La guerra de la independencia en la cultura española
 9788432313295, 8432313297

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LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LA CULTURA ESPAÑOLA

LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LA CULTURA ESPAÑOLA

por

JOAQUÍN ÁLVAREZ BARRIENTOS (ed.)

España México Argentina

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© De esta edición, abril de 2008 SIGLO XXI DE ESPAÑA EDITORES, S. A.

Menéndez Pidal, 3 bis. 28036 Madrid www.sigloxxieditores.com © Joaquín Álvarez Barrientos, 2008 Diseño de la cubierta: simonpatesdesign DERECHOS RESERVADOS CONFORME A LA LEY

Impreso y hecho en España Printed and made in Spain ISBN: 978-84-323-1329-5 Depósito legal: M-19.821-2008 Fotocomposición e impresión: EFCA, S.A. Parque Industrial «Las Monjas» 28850 Torrejón de Ardoz (Madrid)

ÍNDICE

PRÓLOGO. LA GUERRA DESPUÉS DE LA GUERRA,

Joaquín Á lvarez Barrientos ......................................................................................

IX

1. MUCHOS RELATOS QUE CONTAR, MUCHAS MANERAS DE CONTARLOS: MITOS Y HÉROES DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA, Luis Martín Pozuelo ..........................................................................................

1

2. REVOLUCIÓN BUSCA CAUDILLO: PALAFOX Y LOS SITIOS DE ZARAGOZA, Fernando Durán López ....

23

3. EL PUEBLO DE LAS GUERRILLAS, John Lawrence Tone ...............................................................................................

55

4. «DEL ALTAR UNA BARRICADA, DEL SANTUARIO UNA FORTALEZA»: 1808 Y LA NACIÓN CATÓLICA, Gregorio Alonso ..............................................................

75

5. VISIONES DE LA NACIÓN EN LUCHA. ESCENARIOS Y ACCIONES DEL PUEBLO Y LOS HÉROES DE 1808, Carlos Reyero .............................................................

105

6. IMÁGENES DE LA ALTERIDAD: EL «PUEBLO» DE GOYA Y SU CONSTRUCCIÓN HISTÓRICA, Á lvaro Molina y Jesusa Vega ...................................................................

131

7. DEL PUEBLO HEROICO AL PUEBLO RESISTENTE. LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LA LITERATURA (1808-1939), Raquel Sánchez García ...........

159

8. EL MÁGICO MOMENTO. RELATO Y MITO DEL PUEBLO EN LOS EPISODIOS NACIONALES DE BENITO PÉREZ GALDÓS, Scheherezade Pinilla Cañadas .....

191

VII

ÍNDICE

9. DE UNA TRADICIÓN SUBTERRÁNEA: 1808 EN LA CULTURA POPULAR ENTRE SIGLOS, Joaquín Díaz ....

223

10. «REVOLUCIÓN ESPAÑOLA», «GUERRA DE LA INDEPENDENCIA» Y «DOS DE MAYO» EN LAS PRIMERAS FORMULACIONES HISTORIOGRÁFICAS, Joaquín Á lvarez Barrientos .............................................

239

11. LA «GUERRA CIVIL» DE 1808: EL DOS DE MAYO EN LA CULTURA POLÍTICA DE LA ESPAÑA LIBERAL, Pablo Sánchez León ..........................................................

269

12. EL PUEBLO EN EL PRIMER CENTENARIO DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA, Christian Demange .......................................................................................

301

13. GUERRA HASTA LA ÚLTIMA TAPIA. LA HISTORIA SE REPITE CIENTO TREINTA AÑOS DESPUÉS, Rafael Cruz Martínez ....................................................

327

14. ¿EL TRIUNFO DEL DOS DE MAYO?: LA RELECTURA ANTILIBERAL DEL MITO BAJO EL FRANQUISMO, Hugo García ........................................................................

351

15. 1808-1950: AGUSTINA DE ARAGÓN, ESTRELLA INVITADA DEL CINE HISTÓRICO FRANQUISTA, Jesús Alonso López ......................................................................

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VIII

PRÓLOGO LA GUERRA DESPUÉS DE LA GUERRA JOAQUÍN ÁLVAREZ BARRIENTOS *

La idea de preparar un volumen como éste, en el que se diera cuenta de cómo se crearon las distintas interpretaciones acerca de lo que fue la Guerra de la Independencia y del uso que después ha tenido en nuestra historia y cultura, cristalizó el mes de agosto de 2006, cuando en el marco de un curso de verano organizado por la Universidad de Salamanca y dirigido por Fernando Rodríguez de la Flor y Manuel Ambrosio Sánchez Sánchez, Pablo Sánchez León y yo comentamos nuestra curiosidad por las conmemoraciones. De ahí surgió la posibilidad de trabajar sobre la que estaba a punto de llegar: la de la Guerra de la Independencia. En mi caso, al interés por estudiar la política de conmemoraciones, celebraciones y aniversarios —a menudo vilipendiada, pero útil para recordar, repensar y contribuir a la memoria—, a la que ya me había acercado con motivo de los centenarios de Carlos III, Calderón de la Barca y del Quijote, se añadía el propio interés por la guerra. De hecho, mi intervención en aquel curso trató precisamente sobre guerra urbana, teniendo como excusa el levantamiento del Dos de Mayo. Desde el principio estuvo claro que queríamos atender más a cómo se pensó, interpretó y utilizó la guerra que a cuestiones estrictamente contemporáneas de ella o con ella relacionadas. Sin embargo, al considerar aquellos aspectos que parecían relevantes en lo que algunos han llamado «construcción de la Guerra de la Independencia» y otros «invención» de la misma, pensamos que debíamos atender también a determinados elementos internos o inmediatamente posteriores a los hechos bélicos. Ésa es la razón de que haya varios capítulos centrados en asuntos contemporáneos de la guerra. Pero, siempre, sin olvidar la perspectiva historiográfica que nos guiaba. * Investigador científico, CSIC, Madrid. IX

PRÓLOGO

Como no podía ser de otra forma, desde que en 2006 pusimos en marcha el equipo de colaboradores —la mayoría jóvenes— han aparecido varios libros importantes que tratan asuntos aquí estudiados, e incluso algunos se han acercado también a nuestra perspectiva y objetivo de estudiar la guerra después de la guerra. El libro de Ricardo García Cárcel, El sueño de la nación indomable, el dirigido por Antonio Moliner Prada, La Guerra de la Independencia en España (18081814) y el coordinado por Stéphane Michonneau, Sombras de mayo. Mitos y memorias de la Guerra de la Independencia (1808- 1908), sobre todo, son algunos de los que van en esta línea. En este nuestro, el lector encontrará similitudes y diferencias respecto de aquéllos, que, espero, contribuyan a enriquecer sus perspectivas y no a embrollar cuestiones de por sí «sensibles». El objetivo perseguido no es hacer una historia de la Guerra de la Independencia ni de su interpretación, sino favorecer acercamientos diferentes y parciales que propicien interpretaciones novedosas y se centren en disciplinas, aspectos y ámbitos concretos y variados, de modo que se pueda reflexionar sobre cómo los hechos del pasado —en este caso, los relativos al conflicto armado— cambian de significado según el contexto en que se piensa sobre ellos, según quiénes lo hagan, qué valores defiendan o quieran promocionar valiéndose de la guerra y en función del público al que se dirigen. Por tanto, este libro es el relato fragmentario y crítico, en forma de mosaico, de las interpretaciones y representaciones que desde muy pronto se hicieron de la Guerra de la Independencia. Podría decirse que esa guerra comienza, precisamente, en 1815, y no en 1808, cuando diferentes posiciones ideológicas intentan objetivarla y apropiarse de ella para dar sentido y legitimidad a sus propios discursos, si no fuera porque al menos desde 1810 se encuentran textos, como los de Martínez de la Rosa, el padre Salmón y otros, que ya se dedicaban a la tarea de orientar interpretaciones y consolidar posiciones. Eso, sin olvidar las memorias y diarios que desde 1808 quieren dejar constancia de lo sucedido. Pero lo cierto es, como se sabe, que ese querer dar sentido a lo que ocurrió en 1808 y después, utilizar la guerra como fondo que avalaba reivindicaciones de uno u otro cariz, que explicaba España o las diferentes Españas, comenzó de manera implacable al poco de acabar la guerra y continuó con los historiadores del período romántico. IncluX

PRÓLOGO

so la misma denominación de Guerra de la Independencia ha sido debatida y rebatida, del mismo modo que el sentido de conceptos como revolución, independencia o libertad. A este respecto querría recordar que los primeros trabajos historiográficos y políticos acerca de la guerra no emplean la denominación «Independencia» en el título, aunque sí se encuentren en sus primeras líneas alusiones a ella. La palabra que comúnmente aparece es, como quizá no haya que recordar, «Revolución», revolución de España o española, lo cual significa cosas distintas según quién sea el autor de la obra. Una excepción es la Historia de las operaciones del ejército de Cataluña en la Guerra de la Usurpación, o sea de la Independencia de España, aparecida en 1809. Como también es una excepción La Guerra de la Independencia, o sea, triunfos de la heroica España contra Francia en Cataluña, uno de los testimonios que suele aducirse como de los primeros que en la historiografía sobre la guerra utiliza en su título la palabra Independencia. Esta obra de Cecilio López, sin embargo, no es una historia de los hechos, sino dos comedias militares, hondamente patriotas, escritas en 1814 y publicadas en 1833. Pero, al margen del nombre que se le dé a la guerra, desde 1808 hasta el presente año existe una continuidad en su consideración como momento histórico de máxima relevancia, como episodio que cambió nuestra historia y sirvió para aglutinar y dar visibilidad a tendencias y fenómenos políticos e ideológicos que estaban latentes al menos desde los años ochenta del siglo XVIII. Ese episodio —nacional— no podía ser olvidado; ese momento, a menudo identificado por sinécdoque con el Dos de Mayo, debía tener un sentido simbólico y mítico, y fue convertido, como se sabe, con dificultades en el lugar fundacional de la modernidad y de la identidad española. Se constituía en ejemplo de los valores nacionales, lo cual, si tenía un uso funcional, generaba enormes problemas de asimilación por las diferentes partes implicadas en el análisis de apropiación e interpretación del pasado. La guerra se convertía en una institución identitaria, pero, a la vez, en el espacio donde se enfrentaban distintos discursos acerca de su interpretación, de su papel en el presente y futuro de la comunidad política y como referente (o no) del país que se deseaba tener. Son varios los trabajos, por tanto, que se acercan a esta dimensión y escrutan la relación entre la disputa ideológica y la construcción de la ciudadanía. XI

PRÓLOGO

El avatar histórico de la guerra ha sido complejo y difícil. Baste recordar que, ya en época de la Restauración, la fecha emblemática del Dos de Mayo, símbolo de la identidad nacional, se vio amenazada por otra fecha, igualmente emblemática y simbólica, como fue la del Primero de Mayo, que postulaba una identidad basada en razones de clase. Sobrevivió a ese envite, incluso al uso que los dos bandos hicieron del día y de la guerra durante la contienda de 1936 y que patrocinó el franquismo. Pero, significativamente, salvo en tiempos recientes, no parece que su valor simbólico fuera muy relevante durante la democracia, ya que fue a partir de los años ochenta cuando su valor nacional se vio mermado en beneficio de una dimensión más local, en tanto que día de la Comunidad de Madrid. Estas consideraciones acerca de la trayectoria del mito colectivo están también en la motivación y en el origen del proyecto; lo mismo que la atención al «pueblo», presente en varios trabajos. Parecía que, de entre los elementos emergentes más relevantes en la discusión sobre la institucionalización de diferentes interpretaciones e imágenes, el más complejo y casi desde el principio vinculado «indudablemente» a los hechos, era el del «pueblo», como agente o sujeto histórico y político. Esto permitía ofrecer una o varias imágenes del pueblo en tanto que vehículo y representante de valores nacionales y morales del país que se deseaba, manifiestos en una cultura. Así, se han recorrido los diferentes cambios semánticos que han acompañado al concepto «pueblo» en la cultura española de los siglos XIX y XX, sin olvidar que también durante la guerra, procedentes de distintas tradiciones de pensamiento, se invocaron y elaboraron diversas concepciones del «pueblo», por parte de publicistas, escritores y políticos. El acercamiento a la guerra y a su historia es una cuestión candente y polémica porque en ella se apoyan los mitos y las razones sobre el origen de la nación, pero sobre todo porque se proyectan sobre aquel período cuestiones y debates políticos actuales que dificultan los análisis. Seguramente era inevitable que, a pesar de nuestros intentos, algunas de esas cuestiones se colaran al hablar de cómo se interpretó y se forjó lo que denominamos «Guerra de la Independencia» y en cuyo sentido, significado y trascendencia aún no nos hemos puesto de acuerdo, como sucede con otros momentos importantes de nuestro pasado. No quiero terminar estas páginas sin agradecer la colaboración, dedicación e implicación de los autores desde el primer momento que XII

PRÓLOGO

se les propuso la participación en el libro. Sus sugerencias, comentarios y observaciones mejoraron el proyecto. También hay que agradecer que Siglo XXI de España Editores acogiera el proyecto, y en esa decisión tuvo señalado papel Pablo Sánchez León. A todos, gracias. JOAQUÍN ÁLVAREZ BARRIENTOS

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1. MUCHOS RELATOS QUE CONTAR, MUCHAS MANERAS DE CONTARLOS: MITOS Y HÉROES DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA LUIS MARTÍN POZUELO *

Dos de mayo de 1977. Una joven desnuda cae herida desde lo alto del grupo escultórico de Daoíz y Velarde en la plaza del Dos de Mayo, su compañero subido a la estatua pierde un ojo por el impacto de una pelota de goma. La revisión de los sucesos más significativos ocurridos en las últimas décadas en la plaza del Dos de Mayo en Madrid nos presenta un panorama agitado, de conflicto. Lugar de enfrentamiento, protestas y luchas. El escenario y los héroes de uno de los hechos más conocidos y representados de la Guerra de la Independencia y del Dos de Mayo retornan periódicamente a un primer plano, mostrándose como espacio de, y con personajes para la representación de nuevas inquietudes sociales, deseos y demandas de diferentes grupos y colectivos, como son el militar, religioso, político o asociaciones diversas. Treinta años más tarde, en una noche del verano de 2007, entre la muchedumbre de la plaza del Dos de Mayo, unas voces organizaban la velada tomando como referente el grupo escultórico de los héroes de Monteleón: «Recorramos de la mano, como estos dos apuestos chicos, la agitada noche en Malasaña». Lugar dinámico que va sumando interpretaciones, distintos significados, según los intereses de los grupos que los promueven, según los tiempos. Escenarios con héroes se adaptan y se transforman, dotando de nuevos contenidos e ideales a los viejos símbolos.

* Investigador de la Universidad Autónoma de Madrid. 1

LUIS MARTÍN POZUELO

Cuando los tiempos comienzan a entristecerse y se ven brotar los gérmenes de decadencia en la vida de una Nación, nada mejor para levantar su espíritu y retemplar su fibra, que remontarse a los ideales [...]. No hay manera más eficaz para volver sobre aquellos ideales, que ponerse en contacto inmediato con los hombres que, luchando valerosamente, con fe y abnegación... [Ibáñez, 1891: 59]

En este proceso de elaboración de nuevos significados en torno a héroes, heroínas, mitos y espacios simbólicos, es clave para su comprensión descifrar las motivaciones que facilitan la aceptación y consolidación de determinados relatos de lugares concretos, de ciertos personajes ejemplares, mientras otros son apartados y olvidados para, en determinadas ocasiones, ser recuperados y reactivados. Es necesario retroceder a su origen, atender a cómo fueron construidos y cómo se realizó su difusión, interpretar sus diferentes significados a través del tiempo y la coincidencia o disparidad de intereses de los grupos que los promueven con el público que los percibe. Para ello atenderemos principalmente a contextualizar los testimonios visuales que, aunque reconocida su importancia, en pocos casos se llega a situar correctamente su significación.

I. ORIGEN DE LAS PRIMERAS REPRESENTACIONES VISUALES DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA: HÉROES DEL DOS DE MAYO DE 1808

La popularización de los acontecimientos se estructura sobre la construcción de unas impactantes imágenes, que pronto llegarían a conformarse como el origen visual del mito del Dos de Mayo. Este desarrollo iconográfico germina a partir de la colección de estampas 1 grabada por el maestro Tomás López de Enguídanos (Valencia, c. 1773-1814, Madrid) y que servirán de referente para la creación, difusión y reinterpretación de héroes. Estas mismas imágenes se utilizarán recurrentemente en decorados teatrales, óleos, estampas, me1

361 × 429 mm. Cobre, talla dulce: aguafuerte y buril. Museo Municipal de Madrid. 2

MUCHOS RELATOS QUE CONTAR, MUCHAS MANERAS DE CONTARLOS...

dallas, ilustraciones gráficas para periódicos y revistas, o para su adaptación en diversos soportes, como son los abanicos, cajas de cerillas, cerámicas y posteriormente en cartelería o publicidad, que permiten prolongar en el tiempo, hacer cotidiano y cuestionar los hechos del Dos de Mayo junto con otros episodios de la Guerra de la Independencia. El héroe en los primeros momentos es el pueblo anónimo, héroe colectivo que toma las calles: El Dos de Mayo amanece [...] y el pueblo de Madrid incapaz ya de sufrir más ultrajes se arroja a vengarles o a morir. Desnudo, mal armado, sin plan, sin caudillos, no dudó un momento en arrostrar aquellas falanges veteranas. [Valdés, 1811: 3]

Y al que se aniquila mezquinamente: Pero que a guelta de un maldito bando de Paz... (Mal reventón pa quien le hizo!) dempues haian sacao de sus casas a tantos probes ya despreveníos aquellas noches, pa arcabucearlos a las Pasqualas, y juntal Retiro, dexándolos encueros, y a otro día vender públicamente sus vestíos... Ésta es una maldá que no la hiciera nadie. [Papeles varios, 1808: 13]

Pueblo que se levanta de manera instintiva, irracional, visceral y sobrecogedora. El texto publicado por El Universal pone letra a las primeras estampas y a posteriores representaciones de los acontecimientos, mostrando de manera reiterativa elementos referidos a la carnalidad —entrañas, tripas, boca, fauces, sangre, mano, corazón— y a lo agresivo —atravesado de claro en claro, puñal vengador— que se visualizan en las estampas de Enguídanos, especialmente en la estampa que muestra la lucha en la Puerta del Sol, o en las realizadas por otros artistas en los primeros momentos del enfrentamiento. ¿Queréis recordar el dos de mayo? Diremos: aquí, aquí murió uno atravesado de claro en claro las entrañas; allí otro peleaba herido ya, pisando sus mismas tripas. En este lugar un valiente al abrir la boca, que pronunciaba religión y Fernando, Patria y Libertad, una ardiente bala entró en sus fauces, y le hizo escupir la vida acabada en gloria; aquí cayó una columna cerrada de enemigos sin moverse más; allí el peto de un corpulento coracero salpicado en sangre, 3

LUIS MARTÍN POZUELO

fue arrancado por una fuerte mano que clavó el puñal vengador en el corazón que se creía invulnerable. [El Universal, 2 de mayo de 1814]

Ejemplo de este ensañamiento es la estampa anónima titulada Muerte de un soldado francés por un patriota (c. 1814-1820) 2 que con simpleza en su ejecución es capaz de captar todo el horror de un asesinato y la crueldad con una víctima a la que se mutila ante la risueña presencia de unos ciudadanos, que muestran su cándida satisfacción por el arrojo del vengativo patriota. La memoria francesa recoge esta visión descarnada del pueblo que se refleja en las estampas del momento: «En este pueblo cada habitante era un enemigo encarnizado, feroz, lleno de astucia, que no pensaba más que en hacer perecer todo lo que fuera francés» (Farias, 1919: 26). Es la presentación de un pueblo, que ante la deslealtad de sus dirigentes afronta en soledad la lucha en contra de un poderoso ejército: ¿Por qué no se quedaron en aquel pueblo para luchar con el enemigo, para animar con su ejemplo al vecindario, y dirigirle, como jefes suyos, en esa resistencia funeral? Todos ellos huyeron cobardemente de Madrid a la primera noticia de peligro, abandonándolo todo, menos los caudales y la cobranza anticipada de sus sueldos [...]. Madrid quedó sin gobierno, entregado a sí mismo: quedó sin fondos para acudir a las urgencias públicas: quedó sin defensa. [Reinoso, 1816: 50]

Estas características serían recurrentes al referirse al pueblo de Madrid en relación con el Dos de Mayo hasta el fin de la contienda en 1814. Las descripciones de la toma de Madrid por Napoleón dan diferentes versiones de la resistencia contra el francés. El madrileño José García de León y Pizarro (1770-1835) describirá este tumultuoso éxodo y la huida de los jefes y dirigentes, algunos disfrazados entre la población: Al rayar el día observé millares de personas que salían también huyendo de Madrid; familias enteras huían en el mayor desorden. ¡Qué cuadros tan tier2

Cobre, talla dulce. Museo Municipal de Madrid. 4

MUCHOS RELATOS QUE CONTAR, MUCHAS MANERAS DE CONTARLOS...

nos y lamentosos se presentaban en cada momento!... El capitán general de Madrid, el marqués de Castelar, se había unido al pelotón de gentes en que iba yo, medio disfrazado y a pie, temiendo que el pueblo, y la tropa de Portazgo en especial, lo insultasen por la capitulación [...]. Se calculan en más de 14.000 personas las que salieron de Madrid [...]. Estaban en Junta: el conde de Floridablanca dijo iba a comer: en lugar de eso marchó para Extremadura: cuando vinieron a buscarle encontraron la casa vacía. [García de León, 1953, vol. I: 118-121]

En El Patriota, del 23 de diciembre de 1809, se publica un artículo que defiende al pueblo de Madrid de un desprecio que parecía generalizado desde otras ciudades de la península, motivado por esta capitulación de Madrid, efectuada tras unos enfrentamientos que duraron escasas horas: Oigo comúnmente [sic] tachar a los Madrileños de afrancesados, esto es, de no haber cumplido como Españoles en la defensa de la patria, y de estar bien hallados con sus infames huéspedes, y así nadie está más obligado que un verdadero patriota y testigo de vista a volver por el honor de sus hermanos, y desengañar a los que tienen noticias equivocadas de aquel suceso y sus consecuencias. [El Patriota, 23 de diciembre de 1809: 22 y ss.]

Esta escena de la rendición se recoge en varias estampas francesas con los representantes de Madrid en una actitud de sumisión ante el emperador, mostrándose a sus pies, como se observa en la titulada Bombardement de Madrid 3 o entregando las llaves de la ciudad en la estampa Entrée de Napoléon a Madrid 4. La mirada de Manuel Ybarra, que se proclama como uno de los hijos de Madrid, es complementaria a la mostrada por García de León y Pizarro. Ybarra nos describiría así las luchas de noviembre en Madrid: Cuando Napoleón, desde su campamento de Chamartín, amenazaba con incendios, asesinatos y saqueos: cuando sus habitantes se hallaban oprimidos con más de cincuenta mil de sus legionarios, lejos de desmayar, viendo la im-

Cobre, talla dulce: aguafuerte y buril, 281 × 402. Madera, entalladura, 320 × 520. Ed. de Jean-Charles Pellerin, Museo Municipal de Madrid. 3 4

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periosa necesidad de capitular por el estado de las cosas, e imposibilidad de sostenerse, al contrario, resistieron y sacaron de entre sus ruinas la libertad de la patria, del Gobierno y de los ciudadanos. [Ybarra, 1811: 3]

Junto al pueblo, opera la figura del otro destacado héroe en estos primeros momentos, el de un deseado Fernando VII, que con un mes de reinado cuando se iniciaron las luchas carecía de representación oficial como monarca.

II. OLVIDANDO A LOS PRIMEROS HÉROES

Un segundo momento para la difusión de imágenes lo marca el fin de la guerra, en 1814. Los decretos de 4 de mayo de 1814, derogándose la libertad de imprenta establecida en 1810, y la de supresión el 2 de mayo de 1815 de las publicaciones periódicas, exceptuándose la Gaceta de Madrid y el Diario de Madrid, caracterizarían esta época (Martínez Riaza, 2001: 38-40). Se tendería a mostrar de manera exclusiva la figura del monarca y su política reaccionaria que tiende a anular las posibles influencias de un pueblo y de sus representaciones. La revisión oficial de los acontecimientos se inicia una vez acabada la contienda, pero ante el evidente desinterés caería en el olvido: Apenas Fernando VII salió de su cautiverio y ocupó el trono [...] nombró en 1816 una junta de jefes y oficiales del Estado Mayor del ejército, que bajo la dirección del Ministerio de la guerra escribiesen los gloriosos hechos de la guerra de la Independencia [...] resultando que después de 15 años de su formación, la Nación carece de una historia en donde se consignen los heroicos hechos. [Muñoz, 1833: 8-9]

No será necesario buscar explicaciones causales a los hechos, que siempre dependerán del momento político. Las plazas, los héroes y sus luchas serán desactivados para proceder a su recuperación cuando fueran útiles en los procesos de reconstrucción histórica, sin atender a 6

MUCHOS RELATOS QUE CONTAR, MUCHAS MANERAS DE CONTARLOS...

profundas e incómodas investigaciones de los motivos y causas del enfrentamiento. En el siglo XIX, el control de los mecanismos de creación y difusión de estereotipos que facilitan la legitimación ideológica fue un elemento de constante lucha por parte del Estado y de los diversos grupos de poder que pugnaban por el control político. En este contexto, podremos observar los diferentes esfuerzos ideológicos y políticos en la fabricación de imágenes que conforman la memoria colectiva de un pueblo, así como la activación o el abandono de elementos claves de las primeras representaciones visuales. El protagonismo otorgado al pueblo se diluye cuando Fernando VII retorna a España en 1814. La victoria sobre el francés deja de ser mérito exclusivo del conjunto de ciudadanos que, sin dirigentes capaces ni ejércitos organizados, han sido capaces de enfrentarse al ejército napoleónico. La enorme fuerza de la imagen de Fernando VII, que mantiene intacto su prestigio tras seis años en Francia, se alza sobre un pueblo que le rinde su admiración. En el periódico El Fernandino 5 (núm. 1, 16 de abril de 1814) se publica lo siguiente: Día de entrada del más querido y deseado de sus reyes, Fernando VII. Monarca de las Españas arrebatado pérfidamente del seno de sus pueblos, conducido a Francia, prisionero seis años en Valencey, restituido milagrosamente en nuestros brazos, cuya imagen a reynado milagrosamente en nuestro corazón a pesar de los tiranos que han intentado borrarla, vuelve a ocupar el trono que el cielo le designó, y que el voto nacional le ha consagrado. [...] han conservado sin mancha el noble carácter de Españoles fieles a Dios, a su nación, y a su Rey [...] Fernando es el amigo, el padre de su pueblo; el pueblo ama, idolatra a Fernando.

Las estampas de estos momentos muestran a un Fernando VII benefactor, padre y amigo del pueblo. Ejemplo es el aguafuerte titulado 5 El Fernandino disponible se publicó en Valencia, imprenta de Francisco Brusòla, desde el 16 de abril de 1814 hasta el 5 de mayo de 1814, período de permanencia en Valencia de Fernando VII. Su difusión era en los puestos de dispensación habitual de prensa y también se sirvió de los ciegos para su comercio, como se indica en su primer número: «Se hallará en los puestos acostumbrados, y los ciegos lo publicarán por las calles».

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LUIS MARTÍN POZUELO

Fernando VII el Deseado: en memoria y honor de las ilustres víctimas del 2 de mayo de 1808. En esta imagen se representa al rey dando limosna a un pueblo cuyos héroes han sido totalmente aniquilados, solamente los niños, esposas y ancianos quedan como recuerdo del sacrificio. Al fondo de la escena una inscripción anuncia la vida eterna a los muertos por la patria. La lucha de los españoles se torna tras la llegada de Fernando VII en una guerra santa, las motivaciones no son ya la libertad ni la independencia, sino la salvación en los cielos: ¡Qué guerra tan suspirada para los más ardientes, y celosos corazones de los fieles, y perseverantes en su propia, y verdadera Religión; para aspirar, y entrar en el más seguro camino de la Patria, y el Reino inmortal! Era sin duda la presente, aun mucho más gloriosa que cuantas anteriores nos refieren las historias de sobresalientes Mártires en la Religión y Patriotismo [...] y subsistamos en esta Santa Guerra de Religión y Patria; hasta que os veamos, de improviso, colmados de gloria completamente en el suspirado, y venturoso día de la Paz Universal. [Ximenez Carreño, c. 1808: 5-7]

Texto que podría completarse con ideas tomadas de la Historia de la Guerra de la Independencia que Fernando VII encargó escribir a José Muñoz Maldonado 6, en el que se profundiza en la guerra santa: «El odio de los españoles es sobre todo inexorable contra los mamelucos que caen en sus manos, ansiosos de herir de un solo golpe un francés y un musulmán» (Muñoz: 1833: 140). Y con el apoyo explícito de la religión a la guerra, divulgando reflexiones poco elaboradas, pero de gran calado popular. Ejemplo son las expresadas en el año 1814, en la oración agradeciendo el regreso de Fernando VII: Bien sé que en la Escritura no sólo se aprueban las guerras, sino que las mandan santificar: Dios las preside, y que no en vano se dice Dios de los Ejércitos: que los príncipes para eso llevan espada: que las guerras son necesarias para la conservación de la sociedad, para asegurar la paz, para proteger la inocencia y para contener la codicia en los límites de la justicia. [Iglesias, 1814: 25]

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Real Orden de 24 de agosto de 1831. 8

MUCHOS RELATOS QUE CONTAR, MUCHAS MANERAS DE CONTARLOS...

En un principio, el rey está interesado en mantener la memoria de la Guerra de la Independencia, como deja reflejado en la constitución de la junta para la redacción de los gloriosos hechos de la contienda. Pero Pérez de Guzmán nos mostrará la poca atención prestada por Fernando VII a las conmemoraciones de un acontecimiento clave, como era el Dos de Mayo, a las que se intentaba dotar exclusivamente con un significado religioso, sin interés por los protagonistas de este día, que se tiende a olvidar: No obstante ni en ese, ni en el siguiente de 1818 [...] volvió a tener el aniversario del Dos de Mayo el calor, la animación ni el entusiasmo de 1814. En 1819, no sólo no tuvo la contrariedad de ser trasladado al día 4, por haber caído el 2 en domingo, sino que hubo que echar mano del catafalco que había servido para las honras de la reina Amalia, porque el Supremo Consejo de la Guerra, el año anterior, había mandado deshacer el que estaba sirviendo en San Isidro para la conmemoración del Dos de Mayo y para las honras de los militares de alta graduación. También fue aquél el último año que presidió en persona el rey Fernando las honras de San Isidro. [Pérez de Guzmán, 1908: 734-736]

El 4 de marzo de 1820, el rey jura la Constitución y con el Trienio Liberal se instaura de nuevo la libertad de prensa 7; textos e imágenes referentes a la Guerra de la Independencia surgen de nuevo y se incorporan a la vida de la gente. Entre los objetos de uso cotidiano utilizados para la representación de los hechos vinculados a la Guerra de la Independencia, los abanicos demuestran ser un soporte eficaz en la difusión popular de las imágenes, debido fundamentalmente a su amplio alcance expositivo y a su baratura, ya que en su fabricación se pueden emplear materiales tan comunes como el papel, para realizar el país y el hueso, para elaborar las varillas, siendo un objeto al que se le dota de complejos códigos socioculturales y registros de gran carga simbólica y sentimental. Otros soportes habían sido beneficiados por anteriores legislaciones como la dictada por el gobierno de José I que favoreció la produc7 Archivo del Congreso de los Diputados, Papeles reservados de Fernando VII, t. 36, fol. 162 (el borrador) y t. 35, fol. 8 (el impreso) citado en J. Vega, 1987, p. 32.

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ción de barajas, abriendo el mercado y la fabricación a aquellos que quisieran estamparlas. Las barajas pueden ser consideradas elementos propagandísticos de alta eficacia. Los juegos de cartas han constituido una actividad central para ocupar los ratos libres en las casas, tabernas y sociedades en tiempos de la Guerra de la Independencia, ejemplo de ello se recoge en el Diario de Madrid de 1808, en la que se anuncia la venta de un «juego para la diversión de toda clase de personas, dispuesto en dos barajas». En tiempos de conflicto y movilización militar, como eran los años de 1820 a 1822, las barajas constitucionales, además, pueden ser estudiadas como un artefacto de consolidación de ideales y fijación de objetivos, y ejemplos por los que luchar son dotados de una gran carga ideológica como se observa en la realizada por Simón Ardit y Quer, en la que se estampan las figuras de los héroes. En este caso ya individualizados, alejados de la masa popular. A lo largo del siglo XIX se fabricaría gran cantidad de barajas, siendo los naipes de muy diferente temática: de juegos satíricos, histórico-políticos o mitológicos, entre otros. La victoria de las tropas del duque de Angulema traería una vuelta a la represión en la llamada Década Ominosa (1823-1833) caracterizada por una ley del silencio y del cierre de cualquier centro que facilitase la creación de saber, de opinión y de sus representaciones, como podemos comprobar con el Decreto de 27 de septiembre de 1823 (Fernández, 1908: 71-72), por el que se cierran universidades y periódicos. El poder del periodismo y la libertad de imprenta serán vistos como elementos de calumnia, según se recoge de publicaciones de la época: Que la libertad de la imprenta serviría para ilustrar las discusiones [...] que echando mano los doctrinarios y jefes de partido, crearon el poder del periodismo, poder con el cual no puede existir gobierno alguno [...] que por su esencia debe adular pasiones, sostener a los descontentos, calumniar a los gobernantes, y que mientras más se entrega al desenfreno, más seguro está de hallar provecho. [Razagón, 1831]

Araujo a finales del siglo XIX vería en el pueblo a la masa que, sin autonomía y subyugada, ejecuta los ideales de unos grupos de poder que representan los intereses de la monarquía y la religión. La compa10

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ración de las sucesivas invasiones francesas de Napoleón y del duque de Angulema serviría para la reflexión acerca del papel jugado por el pueblo: Es increíble la degradación a que habíamos llegado. Las pasiones políticas, la misma influencia del clero que había sido el alma de la conjuración de Fernando VII en El Escorial, del motín de Aranjuez, y de la resistencia a la invasión de las tropas de Napoleón y el gobierno de su hermano José, borraron de tal modo el recuerdo de los agravios recibidos de los franceses pocos años antes, que los mismos guerrilleros que con tanta saña los persiguieron, y algunos de los generales, recibieron con júbilo y festejos a la expedición que mandaba el Duque de Angulema y que venía a mezclarse en nuestros asuntos interiores. Los pueblos recibían sin resistencia, casi con agrado, a aquellos soldados franceses que eran los mismos que en 1808. Entonces no se extrañaban ya de que aquellas tropas se alojaran en las iglesias y cometieran en ellas profanaciones. [c. 1890: 77, 2.ª numeración]

III. REACTIVACIÓN DE LOS HÉROES

Con la llegada al trono de Isabel II (1833-1868), se inicia un período caracterizado por una gran inestabilidad política que favorecerá cambios significativos en los gobiernos y en sus maneras de entender el Estado y las relaciones entre los diferentes grupos sociales. Se constata un proceso de recuperación de los acontecimientos y de sus héroes, siempre de manera intermitente y dependiente de los intereses políticos de los dirigentes del momento. En el periódico madrileño El Castellano se refiere a la conmemoración del Dos de Mayo en los siguientes términos: Hoy, después de trece años en que se ha visto pasar este día con indiferencia, vuelve a rendirse el debido homenaje a los manes de los defensores del pueblo, cuyos esfuerzos miran siempre con ceño los que quieren esclavo y no soberano. Por eso desde el año 23 acá, parece haber habido un interés en no honrar la memoria de aquellos mártires y parecía un delito el celebrar su heroísmo, y hasta el rogar al ETERNO por el de sus almas. [El Castellano, núm. 231, 2 de mayo de 1837] 11

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Este proceso para la recuperación de las representaciones se observa en diferentes publicaciones, así en el Eco del Comercio se realizará desde 1840 hasta 1846 un editorial dedicado a esta fecha, para el encabezamiento de cada ejemplar conmemorativo, se recurrirá a una versión en madera de la estampa de Enguídanos, suprimiendo elementos religiosos, como las cruces representadas en el original y se suman otros elementos que desbordan lo local al introducir héroes de otras batallas y regiones, enfrentamientos todos ellos gloriosos para la nación. Ejemplo de ello es la figura femenina al pie del cañón que es clara referencia a la heroína de Aragón representada por Juan Gálvez y Fernando Brambila para la colección de 37 láminas titulada Ruinas de aZragoza 8. Junto a esta escena se estampan en cada ángulo superior medallones con los bustos de Daoíz y Velarde, que ofrecen la imagen de héroes intemporales que conectan el presente con la Antigüedad clásica, vinculándolos al origen de la nación. Otra de las viñetas alude al obelisco del Dos de Mayo que honra a las víctimas, representadas en los restos de los dos héroes de la patria. En años sucesivos se añadirán otros grabados en madera que mostrarán a unos guerrilleros con las banderas de la independencia y la libertad. El magacín madrileño El Museo de las Familias se ilustrará en 1844, con una estampa que recoge las luchas del Dos de Mayo por las calles de Madrid. La litografía de E. Zarza y V. Castelló hace referencia a la figura de Daoíz, que con el sable en la mano dirige a un reducido grupo de soldados que toman el frente del combate, seguidos por una muchedumbre que se parapeta tras la figura de un héroe que con su decisión y valentía pone en retirada a un batallón francés. El pueblo retoma en varias representaciones la iniciativa de la lucha, entrando en claro conflicto de representación con la personalidad de los héroes individualizados que ya han sido encumbrados, y muestra la fuerza que adquiere la imagen del pueblo de Madrid con los héroes anónimos de las clases populares. Algunas de estas publicaciones darán relevancia al papel de la mujer: Crece todo en bélico entusiasmo; hasta las señoras, retiradas del bullicio por los afanes domésticos, acercan sus floreros, sillas, cómodas y mueblaje a los balco8

Cobre, aguafuerte y aguatinta. 12

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nes para exterminar a los enemigos, arrojándolo y tirándolo todo, si es necesario, sobre sus cabezas. Las mujeres a su vez, exhaladas por las calles, tremolan sus pañuelos, excitan al combate, e invocando al nombre sagrado de patria y libertad, inflaman el ánimo de todos sin distinción. [Ochagavia, 1855: 11]

Manuel Vázquez Taboada publicará El Dos de Mayo o los franceses en Madrid, en el que se mostrarán los exquisitos modales de unos oficiales, tanto en los textos como en las estampas, repleto de galantería con un enemigo que dista mucho del odiado por el populacho: «Velarde entonces alargó afablemente el herido (...) dando muestras de la más profunda y exquisita cordialidad» (Vázquez, 1866: 116). Y así lo muestran las estampas litografiadas que se reproducen en el texto, algunas firmadas por el grabador Urrabieta y otras por Martí, mientras el pueblo sigue luchando ferozmente contra el mameluco invasor, según muestra otra estampa de la publicación. Los consecutivos aniversarios marcan diferentes posicionamientos en la conmemoración, como indica el año que se intentó suprimir: Cuándo suprimir la fiesta por completo, como, si mal no recuerdo, sucedió en 1863, resultando la más interesante que yo he conocido, por aparecer aquella mañana árboles, verja, postes y pilares cubiertos de papeles con aclamaciones y vivas a lo tradicional, e insultos y provocaciones a los partidarios de la supresión. [Ciria, 1908: 11]

Para la representación de los héroes se hace uso de otros soportes, como es la medalla, si bien el tema conmemorado puede ser entendido como un pretexto para financiar determinadas técnicas artísticas. Damos la reproducción de la medalla grabada y acuñada por el joven artista D. Victoriano González, discípulo que ha sido de la Real Academia de San Fernando, y posteriormente del reputado grabador de Paris M. Tasset. Dicha medalla es un recuerdo consagrado, como lo indica la inscripción del reverso, a los héroes de la Independencia nacional D. Luis Daoíz y don Pedro Velarde, que sucumbieron peleando contra el invasor el 2 de mayo de 1808. Asegúrasenos que el Excmo. Ayuntamiento Constitucional de esta corte ha aceptado la dedicatoria de este trabajo, y que se ha formado expediente para contribuir a los gastos de la acuñación. La Junta Consultiva de Guerra, por su 13

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parte, patrocina también el pensamiento por iniciativa de algunos de los distinguidos generales que la forman. A nuestro entender, deben protegerse y alentarse los esfuerzos que, como éste, van encaminados a restaurar el difícil arte del grabado en hueco, bastante decadente hoy en nuestro país, donde ha tenido tan distinguidos representantes. [La Ilustración española y americana, Madrid, 8 de mayo de 1880, año XXIV, núm. XVII, p. 291]

La revista La Semana Ilustrada, en su suplemento extraordinario del Dos de Mayo de 1883, muestra los acontecimientos del aniversario con cuatro escenas, recogiendo en la primera de ellas la muerte de Daoíz en el parque de Artillería. Retoma la estampa de Enguídanos, de la que muestra el icono que representa la puerta con su característica fisonomía, en la que sitúa la escena. Pero recurre al escenario de los hechos, a la puerta de entrada al parque, para mostrar una realidad distinta. Se centrará en la representación idealizada de la muerte de Daoíz, su aniquilamiento significa la desaparición misma de la libertad, que yace moribunda a los pies del héroe, simbolizada en esta ocasión por una figura femenina con los pechos descubiertos. Daoíz, que es el protagonista de la lucha, es auxiliado por unos harapientos y exaltados personajes navaja en mano, en representación de un desordenado pero valeroso pueblo que lucha por el héroe de la nación; los ciudadanos pasan a ser el actor secundario de la obra, cediendo el protagonismo al héroe militar. En la segunda estampa de este suplemento, la lucha se muestra en toda su crudeza. El pueblo común, chisperos, manolos y figuras femeninas, con sus navajas y cuchillos dispuestos para la batalla, se bate cruelmente frente a una representación costumbrista de una populosa confitería de la calle Mayor. El pueblo muestra su valor, pero también su cara más terrible y vengativa, su aspecto irracional, como nos indica el texto que acompaña a la imagen: «Nadie pensaba en huir, sólo se aspiraban emanaciones de sangre humana: el anhelo era matar; el deseo, morir antes que entregarse a los enemigos (...) Padres que incitaban a sus hijas a la defensa» (La Semana Ilustrada, suplemento extraordinario al núm. VII, 2 de mayo de1883). El tratamiento que se le concede a los diferentes héroes es dispar; el valor de Daoíz se muestra con la gallardía del caballero, que lucha por unos altos ideales y que da su vida dignamente por ellos, su muerte 14

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es un bello ejemplo para la nación, sin embargo, el pueblo, compuesto por un conjunto de villanos, al que no se le niega su predisposición para la lucha, es representado con toda su fiereza e irracionalidad, la venganza y la ira mueve sus acciones, una mujer hunde el cuchillo en el pecho del caballo, las navajas degüellan a los franceses, transmitiendo al espectador un espectáculo de horror, un ejemplo que no es digno de perpetuarse como modelo en tiempos de paz. Otros relatos muestran al pueblo madrileño entre lo heroico y lo burlesco. Así lo representa la estampa de Francisco Gabazón, reproducida en Los guerrilleros de 1808, obra de Rodríguez-Solis publicada en 1887. Los héroes y heroínas alternan con personajes que observan graciosamente a las señoras, dispuestos a lanzar algún piropo, mientras las paredes son marcadas con dibujos caricaturescos en referencia a los franceses. El pueblo madrileño se representaba en esta ocasión como se había representado siempre ante los peligros, indiferente y arrojado, heroico y burlón. La Paca, con su palabra y con su ejemplo, excitaba el valor de sus compañeras, y dirigía a los imperiales frases que eran como cantáridas. El abate, tranquilo y sonriente ante el peligro, admiraba a la morena y lanzaba de vez en cuando alguno de sus famosos latines. El Zurdo, que había recobrado su buen humor, disparaba tiros, y soltaba fisgas y chanzas al mismo tiempo. Bergamota le ayudaba en sus bromas, y el lacayo y el mozo no desmentían el valor que demostraron en el Parque. [Rodríguez-Solís, 1887: 18; V: 1]

Otro curioso soporte al que se recurre para la difusión de héroes y hazañas de la Guerra de la Independencia es la caja de cerillas. De la década de los ochenta del siglo XIX se conservan álbumes para la colección de las fototipias estampadas en las cajas: Donde no llega el libro, donde se desconoce el periódico, donde no se tiene idea de los más elementales rudimentos, allí llega por medios tan sencillos la fototipia con sus hermosos colores, al amparo de un artículo de primera necesidad, como es la cerilla, que en tales condiciones lleva luz a los sentidos y a la inteligencia [...]. Cada uno de los personajes que conforman esta preciosísima colección son el retrato de una época y el modo de ser de una sociedad [...]. Dar a conocer esos grandes personajes que expusieron su vida por una idea o 15

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por la independencia de la patria, es digno de elogio [...] grandes hombres que con las armas en la mano abrieron horizontes nuevos a las ideas y engrandecieron la patria. [Gómez, c. 1880]

Son imágenes que se matizan y revisan continuamente. Su cuidada selección servirá para el estudio de la historia de España. Así se verá en los libros de primera enseñanza de Perlado y Melero, textos oficiales por Real Orden de 4 de abril de 1887 y reimpresos hasta 1905. La estampa que ilustra la portada realiza unas significativas modificaciones en cuanto a la composición y al contenido. Daoíz pasa a ser el elemento central de la representación. Su figura es altiva, elegante, con el sable en actitud de orden de mando, que organiza el ataque de unos seguidores improvisados y desorganizados que se desangran a sus pies y que se enfrentan al poderío y organización del poderoso enemigo francés. La indumentaria y vestimenta de los actores es reinterpretada, el arrojado pueblo de Madrid pasa a ser un repertorio de representantes regionales. A los pies de la pulcra e impoluta figura de Daoíz, vestido de uniforme, se nos representa el cuerpo inerte de un voluntario que cubre su cabeza con una barretina catalana, al pie del cañón y herido en el pecho, una figura con fajín ancho y largos pantalones dispara al enemigo, mientras un chispero con un sable permanece tras el cañón. Las ilustraciones de los diarios y revistas de estos años finales del siglo harán constante referencia al Dos de Mayo y a sus glorias, insertándolos en los discursos de identidad nacional. De esta manera se puede leer la estampa aparecida en la publicación El Noventa y Tres, que vinculará el amor de Amadeo I a España con el amor a las glorias del Dos de Mayo que se recuerdan en el Campo de la Lealtad, en busca de un apoyo social del que carecía, con un pie de ilustración que dice «Tanto amará nuestro Amadeo las glorias españolas, que por las noches se bajará a admirar el monumento del Dos de Mayo». En esta estampa se enfatiza en clave humorística, la importancia del Dos de Mayo en su monumento a los caídos, un símbolo representativo de toda una nación, en un intento de legitimación dinástica. También se realizan parodias de acontecimientos trascendentales y espacios consagrados, como se muestra en la estampa firmada por 16

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Ángel Pons, titulada Una fecha Gloriosa y reproducida en el número 42 del periódico madrileño La Caricatura, de 7 de mayo de 1893. El autor divide la litografía en tres viñetas, sirviendo el Campo de la Lealtad de recurso para contextualizar la evolución sufrida por los madrileños a lo largo del siglo XIX. La primera viñeta representa a los hombres del Dos de Mayo de 1808, simbolizados en un oficial que, malherido, se enfrenta dignamente, sable en mano y porte altivo, a la lluvia de balas de cañón de las baterías napoleónicas. La segunda viñeta muestra cómo eran los hombres del Dos de Mayo de 1893, representados esta vez por un borracho que, con botella de vino en el bolsillo, hace un expresivo gesto al obelisco; la tercera viñeta muestra la peligrosidad de esta plaza a partir de las doce de la noche, cuando es tomada por delincuentes navajeros, que sin ningún reparo ante las glorias de la nación están a la espera de la incauta víctima. Estas ilustraciones muestran cómo estos años finales del siglo XIX están marcados por la pérdida de significados y referentes del Dos de Mayo. En el tercer cuarto del siglo XIX, transcurridos más de cincuenta años desde los sucesos del Dos de Mayo, se dieron a conocer al gran público las pinturas de Goya referidas a estos acontecimientos 9. Tendrían una nueva y decisiva influencia en las representaciones de los hechos, al aparecer novedosas estampas que recogerán motivos de inspiración goyescos y se procederá de esta manera a la renovación de las que habían constituido hasta entonces las imágenes míticas de las luchas. Vicente Urrabieta y Ortiz (1813-1879), al realizar en 1879 las estampas encargadas para la Historia General de España y sus colonias de Esteban Hernández y Fernández (Hernández, 1879: 369; V: 2), recurrirá a una versión del lienzo de Goya, dotándola de una visión profundamente romántica. Desprovisto de una referencia espacial concreta, y sin la posibilidad de rastrear el emplazamiento exacto de los sucesos, los anteriores protagonistas, pueblo y héroes, se desvane9 Lafuente indica que los lienzos no aparecerían hasta la publicación del extenso catálogo del Museo del Prado del año 1872, permaneciendo desde 1834 en el depósito del Museo, aunque sólo hay referencias de su pertenencia al museo desde que Charles Iriarte publicase en 1867 el libro sobre Goya en el que se mencionaban como lienzos que colgaban del Museo Real (Lafuente, 1946: 23-52).

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cen y van incorporándose al panteón de los olvidados. Las víctimas laureadas pasan a ser una selecta representación de la alta sociedad del momento. El valiente y heroico pueblo, que fue representado en las estampas contemporáneas a los hechos y momentos revolucionarios posteriores, no tiene cabida en estas nuevas propuestas. Un grupo de encumbrados burgueses, que con sus prendas y ademanes muestran su elevado estatus social, son la nueva apariencia de los personajes ejemplares. Otras son las sensibilidades frente a la lucha y otra es la mirada a la muerte. Lejos queda el alborotado pueblo sublevado en masa. En el centenario de los hechos del Dos de Mayo, los héroes tendrán su interpretación, dependiendo de los grupos que los reivindican. Juan Arzadun Zabala, comandante del cuerpo de artillería, publicará una obra en la que escribe sobre los sucesos del parque de Artillería: La organizó Velarde con su actividad prodigiosa y su personal prestigio, valiéndose para difundirla, de la frecuente comunicación con los distritos a que a su cargo de secretario de la Junta Superior de Artillería le obligaba. Huelga decir que la generosa idea halló entusiasta acogida en la gran mayoría de los oficiales del Cuerpo. [Arzadun, 1908: 9]

Para argumentar a continuación el lógico desenlace para los proyectos que imaginaba Velarde, y que no fueron llevados a la práctica, para conseguir la salvación de la nación: Unía a Daoíz estrecho parentesco con una dama de la Reina Maria Luisa, un primo suyo era paje de Palacio. Por ellos conocieron ambos oficiales los ocultos pormenores del proceso del Escorial [...] y desde aquel punto y hora vieron en la nefasta alianza francesa el mar tormentoso en que zozobrar podía el arca santa de la nacionalidad [...]. Brotaron de la fecunda imaginación de Velarde muchos y detallados proyectos, que tal vez hubieran impedido el avance de los invasores. [Arzadun, 1908: 12]

La Raza toma un referente para algunos autores y la plebe tiene un lugar preeminente en la épica de la Guerra de la Independencia, siendo ese pueblo bajo el que se recoge la esencia de la nación: «el bajo Pueblo, el Pueblo de “Pan y Toros”, (...) había guardado en el arca de su hogar 18

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la ejecutoria de Nobleza de la Raza» (Antón, 1911-14: 162, t. 6). Ligando a los héroes populares y sitios de la Guerra de la Independencia con los míticos héroes y lugares ibéricos: «En la plebe estaba el árbol genealógico que enlazó al Empecinado con Viriato y entroncaba a Zaragoza con Numancia» (Antón, 1911-1914: 162-163, t. 6). Una obra que busca mostrar el ejemplo de una plebe del 2 de Mayo de 1808 que contrasta con la que vive su centenario, sumida en agitados movimientos sociales: La gravedad de la situación es tal, que asistimos a los últimos momentos de la Raza [...]. La plebe, que el 2 de Mayo de 1808 mantenía íntegra la tradición espiritual de España, se halla hoy contaminada por la gangrena venida del extranjero. La propaganda de animalización, que el torpe materialismo de las escuelas filosóficas de Europa ha realizado durante el siglo XIX, ha penetrado en el Pueblo Español. [Antón, 1911-1914: 249, t. 6]

Han transcurrido doscientos años desde los sucesos que dieron lugar a la Guerra de la Independencia, y se siguen sumando interpretaciones: Los vecinos de Madrid, posiblemente a diferencia de otras ciudades como Zaragoza, tienden a olvidar. Hasta mediados de los ochenta, los vecinos conocían el porqué de las fiestas, que eran muy populares y ligadas a otros lugares como la plaza de las Comendadoras, vivíamos los acontecimientos y conversamos si Manuela Malasaña mató a un francés o no, hasta que llegó la ocupación de los macroconciertos y el posterior vaciamiento de contenidos. Es en estos momentos una fiesta y una conmemoración desconocida, incómoda, en el que los regidores municipales no quieren involucrarse, trasladando estas conmemoraciones a otras instituciones, que pueden diluir estos actos en otros espacios 10.

Las asociaciones vecinales cuestionan una conmemoración laudatoria de la resistencia, y prefieren invitar a un debate a propósito de una ocasión perdida para una posible modernización ideológica, política, social y económica de la España decimonónica y de sus consecuencias en la España del siglo XXI. Reflexiones actuales para centenarias historias, viejos héroes para nuevas problemáticas. Son muchas las 10 Entrevistas realizadas con representantes vecinales del barrio de Universidad de Madrid (Maravillas-Malasaña), el 27 de septiembre 2007.

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historias que se pueden contar y muchas las maneras de contarlas. Pongámonos a reflexionar.

BIBLIOGRAFÍA

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2. REVOLUCIÓN BUSCA CAUDILLO: PALAFOX Y LOS SITIOS DE ZARAGOZA FERNANDO DURÁN LÓPEZ*

I. HÉROES SIN CAUDILLOS: EL PROTAGONISMO DEL PUEBLO

Una de las características de la revolución española posterior a 1808 es que adoptó una forma claramente colectiva, sin protagonismos personales carismáticos. El papel otorgado al pueblo en la sublevación contra los franceses y la resistencia militar tiene que ver con lo que numerosos publicistas ya denunciaron en la prensa y los folletos de la época: con una «deserción de las elites», en la que las autoridades constituidas, la nobleza y demás sectores dirigentes no siempre ejercieron el papel de vertebración y liderazgo que se les suponía, comportándose de modo sumamente desigual. Ante esa deserción, la nación asumió un protagonismo colectivo, que se vino repitiendo en todos los cuerpos políticos que sucesivamente dirigieron la revolución. Para los liberales esto suponía, además, una excusa constituyente, es decir, un argumento que permitía afirmar que el contrato social se había disuelto y que, por tanto, era justo dar a la nación y a sus clases no privilegiadas una nueva batería de derechos políticos y sociales, acordes al sacrificio realizado en solitario. Así lo repitió en numerosas ocasiones el Semanario Patriótico durante los debates de la Constitución: El principio de nuestra gloriosa insurrección, sus progresos, su giro y sus alternativas nos hacían prever que, habiendo la clase inferior hecho en ella el primer papel, aspiraría muy en breve a recoger el fruto de sus afanes. Dejósela abandonada en los primeros críticos momentos a su propia fuerza, a sus propios recursos, y supo triunfar del furor de sus enemigos y de la * Profesor Titular de Literatura Española, Universidad de Cádiz. 23

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apatía de las clases elevadas; supo resistir al gobierno intruso y a las criaturas de una corte inmoral y desacreditada que lo apoyaban; y supo, en fin, sustituirle gobiernos populares que, si no correspondientes a su objeto, tampoco pudieron sostenerse contra la opinión que los había erigido. Se vieron después obligados estos gobiernos a resignar en la Junta Central, ésta en la antigua Regencia y la Regencia en las Cortes, la soberanía que el pueblo había depositado en sus manos para expeler a los enemigos y constituir la nación, para constituirla de un modo correspondiente a los sacrificios que había hecho por conquistar las prerrogativas y derechos de un pueblo libre, abandonado de su soberano y de sus jefes. [Semanario Patriótico, núm. 64, 27 de junio de 1811; en Crónicas, 2003: 346-347]

La lectura política de este carácter «popular», colectivo, de la revolución, es aquí secundaria, igual que el alcance conceptual de términos clave como «pueblo» o «nación» en estos precisos contextos. Me interesa, en cambio, señalar que desde un principio la revolución fue dirigida por órganos colegiados y numerosos, en los que nunca hubo líderes claros ni una dirección unipersonal: las juntas locales, la Junta Central, las sucesivas regencias, las Cortes, las partidas guerrilleras... Algunos periódicos del Cádiz de las Cortes, como El Robespierre Español, pidieron una dictadura revolucionaria. Otros sectores, en cambio, los más temerosos de la acción de los diputados, reclamarán una regencia individual con poderes ejecutivos concentrados en una persona real, ya fuese la infanta Carlota Joaquina u otra. También los ingleses presionaron por una unificación de la autoridad. Esas ideas reaparecen aquí y allá, antes y después de las Cortes, en diferentes lugares y circunstancias a lo largo de toda la guerra, con distintos matices, pero todos los intentos de centralizar el poder fracasaron y ninguna institución nacional quedó identificada por una sola cara: el retrato y el trono de Fernando VII que presidían las sesiones de las Cortes son la representación visual, no de un vacío de poder, sino de un poder asumido colectivamente. En concreto, desde 1810 ni la Regencia, ni el gobierno, ni los altos mandos militares, ni la legación británica fueron capaces de ofrecer una alternativa real a la autoridad asumida por un congreso formado por más de un centenar de personas, en el que tampoco hubo nunca un líder único. Entre los principales oradores liberales de las Cortes hay un grupo particularmente influyente, e incluso dentro de él se 24

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puede singularizar el nombre de Agustín de Argüelles, pero ni éste ni ningún otro alcanzó jamás una influencia individual tan grande que representase por sí solo la acción y la dirección parlamentaria o el destino de la nación. Además, como resulta connatural a un sistema representativo en régimen de libre opinión pública, ningún político podía aspirar sino a representar a un partido, a una facción. Es curiosa, a este respecto, la polémica suscitada en la prensa por una suscripción realizada a fin de grabar un retrato de Argüelles. G. H., un publicista de evidentes veleidades reaccionarias, en un artículo publicado en el Diario Mercantil de Cádiz el 8 de enero de 1812, decía haber visto la noticia de esa suscripción y se preguntaba cuáles eran los méritos de Argüelles para tal honor, cuando había otros diputados tan elocuentes como él en el Congreso, y cuál era «el extraordinario mérito patriótico que ha contraído el ilustre diputado (...) para que se nos presente como un héroe de nuestra revolución». Se publicaron en varios periódicos hasta tres réplicas liberales a este artículo y una contrarréplica de G. H. a lo largo de los siguientes días. Aunque no se le ahorraron elogios a Argüelles, sus defensores recularon, intentando hacer de él una personalización ocasional de las virtudes colectivas de las Cortes. Así dice R. en El Redactor General (núm. 216, 16 de enero de 1812), que ese retrato del diputado «no es tanto un aplauso particular hacia él, cuanto un homenaje a la representación nacional». Esto es un ejemplo dialéctico de cuánto costaba asumir el reconocimiento público a un individuo concreto en un contexto en que las ideas políticas, las virtudes morales y los méritos patrióticos parecían encarnarse mejor en colectivos, instituciones o símbolos y no en líderes carismáticos. Y, en efecto, hubo durante todo el período gaditano un rechazo a los liderazgos unipersonales y una férrea oposición al culto a la personalidad, incluso en la tibia expresión que tal culto es capaz de alcanzar en un régimen de libertad de imprenta. Otra prueba es la defensa generalizada, por diputados y periodistas, de una ética «republicana» en lo que atañe a los servidores de la nación, basada en la austeridad y en la renuncia a los privilegios y honores, así como a las manifestaciones exteriores del poder; hubo numerosas iniciativas para reducir o suprimir empleos, se persiguieron las muestras —reales o imaginadas— de ostentación y vanidad en el gobierno, se satanizó el «egoísmo» como uno de los grandes males de la nación, entendiendo por tal la codicia, 25

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la ambición y los intereses particulares de los empleados públicos. El ideal político era el del buen patricio romano, el cónsul o el general que se sacrificaba temporalmente por la patria para regresar después a la vida privada tan puro y sobrio como la había abandonado 1. Todo, pues, conduce a una cultura política colectiva en la que la ambición personal y la concentración de poderes en una sola mano son vistas como un pecado moral y social 2. Pero, además, esta revolución era también, en su origen y en su esencia, una guerra contra el invasor. La sangre derramada es el alimento mítico del héroe. Era difícil, si no imposible, un auténtico liderazgo individual que no estuviese asentado sobre proezas bélicas, pero en el plano militar vemos el mismo fenómeno de colectivización. La separación —desde el mismo 1808, pero sobre todo desde 1810— de la dirección política de la nación y la dirección militar del ejército, y el cuidado de la Junta Central en no dejar que ninguno de los altos mandos acaparase tanto poder como para amenazar el suyo propio, son elementos que explican en parte la dificultad para encontrar un caudillaje militar válido, como el de Napoleón en Francia, pero no son suficientes. Es una causa aún más importante el fracaso e incompetencia del ejército regular español para oponerse a la aplastante máquina bélica francesa. No pueden aspirar al poder generales que cosecharon derrota tras derrota en campo abierto o que, como mucho, aspiraban a resistir más que a vencer. Castaños, el primero victorioso, era demasiado viejo y anticuado para ocupar ese papel. Los otros grandes generales, de pomposos títulos nobiliarios o de sonoros apellidos irlandeses, fueron quemándose poco a poco en los azares de la guerra y de la política. Tampoco pudo surgir el Napoleón de turno, un homo nouus, un soldado joven y agresivo que se encumbrara a la cima del poder sobre una serie continuada de victorias. En España no hubo un general 1 En ocasiones ese ideal se usó como un arma intencionada contra las ambiciones de poder de un grupo político, como pone claramente de manifiesto la campaña contra Manuel José Quintana en 1811 con motivo de su nombramiento como secretario de la Real Estampilla y del sueldo y rango que este cargo debía ostentar (cfr. Durán López, 2008). 2 Y lo curioso es que esto ocurre así a pesar del general consenso en los males ocasionados por la dispersión en el mando y por el lento e ineficaz proceso de toma de decisiones.

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Beresford, auténtico virrey inglés en Portugal con poderes civiles y militares absolutos, aunque a algunos en varios momentos les hubiera gustado que lord Wellington ocupase tal función. Cuando el británico se hizo con el mando supremo de los ejércitos coligados, en la fase final de la guerra, sus funciones se limitaron a la dirección estratégica de la guerra. El general Ballesteros fue quien capitalizó la resistencia a ese nombramiento de un extranjero y quien, en cierto modo, se ofrecía como alternativa, pero esa opción, como todas las demás de un militar español, un «salvador» carismático que dirigiera el destino de la nación, tampoco prosperó. Así las cosas, fue también el pueblo —a través de las guerrillas— el que asumió la carga simbólica de la resistencia militar activa contra los franceses. No habría, pues, caudillos, sino héroes, porque los héroes pueden alimentarse del fracaso, del sacrificio, y no necesariamente de la victoria. Los héroes muertos no amenazan a nadie ni aspiran a nada, son buenos para símbolos, para la identificación colectiva: ese puñado de héroes con nombre propio, casi siempre mártires ya muertos, no podían sino simbolizar al pueblo: Daoíz y Velarde, Agustina de Aragón, etc. eran personificaciones de la nación, del pueblo madrileño del Dos de Mayo o de los aragoneses de los Sitios. Eran el soldado desconocido.

II. LOS SITIOS DE ZARAGOZA

El caso de los Sitios de Zaragoza, una de las batallas emblemáticas de la resistencia española, ilustra hasta qué punto la dialéctica del poder y el heroísmo niega el caudillaje en favor de una imagen del pueblo en armas o, como dijo Palafox en sus memorias, de la imagen de un «ejército de héroes» (1994: 32). El fracaso de ese general en encarnar y sustituir simbólicamente a Zaragoza y Aragón, personalizando el heroísmo colectivo y rentabilizándolo en términos de liderazgo, es elocuente. Es eso lo que quiero analizar en estas páginas, en las que haré algunas consideraciones sobre el modo en que ese gran acontecimiento de 1808 y 1809 fue interiorizado en términos subjetivos por algunas pocas personas que lo reflejaron en sus escritos autobiográfi27

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cos y sobre la dialéctica entre individuo, pueblo y nación que establecen tales relatos. Los Sitios de Zaragoza son un episodio crucial —y pronto mitificado— de la Guerra de la Independencia y por ello mismo de la memoria histórica española del siglo XIX. Así pues, existe una gran cantidad de documentación y de textos históricos y literarios dedicados a ellos; hay diarios, crónicas, cartas, polémicas, etc. escritas por diferentes personas implicadas en el episodio. Sin embargo, me voy a limitar a escritos autobiográficos, entendiendo con esto un tipo de narración retrospectiva en la que un individuo, que es a la vez el autor, el narrador y el protagonista del relato, cuenta la totalidad o una parte de su vida, haciéndolo desde una mirada al pasado, es decir, con un distanciamiento de los hechos y con una concepción global del relato 3. La autobiografía es un género de escritura que se nutre de forma muy importante de las grandes conmociones históricas, que sacan a la gente de su curso natural, dan una estructura narrativa a la vida de las naciones y por tanto trasladan su relevancia colectiva objetiva a una relevancia subjetiva en la vida de cada uno de los individuos. En ese sentido, las crisis nacionales moldean también las vidas individuales y poseen un enorme poder de atracción para las reflexiones y narraciones de aquellas personas que —casi siempre por tener una dimensión pública— se deciden a escribir sus propias vidas y ofrecérselas a los demás. Sin embargo, de entre la abundancia de textos referidos a la Guerra de Independencia, no son muchos los que tratan los Sitios de Zaragoza. Yo sólo voy a referirme a tres autores, y en dos de ellos los hechos zaragozanos son un episodio colateral del relato: me servirán como punto de referencia para el texto en el que pretendo centrarme, el del general Palafox. Esta escasez contrasta con el mayor número de testimonios que hay sobre el Dos de Mayo y sobre algunos otros episodios de la guerra, 3 Para localizar las autobiografías que tratan de los Sitios he empleado una extensa catalogación del género autobiográfico español de los siglos XVIII y XIX, fruto de varios años de trabajo, que publiqué por primera vez en 1997 y que he ido ampliando con nuevos autores y nuevas obras. En su versión más completa esta lista abarca cerca de seiscientos autores nacidos entre 1694 y 1875 (cfr. Durán López, 1997, 1999 y 2004). De la parte de ese catálogo que afecta a comienzos del siglo XIX, los autores que tratan sobre la Guerra de la Independencia de una manera u otra son numerosísimos (cfr. Durán López, 2002 y 2004b).

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como el golpe de Estado de Fernando VII en mayo de 1814. Esta disparidad nos da una primera idea sobre la característica que define el episodio de Zaragoza frente a los ocurridos en Madrid y Cádiz: su carácter periférico, algo que en un Estado centralista se transforma en un obstáculo difícil de salvar. La estructura de la vida pública —y por tanto también la estructura de la memoria colectiva, de la que penden a su vez las memorias individuales, a pesar de que suele creerse lo contrario— gira en torno al Estado, es decir, al núcleo dominante de poder social, político y cultural, que en el caso español se sitúa en Madrid. A pesar de que la gesta de Zaragoza alcanzó pronto las dimensiones de un episodio auténticamente «nacional» —es el hecho de la guerra y la revolución que adquirió mayor altura legendaria que no sucediese en Madrid o en el Cádiz de las Cortes—, su periferia respecto al centro de la vida española se manifiesta, por ejemplo, en el corto número de representaciones autobiográficas que podemos encontrar 4. Por otra parte, además de la centralidad nacional del asunto, hay que tener en cuenta la centralidad que posea en la vida y memoria del individuo concreto que lo narra. Los tres textos que consideraremos representan modalidades muy diferentes del discurso autobiográfico y también representan relaciones distintas entre sus autores y el acontecimiento que narran. De hecho, sólo el de Palafox otorga a los Sitios una centralidad que sirve para explicar su propia vida y su figura pública y privada.

III. EL PUEBLO EN ARMAS: MATÍAS CALVO MURILLO

Uno de los combatientes de a pie en los Sitios de Zaragoza nos ha dejado su testimonio. Matías Calvo Murillo (Leciñena, Zaragoza, 17921852/1868) era miembro de una familia de médicos. Estudió en la Universidad de Zaragoza, donde participó en una revuelta de los estudiantes contra Godoy en marzo de 1808, relacionada con el motín de Aranjuez, pero también con cuestiones locales universitarias. En 4 Para la dialéctica centro/periferia aplicada a la escritura autobiográfica, véanse mis trabajos sobre las Memorias de un setentón (2000-2001) y sobre la autobiografía popular española (2007).

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mayo del mismo año se alistó en las milicias de Palafox, derrotadas en Mallén y refugiadas en Zaragoza. Estuvo en el primer sitio, defendiendo la puerta del Carmen, y también en el segundo, pero pudo huir de la ciudad en enero de 1809. Siguió combatiendo en Aragón, pero tras la derrota de su unidad se retiró al monte con su familia hasta que en 1811 optó por sumarse a los guerrilleros de la Sierra de Lanaja, que luego se incorporaron a la División de Mina, en la que Calvo fue sargento segundo de uno de sus regimientos. En 1813 participó en la liberación de Aragón. No secundó el pronunciamiento liberal de Mina en 1814, pero le alcanzó la represalia contra los antiguos guerrilleros del navarro y no pudo hacer carrera en la milicia, como quería. Se licenció en diciembre de 1814. En 1815 empezó su empleo como organista y maestro de niños en Leciñena, que ocupó por veintidós años. En 1836 fue miembro de la Guardia Nacional en su pueblo, contra los carlistas. Desde 1838 abandona su trabajo para ocupar diferentes cargos públicos locales, dentro del Ayuntamiento. Parece haber hecho alguna fortuna como ganadero. Como se ve, su trayectoria es poco espectacular, la de uno de tantos individuos anónimos de vida local y familiar, que se tropezó casual y transitoriamente con la historia de su país y su época. En buena medida esa casualidad es la que hizo que, al final de su vida, al parecer a partir de 1850, escribiera una breve autobiografía dirigida a sus hijos bajo el título de Noticias, y todo cuanto ha ocurrido durante la vida de Matías Calvo, que nació en 24 de febrero del año 1792, es decir, de aquellas cosas más nobles que han venido a la imaginación al estamparlo en este libro, para que así sus hijos, como demás que les sucedan a éstos lo tengan por si para alguna cosa les pudiera convenir (en Marcén Letosa, 2000: 174209). Esta obra entra dentro de lo que los estudiosos denominan «autobiografía popular», cuya característica esencial es que el autor la escribe desde un sistema de valores y una jerarquía de temas que no son los de los círculos de producción y recepción de cultura (historiadores, políticos, periódicos..., es decir, las elites sociales y culturales de una nación compleja y desarrollada). No hay tampoco pretensiones de dirigirse a un público ni deseos de convencerlo de nada, se escribe por desahogo personal o para memoria de la familia directa 5. 5

Cfr. Durán López (2007) y Amelang (2003). 30

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Casi toda la materia narrativa del opúsculo de Calvo Murillo se centra en el período de la guerra, entre 1808 y 1814, cuando le tocó participar en la crisis nacional con las armas en la mano, pero no con mucho heroísmo, por cierto. En realidad, la suya es la visión de todo soldado, en la que la gloria colectiva no se ve por ninguna parte, y sí las miserias de la guerra. En los pasajes de narración culminante, como son las escenas bélicas, Calvo tiene un evidente gusto por el detalle patético y por el relato vibrante, aunque siempre refrenado por la concisión extrema del texto. Insiste sobre todo en los desastres y penalidades sufridos por los soldados y civiles. Su visión de las batallas dadas en Zaragoza es por ello poco grandiosa, pero sí dolorida: [...] ¡ah, ignorancia! rompen el fuego por todas partes, y la caballería marcha como en guerrillas, que en dos minutos aquel campo [de Mallén] quedó cubierto de cadáveres y de allí lo mismo hasta Zaragoza el Ebro se sorbería a una infinidad de hombres que se tiraban al río como a una cama. [Marcén, 2000: 179]

No le importa exponer su miedo como parte del patetismo buscado en la vivencia directa: «¡aquí me faltó el valor! hombre que hasta aquella ocasión no conocía el miedo, ni el peligro; ya me faltaba hasta la vista...» (Marcén, 2000: 183). Le interesan igualmente las pequeñas aventuras suyas más que dar una imagen global de la guerra, inexistente salvo en alguna que otra transición entre un episodio y otro. Su batalla zaragozana es como el Waterloo de La Cartuja de Parma, y no como el de Los Miserables: parcial, confusa, inexplicable y carente de sentido. El pasaje dedicado al Sitio de Zaragoza es corto, pues su participación en las luchas ocurridas posteriormente en los alrededores de su pueblo natal, Leciñena, supusieron un hito mucho más importante en su vida. Es obvio que las prioridades de Matías Calvo no son las de la nación, sino las de su entorno personal, familiar y local. En esa lectura, ni los Sitios fueron una gesta ni asoma ningún caudillo en ellos, individual o colectivo 6.

6 Un caso parecido es el de los Recuerdos de mi vida de José R. Izquierdo Guerrero de Torres (2004).

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IV. LOS INTELECTUALES EN ARMAS: JOSÉ MOR DE FUENTES

Otro extremo diferente viene representado por la autobiografía de José Mor de Fuentes (Monzón, Huesca, 1762-Monzón, 1848). Prolífico poeta, dramaturgo, periodista y novelista de entresiglos, cuya obra más famosa fue la novela La Serafina (1798), inspirada en Rousseau. De familia más ilustre que rica, estudió en la Universidad de Zaragoza de 1774 a 1777, luego en Toulouse y en el Seminario de Vergara. Volvió luego a Zaragoza y Madrid y se hizo ingeniero de marina destinado en Cartagena y en Hellín. Intervino en la guerra contra la República Francesa, por cuyo motivo visitó Italia, pero después se apartó de la marina para dedicarse a las letras. Vive en Zaragoza y en Madrid, donde es protegido por Cienfuegos y se relaciona con el grupo literario de éste y de Quintana, haciéndose enemigo de Moratín. En 1796 publicó sus Poesías (segunda parte en 1797; tercera parte en 1800). En 1800 dejó la marina definitivamente. Escribe La Serafina y varias piezas teatrales. La falta de recursos le agobia y consigue ser nombrado catedrático de Humanidades y director interino del Seminario que la Sociedad cántabra inauguró en Santander, aunque pronto dejó el empleo. Vivió en Madrid el Dos de Mayo y luego pasó a Zaragoza, donde participó en la defensa de la ciudad durante el primer sitio. Tras otra temporada en Madrid, con la segunda ocupación de la capital pasa a Levante: publica en Valencia un periódico y otras obras de tema político y patriótico. De regreso a Madrid al final de la guerra, sigue con su diario El Patriota y se ocupa también de la Gaceta. De 1814 a 1820 volvió a Zaragoza y Monzón. Estuvo el primer año del Trienio en Madrid, donde no consiguió acomodarse. Luego volvió a Monzón. En los siguientes trece años no parece haber sucedido nada especial en su vida: lleva una existencia provinciana en Aragón, con visitas a balnearios franceses y ocupaciones de poca monta. En 1833 viajó a París y permaneció allí tres o cuatro meses. En 1836 se estableció en Barcelona, donde vivió pobremente, pero, de la mano del editor Antonio Bergnes de las Casas, llevó a cabo una intensa actividad literaria con traducciones —la más famosa la de Werther en 1835— y obras originales. Se opuso al movimiento romántico con virulencia. Volvió a Monzón para morir en 1848, ignorado por todos. 32

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Mor de Fuentes publicó una breve y excelente autobiografía, el Bosquejillo de la vida y escritos de D. José Mor de Fuentes, delineado por él mismo 7. Es una autobiografía en el sentido pleno de la palabra: es decir, cuenta de manera regular la totalidad de su vida, y no sólo un episodio o una parte de ella, y trata casi todos los asuntos que le atañen, personales, profesionales o históricos. De hecho, es uno de los poquísimos textos de esta naturaleza que llegaron a ver la luz de la imprenta antes de mediados del siglo XIX en España. Al estar escrito en 1836, con ya casi tres décadas de perspectiva, y por un autor que estaba para entonces al margen de la vida política y cultural, y completamente olvidado, ofrece una temprana muestra de la cristalización de una memoria colectiva sobre la crisis de 1808 y sobre sus consecuencias; en eso se adelanta a los autores de los años sesenta, setenta y ochenta del siglo XIX, que fijarán indeleblemente en la memoria española una visión de la primera mitad del siglo 8. Las dos secciones del relato de Mor de Fuentes que tratan del Dos de Mayo (Mor, 1957: 385-387) y del primer Sitio de Zaragoza (387-390) pueden considerarse dos auténticos «episodios nacionales», es decir, se basan —justo lo contrario que hemos visto en Matías Calvo— en una intensísima conciencia histórica y una jerarquización de los acontecimientos según las prioridades establecidas por una interpretación «nacional» y colectiva de los hechos históricos. Esa conciencia histórica va mucho más allá del mero recuerdo de su participación y se aprecia igualmente en otra de las características típicas de quien escribe un testimonio sobre el que ya ha recaído el paso y el peso de la conciencia histórica —que es el sentido del memorialismo decimonónico más historicista—: se incorpora en el relato no sólo la experiencia individual, sino que de una manera u otra se recogen también las otras crónicas y obras literarias o históricas que se han dedicado a los hechos. Es decir, el recuerdo individual establece una dialéctica con la conciencia histórica colectiva 9. 7 La edición original la publicó la Imprenta de Antonio Bergnes de las Casas en Barcelona el año 1836 (288 pp.). Hay varias ediciones modernas, citaré la de 1957. Cfr. Durán López (2005) para un estudio completo de esta obra. 8 Me refiero a Antonio Alcalá Galiano, a José Zorrilla y, sobre todo, a Ramón de Mesonero Romanos y sus Memorias de un setentón, en el plano de la literatura autobiográfica, y a los Episodios nacionales de Galdós, en el plano de la novela histórica. 9 En esa línea, Mor ilustra la difícil defensa de Zaragoza, ciudad abierta sin fortificar, con un verso de Arriaza: «brazos de hierro y pechos de diamantes» eran lo único

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En ese sentido, su evocación de los hechos de 1808 no pretende realizar una reconstrucción histórica total, sino que da por supuesto en el lector el conocimiento básico de los sucesos, asumiendo el conocimiento colectivo de la historia reciente. Prefiere centrarse en los asuntos más espectaculares, concretamente en el Dos de Mayo y el primer sitio, únicos episodios particulares de su vida a los que considera dignos de un tratamiento extensivo (salvo su viaje a París de 1833). La razón de ese relieve no es, sin embargo, biográfica, sino histórica: la Guerra de la Independencia no es un hecho que importe en la trayectoria personal de Mor de Fuentes. De hecho, el aspecto biográfico más relevante del período para Mor es su ambigua adscripción política y su papel como publicista, asuntos sobre los que pasa de puntillas. Los episodios madrileño y zaragozano obtienen su relevancia de la historia general. Tanta amplitud y detalle provienen, entonces, de que narra el asunto con la conciencia histórica que ambos sucesos cobraron a posteriori como los hechos más relevantes —y al tiempo más despolitizados— del supuesto levantamiento popular espontáneo contra el invasor francés. Mor pretende representar en su autobiografía esa memoria colectiva tanto como la suya propia, de tal manera que alguna parte de la gloria que reside en la hazaña patriótica nacional se trasfunda a su propia gloria personal. Mor de Fuentes tiene un palmario deseo de atribuirse un papel eminente en esos sucesos. La realidad tal y como la conocemos por las fuentes externas, e incluso tal y como se deduce de las páginas del Bosquejillo, fue bien distinta. Si hay que creerle, se pasó la guerra haciendo planes y moviéndose de un lado para otro, dando una imagen de energía y actividad completamente ficticias, porque no parece haber que podían oponer a la soldadesca napoleónica los aragoneses. Y se asombra de que Martínez de la Rosa afirme que los franceses dieron seis asaltos a Zaragoza, cuando ésa fue, según él, la media diaria de los dos meses del sitio. Asimismo, defiende a los paisanos de cierto testimonio: «Cierto papel y obra ha salido últimamente a luz, titulándose Historia de los sitios de aZragoza, cuyo resultado primoroso es nublar las glorias, aventar el prestigio que tan excelsas hazañas dilataron por el orbe; pero el heroísmo de mis zaragozanos, a pesar de los escritores que por malicia o por torpeza vinieron al parecer a marchitarla, descollará con nuevos auges de esplendor y de patriotismo hasta la consumación de los siglos» (Mor, 1957: 389). Su relación con la figura de Palafox, de la que hablaré más adelante, es otro ejemplo de lo mismo. 34

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corrido riesgo y sus aportaciones son bien dudosas: siempre parece llegar justo después o irse justo antes de que las cosas importantes sucedan. Sus pretensiones de belicosidad patriótica se justifican por unas maniobras que, en realidad, muestran que siempre iba por libre y que no se expuso. El nombre de Mor de Fuentes no aparece mencionado en absolutamente ninguna fuente contemporánea sobre esos hechos militares, según asegura Jesús Cáseda: «Si queremos encontrar alguna referencia a él y a su intervención en el sitio de Zaragoza sólo tendremos éxito en trabajos muy posteriores que cuando citan sus acciones lo hacen recogiendo las palabras del Bosquejillo» (1994: 220). Veamos cómo es ese relato. Narra los sucesos de Madrid día por día, casi hora por hora cuando es preciso, siguiendo siempre sus propios movimientos. Por más que corretea por las calles buscando la bulla, queriendo unirse a los soldados para ponerse a su frente y cambiando de planes a cada momento, su papel parece más el de un periodista que recoge noticias y rumores que el de un combatiente. Nunca llega a reunirse con esas huidizas tropas españolas a las que, como oficial retirado, se sentía preparado para comandar. Dice que salió de las puertas de la ciudad a reconocer las tropas francesas de los alrededores; esta excursión fue un privilegio para su perspectiva única de cronista: «sin duda fui yo el único español que salió aquel día de Madrid» (Mor, 1957: 386). Luego sale hacia Zaragoza huyendo de las posibles represalias que prevé contra él, exagerando su propia importancia: En esto yo me hallaba sumamente comprometido. Acababa de publicar una sátira contra Godoy, que les suponía poquísimo a los enemigos; pero este disparo fue luego seguido por otro contra Bonaparte, y el tal pecadazo era seguramente mucho más nefando que todos los de Sodoma y Gomorra. Tratamos, pues, tres aragoneses de ponernos inmediatamente en camino para Zaragoza. [Mor, 1957: 387]

Cuando llega a la capital aragonesa se le adjudica un papel incluso más destacado. Afirma haber encendido los ánimos de la ciudad con el relato de los sucesos madrileños y, por tanto, haber contribuido a la sublevación popular. Una vez destituido el capitán general renuente a la revuelta, Mor de Fuentes cuenta que se ofreció el cargo a varios que 35

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lo rechazaron: «En esto, a la hora de la siesta del 26, asomaron mi casa dos clérigos de San Miguel, y me dijeron que se había pensado en mí para general» (1957: 388). Mor asegura haber dicho que estaba dispuesto a aceptar, pero que sabía que habían ido en busca de Palafox y que prefería esperar la respuesta de éste. Así que declinó el mando que Palafox aceptó al día siguiente: es como si dijera que él también pudo ser Palafox y que si Palafox llegó al mando fue porque él lo dejó pasar. Más tarde se atribuye cierto papel en las operaciones militares y afirma haber presentado varios planes estratégicos; él de nuevo había predicho los acontecimientos: Extendí, desde luego, un plan de operaciones encargando particularísimamente no se presentasen nuestros reclutas a la caballería enemiga, que ya estaba en marcha, y que, forzosamente, los había de arrollar. Llevé mi escrito al general con todo estudio a la hora de hallarle en la mesa, y recomendé a cuantos le rodeaban se tuviese muy presente su contenido. Así lo ofrecieron todos, pero luego trascordaron su palabra en el acto de su ejecución. [Mor, 1957: 388]

El resultado fue que, como él había dicho, los franceses barrieron a los españoles a campo abierto. Parece que, sin embargo, Mor halló la misión que mejor cuadraba con su condición de curioso cronista: se encargó por propia iniciativa, más tarde oficializada, de atalayar al enemigo desde una torre de la ciudad. Con el levantamiento del primer sitio, que le sorprendió de viaje para reconocer los movimientos de tropas en la frontera con Francia, decidió regresar a Madrid, que estaba libre de ocupantes. Los franceses entran en la capital por segunda vez y Mor, como de costumbre, exagera su propia importancia atribuyéndose un arriesgado heroísmo que consiste, curiosamente, en quedarse en la capital: «Últimamente yo no había publicado más que un himno para las tropas de Aragón, pero mis opiniones y mi conducta en Zaragoza, y aun en Madrid, eran bien notorias, y así mi temeridad en permanecer, teniendo mil proposiciones para irme a Andalucía, fue casi increíble» (1957: 391). Añade luego que se quedó para «recoger todos los datos posibles acerca del estado de Madrid y sus inmediaciones para ir luego a incorporarme en su Estado Mayor [el del general Cuesta en el ejército de Extremadura], y entrar, si era da36

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ble, triunfante en la capital» (ibid.), pero la gran derrota de Cuesta en Medellín hizo inútil su plan y entonces decidió pasar a Levante. Si en Calvo no vemos la gesta, ni el heroísmo, ni el caudillo, en Mor de Fuentes hay un exceso de gesta que nunca se concreta en nada, al tiempo que una lucha por el mérito simbólico del caudillaje. Mor no puede aspirar a representar el liderazgo ni individual ni colectivo del sitio de Zaragoza, pero sí mina la imagen de Palafox, relativiza su acierto y escribe una historia alternativa, que pudo ser y no fue, en la que él, José Mor de Fuentes, era el caudillo predeterminado a quien se ofreció la gloria y que tenía las cualidades para haber llevado adelante la gesta, pero cuyo generoso desprendimiento permitió que otro se alzase con la personificación del heroísmo colectivo. Mor dialoga con la memoria histórica de Palafox y a la vez deja de manifiesto la extrema fragilidad del general aragonés en ese caudillaje, que al fin y al cabo fue también una gloria frustrada y regateada.

