La Historia De B

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Daniel Quinn

LA HISTORIA La búsqueda

de

un misteriosouna novela diferente, que invita a reflexionar sobre el futuro de nuestra especie en el próximo milenio.

EMECÉ

Daniel Quinn nació en Omaha, Nebraska, en 1935. Estudió en las universidades de St. Louis y Loyola en Estados Unidos, ampliando sus estudios en Viena. En 1975 abandonó una larga carrera en el mundo editorial para dedicarse a escribir. Es autor de Providence: The Story of a Fifty-Year Vision Quest y de Ismaely o la salvación de la tierra. Con esta última obra (de próxima aparición en EMECÉ), obtuvo el premio li­ terario Turner Tomorrow, galardón insti­ tuido por el empresario de las comunica­ ciones Ted Turner para estimular solu­ ciones creativas a los problemas que pre­ senta la realidad mundial. La novela, a la que dedicó trece años de trabajo, se convirtió en un éxito de ventas sorprendente, al tiempo que susci­ tó una viva polé­ mica en su país por la radicalidad de sus ideas.

Pueden ponerse en contacto con otros lectores de La Historia de B e Ismael en http ://www. B-network, com

Daniel Quinn

La Historia de B

Emecé Editores Barcelona

Para Goody Gable y> naturalmente, para Rennie, siempre.

Cuando uno no ve lo que no ve, ni siquiera ve que está ciego. Paul Veyne

PRIMERA PARTE

Viernes, 10 de mayn

Diario Hoy me he metido en una tienda y he comprado un cuader­ no, este cuaderno en el que estoy escribiendo ahora mismo. Sin duda se trata de un acontecimiento trascendental. Nunca he llevado (ni he sentido la tentación de llevar) nin­ guna clase de diario, y ni siquiera estoy seguro de que vaya a llevar éste, pero pensé que valía la pena intentarlo. Creo c¡ú£ se trata de un hecho especial, puesto que, aunque en teoría escribo sólo para mí, me siento obligado a explicar quién soy y qué estoy haciendo aquí. Sospecho que todos los que llevan diarios en realidad no escriben sólo para ellos, sino para la pos­ teridad. Me pregunto si habrá algún niño en alguna parte que, en algún momento del despertar de su conciencia, no haya añadi­ do a su dirección «El mundo» y «El universo». Como yo ya lo hice (hace casi tres décadas), empiezo este diario escribiendo: Soy Jared Osborne, sacerdote, pastor ayudante, parroquia de San Eduardo, formado en la Orden de San Lorenzo, de la Iglesia Católica Romana. Y una vez escrito esto, me siento obligado a añadir: un sacerdote no muy bueno. (¡Caramba, esto del diario es muy peligroso! ¡Estas son palabras que nunca me he atrevido a pronunciar, ni siquiera para mí!) Sin po­ nerme a analizar la lógica de esto con demasiada atención, puedo afirmar que, precisamente porque soy «un sacerdote no muy bueno», siento la necesidad de empezar el presente diario en este momento de mi vida. Esto es excelente. Aquí es exactamente donde tengo que empezar. Antes de pasar a cualquier otra cosa, tengo que dejar 13

escrito aquí, en negro sobre blanco, quién soy y cómo llegué a este punto, aunque a Dios gracias no tengo que remontarme a mi infancia. Sólo tengo que retroceder lo suficiente para en­ tender cómo llegué a involucrarme en una de las búsquedas más extrañas de los tiempos modernos.

Cartel de reclutamiento: por qué soy laurentino De acuerdo con una vieja tradición, a los laurentinos se nos ha definido por nuestras diferencias con los jesuítas. Unos his­ toriadores dicen que no somos tan malos, otros dicen que so­ mos peores, y otros dicen que la única diferencia que hay en­ tre nosotros es que ellos tienen mejor instinto para las relaciones públicas. Ambas órdenes fueron fundadas aproxi­ madamente al mismo tiempo para combatir la Reforma, y cuando esta batalla se perdió (o por lo menos terminó), am­ bas órdenes se redefinieron como educadoras elitistas. ¿Y cuál es el origen de los jesuítas y los laurentinos? Los reclutas je­ suítas proceden de las escuelas jesuíticas, y los laurentinos de las escuelas laurentinas. Llegué a los laurentinos desde la Universidad de San Je­ rónimo, el centro intelectual de la orden en Estados Unidos. Esto puede explicar por qué me hice laurentino, pero natu­ ralmente no explica por qué me hice sacerdote. Todo lo que puedo decir ahora acerca de ese punto es que las razones que di cuando tenía poco más de veinte años ya no me parecen muy convincentes. Lo importante que hay que observar aquí es que se me con­ sideraba un verdadero valor cuando todavía no me había licen­ ciado. Se esperaba que fuera una nueva joya de la corona, pero cuando emprendí los estudios de posdoctorado ya se me tenía por un diamante de imitación: mucho brillo pero pura bisute­ ría. Fui una gran desilusión para todos, en particular para mí mismo, por supuesto. Mis superiores lo tomaron con toda la bondad posible. Nunca me invitarían a incorporarme al claus­ tro de profesores de San Jerónimo ni de ninguna otra universi­ dad de la orden, pero sí me ofrecieron un puesto en una de sus 14

escuelas preparatorias. Y si no me interesaba sentirme tan hu­ millado, siempre me podían prestar a la diócesis para trabajar en las trincheras parroquiales. Esto último fue lo que elegí y así fue como terminé en San Eduardo. Digo que no soy muy buen sacerdote. Supongo que esto es un poco como si el caballo que tira de un carro dijese que no es un caballo muy bueno porque esperaba participar en una ca­ rrera pero no alcanzó el nivel requerido. La verdad desnuda es que no hay que ser muy buen sacerdote para alcanzar el ni­ vel requerido para la parroquia. Este comentario no es tan cínico como parece: el sacerdote es sólo un mediador de la gracia, no una fuente de gracia, después de todo. Claro, hay que tener buen carácter y ser paciente y tolerante con los de­ fectos humanos (lo que ya es mucho), pero nadie espera que uno sea un san Pablo o un san Francisco, y el sacramento que recibas de un perfecto cerdo es igualmente eficaz que el que te sea dado de manos de un dechado de virtudes. Tal como van las cosas hoy en día, te considerarán un verdadero tesoro mientras no resultes ser un pederasta o un borracho notorio.

Aparece el padre Lulfre Hace seis días recibí una amable nota del secretario del deca­ no en la que me preguntaba si podía tener la amabilidad de presentarme el miércoles siguiente (anteayer) en el despacho del padre Bernard Lulfre a las tres de la tarde. Pues bien, eso me pareció interesante. Querido Diario: puedo afirmar sin la menor duda que no sabes quién es este Bernard Lulfre, de manera que tendré que aclarártelo. En una palabra, Pierre Teilhard de Chardin fue la estrella de los jesuítas, y Bernard Lulfre es la nuestra. Teilhard de Chardin era geólogo y paleontólogo, y Bernard Lulfre es arqueólogo y psiquiatra. Obviamente, la diferencia reside en que Teilhard de Chardin es mundialmente famoso, mientras que a Bernard Lulfre lo conocen unas diez.personas (que se llaman Karl Popper, Marshall McLuhan, Roland Barthes, Noam 15

Chomsky, Jacques Derrida). No importa. Para aquellos que^ respiran el aire enrarecido de los Alpes eruditos, Bernard Lulfre es un peso pesado. Cuando era estudiante en San Jerónimo, presenté un tra­ bajo que proponía que, aunque la creencia en la existencia de otra vida puede haber dado lugar a la práctica de enterrar a los muertos con sus posesiones materiales, es igualmente verosí­ mil suponer que la práctica de enterrar a los muertos con sus pertenencias provocara la creencia en la existencia de otra vida. El profesor pasó el trabajo a Bernard Lulfre con la esperanza de que pudiera publicarse en alguno de los periódicos con los que él estaba vinculado. Naturalmente, no se publicó, pero atraje la atención del gran hombre y durante una temporada se me exhibió como a un joven prometedor en las reuniones de los profesores. Cuando comencé el noviciado, un año más tar­ de, algunos imaginaron que yo era una especie de protegido, una confusión que estúpidamente no desmentí. El padre Lul­ fre puede que siguiera mis progresos en los años siguientes, pero si lo hizo fue a una gran distancia, y cuando mi carrera académica empezó a flaquear, su distanciamiento se interpre­ tó, con la misma falta de imaginación, como abandono. En los cinco años que siguieron a mi ordenación, hasta que llegó la amable invitación del despacho del decano, no ha­ bía sabido nada de él ni una sola vez (ni lo había esperado). Naturalmente sentí curiosidad, pero no me cortó precisamente la respiración. No me iba a mandar al baile en una carroza. Probablemente me pediría un pequeño favor. Tal vez algunas personas de San Jerónimo habían querido saber algo de al­ guien de San Eduardo y habían dicho: «¿Por qué no hacemos que el padre Lulfre se ponga en contacto con ese joven padre Osborne que trabaja allí?». Nadie dudaría en pedirme que hi­ ciera un poco de espionaje para la orden si el espionaje fuera necesario. Hemos tenido nuestra propia red de espionaje pri­ vado durante siglos y estamos convencidos de que no es ni un ápice menos honorable que la del Mió o la CIA. (Estamos muy orgullosos de nuestras intrigas... en privado, como es na­ tural. Durante las últimas décadas del reinado de Isabel, por ejemplo, nuestro «Colegio Inglés» de Reims infiltró muchísi­ mos sacerdotes espías en Gran Bretaña para mantener vivo el 16

espíritu de insurrección entre los católicos ingleses. Dimos nuestro golpe más sonado en 1773, cuando el papa Clemen­ te XIV tenía ciertos escrúpulos a la hora de destruir a sus vie­ jos amigos los jesuítas; fue uno de los nuestros quiert le indicó cómo razonar con su tierna conciencia y hacer el trabajo.) La orden es nuestra patria, después de todo, y habría que dar por sentado que ni siquiera en el exilio permitiría yo que un insig­ nificante interés diocesano o parroquial hiciera flaquear mi lealtad hacia ella. Por otra parte, si fuera algo tan sencillo, una llamada telefónica habría sido suficiente. Cuanto más pensaba en ello, más intrigado me sentía.

En el despacho del padre Lulfre Nada había cambiado en el despacho del padre Lulfre desde la última vez que yo lo había visitado, diez años antes. Estaba en la misma esquina de la misma planta del mismo edificio. El padre Lulfre tampoco había cambiado. Todavía medía cerca de dos metros, era ancho como una puerta y tenía una cabeza toscamente esculpida que podría pertenecer a un estibador o a un camionero. Los hombres como él no cambian hasta que llegan a los setenta u ochenta años, momento en que se des­ moronan de la noche a la mañana y son apartados bruscamente. He estado cerca de no pocos hombres brillantes para sa­ ber que rara vez son brillantes en la realidad, y el padre Lulfre no es una excepción. Me saludó con una cordialidad poco con­ vincente, charló extrañamente de banalidades, y parecía dis­ puesto a andarse con rodeos durante horas. Por desgracia, yo no estaba de humor para colaborar con él en ese sentido, y después de cinco minutos nos envolvió un silencio espantoso. Con el aire inequívoco de quien toma una decisión heroi­ ca, dijo: —Quiero que sepa, Jared, que hay muchos hombres en la orden que saben que es usted capaz de hacer más de lo que hasta ahora se le ha pedido. Quise decir «caray», pero no lo hice. Murmuré algo en el sentido de que me gratificaba escuchar aquello, pero dudo 17

haber logrado que en mi tono de voz no quedaran rastros de ironía. El padre Lulfre suspiró, como quien se da cuenta de que debe ser todavía más decidido. Dispuesto a darle una oportu­ nidad, le dije: —Si tiene una misión diferente para mí, padre, desde lue­ go que no debe tener reparos en proponérmela. Aquí tiene a un oyente dispuesto. —Gracias, Jared, se lo agradezco —dijo, pero aún parecía poco decidido a continuar. Por fin añadió, con cierta rigidez, como si no esperara que le creyera—■: Sin duda recuerda el mandato especial de nuestra orden. Por un instante lo miré fijamente sin‘entender. Luego, naturalmente que sí, lo recordé. El mandato acerca del Anticristo. *

El «Mandato Especial» Al estudiar la historia de la orden de los laurentinos, todos los novicios aprenden que las constituciones fundacionales de nuestra orden incluyen un mandato muy especial acerca del Anticristo, ordenándonos estar en la vanguardia de esa vigi­ lancia. Debemos saber antes que nadie que el Anticristo se halla entre nosotros... y debemos saber pararle los pies o des­ truirlo, si fuera posible. En la época en que se redactó el mandato, naturalmente, se daba por sentado que la identidad del Anticristo era un asunto resuelto: eran Lutero y sus acólitos infernales. A medi­ da que este convencimiento fue desvaneciéndose, los laurenti­ nos comenzaron a discutir entre ellos acerca de los medios por los cuales se iba a cumplir el mandato. Teníamos que estar atentos y vigilantes, pero ¿atentos a qué? Para mediados del si­ glo XVII, en Europa todos habían oído hablar de tanta gente acusada de ser el Anticristo que estaban completamente hartos del tema, y las especulaciones en ese sentido se convirtieron más o menos en lo que son hoy: el campo de los religiosos fa­ náticos... excepto entre los laurentinos, que desarrollaron tran18

