la judía °. Muchas veces se ha sostenido que la fe en una vida después de ésta, donde puedan rectifi­ carse las injusticias y desigualdades de esta vida, ofrece una solución al problema. De ningún modo es así. Cuando se contempla la prosperidad del im­ pío puede ser que sirva de algún consuelo pensar en lo que le espera en el más allá, aunque no es un consuelo muy noble. Cuando se ve sufrir al piadoso, tal vez se halle algún consuelo en pensar en la bien­ aventuranza que le aguarda después de la muerte. Pero esto no nos da ninguna explicación de sus su­ frimientos presentes. El mensaje del libro de Job es mucho más profundo que la afirmación de que aquí y ahora el piadoso sufriente no tiene ninguna razón para envidiar al próspero malvado. El malva­ do tiene la prosperidad; pero el piadoso tiene a Dios, y en Dios tiene mucho más que el otro. Las desi­ gualdades de la vida pertenecen al destino exterior del hombre, pero esto no influye para nada en su vida espiritual. Esto ya es evidente en la historia de José, relata­ da en el documento más antiguo del Pentateuco. “El Señor estaba con José” (Gén. 39:2, 21), y por consiguiente podía enfrentar por igual la adversidad y la prosperidad con serenidad de espíritu. Cuando 6. Cf. Rabí Yannai (siglo tercero): "No está en nuestro poder explicar la prosperidad de los im­ píos o el dolor de los justos.” (Pirke Abot IV, 15, trad. H. Danby, The Miahnah (Oxford, 1933), p. 454.)

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llegamos al Nuevo Testamento no observamos nin­ gún adelanto en el tratamiento del problema. San Pablo era un fariseo antes de convertirse al cris­ tianismo, y como fariseo creía ya en la resurrección (Actas 22:3; 24:21). Siguió manteniendo esta creen­ cia después de hacerse cristiano. Pero esa creencia no le dio ninguna versión sobre su sufrimiento. Pa­ decía de una enfermedad aguda que le provocaba dolores intensísimos, tan intensos que a veces gemía pidiendo verse libre de ellos. No parece que haya encontrado ningún consuelo en el pensamiento del otro mundo. Dice Pablo: “Sobre lo cual por tres ve­ ces pedí al Señor que le apartase de mí, pero me respondió: ‘Bástete mi gracia, porque el poder se manifiesta más en la flaqueza’. Así que con gusto me gloriaré de mis flaquezas, para que haga morada en mí el poder de Cristo”. (IlCor. 12:8 ss.). Aquí vemos que Pablo deja de pedir que Dios lo aparte de su sufrimiento y encuentra motivo de enalteci­ miento en su dolor, de modo que se regocija en él porque le ha dado una nueva experiencia de la gra­ cia de Dios. Esto es fundamentalmente lo mismo que nos decía el libro de Job. Está lejos de ser una solución intelectual del problema del sufrimien­ to. Pero logra el milagro espiritual de convertir en un beneficio el sufrimiento mediante el enriqueci­ miento que supone la unión con Dios. El autor del libro de Job estaba interesado en señalar ese bene­ ficio y conduce al lector a comprenderlo.

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J . G. HERDER

DIOS Y LA NATURALEZA EN EL LIBRO DE JOB

Eutifrón preguntó por su amigo, comprobó que estaba leyendo el libro de Job. Alcifrón: Ya ves en qué ocupación me encuen­ tras. Ni qué decir que estoy leyéndolo con verda­ dero placer. Todavía no he logrado acostumbrarme a los largos discursos, las tediosas lamentaciones y las reivindicaciones de inocencia, y menos todavía a las justificaciones de la providencia, que por cierto no pueden justificarse. Aún no sé nada del hilo con­ ductor del diálogo. Sin embargo, las descripciones de la naturaleza, el relato sublime, pero simple de ios atributos de Dios y de su gobierno del mundo, elevan el alma. Si tienes interés en escucharme, abriré los tesoros de mi corazón (como se dice en el libro) y te leeré unos pocos pasajes. Después me dirás si estoy en lo cierto respecto del plan, la época y el autor de la obra. Eutifrón: Me parece muy acertado de tu parte comenzar con la selección de algunos pasajes. Leer el libro sin interrupción sería tal vez un plato de­ masiado fuerte para nosotros. Estamos acostumbra­ dos a preferir los diálogos breves y una secuencia de ideas más evidente que la que hallamos aquí. En sus relaciones sociales, los orientales se prestaban oídos los unos a los otros en silencio y hasta tenían preferencia por los discursos prolongados, especial­ mente si eran en verso. Son perlas preciosas de las profundidades del mar arregladas sin mucho concier­ to: tesoros del conocimiento y la sabiduría expre­ sados en relatos de otros tiempos. A.: Pero ¿de qué tiempos? Sorprende encon­ trar tantas muestras de inteligencia y la exposición J

uando

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tan precisa de ideas e impresiones sobre la natura­ leza, junto con conceptos tan pobres, tan elemen­ tales. E.: Pasa por alto, te ruego, el problema de la época y el autor; cíñete a la obra, tal como nos ha llegado, con su riqueza y sus limitaciones. Sin duda alguna el libro fue escrito en tiempos muy lejanos; cada vez que me atrevo a descifrar sus pensamien­ tos, lo tomo en mis manos con una especie de re­ verencia. Me veo transportado a países distantes y ¿pocas remotas, y pienso en las grandes revolucio­ nes ocurridas tanto en cuestiones ae gusto como en los gobiernos del mundo. Oigo una voz que me llega de una distancia de tres o cuatro mil años tal vez y, en vez de ponerme en actitud crítica ante la obra o de compararla con nuestra propia épo­ ca, me digo con las palabras del texto: (porque nosotros nacimos ayer, y somos unos ignorantes; pasándose nuestros días sobre la tierra, como una sombra); y ellos (los padres) te instruirán, hablarán conUigo, y de su corazón sacarán sentencias. (8:9 s.) Procede, pues, deleitándome con las hermosas des­ cripciones de Dios y la naturaleza. Mis oídos están abiertos y escuchan con atención las ideas del mun­ do antiguo. A.: Poderoso y terrible es Aquel que mantiene la armonía en sus altos. ¿Por ventura puede contarse el número de sus [soldados? Y , ¿quién es el que no participa de su luz? ¿Cómo se puede justificar el hombre comparado con Dios, o aparecer limpio el nacido de mujer? Ni aun la misma luna tiene resplandor en su [presencia.

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y las estrellas no están limpias a sus ojos; ¿cuánto menos el hombre, que es podredumbre; el hijo del hombre, que no es más que un gusano? (25:2-6) Sublime representación de Dios, supremo juez de los délos, árbitro entre las estrellas y los ángeles. Sus huestes resplandecientes son inconta­ bles. Su esplendor las oscurece a todas. Sus luces, Su pureza, la verdad y justicia de Su decreto a to­ dos acalla. Hasta la misma luna pierde su resplan­ dor y las estrellas no están limpias a Sus ojos. Entonces, desde estas esplendentes eminencias con­ templamos al hombre y nos decimos: ¿cuánto menos el hombre, que es podredumbre; el hijo del hombre, que no es más que un gusano? (25:6) A.: Tu explicadón de los primeros versículos que acabo de citar me agrada mucho. Me parece estar viendo al juez oriental, que arbitra entre los ángeles y las estrellas. ¡Con cuánta belleza y poesía también se nos presenta la luna! Su resplandor ha desaparecido del cielo; se ha ocultado ante la pre­ sencia de su juez. E.: Continúa con las observadones de Job; son aún mejores. A.: ¿A quién quieres tú auxiliar? ¿Acaso a un débil? ¿O tal vez quieres sostener el brazo de quien no tiene fuerza? ¿A quién das consejo tú? ¿Acaso al que no tiene sabiduría? ¿Quieres tú ostentar una grandísima prudencia? ¿A quién has querido tú enseñar? ¿No ha sido a Aquel que creó los espíritus? (26:2 ss.)

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E.: ¿A quién piensas que se refiere este pasaje? A.: Me parece que se refiere a Dios. Job quiere decir que Dios no necesita que él lo defienda, que hasta su propio aliento es el aliento de Dios, y que una criatura indefensa no puede convertirse en de­ fensor de su creador. E.: Procede, no te volveré a interrumpir. A.: Mira cómo los gigantes gimen debajo de las aguas, juntamente con los otros que están con ellos. El infierno está patente a sus ojos, y está descubierto a su vista el abismo de la [perdición. El es quien extendió sobre el vacio el septen­ trión, y tiene suspendida la tierra en el aire. El contiene las aguas en sus nubes, para que no se precipiten de golpe hacia abajo. El impide la vista de su trono, y le cubre con las nieblas. El puso términos a las aguas para mientras duren la luz y las tinieblas. Las columnas del cielo se estremecen, y tiemblan a una mirada suya. A la fuerza de su poder fueron reunidos en un instante los mares, y su soberanía domeñó al soberbio. Su espíritu hermoseó los cielos; y con la virtud de su mano fue sacada a la luz [la tortuosa culebra. Esto no es más que una parte de sus obras; mas si apenas hemos oído una gota de lo que [puede decirse de El, ¿quién podrá sostenerse firme al trueno de su grandeza? (26:5-14) E.: Espléndido pasaje, y cómo tú te has conver­ tido en poeta, yo seré tu comentarista. Job sobre­

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pasa a estos opositores por la excelencia de sus efusiones, tanto como tiene ventaja sobre ellos en el resultado de su lucha. Nos da una única represen­ tación del poder y majestad de Dios, pero sus imá­ genes están sacadas de los abismos más profundos y su descripción llega a la cúspide de lo sublime. Los dominios de la no existencia se extienden ante el Todopoderoso; las profundidades infinitas del va­ cío están a sus plantas, y como éstos fueron conce­ bidos, según vimos antes, bajo la forma de un océa­ no inquieto, Job lo representa, vasto dominio de la noche ancestral y las edades venideras, en el ins­ tante de descubrir su salvaje abismo y la horrenda conmoción de su oleaje. Las sombras tiemblan, las indeterminadas formas del futuro ser se mueven con expectación; el abismo, que nunca antes viera la luz, queda a la vista. Comienza ahora la obra de la creación. Sobre esta profundidad oscura y sin lími­ tes extiende Dios los cielos; establece la tierra y la pone en reposo, suspendida sobre la nada y el va­ cío. (Pues se creía que estos dominios de la noche y las sombras eran subterráneos). Ahora pone los cielos en orden, contiene las aguas en nubes y pre­ para para sí el espacio abierto; construye y adorna Su trono en medio de las aguas; lo circunda y ex­ tiende debajo de él las espesas nubes como un tapiz. Luego mide y establece los límites de los cielos acuo­ sos hasta donde la luz y la oscuridad se confunden, es decir, hasta el término del horizonte. Después, exhibe su poderío en el trueno, y para magnificar aún más el efecto, en una tormenta en el mar. Las olas están representadas como rebeldes, a quien El hace comparecer ante sí y en cualquier momento pue­ de sujetar con cadenas. Su aliento basta para que el mar quede en calma, los cielos apaciguados. Su mano encuentra sólo la serpiente voladora o, según una imagen que aparece en otros pasajes (Sal. 74: 13; Isa. 27:1), los monstruos de las profundidades del mar cercano, como el cocodrilo, o tal vez las mismas olas del mar encrespado, que con Su mano

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aplaca y alisa. De uno u otro modo, la descripción termina con una quietud tan hermosa y sublime co­ mo terrible era el tumulto con que comenzó. Y esto, dice Job, no es más que una parte de sus maravi­ llas ( . . . ) . Todas las mañanas, cuando rompe el día desde la oscuridad de la noche, todas las tormen­ tas, especialmente en el mar, nos recuerdan esta ma­ ravillosa descripción. ¿Tienes algún otro pasaje? A.: Toma, si quieres, el himno laudatorio del inspirado Eliú, inmediatamente anterior a la última y maravillosa respuesta del Ser Divino. E.: Observa, de paso, que ha sido puesto ahí sólo para aumentar el efecto de esa respuesta. Por mucho que piense Eliú, y por bien que hable, es to­ davía, como él mismo lo dice, vino nuevo fermen­ tado, que rompe la vasija y escapa. Emplea imáge­ nes espléndidas, pero no las encauza hacia ningún fin y las mejores son sólo ampliaciones de las que Job y sus amigos habían empleado en formas más concisas. Por consiguiente, no recibe ninguna res­ puesta. Prepara el camino para la entrada del Ser Divino y la anuncia sin darse muy bien cuenta de ello. Al describir una tempestad creciente y todos los fenómenos que la acompañan, describe, sin sa­ berlo, la venida del juez. A.: Nunca había observado este posible motivo en la evolución de la descripción. E.: Creo, sin embargo, que es el alma del todo, sin lo cual lo que dice Eliú sería mera tautología. Como el pasaje es demasiado largo para que lo vea­ mos entero, comienza donde dice: “Mira que Dios es soberano” . Yo me turnaré contigo de vez en cuando. A.: Mira que Dios es soberano en su fortaleza, y ninguno de los legisladores es semejante a El. ¿Quién podrá rastrear sus caminos? ¿O quién puede decirle: Has hecho una injusticia? Reflexiona que tú no llegas

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a comprender la obra suya, que fue celebrada en sus cánticos por los bom[bres. Todos los hombres lo ven; cada cual le contempla desde lejos. ¡Oh, y cuán grande es Dios, y cuánto sobrepuja a nuestra ciencia! Inimaginable es el número de sus años. El atrae las gotitas de agua, derramando las lluvias, a manera de torrentes, que se desgajan de las nubes, de que está cubierta toda la región de arriba. Cuando él quiere extiende las nubes a manera de pabellón, y relampaguea con sus rayos desde lo alto, oscureciéndolo todo de mar a mar; como que por estos medios ejerce sus juicios sobre los pueblos, y provee de alimento al grande número de los [mortales. El esconde la luz en sus manos, y manda que salga de nuevo. A quien El ama, le declara, cómo ésta es posesión suya, y que puede subir a ella. (36:22-33) E.: Todas estas imágenes se repetirán en una forma más concisa y hermosa en el lenguaje de Dios, ue sigue. La tempestad se alza sobre ellos, y Eliú ice: Por esto se estremeció mi corazón, y saltó de su lugar. Escuchad atentamente su voz terrible, y el sonido que sale de su boca. El está observando todo cuanto hay debajo del [cielo, y su luz resplandece por los términos de la [tierra. Detrás de El ruge el sonido, truena con la voz de su majestad,

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y oída que sea, no puede comprenderse. Retumba maravillosamente el sonido de la voz [de Dios, que hace cosas grandes e inescrutables. El manda a la nieve que descienda sobre la tierra, y hace caer las lluvias del invierno, y los aguaceros. El pone un sello en las manos de todos los hombres, a fin de que todos reconozcan sus obras. (37:1-7) A.: Me gusta más la interpretación que las úl­ timas palabras: El pone un sello en las manos de todos los hombres, es decir, se quedan quietos, azo­ rados y confusos, con el sentimiento de su impoten­ cia, sentimiento que cualquier tormenta de truenos despierta en nosotros. E.: Continúa la descripción de los terrores de la tormenta: La fiera se mete en su cueva, y estará queda en su guarida. Levántase la tempestad de los recónditos lu­ gares, y el frío viene del septentrión. Al soplo de Dios se forma el hielo, y se derraman nuevamente las aguas por todas [partes. Apetece el trigo las nubes; y las nubes esparcen sus brillos. Van las nubes girando por todas partes, doquiera que las guía la voluntad del que las gobierna, prontas a ejecutar sus órdenes en toda la redondez de la tierra. (37:8-12) Hay que ser orientales para estimar los buenos efectos de la lluvia y describir con tan cuidadosa observación las características y el curso de las nu­

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bes. Evidentemente, en lo que sigue, Eliú describe una escena del presente (37:14-24). La consecuencia de su aparente audacia es que presenta como imposible lo que está a punto de ocurrir mientras él lo está anunciando. En el mo­ mento en que se está autoconvenciendo de que la oscuridad de las nubes es una barrera perpetua en­ tre los hombres y Dios, y de que ningún mortal ha de oír la voz del Eterno, Dios aparece y habla, y qué inmensa diferencia entre las palabras de Jehová y el lenguaje de Eliú. Es la que existe entre el débil y difuso balbuceo de un niño y los tonos breves y majestuosos del trueno, en los que habla el Cteaaor. No discute, sino que presenta una su­ cesión de vividas descripciones; rodea, asombra V anonada las facultades de Job con los objetos de su creación animada e inanimada. A.: Jehová habló a Job desde la tempestad y le dijo: ¿Quién es ese que envuelve sentencias con palabras de ignorante? Ciñe, abora, tus lomos, como varón; Yo te interrogaré, y tú respóndeme. ¿Dónde estabas cuando Yo echaba los cimientos de la tierra? Dímelo, ya que tanto sabes. ¿Sabes tú quién tiró sus medidas? ¿O quién extendió sobre ella la cuerda? ¿Qué apoyo tienen sus basas? ¿O quién asentó su piedra angular, entonces que me alababan los nacientes astros, y prorrumpían en voces de júbilo todos los hi[;oj de Dios? (38:2-7) E.: Nos olvidamos de la geología y de toda la física de los tiempos modernos y contemplamos es­ tas imágenes como poesía antigua de la naturaleza que describe la tierra. Lo mismo que para una casa, se echan sus cimientos, se fijan sus dimensiones y

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se extiende sobre ella la cuerda. Cuando se han asen­ tado los cimientos y la piedra angular está en su lugar, todos los hijos de Dios, las estrellas matu­ tinas, y sus criaturas anteriores entonan un canto de alegría al gran arquitecto y dan una gozosa bienve­ nida a su hermana menor. Sigue el nacimiento del mar. A.: ¿Quién puso diques di mar, cuando se derramaba por fuera como quien sale del seno de su madre, cuando le cubría Yo de nubes como de un vestido, y le envolvía entre tinieblas como a un niño entre los pañales? Encerréle dentro de los límites fijados por Mí, y pásele cerrojos y compuertas, y dije: Hasta aquí llegarás, y no pasarás más adelante; y aquí quebrantarás el orgullo de tus olas. (38:8-11) E.: No creo que este tema haya sido presentado con más osadía que con la figura que aquí reviste: como a un niño a quien el creador del mundo en­ vuelve en pañales y abriga con cuidado. Se escapa por las hendiduras de la tierra, como del seno de su madre; el soberano y director de todas las cosas, cual joven gigante que se regocija en su poder de pacificar, se dirige al mar como a un ser viviente y con una palabra suya éste queda apaciguado y lo obedece para siempre. A.: / Acaso después que estás en el mundo diste ley al alba, y señalaste a la aurora el punto por donde debe salir? ¿Has tomado con tus manos los polos de la tie[rra, y sacudidola, a fin de expeler de ella a los impíos? Volverá a ser lodo el sello,

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y durará como un vestido. Quitaráse a los impíos su luz, y será aniquilado su poder excelso. (38:12-15) E.: Es lamentable que no podamos representar­ nos más claramente el alba como un guardián, un mensajero del Príncipe de los Cielos, enviado para ahuyentar las bandas de ladrones; qué distinta la función que las naciones occidentales asignan a su Aurora. El texto nos recuerda los antiguos tiempos de violencia, cuando el terror y el robo anticipaban el amanecer. A.: ¿Has entrado tú en las honduras del mar, y te has paseado por lo más profundo del abis­ m o? ¿Se te han abierto acaso las puertas de la muerte y has visto aquellas entradas tenebrosas? ¿Has averiguado la anchura de la tierra? Dime, si todo lo sabes, en qué parte reside la luz; y cuál es el lugar de las tinieblas; a fin de que puedas conducir a entrambras cosas [a sus lugares, como quien está enterado del camino que lleva a sus habitaciones. ¿Sabías tú entonces que hubieses de nacer, y estabas instruido del número de tus días? (38:16-21) E.: Todo está aquí personificado, la luz, la os­ curidad, la muerte y la nada. Estos tienen sus pala­ cios con rejas y portales, aquellos sus casas, sus rei­ nos y sus fronteras. El conjunto es un mundo poé­ tico, con una geografía poética. A.: ¿Por ventura has entrado en los depósitos de [la nieve, y has visto los otros donde está amontonado el granizo, los cuales tengo Yo prevenidos

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para usar de ellos contra el enemigo en el día del combate y del conflicto? (38:22 s.) E.: En todo el pasaje se advierte un dejo de iro­ nía. Dios teme al ataque de sus enemigos y ha amon­ tonado y puesto a buen recaudo en sus depósitos subterráneos el granizo para que le sirva como per­ trecho de guerra. También en las nubes y en las pro­ fundidades del mar todo respira poesía (38:24-30). Son exuberantes y exquisitas las descripciones de los cielos y la tierra. Arriba resplandecen las fuentes de luz y el viento del este la desparrama sobre los países del mundo; el soberano paternal de los cielos traza los caminos de la lluvia y las nubes. Debajo, el agua se hace dura como una roca y el hielo encadena las olas del mar. Hasta la lluvia, el rocío y la blan­ ca escarcha tienen sus padres. Sigue a esto una de las más hermosas y sublimes visiones del universo. A.: ¿Podrás tú por ventura atar las brillantes es­ trellas de las pléyades? ¿o desconcertar el giro del Orión? ¿Eres tú acaso el que hace aparecer a su tiempo el lucero de la mañana, o resplandecer el de la tarde sobre los habitantes de la tierra? ¿Entiendes tú el orden del cielo, y podrás dar la razón de él sobre la tierra? ¿Alzarás por ventura tu voz a las nubes, para que se deshagan en lluvias abundantes? ¿Despacharás rayos, y éstos marcharán, y te dirán a la vuelta: aquí estamos? ¿Quién puso en el corazón del hombre la sabi­ duría? ¿O quién le dio al gallo el instinto? ¿Quién podrá explicar la disposición de los cié[los, o hacer cesar sus armoniosos movimientos? ¿Cuándo se formó en masa el polvo de la tierra, y se endurecieron sus terrones? (38:31-38)

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E.: Aquí termina la descripción de lo que llama­ mos la naturaleza inanimada. Pero ninguna parte de la creación carece de vida en la descripción. Las es­ trellas, que gozosamente hacen su aparición en la primavera, se unen en fraternal alianza. Orión es un hombre listo para la acción y anuncia el invierno. Las constelaciones del zodíaco se elevan en sucesión gradual como una corona que circundase la tierra. El Padre de los Cielos permite que la Osa Mayor juegue con sus pequeñuelos cerca del polo norte, o (según otra interpretación) consuela a la errante so­ litaria, madre de las estrellas, que busca a sus hijos perdidos (las que ya no están visibles), tal vez po­ niendo ante sus ojos nuevas estrellas en reemplazo de las que se perdieron. Aquellos que por la noche observan a la Osa mayor en su curso como si estu­ viese alimentando a sus pequeSuelos en las praderas del cielo, o al zodíaco que, cual un cinto con sus hermosos bordados, rodea a la tierra y se asoma gra­ dualmente con las estaciones cambiantes, y nos re­ cuerda luego los tiempos en que los pastores de la noche, bajo un cielo oriental, tenían constantemente estas imágenes en su pensamiento y según la fanta­ sía o el sentir que su vida de pastor le sugería, les adjudicaba formas animadas —aquellos, digo, que ven todo esto, percibirán inmediatamente el brillo rutilante y la belleza de este pasaje, aunque la tra­ ducción, por lo que hace a la concisión y simetría y la conexión entre las partes, esté lejos de ser per­ fecta. Lo mismo ocurre con la parte donde se repre­ senta a Dios dando el entendimiento a la oscuridad, a las nubes errabundas, a los meteoros. Las personi­ ficaciones de sentimientos y de formas en la poesía desaparecen al ser trasladadas a otro idioma. Sin em­ bargo, todas estas imágenes, el envío de rayos y su regreso, la marcha de Dios entre las nubes, su re­ cuento de las gotas de lluvia, el suave aunque copio­ so descenso de las mismas a sus órdenes, están den­ tro del estilo de la más pura poesía descriptiva.

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A.: Parece que eres un admirador de todo este tipo de poesía. Sin embargo, nuestros críticos sos­ tienen que es la más árida y deslucida de todo el dominio del arte. Algunos por cierto ni siquiera le conceden el nombre de poesía y la consideran una mera descripción de cosas y formas de por sí indes­ criptibles. E.: Si tal es el caso, convengo de todo corazón que no merece el nombre de poesía. Esos lastimo­ sos escritores sin valor que nos describen la prima­ vera, la rosa, el trueno, el hielo, el invierno, en un estilo tedioso y llano no son buenos ni en poesía ni en prosa. La verdadera poesía de la naturaleza es algo más que una monótona descripción de ras­ gos individuales, a los que en verdad no tiene por qué estar dedicada. A.: ¿Y qué más tiene? E.: Poesía. Hace que los objetos de la natura­ leza se transformen en cosas de la vida y los mues­ tra en acción viviente. Mira el libro de Job. Aquí la tierra es un palacio; cuando su constructor puso la piedra angular todas las criaturas de Dios pro­ rrumpieron en gritos de júbilo. El mar nace y es en­ vuelto en pañales, como un niño. La aurora es un agente activo y los relámpagos hablan. La personi­ ficación se mantiene con coherencia, lo que da ani­ mación a la poesía. El alma se ve empujada hacia adelante y se encuentra entre los objetos descritos, al mismo tiempo que es testigo de sus acciones. Las descripciones tediosas, por el contrario, separan los objetos y paralizan sus facultades. Nos muestran una vestimenta de palabras hecha jirones, sombras abs­ traídas y parciales de las formas, mientras que en la verdadera poesía vemos los seres reales y vi­ vientes. A.: Pero, ¿quién, mi amigo, se aventuraría a escribir poesía en el estilo de los orientales, a pre­ sentarnos el océano como un niño en pañales, los

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arsenales de la nieve y el granizo, y caminos (le­ chos, canales, cauces) para el agua de los cielos? E.: Nadie debiera hacerlo. Pues cada idioma, cada nación, cada clima tiene su propia medida en materia de gusto, así como las fuentes peculiares de su poesía favorita. Revela una lamentable pobreza tomar en préstamo elementos de un pueblo tan di­ verso y, sin embargo, debemos adoptar los mismos principios y crear con el mismo material. Aquel pa­ ra cuyos ojos y corazón la naturaleza no tiene vida, a cuya sensibilidad no le habla ni le comunica nada, no nació para ser poeta. La naturaleza carece de vida ante sus ojos y así la expresa en sus escritos. A.: De ello se sigue, entonces, que las épocas de ignorancia tenían grandes ventajas comparadas con aquellas en que se estudia la naturaleza que pasa a ser objeto de conocimiento. E.: ¿A cuáles llamas tú épocas de ignorancia? Todas las tribus sensibles tienen un conocimiento de la naturaleza, con el ciue está relacionada su poesía. En verdad, tienen de ella un conocimiento más vivo y más adecuado a sus propósitos que el de un eru­ dito linneano. Evidentemente, el método de Linneo es necesario si queremos llegar a un conocimiento general de las especies, pero hacer de él el funda­ mento de la poesía, sería casi tan sensato como ela­ borar ese método apoyándonos en el diccionario de la rima de Hübner1. Por mi parte, admiro esos tiempos en que el conocimiento que el hombre te­ nía de la naturaleza era tal vez menos profundo, pero viviente; cuando su vista comenzó a discernir entre los objetos llevada de la intensidad de los sentimientos; cuando las analogías con lo humano le resultaban patentes y despertaban su asombro y ad­ miración. A.: Sería de desear, entonces, que volviesen los tiempos en que se experimentaban esos sentimientos. 1. Johan Hübner, Neu-vermehrtea poetiach.es Handbuch, etc. (Leipzig, 1712). (N. del T.).

