La Historia Rural Francesa

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MARC BLOCH

HISTORIA RURAL FRANCESA CARACTERES ORIGINALES Suplemento compilado por Robert Dauvergne según los trabajos del autor (1931-1944)

Advertencia al lector de LUCÍEN FEBVRE

EDITORIAL CRÍTICA Grupo editorial Grijalbo BARCELONA

Título original: LES CARACTÉRES ORIGINAUX DE L'HISTOIRE RURALE FRANCAISE Traducción castellana de ALEJANDRO PÉREZ Cubierta: Alberto Corazón © 1952, 1956, 1976: Librairie Armand Colín, París © 1978 de la traducción castellana para España y América: Editorial Crítica, S. A., calle de la Cruz, 58, BarceIona-34 ISBN: 84-7423-045-4 Depósito legal: B. 5.622 -1978 Impreso en España 1978 — Gráficas Salva, Casanova, 140, Barcelona-11

A la memoria de Émile Besch de la promoción de 1904 de la École Nórmale Supérieure en prueba de fidelidad.

NOTA A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

En esta edición española hemos considerado conveniente reali­ zar lo que no fue posible cuando, en 1952, se reeditó en Francia La historia rural, a saber: dar bajo la misma cubierta el texto origi­ nal de 1931 y el suplemento de artículos y reseñas compilado por Robert Dauvergne que Bloch había escrito entre 1931 y 1944. Así, pues, al terminar cada capítulo de la obra original aparece el suple­ mento correspondiente que, para mayor diferenciación, damos en un cuerpo menor. Por su interés, hemos traducido íntegramente la «advertencia al lector», de Luden Febvre, y el «prefacio» de Robert Dauvergne al suplemento, aunque en esos textos se haga referencia a la disposición, en dos volúmenes, de la edición francesa.

ADVERTENCIA AL LECTOR

Publicado por primera vez en Oslo en 1931, al mismo tiempo que en Parts en las «Belles-Lettres», el libro de Marc Bloch La his­ toria rural francesa está agotado desde hace tiempo. En vida, Marc Bloch tuvo el firme propósito de reeditarlo: me lo manifestó repeti­ das veces. Pero para él no se trataba de reproducir pura y simple­ mente su texto original. Sabía mejor que nadie que un historiador no detiene el tiempo, y que al cabo de veinte años todo buen libro de historia tiene que rehacerse; si no, es que no ha logrado su obje­ tivo, que no ha comunicado a nadie el deseo de contrastar sus fun­ damentos y de superar, precisándolas, sus concepciones más atrevi­ das. Marc Bloch no tuvo tiempo de rehacer su gran libro como habría deseado. Y, por otra parte, ¿lo habría realmente rehecho? Se me ocurre que más que esa labor un poco melancólica, y difícil si las hay (pues un autor, reelaborando una de sus viejas obras, se siente a pesar de todo prisionero de su primitivo esquema y para sepa­ rarse de él todo son dificultades), Marc Bloch hubiera preferido probablemente el gusto de un nuevo libro que concebir y realizar... Poco importa; nuestro amigo se llevó a la tumba ese secreto, como tantos otros. Y el hecho está ahí: uno de nuestros clásicos de la His­ toria espera, desde hace veinte años, su reedición. Aquí está. Está compuesta por dos elementos. Por una parte, reproduce tal cual el texto mismo, el texto original de 1931, el del bello libro que debió su nacbniento a una feliz iniciativa del Instituto para el Es­ tudio Comparativo de las Civilizaciones, de Oslo, Es sabido cómo, en 1929, arriesgándose a dar un paso fuera de su ámbito acostum­ brado, esa gran institución, que llamó a colaborar en sus tareas, uno tras otro, a hombres como MeiUet, Vinogradoff, Jespersen, Karlgren, Magnus Olsen, Alf. Dopsch y otros, tuvo la feliz idea de pedir a

Marc Bloch, joven aún y, en el umbral de su carrera, en busca de su camino, algunas lecciones sobre La historia rural francesa. Son esas lecciones — profesadas con un éxito que, por primera vez, hizo sentir a Marc Bloch su fuerza y su joven maestría— las que, remodeladas, profundizadas y ampliadas, se convirtieron en el libro que todos utilizamos, el bellísimo libro, decía yo en la Revue Historique saludando su aparición, de un ho??ibre que, apartando lejos de sí el espectro de una «reputación científica» para pedantes, que juzgaran, quizá, por la omisión en las notas bibliográficas de dos libros dignos de ser tenidos en perpetua ignorancia, supo, con mano segura, es­ tablecer un balance y trazar un programa. La empresa era ardua, pues, siendo Francia lo que es, un país formado por tierras muy diferentes unas de otras, tanto por las condiciones geográficas como por los rasgos particulares de un poblamiento más variado de lo que se cree y por la acción, sobre las tierras que llamamos francesas, de diversas civilizaciones materiales y morales concurrentes, siendo Francia eso, no era sencillo, sin duda, recoger los rasgos esenciales de su historia agraria, caracterizada así por su infinita complejidad. No por eso era la empresa, sin embargo, menos necesaria: siendo Francia un viejo país agrícola, no conceder a su historia rural toda la importancia que le correspondía era expo­ nerse a entender muy mal el pasado e incluso el presente de ese país, cuyas revoluciones no fueron a menudo más que resurrecciones. Bloch fue valiente, afrontando, el primero, tantos riesgos. Fue ade­ más otra cosa, y es por ello por lo que La historia rural francesa es un gran libro. Desde luego, antes de 1931 había habido hombres conocedores de la técnica de los campos para describir, no sin mérito, de 1931 a 1941, alo largo de diez años de incesante trabajo, Bloch había aportado a ese pensamiento. Ardua tarea. Suponía en quien la emprendiera mucha abnegación, a la vez que mucho tiento, y no hablemos ya de competencia. Pedimos que la llevara a buen término uno de los discípulos de Marc Bloch, Robert Dauvergne, historiador de mente curiosa e inventiva, preocupa­ do por los problemas agrarios y que desde hace algunos años está elaborando, por su propia cuenta, un importante libro sobre la Beauce. No nos corresponde a nosotros hacer el elogio del modo como ha entendido esa tarea. Digamos simplemente que habríamos deseado ver terminado ese delicado trabajo lo bastante rápido como para que hubiera podido aparecer al mismo tiempo que la reedición del texto de Bloch y bajo la misma cubierta. Esa conjunción ha re­ sultado imposible. Hemos optado, pues, por hacer aparecer primero, «desnudo» por así decirlo, el texto original de La historia rural; un segundo volumen aportará luego a nuestros lectores los elemen­ tos de progreso que los artículos, actualizaciones y reseñas críticas de Marc Bloch posteriores a 1931 nos proporcionan para dar a su texto inicial un suplemento de interés y de vida. Un suplemento y no otra cosa. Porque del libro que reeditamos habrá algo que quedará, algo grande y duradero: su misma fórmula. La historia rural francesa, escribía yo en 1932, «señala el adve­ nimiento de una historia rural que, mediando entre la historia de la técnica agrícola, la del régimen dominical y la de la evolución com­ parada de los pueblos europeos, va a ser durante mucho tiempo uno de los campos de estudio más fecundos del ámbito histórico, uno de los terrenos de excepción en los que más fácilmente podrán enten­ derse, para colaborar, los historiadores con interés por las realida­ des y los geógrafos con curiosidad por los orígenes». No me desa­

grada haber sido tan buen profeta, nada más publicada La historia rural y cuando su éxito no era más que una esperanza, L ucien F ebvre

No podríamos dejar la pluma sin decir de qué desinteresadas colaboraciones se ha beneficiado esta nueva edición, aún antes de salir de las prensas. El Instituto para el Estudio Comparativo de las Civilizaciones ha tenido a bien concedernos libre autorización para reproducir el texto, que le pertenecía. Y en los hijos de Marc "Bloch, una vez más, no hemos encontrado más que comprensión y genero­ sidad. En nombre de los beneficiarios de la empresa, conste aquí el agradecimiento que merecen,

La reedición de La historia rural francesa, aparecida en Oslo en 1931, se había convertido en una de las preocupaciones dominantes de Marc Bloch. Movilizado, escribía a Luden Febvre, en noviembre de 1939, que «el trabajo más urgente sería hacer la introducción de la reimpresión de mi Historia rural», ya agotada. «El libro es todavía útil y hay quien lo requiere [...].» 1 Reimpresión, decía, pues la guerra le impedía llevar a cabo su verdadero proyecto: una refundición total, Marc Bloch tenía una idea demasiado elevada del «oficio de historiador» para considerar, ni por un momento, definitivo e intangible todo cuanto había escrito en La historia rural. ¿No había empleado en el prefacio los bien definidos tér­ minos de «síntesis provisional», de «hipótesis de trabajo», de «dirección de investigaciones» y de «sugerencias»? Desde 1931 se habían publicado buena cantidad de trabajos, a menudo inspirados por él mismo. ¿No aspi­ raba él a «la mejor recompensa que podamos soñar: la de ver que nuestros estudios quedan caducos por la aparición de trabajos más profundos»} y envejecen por el hecho mismo de haber suscitado nuevos estudios? «La misión de un libro», escribía, «nunca queda mejor cumplida que el día en que sus conclusiones son rebatidas».1 Su incesante trabajo, sus nuevas in­ vestigaciones, le habían hecho volver sobre muchas de las ideas de su Historia rural y modificar sus opiniones. Lejos de pensar que había creado un dogma inmutable, no quería que se citara su libro sin «señalar, al mismo 1. Afínales d'Histoire Sociale, I, 1945, p. 20. 2. Armales..., 1933, p. 375, y 1936, p. 489. «Libríto [...] que me temo yo que estará lleno de conjeturas temerarias y en parte erróneas, pero que por lo menos podrá servir de guía a los trabajadores y dar lugar a útiles comprobaciones y objeciones [...] Es para ser criticado para lo que se escribe, sobre todo cuando se «ata de una obra de este tipo [...] una síntesis enor­ memente provisional, como la que he intentado dar Cartas de 1930, 1932 y 1933 a Robert Boutruche publicadas por él en el Memorial des années 1939-1945, Faculté des Lettres» Estrasburgo, 1947, pp. 203 y 204.

tiempo, las rectificaciones aportadas por el autor a las tesis que había sos­ tenido».3 Proyectaba, desde bacía tiempo, una nueva edición muy aumen­ tada, remodelando algunos capítulos de arriba abajo y da?tdo más espacio a nociones que no había tratado más que por encima.4 A partir de sus explicaciones, sus cartas y sus mismos artículos, es bien conocido eí sen­ tido que pretendía dar a esa nueva edición. Era un proyecto largamente madurado en su mente y que desgraciadamente no pudo realizar. Es imposible decir, tras los sucesivos saqueos, si Marc Bloch, muy empeñado por otra parte hasta la guerra en otras grandes publicaciones, había empe­ zado el trabajo de redacción. Nada ha sido encontrado, ni entre sus ma­ nuscritos, ni en sus magníficas colecciones documentales que, afortunada­ mente salvadas en su mayor parte, se conservan en la biblioteca de lá École Nórmale Supérieure. Pero queda, con su incalculable valor, todo lo que desde 1930 publicó Marc Bloch sobre la historia rural francesa, tanto en sus volúmenes como en los artículos, las notas y las numerosísimas reseñas dadas 'en su gran mayoría a los Annales cTHistoire Économíque et Sociale, fundados por él, junto con Lucien Febvre, en 1929: esos artículos, esas reseñas, tan densos, tan nutridos de visiones personales, de carácter tan constructivo, pueden considerarse materiales destinados a esa segunda edición, por lo mismo que a La société féodale, aparecida en 1939-1940, incorporó reflexiones y opi­ niones ya antes publicadas. Al mismo tiempo, multiplicaba los consejos y reglas de método: «Nos hemos hecho una ley de no temer repetirnos».s Esa colaboración se mantuvo, a pesar de las peores dificultades, hasta 1943, hasta el momento en que Marc Bloch se entregó por entero a la Resistencia, algunos meses antes de su detención. Tras meses enteros de torturas, pere­ ció bajo las balas alemanas en Samt-Didier-de-Formans, a 25 kilómetros al nordeste de Lyon, el 16 de junio de 1944.6 Se dispone, pues, de trabajos publicados y fechados correspondientes a catorce años de trabajo de Marc Bloch sobre la historia rural francesa con posterioridad a la aparición de La historia rural, A la reedición integral de ese volumen (1952) debía suceder por lo tanto, lógicamente, un apén­ dice de «adiciones» y de «correcciones» según Marc Bloch mismo. Dos ideas 3. Mélanges d’Histoire Sociale, II, 1942, p. 61 4. Esas intenciones las expresaba él de nuevo, y claramente, en febrero de 1944, a uno de los últimos historiadores que le vio, Robert-Henri Bautier, archivero de los Archivos Nacionales, destacado entonces como archivero de la Creuse, 5. Afínales, 1933, p. 478. 6. Por una patética coincidencia, Marc Bloch había nacido el 6 de julio de 1886 en Lyon, donde enseñaba entonces su padre, el historiador Gustave Bloch, más tarde profesor de la École Nórmale Supérieure y luego de la Sorbona, 2. — BLOCH

me han guiado: el enriquecimiento de la documentación y la evolución del pensamiento; nuevos hechos, nuevas nociones, opiniones modificadas. A pesar de ilustres precedentes/ este apéndice he querido componerlo, y no, en absoluto, redactarlo. Actuar de otro modo implicaba el gravísimo riesgo de hacer proferir a Marc Bloch ideas que nunca habría tenido, Más valía, desde mi punto de vista, ceñirse a lo escrito y publicado por él, sin querer completar, añadir ni suplir nada en sus silencios a veces voluntarios, y sin hacer más que buscar para sus juicios, modificaciones de puntos de vista, nuevos horizontes e ideas personales o adoptadas más que la certi­ dumbre de su pensamiento exacto, expresado y, sobre esta preocupación yo insisto, fechado. Evidentemente, en la proyectada reedición de La histo­ ria rural, Marc Bloch habría introducido desarrollos sistemáticos y orde­ nados. Por ricos que hayan sido los materiales que he tenido a mi disposi­ ción, en algunos aspectos, sin embargo, han presentado lagunas. Así, las numerosas reseñas no podían citar y analizar todo lo que aparecía, como, por ejemplo, todas las monografías departamentales de los Servicios Agrí­ colas: Marc Bloch se limitó a siete de ellas. Pero las obras esenciales nunca se le escaparon, y puede tenerse la seguridad de que lo que aquí se leerá — textos reproducidos o resumidos— no procede más que de Marc Bloch, salvo dos excepciones: algunas indicaciones bibliográficas nuevas, verdade­ ramente indispensables, y determinadas reseñas aparecidas en los Annales, complemento absoluto e indiscutible de la obra de Marc Bloch, debidas ante todo a Luden Febvre, quien, por otra parte, desde 1940, sustituyó cada vez más a su amigo en las tareas de los Annales. Para ser manejable, este apén­ dice no podía reproducir todo lo que Marc Bloch escribió sobre la historia rural francesa desde 1930, en lo cual, como se ha visto, no faltan repeti­ ciones voluntarias. Me ha sido preciso, pues, escoger y resumir; al lector le será fácil remitirse a los textos originales, pues este apéndice constituye a la vez un índice. Pero he evitado esos cortes cuanto he podido, para que, en los límites de lo posible, aparezca ese estilo tan atractivo cuya delicadeza matizada y sutil tan bien sabía aunarse con la claridad y el vigor. En estas condiciones, no hay que sorprenderse por la desproporción de los capítulos de este suplemento, ni por el carácter fragmentario de algunos de ellos. No se encontrarán aquí, sobre algunos temas, más que reflexiones, 7. Así, por ejemplo, el tomo VI de la Histoire des institutions politiques de Vanctenne Franee, de Fustel de Coulanges, titulado Les transíormatíons de la royauté pendant Vépoque carolingienne, 1891, fue «enteramente compuesto por Jullian a base de elementos y fragmentos sueltos. El propio título es de Jullian, al igual que el esquema de desarrollo; la composición y los enlaces son tan perfectos que el lector apenas se da cuenta de lo que eí editor ha añadido al trabajo del maestro» (A. Grenier, Canñlle Jullian, 1944, p. 120).

observaciones, notas críticas y consejos; pienso, en particular, en la revo­ lución agrícola de los siglos XVIH-XIX y en la historia de los precios agrí­ colas, a la que tanta importancia daba. En cambio, creo que jo que se ha reproducido sobre el señorío, la comunidad rural, los regímenes agrarios,¿a , forma de los campos y la rotación de cultivos ha dado lugar a capítulos -bás­ tante completos, no muy alejados de lo que Marc Bloch habría redactado. Desde luego, he pensado ante todo en desarrollar las partes que modificaban el texto de 1930. A cada capítulo de los caracteres corresponde un capítulo del suplemento. Dentro de cada uno de ellos, los extractos están agrupados bajo rúbricas, traduciendo las ideas esenciales y siguiendo en lo posible el orden mismo de la exposición de La historia rural. Marc Bloch insistió a menudo y largamente sobre la necesidad y el papel capital de la historia comparada. Él escudriñó la historia rural de países extranjeros, principalmente de Inglaterra y de Alemania.8 Lo que de ello dijo en los Annales encierra también principios de méto­ do válidos para toda historia rural. Como en La historia rural, la historia comparada se limita aquí a los puntos fundamentales, y los países fronterizos de la Francia actual, Bélgica, la Renania y Suiza especialmente, se han incluido en el marco de la historia rural francesa, del que son inse­ parables, Bibliografía e índice se han establecido según los mismos prin­ cipios. Hay una precisión que tengo interés en hacer muy claramente, para prevenir todo error: yo me he borrado del todo, y no he incorporado aquí la más mínima opinión personal. Mi única preocupación ha sido presentar con la mayor fidelidad posible el pensamiento de este admirable historia­ dor en una de las ramas en las que ha ejercido más fuerte y fecunda in­ fluencia. Espero no haberlo traicionado ni deformado en modo alguno. En la reedición de La historia rural, Luden Febvre dio las gradas por su desinterés al Instituto para el Estudio Comparativo de las Civilizaciones de Oslo, editor de 1931, y a los hijos de Alare Bloch. Uniéndome a esos sentimientos, es para mí una satisfacción, a la cabeza de este «suplemento», expresar mi agradecimiento al propio Luden Febvre, y también a Fernand Braudel, Michel de Boüard, Robert Boutruche, Jean Meuvret, Aimé Perpillou y Charles Parain, así como a los dos bibliotecarios sucesivos de la École Nórmale Supérieure, Paul Étard y Roger Martin. 8. Una publicación próxima reunirá los artículos y reseñas de Marc Bloch dedicados a la historia rural de Alemania y la Europa central.

Las páginas indicadas tras los títulos de capítulo o de subdivisión señalan los correspondientes pasajes de La historia rural. Como la reedición de 1952 tiene exactamente la misma paginación que la edición de 1931, este apéndice puede adaptarse tanto a uno como a otro volumen. Las refe­ rencias de los extractos aquí reproducidos se dan al final de la cita. Una simple fecha remite a un año de los Annales (o, para 1942-1944, de los Mélanges), Cuando, por excepción, el pasaje no es de Marc Bloch, antecede a la fecha el nombre del autor. Las notas van intercaladas en el texto de los extractos entre paréntesis, salvo si constituyen de por sí materia de un ex­ tracto, Las citas hechas por Marc Bloch van entre estas comillas: " Para las obras mencionadas en el volumen, el lugar de edición, si es París, no va indicado. R. D.

LA HISTORIA RURAL FRANCESA EN LA OBRA DE MARC BLOCH DESDE 1930

1, C olaboración en los «A nnales »

La fuente principal de este apéndice proviene, pues, de la constante y abundante colaboración de Marc Bloch en los Annales desde la fundación de esa revista por él y Lucien Febvre, en 1929, con el título de Annales d’Histoire Économíque et Sacíale, 1929-1938, 10 volúmenes, título que se cambió en 1939 por eí de Annales d’Histoire Sociale, 19394941, 3 volúmenes. Bajo la ocupa­ ción, Lucien Febvre, para poder continuar la publicación, adoptó la forma de Mélanges d3Bisi oiré Sociale, 1942-1944, 3 años, cada uno con 2 fascículos de paginación separada y en serie de numeración continua, de I a VI. Marc Bloch colaboró allí bajo el seudónimo de M. Fougéres. Los Annales d’Histoire Sociale reaparecieron en 1945 (Hommages á Marc Blocb), 2 fascículos, VII y VIII, y se convirtieron en 1946 en Annales (Économies, Sociétés, Civilisatíons). En 1953 apareció un índice analítico de esas publicaciones, Vingt années d'bistoire économique et sociale, 1929-1949, con un suplemento para 1949-1951, obra de Maurice-A, Arnould, con la colaboración de Vital Chorael, Paul Leuilliot y Andrée Scufflaire. Damos a continuación la lista de los principales artículos y grupos de re­ señas de Marc Bloch referentes a la historia rural francesa y aparecidos en los Annales: «La lutte pour l’individualisme agraire dans la France du xvm* símele», 1930, pp. 329-383, 511-556. «Musées ruraux, musées techniques», 1930, pp. 248-251. «La vie rurale: problémes de jadts et de naguére», 1930, pp. 96-120, «Féodalité, vassaiité, seigneurie: ü propos de quelques travaux récents», 1931, pp. 246-260. «Régions naturelles et groupes sociaux», 1932, pp. 489-510. «Sur quelques hístoires de villages», 1933, pp. 471-478. «Réflexions d’un historien sur quelques travaux de toponymie», 1934, pági­ nas 252-260, «Champs et villages», 1934, pp. 467-489.

«La seigneuríe lorraine: critique des témoignages et probíémes d’évolution», 1935, pp. 451-459. «Avénement et conquéte du moulin á eau», 1935, pp. 528-561. «Les paysages agraires», 1936, pp. 256-277. «Villages de France et d’ailleurs. Queíques monographies», 1936, pp. 592-596. «Viliage et seígneurie: queíques observations de méthode k propos d’une étude sur la Bourgogne», 1937, pp. 493-500. «L’histoire des prix: queíques remarques critiques», 1939, pp. 141-151. «Toponymie et peuplement», 1940, pp. 43-45. «En Auvergne, les plaines et les monts», 1941, pp. 31-34. «Les régúnes agraires, queíques recherches convergentes», 1941, pp. 118-124. «Paysages agraires du Nord», 1941, pp. 159-161. «Aux origines de notre société rurale», II, 1942, pp. 45-55. «Probíémes de structure agraire et de méthode», II, 1942, pp. 61-63. «Points de vue sur le Limousin», II, 1942, pp. 77-81. «Les invasions». Primer artículo: «Deux structures économiques» VII, 1945, pp. 33-46. Segundo artículo: «Occupation du sol et peuplement, VIII, 1945, pp. 13-28. «Comment et pourquoi finit l’esclavage antique», 1947, pp. 30-44, 161-170, Aparte del artículo de 1935 dedicado al molino de agua, sobre las técnicas, y entre ellas la de la labranza, «Probíémes d’histoire des techniques», 1932, pp. 482-486, y «Les inventions médiévales», 1935, pp. 634-644. Sobre los pla­ nos parcelarios, ver pp. xiv-xv. Sobre la historia de los precios y de los fenó­ menos monetarios, pp. 160-166, artículos de los Anuales y un análisis de las teorías de Fran?ois Simiand, «Le salaire et les fluctuations économiques & longue période», en Revue Historique, I, 1934, pp. 1-31. Cartas de Marc Bloch publicadas por Luden Febvre, VII, 1945, pp. 15-32 (testimonios sobre los acontecimientos de 1939-1942, proyectos); otras cartas (consejos, método a seguir), 1946, pp. 355-357 (precios y monedas), 1947, pp. 364-366. 2. T rabajos r e la c io n a d o s c o n l a h i s t o r ia r u r a l Y APARECIDOS FUERA DE LOS «ANNALES»

«Une haute terre: l’Oisans d’autrefois et d’aujourd’hul», en Revue de Synthése, 1930, pp. 71-78. «Le probléme des régimes agraires», en BuUetin de ['Instituí Franjáis de Sociologie, año 2,°, constituye el fase. 2, in-16.0, pp. 43-92. Exposición y discusión en la sesión del 12 de marzo de 1932 de las ideas contenidas en La historia rural francesa. «De la grande exploitation domaniale á la rente du sol: un probléme et un projet d’enquéte», comunicación a la sección VIII (Historia Económica y Social) del Congreso Internacional de Ciencias Históricas, Varsovia, agos* to 1933, en BuUetin of the Intern. Conmñtlee of Historical Sciences, 1933, pp. 122-126.

Liberté et servituáe personnelles au moyen age, particuliérement en France. Contribution a une étude des classes, Madrid, 1933 (extracto del Anuario de Historia del Derecho Español), in-8.°, 101 pp. Desarrollo de una comu­

nicación presentada, en mayo de 1932, en la Semana de Historia del De­ recho, de Madrid (Ch.-Edm. Perrin, 1934, pp. 274-277). «Que demander á l’histoire?», conferencia en la Sorbona, el 29 de enero de 1937,; ante los miembros del Centre Polytechnicien d’Études Économíques, publi­ cada en su Bulletin... X Crise, n.°35, febrero 1937, pp. 15-22 y 37-38, con conferencia relacionada de Maurice Halbwachs, «Le point de vue du sociologue», y «Observations» de Lacoin, todo bajo el título «Les méthodes en science économíque» (L. Febvre, 1937, pp. 403-404). «L’outillage rural», en Les Cahiers de Radio-Paris, año 9.°, n.° 5, 15 mayo 1938, pp. 442-447. «Les problémes du peuplement beauceron», comunicación presentada en la sesión del 23 de junio de 1938 de las Primeras Jornadas de Síntesis Histó­ rica (20-25 de junio de 1938) en el Centro Internacional de Síntesis, jor­ nadas dedicadas al poblamiento de Europa. Texto publicado en la Revue de Synthése, febrero 1939, pp. 62-73. Discusión de los días 23 y 24 de junio, pp. 73-77. Aspects économíques du régne de Louis XIV, curso en la Sorbona, 1938-1939, recogido por P. Heumann, multicopiado, in-4.°, 84 pp. En particular, car­ tografía señorial, p. 3, precios de los productos agrícolas, pp. 9-12, ingresos agrícolas, pp, 39-53, el señorío bajo Luís XIV, pp. 41-48, los terriers y la presión señorial, pp. 46-48, los propietarios burgueses y los campesinos, pp. 49-52, inversiones en tierras, p. 83. Introducción (pp. 1-10) del catálogo de la exposición de historia rural fran­ cesa Les travaux et les jours dans Vanctenne France, organizada para el IV.° Centenario de Olivier de Series, Bibliotheque Nationale, junío-septíembre, 1939. La société féodale, t. I: La formation des liens de dépendance, 1939, in-8.°, 472 pp., 4 gr. f.t.; t. II: Les classes et le gouvernement des hommes, 1940, in-8.°, 287 pp., 8 gr. f.t. (col. L’Évolution de rHumanité, n “ 34 y 34 bis, prólogos de Henri Berr, t. I, pp. vn-xxv, t. II, pp. v-xvn). Rñas. de L. Febvre, del tomo I, 1940, pp. 39-43, y del tomo II y general, 1941, pp. 125-130. En especial, en el tomo I, paisaje rural de la alta edad media, pp. 69-90, poblamiento escandinavo en Normandía, pp. 82-88, origen del señorío rural, sus conquistas, su lugar en eí régimen feudal, pp. 367-388, servidumbre, pp. 389-420, y nuevas formas del régimen señorial, a partir del siglo xn, pp. 421428. En el tomo II, origen de los señores, pp. 10-11, y distinción entre el ré­ gimen feudal y el régimen señorial, pp. 243, 253. Marc Bloch tenía que dar a la col. L’Évoludon de rHumanité dos volúmenes sobre la economía europea en la edad medía, en los que la vida rural habría ocupado un amplio lugar: n.° 43, Les origines de Véconomie européenne (Ve'XII* siécles), y n.° 44, De Véconomie urbaine et setgneuriale au capitalisme financier (X III‘-XV‘ siécles); han sido encontrados algunos fragmentos redac­ tados, que se han publicado en los Annales. Esos dos volúmenes serán susti-

tuídos por otros dos, uno de R. Bou truche sobre la agricultura y la vida rural y otro de R. Latouche sobre la economía urbana y comercial. Finalmente, Marc Bloch proyectaba, siempre en la misma colección, un volumen sobre La révo­ lution agricole y la agricultura moderna y contemporánea (n.° 83): será obra de M. Augé-Laribé, «The rise of dependent cultivatíon and seignioral institutions», capítulo VI de The Cambridge economic history of Europe /rom the decline of the Román empire, bajo la dirección de J. H. Clapham y Eileen Power, Cambridge, 1941, pp. 224-277, bibliografía, pp. 483-487. Se conserva un original mecanografiado de ese capítulo, en francés, pero presenta ¿Herencias bastante numerosas con respecto a la traducción inglesa, que debió ser hecha según las últimas modificaciones aportadas por Marc Bloch. Los extractos aquí reproducidos, en la medida de lo posible, han sido tomados del original francés y, en caso de divergencia, del texto inglés, que da la forma definitiva. Marc Bloch había fundado, en vísperas de la guerra, una colección de historia y de geografía agrarias, Le Paysan et la Terre (Gallxmard éditeur), inaugu­ rada por H. Labouret, Les paysans d’Afrique occidentales 1941 (L. Febvre, 1941, pp. 166*167). La dirige actualmente Charles Parain. Relacionados con la historia rural francesa han aparecido en ella dos volúmenes, los de A. Dauzat, 1941 (L. Febvre, 1941, pp. 179-181), y O. Festy, 1947. Ver la bibliografía complementaría. «Les transformations des techniques comme probléme de psychologíe collective», en Journal de Psychologíe Nórmale et Pathologique, 1948, pp. 104-115, discusión, pp. 116-119. Comunicación presentada eí 23 de junio de 1931 en la Jornada de Psicología y de Historia del Trabajo y de las Técnicas, orga­ nizada por la Société d’Études Psychologiques de Toulouse. Marc Bloch era entonces profesor de la Universidad de Clermont-Ferrand, que tuvo que abandonar poco después para ir a la de Montpellier. Métier d‘historien, escrito entre el 10 de mayo de 1931 y el 11 de marzo del 1942, edición a cargo de Lucien Febvre en 1949, x v ii + 111 pp-, se refiere a menudo a la historia rural. Han sido publicadas cartas de Marc Bloch, o largos extractos de ellas, en los Annales (véase más arriba) y por R, Boutruche en el Memorial de VUniversité de Strasbourg, 1939-1945, 1947, pp. 195-207. Tan ricas como las rese­ ñas, esas cartas, dirigidas a alumnos o corresponsales que solicitaban su opinión, abundan en críticas, reflexiones y consejos de método.

3. Los

PLANOS PARCELARIOS

Toda la obra de Marc Bloch dedicada a la historia rural muestra el constan­ te interés que atribuyó a los viejos planos parcelarios, fuente de primer orden; en La historia rural reprodujo algunos. Un estudio empezado desde ia fundación de los Annales en 1929 dio lugar a investigaciones cuyos resultados fueron pu-

blicados en esa revísta. Damosa continuación la lista cronológica de los artículos y notas de Marc Bloch sobre esos planos: «Les plans parcellaires» (el plan parcelario documento histórico, el catastro, ios planos señoriales), 1929, pp. 60-70; continuación de ese artículo (caso particular de Saboya y del condado de Niza, en el catastro del siglo xvm, catastro francés y su revisión, grandes líneas de la investigación futura), 1929, pp. 390-398; Inglaterra, según R, H. Tawney y H. Hall, 1929, pp. 229231; catastros antiguos de la Ardéchc, sin planos, según J. Régné, 1930, p. 410; «Les plans parcellaires: lavion au Service de l’histoire agraire. En Angleterre», según C. E. Curwen, 1930, pp. 557-558; «Une bonne nouvelle: l’enquéte sur les plans cadastraux frangais» (por iniciativa de R. Jouanne, archivero del Orne, investigación prescrita por circular del Ministerio de Instrucción Pública, el 30 de octubre de 1931, para buscar los planes ca­ tastrales por naturaleza de cultivos y los planes parcelarios), 1932, pp. 370371; «Le cadastre par natures de cultures», departamento del Norte, tras esa investigación, 1933, p. 152; investigación de la Direction des Archi­ ves: trabajos de J. Régné sobre los planes catastrales parcelarios de la Ardécbe, y de R. Jouanne sobre los orígenes del catastro del Orne y los planos por naturaleza de cultivos de ese departamento, 1933, pp. 374-375; Suecia, p. 375; catastro de Vienne, 1934, p. 74; planos catastrales conser­ vados en el Service Géographique de l’Armée, 1934, pp. 376-377; «Les plans parcellaires. Les terroirs du Nord au lendemain de la Révolution», 1935, pp. 39-40; «En Seine-et-Oise», 1935, pp. 40-41; «Une nouvelle image de nos terroirs: la mise au jour du cadastre», 1935, pp. 156-159; «Le cadastre en Maíne-et-Loire», según J. Levron, 1938, p. 183; «Les plans cadastraux de rancien régime», 1943, III, pp. 55-70. Inseparables de esos artículos son los que Marc Bloch solicitó y publicó en los Anuales sobre los planos parcelarios en países extranjeros: Alemania, por W. Vogel, 1929, pp. 225-229; Dinamarca, por S. Aakjaer, 1929, pp. 562-575; Checoslovaquia, por V. Cerny, 1930, pp. 243-245; Suecia, por J. Frodin, 1934. pp. 51-61. Añadir: A. Piganiol, sobre las fotografías aéreas en Argelia, 1930, p. 558, y rña. de A, Deléage, Les cadastres antiques jusqu’h Dtoclétien, El Cairo, 1934, 1936, pp. 184-186; F. Imberdís, Les plans cadastraux au Service de l'étude des voies de com m unication e t du développem ent urbain, sobre todo en Auvergne, 1932, pp. 368-370; G. Bourgin, sobre la investigación en los archivos, 1932, p. 387; A. Meynier, Les sources d ’erreur dans le cadastre jran$ais, 1933, pp. 150-151; R. Dauvergne, «Les anciens plans ruraux des colonies fran^aises», en Revue d'Histoire des Colomes, 1948, pp. 231-269.

4. Los

MATERIALES RECOGIDOS POR MARC BlOCH

Gracias a los desvelos de Lucien Febvre y Paul Étard, la documentación histórica acumulada por Marc Bloch le pudo llegar a Clermont-Ferrand a fina­ les de 1940, mientras que su biblioteca, en cambio, se la llevaban los ale-

manes, hasta el último folleto. A pesar de los repetidos saqueos, la mayor parte de esos materiales, de los manuscritos (en su mayoría publicados poste­ riormente) y de los cursos, se volvieron a encontrar en 1944, principalmente en su casa de Fougeres, en el Bourg-d’Hem (Creuse), de la que había tomado su seudónimo para los Mélanges. Las colecciones de materiales se conservan hoy en la biblioteca de la École Nórmale Supérieure, como emocionantes tes­ timonios del trabajo realizado por Marc Bloch, extraordinario y siempre tan perfectamente metódico. En esas colecciones, con numerosas subdivisiones, están clasificados con minucioso cuidado copias y extractos de documentos de archi­ vo, fichas bibliográficas, notas de lectura, recortes, artículos, folletos y foto­ grafías. Todo está numerado, con frecuentes referencias de colección a colec­ ción; la historia rural tiene el indicativo III6, y comprende treinta y seis co­ lecciones, III ‘1, «Historia de la vegetación y del paisaje», etc. Algunas son particularmente voluminosas: III *18, «Arado», por ejemplo. La amplitud de la colección III63, «Bosques», es tal que autoriza a preguntarse si Marc Bloch no proyectaba una historia forestal de Francia, en el marco de la historia rural. En ese material documental, de tan gran riqueza, se encuentran los elementos de los trabajos de Marc Bloch, y principalmente de La historia rural; pero, como dije más arriba, nada presenta en ellos el aspecto de una nueva redacción, ni siquiera fragmentaria, de ese volumen. 5. S obre M arc B l o c h y su obra

Principalmente: Lucien Febvre, «Marc Bloch fusillé...», en Mélanges, VI, «Marc Bloch historien», en Les Cahiers Volttiques, marzo 1945, l’histoire au martyre: Marc Bloch, 1866-1944», discurso pronun­ ciado en la Sorbona, el 26 de junio de 1945, en el curso de la ceremonia de conmemoración del martirio patriótico de Marc Bloch, VII, 1945, pp. 1-10, 1 retrato; «Marc Bloch. Témoignage sur la période 1939-1940, Extraits d’une correspondance intime», VII, 1945, pp. 15-32; «Marc Bloch et Strasbourg. Souvenirs d'une grande histoire», Memorial des années 1939-1945, 1941 (Publications de la Faculté des Lettres de i’Universíté de Strasbourg, fase. 103), pp, 171-189, y bibliografía de los libros y artículos fundamentales de Marc Bloch, pp. 190-193; «Mar Bloch et Strasbourg», en Combáis pour l’histoire, 1953, pp. 391-407; «Marc Bloch: dix ans apres», 1954, pp, 145-147; Georges Altman (Chabot), «Au temps de la clandestinite: notre “Narbonne” de la Résistance», I, 1945, pp. 11-14; H. Baulig, «Marc Bloch géographe», VIII, 1945, pp. 5-12; G. Fournier, «Un grand savant frangais martyr de la Resístante: Marc Bloch...», en Mémoires de la Société des Sciences Naturelles et Arcbéologiques de la Creuse, 1945, pp. 287-295; R. Boutruche, «Marc Bloch vu par ses éléves», en Memorial des années 1939-1945, de la Universidad de Estrasburgo, pp. 195-207, con largos extractos de cartas de Marc Bloch; G. Debien, «Marc Bloch and rural history», en Agrietútural History, julio 1947, pp. 187-189; Ch.-E. Perrin, «L’oeuvre historique de Marc Bloch», en Revue Historique, abril-junio 1948, pp, 161-188; Ph. Dollinger, «Notre maítre Marc Bloch», en Revue d’Histoire Économique et Sociale, 1948, pp. 109-126; J. Stengers, «Marc Bloch et rhistoire», en Annales, 1953, pp. 329-337. 1944, pp. 5-8; pp. 5-11; «De

Introducción ALGUNAS OBSERVACIONES DE MÉTODO

Muy mala jugada sería hacer recaer en unos amables anfitriones una responsabilidad cuyo peso sólo el autor debe soportar. Puedo decir, sin embargo, que si el Instituto para el Estudio Comparativo de las Civilizaciones, en el pasado otoño, no me hubiera honrado con pedirme algunas conferencias, este libro, probablemente, nunca ha­ bría sido escrito. Un historiador consciente de las dificultades de su oficio — el más penoso de todos, según Fustel de Coulanges— no se decide sin vacilaciones a seguir en algunos cientos de páginas una evolución extremadamente larga, oscura de por sí y, por añadidura, insuficientemente conocida. Yo he cedido a la tentación de presentar, a un público más amplio que el de mis benévolos oyentes de Oslo, algunas hipótesis que hasta el momento, por falta de tiempo, no he podido desarrollar con todo el aparato de pruebas necesario pero que, ya ahora, me parece que pueden proporcionar a los investiga­ dores útiles directrices de trabajo. Antes de entrar en lo vivo del tema, bueno será explicar brevemente con qué espíritu me he es­ forzado por tratarlo. Algunos de estos problemas de método, ade­ más, superan, con mucho, el alcance de mi pequeño libro. En eí desarrollo de una disciplina, hay momentos en que una síntesis, aún prematura en apariencia, resulta más útil que muchos trabajos de análisis; son momentos en que, dicho con otros térmi­ nos, importa sobre todo enunciar bien las cuestiones, más que, toda­ vía, tratar de resolverlas. La historia rural, en nuestro país, parece haber llegado a ese punto. Esa sumaria vista de conjunto que el

explorador se concede antes de entrar en las espesuras, tras de lo cual las visiones amplias se hacen imposibles, es todo cuanto yo he preten­ dido presentar. Nuestras ignorancias son grandes. Me he esforzado por no disimular ninguna, ni las lagunas de la investigación en ge­ neral ni las insuficiencias de mi propia documentación, basada, en parte, en una investigación de primera mano pero hecha, sobre todo, de sondeos.1 So pena, sin embargo, de hacer ilegible la exposición, yo no podía multiplicar los signos de interrogación tanto como en derecho habría sido necesario. Después de todo, ¿no debe siempre entenderse que en materia de ciencia toda afirmación no es más que hipótesis? El día en que estudios más profundos hayan hecho que mi ensayo quede totalmente caduco, si puedo creer que oponiendo a la verdad histórica conjeturas falsas la he ayudado a tomar conscien­ cia de sí misma, me consideraré plenamente recompensado por mis esfuerzos. Sólo los trabajos que, prudentemente, se limitan a un marco to­ pográfico restringido pueden dar a las soluciones definitivas los ne­ cesarios datos de hecho. Pero éstos difícilmente pueden plantear los grandes problemas. Son precisas, para ello, perspectivas más amplias, en las que los relieves fundamentales no corran para nada el riesgo de perderse en la confusa masa de accidentes menudos. Incluso un horizonte que se extienda a una nación entera es a veces insuficiente. ¿Cómo captar en su singularidad, sin una previa mirada sobre Fran­ cia, los desarrollos particulares de las diversas regiones? A su vez, el movimiento francés no toma verdadero sentido más que cuando ha sido ya planteado en el plano europeo. No se trata de asimilar por la fuerza sino, por el contrario, de distinguir; no se trata de cons­ truir, como en el juego de las fotografías superpuestas, una imagen falsamente general, convencional y borrosa, sino de destacar, por contraste, al mismo tiempo que los caracteres comunes, las origina­ lidades. Así pues el presente estudio, dedicado a una de las corrien­ tes de nuestra historia nacional, no por ello va menos ligado a esas investigaciones comparativas que en otro lugar me he esforzado por definir y por las que el Instituto que me ha concedido hospitalidad ha hecho ya tanto. 1. Señalaré de paso que no he podido dar, ni con mucho, todas las pre­ cisiones numéricas que habría deseado, especialmente en lo que se refiere a las dimensiones de parcelas: para el estudio de las medidas antiguas son casi inexistentes los instrumentos de investigación.

Pero las simplificaciones que implicaba la forma misma de la exposición han traído consigo ciertas deformaciones que por simple honradez hay que señalar. «Historia rural francesa»: esas palabras parecen muy sencillas. Si se miran de cerca, en cambio, suscitan mu­ chas dificultades. Por su estructura agraria profunda las diversas re-J giones que constituyen la Francia de hoy se oponen y sobre todo se oponían entre sí mucho más fuertemente que cada una, tomada apar­ te, a otras tierras de más allá de las fronteras políticas. Poco a poco, es cierto, por encima de esas diferencias fundamentales, se fue constituyendo lo que puede llamarse una sociedad rural francesa, aunque ello tuviera lugar lentamente y pasando por la absorción de diversas sociedades o fragmentos de sociedades que primitivamente pertenecían a mundos exteriores. Considerar «franceses» datos re­ ferentes, por ejemplo, al siglo ix o, si son de Provenza, al xm , sería un puro absurdo sí no hubiera de entenderse desde el principio que ese modo de hablar viene a querer decir, simplemente, que el cono­ cimiento de esos fenómenos antiguos, tomados de medios diversos, resulta indispensable para el conocimiento de la Francia moderna y contemporánea, surgida, generación por generación, de las diversi­ dades primitivas. En surr», la definición se toma en el final, más que en los orígenes o en el curso mismo del desarrollo: convención admisible, sin duda, siempre y cuando no se ignore a sí misma. La Francia rural es una tierra grande y compleja, que reúne den­ tro de sus fronteras y bajo una misma tonalidad social los tenaces vestigios de civilizaciones agrarias opuestas. Los campos largos y sin cercar en torno a los grandes pueblos de Lorena, los cercados y al­ deas de Bretaña, los pueblos de Provenza, semejantes a acrópolis antiguas, y las parcelas irregulares del Languedoc y del Berry, esas imágenes tan diferentes, que cada uno de nosotros, cerrando los ojos, puede ver formarse ante la mirada del pensamiento, no hacen más que expresar contrastes humanos muy profundos. Yo me he esforzado por hacer justicia a esas desemejanzas, como a muchas otras. No obstante, las necesidades de una exposición por fuerza bastante breve, y el deseo también de poner el acento, ante todo, sobre algunos grandes fenómenos comunes, demasiado a menudo dejados en la sombra y cuyos matices locales deberá señalar el tra­ bajo de otros, me han obligado en diversas ocasiones a insistir me­ nos en lo particular que en lo general. El principal inconveniente de este principio es el de haber enmascarado en cierta medida la im-

portancia de los factores geográficos, pues las condiciones impuestas a la actividad humana por la naturaleza física, si bien difícilmente parece que puedan explicar los rasgos fundamentales de nuestra his­ toria rural, vuelven a tomar toda su importancia cuando se trata de dar cuenta de las diferencias entre las regiones. Hay ahí algo de mu­ cho peso por corregir, lo que no dejarán de hacer, algún día, estu­ dios más avanzados. La historia es, ante todo, la ciencia de un cambio. En el examen de los diversos problemas yo he hecho todo lo que he podido por no perder nunca de vista esa verdad. No obstante me ha ocurrido, en especial respecto a los regímenes de explotación, tener que aclarar un pasado muy lejano a la luz de tiempos mucho más próximos a nosotros. «Para conocer el presente», decía Durkheim, al principio de un curso sobre la familia, «hay primero que apartarse de él». De acuerdo. Pero hay también casos en que, para interpretar el pasado es, primero, hacia el presente, o por lo menos hacía un pasado muy próximo al presente, hacia donde hay que mirar. Ese es, en particu­ lar, por razones que vamos a ver, el método que el estado de la do­ cumentación impone a los estudios agrarios. La vida agraria de Francia aparece a la plena luz de la historia a partir del siglo xvm . No antes. Hasta entonces los escritores, salvo algunos especialistas preocupados únicamente por dar recomendacio­ nes prácticas, apenas se habían ocupado de ella; los administradores tampoco. Apenas algunas obras jurídicas o algunas costumbres (coutumes) redactadas dan datos sobre las principales reglas de explotación, como la abertura de heredades (vaine páture). Indudablemente, no es en absoluto imposible, más adelante lo veremos, extraer de los docu­ mentos antiguos muchas indicaciones preciosas, Pero es con la con­ dición de saberlas descubrir. Ahora bien, para eso, es indispensable una primera visión de conjunto: es lo único que puede sugerir las líneas generales de la investigación. Con anterioridad al siglo x vm , es imposible procurarse ese espectáculo. Y es que los hombres están hechos de tal manera que apenas si perciben más que lo que cambia, y bruscamente. Durante largos siglos los usos agrarios habían pa­ recido casi inmutables, porque de hecho se modificaban poco y, cuando evolucionaban, era ordinariamente sin cambios bruscos. En el siglo x vm , técnicas y reglas de explotación entraron en un ciclo

de transformación mucho más rápido. Es más: se las quiso transfor­ mar. Los agrónomos describieron las viejas rutinas, para combatir­ las. Los administradores, a fin de medir la amplitud de las reformas posibles, se informaron sobre el estado del país. Las tres grandes en­ cuestas suscitadas de 1766 a 1787 por el problema de la abertura de heredades y de los cercados dan una vasta imagen sin equivalente hasta entonces. No son más que el primer eslabón de una larga ca­ dena que se continuará en el siglo siguiente. Junto a los escritos, y casi tan necesarios como éstos, están los mapas, que ponen ante nuestros ojos la anatomía de las tierras de cultivo parceladas. Los más antiguos se remontan un poco más atrás, hasta el reinado de Luis XIV. Pero esos bellos planos, en su mayor parte de origen señorial, no empiezan a aparecer en número abun­ dante hasta el siglo xvm . Además, hay entre ellos buen número de lagunas, locales e incluso regionales. Para conocer en toda su am­ plitud la configuración de los campos franceses hay que acercarse hasta el catastro del Primer Imperio y de la monarquía censitaria, realizado en plena revolución agrícola pero antes de la terminación de ésta.2 Es en esos documentos, de época relativamente próxima, donde la historia agraria — entiendo con ello el estudio tanto de la técnica como de las costumbres rurales que, más o menos estrechamente, reglamentaban la actividad de los explotadores— encuentra su pun­ to de partida obligado. Un ejemplo dará a entender, mejor que lar­ gas consideraciones, la necesidad de semejante proceder. Hacia 1885, uno de los estudiosos a los que más debe la historia rural inglesa, Frederick Seebohm, preocupado por el estudio del ré­ gimen que más tarde encontraremos bajo la denominación de régi­ men de campos abiertos y alargados, escribió a Fustel de Coulanges, a quien le aproximaban muchas concepciones comunes sobre el ori­ gen de las civilizaciones europeas, para preguntarle si ese tipo agra­ rio, del que en Gran Bretaña había claros testimonios, había existido en alguna medida en nuestro país. Fustel respondió que no había re­ conocido huella alguna de él.3 No es en absoluto faltar a su gran 2. Sobre las encuestas del siglo xvnr, que en adelante serán citadas bas­ tante a menudo, ver Anuales d’Histoire Économique, 1930, p. 551; sobre los planos, ibid., pp. 60 y 390. 3. F. Seebohm, «French peasant proprieíorshlp», en The Economic Journal, 1891.

memoria recordar que no era de aquéllos para quienes el mundo exterior existe intensamente. Es cosa segura que no debió mirar nunca con gran atención las tierras de labor de tan singular forma que, en todo el norte y el este de Francia, sugieren imperiosamente el recuerdo del open-jield inglés. Sin particular afición por la agro­ nomía, las discusiones sobre la abertura de heredades que, en el momento mismo en que recibía la carta de Seebohm, tenía lugar en las Cámaras, le habían dejado indiferente. Para proporcionar infor­ mación a su corresponsal no había consultado más que textos, y muy antiguos. Pero los conocía admirablemente. ¿Cómo es que no le re­ velaron nada sobre fenómenos de los que, sin embargo, pueden dar testimonios bastante claros? Maitland, en un día de injusticia, le acu­ só de haber cerrado los ojos voluntariamente, por prejuicio nacional, ¿Pero son, por lo tanto, forzosamente germánicos, los campos alar­ gados? La verdadera explicación está en otra parte. Fustel no había considerado más que los documentos en sí mismos, sin aclararlos mediante el estudio de un pasado más próximo. Apasionado, como tantas mentes elevadas lo estaban entonces, por las cuestiones de orígenes, permaneció siempre fiel a un sistema estrechamente crono­ lógico que, paso a paso, le conducía de lo más antiguo a lo más reciente. O, por lo menos, no practicaba el método inverso más que inconscientemente y porque, quiérase o no, en cierto modo, siempre acaba por imponérsele al historiador. ¿No es inevitable que, ordina­ riamente, los hechos más remotos sean al mismo tiempo los más oscuros?; y así, ¿cómo escapar a la necesidad de ir de lo mejor a lo peor conocido? Cuando Fustel buscaba las raíces lejanas del ré­ gimen llamado «feudal», preciso era que tuviera en la mente una imagen cuando menos provisional de esas instituciones en el mo­ mento de su pleno desarrollo, y es lícito preguntarse si no hubiera hecho mejor, antes de sumergirse en el misterio de sus principios, precisando los rasgos de la imagen terminada. El historiador es siem­ pre esclavo de sus documentos, y más que ninguno lo es el que se dedica a los estudios agrarios; so pena de no poder descifrar el jero­ glífico del pasado, necesita, casi siempre, leer la historia al revés. Pero esa comprensión inversa al orden natural tiene sus peligros, que es importante definir claramente. Quien ve la trampa corre me­ nos el riesgo de caer en ella. Los documentos recientes despiertan curiosidades. Los textos an­ tiguos están lejos de dejarlas siempre insatisfechas. Conveniente-

mente interrogados, dan mucho más de io que en un principio se hubiera uno -atrevido a esperar de ellos; así ocurre especialmente con. esos testimonios de la práctica jurídica, esos íailos de tribunales y esas actas de procesos cuyo estudio, desgraciadamente, en el estJa&sx actual de nuestro equipo científico, está tan mal preparado. De to­ dos modos, están lejos de responder a todas las preguntas. De ahí la tentación de sacar de las manifestaciones de esos testigos recal­ citrantes conclusiones mucho más precisas de lo que en derecho se­ ría legítimo; ello da lugar a desviaciones de interpretación de las que fácilmente podría darse una divertida muestra. Pero hay cosas peores. En 1856 Wilhelm Maurer escribía: «La más rápida ojeada que se pase por los condados de la Inglaterra actual muestra que la explotación por unidades aisladas es con mucho la más extendida [... ] Este estado de cosas, observado en nuestros días, permite concluir con seguridad para la época antigua» — se trataba del período anglosajón— «en la existencia de un poblamiento por unidades habitadas aisladas». Se olvidaba nada menos que de la revolución de los «cercamientos», profunda brecha abierta entre el pasado rural de Inglaterra y su presente. Las «unidades de explota­ ción aisladas» habían nacido, en su mayoría, de reuniones y despo­ sesiones de parcelas infinitamente posteriores a la llegada de Hengist y Horsa. La falta, en ese caso, es difícilmente perdonable, porque se trata de un cambio relativamente reciente, fácil de conocer y de medir. Pero es en el principio mismo del razonamiento donde reside el verdadero peligro, pues, si no se pone cuidado, puede llevar con­ sigo muchos otros errores, considerablemente más difíciles de des­ velar. Con demasiada frecuencia a un método en sí razonable se une un postulado que es, en cambio, totalmente arbitrario: la inmuta­ bilidad de los usos agrarios antiguos. La verdad es muy otra. Desde luego, protegidas por las dificultades materiales que se oponían a su transformación, por el estado de una economía de reacciones más lentas y por el tradicionalismo ambiente, las regias de explotación se transformaban antaño mucho menos que hoy. Además, los docu­ mentos que nos informan sobre sus modificaciones antiguas son ge­ neralmente muy pobres y muy poco explícitos. Esas regias, sin em­ bargo, como veremos a lo largo de la exposición, estaban muy lejos de poder pretender cualquier ilusoria perennidad. En unos casos una brusca ruptura en la existencia del pueblo — devastación, repoblamiento después de una guerra— obligaba a trazar de nuevo los

surcos según un nuevo plan; en otros, como en Provenza en los tiem­ pos modernos, la comunidad decidía cambiar, de repente, la cos­ tumbre ancestral; más a menudo aún, tenía lugar una desviación casi insensible y quizás involuntaria del orden primitivo. Verdadera­ mente, no miente en nada la bella frase romántica con que Meitzen expresó un sentimiento, casi punzante, familiar a todos los investiga­ dores que han dedicado a las antigüedades agrarias parte de sus vidas: «En cada pueblo, nuestros pasos discurren entre ruinas de la prehistoria, más viejas que los novelescos restos de los burgos y que las caídas murallas de las ciudades». En más de un paraje de campos de cultivo, efectivamente, Ja configuración de las parcelas supera en antigüedad, con mucho, a las más venerables piedras. Pero esos vestigios, precisamente, no han sido nunca, estrictamente hablando, «ruinas»; se parecen más bien a esos edificios formados por super­ posición, de estructura arcaica y que los siglos, sin dejar nunca de hacer nido en ellos, han ido remodelando uno tras otro. Es por eso por lo que casi nunca han llegado a nosotros en estado puro. La ves­ timenta del pueblo es muy vieja, pero muy a menudo se le han hecho remiendos. Si, por prejuicio, hay un desdén o una negativa a buscar esas variaciones, lo que se hace es negar la vida misma, que no es más que movimiento. Sigamos, ya que es necesario, la línea de los tiempos en sentido inverso; pero que sea etapa tras etapa, atentos siempre a percibir con el dedo las irregularidades y las variaciones de la curva y sin querer pasar de un salto — como demasiado a me­ nudo se ha hecho— del siglo x vm a la piedra pulimentada. En el pasado próximo, el método regresivo, sanamente practicado, no tiene bastante con una fotografía que bastara proyectar, siempre igual a sí misma, para obtener la imagen inmóvil de edades cada vez más le­ janas; lo que pretende captar es la imagen última de una película que luego se esforzará por recorrer hacia atrás, resignado a descubrir en ella más de un corte, pero decidido a respetar su movilidad. Estrasburgo, 10 de julio de 1930.

SUPLEMENTO A LA INTRODUCCIÓN

M é t o d o (p p .

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Análisis y síntesis «Que, tanto en el orden intelectual como en el de la práctica, el des­ pertar de las curiosidades tiene su origen casi siempre en una especie de ambiente colectivo, es cosa que la historia de nuestros estudios, incluso sin llegar a la historia sin más determinaciones, bastaría para enseñárnoslo. De repente parece que sale de la sombra una categoría de fenómenos, para imponerse a ios esfuerzos convergentes de los trabajadores. Así se ha visto cómo ei análisis de las parcelaciones de tierras de cultivo, desdeñado du­ rante largo tiempo, ha conquistado en algunos años un lugar de primer orden entre las preocupaciones de los investigadores franceses.» Refirién­ dose a R, Dion, Es sai sur la formation du paysage rural \ranqais (1936, p, 256). Las síntesís y revisiones son periódicamente necesarias. Es de ala­ bar ja tentativa de R. Dion: «Nada más útil, con sus riesgos valiente­ mente aceptados, que semejantes esfuerzos de síntesis. Quienquiera que haya practicado el análisis de las parcelaciones de tierras de cultivo sabe que éste vive de comparaciones; las monografías de detalle le son indis­ pensables, pero ese trabajo ai microscopio, si no se viera sin cesar dirigido desde arriba, pronto llevaría las investigaciones a la asfixia» (1936, p. 256). Hay que equilibrar análisis y síntesis. Marc Bloch, efectivamente, critica el «gusto por lo infinitamente pe­ queño». Un estudio sobre la evolución del «paisaje humano» en el Schleswig es «extremadamente minucioso, desde luego demasiado minu­ cioso para que aparezcan con mucha claridad las grandes líneas de la curva, lo único que podría tener importancia para la historia europea. El microscopio es un maravilloso instrumento de investigación, pero un mon­ tón de cortes microscópicos no constituyen una obra de ciencia» (1932, p. 505). La historia rural debe también desconfiar, cuando los documentos son abundantes, «de cierto exceso de detalles. Grave peligro; la historia económica de las épocas más próximas a nosotros, si se negara a escoger entre lo importante y lo accesorio, correría un gran riesgo de asestarse a sí misma un golpe mortal» (II, 1942, p. 110). Pero las monografías precisas son la base fundamental de la historia rural. Cuando Marc Bloch ve un análisis de parcelaciones de tierras de cultivo —en este caso de la zona de Birkenfeld, en Renania— «apoyado en un conocimiento muy preciso de la realidad local, presentado con claridad y utilizando ingeniosos v

abundantes croquis», lo cita como ejemplo: «Para ia comprensión de las sociedades campesinas, esa ciencia, de tono modesto y sencillo y sin em­ bargo muy bien informada cié ios problemas más generales, aporta mucho más que tantas y tantas audaces construciones» U937, pp. 606-607). Un trabajo muy discutible en sus conclusiones le mueve a escribir: «Querría­ mos estar seguros de que todas estas fragües hipótesis no nos fueran a ser presentadas dentro üe poco por ia historiografía como certidumbres; des­ graciadamente, algunas veces se producen semejantes metamorfosis» (193f, p. 463). A propósito del manor inglés y de sus particularidades locales, hay que señalar con vigor las «principales direcciones de investigación» con «una mirada dirigida a la historia del continente». «Ei problema "manorial" —o, por decir mejor, señorial—, después de todo, no es específicamente inglés. En cuanto a las razones que explican la infinita variedad de tipos locales —dominados, por otra parte, por algunos grandes caracteres co­ munes muy simples—, se encuentran en toda Europa occidental y cen­ tral Nada mejor que reconstruir poco a poco, con la ayuda de mil pequeños rasgos, tomados de una realidad maravillosamente diversa, una imagen de conjunto más exacta, y por tanto más matizada; es la ambición de toda investigación cien tilica, f-'ero a esa meta ideal — ¿habrá que recor­ darlo?— la investigación no puede aproximarse más que con una condi­ ción: seguir antes el camino inverso; antes de ir de io particular a lo general, pedir a una amplia visión de conjunto los medios para clasificar e interpretar los pequeños accidentes del paisaje» (1931, p. 260). Hablando de ios trabajos de K. Dion sobre ios regímenes agrarios: «Así, en lo esencial del método, hay entre Dion y yo un completo acuerdo. Está la preocupación de unir ai anáfisis de los factores geográficos, que es con seguridad indispensable, ei vivificador estudio de las reacciones huma­ nas, que son infinitamente diversas y presentan “discordancias" respecto al medio natural a menudo más ricas de enseñanzas que la tan traída y lle­ vada "armonía", en muchos casos tardía, sobre la que los geógrafos gusta­ ban en otro tiempo de llamar la atención por encima de todo; está también la necesidad de seguir buscando, sin tregua, a la vez profundizando ia bús­ queda y extendiéndola cada vez más a través de las civilizaciones: es ia lección misma que nos ofrecen sus trabajos. Es también la que debe inspi­ rar a todos» (1941, p. 124). Plantear los problemas Esas investigaciones de ámbito localizado, efectivamente, deben «partir de un cuestionario más exactamente al corriente de los grandes problemas

generales de la historia rural» (II, 1942, p. 109). Plantear problemas, ésa es nara Marc Bloch la base de toda investigación histórica. «Ya Fuste! afir­ maba que la historia, bien entendida, no es más que una sucesión de "problemas”. Y ciuien dice problemas dice, por lo mismo, elección entre, los datos que, de forma confusa, pronone lo real, y dice también suficíénte amplitud de horizontes» (1941, p. 163). A propósito de los "registros catas­ trales" (compotx) del Larmuedoc: «Hay, es seguro, problemas, y es ya un tiran mérito haberlo descubierto» (1939, p. 453). No hay que acumular las fichas sin ver o plantear los «grandes problemas de fondo» o planteándolos «por un cauce demasiado estrecho» (1937, p. 84). «Enunciar, con toda la claridad deseable, los princínales problemas, y sugerir discretamente algunas hipótesis de trabajo: por modestos que puedan parecer esos resul­ tados, el historiador de los orígenes señoriales no puede, en la hora actual, proponerse otros más brillantes.» Y llegando a ser necesario en tal caso eí método regresivo, «semejante método de exposición tendrá sin duda el inconveniente de una gran lentitud [...] Por lo menos seguirá con bas­ tante fidelidad las líneas mismas de la investigación, y, después de todo, quizá no sea siempre un mal medio de interesar al lector ligarlo a los tanteos del laboratorio» (Cambridge economic history, n. 227). Es, pues, obligado «dirigir, escoger», «dirigir [...] antes de publi­ car» (II, 1942, pp, 109-110). «Cualesquiera aue sean la paciencia y la seguridad del investigador, no hay buen trabaio sin un cuestionario, me­ tódicamente elaborado. Ni tnmnoco buen cuestionario sin un conocimien­ to serio de los grandes problemas planteados ñor una historiografía que desde luego no existe más que para ser superada, pero que no puede serlo más que con la condición de que su aportación sea debidamente considerada» (1937, p, 396). El mejor elogio que pueda hacerse de un trabajo histórico es eí de que da una «dirección de investigaciones [...1 fecundas» (IV. 1943. n. 86). El mérito délas Jornadas de Síntesis de 1938, por ejemplo, consistió ante todo en las «direcciones de investigación que fueron sugeridas» (1939, p. 441). «Es siempre legítimo dejar sin resolver un problema de relaciones; no lo es callarlo, cuando la realidad misma lo plantea» (III, 1943, p. 95). «Hay, creo yo, en toda disciplina, problemas a la vez irritantes v seduc­ tores. El investigador se impacienta por no saber cómo clasificar los datos, y se da cuenta al mismo tiempo de que la solución, si lograra des­ cubrirla, pondría en sus manos la clave de muchos otros enigmas. Entre las diversas formas de tenencia existentes en la edad media, tal es el caso especialmente de la valvasorfa (vavassorerie) normanda» (II, 1942, p. 104). A menudo no se observan más que «hechos negativos»: ¿por qué, por ejemplo, Laxton, en el Nottinghamshire, permaneció al margen del régi­ men de las enclosures, generalizado en el campo inglés en el siglo xvm?

En esa ocasión, Marc Bloch recuerda: «no hay, en la historia, nada más difícil de explicar que un hecho negativo» (1941, p. 118). Colaboración entre las disciplinas Marc Bloch se alzó constantemente en contra de la compartí mentación de disciplinas. «Así, antes de ser historiadores de tal o cual rama, somos simple­ mente historiadores» {1932, p. 316). «En esto nos alineamos de buena gana con la banda de quebraníadores de cercados» (III, 1943, p, 115). «No existe, en el mundo, obra completa alguna. Lo esencial es abrir ca­ minos [...] Los Anuales, mientras vivan, [...] continuarán luchando contra la nefasta compartimentación de Jas ciencias humanas» (1941, p. 33). Hablando de un estudio sobre la cría del cordero en el Mosa desde prin­ cipios del siglo xix, Marc Bloch ataca «las reglas de severo conformismo que, en otro tiempo, llevaron a la Bibliograpbie des travaux publiés par les sociétés savantes a rechazar irremediablemente, por ajenos a la dignidad de la historia, tantos artículos del mismo orden [...] Mirándolo bien, en cambio, tenemos ahí una materia histórica singularmente más rica que la de más de un estudio erudito del tipo preferido por la Bibliograpbie» (III, 1943, p. 112). Por el contrario, la «consigna» debe ser «la alianza de las disciplinas» (1938, pp. 53, 81; II, 19-12, p, 80). Los «misterios» no pueden aclararse más que «por el trabajo en común de muchas de las disciplinas» (1936, p. 271). «Sin una colaboración cada vez más estrecha entre los diversos procedimientos de investigación no hay salvación para los estudios huma­ nos. Digamos más bien —pues cada trabajador, tomado por separado, no dispone nunca más que de una ciencia limitada y de una sola vida— : son los propios investigadores, dotados todos con sus armas propias, pero habituados a reflexionar en común sobre los fines comúnmente perse­ guidos y, sobre todo, resueltos a ahorrarse la vergüenza de la mutua ignorancia, quienes deben darse el alma de un equipo» (1932, p. 493). «Me parece indispensable pedir a los especialistas que, en cuanto aban­ donen, precisamente, su ámbito particular, recurran a las opiniones de otros especialistas, debidamente cualificados» (1938, p. 81). Respecto a los congresos, se recuerda «ese principio de colaboración dirigida en el cual vemos el alma misma de toda reunión científica» (1939, p, 441). Sobre esa constante preocupación de Marc Bloch de ver resuelto el «enig­ ma de los regímenes agrarios» a través de la alianza que debe existir en­ tre la historia, la geografía, la tecnología, la arqueología, la prehistoria, la toponimia, la lingüística, la etnografía, la sociología y la psicología colectiva, H. Baulíg, V III, 1945, pp. 11-12; L. Febvre, 1946, p, 371.

Pasado, presente y evolución «Para comprender el presente, conviene a menudo mirar antes hacia el pasado» (1931, p. 74). El historiador debe tener «la imperiosa sensa­ ción del cambio» y debe recordar el pensamiento de «nuestro gran Michelet»: "Quien quiere ceñirse al presente, a lo actual, no entenderá lo actual" (Bulletin du Centre Polytecbnicien d'Études Économiques. X Crise, n.° 35, febrero 1937, pp. 18 y 20). Acerca de los trabajos de H. Cavaílles sobre la vida de pastoreo en los Pirineos: «Cavaillés [...] ha sen­ tido [...] muy vivamente la solidaridad del presente con el pasado. Leyendo esas páginas tan ricas de particularidades significativas de las costumbres y la estructura social, uno da en reflexionar sobre la infinita diversidad del país que llamamos nuestro, tan unido sin embargo, y da en decir, una vez más, que no habrá más verdadera historia de Francia que aquella en que se vea hacer justicia a esas profundas variedades regio­ nales» (1932, p. 498). Sin «trazado de la evolución», se hace «imposible una verdadera explicación», por ejemplo, del reparto de la propiedad, de los problemas del paisaje con cercados de seto vivo o de los «hechos de hábitat, cuya interpretación supondría una investigación que se remon­ tara muy atrás en la línea de los tiempos, con ayuda de una concertada alianza de disciplinas». Hay que sentir, «con toda la fuerza que se quiera, cuánto peso tiene aún el pasado en estos campos» (II, 1942, pp. 79-80). Ningún estudio de la vida rural puede dejar en Ja sombra «la evolución de la estructura social, tan estrechamente ligada a la evolución propia­ mente agraria», y no puede por tanto desdeñar el señorío, las clases socia­ les o las «vicisitudes del grupo familiar» (III, 1943, p. 94). Eí libro del P. Chaume, Les origines du duché de Bourbogne, 2.a par­ te («Géographíe historique», fase. 3), «saca a la luz, con los rasgos per­ manentes que imponen el medio natural o las tradiciones humanas, pres­ tas a la reviviscencia, la móvil agilidad de esa antigua "geografía histó­ rica" que a veces se nos presenta como inmutablemente determinada por las fatalidades del suelo. Invitación, una vez más, a los historiadores : L

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Precisiones numéricas Aparentemente, las cifras son en la historia rural, como en los demás ámbitos, un elemento maravilloso, indiscutible, de conocimiento. En rea­ lidad, los datos numéricos faltan a menudo, y, sobre todo, cuando existen, su utilización es muy delicada. El emplearlos torpemente da lugar a graves errores y hace nacer peligrosas ilusiones: «¿Hemos quedado escarmenta­ dos tan a menudo, en materia de estadística histórica!» (1931, p. 463). Respecto a la historia de ios precios, ver cap. 4. Marc Bloch llamó espe­ cialmente la atención sobre «el empleo y la interpretación de los datos estadísticos». Hay que «someterlos a crítica [...] ias estadísticas agrícolas, en particular, están lejos de merecer ciega conñanza». Mapas, númerosíndice y gráficos son «los únicos procedimientos de expresión estadística capaces de hacer visibles a los ojos y a la mente resultados que sin ello serían muy difíciles de sopesar» (1933, p, 493). Crítica de las estadísticas agrícolas oficíales francesas, por R. Musset, 1933, pp. 285-291. Historia rural regional e historia local «Que las monografías regionales, apoyadas en una sólida erudición ali­ mentada por una amplia cultura histórica, son lo único que puede resti­ tuirnos poco a poco, en su viva diversidad, la imagen de la vieja sociedad francesa —o, por decir mejor, de la sociedad francesa de todos los tiem­ pos, tanto presente como pasada—, es esa una verdad cuya evidencia se impone a todos los historiadores con mayor fuerza que ninguna otra» (1932, p. 73; 1935, p. 332). «Un estudio de historia rural puede tener dos tipos de marcos: un señorío o una región. Uno y otro procedimiento tienen naturalmente sus ventajas y sus inconvenientes. Si estudia usted un señorío, sus documentos estarán ya en buena parte reunidos (en buena parte solamente, pues naturalmente hay que echar una ojeada a los archi­ vos vecinos, ver en París los documentos reales [...] Además, situándose en el centro mismo de la explotación, determinará más fácilmente ios principios, las vicisitudes, el papel de la historia financiera [...] Pero hay un gran inconveniente: los documentos no le dan de la vida rural más que una imagen bastante fragmentaria, y a veces engañosa, y difícil­ mente le permiten captar los fenómenos masivos. Además, le falta la unidad geográfica, tan necesaria para todo estudio de historia agraria. En general, las posesiones de un gran señorío —y son casi las únicas que pue­ den tomarse— están dispersas entre diversas regiones naturales muy dife­ rentes. Yo preferiría, pues, verle escoger un estudio de orden regional [...] Los documentos están más dispersos, es más difícil apreciar por adelanta-

do su amplitud pero, por regla general, serán más abundantes y su estu­ dio correrá el riesgo de llevarle un poco más lejos de lo que haya pensado al principio {...] Hay que limitarse, pues, a un marco que no sea dema­ siado amplio. Sus fronteras serán difíciles de determinar. Es absurdo afe­ rrarse a fronteras administrativas tomadas de la vida presente, y no lo es mucho menos utilizar las fronteras administrativas del pasado, como por ejemplo, al modo de ciertos eruditos, las de las circunscripciones ecle­ siásticas Es preciso que la zona escogida tenga una unidad real; no es necesario que tenga fronteras naturales de esas que no existen más que en la imaginación de los cartógrafos de la vieja escuela Será esencial abordar ese estudio con los elementos de un cuestionario que plantear a los documentos» (carta del 31 de octubre de 1930 a R. Boutruche, Memorial Strasbourg, pp. 202-203). Marc Bioch pensaba que «sólo la colaboración de numerosos trabaja­ dores provinciales podía permitir elaborar, poco a poco, la historia de nuestros campos» (III, 1943, pp. 110-111). Analizando algunas recientes historias de pueblos, escribe que hay que «seguir con simpatía la gran labor de minuciosos estudios que, sin ruido, se van llevando a cabo en nuestras provincias [...] Todos nosotros, los historiadores de oficio, de­ dicados generalmente a investigaciones de más amplio radio, tenemos gran necesidad de esos pacientes roturadores». La historia local puede así defi­ nirse como «una cuestión de historia general planteada a los testimonios que proporciona un campo de experiencias restringido». Marc Bíoch ad­ mite perfectamente que los autores de historias de pueblos, por «piadoso sentimiento de fidelidad hacia la tierra y los antepasados» y para «instruc­ ción de los habitantes actuales», «retengan con gusto gran número de anécdotas que, vistas desde más lejos, puede parecer que tienen una sig­ nificación mediocre, y se empeñen en no desdeñar ninguna de las glorias de la tierra chica». «El historiador profesional que, apresurado por reco­ ger hechos directamente utilízables para su propio trabajo, manifestara algún mal humor ante la acumulación de detalles a su entender ociosos, daría prueba simplemente de una gran falta de inteligencia respecto a un esfuerzo muy propicio, por el contrario, por los lazos que hace sentir entre el pasado y el presente, a servir a la compresión histórica» (1933, p. 472). Pero el historiador puede a menudo formular legítimamente otros re­ proches a ciertos estudios de historia local: «Demasiada historia general, tomada de manuales no siempre recomendables, y demasiada poca historia particular, tomada de fuentes originales» {1930, p, 96). Y a la inversa, hay estudios concienzudos, que dan documentos originales, y que en cambio no tienen el alcance deseado, «por falta de método, [...] por falta de un conocimiento lo bastante completo de los libros y los instrumentos de trabajo, por falta de una orientación de investigaciones suficientemente

precisa» (1934, p. 322) y por ignorancia de obras en las que los autores habrían encontrado «tantos instructivos elementos de comparación» pro­ cedentes de otras regiones (III, 1943, pp. 111-112). «A decir verdad, pensar por problemas es quizá lo que más les falta a esos eruditos, tan dignos por lo demás de una profunda estimación [...] Es natural, es sano que sus libros abunden en detalles cuyo interés es únicamente local, pues es por ahí por donde, en esos grupos pequeños, se mantiene el sentido del pasado [...] No obstante, para comprender y hacer comprender la más particular de las evoluciones, no hay mejor medio que mirarla desde arriba y plantearle cuestiones cuyo enunciado debería tomarse de estudios más generales, Falta saber si esos estudios proporcionan siempre el cues­ tionario que sería necesario» (1936, pp. 593-594). La misma idea en una carta del 21 de diciembre de 1933 a R. Boutruche (Memorial Strasbourg, p. 204), Recordemos J. Levron, Comment préparer une étude dJhistoire comtnunale, 1941 (P. Leuilliot, VI, 1944, pp. 105-106). Siguiendo el mal ejemplo dado por tantos de esos «estudios generales», el sorprendente olvido de la agricultura real, de las rotaciones de cultivos y de las técnicas agrícolas es «particularmente frecuente en una categoría especial de escritores: esos historiadores no profesionales que [...] se proponen explicar el pasado de su pueblo natal o de su comarca; muchos de ellos, no obstante, directamente ligados a la vida de los campos, tienen un conocimiento de la práctica rural que los estudiosos de gabinete pueden envidiarles. ¿Y si pusieran su inteligencia de las cosas de la tierra al servi­ cio del estudio del pasado? Pero no: es como sí consideraran por debajo de la majestad de Clio esas bajas preocupaciones, y, púdicamente, pasaran ante el montón de estiércol tapándose la narÍ2 [..,] lagunas en las investigaciones de tantos aficionados, tan concienzudos y deseosos, sin em­ bargo, de hacer bien las cosas» (1930, pp, 97-98). «Durante mucho tiempo nuestras sociedades eruditas han manifestado cierto desprecio hacia las cosas de los campos» (1934, p, 469). De esa «realidad» local, no hay que dejarse llevar hasta eliminar los «elementos más concretos, y para empe­ zar la tierra». Marc Bloch querría en cada historia de pueblo uno o varios croquis topográficos: localización, emplazamiento del pueblo y de sus lugares, límites de la tierra cultivada, mercados, centros de señoríos o de jurisdicciones, centros eclesiásticos, plano de aglomeraciones, divisiones de la tierra cultivada, distribución de los cultivos, los pastos y los bosques, tierras comunales, mapa de los suelos y «algunos ejemplos quizá de la morfología de las explotaciones», «Ustedes intentan hacer revivir ante nuestros ojos un grupo campesino; ¿cómo lograrlo si no nos muestran antes la tierra nutricia sobre la que ha modelado su actividad y que, a su vez, transformada por los hombres a imagen suya, revela, hasta en la forma de sus campos, la estructura social de la pequeña colectividad de la

que es célula?» Cuando no hay «planos señoriales» ni está el «precioso catastro por naturaleza de cultivos», está siempre ei catastro, «anterior a las grandes transformaciones de la edad moderna». No hablar de "vida rural" sin que se trate de «agricultura en el senddo preciso de la palabra». Después de leer un libro de historia local bre­ tona, por ejemplo, no hay que ignorar «cómo están hechos los campos, si están cercados [...] y cuándo han sido introducidos los forrajes artifi­ ciales [...] Borrar el arado o la horca es falsear la historia de los cam­ pesinos». «La investigación social debe ser la preocupación esencial de los historiadores de nuestros pueblos En el pasado, salta a la vista un gran hecho de estructura: el señorío [...] A decir verdad, el aspecto jurídico de las instituciones, que es, en los documentos, el más fácil­ mente accesible, parece haber sido el que más ha retenido la atención de los investigadores. La economía señorial se considera con mucho menos detenimiento, Y su estudio difícilmente puede separarse del de la pose­ sión del suelo en general: es un bello tema, de un alcance decisivo para la inteligencia de nuestras sociedades rurales, y que, sin embargo, dema­ siado a menudo se sacrifica» (1933, pp. 473-475). Todo estudio regional debería conceder un amplio espacio a los fenómenos «de hábitat, de poblamiento, de roturación» (1931, p. 594). Olvido en la historia local de la agricultura (1936, p. 593) y de la técnica agrícola (1932, p. 320). A la insuficiencia de esos trabajos en lo referente a ese punto, Marc Bloch opone la existencia de otros que presenta como modelos. Paul Raveau (1846-1930) dirigió grandes explotaciones agrícolas en su lugar de origen, el Poítou, y en Argelia. Llegó a la historia económica por la «práctica». A los ochenta años, en 1926, publicó su hermoso libro sobre Uagriculture et les classes paysannes en Haut-Poitou au X V Ie siécle. «A los estudios de erudición Raveau no aplicaba sólo una sorprenden­ te paciencia; [...] tras los documentos más secos en apariencia, él sabía descubrir la vida. Era el don de ver doble, innato probablemente en los verdaderos historiadores; pero las lecciones de su pasado le permitían unir a ello una singular sensibilidad a las realidades económicas. Su ejemplo muestra cuánto podemos esperar de nuestros admirables trabajadores lo­ cales; entre todos —por poco que consientan poner al servicio de la historia su experiencia tanto de la tierra como de la acción práctica— pa­ recen capaces de abrirnos el conocimiento de las viejas sociedades fran­ cesas» (1931, p. 245). El ejemplo de los excelentes trabajos de Gabriel Jeanton, presidente del Tribunal civil de Macón (1881-1943), «da bri­ llante testimonio del valor de la erudición regional cuando a la sensibili­ dad de un aficionado a los recuerdos el investigador sabe unir la plena posesión de los instrumentos críticos» (1936, p. 262).

Geografía física e historia rural El relieve no es más que uno de los factores del «análisis, verdadera­ mente fundamental, de los suelos», en J. Despois, La Tunisie orientale..., 1940 (1941, p. 163). No obstante, «justa critica a la explicación por las con­ diciones del suelo», demasiado a menudo confundido con el subsuelo, en L. Poirier, «Bocages et piaine dans le sud de l’Anjou», Aiwales de Géographie, 1934, pp. 22-31 (1936, p. 273). A. Perpillou, Le Limousin; étude de géographic physique régionaíe, Cbartres, 1940, analiza la «base física de la vida lemosina», y en particular «esos "tipos de tiempo" cuyo estu­ dio, en manos de los geógrafos, tiende afortunadamente a sustituir cada vez más los viejos métodos de la climatología, de cuando ésta tendía a separar exageradamente los diversos elementos del clima y, a veces, a contentarse con cifras medias. Lo que el hombre vive, ¿no son, ante todo, las consecuencias del "tiempo que hace", en su integridad y su realidad, a menudo brutal?» (II, 1942, p. 77). Etnografía, folklore e historia rural A este respecto, Marc Bloch aconseja prudencia: «La prosperidad de las grandes teorías etnográficas, a las que tantos estudiosos alemanes son afectos, iba ligada a una condición imperiosa: que los autores no salieran nunca de cierto ámbito étnico, o de lo que se pretendía que lo era» (1934, p. 481). Pero él fue atribuyendo una importancia cada vez mayor al folklore, al estudio de las «técnicas y tradiciones rurales» (1939, p. 448). Respecto a los orígenes del señorío, acabó por recurrir a comparaciones de orden etnográfico, y creyó que ciertas obligaciones para con el señor eran en realidad supervivencia de antiquísimos ritos que habían presidido los antiguos jefes, predecesores de ese señor (Cambridge economic history, pp. 263-264). En el l.cr Congreso Internacional de Folklore, durante la Exposición de 1937, París, 23-28 de agosto de 1937, bajo la presidencia del doctor Paul Rivet, congreso «centrado en torno a algunos grandes problemas», Marc Bloch participó en particular en los trabajos de la subsección de civilización material (casa rural, anímales de labranza y de aca­ rreo, procedimientos de trilla y desgrane, alimentación tradicional, moli­ no...). En el Centro rural, «uno de los más notables éxitos de la Exposi­ ción», el excelente museíto de la tierra, montado por el grupo de estudios de Romenay-en-Bresse, constituía «una enseñanza y un ejemplo» (1938, p. 53). Volumen de los Travaux del Congreso, 1938 (L. Febvre, 1939, pp. 155-158).

F u e n t e s (p . 3 0 )

Un notable instrumento de trabajo es el État des inventaires des ar­ chives natiottales, départementalcs et hospiialiéres au 1er janvier 1937, al cuidado de P. Carón, 1938 (1940, p. 155). Entre los documentos de ori­ gen eclesiástico más importantes para 3a historia rural cita: los documen­ tos de los «cartularios» {charíriers) de los monasterios (III, 1943, p. 115), los «formularios» (formuíaires) de las oficialías, como los de las oficialías de Aix y Marsella (siglo xv), publicados por R. Aubenas, que dan infor­ mación sobre los rebaños y la abertura de heredades (1939, pp. 451-452), los «registros de la Inquisición» (1940, p. 78), los documentos relativos a las leproserías (1931, p. 240) y todos los que se refieren al diezmo. «Al hacer del diezmo una obligación para todos los fieles, la legislación caro* : Ungía, involuntariamente, hizo un gran servicio a los historiadores de la : agricultura. A partir de entonces, efectivamente, apenas hubo ya modifi­ caciones en el modo de utilización del suelo sin riesgo de que se enfren­ taran, bien los diversos perceptores de diezmos entre sí, o bien el percep­ tor y el que estaba sujeto a su pago. De ahí los múltiples procesos, que casi necesariamente han dejado su huella en los archivos. Es cuando los hombres dejan de estar de acuerdo cuando su historia se hace clara» (III, 1943, p. 107). Utilización de esa fuente, pp. 67, 196. Importancia de los “registros de los vigésimos" para el estudio de la propiedad (1932, p, 321), así como de los archivos comunales, como lo muestra el estado de las más antiguas deliberaciones municipales de los municipios del Ardéche, elaborado por J. Régné (1931, p. 240). Los documentos notariales son igualmente indispensables para un «análisis completo de la estructura rural». La «extraordinaria riqueza de ese género [de testimonio» viene atestiguada, una vez más, por la monografía que el doctor P. Cayla ha dedicado al pueblo de Ginestas, en Narbonnais, de 1519 a 1536 (III, 1943, p. 111). Documentos notariales provenzales del si­ glo x iii , publicados por R. Aubenas (1936, p. 454), y de la Haute-Auvergne, utilizados por G. Segret (1935, pp. 330-332). Sobre las fuentes para la historia de los precios, ver cap. 4. Los «usos locales», «esos pequeños códigos de costumbres de los cam­ pos», todavía en vigor, tienen «un valor documental de primer orden; nos hacen tocar con el dedo los problemas mismos de la práctica», las téc­ nicas «agrarias» y las «supervivencias» (1933, pp. 584-585; 1936, p. 593). Para la historia rural, una fuente importante es «la literatura jurídica del Antiguo Régimen. Comentarios de l?.s costumbres, recopilaciones de juris­ prudencia, tratados sistemáticos de derecho señorial o feudal son una mina de sorprendente riqueza» (1935, p. 563; 1936, p. 600). Por ejemplo, para todo «historiador del derecho agrario» es de gran provecho

consultar las Sources du droil rural, de A. Bouthors, Amiens, 1865 (1931, p. 71). Requiere lugar aparte una fuente excepcional; los compoix, registros catastrales, y los planos señoriales {terriers), En 1936*1937, Marc Bloch, profesor de historia económica de la Faculté des Lettres de París, dirigió en la École Nórmale Supérieure una «conferencia de investigación» des­ tinada a estudiantes de dicha escuela, de la Sorbona y de la Écóle des Chartes. Estuvo dedicada a las fuentes de la historia rural francesa, y principalmente a los planos señoriales (1.938, p. 302). Ver cap. 4. Planos parcelarios (p. 31) Aparte de los numerosos artículos y notas dedicados a esos planos, que juzgaba de capital importancia {supra, pp. 24-25), Marc Bloch dio el siguiente consejo para su utilización: «Por preciosos que sean estos do­ cumentos, no olvidemos que, fijando un momento del aspecto de las tie­ rras de cultivo, no siempre nos permiten por sí solos reconstruir la géne­ sis de la configuración así percibida» (1934, p. 486). En los excelentes libros de L. Gachón sobre las Limagnes y el municipio de Brousse-Montboissier, en Auvergne, 1939, «constantemente tocamos con el dedo las relaciones, tanto entre el marco natural y la actividad humana, como entre las diversas manifestaciones de ésta. Para todos los trabajadores llamados a manejar los planos parcelarios, en particular, hay ahí una preciosa lec­ ción de realismo: Gachón, que ha hecho amplio y buen uso de ellos, no desdeña nunca superponerlos, en cierto modo, al relieve y al mapa de suelos. Y no es que tenga, en modo alguno, la superstición del factor físico» (1941, p. 33). Reproche a determinados estudios por no dar nin­ gún «plano de tierras parceladas» (1933, p. 392), por no haber apro­ vechado los planos catastrales del siglo xix (1938, p. 520) y por haber ignorado los planos catastrales por naturaleza de cultivos (II, 1942, pá­ ginas 109-110). Hay un texto inédito de Marc Bloch (de hacia 1935) que da las indicaciones esenciales sobre «el modo de utilizar los planos parcelarios como documentos de la historia agraria [... ] El estudio de los planos está aún en su infancia y, por preciosos que sean esos documentos, su interpreta­ ción sigue siendo singularmente difícil». Tras haber recordado los diver­ sos tipos de planos del Antiguo Régimen, del Consulado, por naturaleza de cultivos y del catastro parcelario, Marc Bloch llega a las «precauciones que hay que tomar en la interpretación de los planos». «1) Muchos planos están incompletos en cuanto a sus indicaciones. La mayor parte de planos catastrales, por ejemplo ív también, más raramente, los planos del Anti­

gao Régimen), no llevan indicaciones de cultivos. Ahora bien, todo estu­ dio, en particular, de la parcelación de unas tierras debe referirse sobre todo a las tierras de labor, y, en cualquier caso, distinguirlas claramente de los prados, bosques, viñas, etc. El único recurso, en presencia de esa laguna, es referirse a la matriz o al estado de sección (o;\ para los planos del Antiguo Régimen, al plano señorial). Otro ejemplo: muchos planos catastrales no indican si los límites de parcelas están señalados con setos o muros, y una tierra de cercados es, constitutivamente, algo totalmente diferente de una tierra abierta. 2) Los pianos, salvo muy raras excepcio­ nes, no llevan ninguna indicación de relieve, ni de constitución del suelo. Imposible, naturalmente, entender unas tierras sin esos datos. Así pues, comparar siempre el plano parcelario por lo menos con un mapa que dé el relieve (por ejemplo, el mapa de Estado Mayor, preferentemente de 1/50.000); si es posible hacerlo también con un mapa de suelos (el mapa geológico, desgraciadamente, es a menudo insuficiente a ese respecto, pues se refiere sobre todo al subsuelo). 3) No olvidar nunca que los planos dan el estado de las tierras en un momento dado. Es posible [... ] sacar datos sobre un pasado más lejano, pero no sin precauciones ni, a menudo, sin recurrir a los textos. De enorme valor son las comparaciones que pueden a veces establecerse entre planos diversos, de distintas fechas, como por ejemplo entre píanos señoriales de fechas sucesivas o entre el plano se­ ñorial y el plano del catastro.» Los planos proporcionan datos de impor­ tancia primordial sobre la parcelación de la tierra, al igual que sobre los cultivos, el reparto de la propiedad (por ejemplo, la del dominio señorial y h correspondiente a reuniones de tierras), las medidas agrarias e incluso la historia de las tierras (en especial por los nombres de lugar que reve­ lan la existencia de antiguos dominios y de cultivos desaparecidos). «El plano, considerado aisladamente, no es casi nunca base suficiente para sacar conclusiones válidas. Pero ningún estudio agrario verdadero puede hacerse sin recurrir constantemente al plano, que, o bien sugiere la inves­ tigación que debe hacerse, o bien apoya, precisa y localiza los datos toma­ dos de otras fuentes.» En este suplemento se tratará de los planos parcelarios en los capítu­ los 4 (planos señoriales de los siglos xvn y, sobre todo, xviri), 6 (prime­ ros planos catastrales oficiales en el siglo xvm) y 7 (pinnos revoluciona­ rios y catastro del siglo xix). Medidas agrarias antiguas (p. 28, n. 1) Se dispone ahora de P. Burguburu, Es sai d’une bibliographie métrologique universelle, 1932 (H, Hauser, 1933, pp. 383-384). Respecto a

Normandía: comandante H. Navel, Recberches sur les anciennes mesures agraires normárteles: acres, vergées et perches, Caen, 1932 («Société des antiquaires de Normandie»), de alcance general. El autor concluye en favor de la estabilidad de las medidas agrarias a través de los siglos; así, dos pedazos de tierra determinados, en 1049, 1282 y 1792, tienen siem­ pre respectivamente, 12 y 7 acres (1934, pp. 280-282). «Ningún análisis de la vida regional» debe concebirse «sin una investigación sobre las me­ didas, sin mapas de medidas» {p 282). Antiguos boisseaux del Poitou, 1936, p. 460. La livre carnassiére, utilizada en el sudoeste de Francia para la carne de carnicería, que valía alrededor de 3 libras, estudiada por P. Burguburu (L. Febvre, 1940, pá­ gina 281). Añadir: H. Drouot, «Pour se débrouiller un peu parmi les anciennes mesures», Annales de Bourgogne, 1949, p, 76 (generalidades y Borgoña). Centros de trabajo Albert Demangeon fundó un grupo de estudios de geografía humana (rama del Conseil Universitaire de la Recherche Sociale) que puso en marcha tres investigaciones, sobre la estructura agraria, la vivienda rural y los extranjeros en la agricultura francesa (1936, p, 381). Notable activi­ dad de los historiadores checoslovacos sobre la historia rural. El Bulletin del museo agrícola era en realidad una revísta dedicada a esa rama de la historia, llevaba resúmenes en francés, alemán e inglés y era indispensable para el «historiador de las cosas agrarias» (1932, p. 302). V. Cerny, «L’histoire rurale en Tchécoslovaquie». en Annales, 1929, p. 78. El Instituto Agrario Internacional, de Moscú, hizo aparecer en 1930 un índice bibliográfico de la cuestión alaria, cuidadoso índice en doce lenguas de los artículos aparecidos en 1929 sobre los problemas agrarios históricos y contemporáneos (1932, pp. 301-302). El historiador de la agricultura dispone de las importantes publicaciones del Instituto Interna­ cional de Agricultura, de Roma, y en especial de la Kevue Internationale d'Agriculture, cuya segunda parte, Bulletin Mensuel de Rcnseignements..., era una investigación permanente sobre la vida agrícola (1932, pp. 301302). Lista de esas publicaciones, 1939 (L, Febvre, 1940, pp. 282-283). Ese Instituto fue absorbido en 1946 por la Organización de las Naciones Unidas para la alimentación y la agricultura (la FAO), igualmente con sede en Roma, que emite estadísticas mensuales y anuales, así como estu­ dios agrícolas. Los museos pueden ser notables «instrumentos de estudio», como lo muestran los museos rurales técnicos de Escandinavia, los museos al aire

líbre y los etnográficos (1930, pp. 248-251). Asimismo los museos agríco­ las de Checoslovaquia (1932, p. 302). Sería deseable que existieran en Francia museos análogos; nuestros «museos de civilizaciones provinciales» (Estrasburgo, Mttseon Aríaten...) se interesan más por el mobiliario, el vestido, el arte popular y los elementos pintorescos que por los tipos de casas y las técnicas rurales (1930, pp. 250-251)* Las mismas observaciones respecto a la publicación L’Art Vopulaire en Franee, Estrasburgo, ano 3.°, 1931 (1933, pp. 77-78). En el Centro rural de la Exposición de 1937 se veía un «excelente museíto del terruño», montado por el grupo de estu­ dios de Romenay-en Bresse, pero sin «plan parcelario de las tierras» (1938, p. 53),

ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA

En un libro de síntesis, nada más embarazoso que el problema de las referencias. ¿No había que dar ninguna, para aligerar la exposición?; habría sido faltar a esa ley de honradez que, para el historiador, hace que sea un deber no proponer nada que no pueda ser comprobado. ¿Darlas todas?; las notas se habrían comido el grueso de las páginas. Yo me he fijado el criterio siguiente: abstenerme de toda referencia siempre que el hecho o el texto señalados sean fáciles de encontrar para un erudito co­ nocedor de la materia, bien porque procedan de un documento univer­ salmente conocido o de un texto nombrado en la exposición misma cuyo estudio resulte fácil por la existencia de índices adecuados, o bien tam­ bién porque, tomados de una obra cuyo título figure en la lista biblio­ gráfica que vendrá a continuación, su naturaleza misma deje ver clara­ mente el libro consultado; en cambio, precisaré con cuidado la fuente cuando se vea claramente que, sin guía, hasta el más sagaz de los lectores se vería en la imposibilidad de descubrirla. No se me ocultan los incon­ venientes de este método: forzosamente implica algo de arbitrario, y ade­ más corro el riesgo de pasar por ingrato ante los ojos de los historiadores cuyas obras utilizo mucho más de lo que las cito. Pero es que había que tomar una opción. La «orientación» que vendrá a continuación se limita, voluntariamen­ te, a los libros esenciales, tínicamente se mencionan las obras referentes a Francia. Quiero indicar no obstante, con dos palabras, el provecho que he sacado de los trabajos que, fuera de nuestras fronteras, han sido dedi­ cados a la historia rural de diversos países extranjeros: sin las compara­ ciones que permiten y las sugerencias de investigación que pueden sacarse de ellos el presente estudio, a decir verdad, habría sido imposible. Citar todos los que he utilizado equivaldría a establecer una bibliografía euro­ pea. Pero vale la pena por lo menos referirse a algunas figuras destacadas: nombres como los de Georg Hanssen, G. F, Knapp, Meitzen y Grad­ mann en Alemania, Seebohm, Maitland, Vinogradofí y Tawney en Gran

Bretaña y Des Marez en Bélgica no pueden ser pronunciados por el histo­ riador más que con el más vivo agradecimiento.1 1.

O b r a s s o b r e l a h i s t o r i a d e l a s p o b l a c io n e s r u r a l e s f r a n c e s a s EN LAS DIVERSAS ÉPOCAS

M. Augé-Laribé, Vévolution de la France agricole, 1912. M. Augé-Laribé, Vagrie id ture pendan t la guerre, s. f. (Histoire Économique de la Guerre, Serie fnm^aíse). Fustel de Coulanges, Vallen et le domaine rural pendant Vépoque merovingienne, 1889. B. Guérard, Polyptyque de Vabbé Irminon, t. I: Prolégoménes, 1844. N. Kareiew, Les paysans et la question paysanne en France dans le dernier quart du X V IIIe siécle, 1899. J. Loutchisky, Vétat des classes agricoles en France a la ve Ule de la Ré­ volution, 1911. H. Sée, Les classes rurales et le révime domanial en France au moyen áge, 1901. 2.

P r in c ip a l e s e s t u d io s r e g io n a l e s

A. Aliix, VOisans, étude géographique, 1929. Ph. Arbos, La vie pastorale dans les Alpes frangaises, 1922. Ch. De Robillard de Beaurepaire, Notes et documents concernant Vétat des campagnes de la Haute Normandie dans les derniers temps du moyen áge, 1865. Y. Bezard, La vie rurale dans le sud de la région parisienne de 1450 h 1560, 1929. R. Blanchard, La Flandre, 1906. A. Brutails, Étude sur la condition des populations rurales du Roussillon au moyen age, 1891. A. de Calonne, «La vie agricole sous FAnclen Régime dans le Nord de la France», Mém. de la Soc. des Antíquaires de Picardie, 4.a serie, IX, 1920. L. Delisle, Études sur la condition de la classe agricole et. Vétat de Vagriculture en Normandie pendant le moyen age, 1851. 1. He utilizado asimismo con provecho el libro, desgraciadamente un poco confuso, de H. Levi Gray, Englisb field systems, 1915, y las diversas obras inglesas sobre las enclosures, entre las que no citaré más que las comodísimas síntesís de G. Slater, The Englisb peasantry and the enclosure of conwion-field. 1907, y H. R. Curtler, The enclosure and redistribuyan of our fields, 1920.

A, Demangeon, La plaine picarde, 1905. D. Faucher, Plaines et bassins du Rbóne moycn. Étude géographique, 1927. L. Febvre, Philippe II et la Franche Comté. Étude d’bistoire politique, religieuse et sociale, 1911. Ándré Gibert, La porte de Bourgogne et d’Alsace (Trouée de Belfort), 1930. Ch. Hofímann, UAlsace au X V IIIC siécle, 2 vols., 1906. R. Latouche, La vie en Bas-Quercy du X1VC au X V IIIC siécle, 1923. V. Laude, Les ctasses rurales en Arláis a la fin de VAnclen Régime, 1914. G. Lefebvre, Les paysans du Nord pendant la Révolution frangaise, 1924. M. Marión, État des classes rurales dans la généralité de Bordeaux, 1902 (y Revue des Études Historiqucs, 1902; se refiere al siglo xvm). R. Musset, Le Bas-Maiue, 1917. P. Raveau, L1agriculture et les classes paysannes dans le Haut-Poitou au siécle, 1926.2 Ch. De Rxbbe, La société provéngale a la fin du moyen-áge d’aprés des documents inédits, 1897. G. Roupnel, Les populations de la ville et de la campagne dijonnaises au X V IIe siécle, 1922. Th. Sdafert, Le Haut-Daupbiné au moyen-áge, 1925. H. Sée, Étude sur les classes rurales en Brctagne au moyen-áge, 1896 (y Anuales de Bretagne, XI y XII). H. Sée, Les classes rurales en Bretagne du X V Ic siécle a la Révolution, 1906 (y Anuales de Bretagne, XXI a XXV). A. Siegfried, Tablean politique de la Trance de VOuest sous la Troisiéme République, 1913. J. Sion, Les paysans de la Norma ndie orientale, 1909. Théron de Montaugé, L ’agriculture et les classes rurales dans le pays toulousain depiús le milieu du X V IIIC siécle, 1869. L. Verriest, Le régime seigneurial dans le comté de Flalnaut du X ICsiécle a la Révolution, 1916-1917.

2.

Puede completarse con los artículos del mismo autor «La crise des prix

m xvi8 siécle en Poitou», en Revue Historique, CLXII, 1929, y «Essai sur la situation économique et l’état social en Poitou au xvi° siécle, en Revue d'Histoire Économique, 1930.

SUPLEMENTO A LA ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA

Esta lista complementaria, actualizada hasta 1955, no comprende, evidente­ mente, los trabajos de Marc Bloch más arriba citados. La indicación de la reseña de los Annales figura entre paréntesis después del título. Si su autor no es Marc Bloch se da su nombre antes de la fecha. Bibliografía de los planos, pp. 24-25, de las medidas antiguas, pp, 55-56, y de la historia de los precios agrícolas, pp. 381-388 1. O bras generales

M. Augé-Larribé, La politique agricole de la France de 1880 a 1940, 1950. J. Blache, L’homme et la montagne, 1933 (L. Febvre, 1934, pp. 406-407). R. Blais (bajo la dirección de), JL Blache, R. Dion, R. Lienhart, R. Pioger, R, Rol, Ch. Vezin, La canipagne, 1939 (1940, pp. 165-166); R. Blais, La forét, 1939 (1940, p. 165). A. J. Bourde, The influence of England on the Frencb agronomes, 1780-1789, 1953. The Cambridge economic history of Burope ¡rom the decline of the Román Empire, bajo la dirección de J. H. Clapham y Eileen Power, vol. I, The agrarian Ufe of the middle ages, 1941, y en particular: R. Koebner, «The settlement and colonisation of Europe»; C. E, Stevens, «Agriculture and rural iife in the later Román Empire»; Ch. Parain, «The evolution of agricultural technique»; A. Dopsch, «Agrarian institutions of the Germanic kingdoms from the fifth to the ninth century»; Marc Bloch, «The rise of dependent cultivación and seignioral institutions»; Fr.-L, Ganshof, «Medieval agrarian society in its primer, § 1, France, the Low Countries and Western Germany»; H. Nabholz, «Medieval agrarian society in transition»; bibliografías, pp. 563-613. Abad V. Carriére (bajo la dirección del), Inlroáuction aux études d’histoire ecclésiastique lócale (algunos capítulos aparecidos anteriormente en forma de artículos en la Revue d’Histoire de l’Église de France), t. I: Les sources manuscrites, 1940 (L. Febvre, II, 1942, p. 82); t. II: L’histoire ló­ cale ¿ travers les ages, 1934, que incluye L. le Grand, «Pour composer rhistoire d’un établissement hospitalier» (1931, p. 240); t. III: Questions d’histoire générale a développer dans le cadre regional ou diocésain, 1936 (1937, pp. 389-390), contiene las exposiciones de A. Lesort sobre la re­ construcción de las iglesias tras la guerra de los Cien Años (1935, p. 108) y del abad V. Carriére sobre las «épreuves de l’Église de France au xvi* siécle», y en especial las enajenaciones de bienes raíces. L. Chevalier, Les paysans. Étude d’histoire et d’économie rurale, 1946. A. Cholley, «Problémes de structure agraire et d’économie rurale», en Annales de Géographie, 1946.

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E s tu d io s de h is t o r ia rural r e g io n a l

(Figuran aquí los trabajos particularmente importantes y de interés general. A lo largo del suplemento aparecen arados muchos otros.) R. H. Andrews, J. R.

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dans FEntre-Deux-Mers [en Bordelaisj: étude sur le brassage de la population rurale. Du x r au xvc siécle», en Anuales, 1935, pp. 13-37, «du xv* au xxc siécle», 1935, pp. 124-154; «Aux origines d’une crise nobiliaixe: donations pieuses et prariques successorales en Bordelais du xm* au XVIo siécle», en Anuales, 1939, pp. 161-177, 257-277. M. Braure, Lille et la Flandre wallone au XV IIP siécle,1932 (para la parte urbana, G. Espinas, 1933, pp. 356-358). R. Carabie, La propriété fonciére dans le tres anden droit normand (AiVXiiJ* siécles), t. I, La propriété domaniale, 1943. Abad M. Chaume, Les origines du úuebé de Bourgogne, principalmente 2* parte, fase. 2, 1936 (rña. del fase. 3, 1932, pp. 503-504). L. Chaumeil, «L’origine du bocage en Bretagne», en Bventaii del’histoire vivante. Hommage á Luden Febvre, i, 1^53, pp. 163-185. G. A. Chevaila2, Aspects de l ’agriculture vaudoise ■)la fin de l ’Ajicien Régime, 1949 (1951, p. 213). R. Dartígue-Peyrou, La vicomté de Béarn sous lerégne d’Henrid’Albret(25171555), 1934 (L. Febvre, 1935, pp. 191-194). G. Debien, En Haut-Poitou. Dejricbeurs au travail,XV‘~XVlil‘ siécles, 1952 ^Cahiers des Anuales, n.0 7),

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Capítulo 1

LAS GRANDES ETAPAS DE LA OCUPACIÓN DEL SUELO

1. LOS ORÍGENES

Cuando se inició el período que llamamos edad media, cuando, lentamente, comenzaron a constituirse un Estado y una agrupación social que pueden calificarse de franceses, la agricultura, en nuestro suelo, era ya cosa milenaria. Los documentos arqueológicos dan ter­ minante testimonio de ello: innumerables pueblos, en la Francia de hoy, tienen por antecesores directos asentamientos de cultivadores neolíticos; sus campos, mucho antes de que ninguna hoz de metal cortara una espiga, fueron cosechados con útiles de piedra.1 Esa pre­ historia rural, en sí misma, queda fuera del tema que aquí yo trato, pero lo domina. Si tan a menudo nos encontramos en dificultades para explicar, en sus diversas naturalezas, los principales regímenes agrarios practicados en nuestras tierras, es porque sus raíces se hun­ den demasiado a fondo en el pasado; de la estructura profunda de las sociedades que los originaron se nos escapa casi todo. Bajo los romanos, la Galia fue una de las grandes zonas agríco­ las del Imperio. Pero se veían aún, en torno a los lugares habitados y a sus cultivos, grandes extensiones de tierras yermas. Esos espacios desocupados aumentaron hacia el final de la época imperial, cuando en la Romanía turbada y despoblada se multiplicaban por todas par­ 1. Cf. la excelente síntesis de A. Grenier, «Aux origines de réconomie rurale», en Afínales d’H'tstoire Économique, 1930.

tes los agri deserti. Más de una vez, en pedazos de tierra que en la edad media tuvieron que ser arrancados de nuevo a las brozas o al bosque, o en otros en los que, aún hoy, no hay cultivos o, por lo menos, casas, las excavaciones han revelado la presencia de ruinas antiguas. Vinieron las grandes «invasiones» de los siglos iv y v. Los bárba­ ros no eran muy numerosos, pero la propia población de la Galia romana, sobre todo en esa fecha, permanecía sin duda muy por de­ bajo de la cifra actual. Además, estaba desigualmente repartida, y los invasores, por su parte, 110 se establecieron en capas de densidad uniforme por todo el país, de modo que su aportación, en conjunto débil, debió resultar en ciertos sitios relativamente importante. En algunas regiones fue lo bastante considerable como para que la lengua de los recién llegados sustituyera finalmente a la del pueblo vencido; así ocurrió en Flandes, donde el hábitat, tan concentrado hoy y ya desde la edad media, parece que era en la época romana bastante disperso, y donde, además, la fuerza y la cultura latinas carecían del apoyo que en otros lugares les proporcionaban las ciu­ dades, allí escasas y poco pobladas. En un grado mucho menor, en toda la Francia del norte, las hablas, que siguieron siendo funda­ mentalmente romances, atestiguan, en su fonética y su vocabulario, una indiscutible influencia germánica, y lo mismo ocurre con ciertas instituciones. Conocemos muy mal las condiciones de ese estableci­ miento. Hay, no obstante, un hecho cierto: so pena de correr los peores peligros, los conquistadores 110 podían dispersarse. El examen de los testimonios arqueológicos, y en especial el estudio de los «cementerios bárbaros», prueba — lo que, por adelantado, era ya evidente— que no cometieron ese error. Vivieron, asentados en la tierra, en pequeños grupos, organizados probablemente cada uno en torno a un jefe. Es verosímil que, más o menos mezclados entre ellas colonos o esclavos procedentes de la población sometida, esas pequeñas colectividades dieran origen a veces a nuevos centros de hábitat, insertos en los viejos dominios galorromanos que la aristo­ cracia, de grado o por fuerza, había tenido que compartir con sus vencedores.2 Es posible que superficies hasta entonces incultas o que, por el hecho mismo de la invasión, habían quedado en ese esta2. C. Jullian, en Kevue des Éludes Anciennes, 1926, p. 145.

cío, fueran entonces explotadas de nuevo o por primera vez. De los nombres de nuestros pueblos, un buen número data de esa época. Algunos muestran que el grupo bárbaro era a veces un verdadero clan, una jara-, son los Fére o La Fére,3 a los que corresponden, en la Italia de los lombardos, formas exactamente análogas. Otros, mu­ cho más frecuentes, se componen de un nombre de persona ■ — de jefe— en genitivo, que sigue a un término común como villa o villare. Ejemplo: Bosonis villa, del que hemos hecho Bouzonville. Son característicos el orden mismo de las palabras — el genitivo a la ca­ beza cuando en la época romana, en esos términos compuestos, iba en segundo lugar— y, sobre todo, el aspecto netamente germánico del nombre de persona. No es que los héroes epónimos de esos pue­ blos fueran siempre germanos. Bajo la dominación de los reyes bár­ baros, en las familias de vieja cepa indígena, lo que estuvo de moda fue imitar la onomástica de los conquistadores. ¿Fue nuestro Boson hijo de francos o godos?; no más, quizá, de lo que todos los Percy o los William de los Estados Unidos son hoy hijos de anglosajones. Pero es seguro que los nombres que designan esas aglomeraciones son más recientes que las invasiones. Las aglomeraciones mismas, en cambio, no necesariamente; está fuera de dudas que hubo luga­ res antiguamente habitados a los que se les cambió el nombre. Hechas esas reservas, nada de ello quita que, allí donde en el mapa se concentran apretadamente semejantes formas toponímicas, debe suponerse que la afluencia de elementos humanos llegados de fuera ejerció sobre la ocupación del suelo una influencia no despreciable. Ese fue el caso de diversas zonas situadas, en general, al margen de las principales ciudades, focos de la civilización romana, y especial­ mente de una región que, mediocremente valorada debido a su se­ quía por los agricultores de la prehistoria, es hoy una de las tierras de trigo más ricas de Francia: la Beauce. A lo largo de toda la época franca los textos hablan de rotura­ ciones. De un gran señor, el duque Ckrodinus, Gregorio de Tours nos dice «que fundó villae (dominios rurales), plantó viñas, edificó casas, creó cultivos». Carlomagno prescribía a sus intendentes que desbrozaran en sus bosques los lugares favorables y no permitieran 3. A los ejemplos citados por A. Longnon, Les noms de lieux de , 1920, n.° 875, añádase D. Faucher, Plaines et bassitts du Rbóne moyen, p. 605, n. 2 (Rochemaure).