.quilamente su propia teología diferenciada (y no autorizada) .del Anticristo. Conocemos al Anticristo por una profecía de Juan, que escribió en su primera epístola: «Hijos, es la hora final. Se os ha hecho saber que viene el Anticristo, y ahora han aparecido no sólo uno sino una multitud de anticristos, de manera que no puede haber ninguna duda de que la ultima hora ya ha llega­ do». Como esta «hora final» no llegó mientras vivieron los contemporáneos de Juan, los cristianos de todas las generacio­ nes sucesivas buscaron indicios del Anticristo en su propia época. Al principio lo buscaban entre los perseguidores de la Iglesia, especialmente Nerón, de quien se esperaba que regre­ sara de entre los muertos para continuar su guerra contra Cris­ to. Cuando la persecución romana se convirtió en un hecho del pasado, el Anticristo degeneró en una especie de monstruo de leyenda popular, un ser enorme de ojos sanguinolentos, orejas de asno y dientes de hierro. Cuando pasó la Edad Me­ dia y cada vez más gente se sintió indignada por la corrupción eclesiástica, el papado mismo empezó a ser identificado con el Anticristo. Finalmente los papas y los reformistas se pasaron un siglo endilgándose mutuamente el mal nombre. Cuando los laurentinos, con su mandato especial, empezaron a recon­ siderar el tema en los siglos siguientes, volvieron a lo funda­ mental y tomaron nota de que las profecías rara vez son pre­ dicciones literales de acontecimientos futuros. A menudo ni siquiera son reconocidas como profecías hasta que se cumplen. Hay muchos ejemplos en el Nuevo Testamento, donde los acontecimientos de la vida de Jesús se describen como el cum­ plimiento de antiguas profecías que no fueron necesariamente comprendidas como tales por quienes las enunciaron. Los teó­ logos laurentinos razonaron de la siguiente manera: si las pro­ fecías acerca de Cristo deben cumplirse para comprenderse, ¿por qué no puede ocurrir lo mismo con las profecías sobre el Anticristo? En otras palabras, no sabremos verdaderamente de qué hablaba Juan hasta que la cosa suceda, de modo que es casi seguro que el Anticristo será distinto de como lo ima­ ginamos. Si alguien nos dice que Sadam Husein es el Anticristo (y en .realidad fue nominado para ese honor), tenemos todo el 19

derecho de reírnos. El Anticristo no será peor que un Hitler o un Stalin; porque peor que ellos sería más de lo mismo a una escala mayor: sesenta millones de asesinados en lugar de seis. Si hemos de estar en guardia contra el Anticristo, y no sólo contra cualquiera de los malvados de este mundo, debemos es­ tar en guardia contra alguien de un orden completamente nuevo de peligrosidad. Y así es como están las cosas al final del segundo milenio. Pero no exactamente. Esta es sólo la versión «oficial», y la im­ presión que se tiene al recibirla en el noviciado laurentino es que lo del Anticristo es un punto muerto y que así ha estado durante casi dos siglos. Lo que supe en ese momento por el padre Lulfre es que esta impresión es falsa, inculcada adrede a los novicios, princi­ palmente para impedir las murmuraciones que podrían con­ vertirse en una historia bochornosa en la prensa sensacionalista. Esta política funciona. Entre la base de la orden nunca surge el tema del Anticristo. No obstante, en los niveles más altos todavía se mantiene una discreta vigilancia. Muy ocasional­ mente, quizá una vez cada cincuenta años, surge un indivi­ duo preocupante y se envía a alguien de la orden a echar un vistazo. Alguien como yo. Alguien exactamente como yo.

El candidato El candidato era un tal Charles Atterley, un norteamericano de cuarenta años, una especie de predicador ambulante que había estado recorriendo los países del centro de Europa du­ rante una década, recogiendo una cantidad muy elevada pero desorganizada de seguidores que parecían cuestionar todo sentido y sabiduría demográficos. Lo seguían jóvenes y viejos y todo lo que hubiera en medio, de ambos sexos en aproxi­ madamente las mismas cantidades, cristianos y judíos de la corriente principal, clérigos de una docena de confesiones (incluyendo a los católicos romanos), ateos, humanistas, rabi­ nos, budistas, ecologistas radicales, capitalistas y socialistas, 20

abogados y anarquistas, liberales y conservadores. Los úni­ cos grupos que no estaban representados eran los cabezas rapadas, los fanáticos de la Biblia y los marxistas impeni­ tentes. El mensaje de Atterley parecía difícil de resumir y solía ser calificado de «alucinante» por quienes estaban favorable­ mente impresionados por él, y de «incomprensible» por quie­ nes no lo estaban. Confesé al padre Lulfre que no entendía qué lo hacía parecer peligroso. —Lo que lo hace peligroso —dijo— es que nadie pue­ de situarlo ni a él ni a su producto. No vende meditación, ni satanismo, ni teologías femeninas, ni la curación por la fe, ni espiritismo, ni umbanda, ni el don de lenguas ni ninguna de las tonterías de la New Age. Al parecer no gana dinero... y eso resulta inquietante. Siempre se sabe en qué anda al­ guien cuando recoge millones a espuertas. Atterley no es otro ejemplo de un modelo conocido, como David Koresh, el reverendo Moon, Madame Blavatsky o Uri Geller. En re­ alidad, su presentación y su estilo de vida recuerdan más a Jesús de Nazaret que a cualquier otro, y eso también es in­ quietante. —Comprendo lo de inquietante —dije—Pero no lo de peligroso. —La gente escucha, Jared, sin duda algo totalmente nue­ vo. Eso lo hace peligroso. Aquello lo podía entender. Quien crea que la Iglesia está abierta a nuevas ideas vive en un mundo de fantasía.

La misión Atterley se encontraba por entonces en Salzburgo. El padre Lulfre dijo que tenía que ir ahí, escuchar, observar, mante­ nerme cerca e informar a la vuelta. Cuando pregunté quién sería mi contacto europeo, se me dijo que no habría ninguno. No debía entrar en contacto con nadie de la orden en nin­ guna circunstancia. Viajaría con mi nombre, sin ocultar mi 21

condición de sacerdote pero sin difundirla tampoco. Iría de paisano, como si estuviera de vacaciones. —¿Por qué no se encarga de este asunto alguien de Europa? —pregunté. —Porque Atterley es norteamericano. —Pero se dirige a los europeos. —No sea ingenuo, Jared. Europa es sólo un ensayo. Por muchas cosas que Estados Unidos haya perdido en las últimas tres o cuatro décadas, sigue marcando el estilo del mundo, y nada cuajará en ningún sitio a menos que cuaje primero aquí. Atterley lo sabe, si es la mitad de inteligente de lo que la gente cree, y cuando esté listo para nosotros, vendrá aquí, cuente con ello. Por eso va usted a Europa. Queremos estar preparados antes de que lo esté él. —Parece estar tomándolo muy en serio. El padre Lulfre se encogió de hombros. —Si realmente no lo tomáramos en serio, no le haríamos ningún caso. Después de discutir algunos asuntos mundanos, como las agencias de viajes y las tarjetas de crédito, me puse de pie para retirarme, pero tenía en la mente una pregunta pesada que me hacía arrastrar los pies. Cuando estuve en la puerta por fin pude soltarla. —¿Y qué pasará después? Conmigo, quiero decir. Lo meditó unos instantes y luego me preguntó qué quería yo que pasara. —No lo sé —dije—·. Si le parece que pierdo el tiempo en San Eduardo, entonces ¿cuál es el plan? ¿Que vuelva para se­ guir perdiéndolo? —Hace bien en preguntar —observó, como si yo no lo supiera ya—·. No hay ningún plan como tal, pero creo que existe una suposición tácita de que esto marcará el comienzo de algo nuevo para usted. —Preferiría oír una suposición expresa, padre Lulfre. —La ha oído expresada por mí, Jared. ¿No le basta? No me hubiese molestado oírselo decir a otras personas, pero él no se ofreció a preparar ningún encuentro y yo no que­ ría ser grosero al respecto, de modo que le manifesté que esta­ ba de acuerdo. 22

El fin del principio Eso fue anteayer. Ayer y hoy los he pasado cancelando com­ promisos, repartiendo mis obligaciones en San Eduardo, ha­ ciendo los trámites para el viaje, y poniendo al día este diario. Tengo otra cosa en mente que debería aparecer aquí (tal vez muchas), pero no sé muy bien qué es y no dispondré del tiempo libre para descubrirlo hasta que suba al avión para cruzar el Adántico.

Martes, 14 de mayo

Salzburgo Si un jefe de espías, en las novelas de Len Deighton o John Le Carré, te manda a Salzburgo a vigilar a un hombre, lo más probable es que encuentres a ese hombre en Salzburgo. Los espías de la vida real no son tan infalibles. Charles Atterley no está en Salzburgo. Por lo que he podido averiguar en un par de días, nunca ha estado aquí y no se espera que esté. En realidad, nadie ha oído hablar de él. No obstante, Salzburgo es una ciudad muy bonita, llena del encanto del Viejo Mundo, y los lugareños no dejan de re­ petirme:' —Probablemente su amigo esté esperándole en Múnich. Lo dicen como si Múnich estuviera repleto de amigos norteamericanos que se han extraviado en Salzburgo y uno tu­ viera que ser el mío. Más vale que vaya allí a echar un vistazo.

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Jueves, 16 de mayo

Munich No he podido encontrar ni rastro de Atterley aquí, y estoy empezando a sentirme medio estúpido. No he venido a Euro­ pa con la intención de jugar a detectives, y no tengo un solo «conocido» en ninguna parte. Conseguí encontrar una bibliotecária amigable con un ordenador, y ella dedicó media hora al asunto, pero no se puede ser muy inventivo cuando uno dibuja en el vacío. ¿Qué se hace después de haber verificado los archivos de to­ dos los periódicos desde el intento golpista de la cervecería? Preguntar al conserje del hotel, supongo. El conserje lo sabe todo. Pero ¿qué se hace después de que el conserje te haya res­ pondido con una expresión ausente? Supongo que debería telefonear y consultar con el padre Lulfre, pero no es una idea que me atraiga. Hasta aquí he obrado más bien por obligación (aunque no sea exactamente la palabra que busco). He estado actuando como si pudiera encontrar a Charles Atterley como consecuen­ cia de una decisión pura e irrevocable. Naturalmente, esta es­ trategia no ha dado resultado, y el seguirla me ha hecho sentir ridículo e inepto. Lo siguiente son hechos: no me dieron una fecha límite, mi misión no tiene ninguna urgencia especial, y no tengo la menor idea de qué más puedo hacer. Por lo tanto (¡por lo tan­ to!) más vale que me relaje y me deje llevar por la corriente du­ rante un rato. Adiós. 25

Una invitación Salí a pasear. En realidad no soy un viajero aventurero. Como digo, salí a dar un paseo por las inmediaciones del hotel y a mirar es­ caparates. Me detuve aquí y allá para estudiar el menú en la puerta de los restaurantes, como si entendiera algo de lo que ponía. Así transcurrió una hora, que desperdicié como un va­ gabundo despreocupado. Volví a mi hotel y me quedé rondan­ do cerca de la recepción, con la absurda esperanza de que al­ guien me dijera que había llegado un mensaje durante mi ausencia. Finalmente, desesperanzado, me dirigí al bar, me senté a una mesa y pedí una cerveza. Pocos minutos después el camarero trajo un bol lleno de cacahuetes salados y dijo que el caballero que estaba en la barra deseaba saber si yo era ame­ ricano, y si lo era, si tendría algún inconveniente en que él com­ partiera mi mesa. El caballero de la barra era una persona enjuta, de ojos brillantes y unos sesenta años, europeo, a juzgar por el corte de su traje viejo, pero muy respetable. Me pregunté por qué que­ rría sentarse conmigo en el caso de que yo fuese americano, pero presumiblemente no si no lo era. Sin embargo, le hice un gesto acompañado de una sonrisa de bienvenida, y él cogió su bebida, se presentó con una formalidad teutónica y se sentó. Yo estaba dispuesto a recibir comprensión y sugerencias, y Herr Reichmann no necesitó arrancarme las uñas para ha­ cerme hablar de mi búsqueda de un hombre llamado Charles Atterley (aunque por supuesto ni una sílaba acerca del Anti­ cristo salió de mi boca). Hacía tiempo que había inventado una historia como tapadera, endeble pero al parecer adecuada, para explicar mi interés: soy un escritor independiente que está investigando a un hombre de quien se dice que lidera un nue­ vo movimiento religioso. —¿Un nuevo movimiento religioso? —preguntó Herr Reichmann con divertida incredulidad—·. Como usted sabe, nosotros los europeos no somos tan crédulos como ustedes los americanos, con sus ángeles y sus cristales mágicos. —Exactamente —repliqué con tranquilidad—·. Por eso Atterley parece tan importante.

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Charlamos sobre banalidades durante unos minutos, has­ ta que Reichmann se interrumpió y miró pensativamente hacia un rincón distante dél salón. —Puedo ponerle en contacto con alguien mucho más importante que ese tal Atterley —dijo—·. Y es posible que un miembro de su círculo pueda aconsejarle. —Se lo agradecería mucho —respondí con seriedad. Anotó un nombre en un posavasos de cerveza y me lo en­ tregó, diciendo: —Der Bau, esta noche a las nueve. El conserje le indicará cómo llegar. —Se levantó y empezó a alejarse, pero de repente volvió ligeramente la cabeza y se inclinó—·. Pídale un mapa —dijo. Pocos minutos después llevé obedientemente el posavasos al conserje y le pedí la dirección y un mapa. Consideró que el mapa no era necesario, pero sacó uno a regañadientes cuando insistí. Le pregunté qué era un Bau. —Un Bau es un túnel —dijo, y después de pensarlo un momento añadió—No, ésa no es la palabra. Un Bau es una especie de... escondite subterráneo. —-¿Una catacumba? —No, la guarida de un animal. —-¿Una madriguera? —Eso es. Una madriguera.