V. PALAFOX Y LA GLORIA

La tercera y última obra que voy a mencionar son las memorias de José Palafox, el personaje central de los Sitios de Zaragoza, cuya vida y figura son de sobra conocidas como para reiterarlas aquí. Éste es el único de los autores referidos que puede aspirar de verdad al protagonismo del episodio y a identificar en un mismo plano la importancia personal y la importancia nacional del suceso. Por todo ello es el texto potencialmente más interesante, aunque su naturaleza textual, por desgracia, decepciona bastante las expectativas que pudiera tener el lector que se acerca a ellas. En este caso estamos ante otro tipo muy diferente a los anteriores de discurso autobiográfico: el que denominamos «memorias autojustificativas», las que escribe un político o un militar para defenderse de acusaciones sobre su gestión y reivindicarse ante la opinión pública. El escrito al que me refiero se publicó con el título de Autobiografía en 1966, editado por José García Mercadal, cuyo prólogo es una presentación de la figura de Palafox y la historia de su archivo personal. La obra autobiográfica pertenece a los treinta cajones de docu37

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mentos que el duque de Zaragoza vendió a principios del siglo XX a un librero madrileño, pero lo que edita García Mercadal correspondía sólo a una parte de lo conservado en el archivo y el editor se tomó grandes libertades con el texto. La compleja cuestión textual queda mucho mejor aclarada y tratada en la segunda edición, que es la que he empleado, titulada esta vez Memorias y preparada por Herminio Lafoz Rabaza en 1994, con prólogo de Pedro Rújula. Lafoz ha estudiado a fondo el manuscrito en el Archivo General de Palafox (Archivo Municipal de Zaragoza) y describe hasta cinco versiones o fragmentos, cuyos detalles resultaría ocioso explicar aquí, pero que revelan la existencia de un trabajo de escritura y reescritura, que no llegó nunca a adoptar una forma completa y definitiva. No se puede precisar exactamente el momento de redacción, que se dilató a lo largo de varios años y de sucesivas redacciones, dentro de los siguientes márgenes: en un momento indica que está escribiendo a los cincuenta años, por lo que al menos en 1825 ya estaba en faena; con seguridad una parte fue escrita después de 1834-1835, cuando su encarcelamiento en relación con la conspiración de «La Isabelina» (que queda recogida en la autobiografía) le motivó una urgente necesidad de concluir su autojustificación. Es el móvil directo de al menos el último impulso para redactar estas memorias 10. Para sus modernos editores no cabe duda —y el texto lo confirma plenamente— de que fue ese amargo episodio el desencadenante de la redacción final: El hecho de que nada pudiera demostrarse no satisfizo a Palafox que sintió, más que nunca, la necesidad de dar a conocer la trayectoria intachable del

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Dice Lafoz: «Claramente hay que leer estas memorias como fueron escritas: como autodefensa; pertenecerían, pues, como otras varias, al grupo de Memorias justificativas del reinado de Fernando VII que ha estudiado Artola, y a las que el matiz defensivo no quitan verosimilitud» (en Palafox, 1994: 21); «(… ) en un principio, al parecer, Palafox tenía la intención de que este “manifiesto”fuese provisional mientras preparaba “una relación imparcial y verídica de los dos Sitios de Zaragoza”para la prensa, a la que se añadiría otra de todas las operaciones del Ejército de Aragón, cosa que, según parece, no llegó a hacer. Y más tarde, en la crisis de 1834, aprovecharía alguna de las notas que tenía redactadas para acabar esta versión de su autobiografía» (ibid.). 38

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hombre público, siempre al servicio de su rey, que había sido. Retomó notas sueltas, borradores anteriores, hizo correcciones sobre todo lo que tenía escrito y lo continuó hasta ese momento, relatando incluso lo que acababa de sucederle. Compuso de este modo la versión más acabada de su Autobiografía, como fruto de esta necesidad de explicarse, y no hay constancia de que tuviera continuación. [Rújula, en Palafox, 1994: 9]

Cabe precisar que el origen del texto está, en realidad, en los Sitios, que proporcionan la auténtica sustancia autobiográfica y la altura heroica a la vida de Palafox, otorgándole un perfil público; pero ese origen no basta: es el agravio mezquino y antiheroico de 1834 el que le mueve a presentar al público una justificación. El juego entre el gran suceso y el pequeño suceso es psicológicamente complejo, pero habitual en el género justificativo. El fracaso es un detonante mucho más activo para este tipo de escritura que el éxito. Así pues, como tantas otras veces, son la melancolía y el desengaño, cuando no la indignación, los móviles para dirigirse a la opinión pública. Tras la esperanza de que un régimen liberal moderado ofreciese una solución estable a la crisis del país tras la muerte de Fernando VII, el episodio de 1834 pareció echar por tierra sus expectativas personales. A partir de ese desnivel entre leyenda y realidad, entre pasado heroico y presente polémico, es fácil que la psicología paranoica que caracteriza el género de las memorias políticas justificativas trasmute discursivamente este fracaso en una «persecución política» organizada contra él 11. En ese sentido, la obra —que en su conjunto se resiente de su carácter inacabado y de repeticiones y cambios de estilo de unas partes a otras— es un auténtico modelo de manifiesto justificativo, de cómo un héroe desciende de la gloria para pelear por su fama ante el feroz tribunal de la opinión pública, comprendiendo bien —y dolorosamente— cuál es la naturaleza de su época. «He tenido siempre el ma11

«A medida que pasaban los años —dice Rújula— y sus esperanzas no se cumplían, [Palafox] desarrolló su propia justificación. Inicialmente asignó un papel importante el azar o la suerte, lo que él llamaba los r“eveses de la fortuna”,que articuló también como la persecución por parte de enemigos personales. Posteriormente, a medida que fue identificándose con el moderantismo, consolidó la idea de que se trataba de una persecución política, es decir, “la oculta y liberticida mano del oscurantismo”» (Palafox, 1994: 13). 39

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yor respeto a las opiniones, mucho más cuando su divergencia es tan grande que ha llegado a formar uno de los elementos principales del carácter de nuestro siglo» (Palafox, 1994: 47). Ese contraste entre el heroísmo y las «opiniones» es un obstáculo insalvable para Palafox, que desestabiliza su concepción autobiográfica, y él lo sabe: Mi vida como hombre público debe por fuerza aparecer muy diferente a lo que ha sido en particular, porque no es fácil conciliar las épocas memorables en que me he dado a conocer y conseguido un nombre verdaderamente europeo, con la nulidad de mi existencia, la medianía reducida en que vivo y la desgracia que ha acompañado siempre todos mis sucesos. [Palafox, 1994: 45]

Cabe resaltar esa frase, «un nombre verdaderamente europeo», que es un cliché, una especie de divisa personal que repite un buen número de veces, con variantes, a lo largo de la autobiografía. El disfrutar de una fama «europea» es como si le colocara más allá de la politiquilla española, por encima de las opiniones. Porque en realidad, aunque no siempre lo haga explícito, el principal contraste no es entre el héroe público y la medianía privada, sino entre las diversas etapas de su vida pública: entre el héroe de Zaragoza y el político torpe que fracasó con estrépito en las pocas ocasiones que tuvo de desempeñar un papel en la España de su tiempo. En ese sentido, es la autobiografía de un fracasado —como tantas otras—, porque Palafox oscila entre intentar preservar la grandeza —y el estilo— del héroe y la necesidad de bajar a la arena de los hombres a disputar las pequeñeces de su honor político. No siempre sale con bien del empeño, pero por partes y a trozos, como expondré a continuación, su relato adquiere una notable calidad y penetración, por más que en conjunto sea un intento fallido.

VI. EL RELATO DEL CAUDILLO

Comienza el libro con una extensa introducción en primera persona (Palafox, 1994: 29-47), en la que hace una endiosada valoración global de su figura como héroe militar de la Independencia, presenta su abnegado perfil de patriota y hombre honrado, resume los méritos que 40

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entre 1808 y 1815 le avalan y justifica su labor como memorialista por el valor testimonial histórico, espejo de virtudes para la patria, necesidad de aclarar falsos conceptos, etc. Este texto es más que una mera introducción: contiene casi toda la sustancia argumentativa e interpretativa de la obra, que el relato luego no hará más que remachar en forma de narración ordenada. Incluye un pacto autobiográfico densísimo, mucho más de lo habitual en el género justificativo, lo cual prueba que lo había meditado largamente. Esta secuencia inicial, por otra parte, recopila en una misma unidad casi todos los tópicos que suelen figurar en la legitimación de los autores de autobiografías políticas de la época. Insiste, por ejemplo, varias veces en que no sabe escribir, en que lo hará con sencillez y verdad, en que no domina los recursos de la retórica, etc. Es la tradicional captatio beneuolentiae, propia sobre todo de quienes no son escritores profesionales, que pretende asociar relato autobiográfico con torpeza de estilo, en el convencimiento de que los artificios literarios son formas esencialmente mentirosas de manipular los hechos con palabras. Si él hubiera tenido pretensiones, asegura Palafox: [...] me hubiera valido de una de aquellas plumas privilegiadas que saben expresar las ideas con exquisita elegancia, engrandeciendo artísticamente los objetos para que, apoderándose ellos de la imaginación, dejasen luego al entendimiento y al corazón el cuidado de fijar el interés de las primeras inspiraciones. Pero, desde luego, me he propuesto hablar sólo un lenguaje puro y desnudo de todo adorno, porque no trato de deslumbrar a nadie, sino de manifestar a mis conciudadanos la inalterable serie de mi conducta. [...] Así para exponer [los hechos] cual conviene, basta la sencilla lógica y una explicación clara y ordenada. No conozco otro estilo que el de la verdad, ni otra elocuencia que la natural sencillez del hombre honrado. [1994: 29]

Esto es sólo un tópico, porque Palafox sí recurre, como ya señalara Mercadier (1984), cada vez que lo precisa, a los colores retóricos más vivos y llamativos y hay muchas partes que en absoluto pueden aspirar a la consideración de sencillas; el solo hecho de haber escrito a lo largo de los años varias versiones de esta autobiografía, corregida con tanto afán que nunca llegó a darla por terminada, y el mismo hecho de dedicar tan prolijas explicaciones prologales para justificarse, prueban que sí le preocupaba la forma de exponer la 41

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materia. No se fiaba tanto como dice de la pura elocuencia de los hechos veraces. En cuanto al destinatario, Palafox maneja alternativamente varios niveles, de forma algo confusa a veces, pero sin salirse tampoco en eso de los cánones habituales del género. En principio, y ya que él escribe desde el desengaño del fracaso, del honor agraviado y el mérito no reconocido, se remite de continuo al consabido juicio de la posteridad, de la historia, el tribunal que le habrá de atribuir los méritos que sus contemporáneos se resisten a ver. Como Héroe de Zaragoza, se considera a sí mismo sub specie aeternitatis, debido a una fama «europea» que es tan notoria que no hace falta ni ser argumentada, aunque no por ello deja de repetir sospechosamente que la tiene. La prueba de ese juicio de la historia es el testimonio de sus paisanos y del propio suelo aragonés que contempló sus hazañas: Si algún tanto me ha favorecido la suerte en mis empresas bélicas, no se puede, ciertamente, disputarme la gloria de haberlas consagrado todas al logro de la independencia del rey y de mi patria, cabiéndome la dicha de que el suelo mismo que me vio nacer fuese el testigo de mis esfuerzos, y el único tribunal que debe juzgarme a la faz de toda la Europa. [Palafox, 1994: 29]

No obstante, si bien el juicio definitivo es el de la posteridad, el que realmente le interesa obtener es el de la opinión pública contemporánea, que es el receptor que tiene en mente, a pesar de que en muchas ocasiones asegure lo contrario. En estas páginas de Palafox, de hecho, se puede leer uno de los análisis más lúcidos y favorables de la relación existente entre el género autojustificativo político y el régimen de libertad de imprenta en una sociedad basada en la opinión pública. A Palafox no se le escapa la naturaleza de su tiempo. En una época de partidismos encontrados y pareceres diversos —asegura— «es un deber nuestro para hacernos dignos de conservar estos honrosos títulos, que manifestemos individualmente nuestros procederes y los hagamos conocer a todos por la juiciosa libertad de la prensa» (Palafox, 1994: 30). Sostiene que en tiempos de despotismo la virtud y el mérito están oscurecidos y confundidos, pero en época de libertad la opinión pública puede aquilatar las verdades gracias a la imprenta. Eso es lo que permite brillar a los auténticos héroes, que nacen en 42

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pueblos libres, y pone los ejemplos de Foción, Arístides y Leónidas, con quienes pretende parangonarse. Él mismo tuvo sus Termópilas, su gloriosa derrota y su pasaporte a la fama, en el Sitio de Zaragoza, y ahora quiere que esa gloria brille como él se merece. En ese sentido, establece un paralelo entre su propia carrera y la suerte de la nación, pues ambas parecen abrir una senda de esperanza con la instauración de un régimen de libertades: Estamos felizmente en el mejor período de nuestra Historia, período que comenzó el inimitable día dos de mayo de 1808. Aquellos hombres de iniquidad, aquellos Marios, Silas y Sejanos que cubrían nuestro suelo con el ostentoso aparato de su magnificencia, y con la insultante caterva de sus esbirros y aduladores desmoralizando la Nación, no pudieron impedir que hubiese héroes, y ellos mismos tuvieron que ceder vergonzosamente sus puestos a los mismos virtuosos ciudadanos que antes eran el blanco de su desprecio. [Palafox, 1994: 31]

No hay duda de que Palafox concibió este escrito para que se publicara en el momento de su redacción final, aunque no llegase a hacerlo. Quiere lograr el reconocimiento público y, muy probablemente, habilitarse para nuevos cargos en el Estado. «Es justo ya que rompa yo el prudente silencio misterioso que he guardado y trate de recordar a mis amados compatricios que me he hecho algún tanto acreedor a los caros sufragios de la opinión pública» (Palafox, 1994: 30). Y esos sufragios son a la vez un recuerdo de conductas pasadas, un ajuste de cuentas con sus enemigos, pero también una postulación para el futuro. «El gobierno de S. M. debe conocer perfectamente quiénes son los más útiles para el mantenimiento del Estado y, a fin de considerarlos como tales, le deben ser conocidas sus virtudes y sus vicios» (Palafox, 1994: 30). La legitimación de Palafox como autor del discurso de su vida pública —y como posible estadista al servicio de la nación— nace del mismo hecho que le hizo nacer al protagonismo histórico: 1808. Por eso vincula su propia trayectoria a la de la nación, porque ambos despertaron a la gloria del heroísmo el mismo día y por el mismo concepto. A todos los efectos, Palafox es hijo del Sitio y de 1808, y por eso el título que autoriza su honor y su virtud es el que se asocia con la revolución contra el despotismo. En su texto deja muy claro hasta qué 43

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punto su discurso se ha de fundamentar en el sistema de valores inaugurado en 1808: libertad de prensa, juicio de la opinión pública y lucha por la independencia y la libertad. Pero al considerar esto no ha de olvidarse nunca la trampa que se esconde en toda la argumentación: está justificándose por lo ocurrido entre 1814 y 1834 —en especial por este último año—, pero lo hace volviendo una y otra vez sobre 1808 y 1809, a pesar de que su papel en aquellos sucesos no ha sido puesto en cuestión. Palafox los trata como una carta blanca que justifica todo lo que ha sido, es y será en la totalidad de su vida pública. Es por eso que, dentro de la propia introducción al texto, adelanta el relato de buena parte de los hechos del Sitio, que luego repetirá en el lugar que le corresponde cronológicamente dentro de la autobiografía. Y por eso no tiene problema en emplear la primera persona, cuando el resto del libro estará escrito en tercera. Yo tuve la dicha de hallarme en Aragón, una de las primeras [provincias] en el pronunciamiento [...]; desde entonces fui todo de mi patria y de mi rey cautivo, y nada mío. [...] No pretendo atribuirme méritos que hayan superado a mis alcances; mi narración será sencilla y verífica, y no relataré más que los hechos que todos han presenciado y de que llamo por testigo imparcial a todo el Aragón, al pueblo entero y a cuantos individuos compusieron aquel ejército de héroes que tuve la gloria de organizar y de conducir constantemente al templo de la inmortalidad. [Palafox, 1994: 32]

Aunque diga no querer atribuirse méritos ajenos, la línea maestra de su evocación autobiográfica consiste de hecho en identificarse indisolublemente con Zaragoza, con Aragón, con España y con todo el pueblo en armas, como si él fuese una personificación de la entidad colectiva. Por ello mismo no le importa mostrar que su mando —su personalísimo caudillaje— se derivó del acto revolucionario y no de ningún título legal: «En 28 del propio mayo, fui elegido por el heroico pueblo zaragozano por capitán general de todo Aragón y confirmado luego por todos sus pueblos» (1994: 34). La identificación se extiende también a lo que escribe: [...] yo, que me debo a la patria más particularmente, y a mi honor y a los valientes defensores de Zaragoza, mis compañeros de armas zaheridos por el or44

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gullo hasta ahora [...], debo hablar, no por adquirirme glorias que debo a mis compañeros de armas y guerreros compatriotas míos, sino porque, defendiendo mi causa, defiendo directamente la suya, y éste es el noble objeto que me anima. [Palafox, 1994: 36]

No hace un relato circunstanciado de los hechos, sino un juicio general, que no interesa tanto por el valor histórico como por la interpretación subjetiva de su papel. En realidad, es más una estrategia de autopromoción que una reivindicación de lo sucedido. Sólo le interesa dejar claro que hubo un momento en 1808 en que en toda España no había otro punto de resistencia que el suyo, en una Zaragoza militarmente indefendible, que sin embargo él consiguió defender. Ahora bien, alguno podría preguntar: si la defensa fue tan heroica y tan competente su mando de la misma, ¿por qué cayó la ciudad? Palafox introduce para salvar este desnivel entre la retórica guerrera y la cruda realidad un factor ajeno: las asechanzas y las envidias de quienes eran menos patriotas que él: Madrid fue presa del enemigo y no lo hubiera sido si el ejército de Extremadura, en lugar de correr a una derrota cierta en Burgos, se hubiera reunido al de Aragón; pero, por desgracia, a pesar de mis instancias, no fue posible conseguirlo de la Junta Central: temieron tal vez a un joven feliz y decidido, sin respetar su desinterés, su patriotismo y su ninguna ambición. [1994: 34] Pero el genio de la iniquidad y de la intriga que miraba con recelo la marcha heroica del ejército de Aragón y la constancia con que Zaragoza resistía la opresión extranjera y salvaba a España con extraordinarios esfuerzos, encendió en su pecho la envidia más atroz. Quedó aquella augusta ciudad abandonada, sola y reducida a sus moribundos defensores. [Ibid.: 36]

Toda la gloria, pues, para Zaragoza, es decir, para Palafox; y toda la responsabilidad de la derrota para los otros generales, la Junta Central, los intrigantes, los envidiosos... En la página siguiente a la cita anterior, cuando relata su cautiverio, se le desliza una frase que podríamos leer casi como un significativo lapsus freudiano: «el mismo genio de la intriga que había logrado ya tan singular ventaja durante mi opresión con mi pérdida y la de Zaragoza, continuaba en perseguirme». ¡Mi pérdida y la de Zaragoza! La identificación no puede ser 45

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más evidente, pero sobre todo sorprende que Palafox considere que el objeto principal de las operaciones bélicas era arruinarle a él más que tomar Zaragoza. Lo que sucede es que para el general no hay diferencia esencial entre su persona y esa persona colectiva que supone la ciudad y la nación alzada en armas, salvo que él, al ser una persona física, puede recoger la gloria del triunfo. «Y esta voz la lanzó Aragón, la lancé yo mismo» (1994: 40), dice en otro lugar. Falsa dualidad, en cualquier caso, porque al final lo único que cuenta es el propio Palafox. «Seres tan decididos deben ser inatacables, y si alguno, todavía miserablemente alucinado, se atreviese a contestar hechos tan conocidos, póngase primero en el grado de heroísmo en que nosotros nos pusimos al lanzar el grito de la independencia española» (ibid., la cursiva es mía). En el prólogo dedica luego mucho espacio a justificar su conducta en 1814-1815 como autoridad al servicio del absolutismo. Protesta de la obediencia debida («el obedecer al gobierno constituido nunca ha sido una falta» [42]) y asegura haber cumplido con lealtad y justicia. «Si una conducta siempre constante ha sido la que me ha conducido inalterable en el proceloso mar de las agitaciones y cambios de nuestro gobierno, es constante que en todas las posiciones de mi vida política he sido el mismo que me pronuncié en 1808» (1994: 43) 12. Al final de la extensa introducción, Palafox anuncia una división en cuatro épocas. El resto del relato está escrito en tercera persona, excepto la sección, muy breve, en que habla de sus padres y su infancia, que a todas luces es un texto concebido de forma tardía, porque en parte está repetido en secciones posteriores. 1) La primera época (1994: 49-50) presenta el retrato de sus padres (en primera persona). Apenas tiene elementos personales. Los escasos puntos que recoge inciden en la respetabilidad social de su familia, mostrada por la enumeración de sus títulos nobiliarios, honores y 12 No obstante, en el manuscrito más tardío se ocupa de tachar las alusiones directas a su campaña militar contra el general Mina, que no le favorecen ante los liberales, y reforzar así la imagen apartidista que intenta transmitir a lo largo de toda la autobiografía, lo que prueba un tratamiento del texto y de la materia política no tan inocente y espontánea como quiere hacernos creer.

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dignidades, por la belleza y virtud de su madre, por la buena relación entre ambos progenitores y por el aura de honradez y de respeto que envolvía a todo su linaje. 2) La segunda época (1994: 51-73) va en tercera persona (aunque a veces se le escapa la primera) y cubre de 1775 a 1814. El período 1775-1808 lo despacha en un párrafo y el de 1809-1814 en un par de páginas, con lo cual el bloque se dedica casi en exclusiva a los sucesos de 1808-1809 en Zaragoza, con una detallada y panegírica crónica de su actuación en los Sitios. Insiste mucho en el proceso de su toma de poder en Aragón, atendiendo a las súplicas generales, pero dando en todo momento muestras de desprendimiento y patriotismo. Es la gran escena de su gloria, la reunión en el Real Acuerdo en la que fue investido del mando supremo, y la detalla muchísimo. «Pero el regente [de la Audiencia], y con él todos los demás ministros, abandonan sus sillas, se echan a los pies de Palafox, le invocan como a su libertador, le piden que admita el mando, que salve al rey, que salve la patria en tan inminente riesgo, y que obre en el sentido de una legalidad que las circunstancias hacían incontestable» (1994: 59) 13. Por otra parte, su énfasis en la serenidad, decisión y firmeza de su gobierno en Zaragoza, en el modo imparcial y patriótico como rigió la crisis («el que gobierna no debe conocer partidos ni opiniones» [59], dice haber dicho en su arenga de aceptación del cargo), es un modo de postularse para lo que el país necesite de él en 1834... No le interesa enfatizar sólo sus cualidades militares, sino muy particularmente las políticas. No hay un solo dato en estas memorias que no incida en ello, en construir su imagen de servidor público. Todo lo hace Palafox: «en suma, todo tuvo que crearlo, porque nada había» (1994: 65), es el resumen de una larga enumeración de las acciones que tuvo que emprender después de aceptar el poder. «Por consiguiente, no tenía Palafox momento alguno de sosiego porque, o estaba a caballo recorriendo to13 Mercadier (1984 y 1984b) ha estudiado cómo la composición de esa escena está pensada según los modelos de la pintura de historia, a forma de autoglorificación. La puesta en escena de su relato histórico está, según el ilustre estudioso francés, concebida como una continua teatralización que exalte y celebre la gloria que Palafox se atribuye.

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dos los puntos, o escribiendo y firmando órdenes, y llevando sobre sí solo todo el peso de las comunicaciones con todas las provincias de la península» (ibid.). 3) La tercera época (1994: 75-99) abarca 1814-1823, con un especial desarrollo del período 1820-1823, en el que pretende mostrar su fidelidad al rey, enturbiada por la acción de los sectarios y los intrigantes. Dedica mucho espacio a la visita de Fernando VII a Zaragoza a su regreso de Francia, que tiene que ver con las acusaciones que recibió de haber sido uno de los que le incitaron a abolir la constitución. «Éste fue verdaderamente un triunfo completo para Palafox, pero también el origen de sus desgracias, porque en vida de los que nada habían hecho, o todo lo más no le habían igualado, empezó a trabajar sordamente con tanto suceso y constancia y tanto disimulo, que juraron sin duda perderlo, y lo consiguieron» (1994: 76). La idea de servicio y alejamiento de intrigas partidistas es la directriz de toda esta parte de las memorias, hasta su final, como si él fuese el único hombre honrado, desprendido y ajeno a ambiciones y vanidades, en medio de un mundo de intrigantes y cortesanos envidiosos. «De este modo vio sucederse los tumultos y asonadas sintiendo en el rincón de su casa lo inútil de sus pasados servicios y los efectos de la intriga que le había derrocado, privando a S. M. y al Estado de la utilidad que podía darles en momentos tan delicados» (ibid.: 81). El relato de su trabajo en el Trienio es el otro gran bloque de interés de las memorias y se esfuerza denodadamente por demostrar su lealtad a Fernando, pero su inactividad política partidista. En esto gasta mucha fuerza argumentativa: se presenta como acosado por sectarios que no le perdonan que no tome partido o que le creen del partido contrario, lo que le da pie a teorizar sobre la política en tiempos revolucionarios, una teoría que no deja de ser también un futuro programa para los cargos que le gustaría tener en una España libre, pero moderada: En todas las revoluciones, cuando llegan éstas ya a personalizarse en el gobierno, los hombres públicos rara vez dejan de ser acusados; las sospechas que ha infundido la moderación en su marcha durante la agitación acalorada mudan de color y de objeto en la boca de aquellos que sólo viven a todos los vientos y según el que reina triunfan sacrificando en las aras de su ambición a 48

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todos aquellos cuyos principios están en oposición a los suyos. Gritando y calumniando se esfuerzan a tener razón, pero en la realidad no la tienen. Víctima Palafox de este infame manejo ha sido calumniado atrozmente, no por ignorancia sino por malicia. [1994: 88] Palafox desde sus primeros años nació para el Estado, para él ha vivido, por él se ha sacrificado, y a él tiene consagrado el resto de su vida. Ama la recompensa en el concepto público, como es natural, y como término honroso de todas las buenas acciones de los hombres. Cree haber contraído derechos muy legítimos a ella, pero por lo mismo es desgraciado y no la disfruta cual debiera. Se ha conformado sin embargo siempre con su suerte; ha callado y sufrido mucho con decoro, es verdad, porque ninguno en el mundo está libre de amor propio, pero recorre su vida, examina su conciencia, y cuando ve que no ha faltado jamás ni en lo más mínimo a sus deberes se consuela con la seguridad de no haber merecido su desgracia, y que tal vez ésta le ennoblece con la cierta esperanza de que el supremo juez (que no abandona a la inocencia) hará tarde o temprano brillar, para confusión de los demás, el verdadero mérito de quien injustamente sufre inconsecuencias y calumnias. [Ibid.: 89]

Y con este hilo argumentativo, sin embargo, vuelve una vez más al Sitio, que viene a ser un aval universal para todos sus actos políticos, que saca a relucir a la menor ocasión: «Cuando estaba Palafox defendiendo la causa justa del rey y de la nación batiéndose diariamente con los mariscales de Napoleón en Zaragoza, no cobraba sueldo alguno, comía el rancho del soldado en los momentos más críticos de los Sitios...» (1994: 91) 14. 4) La cuarta época (1994: 101-119) se extiende por 1823-1835, aunque prácticamente sólo habla de los años 1833-1835, y tiene por eje su encarcelamiento en 1834 acusado de participar en conspiraciones liberales, hecho que supuso la mayor humillación de su vida. Tras relatar con el acostumbrado victimismo las injusticias y padecimientos sufridos entre 1823-1833, se ciñe luego al relato de su último episodio, la detención sufrida en 1834, en la que se explaya a fondo a lo largo de muchas páginas indignadas. 14 Y aquí sigue largo rato enumerando sus desprendimientos y fatigas en los años de la guerra.

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Atacando la respetable conducta del duque de Zaragoza se ha tratado de dar un golpe mortal a la regeneración de la patria, ésta es una verdad que se prueba por sí misma. Bien conocidos son los sentimientos puros y el carácter decidido del general Palafox, amante de su patria desde que pudo manifestarlo en su brillante ensayo de Zaragoza. [1994: 118]

En conclusión, pues, la figura de Palafox es política y militarmente la de un derrotado en toda la línea. Si bien su fama y su prestigio se asientan sobre un hecho inopinado, sorprendente y legendario —los Sitios de Zaragoza—, esto no deja de ser un golpe de azar que luego no pudo rentabilizar en términos personales ni públicos. El peso de una gloria caída por casualidad sobre su cabeza era demasiado grande como para asfixiar cualquier posibilidad de mantenerse luego a su altura. Su carrera posterior no es más que una cadena de desengaños y problemas, un quiero y no puedo en el que la sombra del caudillo de Zaragoza oculta al político y al militar. El heroísmo de Palafox no era el más a propósito para brillar en una política ferozmente partidista en la que el compromiso político era mucho más importante que el mito nacional apolítico que él ansiaba representar. Pero lo importante es destacar que la sensación de fracaso no proviene tanto de sus problemas en 1815, en 1823 o en 1834, como de la nombradía obtenida en 1808 y 1809: se siente abatido con relación a la altísima leyenda forjada durante los Sitios y, por tanto, toda su autoestima y sus esperanzas descansan sobre una base sumamente insegura, cuando no falsa, en que la caída es casi inevitable. Llamado a estar a la altura del Héroe de Zaragoza, el simple general Palafox se enfrentaba a un enemigo imposible de vencer.

VII. ¿UN EJÉRCITO DE HÉROES?

Los tres textos analizados manifiestan el carácter problemático que posee el protagonismo del pueblo en la gesta de 1808-1814 y la manera compleja en que la memoria nacional asume un heroísmo colectivo, escurridizo e inasible, en el que ningún nombre puede simbolizar por sí solo el destino de la nación, ni asumir la responsabilidad de lo bueno y lo malo ocurrido. 50

REVOLUCIÓN BUSCA CAUDILLO: PALAFOX Y LOS SITIOS DE ZARAGOZA

Matías Calvo Murillo es como el abuelo que cuenta sus batallitas, y lo hace centrándose en el modo en el que los acontecimientos históricos se cruzaron con su vida, pero desde un punto de vista antiheroico, propio del combatiente de a pie que no ve más importancia en las cosas que la que tienen para él. Ésa es, realmente, la cosmovisión popular: privada, local, de radio corto, carente de énfasis o de grandeza. La auténtica mirada del pueblo no puede, sin traicionarse a sí misma, glorificar la gesta del pueblo. Eso nos indica que el protagonismo del pueblo es un constructo que poco tiene que ver con él. Viene de fuera, se deposita sobre un presunto sujeto nacional que, en realidad, no es sino un objeto. Las intenciones que mueven esta operación simbólica no corresponde analizarlas en este sitio, pero sí señalar su existencia y cómo el pueblo no se piensa ni se representa a sí mismo como protagonista histórico. Mor de Fuentes y Palafox, en cambio, se nos muestran pugnando por crear ese protagonista que no existe: el caudillo ausente que parece faltar para dar el carisma legendario a la gesta colectiva de la revolución y la guerra. Ambos autobiógrafos aspiran a encarnar de algún modo ese caudillaje; ambos fracasan en su propósito, pero partiendo desde puntos diametralmente opuestos: el uno desde abajo, reivindicando una gloria ignorada, y el otro desde arriba, protegiendo una gloria que se derrumba. En cierto modo, ambos se encuentran a medio camino. Mor era un hombre ambicioso y con ansias de gloria, pero que nunca destacó en ninguno de los espacios en que intentó encumbrarse. Su frustración, por ello, aflora sedimentada en su autobiografía de 1836, donde el longevo escritor pretende obtener un triunfo póstumo sobre la memoria colectiva que le ha postergado —sin duda con razón—, fijando una imagen elevada y visionaria de sí mismo 15. Desde un rincón de la historia española, tres décadas después, Mor de Fuentes intenta convertirse en la sombra de Palafox, escamotear subrepticiamente su figura por la suya, atribuirse la grandeza nacional. Es el 15

Y lo cierto es que lo consiguió, ya que sus palabras y acciones han sido transmitidas casi en exclusiva a través del Bosquejillo, que por tanto ha cumplido a la perfección la misión que le adjudicó su autor de salvaguardar su memoria, la memoria de su superyó más que la de su yo, si se me permite el término freudiano. 51

FERNANDO DURÁN LÓPEZ

último recurso del marginado, pero esto es posible, precisamente, porque tampoco Palafox, que sí lo tenía todo a su favor, había podido capitalizar su caudillaje en una gloria incontestada y nacional. El recurso del duque de Zaragoza había sido, no el negar el heroísmo colectivo del pueblo aragonés, sino el de intentar confundirse tanto con él que ante la mirada de la nación no hubiera la menor diferencia entre Palafox y Zaragoza, entre el ejército de héroes y el caudillo que lo dirigía por la única legitimidad revolucionaria. En eso se prueba mejor que en ninguna otra cosa el carácter colectivo, popular, de la revolución española: incluso su más egocéntrico caudillo sólo podía aspirar a ser reconocido como tal si se ponía al frente de un ejército de héroes, estrechamente identificado con el sujeto colectivo y sacando de la gesta popular la sustancia de la gloria. Su fracaso estribó en este caso en la incapacidad para mantener el aura que la leyenda exige a los héroes o, dicho de otro modo, en querer ser caudillo mediante los atributos del héroe. Y un héroe funciona mejor muerto que vivo.

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3. EL PUEBLO DE LAS GUERRILLAS* JOHN LAW RENCE

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I. INTRODUCCIÓN

Como estudioso, que vengo enseñando y escribiendo sobre España desde hace casi veinte años, creo ahora, más firmemente que antes, que la guerra que tuvo lugar en la Península Ibérica entre 1808 y 1814 fue un acontecimiento de importancia global. Fue el comienzo del fin para Napoleón, contribuyó a inaugurar una época de supremacía para Gran Bretaña y desató una revolución en España que llevó al nacimiento del liberalismo y de su antítesis, el conservadurismo reaccionario. La guerra de España produjo también un nuevo tipo de conflicto y un nuevo término con el que denominarlo: la guerra de guerrillas. Durante seis años las guerrillas acosaron y desangraron al ejército napoleónico y mostraron al mundo que civiles armados y apoyados en tácticas irregulares podían zaherir hasta dejar maltrecha una fuerza de ocupación colonial. Fue la contribución más original e importante de España a la actividad bélica de los tiempos modernos y una herencia de experiencias para muchas otras guerras que tendrían lugar en el siglo XX. No obstante, no ha habido nunca consenso sobre el significado de la insurgencia civil española. Este texto es un resumen de mi planteamiento sobre lo que produjo la guerra de guerrillas en España y lo que significó para el mundo.

II. ¿BANDIDOS Y FANÁTICOS?

Permítaseme comenzar desechando algunas interpretaciones tradicionales sobre el levantamiento español. Los oficiales militares británicos * Traducción del inglés de Pablo Sánchez León. ** Catedrático de Historia en el Georgia Institute of Technology. 55

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veían las guerrillas como un montón de desarrapados bandidos y desertores de escaso valor militar. En la memorable frase de Charles Napier, los guerrilleros eran «manchas y tachaduras» que le salían al cuerpo de España en su proceso de descomposición (Napier, 1882: 1, 4; 2, 127-129, 331 y 349, y 3, 269; véase también Gleig, 1825: 369), interpretación que ha sido recuperada recientemente por el historiador inglés Charles Esdaile (1988 y 2004). Sin embargo, la evidencia en la que se apoya esta teoría no resulta convincente. Procede en la mayoría de los casos de oficiales del ejército regular (y mayoritariamente británicos) que tuvieron muy poco contacto con los verdaderos centros de la guerra de guerrillas hasta casi la etapa final de la guerra y que, debido a su extracción social y su formación cultural, estaban poco predispuestos a tener por buena la idea de un campesinado armado. Basarse en estos oficiales a la hora de buscar trazos de la naturaleza de los guerrilleros españoles es como confiar en el ex secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld para obtener información rigurosa acerca de los insurgentes iraquíes: no es algo que parezca muy solvente metodológicamente hablando. Más aún, la evidencia directa que poseemos sobre la identidad de los guerrilleros señala que, lejos de ser bandidos, éstos solían ser respetables propietarios de tierras. Sobre este asunto volveré en la parte final de este artículo. Frente a los ingleses, los franceses veían la guerra de guerrillas como un movimiento popular, pero lo hacían desde un enfoque negativo: el hecho de que hasta las mujeres y los niños se mostrasen motivados por el afán de resistencia parecía probar que el pueblo español era demasiado ignorante y fanático como para apreciar el regalo que les ofrecía Francia en forma de libertad. Así, por ejemplo, Henri Jomini, uno de los militares escritores más reputados del siglo XIX, rememoraba la guerra en España como una «época espantosa» en la que «los curas, las mujeres y los niños organizaban sobre el suelo de España entero el asesinato de soldados aislados» (Jomini, 1838: 83). Este enfoque sigue contando con sus defensores, en su mayoría, sin duda, en Francia (Reynaud, 1992: 31-32 y Desdevises du Dézert, 1897: 3, 215). Pero se trata de un enfoque tan cargado de problemas como el británico. Los oficiales franceses no comprendían los fundamentos de la insurgencia popular española. No habían sido entrenados para ella, y no estaban en la disposición más adecuada para combatirla. Resulta56

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ba conveniente tanto profesional como psicológicamente acusar de los fallos propios al fanatismo y la irracionalidad de todo un pueblo. Marshall Soult, por ejemplo, echó la culpa de sus muchos fracasos en Galicia al hecho de que toda la población se había alzado en armas contra él, algo que, tras un estudio más detallado de los acontecimientos que tuvieron lugar en Galicia, se demuestra que no es cierto (Soult, 1955: 68). Echar la culpa a todo el mundo por el levantamiento no sólo servía para justificar la derrota sino para justificar el empleo indiscriminado de violencia contra la población entera en su conjunto. En efecto, si toda España se había levantado en armas contra Francia, entonces España se convertía toda ella en una zona de tiro libre, y todos los españoles se convertían en combatientes, librando así a los franceses de toda responsabilidad moral por su brutal trato a los civiles. Sobre este supuesto, hombres como el general Bigarré podían pensar que los insurgentes «infestaban» la superficie entera de España, y podían abogar por su exterminio de forma clara y consciente (Bigarré, 1898: 236; véase también Fantin des Odoards, 1895: 211 y Foy, 1827, vol. 4: 25). En resumen, los combatientes franceses tenían una tendencia a ver la guerra de los españoles como un levantamiento unánime encarnado por fanáticos irracionales, pero ésta es una interpretación que hoy sólo puede sorprender por lo poco plausible que se muestra, y se asemeja a la visión, bastante extendida en los Estados Unidos hoy día, de que todos los musulmanes son por naturaleza terroristas.

III. ¿UNA NACIÓN DE GUERRILLEROS?

Al igual que los franceses, los combatientes españoles veían asimismo la guerra como un levantamiento unánime, salvo que lo que para los franceses era motivo de censura para los españoles lo era de ensalzamiento como señal de que sus compatriotas eran más piadosos, leales y patrióticos que los restantes pueblos europeos, todos los cuales habían sucumbido ante Napoleón. España era una nación en armas luchando por Dios, el rey y el país. Que las mujeres se hubieran convertido en combatientes, como sucedió en Gerona y Zaragoza, y que en 57

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Aragón hubiera campesinos armados decididos a luchar contra un imperio que había conquistado la mayor parte de Europa convirtió esta guerra en algo diferente, una guerra declarada a una nación en su conjunto. Así, la Junta Central, que gobernó durante el año 1809 la España no sometida a los franceses, afirmaba confiada que «sólo un insensato puede desconocer en este movimiento tan universal y magnánimo art von la voluntad de una Nación entera» (AHN, Estado, 13, 1). K Clausew itz definiría más tarde el tipo de conflicto iniciado por los españoles como una Volkskrieg, una guerra del pueblo, un producto singular del despertar del nacionalismo popular durante el siglo XIX (Von Clausew itz, 1832, cap. 26: 6). La expresión menos apasionada sobre esta interpretación se encuentra en la historia sobre la guerra que elaboró el Conde de Toreno, en la que escribió que «A porfía las mujeres y los niños, los mozos y los ancianos, arrebatados de fuego patrio, llenos de cólera y rabia, clamaron unánime y simultáneamente por pronta, noble y tremenda venganza» (Toreno, 1851: 1, 186). Dejo para el siguiente apartado la cuestión de si los españoles lucharon realmente por Dios, el rey y la patria. En éste prefiero por el momento centrarme en esta idea de que la guerra en España era una «guerra popular» unánime y espontánea. En el siglo XIX los académicos españoles que estudiaban la Guerra de la Independencia, independientemente de sus diferencias a otros niveles, estaban de acuerdo en dos asuntos fundamentales: que la guerra fue un levantamiento nacional y que tuvo éxito debido a que había algo innato en los españoles que los hacía especialmente aptos para la guerra de guerrillas. El historiador militar José Gómez de Arreche y Moro argumentaba que el pueblo entero se había levantado de forma unánime en defensa de la religión y el rey, debido a la existencia de un carácter nacional inherentemente conservador (Gómez de Arteche y Moro, 1868: 1, 9-12 y 20). Ángel Ganivet explicaba que este carácter —independiente, orgulloso y xenófobo— se hallaba enraizado en la propia ubicación geográfica de España como península, e incluso en su composición geológica (Ganivet, 1898). Enrique Rodríguez-Solís lo dijo de forma lacónica cuando escribió: «Al nacer el español nació el guerrillero» (Rodríguez-Solís, 1908: 2, 27). La idea de que los españoles eran guerreros por nacimiento constituía un mito ampliamente admitido entre los propios españoles. A fi58

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nes del siglo XIX, conforme España tuvo que desempeñar el papel de potencia de ocupación contra otros levantamientos nacionales, en aquella ocasión en Cuba, y se enfrentó a la terrible perspectiva de una guerra contra Estados Unidos, los oficiales del ejército y los expertos militares hallaron un potencial de reafirmación colectiva en el mito del «guerrillerismo». Felipe Navascués blasonaba ante los primeros reveses en la lucha contra los insurgentes cubanos de que «nuestros soldados tienen reputación de ser los mejores del mundo» (Navascués, 1895: 4). Según Florencio León Gutiérrez, los españoles no sólo eran por naturaleza dados a la guerra sino que eran capaces de soportar la adversidad mejor que otros soldados y, al igual que Don Quijote, parecían por encima de todo disfrutar al tener que enfrentarse con situaciones imposibles (León Gutiérrez, 1898: 6 y 18). El varón español era, de acuerdo con otro autor, temerario, tenaz, activo, digno, atributos todos de los que carecían los anglosajones. El llamado carácter nacional español garantizaba la victoria en Cuba (Gómez Palacios, 1898: 5-6). ¿Que los americanos habían hundido la flota en Manila y Santiago? No importa. Que esperen a tener la ocasión de combatir cara a cara en tierra contra la raza de El Empecinado. Tal era la optimista actitud que adoptaron los militares españoles durante el Desastre de 1898 (Tone, 2006, cap. 17). El guerrillerismo, un poderoso mito fundacional comparable al mito americano de los Hombres Corrientes que supuestamente habían derrotado a los británicos, se volvió accesible para todos los españoles y no sólo para los soldados y escritores profesionales. Así, en 1898, una mujer que se hacía llamar «María la Loca» pensaba que sólo con que miembros de la familia real de los Borbones declarasen y capitaneasen una guerra santa, Dios daría su apoyo a la raza de El Cid y El Empecinado y les aseguraría la victoria contra los americanos (BN, 21356/3). En los años treinta del siglo XX, los militantes anarquistas y socialistas seguían invocando la teoría del guerrillerismo durante la Guerra Civil con el fin de justificar su táctica de echarse al monte para entablar una guerra de guerrillas contra Franco (Azaña, 1999). Al igual que todos los demás mitos, éste contiene elementos que son verdaderos: nadie puede seriamente rebatir el hecho de que la guerra de guerrillas contra Napoleón fue un acontecimiento realmente asombroso. Pero el verdadero poder del guerrillerismo no se encuentra en su relación con la verdad. Su poder deriva del hecho de que servía a 59

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un propósito psicológico crucial. Era algo de lo que sentirse orgulloso en una época en lo demás desastrosa marcada por la descolonización, la humillación militar, el estancamiento económico, la guerra civil y la opresión política. Incluso hoy día, una vez que estos problemas se hallan muy lejos en el tiempo, el guerrillerismo sigue arraigado en algún lugar profundo de la psique de los españoles, y no es fácil erradicarlo de manera elegante. Mi único interés aquí es señalar que carece de capacidad alguna para explicar lo que ocurrió en España en los años que van de 1808 a 1814. En primer lugar, hace tiempo que hemos comprendido que la insurgencia estuvo lejos de ser unánime y ubicua. Muchos españoles, conocidos como «afrancesados», dieron la bienvenida de corazón al régimen instaurado por los franceses, al que veían como más ilustrado y progresista que la dinastía borbónica española. Pero siempre ha sido posible sostener, como hizo por ejemplo Marx, que el colaboracionismo fue en España un fenómeno circunscrito a la elite, nacido de su admiración por la cultura y el poder de los franceses (Marx, 1990). Según ha argumentado Miguel Artola, al margen de unas doce mil familias de «afrancesados», el «pueblo» español resistió, convirtiendo la Guerra de la Independencia en una verdadera «Guerra del Pueblo, tal y como creían los combatientes entonces» (Artola, 1976). Sin embargo, sencillamente no es cierto que la mayoría de los españoles resistiera. De hecho, el colaboracionismo se hallaba extendido por muchos lugares, mientras que tan sólo algunas áreas produjeron realmente movimientos de guerrilla efectivos. La colaboración era en general urbana, y la insurgencia rural. Las ciudades tendían en todas partes a colaborar, en ocasiones debido a que las elites urbanas admiraban abiertamente a los franceses. Barcelona es un ejemplo destacado. Los franceses ocuparon Barcelona a comienzos de la guerra y nunca perdieron el control de la ciudad, de manera que es difícil saber qué hubiera sucedido si Barcelona hubiera experimentado un período de liberación como el que disfrutó la mayor parte del suelo español tras la batalla de Bailén el 19 de julio de 1808, que obligó a los franceses a retirarse hasta el norte del Ebro. Sin embargo, parece claro que en Barcelona los oficiales de la ciudad aceptaron el nuevo orden e incluso aceptaron sin resistencia su anexión a Francia (Mercader Riba, 1971: 13). También en otras ciudades de Cataluña la gente se mostró re60

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ticente a la hora de coger las armas, con pocas y espectaculares excepciones: el general Blak e se quejaba, por ejemplo, amargamente a la Junta Central el 1 de agosto de 1809 de lo extendido que se hallaba el colaboracionismo en Cataluña (AHN, Estado, 42, 57). En otros casos, las ciudades que inicialmente apoyaban una suerte de movimiento de guerrilla urbana vieron pronto que resultaba imposible mantener ese tipo de beligerancia. Tal fue el caso de Madrid, por ejemplo, ocupada por la fuerza por los franceses después del Dos de Mayo y de nuevo una vez que la retomaron militarmente en diciembre de 1808, lo cual hizo imposible organizar una resistencia efectiva. Incluso ciudades situadas en áreas conocidas por la producción de fenómenos de insurgencia colaboraron con las autoridades francesas, si no de forma convencida al menos sí por necesidad. Por ejemplo, los dirigentes de la ciudad de Pamplona, capital de la provincia que produjo con diferencia el ejército guerrillero más efectivo de España, se postraron sin vergüenza alguna ante José Bonaparte, hermano de Napoleón, a quien éste había puesto en el trono de la España ocupada. En una carta a José —titulada «La ciudad de Pamplona al Rey José» y firmada por Joaquín María Mencos, Ramón Eoain, Martín Ruiz e Iriarte y Joachin López— el gobierno de la ciudad se quejaba en 1810 de que estaban siendo acosados por una guerra de guerrillas con la que no tenían nada que ver. Admitían que «algunas cortas cuadrillas de gente armada infestan el País», pero «sus operaciones mismas los descartan [como miembros]del gremio de Ciudadanos» de Navarra. La inmensa mayoría de los navarros, argumentaban, estaba «llena de sentimientos de pacificación» y deseaba demostrar «la Sumisión, amor, y Fidelidad» a su legítimo rey, José Bonaparte. Estos hombres de Pamplona en vano trataron de convencer a José de que solicitase a su hermano una rebaja de los impuestos en Navarra y el traspaso de su administración de nuevo a manos de autoridades civiles, pero es destacable cuánta humillación estaban dispuestos a aguantar para conseguir este objetivo (AHN, Estado, 3003, 1). El régimen de Bonaparte contaba asimismo con un amplio apoyo en algunas regiones, en especial en Andalucía y La Mancha. Un ejército acompañó a José cuando entró por primera vez en Andalucía en 1810, pero apenas tuvo éste necesidad de él. Su primera visita a la región no fue una conquista sino «un paseo botánico» y José aparecía en 61

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ella como un «turista coronado» (Geoffroy de Grandmaison, 19251931, 2: 201-205; también Bigarré, 1898: 273-274). Esto sorprendió a José, que no esperaba tantas muestras de lealtad de parte de estos nuevos vasallos en lugares como Córdoba y Ciudad Real. En una carta al mariscal Louis Gabriel Suchet de 28 de enero de 1810 declaró que Andalucía estaba mostrando ser más fácil de controlar que Nápoles (AHN, Estado, 3003, num. 2). Podría aducirse que esto es pura fantasía salida de la imaginación de José, pero conviene recordar que la Junta Central hizo notar lo mismo (AHN, Estado, 8, 13, 16 y 17). Puede ser exagerado sentenciar, como hizo Mercader Riba, que «la masa del pueblo español, aunque esto no se reconozca comúnmente, aceptó —sin duda con desagrado y hasta con aborrecimiento y rencor— esta dominación de un rey extraño y de una administración incomprendida» (Mercader Riba, 1971: 6). Pero no es ir muy lejos decir que en Andalucía, en La Mancha, Castilla la Nueva y probablemente en Cataluña, y tal vez en todas partes, la mayoría de la población y una vasta mayoría de la población urbana o bien se puso del lado de los franceses o se mantuvo neutral. Mientras tanto, los centros reales de la insurgencia guerrillera se hallaban en áreas rurales en el norte de España. Me refiero a El Empecinado en Castilla la Vieja, Espoz y Mina en Navarra y muchos otros caudillos guerrilleros activos en una franja de territorios a lo largo de la mitad septentrional de España, desde Galicia a través de Asturias, Cantabria y el País Vasco hasta el Alto Aragón y Cataluña occidental. Había por supuesto excepciones, entre las que destaca ante todo Ronda en las Alpujarras. Pero en la mayoría de los casos los focos de insurgencia se situaron en la mitad norte de la península. Esto proporciona una pista con la que retornar a la otra dudosa parte de la explicación tradicional de la insurgencia: la idea de que los españoles estaban movidos por un amor a Dios, el rey y la patria.

IV. ¿DIOS, REY Y PATRIA?

Parece claro que muchos españoles pelearon por Dios, el rey y la patria, tal y como reivindica la tradición. Comprender por qué esto fue 62

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así exige una breve digresión para traer a colación los orígenes de la guerra y examinar el comportamiento de los ocupantes franceses. Creo que la forma en que dio comienzo la guerra en España hizo posible la guerra de guerrillas. La guerra comenzó como una pugna entre Francia y Gran Bretaña por el control de Portugal y en última instancia de Brasil. En 1806 la batalla de Trafalgar había forzado a Napoleón a abandonar su sueño de invadir Inglaterra, de manera que éste orientó entonces su estrategia hacia la guerra comercial, con el establecimiento en 1807, a través del Decreto de Berlín, del bloqueo comercial a los productos de las islas Británicas. Portugal y su vasto imperio se mantenían, no obstante, al margen del bloqueo. Para Napoleón esto resultaba algo intolerable, de manera que lanzó un ultimátum a Lisboa: Portugal debía cerrar sus puertos al comercio con los británicos, detener a los súbditos británicos en su suelo e incautarse de sus propiedades, y declarar la guerra a Inglaterra. Semejante exigencia resultaba imposible de aceptar para Portugal, pues ésta llevaba ya tiempo bajo una situación de dependencia neocolonial respecto de los británicos —tal y como señaló en una ocasión el marqués de Pombal, los británicos habían conquistado Portugal ya en el siglo XVIII «sin las inconveniencias de una guerra» (citado por Manchester, 1933: 39-40)— y los británicos amenazaban con hacerse con Brasil si los portugueses se los cedían a Napoleón. España se puso del lado de Francia en este acoso y ultimátum a Portugal. Esto era algo inevitable. Durante la mayor parte del tiempo en el siglo anterior, España buscó siempre la alianza con Francia, y las elites españolas admiraban realmente a Francia. Además de esto, la alternativa, un acercamiento a Gran Bretaña, era algo impensable. Desde los tiempos de Raleigh, Inglaterra había llevado a cabo una política conocida ya en los tiempos de Cromw ell como de «Designio Occidental» que reclamaba constantes ataques al territorio español y a sus posesiones en el Nuevo Mundo. Aún en fechas tan cercanas como 1806 y 1807, Gran Bretaña había intentado conquistar Buenos Aires y Montevideo. El largo listado de ataques británicos a expensas de los españoles ayuda a explicar las vacilaciones de los españoles cuando, ante el aumento de poder de los franceses, siguieron teniendo dificultades para imaginar una alianza con Gran Bretaña, su ancestral enemigo. 63

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De manera que esa admiración por Francia, combinada con una desconfianza hacia los británicos, hizo que los españoles quedasen expuestos a la ambición de los franceses y finalmente a las tropas francesas. Por el Tratado de Fontainebleau de 27 de octubre de 1807 Napoleón decidió enviar una fuerza de invasión a través del territorio español para ocupar Portugal. España aceptó dejar libre el camino y apoyar la invasión a cambio de la partición de Portugal, una tercera parte del cual sería para Manuel Godoy, ministro de Carlos IV y verdadera cabeza del Estado en España (Cevallos, 1808). Para no ser menos en ese rebajarse ante Napoleón, Fernando, príncipe de Asturias, trató de unir su destino más firmemente a Francia solicitando una boda con la familia Bonaparte (Llorente, 1814: 3). En el espacio de un mes, 30.000 hombres al mando del general Junot tomaron Portugal topándose con muy escasa resistencia. Pero el flujo de tropas francesas no se detuvo. A la altura de febrero de 1808 alrededor de 100.000 soldados imperiales habían cruzado los Pirineos. ¿Por qué tanta tropa? El hecho es que apenas cuatro días después del Tratado de Fontainebleau, Napoleón había ya revelado a su hermano José su intención de hacerse con España (Bonaparte, 1856, carta de 31 de octubre de 1807). Después de todo, en la pugna global por el control de las materias primas y los mercados, el imperio hispánico era cuando menos tan importante como el portugués. Controlarlo de forma directa y legítima en lugar de hacerlo a través de una alianza con los Borbones españoles contribuiría a aislar más aún a Gran Bretaña, al tiempo que enriquecería enormemente el imperio francés. Más aún, el gobierno español no se hallaba en disposición de resistirse. Las fuerzas militares españolas se hallaban deterioradas hasta el punto de no suponer apenas una amenaza, y los Borbones españoles, como hemos visto, habían dejado a Napoleón jugar a su aire. De hecho, incluso después de que Napoleón sorprendió a sus aliados españoles tomando repentinamente plazas fuertes clave como la ciudadela de Pamplona, Carlos IV respondió exhortando sin convicción al pueblo a permanecer en calma, reivindicando que Napoleón había actuado así sólo con el fin de proteger a España de los ingleses. Parte de las vacilaciones del gobierno español nacían del hecho de que la familia real llevaba atrapada en una guerra de poder desde hacía años. É sta quedó resuelta el 18 de marzo de 1808 cuando Fer64

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nando depuso a sus padres y a Godoy en un golpe de Estado en Aranjuez. Este cambio en la cúspide de poder, que al principio parecía ser un contratiempo para los planes de Napoleón, terminó siendo cualquier cosa menos una amenaza. Fernando incluso superó a sus padres y a Godoy en humillación ante el emperador (Llorente, 1814: 28-33 y 158-159). Esta morbosa situación movió a Napoleón a tomar medidas decisivas. En abril invitó a Napoleón a una conferencia en Bayona. El joven monarca y sus consejeros llegaron a sus aposentos a las diez de la mañana el día 20 de abril y fueron inmediatamente informados de los planes de Napoleón de hacerse con el trono y traspasárselo a su hermano José. Carlos, Luisa y Godoy, invitados también del emperador, fueron asimismo informados de estas importantes decisiones (Escoiquiz, 1814: 38 y 44). En los días que siguieron, los grandes españoles, incluidos miembros del Consejo Real, llegaron a Bayona, a lo que vino a ser una convención constitucional para establecer sobre bases sólidas una nueva dinastía en España a manos de los Bonaparte. Su colaboracionismo fue en parte forzado por las circunstancias: los presentes juraron el nuevo estatuto constitucional de Bayona rodeados de dos compañías de soldados españoles «con bayoneta calada». Sin embargo, en las semanas siguientes no hicieron nada para deshacer su acto de sumisión. Evidentemente una nueva dinastía fuerte, que podía tal vez estar a la altura de Gran Bretaña y modernizar España, se mostraba para muchos de ellos como algo atractivo. Sólo exhibirían su coraje meses más tarde, cuando una revolución desde abajo hizo posible la resistencia y la aseguró en el tiempo (AHN, Estado, 28, 34, documento escrito por don José Colón, uno de los presentes en el juramento; véase también Azanza y O’Farrill, 1815: 222; Suárez, 1982: 27). Esta digresión sobre el trasfondo histórico que llevó a la ocupación de España es importante para comprender la génesis de la guerra de guerrillas. Pues en última instancia fue la necia postura del gobierno, el ejército y la aristocracia española la que hizo concebible la resistencia popular. Más allá de esto, tenemos que tener en consideración el comportamiento de los franceses una vez que se encontraban ya en España. Los oficiales y soldados franceses, muchos de los cuales podían recordar la campaña de descristianización de la época de la revolución en 65

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Francia, se dedicaron a ofender la sensibilidad religiosa de la población española, incautándose de propiedades de la Iglesia, disolviendo órdenes religiosas, convirtiendo iglesias, monasterios y conventos en establos y prostíbulos, y efectuando arrestos masivos de curas y monjes sólo por el hecho de serlo, llegando sólo en Navarra a detener, enviar al exilio o ejecutar hasta trescientos sacerdotes durante la guerra (Olóriz, 1910: 190). La brutalidad de la invasión francesa, en la cual un personaje como el general Honoré Charles Reille llegó a ordenar la deportación masiva de familias sospechosas de ser insurgentes, podría con facilidad ser vista como una violación de las normas de conducta cristianas (AHN, Estado, 3003, s. n., carta del general Reille al duque de Istria en 21 de marzo de 1811). De manera que no debería sorprender toparse con que en Zaragoza la resistencia parece haberse desencadenado, al menos en parte, por un milagro que supuestamente ocurrió sobre el altar de la catedral (Tone, 2007: 548-561), que en Valencia el clero desempeñó un papel clave en la instigación de la rebelión (Rico, 1811), y que en Galicia el cura de Couto, Marcelino Troncoso y Sotomayor, creó al parecer la primera fuerza guerrillera en la provincia (Salazar, 1908 y Figueroa Lalinde, 1993). En Navarra el cura de Valcarlos, Andrés Galduroz, dirigió lo que parece haber sido la primera partida de la guerrilla en esa provincia (Olóriz, 1910: 10), y el cura de Ujué, Casimiro Javier de Miguel, estableció una red de espías que reunió una cantidad de información de incalculable valor para Javier Mina y Francisco Espoz y Mina (AGN, Guerra, 21, 21). Durante un tiempo a lo largo de 1809, el clero regular formó incluso sus propias partidas, aunque éstas resultaron ser bastante poco operativas y no perduraron (AHN, Estado, 41, C). Y, por supuesto, no deberíamos olvidar que uno de los guerrilleros más famosos fue el cura Jerónimo Merino (Ontañón, 1933). De manera que es cierto que muchos españoles, en ausencia de dirección superior, se dispusieron personalmente y por sus medios a luchar para defender su religión de los ataques por parte de los franceses. De forma similar podemos entender que los obvios agravios de los franceses a la familia real española fueron la chispa que encendió varios de los levantamientos de España. El famoso Dos de Mayo dio comienzo cuando los franceses trataron de secuestrar al último de los herederos de la familia real, Francisco de Paula, del Palacio Real de 66

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Madrid (Archives de l’Armée de Terre, C8, 5, 6 y 381; véase también Pérez de Guzmán, 1908, y Madrid, 1992). Volviendo al «milagro» que desencadenó la revuelta en Zaragoza, conviene señalar que el misterioso acontecimiento incluyó la aparición sobre el altar de la catedral de la ciudad de un letrero en el que podía leerse: «Dios ama a Fernando». Está por consiguiente fuera de duda que la lealtad a la dinastía de los Borbones desempeñó un papel relevante en la inspiración de la resistencia. Hay mucha menos evidencia del nacionalismo de los insurgentes. De hecho, la evidencia que poseemos sugiere que los guerrilleros eran patriotas locales que peleaban por Galicia o Navarra en particular o incluso por sus valles o sus aldeas y pueblos de nacimiento. Cuando se les pedía que luchasen lejos de sus hogares, solían resistirse o disolvían o dispersaban las partidas. En realidad, aparte de la retórica asociada con el proyecto nacional que emanaba de la Junta Central y las Cortes de Cádiz, no conozco ninguna otra evidencia que vincule la insurgencia con el nacionalismo (según planteo en Tone, 1999: 71-76).

V. ¿POR QUÉLUCHARON LOS ESPAÑ OLES?

El problema que subyace a todas estas explicaciones del levantamiento de los españoles es su errada idea de que la resistencia fue un fenómeno ubicuo y unánime en España. Pues, según he dejado ya ver, estuvo lejos de serlo. Y puesto que no lo fue, cualquier explicación de la guerra de guerrillas que se apoye en la idea de que el pueblo luchó por amor a Dios, el rey y la patria estaría obligada a demostrar que las zonas de colaboracionismo eran menos católicas, menos leales a la monarquía y menos patrióticas que las regiones que resistieron a los invasores. La evidencia necesaria para sostener semejante tesis brilla completamente por su ausencia. La incidencia y el éxito de la insurgencia no se hallan en modo alguno en correlación susceptible de ser medida con la fe, el realismo o el patriotismo. Para dejar claro el argumento que propongo, me voy a apoyar en un trabajo anterior que hice hace ya muchos años cuando escribía la historia de la guerra de guerrillas en la provincia de Navarra (Tone, 67

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1994, y su versión española más extensa, actualmente en prensa) 1. Navarra acogió el ejército guerrillero de mayor tamaño y más exitoso, la División de Navarra, dirigida por Francisco Espoz y Mina. Mientras trabajaba en el estudio de su historia, me di cuenta de que incluso dentro de Navarra existían zonas que colaboraron —o que no llegaron a participar plenamente en la resistencia— y otras que produjeron una gran cantidad de insurgentes. El valle del Ebro, área que suele conocerse con el nombre de la Ribera, fue colaboracionista o se mantuvo neutral. Menos del diez por ciento de los insurgentes de Navarra procedían de la zona de la Ribera del Ebro. Frente a ello, la Navarra del centro y el norte, que recibe normalmente el nombre de la Montaña, proporcionó el ochenta por ciento de los guerrilleros y fue el escenario de la práctica totalidad de las batallas en las que lucharon los insurgentes. Se me ocurrió que podría tratar de tejer una explicación sociológica suficientemente fina como para dar cuenta de por qué, incluso dentro de una provincia relativamente pequeña, la gente que vivía en unas zonas peleó mientras que la que vivía en otras no lo hizo. Sirviéndome de archivos militares, municipales, notariales y parroquiales a escala local, esto es lo que, en resumen, descubrí: en la Ribera la mayoría de las familias no poseían tierra en propiedad o no la arrendaban. Vivían en ciudades grandes como Tudela y Corella. Los varones trabajaban como jornaleros asalariados en grandes explotaciones en manos de la aristocracia y el clero, y contaban con una fuente secundaria de empleo como sirvientes de los ricos o como trabajadores en la única industria relevante de la zona, la destilación de aguardiente. No parece que las mujeres trabajasen fuera de casa por salarios. Estos hombres y mujeres carecían de mecanismos de participación en la vida política de sus comunidades, que estaban férreamente en manos de las elites locales. La Iglesia era en dicha zona poderosa, contaba con enormes propiedades que permitían el mantenimiento de

1 Las mejores fuentes archivísticas para la guerra de Navarra se encuentran en el Archivo General de Navarra en Pamplona y en los archivos de protocolos notariales de Pamplona y Tudela. Quien aspire a comprender la sociedad y la economía de Navarra en este período debería comenzar con los protocolos notariales, que son impresionantes en detalle y calidad en el caso de Navarra, una sugerencia que debo a una conversación hace mucho tiempo con Miguel Artola.

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una enorme cantidad de clero regular que se reclutaba fuera de la región, es decir, que eran ajenos a los fieles de sus parroquias. En contraste con esto, en la Montaña la gente vivía en pequeñas aldeas aisladas y en caseríos. La mayoría de las familias poseía propiedades fundiarias y quienes no lo hacían las arrendaban. La mayor parte de los varones trabajaban sus propias tierras en lugar de hacerlo para otros a cambio de un salario. También parece que las mujeres trabajaban la tierra, ayudadas en el norte por el empleo de la laya en lugar del arado para remover la tierra, pero ayudadas asimismo por una tradición propia de la sociedad vasca de debilidad en las instituciones y prácticas sociales patriarcales, lo cual permitía a las mujeres ejercer mayor poder social y económico. No había en estas comunidades una verdadera aristocracia: la posesión del estatus de nobleza se hallaba tan extendida —en muchos lugares más de la mitad de los habitantes tenían ese reconocimiento— que carecía de otro significado que como síntoma de igualitarismo. La Iglesia poseía poca propiedad y había poco clero regular. Los curas párrocos, a menudo reclutados entre los habitantes de la zona, eran figuras de relevancia dentro de sus pequeñas comunidades, no porque fueran grandes propietarios sino precisamente porque no lo eran. Estas realidades socioeconómicas se correlacionan con un elevado grado de resistencia social a los franceses en la Montaña y con una relativa aquiescencia en la Ribera, pero ¿son ellas mismas la causa de las divergencias en el comportamiento político en un territorio y el otro? Mi respuesta es afirmativa, y el razonamiento que hago es el siguiente: la ocupación francesa, que para Napoleón implicaba que el ejército debía ser capaz de reproducirse in situ a partir de los recursos de cada zona, tenía que estar en condiciones de hacer requisas e imponer tasas para mantenerse. Esto era fácil de hacer en la Ribera. La población que nutría las ciudades era fácil de controlar. Más aún, la riqueza se hallaba concentrada en pocas manos, de manera que era fácil para los franceses establecer impuestos sobre ella, y sólo necesitaba acosar o sobornar a unas pocas personas para tener acceso a la riqueza del campo. La Iglesia era una gran terrateniente, y los franceses se incautaron y vendieron propiedad del clero en la Ribera tanto para ayudar a financiar la ocupación como para comprar la lealtad de los hombres que hacían las compras, pues éstos poseían ahora un interés en el 69

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mantenimiento del nuevo régimen. Una vez que esta elite local quedó implicada en la ocupación, cualquier resistencia del tipo que fuera se volvió difícil en la Ribera pues la mayoría de la gente carecía de vías instituidas para hacerse oír, así como de tradiciones de participación en la vida política de sus ciudades sin el concurso del liderazgo de la elite. Finalmente, quienes hubieran querido unirse a la insurgencia tendrían que haber abandonado a sus mujeres en un escenario en el que había pocas oportunidades para que las mujeres obtuvieran medios de subsistencia a través del salario por trabajo. En la Montaña los franceses se veían obligados a recolectar excedentes e impuestos a través del envío de pequeñas partidas armadas que debían recorrer centenares de pequeños pueblos y aldeas y confrontarse con miles de propietarios. Esto era un caldo de cultivo para el surgimiento de resistencias, pues las pequeñas partidas enviadas para hacer requisas eran más vulnerables al ataque de los guerrilleros, y el procedimiento de requisas mismo producía mucho resentimiento y enemigos. Hay diversas fuentes que muestran que en Navarra y en otras partes de España que produjeron insurgencias exitosas, la mayoría de los guerrilleros eran propietarios de tierras, artesanos y otros individuos relativamente pudientes, el tipo de hombres a los que no les quedaba otra opción que resistirse a las requisas de los franceses. Por ejemplo, Espoz y Mina y todos sus principales oficiales poseían grandes explotaciones; y la mayoría de su tropa estaba compuesta también por propietarios agrarios (Tone, 1996). Los trabajos recientes de Charles Esdaile muestran que los insurgentes eran también en otras partes de España casi siempre propietarios y ciudadanos asentados en lugar de bandidos, según solía argumentarse (Esdaile, 1995). Había, por otra parte, poca propiedad de la Iglesia susceptible de ser requisada en la Montaña y pocos propietarios suficientemente ricos como para adquirirla por compra a los franceses, de forma que éstos no tenían forma de recompensar e implicar a los colaboracionistas. Los curas párrocos eran figuras populares a escala local, y los abusos a que los sometían los franceses solían desatar la ira entre los campesinos. Los hombres que querían unirse a la insurgencia podían hacerlo con cierta facilidad pues la vida económica de sus aldeas continuaría sin grandes transformaciones gracias al trabajo de sus mujeres. Más aún, era fácil entre los combatientes disper70

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sarse y regresar a sus hogares cuando éstos se hallaban en una aldea o un caserío aislado. En resumen, es evidente que las realidades sociales y económicas de la Montaña eran más adecuadas a la guerra de guerrillas, mientras que la Ribera estaba predestinada a colaborar con las fuerzas militares de ocupación. El contraste entre la Montaña y la Ribera en Navarra se asemeja al de todo el norte de la península frente al sur. El modelo de Navarra no ha sido plenamente aplicado al resto de España, pero estoy convencido de que cuando se haga cuadrará bastante bien. Muchas de las mismas fuerzas socioeconómicas que favorecían el colaboracionismo en la Ribera operaban asimismo en Córdoba, por ejemplo, y las fuerzas que apoyaban a la insurgencia en la Montaña se daban en cambio en buena parte de Castilla la Vieja.

VI. CONCLUSIÓN

En definitiva, mi argumento es que los significados impuestos a la resistencia guerrillera por las elites cultas —fueran éstas británicas o francesas, liberales o conservadoras, contemporáneas o de generaciones posteriores— tenían poca relación con los motivos del pueblo que realmente se implicó en la lucha. La mayoría de los españoles que lucharon como partisanos no fueron ni ardientes liberales ni fanáticos religiosos ni bandidos ni desertores, sino que lo hicieron como una forma de sobrevivir a un régimen cruel y depredador como fue el de los invasores franceses. Su inspiración para resistir procedió de las requisas a que se vieron sometidos de forma directa y forzosa. Fueron capaces de resistir porque contaban con recursos: la guerra de guerrillas no fue una forma desesperada y espasmódica de resistencia en manos de los desposeídos, sino que representó la defensa de sus hogares y explotaciones por parte de campesinos propietarios. Conviene en cualquier caso no ser muy categóricos: el amor al rey, a la patria y a la religión, e incluso la devoción hacia los ideales de la revolución liberal de 1808, llegaron sin duda a motivar a muchos. Pero la mayoría de los guerrilleros estaban motivados por cuestiones prácticas, no por ideales. La guerra de guerrillas tuvo orígenes existenciales, no ideológicos, 71

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pero sus resultados revolucionarios hicieron en cualquier caso temblar el mundo conforme, visto a través de la lente distorsionada que ofrecía la idea de una «Guerra Popular», se convirtió en útil para otros en Europa para tratar de motivar e inspirar la resistencia a Napoleón, sirviendo además al proyecto nacional español más tarde a lo largo del siglo XIX.

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4. «DEL ALTAR UNA BARRICADA, DEL SANTUARIO UNA FORTALEZA»: 1808 Y LA NACIÓN CATÓLICA GREGORIO ALONSO *

Sirvan las palabras de Emilio Castelar que titulan este texto para describir la actitud adoptada por una parte significativa del clero católico hispano durante la guerra iniciada tras el Dos de Mayo. El pueblo consagrado en 1808 surge como sujeto definido a través de las luchas desencadenadas por la entrada del ejército invasor en la primavera de aquel año. Quince años atrás, sus atributos ya habían sido definidos por los publicistas y predicadores encargados de dotar a los súbditos de la Corona de razones para luchar contra los ejércitos de la Convención. Entre dichos atributos pronto despuntó la catolicidad del reino, entendida como elemento fundante de la comunidad amenazada. España era antes que nada un reino cristiano. La religión heredada también concedió unidad en 1808 a un conjunto de territorios y pueblos extendidos en tres continentes que hasta entonces la habían extraído del hecho de compartir un rey. Con la familia real en Bayona y un rey extranjero sentado en el trono de Madrid, el factor religioso jugaría de nuevo un papel determinante en la generación y difusión de una imagen patriótica de contornos bien definidos. Ahora bien, la identificación del pueblo hispano con la causa católica tuvo efectos bien distintos en situaciones políticas tan dispares como las que provocaron ambas guerras. Otras patrias habían ya recurrido a la amalgama de elementos religiosos con las supuestas esencias patrias. Entre las naciones de mayoría católica el caso más paradigmático bien podría ser el de Polonia, cuya integridad territorial se vio amenazada tanto por los protestantes prusianos como por los rusos ortodoxos (Porter, 2001). Pero tampoco las naciones con mayor raigambre protestante y/o secular se vieron li* Profesor e investigador en el iKng’s College London. 75

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bres de unir lealtades terrenas y ultraterrenas en sus períodos de formación. En ese caso, conviene recordar que incluso la nación secular y/o protestante por antonomasia, los Estados Unidos, no escapó de la tentación de buscar en la protección de la fe cristiana una sólida base en la que radicar la esencia nacional (Lienesch, 1983). Por supuesto, frente a los embates revolucionarios, algo similar también se daría en la Francia contrarrevolucionaria (Woell, 2002). Con el objetivo de analizar el caso hispano, este capítulo se organiza del siguiente modo: tras una breve exposición del marco teórico elegido, en un primer apartado se presentan los rasgos característicos de la sacralización de la lucha y de la identidad hispanas, tanto en 1793 como en 1808. En segundo lugar, se apuntan los elementos de ruptura presentes en el segundo caso que dotan de especificidad al momento histórico que se abre con el Dos de Mayo. La tercera parte del texto contiene unas reflexiones finales sobre los discursos belicistas y movilizadores, basados en una matriz religiosa, y sobre la distinta suerte que corrió el uso estratégico de la herencia religiosa en dos contextos políticos distintos.

I. EL ENFOQUE

Antes de pasar al análisis de ejemplos concretos de esa asimilación de los mensajes políticos y religiosos en torno al 1808 hispano, conviene establecer claramente el marco teórico-interpretativo en el que se enmarca este trabajo. Uno de los mayores expertos en el estudio del proceso de secularización, el sociólogo Steve Bruce (2005), ha puesto de manifiesto el doble efecto, de identificación y de distinción, derivado de la definición de un determinado sujeto soberano en términos religiosos. Dicha operación produce, por un lado, una identificación automática entre los que forman ese «nosotros» hermanado por unos lazos sacros que vinculan entre sí a los más variados integrantes de la comunidad nacional y los hacen, a su vez, miembros de la comunidad política. Dotados de una herencia común y de unos rasgos compartidos fácilmente identificables, los creyentes se convierten en miembros de un sujeto colectivo que se reconoce como soberano. De este modo, por 76

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identificación con la comunidad de creyentes, es como se convierten en ciudadanos. En este caso, católicos. La segunda consecuencia de esa confusión de pertenencias a las comunidades religiosa y política tiene un carácter excluyente respecto de otros colectivos. Como lógico corolario de dicha identificación previa, se refuerza la idea de que los que no pertenecen a la comunidad de creyentes y de nacionales se convierten inmediatamente en distintos, en «ellos». Este proceso de distinción afecta fundamentalmente, apunta Bruce, a los países vecinos, a los territorios colindantes gobernados por otros soberanos que se rigen por leyes diferentes, hablan lenguas distintas y practican otras religiones. Los dos procesos, de identificación y de distinción, se desencadenaron tras la entrada de los ejércitos franceses en Iberia. Tanto en 1793 como en 1808 los defensores de la patria y de la religión lanzaron sus condenas y sus llamamientos a la resistencia por todo el territorio hispano. Aquí se pretende ilustrar que en 1808 el movimiento revolucionario originado por la desintegración de la soberanía nacional provocada por la invasión pondría en tela de juicio la profundidad y el carácter de la relación del emergente sujeto nacional y las instituciones eclesiásticas responsables de su actividad religiosa. Lo que Napoleón pretendía era algo más que una ocupación temporal de ciertas regiones de la península; la anexión e incorporación de los territorios de las monarquías hispana y portuguesa al imperio francés. Con las implicaciones políticas y constitucionales que se han examinado en obras recientes (Portillo, 2006) y en anteriores capítulos de este libro, lo que importa señalar aquí, sin embargo, es que el alto nivel de participación popular en la resistencia explica la permanencia y reproducción de ese catolicismo de combate en gestación. Al igual que la Guerra de la Convención, la que se conocería décadas después como Guerra de la Independencia muy pronto pasó a llamarse «guerra de religión» o «cruzada». El proceso no estuvo exento de avances y retrocesos, así como de un intenso debate interno respecto a la naturaleza y el alcance de la confrontación. Las nuevas autoridades dejaron no obstante muy claro que la elaboración de una versión defensiva del catolicismo hispano debía jugar un papel central a la hora de promover la guerra a última sangre contra el invasor. Prueba de ello fue la multiplicación y publicación de sermones, pasquines, panfletos, coplas, cuentos y demás obras de la llamada literatura menuda que tuvieron como objeti77

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vo identificar lo español con lo cristiano y lo francés con lo pagano. La campaña debía verse apoyada por la red institucional eclesiástica y el poder moral del clero. Y así lo entendieron las autoridades diocesanas tanto de los territorios ocupados como de los que no lo fueron. La contienda, así planteada, generaba una serie de paradojas y conflictos. La obra colectiva de Clark y aKiser (2003), en este sentido, da buena cuenta del tormentoso y peculiar acomodo a la modernidad por parte de las culturas e iglesias católicas europeas a lo largo del siglo XIX. Los procesos contemporáneos de secularización y de resurgimiento religioso originaron lo que los autores denominan «Guerras de Cultura», en las que los compromisos con el contrario y las «terceras vías» obtuvieron un escaso éxito. Dicha visión de la gestación de la cuestión religiosa, que entronca con los trabajos de Hugh McLeod (McLeod, 1993 y 2000), constituye una aproximación renovadora que contribuye a enriquecer las interpretaciones más clásicas del fenómeno de la secularización (Bruce, 1992; Remond, 2000; Sw atos y Olson, 2000). En este capítulo, por tanto, se pretende emplear esos presupuestos para dar cuenta de la relativa facilidad con la que el catolicismo se integró en la defensa armada de una monarquía, como la de Carlos IV, anclada en el Antiguo Régimen. Al mismo tiempo se trata de apuntar cómo la propia definición del ser católico español en tiempos de revolución haría que la estrategia de identificación se convirtiera en un fin mucho más difícil de lograr. Es decir, se parte de la idea de que para la historia la sacralización del ente nacional y su secularización es necesario tomar en consideración el marco político general y la presencia o ausencia de oportunidades políticas.