France

la

que los campos fueran de nuevo ocupados por el arbolado. Es difí­ cil abrir uno de esos testamentos de ricos propietarios tan valiosos como fuente para la historia de esos tiempos sin encontrar mención de edificios de explotación recientemente levantados o de tierras ga­ nadas nara el cultivo. Pero no nos equivoquemos: a menudo se tra­ ta, más que de verdaderas conquistas, de reocupaciones, tras esas crisis locales de despoblación tan frecuentes en sociedades con cons­ tantes trastornos. Carlomagno v Luís el Piadoso, ñor ejemplo, pueden acoger en Septimania — el balo Languedoc de hoy— a refugiados españoles que, en las brozas y los bosques, crean nuevos centros agrí­ colas: es el caso deí tal Jean que, en las Cotbíeres, «en el seno de un desierto inmenso», establece a sus colonos y siervos, primero en la vecindad de «la Fontaine aux Jones» y luego cerca de las «Sources» y de las «Huttes des Charbonniers».4 Y es que la zona, marca re­ conquistada a los sarracenos* fue devastada a fondo por largas gue­ rras. Incluso cuando tenía lugar realmente una ocupación nueva, esas victorias del hombre sobre la naturaleza difícilmente llegaban a compensar las oérdídas. Porque éstas eran numerosas y grandes. Des­ de principios del siglo ix, en los inventarios señoriales, la mención de tenencias desocunadas (mansi o.bsi) se multiolica del modo más alarmante: en los «colo.nazgos» {colon &es) de la iglesia de Lvon, según un breve establecido antes del 816, más de una sexta parte estaban en esa situación.5 Contra las devastaciones, constantemente repetidas, continúa, también sin tregua, la lucha, y semejante esfuer­ zo es de por sí un buen testimonio de vitalidad; es difícil creer, sin embargo, que el saldo fuera, en conjunto, favorable. La batalla, a fin de cuentas, terminó con un fracaso. Tras el hun­ dimiento del imperio carolingío, los campos franceses se nos presen­ tan decididamente despoblados, v moteados de esoacios vacíos. Han dejado de cultivarse muchos lugares antes explotados. Los textos de la época de las roturaciones — que. a partir de 1050 más o menos, había de seguir ni período de ocupación reducida que ahora estamos 4. Un venturoso nznr hfs hecho que noseamos aún sobre esas fundaciones un materia! muy completo: Din!. Karol.. T, n.° 179: Histoire du Latizuedoc. t. IT, 'principalmente n.° 34, 85, 112; r. V, n" 113; cf Bulletin de la Comission Arcbéólogjque de Narhonne. 1876-1877. 5. Exactamente 257 sobre 1.239: A. Covilíe, Recherches sur Vhistoire de Lyon, 1928, pp. 287 ss.

describiendo— son unánimes en mostrar que» cuando se reempren­ dió la tarea de hacer avanzar los campos, hubo primero que recon­ quistar el terreno perdido. «Adquirimos (en 1102) el pueblo de Maisons (en la Beauce), que no era más que un desierto [ ...] lo tomamos inculto, para roturarlo»: ese pasaje, que recojo al azar en la crónica de los monjes de Morigny, puede servir para tipificar la multitud de testimonios análogos que pueden encontrarse. Lo mismo puede verse, en una reglón totalmente distinta, el Albigeois, y en una fecha ya tardía (1195), por lo que manifiesta el prior de los hos­ pitalarios, que percibía censos del pueblo de Lacapelle-Ségalar: «cuan­ do fue hecho ese donativo, la villa de Lacapelle estaba desierta; no había hombre ni mujer algunos: y estaba desierta desde hacía tiem­ po».6 Representémonos bien la imagen: en torno a los lugares habi­ tados — puñados de casas— , tierras cultivadas de escasa superficie; entre esos oasis, enormes extensiones nunca surcadas por el arado. Añádase que, como más adelante advertiremos mejor, los procedi­ mientos de cultivo condenaban a las propias tierras de labor a per­ manecer baldías un año por cada dos o tres, y a menudo varios años seguidos. La sociedad de los siglos diez y once se basaba en una ocupación del suelo extremadamente laxa; era una sociedad con un tejido poco tupido, en la que los grupos humanos, de por sí peque­ ños, vivían lejos además unos de otros: es un rasgo fundamental, que determina gran número de las características propias de la civiliza­ ción de esos tiempos. La continuidad, no obstante, no se rompió. Por unos u otros sitios, es cierto, hubo pueblos que desaparecieron, como esa villa de Paisson, en el Tonnerrois, cuyo término había de ser roturado más adelante por los habitantes de un lugar vecino, sin que la aglomeración llegara nunca a ser reconstruida.7 Pero la mayor parte se conservan, con tierras más o menos mermadas. En algunos sitios las tradiciones técnicas sufrieron un cierto eclipse: los romanos consideraban el margado una verdadera especialidad de los pictos, v en el Poitou no volverá a aparecer hasta el siglo xvr. En lo esencial, sin embargo, los viejos procedimientos se fueron transmi­ tiendo de generación en generación.

6. C. Brunel, Les plus anciennes chartes en languc proveníale, 1926, n * 292. 1. M. Quantin, Cartulaire général de l’Yonne, 1854, t. I, n.° CCXXXIII.

2. La

é p o c a d e las g randes r o tu r a c io n es

Por los alrededores del ano 1050 — un poco antes, quizás, en algunas regiones particularmente favorecidas, como Normandía o Flandes, y un poco más tarde en el resto— se abrió una nueva era, que no había de terminar hasta finales del siglo x m : la de las gran­ des roturaciones; según todas las apariencias, en ella tuvo lugar eí mayor incremento de la superficie de cultivo de que nuestro suelo ha sido escena, desde los tiempos prehistóricos. En ese poderoso esfuerzo, el episodio más inmediatamente per­ ceptible es la lucha contra el árbol. Ante él, durante mucho tiempo, la labranza había vacilado. Fue en las extensiones arbustivas o herbáceas, en las estepas y Iandas, donde los agricultores neolíticos, favorecidos probablemente por un clima más seco que el de hoy, establecieron preferentemente sus pue­ blos;8 la desforestación habría impuesto a sus mediocres instrumen­ tos una tarea demasiado ardua. Desde entonces, sin duda, se había hecho mella en muchas frondosidades, bajo los romanos y aún en Ja época franca. Fue, por ejemplo «a costa de los espesos bosques» (de densitate silvarum) como, hacia principios del siglo ix, entre el Loira y el Aléne, el señor Tancréde conquistó la tierra del nuevo pueblo de La Nocle.9 Sobre todo el bosque de la alta edad medía, el bosque de la antigua Francia, en general, incluso sin calveros de cultivo, distaba mucho de permanecer inexplorado o vacío de hombres,10 Había todo un mundo de «gentes que vivían del bosque» (los boisilleurs), a menudo sospechosas para los sedentarios, que lo re­ 8. Cf., sobre Alemania, las hermosas investigaciones de R. Gradmann, últi­ mamente en los V'erhandlungen und Wissenschaftlicben Abhandlungen des 2) d. Geographcntags (1929), 1930; sobre Francia, claro está, Vidal de la Blache, Tablean de la France, p, 54. 9. A. de Charmasse, Cartulaire de Véglise d'Autun, t. I, n.° XLL 10. Principales obras sobre el bosque (aparte de las obras de conjunto señaladas en la «Orientación bibliográfica» y de diversas monografías útiles, pero que alargarían excesivamente la cita): A. Maury, Les ¡oréis de la Gatde et de Vancienne France, 1867; G. Huffel, Économie foreslibre, 2 tomos en 3 vols., los dos primeros, 2.* ed. 1910 y 1920, y el tercero, 1.* ed. 1919; L. Boutry, «La forét d’Ardenne», Annales de Géographie, 1920; S. Deck, Étude sur la forét d’Eu, 1929 (cf, Annales d‘Histoire Économique, 1930, p. 415); R. De Maulde, Étude sur la condition forestiére de VOrléanais.

corrían y construían en él sus cabañas: eran los cazadores, carbone­ ros, herreros, buscadores de miel y de cera silvestres (los «bigres» de los viejos textos), los hombres dedicados a hacer cenizas, que se utilizaban para la fabricación del vidrio o del jabón, y los arrancado­ res de cortezas, que servían para curtir los cueros o incluso para trenzar cuerdas. Todavía a finales del siglo xn, la señora de Valois mantiene en sus bosques de Very a cuatro sirvientes: uno es un ro­ turador (estamos ya en el momento de las roturaciones), y de los otros tres, uno es un trampero, el otro un arquero y el último un «cenizador». La caza, a la sombra de los árboles, no era únicamente un deporte; abastecía de cuero las tenerías urbanas o señoriales y los talleres de encuadernación de las bibliotecas monásticas, y proveía todas las mesas, y también los ejércitos: en 1269, Alfonso de Poitiers, que se preparaba para la cruzada, dio orden de matar en sus vastos dominios forestales de la Auvergne gran número de jabalíes, para llevar a «ultramar» su carne salada. A los habitantes de los lugares próximos, el bosque, en esos tiempos menos alejados que hoy de los antiguos hábitos de recolección silvestre, les ofrecía una abundancia de recursos de la que no podemos ya hacernos idea. A él acudían, claro está, para buscar la madera, mucho mas indispensable para la vida que en nuestros tiempos de hulla, petróleo y metal: leña para calentarse, antorchas, materiales de construcción, tablillas para las techumbres, empalizadas de los castillos, zuecos, manceras de arado, útiles diversos y haces de ramas para consolidar los caminos. Le pedían, además, todo tipo de productos vegetales: los musgos u hojas secas del sotabosque, los hayucos para exprimir el aceite, el lúpulo silvestre, los ásperos frutos de los árboles en libertad — man­ zanas, peras, alisos, endrinas— y esos mismos árboles, perales o manzanos, que eran arrancados para plantarlos luego en los huertos. Pero el principal papel económico del bosque estaba en otra cosa, en algo en lo que, en nuestros días, hemos perdido la costumbre de buscarlo: por sus hojas frescas, sus brotes jóvenes, la hierba de los sotabosques, sus bellotas y sus hayucos, servía, ante todo, como te­ rreno de pasto. El número de cerdos que sus diversas zonas podían alimentar fue, durante largos siglos, aparte de cualquier agrimensura regular, la medida más ordinaria de su extensión, Las gentes de los pueblos lindantes enviaban allí su ganado, y los grandes señores man­ tenían fijos grandes rebaños, y verdaderos acaballaderos. Esas hordas de animales vivían casi en estado natural. Todavía en el siglo xvi

— pues esas prácticas se mantuvieron por mucho tiempo— el señor de Gouberville, en Normandía, parte hacia sus bosques en busca de sus animales, y no siempre los encuentra; en una ocasión, no en­ cuentra al toro «que cojea» y «que no ha sido visto desde hace dos meses», y otro día sus criados consiguen coger dos «asnos lo­ cos [ ...] que no se había logrado coger desde hacía dos años».13 Esa utilización bastante intensa, y en cualquier caso muy de­ sordenada, había reducido progresivamente la densidad deí monte. Piénsese únicamente en cuántos hermosos robles debían morir al quitárseles la corteza. Aunque Heno de troncos muertos y a menudo de matojos que lo hacían difícilmente penetrable, el bosque, en los siglos x i y x ii no dejaba de ser en algunos sitios bastante poco denso. Cuando el abad Suger quiso escoger en el Iveline doce bue­ nas vigas para su basílica, sus guardabosques dudaron del éxito de la búsqueda, y él mismo no estuvo lejos de atribuir a un milagro el feliz hallazgo que, finalmente, coronó su empresa,12 Así, mermando o debilitando el arbolado, el diente de los animales y la mano de los que utilizaban el bosque habían preparado, desde mucho antes, la obra de la roturación. No obstante, en la alta edad medía, las grandes frondosidades quedaban todavía tan aparte de la vida co­ mún que, ordinariamente, no entraban en la organización parroquial cuyo entramado se extendía a toda la zona habitada. En el siglo x n, e igualmente en el x i ii, hay una activa preocupa­ ción por hacerlos entrar de nuevo en ella. Y es que por todas partes se hacen sitio cultivos que hay que someter al diezmo, y se estable­ 11. Me limito a algunas referencias a propósito de los detalles que no son rigurosamente del dominio común: corteza (de tilo) «ad faclendum cordas»: Arch. Nat., S 275 n.° 13; los sirvientes de la señora de Valois: B. Guérard, Cartulaire de l’église de Notre-Dame de Parts, t. I, p. 233, n.° XXV; la caza y las bibliotecas: Dtpl. Karolina, I, n.° 191; la caza de Alfonso de Poitíers: H. R. Riviére, Histoire des institutions de VAuvergne, 1874, t. I, p. 262, n.° 5; el lúpulo: Volyptyque de Vabbaye de Montierender, c, XIII, ed. Ch. Lalore, 1878, o Ch. Lalore, CoÜection des principaux cartulaires du diocése de Troyes, t. IV, 1878; manzanos y perales: J. Garnier, Chartes de communes et d'affranchissements en Bourgogne, 1867, t. II, n.° CCCLXXIX, c, 10; Ch. de Beaurepaíre, Notes et documents concernant Vétat des campagncs de la Haute-Normandie, p. 409; los rebaños forestales del señor de Gouberville: A. Tollemer, Journal manuscrit d’un sire de Gouberville, 2* ed., 1880, pp. 372 y 388; sobre las vaquerías y acaballaderos, cf. H. Du Halgouet, La vicomté de Roban, 1921, t. I, pp. 37, 143 ss. 12. De consecratione ecclesiae S. Dyonisii, c. III.

cen labradores. En las mesetas, las laderas de las colínas y las llanu­ ras de aluvión se los ataca con el hacha, el podón o el fuego. Fueron muy pocos, a decir verdad — si es que alguno hubo— , los que de­ saparecieron del todo. Pero muchos quedaron hechos trizas. A me­ nudo, al perder su individualidad, perdieron, poco a poco, su nom­ bre. Antes cada una de esas manchas oscuras de enmedio del paisaje agrario, como los ríos y los principales accidentes del relieve, tenía su lugar particular en un vocabulario geográfico cuyos elementos se remontaban, en muchos casos, más atrás que las lenguas que han de­ jado su recuerdo en la historia. Se hablaba del Biére, el Iveline, el Laye, el Gruye, el Loge; a partir del final de la edad media, para nombrar los fragmentos de esas viejas entidades, no se hablará ya más que de los bosques de Fontainebleau, de Rambouillet, de SaintGermain, de Marly o de Orleans; una etiqueta tomada de una ciudad o de un pabellón de caza (es sobre todo como terreno de caza real o señorial como el bosque se imprime ahora en las imaginaciones) ha sustituido la vieja palabra, resto de lenguajes olvidados. Poco más o menos hacia la misma época en que se desgarraba el manto arbó­ reo de los llanos, subían los campesinos de los valles del Dauphiné al asalto de los bosques alpinos en los que, desde dentro, hacían ya mella las fundaciones de monjes eremitas. No caigamos, sin embargo, en imaginar a los roturadores ocu­ pados únicamente en desenterrar troncos. También les vieron en acción las marismas, especialmente las de la zona marítima de Flandes y del bajo Poitou, e igualmente los numerosos espacios incultos ocupados hasta entonces por matorrales e hierbajos. Es contra los zarzales, matas y helechos y todas «esas plantas molestas aferradas a las entrañas de la tierra» contra lo que la ya citada crónica de Morigny nos muestra que luchaban encarnizadamente los campesi­ nos, con el arado y el azadón. Al parecer, esas extensiones descu­ biertas fueron incluso, a menudo, lo que primero abordó la rotura­ ción;13 la guerra contra el bosque llegó luego, en segundo lugar. 13. Emplearé a partir de ahora corrientemente las palabras essart¡ essartage) etc. (roza, rozamiento), en su sentido medieval, que equivale simplemente al de défricbement (roturación), [N. de en la versión castellana se utilizan preferentemente el término roturación y los de su misma raíz, para traducir tanto défricbement como essart y sus derivados.] El propio término no indica sí la roturación era definitiva —que es el caso de las roturaciones (essarts) & las que me refiero aquí— o temporal, como las que encontraremos en el

Esos conquistadores de la tierra formaban frecuentemente nue­ vos pueblos, construidos en el corazón mismo del desbroce; eran, o bien aglomeraciones espontáneas, como esa aldea de Froideville, a la orilla del arroyo de l’Orge, cuya formación en los cincuenta años anteriores nos muestra casa por casa una curiosa encuesta de 1224,14 o bien, más a menudo, creaciones debidas en todos sus elementos a algún señor emprendedor, A veces el examen del mapa bastaría para revelar, a falta de otros documentos, que tal o cual centro de hábi­ tat data de esa época: las casas se agrupan en una forma regular, más o menos ajedrezada, como en Villeneuve-le-Comte, en Brie, fundada en 1203 por Gaucher de Chatillon, o en las «bastidas» del Languedoc; o bien — en zona de bosque sobre todo— se alinean con sus cercados a lo largo de un camino expresamente abierto, y los campos se extienden, en forma de espina de pescado, a uno y otro lado de ese eje central, como, en Thiérache, la aldea del Bois-Saint-Denis o, en Normandía, en el gran bosque de Aliermont, esos pue­ blos extraordinarios levantados por los arzobispos de Rouen en las dos ramas de una interminable carretera.15 Pero a veces faltan esos indicios: las casas se apiñan como al azar y la tierra de cultivo, por la disposición de las parcelas, no se distingue en nada de la de los términos vecinos. A quien ignorara que Vaucresson, en un pequeño valle al sur del Sena, fue fundado por Suger, el plano parcelario no le diría nada sobre ello. A menudo lo que resulta revelador es el nombre. No siempre, claro está, Más de una aglomeración totalmente nueva prolongó simplemente el nombre del lugar inculto sobre el que se construyó, como por ejemplo Torfou, cuyo único epónimo era el hayal en el que Luis VI había asentado a los roturadores. Pero ordicapítulo siguiente y que a veces abrieron el camino a la explotación perma­ nente. Sería abusivo querer restringir el empleo de essarts —como parece pro­ ponerlo J, Blache en un artículo por otra parte muy interesante (Revue de Géographie Alpine 1923)— al segundo de los sentidos señalados. 14. Arch. Nat., S 206; cf, B. Guérard, Caríulaire de Notre-Dame de París, c. II, p. 307, n.° I. 15. Cf. el mapa que da J. Sion, Les paysans de la Normandie Orientóle, fig. 14, y sobre todo, respecto a la disposición de las parcelas, el admirable plano del condado de Aliermont, 1752, según un original de 1659, Arch. SeineInférieure, planos, n.° 1. Son los Waldhufendorfer de los historiadores alema­ nes. Puede hacerse una comparación con el mapa de una roturación china en J. Sion, L’Aste des Moussons, t. I, 1928, p, 123. La disposición de las parcelas es allí muy semejante, pero las casas no están alineadas.

nanamente se escogieron términos más expresivos. A veces éstos recuerdan, sin ambigüedades, el hecho mismo de la roturación — como Essarts-le-Roi— o el carácter reciente del poblamiento —-Villeneuve, Neuville— ,i6 frecuentemente con un determinativo que se refiere, o bien al carácter del señor — Villeneuve-l’Archevéque— , o bien a algún rasgo llamativo y a veces idílico del paisaje: Neuville-Chantd'Oisel.17 A veces, oportunamente, esos términos ponen el acento en las ventajas ofrecidas a los habitantes: Francheville, Sauvetat. En otras ocasiones es el fundador quien bautiza a su criatura con su propio nombre: Beaumarchés, Libourne. O también, como más tar­ de habían de hacerlo tantos colonos de ultramar, se buscaba para el nuevo pueblo algún ilustre padrinazgo en países antiguos: Damiatte (Damiette, nombre de ciudad y de batalla), Pavía, Fleurance (Flo­ rencia). Del mismo modo que en los Estados Unidos hay no menos de diez poblaciones llamadas París, y que en el valle del Mississipi están hoy juntas Menfis y Corinto, a principios del siglo x m el Bearn vio levantarse, junto al pueblo de Gante, el de Brujas, y hacia la misma época, en los húmedos bosques de la Puisaye, entre el Loira y el Yonne, un señor, que quizás había estado en la cruzada, le­ vantó unos junto a otros los pueblos de jerusaiem, Jericho, Nazareth y Bethphagé.18 Algunos de esos lugares de reciente fundación se convirtieron en burgos importantes, e incluso en ciudades. Muchos, en cambio, no pasaron de un tamaño bastante pequeño, sobre todo en los viejos bosques, y no fue por incapacidad para desarrollarse, sino porque el mismo modo de población así lo implicaba. Por el bosque el trán­ sito era difícil, y quizá peligroso, A menudo los roturadores consi­ deraban provechoso repartirse en grupos poco numerosos, cada uno de los cuales recortaba entre los árboles unas tierras de escasa ex­ tensión. Entre las desnudas llanuras de la Champagne y de la Lorena, 16. Pero ciertas «viüanuevas» son muy anteriores al siglo XI, francas, o quizá romanas. Villeneuve-Saint-Georges, cerca de París, era un pueblo bas­ tante grande ya desde Carlomagno. 17. Hoy oficialmente, Neuville-Champ-d’Oisd; pero un documento de san Luis, que no debe ser muy posterior a la fundación (L. Delisle, Cartulaire normandy n.° 693), da efectivamente Noveville de Cantu Avis. 18. Vathaire de Guerchy, «La Puisaye sous les maisons de Toucy et de Bar», Ballet, de la Soc. des Sciences Historiques de VYonne, 1925, p. 164: las cuatro localidades (la última con la grafía «Betphaget»), aldeas del muni­ cipio de St. Verain.

en las que el hábitat es de los más concentrados, la Argonne inter­ pone aún hoy la marquetería de sus menudos pueblos del bosque. En los bosques del sur de París había una parroquia formada por varias pequeñas aglomeraciones que, en característica alternancia, llevaba indistintamente los nombres de Magny-les-Essarts y Magnyles-Hameaux. Parece realmente como si hacia el final de la época romana, en la alta edad media, los hombres, en una gran parte de Francia, hubieran tenido tendencia, más que en el pasado, a apre­ tarse unos contra otros; entre los lugares habitados que entonces1 desaparecieron varios eran caseríos, viculi, y sabemos que a veces fueron abandonados por razones de seguridad.15 Las grandes rotu­ raciones volvían a hacer que se dispersaran los cultivadores. Advirtámoslo bien, sin embargo: quien dice aldea dice aún há­ bitat de agolpamiento, por restringido que sea el grupo. La casa aislada es otra cosa totalmente distinta; supone otro régimen social y otras costumbres, y la posibilidad y el gusto de evitar la vida co­ lectiva, el codo a codo. La Galia romana ia conoció quizá, pero hay que observar de todos modos que las villae dispersas por los cam­ pos, cuyas huellas ha encontrado la arqueología, reunían un número de trabajadores sin duda bastante importante, quizás alojándolos en cabañas dispuestas en torno a la morada del dueño, débiles cons­ trucciones cuyos restos pueden muy bien haber desaparecido.2^ En todo caso, desde las invasiones, esas villae habían quedado destrui­ das o abandonadas. Incluso en las regiones en las que, como veremos más adelante, no se llegó a conocer el pueblo grande, los campesi­ nos de la alta edad media vivían en pequeñas colectividades, levan­ tando sus cabañas unas junto a otras. Quedaba reservado para la era de las roturaciones el ver levantarse, además de los nuevos pue­ blos o aldeas, «granjas» apartadas (la palabra granja, hoy con un sentido más amplio, designaba entonces el conjunto de edificaciones de una explotación). Muchas de ellas fueron obra de grupos monás­ ticos, y no de las viejas fundaciones benedictinas, constructoras de pueblos, sino de nuevas formaciones religiosas, nacidas del gran mo­ vimiento místico que marcó con su ello las postrimerías del siglo xi. 19. Por ejemplo, Guérard, Cartulaire de Vabbaye Saint-Pére de Charires, t. I, p. 93, n.° I. 20. Por otra parte, no siempre han desaparecido del todo. Cf. F. Cumont, Commeni la Belgique fut romanisée, 2,* ed., 1919, p. 42.

Los monjes de ese tipo eran grandes roturadores, porque huían del mundo. A menudo había ermitaños no pertenecientes a ninguna co­ munidad regular que, en los bosques en los que se refugiaban, em­ pezaban a abrir algunos cultivos; de ordinario, esos independientes acabaron por entrar en los cuadros de órdenes oficialmente recono­ cidas. Pero incluso esas órdenes estaban penetradas por el espíritu eremita. De sus reglas puede tomarse como tipo la de la más ilus­ tre, la orden cisterciense. Nada de rentas señoriales: el «monje 'blanco» debe vivir de sus manos. Y un aislamiento ferozmente res­ petado, por lo menos al principio. Como la propia abadía, siempre levantada lejos de los lugares habitados — casi siempre en un pe­ queño valle con arbolado cuyo arroyo, gracias a una adecuada re­ presa, proporciona los víveres necesarios para la observancia de las vigilias— , las «granjas», diseminadas en torno a ella, evitan la proxi­ midad de las moradas campesinas. Se establecen en «desiertos» en los que los religiosos, ayudados por sus hermanos legos, y también, muy pronto, por sirvientes asalariados, trabajan algunos campos. Al­ rededor se extienden tierras de pasto, pues la orden posee grandes rebaños, sobre todo de ovejas; a esas vastas explotaciones, que los estatutos prohibían dividir en tenencias, y a una mano de obra forzo­ samente limitada, se adecuaba mejor la ganadería que el cultivo. Pero nunca, o casi nunca, se convierte la granja, como tampoco el mo­ nasterio, en centro de una «villa nueva»; eso sería, al mezclar a los monjes con laicos, violar el fundamento mismo de la institución cis­ terciense. Así, una idea religiosa determina una forma de hábitat. También en otros lugares se crearon explotaciones aisladas, quizás a imitación de las fundaciones monásticas. No parece que fueran obra nunca de simples campesinos. Fueron establecidas, en su mayor parte, por ricos patrocinadores de roturaciones, menos obedientes que los humildes a los hábitos comunitarios; es el caso de ese deán de SaintMartin que, en 1234, en el bosque de Vernou, levantó la bella granja cuya viva descripción nos ha conservado el cartulario de Notre-Dame de París, cuidadosamente rodeada por un buen muro, dotada de una prensa y protegida por una torre.21 Todavía en nuestros días, en nues­ tros campos, a alguna distancia de los pueblos, no es nada raro en­ contrar grandes casas de labranza que, por algún detalle de arquitec­ 21. Guérard, Caríulaire de Notre-Dame de Paris, t. II, p. 236, n.° XLIV.

tura — un muro anormalmente grueso, una torrecilla o la forma de una ventana— , reveían su origen medieval, Pero sería subvalorar la obra de roturación creería reducida a los alrededores de nuevos centros de hábitat. Las tierras trabajadas des­ de antiguo en torno a seculares aglomeraciones también se agran­ daron, por una especie de crecimiento regular; junto a los campos labrados por los antepasados, se abrieron otros nuevos, conquistados a las Iandas o a pequeños bosques. El buen cura de La Croix-en-Bríe que, hacia 1220, escribió la novena ramificación del Román de Renart, sabía muy bien que, en esa fecha, todo villano acomodado tenía su nueva roza, su «novel essart». Ese trabajo lento y paciente ha dejado en los textos huellas menos destacadas que las fundacio­ nes de «villas nuevas». No obstante, sí que se transparenta a través de ellos, sobre todo a la luz de los conflictos que provocaba la impo­ sición de los diezmos sobre esos «novales». Con certeza, una parte considerable, quizá la que más, de las tierras ganadas para el cultivo se conquistó en el radio de acción de los antiguos pueblos, y por obra de sus habitantes. Cuando los estudios de detalle de que estamos aún faltos hayan sido realizados, observaremos sin duda, en esa conquista por el ara­ do, grandes diferencias regionales: diferencias de intensidad y dife­ rencias, sobre todo, de fechas. La roturación fue acompañada en al­ gunos lugares por movimientos migratorios, de las zonas pobres a las zonas ricas o de las zonas en las que el cultivo no encontraba ya nada útil que explotar hacia aquéllas en las que abundaban aún las tierras buenas. En los siglos x ii y x m hay lemosines y luego bre­ tones que van a establecerse a la región de bosques situada en la margen izquierda del bajo Creuse, y gentes de Sintonge que ayudan a colonizar Entre-Deux-Mers.22 Por el momento lo único que pode­ mos es entrever algunos grandes contrastes. El más notable opone, al conjunto de Francia, el sudoeste. Allí, como es visible, el movi­ miento empezó más tarde y se prolongó más tiempo que, por ejem­ plo, en las tierras del Sena y del Loira. ¿Por qué? Según todos los 22. E. Couzot, «Cartulaire de La Merci-Dicu», en Arch. Historiques du Poitou, 1905, n.° VIII, CCLXXI, CCLXXV, Arch. de la Gironde, Jnv. som• maire, Série H, t. I, p. vn.

indicios, es del otro lado de los Pirineos donde hay que buscar la clave del enigma. Para poblar ios inmensos espacios vacíos de la península ibérica, especialmente en los límites de los antiguos emi­ ratos musulmanes, los soberanos españoles tuvieron que recurrir a elementos extranjeros; numerosos franceses, atraídos por las ven­ tajas que ofrecían la cartas de «poblaciones», cruzaron las monta­ ñas, los «puertos». Sin duda la mayor parte procedían de las zonas inmediatamente limítrofes, sobre todo de la Gascuña. Ese traslado de mano de obra, naturalmente, en los lugares de donde salió la emigración, retrasó el desarrollo de la colonización interior. Ahora bien, y la observación precedente bastaría para recordár­ noslo, tocamos ahí un fenómeno de amplitud europea. La riada de colonos alemanes o de los Países Bajos hacia la llanura eslava, la explotación de los desiertos de la España del norte, el desarrollo urbano en toda Europa, tanto en Francia como en la mayor parte de países de alrededor suyo, y la roturación de enormes superficies hasta entonces incapaces de dar nada que cosechar son otros tantos aspectos de un mismo impulso humano. La característica particular del movimiento francés, en comparación, por ejemplo, con lo que puede observarse en Alemania, radicó sin duda — dejando aparte la Gascuña— en haber sido casi totalmente interior, sin más corriente de salida al exterior que la escasa emigración de las cruzadas o algu­ nas salidas aisladas, bien hacia las tierras de conquista normanda, bien hacia las ciudades de la Europa oriental, en especial de Hungría. Los hechos, en suma, están claros. Pero ¿y la causa? Desde luego, las razones que llevaron a los principales poderes de la sociedad a favorecer el poblamiento no tienen nada que resulte muy difícil de penetrar. Los señores, en general, tenían interés en que se hiciera, porque de las tenencias nuevas o agrandadas obtenían nuevos censos; de ahí la concesión a los colonos, como incentivo, de todo tipo de privilegios y franquicias, y a veces el despliegue de un verdadero esfuerzo de propaganda: en el Languedoc hubo heraldos que recorrieron la región anunciando al son de la trompa la fun­ dación de las «bastidas».23 De ahí también esa especie de borrachera megalómana que parece que embargó a ciertos fundadores, como al 23. p. 297.

Curie-Seímbres, Essai sur les villes fondées dans le Sud-Ouesit 1880,

abad de Grandselve, al prever, un día, el establecimiento de mil casas, además de otras tres mil en otro sitio.24 A esos motivos, comunes a toda la clase señorial, los señores eclesiásticos añadían otros, característicos suyos. Para muchos de ellos, desde la reforma gregoriana, gran parte de su fortuna consis­ tía en diezmos; éstos, proporcionales a la cosecha, rendían tanto más cuanto más extensos fueran los cultivos. Sus dominios se formaban a golpes de limosna, pero no todos los donantes eran lo bastante generosos como para ceder con gusto tierras cultivadas, y a menudo era más fácil obtener espacios incultos que luego la abadía o el capí­ tulo hacía roturar. La roturación exigía, de ordinario, una inversión, probablemente anticipos a los cultivadores y en cualquier caso la agrimensura de la tierra y, si se trataba de una explotación reservada al señor, su casa. Las grandes comunidades disponían, en general, de tesoros bastante bien provistos, que era muy adecuado emplear de ese modo. O, si la propia comunidad no podía o no quería hacerlo, podía encontrar sin demasiadas dificultades los recursos necesarios en uno de sus miembros o en algún clérigo amigo que, mediante un honesto beneficio, se encargaba de la operación. Aunque menos extendidos en Francia que en Alemania, los contratistas de rotura­ ciones tampoco fueron allí, no obstante, un tipo social desconocido. Muchos fueron hombres de Iglesia; en la primera mitad del siglo xm dos hermanos que habían de alcanzar las más altas dignidades del clero francés, Aubri y Gautier Cornu, tomaron así en contrata — sin perjuicio de distribuir luego lotes a subcontratistas—> la roturación de numerosas tierras recortadas de los bosques de Brie. El estado de los documentos no permite medir exactamente, en la gran obra de puesta en explotación de tierras yermas, la parte correspondiente a los prelados o religiosos y la de los barones laicos. Pero que el papel de los primeros fue de la mayor importancia es cosa que no puede dudarse; los clérigos tenían más perseverancia y más amplias miras. Finalmente, sobre los reyes, los jefes de los principados feudales y los grandes abades pesaron aún otras consideraciones, además de las que acabamos de ver. Estaba el problema de la defensa militar: las «bastidas» del mediodía, villas nuevas fortificadas, protegían en esa zona en disputa los puntos de apoyo de la frontera francoinglesa. 24. Bibl. Nat., Doat 79, fol. 336 v.° y 80, fol. 51 v.°.

Estaba también el problema de la seguridad pública: quien dice^ po­ blación concentrada dice más difícil bandidaje. Varios documentos expresan abiertamente, como motivos de las fundaciones, el deseo de atacar con el hacha un bosque hasta entonces «guarida de ladrones» (repaire ele larrons) o el de asegurar «a los peregrinos y viajeros» un paso apacible por un paraje desde tiempo atrás infestado de mal­ hechores.25 En el siglo x u , a lo largo del camino de París a Orleans, eje de la monarquía, los capelos multiplicaban los nuevos centros de hábitat, y lo hicieron por la misma razón que los reyes de España en el xvm , a lo largo de la ruta que unía Madrid con Sevilla, de tan mala reputación,26 Ahora bien, ¿qué nos enseñan esas observaciones? Aclaran el desarrollo del fenómeno, no su punto de partida. Porque, a fin de cuentas, para poblar hacen falta ante todo hombres, y para roturar (a falta de grandes progresos técnicos, desconocidos, desde luego, en los siglos XI y x n ) nuevos brazos. En el origen de ese prodigioso salto adelante en la ocupación del suelo es imposible situar otra cosa que no sea un fuerte crecimiento espontáneo de la población. Por ese lado, a decir verdad, no se da más que en posponer el problema y, en el actual estado de las- ciencias del hombre, hacerlo casi insoluble. ¿Quién, hasta ahora, ha explicado jamás verdaderamente una oscilación demográfica? Contentémonos, pues, con advertir el hecho. En la historia de la civilización europea en general y de la civiliza­ ción francesa en particular pocos hay que hayan tenido mayores consecuencias. Entre los hombres, a partir de entonces más próximos unos a otros, los intercambios de todo tipo — materiales y también intelectuales— se hacen sin duda más fáciles y más frecuentes que en ningún momento de nuestro pasado, ¡Qué fuente de renovación para todas las actividades! Bédier ha hablado en algún lugar de ese siglo, que en Francia, vio «la primera vidriera, la primera ogiva y 25. Curíe-Seímbres, pp. 107 y IOS; J. Maubourguet, Le Périgord Méridiond, 1926, p. 146; Suger, De rebus in adnúniUratione sita gestis, c, VI; G. Desjardins, Cartulaire de Vabbaye de Conques, n.° 66. 26. R. Leonhard, Agrarpolilik ttnd Agrarrefonn in Spanien, 1909, p. 287. Cuando los censos reclamados por el abad de Saint-Germain-des-Prés, bajo Carlos VII, amenazaron con llevar al despoblamiento del pueblo de Antony, situado en la ruta de París a Orieans, ei rey, para pedir al prelado que mo­ derara sus exigencias, invocó los peligros que implicaría, en ese camino, la deserción de un lugar habitado: D. Anger, Les dependanees de Vabbaye de Saint-Germain-des-Prés, t. II, 1907, p. 275.

la primera canción de gesta»; añadamos, en toda Europa, el rena­ cimiento del comercio, las primeras autonomías urbanas y, siguiendo con Francia, en eí orden político, la reconstitución de la autoridad monárquica, que va acompañada — y es otro síntoma del declive de la anarquía señorial— por la consolidación interior de los grandes principados feudales. Si esa expansión fue posible fue por la multi­ plicación de los hombres, y su preparación se debió a la azada y al podón del roturador. 3. D e LAS GRANDES ROTURACIONES MEDIEVALES A LA REVOLUCIÓN AGRÍCOLA

En las proximidades del año 1300, en unos sitios antes y en otros después, la conquista de nuevas tierras se frenó y acabó por cesar del todo. No obstante, quedaban aún muchas tierras de bosque o baldías. Algunas, a decir verdad, eran claramente inadecuadas para el cultivo, o por lo menos prometían un rendimiento demasiado bajo para justificar las dificultades y los gastos de puesta en explotación. Pero había otras que probablemente, incluso con la técnica un poco rudimentaria de la época, habrían podido ser explotadas lucrativa­ mente, y cuya roturación no se abordó. ¿Por qué? ¿Falta de bra­ zos? Quizá sí: los recursos de población no eran inagotables, y sa­ bemos de determinadas tentativas de fundación de pueblos que fra­ casaron por falta de hombres. Pero, sobre todo, lo que parece es que la roturación había llegado casi tan lejos como permitían las posibi­ lidades agrícolas. Porque ni bosques ni Iandas podían irse transfor­ mando indefinidamente en tierras de cultivo. ¿Dónde se habría lle­ vado a apacentar el ganado?, ¿dónde se habrían encontrado todos los productos que el bosque proporcionaba? La suerte de éste inte­ resaba muy principalmente a los poderosos, para el recreo de la caza que él les proporcionaba y también por los beneficios, mucho más considerables que antes, que era razonable esperar de él. Las ciudades te habían hecho mayores, y devoraban vigas y troncos para leña; en los campos se habían levantado nuevas casas*, y ardía» hogares nuevos, y menudo, a U misma sombra de los ramaje¿ se habían multiplicado las forjas. Por oirá pane, las superficies 3 boladas, roídas por la roturación, habían disminuido en todas p a r á l Rarefacción del producto y aumento de i a demanda: ante esos 3

sicos factores de encarecimiento, ¿cómo sorprenderse de que desde entonces el bosque fuera considerado una mercancía de precio, y sus dueños se mostraran más atentos a preservar sus montes o sus bosques que deseosos de sustituirlos por campos de cultivo? A decir verdad, desde el principio, la naturaleza no había sido lo único con­ tra lo que habían tenido que combatir los roturadores. Las gentes del campo, acostumbradas a aprovechar los pastos o las riquezas espontáneas del bosque, defendían sus derechos. A menudo — sobre todo cuando un señor, por compartir sus intereses o detentar, a títu­ lo de lo que fuera, privilegios forestales, ofrecía resistencia— era preciso pleitear en contra de ellas o indemnizarlas; los archivos están llenos de tratos de ese tipo. Guardémonos de pensar que la lucha se limitara siempre a una pacífica controversia judicial ni que, con mezcla o no de violencias, hubiera redundado siempre en beneficio de los cultivos. No son un caso aislado los avatares de aquella villanueva establecida hacia 1200 por un tal Frohier en los bosques de la margen derecha del Sena, la cual, atacada por las gentes de Moret y de Montereau, usuarias del bosque, y destruida luego por orden del capítulo de Parts, ya no fue reconstruida. Por la misma época, en el otro extremo del país, en la costa de Provenza, las gentes del pueblo de Six-Fours se preocupaban por poner freno, en sus pastos, al pro­ greso de los cultivos.27 Al principio, no obstante, los espacios incultos eran tan numerosos y los intereses ligados a la extensión de los cul­ tivos tan fuertes que, en general, se impuso el arado. Luego, más o menos alcanzado el equilibrio, el gran esfuerzo de ocupación, que había tenido tiempo para cambiar la faz agraria de Francia, se detuvo. Durante largos siglos, fue empresa difícil mantener lo consegui­ do. La segunda mitad del siglo xiv y todo el siglo xv — sobre ello habremos de volver nuevamente— fueron en Francia, como en casi toda Europa pero más que en otras partes, una época de despobla­ ción. Una vez terminada ía guerra de los Cien Anos y dismintiida la intensidad de las grandes p estes, la tarea que se ofreció tanto a los señores como a los cam p esinos fue, no la de crear nuevos pueblos y extender los cultivos, sin o h de reconstruir los pueblos antiguos limpiar los campos, in vad id os p o : la m alera; la labor tuvo que P^Z7.iCuérard, Cartulaire de A'otre-Dame jV París. t. II, p. 223. n.1’ XVIII; Éijj& Nat, S 275 n.° 13; Guérard, CartuUúre de l’abluiye de Saint-Victor de II, n.° 1023 (1197, 27 febrero).

realizarse lentamente, y en ocasiones sin poderse completar.28 En todo el este — Borgoña, Lorena y sin duda tantas otras regiones que no han sido aún estudiadas—• las guerras del siglo x v n implicaron, a su vez, enormes devastaciones. Hubo pueblos que durante mucho tiempo quedaron abandonados, y a veces desaparecieron los límites de las parcelas; para volver a introducir un poco de regularidad en ese caos, fue preciso a menudo en las zonas asoladas, una vez pasada la tormenta, como hoy tras la Gran Guerra, proceder a ver­ daderas redistribuciones parcelarias. No obstante, a pesar de esas turbaciones, a partir del siglo xvi, en algunos sitios se reemprendió la roturación — ¡así de tenaz es el hombre en la conquista de la tierra!— , aunque sin un movimiento de conjunto comparable al de la edad medía. Se penetraba en maris­ mas o en viejos pastos comunales, y en ciertas regiones como el Jura septentrional, donde la roturación medieval había dejado todavía mucha tierra virgen, se fundaron algunas villas nuevas.29 La iniciativa no procedía de la masa campesina más que en raras ocasiones; ésta más bien temía las perjudiciales consecuencias que podían resultar para los derechos de las colectividades. Esas empresas eran sobre todo obra de algunos señores y de algunos grandes propietarios semiburgueses, a los que toda una transformación social llevaba en­ tonces a una utilización más completa del suelo. Las desecaciones de marismas, emprendidas en todo el reino bajo Enrique IV y Luis X III por una sociedad de técnicos y hombres de negocios en la que habían invertido fondos las grandes casas de comercio — holande­ sas en su mayor parte— , fueron una de las primeras aplicaciones de los métodos capitalistas a la agricultura.30 En el siglo xvrir, siem­ pre en la misma línea, el impulso cobró fuerza, se fundaron compa­ ñías financieras para sostenerlo, es decir, para especular con él, y el gobierno real lo favoreció. Tampoco en ese momento alcanzó, ni con mucho, la amplitud de la labor medieval: fueron algunos avances sobre Iandas o arenales, especialmente en Bretaña y Guayana, aumen­ 28. La gran crisis de los siglos xiv y xv será estudiada con más detalle, posteriormente, en el capítulo 4. 29. En el condado de Montbéliard fueron fundados entre 1562 y 1690 cuatro nuevos pueblos; además, en 1671 y 1704, dos pueblos antiguamente destruidos fueron reconstruidos: C. D,, Les villagcs ruines du comté de Monibéliard, 1847. 30. De Dienne, Histoire du déssccbcment des lacs et marais, 1891.

tando el tamaño de grandes explotaciones y constituyendo algunas explotaciones nuevas, pero nada de pueblos nuevos; en conjunto, el saldo fue mediocre. La obra de la «revolución agrícola» de los si­ glos x v m y xix estaba en otra cosa: no ya en extender los cultivos a costa de los baldíos — el progreso técnico, por el contrario, al intensificar el esfuerzo sobre las tierras buenas, llevó consigo en algunos sitios el abandono de suelos más pobres antes ocupados— sino, como veremos, por la abolición del barbecho, en la expulsión de las propias labores de la fase de baldío hasta entonces periódica­ mente repetida.

SUPLEMENTO AL CAPÍTULO 1 El principio del capítulo 1 (pp. 69-76), así como el del capítulo 2 (pági­ nas 119-133), vuelve a ser tratado y queda completado por un estudio que dejó Marc Bloch sobre el aspecto económico de las invasiones, publicado en 1945. El marco es más amplio, es el marco de Europa occidental, pero muchos pasajes, evidentemente, interesan a la historia rural francesa. En una primera parte, «Deux structures économiques» (VII, 1945, pp. 33-46), hablando de la «estructura económica del mundo romano a finales del siglo IV», subraya que «la unidad profunda del mundo económico roma­ no» era resultado sobre todo de «la vida de relaciones, extremadamente activa, que ligaba las diferentes partes y establecía entre ellas fuertes inter­ dependencias [...] De una orilla a otra del mar interior, y, más lejos aún, hacia el interior de las tierras de esas orillas, circulaban continuamente mercancías y seres humanos [...] Ese vaivén había transformado hasta el paisaje. Cuando, en época de Augusto, Varron conducía un ejército hacía el Rin a través de la Transalpina, se sorprendía de encontrar parajes sin viñas, olivos nx huertos. Los italianos del final del Imperio no conocían ya semejantes sorpresas. Seguía habiendo sin duda muchas diversidades: la naturaleza no se deja forzar indefinidamente, y nunca en los ríos de Bélgica se ha reflejado el pálido follaje de los olivos; por otra parte, las técnicas y las costumbres agrarias, dentro del mundo romano, seguían presentando profundos contrastes [...] Pero muchos de los cultivos del Mediterráneo se habían extendido muy lejos de sus orillas; la vid cubría las laderas de tierras del Mosela, y embellecían los huertos variados frutos de orígenes lejanos —como el melocotón pérsico y la cereza del Asia me­ nor— que todavía hoy señalan en nuestras tierras la persistente huella

de Roma». Pero «la Romanía del siglo iv se presentaba a todos los obser­ vadores ampliamente despoblada. Por todas partes desplegaban sus yer­ mos los agri deserti. La escasez de hombres y la abundancia de espacios desocupados habían traído consigo sus habituales consecuencias: insegu­ ridad de las comunicaciones, restricción del mercado y, en una palabra, freno de los intercambios La sociedad económica, al igual que el organismo político, tendía a Ja fragmentación [...] El gran dominio ten­ día a convertirse en una unidad administrativa y económica casi cerrada». La «estructura económica de la Germanía» era la correspondiente a una región mucho menos evolucionada, que ignoraba esos cultivos apor­ tados a otros lugares por los pueblos del Mediterráneo; correspondía a una región de muy baja densidad de población, con grandes espacios deso­ cupados, «en especial esas extensiones de bosques y marismas que, por una tradición que se remonta a los tiempos neolíticos, los cultivadores evitaban, para agruparse preferentemente entre las hierbas de las llanuras o mesetas». Los germanos, no obstante, no vivían en absoluto errantes tras sus rebaños. «Tenían pueblos o aldeas, cuyas casas estaban rodeadas por huertos cercados, tenían campos en los que cultivaban a veces trigo, y, sobre todo, centeno, cebada, avena y lino, silos en los que encerraban sus cosechas y arados de un tipo a menudo más perfeccionado que el itálico; molían los granos para hacer harina, y los hacían fermentar para elaborar la cerveza [.. J El ganado no dejaba de jugar un papel de primer plano en la economía [... ] Ahora bien, faltando forrajes artificiales, [.,. ] y faltando incluso prados bien cuidados y sabiamente irrigados (es uno de los aspectos en los que el escaso perfeccionamiento técnico sorprendió a los romanos), era realmente preciso mantener en tomo a los lugares habitados, para la alimentación de los animales, grandes espacios baldíos, de Íandas o bosques, que servían además para la caza y la recolección de productos silvestres. Además, en un rasgo característico de una agricultura poco especializada todavía, el sistema del cultivo temporal, generalmente practicado, [.,.] impedía que entre los baldíos y la tierra de labranza se observara una delimitación permanente, y una misma parcela, abierta por el arado, acogía la simiente, y a continuación, abandonada a la vegetación espontánea, servía para pastos. Tácito describió ese régimen de explota­ ción [...]: los germanos, dice, "desplazan sus labores de año en año; el resto de la tierra son pastos": Arva per anuos mutant et superest ager. Semejantes prácticas no eran en absoluto extrañas al mundo romano. Pero en Germanía estaban muy ampliamente extendidas. Para una pro­ ducción muy baja exigían espacios enormes. Los pueblos germanos pare­ cen haber tenido en algún momento la sensación de escasez de tierras, actitud que, ante tantas extensiones vacías, podría juzgarse paradójica, si no encontrara una explicación totalmente natural en las imperiosas nece­

sidades de una agricultura esencialmente extensiva. En suma, en vez de nomadismo de los hombres, lo que había era, en torno a asentamientos que en principio permanecían fijos, una especie de nomadismo de los campos. Pero los propios asentamientos no eran de una estabilidad sin límites. Se trataba también, en gran medida, de un efecto del sistema de cultivo habitual. En civilizaciones agrarias más evolucionadas, lo que ata al hombre al suelo —abstracción hecha de representaciones de orden religioso o sentimental— es el trabajo que él mismo y sus antepasados han empleado en él, mejorando la tierra de labor y casi recreándola, le ata la idea de que, si hay que reemprenderlo en otra parte, ese esfuerzo se perderá, y cuentan también ja dificultad de transportar un material de explotación considerable y, más aún quizás, el miedo a no saber adaptar a condiciones diferentes los hábitos de una actividad ya compleja. Nin­ guno de esos obstáculos detenía al germano, para quien el campo, rudi­ mentariamente cultivado, era poca cosa más que una forma temporal del baldío. Era sedentario en el sentido de que su género de vida, plenamente rural, no comportaba un perpetuo vagabundeo. Cuando un grupo aban­ donaba los campos paternos era para buscar otros que se esperaba que fueran mejores, en otra parte; en las carretas se apilaban —como nos explica Ennodius de los ostrogodos del siglo v— los instrumentos de labranza destinados a la nueva patria. El desplazamiento no era un fin en sí mismo, y no obedecía, como entre los pueblos pastores, a un ritmo cíclico. A su término se preveía la detención. Pero los desplazamientos eran fáciles y frecuentes: era un estado de semimovilidad análogo al que hace pocos años podía observarse en ciertas sociedades africanas, igual­ mente compuestas por cultivadores y, asimismo, también dedicadas a una agricultura de carácter aún rudimentario» (VII, 1945, pp. 33-46), Tras haber recordado que «fueron, no obstante, esas invasiones, causa de tantas ruinas, lo que empezó a fijar los contornos del medio humano en que habían de formarse ios sistemas económicos y sociales propios de la edad media», Marc Bloch, en la segunda parte de su exposición, «Occupation du sol et peuplement» (VIII, 1945, pp. 13-28), insiste en las estre­ chas relaciones entre los hechos demográficos, la vida rural y la ocupación del suelo. Vuelve a referirse ante todo al análisis de las condiciones de la «explotación del suelo», «Las sociedades de la alta edad media eran colectividades con un tejido muy poco tupido. Los hombres, mucho menos numerosos que hoy, vivían repartidos en grupos muy desiguales separados por grandes espacios va* cíos. Esa falta de densidad humana es característica de todo el período, y explica muchos de los rasgos propios de las civilizaciones de entonces, y en especial de su vida económica. La historia de la ocupación del suelo revela no obstante, junto a una constante escasez de población, ciertas

oscilaciones que será preciso intentar describir, por lo menos en la medida que lo permitan los documentos que, en número excesivamente reducido, pueden utilizarse. La agricultura, tal como entonces se practicaba en toda Europa, era una gran devoradora de tierras. A todo grupo de explotadores se le planteaba un doble problema: por una parte, producir los vegetales necesarios para el hombre, y, en primer lugar, los cereales por otro, asegurar la subsistencia del ganado [...] Cultivos de cereales repetidos con demasiada frecuencia habrían agotado los campos. En cuanto a hacer alternar con ellos, en las mismas parcelas, cultivos diferentes, la técnica de la época no ofrecía medios para hacerlo. Sin duda en las tierras de cultivo se concedía un lugar a veces bastante importante a otros vegetales, pero éstos —en su mayoría legumbres, cáñamo, lino y vid—- ocupaban por lo general lugares aparte, de ordinario cuidadosamente cercados y mejor cerrados [...] Para permitir a las tierras de labor el necesario reposo no había más recurso que el de abandonarlas por fases y durante períodos más o menos largos a la vegetación espontánea del baldío, del barbecho. Por otra parte, sin forrajes artificiales, el ganado exigía grandes pastos. Las praderas, incluso donde la naturaleza favorecía su desarrollo, resulta­ ban casi siempre insuficientes. Sin la hierba de las Iandas, de los sotabosques y de los baldíos —entre los cuales hay que situar los campos en barbecho, que durante sus períodos de reposo servían también para pas­ tos—, sin las hojas del bosque y los frutos de sus arboles, los rebaños habrían muerto de hambre. Así pues, de todos modos, el propio cultivo suponía el respeto de grandes extensiones de tierra temporal o definitiva­ mente incultas. Esos principios generales podían aplicarse de diversos mo­ dos, en los que se revelan diferencias muy profundas entre diversos tipos de civilización agraria y aparecen a la vez, a lo largo del tiempo, cambios cuyas fases se nos escapan, desgraciadamente, en muchos casos.» Los dos modos de rotación de cultivos, el bienal y el trienal, coexistían con el cultivo temporal. «En uno y otro caso había grandes extensiones de tierras vacías que hacían de ejército de reserva para el cultivo y, en de­ finitiva, no lograban alimentar más que a un puñado de hombres. Incluso en los campos cultivados con más regularidad, los rendimientos, en extre­ mo variables según las regiones, eran por regla general mucho menos elevados que hoy. Incluso de los campos cuya gran riqueza exaltan los textos antiguos debemos evitar formamos una imagen demasiado boni­ ta [...] Diversas causas coincidían en determinar la escasa producción. Fruto de una experiencia milenaria y adaptación ya admirable de la acti­ vidad humana a la rebelde naturaleza, la técnica agrícola no dejaba de ser, en muchos aspectos, singularmente rudimentaria. Estaba además fuer­ temente agarrotada en sus progresos por las condiciones sociales de la época. Sin duda por falta de brazos, las labores que se hacían eran pocas;

ordinariamente, una sola, antes de la siembra [...] La insuficiencia del ganado llevaba consigo la del abono. La dificultad de ios intercambios obligaba a pedir a tierras que habrían ido mejor para otros cultivos un grano que difícilmente podían dar. Las frecuentes turbaciones implicaban perjudiciales interrupciones de las cavas. Quien quería, tanto en los años buenos como en los malos, comer para saciar más o menos el hambre, no sólo tenía que disponer [...] de muchas más tierras de las necesarias para la simiente anual. La cosecha anual, en aquellos campos de espigas me­ diocremente pesadas y apretadas, exigía ya extensiones considerables.» No obstante, hubo una «evolución». «Nada sería más inexacto [...] que acusar a la alta edad media de una especie de adormecimiento técnico. Las conquistas de la rotación trienal de los culti%Tos son una prueba de ello, entre otras muchas [...] Acompañada por la adopción de diversos cultivos alimenticios —legumbres y frutas— tomados de la civilización romana, dio por resultado que los hombres quedaran más firmemente ata­ dos a los campos, a partir de entonces ya estables, y sin duda que poco a poco la tierra pudiera alimentar poblaciones más numerosas que en el pasado. No parece, sin embargo, que los efectos de esos progresos técnicos sobre la población fueran muy notables antes del período de roturaciones que, en casi todas partes, se abrió hacia mediados del siglo xr; sin esas roturaciones, a decir verdad, aquellos efectos no habrían podido producir­ se, Para hacerse una ídea exacta de las condiciones demográficas de Euro­ pa con anterioridad a ese prodigioso incremento de la superficie cultivada que tan profundamente había de transformar su paisaje humano, la ima­ gen que conviene tener presente ante todo es la de la vida agraria. Había pocos hombres por muchas razones, pero en particular porque la subsis­ tencia de un solo hombre requería mucha tierra.» El bosque jugaba un importante papel. «Acostumbrados a complementar el cultivo con la reco­ lección de productos silvestres y la ganadería con la caza, ignorando la hulla (salvo quizás en algunos rincones en los que sus vetas llegaban a flor de suelo) y exigiendo de los metales mucho menos que nosotros, los hombres de la alta edad medía tenían que dejar necesariamente a las fuerzas vege­ tales de la libre naturaleza, en torno a sus moradas, un amplio campo de acción.» En todo intento de valoración de la población hay que tener muy en cuenta las «condiciones agrarias» de la alta edad media. «Estimar la po­ blación rural de la Galia hacia el siglo ir en una cifra casi igual que la del siglo xix es olvidar que —aun suponiendo un nivel de vida mucho más bajo— una técnica basada en la constante alternancia del campo y el bal­ dío era imposible que pudiera alimentar a tantos hombres como una agri­ cultura intensiva, con posibilidad de cultivos continuados. Un hecho cuan­ do menos es cierto: el mundo romano, hacia el final del Imperio, estaba

moteado de espacios vacíos,» Tras haber descrito la introdución de nuevos elementos, en ese mundo despoblado, por las invasiones germánicas, y luego la «asignación de tierras a los invasores», Marc Bloch subraya (p. 21) que «llegados en grupos, fue igualmente en grupos como los germa­ nos se establecieron en sus nuevas patrias. El ínteres de su propia segu­ ridad habría bastado para desaconsejar la dispersión». Para el estudio de esos lugares de población bárbara (p. 23), hay dos tipos de indicios que constantemente hay que hacer concurrir: los descubrimientos arqueológi­ cos, y especialmente los cementerios, y la toponimia, Cementerios bárba­ ros y nombres de lugar de origen germánico se presentan «en grupos de densidad extremadamente variable», «En la Galia un vivísimo contraste separó las tierras del norte de las del sur, y quizás es lícito decir, con más precisión, las tierras de lengua de oil y las tierras de lengua de oc. En las primeras, visiblemente, los germanos se establecieron en mayor número. Los nuevo» pueblos bárbaros parece corno ;,i ;-,c hubieran insertado con frecuencia en k* dominios fcn::g:-.v, o en amígusA tierras de cultivo, a menudo z. citrit ae -vi p:c::x^xtóár.j cosso : centros de romanización. Habituados a las grandes llanuras limosas de la Europa septentrional, los germanos, sin duda del grupo de los francos, aceptaron con gusto colonizar las grandes extensiones de la Beauce, hasta entonces algo desdeñadas debido a la falta de agua; abundan allí los nom-L bres de lugar posteriores a las invasiones. En esa 2ona la ocupación fue, con seguridad, apreciablemente beneficiosa [...] En conjunto [...] se­ ducía en creer que, en la totalidad de la Romanía, ese aflujo de nuevas, sangre hiciera algo más que equilibrar —y aun con dificultades— la san-; gría de las guerras y los largos trastornos. La población, ciertamente, que»¿ daba medianamente concentrada. Pero su distribución había cambiado,;^ Las zonas en las que, sin que los elementos romances hubieran sido expul- ' sados ni hubieran quedado diezmados, los germanos se establecieron en : número relativamente elevado, aquellas, por consiguiente, en las que la población quedó menos dispersa que en las demás, coinciden con las que durante los siglos siguientes menos vieron bajar el ritmo de su vida económica.» Toda la alta edad medía «conoció tentativas de roturación [...] Pero es" poco probable que en conjunto esos esfuerzos pudieran hacer algo más que’-: reparar las pérdidas, del mejor modo posible. En general se trataba más.-' de vaivenes que de un progreso real. Excepto en ios lugares donde, como en Septimania, se disponía de un aflujo de inmigrados forzosos [... ] habí»' escasez de mano de obra [... ] De hecho, desde el siglo ix, los textos se- •’ refieren por todas partes a las tenencias abandonadas en las grandes pro- -. piedades». Los polípticos, esos «admirables inventarios de señoríos», ela->; horados bajo los primeros carolingios, proporcionan «por primera vez los

elementos de un análisis demográfico, que difícilmente puede volver a plantearse hasta el siglo x iii », El que hizo realizar Irminon, abad de Saint-Germain-des-Prés de París, hacia el final del reinado de Carlomagno o el principio del de Luis el Piadoso, permite hacer el recuento de habi­ tantes de ocho parroquias del sur de París. Estas contaban entonces con un poco más de 4.100 habitantes, y tendrían en 1745 un poco más de 5.700 y 7.745 en 1835. La diferencia, considerando toda la región, sería mucho mayor, puesto que «esos pueblos, relativamente poblados, eran en conjunto mucho menos numerosos de lo que habían de serlo algunos siglos más tarde, después de que hubiera producido sus efectos el gran movi­ miento de roturación que, entre 1050 y 1250 aproximadamente, transfor­ mó el paisaje agrario de Europa». Por otra parte, la natalidad era baja. La cifra media de hijos vivos no casados que vivían junto a los padres era de 2,5. «Con 2,5 hijos por matrimonio, y sin tener en cuenta otras causas accesorias, como el celibato eclesiástico, o por mejor decir monástico, [... ] la población de una época de tan elevada mortalidad como con seguridad Jo era el siglo ix apenas podía asegurar su mantenimiento. Incluso acabó ■ por no poder ni mantenerse siquiera. No hay duda alguna de que, víctima de todo tipo de perturbaciones y especialmente, en sus principios, de las ; terribles razzias normandas y húngaras, el período que se extiende de vállales del siglo ix hasta 1050 aproximadamente se caracterizó por una [ocupación particularmente poco densa [... ] Se multiplican más que nunca referencias a tenencias vacías. Quedaron desiertos pueblos enteros que no volvieron a reconstituirse, bien porque todos sus habitantes hubieran kperecido o se hubieran dispersado, o bien porque, ante el creciente peligro, pos-hombres, más escasos, hubieran agrupado todo lo posible sus moraíságs [...] muchos otros, sin ser abandonados del todo, quedaron con una ^población reducida a algunos puñados de habitantes. Los textos coetáneos füáe la época de las roturaciones, que había de empezar hacia mediados del IX, nos describen con gran vivacidad esas tierras casi abandonadas jMjoe hubo que reconquistar para el hombre y el cultivo, antes de llevar el yáado a suelos vírgenes desde siempre [...] La curva demográfica parece |*3p&e alcanzó realmente su punto más bajo, inmediatamente antes del mo|*¿ento en que había de recuperar su movimiento ascendente para llegar, parece, más arriba que nunca» {VIII, 1945, pp. 13-28). ¡j^L os problemas demográficos van, pues, ligados a la historia rural. «En |jk?28 el gobierno real hizo realizar un vasto recuento de las parroquias y |||sJos hogares, [...] documento afortunadamente conservado [...] A coniy|¡áé&.de someterlo a una minuciosa crítica, [...] demuestra poder prol^ io n a r datos singularmente valiosos sobre ese problema, especialmente glgl^ixo y especialmente capital, que es la población de la antigua Francia.» |||^ b t l o ha interpretado «con una paciencia y una sagacidad igualmente

admirables» en la Bibliothéque de VBcole des Charles, 1929 (en apéndice, un estado de los campanarios en 1568 y un estado de las parroquias apro­ ximadamente en 1585). «Lot adopta como coeficiente, por lo menos para los hogares rurales, que son con mucho ios más numerosos, la cifra de cinco personas por unidad censada, io que le da, para la superficie de la Francia actual en 1328, de 21 a 22 millones de habitantes, y para el reino, tal como entonces existía, grandes feudos incluidos, de 16 millones y medio a 17. Me pregunto si el coeficiente 5 no es un poco bajo; gran parte de las clases campesinas, a principios dei siglo xiv, vivía en régimen de comunidad familiar, es decir, que una misma casa, contada como un solo hogar, agrupaba frecuentemente a varias generaciones y buen número de parejas. Así se explica [...] que en la antigua Francia —como observa acertadamente Lot— la proporción entre el número de casas y el de habi­ tantes fuera mucho más baja que hoy; a medida que desaparecieron las antiguas comunidades pudo verse cómo en los campos se levantaban nue­ vas viviendas [...] En suma, a título de mínimo, el total establecido por Lot me parece inatacable. Pero quizás investigaciones posteriores llevarán a elevarlo en algo —me refiero a investigaciones de detalle referentes a la composición misma de los grupos "a pan y cuchillo" que consti­ tuían a un tiempo la célula fundamental de las sociedades rurales y la unidad elemental de los catastros fiscales, pues ése parece ser realmente, en el momento presente, el problema esencial, cuya solución sera lo único que podrá darnos la clave de las estadísticas antiguas» (1931, pp. 603-605). T oponim ia

y población

En su artículo «Toponymie et peuplement», 1940, pp. 43-45, Marc Bloch expone que se interesa por «la utilización de la toponimia en pro­ vecho de disciplinas más próximas a nuestras preocupaciones habituales y más umversalmente accesibles: historia del paisaje agrario, [...] e his­ toria, sobre todo, de la población». «El primer servicio que el historiador de la población pide al toponimista es el de proporcionarle datos cronoló­ gicamente clasificados [ . .J Por otra parte, el más temible de los peligros a los que se expone ese género de estudios es, evidentemente, la tenden­ cia a sacar, a partir de la antigüedad de un nombre, conclusiones dema­ siado rápidas sobre la del núcleo que designa [...] Me parece, en particu­ lar, muy poco acorde con lo verosímil considerar que la cantidad de nom­ bres de lugar en acum con un nombre de persona latino como primer elemento den testimonio de una prodigiosa extensión de la ocupación del suelo en la época romana [...] En otros términos, ¿se trata de averiguar si Fleurac estuvo habitado antes de la llegada de un romano o un galo

romanizado llamado Florus, que Había de ser su epónimo definitivo, o si se levantaban ya casas en Bougival antes de que el germano o galo-franco Baldogisilo viviera allí como dueño?; pues bien, la toponimia es impoten­ te para aclarárnoslo, y es a otros medios de investigación —en particular, y casi exclusivamente, a la arqueología— a los que obligadamente hemos de pedir la respuesta» (1940, pp. 43-45). Para la «explotación de los datos toponímicos», no tiene que ocurrir que, oponiendo los nombres galorromanos a los nombres celtas, o los nombres «merovingios» a los galorromanos, se «olvide que los viejos nú­ cleos subsistían y que, por consiguiente, la inexistencia de nombres nuevos no significa en absoluto un retroceso de la ocupación» (II, 1942, p. 48). Otra observación; nuestros nombres de lugar son en el fondo menos variados de lo que parece, «pero tanto su aparente variedad como su inin­ teligibilidad •—a ojos de la consciencia popular— son resultado de la presencia de numerosas capas lingüísticas diferentes» (III, 1943, p. 117). Necesidad, pues, de clasificar cronológicamente los datos toponímicos, puesto que, en la historia de la población, recuerdan «etapas muy diferen­ tes» (1938, p. 82), Los nombres de lugar están en estrecha relación con la historia social. Imposible separarlos de la «historia de la conquista agraria». Debe haber índices que permitan advertir los pueblos o aldeas que fueron creados o destruidos en la edad media o cambiaron entonces de nombre. Son acom­ pañamiento indispensable los mapas. «¡Cuál no sería el servicio que ha­ rían nuestros Dictionnaires topograpbiques, [... ] colección [... ] muy digna de admiración, [.,.] si abandonaran por fin las directrices excesivamente estrechas que guiaron en un principio su elaboración! [...] Algunos índi­ ces metódicos, algunos croquis geográficos, bastarían para hacer de ellos maravillosos instrumentos de historia social» (1931, pp. 595-596). Igual­ mente, 1934, p. 252. Importancia de la toponimia para la «historia del paisaje agrario» (1940, p. 43), para el «estudio del paisaje vegetal», a propósito del em­ pleo hecho por A. Deléage de ese «precioso instrumento de investigación» (II, 1942, pp. 77-78). El estudio de P. Lebel en Annales de Bourgogne, 1943, sobre la penetración en el bosque de Auberxve, en los alrededores de ChátíUon (Haute-Marne), muestra la importancia de la toponimia para la geografía (L. Febvre, V, 1944, p. 70). En Inglaterra, los nombres de lugar de Sussex permiten útiles observaciones sobre la población del Weald, «que, como la mayoría de zonas de bosque, fue ocupado antiguamente, pero entonces muy débilmente» (1931, p. 595). Esos estrechos lazos entre la toponimia y la población fueron espe­ cialmente subrayados por Marc Bloch en su artículo «Réflexions d’un historien sur quelques travaux de toponymie», 1934, pp. 252-260. Desde ese punto de vista, le interesaron particularmente dos regiones, la Beauce,

esas «tierras de la Beauce que tanto nos atraen» {1931, p. 468), y Normandía. Ya en «L’Ile-de-France», estudio historiográfico y bibliográfico apa­ recido en la Revue de Synthése Histoñqne, 1913, se refería a ese proble­ ma de la población de las tierras de la Beauce, pp. 68 y 78. Igualmente en La historia rural (supra, p. 71). «La población de la Beauce [...] plantea difíciles problemas [...]; seguirá siendo imposible aclararlos en tanto que no podamos apreciar el número de nombres célticos de la gran meseta limo­ sa, determinar su distribución y proceder a una comparación con las regio­ nes vecinas», dice a propósito de J. Soyer, «Recherches sur Forigine des noms de lieux du Loiret. I: Noms composés avec les mots celtiques...», en Bull. de la Société Archéologique et Historique de VOrléanais, XXXII, 1934, p. 252. El artículo de F. Lot, «De l’origine et de la significaron historique et linguistique des noms de lieux en -ville et en -court», en Ro­ manía, 1933, aborda un problema capital de la toponimia francesa de la alta edad media. Esos nombres son muy abundantes en ciertas regiones como la Beauce y Normandía, y, «constituidos casi siempre con un primer elemento que es un nombre de varón de origen germánico, han sido con­ siderados por la doctrina clásica como uno de los más seguros vestigios de los núcleos bárbaros». F. Lot se opone a esa teoría, pues esos nombres aparecen ya en la época galorromana. Han ocupado eí lugar del sufijo -iacus (Antoniacus, Antony), aún empleado tras las invasiones. Se en­ cuentran, incluso con un nombre de varón germánico como primer com­ ponente, en pueblos en los que casi todos los nombres de lugar son roman­ ces. Finalmente, el empleo de la onomástica germánica se extendió rápi­ damente entre los galorromanos (Balderici curtís, Baudricourt). Así pues, esos nombres «no pueden decirnos nada sobre los núcleos bárbaros de los parajes de la Galia que mantuvieron la lengua romance». F. Lot considera que «si los nombres en -court y en -ville se encuentran en grupos particu­ larmente numerosos y particularmente concentrados en la cuenca de París por una parte —especialmente en la Beauce— y en Austrasia por otra es simplemente que los reyes francos vivieron preferentemente en esas regio­ nes, y en ellas poseyeron numerosos fiscos y multiplicaron los repartos de tierras entre sus adeptos». Los nuevos propietarios pusieron sus nom­ bres. Marc Bloch se enfrenta a esa hipótesis: los cambios de propietarios no habrían bastado para cambiar el nombre. «La toponimia, por sí sola, no puede permitir resolver los problemas de población.» Es preciso recurrir a la ayuda de la arqueología, al estudio de los hechos jurídicos, de las costumbres y especialmente de ios «usos agrarios», de los hechos de lenguaje y del vocabulario agrario (nombres comunes que designan los sectores de tierras de cultivo, las prácticas y las reglas de explotación, los instrumentos y las plantas), y finalmente al exa­ men de los nombres de lugar.

F. Lot estima poco probable la idea de que la Beauce fuera rotu­ rada en la época franca, Marc Bloch hace observar que «"roturación" no siempre correspondió a "bosque". La Beauce, que nunca estuvo cubierta de árboles (debido a la falta de agua), puede que fuera una estepa, y, de hecho, sabemos que allí muchas extensiones herbáceas y arbustivas tuvie­ ron que esperar hasta el siglo xn la llegada del podón y la azada de los roturadores [...]» La ocupación prehistórica y galorromana no parece que fuera allí muy densa. «En cualquier caso, es evidentemente primordial, aquí, el estudio arqueológico» (1934, pp. 254-258). Roturaciones en la Beauce del siglo xi al x i i i , 1932, pp. 490-491. El último estadio del pensamiento de Marc Bloch sobre esta cuestión fue expuesto en su comunicación del 23 de junio de 1938 a las Premieres Journées de Synthése Historique, titulada «Les problémes du peuplement beauceron». Habla de nuevo de roturaciones, no de bosques, sino de «plantas bajas y matorrales». He aquí su conclusión: «1.° La Beauce, región de relieve uniforme, de profundo suelo limoso, fue, desde el si­ glo xn, una tierra triguera grande y rica, sin cercados y casi sinárboles. 2.° A principios de la edad media, al parecer, sobre todo hacia el centro, presentaba el aspecto de una amplia estepa herbácea y de matorrales, con algunos espacios cultivados dispersos. No se excluye, sin duda, la presen­ cia de algunos núcleos de arbolado. En tiempos históricos no hay testimo­ nio, en cambio, de ningún bosque verdadero [...] 3.° La puestaen cul­ tivo y la ocupación de esas secas extensiones, que durante muchotiempo habían rechazado al hombre, fueron concluidas en la era de las grandes roturaciones del siglo xi al xm . Habían hecho ya, probablemente, sensibles progresos durante el período franco, La civilización agraria que se implantó entonces en la Beauce se parece más a la de las poblaciones que vivían al norte de la región que a la representada por los usos vigentes al este, al oeste o al sur» (Revue de Synthése, febrero 1939, pp. 68 y 73). Las «valiosas investigaciones» de J. Soyer sobre los nombres de lugar del Loiret, publicadas en el boletín más arriba indicado, se refieren en parte a la Beauce (1934, p. 252; 1937, p. 211; 1938, p. 82; 1940, pp. 43-44). Otro enigma que atrajo a Marc Bloch fue el de la población normanda (1934, p. 282). Es un «caso típico y relativamente próximo a nosotros». Los escandinavos modificaron profundamente la toponimia de Normandía. F. Lot, en el artículo más arriba citado, estima que se ha exagerado el peso de la afluencia de población extranjera. La propia forma en -ville es romance y muestra que los normandos hablaron pronto el romance, al que pudieron pasar algunas palabras normánicas. Marc Bloch, por el con­ trario, sostiene que en Normandía el escandinavo se mantuvo más largo tiempo, y que hacia el año 1000 todavía se hablaba. Los «usos agrarios y su vocabulario», sobre todo, parecen dar testimonio realmente de una

profunda inmigración campesina, como lo atestiguan las palabras «delle» {dale) y «boel» (del danés bool) del llano de Caen (injra, pp. 153-154, 240). Por lo que respecta a los escandinavos, como en los casos de los francos, godos y burgundios, F. Lot ve una «ocupación de jefes», que se conver­ tían en señores de pueblos y rentistas de la tierra, Marc Bloch piensa que entre los vikingos, como entre los germanos de las grandes invasiones, hubo muchos que eran simples campesinos. No admite una «colonización compuesta únicamente por jefes», señores aislados a razón de uno o dos por pueblo, que se expusieran así a los rencores de las poblaciones some­ tidas. «Los problemas de la población son tan oscuros que sólo una com­ binación de enfoques simultáneos parece capaz de aportar un poco de claridad para su comprensión.» Son necesarias una alianza entre los espe­ cialistas —historiadores, arqueólogos, lingüistas— y una organización del trabajo en común (1934, pp. 258-260). Tanto la historia comparada como la «historia agraria propiamente normanda» le muestran esa influencia escandinava, que R. Besnier niega en La coutume de Normandie: histoire externe, Caen, 1935 (1936, p, 600). Y vuelve Marc Bloch sobre la cuestión en La société féodale. «Para medir la acción en profundidad de la ocupación escandinava», hay que poner la mirada «sobre todo, tanto en Normandía como en Inglaterra, en las peque­ ñas colectividades rurales. El conjunto de tierras que dependían de la casa de campo se llamaba, en la Dinamarca de la edad media, bol. La palabra pasó a Normandía, donde se fijó más tarde en algunos nombres de lugar o, por un deslizamiento de sentido, pasó a referirse al cercado, incluidos, junto al huerto o vergel, los edificios de explotación. En el llano de Caen y en el Danelaw [en Inglaterra, región ocupada por los daneses], hay un término común que designa, dentro de las tierras de cultivo, los haces de parcelas alargadas unas junto a otras según una orientación paralela: delle aquí, dale allí. Tan marcada coincidencia entre dos zonas sin relación directa entre sí no podría explicarse más que por una influencia étnica común. La región de Caux se distingue de las tierras francesas vecinas por la forma particular de sus campos, toscamente cuadrados y repartidos como al azar; esa originalidad parece suponer una remodelación rural, pos­ terior a la población de los alrededores» y debida a las invasiones nor­ mandas. «¿Habría podido ser deseo de algunos jefes, satisfechos de colo­ carse, por encima de los campesinos nacidos en la propia tierra, en el lugar de los antiguos señores, el transformar de ese modo el modesto léxi­ co de los campos y modificar la forma de las tierras?, ¿habrían tenido fuerza para hacerlo?» Esos inmigrados escandinavos no constituían única­ mente una «clase de jefes». Había entre ellos «buen número de guerreros campesinos». «Establecidos, bien en los espacios arrebatados a los antiguos ocupantes o abandonados por los fugitivos, bien en los intersticios del há­

bitat primitivo, esos colonos fueron lo bastante numerosos para crear o cambiar el nombre de pueblos enteros, para extender a su alrededor su vocabulario y su onomástica y para modificar, en algunos puntos vitales, la base agraria y hasta la propia estructura de las sociedades campesinas, ya profundamente trastornada, por otra parte, por la invasión. No obs­ tante, en Francia, la influencia escandinava fue, en conjunto, menos pode­ rosa que en tierras inglesas y, salvo en la vida rural, conservadora por naturaleza, resultó menos duradera.» Respecto a Normandía, están los «testimonios de la toponimia y las estructuras agrarias [...] hasta ahora insuficientemente examinados. La presencia de elementos daneses parece segura; de igual modo la de hombres de Noruega del sur [...] me atrevo a indicar que los contrastes, tan claros, entre las tierras de cultivo de la zona de Caux, por un lado, y las del llano de Caen, por otro, podrían muy bien remitirse, a fin de cuentas, a una diferencia de población: los cam­ pos irregulares de la región de Caux recordarían a los de Noruega y los campos alargados del Bessin a los de Dinamarca». «Hipótesis todavía muy frágil», añade Marc Bloch (La société féodale, I, pp. 82-85, 87-88). Igual­ mente, 1936, p. 271. Influencia escandinava también respecto a las valvasorías, La société féodale, I, pp. 272-273. E. Gamillscheg, Romanía Germantca: Sprach und Siedlungsgeschichte der Germanen auf dem Boden des alten Romerreichst Berlín, 1934-1936, 3 voís., es a la vez «recopilación e interpretación de los testimonios lin­ güísticos referentes al establecimiento de los germanos en la Romanía: nombres de lugar con elementos germánicos, términos de origen germá­ nico pasados antiguamente al vocabulario de las diversas lenguas roman­ ces», e influencias, sobre todo fonéticas, de las hablas germanas sobre la lengua de oil, Muy rica y de interpretación a menudo convincente, esa obra se sitúa «entre los trabajos más importantes dedicados desde hace mucho tiempo a la historia de las sociedades europeas». Algunas críticas: «La etimología de "forét”, derivada de una palabra franca que habría de­ signado el bosque de coniferas» es dudosa, «pues la "forét" del derecho antiguo era un terreno vedado, y no forzosamente de bosque». «El nombre de lugar "Les Francs", en Indre, puede conservar el recuerdo de un nú­ cleo de libres roturadores constituido en la época de las grandes rotura­ ciones de los siglos x i, x ii y x m , tanto como el de una antigua colonia franca.» No llegó a conocimiento del autor el artículo de F. Lot sobre los nombres de terminación -ville y -court. Pero «sobre las zonas de contacto entre burgundios y francos y sobre los progresos de la expansión franca en esa dirección, sobre la romanización de los elementos germanos [...] y sobre la suerte de los pequeños grupos étnicos —gépidos, taifales y alamanes— repartidos en orden disperso por toda la Romanía, el libro abun­ da en sugestivas observaciones». Da una nueva prueba de «que sería un

grave error ver en los invasores germanos solamente un pueblo de jefes» (1938, pp. 80-82). Para llegar hasta la alta edad media en el estudio del hábitat y de la ocupación del suelo, «los textos son, sin duda, escasos. Pero la arqueolo­ gía y la toponimia pueden prestar su ayuda». Un ejemplo: las excelentes «notas de geografía histórica» sobre Le pays de Macón et de Chalón avant Van mille, de Gabriel Jeanton, 1934; «Ayudándose al mismo tiempo con los hallazgos arqueológicos, con el estudio de los nombres de lugar men­ cionados por los documentos y con la toponimia catastral, que conserva el recuerdo de aglomeraciones desaparecidas, Jeanton cree poder revelar una profunda transformación del hábitat: a la concentración caracterís* tica del Máconnais de hoy se habría opuesto, tanto durante la época caro* lingia como, anteriormente, bajo la dominación romana, una dispersión mucho mayor. Nuestros pueblos agrupados en burgos no habrían, pues, aparecido hasta la época feudal. Se formaron generalmente en torno a la iglesia, primitivamente, sin duda, según un plan de fortificación, y en detrimento de las pequeñas villae, desaparecidas por las condiciones de inseguridad» (1936, p. 262). Rñas. de los trabajos de A. Dauzat sobre los nombres de dominios galorromanos y la toponimia céltica de la Auvergne y el Velay (1933, p. 317), de su manual, La toponymie jrangaise, 1939, de las investigacio­ nes de Mme. Houth-Baltus, «Toponymie du pays de Gruye et du Val de Galie», cerca de Versalies, en Revue de VHistoire de Versátiles, 1938, y del estudio de nombres de lugar de P. Lebel en Amales de Bourgogne (1940, pp. 43*45). P. Lemoine, sobre la toponimia de la lle-de-France (L. Febvre, 1938, pp. 82-84). Mlle. Lotte Risch, Beitráge zur romanischen Ortsnamenkunden des Oberelsass, Jena y Leipzig, 1932 (1934, pp. 253254). «Preciosa crónica de toponimia» de Albert Dauzat en la Revue des Études Anciennes (1934, p. 260). A. G. Haudricourt, 1944, V, p. 69, B osques (pp. 74-77)

Marc Bloch vuelve a describir de nuevo el bosque de la alta edad me­ dia, salvaje, inhóspito y no obstante muy útil y de variados recursos. En esta ocasión da también una imagen de la naturaleza salvaje que conocían entonces los hombres. «De las extensiones incultas por las que se espar­ cían las tierras de labranza, las más resistentes al esfuerzo humano eran las de los bosques. No es que la tierra abandonada a la naturaleza hubiera de llevar necesariamente una espesa capa arbórea Muchas tierras nunca surcadas por el arado, demasiado secas para admitir una rica vege­ tación arbórea, no tenían más que matorrales y gramíneas silvestres, ape-

ñas salpicadas aquí y allá por algunas manchas de bosque. La Beauce, don­ de hasta el siglo xn abundaron los yermos, y los Alpes suabios no ofre­ cían junto a sus campos más que grandes estepas herbáceas. De todos modos, el bosque propiamente dicho cubría espacios macho mayores que hoy, con espesuras menos rotas por calveros. Era un obstáculo temible para las comunicaciones. Los grandes árboles estaban a menudo bastante dispersos, pues en nuestros climas el monte alto es sobre todo resultado de un cuidadoso acondicionamiento humano. Pero, precisamente porque no estaban acondicionados, los sotabosques estaban formados por un tupi­ do monte abajo, con matorrales y troncos muertos [...] En esa “opaci­ dad", como dicen los viejos textos, encontraban su guarida los animales salvajes. Las crónicas monásticas han conservado el recuerdo de los formi­ dables osos que acechaban los límites de la abadía de Saint-Gall, en las primeras pendientes de los Alpes alemánicos. En invierno, los lobos salían de sus escondrijos y llegaban hasta las puertas de los pueblos, con peligro para los rebaños e incluso para los hombres. La hostilidad del mundo animal, cuyo espanto no lo conoce hoy Europa más que a través de los cuentos, depositarios de tradiciones caducas, era para nuestros padres una realidad siempre presente.» «Tan inhóspito en muchos aspectos, el bosque distaba mucho de ser inútil. Ningún gran dominio parecía completo si no tenía el suyo. Como todos los espacios incultos, servía de reserva para el cultivo, sujeto, sobre todo en sus linderos, al vaivén de los campos temporales, y a veces defi­ nitivamente vencido. Los agricultores de la edad de piedra, cuyos medio­ cres instrumentos se adecuaban mejor a la roturación de las Iandas y las estepas, se habían detenido por regla general ante las grandes espesuras. Sus sucesores, no obstante, hicieron ya mella en ellas, allí donde se esta­ blecieron, más profundamente. En la Romanía había villas rurales, casas de dueños rodeadas por las cabañas de los esclavos o de los colonos, que se elevaban a veces en pleno bosque. Pero la roturación de grandes super­ ficies de bosque habría exigido una mano de obra que la edad medía, hasta eí siglo xn, fue incapaz de proporcionar. Incluso sobre las tierras que podían creerse ganadas tenía a veces el bosque ofensivos retrocesos, y contra ellos ponía en guardia Carlomagno a los administradores de sus dominios, en unas significativas instrucciones. Era por sus productos es­ pontáneos, sobre todo, por lo que el bosque jugaba en la economía un papel cuya importancia y variedad supera con mucho lo que hoy espera­ mos de él» (VIII, 1945, pp. 16-17). Sigue una imagen detallada de esos recursos (pp. 17-18). Hablando del régimen agrario de los campos abiertos del norte, R. Dion, en su Essai sur la formation du paysage rural franqais, «ha [... ] aclarado con fuerza poco común las repercusiones del sistema sobre el

destino de Jos bosques. Profundamente mermados en sus linderos por las roturaciones, en las tierras del norte, donde a menudo hacen de límite entre los diversos términos, no por ello han dejado de conservar una mayor nitidez de contornos y, en conjunto, una superficie sensiblemente mayor que, por ejemplo, en las tierras de cercados. Es que, en estas últi­ mas, la presencia de numerosos árboles a lo largo de los setos y la costum­ bre particularmente tenaz del cultivo temporal, que, por desplazamiento perpetuo de las rozas, ampliaba hasta el extremo la zona de destrucción, y, finalmente, una cierta debilidad de k organización comunitaria, con­ currieron en favorecer la merma interior de los bosques, poco a poco horadados por calveros. Ése es, en suma, el esquema que nos propone Dion», No obstante, las poblaciones de las zonas de cercados tenían tam­ bién el «sentido del esfuerzo colectivo». «Por otra parte, en cuanto a que hubiera poblaciones campesinas, fueran como fueran y aun considerándo­ las animadas por el más sólido espíritu de cuerpo, que en ningún momento se doblegaran "sin dificultades" al acondicionamiento de zonas de mato­ rral o de bosque, numerosos documentos, tanto del norte como del Me­ diodía y del centro, apuntan en sentido contrarío a tan optimista visión. Ello no se da hasta el peligroso nomadismo de la roturación atestiguado y hasta impuesto por un texto del siglo xn, referente a los bosques de Corbreuse [Seine-et-Oise], entre el Sena y el Loira, La protección de los bosques —contra la roturación, la tala desordenada de árboles y ramas y, sobre todo, el diente de los animales—, en todas las zonas campesinas, fue obra mucho menos de las comunidades que de algunos poderosos, cuyos intereses se oponían duramente tanto a las tradiciones como a las necesidades de las masas campesinas; se trataba de ricos labradores, de burgueses acaparadores de tierras y, sobre todo, de señores. Aún hoy, gran número de extensiones de bosque que pertenecen a particulares y, con mucho, la mayor parte de las que están en manos deí Estado o de los municipios, tienen su origen en antiguas reservas señoriales. Para explicar en un sitio su resistencia y en otro su ruina, ¿no convendría mirar primero del lado de los señoríos, cuyas posibilidades de acción estaban lejos de alcanzar en todas las provincias el mismo nivel? Sobre el Macizo Central, Dion observa que, en el mapa de los bosques dominicales —incluidas las propiedades comunales—, su emplazamiento corresponde a "un vacío casi total". Efectivamente, nada más sorprendente. Pero es en el adjetivo dominical donde ■ — sin querer negar la desforestación de muchas regiones de cercados— , sobre todo, creo yo, hay que poner el acento el rasgo señalado por Dion merece situarse entre los que caracterizan uno de nues­ tros paisajes rurales más claramente singularizados» (1936, pp. 257-259). «Sobre lo que podría llamarse arqueología forestal, véanse útiles ob­ servaciones de un especialista, el inspector adjunto Roger Blais, "De la

plaine et de la forét ou presentation de recberches recentes sur la structure du paysage rural fran?ais", en Kevue des Eaux et Foréis, 1935, pá­ ginas 981-999. Blaís discute especialmente las conclusiones que Roupnel [Histoire de la campagne frangaise, 1932] había creído poder sacar de los diferentes aspectos de los linderos» (1936, p. 259). «Cuando, para referir­ nos tanto al bosque de tiempos de Carlomagno, cuyas dimensiones se calculaban según el número 'de cerdos que podía alimentar, como al del siglo xvm , codiciado por los dueños de forjas y los vidrieros, y como, finalmente, al de nuestros días [explotado sobre todo por la madera de construcción], nos viene forzosamente a la boca la misma palabra, ¿nos representamos siempre exactamente cuánto ha ido variando de una época a otra su contenido, físico y humano? Es lo que ocurre a más de un ele­ mento de nuestro vocabulario histórico» (1940, p. 166). La palabra forét se refería en su sentido primitivo a "territorio adehesado”. Pronto tendió a aplicarse preferentemente a las extensiones de bosque (VI, 1944, p. 123). La obra colectiva La forét, bajo la dirección de R. Blais, 1939, es muy interesante y presenta numerosas observaciones sugestivas. «¡Qué instruc­ tiva esa obstinación de los campesinos del Alen^onnais en ignorar las virtudes alimenticias del arándano, tan apreciado por los de los Vosgos! Y eí libro transmite todo él un buen olor a madera y hojas.» Habla muy poco de las roturaciones (1940, pp. 165-166). C. Vigouroux, La coutume forestiére frangaise, Aurillac, 1942, muestra un gran conocimiento tanto del bosque como de la vida rural (III, 1943, p. 108). Oposición entre el bosque de Sénart, dividido muy antiguamente y reunido luego en el si­ glo xvm , estudiado por R. de Courcel, 1930 (1931, pp. 446-467) y el bosque de Eu, todavía de los condes de Eu y de sus sucesores, objeto de una monografía de Mlle. S. Dec, Caen, 1929 (G. Espinas, 1930, pp. 415419). P. George, «Anciennes et nouvelles foréts en région méditerranéenne», en Études Rhodaniennes, 1933 (L, Febvre, 1934, p. 80). Explotación de los bosques El estudio de la administración de Normandía bajo San Luis realizado por J. Reese Trayer, Cambridge (Mass.), 1932, «pone el acento adecuada­ mente en un fenómeno agrario muy importante: el creciente lugar ocupa* do en el siglo x iii , dentro de las rentas forestales, por la venta de las maderas» (1934, p. 196), Transporte de madera flotando por el Vienne hasta Limoges, desde el siglo x ii (1934, pp. 184-185). La disputa en el siglo xix entre "monte alto o monte bajo" ocultaba «antagonismos de grupos económicos», escondía la «oposición de dos concepciones eminente' mente diferentes de la riqueza forestal». Las poblaciones urbanas y el

Tesoro querían madera para calefacción, y la Armada quería madera de construcción; la hulla trajo consigo el éxito de la segunda concepción. R, Blais, Une grande querelle forestiére: la conversión, París, 1936 (1940, p. 166). Para su comparación (utilización industrial y roturaciones, sobre todo), P. Deffontaines, La vie forestiére en Slovaquie> 1932 (1933, pp. 495496). L. Mazoyer, «Exploitation forestiére et conñits sociaux en FrancheComté, á la fin de l’ancien régime», en Anuales, 1932, pp. 339-358. La «curiosa historia de la caza [...] no ha tentado todavía a ningún investi­ gador serio» (III, 1943, p. 108), P aisaje

rural prim itivo y trabajo h u m a n o

«En una serie de trabajos que han hecho época, Robert Gradmann ha aclarado no hace mucho el papel de las superficies de vegetación esteparia en la génesis de las civilizaciones agrarias propiamente europeas», espe­ cialmente Die Steppen der Morgenlandes in ihrer Bedeutung für die Gescbicbte der menschlichen Gesittung, Stuttgart, 1934 (Geograpbiscbe Abbandlungen, Reihe 3, Heft 6). También en el Próximo Oriente «fue realmente la estepa [más que el bosque] lo que proporcionó a la humani­ dad antigua su ámbito predilecto. Dio origen a los dos tipos divergentes de civilización, la de los pueblos pastores y la de los pueblos agricultores. Favorecía especialmente, de muchas maneras, el desarrollo de las técnicas agrícolas [...] Pero el predominante papel de esos secos parajes del Pró­ ximo Oriente es hoy cosa del pasado. La estepa "artificial”, la estepa de cultivo que el paciente trabajo del hombre ha abierto poco a poco en las tierras más húmedas del norte, en comparación con las estepas naturales, goza de inmensas ventajas, que parecen definitivas» (1938, pp. 77-78). El estudio de la población neolítica del Hurepoix y de la Beauce realizado por O. Tulippe, L ’habitat rural en Seine-et-Oise..., 1934, le permitió una «observación muy interesante: [...] el reparto de las "reliquias” de la antigua flora esteparia coincide con los hallazgos neolíticos (p. 287, n. 1). Así resulta aclarada, de acuerdo con las ideas de Gradmann, la preponde­ rante influencia que el clima seco del último período postglaciar parece que ejerció sobre la toma de posesión del suelo, en una época en que lo que ante todo temía la agricultura eran los obstáculos deí bosque» (1936, p. 261). André Deléage, en La vie nirale en Bourgogne jusqu’au début du X Ie siécle, Macón, 1941, dedicó un largo capítulo a la vegetación, donde «no se contentó con seguir las vicisitudes del paisaje; con ayuda de un deteni­ dísimo estudio de los nombres de lugar, intentó reconstruir las imágenes que las sucesivas generaciones se fueron haciendo del decorado de sus

vidas [...] Los galos y sus predecesores [dice él] [ _1 no parece que sintieran la necesidad de caracterizar las masas vegetales según las espe­ cies dominantes, como les ocurrió a los galorromanos y a los hombres de la alta edad media [...] La vegetación que cubría las tierras de la Galia, en sus partes todavía no cultivadas, era sin duda un monte bajo con brezas y bojes e incluso turberas y tepes, en el que se entremezclaban la mayor parte de los árboles [...] Los paisajes no se oponían como hoy. El hombre no había contribuido tanto, todavía, a que la naturaleza se adaptara del mejor modo posible a los climas y a los suelos» (II, 1942, p. 47). El paisaje rural de la alta edad media mostraba a menudo una naturaleza en estado salvaje, lo cual favoreció las invasiones musulmanas, nor­ mandas y húngaras de los siglos ix-x, «No hay policía fácil más que donde los hombres viven próximos unos de otros. Pero en esa época, incluso en las regiones más favorecidas, según nuestros patrones actuales, la población tenía una densidad baja. Por todas partes había extensiones vacías, landas y bosques que ofrecían lugares propicios para la sorpresa contra los caminos» {La société féodale, I, p. 90). Tras esas invasiones, y particular­ mente la de los normandos, «los hombres, también mermados en su nú­ mero, se encontraron ante grandes extensiones antes cultivadas que ha­ bían sido cubiertas por la maleza. La conquista de la tierra virgen, todavía tan abundante, se retrasó con ello en más de un siglo» (ibid., I, p. 69). El campo francés, lejos de permanecer inmóvil, fue evolucionando, a distinto ritmo según las regiones. El primitivo paisaje rural se modificó, con el incesante trabajo del hombre. «El francés de principios del si­ glo xvm no cultivaba ni las mismas plantas, ni con los mismos medios ni según el mismo ritmo de rotación que sus antepasados de las épocas roma­ nas» (Les Cahiers de Radio-Paris, 15 mayo 1938, p. 443). A. Perpillou, Le Limousin..., 1940, muestra bien, para esa región, la acción del hom­ bre sobre el paisaje vegetal (II, 1942, p, 77). Las marismas inglesas del Fen, convertidas hoy en próspera región de cultivo de hortalizas, son un «ejemplo más de esos desplazamientos de la prosperidad que el esfuerzo humano ha multiplicado a lo largo de toda la historia de nuestras civiliza­ ciones rurales» (1941, p. 192). A propósito de la transformación de las Iandas del Schleswig desde mediados del siglo xix: «Una vez más, vemos hasta qué punto la eliminación de la primitiva naturaleza y de los géneros de vida arcaicos a ella ligados ha sido, en muchos casos, en la propia Europa, un acontecimiento mucho más próximo a nosotros de lo que a menudo tendemos a imaginar» (1941, p. 160). El campo dominó verdade­ ramente la vida de la antigua Francia: «Casi en toda ciudad medieval, con excepción de las grandes metrópolis del comercio, se conservó siempre algo de campesino: la colectividad tenía sus tierras de pasto y los habí-

tantes tenían sus campos, que los más humildes cultivaban ellos mismos» (La société féodale, I, p, 424). En la historia de ese largo trabajo, Marc Bloch combate el «recurso al temible sentido común», por ejemplo en lo referente a la forma de los campos (1934, p. 485). Denuncia «los postulados de la escuela "liberar', particularmente aquel que atribuye a un mismo tiempo a los hombres la clara consciencia de su interés y la voluntad de no guiarse más que por él». Pero «la noción del interés "bien entendido" es menos evidente, puede llevar a mayores vacilaciones y está más implicada en todas las compleji­ dades psicológicas de lo que ordinariamente aceptan reconocerlo los eco­ nomistas» (II, 1942, pp. 96-97). Igualmente, Kevue Historique, enerofebrero 1934, pp. 2-3. «Confundir lo muy próximo con lo importante es olvidar también que las instituciones, una vez creadas, toman una cierta rigidez y, aferradas por todo tipo de lazos al complejo social en su totalidad, echan raíces demasiado fuertes para poder ser fácilmente arrancadas una vez desapare­ cida su primera razón de ser. Tomemos un hecho social que he dado en estudiar especialmente: la fragmentación. Oirán decir a veces que su causa está en el Código Civil [...] No me da miedo decir que eso no es cierto, No es cierto, primero, porque, en una gran parte de Francia, el Código Civil no innovó nada en materia sucesoria, y allí donde, efectivamente, sus disposiciones modificaron la costumbre local, en la práctica ésta se man­ tuvo la mayor parte de las veces, gracias a una serie de malabarismos ju­ rídicos [...] Eso no es cierto, sobre todo, porque la fragmentación es en sí misma un hecho muy antiguo, probablemente mucho más que milena­ rio. Lo que hay detrás del desbarajuste de las parcelas de Lorena o Picar­ día es, en realidad, la historia de la ocupación de la tierra por comunida­ des muy antiguas animadas por una fuerte organización colectiva y que, además, en su conquista de la tierra, procedían poco a poco. Si más tarde, en la segura agravación de esa fragmentación, actuaron ciertos hechos de orden social, fueron hechos también muy anteriores al Código Civil: la fragmentación de los amplios dominios señoriales se sitúa, hacia los si­ glos x, xi o x ii, y la disolución de las grandes familias patriarcales y él advenimiento de la familia matrimonial nos remiten a menudo a la plena edad media. Podría citarles muchos otros ejemplos, y mostrarles, por ejem­ plo, que el reparto actual de la propiedad rural se explica por hechos que, incluso en el más amplio sentido de la palabra, sería imposible considerar próximos» (Bulletin du Centre Polytechnicien d’Études Économiques. X Crise, n.° 35, febrero 1937, p. 21). «El hombre emplea su tiempo en montar mecanismos para luego, más o menos voluntariamente, quedar prisionero de ellos. ¿Qué observador que haya recorrido nuestras tierras del norte no habrá quedado sorprea*

dido por la extraña forma de los campos? A pesar de las atenuaciones que las vicisitudes de la propiedad han introducido a lo largo de los tiempos en el esquema primitivo, el espectáculo de esas franjas que, desmesurada­ mente estrechas y alargadas, recortan la tierra cultivable en un prodigioso número de parcelas, puede aún hoy confundir al agrónomo. El desperdicio de esfuerzos que implica semejante disposición y las molestias que impone a los explotadores son indiscutibles. ¿Cómo explicarla? Por el Código Civil, han respondido publicistas demasiado precipitados. Modificad, pues, añaden, nuestras leyes sobre la herencia y acabaréis del todo con el mal. Si hubieran conocido mejor la historia, si también hubieran interrogado mejor una mentalidad campesina formada por siglos de empirismo, ha­ brían considerado menos fácil el remedio. De hecho, ese armazón se re­ monta a orígenes tan remotos que ni un solo estudioso, hasta ahora, ha logrado dar una explicación satisfactoria; probablemente tienen más im­ portancia los roturadores de la era de los dólmenes que los legisladores del Primer Imperio» (Métier d’historien, p. 11). El contradictorio juego de la «rutina campesina» y la introducción de nuevas técnicas agrícolas fue analizado por Marc Bloch en una comunica­ ción a la Société d’Études Psychologiques de Touíouse, el 23 de junio de 1941, «Si bíen la rutina campesina, indiscutiblemente, existe, no tiene nada de absoluto. En gran número de casos vemos que ha habido técnicas nuevas que han sido adoptadas bastante fácilmente por las sociedades cam­ pesinas, mientras que en otras circunstancias, por el contrario, esas mis­ mas sociedades han rechazado otras novedades, que, de buenas a prime­ ras, no nos parecería que tuvieran que serles menos atractivas Vea­ mos primero un caracterizado ejemplo de apego al pasado. Es precisamente aquel en el que se piensa casi siempre que se pronuncia la expresión de "rutina campesina": la revolución agrícola del siglo xvm. Nadie puede discutirlo: esa gran revolución que, en lo esencial, se resume en la supre­ sión del barbecho, fue obra de elementos ajenos a la sociedad campesina, en el sentido estricto y auténtico de la palabra; fue obra de nobles, bur­ gueses y maestros de postas, a los que se añadieron a veces algunos inmi­ grantes. La masa rural no siguió el movimiento más que muy lentamente y de muy mala gana, y a menudo, en un principio, se opuso deliberada­ mente. De esa resistencia ha llegado hasta nuestros días su profunda huella en los escritos de agronomía. En cierto modo, la agronomía guarda rencor a los campesinos por no haberse asociado a una transformación que, inne­ gablemente, conducía a aumentar en considerables proporciones la capa­ cidad productiva del país. El ejemplo inverso, que pone ante nuestra vista un caso de adaptación relativamente rápida a una técnica nueva nos Jb proporcionará —cosa a primera vista sorprendente— un pasado mucho más remoto. Hay um planta, un cereal, cue no¿ parece hoy el mis carac-

terfstico de la antigua agricultura francesa. Incluso, más bien, de la antigua agricultura europea. Es el centeno. Como todo el mundo sabe, en la se­ gunda mitad del siglo xrx desapareció de la mayor parte de nuestros cam­ pos, En la edad media y hasta en pleno siglo xvm, todo el mundo lo sabe también, su cultivo estaba muy extendido [...] Pero ese centeno no era, en realidad» una planta muy antigua [...] Tenemos cantidad de mo­ tivos para creer que, ignorado por la agricultura romana, el centeno no se extendió por Europa occidental hasta la época de las grandes invasio­ nes. Nos fue traído, probablemente, por las civilizaciones nómadas de la estepa, que tan profundamente marcaron con su huella en esa época la vida de Occidente [...]» «Tenemos, pues, relativamente cerca de nosotros, un caso de obstinada rutina, y, mucho más lejos en el tiempo, el ejemplo de una capacidad de adaptación no menos notable. ¿Cómo resolver esa aparente contradicción? Mirando más de cerca la cuestión, se percibe entre las dos experiencias una considerable diferencia. Como correctamente ha señalado Faucher [en una comunicación del mismo día], la revolución agrícola era una amenaza de destrucción para todo el sistema social en el que se inscribía la vida campesina. El pequeño campesino no era sensible a la idea de incrementar las fuerzas productivas de la nación. No lo era más que medianamente a la perspectiva, menos lejana, de aumentar su propia producción, o por lo menos la parte de esa producción destinada a la venta; veía en el mercado algo misterioso y un poco peligroso. Su principal preocupación era, mucho más, la de conservar más o menos intacto su nivel de vida tradicional. Casi en todas partes, consideraba ligada su suerte al mantenimiento de las antiguas obligaciones colectivas que pesaban sobre las tierras de labor. Pero esas costumbres suponían el barbecho. Suprimirlo era, al mismo tiempo, acabar con la abertura de heredades que —tomando como ejem­ plo las tierras de rotación trienal— abría cada año un tercio de la tierra cultivada a los rebaños de toda la comunidad. Privados de ese derecho, muchos explotadores no habrían sabido cómo alimentar sus animales. La mayor parte de campesinos, en una palabra, temían la gran transformación social que parecía consecuencia inevitable de los nuevos métodos [...] Imaginemos, en cambio, a nuestro campesino de la época merovingia ante el centeno. Desde luego, el cultivo le parece nuevo. Pero quizá la planta en sí no le es del todo desconocida: parece, en efecto, que el centeno apareció originariamente como maleza del trigo. En todo caso, es semejante a los demás cereales, con los que los labradores de la Galia están desde hace tiempo familiarizados. Sobre todo, sustituir por el centeno el trigo o la cebada no era en absoluto tocar el sistema social [...]» Pero, en rea­ lidad, «la sociedad campesina que se vio confrontada con los problemas de la revolución agrícola del siglo xvm era una sociedad estable y de

organización bastante rígida, donde durante generaciones las familias per­ manecían casi en el mismo sitio y las mezclas entre las diversas capas socia­ les eran bien poco intensas. Tomemos en cambio la sociedad campesina que adoptó el centeno. Era la de las grandes invasiones. Era, pues, una so­ ciedad en pleno movimiento y agitación [...] ¿Acaso no puede suponerse que una sociedad así animada por una especie de poderoso movimiento interno posee, por naturaleza, una mayor capacidad de adaptación? Sim­ ple hipótesis, claro está, pero quizás encontraría un principio de confirma­ ción en otros hechos paralelos Uno tiene la sensación [...] de que las condiciones de la vida social, terriblemente trágicas en otros sentidos, eran entonces favorables a las innovaciones» {Journal de Psychologie 1948, pp. 106-110). El Elsass-Lothringiscber Atlas, publicado en Frankfurt en 1931 por el Wissenschafíiches Instituí der Elsass-Lothringen im Reich, no da ningún plano parcelario rural, da únicamente algunos planos de pueblos y un mapa de los "bosques, marismas y tierras cultivadas”, hacia 500, «de la más arbitraria fantasía». Un estudio sobre los «núcleos humanos» anejo a ese atlas ha sido completado y puesto al día por W. Gley, Die Ent~ tvicklung der Kulturlandschaft in Elsass bis m r Einflussnabm Frankteichs.„, 1932, publicado por la misma institución. Ese estudio de la evo­ lución del paisaje humano en Alsacia va acompañado por mapas, planos y una bibliografía muy cuidada (1933, pp. 389, 390 y 392). R oturaciones (p. 74)