En la madriguera No puedo imaginarme que un lugar como Der Bau exista en ninguna parte del Nuevo Mundo, aunque podría haber luga­ res creados para parecérsele. Cuando fue construido, hacia 1330, a no mucha distancia del Karlstor, era el sótano del pa­ lacio de un noble. El nivel de las calles que rodeaban el pala­ cio se elevó con el paso de los siglos, convirtiendo gradual­ mente la planta baja en un sótano, y el sótano original, en un segundo nivel más profundo. Durante la Segunda Guerra Mundial, el sótano inferior atesoraba reliquias de las iglesias y museos próximos. Después el palacio se mantuvo en ruinas 27

hasta 1958, año en que fue arrasado y reemplazado por un edificio comercial. El segundo sótano se conservó como Der Bau, un típico cabaré donde corría el alcohol a raudales, un la­ boratorio de experimentación intelectual y artística, más que un lugar de reunión para diversión popular. Se accedía a él desde el vestíbulo del nuevo edificio por medio de una escalera de cara­ col que parecía descender a las entrañas de la Tierra. En la entrada, una joven agradable trató de persuadirme de que estaba en el lugar equivocado y de que lo pasaría mu­ cho mejor en cualquier otra parte de Múnich. Yo insistí en que sabía dónde estaba y que había sido expresamente invitado a la presentación de esa noche. El apellido Reichmann le res­ baló por completo, pero me dejó pasar sin mayor problema al comprender que no podría disuadirme. El local, naturalmente, se hallaba sumido en una oscuri­ dad abismal, pero, por suerte, carecía del habitual toque bohe­ mio de las mesas iluminadas con velas. El techo, de una sor­ prendente altura de cinco o seis metros, estaba tachonado de diminutos focos móviles, en ese momento casi apagados pero capaces de producir el resplandor del mediodía. Resultaba di­ fícil calcular el tamaño del salón, puesto que sus límites desa­ parecían en la penumbra, pero probablemente no tuviera más de treinta metros cuadrados. Un escenario circular bajo giraba lentamente en el centro del local, debajo de una marquesina con una estructura fija de cuatro lados con pantallas de vídeo. En el centro del escenario se alzaba una especie de atril combinado con el teclado de un ordenador. Avancé a tientas hasta que encontré un asiento en una mesa no mucho más grande que mi cuaderno. Una de las claves de mi éxito precoz como emdito había sido la habilidad de escuchar una conferencia al tiempo que la transcribía taqui­ gráficamente al pie de la letra. Perfeccioné ese hábito hasta tal extremo que podía hacerlo en la oscuridad (como tendría que hacerlo esa noche) y sin pensar siquiera en lo que hacía. Una vez hechos los preparativos, sin embargo, se me ocurrió de re­ pente preguntarme si no estaría perdiendo el tiempo. Herr Reichmann no me había dicho nada de que la conferencia de esa noche fuese a ser en inglés. En realidad, ¿por qué habría de serlo? Miré alrededor en busca de alguien a quien pregun28

tar, pero descubrí que no me interesaba revelar que era tan ne­ cio como para asistir a una conferencia en un idioma que no conocía. Ni siquiera sabía el nombre del orador. Estos pensamientos que me inquietaban se interrumpie­ ron de golpe cuando se encendieron las luces bajo la marquesi­ na para indicar la llegada del orador en cuestión... que resultó ser un hombre y una mujer. Subieron al escenario, y el hombre ocupó su lugar ante el atril y conectó el teclado. Mientras lo accionaba con silenciosa concentración, ajeno a la presencia del público, me recordaba a una gran ave de rapiña, con su tra­ je negro, ojos penetrantes y nariz ganchuda. También me re­ cordaba a una gárgola, por sus anchos pómulos y boca grande, y a un desgarbado gángster parisino al que había conocido una vez en una fiesta y que citaba a san Agustín y a Schopenhauer y llevaba en el rostro las marcas de un pasado terrible. Calculé que tendría entre cuarenta y cuarenta y cinco años. La mujer, alta, de complexión atlética y poco más de treinta años, se ubicó en el lado opuesto del escenario, de cara al público. Vestida con vaqueros metidos en las botas, una blusa negra de seda y una cazadora de cuero marrón que hacía juego con el color de su cabello recogido en una cola de caba­ llo, miró solemnemente a la multitud. Cuando el escenario giratorio la llevó lentamente hacia mi lado del salón, vi que llevaba pintado en la cara algo extraordinario: una mariposa roja. A juzgar por su cutis exquisito y sus rasgos exóticos, no me cupo duda de que alguno de sus progenitores le había transmitido una infusión de Asia, Africa o de la América pre­ colombina. De repente las pantallas de vídeo cobraron vida exhibien­ do un título: EL GRAN OLVIDO

El hombre concedió al público un momento para que lo viera bien y luego comenzó a hablar.* Sentí la mirada de la mujer clavada en la mía cuando también ella empezó a hablar... por señas. * El texto de este discurso puede verse en las páginas 281-302.

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Casi desde las primeras palabras que salieron de la boca del hombre, supe que había sido engañado misteriosa y gratui­ tamente. No podía ser otro que Charles Atterley. Lo supe, no por un proceso estrictamente lógico, aunque la lógica cierta­ mente desempeñó un papel. No había ninguna duda de que era norteamericano. Eso bastaba. Era imposible que dos ora­ dores distintos de Estados Unidos estuviera difundiendo ideas incendiarias por Europa Central al mismo tiempo. Después de lo sucedido, ahora me parece extraño que esta revelación me alterara tanto. Sencillamente, no podía com­ prender por qué Herr Reichmann se había tomado la molestia de despistarme. Parecía completamente sin sentido, y era ese sinsentido lo que me aturdía. Por suerte, el adiestramiento no me falló. Aunque mi mente estaba estancada, mi mano seguía trabajando. Las palabras de Atterley llenaban la hoja como si hubieran sido creadas por arte de magia, como si hubieran es­ tado escritas en tinta invisible y brotaran del papel por la ac­ ción de mi pluma estilográfica. Me descubrí contemplando mi mano cuando ésta se detuvo de golpe porque Atterley se había interrumpido. Levanté la mirada para ver que un nuevo con­ junto de palabras aparecía en la pantalla: EN VERDAD OS DIGO... UNA VEZ Y OTRA VEZ Y OTRA VEZ

Por algún motivo aquello logró arrancarme de mi trance. Me había perdido los primeros cuatro o cinco minutos de la charla de Atterley, pero naturalmente rio los había perdido por completo. Los minutos estaban allí, como una especie de eco que yo podía rebobinar para encontrar el quid de su mensaje. Atterley hablaba de temas cercanos a mi vida y aún más cercanos a mi trabajo, y no me gustaba lo que oía. No porque no fuera verdad, sino por la razón opuesta: porque era verdad y no me había dado cuenta. Hacía comentarios agudos acerca de fenómenos que yo había presenciado miles de veces y nun­ ca se me había ocurrido analizar. Había estado viviendo como uno de esos caballos ganadores de Ascot; al caballo no le im­ presiona recibir una visita de la realeza, no porque sea republi­ cano, sino porque es imbécil. 30

Cuanto Atterley decía era obvio y, sin embargo, nuevo. Eso lo hacía exasperante, porque lo que es obvio debería ser viejo... y por lo tanto archiconocido, aburrido e innecesario. Observé a los oyentes que me rodeaban y, al verlos fascinados por las palabras de Atterley, sentí ganas de darles de puntapiés en las espinillas, agarrarlos de los pelos y zarandearlos gritando: «¿Por qué presta atención a esto? jUsted lo sabe! ¿Usted mis­ mo podría haberlo resuelto!». Pero no lo habían resuelto... y yo no lo había resuelto tampoco. El escenario giraba, mostrándome primero a Atterley y después a la mujer, que se expresaba con las manos. Me puse tan nervioso que detestaba verlos llegar y alejarse... Los dos juntos, sin saber por qué, resultaban más de dos veces peor que por separado. Detestaba verlos alejarse y volver... pero también los de­ testaba por lo que estaban haciendo. Me estaban demostran­ do que yo era exactamente como el maldito caballo del círculo vencedor de Ascot. Puedo mover la cabeza y retozar como un campeón, pero cuando hay que llegar al fondo de las cosas no soy capaz de distinguir la diferencia entre la reina de Inglaterra y un mozo de caballos. Habían encontrado un punto débil en mí que yo ni si­ quiera sabía que tenía, y los detestaba por ello. Continuaron durante cuarenta minutos o más. Lo oí todo, y cerré mis oídos a cada palabra, aunque mi mano seguía anotando. Luego, de repente, las pantallas se apagaron, las luces del escenario se desvanecieron y Atterley y su compañera bajaron y se perdie­ ron en la oscuridad. Salí de allí como un borracho que acaba de recordar dón­ de ha escondido una botella. En realidad, necesitaba una copa, pero no quería tomarla allí ni en mi hotel, donde podía volver a encontrarme con Herr Reichmann. No importaba. Múnich es una ciudad grandísima, con muchísima bebida en su interior.

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Viernes, 17 de mayo

Consecuencias de la conmoción Es muy probable que la haya cagado, aunque supongo que no de manera irrevocable. Vine, vi y escapé. Obviamente no tengo intención de informar de esto al padre Lulfre. También es evidente que debo recuperar la pista de Atterley.

Más tarde Herr Reichmann no está inscrito en el hotel y el camarero que nos presentó dice que nunca lo había visto. En realidad, ya me esperaba algo por el estilo. El conserje buscó Der Bau en la guía y se enteró de que abre a las tres de la tarde, una información que resultó ser falsa o anticuada. Abría, a mi pa­ recer con bastante desgana, a eso de las cinco y media. Una vez allí, el personal que estaba a mano en esa ocasión no sábía el suficiente inglés para servirme de ayuda, pero se las arre­ glaron para hacerme entender que me enviarían a alguien llamado Harry si me sentaba y esperaba durante aproxima­ damente una hora. Me senté y esperé aproximadamente una hora, y, para mi sorpresa, me mandaron a alguien llamado Harry que resultó ser un inglés o tal vez un alemán que había estudiado en In­ glaterra. Le dije que quería encontrar a Charles Atterley. —El nombre no me resulta familiar —dijo Harry. —Es el hombre que habló aquí anoche —aclaré. 32

;-η· -—Ah, ¿se llama así? i l Lo miré con incredulidad. —¿Usted no sabe su nombre? —Ese no. —¿Qué quiere decir? Harry se encogió de hombros. —El nombre que yo conozco puede que no sea ni siquie­ ra un nombre. Se le conoce como B. —¿B? ¿B de barco? —En efecto. —¿Por qué se hace llamar así? Harry me sonrió con la típica sonrisa que se dedica al niño que pregunta por los pajes que ayudan a los Reyes Ma­ gos. Le pregunté dónde podía encontrarlo. —No tengo la menor idea —respondió Harry. —¿Sabe en qué local podría hablar la próxima vez? -No. Medité unos momentos. —¿Cómo lo contrató para Der Bau? Harry frunció el entrecejo ante esta pregunta como si yo estuviera rebasando el limite entre la curiosidad y el atrevi­ miento. —Esto no es el Caesars Palace, amigo mío. Las actuacio­ nes se planean de muchas maneras y son habitualmente muy informales. No seguimos ningún proceso de «contratación». —Pero debe de haber una forma de acceder a él... —Es posible que sí, y si me pusiera una pistola en la sien podría llegar a recordarlo, pero a menos que lo haga, no es probable que lo recuerde. —Volvió a encogerse de hombros—. No hay vuelta de hoja. Esto no es una oficina de personas de­ saparecidas y tengo otras cosas que hacer. Le dije que lo comprendía, le di las gracias de todos mo­ dos y me puse en pie para irme. —-Vuelva más tarde —dijo Harry—. Siempre puede en­ contrar gente con la que hablar si invita a algo, y alguno de los clientes puede saber más que yo acerca de ese sujeto. Le di las gracias nuevamente y regresé al hotel. •··

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Estando aquí, en mi cuarto —sentado, paseando por la habi­ tación, mirando por la ventana—·, de repente me vino a la memoria que, cuando los héroes de los cuentos de hadas no sa­ ben qué hacer, se sientan y lloran. En las mismas circunstan­ cias, un héroe moderno puede asestar un puñetazo a alguien o salir a emborracharse, pero-nunca-sentarse a llorar. He leído las suficientes novelas policíacas para saber que debería ir a sonsacar información a alguien, pero ¿a quién? Aquí sentado, mirando fijamente este cuaderno, se me ha ocurrido por fin que hay algo que he evitado hacer, y es leer la charla que apunté en mi otro cuaderno anoche, en Der Bau. Confieso sentir una fuerte' resistencia a hacerlo. Es interesante: recuerdo el título de la charla («El Gran Olvido»), pero he olvidado qué es el gran olvido. En realidad no lo he olvidado, por supuesto, pero he cerrado las puertas de mi memoria a ese tema, lo cual significa que...

Salvado por el timbre del teléfono. Como tenía que ser. Cuando el héroe se sienta y llora porque no sabe qué hacer, el universo de los cuentos de hadas envía ayudas mágicas. La mía no era muy mágica pero sin duda sí misteriosa. Creo que puedo transcribir la conversación al pie de la letra. YO: ¿Diga?

¿Padre Osborne? ¿quién es? ÉL: ¿Qué diablos cree que está haciendo? YO: ¿Cómo? ÉL: ¿Comprende cuál se supone que es su misión? YO: ¿Quién habla? ÉL: Me hicieron creer que era usted un poco competente. ÉL:

YO: Sí,

Resultaba imposible no captar el tufillo de la conversa­ ción, y desde luego yo me estaba llevando la peor parte. Traté de reunir fuerzas para defenderme. YO: No

sé quién es usted ni quién lo ha nombrado mi niñera, pero sé quién soy yo. Soy un párroco. Si es-

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λο

peraba a James Bond, una de dos: o lo engañaron o se engañó usted solo. ÉL: ¿Que sea párroco significa que vive en estado de coma? YO: Lamento haberle decepcionado.

Tras aquella frase terminante, colgué, algo que no he he­ cho con un interlocutor desde que estudiaba el bachillerato. No hay nada peor que sentirse con la espalda contra la pared. Como era de esperar, volvió a llamar de inmediato. —La chica está enferma —me dijo, como si nada hubiera sucedido—·. Se está muriendo. —¿Qué? —Por un momento creí que me estaba dando alguna clase de contraseña. Tal vez se esperaba que yo respon­ diera con algo como «pero de todos modos, las golondrinas volverán a Capistrano». Por suerte me contuve y dije—: ¿Se refiere a la que hablaba por señas? —Desde luego. ¿No le vio la cara? —Le vi la cara. Sólo que no me di cuenta de que fuera... ¿qué es? ¿Lupus? El lupus no es mortal, ¿verdad? —Es esclerodermia, o quizás una enfermedad mixta del te­ jido conjuntivo. Son todas de la misma familia, incluido el lu­ pus. Es una enfermedad autoinmune del colágeno, degenera­ tiva e incurable. —Bien. ¿Y qué he de hacer con esta información? —En Radenau hay un centro de investigación dedicado al estudio y tratamiento de las enfermedades del colágeno. Por eso los dos están en Europa Central. Radenau es el centro del círculo, noventa kilómetros al sur de Hamburgo. —Entonces, ¿qué me está diciendo? ¿Que cuando tenga dudas me dirija a Radenau? —Cuando tenga dudas, recuerde que Radenau es el cen­ tro del círculo. —Podrían habérmelo dicho desde el principio. Mi interlocutor suspiró de un modo casi humano. —Alguien podría habérmelo dicho a mí también, pero nadie lo hizo. Lo descubrí solo. La noticia no me hizo feliz, pero me las arreglé para ocul­ tarlo. Dije:

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—Esto me lleva de nuevo a la pregunta del principio: ¿quién diablos es usted? Y si se está ocupando de esto, ¿qué es­ toy haciendo yo? —En teoría, usted dirige y yo le sigo. En teoría, usted ni siquiera sabe que estoy aquí. —¿Por qué en esa teoría no debo saber yo que usted está aquí? —No lo sé. Tal vez la idea sea no poner a prueba su ca­ pacidad de disimulo tal vez sea obligarle a tomar alguna ini­ ciativa. —Váyase a la mierda, Charlie —le dije. Hay gente que se escandaliza cuando oye a un clérigo soltar tacos como un ado­ lescente, pero Charlie se limitó a esperar—·. Escuche —conti­ n u é — N o soy detective. Lo admito. Me vendría bien un poco de ayuda. —No de mi parte. Salga de la habitación y trabaje un poco. Y colgó.