II. LA GESTACIÓN DE UNA NACIÓN CATÓLICA

En España, la operación de identificación de un territorio o una unidad política con sus creencias religiosas o, dicho de otro modo, la naturalización y esencialización de la colectividad hispana en clave espiritual hundía sus raíces en la guerra contra la Convención (1793-1796). Fue entonces cuando Carlos IV decidió recurrir a los miembros del clero en busca del sustento ideológico y moral que pro78

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porcionaban sus arengas patriótico-religiosas al esfuerzo de preservación de la integridad del reino y de la soberanía monárquica. La invasión de Cataluña a cargo de los ejércitos revolucionarios supuso la ocasión adecuada, por tanto, para la formulación de un catolicismo de combate que sería después heredado en el segundo asalto contra las tropas invasoras francesas iniciado en el Mayo madrileño. Siete décadas después Menéndez Pelayo en sus Heterodoxos (1880-1882), en condiciones históricas y políticas bien distintas, trataría de cristalizar un canon nacional a la sombra de la cruz y de subrayar la aparente indistinción entre el ser español bien definido y su supuesto ser católico. La caza del heterodoxo contaminado de ideas revolucionarias francesas había comenzado en la monarquía de España poco después de la toma de la Bastilla. Prueba de ello fue el aumento de las requisas fronterizas a cargo de los oficiales del Tribunal del Santo Oficio. Una institución que languidecía bajo Carlos III fue reactivada después de 1789 por su hijo con una nueva misión: salvaguardar la pureza ideológica de la monarquía tensando sobre los Pirineos el cordón sanitario tendido desde los amenazados tronos europeos en torno a la Francia revolucionaria. No en vano los productos más buscados por los inquisidores fueron precisamente los libros. Aquellos «malos libros» que habían provocado los trastornos que padecía Francia. Los impíos filósofos franceses habían causado con sus escritos la excitación de las mentes y la pérdida de referentes que precedieron al frenesí revolucionario. Esas «obras de inspiración diabólica» habían jugado un papel decisivo en la creación de la mentalidad revolucionaria de la que había que salvaguardar a España. Voltaire, Rousseau y Condillac, así como el resto de autores catalogados como ilustrados, fueron censurados y demonizados bajo la acusación de haber parido las ideas que inspiraron las medidas adoptadas por los gobernantes revolucionarios. Así lo defendía el autor de un sermón reaccionario que, con acidez y sarcasmo francófobos, amparaba un patriotismo hispano arcaizante y antirrevolucionario: «En el centro de esa nación tan feliz por sus descubrimientos, por sus progresos, y por los desengaños que ha producido la lectura de la Enciclopedia, del Sistema de la Naturaleza, el Espíritu, la Contagion Sagrada, el Emilio, y otras obras que un hombre de bien no puede ni aun mirar, sin indignación y justamente proscritas en este territorio» (Del Castillo, 1793: 3). 79

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Fueron principalmente sacerdotes franciscanos y jesuitas los encargados de llamar a la toma de las armas contra los invasores, tanto en 1793 como en 1808. Ellos fueron quienes proyectaron una imagen de España en la que la Iglesia, que se presenta como origen y garante del poder de la monarquía, aparece a su vez como protectora del país europeo en que mejor se conservaba su influencia. Dicha valoración también era compartida por el mando militar inglés de más alto rango que luchó en España contra Napoleón, el duque de Wellington. En una carta al Ministerio de Exteriores llegaría a afirmar: «El clero es el verdadero poder en España. Él se encarga de mantener el odio general de los españoles contra Francia» (Wellington a Wosley, 1814; cit. en Craw ley, 1939: 205). Un hecho que ilustra esta asunción es el carácter que se le atribuye a la propia nación en armas. Una vez iniciadas las hostilidades en 1793 se hablará de España como tierra de promisión, hija predilecta del catolicismo, «colonia privilegiada de Jesucristo». La defensa de su integridad territorial y de los derechos del monarca se planteó como una misión divina que hacía prescriptivo el combate a muerte con los hijos de la Revolución. Las palabras del padre capuchino Fidel del Castillo la definían ya como una auténtica cruzada: «Es una guerra santa, por los sagrados respectos de la Religión, que la impiedad intenta destruir: guerra justa, por los derechos del hombre, que el furor proyecta aniquilar; guerra forzosa en fin, por los respectos de la Patria, que la independencia y el libertinaje quiere confundir» (Del Castillo, 1793: 36; la cursiva es mía). Tan santa empresa reclamaba el esfuerzo colectivo y unánime de todos los miembros de la comunidad patria coordinados y liderados por el clero. A éste correspondían las tareas de inspirar patriotismo y de dar un sentido metafísico a la batalla contra los llamados «enemigos del Señor». Para desempeñar esa noble tarea, en primer lugar, rogaban la asistencia de la Providencia mediante las oraciones de los fieles y el ceremonial litúrgico. Ése fue el sentido que, por ejemplo, adquirió la misa en la que se pudo escuchar el encendido sermón de Del Castillo en el que, tras exponer los crímenes que surcaban la reciente historia francesa y vaticinar su repetición en España, se preguntaba: «¿Y qué, hermanos míos, no son estos motivos poderosos para que acompañéis a los Ministros del Señor, que llorosos le piden dirija 80

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su Ángel Exterminador delante de nuestros combatientes, para triunfar de lo que llenos de blasfemia ultrajan los derechos de la Religión, de la Humanidad y de la Patria?». Pero las guerras, incluso cuando se cuenta con la ayuda del Ángel Exterminador, no se ganan sólo con rezos. Por ello, Del Castillo animaba a hacer uso de todos los recursos disponibles, terrenales y divinos. Conminaba a todos los súbditos del rey a empuñar las armas y a empeñarse a fondo en la eliminación de los «enemigos de la humanidad» asegurando que «cuando se trata de guerra de Religión, todos los hombres son soldados, y cuando es forzoso defender la Patria, todos debemos sacrificar nuestro sosiego, nuestras luces, nuestras fuerzas y cuanto somos» (Del Castillo, 1793: 16-17, 38-39). En este contexto de lucha mesiánica, los ejércitos de la Convención eran retratados como compendio de todo mal, como una terrible amenaza al género humano y a sus más queridas instituciones. La patria y el catolicismo hispanos se enfrentaban a un enemigo común cuya derrota significaría la única vía segura de conservación de sus esencias. En esta línea de interpretación de la guerra bebían de las obras de otros autores como Miguel de Santander, analizadas por Scott Eastman, quien ya en 1775 había realizado esa identificación del patriotismo español con la causa eclesiástica (Eastman, 2005). La defensa del Altar y del Trono reclamaba la sanción eclesiástica de la causa defendida por Carlos IV basada en una selección de los elementos textuales para elaborar un catolicismo sectario y de combate antirrevolucionario. Especialmente elocuente sería, en este sentido, la colección de pasajes y de figuras bíblicas que constituyeron el patrón exegético y hermenéutico inspirado en criterios ultramontanos. De entre las guerras y los ejércitos bíblicos sólo se hace referencia a aquellos en los que la fidelidad y la devoción por el rey y por la fe inspiran las acciones del vencedor, que lo es merced a la intersección del Creador. Por ejemplo, abundan las menciones a los macabeos o a Salomón, pero no tanto a Saúl, a Job o al libro de Jeremías, en los que los designios del Señor y las acciones de los señores de la Tierra no se corresponden. En su lectura interesada de las fuentes testamentarias, la piedad y el valor se muestran en estos textos como dos caras de una misma moneda que pretenden cimentar la completa indistinción de objetivos. En concreto, los móviles del «soldado católico» involucra81

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do en una moderna cruzada resultaban ser los mismos que los del fiel súbdito de Carlos IV. Aunque, conviene aclararlo, esa convergencia de intereses y de objetivos no implicaba una total identificación de las dos esferas. A juzgar por el contenido de estos sermones, era el poder temporal el que debía ponerse al servicio de la religión. Siguiendo el criterio teocrático, el rey resulta intocable en tanto en cuanto desempeña el papel de defensor de la religión heredada y vicario del Sumo Pontífice. En consecuencia, estos clérigos convertidos en publicistas establecieron en sus escritos una clara limitación a las atribuciones regias. De nuevo los referentes son extraídos selectivamente de la Biblia, aunque también con pasajes de la escuela ultramontana francesa de Bossuet y de Barruel. En el plano ideológico se asume que las turbulencias revolucionarias habían tenido un origen principalmente ideológico y semántico. El lenguaje revolucionario obsesionó desde muy pronto a los encargados de desprestigiar la revolución y de combatirla. Los neologismos que habían introducido las obras ilustradas y, muy especialmente, los nuevos significados dados por los revolucionarios a conceptos ya asentados en la crítica del Setecientos, provocaron el más profundo rechazo de ciertos sectores del clero católico. La lucha contra los ejércitos revolucionarios abocaba también a un combate contra esa semántica «corruptora» y a la aniquilación de la escuela ilustrado-liberal. Las nociones de libertad y de igualdad que defendían los folletos y obras revolucionarias se consideraban completamente contrarias a la verdad revelada en el Evangelio, por ser opuestas a la libertad y a la igualdad cristianas. Así, en un sermón predicado en la catedral de Cádiz se pudo escuchar en 1793: «Pelear contra los sectarios en la pretendida igualdad e independencia, obedeciendo a Dios, al Soberano, y a sus respectivos Ministros, consiste la Justicia de que debe armarse el Soldado Católico para pelear contra los partidarios de la libertad anti-cristiana» (De Cádiz, 1793: 9). Por su parte, el clero convertido en propagandista patriota reclamaba para sí el espacio privilegiado de intervención que constituía el sostenimiento del esfuerzo patriótico-religioso. Los sacerdotes desde el Antiguo Testamento habían desempeñado la misión de ofrecer una instrucción política y moral de los jueces y de los reyes al asesorarles en tiempos de dificultad. Su vinculación con la Providencia les ampa82

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raba y les hacía los candidatos idóneos para completar esa tarea. En términos similares se expresaba fray Diego José de Cádiz en El Soldado católico en guerra de Religión, un auténtico clásico de este género textual. Su defensa entusiasta del catolicismo como causa única de todo bien y su identificación del bienestar de la monarquía con la satisfacción de los intereses de la Iglesia constituyen sus pilares axiomáticos. Para el defensor de Dios y del Rey tan importante era el valor y el vigor físico como el santo temor de Dios. Esa conjunción de cualidades físicas y morales distinguía al «soldado católico» que se presentaba como combatiente ideal, como español arquetípico. En este sentido, los requisitos que se le exigían al soldado católico eran varios, aunque el predicador gaditano se ocupaba fundamentalmente de los de contenido moral. Sus actos debían estar guiados por «la fe, la piedad y la lealtad» de su empeño en vencer en una guerra «religiosísima en su causa y en sus apetecidos efectos». Junto a dichas virtudes, se insistía en otras dos: la devoción y el santo temor de Dios. La primera, «es su acto principal, y consiste en la prontitud de la voluntad en servir a Dios», debía guiarse por una sincera disposición interior de sumisión al mandato divino y expresarse con prácticas piadosas que, como «la oración, la meditación y la frecuencia de los Sacramentos», e incluso «con el uso de algunas prudentes mortificaciones», pudieran proteger al soldado de las tentaciones mundanas tan presentes en la vida castrense. El santo temor de Dios, motor y causa de la fe, debía expresarse en «el deseo de promover su culto, el decoro de sus Templos, el respeto a sus Ministros los Sacerdotes, la veneración a las cosas Sagradas, y el cuidado de vivir con el mayor arreglo, y de santificarse a sí propio» (De Cádiz, 1793: 54-56). Este ascetismo militarizado impregnó la mentalidad martirial contrarrevolucionaria y se transmitió, sin excesiva variación, a la propaganda antinapoleónica hispana del período posterior a 1808. Se trataba, por tanto, de convencer a los creyentes y a los ciudadanos de que aquella guerra no era más que un nuevo capítulo de la historia de la salvaguardia de la Iglesia frente a los atentados que había padecido desde sus comienzos. De esa historia decía formar parte el fraile que al tomar la pluma estaba haciendo lo mismo que habían hecho otros defensores del clero y de la Iglesia: «En los tiempos de la Ley de Gracia son muchos los ejemplares que pudiera alegar en mi favor; pero me basta el 83

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ya insinuado bendito de San Bernardo, San Antonino de Florencia, San Bernardino de Siena, el venerable Dionisio Cartujano, y otros varones píos, que escribieron y predicaron mucho a este mismo intento» (De Cádiz, 1793: 9). Y es que ya fuera en sermones, en folletos o en cartas, la descalificación política y moral de la Asamblea Nacional francesa se convirtió en un tropo habitual de esos clérigos metidos a propagandistas. No en vano, fray Diego José la motejaba de «infiel, sediciosa y regicida». La religión, en general, y el catolicismo, en particular, se presentan en su obra como los principales damnificados de la subversión generalizada con que amenazaban en convertirse las guerras revolucionarias provocadas por la Asamblea. «Dios, su Iglesia, su Fe, su Religión, sus Leyes, su Ministros, sus Templos» habían sido las primeras y trascendentales víctimas de aquella conmoción. Pero a la lista de perjudicados se sumaban todas las instituciones humanas «todo lo más Sagrado: el derecho de gentes, el respeto debido a los Soberanos, y aun el fuero siempre inviolable de la humanidad que se hallan injustamente violados». De manera que la guerra contra la Convención estaba bendecida por la divinidad y justificada por el Derecho. También resultaba habitual que los sacerdotes que denunciaron tal situación, examinaran sus causas y propusieran soluciones apropiadas para tratar de resolverla. En este caso, hacer la guerra santa, verdadera guerra de religión, y animar a los combatientes defensores de Dios y de sus derechos: «No es esto impropio a mi estado, ni ajeno de mi profesión en absoluto. En la Ley escrita era del cargo de los Sacerdotes exhortar a los Soldados en guerra santa y de Religión, para que no temiesen aun las superiores fuerzas del contrario, sino que peleasen con el mayor esfuerzo, seguros y confiados de la divina protección» (De Cádiz, 1793: 8 y 22). No obstante, por mucho que estas obras en castellano encontraran inspiración directa en la propia producción contrarrevolucionaria autóctona francesa, como señala con gran acierto Javier Herrero (Herrero, 1974 y 2006), también estuvieron impregnadas de una paradójica francofobia. La sacudida revolucionaria no sólo era el resultado práctico y reciente de las nociones erróneas de una determinada visión del mundo que se había impuesto en el país vecino. Tampoco encontraba su origen exclusivamente en la desintegración moral que había provocado la propagación de las mismas, sino que eran inmanentes 84

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al propio carácter francés. Sólo en una nación dominada por el «orgullo» podía dar a luz tanta aberración y tanta injusticia. Para los reaccionarios españoles, la revolución era una desgracia para Francia y para Europa, pero se debía a las peculiares condiciones de «esta altiva nación, cuya inconstancia es quizá el atributo más sincero, de su vano carácter» (De Cádiz, 1793: 6). Frente al constante compromiso de España con la fe católica y con su Sumo Pontífice, Francia estaba marcada por lastres tradicionales que, ejemplificados por el detestado galicanismo que practicaron sus monarcas, la convertían en el escenario idóneo donde se podían producir tales perversiones. Su crítica al pensamiento ilustrado se basa fundamentalmente en una condena moral a sus pretensiones de racionalización. La Ilustración y sus impíos defensores, así como «el avance de las ciencias y de las artes», habían conducido a los pensadores franceses a toparse con los límites de la razón: «Viéndose reducidos a los estrechos límites de la humana inteligencia». Por este motivo «suspiraba su orgullo» (González, 1793: 7) y esa vanidad les forzó a intentar sobrepasarlos. Por tanto, ese desencuentro entre la realidad, por un lado, y la incapacidad de los hombres para comprenderla y alterarla, por otro, se consideraba determinante en la explosión de delirio y desgracias que sacudían Francia. Fue el pecado original judeocristiano, la soberbia humana, lo que engendró el fruto amargo de la violencia política. Pero esa conjugación de factores en un discurso basado en la existencia de una guerra santa y salvífica que el Rey y la Religión debían vencer, por un lado, y la condena de los principios y valores de la Ilustración, por otro, acabaría poco tiempo después siendo objeto de discusión y crítica por parte de un sector reducido, pero activo e influyente, de las elites laicas y clericales españolas. El momento propicio sería el comienzo de una revolución y de otras guerras: 1808.

III. LA NUEVA CRUZADA Y SUS DISPUTADOS SENTIDOS

La invasión napoleónica y la crisis de 1808 precipitaron una serie de acontecimientos completamente inéditos en el régimen anterior que determinaron la nueva identificación de la nación hispana y el catolicis85

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mo. Dos fueron los principales elementos de ruptura. En primer lugar, la conducta irreverente y sacrílega de los soldados y oficiales de los ejércitos napoleónicos que causó un gran impacto en las conciencias de los españoles y permitió la conservación de la lucha paralela por las causas del Altar y el Trono (Mercader, 1973: 102). En segundo lugar se debe recordar la división que afectó a las autoridades eclesiásticas. Por un lado, se encontraron las figuras que practicaron y defendieron las reformas eclesiásticas josefinas que, aunque dentro de una estricta confesionalidad del Estado sancionada por el Estatuto de Bayona, incluían un paquete de medidas secularizadoras y desamortizadoras que se aplicaron sin negociación previa con la curia. Dichos planes, inspirados en un «regalismo radical», incluían medidas como la abolición de jurisdicciones eclesiásticas y la abolición del Santo Oficio, que se distanciaban del «regalismo tradicional» (Revuelta, 1979: 23). En la España ocupada, por tanto, se establecieron relaciones de absoluta dependencia y sumisión entre las autoridades políticas y religiosas, desapareciendo gran parte de la autonomía eclesial. El clero fue destinado a desempeñar una serie de funciones ajenas a su ministerio por unos funcionarios «josefinos» que le instaban incesantemente a pedir a los españoles sumisión al rey José. Por tanto, se puede afirmar que los ministros de la Iglesia actuaron como personal político al servicio del monarca. En el bando contrario, sin embargo, el clero reproduciría la mayor parte de los tropos antirrevolucionarios que se elaboraron entre 1793 y 1795, aunque también se dividiría entre serviles y liberales a partir de 1810. En cualquier caso, la violencia anticlerical y la legislación reformista, distintivos del nuevo régimen impuesto en España por la fuerza de las armas, se analizan brevemente en la primera parte de esta sección, mientras que en la segunda se establecerán algunos parámetros que ponen en tela de juicio la aplicabilidad del concepto de «cruzada» al proceso de lucha armada iniciado en 1808. Los puntos de ruptura requieren un análisis pormenorizado que aporte la información necesaria para comprender la compleja evolución de acontecimientos que llevaría a las Cortes gaditanas al reconocimiento y la consagración al catolicismo, por vía constitucional, del alma patria. Las tropas imperiales a menudo actuaron inspiradas por el anticlericalismo oficial del sistema napoleónico que se reflejó con crueldad en actos de pillaje y campañas de represión. Los clérigos es86

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pañoles estuvieron en el punto de mira de los generales franceses tanto por el hecho de serlo, como por su llamada a la rebelión de la población hispana. También los generales franceses consideraban a frailes y curas como personajes extremadamente influyentes en la vida social y eran odiados por ello. El relato del conde de Toreno proporciona múltiples ejemplos de agresiones a los bienes y personas del clero cometidas por las tropas de ocupación. Para empezar, la represión posterior al levantamiento del pueblo madrileño durante los días 3 y 4 de mayo de 1808 ya incluyó represalias contra miembros del clero (Queipo de Llano, 1835: libro 2, vol. II, 127). Como se verá a continuación, muchas veces esas acciones anticlericales constituyeron actos de servicio. La devastación provocada por las tropas de Caulincourt en julio de 1808 en Cuenca llegó a preocupar incluso al rey José. Varias columnas entraron en la ciudad y forzaron a cañonazos la huida de «regidores y miembros del Cabildo eclesiástico, que, saliendo con la bandera blanca, quisieron implorar merced». Las escenas de terror se sucedieron y «no perdonaron los contrarios casa, ni templo que no allanasen ni profanasen». El conde de Toreno describe el martirologio de dos religiosos octogenarios conquenses. Narra cómo al cura «don Antonio Lorenzo de Urban le traspasaron de crueles heridas, después de recibir de sus propias manos el escaso peculio que todavía su ardiente caridad no había repartido a los pobres». La misma suerte corrió el fraile franciscano Gaspar Navarro a quien «atormentaron crudamente para que confesase dinero que no tenía» (Queipo de Llano, 1835: libro 4, vol. II, 57). El furor anticlerical del ejército invasor adoptó muy diversas formas. El mariscal Bessieres, por ejemplo, dirigía esa misma primavera las tropas que obtuvieron una importante victoria en la batalla de Medina de Rioseco. Ese resultado tuvo consecuencias atroces para los habitantes de esa población vallisoletana. Después de haber «quitado la vida a mozos, ancianos y niños» y «quemado cuarenta casas», pusieron fin a sus correrías de forma tan abyecta como significativa. Dice Toreno que los soldados «quisieron coronar tan horrorosa jornada con formar de la iglesia de Santa Cruz un infame lupanar». En aquel templo castellano, con o sin conocimiento del mariscal, «fueron víctimas del desenfreno de la soldadesca muchas monjas, sin que se respe87

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tase aún a las más ancianas» (Queipo de Llano, 1835: libro 4, vol. II, 66). Estas conductas reflejaban una actitud que iba más allá del mero encono propio del enfrentamiento bélico, y se relacionaban estrechamente con la animosidad anticlerical que caracterizaba a las tropas francesas. Toreno no ahorra epítetos para describir y condenar la crueldad de los hechos, recordando además que los habitantes de Medina no habían participado en la batalla previa al saco. Los atentados anticlericales adquirieron dimensiones más espectaculares en ciertas ocasiones. También en el verano de 1808 se llevó a cabo la voladura del convento zaragozano de Santa Engracia. Esta vez el mariscal de campo Felipe Saint-March decidió saltar un convento por los aires mientras los franceses se batían en retirada debido a la exitosa resistencia opuesta por las tropas aragonesas dirigidas por Palafox. Dos años después, en febrero de 1810, el general Sebastiani mandaría ahorcar a un grupo de frailes capuchinos en las localidades de Motril (Granada) y de Málaga acusados de promover la rebelión contra el rey José (Queipo de Llano, 1835: libro 11, vol. III, 209). Estas acciones fueron comentadas por la prensa hispana del momento con un profundo estupor y mereciendo su más enérgica repulsa como atentados contra lo más sagrado de las esencias patrias. Por su parte, las autoridades josefinas aunque también condenaron nunca llegaron a perseguirlos ni judicial ni disciplinariamente. El segundo aspecto que conviene examinar aquí es el modo en que los rápidos y profundos cambios políticos posteriores al Dos de Mayo determinaron las diferentes actitudes adoptadas por el clero hispano. En ese sentido se puede constatar que en la mayor parte de las áreas urbanas tomadas por los ejércitos napoleónicos las relaciones entre las autoridades josefinas y el clero estuvieron marcadas por la ambivalencia: colaboración y resistencia se solaparon. La adhesión a la causa josefina a veces se vio forzada por la conveniencia personal y colectiva y, en otras ocasiones, también por la mera supervivencia. Hubo casos en los que los clérigos vieron en José un sincero reformador bien intencionado y de profunda fe católica. Pero también hubo muchos que lo relacionaron con una imposición impía y destructora de todo vínculo social y ajena al carácter español. José I, en concreto, desarrollaría parcialmente un conjunto de reformas jurisdiccionales e institucionales en materia de religión como 88

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consecuencia de su aceptación constitucional del catolicismo como único credo practicable en España. Junto a la desamortización de las tierras de los conventos suprimidos, entre las medidas adoptadas se encontraban la reducción del clero secular, el desmantelamiento de las inmunidades eclesiásticas y la total abolición del clero regular (Revuelta, 1979: 16-26). Estas labores fueron encomendadas a figuras destacadas del clero español como Félix Amat o Vicente Román Gómez (Higueruela del Pino, 1987). La maniobra consistió en hacer un llamamiento a la concordia entre los españoles enfrentados y una exhortación a la deposición de las armas por parte de los sublevados (Barrio, 1992: 552). La retórica reformista que emplearon estas figuras y el contenido de sus propuestas durante los años 1808 y 1809 estaba en deuda con las doctrinas derivadas del regalismo. Pero, sobre todo, del jansenismo. Dicha escuela de pensamiento se inspiraba en los principios defendidos por la teología ilustrada, tanto alemana como francesa, freboniana y galicana, que se alejaba de la teocracia contrarrevolucionaria defendida por los sectores más reaccionarios del clero español. Entre las características de ese catolicismo ilustrado destacaba el episcopalismo. Es decir, el rechazo a la concentración de todo el poder eclesial en manos del Papa que se estaba produciendo. Esta actitud era consecuencia de su expreso deseo de fundar un cristianismo «racional» (Eliade y Schaeffer, 1996: 529), vivido en comunidad pero asumido e interiorizado individualmente, y guiado por una estricta moralidad de resonancias puritanas. La buena relación del clero «afrancesado» con la monarquía josefina se puede reconocer ya en los momentos iniciales del reinado. Fruto de ella fue, por ejemplo, el Plan de supresión de conventos de monjas de Madrid que diseñó Llorente cuando ocupaba el cargo de consejero de Estado del Gobierno «intruso» ( AHN de Simancas, Fondo Gracia y Justicia, Gobierno Intruso, leg. 1252). Conforme al Plan debían suprimirse dieciete conventos de religiosas de Madrid. Esta preocupación por el estado del clero regular era compartida por parte del clero «patriota» y su reforma y mejora también se convertirían en uno de los múltiples objetivos de los diputados liberales de las Cortes de Cádiz. Llorente, además, contribuiría en no escasa medida a la declaración de incompatibilidad con la Constitución del Tribunal del Santo Oficio con sus estudios sobre la Inquisición para 89

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su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia (Dufour, 1982; Lama Cereceda, 1991). Una declaración, conviene recordarlo, que sería promovida por otro miembro de la escuela de Salamanca, el también teólogo y sacerdote, en este caso no afrancesado, Antonio Muñoz Torrero. Por otra parte, las reacciones de una parte importante del episcopado ante la invasión y ante la formación del primer gobierno josefino también tuvieron un tono acomodaticio. En un primer momento la defensa del orden establecido fue la prioridad incuestionable. Se hizo pues una defensa a ultranza del statu quo ante, que se seguía basando en la supuesta alianza entre el Altar y el Trono. Las primeras cartas de los obispos españoles exigían la obediencia a las autoridades civiles (AHN, Inquisición, leg. 675, exp. 6). Instituciones como el cabildo de Segovia y el Consejo de la Inquisición también censuraron el movimiento insurreccional madrileño (AHN, Inquisición, leg. 517, exp. 3). Incluso un alto jerarca del clero hispano como Ramón José de Arce, último inquisidor general del Antiguo Régimen, adoptó una actitud de colaboración con los gobiernos josefinos desde mayo de 1808. Es decir, algunos de los principales representantes de la institución eclesial no sólo no pusieron en cuestión la legitimidad del reinado de José; muy al contrario, exigieron de los fieles la obediencia debida al monarca, al tiempo que entre el bajo clero rural y en varias regiones de la península se extendía la rebelión. Como prueba de la división que provocó la invasión napoleónica conviene mencionar que las llamadas a la calma de los obispos afrancesados fueron escuchadas en la diócesis de Valladolid (Álvarez García, 1984: 35-60), pero no en la de Toledo (Rodríguez López-Brea, 1996; Higueruela, 1987: 93-95). Un fenómeno este que seguramente guarde relación con la decisión tomada por la cabeza de la diócesis y el primado de España, el arzobispo de Toledo, don Luis de Borbón, de unirse al bando patriota como miembro de la Regencia Provisional (López-Brea, 2002). Las conductas de resistencia beligerante, sin embargo, fueron frontalmente condenadas y combatidas por el clero josefino. En un documento fechado en 1811, pero referido a los primeros momentos de la guerra, el vicario apostólico de Extremadura, José González Aceijas, manifestaba el absoluto acatamiento de las órdenes emanadas por las autoridades josefinas por parte del clero de su diócesis y pro90

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metía poner fin a la eventual participación de sus miembros en las actividades de resistencia en el frente y en la retaguardia: «Si algunos Eclesiásticos extraviados por un entusiasmo efímero se ocuparon antes de encender el fuego de una lucha desigual y ruinosa: el tiempo, los acontecimientos, la piedad del Rey nuestro Señor Don José Napoleón Primero, y la generosidad de S. E. el Señor Mariscal Duque de Dalmacia han podido ya desengañarlos y convertirlos hacia el santo propósito de contribuir a terminar los males de la guerra, y recobrar los bienes de la paz, pues que son Ministros de un Dios, que se llama Dios de paz» (AHN, Estado, leg. 3.116). Por otra parte, las nuevas influencias ideológicas impulsadas desde la corte de José afectaron a los españoles con distinta intensidad. Pese a que el lenguaje de exaltación patriótica (Vilar, 1982: 211-252) y la elaboración primigenia de la llamada «conciencia nacional» se encontraban en plena ebullición por obra de los autores reaccionarios antes citados y por la de liberales como Martínez Marina (Valera, 1986), la secularización de la política y de las mentalidades apenas había comenzado, como demuestra la elaboración discursiva del patriotismo resistente a cargo del clero patriota. En ese discurso, los ministros del llamado «Dios de paz» animaban al martirio en una guerra santa, justa y necesaria contra los «hijos de la impiedad». Para ello repitieron gran parte de los tópicos y tropos discursivos empleados en la Guerra de la Convención. Pero también aparecerían nuevos elementos. Los clérigos defensores de Fernando identificaron a Napoleón y, por extensión, a su hermano, con la tiranía más ignominiosa. El «tirano de Europa», a juicio del anónimo clérigo malagueño del panfleto La Bestia de siete cabezas y diez cuernos o Napoleón Emperador de los Franceses, estaba perfectamente descrito en el Apocalipsis de san Juan. En el prólogo de su opúsculo, el autor realiza una sesuda exposición acerca del contenido teológico y dogmático encerrado en el último libro de la Biblia y las distintas interpretaciones suscitadas por el mismo. Desde la versión ofrecida por san Agustín hasta la de Bossuet, los exegetas católicos habían prestado especial atención a la «figura» (Auerbach, 1998) del anticristo: «También discurro que así como los justos de las edades más próximas al advenimiento del Mesías, le figuraron con más propiedad y semejanza que los antiguos y ninguno tanto como su Precursor inmediato». Ahora bien, para este 91

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autor el general corso era el que encarnaba con mayor exactitud las supuestas características de aquel «ser diabólico»: «Así Napoleón, más próximo que otros tiranos, a lo menos en mil años, al Anti-Christo, le representa con más viveza y propiedad que ninguno de los antiguos. Y esta y no otra es a mi ver la causa de que a este tirano se acomoden felizmente que a los pasados todas las circunstancias que refiere San Juan en los emblemas de esta profecía» (La Bestia, 1808: 3). De manera que Napoleón personificaba lo que la Iglesia y los creyentes habían temido y combatido desde el inicio de la era cristiana. Su papel en la figurada Historia de la Salvación era el del anticristo, el «más grande enemigo de la religión». En este contexto y si atendemos a la definición de la Real Academia de 1791, el anticristo había de ser necesariamente un «perverso y diabólico» que lanzara una «persecución cruel» de la Iglesia (DRAE, 1791). A lo largo de todo el período analizado, las imágenes de origen bíblico y contenido religioso son empleadas para objetivos completamente alejados de su terreno. De hecho, la distancia ontológica, semántica y funcional entre religión y política parece ser vagamente intuida, cuando no descaradamente ignorada. Se volvía a formular una teología política contraria a los valores de la Ilustración y enemiga acérrima de la Revolución. Como se ha visto en el primer apartado de este capítulo, el empleo del lenguaje religioso en política no era ninguna novedad, aunque la diferencia entre ambas esferas comenzaba a imponerse por la fuerza en los países ocupados por el primer imperio francés. Pero la percepción de los hechos que transmiten los sermones «patriotas» del año 1808 resulta muy rica en matices. En primer lugar, se debe reseñar que existió un amplio consenso en torno a la doble naturaleza, religiosa y moral, de la llamada «crisis nacional». La voluntad de Dios, y no tanto las contingencias políticas, era la causa efectiva de cuanto sucedía en España. Para ciertos predicadores, los pecados cometidos por los españoles habían desatado la ira divina y sus efectos ya se dejaban notar en la vida pública. En Sevilla, se publicó una Proclama espiritual que sintetiza perfectamente este sentimiento colectivo: «El Señor Dios de los ejércitos está airado contra nosotros. Nuestros desórdenes han provocado su justa indignación: y todos los males que padecemos, y mayores que nos amenazan, son ordenados por Dios nuestro Señor, para nuestra corrección y enmienda» (Proclama, 92

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1808). Esta lectura de los avatares bélicos y políticos se realizaba empleando una lente escatológica que, en consecuencia, se insertaban en la Historia de la Salvación. También desde las filas de esta escuela reaccionaria, fray José María de Jesús se preguntaba por las causas de los lamentables sucesos y de las desgracias que sacudían el reino. Sus respuestas indican que el universo del siglo XVIII aún ejercía una vigorosa influencia en el discurso de estos eclesiásticos patriotas. De hecho, el principal motivo de aquella situación lo encuentra el autor en lo que él denomina «falsa filosofía». Ésta era el agregado de las ideas de la Ilustración, el liberalismo económico en estado germinal, el «materialismo» y todas las doctrinas modernas ajenas o contrarias a los dogmas católicos. La actitud hacia los representantes de dichas teorías era de incómoda resignación mezclada con un violento rechazo: «Filósofos sanguinarios, ea, seguid vuestras ideas, aumente vuestro acero el número de mártires, crezca el número de éstos en nuestros calendarios y liturgias, perseguid como Antíoco a los justos defensores de nuestras leyes patrias y de nuestras religiosas costumbres» (De Jesús, 1808: 2). La alusión al martirio se hizo de nuevo muy recurrente a la hora de animar a los españoles «patriotas» a empuñar las armas contra el enemigo: los caídos en aquella «guerra santa» tendrían precedencia en el Paraíso. Así, los religiosos de Cuenca o los frailes muertos en las defensas del Real Monasterio de las Huelgas de Burgos o de la Cartuja de Miraflores (Madrid) ante el conde de Beldever, en septiembre de 1808, estaban llamados a alcanzar la gloria. Blas de Ostolaza, confesor de Fernando VII en Valençay y destacado miembro del partido fernandino de la corte, declaraba al catolicismo como el inexpugnable refugio del soldado español en su conocido sermón del 25 de julio de 1810. Ostalaza inició su arenga patriotera en formato de sermón con una severa filípica contra la «filosofía»: «Sí, yo descubro en sus planes humanos la anarquía, el egoísmo y la irreligión, y en su humanidad decantada, en esta hija bastarda del filosofismo, veo el origen de su libertad tiránica, de su igualdad quimérica, y de su razón degenerada» (Ostolaza, 1808: 1). El confesor real denostaba los valores ilustrados de forma explícita en el marco de una ceremonia religiosa sufragada por españoles emigrados. El patriotismo xenófobo de la escena desborda los documentos. Era la ocasión 93

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propicia para despacharse con los franceses y «afrancesados», y, de paso, ir poniendo los cimientos de lo que, cuando se ganase aquella guerra, sería el proceso restaurador. En la segunda parte de su homilía, de hecho, Ostolaza reedita el discurso de los apologetas contrarrevolucionarios al servicio de Carlos IV y defiende sistemáticamente la intervención clerical en asuntos políticos y civiles. En su opinión, sólo los espíritus enfermos de «egoísmo» podían creer que «perorar en favor de mi patria en un asunto al parecer ajeno del sitio que ocupo, y privativo de la tribuna del senado». Los egoístas eran también «maestros de la mentira» como Epicuro y Voltaire, y sus seguidores contemporáneos eran los únicos que deseaban impedir que los «sabios» puedan «tomar parte en los negocios públicos». Este moderno San Bernardo creía encontrarse ante la obligación pastoral de exhortar a sus conciudadanos a la guerra contra «los enemigos de la religión». No obstante, resulta destacable también el hecho de que para describir a la nación empleara términos similares a los usados para definir a la propia Iglesia, ya que aquélla como ésta es «madre común, a la que debemos la existencia y todo lo que somos» (Ostolaza, 1808: 2-3). Una nación entendida como patria o territorio y no como sujeto político soberano (Álvarez Junco, 2001b). Así pues, entre 1808 y 1810 se produjeron las primeras batallas de una guerra que se retrata en las páginas de algunas publicaciones y sermones con altas dosis de inquina y fatalismo. De un lado se encontraba el Altísimo con los fieles seguidores de Fernando y de otro, enfrente, estaba el Mal representado por los franceses y los afrancesados. La siguiente anécdota sólo se hace comprensible en el contexto de esta lucha. También en la Zaragoza del 2 de mayo de 1808 se vivieron momentos de gran tensión y de desatado fervor fernandino. Allí se difundió la creencia en un supuesto «milagro», de claro contenido político y obrado en la basílica de la Virgen del Pilar. Según el relato que recoge los hechos, durante la celebración de una ceremonia religiosa surgió del cielo repentinamente una corona en la que se podía leer «Dios se declara por Fernando». Lejos del cometido de esta investigación está el juzgar el crédito que este «hecho» obtuvo entre los zaragozanos, pero lo cierto es que el clero lo aprovechó para hacer propaganda belicista contra los franceses (Tone, 1999: 94

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54-55). Pero, además, hubo clérigos que no sólo predicaron la guerra santa sino que se involucraron en primera persona en el conflicto. Existe abundante información documental que ilustra la efectiva participación de miembros del clero en la intervención en las partidas de resistencia antinapoleónica y su organización. Los trabajos de Pedro Pascual han arrojado luz sobre las actividades y el perfil del clero guerrillero operante en varias zonas del país entre 1808 y 1814 (Pascual, 1999 y 2000). No obstante, siguen siendo necesarios estudios regionales y locales para poder determinar con mayor precisión las dimensiones reales y las características del fenómeno a escala peninsular. Aun así, habida cuenta de la participación clerical y de su machacona insistencia en el carácter religioso de la contienda, no debe sorprender que el historiador jesuita Manuel Revuelta abra su contribución a un manual de historia oficial de la Iglesia en España diciendo que «la historia contemporánea de España comienza con una guerra santa» (Revuelta, 1979: 7). La guerra contra Napoleón, pasada por el tamiz reaccionario, pasó rápidamente a convertirse en una lucha entre Dios y Satanás. Una lucha de exterminio tanto en los campos de batalla, como en las páginas de los libros, periódicos y folletos. El dualismo reduccionista y el maniqueísmo fueron, como se ha visto, dos características fundamentales en la conformación de los discursos político-religiosos del período, con el Ángel Exterminador liderando al clero y al pueblo españoles en una cruzada contra el anticristo que dejó un reguero de mártires. No obstante, el carácter «cruzado» de aquel enfrentamiento bélico puede verse sometido a crítica y revisión por las razones que se exponen a continuación, y que apuntan a evitar la reedición de una interpretación ideológicamente sesgada de los acontecimientos. La existencia, la actitud y, sobre todo, las actividades del clero «josefino» o «afrancesado», en primer lugar, adquieren una crucial relevancia para adoptar una visión alternativa de las dimensiones religiosas de los procesos iniciados el Dos de Mayo. Si la que más tarde se llamaría Guerra de la Independencia dividió tan profundamente a la propia Iglesia, no pudo ser una «cruzada» católica. Como se ha mencionado anteriormente son cuando menos tres los procesos que se desataron a partir del Dos de Mayo. Revolución política y constitucional 95

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(Portillo, 2000), guerra de liberación nacional y guerra civil tuvieron lugar contemporáneamente (Álvarez Junco, 1996). Si se toma en consideración el rechazo de los prelados de la Iglesia hispana sometidos a la monarquía josefina a apoyar cualquier movimiento subversivo contra las autoridades civiles, parece carecer de sentido el seguir empleando el concepto de «cruzada» para describir la resistencia antinapoleónica por las armas. En segundo lugar, salvo en el caso del arzobispo primado, los sectores del clero que pasarían a formar parte de la oposición política a la monarquía bonapartista en 1808 no pertenecían generalmente a la alta jerarquía eclesial. En las zonas administradas y gobernadas por José I, las dignidades de la Iglesia emularon la actitud de determinados funcionarios de la monarquía de Carlos IV y se pusieron a sus órdenes. Dichos sectores se opusieron al clero afrancesado para el que el cristianismo renovado debía basarse en la educación de los fieles mediante la lectura de la Biblia, la repristinación del poder episcopal y la insistencia en la devoción interior de los fieles ajena a la religiosidad barroca. Esos elementos superaban en importancia al acatamiento de los dogmas y las doctrinas definidas por el Papa. Evidentemente, no había sitio para ellos dentro del catolicismo teocrático ultramontano y contrarrevolucionario surgido de las llamas de la revolución. Pocas esperanzas existían, por tanto, para la escuela salmantina, con Joaquín Lorenzo Villanueva y Diego Muñoz Torrero como principales impulsores de la renovación y las reformas eclesiásticas de Godoy, desamortización incluida, para que tuvieran espacio en la guerra patriota. Para aplicar el concepto de «cruzada» con precisión habría sido necesario que la Iglesia, en bloque y mediante declaración canónica, hubiera avalado la guerra a los ejércitos invasores desde que atravesaron los Pirineos en 1808 y que dicha postura hubiera sido la defendida por todos los eclesiásticos de España. La reacción de las jerarquías y del clero «afrancesado», tal como se ha descrito antes, no fue precisamente ésa. Por otra parte, como señaló Derozier y recuerda La Parra, entre los «cruzados» españoles «había musulmanes y protestantes, lo que reduce la santidad de la resistencia católica contra el ateísmo francés» (Derozier, 1978; La Parra, 1985). El historiador francés JeanRené Aymes supo sintetizar la disparidad de motivos que alentaban a 96

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los «heroicos patriotas» durante la guerra contra los ejércitos napoleónicos: «al mismo tiempo cruzada religiosa y ofensiva anticlerical; revolución y contrarrevolución; integración de modelos políticos extranjeros recientes y exaltación de la España eterna» (Aymes, 1975: 69). Por consiguiente, o bien existen demasiados atributos para definir y delimitar un mismo proceso, o bien se está hablando de varios. Además, la historiografía suele aceptar sin reservas lo que los protagonistas decían que estaban haciendo, sin dar explicación a lo que en realidad hacían, lo que conduce a la repetición habitual y acrítica de lugares comunes que no siempre resisten un análisis documentado. Para empezar, la llamada «guerra santa» no respondía a un plan prefijado por los insurgentes en defensa de los intereses de la Iglesia, sino que fue un término acuñado por ciertos sectores interesados de la Iglesia que se encontraban inmersos en una campaña de movilización antinapoleónica. El objetivo de la misma, como ya se ha visto, era doble. Por un lado, se trataba de reclutar defensores de la «causa nacional» y católica, y, en segundo lugar, de dotar a los combatientes de un credo que les diese cohesión interna y finalidades a largo plazo. Sacralizada su misión, miles de españoles y españolas lucharían, según el pensamiento reaccionario, por su Rey y su Religión. Pero como ha puesto de manifiesto John Tone, las guerrillas surgidas durante la ocupación estuvieron animadas por un espíritu eminentemente localista. Según la caracterización hecha por este autor, los miembros de la guerrilla más numerosa y de mayor éxito, la del norte de Navarra liderada por Mina, eran en su mayoría pequeños propietarios rurales que combatían por defender sus derechos a explotar los terrenos de cultivo y para evitar la desaparición de sus «libertades tradicionales». Tone cuestiona de este modo el peso desmedido que se le da al papel que desempeñó la defensa de la religión y de Fernando VII en la actitud adoptada por los resistentes. Más aún si se considera que los avatares del proceso de nacionalización a gran escala desde el Estado no habían aún comenzado y que la identidad patriota era una adscripción muy heterogénea y polisémica (Tone, 21-37, 121-137 y 263-296). Dos breves reflexiones finales servirán para cerrar este análisis de la prehistoria de las divisiones eclesiales y nacionales que se desencadenaron en 1808. La principal paradoja que se produjo consistió en 97

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que a esa colaboración de ciertas figuras del clero con los oficiales del «Intruso» correspondió la consolidación como grupo o tendencia de figuras de ideas similares que militaban en el bando patriota. El llamado «clero ilustrado» haría un papel central dentro de la facción que llegaría a llamarse «partido liberal» en las Cortes de Cádiz. Como ya señalara Emilio La Parra, esta división interna del clero entre contrarrevolucionarios y reformistas determinó la ambivalente postura de la Iglesia ante la revolución. Las prisiones de los dos papas a cargo de Napoleón se utilizaron como prueba irrefutable de la imposibilidad del compromiso eclesiástico con los nuevos gobiernos, y pusieron en dificultad a los partidarios de la revitalización católica a través de las reformas. Más aún lo haría el tipo de reformas disciplinares que se pondrían en marcha en toda la Europa conquistada por los ejércitos napoleónicos. Junto a la desaparición del poder temporal del clero y de su capacidad para autorregular sus instituciones de organización interna, los objetivos de las reformas pasaban por la racionalización, la modernización y la asunción de nuevas funciones pastorales por parte del personal eclesiástico (Agostini, 1990). En España, por otra parte, las críticas más radicales a instituciones eclesiásticas como el Tribunal del Santo Oficio y la Compañía de Jesús, así como al estado y carácter de determinadas órdenes religiosas, pero sobre todo a su naturaleza política y moral, sólo se harían públicas y notorias a partir de la apertura de las Cortes gaditanas en 1810, el punto de llegada de esta investigación. Latiría en ellas una nueva forma de asumir políticamente el hecho religioso y la organización institucional que le debían corresponder en una nación católica. Este movimiento se había gestado en la propia Iglesia y llevaba a considerar bajo una nueva luz los cimientos sobre los que se basaba su organización y administración, las relaciones que había de tener con el poder secular y, en general, el papel que debía desempeñar la fe en las sociedades modernas. La evolución posterior del pensamiento político del primer liberalismo se definió en esa disyuntiva. El dilema estribaba entre preservar a todo trance la unidad católica como base firme en la que asentar las nuevas instituciones o, como segunda posibilidad, aceptar íntegramente el programa revolucionario, asumiendo la renuncia a la imposición y defensa política de cualquier credo religioso. La guerra bien 98

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podía combatirse en nombre del Rey y de la Religión, pero los atributos de ambos poderes debían redefinirse también fuera del terreno delimitado y ocupado por las organizaciones e instituciones asociadas al Altar y al Trono, en las cortes. Los «liberales» seguirían ese curso de acción frente a un sector «servil» empeñado en la conservación integral de los mecanismos y los valores que habían dotado de sentido la comunidad hispana en el pasado, pero sin llegar a desafiar la absoluta confesionalidad del reino de España o a proponer medidas de tolerancia religiosa hasta 1856. nicamente durante la tercera década del siglo aparecerían textos Ú en la península que se distanciaron del «consenso católico» que inspiró el contenido del artículo 12 de la Constitución de Cádiz y los decretos de Cortes por los que se encomendó al clero el sostén moral e ideológico de la resistencia antifrancesa. Sólo desde el exilio londinense se alzarían en los años veinte algunas voces críticas contra el compromiso liberal con el modelo gaditano de confesionalismo intolerante. Sería durante la revolución progresista de los años treinta cuando aparecerían textos como la Memoria Histórica de Argüelles, de 1836, en que se reflexiona sobre el proceso abierto en 1808 y donde la intolerancia religiosa liberal se justifica como respuesta a la posibilidad de despertar el «furor teologal» del clero. La confesionalización de la nación y del Estado fue considerada, casi unánimemente, como la opción más ajustada a la ordenación política hispana en el período estudiado aquí. Mientras que figuras como el cristiano tolerante José Bartolomé Gallardo o el ateo Clararrosa seguirían predicando en el desierto el mensaje de la tolerancia (Dufour, 2004). Por lo demás, bien se puede afirmar que la operación de identificación del alma patria con el catolicismo había sido un éxito y que sirvió para unir a los españoles de 1793 a 1810. Sin embargo, dicha asimilación y su específica plasmación administrativa, a partir de la apertura de las Cortes, provocaría la emergencia de voces disonantes que harían patente la división que había en la naciente «opinión pública». Entonces aparecerían las primeras grietas en el fortín del santuario.

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5. VISIONES DE LA NACIÓN EN LUCHA. ESCENARIOS Y ACCIONES DEL PUEBLO Y LOS HÉROES DE 1808 CARLOS REYERO *

Las representaciones plásticas de los acontecimientos de 1808, tal y como fueron concebidas a lo largo del siglo XIX, se configuraron a partir de dos elementos fundamentales: por un lado, la fijación de unos escenarios concretos en los que los sucesos tuvieron lugar realmente; y, por otro, la caracterización de unos protagonistas movidos por un sentido finalista que se sobrepone a cualquier adversidad. Ambas cuestiones resultan cruciales para argumentar visualmente la idea de nación que se formula a comienzos de la edad contemporánea. El escenario es importante porque remite a un territorio, a un espacio, pero a su vez también a un tiempo. Una dimensión va ligada a la otra. Lo sucedido no es algo mítico, sino circunstancial; un cuando que está en la historia y un donde que existe todavía en el presente. El proceso se inserta, por tanto, en el discurso de la verdad que tanto preocupó en el siglo XIX: las cosas no pueden ser cuestionadas porque así sucedieron en el pasado, así fueron contadas por los testigos, así se han transmitido por quienes las representaron. Así podemos revivirlas ahora. El lugar pintado es una coartada de realidad. Remite al espacio habitado, que es como el pintado: hablar del campo de la Lealtad o de la montaña del Príncipe Pío, en Madrid, o de la puerta del Carmen, en Zaragoza, o, simplemente, de Bailén o de Gerona, es evocar el suceso. La historia se recupera con la presencia. Naturalmente el recuerdo de determinados lugares sólo resulta evocador cuando sabemos que en ellos ocurrió algo que ha quedado prendido en nuestra memoria. Importa lo que ocurrió, quién estaba allí, y, sobre todo, cómo y por qué. Los personajes que participan en los sucesos aparecen identificados de dos maneras: por un lado, en * Catedrático de Historia del Arte, Universidad Autónoma de Madrid. 105

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cuanto tipos. En ese sentido, podríamos decir que hay tres grandes caracterizaciones: en primer lugar, el pueblo, que se asimila con las clases populares, reconocidas en su forma de vestir y en sus actitudes toscas y arrebatadas; en segundo lugar, los militares, bien diferenciados naturalmente españoles de franceses, con sus uniformes y su gallardía o su iniquidad; y, en tercer lugar, las mujeres, que tienen una presencia muy significativa, tanto de forma individual como colectiva. Por otro lado, están los personajes concretos, con nombres y apellidos, los héroes. Su identificación es necesaria porque en ellos se proyecta toda la emotividad individualizada que encierra la representación histórica, tanto en pintura como, sobre todo, en escultura. El culto al héroe engrandece a la colectividad y encauza el sentido de la acción y, por consiguiente, constituye un instrumento del poder, tal y como es reinterpretado en cada momento. La existencia de los héroes constituye, además, una de las pruebas de la irrefutable verdad de los acontecimientos, porque se conservan sus restos, a los que se da culto. El modo en el que los sucesos se presentan y el motivo, que trata de hacerse visible tanto a través de la acción como de los personajes, se fundamenta en un relato. Las representaciones de los sucesos de 1808 están estrechamente vinculadas a unas crónicas de los mismos y, como es fácil deducir, a una interpretación política que adquiere matices distintos a lo largo del tiempo. Todo cuanto aparece en escena es fruto de una intención que se explica más por la cronología de su ejecución —en la que intervienen factores personales y colectivos, estéticos y representativos, educativos y técnicos— que por el hecho histórico en sí. La nación que se pinta —o que se esculpe, se dibuja o se graba— no es, al fin, la nación de 1808, sino la de 1814, la de 1820, la de 1840, la de 1854, la de 1868, la de 1873, la de 1898...

I. EL PUEBLO DE MADRID, LA CALLE, LA IGLESIA Y EL PALACIO

Una gran parte de las estampas destinadas a difundir los acontecimientos que tuvieron lugar en torno a la corte en 1808, a partir del motín de Aranjuez, el 19 de febrero, incluyen una significativa presencia del pueblo, concepto que, como se sabe, adquirió a partir de en106

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tonces un gran prestigio. Las gentes dejan de ser meras observadoras de lo que ocurre, ni siquiera su presencia es comparable con la de los participantes en las ceremonias públicas del Antiguo Régimen, como se había visto a lo largo del siglo XVIII, sino que se convierten ya en protagonistas de una historia que les afecta: las cosas suceden así porque el pueblo ha decidido tomar las riendas de su destino. Es la gran justificación del liberalismo. El motín de Aranjuez fue interpretado como el arranque del proceso transformador —la revolución española se llamó a veces— vivido a partir de 1808: los enemigos de Godoy, aglutinados en torno al príncipe de Asturias, Fernando, consiguieron derrocar al ministro de Carlos IV y provocaron la abdicación de éste. Las estampas ilustran el alborozo del pueblo y, en algún caso, su agresividad contra el Príncipe de la Paz. Cuentan la historia de otra manera. En la transmisión visual del acontecimiento a lo largo del siglo, el protagonismo del pueblo se acrecienta: en 1867, por ejemplo, La historia de España en láminas, de D. J. González, reproduce el episodio en la número 99, donde ya sólo se ve a la gente del pueblo con palos y espadas, y explica: «El pueblo español, que había dado ya pruebas de aborrecer las privanzas, odiaba la dominación de Godoy». La ilustración de la Historia de España de Rafael del Castillo, de 1872, ambienta la escena en la calle de una gran ciudad por donde pasa una carroza, como si fuera la de Luis XVI camino de Valenciennes, sobre la que tratan de abalanzarse los amotinados. Este episodio marca el inicio del descrédito de los gobernantes y la inocencia del pueblo, como alma de la nación, que ha presidido la historia contemporánea de España. Pero el verdadero protagonismo del pueblo llega con las escenas que reflejan los combates que tuvieron lugar en las calles de Madrid, como espacio público y de encuentro heterogéneo, por excelencia. El Dos de Mayo o La carga de los mamelucos de Goya (1814, Madrid, Museo del Prado) nos sitúa ante combatientes anónimos, desgarrados por la ira, que no ponen en juego su posición sino que revelan su rabia: sólo les anima la lucha contra la opresión extranjera. Las estampas suelen poner más cuidado en caracterizar el lugar con propiedad que en describir las acciones de los combatientes. En el Dos de Mayo de 1808 en la Puerta del Sol (Museos de Madrid, Historia, IN. 2215), por ejemplo, dibujada por Ribelles, se ven perfectamen107

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te los edificios y, sobre todo, las iglesias, símbolo de poder religioso, pero también de consuelo y trascendencia, como ratifica la inscripción al pie: «personas de todas clases y estados (...) se habían refugiado al templo del Buen Suceso, cuyo sagrado recinto quedó profanado por la inocente sangre de aquellos mártires de la libertad española». En la que representa la reacción del pueblo contra los franceses que se llevaban al infante Francisco de Paula (ibid., IN. 15484), tiene un papel representativo casi absoluto la mole del Palacio Real, convertido en símbolo del poder del monarca, desde luego, pero el pie alude también «a la nación española» y a «la ira del pueblo», como conceptos fundamentales del Dos de Mayo. En estas y otras estampas, difundidas tras el fin de la guerra, se pone de relieve la diversidad de los combatientes, con el deseo de indicar, por una parte, que el combate afecta a la colectividad, a la nación entera, en una identificación visual entre pueblo y nación; y, por otro lado, sugiere la idea de defensa como acción instintiva y no estratégica. Contribuye, por tanto, a caracterizar una forma de ser particularmente española que otros muchos asuntos ratificarán a lo largo del siglo XIX. El choque del pueblo y los soldados de Napoleón en las calles de Madrid constituye un motivo que será retomado tanto por los ilustradores de los relatos posteriores como por los pintores de historia. En El Museo de las Familias, en 1844, aparece el pueblo de Madrid combatiendo contra los franceses. En el Semanario Pintoresco Español, en 1848, por ejemplo, se ve a un hombre que cae de espaldas mientras una mujer de rodillas trata en vano de apoderarse del fusil del francés. En cuanto a la pintura, Eugenio Álvarez Dumont pinta en 1887 a Malasaña y su hija (Museo del Prado, depositado en el Museo de Bellas Artes de Zaragoza) [fig. 1], «en una de las calles que bajan del parque [de Monteleón] a la de San Bernardo», como precisa su título. Son varios los motivos urbanos que podríamos calificar de «populares»: el balcón lleno de macetas, la tapa de la alcantarilla, el farol de la esquina. Y, al fondo, la iglesia de Montserrat. Para que no quede duda del lugar ni del ambiente que se respira. En 1901 Miguel Hernández Nájera pintaría La víspera del Dos de Mayo, donde varios tipos se agrupan en torno a una mesa, como si fueran conspiradores revolucionarios. Se muestran preocupados por 108

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las noticias que aparecen en el periódico y las cosas que pasan en la calle. Nosotros, en cambio, como espectadores más allá del tiempo y del espacio sabemos de su futuro más que ellos. Lo que en realidad ha pretendido el artista es dotar al pueblo de 1808 de la misma voluntad de reacción que tenían las masas obreras a comienzos del siglo XX, pero con un sentido político «razonable», cuando precisamente el liberalismo ya se había distanciado de ellas.

II. EL ARCO DEL PARQUE DE MONTELEÓN Y LOS HÉROES DAOÍZ Y VELARDE

De cuantos episodios y héroes consagró la Guerra de la Independencia, el más famoso, sin duda alguna, es la defensa del parque de Monteleón, donde murieron el sevillano Luis Daoíz y el cántabro Pedro Velarde. Las razones por las cuales la memoria histórica prefirió este hecho a cualquier otro son de varios tipos: es un acontecimiento sucedido en la capital, no vinculado al rey, tiene carácter militar y cuenta con dos protagonistas concretos, cuyos cadáveres fueron rescatados para que se les rindiera un culto patriótico. Todo ello era muy literario y muy político, de acuerdo con el uso que se le dio al acontecimiento a lo largo del siglo. La muerte en la batalla era también un momento muy emotivo desde el punto de vista visual. Pero en la imagen hay algo más: la forma que sugiere el lugar. Desde las primeras estampas en las que se representa la muerte de Daoíz y Velarde defendiendo el parque de Artillería (Museos de Madrid, Historia, IN. 2214), la relevancia que adquiere el arco de medio punto que sirve de puerta de entrada al recinto militar es extraordinaria. Tanto que permanece abierta, cuando lo lógico es que estuviera cerrada, ya que se trataba de defender el lugar de los franceses. Quienes la cierran, en cambio, son los propios defensores, al frente de los cuales están Daoíz y Velarde, exponiendo sus vidas. La puerta es, por tanto, un símbolo de la lucha. Presenta un paralelismo evidente con Sagunto y Numancia. La cerca sugiere la existencia de un fortín, pero los amotinados no se encuentran dentro, sino fuera, y por eso la puerta permanece abierta, convertida en arco, como lo será después, cuan109

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do se monumentalice de forma independiente. Es un verdadero arco triunfal que enmarca la acción de los héroes. Los franceses no pasarán sino después de haber pisado sus cadáveres. Con ocasión del recibimiento que la Villa de Madrid dispensó a la Regencia en 1814, se colocó en la plaza de la Villa un arco que hacía referencia a los sucesos del Dos de Mayo, en cuyo frente, que daba a la plaza, había un bajorrelieve que representaba «la acción de Daoíz y Velarde en el parque de artillería el día 2 de Mayo», como indica la crónica, que precisa el rótulo de la inscripción: «EL SIEMPRE MEMORABLE DÍA 2 DE MAYO DE 1808 / ES EL VERDADERO ORIGEN DE LAS FELICIDADES QUE ADVERTIMOS». Esta función representativa del motivo en el espacio público fue conservada a lo largo del tiempo, como demuestra la tabla titulada Defensa del parque de Monteleón (Museos de Madrid, Historia), que se ha relacionado con decoraciones efímeras relativas a la conmemoración del Dos de Mayo en 1820; o, mucho más tarde, uno de los relieves que con ese mismo tema iba a ir colocado en el pedestal del Monumento a Daoíz y Velarde, proyectado en 1872 para sostener el grupo de Antonio Solá, tras haberse ubicado en el espacio público. En pintura, Leonardo Alenza pinta la Muerte de Daoíz en el Parque de Artillería (Madrid, Museo Romántico) en 1835, donde repite la misma composición de las estampas, aunque concede gran protagonismo a una mujer que prende la mecha de un cañón, lo que contribuye a reforzar la dimensión popular del suceso: el pueblo se une a los militares en la defensa de la nación. Lo defendido es, una vez más, la puerta del parque de Artillería, perfectamente identificada. Esa misma función representativa de la arquitectura se conserva en los dos cuadros de Manuel Castellano, la Muerte de Don Luis Daoíz y D. Pedro Velarde y defensa del Parque de Artillería el día 2 de Mayo de 1808, que figuró en la Exposición Nacional de 1862, y La muerte de Velarde, en la de 1864, ambos adquiridos por el Ayuntamiento de Madrid. Además, en el primero de estos cuadros, el pintor ha caracterizado la presencia de los héroes de un manera selectiva: su modo de morir contribuye a subrayar la acción dramática, por una parte, y a engrandecer su valor, por otra, con el fin de conmover y persuadir, que son los grandes objetivos de los cuadros de historia. Daoíz tiene una herida en el muslo, que sangra por encima del impoluto traje mili110

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tar, pero no le impide continuar en la refriega. Velarde cae, en el mismo momento, moribundo: su cuerpo inerte es recogido por un oficial como si fuera un mártir, aunque aún conserva un aliento de vida para señalar hacia Daoíz, cuyo nombre irá unido al suyo hasta la eternidad. En el segundo cuadro, Velarde, cuyo uniforme sigue intacto como si fuera una metáfora de los limpios ideales por los que lucha, es recogido antes de caer por tres hombres del pueblo, con los que trata de caracterizar su reconocimiento al superior pensamiento político que el militar representa. Las ilustraciones de los relatos históricos sobre la guerra recogen con mucha frecuencia ese momento. El Laberinto ilustra un artículo de Ferrer del Río sobre el Dos de Mayo aparecido en 1843 con una escena de la defensa del parque de Monteleón en la que, como en el cuadro de Alenza, destaca la figura femenina con el cañón [fig. 2]. El texto subraya precisamente la importancia del edificio: «Llenos de zozobra los franceses con tan heroica resistencia, dieron á aquel desmantelado edificio toda la importancia de una respetable fortaleza». Cuando el Semanario Pintoresco Español dedica en 1848 otro artículo a «La guerra de la Independencia» incluye igualmente una ilustración donde aparece el arco de Artillería del parque de Monteleón, delante del cual hay una heterogénea multitud que se dispone a defenderlo. La prueba irrefutable del valor simbólico que adquirió la puerta se encuentra en las conmemoraciones del Dos de Mayo que tuvieron lugar tras la Revolución de 1868. Fue a partir de entonces cuando las calles de barrio de Maravillas, donde estuvo el parque de Artillería, se rotularon con los nombres de los héroes; cuando el grupo de Daoíz y Velarde de Solá, relegado hasta esas fechas a espacios poco representativos, adquirió al fin protagonismo en la vía pública; y, por si todo ello fuera poco, cuando la mencionada puerta se convirtió en arco autónomo. El 9 de mayo de 1869 El Museo U niversal publica una ilustración en la que aparece la Puerta del parque viejo en la plaza nueva del Dos de Mayo [fig. 3], concebida ya como monumento y como reliquia digna de veneración por sí misma. Esa disposición independiente se conservaría sólo durante unas décadas porque el grupo de Solá, tras varios peregrinajes por las calles de Madrid, acabaría colocado en 1932 frente al arco, reinterpretado por Manuel de Laviada, en la plaza del Dos de Mayo, formando así un 111

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único monumento. Resulta curioso que un grupo tan poco realista, concebido como la sublimación de una idea en términos neoclásicos, quede naturalizado al ser colocado ante una imagen real, que evoca directamente el suceso que se conmemora. De todos modos, si pensamos en la pintura metafísica, en boga en los años treinta, cuando se concibió la composición, también podemos interpretar los motivos arquitectónicos y escultóricos como signos residuales de una desubicación espacio-temporal. El espacio no puede controlarse. El tiempo se ha perdido. Sólo nos quedan fragmentos inconexos de la memoria. Significativamente, cuando el joven Joaquín Sorolla aborda una nueva representación del episodio, en el cuadro titulado Dos de Mayo (1884, Museo del Prado, depositado en el Museo Balaguer, Villanueva y Geltrú), una escena concebida de forma comparable en términos bélicos, trata de enmascarar el valor representativo de la puerta, porque su presencia hubiera sido considerada un elemento estereotipado, paradójicamente muy poco realista. Así, mientras en el boceto todavía se ve el arranque del arco, la composición definitiva se corta un poco más abajo. El arco ya no está porque se ha convertido en un símbolo, y los símbolos no son reales.

III. FUSILAMIENTOS Y CADÁVERES

Las representaciones de batallas, tanto si son escenas panorámicas como, incluso, episodios concretos donde los contendientes caen heridos o mueren, suelen carecer del nihilismo de la muerte. Los enemigos no importa que mueran. Los nuestros mueren pero no mueren. Toda acción bélica tiene un sentido moral capaz de justificar cualquier desgracia. Uno de los hallazgos visuales de Goya fue presentarnos la violencia de la guerra como una consecuencia de la ilógica del comportamiento humano. Es en los Desastres de la guerra donde la tragedia se hace más patente, donde los contendientes, aunque bien identificados, no aparecen sublimados por el pensamiento político que debiera animarlos. Su gran poder de persuasión reside en la reacción humana que manifiestan, capaz de conmover el alma por encima de intereses 112

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patrióticos, más que en servir para una toma de partido ideológica. El Tres de Mayo o Los fusilamientos de la Moncloa (Madrid, Museo del Prado) nos presenta las reacciones de un pueblo que se resiste a la rendición, a pesar de la extrema crueldad. Es precisamente la irracionalidad de esa crueldad la que resta credibilidad al enemigo. La estampa suavizó considerablemente la expresión visual de esa violencia, pero los fusilamientos se convirtieron en un motivo fundamental en la imagen de la guerra, probablemente, como en tantos otros aspectos del imaginario nacionalista, por una adaptación del martirio cristiano: quien muere por defender sus creencias alcanza la gloria eterna. En las estampas se hace visible la indefensión de las víctimas anónimas: «Maniatados y conducidos a bayonetazos al Prado (...) son atrozmente asesinados» (Museos de Madrid, Historia, IN. 2216). Pero también importa mucho el lugar: «Hecha un lago de sangre española la dilatada estensión del Prado ofrece un espectáculo horroroso». De hecho, el Prado, rebautizado como Campo de la Lealtad en la zona entre Neptuno y el Retiro, es un escenario fundamental de las conmemoraciones. Como en el caso del Parque de Monteleón, las imágenes de los ajusticiamientos de Madrid, interpretados como martirios, estuvieron también presentes en el espacio público. Una tabla con los Fusilamientos en la Fuente de Neptuno (Museos de Madrid, Historia) se ha relacionado con decoraciones efímeras; y otro de los relieves que iba a ir colocado en el pedestal, proyectado en 1872 para sostener el grupo de Solá, iba a llevar representado «Los fusilamientos ocurridos en las tapias del Buen Retiro». La represión dictada por los franceses en todo el territorio nacional constituye un motivo habitual en las imágenes difundidas tras el retorno de Fernando VII. La condena a muerte de inocentes —como el caso de los llamados Héroes de Barcelona, a los que se dedicó una serie de estampas que recogen diversos pasajes por los que pasaron antes de morir en el cadalso y ser enterrados—, el rapto de doncellas, la matanza de familias o el fusilamiento de religiosos son argumentos que aparecen con frecuencia. La pintura posterior estuvo menos interesada en recrear sucesos de ese tipo. Pero tampoco puede decirse que los ignorara. José Marcelo Contreras presenta a la Exposición Nacional de 1866 el cuadro titu113

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lado La madrugada del 3 de mayo o Fusilamiento de patriotas en el Buen Suceso, que adquiriría el Ayuntamiento de Madrid. La crítica contemporánea valoró la digna idealización de los protagonistas, impregnados de un sentimiento de entrega que los convertía en símbolo de la patria. Seguramente que una idea parecida —aunque el motivo de la composición sea bien distinto— inspiró el cuadro de Palmaroli sobre los fusilamientos de ese día en la montaña del Príncipe Pío, habitualmente titulado Enterramientos de la Moncloa el 3 de Mayo de 1808 [fig. 4], premiado con la primera medalla en la Exposición Nacional de 1871 y también propiedad del Ayuntamiento de Madrid. La escena evoca más el duelo que la resistencia: las mujeres, en actitud de teatral desconsuelo, lloran la muerte de los patriotas bajo el cielo anubarrado del amanecer que acentúa aún más el dramatismo de aquel momento. El dolor de viudas y madres es también el nuestro porque en los sentimientos no hay tiempo. Como puede verse hay dos lugares de Madrid que quedan fijados como escenarios primordiales del martirio. Uno es el Campo de la Lealtad, donde precisamente se levantará el monumento a los héroes, reconocido por las tapias del Retiro e, incluso, por la propia fuente de Neptuno y el arbolado del Prado. El otro es la ladera de la montaña de Príncipe Pío sobre la que se asientan dos edificios singulares de Madrid cuya silueta resulta inconfundible, el Palacio Real y la cúpula de la iglesia de San Francisco el Grande. En cuanto a los cadáveres, es bien sabido que la pintura de historia se interesó en múltiples ocasiones por la representación del cuerpo muerto de los héroes. Es un argumento literariamente turbador y plásticamente muy acorde con el realismo que se impone como modelo estético, en la medida en que evita la teatralidad que supone abordar un determinado momento de tensión épica, sin prescindir del motivo principal de la conmemoración. José Nin y Tudó representó en el cuadro Los héroes de la Independencia española, presentado en la Exposición Nacional de 1876, a los cadáveres de Daoíz y Velarde en la cripta de la iglesia de San Martín, donde fueron velados por unos pocos amigos. Tomás Muñoz Lucena también presentaría a la Exposición Nacional de 1890 El cadáver de lÁvarez de Castro, al que rinden homenaje gentes muy diversas, algún soldado, pero, sobre todo, gentes del pueblo, en un nuevo reconocimiento a la acción de los héroes, 114

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más que de una participación activa, según el papel político al que queda relegado el pueblo durante la Restauración. En escultura, la presentación del cadáver como si fuera el hijo muerto que la Madre Patria llora, incluya o no la matrona como evocación de la iconografía religiosa de la Piedad, es una composición relativamente frecuente. Es la que utiliza Querol, en este caso con un ángel victorioso ante la cruz, en el monumento zaragozano dedicado a los Mártires de la Religión y de la Patria (1908, plaza de España), donde un soldado muerto de 1808 es recogido para ser elevado a la gloria. Uno de los Héroes de Moclín, que dieron su vida el 14 de julio de 1808 en Medina de Rioseco, también fue representado por Aurelio Carretero como un caído en el monumento de esta ciudad, ideado con ocasión del centenario. Otros parecen a punto de caer, como si fuese el último estertor antes del martirio, como prefiere Aniceto Marinas en su grupo del Dos de Mayo (1892, Madrid, Jardines del General Fanjul) [fig. 5]. La Madre Patria los acoge ya en el coronamiento del monumento diseñado por el escultor en Segovia (1908, Explanada del Alcázar). En el grupo de Los héroes de Tarragona de Julio Antonio (1911-1931, Tarragona, Rambla Nova), que homenajea a las víctimas de los franceses en aquella ciudad en 1811, también representadas en el grabado, el escultor se inspira en una estilizada Piedad cristiana cuya metamorfosis sugiere un intenso y absoluto gesto de dolor congelado en el tiempo.

IV. MEMORIALES FÚ NEBRES

Las biografías de los héroes son bastante precisas en cuanto al culto fúnebre que recibieron sus restos morales. Se sabe, por ejemplo, que el cuerpo de Daoíz fue amortajado con su propio uniforme y enterrado en la parroquia de San Martín. El cuerpo de Velarde, según algunas fuentes que desmienten la pintura, se encontró desnudo. Exhumados ambos cadáveres en 1814, sus cenizas se trasladaron a la iglesia de San Isidro de Madrid, donde permanecieron hasta ser definitivamente sepultados bajo el obelisco que perpetuaría su memoria. Fue precisamente en 1814, una vez acabada la guerra, cuando empezaron las conmemoraciones por los sucesos y su utilización política, 115

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como refleja una estampa dibujada por José Ribelles y grabada por Esteve, que se titula Perspectiva del carro de triunfo fúnebre de Daoíz y Velarde (Museos de Madrid, Historia), que recuerda la fastuosa procesión con el traslado de sus restos en 1814. El Museo del Ejército conserva dos bajorrelieves, en madera, uno de los cuales representa a Daoíz herido (núm. Inv. 41018) y otro la Muerte de Velarde (núm. Inv. 41033), que adornaban dicho carro. Ese mismo año de 1814, en el Campo de la Lealtad, se levantaría —en cumplimiento del acuerdo tomado por las Cortes de Cádiz— una pirámide, con el fin de solemnizar la entrada de la Regencia en Madrid el día 5 de enero, que sería sustituida enseguida por un templete, igualmente efímero, ideado por el arquitecto Antonio López Aguado. Las crónicas que describen la entrada de Fernando VII en la capital el 13 de mayo de 1814 se detienen en aquel cenotafio erigido, según precisan, el día 2 de mayo de ese año en el paseo del Prado, junto a la subida de San Jerónimo, «en memoria de las víctimas que allí fueron inmoladas al furor por la defensa del Rey y de la Patria. Se componía de un templete, al que se ascendía por tres graderías de cinco peldaños, una al frente y dos a sus costados, del antiguo orden de Pesto, con quatro pilastrones (...) formando dos estancias; la primera abierta con dos columnas y un arco en su testero, donde estaba colocada la mesa de altar con un divino crucifijo y velas amarillas encendidas (...) y la segunda estancia o celda que sirve de sacristía. Corona dicho cenotafio la correspondiente cornisa del mismo orden, y un frontis que forma su cubierta, en cuya cúspide aparecen dos mancebos asidos a un lacrimatorio que anuncia a la posteridad la feliz suerte de sus antecesores, y sobre el arco del nicho del altar otros dos mancebos alados en ademán de coronar el arca de las cenizas de los héroes que allí se colocó aquel día. La cornisa está adornada de triglifos y metopas, con figuras alusivas al asunto». Se conserva también información gráfica del catafalco levantado en 1814 en la iglesia de San Isidro de Madrid para celebrar las exequias por las víctimas del Dos de Mayo, a través de un grabado (Madrid, colección Antonio Correa). En su frente estaba representada, a la izquierda, la figura de la Religión, y a la izquierda, la Patria, con armadura y casco, que formaba pareja con aquélla. Este tipo de túmulos 116

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funerarios, tradicionalmente utilizado para recordar a reyes y reinas difuntos, empieza a emplearse también para honrar la memoria de los héroes de la nación, dentro de un culto patriótico que adquirirá gran importancia. En la catedral de Barcelona también se levantó otro en 1815 para celebrar las exequias de los llamados «ocho héroes de Barcelona», ajusticiados por los franceses en junio de 1809, coronado por la figura de la Religión sobre una columna. El restablecimiento de la Constitución de Cádiz en 1820 dio, como se sabe, un nuevo impulso conmemorativo al Dos de Mayo, por lo que se levantó un nuevo cenotafio de carácter piramidal en aquel lugar. Inmediatamente después, en 1822, se dio a conocer el proyecto de monumento definitivo, obra del arquitecto Isidro González Velázquez, que, tras la interrupción sufrida durante la Ominosa Década, no llegaría a inaugurarse hasta 1840. No obstante, la imagen del obelisco, difundida en una estampa durante el Trienio, quedaría fijada desde ese momento como icono patriótico El Semanario Pintoresco Español ofrecía ya en 1837 una información sobre «El Dos de Mayo», donde se incluye «la vista y una ligera indicación del monumento fúnebre». Su uso simbólico es creciente como elemento caracterizador, por encima incluso de escenas concretas. Por ejemplo, el 16 de abril de 1843 El Laberinto publica un largo artículo sobre «El Dos de Mayo» que comienza con una ilustración del monumento. Ese mismo año, la Historia de la guerra de España contra Napoleón de Juan Díaz de Baeza utiliza el monumento como enseña patriótica, frente a la figura del emperador [fig. 6]. La Historia de España en láminas, de D. J. González, de 1867, incluye en la número 104 una reinterpretación de El 3 de mayo de Goya en la que aparece, al fondo, pero en el centro de la composición, el Obelisco rodeado de cipreses, como si fuera el memorial fúnebre de los fusilados en primer término [fig. 7]. Por supuesto, la prensa ilustrada que se dedicaba a informar sobre los acontecimientos que suceden en la capital se refiere, cada vez con más detalle, según avanza el siglo, a las conmemoraciones que se celebran delante del Obelisco cada Dos de Mayo, con una reproducción del lugar. Por ejemplo, el 12 de mayo de 1856 La Ilustración incluye en portada una ilustración del acto celebrado diez días antes con el siguiente pie: «Función cívico-religiosa celebrada el 2 de Mayo en conmemoración de los mártires de la independencia española». Se dice que «este 117

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año ha sido más lucida aún que los anteriores». El 10 de mayo de 1863 El Museo n Uiversal incluye otra ilustración del monumento en la noche del 3, «rodeado de un elegante gentío enfervorecido». A raíz de que en 1869 quedase instalado en el cruce de las calles Carranza y Ruiz el grupo de Daoíz y Velarde de Solá, éste compitió en un uso simbólico, hasta entonces reservado a aquél. Es muy significativo, por ejemplo, que poco después de esa fecha empezase a difundirse una litografía de Vicente Barneto titulada Los mártires españoles del siglo XIX (Museos de Madrid, Historia, IN. 12494) en la que aparece el grupo de Solá rodeado por nueve medallones que representan a otros tantos militares, de izquierda a derecha, Prim, Churruca, El Empecinado, Álvarez de Castro, Diego de León, Torrijos, Riego, Gravina y Villacampa, que, por tanto, resultaban asimilados a aquéllos. Daoíz y Velarde son, pues, los primeros mártires de la libertad española. Los militares, que marcaron la historia política de España durante el siglo XIX, quedan redimidos de sus ambiciones. No mucho antes debió de imprimirse la litografía de Faure, en el Postigo de San Martín 11 y 18, en Madrid, que representa una aleluya del Dos de Mayo de 1808 (Museos de Madrid, Historia, IN. 2222), dos de cuyas viñetas aluden, por separado, al grupo de Solá y al obelisco del Campo de la Lealtad, con esta inscripción: «A LOS MÁRTIRES DE LA INDEPENDENCIA ESPAÑOLA LA NACIÓN AGRADECIDA».

V. LAS RUINAS DE ZARAGOZA O LA FASCINACIÓN POR LA INMOLACIÓN

Aunque la fortuna crítica de las imágenes sobre los Sitios de Zaragoza no alcanzó las que recrearon sucesos de la capital, conforman un ciclo de episodios muy variado, con personajes de distinta personalidad, cuya condición y circunstancias de intervención en el combate ofrecen especial dramatismo. Hay dos aspectos —históricos, sin duda, pero también visuales— por los cuales las imágenes de la Guerra de la Independencia en Zaragoza poseen una singularidad de la que carecen otras, a causa de lo cual fueron proyectadas a toda la nación más que las de ningún otro lugar: por una parte, la salvaje destrucción que 118

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sufrió la ciudad; y, por otra, el protagonismo que tuvieron las mujeres en la defensa del sitio. Las ruinas de la ciudad fueron difundidas a través de la conocida serie de estampas de Juan Gálvez y Fernando Brambila. Se fijaron sobre todo en la destrucción de edificios religiosos, cuyos restos todavía humeantes y fantasmagóricos en medio de la noche convierten a los franceses en unos sacrílegos depredadores. La importancia simbólica de la ruina es tal que en la pintura que representa la Entrada del rey Fernando VII en aZragoza , el 7 de abril de 1814 (Madrid, Patrimonio Nacional, Palacio Real), su autor, Miguel Parra, utiliza intencionadamente las imágenes grabadas por Brambila y Gálvez para difundir la iniquidad del enemigo. En 1858 el pintor local José González, dentro de la serie dedicada al Sitio, pinta la Ruinas del Seminario causadas por la explosión del 27 de junio de 1808 (Zaragoza, Casino). Todavía décadas después, en 1887, cuando Victoriano Balasanz pinta Después del combate: Palafox pasando revista a los puntos de defensa presenta también como fondo una Zaragoza arruinada. Los pintores de historia también eligieron edificios religiosos como escenarios bélicos, como si hubiesen pretendido convertir la defensa de Zaragoza en una guerra de religión. César Álvarez Dumont pintó, en 1884, la Heroica defensa de la torre de San Agustín de aZragoza en la Guerra de la Independencia (Museo del Prado, depositado en la Universidad de Zaragoza); en 1887, el Combate heroico en el púlpito de la iglesia de San Agustín de Z aragoza en el segundo sitio de 1809 (Museo del Prado, depositado en el Museo de Bellas Artes de Zaragoza) y, en 1892, un Episodio de la Guerra de la Independencia (Madrid, colección particular), ambientado en un claustro, con el cadáver de una monja que yace abandonado en primer término, mientras los baturros combaten a un enemigo que no vemos, un recurso realista que nos lleva a fijarnos en las consecuencias de la guerra, más que en la acción misma. Federico Jiménez Nicanor es autor de El Pilar no se rinde (Zaragoza, Museo de Bellas Artes), que describe la defensa del reducto durante el segundo sitio. También en escultura, Federico Amutio representó a Los defensores del reducto del Pilar (1892, Zaragoza, Glorieta de Sasera). La satisfacción que parece exhibir Zaragoza por haber sido salvajemente destruida llevó a considerar a sus caídos como mártires, asimilados a los primeros cristianos de la Cesaragusta roma119

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na: por eso, el monumento de Agustín Querol en la plaza de España de Zaragoza, inaugurado durante la celebración del primer centenario, tiene una dedicación doble, a los Mártires de la Religión y de la Patria, como si unos fuesen asimilables a otros. En Zaragoza, como en otros lugares, tuvo también una gran importancia simbólica e iconográfica la defensa de las puertas de entrada a la ciudad. A la puerta del Carmen, en concreto, hacen referencia varios cuadros, como el de Juan José Martínez Espinosa, El capitán Romeo muere rechazando a los franceses en la batería de la puerta del Carmen (1858, Museo del Prado); el de José González, Batería en la Puerta del Carmen (1858, Zaragoza, Casino); o el de Nicolás Ruiz de Valdivia, La Junta de Salvación nombrada el 24 de junio de 1808 en aZragoza arengando a los defensores del reducto de la Puerta del Carmen (1866, Zaragoza, Diputación Provincial). En cuanto a las acciones representadas, son muchas y variadas, tanto de militares como de gentes cualesquiera de la ciudad. Su valor y arrojo aparecen siempre resaltados en grabados, relieves y pinturas. Al respecto, merece citarse el cuadro de Nicolás Mejía, Defensa de aZragoza en 1809 (1890, Museo del Prado, depositado en el Museo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife), que incluye un variadísimo número de protagonistas, tipos locales con su cinta en la cabeza y el fajín, militares, frailes, mujeres y niños para dar la sensación de que la ciudad entera, en este caso desde el interior de sus casas, defiende con la vida su libertad. Por lo que se refiere específicamente a la participación de las mujeres en la lucha, ya hemos visto que constituye una preocupación habitual. Los episodios sucedidos en Madrid invitaron a recrear su presencia tanto en pinturas —con personajes concretos y anónimos, según se ha dicho— como incluso en esculturas: Manuela Malasaña a los pies de su padre el Dos de Mayo de 1808 (Museos de Madrid, Historia, IN. 4420) es una pequeña pieza concebida por Antonio Moltó. Pero fue en Zaragoza donde el protagonismo femenino fue mayor. Se difundió incluso una estampa que destacaba «el Heroísmo de las Matronas Aragonesas, que, tomando las armas se interponían con sus valerosos compatriotas, permaneciendo una de ellas dando fuego a un cañón repetidas vezes con la mayor bizarría» (Madrid, colección Antonio Correa). La gran heroína fue Agustina de Aragón, representada 120

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ya en el grabado en el momento de prender la mecha de un cañón, y después en pinturas, como Agustina de Aragón en la defensa del Portillo (Madrid, Museo Lázaro Galdiano); La heroína Agustina de aZragoza (1871, Zaragoza, Diputación), de Marcos Hiráldez Acosta, donde, por cierto, aparece un arco muy similar al de Monteleón, incluido obviamente para dar «carácter de época»; Agustina de Aragón (1874, Madrid, en comercio), de Eugenio Lucas; o Agustina de Aragón en el momento de dar fuego al cañón atestado contra una columna francesa, de Salvador Moreno, entre otros. En escultura, Mariano Benlliure concebiría un monumento en su memoria (1908, Zaragoza, plaza de Nuestra Señora del Portillo). Pero ella no fue la única: figuras como Manuela Sancho o Casta Álvarez también tuvieron eco en grabados, pinturas y esculturas. Este interés por presentar a las mujeres como heroínas y protagonistas de la lucha es un modo de involucrar aún más al pueblo, a todos sin excepción: hasta las mismas mujeres, viene a decirse, lo que no supone precisamente un rasgo de feminismo. Pero también constituye una llamada de atención sobre el papel de las mujeres como tales en el devenir de la historia: a ellas también les interesa la nación, como recuerdan algunas protagonistas femeninas en el teatro contemporáneo. A estas dos explicaciones de su presencia debemos añadir la puramente emotiva: la belleza y sensibilidad de las mujeres contribuye decisivamente a singularizar la acción bélica. En ese sentido, tal vez no haya que considerar una coincidencia que los episodios de la defensa de Zaragoza cuenten con una mayor presencia de mujeres, como si quisiese darse a entender que la aniquilación de sus habitantes es más absurda todavía, al igual que sucedería después en Guernica, por la inexistencia de una población masculina capaz de defenderla. La propia ciudad de Zaragoza se metamorfosea en heroína en el monumento de Querol de la plaza de los Sitios, levantado en 1908.