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E.: Toda época debe lograr que su poesía sea coherente con sus ideas sobre el gran sistema del ser o, si no, debe tener por lo menos la seguridad de producir un mayor efecto mediante sus ficciones poéticas que lo que la verdad sistemática podría su­ ministrar. ¿Y acaso no ocurre así con frecuencia? No me cabe duda de que los sistemas de Copérnico y Newton, de Buffon 23y Priesdey * pueden ser fuente de la más elevada poesía, tanto como las escenas más directas e ingenuas de la naturaleza. Pero ¿por qué no tenemos esa poesía? ¿Por qué es que las leyendas sencillas y patéticas de las tri­ bus primitivas de la antigüedad nos conmueven más que estas sutilezas matemáticas, físicas y metafísi­ cas? ¿No será tal vez porque la gente de esas épo­ cas hacía poesía inspirada en aprehensiones más vi­ vidas de la realidad, ya que expresaba sus ideas de todas las cosas, inclusive de Dios mismo, bajo for­ mas analógicas, reducía el universo a la forma de una casa y animaba todo lo que éste contiene con pasiones humanas, con amor y con odio? El primer poeta que logre hacer lo mismo en el universo de Buffon y Newton, podrá, si quiere, producir me­ diante ideas más próximas a la verdad —o por lo menos más comprehensivas— el mismo efecto que esos pueblos con sus analogías limitadas y mitos poéticos. Ojalá hubiera ya entre nosotros un poeta semejante, pero puesto que no es así, no ridiculice­ mos las auténticas bellezas de la poesía de los pue­ blos de la antigüedad, porque no comprendían nues­ tros sistemas de filosofía natural y metafísica. Mu­ chas de sus alegorías y personificaciones tienen más fuerza imaginativa y más verdad sensible que mu2. G. L. L. Buffon (1707-88), naturalista francés, autor de Histoire naturelle (1749-1804), obra de cuarenta y cuatro tomos en la que resumió el conocimiento científico de su época. (N. del T.). 3. Joseph Priestley (1733-1804), químico y teólogo del iluminismo inglés. (N. del T.). 104

chos sistemas voluminosos, y además llegan al co­ razón. A.: Esta capacidad de producir emodones, sin embargo, no me parece que esté presente en tan alto grado en la poesía de la naturaleza. E.: Los sentimientos más delicados y perdura­ bles de la poesía son, al menos, fruto de ella más que de cualquier otra cosa. ¿Puede haber más her­ mosa poesía que la que Dios mismo nos muestra en las obras de su creación, poesía que extiende fresca y resplandeciente ante nuestros ojos con cada revo­ lución de los días y las estaciones? ¿Puede acaso la poesía lograr un efecto más conmovedor que d de mostramos con brevedad y sencillez lo que so­ mos y lo que gozamos? Vivimos, somos dueños de nuestro ser en este vasto templo de Dios; nuestros sentimientos y pensamientos, nuestras penas y ale­ grías derivan todas de El. Una poesía que me da ojos para percibir y contemplar las obras de la crea­ ción y a mí mismo, para considerarlas en su orde­ namiento y relación, y para descubrir en todo los rastros de amor, sabiduría y poder infinitos, para formar un todo con los ojos de la fantasía y expre­ sarlo en palabras adecuadas a su propósito es una poesía sagrada y celestial. ¿Qué desventurado, por tumultuosas que sean las pasiones que lo agitan, no experimentará al caminar bajo un cielo estrellado, imperceptiblemente y aun contra su voluntad, la in­ fluencia apaciguante que produce la contemplación de sus esplendores silenciosos, invariables y eternos? Supongamos que en un momento semejante pasan por su mente las sencillas palabras de Dios: “ ¿Po­ drás tú por ventura atar las brillantes estrellas de las pléyades?” ¿No es casi como si Dios mismo le hablase desde el estrellado firmamento? Tal efecto produce la verdadera poesía de la Naturaleza, gen­ til intérprete de la naturaleza divina. Una alusión, una sola palabra pronunciada con el espíritu de esa poesía, bastan frecuentemente para sugerimos esce­ nas enteras; los serenos paisajes delineados ante nues­

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tra mirada despiertan las simpatías del corazón, es­ pecialmente cuando el corazón del poeta es tierno y benevolente, como no puede dejar de serlo. A.: ¿Tú crees que siempre es así el corazón del poeta que canta a la naturaleza? E.: Del poeta grande y auténtico, indudable­ mente. Si no es así, podrá ser un observador pene­ trante de la naturaleza, nunca su expositor refinado y vigoroso. La poesía que trata de los actos huma­ nos, muchas veces degradantes y envilecedores, que obra mediante vividas y conmovedoras ideas en los impuros recintos del corazón, frecuentemente sin nin­ gún propósito elevado, puede corromper tanto a su autor como al lector. La poesía sobre las cosas di­ vinas nunca puede actuar así. Engrandece el cora­ zón al mismo tiempo que amplía nuestra visión del mundo; a ésa la vuelve serena y contemplativa; a aquél, potente, libre y gozoso. Despierta el amor, la simpatía, el interés por todo lo que vive. Acos­ tumbra al entendimiento a observar en todo mo­ mento las leyes de la naturaleza y guía a nuestra razón por el camino recto. Esto es especialmente cierto de la poesía descriptiva de los orientales. A.: ¿Tus observaciones se aplican, pues, al libro de Job? E.: Ciertamente. Sería trivial pretender encon­ trar implícito un sistema físico en las representa­ ciones individuales de la poesía, o pretender conci­ liarias con el sistema imperante en nuestros días y afirmar de ese modo que Job ya había aprendido a pensar como nuestros filósofos de la naturaleza. Sin embargo, la idea central de que el universo es el palacio del Ser Divino, donde El reina y dis­ pone, donde todo se realiza conforme a leyes inva­ riables y eternas, donde hay una providencia que se extiende de continuo a los mínimos detalles con benevolencia y discernimiento, esto, digo, es algo grandioso y elevado. Además, aparece realzada me­ diante ejemplos en donde todo expresa unidad de

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objetivos y subordinación a la totalidad. Los fenó­ menos más maravillosos se nos presentan como los hechos de un activo y prudente padre de familia. Muéstrame un poema que sea expresión de nuestro sistema de física, nuestros descubrimientos u opi­ niones respecto de la formación del mundo y de los cambios que sufre en imágenes tan concisas, perso­ nificaciones tan animadas, exposiciones tan perti­ nentes y con sujeción a un plan que haya tenido en cuenta tanto la unidad como la variedad para lo­ grar el efecto deseado. Pero no olvidemos las tres cualidades principales a las que ya me he referido: animación de los objetos para despertar los senti­ dos, interpretación de la naturaleza para llegar al corazón, un plan en el poema, como existe en la creación, para beneficio del entendimiento. £1 últi­ mo requisito falta totalmente en la mayoría de nues­ tros poetas descriptivos. A.: Me temo que pidas lo imposible. ¡Qué difí­ cil nos resulta advertir un plan en las escenas de la naturaleza! El reino de la omnipotente madre de to­ das las cosas es tan vasto, su progreso tan lento, sus perspectivas tan inagotables. E.: Que, por tanto, ¿un poema humano debe ser igualmente vasto, lento en su progreso e incom­ prensible? Que aquel para quien la naturaleza no muestra ningún plan, ninguna unidad de propósito, guarde silencio y no se aventure a expresarla en el idioma de la poesía. Que hable aquel para quien ella se ha retirado el velo y exhibe la verdadera ex­ presión de su rostro. Descubrirá en todas sus obras conexión, orden, benevolencia y objetivos. Su pro­ pia creación poética también será, al igual que la creación que inspira a su imaginación, un verdadero kosmos, una obra ordenada, con un plan, una sig­ nificación y un propósito último. Esa obra estará dirigida al entendimiento como una unidad, lo mis­ mo que al corazón, en virtud de sus pensamientos personales e interpretaciones de la naturaleza, así como a los sentidos, por la animación de sus obje­

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tos. En la naturaleza todas las cosas están conec­ tadas entre sí y en la visión del hombre están co­ nectadas por su relación con lo que es humano. Los períodos de tiempo, como los días y los años, guar­ dan relación con la edad del hombre. Los países y los climas tienen su principio de unidad en la exis­ tencia de una raza humana, las edades y los mun­ dos en la causa eterna, un Dios, un creador. El es el ojo del universo, al dar expresión a su de otro modo ilimitado vacío y al combinar en una armo­ niosa unión la expresión de todas sus múltiples y multiformes características. Aquí volvemos al orien­ te, pues los orientales, en su poesía descriptiva, júzguesela rica o pobre, consiguen antes que nada esa unidad que el entendimiento exige. En todos los distintos aspectos de la naturaleza, contemplan al Dios de los cielos y de la tierra. Esto no lo ha he­ cho ningún griego, ni ningún celta, ni ningún ro­ mano, y ¡cuánto más atrás en este aspecto está Lu­ crecio de Job y David!

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JOSIAH ROYCE

LA UNIDAD DE DIOS CON EL QUE SUFRE

problema que plantea el libro de Job es el de su propio protagonista. Descartamos por el momento el prólogo, el epilogo y los discursos de Eliú y el Señor, por estimar que posiblemente sean obras de otros autores, y pasamos directamente a analizar el punto de vista efe Job, tal como se ma­ nifiesta en los discursos a sus amigos. Allí se plan­ tea el problema al que ninguna de las adiciones pos­ teriores a ese poema dan una solución inteligente. En la presentación de la obra, el autor original des­ pliega todo su talento poético y fija pensamientos que no envejecerán jamás. Esta es la parte más ci­ tada del libro y la que mejor expresa la experien­ cia viva de la humanidad sufriente. Aquí se centra, pues, tanto el interés filosófico como el humano de nuestro poema. El mundo de Job, como él lo ve, está organizado de un modo que a todos nos resulta familiar. La misma simplicidad del plan del universo aquí ex­ puesto pone aún más en evidencia el misterio y el horror del problema que acosa a Job. El mundo es para él obra de un ser que, por su propia natura­ leza, debiera ser inteligible (puesto que es sabio) y aliado de los justos, ya que, según la tradición y en virtud de su propia sabiduría divina, este Dios tiene que conocer el valor del hombre justo. Pero —he aquí el misterio— según las obras que de El conocemos a través de nuestras experiencias huma­ nas del mal, no se nos aparece como un amigo, sino irremisiblemente extraño y hostil en sus pro­ yectos y actos. Cuanto más estudiamos su compor­ tamiento con el hombre, menos inteligente nos pa­ rece su naturaleza. Ih

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La tradición se ha ocupado de su rectitud, lo ha llamado misericordioso, ha magnificado sil amor por sus siervos, ha descrito su justicia al acabar con los impíos. Hemos aprendido a confiar en todas esas cosas, a concebir a Dios en tales términos y a es­ perar de El un gobierno justo. Además, la tradición se une a la piadosa observación de la naturaleza para garantizarnos la omnipotencia divina. Job mis­ mo insiste patéticamente en que ni por instante duda del poder de Dios para hacer lo que le plazca en el cielo o en la tierra. Nada se opone a su voluntad. Ninguna fe ciega lo desvía. Antes de su decisión el sheol está vacío y el abismo al descubierto. La tie­ rra pende sobre el caos, porque El así lo ordena. Su poder hace pedazos los monstruos y destroza los dragones. Por consiguiente, puede hacer con el mal precisamente lo que hace con Rahab o con las ti­ nieblas, con las nubes, con la luz o con el mar, es decir, exactamente lo que le place. Más aún, como lo sabe todo y puesto que el valor real de un hombre recto es para Job un hecho incuestionable y obje­ tivo, Dios no puede desconocer este auténtico valor en sus siervos, ni la verdadera ruindad y bajeza de los malvados. Dios tiene conocimiento de los valo­ res y no puede ser ciego para ellos, puesto que con­ forman una realidad tan concreta como el délo y la tierra mismos. Sin embargo, a pesar de todos estos hechos indis­ cutidos, este Dios, que puede hacer lo que quiere, priva de su derecho al hombre justo, en el caso del propio Job, y “mortifica su alma”, obra con él co­ mo un “tirano”, “lo persigue” con “mano fuerte”, lo “disuelve” en “una tormenta”, lo “convierte en la fábula del vulgo” (17:6), lo “arroja” al lodo, lo transforma en “hermano de los dragones”, lo priva de la pobre alegría de su “único día de descanso como jornalero”, del poco deleite de que puede go­ zar como hombre antes de descender para siempre al oscuro mundo de las tinieblas, “lo vigila” de día para oprimirlo, de noche para “aterrorizarlo con 112

sueños y visiones”. En resumen, actúa como su ene­ migo, “reúne su furor contra él y amenazándole re­ china sus dientes” (16:10). Todas estas son ex­ presiones del mismo Job. Por otra parte, según él mismo nos informa con asombro y horror, a veces Dios obra de manera exactamente opuesta con quie­ nes son a todas luces deliberadamente impíos, pues éstos llegan a la vejez y son colmados de bienes, contemplan alrededor de ellos su descendencia y sus casas están seguras y en paz. Si después de considerar la forma especialmente injusta con que Dios trata a los rectos y a los im­ píos, se reflexiona sobre Su gobierno providencial del mundo, se comprobará la existencia de vastos procesos en evolución, tan hábiles como faltos de piedad, tan demostrativos de una majestuosa sabi­ duría como de una total indiferencia por los dere­ chos de los hombres (14:18 ss.). En esos versículos está bosquejada la conducta di­ vina tal como Job la ve. Job no se expresa así en un rapto de pasión momentánea. Ha reflexionado durante largos días y noches sobre estos amargos hechos de la experiencia antes de decidirse a hablar. Infatigablemente, ante las objeciones de sus amigos, reitera sus cargos. Tiene, para hablar, el derecho del que sufre, y hace uso de él. De la paradoja que ellos entrañan, nada entiende. Sin embargo, ve con clari­ dad que esta paradoja debe enfrentarse razonada­ mente, no con autoridad ciega. Dios debiera hablar­ le cara a cara y aclararle el asunto con palabras sen­ cillas. Job no teme enfrentarse con Dios o exigirle una respuesta. Dios sabe que Job no ha hecho nada para merecer semejante ira. El problema entre el hacedor y su criatura requiere, por tanto, una de­ claración directa y una decisión explícita. “¿Por qué, si Tú puedes hacer precisamente lo que te plazca, y puesto que conoces, por ser omnisciente, el va­ lor de un siervo justo, eliges perseguir como ene­ migo al justo con esta ira y este odio tan persis­ tentes?” Aquí está el problema.

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El interés humano de la cuestión planteada tan claramente por Job está, por supuesto, en la univer­ salidad de esas experiencias de males inmerecidos. El mal que Job vio está ante nosotros dondequiera que dirijamos la mirada. Piénsese en Armenia. O en las consecuencias de los huracanes y terremotos. Por sus términos perimidos, la tesis mencionada por los amigos de Job tiene menos interés para noso­ tros, si bien es cierto que subsiste una tesis simi­ lar aunque expresada en diferentes términos. Desde nuestra perspectiva, sólo la vehemencia con que Job defiende su propia rectitud tiene una cierta impor­ tancia desde el punto de vista dramático. Una se­ guridad en la propia persona tan ingenua como la de Job no está de acuerdo con nuestra conciencia contemporánea y sólo excepcionalmente un hombre de esta época recurrirá con sinceridad a los mismos términos de Job para expresar su propio concepto de la rectitud. Pero lo que sigue siendo tan real y evidente para nosotros, como lo fue para el poeta, es el hecho de que por todas partes —en los niños que nacen con una aflicción inmerecida, en las mi­ serias de los oprimidos, en los reveses arbitrarios de la fortuna— alguna forma de inocencia se ve acosada por un mal no merecido. Job obtiene de nosotros una simpatía dramática como caso extremo —si bien por eso, más típico— de esta experiencia universal del mal inmerecido. Por eso nos sigue preo­ cupando tanto como a Job la resolución deí proble­ ma central del mal. Aquí reside, no hace falta de­ cirlo, la significación permanente del problema de Job, problema que excede de la antigua controver­ sia judía acerca de si la justicia divina actúa siem­ pre tal como los amigos de Job, en su apego a la tradición, lo afirman. El poema toca una cuestión que no sólo atañe a una vieja religión, sino a la filosofía de todos los tiempos. Como es bien sabido, el problema general del mal ha merecido la atención preferente de los filó­ sofos. Pocos de ellos, por lo menos dentro del pen­

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samiento europeo, han sido tan osados en su plan­ teamiento como lo fue el autor original de Job. Sin embargo, las soluciones propuestas son muchas. Para nuestros propósitos podemos reducirlas a unas pocas. En primer lugar, podemos escapar totalmente a la paradoja de Job rechazando de plano considerar el mundo en términos teleológicos. Podemos afir­ mar que los males tales como la muerte, la enfer­ medad, las tempestades, los enemigos, el fuego, no son productos de Dios o de Satanás, sino fenó­ menos naturales. Naturales son también los fenó­ menos de nuestros deseos, de nuestros dolores, tris­ tezas y fracasos. Ningún propósito divino domina estos hechos. En todo momento nos ocurre lo que debe ocurrimos, vistas nuestras limitaciones natura­ les y nuestra ignorancia. Para mejorar las cosas, de­ bemos aumentar nuestro conocimiento de la natura­ leza. Según esta posición —sustentada frecuente­ mente en nuestros días— el problema del mal, en el sentido en que lo plantea Job, no existe. El mal existe ciertamente, pero los únicos problemas racio­ nales son los que se refieren a las leyes naturales. No es necesario que me explaye acerca de este mé­ todo, que no consiste en resolver sino en abolir el problema, puesto que mi propósito aquí es suge­ rir la posibilidad de alguna respuesta genuinamente teleológica a la pregunta de Job. Menciono esta pri­ mera opinión sólo para reconocer históricamente su existencia. En segundo lugar, es posible hacer frente a nues­ tro problema, recurriendo a cualquiera de las habi­ tuales soluciones de transacción entre la creencia en un mundo de leyes naturales y la creencia en un orden teleológico. Estas soluciones, en tanto repre­ sentan compromisos, pueden reducirse a la afirma­ ción de que la presencia del mal en la creación es un hecho insignificante e inevitable dentro de un plan que produce criaturas sensibles sometidas a una ley. Los escritores que aceptan esta posición se ven obligados a sostener que, puesto que los ni­

ños temen el fuego que los ha quemado, el dolot resulta útil, en términos generales, como adverten­ cia. El mal es una disciplina transitoria merced a la cual las criaturas finitas aprenden a conocer su lu­ gar dentro del orden de las cosas. Además, no es posible un mundo sensible sin una cierta experien­ cia del sufrimiento, puesto que la sensibilidad su­ pone la vulnerabilidad. Suprímase el dolor —se sos­ tiene con frecuencia— y no aprenderemos nuestra parte de verdad natural. El dolor es el pedagogo que nos enseña las ciencias naturales. Las enferme­ dades contagiosas, por ejemplo, son útiles en la me­ dida en que nos conducen finalmente al estudio de la bacteriología y a lograr así un conocimiento de la vida de ciertas hermosas criaturas de Dios cuya presencia en el mundo pasaríamos de otro modo por alto. Más aún —para referimos a otra varia­ ción de este tipo de explicaciones— , los seres crea­ dos obviamente pasan de menos a más. Primero lo inferior, luego lo superior. Caso contrario, no exis­ tiría la evolución. Y si no hubiera evolución per­ deríamos gran parte de la ciencia natural. Pero si uno es evolucionado, si pasa del menos al más, debe haber algo que marque las etapas de crecimiento. Ahora bien, el mal es útil para indicar las etapas inferiores de la evolución. Si se ha de ser primero un infante, luego un hombre, o primero un salva­ je y después un ser civilizado, debe haber males concomitantes a las etapas iniciales de la vida, ma­ les que hagan del crecimiento algo anhelado y cons­ ciente. Así, si no se produjesen el cólico y el crup, las caídas y los ataaues de llanto en la infancia, no habría incentivos suficientes para que los padres ca­ riñosos apresurasen la creciente robustez de sus hi­ jos ni motivos que impulsaran a éstos a querer cre­ cer. El canibalismo es, pues, valioso como señal de un grado inferior de evolución. De no haber exis­ tido el canibalismo, nos percataríamos con menos gozo que ahora de lo respetable que es haber llega­ do a ser civilizado... En resumen, el mal es por

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así decirlo la suciedad del orden natural cuyo valor está en que, cuando se lo hace desaparecer con el agua se advierte el encanto que tiene un baño de evolución. Lo que antecede no es más que un rápido esbozo de las formas habituales de soslayar el problema quedándose en la periferia, como niños que juegan descalzos en el límite de la playa donde llega la espuma del mar. En nuestro poema, los discursos atribuidos a Eliú incluyen casi todas las formas po­ sibles de definir el mal como un incidente mera­ mente transitorio de la disciplina del individuo. Muchos autores dan explicaciones de este tipo que ocupan también un lugar destacado en las discusio­ nes populares, pero no ofrecen ningún interés para quienes se han enfrentado con el problema de Job tal como es. Un momento de reflexión basta para que advirtamos su superficialidad. El dolor es útil como advertencia del peligro; si no sufriésemos se nos quemarían totalmente las manos. Sí, pero esta explicación de un mal presupone otro mal aún más grande y además inexplicable: la existencia de un peligro de que es necesario que seamos advertidos de esa manera. Indudablemente los sufrimientos pa­ sados de los armenios deben enseñar a los sobrevivigntes, es decir, las mujeres y niños indefensos, a tener en lo futuro un justificado temor a los tur­ cos ¿Explica esto, acaso, la necesidad de la exis­ tencia de los turcos o de sus asesinatos? Si sólo puedo alcanzar la meta propuesta a través de un de­ terminado camino —digamos, de la evolución— , haré bien en aceptar el penoso trayecto. Pero ¿se explica así por qué yo fui creado tan lejos de mi meta? La disciplina, los afanes, las penalidades, la cirugía son explicables como medios para alcanzar determinados fines, siempre que se presuponga la existencia necesaria de situaciones que exijan un costo tan terrible y que esa necesidad se pueda ex­ plicar. Se puede justificar la cirugía, pero no la en­ fermedad; los afanes, pero no la necesidad de esos

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afanes; la penalidad, pero no la situación que la ha hecho necesaria, en los muchos casos en que se ca­ lifica el mal de “medicinal, disciplinario o profilác­ tico”, en que se los señala como “un incidente en las etapas imperfectas de la evolución” o como “el precio de un bien distante sólo alcanzable por el infortunio”. Todas estas explicaciones, insisto, se apoyan en un capital prestado. Pero Dios, por hipótesis, no es nin­ gún prestatario, como se explica, el estado de cosas que hace que el primer mal sea el único medio físi­ camente posible de alcanzar una meta determinada. Pero lo que Job desea que le explique su juez no es que un mal A es un medio físico de evitar algún otro mal mayor B, en este mundo cruel don­ de las aguas desgastan hasta las piedras y donde las esperanzas de los hombres son tanto más frá­ giles que las piedras, sino por qué un Dios que puede hacer absolutamente lo que le plazca, elige si­ tuaciones en las que una semejante acumulación de medios negativos se transforma en lo que ahora de­ bemos llamar necesidades físicas para los fines aho­ ra físicamente posibles. Ninguna explicación de la presencia del mal que afirme que éste es meramente una necesidad física para quien desee alcanzar una determinada meta en este mundo puede resultar valedera. A Job no le preocupan los accidentes físicos, sino el Dios que eligió esta naturaleza y no otra. La respuesta a Job debe demostrar que el mal no es una necesidad fí­ sica, sino lógica, algo cuya no existencia contradi­ ría simplemente la esencia misma, la perfección mis­ ma de la naturaleza y poder propios de Dios. Estas afirmaciones sobre el mal medicinal y disciplinario, perfectamente justas cuando se aplican a los pobres y humanos cirujanos, jueces, carceleros o maestros, sometidos al destino, se transforman en algo cruel y aún cívicamente trivial cuando se pretende expli­ car con ellas los medios de un Dios que debe ele­ gir, no sólo los medios físicos para un cierto fin,

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sino k Pbysis misma en la que deben coexistit la meta y el sendero que a ella conduce. Como lego, confieso que toda vez que en un fu­ neral, en compañía de los deudos que se enfrentan con el mismo problema personal de Job y que al­ gunas veces están lo suficientemente despiertos como para desear que no se los consuele con'paliativos, sino que pretenden hacer a Dios esa terrible y úl­ tima pregunta y exigir una respuesta —digo que, toda vez que en semejante compañía debo oír esas respuestas a mitad de camino, esos superficiales cha­ paleos en las orillas del dolor, en tanto se extiende ante nuestros ojos muy abiertos el oscuro océano sin fondo del mal finito— en momentos tales, esas tri­ viales afirmaciones sobre las útiles quemaduras y las saludables medicinas me producen (y me ima­ gino que a otros les ocurrirá lo mismo), un infi­ nito desconsuelo. Es cierto que algo hay que de­ cirles a los niños en la escuela y a los enfermos que piden ser tranquilizados. Pero muy distintas son las palabras que deben decirse a los hombres y mu­ jeres cuando despiertan a las razones más elevadas de Job por la terrible angustia de los hechos últi­ mos de la existencia humana. Ellos merecen sim­ plemente nuestro silencio o, si estamos dispuestos a hablar, nuestras palabras tendrán que revelar que nos hemos planteado los mismos interrogantes que Job. Un tercer método para abordar este problema es, en lo esencial, idéntico al que, en una forma muy anticuada, adoptan los amigos de Job. La ex­ presión más conocida de este método es la doctrina según la cual la presencia del mal en el mundo se explica por el hecho de que el valor del libre albe­ drío en los agentes morales implica lógicamente, y de ese modo lo explica y justifica, el permiso divino para que esos seres finitos, que eligen libremente el pecado y sus frutos inevitables, puedan cometer el mal. Dios crea agentes dotados de libre albedrío. Lo hace porque la existencia de tales agentes tiene

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de por sí un infinito valor. De no existir ellos, el bien supremo no sería realizable. Pero tales agentes, precisamente porque son libres, pueden cometer ofen­ sas. La justicia divina forzosamente persigue esas ofensas con males concomitantes. En términos ló­ gicos, si Dios crea agentes con libre albedrío y sigue siendo, como no puede ser de otra manera, un Dios justo, debe permitirse la existencia de estos males, resultado del pecado. El mal resultante depende, pues, de la elección de los agentes libres, no de Dios, que dispone que se elija sólo el bien, pero que forzosamente deoe dejar a sus criaturas libradas a sus propios recursos en lo que concierne a su ca­ pacidad de pecar. Esta opinión tiene la ventaja de que intenta con­ siderar el mal como una parte lógicamente necesaria de un orden moral perfecto y no como un mero incidente dentro de un mecanismo físico imperfecta­ mente concertado. Doctrina tan elevada, en virtud de su larga historia y de su notable reputación teo­ lógica, no requiere aquí una exposición detallada. Doy por sentado que es conocida y paso a exponer sus dificultades. Tiene su parte de verdad. No dudo de la existencia del libre albedrío en el universo. Pero la presencia del mal en el mundo no puede ex­ plicarse simplemente por el libre albedrío, como se puede demostrar fácilmente. Quienes sostienen esta posición afirman, substancialmente, que “todos los males reales son resultado de los actos de agentes morales libres y finitos”. Estos agentes pueden ser ángeles u hombres. Si existe el mal en la ciudad, el Señor no lo ha causado, excepto en cuanto su jus­ ticia ha actuado para compensar los males ya come­ tidos. Ese mal se debe a las acciones de Sus criatu­ ras. Pero ante la presencia de cualquier mal nos pre­ guntamos inmediatamente: “ ¿Quién lo hizo?” Los amigos de Job responden: “El propio sufriente; sus actos son la causa de su perdición. Dios castiga sólo al pecador. Todos sufrimos por nuestras culpas. Tu padecimiento es el resultado de tus faltas.” 120

Pero Job, y todos los que defienden su inocencia, deben responder inmediatamente: “Empíricamente hablando, es obvio que en nuestro mundo visible esto sencillamente no es verdad. El sufriente puede sufrir y ser inocente. El mal es muchas veces in­ merecido. Los padres pecan; el hijo, enfermo desde su nacimiento, disminuido, pagará la pena. Los tur­ cos o los rebeldes activistas pecan; las mujeres y los niños inocentes de Armenia claman en vano la ayuda de Dios”. La respuesta que recibiremos, aunque no por cier­ to de los amigos de Job, es la siguiente: “ ¡Ay!, así es. El pecado significa sufrimiento; pero el inocente puede sufrir por el culpable. Así obra Dios, nada podemos hacer.” Se abandona de este modo todo intento de explicar el mal como un resultado lógi­ camente necesario del libre albedrío y de la justicia divina. Los males inmerecidos no se deben con jus­ ticia al libre albedrío, que en realidad los causó sólo en parte, sino a Dios que se abstuvo de pro­ teger al inocente. Dios les debe a los turcos y a los rebeldes su merecido. También les debe su protec­ ción a sus criaturas inocentes, las mujeres y los ni­ ños de Armenia. Dios debe darle la pena merecida al padre pecador, pero al hijo, criatura abandonada en nuestro mundo visible, Dios le debe la protec­ ción de su ala omnipotente, y ningún castigo. El reclamo de Job es pertinente una vez más. Los ca­ minos de Dios no están, pues, justificados. Pero el partidario del libre albedrío como verda­ dera explicación del mal puede reiterar su opinión bajo una nueva forma. Insistirá en que sólo vemos un fragmento de la situación. Acaso el alma que para nosotros nace ya sin salvación, o el desgraciado con­ denado a dolores que ahora no merece, pecaron an­ teriormente, en alguna existencia previa. Tal vez el Karma sea culpable. Expiamos hoy los pecados de nuestras existencias anteriores. Tal la variación hin­ dú de nuestra conocida doctrina. Esto es lo que po­ drían haber dicho a Job amigos hindúes. Admitamos 121

aún esto, pero ¿qué se sigue de eUo? Admitamos que ahora o en épocas anteriores el acto libre de todo sufriente mereció como pena todos los males, tanto físicos como morales, que aquejan al sufrien­ te hoy. Admitamos esto; ¿qué se sigue lógicamente? Se sigue, debo insistir en ello, que el mundo moral —que esta teoría del libre albedrío como origen del mal, expuesta así abstractamente— se proponía salvar— queda destruido en su esencia misma. Pues considérese lo siguiente: A tiene un pade­ cimiento. B ve sufrir a A. ¿Puede B, espectador, ayudar a su vecino A, que sufre? ¿Puede conso­ larlo de alguna manera efectiva? No, pues B le será de muy poco consuelo, al igual que los amigos de Job, en tanto B, que cree en nuestra hipótesis pre­ sente, se aferre estrictamente a la lógica de esta abs­ tracta explicación sobre el libre albedrío como ori­ gen del mal. B le dirá a A: “Tú sufres por tus pro­ pias maldades. Por consiguiente, nada puedo hacer por ayudarte. Este es el mundo de la justicia divi­ na. Si me opusiese a que la justicia de Dios obra­ ra en tu caso, lo único que lograría sería postergar tu castigo, que llegaría puesto que Dios es justo. Tienes hambre y sed, estás desnudo, enfermo, en prisión. ¿Qué puedo hacer yo? Todo esto no es más que resultado de tu propio obrar. Dios mismo, aún castigándote con justicia, no es el autor de estos males; tú sólo eres el origen de ellos”. “ ¡Ay!” pue­ de responder A, “pero ¿acaso no puedes iluminar­ me, instruirme, brindarme tu simpatía? ¿No puedes al menos enseñarme a ser bueno?” “No”, deberá res­ ponder B, si cree lógicamente en la exclusiva efica­ cia del libre albedrío personal de cada agente finito como único origen, dentro de la justicia divina, de los males de ese agente. “No, si tú merecieras ser iluminado o consolado de alguna manera, Dios, sien­ do justo, te iluminaría El mismo, aunque yo me negase absolutamente a hacerlo. Pero si tú no me­ reces la luz, yo te hablaría en vano, pues la justicia de Dios endurecería tu corazón para que no red-

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hieras lo que yo pudiese ofrecerte desde afuera, aun­ que hablase con las lenguas de los hombres y los ángeles. Tu libre albedrío es tuyo. Ningún acto mío puede modificarlo puesto que lo que yo te diese desde fuera no sería tu libre albedrío. Nadie sino tú puede cambiarlo. Entre nosotros existe un abismo infranqueable. Tú y yo, como agentes libres sobe­ ranos, vivimos en el mundo de Dios en comparti­ mientos aislados por nuestros pecados y también por nuestros males. Ya no puedo dañarte, ni tú a mí. Tú estás condenado por tus propios pecados, mien­ tras que todo lo que yo puedo hacer es ocuparme de mi propia salvación”. Esta es, digo, la consecuencia lógica inevitable de la afirmación de que todo mal, físico o moral, que pueda ocurrirle a cualquier agente es el resultado exclusivo del libre albedrío de dicho agente que actúa bajo el gobierno de la justicia divina. Lo único posible, dentro de esta concepción sería, por cierto, que todos viviésemos en compartimientos estancos de libre albedrío de modo que quedase excluida toda cooperación real en lo que atañe al bien y al mal. ¿Es que cabe imaginar una negación más cínica de la realidad de cualquier clase de mundo moral que la que entraña esta espantosa tesis, no mantenida hoy por ningún partidario cuerdo de la explicación abstracta y tradicional del libre albedrío como ori­ gen del mal, precisamente, porque ninguno sabe realmente, o puede saber, lo que esta doctrina sig­ nifica en términos lógicos? Y, sin embargo, toda vez que alguien afirma con piadosa oscuridad que “Nin­ gún mal puede acaecerle al justo”, está dando por aceptada, con necesidad lógica, esta cínica conse­ cuencia. Queda una cuarta doctrina en relación con este problema. Esta doctrina es esencialmente la tesis del idealismo filosófico, tesis que yo por mi parte me veo obligado a sostener y, en la medida en que el espacio aquí lo permite, a explicar. El fundamento teórico de esta posición, las razones filosóficas en