Trabajo detectivesco El mapa me ayudó mucho. Si trazaba una circunferencia con el centro en Radenau, había cincuenta ciudades importantes donde B podía estar dando conferencias: Núremberg, Dresde, Berlín, Kiel, Hamburgo, Bremen, Essen, Colonia, Francfort, Heidelberg y Stuttgart, por mencionar sólo unas cuantas. No habría resultado difícil localizar a Billy Graham si hubiera es­ tado allí haciendo una gira, pero ¿cómo demonios iba yo a rastrear los compromisos públicos de un desconocido lla­ mado B? Al no encontrar ninguna inspiración en la geografía, pasé un rato preguntándome quién era Charlie. Sin duda un lego. Como hubiese hecho cualquiera, traté de evocar una imagen que encajara con la voz. Lo imaginé de unos treinta y cinco años, nervudo, de estatura y peso medianos, una especie de personaje militar o paramilitar, con cara de rata y ropa barata comprada en los años cincuenta. Como puede deducirse de

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\ todo eso, Charlie no había logrado ganarse mi afecto. Consi­ deré brevemente la idea de llamar al padre Lulfre y preguntar­ le cuál era el trato, pero no logré encontrar el menor argumen­ to que la sostuviera. Si Charlie sabe dónde está B, ¿qué gana con negarme esta información? Si quiere que yo me sienta mal, ¿por qué llama y me da pistas? Por teléfono había querido venderme una expli­ cación para estos misterios: estaba hablando con un escolar perezoso; yo había hecho mal los deberes y él no estaba allí para darme las respuestas justas, sino para hacerme probar la vara. Lo cual tendría sentido si el hombre fuera en realidad una especie de militar. Llevaba el asunto como si estuviera en un campamento. Bien. Por lo que veo hay sólo un dato, de cuanto me dijo, que es a la vez sólido y pertinente: dondequiera que vayan B y «la chica», terminan volviendo a Radenau. Debo suponer que es la información más relevante que Charlie posee. Si él supiera con seguridad que B iba a pasar el verano en Spitsberg, por ejemplo, no me habría soltado todo el rollo de Radenau. O mu­ cho me equivoco o el propio Charlie piensa ir a Radenau. Y debo suponer que llamó para decirme precisamente eso. ¿No es magnífico tener educación?

Sábado, 18 de mayo

Radenau Partí después de un desayuno tardío y tranquilo y llegué a Hamburgo a media tarde. Alemania es más pequeña que Montana y, cuando se recorre de un extremo a otro en el rá­ pido intercity, parece más pequeña aún. Como tenía un par de horas antes de coger otro tren hasta Radenau, visité la ofi­ cina de turismo de la estación, donde me aconsejaron insis­ tentemente que no me perdiera el Jungfernstieg, a un corto paseo de distancia que me permitiría ver por un lado el mag­ nífico lago artificial de la ciudad y por otro sus tiendas más elegantes. Seguí su consejo y allí estaba, Dios mío, exacta­ mente como me lo habían descrito. Poco en Radenau es anterior a los años cuarenta. Albert Speer, el arquitecto y tecnócrata en jefe de Hitler, se propoma hacer no sé qué en el lugar durante las últimas etapas de la guerra, pero no creo que fuese un centro de bellas artes. Creo que iba a ser un lugar donde las fábricas estarían donde real­ mente debían estar durante el Reich milenario. Ahora es una zona industrial en expansión salpicada de complejos de vivien­ das que apenas se diferencian de un cuartel militar. Lo único bueno que mi guía era capaz de destacar acerca del hotel don­ de había reservado habitación es que era moderno y escrupu­ losamente limpio, y, desde luego, era ambas cosas. También estaba en el «centro», lo que significa la parte más antigua de la ciudad. El Radenau antiguo ni siquiera finge ser pintoresco. En el tren había pasado el tiempo haciendo una copia legible, con escritura normal, de «El Gran Olvido», para man­ dársela al padre Lulfre. Cuando me inscribí en el hotel pre-

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¿gunté al recepcionista si tenían fax y reaccionó con tanta in1,dignación como si le hubiera preguntado' si teman agua coλ rriente. rs Me voy a dar un baño, voy a disfrutar de una cena larga y contemplativa (meditando sobre la menor cantidad de cosas posible), y tal vez salga a dar un paseo antes de acostarme. Sólo eso. Nada de trabajo hasta mañana.

Empieza una larga noche i· Como dije que probablemente haría, salí a dar un paseo des­ pués de cenar. La noche era agradable, las calles estaban tran­ quilas. No soy un gran explorador. A unas tres manzanas dé distancia (en otras palabras, casi en el límite de mi espíritu de aventura) llegó a mis oídos un leve alboroto que tenía lu­ gar algo más adelante. Si aquello hubiera sido Beirut, habría dado media vuelta y regresado al hotel, pero como era Radenau, sentí curiosidad. Dejé que el ruido me guiara hacia una travesía cercana, donde ante un pequeño teatro se manifesta­ ba un grupo de cuarenta o cincuenta ciudadanos que parecían más bien sorprendidos de verse protagonizando tal desplie­ gue de vulgaridad y desorden. Circulaban en masa de forma indisciplinada, haciendo desfilar pancartas torpemente gara­ bateadas ante testigos inexistentes y voceando con desgana eslóganes cuya versión definitiva todavía estaba en trámite. Tardé unos tres segundos en darme cuenta de que había encontrado a B, .o por lo menos el lugar de su siguiente confe­ rencia. Una dé las actividades favoritas entre los que habían confeccionado las pancartas era interpretar el supuesto nom­ bre de B. Así, lo llamaban el blasfemo, el bastardo, el bocazas, el bravucón, el bobo, le badauá’ la béte, le bobard,\ le boucher, le bruit, die Beerdigung, der Bettler y die Blattern, entre otras cosas que ya no recuerdo. Otros lo llamaban Belcebú, la Bestia, Be­ lial y Barrabás, y dos o tres que desconocían por completo el pro­ blema inicial no vacilaban en apodarlo el Anticristo, lo cual debo admitir que me sorprendió, teniendo en cuenta lo que yo sabía hasta entonces. En realidad, todo el asunto me sorprendía.

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La entrada del teatro estaba defendida por un guardia de uniforme que parecía más feroz y preocupado de lo que yo consideraba necesario en aquellas circunstancias. La única re­ gla que parecía imponer a la hora de permitir la entrada era que había que dejar fuera las pancartas. Al observar el movimiento de la gente en la entrada, pronto vi que el procedimiento era manifestarse un rato y luego entrar para molestar al orador unos momentos, volver a salir y protestar un poco más. Me abrí paso para entrar. Lo primero que advertí fue que el salón de conferencias no era muy grande, con capacidad para unas trescientas o cua­ trocientas personas, y luego verifiqué el hecho, mucho más importante, de que los provocadores decididamente no hacían su trabajo con convicción; tal vez sea verdad que los alemanes se sienten incómodos cuando desafían a la autoridad. Las pri­ meras veinte filas acomodaban a los partidarios de B, que pa­ recían taciturnos y tensos, mientras que detrás de ellos, y por todas partes, se apiñaban sus antagonistas, ceñudos pero en su mayoría silenciosos. Había un asiento vacío en las primeras fi­ las y me encaminé hacia él después de coger un montón de panfletos para usarlos como papel para notas. Me desilusionó ver que, a excepción de B, el escenario estaba vacío. B alzó la mirada para clavarla en la mía mientras me sen­ taba y entre nosotros se produjo una descarga eléctrica de re­ conocimiento, o por lo menos eso me pareció. Se hallaba de perfil ante el público, apoyado con dejadez en el atril e inclinado hacia delante para que sus labios queda­ ran a un milímetro del micrófono. Me detengo en estos deta­ lles en un intento por recrear la impresión que daba de ser del todo indiferente a las condiciones que podrían haber silenciado o intimidado a otros oradores, pues si bien los provocadores no eran muy ruidosos, su hostilidad era palpable. Tenía las manos quietas y relajadas y parecía completamente concentra­ do en sus pensamientos, que compartía con el público tan ínti­ ma y espontáneamente como si estuviesen manteniendo una conversación privada. Yo no sabía cuánto tiempo llevaba hablando, pero al es­ cuchar empecé a identificar un terreno conocido, ya oído en «El Gran Olvido». No obstante, aunque el terreno era conoci40

do, era menos extenso. En otras palabras, aquello no era más que una reseña. Finalmente se interrumpió y paseó la mirada por el público. —Esta noche —anunció— quisiera hablarles acerca de la cocción de la rana. Desenfundé la estilográfica y me puse a escribir.*

Se envía una invitación Hasta ahora no he tenido motivos para estudiarlo (ni siquiera lo había notado), pero cuando empiezo a transcribir una confe­ rencia caigo en una especie de trance. Se produce una sensación muy agradable (ahora que me detengo a examinarlo), como si las palabras que brotan de la punta de la pluma fueran mías. Tengo la ilusión de que mi mano se adelanta a lo que oyen mis oídos... de que conozco las palabras antes de que sean pronunciadas y de que podría transcribir la conferencia aun­ que el conferenciante dejase de hablar. Experimento una extra­ ña sensación de intimidad con el orador. Puede que no logre comprender con exactitud lo que está diciendo, pero supon­ go que percibo en profundidad su significado. Cuando se in­ terrumpe, puede resultarme imposible responder a la pregunta más sencilla acerca de su exposición, lo cual no me preocupa porque sé que todo está celosamente guardado en mi trans­ cripción. Puesto que en esta ocasión B no usaba ayudas visuales, cerré los ojos, cosa que habitualmente contribuye a la concen­ tración. Media hora más tarde, sin embargo, se abrieron de golpe, de forma involuntaria. Levanté la mirada hacia B, él bajó la suya hacia mí y nuestros ojos se encontraron breve­ mente sin ningún reconocimiento especial. Sin hacer ninguna pausa en su discurso, paseó la mirada por la multitud, sin dis­ tingos ni preferencias, por lo que pude ver, entre amigos y enemigos. Luego, con un gesto que no tenía ninguna relación evidente con nada que estuviera diciendo, levantó el índice de * El texto de este discurso se encuentra en las páginas 303-323.

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la mano izquierda, lo tuvo así un momento y luego, decidida­ mente, lo dobló hacia su derecha. Era inequívocamente alguna clase de señal, pero no logré detectar a nadie que la hubiera captado o pareciera reaccionar ante ella de algún modo. Con­ sideré la idea de que la seña hubiera sido captada sólo por mí por estar destinada únicamen|£ir^fiasu-^^ Siguió hablando. Cerré los ojos para no oír el ruido ince­ sante de la multitud y seguí transcribiendo. Pasaron los minu­ tos. De repente noté que mi mano había dejado de moverse y me pregunté por qué. Cuando abrí los ojos vi que B había ter­ minado. Aun así, no fue hasta que hubo recogido sus papeles y se hubo alejado del podio que el público se dio cuenta de que la charla de B había terminado. Sus provocadores lanzaron un grito de autofelicitación por un trabajo bien hecho, mientras que sus partidarios se apresuraron a aplaudir. Ya retirándose, B les hizo un gesto indiferente con la cabeza y desapareció en­ tre bastidores.