Las roturaciones constituyen el hecho capital de esa acción del hom­ bre sobre el paisaje vegetal. «En toda Europa, el trabajo de los rotura­ dores ocupados en roer los bosques, por dentro o en sus bordes, fue en los siglos x ii y x iii lo bastante intenso como para atraer la atención de los observadores, mediocremente atentos, por regla general, al paisaje. Véase ese curioso pasaje del Parzíval de Wolfram d’Eschenbach, VIII, vv. 18 ss. Gauvain había cabalgado por largo tiempo bajo el bosque: “Poco a poco el bosque apareció entremezclado; aquí una avanzada de los árboles; allí un campo, pero tan estrecho que apenas habría podido levantarse una tien­ da. Luego, mirando hacia delante, vio tierras cultivadas" [...]» (1936, p. 259), Trabajo irregular: «Los bosques de alguna espesura casi nunca fueron roturados hasta época relativamente tardía y sólo por pequeños grupos» (1932, p. 490). Marc Bloch, por lo demás, recordó a menudo que las roturaciones pudieron realizarse a costa de las Iandas o zonas de ma­ torral, y no exclusivamente a costa de los bosques. ¿Quién impulsó ese gran movimiento de roturaciones del siglo X

al x ii? La realeza, cuyo papel a ese respecto, en tiempos de los primeros capetos (987-1180), no puede olvidarse, toda una multitud de señores laicos y eclesiásticos y las fundaciones monásticas. Roturación y población van estrechamente unidas. El derecho de asilo fue un factor esencial de la creación, junto a esos lugares, de aglomeraciones y mercados protegidos, las sauvetés del mediodía y las minches de Bretaña* P. Timbal Duclaux de Martin, Le droit d}asile, 1939, con prólogo de G. Le Bras (G. Espi­ nas, 1941, pp. 168-170), En todas partes se concedieron ventajas para atraer a roturadores y habitantes. El señor de Nemours (Seine-et-Marne), tras haber concedido en 1170 una carta de población a los “huéspedes” que se establecieran en Nemours por la que inmediatamente serían decla­ rados libres, atraía en 1173 a otros huéspedes a un pueblo vecino: se ve, pues, en esa época de grandes roturaciones, la «política de población de ese señor, análoga a la de tantos otros de sus iguales». G. Estournet, «Les origines historiques de Nemours...», Anudes de la Société Historique et Archéologique du Gátinais, 1930 (1932, p. 419). La historia de la abadía de Saint-Thierry, en la Champagne, «muestra ejemplos muy curiosos de la emigración hacia los lugares de roturación y de la competencia que tenían con sus vecinos, dueños de los antiguos pueblos, los señores que levanta­ ban esos nuevos núcleos». G. Robert, en Travaux de l’Académie N aliónale de Reims, 1930 (1931, p. 259). Sobre esa acción de los monasterios, G. Le Bras, «La géographie religieuse», Mélanges d'Histoire Sociale, VII, 1945, pp. 87-112. El priorato cluniacense de Longueville, en la diócesis de Rouen, fue fundado en 1093, en una zona roturada en el siglo xn. «Los documentos referentes a las roturaciones de Auppegard las muestran abordadas prime­ ro por el señor y sólo a continuación fragmentadas en tenencias, y, hecho más importante aún, las tierras así ganadas para el cultivo forman un "parque", es decir, un cercado,» Cf. los n.os LXIX y LXX de las Charles du prieuré de Longueville ... antérieures á 1204, publicadas por P. Le Cacheux, 1934 (1938, p. 166). Hay que hacer resaltar que los pueblos dispuestos a lo largo de un camino forestal, con parcelas en forma de es­ pina de pescado (supra, p, 78), no son en absoluto de origen germánico, pues «se trata de una forma de asentamiento casi universalmente caracte­ rística de la roturación forestal». Se encuentran también en Eslovaquia y en el Canadá (1933, p. 496). La abadía de Notre-Dame de Dilo, en la diócesis de Sens, fue fundada por premonstratenses en 1132, en el empla­ zamiento de antiguas forjas galorromanas, en el corazón del bosque de Othe, lo que llevó consigo grandes roturaciones forestales, tanto más cuan­ to que la abadía, a pesar de los principios eremíticos de la orden, dio origen a un pueblo. Estudio del abad A. Pissier sobre esa abadía, en Bull. de la Société des Sciences... de l’Yonne, 1928 (1932, p. 319). Carillón-

sur-Sambre, fundado en 1186 en una roturación forestal de Thiérache, ofrece un ejemplo de "villa nueva" que ha permanecido ignorado hasta nuestros días. P. Piétresson de Saínt-Aubin, en Revue du Nord, 1938, con plano (G. Espinas, 1939, pp. 364-365). La villa nueva de Draize fue fundada en 1328 por Jos monjes cistercienses de Signy, no lejos de su abadía (Ardenas). G. Robert, en Nouvelle Revue de Champagne et de Brie, octubre 1932. «Toda esa región de bos­ que, en las terrazas calizas de los límites de las Ardenas, parece que fue escenario de un activo trabajo de roturación que, empezado en el siglo x ii, se prolongó, como se ve, hasta notablemente tarde. Pero el hecho caracte­ rístico es en ese caso que el pueblo de Draize, donde ya desde 1332 se contaban unas sesenta casas, fue precedido en el mismo lugar por una "cour", es decir, una "explotación señorial", que existía ya cuando la fundación de la abadía, en 1135. El hábitat aislado era pues, en ese caso, mucho más antiguo que la aglomeración, con la reserva, no obstante, correctamente señalada por Robert, de que una explotación semejante de­ bía agrupar ya a un considerable número de residentes. De paso, el autor advierte la dualidad, frecuente en la toponimia de esos parajes, de una "explotación señorial" y un "pueblo" que llevan el mismo nombre pero están situados a cierta distancia una de otro; a veces la "explotación se­ ñorial1', por su parte, ha dado origen a un verdadero pueblo. Conviene observar una vez más, por otro lado, la interacción de los fenómenos reli­ giosos y los hechos de población: la creación de un pueblo de tenedores atestiguaba cierta relajación de la primitiva regla cisterciense.» A los nue­ vos colonos les fue otorgada una carta de franquicia y se erigió una parro* quia (1933, pp. 319-320). Roturaciones mencionadas a partir de la se­ gunda mitad del siglo xi en torno al monasterio de Nouaíllé, en el Poitou (1940, p. 77). Roturaciones en los Alpes En los Alpes meridionales, desde el siglo xi, los bosques eran mucho menos extensos que en los Alpes septentrionales, lindando con “garrigas" incultas y con sólo árboles aislados o en pequeños grupos. «El hombre hace avanzar sin tregua sus labores y sobre todo sus viñas. Por todas partes incendia los troncos y prende fuego a los hierba jos.» A menudo se trataba de roturaciones temporales: abandonados tras algunas cosechas, los campos se denudan y aflora la roca, «La conquista [...] raras veces era definitiva [...] El sistema que durante mucho tiempo predominó fue el que yo he propuesto llamar "cultivo temporal" (la Feldgraswirtscbaft de los alemanes) [...] A pesar del carácter flotante de la ocupación, el

principal movimiento de roturación en los Alpes meridionales se sitúa, claramente, “en el siglo xra y hacia principios del xiv". Es decir que en general —pero con un retraso, muy natural, sobre las tierras llanas— coincidió con la gran expansión de las superficies cultivadas en toda la Europa occidental y central. Como en todas partes, se realizó a costa tanto de los simples yermos, las "ierres gates", como del bosque. Final­ mente, tanto allí como en otros sitios, el censo característico de los nuevos campos y viñas fue un censo de reparto de frutos. Entre la utasque" de los Alpes meridionales y el champan, el terrier o el agrier de otras pro­ vincias apenas hay diferencia sensible. Mientras que los censos que pesa­ ban sobre las partes antiguas de las tenencias —desecho, en su mayor parte, de los mansos de antes— , casi siempre, tenían un importe fijo, los señores ofrecían a los roturadores el atractivo de un arrendamiento que se pagaba sólo cuando había cosecha.» Rña. de Mlle. Th, Sclafert, «A pro­ pos du déboisement dans les Alpes du Sud», en Annales de Géographie} 1933, pp. 266-267, 350-360 (1934, pp. 405-406). Roturaciones en el siglo X V III (p. 89) «La conquista de la tierra inculta, en Europa occidental, no se llevó a cabo según un ritmo uniforme, Uno de los más elevados máximos de la curva coincide [...] con el período que, a grandes rasgos, se extiende de 1050 a 1250; otro, menos acentuado, responde a la época de incremen­ to demográfico, decisiva a todos los respectos, que marcó la segunda mitad del siglo xvni.» Roturaciones en los Países Bajos austríacos y par­ ticularmente en Flandes, rña. de G. G. Dept, en Bull. de la Société Belge d’Études GéographiqueSy 1933 (1936, p. 405). Roturaciones en las Combrailles, a costa del bosque y de “tierras frías", hacia 1760 (II, 1942, pá­ gina 80). Conquista del suelo en zonas no forestales (p. 77) Se ha visto la insistencia de Marc Bloch sobre el hecho de que las roturaciones tuvieron lugar a menudo a costa de Iandas y zonas de mato­ rral, tanto como a costa del bosque. Por otra parte, tuvo lugar la lucha contra el agua. Después de los emperadores carolingios y tras algunos siglos de interrupción, Enrique II Plantagenet, conde de Anjou, se ocupó activamente de las "elevaciones” a lo largo del Loira, para recuperar tie­ rra cultivable: «Podemos reconocer la gran preocupación común en esa época a casi todos los barones: la población, por ocupación de las tierras

hasta entonces deshabitadas, y, en su caso, de las que se esperaba sustraer al curso de las crecidas de las aguas». Rña. de R. Dion, Le Val de Loire..., 1934 (1934, p. 473). Añadir también las tierras ganadas por la práctica del “despedregamiento de los campos", utilizándose luego las piedras, a veces, para sustituir los setos por muros (1936, pp. 271, 274). C am inos

y cultivos

(p. 85)

J. Soyer, antiguo archivero del Loiret, estudió «Les voies antiques de l’Orléanais (civiias Aurelianorum)», en Mémoires de la Société Arcbéologique et Historique de l’Orléanais, XXXVII, 1936. Su método asocia con fortuna la interpretación de los hallazgos arqueológicos, la de los textos, la investigación toponímica y el conocimiento directo de las condiciones del terreno, A lo largo de esos caminos se establecieron varias colonias agrícolas y militares bárbaras al servicio de Roma. Igual localización tu­ vieron los centros en los que se acuñó moneda bajo los merovingios, lo que subraya la relación entonces estrecha entre el taller monetario y el mercado (1937, pp. 312-313). En la época merovingia las antiguas cal­ zadas conservaban, pues, su importancia, pero luego muchas fueron aban­ donadas. El comandante Lefebvre des Noéttes, en el Bulletin de la So­ ciété Nationale des Antiquaires de France, y luego en L ’Attelage Antique, 1931, atacó justamente «uno de los más venerables prejuicios de nuestros estudios». La maravillosa red viaria empedrada de los romanos carecía en realidad de las dos cualidades esenciales de los caminos: «plasticidad del revestimiento y facilidad de reparación». «Así queda más claro cómo bastantes de los caminos antaño trazados por Roma —bastantes más de los que a veces se piensa— , después de las invasiones, fueron cayendo poco a poco en el abandono, en provecho de nuevos itinerarios» (1932, p. 483). Por ejemplo, la ruta galorromana de Lyon a Limoges, en su reco­ rrido por la Marche, fue abandonada mucho antes del siglo xvm (1931, p. 623). Buen número de caminos desaparecieron bajo los cultivos. Así pues, «la perennidad tan a menudo atribuida a las vías romanas debe rele­ garse al cúmulo de los demasiados mitos que entorpecen nuestros estu­ dios». Al escribir esas líneas (1939, p. 416), Marc Bloch aprobaba las ideas de un artículo de F. Imberdis, «Les routes médiévales: mythes et réalítés historiques», pp. 411-416, afirmando con energía que los perpe­ tuos desplazamientos del tráfico y de las comunicaciones en la edad media impiden concluir en una identidad entre la red romana y la red medieval. Por otra parte, las rutas medievales conocieron también sus propias vici­ situdes; por ejemplo, uno de los cuatro caminos de Santiago de Compostela, que en los siglos xi y xn pasaba por la región granítica del Séga-

las debido a la presencia de la abadía de Conques, fue luego abandonado (1932, p. 494). Sobre las rutas medievales, 1936, p. 584. H isto ria

d e las plantas e introducción de nuevos cultivos

La «arqueología botánica» requiere la concurrencia de disciplinas, y eso fue lo que defendió, sobre todo refiriéndose a Normandía, el doctor F. Gidon, autor de la traducción de Maurizío, Histoire de Válimentation végétále. «¿Sorprenderá la asociación de palabras que acabo de utilizar? Puede que sí. Porque ese género de investigaciones se han practicado tan poco entre nosotros, o por lo menos han permanecido tan al margen de las preocupaciones habituales de los historiadores, que creo que realmente carecen de nombre oficial. Precisemos, pues, que sin privarse, claro está, de recurrir cuando sea necesario a los documentos escritos, el botanoarqueólogo, atreviéndome a forjar tan horrible término, se dedica ante todo al examen de la flora actual, enfocada como el más seguro testimonio sobre su propio pasado y, por lo mismo, sobre el del hombre. En una palabra, según un proceder tan a menudo necesario para toda investigación histó­ rica, parte del presente para, apoyándose en él, remontarse hasta lo más remoto de los tiempos. Es así como la existencia en ciertos puntos de Normandía, por ejemplo, de asociaciones vegetales de carácter estepario, netamente desfavorecidas por las condiciones climáticas actuales no atestiguan únicamente los grandes cambios de orden físico que, hacía el principio de la edad de bronce, trajo consigo la implantación de nuestro clima adántico, que sustituyó a un régimen mucho más seco. Dado que, por lo menos en la mayoría de los casos, esos prados de gramíneas "xero* térmicas" no pudieron mantenerse por sí mismos, y en la hipótesis de haber sido abandonados a la acción espontánea de los factores naturales no habrían tardado sin duda en desaparecer ante el bosque y sus sotabos* ques, nos permiten además seguir los antiguos límites de la ocupación del suelo por el hombre, e incluso fechar ciertos restos monumentales liga* dos, a su vez, a ellos; porque fue el hombre, con seguridad, quien los conservó, en el curso del duro combate que sostuvo para defender contra la invasión de los árboles las tierras de labor que, antes que él, sus ante­ pasados, con menos dificultades, habían recortado en la estepa.» Doctor F. Gidon, especialmente en Mémoires de VAcadémie des Sciences ... de Caen, 1934, y Bull. de la Soc. des Antiquaires de Normandte, 1933. Por otra parte, hay otras "floras residuales". "La existencia en ciertas locali­ dades, en estado silvestre, de plantas ajenas a la flora espontánea local y que se sabe que fueron cultivadas en otro tiempo como especies alimen­ ticias, de condimento o aromáticas, constituye un testimonio muy bueno

de la ocupación galorromana o medieval de una tierra”, dice el mismo autor, en el mismo boletín, 1937, Marc Bloch señala ese fecundo método que da «valiosos datos sobre las huellas de la actividad humana así defi­ nidas y fechadas» (1938, pp. 78-79), En la Marche, la presencia en suelo silicoso de espesuras de bojes arborescentes plantea un «problema de geografía botánica» que se traduce en la toponimia por los "Bussiére" y nombres análogos; lo señala A. Perpillou, Le Limousin..., donde se encuentra también una «excelente discu­ sión sobre la historia del castaño (pp. 193 ss.)» (II, 1942, p. 77). La historia de la agricultura es inseparable de la de la alimentación. El homo historicus es «simplemente un hombre, incapaz de vivir del aire, humildemente dependiente, en su ser físico, del alimento que se procura y, en el conjunto de sus actividades, de las que dedica a la búsqueda de ese alimento». «Aunque mucho más restringida en cierto sentido que la nuestra, puesto que no incluía las plantas importadas que tan importante papel tienen hoy —como la judía [...]— la gama alimenticia de nuestros antepasados era, en otros aspectos, mucho más rica. Simplemente cogidas en los bosques o en los yermos, o bien trasplantadas y más o menos culti­ vadas en los huertos, gran número de "legumbres" que nuestras mesas desprecian eran entonces, sobre todo entre los campesinos pero no sólo entre ellos, de uso absolutamente común, desde el cardo, en más de una de sus especies, hasta la modesta maravilla de los campos. Varias de nuestras legumbres actuales, por otra parte, como la lechuga o la achicoria, se utilizaban, por lo menos en parte, en forma distinta que hoy.» Artícu­ los del doctor F. Gidon, en Bull. de la Soc. des Antiquaires de Normandie, 1937, y La Presse Médicale (18-1-1936, introducción de la judía, y 27-111-1937). Marc Bloch subraya el «valor sugestivo de semejantes in­ vestigaciones» (1938, pp. 79-80). Los grandes descubrimientos llevaron consigo un extraordinario enriquecimiento de esa «gama alimenticia». Es posible que la judía, introducida en Italia en 1528 o 1529, Degara a Francia con Catalina de Médicis en 1533. «Añadamos que no habría nada de extraño en que esa legumbre, entre nosotros, hubiera sido cultivada primero en los huertos reales o señoriales de los castillos del Loira. Más de una planta mediterránea, o importada con anterioridad a la zona medi­ terránea, aparte de ésa, penetró en nuestros huertos o nuestros campos por esa vía» (1938, p. 79). Sobre los trabajos del doctor Gidon, L. Febvre, 1939, pp. 157-158. Hubo una planta tintórea, el "glasto", es decir, la hierba pastel, que jugó un gran papel, y aparece como «testimonio de las relaciones comer­ ciales». Luego, a partir del siglo xvi, perdió terreno ante el índigo (1932, pp. 407-408). Sobre el glasto también G. Espinas, IV, 1943, p. 51. Lo que puede saberse de los orígenes de la sericultura francesa ha sido

resumido por H. Chobaut, en Mémoires de VAcadémie de Vaucluse, 1940. «Es en Anduze, al pie de ios Cévennes, donde, desde 1296, apare­ cen los primeros artesanos ocupados en sacar capullos de hilo de seda (los "trahandiers”); casi en el mismo momento, parece ser, se introducía tam­ bién la cría del gusano en un clima totalmente distinto, en Ginebra. Montpellier era entonces uno de ios principales centros del comercio interna­ cional de la seda. Durante el siglo xvi, que tantas notables modificaciones vio producirse o anunciarse en el paisaje vegetal francés, el cultivo de la morera blanca tomó en Provenza y en el Languedoc un gran desarrollo, y junto con él se desarrollaron también, claro está, los criaderos deí gusano de la seda» (III, 1943, p. 111). Exposición de los trabajos del Instituto de las plantas de Leningrado, y en particular de Vavilov, trabajos que han replanteado el problema del origen de las plantas cultivadas, en Ch. Parain, Vorigine des plantes cultivées (1935, pp. 624-628). El mismo, estudiando la agricultura del an­ tiguo Egipto, en Revue des Études Sémitiques, 1934, concluyó que Egip­ to, país de cultivos irrigados, no pudo haber sido un primitivo centro de agricultura: sus plantas llegaron de la Abisinia y del Asia. Las "revolu­ ciones” de su historia van ligadas a las transformaciones del cultivo y de la ganadería (L. Febvre, 1936, p. 296). El problema de la alimentación está en estrecha relación con la historia, dice L. Febvre, «Biologíe, socích Iogie, alimentation» (VI, 1944, pp. 38-40), como lo muestran, por ejem­ plo, los «aspectos sociales de las innovaciones alimenticias (té, café, etc.)». Otros artículos de L. Febvre sobre el problema: sobre las extraordinarias adquisiciones de la agricultura mediterránea desde la Antigüedad, según Aug. Chevallier, en Revue de Botanique Appliquée et d’Agrietú ture Tropícale, 1939 (1940, pp. 29-32); sobre los boniatos y las patatas (1940, pp. 135-136). A propósito de las "gachas” hechas con harina de maíz her­ vida en leche, muy utilizadas en el Franco Condado (P. Lebel, en Anuales de Bourgogne, 1943), se recuerda el gran papel del mijo en la antigua alimentación campesina: «Hemos perdido radicalmente la costumbre de alimentos que, en la edad media y hasta ios siglos xvu y xvm , fueron tan corrientes como pueden serio hoy las patatas» (V, 1944, pp. 75-77). La palabra "sidra", que sustituyó a la palabra latina pomatium, apareció en Normandía ya en el siglo xm (P. Lebel, en el Frangais moderne, 1943). La sidra era conocida en el País Vasco desde época muy temprana; una corriente de exportación antigua la ilevó de Vizcaya a Normandía y Bre­ taña (V, 1944, p. 77). A. G. Haudricourt, sobre el origen de algunos ce­ reales, 1939, pp. 179-182, y sobre la introducción de plantas italianas en la baja Normandía en el siglo xvi, por Cherburgo (según Aug. Chevallier), VII, 1945, p. 149.

Capítulo 2

LA VIDA AGRARIA 1

1.

R a sg o s

g e n e r a l e s d e l a a g r ic u l t u r a a n t ig u a

Una palabra hay que domina la vida rural de la antigua Francia, hasta el umbral del siglo xix; es una vieja palabra de nuestra tierra, ajena con segundad al latín, probablemente gala, como tantos otros términos —-cbarrue , chemin > somart o sombre (en el sentido de bar­ becho), lande, arpent— con los que nuestro vocabulario agrícola da elocuente testimonio de la antigüedad del trabajo de nuestros cam­ pos: la palabra ble} No entendamos, como lo quiere hoy el uso lite­ rario, que únicamente se refiera al trigo. El habla de los campos incluía bajo ese nombre en la edad media, y durante mucho tiempo siguió incluyéndolos, todos los cereales panificables, ya dieran el her­ moso pan blanco, placer de los ricos, ya el pan negro, cargado de harinas mezcladas, que devoraban los campesinos, con trigo, cente­ no — cuyo abuso extendía el «fuego de San Antón»— , tranquillón (mezcla de trigo y de centeno), espelta, avena e incluso cebada.3 El cereal (blé ), en ese sentido, cubría, con mucho, la mayor parte de la tierra cultivada. No había pueblo ni explotación que no le dedí-

1. C£. sobre este capítulo, Marc Bloch, «La lutte pour rindividualisme agraire au xvm* siécle», Amales d’Histoire Économique, 1930; en apéndice se encontrarán las necesarias referencias a las grande.'- encuestas del siglo xvm. 2. J. Jud, en Romanía, 1923, p. 405; cf. las bellas investigaciones del mismo autor, ibid,. 1920, 1921, 1926, y (en colaboración con P. Aebischer) Archivum Romanicum, 1921. 3. A veces hasta guisantes y habas, probablemente porque se mezclaba su harina con la de los peores cereales. Guérard, Cartulaire de Notre-Dame de

cara lo mejor de sus campos. Su cultivo se llevaba incluso a los pa­ rajes en los que hubiera podido parecer que la naturaleza lo prohi­ bía, hasta las ásperas pendientes alpinas y, en el oeste y el centro, hasta esos terrenos poco permeables y constantemente empapados por la lluvia que hoy nos parecen predestinados para los pastizales. «La agricultura de la mayor parte de las provincias de Francia», dicen, aún en 1787, los comisarios de la Asamblea Provincial del Orléanais, «puede considerarse como una gran fábrica de cereal». Du­ rante mucho tiempo las condiciones de vida se opusieron a toda es* pecialización racional de los suelos. El pan era para todos un alimen­ to esencial, y para los humildes la base misma de la alimentación cotidiana. ¿Cómo procurarse la preciosa harina? ¿Comprándola? Esa solución habría supuesto un sistema económico basado en los inter­ cambios, Pero estos, por lo que parece, sin haber dejado nunca de existir totalmente, fueron durante largos siglos escasos y difíciles. Lo más seguro seguía siendo para el señor hacer sembrar en su do­ minio tierras de pan llevar y para el campesino sembrarlas él mismo en su tenencia. ¿Que al señor o al labrador rico les quedaban algu­ nos granos de más en sus sacos?: siempre podía conservarse la es­ peranza de darles salida hacia las regiones en que las cosechas habían sido escasas. Más tarde, es cierto, y sobre todo desde el siglo xvi, la organiza­ ción general de la sociedad pasó a ser de nuevo favorable a la circu­ lación de bienes. Pero para que logre instituirse en un país una economía de intercambios no basta con que el medio lo permita; es preciso además que nazca en las masas una mentalidad de compra y venta. Fueron los señores, los grandes comerciantes compradores de tierras, acostumbrados a un horizonte más amplio y al manejo de los negocios, y dotados además de algunos capitales o con la seguri­ dad de un cierto crédito, quienes primero se adaptaron, El pequeño productor, e incluso a veces el burgués de las pequeñas ciudades, a quien aún en la Revolución se le ve hacerse el pan con la harina

Parts, t. II, p. 314, n,° XIII. Sobre el pan inglés, comparar W. Ashley, The bread of our forefathers, 1928, En 1277 los canónigos del pequeño capítulo de Champeaux, en Brie, juzgaban poco agradable la estancia en dicho pueblo porque a menudo no se podía encontrar pan blanco: Bibl. Nat., lat. 10942, fol. 40.

proporcionada por sus aparceros, permanecieron fíeles por mucho tiempo a los mitos de una economía cerrada y cerealística. Esa supremacía de los cereales daba al paisaje agrario una uni­ formidad mucho mayor que la que hoy tiene. Nada de tierras de monocultivo, como en nuestros días la inmensa viña del bajo Languedoc o los pastizales del valle de Auge. Todo lo más parece que hubo en época temprana — sin duda a partir del siglo X I I I — algu­ nas escasas tierras casi exclusivamente dedicadas a la vid. Y es que el vino era un producto particularmente valioso, fácil de transportar y con salida segura hacia los países a los que la naturaleza condena­ da a no tenerlo, o a no tenerlo más que muy malo. Por otra parte, sólo los rincones de tierras próximas a una gran vía de tráfico — sobre todo a una vía acuática— podían tomarse la libertad de violar de tal manera los principios tradicionales. No es casualidad que hacia 1290 el puerto de Collioure resulte ser el único punto del Rosellón en eí que las cepas han desplazado a las espigas, y Salimbene, un poco antes, advertía muy bien el motivo que permitía a los campe­ sinos del valle vinícola donde se levanta Auxerre no «sembrar ni cosechar»: el río, a sus pies, «va hacia París», donde el vino se vende «noblemente». En Borgoña, en el siglo x v ii, no había aún más que once comunidades en las que todos fueran viñadores. D u­ rante mucho tiempo perduró la obstinación en producir el vino, al igual que el trigo, en cada lugar, incluso en las regiones en que, aún cuando el año hubiera sido lo bastante bueno para que la vendimia diera alguna cosa, las condiciones del suelo y, sobre todo, del clima, no permitían esperar más que un triste vino peleón. En Normandía y en Flandes no se renunció a ello más que en el siglo xvi, y en el valle del Somme más tarde aún. Así vemos lo deficientes que eran las comunicaciones y lo buscado que iba el vino, cierto que por su alcohol y su gusto, pero también para su empleo ritual. Sin él no había misas ni incluso — hasta el momento en que, hacia el siglo x i ii, se reservó el cáliz al sacerdote— comunión para los fieles. El cris­ tianismo, religión mediterránea, llevó con él hacia el norte los raci­ mos y los pámpanos de los que había hecho elementos indispensables de sus misterios. Aunque predominaban en casi todas partes, los cereales, no obs­ tante, no ocupaban en absoluto por sí solos todas las tierras. Junto a ellos vivían algunos cultivos accesorios. Unos, como ciertos fo­ rrajes — en especial las vezas— y a veces los guisantes y las habas,

alternaban con el cereal, en las mismas tierras. Otros tenían lugares aparte; eran las legumbres de los huertos, los árboles frutales de los vergeles, el cáñamo de las cañameras, generalmente cercadas, y — salvo en Provenza, donde a menudo se levantaban entre las propias tierras de cereal— las cepas de las viñas. Diferentemente extendidas según las condiciones naturales, esas plantas anejas introducían alguna va­ riedad en el aspecto de las regiones. Fue también en ellas en las que, andando el tiempo, se centraron los cambios más claros. En el si­ glo x m , en muchos lugares, como por ejemplo los alrededores de París, los progresos de la industria pañera llevaron consigo la mul­ tiplicación de los campos de glasto, el índigo de la época. Luego llegó la aportación americana: el maíz conquistó algunas tierras hú­ medas y calientes y la judía sustituyó a las habas. Finalmente, desde el siglo xvi, el alforfón, llegado del Asia Menor quizá a través de España, y conocido primero únicamente por los «drogueros», en las tierras más pobres de Bresse, del Macizo Central y sobre todo de Bretaña, fue sustituyendo lentamente el centeno o el tranquillón. Pero la gran revolución — aparición de los forrajes artificiales y de las plantas de tubérculo— no había de llegar hasta más tarde, hacia el final del siglo xvm : para producirse exigía la ruptura de toda la vieja economía agraria. Esta no se basaba únicamente en el cultivo. En Francia, al igual que en toda Europa, su fundamento estaba en la asociación de la labranza y el pasto; es un rasgo capital, y uno de los que más clara* mente oponen nuestras civilizaciones técnicas a las de Extremo Orien­ te. Los animales les eran necesarios a los hombres de muchos modos distintos: les proporcionaban una parte de la alimentación cárnica — el resto se buscaba en la caza o en el corral— , los productos lác­ teos, el cuero, la lana y finalmente su fuerza motriz. Pero también el cereal, para crecer, tenía necesidad de ellos, pues el arado necesita­ ba animales de tiro y los campos, sobre todo, abono. ¿Cómo alimen­ tar a los animales? Grave problema, uno de los más angustiosos de la vida del pueblo. A orillas de los ríos o arroyos y en las hondonadas húmedas había praderas naturales; daban el heno para el invierno y, una vez segada la hierba, se dejaba pacer en ellas al ganado. Pero no en todas las tierras había prados, y ni siquiera en las más favorecidas podían pastar. La escasez de los pastizales se ve claramente por su precio, casi constantemente más elevado que el de las tierras culti­ vadas, y por el celo que ponían los ricos — señores y propietarios

burgueses— en hacerse con ellos. También insuficientes eran las es­ casas plantas forrajeras que alternaban aquí o allí con los cereales en la tierra de labor. De hecho, sólo dos procedimientos, que ordinaria­ mente había que emplear uno tras otro, podían hacer vivir a los rebaños: uno era dejarles ciertos terrenos de pasto vedados al arado, bien de bosque, bien de yermos en los que se desarrollaban libre­ mente las mil plantas de la landa o de la estepa; otro, en las propias tierras de labor, durante los períodos más o menos largos que se­ paraban la cosecha de la siembra, enviarlos a errar en busca de los rastrojos, y sobre todo de la maleza. Pero esos dos métodos, a su vez, tanto el uno como el otro, planteaban graves problemas, de na­ turaleza, a decir verdad, más jurídica que técnica; eran los relaciona­ dos con las condiciones de utilización del común, con la organización de las obligaciones colectivas que pesaban sobre los campos. Pero aún quedando resueltas esas dificultades, de orden social, el equilibrio establecido por la agricultura antigua entre la ganadería y los cerea­ les seguía siendo bastante inestable y descompensado. El abono era poco abundante, era lo bastante escaso, y por lo tanto valioso, como para que, con gran indignación de los eruditos modernos, que se precipitaban en ver una voluntad de humillación donde no había más que una sensata preocupación de agrónomos, ciertos señores juzgaran conveniente exigir como censos «potes de estiércol».4 Esa penuria era una de las principales razones, no sólo de la necesidad de dedicarse al cultivo de plantas pobres pero robustas — el centeno, por ejemplo, con preferencia al trigo— ■ , sino también del bajo nivel general de los rendimientos, Para explicar eso último pueden ponerse a contribución aún otras causas. Durante mucho tiempo las cavas habían sido insuficientes. El aumento del número de labores, en la tierra destinada a la simien­ te, de dos a tres, y a veces a cuatro, fue uno de los grandes progre­ sos técnicos realizados en la edad media, sobre todo a partir del siglo x ii y probablemente gracias al mismo aumento de la mano de obra que hizo posibles las grandes roturaciones. Pero la dificultad que había para alimentar a los animales obligaba a utilizar tiros

4. Archives Historiques de la Corréze, t. II, 1905, p. 370, n.° LXV, y comentarios del editor, G. Ciément-Simon. Más frecuentemente, el señor exige que los rebaños vayan ciertos días a amajadarse en sus tierras, para dejar el estiércol.

demasiado poco numerosos y sobre todo mal compuestos. En la edad media, muy a menudo, y en ciertos parajes hasta el siglo xvm , e incluso el xix, se hacía que tiraran del arado asnos, que vivían con poco — véanse los pollinos argelinos de hoy— , pero que no eran demasiado aptos para proporcionar el esfuerzo necesario. Los propios instrumentos eran a menudo imperfectos. Sería absurdo tratar de dar cifras de rendimiento medio que pudieran considerarse aplica­ bles a todas las épocas, hasta finales del siglo xvm , a todos los sue­ los y a todos los géneros de explotación. Pero los testimonios concuerdan en mostrarnos que, en la antigua Francia, no se conside­ raban desafortunados quienes lograban cosechar de tres a seis veces el valor de la simiente. Cuando uno piensa en cuántas pacientes observaciones, cuanta imaginación técnica y cuanto sentido de coope­ ración fueron necesarios para, sin ningún conocimiento propiamen­ te científico, establecer y hacer eficaz ese complejo programa de adap­ tación de la actividad humana a la naturaleza que, desde la aurora de nuestra civilización rural, representa el cultivo practicado en una tierra por un grupo de explotadores, uno se siente penetrado, para con las generaciones que desde la piedra pulimentada se emplearon en ello, por esa misma admiración que inspiró antaño a Vidal de la Blache aquella página tan bella tras la visita a un museo etnográfico. Pero nuestra gratitud hacia los tenaces antepasados que crearon el cereal, inventaron la labranza y establecieron entre el cultivo cerealístico, el bosque y los pastos una fecunda alianza, no nos obliga en absoluto a cerrar los ojos a las imperfecciones de su obra, al raqui­ tismo de los campos y a la escasez del margen que separaba al hom­ bre del hambre, constantemente bordeada.

2.

Los

TIPOS DE ROTACIÓN d e c u l t i v o s

Aunque basada en todas partes en el cereal, la explotación del suelo no dejaba por ello de obedecer, según las regiones, a princi­ pios técnicos muy diferentes. Para captar adecuadamente esos con­ trastes, abstracción hecha de todas las producciones accesorias, es en los cultivos cerealísticos donde hay que poner la atención. Los antiguos agricultores habían observado que los campos, salvo si eran abonados intensivamente, necesitaban en ocasiones un «re­ poso»; entiéndase con ello que, so pena de agotar el suelo, era ne­

cesario, no solamente variar el cultivo, sino también, en ciertas épocas, interrumpirlo totalmente. Hoy caduco, ese principio era en­ tonces perfectamente razonable: la mediocridad de los abonos y las pocas posibilidades de opción que, debido al necesario predominio de los cereales, ofrecían las diferentes producciones que podían sucederse en las tierras de labor, impedían que un simple cambio en la naturaleza de las cosechas bastara para renovar el humus y para im­ pedir su desperdicio debido a las malas hierbas. La regla, así derivada de la experiencia, se prestaba a una gran variedad de aplicaciones. En la sucesión de períodos de actividad — también, a menudo, di­ versos— y períodos de reposo, era preciso un cierto orden, más o menos firme y metódico. Se podían imaginar, y efectivamente se imaginaron, diversos tipos de alternancia, o, con otras palabras, di­ versas rotaciones.

Todavía en el siglo xvm , en algunas tierras de regiones de suelo pobre, en las Ardenas, los Vosgos y las zonas graníticas o esquisto­ sas del oeste, se practicaba en toda su extensión el cultivo temporal. En los baldíos, un día, se recorta una parcela. Se limpia, a menudo a base de artigarla, es decir, con el fuego,5 se labra y se siembra; también a menudo se cerca para protegerla del diente de los anima­ les. Da su cosecha, varios años seguidos, tres, cuatro y hasta ocho. Luego, cuando la mediocridad del rendimiento parece denunciar la fatiga del suelo, se abandona de nuevo la parcela a manos de la ve­ getación espontánea, de las hierbas y brozas, En ese estado perma­ nece bastante tiempo. No digamos que entonces es improductiva. No es ya campo para el cultivo, pero se ha vuelto a convertir en tierra de pasto; además, tampoco sus matorrales, con los que se hacen la pajaza, la leña menuda y a veces — como con el helecho y la aliaga— los abonos, son en absoluto inútiles, ¿Se juzga al cabo de un tiempo, generalmente igual de largo que el período de cultivo y a menudo más que puede de nuevo dar cosechas? Se vuelve a me­

5. La mediocridad de los instrumentos y la escasez de abonos hicieron que durante largo tiempo se usara mucho el fuego que despeja rápidamente la tierra y acumula en ella las cenizas, ricas en potasa; a veces se quemaba hasta el rastrojo; A. Eyssette, Hisioire administrative de Beaucaire, t, II, 1888, p. 291; R. Brun, La ville de Salón, 1924, p. 309, c 63.

ter el arado y empieza de nuevo el ciclo. Ese sistema no era en sí mismo incompatible con una cierta regularidad; se podía llegar a la delimitación de las partes de la tierra que, con exclusión de otros espacios, destinados a permanecer perpetuamente incultos, estaban reservadas para esa explotación transitoria, y se podía definir una pe­ riodicidad fija. Es muy probable, efectivamente, que la costumbre local limitara la arbitrariedad de los individuos, pero en general sin mucho rigor. A los agrónomos del siglo xvm los pueblos de cultivo temporal les daban una impresión, no sólo de barbarie, sino también de anarquía; no tenían, dicen los textos, «añojales bien regulados». Las principales razones que en otras partes habían de implicar un estricto control de la actividad individual faltaban allí. Los campos provisionalmente roturados estaban muy dispersos, y no había peli­ gro de que los explotadores se molestaran unos a otros. Además, como los pastos se extendían siempre mucho más que la superficie puesta en cultivo, no cabía preocuparse por establecer entre los pas­ tos y los cultivos aquel equilibrio cuya preocupación dominaba la re­ glamentación de las tierras más sabiamente cultivadas. Escasos eran los grupos rurales que, en el siglo xvm , aplicaban aún íntegramente ese modo de ocupación, particularmente laxo. No puede dudarse, sin embargo, que en otro tiempo estuvo mucho más extendido. Hay que ver en él, probablemente, uno de los más anti­ guos, quizás el que más, de los procedimientos inventados por el ingenio humano para hacer trabajar la tierra sin agotaría, y para aso­ ciar el cereal al pasto. Sabemos que en el siglo x v iii diversas comu­ nidades que lo empleaban aún decidieron o fueron obligadas a sus­ tituirlo por una rotación «regulada», lo que impuso toda una nueva distribución de las tierras.6 Según todas las apariencias, repitieron así, de una vez, la evolución que en épocas ya lejanas muchos otros pueblos habían realizado con mayor lentitud. Ahora bien, ese paso a un sistema más perfeccionado a menudo no había sido más que parcial. En los tiempos modernos el cultivo temporal no regía en todas las tierras de una comunidad más que por excepción, pero muy frecuentemente ocupaba aún, junto a las labo­

6. Mariembourg y subdelegación de Gívet: Arch. du Nord, Hainaut, C 695 bis. Cf. muy cerca de nuestra frontera, las curiosísimas ordeaanzas de los príncipes de Nassau-Sarrebrück: J. M. Sittel, Sammlung der Provincial~und Partikular Gesetze..., t. I, 1843, pp. 324 y 394.

res llevadas más regularmente, una parte notable de la tierra del pueblo o de la aldea. En el Bearn, por ejemplo, ésa era la regla: cada comunidad, o casi, poseía junto a su «llano» (plaine), todo de tierra de labranza, sus «laderas» (coteaux) cubiertas de helechos, aulagas enanas y gramíneas, a las que cada año iban los campesinos a des­ pejar un sitio para algunos campos destinados a una pronta desa­ parición. Las mismas prácticas en la Bretaña interior y el Maine, en las Ardenas y los altos Vosgos, donde la roturación, de breve du­ ración, se hacía en gran parte a costa del bosque, en las mesetas de la Lorena alemana, en el Jura, los Alpes y los Pirineos, en Provenza y en todas las tierras altas del Macizo Central. En esos parajes, mul­ titud de términos rurales comprendían, junto a las «tierras calientes» regularmente sembradas, grandes extensiones de «tierras frías» — en el nordeste se empleaba preferentemente la palabra germánica trieux — , en gran parte incultas, pero con efímeros surcos trazados aquí o allí por los habitantes del lugar. De las llanuras al norte del Loira, en cambio, esos usos casi habían desaparecido. Las rotura­ ciones habían dejado menos espacios vacíos, y lo que quedaba de suelo virgen era, o decididamente inadecuado para la labranza, o con­ siderado indispensable para el pasto, para la producción de madera o la búsqueda de la turba, Pero no siempre había sido así. Proba­ blemente, en la propia época de las grandes roturaciones, la explota­ ción definitiva había ido precedida a menudo por una explotación intermitente. En el bosque de Corbreuse, que dependía del capítulo de París, pero sobre el cual extendía el rey su derecho de protec­ ción llamado «gruerie», acompañado por diversos privilegios remuneradores, Luis V I no permitía a los campesinos más que esta forma de deforestación: «harán solamente dos cosechas; luego se traslada­ rán a otra parte del bosque y, del mismo modo, recogerán, en dos cosechas sucesivas, el producto de la simiente en la roza»,7 De igual modo el montañés de Indochina y de Insulindía pasea de un lugar a otro, en el bosque o la maleza, su ray, su ladang , que a veces da origen a un arrozal estable. Con ese vaivén de los cultivos, la rotación continuada forma, por lo menos en apariencia, el más extraño contraste. No imaginemos una cuidada rotación de diversas especies vegetales, parecida a las de

7. Guérard, Carltdaire de Notre-Dame de Parts, t. I, p. 258, n.° XVI.

hoy, en casi todas partes, han ocupado el lugar de los viejos sistemas con barbecho. En los pueblos sometidos antiguamente a la rotación continuada, en una misma haza de tierras, eran los cereales los que sucedían a los cereales, indefinidamente, sin que estuviera prevista ninguna interrupción; todo lo más se hacían alternar, sin mucha re­ gularidad, las siembras de otoño con las de primavera. ¡Sorprendente mentís a la regía del reposo! ¿Cómo se llegaba siquiera a conseguir algunas espigas de esa tierra, que parece que habría tenido que ago­ tarse y ser presa de la maleza? Es que así no se cultivaba nunca más que una pequeña parte de las tierras; a esa parte, privilegiada, se le reservaban todos los abonos. Alrededor no había más que tierras de pasto, y si era necesario se recortaban algunas rozas provisionales. Por otra parte vemos claramente que a pesar de esa acumulación de abonos el rendimiento no era bueno. Muy extendido por Gran Bre­ taña, sobre todo por Escocia, en Francia parece que ese régimen fue excepcional. Sus huellas se observan en algunos lugares dispersos: alrededor de Chauny, en Picardía, en algunos pueblos del Hainaut, en Bretaña, en Angoumois y en Lorena.8 Quizás anteriormente había sido menos infrecuente. Puede creerse que, al salir del cultivo tem­ poral, los grupos rurales pasaran durante algún tiempo por esa ex­ periencia.

Los dos grandes sistemas de rotación que, en casi toda la su­ perficie del país, permitieron sustituir la confusión de una explotación esporádica de las tierras por una sucesión bien regulada, comporta­

8. Arch. Nat., H 1502, n.0i 229, 230, 233 (Chauny) y H 1503, n.6 32 (Angoumois). Arch, du Nord, C Hainaut 176 (Bruille-Saint-Amand y Chateau i’Abbaye); el legajo incluye un plano de Bruílle, con parcelas muy irregulares; la población de ese pueblo» que había quedado arruinado durante las guerras de Luis XIV y luego había sido repoblado, era muy pobre. H. Sée, Les classes rurales en Bretagne du XVI9 siécle a la Révolution, pp. 381 ss.; Borie, Statistique du département d’llle et Vilaine, año IX, p, 31. Ch. Étienne, Cahiers du Bailliage de Vic, 1907, pp. 55 y 107, La región de Chauny es la única en la que no es segura, ni siquiera muy probable, la existencia de un culti­ vo temporal junto al cultivo continuo; ¿se trataba de un desafortunado in­ tento de mejora? En cualquier caso, el cultivo continuado no comportaba allí en 1770 praderas artificiales; imposible, pues, confundir esa práctica con las que introdujo la revolución agrícola. Sobre el rendimiento de una tierra culti­ vada constantemente e incluso sin abono —rendimiento naturalmente malo, pero no inexistente—, cf. The Economic Journal, 1922, p. 27.

ban un período de reposo, un barbecho. Diferían uno de otro por la duración del ciclo. El más corto era bienal: a un año de labor, con siembra, en ge­ neral, en el otoño, y según los momentos también en primavera, su­ cede, en cada campo, un año de barbecho. Claro está que dentro de cada explotación, y por consiguiente de todas las tierras, el orden era tal que cada año se encontraba en cultivo la mitad aproximadamente de los campos, mientras la otra mitad quedaba sin cosecha, y así su­ cesivamente, por simple alternancia. Más compleja, la rotación trienal suponía una adaptación más de­ licada de las plantas a la tierra nutricia. Se basaba, efectivamente, en la distinción de dos categorías de cosechas. Cada explotación, en prin­ cipio, y todas las tierras de un término, se dividen en tres partes u «hojas» iguales por su tamaño (sólo por su tamaño).9 Se llaman, se­ gún los lugares, soles, saisons, cours, cotaisons, royes, coutures y, en Borgoña, fms, épis o fins de pie. Nada hay más variable que ese vo­ cabulario rural; las realidades eran básicamente uniformes en grandes extensiones, pero como los grupos dentro de los que se intercambia­ ban las ideas y las palabras eran muy reducidos, la nomenclatura di­ fería de una región a otra, e incluso de un pueblo a otro. Situémonos tras la cosecha. Una de las hojas recibirá la simiente ya en el otoño; llevará «cereales de invierno» {blés d’hivers, también llamados hivernois o bons blés)-. trigo, espelta o centeno. La segunda se reserva para los «cereales de primavera» {blés de printemps , en general, o gros blés, marsage, trémois, grains de carente ), cuya siembra se hace en cuanto llega el buen tiempo: cebada, avena, y a veces forrajes, como las vezas, o leguminosas, como los guisantes o las habas. La tercera queda en barbecho un año entero. El otoño siguiente se sembrará con cereales de invierno; las otras dos pasarán, la primera, de los cereales de invierno a los cereales de primavera, y la segunda de los cereales de primavera al barbecho. Así, de un año a otro, se renueva la triple alternancia. El reparto geográfico de las dos grandes rotaciones no se conoce con exactitud. Tal como se presentaaba a finales del siglo xvm y prin­

9. He aquí algunas cifras, tomadas al azar. En Borgoña, en Saínt-SemeI’Église (1736-1737), 227, 243, 246 jornales; pero en Romagne-sous-Mont-Faucon, en Ciermontois (1778), 758, 649, 654 «}ours»; en Magny-sur-Tille, en Borgoña, un labrador (J. B. Gevrey) posee, en 1728, entre 4 y 5 jornales en cada hoja: Arch. Cote d’Or, E 1163 y 332; Chantilly, reg. E 33.

cipios del xix — antes de la revolución agrícola, que poco a poco había de poner fin al barbecho e introducir rotaciones más ágiles— no sería, sin duda, imposible reconstruirlo. Pero faltan estudios precisos. Con toda seguridad, no obstante, los dos sistemas se oponían, ya desde la edad media, por grandes bloques. Eí bienal era el amo en lo que puede llamarse, en suma, el mediodía: región del Carona, Languedoc, mediodía del Ródano y vertiente meridional del Macizo Cen­ tral; llegaba hasta eí Poitou. Más al norte dominaba el trienal. Tales son, cuando menos, las grandes líneas de agrupación. Vista en detalle y en sus fluctuaciones a lo largo del tiempo, la división pierde un poco de su simplicidad. Para empezar, conviene tener en cuenta las irregularidades, tanto más frecuentes cuanto más se re­ monta el curso de la historia. Sin duda, por lo menos en diversos tipos de disposición de las tierras de cultivo, los propios intereses y necesidades materiales impedían o limitaban fuertemente los desvíos de la fantasía individual. A principios del siglo xiv, un campesino de Artois, al tomar posesión de una parcela en la hoja de los cereales de invierno demasiado tarde como para poder realizar las labores necesa­ rias para la siembra de otoño, tuvo que contentarse con sembrar, en marzo, avena. Al año siguiente tuvo que repetir la siembra de prima­ vera; preciso era que «adaptara» (aroyát) su tierra a la fase de «ro­ tación» {roye) de las tierras vecinas.10 Pero claro, si faltaban un año simiente o brazos había que extender un poco los barbechos; y si en cambio había demasiadas bocas que alimentar también se podía, aún reduciendo un poco los pastos, llegar a un acuerdo para multi­ plicar los cultivos. Además, los primitivos hábitos del cultivo tempo­ ral estaban aún muy cerca de las mentes. A veces influían hasta en el juego regular de las rotaciones, y en el Maíne, como más tarde se verá, a diversos ciclos en los que el barbecho no duraba más que un año, hacían que les sucediera un período en el que, durante varios años, el campo dejaba de cultivarse. Aún en ese caso se trataba de un sistema mixto, pero más o menos estable. En otros lugares se volvía al viejo procedimiento de los largos reposos de forma intermitente. En 1225 la carta de fundación dei pueblo de Bonlieu, en la Beauce, por las religiosas de Yerres, estípula que las tierras de labor se cultivarán «según las hojas habituales», pero prevé el caso en que un 10. Bibliothéque de VÉcole des Chartes, t. LUI, p. 389, n. 5.

campesino, «por pobreza o para mejorar su tierra», las deje varios años sin cultivar.11 Finalmente, durante mucho tiempo la vida se vio demasiado turbada para que los usos agrarios, igual que los otros, pudieran fijarse y ordenarse perfectamente. Diversos edictos de los duques de Lorena, tras las guerras del siglo xvn, se quejan de que los campesinos, vueltos a sus tierras, hayan dejado de observar las «hojas acostumbradas».12 Evitemos exagerar el rigor de las costumbres antiguas, así como su perfecta continuidad. Son esas características de tiempos más próximos a nosotros, de sociedades más pacíficas y más estables. Pero esas oscilaciones no dieron únicamente por resul­ tado la «confusión» de la que se quejaban los funcionarios de Lorena; facilitaron los cambios de un régimen de rotación a otro. Observemos, efectivamente, desde más cerca, el reparto de los dos grandes sistemas, el bienal y el trienal. El mapa, si pudiera hacerse, no se dibujaría con grandes tintas lisas; se verían algunas zonas pun­ teadas. En el mediodía, es cierto, el trienal parece que fue siempre excesivamente poco frecuente, si es que existió en alguna medida. Bastante hacia el norte, en cambio, el ritmo bienal ocupó durante mucho tiempo, junto al otro sistema, amplios espacios. Hasta la re­ volución agrícola, toda una parte de la llanura de Alsacia, desde las puertas de Estrasburgo, ai sur, hasta Wissembourg, al norte, lo prac­ ticó fielmente. Lo mismo puede decirse de varios pueblos de la monta­ ña del Franco Condado y, en las costas septentrionales de Bretaña, de bastantes tierras.53 Más antiguamente, esos islotes eran mucho más frecuentes. Se ha revelado la existencia de algunos muy extensos en la Normandía medieval. Por la misma época los había también, bas­

11. Arch. Nat., LL 1599B, p. 143. 12. Ordenanza deí 20 de enero 1641, en vina Mémoire del Parlamento de Nancy, Arch. Nat., H 1486, n.° 158; fallo de la Cour Souveraine, 18 de abril de 1670, en Fran^ois de Neufcháteau, Recueil authentique, t. II, 1784, p. 164; c£. recurso sin fecha del arrendatario del dominio de Epinal, Arch. Meurthe-etMoselle, B 845, n.° 175; y, sobre el condado de Montbéliard, ordenanzas del 19 de septiembre de 1662 y del 27 de agosto de 1705, Arch. Ñat., K 2195 (6). 13. Krzymowski, Die landwirtscbaftlichen Wirtschafisysteme Elsass-Lothringens, 1914; cf. Ph. Hammer, «Zweifeldwiríschaft im Unterelsass», en ElssasLothringisches Jahrbuch, 1927 (las conclusiones etnográficas de este último ar­ tículo carecen de toda prueba). R. Pyot, Stathtique genérale du Jura, 1838, p. 394. A. Aulanier y F, Habasque, Usages ...du département des Cótes du Nord, 2.» ed-, 1851, pp. 137-139.

tante grandes, en Anjou y el Maine.14 En esta última región el ciclo bienal se conservó en algunos lugares basta principios del siglo xix, pero uniéndose de un modo de lo más curioso a la práctica del cultivo temporal y a una división tripartita del suelo- Había tres hojas; en cada una la tierra permanecía seis años en cultivo en rotación, alter­ nando el trigo o el centeno con el barbecho; luego iban tres años de baldío total.IS Difícilmente puede dudarse de que se tratara de su­ pervivencias. Y se entrevén estadios intermedios. Los inventarios caroKngios señalan en las reservas señoriales situadas al norte del Loira la existencia de tres hojas y la distinción del cereal de invierno y del tremesino; pero constantemente — según lo muestra con claridad el estudio de las corveas exigidas a los tenedores que explotaban los campos del señor— los cereales de invierno ocupan un lugar mucho más amplio que los de marzo: o bien una parte del dominio perma­ necía sometida a un ritmo bienal, o bien, más probablemente, cier­ tas parcelas tenían que estar dos años en barbecho, mientras que en las parcelas vecinas las siembras de primavera precedían regularmente al único año de reposo. En cualquier caso, una periodicidad de tres fases todavía embrionaria. En el norte la rotación trienal era con se­ guridad muy antigua; hay testimonio de ella desde la época franca, y sin duda se remontaba mucho más atrás. Pero durante siglos — las mismas observaciones han sido hechas, muy cerca de nosotros, en G ran Bretaña— se mezcló con la rotación bienal y hubo formas in­ termedias. Pero no nos equivoquemos: por esas observaciones, el fundamen­ tal contraste entre las dos grandes zonas de rotación no queda ate­ nuado en modo alguno. El sistema trienal, que era cosa del norte, se extendió allí como mancha de aceite. El mediodía le fue siempre obs­ tinadamente rebelde, como a elemento extranjero. En eí norte, visi­ blemente, a medida que la población aumentaba, las preferencias se 14. Reconstrucción del cartulario de Saint-Serge de Angers, por Marchegay, en Arch. de Maine-et-Loire, fols, 106, 280, 285; G. Durville, Catalogue du Musée Dobrée, 1903, p. 138, n.° 127 (referencias a dos hazas). 15. Marc, en Bulletin de la Soc. d'Agriculture... de la Sarthei 1.* serie, VII, 1846-1847. Piense lo que piense R. Musset, Le Bas-Maine, pp. 288 ss., no puede en ese caso tratarse de rotación trienal, puesto que no hay sucesión de cereal de invierno y cereal de primavera. Pero sí parece que, con más a menos mezcla de cultivo temporal, también ex istió la rotación trienal, al lado del tipo anteriormente descrito.

fueron dirigiendo hada el método que permitía no mantener sin cultivar cada año más que la tercera parte de las tierras, en vez de la mitad. No cabe duda de que en el mediodía se hicieron sentir las mismas necesidades. No obstante, antes de la revolución agrícola, al parecer, nunca se tuvo allí la idea de incrementar la producción intro­ duciendo las tres hojas: tal era la raigambre de lo que podría llamarse el hábito bienal. Esa antítesis plantea a la historia agraria un verda­ dero enigma. Evidentemente, las razones geográficas, en el sentido es­ trecho de la palabra, son inoperantes: las áreas son demasiado exten­ sas y las condiciones naturales dentro de cada una de ellas demasiado diversas. Además, tanto una como otra, sobrepasan, con mucho, las fronteras de nuestro país. El ciclo de dos fases es la vieja rotación mediterránea, practicada por griegos e itálicos y cantada tanto por Píndaro como por Virgilio. El trienal cubre la mayor parte de Ingla­ terra, y todas las grandes llanuras de la Europa del norte. La oposi­ ción entre ellos, en nuestro país, traduce el enfrentamiento de dos grandes formas de civilización agraria que, a falta de mejor nombre, pueden llamarse civilización del norte y civilización del mediodía, constituidas ambas bajo influencias que siguen siendo aún para no­ sotros profundamente misteriosas; se trata de influencias sin duda étnicas e históricas, y también geográficas. Pues si bien las circunstan­ cias de orden físico resultan incapaces para explicarnos por sí solas la distribución final de ios regímenes de rotación, puede muy bien ser que expliquen el origen, lejos del Mediterráneo, del punto de irradiación del ritmo trienal. La agronomía romana no ignoraba los beneficios de la rotación de cultivos, y en las tierras más ricas la llevaba hasta el extremo de no dejar a la tierra reposo alguno. Pero lo que insertaba entre las cosechas de granos eran las leguminosas; entre cereales no practicaba ninguna alternancia de especies regular. Co­ nocía el cereal de primavera, pero no veía en él más que un expediente cómodo para los casos en que no hubiera habido siembra antes del invierno.16 Sin duda, para hacer de la alternancia de las siembras de primavera con las de otoño la base de un sistema de cultivo, eran necesarios veranos con más garantías que las suyas contra la sequía. No puede hablarse más que de suposiciones. Una cosa, no obstante, es cierta, y más adelante aún tendremos ocasión de asegurarnos de 16. Columelle, II, 6.

ella: la coexistencia de dos grandes tipos de instituciones agrarias — tipo meridional, tipo septentrional— es a la vez una de las más destacadas originalidades de nuestra vida rural y una de las más valiosas revelaciones que nos aporta, sobre las raíces profundas de nuestra civilización en general, el estudio de la economía campesina. 3.

REGÍMENES AGRARIOS: LOS CAMPOS ABIERTOS Y ALARGADOS

Los

Un régimen agrario no se caracteriza únicamente por el orden de sucesión de los cultivos. Cada uno forma un entramado complejo de procedimientos técnicos y de principios de organización social. Tra­ temos de reconocer los que se repartían Francia. En esta investigación hay que dejar de lado, a reserva de volver luego a buscar en ellas aclaraciones sobre los orígenes, las tierras de­ dicadas por entero al cultivo temporal, al cultivo «arbitrario», como decía un agrónomo del Franco Condado. En esas tierras en las que el labrador «planta su arado» en la dirección que él mismo «ba dado a sus trabajos agrícolas» 17 podían esbozarse sistemas regulares de organización, pero estos no podían establecerse firmemente. Evita­ remos igualmente detenernos en las particularidades de ciertas tierras que se regían por condiciones naturales muy particulares. La alta mon­ taña, especialmente, ha tenido siempre, por la obligada preponderan­ cia del elemento de pastoreo, una vida agraria sensiblemente diferen­ te de la de las tierras bajas y de media altura. De todos modos, en la antigua Francia ese contraste era mucho menos acusado que hoy. Nuestras civilizaciones rurales son hijas de los llanos o de las colínas; lo que las zonas de gran altitud han hecho ha sido adaptar sus institu­ ciones, más que crear para sí otras profundamente originales. No puedo aquí hacer otra cosa más que destacar — aunque sea al precio de algunas simplificaciones— los rasgos fundamentales de una clasi­ ficación que, para ser expuesta con todos sus matices, requeriría todo un volumen. Para empezar se nos ofrece el más claro, el más coherente de los regímenes agrarios: el de los campos alargados y obligatoriamente abiertos. 17. R. Pyot, Slalislique genérale du Jura, 1838, p. 418.

Figurémonos un núcleo rural, por regla general de cierta impor­ tancia. El sistema no es en absoluto incompatible, especialmente en tierras de roturación relativamente reciente, con un hábitat por pe­ queños grupos; parece, sin embargo, que el sistema fue ligado origina­ riamente al pueblo, más que a la aldea. Alrededor de las casas, están los huertos y vergeles, todavía rodeados por una cerca. Quien dice huerto (jardín) dice cercado; las dos palabras se intercambian constan­ temente y sin duda el propio término de jardín, que es germánico, no tenía primitivamente otro sentido. Esas barreras son la señal de que en ningún caso se permitirá el apacentamiento colectivo en las tierras que protegen. Dentro mismo de la extensión de tierras de cultivo se ven a veces, acá o allá, otros cercados: son viñas, por lo menos en el norte (en las regiones meridionales, por el contrario, las viñas están a menudo abiertas, y, como tienen particular fuerza, se abandonan tras la vendimia al diente de los animales), o también cañameras. A orillas de los cursos de agua, si los hay, se extienden algunos prados. Luego están las tierras de labor y, envolviéndolas o penetrando dentro de ellas, los pastos. Pongamos la vista en esas tie­ rras de labor. El primer rasgo que destaca en ellas es que están ampliamente abiertas. No entendamos con ello, no obstante, que no se pueda ver absolu­ tamente ningún cercado. Para empezar se impone una distinción: cierres permanentes, por un lado, cierres temporales, por otro. Du­ rante gran parte de la edad medía la costumbre fue levantar, desde el principio del buen tiempo, en torno, no, sin duda, de cada campo, sino de cada grupo de campos, encañados provisionales; a veces se prefería cavar una zanja. Los calendarios rústicos situaban esa tarea entre los trabajos de la primavera. Todavía en el siglo x i i en uno de los pueblos de la abadía de Saint-Vaast de Arras un administrador [sergent) hereditario «rellenaba las zanjas antes de la cosecha», pro­ bablemente en el dominio señorial.18 Una vez terminada la cosecha se echaban abajo o se rellenaban esas ligeras defensas. Luego, a partir de los siglos x i i y x m , más o menos lentamente según los lugares, ese hábito se perdió. Databa de una época en que la ocu­ pación era todavía muy poco densa y los baldíos, frecuentados por 18. Cartulaire de l’abbaye de Saint-Vaast, ed. Van Drival, 1875, p. 252.

el ganado, se metían por todas partes entre los campos. Cuando, tras las grandes roturaciones, los cultivos se presentaron en blo­ ques más compactos y más claramente aislados de los pastos, ese trabajo de Penélope pareció inútil. En muchas zonas generalmente abiertas, en cambio, en algunos de los límites de la zona cultiva­ da, se mantuvieron los cercados, pero entonces permanentemente. En el Clermontois, las barreras que obligatoriamente limitaban los campos del lado de los caminos eran primero transitorias, y con el tiempo se convirtieron en muchos casos en fuertes setos de es­ pinos.19 En Hainaut, en Lorena, esas barreras limítrofes, a lo lar­ go de los caminos o también en las lindes con las tierras comu­ nales, eran obligatorios. En el Bearn protegían los «llanos» (plaines), regularmente cultivados, en contra de las «laderas» (coteaux) por las que, entre algunos campos de cultivo provisionales también cercados, erraban los rebaños; de igual modo el ín-field escocés se separa por un muro del out-field, destinado ai pastoreo y al cultivo interm itente. En otros lugares como, en Alsacia, alrededor de Haguenau, esos cer­ cados compartimentaban la tierra de cultivo en algunos grandes sec­ tores. Pero pasemos esas líneas de defensa, si las hay (en muchos lugares no existen). En las tierras de labor ningún obstáculo se interpondrá ya ante nuestra mirada o nuestros pasos. Entre parcela, y parcela, y a menudo entre grupo de parcelas y grupo de parcelas, no hay más límite que algunos cotos hundidos en la tierra, a veces un surco sin cultivar o más a menudo aún una línea puramente ideal. {Peli­ grosa tentación, la que se ofrecía a quienes la lengua campesina lla­ maba con el pintoresco nombre de «comerrayas» {mangeurs de raies)\ Una reja de arado desplazada durante varios años más allá de la demarcación legítima hace que el campo aumente en varios surcos (o «rayas»), es decir, en una cantidad de tierra que, por poco larga que sea la parcela, como generalmente es, representa un incremento muy considerable. Se cita cierta parcela que de ese modo, en unos sesenta años, aumentó en más de un tercio de su tamaño primitivo. Ese «robo», «el más sutil y más difícil de probar que puede haber», denunciado tanto por los predicadores de la edad media como por 19. Description de la teñe et seigneurie de Varennes (1763), Chantilly, rcg. E 31, fol. 162 v.°

los magistrados del Antiguo Régimen, era — y es quizá todavía— uno de los signos sociales característicos de esos «campos rasos» en los que un campo sucede a otro y así indefinidamente, sin que nada visi­ ble advierta de que se pasa de unas a otras tierras, y donde, como dice un texto del siglo xvm , a menos que el relieve se oponga a ello, «un cultivador ve de una sola mirada lo que ocurre en todos los pedazos de tierra que tiene en una llanura o en una misma ería».20 Hemos reconocido así — pues, en ese aspecto, el paisaje agrario ape­ nas se ha modificado—• los aspectos «despejados» gratos a Maurice Barres. Pero no por el hecho de no estar marcados por ninguna cerca dejan de existir los límites de las posesiones. Sus líneas componen un raro dibujo, de doble compartimentación. Para empezar, cierto número de grandes divisiones (de alrededor de una a varias dece­ nas). ¿Cómo llamarlas? Variable como ordinariamente es, el len­ guaje rural nos ofrece un gran repertorio de términos, que difieren según las regiones o incluso ios pueblos: quartiers, climats, cantons, contrées, bénes , triages y, por último, por no decir más, en el llano de Caen, la palabra, con seguridad escandinava (se encuentra tam­ bién en la Inglaterra del este, ocupada durante largo tiempo por los daneses) de « delle ». Para simplificar, adoptemos cuartel ( quartier ). Cada una de esas partes tiene su nombre propio y constituye, en el sentido del catastro, un «paraje» ( lieu dit). Se hablará, por ejemplo, del «Quartier de la Grosse Borne», del «Climat du Creux des Four* ches» o de la «Delle des Trahisons», A veces algunas de esas uni­ dades quedan acotadas por límites visibles, como repliegues del terreno, riachuelos, taludes hechos por el hombre o setos. Pero a menudo nada las distingue de sus vecinas, aparte de una diferente orientación de los surcos. Porque la particular característica de un cuartel es la de componerse de un grupo de parcelas adosadas cuyas «rayas» están todas dirigidas en el mismo sentido, que se impone

20. Arch. de la Somme, C 136 (subdelegué de Doullens). Sobre los comerrayas, innumerables textos. El ejemplo de agrandamiento está tomado de F.-H.-V. Noizet, Du cadastre, 2 * ed., 1863, p. 193; el texto sobre el «robo», de una memoria de 1768, Bibl. Nat., Joly de Fleury, 438, fol. 19. Sobre la edad media, Jacques de Vitry, Sermo aá agrícolas, Bibl. Nat., 17509, fol. 123.

a los ocupantes. Entre los reproches que la administración de Lorena hacía a los campesinos que, de vuelta a sus tierras tras la guerra, des­ deñaban el respeto a las costumbres, figura el de «labrar de través», En cuanto a las parcelas entre las que se subdivlde esa primera cuadriculación, forman en toda la superficie del terreno un entra* mado muy tupido — pues su número es muy elevado— y de aparien­ cia muy singular, pues todas tienen más o menos la misma forma, sorprendentemente disimétricas. Cada una de ellas se alarga en eí sentido de los surcos. Su anchura, en cambio, perpendicular a ese eje, es de lo más reducido, y en muchos casos apenas llega a una veinteava parte de su longitud. Algunas están formadas por unos po­ cos surcos que llegan a tener un centenar de metros. Es posible que esa disposición se haya exagerado a veces, en tiempos próximos a nosotros, por los repartos entre herederos; no obstante, cuando los pedazos de tierra habían alcanzado cierto mínimo de anchura, en ge­ neral había un acuerdo de no seccionarlos ya más que por líneas perpendiculares a su dimensión mayor, rompiendo así con el prin­ cipio que hacía que cada banda tuviera que tocar con sus dos extremos los límites del cuartel. De los siglos ix a xir, la fragmentación de los antiguos dominios señoriales, compuestos generalmente por pedazos de tierra más extensos que fueron entonces repartidos entre los campesinos, multiplicó según todas las apariencias las parcelas alar­ gadas. Pero desde luego, la forma, en sus rasgos fundamentales, era muy antigua. Los tiempos modernos, al traer consigo, como veremos, concentraciones de tierras bastante frecuentes, más bien atenuaron que acentuaron sus particularidades. Ya los textos medievales, en las tierras así parceladas, se contentan ordinariamente, para indicar la posición de un campo, con anotar el nombre del cuartel y los posee­ dores de los pedazos de tierra situados en los dos lados largos del sector considerado; señalan el lugar de la franja en el haz de franjas pararelas. Evidentemente, cada uno de esos estrechos pedazos, por largo que fuera, no representaba más que una extensión en conjunto bas­ tante reducida. Toda explotación individual, incluso mediana, tenía que comprender por lo tanto, y de hecho comprendía, un considera­ ble número de parcelas, repartidas entre muchos cuarteles. La frag­ mentación y la dispersión de las parcelas era ley en esas tierras, desde muy antiguo. Dos costumbres que tocaban en lo más hondo de la vida agraria

completaban el sistema descrito: la rotación coordinada forzosa (assolement forcé)21 y la abertura de heredades obligatoria. En los campos, el cultivador tenía que seguir el acostumbrado orden de las «hojas», es decir, tenía que someter cada una de sus parcelas al ciclo de rotación tradicional de los cuarteles a los que pertenecían: sembrar en el otoño el año prescrito, en la primavera (si se trata del régimen trienal) al año siguiente yabandonar todo cultivo cuando volvía a ser tiempo de barbecho. A menudo los cuar­ teles se agrupaban en hazas, rígidamente constituidas, dotadas, como los propios cuarteles, de un registro civil regular recogido por el lenguaje: en Nantillois, en el Clermontois, se distinguían así las tres «royes» de Harupré, de los Hames y de Cotteniére,y en Magny-surTille, en Borgoña, los «fins» de la Chapelle-de-rAbayotte, del Rouilleux y de la Chapelle-des-Champs. En las tierras de ciertos térmi­ nos esas hazas eran casi rigurosamente de un solo tenedor, de modo que al llegar el buen tiempo había dos o tres grandes zonas de culti­ vo que oponían los visibles contrastes de su vegetación: aquí los cerea­ les de invierno o de primavera, diferentes por su tamaño y por su co­ lor, y allí los «barbechos» (las sombres y versaines)} con su tierra parda, que durante un año rechazaba la espiga, moteada por el verde de las gramíneas silvestres. Ese era el caso, en particular, en muchos pue­ blos de Lorena, cuyas tierras de labor, quizá, si en los tiempos moder­ nos se encontraban tan regularmente dispuestas no era más que porque, tras los destrozos de las grandes guerras del siglo xvn, habían sido remodeladas o regularizadas. En otros lugares, aún conservando bas­ tante unidad para ser designada con un nombre particular, cada haza se componía de varios grupos distintos de cuarteles; a menudo las propias vicisitudes de la conquista agrícola habían impuesto esa frag­ mentación. O bien también, como en la Beauce, la dispersión llegaba tan lejos que ya no se pronunciaba ni siquiera el propio término de haza, y era el cuartel, tomado aparte, la unidad de cultivo en rota­ ción. Dentro de cada cuartel, no obstante, la uniformidad no dejaba de ser rigurosa. En cada haza o cuartel, claro está, la siembra, la cosecha y todos los principales trabajos de cultivo tenían que hacerse 21. Tomo esa expresión, análoga al Flurzwang de los historiadores alema­ nes, de un elogio verdaderamente ditirámbico que de esa práctica hacía, a principios del siglo xix, un agrónomo del Poitou: De Vemeilh, Observatiotts des commissions cónsultatives, 1811, t. III, pp. 63 ss.

a un mismo tiempo, en fechas que fijaban la colectividad o su cos­ tumbre. Aunque basado en la tradición, ese sistema no carecía totalmente de agilidad. Ocurría que una decisión de la comunidad hiciera pasar un cuartel de una a otra haza, como fue el caso en Jancigny, en Borgoña, con el «climat» de Derriére l’Églíse, cedido poco después en 1667 por el «épy» de la Fin-du-Port al «épy» de los Champs-Roux. El propio principio de la rotación coordinada, por imperioso que fuera, era a veces contravenido. En tres términos de los valles del Mosa y del Aire, en Dun, en Varennes y en Clermont, en el si­ glo xviii, ciertas tierras — situadas en su mayor parte en los alrede­ dores de las casas, de más fácil estercolado— podían ser «sembradas a voluntad»; estaban «fuera del ciclo de cultivos» (hors couíure). Pero tampoco esas tierras eran más que una pequeña parte de las tierras de labor; todo el resto estaba «sujeto a la policía del cultivo en rotación reglamentada». Además, en esa región de Clermontoís, cuyos usos agrarios conocemos con exactitud poco frecuente, esos campos de libertad no se encontraban más que en torno a las tres aglomeraciones que acaban de nombrarse, todas ellas pequeñas ciu­ dades cuya población burguesa tendía como ninguna al individualis­ mo. De los simples pueblos, sin excepción, podía decirse, como lo hacía de uno de ellos un documento de 1769, «que la universalidad del territorio» estaba «dividida en tres hojas de cultivo [ ...] que los cultivadores no pueden cambiar».22 Pero ya está hecha la cosecha. Los campos quedan ya sin sus espigas; son tierras «vacías» o «baldías» (vides o vaines), lo que en el viejo lenguaje era lo mismo. Así quedarán, si el ritmo es bienal, durante más de un año. ¿Rige, en cambio, el ritmo trienal? Los campos que han llevado hasta ahora el cereal de invierno esperarán a la próxima siembra hasta la primavera, y los que llevaban ya cereal de marzo entrarán en el año de barbecho. ¿Quedará improductivo todo ese «baldío»? ¡No! Los rastrojos, y, sobre todo, entre los ras­ trojos y una vez consumidos éstos, la vegetación espontánea siem­ pre tan presta a desarrollarse en la tierra que nadie siembra, se 22. Jancigny, comparación de la agrimensura de 1667 y de su cuadro, un poco posterior: Arch. Cote d’Or, E 1119. Dun, Varennes, Clermont, Montblainville: Chantilly, E, reg. 39 (1783), leyenda; E. reg 31 (1762), fol, 161; E reg. 28 (1774), leyenda; E reg. 35 (1769), leyenda.

ofrecen como alimento del ganado. «Durante las dos terceras partes del año», dice de los campesinos del Franco Condado una memoria del siglo x vm , «los habitantes del campo no dan casi a sus rebaños más alimento que el de la vaine páture».23 Entiéndase: el pasto en las tierras baldías (vaines). ¿Pero hay que entender que cada explotador puede reservar a voluntad sus tierras para sus animales? No, la aber­ tura de heredades o derrota de mieses (vaine páture), muy al contrario, es esencialmente cosa colectiva. Son todos los animales del pueblo los que, formando un rebaño común, según un orden que fijan, o bien las autoridades del lugar, o bien la tradición, expresión también de las necesidades generales, recorren, «campeando», las tierras de labor que han quedado ya sin espigas, y el poseedor del campo debe acoger a ese ganado como al suyo propio, que va confundido en esa masa. Esos rebaños errantes exigían espacios tan extensos que tampoco las fronteras de las propiedades eran las únicas en abatirse ante ellos; ni siquiera las de las tierras de un lugar los detenían siempre. En la mayor parte de regiones donde regía la abertura de heredades, se ejercía — con el nombre de parcours o entrecours— de término vecino a término vecino; cada comunidad tenía derecho a enviar a apacentar sus animales, según las regiones, a todos los campos baldíos del pue­ blo lindante o a parte de ellos, y a veces incluso hasta el tercer pueblo. Así de cierto es que la tierra vacía estaba sometida a un régimen de apropiación muy distinto del de la tierra «empouillée». Ese apacentamiento, finalmente, no sólo se extendía a las tierras de labor; también los prados, igualmente abiertos del todo, estaban sujetos a él, y ello, ordinariamente, nada más segada la primera hier­ ba. Sólo el «primer pelo», como dicen los viejos textos, pertenecía al explotador. El renadío revertía a la comunidad, para que ésta, o bien — según el uso sin duda más antiguo— lo dejara en el campo para los rebaños, o bien optara por hacerlo segar, para distribuirlo entre todos los del pueblo o incluso para venderlo. Los poseedores de prados o de campos de cultivo, los «detentadores de bienes raíces», por hablar como un jurista del siglo xvm , no tenían «más que una propiedad restringida y subordinada a los derechos de la comunidad».24 23. Arch, Nat., E 2661, n.° 243. Cf. E. Martin, Cahiers de doléances du hailliage de Mirecourt, p. 164: «sólo el pasto común hace vivir a los campos». 24. P. Guyot, Réperíoire, 1784-1785, art. «Regain» (por Henry).

Semejante sistema, que reducía hasta el extremo la libertad del explotador, suponía evidentemente unas coerciones. El cercamiento de las parcelas no sólo era contrarío a las costumbres; estaba for­ malmente prohibido,25 La práctica de la rotación forzosa no sólo era una costumbre o una comodidad; constituía una regla imperativa. Eí rebaño común y sus privilegios de apacentamiento se imponían a los habitantes de un modo estricto. Pero como en la antigua Francia las fuentes del derecho eran muy diversas y bastante incoherentes, el ori­ gen jurídico de esas obligaciones variaba según los lugares. Por decir mejor, éstas se basaban en todas partes en la tradición, que se expresaba en formas diversas, Cuando, hacia finales del siglo xv y en el curso del xvi, la monarquía hizo poner por escrito las costum­ bres de las provincias, varias de ellas incluyeron en sus obligaciones el principio de la abertura de heredades colectiva y la prohibición de cercar las tierras de labor. Otras se abstuvieron de hacerlo, bien por olvido, bien, en ciertas regiones que obedecían a regímenes agrarios muy diferentes según los lugares, por dificultad de expresar con de­ talle usos discordantes, bien, finalmente, como en Berry, por el des­ dén de unos juristas formados en el derecho romano hada costum­ bres muy alejadas de la propiedad quiritaria. Pero los tribunales velaban. Ya en el reinado de san Luis el Parlamento se oponía, en Brie, al cercamiento de las tierras de labor, y en pleno siglo xvm había de mantener con toda su fuerza en varios pueblos de Champag­ ne la rotación coordinada forzosa.26 «Las costumbres de Anjou y de Touraine», exponía en 1787 el indendente de Tours, «no hablan para 25. Ciertas costumbres no prohíben explícitamente más que el cercamien­ to de los terrazgos, es decir, de las tierras obligadas a pagar ai señor un censo en especie proporcional a la cosecha. Guardémonos de entender que consideren libre el cercamiento de las demás tierras. Parten de la idea de que no puede pensarse en cercar una tierra de labor más que para transformarla en huerto, viña, cañamera, etc., en una palabra, para cambiar la naturaleza de los cultivos, lo que en principio está prohibido en las tierras cuya cosecha revierte en parte en el señor, salvo, claro está, autorización de éste. Cf. un texto, muy preciso, de las Coutumes du bailliage d’Anñens, c. 115. {Coutume réformée, c. 197). 26. Olim, I, p. 516, n.c VI. Arch, Nat., AD IV 1 (Nogent-sur-Seine, 1721; Essoyes, 1779). Los fallos del siglo xvn, en Delamare, Traite de la Pólice, t. II, pp. 1137 ss., se contentan con negar el beneficio de la abertura de here­ dades a los habitantes que no sigan la rotación común. Sobre el sentido de esas decisiones, véase infra, p. 481. Cf. una ordenanza del condado de Montbéliard, 30 de agosto de 1759, Arch. Nat., K 2195 (6), y también supra, p. 140.

nada de la abertura de heredades [... ] pero el uso inmemorial ha adquirido tal fuerza de ley, en ese particular, en las dos provincias, que sería vana toda defensa de sus dominios en contra de ella que cualquier propietario hiciera ante los tribunales». Finalmente, como último recurso, incluso donde no había ley escrita y en las épocas en que los magistrados se resistían cada vez más a aplicar esa tradición, atacada por los agrónomos y considerada muy perjudicial por los grandes propietarios, la presión colectiva sabía a menudo hacerse lo bastante enérgica como para imponer por persuasión o por la vio­ lencia el respeto a las viejas costumbres agrarias. Éstas, como escribía en 1772 el intendente de Burdeos, «no tienen fuerza de ley más que por la voluntad de los habitantes»; no por ello, sin embargo, obligaban menos. Sobre todo, pobre del propietario que levantara una barrera alrededor de su campo. «Un cercado de seto no serviría para nada», decía hacia 1787 un propietario alsaciano a quien se animaba a intro­ ducir mejoras agrícolas incompatibles con el pasto común, «puesto que no dejarían de arrancarla». ¿Que a un particular se le ocurre, en la Auvergne del siglo xvm , transformar un campo en huerto cer­ cado, cosa a la que la costumbre escrita le da derecho?: los vecinos echan abajo la barrera «y de ello derivan procedimientos criminales cuyas consecuencias ponen en fuga o introducen la confusión en co­ munidades enteras, sin contenerlas».27 Los textos del siglo xvm hablan a porfía de las «leyes rigurosas que prohiben a los cultivado­ res cercar sus heredades» y de la «ley de la división de los términos de tierras de cultivo en tres hojas».28 De hecho, prohibición de cercar, abertura de heredades y rotación coordinada forzosa se sentían hasta tal punto como «leyes» — escritas o no, con sanción oficial o con la única fuerza de una imperiosa voluntad de grupo— que, para abolir­ ías, en el momento de las grandes metamorfosis agrícolas de finales del siglo x vm , fue precisa toda una nueva legislación. Pero lo que, quizá más que ninguna otra razón, contribuyó a man­ tener esas reglas — aun cuando, a veces, hubieran perdido ya toda sanción jurídica— era que constituían, materialmente, un engranaje 27. J. M. Ortlieb, Plan ... pour Vamélioration ... des biens de la terre, 1789, p. 32 n. Arch. Nat., H 1486, n.° 206; ejemplo concreto de una cues­ tión de ese tipo: Puy de Dóme, C 1840 (subdelegué de Thiers). 28. Procés-verbaL.. de l'Assetnblée provinciale de lile de France... 17S7, p. 367. Arch. de Meurthe-et-Moselle, C 320.

admirable. Nada mejor trabado, efectivamente, que semejante siste­ ma, cuya «armonía» producía aun en pleno siglo xix la admiración de sus más inteligentes adversarios.29 La forma de los campos y la prác­ tica de la abertura de heredades concurrían con igual vigor en imponer la rotación común. En esas franjas inverosímilmente extrechas y a las que a menudo, al estar enclavadas en el cuartel, no podía llegarse sin pasar por las franjas vecinas, si todos los explotadores no se hubieran regido por un mismo ritmo, las tareas deí cultivo habrían resultado casi imposibles. ¿Y cómo, sin la obligación regular deí reposo, hubie­ ran encontrado los anímales del pueblo extensiones del baldío lo bas­ tante grandes como para tener asegurada su alimentación? Las nece­ sidades del pastoreo se oponían igualmente a todo cercamiento per­ manente de las parcelas: esos obstáculos habrían impedido el traslado del rebaño. No menos incompatibles eran los cercados con la forma de los campos: para cercar cada uno de esos paraleíogramos alarga­ dos, jqué ridiculas longitudes de barrera!, ¡cuánta sombra hecha al humus!; ¿y cómo pasar de un pedazo de tierra al otro, de haber estado todos cercados de ese modo? Finalmente, en esas finas franjas habría sido evidentemente difícil apacentar sólo los animales del explotador sin que consumieran la hierba del vecino, de modo que, dada la con­ figuración de las parcelas, un sistema de pasto colectivo podía pa­ recer lo más cómodo. Tras esos rasgos visibles, sepamos ver, no obstante, las causas humanas. Un régimen semejante no pudo nacer más que gracias a una gran cohesión social y a una mentalidad básicamente comunitaria. Obra colectiva tuvo que ser, para empezar, la preparación de las tierras para el cultivo. No hay duda de que los diversos cuarteles tuvieron que irse formando poco a poco, a medida que progresaba la ocupación de las tierras en otro tiempo incultas. Además, tenemos pruebas irrefutables que atestiguan, por lo mismo, que los principios a los que había obedecido, en la noche de los tiempos, la constitu­ ción de tierras de cultivo quizá prehistóricas, siguieron presidiendo las nuevas creaciones. Alrededor de más de un pueblo cuyo nombre reve­ la que era por lo menos galorromano, tal o tai otro haz de campos en forma de largas bandas, por la misma palabra que lo designa (les 29. Véase una bella página de Mathieu de Dombasle, Annales Agricoles de Roville, I, 1824, p. 2.

Rotures, por ejemplo, de ruptura, roturación) o por estar sometido a los diezmos de «novales», demuestra ser conquista medieval. En las tierras de las «villas nuevas» fundadas en los siglos x n y x m en regiones de campos generalmente abiertos y alargados, se observa, a veces con más regularidad, una compar timen tación y una configura­ ción parcelaria análogas a las de las mas viejas tierras. El término de la destruida aglomeración de Bessey, en Borgeña, que fue recuperado de la maleza, en los siglos xv y xvi, por los habitantes de las locali­ dades vecinas, presenta todos los rasgos que más arriba se han des­ crito. Todavía en pleno siglo xix, había pueblos del Auxois que, al repartir sus tierras comunales, hacían lotes en forma de campos muy estrechos y muy largos, paralelos entre sí.30 Y dentro de cada cuartel, ya fuera resultado de roturaciones relativamente recientes, ya tuviera su origen en remotas edades, la disposición de las estrechas parcelas apretadas unas contra otras no pudo surgir en ningún caso más que por un plan de conjunto, realizado en común. ¿Fue bajo las órdenes y la dirección de un amo? No es ésa, por el momento, la cuestión. Un grupo, después de todo, no es menos grupo por el hecho de tener un jefe. Esa disposición imponía la concordancia de los ciclos de rota­ ción. ¿Cómo creer que no hubiera sido prevista esa consecuencia?, ¿cómo creer que no hubiera sido aceptada como totalmente natural, ya que respondía a las tendencias de la opinión común?31 30. Roturaciones y villas nuevas, infra, p. 154, n. 45. Bessey, infra, p. 342, n. 10. Auxois: Buüetin de la Soc. des Sciences Histor. de Semur, XXXVI, p. 44, n. 1. 31. ¿Hubo originariamente, tras la roturación según un plan común, en lugar de un reparto definitivo, una redistribución periódica? En Schaumbourg, a finales del siglo xvm y principios del xix, hay ejemplos ciertos de la práctica del reparto periódico, ligado a un cultivo intermitente (Arch. Nat., H 1486, n.° 158, p. 5; Colchen, Mémoire statistique du département de la Moselle, año XI, p. 119); pero esos usos no son más que una forma de la institución de las Gehóferschaften de la región del Mosela, descrita con frecuencia y que aquí no puede estudiarse en su conjunto; las Gehóferschaften son probablemente de instauración bastante reciente, pero atestiguan un espíritu comunitario antiguo y fuertemente arraigado (cf. F. Roríg, Die Entstehung der Landeshoheit des Trierer Erzhischofs, 1906, pp. 70 ss,). En otros lugares, en épocas igualmente bastante próximas a nosotros, se encuentran casos de «propiedad alternativa»: en Lorena, en algunos prados (Arch, Nat., F 10 284: Soc. des Amis de la Constítutíon de Verdun; cf., en Inglaterra, la extendidísima institución de los lot-meadows), y en Mayenne, en algunos rincones no cercados, en las tierras de labor (Arch. Parletnentaires, CVI, p. 688); son hechos demasiado infrecuen­ tes cuya evolución, por el momento, se conoce demasiado poco pata poderse sacar la más mínima conclusión general. En cuanto a la costumbre de la la-

En cuanto a la abertura de heredades, no digamos que la exigiera imperiosamente la forma de los campos. Bien mirado, los inconve­ nientes de esa disposición habrían podido salvarse si cada cultivador, al reservar su campo para sus animales, tal como se hacía y se hace aún, como veremos, en otros regímenes agrarios, los hubiera mante­ nido atados. El pasto era colectivo ante todo, verdaderamente, en virtud de una idea o de un hábito de pensamiento: según se creía, la tierra sin frutos ya no podía ser objeto de apropiación individual. Oigamos a nuestros viejos jurisconsultos. Varios de ellos destacaron admirablemente esa noción, y ninguno mejor que, bajo Luis XIV , Eusébe Lauriére: «Por el derecho general de Francia» — entiéndase el de las tierras de campos abiertos, las únicas bien conocidas por Lauriére— «las heredades no se cierran y protegen más que cuando los frutos están encima; una vez levantados, la tierra, por una especie de derecho de gentes, pasa a ser común a todos los hombres, ricos o pobres por igual».32 Además, esa fuerte presión de la colectividad se hacía sentir tam­ bién en muchos otros usos. Dejemos, sí se quiere, el derecho de espigueo. En las zonas que en este momento nos ocupan era particu­ larmente tenaz y, si no en derecho, sí de hecho, se extendía casi siempre, no sólo a los inválidos y a las mujeres, sino, en todos los campos indistintamente, a toda la población; pero, no obstante, no puede considerarse característico de ningún régimen agrario, pues, apoyado en la Biblia y en formas más o menos acentuadas o atenua­ das, era en Francia casi universal. Nada más significativo, en cambio, que el derecho al «rastrojo» (éteule). Una vez libre de cosecha, la branza en común, a la que, sin duda erróneamente, Seebohm atribuía el origen del open-field system inglés, no conozco huella alguna suya en Francia; los campesinos se ayudaban mutuamente con frecuencia, y los «labradores» presta­ ban o alquilaban sus tiros a los «trabajadores», pero no se trataba más que de una obligación moral o de la sensata utilización de un capital, y ní una ni otra práctica daban lugar a un trabajo de grupo. Queda la reciente tesis de F. Steinbach («Gewanndorf und Einzeldorf», Historische Aufsatze Aloys Schulte gewidmet, 1927), quien sostiene que la fragmentación y las obligaciones colectivas son fenómenos tardíos; me parece carente de toda prueba. 32. Commentaire sur les Instituíes de hoy sel, II, II, 15. Ese desarrollo, que no figura en la primera edición —1710—, aparece en la segunda, de 1783, de donde ha pasado a la edición Dupin, 1846. Es probable —aunque no se­ guro— que fuera tomado, como los otros complementos de esa edición, de notas dejadas por Lauriére.

tierra no se abandona a los anímales inmediatamente; son primero los hombres quienes se esparcen en busca de la paja — es el sentido de rastrojo— que emplean en cubrir sus casas, para hacer las camas de los establos y a veces para quemarla en sus hogares; cogen la paja en las tierras de labor, sin preocuparse por los límites de las parcelas. Y esa facultad parece tan respetable que el explotador no está autori­ zado para reducir el provecho a que da lugar, haciendo cortar las espigas más cerca del suelo. La guadaña se reserva para los prados; en las tierras de pan llevar — todavía en el siglo x vm los Parlamen­ tos lo afirmarán con fuerza— sólo está autorizada la hoz, que corta alto. Así pues, en las numerosas tierras en que se cumple esa obliga­ ción, que son todas de campos alargados, la propia cosecha no per­ tenece por entero al amo de la tierra; la espiga es suya, pero la paja es de todo el mundo.33 Desde luego, no es totalmente cierto que, como podría hacerlo creer la frase de Lauriére, ese sistema fuera igualitario. Pobres y ricos participaban de las obligaciones colectivas, pero no por igual. Ordina­ riamente cada habitante, aunque no tuviera el más mínimo pedazo de tierra, tenía derecho a enviar al rebaño común algunos animales; pero, además de esa parte, que constituía el mínimo asignado a cada cual, el número de animales era, para los distintos cultivadores, pro­ porcional a la extensión de las tierras que explotaban. La sociedad rural comportaba clases, y muy delimitadas. No obstante, tanto los ricos como los pobres estaban sujetos a la ley tradicional del grupo, salvaguarda tanto de una especie de equilibrio social como del equi­ librio entre las diversas formas de explotación de la tierra. Con res­ pecto al tipo de civilización agraria que se expresa por el régimen de campos alargados y obligatoriamente abiertos, ese «comunismo rudi­ mentario» — por hablar como Jaurés en las primeras páginas de su Histoire de la Révolution, de tan brillante intuición histórica— era eí signo característico y la razón de ser profunda. Muy ampliamente extendido en Francia, ese régimen, en cambio, no era en absoluto específicamente francés. Imposible señalar sus fronteras precisas hasta que se encuentre terminado un estudio más minucioso. Tendrán que bastar algunas indicaciones. Ese régimen do­ 33. A veces, en el reparto de los rastrojos, los propietarios de los campos se reservaban una parte, por preferencia; eí señor también participaba: Arch. Nat., F 19 284 (Gricourt).

minaba por entero en toda la zona de Francia que quedaba al norte del Loira, con excepción de la región de Caux y de las zonas cercadas del oeste, y dominaba también en las dos Borgoñas, Pero de por sí esa zona no era más que un fragmento de un área mucho más ex­ tensa que cubría gran parte de Inglaterra, casi toda Alemania e in­ cluso grandes extensiones de las llanuras polaca y rusa. Los proble­ mas de origen, sobre los que habremos de volver, no pueden tratarse, pues, más que a nivel europeo. Lo que constituía un rasgo mucho más característico de nuestro país era la coexistencia en nuestras tierras de ese sistema con otros dos, que habrá que examinar ahora. 4. Los REGÍMENES AGRARIOS:

CAMPOS ABIERTOS E IRREGULARES

Imaginemos unas tierras de labor sin cercados, semejantes, en eso, a las que acaban de ser descritas; pero las parcelas, en lugar de pre­ sentar la apariencia de bandas largas y estrechas, regularmente agru­ padas en cuarteles de igual orientación, son de forma variable, sin gran diferencia entre sus dos dimensiones, y, echadas por la tierra como al azar, la recortan formando una especie de puzzle, más o menos ca­ prichoso. Tendremos así ante nuestros ojos la imagen que ofrecían a nuestros antepasados y que aún hoy nos es ofrecida, si sabemos verla, por los campos de la mayor parte del mediodía del Ródano, del Languedoc, de las tierras del Carona, del Poitou, del Berry y, más al norte, del País de Caux. Ya en el siglo xi, en Provenza, unos cam­ pos cuyas dimensiones, por fortuna, sabemos, tienen una anchura que alcanza, según los casos, del 48 al 77 % de su longitud.34 Ese ré­ gimen, que como el anterior es, más que francés, europeo, parece que se extendió sobre todo por tierras cuya constitución agraria, desgra­ ciadamente, se ha estudiado menos que la de Alemania o Inglaterra, como por ejemplo las de Italia. Llamémoslo, a falta de mejor nombre, régimen de los campos abiertos e irregulares. No se trataba, en un principio, de un sistema de individualismo. En sus formas antiguas, comportaba la abertura de heredades colecti­

34. Guérard, Cartulaire de Saint-Victor, n.° 269; longitud un poco mayor en el Uzégeois, n.° 198.

va y obligatoria (compascuité, se decía en el vocabulario jurídico del mediodía), con sus naturales consecuencias: prohibición de cercar y, probablemente, una cierta uniformidad de rotación.35 Pero — y de ello tendremos ocasión de convencernos— esas obligaciones desapa­ recieron en esas zonas mucho más rápido que en las tierras de campos alargados. Según todas las apariencias, nunca fueron igual de rigu­ rosas. Incluso la abertura de heredades, la más general y la más re­ sistente de todas, existía a menudo, en el Mediodía, sin ir acompañada por la obligación del rebaño común. Y es que el entramado de obli­ gaciones sociales carecía de ese sólido armazón que en otros lugares le proporcionaba la constitución de las tierras de cultivo. El poseedor de una parcela alargada, inserta en un cuartel de parcelas iguales, difícilmente podía pensar en escapar a la presión colectiva, porque, prácticamente, esa tentativa hubiera chocado con dificultades casi in­ superables. En un campo amplio y bien apartado la tentación era ma­ yor. Además, la propia configuración agraria parece indicar que ya desde el origen el establecimiento en esas tierras se hizo sin una re­ gulación conjunta del trabajo. A veces, en un lugar de campos alar­ gados, en un término de tierras que, en su conjunto, se ajustan total­ mente al esquema normal, se encuentra una pequeña parte en la que los límites parcelarios forman una figura semejante a la de las regio­ nes de campos irregulares; o bien se trata, ya en un extremo de la zona cultivada, ya en situación aislada en medio de un espacio incul­ to, de grandes pedazos de tierras de un solo tenedor y casi cuadrados. Son lugares roturados tardíamente y al margen de todo plan colectivo. Mientras que en los campos alargados eso era la excepción, en las tierras en forma de puzzle ese individualismo de la ocupación era evi­ dentemente la regla. Pero, sobre todo, la razón inmediata del con­ 35. Abertura de heredades antigua en las regiones de campos abiertos e irregulares: Provenza, ver infra, p. 464. Languedoc y Gascuña: numerosos ejemplos, entre ellos E. Bligny-Boundurand, Les Coutumes de Saint Gilíes, 1915, pp. 180 y 229; B. Alart, Privileges et litres relatifs aux franchises ... du Roussillon, t. I, 1874, p. 270; Arch. histor. de la Gascogne, t, V, p. 60, c. 34. Caux, Berry, Poitou, innumerables ejemplos hasta el siglo xvm y más tarde; adviértase una interesantísima sentencia, para el Poitou, en J, Lelet, Observations sur la coutume, t. I, 1683, p. 400. Obligación del barbecho: Villeneuve, Statistique du département des B. du Rhóne, t. IV, 1829, p. 178. En la ju­ risdicción del Parlamento de Toulouse, en el siglo xvm, el derecho a cercar había acabado por ser reconocido como legal casi en todas partes, lo cual no quiere decir en absoluto que no encontrara, en la práctica, ninguna dificultad.

traste entre ios dos tipos remite, según todas las apariencias, a la antítesis de dos técnicas.36 La antigua Francia se dividía entre dos intrunientos de labranza.37 Semejantes en la mayor parte de sus rasgos, que, tanto en uno como en otro, fueron complicándose a medida que la punta única de los tiempos primitivos iba siendo sustituida por el doble juego de la cuchilla y la reja y que a las partes cortantes se añadía la vertedera, diferían, no obstante, profundamente, por un carácter fundamental: el primero, desprovisto de eje anterior con ruedas, era arrastrado sim­ plemente por los animales en el campo, y el segundo iba montado sobre dos ruedas.38 Nada más instructivo que sus nombres. El modelo sin ruedas era el viejo instrumento de los agricultores que por pri­ mera vez hablaron las lenguas madre de las nuestras; en toda Francia, 36. Naturalmente, en algunos lugares, repartos posteriores —y a veces también la introducción en fecha reciente del arado de ruedas, cuyo papel se verá en seguida— pudieron, en ciertas tierras de parcelas irregulares, dar origen a grupos de parcelas alargadas; el mismo fenómeno se produjo, como habremos de mostrarlo, en las regiones de cercados. Pero no es difícil ver que se trata de excepciones. 37. Sobre la historia del instrumento de labranza, bibliografía muy abun­ dante, pero muy confusa. Los documentos iconográficos antiguos son mediocres y de difícil utilización. Citaré simplemente la memoria todavía útil de K. H, Rau, Geschichte des Pfluges, 1845; H. Behlen, Der Pflug und das Pflügen, 1904; los trabajos de R. Braungart, Die Ackerbaugerathe, 1881, y Die Urheimat der Landwirtscbaft, 1912 (cf. también Landwírtschafliche Jabrbücber, XXVI, 1897), que no debe consultarse sin la mayor desconfianza; algunos estudios de arqueó­ logos (J. Chr. Ginzrot, Die W agen und Fuhrwerke der Griechen und Romer, 1817; Sophus Müller, en Mémoires de la Soc. Royale des Antiquaires du Nord, 1902), de eslavistas (J. Peisker, en Zeitschrift für Sozial und Wirtscbaftgeschicbte, 1897, y las diversas obras en checo o en francés de L. Níederlé), y sobre todo de lingüistas (R. Meringer, en Indogermaniscbe Forschutigen, tomos XVI, XVII, XVIII; A. Guebhardt, en Deutsche Literaturzeitung, 1909, col. 1445), El mapa «charrue» del Atlas Línguistique de Gilliéron y Edmont es casi inutilizable, porque no distingue los diversos tipos de instrumentos y con­ sidera así que son palabras diferentes que designan un mismo objeto nombres legítimamente discordantes de objetos absolutamente distintos. Pero ha dado lugar a un luminoso artículo de W. Foerster en Zeitschrift für romaniscbe Philologie, 1905 (con las Nacbtrdge). 38. Algunos autores han considerado característica del arado de ruedas la introducción de la cuchilla. Eso es con toda seguridad un error. Lo que es cierto es que, en las tierras un poco compactas, al no penetrar tan a fondo en la tierra el arado simple como el de ruedas, el que el primero tuviera dos piezas cortantes habría sido a menudo menos útil que molesto, y las tuvo me­ nos frecuentemente que el otro tipo. Excepcionalmente, al arado simple provenzal fue a añadírsele una única rueda, situada en lugar totalmente distinto del eje del arado de ruedas, y con la única utilidad de guiar el surco.

y casi en toda Europa, ha conservado su nombre indoeuropeo, que a nosotros nos llegó a través del latín: es el arado de Provenza (aratrum), el éreau del Berry y del Poitou, el érete de la región valona;: como, en otros lugares, el erling de los dialectos altoalemanes y. el ordo del ruso y sus congéneres eslavos.35 Para el modelo rival, en cambio, no hay término indoeuropeo común; su aparición fue para ello demasiado tardía y su área de extensión demasiado limitada. En francés tampoco hay etiqueta tomada del latín para ese instrumento, pues la antigua agricultura itálica, aparte de la Cisalpina, siempre lo ignoró o lo des­ preció. En Francia fue llamado cbarrue. La palabra, indiscutiblemente, es gala. No hay duda, tampoco, sobre su primer sentido: muy próximo al de «carro» o «carreta» (char o cbarrette), originariamente se había aplicado a una forma particular de vehículo, y nada podía ser más natural que tomar del objeto que, por esencia, llevaba ruedas, el nom­ bre del nuevo conjunto en que a la reja se unía la rueda.40 De igual modo, Virgilio llamaba al instrumento de labranza que describía, no aratrum — pues, educado en una región más que medio céltica, no lo concebía sin eje anterior con ruedas— , sino, simplemente, carro, «cu­ rras».41 Las lenguas germánicas del oeste, para designar el mismo ele­ mento técnico, usaban una palabra totalmente distinta, que de ellas pasó a las lenguas eslavas; era la palabra de la que el alemán mo­ derno ha hecho Pflug, misterioso vocablo que, de creer a Plinio, ha­ bría sido empleado primero al sur del alto Danubio por los réticos, y por consiguiente tendría su origen en una vieja habla totalmente bo­ rrada hoy, desde hace tiempo, y quizá ajena al grupo indoeuropeo42 En cuanto al propio invento, parece que Plinio —^desgraciadamente su texto es osicuro y ha tenido que ser reconstruido— lo situaba en 39. Naturalmente, hay algunos elementos flotantes. En la Italia del norte, en especial, p ’to (que derivaría de la palabra germánica representada por el alemán Pflug) habría dado en designar, según Foerster, el arado simple, y ara, según me dice M. Jaberg, el arado de ruedas. En Noruega, según parece, ard no se aplica hoy más que a los tipos arcaicos sin vertedera o con vertedera de dos orejas; plog sirve para designar instrumentos más perfeccionados, pero también desprovistos de ruedas. 40. Carrugo, en Rouergue, tierra de arado simple, designa aún un pequeño coche. Mistral, Trésor, palabra citada. 41. Ver el comentario de Servius a G e o rg I, 174. 42. Hist. Nat., XVIII, 18, texto reconstruido por G. Baist, Archtv für lateinische Lexikograpbie, 1886, p. 285: «Non pridem inventum in Gallia duas addere talí rotulas, quod genus vocant ploum Raeti» (los manuscritos dan «in Raetía Galliae» y «vocant piaumorati»).