VI. EL GESTO PATRIÓTICO

Starobinski, en su lúcido ensayo sobre los Emblemas de la Razón, puso de relieve la importancia iconográfica que para los revolucionarios 121

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franceses adquirió el acto del juramento como contrato de una nueva alianza. Mientras el monarca recibía el poder del cielo, el patriota se compromete con una idea que afecta a toda la colectividad. El gesto del juramento, por tanto, concentra en la tensión de un instante todo un significado trascendente que se proyecta hacia el futuro. Cuanto Antonio Solá realiza en Roma, entre 1820 y 1822, el yeso que representa a Daoíz y Velarde incorpora algunos elementos que en su tiempo se consideraron muy modernos, como la indumentaria que se ajustaba a la verdad histórica, en lugar del ropaje clásico. Sin embargo, el gesto que ponen los militares no responde a ninguna acción de combate, sino que ambos se juramentan para vencer al enemigo. No se inspira, por tanto, en un hecho real en el que se vieran involucrados, sino que busca la sublimación plástica de un pensamiento en clave clásica, que posee un emotivo sentido metafórico. El deterioro de la pieza y, en concreto, la pérdida de la espada, a la que ambos dirigen su mirada mientras juntan sus manos, formando un eje compositivo y simbólico en la escultura, ha desdibujado la importancia de ese gesto, que resulta esencial para la comprensión de la misma. En el pasado resultaba tan relevante que, cuando el grupo estuvo colocado en el parterre del Retiro, en el mismo lugar donde antes se había alzado la estatua de Felipe IV que luego se trasladaría a la plaza de Oriente, flanqueado por las estatuas colosales de los reyes que no llegaron a colocarse en el Palacio Real, las dos figuras de Daoíz y Velarde, «en vez de aparecer como defensores de la población, tienen, colocados en aquel sitio y mirando a Madrid en aptitud [sic] amenazadora, el aspecto de conquistadores más bien que de otra cosa», según recoge el Semanario Pintoresco Español en 1849. Entonces se hablaba también de lo poco apropiado que resultaba un pedestal tan descuidado para una pieza que ya tenía una honda significación. Cuando se trasladó al cruce entre las calles Ruiz y Carranza, se diseñó un pedestal sencillo, como podemos ver en una ilustración de El Museo n Uiversal del 9 de mayo de 1869, unos días después de su inauguración, con una inscripción bien escueta: «A DAOÍZ Y VELARDE / EL AYUNTAMIENTO POPULAR / DE 1869». Pero el afán por dignificar la efigie de los dos grandes héroes madrileños de 1808, que no contaban con ningún monumento en la capital, pues el Obelisco había de entenderse como un cenotafio funerario en honor a las víctimas, 122

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llevó inmediatamente a plantear un gran pedestal, que no tuvo en cuenta que el grupo de Solá, como las esculturas clásicas, había sido concebido para contemplarse de cerca, sin ningún tipo de escenografía. El grandioso proyecto del arquitecto Juan Salinas, publicado en La Ilustración Española y Americana el 1 de mayo de 1872 [fig. 8], llevaba, entre otros elementos arquitectónicos y escultóricos, un zócalo al que iban a ir adosadas las estatuas de España, la Independencia, la Inmortalidad y el Honor. No obstante, el cronista de la noticia, en su afán por justificar los estereotipados gestos de Daoíz y Velarde, señalaba que estaban representados «en actitud de jurar defender la independencia de España». El simbolismo de la acción todavía no se había perdido. El realismo que terminaría por imponerse no encontró justificación para elegir de nuevo una fórmula tan estereotipada como la de juramento. Pero la escultura, que es un arte dominado por lo intelectual, se adaptaba mal a la necesidad de referirse a hechos concretos. Un ejemplo ilustrativo de estas contradicciones es la pieza de José Esteban Lozano, Dos de Mayo de 1808. El Pueblo de Madrid dando el grito de alarma a la nación y presentándole a Daoíz muriendo por su independencia, que, tras ser premiada con una medalla de tercera clase en la Exposición Nacional de 1866, fue adquirida por el Estado. Aunque no tenemos documentación gráfica de la misma, las críticas son muy explícitas al respecto. Juan García comentó entonces en Las Bellas Artes en España que «simbolizar en un personaje, no en un pueblo cualquiera, sino el de Madrid, en la doble acción de dar un grito, que debe ser el de alarma, a una nación a quien hay necesidad de suponer cuando no se significa en ninguna alegoría, y presentar al mismo tiempo un militar que caracteriza a Daoíz en el momento de estar muriendo por la independencia de su patria, es empresa muy ardua y complicada para vencerla con dos figuras». Finalmente se encontraría otra fórmula, supuestamente inspirada en la realidad, aunque por su carácter teatral y enfático puede ser interpretada también como una manifestación visible de la fuerza espiritual que animaba a los soldados. Es el gesto de arenga que tienen muchos de ellos en el momento del combate. En el Dos de Mayo de Sorolla, por ejemplo, Daoíz, ya herido, conserva sus fuerzas para desafiar al atacante. 123

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La eficiencia dramática de este gesto resultó mucho más útil a los escultores. Arenga Velarde en el monumento de Elías Martín en Santander (1880, plaza Porticada), y aunque no lo hace Daoíz en Sevilla (1887, plaza de la Gavidia), su ademán decidido, con el pie que se sale del pedestal, también sugiere un ímpetu patriótico que no se detiene ante nada [fig. 9]. Arenga, en fin, como si las tropas estuviesen formadas a sus pies, el teniente de infantería Jacinto Ruiz, «el tercer hombre» de Monteleón, en el monumento de Benlliure en Madrid (1892, plaza del Rey); y arenga también, a su modo, el alcalde de Móstoles, Andrés Torrejón, tanto en la pintura de Antonio Pérez Rubio (1881, Museos de Madrid, Historia), y, seguramente, en la desconocida de Cosme Algarra, a juzgar por el título, Declaración de guerra a Napoleón o El Alcalde de Móstoles (1895), como también en el monumento de Aurelio Carretero (1908, Móstoles, avenida del Dos de Mayo). Los gestos resultan de crucial importancia en un arte narrativo, como es la escultura y la pintura, que caracteriza personajes históricos: traducen el ánimo que les mueve, pero también metonímicamente aluden al carácter de la nación. La capitulación del ejército francés, al mando del general Dupont, tras la batalla de Bailén el 19 de julio de 1808, fue el pretexto que el pintor José Casado del Alisal utilizó para caracterizar en el general Castaños un prototipo de la caballerosidad española: respetuosamente se quita el bicornio, al mismo tiempo que se inclina con gesto afable y satisfecho, pero carente de toda vanidad, ante los franceses, que no disimulan su contrariado orgullo. Además de esta pintura (1864, Madrid, Museo del Prado), la batalla de Bailén también sería conmemorada, junto a la de las Navas, en la ciudad de Jaén, a través de un monumento de Jacinto Higueras, inaugurado el 20 de octubre de 1912.

VII. ACCIONES MILITARES

Podría pensarse que el hecho de dejar para el último lugar las representaciones de las vicisitudes bélicas, fruto de la estrategia militar empleada por ambos contendientes durante la guerra iniciada en 1808, 124

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constituye un argumento visual menor. Nada más lejos de la verdad. A través de las imágenes concebidas por cada uno de los bandos, se puede analizar, por ejemplo, el sentido que se dio al enfrentamiento. No hay que olvidar que no sólo estampas españolas sino también francesas e inglesas forjaron una imagen de las ciudades, de las gentes y de los fines que perseguía la lucha, bien distintos en cada caso. Por ejemplo, aunque la guerra fue presentada como una contienda de españoles contra franceses, algunas imágenes no ocultan las divergencias políticas, por las que también se combatía. Al respecto, resulta interesante mencionar dos escenas que sobre la Guerra de la Independencia pintó el catalán Josep Flaugier, al servicio del rey José I. Una de ellas representa la Batalla de Molins de Rey, que tuvo lugar el 21 de diciembre de 1809. La pintura fue encargada por el general Chabran, gobernador militar de Barcelona. Los combatientes catalanes son toscos, dirigidos alocadamente por un sacerdote. La otra Escena de la guerra de la Independencia (1809-1912, Barcelona, MNAC) representa a una mujer, acusada de esconder comunicados de guerra, que es víctima de los burdos campesinos e, incluso, del clero. El objetivo del artista es ridiculizar la violencia y el fanatismo del pueblo catalán, dominado por la ignorancia. Precisamente en Cataluña, la ciudad que con más orgullo exhibió su inexpugnable resistencia a los franceses fue Gerona. El sitio de la ciudad aparece en ilustraciones, como la que incluye el Semanario Pintoresco Español en 1848, donde se subraya su condición de amurallado fortín que ha transmitido la memoria histórica. Ramón Martí Alsina, que abordó la representación de distintos episodios ambientados en la Guerra de la Independencia, concibió una pintura de gran empeño titulada Los defensores de Gerona (Barcelona, MNAC), comenzada hacia 1859, y en la que estuvo involucrado durante toda su vida. Más tarde, César Álvarez Dumont también pintaría El gran día de Gerona (1890, Museo del Prado, depositado en el Museo de Ciudad Real). En escultura, Antonio Parera concibe en 1894, en el marco de la Academia Española de Bellas Artes de Roma, un grupo que representa los Defensores de los Sitios convertido en monumento público en Gerona (plaza de la Independencia). Algunas batallas victoriosas sirvieron de pretexto para espectaculares monumentos, como el dedicado a los Héroes Puente Sampayo 125

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(1911, Pontevedra, plaza de España), de Julio González Pola, con un pedestal en forma de arco parcialmente destruido que se apoya sobre un volumen rocoso, en referencia a la gesta llevada a cabo por varios soldados, dirigidos por Pablo Morillo, que volaron el puente sobre el río Verdugo, en la localidad de Puente Sampayo en 1809, para impedir el paso de las tropas francesas; o el de la Batalla de Vitoria (1913, Vitoria, plaza de la Virgen Blanca), de Gabriel Borrás, que incluye una referencia a Wellington, el gran artífice de la definitiva derrota de Napoleón y del retorno de Fernando VII. Finalmente hay que referirse al Sitio de Cádiz. Aunque el monumento de Modesto López Otero y Aniceto Marinas que se levanta en la plaza de España, cuya primera piedra se puso el 3 de octubre de 1912, tiende a ser identificado como una conmemoración de las Cortes, la denominación oficial recuerda también el sitio al que fue sometida la ciudad por los franceses. Una estampa titulada Horrible asedio al sitio de Cádiz, que forma parte de la serie de estampas realizadas por F. Pomares y B. Pinelli sobre la Guerra de la Independencia en Barcelona (Biblioteca de Cataluña, R. 20.331), ofrece una imagen de la ciudad como reducto inexpugnable, donde la vida continúa, a pesar de las bombas que caen, lanzadas desde el otro lado de la bahía. Es innegable, en cualquier caso, que la empresa política de la Constitución domina visual y literariamente sobre la resistencia militar de los gaditanos. Hasta tal punto fue así que la pintura de Ramón Rodríguez Barcaza La Junta de Cádiz en 1810 (1866, Cádiz, Museo de Bellas Artes), que ilustra el reclutamiento de voluntarios para defender la plaza y la negativa a rendirse ante el mariscal Soult, fue utilizada en la Historia de España de Rafael de Castillo... ¡con otro nombre! El ilustrador no tuvo inconveniente en poner al pie del grabado de dicho cuadro Promulgación de la Constitución de Cádiz, olvidando que durante la época isabelina, cuando fue pintado, toda expresión de libertad política tenía que ir bien pertrechada de lealtad a la monarquía para no despertar sospechas de revolución. Por eso, seguramente, el pintor progresista Francesc Sans tituló su cuadro sobre la particular circunstancia histórica vivida en Cádiz Independencia y Libertad. Cuando se reproduce en El Museo n Uiversal el 16 de febrero de 1862 [fig. 10], el cronista recuerda:

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Época no sólo de generoso entusiasmo por la independencia nacional, sino de nobles instintos de libertad y regeneración, en ella el país tomando sobre sí la tarea de salvarse a sí mismo, mientras con una mano combatía, con la otra se constituía por medio de leyes [...] Madrid dio la señal y ofreció la sangre de sus hijos en holocausto: el grito del 2 de mayo resonó en todas las capitales y en todos los pueblos [...] Una de las ciudades que con más entusiasmo secundaron el levantamiento general, fue Cádiz [...] que está destinada a ser a un tiempo inespugnable baluarte de nuestra independencia y cuna gloriosa de nuestra regeneración política. Allí se organizó la resistencia como en todas partes.

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FUENTES DE LAS ILUSTRACIONES

Fig. 1. Eugenio Álvarez Dumont, Malasaña y su hija, 1887, Museo del Prado, depositado en el Museo de Bellas Artes de Zaragoza. Fig. 2. Defensa del parque de Monteleón, El Laberinto, 1843, p. 178. Fig. 3. Puerta del parque viejo en la plaza nueva del Dos de Mayo, El Museo niversal , 9 de mayo de 1869, p. 150. U Fig. 4. Vicente Palmaroli, Enterramientos de la Moncloa el 3 de Mayo de 1808, 1871, Madrid, Ayuntamiento. Fig. 5. Aniceto Marinas, Dos de Mayo, 1892-1908, Madrid, Jardines del General Fanjul. Fig. 6. R. Martí, Ilustración para la Historia de la guerra de España contra Napoleón de Juan Díaz de Baeza (1843). Fig. 7. Lámina 104 de la obra de D. J. González, La Historia de España en láminas, Madrid, 1867. 128

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Fig. 8. Juan Salinas, Monumento a Daoíz y Velarde (proyecto). Publicado en La Ilustración Española y Americana, 1 de mayo de 1872, p. 260. Fig. 9. Antonio Susillo, Monumento a Daoíz, 1887-1889, Sevilla, plaza de la Gavidia. Fig. 10. Francesc Sans, Independencia y Libertad. Publicado en El Museo niversal , 16 de febrero de 1862, p. 53. U

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6. IMÁGENES DE LA ALTERIDAD: EL «PUEBLO» DE GOYA Y SU CONSTRUCCIÓN HISTÓRICA* ÁLVARO MOLINA Y JESUSA VEGA **

Cualquier forma de imaginación colectiva responde a un largo proceso de construcción histórica elaborado a través de discursos y prácticas simbólicas de representación cuyos testimonios visuales son, en los años de la Guerra de la Independencia, las pinturas y estampas que se publicaron tanto en su momento como, posteriormente, las interpretaciones de las mismas. En la proyección de la identidad española contemporánea, el levantamiento en armas de la nación contra el invasor francés en 1808 ha constituido el mito fundacional de nuestra historia reciente, pues fue entonces cuando el pueblo se convirtió en sujeto y protagonista de su propio destino (Álvarez Junco, 2001; Demange, 2004). Si el cambio dinástico que tuvo lugar en 1700 produjo una ruptura con la época precedente en la consideración del pueblo, será a partir de mediados del siglo XVIII cuando su representación se vaya haciendo cada vez más evidente en la práctica artística, entre otros motivos porque entre los objetivos de modernización del país que tuvo la política de estado se encontraba el de crear una imagen colectiva de pueblo pulcro y laborioso, expresión de la riqueza de la monarquía española. En este sentido hay que recordar que toda representación cultural es un medio de delimitar las identidades colectivas a través de imágenes y elementos simbólicos donde se describen las diferencias, y se muestran aquellas actitudes y comportamientos que inducen a determinadas prácticas sociales (Chartier, 2005: 35; Hall, 2003: 17). * Este estudio se ha desarrollado en el marco del proyecto de investigación «El Archivo del 2 de mayo: mito, conmemoración y recreación artística de una memoria e identidad compartida» (HUM2005-0612/ARTE), financiado por el Ministerio de Educación y Ciencia. ** Respectivamente, investigador y profesora titular de Historia del Arte en el Departamento de Historia y Teoría del Arte de la Universidad Autónoma de Madrid. 131

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Por otro lado, el legado visual del siglo XVIII español ha sido en pocas ocasiones afrontado desde estos planteamientos, no sólo por la primacía que se ha dado desde la Historia del Arte a la consideración estética, dejando en un segundo plano otras posibles interpretaciones, sino también porque la noción del pueblo construida por Goya ha sido dominante hasta el punto de llegar a considerarse, en muchas ocasiones, como un fiel reflejo de la realidad y no como una representación construida 1. En Goya, como en cualquier otro artista de su tiempo, la consideración del pueblo está mediatizada por su propia experiencia intelectual y vital. Es decir, el pueblo de los cartones para tapices es el que el rey quería ver representado, el pueblo de Los caprichos es aquel que criticaban los ilustrados, pero el pueblo de Los desastres de la guerra es el que él mismo, como víctima de la contienda y los sucesos, quiso representar. Mientras en el primer caso el artista tenderá siempre a la dignificación, en el segundo buscará las actitudes que deben corregirse, y en el último no obviará aquellos momentos que muestran la denigración del colectivo como una manera visual de expresar la sinrazón de la guerra. Ahora bien, existen otras representaciones coetáneas del pueblo, desde los cartones para tapices de los hermanos Bayeu y José del Castillo hasta las colecciones de trajes de Juan de la Cruz y Antonio Rodríguez, pasando por la pintura galante de Luis Paret o las pintorescas escenas de Antonio Carnicero; es más, existen precedentes que hubieron de estar muy presentes en el imaginario colectivo de todos estos profesores de pintura como es el de los Tiepolo, particularmente el fresco que adorna el salón del trono del Palacio Real de Madrid pintado por el padre, Giambattista, en 1764 y cuya exaltación de la monarquía se construye asentándola en una representación de los pueblos de los diferentes reinos de la corona hispana. En definitiva, para valorar y entender esa «alteridad» que actualmente reconocemos en el pueblo que Goya nos legó, parece necesario 1 Esta apropiación surgió, de hecho, entre los propios coetáneos a Goya. En estos términos se refería al aragonés el diplomático francés Jean-François Bourgoing en 1789, al hablar sobre los pintores de la corte: «también [Goya] merece una mención notable, por su talento al mostrar fielmente y de una manera agradable las costumbres y pasatiempos de su país» (Glendinning, 1983: 50).

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analizar cómo se constituyó la «verdadera imagen del pueblo español» del que nos sentimos herederos. En este devenir es preciso conocer tanto los antecedentes como el contexto en el cual vivió y trabajó el maestro, sabiendo que nadie como él supo extraer y plasmar la esencia y la diferencia de lo español. Nuestro objetivo es, en consecuencia, acercarnos a las nociones con que se entendió la idea de pueblo y su valor simbólico como identidad colectiva, para comprender así las bases en que se asienta su construcción histórica.

I. EN BUSCA DE UNA IDENTIDAD VISUAL: EL NACIMIENTO DEL PUEBLO ESPAÑOL

La idea de pueblo que motivó la insurrección popular contra los franceses en 1808 se asentó en dos importantes pilares: por un lado, el prestigio que alcanzó como sujeto del devenir histórico; por otro, la construcción de un discurso en el que se convertiría en máximo exponente de la identidad nacional (Fuentes, 2002: 586-587). No obstante, ambas circunstancias tuvieron su origen, como tantas otras cosas, en los discursos ilustrados. En el primer caso, el proceso de dignificación del pueblo encuentra sus antecedentes en el momento en que se depositó en él la esperanza de alcanzar el progreso y la felicidad a través de la educación y el trabajo. En el segundo caso, contribuyeron a construir un imaginario del nuevo español encarnado en los tipos populares: de forma paralela al proceso de civilización y al refinamiento de las altas clases sociales urbanas, que adoptaron paulatinamente los usos, modos y costumbres francesas de la civilización (Álvarez Barrientos, 2001), se fue configurando, por contraposición, una imagen renovada del pueblo que a medida que se iba consolidando como imagen de referencia se convertía en esencia inequívoca de lo español 2. 2 Como en cualquier otro proceso de construcción identitaria, el componente de «otredad» tuvo un papel fundamental en la identificación de un nuevo tipo español por oposición y en comparación a la moda dominante, en este caso de procedencia francesa, resultando definitivo en la definición del pueblo que se consolidó entre nuestros ilustrados y durante la crisis bélica, manteniéndose en las décadas posteriores (Nash, 2003: 23; Álvarez Barrientos, 1999: 22).

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Un cambio que nos invita a descubrir el valor nacional depositado entonces en el pueblo es la evolución semántica del término. Mientras que en la primera mitad de siglo el Diccionario de Autoridades lo describía, entre otras acepciones, como «el conjunto de gentes que habitan un lugar», en el Diccionario castellano de ciencias y artes, publicado por Esteban de Terreros en los años ochenta, se entiende como el «conjunto de muchas personas, que habitan un país y componen una nación» (la cursiva es nuestra). Aun cuando no podemos hablar todavía de un concepto moderno de nación, es evidente que, poco a poco, se daban los primeros pasos para conculcar en el colectivo —los súbditos de la corona— ese sentimiento nacional que los ilustrados deseaban como vínculo esencial entre los individuos (Maravall, 1991: 43). En definitiva, se estaban sentando las bases de las identidades nacionales contemporáneas, caracterizadas por una clara separación entre el Estado y la nación y en las que el pueblo se convertiría en su principal referente simbólico (Greenfeld, 2005: 6). Pese a esta nueva concepción positiva, los ilustrados no dejaron de percibir al pueblo como una clase ignorante y supersticiosa, detestable a los ojos de cualquier moderno ciudadano 3. De hecho, muchos eran conscientes, a pesar de las loas que ellos mismos dedicaban a las clases populares en discursos y memorias, de que éstas no se ajustaban a la realidad, y en sus escritos subyacía prácticamente intacto el desprecio de épocas precedentes. La disparidad fue tal que, incluso, era tema de conversación. Antonio Ponz, en su larga itinerancia por España, también tuvo ocasión de hablar del asunto y resumió la conversación que mantuvo en una posada con un viajero incrédulo y escéptico sobre la incidencia que tendrían los escritos para transformar de verdad la mentalidad de los campesinos, en estos términos: El honor que se da a los labradores lo comparaba a los ejércitos de doscientos o trescientos mil hombres de los turcos, que sólo se verifican existentes en la Gaceta. Así, la estimación y honra que a aquéllos se les debe, decía que se hallaba en los escritos; pero que, en realidad, sólo encuentran desprecios a mon-

3 Lógicamente, se mantenían en el Diccionario de Terreros los significados de voces afines como plebe («pueblo, e ínfimo pueblo, bajo pueblo, gentualla») o populacho («hez del pueblo»).

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tones, aun de la gente más inútil y soez. «Con una cosa muy fácil y de ninguna costa —añadía— se lograría dar más honor e impulso a la agricultura que con cuanto se ha escrito hasta ahora». [Ponz, 1947: 823]

Estudiar el imaginario visual con el que se forjó la identidad visual del pueblo en las décadas previas al levantamiento nos ha llevado, en consecuencia, a seleccionar distintas miradas que ayudaron a modelar su representación, pues en esa variedad es donde podemos comprender en toda su extensión el devenir histórico en que se acunaría el nacimiento del pueblo español. En términos visuales se puede decir que el punto de partida es la representación de los territorios y súbditos de la monarquía a través de la asociación de las diferentes provincias que la conforman y sus gentes. Si esto en la literatura venía de antiguo, en las artes la primera manifestación que tuvo trascendencia fue la decoración de la bóveda del salón del trono del Palacio Real de Madrid, pintada por Giambattista Tiepolo entre 1762 y 1764. Precisamente esta asociación fue una de las originalidades de la composición que fue muy ponderada en su momento. Al tratarse de un artista de prestigio internacional que había acometido asuntos similares para otras monarquías europeas, era lógico que se sirviera de técnicas y recursos compositivos previos —por ejemplo la caja de escalera de la residencia del príncipe obispo Carl Philipp von Greiffenclau pintada entre 1750 y 1753—; de ahí que Antonio Ponz, al ocuparse de este fresco, subraye que el pintor utilizara para representar los dominios del monarca «personas vestidas en sus trajes populares y con sus particulares producciones» (Ponz, 1947: 522). Hay otro aspecto que se debe tener en cuenta a la hora de valorar este conjunto y que también tuvieron en cuenta los ilustrados. En su opinión, esta forma de representación permitía abrir a un público más amplio la comprensión de la obra, pues si bien las gentes más cultivadas podían admirar «la gracia con que desempeñó las reglas de la composición», aquellos no tan versados en las normas del arte podrían al menos reconocer «la verdad con que describe los caracteres nacionales» (Ceán Bermúdez, 1800: V, 45). Que el techo del salón del trono estuviera decorado con las provincias y dominios del monarca respondía al carácter nacional que se quiso dar a la ornamentación del 135

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conjunto desde los primeros planes decorativos para el palacio nuevo del benedictino Martín Sarmiento 4. Ahora bien, que para expresar ese valor nacional se recurriese a representar tipos populares era indicio de la concepción moderna con la que empezaba a entenderse el pueblo en el ideario ilustrado 5. El creciente interés por fijar una identidad con la que reconocer la diversidad y riqueza de las provincias españolas a través de sus habitantes se materializó igualmente en el marco de la nueva política del fomento del grabado alentada desde la Secretaría de Estado. Uno de los intereses prioritarios era dar a conocer España para mostrar sus tesoros y, al mismo tiempo, contribuir a que cambiara su imagen en Europa. Entre las iniciativas del último tercio de siglo, una de las más significativas fue la del grabador Juan de la Cruz Cano y Olmedilla y su Colección de trajes de España, estampas publicadas entre 1778 y 1788 (Molina y Vega, 2005: 191 y ss.), pues con ellas se proyectaba, fuera y dentro del reino, la imagen positiva que los ilustrados españoles querían dar del pueblo español. Éste estaba formado por gentes austeras y dignas, ocupadas y laboriosas, y felices en términos ilustrados. El conjunto expresaba la diversidad y riqueza de la monarquía, caracterizadas a través de dos elementos ya presentes en la obra de Tiepolo: los trajes y las producciones nacionales 6. 4 Recordemos que, prácticamente durante esos mismos años, el benedictino Martín Sarmiento ideaba una representación similar en las fachadas del patio interior, pero a través de «ocho estatuas que representen las provincias, todas en trajes de mujeres, y con coronas si representan reinos» (Álvarez Barrientos y Herrero Carretero, 2002: 186). 5 El carácter embrionario de esta representación se pone en evidencia por las dificultades de interpretación precisa que expone Francisco José Fabre en la Descripción de las alegorías pintadas en las bóvedas del Palacio de Madrid, publicada en 1829, al ocuparse de este conjunto (Fabre, 1829: 117). 6 La colección de trajes de Juan de la Cruz coincidió con otras empresas similares, como la obra de Bernardo Espinalt y García, Descripción general geográfica, cronológica e histórica de España, por reinos y provincia… adornado de estampas finas que demuestran las vistas perspectivas de todas las ciudades, trajes propios… de cada reino y blasones , publicada entre 1778 y 1795. La obra compartía el mismo espíritu que las estampas de Cruz, tal y como recogía el prólogo: «Se colocará en la primera hoja de cada tomo, grabado un Hombre, y una Mujer vestidos con el traje peculiar al Reino o Provincia de que se trate, en ademán de aplicados al trabajo más común de su país nativo».

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La construcción que Cruz llevó al grabado buscaba la definición de unos modelos de referencia en el conocimiento del país que, evidentemente, se contraponía a la descripción que del mismo hacían propios y extraños. Basta comparar las estampas definitivas de la serie con algunos de los dibujos que sirvieron de modelo, obra en su mayor parte de su hermano Manuel, para observar cómo el grabador hizo una selección estudiada de los tipos en el contexto del decoro. La indumentaria fue uno de los elementos fundamentales en este sentido, a partir de los que se dignificó la figura del pueblo. Por ejemplo, los vendedores de la serie, como el de «Agua de Cebada» [fig. 11], aparecen pulcros y afanosos en su tarea; modelo que no se correspondía con tipos como el vendedor de Ay pay-tuya [fig. 12], dibujado por Manuel, en el que no sólo se evidencia la suciedad de las ropas, muchas veces raídas y harapientas, sino también que va descalzo y sin género alguno para vender. Esta última imagen era la que más se correspondía con la realidad y cualquier viajero podía observarla en cualquiera de las provincias españolas. Así lo expresaba el marqués de Ureña a su paso por Segovia antes de emprender su periplo por Europa en 1787: El carácter del pueblo bajo es la flojedad, el desaliño y desaseo y la crápula, gastando cuanto pueden en las que llaman montengas que son merendonas en que comen y beben cuanto tienen. Esta miseria es muy común en Castilla. [Molina y Zaldívar, 1992: 78]

El trabajo se convirtió en el valor por excelencia para sacar al pueblo de su atraso e ignorancia y así emplearle en útiles tareas que fomentasen la industria, el comercio y la agricultura. El programa de medidas destinado a este fin se asentó en buena parte en 1774, año del Discurso sobre el fomento de la industria popular de Pedro Rodríguez de Campomanes: Las costumbres arregladas de la nación crecerán al paso mismo que la industria y se consolidarán de un modo permanente. Es imposible amar el bien público y adular las pasiones desordenadas del ocio. La actividad del pueblo es el verdadero móvil que puede conducir a la prosperidad. [1988: 21]

La visión moderna que se construyó entonces del pueblo pasó por sumar la imagen de campesinos, labradores y vendedores, reunidos en 137

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la colección de Juan de la Cruz, a otras que hablaban del papel del operario en las fábricas, dentro del incipiente proceso de industrialización que estaba viviendo el país. Una vez más, la corona fue la primera en interesarse por el mundo de las máquinas y los avances de la ciencia y la técnica, intereses que se materializaron en la creación del Real Gabinete de Máquinas, abierto en 1792, con la intención inicial de contribuir a la enseñanza de la hidráulica y formar un Cuerpo de Ingenieros de Caminos y Canales, pero que finalmente quedó instalado como gabinete abierto al público en general (López Peñalver, 1991: 36). Con motivo de la apertura del centro, Juan López de Peñalver publicó en 1798 la Descripción de las máquinas de más general utilidad que hay en el Real Gabinete. La primera entrega vino acompañada de la «Descripción de la prensa hidráulica del señor Bramack», ilustrada con una bella estampa de Bartolomé Sureda en la que se explicaba el funcionamiento de la máquina y en la que se visualizaba la imagen del oficial en el taller haciendo funcionar la prensa [fig. 13]. La escena del taller y del operario constituía de este modo una visión fundamental en el deseo con que quería incorporarse España a la modernidad. No hay que olvidar que, de hecho, una de las actividades favoritas del ilustrado curioso era contemplar el funcionamiento de las nuevas tecnologías y visitar en los viajes el interior de las fábricas urbanas. Así lo atestiguaba en Valencia Luis Fernández, director de la Real Fábrica de Sedas de esa ciudad, quien en su tratado sobre el Arte de la tintura, publicado en 1788, afirmaba con orgullo que su centro se había construido «con tanta comodidad y proporción» que era «uno de los objetos de curiosidad que contiene Valencia, y que como tal registran los viajeros que acuden a ella» (1788: xiii). En su obra, destinada a explicar el proceso de la tintura en las telas, advertía igualmente la necesidad que existía de formar oficiales y artesanos que pudieran ocupar su tiempo en un empleo que permitiera su sustento: Hombres hay en España dotados de talento, capacidad, e industria, que los tiene arrimados la miseria, y al poderoso reclamo de la protección de Vms., puede ser que salgan a dejarse ver, y en este caso manifestarán al mundo lo que la nación oculta por falta de fomento. [1788: vii]

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Las estampas de su tratado visualizan al nuevo operario en las fábricas y talleres, personajes afanados en la tarea que muestran uno a uno los pasos del proceso [fig. 14]. En las imágenes, es curioso hacer notar que cuando se describen las faenas que deben hacer los oficiales aparecen siempre descalzos, y es lógico si tenemos en cuenta las acciones que comprendía el lavado y escurrido de los paños. Sin embargo, en el momento de representar la distribución de su propio establecimiento, en la lámina 13 de la obra, el autor no dudó en hacer calzar a todos sus trabajadores. Un gesto en el que podemos reconocer la necesidad de dignificar y presentar de modo decoroso la imagen que representará, ya en el siglo XIX, al futuro «obrero» urbano. Pero, evidentemente, el imaginario del pueblo no estaba en los centros urbanos y fabriles, sino en el campo, escenario donde se localizaron por excelencia los temas costumbristas y pintorescos que acabaron extendiéndose a todo tipo de pinturas, sobre todo en los cuadros de pequeño formato que empezaban a proliferar en el ámbito doméstico de la naciente burguesía (Vega, 2000), no sólo en las vistas y países, sino también en los cuadros de devoción. Entre las primeras, el género del paisaje fue uno de los más extendidos por Europa durante el siglo XVIII. A la intención de dar a conocer la naturaleza y el territorio se sumaba el interés político de representar los dominios del monarca, sobre todo aquellos que, como los litorales, eran las zonas más alejadas de la corte y en las que, gracias a la actividad portuaria, se descubrían nuevos escenarios urbanos industrializados 7. Estas pinturas, consideradas como visión de los dominios del monarca, pretenden no sólo reflejar las principales ciudades del reino, sino también la actividad comercial o industrial de las ciudades portuarias. La colección de vistas más numerosa la llevó a cabo Mariano Sánchez (Espinós, 1989; Mano, 1998), quien llegó a pintar más de cien vistas de las costas españolas, pero en cuyo proyecto global participaron otros artistas como Luis Paret, en algunas de las vistas 7 Destacan entre estas pinturas los encargos realizados por la monarquía para representar los puertos y arsenales de las costas españolas, un distintivo que permitía reconocer el progreso de la corona y sus políticas ilustradas (Peters, 1996: 15). La empresa fue iniciada a semejanza de la serie de puertos que, en Francia, encargó el marqués de Marigny a Joseph Vernet entre 1754 y 1765, y cuya difusión a través de copias y estampas alcanzó un gran éxito en toda Europa (Cachin, 1998: 969).

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del Norte, o Antonio Carnicero, que pintó algunas otras del Levante. De este último conservamos una vista del litoral valenciano con pescadores [fig. 15], en la que podemos ejemplificar la visión del pueblo en su faceta trabajadora: el pintor ha elegido como tema principal el momento de descarga del pescado. En primer plano pero a un lado, absolutamente separados y como era frecuente en este tipo de vistas, se encuentran dos parejas de jóvenes: una ataviada a la moda y otra de majos valencianos elegantes, que a la vez que se lucen se entretienen observando la escena. Si bien es cierto que esa elite ociosa era inútil a los ojos del buen ilustrado, no lo es menos, como señalaba Antonio de Capmany, que contribuía en la misma medida a garantizar el orden social cumpliendo el papel que éste le tenía reservado a cada uno: El interés del Estado en toda nación, y más en cualquiera donde las ideas populares y la virtud del trabajo han perdido el aprecio y vigor, exige que se facilite al pueblo todos los medios de hacerse visible y estimable, sin salir de su clase. Sepárense los plebeyos de los nobles, señálenseles los verdaderos límites, y entonces los primeros serán más felices, porque no podrán pasar por nobles, imitando la inacción y vanidad de los segundos; y éstos se estimarán más desde que vean que figuran en el Estado una clase única e insignemente privilegiada. [Capmany, 1946: 14]

Respecto a las pinturas religiosas, tanto los cuadros devocionales de uso privado como los de altar para las iglesias o los ciclos narrativos, incorporaron el gusto por el costumbrismo y lo popular. Ejemplo significativo es la serie encargada por la Real Basílica de San Francisco el Grande de Madrid a diferentes pintores de la corte, entre ellos al joven Zacarías González Velázquez, para la decoración del claustro. Este pintor se ocupó de los primeros años de la vida del santo actualizando, a la moda de la época, las vestimentas de los tipos populares. En San Francisco reparando la capilla de san Damián [fig. 16] podemos observar la figura dignificada del albañil, frente a la imagen denigratoria del santo, figurado aquí como peón que porta cubos de agua para la mezcla (Díez, 2005: 144-145). Pero, sin duda, esta confrontación entre imagen y realidad, que en definitiva se transforma en verdadera ambigüedad, donde se hace más visible es en los cartones para tapices de Goya pues en ellos encontra140

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mos tanto al pueblo deseado por los ilustrados como la dura realidad en la que vivía. Pese a ser concebidos como composiciones de esa visión positivista ilustrada del pueblo y transmitir el alegre bullicio de Madrid, donde eran tan cercanas las faenas del campo, Goya no disimula, a diferencia de otros artistas, esa descripción parcial de la realidad: junto a majos y personajes pintorescos encontramos labradores sucios, harapientos, incluso acusando problemas de higiene y salud. En el boceto del cartón La era, o El verano [fig. 17], podemos observar una descripción optimista del trabajo en el campo a la que no escapan otras percepciones como la pobreza general de todos los que allí aparecen o los excesos en el consumo del vino en el grupo de personajes de la izquierda. El contrapunto compositivo se encuentra precisamente en la figura de espaldas que afanosamente trabaja con el rastrillo, la dureza del trabajo no se aprecia sólo en la postura sino en el esfuerzo que se realiza y que explica ese calzón roto por el que asoma la camisa. De este modo, el solaz del descanso, tema principal circunscrito a la académica pirámide compositiva, que a primera vista transmite una visión idílica del campo, va desvelando su cara oculta, cara en la que se puede profundizar si miramos atentamente: frente a la alegre conversación de dos hombres a la izquierda, otro se tumba reventado a la derecha; tras este último vemos la alegría de un padre jugando con un hijo de meses, pero al otro lado una madre se afana en dar de comer a otro que llora. Junto a ella vemos niños juguetones y traviesos que enredan con las herramientas de trabajo ajenos al peligro, pero detrás es otra madre la que asustada ve los riesgos de que el muchacho se caiga o dañe a alguien con la horca. Ahora bien, entre las gentes del campo también se encontraba esa otra realidad del pueblo español y que sólo Goya fue capaz de representar: la de la ignorancia, superstición y fanatismo. Una realidad que tanto se afanaron por erradicar nuestros ilustrados, pero que continuó siendo consustancial a la imagen del español que se tenía fuera del reino. De nuevo basta un ejemplo goyesco para acercarse al pueblo, El aquelarre [fig. 18], cuadro perteneciente a la serie de «asuntos de brujas» pintados en 1798 para decorar la entrada de «El capricho», la casa de campo de los ilustrados duques de Osuna, en La Alameda de la que eran titulares, lugar de tertulia y recreo, de encuentro de intelectuales, científicos y artistas. 141

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Al contraste de colorido se une en esta ocasión la ironía: la composición piramidal resulta chocante entre tanta fealdad, basta detenerse en los rostros horriblemente grotescos de las viejas; el macho cabrío en lugar de provocar miedo al espectador tiene una mirada que busca la complicidad frente a la ignorancia y credulidad de esa asamblea de desarrapados. Un año más tarde, en 1799 veían la luz Los caprichos, serie con la que estas obras están directamente relacionadas y que nos permiten observar la evolución del artista en la manera de ver al pueblo respecto a las escenas idealizadas y pintorescas de los cartones (Vega, 2002: 438). Goya en esas estampas muestra sobradamente no sólo esa otra cara del mundo rural, el de la superstición y falta de luz, sino también lo similar que es el pueblo de las urbes desde la más tierna infancia, pensemos en el capricho 4, «El de la royona» [fig. 19]. Un repaso detenido de la serie de estampas nos da una de las secuencias más terribles del pueblo español de finales del siglo XVIII: en el capricho 18 un borracho al que se le quema la casa [fig. 20]; el 24, el jubileo que acompañaba al condenado por la Inquisición —hito de referencia para los extranjeros de lo español—, rodeado de gentes brutales [fig. 21]; la penuria de las gentes se manifiesta de forma doliente en la oscuridad de las cárceles, en la desnudez de los pies de la joven sensible del capricho 32 [fig. 22] o los de la mujer insomne del 34... Y, en definitiva, la misma credulidad ignorante del mundo rural la encontramos en la joven a la moda, con mantilla y bien calzada, del capricho 52, temerosa de Dios y arrodillada ante un vulgar palo revestido de sayón [fig. 23].

II. LA GUERRA CONTRA EL FRANCÉS: CORAJE, DOLOR Y MISERIA DEL PUEBLO ESPAÑOL

No es difícil comprender que la invasión francesa disparara el sentimiento xenófobo entre buena parte de los españoles; no obstante, como es de suponer esto no ocurrió de la noche a la mañana, máxime si tenemos en cuenta que apenas había transcurrido un siglo desde que la dinastía borbónica se había establecido en España y para ello, no lo olvidemos, fue necesaria una guerra. Sobre esta base, de la que aún 142

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había memoria, se asentó la crisis que supuso para nuestros ilustrados el triunfo de la Revolución francesa y el ajusticiamiento de Luis XVI. En este contexto hay que tener presente, además, que las identidades sociales se construyeron en España sobre una dualidad casi irreconciliable: por un lado el pueblo depositario de las costumbres y, por otro, las elites ávidas de novedades, caracterizadas por un sentimiento cosmopolita de marcado carácter francés. En consecuencia, en el acercamiento al conflicto social que se desata con la invasión napoleónica es obvio que el sentimiento antifrancés venía gestándose desde hacía tiempo y que se había ido afianzando en la misma medida, o más, que el progreso: si la civilización imprimía entre sus partidarios un aceleramiento por asimilar lo nuevo y las modas, como contrapunto reforzaba el ritmo con que sus detractores buscaban las señas de identidad del pueblo español para detener el proceso. Entre los personajes más activos en este sentido se encontraba el capuchino y apologista Rafael Vélez. En su escrito Preservativo contra la irreligión o los planes de la filosofía contra la religión y el Estado, realizados por la Francia para subyugar a la Europa, seguidos por Napoleón en la conquista de España 8, recapitulaba sobre esta cuestión: En los planes de la Francia para conquistar la España entraba como en primer lugar, destruir nuestra religión a la que siempre hemos estado más adheridos que las demás naciones, y la que les haría la oposición más fuerte [...] Los que viajaban a España por razón de comercio, o por otras relaciones sociales, sembraron por todas partes la cizaña de su mala doctrina. Los corresponsales de nuestros españoles desde lo interior de la Francia remitían a éstos libros envenenados y aquellas imágenes y modas contra la religión y sus ministros, de que tanta utilidad habían sacado en París. Hasta los mismísimos embajadores de esta corte en la de España fueron los agentes más solícitos para introducir en nosotros a toda costa la corrupción de costumbres, la libertad de pensar, el filosofismo y la irreligión. [Vélez, 1812: 55]

En consecuencia, la crisis de la monarquía española y la guerra fue considerada como la gran oportunidad de una supuesta vuelta al or8 Refugiado en Cádiz, parece que la reunión de las Cortes fue lo que le movió a escribir este panfleto cuya primera edición vio la luz en 1812 en aquella ciudad; pronto se sucedieron otras como la que citamos, impresa por Brusi en Palma de Mallorca.

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den. «Con esta guerra [contra Napoleón] volveremos a ser españoles rancios, a pesar de la insensata currutaquería, esto es, volveremos a ser valientes, formales y graves» (Capmany, 1808: 17-18) 9. Por otro lado, tampoco el levantamiento era un hecho insólito si lo consideramos desde el punto de vista de los conflictos sociales. A lo largo del Antiguo Régimen el pueblo, incluidas las mujeres (Ortega López, 1998: 277-305), participó en revueltas y motines, causados unas veces por el hambre y las crisis de subsistencia, otras por los abusos fiscales del régimen señorial y la escasez de tierras ante el crecimiento demográfico (Martínez Ruiz, 1992: 35); e, incluso, por rechazo a alterar determinados hábitos, como la forma de peinarse o de vestir (Molina y Vega, 2005) 10. En este sentido, se puede añadir que, tras el conflicto, esa construcción del pueblo español a través de la indumentaria, que se había iniciado con el fresco de Tiepolo, era ya uno de los referentes fundamentales de identificación del mismo, como se puede ver en la estampa que dedicó José Coromina a la Real Junta de Comercio de Cataluña hacia 1813 [fig. 24]. En definitiva, el pueblo en armas se consolidó como la defensa, no sólo del territorio, sino también de las costumbres, constituyéndose así en la expresión viva de la españolidad, depositario de lo que constituirá en el curso del siglo XIX la tradición, y sin asomo ya de esa ignorancia, barbarie y fanatismo que había sido el verdadero enemigo de la Ilustración. Y esta imagen fue la que circuló durante la contienda a través de las estampas pues, dadas las circunstancias, la producción 9 Esta crítica sobre el afrancesamiento de las costumbres también alentará la literatura panfletaria de Capmany: «Pero hoy, que con la inundación de libros, estilos, y modas francesas se ha afeminado aquella severidad española, llevando por otra senda sus costumbres, con un género de aversión al orden de vida de sus padres; hoy que ni se leen nuestras historias, ni nuestras comedias, ni nuestros romances y jácaras, tratándolo todo de barbarie e ignorancia hoy que es moda, gala y buena crianza celebrar todo lo que viene del otro lado de los Pirineos» (1808: 72). 10 «Hace algunos años —escribía Humboldt tras su viaje por España en 1799 y 1800—, las señoras comenzaron a llevar, en vez de basquiñas negras, basquiñas de color lila con velludos negros, pero el pueblo, hombres y mujeres, las ha seguido por el Prado, les ha arrancado los vestidos y arrojado piedras. Ella misma se ha visto en esta situación y sólo con gran esfuerzo ha logrado escapar. El Rey ha expedido una cédula contra semejante extravagancia en el vestir. Al pueblo no le gusta ver las valiosas basquiñas y no quieren que se aparte del vestido típico» (Humboldt, 1998: 91-92).

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pictórica fue prácticamente inexistente entre los partidarios de Fernando VII por motivos no sólo económicos, sino también de seguridad, dado que el artista que se implicara en la lucha a través de su arte debía hacerlo en la clandestinidad si se encontraba en territorio ocupado. El caso más elocuente es de nuevo el de Goya: la serie que actualmente conocemos como Los desastres de la guerra la comenzó hacia 1810 y debió de darla por finalizada en torno a 1815, pero nunca llegó a publicarse en vida del autor, es más, no parece que intentara hacer una edición. Ahora bien, llegados a este punto, son pocas las similitudes entre el pueblo español visto por Goya y aquel que nos han legado sus contemporáneos y sobre el que se construyó el mito moderno. En líneas generales, se puede decir que, frente al enaltecimiento y exaltación heroica que hicieron estos últimos, el aragonés nos dejó una profunda reflexión sobre el sufrimiento y la miseria de la condición humana, razón por la que el pueblo allí representado puede ser cualquiera, incluido, claro está, el español que, por supuesto, no se había despojado de sus vicios y males: seguía siendo supersticioso e ignorante y, en algunos casos, la guerra desató su fanatismo, rasgo considerado desde antiguo como identitario del catolicismo español más allá de los Pirineos. Entre los testimonios de la época que nos pueden dar esa imagen más real del pueblo español en armas que nos dejó Goya, conservamos el de lord Blayney, oficial inglés que fue hecho prisionero por los franceses y que, en condición de tal, atravesó la península para pasar al país vecino. En 1810 se preguntaba: «¿Qué energía se puede esperar de un pueblo que tiene más confianza en la protección de un santo que adopta como patrón que en su propio valor?» (Savine,1910: 99). En la descripción que hizo Antonio Alcalá Galiano del ejército español que entró en Madrid el 14 de agosto de 1808, para motivar la primera salida de los franceses de la capital, se corrobora la opinión de Blayney, pues el citado contingente estaba formado por hombres que vestían los holgados zaragüelles y traían la manta al hombro; y en la cabeza, cuyo pelo caía por los lados y espaldas en largas mal peinadas y sucias melenas, sombrero redondo con escarapela patriótica, cintas con lemas y muchas estampitas con imágenes de la Virgen y de los Santos. [Alcalá Galiano, 1955: 353] 145

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En consecuencia, no se puede olvidar que la que conocemos como Guerra de la Independencia no sólo desembocó en una guerra civil, sino también que, a través del papel que tuvo buena parte del clero, se tornó en una guerra de religión, y no es difícil creer a Sebastián Blaze cuando asegura en sus memorias de la guerra de España que desde los púlpitos se incitaba al pueblo a acometer, con la conciencia tranquila, los crímenes más crueles que se pueda imaginar, a la vez que se excomulgaba y condenaba al infierno a los franceses y a todos aquellos que los protegían (1977: 72-73). Repasemos entonces la imagen del pueblo en la obra íntima de Goya, en esos dibujos y estampas que creó en silencio y sólo un puñado de amigos tuvieron la oportunidad de ver. La ferocidad de los rostros y actitudes que nos muestran los hombres y mujeres involucrados en la lucha que se desarrolla desde la segunda estampa hasta la quinta [figs. 25-28] puede concluir por igual en la dignidad heroica de la séptima, «Qué valor!» [fig. 29], o de la 15, «Y no hay remedio» [fig. 30], o en la crueldad irracional de la 37, «Esto es peor» [fig. 31], y la 39, «¡Grande hazaña!, ¡con muertos!» [fig. 32]. Por eso, no es extraño que entre las composiciones encuentren un lugar tanto el «Populacho» [fig. 33], desastre 28, como su «Extraña devoción» [fig. 34], desastre 66 (Vega, 1992). No es posible encontrar a este pueblo español entre las imágenes de los otros artistas que vivieron la guerra. Para Goya, tanto las víctimas como los héroes son gentes anónimas, y lo mismo cabe decir de energúmenos, enemigos y verdugos. Esto es así por más que, desde su publicación en 1863, se haya tratado de poner nombres a los personajes, o se hayan buscado esos valores positivos de valor, lealtad y entrega por la patria hasta la muerte, señas de identidad esenciales en la construcción del mito del pueblo español, donde tanto tuvo que ver la Iglesia y el Trono. En el Diario de Madrid de 30 de agosto de 1808 se explicitaba de modo elocuente: La Religión, la Patria y Fernando VII, el más amable y desgraciado de los monarcas, son los dignos objetos que han inflamado en su defensa en espíritu de la religión, lealtad y patriotismo que siempre ha formado el carácter de los verdaderos españoles. [Diego García, 2005: 17]

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1.

Eugenio Álvarez Dumont, Malasaña y su hija, 1887.

2. Defensa del parque de Monteleón, El Laberinto, 1843.

3.

Puerta del parque viejo en la plaza nueva del Dos de Mayo, El Museo Universal, 9 de mayo de 1869.

4.

Vicente Palmaroli, Enterramientos de la Moncloa el 3 de Mayo de 1808, 1871.

5. Aniceto Marinas, Dos de Mayo, 1892-1908.

6.

R. Martí, ilustración para la Historia de la guerra de España contra Napoleón de Juan Díaz de Baeza, 1843.

7.

Lámina 104 de la obra de D. J. González, La Historia de España en láminas, 1867.

8. Juan Salinas, Monumento a Daoíz y Velarde (proyecto), 1872.

9. Antonio Susillo, Monumento a Daoíz, 1887-1889.

10.

Francesc Sans, Independencia y Libertad, 1862.

11. Juan de la Cruz, «Agua de Cebada», Colección de Trajes de España, 1778-1788.

12. Manuel de la Cruz, Ay paytuya, c. 1787.

13. Bartolomé Sureda, «Descripción de la prensa hidráulica del señor Bramack», en Juan López Peñalver, Descripción de las máquinas de más general utilidad que hay en el Real Gabinete de ellas, establecido en el Buen Retiro, 1798.

14.

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20. Francisco de Goya, «Y se le quema la casa», Los caprichos, n. 18, 1799.

21.

Francisco de Goya, «No hubo remedio», Los caprichos, n. 24, 1799.

22.

Francisco de Goya, «Porque fue sensible», Los caprichos, n. 32, 1799.

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24.

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26. Francisco de Goya, «Lo mismo», Los desastres de la guerra, n. 3, prueba de estado.

27.

Francisco de Goya, «Las mujeres dan valor», Los desastres de la guerra, n. 4, prueba de estado.

28. Francisco de Goya, «Y son fieras», Los desastres de la guerra, n. 5, prueba de estado.

29. Francisco de Goya, «Qué valor!», Los desastres de la guerra, n. 7, prueba de estado.

30. Francisco de Goya, «Y no hay remedio», Los desastres de la guerra, n. 15, prueba de estado.

31.

Francisco de Goya, «Esto es peor», Los desastres de la guerra, n. 37, prueba de estado.

32. Francisco de Goya, «¡Grande hazaña!, ¡con muertos!», Los desastres de la guerra, n. 39, prueba de estado.

33.

Francisco de Goya, «Populacho», Los desastres de la guerra, n. 28, prueba de estado.

34. Francisco de Goya, «Extraña devoción», Los desastres de la guerra, n. 66, prueba de estado.

35.

José Ribelles y Alejandro Blanco, Dos de Mayo de 1808 en la Puerta del Sol.

36.

Juan Gálvez y Fernando Brambila, «Batería de la Puerta del Carmen», Ruinas de Zaragoza, 1812.

37. ¡Gloria inmortal a las nobles y esforzadas aragonesas!

38.

Juan Gálvez y Fernando Brambila, «María Consolación Azlor Villavicencio», Ruinas de Zaragoza, 1812 (detalle).

39.

Juan Gálvez y Fernando Brambila, «Casta Álvarez», Ruinas de Zaragoza, 1812 (detalle).

40.

Juan Gálvez y Fernando Brambila, «María Agustín», Ruinas de Zaragoza, 1812 (detalle).

41.

Juan Gálvez y Fernando Brambila, «Agustina de Aragón», Ruinas de Zaragoza detalle, 1812.

IMÁGENES DE LA ALTERIDAD: EL «PUEBLO» DE GOYA...

Comparemos la obra de Goya con la secuencia del levantamiento del Dos de Mayo de 1808 en Madrid, creada por José Arrojo, grabada por Tomás López Enguídanos y dedicada «a la Nación Española», de cuya difusión y éxito nos dice que fueron plagiadas por José Ribelles y Alejandro Blanco (Vega, 1996: 25 y 32-33) 11. El fuerte carácter descriptivo de estas escenas y su prolija amenidad de detalles hace difícil creer que la estampa donde «pelean los patriotas contra los franceses en la Puerta del Sol» se corresponda con las cuatro primeras que citábamos de Goya y, menos aún, que visualice la narración que hizo del suceso otro grabador, Francisco de Paula Martí: El populacho español que al ver formadas por las calles las huestes francesas, y al oír el estrépito del cañón, parecía regular que se hubiese refugiado huyendo a lo más recóndito de sus hogares, ha hecho todo lo contrario, pues se ha presentado en medio del peligro, y al frente de la artillería, con una intrepidez que no tiene ejemplo igual en las historias. Pero ¿quién y con qué armas? La mayor parte son gente de lo más despreciable de la plebe, los que se llaman manolos, acompañados de un número infinito de mujeres, que son algo más terribles que los mismos hombres, y unos y otros armados con palos, con cuchillos y espadas, y algunas armas de fuego mugrientas y mal condicionadas. Éstas son las gentes y las armas con que en este día se ha hecho frente a la artillería, y las bayonetas del ejército francés 12.

Mientras Goya expresamente califica al pueblo de populacho, en las estampas de López Enguídanos y en sus copias se habla del pueblo, de los españoles o de los patriotas. En concreto, la leyenda en la que se representa la lucha en la Puerta del Sol [fig. 35] dice así: Pelean los patriotas con los franceses en la Puerta del Sol. Acometidos los franceses en este sitio por los patriotas, se traba entre éstos y aquéllos una san11 Las famosas pinturas de Goya que actualmente se conservan en el Museo del Prado se explican mejor en el contexto de esta colección que en la de Los desastres de la guerra que él mismo creó (Vega, 2004: 97). 12 El texto pertenece a la tragedia en tres compuesta por Martí, titulada «El día dos de mayo de 1808 en Madrid, y muerte heroica de Daoíz y Velarde», y representada en el Teatro del Príncipe de Madrid el 9 de julio de 1813, citado por Larraz (1988: 324). Merece la pena recordar que, según su propio testimonio, el grabador se documentó personalmente el día de los hechos ya con la idea de hacer la obra.

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grienta refriega, en que el valor y la indignación de los unos suple a la táctica y disciplina de los otros. No obstante reforzados los primeros con numerosos cuerpos de infantería y caballería que acuden de todos puntos, y con algunas piezas de artillería, tiene el pueblo que ceder a la superioridad, después de haber causado gran destrozo en el enemigo. Los franceses para satisfacer su cobarde venganza asesinan un número considerable de personas de todas clases y estados, que con el fin de huir del tumulto, se habían refugiado al templo del buen Suceso, cuyo sagrado recinto quedó profanado con la inocente sangre de aquellos mártires de la libertad española.

Lo mismo cabría decir en cuanto a los héroes populares. Casi desde el comienzo de la contienda se destacaron algunas hazañas con nombre propio, pensemos que del Dos de Mayo emergen las figuras de los capitanes de artillería Daoíz y Velarde. Las gestas eran difundidas oralmente, en impresos o a través de estampas. Efectivamente, con frecuencia estas últimas eran retratos, muchos de ellos sin visos de fiabilidad iconográfica, pero de gran efectividad para rememorar los hechos e inculcar la doctrina patriótica. Entre ellos cabe citar, por ejemplo, que el 21 de agosto de 1812 se ponía a la venta la primera entrega de la Colección de los retratos de los ilustres generales y jefes de partidas, defensores de la patria en la presente revolución; y el 24 de enero de 1813 se daba el prospecto de suscripción a la serie de Retratos de los héroes que se han distinguido en nuestra gloriosa revolución, cuyo primer párrafo decía así: Nada es más digno de una Nación noble y generosa que honrar de un modo permanente a los que en sus grandes revoluciones se mostraron héroes defendiéndole con su sangre y el honor y la libertad. Esta distinción, mientras vive, les sirve de estímulo para nuevos laureles que hermosean la Patria, hace pasar sus nombres más allá de la muerte, y recuerda siempre en toda edad, así las gloriosas sendas del patriotismo y la virtud, como el aprecio que merecen sus profesores a la madre común.

De todas las colecciones, la dedicada a la defensa de Zaragoza, obra de Juan Gálvez y Fernando Brambila, se puede considerar señera por la envergadura de la empresa, por la calidad de la misma desde el punto de vista de la ejecución y, en el tema que nos ocupa, por la relevancia que en ella tiene el pueblo con sus héroes y, sobre todo, con 148

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sus heroínas, transformados en nuevos y ejemplares modelos de conducta. Se da la circunstancia de que, tras ser levantado el primer Sitio en octubre de 1808, tanto estos artistas como el propio Goya acudieron a la ciudad del Ebro a la llamada del general Palafox, con el objetivo de perpetuar sus ruinas. Todos debieron abandonar precipitadamente la ciudad con motivo del segundo Sitio, pero Gálvez y Brambila, al contrario que Goya, consiguieron salvar el material documental reunido durante su estancia en el escenario de la guerra. De vuelta a Madrid, en noviembre del mismo año, comenzaron a grabar las láminas, labor que se vio interrumpida por la segunda ocupación de la capital por los franceses, razón por la que ambos artistas decidieron marcharse a Cádiz, donde la Academia de Bellas Artes de esta ciudad tomó bajo su protección el proyecto de edición que finalmente se hizo en 1812. La colección constaba de 36 estampas de diferentes tamaños: [...] doce grandes de a pliego, representan el estrago causado por las bombas en los principales edificios de la ciudad; otras doce medianas, ruinas de diferente género y diversos encuentros interesantes; en fin, doce más pequeñas serán retratos de los patriotas más señalados en aquella defensa, sacados del natural, con el traje y armas que heroicamente usaban, y puestos en acción en las lances que más nombre les dieron.

En todas ellas de nuevo nos encontramos con el pueblo y no con el populacho. Por ejemplo, en la «Batería de la Puerta del Carmen» [fig. 36], «donde fueron siempre rechazados los franceses» y «fue muerto el valiente patriota Romeo que la mandaba», vemos involucrados en la defensa de la ciudad a hombres y mujeres de todas las clases sociales, y decorosamente representados. La composición se organiza de modo que simultáneamente se nos muestran los diferentes momentos que implica la acción: la lucha en primera línea a la izquierda, el espanto y la atención de los heridos en el centro, el avituallamiento y esos pocos momentos de descanso para la conversación a la derecha. Pero más elocuente que esta imagen del pueblo es la selección que se hizo en las doce estampas pequeñas con los retratos de los patriotas. En cuanto a los hombres sólo figura un militar, Palafox, el resto constituyen un repertorio de lo que se consideraba el pueblo: un volunta149

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rio venido de otros frentes, Tadeo Ubón; un beneficiado, Santiago Sas, autor de la Historia abreviada de los Reyes de Aragón, «que murió envuelto en las ruinas de su patria»; un comerciante, Felipe San Clemente y Romeu, individuo de la Junta Suprema de Aragón; un fabricante de ropas de seda, Miguel Salamero, de cuarenta y ocho años; un carpintero, José de la Hera, de setenta y seis años; y dos labradores honrados, Jorge Ibor y Casamayor, «el tío Jorge», que se señaló «por la exaltación de su patriotismo y por la entereza de su carácter» que murió a consecuencia de la lucha a la edad de cincuenta y dos años, y Mariano Cerezo que también murió por este motivo a los sesenta y cinco. A pesar de ser menor en número, más interesante resulta la galería de heroínas, ya que es la más numerosa que conservamos posiblemente porque la participación femenina en la lucha no estuvo exenta de polémica; no debemos olvidar que las sociedades patriarcales consideraban a las mujeres como seres irracionales y pasionales, en consecuencia su participación en la guerra podía ser peligrosa, pues necesitaban el dominio atribuido a la razón masculina (Molina, 2002: 313). Así se planteaba la cuestión desde las páginas de la Gaceta de Madrid el 21 de febrero de 1810: La naturaleza las dio una fibra más exquisita, o lo que se llama mayor sensibilidad, porque las destinó para ejercer funciones de terneza y amor; y es consiguiente que el trastorno de una revolución, que equivale decir en un incendio general, el fuego haga mayores estragos en sus cabezas, más preparados que los nuestros para este género de combustión.

La participación de las mujeres en Zaragoza fue una de las gestas más celebradas de la contienda y, de aquellas hazañas, emergerá la figura en torno a la cual se construyó el modelo laico de referencia, Agustina de Aragón, convertida en mito ya en vida de ella. El proceso de diferenciación de esta última con respecto al resto de las mujeres que lucharon es representativo, y permite comprobar la necesidad que existe de plasmar las individualidades tanto en el relato histórico, como en el imaginario colectivo. De hecho, se partió de una hazaña colectiva y así se entendió en algún momento, pues entre las estampas que se publicaron conservamos la dedicada a la «¡Gloria inmortal a las nobles y esforzadas aragonesas!» [fig. 37] en cuya leyenda se dice: 150

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Fue tal el Heroísmo de las Matronas Aragonesas que, tomando las armas, se incorporaron con sus valerosos compatriotas, permaneciendo una de ellas dando fuego a un cañón repetidas veces con la mayor bizarría.

En las Ruinas de Z aragoza ya se individualiza a algunas pues son cuatro las mujeres retratadas: María Consolación Azlor Villavicencio, condesa de Bureta «infatigable y exaltada patriota» que además de «llevar provisiones a los combatientes y socorrer a los heridos» despreciando el fuego y el peligro, el 4 de agosto de 1808 «formó dos baterías en la calle, y los esperó [a los franceses] resuelta a hacerles fuego hasta morir» [fig. 38]; Casta Álvarez que «armada con una bayoneta a manera de lanza» animaba a los patriotas y los guiaba [fig. 39]; María Agustín, mujer intrépida que salió al campo «con un capacho de cartuchos» y «un cántaro de aguardiente» [fig. 40]; y Agustina de Aragón. En definitiva, esta galería femenina mostraba las diferentes acciones en las que se habían señalado las aragonesas: la que levantó la barricada, la que empleó la bayoneta, la que socorrió a los hombres y la que cebó el cañón. Mientras la primera, probablemente por ser miembro de la nobleza, no mereció reconocimiento alguno, las tres restantes fueron condecoradas y fueron dotadas con una pensión. Pero, de todas ellas, pronto destacó Agustina de Aragón, «conocida generalmente con el nombre de La Artillera» [fig. 41], según se lee en la estampa cuya leyenda continúa: En el ataque del 4 de Julio cuando los Franceses embistieron furiosamente a la batería del Portillo, Agustina, viendo caer muertos o heridos a todos los que la servían, trepa denodadamente por encima de los cadáveres, coge la mecha de manos de uno que acababa de expirar y la aplica a un Cañón de 24, jurando no desampararle mientras durase el sitio. Este heroico ejemplo alentó a los Patriotas que corrieron a la batería y rechazaron de ella a los enemigos. La heroína fue condecorada con un escudo de honor y con la insignia de Oficial.

El levantamiento del Dos de Mayo en Madrid y los sitios de Zaragoza son los dos sucesos donde claramente se manifestó el heroico pueblo español, y ahí es donde se le reconoce tanto de manera colectiva como en sus héroes: Daoíz y Velarde, por un lado, Agustina de Aragón, por otro. Esto se debe, no sólo a que, desde que tuvieron lugar, 151

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en ellos se basaron la esperanza y el entusiasmo de la lucha, sino también a que la documentación visual con toda su retórica compositiva y textual es la que alimentó a los constructores de la historia, desde el conde de Toreno hasta Ramón de Mesonero Romanos, y en este proceso la genialidad de Goya estuvo completamente al margen, pues sus imágenes nadie las conocía: la colección de estampas y sus dibujos preparatorios dormían el sueño de los justos guardados en cajas en la Quinta del Sordo (Carrete Parrondo, 1979), y los grandes lienzos sobre las jornadas del 2 y 3 de mayo en Madrid vivían silenciados en los almacenes del Museo del Prado pues, desde su inauguración en 1819, «la imagen de Goya que el Museo Real quería mostrar era la de Goya retratista oficial de la corte» (Moreno de las Heras 1997: 13). Como explica Pita Andrade (1989), mediado el siglo XIX, el 24 de noviembre de 1854, un periodista se dolía desde las páginas del periódico La Nación de que las dos pinturas no salieran «de la oscura cárcel a que los tiene condenados el actual director del Museo de pinturas». Éste no era otro que José de Madrazo, el paladín del neoclasicismo académico, quien ante la queja dio la siguiente respuesta en el mismo diario el 1 de diciembre: [...] dichos cuadros del Dos de Mayo no son seguramente los que han inmortalizado su nombre, ni deben considerarse más que unos bosquejos hechos de pura práctica; por lo que se hayan distantes de aquel mérito artístico que tanto le distingue en muchas otras obras en las que actuó con Gloria... deseo que la corona que ciñe la venerable frente del ilustre pintor conserve todo su brillo sin necesidad de añadirle otras hojas que destruyan su resplandeciente armonía 13.

En cuanto a las estampas, es relevante tener en cuenta que no se conservó el título que originariamente le dio Goya —«Fatales consecuencias de la sangrienta guerra de España contra Napoleón y otros caprichos enfáticos»—, en un intento de distanciar la colección de los sucesos históricos e insertarla en el devenir de la práctica del grabado en España, en un momento crucial en lo que se refiere a la construcción de la historia de este arte en nuestro país y la renovación de su 13 Por otro lado, los dos grandes constructores de la imagen romántica de Goya en que las señas de identidad de los españoles es una constante, Matheron y Gautier, sólo vieron Los fusilamientos del 3 de mayo.

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práctica artística con planteamientos plenamente contemporáneos, es decir, su exclusiva utilización como medio expresivo una vez que las nuevas técnicas fotográficas le habían superado como medio de reproducción. De ahí que los académicos responsables de preparar la primera edición buscaran un título con vinculaciones historicistas —Los desastres de la guerra inmediatamente recuerdan Las miserias de la guerra de Jacques Callot aunque no sea mucho lo que tienen en común (Vega, 2001)—, y trataran de poner sordina visual al dramatismo, la violencia, la crueldad y el fanatismo con los que Goya representó los hechos (Vega, 1994). En definitiva, hasta 1863, fecha de la primera edición de las estampas, y hasta la Revolución de septiembre de 1868, que supuso la nacionalización del Real Museo de Pintura, el pueblo español que creó Goya no existió. No obstante, tras ver la luz, el proceso de asimilación se puede definir como uniformemente acelerado una vez que se aplicó a la obra de Goya el discurso que previamente se había construido —ya en el artículo de Arturo Mélida (1863) dando a conocer la primera edición, en la estampa 7 [fig. 29] se veía a la mismísima Agustina de Aragón y no a las matronas [fig. 37]—. Pero la consagración tuvo lugar más de un siglo después por el paralelismo que se estableció entre la guerra contra Napoleón y la Guerra Civil de 1936 con la correspondiente relectura visual y textual de su obra.

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IMÁGENES DE LA ALTERIDAD: EL «PUEBLO» DE GOYA...

Fig. 13. Bartolomé Sureda, «Descripción de la prensa hidráulica del señor Bramack», en Juan López Peñalver, Descripción de las máquinas de más general utilidad que hay en el Real Gabinete de ellas, establecido en el Buen Retiro, Madrid, Imprenta Real, 1798. Biblioteca Nacional, Madrid. Fig. 14. «Demostración del proceso de la tintura, lámina 2», en Luis Fernández, Tratado instructivo y práctico sobre el arte de la tintura, Madrid, Imprenta de B. Román, 1788. Biblioteca Nacional, Madrid. Fig. 15. Antonio Carnicero, «Escena de pescadores valencianos», c. 1802. Con el patrocinio de la Fundación Lázaro Galdiano, Madrid. Fig. 16. Zacarías González Velázquez, San Francisco reparando la capilla de san Damián, c. 1787. Con el patrocinio de la Fundación Lázaro Galdiano, Madrid. Fig. 17. Francisco de Goya, La era o El verano, c. 1786. Con el patrocinio de la Fundación Lázaro Galdiano, Madrid. Fig. 18. Francisco de Goya, El aquelarre, 1798. Con el patrocinio de la Fundación Lázaro Galdiano, Madrid. Fig. 19. Francisco de Goya, «El de la rollona», Los caprichos, n. 4, 1799, Biblioteca Nacional, Madrid. Fig. 20. Francisco de Goya, «Y se le quema la casa», Los caprichos, n. 18, 1799, Biblioteca Nacional, Madrid. Fig. 21. Francisco de Goya, «No hubo remedio», Los caprichos, n. 24, 1799, Biblioteca Nacional, Madrid. Fig. 22. Francisco de Goya, «Porque fue sensible», Los caprichos, n. 32, 1799, Biblioteca Nacional, Madrid. Fig. 23. Francisco de Goya, «Lo que puede un sastre», Los caprichos, n. 52, 1799, Biblioteca Nacional, Madrid. Fig. 24. Salvador Mayol y Juan Masferrer, Levantamiento simultáneo de las provincias de España contra Napoleón, c. 1813, Biblioteca Nacional, Madrid. Fig. 25. Francisco de Goya, «Con razón o sin ella», Los desastres de la guerra, n. 2, prueba de estado, Biblioteca Nacional, Madrid. Fig. 26. Francisco de Goya, «Lo mismo», Los desastres de la guerra, n. 3, prueba de estado, British Museum, Londres. Fig. 27. Francisco de Goya, «Las mujeres dan valor», Los desastres de la guerra, n. 4, prueba de estado, British Museum, Londres. Fig. 28. Francisco de Goya, «Y son fieras», Los desastres de la guerra, n. 5, prueba de estado, Biblioteca Nacional, Madrid. Fig. 29. Francisco de Goya, «Qué valor!», Los desastres de la guerra, n. 7, prueba de estado, Biblioteca Nacional, Madrid. Fig. 30. Francisco de Goya, «Y no hay remedio», Los desastres de la guerra, n. 15, prueba de estado, Biblioteca Nacional, Madrid. Fig. 31. Francisco de Goya, «Esto es peor», Los desastres de la guerra, n. 37, prueba de estado, British Museum, Londres. 157

ÁLVARO MOLINA Y JESUSA VEGA

Fig. 32. Francisco de Goya, «¡Grande hazaña!, ¡con muertos!», Los desastres de la guerra, n. 39, prueba de estado, British Museum, Londres. Fig. 33. Francisco de Goya, «Populacho», Los desastres de la guerra, n. 28, prueba de estado, British Museum, Londres. Fig. 34. Francisco de Goya, «Extraña devoción», Los desastres de la guerra, n. 66, prueba de estado, British Museum, Londres. Fig. 35. José Ribelles y Alejandro Blanco, «Dos de Mayo de 1808 en la Puerta del Sol», Museo de Historia de Madrid. Fig. 36. Juan Gálvez y Fernando Brambila, «Batería de la Puerta del Carmen», Ruinas de aZragoza , 1812, con el patrocinio de la Fundación Lázaro Galdiano, Madrid. Fig. 37. «¡Gloria inmortal a las nobles y esforzadas aragonesas!», Biblioteca Nacional, Madrid. Fig. 38. Juan Gálvez y Fernando Brambila, «María Consolación Azlor Villavicencio», Ruinas de Z aragoza , 1812, Biblioteca Nacional, Madrid. Fig. 39. Juan Gálvez y Fernando Brambila, «Casta Álvarez», Ruinas de aZragoza, 1812, Biblioteca Nacional, Madrid. Fig. 40. Juan Gálvez y Fernando Brambila, «María Agustín», Ruinas de aZragoza, 1812, Biblioteca Nacional, Madrid. Fig. 41. Juan Gálvez y Fernando Brambila, «Agustina de Aragón», Ruinas de aragoza , 1812, Biblioteca Nacional, Madrid. Z

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7. DEL PUEBLO HEROICO AL PUEBLO RESISTENTE. LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LA LITERATURA (1808-1939) RAQUEL SÁNCHEZ GARCÍA *

La Guerra de la Independencia ha estado siempre presente en la literatura española. Su uso político, propagandístico o meramente estético era una tentación demasiado fuerte como para dejar de lado un acontecimiento de tal magnitud. Dentro de los recuerdos a batallas, sitios, héroes y venganzas ha habido en la mayoría de las ocasiones un hueco para el pueblo. Protagonista estelar o telón de fondo, el pueblo aparece y desaparece como agente político, como comunidad tradicional, como nación en lucha, etc. La imagen que nuestros literatos han dibujado de su papel en la Guerra de la Independencia esconde una pluralidad de formas de explicar la historia contemporánea de España a un público amplio, como es el de lectores de novelas o el de espectadores de teatro. Se trata de un público común, cuya recepción del relato literario construye a su vez una interpretación colectiva de ese pasado. Un pasado con dos ingredientes principales: la gesta de la independencia y el nacimiento de la España liberal. Sin embargo, como se verá a lo largo de estas páginas, es el primero el que orienta las versiones más difundidas, incluso en la obra de quien dedicó más tiempo a ello, Galdós, estudiado en otro capítulo de este libro.

I. PUEBLO HEROICO Y PATRIOTA: LA LITERATURA DURANTE LA GUERRA

El pueblo se ha manifestado en la guerra. Se trata de un pueblo heroico que se levanta contra el invasor francés, al que se le designa con los * Profesora de Historia Contemporánea, Universidad Complutense de Madrid. 159

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peores apelativos posibles. Al francés agresor, que no es pueblo, se le califica de perro, judío, traidor, revolucionario y, sobre todo, ateo. El español, que sí es pueblo, se ofrece a los ojos ajenos como franco, leal, valeroso, cristiano. Toda la literatura de combate, en forma de poema o de obra teatral, juega con esa dualidad de caracteres que parecen enfrentarse en la guerra. Se trata de una guerra que adquiere a veces perfiles de guerra santa, pues quienes combaten representan dos mundos: el mundo del bien, que es el mundo cristiano (los españoles) y el mundo del mal, que es el mundo ateo (los franceses). En El dos de mayo de 1808 en Madrid y muerte heroica de Daoíz y Velarde, de Francisco de Paula Martí, se observa ese esquema maniqueo, con no pocas dosis de xenofobia. Sin embargo, esta obra también nos permite contemplar al pueblo en acción. El pueblo que describe Martí es la verdadera fuerza social, la unión de todas las capas sociales en el combate contra el extranjero, y en especial el pueblo bajo de manolos y manolas. Un pueblo desconocido para la posteridad, como el personaje principal, Sebastián, pero determinante para la victoria. Comparten, pues, protagonismo, los héroes recordados como Daoíz y Velarde, y los héroes olvidados. La novela, sin salirse de este marco de referencias, permite un margen mayor para puntualizar y desarrollar los esquemas más rígidos que ofrecen otras formas de expresión. Un buen ejemplo es la que en 1813 Pablo Rincón publicó en Valencia: El héroe y las heroínas de Montellano. Memoria patriótica. Rincón escribió una obra en la que el pueblo es heroico porque es patriota; porque defiende su patria, es decir, su tierra y la vida de sus gentes; porque eso constituye su deber. Resulta interesante comprobar cómo la noción del deber patriótico se sobrepone a otras como la fidelidad al rey o a la religión. No por nada, el autor deja caer, como de soslayo, comentarios del siguiente tipo: «¡que pueda tanto un mal gobierno!», «¡que pueda tanto la imbecilidad de un Rey mal aconsejado!». La novela fue publicada en la guerra —1813—, lo que tiene un interés especial, pues el relato está elaborado en plena conflagración y denota claramente la autoría de alguien que, por encima de las fidelidades tradicionales, cree percibir el valor de un personaje hasta ahora ocultado por los relatos acerca de los grandes protagonistas. Ante la ineptitud de éstos y en un momento crítico como la potencial pérdida de la patria, Rincón nos narra las ac160

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ciones del único elemento que parece reaccionar en tan difíciles circunstancias: el pueblo. Para ello, elabora un discurso en el que convierte en héroe al pueblo personificado en Francisco Romero, protagonista de la novela. Recreándose al hacer un paralelismo con las gestas de los grandes capitanes del pasado, el autor presenta el relato como un hecho legendario, conocido por todos, del que algunos pueden dudar por los elementos extraordinarios que contiene, de ahí que él se considere obligado a constatar por escrito la veracidad de los sucesos ocurridos en el pueblo de Montellano. Inserto en un mundo que idealiza la letra escrita como fuente de toda verdad (al igual que los textos sagrados), el autor traslada la oralidad de una narración popular con visos de verosimilitud al libro para fijar el relato, otorgándose el papel de cronista y mostrándonos, al desempeñarlo, sus ideas y apreciaciones. El objetivo es que la posteridad conozca la leyenda de un hombre del pueblo cuya hazaña fue «hacer frente solo Romero a todo un ejército, y resolverse a perecer en las llamas con toda su familia con rasgos de una heroicidad tan sublime» (Rincón, 1813: 3). El autor parece reivindicar la fuerza del hombre común, «hombre no menos distinguido por sus virtudes y su instrucción que por su cuna», que se alza como ejemplo moral ante la negligencia de aquellos a quienes las leyes tenían destinado el mando de la gente corriente y consagrada la superioridad social. Francisco Romero es modelo de españoles y de virtud; ejemplo para sus compatriotas y, sobre todo, modelo para sus hijos. La idea se repite con insistencia: la autoridad de un padre viene dada por su capacidad para enseñar con su comportamiento. Como si se tratara de una cascada, el ejemplo moral de unos sirve de espejo a los demás. Ésa es la forma en la que se construyen los pueblos heroicos y valientes, capaces de hacer frente a los mayores desafíos. Al demostrar Romero su valor ante su descendencia, ésta reacciona y va al frente con el mismo espíritu de lucha. Cuando muere uno de los hijos, la familia considera que ha sido por la mejor de las causas: la patria (y no la defensa del rey). Es la patria, por tanto, el ideal que mueve el espíritu de este individuo del pueblo al que, poco a poco, el autor va dotando de perfiles heroicos, en una línea ascendente hacia lo sublime muy propia del romanticismo, que terminará con una muerte plenamente adecuada a 161

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las circunstancias que se nos están narrando. La supeditación de los intereses particulares al ideal patriótico, propia de las grandes almas, contribuye a reforzar el carácter modélico del personaje protagonista. Francisco Romero es un hombre del pueblo, pero no un jornalero, sino un pequeño hacendado rural que por su trabajo ha logrado un bienestar que le diferencia de aquel que depende de otro para obtener el sustento. Romero, por tanto, no representa a un aventurero insensato, sino a un «ciudadano» comprometido. Será precisamente ese compromiso lo que contribuya a reforzar su personalidad de héroe. Se trata de un héroe cívico, cuya posición social, algo más elevada que la de sus paisanos, le obliga a mostrarse como ejemplo que hay que seguir por sus vecinos, pues es ahí, en la firmeza y en el valor, donde se muestra la superioridad de unas personas sobre otras. El carácter modélico del personaje se extiende también a su familia. Ya el título de la novela lo anuncia: «héroe y heroínas de Montellano». El héroe se hace colectivo al participar toda la familia en los actos de lucha contra el francés. La mujer de Romero, versión femenina de él, sostiene las mismas ideas de sacrificio y de resignación ante la muerte gloriosa del hijo en la guerra. En el momento final de la novela, cuando Romero, su mujer y sus hijas se hallan asediados en su casa, rodeados de franceses, deciden morir antes que caer en manos de los enemigos y rendirse. El pueblo heroico y patriota desprecia la vida si ésta ha de ser una vida de sumisión y de vergüenza. Es preferible perderlo todo, la hacienda, la casa, la familia y hasta la vida, si faltan los sentimientos que van asociados al mundo espiritual de la patria y la independencia. En ningún momento se habla de libertad en el sentido moderno del término. La libertad aparece siempre asociada a la independencia de la patria. Finalmente, el ejemplo moral del héroe y de las heroínas alcanza hasta a los propios franceses: «así los enemigos veneran atónitos estos mártires del heroísmo y se quedaran más tiempo parados si el temor de sus propias vidas no les volviese el movimiento» (Rincón, 1813: 166). En definitiva, se trata de un relato construido para descubrir la capacidad de acción de las gentes comunes; para demostrar que el héroe está dentro de cada uno de los individuos que conforman la patria; para impulsar a seguir resistiendo en la lucha. Se construye una imagen del héroe del pueblo, hombre y mujer, ejemplo en su reducido 162

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ámbito de influencia. Es éste un héroe del pueblo con nombre y apellidos, no un pueblo heroico pero indiferenciado, como aparecerá posteriormente; un hombre desconocido en los anales de la historia, pero famoso en la historia popular y legendaria de la pequeña comunidad en la que vivió y a la que contribuyó a liberar.