Peregrinación Cuando salí, la protesta se había convertido en fiesta, con abrazos, besos y vino en vasos de papel para todos los que hu­ bieran tomado parte en la gran hazaña. Los partidarios de B salieron a la noche sin ser molestados excepto por silbidos y gritos de burla. Mientras observaba desde el otro lado de la calle, me di cuenta enseguida de que .los manifestantes esta­ ban haciendo lo mismo que yo: vigilaban la callejuela lateral donde estaba la salida de artistas del teatro, esperando a que B apareciera. Pocos minutos después, un coche se acercó; no era en absoluto una limusina, sino un Mercedes pequeño y algo antiguo. Un segundo más tarde una cuña veloz de perso­ nas se abrió paso entre la multitud, llegó hasta el pasajero del asiento trasero y montó guardia mientras el coche se alejaba a toda prisa por la derecha. Tras ver cómo se esfumaba la oportunidad de un último y pequeño coup d'éclat, la multitud perdió rápidamente su ánimo alegre y empezó a dispersarse. Taparon las botellas, recogieron 42

los vasos, y por supuesto todos tenían que estrechar la mano de todos antes de irse. Mientras esto ocurría, el guardia uni­ formado reapareció en la entrada del teatro para dejar salir a un último asistente y cerrar con llave detrás de él. El individuo dio las gracias al guardia con un movimiento de cabeza, levan­ tó el cuello de su abrigo para protegerse del aire de la noche y luego dobló a su izquierda y se abrió paso a través de la multi­ tud hacia la oscuridad que había más allá. Si alguien se hubiera molestado en mirar, lo habría reconocido fácilmente. Esperé a que se alejara unos cincuenta metros y después lo seguí. Evidentemente, yo no tenía la menor idea de adonde se dirigía... si es que se dirigía a alguna parte. Y no tan evidente­ mente, no tenía la menor idea de por qué lo seguía; pero ima­ ginaba que me había invitado a hacerlo. Al principio pensé que el Mercedes daría la vuelta a la manzana para recogerlo, pero estaba equivocado. Luego pensé que se encaminaría hacia alguna taberna o café cercano, pero me equivoqué otra vez. Caminaba y caminaba, alejándome del centro de la ciudad. Empecé a dar vueltas en la cabeza a las posibles conse­ cuencias de aquella aventura. Si B me abandonaba de repente, no me sería fácil volver al hotel. Los autobuses ya no circula­ ban, al menos allí, y no había visto pasar ningún taxi desde hacía media hora. Peor aún, desde mi punto de vista, había­ mos llegado a una zona de la ciudad que yo supuse que podría llamarse industrial. No había edificios de apartamentos, ni tiendas, ni cafés, ni almacenes abiertos toda la noche con útiles teléfonos y empleados posiblemente amables. Aquélla era una zona de fábiicas, tiendas de maquinaria, ladrillares y almace­ nes de mercancías, habitados a esas horas sólo por vigilantes nocturnos y perros guardianes. Una pregunta razonable sería: «¿Por qué no lo alcancé y le pregunté adonde iba?». Reflexioné al respecto. ¿Sería aquello lo habitual o lo extraordinario? ¿Lo normal o lo raro? Pensarlo no ayudaba, por supuesto. Lo natural es siempre la cosa no estudiada, lo que se hace sin pensar. En ese caso en particular, era algo que, de hacerse, debía haberse*hecho de in­ mediato. ¿Qué sentido tenía seguir ciegamente a alguien du­ rante una hora y luego correr y exigir que me dijera adonde me llevaba? Era una situación absurda, la cual, al ser yo adulto, va43

rón, competente, etc., etc., debería de algún modo haber afron­ tado de una manera mejor y diferente (si bien ni siquiera ahora se me ocurre cuál podría haber sido esa manera). Dejé a un lado mis oscuros pensamientos y vi que B en­ traba en un pequeño edificio gris un poco más adelante. Pa­ recía una especie de cobertizo abandonado, situado entre un almacén y una estación de ferrocarril. Me apresuré con la es­ peranza de que ése fuera el destino de B. Sentí al mismo tiem­ po asombro y diversión cuando llegué a la puerta y, junto a ella, vi un letrero deliberadamente tosco que rezaba: LA PEQUEÑA BOHEMIA.

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Sábado, 18 de mayo (cont.)

La Pequeña Bohemia Cuando abrí la puerta y entré, de mi garganta salió una car­ cajada como un pájaro que huye espantado de la copa de un árbol. La Pequeña Bohemia era una taberna, pero una taber­ na distinta de cualquiera que yo hubiera visto excepto tal vez en sueños o en mi imaginación. Podía haber sido el decorado de un escenógrafo para una película biográfica sobre Amedeo Modigliani. Tenía el techo bajo, lleno de telarañas y humo, y habría estado oscura como boca de lobo de no ser por unas cuantas velas metidas en los cuellos de botellas de vino. Las paredes estaban llenas de bosquejos, caricaturas y pinturas, la mayoría tan ennegrecidas por el humo que eran poco más que manchas posimpresionistas. De manera incongruente, aunque en cierto modo perfecta, una máquina de discos ilu­ minada con un arco iris que había cerca de la puerta hacía so­ nar entre silbidos un antiguo y rayado disco de la Piaf, que tenía que ser, que sólo podía ser y sin duda era... La vie en rose. Ni siquiera gastando millones habría podido Disney re­ crear k escena de un modo mejor o más arquetípico, aunque el polvo y las telarañas hubieran estado hechas de plástico an­ tiséptico y la canción hubiera sido interpretada por un clon de la mismísima Piaf, vestida con un duplicado exacto del fa­ moso jersey viejo del Gorrión. La clientela, no obstante, no estaba en role, al menos no conscientemente. No había boinas, ni jerseys de lana al esti­ lo de los pescadores vascos, ni barbas de chivo. Los hombres que murmuraban en las mesas o se inclinaban sobre los table­ ros de ajedrez podían haber sido cualquier cosa: poetas, no45

velistas, dramaturgos, actores, artistas, modelos... Pero ¿quién sabe? Hoy en día, los encargados de relaciones públicas tienen pinta de pintores, los pintores de camioneros y los camioneros de futbolistas retirados. B estaba sentado a una mesa del fondo y supuse que era un viejo cliente de hábitos arraigados, puesto que una camare­ ra ya le estaba sirviendo y no había pasado ni un minuto desde su llegada. Al verme me invitó con un gesto de la cabeza a sentarme en la silla que había a su derecha. Mientras me acer­ caba oí que decía a la camarera: —Theda, tráele otro a mi amigo, ¿quieres? Ha caminado mucho. —Luego se dirigió a mí—·: Es whisky escocés, un Lagavulin de dieciséis años capaz de resucitar a un muerto si se administra dentro de un espacio razonable de tiempo. Me senté y contemplé, probablemente sin expresión, su extraño rostro de gárgola. —Bien, ¿qué le ha parecido mi conferencia? —preguntó. —No sé —dije, y luego agregué—■: No es que trate de eludir el tema. Todavía estoy trabajando en ella. —Usted estuvo en Der Bau. —Así es. —Pero no en Stuttgart o antes. —No. —Estupendo. Ya sea por casualidad o intencionadamen­ te, se ha incorporado al comienzo del ciclo. —Fue por casualidad —le aseguré, y él sonrió con educa­ ción como si la diferencia no fuera importante, —A propósito, ¿cómo se llama? Se lo dije, y Theda eligió ese momento para llegar con mi copa, un líquido de color ámbar oscuro en un vaso demasiado grande para la cantidad de bebida que contenía. Tomé un tra­ go y parpadeé asombrado añte su intenso sabor a madera ahu­ mada. —Maravilloso, ¿no? Asentí, sintiéndome de pronto extrañamente al margen de todo, como una página arrancada de un libro e insertada en otro. —¿Y esa B? —pregunté—-. ¿Por qué le llaman B? Me respondió con una sonrisa irónica.

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—¿Sabe?... ¡No estoy del todo seguro! Fue un nombre que las multitudes eligieron para mí en respuesta a una per­ cepción profunda e inconsciente. Cuando vi que todos me co­ nocían por ese nombre, hice un poco de investigación, toda la que se puede hacer sobre algo así. Si en tiempos pasados uno se encontraba con un hombre o una mujer marcados con la le­ tra sabía que su pecado era... —El adulterio. —Exacto. No fue sólo una invención de Hawthorne para La letra escarlata. Si uno encontraba a alguien marcado con la letra B, sabía que su pecado era la blasfemia. —¿Y es ése en realidad su pecado? —Pues sí, pero no puedo creer que las multitudes eligie­ ran la letra por esa razón... al menos deliberadamente. —Entonces, ¿por qué? —Lo ignoro —dijo, encogiéndose de hombros. —¿Puedo preguntarle su verdadero nombre? —Preferiría que no. Ya no lo uso, excepto para inscribir­ me en los hoteles. —Está bien. ¿Por qué me hizo una seña para que lo si­ guiera? Sonrió de un modo distinto, como de puro placer. —¿Conoce la antigua novela china Peregrinación a Occi­ dente? Es la historia de un picaro mono de piedra salido, por una especie de casualidad divina, de un huevo de piedra en la cima de una montaña. Tras llevar una vida despreocupada du­ rante muchos años, de repente se dio cuenta de que había mu­ chas cosas que aprender de las que él no sabía nada, y partió para recorrer el mundo en busca de un maestro. Finalmente llegó a un monasterio dirigido por un famoso sabio, que le per­ mitió asistir a las clases con los demás novicios mientras servía como una especie de chico de los recados. Un día, después de muchos años, el maestro preguntó al mono qué clase de sabi­ duría buscaba. El mono preguntó a su vez qué clases de sa­ biduría había y procedió a descartarlas una por una a medida que se las describían. El maestro se enfureció, golpeó al mono tres veces en la cabeza con su vara y se marchó airado. Los otros discípulos estaban furiosos, pero el mono no se sentía desalentado porque conocía el lenguaje de los signos secretos y 47

sabía que el maestro le había ordenado que fuera a sus habita­ ciones a la tercera llamada. Cuando llegó, el sabio alabó al mono por empeñarse en alcanzar una sabiduría más allá de la que otros aceptarían y le hizo una revelación mágica, tan po­ derosa que el mono recibió la Iluminación en el acto.

Las enseñanzas públicas y secretas Concedí a B un minuto para que siguiera y, al ver que no lo hacía, le pregunté si yo era un mono que él hubiera elegido para recibir una instrucción especial. —Posiblemente —dijo—-. Pero no le he contado la histo­ ria por eso. —¿Entonces...? —¿Por qué tenía el sabio dos clases de enseñanza, una pública y otra secreta? —No lo sé. B bajó la barbilla hacia el pecho y me dedicó una mirada irónica que le salía de lo más profundo. —Piénselo un poco —me dijo—.Juguemos a descubrirlo. —¿Por qué tenía el sabio dos clases de enseñanza? Yo di­ ría que porque no sería un gran sabio si no las tuviera. Las ense­ ñanzas públicas son las que todos reciben, porque son las que se pueden articular. Las enseñanzas secretas son las que no se pueden articular... porque no existen. —Una respuesta muy buena y muy moderna. La respues­ ta de un cínico —dijo, tras asentir pensativamente. —No me considero un cínico. —Pero está completamente seguro de que no hay ense­ ñanzas secretas. —Completamente seguro. —Jesús no tenía pepitas mágicas para sus discípulos. —No. —Ni Gautama Buda ni Mahoma para los suyos. —Así es. —Usted puede estar en lo cierto, por supuesto, pero esto elude el sentido de mi historia.

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—Bien, ¿por qué el sabio tenía dos clases de enseñanza? —Una era un conjunto de enseñanzas que son fáciles de revelar, la otra un conjunto de enseñanzas muy difíciles de re­ velar. La primera era pública: la clásica enseñanza que recibían todos los acólitos. La segunda era secreta, el conjunto de ense­ ñanzas al que sólo los discípulos excepcionales pueden aspi­ rar... o aceptar. —¿Dicho en otras palabras...? —En otras palabras: las enseñanzas secretas no son las que los maestros guardan para sí. Las enseñanzas secretas son las que a los maestros les cuesta mucho comunicar. Cabeceé. Tenía que cabecear, maldita sea. Jamás lo he visto escrito, pero está implícito en todos los textos que, aparte de las tradiciones prohibidas (y probablemente ilusorias), como la brujería y la nigromancia, no hay secretos importan­ tes. Hay muchísimas cosas que no sabemos ni sabremos nun­ ca, pero todo lo que necesitamos saber ha sido revelado. Si esto no es así, es decir, si Moisés, Buda, Jesús o Mahoma se guardaron algo, entonces la revelación está incompleta; y es por definición inútil. Dije: —No estoy seguro de cómo responde esto a mi pregunta inicial. ¿Por qué me invitó a venir aquí? —Lo invité por la misma razón por la que el sabio invitó al mono. Espero poder transmitirle algunas de las enseñanzas a las que nunca llego cuando hablo en público. —No comprendo. ¿Por qué nunca puede llegar a ellas en público? Mi pregunta pareció derrotarlo. Suspiró y miró a su alre­ dedor sin expresión, en una especie de pantomima de la deses­ peración pedagógica. —Pensé que usted entendía lo que estaba pasando aquí. —Lo siento. Yo también lo creía. —Cada vez que Jesús se levantaba para dirigirse a un gru­ po, hablaba a mil años de historia, vivencias y conocimientos comunes. Al fin y al cabo, todo su público era judío. Sólo que no hablaban el mismo idioma. Pero sus pensamientos habían sido formados por las mismas escrituras, las mismas leyendas, la misma concepción del mundo. No tenía que enseñarles 49

quién era Dios, quién Abraham, quién Moisés. No tenía que explicar conceptos tales como profeta, diablo, arrepentimiento, bautismo, escritura, sábado, mandamiento, paraíso, infierno y mesías. Eran ideas conocidas en su cultura. Cada vez que ha­ blaba sabía con absoluta certeza que sus oyentes acudían a él preparados para entender lo que tenía que decirles. —Sí, eso lo comprendo. —Jesús no tenía que echar los cimientos cada vez que ha­ blaba. Otros lo habían hecho por él durante cien generaciones, literalmente desde los tiempos de Abraham. Pero yo sí tengo que hacerlo con cada público al que me enfrento. Usted me escuchó en Múnich y aquí, en Radenau, pero aún no ha oído lo que tengo que enseñar. Todo lo que ha oído hasta ahora son los cimientos... y la casa está muy lejos de estar terminada. —Pero finalmente... —Sí, finalmente llego a ese punto y por eso las multitudes me llaman blasfemo, bestia y Anticristo. Pero nunca ltego al final de lo que tengo que enseñar... en público. —¿Por qué no? —Porque no hay continuidad entre un público y el si­ guiente. Eso significa que a medida que se suceden las confe­ rencias, menguan los que han estado conmigo desde el princi­ pio y aumentan los que desaparecen. Después de cinco o seis conferencias es inútil continuar. El fin todavía está allí, pero no tengo esperanzas de llegar a él con el público que tengo delante... y muchas menos con el siguiente. Tengo que re­ troceder y empezar de nuevo, que es lo que hice en Múnich. —Entonces B hizo un gesto con la cabeza en mi dirección y a ñ a d i ó — Y tengo que esperar la llegada de alguien como usted. Sentí una punzada de temor ante estas palabras, lo mismo que siento cuando me imagino cayendo de un rascacielos.