«Galia». ¿Pero qué crédito dar a su opinión? Él veía que los galos empleaban el instrumento. ¿Qué más sabía? Una sola cosa es segura; fuera cual fuera el punto en que el arado de eje anterior con ruedas apareció y desde el cual se difundió, quizás antes de que celtas y germanos ocuparan sus hábitats históricos, ese instrumento hay que considerarlo sin duda creación de esa civilización técnica de las llanu­ ras del norte que, en cualquier caso — y los romanos habían que­ dado, por ello, sorprendidos— , tan amplio e ingenioso uso hizo de la rueda. Además, ¿cómo dudar que fuera hijo de los llanuras? Fue para trazar hermosos surcos, bien’ rectos, en las grandes extensiones limosas arrancadas a la estepa primitiva, para lo que fue construido al principio. Aún hoy lo rechazan las tierras demasiado accidenta­ das; no fue en ellas donde pudo tener su origen. Si hubiera surgido a tiempo la preocupación de recoger los datos necesarios — aún hoy la tarea no sería del todo imposible, pero ha­ bría que darse prisa— , sin duda se conocería con bastante exactitud la difusión respectiva en nuestra tierra del arado de ruedas y del arado simple, tal como se presentaba antes de las grandes transfor­ maciones técnicas de la época contemporánea.43 En el actual estado de las investigaciones, incluso en lo referente a ese momento tan próximo a nosotros, no puede reconstruirse con precisión. Con más razón, al remontarnos hacia un pasado más lejano, vemos embrollarse cada vez más sus detalles y sus vicisitudes. Esa distribución, además, no carece de complejidad: al ser el arado simple el instrumento más antiguo, para ciertas labores ligeras, incluso en los países que en principio habían adoptado desde hacía tiempo el arado de ruedas, a veces se conservó. A pesar de todas esas dificultades, no obstante, lo que se ve basta para mostrarnos que la zona moderna del arado de ruedas — cuya extensión, por ello mismo, demuestra haber quedado fijada desde muy antiguo— corresponde más o menos a la de cam­ pos alargados, y la del arado simple, en cambio, a los campos irre­ gulares. Los campos del Berry y del Poitou nos dan ocasión para 43. He procedido yo mismo a hacer averiguaciones, con gran provecho, recurriendo a los Directores Departamentales de Agricultura, a quienes me complace aquí darles las gracias por su amabilidad. Para interpretar correcta­ mente los hechos actuales es importante recordar que, en la primera mitad del siglo xix, el instrumento sin ruedas, alabado por el agrónomo Mathieu de Dombasle, ganó algún terreno.

una experiencia verdaderamente crucial. En su constitución geográ­ fica todo parecía ligar con tierras de una forma semejante a las de la Beauce o Picardía (confieso que antes de conocerlas esperaba encontrar unas tierras así), y sin embargo son regiones de «éreau».44 Así pues, nada de largas bandas agrupadas en cuarteles; por el contrario, una red bastante incoherente de campos toscamente próxi­ mos a la forma del cuadrado. El País de Caux plantea un problema más delicado. Probable­ mente, las particularidades de su plano agrario en forma de puzzle son consecuencia de su población. En la península escandinava el arado de ruedas permaneció ignorado durante largo tiempo, y aún hoy no se conoce en muchos lugares; es tradicional el arado simple. Sin duda los compañeros de Rollon, al ocupar en masa, como sabe­ mos, la zona de Caux, remodelaron sus tierras al modo de las de su patria, sirviéndose de los instrumentos a los que estaban acos­ tumbrados. ¿Simple conjetura? De acuerdo, pues legítimamente ten­ dría que basarse en un minucioso estudio local. Hasta ahora la his­ toria de la ocupación escandinava apenas si se ha hecho más que con ayuda de los nombres de lugar; habría que añadir el estudio de los planos parcelarios. ¿Quién sabe si esa investigación, que sólo podría llevarse a buen término con una alianza entre estudiosos de espe­ cialidades y quizá de nacionalidades diferentes, no aportaría, entre otros resultados, la clave de un viejo enigma? Nada más difícil, res­ pecto a los invasores, que distinguir entre los diversos grupos étni­ cos. Suecos, noruegos, daneses, ¿cómo reconocerlos? Parece, no obstante, que los lugares donde se establecieron los daneses, cuando menos, deberían distinguirse de los otros precisamente por su con­ figuración agraria, pues, contrariamente a los suecos y a los noruegos, los daneses conocieron pronto el arado de ruedas y las parcelas alar­ gadas en grupos regulares. De momento, la explicación de la forma de los campos de Caux por la influencia escandinava, o más bien sueconoruega, puede encontrar una confirmación en el examen de las nuevas tierras creadas en esa misma región, cuando las grandes roturaciones, en torno a las villas nuevas. Allí, por un sorprendente contraste, triunfaron de nuevo los campos alargados, y con ellos la 44. Sobre la labranza en el Poitou, interesantísima memoria, Arch. Nat.. H 1510\ n.° 16.

compartimentación por cuarteles.45 Es que las costumbres agrarias de los primeros tiempos de la conquista estaban entonces muy olvi­ dadas, y el arado de ruedas, como hoy en toda la alta Normandía, volvía a ser usado. Que a los dos tipos principales de instrumentos aratorios co­ rrespondan dos tipos de campos diferentes, es cosa sin duda que no puede extrañar mucho. El arado de ruedas es un instrumento ad­ mirable que permite, a igual tiro, remover la tierra mucho' más profundamente que con el arado simple, Pero sus mismas ruedas hacen que necesite cierto espacio para girar. ¡Enorme problema, tanto técnico como jurídico, en las zonas de arado de ruedas, el planteado por ese giro que debía darse una vez trazado el surco! A veces se disponía a cada extremo de los cuarteles, perpendicular­ mente al eje general de los surcos, una franja de tierra que se dejaba inculta, al menos hasta el final de la labranza del conjunto: era la fourriére de Picardía o el butier del llano de Caen. O si no, de cuartel a cuartel, los explotadores ejercían derechos de «giro» (de tournaille): ¡imagínese qué foco de pleitos! De todos modos, conve­ nía disminuir el número de giros, y de ahí la necesidad de alargar hasta el extremo las parcelas. El arado simple, más ágil, invita, por el contrario, a aproximar la forma de los campos a la del cuadrado, lo que permite, en caso de necesidad, variar la dirección de los surcos, e incluso entrecruzarlos.46 En Europa, en todas partes donde encon­ tramos ese último instrumento — en Escandinavia y en los antiguos pueblos eslavos de la Alemania oriental fundados en tiempos del antiguo oralo— encontramos también las parcelas de dos dimensio­ nes casi iguales, ¿Pero bastan esas consideraciones materiales para explicarlo todo? 45. Aparte de los planos dei Aliermont, señalados supra, p. 78, n. 15, admi­ rable plano de NeuviÜe-Champ-d’Oísel, del siglo xvm, Arch. Seine Inf., pl. n.° 172. 46. Meitzen atribuyó probablemente excesiva importancia a la labranza con surcos entrecruzados, pero no hay duda de que el arado simple condujo a mul­ tiplicar en todos los sentidos los ligeros surcos. Esa práctica queda especialmente atestiguada, para el Poitou, en la memoria señalada supra, p. 153, n. 44. A tí­ tulo de contraprueba, compárense las modificaciones introducidas en la forma de ciertas parcelas de viña por la sustitución del pico por el arado de ruedas: R. Millot, La réforme du cadas¿re, 1906, p. 49. En China parece que el arado de ruedas también llevó consigo el alargamiento de los campos; cf. supra, p. 78, n. 15.

Desde luego, es grande la tentación de deducir la cadena de causas a partir de una invención técnica. El arado de ruedas implica cam­ pos alargados; éstos, a su vez, mantienen con fuerza la iniciativa co­ lectiva; de un eje anterior con ruedas añadido a una reja deriva toda una estructura social. Tengamos cuidado: razonando así olvida­ ríamos los mil recursos del ingenio humano. El arado de ruedas, sin duda, obliga a hacer alargados los campos, pero no a hacerlos estre­ chos. Nada, a priori, hubiera impedido a los ocupantes distribuir la tierra en un número bastante reducido de grandes pedazos, cada uno de los cuales se hubiera extendido bastante en ambos sentidos; cada explotación, en lugar de componerse de multitud de franjas muy delgadas, habría estado formada por algunos campos muy largos, pero también muy anchos. De hecho, semejante tipo de concentra­ ción, parece que más se evitó que se intentó. Al dispersar las po­ sesiones, se creía igualar las oportunidades; se permitía a todo habitante participar de tierras diferentes, y se le dejaba la esperanza de no sucumbir nunca por entero a los diversos azotes naturales o humanos — granizos, enfermedades de las plantas, devastaciones— que, al abatirse sobre las tierras del término, no siempre las des­ trozaban todas. Esas ideas, tan profundamente arraigadas en la cons­ ciencia campesina que aún hoy se oponen a las tentativas de remodelación racional, actuaron en la distribución de tierras casi tanto en las regiones de campos irregulares como en las de campos alargados. Pero en las primeras, en las que se utilizaba el arado simple, para no hacer demasiado extensos los pedazos de tierra, manteniendo una respetable anchura, bastaba con reducir la longitud. El empleo del arado de ruedas impedía proceder de ese modo. Donde se usaba éste, para no acortar las parcelas y al mismo tiempo para que no tuvieran una extensión excesiva, hubo que hacerlas más estrechas; era condenarlas a agruparse en haces regulares, sin lo cual — ¡absur­ da hipótesis!— se habrían cruzado. Pero esa agrupación suponía a su vez un previo entendimiento entre los ocupantes y su aquiescencia a ciertas obligaciones colectivas. Tanto que, dando la vuelta, o poco menos, a las deducciones de antes, casi sería legítimo decir que, sin los hábitos comunitarios, la adopción del arado de ruedas, habría sido imposible. Pero es sin duda muy difícil, en una historia que no podemos reconstruir más que a golpe de conjetura, valorar tan exactamente lo que son efectos y lo que son causas. Limitémonos pues, menos ambiciosamente, a observar que, hasta donde podemos

remontarnos, el aracío de ruedas, padre de los campos alargados, y la práctica de una fuerte vida colectiva se asocian para caracterizar un tipo muy claro de civilización agraria, y la ausencia de esos dos elementos caracteriza otro tipo totalmente diferente, 5. Los REGÍMENES AGRARIOS: LOS CERCADOS A los dos sistemas «abiertos» — caracterizados por obligaciones colectivas importantes o atenuadas— se opone, por una sorprendente antítesis, el de los cercados. Los agrónomos ingleses del siglo xvm asociaban en general la idea de cercado con la de progreso agrícola; entre ellos, en los campos más ricos, la supresión de las rotaciones caducas y de la aber­ tura de heredades había ido acompañada por el cierre de los campos. Pero uno de ellos , Arthur Young, al pasar el canal de la Mancha en 1789, tuvo una gran sorpresa. Vio en Franvia provincias enteras que, aunque divididas por cercados, no por ello estaban menos so* metidas que sus vecinas a procedimientos de cultivo totalmente anti­ cuados: «por la singular demencia de los habitantes, en las nueve décimas partes de los cercados de Francia prevalece el mismo sis­ tema que en los campos abiertos, es decir, que hay los mismos bar­ bechos». Así pues, en esas escandalosas regiones, por todas partes hay cercados que compartimentan las tierras de labor, por regla general parcela a parcela; eran, claro está, cercados permanentes, cuya pro­ pia estructura, ordinariamente, anunciaba una larga duración. Se tra­ taba casi siempre de setos vivos, subidos a veces, como en el oeste, en altas elevaciones de tierra que allí se llaman «fossés» (lo que en francés común se llama fossé [zanja] allí se llama douve). Todo ese follaje —matorrales y árboles, que tampoco faltan nunca en los se­ tos— hace que aún hoy esas extensiones cultivadas, vistas desde un poco lejos, presenten, por hablar como una memoria del siglo xvm, «el aspecto de un móvil bosque», con apenas unos pocos calveros.47 De ahí el viejo nombre de bocage (como «boscaje») que el lenguaje popular, oponiéndolo a los de «campiña» o «llano», que se referían 47. Arch. Nat., H 1486, n.° 191, p. 19.

a tierra sin obstáculos, gustaba de aplicar a las regiones de cercados. Han venido — escribía hacia 1170 el poeta normando Wace, repre­ sentando una reunión de campesinos de Normandía, región que se divide entre tierras de cercados y tierras abiertas— , han venido «cil del bocage e cil del plain» («tal del bocage y cual del llano»). Pero no todo cercado estable era forzosamente vegetal. A veces el clima, el suelo o simplemente la costumbre imponían otro modo de cerrar los campos: entonces se levantaban —como en ciertos rincones de la costa bretona azotados por el viento de mar, o en Quercy— pequeños muros de piedra que, sin tapar la vista, traza­ ban en el suelo un inmenso ajedrez de duras líneas. En ese caso, como en regiones de campos abiertos, los caracteres materiales no eran más que el signo visible de realidades sociales profundas. No digamos en absoluto que el régimen de cercados fuera total­ mente individualista. Sería olvidar que los pueblos en los que regía tenían ordinariamente pastos comunales bastante extensos sobre los que a menudo — en Bretaña por ejemplo— supieron mantener con feroz energía los derechos de la colectividad; sería olvidar también que a veces — aunque no siempre, pues no ocurría así ni en Bre­ taña del norte ni en el Cotentin— los prados contrastaban con las tierras de labor cercadas por la inexistencia de todo sistema de cierre y que, nada más segada la primera hierba, acogían a los anímales de todos los habitantes. Digamos más bien que el dominio de la colec­ tividad se detenía ante las tierras de labor, hecho tanto más destacado cuanto que en tierras abiertas, y sobre todo en tierras de campos alargados, la tierra de labranza era, por excelencia, la sometida a esas obligaciones.48 Protegido por su seto o su muro, el campo de cultivo no conoce para nada la abertura de heredades al común — el barbe­ cho, claro está, como en todas partes, sirve para alimentar a los ani­ males, pero a los del explotador— y cada cultivador es dueño de la rotación de sus cultivos. 48. Nada más característico que una vieja máxima de derecho rural, apli­ cada en casi rodos los lugares de campos abiertos. Cuando se encuentra un seto que separa parcelas de tipo distinto, se supone que pertenece a aquélla que más se presta a estar cercada: antes a la de huerto o viña que al prado, y antes al prado que a la tierra de labor. La mayoría de regiones de cercados desconocen totalmente esa regla.

Esos hábitos de autonomía agraria constituían hasta tal punto la esencia misma del sis tema , que pervivían incluso cuando las cir­ cunstancias habían llevado a la supresión de su símbolo sensible, el cercado. Había entonces, si se me permite decirlo, cercados mo­ rales. En la Bretaña del sudoeste las tierras vecinas del mar ignora­ ban, naturalmente, los setos vivos, y los campesinos no siempre se tomaban la molestia de levantar muros. No por ello eran menos ajenos a obligaciones colectivas. Como lo observaba en 1768 el subdelegado de Pont-Croix, cuyo testimonio concuerda con otras ob­ servaciones, un poco posteriores: «Cada propietario ata a sus anima­ les a la estaca en sus pedazos de tierras, a fin de que no corran y pasen a las de los demás».49 Igual respeto del «cada cual en su casa» tendía a prevalecer cuando dentro de un mismo cercado quedaban incluidas varias parcelas. Originariamente, según todas las aparien­ cias, cada pedazo de tierra dependiente de un único poseedor había tenido su propia delimitación de vegetación o de piedras, al igual que tenía su nombre, pues ahí era cada campo lo que tenía —lo que aún tiene— su nombre de lugar característico. Esos pedazos de tierra eran ordinariamente bastante grandes y de formas irregulares, pero sin gran diferencia entre sus dos dimensiones. En muchas regiones de cercados se labraba con el arado ordinario, probablemente por­ que, en su mayor parte, eran bastante accidentadas; incluso cuan­ do, como en el Maine, se empleaba el arado de ruedas, no se temía hacer el campo bastante ancho, porque no había motivo para no hacerlo en conjunto bastante extenso, al no observarse demasiado —dentro de un momento entenderemos por qué— la regla de la dispersión. Pero ocurrió que con el tiempo esas extensiones dema­ siado importantes, por enajenaciones o herencias, se vieron divididas* entre diversos explotadores. A veces la fragmentación tenía como consecuencia el levantamiento de nuevos cercados. En ciertos planos normandos, que representan la misma tierra en dos fechas dife­ rentes, pueden verse así, en ciertos lugares, dos parcelas primitiva­ mente comprendidas en el mismo cercado que, en el documeato más antiguo, están separadas por una línea puramente ideal y, en el se­ gundo, por un seto.50 Al campesino le gustaba tener su cultivo al 49. Arch. tlle-et-Vilaine, C 1632. 50. En las tierras bretonas de Brocrech, sometidas ai «domaine congéable*■ —modo de apropiación según el cual la tierra pertenecía ai arrendador y los

amparo de una valla. A menudo, no obstante, se echaba atrás ante los gastos o las dificultades de semejante trabajo, sobre todo cuando su tierra era pequeña. Entonces'se constituía, dentro del recinto del cercado, un pequeño grupo de parcelas, a menudo estrechas y alar­ gadas, cuyo dibujo, en los mapas que no reparan en marcar los setos con un signo distintivo, produce fácilmente en los observadores un poco precipitados la ilusión de ver un cuartel de campos alargados; eso es lo que en la Bretaña de lengua francesa se designaba con el característico nombre de «champagne». Es difícil que entre los di­ versos poseedores que se repartían la ería {champagne) no llegara a establecerse un entendimiento que llevara consigo una cierta uni­ formidad de las rotaciones, y a veces el apacentamiento común. Se dispone, efectivamente, de ejemplos históricos de esas prácticas que, en pequeños rincones de terreno, parecían reproducir los hábitos de los campos abiertos.51 Pero el individualismo ambiente no les era favorable. Mostrándole yo un día a un empleado del catastro de la Manche, muy al corriente de las costumbres rurales de su tierra, el croquis de una de esas champagnes, le dije: «Por lo menos ahí sí que tendrán ustedes que tener una especie de abertura de heredades»; «pues no, señor», me contestó, con aire de tenerme lástima, «y es muy sencillo: todos atan sus animales». Así de cierto es que todo uso agrario, ante todo, es expresión de un estado de espíritu. Refi­ riéndose al proyecto de introducir en Bretaña, por lo menos en los pastos comunales, aquella regla del rebaño común que a los campesi­ nos de Picardía, Champagne y Lorena les parecía que pertenecía al orden natural de las cosas, los representantes de los Estamentos bretones escribían en 1750: «No me parece posible esperar que la razón y el espíritu de unión reinen entre todos los habitantes del mismo pueblo hasta el punto de que reúnan sus ovejas para no for­ mar con ellas más que un solo rebaño bajo la custodia de un solo pastor C...]».52 edificios a los arrendatarios— los nuevos cercados, considerados como «edifi­ cios», y cuyo precio, por tanto, en caso de deshaucio, tenía que serle reinte­ grado al campesino que se iba, no podían ser levantadas sin consentimiento del arrendador (que era, de hecho, eí señor, siendo el arrendatario un tenedor): cf. E. Chénon, L'ancien droil dans le Morbihan, 1894, p, 80. 51, Numerosos testimonios de los siglos xvm y xix. Es sin duda a las champagnes a lo que se aplica un fallo bastante enigmático del Parlamento de Bretaña: Poullain du Pare, Journal des Audiences, III, 1763, p. 186, 52. Arch. d'ílle-et-Vilaine, C 3243.

¿Cómo había nacido semejante sistema?, ¿cómo, incluso, era po­ sible? Para entenderlo habría que examinar para empezar su distri­ bución geográfica, así como los géneros de vida a los que iba ligado. Al igual que los otros regímenes que acaban de ser descritos, tampoco existía únicamente en Francia. El bueno de Arthur Young, si hubiera mirado bien, lo hubiera encontrado, con los mismos y arcaicos procedimientos técnicos, en la propia Inglaterra También allí, por un sorprendente paralelismo, eí viejo lenguaje oponía, a las champaigns o champions totalmente abiertas, el luoodland, recortado por los setos. Pero aquí no habremos de considerar más que los cercados franceses. Toda Bretaña — excepto, cerca del Loira, la región de Pontchateau, abierta y sometida a las obligaciones colectivas— , el Cotentin, con las zonas de colinas que al este y al sur rodean la llanura de Caen, el Maine, el Perche, los «Bocages» del Poitou y de la Vendée, la mayor parte del Macizo Central — con exclusión de las llanuras limosas que forman los correspondientes oasis sin barreras—■ el Bugey, el País de Gex y, en el extremo sudoeste, el País Vasco, ese es, tal como hoy puede presentarse — desde luego que demasiado sumariamente, y pendiente de precisión y revisión por estudios más profundos— , el mapa de las regiones de cercados. Así pues, se trata de zonas a menudo accidentadas, y en cualquier caso de suelo pobre. Son también zonas de población muy dispersa. Casi siempre, las tierras cercadas tenían por centro, no un pueblo, en eí sentido general del término, sino una aldea, un puñado de casas. A veces incluso, en nuestros días, depende de una casa totalmente aislada; pero eso, probablemente, no es más que un fenómeno relativamente reciente, consecuencia, bien de una roturación individual, bien de uno de esos acaparamientos de la tierra de una aldea por parte de un solo propietario, de los que más adelante encontraremos ejemplos. El núcleo antiguo era pequeño; no obstante, había núcleo. Ese pequeño grupo de hombres no cultivaba permanentemente toda su tierra. Alrededor de las tierras de labor, cerradas por setos o muros, se extendían inevitablemente extensos eriales: así, por ejemplo, las Íandas bretonas. Servían de pastos, y ordinariamente en ellos se practicaba bastante el cultivo temporal. Así se explica que esas pequeñas comunidades pudieran renunciar fácilmente a la aber* tura de heredades a la colectividad. El apacentamiento en los espa­ cios incultos les ofrecía recursos que ya no conocían, con importancia

semejante, las regiones más ampliamente roturadas. De ahí proviene también que la ocupación se hiciera partiendo de grandes pedazos de tierra, de los que cada explotador no poseía más que un pequeño número, pues de todos modos esa ocupación estable no se aplicaba más que a una pequeña parte de las tierras; en el resto, el cultivo temporal se presentaba naturalmente en orden disperso. En ese sentido, es precisamente del cultivo temporal de donde hay que partir para reconstruir la génesis de esas tierras cercadas. La evolución es difícil de seguir. No obstante, los hechos bretones nos permiten hacernos una idea. Conocemos bastante bien, en la Bretaña del siglo xvm , el régimen de las «tierras frías», alternativa­ mente baldías y de labranza intermitente. Una parte servía de tie­ rras comunales y otra, quizá más importante, era objeto de apro­ piación individual, pero sin que ello obstara a unas obligaciones co­ lectivas absolutamente desconocidas por las «tierras calientes». Cada explotador, junto a sus campos permanentes y cercados, tenía peda­ zos de landas. De vez en cuando, con largos intervalos, iba a sem­ brar centeno, del que no hacía más que una cosecha, y luego, para el lecho y el abono, retama, que tenía derecho a una permanencia un poco más larga. Entonces lo cerraba, pero a título totalmente provi­ sional. «Según un uso inveterado y que casi es ley», escribía, en 1769, en un informe notable, el intendente de Rennes, «esas retamas no pueden ocupar la tierra más que tres años y [...] tras ese plazo fatal las cercas levantadas para conservar las cosechas de esas tierras frías tienen que ser destruidas». Es porque la tierra, momentánea­ mente protegida contra el apacentamiento común, tenía que serle devuelta. Primitivamente, la mayor parte, con mucho, de esas tie­ rras, quizá su totalidad, con un pequeño número de explotadores, ha­ bía sido {aparte de los huertos) «tierra fría», y como tal, al margen de los períodos de cultivo, había estado sometida a rigurosas obliga­ ciones de pasto. El más antiguo ejemplar del derecho consuetudinario bretón, la Tres Ancienne Coutume> redactada a principios del si­ glo xiv, en sus disposiciones, a menudo bastante oscuras, refleja a ojos vistas las incertidumbres de una época de transición. El cercamiento se ve autorizado, pero la abertura de heredades — llamada «guerb», porque obligaba a los poseedores a abandonar, a «guerpir», sus campos— es presentada como algo aún ampliamente practica­ do. Considerada necesaria para el bien común, es objeto en ese sen­ tido de ciertos favores jurídicos. Finalmente, el cultivo parece suI I - . — BI.OCH

jeto a muchas intermitencias.53 De igual modo, en la Marche, en el siglo x i i , la abertura de heredades, boy ignorada allí, parece que fue lo regular.54 Poco a poco, en ciertas partes de la tierra, las rotura­ ciones, llevadas a cabo, al igual que más tarde los rozamientos tem­ porales de la landa, por iniciativa individual, y en consecuencia for­ mando campos dispuestos irregularmente, pasaron a ser definitivas, y con ello se hicieron permanentes sus cercados; éstos, en un sistema como aquél, en que los eriales recorridos por los animales estaban siempre cerca de las casas, parecían indispensables para la protección de los granos.55 Así se constituyó ese régimen de cercados en el que la colectividad no podía abdicar de sus derechos sobre las tierras de labor más que porque los conservaba, en realidad, sobre la ma­ yor parte de las tierras, dentro de las cuales la zona regularmente cultivada no era más que una pequeña parte. La oposición de esos diversos regímenes agrarios, más o menos claramente concebida, viene siendo objeto desde hace tiempo de la atención de los historiadores. En la época en que parecía que era la raza lo que tenía que dar la clave del pasado se pensó, natural­ mente, en pedir al Volksgeist la solución de este enigma, como la de tantos otros. Ese fue, en especial, fuera de Francia, el objetivo de 53. Ed, Planiol, §§ 256, 273, 274, 279, 280, 283. Los nobles pueden im­ pedir el acceso a sus tierras, si son suficientemente extensas, incluso sin cerca­ do o, en cualquier caso, pueden contentarse con un cercado ligero; de todos modos conservan sus derechos de guerb sobre los otros campos. Los no nobles pueden cercar, pero tienen que poner cercas fuertes; en el caso en que, aún sin ellas, quieran impedir el acceso a sus tierras, también pueden hacerlo, pero sin tener, respecto a los animales que vayan de todos modos a pacer en ellas, más derecho que el de expulsarlos; nada de multas ni de perjuicios e intereses, pues el pasto común es necesario para la vida del «mundo» y debe ser favore­ cido. Los no nobles que cercan o impiden el acceso a todas sus tierras pierden todo derecho a beneficiarse de la abertura de heredades en las tierras de labor de los demás. Finalmente, el § 280 hace observar que, hasta mediados de abril, es imposible saber si una tierra va a ser labrada o dejada en barbecho, prueba de la existencia de un sistema de rotación muy irregular, 54. Ver las donaciones de derechos de pasto en toda la tierra . «tanto despejada como cubierta por el bosque», «exceptuando las tierras sembradas y los prados», en el cartulario de Bonlieu, Bibl. Nat., lat. 9196, fols. 33, 83, 74, 104, 130. 55. El seto, por esa razón, era a menudo obligatorio: Poullain du Pare, Journal des Audiences et Arréts du Parlemeni de Bretagne, t. V, 1778, p. 240.

la gran tentativa de Meitzen, valiosa como iniciadora, pero que hoy debe considerarse definitivamente agotada. Entre otros errores tenía el de no contar más que con pueblos de los que hay testimonio his­ tóricos (celtas, romanos, germanos, eslavos). Es hasta mucho más arriba, hasta las anónimas poblaciones de la prehistoria que crearon nuestros campos, hasta donde habría que poder remontarse. Pero no hablemos ni de raza ni de pueblo, pues nada hay más oscuro que la noción de unidad etnográfica. Más vale hablar de tipos de civiliza­ ción. Y reconozcamos que, al igual que los hechos de lenguaje no se agrupan con facilidad en dialectos — al no superponerse exacta­ mente unas a otras las diversas particularidades lingüísticas— , los hechos agrarios no se dejan encerrar en límites geográficos que pue­ dan coincidir rigurosamente para todas las categorías de fenómenos emparentados. El arado de ruedas y la práctica de la rotación trienal parece efectivamente que nacieron ambos en las llanuras del norte, pero sus áreas de extensión no coinciden. Ei arado de ruedas, por otra parte, va ligado ordinariamente a los campos alargados, y no obstante a veces se asocia a los cercados. Habida cuenta de las zonas de contactos, siempre favorables al surgimiento de tipos mixtos, y sin perjuicio de diversas imbricaciones, pueden no obstante dis­ tinguirse, en Francia, tres grandes tipos de civilización agraria, en estrecha relación, a la vez, con las condiciones naturales y la historia humana. Para empezar, un tipo de tierra pobre y cultivada de un modo poco fijo y durante mucho tiempo totalmente intermitente, y que en gran parte — hasta el siglo xix— así siguió siéndolo siem­ pre: es el régimen de los cercados. Vienen luego dos tipos de ocu­ pación más trabada, que comportan ambos, en principio, un derecho colectivo sobre las tierras de labor, único medio de asegurar, dada la extensión de los cultivos, el exacto equilibrio entre éstos y el pasto que era necesario para la vida de todos; ambos, por tanto, sin cercados. Uno, que puede llamarse «septentrional», inventó el arado de ruedas y se caracteriza por una cohesión particularmente fuerte de las comunidades; su elemento visible es el alargamiento general de los campos y su agrupación en series paralelas. Probablemente fue de los mismos medios de donde partió la rotación trienal, cuya irradiación hacia el sur fue, en general, ampliamente superior, pero que en otros puntos — véase el llano de Alsacia— no llegó a alcan­ zar del todo la del arado de ruedas y de las tierras de parcelas re­ gulares y alargadas. El segundo de los dos tipos abiertos, finalmente,

que para simplificar, pero con algunas reservas, puede llamarse «meri­ dional», une la fidelidad al viejo arado simple y — por lo menos en el mediodía propiamente dicho— a la rotación bienal con, en la ocu­ pación de la tierra y la propia vida agraria, una dosis sensiblemente más baja de espíritu comunitario. Nada impide pensar que tan vivos contrastes en la organización y la mentalidad de las viejas sociedades rurales hayan tenido, en la evolución del país en general, profundas repercusiones,56 SUPLEMENTO AL CAPÍTULO 2

(p. 121) Entre las regiones de gran cultivo de la vid desde la edad media hay que incluir evidentemente el Bordelais (carta del 13 de abril de 1932 a R. Boutruche, Mémorial Sírasbourg, p. 204). R e g io n e s v it íc o l a s

(p. 122) Marc Bloch se fue interesando cada vez más por las regiones de mon­ taña antiguamente especializadas en la ganadería. H. Cavaillés, La vie R e g io n e s d e g a n a d e r ía

56, En todo esto he enfocado el trazado de los campos como un fenómeno de orden puramente económico. Es posible preguntarse si en la constitución de las tierras de cultivo no jugó su papel el factor religioso, particularmente activo en el seno de todas las sociedades primitivas. Los actos religiosos, que más tarde degeneraron en actos mágicos, fueron considerados durante largo tiempo indispensables para la prosperidad de las cosechas. Por otra parte, los límites, y entre otros los de los campos, tuvieron a menudo un valor sagrado (cf. S. Czamowski, en Actes du Congrés International d'Histoire des Religtons ...en octobre 1923, t. I), Concepciones religiosas diferentes pudieron dar origen a configuraciones agrarias diversas. Pero no puede hacerse más que indicar el problema; para tratarlo, falla el terreno bajo nuestros pies. Por otra parte, ¿acaso no hay en nuestro país huellas de la centuriatio romana, análogas a las encontradas en Italia, en África y quizás en la región renana? La cuestión ya ha sido planteada (cf. Revue des Etudes Anciennes, 1920, p. 209), pero todavía espera solución. Ahora bien, dentro de las grandes líneas de la centu­ riatio, ¿cuál era la forma de las parcelas y cuáles los usos agrarios? Una vez más, no puede bastar el examen del mapa; siempre hay que añadir el de las costumbres de explotación. Y volvemos a encontrar aquí el problema señalado al principio de esta nota; ¿no representa el campo romano una especie de regularización religiosa -—templum— del campo de dos dimensiones casi iguales que se impone en las regiones de arado simple? Puede verse así cuán nume­ rosas son aún los interrogantes.

pastorale et agricole dans les Pyrénées des Gaves, de l’Adour \et dés Nestes, y La tratisbumance pyrénéenne et la circulation des troupVaux dans les plaines de Gascogne, 1931, muestra que la posesión y la administración de los pastos correspondían a las comunidades, mientras que én la parte oriental de la cordillera las tierras feudales eran numerosas y las de las comunidades poco extensas. También la comunidad familiar tenía par­ ticular fuerza. Esas colectividades dedicadas al pastoreo, durante mucho tiempo, cultivaron cereales, los indispensables para la alimentación del hombre. Esos cultivos han disminuido hoy mucho, y el mijo ha quedado abandonado. «La cría del ganado, no obstante, fue en todo momento el modo de explotación fundamental, y es hoy el preponderante. Esa dedi­ cación primordial, las particularidades a las que tienen que adaptarse allí los rebaños y, finalmente, las tradiciones heredadas de un pasado también muy especial, explican el establecimiento de instituciones agrarias en las que acaba de marcarse, con respecto a los llanos vecinos e incluso a otros macizos montañosos como los Alpes, la originalidad de las poblaciones pirenaicas [...]» No obstante, ni siquiera en el pasado esas sociedades estaban en absoluto replegadas sobre sí mismas, sin lazos de orden econó­ mico con las tierras bajas de los alrededores. «Bien mirado, la ganadería, tal como se practica en las montañas, parece ejercer realmente por sí misma una acción contraria al aislamiento. Primero porque lleva consigo, casi forzosamente, la producción de un excedente constituido por mercan­ cías listas para el intercambio [...] Muy intensas desde el siglo xvi, por lo menos, las relaciones comerciales entre Francia y España [...] acostum­ braban a las gentes de la montaña a los intercambios y, de rechazo, acen­ tuaban la especialización de los valles en su función pastoril [...]» Por otra parte, «entre los pastos invernales de los llanos y los pastos estivales de las tierras altas, la transhumancia crea relaciones humanas de todo tipo [...]». Si bien en los Pirineos la transhumancia tuvo un papel secun­ dario y sólo se realizó dentro de las montañas, entre las faldas y las cús­ pides; a su vez, «Aquitania prescinde de la hierba de la montaña», a diferencia de Provenza y gracias a sus lluvias de verano, pero hacia ella, en cambio, hacia sus prados, sus Iandas, sus rastrojeras y sus viñas vendi­ miadas descendían, en invierno, los “ganados mayores” de los valles sep­ tentrionales e incluso de Navarra. Hoy ocurre mucho menos, por varias razones: progreso en el llano desde el siglo xvm de la agricultura inten­ siva y del individualismo agrario, profundas transformaciones económicas y sociales, extensión en los valles de los prados y cultivos forrajeros a costa de las tierras de cereal, lo que permite alimentar al ganado en invier­ no más fácilmente, y «disolución de la antigua familia patriarcal», y por lo tanto menor número de pastores, que eran los hijos de corta edad. No obstante, hay aún una transhumancia de invierno que parte de los valles

del Bearn, de la Bigorre y del valle de Aure. «Así, la transhumancia, fenó­ meno sin duda tan viejo como las propias sociedades de la montaña y sin embargo en constante cambio, refleja por su evolución la de la vida so­ cial [...)» (1932, pp. 497-501). Al igual que en los Pirineos occidentales, en Auvergne «la especialización pastoril, [...] debido a la proximidad de las tierras de pan llevar, fue en los macizos montañosos mucho más precoz que, por ejemplo, en los Alpes [...] ¿Y cómo olvidar que las montañas de Auvergne plantean ai historiador de las costumbres agrarias uno de los más curiosos y difíciles problemas que éste encuentra en su camino? La apropiación individual de los pastos, por su antigüedad, contrasta allí, en ese caso, tanto con gran parte de los Pirineos como con los Alpes». Rña. de Ph. Arbos, L'Auver­ gne, 1932 (1933, p. 318). Sobre esa oposición entre los pastos colectivos de los Alpes y las "montañas" privadas del Macizo Central, igualmente 1936, p. 259. Mlle. Th, Sclafert, «Un aspect de la vie économique dans les hautes vallées des Alpes du Sud: la surcharge pastorales, en Bull. de VAssociation des Géograpkes Frangais, 1939, aclara las relaciones entre los gana­ deros provenzales y las comunidades de la montaña. En los últimos siglos de la edad media, la industria de los “nourriguiers" o empresarios de ganadería provenzales ocupa un lugar importante en la historia del empleo de capitales. «Se encuentra ahí más de un fenómeno [...] de tipo clara­ mente "capitalista": papel de los intermediarios (los pastos de verano de la Ubaye eran alquilados por burgueses de Barcelonnette, que a su vez los realquilaban, y a veces el ganadero, es decir, el verdadero usuario, no era propiamente, en última instancia, más que el arrendatario de ese subarrendatario) y recurso a las inversiones de los humildes (los artesa­ nos de Provenza "comprometían alegremente sus ahorros" en la compra de algunas cabezas de ganado que se unían a los grandes rebaños que iban a los veraneros.» Las comunidades de la montaña fueron, hasta mediados del siglo xiv más o menos, vivamente hostiles a esos ganados ajenos atraí­ dos por sus señores, y luego, en el siglo xv, pasaron a ser muy favorables a ellos, ante el provecho que sacaban. «Esas prácticas de transhumancia, extremadamente antiguas —hay testimonio de ellas desde el siglo ix, y sin duda no eran entonces nada nuevo— , protestan una vez más contra la anticuada imagen de una economía rural totalmente "cerrada"» (1940, pp. 164-165). Añádase A. Allix, «L’évolution rurale des Alpes», en An­ nales, 1933, pp. 141-149. También Cerdeña «ofreció el espectáculo de “una vieja tierra de cam­ pos, huertos y pastos con la perpetua presencia de los conflictos del cam­ pesino y del pastor"». M. Le Lannou, Paires et paysans de la Sardaime, 1941 (III, 1943, p. 94).

C u l t iv o t e m p o r a l

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Los dos sistemas de rotación descritos más adelante establecían una «separación [...] claramente definida» «entre la tierra de labor, que nun­ ca volvía a quedar baldía más que por un tiempo muy corto y rigurosa­ mente limitado, por una parte, y los espacios definitivamente incultos, por otra [... ] Por lo menos en tanto que la rotación, trienal o bienal, se­ guía practicándose regularmente. Tenemos buenas razones para pensar que estaba lejos de serlo siempre. El inventario de las tierras de SaintGermain-des-Prés, redactado a principios del siglo ix, muestra que en los dominios de los monjes la hoja de los cereales de invierno era constante­ mente más extensa que la de los de primavera. Esa desigualdad, inconce­ bible en un régimen estrictamente trienal, prueba que ciertos campos, una vez cosechados los cereales que habían sido sembrados en otoño, dejaban de cultivarse durante dos años. Hasta el siglo xm , en diversos pueblos de íle-de-France y de Inglaterra, sea por deseo de dejar reposar la tierra de vez en cuando, sea por falta de mano de obra, ciertas partes de las tierras de labor, en ocasiones, se dejaban yermas durante varios años. Dicho con otros términos, incluso en las tierras ganadas por regímenes de rotación estables, el cultivo temporal tenía ofensivos retornos. Ocupaba todavía, sin rivales, inmensas extensiones [...] No era, en suma, más que una perpetua vuelta a la roturación [...] Todavía en el siglo xvm había términos enteros de tierras, en las regiones pobres, que no conocían otro modo de explotación, y sin duda durante la alta edad media su núme­ ro fue mucho más importante. En los demás lugares, en torno a un peque­ ño núcleo de campos explotados en un régimen de barbecho anual o incluso —al acumular en ellos el abono— de modo totalmente continuado, sin ninguna interrupción de las cosechas, la mayor parte de la tierra del pueblo o de la aldea pasaba así, por oscilaciones irregulares, de la labranza al estado natural» (VIII, 1945, p. 15), Hay, pues, que «insistir en la distinción, capital en las épocas antiguas, de dos zonas de ocupación, muy diferentes por su naturaleza: alrededor de la casa, los campos permanentes; más lejos la extensión, mucho más impor­ tante, reservada para las roturaciones temporales» (1941, p. 185). Cultivo temporal en los Alpes meridionales, según Mlle. Th. Sclafert (1934, pá­ gina 406). A finales del siglo xvm aún se practicaba ese sistema en regio­ nes pobres, de esquistos y granitos, del Macizo Central, Ségalas, Levézou y Chátaigneraie, según A. Meynier (1932, p. 495). «En el Luxemburgo belga, los términos de tierras de las Ardenas se dividían en "tierras de campos”, también sometidas, por otra parte, a largos barbechos, y “tierra de broza”, donde el artigamiento permitía crear, aquí o allí, algunos cam­ pos de labor, destinados a una muy corta existencia.» Según P. AIsteen

(1936, p. 403). «En cuanto a la oposición, clásica en Escocia, entre el infiel y el out-field, no deja de recordar muy de cerca la de ios "llanos" y las "laderas" del Bearn, o también la de las "tierras de campos" y las "tierras de broza” de las Ardenas. Se trata, en todas partes, de la antítesis entre una superficie cultivada más o menos permanentemente y las exten­ siones reservadas tanto para roturaciones temporales como para el pasto» (1936, p. 275). La palabra “trien” designa generalmente en el departa­ mento del norte un terreno de cultivo temporal, análogo a las "tierras frías" del centro (1932, p. 418). 128) El estudio de las rotaciones «revela, o bien la larga supervivencia de tipos de civilización agraria muy antiguos y fielmente conservados, o bien, por el contrario, una adaptación sorprendentemente dúctil a necesidades físicas o económicas nuevas, y esas oscilaciones de tendencia, a veces, no dejan de desconcertar ai historiador de las sociedades rurales». En el origen, «un modo de cultivo muy primitivo que, aunque progresivamente confinado, ordinariamente, a las partes del territorio más pobres y sobre todo menos accesibles, ha continuado jugando hasta nuestros días, en muchos países, un papel importante: se trata de esa alternancia de periodo largo entre el campo y el yermo —es decir, el pasto— a la que los alema­ nes han dado el nombre de Feldgraswirtschaft y que yo mismo he pro­ puesto llamar: cultivo temporal [...]». En el otro extremo del desarrollo aparece, no el cultivo continuado con abono intensivo, poco frecuente, sino la rotación sin barbecho. Ese «gran perfeccionamiento agrícola» se produ­ jo antes de la "revolución" del siglo xvm y de la introducción de las plantas forrajeras. Los trabajos de Th. Lefebvre y R. Dion han mostrado que ya desde el siglo xvi en la vertiente septentrional de los Pirineos atlán­ ticos el barbecho fue sustituido por el maíz, y en el valle del Loira angevino y turonense por las legumbres y luego el lino y el cáñamo; en ese caso como consecuencia de las demandas de grandes centros de consumo, residencias principescas e industria urbana, como en Flandes y alrededor de ciertas ciudades alemanas. Lo mismo ocurrió en el Pustertal (Tirol) hacia 1600. Pero la supresión del barbecho llevaba consigo la desaparición de tierras de pasto y, antes de los forrajes llamados artificiales, no resul­ taba posible más que si había grandes pastos naturales, montañas o prados ribereños. Las dos grandes rotaciones estables con barbecho, la bienal y la trienal, corresponden aproximadamente al mediodía y al norte, a pesar de que la trienal penetrara en las regiones meridionales y de que la existencia de la R o t a c io n e s (p.

bienal esté atestiguada en el norte, en islotes “testimonio" de la época en que no existía el ciclo trienal. No se sabe cuándo fue inventado. No obstante, mi texto del siglo primero de nuestra era, omitido en La histo­ ria rural francesa, proporciona «un punto de referencia». «Plínio {Historia natural, XVIII, 20) señala como un feliz hallazgo que, en vida suya, los agricultores de la región de Tréveris, habiendo fallado la siembra de in­ vierno, imaginaron repetirla en el mes de marzo. Testimonio infinitamente valioso.» Así pues en el siglo i de nuestra era, en una región que más tarde sería de rotación trienal, el cereal de primavera no era más que un recurso excepcional y no había alternancia regular de los dos tipos de cereales. Las circunstancias obligaban a repetir la siembra en primavera o a no hacerla más que en esa época, por ejemplo en caso de guerra o de trastornos, y así lo sabemos respecto a Italia por Columelle. Pero para que «el remedio imaginado en momentos difíciles» se convirtiera en un «método de culti­ vo», era preciso un régimen de lluvias más favorable que el de las regio­ nes mediterráneas. La rotación trienal seria, pues, más reciente: «Es muy posible que el triple abigarramiento de los cereales de invierno, los de primavera y los “barbechos", característica secular de tantas de nues­ tras tierras, fuera hacia el final del imperio romano un espectáculo aún totalmente nuevo» (1934, pp, 477-480). En la alta edad medía, «entre los modos de rotación regulares, el más ampliamente extendido era el bienal [...] Un grupo de hombres llevado a practicarlo no podía bastarse a sí mismo más que con la condición de poseer una extensión de tierra de labranza igual o doble de la que le pro­ porcionaba su consumo anual. Era la rotación clásica de la zona medite­ rránea. Pero muy lejos, hacia el norte, en el corazón de la Galia, en Gran Bretaña y quizás en Germanin, regía en tierras que los testimonios de fecha posterior nos inclinan a suponer muy extensas». Con la rotación trienal «sólo la tercera parte de la tierra explotada tenía que quedar obli­ gadamente cada año sin cosechar, ¿Dónde y cuándo había aparecido por primera vez esa ingeniosa práctica? Los documentos no permiten dar muy precisa respuesta. Aunque la curiosidad de los agrónomos romanos, o al menos de algunos de ellos, como Plinio, se extendiera en ocasiones a las técnicas ajenas a la agricultura mediterránea, ninguno de los que hemos conservado las obras se refiere a la rotación trienal. Sin duda en su tiem­ po no estaba más que escasamente extendida. Difícilmente puede imagi­ narse más que en un clima cuyos veranos, lentos en llegar y cortados por aguaceros, favorecieran más que las ardientes sequías del Mediterráneo las siembras de primavera: piénsese en algún lugar de esas luminosas lla­ nuras de la Europa central donde se encuentra atestiguado, de hecho, por primera vez. En realidad, los más antiguos testimonios seguros que men­ cionan las tres hojas se refieren a la Galia del norte del Loira. Datan del

siglo ix, lo que, a decir verdad, puede deberse a un simple azar de trans­ misión documental, al ser ese período mucho más rico que los que lo habían precedido en textos referentes a la explotación rural. Poco a poco el uso de la triple alternancia se extendió como mancha de aceite Pero esa conquista tuvo sus límites. En la propia zona en que el régimen trie­ nal había tenido sus más antiguos hogares, hubo ciertos islotes que, hasta las grandes transformaciones que en los siglos xvm y xix cambiaron to­ das las antiguas rotaciones, permanecieron fieles, bien al ritmo bienal, bien a procedimientos sin periodicidad fija. Las regiones de marcada civi­ lización mediterránea, como Italia o la Francia meridional, no abandona­ ron nunca su régimen de cultivo tradicional de doble alternancia» {VIII, 1945, pp. 14-15). Entre los «acentuados contrastes regionales» que presentan nuestros campos abiertos del norte, uno de ellos «se deja en la sombra con dema­ siada facilidad. Aunque, en suma, la rotación trienal no se impusiera más que lentamente e incluso no llegara nunca a hacer desaparecer ciertos islotes consagrados al ritmo de dos tiempos, no cabe duda de que, ya al final de la edad media, tenía conquistada la mayor parte de los campos abiertos del norte [...] Pero mientras que en ciertas provincias, como Lorena o Borgoña, dio lugar a la división de los términos de tierras en tres hojas, si no forzosamente de un solo tenedor, sí compuestas todo lo más cada una de ellas por dos o tres grandes partes, en otras regiones, en cambio, como la Beauce, nada indica que en ningún momento se su­ perpusiera una división de ese tipo a los haces de parcelas paralelas, ele­ mento de base, como es sabido, de toda tierra de campos alargados. En ese tipo de tierras, por numerosos que fueran esos " cuarteles", caracteri­ zados por la orientación uniforme de los surcos, cada uno formaba, aparte, una unidad de cultivo. Más exactamente, he aquí lo que vemos en la época, relativamente próxima a nosotros, en que el funcionamiento de las obligaciones colectivas aparece en toda su precisión. La disposición que, para abreviar, llamaré de la Beauce, ¿era primitiva, o resultaba, por eí contrario, de un fraccionamiento secundario de las hojas? La cuestión, por el momento, permanece sin respuesta, En todo caso, es seguro que esa antítesis, sea antigua o reciente, cuando estemos en situación de inter­ pretarla, no puede dejar de arrojar nueva luz sobre la evolución de las tierras». «Por lo menos en Borgoña la división de la tierra en grandes hazas no era, por otra parte, absolutamente general, y a veces no se deci­ dió hasta el siglo xvm. Véase P. De Saint-Jacob, «L’assolement en Bourgogne au xvm e siécle», en jEludes Rhodaniennes> XI, 1935, p. 211, [...] observaciones muy precisas y muy instructivas. Se advertirá, en particular, el uso de la rotación sin barbecho, practicada por ciertos pueblos de las ori­ llas del Saóne, que parece que fue ligada a dos condiciones: fertilidad del

suelo, claro está, pero también pastos comunales abundantes, que permi­ tían prescindir de la abertura de heredades. La presencia de islotes de ritmo bienal queda bien clara. Lo más curioso es que en 1769 se ve cómo la comunidad de Saint-Seine-en-Báche decide abandonar el trienal para adoptar el bienal (a excepción de algunos pequeños rincones destinados a los “granos menudos") [...] Ütiles datos también sobre el cultivo del maíz y el problema de los diezmos» (1936, pp. 259-260). Coexistencia en Champagne, en la Revolución, de las rotaciones trienal y bienal, G. Le­ febvre, Quesíions agraires au temps de la Terreur, 1932, p. 145 (1932, p. 519). La introducción por decreto de un cultivo por "hojas" se observa bastante a menudo en el ducado de Lorena y los Estados vecinos, como el principado de Nassau-Sarrebrück (1935, p. 427). En el folleto de F. G, Emmison, Types of open-field parishes in the Midlands, Londres, 1937, «en lo que respecta, más especialmente, a la estructura de las tierras de cultivo parceladas, el resultado más digno de atención se refiere a k topografía de la rotación. El sistema comportaba más variedades de las que a veces se ha creído, y sería grave el error de imaginar que todo pueblo con rotación trienal regular tuviera por ello mismo que tener repartidas sus tierras de labor, necesariamente, en tres sectores solamente. En el Bedfordshire no era nada raro encontrar hasta doce “fields” distintos, y a veces muchos más. Se agrupaban, naturalmen­ te, en tres hazas de cultivo. Pero cada una de éstas, caracterizada cada año por la misma utilización de los campos, en la alternancia de los cereales de invierno, los cereales de primavera y el barbecho, se presentaba, sobre el terreno, fragmentada en varias subdivisiones, no forzosamente conti­ guas. En el extremo de esa fragmentación, tendríamos, como en la Beauce, la rotación por cuarteles» (1941, pp. 120-121). D. Faucher ha mostrado la necesidad de la rotación bienal en el me­ diodía. «En el norte, en cambio, ocurría que el clima llevaba al ritmo trienal. Helmer Smeds muestra muy bien cómo en Finlandia, donde la cebada —sembrada en la primavera— había sido hasta el siglo xvr casi el único cereal cultivado, la introducción del centeno —sembrado en el oto­ ño— obligó al establecimiento de un año regular de barbecho. La cosecha se hacía demasiado tarde para que, después de ella, hubiera aún tiempo para preparar la tierra para la siembra de otoño y para sembrarla (Malaxbygden, 1935, p. 246)» (1936, p. 269). «Sobre el gran problema que plantea la introducción de la rotación trienal en Europa, proporciona un punto de comparación interesante J. Berque, Études d*histoire rurale maghrébine, Fez, Tánger, 1938, p. 20. En el Rharb, en Marruecos, la hoja de los cultivos de primavera no está más que parcialmente cultivada: es exactamente el estadio atestiguado, en la Galia, por el políptico de Irminon» (1941, p. 121).

R e g ím e n e s a g r a r io s (p .

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Respecto a las prácticas agrarias se plantea una cuestión capital: la del origen y la fecha de aparición o de introducción. Se impone ser pruden­ tes: «En cuanto un régimen agrario nos da impresión de primitivismo, tendemos a creerlo prodigiosamente antiguo. El ejemplo de nuestros bocages franceses parece mostrar que a menudo es un error» (III, 1943, p. 97), Refiriéndose a la rotación trienal, que parece que era desconocida en el siglo i de nuestra era, Marc Bloch observa: «Nos complacemos con gusto en hacer remontar a la edad de piedra la responsabilidad de nuestros campos y de nuestras tierras de cultivo. El hombre neolítico, si se me per­ mite decirlo, tiene mucha correa. Y es muy cierto, con toda seguridad, que la agricultura es en nuestro suelo cosa singularmente antigua y venerable. No estoy seguro, en cambio, de que no se exagere a veces la antigüedad de ciertas prácticas, entre las más decisivas. Los setos de la cuenca de Londres que las enclosures hicieron levantarse no son en absoluto obra de los celtas, por mucho que se haya escrito todavía muy recientemente. Si el valle del Loira despliega aún hoy en casi toda su extensión tierras de labranza sin cercados es, como mostró Dion, por efecto de transfor­ maciones que no son anteriores al final de la edad media» (1934, pp. 477480). No obstante, la fragmentación parece muy antigua (infra, p, 418): el armazón de franjas estrechas y alargadas que recortan la tierra en los campos del norte se remonta a lejanos orígenes. «Los roturadores de la edad de los dólmenes tuvieron probablemente más parte en ello que los legistas del Primer Imperio», con sus disposiciones sobre el reparto obli­ gatorio de las heredades (Métier d’historien, p, 11). «Los fenómenos que afectan a la estructura profunda de los grupos humanos tienen «—al igual que los hechos de lenguaje—• sus áreas pro­ pias, con fronteras o, por decir mejor, fajas limítrofes que distan mucho de coincidir, ordinariamente, con los límites de los Estados o incluso de las naciones» (1925, p, 409). A propósito de las hipótesis de Roger Dion sobre la oposición de los dos grandes regímenes agrarios: «Los diversos caracteres de sus dos sistemas no siempre tienen [...] fronteras exacta­ mente concordantes. Que las diferentes isoglosas no se superpongan no impide para nada que haya dialectos. Tampoco —atreviéndome a acuñar ese barbarismo— la falta de coincidencia entre las "iso-agras" impide que haya regímenes agrarios. Con una condición, no obstante: que la discor­ dancia de los límites no sea demasiado importante» (1934, p. 487).

Hipótesis de Roger Dion R. Dion describe en Le Val de Loire..., 1934, «dos grandes episodios de la evolución humana, por otra parte estrechamente ligados el acondicionamiento físico del Valle por la mano del hombre y su adapta­ ción a las diversas y sucesivas formas de explotación agrícola [...] Ha­ biéndole parecido que la historia de la ocupación de la tierra en el Valle estaba estrechamente sometida a influencias procedentes de las regiones circundantes, y que el Valle mismo era zona de contacto y de lucha entre dos grandes tipos de civilización agraria que con mucho lo desbordaban, se ha visto llevado así, por momentos, a extender su horizonte mucho más allá del campo que en principio se había fijado [...]». Dion ofrece «un sistema de interpretación, basado en la antítesis de dos grandes regí­ menes agrarios». Distingue, alrededor del Valle del Loira, «el antagonis­ mo de dos antiguos métodos de ocupación y de explotación [..,] Al norte, pues, el "gran cultivo": parcelas alargadas y agrupadas regularmente, sin cercados, bosques relegados por las roturaciones a los límites de las tie­ rras de cultivo, fuertes obligaciones colectivas sobre las labores, ara­ dos tirados por caballos, hábitat concentrado, casas con patios cerrados y preponderancia del arrendamiento. Al sur, el "pequeño cultivo": [...] gran empleo [...] del cultivo temporal, campos irregulares y a menudo cercados, extensos baldíos bosques degradados y despedazados, [...] arados de ruedas o arados simples tirados por bueyes, hábitat por aldeas o casas aisladas, [...] aparcería». Esos dos regímenes luchan a lo largo de «una zona fronteriza que atraviesa la cuenca parisiense del noroeste al sudeste, desde el estuario del Sena hasta Morvan». Dion piensa que la zona de Entre-Seine-et-Loire perteneció primero al tipo agrario del sur. Llegado de las llanuras limosas de Picardía y del este, el "gran cultivo” conquistó, más allá del Sena, las mesetas calizas, porque en ellas armo­ nizaba con las condiciones del suelo y del relieve. Las comarcas arcillosilicosas (Perche, Puisaye) resistieron, y son "testimonio" de un pasado abolido a su alrededor. Incluso hacia el sur del Valle ha avanzado el régi­ men del norte. Marc Bloch subraya la gran importancia de «esa construcción de pode­ roso interés». No obstante, pone objeciones y entrevé una «fuerte sepa­ ración» de las «isoagras» en dos puntos. Dion estima que casi siempre los campos irregulares van ligados al hábitat disperso. Ello es frecuente, dice Marc Bloch, puesto que «los campos irregulares son resultado de una ocupación "individual"». Pero la Champagne del Poitou, Provenza y el Languedoc son «regiones de grandes pueblos y tierras parceladas en forma de puzzle». El otro problema es el de las «relaciones entre los campos irregulares y los cercados». Marc Bloch admite que las «parcelas cercadas

desde antiguo son siempre parcelas irregulares», pues unas franjas de tierra estrechas y alargadas no podían rodearse de setos fácilmente. Para Dion, en las tierras de campos irregulares el cercamiento habría estado permitido siempre y se habría llevado a la práctica, aunque más a menudo en otro tiempo que desde los siglos xvm o xix. Cita hechos precisos de desaparición de setos en el Valle y en el oeste. No obstante, en muchas regiones de campos irregulares no hay huella alguna de seto o de muro, y, en Provenza, antes del siglo xvi, las "obligaciones colectivas" eran fuertes. «Las regiones de cercados son, creo yo, uniformemente, regiones de suelo antes muy pobre, sobre todo antes de introducirse el abonado con cal [...] El cultivo temporal jugó en ellos durante mucho tiempo un papel casi preponderante. Los pastos eran muy extensos, lo que, mediante cercados, permitía sustraer al apacentamiento colectivo los escasos cam­ pos permanentes de alrededor de las aglomeraciones, ordinariamente muy pequeñas. Además tampoco es seguro que los setos fueran siempre muy antiguos.» No hay «antinomia entre las obligaciones colectivas y los cam­ pos irregulares» (1934, pp. 472-473, 485-488). El estudio de esa «zona de contactos agrarios» había llevado así a R. Dion a «presentar, sobre las grandes antítesis del paisaje rural francés, visiones muy dignas de meditación». Desarrolló él esa hipótesis de la opo­ sición en Francia de dos grandes regímenes agrarios en su Essat sur la formation du paysage rural jranqais, Tours, 1934, 162 pp., 21 figs., obra «notable», «a la que, como a su antecesora, una rara agudeza de inteli­ gencia, servida por una lengua muy segura y muy ágil, le da un verdadero poder de seducción». Ese libro, «ante todo de orientación y de sugestión», particularmente bien informado sobre los campos del norte, «merece tan a menudo el asentimiento». Marc Bloch lo reseñó (1936, pp. 256-272) confrontándolo con otros trabajos de marco más restringido e insistiendo sobre algunos puntos discutibles (ver igualmente supra} pp. 103-104: bos­ ques y regímenes agrarios; p, 170: rotaciones; infra, pp. 197-199: setos y cercados; pp. 452-453: organización comunitaria; p. 461: aldeas). Sobre el régimen agrario de los " campos abiertos del norte", Dion enriqueció la imagen ya varías veces trazada. «En particular, aclaró con vigor poco fre­ cuente las repercusiones del sistema sobre el destino de los bosques.» Ese régimen no fue el único, dice Marc Bloch, en conocer el «sentido del es­ fuerzo colectivo», pues también las poblaciones de las tierras con cercados de seto vivo lo tuvieron. La idea fundamental de R. Dion es la «antítesis entre dos tipos de hábitos agrarios o de mentalidades colectivas» (p. 259). «Para Dion, nada más claro. Dos grandes "economías rurales", solamente, a su entender, se reparten Francia. Las denomina, respectivamente, "del norte" [la del régi­ men de campos abiertos y alargados] [...] y "del sur", aunque esta últi­

ma [...] englobe la región parisiense tanto del lado del oeste, hacia Armórica y el Perche, como hacia el mediodía, desde las llanuras del Berry y los cercados de la Creuse. Pero ¿es realmente cierto que, de la Bretaña cercada a los campos del Poitou, del bocage de la Vendée a las parcelas recortadas entre los “herms” y las “roches” de Provenza, las prácticas agrarias y las costumbres sociales presentan semejanzas lo bastante nume­ rosas y fundamentales como para autorizar a hablar de una "civilización agrícola” única? Yo he tenido ya ocasión de decirlo: no lo creo así. Y considero que esa imagen, demasiado simple, conviene sustituirla por la de dos regímenes agrarios francamente diferenciados: campos abiertos e irregulares, por una parte, y cercados, por otra; y opuesto a ellos, claro está, como tercer elemento (no ya segundo) del paisaje rural francés, el open-field de campos alargados [...]» Marc Bloch subraya que la pre­ sencia de árboles en los campos o a lo largo de los caminos, al sur del Loira, no impide que los campos del Berry o de la Límagne sean "cam­ pos abiertos”. «Para que haya, en sentido propio, cercado, es preciso que la parcela [...] esté cerrada por todos lados, como en Bretaña o en el Lemosín» y escape «a toda obligación colectiva de pasto y de rotación». «La oposición visual, claro está, no hace más que expresar la de tipos sociales, y casi nos atreveríamos a decir jurídicos, profundamente diferen­ tes. Tanto al "sur” como al norte, allí donde, en el siglo xvm, faltaban los cercados, no era el simple hábito el único responsable de su ausencia. Casi siempre estaban prohibidos, bien por la costumbre escrita, bien, al menos, poruña tradición de grupo, capaz de las más eficaces presiones [...] Dion se vio llevado a valorar demasiado poco, en los campos abiertos del sur del Loira, la fuerza de las obligaciones colectivas. Éstas, desde luego, ofrecieron allí una resistencia sensiblemente menos viva que en las regiones de campos alargados, porque no parecían impuestas por la propia forma de la superficie cultivada, en el mismo grado que en las tierras de parce­ las desmesuradamente estrechas; quizá también fue porque el espíritu comunitario, como desde el principio lo indicó la estructura de las tierras cultivadas, no estaba orientado hacia una explotación tan disciplinada. Esas obligaciones, no obstante, no dejaban de atar bastante corto la inicia­ tiva individual [...] ¿Quiere eso decir, no obstante, que entre las regio­ nes cercadas y las de campos abiertos pero irregulares no pueda desta­ carse ninguna similitud? El hábitat queda descartado», pues es disperso en los bocages y muy concentrado en Provenza y el bajo Languedoc. Ha­ bría un «gusto parejo por los cultivos arbóreos». Marc Bloch encuentra que se trata de hechos demasiado diversos y a veces recientes, como los manzanos en el oeste. ¿Rotación bienal? "Meridional”, sí, pero los «lími­ tes de ese ritmo de cultivos no coinciden con los de las formas de las tierras de cultivo. Queda, no obstante, un rasgo común, indiscutible y a

la vez extremadamente importante: la distribución parcelaria. En ambas partes, se armen o no las tierras de labor con barreras, atestigua, con sus caprichos, una ocupación sin plan de conjunto firmemente trazado, y en ese sentido una oposición decisiva con la “civilización agrícola" de los campos alargados. ¿Es legítimo, no obstante, a partir de un parecido en cierto modo puramente negativo, concluir en la unidad? Puede haber mu­ chos modos de no obedecer a una regla y muchas razones para no verse sometido, en la conformación de unas tierras de cultivo, a la acción de directrices sociales. Sin querer prejuzgar en nada sobre el futuro de las investigaciones, será prudente, creo, por el momento, enfocar separada­ mente, donde Dion no ve más que uno, dos grupos de costumbres y de prácticas; diferenciar los dos regímenes agrarios quiere decir en con­ creto esto, que es muy preciso: para empezar, no postular en su origen condiciones históricas comunes, y luego, quizá por encima de todo, recor­ dar que a ojos de la investigación tienen cada uno sus propios problemas» (1936, pp. 256-269). En sus «Apergus généraux sur le paysage rural de la France», en Bull. de la Société Belge d'Études Géographiques, 1936, R, Dion se esfuerza sin «cesar por superar, por ampliar sus resultados anteriores. Sin abando­ nar las hipótesis que no hace mucho había defendido con tanta fuerza, nos invita esta vez a preguntarnos si las invasiones bárbaras no debieran con­ siderarse responsables de la extensión por la Francia septentrional del hábitat concentrado y de las tierras de open-field, con fuertes obligaciones colectivas». No habría habido «introducción brutal de las prácticas germá­ nicas», sino «imitación». «La verdadera influencia habría procedido de la necesidad de seguridad. De ahí la tendencia a la agrupación y la consti­ tución de comunidades muy centradas bajo la autoridad del jefe.» Marc Bloch no cree que se imponga esa hipótesis, «habida cuenta de las apor­ taciones, por lo demás todavía insuficientes, de la historia comparada». Subraya las «altas miras» de esas consideraciones, pero, dice, «se oponen nuestras concepciones sobre la clasificación de los regímenes agrarios [...] Ahora que, sobre lo esencial del método, hay, entre M. Dion y yo, un pleno acuerdo» (1941, p. 124). El capítulo «Les principaux types de pay­ sage rural», de R. Dion, en La campague, obra colectiva, 1939, reproduce iguales hipótesis y clasificaciones; «el acento puesto esta vez, con mucha fuerza, en el contraste entre las regiones de cercados de seto vivo y los campos abiertos del tipo de los del Berry o el Languedoc hace justicia, felizmente, a un aspecto importante de la realidad» (1940, p. 165). Marc Bloch no hizo reseña de G. Roupnel, Histoire de la campagne franqaise, 1932 (L. Febvre, «Une physiologie de la campagne fran?aise», 1934, pp. 76-81; 1941, p. 180); ponía muchos reparos a esa obra, por lo demás viva y entusiasta. Le régime rural de Vancienne France, de G. Lize-

rand, 1942, es una «rápida visión de las investigaciones en curso», con buenas «observaciones personales sobre las tierras del Sénonais» (III, 1943, p. 108). R e g ím e n e s a g r a r io s : n o r t e y s u r (p . 1 3 4 )

«Se entiende, por otra parte, que esos nombres de "septentrional'' y de "meridional" no pueden aplicarse más que a Francia, y —a la espera de sustituirlos definitivamente por expresiones menos aproximad vas— con­ viene ponerse en guardia contra las engañosas imágenes étnicas o climá­ ticas que corren el riesgo de sugerir.» André Latron, que estudió esos pro­ blemas en Siria (Rña., 1934, p. 225X y luego en Marruecos, escribía a Marc Bloch: «Lamento que, para distinguir los dos grandes sistemas agra­ rios, se empleen las expresiones “norte" y "mediodía"; encuentro en África del norte, en algunas regiones bereberes, tras haber constatado en Siria el mismo fenómeno, parcelaciones organizadas y campos con for­ ma de franjas de tierra semejantes en todo a los pueblos llamados ger­ mánicos o eslavos». Según Latron, quien estudió la propiedad rural en Marruecos con ayuda de la fotografía aérea, «el Rif sería individualista y las tierras del extremo sur estarían profundamente organizadas». Natural­ mente, esa organización obedece a veces a necesidades prácticas muy dife­ rentes de las de nuestros parajes. Contribuye especialmente a determinar la forma de las parcelas la irrigación, como puede verse en la fotografía de las tierras de cultivo, muy irregulares a su modo, pero de campos rectan­ gulares, del Ksar de Anfergane (1936, p. 270). Marc Bloch pide precisiones, pues el “mediodía" no es más que una «noción comodín» (1940, p. 165). Por otra parte, esas regiones, «el cen­ tro, el sudoeste, el mediodía mediterráneo, [...] han sido siempre los parientes pobres de nuestros estudios» (1936, pp. 256-257). Igualmente, 1936, p. 488. En particular, señala en 1934 «la pobreza de nuestros co­ nocimientos sobre el sudoeste de Francia» (1934, pp. 469-470). En 1941, a propósito del mediodía aquítano, dice: «En nuestro país pocos lugares hay que hayan sido menos tratados por los historiadores de nuestra anti­ gua sociedad. ¿Qué sabemos del señorío de Toulouse o de Gascuña, y de las particulares formas que tomaron allí las instituciones feudales?, ¿qué, también, de las condiciones de población por las que, según todas las apariencias, se explica el papel verdaderamente excepcional jugado, en torno al Garona, por las fundaciones urbanas o semiurbanas de la edad media?» (1941, p. 109). No obstante, desde 1934 hubo trabajos de geo­ grafía humana que contribuyeron a rellenar esa laguna, y Marc Bloch dio cuenta de ellos (los de Th. Lefebvre, P. Deffontaines, D. Faucher y su Revue Géographique des Pyrénées).

«Habría por otra parte un gran peligro en olvidar una cosa: ese pro­ blema del norte y del mediodía —un mediodía, se entiende, cuyos límites desbordan con mucho los del paisaje mediterráneo— , lo que lo plantea, con profundos rasgos, no es sólo la geografía agraria de Francia, presente o antigua, es la geografía social toda entera.» En Vhabitation paysanne en Bresse; Étude d’eíhnographie, de G. Jeanton, «Étude linguistique» de A. Duraffour, Tournus, 1935, libro en que «hormiguean» «indicaciones valiosas», se ve que «en todo momento la región [...] fue, por excelencia, una marca. Tres fronteras, nos dice Jeanton, recorren las tierras de Bresse, separando las tres hechos del norte y hechos del mediodía: deí derecho consuetudinario y el derecho escrito, del francés y el provenzal —más exactamente, el francoprovenzal—, y de las tejas planas y las tejas acana­ ladas; por lo menos hoy, no se superponen. Es probable que anteriormente coincidieran aproximadamente, pues parece que el francoprovenzal y las tejas acanaladas, poco a poco, realmente retrocedieron hacia el sur [...] He dicho tres fronteras. ¿Es eso todo? ¿No se extiende también el con­ traste, en otros términos, por ambos lados de esa línea de separación, a la forma de las parcelas?». Jeanton no habla de ello. «Hay que desear viva­ mente [... ] que [... ] se multipliquen las investigaciones sobre esas zonas de contacto, con la preocupación por no dejar escapar ninguno de los fenómenos que pueden traducir el choque de dos impulsos contrarios. Cuando eso se haya hecho y los resultados estén debidamente señalados en mapas, quizá nos encontremos aún ante un gran misterio, pero por lo menos lo delimitaremos más claramente y entenderemos mejor que no puede ser disipado, si es que puede serlo, más que con el trabajo en común de muchas disciplinas» (1936, pp. 270-271). G. Jeanton había empezado a trabajar, bajo los auspicios de la Association Bourguignonne des Sociétés Savantes (Section d’Histoire du Droit), en un estudio sobre ios límites de las influencias septentrionales y meridionales en Francia. Primeros resultados, publicados en Dijon en 1936, con ese título de Enqüéte, etc. Está la dualidad lingüística, de francés y provenzal, pero están también las del derecho, los usos agra­ rios y ciertas formas de construcción. Es importante determinar si las líneas de demarcación coinciden, «en qué medida, por ejemplo, el lími­ te del derecho escrito se superpone o deja de superponerse al de la len­ gua de oc o de los tejados de teja redonda». El estudio se refiere a cua­ tro límites, y entre ellos está el del “sistema agrario meridional". La imagen habrá de ser matizada, acercada a la vida: es imprudente «plan­ tear, con valor absoluto, la ecuación meridional-romano —acordémonos de los errores de Meitzen— y, desde luego, no habrá que caer en con­ fundir meridional y mediterráneo [...] Lo que es posible, en cambio, es que dentro del " mediodía" se separe poco a poco una zona más espe­

cialmente mediterránea. He indicado en otro lugar por q^£'íazones yo no creo en la unidad de un régimen a la vez meridional y denlas .reglones de cercados de seto vivo [...] {Cuántos interrogantes!, ;cuántas oscuri­ dades! [.,.] Gracias a Jeanton van a reunirse los datos, trayendo con­ sigo a su vez nuevos problemas [...]» (1936, pp. 574-576). Segundo informe de G. Jeanton sobre ese estudio en los Annales de Bourgogne, 1937 (1939, pp. 446-447). A. Brun, «Linguistique et peuplement: essai sur la limite entre les parlers d’oil et les parlers d’oc», en Revue de Lin­ guistique Romane, 1936, sostiene que las dos áreas lingüísticas diferen­ tes tienen su origen en la población gala, que dejó pervivir en el sur poblaciones precélticas. «Una innata prudencia de historiador me ha inspirado algunas vacilaciones. La antigua civilización agraria de Fran­ cia no me parece tan claramente dividida en dos [...] La influencia de los grupos germanos, al norte, no me parece tan despreciable [...}» (1939, p. 447). Las provincias del centro son «tan curiosas» (1936, p. 319). A. Perpiílou, Le Limoüún: étude de géograph'te physique régionale, Chartres, 1940, en sus dos últimos capítulos, intenta una definición «de las diver­ sas unidades regionales entre las que se divide el Lemosín» y «del pro­ pio Lemosín, en el marco de las regiones francesas»; «constantemente entran en juego los lazos propiamente humanos». A propósito de la «noción» de Lemosín, Marc Bloch recuerda el «rasgo más acusado, qui­ zá, del pasado lemosín», «el que mejor explica la imposibilidad en que siempre se encontró esa sociedad regional para dotarse de unos contor­ nos más o menos estables». Desde luego, el Lemosín presentaba una «civilización agraria» de «rasgos perfectamente claros» y «pronto, tam­ bién, la práctica de una emigración curiosamente especializada», la de los albañiles, «¿Dónde hacer terminar, no obstante, esa región lemosina, si se quieren tener en cuenta, quiero decir, los lazos humanos verdadera­ mente vivos y claramente sentidos? [...] Esas altas tierras no limitadas —salvo hacia el este— casi por ninguna barrera han sido objeto de un secular conflicto de influencia.» Las «luchas dinásticas [...] no eran [...] más que episodios y síntomas de un conflicto mucho más amplio, que se extendía a todas las formas de la civilización. Por el lado del norte, traspasando [...] la larga franja casi despoblada de la Sologne y de la Brenne se vio infiltrarse poco a poco a las corrientes económicas, culturales y políticas procedentes de las regiones del Loira y del Sena. Es esa [...] la historia de las conquistas del francés [...] Es también la historia [...] de la fragmentación de Aquitania [...] Hacía el oeste, a lo largo de las pendientes que suavemente descienden hacia las llanu­ ras oceánicas, se hacía sentir el atractivo de los ricos campos, de los grandes mercados y de los poderosos señoríos del Poitou. Hacia el sur

chocaba con el de los hogares de civilización y de poder propiamente aquitaños, cuyas mercancías se intercambiaban tradicionalmente con ios productos de la tierra alta, cuyos dialectos tanto se parecían a las hablas del Lemosín». No puede esbozarse la historia de la «noción» de Lemosín y de Marche sin un estudio de las «vicisitudes de esas oleadas de influen­ cias» en las dos regiones (II, 1942, pp. 77, 80-81). C o n f ig u r a c ió n p a r c e l a r ia , f o r m a d e lo s c a m po s Y LAS TIERRAS DE LABOR (p p . 149-156)

Así, los regímenes rurales se traducen de modo muy concreto sobre el terreno por la configuración parcelaría y la forma de los campos. Es llamativo el contraste en la «zona de contactos». Después de R. Dion, la Géographie des pays de la Loire, ed. Brauley, 1937, mostró la «estruc­ tura "en puzzle" de las tierras de cultivo deí Berry, tan sorprendente­ mente diferentes de las que, al norte del cercano Loira, despliegan sus campos alargados y regularmente dispuestos» (1938, p. 518). Es para determinar la configuración parcelaria y la forma de los campos, y, en la medida de lo posible, para explicarlas, para lo que se emplea el «aná­ lisis de las parcelaciones de tierras de cultivo» (1936, p, 256) o de las «formas de las parcelaciones de tierras de cultivo» (II, 1942, p. 78). «La disposición de los campos es el libro en que las sociedades rurales han escrito, línea tras línea, las vicisitudes de su pasado. Desgraciada­ mente, ese gran palimpsesto de las tierras de cultivo parceladas no hay aún paleografía que lo descifre», escribía Marc Bloch en 1934, p. 483. No obstante observaba que desde 1931 habían aparecido «buenos tra­ bajos» y, con ese motivo, se vio llevado a modificar ya ciertos puntos de vista de la Historia rural, aunque continuara apartando, en ese esfuerzo de explicación, las explicaciones que recurrían «al temible sentido co­ mún»: así, los campesinos, ni siempre ni en todas partes, alargaron todo lo posible las parcelas cultivadas, por razones prácticas (1934, p. 485). «Yo había creído poder distinguir, entre las tierras de labor sin cerca­ dos, dos tipos claramente diferenciados. Por un lado, hay parcelas estre­ chas y alargadas que se agrupan regularmente en "cuarteles", constitui­ dos cada uno por un haz de franjas paralelas. Por otro hay campos de formas variables, pero sin diferencias muy marcadas entre sus dimen­ siones, que se imbrican unos con otros, formando un gran mosaico desor­ denado.» Para explicar ese contraste, «yo intenté referirlo a la oposi­ ción de dos instrumentos. Los campos "irregulares" corresponderían al empleo del arado simple; los campos alargados habrían tenido su origen en el arado de ruedas que, más difícil de girar, invita al alargamiento de

los surcos [...] Con toda evidencia, los campos alargados suponen, en el origen de su trazado, un plan colectivo, y, en el curso de la vida rural, una gran fuerza de las prácticas comunitarias. Yo admitía, pues, que la propia adopción del arado de ruedas no había resultado posible, donde había tenido lugar, más que por la existencia de grupos rurales anima­ dos por un vivísimo espíritu de solidaridad». Pues bien, esa «hipótesis de trabajo [...] hoy me parece que debe abandonarse». Efectivamente, Th. Lefebvre (Les modes de vie dans les Pyrénées atlantiques orientales) mostró que en los pueblos pirenaicos, donde re­ cientemente no se encontraba más que el arado simple, las tierras de cultivo presentan «parcelas alargadas y [...] sistemáticamente agrupa­ das», lindando con «sectores formados por campos irregulares, en forma de puzzle». Roger Dion señaló igualmente la coexistencia de los dos tipos en el Valle del Loira. Esa «mezcla de formas [...] es un duro golpe a la tesis» citada. Igualmente en Polonia se observan parcelas alargadas de tiempos del antiguo radio eslavo, anterior al arado de eje delantero con ruedas- Suecia, sobre todo, presenta "tierras de campos alargados", cuando en cambio el verdadero arado de ruedas es allí desconocido. Si bien el arado de ruedas va ligado a los campos alargados, que como él dependen de una institución comunitaria muy fuerte, éstos no van ligados al arado de ruedas e igualmente se adaptan al arado simple. Así pues, la «causa primera de la diferenciación entre las dos categorías de trazados de las tierras de cultivo debe buscarse en otra cosa, no en el contraste de ios dos instrumentos de labor. ¿Qué explicación puede en­ tonces darse de ellas? Hay que advertir que en las tierras del País Vasco las dos formas de parcelas no se reparten al azar: los campos alargados están en el fondo de los valles y las terrazas de aluvión y son objeto de un cultivo permanente; los campos irregulares están en las pendientes, donde se conquistaron a la maleza algunas tierras de labor, durante mu­ cho tiempo temporales. Las "condiciones del terreno" no jugaron más que en la medida en que determinaron la marcha de la ocupación». La roturación inicial, dice Lefebvre, fue colectiva en los llanos e individual en las laderas. Dion observa igualmente que en regiones de campos alargados la operación de la roturación tuvo un «carácter concertado, disciplinado». Da su explicación basándose en la antítesis de dos grandes regímenes agrarios situados a una y otra parte de una zona fronteriza que atravesaba la región parisiense de noroeste a sudeste, desde el estua­ rio del Sena hasta Morvan: al norte, gran cultivo, parcelas alargadas y agrupadas regularmente y hábitat concentrado; al sur, pequeño cultivo y campos irregulares, a menudo cercados. Hay que admitir que los campos irregulares son resultado de una ocupación «individual». Campos irregulares y cercados están en relación:

«Las parcelas cercadas antiguamente son siempre parcelas irregulares. ¿Cómo se habrían adaptado setos a franjas de tierra largas y estrechas?». «Quizá valdría más evitar la expresión de ocupación "individual". Desde luego, a veces pudo tratarse de individuos aislados No obstante, la explotación, aún sin esquema de conjunto, más frecuentemente fue obra sin duda de familias, bastante amplias pero sin ninguna colectividad mayor que les impusiera obligaciones [...} Dos categorías de tierras: las que hizo la comunidad campesina —bajo un jefe o no, poco importa eso aquí—, y las que dejó hacer. Las primeras de campos alargados. Las segundas de campos irregulares. A veces ocurre que el grupo acepta o adopta los dos métodos, cada uno en su momento. En ese caso coexisten los dos tipos de formas, como testimonios de dos etapas diferentes de la roturación. Más frecuentemente, se oponen —en Francia, en Europa— por grandes bloques» (1934, pp. 483-489). H. Grosser, Die Herkunft des fratizosischen Gewannfluren, Diser­ taciones de Berlín, 1932, in-8.0, 36 pp., tras el estudio, sobre todo, de unas tierras de cultivo de la Beauce [señorío de Francourviile, Eure-etLoire], ha puesto también en relación los campos alargados y el arado de ruedas. «Pero no es en absoluto para oponer al arado sin ruedas el de eje delantero con ruedas [...] La antítesis estaría entre la reja del norte y la del mediodía; la primera, “plana y girada hacia la derecha”, la segunda, "cónica a modo de un azadón”. Yo no me atrevería a afirmar que los hechos confirmen esa visión» (1936, p. 260). En una colina del Livradois, estudiada por L. Gachón en Revue de Géograpbie Alpine, 1934, una roturación Intensa practicada hasta eí siglo xix hizo desaparecer casi totalmente el bosque y la landa, «La roturación se realizó sin plan de conjunto, como lo muestra la forma de puzzle de la parcelación de las tierras. Pero a ese respecto conviene distinguir claramente dos categorías de parcelas. Destinadas durante mu­ cho tiempo al artigamiento temporal y al trabajo con el azadón, las más altas tienen su dimensión mayor dirigida en el sentido de la pendiente. Hacia abajo, al contrario, los campos se alargan paralelamente a las cur­ vas de nivel; más regularmente dispuestos, y a menudo separados por vallas, nacen de labores permanentes. El contraste debe encontrarse en otra cosa» (1936, p. 597), «Las relaciones del arado de vertedera y probablemente con ruedas con los campos alargados han sido señaladas de nuevo con fuerza por G. Hatt, en su interesantísima comunicación sobre "L’agrículture préhistorique au Danemark", Revue de Syntbése, XVII, pp, 78-90. Sobre In­ glaterra —donde la tesis ha vuelto a ser considerada especialmente por R. G. Gollingwood en su obra, escrita en colaboración con J. N. L, Myres, Román Brilatn and the English settlemen/, 1936, así como en el

t. III de la Economic survey of ancient Rome, 1937—, cf. las indica­ ciones bibliográficas de R. Lennard, en Wirtschaft und Kultur, Festscb* rift zutn 70. Geburstag vori A. Dopscb. El problema, como es visible, sigue abierto. Su solución dependerá en gran medida de los progresos de hallazgos arqueológicos. Tiene, por otra parte, dos caras: 1.° En el instrumento de labranza nuevo, ¿cuál fue el elemento más capaz de ejer­ cer una influencia sobre la forma de los campos, las ruedas, la cuchilla o la vertedera? Vale la pena recordar que la presencia de uno de ellos no llevaba consigo necesariamente la de ninguno de los otros dos. 2.° ¿En qué medida la adopción de un nuevo tipo de instrumento estu­ vo en relación con la práctica de esa ocupación de la tierra según un plan colectivo, que ahora me parece el factor decisivo?» (1941, p. 122), «Somos varios ios que ya no atribuimos aí arado de ruedas, como factor determinante de la forma alargada de los campos, una influencia tan exclusiva como la que anteriormente pudimos creer que tuvo» (I, 1942, p. 107). 134-148) «De todos los regímenes agrarios que se dividen Francia, el de los campos abiertos del norte es hoy, con mucho, el que mejor se conoce.» Es «uno de nuestros paisajes agrarios más claramente particulariza­ dos [...] ¿Quiere ello decir, no obstante, que ese sistema, cuya claridad procede de su sorprendente coherencia, no guarda ya ningún misterio? Sería necesaria, para creerlo, una rara capacidad de ilusión. ¿Cómo, en particular, permanecer insensible a los marcados contrastes regionales que, a pesar de la innegable similitud de ciertas instituciones fundamen­ tales, aparecen en las inmensas extensiones de nuestro open-field?». Así, mientras que en Lorena y en Borgoña, para la rotación trienal, las tierras se dividían en tres hazas, en otros lugares, especialmente en la Beauce, los "cuarteles", «haces de parcelas paralelas, elementos de base [...] de toda tierra de campos alargados», constituían cada uno una unidad de cultivo (supra, p, 170): «antigua o reciente, esa antítesis, cuando estemos en situación de interpretarla, no puede dejar de arrojar nueva luz sobre la evolución de las tierras. Nos lleva, muy precisamente, a plantear un pro* blema de génesis. Y efectivamente es a problemas de ese orden, más que de ningún otro tipo, a los que parece dar lugar hoy el examen de un régimen fácil de describir en su estadio final pero cuyo origen y desarrollo permanece muy oscuro» (1936, pp. 257, 259-260). Régimen per­ fectamente realizado en esas «tierras de la Beauce, por las que tanto apego se siente», «a la belleza de cuyas vastas extensiones y al interés de su C a m p o s a b ie r t o s y a larg ad o s d e l n o r t e (p p .

vida rural» ha hecho referencia especialmente C. Marcel-Robillard, Chartres et la Beauce cbartraine, Grenoble, 1929 (1931, p. 468). «Paisajes ordenados, paisajes humanizados» de la lle-de-France (1941, p. 108). La expresión "campos abiertos" exige por otra parte una precisión. Desde luego que al sur del Loira hay a menudo árboles plantados en los campos o al borde de los caminos. «Una región abierta no tiene que ser por fuerza, en absoluto, una estepa, y el caso de la Beauce supone con­ diciones físicas demasiado excepcionales para que se le pueda atribuir un valor ejemplar. Es entre los campos dotados de barreras y los cam­ pos sin cercados donde está la verdadera antítesis. Importa bastante poco que, aquí o allí, haya líneas de árboles o de matorral que sigan el costado de un pedazo de tierra, a veces como abrigo contra el viento, o incluso que hagan de límite entre algunos cuarteles o que bordeen un camino, protegiendo las tierras de cultivo adyacentes contra el diente de los animales en tránsito; [...] En Lorena y en Hainaut, regiones de open-fiéld por excelencia, las propias costumbres provinciales, justamen­ te vigilantes del interés de las cosechas, imponían una práctica en todo punto semejante. Para que haya cercado, en el sentido estricto de la pa­ labra, es preciso que la parcela —o, en casos relativamente excepciona­ les, un puñado de parcelas, surgidas generalmente de un tardío reparto familiar— esté cerrada por todas partes, como en Bretaña o en el Lemo­ sín» (1936, pp. 266-267), Hay que señalar que A, Deléage, en La vie rurale en Bourgogne jusqu’au debut du XI* siécle, emplea el término de “terroirs en éckeveaux" para designar los campos abiertos y alargados, junto al término "tierras en puzzle" (terroirs en puzzle) (1942, pp, n, 55). Respecto al sistema de los campos alargados se plantea, pues, un «pro­ blema de génesis». Es lo que da todo su interés a la «investigación extre­ madamente cuidadosa» de un geógrafo de Lieja, O. Tulippe, L'habitat rural en Seine-et-Oise: essai de géographie du peuplement, Lieja, 1934, investigación sobre una «fracción de la íle-de-France [... ] más exactamen­ te, ha tomado el marco de "la parte del departamento de Seine-et-Oise situada al oeste del meridiano de Versalles” A buen seguro el es­ pado que circunscriben las fronteras occidentales de Seine-et-Oise y el meridiano de su capital no responde a ninguna unidad real. Así, ciertos problemas, cuyo examen habría supuesto un campo de visión a la vez más amplio y menos diversificado, no han podido ser abordados verdaderamen­ te de frente; es el caso de los que plantea, en conjunto, la población de la Beauce. En cambio ha sido posible, mejor que en un territorio más uni­ forme, confrontar la acción sobre la vida rural de condiciones de relieve y de suelo sensiblemente diferentes: aquí un pedazo de la meseta de la Beauce, allí un fragmento deí "Hurepoix" más húmedo y más accidenta­ do, y más allá un valle ampliamente abierto. Los fenómenos que Tulippe

se proponía elucidar eran, ante todo, los del hábitat, Pero, como convenía, han sido puestos constantemente en relación con la estructura de las tie­ rras de cultivo. Ai no ser la situación presente más que el resultado de un largo y movido pasado, el estudio, que quería ser explicativo, pasa resuel­ tamente al plano histórico. No obstante, al extenderse a varios siglos, la documentación corría el riesgo de resultar aplastante. Tulippe ha tomado la opción de concentrar su esfuerzo en ciertos municipios, escogidos tanto por su emplazamiento característico como por el buen estado de su mate­ rial de archivo Si bien el factor físico se modifica casi de un lugar a otro, las grandes líneas de la evolución social, determinada princi­ palmente por la proximidad de París y por la influencia de sus señoríos eclesiásticos, de sus mercados y de su burguesía, se mantienen, por el contrario, en todo el ámbito considerado, más o menos semejantes [...] Es en vísperas de la guerra de los Cien Años cuando el estudio toma su verdadero punto de partida. El corte es perfectamente legítimo, aunque, claro está, con la condición de que el lector no pierda de vista que la situación de hecho así planteada, por hipótesis, en el origen de la curva, surgía de por sí de un larguísimo desarrollo. No nos contentemos con referirnos aquí a la prehistoria; a algunos les pasa que olvidan que entre la prehistoria y el presente se interpone la historia. A nadie se le ocurrirá acusar a Tulippe de ese defecto, contra el que protesta en toda su obra. Quizá, no obstante, se habría podido esperar de él, aunque no fuera más que a título de advertencia, que marcara con más fuerza cuántas habían sido las transformaciones que desde principios de la edad media —por no remontarse más atrás— había experimentado el paisaje humano, según todas las apariencias. El establecimiento de ios bárbaros, primero, con las divisiones de tierras que realmente parece que derivaron a veces de él, la fragmentación de las reservas señoriales, la disolución del manso, las tur­ baciones de todo tipo y finalmente, desde alrededor de mediados del siglo xi, la poderosa obra de las roturaciones, son otros tantos fenómenos cuyas huellas —por difíciles de leer que sean hoy— no es fácil que pudie­ ran dejar de inscribirse profundamente en la tierra y el hábitat». «Desde el punto de vista del hábitat, Tulippe distingue, en la región estudiada por éí, dos zonas cuya oposición se marca, ya desde principios del siglo xiv, con gran claridad. Las denomina él "de ocupación antigua" y "de ocupación reciente” (entiéndase que ese último adjetivo designa, en lo esencial, los dos o tres siglos anteriores al año 1300). Los rasgos característicos son, por una parte, aglomeraciones poco numerosas y rela­ tivamente importantes —dicho de otro modo, extensos términos de tie­ rras—, y, por otra, una dispersión mucho más acentuada, aunque en aldeas, y no en explotaciones aisladas. Eí hecho es incontrovertible y tiene un vivo interés. Las palabras, en cambio, yo creo que no expresan muy exac­

tamente la naturaleza del contraste. Parece como si sugirieran, en la zona de hábitat concentrado, la ausencia o insignificancia de las roturaciones medievales. La conquista de la tierra virgen, sin embargo, se realizó con seguridad más o menos en la misma proporción que en las otras zonas. Pero fue, bien por simple extensión de los primitivos términos de tierras de cultivo, bien mediante la creación de villanuevas, dotadas, desde su origen, de términos bastante extensos. Los parajes en los que, hacia el final del poblamíento, aparecen sembrados todos ellos de pequeñas aldeas, son aquéllos en los que se vio a los roturadores levantar sus chozas, por pequeños grupos, en el corazón mismo de los nuevos campos que acababan de trazar. A menudo esa disposición les era impuesta por el medio físico, en especial por la existencia de grandes superficies forestales, incómodas de atravesar y demasiado difíciles de roturar para permitir la constitución de amplias tierras de cultivo, O bien respondía a necesidades de orden social, tales como la fragmentación de los señoríos [Tulippe no ha dejado de reconocer en absoluto la importancia del factor señorial. En Magny, advirtiendo "la uniformidad de la extensión de todos los pequeños tér­ minos", se pregunta si no debería hacerse referencia a la hipótesis de “la intervención, en el origen, de un dispensador, señor o empresario de ro­ turación” (p. 294, n. 4). La conjetura es ingeniosa. No podría ser demos­ trada o invalidada más que mediante el análisis del mapa de solares. Ver, por otra parte, sobre el "brote" de las viejas tierras, una útil observación (p, 294, n, 1): en la periferia de ciertos términos o incluso dentro de ellos se observan lugares cuyos nombres recuerdan los de antiguos bosques]. Como ejemplo de dispersión, Tulippe ha escogido el municipio de Magnyles-Hameaux, que es, efectivamente, de los más característicos. Pero ¿pue­ de aplicarse, sin abuso, la expresión de ocupación reciente a ese rincón de tierras, cuando el núcleo que forma su centro lieva un nombre visible­ mente galorromano? Sólo los numerosos lugares apartados, con excepción quizá de Brouessy, revelan ser de origen medieval. En sí mismo, el centro principal, Magny, situado en un lugar de fácil defensa, era probablemente mucho más antiguo que el pueblo muy concentrado de Mérobert {Mattsus Koberti) que, descrito más adelante por Tulippe, había tenido que for­ marse alrededor de un modesto manso y conserva, en su nombre, el re­ cuerdo de un poseedor nacido después de las invasiones germánicas.» «La crisis de la guerra de los Cien Años y la reconstrucción que siguió abrieron un nuevo período en la historia del hábitat. Se establecieron en­ tonces un poco por todas partes nuevas aldeas y, jumo a ellas, incluso casas aisladas. Ese fenómeno, hasta ahora, había pasado casi desapercibido. Uno de los méritos de Tulippe es el de haber arrojado luz sobre él. Él tiende a buscar sus causas tanto en el aumento de la población como en el empobrecimiento de los señores, obligados a acensuar las partes de sus

dominios todavía disponibles. Me pregunto si no sería conveniente pensar también en la disolución de las antiguas comunidades familiares; en ílede-France parece que fue más precoz que en otros lugares, y es sabido que donde, como en el centro, tuvo lugar en una época más accesible a la observación, por regla general favoreció la diseminación de las casas. Es seguro, en cualquier caso, que esa fase de dispersión no pasó de tener una duración bastante corta. La reconstitución de las grandes explotaciones, sobre la que Tulippe ha aportado muchos datos precisos y originales, no tardó mucho, efectivamente, en llevar consigo la ''anemia" de las pequeñas aglomeraciones, las más débiles de las cuales fueron a menudo sustituidas por una única explotación, Al mismo tiempo, la disminución deí número de lugares habitados —desde el final del siglo xvi— permitía una más exacta adaptación a las condiciones del suelo y del relieve.» «Volvamos ahora al contexto de las tierras de cultivo parceladas. El libro de Tulippe sugiere, a ese respecto, muchas reflexiones útiles. Para empezar en lo que atañe a las propias relaciones entre el hábitat y el régimen agrario. Frecuentemente [...] parece postularse entre los dos ór­ denes de fenómenos un paralelismo casi perfecto: en las regiones abiertas y con fuertes obligaciones colectivas, pueblos grandes, y en los cercados, dispersión. Es obligado reconocer, no obstante, que la correspondencia no pasa de ser aproximada, y testimonio de ello es la zona de dispersión estudiada por Tulippe. Hagamos una rápida referencia a la casa aislada. En los lugares donde, como en las zonas de cercados de seto vivo, los cam­ pos no están muy entremezclados ni diseminados, las condiciones propia­ mente agrarias la hacen evidentemente posible; su existencia o su inexis­ tencia dependen de hábitos, de necesidades sociales [...] En cambio, en las tierras donde, largas y estrechas, las parcelas correspondientes a una misma explotación se encuentran normalmente dispersas por una ex­ tensa superficie, la huida lejos del pueblo carece de su única razón de ser, que es la de acercar al cultivador a sus tierras de labor —a menos, claro está, que tenga lugar, realizada por algún gran propietario, una concen­ tración de tierras cuyos efectos sean, precisamente, romper con la antigua configuración, considerada incómoda—, La aldea es más característica porque representa, y sobre todo representaba, un modo de hábitat mucho más extendido. Acabamos de ver que hay aldeas en plenos campos abier­ tos del norte. Y es que la distribución de los hombres por la superficie de la tierra obedece a causas muy diversas y muy variables. Ocurre ade­ más que la palabra aldea, demasiado uniforme, abarca, sí se mira de cerca, realidades humanas a menudo muy opuestas.» La aldea es en los bosques del Hurepoix «una pequeña colonia de roturadores, llegados quizá cada uno de un punto distinto del horizonte». «En cuanto a la forma de las parcelas, es sabido que en la mayor

parte, con mucho, de las tierras abiertas, al norte del Loira, corresponde al tipo de los campos alargados. Aunque no sin algunas excepciones. De­ jemos las anomalías debidas a concentraciones de tierras. Bastante fáciles de descubrir por regla general, un pequeño número de ellas, como ha mostrado Tulippe, se remontan a la propia edad media, y la mayoría a la crisis campesina de los tiempos modernos. Pero una vez que se han dejado a un lado esas desviaciones secundarías, quedan todavía ciertos tér­ minos de tierras que comportan, junto a cuarteles de parcelas alargadas y paralelas, fracciones en las que la forma y la disposición de los campos presentan una irregularidad que no hay razón alguna para no considerar coetánea de la propia ocupación. De acuerdo con los ejemplos citados por Tulippe, parece que el caso se encuentra principalmente en las zonas de roturaciones medievales (a juzgar por mis propias observaciones, sería particularmente claro en Magny-les-Hameaux). Esa observación no puede sorprender si se admite, como todo parece invitar a hacerlo, que los cam­ pos alargados y metódicamente agrupados en haces son testimonio de una toma de posesión según un plan colectivo, y los campos irregulares, por el contrario, lo son de una ocupación mucho menos disciplinada. Hubo roturaciones dirigidas que dieron lugar a nuevos cuarteles de franjas de tierra que en el plano no se distinguen en nada de los más antiguos. Hubo también otras confiadas a la fantasía individual, en las que cada campe­ sino preparaba para la labranza —y a veces usurpaba— un pedazo de landa o de bosque, sin preocuparse del vecino, no reuniéndose, sin duda, esos recortes, más que lentamente. Así se explica que en medio de un open-field bien ordenado se vea insertarse, aquí y allí, algunos puzzles agrarios, muestra de las revanchas del cada cual a lo suyo» {1936, pá­ ginas 260-266). Insistiendo siempre en la necesidad de establecer comparaciones, Marc Bloch volvió de nuevo a menudo sobre los campos ingleses. La memoria de L. Aufrere, «Les systémes agraires dans les lies Britanniques», en Annales de Géographie, 1935, pp. 395-409, «vale sobre todo por una exposición notablemente desarrollada y precisa de las investigaciones abor­ dadas en estos últimos años sobre los más antiguos restos de la ocupación de la tierra en Gran Bretaña. Como instrumentos, esa "arqueología agra­ ria", con la que se relacionan, ante todo, ios nombres de O, G. S. Crawford y E. Cedí Curwen, recurre naturalmente al examen directo del terre­ no, pero también, y quizá preferentemente, a la fotografía desde aviones». Marc Bloch no siempre queda convencido por las conclusiones. «¿No es cierto que, efectivamente, tienden a sugerir la imagen de una verdadera revolución en la forma de las tierras de cultivo? El open-field de campos alargados, que tantas provincias inglesas cubrió en la edad media, habría ido precedido por un sistema de parcelas casi cuadradas y, por ío que

puedo yo ver, ordinariamente separadas por terraplenes de tierra. Sin duda también en esto se impondrían algunas consideraciones críticas. Los cercados cuyas huellas han sido halladas en torno a grupos de moradas prehistóricas muy bien pudieron ser de los huertos, y no de las tierras de labranza. Los que con sus barreras de tierra o de piedras dibujan la super­ ficie de iandas hoy ajenas a todo cultivo no recuerdan quizá más que roturaciones temporales, muy difíciles de fechar [...] En sí, no obstante, la existencia de un régimen primitivo de campos irregulares no es en absoluto inverosímil y, para explicar su sustitución por un sistema total­ mente diferente, no es necesario imaginar para nada, como con gusto nos lo indicaría Aufrére, la sustitución de un grupo de población por otro. Es posible, con seguridad, que en Inglaterra los campesinos anglos o sajones, en grandes extensiones, expulsaran a los antiguos habitan­ tes [...] Pero ni en Francia ni en los países eslavos podría atribuirse a los campos abiertos y alargados semejante origen. ¿Acaso en la propia Ingla­ terra, por otra parte, no ha habido diversos hallazgos, cuyo interés señala honradamente Aufrére, que atestiguan la existencia ya desde la época cél­ tica de parcelas estrechas y alargadas? Primero, en la época en que la agricultura apenas salía de la recolección de productos silvestres, una toma de posesión desordenada, y luego, sin duda con el estímulo del incremen­ to de la población, un acondicionamiento más reglamentado, según un plan común: esos dos estadios, cuyo desarrollo no tiene nada de extraño, pudieron muy bien sucederse en el seno de la misma sociedad.» Por otra parte, T, A. M, Bishop, «Assarting and the growth of the open-fields», en Tbe Economic Review, VI, 1935, pp. 13-29, ha mostrado cómo en el Yorkshire, donde, como en toda Europa, el movimiento de roturación fue intenso en los siglos x ii y x m , «la mayor parte de roturaciones se hicie­ ron en dos tiempos. Primero el pionero recortaba, en la tierra hasta enton­ ces inculta, un campo apartado de los demás y generalmente provisto de cercados La parcela así arrebatada a los yermos se insertaba luego en el sistema regular del open-field, fragmentada en la forma habitual y sometida a las obligaciones colectivas [...] Así el Yorkshire, como por un experimento espontáneo, nos ofrece a la plena luz de la historia el ejemplo de ese paso de la ocupación irregular a la ocupación colectiva­ mente disciplinada que en muchos otros puntos de Europa, sin duda, el misterio de edades privadas de documentos escritos impide que sea visto por nuestros ojos» (1936, pp. 273-276), A propósito de las investigaciones de arqueología agraria en Gran Bretaña, Marc Bloch expone sus reservas: «Los cercados cuyas huellas han sido halladas en torno a grupos de moradas prehistóricas muy bien pudie­ ron ser de los huertos, y no de las tierras de labranza. Los que con sus barreras de tierra o de piedras dibujan la superficie de Iandas hoy ajenas

a todo cultivo no recuerdan quizá más que roturaciones temporales, muy difíciles de fechar: véanse los cercados de piedras de las costas de Auver­ gne, descritas no hace mucho por P.-F. Fournier (Les ouvrages de pierre sécke des cultivateurs d’Auvergne, 1933), o las construcciones a veces for­ midables que, en la garriga de la zona de Montpellier, como lo muestra Tudez {Le développement de la vigne dans la región de Montpellier, 1934, p. 196), apuntan simplemente el recuerdo de los campos superpoblados de los siglos xvii y xvm» (1936, p. 274). Sobre esa descripción de P.-F. Fournier, 1934, p. 489. Los cercamientos con muros de piedras secas iban ligados a la práctica del despedregamiento de los campos (1936, p. 271). «Mientras no me hayan demostrado que los pretendidos campos cuadra­ dos y cercados descubiertos por las excavaciones o por la fotografía aérea en torno a antiguas fundaciones bretonas (en Gran Bretaña) no eran, sim­ plemente, huertos, yo desconfiaré de toda afirmación demasiado decidida sobre los regímenes agrarios celtas» (I, 1942, p. 107), En el Val de Loire, p. x l v i i i a, R. Dion publicó un extracto del plano parcelario de la ViHe-aux-Dames, en Touraine, 1787-1789, con este comen­ tario: «El dominio de la Mairerie con [...] sus campos irregulares cerca­ dos [...] representa una supervivencia del pasado. En todos los demás lugares dominan las parcelas en forma de estrechas franjas». Marc Bloch dice: «Esa interpretación, no obstante, no es en absoluto la única que se puede adoptar. Yo veo otras tres: 1,° Las parcelas irregulares fueron tra­ zadas en el curso de una roturación "individualista", en un rincón de las tierras puesto en cultivo tardíamente; muy lejos, por consiguiente, de remontarse a una antigüedad más remota que las parcelas alargadas, se­ rían testimonio de un episodio agrario posterior a la ocupación colectiva que había dado lugar a esas "franjas”. Esa hipótesis, por otro lado, no la indico más que a título de recordatorio, pues la disposición de los lugares milita a ojos vista en contra de ella. Las otras dos, indicadas a continua­ ción, parecen en cambio mucho más sólidas. 2,° Los anchos campos del dominio se constituyeron en una época relativamente próxima a nosotros por la reunión de estrechas parcelas, pertenecientes originariamente a po­ seedores diferentes. Pocos planos hay del siglo xvm, como es sabido, que no atestigüen semejantes concentraciones, manchas blancas en medio de la fina trama regular con las líneas de acotación ordinarias que dibujan los trazos paralelos, 3.° Tenemos ante nosotros, por el contrario, una anti­ quísima reserva señorial, antes —como parece indicarlo el nombre— admi­ nistrada por un funcionario {maire) o infeudada a él. Incluso en regiones de campos alargados, los cultivos del manso dominical, las "coutures”, ocupaban, sin ninguna duda, en la alta edad media, extensiones general­ mente mucho más extensas y menos divididas que las parcelas de las que se componían las tenencias. ¿Cómo escoger entre esas diversas posibi­

lidades, incluida la de Dion, perfectamente verosímil? Apenas hay más posibilidad que la de recurrir a los textos, sí éstos nos dan los medios para reconstruir la historia de la tierra; o bien si, por desgracia, ese pasado se escapa, es preciso hacer uso del razonamiento por analogía, mucho menos seguro en sus conclusiones» (1934, p. 486), «Las obras referentes a la concentración parcelaria proporcionan a menudo útiles datos sobre el sistema del open-field de campos alargados, que esa operación tiene precisamente por objeto suprimir. Véase, por ejemplo, la Etiquete sur le remembrement publicada en 1934 por la Chambre dAgriculture de Meurthe-et-Moselle, cuyos elementos fueron reunidos por M. L. Bourdier, ingeniero del Génie Rural. Son particular­ mente aleccionadoras algunas observaciones concretas, especialmente sobre la imposibilidad de mantener cultivada una parcela demasiado estrecha en medio de un cuartel en barbecho, donde pululan babosas y ratones, y también sobre el temor —injustificado, según los encuestadores— que la concentración parcelaria inspira a los pequeños explotadores debido al valor de compra demasiado elevado de las amplias parcelas a que da lugar; el campesino teme ante todo no poder ya aumentar sus tierras, pedazo a pedazo» (1936, p. 259), Hay en Inglaterra, en el Nottinghamshire, una tierra, la de Laxton, célebre por haber conservado una estructura agraria arcaica, la del antiguo open-field, y por no haber sido nunca objeto de ningún acto de "cercamiento". «La parte más importante, con mucho, de la tierra cultivada sigue totalmente abierta, las parcelas, aún concentradas, conservan una forma alargada, la división en hazas continúa observándose y la abertura de heredades se mantiene [... ] La vida colectiva conserva allí una fuerza que pocas veces se encuentra en el conjunto del país, y parece realmente que la sociedad rural presenta, después de todo, menos desigualdades, y conserva para el individuo aislado más oportunidades de establecerse e incluso de enriquecerse que las corrientes, ordinariamente, entre nuestros vecinos.» La historia de esas tierras ha sido seguida, sobre todo a partir de un registro de censos de 1695, por Mr. y Mrs, C. S. Orwin, en un folleto, The history of Laxton, Oxford, 1935 (1936, p. 598), y sobre todo en The open-fields, Oxford, 1938, donde Laxton se toma a «título de caso límite, destinado a ilustrar vina teoría general del open-field y de sus orígenes». Hay que advertir que, según la costumbre inglesa, los auto­ res entienden por open-field las tierras de campos "abiertos" y alargados, que se presentan «con el aspecto de franjas de tierra, mucho más largas que anchas, [...] dispuestas regularmente en haces», con exclusión de las tierras con parcelas de forma caprichosa más o menos toscamente próxima al cuadrado. «Es en condiciones de orden técnico, con preferencia a los factores propiamente sociales, donde buscan la razón de ser primera de

esa forma tan particular. Por razones que, creo yo, no carecen de fuer­ za, se niegan a admitir la influencia del arado de ruedas. El hecho determinante fue, a su entender, la adopción de la vertedera. Estuviera o no provisto el arado de un eje anterior con ruedas, la vertedera [ ..J obligaba a labrar en tablas ligeramente arqueadas hacia el centro. La lon­ gitud de cada uno de esos pedazos quedaba determinada por el relieve y por la obligación de dar a los animales el necesario reposo. Su anchura quedaba limitada, en parte por las necesidades del drenaje, y en parte por la preocupación de no imponer al tiro, que giraba al final del campo, un recorrido demasiado largo, pues al hacerse la labranza a partir de los dos primeros surcos medianeros, resultaba que el último trazado a un lado tenía que abrirse en el mismo vaivén que el que hacía pareja con él exac­ tamente en el costado opuesto. Pues bien, imaginémonos a los miembros de una comunidad primitiva que ponen en cultivo por primera vez algún espacio descubierto. Labrarán unos junto a otros, tomando a su cargo cada uno el número de tablas que pueden trabajar en un día, Al día siguiente se trasladarán más lejos, trabajando siempre paralelamente y lo más cerca posible unos de otros. Así se formarán los sucesivos haces de parcelas alar­ gadas.» Marc Bloch hace observar que, en esa tesis, los autores, tras haber eliminado como elemento determinante la estructura social, la vuelven a introducir, pues «la operación parece suponer de entrada una comu­ nidad, no sólo capaz de seguir un plan colectivo, sino también organizada sobre bases relativamente igualitarias. Si los labradores hubieran sido escla­ vos o su trabajo hubiera correspondido a unas corveas, ese trabajo hecho por fajas hubiera dado en crear, con toda evidencia, no un haz de parcelas distintas, sino un extenso campo del que se habría adueñado el amo y en el que pronto no se habría podido ya distinguir la labor realizada por cada individuo. Con esa reserva, hay, es cierto, mucho que retener de todo el desarrollo. Es notable la exposición del funcionamiento del open-field. En particular, ios autores acentúan correctamente la agilidad, a menudo desapercibida, que daba al sistema la existencia, en caso de practicarse la rotación trienal, del haza de primavera, que podía prestarse a cultivos muy variados. Allí, mucho antes de la revolución agrícola, se cultivó más de una planta forrajera, como las vezas [...] ¿Qué pensar, no obstante, de la solución propuesta para el gran problema de origen? Si no llega a convencer es, me temo, porque el problema mismo ha sido planteado de forma incompleta [... ] No se entiende [... ] por qué ese régimen agrario no ha triunfado en todas partes, o, por lo menos, en todas las regiones de suelo suficientemente favorable y de relieve medianamente marcado. ¿Cómo explicar, en más de una llanura, la existencia de parcelaciones de tierra irregulares (si no me equivoco, en la misma Inglaterra), o la de sec­

tores de campos alargados y sectores de campos irregulares? Una experi­ mentación bien llevada debe permitir interpretar las variaciones de los resultados por las variaciones de los factores. A ese precio, únicamente, es como se puede esperar eliminar las falsas causas. No basta con decir: "Ese factor ha estado presente en todas las ocasiones en que un efecto producido se ha producido”. Hay que poder añadir además: “Donde el efecto no se ha producido, él no ha estado". ¿Se ve, por el contrario, que ha existido, sin aparecer el efecto?; entonces no queda más que retirarle su usurpado título. Una conclusión, creo yo, es la que se impone: el estu­ dio de un régimen agrario, tomado aparte, será siempre impotente para proporcionar la clave de ese mismo régimen; sólo la comparación metódica de los diversos regímenes nos permitirá un día, explicándolos todos, expli­ carlos uno por uno» (1941, pp. 118-120). A. Homberg, Die Entstekung der westdeutschen Flurformen: Blockgemengflur, Streifenflur, Gewannflur, Berlín, 1935, presenta hipótesis nuevas sobre la «génesis de las formas de parcelaciones de tierras de cul­ tivo» en Alemania occidental. Tras una crítica de las teorías de Meitzen, dura, adecuada, pero actualmente inútil, pone el acento sobre el contraste de dos tipos de campos abiertos: «tierras de parcelas alargadas y dispues­ tas regularmente y tierras con parcelas en forma de puzzle. Relaciona las primeras con el empleo del arado en forma de azada, y las segundas con el del arado "de reja" (que parece concebir provisto necesariamente de una vertedera). Pero las tierras con parcelas en forma de puzzle se ha­ brían convertido, luego, en tierras de parcelas alargadas, y ello por efec­ to de un simple incremento de la población» (1941, p. 121). Aspectos particulares de tierras de campos alargados El estudio detallado del pueblo de Feuguerolles-sur-Orne, en el llano de Caen (Calvados), realizado por el comandante H. Navel, Caen, 1931, ha mostrado que muchas "delles" (supra, p. 137), haces de parcelas para­ lelas llamados en otros lugares "quartiers” o “cantons”, fueron cambiando de nombre a lo largo de los siglos, «argumento que hay que retener en contra de esa falsa imagen de un vocabulario y una vida agraria eterna­ mente inmóviles, que tantos ensueños ha suscitado» (1932, p. 320). En H. Grosser, Die Herkunft der franzósischen Gewannfluren, 1932, a las «observaciones sobre la historia de la palabra "ouche" [huerto] —que originariamente habría designado la parte de las tierras cultivadas situada cerca de las casas y no sujeta por tanto al cultivo temporal— les faltan pruebas y un poco de claridad. La sugerencia de posibles investigaciones debe, no obstante, retenerse» (1936, p. 260). 13. — BLOCH