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apoyo de la naturaleza divina que ella implica, cons­ tituyen un tema diferente al que no he de referirme ahora. Deseo, en cambio, señalar cómo esta posi­ ción trata el problema de Job. Esta posición admite en primer lugar, con toda franqueza, que el problema planteado según los tér­ minos de Job es absoluta y sencillamente insoluble. Si se aceptan los supuestos previos de Job de que Dios es un ser distinto de este mundo, que es su creador y señor externo, todas las soluciones fra­ casan. De acuerdo con estos términos, Dios es, o bien cruel o bien impotente en lo que atañe a to­ dos los males reales finitos como los que padece Job. Este, además, tiene razón al exigir una res­ puesta razonable a su pregunta. La única respuesta posible es, sin embargo, la que busque expandir lo que yo sostengo que es el alma inmortal de la doctrina del sacrificio divino. La respuesta a Job es la si­ guiente: Dios no es en su esencia última un ser distinto de ti. Es el Ser Absoluto. Tú eres verdade­ ramente uno con Dios, parte de Su vida. El es el alma misma de tu alma. Y he aquí entonces la pri­ mera verdad: Cuando tú sufres, tus sufrimientos son los sufrimientos de Dios, no su obra ni su castigo externos, no el fruto de su descuido, sino idéntica­ mente su propio sufrimiento personal. En ti, Dios mismo sufre, precisamente como tú sufres, y asume toda tu preocupación por vencer esta pena. La verdadera pregunta es, pues: ¿Por qué sufre Dios así? La única respuesta posible, necesaria y suficiente es: Porque sin sufrimiento, sin mal, do­ lor, tragedia, la vida de Dios no podría perfeccio­ narse. Este dolor no es un medio físico para un fin exterior. Es un elemento constitutivo lógicamente ne­ cesario y eterno de la vida divina. Es lógicamente necesario que el Capitán de tu salvación se perfec­ cione mediante el sufrimiento. Ninguna naturaleza exterior lo obliga a ello. Elige esto porque elige su propia perfección. Es perfecto. Su mundo es el mejor mundo posible. Y, no obstante, todas sus regiones

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finitas conocen no sólo la alegría, sino la derrota y el dolor, pues sólo de este modo, en la integridad de Su eternidad, puede Dios en su totalidad ser triunfalmente perfecto. Esta es mi tesis: En la unidad absoluta de Dios con el sufriente, en el concepto del Dios sufriente, y por consiguiente triunfante, está la solución lógica del problema del mal. La doctrina del idealismo fi­ losófico es, en lo que respecta a sus aspectos pura­ mente teóricos, una teoría metafísica bastante cono­ cida en la actualidad. Puede, pues, presuponerse co­ mo conocido el hecho de que, por razones que no corresponde exponer aquí, el idealista sostiene que existe en el universo sólo un ser perfectamente, real, a saber, el Absoluto, que el Absoluto tiene concien­ cia de sí, y que su mundo es esencialmente en su totalidad la realización in actu de un ideal perfecto. Nosotros mismos existimos como fragmentos de la vida absoluta, o mejor, como funciones parciales en la unidad del proceso absoluto y consciente del mundo. Por otra parte, nuestra existencia y nuestra individualidad no son ilusorias, sino que son lo que son en una unidad orgánica con la vida total del Ser Absoluto. Una vez presupuesta esta teoría, nues­ tra tarea presente consiste en determinar cómo el idealismo puede defender la tesis recién indicada como respuesta al problema de Job. Al tratar de abordar el problema teórico del lu­ gar que ocupa el mal en un mundo que, en su tota­ lidad, debemos concebir no sólo como bueno, sino como perfecto, hay felizmente una consideración fun­ damentalmente decisiva en lo que concierne al bien y al mal que cae directamente dentro del alcance de nuestra experiencia humana, y que se refiere a temas conocidos e importantes, aunque muy des­ cuidados por la filosofía. Cuando empleamos térmi­ nos tales como bien, mal, perfecto, nos engañamos fácilmente con las significaciones abstractas que aso­ ciamos a cada uno de los términos considerados se­ paradamente de los demás. Olvidamos las experien-

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cías de las que abstraíamos esos términos. Para comprenderlos realmente es necesario volver a las experiencias de las que los derivamos. Si tomamos las meras palabras, abstraídas del resto, es fácil afir­ mar, por ejemplo, que si en la vida existe algún mal, necesariamente no es una vida tan perfecta co­ mo sería de no haberlo absolutamente. Del mismo modo, hablando en abstracto, es fácil decir que, al evaluar la vida, debemos contraponer el bien y el mal, y comparar sus sumas respectivas. Es fácil sos­ tener que, puesto que detestamos el mal, en la me­ dida en que lo advertimos, nuestro único interés humano en el mundo ha de verse incrementado con la supresión del mal en el mundo. Y si así vemos la situación, se llega rápidamente a afirmar que si Dios ve no sólo como bueno, sino como perfecto un mundo en el que encontramos tanto mal, enton­ ces el punto de vista divino ha de ser muy distinto del nuestro, de modo que el pesimismo rebelde de Job parece muy pertinente, y Prometeo desafía al soberano del mundo con un espíritu genuinamente humanitario. Sin embargo, algunos maestros, escan­ dalizados por esta aparente iniquidad, al considerar los asuntos divinos y engañados todavía por el uso parcial de los términos, han opuesto a una opinión falsamente abstracta otra, y han afirmado extraña­ mente que la solución debe estar en proclamar que, puesto que el mundo de Dios, el mundo real, para ser perfecto, no debe incluir el mal, lo que nosotros hombres llamamos mal, debe ser una mera ilusión, un espejismo del punto de vista humano, una oscura visión que Dios, que contempla toda la verdad, no ve para nada. Para Dios, según este punto de vista, el mundo eterno en su totalidad no sólo es perfecto, sino que tiene la perfección de un cristal totalmente transparente sin mácula de mal de ningún color. Sólo el error mortal imagina que existe el mal. En el mundo real no hay ningún mal, sino sólo el bien, y por ello Dios encuentra el mundo perfecto, sea lo que fuere lo que sueñen los mortales.

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Ahora bien, ninguna de estas dos opiniones abs­ tractas es la mía. Considero que ambas son el resul­ tado de una confianza ciega en las palabras abstrac­ tas. En mi opinión, el mal es un hecho claramente real, tan real como resulta para el más indefenso y desesperanzado de los sufrientes en su dolor. Más aún, sostengo que el punto de vista de Dios no es distinto del nuestro. Sostengo que Dios sufre voluntaria, libre y conscientemente en nosotros cuan­ do nosotros sufrimos y que nuestro dolor es Su do­ lor. Y a pesar de todo esto, sostengo que desde el punto de vista de Dios, el mundo realiza el ideal divino y es perfecto. Y sostengo que cuando aban­ donamos las ideas abstractas parciales que las pa­ labras bien, mal y perfecto sugieren y volvemos a las experiencias concretas en que se fundan esos tér­ minos, podemos ver, aún dentro de los límites de nuestra propia experiencia, hechos que hacen que estas paradojas sean perfectamente inteligibles y hasta lugares comunes. Y en cuanto a esa opinión esencialmente pernicio­ sa, bastante frecuente en la actualidad entre cierta clase de gente buena pero ilógica, de que el mal es meramente una ilusión y que no existe cosa tal en el mundo de Dios, sólo puedo decir al pasar que se la presenta como una posición idealista pero que, en mi opinión, se trata de un idealismo falso. Buen idea­ lismo es considerar toda experiencia finita como una apariencia, un indicio, a veces muy pobre, de una verdad más profunda. Buen idealismo es admitir que el hombre puede errar respecto de la verdad que está más alia del alcance finito de su experiencia. Y muy buen idealismo es sostener que toda verdad, y por consiguiente toda experiencia finita, existe en y por la mente de Dios, y en ninguna otra parte fuera de Dios o separada de él. Pero no es buen idealismo sostener que todos los hechos que caen dentro de la experiencia finita son, aun cuando se los experi­ menta, meras ilusiones. La verdad de Dios es inclu­ siva, no exclusiva. Lo que experimentamos nosotros,

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Dios lo experimenta. La diferencia está en que Dios ve en unidad lo que nosotros vemos en fragmentos. Por lo demás, si sostuviéramos que "el origen y sede del alma es sólo el error de la mente mortal”, sólo habríamos cambiado el nombre de nuestro pro­ blema. Si el mal fuera sólo el error, el error segui­ ría siendo el mal, y haberle dado un nombre distinto no habría disminuido el horror del mal en este mun­ do finito. Pero me apresuro a pasar del falso al verdadero idealismo; las abstracciones a las percepciones esclarecedoras de nuestra vida. El idealismo de hecho no afirma que el mundo finito sea, como tal, una mera ilusión. Un idealismo justo sostiene que todo lo que experimentamos es un fragmento y, hasta donde es posible afirmarlo, un fragmento genuino de la ver­ dad de la mente divina. Con este principio ante nosotros, consideramos directamente nuestras pro­ pias experiencias del bien y del mal, para ver si son tan opuestas abstractamente como parecen sugerirlo las meras palabras. Debemos comenzar con los he­ chos elementales y aun triviales. Pronto llegaremos a algo más profundo. Por bien, tal como lo experimentamos nosotros, los mortales, nos referimos a algo que cuando llega o es esperado, es recibido con beneplácito, algo que tratamos de alcanzar o conservar y que contempla­ mos con alegría. Por mal en general, tal como se da en nuestra experiencia, entendemos todo aquello que en algún sentido hallamos repugnante o intolerante. Empleo las palabras repugnante e intolerante porque deseo indicar que frecuentemente las palabras para mentar el mal, lo mismo que las palabras relativas al bien, se refieren directamente a nuestras acciones como tales. Comúnmente y con acierto, cuando ha­ blamos del mal, nos referimos a actos de resistencia, de lucha, de disminución, de huida, de alejamiento de algún origen de daño —actos que no sólo siguen a la experiencia del mal, sino que sirven para definir de un modo útil lo que queremos significar con el

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término mal. Los actos opuestos de persecución y bienvenida definen lo que entendemos por bien. Por el mal que experimentamos queremos significar pre­ cisamente todo aquello de que queremos deshacer­ nos, apartamos, lo que procuramos alejar de nuestra vista, oído o memoria, evitar, expulsar, atacar, o re­ sistir, directa o indirectamente. Por bien entendemos todo aquello que acogemos de buen grado, persegui­ mos, ganamos, mantenemos, conservamos. Y todo esto lo demostramos en nuestros actos en presencia de cualquier grado de bien o de mal, sea sensual, estético, ideal o moral. Esquivar, huir, resistir, des­ truir, tales son nuestras actitudes fundamentales res­ pecto del mal; los actos opuestos constituyen nuestras actitudes fundamentales en relación con el bien; y esto ya se nos considere como animales o moralistas, Íra sea un gusto dulce, un poema, una virtud o Dios o que estimemos como el bien, o una quemadura, una tentación, un enemigo físico exterior, o un su­ brepticio enemigo interior ideal lo que consideremos como mal. En todos nuestros órganos de movimiento voluntario, en todos nuestros actos, en una mirada esquiva, un suspiro, un gemido, un gesto hostil, un acto de desprecio silencioso, de infinitas maneras dis­ tintas ponemos de relieve la misma actitud general de repugnancia. Pero el hombre es una criatura muy compleja. Tiene muchos órganos. Ejecuta muchos actos a la vez y experimenta la ejecución de estos actos en una vida de conciencia altamente compleja. Como otra característica de su vida todos observamos que pue­ de al mismo tiempo huir de un objeto y apoderarse de otro. De este modo puede tener presente ante él una conciencia del bien y una conciencia del mal. Pero hasta ahora en nuestra descripción estos tipos de experiencia aparecen tan sólo como hechos yuxta­ puestos. El hombre ama, y también odia, ama esto y odia aquello, asume una actitud de repugnancia hacia un objeto al mismo tiempo que acoge con placer otro. Hasta ahora la teoría habitual repite la vida del

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hombre y califica la experiencia de bien y de mal como de mezcla de hechos exclusiva y abstractamente opuestos. Para semejante opinión la cuestión final respecto del valor de la vida de un hombre es sólo la cuestión de si hay en su vida consciente más ac­ tos intensos de satisfacción y acogida que de repug­ nancia y desdén [ . . . ] Generalizando la lección de la experiencia pode­ mos afirmar: Es lógicamente imposible que un cono­ cedor total de la verdad no llegue a conocer, a experimentar, a tener presente, el hecho del mal realmente existente. Por otra parte, es igualmente imposible que alguien conozca un bien más elevado que el derivado de la subordinación del mal al bien en una experiencia total. Cuando alguien ama algo por primera vez, sea lo que fuere, y subordina, o demora su interés elemental en aras de una totali­ dad de experiencia mayor, no sólo incrementa su conocimiento fáctico, sino que posee un bien más elevado que quien no se hubiese percatado del im­ pulso elemental ni de su desviación en la tensión de una vida más rica. El conocimiento del bien en un sentido elevado, depende de que se tenga el propósito de sobreponerse a un impulso menos im­ portante, dominándolo, en tanto que ese impulso sobrevive justamente para que pueda subordinárselo. Ahora bien, esta ley, esta forma de conocimiento del bien, se aplica tanto a la existencia del mal mo­ ral como del mal sensible. Si el mal moral fuese destruido y suprimido del mundo exterior, también se destruiría el conocimiento del bien moral. Pues el amor del bien moral es la frustración de los amo­ res inferiores en aras de una organización más ele­ vada. Lo que se necesita, pues, para la definición del conocimiento divino de un mundo que en su totalidad es perfecto, no es un conocimiento divino que ignore, borre y reduzca a la nada la existencia de todo mal, ya sea físico o moral, sino un conoci­ miento divino que tuviese presente ese amor por el mundo en su totalidad, y que realiza en la pacien­

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cia para soportar el mal físico, en la subordinación del mal moral, en la frustración de impulsos que sobreviven aun cuando se los haya dominado, en la aceptación de repugnancias que son todavía eternas, en el triunfo sobre un enemigo que persiste aún a través de su eterna derrota, y en el descubrimiento de que la tensión sin fin del mundo infinito está incluida en la conciencia contemplativa del reposo y armonía de la eternidad. Ver de este modo la na­ turaleza de Dios es considerar su naturaleza tal como toda la teoría idealista ve a Dios, no como el Uno Infinito más allá de las imperfecciones finitas, sino como el ser cuya unidad determina la constitución misma, la carencia, la tensión y la falta de armonía relativa del mundo finito. La existencia del mal no sólo es, pues, compati­ ble con la perfección del universo, sino que es ne­ cesaria para la existencia misma de esa perfección. Esto es lo que vemos cuando no permitimos que las significaciones abstractas de los términos bien y mal sigan haciéndonos pensar equivocadamente que estos dos opuestos existen tan sólo como hechos mutua­ mente exclusivos en la experiencia, sino que volve­ mos a los hechos de la vida y percibimos que todo bien relativamente superior, en lo trivial, tanto co­ mo en el reino auténticamente espiritual, nos es sólo conocido en la medida en que desde un punto de vista reflexivo más elevado, aceptamos como bien la frustración de un interés existente que de ese modo queda afirmado como un mal relativo, y ame­ mos la tensión de impulsos distintos, que de este modo implica, como objeto de nuestro amor, la existencia de aquello que nos produce aversión o dolor. Ahora bien, si el amor de Dios es más excluyente que el amor del hombre, tal como el mundo de la experiencia divina es más rico que el mundo huma­ no, no podemos sencillamente fijar un límite huma­ no a la intensidad del conflicto, a las tragedias de la existencia, a los dolores de la finitud, al grado

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de sufrimiento moral, que finalmente está incluido en la vida que Dios ama y en la que encuentra la realización del ideal perfecto. Si la paz significa sa­ tisfacción, la aceptación de toda una experiencia co­ mo un bien, y aun cuando nosotros, en virtud de nuestra debilidad, podamos con frecuencia hallar el descanso en la presencia misma del conflicto y la tensión, en el soportar el mal en una buena causa, en el triunfo del héroe de la tentación, o en la negativa de los que han perdido un ser querido de aceptar los consuelos fáciles del olvido, o de que­ rer que el valor de ese ser querido hubiese que­ dado de manifiesto por un medio menos doloroso que la muerte; si hasta nosotros conocemos nuestra pequeña participación en esta armonía en medio de la destrucción y los desórdenes de esta vida, ¿qué límites hemos de poner al poder divino de hacer frente a este mundo de Sus propios dolores, y de encontrar la paz en la victoria sobre todos estos males? Pero en esta última expresión he pronunciado la palabra que sirve para relacionar esta teoría sobre el lugar del mal en un mundo bueno con el pro­ blema práctico de todos los sufrientes. La rebelión de Job se originó en el pensamiento de que Dios, como soberano, estaba muy distante, y que, para su placer, Su criatura sufría. Nuestra teoría alienta así a quien padece: “Tu sufrimiento, tal como se da en ti, es el sufrimiento de Dios. Ningún abismo te separa de Dios. El no está alejado de ti siquiera en su eternidad, sino que está aquí. Su eternidad sig­ nifica tan sólo la eternidad de su experiencia. Pero esa eternidad incluye algo además de El. Tu dolor es uno de los hechos incluidos”. Yo no sostengo: “Dios simpatiza contigo desde afuera, te eximiría de este dolor si pudiera, te compadece con una impo­ tente piedad externa tal como un padre compadece a sus hijos”. Yo digo: “Dios sufre aquí, no con sino en tu sufrimiento. Tu dolor es idénticamente el su­ yo, y lo que tú conoces como una pérdida es tam­

bién una pérdida para Dios, justo en, y a través, del momento mismo en que te condueles”. Pero aquí, el que sufre, acaso responda: “Si ésta es una pérdida para Dios, ¿no pudo haberla impe­ dido? Todos los mundos están presentes para El en la unidad, y, sin embargo, debe sufrir la carencia de esto que me aflige a mí precisamente”. Yo respon­ do: “sufre aquí para poder triunfar. Pues el triunfo de los sabios no es asunto fácil. Sus vidas no son fáciles, sino llenas de dolor. Y, sin embargo, se regocijan en su aflicción no por cierto porque sea una mera experiencia, sino porque para ellos pasa a formar parte de una vida entera de lucha. Andan errantes y encuentran su hogar aun en su errar. An­ sian algo, y lo alcanzan por su mismo anhelo. Hallan la paz en la guerra triunfante. En el sufrimiento encuentran su contento. La soberanía la alcanzan a través de servicios sin fin. El mundo eterno con­ tiene el Gethsemaní”. Pero el ser que sufre puede seguir insistiendo: “Si mi pena es la pena de Dios, su triunfo no es en cambio el mío. Mía es la aflicción, suya la paz”. Pero mi teoría es una filosofía, y se propone ser coherente. Debo insistir: “Es culpa tuya que estés separado del triunfo de Dios. Su experiencia en su integridad no puede ser ahora tuya, pues tú, como tú —este individuo— eres ahora sólo un fragmento y ves su verdad como a través de un vidrio oscuro. Pero si de algún modo ves Su verdad, aun a través del rayo de luz más opaco de la razón vacilante, recuerda que la verdad es en realidad tu propia ver­ dad, tu propia realización, ese todo del que no pue­ de separarse tu vida, la realidad a que te refieres hasta cuando más dudas de ella; el deseo de tu co­ razón hasta cuando eres más ciego; la perfección por la que luchabas inconscientemente aún desde tu in­ fancia; el Ser completo separado del cual tú no sig­ nificas nada; la vida misma que otorga a tu vida el único valor que pueda tener. En el pensamiento, aun cuando no en la realización de ese pensamiento, en

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las metas, si bien no en el alcance de esas metas, en las aspiraciones, aun cuando no en la presencia del hecho revelado, podrás contemplar el triunfo y la paz de Dios como tu triunfo y tu paz. Tu derrota no será por ello menos real de lo que es, ni tam­ poco calificarás falsamente a tu mal de mera ilusión. Pero no sólo verás el dolor, sino la verdad, tu ver­ dad, tu rescate, tu triunfo”. Y bien. ¿A qué desventura no se puede aplicar este razonamiento? Insisto: nuestra conclusión es esencialmente universal. Todos los horrores del or­ den natural, todo lo que a causa de nuestra igno­ rancia se nos oculta del plan divino, encuentra su relación general con la unidad de la divina experien­ cia ya indicada al tratar el problema del mal. “Sí”, es posible continuar, “es cierto que has des­ cubierto la desventura, pero, ¿qué pasa con el mal moral? ¿Qué ocurre si el pecador responde ahora triunfalmente: Ah, de modo que mi voluntad es la voluntad de Dios. Entonces lo que yo hago está bien”. A eso contesto: Lo que acabo de decir acaba con el mal moral precisamente de un modo tan de­ finitivo como con el mal físico. Tal como la mala voluntad es para el hombre bueno, cuya bondad de­ pende de la existencia de esa mala voluntad, pero también de la frustración y condenación de los fines de esa voluntad, tal es la voluntad del pecador res­ pecto del plan divino. Decimos al pecador que la voluntad de Dios es su voluntad. Sí, pero es su vo­ luntad frustrada, despreciada, sojuzgada, derrotada. Tú estás presente en el mundo eterno, pero también está presente tu condena, que te incluye y te traba. Tu aparente victoria en este mundo representa tan solo el vigor de tus impulsos. Dios dispone que tú no triunfes. Y ese es el uso que se hace de ti en el mundo —el uso del mal en general— que te odien aunque te toleren, que triunfen por sobre ti a través de tu presencia, que tu voluntad no preva­ lezca aun en la vida misma de la que eres una parte.

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Pero al agente moral serio le decimos: Lo que tú quieres decir cuando afirmas que el mal no debería existir en el mundo temporal, y que tendría que ser suprimido, es simplemente lo que Dios quiere decir cuando cuida muy bien que el mal siempre se vea frustrado; padecido, pero subordinado. Tus obras son de £1. Nunca podrás limpiar el mundo del mal, pero podrás sojuzgarlo. La justificación de la presencia en el mundo de los que son moralmente malos se nos hace evidente a nosotros, los mortales, sólo en la medida en que este mal es derrotado y condenado. Existe sólo para ser abatido. Coraje, entonces, pues­ to que Dios obra en ti. En el orden del tiempo, tú corporalizas en actos externos lo que para El es la verdad de su eternidad.

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PA UL W EISS

DIOS, JOB Y EL MAL

gran literatura es la expresión, en palabras, de una concepción del universo. Al mismo tiem­ po que presenta un plan del mundo en que vivimos más dramático, más inteligible, más hermoso y más revelador, inspira y enriquece al hombre superior al brindarle una fuente infinita de crecimiento espiri­ tual. £1 libro de Job es indudablemente una de las grandes obras de la literatura universal. Toca la esencia misma de la existencia; sondea hasta la raíz los problemas del bien y del mal, el destino del hom­ bre, el significado de la amistad, la sabiduría y la bondad de Dios y la justificación del sufrimiento. Podemos decirnos ateos. Podemos jurar por los últimos pronunciamientos de la antropología que to­ dos los valores son relativos, excepto los que dan respetabilidad a los antropólogos. Podemos afirmar que sólo nos interesan los descubrimientos o leyes de la economía, la historia, la política, la música o la física. Esto no impedirá que el libro de Job nos informe, y acaso transforme, de un modo radi­ cal. La capacidad de modificamos que tiene ese li­ bro no depende de ningún compromiso previo con una determinada religión, ni con el sentimiento re­ ligioso en general. El problema a que se refiere sobrepasa los lími­ tes de toda doctrina, filosofía o credo. Debemos tratar de leerlo con la misma simpatía objetiva y el mismo ánimo resuelto que habitualmente reservamos para los escritores modernos que preferimos: un Dostoievsky o un Freud, un Blake o un Kierkegaard. I

a

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El libro de Job, aun cuando está escrito en un magnífico estilo y abunda en sutiles descripciones, no es un relato agradable. No es equitativo y choca a nuestro sentido de lo que está bien y lo que está mal. Su valor reside fundamentalmente en que pone en primer plano el misterio de la existencia huma­ na, donde a veces sufren los justos y prosperan apa­ rentemente los malos. A fin de aprovechar toda la riqueza del libro de Job, me parece conveniente relatar el argumento pa­ ra poner de relieve algunos aspectos poco estudia­ dos. Esto nos permitirá lograr un nuevo enfoque del tremendo problema del mal y acaso avanzar algo en la comprensión del significado de la existencia. La historia es bastante simple. Un Dios concebido en términos pueriles, casi diríamos un Dios infantil, se jacta de la fidelidad de Job ante su Angel Satán del mismo modo que un niño lo haría con su perro. Satán le hace ver con astucia que nadie que esté totalmente protegido contra el mundo de la trage­ dia y de la enfermedad, la pobreza y el desprecio, estará tentado de injuriar a quien es el origen de esos beneficios. Dios se encoleriza ante esta sensata observación y decide demostrar que Job no cederá aunque pierda todo lo que le es precioso. Dios no quiere demostrar que Job se mantendrá firme en su bondad, virtud o decencia. Lo que quiere probar es que si Job se ve privado de todos los bienes de la existencia, no blasfemará en la cara del Señor con­ tra su Dios. Desde un punto de vista exclusivamente legalis­ ta, resultará al final que Dios está en lo cierto y Satán equivocado. Job no blasfema, pues equivaldría a ver y no ver a Dios simultáneamente, a conocerlo y a no conocerlo, a buscarlo y a rehuirle. Pero si hablamos de blasfemia lisa y llana, no cabe duda de que Dios perdió y Satán ganó, pues Job blasfemó una y otra vez de todo corazón, sincera y franca­ mente. 140

Lo que nos escandaliza —y debe escandalizarnos— no son las blasfemias de Job, sino las de Dios. Con una dureza, una brutalidad y una violencia que no hallan igual en ninguna obra literaria, secular o re­ ligiosa, Dios, sólo por demostrar que tiene razón, hace todo lo que el más malvado de los seres pudie­ se desear. No sólo mata, de un solo golpe cruel, sin excusa, explicación o justificación, todo el ganado de Job, sino que hace morir a todos sus sirvientes y luego a sus hijos e hijas. La falta de humanidad del autor (o de su Dios, si se prefiere) es sólo comparable a la insensibilidad de los comentaristas que aceptan el prólogo al libro de Job y no sienten la necesidad de referirse al de­ testable plan y al comportamiento de Dios. Dejando de lado la cuestión de si está justificado o no com­ prometer la salud y la felicidad de Job (cuando Sa­ tán no se deja convencer por la jactancia de Dios), y aun sin creer que el ganado merezca ser estimado, queda en pie el hecho de que los sirvientes (ade­ más de los hijos e hijas de Job) son seres humanos tan vitales, tan preciosos, tan merecedores de la vida, la dignidad y la defensa contra Satán como el mis­ mo Job. El autor del libro veía a Job como una prenda entre Dios y Satán. Pero infinitamente menos que a Job valoró a sus siervos y a sus hijos. En su opi­ nión, era justo usarlos sólo para hacer sufrir a Job, para poner a prueba su fe, para confundir a Sa­ tanás. Es realmente sorprendente que la enfermedad de su cuerpo fuera para Job una prueba más dura que la muerte de sus siervos o de sus hijos. Los tortu­ radores de nuestra época saben, por el contrario, que es más fácil vencer a un hombre de bien dando muerte a quienes de él dependen que provocándole los peores sufrimientos. Tres amigos se allegan para consolar a Job. Este los recibe con un largo lamento y un conjunto de imprecaciones como para destrozarles el corazón. La

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respuesta de los amigos revela muy poca simpatía hu­ mana. Son amigos de una ley eterna, no de un espí­ ritu que sufre. Sin embargo, la observación de que Job no es tan puro como él cree está justificada según la sabiduría tradicional imperante. Los padeci­ mientos de Job, insisten, son indudablemente mere­ cidos. En el epílogo, Dios censura a los tres amigos, al parecer por creer que el sufrimiento humano pro­ cede de Dios y recae sobre quienes han obrado mal. Si la reprensión es justa, debemos echarnos a temblar por las almas de quienes nos aseguran que Dios está del lado de los que hemos aprendido a llamar el bien. La negativa a creer que los hombres de bien son las criaturas dilectas de Dios que recibirán su recompensa antes del fin de sus días es calificada frecuentemente en nuestra época como una falta de fe en la religión. En realidad es una de las caracte­ rísticas de Dios, tal como aparece en el libro de Job. Job, rico o pobre, con salud o enfermo, con hijos o sin ellos, no es una persona agradable. La respues­ ta que da a sus amigos es que fue tan bueno como cualquiera, y seguramente lo fue, salvo en cuanto lo dijo. Insiste con excesiva violencia en afirmar que no hay maldad en su corazón y que su conducta es irreprochable. Sufre horriblemente a causa del dolor lacerante a que se ve sometido. Pero también sufre por lo menos en igual medida porque está agobiado por la vergüenza. Lo acongoja pensar que los hijos de aquellos a quienes él desdeñaba lo miran con des­ precio. Y aún más que su curación y la paz, lo que quiere es enfrentarse con Dios y obligarlo a justifi­ carse. Pero fueran cuales fuesen sus defectos, los sufrimientos eran auténticos. Y su pregunta, sea que se refiriese a él exclusivamente, a otro, o a un grupo indefinido de seres humanos, exige una respuesta: ¿Por qué debe sufrir un hombre bueno? Después de un paréntesis en que Eliú, un joven insolente, repite en principio lo que sus mayores ya habían dicho, Dios emerge de un torbellino y se en­