El desenmascaramiento Paladeamos nuestras bebidas estimulantes y escuchamos a la Piaf y a otras cantantes de su época, todas francesas o alema50

nas. También inhalamos grandes cantidades de humo de se­ gunda mano. Después de unos minutos dije: —Todavía no sé por qué me ha elegido a mí en particular. B frunció el entrecejo y se rascó ligeramente el rabillo del ojo derecho... un gesto que pronto me resultaría familiar. —Es evidente que esto le inquieta —dijo por fin—Y es­ toy tratando de imaginar por qué. Me dispoma a negarlo cuando me silenció con un movi­ miento de cabeza. —Usted sabe que no es un buen mentiroso. Lo miré boquiabierto. —Diría que no tiene bastante práctica. —¿Qué le hace pensar que estoy mintiendo? Volvió a menear la cabeza. —No haga eso, Jared, le aseguro que se le da muy mal.rí Mienta con convicción o diga la verdad. —Tiene razón —confesé—·. No soy un buen mentiroso y no tengo bastante práctica. Pero aun así, ¿qué le hizo pensar que mentía? —La persistencia de sus preguntas, su insistencia en que mi invitación requería una explicación... Obviamente se pre­ guntaba cómo había hecho para engañarme. No estaba seguro de que tuviera razón a ese respecto, pero mi mente estaba muy obnubilada... demasiado adormecida por el humo y el alcohol para pensar con claridad. De repente había una tercera persona sentada a nuestra mesa. Mi proceso mental fue el siguiente: primero percibí que era una persona; segundo, que era una mujer; tercero, que era una mujer a la que había visto antes. Era la mujer de Der Bau... la mujer que había traducido la charla de B al lenguaje de los sordos, la mujer con cazadora de cuero y una extraña mariposa en la cara. La mujer (me di cuenta de repente) que había ejercido una poderosa atracción sobre mí nada más verla, con sus anchas espaldas adéticas, su atuendo vaquero y su salvaje cabellera castaño claro. Hablaba a B con las manos. Él «escuchaba» con mucha atención. De repente una gran sonrisa le llenó la cara, me miró... y rió: —¡Un sacerdote! 51

—¿Qué? —dije —¿Es usted sacerdote? Miré a la mujer y ella me devolvió la mirada sin expre­ sión, como si yo fuera un lagarto o un pez. B explicó: —Ella encontró su breviario. Lo miré con fijeza sin entender, hasta que agregó: —En su habitación del hotel. Incluso entonces tardé casi un minuto en comprender. Me había invitado a una larga caminata a través de Radenau para que su asistente tuviera tiempo de encontrar mi hotel, averiguar cuál era mi habitación y entrar en ella. Gracias a Dios que no pudo encontrar mi diario, porque lo llevo siempre encima. No supe qué decir. Me sentí profundamente estúpido e incompetente, como un chiquillo que hubiese elegido Tif­ fany’s para debutar como ladronzuelo. —¿Es un asesino o sólo un espía? —preguntó B. La mujer rió... no con sarcasmo, me pareció, sino con auténtica diversión. Me sorprendí cuando habló... es decir, de que hablara, de que pudiera hablar. —No es un asesino —dijo ella, mirándome como si yo fuera un cocker que alguien hubiera confundido con un dogo. —No, estoy seguro de que tienes razón —dijo B—. Un asesino no, pero entonces, ¿qué? Resultó casi gracioso. En ese preciso momento la Piaf empezó a cantar Non, je ne regrette rien... ¡No, no me arrepien­ to de nada! No se me ocurrió nada que decir. Los minutos siguientes transcurrieron como en un sueño. Pagamos la cuenta a Theda. B y la mujer se incorporaron para irse y parecieron sorprendidos cuando yo no seguí su ejemplo. —¿Va a quedarse a pasar la noche? —preguntó B. —No. —Entonces venga, le llevaremos al hotel. Sintiéndome aún más idiota que antes, viajé en el asiento trasero del Mercedes que había visto a la salida del teatro. Conducía la mujer. —A propósito, ella es Shirin —me informó B. Asentí en silencio.

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Quince minutos más tarde nos detuvimos delante del ho­ tel. Salí con dificultad del asiento trasero y les di las gracias por haberme acompañado. Shirin me dedicó un saludo con la cabeza y una sonrisa compasiva, y luego partieron. Entré penosamente en el hotel.

Sábado, 18 de mayo (cont.)

La noche debió haber terminado entonces... Pero no fue así. Cuando pasé por delante de recepción, el empleado me detuvo para entregarme un mensaje en un sobre sellado. Cual­ quiera con más experiencia que yo se lo habría metido en un bolsillo y lo habría olvidado, pero yo no estoy acostumbrado a recibir mensajes en los hoteles, así que lo abrí y leí: Jared: Llámeme inmediatamente en cuanto reciba este men­ saje, de día o de noche. Inmediatamente. Bernard Lulfre Lo arrugué hasta hacer una bola con él y me lo metí en el bolsillo. Cuando me volví para seguir mi camino en dirección a los ascensores, el recepcionista dijo: —-Insistió mucho, señor. Me giré y me sorprendió ver que era el mismo empleado que se había sentido herido por mi pregunta acerca de si el ho­ tel tenía fax. Posiblemente fuera un cyborgs un organismo ci­ bernético, incansable y eficiente. —-¿Mucho? —pregunté. —Mucho, señor. —Quisiera una botella de whisky en mi habitación. El empleado frunció ligeramente el entrecejo. —Creo que el bar está cerrado, señor. —No quiero un bar, quiero un poco de whisky. Una bo­ tella normal y corriente, de las que sean habituales aquí. 54

Le puse cien marcos en la mano y me alejé. ¿Iba a llamar a Bernard Lulfre en aquel estado de ánimo? Verdaderamente parecía no tener sentido, pues lo único que deseaba era tomar un trago, irme a dormir y despertarme sin aquel peso en la cabeza. De manera que hice la llamada. El padre Lulfre en persona contestó al teléfono. —Jared! —exclamó—. Debe de ser medianoche ahí. —Sí, lo es. —¿Qué está pasando? Póngame al día. —He asistido a dos conferencias de B y he... —¿Dos conferencias de quién? —De B. No se le conoce como Atterley aquí. Para el pú­ blico es B. —¿B de barco? —B de blasfemo. —Comprendo. Ha asistido a dos conferencias suyas y... —Y he pasado una hora charlando con él. —¿De veras? ¿En calidad de qué? ¿De admirador? ¿De seguidor? —Sí, posiblemente —repliqué con vaguedad. —¿Y cuál es su impresión? —Que es muy inteligente. Y muy sincero. —No su impresión sobre él. Su impresión sobre lo que dice. Yo estaba demasiado cansado para pensar en aquello. —No sé. Parece bastante inofensivo. —¿Inofensivo? Eso no puede ser cierto. Le respondí encogiéndome de hombros, aunque nos se­ paraban unos seis mil quinientos kilómetros de cable telefónico. —¿Lo ha estado grabando? —No resultaría práctico. A menos que utilizara un mi­ crófono, sólo grabaría el ruido de la multitud. —¿Ha estado tomando notas por lo menos? —Mejor que eso. Lo tengo todo escrito, al pie de la letra, en taquigrafía. ¿No ha recibido mi fax? —Hoy no he pasado por el despacho. ¿Está todo allí? —Sólo la primera conferencia. Tendré que hacer una transcripción literal de la segunda. Tardaré unas horas. —No utiliza ningún sistema personal extraño, ¿verdad? 55

—No, sólo taquigrafía común. —Entonces mi secretaria podrá transcribirlo. Mándelo por fax ahora mismo, tal como está. Consideré otras dos o tres objeciones, como por ejemplo que habría que fotocopiar primero las páginas del cuaderno para poder enviarlo por fax, pero me di cuenta de que estaba comportándome de manera pueril y me resigné a lo inevitable. Fui abajo y lo hice. Una botella de Cutty Sark me esperaba en la habitación cuando regresé. Empecé a beber y a escribir. No sé qué demo­ nios está pasando, sólo sé que este diario será inútil si no lo tengo al día. Lo he actualizado hasta el momento presente y he termi­ nado a tiempo de cerrar las cortinas para impedir que entre la luz de la mañana. Espero acordarme de colgar el letrero de «.Disturben Ver boten» antes de caer rendido.

Preguntas peligrosas El servicio de fax de este hotel funciona las veinticuatro ho­ ras, pero la comida sólo se sirve hasta las dos y apenas he logrado sentarme. Son las tres menos cuarto. Supongo que anoto la hora como una forma de dilación. No quiero pensar, no quiero escribir, así que anoto cuidadosamente la hora. Son las tres menos diez y me pregunto qué me pasa. Son las tres menos ocho minutos y creo que mi vida se derrumba. ¿Qué clase de tensión hace que se derrumbe? No lo com­ prendo del todo. O no quiero comprenderlo. Sin duda el mayor culpable es B, pero no logro entender por qué. No me apetece en absoluto releer sus conferencias. Su mensaje es como una figura sombría y misteriosa que percibo por encima del hombro. La capto vagamente por el rabillo del ojo y me in­ quieta porque no puedo verla con claridad. Sé que podría volverme y enfrentarme a ella cara a cara, pero como he dicho hace un momento, no tengo ganas de hacerlo. Aseguré al padre Lulfre que las enseñanzas de B son inofensivas. ¿Qué 56

quise decir con eso? Creo que algo así: B es inofensivo porque sólo está cuestionando todos los cimientos del cristianismo... por no mencionar el judaismo, el islamismo y el budismo. No hay nada de malo en eso, ¿no? Nada, padre Lulfre, porque usted mismo me enseñó que ninguna pregunta es peligrosa... para nosotros. Tenemos todas las respuestas, así que no importa cuánto pregunten. Podemos contestar todo. Cualquier cosa. Para nosotros las preguntas no son riesgos, son oportunidades. ¿No es así, padre Lulfre? Entonces, ¿qué problema tiene, padre Lulfre? Por teléfono le dije: «Las enseñanzas de B son inofensi­ vas», y usted me respondió diciendo: «Eso no puede ser cierto». ¿Cómo? ¿Qué significa esto, padre Lulfre? ¿Significa que después de todo algunas preguntas son peligrosas?

El buen soldado Jared Encontrar en esto algo turbador... me turba. No tendría que estar turbado en absoluto. Lo que quiero decir es que soy un buen soldado, ¿no?... inteligente como el demonio, pero bási­ camente un hombre sencillo y sin complicaciones. ¿Cómo se llama el predicador atormentado de La letra escarlata? ¿Dimmesdale? Yo no soy ningún Arthur Dimmesdale, ni de lejos. No soy ningún atormentado. ¿Quieren que espíe a un sujeto de quien se dice que es el Anticristo? Ningún problema, ¿por qué diablos no iba a hacerlo? ¿Dónde está mi pasaje de avión? ¿Qué límite tiene mi tarjeta de crédito? Ah, por eso los grandes,,cerebros de los laurentinos me eligieron, ¿no? Querían alguien despierto, controlable y leal... no necesariamente fuerte en la fe, pero quizá un poco pobre en imaginación. Sin embargo, lo gracioso es (sin duda la cosa tiene muchí­ sima gracia) que porque soy sólo un buen soldado, sencillo y sin complicaciones, escucho al individuo al que en teoría estoy 57

espiando. Y después de escuchar, digo: «Sí, entiendo lo que~ está diciendo. Es algo nuevo. Es algo realmente nuevo. Lo que dice este hombre tiene sentido. Tiene más sentido que cualquier otra cosa que haya oído decir hasta ahora. ¿Cuál es el problema?». Después me lleva aparte y dice: Después me hace atravesar a pie media ciudad y dice: Después me invita a un whisky escocés cte dieciséis años y dice: —Hay algunas enseñanzas que sólo los discípulos excep­ cionales pueden comprender. Espero transmitirle a usted al­ guna de esas enseñanzas. Pienso que las eminencias grises de lós laurentinos ten­ drían que haber buscado un soldado que no fuera tan bueno... o que fuera mucho mejor. Por supuesto, no estoy muy seguro de en qué situación estoy respecto de B en este punto. Repasando los hechos, creo que la revelación de Shirin me alteró mucho más a mí que a él. La verdad es que yo sólo estaba observando. Cuando me des­ cubrió, di por sentado que él se sentiría disgustado o desilusio­ nado. En realidad, no estaba ninguna de las dos cosas. Parecía divertido. Bien, sigo sin estar seguro de mi situación respecto a él, pero no creo estar exactamente en el montón de la basura. No terminé pareciendo brillante, pero estoy bastante seguro de no terminar pareciendo escoria.

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Domingo, 19 de mayo

Radenau: segunda noche Cuando llegué a las nueve al Schauspielhaus Wahnfried, es­ tuve a punto de creer que me había equivocado de hora o de lugar, pues los manifestantes no estaban. Puede que las con-, ferencias de la segunda noche no estuvieran en su agenda o pensaban que una noche en las barricadas era suficiente; qui­ zá faltaran provocadores en algún otro local. Sin embargo, un vestigio del grupo custodiaba la puerta: una mujer con cara de irritación repartía panfletos irritados; acepté uno, aunque es­ taba en alemán. La noche anterior las luces de la sala se habían intensifi­ cado como para una evacuación de emergencia, pero esa noche las habían atenuado como para una lectura tranquila; el esce­ nario estaba débilmente iluminado y vacío a excepción del po­ dio para el disertante y había quizá unas cien personas en el público. Como no quería que B me reconociera desde el esce­ nario, me senté en las últimas filas. La gente parecía tranquila, paciente, discreta... un grupo de extraños y, en su mayoría, pensé, solitarios. Al cabo de unos minutos apareció B en el escenario, subió a la tarima y comenzó a arreglar sus papeles, lo que para un orador es sólo una táctica. Pocos minutos después el público ad­ virtió su presencia y guardó silencio. B comenzó, como yo supo­ nía, por resumir no sólo la charla de la noche anterior sino tam­ bién la que había dado en Múnich, extendiendo el proceso para los asistentes nuevos, tal como había dicho en La Pequeña Bo­ hemia. Conforme se sucedían las charlas, el resumen se ha­ cía más amplio... y, proporcionalmente, menos efectivo. 59

Cuando B estuvo listo para adentrarse en territorio inex­ plorado, hizo una pausa y paseó la mirada por el público, atra­ yendo la atención de todos. Saqué la estilográfica.*

Creo que comprendí mi verdadera situación entonces, en los cuarenta minutos siguientes, mientras escribía sin pausa, inten­ samente concentrado en oír y entender lo que oía (porque no se puede oír de verdad si no se entienden las palabras... todo se con­ vierte en jerigonza). Las almas piadosas con frecuencia ima­ ginan que el hecho de ser sacerdote lo sitúa a uno muy por delante de todos en la senda de la sabiduría. Al escuchar a B, me di cuenta de que no estoy ni un centímetro por delante de nadie en esa senda, sino en la oscuridad, en el comienzo... Prácticamente no soy más que un novato. En un momento dado mi mano vaciló y me dije: «No tengo que tomar nota de esto, lo único que debo hacer es escuchar». Pero dudé lo sufi­ ciente para seguir escribiendo. Ahora me alegro de haberlo hecho, por supuesto. En ese momento me sentí como un mari­ nero al timón de un barco que se hunde; algo totalmente inútil, pues cualquier barco encuentra por sí solo el camino hasta el fondo del mar. Después de media hora me sentí como un boxeador que está perdiendo la pelea en el octavo o noveno asalto de un combate de diez. Me habían golpeado en todas las partes don­ de está permitido hacerlo, en cada centímetro cuadrado. Las frases me llegaban como puñetazos, y las veía y recibía como tales. «Ah, sí, aquí viene otro directo al riñón; recuerdo uno así en el tercer asalto.» «Ah, sí, y aquí viene otro directo al bí­ ceps... en teoría no duele, pero maldita sea, jno hace precisa­ mente cosquillas!» «Y acabo de recibir otro que estaba seguro de que me iba a pasar por encima del hombro, pero me ha dado de lleno en la oreja.» Cuando terminó, salí con los demás y me planté en el otro lado de la calle, suponiendo que B aparecería al cabo de pocos minutos. Tuve así algo de tiempo para pensar y esto es lo que pensé: * El texto de este discurso se encontrará en las páginas 324-336.