II. PUEBLO INVISIBLE Y ANÓNIMO: VERSIONES CONSERVADORAS DE LA GUERRA

Los años posteriores a la guerra conocen pocas alusiones al pueblo como agente de liberación. En las poesías de esta época analizadas por C. Demange se observa cómo se priman las fidelidades tradicionales frente a cualquier otro componente (Demange, 2004: 52). Tal perspectiva no desaparece cuando en la década de los treinta los vientos liberales circulan con más desahogo por España, pues persiste en autores que se hallan cercanos al tradicionalismo, como Casilda Cañas de Cervantes. Se forja entonces una visión del pueblo como paisaje de fondo de las luchas heroicas de los protagonistas. La imagen de «pueblo invisible» será retomada después por el conservadurismo que, desde su propia interpretación, no puede obviar el lugar del pueblo en la epopeya, pero le adjudica un papel secundario, oscuro, casi subsidiario. En 1833 se publicó una novela cuya autora, la citada Casilda Cañas de Cervantes, pretendía dar un aire épico a su narración de la Guerra de la Independencia. Su título es La española misteriosa y el ilustre aventurero, o sea, Orval y Nonui. Esta novela traslada al papel el concepto de «pueblo tradicional». Si el pueblo tuviese algún papel activo, se le podría incluso aplicar el término de «tradicionalista», por lo que implica de capacidad para la acción. Pero no es así. El pueblo que nos presenta Casilda Cañas es un pueblo inmutable a lo largo del tiempo, que mantiene todas sus características intactas desde épocas antiguas. Los españoles que luchan contra los franceses son los que «descienden de Viriato y de Sertorio, los imitadores del gran Pelayo». Su carácter ha permanecido inalterable con el pasar de los siglos, independientemente de las transformaciones políticas, sociales y religio163

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sas que se hayan podido producir en la península. El pueblo español es, pues, una realidad preexistente. ¿Qué características tiene ese pueblo invariable? Desde luego, su adscripción a la monarquía del rey Fernando VII, por quien ha ido a luchar. A ello se añade, como el otro gran pilar que sustenta el carácter español, la religión católica, pues según dice la autora: «la religión en este país es como una segunda naturaleza». Hasta tal punto de que «aunque sean muy infractores de la moral, son sumamente adictos a la fe». Se trata, por tanto, de un pueblo extremado en su fervor, pero no profundamente religioso; de un pueblo supersticioso, mas no espiritual. No aparecen en el libro de Casilda Cañas las apelaciones a la ejemplaridad moral y cívica que se vieron en el libro de Pablo Rincón. La única moral que se concibe es la moral religiosa, por otra parte, poco practicada por los españoles, como apunta la propia novelista. Es éste, además, un pueblo invisible. La autora convierte en héroes de la novela a dos personajes que representan los símbolos de la unión y el valor, que subsumen los elementos con los que han contado los españoles para ganar todas las batallas por su independencia, pues si algo se halla por encima de toda duda para la autora es el deseo de independencia de los españoles: «Todo español de buenos sentimientos era en su interior por lo menos mortal enemigo de la esclavitud». Unión (el personaje femenino Nonui) y Valor (el personaje masculino Orval) son dos símbolos, no del pueblo español, sino de lo que se necesita para vencer, de lo que ha servido para vencer históricamente. El pueblo como tal se convierte en un telón de fondo de las aventuras de los diversos personajes-símbolo que aparecen por la novela. El pueblo queda diluido en un conjunto de tradiciones históricas. Cuando se hace referencia a la nación, en ningún momento se apela a la nación de ciudadanos en sentido moderno, sino a una comunidad de tradiciones en la que el individuo particular no existe más que en relación con los demás. De ahí que nos encontremos ante un texto sumamente significativo, considerando además la fecha de su publicación: 1833. Esta fecha marca el inicio de la primera guerra carlista, y supone el momento en que la autora parece demandar la unión de los españoles sobre la base de la comunidad de tradiciones, dejando de lado toda la perniciosa influencia francesa que ha hecho tanto daño a un pueblo cuyos referentes son: «Viva el Rey, Viva España y Viva la Religión». 164

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La versión más extendida de pueblo en la literatura sentimental y en la poesía del siglo XIX es la conservadora, tanto por la abundancia de su publicística como por el control político que el partido moderado mantuvo durante buena parte del reinado de Isabel II. La literatura conservadora creará un relato acerca del pueblo como referente último de la resistencia frente al francés: el pueblo español en la búsqueda de su independencia, base del estado liberal, origen de la representación parlamentaria. Activo en la lucha, pero no en la política. Base del estado; pero no agente de participación; pueblo que simboliza a España en su desenvolvimiento histórico, pero del que no se espera otro tipo de papel dinámico. Se trata de un pueblo que sirve de decorado de las gestas históricas, pero es anónimo. Y es anónimo porque se diluye en un conjunto de individuos en el que ninguno destaca. No puede destacar nadie porque el pueblo es ignorante: como tal pueblo no sabe cuáles son las necesidades superiores de la patria. Ha de contarse con su fuerza, que legitima el derecho a luchar por la independencia, pero no con sus decisiones, porque es incapaz de tenerlas. El mismo argumento que justifica el sufragio censitario sirve para excluirle del protagonismo de la historia. Este pueblo inexperto necesita un guía que oriente su camino. Un guía que además simbolice la resistencia. Un guía que personifique el heroísmo. Un héroe que ya no es ese pueblo, ni siquiera el héroe de la pequeña comunidad. Se trata de un hombre (o mujer) único, excepcional, extraordinario. Otro elemento clave para entender la interpretación conservadora del pueblo en lucha es su cuidadosa atención a separar muy bien lo que es pueblo de lo que es masa, es decir, a esclarecer la pluralidad semántica del concepto (Fuentes, 2000). El pueblo en acción, el pueblo movilizado es la masa. Habría que recordar que ya ha tenido lugar la Revolución de 1848 y que el pueblo concienciado se presenta como una potencial amenaza a la estabilidad social y al orden burgués. La versión conservadora del «pueblo» se encuentra, pues, con el gran desafío de apelar a él, ya que al fin y al cabo él fue el protagonista de los hechos de mayo de 1808, y a la vez de despolitizarlo. Para ello no le queda otro camino que recordar viejos argumentos tradicionalistas y comunitaristas acerca del pueblo como entidad histórica, con una esencia inmutable a lo largo de los tiempos, que en este caso se manifiesta como «sabiduría» ancestral (que nunca es política) y que se apli165

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ca a la búsqueda de la moderación y el orden. Así, en El sitio de aZragoza, Manuel Vázquez Taboada escribe: «Mas el pueblo, que juzgaba de las cosas y de las situaciones con verdadero y acertado criterio, y que no se hallaba muy dispuesto a malgastar su tiempo en inútiles contemplaciones, ni en atender a vanas palabras...» (Vázquez Taboada, 1867: 11). Son muchas las publicaciones que reproducen estas ideas. En la mayoría de los casos se trata de folletines con enredosos argumentos en los que se mezclan las apelaciones patrióticas con el entretenimiento. Una de ellas narra los avatares de un joven vasco en Madrid. La novela, titulada Damián el monaguillo. Episodio de la Guerra de la Independencia, de José María de Goizueta, presenta una versión bastante conservadora, rozando el tradicionalismo, en la que su autor se enfrenta con la reacción popular, que parece fascinarle, a la vez que la rechaza de plano. El episodio es una anécdota en el seno de una novela farragosa sobre los amoríos y aventuras de los personajes, pero tiene su interés porque el autor incide en la situación de la corte de forma muy negativa. El pueblo al que se enfrenta el protagonista es el pueblo urbano, Madrid, en concreto. Hay que hacer notar que, en un sentido que recuerda completamente al viejo «menosprecio de corte y alabanza de aldea», el autor exalta la pureza de los caracteres de su tierra frente a la hipocresía, suciedad y miseria de la ciudad, de la corte. Llegado a ella a principios de mayo, el protagonista se enfrenta por primera vez con el pueblo, con un pueblo urbano que es denominado de distintas formas: plebe, populacho, muchedumbre, multitud, masa. Ese pueblo urbano que «no parecía obedecer más que a su propio instinto» se veía atrapado por la cólera y por «vientos de indignación» ante los rumores de marcha de los infantes. El autor, que no puede sino simpatizar con la reacción popular en defensa de la familia real, se halla a la vez espantado por la capacidad de movilización de ese «monstruo» informe cuyo comportamiento colectivo describe como si fuera un especialista interesado en los movimientos sociales. Narra con habilidad los momentos previos al levantamiento en los barrios bajos, de su silencio tenso, similar «en su ruido siniestro y misteriosos movimientos a los bosques vírgenes de América momentos antes de estallar los furiosos huracanes». El pueblo resulta amenazador porque es imprevisible, como un animal, se mueve por sus 166

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instintos, aunque sea por la mejor de las causas. Poco después continúa describiendo el comportamiento de esa masa informe al decirnos que se formaban «corrillos, y se deshacían sin objeto ni causa alguna: muchos de los concurrentes no conocían a los que estaban a su lado, y sin embargo, hablábanse mutuamente sin rebozo alguno acerca de los acontecimientos que se preparaban» (Goizueta, 1857: 511). El proceso de «animalización» y «barbarización» del pueblo continúa, pues. El pueblo no espera a que alguien le diga lo que pasa, es el rumor lo que le mueve; por otra parte, la mezcla y la conversación entre desconocidos ofrecen una prueba más de la inexistencia entre ellos de las normas mínimas de civilización y urbanidad. Además, este pueblo informe no tiene nombres, sino apodos: el tío Carcoma, el tío Chato. Y si tiene nombres, se trata de nombres genéricos como Maruja, común a muchas mujeres, que designa a todo el colectivo de la mujer popular, sin entrar en diferenciaciones. No existe el apellido porque no existe el linaje ni la reputación entre el pueblo. Finalmente, cuando la masa se halla lo suficientemente crispada, salta como una fiera: «Las masas, que cuando están sobreexcitadas no necesitan más que un ligero impulso para arrojarse a empresas atrevidas y desesperadas, obedecieron esta vez al grito del muchacho encaramado en los intercolumnios, que chilló con toda la fuerza de sus pulmones» (Goizueta, 1857: 515). De modo más suave en la forma, que no en el fondo, se pronunciaron otros autores conservadores. Su imagen del pueblo, sobre todo del pueblo urbano, no deja de ser la de un ente amenazador, impredecible, que ha de ser controlado para no caer en la barbarie de la incivilización. Sin embargo, hay distintas formas de verlo. Una de ellas es la de Pedro Antonio de Alarcón que, a partir de los años cincuenta, comenzó a publicar en la prensa una serie de cuentos sobre diversos temas, algunos de ellos ambientados en la Guerra de la Independencia, cuentos que tuvieron gran éxito y que más adelante, en 1881, fueron publicados en forma de libro, pasados por el tamiz de su conversión al conservadurismo. El carbonero alcalde, El afrancesado, V ¡ iva el Papa! , El extranjero y El ángel de la guarda son los más conocidos de entre ellos. Alarcón, en su contraste con la ciudad, habla sobre todo del pueblo rural, campesino, un pueblo que guarda aún las esencias del ser hispano «gentes del país, sobrias siempre a fuer de semiafricanas». Este pueblo no es «masa» ni adquiere las características de animalidad 167

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que se han podido ver en Goizueta porque se desenvuelve en entornos poco urbanizados, donde los hombres no se funden en esa entidad superior que es la masa, y que no es la suma de individuos, sino un peligroso y novedoso engendro social. Este «buen» pueblo es anónimo, capitaneado a veces por algún alcalde valeroso (porque el pueblo necesita guías), pero sin afán de salir de su estado social. Se caracteriza por su carácter monárquico y religioso y muestra su valor ante el extranjero, que siempre resulta moralmente censurable porque ataca a los más débiles. En los cuentos de Alarcón el pueblo se define por su violento contraste con el extranjero, con el francés. Como en tantos autores contemporáneos, el único pueblo que hay es el español. Los franceses son soldados, son revolucionarios, pero nunca son pueblo, porque han perdido los lazos comunitarios que les unían. La animalización les alcanza aquí a ellos por la barbarie de su comportamiento. Por tanto, no hay nada más aberrante que un afrancesado porque un afrancesado es un traidor. Tras narrar los actos sanguinarios cometidos por los soldados napoleónicos, un personaje de El ángel de la guarda grita: «¡Era un afrancesado..., señor cura! ¡Era un español quien nos perdía!» (Alarcón, 1881: 105). El extranjero es uno de los cuentos más conocidos de Alarcón y en él se narra la historia de un soldado polaco de las tropas napoleónicas que cae en manos de dos españoles cuya conducta moral deja mucho que desear. El relato tiene un interés añadido, pues el propio autor advierte de que por encima de la victoria está la humanidad, entendida como cristiandad: «... vamos a narrar hoy un hecho que, sin entibiar en el corazón el amor a la patria, fortifica otro sentimiento no menos sublime y profundamente cristiano: el amor a nuestro prójimo; sentimiento que, si por congénita desventura de la humana especie, ha de transigir con la dura ley de la guerra, puede y debe resplandecer cuando el enemigo está humillado» (Alarcón, 1881: 76). Resulta interesante constatar cómo el autor trata de caracterizar al pueblo primero como cristiano, y después como español: «¡Sí; porque vosotros sois hombres antes que españoles, y este polaco es un hombre, un hermano vuestro!». Tal vez para suavizar el argumento, el autor decidiera que el soldado herido fuera un polaco, que al fin y al cabo era católico, pues, como se ha dicho, la demonización se aplica especialmente al francés, que es ateo. 168

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Lo más habitual entre los autores conservadores se halla en la construcción de una imagen del pueblo que, como ya se dijo antes, es protagonista del proceso histórico, pero que necesita ser guiado por unos líderes conocedores del verdadero camino que hay que seguir. En el caso de las novelas y en general de la literatura que aquí se analiza, esos líderes son soldados. Daoíz, Velarde, en menos ocasiones Ruiz o Palafox. Disponemos de una imagen de este último en pleno Sitio de Zaragoza levantando la moral desfallecida del pueblo en la que aparecen todos los símbolos que se reúnen en la apelación al pueblo. Se trata de la mencionada novela de Vázquez Taboada, El sitio de aZragoza : «El general Palafox, con la cabeza descubierta, una espada en la mano, y el pendón de la Virgen del Pilar en otra, recorría las calles de la ciudad exhortando a los zaragozanos a que no desmayasen, y que confiaran en la protección de su excelsa patrona, por quien tanta veneración sentían» (Vázquez Taboada, 1867: 329). La imagen, casi pictórica, describe muy a las claras el concepto moderado del pueblo: los zaragozanos siguen al líder que sabe que el camino para la victoria es la tenacidad, un pueblo que necesita que se lo recuerde uno de sus líderes naturales, es decir, un militar que se sirve de símbolos religiosos para activar esa conciencia de resistencia. El pendón de la Virgen del Pilar se convierte así en el sustituto de la bandera roja que hace poco se ha visto tremolar en Europa. Se trata de un símbolo tradicional, que remite a filiaciones ancestrales, más poderosas que la racionalidad de los amigos de la subversión, otorgando a la batalla un sentido providencialista y casi épico. De este modo, el combate contra el francés adquiere las dimensiones que pretende la ideología conservadora: la lucha del pueblo guiada por los héroes y protegida por la religión. El pueblo, por sí solo, nunca hubiera conseguido la liberación de los enemigos, pero tampoco los héroes. Todos son, por tanto, necesarios, aunque cada uno en su lugar. El héroe es personaje visible; el pueblo es telón de fondo, protagonista invisible. Con más precisión se describe al héroe en novelas que lo focalizan en una persona concreta, recurso ya explorado en una obra de 1832 titulada Teodora, heroína de Aragón. Una de las más precisas al respecto es la escrita por Carlota Cobo en homenaje a su madre Agustina de Aragón y titulada La ilustre heroína de aZragoza, o la célebre amazona en la Guerra de la Independencia (1859). Nos encontramos aquí con el 169

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interés añadido de que la protagonista es una mujer. Aunque Agustina tendrá unas características específicas, la autora pretendía poner de manifiesto la lucha sostenida por el género femenino, como parte del pueblo, que se manifiesta en la figura de su madre, que a su vez le sirve para destacar el papel desempeñado en la retaguardia tanto por esas madres, como por los niños, los religiosos y los ancianos. Se trata en esta ocasión de un pueblo diversificado, anónimo también, pero comprendido como un colectivo diverso, con pluralidad de encarnaciones, pero unido por un mismo ideal: la independencia. Todos ellos constituyen la patria: España, que como un ente único ha sido capaz de inspirar temores a Napoleón «que hasta entonces no encontrara obstáculos en su carrera». De este modo, el pueblo-España va a protagonizar una gesta única, que adquiere las características de gran epopeya ante «aquella agresión de exterminio, no vista en los anales del mundo». Al presentar la gesta española como algo extraordinario e insólito, se sobredimensiona la lucha de los españoles, pues en ninguna de estas novelas se comenta la resistencia de otros pueblos frente a los franceses, y, si se hace, jamás al mismo nivel que la lucha nacional, lo cual resulta sorprendente considerando que la campaña de Rusia tuvo una trascendencia si cabe mayor. En el prólogo de la novela, la autora pretende conectar el sentimiento patriótico que animó a los luchadores de la Guerra de la Independencia con el sentimiento patriótico de sus contemporáneos, estableciendo el hilo conductor a lo largo del tiempo que permite a un pueblo reconocerse en su pasado, en las hazañas de sus predecesores, y proyectarse hacia un futuro próximo. Así, Carlota Cobo no duda «de la brillante acogida de mis patrios hermanos», puesto que por las venas de todos corre «sangre ibérica». En este pueblo que se perpetúa en su carácter independiente a lo largo de los siglos, aparecen seres providenciales que lo guían, individuos que son capaces de situar el sentido del deber por encima de cualquier otra consideración. En la novela de Carlota Cobo no se dice nada negativo acerca del pueblo, no hay ningún comentario sobre la «masa», como en otras publicaciones conservadoras. El pueblo es «buen pueblo», en ocasiones denominado «paisanaje», cuyo sentido de identidad viene marcado por su rey, por su religión y por su identificación territorial en el seno de España. En este caso, pueblo zaragozano, con las tópicas características de tal: tenaz, orgulloso, etc. Uno 170

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de los personajes providenciales que aparecen en la novela es, por supuesto, Palafox, quien ejerce el papel de caudillo activo. El otro personaje es Agustina, cuyo cometido va más allá del caudillaje, pues se trata sobre todo de servir de ejemplo moral para el pueblo. Agustina se presenta como ser único, que en sí misma personifica la sublimación de las características más loables del pueblo español que se encarnan en algunas personas y en momentos especiales. Al describir a Agustina como personaje activo, la autora corría el peligro de que fuera contemplada como una mujer masculinizada, por lo que se vio obligada a contrarrestar los rasgos asociados tradicionalmente al hombre (valor, decisión) con los vinculados a la mujer (delicadeza, belleza). De este modo, el retrato que se obtiene de Agustina resulta bastante confuso para un lector contemporáneo y, es de sospechar, también para un lector de la época, ya que la misma Carlota Cobo señala con reiteración que Agustina era el «tipo más extraordinario que en el sexo femenino pudiera encontrarse». Hasta tal punto resalta la autora el carácter excepcional de su protagonista que, ya en el prólogo, nos dice que Agustina venía a ser una «Juana de Arco española». La asimilación resulta más que sorprendente, teniendo en cuenta que compara a la protagonista con una francesa, es decir, con el pueblo invasor, lo que acaba poniendo en duda la idiosincrasia original y valerosa de los seres providenciales españoles. En definitiva, este libro, al igual que los anteriormente analizados, contribuyen a construir una representación del pueblo en la que éste es un personaje pasivo, cuyo papel no queda bien definido, pues en ocasiones alcanza connotaciones de Antiguo Régimen (en el sentido de «buen pueblo»). Sin embargo, es necesario que aparezca, pues, evidentemente, no se le puede escamotear el heroísmo mostrado durante la guerra si se pretende que la literatura generada alrededor de esta forma de entender el mundo resulte creíble a quien va dirigida: el mismo pueblo. El expediente del que se sirven estos autores para sortear tal dificultad es reforzar el papel desempeñado por los líderes, los jefes militares, los héroes conocidos. Cuando estos héroes proceden del pueblo común (es decir, de las clases medias, y no del populacho, pues ningún héroe surge de las clases más bajas) aparecen revestidos de unas cualidades casi sobrenaturales. En cualquier caso, los héroes comandan las acciones del pueblo anónimo para la realización de la gran gesta épica. 171

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Este pueblo anónimo siempre está completamente despolitizado. Por eso es «buen pueblo». Sorprende la nula mención de la obra de las Cortes de Cádiz en estos relatos, el olvido premeditado de la construcción del liberalismo, de la que los propios moderados son herederos. En el caso de Agustina de Aragón, puede leerse cómo la protagonista viaja por distintos lugares de España, recalando en Cádiz y en Madrid y, sin embargo, no hay la menor referencia a las Cortes. Se trata, pues, de presentar una historia de la gesta patriótica como gesta nacional, y no como gesta política, en la cual el pueblo ha sido mera comparsa de una obra protagonizada por otros. Se trata, en definitiva, de un pueblo domesticado.

III. PUEBLO CONSCIENTE Y CIUDADANO: INTERPRETACIONES PROGRESISTA Y REPUBLICANA

Las versiones progresista y demócrata de los sucesos de la Guerra de la Independencia, al contrario que la anteriormente comentada, rescatan todos los elementos liberales del acontecimiento para construir un relato en el que la lucha por la libertad se convierte en el hilo conductor de unas novelas que presentan al pueblo en acción. Estas novelas progresistas suelen contener numerosas digresiones acerca de otros muchos temas más o menos relacionados con la crítica social y política, incorporadas al argumento de forma imaginativa en unas ocasiones, o forzada, en otras. La imagen progresista del pueblo comparte algunos elementos con la versión conservadora en el sentido de la distinción que también se lleva a cabo entre el pueblo y la masa, es decir, entre el comportamiento racional y el comportamiento irracional del colectivo social. Sin embargo, la descripción progresista de pueblo va teñida de referencias a la ciudadanía y a la nación, a la representación política y a la libertad, componentes que conforman una visión del pueblo que no deja de ser elitista, pero que remite a un universo más abierto y liberado de todo resabio tradicional. En algunos casos, incluso, se hace referencia explícita a la contribución física del pueblo en la lucha por la independencia. La novela El dos de mayo, del todavía liberal Juan de Ariza, es un ejemplo para172

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digmático de cómo los héroes del pueblo se acaban convirtiendo en víctimas. El autor ofrece al final del texto una lista con todos los muertos de la jornada del Dos de Mayo, lista confeccionada, según afirma, mediante la consulta de diversas obras historiográficas y el recurso a lo que ahora llamaríamos historia oral. A través de tales estrategias, el progresismo situado más a la izquierda convierte al pueblo en «pueblo mártir» frente a la actitud inoperante de la clase aristocrática y de la corte. En esta línea del rescate del pueblo se mueven obras teatrales como El 2 de mayo, de Juan de Nieva y Cayetano Suricalday y La independencia española o el 2 de mayo, de Félix Echepare y Fernando Espejo. Todas estas obras, en especial las que más se acercan al republicanismo, siguen la estela dejada por el poema de Espronceda «Al dos de mayo», en el que la exaltación del pueblo como protagonista de los acontecimientos más gloriosos de la guerra se convierte en hilo conductor del relato. El poema comienza incluso constatando este hecho: «¡Oh! ¡Es el pueblo! ¡Es el pueblo! Cual las olas / del hondo mar alborotado brama; / las esplendentes glorias españolas, / su antigua prez, su independencia aclama» (Espronceda, 2006: 243). El poeta opone el heroico comportamiento de la llamada «canalla» frente a la cobardía de reyes y corte. Reclama, además, las apelaciones a la libertad y a la independencia como los dos resortes que movilizan al pueblo en su capacidad de acción y que le conducen al martirio. Sin embargo, Espronceda finaliza su poema con amargura al poner de manifiesto cómo el pueblo heroico e independiente acabó convirtiéndose en «pueblo traicionado» por aquel por quien había luchado: «El trono que erigió vuestra bravura, / sobre huesos de héroes cimentado, / un rey ingrato, de memoria impura, / con eterno baldón, dejó manchado» (Espronceda, 2006: 246). Uno de los textos republicanos más conocidos es el de Manuel Angelón, autor de la conocida biografía Isabel II: historia de la reina de España (1867). Su novela se llamó Atrás el extranjero. Novela histórica del tiempo de la Guerra de la Independencia y se publicó en Barcelona en 1861. En ella se relatan los avatares de la lucha contra el francés en Cataluña y, aparte de diversas observaciones sociales y de la exaltación del sentir catalán apoyado en las gestas bélicas, se construye una imagen del pueblo apoyada en la idea de ciudadanía. El pueblo ciudadano como el pueblo consciente, conocedor de sus deberes y derechos, 173

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dominado por una virtud civil que no excluye otras: «porque hay deberes que en el orden de prelación son superiores a los mismos deberes de un padre; pero esto nunca probará que el que cumple como ciudadano con la patria, no deje de cumplir con los hijos» (Angelón, 1861: 275). Ya no se trata de definir la actuación de un pueblo pasivo, sino de recrear la imagen de un pueblo activo que, consciente de sí mismo y de su madurez, no necesita irremediablemente líderes naturales, sino que, poseído de una idea liberadora, reacciona ante la opresión. De esta forma, el autor explica el comportamiento de los españoles diciendo que «únicamente así se comprende que un pueblo desamparado de sus monarcas, sin autoridades regulares que le dirigiesen, sin un elemento de triunfo probable, acometiese y llevase a cabo una empresa tan gigantesca como la expulsión de los Bonapartes, preparando la tiránica caída de la víctima triste de Santa Elena» (Angelón, 1861: 294). Con más detalle se nos define al pueblo progresista en la novela de Diego López Montenegro y de Víctor Balaguer, titulada Memorias de un liberal. Fernando el Deseado (1860). La novela comienza bastante antes del estallido de la guerra, con la batalla de Trafalgar. Los autores se decantan por diferenciar al pueblo de conductas conscientes de la masa irracional, aunque la terminología utilizada no sea exactamente ésa. Se esmeran, por tanto, en separar con claridad el desorden público generado por los alborotadores del pueblo bajo con las sublevaciones del pueblo concienciado. Por lo que respecta a los primeros, nos ofrecen un ejemplo poco antes de que se produzca el motín de Aranjuez, en el que el lector ve actuar al «tipo de esos héroes de plaza pública que tantas veces debían reproducirse en las discordias intestinas que por desgracia han agitado a nuestra patria» (López-Balaguer, 1860: 369). Este personaje presenta similitudes con otros ya conocidos y elaborados por la versión conservadora. Se llama «el tío Sansón», es decir, un miembro indeterminado del pueblo, un menestral cualquiera, cuya influencia en la masa se debe a «su hercúlea fuerza». Sin embargo, este populacho ignorante y harapiento se transforma en pueblo cuando actúa movido por las grandes ideas, por ejemplo, durante el Dos de Mayo de 1808 en Madrid. Cuando se ha producido esta transformación, el pueblo se ha elevado en la consideración moral de los autores y aparece al lado de otros grupos sociales, entre ellos los 174

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«representantes de esa clase media que en las ciudades populares ejercen influencia y tiene cierto aspecto aristocrático» (López-Balaguer, 1860: 429-430). En su lucha por la independencia, el pueblo ocupa las calles. No cabe en la novela ningún resquicio a la sospecha cuando se produce la invasión masiva del espacio público por parte del pueblo, pues se mueve por la causa más elevada: la libertad. Por otra parte, este pueblo heroico queda también catalogado en función de su origen territorial. Así, se define el pueblo madrileño, el pueblo gallego, el pueblo aragonés, etc., como distintas manifestaciones de lo español, pueblos con una misma historia que reviven en la Guerra de la Independencia las proezas de los antepasados. La continuidad histórica adquiere también en la imagen progresista un protagonismo muy destacado, ya que se trata de un ingrediente que contribuye a aglutinar en un pasado común de lucha por la liberación a todos los pueblos de España, pueblos que en esta empresa sacan a relucir los mejores valores del país, frente a la otra imagen del pueblo: la de populacho. En este sentido, habría que señalar que los autores se hallan plenamente convencidos de que el momento en que el pueblo exterioriza sus valores más elevados no es cuando obedece a las decisiones de un general en el enfrentamiento directo, sino cuando ve atacados los lazos más preciados que le atan a su tierra: «No os asombre que nuestros soldados sean vencidos en los campos de batalla, aunque Bailén nos demuestra lo contrario: ¿cómo queréis que esos hombres que empuñan por vez primera un fusil resistan el choque de los ejércitos de Napoleón? Pero colocad a esos mismos hombres en sus hogares, decidles que sus esposas, sus ancianos padres, sus hermanos y sus hijos esperan de su brazo la salvación de su honra y de su vida, y les veréis convertidos en héroes» (López-Balaguer, 1860: 552). La novela tiene un marcado cariz político, de ahí que resulten de gran interés algunas de sus escenas. En el capítulo 63 dos personajes hablan precisamente del carácter político del pueblo español. Mientras uno de ellos apunta el amor al rey como el elemento definidor de ese buen pueblo que se ha levantado al grito de «¡Viva el rey Fernando!», el otro, más próximo ideológicamente a los autores de la novela, incide en el carácter liberal de los españoles; carácter liberal que, al igual que las grandes hazañas por la independencia, también tiene un entronque con un pasado glorioso que se manifiesta en las antiguas 175

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cortes de los reinos medievales: «... no hay pueblo alguno en Europa que tenga más arraigado el principio representativo. España ha vivido durante muchos siglos bajo el régimen que deseo actualmente para labrar nuestra felicidad» (López-Balaguer, 1860: 585). La introducción de este debate acerca de la conciencia política del pueblo español permite a los autores integrar en el relato tradicional acerca del valor mítico de los españoles un elemento nuevo como es el amor por el sistema representativo, con lo cual pueden sostener la arraigada presencia de la lucha por la libertad en la península como un componente más de la idiosincrasia nacional. Ese amor por la libertad se manifiesta como conciencia política despertada tras la lucha contra los franceses: «y cuando Fernando vuelva del destierro, en vez de un pueblo ignorante y fanático, ciego instrumento de la tiranía, encontrará una nación ilustrada, que conoce sus derechos y deberes, que ha dejado de ser menor de edad, y que cada guerrero, habituado a combatir en defensa de la independencia de su patria, es un ciudadano que abre los ojos de la razón para ver por dónde marcha» (López-Balaguer, 1860: 585). Por medio de tales estrategias, los autores progresistas de Memorias de un liberal construyen una visión del pueblo que aplicar a la realidad nacional del momento histórico en el que se publica la novela, en plena crisis del régimen político isabelino. La novela termina en un momento cumbre que en este caso no es la victoria en una batalla, la lucha del héroe o (al fin y al cabo nos encontramos ante folletines) una boda, sino que, por el contrario, el momento máximo, la culminación, se alcanza en la proclamación de la Constitución de Cádiz, que se formula como la concreción moderna del carácter del pueblo español: libertad, independencia y representación política.

IV. PUEBLO INDEPENDIENTE: EL CAMINO HACIA LA «HISTORIA POPULAR»

El protagonismo del pueblo irá en ascenso, aunque bajo el telón de fondo de otros problemas, con los que convivirá y que determinarán la aproximación que los autores hagan a la hora de elaborar sus narraciones sobre los episodios de la guerra. Se ha dicho que el poema de 176

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Bernardo López García que comienza con el famoso verso «Oigo, patria, tu aflicción» simboliza el consenso en las visiones sobre la guerra de conservadores y progresistas (Demange, 2004: 64). Se trataría de un consenso que gira alrededor de una idea de pueblo unido frente al invasor, de pueblo ofendido por el soberbio general francés, de pueblo que una vez más renace de sus cenizas para hacer frente a la opresión: «pueblo independiente». Una empresa colectiva en la que caben todos, planteada en términos nacionalistas, en la que lo que se exalta ante todo es el carácter independiente del pueblo español demostrado en mil batallas. En esta línea se halla el relato que escribiera Adolfo de Castro con motivo de la estancia de Isabel II y su marido en Cádiz, dentro de su periplo por España en 1862. Se titula Cádiz en la Guerra de la Independencia. Cuadro histórico, y no es propiamente una novela, sino una narración que oscila entre el relato anovelado y la crónica histórica, formato que va a ser cada vez más frecuente en las narraciones sobre la guerra. Pasada la época del gran éxito de la novela sentimental romántica, el relato se adaptará a soportes considerados más «respetables» en un intento de acercarse a la historia verdadera, positiva. En la exposición de De Castro nos encontramos con una visión dualista del pueblo: la diferencia entre pueblo y turba, por una parte, y la idea de pueblo unido en la lucha: «La cercanía del ejército francés hace que todo el pueblo de Cádiz, por decirlo así, acuda a terminar la Cortadura: grandes y pequeños, acaudalados y pobres contribuyen con su personal trabajo. Hasta los forasteros distinguidos siguen el ejemplo» (Castro, 1864: 48). La caracterización de la lucha en Cádiz como un episodio más de una empresa colectiva alcanza su definición al trasladar al lector cómo se recuerdan y se conmemoran las gestas de los otros héroes españoles: las ceremonias de recuerdo de los héroes del Dos de Mayo, las imágenes de los defensores de Gerona, etc. Sin embargo, esta lectura aceptada por todos deja en sus flancos espacios para otras interpretaciones. Una de ellas es la del «pueblo plural». Sin abandonar el carácter de pueblo español, diversos autores escribirán novelas y crónicas en las que definen los perfiles de gestas y héroes locales que, no por ser poco conocidos, han de quedar en el olvido. Suficientemente implantadas en el imaginario colectivo las grandes hazañas del pueblo español, ha llegado el momento de mostrar aquellas otras proezas de personajes del pueblo, ejemplos en sus pe177

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queñas o medianas comunidades de referencia. Estos gloriosos protagonistas a menudo aparecen representados con todos los caracteres que se atribuyen a su territorio, reforzando tópicos identitarios muy conocidos por todos los lectores. En esta línea se situaron la novelas La heroína del Segre. Novela moral histórica de la Guerra de la Independencia (1882), Hostalrich: memorias de la Guerra de la Independencia (1888), El palleter. Novela histórica. Episodios de la Guerra de la Independencia (1886) o Episodios de la Guerra de la Independencia. O cañón de Pau (1913), sin olvidar la obra teatral Lo Timbal del Bruch (1882), de Frederic Soler (más conocido como Serafí Pitarra). Junto a la imagen de «pueblo plural», se define otra que se va aproximando cada vez más hacia el populismo, una imagen en la que el pueblo, si bien no deja de estar formado por todas las clases sociales, encuentra su esencia en las clases más bajas, un pueblo que, como escribirá un autor de la época, «a pesar de su ignorancia, es noble de corazón, valeroso de alma y capaz de realizar por su querida patria las más grandes empresas». Estas palabras corresponden a una de las obras más divulgadas y de más éxito de la Restauración: Los guerrilleros de 1808. Historia popular de la Guerra de la Independencia, del republicano Enrique Rodríguez Solís. El calificativo de «historia popular» ya es toda una declaración de intenciones. A finales del siglo comienza a generalizarse un interés creciente por la figura del guerrillero. En el caso de Rodríguez Solís porque el guerrillero simboliza al propio pueblo defendiendo su independencia y sus conquistas liberales: «Y es que el guerrillero era la nación en armas. El guerrillero se batía por la mañana y trabajaba por la tarde. Era el soldado y el ciudadano. Daba el trabajo a la familia y la vida a la Patria. Compartía la existencia entre la nación y el hogar» (Rodríguez Solís, 1908: 164). Es evidente la identificación que realiza el autor entre guerrero y ciudadano, en una extremada e idealizada imagen del guerrillero como defensor de lo que para Rodríguez Solís fueron los dos puntales de la contienda: la independencia y la reforma política y social de España. La construcción de esta imagen alcanza su sentido si se considera que en el contexto histórico de su época, el guerrillero aparece como elemento indómito, icono de libertad y, a la vez, figura exclusiva de España, alegoría del carácter único de sus hijos. El enfoque de Rodríguez Solís será retomado por la Historia de la revolución española (1890-1892) de Vicente Blasco Ibá178

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ñez. Blasco da un paso más en su caracterización de la lucha librada entre 1808 y 1814 como un proceso de independencia y a la vez un proceso revolucionario. En las circunstancias que lanzaron la guerra, desde la perspectiva de Blasco sólo el pueblo fue capaz de reaccionar pues «salvó la nación que estaba al borde del abismo». Del pueblo han salido los caudillos que han librado a España de la opresión y sólo de él puede esperarse la regeneración política, pues como dice el autor «la guerra de España era una guerra popular, una guerra de revolución». Ambas representaciones de la lucha popular en la persona de los guerrilleros muestran una clara reorientación de la figura del héroe de la guerra desde el héroe «burgués» de los moderados hasta el héroe «popular» de los republicanos. Los guerrilleros también fueron objeto de interés de escritores no significados ideológicamente hacia el partido republicano, escritores y ensayistas que manifestaron también una clara inclinación por el análisis social (o popular) de la guerra. Un conocido ejemplo es el general José Gómez Arteche en Juan Martín el Empecinado. La Guerra de la Independencia bajo su aspecto popular. Los guerrilleros (1888). También despertaron interés entre los autores deseosos de brillar por otras razones como Enrique Prieto y Ruperto Chapí, padres de la opereta cómica Los guerrilleros (1897). El paso del héroe al ámbito más popular es buena prueba de hasta qué punto se había socializado el mito, al alcanzar muy diversas interpretaciones según los contextos. Se trata de interpretaciones que coexistieron en un mismo universo mental en el que en ocasiones se rebajaba su contenido político, mientras que en otras se reforzaba, a la vez que se iba configurando un discurso de poder en el ámbito académico que convertía al guerrillero (héroe popular) en objeto de estudio, desplazándole de su lugar en el mundo legendario de las gestas heroicas. Con Pío Baroja la caracterización del guerrillero alcanza unos matices más profundos que en los autores anteriores. Baroja personaliza a los guerrilleros, los dota de individualidad, por lo que acaba desmitificando su papel. Desde la posición con la que nos narra Baroja su visión del guerrillero en El escuadrón del Brigante (1913), éste sólo aparece como héroe a los ojos del pueblo. El pueblo ha convertido a estos personajes en protagonistas de una lucha más compleja de la que sólo ha destacado lo anecdótico, pues «el pueblo es niño y le agrada creer 179

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en estas historias absurdas». El pueblo crea sus propias ficciones; unos ídolos que simbolizan la lucha llevada a cabo por todo el colectivo. Es el colectivo, bajo el dominio de su instinto, el que ha actuado movido por sentimientos comunes: «me refiero al contagio de los sentimientos patrióticos de los demás. En todas esas grandes convulsiones populares, como la Guerra de la Independencia, hay una contaminación evidente; uno cree obrar impulsado por su inteligencia, y lo hace movido por su sangre, por sus instintos, por razones fisiológicas, poco claras y conocidas» (Baroja, 1976: 108).

V. PUEBLO ENGAÑADO: JOSÉ MARÍA PEMÁN ANTE LAS CORTES

Desde principios del siglo XX las referencias a la Guerra de la Independencia perdieron el protagonismo que habían tenido en el XIX. El asunto se convirtió en objeto de estudio histórico, ingresó en los manuales escolares y su interés literario se diluyó. Con la celebración del centenario en 1908, aunque se reeditaron novelas y se publicó la edición infantil de la primera serie de los Episodios Nacionales de Galdós, el impulso artístico cedió lugar al académico. Por otra parte, el uso político de la guerra quedó empequeñecido ante el desafío que para aquella España no beligerante trajo consigo el cambio económico y social causado por la Primera Guerra Mundial. Ni siquiera en un momento tan creativo como la Segunda República los primeros gobiernos fueron capaces de impulsar una identidad nacional poderosa que hubiera tenido en los acontecimientos de la guerra de 1808 uno de los pilares más sólidos para aglutinar a la mayoría de los españoles (Radcliff, 1997). Sin embargo, desde el lado antirrepublicano sí se atisbaron las posibilidades que ofrecía la contienda contra los franceses y, sobre todo, la pugna ideológica entre tradición y modernidad. Uno de los ejemplos más evidentes fue la obra de José María Pemán, Cuando las Cortes de Cádiz. La obra se estrenó en 1934, lo cual resulta muy significativo. En formato de libro conoció más de seis ediciones tan sólo en ese mismo año. Su filosofía se resume en el título de este apartado: «Pueblo engañado». Ya no se trata de un relato conservador acerca del papel desempeñado por el pueblo en el proceso de la Guerra y las 180

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Cortes, sino de una concepción autoritaria y claramente antiliberal del pueblo en cuanto agente político, que tiene un claro paralelismo con la situación política de la España del momento. La obra, aunque no profunda ni sutil, es eficaz en la radicalidad con la que presenta unos caracteres basados en meros tópicos, pero perfectamente reconocibles y utilizables políticamente en un momento muy crítico de la Segunda República. Los hechos tienen lugar en el Cádiz sitiado en plenos debates de las Cortes. Los personajes se dividen en dos bandos manifiestamente contrarios en lo político y en lo moral: buenos y malos. Los malos son los liberales: aprovechados, oportunistas, egoístas y demagogos, burgueses que utilizan al pueblo inocente. Los buenos están representados por los absolutistas: defensores de la tradición, de la religión y del orden, conocedores del verdadero y buen pueblo. Aparecen personajes reales, como Argüelles, el padre Alvarado (el famoso Filósofo Rancio), Frasquita (Francisca Larrea) y otros desconocidos. Junto a ellos, el embajador inglés, que responde al tipismo más gastado: soberbio, altanero y arrogante, pero que al autor le sirve para incidir en la imagen que sobre el pueblo español fueron creando los viajeros del XIX y que tanto se asemeja a la que pretende construir él. Según el embajador Wellesley «suele este pueblo al azar / en lo leve fracasar / y en lo grande ser fecundo / Sabe descubrir un mundo / no lo sabe administrar...» (Pemán, 1934: 36). El pueblo español está, por tanto, por encima de lo material, es idealista, desprendido, generoso, soñador y utópico. Se trata, en definitiva, del recurso al quijotismo. Se insiste en diversas ocasiones en la sinceridad, espontaneidad, franqueza y bondad natural de ese pueblo para insinuar subrepticiamente que esas cualidades son las que le asimilan al carácter infantil, que se deja deslumbrar por cualquier cosa. «Tomé por lema / la Libertad..., que es sistema / que con el pueblo no falla», dirá uno de los simpatizantes de las Cortes. De este modo, Pemán prepara el terreno para incidir en que es precisamente ese carácter del pueblo lo que le hace vulnerable para los oportunistas que quieren pervertirlo con ideas extranjeras, muy llamativas, que apelan a conceptos atractivos, pero ajenas a la esencia de lo español: «¿Para qué esas libertades / que nunca el pueblo español ha buscado? / Libertad siempre la hubo / para lo bueno y cristiano: / si quieren otra... es que quieren / libertad para lo malo» (Pemán: 1934: 69). 181

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El argumento gira alrededor de la misión que los liberales le encomiendan a Lola la Piconera, que ha de pasar unos documentos a Granada. Lola, engañada por el falso interés que uno de estos liberales dice mostrar hacia ella, es convencida para llevar a cabo la misión. Apresada finalmente por los franceses, será ajusticiada y morirá. La conversación que mantiene el padre Alvarado con el novio de la víctima va aclarando cómo Lola, símbolo del pueblo, ha sido engañada por los liberales para sus propios fines. La pretensión de Pemán es despojar a los liberales de su condición de españoles, para acusarles de vender la patria al enemigo, si no materialmente (no aparecen afrancesados en esta obra teatral), sí ideológicamente, como dice el Filósofo Rancio: «Para entregar, maniatada / al enemigo otra vez / la misma España adorada / con tanto esfuerzo librada / de las garras del francés. / Para coger la nación / y echarla por la ventana / llamándola soberana / para colmo de irrisión. / La quitan su tradición / y la visten una extraña / de invenciones peregrinas / Otero: si esas doctrinas / hacen soberana a España, / ¡su cetro será de caña / y su corona de espinas!» (Pemán, 1934: 200-201). Cuando se reparta por Cádiz el manifiesto de las Cortes, el autor se lo hará leer al padre Alvarado para demostrarnos cómo el pueblo queda, finalmente, pisoteado, una vez más engañado después de haber vertido su sangre en la lucha contra el francés. Y así, dirá el novio de la víctima: «Señor..., ¿y dio para eso / su sangre la Piconera?» (Pemán, 1934: 205).

VI. PUEBLO ESPAÑOL FRENTE A PUEBLO RESISTENTE: LITERATURA Y PROPAGANDA DURANTE LA GUERRA CIVIL

La plasticidad de la Guerra de la Independencia como símbolo se mostrará de forma palmaria en otra guerra: la Guerra Civil. La contienda, con sus batallas y sus héroes, alcanzará entre 1936 y 1939 un uso plural y multiforme que se manifiesta en carteles, romances, artículos de prensa, eslóganes, etc. Se trata, en definitiva, de un material volcado a la propaganda que en cada uno de los bandos adquiere unos matices peculiares ya que asocia los hechos a concretas apelaciones 182

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emocionales que a su vez remiten a un complejo universo mental en el que se subsumen los idearios nacional-católico y republicano. Aunque en ocasiones se alude a un mismo acontecimiento o personaje, la lectura que sobre él se hace es, pues, muy diferente. Desde el lado franquista, el relato se construye alrededor de la idea de la patria en peligro: las esencias espirituales de la patria desvirtuadas por la ideología disolvente de una parte de los españoles y los deseos de dominación de una potencia extranjera, la Unión Soviética. Una ideología esencialmente atea y ajena a la tradición nacional. Es decir, se trata de activar la dualidad entre la España de siempre y la anti-España de ahora (Núñez Seixas, 2006: 227). Es ésta una ideología exclusivista que destierra la multiplicidad de interpretaciones del concepto España. En este caso, el pueblo aparece como «pueblo español» cuya naturaleza primordial es la de «pueblo católico». En tales circunstancias, la Guerra Civil se presenta como una nueva guerra de independencia, para lo cual se rescatan mitos, héroes y sobre todo interpretaciones de los imaginarios conservador y tradicionalista en un intento de potenciar la visión esencialista de España como país católico. En este caso, la palabra «pueblo» queda despojada de todas las connotaciones liberales que el concepto había ido adquiriendo en el siglo XIX y, por supuesto, de todas las evocaciones izquierdistas de pueblo como proletariado que se habían ido manifestando en los años precedentes. El pueblo es ahora la comunidad histórica, la continuidad del grupo a lo largo del tiempo, la encarnación de una españolidad depurada de influencias extranjeras; en definitiva, la esencia de la patria. Es el grupo el que se ha levantado contra el invasor extranjero, que se encarna en el soviético o brigadista, y en ningún caso el alemán, el marroquí o el italiano. Los paralelismos resultan evidentes para la construcción del relato franquista: la invasión francesa se revive en la invasión soviética; las ideas disolventes del liberalismo francés renacen en el marxismo; el pueblo (la España esencial) reaccionó ante el ataque a sus valores más sagrados en el Dos de Mayo como lo hace ahora en la Guerra Civil. Todo lo que queda fuera de esta forma de entender el pueblo y España constituye la anti-España y, por tanto, existe justificación para el combate contra los «otros españoles», ya que no son realmente españoles. 183

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Este paralelismo se muestra con claridad en textos que si no son puramente literarios, sí responden a un deseo estético de asimilar poéticamente la epopeya de 1808 a la de 1936. Ernesto Giménez Caballero dejó escrita una serie de alocuciones radiofónicas a los soldados falangistas que responden a tal pretensión. Triunfo del 2 de mayo recoge sus charlas en las fechas del Dos de Mayo de los años de la guerra y en este pequeño librito aparecen reflejadas las principales consignas franquistas al respecto de la Guerra de la Independencia y su uso propagandístico. En este caso, aunque el concepto de «pueblo católico» siempre es la base que sustenta toda la argumentación, las referencias a él son escasas. Se alude al pueblo, por supuesto, pero se trata de un «pueblo paciente» que ha sufrido las traiciones de sus dirigentes durante siglos y que desde el siglo XVIII se ha convertido en «pueblo humillado» por las consecuencias que ha traído para España la llegada al trono de un rey francés. Desde Felipe V España se ha visto invadida por el antiespañolismo en forma de ideas y comportamientos extraños a su ser interno. La primera reacción ante tal agresión se produjo en 1808. Giménez Caballero identifica la sublevación de 1808 con la de 1936 denominando a la primera «alzamiento»: «El Alzamiento del 2 de mayo fue el primer intento de vengar todo un siglo de traición a tu genio católico e imperial, ¡pueblo de España!» (Giménez Caballero, 1939: 27). Desde entonces, el «pueblo español» ha mantenido varias guerras civiles que han servido como purgas para expulsar de su seno todo lo extranjerizante, todo lo que pervierte su verdadero e innato carácter. Ése sería el sentido que cabría atribuir a las guerras carlistas. A todas estas luchas purificadoras les ha faltado unidad en la acción y en la dirección y eso es justamente lo que aporta la figura de Franco. Franco ha sido capaz de dar cohesión a las ansias del «pueblo católico» y sólo con él puede llegar la definitiva victoria del Dos de Mayo, que se presenta así como el símbolo de la lucha por la pureza del «pueblo español»: Pero tu victoria contra aquel frente napoleónico no sirvió para nada. La Guerra Civil del Dos de Mayo tuvo muchos generales; pero ningún generalísimo. Tuvo muchos caudillos; pero no uno solo. Tuvo muchas milicias y guerrilleros; pero no una nacional y unificada. Tuvo muchas ideas y sentimientos patrios; pero no una doctrina, no una ideología puntual, no una norma de pun184

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tos y consignas. / Por eso la victoria del 2 de mayo fue traicionada. Y todo el heroísmo de aquellos primeros facciosos, de aquellos primeros fascistas, de aquellos primeros caídos, sólo valió para que en 1812 volviera el enemigo a invadirnos a través del sistema parlamentario, de la Constitución, de la masonería y de la poesía romántica. [Giménez Caballero, 1939: 28]

La equivalencia entre la Guerra de la Independencia y la Guerra Civil permanecerá en el imaginario franquista hasta fechas muy tardías, como muestra el estudio del teniente general Manuel Chamorro Martínez titulado 1808/1936: dos situaciones históricas concordantes . Este trabajo fue producto de su tesis doctoral leída en 1972 en la facultad de Ciencias Políticas y Sociología que apareció publicada en 1973. La narración republicana también se fundamenta sobre la independencia del pueblo español de la invasión extranjera y sobre la pluralidad de interpretaciones del concepto pueblo: pueblo resistente, proletariado, pueblo revolucionario. Su uso de la iconografía y de la memoria relativa a la Guerra de la Independencia ha de recurrir a elementos que puedan apoyar tales fundamentos y los acontecimientos de 1808 proporcionan una buena base desde la que partir. Muchos de estos referentes serán reactivados ahora justamente, entre 1936 y 1939, pues no habían estado funcionando como mitos movilizadores de la ideología progresista en épocas anteriores y, en particular, durante la República, como ya se dijo. En líneas generales, la versión republicana concibe al pueblo como protagonista esencial de su relato; un pueblo que se define por su firmeza en la lucha contra el fascismo; un pueblo que sufre, pero que se rebela; un pueblo que desafía al invasor. En definitiva, un pueblo que resiste. Este «pueblo resistente» se presenta como la reencarnación de unas luchas del pasado que mostraron la fuerza de los españoles en situaciones similares y que ahora, entre 1936 y 1939, se reactivan. Una vez más, se observa la operatividad del recurso a la dimensión histórica como apoyatura de un relato orientado a la reactualización de un compromiso atemporal con la defensa de la independencia de la patria. Hasta tal punto esto es así que del cancionero popular se rescatan melodías y tonadas que sirven para apoyar las nuevas letras de combate. La famosa canción Ay, Carmela es un buen ejemplo de ello. Ésta es también la esencia de los escritos de Antonio Machado para el periódico Nuestro Ejército en artículos como 185

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«El 2 de mayo de 1808» o «Los héroes de la Primera Guerra de la Independencia». En estas circunstancias, el pueblo se convierte en el protagonista primordial pues representa la raíz de la patria y la palanca para la liberación. Sólo del pueblo puede esperarse una reacción libertadora, de su espontaneidad y de su capacidad innata para demandar la independencia frente a una invasión extranjera. Esta invasión extranjera se manifiesta en forma de agresión política (el golpe apoyado por potencias fascistas) y de agresión a la civilización (las tropas marroquíes de Franco). Por tanto, el pueblo resistente ha de luchar por la libertad y por la civilización. En este lugar, el mito del Dos de Mayo aparece como la más elevada representación de la lucha del pueblo, como un momento en que se une la lucha épica con el protagonismo colectivo, como nos recuerdan unos versos de Vicente Blanco Fontalba: «El Madrid del Dos de Mayo / presto al sacrificio siempre, / detrás de los parapetos / bulle decidido, alegre, / defendiendo con las armas / su libertad que pretenden / robársela mercenarios / reclutados en pesebres» (Salaün, 1982: 187). En algunas interpretaciones republicanas el pueblo se politiza, se significa como agente activo y se transforma en proletariado. De este modo, el pueblo se adscribe a un combate por la independencia que adquiere además caracteres de lucha revolucionaria. La identificación entre independencia y revolución es evidente en este poema escrito por un militante comunista: «Madrid revolucionario, / tú siempre lo has demostrado / El día tan memorable, / aquel día Dos de Mayo / ¡Viva la Revolución / de todo el proletariado! / Los de Asturias. Los de Oviedo, / los madrileños armados, / que defienden su Madrid / como un solo miliciano» (Romancero General de la Guerra de España, 2006: 33). Continuando con estas identificaciones, la más importante tal vez sea la del guerrillero con el miliciano. El guerrillero representa para los republicanos la máxima expresión del español del pueblo. Especial trascendencia tiene el papel desempeñado por la mujer en la lucha antifascista. Los poemas y romances de la guerra aluden con frecuencia a la contribución femenina y se remiten a ejemplos del pasado entre los que se encuentra, como es de imaginar, Agustina de Aragón. En este caso, el papel de Agustina no se asemeja al que se le adjudicaba en el siglo XIX, es decir, el de una heroína, que procedía del 186

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pueblo, ciertamente, pero que poseía caracteres que le hacían diferenciarse de los demás individuos. La Agustina que proviene del «pueblo resistente» es una representante de las demás mujeres y de su valor; es un símbolo de lo que las mujeres pueden hacer en la lucha. La mujer popular se manifiesta en ella. No se trata de alguien especial, sino de una alegoría de todas las mujeres resistentes, por tanto, ella fue la primera miliciana y a ella recurren las milicianas contemporáneas para reforzar su compromiso con la resistencia. Como tal será vista por Nicolasa Jiménez en el poema Madrileñas, a¡ las armas! : Agustina de Aragón, bravas hembras de Numancia, de Cádiz y de Gerona, heroicas hijas de España abandonad vuestras tumbas, escuchad vuestras llamadas dadnos vuestro heroísmo para ganar la batalla Valientes del dos de mayo, héroes de aquella jornada que inmortalizados fuisteis en bronce por cien estatuas, dejad que fundamos éstas en el crisol de la patria al fuego santo del odio, para hacer con ellas balas Transmitidnos vuestro temple y el valor de vuestras almas .[..] ¡A mí todas las patriotas! ¡Madrileñas!, a¡ las armas! [Salaün, 1982: 145]

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8. EL MÁGICO MOMENTO. RELATO Y MITO DEL PUEBLO EN LOS EPISODIOS NACIONALES DE BENITO PÉREZ GALDÓS SCHEHEREZADE PINILLA CAÑADAS *

Hoy, cuando a tu tierra ya no necesitas, Aún en estos libros te es querida y necesaria, Más real y entresoñada que la otra: No ésa, mas aquélla es hoy tu tierra. La que Galdós a conocer te diese, Como él tolerante de lealtad contraria, Según la tradición generosa de Cervantes, Heroica viviendo, heroica luchando [...] La real para ti no es esa España obscena y deprimente En la que regenta hoy la canalla, Sino esta España viva y siempre noble Que Galdós en sus libros ha creado. Luis CERNUDA, La realidad y el deseo

I. EL ESCRITOR-SIGLO

Pocas veces la materialidad de un objeto revela tanto de su(s) significado(s) como la vieja edición de los Episodios de la casa Hernando. En una de esas asociaciones que constituyen la vida objetiva de un poeta, la coloreada portada de la obra de Pérez Galdós podría agregarse a «todo lo rojo y lo amarillo de [la] infancia» (Jiménez, 2005: 1008): las cajas de tabaco de las Antillas, las estampas de los toreros que venían en las cajas de chocolate y los estancos. Este catálogo pertenecía a Juan Ramón Jiménez, pero podía haber sido de cualquier lector español nacido después de 1860 (hasta bien entrado el siglo XX). El archivo juanramoniano resulta interesante por su contenido objetivo y por el acento que le prestan las conexiones que se establecen. La vinculación entre los Episodios y la primera edad descubre lo que la gloriosa colección tiene de espacio de la memoria, una memoria doble —la memoria de * Profesora en el Departamento de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos, Universidad Complutense de Madrid. 191

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los hechos que se utilizan para pergeñar la narración y la memoria que se tiene de lo narrado— que ha sido construida de manera peculiar. La memoria evidente es esa que está teñida de todo lo rojo y lo amarillo de la infancia, la memoria de la nación, y en ella no puede extrañar la selección de los acontecimientos. Es más, en el hecho mismo de la composición está la verdad de su relato. La segunda memoria se ha construido de un modo análogo; sólo que aquí la selección no responde tanto a una pregunta por la verdad —sea ésta histórica o nacional— cuanto a una pregunta por el sentido de un texto inmenso que parece imposible leer completo. Si exceptuamos a la crítica, cuando un lector (incluso cuando se trata de un lector como Juan Ramón Jiménez) se refiere a los Episodios, en realidad quiere decir Primera Serie y, casi siempre, «Trafalgar», «La Corte de Carlos IV», «Zaragoza» o «Gerona». Esta lectura fragmentada, no ya del conjunto de la colección, sino de una parte de ella, ha servido para dar significado general a la obra; de tal suerte que el pórtico material y narrativo de los Episodios Nacionales es también su pórtico ideológico, un pórtico que ha inundado el resto de series y que ha proyectado una luz muy especial sobre el nombre de Benito Pérez Galdós. La lectura —desgajada del texto completo— de obras como «Zaragoza» y «Gerona» ha contribuido —junto a esa parte de la política de escritor que tiene que ver con los compromisos en las luchas políticas de la época— a la verosimilitud del relato más fascinante de todos los que se superponen en la epopeya galdosiana, el de Galdós como amigo del pueblo. Sin embargo, el protagonista colectivo —tantas veces alabado por la crítica— de estos dos episodios no sólo está muy lejos del que puede aparecer, por ejemplo, en Les Misérables de Victor Hugo; sino que oculta al fantasma que puebla el relato de nación y que da verdadero espesor social a las cinco series: el pueblo-enigma en sus múltiples encarnaciones (multitud, turba, bárbaros, cuarto estado). La reiteración e intensidad de las imágenes que pretenden describir lo que, a lo largo de la colección, se presenta al lector como interrogante formidable demuestran, de un lado, que la relación entre el escritor y el pueblo no era tan complementaria como se imaginara en un principio; y, de otro, que la política de escritor no estaría completa sin el análisis de los modos en que los movimientos políticos y las estructuras sociales quedan recogidos en los libros. 192

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La crítica galdosiana se ha empeñado en tapar fisuras, buscando en el eje histórico el momento de contrición galdosiano que abogue por el amigo del pueblo. Paradójicamente, sí se ha señalado la quiebra ideológica de un segundo relato —mucho más verosímil si nos atenemos a la literalidad fragmentaria y total del texto— referido a Galdós: el del escritor nacional. Hace ya muchos años que J. F. Botrel (1973: 60 y ss.) puso entre interrogantes el hecho de que semejante título pudiera referirse a Galdós. El argumento fundamental del hispanista francés es el intento de homenaje por suscripción nacional de 1914. El proyecto era ambicioso. De manera perentoria, se quería solucionar, en el presente y en el futuro, la situación económica del novelista; a largo plazo, y, como tributo post mórtem, se concibió la idea de crear una fundación que llevara su nombre y estableciera premios para escritores necesitados o reconocidos. En definitiva, se pretendía que el anciano escritor se convirtiera en figura de reconciliación nacional, superando las divisiones partidistas que habían marcado, en sentido positivo o negativo, la trayectoria vital de Galdós: la publicación de Doña Perfecta, el primer intento de ingreso en la Academia, el triunfo de Electra, la fallida candidatura al Nobel, la presidencia de la Conjunción Republicano-Socialista. El homenaje, afirma J. F. Botrel, fue un fracaso. Desde el punto de vista financiero, apenas se recaudó una quinta parte del total previsto. Y, en el terreno de la conciliación nacional, se consiguió poco, a juzgar por los encontrados debates que suscitó la propuesta (desde la negativa a contribuir por parte de un ayuntamiento tan significado como el de Gerona, hasta el cargo de claudicación monárquica del escritor denunciado por El Socialista). Claro que este fracaso que describe Botrel se refiere, sobre todo, al significado nacional que la figura de Galdós tenía para las elites culturales y políticas. Al lector medio y, en especial, al lector de la Primera Serie, le ocurría lo que a Juan Ramón y unía los Episodios al rojo y al amarillo de la infancia. Pese a ello, se pueden reconocer ciertas fisuras en este relato. Todas estas disquisiciones sobre el estatuto del escritor en la sociedad del siglo XIX se deben a la lógica impuesta por la propia estética realista. Desde el Romanticismo a lo Balzac, se había impuesto un contrato que pasaba por una determinada manera de contener el mundo —la definición de la sociedad presente en una lengua de co193

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municabilidad general— y por una relación de proximidad entre el genio y la comunidad de espectadores; así que la comprensión total de la obra implicaba también la inscripción del creador en las estructuras del imaginario y de la realidad. La asunción de esta estética y las quiebras ideológicas de los dos relatos galdosianos anteriores nos llevarían a buscar otro título para el novelista, un título honroso y mucho menos connotado: el escritor-siglo. La rúbrica nos sirve tanto para ese anciano ciego de 1914 que, literal y literariamente, había recreado la centuria con sus novelas históricas, sus Episodios, sus Novelas Contemporáneas y sus obras de teatro como para Galdós antes de ser Galdós; o, mejor dicho, para el Galdós que comenzaba a serlo en 1872. Entonces, el escritor desconocía el alcance del proyecto que comenzaba; pero supo ver rápidamente que, para él, la novela era, a un tiempo, su particular forma de entramar la historia y la búsqueda de una escapatoria. La coyuntura biográfica le decía que no podía equivocarse. Durante dos años, había sido director del órgano de opinión más conservador de la vencida monarquía amadeísta, El Debate, y, desde sus páginas, había atacado a los republicanos (en especial, a los federales), a los alfonsinos, a los carlistas e, incluso, a la Internacional (Ortiz Armengol, 2000: 145). Sólo había un tema que le permitiera reconciliarse con tantos enemigos: el mágico momento en que «las miserias de los partidos (...) no (...) debilitaban el formidable empuje de la nación (...) las discordias de arriba no habían cundido a la masa común del país, que conservaba cierta inocencia salvaje, con grandes vicios y no pocas prendas eminentes, por cuya razón la homogeneidad de sentimientos sobre que se cimentara la nacionalidad era aún poderosa...» («Gerona», p. 754). Al llevar la Guerra de la Independencia a la literatura, es decir, al doblar el pasado histórico con su obra, Galdós transformaba a sus contemporáneos en lectores —y, por tanto, en espectadores— del hecho de que, en cuanto origen, iluminaba su presente; y, todo ello, con el fin de dar medida de la disposición moral de la época. Así que lo que comenzó siendo una campaña personal de prestigio se trocó terapia colectiva que, al decir de un crítico (Lande, 1876: 942) de La Revue des deux Mondes en 1876, venía a responder «à un besoin de l’esprit public»: la restauración del crédito de la historia de España (Altamira, 1997: 160). 194

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Galdós compartía con los hombres de su tiempo («Juan Martín», p. 975; Boyd, 2000: 124) la creencia en una fisonomía nacional perdurable y la convicción de que su conocimiento profundo contribuiría a remediar los problemas de España. No demostraba ser un autor muy original al incluir en su re-creación los tópicos (Altamira, 1997; Fouillée, 1903: 192 y ss. y Moreno Alonso, 1989: 29 y ss.) más usados del enigmático Spanish Character que, en su formulación galdosiana, era una singular conjunción de lo mejor y de lo peor («Napoleón», p. 590) de pasión por lo imposible y de indolencia («Cádiz», p. 891), de amor por la libertad y de acendrada defensa del absolutismo («Bailén», p. 508; «El 19 de marzo», p. 410), de afirmación de la identidad frente al extranjero y de espíritu cainita («Trafalgar», p. 215; «El 19 de marzo», p. 434 y «Napoleón», p. 612), de improvisación genial y del peor desorden («Juan Martín», p. 975), de esfuerzo sublime y de inconstancia («Zaragoza», pp. 670 y 681; «Gerona», p. 807 y «Napoleón», p. 612). Tampoco era novedoso el cómo de esta terapia galdosiana, ya que la forma literaria de los Episodios (Ribbans, 1993: 37 y ss.; Suárez Cortina, 2006: 73) era una invención francesa (Erckmann-Chatrian). Sin embargo, de este cómo galdosiano no nos interesa su posible originalidad, nos importa su carácter esencialmente moderno; y es tal, no porque se busque en el pasado la causa genética del tiempo vivido (argumento que explicaría parcialmente el arranque del siglo XIX galdosiano en la batalla de Trafalgar) o porque se pretenda hallar espejos (Dendle, 1992: 25) que permitan la comprensión del presente (en la reconstrucción de la Guerra de la Independencia hay mucho más que la invocación del despertar colectivo del sueño beatífico), lo es porque hace de la definición del todo político, de la nación, tema y problema literario. Ésta es la razón por la que el pueblo es personaje fundamental —cosa distinta será la delimitación de sus contornos y el significado político de su protagonismo— de casi todos los relatos que se entretejen en los Episodios. Por lo que se refiere a la Primera Serie, el pueblo jamás coincide consigo mismo, aparece casi siempre como potencia y, sólo en ocasiones, como enigma (Rosanvallon, 1998: 31 y ss.). Como potencia, se presenta por encima de sí, descubriéndose en el mágico momento de la invención de la nación; como enigma, se muestra por debajo de sí mismo, irreducible a cualquier intento de configuración y siempre expuesto a la servidumbre de la subjetividad a medias (la multitud). 195

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II. LA DEFINICIÓN DEL HÉROE

El pueblo-potencia es el héroe de los orígenes, fuente de toda legitimidad, protagonista de un relato fundacional que define el presente (Álvarez Junco, 1987: 230). Principio y promesa a la vez, la sola presencia de su nombre simboliza la constitución de la sociedad como un todo. Es la política. Nunca se congrega ante sí y para sí —a diferencia de la multitud que es siempre una criatura ante el espejo («El 19 de marzo», p. 385)—, expone su quien a la pluralidad de otros quienes; y es que para la acción no basta el héroe: también son necesarios los espectadores. Sólo desde esta perspectiva podemos comprender el verdadero sentido de la genial intuición del grumetillo del Santísima Trinidad cuando imagina una gran azotea desde la que todos los españoles se asoman para contemplar la batalla de Trafalgar («Trafalgar», p. 219). Esta intuición explica que el Araceli recortado de la escena de Bailén y el Pierre Bézujov recortado de la escena de Borodinó («Bailén», p. 532; Tolstói, 2004: 1151 y ss.) compartan mucho más que el ensamblaje tolstóiano de la historia grande y la historia pequeña («Juan Martín», p. 1005). Insertos en la narración, crean el espacio necesario para que la acción surja, el espacio necesario para la política (Arendt, 2003: 116 y ss.); interpretados como correas de transmisión entre el imaginario y la realidad, permiten a la comunidad efectiva de lectores —de la que son una especie de trasunto— cobrar conciencia de su conversión en espectadores. Si entendemos que lo político es ese espacio de la aparición, se sigue fácilmente que el heroísmo no es la cualidad subjetiva de tal o cual; es un clima, una «condensación colosal» que no deja nada escondido, un tono de época que lo impregna todo («El 19 de marzo», p. 432; «Bailén», p. 498). Y de esta afectación nace la verdadera acción, el comienzo de algo nuevo (Arendt, 1997: 77): Por primera vez entonces percibía con completa claridad la idea de la Patria, y mi corazón respondió a ella con espontáneos sentimientos, nuevos hasta aquel momento en mi alma. Hasta entonces la Patria se me representaba en las personas que gobernaban la nación tales como el Rey y su célebre Ministro [...] El momento que precedió al combate comprendí todo lo que aquella di196

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vina palabra significaba, y la idea de nacionalidad [cursiva mía] se abrió paso en mi espíritu, iluminándolo, y descubriendo infinitas maravillas [...] Me representé a mi país como una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos; me representé la sociedad dividida en familias, en las cuales había esposas que mantener, hijos que educar, hacienda que conservar, honra que defender; me hice cargo de un pacto establecido entre tantos seres para ayudarse y sostenerse contra un ataque de fuera [...] Mirando nuestras banderas rojas y amarillas, los colores combinados que mejor representan al fuego, sentí que mi pecho se ensanchaba; no pude contener algunas lágrimas de entusiasmo; me acordé de Cádiz, de Vejer; me acordé de todos los españoles, a quienes consideraba asomados a una gran azotea, contemplándonos con ansiedad. [«Trafalgar», pp. 218-219]

Detrás de este pasaje fundamental encontramos otra vez a Tolstói. La aparente sencillez del lenguaje de Araceli esconde la filosofía de la historia que encierra el famoso epílogo a Guerra y Paz. Ese cambio de representación mental del grumetillo —que va del rey y su célebre ministro a las familias, los pactos y las banderas— nos habla de un movimiento que, en los albores del siglo, cambió para siempre la inteligencia del mundo: el advenimiento de una nueva fuerza que vino a ocupar el lugar del poder divino (Tolstói, 2004: 1712). Galdós situó este gozne en 1805 e hizo de «Trafalgar» el episodio de los dos cuerpos de la soberanía: el decrépito y mastodóntico casco del Santísima Trinidad, símbolo de la monarquía hispánica, cedía el escenario histórico al empuje y la juventud de Araceli. A partir de este momento, todo el interés de la h/Historia residirá en explicar en qué consiste el nuevo enigma. El problema, sostiene Tolstói, es que se supone que esa «fuerza se comprende por sí misma y es conocida por todos». Aunque no se dice explícitamente, del fragmento tolstoiano se desprende que la definición de ese algo nuevo en cuanto evidencia no fue casual, sino elección de los que escribían la h/Historia. Semejante operación léxico-política requería de un dispositivo retórico e ideológico perfectamente articulado, y, para construirlo, fue necesario recurrir al héroe de los orígenes: el pueblo-potencia. Por eso los historiadores se apoderaron de su imagen y de su fuerza y lo entramaron en un relato que terminó por convertirse en un juego de prestidigitación. Prestando su voz a un héroe mudo, las elites culturales consiguieron dejar sin determinar al pueblo concreto e inundaron el imaginario de una alegoría 197

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nacional capaz de reunir a quienes, en el nivel de la realidad, estaban separados por los intereses, los recursos y las oportunidades (Demange, 2004: 13). Galdós contribuyó con entusiasmo a este «ejercicio de ventriloquia histórica» (Fuentes, 2004: 103). Pueblo es el referente social más utilizado en la Primera Serie y, desde luego, parece celebrar un nuevo tipo de igualdad ante la soberanía. Nos hallamos ante un concepto totalizador, metáfora abarcadora de la nación en armas: «la multitud aumentaba... Componíanla personas de ambos sexos y de todas las clases de la sociedad, espontáneamente reunidas por uno de esos llamamientos morales, íntimos, misteriosos, informulados, que no parten de ninguna voz oficial y resuenan de improviso en los oídos de un pueblo entero» («El 19 de marzo», p. 432; la cursiva es mía). Pueblo es el aristócrata Diego de Rumblar («Bailén», «Cádiz»), quien, pese a su ridículo carácter, acaba por tomar parte en la empresa nacional, a las órdenes del general Castaños. Pueblo es el noble que contribuye con su donativo al sostenimiento del ejército de Andalucía («Bailén», p. 498). Pueblo es el terrateniente Montoria de «Zaragoza», dispuesto a sacrificar a sus hijos y su hacienda en la pira colectiva. Pueblo es el sufrido médico Nomdedéu, que permanece en Gerona, aunque con ello ponga en riesgo la salud de su hija, Josefina. Pueblo es el padre Rull («Gerona») que se encarama a la muralla de la ciudad para enfrentarse a los franceses; y Mosén Antón Trijueque («Juan Martín, el Empecinado»), que no duda en abandonar los oficios para enrolarse en las partidas. Pueblo es el simpático Pirli («Zaragoza»), un joven labrador que no pierde su alegría ni cuando las balas francesas le rozan la mollera. Pueblo es el mendigo Sursum Corda, que demuestra más fuerza de ánimo que todos los propietarios de Zaragoza juntos. Pueblo es la plebs tremendae milagrosamente transformada cuando acude «al llamamiento de la disciplina moral de su Patria oprimida» («Bailén», p. 497). No hay que decir que este fresco impresionante de una nación reconciliada en la figura del pueblo-todo no es más que la superficie —ideológica— del relato galdosiano. En sus profundidades descubrimos el eje histórico por debajo de la narración mitificada. Galdós no escribe en Francia, en 1830. Redacta la Primera Serie entre 1872 y 1875, y, para entonces, el pueblo-todo había desaparecido, en la realidad histórica, ante las sucesivas apelaciones de exaltados, progresis198

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tas, republicanos, regeneracionistas o anarquistas (Álvarez Junco, 2004: 89). Sin embargo, esta quiebra no justifica la operación —que también es elección— semántico-política del Galdós de la celebérrima serie. En un discurso esencialista —toda retórica nacionalista lo es— que busca siempre elementos de permanencia —de Sagunto y Numancia a Zaragoza y Gerona—, pueblo aparece como un atributo del ser colectivo, como una condición, esto es, como algo que se puede perder. Aparece entonces el enigma, el número que liquida la sustancia, la multitud. Sólo así se explica el sibilino juego de identidades (Triviños, 1987: 66) entre el «ellos» —en el caso del motín cortesano— y el «nosotros» —en el de la gesta madrileña— que pone en marcha Gabriel Araceli en «El 19 de marzo y el 2 de mayo» (Episodios Nacionales, pp. 383 y ss.) o las descripciones «proto-lebonianas» que se quieren demostraciones irrefutables de la fluctuatio animi de los muchos: «Mañara había adulado a la plebe imitándola. Con este animal no se juega. Es como el toro, que tanto divierte y de quien tantos se burlan; pero que cuando acierta a coger a uno, lo hace a las mil maravillas. Vimos caer a Godoy, favorito de los reyes, y ahora hemos visto caer en Mañara, favorito del pueblo. Todas las privanzas que no tienen por fundamento el mérito o la virtud, suelen acabar lo mismo. Pero nada hay más repugnante que la justicia popular, la cual tiene sobre sí el anatema de no acertar nunca, pues toda ella se funda en lo que llamaba Cervantes “el vano discurso del vulgo”, siempre engañado» («Napoleón», p. 603). De hecho, el menu peuple madrileño está sobrerrepresentado (Fraser, 2006: 98) en la narración, porque presta un doble servicio al dispositivo de la mitología nacional. En primer lugar, ofrece una compensación simbólica a quien había quedado marginado de la política efectiva. Además, la inclusión de esos elementos proto-lebonianos —el exceso y el alcohol del Tío Malayerba y sus secuaces o la terribilitá dulcificada por la causa nacional de la politicómana Primorosa y del majo decente Pujitos («El 19 de marzo», pp. 381, 384, 387 y 434)— multiplica el potencial del dispositivo por cuanto permite que la historia se filtre en el espacio del mito de los orígenes, probando de manera irrefutable que, verdaderamente, hecho tan asombroso había tenido lugar.