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frenta con todos. Les contesta que es omnipotente y que por consiguiente su sabiduría no puede ser medida ni juzgada por ningún hombre, proposición que no resiste un análisis lógico y, en la medida en que lo hace, no puede satisfacer a quienes piensan que Dios tiene las mismas ideas de bondad y justi­ cia que el hombre. El relato termina con la acusa­ ción de Dios a los amigos (sin aclarar la índole exacta de su culpa) y con una insuficiente compen­ sación de Job, al serle restituidos su salud y buen nombre y concedido nuevos hijos. En el libro de Job no hallaremos respuesta explí­ cita al interrogante que plantea con toda claridad. Nos obliga, en cambio, a tratar de responder nos­ otros mismos a esa pregunta, y, por consiguiente, a reconsiderar nuestras creencias acerca de Dios, el hombre y la naturaleza del bien y del mal. Hay por lo menos diez distintos tipos de mal aun cuando los filósofos se han limitado por lo ge­ neral a mencionar sólo tres. Puesto que en la ma­ yoría de los casos no se los ha designado ni definido, me veo en la obligación de enunciarlos aquí. Con cierto fundamento en la tradición, podemos desig­ nar así las distintas clases de mal: pecado, mala in­ tención, maldad, culpa, vicio, sufrimiento físico, su­ frimiento psicológico, sufrimiento social, mal natu­ ral y mal metafísico. Los males más característicamente humanos son los dos primeros, por cuanto afectan a la interioridad. De ellos, el más fundamental es el religioso, al que habitualmente designamos como pecado. Es posible definirlo de modo que pueda aplicarse tanto a aque­ llos que, como los seguidores de Confudo y Marx, carecen de Dios, y quienes, al igual que Job, creen firmemente en su existencia. Peca quien es infiel a un valor esencial aceptado por la fe. La blasfemia es una forma de pecado y la traición es otra; la traidón se da en los hechos, pero la blasfemia es de estado. Con estas y otras formas de pecado comienza un proceso de alienadón de la vida que casi siempre

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termina en una merecida muerte espiritual y a veces física. Todos los hombres eligen algún valor supremo como fundamento y justificación de lo que piensan y hacen. Ese valor no ha sido justificado racional­ mente y tal vez sea insostenible desde ese punto de vista. Por el contrario, generalmente es lo que necesitan para justificar su uso de la razón y sus acciones. Cuando obran en contra de él, obran en contra de sí mismos. Peca quien niega a su pueblo, tanto como quien viola los mandatos de su Dios. En el libro de Job se afirma —creo que con ra­ zón— que no es necesario que un hombre peque (véase 23:12; 13:15), Job era un hombre justo, un hombre que cumplía con los mandatos de su Dios y le temía, que se apartaba del mal y era tam, perfecto, sin mácula. Esto lo afirman tanto Dios co­ mo Job. Nunca es puesto en tela de juicio. El testimonio del libro de Job se opone a la creen­ cia de los teólogos de que ningún mortal, desde Adán, puede verse libre de pecado. No es necesario que el nombre peque. Pero aunque no estamos obli­ gados a pecar, todos lo hacemos. Somos infieles una y otra vez a las cosas que nos son más queridas V que dan sentido y unidad a nuestras vidas. Lo único “original” o invitable del pecado es que cada uno de nosotros peca de un modo propio. Job no es un pecador. Puesto que sufre, el su­ frimiento y los múltiples males del hombre deberían atribuirse al fracaso del hombre por evitar el peca­ do. No tiene sentido confiar en que podría lograrse un mundo perfecto sólo con que los hombres fuesen fieles a Dios, el estado o la ciencia. Quien sostenga que la solución de los problemas creados por la bom­ ba atómica depende de que los hombres estén dis­ puestos a apoyar a un Dios único o trino, a la demo­ cracia o al federalismo, a la física o al pragmatismo, se opone a las intuiciones del libro de Job. Aunque sólo el espesor de un cabello parecería separar el pecado de ía mala intención, mal que im­

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plica nuestra decisión de quebrar un mandamiento ético, hay todo un mundo entre los dos. Al igual que el pecado, la mala intención pertenece al mundo personal, pero se le diferencia en que tiene siempre una referencia terrenal y atañe al bien como accesible a la razón. £1 hombre de mala intención fracasa inte­ riormente en su intento de ajustarse a los dictados de su razón. Quien esté dispuesto a engañar al huérfano y a la viuda, quien robe, mienta o mate, está violando aquello que su razón le indica como bien. El hecho de no ser religiosos, nos hará ver estas perspectivas con más agrado que a quienes lo son. Es posible, de hecho, que un hombre religioso sea a veces me­ nos ético que otro no religioso, puesto que una reli­ gión puede exigirle a sus simpatizantes que, en su nombre, desafíen a su razón y destruyan las vidas, propiedad y perspectivas de otros. La historia de las religiones es, en buena parte, la historia del progreso de la moral de los dioses. A través de las edades hemos corregido las palabras supuestamente divinas para que se ajustaran a aque­ llo que sabemos éticamente correcto. Quien pretenda evitar todos los males éticos, no ha de aferrarse de­ masiado a las prácticas y fe de sus antepasados. Podemos concebir a un hombre sin mala inten­ ción, aunque resulta difícil creer que haya existido jamás alguien tan insensible que no fuera nunca ten­ tado por el atractivo de la novedad, el desafío a su osadía o los requerimientos de su carne a pensar con agrado en aquello que su razón le dice que está mal. La mala intención y el sufrimiento no necesaria­ mente se presentan juntos. Hay quienes se proponen hacer el bien a los demás y quienes buscan sólo su propio beneficio. Con frecuencia los primeros sólo reciben los rastrojos, en tanto que los segundos apro­ vechan los granos. Y Job afirma que no hay una vida futura donde el saldo pueda ajustarse (7:9). W

Lo duro de la cuestión es que lo que para Dios es el bien, no coincide con lo que nosotros consi­ deramos éticamente bueno. En ocasiones, Job ve .esto con toda claridad. Si yo quisiera justificarme, me condenará mi [,propia boca; Si yo me quisiere manifestar inocente, El me [iconvencerá de reo. (9:20) Dios afirma lo mismo. Pero Eliú sostiene que: "Nosotros no somos dignos de alcanzarle. El es grande en su poder y sus juicios, y en su justicia; y El es inefable. (37:23) Dios habla asi a Job desde el torbellino: ¿Pretendes tú, acaso, invalidar mi juicio, Y condenarme a Mí Por justificarte a ti mismo? (40:3) Si el libro de Job ha de servirnos de guía, debe­ remos oponemos a esos profetas contemporáneos que afirman que la sabiduría de Dios es la nuestra y que lo que nosotros consideramos el bien, me­ recerá eventualmente el apoyo de Dios. Todos los hombres tienen malas intenciones, aun­ que sólo sea por momentos. Afortunadamente para nuestra sociedad y nuestra civilización, la mayoría de nosotros no permitimos que tales intenciones tras­ pasen el umbral de nuestra conciencia y se expresen en la práctica. Si bien en nuestro interior y en oca­ siones faltamos a la ética, pública y regularmente obramos bien. Aunque no podamos escapar a la pri­ mera y segunda formas del mal, la mayoría de nos­ otros evitamos la tercera, la maldad, es decir, llevar a la práctica las malas intenciones.

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Job, que estaba acaso demasiado seguro de ser justo y bien intencionado, tenía toda la razón al in­ sistir en que no era malvado (29:14). Los que son malvados son los enemigos de la humanidad. Y, sin embargo, parecen prosperar (21:7-13). ¿Por qué esto es así? Filósofos tales como Maimónides (siglo X II) y Gersónides (siglos XIII-XIV), creyeron que la res­ puesta debía encontrarse en la teoría de que el cui­ dado providencial de Dios no se extendía a las per­ sonas individuales. Sostenían estos filósofos que los hombres prosperaban o sufrían como resultado de las leyes naturales y con prescindencia de que sus actos se ajustaran o no a un mandato ético o reli­ gioso. Pero esa teoría no abarca el caso presente. Dejando de lado el hecho de que en la historia de Job, Dios y Satán intervienen realmente en las vidas de los hombres en forma individual, sus protagonistas expresan el convencimiento de que Dios tiene el po­ der de conceder salud, riquezas, hijos, buen nombre a quien le plazca. A la pregunta de por qué Dios no recompensa a los buenos y castiga a los malos, la respuesta que nos da el libro de Job es que Dios tiene sus propios asuntos que atender, no se rige por nuestras normas, obra según razones propias y, ade­ más, su concepto del bien y del mal está más allá del alcance del conocimiento humano. No hay una oposición absoluta entre las afirma­ ciones de los filósofos y la Biblia. Es posible soste­ ner que Dios no interviene en el funcionamiento de­ tallado del mundo y que tiene sus normas propias respecto de lo que debe o no hacerse. En mi opi­ nión, los filósofos tienen razón cuando afirman que Dios no interviene —en realidad no puede hacerlo— en la marcha del mundo. Pero el autor del Libro de Job tiene razón cuando sostiene que Dios no puede permitir que el hombre le imponga lo que debe ha­ cer de acuerdo con lo que él entiende por la virtud, el bien y la justicia.

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Con severísimo desdén, Dios le pregunta a Job: ¿Entiendes tú el orden del cielo, y podrás dar la razón de él sobre la tierra? (38:33) ¿Es acaso por tu sabiduría que renueva sus plumas el gavilán? (39:26) No necesariamente el malo incurre en la ira de Dios o padece tribulaciones. El hombre debe evitar la maldad no para conseguir escapar del enojo di­ vino o de los males naturales, puesto que no sabe­ mos qué puede disgustarnos con Dios. Tampoco sa­ bemos si estaría dispuesto, en caso de que así ocu­ rriera, a hacer algo contra quienes provocaron su disgusto. El hombre debe evitar la maldad, porque de otro modo obraría contra sí mismo. Su naturaleza lo obli­ ga a necesitar de su prójimo y a proteger y acrecen­ tar el bien de ese prójimo. El malvado se opone a sí mismo, ya que hace precisamente lo que la ple­ nitud de su naturaleza le exige no hacer. Puede ga­ nar el mundo entero, pero puesto que con eso se pierde a sí mismo, no saldrá beneficiado. No es cierto que los malvados prosperen. Es po­ sible que gocen de placeres, bienes, honores y segu­ ridad. Es posible que no tengan condénela de co­ meter el mal, y que ante los ojos de los demás apa­ rezcan como seres felices. A pesar de ello no tiene sentido afirmar que prosperen realmente por cuanto se destruyen a sí mismos al alejarse cada vez más de la condición de hombres cabales. Los malos, pues, no prosperan nunca realmente. Pero los buenos ¿no sufren? ¿Es posible justificar su sufrimiento? La respuesta a estos interrogantes exige, en mi opinión, que nos detengamos un poco en la cuarta forma dd mal, la culpa. .Todo hombre debe propo­ nerse hacer el bien y tratar de no hacer sufrir a

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su prójimo. Pero al mismo tiempo no puede ser ajeno al destino de los demás. Todo ser merece ayu­ da, protección, amor. Sin embargo, quien se dedica a un ser por entero aquí, está descuidando a los otros allá. Los intereses, medios y energías de que disponemos son limitados; nadie puede estar en to­ das partes. Cada uno de nosotros fracasa, pues, en el cumplimiento de nuestra obligación de realizar el bien de una manera absoluta. No necesariamente malvados, pero necesariamente culpables, humana­ mente culpables, en la medida en que dejamos de hacer todo lo que debiéramos hacer. Elifaz acusa con justicia a Job de haber descui­ dado a multitud de necesitados (22:7). Pero inva­ lida su acusación al suponer que Job lo hizo delibe­ radamente. Por supuesto que, en tanto él tuviera un sido y otro careciera de él, se hacía pasible de ser acusado de egoísta, de tener una visión estrecha, de no querer darse. Pero como sus actos no estaban motivados por una deliberada intención de hacer el mal, no podía decirse con justicia que fuera malva­ do. Era, sin embargo, culpable. Aun suponiendo que Job hubiese renundado a todo lo que poseía habría seguido siendo culpable: culpable de no cumplir la obligadón de hacer el bien a todos los seres en todas partes. Del mismo modo que nadie puede sostener que su pobreza lo libera de la obligación de restituir un préstamo, así nadie pue­ de pretender estar libre de culpa por no cumplir esta obligadón infinita. Aunque Job hubiese renun­ ciado a todos sus bienes —lo que estaba lejos de su intendón—, habría seguido siendo infinitamente cul­ pable de descuidar las necesidades de la mayoría de la humanidad. Toda culpa merece un castigo. De existir un Dios Ir de ser justo, de medir el castigo de acuerdo con as normas de los hombres acerca del bien y del mal, todos estaríamos sujetos a un castigo infinito. Toda otra cosa sería una grada inmerecida que justificaría nuestros himnos de gratitud a cualquier Dios que

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pudiera existir. Creo que esta posición —o alguna parecida— es característica de gran parte del pensa­ miento judío. Job, en la medida que se creía mere­ cedor de su buena fortuna, se oponía al tempera­ mento sombrío y racional de la mayoría de los ju­ díos para quienes el hombre no merece otra cosa que el castigo. Cualquier recompensa es para los ju­ díos una bendición injustificada, una señal de la merced infinita de Dios. Job merecía ser castigado. En realidad, le tocó su­ frir menos de lo que le hubiera correspondido. Sofar le dice con razón: Conocerás, pues, que Dios te castiga menos de lo que tu maldad merece. ( 11:6)

Pero lo que Sofar no dijo ni vio es que Job no fue más culpable que cualquier otro, que su sufri­ miento no era prueba de que fuese más malvado o de que tuviese pensamientos contrarios a la ética o a la religión. Y lo que ninguno vio es que podría haberse afirmado lo mismo sin ninguna referencia a Dios. A pesar de nuestra culpa, tenemos la suerte de vivir en un mundo donde sólo una parte de nos­ otros sufre y no permanentemente. Una quinta forma del mal es el vicio, o sea, el hábito de hacer algo que perjudica a los demás. A pesar de que ocupa un importante lugar en los es­ critos sobre la ética y de haber concitado el interés de educadores y juristas, el libro de Job no hace referencia a esta forma del mal. Por consiguiente, hemos de pasarla por alto, aunque no sin antes men­ cionar que es producida por el hombre y no por Dios, que es independiente de la intención y que no necesariamente acarrea sufrimientos. Podemos referirnos conjuntamente a la sexta, sép­ tima y octava formas del mal como distintos modos de sufrir. Los hombres sufren en sus cuerpos, físi­ camente; en sus mentes, psicológicamente, y en am­ 150

bos socialmente. Job sufrió de las tres maneras (7:5; 30:17; 7:13 y ss.; 19:9; 13, 17 ss.). Atormentado en su cuerpo y en su mente, sepa­ rado de sus semejantes, Job no tiene dónde hallar reposo. En ¿1 ha encontrado albergue el mal; de él se nutre y crece. Sus sufrimientos son reales, dolorosamente reales. Los filósofos que sostienen que esos sufrimientos son como manchas desagradables en un cuadro, que desaparecen en cuanto las vemos como parte de la hermosa totalidad de la que participan, pasan por alto un detalle: que quien sufre es un hombre que vive. Es posible que ese sufrimiento no sea nada, visto desde la perspectiva del mundo. Pero para el que sufre, es todo el mundo. Es algo real, vivo, defini­ tivo, algo con que tiene que enfrentarse. El libro de Job nos muestra repetidamente que estos padeci­ mientos nada tienen que ver con otras formas del mal. Debemos dominarlos, no mejorando nuestra mo­ ral, sino nuestros cuerpos, nuestras mentes, nuestras sociedades. Es indudable que los hombres buenos nos ayuda­ rán a progresar en la medicina, la psicología y la po­ lítica mucho más que los malos. Pero los adelantos que alcancen no se deberán a que sean buenos desde el punto de vista ético o religioso, sino a que sean buenos como médicos, psicólogos o sociólogos. No es necesario que los hombres sufran. Algunos gozan de buena salud toda su vida; otros están siem­ pre en paz consigo mismos y, por último, otros con­ viven con sus prójimos sin problemas. Nada se opone a que todos los hombres no puedan gozar de estas tres formas del bien. En todo caso, todos debemos luchar para que esto sea verdad respecto de cada uno de nosotros. Además de éstos, hay una novena forma del mal, generalmente olvidada en esta era antropocéntrica, que es el mal natural corporizado en las fuerzas des­ tructoras de la naturaleza. Cataclismos de todo tipo,

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terremotos, huracanes, “el leviatán y el behemot” son fuerzas de destrucción para los que el hierro es como paja y el bronce como leño podrido. (41:19) No debieran existir. No aparecen, sin embargo, porque el hombre encarne algún mal. El viento no sopla con violencia, la tierra no se estremece porque los hombres pequen o maten. Suponer que la natu­ raleza obra según la bondad o maldad de los hom­ bres es suponer que hay una misteriosa armonía en­ tre la ética y la física, o que los espíritus pueden realmente mover montañas. Según el libro de Job, Dios es el responsable de las fuerzas naturales. ¿De qué seno salió el hielo? ¿Y quién produce la helada del aire? Dios es quien señaló la carrera del aguacero impetuosíisimo, y el camino al sonoro trueno, para llover sobre una tierra desierta. (38:25 ss.) Pero en tal caso, o bien Dios es responsable de los males naturales, o tiene sus propias razones mis­ teriosas para permitir lo aue permite, o el universo y sus males son independientes de El. La primera de estas suposiciones es insostenible. Si Dios es res­ ponsable por los males que ocurren, ha de ser por­ que no es bueno, y por consiguiente no es Dios. De­ bemos quedarnos con una u otra de las suposiciones siguientes por desagradable que resulten a las men­ tes tradicionalistas. Según la primera, Dios no está necesariamente del lado de lo que los hombres lla­ man el bien, mientras que, de acuerdo con la se­ gunda, Dios no interviene en los acontecimientos del universo. Como vimos antes, al referimos a la mal­ dad, estas dos alternativas son incompatibles: los

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hombres y Dios no sólo pueden tener distintos con­ ceptos del bien, sino que pueden ser de naturalezas totalmente independientes. Dios tiene sus propias normas del bien y no per­ turba el orden natural de las cosas. Si por “provi­ dencia” se ha de entender una fuerza divina irresis­ tible que apoya lo que los hombres entienden por bien, entonces la providencia no existe. Pero Dios podría ofrecer el material que el universo emplea­ ría según quisiese, y Dios podría conservar los bie­ nes que el universo arrojase en las orillas del tiempo. Si así lo hiciera, revelaría tener una preocupación providencial por el universo y sus habitantes, que no entraría en conflicto con el hecho brutal de que existen males tanto humanos como naturales. Ninguna de las formas anteriores del mal es ne­ cesaria. Es concebible que ninguna de ellas existiese. Por cierto que, dondequiera que está el hombre exis­ te el mal de la culpa, pero no es necesario que el hombre exista. Ciertamente que si existe un universo de cosas interrelacionadas, habrá fuerzas naturales destructivas, pero cabe pensar que el universo podría alcanzar un estado de equilibrio. Cada átomo podría vibrar en el lugar que le correspondiese sin interfe­ rir con nada más allá de sí. Lo que las cosas no po­ drían evitar en cualquier universo que se quiera pen­ sar, es la décima forma del mal, el mal metafísico, el mal de ser uno entre muchos, de poseer sólo un fragmento de la realidad, de carecer de la realidad, y, por tanto, del poder y del bien poseído por to­ aos los demás. Cualquier universo posible, creado o no creado, es tal que en él una parte es menos que perfecta, precisamente porque es otra que el resto, y, por con­ siguiente, se ve privada de la realidad que el resto abarca. Dios podría haber hecho, suponiendo que pueda hacer algo, un universo mejor que éste, pues podría haber suprimido o modificado algunas de las formas del mal que ahora prevalecen. Pero no po­ dría haber hecho este universo en detalle o como

totalidad completamente libre de defectos. Por bueno que fuera Dios y por mucho que se preocupara, y por pocos que fueran los otros tipos de mal que allí existieran, existiría siempre el mal metafísico para señalar el hecho de que el universo no es Dios y Dios no es el universo. Gran parte de lo que antecede puede resumirse en cuatro preguntas y respuestas. ¿Por qué prosperan los hombres malos? No pros­ peran. ¿Por qué Dios no hace sufrir a los hombres mal­ vados más de lo que sufren? Dios no interviene en el funcionamiento del mundo, ni en su totalidad ni en sus detalles. ¿Por qué sufren los hombres de bien? El sufri­ miento y el bien tienen causas totalmente disímiles. ¿Está Dios del lado del bien? Dios tiene sus pro­ pias normas. Pero ser religioso significa tener fe en que sus normas serán eventualmente las nuestras.

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G ILBERT MURRAY

MAS ALLA DEL BIEN Y DEL MAL

o cabe duda de que el sentido moral del hom­ bre civilizado, o de quien reclame para sí la elogiosa denominación de homo sapiens en cualquie­ ra de las etapas de su evolución, queda a veces con­ movido y perplejo ante el comportamiento del mun­ do exterior, del cual es esclavo, sin que a ese mun­ do le importe nada de él. Los valores del mundo exterior no son los del hombre, y cuando éste más piensa en el mundo como algo vivo que obra se­ gún una voluntad consciente, casi humana, más pro­ fundo es su disgusto. Ningún hombre bondadoso per­ mitiría que ni aun su peor enemigo fuese atacado por las calamidades de la naturaleza (fuego, inun­ daciones, hambre) si tuviese control sobre ellas. La rebelión de algunas religiones contra el legislador del mundo —en tanto el curso ordinario de los aconte­ cimientos puede servir de prueba de su carácter e intenciones— es una rebelión del sentido moral no exactamente contra los hechos, sino contra la afir­ mación de que los hechos, por ser tales, deben ser buenos. Es en gran medida la protesta de la “pa­ sión rebelde”, la piedad, que ha inspirado tantas obras de imaginación. En sí misma, la rebelión no es la solución de ninguna dificultad, pero con fre­ cuencia conduce a interesantes esfuerzos por resol­ ver el problema fundamental. Una de las más sublimes rebeliones es, sin duda alguna, la que relata el libro de Job. El curso del pensamiento de Job, aunque inspirado muchas veces, no es lúcido, hecho que ha conducido a los críticos a afirmar que hay muchas interpolaciones en su tex­ to. Sin embargo, es posible determinar los lincamien­ tos principales. Es una “teodicea”, un intento de

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“justificar el comportamiento de Dios para con el hombre”. Su forma dramática, tanto como su con­ tenido filosófico, no tiene parangón con nada de cuanto nos ha llegado de la literatura hebrea. Cabe recordar de paso que algunos eruditos bíblicos opi­ nan que, en realidad, está inspirado en el Prometeo de Esquilo, obra que el autor pudo haber leído o haber oído comentar en Egipto. El comienzo del libro tiene un clima mitológico. El relato que sigue es representado como el resul­ tado de una especie de apuesta por parte de Satán, quien sostiene que Job, a pesar de su gran piedad en tiempos de prosperidad, terminará “maldiciendo a Dios” si es suficientemente atribulado. El Todo­ poderoso acepta esta atroz apuesta y toda clase de tormentos recae sobre el hombre inocente. Es como torturar a un perro para comprobar si conseguimos hacernos morder. Esto en cuanto al prólogo mito­ lógico. A éste le sigue la verdadera substancia del libro. Se trata de una discusión sobre la justicia o injus­ ticia del gobierno del mundo. En casi todo el libro la justicia divina se da por sentada, lo que haría su­ poner que Job debe ser un malvado, puesto que sus desgracias son causadas por Jehová. Debe merecer todo lo que recibe. Esta es la opinión de quienes buscan consolarlo, pero Job nunca la acepta. Al igual que el perro fiel, que nunca se volverá contra su amo, dice: “aun dado que El rae quitare la vida, en El esperaré” (13:15) l , y rehúsa resueltamente confesar pecados que no ha cometido o a aceptar una maldad general de la que no tiene conciencia. No alcanza a ver la razón o la justicia de sus tribu­ laciones; afirma su inocencia y exige una respuesta. Quisiera que le fuesen formulados claramente los car­ gos que pesan sobre él. “ ¡Oh!, quién me diera uno que me oyese, y que el Todopoderoso otorgase mi 1. Texto de la versión autorizada; el original es os­ curo. 158

petición, y escribiese el libro el mismo que juzga”. (31:35). Eliú, el bucita, queda tan indignado por la actitud de Job que está a punto de estallar. Se decide a dar una respuesta. Dios es justo y no puede obrar mal. Por consiguiente, Job comete un grave pecado al protestar de su inocencia e intentar de ese modo cuestionar la justicia de Dios (véase 40:8). Sostiene luego que Dios no le debe nada a Job: la bondad de Job no puede beneficiarlo ni su maldad perjudi­ carlo. Esta es exactamente la opinión rechazada por Plutarco 2, aunque reafirmada por algunos teólogos medievales, según la cual los animales no tienen de­ recho a quejarse si el hombre los tortura, ya que éste no tiene ninguna obligación hacia ellos. Desde el punto de vista moral, esta respuesta deja mucho que desear y, sin embargo, es la misma que da el propio Jehová: "¿Quién es ése que envuelve sen­ tencias con palabras de ignorante?. . . ¿Dónde esta­ bas cuando Yo echaba los cimientos de la tierra? Dímelo, ya que tanto sabes. ¿Sabes tú quién tiró sus medidas?. . . ¿Qué apoyo tienen sus bases?, o ¿quién asentó su piedra angular, entonces que me alababan los nacientes astros, y prorrumpían en voces de jú­ bilo todos los hijos de Dios?” (38:2-7). Si Platón o Aristóteles hubiesen presenciado esta discusión, creo que se habrían sentido igualmente in­ dignados que Eliú, el bucita, aunque por motivos distintos. Habrían señalado que Jehová de ningún modo contestaba la pregunta que se le había formu­ lado puesto que nadie puso en duda el poder de Dios, sino su justicia. La única respuesta de Dios es reafirmar una y otra vez su poder en un magní­ fico estallido retórico y preguntar a Job cómo al­ guien tan insignificante como él se atreve a hacer una pregunta. Dios no demuestra, ni siquiera dice, ser justo, según el concepto humano de la justicia; 2. De Sollertia Animalium, y, más seriamente, De Esu Camium.

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lo que afirma es que El está —según la frase de Nietzsche, Jenseits von Gut und Bóse (más allá del bien y del mal), y que las normas mezquinas según las cuales los hombres juzgan el- bien y el mal sim­ plemente no se aplican al poder que gobierna el mundo. Si la legislación de Dios entra en conflicto con la moralidad humana, ello se debe a que la mo­ ralidad de los hombres es algo muy limitado, sin validez más allá de ciertas regiones de tiempo y es­ pacio. Es una impertinencia de parte del hombre esperar que Dios sea “justo”. Es posible considerar esta respuesta cierta y profunda, pero habría escan­ dalizado a Platón y Aristóteles. Los democráticos griegos se inclinaban instintivamente por la ley y la justicia, nomos y dikaiousune. Los orientales, acos­ tumbrados al gobierno de un déspota o de un pa­ triarca, tendían a la obediencia del poder supremo.