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He estado viviendo en una especie de cápsula del tiempo, o tal vez en el pabellón especial de un hospital que no ha cam­ biado, ay, desde los años cincuenta. Un pabellón donde mis padres y sus amigos hubieran sido felices. No estoy seguro de lo que quiero decir con esto, sólo estoy tanteando. En este pa­ bellón, Glenn Miller todavía está de moda, no como una figu­ ra nostálgica, sino como lo estaba para mis padres en su época de estudiantes. En este pabellón los jóvenes celebran bodas muy concurridas y pasan la luna de miel tratando de entender de qué va este mundo. En este pabellón las parejas utilizan el método de los ciclos de ovulación y tienen niños cuando falla. En este pabellón no existen hijos del crack, ni sectarios fanáti­ cos, ni terroristas. En este pabellón, si alguien por casualidad sintonizara en la radio la charla de B, no dudaría en cambiar de emisora para buscar ptraxosa, algo acorde con la vida del pabellón. No creo haber tenido en realidad estos pensamientos concretos mientras esperaba fuera del teatro, ni estoy seguro de que por mi cabeza pasara un solo pensamiento coherente. Estaba allí sin más, sintiéndome condenado a algo inevitable. Cuando me di cuenta, alguien había apagado las luces de la marquesina y del vestíbulo. Quizá pasaron diez minutos. Fi­ nalmente reaccioné y me di cuenta de que no se iba a repetir la pauta de la noche anterior. B seguía dentro, y si yo quería ha­ blar con él, tendría que entrar en el teatro. Me acerqué furtiva­ mente a la puerta lateral; parecía una salida de emergencia para fumadores, con una caja de cerillas que impedía que se cerrase. Entré, tiré la caja de cerillas y dejé que la puerta se ce­ rrara detrás de mí. Muy a lo lejos se oían voces. No había nada especial en ellas, no parecían particularmente alegres o tristes, excitadas o tranquilas. Podrían haber pertenecido a personas que discu­ tieran una ordenanza municipal o el fin del mundo. No había manera de saberlo, aunque me quedé parado escuchando duran­ te un minuto entero mientras mis ojos trataban de encontrar un destello de luz que me permitiera ver el camino. El escenario debía de estar más o menos frente a mí, más allá de una serie desconocida de pasillos, camerinos, zonas de espera, y por último las bambalinas del propio escenario. Como 61

no había ningún ángel servicial que me guiara, comencé a avanzar tanteando, y después de un par de minutos fui recom­ pensado con la visión fugaz de una luz gris, a mi izquierda. Era una bombilla desnuda que colgaba sobre un escenario des­ nudo y que iluminaba débilmente el auditorio vacío.

En el submundo El confuso murmullo de voces se oía igual de distante. Lo se­ guí por detrás del escenario hasta una escalera metálica de ca­ racol y descendí hacia la oscuridad. No necesitaba ver porque los peldaños eran regulares, y la barandilla, sólida. Una vez había visto en alguna parte el plano de la sección vertical de un teatro, que mostraba un primer nivel debajo del escenario, un se­ gundo, un tercero y un cuarto, y recuerdo haberme preguntado qué se podría guardar provechosamente a tal profundidad. El mido de mis pasos no tardó en oírse abajo y el murmullo cesó. El cuarto nivel, donde la escalera terminaba, era espacioso y de techo alto. En el extremo más alejado, colocadas sobre cajas, mesas y estantes, un centenar de velas iluminaban una zona que parecía una salita en medio de una tienda de antigüedades. B estaba sentado en un sillón, delante de mí. Me saludó con la mano y dijo en voz alta: —¡No se preocupe! ¡No hay ratas! —como estimulándo­ me a avanzar. De repente, una docena de rostros surgieron en­ tre los objetos amontonados para mirarme confusamente des­ de detrás de muebles antiguos y en mal estado, alfombras enrolladas, mohosos maniquíes de modista, animales diseca­ dos, grandes armarios, montones de libros y revistas, y per­ cheros con trajes desteñidos. B pareció percibir mi timidez y facilitó mi acercamiento con una explicación acerca de la ausencia de ratas—·. La dirección se esfuerza por representar El rey Lear por lo menos una vez cada dos años —dijo. Cuando todos los ojos se hubieron posado en él, continuó: —«Rata, ratón y cervatillo durante siete largos años la co­ mida de Torn han sido»... Lear, acto III, escena IV —como si esto lo explicara todo.

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Señaló un sillón que había a su derecha, un espléndido Biedermeier con ajados cojines de terciopelo verde pálido. El mismo ocupaba una bergére Regencia aún más espléndida, en dorado y ébano, con patas en forma de garras y brazos con cabezas de león talladas. Me senté y miré a mi alrededor. Había a mi derecha un estrambótico diván estilo Directo­ rio, y Shirin se encontraba arrellanada en un extremo del mismo, ataviada como siempre con vaqueros, esta vez de color marrón claro, botas y una camisa de seda, esta vez de color verde oscu­ ro en vez de negro. Me miraba con interés educado, y yo no estaba del todo seguro de que me hubiera reconocido. El otro extremo del diván estaba ocupado por una adolescente de fac­ ciones muy marcadas que llevaba vaqueros azules y una ca­ miseta gris. —Les presento a Jared Osborne —dijo B a los demás, que asintieron con la cabeza... me pareció que sin la menor muestra de entusiasmo—·. Que cada uno se presente más tarde. —Se volvió hacia mí y dijo—: Todavía estamos deba­ tiendo la pregunta que se planteó al final, acerca de la necesi­ dad de un programa. ¿Cómo la hubiera respondido usted? —Me temo que no la recuerdo. —En esencia, quien hizo la pregunta inquirió qué debe­ ríamos hacer ahora que vemos que nuestra cultura avanza ha­ cia la autodestrucción. —¿Y usted me está preguntando a mí cómo la contes­ taría? —Debería puntualizar —dijo B a su público— que Jared Osborne es sacerdote católico romano. —No estoy aquí en calidad de sacerdote —repliqué. B se encogió de hombros. —Supongo que el punto de vista se conserva incluso cuando se abandona el empleo. —Sí, es así, pero vine aquí para escuchar, no para hablar, si le parece bien. —Claro... Poco antes de que llegara usted, acababa de hacer un comentario acerca de la salvación del mundo, y Mi­ chael... —señaló con la cabeza a un hombre alto que estaba entre el público— había puesto peros a este lenguaje basándo­ se en que el mundo no necesita que lo salvemos, sino que lo

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dejemos tranquilo. Yo estaba explicando que no había em­ pleado la palabra mundo en sentido biológico, sino en sentido bíblico tradicional y también en el literario, que no se refiere a la biosfera planetaria que llamamos «mundo», sino más bien a algo que se describiría mejor como «esfera de actividad ma­ terial humana». A este mundo se refería Wordsworth cuando escribió: «El mundo nos abruma». Es también el mundo al que se refería Byron cuando escribió: «No he amado al mundo ni el mundo me ha amado a mí». Es el mundo al que se refería Juan cuando escribió: «Quien ama el mundo es un extraño para el amor del Padre». ¿No está de acuerdo, padre Osborne? —Sí, es verdad que Juan no se refería a la biosfera. —Lo que dije fue lo siguiente: si el mundo se salva, será salvado por gente con mentalidad nueva, gente con una nueva visión. No lo 'Sálvara gente con mentalidad vieja y programas nuevos, ni gente con una visión vieja y un programa nuevo. Todos los presentes parecían estar mirándome, aguardan­ do mi respuesta. No podía imaginarme el porqué, pero sin duda era así. Dije: —No estoy seguro de conocer la diferencia entre una vi­ sión y un programa. —Reciclar es un programa —explicó B—Apoyar una le­ gislación que beneficie al planeta es un programa. No se necesita una visión nueva para comprometerse con estos programas. —¿Está diciendo que estos programas son una pérdida de tiempo? —De ninguna manera, aunque sí tienden a crear en la gente un falso sentimiento de progreso y esperanza. Los pro­ gramas se inician para oponerse o derrotar a una visión. —Déme un ejemplo de lo que quiere decir usted con visión. —La visión de nuestra cultura defiende el aislamiento, por ejemplo. Defiende un hogar separado para cada familia. Defiende los cerrojos en las puertas. Defiende enérgicamente el quedarse aislado detrás de las puertas cerradas viendo el mun­ do electrónicamente. Como las cosas son así, no se necesitan programas para alentar a la gente a que se quede en casa vien­ do la televisión. En cambio, si uno quiere que la gente apague el televisor y salga de su casa, se necesita un programa. —Entiendo... creo. 64

—El aislamiento está apoyado por la visión, de manera que éste se cuida solo, pero la formación de una comunidad no lo está, y por lo tanto necesita estar apoyada por programas. Los programas circulan invariablemente en dirección contraria a la visión y en consecuencia se tienen que endosar a la gente... se tienen que «vender». Por ejemplo, si se quiere que la gente viva con sencillez, que reduzca el consumo, que reiitilice y re­ cicle, hay que crear programas que fomenten estos comporta­ mientos. Pero si se quiere que consuman mucho y derrochen sin cesar, no se necesita crear programas de estímulo, puesto que estos comportamientos están apoyados por nuestra visión cultural. —Sí, comprendo. —La visión es el río que fluye. Los programas son estacas clavadas en el lecho del río para impedir que fluya. Lo que es­ toy diciendo es que el mundo no será salvado por gente con programas. Si el mundo se salva, se salvará cuando la gente que lo habita tenga una nueva visión. —En otras palabras, la gente con una nueva visión tendrá nuevos programas. —No, eso no es lo que estoy diciendo. Repito: la visión no necesita programas. La visión es el río que fluye. La revolu­ ción industrial fue un río que fluía. No se necesitaron programas para ponerla en marcha y mantenerla en movimiento. —Pero no fluía desde siempre. —Exacto. No era un río en el siglo II, ni en el VIII, ni en el XIII. No había indicios del río en esos siglos. Pero, una detrás de otra, surgieron diminutas fuentes burbujeantes y comenza­ ron a manar juntas, década tras década, siglo tras siglo. En el siglo XV era un hilo de agua, en el XVI se convirtió en arroyo. En el XVII se convirtió en riachuelo y en el XVIII se convirtió en río. En el XIX pasó a ser un torrente. En el XX llegó a ser una inundación que anegó el mundo entero. Y durante todo este tiempo no hizo falta un solo programa para fomentar su desa­ rrollo. Cobró vida y se sostuvo e intensificó exclusivamente por medio de la visión. —Comprendo. —Un indicio de nuestro derrumbamiento cultural es que apoyar nuestra visión haya llegado a considerarse perverso, 65

mientras que tratar de minarla se considere noble. Por ejem­ plo, a los niños, en la escuela, nunca se les incita a desear las recompensas materiales del éxito. El éxito es algo que debe bus­ carse por sí mismo, en ningún caso por la riqueza que puede proporcionar. Los dirigentes empresariales podrían presentar­ se como modelos por su «creatividad» y su «contribución a la sociedad». Pero nunca serían presentados como modelos idea­ les de conducta porque tienen casas lujosas, coches carísimos y criados para satisfacer todas sus necesidades. En los libros de texto de nuestros hijos, una persona admirable no haría nada sólo por dinero. —Sí, supongo que eso es verdad, —A la gente de nuestra cultura le gusta «morder balas». Para quienes no estén familiarizados con esta expresión, diré que «morder la bala» equivale a tener buenas tragaderas y sirve en teoría para soportar el dolor. Primero tratamos de evitar el dolor, pero si éste es inevitable, hay que «morder la bala». Para la mayoría de quienes escriben y piensan sobre nuestro futuro, es una conclusión inevitable que todos tengamos que morder la bala con mucha fuerza para sobrevivir. A estos pensadores y escritores no se les ocurre que sería mucho menos doloroso empezar de nuevo. Tal como ellos lo ven, nuestra misión es apretar los dientes y aferramos fielmente a la visión que nos está destruyendo. A su modo de ver, nuestro destino es darnos de martillazos en la cabeza con una mano mientras usamos la otra para tomar aspirinas que nos calmen el dolor. Le pregunté: —¿Es tan fácil cambiar una visión cultural? —No puede medirse por su facilidad o su dificultad. Las medidas pertinentes son la predisposición o la no predisposi­ ción. Si no es el momento indicado para una idea nueva, no hay poder en el mundo capaz de hacerla cuajar, pero si es el momento indicado, se extenderá por el mundo como un re­ guero de pólvora. El pueblo de Roma estaba preparado para escuchar lo que san Pablo tenía que decirle. Si no lo hubiera estado, el santo habría desaparecido sin dejar rastro y su nom­ bre nos sería desconocido. —El cristianismo no se extendió precisamente como un reguero de pólvora. 66

—Considerando la velocidad a la que era posible propa­ gar ideas nuevas en aquellos tiempos, sin imprenta, radio ni televisión, se extendió como un reguero de pólvora. —Sí, supongo que sí. —Lo que quiero dejar claro en este punto es que no tengo la menor idea de qué hará la gente cuando haya cambiado de mentalidad. Pablo estaba en la misma situación cuando reco­ rría el Imperio transformando puntos de vista en la mitad del siglo I. No pudo de ninguna manera prever la evolución insti­ tucional del papado o el estado de la sociedad cristiana en la Europa feudal. Contrasta con esto el caso de uno de los pri­ meros escritores de ciencia ficción, Julio Verne, que pudo ha­ cer excelentes predicciones con un siglo de antelación porque nada cambió entre su época y la nuestra en lo que se refiere a la visión de las cosas. Si la gente del siglo venidero tiene un^ visión distinta, entonces hará algo que es completamente im­ previsible para nosotros. En realidad, si no fuera así, si sus ac­ ciones fueran previsibles, se probaría entonces que después de todo no tenían ninguna visión distinta, y que su visión y la nuestra eran esencialmente la misma. —Me parece que, sin embargo, usted sí tiene un progra­ ma. Su intención es cambiar la mentalidad —dije. —¿Diría usted que Pablo tenía un programa? —No, en realidad no. Diría que tema un objetivo o una intención. —Yo diría lo mismo de mí. Programa no es la palabra in­ dicada para lo que estoy haciendo, aunque sé que es la que em­ pleé para responder a la pregunta de esa mujer esta noche. En este momento, en nuestra cultura, el río fluye en dirección a la catástrofe, y los programas son estacas clavadas en el lecho del río para obstruir su curso. Mi objetivo es cambiar la dirección de la corriente, desviarla de la catástrofe. Si el río discurriera en una nueva dirección, la gente no tendría que crear programas para impedir que fluya y todos los programas que existen actualmente quedarían clavados en el barro, a la vez innecesarios e inútiles. —Muy ambicioso —comenté con concisión. —Puede decir que mis delirios son mesiánicos —dijo B con una sonrisa—Otros lo han hecho... los que me acusan de ser el Anticristo.