C a m p o s a b ie r t o s e ir r e g u la r e s d e l su r

(pp. 148-149)

El régimen de los «campos abiertos y alargados» es, pues, el que me­ jor se conoce. «Son los regímenes ajenos a él los que plantean actualmente los problemas más difíciles. Su misma clasificación es objeto de discusión» (1936, p. 266). «Es sobre los usos agrarios del mediodía, de la parte de Provenza y del Languedoc, sobre lo que quizá son hoy más inseguros nuestros cono­ cimientos [...] página ya demasiado blanca [...] Un sugestivo ensayo de Daniel Faucher proporciona direcciones de investigación. (“Polyculture ancienne et assolement biennal dans la France mérídionale", en Kevue Géographique des Pyrénées et du Sud-Ouest, V, 1934. Cf. también, del mismo autor, "Campagne fran^aíse et campagnes mérídionales: a propos d’un livre récent", en Annales du Midi, 1933. Y recordemos las preciosas indicaciones [...] de Jules Sion, La France méditerranéenne, París, 1934, Col. A. Colin; la expresión "sembrado de oasis” [semis d’oasis] es de J, Sion.) En él, con mucha fuerza, se pone el acento en el substrato físico del paisaje humano. En nuestras provincias meridionales, hace observar correctamente el autor, la irregularidad de la forma y la disposición de los campos responde al fraccionamiento de la propia superficie cultivada, condenada, por las limitaciones del suelo y del relieve, a no ser a menudo más que un "sembrado de oasis" en medio de "yermos" (herms) irreduc­ tibles. La ocupación no disponía allí, como en el norte, de grandes “blo­ ques" compactos, fáciles de recortar en estrechas franjas. De acuerdo, Pero en los campos del Berry o del Poitou ningún obstáculo análogo se oponía al trazado de parcelas alargadas que, no obstante, tampoco allí existen. El problema no deja de tener relación con el que plantea la nega­ tiva de toda la parte meridional de Francia a la adopción de la rotación trienal. En la región mediterránea, nada más natural que esa fidelidad obstinada al ritmo de dos tiempos. La sequía de los veranos se adecuaba con dificultad a las siembras de primavera. Añádase, con Faucher, que una repetición más frecuente del barbecho permitía, mediante reiteradas cavas, almacenar mejor la humedad en el suelo y destruir también más enérgicamente las malas hierbas, favorecidas por la tibieza de los invier­ nos. Ahora que la rotación bienal se mantuvo hacia el norte mucho más allá de los límites dentro de los cuales podía considerarse casi impuesta. Dion ha mostrado ingeniosamente cómo, en las zonas donde chocan dos economías rurales, ocurre que tomen todo su peso los factores físicos. Cuando el campesino no conoce más que su propia tradición, a veces la aplica contra viento y marea. Cuando conoce dos —la suya y la del ve­ cino— puede escoger y, sí es necesario, readaptar sus procedimientos al medio. Inspirada sobre todo por la actual frontera de los cercados, esa

visión explica con seguridad muchos casos importantes. No todos, sin embargo. Y la imagen —por el momento es difícil emplear otra palabra— que sugiere el estudio tanto de las rotaciones como de los campos de cul­ tivo irregulares, por oposición a los campos alargados, es muy diferente. En aquéllos todo ocurre como si el frente de batalla entre costumbres agra­ rias que están, unas y otras, bastante bien justificadas en sus regiones de origen por la ley de la naturaleza, a fin de cuentas, por una especie de superior resistencia de las prácticas meridionales, se hubiera fijado sensi­ blemente al norte de lo que una técnica racional habría parecido aconse­ jar» (1936, pp. 269-270). Sobre el "sistema meridional”, Marc Bloch remite a las observaciones de Jules Sion, «Sur la structure agraire de la France méditerranéenne», en Bulletin de la Société Languedocienne de Géograpbie, VIII, 1937; cf. bajo ese título, en la misma publicación, IX, 1938, observaciones de R. Dion y algunas notas nuevas de J. Sion. De J. Sion también, los «notables» «Points de vue géographiques», presentados en las Journées de Synthése Historique de 1938, Revue de Synthése, XVII, 1939, pp. 37-44 (1941, p, 124). Sobre la agricultura en el mediodía mediterráneo, numerosas y sugestivas observaciones en F. Braudel, La Méditerranée et le monde méditerranéen a Vépoque de Philippe II, 1949, 1.a parte: «La part du milieu», pp. 3-304. La irrigación parece estar verdaderamente en relación con la influencia mediterránea. El pirenaico de los valles occidentales practica poco la irri­ gación en las praderas de los fondos. Ello contrasta con los Pirineos orien­ tales, y «es sabido hasta qué punto [... ] ese arte fue llevado a los Alpes, en contraste singularmente destacado sobre el que es posible preguntarse sí, en último análisis, no puede remitirse a una oposición de influencias. ¿No sería de las civilizaciones mediterráneas de donde las poblaciones al­ pinas recibieron el ejemplo de la técnica del agua?» (1932, p. 500). Así pues, Marc Bloch se había visto atraído por ese problema de los campos de forma diferente en un mismo término de tierras de cultivo (1934, pp. 484, 489; 1936, p. 265). Bajo el título «Problemes de structure agraire et de méthode», rña.} en 1942, de los trabajos de P, Fénelon sobre Ja estructura de las tierras de cultivo del Périgord, «La structure des champs dans une commune du Périgord», en Revue de la Société de Géo­ grapbie Commerciale de Bordeaux, 1937, pp. 11-22, y «Structure des champs périgourdins», en Bulletin de VAssociation des Géographes Fran­ jáis, 1939, pp. 154-162. «Las tierras de cultivo del Périgord pocas veces son uniformes. Esencialmente, se encuentran tres tipos de campos: unos irregulares y cercados, otros en forma de rectángulos ligeramente alarga­ dos y desprovistos de cercados y otros finalmente, que se reúnen en forma de largas franjas, dispuestas en haces y también totalmente abiertas. Los

diversos tipos no se observan en demasiadas ocasiones aisladamente. To­ dos ocupan generalmente una parte de la extensión cultivada, de suerte que, frecuentemente, un mismo término de tierras se divide entre los tres grandes regímenes agrarios: cercados, open-field en forma de puzzle y open-field clásico con campos muy largos y muy estrechos sometidos con­ siguientemente a obligaciones de rotación. ¿Cómo explicar semejante abi­ garramiento? Fénelon nos invita a atender, casi exclusivamente, a los fac­ tores físicos, y ante todo al relieve y los suelos. Nos propone, como ejem­ plo particularmente característico, el municipio de Trémolat, sobre el Dordogne, del que ha hecho un análisis en profundidad. Tres zonas: lade­ ras, terrazas y llano aluvial. Tres tipos de campos: en las laderas, los cerca­ dos, "autónomos" y más o menos diseminados; en las terrazas, campos ya abiertos, pero irregulares, y en el llano, el open-field con franjas de tierra de cultivo. En las laderas las pendientes son demasiado fuertes para per­ mitir el alargamiento de los surcos. Además, los suelos tienen allí un valor desigual; de ahí la fragmentación de los campos, relegados cada uno a su rincón de tierra, y de ahí también la posibilidad de establecer, en las par­ tes más estériles, caminos lo bastante numerosos como para asegurar a cada parcela su independencia. En el llano, por el contrario, nada impide trazar largos surcos, que evitan detenciones demasiado frecuentes de los tiros. Por otra parte, el suelo, de riqueza allí casi uniforme, conserva en las bandas así alargadas la indispensable homogeneidad, Por esa misma fertilidad, de toda la tierra, habría sido poco sensato multiplicar las vías de paso, que se habrían comido tierras buenas. Eran necesarias, pues, unas obligaciones de paso, y éstas llevaban consigo, a su vez, la práctica de la rotación común. Las terrazas, finalmente, se prestaban a la formación de una especie de régimen mixto. Y los contrastes que los términos de tierras del Périgord reúnen así en un pequeño espacio no hacen más que dar la imagen de las grandes oposiciones que, por bloques, dividen a Francia y a Europa.» Mientras Fénelon busca la explicación en la geografía física, Marc Bloch se dirige a la historia: «El llano no fue cultivado hasta época tar­ día [...] Esas extensiones, se nos dice, permanecieron durante largo tiem­ po "llenas de marismas y de cañaverales". Según todas las apariencias, se trataba, pues, de un terreno de pasto y de recolección de productos sil­ vestres, sometidos a usos comunitarios. Cuando finalmente fue abordada la puesta en cultivo, quizá por etapas, no pudo dejar de realizarse según un plan de conjunto. Y ahí está, a mi modo de ver, el factor decisivo. Un open-field con franjas de tierra de cultivo supone dos categorías de condi­ ciones: para empezar, qué duda cabe, de suelo y de relieve; pero también, al principio, supone una distribución organizada, que comporta la acepta­ ción de ciertas obligaciones colectivas. Las laderas, por el contrarío, repre­

sentan una zona de cultivo y de apropiación con seguridad mucho más antigua. A decir verdad, durante mucho tiempo ocuparon una gran parte de ellas las viñas. Fénelon lo advierte correctamente: entre los campos actuales, más de uno reproduce simplemente la forma de la viña que lo precedió. Pero ¿eran en su origen las propias tierras de labor, sometidas probablemente durante muchos siglos a la práctica del cultivo temporal, otra cosa que pedazos de tierra más o menos provisionalmente arrancados a la landa o a los matorrales de alrededor, metidos a voluntad de su explo­ tador en los rincones más favorecidos y que había que defender mediante cercados contra los animales perpetuamente errantes por los pastos de los alrededores? También en las terrazas [...] puede suponerse una ocupa­ ción primitivamente bastante desordenada, ¿En torno a qué núcleos?, ¿pueblos que agruparan cada uno a varias familias?, ¿“casas de campo" {mas) donde, por el contrario, se habrían aislado unas de otras algunas comunidades patriarcales? Ya querríamos saberlo. Aquí, como en los de­ más lugares, el estudio de la configuración agraria no debería separarse totalmente del del hábitat, estrechamente ligado, a su vez, a la estructura social [...]». Hay casos «en que el geógrafo, al igual que el economista, desde el momento en que suponen a su sujeto movido únicamente por mo­ tivos de interés claramente concebidos, se ven obligados a abandonarlo en la malhadada posición del asno de Buridán [...] Concluyamos: nada mejor que un escrupuloso estudio del Périgord, pero con la condición de recordar que, para explicar el propio Périgord, será preciso saber salir a tiempo de él; el escrupuloso estudio del relieve, del suelo y del clima es, ciertamente, empresa muy loable, pero con la condición (si se trata, en definitiva, de fenómenos humanos) de no olvidar que, entre los artífi­ ces del destino del hombre está en primera línea el hombre mismo, tanto en su pasado como en su presente» (II, 1942, pp. 61-63), Al sudoeste del Macizo Central, en el Causse de Aveyron y el Ségalas, la palabra "dehesa" (devéze) no designó, en su origen, una forma de vege­ tación, la pradera seca o de mala calidad, «Su sentido primero no pudo ser más que un sentido jurídico: una "dehesa" es una "defensa”, y entiéndase con ello un terreno que, en ciertas condiciones y en determinados mo­ mentos, queda vedado a los rebaños» (1932, pp, 426 y 497). (pp. 156-162) Con respecto al paisaje rural de los campos abiertos, el de las regio­ nes de cercados se presenta a la vista en una «oposición» extraordinaria. «Sobre la faz de Francia, ¿hay contraste más violento que el que se impo­ ne a la mirada del viajero cuando, por ejemplo, apresurándose a dejar T ie r r a s de c e r c a d o s

atrás, hacia el sur, las desnudas ondulaciones de los campos de Cháteauroux o de Issoudun —mosaico, no obstante, muy irregular, de parcelas casi cuadradas—, ve perfilarse en el horizonte y luego acercarse progresi­ vamente, para ceñirlo cada vez más entre sus muros de verde, los múlti­ ples setos vivos del Boís-Chaud?» Cada parcela cercada es una «especie de fortaleza campestre» (la expresión es de Balzac, en Les Cbouans), don­ de, «sustraído [...] a toda obligación colectiva de pasto o de rotación, el explotador puede decirse [...] verdaderamente "amo de su casa". Nada más característico, además, que la toponimia de las tierras de cultivo. En regiones abiertas —ya se trate de campos «en puzzle» o de tierras simé­ tricamente dispuestas en franjas de cultivo— la parcela es anónima, y sólo el cuartel está suficientemente individualizado como para tener derecho de bautismo (son ésos los nombres de lugar de los catastros). En las zonas de campos cercados, en cambio, cada campo tiene su nombre par­ ticular». Se ha visto que ese contraste con los campos abiertos correspon­ día a tipos sociales y jurídicos diferentes. Cuando no había cercados era, en general, porque estaban prohibidos por la costumbre escrita o la tradi­ ción del grupo, que mantenían las obligaciones colectivas. No obstante* también ahí se plantea un problema de origen. «En regiones de cercados, la incertidumbre más grave, de momento, se refiere a la propia antigüedad de los setos o, en su caso, de los muros de piedras secas que, a menudo en relación con la práctica del despedró* gamiento de los campos, relegan en algunos lugares de su papel protector a las barreras de verde. A decir verdad, hay cercados sin secretos. Son aquellos cuyo establecimiento en torno a las tierras de labor y más fre­ cuentemente a los prados fue una de las manifestaciones, bien de los pro­ gresos realizados desde el siglo xvi por la gran explotación, bien, más tarde, de la revolución agrícola. Pues Francia, al igual que Inglaterra, tuvo en los tiempos modernos sus enclosures», movimiento que entre nosotros fue muy incompleto, debido a la «diferencia de estructuras sociales y polí­ ticas». «Generalmente, esos cercados nuevos del todo, entre los campos abiertos, no lograron transformar muy profundamente la fisonomía de las tierras francesas, por lo menos hasta el momento, ordinariamente bastante próximo a nosotros, en que, bajo la influencia de la especialización agrí­ cola, en ciertas provincias se vio cómo la hierba desplazaba casi totalmente al cereal. Fueron obra, ante todo, de algunos ricos. Allí —sólo allí— es aplicable la designación empleada por Dion, "bocage aristocratique" (zona de cercados aristocráticos). Visiblemente, los cercados de Armórica y deí Macizo Central son cosa totalmente distinta, y verdaderamente "popular". ¿Son ellos, no obstante, muy viejos? [...] Podrían no remontarse a eda­ des muy remotas.» Es la opinión de André Meynier, en Le Massif Central, pp. 33, 67, 76 y 115, y de R. Dion en su Essai. «Indiscutiblemente, hay

diversos textos que suponen hasta en plena edad media, en Bretaña y en ja Marche, la existencia de un sistema de abertura de heredades colectiva y de campos generalmente abiertos. En ciertos pueblos del Cotentin, A. Rostand (Normannia, 1931, pp. 329 ss.; 1935, pp. 321 ss.) ha señalado recientemente que en el siglo xvi pervivía la costumbre de levantar —como antaño en tantos campos abiertos, bajo los carolingios—, en torno a las tierras de labor, antes de la cosecha, cercados provisionales, y ello excluye evidentemente la existencia de setos estables. En Amfréville ha podido seguir de 1550 a 1686 los progresos de éstos. En la linde occiden­ tal del Macizo Central, en los alrededores de Confolens, un arrendamiento de 1571 atestigua a la vez el uso de “cercados" (cloisons) temporales para proteger ciertos campos, la existencia, en los demás lugares, de "fossés”, es decir, de terraplenes, plantados de matorrales, y finalmente la imposi­ ción al aparcero de la obligación de hacer una cuarentena de metros de “terraplenes nuevos"; la transformación parece, pues, cogida allí en pleno vuelo (Paul de Rousiers, Une famille de bobereaux pendant six siécles, 1934, pp. 81-82). Sería urgente generalizar el estudio. Hasta el día en que sepamos cómo y en qué fechas —variables probablemente según las regio­ nes— se extendió y fue considerado legítimo el cierre de los campos, no entenderemos verdaderamente uno de los aspectos más destacados de los paisajes agrarios franceses. Parece adivinarse que los cercados permanen­ tes sustituyeron un régimen de cultivo casi puramente temporal. Así se explicaría su coincidencia con suelos pobres o considerados tales durante mucho tiempo. Creados en torno a núcleos de población, como una especie de prolongación de los huertos, sin duda se vieron favorecidos, en su mul­ tiplicación, por la dispersión del hábitat; más lejos de las casas, los bal­ díos, que habían retrocedido pero no desaparecido, continuaban desple­ gando sus grandes extensiones, reservadas unas veces al pasto y otras a breves roturaciones y, por consiguiente, desprovistos de cercados no pro­ visionales. Cada aldea tenía sus cercados permanentes, y las aldeas eran numerosas [...] No propongo esas observaciones más que marcándolas, mentalmente, con todos los signos de duda posibles. A la espera de los resultados de investigaciones más profundas, que no pueden ser obra más que de equipos de trabajo, podrán hacerles a los investigadores, a falta de otros servicios, el de ponerles en guardia contra los peligros con que, si la imaginación no fuera cuidadosamente contenida, la obsesión de la pre­ historia o del factor étnico correría el riesgo de amenazar a nuestros estu­ dios. ¿Neolíticos o celtas, nuestros setos? Experimentándolo, ni siquiera es seguro que resulten ser medievales.» (L. Poiriers, en Armales de Géographie, 1934, pp. 22-31, estudia una región de contacto entre campos abiertos y cercados, en el sur del Anjou; no se ocupa del origen de los setos, sino de su naturaleza, de su utilización y de su mantenimiento en

regiones de gran propiedad mobiliaria por las estipulaciones arcaicas de los arrendamientos) (1936, pp. 267, 271-273). «La formación de ese régimen de cercados [... ] en todas las regiones en que hoy se observa, es resultado, según todas las apariencias, de la definitiva puesta en cultivo de algunos de esos campos antes uniforme­ mente provisionales», según A. Meynier, Ségalas, Levézou, Cbdtaigneraie (1932, p. 495). Un «fiel análisis de un término de tierras de cercados», de hábitat disperso, fue eí hecho por L. Fournier, Monographie géograpbique de la commune de Btdat-Pestivien, Saint-Brieuc, 1934, con repro­ ducción de un plano parcelario. Ese municipio bretón de Cornouaille disemina sus 1.500 habitantes entre un "burgo" (bourg) en el que se agrupa menos de la décima parte de la población, y 77 "pueblos" (villages), más de la mitad de los cuales cuentan únicamente con uno, dos o tres hogares. Del burgo irradian carreteras que dejan a un lado a los "pueblos", unidos por muy malos caminos (1936, pp. 595*596). En dos volúmenes, Le Limousin: étude de géographie physique régiomle, y Cartograpbie du paysage rural limousin, 1940, A. Perpillou ha hecho referencia a los «problemas que plantea la propia existencia del paisaje de cercados». Él piensa que «durante ocho siglos el paisaje agra­ rio, en el Lemosín, no ha experimentado más que modificaciones poco importantes». Equivocadamente, dice Marc Bloch, «pues diversos testi­ monios [...] sugieren una imagen mucho más móvil {supra, p. 162, y «Les paysages agraires», 1936, p. 272 [vid. supra3. Seria de provecho estudiar, a este respecto, junto al Lemosín, el CombraiUes y, más hacía el este, las proximidades del alto valle del Sioule. Los Archivos del Puyde-Dóme poseen una serie de planos del siglo xvm procedentes de la abadía de Bellaigue que interesan a esa última región, en torno a SaintRémy-le-BIot y Lisseuil; dan la impresión de que es una zona de cerca­ dos en formación). Nacidos de la progresiva estabilización de un cultivo antes exclusivamente temporal, los cercados del Lemosín y de la Marche, como probablemente los de la mayor parte de zonas, parecen haberse propagado realmente de forma muy lenta, por Iandas y pequeños bos­ ques. Poco a poco los setos fueron quitando fuerza a las antiguas prác­ ticas comunitarias, pero éstas, de las que hay claro testimonio, suponían en su origen un régimen en que los campos abiertos, más o menos pro­ visionales, ocupaban un lugar relativamente importante» (II, 1942, pá­ gina 80). En la Marche, en las proximidades de Guéret, los setos se ven sustituidos a veces por muros de piedras secas, p. 77. No hay que confundir esas parcelas cercadas con otras que son de un tipo claramente diferente. «El régimen que describe Helmer Smeds (Malaxbygden, 1935, p. 436) en la costa de Finlandia comporta cercados, pero se trata de grandes pedazos de tierra, cada uno de los cuales incluye "muí-

titud" de parcelas pertenecientes a distintos propietarios. Los cercados, supongo yo, los distinguen de los terrenos de pasto y los protegen contra los animales; en suma, es un sistema más semejante al in-field de las Highlands de Escocia o a los "llanos" (plaines) del Bearn que a nuestras zonas de cercados, nuestros bocages, en los que el cercamiento es, por regla general, individualista» (1936, p. 273). A propósito del señorío de los Rochers, cerca de Vitré, en Bretaña, perteneciente a Mme. de Sévigné: con «la palabra "cbampaigne" [...] se designaba así, en el oeste, desde la época de Noel du Fail, la reunión de diversas parcelas dentro de un mis­ mo cercado» (1932, p. 423). A, Lequeux ha seguido con «precisión poco frecuente» la formación de un "joven bocage", «L'accourtiílage en Thiérache aux xviic et xvme siécles», en Mémoires de la Société d’histoire du droit des pays flamands, picarás et wallons, 1939, pp. 21-52. «“Accouriiller" una tierra era, según el uso lingüístico local, cercarla, para convertirla en prado o en pasto. El diezmero perdía allí el diezmo de cereales. En principio, se le debía una compensación, en forma de renta. En los casos particulares, no obstante, allí había materia para muchos pleitos, de los que Lequeux ha sacado buen partido,» El movimiento de "accourlillage" se precipitó en el siglo xvm. «La metamorfosis del hábitat no siguió inmediatamente a la del paisaje de cultivo. Eí pueblo concentrado resistió más tiempo que las tierras de labor. Las explotaciones con sus edificios de hoy, aislados entre sus pra­ dos, no habían de aparecer hasta una época sensiblemente más tardía, por efecto de un lento "esfuerzo de acomodación”. ¿Se trataba, no obstante, de una transformación total, que hubiera sustituido una tierra de cereales, totalmente abierta, por una zona de pastos cercados totalmente nueva? Lequeux no lo cree así. En medio del open-field de campos alargados de los viejos pueblos se veían insertarse, ya antes de los cercamientos, tierras de cultivo de las aldeas formadas por parcelas irregulares, nacidas proba­ blemente de roturaciones relativamente recientes, también abiertas y pri­ mitivamente destinadas a los cereales y, sin embargo, gracias a su propia forma, muy cerca de convertirse en cercados» (III, 1943, pp. 107-108). Un caso particular: «el problema —si es que lo es— de los “cercados" de viñas. La palabra se aplica casi siempre a viñas que forman parte de la reserva señorial, pero a veces también a otras que están en manos de tene­ dores. Nada menos misterioso. Cercar una parte de las tierras de cultivo era un acto grave, porque era sustraería a las obligaciones colectivas de pasto, de las que no siempre se salvaban ni las mismas viñas. Era también, cuando se trataba de proteger las valiosas cepas, una medida particular­ mente deseable para el explotador. Todos los detentadores de viñas se esforzaban por ponerla en práctica. Menos estrechamente sometidos a la

dominación del grupo, los señores lo lograban mucho más frecuentemente que los campesinos dependientes» (II, 1942, p, 50). T ie r r a s a n á l o g a s : alg unas r e l a c io n e s

W, Müller-Wille dedica un excelente estudio a las tierras de Birkenfeld, en Renania, Die Ackerfluren itn Landesteil Birkenfeld und ihre Wandlungen seit dem 17, und 18, Jabrbunderí, Bonn, 1936. «Hojeándo­ lo [...} un poco rápido, podría uno creerse en una de nuestras provincias del norte.» Situado en el Macizo Renano, el pequeño principado de Bir­ kenfeld no se veía desfavorecido ni por el suelo ni por el clima. «Pero el alejamiento en que se encontraba con respecto a todas las vías de co­ municación importantes lo condenó durante mucho tiempo a una vida económica poco activa. Las pequeñas comunidades campesinas vivían allí replegadas sobre sí mismas, preocupadas ante todo por obtener de sus campos con qué subsistir ellas mismas [...] Según un sistema arcaico, infinitamente más extendido además por toda Europa de lo que lo haría imaginar el silencio mantenido respecto a él por muchos autores, las tierras de cultivo se dividían comúnmente en dos partes. Una era la conocida por el característico nombre de "tierra de abono" (Dungland); era natu­ ralmente la más próxima al pueblo y se cultivaba de modo permanente, aunque sin escapar totalmente, a pesar del uso general de la rotación trienal, a ciertas prácticas de cultivo temporal. Más allá se extendía un espacio destinado enteramente a ese último modo de explotación. Éste, a su vez, se dividía en Wildland. donde los cultivos alternaban en una periodicidad casi regular con la hierba o los matorrales, y Rotíland, zona generalmente de bosque en la que entre las cortas se insertaban, bastante caprichosamente, roturaciones de corta duración. Compárese con la divi­ sión de las tierras del Bearn en “píame1' y "coteaux" y la de las tierras escocesas en in-jield y out-field Había, naturalmente, verdaderos bosques, varios de los cuales se han conservado hasta nuestros días. MüllerWille hace con respecto a ellos la interesante observación de que, entre los que hoy se conservan, si bien dos se han visto protegidos por las con­ diciones del suelo, inadecuado para el cultivo, el tercero debe su conser­ vación únicamente a una particularidad de orden social: fue propiedad señorial y ha seguido siendo propiedad nobiliaria. La Dungland, ordina­ riamente, era objeto de apropiación individual, sin perjuicio, naturalmen­ te, de los derechos colectivos de uso. Excepcionalmente, no obstante, en algunos pueblos se redistribuía periódicamente entre las distintas familias. Es sabido que en determinados lugares se encuentran otras huellas de ese régimen, desde la Lorena alemana a la región de Tréves. Müller-Wille lo

considera de origen relativamente reciente. Tras las devastaciones de la guerra de los Treinta Años, los habitantes, muy poco numerosos y ante una tierra destrozada, se habrían repartido así el trabajo de reemprender la explotación. No es eso más que una simple conjetura [...]». En el siglo xix, Wildland y RotUand desaparecieron totalmente; la conquista de la tierra, obra de la pequeña propiedad campesina, fue pro­ vocada por el aumento de la población, la construcción de carreteras y vías férreas y la introducción de plantas forrajeras, que, al favorecer el aumento de tamaño de los rebaños, permitieron un abonado más abun­ dante. «Naturalmente, con la aparición de la patata, en 1723, de los forra­ jes artificiales, hacia mediados del siglo xvm, y finalmente de la remola­ cha, que no tuvo lugar hasta 1890 aproximadamente, la rotación de los cultivos ha quedado profundamente modificada. Ha desaparecido el bar­ becho. Pero aunque no exista ninguna obligación legal, el hábito de prac­ ticar una rotación uniforme en los diferentes campos que componen una misma haza se ha mantenido en ciertas comunidades hasta nuestros días, por la tenacísima persistencia en ellas de la abertura de heredades [...] Ciertas parcelas situadas en la periferia de la superficie de labranza fueron, tanto allí como en los demás lugares, las primeras en escapar a la rotación obligatoria (p, 99). En cuanto a la abolición legal, ya en 1763 fue pro­ mulgada por el gobierno del principado de Deux-Ponts, al que pertenecía entonces una parte de la región. Es sabido que, hacia la misma época, fueron tomadas medidas análogas en el territorio de Sarrebrück. Éstas deben situarse entre las manifestaciones del "despotismo ilustrado", cuyos principios habían de inspirar a más de un dinasta alemán.» En Birkenfeld, «como en nuestro mediodía, la costumbre del heredero único, aún tras desaparecer de! derecho, se mantuvo a menudo por la costumbre» (1937, pp. 606-608). Marc Bloch, que nunca dejó de recordar la necesidad de ía historia comparada, se sintió afortunado por la ocasión que se ofreció para esta­ blecer un paralelismo entre las sociedades rurales francesas y las de un país mediterráneo muy próximo y unido a Francia. Con el título «Une belle histoire humaine: nomadisme et vie sédentaire en Tunisie oriéntale», 1941, pp. 162-166, reseñó el libro de Jean Despois, La Tunisie oriéntale: Sahel et basse steppe. Étude géographique, 1940 (Publicaciones de la Fa­ culté des Lettres d’Alger, IIa serie, t. XIII), y agradeció al autor aquella «inteligencia y minuciosidad de análisis» al haberse «hecho una ley, cuan­ tas veces era necesario, de buscar deliberadamente, más aliá de las mismas fronteras que se había fijado en principio, unas veces instructivas ocasiones de comparación, y otras la explicación de una forma de vida procedente de otro lugar». La "baja Byzacéne” era una «tierra de cereales, ante todo, como tantas antiguas estepas en las que eí cereal sustituyó a la maleza o a los

secos matorrales». En el siglo n «se introdujo el monocultivo, el del olivo, que hace retroceder a espigas y rebaños», aunque sin cubrir, no obstante, toda la tierra. Tras las invasiones de mediados del siglo xi, la estepa «se convierte o vuelve a convertirse en una inmensa tierra de pasto, con algu­ nos cultivos temporales dispersos sin árboles», pues «en tierra de pasto, el huerto, sin la protección de sólidos cercados y de una buena policía, sucumbe bajo el diente de los animales», Bajo el régimen turco, todavía está la estepa, con tribus nómadas que practican el cultivo de los cereales. «El campo se sitúa a menudo lejos de los pastos, y también él, a su modo, es nómada.» Con la ocupación francesa, «la vida sedentaria se extiende progresivamente por la estepa, y los propios nómadas tienden a fijarse». No obstante, la vida rural es aún muy "extensiva". Aparte de los cereales, «el gran instrumento de esa metamorfosis fue el olivo [...] Al mismo tiempo que el paisaje, se transformó el derecho. El campo explotado de forma continua y, más aún, el árbol, crean en la estepa la propiedad indi­ vidual, que el cultivo temporal había sido impotente para hacer nacer, (Señalo aquí, de paso, algunas observaciones que a los historiadores con apego al estudio de la vida jurídica en la antigua Europa les sería prove­ choso meditar; podrían dar sangre y carne a controversias a las que a menudo falta un poco de contacto con la realidad.) Por un movimiento análogo, la familia, en sentido amplio e incluso en sentido estricto, va poco a poco sustituyendo a la tribu o fracción de tribu como grupo verdadera­ mente actuante; «a medida que se refuerzan los lazos entre los hombres y la tierra la célula social va estrechándose [...]». La brusca introducción de las masas campesinas o nómadas en un ciclo de intercambios acelerados tuvo como consecuencia una crisis a la vez económica y psicológica cuya agudeza nos la permite medir sin dificultades la historia de la antigua Europa. Así pues, «una obra [francesa] y, tras ella, toda una evolución pasada llenas de enseñanzas para el observador de las sociedades huma­ nas. A lo largo de la móvil historia no es posible descubrir más que un solo factor de cambio: el hombre mismo, Las condiciones físicas, desde los fenicios, han permanecido inmutables. Ciertamente, en esta tierra, ciñen la actividad de nuestra especie con barreras de rigor pocas veces superado en la superficie del globo. No obstante, dentro de esos límites, que ningún esfuerzo técnico podría pretender superar, ¡qué maravillosa facilidad de adaptación! Incluso en el detalle del desarrollo, lo que se encuentra es siempre el hombre, siempre la psicología humana. ¿El pasto, forma natural de explotación en tierra de estepa? De acuerdo, pero tam­ bién está el rebaño, única forma de riqueza que, por su movilidad, puede ir bien a tribus expuestas a perpetuas razzias. El cultivo del olivo, entre terraplenes, según el método saheliano, se ha dicho que es muy favorable en esa tierra, en que la escasez de las lluvias y la intensidad de las arro-

yacks amenazan con sus peligros ai huerto. Sin duda es así. Pero ¿cómo no ver en ese procedimiento una aplicación del clásico cultivo en terrazas de las regiones mediterráneas, transportado a una zona con pocas piedras? Así, el hermoso libro de Despois nos ofrece a cada paso una sana lección de realismo, en el verdadero sentido de la palabra en ciencias cuya materia es, esencialmente, el hombre y su espíritu» (1941, pp. 162-166). «Sobre esos problemas de método, abordados también en su aplicación al mun­ do mediterráneo, será provechoso leer las agudas y penetrantes observa­ ciones que el interesante libro de Ch. Parain sobre La Méáiterranée ins­ piró a J. Célerier, Hespéris, 1937 (pp. 119 ss.)» (1941, p. 166). A propósito de Le Lannou, Peltres et paysans de la Sardaigne, 1941: «A menudo —demasiado a menudo— se ha opuesto a las fuertes obliga­ ciones rurales de la Europa del norte y del centro el campo pretendida­ mente independiente del mediodía. Véase, no obstante, al pueblo sardo, hasta pleno siglo xix. Nada de parcelas alargadas, es cierto, ni paralela­ mente dispuestas en cuarteles; al igual que en nuestras provincias medi­ terráneas, no hay más que parcelas en forma de puzzle. En ese particular, pues, la antítesis sigue existiendo y espera explicación. Pero las vidaxzoni —así se llamaba la parte de tierras cultivadas regularmente— estaban sometidas a un sistema de obligaciones colectivas (abertura de heredades, prohibición de cercar, rotación forzosa) de un rigor tan implacable como en cualquier open-field inglés, borgoñón o renano. Parece incluso que en la edad medía, y todavía más tarde, la apropiación de esas tierras de labor sin cercados permaneció incompleta durante mucho tiempo; la mayor parte se distribuía entre los habitantes por sorteo periódico. La vidazzone estaba dividida en hazas, a veces bastante numerosas, de tal modo que había toda una gradación que, según los lugares, iba de un régimen de rotación estrictamente bienal, que comportaba únicamente dos hazas, a variados tipos de cultivo temporal con barbechos de mucho más larga duración que el tiempo de cultivo. Rodeada por todas partes de inmensas tierras de pasto y para la recolección de productos silvestres, la vidazzone se protegía contra las divagaciones de los rebaños con una verdadera mu­ ralla, hecha generalmente con piedras secas y provista de puertas, cerradas por verjas, un poco como, muy lejos de allí, en las nieblas de las cumbres, en el in-fíeld de la alta Escocia [...] Así, tras las investigaciones de Latron y de Weulersse sobre Siria, queda, así hay que esperarlo, destruido para siempre uno de los más molestos mitos de nuestros estudios, un mito que por otra parte, entre nosotros, habría tenido que bastar para disiparlo la historia del campo de Languedoc y Provenza. El norte comunitario y el Mediterráneo individualista; no, las cosas, decididamente, no son tan sim­ ples, y las tierras abiertas de Provenza o de Cerdeña no tienen nada que ver con una tierra de cercados.» Esa estructura agraria se vio alterada tras

la publicación, en 1820, del edicto sobre cereamientos, «paralelo casi per­ fecto de nuestros “edictos de cercado" (édits des clos) del siglo xvm. La reforma, sin duda, chocó con no pocas resistencias En más de un lugar, los ricos simplemente la aprovecharon para cercar sus pastos y a partir de entonces arrendarlos muy caros a los pastores». Esa estructura plantea «problemas de origen»: «La influencia germáni­ ca, tan a menudo invocada igual en Inglaterra que en Francia [...] queda ahí totalmente fuera de lugar [...] ¿Hay que mirar, pues, a la prehistoria? Cuando el investigador encuentra en su camino un sistema aparentemente tan misterioso como ése, la tentación natural está siempre en hacer res­ ponsables a nuestros mudos antepasados de las edades de la piedra». Por Cerdeña se esparcen más de ocho mil "nuraghes", edificios de piedras secas, antiguas moradas, en su gran mayoría de origen prehistórico, Esta­ ban muy dispersos. «Semejante dispersión era evidentemente incompati­ ble con el sistema de las vidazzoni. Éste dataría, pues, de una época muy posterior, que Le Lannou sitúa en los primeros siglos de la edad media», y tendría por motivo la inseguridad, que llevó consigo un nuevo agrupamiento en el interior de la isla, con el establecimiento de prácticas comu­ nitarias. Hipótesis ingeniosa, dice Marc Bloch, pero que, en todo caso, no puede aplicarse a los campos de Francia. «Es difícil evitar la idea de que un sistema de ese orden debe ser expresión de ciertos hábitos sociales, de una cierta estructura de los lazos humanos dentro del grupo; por sí sola, la necesidad de seguridad no parece que pueda explicarlo mucho más que, por ejemplo, la necesidad de agua o las aptitudes del terreno. El problema me temo que sigue en pie por entero. Pero es ya mucho haberlo planteado en esa nueva forma. Yo ya lo he señalado, que en cuanto un régimen agrario nos da impresión de primitivismo, tendemos a creerlo prodigiosamente antiguo. El ejemplo de nuestras zonas francesas de cercados parece mostrar que a menudo es un error. Sí bien es cierto que, según sugiere Le Lannou, las vidazzoni sardas, con sus parcelas abier­ tas, su redistribución periódica de éstas y su rígida abertura de heredades, no deben considerarse anteriores a la edad media, el caso de Cerdeña, a su vez, nos remite a una imagen más certera de la evolución y de sus sorprendentes posibilidades» (III, 1943, pp, 95-97). El «hermoso libro» de A. Latron, La vie rurale en Syrie et au Liban, Beirut, 1936, da igualmente motivo a Marc Bloch para comparaciones de historia de los regímenes agrarios. Recuerda éi sus conclusiones esencia­ les: 1.° «En Siria (en sentido amplio), los términos de tierras de campos abiertos y alargados son muy numerosos [... ] Tanto por la forma de los campos como por la naturaleza de las obligaciones [...] reproducen, casi rasgo a rasgo, la familiar imagen que ios historiadores de nuestros cam­ pos europeos han analizado tantas veces. ¡Se acabaron las quimeras nór-

dícas o mediterráneas! El Gewanndorf florece aún hoy ante nuestros ojos, lejos de las llanuras de la Europa del norte, a la oriUa misma de la vieja mar que dio vida al mundo antiguo.» 2.a «Se encuentra otro tipo de tie­ rras de cultivo. Están formadas por parcelas irregulares, diseminadas sin orden por la superficie que depende del pueblo [...] Allí, nada de obli­ gaciones colectivas. La explotación permanece estrictamente individuali­ zada. El contraste parece, ante todo, de naturaleza geográfica. Esas tierras de parcelación irregular, sin prácticas comunitarias, caracterizan a las regio­ nes de relieve recortado, en las que las extensiones cultivables son escasas y dispersas.» 3.° «El pueblo de campos abiertos y alargados en el que, como en Europa, las parcelas son objeto de una apropiación individual limitada únicamente por diversas obligaciones en provecho de la comuni­ dad, no representa en Siria más que el punto de llegada de una evolución cuyas primeras etapas son aún perfectamente visibles. Hay otros términos de tierras cuya forma es la misma, pero los lotes de parcelas son objeto de un reparto periódico entre las distintas familias [...] En esos casos sólo son asignados individualmente a perpetuidad los huertos, ciertos cam­ pos aislados alejados del grueso de la superficie de labranza, en medio de bancos rocosos, y, finalmente, los campos plantados de vides o árboles frutales (pues la redistribución por cortos intervalos supone cultivos anua­ les). Hay más. Incluso donde la totalidad de las tierras de labor ha sido objeto de apropiación definitiva, si la colectividad decide roturar una nueva extensión, esta, en general, permanece sometida durante algún tiem­ po a una redistribución periódica de sus distintas partes [...]» 4.° «El sistema de obligaciones comunitarias no deja de tener su fragilidad. En­ contramos ahí un juego de influencias análogo al de las que finalmente transformaron de arriba abajo la estructura agraria de Europa: concentra­ ción de parcelas por parte de los ricos, progreso de técnicas nuevas (en Siria, ante todo, la vid, los árboles frutales y los cultivos irrigados) y, finalmente, modificaciones de la mentalidad. Así acaba por introducirse a menudo el individualismo agrario, de modo más o menos subrepticio. En algunos sitios tienen lugar verdaderas concentraciones parcelarias, unas por disposición oficial y otras (que para los pobres no son las menos cos­ tosas), simplemente, impuestas por los poderosos. Puede verse [...] cuán­ tas relaciones fecundas con la historia de nuestros campos occidentales propone ese estudio. Un extraordinario desfase cronológico recoge ahí, en un campo de experimentación verdaderamente privilegiado, las diversas fases de una evolución que, entre nosotros, duró por lo menos dos mile­ nios [... ] El libro [... ] debe [... ] ocupar desde ahora un lugar entre las obras indispensables para todo ensayo de interpretación de los regímenes agrarios» (1941, pp. 122-124). A. Latron «En Syrie et au Liban: village communautaíre et structure sociale», en Annales, 1934, pp. 225-234.

A propósito de Ja primera de esas conclusiones, Marc Bloch observa que si bien en Marruecos, o por lo menos en el Rharb, ios campos abiertos son irregulares y no rige la abertura de heredades (J, Berque, Études p, 19), «el tipo común de parcelas alargadas se encuentra en civilizaciones totalmente distintas- Véase, por ejemplo, el plano de las tierras parceladas del pueblo de Pundjab, en Dwight Sanderson, The rural community, Bos­ ton, 1932. Tápese la leyenda: cualquiera de nosotros se creerá en las Midlands o en la Beauce. No será sólo de Francia, de Inglaterra o de Ale­ mania, será fuera de Europa de donde un día será realmente preciso salir, para resolver el enigma de los regímenes agrarios» (1941, p. 122). Le pays des Alaouites de J. Weulersse, Tours, 1940, «abunda en ins­ tructivas ocasiones para establecer relaciones». En esa zona se advierten «dos llanuras costeras, dedicadas a prácticas tradicionales de la agricultura mediterránea, y una montaña áspera que, en grandes extensiones, el hom­ bre ha despojado enteramente de su antiguo aderezo forestal [...] Es la estructura social, impuesta por la historia, lo que explica los rasgos más particulares de ese paisaje agrario, cuyas bases físicas son, en suma, bas­ tante corrientes en la zona mediterránea. Por una paradoja casi escandalo­ sa, las llanuras costeras, en las que no faltan las aguas corrientes, ignoran toda irrigación organizada. Ello, con seguridad, no tiene más motivo que la falta de una buena disciplina colectiva. Y si donde en la antigüedad se extendían los fértiles campos de Apamea no se ve vivir hoy, entre las marismas, más que una miserable población de pescadores [...] es por­ que la incuria de los gobernantes dejó que el paludismo se apoderara de los campos y los prados». J. Weulersse habla también del pueblo uman­ chad” estudiado anteriormente por Latron. «Los autores que relacionaron ese sistema [...] con el open-field europeo de campos alargados, no pre­ tendían con ello postular nada en absoluto sobre sus orígenes étnicos.» El hecho de que sólo sean “mouchaa” ciertos pueblos es un «contraste que se sitúa evidentemente en el meollo mismo del problema» {III, 1943, pá­ ginas 116-117). A b e r t u r a d e h e r e d a d e s y o b l ig a c io n e s c o l e c t iv a s (p p . 1 4 2-14 8)

Marc Bloch recuerda que la abertura de heredades (vaine páture) no representa el «apacentamiento en los baldíos permanentes o en los bos­ ques [...] Es en un sentido totalmente distinto, cuya precisión debe ser­ virnos de modelo, en el que, por lo menos desde el siglo xvm, la lengua jurídica fijó el empleo del término. El derecho rural francés entiende por vaine páture ■ —y así debemos entenderlo con él— el apacentamiento en los barbechos (tierras provisionalmente "baldías” [vaines] o “vacías” [vi­

des]), por oposición al que se realiza en las extensiones ajenas a la tierra de labor» (1936, p, 401), La expresión "vaine páture” «conviene reservar­ la, estrictamente, para utilizarla en su sentido jurídico francés: apacenta­ miento en las tierras de labor, una vez levantada la cosecha» (1941, pá­ gina 164). Hay que desconfiar de ciertos textos referentes a esas antiguas obliga­ ciones, que las niegan. Es el caso de la Coutume del Berry (1539), obra de «romanistas impenitentes», entre los cuales estaba Fierre Lizet, primer presidente del Parlamento. En la medida en que pudo, según una «concep­ ción totalmente quintaría dei derecho de propiedad», Lizet refirió esa costumbre de acuerdo con el derecho romano y en contra de ios usos realmente practicados. «De ahí procede luego un verdadero antagonismo entre la tradición campesina y la ley escrita.» La abertura de heredades estaba en el Berry efectivamente viva, pues tras las leyes de 1889 y 1890 hubo municipios que pidieron su mantenimiento (1934, p. 488; 1936, p. 267). Derechos colectivos sobre las rastrojeras, en las tierras del priorato de Lucheux y del prebostazgo del Gros-Tison, en Picardía (III, 1943, pá­ gina 115). Otro antiquísimo derecho colectivo: el espiqueo. Sobre sus beneficios, bastante importantes, así como sobre su pronta desaparición hacia finales del siglo xix, el excelente estudio de A. Dubuc dedicado a esa costumbre en Normandía (Société des Études Locales dans FEnseignement Public. Groupe de la Seine-Inféríeure, Bulletin, mayo de 1937 a mayo de 1938, pp. 69-99) da indicaciones de orden general (III, 1943, pp. 110-111), Abertura de heredades en el mediodía (pp. 148, 464*471) No puede negarse, «en los campos abiertos del sur del Loira, la fuerza de las obligaciones colectivas. Éstas, desde luego, ofrecieron allí una resis­ tencia sensiblemente menos viva que en las regiones de campos alarga­ dos [...] no obstante, no dejaban de atar bastante corto la iniciativa individual». Un "edicto de cercados" del Bearn muestra la importancia de esas obligaciones colectivas, equivocadamente negada a esa provincia por Arthur Young, Iguales «obligaciones de apacentamiento particularmente fuertes» sobre las tierras de labor de Provenza (1936, pp. 268-269). En el Languedoc, la «"compascuité” constituía, en toda la región, una practica antigua y de carácter claramente obligatorio [...] Está claro que las comu­ nidades la consideraban como una verdadera ley de las tierras», E. Appolis, «La question de la vaine páture en Languedoc au xvme siécle», en Armales Historiques de la Révolution Frangaise, 1938. Así pues, el me14. — BLOCH

diodfa, con sus campos irregulares, no es "individualista". «Es, por otra parte, igualmente instructivo constatar con qué obstinación, tras las me­ didas restrictivas tomadas en el curso del siglo xvm, gran número de pueblos continuaron manteniendo, de hecho, la antigua costumbre» (1941, pp. 109-110). A r ado y t é c n ic a s a g r íc o l a s (p. 15 0)

«El estudio del instrumento de labranza y de sus diversas formas se sitúa naturalmente en el meollo de toda historia seria de la técnica agrí­ cola.» Desde la redacción de la Historia rural, tres trabajos importantes sobre el arado: J. B. Passmore, The English plough, Oxford, 1930, H. Stigum, «Plogen», en Bitrag til Bondesamfundéis Historie, Oslo y París, 1933, I, pp. 74-166, y sobre todo P. Leser, Entstehung tind Verbreitung des Pfltíges, Munster, 1931, amplio repertorio fundamental. En Francia, zona de «contacto entre civilizaciones rurales diversamente organizadas y armadas», se observa la oposición entre el arado sin ruedas (araire) y el arado montado sobre un eje delantero con ruedas (charrue). Esa «adapta­ ción de ruedas a la tierra», de considerable importancia, fue realizada por los habitantes de las «grandes estepas limosas», al norte de los Alpes y del Macizo Central. Hay otros problemas, referentes a la cuchilla y a la ver­ tedera, al uso del metal o de la madera y a la forma de la mancera. La vertedera cóncava apareció en Europa en el siglo x v ii i ; existía ya en Extremo Oriente, pero «no toda coincidencia es una imitación». El arado de ruedas, que cavaba mejor, pero era más duro de arrastrar, planteaba problemas de tiro y problemas sociales, pues a menudo los grandes tiros no podían formarse más que con la mutua ayuda de varios poseedores. «Se llega así a la pregunta de sí perfeccionamientos como el eje anterior con ruedas o la vertedera eran posibles fuera de comunidades animadas por un sólido espíritu colectivo, con tierras parceladas de un modo que permitie­ ra la unión de esfuerzos —y, por otra parte, tampoco puede decirse con exactitud, en los diferentes casos, en qué medida el progreso técnico fue un resultado o una causa.» El arado acentuó la oposición entre "labrado­ res", con ganado importante, y "trabajadores". «La técnica va siempre ligada a las más profundas realidades sociales.» Así ocurrió igualmente con los instrumentos de cultivo; donde las rastrojeras correspondían a la colectividad, por ejemplo, ésta abolía el uso de la guadaña, que corta mucho más bajo {1934, pp. 474-477). Igualmente, 1934, pp. 596-597. Sobre el arado y la forma de los campos, supra, pp. 180-183. Muy recien­ temente ha aparecido un volumen de primera importancia, A. G. Haudricourt, M. Jean Brunhes-Delamarre, L’homme et la charrue á travers le monde, 1955, con gran riqueza de ilustraciones.

Sobre la historia de las técnicas el compendio de A. P. Usher, A bistory of mechantcal inventions, Nueva York, 1929 (1931, pp. 278-279), es preferible a F. M. Feldhaus, Die Tecbnik der Antike und des Mittelalters, Potsdam, 1931, muy bien ilustrado, pero con lagunas de información; ignora, en particular, los capitales estudios del comandante Lefebvre des Noéttes sobre el tiro. Fueron expuestos en 1924 en un libro revelador, objeto de una segunda edición muy aumentada, Vattelage, le chevd de selle a travers les áges. Contribation a l’bistoire de l’esclavagei París, 1931, X vol. y 1 álbum con 457 grabados. Marc Bloch recuerda el gran al­ cance del descubrimiento de Lefebvre des Noéttes sobre las transformacio­ nes del tiro y la aparición de la herradura en la alta edad media. No obs­ tante, él no atribuye a esa revolución técnica la influencia que el autor considera que tiene sobre la desaparición de la esclavitud. «Cuando el tiro moderno hizo su aparición en Occidente, hacia el siglo x, la mano de obra servil había dejado de ocupar desde hacía ya mucho tiempo un lugar importante en la economía de los pueblos occidentales.» Por otra parte, a pesar de esa aparición, en diversas zonas mediterráneas, y en particular en España, la esclavitud se mantuvo (1932, pp. 482-484). Marc Bloch subrayó la aportación de la estepa eurasiática, exterior a Roma y la Germania, a esa evolución, «Les techniques, l’histoire et la vie. Note sur un grand probléme d’influences», 1936, pp. 513-515, introducción a A.-G. Haudricourt, «De Torigine de I’attelage moderne», 1936, pp. 515522, donde habla especialmente del arado, artículo completado y rectifi­ cado por «Lumiéres sur l’attelage moderne», II, 1945, pp. 117-119. Del mismo autor, en los Annales, penetrantes estudios: «L’origine de la duga», la pieza de madera curva que une los dos varales en el arnés ruso del caballo, 1940, p. 34, «Contribution á I’étude du moteur humain», 1940, pp. 131-132, «Ce que peuvent nous apprendre les mots voyageurs», para la historia de las técnicas, según que el nombre de un objeto corriente sea antiguo o de reciente introducción en una lengua, I, 1942, pp. 25-30, y «Moteurs animés en agriculture», en Revue de Botanique Appliquée, 1940 (L. Febvre, II, 1942, pp, 56-59). L. Febvre, «Attelage et manque d’attelage», 1940, p. 33. La exposición Les Travaux et les Jours dans l’Ancíenne France, organi­ zada en la Biblioteca Nacional en junio-agosto de 1939, bajo los auspicios de las Cámaras de Agricultura, para el IVo centenario de Olivier de Serres, había reunido una selección sin precedentes de «testimonios iconográficos sobre la vida campesina hasta finales del siglo xvi. Para la historia de las técnicas, en particular, se trata de una colección de materiales de valor verdaderamente inapreciables». El catálogo elaborado por E. A. van Moé y R. Brun, con introducción de Marc Bloch, constituye un «repertorio cien­ tífico de duradero valor; véanse, especialmente, las indicaciones de M. van

Moe sobre los arados». Las fotografías fueron depositadas en el Musée des Arts et Tradítíons Populaíres, que había prestado su ayuda (1939, pp. 447-448). Marc Bloch, no obstante, aconseja prudencia, recordando dos trampas del documento iconográfico: el plagio y el esquematismo. Por fortuna, nuestras más abundantes recopilaciones de iluminaciones rurales datan de los siglos xiv y xv, muy realistas (Catálogo de esa exposición, pp. 2-3). Encuesta iniciada en 1938 en la revista Folklore Paysan por Ch. Pa­ raln sobre los procedimientos de trilla de cereales (1940, p. 158).

Capítulo 3

EL SEÑORÍO HASTA LA CRISIS DE LOS SIGLOS XIV Y XV

1. E l

s e ñ o r í o d e l a a l t a e d a d m e d ia y su s o r í g e n e s

Todo estudio del señorío debe tomar su punto de partida en la alta edad media. No es que la institución misma no se remonte a un pasado mucho más remoto; en su momento, trataremos de defi­ nir esas lejanas raíces. Pero en los siglos vm y ix, por primera vez, la relativa abundancia de documentos —cartas, textos legislativos y, sobre todo, esos valiosos inventarios señoriales que se ha tomado por costumbre llamar polípticos— permite una descripción de con­ junto que sería vano intentar dar para una época más temprana. El suelo de la Galia franca se nos presenta fraccionado en muy gran número de señoríos. En general, éstos eran llamados entonces villae, aunque esa palabra empezara ya a convertir su sentido en el de lugar habitado. ¿Qué era, en esa época, un señorío, una villa?; en el espacio, era un territorio organizado de tal modo que gran parte de los beneficios de la tierra revirtieran, directa o indirecta­ mente en un solo dueño, y humanamente era un grupo que obede­ cía a un solo jefe. La tierra del señorío se divide en dos partes, claramente dife­ renciadas pero unidas por lazos de interdependencia extremadamente estrechos. Por una parte, una gran explotación, explotada directa­ mente por el señor o sus representantes; es lo que, en el latín de la época, se llamaba generalmente mansus indominicatus o, más tarde,

en francés, domaine; nosotros hablaremos de dominio, o también de reserva señorial. Por otra parte, un número bastante elevado de pequeñas o medianas explotaciones cuyos detentadores deben al se­ ñor diversas prestaciones y, sobre todo, contribuyen al trabajo de la reserva; los historiadores, sirviéndose de una palabra del derecho medieval posterior, las llaman tenencias (tenares). La coexistencia en un mismo organismo de esa gran explotación y de esas otras me­ dianas es, desde el punto de vista económico, el carácter fundamen­ tal de la institución. Dirijamos primero la mirada a la reserva. Se trata de viviendas y edificios de explotación, huertos, Iandas y bosques, pero sobre todo de campos, prados y viñas: es esencialmente un dominio agrícola. ¿Es todo ello de una sola pieza? Bien se adivina que no tenemos mapas. Pero donde los textos dejan traslucir alguna claridad adver­ timos que las tierras de labor de la reserva están normalmente divi­ didas en varios «campos», en varias «coutures», más o menos entre­ mezcladas con los bienes de los tenedores. Ahora bien, esas parcelas, aunque de superficie muy variable según los casos — en promedio, en Verriéres (Parisis), hasta 89 hectáreas, en Neuillay (Berry), 5 hectáreas y y en Anthenay, en la región de Reims, menos de una hectárea— ,J son por regla general, incluso en la zona de campos abiertos y alargados, mucho más extensas que las que componen las tenencias. Al tener más tierras, el señor escapa en cierta medida a la ley de la fragmentación, hecha para pequeños y medianos ocu­ pantes que poco a poco han hecho avanzar sus surcos, con la preo­ cupación de igualar sus posibilidades. Porque, ordinariamente, la reserva es muy extensa. Dejemos a un lado casas, bosques y yermos. De la tierra cultivada, ¿qué parte corresponde al dominio y cuál a las tenencias? La cuestión es capital: según se resuelva en uno u otro sentido, la propia naturaleza del organismo señorial variará total­ mente. Es también una cuestión muy dificultosa, por la penuria y la oscuridad de los datos estadísticos. Había además, probablemente, 1. Cf. L. Halphen, Études critiques sur Vbistoire de Charlemagne, 1921, pp. 260*261. Sobre Anthenay, B. Guérard, Volyptyque de l ’abbaye de Saint' Rémi de Reims, 1853; desgraciadamente, ahí las medidas se indican en mappae, que según parece fueron de magnitud variable según los lugares; es seguro, no obstante, que no hay ningún cálculo que pueda darnos más de una hectárea.

diferencias, muy graneles, no sólo entre un lugar y otro, sino también entre las diversas categorías de señoríos. Las grandes fortunas rústi* cas son las únicas de las que los documentos nos dan una idea un poco precisa. Incluso ciñéndonos a ellas, hay que renunciar a com­ poner nada que pase de un orden de magnitud. La imagen que, sin demasiado riesgo de error, podemos hacernos de los campos señoria­ les en las tierras del rey, de la alta aristocracia y de las principales iglesias abarca de una cuarta parte, aproximadamente, a la mitad del total de los cultivos, con una superficie, a veces, de varios cente­ nares de hectáreas. Nos encontramos, pues, ante un tipo de explotación grande, o incluso muy grande. Para sacarle provecho era necesaria una mano de obra bastante abundante, ¿de dónde podía obtenerla el señor? Tres sistemas, en principio, podían procurársela, y de hecho se la procuraban, aunque en proporciones extremadamente variables: el trabajo asalariado, la esclavitud y la corvea a que estaban obligados los tenedores. Dentro del trabajo asalariado, a su vez, pueden considerarse dos tipos. O bien el que lo emplea remunera al trabajador mediante un salario fijo, en dinero o en especie, o bien lo acoge en su casa y toma a su cargo los gastos necesarios para su manutención o incluso para su vestido, y en caso de añadirse a ello el pago de una cantidad de dinero, ésta no aparece más que como complemento. El primer procedimiento, hoy constante en la gran industria, permite cierta agilidad en el empleo de la mano de obra; es adecuado para ocupa­ ciones transitorias y favorece la libre renovación del personal; ade­ más, cuando comporta un pago en numerario, exige, evidentemente, una economía basada en gran medida en la moneda y los intercam­ bios. El segundo, en uso aún hoy en la agricultura, supone más estabilidad y una circulación de bienes menos intensa. La alta edad media, por mucho que se haya dicho, conoció el empleo retribuido de mano de obra en sus dos formas, en las re­ servas señoriales. Eran verdaderos asalariados, aquellos trabajadores empleados por los monjes de Corbie en sus huertos, en la cava de los arriates durante el otoño, en los plantíos de la primavera y en la escarda del verano, mediante el pago de algunos panes, algunos moyos de cerveza, algunas legumbres y también algunos dineros. También lo eran aquellos campesinos llegados de regiones asoladas que, según el testimonio de un capitular de Carlos el Calvo, se empleaban para

las vendimias.2 Ocupaciones, en uno y otro caso, temporeras, que durante un espacio de tiempo bastante breve exigían un brusco in­ cremento del trabajo aplicado. La existencia de esos obreros tempo­ reros demuestra mayor movilidad de la población rural que la que a veces se imagina y una cierta superabundancia de mano de obra, que se explica por los raquíticos cultivos de la época. Pero, en los grandes dominios señoriales, el trabajo asalariado no jugó nunca más que un papel de complemento excepcional y pasajero. También en todas las épocas de la edad media, y especialmente en la Galia franca, hubo trabajadores que vivían a expensas del amo, que recibían de él la «prebenda», la «propende» del francés medie­ val (praebendam); eran, en una palabra, por hablar como los viejos textos, los «prebenderos». Pero, entre ellos, sólo los hombres libres merecen el nombre de asalariados, pues el esclavo, aunque alimen­ tado también por el amo, ocupa una posición totalmente diferente. Ahora bien, en el período franco había aún esclavos, y entre los «pre­ benderos» a los que hacen referencia documentos bastante numero­ sos —se trata sobre todo de reglamentos referentes a las distribu­ ciones alimenticias, mucho más preocupados por fijar las raciones que por entrar en el análisis de las condiciones sociales— es a menudo difícil distinguir las diversas condiciones jurídicas. Es posible, no obstante, que entre la gente entremezclada y a menudo bastante turbulenta que recibía la prebenda de manos de los mayordomos se­ ñoriales, junto a esclavos, artesanos libres, hombres de armas y va­ sallos figuraran algunos mozos de labranza o algunas criadas cuya presencia era voluntaria. Pero no en número suficiente, eso es se­ guro, para el cultivo de las enormes explotaciones. ¿Y los esclavos? También ahí se impone una distinción. Hay dos modos distintos de emplear al esclavo en los campos: como mozo, trabajando en la explotación del amo en tareas fijadas cada día por éste o por su re­ presentante, o bien asignándole un pedazo de tierra cuyo cultivo se le confía por entero y cuyos beneficios, según las diversas modalida­ des, son compartidos entre el amo y él. En ese segundo caso el escla­ vo es, en realidad, un tenedor; si además realiza un trabajo en la 2, «Statuts», ed. Leviílain, en Le Moyen-Age, 1900, p. 361, cf. p, 359. Capitularía, t. II, n.° 273, c. 31.

reserva, ese trabajo será una corvea. Quedan los esclavos «prebenderos». En el mundo romano había habido grandes explotaciones cultiva­ das únicamente por equipos de esclavos, con un sistema muy semejante al que, muchos siglos más tarde, había de practicarse en las plantacio­ nes de la América tropical. Pero desde el final del Imperio, ese método, cuyo uso, indudablemente, nunca había sido general, había sido aban­ donado progresivamente. Razones a la vez materiales y psicológicas explican ese abandono. Un régimen semejante suponía una mano de obra servil abundante y — lo que naturalmente acompaña a la abun­ dancia— barata. Los agrónomos habían ya observado que por equipos el esclavo trabaja mal, que hacen falta muchos para hacer poco tra­ bajo, Además, cuando un esclavo muere o cae enfermo es un capi­ tal que se pierde y se impone su sustitución. Para ello no puede es­ perarse gran cosa de los nacimientos dentro del propio dominio, pues Ja experiencia demuestra que la cría del ganado humano es de lo más difícil de conseguir. Así pues, ordinariamente, es preciso com­ prar al sustituto, y si el precio es elevado la pérdida se hace particu­ larmente gravosa. Eran las guerras, las guerras con éxito, las razzias en tierra bárbara, lo que alimentaba los mercados de esclavos, pero hacia el final del Imperio, con éste reducido a la defensiva y poco a poco llevado a la derrota, la mercancía servil se hizo escasa, y cara. El esclavo tenedor, en cambio, trabaja mejor, por lo menos en su tenencia, porque en parte trabaja para sí y, como vive en familias constituidas y que apenas corren riesgo de dispersión, la mano de obra, en ese caso, se perpetúa por sí misma Y aún hay más. Una gran plantación es realmente una empresa capitalista, que exige un delicado equilibrio entre el capital-mano de obra y los productos, cuentas de ingresos y gastos difíciles de llevar y un control del tra­ bajo constante y eficaz; eran todas ellas cosas que el estado econó­ mico del mundo occidental y las condiciones de vida de la sociedad romana y luego romano bárbara fueron haciendo cada vez más difí­ ciles. La mayor parte de los esclavos, bajo los carolingios, eran tene­ dores, o, como se decía, estaban «casados» (casati), es decir, dota­ dos de una casa propia (casa) con los campos que de ella dependían. Eso los esclavos que quedaban, pues muchos habían sido emancipa­ dos, con la condición, precisamente, de continuar viviendo en la tenencia. No obstante, como en la época carolingia las fuentes de la escla­

vitud —sobre todo la guerra contra los infieles — distaban mucho de estar agotadas, y el comercio de la mercancía humana seguía teniendo una importancia bastante grande, en las reservas se veían aún algunos esclavos no «casados», constantemente a disposición del amo. Sus servicios, sin duda, no eran despreciables. Pero, evidentemente, su número era demasiado reducido para que, por sí solos, pudieran ase­ gurar el cultivo de los campos señoriales, o incluso contribuir no­ tablemente a él. Todo, en suma, nos lleva a la misma conclusión. Para su explotación, el dominio dependía de las corveas, o sea de las tenencias. Veamos, pues, lo que éstas eran. Formémonos la imagen de unas pequeñas explotaciones, en núme­ ro muy variable según los casos. Unas están próximas a la reserva, unos campos junto a otros, y las casas de sus ocupantes lindan con la gran «cour» —a veces ya el castillo— donde viven el señor y su servidumbre. En otros casos la distancia es mayor; ocurre que el azar de los donativos, de los repartos, de las compras y de los con­ tratos generadores de relaciones de dependencia ligan a un mansus indominicatus tenencias que esparcen sus parcelas por tierras bas­ tante alejadas, a veces a una buena jornada de camino. De igual modo, no es nada raro que dentro de un mismo pueblo y de su térmi­ no diversos señoríos entremezclen sus dominios y los bienes dé sus tenedores. Evitemos formarnos una imagen demasiado regular de esas sociedades; tanto en la localización geográfica de los derechos sobre la tierra como en su definición había en ellas muchas imbri­ caciones y mucha confusión. Aunque no todas, la mayor parte de esas tenencias forman, para la fiscalídad señorial, unidades fijas e indivisibles generalmente lla­ madas «mansos» (mansi),3 Los hombres que los ocupan y explotan pertenecen a condiciones en su origen muy diferentes. Para ceñirnos a lo esencial, se encuentran entre ellos esclavos (serví) y, en número mucho mayor, colonos. Estos últimos eran campesinos teóricamente libres, que la legislación del Bajo Imperio romano había fijado a la 3. Las necesidades de la exposición me obligarán a volver más lejos (ca­ pítulo^ 5), con más detalles, sobre la definición del manso y la clasificación de sus diversas categorías. Aquí no se encontrarán más indicaciones que las es­ trictamente necesarias para entender el señorío.

tierra hereditariamente. En la época carolingia la regla de la adscrip­ ción a la tierra apenas existía, pero los colonos permanecían fuerte­ mente sometidos a la sujeción señorial. Con ellos tendía a confun­ dirse a los libertos, antiguos esclavos que habían sido emancipados a cambio de obligaciones bastante estrictas. Otras categorías aumen­ taban aún más esa confusión jurídica. Además, la tierra misma tenía su propia condición, que no siempre correspondía a la del hombre. Se distinguían los mansos «libres» («ingenuiles», de hombres libres), los «serviles» y aún otros; cada clase de tenencias, en principio, es­ taba gravada de diferente modo. Pero ocurría con frecuencia que el manso libre, hecho primitivamente para eí colono, estuviera ahora ocupado por un esclavo, o que, inversamente, un colono viviera en un manso servil: eran las típicas discordancias de un sistema de jerarquización social en plena renovación. Esas clasificaciones tan complicadas tendían a perder cada vez más su valor práctico. Lo esen­ cial era que todos los tenedores se encontraban sometidos a la dependencia con respecto al señor; como entonces se decía, utili­ zando una expresión a la que toda la edad media dio muy pleno sentido, aquéllos eran «sus hombres». Damos ahí con una noción capital en la edad media en todos los ámbitos del pensamiento jurídico y que en ningún lugar actuó con más fuerza que en la estructura de la sociedad rural. Profunda­ mente tradícionalísta, puede decirse, con un poco de exageración, pero muy poco, que esa época vivió basándose en la idea de que lo que desde hace tiempo es, tiene por ello mismo derecho a existir, y es lo único que lo tiene. La tradición del grupo — su «costum­ bre»— era lo que regía su vida. Podría parecer en un primer momento ■ que un sistema tal tendría que oponerse a toda evolución. Nada de eso. La costumbre, en ocasiones, tomaba cuerpo en actas escritas, en decisiones de jurisprudencia e inventarios de señoríos establecidos por encuesta, pero en la mayor parte de los casos seguía siendo pura­ mente oral. ¿Se reconocía que tal institución había estado vigente desde siempre que «memoria de hombre» podía recordarlo?: se la tenía por válida. Pero la «memoria de hombre» es un instrumento singularmente imperfecto y maleable; sus facultades de olvido y, sobre todo, de deformación, son verdaderamente maravillosas. El resultado de la idea consuetudinaria fue mucho menos el de detener la vida que el de, transformando poco a poco los precedentes en derechos, legitimar multitud de abusos de fuerza, o de negligencias;

fue un arma de doble filo, que unas veces sirvió a los señores y otras a sus campesinos. El principio, cuando menos, que tenía las ventajas y los inconvenientes de una relativa agilidad, era evidentemente pre­ ferible a la pura arbitrariedad señorial. Bajo los carolingios, cuando la justicia pública tiene aún alguna actividad, la costumbre del se­ ñorío se ve invocada unas veces por el señor contra sus hombres y otras por los hombres contra su señor, y desde esa época su dominio se extiende, entre los tenedores, no sólo a los colonos, sino también a los esclavos.4 Uno de los principales resultados de su actuación fue el de dar en la práctica casi siempre un carácter hereditario a las tenencias. Los señores no tenían ningún motivo para oponerse a ese movi­ miento. Al dejar crearse innumerables precedentes, lo favorecieron. ¿Qué interés habrían tenido, ordinariamente, en retirar la explota­ ción paterna a los hijos del colono o el esclavo muertos? ¿Añadirla a la reserva?: ésta, cultivada gracias a las corveas de los tenedores, so pena de autodestruirse como valor agrícola, no podía incremen­ tarse indefinidamente. Además, a tierra sin hombres, jefe sin pres­ tigio. ¿Llamar a otro ocupante?: la población era demasiado poco densa y las tierras yermas demasiado abundantes para que una tierra desocupada no corriera el riesgo de un largo abandono. El hecho nuevo de la época franca no fue la perpetuidad de las tenencias libres, reconocida desde hacía tiempo, según todas las apariencias, por las costumbres de los pequeños grupos rurales, sino la extensión de esa regla tradicional a ios tenedores en su conjunto, incluso de condición servil. Nada sería más inexacto que ver en las relaciones entre el señor y sus hombres solamente su aspecto económico, por importante que éste sea. El señor es un jefe, y no sólo un director de empresa. Sobre sus tenedores ejerce un poder de mando, y ellos le propor­ cionan si es preciso su fuerza armada; como compensación, él ex­ tiende sobre el grupo su protección, su «mondebour». Imposible entrar aquí en el estudio, terriblemente complicado, de los derechos de justicia. Bastará con recordar que, desde la época franca, en teoría y más aún, sin duda, de hecho, era al tribunal señorial adonde se llevaba la mayor parte de las causas que afectaban a los dependientes.

4. Capitularía, t. II, n.° 297, c. 14.

Más de uno, sin duda, de los barones francos, o más tarde franceses, habría respondido sin pensarlo como aquél de las Highlands a quien le preguntaban cuánto le daba su tierra: «quinientos hombres».5 Desde el punto de vísta económico, el tenedor tiene para con el señor dos tipos de obligaciones: le paga unos censos y le presta unos servicios. Dentro del complejo conjunto constituido por los censos, no siempre es fácil distinguir el significado primero de cada uno de ellos. Unos son una especie de reconocimiento del derecho real su­ perior que el señor posee sobre la tierra, una especie de compensa­ ción por el disfrute que se le reconoce al tenedor. Otros, pagados por cabeza, son señal de la sujeción personal a la que están someti­ das ciertas categorías de dependientes. Otros son el precio de ciertos derechos anejos — de pasto, por ejemplo— concedidos a los peque­ ños explotadores. Hay, finalmente, otros que representan simple­ mente antiguos gravámenes de Estado que los señores han sabido aca­ parar en beneficio propio. Algunos son percibidos en proporción a la cosecha. Pero el caso no es muy frecuente. La mayor parte son fijos, y se pagan, a veces, en dinero o, casi siempre, en especie. Su peso, en conjunto, es grande, aunque menor que el de los servicios. En la época carolingía, el tenedor sufre menos su condición de deudor que la de corveable. Por lo esencial de su papel, se parece a esos busmend a los que el gran propietario noruego de hoy cede algunos pedazos de tierra a cambio de que presten su ayuda con sus brazos en la explotación principal. En el conjunto, Igualmente bastante confuso, de los servicios, dejando a un lado algunos casos menos interesantes —los acarreos, por ejemplo— , pueden distinguirse dos grupos verdaderamente ca­ racterísticos: los servicios de cultivo y los servicios de fabricación. Dentro del primer grupo, se impone una nueva división: trabajo a destajo, por un lado, trabajo a jornada, por otro. Por una parte, efectivamente, cada jefe de pequeña explotación recibe a cargo cierta extensión de tierra tomada del dominio, y al mismo tiempo, casi siempre, la simiente necesaria. Él es responsable del cultivo de esos campos. Sus beneficios van por entero al señor. Es el trabajo a des­ tajo. Por otra parte, él mismo debe al señor cierto número de jor­ 5, S. F. Grant, Every day lije in an oíd Higbland farm, 1924, p. 98.

nadas de trabajo (a veces se precisa más: tantas jornadas de labranza, tantas para la corta de los bosques, etc.). Cuestión de éste es dis­ poner de ese tiempo como mejor convenga a los intereses de la reserva. Jornadas de trabajo, muy bien; ¿pero cuántas? Ahí estaba la cues­ tión vital. El peso de la corvea variaba según los señoríos, y, dentro de cada uno de ellos, según la condición jurídica de los campesinos, o de sus mansos. Ocurría a veces que la costumbre no hubiera pues­ to a ese respecto ningún límite a la arbitrariedad señorial, por lo menos que estuviera oficialmente aceptado: el tenedor «hace jorna­ das cuando ello es necesario», «cuando recibe orden de hacerlo». En los mansos libres el caso se presentaba algunas veces. En los mansos serviles era frecuente, como resto, sin duda, de los hábitos de la esclavitud, ¿pues no estaba el esclavo, por definición, cons­ tantemente a disposición del amo? En otros lugares la tradición fijaba expresamente el número de jornadas. Era por lo general muy considerable. Tres días por semana: ésa era la proporción más ex­ tendida. A menudo era todavía superior, bien en ciertas épocas, como la de la cosecha, bien, incluso, durante todo el año. ¿De dónde sa­ caban el tiempo los campesinos para cultivar sus propias tierras? Las cifras, no lo olvidemos, se dan, no por individuo, sino por tenencia —en general, por «manso»— . En cada una de esas unidades agra­ rias vivía por lo menos una familia, y a veces más. Uno de los hom­ bres del grupo, durante gran parte de la semana, permanecía des­ tacado al servicio del señor, a veces acompañado obligatoriamente, para los grandes trabajos de temporada, por uno o dos «obreros» de más; pero sus compañeros trabajaban en los campos de la pequeña explotación. No deja de ser cierto que semejante sistema ponía en manos de quien gobernaba el dominio una mano de obra muy con­ siderable.6 Eso no era todo. Al señor, los campesinos, o por lo menos al­ gunos de ellos, tenían que entregarle cada año un número fijo de productos fabricados: objetos de madera, tejidos, vestidos e incluso, 6. Aunque obligatorio, el trabajo de la corvea no siempre era absoluta­ mente gratuito; a veces comportaba el deber por parte del señor de alimentar a los campesinos. Ejemplo: «Polyptvquc de Saint-Maur des Fossés», c. 10, en B. Guérard, Polypiyque de l’ahbé Irminon, t. II. 1844. Numerosos ejemplos posteriores.

en, ciertos mansos en los que se perpetuaban de padres a hijos los procedimientos de un oficio cualificado, útiles de metal. A veces la materia prima, al igual que el trabajo, corría a cargo del tenedor, y así debía ser ordinariamente cuando era la madera. Pero cuando se trataba de tejidos, a menudo era el señor quien proporcionaba los materiales: el campesino o su mujer no ponían más que su tiempo, su esfuerzo y su destreza. La labor era realizada, bien a domicilio, bien, con objeto de evitar desperdicios y robos — aunque esa obli­ gación verdaderamente servil no recayera más que en los esclavos «casados», con exclusión de los colonos— , en un taller señorial, que, incluso cuando había hombres, era llamado, con un nombre ya fa­ miliar en el Bajo Imperio, «gineceo». Así pues, la tenencia estaba tan bien concebida como fuente de mano de obra que, en ese sentido, tanto como de la agricultura, era empleada también al servicio de la producción industrial En ese aspecto, puede definirse el señorío como una enorme empresa, a la vez agraria y manufacturera — aun­ que sobre todo agraria— , en la que el salario quedaba sustituido generalmente por asignaciones de tierras. Ese señorío de la época franca, ¿era una institución reciente, nacida de condiciones sociales y políticas nuevas?; ¿o bien era un antiguo modo de agrupación, profundamente arraigado en los hábi­ tos rurales? La respuesta es mucho más difícil de lo que podría de­ searse. ¿Nos damos bien cuenta siempre de la profunda ignorancia en que nos encontramos con respecto a la vida social de la Galia romana, sobre todo durante los tres primeros siglos de nuestra era? Diversas consideraciones, no obstante, nos inclinan a ver en el se­ ñorío medieval la continuación directa de usos que se remontan a una época muy temprana, cuando menos céltica. César nos representa a los pueblos de la Galia dominados casi en todas partes por los grandes. Esos individuos poderosos son al mismo tiempo los ricos. Sin duda el grueso de sus recursos los ob­ tenían de la tierra, ¿Pero cómo? Difícilmente se les puede atribuir la dirección de grandes explotaciones, con el trabajo de grupos de esclavos. Su fuerza se nos presenta basada ante todo en «clientes», sometidos, pero de origen libre. Esos hombres dependientes eran evi­ dentemente demasiado numerosos para vivir todos en la casa del amo, y como no pueden imaginarse concentrados en las ciudades,

escasas y medianamente pobladas, es preciso que fueran en su mayor parte hombres del campo. Todo lleva a representarse a la nobleza de la Galia como una clase de jefes de pueblos, que obtenían el grueso de sus ingresos de las prestaciones de campesinos situados bajo su autoridad. ¿No nos dice César, accidentalmente, que el Cadurque Lucter tenía, en su «clientela», a Uxellodunum, que era un burgo fortificado y casi una ciudad? ¿Cómo creer que otras aglo­ meraciones, ya puramente rurales, no fueran, también, «clientes»? Quizá — pero eso no es más que una conjetura— ese régimen tenía su origen en un antiguo sistema tribal; el ejemplo de las sociedades célticas no romanizadas, tal como en plena edad media puede obser­ varse en el País de Gales, parece mostrar realmente un paso bastante sencillo del jefe de tribu o de clan al señor. Tras la fachada romana, en un Imperio en el que por todas partes se encontraban, en la explotación de ks tierras, modos de organiza­ ción análogos, esas instituciones, en lo esencial, probablemente se mantuvieron. Tuvieron que adaptarse, claro está, a las nuevas con­ diciones del derecho y de la economía. La abundancia de esclavos, al principio, llevó sin duda a la creación de grandes reservas seño­ riales. Pero no es seguro en absoluto que la época céltica las cono­ ciera muy importantes. El ejemplo del País de Gales, una vez más, demuestra que la existencia de un dominio, o en cualquier caso de un dominio extenso, no es indispensable para el funcionamiento de un régimen de «clientela» rústica; los ingresos del jefe pueden proce­ der única o principalmente de las prestaciones proporcionadas por sus campesinos. La esclavitud, por el contrario, invita a la gran ex­ plotación. Más tarde, cuando la mano de obra servil se hizo más escasa, como las reservas estaban allí y sus poseedores no tenían intención de privarse de ellas, fueron reclamadas a los tenedores corveas más fuertes que en el pasado, bien en lugar de ciertos cen­ sos, bien además de las antiguas cargas.7 En el Imperio la aristo­ cracia terrateniente era poderosa, y podía exigir mucho a sus hom­ bres. No obstante, ya en el mundo romano — igual en la Galia, 7. En el Alto Imperio parece que en las villac las corveas eran escasas, pero como de costumbre carecemos de datos precisos sobre la Galia: ¡cuánta no sería la luz que arrojaría sobre nuestra historia agraria el descubrimiento, aquí, de tina inscripción comparable a las de los grandes saltus africanosi Cf. H. Gummerus, «Die Fronden der Kolonen», en Oefversigt af Vinska Vetenskapssocietetens Fórbandlingar, 1907-1908.

probablemente, que en los demás sitios— , cada señorío rural, en principio, tenía su ley, que era su costumbre: comuetudo praediL8 Sobre esa antigüedad del régimen señorial, en nuestras tierras, el lenguaje proporciona sorprendentes pruebas. Está, para empezar, la toponimia. Muchos de los nombres de nuestros pueblos franceses están formados por un nombre de persona al que se añade un sufijo que designa la pertenencia. Entre los nombres de varón que forman parte de esos compuestos, como hemos visto, hay algunos germáni­ cos. Pero otros, en mayor cantidad — con sufijos diferentes— son más antiguos: son celtas o romanos. Estos últimos, claro está, des­ provistos de todo alcance étnico, atestiguan simplemente el uso, ge­ neral tras la conquista, de la onomástica de los conquistadores. De Bren nos, por ejemplo, que es nombre galo, salió Brennacumi de don­ de hemos sacado Berny o Brenac; de Floras, que es latino, Floriacum, que, entre otros topónimos, ha dado Fleury y Florac. El hecho no es específicamente francés: muchos pueblos italianos, por no referirse más que a ellos, han conservado igualmente a través de los tiempos el recuerdo de primitivos epónimos. Pero, por lo menos en la me­ dida en que permite advertirlo el actual estado de las investigaciones comparativas, en ningún lugar ese uso fue tan extendido y tenaz como en la Galia, ¿Y de quién habrían podido tomar sus nombres tantos lugares habitados, si no es de jefes o de señores? Pero hay más. Mientras que en las lenguas germánicas los sustantivos comu­ nes que sirven para designar el centro de hábitat rural hacen refe­ rencia a los cercados que lo rodean (totvn o lownship), o bien, en la medida en que puede arriesgarse a ese respecto una explicación, se refieren simplemente a la idea de una reunión de hombres (dorf), el galorromano recurrió, con el mismo objeto, al término que en el latín clásico se aplicaba a la gran propiedad (incluidos a la vez, por regla general, un dominio y sus tenencias) y en suma ai señorío: villa, del que hemos hecho «ville» y luego, mucho más tarde, con un sufijo diminutivo destinado a marcar la diferencia entre las gran­ des aglomeraciones urbanas (para las que desde entonces se reservó «ville») y las pequeñas, «víllage». ¿Cómo dar más a conocer que la mayoría de los pueblos habían tenido, originariamente, un señor? 8. Fustel de Coulanges, Recherches, 1885, p, 125, Cf. la inscripción de Henchir-Mettich, C.I.L,, t. VIII, n,° 25902, ex consuetudine Manciane. 15. — BLOCH

Debe admitirse, creo yo, que a través de muchas vicisitudes y, claro está, de desposesiones, los señores medievales eran, por mediación de los amos de las villae romanas, los auténticos herederos de los antiguos jefes de pueblos galos. Pero, en la época franca, ¿cubrían los señoríos toda la Galia? Muy probablemente no. Según todas las apariencias, había aún pe­ queños explotadores libres de todo censo y de todo servicio — salvo, claro está, para con el rey y sus representantes— , y sometidos única­ mente, en el cultivo de sus tierras, al menos en gran número de lugares, a las obligaciones colectivas, fundamento de la vida agraria, Esas gentes vivían, bien en pueblos propios, bien mezclados con los tenedores de las villae, en las mismas aglomeraciones y las mismas tierras. Pequeños propietarios de ese tipo los había habido siempre en el mundo romano, aunque quizás en la Galia, desde mucho tiem­ po atrás dominada por las «clientelas» rurales, estuvieran en menor número que, por ejemplo, en Italia. Sin duda, tras las invasiones, su número se incrementó con parte de los germanos recién estable­ cidos en tierra gala. No es que todos los bárbaros, ni siquiera la ma­ yoría de ellos, probablemente, vivieran al margen de la organización señorial. Ya en su primera patria — Tácito nos da testimonio de ello— tenían la costumbre de obedecer y hacer «donaciones» — en­ tiéndase prestaciones— a los jefes de los pueblos, no lejos de con­ vertirse en señores. Nos es absolutamente imposible cifrar, ni si­ quiera aproximadamente, dentro del conjunto de la población, la proporción de esos poseedores de «alodios» campesinos (se llamaba ya alodio durante la alta edad media, y no dejará ya de llamarse con ese nombre, la tierra sobre la que no gravita ningún derecho real superior). En cambio, lo que se ve claramente es la perpetua ame­ naza que pesaba sobre su independencia, y ello en virtud de un estado de cosas que se remontaba, cuando menos, a los últimos tiempos del Imperio romano. Las constantes turbaciones, los hábitos de violencia, la necesidad que todos tenían de buscar la protección de alguien más poderoso que ellos y los abusos de poder que per­ mitía la inexistencia del Estado y que tan fácilmente legitimaba la costumbre, tenían por consecuencia introducir en los lazos de la sumisión señorial, de grado o por fuerza, a un número cada vez mayor de campesinos. El señorío era muy anterior a la época franca, pero entonces se extendió como mancha de aceite.

2. D e GRAN PROPIETARIO A RENTISTA DE LA TIERRA

Situémonos ahora hacia el año 1200, en la Francia de Felipe Augusto. ¿En qué se ha convertido el señorío? Desde el primer vistazo, observamos que el mundo rural no ha dejado de dominarlo. En ciertos aspectos, parece más fuerte y más omnipresente que nunca. En algún que otro lugar, por ejemplo en Hainaut, se encuentran aún alodios campesinos; son muy pocos, y sus poseedores, aunque exentos de censos sobre la tierra, están muy lejos de escapar totalmente a la influencia señorial. Por más que tengan sus alodios, no dejan a veces de quedar atados a un señor por los lazos de la servidumbre, que, sin afectar a la tierra, como ve­ remos, tienen muy cogido al hombre. En casi todas partes, los tribunales de los que dependen son los de los señores vecinos. Porque los señores han acaparado la justicia. No es que no que­ den aún mucho más que huellas de las jurisdicciones de derecho pú­ blico vigentes en la época anterior. La distinción, fundamental en el Estado carolingio, entre las «causas mayores», reservadas al conde •— entonces funcionario real— , y las «causas menores», dejadas en manos de oficiales de orden inferior o de ciertos señores, todavía se mantiene, más o menos transformada pero aún reconocible, en la oposición de la «alta justicia» (derecho a juzgar los procesos que implican la pena de muerte o que, como medio de prueba, usan del duelo) con la «baja», En gran número de tierra se reúnen aún las tres «audiencias generales» —las tres grandes asambleas judiciales anuales— regularizadas por la legislación de Carlomagno. En la Fran­ cia del norte por lo menos, los viejos jueces carolingios, los «escabinos», no han dejado de tener sus sesiones. Pero, como consecuencia .de las concesiones —las «inmunidades»— concedidas en masa por los reyes, por el juego de la herencia de los cargos, que ha conver­ tido en jefes inamovibles a los descendientes de los antiguos fun­ cionarios, y a causa, finalmente, de multitud de abusos de poder y de usurpaciones, esas instituciones de Estado han escapado al control del Estado. Señores son quienes, en virtud de un derecho que se hereda, que se cede o se compra, nombran a Jos escabínos o convo­ can las audiencias.9 La alta justicia es igualmente privilegio heredi9. Sucedió en los siglos xu y xm que los habitantes de muchas ciudades e incluso de ciertos pueblos consiguieran el derecho a nombrar a los esca-

tarío y alienable de gran número de señores, que lo ejercen en sus tierras y a veces también en tierras vecinas cuyos amos se han visto menos favorecidos, sin ningún control del soberano. Finalmente, la baja justicia y la justicia rústica (es decir, el juicio de los pequeños delitos y el de las causas referentes a las tenencias) corresponden, en cada señorío, al propio señor, o por lo menos al tribunal que él compone» convoca y preside — él mismo o a través de su represen­ tante— y cuyas sentencias hace ejecutar. A diferencia de Inglaterra, donde, en forma de tribunales de condado y a veces de «centena», se conservan los antiguos tribunales populares del derecho germáni­ co, y a diferencia también de Alemania, donde hasta el siglo xm el soberano conserva el derecho, al menos teórico, a investir direc­ tamente a los administradores de la alta justicia, y donde los tribu­ nales de hombres libres no han desaparecido del todo, en Francia la justicia es cosa de los señores. Y, en el momento en que nos encontramos, el esfuerzo de los reyes por recuperarla, por medios cuyos detalles no interesan aquí, no hace más que empezar a tomar forma, mucho más tímidamente que en Inglaterra. En manos de los señores, el ejercicio casi sin restricciones de los derechos de justicia les ha proporcionado un arma de explotación económica infinitamente temible. Refuerza su poder de mando, lo que la lengua de la época, usando una vieja palabra germánica que pre­ cisamente quería decir «orden», llama su «han». «Podéis obligarnos a observar esos reglamentos» (los del horno), reconocen en 1246 los habitantes de un pueblo rosellonés, dirigiéndose a los Templarios, amos del lugar, «así como un señor puede y debe obligar a sus sujetos». Todavía hacia 1319 el representante de un señor de la Picardía le pide a un campesino que vaya a cortar madera; no es una corvea, pues el trabajo íiabrá de ser remunerado con tarifa de «obrero». El hombre se niega. El tribunal señorial le impone en­ tonces una multa: ha «desobedecido».10 Entre las múltiples aplicacio­ nes de esa disciplina, una de las mas significativas y, en la práctica,

binos o a participar en su designación. Pero eso fue resultado de un movimien­ to, nuevo, hada la autonomía de los grupos. 10. B. Alart, Priviléges et titres... du Roussillón, t. I, p. 185; A. J. Marnier, Anden Coutumier tnédit de Picardie, 1840, p. 70, n.° LXXIX.

de las más importantes, fue la formación de los monopolios se­ ñoriales. En la época carolingia, el dominio incluía frecuentemente un molino de agua (el molino de viento todavía no se había extendido por Occidente). Sin duda, los habitantes de los mansos llevaban su grano allí bastante a menudo, de lo cual el señor obtenía apreciables beneficios. Nada Índica, no obstante, que estuvieran obligados a ello. Probablemente muchos utilizaban, a domicilio, las antiguas muelas manuales. A partir del siglo x, gran número de señores sacaron par­ tido de su derecho de coerción para obligar a usar su molino •— pa­ gando, claro está— a todos los hombres de su tierra, e incluso a veces, cuando su jurisdicción o su poder de hecho se extendían a otros señoríos más débiles, a los hombres de las tierras vecinas. Esa con­ centración fue acompañada por un progreso técnico, la sustitución definitiva del esfuerzo del hombre o de los animales por la fuerza hidráulica. Quizás ese perfeccionamiento contribuyó a la referida concentración, pues el molino de agua supone necesariamente una instalación común a todo un grupo, y, por otra parte, el propio río o el arroyo eran a menudo de propiedad dominical. Lo que sobre todo ocurrió fue que la concentración sirvió a ese perfeccionamiento: sin una orden venida de arriba, ¿cuánto tiempo no habrían seguido fieles los campesinos a las muelas domésticas? Pero ni la evolución del utillaje ni los derechos del señor sobre las aguas corrientes fue­ ron los factores decisivos de ese fortalecimiento de la explotación señorial; porque si bien la «jurisdicción» (han) del molino —y el propio término es característico— realmente parece que fue el más extendido de los monopolios señoriales, distó mucho de ser el único. Las otras formas no debieron nada ni a las modificaciones técnicas ni a la propiedad de las aguas. La «jurisdicción» (banalité) del horno fue casi tan general como la del molino. La de la prensa, en tierras de vino o de sidra, y la de la cervecería, tampoco lo fueron mucho menos. Frecuentemente, a los cultivadores deseosos de incrementar sus rebaños se les impuso recurrir al toro o al verraco jurisdiccional. En el mediodía, donde, ordinariamente, para separar el grano de la espiga, en lugar de tri­ llarla con el mayal, se hacía pisar por caballos, muchos señores pro­ hibían a los tenedores emplear en ese trabajo más animales que los de los establos dominicales, alquilados a buen precio. Bastante a menudo, finalmente, el monopolio tomaba una forma más exorbi­

tante aún; el señor se reservaba el derecho a vender sólo él tal o cual producto, ordinariamente el vino, algunas semanas al año: era el «banvin». No fue Francia, desde luego, el único país que vio desarrollarse esas coerciones. Inglaterra conoció la del molino y la venta mo­ nopolizada e incluso la compra forzosa de cerveza, y Alemania casi todos los monopolios que se crearon en nuestro país. Pero fue en Francia donde el sistema alcanzó su apogeo; en ningún lugar se extendió a mayor número de señoríos ni, en cada uno, a formas más diversas de la actividad económica. Fue consecuencia, sin duda alguna, de la mayor autoridad que proporcionó a los señores su po­ der casi absoluto sobre los tribunales. Con muy segura intuición, los juristas, cuando en el siglo xm empezaron a poner en teoría el estado social, estuvieron de acuerdo — en formas variables según los autores y los tipos— en ligar las banalités con la organización de las justicias. El derecho a juzgar había sido el más firme apoyo del derecho a ordenar.11 Independientemente de las obligaciones jurisdiccionales, los anti­ guos censos, en lo esencial, se mantuvieron, con una infinita variedad de detalle, que se explica por la acción de las costumbres locales y el juego de los precedentes, de los olvidos y los golpes de fuerza, Pero, junto a ellos, se introdujeron dos nuevas cargas: el diezmo y la talla.12 El diezmo, en verdad, era una institución ya antigua. El hecho nuevo fue su acaparamiento por parte de los señores. Dando fuerza de ley a una vieja prescripción mosaica, de la que la doctrina cris­ tiana, desde hacía tiempo, pero sin la sanción del Estado, había hecho una obligación moral para sus adeptos, Pipino y Carlomagno habían decidido que todo fiel debería entregar a la Iglesia la décima parte 11. En virtud del mismo derecho de jurisdicción, el señor obligaba a veces a los habitantes a recurrir a ciertos artesanos —tales como los barberos o los herradores— a los que, mediante ciertas ventajas para sí, confería un verdadero monopolio: cf. P. Boissonnade, Essai sttr l’organisation du travaíl en Poitou, 1899, t. I, p. 367, n.° 2, y t. II, pp. 268 ss. 12. Sobre el diezmo, cf. los estudios jurídicos de P. Viard, 1909, 1912, 1914 y en Zeitschrift der Savigny-Stiftung, K. A., 1911 y 1913; Revue Historique, CLVI, 1927; sobre la talla, F. Lot, L’impót foncier ... sous le Bas-Em~ pire, 1928, y los estudios de Cari Stephenson mencionados en esta obra, p. 131; fácilmente se verá en qué puntos me separo yo de esos autores; cf. también Mém. de la Soc. de 1‘Histoire de Paris, 1911,

de sus ingresos, y en particular de sus cosechas. ¿A la Iglesia?, bien; pero, en la práctica, ¿a cuál de sus representantes? No habré de exponer aquí las soluciones intentadas por la legislación carolingia. Nos importa aquí únicamente el punto de llegada. Cómo, de hecho, los señores se encontraron muy temprano con que eran amos de las iglesias levantadas en sus tierras, cuyos servidores nombraban, y cómo se atribuyeron el grueso de los ingresos parroquiales, y espe­ cialmente los diezmos, o por lo menos la mayor parte de ellos. Llegó luego, a finales del siglo XI, ese gran impulso en favor de la inde­ pendencia de lo espiritual que se ha tomado por costumbre llamar reforma gregoriana. Sus jefes hicieron figurar en su programa la restitución de los diezmos al clero. Efectivamente, poco a poco, mu­ chos le fueron devueltos, a través de donativos piadosos o mediante su compra. Pero, por regla general, no fueron a parar a manos de los curas, ni tampoco, casi nunca, de los obispos. Las limosnas iban preferentemente para los capítulos y los monasterios, que tenían las santas reliquias y ofrecían a los donantes las plegarias de sus reli­ giosos. ¿Se trataba de comprarlos?: eran también esas ricas comu­ nidades las que más fácilmente encontraban los fondos necesarios. De modo que el resultado final del movimiento fue mucho menos el de quitar al diezmo su carácter señorial que el de hacer de él, sobre todo — aunque no exclusivamente, ni mucho menos— , el in­ greso típico de cierta categoría de señores. Los sacos de trigo, en lugar de dispersarse en manos de multitud de pequeños hidalgos o curas de parroquia, se acumularon a partir de entonces en los gra­ neros de algunos grandes diezmeros, que disponían de ellos en los mercados. Sin esa evolución, cuya curva se vio determinada por móvi­ les de orden religioso, ¿habrían encontrado con qué alimentarse las ciudades que tan intensamente se desarrollaron en los siglos x i i y x iii? En cuanto a la talla, expresaba elocuentemente la estrecha depen­ dencia en que el grupo de los tenedores se encontraba situado res­ pecto al señor. Es muy significativo uno de los nombres que, tanto como el de talla, servía para designar esa carga: la «ayuda». El señor, se pensaba corrientemente, tiene derecho, en toda circunstancia gra­ ve, a la asistencia de sus hombres. Ésta, según las necesidades, re­ viste formas diversas: ayuda militar, crédito en numerario o en sumi­ nistros, alojamiento del amo (el «yantar»), de su comitiva o de sus huéspedes, y finalmente, en caso de urgencia, prestación de una can­

tidad de dinero. De repente, el señor, cuyas disponibilidades no son nunca muy grandes — estamos en una época en la que la moneda es escasa y circula poco— , tiene que realizar un gasto excepcional: pa­ gar un rescate, dar una fiesta con motivo de armarse caballero un hijo o casarse una hija, pagar una subvención reclamada por un superior, como por ejemplo el rey o el Papa, reparar un castillo incendiado, construir un edificio o pagar el precio de la compra de unas tierras cuya adquisición es importante para redondear la for­ tuna rústica. Se vuelve , hacia sus inferiores y íes «pide» (la talla lleva a veces los finos nombres de «petición» o «queste»), es decir que, en la práctica, exige de ellos (de ahí el término de exactio que alterna con los anteriores) la ayuda de sus bolsas. Acude a todos sus inferiores, cualquiera que sea la categoría a la que pertenezcan. Sí tiene por debajo de él a otros señores que son sus «vasallos», llegado el caso, no desdeña en absoluto acudir a ellos. Pero, natu­ ralmente, son sobre todo los tenedores quienes soportan el peso de esas contribuciones. Primitivamente, pues, la talla no tuvo en ninguna parte periodicidad fija, y su importe fue siempre variable; es To~qüe~lbs“Tiistoriadores tienen por costumbre expresar diciendo que era arbitraria. Por esas mismas características, más incómoda debido a la imposibilidad en que se estaba para prever la fecha y el importe de las recaudaciones, y siendo como era imposible que quedara absorbida por la marcha normal de las exacciones marcadas por la costumbre, a causa de la irregularidad de los reintegros, du­ rante mucho tiempo se discydó su legitimidad, generó revueltas ru­ rales^ y, en el propio seno de ciertas comunidades eclesiásticas, fue censurada por los espíritus respetuosos del buen derecho, es decir, de la tradición. Luego, con la evolución económica general, las nece­ sidades de dinero de los señores se hicieron más frecuentes, y tam­ bién sus exigencias. Demasiado fuertes para dejarse embaucar inde­ finidamente, los vasallos, de ordinario, hicieron que se reconociera que no debían la talla más que en ciertos «casos», diferentemente fijados por los usos propios de cada grupo de vasallos o de cada región. Los campesinos eran menos capaces de resistencia: dentro del señorío, en casi todas partes, la talla .tendió a. hacerse anual. Su importe seguía siendo variable. En el curso del siglo xm , no obstante, el esfuerzo de las comunidades rurales, que por todas partes trataron entonces de regularizar y estabilizar las cargas, había de aplicarse a hacer invariable —con excepción, a veces, de ciertos

«casos» excepcionales— la cifra pagada cada año, había de dirigirse, como entonces se decía, a «abonner», a limitar esa cifra, a ponerle una borne, un límite. Hacia 1200 ese movimiento no hacía más que empezar. Limitada o no, la talla ponía en manos de los señores, en la Francia de los caperos — así como también en gran parte de Europa— , unos recursos mayores, valiosísimos y que habían faltado a sus antecesores de la época franca. La confusa complejidad de condiciones jurídicas que, en los se­ ñoríos de la alta edad media, caracterizaba a la población de tene­ dores, se debía ante todo al mantenimiento de categorías tradiciona­ les, a menudo más o menos caducas, que eran herencia de los di­ versos derechos (el romano y los germánicos) cuyas discordantes apor­ taciones se mezclaban en la sociedad carolingia. Los trastornos de los siglos siguientes, que, tanto en Francia como en Alemania —a diferencia de Italia e incluso de Inglaterra— , abolieron toda ense­ ñanza del derecho, todo estudio y toda aplicación consciente por parte de ios tribunales de los códigos romanos o las leyes bárbaras, trajeron consigo una gran simplificación.13 Así se ve a veces cómo las lenguas -— el inglés, por ejemplo, entre la conquista normanda y el siglo xiv— , cuando pierden su dignidad literaria y dejan de regirse por los gramáticos y los estilistas, reducen y a menudo ra­ cionalizan sus procedimientos de clasificación. Si se dejan de lado algunas supervivencias, de Jas que se encuentran a lo largo de toda evolución, puede decirse que en Francia, en los siglos xi y x i i , todo tenedor, o, por emplear las palabras de la época, todo «villano» (habitante de la villa, antiguo nombre del señorío) es, o bien de condición «libre», o bien «siervo».14 13. Excepcionalmente, en algunas escuelas de Provenza siguió quizás enseñándose el derecho romano, pero sin mucha irradiación. El derecho canó­ nico, que siempre se enseñó, no afecta gran cosa a la estructura social. 14. Me baso aquí en investigaciones personales sobre la servidumbre; se encontrará indicación de los trabajos ya publicados en el último en fecha, Revue Historique, CLVII, 1928, p. 1. Sobre la esclavitud, cf. Anuales d’Histai­ re Économique, 1929, p. 91, y Revue de Synthése Historique, XLX, 1926, p. 96, y XLIII, 1927, p. 89; a las referencias indicadas en esos trabajos, añá­ dase R. Livi, La schiavitu domestica nei tempi di niezzo e nei moderni, Padua, 1928.