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III. LA CRÓNICA DE «LO QUE REALMENTE PASÓ»

La totalidad que produce la historia, bajo la forma en que ésta se presenta, es elástica. Recortada de la materia histórica, dicha totalidad se obtiene mediante la suma de ciertos elementos y la eliminación de otros. El historiador —especialmente, el historiador nacional— procede como el artista, esto es, compone cuadros históricos (Simmel, 2004: 130 y 159), en un intento de superar el abismo que separa el tiempo continuo de lo vivido y el tiempo discontinuo de la reconstitución histórica. En su representación, la masa variable de los acontecimientos se puede abarcar de un único vistazo, puesto que todos los hilos que se entretejen en su trama desembocan en un centro. En el caso de la recreación galdosiana de la Guerra de la Independencia, ese centro es la metáfora del levantamiento: «El resultado era asombroso. Yo no sé de dónde salía tanta gente armada. Cualquiera habría creído en la existencia de una conjuración silenciosamente preparada; pero el arsenal de aquella guerra imprevista y sin plan, movida por la inspiración de cada uno, estaba en las cocinas, en los bodegones, en los almacenes al por menor, en las salas y tiendas de armas, en las posadas y en las herrerías. La calle Mayor y las contiguas ofrecían el aspecto de un hervidero de rabia imposible de describir por medio del lenguaje. El que no los vio renuncie a tener idea de semejante levantamiento» («El 19 de marzo», p. 433). Levantamiento es la insurrección que se propaga «como se propaga la llama en el bosque seco azotado por impetuosos vientos», la «irrupción de la gente armada», «la campana de [un] rebato glorioso», un llamamiento misterioso e informulado, la «transformación portentosa por un simple impulso del corazón de cada uno», «aquél no importa con qué curaban el descalabro», entusiasmo, sublevación general, la «mecha que prende fuego a varias minas esparcidas aquí y allí» («El 19 de marzo», pp. 432-433, 465, 468, 508 y 683). Obviamente, decir levantamiento es decir Toreno. En su clásico estudio sobre los Episodios, Hans Hinterhäuser (1963: 63) contaba la Historia del ilustre conde entre las fuentes empleadas por Galdós para elaborar la Primera Serie. Tiempo después, Rodolfo Cardona (1968: 130) precisó que la obra ni se encontraba en la biblioteca personal del 200

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escritor ni estaba registrada en el catálogo de Berkowitz (1951). En cualquier caso, Galdós no necesitaba conocer directamente el texto para asumir la fórmula del título, ya que ésta se había convertido, al menos para las elites liberales, en la clave interpretativa general de la guerra (Hocquellet, 2001: 75). Esta clave brindaba al escritor-siglo un polo de atracción que lo alcanzaba todo. En primer lugar, permitía superar la contradicción de principio de lo que se afirmaba, a un tiempo, como permanente y como radicalmente nuevo: la nación. El recurso a la metáfora también transmitía la impresión de estar ante la recreación de algo inefable («quien no los vio, renuncie a tener idea...», «nadie podrá imaginar cómo eran aquellos combates parciales» [«El 19 de marzo», pp. 433 y 435]). Y como queriendo salvar esta imposibilidad, el dispositivo narrativo se pertrechaba de detalles con la clara intención de crear una totalidad coherente, de crear verdad —nacional, por supuesto—. De ahí el interés por subrayar el eclecticismo textil (guacamayos, cananeos, lechuguinos, obispos, perejiles, pavos) de los voluntarios hasta convencer al lector de que la «voz uniforme» era una «vana palabra» que no cuadraba con la naturaleza de lo narrado («Cádiz», p. 896); las numerosas referencias a esos conductos invisibles del entusiasmo que se llaman rumores («Bailén», p. 468 y 508; Fraser, 2006: 63); la mención al modo espontáneo y nacional de allegar dinero («las listas de donativos hechas por los gremios, por los comerciantes, por los nobles y hasta por los mendigos») o la admiración que causa la heterogeneidad del catálogo social que daba cuerpo de nación a la conscripción general de la segunda mitad del año 1808: soldados, voluntarios, milicia urbana, viudos con hijos, hijosdalgos, nobles, tonsurados, abates, novicios, doctores y licenciados, retirados del servicio, quintos, hijos únicos de labradores; «en una palabra, no se exceptuaba a Rey ni a roque» («Napoleón», p. 592 y «Bailén», p. 497). El polo de atracción, ya se ha dicho, afecta a todo; al punto de que la metáfora que define la acción dibuja también la silueta del héroe que la realiza. El pueblo-potencia funciona a la manera de un dispositivo energético capaz de una ruptura brutal entre un estado de pasividad y una reacción poderosa: «La frase castellana echarse a la calle [era] admirable por su exactitud y precisión. España entera se echó a la calle o al campo» («Juan Martín», p. 975). En la radicalidad de este movimiento, encontramos a los simples (Viallaneix, 1973: 173). Éstos 201

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se definen, precisamente, por el hecho de que ningún cálculo, ningún proceso mental atraviesa su alma; se entregan por entero a lo que hacen y lo hacen sin tardar. El milagro del levantamiento obedecía al «brutal instinto tan propio de los niños por la edad como de los que lo son por la ignorancia», a «aquella fe ciega en la superioridad de las heterogéneas y discordes fuerzas populares, [a] aquel esperar siempre», al «delirio popular [que] veía miles de hombres donde no había sino centenares» («El 19 de marzo», p. 385 y «Bailén», p. 468). El pueblo en estado heroico es comparado con un volcán, con un océano, con un río «que rompe los diques que, durante siglos, le han contenido y se extiende por el llano con ímpetu destructor» («Napoleón», p. 602). Sublime y atroz al mismo tiempo, el ser colectivo que describe Galdós en la Primera Serie se distingue por su fuerza, no por su clarividencia; y su acción se corresponde con lo que es en cuanto totalidad actuante: colosal, unánime e irresistible («El 19 de marzo», p. 432). Esta política de la imaginación (la política de la razón apenas ocupa un episodio, «Cádiz», y ni siquiera completo) explica las peculiaridades de la concentración narrativa de la serie, en definitiva, la selección de cuadros históricos que se recortan de la continuidad del tiempo vivido. Galdós elige las escenas que abundan en la verdad de su relato de los orígenes, las secuencias que le permiten llevar a primer plano al pueblo-potencia: los primeros meses de la guerra («El 19 de marzo y el 2 de mayo»; «Napoleón, en Chamartín»), los momentos de protagonismo femenino (bajo los caballos de los mamelucos en la hazaña madrileña, en las casas de Zaragoza y las murallas de Gerona, en los cantos y chistes del Cádiz sitiado), los célebres sitios que recordaban Numancia y Sagunto o la batalla más específicamente nacional («Bailén»). Este conjunto de motivos que completan el fresco histórico galdosiano demuestran que la Primera Serie es un verdadero palimpsesto en el que el discurso de nación elimina las escenas que no merecen pasar del eje histórico al relato de los orígenes. No obstante, en el fondo de la narración mitificada, detectamos algunas quiebras que, lejos de debilitar el dispositivo ideológico, lo potencian. Quien no creyera lo narrado, como decía Araceli en «Zaragoza», no tenía más que abrir las páginas de la historia («Zaragoza», p. 730). Metáfora de la metáfora del levantamiento; o, mejor dicho, su metonimia era la guerra de guerrillas. El guerrillero era la parte que defi202

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nía al todo en cuanto héroe y en cuanto acción: esencia nacional, esfuerzo sublime y... desorden («Juan Martín», p. 975). A veces, ni siquiera el escritor nacional alcanza las implicaciones últimas de ese dispositivo a que se ha hecho referencia. Evidentemente, no era imaginable un relato de nación española que no incluyera la guerra de guerrillas; no sólo eso, se esperaba su afirmación como invención original hispana. Galdós se muestra, en principio, fiel seguidor del canon. Admite que a la guerrilla se debía, ni más ni menos, «la permanencia nacional, el respeto que todavía infunde a los extraños el nombre de España»; la define como «verdadera guerra nacional», una «organización militar hecha por milagroso instinto (...) [una] anarquía reglamentada que reproducía los tiempos primitivos» («Juan Martín», pp. 957 y 975). Lo que ni siquiera podía intuir Galdós era que, al llevar el discurso de nación al estado de naturaleza (primera quiebra en la crónica), definía —un efecto no deseado— el conflicto como algo esencialmente político y, aún más, reconocía la soberanía salvaje del pueblo, el poder del número en cuanto número. Siempre previsor, el escritor nacional se encargaría de ahogar por adelantado posibles brotes de destellos hugolianos (un pueblo en permanencia plenamente consciente de su poder y de sus deseos) en su obra. El autor no se conforma con denominar a la guerrilla «la gran academia del desorden», empeña todas sus virtudes descriptivas en pintarnos los efectos devastadores de la guerra. En el mecanismo de identificaciones que activa el relato, el episodio de las partidas —«Juan Martín, el Empecinado»— no mueve a la emulación de héroes homéricos (caso de «Zaragoza» y «Gerona»), se busca la compasión del lector en la conmovedora historia del «Empecinadillo» o en los decorados sociales —representados por ancianos y mujeres— que han sufrido los terribles saqueos de los franceses y de los guerrilleros («Juan Martín», pp. 958, 984, 1005 y ss.). La guerrilla —junto a cuadros como los de Zaragoza y Gerona—, además, ocupaba un lugar especial en la representación histórica por cuanto intentaba resolver la aporía de la continuidad del tiempo vivido/discontinuidad de la reconstitución histórica en la afirmación de su carácter esencial y, por tanto, permanente; como si en dicha afirmación se pudiera abrazar la verdad que pretende aprehender la narración de los orígenes. Así, sobrenombres como los de Pelayo —gloria que se perpetuaba en el descendiente de un bedel de la Universidad 203

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de Alcalá— y Viriato —apelativo que bautizaba al hijo de unos labradores de Campillo de las Ranas («Juan Martín», pp. 965-966)— enseñaban al lector de los Episodios que aquella lucha espontánea por la independencia no hacía más que reverdecer «la lucha con los romanos y las de siete siglos con los moros, y me figuro qué buenos ratos pasarían unos y otros en esta tierra, hostigados constantemente por los Empecinados de antaño» («Juan Martín», p. 974; Muñoz Maldonado, 1833, I: 6, 9 y 50). Si la guerra era la actividad favorita —y constante— de los españoles, resultaba sencillo colegir que se trataba de una raza de caballeros. En ese caso, no debía extrañar la proliferación de un vocabulario más propio de la Contrarreforma que de la Europa del siglo XIX. Hay que recordar que el honor, la vergüenza, la honra o el decoro no preocupaban sólo a figuras trágico-cómicas como la del Gran Capitán de «Napoleón, en Chamartín» o a personajes épicos como el Montoria de «Zaragoza» («Trafalgar», p. 193; «La Corte», p. 287; «Napoleón», pp. 617-618; «Bailén», p. 459; «Cádiz», p. 864). Martínez Campos impulsaba el cambio político, el 29 de diciembre de 1874, al grito de «¡Viva España con honra!». Médico calderoniano era también el Galdós que, en las mismas fechas y a través de su Empecinado, exclamaba «¡España está deshonrada!» («Juan Martín», p. 1005). La retórica nobiliaria contrastaba (segunda quiebra) con los ataques por sorpresa, las matanzas de prisioneros o el huir, «y el huir no [era] vergonzoso en ellos» («Juan Martín», p. 974; Álvarez Junco, 2001: 92-3). Y, pese a que el discurso patriota decía que España había sido atacada de manera desleal, el francés no se había ganado semejante respuesta. Al fin y al cabo, el enemigo había penetrado en el país con el permiso que le concedía la firma del Tratado de Fontainebleau de 1807 (tercera quiebra), pues como reconocía el abate don Lino Paniagua —un enterado que frecuentaba la sociedad de etiqueta— en «La Corte de Carlos IV», «Napoleón no manda[ba] sus tropas contra Godoy, sino para Godoy» («La Corte», p. 288). A Galdós no le fue fácil superar esta espinosa dificultad. Si, como proclamaba el temerario Medio-hombre, «el que ataca a traición no es cristiano, sino un salteador de caminos» («Trafalgar», p. 190); El Empecinado, el español por antonomasia, sólo podía salvarse por su sentido moral, porque prefería —curiosa inclinación en un guerrillero— morir a retirarse, porque «siempre se condujo movido por nobles impulsos, y fue desinteresa204

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do, generoso, y no tuvo parentela moral con facciosos, ni matuteros, ni rufianes» («Juan Martín», pp. 974 y 1008). ¿Qué era lo que había arrancado a este guerrillero de la violencia pura, aquello que había transformado su lucha en acción? «El sentimiento patrio (...) una condensación colosal, una unidad sin discrepancias de ningún género, y, por lo tanto, una fuerza irresistible» («El 19 de marzo», p. 432). Tan colosal y unánime que, en la construcción de la mitología de la Guerra de la Independencia, participaron catalanes, aragoneses o navarros (Álvarez Junco, 2001: 86). En la Primera Serie, el tema de las dos Españas es sólo un mal que se anuncia («Cádiz», pp. 871 y 895). Lo que no podía ocultar el bálsamo galdosiano era el divorcio que existía entre la nación y las elites modernizadoras, una desavenencia que se firmó en los primeros meses del levantamiento (Álvarez Junco, 2001: 138). El liberalismo español había encontrado el mito fundacional que daba cobertura ideológica a su proyecto, pero el problema surgía desde el momento en que la Guerra de la Independencia había sido un milagro hecho «a espaldas del Estado» («Juan Martín», p. 975). No era fácil rescribir la historia en sentido nacional cuando los españoles se habían rebelado contra la filosofía política que sustentaba la España defendida por los liberales (tercera quiebra). Si todo lo que provenía de Bayona era «objeto de sistemático desprecio» («Bailén», p. 468), resultaba claro que ideas tales como las de nación, soberanía o constitución no fueron tenidas en cuenta por los que se levantaron en 1808. A los liberales no les quedaba más remedio que convertir aquella guerra en la lucha contra el invasor extranjero y minimizar el significado de la revolución política («La Batalla», p. 13). En fin, a los constitucionalistas españoles les sucedía lo que al amolador Pacorro Chinitas: el francés les había enseñado el oficio, pero lo querían «allá en su tierra» («El 19 de marzo», p. 432). El sentimiento galófobo que, indiscutiblemente, existió en la reacción popular («el odio a los franceses no era odio: era un fanatismo de que no he conocido después ningún ejemplo») podía considerarse una forma de afirmación nacional («Bailén», p. 467; «El 19 de marzo», p. 432; Álvarez Junco, 2001: 121); pero este componente xenófobo se confundía con la doctrina cristiana (quinta quiebra). Francia era, en palabras de don Pedro del Congosto («Cádiz»), sinónimo de costumbres corrompidas, de falsedad de trato, de deshonestidad, de 205

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irreligión, de impudor, de atrevimiento, de robo, de mentira, de filosofía, de ateísmo («Cádiz», pp. 857 y 932). Las debilidades personales, no los argumentos políticos, desacreditaban a Murat y a José Bonaparte («Bailén», p. 465). Napoleón era «el demonio, el demonio mismo» («Gerona», p. 806). Y los franceses contaban sus defectos por pecados: la soberbia, que les había llevado a despreciar las fuerzas de su enemigo; la crueldad, que no se había apiadado de las mujeres, de los niños, ni de los enemigos vencidos; o la mentira de que habían dado prueba sus muchas promesas incumplidas («Zaragoza», p. 671 y 700; «Bailén», pp. 458 y 500; «Gerona», pp. 811 y 820). Todos estos términos eran más característicos de cruzada que de campañas napoleónicas. Incluso la batalla de Bailén, la más específicamente nacional de cuantas acaecieron en la península, se tiñó del elemento religioso. Galdós juega a favor del enemigo cuando señala la providencial coincidencia de fechas entre aquel combate del siglo XIX y el de las Navas de Tolosa: «Era el 16 de julio; en este día, la Iglesia celebra, además de la advocación del Carmen, el Triunfo de la Santa Cruz, fiesta conmemorativa de la gran batalla de Las Navas de Tolosa, ganada contra los infieles por castellanos, aragoneses y navarros en aquellos mismos sitios donde nosotros nos batíamos con Francia y en el mismo 16 del mes de julio. Habían pasado quinientos noventa y seis años. La coincidencia del lugar y la fecha nos inflamaba más, y añadía a nuestro patriotismo una profunda fe religiosa...» («Bailén», p. 503-504). El escritor parece no darse cuenta de que lo que para él era una prueba irrefutable de la permanencia del belicoso carácter nacional, para la Iglesia era la muestra de una no menos eterna defensa del catolicismo, y, en esta defensa, no podía menos que participar activamente. El capítulo de 1808-1814 no se explica sin el decisivo potencial movilizador (Fraser, 2006: 517; Álvarez Junco, 2001: 306) de la Santa Institución (sexta quiebra). Algo que vio claramente el que fue, con sus decretos —por los que se abolían la Inquisición, el derecho feudal, las aduanas interiores y el Consejo de Castilla— de diciembre de 1808, el primer regenerador de España en el siglo XIX. El único pasaje en el que Napoleón no es presentado como adversario simple y puro es, precisamente, el de la lectura de esos decretos en el convento —imposible mejor escenario— madrileño de la Merced (el de Tirso de Molina, el sepulcro de los nietos de Hernán Cortés). Galdós enfrenta dialécticamen206

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te al dominico Vargas —que considera todo aquello como producto de masones y herejes— y al Padre Castillo —que alaba el impulso modernizador y lo vincula a la obra de Jovellanos, del conde de Floridablanca y de los sabios consejeros de Carlos III— («Napoleón», pp. 629-630). A semejanza del fraile ilustrado, el narrador de la serie se esforzó en «españolizar» la intervención de quien, por muchas razones, podía ser considerado enemigo de la causa que defendía. Esta operación pasaba por modelar, matizar, rectificar y, llegado el caso, alterar en sentido nacional la contribución de la Iglesia a la hazaña. La estrategia de este actor del Antiguo Régimen siguió tres líneas fundamentales. En primer lugar, como explica Mosén Antón Trijueque («Juan Martín», p. 1021), los sacerdotes dejaron los templos para encabezar las partidas de guerrilleros. El curioso pendant («Juan Martín», pp. 889 y ss.) que componen este remedo de Merino y tantos otros —de crueldad y dureza poco evangélica— y el quijotesco Empecinado disipa cualquier duda con respecto a la opinión que pudieran merecer al autor de los Episodios los curas guerreros. En segundo lugar, desarrolló una táctica de resistencia localista (poniendo en entredicho, una vez más, el carácter nacional de la Guerra de la Independencia) que se articulaba en torno a la devoción por los distintos patrones. Testimonio de ello da el cronista Araceli: «sobre la puerta de entrada [de la ciudad], al extremo del puente, habían puesto sus constructores una tabla con la siguiente inscripción: “Reducto inconquistable de Nuestra Señora del Pilar. ¡Zaragozanos, morir por la Virgen del Pilar o vencer!”» («Zaragoza», p. 678). Sin embargo, en el contexto de la narración, parecería que esta expresión de ardor religioso no pasara de ser manifestación de la condensación colosal y unánime del sentimiento patrio. El narrador de la Primera Serie, en cambio, guarda silencio sobre otro tipo de relaciones de patronazgo, también propias de la vieja sociedad pero mucho más terrenales, que explicarían la peculiar fuerza de las juntas —cuya dispersión reconoce el propio Galdós— en la movilización popular antifrancesa («El 19 de marzo», pp. 445; «Napoleón», p. 612; «Gerona», pp. 753 y 757; «Juan Martín», p. 998; Fraser, 2006: 199 y Álvarez Junco, 2001: 125). En los Episodios, no se podía restar significado nacional a esos núcleos de poder; ahora bien, era admisible criticarlos—brevemente y con el buen propósito de engrandecer la acción del pueblo-potencia— por su (falta de) sentido moral. 207

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Finalmente, la Iglesia permaneció fiel a su alianza con el trono. Sabedora de la capacidad de atracción de la monarquía, tuvo mucho cuidado de separar al príncipe Fernando del pervertido trío que habitaba la alcoba real («La Corte», pp. 288, 294 y 321). Del papel de la Iglesia como creadora de opinión da muestra la conclusión a que llega Gabriel en «La Corte de Carlos IV»: «lo único que vi con alguna claridad fue la general animadversión de que era objeto el Príncipe de la Paz, a quien se acusaba de (...) inmoral, traficante en destinos, polígamo, enemigo de la Iglesia (...) También es de un modo clarísimo que todas las clases sociales amaban al Príncipe de Asturias» («La corte», p. 290; la cursiva es mía). Cuando el heredero dejó de serlo, la Santa Institución pudo completar su triple grito de guerra: «¡Viva España, Fernando VII y la Virgen de la Fuensanta!» («Bailén», p. 503). Galdós altera, en sentido nacional, el orden de la tríada; pero no se puede escapar al lector que allí donde el autor de 1873 quiere que se lea nación, en 1808, había de leerse patria —en el sentido de vínculo con la comunidad local y las tradiciones, no como categoría incluyente cuya simple advocación admitía discurso absolutista y discurso liberal (octava quiebra)—. La distancia histórica también explica el anhelo nacional del pueblo-potencia galdosiano que sustituye el histórico «Viva Fernando VII, mueran los franceses» del Dos de Mayo, por un «¡Viva España y el Rey Fernando!» en el episodio que re-crea la gesta («El 19 de marzo», p. 434; «Bailén», p. 531). Mal que le pesara a don Benito, para la mayoría de aquellos que empezaban a decirse españoles se luchaba por fervor católico, no por fervor nacional. La historiografía liberal podía buscar una fórmula de consenso (entre la verdad histórica y la verdad nacional) como la del piadoso patriota («Napoleón», p. 598), pero no servía para la generalidad de supuestos de invasión francesa, como demostró el paseo militar de los Cien Mil hijos de San Luis en 1823. Parece claro que la Iglesia no quiso movilizar a las masas en esta ocasión. Y, aunque los liberales afirmaran que, en 1808-1814, «el interés nacional había alterado pasajeramente los rigores del santo instituto» («Gerona», p. 773), lo cierto es que la Iglesia, tanto en un caso como en otro, no había sido más que un eficaz agente de la Internacional de la Reacción.

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IV. EL PANTEÓN LIBERAL

El cuerpo del pueblo-potencia es incluyente, inmenso, totalizador. Es el origen de todo, incluida su propia mitificación. De su enorme vientre surge un Panteón que no existe en piedra, un lugar que acoge dioses menores (Daoíz y Velarde, Manuela Sancho), grandes hombres (Álvarez de Castro, Palafox, Quintana, Argüelles, Muñoz Torrero), sucesos asombrosos (el Dos de Mayo, Zaragoza, Gerona, la Constitución de 1812) y lugares míticos (Bailén, los Arapiles, la gaditana Iglesia de San Felipe). En este espacio imaginario se observa un doble juego de espejos en el que los fragmentos no devuelven su propia imagen; su reflejo es una anatomía gigantesca. El efecto visual no es una alucinación, está provocado por un engranaje narrativo que pretende resolver todas las aporías. Se afirma una evidencia que sólo se comprende en el desarrollo de la epopeya. Se presenta un discurso esencialista en una trama histórica. Y se pretende la construcción de un todo —la acción del levantamiento y el héroe que la realiza— a partir de una doble discontinuidad: la del tiempo de la construcción histórica y la de la selección de los hechos; como si unos hilos invisibles pudieran salvar las lagunas temporales y orientar los elementos hacia la idea central hasta crear la impresión de un tejido histórico-narrativo perfectamente tupido. Muy hábilmente, el lector de los Episodios es conducido por un relato in crescendo, en una cadencia dramática que, por supuesto, está afectada por el polo de atracción. La derrota àla ancienne de «Trafalgar» y la atmósfera decadente de «La Corte de Carlos IV» y de «El 19 de marzo» preparan —con el sordo rumor que se percibe en las capas profundas de sus argumentos— la eclosión del Dos de Mayo. La tensión se mantiene con «Bailén», expresión bélica de la metáfora del levantamiento. El movimiento culmina con los Sitios de «Zaragoza» y «Gerona». Después comienza la desaceleración. Primero, «Cádiz», que introduce en la serie la política de la razón, la materia propia de las apacibles conquistas del siglo. Por último, en «La batalla de los Arapiles», el ensamblaje tolstóiano se descompensa por el lado de la historia pequeña, y la épica deja paso a la novela de costumbres con el guiño directo que Araceli hace al presente de su creador. 209

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El Dos de Mayo es la violencia necesaria de la fundación; violencia, a un tiempo, extraordinaria y cierta. El narrador sostiene el relato con un asombro que roza lo inefable: la imposibilidad de las descripciones («El 19 de marzo», p. 433, 435 y 444); las continuas alusiones a la superioridad («El 19 de marzo», p. 435) numérica (difícil de creer por la impresión de muchedumbre popular que transmite la h/Historia) de los franceses; o las metáforas animalescas —fieras, inmenso pulpo, enjambre («El 19 de marzo», p. 433)— que no logran reducir a la unidad el increíble dispositivo energético del ser colectivo. El principio de realidad queda reducido a las referencias a la topografía madrileña —la calle Mayor, el Pretil de los Consejos, San Justo, la plazuela de la Villa, la Plaza Mayor, la Cava de San Miguel («El 19 de marzo», p. 433)— o al patetismo goyesco de los fusilamientos del 3 de mayo («Si le dijesen que ahora les estaban poniendo un farol en el pecho para fusilarlas...») («El 19 de marzo», p. 448). La violencia es colectiva como corresponde a la naturaleza del sujeto. El pueblo-potencia está en las calles y casas de Madrid —el novelista confunde sutilmente la difusión física del levantamiento con su extensión demográfica—, en el primer impulso de aquel «movimiento impremeditado y sublime», en el entusiasmo contagioso que define la Stimmung de 1808 («El 19 de marzo», pp. 432-433, 435-436). Galdós halla en la gesta madrileña una ocasión preciosa para pintar al pueblo en permanencia al margen de su función en las estructuras de la realidad. Sus armas —puñales, tiestos, ladrillos, pucheros, pesas de reloj— encuentran acomodo en la trama, no como extensiones de su ser social, sino como herramientas ennoblecidas por la causa de la nación («El 19 de marzo», p. 435). La presencia de las clases populares es un escorzo que parece rebasar los límites de la narración. Las majas y los manolos, lanzándose cuchillo en mano contra los caballos de los franceses («El 19 de marzo», p. 435), protagonizan las escenas más impactantes, su gesto es el más sublime; pero, en ningún caso, quedan insertos en encarnaciones colectivas propias del orden estamental como la canalla o la plebe. El relato impone un lenguaje en el que no caben categorías de origen reaccionario; ni aun cuando se pretendiera rectificar su significado en sentido nacional (Fuentes, 1988: 60-64). En la Primera Serie, pasado el motín de Aranjuez, los súbditos —incluso cuando aguardaban la aparición «de aquel sol hespérico, de aquel iris de paz, 210

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de aquel príncipe Fernando»— se han transformado ya en «pueblo español» por obra y gracia del objeto de su ataque: los invasores galos («El 19 de marzo», pp. 410-411). Las referencias a la multitud o la muchedumbre, al número en cuanto número, no pasan de ser pérdidas —afortunadamente— momentáneas de la unidad intrínseca del cuerpo popular entendido en su más alto sentido. La insistencia en el inventario social —el aristócrata bien vestido, los honrados tenderos, el maestro herrero, las majas, los manolos, el empleado de la Imprenta de Sancha («El 19 de marzo», pp. 433 y 448)— sólo busca subrayar la vocación inclusiva de la alegoría nacional. La individuación de figuras como las de Daoíz y Velarde no es un tributo a la historia plutarquiana, sus retratos particularizados facilitan la comprensión del relato. Tampoco aparecen como simples comparsas del pueblo-potencia; son el pueblo-potencia mismo: Eran aquellos los dos oficiales oscuros y sin historia, que en un día, en una hora, haciéndose, por inspiración de sus almas generosas, instrumento de la conciencia nacional, se anticiparon a la declaración de guerra por las Juntas y descargaron los primeros golpes de la lucha que empezó a abatir el más grande poder que se ha señoreado del mundo. [«El 19 de marzo», p. 441]

Esta carne heroica no se distingue del barro humano que ofrecen personajes entresacados de Los españoles pintados por sí mismos o los sainetes de don Ramón de la Cruz, tales como la politicómana Primorosa, Pacorro Chinitas o el majo Pujitos («El 19 de marzo», p. 381). La verosimilitud se pone al servicio de la verdad de lo narrado, pues la literatura autentifica el mito: «Aquí dispongo —dice solemnemente el Gran Capitán en «Napoleón, en Chamartín»— (...) que las misas me las digan en San Marcos, donde está enterrado don Pedro Velarde, ese valiente entre todos los valientes» («Napoleón», p. 617). No es aquí donde Galdós demuestra sus mayores virtudes como mitificador nacional, despliega todas sus capacidades como inventor —o, más rigurosamente, re-creador— del pasado en su reescritura del significado general del Dos de Mayo, una reescritura que debe mucho a la Historia General de España de Modesto Lafuente (Lafuente, 1885, V: 24, 27 y 30; Berkowitz, 1951: 84). No importó que la participación en el levantamiento no llegara al uno por ciento (Fraser, 2006: 100) de la po211

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blación de Madrid; aquello fue la cristalización de «una condensación colosal, [de] una unidad sin discrepancias». Y como la mecha histórica —la certeza absoluta de que los madrileños habían perdido a su rey («El 19 de marzo», p. 417-418; Fraser, 2006: 122)— de la reacción no se podía ocultar sin dañar irreparablemente la narración; Galdós integra la ruptura del vínculo con la monarquía en una extensa enumeración de fechorías cometidas por los franceses, consiguiendo que un porqué tan característico del Antiguo Régimen se impregnara de lo nacional («El 19 de marzo», p. 432). La re-significación del Dos de Mayo no se remata en el episodio dedicado a su recreación, sino en el que describe las partidas. La guerrilla buena (El Empecinado) y la guerrilla mala (Mosén Antón Trijueque) señalan el sacudimiento de la villa como el inicio de la guerra («Juan Martín», pp. 801 y 978). Esta visión, que estaba íntimamente ligada a valores (Demange, 2004: 58) fundamentales en la construcción nacional (los de la soberanía territorial, la unidad nacional, la libertad), tenía mucho que ver con el siglo maduro y con las elites liberales cómodamente instaladas en el poder, con el tiempo vivido de Galdós. «Bailén» es una suerte de repetición atenuada del fenómeno sísmico madrileño (prueba de ello es el inserto que hace El Gran Capitán sobre el heroísmo de Velarde [«Bailén», p. 459]), un eco que permite introducir en el relato de los orígenes a los gloriosos ejércitos nacionales. Galdós no sigue la estrategia novelesca del Victor Hugo que, en Les Misérables (Hugo, 1985: 241-285), dedica páginas y páginas a la descripción directa de la abrupta belleza de Waterloo; se decanta por aligerar el peso narrativo de la batalla —aunque es imposible renunciar a algunas escenas: las luchas en el puente del Herrumblar o la entrega de armas de los soldados de Dupont («Bailén», pp. 522 y 544)—, al objeto de que su recreación irradiara luz nacional al conjunto de la Guerra de la Independencia (en este episodio encontramos el mayor número de alusiones a la metáfora del levantamiento [«Bailén», pp. 465, 468, 477, 498 y 508]). La re-significación comienza con la elección del tema. La gloria conseguida «en aquella remota Andalucía» («Bailén», p. 544) rebajaba el dolor que provocaban las derrotas de las tropas españolas, derrotas convenientemente silenciadas —salvo alguna excepción, tal la relación hecha en «Gerona» (pp. 753 y 756) de «las más lamentables 212

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desgracias del ejército español» a finales de 1809 y principios de 1810— en el relato de nación. Además, aquella gran victoria había hecho que Napoleón asumiera personalmente el mando de la Grande Armée en la península. En cuanto hecho bélico, Bailén no era equiparable a Marengo. Poco importaba: «Ninguna victoria francesa resonó en Europa tanto como aquella derrota (...) España, armándose toda y rechazando la invasión con la espada y la tea, con la navaja, con las uñas y con los dientes, probaría, como dijo un francés, que los ejércitos sucumben, pero que las naciones son invencibles» («Bailén», p. 544). La narración del intrigante Santorcaz —que igual estaba en el París revolucionario con Marchena que en la loma de Pratzen al lado del Emperador— incluía la gesta de Castaños y sus hombres entre los más gloriosos capítulos de las campañas napoleónicas (Ulm, Austerlitz) («Bailén», pp. 459, 473-474). Pero si Bailén valía todo un episodio era porque en esta batalla podía encontrarse el esfuerzo común de «la flor y la escoria de la nación» («Bailén», p. 498). Qué distinta es la solución narrativa de los triunfos híbridos: o bien se resumen en una frase, caso de la victoria anglo-hispano-portuguesa de la Albuera reseñada en «Cádiz»; o bien el folletín, la tolstóiana historia pequeña (el feliz reencuentro de Araceli con su prometida), ocupa tanto espacio en la trama que la fuerza de acontecimientos históricos de la dimensión de los éxitos de Wellington en Ciudad Rodrigo y los Arapiles se diluye («Cádiz», p. 943 y «La Batalla», p. 40). La recreación galdosiana de los Sitios de «Zaragoza» y «Gerona» pretendía resolver las aporías del tiempo como símbolo de lo permanente. Literalmente, rebasa los confines del relato. Hacia el pasado, actualiza los mitos de Numancia y Sagunto (Muñoz Maldonado, 1833, V: 138) en una época que la comunidad de lectores contemporáneos a Galdós podía tocar, prácticamente, con los dedos. De nuevo, las águilas del imperio hollaban la península y se encontraban con algo que no se parecía a nada de lo que habían visto («Zaragoza», pp. 670 y 705). De nuevo, el ejército imperial, más que vencedor, era sepulturero («Zaragoza», p. 748; «Gerona», p. 811). Hacia el futuro, estos dos episodios se afirmaban como la expresión de una postura moral. Esto fue lo que vio Rafael Alberti en un ensayo titulado Un episodio nacional. Gerona. En este breve estudio el poeta recordaba cómo, durante la Guerra Civil, el gobierno republicano reeditó y distribuyó estos epi213

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sodios cual si fueran «pan en la trinchera, (...) anhelado refuerzo en una agotadora lucha». Y, siguiendo con el mencionado juego de espejos, como lo que devolvía la recreación era «nuestra propia imagen» (Alberti, 1973: 370), los Sitios podían entenderse forma moral específicamente nacional, el lugar donde se hacía plenamente visible el cuerpo de la nación. En este sentido, «Zaragoza» y «Gerona» habrían de entenderse como la culminación del movimiento de 1808-1814. En el primer texto, se rememoraba el tercer sitio de la única capital que había conseguido un triunfo sobre los franceses; en el segundo, el autor rendía homenaje a una resistencia de sietes meses, verdadero hito en el contexto general de la guerra (Fraser, 2006: 471). El cuadro de una ciudad amurallada permitía a Galdós aprehender —o, al menos, intentar— lo inaprensible: el pueblo en estado heroico. Esta posible imposibilidad en la descripción se realiza en la inversión sublime del orden de la realidad —las moles churriguerescas transformadas en parapetos, los mendigos con apego a la tierra, los terratenientes despreciando la propiedad o las monjas que abren los conventos («Zaragoza», pp. 660, 662 y 718 y «Gerona», p. 773)—; en el Pirli literario que autentifica a la histórica Manuela Sancho («Zaragoza», p. 680); y en un amplísimo catálogo de detalles que el autor toma de la Historia general de España y de la Historia de los dos sitios que pusieron a Zaragoza en los años 1808 y 1809 las tropas de Napoleón de Agustín Alcaide Ibieca (Cardona, 1963: 123). En Lafuente (1885: V, 107) se halla la definición de la virtud guerrera que mejor se ajusta a lo narrado: la areté homérica. El uso intensivo de la obra de Alcaide Ibieca —en el episodio se da la cifra del número de defensores, de los efectivos y de los medios con que contaba el enemigo, de la cantidad total de víctimas («Zaragoza», pp. 675 y 748 y «Gerona», pp. 769, 810 y 832)— le sirve para crear en su público la idea de que tiene ante sí una h/Historia sometida al rigor del dato histórico; sin que ello sea incompatible con el discurso patriótico más enardecido (el «Zaragoza no se rinde», el «almas de acero», el «vencer o morir») («Zaragoza», pp. 660, 670 y 740 y «Gerona», pp. 773 y 775). El pueblo-potencia absorbe la narración por entero. Nada queda fuera de lo que es en cuanto héroe y en cuanto acción: «Ocurrió esta transformación portentosa por un simple impulso del corazón de cada uno, obedeciendo a sentimientos que se comunicaban a todos, sin que nadie supiera de qué misterioso foco procedían» 214

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(«Zaragoza», p. 163). Incluso Palafox y Álvarez de Castro aparecen como síntesis de su época, como héroes recapitulativos cousinianos (Cousin, 2002: 261 y ss.): «Los zaragozanos habían simbolizado en él sus virtudes, su constancia, su patriotismo ideal, con ribetes de místico, y su fervor guerrero» («Zaragoza», p. 722). No son más grandes que los zaragozanos o los gerundenses porque, fuera del pueblo-potencia, resulta imposible la existencia. El principio del heroísmo penetra todo de tal forma que las descripciones adquieren una atmósfera doblemente opresiva (por su contenido objetivo y por el tono general que el autor imprime a lo narrado): «El número de bajas —se puede leer en «Zaragoza»— era enorme: los hombres quedaban por docenas estrellados contra el suelo en aquella línea que había sido muralla y ya no era sino una aglomeración informe de tierra, ladrillos y cadáveres. Lo natural, lo humano, habría sido abandonar unas posiciones defendidas contra todos los elementos de la fuerza y de la ciencia militar reunidos; pero allí no se trataba de nada que fuese humano y natural» («Zaragoza», pp. 703, 740-741 y 748; Fraser, 2006: 361; y Muñoz Maldonado, 1833: I, 246). El tono de «Gerona» tiene un acento peculiar. El cambio de voz —Andresillo Marijuán sustituye a Gabriel Araceli— respondía a la exigencia impuesta por el tipo de verdad que crea el narrador-testigo en el relato de lo que se define asombroso y verdadero: los orígenes. El lector tiene la impresión de que el patetismo aumentado entraña la pregunta por el verdadero carácter —en el nivel de la realidad, fue profundamente popular (Frasser, 2006: 171)— de la resistencia en Cataluña: «¿Qué podían hacer aquellos 400 hombres que habían sido 900 y ya caminaban a no ser ninguno? El 12 de agosto, la guarnición del castillo se componía de unos 300 o 400 hombres, sin piernas los unos, sin brazos los otros. Montjuich era un montón de muertos, y lo más raro del caso es que Álvarez se empeñaba en que aún podía defenderse» («Gerona», pp. 769, 775, 784-785, 807 y 811). El novelista no elige para su fresco histórico un cuerpo definido —representación más adecuada de la nación desde la perspectiva de las elites liberales—, muestra una anatomía incompleta que prefigura las encarnaciones crísticas del pueblo-enigma en las barricadas-Gólgotha de la política del siglo («La revolución de julio»). Esta iconografía indica al lector que está ante un ser colectivo que, si bien no alcan215

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za la subjetividad plena, es portador legítimo de la soberanía originaria. La descripción de los sitios descubría que aquello «era verdaderamente la lucha entre dos pueblos». El interés no estribaba, en este caso, en el magnífico contraste que ofrecía la actitud siempre heroica de los españoles y la más inconstante de los franceses, que sólo cambian su proverbial indignidad por cierta grandeza cuando reconocen el valor de su enemigo («Zaragoza», pp. 671, 705, 750 y «Gerona», pp. 812, 819-820 y 827); lo que se dilucidaba en la h/Historia de «Zaragoza» y «Gerona» era la propia naturaleza del conflicto. Una naturaleza que parecía no comprender el emperador histórico, ni el Napoleón I a caballo descrito por el médico Nomdedéu como lejano espectador del fenómeno gerundense, ni el jefe de los ratones del mismo nombre que caía atrapado en la artesa preparada por Andresillo y sus amigos («Gerona», pp. 781 y 805). La fundación no se agota en la violencia, en la política de la imaginación; precisa de un segundo tiempo que es el de su inscripción en la durabilidad: el momento de la ley (Arendt, 1967: 45). La nación española se sustancia como hecho jurídico con la Constitución de 1812. Este otro tipo de intervención heroica del pueblo-potencia reduce lo social a la unidad del cuerpo político: Las clases todas de la sociedad concurrían a la fiesta, y los antiguos baúles de la casa del rico y del pobre habíanse quedado casi vacíos. Vestía el poderoso comerciante su mejor paño; la elegante dama, su mejor seda, y los muchachos artesanos, lo mismo que los hombres del pueblo [...] En los rostros había tanta alegría, que la muchedumbre toda era una sonrisa, y no hacía falta que unos a otros se preguntasen adónde iban, porque un zumbido perenne decía sin cesar: «¡A las Cortes, a las Cortes!!». Las calesas partían a cada instante. Los pobres iban a pie, con sus meriendas a la espalda y la guitarra pendiente del hombro. Los chicos de las plazuelas de la Caleta y la Viña no querían que la ceremonia estuviese privada del honor de su asistencia, y, arreglándose sus andrajos, emprendían con sus palitos al hombro al camino de la Isla, dándose aire de un ejército en marcha; y entre sus chillidos y bufidos y algazara se distinguía claramente el grito general: «¡A las Cortes, a las Cortes!». Tronaban los cañones de los navíos fondeados en la bahía; y entre el blanco humo, las mil banderas semejaban fantásticas bandadas de pájaros de colores arremolinándose en torno a los mástiles. Los militares y marinos en tie216

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rra ostentaban plumachos en sus sombreros, cintas y veneras en sus pechos, orgullo y júbilo en los semblantes. Abrazándose paisanos y militares, congratulándose de aquel día que todos creían el primero de nuestro bienestar. Los hombres graves, los escritores y periodistas, rebosaban satisfacción, dando y admitiendo plácemes por la aparición de aquella gran aurora, de aquella luz nueva, de aquella felicidad desconocida que todos nombraban con el grito placentero de: «¡Las Cortes, las Cortes!». [«Cádiz», p. 866]

«Cádiz» es el único espacio narrativo, dentro del conjunto de la Primera Serie, en el que se vislumbra el tema de la revolución, es decir, en el que el mito de los orígenes se vincula con la afirmación de la libertad (Arendt, 1967: 36). El carácter esencialmente colectivo (Álvarez Junco, 1987: 230) del mito explica la aparición de los patres conscripti, así, en plural; figuras muy distintas a las del maquiaveliano fundador solitario —más apropiado para la re-fundación como entenderá el Galdós regeneracionista—. Estos hombres brillan en el momento de máxima exposición, cuando dan forma a la nación con sus palabras y sus ideas: «y al son de esta música, los clérigos y los abogados de las Cortes se ocupa[ban] de demoler a España para levantar otra nueva» («Cádiz», p. 890). El autor de los Episodios introduce —sin ser consciente de ello, por supuesto— en el relato de nación uno de los motivos fundamentales de la epopeya humanitaria del Hugo de L’Homme qui rit: un discurso parlamentario puede cambiar el mundo como lo cambia una revolución o una guerra (Hugo, 2002: 240). De ahí la presencia espectacular de Muñoz Torrero, que lanzó «a la faz de la nación el programa del nuevo Gobierno y la esencia de las nuevas ideas»; de García Herreros, que se proclamó entregado representante de un pueblo numantino que no reconocía «más señorío que el de la nación»; de Argüelles, que luchó por «abolir las jurisdicciones, los señoríos, el tormento y el derecho de poner la horca a la entrada del pueblo»; o de Quintana, «entusiasta de la causa española y liberal ardiente con vislumbre de filósofo francés o ginebrino» («Cádiz», pp. 855-856, 868, 901). Con estos nombres, se imponía el aprendizaje de un nuevo vocabulario: soberanía nacional, derechos imprescriptibles, democracia, nación, control público del Gobierno, libertad de imprenta y opinión («Bailén», p. 507; «Cádiz», pp. 869, 870, 872, 895, 897 y 921; «Napoleón», p. 554). 217

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Galdós se revela hábil pedagogo, pues se sirve del asombro que las entonces novedades causan en sus personajes (singularmente, Presentacioncita Rumblar y doña Flora de Cisniega) para ofrecer a sus coetáneos el catálogo de las conquistas políticas del siglo en el marco específico de las tertulias, unos espacios de discusión que convirtieron Cádiz en laboratorio político («Cádiz», p. 895; Hocquellet, 2001: 278 y ss.; «Bailén», p. 468). Recrea el hipotético momento en el que el pueblo en armas descubre la idea de soberanía nacional («Cádiz», 895 y también «Bailén», p. 507). Explica las nuevas funciones, de gobierno y de control político, que asumen las Cortes. Informa de que en el estamento de procuradores «entrarán todas las clases de la sociedad». Familiariza al lector con la rutina parlamentaria, presentándola como una curiosa mezcla de liturgia eclesiástica y escenografía teatral. Describe el interior de la Iglesia de San Felipe para dar idea de cómo es una asamblea nacional. Destaca el trascendental papel que desempeña la prensa en la formación de la opinión con su relación de los periódicos de la capital sitiada. O canta las ventajas de la libertad de imprenta, de la que se valían los propios absolutistas para atacar a doña Flora de Cisniega («Cádiz», pp. 855, 869-870, 895, 897, 900-901, 903 y 905). Y aunque el escritor estimara que la primera época constitucional tuvo sus anomalías y sus rarezas, enseña cómo los nuevos aires llegan a las cabezas del menu peuple gaditano quien, en sus discusiones de taberna, ya no habla del mal valido, como se hacía en «El 19 de marzo»; sino de democracia, de voto, de Cortes («Cádiz», pp. 921 y 923). Eran los primeros pasos de un proyecto político que no había concluido cuando Galdós escribía sus Episodios: «¡La soberanía de la nación tardó en tener casa propia! Hermoso fue tu primer día, ¡oh siglo! Procura que sea lo mismo el último» («Cádiz», p. 870). Este guiño directo —junto a otros muchos que puntean la serie («La corte», p. 304 y «El 19 de marzo», pp. 358 y 382)— al presente del escritor descubre el eje histórico en los estratos profundos del relato. Galdós redactó cinco episodios («Trafalgar», «La Corte de Carlos IV», «El 19 de marzo y el 2 de mayo», «Bailén», «Napoleón», en Chamartín) de la Primera Serie entre finales de 1872 y principios de 1874, es decir, en el momento en que sus futuros colegas republicanos intentaban que aquello que querían fuera inicio de algo nuevo para España, 218

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la Primera República. El balance galdosiano que arrojaba el contraste entre el tiempo narrado y el tiempo vivido no podía ser más claro: los comienzos bien estaban para los míticos tiempos de los orígenes, la H/historia había demostrado que la nación española era de muchos partos y de un solo alumbramiento. Los nuevos tiempos, concluía Galdós por boca de Araceli en «La Batalla de los Arapiles», exigían un nuevo patriotismo, el de la búsqueda del propio interés como forma de participación en el pacto: Mi suegra seguía escribiendo para aumentar por diversos modos nuestro bienestar, y con esto y un trabajo incesante, y el orden admirable que mi mujer estableció en mi casa [...], adquirí lo que llamaban los antiguos aurea mediocritas; viví y vivo con holgura; casi fui y soy rico; tuve y tengo un ejército brillante de descendientes entre hijos, nietos y biznietos. Adiós, mis queridos amigos. No me atrevo a deciros que me imitéis, pues sería inmodestia; pero si sois jóvenes, si os halláis postergados por la fortuna: si encontráis ante vuestros ojos montañas escarpadas, inaccesibles alturas, y no tenéis escalas ni cuerdas, pero sí manos vigorosas; si os halláis imposibilitadas para realizar en el mundo los generosos impulsos del pensamiento y las leyes de corazón, acordaos de Gabriel Araceli, que nació sin nada y lo tuvo todo. [«La Batalla», p. 143]

Este canto horaciano, integrado en el conjunto de la serie, podía entenderse como la expresión de un heroísmo de la brecha con fondo republicano; el heroísmo de quien, tras haber estado en el espacio del riesgo (en las calles de Madrid, al pie de los cañones en Zaragoza y en los campos de Andalucía) decidía volver al oikos. Y la interpretación sería acertada si no fuera porque, para Galdós, esa forma de coraje cívico sólo cabía en la generación de Araceli, esto es, en el pasado. La despedida a lo Guizot sancionaba el orden existente; pero lo que aquí nos interesa es que, desde el punto de vista del relato nacional, parecía cerrar el tiempo del mito en los Episodios. Aparentemente. En ese discurso preñado de bienestar, de trabajo incesante, de orden, de propiedad, de holgura y de hijos había algo que merecía ser rescatado, la hebra que mantendría vivo el dispositivo mítico: el nexo entre el trabajo y la nación, entre el trabajo y la soberanía. Después de unos años, de un Desastre, de muchos episodios (habría que llegar a la tercera serie con Luchana, escrito en 1899), de haber perdido la esperanza en la po219

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lítica del uno (el doloroso convencimiento de la imposible encarnación del modelo costista de gran hombre), Galdós encontraría un sucesor del pueblo-potencia de igual juventud y mayor pureza: el pueblo-niño, lo que queda después de la caída. Un nuevo nacimiento.

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9. DE UNA TRADICIÓN SUBTERRÁNEA: 1808 EN LA CULTURA POPULAR ENTRE SIGLOS JOAQUÍN DÍAZ *

Escribía hace un cuarto de siglo don Julio Caro Baroja —venero imprescindible si uno va a adentrarse en el universo de lo popular—, que «... cuando se estudian los procesos de creación literaria se suelen extender historiadores y críticos en el análisis de fuentes, influencias de textos escritos, tradicionales y orales y en examinar todo aquello que en general depende de la lengua o lenguas que un autor ha podido utilizar. Se dice poco o muy poco, en cambio, respecto a otros elementos... ¿Qué significan el ojo o el oído para tal poeta o novelista? Esta pregunta tiene siempre respuesta difícil. Sería necesario haber conservado las casas de los escritores o, por lo menos, los objetos que contenían aquéllas, para contestar individualmente» (Caro, 1982). En efecto, así como un texto escrito desvela, por lo general, la intención del autor y nos transmite una serie de impresiones que quedan fijadas de forma indeleble en el lenguaje, nos resulta difícil acceder a un estadio creativo anterior e imaginar las sensaciones que podrían haber provocado en la mentalidad de un español del siglo XIX la escucha de un pliego cantado por un ciego o la visión de la portada ilustrada de un relato, fuese éste una narración de cordel o un cuento o un folletón. Es más, resultaría incluso arriesgado, aun siguiendo a Lacan, tratar de suponer en qué medida todas esas imágenes y sonidos se habrían incorporado a la mentalidad y con qué forma. Tal vez el estudio de los símbolos, si consideramos a éstos como colofón del famoso enlace trimembre (en el que realidad e imaginario serían los otros dos aros), podría ser el camino más recto para comprender hasta qué punto los hechos y la imaginación se mezclan para crear mitos. * Etnólogo, Universidad de Valladolid. 223

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El género literario, llamado «de cordel», ocupa un reducido espacio en la historia de las letras españolas. Ello es debido, sin duda, a dos razones: por una parte, al desprestigio que un tipo de creación de corte popular (léase el término en el sentido más peyorativo que se pueda) tenía entre los autores consagrados y la crítica, y, por otra, al carácter fungible del soporte literario. En efecto, tanto las alusiones despectivas al género que se observan desde los clásicos del Siglo de Oro hasta los románticos, como la imposibilidad de que se conservaran todos los pliegos en que tal tipo de literatura llegaba al público, decidieron desde sus orígenes —que, por cierto, casi se confunden con el nacimiento de la imprenta— el futuro incierto de un riquísimo y abundante material. Sin embargo, ningún fenómeno de comunicación ha sido tan internacional —tan antiguo y tan moderno al mismo tiempo— como ese de las canciones callejeras interpretadas y vendidas en forma de impreso por ciegos y cantores ambulantes. Pocos géneros han superado en versatilidad, en ingenio y en inmediatez al que durante más de seiscientos años atravesó Europa de parte a parte alcanzando en poco tiempo las Américas y llevando en su equipaje ideas, expresiones, fórmulas que permitieron que se comunicaran los individuos y que supieran algo más unos de otros. Desde los siglos centrales de la Edad Media, que fueron propicios para que voz y signos escritos contendieran por obtener la credibilidad de la sociedad, las formas de comunicación se han ido decantando hacia la escritura. No se puede pensar, sin embargo, que la derrota aparente de la voz significara finalmente la pérdida completa de su influencia. Cierto que la crítica ha analizado siempre los textos, incluso los que procedían de una oralidad incontestable, desde la perspectiva de la mentalidad literaria, según nos recordaba don Julio. Historiadores y filólogos han diseccionado habitualmente el cuerpo poético sin intención de acceder al aliento intangible de la mentalidad, que es el resultado de una forma de ser. Un ejemplo: con más o menos habilidad se puede transcribir a la poesía el resultado de una batalla o los hechos ejemplares de algún monarca o de un santo, pero resulta imposible describir cómo se imaginaba el autor una canción o incluso pintar sus inflexiones, que además solían variar cada vez que se interpretaban. Sólo en épocas recientes se ha llegado a apreciar con claridad el importante papel que desempeñó la literatura de cordel en la creación y difusión (a través de los ciegos, seculares detentadores de privilegios 224

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reales para su impresión y venta) de un corpus cuantiosísimo de obras mayores y menores, líricas y épicas, satíricas y religiosas, didácticas y lúdicas, cuyo desconocimiento era una carencia imperdonable para cualquier estudioso concienzudo de la literatura o de la historia hispánica. Los trabajos de Antonio Rodríguez Moñino, Julio Caro Baroja, María Cruz García de Enterría, Enrique Rodríguez Cepeda, Pedro Cátedra o Joaquín Marco han venido a demostrar que la simple catalogación de tales materiales ya encerraba una gran dificultad, sólo suplida o superada por la tenacidad de estos y otros estudiosos y por la previsión de determinadas bibliotecas extranjeras o coleccionistas particulares que tuvieron la ocurrencia de ir comprando esos pliegos, habitualmente considerados en nuestro país como «deleznables» por la crítica especializada. De este modo, y muy lentamente, se pudo ir conociendo algo más acerca de las imprentas que publicaban esos pliegos, de los autores o de quién los ordenaba imprimir, de cómo se difundían y a quién iban dirigidos. En ese proceso se descubría un mundo fantástico, enmarcado entre lo vulgar y lo sublime, entre lo real y lo imaginado, cuyas referencias iban saliendo a la luz, paulatina y esporádicamente, por medio de noticias y documentos almacenados en Praga, Lisboa, Londres, Barcelona, Madrid y tantos puntos más del orbe adonde llegó, por una u otra razón, tal material. Entre todos los datos que hoy se podrían acarrear acerca de la época correspondiente a la Guerra de la Independencia —con sus años previos y sus secuelas— se observan ciertas actitudes que, o bien porque reflejan un acto de voluntad del autor o porque constituyen un recurso del difusor, se convierten finalmente en tópicos. Me refiero a tres posturas muy frecuentes entre copleros y autores a la hora de elegir temas «fundamentales» (léase «comerciales»), verdadera piedra de toque de su negocio. Esas tres posturas podrían resumirse de este modo: 1. Se repiten textos y recursos del pasado porque son un éxito. 2. Se crean otros nuevos bajo la influencia del entorno, que reclama escuchar los hechos que se están produciendo y disfruta con las noticias. 3. Se crean nuevos textos en contra del parecer de una parte de la opinión pública porque se anteponen las creencias o las ideas al éxito comercial. 225

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Cualquiera de las tres vías, sin embargo, viene a hacer uso de varios recursos que, por conocidos y aceptados, constituyen un acervo común: símbolos, personajes, ideas, sentimientos... En el fondo, se trataba de recurrir a lo esencial. No interesaban demasiado a la gente las intrigas, las razones de Estado, los embrollos cortesanos, los líos entre reyes y validos, las envidias, los comportamientos patológicos y todas las demás circunstancias que provocaron finalmente una reacción popular. El autor de los textos que se divulgaban a través de los pliegos sueltos buscaba, en cada caso, acertar en la diana, aunque no siempre lo consiguiera. Por razones de espacio recurriré sólo a ejemplos usados en la propia literatura de cordel para crear o recrear dichos tópicos o bien a ejemplos tomados de la tradición usando un caso muy especial: el pequeño cancionero de Federico Olmeda publicado en La Ilustración Española y Americana en 1908 en conmemoración del centenario de la confrontación entre Francia y España (Olmeda, 1908). 1. Los símbolos. Los discursos y símbolos acuñados por la tradición se vuelven a recuperar en la época estudiada. Las naciones están representadas por animales (León de España, Águila de Francia, etc.). aYves oBnaparte Lo que explica el mapa O entrega a Fernando O el León te zampa...

Sus gobernantes son astros o dioses (Sol, Marte, etc.), la intervención divina es posible y deseable para favorecer a los ejércitos propios. Virgen de Atocha Dame un trabuco Para matar franceses Ymamelucos...

Los héroes populares son tratados como personajes mitológicos... Todos estos temas podrían resumirse en el hecho de que determinados colectivos (los españoles, los aragoneses, los gaditanos) tienen ya unas características comunes y diferenciables y que usan esas características como arma para defenderse de otros colectivos o atacarlos. De 226

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ese modo, frente a la insolencia de los ejércitos invasores se ofrecía la paciencia y la hospitalidad; luego, frente a la actitud taimada, la indiferencia; finalmente, ante la confrontación no deseada, el cuerpo a cuerpo, contra la zafiedad, la ironía. Frente a la brutalidad de un bombardeo francés, por ejemplo, se contrapone la finura andaluza: Con las bombas que tira El mariscal Soult Se hacen las gaditanas Mantillas de tul. Con las bombas que tiran Los valentones Se hacen las gaditanas Tirabuzones...

Frente a símbolos materiales como una canción o una bandera se presentan los contrarios, la valentía o la fiereza —valores emanados del espíritu—, que hacen huir al enemigo: Las tropas se retiran Sin mú sica y sin son Al son de la caramañola Futurró collón de español Al son de la caramañola Yal son del tambor.

La Carmagnole, el himno revolucionario parisino, era tomado como representación de todo lo francés y, por tanto, como símbolo del mal, enemigo de la tradición hispana y resumen de los defectos más ridículos: Los franceses, señores, Son unos borrachones ue por la mañanita Q Empinan del porrón Mataron a su rey Jesú s qué mala acción Al son de la «plana mayor» irie eleyson, kirie eleyson K Al son de la «plana mayor» irie eleyson al pie de un cañón. K 227

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La Carmagnole vuelve a estar presente en esa confusa «plana mayor», frase que no se entendería sin recordar la relación permanente de lo revolucionario con la famosa tonada en la mente de los españoles de la época, siempre con el significado de lo maligno. 2. Los personajes. La creación de nuevos motivos en el repertorio popular estaría causada, entre otras cosas, por la aparición inesperada y no deseada de un soberano que ascendería al trono contra la voluntad de los españoles: En la plaza hay un cartel ue nos dice en castellano Q ue José, rey italiano, Q Roba a España su dosel. Yal leer ese cartel Dijo una maja a su majo: Manolo pon ahí debajo — que me cago en esa ley porque acá queremos rey que sepa decir «carajo».

Se centraban en una persona las críticas y los insultos a toda una nación, magnificando defectos y creando vicios que ridiculizaran su figura y le desautorizaran, como por ejemplo suponer que era tuerto o borracho. aYviene por la Ronda José Primero Con un ojo postizo Yel otro huero...

La creencia de que José Bonaparte era tuerto parece que procedía de su costumbre de ponerse un monóculo para leer y cerrar al mismo tiempo el otro ojo. Por eso se cantaba también: Dos en la caUno en la maYotro en el cuYbueno ningú -... 228

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Respecto a la embriaguez permanente que se atribuía a Pepe Botellas recogía Olmeda: Cuando la reina se pone om bon B La mantillita de blonda La dice José Pepino Ese cuerpo pide bomba. Ay qué bombazo om bon B Dame un abrazo om bon B No puedo ahora om bon B ue estoy borracho Q bom bon...

Y otros textos de la época recalcaban: Pepe B otellas aja al despacho. B No puedo ahora — que estoy borracho... Pepe B otellas No andas con tino Naturalmente — lo impide el vino... Pepe B otellas ¡cuántos sudores para regirnos! Son los vapores. —

Y Pedro de Répide recogía otro texto mandado a la imprenta por los ciegos que decía: Cuando venga oBnaparte, Niña, le tienes que dar Una botella de vino Revuelto con rejalgar aYverás cómo se la bebe 229

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aYverás qué gusto le da aYverás cómo no revienta aYverás, ya verás, ya verás...

En la aleluya «Historia de la Guerra de la Independencia», publicada por la litografía de E. Fernández, se insistía en la renuencia de los españoles a aceptar al rey Bonaparte: ... Cuando pasó esta campaña, Napoleón a su hermano José, le hizo rey de España. Trono que era muy holgado Para Don Pepe oBtellas Como aquel rey fue llamado...

La enemiga mostrada hacia el monarca impuesto contrastaba con el afecto popular que se tenía hacia Fernando, esperanza de una monarquía centenaria y representante de lo español: Cuando el rey don Fernando Va a la Florida Juana y Manuela Hasta los pajarillos Le dicen «viva», Prenda. Cuando el rey don Fernando Sale en calesa Juana y Manuela Todas las madrileñas Se me embelesan Prenda.

Por eso algunas coplas populares parecen reflejar también, en justa correspondencia, el gusto del rey por la gente y sus costumbres, y su querencia por las jóvenes madrileñas del pueblo: aYviene por la Ronda aYviene andando aYviene la calesa 230

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Del rey Fernando Ycomo el rey no tiene Reina española Se enreda en la mantilla De una manola. Di, maja que enmajaste Tantos usías ¿qué es lo que al rey le dices todos los días? Yla maja más maja Dice cantando u ¡Qién fuera calesera — del rey Fernando!

Ese amor hacia el símbolo de la monarquía, que encarnaba y representaba lo español, se trueca, a partir de las primeras veleidades de Fernando, primero en una decepción y después en un odio irrefrenable, iniciado por los liberales y compartido finalmente por buena parte del pueblo, que no dudaba en recurrir a la ridiculización o a la visión burlesca del rey que había creado una especie de esquizofrenia en el pueblo, un abismo entre dos principios fundamentales: Ese narizotas Cara de pastel a— Yme entiende usted... a— Ysé yo quién es... Ese narizotas Cara de pastel Es el buey que araba Allá en Aranjuez. Ese narizotas Cara de pastel ue a los liberales Q No nos puede ver. Ese narizotas, Cara de pastel A blancos y a negros Nos quiere moler... 231

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Burlas a las que, dicen, contestó en una ocasión el rey: Este narizotas Cara de pastel A negros y a blancos Os ha de joder...

La dureza de algunos argumentos y descalificaciones en tiempos de guerra se hace patente en un conocido diálogo entre dos personajes protagonistas de la contienda, titulado «Conversación entre Napoleón y Mina en los campos del honor de Navarra»: ¡ Mina, qué necio eres! O Estás lleno de egoísmo. Aquello que patriotismo llaman niños y mugeres, acaso, acaso túquieres Concluya con tu nación: ¿No sabes que Napoleón pone, quita y hace reyes?

A lo que responde el guerrillero navarro: Vete, gavacho, á limpiar A Francia las chimeneas, A estañar chocolateras Ytrata ya de callar. Dices que quieres reinar Yser el rey de los reyes Dando á todo el mundo leyes ¿y cuándo lo has de lograr?...

Y continúa más adelante: Tus gefes se han satisfecho De robar al paisanage, uien les daba el homenage Q ue a ninguno habían hecho. Q De gentes contra el derecho 232

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Nuestros presos han matado, Las vírgenes han violado y los santuarios desecho.

Al escuchar de Napoleón que ésa era la orden dictada contra quien no quisiera seguir sus leyes, Mina concluye arengando a sus paisanos y recurriendo a las antiguas gestas de Roncesvalles para mortificar a los franceses: Al arma, al arma, navarros, Guerra, guerra al enemigo, Dexad ya vuestro retiro Yacompañad mis soldados. Dad a entender bien armados Sois de aquellos que pelearon Ya los franceses dexaron Antiguamente humillados...

El recuerdo de pasadas glorias es, como podía esperarse, un tópico al que se recurre una y otra vez para justificar la contestación a la injusta afrenta. En la respuesta a la provocación están presentes todos los motivos que hacen que un héroe reaccione: ... Trocóse en furores nuestra mansedumbre segú n es costumbre por antecesores: mil duros rigores están aguardando al que con vileza nos robó a Fernando. Sus viles hechuras pensaron doblarnos para aprisionarnos con esposas duras. Víctimas seguras Caerán rodando, ue este es el castigo Q ue impone este bando Q 233

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Al que con vileza Nos robó a Fernando. Español tremendo Se está preparando O a morir lidiando O a vivir venciendo. Un castigo horrendo Se está denunciando Al que con vileza Nos robó a Fernando...

Como representantes del pueblo, del mismo modo que antes lo fuera la Tirana, en esta ocasión eran Cachucha y Marica quienes escuchaban y daban aliento en canciones y bailes a los deseos de los españoles: Tráele, Marica, tráele a Napoleón y le escabecharemos con tanto bribón. Tráele, Marica, tráele a Napoleón, verás cómo le damos la Constitución. Tráele Marica, tráele, Tráele Marica Con morrión y la lanza La espada y la pica...

3. Las ideas. Con parecida tonada se interpretaba, poco más tarde, el siguiente texto: Sequaces, buscad medio De hallar el perdón ue ya os falta el auxilio Q De Napoleón. Tráelos, Marica, tráelos A esos bribones, Se les dará el empleo ue corresponde... Q 234

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El pliego, debido a Vicente Mateu e impreso en Madrid en 1815, se iniciaba con un largo exordio en el que se llamaba a la cordura y al arrepentimiento a los afrancesados: No ha podido Marica dexar de manifestar a todo el mundo, y especialmente a todos los buenos y leales españoles, los últimos esfuerzos del tirano Bonaparte, para que desembrollando sus enredos, se desengañen los que degenerando de su Patria, han seguido ciegos sus embustes y engaños y conozcan qual va a ser su término: sirviendo al mismo tiempo de consuelo para los amantes del más amado de los monarcas Fernando VII...

Los pliegos del siglo XIX fueron un medio eficacísimo para transmitir ideas, creencias y costumbres. A través de una lectura superficial podemos percibir la importancia dada a la educación y a las formas, pero en el fondo subsiste un miedo a conocer las ideas del otro, un recelo hacia cualquier tipo de innovación y un pánico temor a salir del propio límite cultural. Liberales y conservadores van creando, a lo largo de la centuria, nuevas situaciones políticas, nuevas formas de enfrentamiento, nuevos ámbitos para la confrontación, pero la historia apenas varía en sus principales términos. La obsesión por modernizar, por abrir el país a nuevas tendencias e ideas, mueve a los liberales, mientras que palabras como religión, fe, sagradas costumbres, principios intocables, les sirven a los conservadores para construir su propio bastión. Todo eso se traduce —no podía ser de otro modo— en textos (anónimos y de autor) que se difunden a lo largo y ancho del territorio nacional, reforzando las posturas de unos y otros y contribuyendo muy frecuentemente a consolidar estados de opinión. Está por estudiar, sin embargo, el papel de los copleros en la transmisión de ideas filosóficas y sociales durante el período al que nos estamos refiriendo, aunque algunos trabajos recientes ya permiten sospechar que su cometido no se limitó a difundir noticias y que entre las líneas de los caracteres tipográficos iba algo más que relleno. El caso de Napoleón, por ejemplo, muestra hasta qué punto las iras de los españoles iban más contra algunos generales franceses o contra las tropelías de sus ejércitos que contra el personaje que abrigó la idea de un imperio europeo: de los 48 escaques en que se cuenta la «Historia de Napoleón» en una aleluya publicada por Juan Llorens en Barcelona, podría ase235

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gurarse que más del noventa por ciento contienen conceptos laudatorios y elogian la trayectoria del militar corso («en París contra facciosos/ obtiene triunfos gloriosos», «por su valor sin igual/ es nombrado general», «con su talento y valor/ se proclama emperador», «con acelerado empeño/ de la Prusia se hace dueño», «al orbe entero asombró/ cuando al Papa desterró»...). Teniendo en cuenta que dicha aleluya se vende en la imprenta de Juan Llorens, que estuvo activa entre los años 1837 y 1867, por tanto, en un período difícil para apreciar las bondades de todo lo francés, la impresión del auca podía deberse o bien a un acto de valentía de un afrancesado o bien al hecho de que la opinión de buena parte de la sociedad española probablemente no censuró la actividad política y militar de Napoleón hasta que no se ocupó de España e, incluso después de la terrible experiencia, todavía encontró en él valores dignos de admiración. 4. Los sentimientos. Lo que se advierte de forma evidente es que la forma de transmitir todos esos acontecimientos —es decir, la comunicación oral—, permitía introducir recursos impensables para la vía escrita (entonación, gesticulación, sobreactuación, sensiblería, volumen de emisión, etc.) que abrían en los oyentes puertas de difícil acceso a recintos habitualmente insospechados para los lectores. Y quienes conseguían esa emotividad no eran solamente los ciegos con sus cantinelas y su mercancía, sino los miles de lectores ocasionales que tenían que hacer de «traductores» para el amplísimo sector de analfabetos que había en la sociedad española de la época. Algunos pliegos que evitan los versos rimados y reflejan directamente la historia en prosa son testigos de esa forma de elaborar la noticia y de «explicar» su contenido. En la «Historia del sitio de Zaragoza y su defensa memorable», editado por Marés, se recuerda con viva emoción lo que le sucedió en el Sitio a la capital aragonesa y el comportamiento inesperadamente cruel de los franceses: «Diez mil prisioneros fueron transportados a Francia. La capitulación fue villanamente violada. El general Palafox fue encerrado en el castillo de Vincennes, contra lo que se había estipulado, y no salió de este cautiverio hasta el año 1814. Del joyero del templo de la Virgen del Pilar se sacaron alhajas por valor de 2.588.230 reales, que sirvieron para saciar la avaricia de los generales franceses. La ciudad fue entregada al saqueo y cometieron los enemigos las tropelías, desacatos y profanaciones más 236

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espantosas. Pero lo que más horroriza es el cruel suplicio que el mariscal Lannes ordenó contra el P. Basilio Boggiero, ex provincial de las Escuelas Pías, y el valiente presbítero don Santiago Sas, en pago del ardiente patriotismo que estos dos grandes hombres demostraron en tan aciagos días, ayudando al general Palafox con sus luces a tomar las grandes medidas de defensa que tan críticas circunstancias exigían y alentando a sus defensores, presentándose los primeros en el peligro. Fueron encerrados en un oscuro calabozo y después muertos a bayonetazos en el Puente de Piedra por los soldados que los escoltaban. ¡Así manchó su vida el general Lannes y violó el artículo 4.º de la capitulación, por el cual se había obligado a respetar las vidas y haciendas de los habitantes! Muchos de los infelices prisioneros antes de entrar en Francia fueron fusilados, porque recién salidos de los hospitales apenas podían moverse». Probablemente todos estos datos, que se nos antojan en algún momento casi coetáneos en su divulgación con los propios sucesos, serían adobados convenientemente por sus difusores con anécdotas y comentarios tan elocuentes como interesados. Poco más adelante se indica con claridad que, pese al decreto de la Junta Central en que se anunciaba que se reconocerían en un breve plazo los esfuerzos y privaciones, «los valientes defensores de la siempre heroica Zaragoza no han recogido todo el fruto que merecen sus incomparables sacrificios. Sin embargo, en sus nobles pechos sienten el goce que proporciona al hombre honrado el haber cumplido con los deberes que al buen ciudadano impone la patria y el honor, y se consideran felices». Casi se puede adivinar entre esos anónimos ciudadanos «defensores» el autor del pliego.

CONCLUSIONES

Sería imprudente tratar de extraer conclusiones generales de un caso particular, cual es el de los pliegos y aleluyas como medio de comunicación de noticias. Menos aún nos serviría para explicar la evolución y difusión de los movimientos políticos o sociales tras la crisis del Antiguo Régimen. Sin embargo, convendría advertir que la aparición de preliberales y liberales en el panorama ideológico español está en perfecta sintonía con la postura de muchos autores de pliegos, poetas y creadores, 237

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especializados en transmitir noticias comentadas a la luz de sus mentalidades, no siempre «populares» o conservadoras. El uso de símbolos, figuras heroicas y recursos basados en la secular experiencia de la narrativa oral, vendría a suponer tanto para patriotas como para afrancesados una especie de aval en el continente que serviría para creer mejor o más fácilmente en los contenidos, no siempre homogéneos ni mucho menos unívocos. Así, la defensa de la «libertad» se asimila en muchos casos a la defensa que de ella hacen los liberales y en particular los diputados que en Cádiz promulgan la Constitución. Precisamente en una aleluya publicada por la imprenta de Ignacio Estivill, en Barcelona, y debida al punzón de José Vilanova se recuerda la convulsa evolución de España como nación desde 1812 hasta el fin del trienio liberal. Allí aparecen retratados Porlier, Lacy, Milans, Acevedo, Arco-Agüero, Quiroga y Villacampa, como héroes de un movimiento que estaría marcado por la desgracia de todos sus protagonistas, fusilados unos, muertos otros en dramáticas circunstancias y, en resumen, humillados hasta después de la muerte por la sed de venganza de una época terrible que todavía tendría un siglo largo para preparar su tragedia más cruel.

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10. «REVOLUCIÓN ESPAÑOLA», «GUERRA DE LA INDEPENDENCIA» Y «DOS DE MAYO» EN LAS PRIMERAS FORMULACIONES HISTORIOGRÁFICAS 1 JOAQUÍN ÁLVAREZ BARRIENTOS *

Por fortuna el pueblo tuvo más firmeza y más dignidad que sus príncipes. Y esta nación, sin reyes, sin hacienda, sin marina, casi sin ejército, pues toda la herencia de Carlos III se había ido disipando, se levanta imponente a proveerse a sí misma, a sacudir la coyunda que alevosamente se intentaba ponerle. Apuróse su paciencia; y resucitó el antiguo genio íbero con sus impetuosos arranques. Dióse el primer grito en Madrid el 2 de mayo, uno de los días más infaustos y más felices que cuentan los fastos españoles. Al ruido de aquel primer sacudimiento despertó el viejo león de Castilla, de muchos años aletargado, y su rugido resonó en todo el ámbito de la Península, y a su eco fueron respondiendo una tras otra todas las provincias de la monarquía. [...] Vínole bien al pueblo español el ser acometido con felonía, porque sólo así pudo revivir con todo su rudo desenfado su independiente altivez. [...] Jamás pueblo alguno se alzó en su propia defensa ni más unánime ni más imponente. Si alguna vez ha sido exacta la frase de que una nación se levanta como un solo hombre, lo fue en esa insurrección gloriosa. Un solo sentimiento movía como agente eléctrico todos los corazones. El movimiento, anárquico al nacer, se regulariza luego. Juntas locales de gobierno; junta central. Es la nación que se gobierna a sí misma; es el reinado de la nación. Se improvisan ejércitos; se organizan. Es la nación que se defiende; es la nación que se sacude. [...] Los sacerdotes predicaban la guerra en el púlpito, y empuñaban después el acero con propia mano; se desnudan de la estola, y embridan el caballo de 1 Estudio sólo aquellos textos que tienen intencionalidad historiográfica y que supusieron una reflexión temprana sobre la Guerra; dejo fuera pasquines, folletos, obras literarias. La selección podría haber sido mayor, de contar con más espacio. Pero no citarlos no indica que no se hayan tenido en cuenta. * Investigador científico, CSIC, Madrid.

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batalla, y acaudillan cuerpos armados, como en los siglos de la guerra con los musulmanes. [...] Era el fanatismo religioso unido al sentimiento de la nacionalidad; y a un pueblo que obra a impulso de estas dos ideas no hay armas que le venzan ni ejércitos que basten a domeñarle. [...] Los hombres más ilustrados del país, aprovechando el gran movimiento popular para regenerar políticamente la España, habían acordado dotarla de instituciones análogas a los progresos de la civilización y a las ideas del siglo. [Lafuente, 2002: 128-131]

Estas palabras escribía en 1850 Modesto Lafuente, acogiendo los tópicos ya forjados por la historiografía liberal, relativos al pueblo, a la unidad, a los pilares sobre los que se basó el levantamiento: la independencia, la religión y la monarquía, a la importancia detonadora del Dos de Mayo y a otros elementos, como el abandono de los reyes, que han conformado nuestro modo de ver la Guerra de la Independencia. Lafuente identifica al pueblo con la nación, y en ese concepto de pueblo incorpora a todos, sin diferenciar, como algunos han hecho, entre populacho y pueblo, atendiendo al punto de vista de la propiedad, del tener o no tener. De igual forma, relaciona la guerra, el hecho de «regenerar políticamente la España», con dotarse de instituciones y leyes nuevas, lo que se hizo mediante las Cortes de Cádiz y la Constitución. Tras esas páginas, viene el relato del regreso desafortunado de Fernando VII, que «añadió a la ingratitud el engaño» (2002: 134). Con Lafuente el término «Guerra de la Independencia», surgido en los años veinte y aceptado en los cuarenta, pasa a ser la denominación común de un conflicto que osciló en su nombre (Álvarez Junco, 2001). Este discurso, como se sabe, se forjó a lo largo de años, colaborando en el mismo tanto historiadores españoles como extranjeros. A menudo la excusa o la motivación de algunos nacionales fue corregir los errores o las visiones desviadas de los extranjeros. Para tratar sobre cómo se forjaron en los primeros tiempos los discursos, y al fin los mitos, sobre la Guerra de la Independencia y el Dos de Mayo, me voy a fijar en aquellos textos, relaciones históricas que si en su momento se tuvieron en cuenta, después se han olvidado, pero que pusieron los fundamentos de las posteriores elaboraciones. Me refiero a obras escritas a menudo al calor del conflicto, durante e inmediatamente después; obras como la del agustino Salmón, la de José Clemente Carni240

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cero, la de Martínez de la Rosa, Flórez Estrada, e incluso a la de Muñoz Maldonado, de 1833, pero no a la «historia» de Cecilio López, que algunos tienen por tal, cuando en realidad su Guerra de la Independencia son dos obras de teatro escritas hacia 1814, aunque publicadas en 1833, al estilo de las comedias militares dieciochescas. Cecilio López Alonso de Ledesma, abogado de la Real Chancillería de Granada, monta sus argumentos sobre episodios bélicos sucedidos en Reus y otros lugares de Cataluña en 1812. Los catalanes defienden «su nación [española] y a su legítimo soberano». Se ha consolidado ya, sobradamente, la sustitución de palabras y conceptos como reino, país o vasallo, por nación, patria y ciudadano; algo que se había dado en la Europa y en la España del siglo XVIII, incluso antes de la Revolución Francesa (Varela, 1994: 33). Parte de la población consideraba que el absolutismo anulaba la patria, que sin embargo se reconocía en la identidad de sus leyes, comunes a todos. Cecilio López, que participa de esta idea centralista, en la que todos son iguales, hace los tradicionales elogios de España y críticas a los franceses; todo ello aderezado con tramoyas y mutaciones vistosas, descargas de fusilería y cañonazos, además de escenas de batalla, desfiles y llamadas de exaltación patriótica, como la «Canción» que comienza la segunda comedia: «España ha declarado/ guerra a Napoleón,/ porque es un cruel tirano,/ y un fiero usurpador./ Y a su hermano Josefo/ por rey no quiere, no;/ porque sólo a Fernando/ respeta por señor./ A la guerra, a la guerra, españoles;/ muera Napoleón,/ y viva el rey Fernando,/ la patria y religión» (1833: 35a). La tríada «rey, patria y religión» se había formado antes, como se sabe, y también el sintagma «Guerra de la Independencia», que se encuentra en los primeros textos históricos, literarios, políticos y publicísticos, generalmente asociado al concepto de «revolución». Las obras de los autores citados más arriba proponen un tipo de historia que sitúa al pueblo como protagonista. No hay que esperar a la historiografía romántica para verificar este extremo, a no ser que se considere que el Romanticismo comienza con la guerra. Como señaló Moreno Alonso (1979), los hechos de 1808, en tanto que hechos de «historia contemporánea» interesaron a los historiadores románticos, que los idealizaron como idealizaron la Edad Media. Pero la importancia de lo sucedido explica la atención que se le dedicó, ya que cam241

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bió el mundo, no sólo en España, y se conocieron por entonces, y se debatió sobre ellas, la libertad y la revolución. Los escritores comprendieron que analizando aquella época, de la que a veces habían sido protagonistas o al menos testigos, explicaban su presente; un presente que era resultado de la Revolución liberal, que mostraba además la transformación sufrida por la monarquía, desde los tiempos de Carlos III, pasando por las Cortes de Cádiz y la Constitución. La revolución de España se ve, según quién escriba, como el resultado de la defensa del territorio, o como la consecuencia de los malos modos de los gobiernos monárquicos, que han hecho imposible la existencia de la patria. «Españoles, ya tenéis patria», dirá Argüelles al presentar la Constitución. Como siempre, la retórica y los recursos para captar al lector serán esenciales a la hora de ganar en veracidad. En este caso, va a ser fundamental presentarse como testigo de lo que se narra; será un valor esencial, porque se considera que se consigue la aquiescencia del lector para el que se escribe mediante la apelación a la verdad —uso el lenguaje de la verdad, repetirán una y otra vez—, que es tanto como decir que se es fidedigno y objetivo, porque se tiende a identificar ambos conceptos, para mostrar la honestidad del narrador, tanto cuanto que su método empleado para recabar información y para redactar es válido. Salmón, Martínez de la Rosa, Carnicero, no hacen historia personal o de reyes o generales; convierten a los ciudadanos en protagonistas, en sujeto político que identifica las características de un país, aunque las ideologías de cada uno sean distintas. Y cuando se detalla la peripecia de algún protagonista concreto, como pueden ser Daoíz o Velarde, esos «individuos políticos sólo expresan en su praxis a toda la colectividad nacional», todos sus valores, que se recogen en la legislación común que los identifica, una legislación que «manifiesta el inconsciente espiritual de todo el colectivo nacional, puesto que constituye la autorregulación social de que se dota el pueblo para ajustarse a sus peculiaridades» (Cirujano Marín, 1985: 17-18). De esta forma, el Derecho se convierte en la manifestación más clara de la diferencia respecto de otros países, además de ser un argumento para mostrar la ilegalidad de la invasión napoleónica. Aspecto este que tuvo largo recorrido en los diferentes textos de los escritores reaccionarios y conservadores, como argumento 242

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descalificador, que, por otra parte, a veces se conecta con la idea e imagen esencialista que se tiene de los españoles. La Guerra de la Independencia, en estos primeros autores, es un relato de escenas bélicas, junto a reflexiones de carácter social y psicológico, que se constituyen en análisis histórico; es la narración de una epopeya nacional, aspecto muy claro en el caso de Miguel Agustín Príncipe, que es un gran escritor, que sirve para ejemplificar los caracteres del pueblo y, más aún, para mostrar cómo esos «movimientos populares» son capaces de cambiar la historia. Príncipe, en 1846, titula su obra Guerra de la Independencia y consigue un texto de vigencia, que sólo desbancó en 1860 el tomo XIII de la Historia General de España, sobre la Guerra, de Modesto Lafuente. Por otro lado, los que escriben en esos primeros tiempos, necesitados de conseguir adeptos, son conscientes de su importancia como agentes que crean y manipulan opinión, de manera que su forma de escribir no será ya la de aquellos que se dirigen sólo a los especialistas, sino la de los que frecuentan el mundo del periódico y la publicística. Los escritores se hacen políticos (Álvarez Barrientos, 2004). Se escribe para aquellos que fueron partícipes de los hechos, para explicarles lo que sucedió; más tarde esos relatos pasarán a los manuales de enseñanza y la historia formará en los planes de estudio (Moreno Alonso, 1979; Cirujano Marín, 1985), para conformar en los estudiantes las ideas y los sentimientos de nación y patria. Ese cambio en la retórica, en el estilo, es importante, también, para hacer creíble la exposición, de manera que se mezclan —como hicieron después todos los historiadores del siglo XIX— historia y literatura, en un intento de acercar del modo más sugerente los contenidos al lector. Y esto se percibe en prácticamente todos los tipos de historia que se escriben, así como en las reflexiones de los autores, que aprovechan los diversos foros que tienen a su alcance para exponerlo. En los años treinta, Mesonero Romanos (Álvarez Barrientos, 1995), pero luego tantos otros (Zavala, 1971). Por eso, no es de extrañar que los historiadores escriban también novelas históricas, en un intento de dar con el «verdadero carácter y estilo nacional». Los títulos de las primeras narrativas hacen referencia a la «revolución de España». Se habla de ella, aunque con significados distintos. El diccionario de la Academia en 1803 define «revolución» en su acepción metafórica como «mudanza o nueva forma en el estado o go243

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bierno de las cosas». También tiene otra acepción más urgente: «inquietud, alboroto, sedición, altercación». Ninguna de las dos cambia en tiempos posteriores. Por «independencia», el mismo diccionario define: «falta de dependencia, summa libertas». Es decir, en este caso no hay referencia ninguna de carácter político o territorial, aunque se usara en ese contexto. Todos los textos que he visto aluden a ella como forma defensiva de una integridad territorial y moral. En todo caso, el punto de partida es común: una revolución nacional contra Napoleón. Según quién escriba, y cuándo lo haga, los autores son conscientes del cambio que significó la Constitución, pero desde luego y siempre, la Guerra aparece como elemento aglutinador, movilizador y revolucionario. Para los historiadores de tendencia liberal, es el alzamiento más las Cortes de Cádiz; para los otros, es sólo la guerra. Todos sin excepción tienen al Dos de Mayo como la primera manifestación de los españoles en tanto que nación, y a ese día dedican abundantes y cálidas páginas..., que a veces se parecen sospechosamente de unos a otros. El Dos de Mayo dio sentido al pasado, a la historia común, a todo aquello con lo que los españoles se identificaban, a la defensa de la independencia, de la religión y de la monarquía. El Dos de Mayo y luego la guerra permitieron mostrar o elaborar la existencia de un sentido y una unidad nacional, más allá de las ideologías, como destacaron Alcalá Galiano y Modesto Lafuente, entre otros (Cirujano Marín, 1985: 115). Los historiadores consolidaron, desde la Guerra, un sentimiento nacional, y el conflicto se asimiló como un elemento sustancial de la cultura, que había que aprender en la escuela y que se debía recordar y conmemorar. Fue un elemento decisivo a la hora de construir la idea de Estado. Por otro lado, sirvió también, junto con otros elementos, para propagar la imagen de un determinado modo de ser del español, de un carácter nacional esencial e inalterable, existente más allá de los tiempos y de los cambios, como escribió Lafuente en la cita que abre estas páginas, y que en realidad recoge, con la excusa de la guerra, el modo de ser español «existente desde siempre», que en el siglo XVIII se había destacado aún más —por oposición a las novedades—, como religioso, monárquico, independiente y orgulloso; elementos todos que conformaron el retrato del guerrillero en aquellos trabajos que aludieron a ellos, y explicaron su existencia. Este modo de ser se pres244

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tigia mediante su valoración, pero sobre todo gracias a su exposición en diferentes momentos históricos que han puesto a prueba a la «nación española» y la validez de la construcción de ese carácter nacional. Eran situaciones, y después relatos, que legitimaban el modo de ser, de narrar los hechos y la interpretación de los mismos. Así, Julio Cejador, refiriéndose al libro del conde de Toreno, escribió: «la soberana grandeza del levantamiento épico del puro pueblo español, abandonado de sus gobernantes, de la nobleza, contra el vencedor de Europa, llevóle a componer la mejor [historia] trazada, sin duda, desde la época clásica en España» (cit. por Morales Moya, 1993: 634).