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arthur s. peake

LA VICTORIA DE JOB

p L interés que suscitan los discursos de Job cul­ mina en su disputa con Dios. Job acusa a Dios —a veces en un lenguaje de un tremendo realismo— de haberle infligido dolores intolerables. Suyas son las flechas emponzoñadas que han consumido su vi­ gor; El quien lo ataca como un gigante y lo despe­ daza; El quien lo persigue cruelmente, lo destruye con una tempestad, lo disuelve en la tormenta. Los terrores que Dios le hace padecer lo acongojan, Su presencia lo atribula, los horribles sueños que El le envía lo espantan. Así, con el Todopoderoso como enemigo, se sume en el desaliento y se vuelve con­ tra Dios con palabras evidentemente desesperadas: Por tanto, daré libertad a mi lengua; hablaré de las angustias de mi espíritu; discurriré acerca de las amarguras de mi alma. (7:11) Tedio me causa ya el vivir. Soltaré mi lengua contra mí; hablaré con la amargura de mi alma. ( 10:1 ) Callad por un poco, a fin de que bable yo todo lo que la razón me sugiere. (13:13) Los amigos han pronunciado elocuentes discursos sobre el poder y la majestad de Dios, su inescruta­ ble sabiduría y el misterio de Sus designios. Job tiene conciencia de todo esto; más aún, no se que­ da atrás en las descripciones de esas cualidades di­ vinas. Pero esto no hace sino empeorar las cosas, pues no puede existir inmoralidad comparable a la

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de la omnipotencia y omnisciencia no sujetas al control del bien. Job siente que la inmoralidad que gobierna el universo es así. Una sola cosa he afirmado, y es que El consume al inocente como al impío. Ya que me azota, quíteme de una vez la vida; y no se ría de las penas de los inocentes. La tierra es entregada en manos del impío; el cual venda los ojos de los jueces; y si no es El, deádme, ¿quién seré? (9:22 ss.) Job cita abundantes pruebas de la prosperidad de los impíos. Algunas veces habla como si Dios fuese simplemente indiferente a las distinciones morales y matara a buenos y malos sin discriminación. En otras ocasiones, se expresa como si Dios favoteciera en especial a los impíos. Se trata sobre todo de diferen­ cias en su estado de ánimo y a sus formas de ex­ presión. La idea que busca transmitir es que el go­ bierno del mundo es fundamentalmente inmoral. Las acciones de Dios son incontrolables. El es libre con una libertad soberana ante los enormes males que se permite cometer. Sus acciones son despóticas y es precisamente la ilimitada arbitrariedad de su re­ lación con los hombres lo que infunde tanto terror en sus corazones. No la observación, sino sus propios sufrimientos, revelan a Job la profunda injusticia de Dios. Enlo­ quecido por el dolor y acosado por el implacable juicio de sus amigos, la hostilidad de Dios, que en un comienzo lo asombra, llega al final a serle habi­ tual. Su propio padecimiento agudiza su percepción de las miserias del mundo. Sin embargo, está mu­ cho más preocupado por los problemas entre él y Dios que por las relaciones de Dios con la humani­ dad. Desde un principio había sido marcado para un destino despiadado en el plan secreto de Dios. Su larga y próspera trayectoria no había sido más que

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parte de los siniestros designios de Dios, quien con increíble malignidad había adormecido a su siervo en un sentimiento de seguridad y amor para luego arrojarlo en la aflicción, mucho más dura por el con­ traste con su anterior felicidad y por la desapari­ ción del amor de Dios, que sólo ocultaba odio. Y ahora su Adversario está decidido a demostrar su culpabilidad. Sabe que Job es inocente, mas El es el Todopoderoso y fácilmente puede hacerlo caer en el error. ¿Qué fuerza tiene un hombre débil e ig­ norante frente a una divinidad para quien es muy fácil llevarlo a condenarse a sí mismo, valiéndose de sutiles preguntas, o que, por el solo terror que ins­ pira su majestad, puede dejarlo mudo o forzarlo a confesarse culpable? Dios permanece oculto; no le escucha ni le responde. Para respetar la dignidad de la justicia, justifica sus acciones con verdaderos pe­ cados de Job; para ello se ve obligado a escudriñar en el pasado remoto y a sacar a la luz los pecados de juventud, cuando la experiencia y el discerni­ miento de la madurez no habían aplacado aún la fogosidad de la pasión. Pero ese Dios carece de toda magnanimidad: registra hasta el más mínimo de sus movimientos y no le permite alejarse ni un momen­ to de su vigüancia enloquecedora. ¡Cuán mezquino debe ser el carácter de quien se muestra tan infati­ gable en perseguir a un débil hombre! ¿Qué es el hombre, para que Tú hagas de él tanto caso, o para que se ocupe de él Tu corazón? Visitaste al rayar el alba, y de repente le atribulas. (7:17 s.) Aun aceptando que Job había pecado, sus culpas no pueden herir al Todopoderoso. ¿Acaso un hom­ bre insignificante tiene tanto poder que Dios no se atreve a reducir su vigilancia? Si Job fuese el mar agitado y tempestuoso, conquistado por Dios en épo­ cas primigenias, pero que, rebelándose ante los límim

tes que El le impuso, alzase sus olas para atacar los cielos, entonces podría ser una amenaza para Dios. ¡Qué adecuada correspondencia entre la conquista de ese monstruo del caos y el milagro que ha sojuz­ gado a un débil mortal! En el alma turbulenta de Job hay algo que no cambia y es la certeza de su propia rectitud. Una y otra vez la reafirma; él es un hombre justo e ino­ cente, sus manos no conocen la violencia y su oración es pura. Está convencido de que Dios sabe que él no es malvado y, aunque Dios haya decidido ma­ tarlo, seguirá fiel a sus principios. Se aferra con te­ nacidad a su rectitud y no la abandona. Este senti­ miento moral encuentra su expresión más noble en la defensa que Job hace de su vida pasada, tal vez uno de los puntos culminantes de la ética del An­ tiguo Testamento (capítulos 29-31). Seguro de sí y de la justicia de su causa, termina su autodefensa con un desafío a Jehová para que le responda y la orgullosa declaración de que se presentaría a Dios como ante su príncipe con la acusación escrita por su adversario (31:34 ss.). Sin embargo, el poeta nos ha mostrado maravillo­ samente las corrientes antagónicas que agitaban el pecho de Job mediante la extraña incoherencia que revelan sus palabras acerca de Dios. Job está desga­ rrado entre el amargo presente y los recuerdos fe­ lices, entre el Dios que lo tortura y el Dios de cuya bondad se había alimentado en lo pasado. Al lado de sus quejas amargas por la crueldad de Dios y de su desprecio por su detestable mezquindad, al lado de su decidida afirmación de la inmoralidad de Dios, encontramos otras declaraciones en las que reconoce su justicia. La confianza que manifiesta en uno de sus momentos menos amargos se funda en la convic­ ción de que el hombre impío no se presentará ante Dios. Previene a sus amigos que el Todopoderoso no soportará ser adulado con mentiras. Es natural, por tanto, que las súplicas alternen con las invec­

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tivas. En algunos casos las súplicas son más bien reconvenciones. ¿Por qué Dios había permitido que naciera? ¿Por qué lo combate? ¿Por qué oculta su rostro? ¿Cuá­ les son los pecados que Dios puede reprocharle? ¿Tiene sentido que desprecie su propia obra, o que, después de haber puesto tanto esmero en formar a Su siervo, lo destruya tan obstinadamente? Pero el tono de reconvención se suaviza hasta alcanzar la sú­ plica patética. Ojalá le fuera dado saber dónde en­ contrarlo, para poder exponerle su caso o formular­ le sus súplicas. De la injusticia de los hombres se vuelve hacia Dios con conmovedoras palabras: “Mis amigos son habladores; a Dios recurren deshechos en lágrimas mis ojos” (16:20). Si pudiera encontrarse cara a cara con Dios, Dios no lo combatiría con todo Su poder, sino que prestaría oídos a sus ruegos. Pide a Dios que acabe con su incesante vigilancia y le dé respiro en su dolor. Que pudiera El ocul­ tarlo en sheol, mantenerlo en secreto hasta que hu­ biese pasado su furor. Aquí el poeta se adelanta a uno ae sus pensamientos más profundos. Job no sólo formula un llamamiento del hombre a Dios, sino de Dios a Dios. En este pensamiento parecería haber un elemento irracional. Job pide a Dios que lo salve de la ira de Dios, que lo ponga fuera de su alcance hasta que se haya aplacado su enojo. Ape­ la a Dios contra Dios, como si Dios tuviera un ser superior y un ser inferior. Detrás del Dios iracundo alcanza a entrever al Dios bondadoso. No hay entre ellos ningún árbitro. Pero ¿no estaría dispuesto Dios mismo a salir de fiador de Job ante Dios? Llega así a convencerse, aunque no de un modo defini­ tivo, que tanto su testigo como quien responde por él, están en los cielos. Este pensamiento alcanza su punto culminante en el famoso pasaje 19:25 ss., donde Job expresa la certeza de que su Redentor vive y de que finalmente su inocencia quedará de­ mostrada. Y si bien no aspira a una reivindicación en vida, cree, sin embargo, que le será permitido

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enterarse de que su buen nombre está a salvo. No espera alcanzar una feliz inmortalidad ni escapar a la lúgubre oscuridad del sheol, pero coloca su honra y su buena reputación por encima de la felicidad y se conforma con la visión de un Dios que lo ha de reivindicar. La escisión de Dios, que nos parece tan incom­ prensible, refleja la escisión ocurrida en la experien­ cia de Job, cuya mente oscila entre el recuerdo de una confraternidad bienaventurada y el dolor de su tribulación presente. Cuando lo hiere la injusticia de sus amigos o el dolor se le hace insoportable, sólo puede pensar en Dios como en un enemigo ine­ xorable. Pero en los momentos en que recuerda su vida anterior, en la que gozaba del favor de Dios, siente una tierna nostalgia por esos días felices, cuan­ do Dios lo protegía con Su amor, iluminaba con Su luz el camino y respondía a sus llamados. Todavía su corazón siente añoranzas de Dios. ¡Con cuánta alegría renovaría la antigua comunión! Y aunque ahora lo persigue implacable la ira de Dios, siente que no ha de durar. No es más que una aberración pasajera que se ha apoderado de El y no —como afirma Job en otra parte— un designio largamente acariciado y sutilmente proyectado. Si tan sólo Dios se aviniera a ocultarlo en el sheol, a olvidarlo hasta que se hubiese extinguido su ira, con cuánta alegría esperaría en esa lúgubre morada para poder renovar finalmente su feliz comunicación con Dios y olvidar ese capricho pasajero. Pero Job abandona tristemente esta esperanza. Es difícil encontrar en toda la literatura episodio más patético que los ruegos de Job implorando la mise­ ricordia de Dios antes de que sea demasiado tarde. Pronto ha de morir, y cuando la inexplicable ira divina se haya apagado, Dios pensará con remordi­ mientos en Su siervo, cuya lealtad y amor ha des­ deñado con tanta crueldad. Y lo recordará con amor y añorará la antigua relación. Pero sus remordimien­

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tos llegarán demasiado tarde, pues Job no podrá ya responder. Mira que ya voy a dormir en el polvo, y cuando mañana me busques, ya no existiré. (7:31) Una y otra vez Job había desafiado a Dios para que se hiciese presente y defendiese su actitud. Le había formulado dos pedidos: que suspendiese la persecución de que era objeto y que no lo abrumara con el terror de su presencia: Dos cosas solamente te pido que bagas conmigo; y entonces no me esconderé de tu presencia: Retira tu mano de sobre mi, y no me asombres con el terror tuyo. Llámame y yo te responderé; o si no, permite que yo bable, y respóndeme Tú. (13:20 ss.) Pero Dios no accede a ninguno de esos dos pe* didos de Job. Cuando aparece no retira su vara del sufriente y le habla desde la tempestad. Más aún, no sólo deja a Job en su tormento y lo espanta con la tormenta, sino que no se digna responder a las preguntas de Job ni defender su propia conducta. Antes bien, se dirige al sufriente con tono áspero y lo apabulla con preguntas que ponen de manifiesto su ignorancia. La atención del lector se ve en un principio dividida entre la admiración que le produ­ ce el genio del poeta y la decepción y hasta el re­ sentimiento que experimenta ante la respuesta de Jehová. Confía en que Dios aclare luego el miste­ rio, pero Dios no le da a Job ninguna explicación sobre la causa de su padecimiento ni le ofrece el más mínimo consuelo, sino que parece burlarse cruelmente. No obstante, si analizamos los discursos de Jehová con más detenimiento, veremos que son aígo más que expresiones irónicas fuera de lugar. Job ha

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tomado sobre si la crítica del gobierno del mundo. Pero ¿acaso tiene conocimiento de lo que es ese universo, o de lo complejo que resulta gobernarlo? Por eso Dios le expone la maravilla de sus fenóme­ nos en lenguaje de incomparable belleza. El enorme trabajo de su creación, la contención del mar rebel­ de, la tierra de los muertos, el hogar de la luz y las tinieblas, la marcha ordenada de las constela­ ciones, los depósitos de nieve y granizo que Dios ha acumulado para usarlos contra el enemigo; la helada que endurece las aguas, o la lluvia que cal­ ma la sed del desierto; todas estas cosas desfilan ante la mente de Job, pero son demasiado vastas, demasiado profundas para que las comprenda. Luego Dios bosqueja rápidamente sus creaciones en el rei­ no animal, cuyos secretos Job desconoce totalmente. De este modo, le hace ver a Job la limitación de su perspectiva; Job llega así a conocer la vastedad de las preocupaciones de Dios. Y a medida que reflexionamos más profunda­ mente acerca de los discursos de Dios, advertimos que son mucho más pertinentes de lo que en un primer momento nos parecieron. Job había caído en la blasfemia, y si bien pide a sus amigos que no tomen demasiado en cuenta las expresiones de un hombre desesperado, merecía una buena lección que lo curara de su presunción. Es cierto que había reconocido libremente el poder y la sabiduría de Dios, que había afirmado de antemano que Dios no contendería con él con la grandeza de todo Su poder. Pero era necesario que la idea penetrara en su imaginación, para que la vaga generalidad se con­ virtiera en algo vivo y concreto. Pues la gran trans­ gresión de Job fue el haber estado demasiado cen­ trado en sí mismo. Se detiene en el inmoral domi­ nio de Dios sobre el destino del hombre, pero aún más especialmente en el trato inmoral de Dios con él mismo. Dios ordena al sufriente que aparte la mirada de sí mismo y contemple el vasto universo para alcanzar una estimación más justa del lugar que 170

en él le cabe al hombre. Pero aun cuando no con­ temple más que la vida sensible del mundo, se da cuenta de que el hombre es sólo uno entre los mu­ chos objetos de la preocupación de Dios. Todos esos cuadros gloriosos de la creación animal que Dios hace brillar ante sus ojos, tienen por objeto demos­ trarle que es muy fácil exagerar la importancia del hombre. En especial, es el caso de esas criaturas salvajes del desierto que viven sus vidas totalmente independientes del hombre. Allí también envía Dios el agua que fertiliza, haciendo “llover sobre una tie­ rra desierta, donde no hay hombre ninguno”. (38:26). Cuando Job confiesa que ha pecado al hablar de cosas que ío sobrepasaban y, disgustado de sí mis­ mo, hace penitencia en polvo y cenizas, se plantea la cuestión de si hemos de ver en esto una prueba de su temor de que el terror ante la majestad de Dios y sus preguntas insolubles lo obliguen a con­ denarse a sí mismo. Pensar así sería desvirtuar la enseñanza más profunda que el poeta quiere dar­ nos. Al confrontar a Job con la naturaleza. Dios lo saca de sí mismo y lo convence de su relativa insig­ nificancia. Pero ni siquiera esto es lo más impor­ tante. No es por azar que el poeta se abstiene de poner en boca de Dios una explicación de los sufri­ mientos de Job. Para los hombres oprimidos por el misterio de su propio dolor o del dolor del mundo, la explicación de un caso individual tiene escaso valor a menos que pueda tener una aplicación más amplia. Y para el propio Job la explicación es inne­ cesaria pues ha recibido una nueva experiencia: Te conocía de oídas; pero abora te veo con mis propios ojos. Por eso yo me acuso a mí mismo, y hago penitencia envuelto en polvo y ceniza. (42:5 s.) La visión de Dios lo ha liberado de su problema. Su sufrimiento sigue siendo tan misterioso como an­

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tes; pero, evidente o misterioso, ¿por qué ha de seguir afligiéndolo? Ha contemplado a Dios y alcan­ zado el reposo. La única respuesta que podemos ob­ tener al problema del dolor es, nos dirá el poeta, esta respuesta. La certeza del alma es el secreto del alma. El espíritu ha escapado de sus dificultades re­ montándose sobre ellas. Si conocemos a Dios, nin­ gún otro conocimiento importa. Hemos ganado para nosotros mismos el camino hacia la paz inefable. Cuando moramos en el lugar secreto del Altísimo y nos cobijamos a la sombra del Todopoderoso, ve­ mos el universo desde un nuevo punto de vista. No podemos dar ninguna respuesta a sus interro­ gantes, ninguna solución a sus desconcertantes enig­ mas. Pero puesto que conocemos a Dios, podemos confiar en El hasta el máximo; sabemos, por in­ creíble que parezca, que la aflicción del mundo no contradice el amor de Dios. Por consiguiente, fue intención deliberada del poeta no poner en labios de Dios ninguna sugestión acerca de la razón del sufrimiento ae Job. Confiar en Dios cuando lo com­ prendemos, sería un triste triunfo para la religión. Confiar en Dios cuando tenemos todos los motivos para desconfiar de El, excepto nuestra íntima cer­ teza sobre El, es la victoria suprema de la religión. Esta es la victoria que alcanza Job. Sólo puede al­ canzarla, empero, en tanto Dios toma la iniciativa y le ofrece la revelación de Sí mismo. Sin embargo, Dios, por la actitud que adoptó a instigación de Satanás, no sólo enjuició a Job, sino que también se enjuició a Si mismo. Para que Sa­ tanás quede convencido de que la piedad de Job es desinteresada, es necesario que se cumplan las pruebas que él impone. Al aceptar Dios el desafío, estaba aceptando una grave responsabilidad. Job debe ser el sujeto involuntario de este experimento; tiene que sufrir para que la confianza de Dios no se vea defraudada. Para algunos, esto no basta para justificar la actitud de Dios, actitud que habrá que incluir entre otros misterios sólo en parte resueltos.

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Probablemente, esto resulte menos difícil para un semita que para nosotros. Sin embargo, el autor ad­ virtió el problema y por esa razón añadió o man­ tuvo el epílogo. Job no necesitaba ser rehabilitado para recobrar su confianza en Dios. Aun si hubiera sido condenado a terminar sus días en el sufrimien­ to, habría atravesado este valle con el recuerdo de la visión de Dios. Pero el lector habría quedado muy mal impresionado por el trato que Dios le daba. El epílogo sirve para enterarlo de que Dios ha com­ pensado a Su siervo fiel por el dolor que le hizo padecer. No debemos olvidar, si queremos valorar con justicia el epílogo, que el autor debía limitar el tratamiento del tema a la vida terrenal puesto que no podía referirse a la posibilidad de una feliz in­ mortalidad. Tampoco debemos olvidar que la com­ pensación ofrecida a Job tiene por fin dejar a salvo la reputación de Dios y de ningún modo reafirmar la vieja teoría de que los justos deben ser afortu­ nados.

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RUDOLF OTTO

LA SUBSTANCIA DEL MISTERIO

el capítulo 38 del libro de Job, la substan­ cia del misterio está desplegada con una extra­ ña pureza y plenitud. Este capítulo puede muy bien figurar entre los más notables de la historia de la religión. Job ha estado razonando con sus amigos contra Elohim (Dios) y —en lo que a ellos res­ pecta— ha tenido obviamente razón. Los amigos se ven obligados a callarse. Entonces es cuando apa­ rece Elohim dispuesto a hacer su propia defensa. Y la hace de tal manera que Job mismo se declara arrobado, verdadera y justamente arrobado, y no simplemente silenciado por una fuerza superior. Lue­ go confiesa: “Por eso yo me acuso a mí mismo, y hago penitencia envuelto en polvo y ceniza” (42:6). Este es el reconocimiento de una profunda convic­ ción interior, no de frustración impotente y de so­ metimiento ante una potencia superior. Tampoco expresan sus palabras ese estado espiritual que San Pablo manifiesta de tanto en tanto, a saber: “Un vaso de barro dice acaso al que lo labró: ¿Por qué me has hecho así? Pues qué ¿no tiene el alfarero facultad para hacer de la misma masa de barro, un vaso para usos honrosos y otro para usos viles?” (Rom. 9:20). Interpretar de este modo el pasaje de Job sería falsear totalmente su sentido. Este ca­ pítulo no proclama, como lo hace Pablo, la renun­ cia, por imposible, de una “teodicea”, sino que, por el contrario, se propone presentar una verdadera teodicea original, y mejor que la de los amigos de Job, una teodicea que pueda convencer al propio Job y, además, acallar por completo todas las du­ das que asaltaban su espíritu. Pues en la terrible ex­ periencia de la revelación de Elohim a la que fue Ih N

sometido Job, estaban latentes una mitigación de la angustia que socavaba su alma y un apaciguamiento que, por sí solo, habría bastado perfectamente como solución al problema del libro de Job, aun sin la rehabilitación del protagonista en el capítulo 42, que no es más que una adición tardía al verdadero re­ lato. Pero ¿qué es este extraño “instante” de la experiencia que obra al mismo tiempo como una reivindicación de Dios ante Job y una reconciliación de Job con Dios? Las palabras puestas en boca de Elohim nos pre­ paran para esperar de antemano la comparecencia de Job y la demostración del poder anonadante de Dios, Su sublimidad y grandeza y Su sabiduría su­ perior. Esta última bastaría para dar una solución inmediata, plausible y racional de todo el problema, si el razonamiento se completase con algunas frases del siguiente tenor: “Mis caminos son más elevados que los tuyos; en mis empresas y acciones persigo metas que escapan a tu entendimiento”, es decir, la prueba o purificación del hombre temeroso de Dios, o fines que le conciernen al universo en su totalidad, en el que el hombre individual debe en­ contrar cabida con todos sus sufrimientos. Si se parte de ideas y conceptos racionales es evi­ dente que se aspirará a tal conclusión del discurso. Sin embargo, nada de esto sigue, ni el capítulo su­ giere para nada reflexiones o soluciones teleológicas semejantes. En última instancia, se apoya en algo totalmente distinto de lo que puede expresarse ex­ haustivamente en conceptos racionales: el asombro y la maravilla puros y absolutos que trascienden el pensamiento y el misterio, presentado en su forma pura, no racional. Todos los ejemplos gloriosos de la naturaleza hablan muy claramente en este senti­ do. El águila que “mora entre las breñas, y tiene su habitación en peñascos escarpados y riscos inaccesi­ bles”, cuyos “ojos atisban desde lejos” su presa, y cuyos “aguiluchos chupan la sangre, y doquiera que hay carne muerta, al punto está encima” (39:28-30),

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tal águila no es en verdad ninguna prueba de la sabiduría ideológica que "prepara todo hábilmente y bien”, sino criatura de extrañeza y maravilla, en la que se hace patente el ingenio sublime de su creador. Y lo mismo puede decirse del avestruz con sus instintos inexplicables. El avestruz es en reali­ dad, tal como se lo presenta aquí, y considerada racionalmente, una dificultad crucial más que una prueba de sabiduría; además es de poca ayuda si lo que buscamos es una finalidad en la naturaleza: “Cuando abandona sus huevos en la tierra, ¿por ventura serás tú quien los calentará debajo dd pol­ vo? No precave él que ningún pie lo pise ni que lo huellen las bestias del campo. Es insensible y duro para con sus hijos, como si fuesen ajenos; inu­ tiliza su trabajo, sin verse forzado a ello por temor ninguno, porque le negó el Señor el instinto y no le dio discernimiento”. (39:14-17). Lo mismo ocurre con d asno montés (39:5) y d rinoceronte (39:9). La completa “disteleología” o negación de la intendonalidad de estas bestias está maravillosamente descrita; sin embargo, sus misteriosos instintos y el enigma de su generación hacen que esta misma negadón de fines se convierta en algo de desconcertante importancia, como en el caso de las cabras monteses (39:1) y las ciervas. La “sabiduría” del corazón del hombre (38:36) y la “disposidón” del alba, los vientos y las nubes y sus misteriosas idas y venidas, apariciones y desapa­ riciones, y las Pléyades en los altos cielos, con Orión y “Arcturo y sus hijos”, todo ello no hace más que dar mayor énfasis a la misma lecdón. Se conjetura que las descripciones del hipopótamo (behemot) y del cocodrilo (leviatán) (40:15 ss.) son una inter­ polación posterior. Puede ser que sea derto, pero si es así, hay que reconocer que quien hizo la in­ terpolación intuyó muy bien el sentido de toda esta parte del poema. No hace sino dar una expresión más burda a la misma idea que los otros ejemplos de animales buscaban transmitimos; éstos nos daban

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portentos solamente; él ofrece “monstruos”. Pero lo monstruoso no es más que “lo misterioso” presen­ tado en una forma tosca. Gertamente estas bestias serían los ejemplos menos favorables que podría­ mos citar si buscáramos pruebas de la intenciona­ lidad de la “sabiduría” divina. Pero ellos, no me­ nos que los anteriores ejemplos y todo el contexto, tono y sentido del pasaje, expresan en forma ma­ gistral la absoluta maravilla, el carácter poco me­ nos que demoníaco y totalmente incomprensible del eterno poder creador; cómo (incalculable y “total­ mente otro” ) se burla de toda concepción, pero puede, sin embargo, conmover el alma hasta lo más profundo, fascinar y desbordar el corazón. A lo que se hace referencia no es al misterio como simple­ mente misterioso, sino como “fascinante” y “augus­ to” al mismo tiempo. Aquí tampoco estos concep­ tos están expresados abiertamente sino mediante el tono, el entusiasmo, el ritmo mismo de la exposi­ ción. Y aquí está por cierto el nudo de todo el pasaje, que incluye tanto la teodicea como el apa­ ciguamiento y la dulcificación del alma de Job. El misterio, simplemente como tal, sería tan solo (co­ mo hemos visto antes) una parte de la “absoluta inconcebilidad” del numen, y esto, aunque podría haber dejado a Job sin habla, no lo hubiera conven­ cido interiormente. De lo que más bien tenemos conciencia es de un valor intrínseco en lo incompren­ sible, un valor inexpresable, positivo y “fascinante”. Esto es inconmensurable con una concepción huma­ na teleológica y racional y no puede asimilarse a ella: permanece en todo su misterio. Pero cuando se toma conciencia de ese valor, Elohim queda jus­ tificado y la paz llega al mismo tiempo al alma de Job.

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G. K . CH ESTERTO N

LA PARADOJA: MAXIMO CONSUELO DEL HOMBRE

los libros del Antiguo Testamento, el de Job representa un enigma tanto filosófico como histórico. En una introducción como ésta lo que nos interesa es el plano filosófico, de modo que antes de entrar de lleno en el tema, dedicaremos al as­ pecto histórico unas pocas palabras de explicación general o advertencia. Viene de lejos la controver­ sia acerca de cuáles partes de este poema épico son originales y cuáles son interpolaciones bastante pos­ teriores. Los doctos —como corresponde— difieren; pero en términos generales los investigadores sos­ tienen que las interpolaciones —de haberlas— eran las partes en prosa, es decir, el prólogo y el epí­ logo, y posiblemente el discurso del joven que hace una apología al final. Me declaro incompetente para decidir en estas cuestiones. Pero sea cual fuere la posición que al respecto tome el lector, debemos tener presente una verdad de índole general en relación con el tema. Cuando se está estudiando una creación artística de la an­ tigüedad, no debe suponerse que va en desmedro de ella el hecho de que se haya elaborado gradual­ mente. El libro de Job puede haber crecido en for­ ma gradual, del mismo modo que creció la Abadía de Westminster. Pero la gente que componía la an­ tigua poesía popular, al igual que la gente que le­ vantaba la Abadía de Westminster, no daba ninguna importancia a las fechas ni a los autores, importan­ cia que —por lo demás— es creación exclusiva del individualismo casi demencial de los tiempos mo­ dernos. Podemos dejar de lado el caso de Job —com­ plicado con problemas religiosos— y considerar cual­ quier otro, por ejemplo, el caso de La litada. |h

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Muchos han sostenido al respecto la fórmula ca­ racterística del escepticismo moderno, según la cual la obra de Homero no es de Homero, sino de otra persona del mismo nombre. De igual modo, mu­ chos son los que afirman que Moisés no era Moisés, sino otro sujeto llamado Moisés. Pero lo que debe­ mos tener presente en el caso de La litada, es que las posibles inserciones de otros autores no provo­ caron la conmoción que crearían procedimientos se­ mejantes en esta época individualista. La creación de un poema de épica tribal era considerada en cierta medida como una obra tribal, lo mismo que la edi­ ficación del templo tribal. Créase, pues, si se desea, que el prólogo y el epílogo y el discurso de Eliú fueron insertados después de completada la obra ori­ ginal. Pero no se suponga que tales inserciones tie­ nen ese carácter obvio y espúreo que tendría cual­ quier adición en un libro moderno e individua­ lista [ . . . ] . Sin entrar en el problema de la unidad tal como la entienden los eruditos, podemos afirmar que el libro tiene unidad en el sentido en que la tienen todas las grandes creaciones tradicionales; en el sen­ tido en que tiene unidad la Catedral de Canterburv. Y lo mismo es cierto en términos generales en ío que respecta al plano filosófico. En determinado as­ pecto, el libro de Job se destaca de los demás libros incluidos en el canon del Antiguo Testamento. Pero, una vez más, quienes insisten en la total ausencia de unidad de esta obra están equivocados. Están en el error los que sostienen que todo el Antiguo Tes­ tamento no es más que una biblioteca de tomos sueltos; que no tiene ninguna coherencia ni obje­ tivo. Ya sea resultado de una verdad espiritual su­ prema, o de una firme tradición nacional, o de una acertada selección posterior, los libros del Antiguo Testamento tienen una unidad bastante percepti­ ble [ . . . ] . La idea central de la mayor parte del Antiguo Testamento puede considerarse la idea de la soledad 184

de Dios. Dios no es sólo el personaje principal del Antiguo Testamento; Dios es, en rigor, el único per­ sonaje del Antiguo Testamento. En comparación con la claridad de sus propósitos, todas las otras vo­ luntades son pesadas y automáticas, como las de los animales; comparada con Su realidad, todos los hijos de la carne son sombras. Una y otra vez se repite el mismo tema: "¿A quién llamó él a consulta?” (Isa. 40:14). “El lagar lo he pisado Yo solo, sin que nadie de entre las gentes haya estado conmigo” (Isa. 63:3). Todos los patriarcas y profetas no son más que sus herramientas o armas, pues el Señor es hombre de guerra. Usa a Josué como un hacha y a Moisés como una vara de medir. Para El, San­ són es sólo una espada e Isaías, una trompeta. De los santos de la Cristiandad, se espera que sean co­ mo Dios; que sean, por así decirlo, como figurillas de Dios. No se pretende, en cambio, que el héroe del Antiguo Testamento sea de la misma natura­ leza que Dios, de igual modo que no se pretende que el serrucho o el martillo tengan la misma forma del carpintero. Esta es la clave característica y más importante de las Escrituras hebreas en general. Hay, por cierto, en esas escrituras innumerables ejemplos de humor áspero, emoción vehemente y po­ derosa individualidad que nunca faltan en la gran prosa y poesía primitivas. Sin embargo, la caracte­ rística principal prevalece: el sentido de que Dios no sólo es más fuerte que el hombre y de que Dios no sólo es más recóndito que el hombre, sino de que significa más, que sabe más lo que está hacien­ do, que comparados con El tenemos algo de la va­ guedad, la irracionalidad y el vagabundeo de las bes­ tias que perecen. “El es el que está sentado sobre el orbe terráqueo; y los moradores de éste son como langostas” (Isa. 40:22). Podríamos tal vez ex­ presarlo así. El libro pone tanto énfasis en afirmar la personalidad de Dios, que casi afirma la imper­ sonalidad del hombre. A menos que esta gigantesca mente cósmica haya concebido alguna cosa, esa cosa

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es insegura y vacia; el hombre no tiene suficiente tenacidad para asegurar su continuidad. “Si el Señor no edifica la casa, en vano se fatigan los que la fa­ brican. Si el Señor no guarda la ciudad, inútilmente se desvela el que la guarda” (Sal. 127:1). En todos los otros libros, pues, el Antiguo Tes­ tamento se regocija positivamente en hacer desapa­ recer al hombre frente al propósito divino. El libro de Job se destaca decididamente porque el libro de Job pregunta decididamente: Pero, ¿cuál es el pro­ pósito de Dios? ¿Vale la pena el sacrificio aun de nuestra miserable humanidad? Por supuesto, es muy fácil suprimir nuestras mezquinas voluntades en aras de una voluntad superior y más bondadosa. Pero, ¿es verdaderamente superior y más bondadosa? Que Dios use sus herramientas. Que Dios rompa sus instrumentos. Pero ¿qué está haciendo y para qué los rompe? Por estos interrogantes debemos abor­ dar el enigma del libro de Job como un enigma filosófico. No podemos expresar adecuadamente la importan­ cia presente del libro de Job aun sosteniendo que es el más interesante de los libros antiguos. Casi podríamos decir que ese libro es el más interesante de los libros modernos. En verdad, por supuesto, ninguna de estas dos frases agota la cuestión, por­ que la religión humana fundamental y la irreligión humana fundamental son ambas viejas y nuevas si­ multáneamente; la filosofía o es eterna o no es filo­ sofía. El hábito moderno de decir: “Esta es mi opi­ nión, pero puedo estar equivocado" es totalmente irracional. Si digo que puedo estar equivocado, estoy diciendo que no es mi opinión. La costumbre mo­ derna de sostener: “Cada hombre tiene su filosofía propia; ésta es la mía y a mí me resulta” no es más que síntoma de debilidad mental. No se ela­ bora una filosofía cósmica para que se adecúe a un hombre; una filosofía cósmica se elabora para que se adecúe al cosmos. Es tan imposible tener una