El villano libre no está ligado a su señor más que porque tiene en sus manos una tenencia suya y vive en sus tierras. Representa, en cierto modo, al tenedor en estado puro. Es por eso por lo que corrientemente se le llama «villano», sin más, o también «huésped» (hdte) o «manant», nombres todos que indican, en el origen de sus obligaciones, un simple hecho de hábitat. No nos dejemos engañar por la bella palabra de «libertad». Se opone a una noción de la servidumbre muy particular que se nos aparecerá claramente más tarde, pero, naturalmente, no tiene ningún valor absoluto. El villano pertenece al señorío. Consiguientemente, para con su jefe, está sujeto, no sólo a las diversas prestaciones que, de algún modo, cons­ tituyen la contrapartida del disfrute de la tierra, sino también a todos los deberes de ayuda •— incluida la talla— y de obediencia —in­ cluida la sumisión a la justicia señorial y sus consecuencias— por los que normalmente se expresa la sujeción. A cambio, tiene derecho a protección. En 1160, los caballeros Hospitalarios, llamando a que se instalen huéspedes en su villa nueva de Bonneville, cerca de Coulmiers, huéspedes que sin duda estarán libres de todo lazo servil, se comprometen «a protegerlos y defenderlos, tanto en paz como en guerra, como suyos». El grupo de los villanos y el señor están unidos por una solidaridad de doble filo. ¿Le clavan un cuchillo a un «bur­ gués» (libre) de Saim-Denis?: el asesino paga una indemnización al abad. ¿Los religiosos de Notre-Dame de Argenteuil o los canónigos del capítulo de París no pagan una renta a la que se han obligado por contrato?: el acreedor se incauta de la persona o los bienes de los tenedores.15 Pero, sea cual sea la fuerza de esos lazos, si el villano abandona su tenencia, quedan rotos. También el siervo, ordinariamente, vive en una tenencia. En ese sentido, está sometido a las mismas costumbres que el conjunto de los campesinos, cualquiera que sea su condición. Pero, además, obe­ dece a reglas particulares que derivan de la suya propia. Para em­ pezar, villano, pero villano más otra cosa. Aún habiendo heredado el viejo nombre del servus romano, no es en absoluto un esclavo. En la Francia de los cape tos, a decir verdad, prácticamente no hay escla­ 15. Arch. Nat., S 5 0 1 5 fol. 43 v.“ Bibl, Nat., ms. lat. 5415, p. 319 (15 mayo 1233); L. Merlet y A. Moutié, Cartulaire de l’abbaye ds Notre-Dame des Vaux-de-Cerwy, 1857, n.° 474 (junio 1249); B. Guérard, Cartulaire de NotreDame de Paris, t. II, p, 291.

vos. No obstante, se suele decir que no es libre. Es que la noción de libertad, o, si se prefiere, de falta de libertad, ba cambiado poco a poco de contenido. Sus vicisitudes trazan la curva misma de la institución servil; una jerarquía social, después de todo, ¿qué es sino un sistema de representaciones colectivas, móviles por natura­ leza? A ojos de un hombre de los siglos XI y xn, pasa por libre quien­ quiera que escape a toda dependencia hereditaria. Es el caso del villano, en el estricto sentido de la palabra, para quien cambiar de explotación es cambiar de señor. Es también el del vasallo militar; poco importa que en la práctica se ligue casi siempre al barón cuya bandera siguió, antes que él, su padre, o que, desaparecido su primer jefe, rinda su fidelidad a uno de los descendientes del muerto — sin lo cual, por otra parte, perdería sus feudos— ; en derecho, las recí­ procas obligaciones del vasallo y de su señor nacen de un contrato ceremonial, el homenaje, por el que se ligan uno a otro sólo los dos individuos que, las manos de uno dentro de las del otro y de buen grado, lo concluyen. El siervo, por el contrario, es siervo, y de un señor determinado, desde el vientre de su madre. No escoge a su amo. En su caso, pues, nada de «libertad». Otros nombres característicos sirven también para designarlo. Se suele decir que es el «hombre propio» de su señor, o, lo que es más o menos equivalente, su «hombre ligio», o también su «.homme de corps». Esos términos se refieren a la idea de un lazo estricta­ mente personal. En el sudoeste — cuyas instituciones, a menudo muy distintas de las de las otras provincias, todavía no se conocen bien— es posible que, muy temprano, se pudiera pasar a la condición de siervo por el solo hecho de la residencia en ciertas tierras; es lo que se llamaba los siervos de «caselage», Ese uso anormal confirma una conclusión a la que parecen inclinarnos otros indicios diversos; el sistema de relaciones personales, dentro del cual la servidumbre, con el vasallaje, no era más que un aspecto, en gran parte de las tierras de lengua de oc tuvo sin duda un desarrollo mucho menor que en el centro y en el norte. En todos ios demás sitios —a pesar de algunos esfuerzos hechos naturalmente por los señores, acá o allá, para exigir como condición necesaria para la ocupación de cier­ tas tierras la declaración de servidumbre— el lazo servil siguió siendo verdaderamente «corporal». Desde el nacimiento, y por el hecho mismo del nacimiento, como más tarde diría el jurista Guí Coquille, llegaba «a la carne y a los huesos».

De igual modo, era a un hombre a quien el siervo, hereditaria­ mente, quedaba ligado, No a una tenencia. No Jo confundamos con el colono del Bajo Imperio, del que a menudo desciende por la san­ gre, pero al que no se parece en absoluto por su condición. Los co­ lonos, hombres libres en principio, es decir que según la clasificación de la época estaban por encima de ía esclavitud, habían quedado fi­ jados por la ley a su explotación, de padres a hijos; eran, se decía, no esclavos de una persona — lo que, simplemente, habría hecho equivaler su condición a la del servus— , sino de una cosa: la tierra. Sutil ficción, totalmente ajena al sano realismo del derecho medieval y que, además, no podía aplicarse prácticamente más que en un Esta­ do fuerte. En una sociedad en la que por encima de la polvareda de las jurisdicciones señoriales no intervenía ningún poder soberano, ese lazo «eterno» entre el hombre y la tierra habría sido una noción carente de sentido, que una consciencia jurídica muy desafecta, como se ha visto, a las supervivencias, no tenía ningún motivo para con­ servar. Una vez escapado el hombre, ¿quién le habría puesto la mano en el hombro?, ¿quién, sobre todo, habría obligado al nuevo amo, por quien quizás habría sido ya acogido, a restituirlo? 16 De hecho, tene­ mos un considerable número de definiciones de la servidumbre, esta­ blecidas por los tribunales o ios juristas, y antes del siglo xiv ninguna de ellas cita, entre los caracteres de esa condición, la «adscripción a la gleba», en forma alguna. Sin duda los señores, que tenían un interés vital por defenderse contra la despoblación, no temían, llega­ do el caso, retener por la fuerza a sus tenedores. A menudo dos se­ ñores vecinos se comprometían mutuamente a no dar asilo a los que se iban. Pero esas disposiciones, que encontraban su justificación en el poder general de jurisdicción, se aplicaban tanto a los villanos lla­ mados «libres» como a aquéllos cuya condición era calificada de servil. Por no citar más que dos ejemplos, entre otros muchos que hay, es a «los siervos o los otros hombres sean lo que sean» de SaintBenoít-sur-Loire y a «los siervos o los huéspedes de Notre-Dame de París» a quienes los monjes de Sainü-Jean-en-Vallée y las monjas de Montmartre se prohíben por contrato acoger en Mantarville o en 16. Compárese con las dificultades que encontró, en la Polonia de la época moderna, la aplicación de la regla de la adscripción a la tierra: J. Rutkowski, Histoire économíque de la Pologne svant les paríales. 1927, p. 104, y «Le régjme agraire en Pologne au xvm” siécle», extracto de la Revue d'Histoire Économíque, 1926 y 1927, p. 13,

Bourg-la-Reine. Y cuando messire Pierre de Dongeon hace de la resi­ dencia una estricta obligación para quienquiera que tenga tierra en Saint-Martm-en-Biére ni por un momento repara en hacer distinciones de clases jurídicas entre los sujetos a quienes alcanza esa orden.17 La partida del siervo era tan poco un crimen contra su condición que a veces estaba expresamente prevista: «Doy a Saint-Martm», dice en 1077 sire Galeran, «todos mis siervos y siervas de Nottonville [...] de tal suerte que quienquiera que sea de su posteridad, hom­ bre o mujer, si se traslada a otro lugar, próximo o lejano, pueblo, burgo, plaza fuerte o ciudad, no deje por ello de quedar ligado a los monjes, allí, por el mismo lazo de servidumbre».15 Lo único que ocurre es que cuando el siervo se va — y el texto que acabamos de leer, como muchos otros, lo señala claramente—, a diferencia del villano libre, no quedan con ello rotas en modo alguno sus cadenas. ¿Se establece en otras tierras?; al señor de éstas, desde ese momento, le deberá las cargas comunes del villanaje. Pero respecto a su anti­ guo amo, al cual no ha dejado de pertenecerle su «cuerpo», sigue teniendo que cumplir, al mismo tiempo, las obligaciones propias de la condición servil. Obligado al deber de ayuda para con los dos, llegado el caso, paga la talla dos veces. Por lo menos, así lo prescri­ bía el derecho. En la práctica, se adivina que muchos de esos «foras­ teros» acababan por perderse en la multitud de los errabundos. Pero el principio no entraba en duda para nada. Para romper un lazo can fuerte no había más que un medio legítimo: un acto solemne, la emancipación. ¿Por qué cargas y qué imposibilidades se traduce la estrechez de la dependencia en que vive el siervo? He aquí las más extendidas. El señor, aún sin tener derecho al ejercicio de la alta justicia respecto a los otros tenedores, es en las causas «de sangre» único juez de su siervo, sea cual sea el lugar en que éste viva. De ahí deriva un mayor poder de mando, acompañado por apreciables be­ neficios, pues el derecho a juzgar es lucrativo El siervo no puede buscar mujer ni la sierva esposo fuera del 17. R. Merlet, Cartulaire de Saint-]ean en Val!ce, 1906, n.° XXIX (1121). B. Guérard, Cartulaire de Notre-Dame de París, t, I, p. 388 (1152). Arch. Nat., S 2110 n.° 23 (febrero 1226 n. est.). 18. E. Mabille, Cartulaire de Marmoutier pour le Dunots, 1874, n.° XXXIX (1077).

grupo formado por las síervas y siervos del mismo señor, medida necesaria para asegurar la dominación del amo sobre los hijos. A ve­ ces, no obstante, muchacho o muchacha solicitan y obtienen auto­ rización para contraer matrimonio fuera, para «formarier», A pre­ cio de dinero, claro está. Nuevo beneficio. El siervo, hombre o mujer, debe al señor un censo anual, la capi­ tación (chevage), Nuevo beneficio, aunque bastante escaso, pues el principal interés de esa capitación está en constituir una prueba per­ manente de la servidumbre. En ciertos casos, o en cierta medida, el señor hereda del siervo. En esto se desarrollaron dos sistemas diferentes. Uno, que se en­ cuentra sobre todo en el extremo norte y presenta una semejanza casi perfecta con los usos corrientemente extendidos tanto por Inglaterra como por Alemania, concede al señor, cada vez que muere un siervo, una pequeña parte de su sucesión, el mejor mueble, la mejor cabeza de ganado o bien una pequeñísima suma de dinero. El otro, general­ mente llamado derecho de «mainmorte» (luctuosa), es específica­ mente francés; en nuestro país, además, es el más frecuente. SÍ el siervo deja hijos —poco a poco se añade una restricción: hijos que vivieran en comunidad con él— , el señor no recibe nada. Si no que­ dan más que parientes colaterales, se queda con todo. Se observará que uno y otro principio suponen el carácter hereditario de la te­ nencia, sólidamente establecido por la costumbre, salvo casos excep­ cionales, por lo que se refiere tanto al siervo como al villano; así, los documentos tratan corrientemente a los siervos de poseedores de heredades (heredes). En definitiva, sea cual sea el modo de percepción adoptado, los beneficios son o muy escasos o particularmente ir re -. guiares. La tierra era aún demasiado abundante y la mano de obra demasiado escasa para que unos cuantos pedazos de tierra fueran presa tentadora para los señores, que por otra parte, como veremos, llevaban camino de destruir sus propios dominios. Sería hacerse de la servidumbre una imagen incompleta ver en el siervo solamente al hombre hereditariamente ligado a otro más poderoso que él por un lazo particularmente fuerte. Por una duali­ dad que hay que considerar una de las más claras características de la institución, al mismo tiempo que sujeto de un jefe, su condición hace de él, en el orden de la jerarquía social, un miembro de una clase inferior y despreciada. No puede prestar testimonio en justicia contra hombres libres (excepción hecha, por la naturaleza de sus

amos, de los hombres del rey y de los de ciertas iglesias). Los cáno­ nes, dando por motivo su dependencia demasiado estrecha, le aplican de hecho, simplemente, las reglas antes impuestas a los esclavos, y, salvo emancipación, le impiden el acceso a las órdenes sagradas. La condición servil es indiscutiblemente una mancha, una «mácula», pero también y, por lo menos en esta época, ante todo, un lazo de per­ sona humana a persona humana. Había siervos en casi toda Francia, bien con ese nombre, bien, en algunas regiones apartadas (Bretaña, el Rosellón) con otros nom­ bres y con algunas modalidades diferentes.19 Es una regla general que cuando se estudia la condición de los hombres en la edad media no hay que pararse nunca demasiado en las palabras, variables hasta el extremo según las regiones o incluso los pueblos. ¿Cómo podía ser, sí no, en una sociedad fragmentada, sin código, sin enseñanza jurídi­ ca y sin gobierno central, únicas fuerzas capaces de uniformar una terminología? Tampoco hay que dejarse hipnotizar nunca por los detalles, que pueden también tener infinitos matices, ya que en la práctica cotidiana todo se regía por costumbres estrictamente loca* les, que necesariamente fijaban y ampliaban las divergencias, por ligeras que éstas fueran en su origen. Ateniéndose, en cambio, a los principios fundamentales, se percibe rápidamente que esas nociones esenciales, que responden a movimientos muy generales de la opi­ nión común, son a la vez muy simples e iguales en casi todas partes. Entre una provincia y otra, entre uno y otro señorío, los términos que sirven para designar al siervo y las aplicaciones prácticas de su condición presentan muchas fluctuaciones. Pero, por encima de toda esa diversidad, en los siglos xi y xn, había, quizás, una noción europea o, en todo caso, una noción francesa de la servidumbre: es esta última la que he intentado yo definir. No obstante, hay una región que es caso aparte: Normandía. No parece que se desarrollara nunca seriamente la servidumbre, y el más reciente texto en que se hace mención de hombres que con se­ 19. Los «mottiers» y «quevaisiers» ele Bretaña pertenecían a una catego­ ría que no puede por menos que considerarse —como muy bien lo ha demos­ trado H. Sée— una variedad de la servidumbre. Los homínes de remensa roselloneses son indiscutiblemente siervos; si se evitaba llamarlos serví era sin duda porque en el Rosellón esa palabra estaba reservada a los esclavos propiamente dichos, que hasta finales de la edad media fueron bastante nume­ rosos; cf. infra, p. 245.

guridad pertenecieran a esa clase no puede ser muy posterior al año 1020. Como respecto a los campos irregulares de la región de Caux, quizá la población da la clave de esa anomalía. En el Danelaw inglés, es decir, en ia parte de Inglaterra en que quedó con fuerza la huella escandinava, la condición de la masa rural conservó igualmente un carácter libre, mucho más marcado que en el resto del país. El paralelo, cuando menos, da materia para reflexionar. Excepto en Normandía, los siervos no solamente se extendían por todas partes de Francia. Casi en todas partes, también, eran mucho más numerosos que los simples villanos. Constituían la mayor parte de las poblaciones rurales que vivían bajo el régimen de señorío. En esa única clase se habían ido fundiendo poco a poco, «por una revolución lenta y sorda»,20 los descendientes de hombres que habían pertenecido a condiciones jurídicas diferentes: esclavos «ca­ sados», colonos, emancipados de derecho romano o de derecho ger­ mánico y quizá también pequeños alodieros. Unos, sin duda los más numerosos, habían cambiado de condición poco a poco, sin contrato expreso, por un insensible deslizamiento, natural en una sociedad en la que nada era más que precedente y fluctuante tradición. Otros habían abdicado a sabiendas de su libertad. Los cartularios nos han conservado muchos ejemplos de esas donaciones de uno mismo. De grado, o así se decía — de hecho, casi siempre, por miedo a los peligros del aislamiento, apremiados por el hambre o bajo amena­ zas— , muchos antiguos campesinos libres habían entrado así en los lazos de la servidumbre. De la nueva servidumbre. Porque, sin que de ello se dieran cuenta claramente los hombres que a cada momento los tenían en los labios, los viejos nombres, lentamente, habían pa­ sado a tener significaciones muy alejadas de sus primitivas acepcio­ nes. Cuando, tras las invasiones, por todas partes se multiplicaron los lazos de dependencia, no se forjaron palabras nuevas para designar­ los. Eso incluso cuando se trataba de relaciones no hereditarias y de carácter superior: «vasallo» procede de una palabra celta y luego romance que designaba al esclavo; las obligaciones del vasallo cons­ tituían su «servicio», lo que, en latín clásico, no habría podido de­ 20. Tomo esa expresión de B, Guérard, uno de los historiadores que, con toda seguridad, a pesar de la forma un tanto excesivamente escolástica de su ex­ posición, más profundamente penetró en la comprensión de la evolución social de la edad media: Polyptyque d'lrmmon, t. I, 2, p. 498.

cirse más que de una carga servil (para un hombre libre habría tenido que ser officium). Con mayor motivo, pues, fueron frecuentes esos deslizamientos de sentido en el ámbito, más humilde, de las relaciones estrictamente hereditarias. En la época carolingia la lengua del de­ recho reserva cuidadosamente la palabra serví para los esclavos, pero ya el lenguaje corriente la extiende a todos los sujetos del señorío. Al término de esa evolución se sitúa la servidumbre, es decir, con una etiqueta antigua, una de las piezas maestras de un sistema so­ cial transformado, en el que dominaban las relaciones de lazo per­ sonal, reguladas, en sus detalles por las costumbres de los grupos. ¿Qué obtenían de esa institución, en suma, los señores? Sin duda grandes poderes, y, además, beneficios nada despreciables. Pero, en cuanto a mano de obra, poca cosa. El siervo era un tenedor, cuya actividad tenía que aplicarse sobre todo, por fuerza, a su propia tierra, cuyas cargas eran fijadas además, por lo general, por la cos­ tumbre, al igual que las de los otros campesinos. Un régimen de esclavitud hubiera puesto a disposición de los amos, ante todo, fuer­ zas de trabajo; las que un régimen de servidumbre ofrecía a los se­ ñores no pasaban de ser muy limitadas. Dos rasgos, sobre todo, que afectaban a su propia estructura, oponían a un mismo tiempo el señorío francés de finales deí siglo xn, en el pasado, al señorío galofranco de la alta edad media y, en el presente, a la mayor parte de señoríos ingleses y alemanes: el des­ moronamiento del manso, unidad fiscal indivisible, y la disminución de las corveas. Dejando a un lado, provisionalmente, el primer punto, detengamos nuestra atención en el segundo. Nada ya de corveas de fabricación. Los señores han conservado sin duda la costumbre de retribuir mediante la concesión de tenencias — que, como todas las tenencias esencialmente gravadas con servicios, son llamadas por lo general «feudos»— a algunos de los artesanos que, en pequeño número, mantienen en torno a su casa. Pero no se ve ya que los tenedores, en masa, suministren útiles de madera o tablones, piezas de tejido o prendas de ropa, y el abastecimiento de guadañas o de lanzas no recae más que sobre escasos «feudos» de herreros; los gineceos han cerrado sus puertas. Hacía principios del siglo doce, los alcaldes (maires) de Notre-Dame de Chartres — es de­ cir, los funcionarios señoriales que administran las diferentes tierras— 16. — BLOCH

obligan aún a las campesinas a hilar o tejer la lana, pero es en be­ neficio propio e ilegalmente, y no se ve en absoluto que los canóni­ gos, que Ies prohíben esa exacción, retengan pata ellos mismos el provecho de semejante obligación.21 Los señores, desde esos tiempos, cubren sus necesidades, sí tienen la fortuna de poseer bajo su domi­ nación una ciudad, medíante prestaciones exigidas a los oficios urba­ nos, o sí no recurriendo, lo que es más frecuente, a artesanos domés­ ticos, asalariados con tierras o de otro modo, o, sobre todo, medíante compras en el mercado. ¿Por qué habían renunciado de ese modo a imponer a los tene­ dores los trabajos que antes proporcionaban al castillo o al mo­ nasterio tantos objetos, probablemente muy toscos, pero aún así utilizables, y que no comportaban ningún gasto de mano de obra? ¿Sustitución de una «economía cerrada» por una «economía de in­ tercambios»? Esa fórmula, sin duda, expresa bastante exactamente el fenómeno, visto desde dentro del señorío, ¿Pero hay que entender que la economía señorial se viera arrastrada a una gran corriente de intercambios común a todo el país, que experimentara las repercu­ siones de una transformación universal que, aumentando en todas partes el número de productos fabricados para el mercado y facili­ tando y acelerando la circulación de bienes, finalmente, hubiera hecho más ventajosa la compra, ampliamente practicada, que la producción en el aislamiento? Esa hipótesis no podría sostenerse más que si la desaparición de las corveas de fabricación hubiera seguido al rena­ cimiento del comercio al modo como el efecto de una transformación social sigue ordinariamente a su causa, es decir, con algún retraso. Además, como la reanudación de una circulación más activa no se habría hecho sentir a un mismo tiempo en todas partes de Francia, habrían de encontrarse en ciertos lugares, durante mucho tiempo, supervivencias de las cargas del viejo tipo. Ahora bien, en la medida en que los textos, desgraciadamente muy escasos, permiten verlo, pa­ rece realmente que el movimiento estaba consumado en todas partes desde principios del siglo x i i , demasiado pronto, por consiguiente, y demasiado uniformemente para poder ser atribuido a los progresos de un comercio entonces todavía muy embrionario. Más vale consi­ derarlo uno de los aspectos de un cambio, muy profundo y muy 21. E. De Lépinois y L. Merlet, Carttdatre de 'Notre-Dame de Charlres, t. I, 0,° LVIII (1116, 24 enero 1149).

general, que tiene lugar entonces en todo el organismo señorial, y que a su vez, sin duda, no dejó de tener sus efectos sobre el ritmo de la economía francesa en su conjunto. Llegó un momento, proba­ blemente, en que la nueva abundancia de productos, en los mercados, lanzó a los señores a multiplicar sus compras. Pero quizás, en un primer momento, si los propios mercados habían tomado una am­ plitud hasta entonces desconocida no había sido, en buena parte, más que para responder a las nuevas necesidades de los señores. En el estudio, apenas abordado, dei mecanismo profundo de los intercambios, las vicisitudes del señorío tendrían que ocupar, por lo que parece, un lugar de primer plano. Respecto a la gran meta­ morfosis que entre los siglos xi y x ii experimentó ese viejo orga­ nismo, su naturaleza aparecerá más claramente aún a través del exa­ men de las corveas agrícolas. Tomemos un punto de referencia preciso. El pueblo de Thiais, al sur de París, perteneció desde el reinado de Carlomagno, por lo menos, hasta la Revolución, a los monjes de Saínt-Germain-des-Prés. Bajo Carlomagno, la mayor parte de mansos libres habían de realizar tres días de trabajo por semana (dos de los cuales, si era el caso, para la labranza, y uno de brazos), además del cultivo bajo su total responsabilidad de cuatro perches cuadradas (13 a 14 áreas) de los campos señoriales en el haza de los cereales de invierno y de dos en la de los tremesinos, y finalmente acarreos a voluntad de los se­ ñores. En algunos otros, la duración del trabajo de brazos era fijada por el señor, arbitrariamente. En cuanto a los mansos serviles, cada uno de ellos cultivaba 4 arpendes (de 35 a 36 áreas) de la viña de los religiosos; en cuanto a la labranza y el servicio de brazos, trabajan «cuando se les ordena». En 1250 la misma localidad obtuvo fran­ quicia de la servidumbre; en esa ocasión le fue concedida una carta que comportaba la reglamentación general de las cargas. Sólo que­ daban suprimidas las obligaciones serviles. Las otras simplemente se ponían por escrito, según costumbre considerada antigua y que, todo ló más, debía remontarse a comienzos del siglo. De cultivo a destajo, ni rastro. Todo tenedor proporciona a la abadía un día de trabajo al año para la siega y, si posee animales de tíro, nueve días de la­ branza.22 En el caso de los más gravados, pues, diez jornadas al año. 22. Para el Thiais caroüngio (Polyptyque d’lrtninon, XIV) añádanse, a los mansos libres y serviles, tres «hospedajes», gravados de modo diverso. Franquicia, T?ólyptyque d’lrnúnon, ed. Guérard, t. I, p. 387.

Antes, los mejor protegidos contra la arbitrariedad tenían que rea­ lizar cincuenta y seis. En realidad, la comparación, así presentada, no es del todo exacta. El manso podía comprender varías familias. En 1250, en cambio, la corvea era reclamada, visiblemente, a cada jefe de familia, Pero incluso suponiendo una medía de dos familias por manso, que tampoco es así, la diferencia seguiría siendo enorme. A veces la transformación se llevó aún más lejos, Dos documentos de reglamentación de los usos que, en eí siglo xn, copiados de un sitio a otro, acabaron aplicándose finalmente a gran número de luga­ res, el de Beaumont, en la Champagne, y el de Lorris, en el Gáti­ nais, no reconocen ya ningún trabajo agrícola obligatorio. En el otro extremo de la escala, es cierto, hay ciertas costumbres locales que proclaman aún al siervo «corveable a merced», como eí servus carolingio; son extremadamente escasas, y no es seguro que no hagan más que afirmar un principio, en la práctica bastante vacío. ¿Qué hubiera hecho el señor con tantas jornadas de mano de obra? Vamos a ver que por regla general no tenía ya en qué emplearlas. El ejemplo de Thiais, sin duda alguna, representa el caso medio y normal. El cultivo a destajo ha desaparecido totalmente. El trabajo por jornadas subsiste, pero reducido a muy poca cosa. Y esta etapa, abierta ha­ da 1200, será casi definitiva. Así como era eí régimen ordinario de las corveas bajo Felipe Augusto, así será aún, a grandes rasgos, bajo Luis XVI. Sobre esa prodigiosa atenuación de los servicios agrícolas, a priori, son posibles dos explicaciones: o bien el señor, para la explotación de su reserva, ha encontrado una nueva fuente de mano de obra, o bien ha reducido al mínimo la propia reserva.23 Confrontada con los hechos, la primera hipó tesis no se sostiene. Efectivamente ¿a qué mano de obra habría podido recurrir eí señor, dejando a un lado las corveas? ¿A la esclavitud? Estaba muerta, 23. El señor habría podido igualmente obtener alguna mano de obra de las tenencias por un procedimiento diferente del de la corvea, obligando a los hijos e hijas de los tenedores a servir algún tiempo en su explotación; es el caso del Gesíndedienst que tan gran papel jugó en ciertos señoríos alemanes, aun­ que fuera, en realidad, sobre todo en el este y a partir del final de la edad media. Pero aunque puedan advertirse aquí o allí, en la Francia de los capetos, algunos esfuerzos de los señores por imponer, al menos a sus siervos, eí trabajo doméstico obligatorio, esas tentativas permanecieron siempre aisladas y sin gran efecto práctico.

definitivamente, al haber quedado sin fuentes de suministre». No es que no hubiera ya guerras. Pero, al ser entre cristianos, no se admitía que pudieran proporcionar esclavos. La opinión religiosa consideraba a todos los adeptos de la soáetas christiana miembros de una misma gran Ciudad, que no podían esclavizarse unos a otros, y no permitía reducir a la esclavitud a más cautivos que los infieles o — a veces con cierta vacilación— los cismáticos. Por esa razón, en la edad media no se encontrarán esclavos en número apreciable más que allí donde llegan con facilidad los tristes productos de las razzias reali­ zadas fuera de la cristiandad o de la catolicidad: en la frontera orien­ tal de Alemania, la España de la reconquista y esos lugares bañados por el Mediterráneo a cuyos mercados arrojan los bajeles un abiga­ rrado ganado humano: negros de África, musulmanes «oliváceos» y griegos y rusos apresados por los corsarios tártaros o latinos. El mismo nombre de «esclavo», que sustituye en su acepción primitiva a la vieja palabra servas, siervo, cuyo sentido, como sabemos, ha cambiado, no es en sí más que un término étnico; esclavo o eslavo, es todo uno, El lenguaje evoca por sí solo el origen de tantos des­ graciados como fueron los que vinieron a acabar sus días a los castillos de las marcas alemanas o al servicio de los burgueses ita­ lianos, En Francia, por consiguiente, aparte de algunos casos aisla­ dos, sólo las provincias mediterráneas conocen aún en el siglo xn la esclavitud. Pero incluso allí — a diferencia de ciertas regiones ibéricas, como por ejemplo las Baleares— la mercancía servil era de­ masiado escasa y demasiado costosa para ser empleada con impor­ tancia en los trabajos del campo. Daba criados, criadas y concubinas. Labradores o labradoras, ningunos o casi ningunos. En cuanto a los asalariados rurales, no perdieron nunca, es seguro, su papel complementario. Con el aumento de población a favor, in­ cluso tomaron, según parece, una importancia creciente. Ciertas órdenes monásticas, especialmente los cistercienses, tras haber recu­ rrido, para resolver el problema de la mano de obra, a la creación de un cuerpo de religiosos de dignidad inferior —los donados— , se resolvieron, a fin de cuentas, por recurrir en bastante gran medida al empleo de trabajo asalariado. Pero para explotar por ese medio reservas señoriales comparables en magnitud a los mansi indominicati de otro tiempo habría sido necesario un enorme proletariado agríco­ la. Desde luego que no existía, ni podía existir. Francia, más poblada que antes, no estaba superpoblada, y, sin ningún perfeccionamiento

técnico importante, el trabajo de las antiguas tenencias y de las cons­ tituidas en el momento de las grandes roturaciones seguía reteniendo muchos brazos. Finalmente, las condiciones generales de la economía habrían hecho muy difíciles la manutención o el pago de semejantes masas humanas por parte de los que habrían tenido que ser unos grandes empresarios. Sin duda alguna, los señores no dejaron perderse tantas corveas agrícolas más que porque aceptaban o provocaban la disminución de sus reservas. Las tierras que anteriormente habían estado confiadas a los tenedores para su cultivo a destajo se fundieron poco a poco —como lo ha demostrado perfectamente para Lorena, Ch.-Edmond Perrin—24 en las propias tenencias de los que primitivamente se habían encargado de trabajarlas. En cuanto a la fracción del primi­ tivo dominio que se había cultivado por jornadas, más importante, una parte sirvió para formar pequeños feudos para los vasallos arma­ dos que los grandes barones de los siglos x y xi se veían obligados a mantener en gran número.25 Es probable que esos hombres de ar­ mas se apresuraran casi siempre a distribuir sus lotes entre campesinos que les pagaran censos. Otra parte, la más considerable, fue cedida directamente por el propio señor a campesinos, bíen de los antiguos, bien recién llegados. A menudo, era a cambio de la entrega de un terrazgo, de una parte proporcional de la cosecha -—entre un tercio y un doceavo, generalmente— , llamada «champan», o también «terrage» o «agrier». Las tierras sometidas a una carga de ese tipo, en la época carolingia, eran muy escasas, y en la Francia de los capetos eran, en cambio, bastante numerosas. Ese contraste difícilmente pue­ de explicarse más que si se admite que las parcelas así gravadas pro­ vinieran, en su mayoría, de una nueva distribución. Por ahí se justi­ fica igualmente el particular carácter jurídico atribuido en muchos lugares a las tenencias de terrazgo. Los señores, al principio, no gus­ taban de considerar irrevocable la fragmentación de sus dominios. Al reorganizarse, tanto en su patrimonio como en su vida espiritual, hacia 1163, el monasterio de Saint-Euverte de Orleans no había teni­ do al principio posibilidad de cultivar «con su propio arado» sus posesiones de Boulay, y las puso a cargo de unos campesinos. Luego, 24. Mélanges d‘ktstoire du moyen-áge offerts a M. F. Lol, 1925. 25. Debo esta observación a Deléage, quien prepara un trabajo sobre la evolución agraria de la Borgoña medieval.

los canónigos consideraron más provechoso explotarlas por sí mis­ mos, y se hicieron autorizar por el rey Luis VII y el papa Alejan­ dro III para recuperar lo que habían cedido.26 El terrazgo, pues, censo típico de los nuevos repartos, se concibió a menudo, en prin­ cipio, sin carácter hereditario. En Touraine, en Anjou y en el Orléanais los juristas del siglo xm reconocían todavía al señor el derecho a unir a su reserva los campos sobre los que el único censo que recaía era un ierrage.21 Hasta 1X71 las tierras de aparcería de Mitry-Mory, en el señorío de Notre-Dame de París, podían cambiar de manos a voluntad de los canónigos, las de Garches, en el señorío de Beaudoin d’Andilly, hasta 1193, no se heredaban, y en el Valois las costum­ bres del pueblo de Borest, redactadas durante el siglo xn, refieren que esos tipos de bienes no deben nada al señor cuando se venden, «porque antiguamente nadie tenía derecho de herencia sobre ellos».28 Pero no nos equivoquemos en esta cuestión; en la práctica, y esos ejemplos bastarían para recordárnoslo, el carácter hereditario se introdujo poco a poco, por convenio expreso como en Mitry-Mory o en Garches, o por prescripción como en Borest. Los señores acep­ taron o dejaron hacer. Fue en forma de tenencias perpetuas, seme­ jantes, en suma, a las antiguas, como a fin de cuentas los grandes dominios pasaron a la masa campesina. En muchas de nuestras tierras hay erías fragmentadas, desde hace tiempo, como las que están junto a ellas, en multitud de pequeñas parcelas, que aún hoy llevan nombres como de lugar del tipo de «Las Corveas»; es un recuerdo de los lejanos tiempos en que, perteneciendo a la reserva, eran culti­ vadas gracias al trabajo obligatorio de los tenedores. A veces la reserva desapareció del todo. En otras ocasiones, más frecuentemente, se conservó en parte, pero muy reducida, hasta el punto de cambiar realmente de naturaleza. De lo que era en el si­ glo x ii la política dominical de un gran señor bien advertido nos da una precisa idea el pequeño escrito en que Suger, abad de SaintDenis, no sin complacencia, da una imagen de su propia gestión. Evidentemente, Suger considera que, en cada tierra, es necesaria una 26. Arch. Loiret, H 4: bula de Alejandro III, Segní, 9 sept, [1179; cf. J, W., 13467 y 13468]. Cf. A. Luchaire, Louis VI, n,° 492. 27. Elablissements de Saint Louis, ed. P. Viollet, I, c. CLXX; cf. t. IV, P. 191. 28. Guérard, Cartulaire de Notre-Dame de Varis, t. II, p. 339, n,° IV. Arch. Nat,, L. 846, n.° 30. París, Bibl. Ste Genevieve, ms. 351, fol. 132 v.°.

reserva, pero de moderadas dimensiones. Si la reserva ha quedado destruida, como en Guillerval, él la reconstituye; si es demasiado extensa, como en Toury, la cede, en parte, a censo. ¿Pero cómo concibe sus elementos?: una casa, preferentemente «fuerte y hecha para la defensa», en la que morarán los monjes delegados para la dirección del señorío y donde él mismo, en sus giras de inspección, podrá «reposar la cabeza», un huerto y algunos campos para el sustento de los huéspedes temporales o permanentes de esa vivienda, los graneros en los que se almacenarán los productos de los diezmos o de la aparcería, los establos o majadas para el rebaño señorial que, sin duda, participa de la abertura de heredades, y cuyo estiércol beneficia los huertos y las labores dominicales y, finalmente, según el caso, un vivero o viñas que proporcionarán al monasterio y a sus dependencias productos de carácter particular y, sin embargo, indis­ pensables, que en esa época es aún más ventajoso producir uno mismo que comprarlos en mercados de caprichosos arribos. En suma, se trata a la vez de un centro administrativo y de una explotación más o menos especializada, cierto que importante, pero de tal magnitud que un pequeño grupo de servidores, con el complemento de algunas corveas, baste para explotarlo; algo totalmente distinto, por su exten­ sión y su razón de ser, de las inmensas explotaciones agrarias de otros tiempos.29 No es nada difícil encontrar algunas de las causas que llevaron a los señores a renunciar poco a poco el amplio empleo de la explo­ tación directa. El mansus indomimcatus carolingio ponía en manos del amo gran cantidad de productos. Pero no todo es almacenar, sobre todo cuando se trata de materias perecederas; una acumulación de bienes así no tiene interés más que si se saca partido de ella a tiempo y racionalmente. ¡Angustioso problema! En la célebre orde­ nanza de Carlomagno sobre las villae aparece constantemente esa preo­ cupación. Una parte era consumida sobre el terreno por los preben29. Ver la imagen análoga que nos da para ei siglo xm de los dominios de Saint-Maur*des-Fossés y de la obra del abad Pedro I (1265-1285) el regis­ tro de censos, Arch Nat., LL 46. El más extenso dominio de labranza —casi anormalmente extenso— es de 148 arpendes, lo que, como orden de magnitud, representa de 50 a 75 hectáreas, lo que, según la clasificación oficial de boy, corresponde a una propiedad grande, no «muy grande», puesto que no alcanza, ni con mucho, las 100 hectáreas. Es igualmente de ese modo como se entiende el dominio en la mayor paite de fundaciones de villas nuevas.

deros de la reserva. Otra iba para Ja manutención del señor, que a veces vivía lejos y a menudo llevaba una existencia casi nómada. En cuanto al excedente, si lo había — lo que en las grandes fortunas forzosamente ocurría— , se hacían esfuerzos por venderlo. ¡Cuántas dificultades, sin embargo, nacidas de las condiciones materiales y men­ tales de la época! Para evitar despilfarros, pérdidas y falsos movi­ mientos era indispensable una contabilidad exacta. ¿Sabía llevarse? Tiene algo de patético ver cómo, en sus reglamentaciones dominica­ les, los soberanos como Carlomagno y los grandes abades como Alard de Corbie se tienen que esforzar para explicar a sus subordinados la necesidad de las más simples cuentas; lo que a veces tienen de pueril esas recomendaciones demuestra que se dirigían a mentalida­ des bíen poco preparadas para entenderlas. Hubiera sido preciso también, para repartir adecuadamente los productos, un cuerpo de administradores bien controlados. Pero el problema del funcionarismo, escollo de las monarquías surgidas del imperio carolingio, no tuvo mejor solución en los señoríos. Exactamente igual que los condes o duques de poca monta, los «agentes» {sergents), libres o incluso siervos, retribuidos con tenencias, se convertían rápidamente en feu­ datarios hereditarios; el poder de mando que les era confiado lo ejercían en beneficio propio, se apropiaban de todo o parte del do­ minio o de sus beneficios y a veces entraban en guerra abierta con sus señores. Para Suger es bien visible que una explotación puesta en manos de los agentes es una explotación perdida. El sistema suponía transportes: [por qué caminos, y al precio de qué peligros! Final­ mente, vender el excedente era cosa fácil de decir, ¿pero en qué mercados? En los siglos x y XI las ciudades estaban poco pobladas y, por otra parte, eran más que medio rurales. El villano a menudo se moría de hambre, pero sin dinero poco podía comprar. ¿No ha­ bía de ser más ventajoso, y sobre todo más cómodo, multiplicar las pequeñas explotaciones, que vivían de sí mismas y eran responsables de sí mismas y producían censos cuyo rendimiento era fácil de pre­ ver, además de que, al ser en numerario, eran fáciles de transportar y de atesorar? Por otra parte, esas unidades campesinas no sólo ren­ dían censos; si el señor multiplicaba, o bien sus tenedores, o bien los vasallos en favor de los cuales dividía su dominio en pequeños feudos, multiplicaba así el número de sus «hombres», que definía su fuerza militar y su prestigio. El movimiento había empezado ya al final de la época romana, con la supresión de las grandes plantacio­

nes de esclavos y el incremento del número de esclavos «casados» y de tenencias de colonos. Las fuertes corveas de la época franca no habían sido más que un paliativo, destinado a conservar aún cierta magnitud de las reservas. Los grandes señores del período que siguió —pues de los pequeños todo lo ignoramos, y es posible que nunca tuvieran dominios muy extensos— no hicieron más que rea­ nudar y prolongar la curva de la evolución anterior. Ahora bien, esas explicaciones, que parecen claras, chocan, sin embargo, con una dificultad cuya importancia no sería honrado su­ bestimar. Las condiciones de vida que acaban de ser expuestas son un hecho europeo, y la disminución de las corveas y la reducción del dominio, en la fecha en que se observan en Francia, no. Nada seme­ jante en Inglaterra, donde la situación, tal como la registra, por ejem­ plo, en pleno siglo xm , el libro de censos de Saint-Paul de Londres, recuerda rasgo por rasgo las descripciones de los inventarios carolingios. Nada semejante tampoco, por lo que puedo ver yo —los obs­ táculos que encuentran estas investigaciones comparadas son una de las más enfadosas señales del escaso avance de las ciencias hu­ manas— , en la mayor parte de Alemania. La misma transformación, sin duda, tendrá lugar en esos dos países, pero con uno o dos si­ glos de retraso. ¿Por qué ese contraste? Yo pido perdón al lector, pero hay casos en los que el primer deber de quien investiga es decir: «no he encontrado la solución». He llegado así a una de esas confesiones de ignorancia, que son al mismo tiempo invitación a proseguir una investigación de la que depende la comprensión de uno de los tres o cuatro fenómenos capitales de nuestra historia rural. En la vida del señorío, efectivamente, no hay transformación más decisiva que ésa. Ya en la época franca el tenedor estaba sujeto a la vez a censos y a servicios, pero entonces, de los dos platillos de la balanza, pesaba más el de los servicios Ahora el equilibrio se invierte. A los antiguos censos se han añadido nuevas cargas; la talla, el diezmo, los derechos pagados por los servicios de uso juris­ diccional obligatorio (las banalités), las obligaciones serviles y, a veces, a partir de los siglos x ii y xm , las rentas exigidas en susti­ tución de las antiguas corveas mantenidas hasta entonces, que los señores acabaron por juzgar inútiles pero no siempre aceptaron su­ primir sin indemnización. Los servicios se hicieron infinitamente más ligeros. Antes la tenencia era, ante todo, una fuente de mano de obra. A partir de entonces lo que, a grandes rasgos, puede llamarse

su arriendo — sin dar a esa palabra un sentido jurídico preciso—, constituye su verdadera razón de ser. El señor ha renunciado a ser el director de una gran explotación, agrícola e, incluso, parcialmente industrial. Ya no se ve reunirse en torno a sus capataces, durante nu­ merosos días, a la población útil de pueblos enteros. La propia casa de labranza» desecho de su antiguo dominio, que a menudo él ha conservado, dejará cada vez más de explotarla directamente. Sobre todo desde el siglo xm , se extiende el hábito de acensuarla también, claro que no a perpetuidad, sino por períodos fijos; es una diferen­ cia realmente considerable, cuyos efectos veremos aparecer más tar­ de, pero que no deja de implicar que el amo siga separándose, en ese sentido, de la tierra, Imaginemos a un gran fabricante que, de­ jando en manos de su personal, para utilizarlas en una serie de pe­ queños talleres, las máquinas de la fábrica, se contentara con con­ vertirse en accionista, o, por decir mejor (pues la mayoría de per­ cepciones eran fijas o pasaron a serlo), obligacionista de cada fami­ lia artesana; podremos, con esa imagen, hacernos una idea de la transformación que tuvo lugar de los siglos ix a xm en la vida se­ ñorial. Desde luego, políticamente, el señor es aún un jefe, puesto que sigue siendo comandante militar, juez y protector nato de sus hombres. Pero, económicamente hablando, deja de ser jefe de em­ presa, lo que fácilmente le habrá de llevar a dejar del todo de ser jefe. Queda convertido en rentista de la tierra.

SUPLEMENTO AL CAPÍTULO 3

U n p r o b le m a : l o s o r íg e n e s d e l s e ñ o r í o

(pp. 213-226)

Importancia capital del señorío en la historia rural: «Génesis y evolu­ ción de los señoríos, [...] naturaleza de las sociedades campesinas: ¿hay en nuestra historia muchas cuestiones más vitales que ésas?» (1936, pá­ gina 487). «Una descripción de la sociedad rural a través de los tiempos en la que se deja de lado el señorío» es un «juego de prestidígitación» (1934, p. 85). Igual reproche, 1932, p. 494; 1934, p. 471. «Durante demasiado tiempo hemos visto entre nosotros cómo la historia del señorío se dejaba al margen de las investigaciones sobre el hábitat o las prácticas agrarias. Cosas de juristas o de historiadores, por un lado, y cosas de geó­

grafos, por otro, sin ningún puente entre ellas. ¿Quién puede creer, sin embargo, que el funcionamiento de un régimen basado en la dependencia de unos pequeños explotadores con respecto a una "cour” central pudiera ser el mismo en las regiones en las que los hombres vivían pegados unos a otros y en aquellas en las que se esparcían por los campos y los bosques? Señorío de pueblo o de aldeas, señorío de bocage, señorío de montana: son nociones realistas que hay que volver a introducir en nuestros estu­ dios, y son también hermosos temas que esperan a quien quiera expli­ carlos» (1936, p. 276). Para entender los orígenes del señorío Marc Bloch recurrió cada vez más a la historia comparada. «Muchas razones nos impi­ den aún hacernos una idea clara de la génesis y de la primera evolución del régimen señorial: la pobreza de las fuentes, el número, demasiado es­ caso, de estudios serios sobre los diversos tipos regionales, y, quizás ante todo, la falta de investigaciones profundas y a la vez de espíritu suficien­ temente amplio sobre los países que, por excepción, no conocieron el se­ ñorío. ¿Se entiende verdaderamente un fenómeno mientras se ignora por qué a veces deja de producirse?» Ése fue el caso de Frisia, una de esas regiones sin «señores» (1935, pp. 408-409). E l DECLIVE DE LA ESCLAVITUD (pp.

216-218)

Para Marc Bloch la esclavitud y su declive van estrechamente ligados a los orígenes del señorío (Cambridge economic history, pp. 228-231, 234243). El «problema de la esclavitud medieval ignorado durante tan­ to tiempo por la mayoría de historiadores», es, «no obstante, un problema capital» (1938, p. 65). Su estudio «Comment et pourquoi finit l’esclavage antique», publicado en 1947, pp. 30-44, 161-170, expresa su último punto de vista sobre la esclavitud en la edad media y el problema de su desapa­ rición. Mientras que los siglos i a m de nuestra era habían conocido una penuria de esclavos, en la época de las invasiones y los primeros tiempos de los reinos bárbaros, en Europa, hubo una gran abundancia de ellos, como consecuencia de las guerras, el bandidaje y la miseria, que provo­ caron una «recrudescencia de la trata»; «la mercancía humana había vuelto a ser abundante y de precio accesible». Su comercio fue muy activo hasta los tiempos merovingios, y Europa exportaba incluso a la España musul­ mana y el Oriente. A partir del siglo ix, por eí contrario, debido a una transformación capital, «una de las más profundas que la humanidad ha conocido», la esclavitud no jugó ya más que un escaso papel en las socie­ dades europeas. Luego desapareció casi completamente. Marc Bloch se extiende primero largamente sobre los «dos métodos» que se ofrecían para sacar partido de esa «fuerza viva», totalmente a dís-

creción del amo: o bien utilizar al esclavo como un animal doméstico; o bien establecerlo por su propia cuenta, tomando «una parte de su tiérapp, y de los productos de su actividad». «Pues bien, desde los últimos siglosdel Imperio, ese segundo procedimiento se extendió cada vez más [...] Los grandes propietarios, utilizando grandes extensiones de tierras suyas, las dividieron en multitud de pequeñas explotaciones [...] Entre los be­ neficiarios del reparto de esos lotes figuraron gran número de esclavos [...] Desde luego, el tipo de esclavo-tenedor no era totalmente insólito [...] Pero su generalización era un hecho nuevo.» Si bien el latifundium se fragmenta, la gran empresa rural no queda abolida. Las «reservas de ex­ plotación directa» no desaparecieron. Hasta el siglo ix «la mayor parte de grandes señores territoriales conservaban aún bajo su propia adminis­ tración importantes tierras de cultivo», cultivadas sobre todo por los «tene­ dores, cuyas tierras estaban en dependencia con respecto al dominio prin­ cipal». «Abandonando una parte de su tierra, el gran propietario, por lo mismo, se había asegurado las fuerzas humanas que lo restante exigía». Los motivos de la sustitución de la «utilización directa del ganado huma­ no», en apariencia más práctica, por el «sistema indirecto de la corvea» fueron el mal rendimiento de los esclavos, que representaban además un capital perecedero, y las dificultades para su reclutamiento tras el prin­ cipio de la era cristiana. «Hubo una orientación hacia el régimen de tenen­ cia», con los consiguientes «servicios obligatorios en las tierras del amo. Su rendimiento no era, sin duda, excelente, y quizás en ello radicó una de las causas que, mucho más tarde, a partir del siglo x, llevaron, a su vez, aí abandono de ese sistema». Es imposible decir si el «resurgir de la tra­ ta», cuando las invasiones, provocó una vuelta al empleo de la mano de obra servil en «enormes talleres rurales»; en cualquier caso, «no hubo revolución de gran amplitud. El giro estaba dado». Por otra parte, el «sistema del arrendamiento» estaba dentro de las tradiciones germánicas. «En una época en que el esclavo-arrendatario era aún cosa rara en Italia, Tácito advertía ya su frecuencia del otro lado del Rin.» «Ahora bien, ese esclavo-arrendatario, por su condición personal, se­ guía siendo claramente, sin duda, un esclavo. Todavía en la época carolingía los monumentos legislativos se esfuerzan por hacer referencia a la distinción entre el servus y los demás dependientes del señorío, tales como los colonos [...] En la práctica, no obstante, el destino del esclavo, establecido de ese modo en una pequeña explotación a él confiada, difería mucho del que sugiere la propia palabra de esclavitud. Él no entregaba al amo más que una parte de los productos de su actividad, y no le daba más que una parte de su tiempo [...] No vivía a todas horas bajo las órdenes de otro hombre, tenía su propio techo y su hogar, dirigía por sí mismo el cultivo de sus campos y, si ponía particular empeño o era par-

ticularmente diestro en el trabajo, se alimentaba mejor que su vecino, o bien, en la medida en que hubiera un mercado, vendía en éi sus produc­ tos. Las propias instituciones jurídicas no tardaron mucho en reconocer las particularidades de su suerte. Como era un trabajador de la tierra, y su esfuerzo tenía una importancia primordial para la prosperidad del Im­ perio, las leyes del siglo iv prohibían al amo —al igual que lo hacían con respecto al arrendatario libre— que le quitara su tenencia. Sin duda, esa regla de "la adscripción a la gleba" no fue observada más que poco tiem­ po; hizo hundirse en la ruina al Estado imperial que la había proclamado. Pero entre los esclavos "casados" (chases) —es decir, dotados cada uno con una casa {casa, también, en latín) y las tierras colindantes— y los que no lo eran, el derecho carolingio señala una distinción que no carece de importancia: los primeros son considerados bienes inmobiliarios, y los segundos se sitúan entre los bienes muebles Desde la segunda mitad del siglo ix, la costumbre del señorío, que desde hacía tiempo, al no haber ley escrita, se admitía que regulaba las relaciones entre el señor y los dependientes de condición libre, extiende su protección al esclavotenedor [...] Incluso a ojos del derecho estricto, la condición del servus casatus difería en mucho de la pura esclavitud, Desde el punto de vísta de la economía, el empleo que se hacía de sus fuerzas no respondía ya en absoluto a la ordinaria definición de la mano de obra servil.» «Es más: no sólo el género dé vida de muchos esclavos se había apar­ tado pronto del que antiguamente habían llevado, sino que el mismo nú­ mero de esclavos había disminuido muy rápidamente. Para captar el fenó­ meno conviene situarse en el siglo ix, brecha de luz o, por decir mejor, de claroscuro entre dos grandes noches: en sus registros de censos señoria­ les nos ofrece los elementos de una estadística que, aunque todavía imper­ fecta y sobre todo muy fragmentaria, ni los siglos que lo anteceden ni los que le siguen pueden igualar en lo más mínímo, De los esclavos no casa­ dos no tenemos, a decir verdad, ningún recuento. Hay algunos textos —el reglamento de la abadía de Corbie o el estado de bienes de Notre-Dame de Soissons— que enumeran a los servidores que recibían de un amo la diaria pitanza, pero, preocupados ante todo por fijar el orden de las dis­ tribuciones, no reparan en señalar las diferencias de condición dentro del personal que participaba de ellas. Por lo que respecta a los esclavos casa­ dos, en cambio, los datos son tan precisos como habría podido desearse.» Entre los tenedores de Saint-Germain-des-Prés, hacía finales del reinado de Carlomagno o principios del de Luis el Piadoso, y los de Saint-Remi de Reims, hacia mediados del siglo ix, el número de los que pertenecían a la condición servil era pequeño. Podría pensarse que hubieran estado siempre dispersos, pero el estudio de las tenencias indivisibles, de los "mansos", muestra lo contrario. Éstos eran clasificados de acuerdo con la

condición personal del ocupante y, según que éste fuera esclavo u hombre libre, eí manso era llamado servil o libre (ingénuile). Desde la caída del imperio romano, el paralelismo entre la condición del hombre y la de la tierra ya no se mantuvo, pero la clasificación pervivió, como «testimonio geológico de un reparto de las personas desaparecido desde mucho tiempo atrás». Pues bien, en eí siglo ix, en las tierras de las dos abadías preceden­ tes, se ve que los esclavos ocupaban pocos mansos serviles, aunque es cierto que también muy pocos mansos libres. Había disminuido, pues, el número de esclavos tenedores. «¿Qué se había producido? [...] Muy pro­ bablemente, los hombres libres que explotaban mansos originariamente creados para esclavos eran, en su gran mayoría, herederos directos de los detentadores primitivos. Pero, en un momento dado, la familia había re­ cibido la libertad. Y sin duda —puesto que no existía ya ninguna relación obligatoria entre la calidad de la tierra y la de su poseedor— entre los tenedores de mansos libres, junto a esclavos aún ligados a su servidumbre, se habían deslizado descendientes de esclavos desde entonces ya emanci­ pados. Además, que en la época de los reinos bárbaros las emancipaciones fueron enormemente numerosas y se aplicaron a grupos muy amplios, es cosa que los propios textos, a pesar de terribles lagunas, no nos permiten ignorar.» En definitiva, fue realmente el cristianismo la causa de la desaparición de la esclavitud. Desde luego, lo primero que quería la «opinión religio­ sa» no era subvertir «el orden social establecido»; «se reconocía la legiti­ midad de la esclavitud [...] Además, los miembros del clero, a título indi­ vidual, y la propia Iglesia, que en tanto que institución se había conver­ tido en una gran propietaria, tenían gran número de esclavos». Pero «no era, sin embargo, poca cosa haber dicho al "instrumento con voz” (tustrumentum vocale) de los viejos agrónomos romanos: "eres un hombre” y "eres un cristiano"». La validez religiosa reconocida a los matrimonios de esclavos consolidaba las familias de esclavos-arrendatarios. «Sobre todo, la emancipación [...] pasó a la categoría de obra pía [..,]» La época bár­ bara dejó numerosos documentos de “manumisión", sobre todo incluidos en testamentos. Los motivos no eran sólo religiosos. La emancipación era una «buena obra», pero también una operación sin peligro, e incluso pro­ vechosa. El esclavo convertido en hombre libre, de acuerdo con las tradi­ ciones romana y germánica, seguía teniendo obligaciones con respecto al amo. En Roma era la costumbre del patronazgo, y entre muchos germanos (francos, sajones, lombardos, bávaros) el liberto, “lite" o “alduin", seguía dependiendo, de padre a hijos, del amo y de su descendencia. En esa «so­ ciedad turbada» de los reinos bárbaros no había interés por conseguir la «independencia absoluta». Además, se generalizó la manumisión "con obe­ diencia". Eí obsequmm comportaba cargas: impuesto anual en el derecho

franco (la capitación), exacción sobre las sucesiones y tasa con ocasión de los matrimonios. «Sobre todo, desde los tiempos de su esclavitud, el escla­ vo emancipado había sido casi siempre un tenedor; una vez salido de la servidumbre, naturalmente, conservaba su tenencia, sometida a las obli­ gaciones que señalaba la costumbre; así pues, emancipar a un esclavo se expresaba a veces en ios textos de esa forma: hacer de él un colono, y entiéndase con ello, un tenedor, de condición libre pero sometido aún muy estrechamente al amo de la tierra.» Como, «cada vez más, era en la forma indirecta de censos y corveas como iba siendo costumbre utilizar la fuerza de trabajo servil, en la práctica, el tenedor emancipado no repor­ taba menos que en su época de servidumbre». Con seguridad, también las emancipaciones proporcionaban a veces a sus autores un provecho directo y en forma de dinero. Y sobre todo los amos agrupaban así a gran número de "dependientes" libres, lo que Ies daba «poder y prestigio». Así pues, las emancipaciones se multiplicaron por estas tres razones: «el interés bien entendido, la preocupación por ser jefe y el cuidado de la vida futu­ ra» (1947, pp. 30-44). Esas constantes pérdidas de la esclavitud ya no se recuperaban. La intensidad de la trata, desde la época carolingia, había disminuido mucho. Los siglos siguientes la vieron bajar tanto que la esclavitud desapareció o, incluso donde se mantuvo, pasó a ser insignificante. En los siglos xr y xii la palabra servus es frecuente, pero designa a los siervos, no a los esclavos. Esa misma palabra de esclavo apareció en el siglo x en Alemania y en Italia, y es nombre étnico: eslavos. Porque el cristianismo, al no admitir ya la esclavitud más que de los paganos, infieles o cismáticos, redu­ jo a poca cosa el área en la que podían obtenerse esclavos. Desde Luis el Piadoso ya no se vendieron católicos de origen. A partir de entonces los esclavos fueron sobre todo de las zonas eslavas paganas de más allá del Elba, sobre todo en los siglos x-xi. A Francia no llegaron muchos. La pa­ labra esclave, como término jurídico, no apareció allí hasta el siglo xm. En Italia, en Provenza y en Cataluña los esclavos fueron eslavos y tártaros de orillas del mar Negro, sirios, bereberes y negros del Maghreb, Aunque las cruzadas, a partir de finales del siglo xi, acostumbraron a los señores a tenerlos, en el siglo xm en Francia los esclavos no fueron nunca más que criados domésticos u obreros, y no se vio resurgir la menor explota­ ción a base de esclavos (1947, pp. 161-170). Todo estudio de la esclavitud medieval tropieza con una grave dificul­ tad: «La esclavitud coexistió en las sociedades medievales con otras for­ mas de dependencia profundamente diferentes y que, no obstante, eran consideradas por la opinión jurídica igualmente contrarias a la "libertad”. Ordinariamente las calificamos de servidumbre. La palabra es cómoda y sin ninguna duda merece ser conservada, aunque, de todos modos, con la

condición de tener presente que no deja de ser equívoca, pues durante mucho tiempo la lengua medieval no supo distinguir bien las diversas categorías posibles de serví —los que nosotros llamamos siervos y los que llamamos esclavos—. Todavía Beaumanoir —quien, con su clara mente, es visible que encuentra en ello un estorbo— no dispone, para unos y otros, más que de la única palabra de user}”. En resumen, son los hechos, mucho más que la terminología de los textos, lo que nos puede permitir establecer las necesarias diferenciaciones Verlinden [...] ha mos­ trado, del modo más interesante, cómo hasta entre los esclavos moros —sin llegar a hablar de sus predecesores o congéneres cristianos— muchos, establecidos en la tierra, poco a poco se fueron elevando a un género de vida particularmente más favorable que el de la esclavitud propiamente dicha [...] Convendría [...] empeñarse en separar claramente dos nocio­ nes, Para empezar, una noción de hecho: desde el momento en que dota al esclavo de una tenencia, el amo se ve llevado a dejarle a su libre dis­ posición una parte importante de su tiempo, y a concederle, de todos modos, bastante independencia económica; incluso las cargas que gravan la tierra tienden a tomar un carácter consuetudinario y escapan así, cada vez más, a la arbitrariedad. Con una palabra: siendo a un tiempo tenedor y esclavo, el hombre pasará a ser rápidamente más tenedor que esclavo. Y ello cualquiera que síga siendo estrictamente, en derecho, su condición. La esclavitud, con todo su rigor, casi no es compatible más que con el servicio doméstico, el del taller o, cuando se trata de la explotación rural, el trabajo por equipos: ésa, entre otras, es una lección muy clara que se desprende de la historia de los "esclavos casados" a finales del imperio romano y en los primeros siglos de la edad media (yo dejaría de lado la institución del colonazgo propiamente dicho; ésta plantea un problema en gran parte distinto: el del paso de los campesinos libres a la dependencia de la autoridad señorial). Que el destino de muchos esclavos españoles fue análogo al de los serví casati de la Galia o de Italia en la época anterior es cosa que, tras haber leído a Verlinden, no puede dudarse. Pero véase, además, la noción que da el derecho. En gran parte de Europa, ocurrió que muchos de esos pequeños explotadores dependientes de un señorío, al descender de esclavos, se los siguió considerando carentes de libertad, o, más a menudo todavía, pasó a considerárseles así aun cuando sus ante­ pasados hubieran sido hombres libres. Era que la propia concepción de la no libertad había ido cambiando progresivamente» (1938, pp. 64-67). Los trabajos, de Ch. Verlinden sobre «L’esclavage dans le monde ibérique médiéval», aparecidos en el Anuario de Historia del Derecho Español, XI, 1934, y XII, son de alcance general, porque el autor estudia primero la esclavitud a finales del imperio romano y, sobre todo, porque esas sociedades ibéricas siguieron siendo por mucho más 17 . —

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tiempo que en casi toda Europa "sociedades de esclavos”. Allí pueden captarse, pues, con ayuda de numerosos documentos, hechos idénticos a otros que se desarrollaron en la Gaüa en una época más antigua. Esclavitud en Sicilia desde el final de la edad media hasta princi­ pios del siglo xix (1929, pp. 91-94), y esclavitud en la Italia medieval (1932, pp. 597-598). La esclavitud provenza! no ha tentado todavía a ningún trabajador (1932, p. 598). Esclavitud e inventos medivales (1935, p. 643). O rígenes

del señorío : los dominios

En una comunicación al Bulletin of tbe International Commiltee of Hislorical Sciences, febrero 1933, pp. 122-126, «De la grande exploitation domaniale á la rente du sol: un probléme et un projet d’enquéte», Marc Bloch plantea de nuevo ese problema, cuya solución no «pue­ de esperarse más que de una comparación sistemáticamente establecida entre los diversos desarrollos nacionales o regionales». Los textos nos dan la imagen de los grandes señoríos de la época franca, de los reyes, de las iglesias y de la alta nobleza laica (los pequeños señoríos siguen sin conocerse). El tipo más extendido presenta, «por un lado, una gran ex­ plotación, aprovechada directamente por el amo [...] el dominio (itidominicatum), que nos hemos acostumbrado a designar también con la palabra reserva, totalmente moderna. Por otro, un grupo de peque­ ñas explotaciones dependientes del poseedor del dominio: son los man­ sos, accolae u hospedajes, que reunimos bajo el nombre genérico de tenencias». Los bosques y los baldíos, a pesar de los derechos de uso de los tenedores, formaban parte sobre todo el dominio, que poseía tierras de labor y prados muy extensos. Hacían falta brazos. Los traba­ jadores de la reserva, esclavos u hombres libres "prebenderos", eran poco numerosos. Los tenedores entregaban al señor unos frutos, pero «en la economía del señorío, las tenencias constituían ante todo una reserva de mano de obra», para el cultivo por equipos deí dominio, para los transportes y para las ocupaciones industriales. «En el curso de los siglos x, xi y xii ese sistema fue dando paso poco a poco a una organización totalmente diferente. El cambio parece consu­ mado en la mayor parte de Francia hacia el año 1200.» Las corveas agrí­ colas han quedado reducidas a un pequeñísimo número de jornadas al año. El dominio ha disminuido considerablemente: «Un latifundmm se ve sustituido por una buena finca de importancia». El indominicatum ha sido distribuido entre unos tenedores, mediante las cargas habituales. De igual modo, ha sido distribuida en lotes la mayor parte de las Iandas, estepas y bosques, a menudo roturados.

A partir de entonces el señor obtiene sus principales ingresos de la "renta de la tierra". En Francia las fechas de esa evolución son variables; en Italia ésta fue más precoz, y en Alemania e Inglaterra más tardía. En la propia Francia hubo oposición entre la Francia del norte y del centro, por una parte, y las provincias mediterráneas y pirenaicas, por otra. Puede conocerse la extensión del dominio y de las tenencias por el número de jornadas de trabajo exigidas, que están en función de la superficie. Esa alteración del organismo señorial, importante para la historia de la clase nobiliaria y de las clases campesinas, tuvo múltiples causas, como las grandes transformaciones económicas de la época, el resurgir del co­ mercio y de los oficios y el progreso de la economía-dinero. Algunos siglos más tarde, la devaluación de los censos provocó un movimiento en sen­ tido contrarío: en toda Europa, a partir del siglo xvi, los señores intenta­ ron volver a la explotación directa. En la edad media, sobre todo en el período más pobre en documentos escritos, es más difícil «distinguir con facilidad los efectos de las causas». «¿Abandonó [el señor] el cultivo de cereales a gran escala porque las modificaciones de la economía le hacían considerar, a partir de entonces, más sencillo y más lucrativo pedir a unos censos el dinero que había de permitirle comprar el cereal? Quizá. No olvidemos, sin embargo, que ignoramos el momento exacto en que se precipitó la fragmentación de la reserva. No es imposible que se remon­ tara a la propia época de más acentuada disminución de la actividad co­ mercial, y que se viera entonces motivada por la falta de mercado para los productos agrícolas; el gran explotador cosechaba muchos más productos de los que podía consumir él mismo o hacer consumir a su séquito, y debía serle muy difícil darles salida con beneficio. Así pues, casi todas las explicaciones de orden económico tienen doble filo, por la falta, sobre todo, de precisiones cronológicas. Y queda además la posibilidad de otras interpretaciones. ¿No podría ser simplemente por dificultades administrati­ vas por lo que los señores dieron en preferir el reparto en lotes a la explo­ tación directa? Ellos, personalmente, eran poco aptos para ese pesado trabajo de dirección, y se veían obligados a confiar en unos administrado­ res (sergents)\ éstos, retribuidos, al igual que los funcionarios reales, me­ diante la concesión de feudos, que con el mismo título que el cargo pronto pasaron a ser hereditarios, a menudo, como ios representantes reales, to­ maban todo el territorio como infeudación. A ojos deí abad de SaintDenis, Suger, en el siglo xn, un dominio dejado al cuidado de esos admi­ nistradores era evidentemente una tierra perdida C—3 En la dificultad [...] no hay más que un recurso: la comparación. Pues cuando hayamos logrado fechar con exactitud las diferentes evoluciones regionales y valorar su amplitud, entonces podremos, como si se tratara de un experimento natu­ ral, eliminar ciertos factores y apreciar el valor relativo de los demás»

(Bulletin of tbe International Committee of Historical Sciences, febre­ ro 1933, pp. 122-126). Hay un artículo de 1935 que muestra hasta qué punto Marc Bloch se alejaba ya de la hipótesis del origen exclusivamente dominical del seño­ río. Es la reseña de las dos tesis de doctorado en letras de Ch. Edmond Perrin, Recbercbes sur la seigneurie rurale en Lorraine d’aprés les plus anciens censiers (XIe-XIIe siécles), y Essai sur la fortune immobiliére de Vabbaye alsacienne de Marmoutier aux Xa et X IC siécles, 1935. Éstas «se­ ñalan una fecha decisiva» «en el desarrollo de los estudios sobre el señorío rural». «No se limitan, efectivamente, a aportar gran número de datos nuevos y de penetrantes observaciones. Con mérito menos frecuente, inau­ guran un método. Más exactamente, adaptando a los fines propios de la investigación ese instrumento universal de conocimiento que es la crítica del testimonio, hacen de él, por primera vez, una aplicación verdadera­ mente sistemática a un tipo de documentos particularmente difíciles y valiosos. Desde el siglo ix , lo más tarde, en casi toda Europa, fueron esta­ blecidos innumerables inventarios de bienes y derechos señoriales, por iniciativa de los interesados. De ese inmenso trabajo, por lo menos para las épocas antiguas, sólo se han conservado escasos restos [...] Hace tiempo, desde luego, que los eruditos manejan esos “censiers”. Pero [...] hasta ahora había sido demasiadas veces para obtener datos a manos llenas, sin preocuparse más que de paso del cómo ni del porqué de los textos. Perrin ha roto con esas rutinas. Su estudio, forzosamente, tenía que limi­ tarse en el espacio y en el tiempo. En su tesis principal, se ha ceñido a los más antiguos censiers de Lorena, de los siglos x i a x ii. Su tesis comple­ mentaria añade a ello el examen de documentos del mismo orden proce­ dentes de la abadía alsaciana de Marmoutier, que por otra parte tenía po­ sesiones en Lorena. Los principios que él ha destacado de ese modo no por ello dejan de tener un alcance general, que merece ser subrayado.» Tres observaciones que hay que retener: «Los censiers, generalmente, no llevan fecha [...] La mayor parte de ellos no nos son conocidos más que a través de copias. Finalmente, las propias prácticas de la explotación señorial, frecuentemente, llevaron consigo la introducción en eí inventarío primitivo de todo tipo de correcciones, interpolaciones o adiciones. Rela­ tivamente fáciles de distinguir cuando, por azar, tenemos el original —hay que recordar también que en sus célebres ediciones de los “polípticos" de Saint-Germaín-des-Prés y de Saint-Maur-des-Fossés, con los que precisa­ mente ocurre eso, Benjamín Guérard no había hecho las necesarias distin­ ciones—, esas modificaciones, en cambio, en las transcripciones, no pue­ den distinguirse del texto auténtico más que con ayuda de criterios inter­ nos, particularmente delicados de aplicar. Un testimonio, sea el que sea, no se hace verdaderamente utilizable, y su exacta significación y —lo que

es al menos igual de importante— el alcance y los motivos de sus silencios no aparecen claramente más que a partir del momento en que estamos en situación de reconstruir con precisión los designios que estaba desti­ nado a servir y las condiciones que habían presidido su elaboración, a veces muy defectuosas.» Perrin ha «cumplido victoriosamente» esa doble tarea. En sus «minuciosas discusiones», «la agudeza no degenera en nin­ guna parte en sutileza» y «en ningún momento se hace esfuerzo alguno por hacer pasar subrepticiamente por certidumbre una simple probabili­ dad». «Aislado, un documento pasa a ser, por ello mismo, ininteligible. Véase, por el contrario, de qué repertorio de comparaciones ha sabido dotarse Perrin para interpretar los objetos de su investigación crítica: para empezar, todos los cetisiers de una extensa región, confrontados entre sí; [...] un estudio en profundidad de las principales recopilaciones de con­ textura semejante de todo el antiguo Estado franco; [...] y finalmente, sobre todo, [...} una larga familiaridad con la sociedad medieval en su conjunto. Admirable obra de erudito, dirán algunos. Y sin duda es así. Pero si alcanza esa perfección es porque ahí el erudito era, ante todo, un historiador.» Además, Perrin, todo a lo largo de la discusión y en los tres últimos capítulos de sus Recherches, que siguen la historia de los censiers de Lorena hasta el siglo xn, expone las instituciones del señorío rural de dicha región. Perrin utiliza ampliamente las expresiones "dominio” y 11dominical” en un sentido diferente del de la lengua medieval, que con la palabra “domi­ nio’1 designaba «la parte de la tierra cuya explotación directa conservaba el señor, la "reserva", como gustamos decir hoy, por oposición a las tierras de los tenedores». Perrin «designa así [...] el conjunto constituido por la reunión o, por decir mejor, la colaboración de la reserva y las te­ nencias; se trata, en suma, del señorío mismo, en cuanto que realidad territorial». [«No pretendo en absoluto afirmar [...] que "dominio" fue­ ra siempre empleado rigurosamente en la acepción que indico yo [...] La historia de la palabra "dominio" [...] nunca ha sido escrita. Como señala el propio Perrin, los términos latinos correspondientes —como el sustan­ tivo dom'micatus—, en la primera parte de la edad media, sirvieron para designar, según los casos, dos realidades distintas: por una parte la reser­ va, frente a las tenencias, y por otra el conjunto de tierras y derechos señoriales de todo tipo [...] que el señor conservaba en su patrimonio, por oposición con los que tenía que asignar a sus vasa¡los o principales precaristas [...] Se llamaba dominio, universalmente, la parte propia del señor [...] sea por oposición a las tenencias (entonces era la parte de la tierra que había que cultivar directamente), sea por oposición a las tierras infeudadas. Había, dicho de otra manera, el dominio en sentido estricto y el dominio en sentido amplio. Ese último empleo de la palabra ha sobre­

vivido en la expresión de dominio real [...] En cambio, ‘‘dominio", por lo que puedo yo ver, no ha designado nunca el señorío territorial en sí.»] «¿No hubiera ido bien igualmente una fórmula deí tipo de la de señorío territorial?» (A propósito del empleo de la expresión **propiedad territo­ rial”, «a mí no me gusta demasiado, tampoco, tratándose de derechos rea­ les medievales, la palabra propiedad».) «Yo diría complacido que el abuso del "dominical” es, a mi entender, el único defecto de esa obra tan rica, tan firme de orientación y, por una cualidad más excepcional aún, tan pró­ xima a la vida.» Perrin, siguiendo la evolución del señorío de Lorena, distingue en ella dos grandes etapas. «En ía primera, que se encuentra en su forma casi pura hacia principios del siglo xi, el señor es ante todo un amo de la tierra: a los hombres que de él dependen los domina porque les distribuye tierras, y sus derechos de mando terminan en las fronteras de su territorio; la principal ventaja que obtiene es, o bien percibir, a título de arrenda­ miento, una parte de los productos del cultivo> o bien, sobre todo, obtener de sus tenedores las prestaciones de trabajo que le permiten la explotación de su propia reserva. Ése es el señorío que Perrin [...] ha resuelto lla­ mar dominical. Pero ya desde el final del siglo ix, y sobre todo durante el x y el XI, se producen tres hechos decisivos que habrán de modificar de arriba abajo ese sistema. Se trata, para empezar, de 1a adquisición por parte de los señores del derecho de “jurisdicción" (han), o, dicho de otro modo, del derecho a mandar y, dentro de ciertos límites, a juzgar, derecho de origen público cuyo paso a manos privadas es consecuencia del debilitamiento del Estado; es un derecho, además, que por su zona de aplicación sobrepasa con frecuencia los antiguos límites del señorío territorial, favorece la inclusión dentro de éstos de ciertos alodios y, en cualquier caso, se extiende a todos los protegidos del señor y a sus pose­ siones (exceptuando, naturalmente, para estas últimas, el caso en que se encuentren situadas ya bajo otra dependencia). La formación de esa clase de protegidos, que no son tenedores más que secundariamente o que ni siquiera todos lo son, constituye el segundo rasgo nuevo, en el que sin dificultad se reconocerá un aspecto de la generalización de los lazos per­ sonales, tan característica de la época. El tercero, finalmente, se resume en la progresiva disminución, y, a veces, la desaparición de la reserva. Aun cuando esos tres fenómenos no fueran, según todas las apariencias, abso­ lutamente concomitantes, sus efectos coincidieron. Los beneficios propia* mente "dominicales" no dejaron de existir, pero, reducidos en su importe absoluto —la disminución de las corveas, en especial, había sido conse­ cuencia inevitable de la crisis de la reserva— , fue disminuyendo, además, su importancia en proporción a la totalidad de los ingresos señoriales,

ces los beneficios obtenidos de la jurisdicción y de la protección. Así nació un nuevo tipo de señorío, al que Perrin no da nombre alguno. No se trai­ cionaría mucho a su pensamiento, creo yo, hablando —si la expresión -no hubiera de ser demasiado equívoca— , de “señorío jurisdiccional".» «En lo esencial, creo yo, por mi parte, que conviene darle la razón ya desde hoy. Por lo menos en lo que respecta al desarrollo a partir del si­ glo ix. Sobre la propia concepción del señorío dominical o territorial, yo haría con mayor interés algunas objeciones. Con esa etapa de la evolución señorial tocamos un período en el cual las realidades se presentan de modo muy diferente según los países, pues el señorío distaba mucho de te­ ner tras él en todas partes un pasado semejante ni de igual duración. Tomémoslo, no obstante, si se quiere, en la Galia, donde todo indica que sus raíces se remontaban, en el orden del tiempo, muy atrás. No es difícil distinguir en él, en la época carolingia, diversos sedimentos de fechas y de formación variadas. Que los mansos serviles eran simples pedazos recor­ tados por el amo en sus propias tierras es cosa que no puede dudarse. Pero ¿y los mansos libres, o, por lo menos, algunos mansos libres? ¿Cómo saber si su dependencia con respecto al amo no había nacido primitiva­ mente del ejercicio por parte de este último de poderes de mando que en sí mismos, quizá, no eran muy diferentes de la referida "jurisdicción"? Podrán darse todas las vueltas que se quiera al problema de los orígenes del señorío, pero en una 2ona como la Galia —con sus nombres de lugar hechos en tan gran número a base de nombres de varón— es muy difícil evitar la impresión de que antes del señor hubo el jefe de pueblo. Y esto me lleva a un postulado que en varias ocasiones, más o menos implícito, subyace a la exposición de Perrin: cuando un único término de tierras se ve dividido entre varios señoríos acaba en una fragmentación secundaria. Yo estoy de acuerdo con que esa explicación es a menudo la buena. Pero no es nada evidente que lo sea siempre. En una de las raras regiones en que nos es posible seguir en la edad media la génesis, por otra parte más o menos abortada, de un poder señorial —quiero decir, en Frisia— se ve como, hacia el siglo xiv, los jefes, los Haüptlinge, tienden a convertirse en señores, y lo que al principio no había sido para ellos más que simple? regalos se transforma poco a poco en unos censos. Pero ocurre con faci lidad que haya dos o más Haüptlinge por cada pueblo. Finalmente, en h propia jurisdicción, ¿es muy seguro que haya que reconocer, pura y sim plemente, una concesión de los poderes públicos o una usurpación reaíi zada en detrimento de éstos? Según la tesis jurídica entonces oficial, sí sin duda. De hecho, sin embargo, ¿no es posible que los diplomas de ir raunidad se limitaran únicamente a legalizar un estado de cosas preexi: tente? Y si los señores, en Francia, acapararon una parte del mando H/» b Justicia narticularmente grande, ¿fue porque la autoridad se mostr

más débil, o lo que ocurre es que esa misma debilidad no se explica más que por la más antigua fuerza de un señorío más arraigado?» «Por los rasgos originales de su desarrollo, el señorío de Lorena, como podía esperarse, ocupa un lugar intermedio entre el señorío de Francia, estrictamente hablando, y el de Alemania. Allí toda distinción entre los diversos tipos de tenencias indivisibles —ios "mansos”— se borró muy temprano. Mientras que en las tierras del Mosela y del Rin de SaintMaximin de Tréves, en el siglo xn, aún se encuentra a veces la antigua oposición de los mansos libres y los serviles, la parte del censier dedicada a Lorena ignora totalmente esa clasificación. El propio manso se desmo­ ronó rápidamente, a diferencia de Alemania, y también en ese particular los contrastes que revelan las descripciones de las propiedades de SaintMaximin son muy instructivos. Pero, contrariamente a lo ocurrido en Francia, la fragmentación de la propiedad primitiva dio origen general­ mente a otra entidad agraria que, aun siendo más pequeña, no dejó de considerarse a su vez destinada, en principio, a permanecer estable: el cuarto de manso o "quartier". La fusión de los dependientes hereditarios en una única clase servil parece que fue menos clara que en Francia. La capitación pagada por los protegidos no recaía ordinariamente más que sobre los que vivían fuera del señorío Que, en cambio, incluso en Alsacia, la noción de libertad o de privación de la libertad experimentó durante el período propiamente feudal esa profunda metamorfosis en 3a que hay que ver, creo yo, uno de los fenómenos entonces más decisivos de la evolución social, es algo sobre lo que la historia de la clasificación de las tenencias en la marca de Marmoutíer aporta una prueba particularmente elocuente. Como lo muestra con mucha fuerza Perrin, los mansos libres, todavía mencionados a principios del siglo xi junto a los mansos serviles, aparecen hacia finales del mismo siglo confundidos con estos últimos en una única categoría. ¿Con qué nombre?, con el nombre de serviles, a partir de entonces común. El término ingénuile (libre), en realidad, no desaparece totalmente, pero se reserva para ciertas tenencias desgravadas de censos y de corveas, que casi únicamente deben el servicio de caballe­ ría; están en manos de "beneficiados", que el texto califica también curio­ samente de "barones", y constituyen, aunque no se pronuncie la palabra, verdaderos feudos ministeriales, Visiblemente, lo que se ha desplazado es la propia línea de separación entre lo libre y lo no libre [...]» Perrin, «en los censiers} describe el instrumento por excelencia del señorío "dominical” [...] De hecho, ¿cuándo nacen?» Perrin no resuelve ese problema. «Yo no puedo [...] evitar asociar la empresa de esos gran­ des inventarios a la influencia del renacimiento carolingio como medio intelectual y quizá, más precisamente, a la actuación de la propia monar­ quía carolingia No tenemos [...] huella alguna de semejantes reco­

pilaciones bajo los merovingios ni bajo los reyes lombardos [... ] su expan­ sión parece corresponder realmente a la del Estado franco [...] Luego,/-a medida que se desmorona la antigua estructura, los censiers resultan ser instrumentos de explotación cada vez más insuficientes. Por rutina [...] se continúan utilizando a pesar de todo los modelos tradicionales, es decir, se siguen copiando los registros o documentos elaborados muchos anos antes. No sin intentar, no obstante, más de una adaptación. Uno de los más destacados resultados de las pacientes investigaciones de Perrin es el mostrar mediante ejemplos precisos que, a pesar de su respeto de principio por la costumbre, en la edad media, ni los señores ni sus sujetos rehusa­ ron siempre las innovaciones, aunque fueran de lo más consciente. Pero, a fin de cuentas, la presión de las circunstancias se hace demasiado fuerte y los censiers entran en decadencia, para ser sustituidos unas veces por uno y otras por otro de los dos nuevos tipos de documentos, muy diferen­ tes entre sí y más profundamente distintos aún del censier: el " rapport de droit” {Weisíum de los países de lengua alemana) y la carta de franqui­ cias {que yo, por mi parte, para evitar equívocos con el franqueo o eman­ cipación de siervos, preferiría llamar carta de costumbres). Las páginas que Perrin dedica, primero a definir esos dos términos — el primero, exce­ lente, creado además por él— con precisión hasta ahora inigualada, y luego a poner en relación las realidades que abarcan, esas páginas se sitúan entre las más importantes de su obra. La práctica del “rapport de droit", leído periódicamente ante los sujetos, y en caso necesario completado por averiguaciones hechas entre ellos, le parece que está en relación directa con la costumbre de las "audiencias generales" (plaids généraux) que, tres veces al año, reunían a la pequeña colectividad en torno al señor justiciero o a su representante. Las áreas de las dos instituciones, efectivamente [...] parecen superponerse realmente. Un estudio en Picardía y Vermandoís, donde la audiencia general, como la mayoría de tradiciones francas, parece que conoció una supervivencia más larga que en nuestras otras provincias, exceptuadas las antiguas regiones de Imperio, daría sin duda interesantes resultados.» «Perrin parece considerar la carta de costumbres propia sobre todo de los señoríos laicos; los señoríos eclesiásticos habrían preferido el rapport de droit. No habría que generalizar mucho, sin duda, esa oposición. Véase la célebre carta de Beaumont, que emana de un arzobispo de Reims. Por otra parte, conviene advertir que, en ciertas regiones, como la íle-deFrance —donde, según la tesis de Perrin, el rapport de droit es descono­ cido— , fue la carta de franqueamiento de siervos lo que, al transformarse en el siglo xm en un verdadero pequeño código local, ocupó frecuente­ mente el lugar de una carta de costumbres.» El censier, añade Marc Bloch, «sobrevivió con mucho al siglo xn», pues en el siglo xm son numerosos

los «inventarios de ese orden, con nombres por otra parte diversos», que ocupan un lugar importante en la «reacción señorial» (1935, pp. 451-459). Marc Bloch relaciona con los estudios de Perrin las «sugestivas indi­ caciones» de F.-L. Ganshof, «Une étape de décomposition de Torganisatíon domaniale classique á l’abbaye de Saínt-Trond», en Féderation archéologique et historique de Belgique, X X IX e session. Congres de Lié ge, 1932 (1935, p. 455). A Marc Bloch no le gusta demasiado la palabra “propiedad" aplicada a la edad media (1936, p. 501). «Propiedad, propietarios [...]: jqué carga­ das de equívocos, esas palabras, aplicadas a la edad media! ¿Acaso la sociedad medieval no se caracterizaba, al contrario, por la coexistencia en las mismas tierras de derechos reales concurrentes, de naturaleza diferente pero igualmente respetables cada uno en su esfera, y tales que ninguno de ellos tenía esa plenitud cuya idea va ligada, en nuestro lenguaje, a la noción de propiedad? Los mismos derechos del alodiero, absolutos hacia arriba, puesto que no comportaban por encima de ellos ningún derecho su­ perior, podían quedar limitados hacia abajo si el alodio se dividía en tenen­ cias dependientes, y en sentido horizontal lo estaban necesariamente, por las limitaciones que los derechos del linaje y, si se trataba de una propiedad rústica, los de la comunidad campesina imponían a la libertad de enajena­ ción o de explotación» (1937, pp. 497-498). Hablando de un estudio sobre el Grésivaudan: «Forzoso es lamentar [...] que el régimen territorial de la edad media pueda aún ser considerado como "gran propiedad Jurídica­ mente, el término carece de sentido, y económicamente enmascara un he­ cho que, aquí, es el único que importa, a saber: la indiscutible preponde­ rancia de la pequeña y mediana explotación» (1938, p, 520), Con el título «Une grande ordonnance domaniale de Tépoque franque», rña. de W. Elsner, Zur Entstehung des Capitular de villis, Kiel, 1929, de «método muy seguro». «En toda la historia económica de la alta edad media no hay texto más valioso que la amplia instrucción para la explotación de las tierras reales o imperiales de los carolíngíos tradicionalmente conocida con el nombre de Capitulare de villis. Desgraciadamente, ese extraordinario do­ cumento no lleva fecha alguna, y el nombre del soberano del que emana no aparece indicado en ninguna parte. De ahí la existencia de numerosas incertidumbres, la elaboración de hipótesis diversas y, entre investigadores, el cúmulo de polémicas que hay a su alrededor [...]» Marc Bloch está de acuerdo con W. Elsner en rechazar la teoría de Alfons Dopsch, quien ve en ese capitular la obra, no de Carlomagno, sino de su hijo, el rey Luis de Aquitania (el futuro Luis eí Piadoso), y la cree destinada única­ mente a ciertos dominios de la región aquí tana, especializados en el "ser­ vicio" de la corte real. «Esa sucesión de prescripciones mal ligadas entre

sí y a veces contradictorias no podría ser obra más que de un remendón que cosiera uno con otro artículos tomados de diversos capitulares [...] Se trataría de una especie de codificación abordada por la cancillería hacia el año 800 para servir de manual en la administración central y, en caso necesario, para ser enviada a los missi encargados en las provincias de controlar, entre otras cosas, la explotación de los dominios.» «Hábil hipótesis», que no es admitida por Marc Bloch. «El desorden que tan acerta­ damente denuncia él, y también algunas contradicciones de forma, me parece que pueden explicarse fácilmente por los malos hábitos de redac­ ción propios de la mayoría de cancillerías medievales [...]» «Finalmente, no sé si Elsner [...] ha concedido siempre un lugar suficiente a una regla administrativa muy claramente percibida, no obstante, por él. Como he intentado mostrarlo en otro lugar, toda la organización dominical se ba­ saba en la posibilidad de cada villa de encontrarse en una de las dos situaciones siguientes: estar al "servicio” especial de la corte, una, y no estarlo, la otra. En el primer caso, no tenía que suministrar más que lo común a todas las tierras. Pero si, por el contrario, se la designaba para el. “servicio", lo que se producía cuando el soberano y su séquito perma­ necían en la propia villa o en los alrededores, entonces se veía gravada con todo tipo de prestaciones excepcionales. El error de Dopsch estuvo en creer que había dos categorías de posesiones fijadas de una vez por todas. En realidad, cada posesión, según las circunstancias, podía ser utilizada de una forma o de la otra. Ese dilema se encuentra en todo momento en el Capitulare de vtllis. Pero como era conocido por todos, el redactor lo dio a menudo por sobreentendido. De ahí la existencia de muchas oscuridades, por lo menos aparentes.» Marc Bloch está de acuerdo con W. Elsner sobre el hecho de «que la ordenanza no estaba hecha para los funcionarios de orden inferior encargados de cada villa en particular. Visiblemente, se dirige a personajes de más elevado rango, con responsabilidades más am­ plias». Recuerda su artículo sobre ese capitular en la Revue Historique, 1923, y su estudio «La organización de los dominios reales carolingios y las teorías de Dopsch», en Anuario de Historia del Derecho Español, 1926 (í931, pp. 460-463). J. W. Thompson, The dissolution of the Carolingian }tsc in the nintk century, Universky of California Press, Berkeley, 1935; W. M. Newman, Le domaine royal sous les premiers Capétiens (987-1180), 1937, excelente tesis defendida en la Universidad de Estrasburgo (1938, pp. 259-261). Sobre «esos inventarios de bienes eclesiásticos que son documento de cabecera de los historiadores del señorío rural», importante obra de E. Les¡te, Histoire de la propriété ecclésiastique en France, t. III: Vnventaire de la propriété. Églises et trésors des églises, du commencement du V IIIe h la fin du X I* siecle, Lille, 1936. «Las modificaciones que experimenta el

tipo de inventarios rústicos no se entienden más que a medías si no se po­ nen en relación con las transformaciones del señorío en cuanto tal, y en especial con el desmoronamietno de las unidades de tenencia fijas —los "mansos"— que habían servido de base para las antiguas "descripciones"» (1940, pp. 79*80). El

manso

(pp. 217-219, 402-417)

«En toda la Europa de la edad media se observa la existencia de una unidad agraria concebida como unidad estable, designada en los diversos países con distintos nombres. Se trata —por no citar más que los principales términos— del mas o meix francés (mansas), la buje alemana, la bidé in­ glesa y el bool danés. En toda la historia rural no hay problemas más difí­ ciles, no diré ya de resolver, sino sólo de plantear claramente, que los que opone al erudito esa institución, misteriosa y que se intuye fundamental, con su temible espectro [,..]» Señala las tentativas de L. Hauptmann de calcular la extensión de las bajen bávaras, cálculos discutidos por H. von Loesch: «Para gran parte de Alemania ignoramos, dice, el tamaño de la bufe real. Es un hecho que ignoramos aún muchas cosas. El estudio del mansas, en especial, en la Galia franca, está muy poco adelantado. Sería muy de desear que hubiera quien se pusiera a ello, abordando el problema en el plano europeo, pero fuera de los sistemas preconcebidos y demasiado esque­ máticos que lo único que han hecho ha sido dificultar aún más ese género de investigaciones» (1931, pp. 463-464). El “tan” bretón era análogo al manso, según señala A. Dupouy, Hisíoire de Bretagne, 1932 (1933, p. 187). Sobre el manso, «esa institución que es quizá la más misteriosa de nuestras viejas civilizaciones rurales, y sería igualmente, una vez interpretada correc­ tamente, de las que más viva luz permitirían arrojar sobre el pasado remo­ to de nuestros campos» (1938, p. 453). Mansos de Thuringe y de Hesse, 1938, pp. 453-455. El importante estudio de O. Tulippe, «De l’ímportance des exploitations agricoles au ixc siécle dans File de France», en Annales de Géograpbie, 1931, utiliza, claro está, el famoso políptico de Irminon. Marc Bloch no cree que la escasa extensión de los prados corresponda a una mínima ganadería, pues estaban la abertura de heredades a las rastrojeras y los barbechos y el pasto en los baldíos y en el bosque. «La parte de más nove­ dad del trabajo consiste en un estudio comparado de la superficie de los "mansos" según los emplazamientos de pueblos. Tulippe observa que las ex­ plotaciones son generalmente más extensas en las mesetas limosas que en las tierras de valles y laderas [... ] Ese punto de vista geográfico no había sido aplicado nunca todavía al examen del políptico; promete ser fecundo.»

No obstante, no hay que «desdeñar los otros factores de variación. Sabemos muy deficientemente lo que era exactamente un manso; [...] las unidades de tenencia así designadas no eran exactamente comparables entre sí. Por ceñirme a lo esencial, los mansos serviles eran por lo regular más pequeños que los libres; donde la proporción de los primeros con respecto a los segundos era mayor la extensión media del manso forzosamente debía re­ sultar menor que en los señoríos en los que dominaba claramente el tipo libre. Es posible, además, que la dimensión de las tenencias no dejara de tener relación con el peso de las corveas, que era variable» (1932, pp. 426427). Del mismo autor, «Le manse á l’époque carolingienne», en Annales de la Société Scientifique de Bruxelles (Serie D, Sciences éconamiques), 1936, «útil actualización» (1938, p. 455). Añádase el artículo de Ch.-E. Perrin, «Observations sur le manse dans la región parisienne au debut du ixc siécle». Advierte él que siempre se choca con el «problema, todavía mal elucidado, del origen y la verdadera naturaleza del manso». B. Guérard había fijado el valor del manso libre, para los 25 dominios de la abadía de Saint-Germain-des-Prés inventariados en el políptico del abad Irminon, en 10,59 hectáreas, cifra generalmente redondeada en 11 hectáreas y admitida luego por todos los sucesores de B. Guérard, como ejemplo P. Guilhiermoz y O. Tulippe (artículo citado supra) (el manso servil era de 7,43 hectáreas). Pero Marc Bloch renunció (in/ra, p. 406) a esa valoración tradicional de 11 hectáreas para adoptar el valor medio de 13 hectáreas. En la región parisiense, ya desde el primer cuarto del siglo ix el manso era una «institución degradada y que amena­ zaba ruina» (VIII, 1945, pp. 39-52). Ver supra, p. 255, e infra, pp. 274-276, 280-282, 292, 449-450. O rígenes d el s e ñ o r ío : LA ORGANIZACIÓN DE LOS PUEBLOS CON SUS JEFES

Marc Bloch fue llegando progresivamente a la convicción de que los señoríos habían surgido de la organización de los pueblos con sus jefes. Así, la cuestión de los machtierns, jefes de pueblos de Bretaña, se le re­ presentó «estrechamente ligada al importante problema del origen de los señoríos» (1936, p. 320). No se debe ni separar los «poderes sobre la tierra» de los ejercidos sobre ios hombres ni desdeñar plantear la cuestión de «esas jefaturas de pueblos en las que, en la hora actual, no obstante, es imposible no ver uno de los más probables orígenes de la institución seño­ rial» (1939, p. 439). Un artículo de 1937 subraya esa preocupación, a partir de entonces dominante en Marc Bloch: «La genese de la seigneurie: idée d’une recherche comparée». Recuerda él que «en la historia de nuestras sociedades

campesinas la institución señorial ocupa un lugar de primer plano. El pa­ sado está lleno de ella. El presente está muy marcado por su garra». Para intentar saber cómo se «formó, asentó y desarrolló», «lo que debe verda­ deramente solicitar nuestro análisis son las variables relaciones del señorío y la comunidad; olvidando uno de los dos factores se corre el riesgo de deformar, de entrada, la realidad. Desgraciadamente, ese problema capital es, al mismo tiempo, un irritante enigma». Pues los documentos europeos son escasos y «terriblemente discontinuos», aun cuando no hayan dado todavía todo lo que pueden dar de sí: se han descuidado demasiado las «variedades regionales del señorío», así como los países sin señoríos. «Aunque no sea más que, precisamente, para dotarnos de hipótesis de trabajo, el recurso a la historia comparada se impone aquí más que en ningún otro caso. Pues la superposición del poder de un hombre a los lazos de la comunidad [...] así como la interpenetración, tan claramente caractemadora de nuestro señorío, de una empresa económica y un grupo de mando, ¿es imaginable que sean fenómenos específicamente europeos? Sería un grave error creerlo así [...] Añádase a ello que a veces en ante nuestras miradas o a la plena luz de un pasado muy próximo como se asis­ te en otros lugares a una evolución encubierta entre nosotros por nieblas milenarias. Desde luego, nadie puede pensar en trasponer los resultados de esos estudios, tal cual, de una civilización a otra. La historia compara­ da — ¿habrá que repetirlo?— no tiene como misión cerrar los ojos a las diferencias; por el contrario, situándolas en su lugar, las pone de relieve. Se trata, simplemente, de ver con más amplitud de perspectiva, con el fin de entender mejor, buscar mejor, eliminar las causalidades ficticias o ac­ cesorias y, cuando no hay más remedio, interpolar mejor. ¿Podría soñarse campo más apropiado para esas investigaciones que nuestro Marruecos, tal como nos lo describen hombres ligados a la práctica y armados con sólidos conocimientos generales? ¿Acaso no tiene, también él, sus fuertes comunidades de campesinos o de ganaderos, sus «grandes "casas" casi señoriales, sus sociedades de protectores y de protegidos y sus institucio­ nes económicas en beneficio de la religión»? Esas líneas anteceden a un artículo de J. Berque, inspector civil en Fez, «Sur un coin de terre marocaine: seigneur terrien et paysans», en el alto Rharb, pp. 227-235: «Hay ahí materia para hacer reflexionar a más de un lector de viejos documentos y de polvorientos registros de censos» (1937, pp. 225-227). Marc Bloch, las «imágenes» del Marruecos rural trazadas por J. Ber­ que en sus trabajos, las relaciona con los «antiguos estadios de nuestras propias sociedades», y lo hace especialmente con el "khammés", aparcero y sobre todo cliente, como antes nuestro propio aparcero, con «el gran patrono urbano o el morabito, bajo cuya protección se ve cómo se orga­ nizan embrionarios señoríos (/patrocinia vicorum/), y, finalmente, con el

doctor de la ley, que se esfuerza por ajustar la letra de los textos ortodoxos a las resistentes realidades de las costumbres rurales indígenas, exacta­ mente igual que entre nosotros, en otro tiempo, el hombre formal de los coutumiers —a menudo con menos éxito— se esforzaba por hacer entrar en el marco jurídico transmitido por Roma el juego de las costumbres vivas [..J » , No obstante, «el peor error estaría en confundir con las nuestras esas sociedades rurales del Maghreb extremo, modeladas por con­ diciones físicas sin analogía con nuestros climas [...] así como, y quizás es lo más importante, por un pasado de ritmo totalmente distinto. Además esa sensación, tan profunda, de lo "diferente", es en el autor resultado de una gran cultura histórica y sociológica; insertando el objeto de su investigación en amplias perspectivas humanas percibe aún mejor las particularidades por contraste con ese telón de fondo. En esa amplitud de las comparaciones hay con qué hacer enrojecer a más de uno de nosotros, los historiadores del Occidente, demasiado inclinados a encerrarnos en nuestro pequeño cabo del continente eurasiático» (II, 1942, pp, 65-66). Marc Bloch piensa en 1937 que «se puede delimitar el problema con una línea clara», y anuncia que va a intentarlo en una «empresa colecti­ va»: tenía que ser el capítulo VI (pp, 224-277) del tomo I de The Cam­ bridge economic bistory of Europe from the decline of the Román empire, publicada bajo la dirección de J. H. Clapham y Eileen Power, volumen aparecido en Cambridge en 1941, en plena «batalla de Inglaterra», que no pudo llegar a conocimiento de los historiadores franceses hasta mucho tiempo después. En ese capítulo, titulado «The rise of dependent cultivation and seignioral institutions» (El origen del cultivo dependiente y de las instituciones señoriales), Marc Bloch plantea primero el problema (pp. 224-227) haciendo una descripción del señorío «en la época de su pleno desarrollo». «El régimen señorial o, según la expresión inglesa, manorial, no se basaba en la esclavitud, en el verdadero sentido de la palabra. Fuera cual fuera su condición jurídica, y aunque el derecho de la época la calificara de servil, los campesinos, agrupados en el señorío, no tenían nada que ver con un ganado humano alimentado por el amo cuya fuerza hubiera pertenecido por entero a éste. Obtenían sus subsistencias de tie­ rras que cultivaban por su propia cuenta, que ordinariamente se transmi­ tían de padres a hijos y cuyas cosechas, si se presentaba la ocasión, podían venderlas o intercambiarlas, para adquirir así los demás productos necesa­ rios para vivir. Casi siempre formaban pequeñas comunidades rurales, ani­ madas por un fuerte espíritu de cuerpo, con derechos colectivos sobre las tierras de pastos y las de recolección de productos silvestres, y que eran capaces de ejercer incluso sobre las tierras de labor derechos de interés general, celosamente mantenidos, Pero su esfuerzo no era sólo para ellos mismos o en beneficio de la Iglesia y el príncipe. Era en hacer vivir a un

personaje situado inmediatamente por encima de ellos en lo que se em­ pleaba obligatoriamente una parte considerable de sus esfuerzos.» A ese señor le debían jornadas de trabajo y de acarreo, para explotar su domi­ nio, servicios de construcción y de trabajo artesano y una parte importante de su propia cosecha, en especie o en dinero. Sus propias tierras y a me­ nudo las de la comunidad eran “tenidas" del señor, quien ejercía sobre ellas un «derecho territorial superior». Finalmente, además de «rentista de la tierra», el señor era también juez, protector y jefe. El señorío, «em­ presa económica», era también un «grupo de mando». «Durante un período más que milenario, el señorío, así concebido, figuró entre las fuerzas principales de la civilización occidental. Ya firme­ mente establecido en diversos países en el amanecer de la edad media, en los campos europeos no dejó de regir hasta tiempos que el historiador, acostumbrado a contar por largos intervalos, no dudará en llamar recien­ tes», y en Francia hasta 1789 y 1792. «Inevitablemente, en un tiempo tan largo, la institución señorial, además de las diferencias que siempre había presentado entre una región y otra, no dejó de experimentar muchas trans­ formaciones, a menudo muy profundas [... ] Pero ¿en qué tipo de ciencia ha impedido jamás la presencia tanto de variaciones como de variedades que se reconozca la existencia de géneros? Los caracteres fundamentales que acaban de recordarse definen realmente un tipo de estructura social claramente particularizada y notablemente resistente; a través de los siglos, el destino de los hombres se ha visto tan fuertemente marcado por ella que aún en nuestros días, en todos los lugares en los que ha quedado su huella, el reparto de la propiedad, la conformación del hábitat rural y la mentalidad campesina no son inteligibles más que en función de esos viejos lazos abolidos.» «Ahora bien, hay que confesarlo, la génesis de esa institución que tal lugar ha ocupado en la historia de Europa sigue resultando particularmen­ te oscura. Porque los documentos son escasos y, en conjunto, tardíos. Por­ que, además, se presentan, en el tiempo y más aún en el espacio, en orden terriblemente disperso. En la Galia, en Italia y en las regiones renanas, hasta el siglo ix, no mucho antes, no nos permiten los textos hacernos una imagen un poco clara del señorío, que ya entonces tenía, indudablemente, un pasado muy largo [...] Antes de las grandes descripciones que nos pro­ porcionan los registros de censos carolingios o el catastro del Conquista­ dor, nos es forzoso contentarnos con algunos testimonios particularmente fragmentarios o con indicios indirectos de la arqueología, la toponimia y la semántica. En verdad, decir que sabemos muy pocas cosas de las socieda­ des germánicas antes de las invasiones es hacer una observación muy banal. En cambio, no hay quizá suficiente consciencia del desesperante estado de ignorancia en que nos encontramos por lo que respecta a la estructura pro­

funda de toda una parte del mundo romano, y especialmente del occidente de Europa, en tiempos de los emperadores. Desde luego, tenemos las bellas inscripciones de los dominios africanos, y más lejos, hacia el este, los inapreciables archivos de tantas grandes explotaciones egipcias, desde los ptolomeos. Pero ¿podremos creer que, entre sociedades tan opuestas por sus condiciones de vida y sus tradiciones históricas como las del valle del Nilo, del África berebere y de la Galia, por ejemplo, algunos siglos de dominación política común bastarán para borrar los contrastes? {...] Las fuentes egipcias o africanas, con toda seguridad, pueden arrojar sobre los orígenes del señorío occidental una luz preciosa, pero con una condición: [...] considerarlas como documentos de historia comparada. Además, es efectivamente en los métodos de ésta donde reside nuestro principal recurso. ¿Comparación del desarrollo europeo con las evolucio­ nes de análogo sentido que pueden observarse fuera de Europa?: sí, sin duda, pero también, y quizá por encima de todo, dentro mismo de la civi­ lización propiamente europea, habrá que poner sistemáticamente en rela­ ción las diversas evoluciones regionales. Porque el establecimiento del régimen señorial, en nuestros países, no se realizó en todas partes en la misma fecha, ni con el mismo ritmo, ni alcanzó en todos los lugares igual grado de desarrollo. Esos desfases y esas deficiencias son las experiencias a las que debe ligarse, ante todo, el análisis de las causas.» «Imposible se­ guir, por otra parte, el orden cronológico. Sería como partir de las tinie­ blas, Habrá que partir de lo que se conoce menos deficientemente, reco­ giendo uno por uno los diversos indicios que pueden ayudar a comprender un pasado más lejano y oscuro.» Luego viene un cuadro de los tipos de señorío de la alta edad medía (pp, 227-234). La Galla pertenece a ese «área en que el señorío aparece constituido con fuerza ya en el siglo ix, y lo estaba ya, sin duda, desde mucho más antiguo [...]». Para esa época, la más remota que puede al­ canzarse con alguna certidumbre, no llegamos a ver realmente bien más que cierto tipo de señoríos que, al estar situados en las regiones de pueblos grandes del norte del Loira, se distinguían, además, por sus considerables dimensiones. Las más fáciles de describir son las posesiones monásticas. Pero sobre los fiscos reales sabemos lo suficiente como para poder afirmar que su organización no difería demasiado de la de las tierras eclesiásticas, y como éstas, por otra parte, si habían llegado a manos de las iglesias había sido a través de donaciones a veces muy poco anteriores al momento en que los documentos nos dan una imagen detallada de ellas, podemos con­ siderar también legítimamente válidos los mismos rasgos generales para las posesiones de la alta aristocracia laica, en las mismas condiciones de tiempo y de lugar. Sin renunciar a extender más tarde la investigación a otros tipos de señorío, es en éste en el que necesariamente toma ella su punto de partida.