I. EL DESENCANTO DE LA OPORTUNIDAD PERDIDA: MARTÍNEZ DE LA ROSA, FLÓREZ ESTRADA, LLORENTE

Uno de los mejores textos que se escribieron en época temprana fue el de Martínez de la Rosa, La revolución actual de España, aparecido por primera vez en Londres en 1810, en los números 7 y 8 de El Español, y por segunda en Granada, en 1813, en la Imprenta del Ejército. Que yo sepa, alcanzó tres ediciones, y es por la tercera, de 1814, por la que cito. Este folleto es una reflexión sobre el valor y el significado del pueblo y sobre su capacidad de respuesta ante situaciones límite. Su ensayo analiza aquellos hechos notables que «más relación hayan tenido con el curso de la revolución, y con las causas políticas y morales que han influido en ella» (Martínez de la Rosa, 1814: 7). En los autores de esta primera hora van juntos ambos conceptos: revolución e independencia. Si este último no aparece en el título, comparece inmediata y repetidamente a lo largo de los relatos, porque los pueblos no deben dejar «oprimir su libertad, sin la cual sería imposible rescatar la independencia» (ibid.: 7). Es también La revolución actual en muchos momentos un estudio antropológico y psicológico de los españoles como pueblo, para explicar las características de la guerra, porque, dice, «es nuestro carácter ser inalterables en la desgracia, pero poco activos, y confiados en demasía, cuando la fortuna nos protege» (ibid.: 30). Al mismo tiempo, el retrato es moral, ya que considera que sin virtudes no puede haber libertad, sin virtudes no se pone a salvo la 245

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independencia. Para él, la dimensión moral del ciudadano crea la nación (ibid.: 91). Martínez de la Rosa, como ya se indicó, quiere hacerse creíble a sus lectores, para lo cual hace constar que tiene a «la verdad por guía»; algo que destacaron todos, pues a todos interesaba ganar la aceptación del público para el que escribían. Los escritores se convierten en creadores y manipuladores de opinión; escriben para alguien y con objetivos determinados, para un público, que es pueblo, que ha sido protagonista de los hechos y al que se ofrece una interpretación de aquellos momentos que protagonizó. A menudo, como aquí, con cierta carga demagógica. En todas partes comenzó el movimiento de la insurrección por las clases inferiores de la sociedad, que parecían las menos interesadas en la suerte de la nación. Esta parte, la más sana de la sociedad, puesta a cubierto por su vida laboriosa y su pobreza, de la suma corrupción de costumbres y del contagio de ideas perjudiciales; libre por tanto del deseo peligroso de mudanzas; apegada a los antiguos usos; amante de sus reyes y de la religión santa de sus padres, ni podía ser detenida en su impulso por las sugestiones del egoísmo, que las clases superiores suelen apellidar malamente prudencia, ni ser corrompida con promesas seductoras, ni arredrada por los peligros. [Martínez de la Rosa, 1814: 19-20]

Este pueblo, ya sujeto histórico, se organizó además a sí mismo, dando ejemplo de capacidad y sensatez, ya que estaba abandonado por sus reyes, de modo que «ejerció por sí mismo la potestad soberana, sopena de perder su independencia», y lo hizo de forma ejemplar y moderada 2. La «nación» se rebeló contra la tiranía de tres siglos de ligaduras, sin venganzas ni crímenes, respetando la propiedad pública y la privada, no como sucedió en los tiempos de la Revolución Francesa, y este mismo pueblo creó un gobierno interino para asegurar su tranquilidad interior (ibid.: 22). Mientras describe estos logros de la nación española, pone de manifiesto que se consiguieron a pesar de su poca preparación, de la que culpabiliza a los reyes, que, desde el si2

Si, como señala Álvarez Junco (2001), en ningún momento estuvo en cuestión la independencia española, explicitada en la Constitución de Bayona, lo cierto es que desde el principio se utilizó ese argumento por las diferentes facciones como movilizador de los ciudadanos. 246

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glo XVI, afianzaron su poder absoluto, destruyeron «la imperfecta representación nacional y la autoridad de los señores», «cortaron la libre comunicación del pensamiento y oprimieron a los pueblos», todo lo cual socavó sus mismos tronos. De modo que, cuando llega la «revolución memorable de marzo de 1808» —el motín de Aranjuez—, «sin idea, siquiera, de libertad civil, empobrecido y opreso, el español no tenía patria, a no ser que, igualando al hombre con los árboles, llamemos su patria al terreno donde nace, y que lo sustenta» (ibid.: 9-10). Esa patria la encontró al enfrentarse a Napoleón 3. Sin embargo, la guerra, en muchos aspectos, es para él, como para los liberales, una oportunidad perdida de realizar verdaderamente la revolución, en especial en cuanto atañe a la educación del pueblo y a dotarse de unos instrumentos políticos adecuados. Si elogia el sistema constitucional, no deja de señalar que las Cortes se convocaron demasiado tarde, lo que ha sido causa de los males que vinieron después de 1810. Su fe en el pueblo, convertido en ciudadano mediante la representación en las Cortes, le lleva a creer que eran «la valla más fuerte contra los enemigos, y el único apoyo de nuestra libertad política y civil. La opinión pública las solicitaba con entusiasmo» (ibid.: 64), y su sola convocatoria hubiera bastado para aumentar la actividad de las provincias. Congregadas, se habría visto cuál era la fuerza de una nación que empezaba a ejercer sus derechos y a obedecer por leyes los mandatos de la voluntad general, manifestada por medio de sus representantes (ibid.: 60-61) 4. Por lo que respecta a la posibilidad de educar al público y de darle voz mediante la opinión pública, también piensa en términos de fracaso, que relaciona de nuevo con la tardía convocatoria de las Cortes. Creación y manejo de la opinión pública y de la propaganda que le parecen fundamentales. Se perdió

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En esto coincide con los afrancesados: «No teníamos patria, españoles, y por consiguiente no había patriotismo ni podía haberlo: en su lugar reinaba generalmente el egoísmo (...). La nueva Constitución [de Bayona] nos asegura ya una patria que no teníamos», El Imparcial o Gaceta Política, de l7 de abril de 1809. Palabras tal vez de Pedro Estala, según Varela (1994: 40). 4 Su fe en las Cortes es ilimitada: «la representación nacional» hubiera acallado la «guerra de opinión» promovida por José I (Martínez de la Rosa, 1814: 52). 247

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la ocasión de haber dado soltura a la opinión pública, cuya fuerza, nula bajo la tiranía, empezó desde el principio de la revolución a tener un poderoso influjo en los pueblos, pues luego mostraron un vehemente deseo de instruirse en los negocios públicos y en los fundamentos de la ciencia del gobierno. A los sabios tocaba empezar a difundir las sanas ideas; y ayudar al gobierno, preparando la opinión y destruyendo los obstáculos que oponen a los mejores establecimientos las preocupaciones vulgares y la fuerza de la costumbre. Pero para esto hubiera sido necesario quitar las trabas que puso la tiranía a la comunicación del pensamiento y empezar por protegerla con sabias leyes. [Martínez de la Rosa, 1814: 35-36]

Esa opinión pública habría creado ciudadanos útiles, con conocimiento y criterio, y habría mantenido el entusiasmo del pueblo, mediante los medios tradicionales y los nuevos, derivados de la invención de la imprenta y del uso de los periódicos (Martínez de la Rosa, 1814: 97). Termina proponiendo un plan de gobierno para una «nación que se levanta de la esclavitud», pero con cierto sabor amargo, porque considera que la ocasión se ha perdido, porque el mejor momento para hacer reformas es cuando esa nación se halla amenazada o invadida (ibid.: 101-102). En ese momento, todos coinciden y trabajan por un mismo bien; después resurgen el egoísmo y las pasiones personales. Las cien páginas de Martínez de la Rosa mezclan el tono a veces de arenga con la reflexión política, en una narrativa que no se detiene sobre escenas concretas ni batallas —que no hace retórica—, sino que apuesta por pensar en la nación y dar un papel, quizá demasiado destacado, al pueblo, como elemento con voluntad propia, capaz de sentir su patria y trabajar en pro de la misma, al que siempre se dirige como persona mayor de edad, por utilizar la terminología kantiana. También en Londres y en 1810 publicó el liberal Álvaro Flórez Estrada su Introducción para la Historia de la Revolución de España. Tampoco la palabra «independencia» aparece en el título, pero está presente a lo largo de sus páginas; de hecho, en estos autores, la guerra se entendió como nacional, también a veces como civil, y de la independencia desde el principio. Hacer la historia de un fenómeno como ése, desconocido hasta entonces, es, según Flórez, labor del filósofo, del político, del literato y del artesano, del natural y del extranjero. Y lo es porque «la historia de una revolución, formada por 248

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un pueblo para librarse de un tirano, y asegurar su independencia, es mucho más interesante que otras» (Flórez, 1810: 5-6); entre otras razones porque la soberanía residía en el pueblo, en especial cuando no existía la persona en que se había depositado. Flórez Estrada, por tanto, y como Martínez de la Rosa, solicitaba la convocatoria de las Cortes, ya que la soberanía nacional, ese concepto revolucionario que encontramos en ambos, residía en ellas y en ellas veían la solución a los problemas y la posibilidad de instalar una nueva sociedad liberal. Los dos analizan las causas y el significado de la crisis que vive España, lo que implica en su caso hacer una historia crítica de los reinados anteriores y de la facilidad con que los reyes, caso de Carlos IV, se abandonaron a los validos o a «un ministro arbitrario». La actitud de los monarcas es lo que ha mantenido al pueblo incomunicado e ignorante. Ambos proponen soluciones, que en el caso de Flórez se sustancian en la Constitución. Su Constitución para la nación española era de 1809; allí había señalado que la soberanía residía en ellas, y lo mismo repite en la obra de 1810: «la soberanía reside siempre en el pueblo». A diferencia de Martínez de la Rosa, el liberal asturiano sitúa la revolución española en el marco político europeo, en los efectos que sobre Europa tuvo la Revolución Francesa. De este modo, las revueltas ideológicas, como las bélicas, arrancarían de 1789, aunque en realidad se estaban dando desde antes. La guerra de 1793 y la de 1805, con la batalla de Trafalgar como momento cumbre, fueron intentos previos de Napoleón para conquistar España (Flórez, 1810: 50). Por lo mismo, porque sitúa la guerra española en un marco europeo, considera que «la revolución general de España (...) hará variar todo el sistema político de la Europa, sea cual fuere el resultado» (ibid.: 7). Esta idea, por otra parte, formaba parte del material empleado por los periodistas y politólogos del momento, del signo que fueran, al pensar que el ejemplo español habría de servir a otros países para levantarse y hacer frente a los ejércitos de Bonaparte. En su caso, la reflexión tiene una consideración más honda, pues implica una reforma política, mientras que los escritores conservadores sólo atienden a la dimensión emancipadora o independentista. En este sentido, Flórez Estrada también desarrolla otro de los tópicos de que se valieron para hacer política y propaganda en los pri249

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meros años del conflicto. Me refiero a hacer el retrato en negro de Napoleón. Pero en su caso el dibujo no tiene el visceralismo de otros autores, y se diseña de un modo inteligente desde la política y los defectos y vicios que, a su juicio, mostró al convertirse en emperador —es decir, al traicionar las expectativas democráticas— y aislarse del mundo. De este modo, como en otros autores de la primera hora, muestra un fuerte componente psicológico en el momento de hacer su introducción a la historia, en la creencia de que las motivaciones personales explican los hechos históricos. Por eso, teoriza, la historia de una revolución ha de tener dos partes: una que exponga las causas y circunstancias que la han motivado, sin olvidar el giro que esa revolución debe tomar. Y aquí de nuevo encontraríamos contactos con Martínez de la Rosa, pues consideran que una revolución es el mejor momento para levantar un nuevo mundo, una sociedad, que ha de basarse en los principios liberales. La otra parte tiene que contar lo ocurrido, y así detalla escaramuzas y situaciones. En esto está cerca de Llorente y de otros cronistas contemporáneos. Juan Antonio Llorente escribe en 1814. Si Flórez traza una introducción, él esboza unas memorias que sirvan a otros para escribir la historia con conocimientos y datos, pues aporta documentación justificativa. Lo hace porque el Journal des débats anunció en abril de 1814 que un francés quería escribir la «historia de la revolución de España». La peculiaridad de este trabajo es que está en gran medida redactado a base del conocimiento de cartas de diferentes corresponsales, lo que da a su texto un aire de intrahistoria, marcado por dos etapas que establece en la guerra: 1808-1812; 1812-1814. Estos textos incorporan las palabras revolución e independencia en un sentido político liberal, más allá del simple levantamiento bélico. Su intención es tanto apoyar la defensa del territorio contra el invasor, como aprovechar la oportunidad para proponer y establecer un nuevo orden. En los casos citados, la revolución se queda en nada, o pendiente (García Cárcel, 2007: 334-349), y en los textos se percibe el desengaño de la oportunidad perdida.

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II. ALGUNOS VENCEDORES: SALMÓN, CARNICERO Y MUÑOZ MALDONADO

Otro tono, otra retórica, otra motivación tienen las obras del sacerdote soriano y archivero de Indias José Clemente Carnicero, que fue consejero de Fernando VII, y del agustino Manuel Salmón. El primero dio a luz la suya entre 1814 y 1815; el segundo la inicia en 1812 y, cuando ha salido el tomo cuarto, una Real Orden de 1815 manda retirar la obra porque se vertían opiniones críticas sobre los padres del rey. En sus obras no hay decepción, sino triunfalismo y éxito porque se ha restaurado en el trono a Fernando VII y la patria se ha salvado. Ha sido una «gloriosa revolución», en palabras de Carnicero. La obra de éste, autor contrario a las Cortes, que defendió la Inquisición, polemizó con Martínez Marina y con Llorente en sendos libros, se solapa con la propuesta de las Cortes a la Real Academia de la Historia para que compilara el material necesario para escribir la historia de la guerra 5. Carnicero ya había dedicado dos volúmenes a criticar la política de Napoleón y de su hermano José en su Napoleón o el verdadero don Quijote de la Europa, de 1813. Lo que hace con su Historia razonada es narrar, con la ayuda de Dios, los hechos, casi todos ellos redactados en Madrid durante la dominación francesa, lo que da a su testimonio un valor que no tienen otros, en momentos en que los autores, a falta de documentos, invocan como forma de credibilidad y prestigio su afán por ser verdaderos, como se dijo, y su condición de testigos. Este rasgo es destacado por el agustino Salmón, que en 1812 comienza a publicar su Resumen histórico de la revolución de España. Año de 1808. «Atrapado por la adversa suerte», escribe desde Madrid, confesión que le sirve tanto para captar la benevolencia de los

5 En 1818, fruto de la comisión militar que se creó en 1816 y presidía Javier Cabanes, se publicó el primer tomo (obra de Cabanes o de Baldrich y de Viciana) de la Historia de la Guerra de España contra Napoleón Bonaparte, escrita y publicada de orden de S. M., y un año antes las Memorias para la historia militar de la revolución española que tuvo principio en el año de 1808 y finalizó en el de 1814, a cargo de Fernando García Marín y Solano.

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lectores, como para valorar su testimonio. A falta de documentos, en un primer momento, prestigia su trabajo, con cierta ingenuidad, mediante la explicación de sus intentos por ser testigo, de sus desvelos por conocer la verdad de lo que se dice, ya que los dos bandos se apropian la verdad y juegan con la opinión. Desde aquí, con no pocos sustos y sobresaltos, me asomaba a los intrincados gabinetes, recorría las provincias y campos de batallas, revisaba los fuertes y plazas, conversaba con los generales y el soldado, escuchaba a personas juiciosas, instruidas, verídicas e imparciales, cotejaba las producciones de unos y otros; por este detenido y escrupuloso examen creo haber conseguido el objeto de mis deseos, que es la verdad de los hechos. [1812, I: s. p.]

Pocos autores tienen tanto interés en detallar su método de trabajo, que, en situación como la suya, no deja de ser extraordinario, si es que realmente fue así. En todo caso, esta manera le da cierto aire oral a la exposición, al tiempo que la narración se detiene sobre batallas y enfrentamientos. Manuel Salmón se dirige constantemente al lector, como si quisiera convencerle de lo que cuenta, por eso hace una y otra vez protestas de honestidad y sencillez, apela a su veracidad de forma tan insistente como Llorente, que parece dudar de su imparcialidad. Pero en el caso del agustino estas llamadas de atención son sus premisas de trabajo, puesto que cualquier historia, para ser valorada, ha de tener «sencillez y verdad». Su «estudio y lenguaje es el de la claridad y verdad», y, como Llorente, sólo quiere suministrar materiales para que alguien más elocuente escriba la historia. Como se dijo, llegó a tener cuatro tomos, pero fue prohibido. Lo interesante es que, a pesar de esta prohibición, la obra tuvo una segunda edición en 1820, corregida y aumentada a seis volúmenes. En la «Advertencia al lector» de esta edición explica lo ocurrido y muestra su resentimiento con sus enemigos y con el rey, que no sabe diferenciar entre los que han trabajado en su favor, perdiendo bienes y «pasando peligros sin temor a la muerte», y los que se suben al carro de los vencedores en el último momento. Éstos aspiran indebidamente a los laureles del patriotismo, aunque hayan sido insensibles o indiferentes, o «simples espectadores de los vaivenes de nuestras armas y esfuerzos, sin tomar otro interés en éstos que el de aquel que dijo: yo soy 252

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del que vence». De modo que, y puesto que desde 1815 aún no se había resuelto su apelación, publica su obra, «reformada de algunas proposiciones que tanto han chocado», a pesar de que eran conocidas de toda la Europa y necesarias para «explicar la historia de nuestra revolución» (Salmón, 1820, I: s. p.). Una revolución que tuvo en el Dos de Mayo su momento feliz, cuando España ofendida, casi a una misma hora tocó al arma, y dio señal de guerra eterna contra los agresores de la inocencia, contra los usurpadores del rey y contra la perfidia inaudita de Napoleón. Todas las provincias del reino la votaron unánimemente [y se apresuraron] a defender el mayor bien de los bienes en este mundo, que es su religión, su independencia y libertad. [1812, I: 75-76]

La diferente perspectiva y postura de Salmón es muy clara, respecto de las obras antes citadas. Él a menudo, y en el principio, prima lo bélico, pero más profunda es su disensión respecto de conceptos básicos como el de opinión pública. Leídos en paralelo su trabajo y el de Martínez de la Rosa, por ejemplo, dialogan desde el desencuentro. Las actividades dirigidas a crear opinión, la actividad propagandística, son para él «teatro de la falsedad». Su lenguaje no asimila los conceptos modernos y su retórica es muy distinta, aunque en modo alguno ineficaz, considerado el tipo de público al que se destina, pues si casi siempre se escribe para los adeptos y ya convencidos, a veces, como en Flórez y Martínez de la Rosa, parece brindarse una reflexión honesta a quien esté interesado en alcanzar un punto de encuentro. Salmón escribe sobre la propaganda y la opinión: «Fijemos (...) nuestra atención en los sentimientos y opiniones públicas, y en tanta multitud de escritos y periódicos falaces, y hallaremos que en ningún tiempo ha estado más en auge la política seductora, ni jamás ha tenido mayor ascendiente el embuste y la patraña, el engaño y la mentira» (1812, I: s. p.). Todo lo cual se agravó con las Cortes, pues «ciertos periodistas y asalariados oradores de plaza», pagados por ellas (por los liberales), creaban opinión. Todos se lucraban bajo la excusa hipócrita de «trabajar a favor de la religión y por la felicidad del estado, siendo así que aquélla desaparecía, y éste se arruinaba» (1820, VI: 297-298). 253

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La opinión es concepto relativista que el discurso conservador no acepta, en términos generales, si no es para hacerla suya y controlarla, porque su negativa está en función del conocimiento que tiene de su importancia, de que cada vez es más importante la guerra de la pluma. De los episodios bélicos pasará a hacer historia política, identificando los males de la patria, no ya sólo en Napoleón, que ha sido vencido, sino en los traidores que han desunido a los españoles. Éstos son los liberales, que, «corrompidos y abominables», se aislaron en Cádiz «para asaetear y destruir a su amada patria con la afilada arma de la pluma, que hería y descuartizaba sin miramiento», introduciendo la discordia cuando más necesaria era la unión (1820, VI: 280-281). Estos hombres quieren fundir de nuevo la nación. Si para unos la revolución estaba por hacer y fue una oportunidad perdida, para otros, afortunadamente no se pudo llevar a cabo el proyecto de volver a nombrarlo todo. Las Cortes, pero sobre todo la Constitución, son el efecto perverso de los nuevos tiempos que han podido cercenarse. «Las lisonjeras e ideales voces de libertad e igualdad que hacía tiempo resonaban por todos los ángulos de la península, y que por muy pocos eran conocidas en su verdadero sentido, se renovaron con más fuerza desde la publicación de la Constitución» (1820, VI: 283). A partir de ese momento aumentaron las discordias y disputas entre serviles y liberales, todos ellos deseosos de usufructuar los conceptos de libertad e igualdad, pero sobre todo aumentó la prepotencia de los segundos. Por sus páginas pasan los cafés de Cádiz, lugares de sedición y manipulación del «vulgo ignorante», y, retomando un viejo concepto que tuvo mucho desarrollo en la literatura contrarrevolucionaria, considera que el nuevo léxico político es puro «charlatanismo» que ataca a la religión: «libertad, igualdad, patria, abusos, reformas, ignorancia, fanatismo, hipocresía, despotismo» son los espejismos del momento (1820, VI: 287-288). El maestro Salmón denuncia que en este manejo de la opinión pública, por parte de los liberales, junto a los «periodistas» estaban los cómicos, «que les imitaban muy al vivo, cuyas representaciones y canciones patrióticas eran alusivas al mismo objeto que se proponían los primeros» (1820, VI: 289). Si el teatro había sido escuela de moral y de civilización durante la Ilustración, si había sido uno de los vehículos 254

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privilegiados para filtrar el nuevo mundo, en estos momentos es escuela de patriotismo. Entre otras, de Martínez de la Rosa es La viuda de Padilla, y de Mor de Fuentes es El egoísta o el mal patriota. Los actores acababan sus funciones cantando himnos, y en las iglesias se interpretaban marchas. Son importantes estos detalles porque ponen de relieve la participación de medios diversos, organizados para divulgar los nuevos mensajes. Por eso son valiosas sus observaciones sobre los ciegos. En este sentido, Manuel Salmón da la razón a Martínez de la Rosa, cuando pedía que se emplearan todos los medios que había al alcance para difundir las nuevas ideas, desde los tradicionales, mediante canciones y bailes, hasta los que ofrecían las prensas y los periódicos. A éstos hay que añadir los ciegos, desde siempre figuras acostumbradas a llevar noticias, a espiar y a transmitir. «Los ciegos, siempre venales por interés, y émulos de las glorias que estos últimos [los actores] adquirían por sus nefandas producciones, no se quedaban a la zaga, y todos a una anunciaban una lastimosa catástrofe, pues eran instrumentos no menos vivos y sonoros que los periodistas para propagar la inmoralidad y el libertinaje» (1820, VI: 289). Todo esto en medio de la degradación moral contra la que combatía Martínez de la Rosa. Las últimas páginas de este interesante trabajo se destinan a narrar la vuelta de Fernando VII, a recordar el Decreto de 2 de febrero de 1814, por el que no se le reconocía hasta que no jurase la Constitución, al paso del rey por Gerona, Tarragona, Zaragoza, Valencia, en medio de aclamaciones y vivas. Son páginas escuetas, que contrastan con los oropeles retóricos y aduladores de otros, en las que los hechos van cayendo como pesos muertos, hasta llegar al momento en que el monarca «resolvió cortar de raíz los males» y acabar con el «democratismo o gobierno popular, que no era moderada monarquía» lo que representaba la Constitución. «Todo lo declaraba nulo [y] relevaba a sus vasallos de la obligación de observar semejantes mandatos, e imponía pena de la vida» a los que les fueran fieles (1820, VI: 316). De nuevo, los españoles, ciudadanos, volvían a ser súbditos y vasallos. El agustino Salmón narra la entrada triunfal de Fernando VII en Madrid, reproduciendo por primera vez en un texto historiográfico las imágenes que después otros han repetido: la multitud de paisanos que arrastran el coche gran parte del camino, las muestras de gozo y 255

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alegría, la mezcla de gentes de todas las edades y condiciones; todos juntos de nuevo, unidos junto al Deseado, que vierte abundantes lágrimas de ternura y complacencia ante «las demostraciones de júbilo del pueblo» (1820, VI: 320). Daba Madrid, así, «al mundo entero y a la posteridad más remota el testimonio más glorioso de su carácter inflexible, e inalterable constancia en defender sus derechos, su libertad e independencia» (1820, VI: 321). Se cerraba el círculo: lo que había empezado en Madrid en Madrid acababa. Así finalizó la maravillosa revolución de España. Destruyó ésta los formidables ejércitos del dominador del norte, ahuyentó sus reliquias; rescató a su cautivo rey; dio impulso a las demás naciones para moverse contra su perturbador y usurpador. [Se recobró España y se alcanzó la paz], y todo esto sin perder de vista el destierro o total exterminio de las máximas inmorales que en medio de ella quiso introducir el monstruo de la inhumanidad e irreligión Bonaparte. [1820, VI: 321-323]

Sin embargo, a este estupendo fin de fiesta que recoge todos los tópicos de la historiografía conservadora, Salmón le da un giro de tuerca, dirigido a rebatir a sus enemigos. No podían terminar las cosas tan bien como las relata; no podía continuar la vida española en paz y sin ajustes de cuentas, y en medio de esto se vio metido el rey..., y él mismo, como se recuerda. También ahora Salmón cierra el círculo de su Resumen histórico, que había empezado atacando a quienes le persiguieron, aludiendo a ellos: «genios sedientos de engrandecimientos y de venganzas sorprendieron a S. M.», que, prestando oídos a sus maquinaciones, dictó decretos que arruinaron a muchas familias que estuvieron «no menos interesadas en la salvación y bien de la patria que los que vociferaban contra ellas» (1820, VI: 323). Éste es el final de su obra, amargo por razones distintas de las de los liberales, pero a la postre por las mismas causas: ni unos ni otros pudieron encontrar, tras la guerra, satisfacción a sus expectativas, pues el monarca defraudó todas las expectativas. Aunque se escapa ya del marco cronológico propuesto, mencionaré la Historia política y militar de la Guerra de la Independencia de España contra Napoleón Bonaparte (1833), de Muñoz Maldonado, porque lleva más allá los presupuestos, esquemas, mentalidad y retó256

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rica heroica de Salmón, y es uno de los mejores textos en la línea de la construcción de la imagen y el mito de la Guerra de la Independencia desde la perspectiva conservadora, que se puede leer, como se sabe, en paralelo con la Historia del levantamiento de Toreno, publicada en 1835. Este trabajo responde al deseo de Fernando VII, expresado en el Real Decreto del 14 de agosto de 1815, de tener una historia oficial de los acontecimientos; de hecho, el autor, absolutamente fiel a su figura, lo mitifica de forma extraordinaria: Fernando VII es «justo, magnánimo y protector de las letras». Aquí, como en otras obras, parte de la exaltación del monarca se hace mediante la degradación moral de Godoy (Vauchelle-Haquet, 1988). La obra se publicó por orden de Su Majestad, y Muñoz Maldonado se sirvió de la documentación proporcionada por el Gobierno por Real Decreto de 24 de agosto de 1831. Aunque es sobre todo militar, incluye también «hechos políticos», y emplea lo que llama, como los demás pero sobre todo como Salmón, «el lenguaje de la verdad» para trazar «el retrato del heroísmo y del carácter nacional» (1833, I: 12). Interesa destacar su reflexión, similar a la de Martínez de la Rosa, de que cuando se inicia la guerra «apenas se conocía la existencia de la Patria» (1833: s. p.), por lo que significa de ratificación de algo largamente afirmado después: la toma de conciencia nacional que significó 1808 y la guerra. Si en los textos analizados hasta ahora, en el título figuraba la palabra revolución, mientras las alusiones a la independencia figuraban en el interior del texto, Muñoz Maldonado invierte los términos, y parece ser el primero en hacerlo. La «gloriosa revolución de España» pasa al interior de la obra y la Independencia forma ya parte del título, adjetivando a la Guerra: «veinticuatro años han transcurrido desde que esta nación heroica lanzó el primer grito de independencia» (1833, I: 5). Maldonado escribe para corregir las narrativas de los extranjeros; de hecho su opinión sobre la historiografía francesa e inglesa acerca de la guerra es muy mala, por lo que debe combatir las calumnias y «desmentir a los autores franceses», que escriben como lo hacen porque desprecian a los españoles, sus vencedores. Hay que combatir, por tanto, su construcción de los hechos, y la de los ingleses, que se atribuyen todo el mérito de la victoria (1833, I: 8). No estará de más recordar que son los años en que no pocos escritores costumbristas hacen campaña desde sus artículos para recondu257

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cir la imagen que se tiene de España, de los españoles y de «lo español», proyectada por viajeros, y también convendrá recordar que, hasta la profesionalización de los historiadores, su actividad se entenderá cercana a la del novelista o literato, lo que va a hacer que el estilo, el tono retórico y el referente de este tipo de escritores sea el mismo; algo que llegará hasta los comienzos del siglo XX. La excusa de la corrección de los relatos producidos por los extranjeros no es baladí, pues tras ella se esconde el debate sobre la idea de España que se está manejando, defendiendo o proponiendo. Por eso, esta historiografía y la literatura costumbrista y de creación contemporánea nacen de la reacción contra un discurso con el que no se identifican y que, en muchos casos, se ve como malintencionado. Se actualizaba y se interiorizaba el viejo y acomplejado modo de entender las relaciones con Europa: Desgraciadamente los extranjeros, faltos de datos ciertos, de buena fe y de imparcialidad al hablar de España, han inundado la Europa de escritos sobre nuestra gloriosa revolución, llegando a extraviar a fuerza de falsedades y calumnias de un modo asombroso, no sólo la opinión de los pueblos, sino aun la de los mismos gabinetes, y la nación española ha sido pintada con los más indignos coloridos, cuando a ella sola es deudora la Europa de la destrucción del tirano. [1833, I: 5-6]

Muñoz Maldonado es la voz autorizada y oficial de la historiografía sobre la guerra y el Dos de Mayo, hasta el punto de que, no sólo rechaza las construcciones de ingleses y franceses, sino también la del mismo Salmón, a quien sin embargo tanto debe, porque le parece falta de perspectiva, falsa y parcial. Muñoz Maldonado no quiere compartir la cima del Parnaso historiográfico. La declaración de principios del autor en el «Prólogo» no deja lugar a dudas. Ha consolidado el discurso según el cual los extranjeros, la Europa, son desviados y olvidadizos, pues no consideran lo que deben a los españoles, que les dieron ejemplo y estímulo para levantarse contra los soldados del imperio; Europa, por otro lado, se empeña en continuar dando vida a la leyenda negra, sin preocuparse de que sus corifeos propalen mentiras y falsedades. La imagen de España, para estas fechas, es ya la de un país acomplejado, que se piensa mal enten258

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dido, que debe cerrarse sobre sí mismo ante la incomprensión extranjera 6, como en tiempos de Felipe II, cuando, por otra parte, existía el mito o la construcción de una España constitucional que podría renacer en cualquier momento y llevar a la península a otro destino. Pero a él eso no le interesa, y sí destacar que «la historia del pasado es el espejo de lo venidero» (1833, I: 12).

III. EL DOS DE MAYO

Uno de los tópicos que desde el primer momento se forjó para aunar a los españoles fue el del Dos de Mayo, entendido como detonador de cuanto sucedió después. Y lo fue desde el arte, desde las memorias —ahí las de testigos presenciales como Blanco White y Mor de Fuentes— y desde textos de carácter más o menos histórico o de crónica. Ahora bien, las explicaciones del levantamiento son diferentes. Martínez de la Rosa considera que estuvo preparado por los franceses para tener una excusa, desplegar su poder y «oprimir al pueblo con rigor inflexible». Sin embargo, ésa fue «la señal de la guerra» (1814: 18). Él, como muchos entonces y después, presenta al pueblo de Madrid levantado como un solo hombre, mientras «casi en el mismo día» se alzaron los demás, lo que da cuenta de «la voluntad general de la nación a favor de su independencia». Esta respuesta fue «sin premeditación, ni designios anteriores», al contrario de la acción francesa, y mostró una «uniformidad portentosa, para legitimar nuestra causa». «Esta unión íntima [...] mostró desde el principio que la voluntad general estaba decidida por la causa de la razón, y que una guerra realmente nacional iba a detener el ímpetu de un conquistador» (Martínez de la Rosa, 1814: 18-19). Estas palabras, sin embargo, no significan lo mismo que las que escribe, con igual motivo, el padre maestro Manuel Salmón. En efecto, Madrid se moviliza sin plan, sin directores, de forma espontánea y 6 De hecho relaciona la victoria de 1814 con otras anteriores, como las de los agarenos (712) o la conquista de Granada (1492). Para la imagen de España, véase Álvarez Junco (2001).

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como un solo hombre, pero la intención de ese levantamiento no es «para legitimar nuestra causa». El día dos de mayo, día de luto y llanto, en el que la inocencia fue sacrificada inhumanamente, bañando con su sangre las paredes del Prado y la ribera del Manzanares, pero día en que empezó a respirar la libertad española, y por lo mismo hará época en los anales de la historia y será esculpido con letras de oro en pirámides de alabastro fino; en este día levantó la voz el impertérrito pueblo de Madrid, y se arrojó con el mayor ímpetu y denuedo entre las falanges enemigas. [1812, I: 69]

Salmón crea un dramático relato del levantamiento que ha pasado, con ligeras variaciones y a menudo plagiado, a autores posteriores, como Muñoz Maldonado, quien desarrolló más la narrativa y amplificó el tono 7. No refiere el episodio reiterado por todos de la vieja que frente al Palacio Real agita a la masa y grita «que le llevan, que le llevan» (al infante don Francisco), que será elemento básico y emocional, pero sí detalla los momentos posteriores, cuando se quiere calmar a la población con el mensaje de «paz, paz, que todo está ya compuesto» y otros posteriores. En todo caso, su pluma no alcanza los niveles narrativos ni emocionales que logra Muñoz Maldonado en las muchas páginas que dedica a esas escenas en el capítulo XI del tomo primero de su Historia política y militar de la Guerra de la Independencia, en el que, entre otras cosas, la servidumbre del infante «refiere que este interesante niño lloraba lleno de dolor, no queriendo salir de Madrid. Esta noticia contrista a las mujeres, y desespera a los hombres» (1833, I: 138). Las suyas son páginas en las que traza una magnífica descripción del levantamiento frente al Palacio Real (ibid.: 138-147), que dan cuenta de la importancia de la retórica a la hora de convencer y mover los ánimos. «Aún humea este suelo clásico del heroísmo con la sangre de tantos ilustres mártires de la religión, de la libertad y de la patria. Las heroicas víctimas del dos de mayo señalaron a millares de españoles el camino de la inmortalidad» (1833, III: 602).

7 Salmón es uno de los primeros en dar cifras de muertos, a veces desorbitadas. Las cifras fueron cambiando a lo largo del siglo XIX. Fraser ha revisado esas cantidades (2006: 93-100).

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El Dos de Mayo sirvió desde el primer momento para legitimar la guerra y para levantar los ánimos, cuando decaían. Capmany así lo manifiesta en su Centinela contra franceses, de 1808, que lo entiende como la excusa para vengar las muertes y defenderse de la invasión. En clave netamente nacionalista, de independencia nacional, lo trata Flórez Estrada, que considera las actuaciones de Murat como agresiones a la soberanía de los españoles. Igual que Martínez de la Rosa, piensa que el detonante fue la provocación de los franceses. Como oportunidad para acabar con el viejo mundo y preparar otro en el que esté representada la nación mediante las Cortes, lo explicó Romero Robledo en El grito de la razón, también de 1808. De modo general, las interpretaciones y los relatos de los escritores liberales de la primera hora tienden a ver el Dos de Mayo como el momento que legitimaba (y pudo hacer posible) la alternativa constitucional; visión que se consolidará después. En su visión prevalece la perspectiva civil, frente al planteamiento básicamente épico, propio de los escritores tradicionalistas. De manera sorprendente, dada la crueldad y la violencia de los enfrentamientos, es casi unánime la consideración de que los madrileños se comportaron con serenidad y equilibrio, frente a la agresión francesa. De este modo se construía desde el principio la imagen de unos defensores cargados de razón, ejemplares en sus modos, inquebrantables pero serenos. Imagen que, por otro lado y como se ha dicho, tiene conexiones con el retrato que se hacía de los españoles en los tiempos pasados. Recuérdese, por ejemplo, la España defendida (1609), de Francisco de Quevedo. Quien primero dejó constancia de los hechos y del tono, a un lado los clérigos, que editaron oraciones fúnebres, fue el médico militar que trató al teniente Ruiz, Pedro Pascasio Fernández Sardinó, en la Noticia de lo ocurrido el 2 de mayo de 1808 en el parque de Artillería de Madrid y asombroso valor de los inmortales Ruiz, Velarde y Daoíz (García Cárcel, 2007: 113). Se publicó en Badajoz, en el segundo número del periódico Almacén Patriótico, aunque hubo otras ediciones en Madrid, Mallorca y Valencia. Que conste, la tríada de héroes contrasta con lo que sucedió después, cuando Ruiz fue olvidado, en beneficio de los dos artilleros. Sólo más tarde se recuperó al teniente, para que también la infantería pudiera gozar de la gloria de semejante día. Todo ello, parte del plan para que el ejército capitalizara la 261

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victoria y diera otro sentido a la interpretación liberal del Dos de Mayo y de la Guerra de la Independencia. Daoíz y Velarde capitalizaron desde pronto el protagonismo de la defensa de Madrid y de España, siendo comparados con figuras como Viriato, el Cid, don Pelayo, y desde el mismo momento de su muerte se pensó en el monumento conmemorativo. Al margen otras consideraciones, esta idea es ejemplo de querer poner a España al mismo nivel que otros países europeos en los medios para festejar, inmortalizar y conmemorar sus hechos históricos, en la didáctica y en los recursos adecuados para crear y enseñar patriotismo. Recordar con estatuas y movimientos se quiso ya en el siglo XVIII, cuando se comienza a hacer el elenco de los elementos patrióticos de España, con los que es posible reconocerse. Quien lo impulsó, además de las Cortes desde 1812, fue Wenceslao de Argumosa, abogado, que escribió a la Academia de San Fernando y dio una cantidad para premiar el mejor diseño presentado. Como ha detallado Demange (2004), los problemas para llevarlo adelante fueron muchos. Sólo me detendré ahora en el folleto de Argumosa titulado Los cinco días célebres de Madrid, dedicados a la nación y a sus heroicos defensores, de 1820, donde repasa los acontecimientos del 19 de marzo, del 2 de mayo, del 1 de agosto (salida de los franceses tras la victoria de Bailén), del 1 de diciembre (entrada de Napoleón) de 1808 y del 9 de marzo de 1820, día de la «redención segunda» (1820: 64), porque conjuga la perspectiva heroica con los planteamientos constitucionales desde el punto de vista de un conservador. Por un lado, hay motivos de felicidad, pues el rey ha jurado la Constitución de 1812, que es la base de nuestra felicidad y engrandecimiento futuro (1820: 74). «Fuimos siervos, y somos hombres; he aquí toda la igualdad y libertad que ha sancionado la Constitución» (1820: 79). La Constitución nos ha hecho libres e iguales. Por otro, hay que corregir, de nuevo, a los extranjeros y no callarnos, porque ellos escriben sin tino 8. 8 «Me parece, amados compatriotas míos, que no exagero cuando anuncio como para el tiempo futuro lo que está sucediendo en el presente: los mismos que con su invasión nos hicieron grandes fatigan hoy sus prensas para hacernos pequeños, y no es por el interés que siempre han manifestado tener en deprimirnos, sino porque no podamos nosotros parecer a la posteridad lo que realmente somos sin que se depriman ellos» (1820: 3).

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Por lo demás, el autor tiene una visión clara de que los estados y las naciones han de fomentar el culto a sus héroes, pues eso «crea» nación y patria, crea referentes e imágenes identificadores. Por tanto, desde el primer momento quiere crear un monumento que dé cuenta de lo sucedido, y así, al poco de morir Daoíz y Velarde comenzó «a fomentar la idea del grandioso monumento en que debían reposar [vuestras] cenizas y las de los demás héroes que os imitaron». Un monumento que eternizara su memoria de héroes y mártires de la libertad —«mártires heroicos y fundadores de la libertad y de la independencia de la España y de la Europa entera» (1820: 28-29)— y sirviera de recordatorio identitario a las siguientes generaciones. Espera que lo acordado por el Congreso Nacional pueda hacerse realidad por fin en 1820, entre otras razones, y con cierto reproche al monarca, porque todas las naciones han procurado inmortalizar ya sus hazañas gloriosas con monumentos públicos que el amor a la patria ha conseguido elevar en cortos plazos, y sólo estamos sin él nosotros, aunque por decidida voluntad del Rey deberíamos tenerle ya tiempo hace. [1820: 47]

Los primeros textos liberales de carácter historiográfico surgen para legitimar la guerra como coyuntura adecuada para montar un nuevo Estado; los que escriben los otros, algo después, para proponer desde la perspectiva heroica la recuperación de un territorio, lo que se interpreta como el mantenimiento sin cambios (o con pocos) del Antiguo Régimen: monarquía y religión, a la que se añade independencia. Desde pronto se conforman las dos perspectivas, que aprovechan la guerra para afianzar sus ideas sobre el tipo de nación que desean y convierten el conflicto bélico en punto de inflexión de sus propuestas. Por otro lado, la Guerra de la Independencia se convirtió enseguida en símbolo de la unidad española, de su capacidad de autodecisión y defensa, que renovaba la condición de los españoles como entidad independiente y autónoma. Ese símbolo se vinculaba con otros momentos bélicos anteriores, que se piensan similares, para dar legitimidad a la existencia de una idea de España que existiría desde mucho antes, lo que se ha llamado protonacionalismo o etnonacionalismo. Los primeros historiadores, aunque no sólo ellos, entendieron la dimensión europea de la guerra, pero unos la vieron como la posibilidad 263

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de proporcionar al país unas estructuras políticas modernas, de representación de la nación; mientras que para el discurso tradicionalista de lo que se trataba era de poner a España como ejemplo de que se podía vencer a Bonaparte desde los valores heredados. Con el tiempo, la Guerra de la Independencia alcanzó una dimensión europea mayor, pues se entendió como la expresión de la singularidad española frente a lo que llegaba del continente, una amenaza del Norte sobre la que la memoria colectiva mantuvo una actitud de desconfianza durante el siglo XIX y gran parte del XX. Unas y otras, las de los liberales y las de los tradicionalistas, son ficciones dirigidas a configurar esencias propias, dirigidas a explicarse; lo que suponía alcanzar configuraciones simbólicas desde el análisis y la narración del Otro, en este caso personificado en Napoleón, sus ejércitos, José I, o los franceses en general. Esas configuraciones o narrativas legitimaban formas de ser y de entender a los españoles; mediante ellas proporcionaban sus respectivas ideas de España. Los tradicionalistas continuaron basando sus construcciones en las ficciones jurídicas; mientras que los liberales apostaron por un nuevo orden. En todo caso, estos hijos de la Ilustración, la hubieran aceptado o no, sufrían a la hora de construir sus relatos la fractura ocasionada por ésta, pues al crear un discurso crítico de los valores, símbolos y narrativas anteriores, había creado asimismo un discurso, una actitud que suponía el relativismo, la capacidad de destruir todos los símbolos, valores y relatos. Una reflexión sobre cómo cambiaban los relatos y las ficciones empleadas se encuentra en la Teoría de las ficciones que, por las fechas en que se acababa la guerra, escribió Jeremy Bentham (2005). Como se ha visto, la importancia del nivel lingüístico y del retórico fue decisiva a la hora de componer los relatos. Estos primeros historiadores, como todos, pero ellos de manera urgente, evidencian la mezcla de ideología y códigos literarios que definen sus narraciones y la importancia de lo textual en el conocimiento histórico y en la conformación de sentidos. En unos más que en otros, pero en todos, esa elección lingüística se identifica con la verdad, reclamada universalmente, lo que pone de relieve su condición de jueces de la historia, su implicación en lo que narran, que más tarde se convierte en uso político del pasado. Revolución, Independencia y Libertad están desde los comienzos conformando la legitimidad de la guerra. La noción de in264

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dependencia se emplea porque se ve «la patria amenazada», aunque no se formule de ese modo; sólo era cuestión de tiempo que se acuñara el sintagma Guerra de la Independencia, que estaba en el ambiente. Su aparición surge en coincidencia con el incremento de los procesos nacionalistas de la Europa romántica.

BIBLIOGRAFÍA

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11. LA «GUERRA CIVIL» DE 1808: EL DOS DE MAYO EN LA CULTURA POLÍTICA DE LA ESPAÑA LIBERAL PABLO SÁNCHEZ LEÓN *

[L]a invasión de los franceses fue el principio de nuestras disensiones intestinas, y la guerra de la independencia una especie de guerra civil al mismo tiempo. Evaristo SAN MIGUEL

Una afirmación como la que encabeza este artículo debería resultar cuando menos chocante. No tiene desde luego fácil cabida dentro del elenco de interpretaciones historiográficas que hemos heredado sobre el período que se abre con el Dos de Mayo de 1808, y menos aún dentro del arsenal de discursos públicos conmemorativos sobre la Guerra de la Independencia que pueden resonar en la memoria de los ciudadanos españoles de hoy o en los medios de información con motivo de las efemérides (García Cárcel, 2007). Desde su definitiva mitificación a partir del liberalismo en el segundo tercio del siglo XIX, el levantamiento popular madrileño ha sido generación tras generación unívocamente caracterizado como un acto expresivo de unidad en torno al común rechazo a la invasión de las tropas francesas. Sin duda, el significado del Dos de Mayo de 1808 ha estado sometido también a interpretaciones variadas e incluso en ocasiones contrapuestas, de manera que, ya desde la época del liberalismo, «los distintos grupos comprometidos en la lucha política e ideológica (...) se confrontaban» entre sí «a través de la interpretación que cada grupo daba del alzamiento madrileño» y sus secuelas; con todo, lo habitual es considerar que las diferencias de énfasis entre autores y públicos no eran en realidad sino reflejo de un común y creciente «apego al mito» según el cual el pueblo habría expresado sin fisuras y con rotundidad su rechazo a la invasión napoleónica (Demange, 2004: 53). No hay en el relato que hemos heredado sobre el Dos de Mayo nada en principio más alejado que un imaginario de guerra civil. * Profesor en el Departamento de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos, Universidad Complutense de Madrid. 269

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Ello vuelve más intrigante la cita que abre estas páginas. Procede de la obra de un liberal, para más información de la corriente progresista que destacó en el Trienio Liberal y en los primeros años del reinado de Isabel II, bajo la Regencia de María Cristina (San Miguel, 1836: 12). El texto fue escrito en la década de 1830 y al calor de la guerra entonces entablada con los carlistas. Una opción tentadora es concluir que estamos ante una opinión distorsionada producida por la situación de confrontación bélica intestina. Sería ésta, sin embargo, una manera demasiado superficial de despachar el asunto. Por mucho que pudiera funcionar como un contexto propicio y hasta una importante condición de posibilidad de un discurso de esas características, la guerra carlista no explica por sí sola la elaboración de una imagen de la Guerra de la Independencia como inicio de un enfrentamiento entre españoles: antes al contrario, precisamente en un período de confrontación social, política y militar interna, lo esperable sería que el mito de 1808 como ejemplo memorable de una modélica unidad nacional se hubiera exacerbado aún más en la retórica liberal buscando el contraste con la situación de guerra abierta entonces vivida. Cierto es que, por otro lado, el de 1808 como una guerra civil no llegó a convertirse en discurso dominante durante el reinado de Isabel II; justamente en este período se consolidó de hecho la representación del Dos de Mayo que hemos heredado como un acto de afirmación unitaria de la voluntad popular ante la invasión extranjera. La paradoja que hay que explicar precisamente entonces es esa coexistencia en un mismo contexto de dos aproximaciones tan aparentemente dispares a un mismo fenómeno: 1808 como unidad nacional y a la vez como guerra civil. Para dar cuenta de ella lo que aquí se ofrece es una perspectiva sensible al cambio semántico (Traugott y Dasher, 2002; Koselleck, 2002): para empezar, guerra civil significaba a la altura de 1830 algo bastante diferente a lo que hoy asumimos, tras un oscuro siglo XX en el que ha quedado definitivamente identificada con un enfrentamiento hasta el exterminio entre grupos de una misma sociedad organizados en dos bandos excluyentes. En el caso de la historiografía española, la traumática experiencia de la guerra de 1936-1939 favorece aún más si cabe una definición fija y normativa del concepto (Juliá, 2007). Pero si aspiramos a compren270

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der pasajes como el que abre este texto, necesitamos asumir que los conceptos pueden cambiar profundamente de significado en el tiempo, y que algunos de los procesos más significativos de cambio se produjeron durante el período que se abre con la Ilustración y la implantación del liberalismo (Koselleck, 1993: 10-25). Lo que este texto trata de mostrar es el cambio semántico experimentado por el concepto de guerra civil en torno de las pugnas por la interpretación del Dos de Mayo entabladas por distintos grupos y tendencias ideológicas con capacidad de elaboración de discurso. Y aspira a hacerlo dentro de un análisis más completo sobre la retórica sobre el Dos de Mayo en distintos grupos ideológicos constituidos en la cultura política isabelina, incluyendo otros referentes significativos, en particular el de unidad, pues al fin y al cabo, unidad y guerra civil remitían en aquel período a universos semánticos más amplios e interrelacionados, respectivamente los de orden y desorden. El cambio semántico de los términos y referentes propios de unos universos hubo de afectar al de otros, y viceversa. Además de dar cuenta, al hilo de una descripción de los discursos sobre el Dos de Mayo en el reinado de Isabel II, de la emergencia de nuevos significados de términos que contaban ya entonces con una historia anterior, se trata también, de paso, de arrojar luz sobre algunas de las matrices del lenguaje de la modernidad en España, cuya cargas profundamente valorativas eran intensa y extensivamente compartidas por todo el espectro político más allá de las divisorias ideológicas. En particular, el estudio de la retórica sobre 1808 en progresistas y moderados y, en menor medida, republicanos y demócratas durante el reinado de Isabel II permite calibrar la influencia de herencias del lenguaje acuñado por el primer liberalismo «doceañista» en torno a la Guerra de la Independencia. Finalmente, el estudio aspira a interesar a una historia de la cultura política en la época del liberalismo que busque alejarse de lecturas funcionalistas e intencionales. Este texto trata de mostrar que la fijación de ese lenguaje compartido tuvo el interesante efecto de volver progresivamente más difícil, a los autores que elaboraban interpretaciones del Dos de Mayo o a los grupos ideológicos y políticos que los divulgaban, apropiarse de ellas de un modo instrumental y duradero. La imagen de unidad inserta en los discursos sobre el Dos de Mayo 271

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quedó así finalmente elevada a la condición de mito; pero la divulgación de éste, lejos de rendir frutos para quienes primero la formularon y trataron de representar, se cobraría eventualmente su venganza al poder ser reinterpretado por nuevas identidades colectivas críticas con las elites políticas y sociales del orden liberal que lo habían primeramente formulado o que se habían en origen apropiado de él.

I. LOS PROGRESISTAS O EL PRECIO DE UNA RETÓRICA BELICISTA

Lo primero que hay que ofrecer son muestras de que la de San Miguel estaba lejos de ser una postura solitaria en la cultura liberal española, al menos entre las filas progresistas. Desde luego la suya no fue una interpretación circunstancial, ni siquiera exclusiva de los años treinta: bastante tiempo después, a mediados de la década de 1850, Antonio Pirala —quien unos años más tarde acabaría siendo cronista y bibliotecario de la Casa Real de Amadeo I— escribió que en 1814 una vez «[v]ictoriosos los españoles», no obstante, «apareció en medio de su triunfo la feroz discordia, y de la división que engendrara, nació la revolución, no terminada aún» (Pirala, 1879, iii; el texto fue publicado en esta fecha más tardía, pero Pirala se refiere en ese pasaje al Dos de Mayo como un evento sucedido «[m]edio siglo hará en breve»). Ciertamente, la cita de Pirala procede del prólogo a su célebre obra sobre la guerra carlista, y ello refuerza en principio la idea de que quienes reflexionaban sobre esta guerra eran los más proclives a identificar el Dos de Mayo con el origen de una profunda división social. La principal cuestión a dilucidar es, sin embargo, qué entendían estos progresistas por guerra civil. Lo que el texto de Pirala deja ver con claridad es que, todavía a mediados del siglo XIX, el término remitía casi obligatoriamente a otro campo semántico del que era inseparable, relacionado con el concepto de revolución. Al operar así nuestros antepasados liberales encarnaban una larga tradición de la filosofía política occidental heredada de la Edad Moderna —la del humanismo cívico— dentro de la cual una guerra civil aparecía como un tipo de desorden que sólo cobraba sentido por contraste con el que encarnaba la revolución (Pocock, 2000). Con la primera se evocaba segura272

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mente la peor de las crisis sociales imaginable, pero en cambio no un enfrentamiento entre todos los miembros de una comunidad a partir de su división en dos bandos: la idea remitía más bien a una bellum omnes contra omnium, desenlace terrible en la medida en que definía un escenario de caos, mas en un sentido de absoluta desorientación, que lo convertía en un fenómeno imprevisible y por tanto no sólo ingobernable sino además incomprensible; justamente al contrario, el concepto de revolución remitía a necesidad y voluntad inteligible de cambio, sobre todo una vez que adquirió en la Ilustración su definición moderna como escatología de progreso (Koselleck, 1993: 35-62). Las guerras napoleónicas habían alterado no obstante el valor atribuido a la revolución como horizonte de expectativa de superación del Antiguo Régimen, hasta el punto de que a la altura de la tercera década del siglo XIX las divisorias ideológicas entre liberales españoles se hallaban marcadas por la diferente posición que ocupaba la revolución en los idearios de moderados y progresistas (Rivera García, 2006). Todos los liberales europeos deseaban evitar que se repitieran los excesos de la Revolución Francesa y sus secuelas (Fontana, 1991). Al igual que sus homónimos europeos, los españoles de todas las sensibilidades liberales creían ahora contar con la fórmula mágica de un gobierno representativo que, al otorgar derechos políticos restringidos a una minoría de propietarios y personas con «capacidad», permitiría aportar un elemento de distinción y calidad con que equilibrar la soberanía popular (Castells y Romeo, 2003). Este consenso elitista daba ya de por sí alas a las posiciones moderadas en los nuevos procesos constituyentes en marcha, las cuales además contaban con la ventaja filosófica inicial de una mayor ortodoxia doctrinaria (Rivera García, 2006); y sin embargo, durante la década de 1830, los progresistas españoles se mantuvieron a la ofensiva, desde gobiernos como el de Mendizábal, o en la oposición a través de la capitalización de levantamientos y movimientos de juntas que culminaron en la Regencia de Espartero a comienzos de los años cuarenta, justo al finalizar la primera guerra carlista (Vilches, 2001). Uno de los principales recursos discursivos con que contaron en esa ofensiva procedió del empleo de una retórica de corte revolucionaria para definir el proceso institucional que se vivía tras la muerte de Fernando VII; pero lo que en otros casos europeos hubiera sido 273

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reflejo de obsolescencia discursiva y debilidad estratégica, en el contexto español se convertía en cambio paradójicamente en fortaleza. Ello era así al menos en parte debido a que esta retórica permitía hacerse cargo de toda una abundante herencia interpretativa que, ya durante la propia guerra contra los franceses, había entendido «el memorable 2 de Mayo» como «origen venturoso de nuestra revolución» (Fuentes y Fernández Sebastián, 2002: 629, cita procedente de un periódico de 1811). La prolongación del conflicto con los carlistas permitió a los progresistas identificar esta guerra con uno de esos episodios que amenazaba con detener la revolución, cuando no hacerla descarrilar, hasta incluso eventualmente desembocar en el triunfo de la reacción. Denominarla guerra civil era subrayar ante todo la componente de obstáculo para lo que sólo podía ser entendido como una revolución en marcha, y esto a su vez abría la puerta a la inclusión de la Guerra de la Independencia como el aldabonazo de un proceso revolucionario que trascendía con creces el período 1808-1814, situándose en un continuum con el que se había abierto tras la muerte de Fernando VII. A cambio, ese pasado reciente pasaba a quedar disponible para buscar en él inspiración ante las encrucijadas del presente. Sin duda, lo que separaba a esos progresistas respecto de 1808 era que ellos convivían ahora con una guerra civil en toda regla, algo que en cambio no había llegado a producirse entonces, por mucho que hubiera «algunos espurios hijos de España, que en corto número se pronunciaron contra el general torrente de 1808 a favor del usurpador Napoleón» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1838). De hecho, esa «guerra civil» —así nombrada literalmente en la prensa progresista— anterior a la carlista había que considerarla un fenómeno en buena medida posterior al Dos de Mayo y que sólo habría quedado realmente declarada en 1814, cuando quienes, tras encarnar «un proyecto de división y de discordia» durante la invasión napoleónica, pudieron con el regreso de El Deseado unirse con los «esfuerzos del fanatismo y las clases que vivían de abusos». La cita aclara que cuando los progresistas se referían al grueso de los instigadores de esa guerra civil entablada ya en el pasado reciente no tenían en mente tanto a los afrancesados como a los legitimistas. También permite ver que lo que para ellos resultaba más relevante de 274

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esa «cruda guerra» larvada durante el reinado de Fernando VII no era la violencia que de suyo implicaba sino que su estallido y perduración había impedido «que los pueblos pudiesen apreciar las ventajas del gobierno representativo» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1838). Era el temor a que se repitiera un escenario como ése en la década de 1830 lo que les movía a buscar en el 1808 una fuente de inspiración moral e intelectual, pues lo que según ellos constaba era, en palabras de Antonio García Blanco —diputado progresista y religioso encargado de un sermón en memoria del Dos de Mayo— que los hechos de aquel heroico día destacaban como «un producto de sensatez, de tino político, de pasiones nobles» en medio del más absoluto desgobierno cortesano, clarividencia popular en momentos de crisis «que no puede confundirse con el fanatismo, con la superstición, con la vieja costumbre» encarnada ahora por los carlistas pero igualmente tampoco «con otras causas más comunes por que suelen revolucionarse los hombres» (García Blanco, 1837: 20). Reflexionar sobre el Dos de Mayo resultaba por tanto indispensable no sólo para comprender el ciclo revolucionario en su totalidad y en sus encrucijadas actuales, sino también para definir el ideal de sujeto para los nuevos tiempos liberales. A esos efectos existía ya para entonces un rico acervo de memoria colectiva heredado de la propia guerra de 1808-1814, en el que el pueblo aparecía plenamente habilitado como agente soberano con capacidad de decisión y acción propia (Fuentes, 2002: 586-587), imagen que además había quedado eventualmente fijada en letras de molde en una constitución —la de 1812— fundada en una noción de base social amplia y fuertemente inclusiva, colectiva, participativa y unitaria de nación política (Portillo, 2000). A esas alturas, sin embargo, una mayoría de los progresistas había abandonado la pretensión de poner de nuevo en vigor la Constitución de Cádiz, que otorgaba el derecho al voto a una proporción relativamente amplia de habitantes, aunque sobre la base de un sufragio de tipo indirecto (Varela, 1995). La complicada tarea a la que se enfrentaba el progresismo isabelino no era otra, en fin, que edificar una retórica que permitiera adecuar la soberanía popular a las exigencias del gobierno representativo sin malversar al hacerlo el influyente legado de recursos discursivos procedentes del primer constitucionalismo (Romeo, 2000). 275

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Para los progresistas españoles la interpretación del Dos de Mayo dejó pronto de ser un simple objeto sobre el que volcar un ideario ortodoxo preestablecido, convirtiéndose, sobre todo a través de las efemérides anuales, en ocasión para una reflexión ideológica que favorecía la recepción y readaptación de interpretaciones y tropos de comienzos de siglo de los que muchos progresistas también parcialmente se reclamaban. La continuidad más evidente entre esa cultura cristalizada en 1812 y la de los progresistas isabelinos se plasmaba en la definición de la guerra contra los franceses como una lucha que no era sólo por la independencia nacional. En la estela de afirmaciones como la de la Junta Central en 1809 —para la cual un pueblo «tan magnánimo y generoso no debe ya ser gobernado sino por verdaderas leyes» (Dérozier, 1978: 262)—, la prensa progresista afirmaba que el Dos de Mayo había sido la hazaña de un «pueblo heroico y entusiasta de sus derechos» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1837). Sobre esta base se edificó una interpretación que equiparaba libertad e independencia, presentando como inseparable del levantamiento la consecución de las garantías ciudadanas. En efecto, desde 1808 y a lo largo de toda la guerra, el «pueblo» se había visto obligado «a pensar a un tiempo en sacudir el yugo aborrecido del intruso, y en reformar su existencia política y civil», pues comprendía que, de lo contrario, «reincidiría fácilmente mil veces en los riesgos que a la sazón le rodeaban» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1838). El levantamiento popular madrileño contra los franceses, venía a decirse, no hubiera sido «fecunda semilla de cuyos gérmenes brotó la guerra de independencia» si ese heroico sujeto colectivo no hubiera al mismo tiempo considerado «necesario gobernarse por sí mismo» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1839). La imagen asociada a esta toma de conciencia era la de un pueblo saliendo del «profundo letargo» en el que venía viviendo durante el reinado de Carlos IV y especialmente en sus últimos años, en medio de la corrupción ministerial y el abandono por parte de las autoridades. Es evidente que esta retórica tenía una orientación claramente instrumental en el contexto en el que se emitía. Servía por un lado para remarcar el compromiso de los progresistas con una percepción agonista de la soberanía popular: «que reconozca su inmenso poder» —arengaba su prensa con motivo del Dos de Mayo en 1839, coincidiendo con 276

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señales de una crisis en los gobiernos moderados que culminaría en un movimiento de juntas apoyado por los progresistas— «que vea lo que consiguió con sus propios esfuerzos». Por otro lado, permitía también a los progresistas capitalizar una retórica cívica de importantes réditos no sólo en un escenario de guerra militar contra los enemigos de la constitución sino ante posibles tentaciones autoritarias y reactivas en la propia sociedad política liberal: «¡Lección terrible para los pueblos que todo lo fían al poder de los reyes!», exclamaba otro editorial a la vez que, recordando «con luto y con glorioso júbilo» la hazaña de los héroes madrileños de 1808, instaba a los españoles patriotas a mostrarse dispuestos a emularlos y «sacrificar la vida en aras de la patria antes que ser esclavos» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1838). Los progresistas contaron por otro lado a su favor en esos años con toda otra serie de novedades institucionales que favorecieron la difusión de su interpretación del Dos de Mayo en clave antitiránica y de soberanía popular. Pues fue a lo largo de la guerra carlista cuando se estableció el protocolo y se instituyó el ritual de celebración de las efemérides que se mantendría prácticamente intacto durante el resto del reinado de Isabel II, y en el cual se implicaban el ayuntamiento, el jefe político, sectores del ejército y el gobierno casi en pleno, así como el clero y la milicia nacional. También entonces se terminó de edificar el monumento en su día diseñado para albergar los restos de los mártires y se restituyó para la conmemoración la dimensión de fiesta de ámbito nacional. Los progresistas pudieron hacerse notar en esto, no sólo a través de proclamas y bandos municipales, que solían además editar en su prensa el día anterior para anunciar el evento, sino también incluyendo crónicas al día siguiente con las que trataban de identificarlo con sus ideales, recalcando por ejemplo la masiva presencia de miembros de la milicia nacional, encarnación de un virtuoso ciudadano-soldado (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1838). Todo esto, unido a los avances en la guerra carlista y finalmente a la sustitución de María Cristina por Espartero en la Regencia, hizo que los años 1839 y 1840 asistieran a la primera gran apoteosis conmemorativa del Dos de Mayo, en la que pasado y presente se mostraban unidos por el cordón de la interpretación progresista del Dos de Mayo. El Eco del Comercio, uno de los principales órganos de opinión progresista, dedicó esos dos años extensos suplementos que contenían 277

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inflamados editoriales, poemas, narraciones de los hechos del levantamiento madrileño, semblanzas de los principales héroes Daoíz y Velarde, e incluso ilustraciones del monumento recién terminado con exégesis de su simbología. Al hilo de esta actividad editorial se produjo un sutil pero significativo cambio de énfasis en la interpretación progresista, de manera que, si hasta hacía poco se afirmaba que en 1808 «[e]l grito de independencia bien pronto fue seguido entre nosotros por el grito de libertad» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1837), ahora se trasponía el orden subrayándose el heroísmo de unos antepasados «dispuestos a sacrificarlo todo por la LIBERTAD E INDEPENDENCIA de la patria» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1840). Pese a su éxito divulgativo, el discurso progresista sobre el Dos de Mayo estaba no obstante atravesado por algunas inconsistencias y lógicas internas que, bajo contextos cambiantes, podían favorecer evoluciones inesperadas, algo que sucedió durante los agitados años del Trienio Esparterista, entre 1840 y 1843. Operaban aquéllas a dos niveles diferentes. Por una parte, en el engarce entre la tradición interpretativa heredada y el más nuevo discurso sobre las virtudes del gobierno representativo con censo electoral restringido. El populismo doceañista dejaba poco espacio para todo lo relacionado con el liderazgo en el desmantelamiento del Antiguo Régimen, un asunto que resultaba en cambio completamente crucial para los nuevos requisitos doctrinarios. La legitimidad del proyecto progresista se apoyaba en el ideal de unas «capacidades» ilustradas y virtuosas —normalmente identificadas con clases medias— que pudieran a su vez representar adecuadamente al pueblo, cohesionándolo y movilizándolo para lograr el común objetivo de la libertad y la prosperidad general (Romeo, 1998). Pues bien, era realmente difícil señalar dónde había figurado esa suerte de aristocracia de la «capacidad» en los momentos cruciales de la crisis de 1808; más bien al contrario, lo que la tradición predefinía y el propio espíritu doceañista de muchos progresistas enfatizaba era que en medio de la «disolución e inmoralidad», del abandono y la sujeción política histórica, «un pueblo sin cabeza» se había organizado «de improviso» estableciendo además «su centro democrático de acción y de gobierno» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1838). La insistencia con la que en nombre del ideal de soberanía popular se afirmaba que «el pueblo, y sólo el pueblo, resistió el poder colo278

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sal de Bonaparte» volvía aun más difícil distinguir dentro de esa imagen unitaria e inclusiva del sujeto colectivo protagonista a una minoría rectora en algún sentido significativo. Ello no impedía que los progresistas tendieran a ver al pueblo como un compuesto de oficios y estatus diferentes, pero su nota más característica era la homogeneidad inclusiva en nombre de unos fines cívicos: «todos quieren ser soldados» de la libertad, se concluía en un sermón, impidiendo incluso distinguir protagonismo individual alguno. De hecho, la interpretación progresista del Dos de Mayo era reacia a conceder siquiera a Daoíz y Velarde un puesto excesivamente destacado en la primera resistencia contra los franceses, y así en los editoriales y sermones solía mencionarse a los dos héroes pero habitualmente seguidos de una coletilla que recordaba a «tantos otros que al morir pedían venganza» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1839). El problema derivado de la influencia de esa tradición doceañista que imaginaba al pueblo como un conjunto unido e indiferenciado es que ello terminaba afectando al estatus del progresismo mismo como ideología decisiva en el desenlace de los acontecimientos iniciados en 1808: si el pueblo se había levantado espontáneamente contra la opresión, entonces la función de las ideas revolucionarias o liberales en general y de las progresistas en particular quedaba puesta en entredicho en relación especialmente con el Dos de Mayo, episodio considerado no sólo inicio de la revolución en marcha sino además completamente determinante para el destino a largo plazo de la nación española, verdaderamente digno de gloria y conmemoración y ejemplo para las nuevas generaciones de luchadores por la libertad. En el mejor de los casos, 1808 quedaba separado del resto de la secuencia de acontecimientos que eventualmente habían llevado a la afirmación de la soberanía popular. La primera evolución significativa en la interpretación progresista del Dos de Mayo tuvo que ver con esa insensible deriva doceañista. Con el tiempo, los progresistas dejaron de insistir en la importancia de «la extensión de las doctrinas que había producido la revolución de Francia» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1837) y pasaron a admitir que la invasión napoleónica había tenido lugar «cuando en el ánimo de los españoles ilustrados andaban las teorías revolucionarias mezcladas con los recuerdos de las antiguas libertades castellanas» (Eco 279

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del Comercio, 2 de mayo de 1842). Lo interesante de esa imagen de 1808, menos como establecimiento que como restauración de libertades, es que de la mano de ella los valores cívicos que se atribuían al pueblo comenzaban a ser concebidos de forma ontológica: si ya en 1839 se ensalzaba que el pueblo hubiera sido capaz de actuar «sin otra dirección ni unidad que la formada naturalmente por el valor y por el buen deseo», en 1841 se afirmaba sin ambages que el Dos de Mayo «recuerda la virtud y el amor a la libertad», rasgos considerados «instintivos de los españoles». De ahí a la reivindicación de una capacidad espontánea de autodeterminación colectiva sólo había un paso, que los progresistas fueron adjudicando al Dos de Mayo a medida que se implicaban en la ola de protestas urbanas de fines de la década de 1830: de aquel civismo popular innato de 1808, concluían, «nació acaso sin pensarlo al principio un gobierno democrático y federal de hecho», sólo gracias al cual «se venció al vencedor del mundo», Napoleón, un enemigo infinitamente más poderoso que el carlismo (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1839). Este discurso reivindicativo de las juntas locales a partir de una interpretación de 1808 rendiría sus frutos de cara a la oposición a los gobiernos moderados de fines de la década de 1830; lo que no resulta sencillo es despacharlo como el resultado de un viraje estratégico: no es fácil explicar que justo cuando estaban haciéndose con el poder los progresistas se mostrasen tan dispuestos a sacrificar no sólo la imagen de una elite dirigente —por otro lado indispensable para representar adecuadamente al pueblo según su propio ideario— sino el valor mismo de las ideas en los procesos revolucionarios. Todo indica que estamos ante los efectos de la insensible pero creciente influencia sobre su discurso del mito doceañista de un pueblo heroico y virtuoso. Lo más contradictorio del discurso progresista sobre el Dos de Mayo procedía con todo de la originaria necesidad de imaginar 1808 como el comienzo o el germen de una guerra civil reabierta en la década de 1830. Pues este legado se volvió realmente difícil de desactivar, incluso una vez terminada la guerra carlista, o precisamente una vez sellada la paz. Un factor contextual importante en esta perduración del discurso guerracivilista fue que el final de la contienda militar dio paso a otra guerra, pero ahora a una «de papel», entre posiciones ideológicas dentro y fuera de las filas liberales, y ello afectaba de lleno a la 280

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pugna por la interpretación del Dos de Mayo. Súbitamente, los progresistas, que contaban entonces con mayorías parlamentarias y de gobierno, se encontraron jugando a la defensiva desde su prensa, combatiendo la extensión de «la injuriosa idea sostenida por los serviles, de que en el alzamiento de 1808 no prevaleció más deseo que el de salvar la legitimidad de los Borbones y el instintivo seguimiento de la independencia del país» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1841). La polémica podría parecer a primera vista de escasa relevancia pública, pero en ese mismo editorial los creadores de opinión progresista estaban levantando acta nada menos que de toda otra «guerra sorda y de intriga» más amplia que al parecer había venido desde tiempo atrás acompañando en paralelo a la carlista, y a la que supuestamente los progresistas habían tenido que hacer frente «simultáneamente varias veces» luchando contra «unos y otros contrarios» por ambos lados del espectro ideológico. Pero lo que es más importante, a diferencia de la carlista, es que ésta, en cambio, no había terminado con el Abrazo de Vergara; al contrario, incluso se había exacerbado con la firma de la paz, pues según la opinión progresista ahora eran más los dispuestos a actuar «contra el principio de la soberanía nacional y contra las legítimas consecuencias de este vital principio». A partir de esta novedosa utilización del término guerra civil que ya no identificaba al «otro» fuera, sino en el interior del universo de lealtades e identidades liberales, los progresistas entraron en una vertiginosa espiral de reinterpretaciones del Dos de Mayo en clave nostálgica que se producían además en un contexto de degradación institucional y enrarecimiento de la convivencia política, durante la Regencia de Espartero. «Entonces un solo grito, un solo eco, un pensamiento único ocupaba el corazón» de los españoles, arrancaba un editorial conmemorativo del levantamiento de 1808 publicado en 1844: «hoy se halla dividido en tantas fracciones como son los hombres que no tienen corazón ni afecciones para con su patria» (Eco del comercio, 2 de mayo de 1844). La letanía, como puede observarse, confirma que, aun a la altura de la década de 1840, la idea de guerra civil todavía era bien distinta a la que hemos heredado del siglo XX, resonando en ella los ecos de esa larga tradición que la equiparaba con el desorden y la guerra de todos contra todos, en contraposición al universo semántico del orden, uno de cuyos conceptos referenciales era el de unidad. 281

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El de guerra civil seguía siendo entre los progresistas sin duda el referente motor de esta transformación con todo drástica en la interpretación del Dos de Mayo, que consideraba ahora que el germen del desorden se hallaba en el seno de la sociedad liberal y no entre sus enemigos declarados. Tras ella se asomaba el efecto de la otra evolución importante en su pensamiento: puesto que los problemas de la revolución no podían estar en un pueblo ontológicamente virtuoso, había entonces que buscarlos en su liderazgo, es decir, en la clase política en su conjunto. Así, al igual que ya en 1814 a la nueva España salida de la guerra con una constitución «le faltó gobierno, faltáronles hombres con dignidad que hubiesen sabido aprovechar los elementos que conservaba la nación después de aquella guerra», ahora «gracias a la maldad de los partidos atentos sólo a su interés» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1843) peligraba igualmente la «obra» de la revolución, pues por esta desunión «ni la libertad es una verdad práctica tal cual debiera serlo, ni las verdaderas reformas sociales y políticas se han planteado aún como la prosperidad del país necesita» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1842). Parte de este discurso derivaba sin duda de la propia concepción revolucionaria que los progresistas tenían de las reformas, pues ésta les hacía tender a ver el escenario como un proceso siempre abierto que «[f]alta perfeccionar»; pero la conclusión final de que «[h]oy se halla España en peor situación que en los días que precedieron al DOS DE MAYO» porque «[h]oy sólo hay opresión, desconfianza, descontento entre todos los hombres de los diversos partidos» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1844) remite necesariamente a otras fuentes de significado más concretas activadas conforme los progresistas reaccionaban ante la sensación de un deterioro de la suerte de su partido y por extensión de la revolución liberal en su conjunto. Dichas fuentes bebían de la tradición del doceañismo y su reticencia hacia los partidos en pro de la unidad. Cuando exclamaban con nostalgia que «entonces [en 1808] había unión», los progresistas se manifestaban menos como innovadores intelectuales que como intérpretes de lo que era ya entonces un mito preestablecido sobre el Dos de Mayo; contradictoriamente además, el discurso que producían a partir de él lo estaban sirviendo en bandeja a sus contrincantes los moderados.

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II. LOS MODERADOS Y EL DISCURSO DE UNIDAD EN CLAVE CONFESIONAL

«Señores: ninguna nación es grande sino después de grandes sacrificios: jamás hizo notables progresos la civilización sino en medio o después de guerras desastrosas, de sacudimientos violentos, o sangrientas revoluciones» (García Blanco, 1837: 19). Aunque pronunciada en plena guerra carlista, esta afirmación —en boca de un ministro de la Iglesia— hecha con motivo de una conmemoración de 1808 expresa el grado de extensión de un lenguaje de connotación bélica entre los progresistas isabelinos y muestra hasta qué punto el Dos de Mayo era una de las recurrentes fuentes de inspiración de éste. Diez años después, sin embargo, no sólo brillaban por su ausencia los réditos de esta retórica sino que incluso se perfilaba un diagnóstico de los males del progresismo que sugería con fuerza la posibilidad de que toda esta corriente política hubiera quedado secuestrada por dicho imaginario: «partido formado en la guerra y para la guerra» —afirmaba un órgano de prensa que se presentaba como Periódico progresista constitucional—, el progresismo se topaba de cara al futuro con serios problemas para adaptar su organización y su ideario a la paz, introduciendo «las modificaciones necesarias de los tiempos» pero «sin salir del círculo que l[e]trazan sus propias condiciones de existencia » (El Siglo, 5 de diciembre de 1847; énfasis en el original). En el ínterin, los moderados habían sido capaces de capitalizar los problemas de gobierno de las mayorías progresistas del Trienio Esparterista y, tras un violento levantamiento militar seguido de la represión de movimientos juntistas locales, se hicieron con el control de las instituciones. En este mismo proceso, se apropiaron también de la nueva interpretación progresista de la Guerra de la Independencia, algo que pudieron hacer sin demasiados problemas dado que ellos venían desde tiempo atrás centrando sus discursos con motivo de las efemérides de 1808 en el temor y repudio de la desunión entre españoles. En efecto, ya en 1837 en los órganos de prensa de lo que entonces se venía en conocer como «partido constitucional» podían leerse declamaciones como ésta: «¡Ojalá que llegue un día en que aplacadas desgraciadas disensiones suscitadas por el encono de los partidos puedan reunirse 283

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todos los españoles alrededor de la tumba de cuantos han muerto por la nación (...) [!]» (El Español, 2 de mayo de 1837). Llamadas como ésta a la unidad alrededor de símbolos colectivos no pudieron ser sin embargo capitalizadas hasta unos años más tarde, y ello en gran medida porque en la prensa moderada resultaban desde el principio inseparables de una interpretación del Dos de Mayo como un levantamiento «en defensa de la independencia» sin otras connotaciones ideológicas añadidas. Fue necesario, por consiguiente, que la retórica sobre la Guerra de la Independencia relajase la componente cívica y libertaria que los progresistas habían conseguido hasta cierto punto convertir en dominante a partir de un lenguaje de revolución y guerra. Es cierto que, incluso una vez aupados a mayorías parlamentarias duraderas en la década de 1840, los moderados no tenían reparo en reconocer que el Dos de Mayo había sido «el primer destello de la generosa revolución que lanzó a este pueblo grande y magnánimo por la senda de los derechos», pero ello siempre que fuera como mínimo a condición de asumir a renglón seguido que aquellos hechos y otros más recientes «han vuelto a colocarlo en el sendero de una civilización» (El Español, 2 de mayo de 1846). En el mejor de los casos, la revolución podía darse ya por concluida. En realidad, para una mayoría de moderados el concepto mismo de revolución resultaba a esas alturas algo más que incómodo, sobre todo desde el ascenso de los progresistas en la etapa final de la guerra carlista y sus secuelas, exacerbando el resentimiento de los ideólogos moderados con una parte esencial del legado que retrotraía a 1808 el origen de un nuevo orden de cosas. De hecho, la interpretación que fue abriéndose camino entre las posiciones moderadas desde finales de los años treinta imaginaba la época abierta con la Guerra de la Independencia como la etapa final de un proceso de degeneración de larga duración que en realidad tenía orígenes más antiguos y culminaba con la fatídica prolongación del reinado de Fernando VII después de 1823. Dicha degradación —más que meramente institucional, social— se manifestaba en una combinación de levantamientos que desataban conflictos intestinos, reacciones pro absolutistas y nuevas explosiones radicales, de suerte que el balance de largo plazo de esta dialéctica era una alarmante descomposición del cuerpo social y, lo que era casi peor aún, un extremo divorcio entre la energía colectiva 284

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de la nación y las ideas rectoras indispensables para hacer transitar a la sociedad española del Antiguo Régimen al liberalismo (Sánchez León, 2006; Garrorena, 1974). Esto no implicaba de suyo una valoración negativa del Dos de Mayo: al contrario, la constante sería que «aquel memorable día fue el punto de partida de la regeneración de la sociedad española» (El Español, 2 de mayo de 1846), pero el camino hacia ella no sólo había estado plagado de estancamientos y retrocesos sino que, en puridad, los principios que alentaban la degeneración seguían más que activos, manifestándose en los extremos de la guerra carlista y las aventuras federalistas alentadas por los progresistas que amenazaban con disolver el orden social a través de una atomización territorial de la soberanía que a sus ojos se mostraba como lo más parecido al caos absoluto. La relación negativa que los moderados establecían entre el pasado reciente y el presente se debía a que, desde su perspectiva, a la altura de 1808 la vieja nobleza de sangre había ido perdiendo su poder político y social conforme los reyes habían ido permitiendo a las clases medias nutrir los oficios públicos y enriquecerse; pero esto, lejos de ser una buena noticia, desataba todas sus alarmas, pues quería decir que España estaba constituida entonces ya sólo por dos de los tres principios cuya combinación era indispensable para equilibrar el orden social y evitar los extremos de la tiranía y el desorden: una monarquía despótica y ajena a un pueblo, a su vez extenso y llano, el cual, al desatar su acción en el Dos de Mayo, había volcado peligrosamente la base constitucional de la nación hacia la democracia (Sánchez León, 2007). En efecto, «la guerra de la Independencia consumó la confusión de las jerarquías, dando importancia a las clases y a los hombres del pueblo» (Díaz, 1970 [1839], II: 15). Si en los progresistas la definición de una elite dirigente era un importante derivado de su compromiso con el gobierno representativo, los moderados se encontraban ante una necesidad aún mayor de recrear una nueva clase social superior al completo, cuyos miembros, aunque pudieran ser reclutados entre las clases medias «no se olviden de que la clase media es también una aristocracia» de manera que «por amor al pueblo no adulen a la multitud» (Díaz, 1970 [1839], II: 32). Con un diagnóstico tan pesimista y una actitud tan deferente hacia todo lo relacionado con el pueblo, se comprende que los moderados 285

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no estuvieran en condiciones de hacerse fácilmente con el legado de recursos interpretativos heredado del 1808 y sus secuelas. Tampoco es que aspirasen a ello; bien al contrario, sus esfuerzos conscientes iban encaminados a revertir el sentido convencional que se daba al legado del Dos de Mayo en la mitificación doceañista, pues en ello se jugaban el destino de su opción ideológica todavía más que los progresistas, lo cual explica en parte que sus referencias a la Guerra de la Independencia se extendieran más allá de las editoriales de sus órganos de prensa, por las principales obras de sus ideólogos. En el intento de crear un nuevo cuerpo intermedio expresivo de la necesaria desigualdad social y único capaz de frenar la tendencia a la confrontación entre los principios de la monarquía y la democracia —que inspiraría el establecimiento de un Senado por la reforma constitucional de 1845— los moderados consideraban imprescindible desandar parte del camino iniciado en 1808, y especialmente abandonar el imaginario revolucionario que lo acompañaba. Pues erosionado el poder de la nobleza incluso antes de que se iniciase en Francia, en España en puridad «[l]a revolución tuvo poco que hacer» (Díaz, 1970 [1838], II: 76); por su parte, al estar influidos por las doctrinas ilustradas radicales, «[l]os legisladores de 1812 no tenían ni idea del Gobierno representativo» (Díaz, 1970 [1839], II: 23). A la altura de 1833, no sólo la revolución debía darse por concluida, sino que cualquier intento de reactivarla o siquiera continuarla lo único que podía traer consigo era desorden incontenible y degradante. Con el tiempo, los moderados comenzaron a dar al término revolución el significado que en la tradición tenía el de guerra civil, es decir, un desorden extremo, una suerte de anarquía. Y a su vez, conforme los progresistas fueron aumentando su influencia con el apoyo de experiencias juntistas, comenzaron a estigmatizar a éstos con el apelativo de seguidores del «Partido revolucionario», arengando al resto de la «nueva generación política» a movilizarse «contra las ya rancias preocupaciones revolucionarias, contra las teorías trastornadas, contra las exageraciones democráticas, contra la ojeriza antimonárquica y el fanatismo antirreligioso de nuestros decrépitos jacobinos» (Díaz, 1970 [1841], II: 36). En principio, lo único que estaban abiertamente dispuestos a conservar del legado doceañista era el valor de la unidad nacional. 286

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«¡Unión, españoles, unión os pedimos por la memoria veneranda del DOS DE MAYO!», proclamaba la prensa moderada en 1846 en línea con las proclamas progresistas de estos mismos años (El Heraldo, 2 de mayo de 1846); «que la unión prenda será el triunfo y anuncio infalible de la paz y venda del Estado», subrayaba el año anterior otro editorial (El Heraldo, 2 de mayo de 1845). Se diría entonces que a mediados de la década de 1840 se había producido una confluencia entre dos discursos —el de los moderados y el de los progresistas— que compartían la misma retórica. Conviene, sin embargo, adentrarse un poco en lo que los moderados entendían por unidad, o lo que es igual, qué temores trataban de exorcizar con semejante invocación. Sin duda, al igual que los progresistas, los moderados denostaban las divisorias entre las familias de políticos liberales y sus respectivos posicionamientos y seguidores, lo cual les había llevado a proclamar en 1843, en plena crisis de legitimidad de la Regencia de Espartero, que «la nación de 1808 ya no existe, el pueblo del 2 de Mayo ha desaparecido» (El Español, 2 de mayo de 1843). Pero entre las filas moderadas esa retórica de desunión-unidad tenía connotaciones genuinas. La falta de unión de los españoles, si era realmente de temer, se debía a su expresión final en dos fenómenos cuya interrelación afectaba a lo más profundo de la sociedad: según sentenciaba un editorial con motivo de la conmemoración de 1808, «[e]l despotismo y la anarquía son dos aberraciones» que impiden el triunfo «[del] orden, la equidad y la justicia», de ahí el reclamo de «un pueblo fuerte que no consienta que la anarquía esté perpetuamente en lucha contra el orden» (El Heraldo, 2 de mayo de 1846; énfasis en el original). No es difícil rastrear detrás de esa aspiración a un mundo «sin las arbitrariedades del absolutismo ni las violencias de la democracia» el intento de los moderados de presentarse como la postura media virtuosa entre los supuestos extremos del legitimismo recalcitrante y nostálgico y el progresismo aventurero y radical. Según puede apreciarse, al tratar de apropiarse del discurso sobre el Dos de Mayo, los moderados hacían hincapié en dos conceptos —orden y unidad—, pertenecientes ambos al mismo universo semántico y que no por casualidad se contraponían respectivamente a los de revolución y guerra civil. Aunque los dos eran importantes, en su esquema el segundo era entendido como secuela lógica del primero, que es el que remitía direc287

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tamente a sus fuentes ideológicas doctrinarias (Rivera García, 2006). Los moderados se centraron en principio en ese imperativo de orden para edificar una interpretación alternativa sobre la Guerra de la Independencia. Redujeron para empezar drásticamente el sesgo cívicolibertario del progresista, subrayando que en el mejor de los casos en 1808 «la libertad a la que aspiraba [España] era la de los pueblos, no la de las palabras», al tiempo que ampliaron el elenco de virtudes colectivas en juego presentando el Dos de Mayo como una lucha «por la sana independencia, por el Trono, por la nacionalidad» (El Heraldo, 2 de mayo de 1847). Tras estas heroicas y gloriosas razones se hallaban otras no menos relevantes máximas que según un sermón podían resumirse en el deseo colectivo de todos los españoles, expresado ya en 1808, de «[c]onservación y tranquilidad» (Cruz, 1850: 12). El problema de esta interpretación era que cubría tanto por un costado como contribuía a dejar el otro al descubierto. Pues entre tanta agregación de causas justas lo que no quedaba claro era el principio que en última instancia había logrado inflamar al unísono los corazones de los españoles de 1808, motivando su unidad de acción. Era obligado, en fin, cuando menos establecer una cierta prelación entre todos esos principios que sólo juntos parecían garantizar una lectura del Dos de Mayo acorde con el ideario moderado. Aplicado a 1808, el concepto mismo de orden, más que vago, podía resultar ambiguo, como una indirecta reivindicación del Antiguo Régimen; el de libertad era a su vez excesivamente polisémico y daba alas al progresismo. En esta encrucijada, la noción que pasó a ocupar la posición cenital en el discurso moderado sobre 1808 no fue la que por eliminación hubiera sido esperable —independencia nacional en clave románticocultural—, pero tampoco lo fue la apelación al Trono, que hubiera casado bastante bien tanto con interpretaciones tradicionalistas como con principios doctrinarios: en lugar de ello, desde el primer momento los moderados priorizaron la religión como fundamento de la unidad del pueblo español por encima de divisiones y otros valores comunitarios, de manera que si el Dos Mayo dio comienzo a una movilización nacional ello había sido expresión de que «el pueblo se salva cuando mantiene la observancia de su religión, de sus costumbres y de sus leyes» (El Español, 2 de mayo de 1846). 288

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Este empeño en la religión —y, conviene matizar, en una religión inseparable de unas costumbres y leyes— revela por un lado la creciente influencia del pensamiento reactivo católico en la esfera pública del liberalismo español, pero por otro, también, una conexión subterránea con el —en lo demás tan denostado— legado doceañista de la «nación católica» como encarnación de una unidad soberana (Rivera García, 2006). Pero por encima de todo, pone de manifiesto en qué medida los problemas derivados de la necesidad de apuntalar una interpretación en clave ceñidamente doctrinaria sobre el Dos de Mayo dieron alas al desarrollo de una lectura crecientemente confesional de todo el universo semántico del orden en el que los moderados basaban su interpretación de 1808. Este sesgo religioso en la interpretación fomentaba por otro lado que los sermones pasasen a un primer plano dentro del ritual conmemorativo. No es que antes éstos no hubieran sido importantes, pero ahora las misas cobraban mayor protagonismo dentro de la celebración institucional, de modo incluso programático: en esos años se editaron cuidadosamente los sermones, se alargaron y adquirieron la posición que en la década anterior habían tenido las alocuciones a cargo de las autoridades municipales. Esto, qué duda cabe, contribuyó no sólo a asentar con decisión una interpretación de 1808 apoyada en el concepto de unidad, sino de paso a diluir en las efemérides el protagonismo del pueblo como sujeto político colectivo. A cambio permitió su mejor y mayor mitificación como fiesta «nacional», pero puso también en marcha una deriva interpretativa observable con el tiempo. «Religión, Rey, Patria. He aquí el núcleo del valor español; he aquí el móvil de su proverbial heroísmo» (García y Antón, 1854: 24). A la altura de 1854, en la antesala de otra «revolución» que acabó con las mayorías moderadas, el lenguaje confesional había ido configurando una nueva jerarquía conceptual; en realidad, esa supuesta tríada de principios resultaba engañosa. Más que de predominio, hemos de hablar de creciente subsunción de todos los atributos imputados al pueblo madrileño bajo la condición de leal defensor de una religión que además encarnaba en unas costumbres nacionales. Y por cierto con tintes indelebles. Pues un año después, una vez había triunfado la «Vicalvarada» y existían nuevas mayorías de gobierno a escala local y central, el sermón del Dos de Mayo siguió girando en torno de la religión, de 289

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la que se afirmaba que era no sólo «archivo de nuestras venerandas tradiciones», sino nada menos que también «sagrado asilo de los derechos», «acento de la libertad» y, en fin, «eco de la patria» (Ochagavía, 1855: 8-9). Las matrices metapolíticas insertas en dicho lenguaje parecían a esas alturas ser, no ya la mejor, sino casi la única garantía del destino nacional. Se cerraba así un círculo por el cual el lenguaje teológico se convertía en medio indispensable para dar sentido a la Guerra de la Independencia dentro de la secuencia más amplia que conectaba ese pasado reciente cada vez más lejano con el presente, sustituyendo así el embarazoso concepto de revolución: como ya había subrayado la prensa moderada unos años antes, sucesos como el Dos de Mayo «nos atestiguan que la Providencia vela constantemente sobre los destinos de esta nación magnánima» (El Heraldo, 2 de mayo de 1844).