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religión privada como lo es poseer un sol o una luna privados. La primera de las bellezas intelectuales del libro de Job es que se refiere al deseo de conocer la rea­ lidad; al deseo de conocer lo que es, y no tan sólo lo que parece ser. Si algún hombre moderno estu­ viese escribiendo el libro, llegaríamos probablemen­ te a enterarnos de que Job y quienes lo consuelan acaban llevándose muy bien por el simple procedi­ miento de atribuir sus diferencias a lo que se ha dado en denominar el temperamento, diciendo que los consoladores son por naturaleza “optimistas” y Job es por naturaleza un “pesimista”. Y se queda­ rían muy tranquilos, como con frecuencia hace la gente, por lo menos por un tiempo, al convenir en sostener lo que obviamente no es cierto. Pues si la palabra “pesimista” tiene algún significado, enton­ ces Job no es ciertamente ningún pesimista. Su caso basta para refutar el absurdo moderno de referir to­ das las cosas al temperamento físico. Job de ningún modo ve la vida con colores oscuros. Si el deseo de ser feliz y estar totalmente dispuesto a ello confi­ guran a un optimista, Job es un optimista. Es un optimista perplejo; es un optimista exasperado; es un optimista maltratado e injuriado. Quiere que el universo se justifique, no porque busque dejarlo en descubierto, sino porque realmente quiere que que­ de justificado. Exige una explicación a Dios, pero de ningún modo lo hace con el mismo espíritu con que [John] Hampden podría exigir una explicación a Carlos I. Lo hace con el espíritu con que una es­ posa podría exigir una explicación a su marido a quien respeta realmente. Reconviene a su Hacedor porque está orgulloso de El. Hasta habla del Todo­ poderoso como de su enemigo, pero nunca duda en su fuero más íntimo de que su enemigo tenga al­ guna causa o razón que él no entiende. En una ad­ mirable y conocida blasfemia, dice: “ ¡Oh, que es­ cribiese el libro el mismo que juzga!” (31:35). Nun­ ca se le ocurre realmente que podría ser un libro

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malo. Está ansioso porque lo convenzan, es decir, piensa que Dios lo podría convencer. En resumen, podemos repetir que si la palabra optimista quiere en verdad decir algo (lo que dudo), Job es un op­ timista. Sacude los pilares del mundo y golpea como un demente los cielos; fustiga las estrellas, pero no para silenciarlas, sino para hacerlas hablar. Del mismo modo podemos hablar de los optimistas oficiales, los que consuelan a Job. Nuevamente, si la palabra pesimista significa algo (cosa que dudo), los consoladores de Job más merecen el calificativo de pesimistas que de optimistas. Todo lo que verdade­ ramente creen no es tanto que Dios sea bueno, sino que es tan fuerte que es mucho más prudente afirmar que es bueno. Sería una exageración de la censura decir que son evolucionistas, pero hay en ellos algo del error vital del optimismo evolucionista. Repiten una y otra vez que todo en el universo se adecúa con todo lo demás. ¡Como si este pensamiento pudiese servir de algún consuelo! Veremos más adelante có­ mo Dios, en el momento culminante del poema, da precisamente el sentido opuesto a este razonamiento. La entrada, algo abrupta, de Dios al finalizar el poema, es la nota que otorga a todo el libro la gran­ diosidad que posee. A lo largo del relato, los perso­ najes humanos, y Job especialmente, no han hecho más que formularle preguntas a Dios. Un poeta más trivial habría hecho entrar a Dios en la historia para que de un modo u otro respondiese a esas preguntas. Por un toque de verdadera inspiración, en cambio, cuando Dios entra es para plantear por cuenta pro­ pia más interrogantes. En este drama del escepticis­ mo, Dios mismo asume el papel de escéptico. Hace lo que hicieron siempre todos los grandes inspirados que defendieron la religión. Hace, por ejemplo, lo que hizo Sócrates. Se convierte en racionalista en contra de sí mismo. Parece querer decir que si de hacer preguntas se trata, El puede hacer algunas ca­ paces de arrasar con todos los preguntadores huma­ nos. El poeta, dando pruebas de una exquisita in­ 188

tuición, hace que Dios acepte irónicamente una es­ pecie de igualdad en la controversia con sus acusa­ dores. Está dispuesto a considerar el asunto como si fuera un justo duelo intelectual: “Ciñe, ahora, tus lomos, como varón; Yo te interrogaré, y tú respón­ deme” (38:3). El Eterno adopta una sardónica hu­ mildad. Acepta que se lo acuse; sólo reclama el de­ recho que tiene todo acusado; pide que se le per­ mita interrogar al testigo de cargo. Y aún lleva más allá la justeza del paralelo jurídico. Pues la pri­ mera pregunta que hace a Job, en términos esen­ ciales, es precisamente la que más derecho tendría a hacer cualquier criminal acusado por Job. Le pre­ gunta a Job quién es. Y Job, siendo un hombre ingenuo, se toma un tiempo para considerar el asunto y llega a la conclusión de que no lo sabe. Este es el primer hecho importante en el discurso de Dios, que es la culminación del interrogatorio. Representa la derrota de todos los escépticos huma­ nos por un escéptico más elevado. Este es el método —a veces empleado por mentes superiores, y otras, por inferiores— que desde entonces ha constituido el arma lógica del verdadero místico. Sócrates, co­ mo ya he dicho, lo empleó cuando demostró que si se le permitía disponer de las mismas armas, podría destruir a todos los sofistas. Jesucristo lo empleó cuando recordó a los saduceos que no les era dado imaginarse la naturaleza del matrimonio en los cie­ los, que si de eso se trataba no se habían imagi­ nado realmente la naturaleza del matrimonio terreno. Cuando en el siglo XVIII se hizo un análisis exhaus­ tivo de la teología cristiana, lo usó [Joseph] Butler, al señalar que los argumentos racionalistas podían emplearse tanto contra una religión indefinida como contra una religión doctrinaria, tanto contra la ética racionalista como contra la ética cristiana. Es la raíz y razón del hecho de que los hombres que tienen fe religiosa tengan también dudas filosóficas. Estas son las pequeñas corrientes del delta; el libro de Job es la primera gran catarata que da origen al río. El mé­

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todo adecuado para tratar con el arrogante defensor de la duda no es decirle que cese de dudar. Más bien es decirle que continúe dudando, que dude un poco más, que dude todos los días de nuevas y dis­ pares cosas en el universo, hasta que, por fin, por una extraña iluminación, pueda empezar a dudar de sí mismo. Este, digo, es el primer hecho en relación con el discurso; la acertada inspiración que hace intervenir a Dios al final no para aclarar enigmas, sino para proponerlos. El otro hecho importante que, consi­ derado conjuntamente con éste, da a toda la obra un carácter religioso en vez de meramente filosófico, es el hecho admirable de que Job quede repentina­ mente satisfecho con la mera presentación de algo impenetrable. Desde el punto de vista verbal, los enigmas de Jehová parecen más oscuros y más deso­ ladores que los enigmas de Job; sin embargo, Job no tenía consuelo antes del discurso de Jehová y lo halla después. Nada se le ha dicho, pero siente la imponente presencia de algo demasiado grandioso para ser enunciado. La negativa de Dios a explicar sus designios es de por sí una candente sugestión acerca de esos designios. Los enigmas de Dios son más satisfactorios que las soluciones de los hombres. En tercer lugar, que Dios censure por igual al hombre que lo acusó y a los hombres que lo defen­ dieron y que con el mismo golpe derribe tanto a los pesimistas como a los optimistas, es un verdadero acierto del poeta. La inversión de sentido más pro­ funda y sutil a que he aludido antes ocurre en re­ lación con los rutinarios y arrogantes consoladores de Job. El optimista mecanicista busca justificar el universo, porque, según él, se ajusta a pautas racio­ nales. En su opinión, lo bueno del mundo es que es del todo explicable. Ese es precisamente el pun­ to acerca del cual Dios, si así puedo decirlo, es en cambio, explícito hasta la violencia. Dios dice, en efecto, que si algo bueno tiene el mundo en lo que concierne a los nombres, es que no puede ser expli­

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cado. Hace hincapié en la inexplicabilidad de todo: “¿Quién es el padre de la lluvia?. . . ¿De qué seno saíió el hielo?” (38:28 s.). Va más allá e insiste en el aspecto positivo y palpable de la falta de razón de las cosas: “¿Quién señaló la carrera a un aguacero impetuosísimo, y el camino al sonoro trueno, para llover sobre una tierra desierta, donde no hay hom­ bre ninguno, donde no habita ningún mortal?” (38: 25 s.). Dios obligará al hombre a ver cosas, aunque más no sea contra el negro trasfondo de la nada. Dios obligará a Job a que contemple un universo so­ brecogiente, aun cuando para lograrlo deba hacerle ver un universo carente de sentido. Para espantar al hombre Dios se convierte por un instante en un blasfemo; hasta podría decirse que por un instante Dios se hace ateo. Despliega ante Job un extenso panorama de objetos creados: el caballo, el águila, el cuervo, el asno montés, el pavo real, el avestruz, el cocodrilo, y los describe de tal manera que pa­ recen monstruos que pasearan al sol. El conjunto es una especie de salmo o rapsodia del sentido del asom­ bro. El hacedor de todas las cosas se muestra sor­ prendido ante las cosas que El mismo hizo. Podemos, pues, referirnos a éste como el tercer punto. Job plantea una interrogación; Dios le res­ ponde con una exclamación. En vez de demostrarle a Job que es un mundo explicable, insiste en ha­ cerle ver que es un mundo mucho más extraño de lo que Job jamás imaginó. Por último, en este dis­ curso final, el poeta ha logrado —con esa incons­ ciente precisión artística tan corriente en las obras épicas más simples— algo mucho más delicado. Sin que una sola vez sufra menoscabo la rígida impe­ netrabilidad de Jehová en su premeditada declara­ ción, ha logrado dejar caer aquí y allá en las metá­ foras, en la imaginería indirecta, espléndidas suges­ tiones de que el secreto de Dios es alegre y no triste; sugestiones no buscadas, como la luz entre­ vista a través de las rendijas de una puerta cerrada.

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Es difícil que nos excedamos en elogiar, en un sentido puramente poético, la instintiva exactitud y soltura con que se dejan caer estas insinuaciones op­ timistas en conexión con otras cosas, como si el To­ dopoderoso mismo casi no se percatase de que las enuncia. Como ejemplo puede citarse ese famoso pa­ saje donde Jehová, con un sarcasmo devastador, le pregunta a Job dónde estaba cuando El echaba los cimientos de la tierra, y luego (como si fijara una fecha) menciona que en ese entonces prorrumpían en voces de júbilo todos los hijos de Dios (38:4-7). A pesar de esta escasa información, no podemos evi­ tar sentir que deben haber tenido motivos para ha­ cerlo. Otro pasaje es aquel en el que Dios habla de la nieve y el granizo, cuando hace el inventario del cosmos físico, como si fueran un tesoro que hubiese acumulado para el día del combate —una insinuación de un inmenso Armagedón en el que el mal será por fin derrotado. Nada puede superar, en términos artísticos, a este optimismo que irrumpe del agnosticismo como oro relumbrante en los bordes de un negro nubarrón. Los que consideran superficialmente el origen bár­ baro de la épica, pensarán que es mera imaginación ver tanta significación artística en los espontáneos símiles o frases acertadas. Pero nadie que esté fa­ miliarizado con los grandes ejemplos de poesía semi­ bárbara como La Canción de Rolando o las antiguas baladas caerá en semejante error. Nadie que sepa lo que es la poesía primitiva puede no darse cuenta de que, si bien su forma es simple, algunos de sus aciertos llegan a la sutileza. La litada busca expre­ sar la idea de que Héctor y Sarpedón tienen un cierto tono o tinte de resignación triste y caballe­ resca no lo suficientemente amarga como para deno­ minarla pesimismo ni lo suficientemente jovial como para llamarla optimismo. Homero nunca podría ha­ ber expresado esto en términos rebuscados. Pero de algún modo logra decirlo con palabras simples. La Canción de Rolando busca expresar la idea de que

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la Cristiandad impone a sus héroes una paradoja: la paradoja entre una gran humildad en materia de sus pecados y una gran ferocidad en materia de sus ideas. Por supuesto, La Canción de Rolando no po­ día enunciar esto, pero lo transmite. Del mismo modo, deben acreditarse al libro de Job muchos efectos sutiles que, aunque no estaban tal vez en la mente del autor, estaban en su alma de poeta. Y de éstos queda aún por enunciar el más importante. No sé, y dudo que los eruditos lo sepan, si el libro de Job tuvo una gran repercusión, si es que tuvo alguna, en el desarrollo posterior del pensa­ miento judío. Pero si tuvo algún efecto, pudo ha­ ber salvado a los judíos de un terrible fracaso y decadencia. En este libro se formula realmente la pregunta de si Dios invariablemente castiga el vicio con penas terrestres y recompensa la virtud con bie­ nes y riquezas de este mundo. Si los judíos hubie­ sen contestado erróneamente esa pregunta, podrían haber perdido toda su influencia posterior en la historia de la humanidad. Podrían haber descendido hasta el nivel de la moderna sociedad culta. Pues cuando la gente ha comenzado a creer que la pros­ peridad es la recompensa de la virtud, su próxima calamidad es obvia. Si se ve a la prosperidad como la recompensa de la virtud, se la verá como sínto­ ma de la virtud. Los hombres abandonarán la pe­ sada tarea de lograr que los buenos alcancen el éxito y adoptarán el trabajo más fácil de hacer de quienes tienen éxito, hombres buenos. Esto, que ha ocurrido en todo el comercio y periodismo modernos, es la Némesis final del malvado optimismo de los conso­ ladores de Job. Si los judíos pudieron ser salvados de esto, el libro de Job los salvó. El libro de Job es especialmente notable, como he insistido a lo largo de todo este escrito, porque no termina de un modo convencionalmente satisfacto­ rio. No se le dice a Job que sus infortunios se de­ biesen a sus pecados o fuesen parte de algún plan para su mejoramiento. Pero en el prólogo vemos

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que Job es atormentado, no por ser el peor de los hombres, sino por ser el mejor. La lección de toda la obra es que el hombre halla en la paradoja su máximo consuelo. Aquí está la más oscura y extra­ ña de las paradojas; y según todos los testimonios humanos, es la más reconfortante. No necesito su­ gerir qué extraordinaria y sublime historia esperaba a esta paradoja del mejor de los hombres con la peor de las venturas. Tampoco es necesario decir que en el más libre y más filosófico de los sentidos hay un personaje del Antiguo Testamento que es auténticamente un prototipo; ni tampoco decir qué prefiguraban sus heridas.

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JA M E S B . CONANT

JOB: LA RESPUESTA AMBIVALENTE

problema del mal, tal como se presenta en el libro de Job, no se refiere a la mala conducta de los seres humanos, sino al motivo por el cual los buenos pueden sufrir atroces calamidades. El proble­ ma es recurrente. ¿Quién de nosotros no se lo ha planteado alguna vez a lo largo de los años? Nin­ guna de las respuestas de los amigos que consuelan a Job sugiere que algunos males de la carne puedan superarse mediante la acción humana. Sin embargo, me parece que, en lo esencial, esta es la respuesta del racionalismo del siglo dieciocho a los lamentos de Job. Quienes han apoyado vehementemente la la­ bor de los hombres de ciencia se han hecho eco desde entonces de esta respuesta. Hace cuarenta años era aceptada generalmente por los que hoy se conocen como cristianos “liberales”; en los últimos veinte años, ciertos dirigentes, tanto protestantes como ca­ tólicos, han expresado dudas acerca de su validez. En la actualidad, es corriente la afirmación de que la tradición liberal se ha visto forzada por el “dis­ torsionado avance de los sucesos mundiales a adaptar sus principios generales a la dura realidad de las cosas tal como son”. Gimo ejemplos de los aconte­ cimientos mundiales se citan comúnmente a Hider, Stalin y la explosión de la bomba atómica. Si mi interpretación del libro de Job es correcta, la lección que de él se deriva es la negación del supuesto de que el universo es explicable en térmi­ nos humanos; es un castigo a la presunción de los hombres cuando pretenden aplicar sus normas de va­ lor al cosmos. El Señor reprende a los tres amigos de Job por haber tratado de convencerlo de que había pecado, ya que, argüían, de otro modo no Ih

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hubiera sido castigado. El universo no está organi­ zado como una máquina automática de distribuir re­ compensas y castigos, por lo menos en el mundo de los mortales. En cuanto a la vida futura, el libro de Job refleja la posición judía, contrapuesta a la cristiana: la respuesta del Nuevo Testamento al pro­ blema del mal no aparece casi en el Antiguo. Y por lo que atañe al exacto significado de esa res­ puesta, los cristianos hace casi dos mil años que de­ baten la cuestión. No discutiré el problema de salvación por la rea­ lización de obras de bien en oposición a la salva­ ción por la fe. Mi deseo es, por el contrario, man­ tenerme dentro de los límites del libro. En mi opi­ nión, su autor nos da dos respuestas a la cuestión de por qué hombres y mujeres de conducta intacha­ ble pueden sufrir los tormentos más atroces. La pri­ mera es, fatalmente, que el universo es inexplicable. Con una resignación casi estoica, Job acepta el hecho y deja de lamentarse. Esta es la respuesta filosó­ fica. La otra es la espiritual. Podemos expresarla con las palabras del propio Job. Después que el Señor le contestara desde el torbellino, Job le dijo: “Te conocía de oídas; pero ahora te veo con mis propios ojos. Por eso yo me acuso a mí mismo y hago penitencia envuelto en polvo y ceniza”. Tomado literalmente, este pasaje tiene una sig­ nificación muy concreta en términos teológicos para un judío ortodoxo o un cristiano fundamentalista. Tomado simbólicamente, tiene un profundo sentido espiritual para quienes interpretan con amplitud la literatura judeocristiana. Este será mi enfoque. En verdad, a los que preguntan: “ ¿Qué quiere usted decir con la expresión de ‘valores espirituales’?” les contestaría refiriéndome a este episodio del libro de Job. Para explicar un poco más mi pensamiento, per­ mítaseme dar un ejemplo de evaluación que me pa­ rece importante. Yo diría que la gente ha alcanzado un enriquecimiento espiritual como consecuencia de

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sus sufrimientos si su actitud hacia el universo es menos rebelde, si tienen menos miedo al futuro y si comparten en mayor medida la realidad de los otros. Por el contrario, quienes están amargados, más ate­ morizados y son más hostiles, han sufrido un dete­ rioro espiritual. Las formulaciones verbales de es­ tas personas sólo nos revelarán parcialmente los cambios que hayan experimentado. El estado espiri­ tual se manifiesta más con los actos que con afirma­ ciones formales sobre la filosofía de la vida. Juicios del tipo que acabo de mencionar tienen, a mi pa­ recer, significación y se refieren a un valor que po­ demos denominar espiritual. La respuesta ambivalente del libro de Job está en abierta contradicción con el optimismo beligerante del típico materialista del siglo XIX. Para quienes estaban en esa posición, sólo había una explicación de las calamidades de Job: la ignorancia. Ya en los comienzos del siglo pasado muchas personas inteli­ gentes sostenían que la enfermedad podía vencerse si los hombres de ciencia continuaban empeñados en su labor y la gente era lo suficientemente sensata como para seguir sus consejos. Y si vemos esto como una profecía, debo admitir que pocas afirmaciones de los optimistas han resultado más acertadas. En estas épocas en que toda profecía tenebrosa encuen­ tra oídos dispuestos a recibirla, conviene subrayarlo. Por lo menos en lo que atañe a los males de la carne, hemos alcanzado un importante triunfo en nuestros esfuerzos por equilibrar las aparentes injus­ ticias en este valle de lágrimas. Fue precisamente este tipo de tribulación —que Satán tocase “sus huesos y su carne”— lo que decidió a Job a cues­ tionar la justicia de Dios. Pero una cosa es haber alcanzado grandes progre­ sos en la curación y prevención de las enfermedades y otra muy distinta afirmar que todas las tribula­ ciones del hombre pueden vencerse mediante la in­ teligencia humana. Sin embargo, este fue el credo casi general de aquellos que durante todo el siglo

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XIX y comienzos de éste proclamaron la cercana salvación del hombre en esta tierra por las buenas obras, conocidas como ciencia: Este enfoque del mun­ do ha quedado incorporado —casi podríamos decir entronizado— en el conjunto de doctrinas conoci­ das como el materialismo histórico. Una de las ver­ siones de esta doctrina es la filosofía oficial del Kremlin y de todos los que siguen ciegamente sus mandatos. La filosofía aceptada por los comunistas de Yugoeslavia es, según creo, otra. La versión rusa cuenta con la aceptación de algunos marxistas no comunistas de los países de habla inglesa. Pero en todas sus formas exhala ese espíritu del siglo XIX que continuaba el optimismo racionalista del an­ terior. Para el materialista dialéctico doctrinario, el libro de Job es peor que una tontería: es el opio del pue­ blo. Su respuesta al problema del mal, a las cala­ midades de todo tipo, es fundamentalmente la si­ guiente: todos los males pueden superarse a través de la ciencia. Por "ciencia” entiende la basada en la doctrina del materialismo histórico, las leyes que gobiernan no sólo la naturaleza inanimada, sino tam­ bién el desarrollo de la sociedad. De estas leyes, el reconocimiento de la tríada tesis, antítesis, síntesis en la ecuación calor más hielo igual a agua, me­ rece un lugar prominente en las exposiciones de di­ vulgación. No me propongo discutir las terribles consecuen­ cias que pueden derivarse de aceptar la interpreta­ ción del materialismo dialéctico. En mi opinión, fi­ losóficamente toda esta doctrina carece de sentido. Presenta en la forma más extravagante y dogmá­ tica posible el optimismo de los hombres de ciencia que se interesan por trasladar sus descubrimientos al plano práctico. Es un credo que se aviene al cien­ tífico convertido en inventor, pues glorifica su pa­ pel. Más aún, niega que el hombre de ciencia haya sido jamás otra cosa que un inventor ni que hava podido serlo. En realidad, este punto de vista ha

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sido ampliamente proclamado por quienes no son marxistas, pero que, según mi entender, han mor­ dido sin saberlo el anzuelo comunista. De intento he presentado una dicotomía falsa: el libro de Job interpretado literalmente y el materia­ lismo dialéctico. Espero haber sugerido por cuál de los dos se inclinan mis preferencias. No repudio el optimismo del siglo diecinueve sobre el progreso continuo con ayuda de la ciencia de todas las artes prácticas (inclusive el arte de las relaciones huma­ nas). Sin embargo, no suscribo ‘en principio’ nin­ gún debate acerca de lo que la ciencia puede reali­ zar. Estoy seguro de que, en las mejores condicio­ nes, seguirán siendo inmensas las zonas de incerti­ dumbre y empirismo. En cuanto al libro de Job, suscribo la respuesta de que el universo es esencial­ mente inexplicable e interpretaría su visión simbó­ licamente considerándola como una vía de acceso a toda la esfera de investigación que puede designar­ se como el universo de los valores espirituales.

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SOREN KIERKEGAARD

EL SEÑOR LO DIO, EL SEÑOR LO HA QUITADO

Entonces Job se levantó, y rasgó sus vestidos, y habiéndose hecho cortar de raíz el pelo de la cabeza, postróse en tierra, adoró, y dijo: "Des­ nudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a ella. El Señor lo dio; El Señor lo ha quitado. Bendito sea el nombre del Señor. No sólo decimos que es maestro de los hombres quien gracias a su trabajo infatigable, su perseveran­ cia ininterrumpida o algún talento particularmente especial sacó a la luz o descubrió alguna verdad, convertida después en principio de conocimiento que las generaciones futuras se esforzaron por compren­ der e hicieron propia mediante su comprensión. Tal vez en un sentido aún más estricto, también califi­ camos de maestro de los hombres a quien no tuvo doctrina alguna que legarnos, pero que quedó como modelo para las generaciones futuras; su vida: una guía para todos los hombres; su nombre: una con­ vicción para muchos; sus obras: aliento para los que luchan. Job, cuya importancia en modo alguno se debe a lo que dijo, sino a lo que hizo, fue un maes­ tro y mentor de hombres semejantes. Nos ha dejado sí un dicho que por su brevedad y belleza ha pasado a ser un proverbio, transmitido de una a otra gene­ ración sin que nadie tuviese la presunción de aña­ dirle o restarle algo. La expresión como tal no es la conducta, y la importancia de Job no está en el he­ cho de haberla enunciado, sino en haber vivido con­ forme con ella. Por cierto que esa expresión es her­ mosa y digna de ser considerada, pero si la hubiese utilizado otro, o si Job hubiera sido diferente, o si la hubiese pronunciado en circunstancias diversas, entonces las palabras se habrían convertido en algo distinto, significativas en la medida en que tenían sentido, pero no significativas en cuanto Job obró para confirmarlas, de modo que la expresión misma fuese la acción. Si Job hubiera dedicado su vida en­ tera a dar énfasis a esas palabras, si las hubiera con­ siderado como la suma y plenitud de lo que la vida debe enseñarle a un hombre, si constantemente las

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hubiera predicado, pero sin ponerlas nunca en prác­ tica, sin obrar jamás en conformidad con lo que pre­ dicaba, entonces Job habría sido un tipo de hombre distinto y su importancia también habría sido otra. En ese caso, el nombre de Job habría caído en el olvido, o no tendría importancia que alguien lo re­ cordase, puesto que lo primordial habría sido el con­ tenido de las palabras, la riqueza de pensamientos que encerraban. Si la especie hubiera aceptado sólo el enunciado, cada generación se habría limitado a transmitirlo a la siguiente, mientras que ahora, por el contrario, es Job mismo quien guía a las generaciones. Cuan­ do una generación ha vivido su tiempo, cumplido su obligación, librado su batalla, ha sido Job quien la ha guiado; cuando la nueva generación se halla pronta para empezar la jomada, Job está nueva­ mente presente y ocupa su puesto en la avanzada de la humanidad. Si esa generación conoce sólo días felices y épocas de prosperidad, Job fielmente la acompaña; y si, no obstante, algún individuo expe­ rimenta en su pensamiento lo terrible, se muestra temeroso por lo que imagina que la vida puede es­ conder de horror y aflicción por no saber cuándo puede sonar para él la hora de la desesperación, entonces su pensamiento vuela hacia Job, y en él halla refugio. Pues Job se mantiene fielmente a su lado y lo consuela, no como si hubiese sufrido una vez por todo lo que nunca más tendría que pa­ decer, sino que lo conforta como alguien que es testigo del terror padecido, del horror experimenta­ do, de la batalla librada contra la desesperación, para honor de Dios, por su propia salvación y para beneficio y felicidad de los demás. En los días de alegría, en los momentos afortunados, Job camina al lado de la especie, garantiza su felicidad y com­ bate el temor del hombre de que caiga sobre él algo horrendo capaz de destruir su alma. Sólo el hombre irreflexivo puede querer que Job no lo acompañe, que su nombre venerable no le 206

recuerde lo que busca olvidar: que el terror y la ansiedad existen en esta vida. Sólo el hombre egoís­ ta puede desear que Job no hubiese existido, para que la idea de lo que sufrió no enturbie con su fervor su propia alegría insustancial y lo obligue a abandonar una fingida seguridad y caer en la du­ reza de corazón y la perdición. En épocas tempes­ tuosas, cuando se ven sacudidos los cimientos mis­ mos de la existencia, cuando el momento tiembla en la temerosa expectación de lo que pueda ocurrir, cuando toda explicación queda acallada ante el es­ pectáculo de la terrible conmoción, cuando el cora­ zón del hombre gime de desesperación, y “con la amargura en el alma” dama a los cielos, Job sir e todavía al lado de la especie y nos garantiza existencia de la victoria, nos garantiza que, aun cuando seamos derrotados en la lucha, sigue ha­ biendo un Dios quien, al igual que con todas las tentaciones humanas, hasta cuando el hombre no lo­ gra resistirlas, hará que su resultado sea tal que podamos sobrellevarlo, ¡ay!, más glorioso que cual?[uier esperanza humana. Sólo aquel de ánimo desaiante puede querer que Job no hubiese existido, para poder liberar su alma de los últimos vestigios de amor que aún quedasen en quejumbroso grito de desesperación; para poder quejarse de la vida y hasta maldecirla; para que en su palabra no que­ dara rastro alguno de fe, confianza y humildad; para poder silenciar el grito de su desafío a fin de que no pareciese que hubiese alguien a quien desafiaba. Sólo el afeminado puede desear que Job no hubiese existido para poder abandonar todo pen­ samiento, cuanto antes mejor; para renunciar a toda emoción en la más aborrecible de las impotencias en el más despreciable y lastimoso de Írosdesaparecer olvidos. La expresión que al ser mencionada nos recuerda inmediatamente a Job es una expresión simple y sen­ cilla; no oculta ninguna sabiduría secreta que haya que desenterrar de las profundidades. Si un niño

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aprende estas palabras, si se le confían como un legado, no entiende para qué propósito las usará; cuando llega a entender esas palabras, entiende por ellas esencialmente lo mismo que el hombre más sabio. Y, sin embargo, el niño no las comprende, o mejor dicho no comprende a Job; pues no abarca toda la aflicción y desdicha con que Job fue puesto a prueba. De eso, el niño sólo puede tener una os­ cura premonición y, no obstante, feliz del niño que entendió las palabras y recibió una impresión de lo que no pudo abarcar, es decir, que era lo más te­ rrible que podía imaginarse; que tuvo antes que la tristeza y la adversidad afinasen su pensamiento, la convincente e intensa certeza infantil de que era verdaderamente lo más terrible. Cuando el joven vuelve su atención a esas palabras, las entiende, y las entiende esencialmente del mismo modo que el niño y el hombre más sabio. Y, sin embargo, tal vez no las comprenda, o más bien, no comprenda a Job, no comprenda el por qué de toda la aflicción y desdicha con que Job fue puesto a prueba; y, no obstante, feliz ael joven que comprendió las pala­ bras y humildemente se inclinó ante lo que no en­ tendía, antes de que su propia aflicción hiciese va­ cilar su pensamiento, como si hubiera descubierto lo que nadie había sabido antes. Cuando el adulto reflexiona sobre estas palabras, entiende por ellas esencialmente lo mismo que el niño y el hombre más sabio. Entiende también la aflicción y desdicha con que Job fue puesto a prueba, aunque tal vez no comprenda a Job, pues no puede entender cómo Job pudo pronunciarlas; y, no obstante, feliz del hombre que entendió las palabras y admiró sin des­ mayos lo que no comprendió antes de que su pro­ pia aflicción y desdicha lo hicieran desconfiar tam­ bién de Job. Cuando el hombre que ha sido puesto a prueba, que libró una dura lucha por haber re­ cordado esa expresión, las menciona, entonces las en­ tiende, y las entiende esencialmente del mismo modo que las entendieron el niño y el hombre más sabio;