«Los señoríos de esa naturaleza se caracterizaban esencialmente por la unión, extremadamente estrecha, entre una gran explotación, explotada directamente por el señor —el "dominio", o, como generalmente se decía, el mansus indominicatus—, y unas explotaciones campesinas pequeñas dependientes, que llamaremos las tenencias. La explotación señorial tiene su centro en un grupo de edificios —casas de explotación, graneros, abri­ gos para el ganado, talleres— cuyo conjunto, a veces fortificado, forma lo que se llama la cour (curtís), que es, en sentido propio, el recinto cerrado. Alrededor se extienden campos, viñas y prados. Ordinariamente, se inclu­ yen también bajo esa misma rúbrica de mansus indominicatus los bos­ ques, a menudo muy extensos, y las tierras de pasto. Pero esas partes de la tierra señorial, sometidas casi siempre a derechos de uso colectivo, no son objeto de una apropiación tan completa por parte del amo como los huer­ tos, los prados o las tierras de labor [...] Aun limitado a los cultivos y a los prados, el "manso dominical” sigue siendo muy considerable. Su superficie equivale corrientemente a la tercera parte y a veces a la mitad del total de tierras de igual tipo detentadas por los campesinos. De tal modo que al señor se le planteaban dos problemas muy graves: un pro* blema de mercados — ¿cómo utilizar mejor los productos de esa gran em­ presa agrícola?— y un problema de mano de obra — ¿con ayuda de qué fuerza humana asegurar su funcionamiento?— .» El trabajo asalariado no era desconocido, pero no proporcionaba más que una ayuda ocasional, cuando los grandes trabajos. En la mayor parte de dominios de la Galia carolingia vivían esclavos "prebenderos”, que recibían del amo su prebenda (praebenda), pero eran relativamente poco numerosos. Cínicamente los pesados servicios agrícolas de los tenedores —de hasta varios días por semana— permitían a la explotación central vivir y prosperar. Entre esos tenedores figuraban otros personajes de con­ dición servil. «Hay un rasgo que es el primero que destaca en el sistema de las tenencias: su regularidad. La tierra del señor que se " tiene” se re­ parte en su mayoría en cierto número de unidades, en principio indivisi­ bles, generalmente llamadas mansos, Éstos, a su vez, se agrupan por cate­ gorías, de tal modo que los diversos elementos de cada una de ellas sopor­ tan, todos o casi todos, iguales cargas C— 3 Veamos qué principio presidía la clasificación de esas células maestras del organismo señorial. Esencial­ mente se distinguían dos categorías principales de mansos, unos conside­ rados serviles y los otros libres. Ambas no estaban necesariamente repre­ sentadas conjuntamente en todos los señoríos, pero en la mayor parte, por lo menos en los grandes, sí se encontraban aí mismo tiempo.» Tres carac­ terísticas los diferenciaban: los mansos serviles, ordinariamente, eran me­ nos numerosos que los libres, menos extensos y sufrían cargas más pesadas y peor definidas, y que por tanto dependían más de la arbitrariedad del

amo. En el siglo xi, no obstante, «la condición de la tierra no coincidía ya obligatoriamente con la del hombre. Un buen número de hombres libres explotaban mansos serviles [...] Inversamente, ocurría que los man­ sos libres estuvieran ocupados por esclavos [...] Así pues, es perfecta­ mente visible que, aunque por la falta de textos no pueda captarse más que en una época de declive, la oposición de las dos clases de tenencias tenía su origen en un estadio sensiblemente anterior de la evolución de ios dos elementos de la estructura señorial; éstos se fueron fundiendo pro­ gresivamente en un único conjunto, y a priori no puede afirmarse que se constituyeran ni en una misma etapa del desarrollo ni bajo la influencia de condiciones semejantes». «El manso, entidad jurídica que en cuanto tal estaba prohibido divi­ dir, en las regiones de hábitat concentrado, no correspondía sobre el te­ rreno más que muy excepcionalmente a una explotación de un solo tene­ dor. Ordinariamente se componía de múltiples parcelas, repartidas por una tierra muy fragmentada. El propio dominio comprendía casi siempre varios pedazos de tierra, de dimensiones generalmente más importantes que las de los campos de los campesinos, pero más o menos mezclados con éstos. Las casas de los tenedores se agrupaban en el pueblo, en las inmedia­ ciones de la “cour”. De suerte que la propia disposición dei pueblo rural traducía de algún modo la interdependencia de las partes constitutivas del señorío y, por la proximidad en que el corveable se encontraba siempre del lugar en que era requerido su trabajo, facilitaba enormemente el funcio­ namiento del sistema. No obstante, no nos equivoquemos. Aunque a veces fuera realidad la exacta equivalencia del término de tierras del pueblo y el señorío, ésta no tenía, ni mucho menos, un valor de norma. Sin tener ni siquiera en cuenta, por el momento, lo que todavía podía quedar de explo­ taciones campesinas autónomas, entremezcladas con las explotaciones de­ pendientes, más de un pueblo se repartía entre diversos señores; y ocurría además que, incluso en las regiones de hábitat particularmente concentra­ do, un señorío se extendía a mansos a veces repartidos entre varios tér­ minos de tierras, en ocasiones relativamente alejados del centro, de tal modo que, como se ve por el registro de censos de Montier-en-Der, en la Champagne, ciertos tenedores, para llegar al dominio en el que les espe­ raba la labor prescrita, tenían que recorrer un camino bastante largo. Des­ preciando esas irregularidades, el estudio de los orígenes del señorío deja­ ría escapar un poco de la realidad que se propone explicar.» «No obstante, en la Galia de esa época, como en la Francia de hoy, había ya zonas muy extensas en las que los hombres, en vez de agruparse en pueblos, vivían dispersos en grupos menores. En ellas el manso, habi­ tualmente, era de un solo bloque, o casi. En torno a la casa del " masadero* (

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generalmente —pues se trataba de regiones de suelo pobre— , no se culti­ vaban más que intermitentemente, alternando en la misma tierra, más o menos caprichosamente, los cultivos y el baldío, Así constituido, y habi­ tado, ordinariamente, por una o dos familias bastante numerosas, de tipo patriarcal, el manso estaba a veces totalmente aislado en medio del campo. En otros lugares formaba, con algunos otros, una pequeña aglomeración. Como es bien evidente, semejante diseminación de la población rural no era muy favorable a la colaboración del dominio y las tenencias. En la práctica planteaba delicados problemas, de los que nos dan precisa idea tres capítulos del censier de Saint-Germain-des-Prés referentes a las tie­ rras que los monjes poseían en las regiones de cercados del oeste. Ya no hay pueblo grande que haga de unidad administrativa, y cada "fisco” se extiende por una amplia zona en la que los mansos dependientes dibujan un entramado muy poco tupido. Sin faltar totalmente, el dominio, pox comparación con otras regiones geográficas, se nos presenta particularmen­ te reducido: en Boissy-en-Drouais, ocupa sólo el 10 % de la superficie culti­ vada, y en Villemeult el 11,5 %, mientras que, alrededor de París, alcan­ za el 32,6 % en Villeneuve-Saint-Georges y el 35,7 % en Palaíseau. ¿Qué ocurría cuando un mansas indominicatus, por vía de donación, iba a parar a manos de los religiosos?, pues que éstos, en ocasiones, al no poder ex­ plotarlo cómodamente de modo directo, se veían obligados a convertirlo en tenencia.» «Lo que hay que entender muy bien, únicamente, es que esas dificul­ tades afectaban sobre todo a los grandes señoríos, que a su vez eran parte integrante de fortunas rústicas inmensas y, además, dispersas. Siempre delicadas de dirigir, debido a la necesidad que tenían sus administradores de hacer dos partes —una que tenía que encontrar salida en el mismo lugar y la otra que había que transportar a un lugar único y más bien ale­ jado, el monasterio— , las fortunas de ese tipo eran de administración todavía mucho más incómoda cuando a la distancia que separaba las diver­ sas unidades de explotación se añadían, dentro de éstas, intervalos dema­ siado grandes entre las distintas tenencias o campos dominicales. Esas condiciones les eran mucho menos desfavorables a los pequeños señores, que vivían en el lugar. Véase, en plena zona de cercados del Corbonnais, el señorío de Ebbon y Eremberge, que éstos dieron a los monjes de SaintGermain-des-Prés, para recuperarlo de manos suyas, por otra parte, sen ­ siblemente aumentado, a título de precario, es decir, mediante el pago de un censo en dinero. Es de pequeña dimensión (alrededor de 48,47 hectá­ reas de tierra de labor y 19,37 hectáreas de prado), cuando en cambio los señoríos monásticos se cuentan normalmente por centenares e incluso por millares de hectáreas. Está formado por un mansus indominicatus y nueve tenencias, en proporción tal que el dominio representa un poco

más del 34 % del total de las tierras de labor y alrededor del 57 % de los prados —lo que naturalmente llevaba consigo para los tenedores pesadas corveas, dejadas en cada caso particular al arbitrio del amo— , con lo que responde en todo punto, a escala mucho más reducida, a la estructura de los señoríos de tipo clásico, de los que los fiscos de la Iglesia o del rey nos dan una imagen en tamaño desmesuradamente grande. Personajes tan modestos como Ebbon y Eremberge no tenían los medios para elaborar bellos censiers. Es por eso por lo que ordinariamente los textos guardan silencio respecto a esas pequeñas jefaturas rurales. Al azar de un docu­ mento, no obstante, se las ve aparecer aquí o allí, constituidas, según la naturaleza del hábitat, bien por una fracción de pueblo, bien por una aldea, o bien incluso por mansos dispersos. En las tierras de Occidente, después de todo, quizás eran las más numerosas. Su constitución interna no parece que difiriera mucho de la de sus hermanas mayores, y se adap­ taron muy bien a cualquier sistema de hábitat.» «El contrato, de individuo a individuo, no pasaba de jugar en la vida interior del señorío un papel de poco relieve [,..] Casi siempre, las rela­ ciones del amo con los pequeños explotadores eran fijadas únicamente por la costumbre, común a todo el grupo, o por lo menos a todos los mansos de naturaleza semejante [...] Los acuerdos de protección [...] compor­ taban ordinariamente la concesión de una tierra. En muchos casos, a decir verdad, la generosidad del jefe era sólo aparente; éste se limitaba a volver a ceder, gravándola con nuevas obligaciones, una tierra que el propio pro­ tegido le había entregado anteriormente, y ese juego de cesiones y recu­ peraciones no tenía más efecto que el de transformar antiguas explotacio­ nes autónomas en explotaciones dependientes [...] el acto no tomaba todo su sentido más que inserto en un amplio sistema de costumbres.» La regla referente a la duración de la posesión reconocida al detentador era casi siempre la de herencia. Los contratos en "precario", especie de arrendamiento de duración en principio limitada, tras haber jugado antes un gran papel, ya no se reservan en la época carolingia más que a las per­ sonas de alto rango y para explotaciones muy diferentes de las de los campesinos; se establecen entre las fundaciones religiosas y la aristocracia laica, pero muy raramente entre señores y tenedores. El propio problema de los orígenes deí señorío es analizado por Marc Bloch en las pp. 234-270 en los siguientes párrafos: «Le déclin de Teselavage» (pp. 234-243), «Action de PÉtat et origine de la seigneurie: du colonat á rimmunité» (pp. 243-252), siendo el colonato «la institución fundamental del bajo Imperio», cuando en cambio los campesinos libres seguían siendo numerosos, «Protection et "commandise”» (pp. 252-260) y «Chefs et villages» (pp. 260-271). El «declive de la esclavitud, [...] indiscutiblemente uno de los he­

chos más notables de nuestra historia occidental», es objeto de un desa­ rrollo sobre el que Marc Bloch volvió en un artículo publicado en 1947, utilizado más arriba. «Sobre el señorío del siglo ix no basta con decir que no se veía trabajar en el dominio más que a un pequeñísimo número de esclavos alimentados por el amo. La propia institución, en sus caracte­ res fundamentales, suponía una sociedad en la que la mano de obra servil no pasara de jugar un papel de mediana importancia. Si en el mercado hubieran sido abundantes ios esclavos y su trabajo hubiera sido remunerador, ¿a qué habría venido la exigencia de tantas corveas a los tenedores? Y puesto que el peso de los censos necesariamente variaba en sentido in­ verso ai de los servicios, ¿no habría sido más aconsejable, sensatamente, pedir a los mansos una parte más importante de sus cosechas, y en cambio jornadas menos prolongadas? Pero hay que ir todavía más allá. Siendo como era antitético con respecto a un sistema de esclavitud, el señorío se había desarrollado simultáneamente al declinar de semejante sistema. En esa curva descendente, el siglo ix no señala más que una etapa, próxi­ ma, a decir verdad, del final» (p. 234). Una vez más, se recuerda la capital diferencia entre la esclavitud y la servidumbre (pp. 241-242); esas concep­ ciones jurídicas nuevas que utilizaban viejos ropajes, como precisamente la palabra “siervo", «aparecieron en el interior de señoríos ya constitui­ dos, de señoríos sin esclavos. Por decir mejor, suponían la inexistencia de esclavos. Porque los deslizamientos de sentido no resultaron posibles más que porque la antigua noción de servidumbre, espontáneamente, en cierto modo, se vació de su sustancia primera». Es en el problema de las jefaturas rurales en lo que Marc Bloch insis­ tió con más fuerza en el párrafo sobre “jefes y pueblos" (pp. 260-271); ese problema es inseparable del del manso. «El más seguro indicio de la existencia de jefaturas rurales, en la antiquísima Europa, es el que da la toponimia. En nuestras tierras hay multitud de pueblos, de los más anti­ guos, que llevan un nombre de varón, seguido generalmente por un sufijo de pertenencia, variable según las lenguas [...] En Francia, por ejemplo, no puede dudarse que, en su mayoría, los Anton’ú de Antony o Antoigné y los Vlavii de Flaviac o Flavy (por no citar más que algunos ejemplos entre mil) vivían bajo los emperadores. En lugares dispersos hay referen­ cias incluso a los más remotos tiempos de la Galia, y así el nombre de Brennos, que se hizo ilustre por la historia o la leyenda de la toma de Roma por los celtas, pervive en nuestros Breñat y nuestros Berny,» Aun­ que hubiera cambios, «normalmente, el núcleo de población y sus tierras conservaban a través de los siglos el nombre de un personaje que desde hacía tiempo había quedado sumido en el olvido, como si al recuerdo de ese antepasado fuera ligado un recuerdo religioso. ¿Qué había sido, en realidad, en vida, ese héroe epónímo? ¿Un gran propietario que había

repartido su dominio entre sus esclavos?: cuanto sabemos de jas viejas sociedades céltica, itálica o germánica [...] nos impide admitir que ese caso fuera frecuente. ¿Un señor?; tomado en su sentido medieval, la pa­ labra sería con seguridad anacrónica. Sea cual sea el término jurídico con que haya que designarlo [...] ¿cómo no suponer, sin embargo, que ese hombre cuyo nombre fue tomado por el pueblo no hubiera sido a su modo un jefe, o, como decían aún los textos franceses del Antiguo Régi­ men refiriéndose al señor, "el primer habitante"?». Marc Bloch se refiere entonces a la sociedad gala representada por César, que aparece dominada por una aristocracia de ‘'caballeros”, con unos “clientes'' a cuyas presta­ ciones y regalos recurrían abundantemente. La Germania del siglo i tenía sus principes, jefes hereditarios de pequeños grupos locales, que obtenían sus ingresos de regalos que pronto se convirtieron en obligaciones. «¿Aca­ so un don tradicional, en una sociedad que se rige por la fidelidad al pa­ sado, dista mucho de transformarse en obligación? Así, del regalo y la costumbre, esas dos nociones ligadas entre sí, de ellas puede decirse sin exageración que dominaron los inicios de la historia de los censos y corveas señoriales. La propia palabra de costumbre, sin más, era en la edad medía la más corriente designación del censo, como si cuando se pensara en éste hubiera una inmediata referencia a su único fundamento jurídico; en la misma acepción, la palabra servía ya para designar los pagos de los colonos en la época del bajo Imperio.» "Costumbres”, "dones", "plega­ rias" o a veces "exacciones”: «Primero se pedía, no sin utilizar, sin duda, una suave y firme presión, y más tarde se exigía, basándose en el prece­ dente». Ejemplos de "jefes” que se convierten en «dueños superiores de la tierra» pueden encontrarse en sociedades occidentales de evolución aná­ loga pero más reciente, como por ejemplo en los machtierns de Bretaña, "tiranos” de parroquias en los siglos rx-x, que luego se situaron dentro del vasallaje y la caballería. Lo mismo en las sociedades de ultramar. «En el Maghreb, casi ante nuestros ojos, más de un alto personaje —a menudo un morabito— por análoga y significativa evolución, ha superpuesto su autoridad a la de la comunidad rural, que ha pasado a ser contribuyente suya.» Marc Bloch recurre entonces al folklore. «Además, volviéndonos al señorío europeo, podemos descubrir en él las huellas de un antiquísimo origen hereditario.» Ciertos derechos señoriales particulares, que los pro­ pios feudistas calificaban de "derechos ridículos”, eran en realidad viejas supervivencias folklóricas. «El señor aparece claramente en el papel, pro­ bablemente antiquísimo, de una especie de presidente de ceremonias ritua­ les, procedentes también, sin duda, de las más remotas épocas.» «Sobre todo, nunca se insistirá demasiado en que el señorío, en nues­ tras tierras, no mató a la comunidad rural. Originariamente —en la em-

brlonaria forma de jefatura— quizá coexistió con ella durante mucho tiem­ po. En cualquier caso, las dos instituciones vivieron durante largo tiempo una junto a otra. Efectivamente, por estrecha que fuera su dependencia de un amo, no dejaba el campesino en lo más mínimo de quedar some­ tido siempre a la autoridad del grupo campesino en que se encontraba englobado; y ese mismo grupo nunca dejaba de tener una vida colectiva propia, a menudo muy intensa. Sin duda, la fuerza de cohesión se presenta muy variable según las tradiciones regionales y las condiciones del hábitat. Pero busquemos, por ejemplo en Francia, cuáles eran las regiones en que alcanzaba su más alto nivel, Las encontraremos, indiscutiblemente, al nor­ te del Loira y en el llano borgoñón; son zonas de grandes pueblos y de tierras que, por su forma característica -—campos abiertos y alargados, dis­ puestos regularmente en haces— hacen pensar irresistiblemente en una ocupación primitiva según un plan de conjunto, y se trata de un régimen, finalmente, en que la abertura de heredades colectiva, una vez levantado el fruto de las tierras de labor, y la rotación forzosa, se imponían a todos los explotadores y con frecuencia al propio señor, respecto a su dominio. Y es ésa además la clásica área del señorío, la más antigua y la más sólida­ mente constituida, y por ello se cometería un grave error considerando antinómicos los dos tipos de lazos. Con seguridad, aun cuando los dere­ chos colectivos sobre ios campos y las disposiciones referentes al pasto se mantuvieran, en gran medida, por el solo efecto de la costumbre, su apli­ cación, en determinados momentos, suponía necesariamente la intervención de un poder reglamentador y la sanción de unos tribunales [...] incluso allí donde el señor monopolizaba del modo más completo esos poderes de mando agrario, era en interés del grupo, y su actuación se esperaba ver­ daderamente que fuera en cuanto que jefe de éste e intérprete de su tradición.» «Pero hay principalmente dos rasgos que atestiguan ía supervivencia, subyacente al señorío, de antiguas instituciones campesinas, y subrayan al mismo tiempo las vicisitudes de la influencia señorial.» 1.° El manso, institución misteriosa, cuya interpretación permitirá arrojar viva luz sobre los tiempos lejanos de la historia rural. Sistema «casi paneuropeo en zona romance mansus, casi siempre, y algunas veces colinge {colonka)> y en la Galia del oeste designado con el viejo vocablo de faclus, cuya filiación sigue siendo desesperadamente enigmáti­ ca; bufe en Alemania, hide en Inglaterra, bool en Dinamarca y quizá ran en la Bretaña armoricana [...] Se denominaba manso [...] en los seño­ ríos de la alta edad media, a 1a unidad de tenencia habitual». Había otras tenencias, las bóttses {hospicio), más tarde “bordes". «Exactamente igual que el manso, el hospedaje (hótise) cumplía funciones de entidad catas­ tral [...] era la tenencia, fuera cual fuera, lo que, en conjunto, gravaban

los impuestos [...] Aún dispersos por todo el término de tierras, los bie­ nes raíces, a ojos del fisco señorial, constituían una base de imposición única. Pero de uno a otro hospedaje las cargas variaban con frecuencia bastante caprichosamente. Los mansos, por el contrario, se repartían en clases jurídicas bien definidas: serviles, libres y, excepcionalmente, lidiles; [...] la situación del hospedaje era resultado de circunstancias pro­ pias de cada caso particular, mientras que la del manso la fijaba una costumbre del grupo.» Los hospedajes, menos numerosos que los mansos, de dimensiones más reducidas y a menudo ocupados por recién llegados (advenae), pueden considerarse «pequeñas explotaciones, creadas tardía­ mente a costa de tierras hasta entonces baldías por squatters, unos llega­ dos de lejos y otros quizá simples hijos menores de las familias indígenas». Sólo los poseedores de mansos podían participar plenamente de los dere­ chos de uso de las tierras de utilización colectiva. Pero un hospedaje po­ día elevarse al rango de manso. «El man so era, en una palabra, la célula típica y, con seguridad, la antigua célula del pueblo con señorío.» Lo marcaba, sobre todo, otra característica: su carácter fijo. Incluso fragmen­ tado entre diversos detentadores, para el fisco señorial seguía siendo una unidad. Los copartícipes soportaban las cargas en común y solidariamente. Ese fraccionamiento fue la primera etapa de una disgregación que, en fe­ chas muy variables según las regiones, llevó consigo la desaparición de la institución, cuando en cambio, en el origen, a un manso correspondía una familia. Ese régimen, regular y estable, facilitaba la percepción de las cargas. Las autoridades señoriales se esforzaron por mantenerlo y por reaccionar contra el fraccionamiento del manso. Cuando fue preciso resignarse a im­ poner los censos sobre parcelas y casas, su labor se hizo, efectivamente, mucho más complicada. Hubo, ciertamente, señores que crearon mansos, recortados del dominio: eran mansos serviles para esclavos casados y mansos Hdiles para libertos del derecho germánico. El sistema, sin embar­ go, no era de creación señorial; en el Estado franco había mansos en ma­ nos de hombres libres, independientes de toda sujeción personal o territo­ rial. «También ellas, las administraciones financieras de los grandes Esta­ dos, aplicaron a sus propios fines el manso y las unidades paralelas [...] se limitaron a utilizar una institución ya existente y generalmente exten­ dida por las antiguas sociedades rurales de Europa. Lo mismo los señores, para sus propios designios [...] Pero el instrumento que así utilizaban no había sido forjado por ellos.» «Terra tinius familiae, esa expresión de Bede, con toda probabilidad, es lo que da la clave de la institución, en su naturaleza primera [...] todo conduce a ver, en el grupo del que el manso fue al principio caparazón, una familia de tipo patriarcal, compuesta por varías generaciones y varias pare­

jas colaterales, que vivían en el mismo hogar. Más tarde, la progresiva frag­ mentación de esas amplias colectividades consanguíneas, acompañada sin duda por un aumento de la población, provocó el fraccionamiento del propio manso Eran esos grupos de parientes los que habían proce­ dido a la ocupación de la tierra. En las regiones que hoy llamamos de hábitat disperso, éstos se establecieron por separado unos de otros, y, protegidos por su propio aislamiento, mantuvieron, por regla general, una notable resistencia a la fragmentación. En otras partes, por el contrario, se los vio aglutinarse en comunidades campesinas más amplias. Sus partes no eran iguales. Tácito había advertido ya en el pueblo germánico esa desigualdad de los lotes de tierras. Igualmente, en los censiers del siglo ix, por poco que sus descripciones sean suficientemente detalladas, nada hay que destaque tanto como las prodigiosas diferencias de superficie entre los mansos de una misma clase, dentro de un mismo señorío. Las excepcio­ nes —algunas hay— se, explican probablemente por casos de reocupación secundaria, según un plan minuciosamente reglamentado. Esa falta de uni­ formidad de las dimensiones de la tenencia típica es tanto más significativa cuanto que contrasta con la uniformidad casi absoluta de las cargas. En Villeneuve-Saint-Georges, por ejemplo, el más pequeño de los mansos libres soporta exactamente las mismas obligaciones que el mayor, que, aparte de tener un 40 % más de prados y un 60 % más de viñas, tiene quince veces más tierra de labor, y hasta un poco más, siendo explotados cada uno de ellos, por otra parte, por una única familia. Con toda evi­ dencia, esas sociedades campesinas antiguas —dejando aparte incluso el poder señorial— no tenían nada de democrático. Que, por otra parte, en toda una categoría de mansos — en número de un centenar, a veces, en los grandes señoríos y los pueblos importantes— las cargas fueran tam­ bién rigurosamente semejantes, es una observación que interesa al máximo a la historia de los orígenes señoriales. Al ser la parentela la célula primi­ tiva de la sociedad rural, cada una se había visto sometida con respecto al jefe a la misma suma de censos —o regalos— y de prestaciones de trabajo.» 2.° Junto al manso, hay otro rasgo que revela la existencia de anti­ quísimas instituciones campesinas: las formas de explotación comunitaria. «La agricultura no había hecho desaparecer en modo alguno de la antigua Europa los milenarios hábitos del apacentamiento, la caza y la recolección de productos silvestres. Reducido únicamente a sus campos, el campesino, literalmente, no habría podido vivir.» En torno al terreno dedicado a un cultivo más o menos permanente, había grandes extensiones abandonadas a la vegetación espontánea que eran objeto de explotación comunitaria. Las landas, las marismas y los bosques proporcionaban un complemento de alimentación, las camas de ios animales, la caza y, especialmente, las le­

gumbres y frutos vegetales, el utillaje, pues entonces era casi por entero de madera, el combustible y los abonos, terrones de hierba o aulagas. «En los pueblos sin señor o que no tuvieron señor hasta época tardía, ocurrió a veces que en esas tierras de uso colectivo los poderes de la comunidad siguieron siendo absolutos; ésta los tenía, según la terminología feudal, en alodio. Es notable, por otra parte, que allí donde la tierra comunal jugaba en la vida campesina un papel verdaderamente predominante —como en la economía generalmente pastoril de los Alpes o de los Pirineos— la in­ fluencia del señorío era siempre menos fuerte que en las llanuras vecinas Todo aquello que fortalecía la cohesión del grupo favorecía su inde­ pendencia. Pero en la mayor parte de Europa, donde la tierra comunal, por necesaria que fuera, no era en cierto modo más que un apéndice de la tierra cultivada, casi siempre, los derechos del señor se extendieron a ella, al igual que a los campos de cultivo [...] Ya desde el siglo xi los censiers sitúan ordinariamente a los bosques y los pastos entre las partes constitutivas del dominio Cuando los documentos, con ocasión, por ejemplo, de una venta o una donación, enumeran los elementos de que se compone el señorío, se ve que —junto a los campos, prados o viñas del dominio y junto a los beneficios de las tenencias— hacen figurar los communia. Así señalan a un tiempo que la tierra de utilización colectiva está también situada bajo la dependencia del amo y que, no obstante, perma­ nece obligatoriamente sometida a los usos comunitarios [...] Es inútil, desde luego, buscar quién era, en la alta edad media, el verdadero "propie­ tario" del común. Pero ¿dónde encontrar al de la tenencia: en el explo­ tador, en el señor de éste o —desde el advenimiento del régimen feudal—■ entre los diversos personajes de los que dependía el señorío como feudo o como re tro feudo?» El derecho superior del señor se traducía por per­ cepciones reclamadas a los usuarios individualmente o, más tardíamente, por un censo sobre la tierra común, aparte de una participación de la ex­ plotación dominical en su utilización. Ese impreciso régimen se prestó a numerosos conflictos y abusos de fuerza. «Las primeras luchas entre el señor y la comunidad respecto a los bosques o los baldíos —o por lo menos las primeras de las que tenemos claro testimonio— se remontan ai siglo ix; habían de hacerse particularmente duras cuando las grandes roturaciones de los siglos xi, xn y x i i i redujeran en considerables pro­ porciones las tierras baldías, y cuando además el resurgir de las nociones jurídicas romanas pusiera en manos del señor una temible arma. Y fue, a menudo, una lucha de manos contra hierro. Pero sobre el principio mis­ mo del reparto de los derechos, la opinión corriente no ofrecía dudas [... ] El señor no sólo era jefe de individuos y, en ese sentido, extendía su autoridad a los bienes raíces que poseían cada uno particularmente; era también jefe de una colectividad y, consiguientemente, jefe supremo de las

tierras de las que ésta hacía uso en cuanto que tal. De tal modo que, lejos de estar en contradicción con la comunidad campesina, el señorío, en un aspecto particularmente importante de sus poderes y de sus ingresos, suponía precisamente la existencia de esa comunidad.» Sobre los mansos serviles, igualmente, pp, 242*243. En el párrafo final (pp. 272-277), resumiendo toda su argumentación anterior, Marc Bloch traza un «esbozo general de la evolución que había de desembocar en la constitución del régimen señorial clásico. O, mejor, las evoluciones, pues es importante hacer justicia a las originalidades re­ gionales [...] En el origen, entrevemos unas comunidades campesinas so­ metidas a unos jefes, para con los cuales las diversas familias (en sentido amplio) que componían el grupo tenían la obligación de unos regalos rituales y también, sin duda, una obligación general de ayuda, que no po­ día dejar de traducirse por ciertos servicios. La existencia de esas jefa­ turas de pueblo está claramente atestiguada en la Galia de la Independen­ cia y en la Germania de antes de las invasiones, se entrevé en las socieda­ des armoricanas y aparece más claramente en la sociedad gala. Es lícito suponer que, en la Europa de la remota antigüedad, un poco en todas partes, las cosas iban igual. Como es visible, tocamos ahí una de las más antiguas líneas de separación social de nuestras civilizaciones. Desde lue­ go, las noblezas medievales y modernas se constituyeron mucho más tar­ díamente y en un medio muy diferente. La nobleza de la edad media, tal como queda definida por la costumbre y la ley en los siglos x i i y xni, se caracteriza por su dedicación hereditaria a la caballería. El noble es tam­ bién generalmente un vasallo militar, y es del vasallaje de lo que la noble­ za así entendida toma su género de vida, su cohesión como clase y las reglas fundamentales de su derecho. Se trata de instituciones de fecha relativamente próxima. No obstante, si bien es verdad que, visto desde la perspectiva económica, el noble es también un personaje que vive de la tierra sin cultivarla con sus manos, que es a un tiempo amo y explo­ tador de los verdaderos trabajadores de la tierra, que, en una palabra, la fortuna nobiliaria característica es una fortuna señorial, ¿cómo no reco­ nocer en la división entre nobles y plebeyos la continuación directa de la vieja diferenciación que en el alba de la historia se había producido entre los campesinos "clientes" y el potentado local, alimentado en parte por sus prestaciones, la diferenciación entre los habitantes de Brennacum y el tal Brennos, cuyo nombre tomó el pueblo? ¿Cómo no creer también que a pesar de multitud de remodelaciones, a pesar de los ascensos sociales o las caídas, y del esperanzador destino de tantos aventureros, el núcleo primordial de la clase nobiliaria (lo que no quiere decir forzosamente sus elementos más numerosos) se había formado a partir de la descendencia de esos jefes rurales, de la que habían salido precisamente —pues real­

mente de alguna parte tenían que salir— la mayor parte de los vasallos Y de los caballeros? «Pero, indiscutiblemente, la palabra jefe sigue siendo muy vaga. Se querría saber de qué fuente procedía el poder o el prestigio de esos per­ sonajes, Podría ser tentador, en particular, ligar la organización primitiva del pueblo a viejas instituciones de cían o tribu, e imaginar, por consi­ guiente, detrás del señor del futuro, al personaje situado a la cabeza de un amplio grupo consanguíneo o a alguien que creyera serlo, siendo el grupo, evidentemente, más amplio que el de la familia patriarcal [...] Quizá fue así algunas veces [...] Pero hay una observación que tiende a probar que los hechos pocas veces fueron así de simples,» «En cuanto tomamos el señorío, advertimos que dista mucho de coin­ cidir siempre con el término de tierras del pueblo. Éste, por el contrario, frecuentemente aparece dividido entre diversos solares. La observación ha sido hecha por gran número de eruditos de todos los países, y casi siempre ha sido con igual sorpresa: hasta tal punto parecía imponerse a ía mente la idea de una exacta correspondencia. En realidad, la confron­ tación de estudios particulares demuestra que lo que cada historiador, en su terreno, se inclina por considerar una excepción, era verdaderamente, si no forzosamente lo normal, sí por lo menos un estado de cosas muy extendido. En más de un caso, sin duda, se trataba de una fragmentación secundaria. Sobre todo, a medida que se desarrolló la costumbre de "ca­ sar" a los vasallos, antes mantenidos en la casa del amo, los grandes seño­ res laicos y las comunidades religiosas se vieron llevados a recortar de las tierras de ellos dependientes los feudos que a partir de entonces habían de servir al sustento de esos seguidores armados. Las dotaciones así cons­ tituidas se componían a menudo de fragmentos separados de señoríos mu­ cho más extensos, e incluso de mansos tomados dispersamente de señoríos diferentes, ¿pues acaso no se aseguraba tanto mejor la fidelidad del feuda­ tario cuanto que su tierra, menos concentrada, le hacía más difícil la auto­ nomía? En ese sentido el fraccionamiento de los pueblos entre múltiples autoridades aumentaba sensiblemente. El juego de las limosnas a las igle­ sias llevó consigo parecidos efectos: quien poseía todo un pueblo no siem­ pre lo dominaba por entero. Añádanse, finalmente, las divisiones suceso­ rias. No obstante, es bien visible que en muchas circunstancias la presen­ cia simultánea de diversos poderes señoriales en una misma tierra no puede explicarse más que por una desintegración sobrevenida después, ¿Acaso no se ve a menudo que la evolución, por un movimiento rigurosa­ mente opuesto, tiende a la concentración? Dirijamos la mirada a las zonas de cercados de la Galia del oeste hacia principios del siglo ix, a la aldea de Mons Acbodi. Aparte del pequeño señorío de Ebbon y de Eremberge, [...] había cuatro mansos, donados uno tras otro a Saint-Germain-des-

Prés por personajes en los cuales todo lleva a reconocer, no a los explota­ dores directos, sino a los amos superiores de la tierra, perceptores de cen­ sos. Los monjes los unieron al señorío de los dos esposos y todo ello, tras un convenio concluido con Eremberge, quien probablemente había queda­ do viuda, pasó a formar a partir de entonces una única tierra señorial, tenida en "precario" de la abadía [...].» «Además, para imaginar lo que podía ser el abigarramiento jurídico de ciertas tierras, conviene tener igualmente en cuenta, junto a las explotacio­ nes que dependían a veces de distintos señores, las que, junto a ellas, no estaban sujetas a nadie. El mantenimiento de esos islotes de independen­ cia, que entremezclaban sus campos con los de las tenencias limítrofes, no tenía aparentemente nada de contradictorio con la existencia de un anti­ quísimo régimen de jefatura rural, atestiguado por la toponimia. SÍ a un pueblo como Florac, en el Bordelais, en un momento cualquiera de su his­ toria galorromana, sus habitantes o sus vecinos habían tomado por cos­ tumbre ponerle nombre en cuanto que pueblo, tierra o hacienda de Florus, es que no habían faltado buenas razones para ello. No obstante, a finales de la edad medía todavía se encontraban allí alodios campesinos. Y eí ejemplo está tomado al azar, entre muchos otros.» «Para comprender lo que pudo pasar en semejantes casos lo mejor, quizás, es volverse hacia uno de los escasos países de Europa donde nos es dado captar en una época accesible a nuestras miradas el nacimiento de centros de mando en los pueblos. Frisia, como es sabido, había sido du­ rante mucho tiempo una tierra sin señores. A partir del siglo xiv, sin embargo, por encima de las comunidades libres, se vio levantarse la auto­ ridad de los Haüptlinge. Bastante fuertes, especialmente en el este del país, para obligar a la corvea, al servicio de guerra y al reconocimiento de sus derechos de justicia a los campesinos que se decían sujetos {Undenaten) suyos, y a los que a cambio prometían proteger, esos nuevos dinastas, sin embargo, no lograron en general crear verdaderos señoríos; todo lo más fueron, como dice su más reciente historiador, señoríos "amorfos”. Ni las condiciones económicas de la época ni sus condiciones políticas eran propicias, ya entonces, para el fortalecimiento de poderes locales. Tenemos por lo menos ahí, a la vista, el embrión de una institución que, en un clima más favorable, habría podido pasar del régimen de jefes al régimen señorial propiamente dicho. Hay, entre todas, dos observaciones que mere­ cen ser retenidas. Esos señores virtuales parece realmente que eran en su mayoría, simplemente, campesinos más ricos que los demás, que, sobre todo, habían sabido rodearse del apoyo de fieles armados, que vivían a su alrededor en sus mansiones fortificadas. Por otra parte, el nombre ade­ cuado para ellos, que era además el que se les daba, era menos, en su origen, el de jefes de pueblo que el de jefes de entre ios de un pueblo.

Pues en muchas localidades se habían formado varios poderes de esa es­ pecie, y sólo con el tiempo ocurrió a veces —pero no siempre— que el linaje más poderoso eliminara a los que competían con él. No es ilícito pensar que, probablemente, muchos auténticos señoríos hubieran tenido, también ellos, en tiempos remotos, un único origen de diferenciación en la fortuna y la fuerza, o, en una palabra, una simple supremacía de hecho, que progresivamente se habría convertido en derecho. Y como de lo que se trataba era sencillamente de un miembro del grupo que, destacando del conjunto, había recibido así poco a poco la sumisión de unos y otros, ocurría que en una misma comunidad crecieran así diversos jefes, mien­ tras junto a ellos seguían existiendo familias independientes. No fue ésa, sin duda, la historia de todos los pueblos en los que se introdujo el seño­ río. Había habido también sumisiones en masa, pero no solamente de aquel modo [...] Cualesquiera que fueran sus orígenes —que, probable­ mente, si fueran mejor conocidos, parecerían infinitamente variados—, esas jefaturas de pueblos de los primeros tiempos no eran aún, ni con mucho, verdaderos señoríos. Es en los países romanizados donde, con más clari­ dad, se las ve evolucionar, aunque muy lentamente, hacia el tipo propia­ mente señorial.» «Los primeros tiempos de la dominación romana parece que actuaron de dos maneras. Por una parte, la abundancia de la mano de obra servil, fruto de las victorias, y las expoliaciones, permitieron a los ricos hacerse dominios de explotación directa acusadamente más importantes que an­ tes. El esclavo, dentro de la población rural, se convirtió en un elemento mucho más importante, y entre las explotaciones campesinas se señalaron grandes latifundia. En cuanto a los grupos de campesinos dependientes, es en Italia, parece ser, donde se los encuentra entonces con menos fuer­ za [...] la existencia, junto a inmensos latifundia, de numerosos cultiva­ dores independientes, hasta principios de la edad media, está atestiguada por la práctica del arrendamiento temporal o Uvello, tan diferente de la tenencia hereditaria, casi únicamente extendida al norte de los Alpes. En las provincias, por eí contrarío, la creación de un fisco hábil —ajeno, como es sabido, a Italia— contribuyó a fijar unos lazos antes, sin duda, bastante flojos. Las explotaciones subordinadas se inscribieron en el ca­ tastro, no aparte, sino bajo la rúbrica del fundus, es decir, del complejo rústico a nombre del jefe. Fue probablemente en esa época cuando tantos pueblos galos inscritos con el nombre romano o romanizado del amo del momento fueron rebautizados para siempre. Forma parte de la naturaleza de un sistema catastral buscar la simplificación, y en casi todas las civili­ zaciones en que se ha visto que una autoridad nueva lo ha introducido, ha tenido como consecuencia hacer más rigurosas, cuando no estaban más que medio configuradas, las relaciones de sumisión campesina: así fue en

la India inglesa a principios del siglo xix, y es, en nuestros días, en el Irak. Más tarde, la institución del colonato todavía había de reforzar el lazo: el simple campesino dependiente, cuya tierra, lejos de ser un fragmento desgajado del gran dominio, se reconocía desde tiempo inmemorial patri­ monio de su familia, fue fácilmente confundido con el colono que ocupaba la suya en virtud de una concesión reciente. Los grandes propietarios, tal como nos los muestran los bajorrelieves funerarios de Igel o de Neumagen, recibiendo las ofrendas o los censos de sus tenedores, son considerados ya como señores.» «Pero el gran hecho al que le estaba reservado dar al señorío, a partir del siglo II aproximadamente, su aspecto casi definitivo, fue el declive de la esclavitud. Su efecto se prolongó hasta después incluso de la época ro­ mana, y se llegó a hacer sentir entonces fuera de las zonas romanizadas. Si fue, por otra parte, tan fuerte, fue porque con anterioridad se habían for­ mado enormes dominios explotados, sin intermediarios, por los amos [ _3 esos latifundio fueron parcialmente divididos en tenencias serviles, pero sólo parcialmente. Ni aunque se hubiera querido habría habido suficientes esclavos para distribuir entre ellos, en su totalidad, tan grandes exten­ siones. So pena de dejar campo libre a los baldíos, fue obligado buscar una nueva mano de obra. Se pidió ésta a los campesinos dependientes, en forma de corveas. Éstas no habían sido cosa absolutamente desconocida para el colono de antes, pero, dentro de sus cargas, contaban mucho menos que los impuestos en dinero o en especie. Como lo muestran las inscrip­ ciones de los saltus africanos, dichas corveas casi no se usaban más que en los momentos punta del año agrícola —labranza, escarda, cosecha—f y así, reducidas a pocos días al año, su principal utilidad estaba en limitar el empleo de trabajo asalariado en esos momentos críticos, aunque tal tipo de trabajo fuera a veces indispensable. Es significativo que los juristas clásicos, al tratar del arrendamiento de la tierra, no hagan mención nunca de esas corveas. En el bajo Imperio diversos testimonios indican que em­ pezaron a exigirse servicios mucho más numerosos, a menudo sin ningún derecho y es imposible [...] evitar relacionar esas indicaciones con los terribles motines de la época. Las exigencias del señor continuaron, con toda seguridad, y tras las invasiones se hicieron más urgentes. Las leyes alemanas y bávaras nos han conservado lo esencial de un texto legislativo, redactado en la primera mitad del siglo vil, que reglamentaba las obliga­ ciones de los colonos de las iglesias; comparando esa lista con los datos que dos siglos más tarde, aproximadamente, nos dan los censiers carolingios, se observa claramente el formidable aumento de las prestaciones de trabajo exigidas a los mansos libres. Cerca de París, el políptico de SaintMaur-des-Fossés, redactado en el siglo ix, en uno de los pueblos descritos, parece conservar el recuerdo de la introducción de corveas nuevas (Gué-

rard, Volyptyque, II, p. 287, c. 16) [...] A pesar de las protestas de los coloni reales y eclesiásticos, un capitular de Carlos eí Calvo no vaciló en incluir, a título de legítimas obligaciones, tareas enteramente nuevas; una de ellas, por lo menos, el margado, era presentada de forma clara como una reciente innovación técnica. Los simples abusos de poder que lleva­ ban a la creación de precedentes, incluso, eran probablemente más impor­ tantes. Y la presión sobre el débil gustaba de difrazarse, como era acos­ tumbrado, con el piadoso nombre de "súplica" (priére), del que incluso, en zona romance, tomó su nombre la corvea (corrogata: el servicio pedido a todos). No por ello fue ésta menos dura, y sin duda se trató de una de las formas de opresión de los pobres que tan a menudo fueron denunciadas por los soberanos «De todos modos, a partir de esa época, nuevos factores debidos a las circunstancias favorecieron la imposición de cargas cada vez más numero­ sas. Como consecuencia natural de esa inseguridad general que sustituyó a la Fax Romana, pudo observarse en muchos lugares, en los primeros siglos de la edad media, una concentración de las explotaciones agrícolas, cosa que evidentemente animó al control señorial y al empleo de los servi­ cios de trabajo. Ante todo, la generalización de las relaciones de protec­ ción personal y la usurpación de derechos de naturaleza pública, princi­ palmente los de justicia y ban, reforzaron la influencia del señorío y per­ mitieron su extensión a las explotaciones hasta entonces libres de sus lazos.» «Detrás del señorío de las épocas clásicas, nosotros hemos creído des­ cubrir una larga y oscura génesis. Un régimen antiquísimo de jefaturas rurales fue el necesario centro en torno al cual las edades, una tras otra, cristalizaron sus aportaciones. Luego, las condiciones económicas de la primera época romana dieron lugar a los grandes dominios, frente a los mansos, y las de finales de la época romana y de la alta edad media lleva­ ron consigo la coexistencia y, más tarde, la fusión de las explotaciones dependientes de los campesinos "libres" con las nuevas tenencias serviles y, sobre todo, unieron estrechamente las tenencias, fuesen del tipo que fuesen, al dominio, con los lazos de pesadas corveas. Finalmente, las instituciones características de la edad feudal dieron al señorío, cada vez más omnicomprensivo, sus toques decisivos como grupo de mando y de dura explotación humana. Y, no obstante, la comunidad rural siguió con­ servando una gran capacidad de acción, bajo sus jefes. A ese sistema, len­ tamente constituido por sucesivas aportaciones, la Europa occidental y central le debió varios de los más significativos aspectos de su civilización, particularmente durante la edad media. En sociedades casi sin esclavos, en las que durante mucho tiempo la fortuna mobiliaria no contó nada o casi nada, la existencia de las aristocracias guerreras y clericales, o del propio

monacato, no fue posible más que gracias a un sistema de agricultura de­ pendiente [...]» (pp. 271-277). «Aunque capaces de imprimir a la institución señorial, ya existente, una prodigiosa expansión, las relaciones de protección del tipo propio de las épocas feudales, por sí solas, eran impotentes para crear esa institución, como forma social verdaderamente definida, y dominante tanto jurídica como económicamente. En los países en que el régimen señorial penetró profunda y espontáneamente, los orígenes del señorío se remontaban a estructuras sociales mucho más antiguas y, por desgracia nuestra, mucho más oscuras que las del feudalismo» (259-260). Señorío

y sociedad feudal

En La société féodale, 1939 y 1940 Marc Bloch no quiere definir «ni los orígenes del régimen señorial ni su papel en la economía, sino que sólo quiere mostrar su lugar dentro de la sociedad feudal, y para empezar en la "primera edad feudal"» (siglos ix-principíos del xn). En diversas ocasiones, sin embargo, afirma su convicción de que ios señoríos surgieron de las "jefaturas de pueblos"; así, por ejemplo, en el tomo I, p. 383. En otro lugar, hablando del origen de los señores (t. II, pp. 10-11), admite que algunos de ellos, quizá, «tenían por origen algunos de esos ricos cam­ pesinos cuya transformación en rentistas de grupos de tenencias se entrevé en ciertos documentos dei siglo x», y que, entre Jos «linajes señoriales» que aparecieron en los siglos ix-xi, varios descendían de «aventureros sa­ lidos de la nada». «Sin embargo, no era ése, con seguridad, el caso más general. El señorío, en gran parte de Occidente, era, con formas en su origen más o menos rudimentarias, cosa muy vieja. Aunque con todos los cambios que se quiera, la clase de los señores no podía ser de poca anti­ güedad. Entre los personajes a los que los campesinos de los tiempos feu­ dales debían censos y corveas, ¿quién nos dirá nunca cuántos, sí lo hubie­ ran sabido, habrían podido inscribir en su árbol genealógico los misterio­ sos epónimos de tantos de nuestros pueblos —el Brennos de Bernay, el Comelius de Cornigliano, el Gundolf de Bundolsheim, el Alfred de Alversham—, o bien a algunos de esos jefes locales de Germania que Tácito nos representa enriquecidos por los "regalos" de los patanes? El hilo se pierde totalmente. Pero no es imposible que en la fundamental oposición entre los amos de los señoríos y el innumerable pueblo de tenedores to­ quemos una de las más antiguas líneas de separación de nuestras socie­ dades» (La société féodale, II, pp. 10-11), En el tomo I de esa obra, La formation des liens de dépendance, 1939, tras haber estudiado los «lazos de hombre a hombre», el homenaje vasa-

llático, el feudo y su introducción en el patrimonio del vasallo, Marc Bloch, al referirse a los «lazos de dependencia en las clases inferiores», sitúa el lugar del señorío en la sociedad feudal (pp. 367-388). Define la "tierra señorial": «en el grado inferior, las relaciones de dependencia encontraron su marco natural en un ámbito mucho más antiguo que el vasallaje y que habría de sobrevivir largo tiempo a su declive: el señorío territorial [...] En tanto que los derechos de mando, cuya fuente era el homenaje vasallático, no dieron origen a beneficios más que tardíamente y por una indis­ cutible desviación de su sentido primero, en el señorío era primordial el aspecto económico. En él, desde el principio, los poderes del jefe tuvieron por objeto, si no exclusivo, sí por lo menos predominante, asegurarle unos ingresos, por participación en los productos de la tierra. Un señorío es, pues, ante todo, una "tierra" —el francés oral no le daba casi más nom­ bre que ése—, pero una tierra habitada, por gentes sometidas», y divi­ didas en dos fracciones: el "dominio", llamado por los historiadores "reserva", explotado directamente, y las "tenencias", explotaciones cam­ pesinas agrupadas en tomo a la “cour" dominical. El señor, en virtud de su derecho real superior, exige derechos a cada ocupación, puede apropiarse de las tenencias, percibe impuestos y servicios y, sobre todo al principio de la era feudal, tiene allí una «reserva de mano de obra», con cuyas prestaciones de trabajo se explota el dominio. «No todos los señoríos, claro está, tenían iguales dimensiones. Los mayores, en las regiones de hábitat concentrado, cubrían todo el término de tierras de un pueblo. Ya desde el siglo IX, ese caso no era probable­ mente el más frecuente, A pesar de algunas felices concentraciones, en determinados lugares, con el tiempo había de hacerse cada vez más infre­ cuente en toda Europa. Y ello, sin duda, a consecuencia de las divisiones sucesorias, pero también debido a la práctica de los feudos. Para retribuir a sus vasallos, más de un jefe tuvo que dividir sus tierras. Como además ocurría bastante a menudo que por una donación o venta, o como conse­ cuencia de uno de esos actos de sumisión territorial cuyo mecanismo se describirá más adelante, un elemento poderoso hiciera pasar bajo su depen­ dencia explotaciones campesinas dispersas por una extensión bastante grande, resultó que muchos señoríos extendieron sus tentáculos a diver­ sos términos de tierras a la vez, sin coincidir exactamente con ninguno. En el siglo xn los límites ya no coincidían más que en las zonas de roturación reciente, donde señoríos y pueblos habían sido fundados conjuntamente, partiendo de la nada. La mayoría de campesinos dependían pues, a la vez, de dos grupos constantemente diferenciados: uno formado por los some­ tidos a un mismo amo, y el otro por los miembros de una misma colec­ tividad rural. Porque los cultivadores cuyas casas se levantaban unas junto a otras y cuyos campos se entremezclaban en un mismo término de tierras,

cualesquiera que fueran las dominaciones entre las que se dividieran, esta­ ban unidos forzosamente por todo tipo de lazos de interés común, y por la obediencia a comunes obligaciones agrícolas.» «Esa dualidad había de ser, a la larga, para los poderes de mando, un grave motivo de debilidad. En cuanto a las regiones en que vivían las familias, de tipo patriarcal, bien aisladas, bien reunidas en pequeñas al­ deas, todo lo más dos o tres juntas, el señorío comprendía en ellas, ordina­ riamente, un número más o menos elevado de esos pequeños núcleos; y esa dispersión, sin duda alguna, le imponía una contextura notablemente más laxa.» Marc Bloch describe luego las «conquistas del señorío». Pervivieron siempre, no obstante, «islotes de independencia». A su lado, conviene «dis­ tinguir cuidadosamente dos formas de sumisión: la que recaía sobre el hombre en su persona, y la que no le alcanzaba más que como detentador de una determinada tierra. Había entre ellas, es cierto, estrechas relacio­ nes, hasta el punto de que a menudo iban juntas. En las clases inferiores, sin embargo — a diferencia del mundo del homenaje y del feudo— , dista­ ban mucho de confundirse [...]». No considerando más que «la depen­ dencia de la tierra o a través de la tierra», «en las regiones en que las instituciones romanas, superpuestas a su vez a antiguas tradiciones itálicas o celtas, habían marcado profundamente la sociedad rural, bajo los prime­ ros carolingios, el señorío presentaba ya muy claros perfiles. No es difícil descubrir en las villae de la Galia franca o de Italia la huella de los diver­ sos sedimentos que las habían formado». Entre las tenencias indivisibles, los "mansos", los que eran calificados de "serviles", se habían formado por reparto de tierras a los esclavos, convertidos en arrendatarios de los anti­ guos latifundia. Cuando se hizo igual operación en beneficio de cultivado­ res libres, se vio paralelamente otro tipo de concesión: los mansos “libres" (ingénuiles). «Pero en la masa de tenencias designadas con ese adjetivo, muy importante, la mayor parte tenían un origen muy distinto. Lejos de remontarse a concesiones hechas a costa de un dominio en declive, se trataba de explotaciones campesinas de siempre, tan viejas como la pro­ pia agricultura. Los censos y las corveas que las gravaban no habían sido primitivamente más que la señal de la dependencia en que se habían en­ contrado los habitantes con respecto a un jefe de pueblo, de tribu o de clan, o a un jefe de clientela, poco a poco convertidos en verdaderos seño­ res.» En las regiones claramente germánicas — ante todo la llanura sajona, entre el Rin y el Elba— , claro que junto a esclavos, libertos e incluso cam­ pesinos libres establecidos en las tierras de los poderosos, «en la masa campesina, la distinción entre dependientes de los señoríos y alodieros es­ taba mucho menos definida, pues sólo habían hecho su aparición los pri­ meros elementos de la propia institución señorial Todavía no se había

sobrepasado más que en muy escasa medida el estadio en que un jefe de pueblo o de una parte de pueblo se dispone a convertirse en señor, y en que los regalos que recibe tradicionalmente —tal como atestigua Tácito del jefe germano—■empiezan a convertirse en censos». «Ahora bien, por las dos partes, en la primera época feudal, la evolu­ ción había de orientarse en el mismo sentido. Tendió, uniformemente, a una creciente institucionalización del señorío. Fusión más o menos com­ pleta de los diversos tipos de tenencias, adquisición de nuevos poderes por parte de los señoríos y, sobre todo, paso de muchos alodios bajo la autoridad de un poderoso: ésos fueron entonces hechos de todas partes o casi de todas partes [...] En ningún sitio, por otro lado, en esa triunfal marcha del señorío, fue elemento despreciable el abuso de fuerza.» Los "poderososw no tenían particular interés en despojar al hombre de su tie­ rra, cosa que habría hecho perder valor a ésta, sino en «someter a los pequeños, con sus campos». «En la estructura administrativa del Estado franco tenían un arma valiosísima.» Incluso a los hombres libres, a los alodíeros que escapaban aún a la autoridad señorial, los oficiales reales, el conde o sus representantes les exigieron por su propia cuenta censos y corveas que los hicieron confundirse con la masa de sujetos de los seño­ ríos . Por otra parte, la "inmunidad" dio a la mayoría de señores eclesiás­ ticos y laicos poderes judiciales y fiscales, hasta entonces del Estado; éstos se extendían únicamente a las tierras dependientes de ellos, pero acaba­ ron por abarcar ios pequeños alodios enclavados en los señoríos. A menudo hubo «violencia al descubierto». No obstante, los señoríos se extendieron sobre todo «a golpe de contrato». «El pequeño alodiero cedía su tierra —a veces [...] con su persona—- para recuperarla luego a título de tenencia; era igual que el caballero que de su alodio hacía un feudo, por el mismo motivo expreso, que era el de encontrar un defensor.» Mientras que en Alemania entraban a depender de la autoridad de un po­ deroso pueblos enteros, «en Francia y en Italia, donde, ya desde el si­ glo xi, éste [el poder señorial] había avanzado mucho más en sus con­ quistas, los actos de entrega de tierra revistieron un carácter individual». Brutalidades y contratos verdaderamente espontáneos denunciaban una misma causa profunda, que era «la debilidad de los campesinos indepen­ dientes». Las causas de orden económico no intervinieron más que indi­ rectamente. «Porque el señorío era, ante todo, un conglomerado de pequeñas explotaciones sometidas; y el alodiero, al hacerse tenedor, si bien asumía nuevas cargas, no cambiaba en nada las condiciones de su ex­ plotación.» Sin duda, «la atonía de los intercambios y de la circulación monetaria» contribuyó a la vez a «la escasa presencia de la autoridad pú­ blica» y a la debilidad de la resistencia de los cultivadores. Pero «en el humilde drama campesino, conviene reconocer un aspecto del mismo mo­

vimiento que a tantos hombres precipitó, en un escalón superior, a los lazos de la subordinación vasalla tica». Si el alodiero «buscaba a un amo o se sometía a él no era más que debido a la insuficiencia de los otros mar­ cos sociales, solidaridades de linaje o poderes de Estado». La vida de los alodios, no obstante, fue dura. Si bien en los siglos xn y xm , en amplias zonas de Francia, entre el Mosa y el Loira y en Borgoña, se habían hecho muy escasos o incluso habían desaparecido, en la Francia del sudoeste, en el centro y especialmente en Forez, en Toscana y sobre todo en Alemania y en Sajonia, es decir, en regiones en las que se mantenían «alodios de jefes», en las que éstos tenían tenencias, dominios y poderes de mando sin deber ningún homenaje, se mantuvieron los alodios en número consi­ derable. «El señorío rural era persona mucho más vieja que las institucio­ nes verdaderamente características de la primera época feudal. Pero sus victorias, en ese período, así como sus parciales fracasos, se explican [,..3 por las mismas causas que produjeron o dificultaron el éxito del vasallaje y del feudo.» Finalmente, Marc Bloch estudia las relaciones del señor y los tenedo­ res. «A excepción de los contratos de sumisión individual», imprecisos y rápidamente olvidados, esas relaciones «no tenían más ley que la "costum­ bre de la tierra", hasta el punto de que en francés el nombre corriente de los censos era simplemente el de "costumbres" (coutumes), y el del hom­ bre sujeto a ellos, “homme couíumier”». Por esas reglas «ancestrales», que todos, amo y subordinados, debían respetar, cada señorío tenía su tradi­ ción particular que lo oponía a los señoríos vecinos. Pero aunque «unidas, a través de los tiempos, por una costumbre virtualmente inmutable, nada había que se pareciera menos a un señorío del siglo ix que un señorío del xm ». La costumbre se modificó bajo la «presión de las condiciones sociales reinantes», «Por encima de todo, una costumbre no puede ser ver­ daderamente obligatoria más que donde tiene como guardián una autori­ dad judicial imparcial y bien obedecida.» No podía ocurrir así, debido al «acaparamiento de los poderes de jurisdicción por parte de los señores». El propio abad Suger se felicita por haber impuesto a los campesinos de una de sus tierras la sustitución del viejo censo en dinero por un censo proporcional a la cosecha y más provechoso {De rebus, ed. Lecoy de la Marche, c. X, p. 167). «Los abusos de fuerza de los amos apenas sí tenían más contrapeso —a menudo, a decir verdad, bastante ineficaz— que la maravillosa capacidad de inercia de la masa rural y el desorden de sus propias administraciones.» Esas cargas del tenedor, en la primera época feudal, son muy variables: entregas de dinero, de gavillas, de pollos, de panales de cera, trabajo en los campos y los prados del dominio, acarreos, trabajos de reparación, acogimiento de huéspedes del amo, alimentación de la jauría cuando la caza o servicio de «infantería o de mozo de ejército»

en tiempo de guerra. «El estudio detallado de esas obligaciones correspon­ de, ante todo, al estudio del señorío como "empresa" económica y fuente de ingresos. Aquí nos limitaremos a poner el acento en los hechos de evolución que más profundamente afectaron al vínculo propiamente huma­ no. La dependencia de las explotaciones campesinas con respecto a un amo común se traducía por el pago de una especie de alquiler de la tierra. En ello, la obra de la primera época feudal fue, ante todo, de simplifica­ ción. Bastantes percepciones que en la época franca se descontaban por separado acabaron por fundirse en una única renta territorial, que en Francia, cuando se satisfacía en dinero, era generalmente conocida con el nombre de cens. Ahora bien, entre los impuestos primitivos había algu­ nos que originariamente habían sido percibidos por las administraciones señoriales únicamente, en principio, por cuenta del Estado», y luego ha­ bían sido acaparados por el señor. «Su unión a una carga que, al no aprovechar más que al señor, era concebida como expresión de sus dere­ chos superiores sobre la tierra, atestigua con particular claridad el predo­ minio adquirido por el poder próximo del pequeño jefe de grupo a costa de cualquier lazo más elevado.» «El problema del carácter hereditario, uno de los más candentes plan­ teados por la institución del feudo militar, no ocupó casi ningún lugar en la historia de las tenencias rurales, por lo menos durante la era feudal. Casi universalmente, los campesinos se sucedían de generación en ge­ neración en los mismos campos [...] el derecho de los descendientes de­ bía ser respetado, siempre y cuando no hubieran abandonado prematura­ mente el círculo familiar [...] Porque en la mayoría de explotaciones campesinas, antes de que las jefaturas de pueblos se convirtiesen en seño­ ríos, ésa había sido la costumbre inmemorial, poco a poco extendida a los mansos más recientemente recortados del dominio», y también porque los señores, «en esos tiempos en que la tierra era más abundante que el hombre», para explotar sus reservas, preferían «disponer permanentemen­ te de los brazos y de la capacidad contribuyente de campesinos dependien­ tes, capaces de mantenerse por sí mismos». Entre las nuevas "exacciones", las más características fueron los mo­ nopolios, las "bartali¿ésn que el señor se atribuyó. «Ignoradas por la época franca, no tenían más fundamento que el poder de ordenar reconocido al señor, designado con la vieja palabra germánica de “banu (jurisdicción). Poder [... ] muy antiguo, pero que, en manos de los pequeños potentados, había reforzado particularmente el desarrollo de su papel de jueces.» Pre­ cisamente, en el reparto de esos monopolios, «Francia, donde el debilita­ miento del poder público y el acaparamiento de las justicias habían llega­ do más lejos, fue el terreno predilecto Hay que añadir el control de la iglesia parroquial, hubiera o no sido

construida en el dominio por un antecesor, y principalmente el derecho de "patronato" o poder de nombrar o presentar al cura párroco, el acapa­ ramiento del diezmo, impuesto a los fieles por los primeros carolingios (cuando la reforma gregoriana, al clero le fue restituida sólo una parte) y la obligación impuesta a los tenedores rurales de la "ayuda” pecuniaria o "talla", reclamada cada vez más frecuentemente, de modo irregular y arbitrario, e impuesta, al igual que los monopolios, gracias a los derechos de jurisdicción. «Así de cierto es que el amo entre los amos, en la era feu­ dal, fue siempre el juez.» «Así pues, el tenedor de finales del siglo xn paga el diezmo, la talla y los múltiples derechos de los monopolios, cosas todas que [...] su ante­ cesor del siglo vm , por ejemplo, no había conocido.» Pero las "obliga­ ciones de trabajo" están muy reducidas. Los señores, ya desde los siglos x y xi, en Francia, en Lotaringia y en Italia, distribuyen amplios pedazos de sus reservas, para hacer con ellos tenencias o incluso formar pequeños feudos vasalláticos, luego fragmentados en tierras acensuadas a los cam­ pesinos. «Pero quien decía dominio reducido decía también, forzosamen­ te, corveas abolidas o más ligeras. Al tenedor que bajo Carlomagno debía varias jornadas de trabajo por semana, en la Francia de Felipe Augusto o de San Luis no se le veía ya trabajar en los campos o prados dominicales más que algunos días al año. El desarrollo de las nuevas "exacciones" no fue solamente, región por región, proporcional al mayor o menor aca­ paramiento del derecho a mandar. Tuvo lugar también en proporción di­ recta al abandono por parte del señor de la explotación personal Convirtiéndose él mismo en puro rentista de la tierra, el señor, allí donde esa evolución se realizaba en toda su plenitud, dejaba relajarse inevita­ blemente un poco de la vinculación de dominación humana. Al igual que la historia del feudo, la historia de la tenencia rural, a fin de cuentas, fue la historia del paso de una estructura social basada en el servicio a un sis­ tema de rentas territoriales» (La société féodale, I, pp. 367-388). A pesar de un error frecuente, el feudalismo y el régimen señorial siempre se diferenciaron. «Desde mediados del siglo xm , las sociedades europeas se apartaron definitivamente del tipo feudal [...] Durante mu­ cho tiempo el régimen señorial, que había quedado marcado por su huella, le sobrevivió» (La société féodale, II, p. 253). Desde luego, «la confusión de la riqueza —entonces principalmente territorial— con la autoridad fue uno de los rasgos característicos del feudalismo medieval. Pero era menos a causa de los caracteres propiamente feudales de esa sociedad que porque, al mismo tiempo, ésta estuviera basada en el señorío» (II, p. 243). No obstante, debido a las nuevas condiciones de vida, surgidas a partir del siglo ix, aproximadamente, ese «antiguo modo de agrupación» no sólo se extendió y consolidó: «experimentó profundamente la acción deí amblen-

te. El señorío de las épocas en que se desarrolló y vivió el vasallaje consis­ tió, ante todo, en una colectividad de dependientes, que estaban simultá­ neamente bajo la protección, las órdenes y la presión de su jefe y muchos de los cuales estaban vinculados a él por una especie de vocación heredita­ ria, sin relación con la posesión del suelo o del hábitat. Cuando las rela­ ciones verdaderamente características del feudalismo perdieron su fuerza, el señorío subsistió. Pero fue con características distintas, más territoria­ les, más puramente económicas» (I, p. 428). F ormas regionales del se ñ o r ío : seño río y vida rural en B orgoña durante la alta edad media

El historiador ruso N. P. Gratsíanskii ha estudiado el pueblo borgoñón de los siglos x a xn, Bourgoundskaia derevna v X-XII ctoletniakb, Moscúj 1935. Ese trabajo, «importante, con gran riqueza de hechos e ideas y también discutible, a mi modo de ver, en ciertos aspectos, [...] marca un hito en nuestros conocimientos». Es el primero en observar, «en una época particularmente interesante, la historia rural de una de nuestras provincias más ricas en documentos antiguos». El autor no ha utilizado más que la documentación impresa, de rara abundancia, por otra parte, puesto que incluye el admirable cartulario de Cluny, publicado por Bernard y Bruel. Ciertas cuestiones no son abordadas de frente, como por ejemplo la frag­ mentación del manso, la larga supervivencia de esa unidad de tenencia o «la palabra “condamine” de las más misteriosas (¿campo del do­ minio, tenencia, o los dos sentidos sucesivos?)». La preocupación casi ex­ clusiva ha sido la de destacar dos tesis, «muy nuevas y de gran alcance», sobre «la estructura de las tierras parceladas» y «el reparto de la "propie­ dad", o lo así llamado», Gratsíanskii sostiene que es un error representarse «las tierras de la Borgoña medieval constituidas por parcelas abiertas, probablemente alar­ gadas, fragmentadas hasta el extremo y sometidas, finalmente, a imperiosas obligaciones colectivas», es decir, como tierras análogas a las del siglo xvur. Los textos de los siglos x, xi y xn muestran una imagen muy diferente: ni abertura de heredades ni rotación forzosa, con sólo una excepción, la de las explotaciones a menudo de un solo tenedor, recogidas en tomo a la casa y a veces cerradas por un mismo cercado. Marc Bloch se alza en contra de esas hipótesis. A la afirmación de que los testimonios de la aber­ tura de heredades colectivas no se refieren más que a tierras de roturación reciente, en las que el «apacentamiento comunitario» no era más que su­ pervivencia de los antiguos usos colectivos, él responde que, por el con­ trario, «especificando la existencia de obligaciones colectivas sobre las tie­

rras de labor o ios prados nuevos, era al derecho común a lo que se preten­ día sujetar a los pioneros, con natural tendencia a sacudir las viejas coer­ ciones». «La abertura de heredades, en tierras muy antiguas, está atesti­ guada desde el siglo xm , en Borgona, por documentos inequívocos.» En cuanto a los textos reunidos para demostrar la existencia de tierras poco divididas, con algunos cercados, «logran convencer», pero «se refieren ex­ clusivamente al Maconnais y al Lyonnais [... 3 dos regiones situadas clara­ mente por debajo de la frontera que se está de acuerdo en atribuir a los campos abiertos y alargados», que dominan en el llano de Dijon, objeto de una admirable descripción de Varenne de Béost. Así pues, esos datos «se limitan a confirmar, muy útilmente por otra parte, la imagen que ten­ día ya a sugerir el espectáculo de un paisaje agrario más reciente». (Que ciertos señoríos fueran de un solo tenedor es cosa de la que no se puede concluir nada respecto a la forma interior de las parcelaciones de tierras. La referencia a límites que demarquen los campos no tiene nada de con­ tradictorio con un régimen de open-field. Finalmente, procedería examinar con detenimiento los derechos de paso — exitus et regressus— estipulados por muchos documentos en beneficio de las tierras enajenadas). Segunda tesis: Gratsianskii observa que, en una serie de regiones borgoñonas, la gran propiedad territorial no era predominante, y que el papel principal correspondía al pueblo libre, con muchos pequeños propietarios. Marc Bloch pone objeciones al empleo de las palabras propiedad y propie­ tarios (supra, p. 266). «Podemos decir que, según él, desde el siglo X hasta el siglo x ii no dejó de haber en Borgona numerosas explotaciones campesinas que escapaban a toda dependencia con respecto a un señorío. Lo que él niega es, en realidad, la hegemonía del régimen señorial. No hay duda de que, así rectificada, la observación tiene un gran alcance, por cuanto es lícito preguntarse si el caso de Borgoña debe considerarse excep­ cional [... 3 Lo que, para empezar, se desprende de los textos borgoñones es, sin duda, la falsedad de la vieja ecuación: a un pueblo, un señorío. Muy pocos señoríos, si alguno hay, se extienden por todo un término de tierras, buen número de ellos se encuentran fragmentados entre diversos términos y es frecuente que un mismo término, por fragmentos, dependa de diversos señores. Con seguridad, algunos de esos hechos se explican por fenómenos de fragmentación secundaria [...] en muchos otros casos la fragmentación de los solares se remontaba, por el contrario, a los propios orígenes del régimen señorial. Región tras región, sucesivamente, los in­ vestigadores han ido observando esa característica; generalmente se han inclinado por considerarla una anomalía, y así será hasta el día en que, reuniendo el resultado de los estudios locales, haya que reconocer final­ mente que lo que se creía que era la excepción era, en realidad, casi la norma. Esos señoríos, por otra parte, eran de dimensión y estructura muy

variables. Gratsianskii ha mostrado excelentemente cómo, en la frontera del señorío en cierto modo clásico, con sus numerosas tenencias centra­ das en torno a un extenso dominio, había una especie de zona marginal, con tipos progresivamente simplificados. El campesino alodiero o el vasallo de mediana fortuna, e incluso el detentador de una tenencia de mediano tamaño, a partir del momento en que, en la tierra hasta entonces explo­ tada directamente por ellos o con la ayuda de mozos, establecían a un tenedor, se convertían en señores, aunque de poca monta. Tanto fue así que entre los señores de épocas posteriores, sin duda alguna, figuró más de un descendiente de esos ricos campesinos acaparadores de parce­ las [...].» «Finalmente, está fuera de dudas que, en Borgoña, hasta finales del siglo xn se vio subsistir más de un alodio campesino. Algunos estaban in­ cluso en manos de siervos, lo que, por lo demás, no tiene nada de contra­ dictorio con la idea de servidumbre como dependencia puramente perso­ nal, y coincide con las observaciones hechas innumerables veces en otras regiones ¿Eran esos alodios, no obstante, tan numerosos como pare­ ce creerlo Gratsianskii? Me temo que, en ese punto, la fatal palabra de "propiedad” le ha jugado una mala pasada [..,] ¿es exacto que, para un hombre, el hecho de vender su tierra, de donarla o de transmitirla en viudedad demuestre necesariamente la inexistencia de toda sujeción, tanto del individuo como del suelo? Es conveniente dudarlo. Entre los pasajes más instructivos de la obra figuran los desarrollos dedicados por el propio G. a los “francos hombres" borgoñones. Aunque libres por sus personas —es decir, ajenos a todo vínculo hereditario—, esas gentes no dejaban por ello de depender muy a menudo de un señor al que pertenecían sus tierras, hasta tal punto que el propio término de franquicia, por una curio­ sa ampliación de sentido y oponiéndose así al de alodio, servía para desig­ nar, bien la tenencia del tenedor "libre”, bien el propio censo que la gra­ vaba. Sospecho que entre los propietarios de nuestro autor se ha deslizado más de un "franco” de esa especie [...] Me pregunto [...] sí no ha expe­ rimentado con exceso la influencia de la concepción que los manuales co­ rrientes quieren imponernos de la institución señorial, sin duda demasiado rígida. Donde no encuentra reproducidos todos sus rasgos, tiende a negar la existencia del propio señorío. La impresión que a mi modo de ver pare­ ce desprenderse [...] sensiblemente diferente [...] es la de relaciones de subordinación señorial aún muy flexibles, muy diversas, mal fijadas y que sólo más tarde, tras una evolución espontánea y por la acción de un derecho más sabio, tomarán los perfiles regulares tan a menudo descritos. Parece evidente, con otros términos, que para el señorío borgoñón el período de gestación se alargó, como sin duda en muchas otras zonas, durante más tiempo que el imaginado ordinariamente» (1937, pp. 493-500).

Marc Bloch dedicó una reseña muy elogiosa, «Aux origines de notre société rurale» (En los orígenes de nuestra sociedad rural), insistiendo en los problemas de método, a la tesis de André Deléage, La vie rurale en Bourgogfte jusqu'au debut du X Ia siécle, Macón, 1941, 2 vols. (uno de ellos de apéndices) y 1 fase, con 31 mapas. A. Deléage, nacido en Macón en 1903, había de morir también por Francia, cerca de Luxemburgo, el 21 de diciembre de 1944. «Pocas veces una consciencia tan escrupulosa, una semejante amplitud de conocimientos y una inteligencia más ávida de en­ tender se habrán empleado en beneficio de nuestros estudios. Desde luego, no todo convence. Ocurre incluso que, por momentos, tal o cual afirma­ ción, tal o cual rasgo de método ponen en contra al lector bastante acusa­ damente. Pero ¿qué importa? Propio de una personalidad verdaderamente fuerte es no inspirar nunca indiferencia, y de las imaginarias controversias que surgen así al hilo de las páginas entre el autor y nosotros, nunca, creo, seducidos o rebeldes, dejaremos de salir, por lo menos, enriquecidos.» El autor ha tomado como marco territorial los tres departamentos de Cdted’Or, Saóne-et-Loire y Yonne. Pero, dice Marc Bloch, «el historiador no tiene por qué adoptar marcos administrativos anacrónicos; a él correspon­ de el hacerse cada vez su región, rigiéndose por las condiciones de la época estudiada». No obstante, el estudio ha sido realizado «según los principios del método comparativo de más amplia concepción, de modo que las perspectivas que nos abre, lejos de limitarse a tres departamentos franceses, aumentan a veces [...] hasta abarcar toda la civilización occi­ dental». El país es estudiado en una larga descripción geográfica. En el tiempo, no se indica ningún límite inicial: «esas brumas de la protohistoria difícilmente soportan datación precisa». El límite final es «muy razo­ nable»; «es hacia mediados del siglo xi cuando empieza la que en otros lugares ha sido llamada segunda edad feudal». A, Deléage aplica «el méto­ do regresivo con mucha flexibilidad». «Ordinariamente, las épocas más oscuras, en la investigación, vienen después de fases más recientes que, al conocerse mejor o menos nial, sirven para aclarar la evolución an­ terior. Para el señorío, el punto de partida ha sido tomado así hacia la mitad del desarrollo, en la bella época carolingia. Para la vegetación, el hábitat y las parcelaciones de tierras ha sido forzoso retroceder hasta mu­ cho más atrás aún que el siglo xi; la única base de referencia un poco luminosa, en aquel caso, la proporcionaba el estado actual.» «Como el estudio llegaba así a períodos total o parcialmente carentes de textos escritos, y como, por otra parte, se extendía a todas las realida­ des concretas de la vida rural, para poder ser realizado con éxito exigía esa alianza de disciplinas de cuya necesidad tan a menudo hemos hablado en los Annales. Deléage se armó como era preciso. Excelente editor y co­ mentador de textos diplomáticos, y teniendo a su disposición, por otro

lado, para esa parte de su labor, la maravillosa colección documental que nos dejó la abadía de Cluny, supo él dotarse también de las variadas com­ petencias del toponimista, el arqueólogo [...], y finalmente el botánico.» El pasaje citado (supra, p. 106), de su capítulo sobre la vegetación, muestra «cuánta fuerza sugestiva pueden tener semejantes análisis, y tam­ bién cuánta ciencia y originalidad despliega allí el autor». «Es, en suma, el primer historiador francés que ha recurrido ampliamente como testimo­ nio, junto al de los nombres de lugares habitados, al de los de “lugares del campo" (lieux-dits); es un inmenso progreso.» Los apéndices incluyen textos y cuadros estadísticos. «Entre éstos hay dos series, la primera referente a la extensión de las explotaciones y la segunda a la extensión del señorío, que no se limitan a Borgoña, sino que cubren toda Francia, Alemania, Italia y, por lo menos parcialmente, Inglaterra. Se pone así a disposición nuestra un instrumento de compara­ ción de precio inestimable, sin nada que se le pueda comparar.» El atlas, «en lugar de limitarse a trazar, de una forma que en otros casos suele ser desgraciadamente demasiado segura, hipotéticas fronteras de dominaciones, se esfuerza por recoger gráficamente en su evolución algunas de las reali­ dades profundas de la vida social. También en esto, Deléage habrá hecho obra de iniciador». Marc Bloch está en desacuerdo respecto a «algunas grandes cuestiones de método». A. Deléage tiene a un tiempo «el gusto, cien veces loable, de las grandes hipótesis», y mucha prudencia. «Es así como dedica varias pá­ ginas a aclarar con fuerza convincente la vanidad de los esfuerzos a los que se dedicaron tantos investigadores con la esperanza de lograr clasi­ ficar por su condición a los poseedores de tierras cuyos nombres propor­ cionan los documentos. Esa valentía y esa prudencia, asociadas, son cuali­ dades admirables. Pero ocurre que a veces, una u otra, triunfan aislada­ mente. Es, sí se me permite decirlo, de una singular delicadeza de cons­ ciencia no admitir, por ejemplo, sin muchos circunloquios, la práctica del barbecho en Borgoña, hacia los siglos ix, x y xi. De ella hay testimonio en la propia Borgoña desde el siglo siguiente, y alrededor de dicha región desde el siglo ix, y, por otra parte, es difícil ver en esa época la posibili­ dad de otra técnica algo generalizada.» En cambio, Marc Bloch no admite ciertos cálculos de A. Deléage, que parten según su parecer de «datos mí­ nimos». «Yo lo entiendo: sin esas bases, se hace imposible para nosotros medir diversos fenómenos, de un interés capital. Desgraciadamente, hay en la historia problemas provisional o definitivamente insolubles. Y ade­ más, hay que confesarlo, las inclinaciones de Deléage no siempre le llevan a las soluciones más sencillas, que no son forzosamente las peores.» Hay que evitar «ese clásico escollo de los historiadores, sobre todo tratándose de épocas mal documentadas: el abuso de las medias. La media es a me­

nudo ficticia. Lo es, para empezar, cuando se basa en un número de datos demasiado pequeño [... ] Ficticias son también Jas medias cuando las cifras de base presentan diferencias demasiado acusadas. En ese caso, por lo menos, deben corregirse mediante un cálculo de dispersión. Yo mismo, a propósito del censier de Saint-Germain-des-Prés, he podido experimentar que el método de los "cuartiles" da una imagen de la posesión del suelo, tal como realmente se ejercía, mucho más precisa y concreta que la que permitiría una simple suma seguida por una división. El explotador medio y la explotación media serán siempre, a fin de cuentas, mitos. Lo que im­ porta, ante todo, es saber cómo se repartían los diferentes niveles de for­ tunas territoriales». «En manos de Deléage, el método comparativo se ha mostrado, una vez más, relativamente fecundo [...]» Pero «antes de ser aceptadas o modificadas definitivamente, las grandes hipótesis del libro deberán ser confrontadas de nuevo con la experiencia inglesa, que es —ya se trate de la estructura agraria, ya de la génesis del señorío— la más original e ins­ tructiva. Por otra parte, claro está, hay que evitar cuidadosamente confun­ dir el método comparativo con el razonamiento por analogía. Aquél exige, a diferencia de éste, para ser practicado correctamente, una gran sensibi­ lidad a las diferencias. Deléage lo sabe mejor que nadie: son contrastes particularmente sugestivos lo que sus investigaciones, llevadas a cabo con tanta consciencia e ingenio respecto a los tipos de hábitat, de parcelacio­ nes de tierras y de explotaciones, le han permitido revelar [...]» . Marc Bloch hace el reproche de que se emplee «nuestra nomenclatura o irna nomenclatura artificialmente inspirada en nuestros hábitos actuales», y especialmente la palabra “semilibertad”, «para calificar la condición de ciertos hombres dependientes». «También sobre otra cuestión parece ha­ berse visto entorpecido Deléage por una cuestión de vocabulario. En gene­ ral, él evita la anacrónica palabra de "propietario”, Por motivos menos' claros, parece repelerle también la de "alodiero", que, sin embargo, es de la época. Pero el empleo que hace de "posesión” y de "posesor" no está nada claro [...] Más habría valido, creo yo, renunciando a todo respeto del código civil, intentar aclarar simplemente la superposición sobre una misma tierra de los diversos derechos reales, tal y como la edad media concibió su escalonamiento. Una vez destacada esa noción, se habrían des­ pejado muchas de las dificultades. La antítesis de "tierra señorial” y “tie­ rra comunal" (p. 365) es ficticia: el derecho real superior del señor no impedía en modo alguno, en los pastos, el ejercicio de derechos comunita­ rios, no menos sólidamente protegidos, en principio, por la costumbre; es por eso por lo que los communia figuran regularmente en los documentos de tradición de señoríos [...]», «Cuando se trata de una sociedad como la de la alta edad media, cuya

lengua técnica era flotante y además no se adaptaba bien a los hechos, se impone todavía otra precaución. Detrás del latín de los documentos, hay que esforzarse por encontrar las realidades que éste no traduce general­ mente más que deformándolas Es por un estricto análisis histórico del léxico por donde tendría que empezar todo estudio de la clasificación jurídica de los hombres [...] La definición de las condiciones humanas variaba, pues, hasta eí extremo, por lo menos en el detalle, según los señoríos, las regiones o incluso —por lo menos en lo tocante a la expre­ sión—• según las cancillerías. En cuanto es posible elevarse por encima de las palabras, sin embargo, mucho más diferentes entre sí que las cosas, pueden destacarse claramente algunas grandes líneas; éstas traducen los principales rasgos comunes de la economía, de la tradición social y de la mentalidad. Así, además de presentar diferencias en el espacio, esa clasi­ ficación ha fluctuado particularmente a lo largo del tiempo. Deléage hace plena justicia, en su exposición sobre el señorío como realidad territorial, a esa movilidad de la sociedad; muestra perfectamente cómo, entre el gran señor y el campesino acomodado, detentador de demasiadas tierras para poderlas explotar él mismo, se escalonaban una serie de niveles que, gene­ ración por generación, no eran imposibles de franquear, por lo menos algunos.» «Hay que resistirse a la tentación de referir aquí todas las nuevas con­ clusiones que ofrece Deléage a nuestra reflexión, de reproducir, por ejeo pío, su original y fecundo análisis de las redes de caminos campesinos, "estrelladas” o "ajedrezadas”, o de seguir con él las vicisitudes de la po­ blación borgoñona: el progresivo abandono de las montañas calizas, a par­ tir de la época gala, la vuelta, por el contrario, o mejor la huida hacia otras tierras altas —las de Morvan, Charolais, Clunysois—• en la época de las invasiones bárbaras Dos grandes hipótesis directrices, de im­ portancia capital para la historia de toda nuestra civilización occidental, se apuntan como al extremo de la obra. Borgoña se le presenta a Deléage como palenque de civilizaciones agrarias diferentes. ¿En qué número? A ese respecto, en determinados lugares, la expresión se hace un poco vacilante. Tres, se nos dice a veces (especialmente pp. 95 y 354), y dos, más a menudo. Ocurre quizá que la propia noción de civilización agraria, de la que nuestros estudios no han empezado a hacer uso hasta hace poco tiempo, tiene todavía algo de flotante. Fundamentalmente, no obstante, se trata realmente de dos grandes combinaciones de usos jurídicos y téc­ nicos de lo que Deléage nos invita a observar el choque. Una se caracteriza por el pueblo grande, fuertemente organizado en comunidad y sometido pronto a un jefe, por la familia patriarcal, las tierras de campos alargados y regularmente dispuestos en haces y el pesado arado de eje anterior con ruedas. La otra es la de los pueblos pequeños, con el régimen señorial

introducido lentamente y mal, la de la familia reducida, las tierras parce­ ladas en forma de puzzle y el arado ligero sin ruedas. La primera triunfó en la Borgoña del nordeste; probablemente fue llevada allí por los hom­ bres de los túmulos y señala la penetración indoeuropea y más especial­ mente celta. La segunda, que ocupa la Borgona del sudoeste, llegó allí con los hombres de los dólmenes; su origen debe buscarse en el mundo medi­ terráneo. Sobre el terreno, esas costumbres tradicionales fueron objeto, naturalmente, de muchas adaptaciones. En sus grandes líneas, la oposición se mantuvo, y se mantiene aún. Ése es [...] el esquema general que De­ léage cree poder destacar de sus investigaciones y proponer para el examen de las investigaciones futuras. Yo no trataré de discutirlo. Desde luego, ya ahora, hay algunas afirmaciones que hacen dudar. En particular, me sorprende la coincidencia que se supone entre la familia reducida y el hábitat relativamente disperso, pues en varias ocasiones, en otros lugares, me ha parecido observar todo lo contrario. ¿Qué crédito conceder, por otra parte, después de los trabajos de Latron [supra, pp, 206-207], a la antítesis de Mediterráneo y open-field? Las largas parcelas y los cuarteles perfectamente regulares de las tierras sirias es seguro que no hablan en modo alguno en favor de ella.» La teoría de A. Deléage requerirá «el con­ trol de toda una serie de nuevos estudios inspirados en sus orientaciones y que, aunque sea imponiéndole más de una modificación, demostrarán, por el impulso que habrán tomado de ella, su fecundidad». «Al reunir, en una potente síntesis, datos tomados de todo el mundo romano e incluso prerromano, hasta Egipto y el Asia menor, para com­ pararlos luego con lo que nuestros primeros textos, mucho más tardíos, nos permiten entrever del señorío occidental en sus inicios, Deléage se ha esforzado por seguir la génesis del régimen señorial. Salvo un estudio, redactado, desgraciadamente, antes de la publicación de su libro, que no ha aparecido hasta el mismo momento aproximadamente y no ha podido ser conocido en Francia [Marc Bloch, en el tomo I de la Cambridge economic bistory], su tentativa es, desde Fustel, la primera que ha abordado de frente ese problema grande y difícil. Una vez más, es a la hipótesis de un conflicto de civilizaciones a lo que pide él la solución. El sistema de las tenencias y de las corveas, puramente económico y territorial, llegó, nos dice, del Mediterráneo; se combinó en Occidente con un régimen de vínculos de hombre a hombre y de sumisión al jefe propio de las socie­ dades continentales, y de ese encuentro nació el señorío medieval. La ima­ gen es seductora. Se entiende que también ahí, desde el primer momento, se presentan al espíritu ciertas objeciones. Pienso en los patronatos de pueblos {patrocinio, vicorum), que son del Oriente; no veo las razones que tienen que obligar a ver en los servicios agrícolas del campesino occidental “los servicios de diques y canales" del antiguo Egipto, con una finalidad

progresivamente transformada, y Hamo la atención sobre diversas expe­ riencias que parecen mostrar realmente, en sociedades muy ajenas a las aportaciones mediterráneas, el nacimiento casi espontáneo de un señorío poco a poco arraigado en la tierra (experiencia anglosajona y, a pesar del carácter embrionario conservado allí por la institución, experiencia de las jefaturas frisonas). Me pregunto, en una palabra, si la indiscutible duali­ dad de carácter que señala Deléage en los señoríos rurales de su tierra, en lugar de explicarse por una colisión de influencias, no tendría su origen más bien en la acción convergente de fuerzas surgidas de nuestras mismas sociedades. ¿Habrá, pues, que terminar esta reseña con la expresión de una duda? ¿Y por qué no, si esa duda es una invitación a la investigación, y para una obra de ciencia no puede haber más bella recompensa que la de suscitar así sus propias prolongaciones?» (II, 1942, pp, 45-55). O tras

form as regionales del señ o r ío

Aparte de los elementos constantes y generales, la adaptación de las instituciones señoriales a regiones y a costumbres rurales muy diferentes plantea un problema de gran importancia, trátese del señorío de las pro­ vincias del centro (1936, p. 319) o del señorío pirenaico, «hasta ahora muy insuficientemente estudiado [...] apasionante enigma» (1932, pá­ gina 471). La recopilación de las Charles du Forez antérieures au X IV e siécle, publicada bajo la dirección de G. Guichard, del conde de Neufbourg, de Ed. Perroy y de J.-E. Dufour, Montbrison, 1929 y años siguientes, muy cuidada y provista de índices muy buenos (cosa que demasiado a menudo falta en esos trabajos, como por ejemplo en las Charles de Cluny) (1935, p. 489), da muchas informaciones sobre el señorío en Forez en el siglo xin. «La servidumbre, frecuente en las fronteras del Forez, parece muy poco común en el condado» (1933, p. 579). Se observa el «“reconocimiento" de la tenencia, impuesto a los herederos de las tierras acensuadas, precedente de las obligaciones de las que tanto partido habían de sacar más tarde los que elaboraban los terriers» (1934, p. 376). El señorío «parece reducirse en el siglo xn, en Forez, a un conjunto de rentas sobre la tierra; las corveas son escasas y sobre todo de acarreo, y las reservas apenas cuentan ya. No obstante, los beneficios de los derechos casuales —tales como los laudemios— son lo bastante importantes como para que una talla de 30 sueldos y unos censos de 20 sueldos, pero “con señorío", sean considerados equi­ valentes (n.° 476). El régimen señorial, por otra parte, no lo ha invadido todo hasta el punto de no dejar subsistir aún, dispersos, algunos alodios campesinos. La situación de los pequeños alodieros, sin embargo, no care­

ce de inconvenientes, puesto que en fecha relativamente tardía, en 1280, se ve (n.° 500) cómo uno de ellos somete su tierra al censo, con la finalidad confesada de beneficiarse de la protección que una iglesia extiende sobre sus "hombres": ¡igual que en los tiempos carolingios! La burguesía, tam­ bién allí, afirma su fuerza; conquista la tierra, y hasta los castillos (n.° 534). En un movimiento paralelo, el dominio condal aumenta, a costa igualmen­ te de los pequeños señores con dificultades de dinero. Observemos, final­ mente, un curiosísimo testimonio sobre los derechos de los abogados (n.° 476). Se ve señalarse en él con rara claridad los esfuerzos de las igle­ sias por mantener el carácter primero de esa carga que gravaba sus bienes: el de un verdadero salario, debido a un defensor. En cuanto deja de poder ejercerse la protección, los pagos, piensan los clérigos, igualmente deben finalizar. El estudio de la abogacía, hasta ahora, en Francia, se ha visto particularmente descuidado [...] plantear problemas, ¿no es eso acaso lo propio de toda recopilación bien hecha?» (1935, pp. 489-490). Robert Latouche prosiguió sus investigaciones sobre «la estructura agraria y el régimen señorial en el Maíne, en la edad media», tratando, por tanto de una zona de cercados: «Agrarzustande im westlichen Frankreich wahrend des Hochmittelalters», en Vierteljahrschrift für Sozial und Wirtscbaftsgescbichte, t. XXIX; «Un aspect de la vie rurale dans le Maine au xie et au xn® siécles: Tétablissement des bourgs», en Le Mayen Age, 1937; «L’économie agraire et le peuplement des pays bocagers», comunica­ ción a las Premiares Journées de Synthése Historique, en Revue de Syn~ thése, febrero de 1939, pp. 44-50. «Será la primera vez que un estudio de este tipo, llevado a cabo con todo el método y el cuidado necesarios, toma­ rá por objeto una región de cercados Latouche, creo yo, tiene toda la razón al poner el acento en los caracteres originales del señorío del Maíne, ya desde la alta edad media. Nada recuerda allí las grandes empre­ sas, muy centradas, de las tierras de campos abiertos y hábitat concentrado; cuando el lector del políptico de Irminon pasa de íle-de-France a las zonas de cercados del oeste le parece abordar otro mundo. No es que el señorío, con su clásica división en dominio y tenencias, realmente no exista. Hay algunos muy claros, especialmente en manos de pequeños potentados lai­ cos. Pero la escala es totalmente diferente. Ese contraste, ciertamente, en el plano de la organización señorial, estaba en estrecha relación con la oposición de los tipos de estructura agraria. El problema está en saber en qué sentido se ejerció la influencia [... ] En cuanto a los burgos, el artículo especialmente dedicado a ellos por Latouche abunda en indicaciones ex­ tremadamente importantes. Véase, en particular, para lo referente a la antigüedad y el sentido de la palabra "burgués", destinada a un futuro tan grande y diverso, y para la historia, también, de la "jurisdicción" (ban) y los derechos que llevaba consigo. El propio término de "burgo”,

en el empleo que de él hacen tantos documentos del Maine de los siglos xi y xn, es difícil de interpretar [...] la significación de lugar fortificado se había perdido totalmente. Latouche tiende a ver uno de los rasgos distin­ tivos del burgo en la existencia de un mercado. Yo advierto, no obstante, que, según su propia expresión, la coexistencia no se observa más que "generalmente" [...] Hay un hecho [...] que me ha sorprendido. En todos los casos que he podido [...] entender, el burgo aparece realmente como fundación nueva, establecida, sí se trata de señores eclesiásticos, ha­ bitualmente, en torno a la iglesia parroquial, y si se trata de señores laicos, por lo menos una vez, en torno a la "mota" del castillo [...] Pero, por lo regular, ese centro de hábitat creado de arriba abajo había ido pre­ cedido, en el centro del mismo lugar o junto a él, por una aglomeración más antigua. En Sceaux-sur-Huisne, por ejemplo, los monjes de Saint-Vincent, en una tierra cedida a ellos al mismo tiempo que la iglesia del lugar, construyen un burgo. Pero la propia iglesia ya existía, y el pueblo de Sceaux es seguro que no databa del siglo xi. Se trata de una situación particularmente análoga a la de muchos "burgos" urbanos que fueron fun­ dados o se formaron espontáneamente al lado de la "ciudad". Tanto en los campos como en las ciudades, ¿acaso la idea a la que se refería el nombre de burgo no era ante todo la de una especie de agrupación aneja, jurídica y topográficamente diferenciada del antiguo núcleo junto al cual se la veía nacer?» (II, 1942, pp. 101-102). Se ha visto que existían, «al margen del gran bloque de las civiliza­ ciones occidentales, diversos pequeños grupos cuyo original destino estuvo en escapar a algunas de las principales corrientes que modelaron el resto de Europa [...] El problema, para la historia comparada, presenta un interés de primer orden» (1938, pp. 50, 52). Frisia fue «una tierra sin señor» y sin vasallaje. Fueron las «sociedades campesinas», en el marco de la organización parroquial, superpuestas a otros modos de asociación, las que jugaron el papel que en otros lugares correspondía a los señores. Por lo demás, al final de la edad media, aquéllas conocieron el surgimiento del poder de los jefes. Sobre esas instituciones, trabajo de B, E. Siebs (1935, p. 408). Cerdeña, por su parte, fue «una región en la que se intro­ dujo el señorío, pero no el feudalismo». Ni homenaje de vida ni feudo militar, sino transformación del esclavo en tenedor y verdadero régimen señorial en beneficio de las familias de maiorales. Investigaciones de R. C. Raspi (1938, pp. 50-52). En su contribución a «La tenure» (comunicaciones, sesión de 1937 de la Société Jean Bodin, Kecueils, III), «Petot mostró muy bien que la clasificación tradicional de las tenencias en nuestro derecho medieval tiene bastante de artificial sistematización» (1939, p. 439). Durante la edad media estuvieron vigentes diversas formas de tenencia, propias de regio­

nes más o menos extensas, y también a ese respecto son indispensables las precisiones terminológicas, A finales del siglo x i i , alrededor de París em­ pezó a introducirse ia costumbre de designar el censo señorial como jundus ierre. Se extendió ampliamente. Hay que subrayar la antítesis entre el "chef cens", que llevaba consigo la percepción de los derechos señoriales, y el "surcens" o "croít de cens”, renta pura, que figura principalmente entre las inversiones capitalistas, por ejemplo en Douai, a finales del si* glo x i i , y en la región parisiense, a principios del xiv. El " chef cens" se llamaba también renta "fons de ierre", y el "surcens" renta “aprés le jons de ierre” (1936, p. 468). El Artois conoció unas “tenures en échevinage”, estudiadas por J. Massiet du Biest en Revue du Nord, 1929 (1931, p. 71). El caso de la “ vavasoría" normanda se cuenta entre los «problemas a un tiempo irritantes y seductores». Algunas hipótesis en La société féodale, X, p. 272; II, pp. 21, 78-79, 82. El comandante H. Navel, refiriéndose a las vavassoreries de la abadía del Mont-Saínt-Míchel en Brettevílle-sur-Odon y Verson, cerca de Caen (Bull. de la Soc. des Antiquaires de Normandie, 1938), aclaró el vínculo, en su origen, entre algunas de esas tenencias y los servicios de sergenterie, de administración (II, 1942, p. 104). Igual­ mente, 1937, p. 201. Con la palabra “ténements" «se designaban, en el centro [particular­ mente en el Lemosín], agrupaciones de parcelas cuyos diversos tenedores, con respecto al señor, debían la renta conjuntamente; es una institución que, con diversos nombres, se encuentra en varias regiones, y en todas partes arroja una luz extremadamente curiosa sobre la evolución interna de las sociedades campesinas» (III, 1943, p. 61). En el Toulousain la palabra "feudo" se aplicó a una tenencia acensuada o en aparcería. La "infeudación”, que era allí, por tanto, la constitución de una tenencia a censo, comportaba a menudo el pago de una cantidad de dinero, También los derechos normando, anglorromano y bretón conocieron el deslizamiento del sentido de la palabra "feudo" al sentido general de tenencia, lo que plantea un curioso problema. H. Richardot, «Le fiet roturier á Toulouse aux x i i c et x iiic siécles», en Revue Historique de Droií Frangais et Étranger, 1935 (1936, pp. 488-489). Igualmente, La société féodale, I, pp, 272273. La "colonge” representaba un tipo de señorío rural muy extendido en Alsacia, Lorena y la región del Rin y el Mosela. Los tenedores “colongers” disfrutaban de una situación claramente privilegiada, protegidos por la costumbre y solidarios entre sí. Ch.-Edmond Perrin reseñó, con reservas, St. Inglot, Essai sur la vie rurale et les colonges d’Alsace (X Ie-X IIle sié­ cles) t 1932. Él, contrariamente a ese autor, no admite que la "colonge" surgiera de una distribución en lotes de 1a reserva señorial en el siglo x i i , acompañada por condiciones muy favorables de cesión a censo para atraer a los colonos (1936, pp. 56-61).

Parroquia y señorío «La formación de las parroquias, en general, permanece como un he­ cho extremadamente misterioso. Se nos dice: el señor edificó la iglesia; sí, pero ¿cuántas parroquias han correspondido nunca a un único señorío?» Para el «secreto de esa génesis», a falta de textos, casi inexistentes hasta la época de las grandes roturaciones, hay que «remitirse, para empezar, al mapa» (1934, p. 481). Si bien es cierto, como lo cree F. Lot (État des paroisses en 1328), que entre el siglo xiv y el xvm el número de parro­ quias cambió poco, anteriormente, en cambio, del siglo xi al xm , «el gran movimiento de colonización interior del que fue teatro Francia, al igual que Europa entera, multiplicó las nuevas parroquias» (1931, p. 605). El abbé Chaume, en Les origines du duché de Bourgogne, IIa parte, fase. 3, dedicado a los pagi, 1931, protestó con justicia contra «el dogma de la coincidencia de los límites eclesiásticos de la edad media con los de las ciudades galorromanas», y se declaró cada vez más convencido de que «la geografía eclesiástica representa, para empezar y esencialmente, una rea­ lidad que data de los siglos ix y x» (1932, pp. 503-504). Sobre las oscila­ ciones de las fronteras de las diócesis, igualmente 1937, p. 313. La parro­ quia, y por tanto la comunidad campesina, no coincidía con el señorío, lo que provocaba dificultades, por ejemplo en Bresse en el siglo xvm, se­ gún O. Morel (1936, p. 610). E volución d el s e ñ o r ío : de gran pr o pieta r io a rentista de la tier ra (pp. 227-251)

En La société féodale, I, pp. 421-428, Marc Bloch estudia la evolución «hacia las nuevas formas del régimen señorial» a partir del siglo xn. Para empezar, advierte, a partir del siglo xn, la «estabilización de las cargas», y quiere «marcar aquí cómo la actuación señorial salió del feuda­ lismo». «Desde que los censiers carolíngios, inaplicables en la práctica y cada vez más difícilmente inteligibles, habían caído en desuso, la vida inte­ rior de los señoríos, incluso en los mayores y menos mal administrados, amenazaba con no conocer ya más reglas que las puramente orales.» A de­ cir verdad, «el hábito de esos inventarios no había de perderse nunca. Pronto, no obstante, la atención se fijó en otro tipo de escrito que, al des­ cuidar la descripción de la tierra para ocuparse de establecer las relaciones humanas, parecía responder más exactamente a las necesidades de la época, en que el señorío se había convertido por encima de todo en un grupo de mando. El señor, en un documento autentificado, fijaba las costumbres propias de tal o cual tierra. Aunque en principio otorgadas por el amo,

esas especies de pequeñas constituciones locales eran sin embargo, ordina­ riamente, resultado de tratos previos con los sujetos. Además, un acuerdo semejante parecía tanto más necesario cuanto que el texto casi nunca se limitaba a registrar la práctica antigua, y en ciertos puntos la modificaba. Así ocurre en la carta mediante la cual, ya en 967, eí abad de Saint-Arnoul de Metz redujo los servicios de los hombres de MorvíIle-sur-Nied, e igual* mente, en sentido inverso, en eí "pacto" cuyas cláusulas, bastante duras, impusieron los monjes de Béze, en Borgoña, a los habitantes, antes de permitir la reconstrucción de un pueblo incendiado (Ch.-Ed. Perrin, Re­ cberches sur la seigneurie rurale en L o r r a in e 1935, pp. 225 ss.; Chronique de Vabbaye de Saint-Bénigne, ed. E. Bougaud y J. Garnier, pp, 396397 [1088-1119])». «Pero hasta el principio del siglo x i i esos documentos siguieron siendo muy poco abundantes. A partir de esa fecha, en cambio, hubo diversas causas que contribuyeron a multiplicarlos. En los medios señoriales, un nuevo gusto por la claridad jurídica aseguraba la victoria de lo escrito. In­ cluso entre los humildes, debido a los progresos de la instrucción, parecía lo escrito más valioso que en otro tiempo [...] Eran sobre todo las trans­ formaciones de ía vida social lo que impulsaba a fijar las cargas y a ate­ nuar su peso. En casi toda Europa se estaba llevando adelante un gran movimiento de roturación. Quien quería atraer a los pioneros a su tierra tenía que prometerles condiciones favorables; lo menos que podían pedir era saberse a salvo, por adelantado, de toda arbitrariedad. Luego, en las proximidades, el ejemplo que de ese modo se daba pronto se les imponía a los amos de los viejos pueblos, so pena de ver ceder a sus sujetos al atractivo de tierras menos pesadamente gravadas. No es casualidad, sin duda, que las dos constituciones de costumbres que habían de servir de modelo para tantos otros textos semejantes, la carta puebla de Beaumonten-Argonne y la de Lorris, cerca del bosque de Orleans, concedidas, una a un núcleo de fundación reciente y otra, por el contrario, a un núcleo antiquísimo, al haber nacido igualmente en el lindero de grandes zonas forestales, tomarán, ya desde su primera lectura, la medida que daban las hachas de los roturadores. No menos significativo es que en Lorena la palabra de villanueva acabara por designar toda localidad, aunque fuera milenaria, que hubiera recibido una carta puebla. La visión de los grupos urbanos actúa en el mismo sentido. Sometidos también al régimen seño­ rial, muchos de ellos, ya desde finales del siglo xi, habían logrado con­ quistar importantes ventajas, estipuladas en pergamino. El relato de sus triunfos daba valor a las masas campesinas, y el atractivo que las ciu­ dades privilegiadas corrían el riesgo de ejercer hacía reflexionar a los amos. Finalmente, la aceleración de los intercambios económicos no sólo inclinaba a los señores a desear ciertas modificaciones de la distribución

de las cargas, sino que, al hacer que llegara un poco de numerario inclu­ so a los cofres de los campesinos, abría ante éstos nuevas posibilidades. Menos pobres, y por tanto menos impotentes y menos resistentes, a partir de entonces podían comprar lo que nunca les habrían dado, o podían con­ seguirlo en lucha reñida, pues todas las concesiones señoriales distaron mucho de ser gratuitas o de ser concedidas por pura buena voluntad.» «Así aumentó, por montes y valles, el número de esos pequeños códi­ gos campesinos. Se los llamaba, en Francia, cartas de "costumbres" o de "franquicias". A veces se juntaban las dos palabras. La segunda, sin sig­ nificar necesariamente la abolición de la servidumbre, hacía referencia a las variadas desgravaciones aportadas con respecto a la tradición. La carta de costumbres fue, en la Europa de los últimos tiempos feudales y el período siguiente, una institución muy general», salvo en Inglaterra y en la Alema­ nia transrenana y, especialmente, en el reino de Francia, en la Lotaringia y el reino de Arles, en la Alemania renana. En la Alemania transrenana «la carta de costumbres no siguió siendo excepcional más que por causa de la predilección de que fue objeto allí otro procedimiento de fijación de las cargas: el Weistum, que Ch.-Edmond Perrin propuso ingeniosamente llamar, en francés, “rapport de droit". Habiéndose conservado en los seño­ ríos alemanes la costumbre de reunir a los dependientes en asambleas pe­ riódicas, herederas de las "audiencias" (plaids) judiciales carolingias, se consideró cómodo darles lectura, con esa ocasión, de las disposiciones tra­ dicionales por las que se habían de regir dichos sujetos, y a las que por su propia asistencia a esa proclamación parecían declararse sometidos; era una especie de prospección de las costumbres [...] perpetuamente reno­ vada [...] El “rapport de droit" tuvo por ámbito propio la Alemania de más allá del Rin»; a la orilla izquierda y hasta tierras de lengua francesa se extendió una amplía zona de transición que aquél se repartió con la carta de costumbres. Más minucioso, ordinariamente, que esta última, el "rapport de droit” se prestaba, en cambio, a modificaciones más fáciles. Pero el resultado fundamental era, por ambos lados, el mismo [...] fue, verdaderamente, bajo el signo de una creciente estabilización de las rela­ ciones entre amos y sujetos como se abrió, en la historia del señorío euro­ peo, una nueva fase. "Que no se perciba ningún censo, si no está escrito": esa frase de una carta puebla del Rosellón era como el programa de una mentalidad y de una estructura jurídica tan alejadas una como otra de las costumbres de la primera edad feudal (Carta puebla de Codalet de Conflent, 1142, en B. Alart, Priviléges et titres relatifs aux franchises ... de Rous sillón, t. I, p. 40). Marc Bloch destaca «la transformación de las relaciones humanas» en el señorío. Grandes modificaciones: «Reducción general de las corveas; sustitución, bien de éstas, bien de los censos en especie, por pagos en

dinero, y progresiva eliminación, finalmente, de todo aquello que en el sistema de cargas seguía marcado por un carácter incierto y fortuito, son esos hechos que se inscriben a partir de entonces en todas las páginas de los cartularios. Especialmente Ja talla, que era antes "arbitraria", en Fran­ cia fue muy generalmente "regularizada" (abonnée), es decir, convertida en un impuesto de importe y periodicidad invariables. De igual modo, a los suministros debidos al señor con ocasión de estancias en los distintos lugares que eran evidentemente variables, sucedió a menudo un impuesto concertado. A pesar de múltiples variaciones regionales o locales, estaba claro que, cada vez más, el sujeto tendía a convertirse en un contribuyente, cuya cuota, de año en año, no experimentaba más que escasas variaciones.» «Por otra parte, la forma de dependencia que había encontrado su más pura expresión en la subordinación de hombre a hombre, unas veces desa­ parecía y otras se alteraba. A partir del siglo xm , repetidos franqueos, que a veces se aplicaban a pueblos enteros, hicieron disminuir el número de siervos franceses e italianos. Otros grupos llegaban a la libertad por simple rutina. Además, en Francia, allí donde seguía existiendo la servi­ dumbre, se la vio apartarse progresivamente del antiguo "hommage de corps", Pasó a concebirse menos como un vínculo personal que como una inferioridad de clase que, por una especie de contagio, podía pasar de la tierra al hombre. Hubo a partir de entonces tenencias serviles cuya pose­ sión hacía siervo y cuyo abandono, a veces, emancipaba. El propio con­ junto de obligaciones específicas, en más de una provincia, se disoció. Apa­ recieron nuevos criterios. Antes habían estado sometidos a la talla arbi­ traria innumerables tenedores, y siervos que habían seguido siendo sier­ vos habían obtenido la regularización, A partir de entonces, pagar a volun­ tad del señor fue por lo menos una presunción de servidumbre» (La so­ ciété féodale, I, pp. 421-427). Las "cartas de costumbres", en Francia, jugaron un papel más o menos semejante a los Weistümer alemanes, que «constituyen con seguridad una de las más bellas series de testimonios de que dispone la historia de una sociedad europea». Un Weistum es «un escrito que, surgido de una en­ cuesta en que los campesinos figuran como testimonios de la costumbre, se propone regular, bien las relaciones de esos campesinos entre sí, bien sus relaciones con la autoridad señorial. Y en los archivos de Europa, medie­ vales y modernos, abundan enormemente los documentos de ese género. Más particularmente [...] en los de Alemania, al oeste del Elba». «Los más antiguos, en Alemania, se remontan a ios siglos xi y x ii [...] Nota­ blemente numerosos a partir del siglo xiv [... ] alcanzan su' mayor abun­ dancia en las proximidades del año 1600. Su tradición se mantuvo hasta los primeros años del siglo xix.» Así pues, están muy desigualmente re­ partidos en el espacio y en el tiempo. H. Wiessner los ha estudiado en

Sachinhalt und wirtschaftliche Bedeutung der Weistümer un deutschen Kulturgebiet, Badén, cerca de Viena, 1934, obra que resultará útil sobre todo como índex rerum, pues «sus conclusiones sufren de una especie de obstinado desprecio de la cronología» y su autor «la ha concebido, visi­ blemente, como un libro de tesis. Una vez más, por reacción contra la his­ toria romántica, y sobre todo por fidelidad a las ideas profesadas con tanta brillantez por Alfons Dopsch, he aquí que se aborda el mostrarnos que los Weistümer no surgieron en absoluto espontáneamente del alma popu­ lar ni reflejan la antigua tradición de sociedades de iguales. La iniciativa de su elaboración procedió, casi siempre, de ios señores, y el derecho que expresan es, fundamental y originalmente, señorial. Yo he tenido ya oca­ sión de decirlo: el problema, así enunciado, es insoluble, y esa antítesis de lo "libre" y lo "dominical" representa, precisamente, el círculo mágico del que nos es preciso salir "La morada señorial en torno a la cual surgió el pueblo", escribe en algún lugar Wiessner. Es ya característico que se pretenda englobar una evolución evidentemente muy larga y muy diversa en una fórmula así de general, y nadie va a creer que todos los pueblos de Alemania tengan un origen uniforme. Supongamos, no obstante, si se quiere, que el autor pensara en una especie de caso tipo. De esa frase, in­ cluso interpretada en un sentido tan reducido, ¿qué imagen podemos ha­ cernos que nos haga captar en lo concreto la génesis tanto del hábitat como del señorío? ¿Cómo representarnos una sociedad en la que los seño­ res hubieran precedido a los sujetos?» (1935, pp. 423-424). M o lin o s (p.