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Esas palabras me produjeron una leve conmoción y pasé un momento reflexionando sobre ellas antes de responder que no veía qué tenía que ver el Anticristo con eso. —Es porque no ha oído lo suficiente... o no ha podido seguir lo que ha oído hasta sacar conclusiones lógicas. Aquí me había pillado. No cabía la menor duda. O al me­ nos, eso pensé.

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Domingo, 19 de mayo (cont.)

La Inquisición —Me gustaría saber qué hace el padre Osborne aquí —dijo Shirin. La miré, pero sus ojos estaban fijos en B. —¿Y si dejamos que él mismo nos lo explique? —sugi­ rió B. Shirin cambió una rápida mirada con la joven sentada en el otro extremo del elegante diván Directorio. Todos los pre­ sentes parecieron intercambiar fugaces miradas con sus veci­ nos. Al parecer, la respuesta fue un sí para B, que se volvió y me indicó con la cabeza que esa pregunta era para mí. Me imaginé que yo debía de tener un buen instinto de es­ pía, pues vi en un instante que había muchas verdades nada peligrosas que podría decirles sin acercarme lo más mínimo a cualquier mentira que pudiera ponerme en un aprieto más adelante. Mi conversación con B había mantenido mi aten­ ción concentrada en él hasta ese momento. Aiiora que me to­ caba a mí hablar, miré alrededor. A Shirin ya la he descrito antes. Para mí era como una esfinge inescrutable, con sus ras­ gos acentuados y su mirada penetrante. Bonnie, la joven situada en el otro extremo del diván (que después supe que era hija de un empresario estadounidense), se comportaba de un modo aún más desconfiado y hostil. Los oyentes situados detrás de ellas (fuera de lo que yo consideraba un círculo más íntimo) parecían más neutrales. El hombre a quien B había llamado Michael me inspiró una espontánea simpatía, no estoy seguro del porqué. Daba la impresión de ser alto, torpe, de apariencia un tanto cómica, con orejas grandes y carnosas, cara alargada, ojos soñolientos y labios gruesos y joviales, pero a la vez muy 69

inteligente y modesto por naturaleza. Vestía con una ropa tan discreta que no la recuerdo en absoluto. Había una mujer de baja estatura y aspecto astuto, de unos cincuenta años, a la que, por alguna razón, catalogué como directora de escuela. Me fijé también en un hombre de aire distinguido, de unos se­ tenta años, tal vez médico o bibliotecario jubilado; más tarde descubrí que era panadero. Había una pareja joven de clase trabajadora que parecía nerviosa y un tanto alarmada; eran los Teitel, Monika y Heinz. Había otro muchacho, de unos vein­ te años, de sonrisa forzada y presuntuosa que parecía esperar la ocasión de aplastarme como a un insecto con su inteligencia colosal; era Albrecht. —Permítanme comenzar explicando quz no hago aquí —les dije—·. No estoy aquí como emisario del Vaticano. Si lo estuviera, lo notarían por mi aspecto: llevaría traje negro y al­ zacuello. Es cierto, por otra parte, que fui enviado por mi or­ den, pero no como misionero o polemista. No estoy aquí para convertir a nadie ni para defender la Fe. Estoy aquí para escu­ char y comprender. —¿Qué orden? —preguntó Shirin. —Los laurentinos. —Resultó evidente que el nombre no le sonaba en absoluto. Le expliqué que era una orden de edu­ cadores similar a la de los jesuítas. —¿Por qué quieren los laurentinos «entender» a B? ¿Por qué ellos y no los dominicos o tas franciscanos? —Me temo que no puedo hablar por los dominicos o los franciscanos. —Mi pregunta es: ¿por qué sienten curiosidad los lauren­ tinos? Supongo que puede hablar por ellos. Aquí me había cogido, por supuesto. No estaba lejos de admitir que los laurentinos buscaban la confirmación de que la acusación de Anticristo contra B era infundada, pero él acaba­ ba de decirme que yo todavía no estaba a la altura de ese tema por lo que a él concernía. —La pregunta resulta un poco ambigua —respondí—·. ¿Quiere saber por qué alguien de la Iglesia tiene curiosidad, o por qué los laurentinos en particular tienen curiosidad? —¿Son respuestas diferentes? —Sí, lo son. 70

—Pues bien, comience por decirnos por qué alguien de la Iglesia siente curiosidad. —Evidentemente, ustedes llaman la atención en el terre­ no religioso, es por eso. Cualquiera que hubiera pasado por delante del teatro anoche se habría dado cuenta y habría senti­ do curiosidad por saber de qué se trataba. —De acuerdo. ¿Y por qué tienen curiosidad los laurentinos? —Le voy a contestar sin rodeos: nos gusta adelantarnos a los demás. Nos gusta ser un poco más ágiles, un poco más ob­ servadores, un poco más curiosos y un poco más ávidos, para que nuestra curiosidad se vea satisfecha. —Exploradores. —Es así como nos gusta vernos a nosotros mismos. ¿Es reprensible? Shirin sonrió y negó con la cabeza. —Muy bien hecho —dijo. Miré a B, que asentía con la cabeza. —Estupendamente hecho —observó—-. Los lobos real­ mente listos saben que el lobo más sospechoso de la manada es el que va disfrazado de oveja. —¿Qué quiere decir con eso? ¿Que los lobos realmente listos no tontean con disfraces? B paseó la mirada por la habitación y finalmente hizo una seña con la cabeza a Michael, que me dedicó una sonrisa estú­ pida y dijo: —En realidad, los lobos listos se disfrazan de lobos bon­ dadosos. Unas cuantas réplicas enérgicas relampaguearon en mi ca­ beza, pero sabía que nada de lo que dijera haría tambalear la verdad de aquella acusación implícita. La mujer a quien había catalogado como directora de es­ cuela empezó a hablar en ese momento en un inglés lento y con fuerte acento extranjero: —Durante cuarenta años me he regido por este principio: «Nunca confíes en un cristiano». Ni una sola vez me ha dado ningún cristiano motivos para cambiar de actitud. —¿Puedo preguntar por qué? —dije, contento por la dis­ tracción. Me miró con franco desprecio: 71

—Su lealtad siempre es dudosa; está... corrompida. Al no encontrar las palabras que deseaba, se dirigió a Mi­ chael en alemán y éste tradujo: —Frau Hartmann dice que la lealtad de usted está siem­ pre sujeta al cambio. Siempre expuesta a ser revisada de acuer­ do con una norma no revelada. Hoy es amigo mío, pero hay una línea oculta dentro de su cabeza que señala el comienzo de su lealtad hacia Dios. Si cruzo esa línea sin darme cuenta, en­ tonces, aunque siga sonriéndome como amigo, pensará que es su deber destruirme. Esta semana es amigo mío, pero la sema­ na que viene dirá alguien que soy una bruja y, como Dios quiere que quemen a las brujas, usted me quemará. Esta semana es mi amigo, pero la semana que viene dirán que soy anabaptista y, como Dios quiere que los anabaptistas mueran ahogados, usted me ahogará. Esta semana es mi amigo, pero la que viene dirán que soy valdense, y como Dios quiere que ahorquen a los valdenses, usted me ahorcará. Michael me sonrió como disculpándose y me aclaró que Frau Doktor Hartmann era historiadora. Como no se me ocurría ningún argumento para defen­ derme de aquellas acusaciones, me volví hacia B y dije: —Así que soy un lobo tratando de pasar por cordero; y por ser cristiano, poseo un sentido de la lealtad que resulta in­ comprensible para los no cristianos. ¿Dónde nos deja esto? —No lo sé. ¿Shirin? —¿Qué hace con las notas que toma cuando B habla? —No son notas —le respondí—·. Son transcripciones ta­ quigráficas. —Está bien. ¿Qué hace con ellas? Shirin ya había estado en mi hotel una vez para registrar mi habitación. Si había hecho una cosa así, no sería ninguna hazaña averiguar qué hacía yo con mis transcripciones. (En otras palabras, debía suponer que ella ya lo sabía.) —Las envío por fax a mi superior en Estados Unidos. —¿Para qué las quiere? Y, por favor, no me diga cuánto anhela estar en la vanguardia del pensamiento religioso. Me volví hacia B y dije: —¿Qué viene después? ¿Astillas bajo las uñas? ¿La porra de goma? 72

El rostro gargoliano de B se torció en una mueca que pa­ recía mitad seria y mitad humorística. —¿Por qué insiste en remitirme sus problemas a mí? A quien debe contentar es a Shirin. Háblele a ella, no a mí. Quedé pasmado por aquella traición al género masculino, y también por mi traición a mí mismo. Inconscientemente había querido dar un codazo a B para que se pusiera de mi parte: nosotros los tíos contra el enemigo común. Estaba de­ cepcionado de mí mismo; me había imaginado por lo menos una década más allá de aquellos juegos de colegiales. Miré a Shirin y mi condición de sacerdote me resbaló por los hombros como una capa con el cierre roto. En un instante se convirtió en persona y dejó de ser una feligresa impertinente y molesta a quien de alguna manera tenía que apaciguar y per­ suadir. Ahora veía que lo que había en aquellos ojos no era hostilidad y sospecha, sino, sorprendentemente, miedo. Por alguna razón que me resultaba inconcebible yo era una fuente de terror para aquella mujer vigorosa y competente. El cora­ zón se me derritió de pena por ella y de remordimiento por el calculado espejismo que había acabado por ponerme frente a ella. En ese momento tenía verdadera intención de responder a su pregunta y hasta puede que pensara que lo estaba hacien­ do cuando empecé a hablar.

Surge alguna verdad —B asegura que el mundo al que pertenezco está extinguido —dije—·. Hace décadas que lo está y nosotros ni lo sospechá­ bamos. Shirin fruncía con fuerza el entrecejo, esforzándose por entender el sentido de mis palabras, pero sin querer distraer­ me, puesto que sin duda, finalmente, me había decidido a confesar alguna verdad. —No es del todo cierto —continué—. Nosotros sospe­ chamos que estamos anticuados, pero confiamos en que nuestras sospechas sean infundadas. ¿Comprende lo que quiero decir? 73

Shirin negó con la cabeza con aire de desamparo. —Estoy hablando de nosotros, los guardianes de la fe, ¿entiende? Los profesionales. Sabemos cómo resolver nuestras sospechas... tenemos que hacerlo, porque nuestra misión es resolver las sospechas de otra gente. Somos en gran medida consoladores profesionales, tranquilizadores profesionales, di­ sipadores profesionales de la duda. Shirin asintió levemente, un milímetro o algo así, como para hacerme saber que ya empezaba a seguirme, aunque con dificultad. —Nuestro mensaje para aquellos a quienes debemos tranquilizar es: «No os preocupéis, no ha pasado nada, el mundo sigue siendo lo que era. No estéis inquietos, no estéis alarmados. Los cimientos son sólidos, los pilares siguen fir­ mes. Nada ha cambiado desde... el año 1000, el año 200, el año 33, cuando Alguien abrió las puertas del cielo para noso­ tros, Alguien que dio su vida por nuestros pecados y que al tercer día resucitó de entre los muertos. Ni una sola cosa ha cambiado desde entonces. Aunque vamos a la guerra con bom­ bas inteligentes y gases paralizantes en vez de espadas y piedras y escribimos nuestros pensamientos en discos de plástico en vez de usar rollos de papiro, estos días son aún aquellos días». De repente le tocó a Shirin recurrir a B en busca de ayu­ da. Como B no se la ofreciera, se dirigió a la amiga sentada en el otro extremo del diván, a Frau Hartmann, a Michael. Nin­ guno parecía tener nada similar a una sugerencia. Sin más po­ sibilidades a la vista, se vio obligada a volver a mí. —Creo que no entiendo por qué me está contando esto —dijo. —Tuve la impresión de que usted quería la verdad. —Así es. —No puede decir alegremente: «Lo que yo entiendo por verdad es esta única pieza del rompecabezas. Si no es esta úni­ ca pieza, no quiero oír nada al respecto». Shirin pestañeó y asintió con la cabeza. —Lo lamento —dijo—·. No entendía lo que usted estaba haciendo. —Estos días son todavía aquellos días. ¿Entiende el sig­ nificado de estas palabras? 74

—A decir verdad, no estoy segura. —Usted preguntó por qué mi superior se interesa por lo que ocurre en Radenau. Y yo le explico: está interesado porque estos días son todavía aquellos días. Nada ha cambiado. Los cimientos son sólidos, los pilares todavía son firmes. Shirin meditó aquello durante un momento y pidió ayu­ da a B. —Creo que el padre Osborne está a punto de aclararlo. —Les agradecería que omitieran mi título —le dije, a la vez