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comprende la desgracia de Job, comprende cómo Job pudo haberlas pronunciado. Comprende esas pala­ bras, las interpreta, aunque nunca hable de ellas, con más gloria que aquel que pasó toda su vida explicando esas palabras. Sólo quien haya sido puesto a prueba, quien haya puesto a prueba la expresión al haber sido él mis­ mo puesto a prueba, sólo él interpreta correcta­ mente esas palabras, y sólo tal discípulo, sólo tal intérprete desea Job. Sólo alguien así aprende de Job lo que hay que aprender, la verdad más her­ mosa y bendita, comparada con la cual todo arte y toda otra sabiduría resultan totalmente inesencia¡es. Por consiguiente, podemos con justicia llamar a Job maestro de la humildad, no de ciertos hom­ bres individuales, pues él se ofrece a todos como modelo, a todos los llama con su glorioso ejemplo, a todos convoca con sus maravillosas palabras. Si bien el hombre más simple, el menos dotado o el menos favorecido por sus circunstancias pudo haber deseado alguna vez —si no con envidia, con pro­ fundo abatimiento— disponer del talento y la opor­ tunidad que lé permitiesen comprender y compene­ trarse de todas las cosas que los eruditos descu­ bren de tanto en tanto, pudo también haber abri­ gado en su alma el deseo de enseñar a los otros y no ser siempre el que recibiese instrucción, no es Job quien lo conduce a esa actitud. ¿Cómo puede ayudar aquí la sabiduría humana? Tal vez intente hacer más inteligible aquello que el más simple de los hombres y el niño entendieron fácilmente y en­ tendieron como el más sabio. ¿Cómo puede el arte de la elocuencia ayudar aquí? Ojalá fuera capaz de producir en el orador o en algún otro hombre lo que está al alcance del más simple tanto como del más sabio: la acción. ¿Acaso la sabiduría humana no tendería a hacer todo más difícil? ¿Acaso la elo­ cuencia que, a pesar de todas sus pretensiones es, empero, incapaz de expresar las diferencias que siempre alberga el corazón del hombre, no entorpe­

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cería la capacidad de acción, dejándola dormitar en una prolongada reflexión? Pero aun cuando esto fue­ ra cierto, y aun cuando, como resultado de esto, el orador tratara de evitar interponerse entre el indi­ viduo esforzado y el hermoso modelo del que están igualmente cerca todos los hombres, de modo de no incrementar su dolor aumentando su sabiduría; aun cuando cuidara de no dejarse envolver por las es­ pléndidas pero vanas palabras que usan los hom­ bres para persuadir, no cabe deducir de esto, de ningún modo que la reflexión y la evolución no ten­ gan su propia importancia. Si el que reflexiona no hubiera conocido antes esas palabras, siempre habría sido para él una ventaja para él haber aprendido a conocerlas. Si las hubiera conocido, pero sin haber tenido ocasión de ponerlas a prueba, siempre ha­ bría sido para él una ventaja haber aprendido a com­ prender algo que tal vez alguna vez tuviera que usar. Si las había puesto a prueba, pero lo habían de­ cepcionado, habría sido ventajoso para él haber re­ flexionado previamente sobre ellas, antes de haber huido de ellas en el fervor de la lucha y el apuro de la batalla. Tal vez esa reflexión llegara a tener un sentido para él algún día; tal vez esa reflexión podría hacerse presente en su alma precisamente cuando le hiciera falta para penetrar los confusos pensamientos de su corazón inquieto; tal vez, lo que la reflexión había entendido sólo en parte surgiera en el momento de la decisión; que lo que la refle­ xión había sembrado en la corrupción, surgiera cuan­ do hiciera falta en forma incorruptible en el mo­ mento de la acción. Intentemos, pues, comprender mejor a Tob en sus hermosas palabras: “El Señor lo dio; el Señor lo ha quitado. ¡Bendito sea el nombre del Señor!” En un país de Oriente vivía un hombre llamado Job. Job había sido bendecido con tierras, innume-

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rabies animales y ricas pasturas. Sus “palabras eran el sostén de los vacilantes y fortalecía sus trémulas rodillas" (4:4); su casa era bendita como si des­ cansara en la falda del cielo y en ella vivía con sus siete hijos y tres hijas y “Dios moraba secretamen­ te” en ella (29:4). Y Job era un hombre anciano; su alegría en la vida era el placer que tenía en sus hijos a los que cuidaba para que ningún mal les acaeciera. Allí estaba un día solo, sentado al lado del fuego, mientras sus hijos estaban reunidos en una fiesta en casa del primogénito. Allí ofrecía holo­ caustos por cada uno individualmente; allí también su corazón se disponía a la alegría con el pensa­ miento de sus hijos. Y mientras se encontraba allí en la tranquila confianza de su felicidad, llegó a Job un mensajero, y antes de que pudiese pronunciar palabra, llegó otro, y mientras éste aún estaba ha­ blando, llegó un tercero y después un cuarto, éste con la nueva de que sus hijos e hijas habían que­ dado todos sepultados bajo la casa derribada por un huracán. “Entonces Job se levantó, y rasgó sus ves­ tidos, y habiéndose hecho cortar a raíz el pelo de la cabeza, postróse en tierra, y adoró” (1:20). No expresó su dolor con muchas palabras; mejor dicho, no pronunció una sola palabra. Sólo su aspecto daba testimonio de que tenía el corazón quebrantado por el dolor. ¡Y de qué otro modo iba a ser! ¿Acaso quien se precia de no sufrir cuando el dolor lo toca, no queda avergonzado al no poder alegrarse en la hora de regocijo? ¿No es acaso desagradable y pe­ noso —casi diríamos odioso— el espectáculo de se­ mejante imperturbabilidad, mientras que es patético contemplar a un honorable anciano, que hasta ese momento había estado protegido por la alegría del Señor, con la cabeza gacha, su manto hedió jirones y cortados de raíz sus cabellos? Puesto que se había entregado de ese modo a su dolor, no por desespe­ ración, sino movido por una emoción humana, fue rápido en emitir un juido, y sus palabras fueron és­ tas: “Desnudo salí dd vientre de mi madre, y des­

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nudo volveré a ella” (1:21). Con estas palabras la lucha quedaba decidida y acallado en su corazón todo reclamo al Señor, por lo que El no quisiese dar o prefiriese retener. Sigue la confesión de un hombre llevado a prosternarse no sólo por su sufrimiento sino para adorar: “El Señor lo dio; el Señor lo ha quitado. ¡Bendito sea el nombre del Señor!”. El Señor lo dio, el Señor lo ha quitado. Lo pri­ mero que llama nuestra atención es que Job dijo: “El Señor lo dio”. ¿No son estas palabras improce­ dentes para semejante ocasión? ¿No se refieren a algo distinto del acontecimiento mismo? Si en un instante un hombre se ve privado de todo lo que ama, y privado de lo más precioso de todo, es pro­ bable que en un principio la pérdida lo abrume de tal manera que no se sienta capaz de expresarla, aun cuando en su corazón sepa ante Dios que ha per­ dido todo. O no permitirá que la pérdida descanse con su peso aplastante sobre su alma, sino que la apartará de ella y en la agitación de su corazón dirá: “El Señor lo ha quitado”. Y en su silenciosa humi­ llación ante el Señor es, por cierto, digno de ala­ banza y emulación, y el hombre que haya luchado así salva su alma aunque pierda toda su alegría. Pero Job, en el momento en que el Señor lo privó de todo no dijo primero: “El Señor lo ha quitado”, sino que dijo: “El Señor lo dio”. Son unas pocas palabras, pero en su brevedad expresan perfecta­ mente lo que se proponen comunicar, es decir, que el alma de Job no ha quedado abrumada en silen­ ciosa sumisión ante el dolor, sino que su corazón está lleno de gratitud; que la pérdida de todo lo condujo primero a dar gracias al Señor por haberle dado todos los beneficios que ahora le quitaba. No le pasó, según la predicción de José, que la pros­ peridad de los siete años de abundancia quedara to­ talmente olvidada en los siete años de pobreza. La naturaleza de su gratitud no era la misma que la

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que sintió en la época lejana cuando aceptaba todos los bienes y dones preciosos de la mano del Señor con agradecimiento; pero su gratitud seguía siendo sincera, como lo era su concepción de la bondad de Dios que ahora se hacía viviente en su alma. En ese momento recuerda todo lo que el Señor le dio; tal vez recuerde alguna cosa especial con más agra­ decimiento que cuando la recibió. Esa cosa no había perdido su hermosura por haberle sido quitada, ni tampoco era más hermosa, sino tan hermosa como antes. Lo que ahore le puede parecer más hermoso no es el don sino la bondad de Dios. Vuelve a acor­ darse de su abundante prosperidad, sus ojos des­ cansan una vez más sobre las fértiles praderas y si­ guen los numerosos rebaños; recuerda la alegría que le proporcionaba tener siete hijos y tres hijas, que ya no necesitaban ningún holocausto, excepto una ofren­ da de agradecimiento porque los tuvo. Recuerda a quienes tal vez todavía piensan en él con gratitud, a los muchos que había instruido, a los vacilantes que había sostenido con sus palabras y cuyas trému­ las rodillas había fortalecido (4:4). Recuerda los días gloriosos cuando era poderoso y estimado de todos, cuando “en viéndolo los jóvenes se retiraban y los ancianos se levantaban y se mantenían de pie” (29:8). Recuerda con agradecimiento que su paso no se había apartado del camino recto, que había librado al pobre que se lamentaba, y al huérfano que no tenía defensor, y que, por tanto, aun en ese momento, las “bendiciones de los que hubieran pe­ recido” (29:13) todavía seguían cayendo sobre él. El Señor lo dio. Son unas breves palabras, pero para Job significaban mucho, pues la memoria de Job no era breve, ni su agradecimiento olvidadizo. Mientras la gratitud llenaba su alma con tranquila tristeza, se despidió de todo con amistad y manse­ dumbre, y en la despedida todo se desvaneció como un hermoso recuerdo; más aún, parecía que no hu­ biera sido el Señor quien “lo quitó”, sino Job que se lo hubiera devuelto. Por consiguiente, cuando Job

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dijo: “El Señor lo dio”, tenía el corazón bien dis­ puesto para agradar a Dios con las palabras siguien­ tes: “El Señor lo ha quitado”. Tal vez alguien, en el día de su aflicción, haya recordado haber conocido días más felices, y su coíazón se haya impacientado. Si no hubiera cono­ cido la felicidad, entonces no habría quedado ago­ biado por el dolor, pues qué es después de todo el dolor sino una idea que no posee quien no co­ noce otra cosa, mientras que la felicidad lo había formado de modo tal que tenía conciencia de su pena. De esta manera, la felicidad se convirtió en algo * ‘’ ra algo perdido, faltarle la necesino sitaba . aba volver a ver lo que había sido el deleite de sus ojos, y su ingrati­ tud lo castigaba haciéndoselo aparecer más hermoso que lo que había sido. Su alma tenía sed de aque­ llo que antes la había regocijado, y su ingratitud lo castigaba haciéndoselo ver más deseable de lo que había sido antes. Quería volver a hacer lo que una vez había sido capaz de hacer, y su ingratitud lo castigaba con visiones que nunca habían sido rea­ les. De este modo, condenaba a su alma a vivir hambrienta a causa de sus apetencias nunca satis­ fechas. O tal vez en su alma se hubiera despertado una pasión abrasante por no haber aprovechado de todas las dulzuras de su pasada abundancia. ¡Si tan sólo le fuera restituida una pequeña hora, si tan sólo pu­ diese recobrar su gloria por un corto lapso para po­ der saciarse con la felicidad y de ese modo aprender a hacer caso omiso del dolor! Abandona entonces su alma al desasosiego: no está seguro de que los go­ ces que desea sean dignos de un hombre; piensa si no debiera más bien agradecer a Dios que su alma no haya sido tan extravagante en la época de felicidad como lo es ahora en su desgracia. No lo espanta el pensamiento de que sus deseos sean la causa de su perdición; rehúsa preocuparse por el hecho de que

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más penoso que toda su miseria es el deseo que co­ rroe su corazón y que no se aviene a morir. Tal vez otro hombre, en el momento de la pér­ dida, podría haber recordado todas sus posesiones, pero habría tenido la audacia de intentar impedir que la pérdida se le hiciese inteligible. Aunque hu­ biera perdido todo, su voluntad desafiante todavía trataría de retener lo perdido como si nada hubiera ocurrido. No buscaría soportar la pérdida, sino que habría elegido malgastar sus fuerzas en un impoten­ te desafío que lo llevaría a perderse en una demencial preocupación por la pérdida. O por cobardía evitaría inmediatamente todo intento humilde de comprenderla. El olvido abriría entonces sus abis­ mos y no buscaría escapar a la pérdida en la desme­ moria, sino que se malgastaría a sí mismo. O con mentiras buscaría disminuir el bien que había go­ zado, como si nunca hubiera sido hermoso, como si nunca hubiera alegrado su corazón; buscaría forta­ lecer su alma por medio de un lastimoso engaño de sí mismo, como si la fortaleza se encontrase en la falsedad. O se aseguraría a sí mismo irracional­ mente que la vida no era tan dura como uno la imaginaba, que sus terrores no eran tales como se decía, que no era tan dura de soportar, si uno —co­ mo él nacía— comenzaba por no encontrar aterrori­ zante transformarse en semejante persona. En efecto, ¿quién terminaría de hablar si qui­ siese expresar lo que ha ocurrido tan frecuentemen­ te y que tan frecuentemente se repetirá? Más vale, pues, que volvamos a Job. En el día de su aflicción, cuando perdió todo, lo primero que hizo fue agradecer a Dios por todo lo que le había dado. Así, no defraudó a Dios ni se defraudó a sí mismo, sino que siguió siendo “sencillo y recto” de­ lante de Dios (1:1), como había sido desde un prin­ cipio, aun cuando ahora todo temblara y cayera a su alrededor. Reconoció que el Señor había derramado sus bendiciones sobre él y se lo agradeció; no que­ daron, pues, en su mente como un recuerdo tortu­

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rante. Confesó que el Señor le había bendecido más allá de toda medida; siempre le había guardado agra­ decimiento por eso, y, por tanto, el recuerdo de todo lo que tuvo no se convirtió en motivo de cons­ tante desasosiego. No buscó ocultarse a sí mismo que todo le había sido quitado; por tanto, el Señor, que se lo había quitado, permaneció en el alma rec­ ta de Job. No eludió el pensamiento de su pérdida; por consiguiente, su alma quedó en paz hasta que le llegó la explicación del Señor, quien halló su co­ razón cultivado con paciencia, como la buena tierra. El Señor lo ha quitado. ¿Dijo Job algo que no fuera verdad? ¿Usó alguna expresión indirecta para indicar lo que era directo? La expresión es breve y significa la pérdida de todo; es natural que la re­ pitamos, según la dijo, puesto que se ha convertido en un proverbio sagrado; pero ¿la vinculamos acaso con la misma naturalidad con el pensamiento de Job? Pues ¿no fueron los sabeos los que atacaron sus pacíficos rebaños y mataron a sus sirvientes? ¿Acaso dijo otra cosa el mensajero que llevó la no­ ticia? ¿No fueron los rayos la causa de la destrucción de sus ovejas y pastores? ¿Acaso el mensajero que llevó la nueva dijo otra cosa, aunque llamara a los relámpagos fuego caído del cielo? ¿No fue un hura­ cán salido del desierto lo que provocó la caída de la casa donde quedaron sepultados sus hijos? ¿Acaso el mensajero nombró a alguien que hubiera enviado el viento? Sin embargo, Job dijo: “El Señor lo qui­ tó” ; en el momento mismo de recibir los mensa­ jes se dio cuenta de que había sido el Señor quien le había quitado todo. ¿Quién le dijo esto a Job? ¿No fue una manifestación de su temor de Dios lo que le impulsó a atribuir todo a Dios y a justificar­ lo por haber obrado así? ¿Somos nosotros más pia­ dosos que él cuando titubeamos largo rato antes de expresarnos así?

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Tal vez haya habido un hombre que perdió todo lo que tenía en el mundo y que se puso a reflexionar acerca de cómo habían ocurrido las cosas. Todo le Resultaría inexplicable y oscuro. Su felicidad se ha­ bría desvanecido como un sueño, y el recuerdo de ella lo perseguiría como una pesadilla, pero no po­ dría comprender cómo había sido arrojado desde la gloria pasada a su lastimoso presente. El motivo de su ruina no habría sido el Señor, sino un accidente. O bien, terminaría por convencerse de que todo le había sido arrancado por el engaño y la astucia de los hombres o su violencia manifiesta, como los sa­ beos habían destruido los animales de Job y sus pas­ tores. Su alma entonces conocería la rebelión contra los hombres y creería hacer justicia a Dios al no re­ procharle nada. Le parecería comprender perfecta­ mente cómo habían sucedido las cosas; la explica­ ción más inmediata sería que los hombres habrían obrado así porque eran impíos y perversos. Com­ prendería que los hombres habían sido la causa de su ruina; pero ¿habría entendido las cosas del mis­ mo modo si en cambio lo hubieran beneficiado? La idea de que el Señor que está en los Cielos pudiese estar más cerca de él que su vecino —obrase éste bien o mal— no se le cruzaría por la cabeza. O com­ prendería perfectamente cómo habían sucedido las cosas y describiría los acontecimientos con toda la elocuencia del horror. Porque ¿por qué no iba a comprender que cuando la mar ruge con toda su fu­ ria, cuando se arroja contra los cielos, los hombres y sus frágiles realizaciones son sacudidos como en un juego; que cuando la tormenta sopla con toda su violencia, las obras humanas son un mero juego de niños; que cuando la tierra tiembla, aterrorizada ante los elementos y las montañas, lanzan quejidos, los hombres y sus gloriosas creaciones se hunden como la nada en el abismo? Y esta explicación le pare­ cería adecuada y, por sobre todo, suficiente para que su alma fuera por completo indiferente. Pues si bien es cierto que para derribar lo que está edi-

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ficado sobre arena no hace falta siquiera una tor­ menta, también lo es que un hombre no puede le­ vantar su casa en una parte y residir en otra, y es­ tar seguro de que su alma está a salvo. O acaso en­ tendería haber merecido lo ocurrido por su falta de Erudencia. Pues de haber calculado bien las cosas, no abría sucedido lo que sucedió. Y esta explicación lo explicaría todo al explicar primero que se había corrompido él mismo y que esto le habría impe­ dido aprender nada de la vida, y muy especialmente aprender nada de Dios. Sin embargo, ¿cómo acabar si se pretende expli­ car todo lo que ha ocurrido y lo que se repetirá fre­ cuentemente en la vida? Quien esto intentare, ¿no se cansaría de hablar antes de que el hombre sensual se fatigase de engañarse a sí mismo con explicacio­ nes plausibles, decepcionantes y engañosas? Por tan­ to, abandonemos aquello que nada tiene que ense­ ñarnos, excepto en la medida en que ya lo sabía­ mos, de modo que podamos apartamos de la sabidu­ ría mundana, y dirijamos nuestra atención a aquel de quien tenemos que aprender una verdad: a Job y sus piadosas palabras: “El Señor lo ha quitado”. Job todo lo refirió al Señor; no demoró su alma ni agostó su espíritu en reflexiones o explicaciones que sólo engendran y nutren la duda, aun cuando quien se demore en ellas no se percate de esto. En el instante mismo en que todo le fue quitado, supo que había sido el Señor y, por consiguiente, siguió en entendimiento con Dios. Tras su pérdida, mantuvo su confianza en el Señor; esperó en el Se­ ñor y, por tanto, no conoció la desesperación. ¿O acaso sólo ve la mano de Dios quien lo ve dar? ¿No ve también a Dios quien lo ve quitar? ¿Acaso ve a Dios sólo quien ve su rostro vuelto hacia él? ¿No lo ve también aquel a quien Dios le vuelve la espalda, del mismo modo que Moisés sólo vio la espalda del Señor? Pero quien ve a Dios ha vencido al mundo y, por consiguiente, Job con sus palabras piadosas ha vencido a! mundo; con esas palabras

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llegó a ser más grande y más fuerte y más poderoso que todo el mundo. Y, sin embargo, cuán débil, casi infantil, es la furia de la tormenta cuando cree que puede hacer temblar a un hombre por el hecho de sacarle todo, mientras él le responde: “No eres tú quien hace esto; ¡es el Señor quien lo ha qui­ tado!” Qué impotentes resultan los violentos, qué lastimosa su astucia, cómo todo poder humano se convierte casi en objeto de compasión, cuando bus­ ca hundir al débil en la destrucción de la desespe­ ración, arrancándole todo lo que posee, y éste le con­ testa confiadamente: “No eres tú, tú nada puedes; es el Señor quien lo ha quitado”. Bendito sea el nombre del Señor. Por tanto, Job no sólo venció al mundo, sino que hizo lo que Pa­ blo quería que hiciese su esforzada grey: después de haber salvado todos los obstáculos, permaneció firme. ¡Ay!, tal vez haya existido alguien que lo­ gró vencer todas las dificultades, pero que fracasó en el momento de la victoria. ¡Alabado sea el nom­ bre del Señor! El Señor había permanecido igual a sí mismo. ¿No debía, pues, ser alabado como siem­ pre? ¿O es que había cambiado realmente el Se­ ñor? ¿O es que el Señor en verdad no siguió sien­ do El mismo, como lo fue Job? ¡Alabado sea el Se­ ñor! Por consiguiente, el Señor no se llevó todo puesto que no le quitó a Job sus alabanzas, ni la paz del corazón, ni la sinceridad de su fe, sino que su confianza en el Señor permaneció invariable en él, tal vez más fervorosa que antes, puesto que aho­ ra nada podía desviar su pensamiento del Señor. El Señor le quitó todo. Entonces Job reunió sus desgracias y se las pasó al Señor, quien también las recibió, de modo que en la incorruptible alegría de su corazón no había más que alabanzas. Pues aun­ que Job albergaba en su corazón todas las aflic­ ciones posibles, cuando pronunció las palabras “Ben­ dito sea el nombre del Señor”, también la alegría encontró lugar en él. 219

Por cierto que Job se nos aparece como la viva imagen del dolor, pero quien como Job pronuncia las palabras que él pronunció, es también testimo­ nio de la alegría, aun cuando este testimonio no esté dirigido a los felices sino a los que sufren; llega, sin embargo, a cuantos tienen oídos para oír. Pues el oído de los dolientes está preparado de una ma­ nera especial y, al igual que el oído del amante oye muchas voces pero en realidad sólo recibe una —la voz del amado— , así también el oído del doliente oye muchas voces, que pasan sin penetrar en su corazón. Así como la fe y la esperanza sin el amor son como bronces sonoros y címbalos tintineantes, asi toda la alegría del mundo en la que no esté mez­ clada ninguna pena es sólo como bronces sonoros y címbalos tintineantes, que halagan el oído pero que son detestables para el alma. Esta voz de consuelo, esta voz que tiembla de dolor y, sin embargo, pro­ clama la alegría, ésta es la voz que oyen los oídos de los angustiados y que atesoran en sus corazones; que los fortalece y los lleva a encontrar alegría aun en las profundidades de su aflicción. Tú que me oyes, ¿no es cierto lo que digo? Has comprendido el elogio de Job; por lo menos te ha pa­ recido hermoso en el tranquilo momento de la re­ flexión, de modo que al pensar en él te habías olvi­ dado de aquello que no querías recordar, aquello que algunas veces se oye en el mundo en el momento de la aflicción, en vez de alabanzas y bendiciones. De­ jemos, pues, que quede en el olvido y confiemos en que no merezcas que vuelva a despertar a la me­ moria. Hemos hablado de Job y hemos tratado de com­ prenderlo en su piadosa expresión sin querer im­ poner a nadie nuestro discurso. ¿Pero acaso por eso debe quedar totalmente desprovisto de sentido o apli­ cación y no interesar a nadie? Si tú también, oyente, has sido afligido como Job, y has aguantado la prue­ ba como él, entonces, si lo que dijimos de Job era verdad, se aplica verdaderamente a tu caso. Si, en

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cambio, hasta ahora no has sido puesto a prueba por la vida, entonces ten por seguro que se te apli­ ca. ¿Crees tú que estas palabras sólo son aplicables en circunstancias tan extraordinarias como las de Job? ¿Crees tal vez que si algo así te ocurriera el terror mismo te daría el coraje necesario, desarro­ llaría en ti esa humilde valentía? ¿Acaso Job no te­ nía mujer? ¿Y qué leemos de ella? Tal vez pienses que el terror no puede adquirir tanto poder sobre el hombre como las pequeñas servidumbres diarias en adversidades mucho menores. Cuídate entonces tú, más que ningún otro hombre, de quedar esclavo de alguna tribulación y, por sobre todo, aprende de Job a ser sincero contigo mismo, de modo que no te dejes engañar por una fuerza imaginaria, que te permite alcanzar victorias imaginarias en un conflic­ to también imaginario. Tal vez creas que el Señor nada te ha quitado, porque nada te dio; tal vez tú crees que esto no es ni de lejos tan terrible como el sufrimiento de Job, pero sí mucho más agotante, y que, por con­ siguiente, la lucha es mucho más ardua. No dispu­ taremos contigo. Pues aunque fuese así, la disputa seguiría siendo vana y aumentaría las dificultades. En una cosa estamos de acuerdo: que tienes algo que aprender de Job y, si eres honesto contigo mis­ mo y amas la humanidad, entonces no podrás de­ sear evitar a Job para aventurarte en una dificul­ tad hasta ahora desconocida y mantenemos a todos en suspenso hasta que nos enteremos por tu testi­ monio de que también es posible vencer esa dificul­ tad. De modo que si tú también aprendes de Job a decir “Bendito es el nombre del Señor”, esto tam­ bién te es aplicable aunque lo que antecede lo sea menos. O tal vez tú crees que a ti no te puede ocurrir algo semejante. ¿Quién te lo dijo o en qué fundas tu seguridad? ¿Tienes confianza porque eres sabio y comprensivo? Job fue maestro de muchos. ¿Eres joven y tu juventud es tu garantía? Job también

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fue joven. ¿Eres anciano, al borde de la tumba? Job era un hombre viejo cuando la aflicción cayó sobre él. ¿Eres poderoso y ésta es tu garantía de inmuni­ dad? Job era reverenciado por el pueblo. ¿Son tus riquezas tu seguridad? Job había sido bendecido con muchas tierras. ¿Son tus amigos tus fiadores? Job era amado por todos. ¿Pones tu confianza en Dios? Job era el confidente del Señor. ¿Has reflexionado sobre estos pensamientos o más bien has tratado de evitarlos, de modo que no te llevasen a hacer una confesión, que ahora tal vez consideres una melan­ cólica disposición de ánimo? Y, sin embargo, no hay en todo el ancho mundo un lugar donde permanecer oculto, en donde no te puedan hallar ías tribula­ ciones y no ha existido jamás ningún hombre que pudiera, como no lo puedes tú, decir cuándo la aflicción caerá sobre su casa. Sé, pues, sincero con­ tigo mismo, fija tus ojos en Job, aunque te aterro­ rice; no es esto lo que él busca si tú mismo no lo quieres. Puede que tú no quieras —cuando contem­ plas tu vida y piensas en su fin— tener que con­ fesar: “Fui afortunado, no como otros hombres; nunca tuve que sufrir en este mundo y dejé que cada día se ocupase de sus propias penas o, más bien, que me trajese nuevas alegrías”. Puede que no quieras tener que hacer semejante confesión, aun si fuera cierta, pues entrañaría tu propia humilla­ ción, ya que, si habías sido preservado del dolor, como ningún otro, todavía tendrías que decir: “No he sido probado en la aflicción, pero en mis pensa­ mientos me he ocupado seriamente de Job y de la idea de que ningún hombre conoce la hora y el día en que los mensajeros se llegarán a él, cada uno más terrible que el anterior”.