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Marc Bloch escribió luego un importante artículo: «Avénement et conquéte du moulin a eau», 1935, pp. 538-561. El molino hidráulico apareció en el siglo i antes de Jesucristo en Cabiria, en el Ponto. En la Galia los primeros aparecieron en el siglo iri de nuestra era en un pequeño afluen­ te del Mosela (en Mosella de Ausone). Un efecto inmediato de ese avance técnico fue la aparición de molineros especializados, cuando en cambio anteriormente molían el grano esclavos, mujeres de la casa y panaderos. «En todo análisis de nuestras viejas sociedades rurales, así como de nues­ tras burguesías, tan a menudo surgidas del campesinado de los pequeños oficios, el molinero, junto al posadero o al comerciante de ganado, tiene un lugar bien determinado [...].» Ese descubrimiento constituyó, dentro de lo que eran los medios de que disponía la humanidad, un progreso com­ parable a los del siglo xix, y llevó consigo una prodigiosa transformación. Más tarde había de ser aplicado a otros aparatos: prensas de aceitunas, molinos de curtiduría, sierras hidráulicas, batanes, fuelles de forja y mar-

tiñe tes. Pero en la antigüedad ese perfeccionado instrumento se extendió poco. «Aunque invento antiguo, por la época de su verdadera expansión el molino hidráulico es medieval.» El mundo antiguo, al disponer de la esclavitud, no buscaba el ahorro de fuerza humana. «Un invento apenas se extiende más sino es ampliamente sentida su necesidad social.» Desde el final del Imperio, al disminuir la población, la mano de obra servil, que era lo que había permitido el mantenimiento del molino manual, se hizo escasa. Poco a poco los grandes equipos de esclavos alimentados por el amo fueron disueltos y distribuidos por tenencias separadas del dominio, «hechos que cuentan entre los más importantes que, en esos tiempos inter­ medios entre la antigüedad y la edad media, dominaron la evolución de las sociedades europeas». El molino hidráulico se extendió en la época merovingia y llegó a toda Europa, aunque la conquista tuvo lugar progresi­ vamente. Los procedimientos de molienda con la fuerza animal o humana se mantuvieron, de entrada, en las tierras sin corrientes de agua, debido a las dificultades de comunicación, hasta la aparición en Occidente, hacía finales del siglo x i i , del molino de viento, tomado del mundo árabe (pri­ mera mención en Francia, en Normandía, hacia 1180). Pero incluso donde abundaba el agua siguieron utilizándose los viejos instrumentos. Si bien los grandes dominios carolingios tuvieron todos molinos hidráulicos, las casas campesinas siguieron teniendo muelas de mano. Las dificultades de instalación de un molino hidráulico —necesidad de disponer jurídicamen­ te de una corriente de agua y gastos de construcción— explican que todos los molinos cuya historia puede seguirse sean de origen señorial. Los mo­ nasterios dieron el ejemplo y los señores laicos los imitaron. A partir del siglo x, el desarrollo de la jurisdicción señorial instituye en provecho de los señores unos monopolios, y entre ellos se cuenta el del molino: los tenedores no pueden moler su grano más que en el molino jurisdiccional, del señor. «Nuestro país fue tierra predilecta de los monopolios jurisdic­ cionales. No sólo se extendieron en él a un número de actividades más elevado que en ningún sitio, sino que además triunfaron, en todo su rigor, notablemente pronto.» Los señores prohibieron las muelas de mano y en los siglos x y xi las luchas fueron duras. No obstante, a finales de la edad media pervivían muchos de esos viejos instrumentos manuales. La vuelta a la lucha fue uno de los aspectos de la "reacción señorial" de los siglos x v ii y xvm, con el apoyo de los «grandes cuerpos de justicia, ciudadela de los privilegiados. Así por ejemplo, los Parlamentos de Dijon y de Rouen se pronunciaron contra esas muelas de mano. El combate fue duro sobre todo en Bretaña, donde los “moulinets" siguieron usándose todavía hasta mucho después de la Revolución. Sin embargo, el papel económico de esos restos era muy secundario. Verdaderamente, los monopolios jurisdic­ cionales, a costa de las rutinas ancestrales, habían asegurado el triunfo del

molino hidráulico». De forma comparable, en suma, a nuestras grandes empresas, debido a la penuria de mano de obra, primero las explotaciones señoriales se vieron imponer ese gran perfeccionamiento del utillaje hu­ mano; luego, con dureza, lo impusieron a su alrededor. Así pues, el pro­ greso técnico fue en ese caso hijo de una doble imposición. Aunque no sólo en él, indudablemente (1935, pp. 538-561). Igualmente «Les "inventions médiévales”», 1935, pp. 634-643. Después de ese artículo, fue descubierto en Francia un molino hidráu­ lico de la época romana, a una decena de kilómetros de Arles; era una verdadera molinería accionada por un acueducto, una fábrica de Estado que se remontaba a las reformas de la anona bajo Diocleciano y Constan* tino. Por otra parte, el molino de viento aparece por primera vez en Provenza en los "estatutos de la República de Arles", promulgados por el arzobispo hada 1162-1180 (F. Benoit, 1939, pp. 183-184). Marc Bloch insistió varias veces en el hecho de que los monopolios jurisdiccionales, lejos de ser una realidad primitiva, no se conocen en nin­ gún lugar antes del siglo x (1936, p. 319; La société féodale, I, pp. 383384). Los monopolios jurisdiccionales se extendieron mucho. En la enco­ mienda de Hospitalarios del Burgaud, en el Toulousain, por lo menos has­ ta 1375, se contó entre ellos una forja (1936, p. 491). S ervidum bre

y sociedades rurales

(p,

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Las teorías de Marc Bloch sobre el origen y el carácter de la servídumbre fueron largamente desarrolladas en su estudio «Liberté et servitude personnelles au moyen age, partículiérement en France», aparecido en el Anuario de Historia del Derecho Español, Madrid, 1933, que fue objeto de una rña. de Ch.-Edmond Perrin, cuyos pasajes esenciales vienen a continuación: «Concebido como estado de sujeción personal y hereditaria, que tiene como consecuencia el someter al homme de corps a la jurisdicción de su señor, la servidumbre se caracteriza por tres impuestos: la capitación (chevage), de escaso importe pero de percepción regular, el impuesto de formariage y la luctuosa (mainmorte). Esta última se presenta en dos for­ mas diferentes: en los países de Imperio y en algunas regiones del norte de Francia, el señor se reserva a la muerte de todo siervo una parte de su sucesión, pero esa parte, tomada únicamente de sus bienes muebles, se reduce, casi siempre, a una prenda de vestir, a un objeto del mobiliario o a la mejor cabeza de ganado; en Francia, en cambio, el señor reivindica su derecho de modo irregular, y, en principio, cuando el siervo no deja herederos directos, se arroga entonces toda la sucesión. Para el siervo,

el hecho de salir de los límites del señorío no rompe el vínculo que lo une a su señor; de todos modos, fácilmente se adivina qué multiplicidad de obstáculos debían alzarse ante los señores de la edad media cuando pretendían ejercer con respecto a sus "siervos foráneos" la plenitud de sus derechos. Que se vieran llevados a tomar medidas para disminuir la emi­ gración de sus siervos, Bloch lo acepta gustoso, pero no piensa él, en contra de la opinión corriente, que la adscripción a la gleba constituyera una característica de la servidumbre, por lo menos en eí período antiguo de la institución.» Por lo que respecta al origen de la servidumbre, podría creerse que el siervo medieval era descendiente del esclavo antiguo. Desde luego, hay rasgos de semejanza, como la propia palabra de siervo, para designar al “homtne de corps” (esclavo = servus), o la «sujeción de carácter heredi­ tario, que no puede borrarse más que por un acto de emancipación». Pero las diferencias son profundas: el siervo disfruta de una condición jurídica propia, puede poseer, ocupa su asiento en las audiencias del señorío, rea­ liza en beneficio de su señor eí servicio militar y, finalmente, punto ca­ pital, hay «deberes de ayuda mutua» que obligan al señor a proteger al siervo; éste debe ayudarle con su persona y también con sus bienes, pagando un derecho en dinero, la "talla", que, en su origen, no tiene nada de servil. Bloch niega que la servidumbre derivara de la esclavitud antigua, de la que pudiera ser una dulcificación, y da dos argumentos principales: un «argumento de orden numérico [...] ciertos señoríos de la región parisiense cuya población hacia finales del siglo x i i no incluía más que siervos, contaban al principio del siglo ix con un número de serví ínfimo»; por otra parte, en Francia, en el siglo xi, en las tierras del Sena y el Loira medios, la existencia de cólliberú> quienes soportaban las cargas serviles y acabaron por confundirse con los siervos. Esos coüiberti, des­ cendientes, de acuerdo con su nombre, de antiguos esclavos, «emancipa­ dos de la sumisión de tipo antiguo llamada esclavitud, cayeron en una sumisión de nuevo tipo que es precisamente la servidumbre». Ésta se inspiró en la emancipación cum obsequio del derecho franco. El ‘{lide,, sigue sometido a su antiguo dominas; pago de una capitación, obligación (so pena de multa) de contraer matrimonio entre los libertos dependientes de un mismo amo y, desde el siglo xi, luctuosa, son los tres impuestos que se convirtieron en «símbolo de toda sujeción personal de carácter here­ ditario». Los hombres libres que, en el siglo x, si situaron bajo la pro­ tección de una iglesia, bajo su mundium, se sometieron a ella. La inmu­ nidad, al hacer del señor, en lugar del Estado, único protector de ios hombres del señorío, acentuó su dominación personal sobre ellos. Con el desarrollo de la servidumbre esa concepción se precisó. Las complicadas clasificaciones sociales del siglo x se simplificaron. Se «desembocó en una

distinción muy clara: por un lado, los individuos ligados a un protector por un vínculo de sujeción hereditaria, que fueron los siervos; por otro, aquellos para quienes ese vínculo conservaba un carácter vitalicio, que fueron los vasallos», los colliberti y los libres que se situaron bajo el mundium de un señor. «El carácter hereditario del vínculo que los unía a su señor acabó por imponerse.» En el siglo xn, «los siervos constituyen una clase social claramente configurada». «Describiendo fenómenos sociales, Bloch no ha perdido nunca de vis­ ta su trasfondo económico [... ] ha mostrado con mucho ingenio que cier­ tas tentativas realizadas por los señores para aumentar sus beneficios y reforzar su autoridad sobre los siervos, durante mucho tiempo, chocaron con condiciones económicas desfavorables. Reservar las tierras disponibles para sus bommes de corps, confiscar las tenencias de los siervos que se habían ido, para contener la emigración servil, y restringir el derecho a heredar únicamente a los hijos del siervo que vivían en comunidad, eran prácticas que los señores tenían interés por introducir en la costumbre. Pero mientras la mano de obra fuera escasa y las tierras disponibles abun­ dantes, tales prácticas no podían tener más resultado que acumular en manos del señor las tenencias confiscadas o no transmitidas por herencia. Fue sólo en el siglo xn cuando la abundancia de mano de obra, la escasez de tierras por roturar y la posibilidad de vender los bienes inmobiliarios rurales permitieron a los señores hacer valer sus exigencias; prácticas ape­ nas esbozadas en el siglo xi pudieron entonces arraigar fuertemente en la costumbre» (1934, pp. 274-277). «De todas las formas de dependencia del señorío, la más auténticamente feudal había sido la servidumbre. No obstante, profundamente transformada, y convertida en algo mucho más territorial que personal, en Francia pervivió hasta las vísperas de la Re­ volución. ¿Quién recordaba entonces que, entre los sujetos a la luctuosa, había, con seguridad, algunos cuyos antepasados se habían "encomendado" ellos mismos a un defensor?» (La société féodale, II, p. 253). Sobre la servidumbre, igualmente, La société féodale, I, particular­ mente pp. 389-407, sergents, “maires” y caballeros-siervos, II, pp. 86-95. Marc Bloch dio siempre una gran importancia numérica a la servidumbre, hacia la que lentamente se deslizó «la masa de sujetos de los señoríos, antiguos y recientes» (I, p. 401). En un «mapa de la libertad y la servi­ dumbre campesinas» en Francia, una gran mancha blanca, Normandía, y algunas otras menos extensas, como el Forez, En lo demás, «una enorme mayoría de siervos» y «una presencia dispersa de villanos libres», unas veces mezclados con los siervos y otras agrupados en pueblos que hubieran escapado a la servidumbre. Unos «conflictos de fuerza» o incluso el «puro azar» determinaron la suerte tanto de unos como de otros. «En un régi­ men feudal perfecto, al igual que toda tierra habría sido un feudo o tenen-

cía villana, todo hombre se habría hecho vasallo o siervo. Pero es bueno que los hechos estén ahí para recordárnoslo: una sociedad no es una figura geométrica» (I, pp. 406-407). Sobre la servidumbre y las condiciones "per­ sonales" en la edad media, en rña. de A. Deléage (II, 1942, pp. 51-52). Las estrechas relaciones entre las emancipaciones y las transformacio­ nes del señorío aparecen claramente en trece actas de emancipación otor­ gadas de 1380 a 1512 por los monjes del priorato de Notre-Dame de Novy, en las tierras de Rethel, lejana dependencia de la abadía aquitana de la Sauve-Majeure, actas publicadas por G. Robert en Notwelle Revue de Champagne et de Brie, 1930. Las más antiguas manumisiones fueron con­ cedidas contra el pago de un recargo perpetuo del censo, «procedimiento característico de un país pobre, en el que los campesinos apenas tenían di­ nero líquido». Luego, otro sistema; el liberto cedía un fragmento de su tenencia, que recuperaba luego en arrendamiento. «Ahí se señalan dos te­ nencias comunes en la explotación señorial de esa época: la reacción cons­ ciente contra las rentas perpetuas y la importancia atribuida al dominio de los prados» (1932, p. 420). Servidumbre en Flandes (1937, pp. 301-304), en las posesiones de la orden de Cluny (1936, p. 501), en la castellanía de Clamecy (Niévre) a finales del siglo xiv y principios del xv, en que la luctuosa se traducía por el pago de un simple impuesto (1932, p, 319), y en Berry (III, 1943, pp. 109-110). «Si bien en Bretaña la palabra siervo casi no se conoció, rigieron allí con seguridad condiciones jurídicas próximas a la servidum­ bre» (1933, p. 187). R. James, en Charles seigneurtales et priviléges royaux de l*lie de Ré, 1939, subraya la probable inexistencia de la servi­ dumbre en esa isla, inexistencia ya observada en el bajo Poitou, lo que «merece toda la atención de los historiadores preocupados por elucidar la estructura de las clases jurídicas en la edad media» (III, 1943, p. 106). El "estatuto servil” en Provenza se ha descuidado hasta ahora casi por entero. Servidumbre en Castellane en el siglo xiv, estudiada por R, Aubenas, en Revue Historique du Droit, 1937 (1937, p. 454). En la abadía de Saint-Gall se observa el «ascenso social de la clase de los ministeriales», de resultas, como en Francia, de los «poderes de mando ejercidos por los administradores {maires) de pueblo» (1932, pp. 621-622). En Leeuw, en Brabante, al oeste del bosque de Soignes, antiguo alodio cedido hacía el año 800 a la iglesia de Colonia, se observa por los alrede­ dores del año mil, entre los hombres dependientes del señorío, la existencia de «solivagi que, diferenciados de los poseedores de mansos serviles o li­ bres, eran, como los hagestolzen alemanes, hombres dependientes no pro­ vistos de tierras. Una vez más, una lectura atenta de los testimonios nos recuerda que el antagonismo de los "labradores" (laboureurs) y los "traba­ jadores" (manouvriers), tan vivo en el siglo xvm , se remontaba, en sus

principios, a una lejanísima historia». P. Bonenfant, en Revue Belge de Vhilosophie et d’Histoire, 1935 (1936, p. 489). Sociedad rural en Braban­ te en el siglo xiv; desacuerdo con las ideas y la terminología de L. Verriést a ese respecto (1936, p. 490). Sobre la sociedad medieval en la región de Reims, R. Debuisson, Éiude sur la condition des personnes et des ierres d’aprés les coutumes de Reims du X IIC au X V Ie siécle, Reims, 1930. Buena utilización de los textos impresos; datos abundantes y precisos, pero no separa hechos pertenecientes a estadios sociales diferentes, con diversos siglos de intervalo. Bibliografía de los trabajos de G. Robert (1932, pp. 419-420). Mlle. G. Maiilart, «Les classes rurales dans la región marnaise au moyen age (jusqu’en 1328)», en Mémoires de la Soc. des he tires, des Sciences, des Arts ...d e Saint-Dizier, 1929. La conveniencia del marco departamental es tanto más escasa cuanto que ya los grandes señoríos de la época ignoraban las fronteras políticas (1931, p. 258). E conom ía

señ o r ia l .

Se ñ o r ío s

y tierras laicas

«A decir verdad, el aspecto jurídico de las instituciones, que es el más fácilmente accesible a través de los documentos, parece haber sido el que más ha atraído la atención de los investigadores. A la economía señorial se atiende con mucho menos detenimiento, pero su estudio difícilmente puede separarse del de la posesión de la tierra en general; es un hermoso tema, de decisivo alcance para la comprensión de nuestras sociedades rurales, y que demasiado a menudo, sin embargo, se ha visto sacrificado» (1933, p. 475). «Por otra parte, la historia financiera de los señoríos puede pare­ cer una materia bastante ingrata; sin embargo, ¿acaso no da, en muchos sentidos, la clave de la evolución del propio régimen señorial?» (1931, p. 135). H. Pirenne, en el t. V III de la Histoire du moyen Age, en la Histotre genérale de G. Glotz, reconstruyó el «resurgir de la vida urbana» del siglo xi a mediados del xv. «Convendría, creo yo, conceder una aten­ ción más sostenida al problema que planteaba a los poseedores de los principales señoríos la utilización de sus ingresos, y especialmente la salida del excedente; sus repercusiones afectaron, no sólo a la historia interna del organismo señorial, sino a la de la economía en su totalidad» (1935, p. 80). La investigación de la «utilización de los excedentes» permitiría «revisar, sin duda, llegando a la propia noción de la economía "dominical", ciertas ideas más extendidas que exactas» (1936, p. 501). «Cuanto más se estudie la historia de la economía señorial [...] mejor se reconocerá que el problema de la salida de los productos pesó en toda ella.» El derecho de banvin en Mulhouse en la edad media, estudiado por Moeder en Bull. de la Soc. Industrielle de Mulhouse, 1928, fue para la ciudad un medio

de dar salida a los vinos que percibía a título de diezmos o de derechos (1932, pp. 409-410). A propósito de los Études inédites de G. des Marez, Bruselas, 1936, sobre la historia urbana: «¡Qué placer además ver disuelta por fin la falaz equivalencia, demasiado tiempo mantenida, entre el régi­ men “dominical", en todas sus fases, y la economía cerrada!» (1938, p. 89). Hay que recordar que en la edad medía, «aunque habitualmente cam­ pesino por su lugar de vida, el noble, sin embargo, no tenía nada de agricultor. Echar mano de la azada o del arado habría sido para él un signo de degradación [...] no parece que, ordinariamente, dirigiera el cultivo de muy cerca. Los manuales del buen gobierno dominical, cuando se escriban, estarán destinados, no al amo, sino a sus oficiales, y el tipo de gentilhombre rural pertenece a una época totalmente distinta, tras la revo­ lución de las fortunas en el siglo xvi» [La société féodale, II, pp. 30-31, e igualmente pp. 72-73). No obstante, hubo excepciones. La corresponden­ cia de la familia normanda de Estouteville, de 1460 a 1535, editada por P. Le Cacheu, París, 1935 (Société d’Histoire de la Normandie), muestra a los Estouteville hombres de guerra y grandes cazadores. «Pero son igual­ mente grandes propietarios campesinos, muy atentos, particularmente, a sus huertos [...] La percepción de las rentas señoriales, que naturalmente constituyen la mayor parte de su fortuna, no carece de dificultades. No siempre es cómodo hacer pagar a los recaudadores. Hay que conceder reintegros a los tenedores arruinados por los saqueos de las gentes de guerra (n.° VI) y, sobre todo, hay que perseguir por la justicia a los paga­ dores recalcitrantes o que se hacen pasar por tales, y llevar contra los campesinos la dura guerra judicial del común (n.° LXIV; cf. p. 74) [...] En esas tierras acabadas de salir de las ansias de la guerra, la escasez de la mano de obra levanta ante los explotadores un obstáculo más (n.° III): imposible encontrar obreros para reparar el castillo mientras duren la cose­ cha, la siembra o la vendimia (se trata ahí del Bourbonnais). A partir de 1517 es a una viuda, Jacqueline d’Estouteville, a quien corresponde, contra viento y marea, llevar la dirección del importante patrimonio fami­ liar. Toda una mujer, afortunadamente, que realizó con valentía y dureza esa pesada labor, hasta el punto de dar ella misma las órdenes para que fuera cercado con alisos y sauces un prado que acababa de redondear una compra reciente (n.° LUI). Concentración de las tierras y cercamientos destinados a sustraer el prado ai dominio colectivo: el rasgo es doblemente característico de una etapa de la evolución agraria» (1938, pp. 68-69), «Sobre las grandes administraciones señoriales o nobiliarias, nuestros conocimientos son hoy demasiado someros» (1939, p. 71). No obstante, J, Reese Strayer, The administration of Normandy under saint Louist Cambridge (Mass.), 1932, aporta precisiones, especialmente sobre el cre­ ciente lugar ocupado en el siglo x i i i por la venta de la madera, y también

sobre las tentativas por parte del Estado de utilizar en su provecho las "relaciones feudales” {1934, p. 196). Hay, sobre todo, otro excelente volu­ men del mismo autor, Tbe royal domain in the bailliage of Rouen, Princeton, 1936, que arroja luz sobre los señoríos y los campos de san Luis. Publica un estado del dominio real en la bailía de Rouen, elaborado en­ tre 1260 y 1265. Para dar una base exacta a las percepciones arrendadas, con enumeración y valoración en dinero, el escribano ha dejado de lado las no arrendadas (derechos sobre los feudos, justicia, madera, derechos sobre las iglesias). Ese recuento da testimonio del valor del personal administra­ tivo: se tomó incluso el cuidado de hacer la agrimensura de la tierra. El dominio real era muy extenso, de resultas de confiscaciones de señoríos realizadas desde Felipe Augusto y aún bajo san Luis. El 40 % de los in­ gresos se obtenían de las ciudades, «No obstante, la riqueza de los re­ yes [...] seguía siendo territorial.» Se dispone ahí de informaciones pre­ cisas sobre la vida rural. Las reservas señoriales eran de mediana dimen­ sión, y había pocas corveas. Los inmuebles rurales arrendados lo estaban por pequeñas unidades. Por esas posesiones rurales muy numerosas y dis­ persas, la administración quería dinero y no productos; de ahí el sistema del arrendamiento con el cual el arrendador se encargaba de convertir en numerario los productos recogidos. Así pues, en «la base, una economía aún ampliamente "natural", y en la cúspide una economía "dinero". Ese dualismo social, y también económico, había de pervivir hasta mucho después del siglo xm ». Nada de "arrendadores profesionales”, por otra parte, sino nobles, burgueses y clérigos, así como campesinos, lo que de­ muestra la activa circulación del dinero. Entre principios y mediados del siglo x ii hay un «alza sensible y general de los precios» que lleva consigo un aumento de los ingresos dominicales. Ese estudio da información tam­ bién sobre el cultivo del cereal, la técnica agrícola, las roturaciones, la situación social de los roturadores y, finalmente, sobre la clase de los “vavasseurs” normandos (1937, pp. 199-201). Las Comptes de la ckátellenie et de la vicomté de Clamecy de 1375 a 1404, Clamecy, 1930, de L. Mirot, «permiten seguir de cerca la adminis­ tración de un señorío, en manos de una gran casa principesca (en ese caso, los duques de Borgoña). Todos los ingresos permanentes son "vendidos”, es decir, arrendados [...] Naturalmente, ciertos ingresos por esencia ines­ tables seguían recaudándose directamente, especialmente las "échoites” serviles» (1932, p. 319). El estudio de R. Lacour, Le gouvernement de Vapanage de Jean, duc de Berry, 1360-1416, París, 1934, se refiere sobre todo a la historia administrativa y al personal de la hacienda que más tarde había de servir a Carlos VII, "rey de Bourges”. Habría sido interesante investigar de dónde salían los oficiales. «A esos prebostes, por ejemplo, que arrendaban las percepciones ducales, ¿en qué medios los encontra­

ban?» (1938, pp, 184-185). Algunas indicaciones proporcionadas por J. de Croy, «Notice historique sur les Archives de la Chambre des Comptes de Blois», en Mémoires de la Société des Sciences et Lettres de Loir-et-Cher, 1936. Al igual que en Inglaterra, los funcionarios reales tomaban parte en la gestión de las fortunas nobiliarias de mayor importancia, lo que mues­ tra una de las actividades de esos medios de "oficiales”, cuya historia, to­ davía por escribir, «tanto importaría para la comprensión de la antigua sociedad francesa y, al mismo tiempo, de las antiguas prácticas de gobier­ no» (1939, pp. 71-72). Entre los oficiales de los grandes señoríos del si­ glo xiii, en Francia, igual que en Inglaterra, se emplearon muchos fun­ cionarios de la monarquía, como lo atestigua el cursus de un Beaumanoir, por ejemplo. N. Denholm-Young, Seignorial administration in England, Oxford, 1937, principalmente en el siglo xm (I, 1942, pp. 107-108). «Cuando el duque de Borgona Felipe el Atrevido se hizo ceder por la duquesa de Brabante, bajo la condición de comprarlos a los señores impli­ cados, diversos castillos y diversas tierras del Limbourg y de la región de Outre-Meuse, uno de sus primeros cuidados —primero en 1389 y luego en 1393— fue el de ordenar la realización de una encuesta referente al estado de las posesiones así adquiridas y al alcance de los derechos que podía arrogarse sobre ellas.» Ese texto da «testimonio de la mala gestión de esos encargados, que, con palabras de un encuestador, habían "gober­ nado [muy] mezquinamente”. Se advierte ahí, a lo vivo, lo inestable que era entonces el equilibrio de fortunas. En los señoríos muy pequeños toda­ vía podía pasar, pero eran los grandes complejos de derechos y de bienes raíces los amenazados, sobre todo, por el peligro: en cuanto la vigilancia se debilitaba y las escrituras dejaban de estar en orden, corrían el riesgo de hacerse añicos». F. Quicke, «Une enquéte sur les droits et revenus du duc de Limbourg, seigneur de Dalhem et des pays d'Outre-Meuse (13891393)», en Bull. de la Commission Royale d'Histoire, 1932, (1935, p. 412). El Cartulaire des comtes de la Marche et d*Angouléme, publicado por G. Thomas, Angouléme, 1934 (Société Historique et Archéologique de la Charente), publica 69 actas, de 1178 a 1290, varias de ellas sobre la vida económica de Longjumeau, cerca de París, y algunas cartas de franquicia, pero pocos de esos documentos se refieren a la «historia de la explotación rural» (1936, p, 93). L.-J. Thomas dio curiosos estudios sobre la heredad de Guillaume de Nogaret durante dos siglos, que muestran realmente las vicisitudes de una fortuna señorial, en 1924 y 1928 (1932, p. 421). En la isla de Re (donde el señorío de Ré propiamente dicho no cubría más que una parte de la isla), en el mismo año que la gran carta de cos­ tumbres, «en 1289, la sustitución de todas las percepciones rústicas en especie por un censo en dinero se sitúa dentro de una serie de transfor-

las masivamente». R. James, Chartes seigneuriales et priviléges royaux de Vile ¿le Ré, 1939 (III, 1943, p. 106). Los archivos conservados de un seño­ río de Picardía tomado por el duque de Borgoña en 1474, y en particular un registro de 1444-1445, han permitido a R. Dubois y B. H. Weerenbeck dar a conocer las Comptes de la seigneurie de Lucheux} Lille, 1935, obra de vivo interés (1938, p. 182). De esas administraciones señoriales emanan desde el siglo x iii docu­ mentos con gran conocimiento y minuciosidad. Dos de ellos, excepcionales, se adornan con imágenes de la vida rústica: el Rentier de Audenarde (en­ tre 1275 y 1291) y el " Terrier VÉvéque” (1275), de la catedral de Cambrai (en los Archives du Nord), ilustrado con numerosos dibujos colorea­ dos que representaban el objeto que gravaba los derechos: gavillas, vive­ ros, molinos, carretas, tabernas, etc. H. Laurent, en Bull. de la Commission Royale d’Histoire, Bruselas, 1939 (L. Febvre, 1940, p. 279). Posesiones rurales y burguesía urbana Es importante señalar «el empleo por parte del naciente capitalismo de los instrumentos de explotación que le proporcionaba el antiguo régi­ men señorial» (1936, p. 468). Tempranamente, los señoríos y bienes raíces rurales empezaron a caer en manos de la burguesía. A propósito del pa­ tricio y rentista de Douais Jean de France (finales del siglo x iii ), poseedor de rentas inmobiliarias, estudiado por G. Espinas, Marc Bloch señala la «solidaridad necesaria entre los documentos rurales y los urbanos, dema­ siado a menudo dejados de lado por los historiadores» (1936, p. 468). El testamento de un burgués de Líeja, Simón Stourmis (8 de junio de 1281), lo muestra en posesión de inmuebles rurales y de rentas rústicas. Publica­ do por Yans, en Bull. de la Commission Royale d’Histoire, 1937 (1939, p, 217). Cerca de Troyes, el señorío de Saint-Pouange (Aube) «se abur­ guesa» desde el siglo xiv (1936, p. 593). Alrededor de Toulouse, desde los siglos x ii -x iii , el "feudo", es decir, la tenencia en general, incluso acensua­ da o en aparcería, fue utilizado por la burguesía comercial para la inver­ sión de sus capitales. En las nuevas infeudaciones, hacia finales del si­ glo x iii , los censos fueron brusca y acusadamente elevados, por influencia de las variaciones monetarias (1936, p. 489). S e ño río s

y tierras eclesiásticas

Marc Bloch recuerda que sus «ricos archivos y unos textos narrativos ríf» r-iro íin rm lttn r! v Fréminville, nos dice: «ante un señor poderoso, ¿osan los habitantes exponerse a su resentimien­ to?».45 No todos, sin embargo, eran así de fáciles de intimidar. En Bretaña, hacia principios del siglo xvm , gran número de señores se habían puesto a «afféager» las Iandas, es decir, a arrendarlas a em­ presarios de cultivo o de forestación. El signo visible de ese progreso de la apropiación individual era, en torno a la tierra arrancada al 45,

Pratique,

2.* ed., t.

11,

p. 254.

uso común, la elevación de grandes taludes de tierra; pero grupos ar­ mados iban a menudo a destruir esos cercados, molestos y siínljóHcos, El Parlamento quiso intervenir. (Inútil esfuerzo!; era imposible,, en los campos, encontrar testigos. Habiendo sido derribados así algunos taludes de alrededor de la landa de Plourivo, el señor hizo publicar bandos «a fin de descubrir [... ] a los culpables». Pero un buen día, en el límite de las dos parroquias afectadas, se encontró una horca; ai pie, una fosa con esta inscripción: Aquí vendrán a parar a quie­ nes declaren Otro poder, además del de la masa campesina, trataba de poner freno al proceso: era la propia monarquía con sus funcionarios, pro* tectores natos de los grupos rurales, fuente de los impuestos y de la fuerza militar. A partir de 1560 — año en que el decreto de Orleans quitó a los señores el juicio «en soberanía» de los procesos referentes a los bienes comunales— , se sucedieron toda una serie de edictos, unas veces de alcance general y otras de alcance local, que prohibían las enajenaciones, anulaban las ventas y triages reali­ zados en cierto tiempo anterior y organizaban la «búsqueda» de los derechos usurpados a las comunidades. Los Parlamentos favorecían las actuaciones de los señores; a partir del siglo xvn, sus adversarios habituales, los Intendentes, abrazaron el partido contrario. Esa po­ lítica se imponía hasta tal punto a todo Estado de aquel tiempo que, por ejemplo, se la ve prolongarse exactamente igual en el ducado de Lorena. Los gobernantes no cambiaron de campo —por un verdade­ ro trastoque de ideas— hasta mediados del siglo x viii , cuando se manifestó esa «revolución agrícola» de la que más adelante estudia­ remos, junto a su propia naturaleza, los efectos que tuvo sobre el régimen de los bienes comunales. Pero ni la una ni la otra de esas resistencias fue muy eficaz. La de la monarquía estaba viciada por preocupaciones de explotación fiscal: las declaraciones de 1677 y 1702 autorizaban a los acapara­ dores a conservar, por lo menos temporalmente, los bienes enajena­ dos, con la condición de «restituir» — al Rey, claro está— los frutos percibidos en los treinta años anteriores. Los campesinos, demasiado a menudo, se limitaban a «emociones populares» sin futuro. La frag­ mentación de los bienes comunales en provecho de los señores o 46.

Poulkin Du Pare,

loe. cit.,

p. 258.

de los ricos fue, en ios tiempos modernos, un hecho europeo. Eran las mismas causas las que daban lugar a él en todas partes: tenden­ cia a la reconstitución de la gran explotación, avance de un indivi­ dualismo productivo deseoso de trabajar para el mercado, y crisis de las masas rurales, con grandes dificultades para adaptarse a un sis­ tema económico basado en el dinero y los intercambios. Contra esas fuerzas, las comunidades no tenían envergadura para luchar. Además, ellas mismas distaban también de poseer la perfecta unión que a veces se les supone. 3. L as c la s e s

Dejemos al señor, dejemos al burgués que, desde la villa o la ciudad vecinas, domina su tierra o percibe las rentas que ésta da. Esas gentes, propiamente hablando, no formaban parte de la so­ ciedad campesina. Ciñámonos a ésta, compuesta por cultivadores que vivían directamente de la tierra que trabajaban. Es visible que esa sociedad campesina no es hoy, como no era ya en el siglo xvm , verdaderamente igualitaria. Pero se ha mostrado a veces complacen­ cia en ver en esas diferencias de nivel el efecto de transformaciones relativamente recientes. «El pueblo», escribía Fustel de Coulanges, «no era ya en el siglo xvm lo que había sido en la edad media; en él se había introducido la desigualdad».47 Parece cierto, por el con­ trario, que en todos los tiempos esos pequeños grupos rurales pre­ sentaron, con inevitables fluctuaciones en las líneas de separación, divisiones de clase bastante definidas. A decir verdad, esa palabra de clase es una de las más equívocas del vocabulario histórico, y conviene precisar bien el empleo que aquí se hará de ella. En cuanto a que hubiera entre los campesinos, en las diversas épocas, diferencias de estatuto jurídico, demostrarlo sería echar abajo una puerta abierta. La villa franca presentaba todo un prisma multicolor de condiciones diversas, cuyos contrastes, por otra parte, pronto fueron más aparentes que reales. En muchos se­ ñoríos medievales, cada vez más numerosos a medida que se multi­ plicaron las emancipaciones, estuvieron, junto a los siervos, los 47.

Séances et travaux de VAcad. des Se. Morales, t.

CXII, p. 357.

villanos «libres». Postular, como algunos han hecho, la igualdad primitiva de la sociedad campesina no es, claro está, negarse a reco­ nocer esos indiscutibles contrastes; es estimar que en el conjunto de los campesinos, aun cuando éstos estuvieran sometidos a reglas de derecho diferentes, los géneros de vida eran lo bastante semejantes y los órdenes de magnitud de las fortunas lo bastante próximos como para no crear ninguna oposición de intereses; en una palabra, por utilizar términos cómodos, aunque de mediano rigor, es, aún admi­ tiendo las clases jurídicas, negar la existencia de clases sociales. Nada menos exacto que eso. En el señorío de la alta edad media, los mansos de una misma categoría —ya porque la desigualdad fuera originaria, ya porque re­ sultara de una decadencia de la institución— presentaban a veces entre sí, como sabemos, marcadas diferencias. En Thiais, la familia del colono Badilo detenta, a título de manso libre, entre 16 y 17 hec­ táreas de tierra de labor, alrededor de 38 áreas de viñedo y 34 áreas de prados. Doon y Demanche, el primero con su mujer y el segundo con su mujer y su hijo, igualmente colonos y que poseen en común un manso libre, se reúnen ambos para explotar muy poco más de 3 hec­ táreas de campo de labranza, 38 áreas de viñedo y de 10 a 11 áreas de prados. ¿Podrá creerse que Badilo y sus vecinos se sintieran al mismo nivel de la escala social? En cuanto a las diversas clases de mansos, la disparidad entre ellas es normal. Un manso servil puede muy bien estar en manos de un personaje —un colono, por ejem­ plo— jurídicamente igual al poseedor del manso libre limítrofe; no por ello el primero deja de ser, por lo regular, más pequeño que el segundo. Finalmente, los campesinos cuyos pedazos de tierra no han sido elevados a la dignidad de manso —poseedores de hospedajes o de accolae que, sin duda, casi nunca pasan de ser «squatters» tolera­ dos, en un lugar de los baldíos roturado por ellos— pertenecen, en su mayor parte, a una capa aún más humilde. La disolución de los mansos, al favorecer la fragmentación de las tenencias, no hizo más que acentuar esos contrastes. Pocas veces nos es fácil, en la edad media, valorar las fortunas campesinas. Algunos documentos, no obstante, permiten ciertos sondeos, aunque dema­ siado escasos. En 1170, en tres señoríos del Gátinais, se impone una talla sobre las tenencias, proporcional, con seguridad, a su valor: los pagos van de 2 a 48 dineros. Bajo san Luis, los siervos reales de la castellanía de Pierrefonds pagan, como precio de su emancipación,

él 5 % de sus haberes; éstos, traducidos al valor monetario, se esca­ lonan de 1 a 1.920 libras. A decir verdad, las más ricas de esas gentes no eran, sin duda, del campo. Pero incluso entre los pequeños y medios patrimonios, que hay que suponer sobre todo agrícolas, las diferencias siguen siendo apreciables; más de las dos terceras par­ tes, en total, no alcanzaban las veinte libras, y más de una séptima parte, en cambio, pasaban de las cuarenta.48 Hubo sobre todo dos principios de distinción que, a lo largo de los tiempos, señalaron entre los campesinos marcadas diferencias. Uno de dignidad y de poder: el servicio del señor. Otro más especial­ mente económico: la posesión o la carencia de animales de tiro para la labranza. En el señorío medieval, el amo tenía un representante que go­ bernaba en su nombre. A ese funcionario se le llamaba, según los lugares, preboste, alcalde (maire), baile o (en el Lemosín) juez. En su condición personal, nada lo ponía por encima de sus administrados. A veces incluso, jurídicamente, se encontraba por debajo de aquellos campesinos que habían conservado su «libertad»; porque a menudo él era de condición servil: la fuerza de ese vínculo, primitivamente, había parecido una garantía de buena conducta. Pero su cargo le aseguraba abundantes beneficios, legítimos o no, y sobre todo le confería ese prestigio inigualado que ha dado en todo momento, pero particularmente en las épocas de costumbres violentas y sentimientos un poco rudos, el derecho a mandar a los hombres. En su modesta esfera, él era un jefe, y llegado el caso incluso un jefe de guerra; ¿acaso no se ponía en cabeza de las fuerzas del pueblo, en momentos de peligro o de vendetta? A despecho, a veces, de severas prohibi­ ciones, gustaba de llevar espada y lanza. Excepcionalmente, conseguía ser armado caballero. Por su poder, su fortuna, sus costumbres de vida, se distinguía de la despreciada multitud de los hombres de la tierra. Ese mundillo de «sergenis» señoriales, bastante turbulento y tiránico pero no siempre incapaz de lealtad, tuvo tempranamente, además, el cimentador casi indispensable de toda clase sólidamente constituida: la herencia. En la práctica, a pesar de los esfuerzos de los señores, que temían por su autoridad, la función, al igual que 48. M. Ptou y A. Vídier, Recueil des charles de Saint-Jicnoit sur Loire, 1900 ss., n.° CXCIV (el texto habla cíe «masures»; hay que entender explo­ taciones) Marc Bloch, Rots et serfs , 1920, p. 180.

la tenencia (el «feudo») a ella vinculada, se transmitía de padres a hijos. En los siglos x ii y xrn —lo sabemos por los contratos deintercambio de siervos— , de señorío a señorío, los hijos y las hijas de alcaldes se unían con preferencia entre ellos mismos. Inclinarse por el matrimonio «en el mismo medio» es prueba visible, si las hay, de que ese medio está en vías de convertirse, socialmente, en una clase. Clase, no obstante, efímera, a la que además, en Francia, faltó siempre la consagración de un estatuto jurídico particular. En Ale­ mania se le hizo un lugar aparte al pie de ía escala nobiliaria; y es que la jerarquía social, allí, a partir del siglo xm , dio en comportar multitud de grados. La sociedad francesa se organizó también jerár­ quicamente, pero de un modo más simple. La nobleza se constituyó en ella con mucha fuerza, igualmente en el siglo xm , pero sin cono­ cer oficialmente subclases. Muchos administradores (sergents) adqui­ rieron h caballería con carácter hereditario y se fundieron con la nobleza de los campos. Casi siempre renunciaron al mismo tiempo a sus funciones, que pasaron de nuevo a los señores, quienes no te­ nían demasiados deseos de conservar representantes como aquéllos, con la indocilidad que habían llegado a mostrar. Esos antiguos dés­ potas de los pueblos tanto se habían elevado por encima de la colec­ tividad campesina que habían dejado de pertenecer a ella totalmente. Otros, sin embargo, menos afortunados o menos hábiles, no llegaron tan arriba. La reducción del dominio, la decadencia del poder de mando del señor, su creciente costumbre de arrendar sus derechos y su propia desconfianza hicieron que sus cargos fueran cada vez menos importantes; desde entonces los administradores, por su tipo de vida y su rango social, no fueron ya más que ricos villanos, sin más. La clase de los administradores, tan poderosa en los siglos xi y xii, se desvanece a lo largo del xm , por efecto de una especie de escisión. La sociedad se ha cristalizado: hay que ser o noble o cam­ pesino. A partir de entonces los señores soportan cada vez menos fun­ cionarios hereditarios o les conceden cada vez menos poderes. En el pueblo, en los tiempos modernos, sus representantes principales serán, o bien hombres de leyes a sueldo suyo, o bien los arrendado­ res de los derechos o del dominio. El hombre de leyes es un burgués, cuyo caso no nos interesa aquí. El arrendador también, a veces, lo es; pero otras, en cambio, es un campesino rico. En ese caso, sin em­

bargo, no es más que un «labrador», uno de tantos, aunque de posición particularmente buena. «Colin», escribe Voltaire, «debía sus días a un buen labrador». En la literatura del siglo xvm, la palabra es frecuente. Temo mucho que el lector de hoy tienda a ver en ella una expresión de estilo noble, más distinguida que «campesino». Sería un error. El término, para un hombre de la época, tenía un sentido muy definido. Ya desde la edad media, se observa una separación muy clara entre dos categorías de campesinos: por una parte, los que tienen animales de tiro para la labranza, sean caballos, bueyes o asnos (son, naturalmen­ te, los de mejor posición), y por otro los que para trabajar no tienen más que sus brazos; labradores propiamente dichos, cultivadores «con caballo para el tiro» (ayant cheval trayant), frente a braceros, «labradores de brazo», «ménagers». Los estados de las corveas los distinguen cuidadosamente. En Varreddes, en el siglo xm , las corveas de labranza y de acarreo son exigidas a quienquiera que «unza animal al arado», mientras que el trabajo en la huerta del obispo es exigido a todos los campesinos, «tengan o no arado». En Grisolles, en el Toulousain, en 1155, se pronuncia expresamente la palabra braceros {brassiers). Sin duda, entre los labradores, no todos son iguales, ni mucho menos: cuando se trata de escalonar los derechos que pesan sobre ellos, de nuevo la administración señorial gusta de mirar sus cuadras y establos. Los menos ricos de todas partes, como se nos dice en el siglo xm del pueblo de Curey, en Avranchin, se ven forzados a «unir sus animales» a un mismo arado. ¿No es cierto que en las regiones de suelo pesado, para trazar el surco, son precisos hasta tres o cuatro pares de bueyes? De ahí derivan nuevas distinciones: en el mismo Varreddes, entre los villanos que «un­ cen» uno, dos, tres y cuatro caballos (o más), y en Saint-Hilaire-surAutize, en el Poitou, en el siglo xi, entre los poseedores de dos y cuatro bueyes. En Marizv-Sainte-Geneviéve, por la misma época, junto a los pobres desgraciados que «trabajan sin bueyes», ciertos campesinos tienen «tiro entero» (charrue cutiere), y otros «medio tiro» {demi-charrue) solamente.49 A pesar de esos matices, el con­ 49. Bíbl. de Meaux, jns 64, p. 197 (Varreddes). C, Douais, Cartulaire de CVI (Grisolles). L, DclisleÉtudes, p. 135, n. 36 (Curey). L. Rédet, en M.ém. de la Soc. des Antiquaires de lOuest, t. XIV, n,° LXXXV (St-Hiíaire). F. Soehnée, Catalogue des acies de Henri Ier, 1907, n* 26 (Marizy).

Vabbaye de Saint-Sermn, 1887,

traste esencial no deja de ser el que separa a ios labradores de los braceros. ¿Propietarios contra no propietarios? No exactamente. La oposirión es de orden económico, no jurídico. El bracero tiene a menudo algunos pedazos de tierra — aunque no se trate más que de su choza y su huerto— e incluso algunos anímales menudos. Y eso desde muy antiguo. «Amauri, hijo de Rahier», dice una nota referente a un contrato un poco anterior a 1096, «ha dado a los monjes de SaintMartin-des-Champs, en Mondonvílle dos huéspedes que no tienen más tierra que la que basta para las casas y huertos».50 Es la situación que describen aún muy claramente los textos del siglo xvrri. En cuanto al «labrador», puede muy bien no tener su explotación, por lo menos en gran parte, más que a título de arrendamiento tem­ poral. El caso será cada vez más frecuente a medida que en los tiempos modernos se desarrolle la gran propiedad, raramente utilizada en ex­ plotación directa. El cultivador que ha alquilado al noble o al bur­ gués las tierras tenazmente reunidas por éste o por sus antepasados, verdadero capitalista del pueblo, sacando provecho de numerosos campos y de grandes rebaños, a menudo supera en riqueza y en pres­ tigio al pequeño propietario. No es casualidad que, ya desde el si­ glo xvin, arrendador (fermier) se convirtiera casi en sinónimo de labrador; aún hoy, el lenguaje corriente entiende por ferme, sin nin­ guna idea de precisión jurídica, toda explotación rural un poco importante. ¿Cómo, sin animales de tiro, trabajaba el bracero sus pocos cam­ pos? A veces —y en las épocas antiguas sin duda bastante frecuente­ mente— sin arado. Un documento de 1210, previendo el caso de que el monasterio de La Cour-Dieu haga poner en cultivo un bosque, supone por adelantado que se verán dos categorías de campesinos: «los que cultivarán con bueyes, los que trabajarán con la azada». En Vauquois, el plano de 1771 señala «tierras cultivadas a brazo» .Sí Pero en otros lugares — sobre todo donde el suelo es compacto— hay que tomar prestados el tiro y el arado del vecino más afortunado, unas veces gratuitamente —la ayuda mutua era, en muchas comunidades rurales, una obligación social bastante fuerte— , y más a menudo a 50. Depoin, Líber testamentorum Saneti Marlim, n." LXXX. 51. R. De Maulde, Élude sur la condilion forestiere de VOrléanais, p. 178, n. 6, y p. 114. Chantilly, reg. E 34.

cambio de una remuneración. Ésta se pagaba a veces en dinero, y sí no en especie, con uno de aquellos servicios de brazos que el pobre estaba acostumbrado a prestar al rico. Y es que, demasiado mal do­ tado para poder vivir de lo suyo, el bracero completaba por lo ge­ neral su sustento empleándose en casa del labrador, era «manouvrier» o «journalier». Así se establecía entre las dos clases una colaboración, sin excluir el antagonismo. En Artois, a finales del siglo xvm , ios labradores, descontentos de ver cómo los braceros arrendaban algu­ nas tierras en lugar de reservar su trabajo a los campesinos de buena posición, elevaron, para castigarlos, los precios de alquiler de los tiros; el descontento fue tan vivo y tan amenazador que el gobierno, imperativamente, tuvo que fijar una tarifa legal.52 La antítesis y, por consiguiente, la rivalidad, habían existido siempre. Pero las transformaciones económicas del mundo moderno las hicieron más agudas. La entrada de la agricultura en un ciclo de intercambios, ya se ha visto, fue origen de una verdadera crisis cam­ pesina. Los cultivadores mejor situados y más hábiles se aprovecha­ ron de ella, aumentando su riqueza; muchos labradores, en cambio, se endeudaron, tuvieron que vender una parte de sus posesiones y pa­ saron a engrosar la masa de los braceros, o por lo menos fueron a parar a una situación muy próxima a ésa. De todos modos, mientras los nuevos amos de la tierra organizaron sus posesiones por peque­ ñas explotaciones, quedaba a esos desclasados el recurso, utilizado por muchos, de hacerse cargo de algunas tierras contra un arriendo en dinero o en aparcería. Pero la «reunión de explotaciones» (réunion des fermes), realizada en el siglo xvm en muchas provincias, preci­ pitó definitivamente a buen número de ellos en el proletariado agrí­ cola. Muchos textos de esa época nos describen esos pueblos en los que, como dice en 1768 de ciertos lugares del Artois el intendente de Lille, «el mismo explotador reúne todos los arados de una sola comunidad, lo que le convierte en dueño absoluto de la vida de los habitantes y perjudica tanto a la población cuanto a la agricultura».53 En vísperas de 1787, en gran número de comunidades — en Lorena 52. A. De Calonne, en Mém. de la Soc. des Antiquaires de Picardie, 4.* se­ rie, IX, pp. 178-179. Cf. el art. 9 del cabier de doléances común a los pueblos loreneses de Bannay y Loutremange, Condé-Northen, Vaudoncourt y Varize, en Quellen zur tothringischen Geschichte, t. IX.

53. Arch. Nat., H 1515, n.° 16.

y en Picardía, por ejemplo, y quizás en eí Berry— los braceros, eran mayoría. La «revolución agrícola», económica y técnica que hacia 1750 empezó a transformar ios campos de la mayor parte de Francia, al igual que más tarde la revolución política que había de abatir la monarquía, encontró frente a sí una sociedad campesina muy dividida. SUPLEMENTO AL CAPÍTULO 5

En la remodelación de La historia rural que proyectaba, Marc Bloch habría situado ia mayor parte de este capítulo mucho más arriba, en los orígenes mismos del señorío, pues había llegado a la convicción de la anterioridad de las comunidades con respecto ai señorío. Por ese motivo, yo he remitido al capítulo 3 todo cuanto se refiere al manso y las colec­ tividades rurales, objeto de las páginas 402-416, no manteniendo aquí más que los hechos de supervivencia. Supervivencias

del manso

(pp, 413-416)

Un estudio de E. Raison, revisado por Garaud, sobre la abadía de Absie-en-Gátine (Poitou), Poitiers, 1936, da (p. 165) una indicación so­ bre la "borderie", mitad de la “masare”. «Parece que nos encontramos verdaderamente en presencia de un testimonio nuevo sobre un fenómeno capital y demasiado mal estudiado todavía: el fraccionamiento del man­ so» (1936, p. 605). El Angoumois del siglo xn conocía «la antigua distinción entre los "mansos", tenencias plenas, y las "bordes"», como se ve en P. Lefrancq, Le cartulaire de Saint-Cybard [abadía de Angulema], Angulema, 1931, particularmente n.os 70 y 246 (1932, p. 321), En el señorío de Belcastel, en el Haut-Quercy, todavía en el si­ glo xviii «la tierra estaba dividida en "ténements" de una sola pieza, en los cuales Lacrocq ve ísupra, p. 3803, creo que a justo título, una supervi­ vencia de un sistema análogo aí del manso. Cada uno de ellos, en el si­ glo xviii, estaba dividido entre un número de ocupantes bastante eleva­ do, no todos domiciliados en el señorío; no obstante, las rentas y corveas gravaban sobre el tenement en su conjunto, y probablemente los diver­ sos copartícipes respondían solidariamente, A veces éstos solicitaban des­ prenderse de ese vínculo y obtenían que los derechos se aplicaran a las parcelas tomadas una a una; si he entendido bien, tal es el sentido de un documento de 1765. Esas curiosas agrupaciones, extendidas, con nom29. — BLOCH

bres diversos —como, por ejemplo, en Anjou, los de /reresebe o fresebe—, por muchas provincias del oeste y del centro, en el momento en que mejor las apreciamos, no eran evidentemente más que el resto de un modo de ocupación mucho más antiguo. Respecto a la unidad de tenencia originariamente indivisible y sin duda explotada casi siempre por una sola familia, de tipo patriarcal, los señores no habían autorizado el frac­ cionamiento más que con la condición de mantener, en su propio beneficio, la indivisibilidad de las cargas». Marc Bloch deseaba que se hiciera un estudio de esa institución, región por región (1936, pp. 490-491). «La palabra “mesure" no solamente sirvió para designar la casa, con una acepción que poco a poco se ha ido haciendo peyorativa. Parece que realmente se empleó bastante a menudo con un valor jurídico, como sinó­ nima de "manso"; la "masure", en ese caso, era la unidad de tenencia. Y, aun restringido su sentido al plano del hábitat, casi nunca se aplicaba a los edificios solos; en la edad media, en gran parte de la Francia del norte, al igual que todavía hoy en Normandía, se llamaba Umasure!> al conjunto constituido por la casa y eí huerto. También “borde”, frecuen­ temente, tenía una significación jurídicamente determinada: era también una unidad de tenencia, pero de una categoría inferior a la del manso,» A propósito de J. Soyer, «Les noms de lieux du Loiret», topónimos que designan la vivienda, en Bull. de la Société Arcbéologique et Historique de VOrléanais, 1936 (1938, p. 82). Así pues, hay que evitar la «confusión entre los dos sentidos de mansus-. explotación agrícola, y simple casa con su huerto; en Borgoña —donde se decía, en francés, "meix”— esa última acepción ha pervivido mucho más que la primera». Rña. de G, de Valous, Le monachisme clunisien..., 1934, capítulo sobre el manso (1936, p. 501). C omunidades

rurales

(pp. 419-442)

Al igual que respecto al manso, Marc Bloch se vio llevado a afrontar las colectividades rurales en íntima relación con los orígenes y la historia del señorío; de ello se ha tratado largamente en los correspondientes ca­ pítulos de este apéndice. Así, yo no me reñero aquí más que a la «evolu­ ción de las colectividades rurales, cuyo estudio, en Francia, ha permaneci­ do hasta ahora como un terreno casi virgen» (1938, p. 430). No debe perderse de vísta «el papel de los órganos parroquiales —y de las cofra­ días— en la elaboración jurídica de la comunidad rural» (1935, p. 402). Constantemente, a lo largo de sus historia, se hicieron sentir las «dificul­ tades que creaba [...] la falta de coincidencia entre la comunidad del pueblo y el señorío»; por ejemplo, en Bresse, en el siglo xvm (1936, p. 10, según O. More!). «El señorío de Ré propiamente dicho no cubría más que una parte de la isla» (III, 1943, p. 106).

Sobre las comunidades rurales de la Champagne, en G. Robert, Vab­ baye de Saint-Thierry et les communautés populaires ati moyen age, Reims, 1930, in-8.°, 91 pp. (separata de los Travaux de l’Académie Nationate de Reims, t. CXLII), «se recogerán multitud de instructivos y vivos datos sobre la actividad, a menudo poco conocida, de las comunidades rurales, tanto en el marco de la parroquia —elección de los mayordomos, a quie­ nes el señor se limita a confirmar en su cargo— como entrando en los poderes propiamente administrativos. Los habitantes pretenden fijar la talla ellos mismos, y levantan mercados sin la autorización señorial. Un pueblo —el de Hermonville—, aunque dividido entre diversos señoríos, al igual que tantas ciudades comerciales situadas en el mismo caso, no deja de conquistar un único municipio. Finalmente, una curiosísima cues­ tión arroja clara luz sobre las nociones jurídicas de corpus y de communia, así como sobre los reparos de los tribunales en cuanto a conceder legal­ mente a las colectividades campesinas la personalidad moral que de hecho tenían» (1931, p, 259). Las cuentas de los "mainbours” de la iglesia de Preux-au-Sart, estudiadas por E. Champeaux, son importantes para la historia de las comunidades rurales del Hainaut (1931, p. 71). En la isla de Re, dotada de una "gran carta de costumbres”, en 1289, «la evolución de las asambleas de habitantes hacia una constitución cada vez más oligár­ quica está en relación con todo un movimiento de conjunto que, en suma, espera todavía explicación». R. James, Charles setgneuriales et priviléges royaux de Vite de Ré, 1939 (III, 1943, p. 106). P. de Saint-Jacob ha abordado en los Anuales de Bourgogne, XII, 1941, una serie de «Études sur l’ancienne communauté rurale en Bourgo­ gne». «Se refieren al pueblo, a las condiciones jurídicas del hábitat. Con frecuencia, se nos dice, se ha situado el pueblo en su marco geográfico, y se han buscado los elementos naturales capaces de incidir sobre su ori­ gen y sobre su evolución. Menos frecuentemente se ha recurrido, para explicar el pueblo, al vínculo del hombre con su grupo, al estatuto de la asociación constituida por el pueblo.» Las comunidades, «fuerzas de cohe­ sión», tuvieron su peso en la vida y la estructura del pueblo. «¿Cómo nacieron esas comunidades? Respecto a muchas de ellas, a las más anti­ guas, tenemos que resignarnos a ignorarlo. Pero en una época más recien­ te, en las tierras de los cistercienses que permanecieron fieles a sus hábitos de colonización, los textos nos hacen asistir a esa génesis.» P. de SaintJacob los interrogó, aclarándolos mediante una notable serie de planos de pueblo comentados, y dio el contrato de edificación y fundación del pue­ blo de Saint-Nicolas-les-Cíteaux, «Buen estudio, que plantea problemas, y en particular el del meix {mansas)» (1941, p. 184). Historia muy característica, la de las comunidades pirenaicas. «En las montañas, por poco que las crestas fueran altas y sin tajos profundos, los

grupos agrarios no podían tener más marco que los valles. En ninguna parte aparece tan acusado ese rasgo, sin duda, como en los Pirineos occi­ dentales y centrales, donde cada valle reúne a su alrededor todo un mun­ do de pequeños valles afluentes Los Pirineos occidentales no igno­ raron, desde luego, el régimen señorial, Pero no parece que éste ejerciera, ni con mucho, la misma influencia que en la mayor parte de Francia. Por lo menos en el ámbito del pastoreo [... ] Por lo que respecta a la posesión y la administración de los pastos, no cabe ninguna duda. Correspondían, en lo esencial, a las comunidades», mientras que en la parte oriental de la cadena las tierras feudales eran numerosas y las de los municipios (commuñes) poco extensas. «El sentido colectivo y vigoroso que animaba &las poblaciones pirenaicas se adecuaba muy bien al hábitat extremadamente disperso [...] La comunidad familiar [...] en aquellos valles del sudoes­ te, [... ] parece que conservó su fuerza hasta tiempos particularmente pró­ ximos a nosotros. Su originalidad procedía, sobre todo, de la existencia de un derecho de primogenitura prodigiosamente riguroso. Se llamaba uostau”\ la palabra, por su sentido primitivo, que es, claro está, ei de "casa", sugiere con respecto a "manso”, extendido en otras partes y con una significación original muy semejante, un parentesco semántico sin­ gularmente sugestivo. Así divididas en pequeños grupos patriarcales, las grandes “vcsiaus”, con sus pastos, podían abarcar un valle entero o —de­ bido quizás a una fragmentación ocurrida a lo largo del tiempo— solamen­ te una parte de un valle. Esas colectividades de pastoreo, por muy firme­ mente cimentadas que estuvieran, no tenían nada que ver con una demo­ cracia. Formaban sociedades fuertemente jerarquizadas En la cús­ pide, un verdadero “patriarcado rural", la oligarquía de las “tmisons casoleras", favorecida por los reglamentos de pasto. Totalmente seme­ jante fue, como es sabido, la estructura de las otras repúblicas campesinas de la antigua Europa, y en especial la de las tierras bajas del litoral del mar del Norte.» Rña, de H. CavaiÜés (1932, pp, 498-499). La "organización comunitaria" fue muy fuerte en los “campos abier­ tos del norte", pero «[...] nada sería más inexacto que negar a las pobla­ ciones de los bocages todo sentido del esfuerzo colectivo. El empeño de los hombres del campo bretones en la defensa de sus bienes comunales apenas tuvo igual en la antigua Francia. Incluso en nuestros días, Louis Fournier, en su excelente monografía del municipio de Bulat-Pestivien, en el corazón de la Cornouaille, ¿acaso no nos muestra a los campesinos acostumbrados a prestarse ayuda mutuamente para todos los grandes tra­ bajos y, en caso de accidente grave del ganado, haciendo colecta entre los vecinos como si hubiera un seguro? Y en las aldeas de la Marche, para los acarreos y la trilla, especialmente, ¿acaso no vemos subsistir, a un tiem­ po como necesidad de hecho y como obligación moral fuertemente sentí-

da, la antigua práctica de la ayuda mutua, el "arban” del viejo lenguaje rural (cf. L. Lacrocq, Monograpkie de la commune de la Ceüe-Dimoise, 1926, p. 240)? La verdad es que en esos campos el espíritu de solidaridad, o, por hablar como Dion, de "disciplina social", aun cuando no tuviera en sí mismo menos fuerza que en otros lugares, no revestía las mismas formas que entre los habitantes de las zonas de campos abiertos y alargados. La estructura tradicional de los trabajos agrícolas, en armonía con una agri­ cultura muy individualista, le condenaba a buscar aplicación más en las faenas domésticas que en la propia explotación de las tierras. Las condi­ ciones del hábitat hacían que las comunidades fueran mucho menos nume­ rosas, y por lo tanto menos fuertes y con menos tendencia a las gran­ des empresas Y quizás, en regiones de cercados, aún hoy se encon­ traría un testimonio bastante notable de los límites que así se imponían al instinto comunitario en la operación de la trilla del grano, verdadera­ mente crucial [...] En la Marche pueden verse, cada verano, todos los grupos de trabajadores que se afanan en torno a la máquina, sucesivamen­ te puesta al servicio de las diversas familias. Pero la propia máquina, por lo que yo sé, siempre se alquila a un empresario. Nada de esas trilladoras en cooperativa tan extendidas en otras provincias. Éstas suponen, proba­ blemente, grupos más amplios. Al menos eso es lo que parecen sugerir algunas observaciones, cierto que demasiado rápidas y fragmentarias para autorizar nada más que una fugitiva hipótesis. ¿Cuándo tendremos mapas que, junto a la distribución, lugar por lugar, de los antiguos procedimien­ tos utilizados para separar la paja del grano —mayal, rodillo, desgrane bajo las pezuñas de los caballos—, pongan ante nuestra vista la de los regímenes de empresa que, en nuestros días, gobiernan esa iniciadora de la motorización rural que es la máquina trilladora?» (1936, pp. 257-258). Igualmente, pp. 267-268. La evolución de las comunidades locales alemanas fue objeto de una obra de conjunto, con un importante espacio dedicado a las regiones rena­ nas, de Fr. Steínbach y E. Becker, Geschichtliche Grundlagen der kommunalen Selbstverwaltung in Deutscbland, Bonn, 1932, con 28 mapas. Allí se ven, como en la Francia monárquica, «las necesidades casi ineluctables que hicieron buscar a todos los gobiernos preocupados por mantener el contacto directo con sus súbditos, contra las usurpaciones señoriales, el &poyo de comunidades organizadas». Cuando se estudian las colectividades rurales, hay que insistir en las obligaciones que implicaban y no hay que omitir las rivalidades de clase (labradores contra braceros), de decisivo pa­ pel (1935, pp. 426-427).

C omunidades

familiares

(pp.

417-419)

Tuvieron una enorme importancia, Una comunidad familiar clásica fue la de ios Jault o Lejault, cuyo emplazamiento constituyó el núcleo de una aldea del mismo nombre, en el municipio de Saint-Benin-des-Bois (Niévre). Fue descrita a menudo, especialmente por el mayor de los Dupin, que la vio en 1840, poco antes de su desmembramiento; su «sabroso cua­ dro» fue reproducido en sus Réquisiioires..,, t. VI, 1842, p, 493- Le Play explicó su disolución, Les ouvriers de l'Occident, t, V, p, 300 ss. Nuevo estudio por parte de Ch. Prieuret, «Une association agricole du Nivernais. Histoire de la grande communauté des Jault (1580-1847)», en Bull. de la Société Nivernaise des Lettres, Sciences et Arís, 1930 (1933, p. 191). También en Provenza, los contratos “de hermanamiento" unían a ve­ ces a la comunidad familiar a gentes extrañas por la sangre. A partir de la segunda mitad del siglo xvi, en Provenza, esas asociaciones familiares se hacen infrecuentes, y luego desaparecen. El «mecanismo de esa insti­ tución» fue claramente expuesto por R. Aubenas, «Le contrat d’"affrairamentum" dans le droit proven^al du moyen age», en Revue Historique de Droit Franqais et Étranger, 1933 (1934, p. 200), Igualmente R. Aubenas, en Anuales, 1936, p. 535. La monografía del Dr. P. Cgyla dedicada al pue­ blo de Ginestas, en el Narbonnais, de 1519 a 1536 (Carcassonne, 1938), basada casi exclusivamente en documentos notariales, y muy rica, por otra parte, en lo referente a la sociedad rural del siglo xvi, presenta cu­ riosos planteamientos sobre esos "contratos de fraternidad artificial'' (III, 1943, pp. 111-112). El burgo de Blesle (Haute-Loíre), en contacto con el Cézallier y con el valle del Alagnon, que se abre sobre la Limagne dTssoire, emplazamien­ to de una gran abadía, centro activo de comercio y de artesanado, tuvo un estudioso de su pasado en el notario G. Segret, «investigador sagaz», autor de estudios aparecidos en la Revue d’Auvergne, 1922, y el Mmanach de Brioude, 1924, 1925 y 1934, «El trabajo más importante y más reciente se refiere a la transmisión de los patrimonios familiares. En los siglos xvii y xvm, gracias a la práctica del nombramiento de heredero, y a menudo en contra de las disposiciones consuetudinarias legales, las familias burguesas y sobre todo campesinas —mucho más que los linajes nobles— conseguían asegurar la continuidad de la "casa", es decir, de la fortuna rústica y de la explotación, en provecho de un heredero único, escogido bastante arbitrariamente entre sus hermanos y hermanas. ¿Qué hacían los otros hijos? Algunos de ellos seguro que emigraban, o se ha­ cían artesanos o jornaleros. Otros permanecían en comunidad con su her­ mano más favorecido, o a veces con su cuñado, porque ocurría que el

elegido fuera un yerno [...] esas "compañías" a pan y cuchillo, tdn-extendidas en otras regiones de Francia, no eran alrededor de Blesle ni muy numerosas ni muy amplias [... ] Es evidente [... J que, debido a las com­ pensaciones en dinero a que estaba obligado el heredero instituido con respecto a sus hermanos o hermanas, la protección asegurada a la "casa" tenía su reverso: sobre la propiedad rústica gravaban cargas bastante pe­ sadas, que probablemente drenaban una buena parte del capital que hu­ biera sido necesario o útil para la explotación. Sería bueno saber en qué medida esas prácticas contribuyeron al endeudamiento de los campesinos que, por Jo que parece, no fue en Auvergne menos grave que en el resto de la antigua Francia [...] crisis financiera rural La Revolución, al abolir la institución contractual, y el Código Civil, al limitaría, provoca­ ron un fuerte proceso de fragmentación. Durante el período en el que se admitió la rescisión retroactiva de las instituciones antiguas (17 nivoso año II — 19 fructidor año III), se vio cómo "burgueses, comerciantes y campesinos se precipitaban a casa de Jos notarios para [...] arrancar a sus hermanos mayores, unos un complemento de la dote, otros algunas tierras o algunos prados", Pero desde finales del siglo xix los campesinos o sus consejeros han aprendido a esquivar la ley, y de nuevo se evita casi siempre el reparto en especie. Es característico que esa vuelta a los usos del pasado haya sido facilitada por el aumento de la riqueza mobílíaria entre la clase agrícola; coincide, por lo demás, con una visible tendencia a la reconcentración. Así se nos revela la originalidad de una evolución regional muy diferente, por lo que parece, de lo que puede observarse en otros parajes franceses» (1935, pp. 331-332). 442-449) En el interior de la propia sociedad campesina había antagonismos de grupo, y en la Francia del siglo xvrrr éstos se manifiestan con gran inten­ sidad; existía en primer lugar la oposición entre los campesinos propieta­ rios y los braceros. A propósito del "arte popular", «carácter unitario e igualitario del "pueblo”, y especialmente del pueblo de Jos campos: una ilusión más que hay que rechazar a toda costa [...] Hay campesinos y campesinos, y, entre las diversas capas sociales, no sólo Ja vestimenta, sino también el mobiiiario, Ja propia casa y, en una palabra, el modo de vida, en todas sus manifestaciones exteriores, ayudan a marcar las diferencias; la arqueología puede prestarnos el gran servicio de precisarlas» (1930, p. 406), Igualmente, 1931, p. 283. «Y es que verdaderamente, más o me­ nos enmascarado por ese barniz de consideraciones de fácil moralización que es una de las taras de la literatura "agraria”, lo concreto se toma por fuerza su revancha. Gran explotador de la Beauce o del Valoís, aparcero C lases

sociales en los campos

(pp.

del Lemosín, pequeño productor de las regiones de policultivo, bracero que padece por las vastas explotaciones de las tierras de trigo o de remo­ lacha, capitalista urbano en busca de inversiones rústicas generadoras de una renta modesta pero segura: son ésos otros tantos tipos humanos —y no están todos-— que, con toda seguridad, no tienen ni los mismos inte­ reses, ni las mismas posibilidades mentales de adaptación, ni la misma concepción del provecho; ante un problema como el del precio del trigo, reaccionarán necesariamente de modo diverso, aunque no sea más que porque no venden —cuando venden— en la misma cantidad ni en el mismo momento, y, respecto a la cantidadque reciben, no se plantean los mismos empleos» (1940, p. 52). Esa cuestión de las clasessociales en la sociedad rural aparece clara­ mente, por ejemplo, a principios del siglo xix, en Vendenheim (Bajo Rin), que era entonces un «pueblo superpoblado». «La sociedad se dividía allí en clases rigurosamente opuestas: grandes propietarios, que se distin­ guían por el indiscutible signo de riqueza que era la posesión de diversos tiros de caballos, pequeños campesinos y, finalmente, jornaleros, obligados a buscar un complemento a sus recursos en la clásica industria del tisaje.» C. Sittig, en Revue d'Alsace, 1934 (1936, p. 595). Iguales problemas de clases estudiados respecto al Namurois del siglo xvm por P. Recht, en Annales de la Société Archéologique de Namur, 193S. Éste intentó una «exacta y concreta descomposición de las colectividades campesinas en clases, diferenciadas por su situación económica, su participación en la administración de la comunidad y su estado de espíritu». Dejando a un lado los grupos cuya actividad principal no era la agricultura (molineros, artesanos, comerciantes), las gentes de los bosques (leñadores, carboneros) y finalmente los itinerantes (tratantes de granos, cocheros), distinguió cua­ tro clases de campesinos: los "censatarios" (censiers)t que explotaban al menos un arado (30 bonniers), los "grandes campesinos" (gros mamuts), dotados de medio arado, los "pequeños campesinos" [petits manants), sin tiro de arado, salvo en la zona de pastos del Condroz, y que tomaban prestados los animales de labor de los vecinos más afortunados, y los "campesinos pobres" (pauvres manants), simples jornaleros, casi sin tie­ rra. Los límites entre las clases no coinciden para nada con las diferentes explotaciones, de tenencia hereditaria o de arriendo: «Como en Francia, el gran explotador, en su “cense", con los edificios en torno a un corral bien cerrado, aparece como el rico, frente al pequeño tenedor que, en su casa de adobe, lleva una vida precaria y dependiente». Desde el siglo xvi, en que se oponían simplemente los "labradores", las dos primeras clases, y los "braceros", las dos últimas, la jerarquía de hecho se ha complicado (1941, pp. 181-182). «Penetrantes observaciones» sobre «los grupos y las clases en las sociedades rurales», presentadas por A systematic source

book in rural sociology, de P. A. Sorokin, C. C. Zimmerman y Ch. J. Galpin, t. X, Minneapolis, 1930 (1932, p. 475). E. Salle «se ha esforzado en cifrar los presupuestos de las diversas situaciones campesinas, en el siglo xviii, en dos parroquias de la Cham­ pagne del Berry» (en Revue de l’Ácadémie du Centre, 1939, pp. 83-97). «Las conclusiones son bastante sombrías. Los criados de cultivo apenas ganaban para vestirse [...] formaban una mano de obra inestable y fácil­ mente oprimida; cuando la recluta de los trescientos mil hombres, en el 93, de los ocho que enviaron las dos parroquias, seis pertenecían a esa clase. Los jornaleros disponían de una vivienda propia, generalmente con un pedazo de tierra, pero a menudo ésta era de alquiler, y parece que sus salarios aumentaron mucho menos que los precios de las subsisten­ cias; el examen de los procesos incoados por la administración de im­ puestos muestra que no consumían casi ninguna carne, ni siquiera de cer­ do. Tampoco los aparceros y arrendadores se aprovecharon del alza tanto como habría podido imaginarse, porque las cargas fiscales eran grandes y los arriendos elevados, y los campesinos, incluso los de buena posición, se encontraban constantemente endeudados» (III, 1943, p. 110). Las industrias rurales, sobre todo las textiles, fueron un gran recurso complementario para los braceros y pequeños campesinos; por ejemplo, industria textil en la Champagne de Troyes de 1784 a 1789, 1938, p, 183. , Industria de horquillas de madera de aimecino en la pequeña población de Sauve, en el Languedoc, desde el siglo xvi, según H. Chobaut (1933, p. 322). Algunas monografías de pueblos y de regiones rurales: H. Javelle, sobre Vííleneuve-Saint-Georges (Seine-et-Oise), Aviñón, 1936, no ha uti­ lizado en los Archives Nationales «una de las más bellas colecciones de documentos de nuestra historia rural» (1941, p. 184); A. Morin, sobre Saint-Pouange (Aube), Troyes, 1935 (1936, pp. 592-596); C. Sittig, sobre Vendenheim (Bajo Rin), desde principios del siglo xix, en Revue d'Alsace, 1934 (1936, pp. 594-595); Dr. de Brinon, sobre Vaumas (Allier), Moulins, 1935, y Ed. Garmy, sobre la región de Marcillat dAllier (1936, pá­ ginas 592-594); L. Fourníer, sobre el municipio de Bulat-Pestivien, en Cornouaille (Cótes-du-Nord), Saint-Brieuc, 1934 (1936, pp. 595-596); Th. Chalmel, sobre Saint-Pere-Marc-en-Poulet (ílle-et-Vílaíne), Rennes, 1931 (1933, pp. 471, 473, 475); J. Durieux, sobre Saín t-Aquilin, en el Pérígord, Périgueux, 1936 (1941, p, 184). Sobre la Brie antigua, 1934, p. 322. E l h á b ita t (pp. 410, 412, 416, 418-419, 424)

Marc Bloch tenía la intención de desarrollar el pasaje de La historia rural referentes a ese «gran problema: el hábitat». En septiembre de 1931,

el Congreso internacional de Geografía reemprendía el estudio del hábitat rural; era el resultado de un estudio del que Albert Demangeon había trazado las líneas principales y destacado las conclusiones más importantes. A ese respecto: «El estudio parte del estado actual, el único que puede ser percibido en su detalle [...] Pero, como dice excelentemente Demangeon, "el punto de llegada de la investigación científica, es decir, la explicación de los hechos de hábitat, no puede alcanzarse sin la utilización de los documentos históricos". Con otros términos, el presente puede muy bien ser descrito por sí mismo, pero no encierra dentro de sí su propia explica­ ción, o por lo menos su explicación global, puesto que no es más que la resultante del pasado. Yo querría añadir [...] que para esa investigación retrospectiva nada es sin duda más importante que distinguir exactamente las diversas fases de la ocupación de la tierra». Cierto que no deben des­ cuidarse las condiciones físicas. No obstante, de los estudios sobre el há­ bitat, «la gran lección que se desprende es, sin duda, ante todo, una lec­ ción de método. Observar el estado presente del hábitat, el problema, des­ pués de todo, por delicado que sea, no deriva más que de una técnica, que es bastante simple en sus principios y que los geógrafos pronto llevarán a la perfección. Pero a partir del momento en que, como quieren hacer De­ mangeon y sus colaboradores, negándose a detenerse en los síntomas, se intente pasar a la explicación, ¿cuántos no serán los elementos que entren en juego?: condiciones físicas, etapas del poblamiento, influencia ejercida por el señorío —sobre la que se encontrarán interesantes observaciones en la tesis de Clozier, quien ha creído observar que, en el Lot, en los lugares en que "a partir del siglo xv se mantuvieron una casa feudal po­ tente o un monasterio, no hay" (o ha dejado de haber) "hábitat disper­ so"—, acción de las vías de comunicación, factores de orden religioso (las órdenes de tendencia eremítica, como el Císter, multiplicaron las "gran­ jas" aisladas, y su ejemplo hizo sin duda mucho para reintraducir ese modo de ocupación), y, finalmente, los fenómenos de estructura jurídica, sobre los que, si he insistido tanto, ha sido sólo porque a veces parecen injustamente descuidados. Podría existir la tentación de decir que no tendremos una buena historia del hábitat (me refiero a historias de marco regional, las únicas que pueden concebirse) en tanto que nos falten, igual­ mente región por región, buenas monografías sobre la historia de la evo­ lución de la familia». Es indispensable una estrecha colaboración entre los diversos procedimientos de investigación (1932, pp, 489-493). R. Dion sostuvo en el Val de Loire que el hábitat disperso iba ligado casi siempre a los campos irregulares, «El hábitat está con seguridad en estrecha relación con la disposición de las tierras de cultivo. No obstante, depende al mismo tiempo de tantas otras causas, de esos hechos de estruc­ tura social [...], de la preocupación de la seguridad, y aún sin duda de

tantos factores físicos o humanos [...]» (1934, p. 488). R. Dion, «Apergus généraux sur le paysage rural de la France», en Bull. de la Société Belge d'Études Géographiques, 1936, da «indicaciones muy interesantes, en particular, sobre las razones técnicas del hábitat disperso, en regiones de bocages con landas. Dichas indicaciones explicarían bien el carácter reciente de muchas aldeas, en contraste con los “bourgs”. Pero ¿no habría que mirar también de! lado de la estructura familiar?» (1941, p. 124). También, a propósito de las kopanice, aldeas forestales de Eslovaquía (1930, p. 109) en las que P. Deffontaines, La vie forcstiére en Slovaquie, 1932, ve antiguos núcleos de pastores poco a poco fijados a la tierra, «ese problema del hábitat disperso no puede ser resuelto sin un cuidadoso exa­ men de la constitución del grupo familiar, al mismo tiempo, por otra parte, que de la organización de los poderes señoriales» (1933, p. 496). Por otro lado, no puede decirse «que los campesinos edificaron sus pue­ blos cerca de los castillos. Naturalmente, algunas veces el hecho tuvo que producirse. Casi siempre, no obstante, el pueblo era más antiguo que el castillo. ¿Cuándo acabaremos con el obstinado mito de que "antes, era el señor"?» (1931, pp. 258-259). «Ninguna explicación válida posible del hábitat que no se apoye, ante todo, en un exacto análisis de la estructura social y de su evolución» (I, 1942, p, 119). Volviendo sobre esa cuestión de “el pueblo y la casa", Marc Bloch dice de nuevo que la concentración del hábitat y la morfología de las poblaciones no pueden set estudiadas sin confrontación con la «forma de las tierras de cultivo» y la «antigua estructura de los señoríos». Hay que abstenerse de las «grandes teorías etnográficas» (crítica de las «pretendi­ das observaciones» de Meitzen y de su «mapa, grandemente fantasioso, del reparto de las formas de hábitat aglomeradas y dispersas», 1936, pá­ gina 584). Por lo demás, «las relaciones con la constitución de la familia no son simples, porque son relaciones humanas». He aquí ejemplos muy claros de esas relaciones: en la meseta de Lhers, en los Pirineos, en el siglo xix, tras la «disolución de las grandes comunidades familiares y de sus patrimonios», los hijos menores formaron una aldea, en el municipio de Accous (P. Dejean, en Revue Géographique des Pyrénées, 1932). En otros lugares de los Pirineos fueron observados hechos del mísmo género, de fundación de explotaciones y casas por los hijos menores fuera de los pueblos. Así pues, la «fragmentación de la comunidad familiar» llevó con­ sigo una dispersión del hábitat, así como la descomposición de las «agrupa­ ciones patriarcales» llevó a la sustitución de la aldea por la casa aislada (1934, pp. 482-483; 1932, pp, 491-492). A partir del siglo xvn y sobre todo del xix, avance del hábitat disperso en Provenza, señalado por R. Busquet (1932, p. 417). Hay que destacar que O. Tulippe, Vhabitat rural en Seine-et-Oise,

1934, «tras intentarlo ha tenido que renunciar a sacar ningún partido de la clasificación de los pueblos según las formas geométricas de sus pla­ nos» (1936, p. 264). En Le Lannou, Pátres et paysons de Sardaigne, 1941, hay «un nuevo golpe mortal ai pseudodetermínismo geográfico, en una de sus formas antes más rebatidas: en Cerdeña, ni los grandes pueblos, orga­ nizados para la defensa, ni las moradas aisladas de los roturadores, temie­ ron situarse lejos de los puntos de agua» (III, 1943, p. 97). Las a ld e a s (pp. 412, 416, 418-419)

Un problema importante y delicado es el de la aldea, más difícil de definir y de clasificar que el pueblo grande y la casa aislada. «Acertadamen­ te, Demangeon concluye que la respuesta no puede pedirse más que a la propia historia: si es “aglomeración primaria", la aldea “corresponde al hábitat concentrado”, y si es "aglutinación de casas primitivamente aisla­ das", deriva del “hábitat disperso”.» Ciertas aldeas del Lemosín se re­ montan a la época franca. Hay fenómenos de estructura social que pueden explicarlas. Su origen estaría en la descomposición de mansos con la vi­ vienda y las tierras separadas. Es una conjetura, pero fenómenos análogos más recientes son más fáciles de entender, al conocerse mejor «otro grupo familiar, sin duda más restringido y más reciente, que era la communauté taisible, casi universal en la edad media, con un papel todavía importante en ciertos lugares hasta pleno siglo x viii y todavía no muerto del todo hoy en Auvergne. Pues bien, sabemos de modo ya absolutamente seguro que muchas de nuestras aldeas nacieron de núcleos constituidos por colectivi­ dades de ese tipo». Primitivamente, los “caparsonniers" no habitaban por lo general más que en una sola casa. Al romperse la unión, si los disiden­ tes se alejaban, la vieja sociedad, la "freresche”, no dejaba más que una explotación aislada. Pero si se quedaban, se creaba una aldea, cuyo nom­ bre recuerda el origen (por ejemplo, “Casa de tal" o "Los cual", nombres tan extendidos sobre todo en el centro). «Conocemos con precisión el caso de una communauté taisible del Nivernais [la de los Jault], cuyos miembros, hacia principios del siglo xix, al decidir vivir aparte, empeza­ ron por dividir con tabiques la vasta morada de otro tiempo. Inversamen­ te, en ciertos lugares, hacía el final del Antiguo Régimen, al reunirse las tierras de aldeas enteras en manos de ricos compradores de la burguesía o de la nobleza de toga, una explotación única pasó a ocupar el lugar de la menguada aglomeración de antaño: así se ve cómo las vicisitudes del hábitat, al modo de un barómetro registrador, traducen fielmente las de la propia evolución social. En cuanto a las aldeas relativamente recientes —de roturadores forestales, por ejemplo— constituidas poco a poco por agru-

pamiento al azar, y desprovistas, en todo caso, ordinariamente, de toda base familiar, representan un tipo muy diferente del “mas” del Lemosín o de los puñados de comunidades "a pan y cuchillo", por ejemplo, del Nivernais. Son, a decir verdad, en el pleno sentido de la palabra, auténti­ cos pueblos a los que las condiciones humanas y físicas de pobiamiento han condenado a no desarrollarse nunca mucho» (1932, pp. 491-492). Así pues, las aldeas no tienen todas el mismo origen ni la misma sig­ nificación social. No confundir «dos realidades esencialmente distintas: la aldea y la casa aislada» (1936, p. 584). La aldea es «característica, porque representa, y sobre todo represen­ taba, un modo de hábitat mucho más extendido» que la casa aislada; «se encuentra en plenos campos abiertos del norte». Pero «[...] la palabra aldea, demasiado uniforme, recubre si bien se mira realidades huma­ nas a menudo muy opuestas. Tómese, en el oeste o el centro, una antigua comunidad familiar, una "fréreche”, aislada desde el principio en medio de sus posesiones y cuyos miembros, poco a poco, se han hecho su hogar aparte. Póngase la vísta, en los bosques del Hurepoix, en una pequeña colonia de roturadores, llegados quizá cada uno de un punto distinto del horizonte. Considerando solamente el número de casas o de hombres, ambos núcleos de población se podrán colocar bajo la misma rúbrica. ¿Podrá creerse, no obstante, que fueran semejantes en ambos lugares las costumbres colectivas, cuya huella está siempre en la forma de las tierras de cultivo? Afortunadamente liberado, por los propios esfuerzos de los geógrafos, de las trabas de un determinismo geográfico demasiado simplis­ ta, el estudio del poblamiento depende hoy —nunca se repetirá lo sufi­ ciente—, en sus avances, ante todo, de una más íntima vinculación con el análisis de la estructura social. Contar los individuos o sus viviendas está bien; contar las familias no es menos útil; describir el funcionamiento de los grupos que viven y se esfuerzan en común, eso sería mejor aún» (1936, p. 265). En los municipios de Seine-et-Oise estudiados por O. Tulippe, «las aldeas eran numerosas, ¿Por qué? Sólo la historia de la ocupación de la tierra y de los vínculos familiares podría dar ahí la respuesta [...] Es significativo que a menudo en las tierras de ese tipo —igual que en Magny, en Hurepoix— se señale un clarísimo contraste entre el nombre del centro, actual o antiguo, de la parroquia, el “bourg", y los de gran número, por lo menos, de las aldeas; el primero es de origen visiblemente céltico o galorromano; los otros atestiguan una fundación mucho más reciente En Bresse y en el Máconnais del norte, parece haber gran número de aldeas provistas de nombres "célticos, precélticos o gaiorroma­ nos”, mientras que en el Máconnais del sur, nuevamente, las aldeas, a menudo bautizadas según las comunidades familiares, son visiblemente, en su mayoría, mucho menos antiguas que los centros de los municipios.

Cf. J. Jeanton, Vhabitation paysanne en Brease, p. 34, y L’habitation rus­ tique au pays máconnais, p. 111, Convendría averiguar si el contraste que aparece así en la historia del hábitat entre esas dos pequeñas regiones coincide con una diferencia de estructura agraria» (1936, pp, 272-273). A. Ombret, «L’habitat rural en Bas-Pays limousin» [Bassin de Brive], en Kevue Géographique des Pyrénées, 1937, distingue también los "pueblos colgados" (villages perches), con nombres celtas o galorromanos, y los "pueblos de valle" (villages de vallée), de "resonancia más moderna” (1941, pp. 111-112). En la Forterre, región bastante rica del Bourbonnais, al este del Allier, «el hábitat es, por lo menos en nuestros días, muy disperso: domina la gran propiedad, por otra parte en regresión No es imposible que precisamente su supremacía explique la presencia de tantas explotaciones aisladas; es sabido que en muchos otros lugares éstas representan instala­ ciones recientes o, a veces, después de reuniones de parcelas, no son más que lo que ha sustituido a antiguas aldeas» (1932, p, 428). Las aldeas de una colina del Livradois (L. Gachón, en Kevue de Géographie Mpine, 1934), fundadas no antes de la edad media, en su mayoría, parecen «deri­ var de comunidades familiares» (1936, p. 597). Hechos análogos observa­ dos en Bulgaria en una época muy reciente permiten a Marc Bloch una comparación con los resultados de la disolución de la antigua comunidad familiar de los Pirineos y con el origen de muchas de nuestras aldeas (I, 1942, p. 119). Casas

rurales

Las casas rurales, gracias a Albert Demangeon, «están hoy clasificadas en forma mucho más segura que las formas de los pueblos. Siguen siendo casi tan difíciles de interpretar», R. Dion, especialmente, subrayó la opo­ sición entre la "casa de corral cerrado" (Beauce, Picardie) y la "casa de corral abierto” a un terreno de pasto, de las regiones del sur del Loira. Pero se trata de las viviendas de grandes explotadores, de "labradores". «Las chozas de los braceros eran mucho más rudimentarias [...] las casas, si bien tienen sus variedades geográficas, son también, a su manera, instituciones de clase. Por lo demás, ¿acaso el hábitat puede jamás sepa­ rarse de su sustrato social?» (1934, p. 482). Estudios de G. Jeanton sobre la vivienda rústica en el Pays Mácon­ nais (L. Febvre, 1933, p. 306), de G, Jeanton y A. Durafour sobre la vivienda campesina en Bresse (1936, p. 270), y de Mlle. J, MaiUet sobre la jerme a porte-rue en Champagne (L. Febvre, VI, 1944, pp. 116-117). Las construcciones de piedra suelta de las garrigas del Languedoc, abrigo de pequeños explotadores, y de Auvergne, cabañas de pastores, son de «fecha muy reciente» (1936, p. 274; III, 1943, p, 96),

Capítulo 6

Es costumbre designar con el nombre de «revolución agrícola» las grandes transformaciones de la técnica y de los usos agrarios que, en toda Europa, en fechas variables según los países, señalaron la llegada de las prácticas de la explotación contemporánea. El término es cómodo. Apunta a un paralelismo entre esas metamorfosis rústi­ cas y la «revolución industrial» que dio origen a la gran industria, paralelismo ai que no pueden dejar de reconocerse su exactitud y su verdadera base en los hechos. Pone además el acento en la amplitud y la intensidad del fenómeno. Parece que, definitivamente, hay que darle derecho de ciudadanía en el vocabulario histórico. Pero con la condición, no obstante, de evitar los equívocos. La historia rural, toda ella, desde los primeros tiempos, fue un perpetuo movimiento; cíñéndonos a la pura técnica, ¿hubo transformación más decisiva que la invención del arado de ruedas, la sustitución del cultivo temporal por las rotaciones reguladas y la dramática lucha de los roturadores contra la landa, el bosque y los usuarios? «Revolución», sin duda, puede decirse de los cambios cuyo estudio vamos a abordar, si con esa palabra se entiende una mutación profunda. ¿Sacudida, sin em­ bargo, inaudita, tras siglos de inmovilidad?: nada de eso. ¿Brusca mutación?: tampoco. Duró largos años, e incluso varios siglos. En ningún lugar como en Francia fue tan sensible su lentitud. Dos rasgos la caracterizan: desaparición progresiva de las obliga­ ciones colectivas, donde existían antiguamente, y novedades técnicas. Los dos movimientos tuvieron estrechos vínculos, y fue al coincidir ambos cuando despuntó, en el pleno sentido de la palabra, la revo­ lución. Pero no fueron exactamente coetáneos; en Francia, al igual

que en casi todos los países —Inglaterra, por ejemplo— , el asalto a las obligaciones colectivas precedió, con mucho, a las modificaciones del cultivo propiamente dichos. 1. E l PRIMER ASALTO CONTRA LAS OBLIGACIONES COLECTIVAS: P rovenza

y

N o rm andía

En Provenza la abertura de heredades había sido en otro tiempo casi tan rigurosa como en las demás regiones de tierras abiertas,1 Si bien a veces les estaba permitido a los cultivadores cercar una parte de sus barbechos, en especial para el alimento de sus anímales de labor, esa facultad — en Grasse, por ejemplo, según los estatutos de 1242—2 se limitaba a una pequeña parte de sus posesiones. Pero a partir del siglo xiv se configuró un fuerte movimiento contra la antigua costumbre. Ese movimiento fue lo bastante potente como para dar lugar, ya al final de la edad media, a una tentativa de reforma legal. En 1469 los Estados de Provenza, ocupados en una especie de codificación ge­ neral del derecho público, presentaron al soberano del momento, el rey Rene, la siguiente petición: «Como todas las posesiones pro­ pias de los particulares deben ser para provecho suyo y no de los demás, suplican los Estados que todos los prados, viñedos, cercados y otras posesiones cualesquiera que puedan ser cercadas lo estén todo el año bajo pena temible, a pesar de toda costumbre contraría vigente en los lugares dependientes del rey». El rey asintió: «Consí1. Sobre la historia agraria de Provenza —casi toda por escribir, aunque no faltan los documentos, especialmente sobre la transhumancia, cuyo estudio proporcionaría a la historia de la estructura social datos de tan vivo interés— véanse los juristas de Antiguo Régimen, especialmente J. Morgues, Les statuts, 2* ed., 1658, p. 301; las respuestas del intendente y del fiscal general a la encuesta de 1766 sobre la abertura de heredades; las respuestas de los subprefectos y alcaldes de las Boucbes-du-Rhóne a las encuestas de 1812 y 1814 (Arch. des B.-du-Rhóne, M 136 y Statistique agricole de 1814 1914); las cos­ tumbres locales impresas de las Bouchcs-du-Rhóne (Ch. Tavernier, 1859) y del Var (Cauvín y Boulle, 1887, pero según una encuesta de 1844); finalmente, P. Masson, en Les 'Bouches-du-Rhóne, Bncyclopédie départetnentde, t. VII: UAgrktdture, 1928. 2. F. Benoit, Recueil des actes des comles de Provenas, t. II, 1925, p. 435, n. 355, c. VIL

derando que es justo y equitativo que cada cual disponga y tenga potestad sobre su posesión, hágase como se ha solicitado»,3 A decir verdad, ese «estatuto» — en elio se había convertido mediante la aprobación real— , por lo que se refería a las tierras de labor, no era de una perfecta claridad. Los comentadores, no obstante, fueron unánimes en interpretar que abolía totalmente la abertura de here­ dades obligatoria. Lo único es que, asemejando en ello a la mayor parte de actos legislativos de la época, no se observó demasiado. Revela un estado de espíritu. Pero la verdadera transformación llegó de otra parte: de decisiones locales, comunidad por comunidad. Se escalonó por lo menos en cuatro siglos, del xiv al xvn. Para con­ tarla con exactitud, habría que tener la historia detallada de casi todos los burgos o pueblos de Provenza, No sorprenderá que yo ten­ ga que limitarme —por falta de espacio y por falta también de los datos necesarios— a un rudimentario esbozo 4 A menudo, sobre todo en los primeros tiempos, la abertura de heredades (compascuité) fue sólo reducida. A veces se extendía a nuevos cultivos la protección de que siempre habían sido objeto ciertos productos privilegiados: en Salón, donde sólo las viñas se sustraían antiguamente al pasto, en 1454 se añadieron los olivares, las tierras de almendros e incluso los prados.5 O si no se prohibía el apacentamiento en toda una parte de las tierras, llamada ordina­ riamente, por las cotas que la delimitaban, las «bolles»', era ordi­ nariamente la parte más próxima al núcleo de población, o la más rica. Así, por ejemplo, en Aix, en 1381 —pero se preveía el levan­ tamiento del cercado en caso de guerra, ya que entonces los rebaños no podían alejarse demasiado de las murallas; la excepción rigió des3. Arch. B.«du*Rhóne, B 49, fol. 301 v.°. 4. La naturaleza cíe los documentos impresos e incluso manuscritos, a un investigador sin posibilidades de recorrer la región pueblo por pueblo, le hace más particularmente accesible las deliberaciones de comunidades por lo menos semiurbanas. No hay en esto último gran inconveniente, pues todas esas «villas» provenzales —incluso Aix— tenían un carácter aún muy ampliamente rural. La cuestión de los derechos de pasto en las tierras lindantes era tan grave para los habitantes de Aix que, en el siglo xiv, les llevó a cometer una falsificación: Benoit, loe tit., p. 57, n. 44 (anterior al 4 de agosto de 1351; cf. Arch. Aix, AA 3, fol. 139). 5. R. Brun, La ville de Salón, 1924, p. 287, c. 9; p. 300, c, XX; p. 371, c, 27; cf. más tarde, sobre Alemania, Arch. des B.-du-Rhóne, B 3356, fol. 154 (21 julio 1647). 30. — BLOCH

de 1390— , en Tarascón, en Salón (en 1424), en Malaucene, en Carnoules, en Pernes y en Aubagne.6 En otros lugares, y ya desde los primeros tiempos, se aventuraron medidas más radicales. En Senas el apacentamiento colectivo se rea­ lizaba tradicionalmente en todo el término de tierras, dominio se­ ñorial incluido. Llegó un día en que los señores se dieron cuenta de que esa costumbre les era perjudicial; en 1322 prohibieron para el ano en curso a los rebaños de los campesinos el acceso a los «restoubles» -—es decir, los rastrojos— en todos los campos, pero ellos pretendían seguir enviando su propio ganado. Los campesinos pro­ testaron, y parece que menos contra la prohibición en sí que contra la desigualdad del trato. El problema, al mismo tiempo que técnico, era jurídico: ¿a quién correspondía dictar las reglas agrarias? La sentencia arbitral que medió finalmente zanjó ese conflicto de atri­ bución, siempre delicado, con una definición imprecisa; fue reco­ nocido el derecho del señor a cercar las rastrojeras, pero con la condición de consultar antes a los habitantes, y también de observar él mismo la prohibición, sin lo cual nadie se vería obligado a res­ petarla. Por lo que se ve, los árbitros consideraban del todo natural la abolición de la vieja costumbre que, aunque hecha allí por deci­ siones anuales, debía sin duda tender a perpetuarse.7 Otras comuni­ dades, en fechas enormemente variables, suprimieron de golpe toda abertura de heredades. Salón, por ejemplo, tras el preludio de las moderadas disposiciones que hemos visto, se resolvió a ese decisivo acto poco antes de 1463; Avignon ya en 1458, Riez en 1647 y Oran6. Arch. d’Aix, AA 2, fol. 42 v.°; 46; 45. E. Bondurand, Les cotitumes de Tarascón, 1892, c. CXI. Arch. des B.-du-Rhóne, Lívre vert de l’archevéché d’Arles, fol. 235. F. y A. Saurel, Hisioire de la ville de Malaucéne, t. II, 1883, p. LV (4 junio 1500). Arch. des B.-du-Rhóne, B 3348, fol. 389 v.° (28 septiem­ bre 1631). Giberti, L'bistotre de la ville de Pernes, p. 382. L. Barthélemy, Histoire d’Aubagne, t. II, 1889, pp. 404 ss. (especialmente c. 29). 7. Arch. B.-du-Rhóne, B 3343, fol, 412 v.° y 512 v.° (5 octubre 1322). Las dificultades volvieron a empezar en 1442 [ibid., fol. 323 v.° ss.). Ese último texto, por otra parte oscuro, parece mostrar que la prohibición de pacer en los ras­ trojos no siempre se observaba con exactitud. La puesta en cultivo de los «yermos» (herms) y el ejercicio de los derechos de pasto sobre ellos dieron lugar igualmente a vivas controversias; además de los textos citados (aquí y supra, p. 437, n, 41), véase en el mismo registro fol. 400 v.° (5 diciem­ bre 1432; confirmado 6 agosto 1438) y 385 (29 diciembre 1439). En Digne, la abertura de heredades en las rastrojeras fue igualmente prohibida, en 1365, durante tres años: F, Guichard, Essai hislorique sur le cominalat, t. II, 1846, n.° CXXIII.

ge, más al norte, esperó hasta el 5 de julio de 1789.8 Poco a poco esas decisiones se multiplicaron. En muchos otros lugares, sin que en principio fuera abolido el apacentamiento común, se reconoció a los cultivadores el derecho a sustraer a él sus campos, bien poc acto expreso, bien por efecto de una simple tolerancia, que muy pronto se convertía en ley. A veces esa facultad se limitaba a una parte de cada explotación; en Vaíensolle, por ejemplo, en 1647, era la tercera parte.9 En otros lugares era total. Para apartar a los pastores bastaba una simple señal; en general una «montjoie», montón de piedras o terrones. La observancia obligatoria de los derechos colec­ tivos, en suma, más o menos completamente, se borró de casi toda la superficie de la región. No, sin embargo, de la región entera. Al­ gunas comunidades, fieles a las viejas costumbres, se negaban a admitir cercado alguno, o bien eran los señores quienes, armados con antiguos privilegios, se consideraban con derecho a no respetar las «montjotes». Si pudiera hacerse un mapa agrario de Provenza al término del Antiguo Régimen, se verían, entre amplías extensiones de color uniforme que señalarían el triunfo del individualismo, man­ chas de otro color que indicarían los términos de tierras, más escasos, en los que el derecho de pasto sobre los barbechos se mantenía todavía. Uniendo mentalmente esos puntos dispersos, como hacen los geólogos con los «testimonios» de los estratos erosionados, o como hace también la geografía lingüística con los restos de las formas antiguas del lenguaje, se reconstruiría en toda su extensión el antiguo aspecto comunitario. ¿Por qué, en Provenza, esa precoz desaparición del «comunismo rudimentario» de otro tiempo? A decir verdad, como es sabido, éste nunca había sido allí tan fuerte como en las llanuras del norte. No se apoyaba en el mismo entramado de reglas imperiosas, y sobre todo no se hacía casi necesario, como allí, por la forma misma de las parcelas. En los campos, casi tan anchos como largos, y disper­ sos al a2ar por los términos de tierras, no había dificultades serias 8. Sobre Salón, ver infra, p. 469, n, La cour iemporelle d’Avignon, 1909, p. 149,

12. J. Girare!, y P. Pansier, La c. 95, y p, 155, c. 124, Arch. des B.-du-Rhóne, B 3356, fol. 705 v,° Arch. d’Orange, BB 46, fol, 299 (según inventario; a pesar de haber buscado en el lugar, no pude encontrar el documento), 9. Arch. des B.-du-Rhóne, B 3355, fol. 360 v." (los que levantaban cercas parece que aspiraban a más). En Alemania (B 3356, fol. 154), en 1647, las «devandudes» son permitidas en proporción al impuesto pagado.

para aislarse de los vecinos. Pero el mismo trazado se encuentra en otras zonas, como el Languedoc, tan próximo, o el Berry, más le­ jano, y éstas tardaron mucho más en desprenderse de los viejos sis­ temas. Ese trazado explica que la transformación pudiera hacerse, no que se hiciera, ni que se hiciera tan temprano. Desde siempre se enseñaban en Provenza las leyes romanas, y oficialmente se reconocía que, a falta de estipulaciones particulares de las costumbres, ellas fijaban la norma misma del derecho. Toda restricción de la propiedad individual les era, como decían los viejos juristas, «odiosa». Ellas dieron argumentos a favor de la reforma agraria y hacia ella inclinaron las mentalidades. Visiblemente, el es­ tatuto de 1469 está lleno de su recuerdo. Lo mismo más de una sen­ tencia de tribunal y más de una decisión de comunidad redactada por el hombre de leyes del lugar. Pero su influencia, que secundó al movimiento, no fue lo que lo creó. El Languedoc, destinado en cambio a un triunfo mucho más tardío del individualismo, ¿acaso no vivía también bajo su ascendiente? Las verdaderas causas de la meta­ morfosis del régimen agrario provenzal es en la constitución económi­ ca y geográfica de la región donde hay que buscarlas. La naturaleza de la tierra había impedido en Provenza que ía roturación fuera tan lejos como en otras regiones. No faltaban allí las tierras incultas y destinadas a quedar así para siempre. No había término de tierras que no tuviera su «roche», su «garrígue», cu­ bierta de arbustos aromáticos y con sus grupos de árboles dispersos. Añádanse algunas grandes extensiones demasiado secas y demasiado pobres en humus para prestarse al cultivo, pero que en la buena temporada podían proporcionar una hierba preciosa, en especial la Crau. Esos espacios sin cultivar, claro está, servían de tierra de pasto. Unas veces los rebaños erraban libremente por ella y otras los habitantes, o algunos de ellos, se hacían reconocer el derecho a detraer temporalmente algunas partes, llamadas «cassouh», para cercarlas y reservarlas a los animales de ciertos propietarios. Contra los señores, las comunidades defendían valientemente sus usos. Al igual que las landas en las regiones de cercados, los «herms» pedre­ gosos de Provenza — «herm», en sentido propio, quiere decir desier­ to— permitían a los pequeños explotadores, con más facilidad que en las tierras más completamente roturadas, evitar el apacentamiento colectivo. Porque ocurría precisamente que éste, poco a poco, había dado

en servir sobre todo a intereses diversos de los de los labradores. Los braceros, evidentemente, y los muy pequeños propietarios, aun­ que también para ellos estuvieran abiertos los baldíos comunales, ¿o tenían motivo para desear que los campos escaparan a la antigua obligación; ellos, que no tenían ninguna o casi ninguna tierra, ha­ bían de perder en ese cambio algunas facilidades de pasto, sin ganar nada. En diversos lugares, cuando las revueltas agrarias que coinci­ dieron con la revolución política de 1789, ellos se esforzaron por restablecer el apacentamiento común.10 Sin duda habían lamentado su desaparición. Ciertas hostilidades que quienes ponían cercados encontraron, de modo disperso, en las comunidades, tenían probable­ mente ese origen.11 Pero la verdadera oposición a la restricción de la antigua costumbre surgió de un medio singularmente más pode­ roso: los grandes empresarios de la ganadería lanar, los «nourriguiers». Fueron ellos, por ejemplo, quienes en Salón, apoyados por sus clientes naturales, los carniceros, después de que el municipio obtuviera de su señor, el arzobispo de Arles, la abolición total de la abertura de heredades en tierras de labor, tuvieron en jaque la reforma durante varios años.12 Aunque vencidos en lo esencial y sin haber ganado más que en dos cosas accesorias —el mantenimiento del apacentamiento en los campos aislados en medio de los lugares incultos, y por ello demasiado difíciles de cerrar, y la supresión de 10. Sobre los Alpes Marítimos (la evolución en el condado de Niza, se­ parado de Provenza en 1388, parece que fue parecida a la del resto de la región), ver un informe del prefecto, Arch. Nat., F 10 337 (año XII, 10 frimario). En eí departamento de Bouches