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SETON POLLOCK

DIOS Y UN HERETICO

M or fin, el deseo de Job fue oído y el esquivo 1 Adversario habló. La imputación por la que Job había apelado no era la acusación que esperaban los amigos, sino que se le hizo el cargo de haber confundido los hechos al hablar sin conocimiento de causa. Esta aparente concesión al punto de vis­ ta de los tres amigos no iba a servirles a éstos de ningún consuelo, pues pronto fueron objeto de acu­ saciones mucho más graves, en tanto que a Job ni siquiera se le pidió que se arrepintiese sino que “ci­ ñera sus lomos” como varón para oír la palabra de Dios y responder a ella. A primera vista parecería que hay una notable similitud entre el discurso del Señor y los de Eliú y los otros dos amigos. En el de Dios también se insiste en el poder y la gloria del Omnipotente y en la insignificancia de Job y se da a entender que éste pecó de presuntuoso aí criticar las decisiones de Dios. ¿Acaso Job estaba presente cuando fue lanzado el barco del universo? ¿Exploró las profun­ didades recónditas o el misterio de la muerte? ¿Com­ prende siquiera una mínima parte de las maravillas del mundo físico, del esplendor de las estrellas, de la valentía del caballo, de la gloria solitaria del águila? Poner en duda el gobierno moral de este sorprendente universo cuando se ignoran totalmente basta sus fenómenos físicos, es capcioso. ¿Qué diferencia este discurso de las opiniones de los amigos? Observamos que los amigos no se limi­ taron a enunciar este mismo argumento, sino que añadieron la ofensiva y falsa presunción de que Job era un hombre impío. Más aún, hicieron uso de este 22.5

argumento con espíritu oscurantista. Si se hubie­ sen contentado con recordar a Job su insignifican­ cia, tratando, sin embargo, de fortalecer en él su confianza en Dios, podrían haberle sido de alguna ayuda. En cambio, usaron ese argumento para que­ brantar su espíritu y obligarlo a actuar deshonesta­ mente al negar los hechos evidentes de la expe­ riencia para dar mayor peso a sus creencias. La vehe­ mencia de su tono no estaba motivada por un autén­ tico deseo de alcanzar la verdad, sino que tenía su origen en un pánico religioso (origen del oscuran­ tismo). Job nada pudo responder a las preguntas que Dios le hizo y la voz que le habló desde el torbe­ llino prosiguió su discurso con devastadora lógica. No le plantea directamente el enigma del sufri­ miento humano, pero Job se ve obligado a refle­ xionar sobre el problema del trato que Dios da a los arrogantes e impíos. ¿Acaso puede Job poner seriamente en tela de juicio los actos de Dios? ¿Ha considerado las orgullosas bestias de la tierra y el mar, el hipopótamo, el cocodrilo, el caballo guerrero y todas las criaturas salvajes? Estas, como las olas furiosas, son también símbolos físicos de la arro­ gancia moral. Por cierto que el Dios del que han salido —al igual que todos los hombres orgullosos e impíos— puede enfrentarse con su propia crea­ ción sin la ayuda ni el consejo del hombre. Sin embargo, Job es invitado a encontrar una solución si así lo desea, y Dios se compromete a aplaudirlo si logra éxito. Todo esto no arroja luz alguna sobre el proble­ ma del sufrimiento de Job ni ofrece ninguna expli­ cación acerca del modo indiscriminado en que son adjudicados los castigos y las recompensas. La única respuesta que cabe encontrar está en la propia fe de Job, en su tenaz negativa a renunciar a su in­ tegridad a pesar de los desastres a que lo ha condu­ cido, y en el convencimiento de que Dios, si le es posible encontrarlo, le dará la respuesta y lo rei­

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vindicará a los ojos del mundo. Un caso similar es el del profeta Habacuc, quien vio que la violencia y el orgullo se destruyen a sí mismos en el proceso de la historia, pero que no pudo encontrar otro consuelo para los justos sufrientes que la osada y aparentemente insensata promesa de que el justo vi­ virá en su fe (Hab. 2:4). La importancia de estos primeros interrogantes no está en la solución que aportaron, sino en que permitieron plantear clara­ mente el problema y obligaron a los hombres a acep­ tar la necesidad de resolverlo libres de la falsa con­ fianza que da un sentimiento religioso mal enten­ dido. En las consideraciones que acabo de hacer sobre los discursos tal vez haya dado la impresión de que Job estaba siempre en ía verdad y sus amigos siem­ pre equivocados, pero la situación no es tan simple. Job tenía razón en dudar de su fe, por muy arrai­ gada que estuviese, cuando descubrió que no se co­ rrespondía con los hechos, pues más complace a Dios una herejía honesta que una religiosidad fraudulen­ ta, y si bien sus creencias sufrieron una profunda sacudida, su confianza esencial en Dios pudo capear triunfalmente la tempestad de la duda. Indudable­ mente estaba equivocado en su precipitada conclu­ sión de que Dios era injusto, y la aguda ironía de la voz que habló desde la tempestad le permitió per­ catarse de ello. Pero debemos tener presente que Job no está meditando cómodamente sentado al lado del fuego. La desesperación que padecía era una en­ fermedad mental próxima a la locura, y temblaba al borde del suicidio. El mismo lo dijo: “Mira que voy a dormir en el polvo y cuando mañana me bus­ ques, ya no existiré” (7:21). Muchas de las cosas que sostuvieron sus amigos eran, en cambio, muy profundas, pero sus argumentos estaban animados de un espíritu mezquino que desvirtuaba la realidad de la vida humana para adecuarla a las teorías de la religión. Todo lo que decían estaba viciado por su

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negativa de admitir la índole extrema del problema que enfrentaban. Es posible seguir con toda facilidad el progreso de la fe de Job a lo largo del relato. Resulta evi­ dente que su religiosidad primera estaba influida en gran medida por el temor. Después de haber hecho todo lo que estaba a su alcance para asegurarse de que su propia vida era agradable a Dios, su con­ ciencia, escrupulosa al extremo, lo había llevado a ofrecer regularmente sacrificios por sus hijos para expiar sus posibles faltas. Y cuando la tragedia se desploma sobre él, descubrimos cuál es el motivo principal de su fervor moral, pues exclama: “Por cuanto me ha sucedido lo que temía y se han verifi­ cado mis recelos” (3:25). Sus buenas obras y sus oraciones, su cuidado en evitar el mal y sus sacri­ ficios, habían sido la base de su confianza, de su esperanza en una vida larga y próspera y en una muerte pacífica y honorable. Es un ejemplo típico del estilo de fe del Antiguo Testamento que, a pe­ sar del propio testimonio del Antiguo Testamento contra ella, ha persistido hasta los tiempos moder­ nos y constituye una creencia muy común y aferra­ da en la actualidad. El elemento del temor (que representa un mo­ mento importante en la aprehensión espiritual) es una etapa que debemos superar si queremos progre­ sar. Por supuesto, era inherente al antiguo credo en el que Job fue criado, y cuando todo se le desmo­ rona, se encontró lanzado a un mar totalmente des­ conocido donde lo aguardaban, todos los terrores de un peligroso viaje. Sin embargo, era necesaria esta pérdida de la fe para que alcanzara la experiencia más elevada de “ver a Dios con sus propios ojos” y no, como hasta ese momento, “sólo conocerlo de oídas” (42:5). De aquí en adelante tendría con­ fianza en Dios contra viento y marea y no una mera creencia en algo relativo a Dios. En las palabras de la teología cristiana, era el primer paso desde el imperio de la ley, con su servidumbre y pesada obli-

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garión, hacia el espíritu de la gracia, que es el es­ píritu de la libertad. De modo que Job, ante el umbral de una nueva aventura de fe, se arrepiente, pero no se arrepiente de pecados menores o imaginarios; ha entrevisto algo del misterio del mal y se ha percatado de su propia complicidad, al descubrir un brote de orgullo en su corazón, que hasta ese entonces había perma­ necido oculto a su conciencia, pero en el que ahora reconoce oscuramente esa antigua y mortal plaga del alma. Si Job fue llevado a la humildad por su experien­ cia, sus amigos quedaron humillados. Fueron conde­ nados por haber falsificado los hechos en defensa del buen nombre de Dios y el relato termina con el edi­ ficante espectáculo del Señor ordenando al herético Job que interceda por sus amigos eminentemente ortodoxos. Conviene que reflexionemos sobre esta escena, cuando nos sintamos tentados de adoptar una actitud de intransigencia moral con aquellos que, abrumados por la injusticia y la miseria del mundo, parecen rechazar el Dios que adoramos. Según el epílogo (un final feliz que no forma parte del poema original), la humildad recientemen­ te adquirida por Job quedó sellada con su acepta­ ción de los obsequios de sus amigos y vecinos, pues nos hace falta una gracia especial cuando nos vemos obligados a aceptar beneficios de los otros por nues­ tra propia necesidad, especialmente cuando hemos estado acostumbrados más al papel de benefactores. No pasará mucho tiempo, sin embargo, sin que le sean restituidos sus bienes a Job. Una vez más ten­ drá manadas y rebaños y su dicha se verá coronada por el nacimiento de hijos robustos e hijas cuya hermosura estaba en boca de todos. Aun ahora, el misterio no queda develado, y Job no se entera para nada de la transacción que tuvo lugar en la cámara secreta del consejo de los cielos. Sólo el lector sabe que su obstinada fe, aunque te­

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ñida de rebeldía, había demostrado la existencia real de la rectitud como virtud esencial y destruido la cínica afirmación de que no es más que una es­ pecie de reflejo condicionado del éxito material.

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ARCHIBALD M AC L E ISH

DIOS TIENE NECESIDAD DEL HOMBRE

es algo más que hablar con nuestra pro­ pia voz, algo que sólo la ordenación puede dar, algo que sólo la relación entre pastor y congrega­ ción hace posible. No puedo predicar aquí esta ma­ ñana. Sólo puedo decir, decir las cosas que me es posible decir siendo la clase de ser humano que soy. No tal vez un hombre religioso en el sentido co­ rriente del término, sino uno que, por la natura­ leza del arte que ha seguido y por el carácter de la época que le ha tocado vivir, ha tenido que re­ flexionar mucho acerca de las cosas que interesan a la religión. De dónde y hacia dónde son preguntas para el poeta tanto como para el sacerdote: en tiem­ pos de oscuridad, preguntas aún más importantes para aquél, pues el sacerdote tiene respuestas en tanto que el hombre que escribe el poema tiene sólo, como dijera Yeats, su corazón ciego y estupefacto. Fue la pregunta de un poeta lo que me acercó al texto del que deseo hablar esta mañana, la más di­ fícil y la más urgente de todas las preguntas de poe­ tas en una época como la nuestra; la pregunta so­ bre la creencia en la vida —que es también, e ine­ vitablemente, la pregunta sobre la creencia en el significado y en la justicia del universo— y que, en términos esenciales, es la pregunta sobre nuestra creencia en Dios. Ningún hombre puede creer que el arte imita la vida si no cree antes en la vida misma, y ningún hombre puede creer en la vida misma si no cree que la vida puede ser justificada. Pero cómo puede justificarse la vida en una época que trae consigo sufrimientos tan inexplicables. Una época en la que M

r e d ic a r

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millones y millones de hombres, mujeres y niños son destruidos y mutilados por ningún otro crimen más que el de haber nacido en un determinado si­ glo o de pertenecer a una determinada raza, o de ha­ bitar en una determinada ciudad. Una época en la que florece la tiranía más vergonzosa y cínica, en que las antiguas formas de la decencia son vueltas del revés para hacer con ellas máscaras que encu­ bren la crueldad y el fraude, en que el significado de las palabras más sagradas es pervertido para en­ gañar y esclavizar a los hombres. ¿Cómo podemos creer en nuestras vidas a menos que podamos creer en Dios, y cómo podemos creer en Dios a menos que podamos creer en Su justicia, y cómo podemos creer en la justicia de Dios en un mundo en que los inocentes perecen en vastas masacres sin sentido, y hombres brutales y deshonestos mancillan todo lo que es hermoso? Estas son las preguntas que nosotros, los hombres de nuestra generación, nos hacemos. Pero no son pre­ guntas nuevas. Han sido formuladas antes, a través de miles de años, y por nadie más apasionadamente y en forma más elocuente que por ese antiguo es­ critor que fue autor del libro de Job. De ese libro quiero hablar, pero no como fragmento de la Bi­ blia, sino como del importante y cabal poema que realmente es en sí mismo. La mayoría de los que leemos el libro de Job lo hacemos por el brillo de sus metáforas, o por la no­ bleza de su lenguaje en la excelente traducción que conocemos, pero ni el lenguaje ni las metáforas son el poema. El poema es la totalidad: no sólo el len­ guaje, sino la acción, y no la acción aislada, sino el sentido en que se mueve la acción, y no el sentido como parte de una trama de significación resultante de la unión del Antiguo y el Nuevo Testamento, sino su propio sentido. Se dice comúnmente, lo sé —y por razones bas­ tante comprensibles— que el significado del libro de Job es incompleto e insatisfactorio para cualquier 234

cristiano; que el libro de Job no hace más que plan­ tear el tremendo interrogante del destino del hom­ bre; que para hallar respuesta a ese interrogante de­ bemos dirigirnos a las enseñanzas de Jesucristo. Es comprensible que se sostenga esto, pues el signifi­ cado del libro de Job es ciertamente de difícil y ar­ dua interpretación, y los términos de la acción dra­ mática son brutales, términos que pueden resultar chocantes y aun blasfemos para la mente moderna. Pero el hecho es que tiene un significado —un sig­ nificado propuesto por uno de los más grandes poe­ tas de todos los tiempos— , un significado que toca directamente el inmenso interrogante que nos obse­ siona a todos en nuestra época, así como lo obsesio­ nó a él en la suya. El libro comienza con un pasaje en el que a la mayoría de nosotros no nos gusta detenernos, ni en­ tender en el sentido y significación literal de las palabras, pues hace parte a Dios de los sufrimien­ tos inmerecidos de un ser humano. Considérese lo que se dice en esos versos iniciales del primer ca­ pítulo: Job era “sencillo y recto y temeroso de Dios, y se apartaba del mal”. Este era también el juicio de Dios sobre Job, pues como se recordará, Dios lo describe con esas mismas palabras en su conversación con Satanás, y le da poderes al Gran Adversario para que destruya todo, salvo la persona de Job: sus siete hijos, sus tres hijas, toda su gen­ te, excepto los cinco sirvientes que escapan de las cinco masacres y desastres, todos sus bienes y ri­ quezas y, eventualmente, después de la segunda con­ versación con Satanás, también su salud. Y todo esto se hace. Y se hace con el consentimiento de Dios. Y se hace, además, como lo dice Dios mismo en la segunda conversación “sin merecimiento”. No hay modo de equivocar la intención del texto. La muerte y la destrucción son obra de Satanás, pero sin el consentimiento de Dios no hubieran podido reali­ zarse, y Dios reconoce desde el principio que no están justificadas por ninguna culpa de Job.

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Y no sólo se dice todo esto explícitamente: es también el requisito previo esencial para toda la acción dramática y todo el coloquio que sigue en­ tre Job y sus tres “consoladores”. La agonía de Job se debe mucho más a que tiene conciencia de esta ausencia de causa que a la pérdida de sus bie­ nes o aun a la destrucción de sus hijos. El clamor por la muerte con que se inicia el gran debate no es el clamor de quien pide ser liberado de la vida, sino de quien aspira a la supresión de una condi­ ción en que tan brutal injusticia es posible. “Pe­ rezca el día en que nací”, dice Job, “y la noche en que se dijo: Concebido queda un varón” (3:3). Y a esta misma queja están dirigidos los consuelos de los amigos. Elifaz responde a la queja contra la injusticia, excluyendo toda apelación a la justicia. La justicia, dice, no es cosa en que deban pensar los hombres: “En el horror de una visión nocturna, cuando suele el sueño rendir a los hombres, quedé sobrecogido de pavor... Y pasando delante de mí un espíritu, se me erizaron los cabellos. .. un es­ pectro delante de mis ojos, y percibí una voz como de airccillo suave: ¿Acaso un hombre parangonado con Dios, será tenido por justo, o podrá creerse más puro que su Hacedor?” (4:13-17). No corresponde a los nombres debatir la justicia con el Todopode­ roso. Pero Job no admite una respuesta en esos térmi­ nos. No quiere renunciar a su profunda convicción de que, de algún modo, su sufrimiento quedará jus­ tificado: “Enseñadme, que yo callaré; y si en algo he sido ignorante, instruidme” (6:24). El desafío de Job es el desafío de su inocencia y de su inocencia hablan los consoladores. Si Job insiste en discutir la injusticia de su sufrimiento, dice Baldad, queda­ rá inmediatamente condenado, pues Dios es justo, y el hombre que sufre debe, por tanto, sufrir necesa­ riamente por alguna causa. “ ¿Por ventura tuerce Dios el juicio? ¿O el Omnipotente trastorna la jus­ ticia?” (8:3). Pero Job, al igual que otros hombres

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antes y después de él, rechaza la lógica irrefutable de esta proposición: Dios destruye a los buenos tan­ to como a los malos. “La tierra es entregada en manos del impío, el cual venda los ojos de los jue­ ces; y si no es El, decidme, ¿quién será?” (9:24). Basta con echar una mirada al mundo donde pros­ pera el hombre deshonesto y brutal. Y Job lanza este grito conmovedor que nuestra época ha hecho suyo: “los cambios y la guerra están contra de mí” (10:17). Pero los amigos no quedan convencidos. Sofar re­ coge el argumento de Baldad y lo lleva hasta sus últimas consecuencias. No sólo son presumiblemen­ te culpables todos los que sufren: Job es culpable. Dios impone un castigo menor que el que merece la impiedad de Job. La misma autojustificación de Job es prueba de su culpabilidad. Pero Job no se deja intimidar. Conoce y teme a Dios tanto como sus amigos, pero respeta también su propia integridad: “Aun dado que El me quitare la vida, en El espe­ raré; en todo caso, expondré ante su acatamiento mi conducta” (13:15). Y entonces Job se vuelve del debate con sus ami­ gos al debate más importante y en que todos, ine­ vitablemente, estamos comprometidos, el debate con Dios. Exige a Dios que le muestre “¿cuántas mal­ dades y pecados tengo?; ¿cuáles son mis crímenes y delitos?” (13:23). Pero Dios no responde. "¡Oh, quién me diera el saber cómo encontrar a Dios y poder llegar hasta su trono! Expondría ante El mi causa y llenaría mi boca de reconvenciones. . . si voy hacia el Oriente, no se deja ver; si hacia el Poniente, tampoco le hallaré” (23: 3, 4, 8). Y así prosigue la discusión, hasta que por último Dios le responde a Job desde el torbellino y el polvo. ¿Pero cómo le responde? ¿Haciéndole ver la causa oculta? No, sino ailpándole por su insigni­ ficancia. ¿Dónde estaba Job cuando el mundo fue hecho? “Entonces, que me alababan los nacientes astros y prorrumpían en voces de júbilo todos los 237

hijos de Dios". Acaso Job: “¿ha entrado en los depósitos de la nieve?” ¿Puede Job “atar las bri­ llantes estrellas de las Pléyades?” ¿Llenó Job de relinchos el cuello del caballo, el cual “en oyendo el clarín dice: Ea; ¿y huele de lejos la batalla”? ¿Es acaso por la sabiduría de Job que vuela el gavÜán o el águila? “y dondequiera que haya carne muerta, al punto está encima” (38-39). Poder sobre poder, gloria sobre gloria se acumu­ la este incomparable y rico manantial de imágenes y metáforas, amontonando fuerza sobre fueiza y be­ lleza sobre belleza sólo para culminar en ese terri­ ble reto: “Ciñe tus lomos como hombre; Yo voy a preguntarte, tú, empero, respóndeme. ¿Pretendes tú acaso invalidar mi juicio, y condenarme a Mí por justificarte a ti mismo? Si tienes un brazo como Dios, y si el tono de tu voz es semejante a su trueno, re­ vístete de resplandor, y súbete a lo alto, y haz alarde de tu gloria, y adórnate de magníficos ves­ tidos . . . Entonces confesaré que tu diestra podrá salvarte” (40:7, 14). ¿Qué puede responder el hombre? ¿Qué contesta Job a esa terrible declara­ ción que parte del viento ciego? “Yo he hablado inconsideradamente” dice: “ ¿qué es lo que puedo responder? Cerraré mi boca con mi mano” (39:34). ¿Pero qué es entonces este poema? ¿Qué ha ocu­ rrido? ¿Qué se ha demostrado? ¿Nada más que Job es inferior a Dios en poder y sabiduría? No hacían falta todas estas palabras, toda esta magnificencia de vocablos, para que esto fuera evidente. Y por evi­ dente que sea, por doblemente evidente que pueda ser, ¿qué respuesta puede dar la insignificancia de [ob al gran interrogante que ha sido formulado a Dios? Podemos estar seguros de uno de los significados del poema. Para el viejo poeta que escribió este drama hace miles de años, la injusticia del universo era evidente por sí misma. Lo deja claramente sen­ tado no una, sino tres veces. Job, nos dice, era un hombre intachable y recto, es decir, un hombre

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que no merecía ser castigado, para no hablar del azote terrible de desastres con que fue afligido. Ade­ más, Dios, según El mismo lo reconoce, se vio obli­ gado a destruir a Job “sin que lo mereciera” (2:3). Por último, los consoladores, que sostuvieron que Job era merecedor de los sufrimientos impuestos, que después de todo debió pecar de injusto, son re­ probados —y reprobados con enojo— por Dios. “Estoy altamente indignado contra ti y contra tus dos amigos”, Dios dice a Elifaz, “porque no habéis hablado con rectitud en mi presencia” (42:7). La conclusión es inevitable: los sufrimientos de Job —y evidentemente se ha buscado que fueran los sentimientos más terribles que la imaginación puede concebir, la caída más pronunciada de la for­ tuna a la desdicha— no están justificados. No están justificados en ninguno de los sentidos humanos de la palabra justicia. Y, sin embargo, son obra de Dios, algo que no pudo haber sido hecho sin la voluntad de Dios. ¿Pero es éste todo es significado del poema? ¿No tiene el poeta de esa lejana época visionaria nada más que decirnos que eso, que el universo es cruel, que la justicia no existe, que Dios puede su­ mimos en la desdicha sin ninguna causa, y luego, al final, también sin ninguna causa, puede devolvernos duplicado todo lo que nos ha quitado, todo menos los muertos? (pues esto, se recordará, le ocurre a Job al final del libro). No, por cierto, no es éste el único sentido. Si fuera, los hombres no habrían leído el libro de Job generación tras generación, siglo tras siglo, por mag­ nífico que fuese su idioma. Pero ¿qué otro signi­ ficado puede tener? ¿Qué tiene que decirnos el poe­ ma acerca de nuestra verdadera preocupación: la po­ sibilidad de vivir en este mundo? Si el universo es injusto, si Dios permite nuestra destrucción sin que lo merezcamos, ¿cómo hemos de creer en la vida? Y si no podemos tener fe en la vida, ¿cómo hemos de vivir?

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Esta es, para todos nosotros, la pregunta crucial. “¿Por qué no morí yo en las entrañas de mi ma­ dre?”, pregunta Job; o bien “como un aborto, que esconden, yo no subsistiera” (3:11, 16). ¿Qué res­ puesta a esa pregunta encuentra el poeta? ¿Qué resEuesta nos presenta en ese drama de la agonía del otnbre? Una profunda y, creo, significativa, respuesta. Considérese el drama como drama: la obra como obra. ¿Cuál es la acción fatal de la que se siguen todas las restantes? ¿No es acaso la acción de Dios al entregar a Job, aunque inocente, en manos de Satanás? Sin esto, Job no habría sufrido, los con­ soladores no habrían acudido, el gran debate no se habría producido, Dios no habría hablado desde el torbellino. Pero ¿por qué Dios entregó a Job en manos de Satanás? ¿Por qué? Por una razón que queda indiscutiblemente acla­ rada. Porque Dios tenía necesidad del sufrimiento de Job: ese sufrimiento le era necesario en tanto que Dios. Recuérdese la escena en el cielo con que empieza la obra. Satanás regresa después de haber dado la vuelta por la tierra y de haberla recorrido toda. Dios, enterado de donde ha estado, le pide que admire la rectitud y veneración de Job. Satanás responde con la más antigua de las preguntas despectivas: “ ¿Aca­ so Job teme a Dios de balde?” ¿Acaso Dios no ha protegido y enriquecido a Job? ¿Acaso Dios no ha comprado el amor de Job y pagado su buen precio por él? ¿Crees tú, exclama Satanás, que Job te se­ guiría amando si le quitases todo? “Mas extiende un poquito tu mano, y toca sus bienes, y verás cómo te desprecia en tu cara” (1:9 ss.). Y Dios da su consentimiento. ¿Por qué? ¿Como prueba? ¿Para acallar a Sata­ nás? Sí, pero con todo, ¿por qué? Evidentemente, porque Dios cree en Job: porque Dios cree que que­ 240

dará demostrado que Job ama y teme a Dios, por­ que es Dios y no porque Job es afortunado; por­ que cree que quedará demostrado que Job sigue amando y temiendo a Dios en la adversidad, el in­ fortunio, en el peor de los infortunios, a pesar de todo. ¿Qué significa esto? ¿Qué significado le da esto al libro? Significa que en el conflicto entre Dios y Satanás, en la lucha entre el bien y el mal, Dios juega su supremacía como Dios a la fortaleza y amor del hombre. Lo que quiere decir, una vez más, que cuando se cuestiona la naturaleza del hombre —y se observará que es precisamente la naturaleza del hom­ bre lo que Satanás ha cuestionado con su despectivo desafío: donde está en cuestión la naturaleza del hombre, Dios tiene necesidad del hombre. Sólo Job puede probar que Job es capaz del amoi de Dios, no como un quid pro quo, sino por el amor mismo, por Dios, a pesar de todo: a pesar hasta de la injusticia, hasta de la injusticia de Dios. Sólo el hombre puede demostrar que el hombre ama a Dios. Si hubiéramos de escribir un encabezamiento del libro de Job en algún cuaderno privado de notas, su texto podría ser más o menos el siguiente: “Satanás, que representa la negación de la vida, el reino de la muerte, no puede ser derrotado por Dios, que es su opositor, el reino de la vida, sino en tanto el hombre no ceje en su amor a Dios, a pesar de to­ das las razones para privarlo de su amor, a pesar de todos los sufrimientos.” Y si a continuación escribiéramos una explicación de ese argumento, esa explicación podría ser ésta: “El hombre depende de Dios para todas las cosas; Dios depende del hombre para una. Sin el amor del hombre, Dios no existe como Dios, sino sólo como creador, y el amor es la única cosa que nadie, ni siquiera Dios, puede ordenar. Es un don libre, o no es nada. Y es más amor, más libre, cuando es ofre-

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cído a pesar del sufrimiento, de la injusticia y de la muerte.” Y si, por último, se quisiese resumir esa explica­ ción y ese argumento en una sola frase que podría aparecer al término del libro como toque final, esa frase podría decir algo así: La justificación de la injusticia del universo no está en nuestra ciega acep­ tación de la voluntad inexplicable de Dios, ni en nuestra confianza en el amor de Dios —su oscuro e incomprensible amor— por nosotros, sino en nues­ tro amor humano, a pesar de todo, por El. La aceptación —aun la aceptación de Dante— de la voluntad de Dios no basta. El amor — el amor a la vida, el amor al mundo, el amor a Dios, el amor a pesar de todo— es la respuesta, la única respuesta posible, a nuestro ancestral clamor huma­ no contra la injusticia. Por esta razón Dios, al final del poema, responde a Job no en él lenguaje de la justicia, sino en el lenguaje de la belleza y del poder y de la gloria, queriendo significar que no porque sea justo, sino porque es Dios, merece la adoración de sus cria­ turas. Y esto es verdad. No amamos a Dios porque po­ demos creer en El; creemos en Dios porque podemos amarlo. Porque nosotros —hasta nosotros— pode­ mos amar a Dios, podemos concebirlo y, porque po­ demos concebirlo, podemos vivir. Hablar de “jus­ ticia” es exigirnos algo a nosotros mismos, es pedir algo a la vida, es requerir que se nos trate de acuer­ do con nuestros merecimientos. Pero el amor, como dijo San Pablo a los Corintios, no “busca sus inte­ reses” (I Cor. 13:5). El amor crea. El amor crea aun a Dios, pues ¿cómo hemos llegado a El nos­ otros, cualquiera de nosotros, sino por el amor? El hombre, dicen los científicos, es el animal que piensa. Están equivocados. El hombre es el animal que ama. Y en el amor del hombre Dios existe y triunfa, en el amor del hombre la vida es bella, 242

en el amor del hombre se resuelve la injusticia del hombre. Mantener unidos en un pensamiento esos opuestos terribles del bien y del mal que luchan en el mundo es ser capaz de la vida, y sólo el amor puede mantenerlos así. Nuestro trabajo es siempre, como el de Job, apren­ der a amar a través del sufrimiento, a amar hasta aquello que nos permite sufrir.

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INDICE

Nota de los Editores ........................................... LEO BAECK

Job y Kobelet: Libros sapienciales ...................... MARTIN BUBER

Un Dios que oculta su rostro .............................. LEON ROTH

Job y Jonás ........................................................... JEAN DANIELOU

Job: el misterio del hombre y de D io s .............. ERNEST RENAN

Un grito del alma .................................................

H. H. ROWLEY

La solución intelectual contrapuesta a la espiritual J. G. HERDER

Dios y la Naturaleza en el libro de J o b .............. JOSIAH ROYCE

La unidad de Dios con el que su fre ..................

7 9 19 35 43 59 77 87 109

PAUL WEISS

Dios, Job y el mal ............................................... 137 GILBERT MURRAY

Más allá del bien y del m a l ................................ ARTHUR S. PEAKE

155

La victoria de Job ................................................. 161

RUDOLF OTTO

La substancia del misterio

175

G. K. CHESTERTON

La paradoja: máximo consuelo del hom bre .......... 181 JAMES B. CONANT

Job: la respuesta ambivalente ............................ 195 SOREN KIERKEGAARD

El Señor lo dio, el Señor lo ha quitado .............. 203 SETON POLLOCK

Dios y un herético ............................................... 223 ARCHIBALD MAC LEISH

Dios tiene necesidad del hom bre ........................ 231

ESTE LIBRO SE TERMINO DE IMPRIMIR EL DIA 19 DE ENERO DEL AÑO MIL NOVECIENTOS SETENTA Y UNO, EN LAS PRENSAS VENEZOLANAS DE EDITORIAL ARTE, EN LA CIUDAD DE CARACAS

Varios / La hora de ]oh El autor del libro de Job es desconocido. En general, aunque no unánimemente, se acepta que fue escrito por un judío en el lenguaje de su pueblo. Durante mucho tiempo se creyó que el héroe del libro era una persona real y que el relato constituía una sublimación poética de sus experiencias. Un Job es mencionado por Ezequiel (14.14), junto con Noé y Daniel, como uno de los hom­ bres justos del pasado. Pero ya en el siglo III un maes­ tro talmúdico afirmó que Job no había existido nunca y que era sólo una parábola. Durante más de dos mil años la gente se ha sentido atraída por el libro de Job y por su héroe. Job cae del mayor estado de felicidad a la mayor miseria y degra­ dación. Las manipulaciones de Satanás, las discusiones del héroe con sus amigos tradicionalistas, sus estallidos de indignación por los males del mundo, los ocasionales destellos de esperanza, la aparición de Dios en todo su misterio y majestad, la reconciliación del sufriente con Dios, el mundo y el hombre, son imágenes que han con­ movido, provocado e indignado a los lectores. No podian dejar de identificarse con Job. Job es el hombre; lo ha sido siempre. Este libro de orígenes desconocidos figura entre los más elogiados de todos los tiempos. Francis Bacon lo consi­ dera “lleno de filosofía natural”. Carlyle afirmó que era “uno de los mejores libros jamás escritos; pienso que no hay nada en la Biblia o fuera de ella de iguales méritos literarios”. En nuestros tiempos, Thomas Wolfe sintió que “la más trágica, sublime y hermosa expre­ sión de soledad que jamás haya leído es el libro de Job”. El objeto de este volumen no consiste en continuar esa línea de elogios, sino en elaborar un enfoque amplio de las diversas interpretaciones experimentadas a través del tiempo. Los trabajos de Baeek y Buber representan el punto de vista de la tradición judía, mientras que Daniélou, Renán y Rowley plantean variantes de la in­ terpretación cristiana. La hermenéutica humanística está ejemplificada por Herder, Royce y Weiss. Los pro­ blemas de teodicea que la parábola representa han que­ dado a cargo de Murray y Peake. Otto, Chesterton y Conant toman a Job en su estricto sentido de misterio. Pero Job es, en definitiva, una lección de fe y así nos lo muestran en último término Kierkegaard, Pollock y MacLeish.