III. LA REVANCHA DEL MITO: EL RESURGIR DEL DOS DE MAYO COMO GUERRA CIVIL

La sublimación en clave religiosa del discurso sobre el Dos de Mayo se convirtió en rasgo común entre las familias liberales en el último período del reinado de Isabel II, favoreciendo su creciente aggiornamiento: así lo expresaba el predicador Ochagavía en 1855, al sermonear aseverando que «no me inclinaré a los principios de una u otra escuela filosófica, porque la Religión está por encima de todas» (Ochagavía, 1855: 6). La consolidación de una retórica que concebía la unidad en clave esencialmente ajena al lenguaje moderno de la política muestra hasta qué punto lo realmente difícil de asumir para el núcleo de las corrientes del liberalismo español era una concepción realmente ciudadana del pueblo (Varela, 2005). La paradoja es que dicho pueblo era por otro lado un protagonista difícil de eludir en cualquier interpretación de la Guerra de la Independencia que aspirase a perdurar dentro de una sociedad civil crecientemente estable, densa y compleja. Pues por mucho que quedara diluido en la nación y su personalidad reducida a los preceptos de la moral religiosa, por el camino el pueblo estaba dejando de ser convidado de piedra en las retóricas conmemorativas de 1808. Ya en la an290

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tesala de la Revolución de 1854, el ministro de la Iglesia encargado del sermón de la misa sobre el Dos de Mayo formulaba a los presentes esta pregunta: «oye pueblo, ¿has cogido el fruto de tantos afanes, de tanta sangre, de tantas victorias» desde la implantación del gobierno representativo? (García y Antón, 1854: 30). La respuesta era negativa. Más significativo es otro sermón predicado con motivo de la efeméride del Dos de Mayo. En él se arremetía de improviso contra unas minorías de agitadores que al parecer sembrando la discordia entre los gobernantes y gobernados logran presentar como dura la condición de los pueblos, disponen los ánimos a la rebelión, y encienden la guerra civil. [Ochagavía, 1855: 16]

La cita muestra que a esas alturas las principales familias del liberalismo entendían toda forma de enfrentamiento entre españoles en una misma clave de desorden injustificado. No obstante, lo que refleja aun con mayor claridad es que al hacerlo estaban permitiendo que el término guerra civil no sólo reentrase en los discursos sobre 1808, sino que además lo hiciera cargado de unas connotaciones ideológicas que no puede decirse que tuviera antes. Ciertamente, en la tradición, para que se produjera una guerra civil debía siempre mediar alguna conspiración, pero ahora se estaba dando un protagonismo inusitado a unas ideas particulares sobre las condiciones sociales de vida —así como a las personas que las instigaban— capaces al parecer de persuadir al pueblo. La referencia no podía ser a ninguna de las fuerzas políticas situadas dentro del consenso institucional establecido, pero menos aún a los nostálgicos del Antiguo Régimen. Lo era a otros grupos políticos con capacidad discursiva pero situados al margen del sistema censitario y críticos con la evolución de los acontecimientos tras la Revolución de 1854: republicanos y demócratas. Los primeros habían nacido ya durante la crisis de legitimidad del Trienio Esparterista, mientras que los segundos procedían de una escisión del progresismo producida tras los sucesos de 1848 en Europa (Peyrou, 2002; Castro Alfín, 1994). Sus programas no eran desde luego idénticos pero con el tiempo sus idearios irían convergiendo conforme el régimen liberal diera muestras de una incapacidad insuperable de extender el sufragio y ampliar los contornos de la sociedad política. 291

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Al igual que la mayoría de las otras corrientes liberales, si en algo estaban en general de acuerdo republicanos y demócratas era en un común diagnóstico según el cual «la principal división de la sociedad, y la raíz de las demás diferencias, se encontraba en el terreno político» (Pérez Ledesma, 1991: 71). La diferencia era que republicanos y demócratas metían en un mismo saco a los distintos partidos concurrentes en el seno del gobierno representativo, a los que consideraban por igual «privilegiados», tanto como al resto de las elites «aristocráticas, nobiliarias, militares, clericales y bursátiles», todas ellas definidas menos por su «posesión del capital» que por su «ocupación del Estado, el control de la administración y el presupuesto» y en suma por un «monopolio de los derechos políticos» que les permitía ir apareciendo como una «clase» distinta al «pueblo» (Pérez Ledesma, 1991: 73-74). Esta retórica resultaba particularmente sensible a la tradición del lenguaje político acuñado durante la Guerra de la Independencia pues, frente a esta minoría de parásitos, el republicanismo español hacía alarde de una auténtica veneración cuasirreligiosa por ese sujeto colectivo virtuoso que para ellos constituía el pueblo. En un escenario en el que los moderados habían ido desdibujando la dimensión popular y política de la nación ante sus grandes encrucijadas históricas, tamaña demolatría permitió a republicanos y demócratas hacerse con facilidad desde mediados de la década de 1850 con una parte importante del legado de 1808 del que se habían apropiado también con éxito los progresistas en la década de 1830 para producir una interpretación que después habían ido abandonando en la de 1840. Recuperaban así una definición de unidad en clave no sólo aconfesional sino de hecho cívica, pero le añadían ahora connotaciones novedosas de carácter social. En efecto, los republicanos y demócratas empleaban el término pueblo de un modo ambiguo, pero también lo hacían siempre en clave social: unas veces englobaban a trabajadores manuales asalariados de la industria y la agricultura junto con pequeños propietarios y comerciantes y maestros de taller, mientras que en otras ocasiones incluían también a intelectuales y profesionales liberales, rentistas y contribuyentes (Castro, 1987: 200-201). Sobre esta base dogmática, estas culturas radicales emergentes en el seno del liberalismo isabelino profundizaron en la elaboración de 292

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imágenes ontológicas del sujeto del Dos de Mayo iniciadas por las otras opciones ideológicas. Siguiendo la estela de las interpretaciones libertaria y religiosa pero con una orientación propia, para sus ideólogos —como Fernando Garrido— esa «democracia dominada por el sentimiento de igualdad» (Garrido, 1865: 110) que era la España del siglo XIX tenía como mínimo «hondas y profundas raíces» (La Discusión, 2-5-1865) que iban mucho más allá de 1808, plasmándose en una secuencia histórica de largo plazo caracterizada por la recurrencia de una lucha entablada entre el derecho divino de los reyes y la soberanía popular (El Siglo, 2 de mayo de 1848), cuando no entre el pueblo que peleaba «por su libertad e independencias» y los tiranos, en plural, que lo hacían «por sostener los frutos de su rapacidad» (La Asociación, 13 de marzo de 1856) **. En esa guerra secular imaginada sobre la base de una escatología del progreso, la fuerza moral estaba teleológicamente abocada a triunfar sobre la fuerza bruta representada por la arbitrariedad y la tiranía del sistema censitario, pero el desenlace había quedado en suspenso con la afirmación del despotismo desde fines de la Edad Media para sólo reabrirse en la Guerra de la Independencia. Ésta sólo podía entenderse en suma como una nueva conflagración de dimensión social recurrente en el tiempo, transmitida históricamente: si los republicanos se sentían dispuestos a apelar a los ciudadanos en tanto que herederos de los héroes del Dos de Mayo era porque para ellos los españoles de 1808 a su vez habían, como heroicos «descendientes de Pelayo, del Cid y de Padilla», recobrado «el sentimiento de su dignidad y su poder» al lanzarse a un combate a muerte que sólo adquiría su pleno sentido si era entendido como la «continuación de la guerra de las Comunidades» (El Eco, 2 de mayo de 1846). La guerra civil reaparecía con rotundidad en el centro de las retóricas sobre el Dos de Mayo, pero ahora entendida como un enfrentamiento social entre privilegiados y fraternos aspirantes a los derechos ciudadanos. Es decir, por primera vez en el sentido que convencionalmente hemos admitido y que se considera hoy habitual en el terreno académico, como una confrontación en el seno de una sociedad divi** Agradezco a Florencia Peyrou la aportación de las referencias tomadas de prensa republicana que aparecen en este texto. 293

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dida en dos bandos ideológicamente irreconciliables y políticamente contrapuestos, pero además dotados de una base social propia más o menos extensa. El auge de toda esta nueva retórica, que iría ganando terreno en la opinión pública a lo largo de la década de 1860, se debía sin duda en parte a la defección de que hizo gala después de 1854 el resto de las fuerzas políticas liberales —a excepción los progresistas— a la hora de tratar de adaptar sus discursos sobre el Dos de Mayo a los cambios en la opinión pública. Los moderados en especial abandonaron crecientemente el campo a los republicanos y demócratas, quienes durante el Sexenio Revolucionario lograron para su interpretación un reconocimiento cuasiinstitucional. Así, cuando Gabriel Feito y Martín, en su folleto Doctrina republicana para las clases trabajadoras publicado en 1869, arengaba a los madrileños equiparándolos con un «pueblo del dos de mayo» a la vez actual e intemporal, lo hacía atribuyéndoles la condición de herederos de ese otro que en 1808 llenó también su «pecho del fuego sacro de libertad e independencia», en un giro que recuperaba la jerarquía valorativa propia de los progresistas sin menoscabo de connotaciones doceañistas e incluso —aunque con otro signo— de los moderados. Pero lo realmente importante para el objetivo de estas páginas es que al mismo tiempo sentenciaba que «[h]oy es la segunda etapa de aquella jornada» (De la Fuente y Serrano García, 2005: 348; énfasis en el original). Fue seguramente durante el Sexenio cuando una retórica guerracivilista sobre el Dos de Mayo pasó a quedar más naturalizada en la cultura política, pero ello mismo unió su suerte de un modo inextricable, de manera que en conjunto toda esta manera de interpretar 1808 quedó completamente relegada a partir de la Restauración, tras el fracaso de la «revolución» del 68 (Demange, 2004). Aun así, cuando más de medio siglo después, en la guerra de 1936, los republicanos españoles vuelvan a fijarse en la Guerra de la Independencia para establecer paralelismos, hacer propaganda y de paso adquirir perspectiva histórica sobre la dramática encrucijada que vivían, lo harán extendiendo este mismo imaginario, el cual les llevaría a ver la guerra abierta tras el golpe fallido de Franco como una continuación o reactivación de aquella otra lejana guerra de 1808, contribuyendo al hacerlo a fijar sus rasgos como esa guerra civil en el sentido que después 294

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hemos heredado (Babiano Mora, 1992; Núñez Seixas, 2006: 40-62). La diferencia sustancial, por la que nos cuesta hoy imaginar 1808 como guerra civil, es que republicanos y franquistas entendían por igual que uno de los bandos en ambas guerras era necesariamente extranjero. El concepto de guerra civil tiene una historia singular dentro de la cultura española. Fue en las primeras décadas de andadura del orden liberal cuando éste y otros conceptos relacionados con el campo semántico del desorden y el orden —como el de unidad como sinónimo de orden— asumieron nuevos significados que han perdurado a lo largo de la modernidad. De lo que aquí se ha tratado es de ofrecer una perspectiva sobre la influencia en particular de los discursos sobre el Dos de Mayo en este proceso. Algo crucial que conviene subrayar como primera conclusión es que la transformación del significado del término guerra civil en la cultura política liberal española, desde el sentido heredado de la Edad Moderna como forma extrema de anarquía y desorden al significado hoy convencional, no se produjo durante la guerra carlista, que ofrecía una experiencia aparentemente propicia para ello, sino una vez terminada ésta, en una etapa en la que no puede decirse que existieran conflictos abiertos entre españoles de especial significación que sirvieran de trasfondo para la reflexión. Ello es muestra de que las ideas no se transforman como reflejo, efecto ni consecuencia directa de acontecimientos que supuestamente muestran la «realidad» histórica, sino que están gobernados por otros factores, como son los límites de las tradiciones semánticas heredadas a la hora de dar cuenta de determinados fenómenos emergentes. En el caso de la guerra civil en la cultura liberal española, los problemas derivados del divorcio entre derechos civiles y políticos favorecieron la emergencia de un lenguaje de confrontación clasista que fue resquebrajando progresivamente el imaginario populista heredado del primer liberalismo (Pérez Ledesma, 1997). La conclusión principal de este texto es que la evolución del concepto de guerra civil hasta perfilar su significado hoy convencional dependió esencialmente del desenlace en la pugna por la valoración moral de otros conceptos, especialmente el de revolución. Conviene de paso insistir también en que a través de este imaginario histórico de 295

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guerra civil en el caso de España se estaba actualizando y reinterpretando el legado doceañista, que muestra así haber constituido una corriente subterránea duradera en esa cultura liberal española. Ello permite otra conclusión añadida, y es que, por mucho que una inmensa cantidad de ellos careciera de derechos políticos, los ciudadanos contaban no obstante entonces ya con recursos interpretativos que, a partir de conceptos referenciales establecidos o en proceso de cambio semántico —entre los que figuraban entre otros muchos unidad y guerra civil—, les permitían como mínimo dar significado al mundo en que vivían (Moscoso, 1992; Cabrera, 2002). La retórica sobre el Dos de Mayo constituyó en este sentido un vehículo de socialización de este tipo de recursos entre unos ciudadanos con capacidad de opinión, a partir de los cuales pudieron producirse otros discursos que contribuyeron a perfilar identidades críticas con el orden institucional establecido y eventualmente a modificar las relaciones de fuerza entre ellas. Por último, es obligado subrayar una vez más el hecho de que finalmente el discurso del Dos de Mayo como inicio de una guerra civil no ha logrado traspasar la barrera impuesta por la cultura política franquista y reaparecer en tiempo de democracia. Pero en este caso para señalar los límites del empleo instrumental de los discursos y en especial de los que aspiran a quedar fijados como mitos convencionalmente admitidos: no siempre los discursos mitificadores del pasado histórico terminan con el tiempo instituidos; pero además el hecho de que se instituyan no garantiza que sean interpretados por públicos amplios de una misma y única manera. Conviene recordar esto ahora que, coincidiendo con su segundo centenario, se vuelve a producir una impúdica apropiación por parte de las instituciones de la efeméride del Dos de Mayo y una divulgación de mitos que proyectan sobre los ciudadanos del presente arquetipos morales como mínimo discutibles. Por suerte, sin embargo, los ciudadanos del siglo XXI contamos también con recursos interpretativos para resistir y cuestionar esas retóricas; incluso eventualmente para producir interpretaciones alternativas. ¿O no?

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12. EL PUEBLO EN EL PRIMER CENTENARIO DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA CHRISTIAN DEMANGE *

La conmemoración del primer centenario de la Guerra de la Independencia parece marcar un viraje en la representación que, del pueblo, había forjado el mito patriótico a lo largo del siglo anterior: las nuevas circunstancias políticas y sociales llevan efectivamente a que la figura del pueblo —hasta entonces mantenida en una sombra relativa por un sistema político poco propicio para favorecer a la ciudadanía— ocupe el primer plano, recobrando su carácter de protagonista colectivo de la epopeya nacional. Y para sorpresa de muchos, el pueblo español de 1908, gracias a unas nuevas modalidades conmemorativas más participativas, responde al homenaje que se le rinde manifestando masivamente su adhesión a esta nueva versión del imaginario nacional que le reconoce como actor privilegiado de la historia patria. Sin embargo, este nacionalismo español de nuevo cuño, que parece concluir el proceso liberal iniciado en Cádiz, se encarna en una pluralidad de proyectos políticos rivales que puede resultar problemática.

I. EL PUEBLO EN LA MEMORIA Y LAS CONMEMORACIONES DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN EL SIGLO XIX

Para darse cuenta del carácter excepcional de la conmemoración del primer centenario, conviene recordar que la gran mayoría de los pueblos de España no solía conmemorar la Guerra de la Independencia. Zaragoza, que acoge el mayor evento del centenario, privilegió duran* Maître de conférences , Departamento de Estudios Ibéricos e Iberoamericanos, Universidad de Grenoble III (Francia). 301

CHRISTIAN DEMANGE

te el siglo XIX la memoria puramente liberal de la Cincomarzada (un episodio de resistencia colectiva a los carlistas en 1838) a la de sus Sitios que no se celebró hasta 1908. Pueblos como El Bruch o Medina de Rioseco, que mantuvieron viva a lo largo del siglo XIX la memoria de sus hazañas o desgracias, a través de unas ceremonias populares anuales, parecen constituir excepciones. Gerona, con el culto a Álvarez de Castro, es de las pocas capitales que recordaban la guerra. De modo que el culto a la memoria de la guerra y a sus héroes se reducía y condensaba en las celebraciones cívico-religiosas del Dos de Mayo en Madrid, símbolo nacional de la resistencia popular (Demange, 2004). Las Cortes de Cádiz —y antes de ellas la Junta Central Suprema Gubernativa de Sevilla—, que tenían conciencia de la necesidad de fomentar el patriotismo y de construir una simbología de la naciente nación, llevaron una política de construcción de la memoria muy voluntarista. Multiplicaron durante la guerra los decretos para celebrar y exaltar la memoria de los héroes, singulares o colectivos, y organizaron las primeras celebraciones del Dos de Mayo, en Cádiz primero y en Madrid a partir de 1814. Éstas incluían al pueblo, con el propósito de construir un patriotismo de Estado y revolucionario. Los patriotas que participaron masivamente en la primera gran conmemoración, la de 1814, se sentían miembros de una nación en armas, y cada ciudadano podía identificarse con esta comunidad imaginada. El Estado, tal como se daba a ver en la procesión cívica, era su Estado porque encarnaba a la patria que formaban juntos. Algunos años más tarde, las conmemoraciones del Trienio Liberal, organizadas por el Ayuntamiento «exaltado» de Madrid, colocaron en el centro de la conmemoración la figura del ciudadano, para promover un patriotismo popular y revolucionario, basado en la lealtad a un Estado con el que se identificaban los ciudadanos. La noción de ciudadanía era el fundamento de la nacionalidad: la nación era ante todo aquel cuerpo de ciudadanos que tenía unos derechos que le permitían ser un actor político. Con la llegada al poder de los moderados y el triunfo del liberalismo doctrinario que diluye la soberanía nacional entre las Cortes y la Corona, el patriotismo cambia de signo. Ya no se trata de ser leal a un Estado que abre perspectivas revolucionarias, es decir democráticas, sino a una nación, cuyo fundamento ya no es la ciudadanía sino una herencia cultural, un espíritu nacional, una tradición: la defensa de la pa302

EL PUEBLO EN EL PRIMER CENTENARIO DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

tria. La nación ya no está por construir, ya que existe por lo menos desde los Reyes Católicos, sino por moldear, por estructurar. De ello iba a encargarse un puñado de ciudadanos (la Ley electoral de 1846 los reduce a 99.000), imponiendo a una masa de súbditos, privados de derechos políticos, un arsenal jurídico y administrativo destinado a someterla y uniformizarla. Las ceremonias de conmemoración del Dos de Mayo, que consisten por lo esencial en una solemne misa y en una procesión cívica que reúne a las autoridades militares, políticas y religiosas —cada vez menos numerosas— y a la alta Administración del Estado, excluyen al pueblo, contenido en los márgenes de las ceremonias, apenas representado en el cortejo por los pobres de la beneficiencia, los descendientes de las víctimas o los veteranos de la milicia nacional, e invitado a asociarse al acto a través de unas misas rezadas al pie del monumento del Prado y en las parroquias de la ciudad. El régimen moderado transforma el proceso de agregación que había sido la procesión cívica en la afirmación soberbia de un Estado parcial, que sustituye el piquete de caballería de la milicia nacional que solía encabezar la procesión en épocas más progresistas, por uno de la Guardia Civil, todo un símbolo del Estado centralizado, fuerte y represivo. Paralelamente, la progresiva institucionalización de la memoria de la guerra, con vistas a construir una identidad nacional adecuada al régimen, lleva a borrar la dimensión revolucionaria y a reducir el Dos de Mayo a la defensa del territorio y al pueblo del Dos de Mayo a la figura de dos militares emblemáticos: Daoíz y Velarde —el pueblo no es nada sin sus guías— que lucharon en defensa del trono, de la religión y hasta de las nuevas leyes liberales en que se asienta el Estado liberal moderado. El amor a la patria es sinónimo de amor a la religión, al monarca y a las leyes. Frente a esta concepción de la patria, se alzaron primero los progresistas, y más tarde los demócratas y republicanos, que reintrodujeron y preservaron, desde la oposición, la dimensión revolucionaria de la guerra, encarnada en la democrática Constitución de Cádiz, y defendieron la imagen de un pueblo que luchó no sólo por la independencia de la patria sino también por sus derechos civiles y políticos, por la libertad de todos, por la justicia para todos y por la soberanía de la nación. Para ellos la causa de la libertad era indisociable de la causa de la patria. Esta pugna entre los distintos discursos acerca de la memoria de la Guerra de la Independencia y del futuro de la comunidad nacional 303

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llegó a tomar la forma de conmemoraciones paralelas en las que se volcó el pueblo, como en 1863, año en el que el poder intentó anular la conmemoración, y en 1864 que mostró una movilización excepcional del pueblo progresista en el desfile oficial mientras que los demócratas, por su lado, reunían a tres mil personas en la plaza de Santo Domingo para ir a depositar una corona en el hasta ahora olvidado parque de Monteleón (hoy plaza del Dos de Mayo) y otra en el Obelisco del Prado en señal de protesta contra la celebración oficial tachada por ellos de farsa y mistificación. Algo que iba a confirmarse en 1865, cuando el gobernador civil impuso la presencia de la Guardia Civil en la procesión, en contra de la opinión del ayuntamiento que veía difícil la presencia de un cuerpo que, unos días antes, había reprimido un movimiento de protesta, dejando un saldo de 3 muertos y 22 heridos. Aquel año, la sensación de represión era tan fuerte en Madrid que la prensa progresista invitó a los madrileños a quedarse en casa, y no dudó en comparar la situación del pueblo madrileño en 1865 con la que había conocido en 1808. Esta anécdota ilustra perfectamente cómo la práctica política de los moderados, en total contradicción con el significado del símbolo patriótico, llevó a la conmemoración, en su versión oficial, a perder su significación profunda y su capacidad de aglutinación. Sin embargo, el entusiasmo popular no se desmiente y el pueblo se acomoda a las circunstancias. En 1866, cuatro cortejos paralelos a la celebración oficial, nada menos (los empleados de comercio, la tertulia progresista, los estudiantes, los veteranos de la milicia nacional), acuden separadamente al monumento del Campo de la Lealtad. De una manera general, durante todo el siglo XIX, el pueblo madrileño se apropia de sus héroes y su historia, acudiendo a las distintas misas en honor de las víctimas y asistiendo masivamente al espectáculo que ofrecen la procesión cívica y el desfile militar, antes de compartir cierta intimidad con sus héroes, como lo sugiere Pérez Galdós, en 1866, cuando evoca a «las turbas embriagadas de placer y de vino en torno al monumento del Dos de Mayo, donde descansan sus héroes». Al contrario de lo que piensan muchos elementos oficiales, respetuosos de la etiqueta que sigue imponiendo un estricto luto ese día, para Galdós, «un pueblo que hace sus fiestas en torno a las tumbas de sus héroes presenta un aspecto de imponente grandiosidad, un cuadro sublime en que van hermana304

EL PUEBLO EN EL PRIMER CENTENARIO DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

das las costumbres con la Historia, el pasado con el presente, la gloria con la libertad» (Pérez Galdós, 1975). Los demócratas del Sexenio, al llegar al poder, recurren a su vez al mito para promover su nuevo proyecto: el de una nación de ciudadanos, con unas instituciones representativas, el de una España identificada con los valores de justicia, democracia y libertad. En este nuevo discurso oficial, la memoria de la Guerra de la Independencia recupera su dimensión revolucionaria. El pueblo, que se convierte en el protagonista de unas prácticas conmemorativas muy abiertas —entre ellas la inauguración de la Plaza del Dos de Mayo en 1869— se identifica plenamente con el mito que parece ser capaz de reunir a toda la nación (el rey Amadeo, rodeado de su gobierno, preside las ceremonias de 1871 y 1872), y sus héroes —Daoíz, Velarde, Ruiz, Malasaña— dan ahora su nombre a otras tantas calles. Sin embargo, la liberalización y democratización de la vida política conduce a la fragmentación rápida de la conmemoración, que llega a la caricatura cuando los republicanos, en 1873, desfilan por su cuenta ante el Obelisco del Prado cantando la Marsellesa, y también a un cuestionamiento mucho más profundo del propio mito por el movimiento internacionalista a partir de 1871-1872. De modo que cuando, con la Restauración, el poder se reanude con una visión conservadora del mito de la Guerra de la Independencia, expresada con motivo de unas conmemoraciones oficiales cada vez más reducidas, rutinarias e insignificantes, muy pocos serán los que, desde la oposición, intenten defender y apoyarse en la versión revolucionaria de la memoria de la guerra. En los años de 1890, los conservadores echarán otra vez mano del mito para oponer el pueblo del Dos de Mayo al pueblo socialista que celebra el día internacional de los trabajadores. Mientras tanto, frente al desinterés evidente del poder por la memoria del Dos de Mayo, el pueblo no se rinde y sigue desarrollando su propio culto a la memoria de sus héroes: la plaza del Dos de Mayo, a partir de la Restauración, acoge las manifestaciones más populares de la Orden Española Humanitaria de la Santa Cruz y Víctimas del Dos de Mayo, una congregación laica fundada en 1868 que pone su empeño en conservar y celebrar la memoria de los héroes populares que, en el parque de Artillería de Monteleón, lucharon al lado de Daoíz y Velarde. Fiesta de un barrio primero —el de Maravillas, popular y populoso—, no tarda en acoger delegaciones de toda la 305

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ciudad, y en transformarse en el auténtico lugar del culto popular a la memoria de los héroes madrileños. La «cuestión obrera» que tanto preocupa a los liberales y que refleja una agudización de la lucha de clases, así como la crisis moral provocada por el desastre de Cuba, que favorece a su vez la emergencia del catalanismo político, van a llevar, a principios del siglo XX, a un movimiento de renacionalización, débil todavía, concebido como un antídoto contra la lucha de clases y como una necesaria afirmación de la unidad española. En una sociedad ahora mucho más compleja y atraída por nuevas lealtades —clasistas, regionalistas o incluso nacionalistas— el calendario, con el primer centenario de la Guerra de la Independencia, mito fundador de la nación liberal, ofrecía la oportunidad de luchar contra la disgregación y los separatismos relanzando el proyecto nacionalizador, impulsado por las Cortes de Cádiz, en torno a la figura del pueblo. Una figura susceptible, para los liberales dinásticos, de integrar simbólicamente en la nación a las nuevas capas sociales que tendían a alejarse de la ficción nacional mientras que, para los republicanos, era la oportunidad de volver a colocar al pueblo en el corazón de la política y de los valores.

II. EL PUEBLO, PROTAGONISTA DEL PRIMER CENTENARIO

Al contrario de lo que pronosticaban en la prensa muchos observadores de esos tiempos sanchopancescos y positivistas, en que parecían haber decaído los alientos de la patria y en que el pueblo parecía «tan inerte como la gran Esfinge» y «cataléptico, tumbado en el surco» (Cavia, 1908), la conmemoración del primer centenario de la Guerra de la Independencia fue un fenómeno de una amplitud sorprendente que sólo puede entenderse con la participación e implicación masiva del pueblo español, verdadero promotor de las conmemoraciones. Ello fue facilitado por la adopción de unas modalidades conmemorativas nuevas que, al abrir las celebraciones a la participación concreta del pueblo, suscitaron su adhesión al imaginario nacional que, por primera vez quizá, reconocía plenamente y exaltaba por fin su protagonismo colectivo en una serie de monumentos y homenajes. 306

EL PUEBLO EN EL PRIMER CENTENARIO DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

II.1.

La conmemoración de 1908: un fenómeno de gran amplitud

Aquel año, muchas capitales de provincia, y hasta pueblos, que no solían hacerlo, celebran el centenario del Dos de Mayo: Valladolid, Burgos, Zamora, León, Soria, Astorga, Santiago, Orense, Santander, Bilbao, Vitoria, San Sebastián, Pamplona, Albacete, Valencia, Cartagena, Granada, Badajoz, pero también un pueblo como Medina de Rioseco que lo celebra ya por primera vez en 1907, para sensibilizar a la población y prepararla para su propio centenario de 1908. Lo más espectacular, sin embargo, es el gran número de pueblos y ciudades que se movilizan en torno a la conmemoración de su propio centenario. Albuera, Antequera, Astorga, Ávila, Bailén-Jaén, El Bruch, Cádiz, Castrillo del Duero, Ceuta, Chiclana, Ciudad Real, Ciudad Rodrigo, Gerona, Gijón, Granada, Igualada, San Marcial (Irún), La Coruña, León, Madrid, Manresa, Medina de Rioseco, Molina de Aragón, Móstoles, Oviedo, Pontevedra-Puentesampayo, Sagunto, San Fernando, San Sebastián, Santiago, Sevilla, Tarragona, Torquemada, Valencia, Valls-Montblanc, Vigo, Villagarcía, Zaragoza —y no estarán todos—, que fueron en algún momento protagonistas de la epopeya nacional, celebran su propia memoria de la guerra, en fechas distintas que abarcan el período 1908-1914. Desde luego, existe una gran variedad en todas estas conmemoraciones. Muy pocas —Cádiz, Madrid y Zaragoza— tienen una envergadura nacional. La mayoría de ellas no pasan de tener un carácter local, como Medina de Rioseco, Castrillo del Duero, Astorga, o regional, como Pontevedra o Santiago. Para las pocas localidades que suelen celebrar el recuerdo de la guerra cada año desde hace casi un siglo —Madrid, El Bruch, Medina de Rioseco— se trata de ir más allá de lo acostumbrado marcando el evento con más fiestas y hasta con la erección de estatuas. Para otras se trata de aprovechar el centenario para resucitar un pasado glorioso y unos héroes olvidados de casi todos, como Antequera que celebra al hasta ahora desconocido capitán Moreno, o Móstoles que exhuma a su alcalde, Andrés Torrejón. Algunas por fin se buscan unos héroes que no tienen todavía, como Chiclana que pretende tener uno en la persona del doctor Antonio Cabrera, «sa307

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bio naturalista e hijo de esta ciudad, que tanto se distinguió en la defensa de la patria, en el sitio de la Isla gaditana» (AGA, Presidencia, caja 3614, IDD 203,Top. 51). El entusiasmo que se apodera de toda España, y se traduce en una gran emulación no exenta de rivalidad entre algunas ciudades, es visible en la carrera por las medallas oficiales. Para las ciudades que organizan conmemoraciones relacionadas con la Guerra de la Independencia, conseguir del Estado que la medalla conmemorativa sea una condecoración oficial es un objetivo importante porque les confiere prestigio al oficializar las conmemoraciones locales y al elevarlas a nivel nacional. Para el Estado, es una manera de asociarse a las celebraciones y atender las demandas locales sin que le cueste un duro. La primera ciudad en conseguir una medalla con valor de condecoración oficial fue Zaragoza (Real Decreto de 28 de enero de 1908). A partir de entonces empieza una verdadera carrera en la que cada ciudad que tiene algo que recordar y celebrar se empeña en conseguir una. Y las consiguieron, por ejemplo Antequera, Astorga, Asturias (Oviedo), El Bruch, Cádiz, Chiclana, Ciudad Rodrigo, Gerona, Puente Sampayo, San Marcial (Irún), San Sebastián, Tarragona, Vigo y Vitoria. Algunas solicitudes se harán meses o años después de la fecha del aniversario: para algunas ciudades, en efecto, es una manera de celebrar el centenario cuando no se ha hecho nada o se ha hecho poco. Es el caso de Chiclana, que no conmemoró su centenario en marzo de 1911, y que pide en mayo de 1914 una medalla conmemorativa que le es concedida en julio de 1914 (Real Orden del 21 de julio de 1914). Valencia, que celebró con Sagunto la muerte del guerrillero Romeu, tampoco quiere quedarse sin medalla cuando otras regiones de España las han conseguido. Así se expresa la sociedad artística Lo Rat Penat, en una carta dirigida el 17 de marzo de 1912 al presidente del Consejo: «Lo Rat Penat, sociedad de amadores de las glorias valencianas y que por serlo tanto de ellas, lo es también de todas las de nuestra madre España, no ha querido que Valencia quedase atrás en el unánime concierto con que todas las regiones españolas conmemoran el centenario de aquella gloriosa epopeya» (AGA, Presidencia, caja 3594, IDD 203, Top. 51). Otro ejemplo nos viene de Asturias y del Centro Asturiano de Madrid que solicita del gobierno la oficialización de la medalla conmemorativa en una carta del 25 de junio de 1910, o sea, dos años después de las 308

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conmemoraciones: «El Centro Asturiano de Madrid expone que celebrando todas las provincias, a competencia, el centenario de la gloriosa Guerra de la Independencia española, no puede permanecer indiferente Asturias a semejante actitud. Aragón, Galicia, Cataluña, han dado muestras de vida y el gobierno ha cumplido el gratísimo deber de renovar memorias que invocan, no sólo como sombra de lo pasado, sino también como aurora de regeneración para lo por venir» (AGA, Presidencia, caja 3594). Pero la voluntad de parte de los ayuntamientos de destacar los méritos y las hazañas de su respectiva población lleva también a ciertas rivalidades: El Bruch protesta contra la decisión de los somatenes de situar en Montserrat el monumento destinado a celebrar la famosa batalla; Bailén se eleva contra la recuperación por Jaén de su patrimonio memorial; Vigo por fin lucha contra la recuperación del episodio de Puente Sampayo por la capital provincial, Pontevedra, y llega a organizar una celebración paralela en el pueblo de Puente Sampayo. Detrás de semejante abundancia, no está el brazo del gobierno, sino la movilización de una serie de actores entre los que destacan claramente los municipios que supieron hacer suyas las múltiples iniciativas que emanaban de la sociedad española y llevarlas a la realidad. Sabido es que Antonio Maura, el entonces presidente del Consejo, que decía no disponer de un pozo artesiano de donde sacar el dinero para tantas conmemoraciones, no sólo hizo poco para promoverlas sino que intentó frenarlas, negándoles el dinero del Estado e intentando sustraerles el apoyo real: el rey tuvo que imponerse a Maura para presidir las ceremonias madrileñas y parte de las de Zaragoza. Para el sucesor de Segismundo Moret, el centenario debía caber en una conmemoración única, sintética, de una gloria nacional, y Moret, en diciembre de 1907, había conseguido que el Estado apoyara masivamente (con dos millones y medio de pesetas) las celebraciones de su feudo, Zaragoza. Pues Zaragoza sería España. Así fue como parte de las elites rectoras españolas, anteponiendo una estrategia a corto plazo de alianza con los catalanes de la Lliga Regionalista, desaprovecharon la oportunidad que les ofrecía el centenario para nacionalizar las masas. Sin embargo, «el pueblo, sintiendo lo que es privadamente suyo se impuso a todos y a todos se los llevó por delante», como observaba ya 309

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El Liberal en su edición del 2 de mayo de 1908. Se impuso a través de sus ayuntamientos que llevan la batuta en este centenario de la guerra, como bien se percibe en el ejemplo de la pequeña localidad de Medina de Rioseco. Al acercarse el centenario, asistimos a una movilización general y unánime de los vecinos de la tierra de Campos, en la que todos, letrados, artistas, municipio y diputación provincial tomaron su parte. La idea de celebrar el centenario se debe al letrado Luis Salado, quien publica en La Crónica de Campos del 2 de junio de 1907 una carta con la que inicia el pensamiento de solemnizar el centenario de la batalla del Moclín, para lo cual ofrece su cooperación y la del ilustre escultor riosecano Aurelio Carretero para la erección de un monumento que perpetúe la fecha. Un concejal, Florentino Mateo, sastre de oficio, traslada la idea al concejo que, en su sesión del 5 de junio, la acoge con entusiasmo y acuerda secundar al artista por cuantos medios estén a su alcance. Para abonar el terreno ya, los concejales (entre ellos un sastre, un tejedor, un vendedor de material de construcción o sea gente del común) autorizan a F. Mateo y a la comisión de festejos para que elaboren, para la conmemoración del año 1907, un programa que le dé mayor esplendor y brillantez. Así es como se organiza en la sala de actos públicos de la casa consistorial una velada con el objetivo «de excitar los sentimientos patrióticos de la población haciéndola conocer los hechos acaecidos en tan triste jornada» (Ayuntamiento de Medina de Rioseco, Libro de Actas, 3 de julio de 1907). Una semana después, tras recibir un correo del escultor que decía trabajar con entusiasmo y con todo el amor que profesaba a su pueblo en el proyecto de monumento, y haber reducido costes, se procede por unanimidad al nombramiento de la comisión pro monumento, «compuesta de personas sin distinción de matices» (Libro de Actas, 10 de julio de 1907). Después de entrevistarse con el artista a principios de septiembre, el ayuntamiento, de conformidad con lo propuesto por la comisión, acordó llevar a cabo la construcción del monumento y solicitar del Gobierno y de la Diputación provincial subvenciones. La diputación vota en su sesión del 11 de noviembre una subvención de 1.500 pesetas, pero del gobierno no se consigue nada. Ello no impide que las obras sigan su curso: en junio, el ayuntamiento ordena librar al escultor, a cargo del capítulo 9.°, artículo 3 de presupuesto vigente, la cantidad de 808 pesetas correspondientes a la cimentación del monumen310

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to y a la piedra del pedestal. Mientras tanto, el sastre de tendencia republicana, pero católico, Florentino Mateo, a la cabeza de la comisión de festejos, sigue organizando la conmemoración: negocia con la compañía de ferrocarriles las tarifas de transporte de la piedra necesaria al monumento, se encuentra con el capitán general de Valladolid para concertar la participación del ejército, intenta recuperar la subvención de la diputación (que llegará poco antes del aniversario), imagina una corrida para dar mayor animación y atractivo a las fiestas y propone por fin invitar al obispo pidiéndole a la vez que autorice un párroco a bendecir el monumento. Otro concejal, Gaspar Betegón, sugiere que se proponga la presidencia honoraria de los actos conmemorativos al duque de Medina de Rioseco, para darles más relieve. El duque acepta la invitación, pero el obispo la declina, no sin felicitar a los riosecanos por celebrar la memoria de los que «se sacrificaron por su Dios, por su Patria y por su Rey» (Libro de Actas, 15 de junio de 1908). En cuanto al ejército, el capitán general de Valladolid, después de dar su acuerdo, tuvo que rectificar cuando el Ministerio le notificó que tenía que renunciar por no tener un efectivo suficiente. Finalmente, a última hora, el capitán general le dirigió un telegrama al ayuntamiento proponiéndole mandar tropas si tomaba a cargo los gastos de transporte y alojamiento del batallón (un total de 408 pesetas que pagará el ayuntamiento por el capítulo de imprevistos). Las fiestas serán todo un éxito, y hasta el rey mandará un telegrama para felicitar al ayuntamiento. Hasta en el caso de Zaragoza, donde el centenario está en gran parte bajo control de otras instancias, las iniciativas de un barrio popular como el de El Arrabal vienen a enriquecer el programa de la conmemoración nacional. Los ayuntamientos suelen también hacer suyas las iniciativas nacionalizadoras de la sociedad civil que en la época se encarnan en unas personalidades fuertes —como Rafael María de Labra, el senador republicano que consigue llevar a cabo el número más espectacular y logrado del centenario de la Constitución de Cádiz en octubre de 1912, al cubrir de lápidas, que recordaban a los grandes hombres y las grandes leyes, el templo de San Felipe Neri que había acogido las famosas Cortes (Demange, 2006)— y en una serie de asociaciones semiparticulares —así las designaba el periódico ABC—. Al actuar así, los ayuntamientos recogen y proyectan en la sociedad la palabra de los ciudada311

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nos más conscientes de la nación. El centenario del Dos de Mayo en Madrid no le debe poco al Círculo de Bellas Artes —que organiza un gran festival militar en el patio del Palacio de Oriente para rendir homenaje al ejército al tiempo que le dedicaba al pueblo madrileño del Dos de Mayo tres lápidas conmemorativas— y al Centro de Hijos de Madrid que, a través de su presidente Javier Betegón, promueve el proyecto de monumento «Al pueblo del Dos de Mayo». En el centenario de Pontevedra/Puente Sampayo, es el Centro Gallego de Madrid quien propone al ayuntamiento pontevedrés, un poco inerte, un programa conmemorativo que hace suyo. El Centro Asturiano de Madrid y la sociedad valenciana Lo Rat Penat son otros ejemplos de la parte que tomó la sociedad civil en la conmemoración del centenario de la epopeya nacional. Pero conviene también hablar del papel fundamental que tienen a veces los casinos liberales (en Cádiz, por ejemplo) o las Cámaras de Comercio y las Reales Sociedades Económicas de Amigos del País (en Zaragoza son ellas las que diseñan, promueven y controlan el centenario). Los ayuntamientos suelen también acoger las iniciativas de algunas instituciones, como el Ejército y la Iglesia. El Ayuntamiento madrileño colabora estrechamente con la Artillería, que está a cargo de la memoria de Daoíz y Velarde desde 1814, y que es uno de los actores del centenario del Dos de Mayo, a través de la organización de un festival escolar que reúne a diez mil niños en la plaza del Dos de Mayo y la animación de los bailes populares. El ejército es también el principal inspirador de la conmemoración de Antequera cuyo ayuntamiento aplica el programa ideado por el arma de Infantería que rinde homenaje a uno de los suyos, el capitán Moreno, en su afán por promover a sus propios héroes frente a los de la Artillería. En cuanto a la Iglesia católica, tradicionalmente asociada con el culto a la memoria de la guerra a través de las modalidades tradicionales de conmemoración —culto a los muertos, oficios religiosos y procesión cívica— se impone con más o menos fuerza en todos los programas conmemorativos que elaboran los ayuntamientos, llegando a tomar una parte principal en los de Zaragoza —con la exposición histórico-artística y el pabellón mariano que levanta en el recinto de la exposición hispano-francesa— y Astorga, donde parece que consiguió retrasar la celebración laicizante del centenario para que coincidiera con las fiestas patronales. 312

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No cabe duda por tanto de que la nación —y especialmente sus elementos populares o más cercanos al pueblo— celebró, a lo largo y ancho del territorio, su mito fundador con gran entusiasmo. Sin embargo, cabe preguntarse si se llegó a construir realmente un discurso nacionalizador coherente y eficaz pese a tanta dispersión geográfica y cronológica, tantos héroes locales, y la multiplicidad de las iniciativas. Parece que lo consiguió gracias a la fuerza de la cultura liberal que había constituido, a lo largo del siglo XIX, el relato de la Guerra de la Independencia en una epopeya nacional, en la piedra angular de una mitología que daba su legitimidad al Estado-nación naciente y que había calado muy hondo en el pueblo español, difundiéndose por gran parte del territorio al articular cada uno de los episodios locales en el gran relato de la epopeya nacional. De modo que las más modestas conmemoraciones locales se perciben como nacionales, como una contribución a la manifestación de un mismo sentimiento nacional, como queda reflejado en los correos que mandan los alcaldes a la Presidencia de Gobierno para solicitar algún apoyo. El alcalde de Valls-Montblanc escribe al presidente del Consejo para recordarle «otra página de gloria de la epopeya nacional»; el de Igualada solicita una subvención «en atención a que los hechos que se trata de conmemorar, más que locales, son nacionales» (AGA, Presidencia, caja 3594). Y la prensa gráfica nacional, como Nuevo Mundo o La Ilustración, dará cuenta de todas ellas, abriendo las puertas del panteón nacional a nuevas figuras, como las de Morillo, Moreno y Romeu. Al fin y al cabo, la diversidad de las identidades (local, regional, nacional) y la fragmentación de las conmemoraciones, lejos de ser circunstancias perjudiciales, son unos elementos multiplicadores de la memoria patriótica e in fine del sentimiento nacional.

II.2.

Unas nuevas modalidades conmemorativas que suscitan la adhesión popular

Muchos son los políticos que perciben que, en estos primeros años del siglo XX, una de las condiciones del éxito de las operaciones conmemorativas es salir de la estrechez del mundillo político abriéndose a la sociedad. Lo hacen los alcaldes en la organización de cada centenario, 313

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acogiendo en el seno de sus respectivas «juntas del centenario» —pues suelen presidirlas— a todas las fuerzas vivas de la sociedad. Numerosos gremios y muchas asociaciones son invitados a formar parte de ellas y a aportar su energía y sus ideas. La Junta de Madrid, por ejemplo, incluye a 18 asociaciones y a numerosas personalidades del mundo de las artes y de las letras. De ahí saldrán las ideas más novedosas que marcarán los centenarios, como ya vimos a propósito de Cádiz, Madrid, Pontevedra o Zaragoza que lo debe todo a la Cámara de Comercio y a la Real Sociedad Económica de Amigos del País. De ahí sale también la voluntad de abrir las conmemoraciones al pueblo, propiciando su participación concreta a través de la introducción de espacios y momentos en que el pueblo pudiera celebrar el acontecimiento a su manera y movilizando su propia cultura. Toda una revolución —en Madrid por ejemplo la etiqueta seguía imponiendo el luto oficial— a la que contribuyeron no poco los republicanos que lucharon, tanto en Madrid como en Zaragoza, en los concejos y las juntas para imponer esta concepción popular de la fiesta. El caso es que, al lado de los números tradicionales (las consabidas misas, procesiones cívicas y veladas patrióticas) propios del patriotismo «oficinesco, de segundo grado» —término utilizado por Galdós— surgen nuevas modalidades participativas que suscitan la adhesión popular. Por todas partes se multiplican los fuegos artificiales, las corridas, las batallas de serpentinas y confeti y los bailes populares —gran conquista del centenario madrileño—. Madrid baila en las plazas del Dos de Mayo, Santa Ana, Guindalera, Lavapiés, en el Paseo de Rosales y las glorietas de Atocha y Quevedo. Aparecen nuevas atracciones que, además de abrir la puerta al pueblo, constituyen un verdadero escaparate de la modernidad: se da a ver el progreso con una profusión de iluminaciones eléctricas (Pontevedra, Astorga, Antequera), con proyecciones cinematográficas (hasta en Medina de Rioseco), con los «raid de aviación» de Garnier (en Pontevedra, por ejemplo), con las caravanas de automóviles, con carreras de motos y bicicletas (en Tarragona) y con una serie de manifestaciones deportivas (fútbol, gimnasia, etc.). El nuevo discurso nacionalizador deja de apoyarse sólo en el despliegue vistoso e imponente de las instituciones del Estado para abrirse al pueblo solicitando su participación: ése es el gran cambio perceptible en estos centenarios y 314

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su mayor logro. La nueva dimensión festiva de la conmemoración, en efecto, permite que los conmemorantes compartan momentos de fuerte emoción y hasta de júbilo en los que rompen con lo cotidiano y sus tensiones. Se abren entonces unos momentos de comunión que reactivan la ilusión de unanimidad y la ficción comunitaria al tiempo que instauran una lógica de creencia propicia a la renovación del contrato cívico y del vínculo social. Así describía un cronista, en El Liberal del 4 de mayo, el ambiente de las fiestas madrileñas del día 3: Ha sido, pues, la noche para el pueblo, en la acepción más noble, pintoresca y justa de la palabra, casi nunca usada bien. Hemos visto, mezcladas y en fraternidad, con la llaneza propia de la camaradería, damas de gran sombrero y modistillas con pañuelo de crespón. Y este festejo en muchos barrios nos ha traído a la memoria el 14 de julio allá en París, la noche nacional y clásica en que se conmemora la Bastilla, y en la que, como anoche, y por primera vez aquí, la autoridad hostil de un guardia se humaniza bailando el «agarrao».

La nueva estrategia da excelentes resultados en términos de participación popular: el pueblo se apodera de las conmemoraciones e invade el espacio —con sorpresa general de las elites que no dejaron de dudar del vigor del sentimiento patriótico— manifestando con fuerza su sentimiento nacional y su patriotismo fundamental, alimentado en algunos casos por la contemplación de las ruinas o los testimonios familiares. En Madrid, los actos oficiales abiertos al público fueron un enorme éxito popular. La procesión cívica, presidida por el rey que recorrió las calles a pie durante varias horas, tuvo por primera vez un carácter marcadamente popular al reunir 54 gremios y numerosas asociaciones, y «fue, en verdad, despampanante» según El Socialista. Lo mismo puede decirse del festival escolar. El Liberal (3 de mayo) resume el primer día de fiesta diciendo que el pueblo de Madrid «ha hecho en pequeño lo que cien años antes había hecho en heroico. Falto de apoyo y tutela, ha reivindicado sus glorias (...) y se ha lanzado a las calles, cual en 1808, y ha demostrado que las fibras nobles de su corazón no están degeneradas. (...) Otro tanto acontece con el resto de España. Todavía hay pueblo». Y efectivamente, las fiestas de Astorga, Pontevedra, Cádiz (145 entidades forman parte de la procesión cívica del 19 de marzo de 1912 que reúne a unas 8.000 personas que desfilan ante unos 12.000 315

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espectadores; la de octubre reúne a 40.000 espectadores) concitan un número impresionante de participantes, entre ellos muchos forasteros procedentes de las comarcas y provincias aledañas. La exposición hispano-francesa de Zaragoza, concebida según una perspectiva muy distinta en cuanto a lo que debe ser el patriotismo, atrae a medio millón de visitantes, entre ellos muchos niños y obreros que pudieron visitarla gratis (aunque en las horas de más calor).

II.3.

La consagración del pueblo como héroe colectivo de la Guerra de la Independencia

La gran novedad del centenario es que carga el acento en los héroes colectivos y populares mientras que, hasta entonces, sólo se habían celebrado las hazañas de algunos héroes singulares y a menudo militares. El arma de Artillería había impuesto, desde el inicio de las conmemoraciones, a sus dos héroes, Daoíz y Velarde, como símbolos de la resistencia madrileña, mucho antes de que la Infantería consiguiera imponer a su vez la figura del teniente Ruiz. España también celebraba la memoria de algunos altos jefes del ejército, como Álvarez de Castro. En cambio, con la excepción notable del Obelisco del Campo de la Lealtad que celebraba a las víctimas del Dos de Mayo y a los mártires de la Independencia, eran poquísimos los héroes populares —como Malasaña a quien se le dedica una calle en 1869— homenajeados públicamente con monumentos. Todo cambia con el centenario que marca una voluntad de celebrar a los héroes populares, colectivos o singulares. Madrid dedica por fin un monumento «Al pueblo del Dos de Mayo de 1808», lo que viene a reconocer al pueblo como actor clave de la resistencia y categoría política. El grupo escultórico de A. Marinas, de seis metros de alto, representa a Daoíz, mortalmente herido, que se apoya en el cañón sin apartar la vista de los enemigos, mientras que a sus pies yacen muertos o moribundos un chispero, un niño y una manola —que puede ser la hija de Malasaña, según algunos comentarios de la época—, o sea el sacrificio doloroso del pueblo de Madrid. Sin embargo, esta apelación, que los republicanos consiguieron imponer, competía con otras más neutras, como las del Monumento a las vícti316

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mas del Dos de Mayo o Monumento a los héroes de la Independencia, lo que ilustra la dificultad que subsistía para consagrar el papel histórico y político del pueblo. Algo que vienen a confirmar las vacilaciones en cuanto a la localización del monumento que no tiene derecho a estar en la Puerta del Sol (proposición de los republicanos y del Círculo de Bellas Artes), ni en la plaza de la Pica (proposición de los socialistas y de los republicanos), ni en la de la Villa. El ayuntamiento descarta estos emplazamientos en beneficio de la plaza de Santa Cruz primero y la del Ángel después, antes de decidirse finalmente por la glorieta de San Bernardo, un lugar impropio para muchos. Cabe preguntarse, por tanto, si existía realmente un deseo de consagrar al pueblo. De hecho, el homenaje madrileño al pueblo del Dos de Mayo se debe a la iniciativa personal y al empeño de Javier Betegón, el presidente de la asociación Centro de Hijos de Madrid, que recupera un estudio de 1892 de Aniceto Marinas que estaba durmiendo en los almacenes del Prado. El monumento, por tanto, no se corresponde con ningún programa o proyecto político claramente formulado, y de hecho nadie en las inscripciones se atreve a reivindicar la paternidad del homenaje: ni el ayuntamiento que condujo la operación, ni el pueblo de Madrid que la financió por suscripción, ni la nación que no se comprometió en esta operación simbólica. Una orfandad que muestra claramente que el homenaje del ayuntamiento y de la junta del centenario al pueblo no procedía de una voluntad política clara, y que contrasta con el propósito clarísimo del Círculo de Bellas Artes de Madrid que toma la iniciativa de rendir homenaje al ejército y de dedicar tres lápidas (en tres lugares cargados de historia: el Palacio Real, la Puerta del Sol y la plaza del Dos de Mayo) a «los héroes populares» que lucharon por el honor y la independencia de la nación. La ciudad de Zaragoza, que dispone del mayor presupuesto del centenario por haber sido escogida por el Estado para sintetizar la celebración del centenario de la Guerra de la Independencia, se cubre de monumentos y lápidas que consagran la resistencia heroica de la ciudad. Por falta de tiempo la ciudad, con el permiso del gobierno, prescinde del concurso que suele organizar la Academia de San Fernando, de modo que el ayuntamiento y la Real Sociedad de Amigos del País, que domina la junta del centenario, controlan todo el programa memorístico. Un programa que hace la pedagogía de la nación 317

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exaltando los sacrificios de la ciudad y su unanimidad en torno al amor a la patria, y que exponía ya en 1906 el alcalde en una carta dirigida al ministro de Instrucción Pública, a propósito del monumento a los sitios: «El monumento habrá de ser realista, de tal manera que a primera vista se pueda apreciar su significación por expresar claramente el carácter, la grandeza y el espíritu del sacrificio realizado por Zaragoza en aras de la Patria. Y como la grandeza de este sacrificio está en haber llegado a los mayores extremos y su espíritu en el amor ardentísimo a la patria y su carácter en la unanimidad con que todas las clases sociales, hombres y mujeres, el pueblo y la milicia, la nobleza y el clero, concurrieron a la defensa, parece natural que la primera y principal figura del monumento sea el general D. José de Palafox y Melzi, encarnación de todas estas cosas y que ocupen en él y a su lado en la forma que el artista considere más adecuada aquellos más salientes personajes que de las clases sociales indicadas le ayudaron en su glorioso empeño» (Archivo Municipal de Zaragoza, 1906, Instrucción, exp. 1145). El grupo escultórico de A. Querol, de 19 metros de alto, está coronado por una matrona que figura tanto la ciudad como España y que invita a la defensa y al heroísmo. Cuatro altorrelieves completan la obra. El primero representa a Agustina de Aragón, erguida fieramente sobre un montón de cadáveres, en el famoso escenario de la batería del Portillo. El segundo representa a la condesa de Bureta que arrastra una pieza de artillería con su servidumbre y sus vecinas bajo la protección de la Virgen del Pilar, algo esfumada. El tercero recuerda la famosa defensa de las puertas de la ciudad por un grupo de baturros. El último es una representación de las ruinas de la ciudad, cubierta de cadáveres. La figura esfumada del general Palafox, seguido y aclamado por el pueblo, aparece apenas en este monumento que hace del pueblo baturro, dispuesto a morir por su tierra, y que encarna tanto las virtudes aragonesas como españolas, el verdadero héroe de la guerra. Con este monumento, Querol idealiza y celebra la multitud anónima del pueblo zaragozano contribuyendo a asentar el mito de la colectividad frente a unas individualidades. Una de ellas se salva, a pesar de todo: Agustina Zaragoza (llamada también de Aragón), por ser la encarnación del pueblo. El otro gran monumento del centenario zaragozano, en efecto, es el que Mariano Benlliure consagra a las heroínas y a la primera de ellas, Agustina, que destaca en lo 318

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alto de una columna rectangular a cuyo pie se yergue un baturro, típicamente trajeado y con la guitarra al hombro, que le ofrece una corona de laurel. Aunque ostenta una guerrera de oficial, con sus charreteras doradas, Agustina forma parte de la serie de heroínas mencionadas en el monumento: la reverenda madre Rafols, la condesa de Bureta o las más populares Manuela Sancho, Casta Álvarez y María Agustín cuyas hazañas vienen representadas en bajorrelieves. En los años que duró el centenario de la Guerra de la Independencia, se levantaron por el territorio español otros muchos monumentos, unas simples lápidas a veces, con los que se celebró al pueblo. El monumento a la batalla de Puente Sampayo, en Pontevedra, pone en escena a un grupo de labriegos gallegos y estudiantes santiagueses que defienden la bandera de la patria, con la figura del guerrillero Morillo a su frente, mientras que una aldeana, vestida con la indumentaria típica de la región y figura de la madre gallega, los convoca al sacrificio. Otra manera de consagrar la figura del pueblo consiste en erigir monumentos a algunos héroes populares, como Vicente Domenech, más conocido como El Palleter, en Valencia, el Empecinado en Castrillo del Duero, o Andrès Torrejón, el famoso alcalde del Estado llano de Móstoles. Sin embargo, un monumento merece especial atención por constituir una excepción: el modesto grupo erigido por Aurelio Carretero en Medina de Rioseco. Alejado de cualquier propósito de exaltación patriótica, reúne sólo dos figuras —la de un soldado herido y la de una mujer joven que está socorriéndole— que componen una alegoría al sufrimiento de soldados y civiles. Conviene, sin embargo, matizar este fenómeno de consagración del pueblo con motivo del primer centenario, e insistir en que el pueblo como sujeto histórico, en muchos programas memorísticos, formulados o no, sigue siendo ante todo el conjunto de las clases sociales: Agustina, pero también la condesa de Bureta. Cuando por fin aparece el pueblo bajo —baturros, chisperos, manolas, labriegos, estudiantes, soldados rasos— suele hacerlo bajo la tutela de unos jefes militares, como en el monumento de Pontevedra o el de Madrid, donde Daoíz al coronar el monumento parece pregonar que todo el honor de la jornada es de los militares, y que el pueblo sólo puede existir políticamente en unión con el ejército. En cualquier caso, como dijo Rodrigo Amador de los Ríos, «los del montón» no han conseguido en Madrid 319

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una representación a la altura de sus compromisos (Amador de los Ríos, 1908). En Zaragoza, al contrario, parece que sí: Palafox queda en la sombra de Agustina, algo edulcorada por cierto. Con su cabellera ensortijada, su falda larga y sus botines de alto tacón, la Agustina de Benlliure se parece más a una señorita que a una mujer del pueblo. Y ¿qué decir de las charreteras doradas? Se puede cuestionar hasta la importancia que se le da respecto a su mérito histórico: más méritos que ella tenían Casta Álvarez y Manuela Sancho que alimentaban en municiones a los combatientes, arriesgando su vida en cada viaje. Sin duda era muy difícil todavía, para el artista y la sociedad de la época, escapar del modelo del héroe singular para resaltar la virtud colectiva. Las heroinas populares zaragozanas, de origen más acomodado con la moderna democracia que la condesa de Bureta, antaño popularísima, suscitan en efecto algunas resistencias. Tanto Mariano de Pano y Ruata (miembro de la comisión ejecutiva del centenario) como los generales Mario de la Sala Valdés y García Sala (correspondiente de la Real Academia de la Historia) y Gómez de Arteche se movilizan para exaltar la figura de la condesa de Bureta y el papel de la aristocracia, de la Iglesia y de los oficiales del ejército. Por su parte la comisión ejecutiva del centenario de Zaragoza, para quitar peso a los héroes populares, multiplica los homenajes y las lápidas: a Palafox, a la condesa de Bureta, a Mariano Cerezo (terrateniente), al juez Pedro María Ric, a los religiosos (padres Boggiero, Sas, madre Rafols), etc. Cabe recordar, por fin, que España no celebra al pueblo en todas partes y también que siguen erigiéndose estatuas de los jefes militares, como Antequera que resucita en 1910 al capitán Moreno con la ayuda de la Academia de Infantería de Toledo, o Segovia que inaugura el mismo año otro grupo escultórico dedicado a Daoíz y Velarde —con el dinero del Estado y en presencia del rey—. Y conviene precisar también el perfil del nuevo sujeto colectivo al que se celebra y que se pretende ofrecer de modelo al pueblo español de principios del siglo XX. Es ante todo un pueblo de mártires y héroes que manifiesta unas virtudes cívicas presentadas como típicamente españolas —el valor, la entereza, la virilidad y la energía— un pueblo patriota, dispuesto a sacrificarse por amor a la patria. Lo que dista mucho de reflejar la realidad del debate que se había abierto en la prensa con motivo del centenario.

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EL PUEBLO EN EL PRIMER CENTENARIO DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

III. ¿QUÉ PUEBLO ESPAÑOL Y PARA QUÉ PROYECTO NACIONAL? III.1.

¿Qué pueblo?El debate en la sociedad

La batalla ideológica y estratégica suscitada en torno al papel pasado —y futuro— del pueblo no cabe toda en el espacio de las conmemoraciones oficiales. El verdadero debate se libra ante todo en la prensa que, frente a la relativa inmovilidad del gobierno, fue el principal actor del centenario de la Guerra de la Independencia. Ahí es donde se intenta, por parte de la prensa liberal progresista (El Liberal, El Imparcial, El Heraldo de Madrid), y republicana (El País), remodelar la memoria colectiva y la historiografía moderada dominante con vistas a hacer del pueblo un sujeto político colectivo, lo que en el contexto del centenario no es inocente. Los conservadores, que se expresan en La É poca y ABC defienden la tesis según la cual la guerra fue una reacción unánime de todas las capas de la sociedad para salvar la independencia, la monarquía y la religión, y se lanzan en un trabajo de rehabilitación de la nobleza y el clero, gravemente atacados por la prensa progresista. Para ellos el pueblo, que supo encarnar los supremos valores de abnegación, unión y sacrificio por la patria, lo componen el Estado llano, el clero y la aristocracia, lo que quita al pueblo, entendido como el conjunto de las capas inferiores, cualquier protagonismo y mérito específicos. Frente a este discurso la prensa liberal progresista y la republicana, mucho más activas a lo largo de los meses que precedieron las conmemoraciones oficiales, promueven la imagen de un pueblo consciente y responsable que supo actuar sin apoyarse en las capas rectoras de entonces (la nobleza y el clero) a las que desprestigian publicando textos oficiales que muestran que «los de arriba» fueron cómplices y auxiliares del invasor. A la cobardía y ceguera de éstos opone el valor y la lucidez de «los de abajo» y encomia a los guerrilleros populares. Para los progresistas y republicanos, la guerra fue una guerra popular de liberación nacional en la que por primera vez el pueblo bajo irrumpió en la historia como sujeto colectivo. Los republicanos, más percutientes todavía cuando se trata de exaltar el papel del pueblo bajo, se distinguen por reactivar la memoria del nacimiento del liberalismo en 321

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Cádiz y por su intento de asociar el centenario del Dos de Mayo con el de la «democrática» Constitución de Cádiz. La estrategia de los progresistas es clara: devolverle al pueblo español el lugar que le corresponde en la historia, y confianza en sí, para reintroducirle en el juego político del que está excluido. Los militares —que se expresan en Ejército y Armada y en La Correspondencia militar— no andan muy lejos de pensar lo mismo, pero su objetivo es otro. Para ellos, el movimiento histórico que empieza el Dos de Mayo con la sublevación del bajo pueblo madrileño —«la gloriosa jornada se debe sólo al pueblo bajo y a seis oficiales del Ejército con menos de 50 soldados» (Ejército y Armada, 2 de mayo de 1908)— abría nuevos horizontes para España. Desgraciadamente, un siglo más tarde, «aún no está muy cercana la hermosa cumbre del resurgimiento deseado» porque las elites liberales, incompetentes y corruptas, fracasaron en su política, dejando la nación en peligro. De modo que, para las clases militares que comparten el enfoque secularizado y populista del nacionalismo liberal, el porvenir de España pasa por la unión del buen pueblo con el ejército porque «sólo las instituciones militares pueden salvar a una nación en peligro» (La Correspondencia militar, 2 de mayo de 1908). En cuanto a la nueva clase obrera, las posturas difieren. Los socialistas adscritos a la Internacional aprecian poco esta conmemoración patriótica, en todo punto opuesta a la fiesta del 1 de mayo. En cambio, los anarquistas saben sacarle provecho: bajo la pluma de Anselmo Lorenzo, un episodio como la sublevación madrileña es un magnífico ejemplo de desacato a la autoridad y de «santa indisciplina para llegar a la realización de un ideal combatido por todas las fuerzas estacionarias y regresivas» (Tierra y Libertad, 7 de mayo de 1908). Como se habrá observado, el pueblo —y especialmente los de abajo, cada vez más numerosos y exigentes políticamente— está en el centro de los discursos y estrategias que se elaboran con motivo del primer centenario de la Guerra de la Independencia, y en este sentido parece que asistimos por fin a su consagración después de varias décadas de exclusión o desprestigio impuestos por la memoria forjada por el liberalismo moderado. Pero también se habrá notado la pluralidad de concepciones que encierra el vocablo, una pluralidad que se repite en los proyectos nacionalizadores. 322

EL PUEBLO EN EL PRIMER CENTENARIO DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

III.2.

Una pluralidad de proyectos nacionalizadores

Al reanudar con el pueblo, al abrirse a todas las nuevas capas surgidas de la industrialización, el nacionalismo español podía esperar reforzarse lo bastante como para ser capaz de encauzar los conflictos y las tensiones propios de la nueva sociedad que estaba emergiendo en ese principio de siglo XX. Sin embargo, lo que queda muy claro con el centenario es que el patriotismo nacional encierra todavía concepciones políticas y sociales muy distintas que se traducen en una multiplicidad de proyectos nacionalizadores rivales, que emanan de la sociedad sin que pueda imponerse ninguno claramente. Ello se puede explicar por el doble mito al que dio lugar la Guerra de la Independencia: el mito patriótico de defensa del territorio (la independencia) y el mito revolucionario del liberalismo político (la libertad). Si resultó fácil celebrar con relativa unanimidad el mito patriótico de la independencia de la nación, siempre resultó mucho más complicado celebrar la libertad, como se vio en la celebración del centenario de la Constitución de Cádiz en 1912. A falta de acuerdo sobre el devenir del liberalismo político —o sea sobre la dosis de democracia que convenía introducir en el sistema político—, el poderoso mito de origen de la nación española se debilita ramificándose. Por un lado está el proyecto del liberalismo clásico y más bien moderado con su ideal de afirmación nacional y de unanimidad. Mal a gusto con la apertura a la democracia política y social, falto de proyecto, tiende a encerrarse en un patriotismo retrospectivo, que apela a la abnegación y al sacrificio sin prometer nada a cambio. En este centenario ya se percibe la amenaza del proyecto nacionalcatólico que recupera este patriotismo retrospectivo para defender sus intereses limitando el acceso al poder de las nuevas capas populares. Al asimilar el patriotismo a la fe católica, consigue contener la modernidad en todas sus manifestaciones, tanto sociales (la cuestión obrera) como culturales (la laicización de la sociedad, el anticlericalismo). Por otro lado, tenemos el proyecto nacional-regeneracionista que es el desarrollo del proyecto liberal inicial y que reorienta el patriotismo hacia la creación de riqueza, al tiempo que manifiesta cierta preocupación por la armonía social, fuente de progreso. Este proyecto, que apuesta por el dinamismo re323

CHRISTIAN DEMANGE

gional y el sentimiento regionalista cuando existe y siempre que no derive en nacionalismo antiespañol, sufre la rivalidad de otro proyecto, el republicano, más democrático. Cabe mencionar por fin el proyecto cesarista del ejército que pretende salvar a la nación del desastre al que la llevaron las elites liberales aliándose con «el pueblo sano». Si es cierto que no hay propósito colectivo sin mito de origen ni identidad sin memoria, España salía bien parada en el sentido de que disponía de ambas cosas: mito y memoria. Las conmemoraciones del centenario de la Guerra de la Independencia habían reforzado y reactivado la memoria colectiva sobre la que se había forjado la nación. El mito tenía una capacidad de arrastre impresionante, y se imponía por todos los rincones de la geografía española. Los héroes locales, sólidamente construidos por la memoria y la historiografía liberal desde el origen, fueron otros tantos trampolines hacia el sentimiento nacional que se beneficia de ellos apoyándose en la proximidad, fuente de movilización de los distintos grupos sociales. El pueblo, a través de su participación en las fiestas, impone a los que dudaban de ella la realidad de la nación: los conmemorantes se viven como una nación. Pero una nación dividida en cuanto a la visión de su futuro y en cuanto a su modelo político, hasta en las propias filas del liberalismo. En 1908 existe un nacionalismo español, pero encarnado en unos proyectos nacionales tan discrepantes que pierde capacidad de arrastre.

BIBLIOGRAFÍA

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EL PUEBLO EN EL PRIMER CENTENARIO DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

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13. GUERRA HASTA LA ÚLTIMA TAPIA. LA HISTORIA SE REPITE CIENTO TREINTA AÑOS DESPUÉS RAFAEL CRUZ MARTÍNEZ *

Antes el pueblo estaba ausente. Ni comprendía ni sentía su significado... La reacción, la feroz reacción española habíalo monopolizado todo. El patriotismo también... Hoy hemos rescatado nuestro patriotismo. Y España que lucha con toda su alma por su independencia, comprende y siente profundamente aquella gesta popular. Que hoy es popular otra vez. Ahora el grito de Viva España es recio y sincero. («Dos de Mayo», Mundo Obrero, 2 de mayo de 1938) 1

La utilización de referencias históricas ha sido habitual como parte de la argumentación y el lenguaje de los enfrentamientos políticos. Las referencias de este tipo constituyen símbolos del pasado para expresar y otorgar significados de los conflictos y sus protagonistas, a partir de los que puede pensarse la política y actuar en ella. Forman parte de la cultura política de un período —los años treinta del siglo XX—, de un territorio y de una población, la española. Parte de ella consistió en conmemoraciones, rituales, liturgias, narrativas... en forma de referencias del pasado relacionadas con la guerra de 1808, contra el ejército de Napoleón y, en concreto, el «Dos de Mayo», fecha de los enfrentamientos entre la población madrileña y el ejército napoleónico. La relevancia de la referencia histórica en la política republicana es muy desigual, según se integre en los años anteriores a 1936 o a partir de esa fecha, durante la guerra contra los rebeldes franquistas. * Profesor titular de Historia de los Movimientos Sociales, Universidad Complutense de Madrid. 1 Este texto forma parte del proyecto de investigación «Conceptos políticos y sociales de la Modernidad en España, Portugal y Brasil», concedido por el Programa Nacional del Plan Nacional de Investigación Científica, Desarrollo e Innovación Tecnológica, 2004-2007, del Ministerio de Educación y Ciencia (Referencia HUM200506556-C04-04/HIST). 327

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I. LOS SUSURROS. UNA PELÍCULA HISTÓRICA

Los niños del Colegio de la Paloma se colocaron a la izquierda del Obelisco. Las niñas, vestidas de blanco, a su derecha. Al mediodía, sin misas de campaña previas y sin altar delante del monumento habitual hasta entonces, el alcalde Pedro Rico realizó la ofrenda cívica del Ayuntamiento a «los héroes madrileños», «a los que perdieron su vida en la defensa de Madrid», «víctimas de la independencia», vistiéndola con una hermosa corona de flores naturales, de las mismas características de la corona con lazos tricolores depositada por los milicianos. Un capellán rezó un responso. La banda municipal interpretó el Himno de Riego y el pasodoble «Dos de Mayo», de Chueca. Junto con el alcalde, se situaron en la tribuna principal el general de brigada de artillería, Luque —verdadero anfitrión de la ceremonia—, y los directores de la Guardia Civil y de los carabineros, generales Sanjurjo y Cabanellas. De inmediato y con traje de gala, las tropas desfilaron como siempre ante los aplausos del numeroso público congregado en el Paseo del Prado, aquel lunes, 2 de mayo de 1932 (ABC, La Libertad, El Sol, El Debate, 3 de mayo de1932). Un año más tarde en otro ritual bilbaíno también celebrado de manera regular el Dos de Mayo, Alcalá-Zamora señaló que el recuerdo era un hecho lejano que iba borrándose cada vez más en la huella del tiempo y se contentaba con un mausoleo y pasaba a un archivo; muy distinto de la conmemoración, decía, una trascendencia perenne que arraigaba en el alma de las multitudes y necesitaba un hogar, y penetraba en la vida de cada una de las generaciones... Si era cierto lo que recitaba el jefe del Estado, por lo menos desde veinte años antes, el Dos de Mayo «madrileñísimo», a pesar de la conmemoración, se había convertido sólo en recuerdo. Las autoridades civiles del régimen republicano no encontraron ningún estímulo para revitalizar un ritual cuyo mito se asemejaba ya, como señalaba El Socialista el 2 de mayo de 1933, a una película histórica, reflejo de una contienda política muy distinta a la que «reñimos los hombres de hoy». Muy diferentes gobiernos habían reducido el alcance de la conmemoración desde 1909, al prescindir de la participación de la población en general, y concentrarse, en cambio, en el perfil 328

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religioso-militar, con interminables misas de campaña y desfiles de la guarnición madrileña. Por eso, antes de la proclamación de la Segunda República, el Dos de Mayo ya era «madrileñísimo» —con excepción de las procesiones cívicas celebradas cada año en Ceuta, cuna del Teniente Ruiz, y en Móstoles—, en sustancia una cruzada santa y patriótica, cuyos protagonistas fundamentales resultaban ser la Iglesia y el Ejército españoles. Los objetivos políticos de los primeros gobiernos republicanos hubieran podido entroncar, sin embargo, con cierta simbología de la fecha histórica. La intención de conversión del pueblo en ciudadano partía de la exaltación de la soberanía popular como fundamento de la revolución del 14 de abril, como lo podía haber sido el levantamiento contra Napoleón a la par que el cambio de régimen político en la España de 1808, al otorgar la ciudadanía al pueblo español, y apartar a la tiranía del poder. Para ello parecía lógico la recuperación de un lenguaje populista, republicano en suma, del acontecimiento contra los franceses. El objetivo republicano de la nacionalización de los ciudadanos parecía el más acorde con la experiencia bélica de 1808. Podría resaltarse la fundación de la nación a las espaldas del pueblo español de entonces: del pueblo de Madrid, gallego, andaluz, maño o catalán, coincidentes en la expulsión del invasor de un territorio unido y gobernado por leyes constitucionales. Por último, la republicanización de la nación española no tenía más que ajustar las referencias anteriores: el pueblo español se había batido por sus derechos frente al invasor y la tiranía (Cruz, 2006: 43-49). Los gobiernos republicanos, sin embargo, optaron por fomentar como mito nacional el Siglo de Oro, impregnándolo de pueblo, sin batallas ni enemigos exteriores ahora aliados. Parecía el siglo XVII más literario como vehículo de nacionalización y más atesorado del alma popular castiza. Contaron para ello con el empuje de estudiantes universitarios e intelectuales, que poco querían gritar de guerras y sí, en cambio, de poesía (Boyd, 2001: 191-192; Radcliff, 1997: 310; Holguín, 2003). A la vez, las autoridades republicanas impulsaron también rituales guerreros locales del siglo XIX, más acordes con la lucha frente a la reacción que contra la Revolución Francesa. Para ello se sirvieron de conmemoraciones ya en marcha como la «cincomarzada» en Zarago329

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za, el aniversario del fusilamiento de Torrijos, en Málaga, la defensa de Castellón y Teruel frente a las huestes carlistas, el grito de libertad de los fusilados de 1844 en Alicante y, sobre todo, la conmemoración del levantamiento del sitio de Bilbao en 1874, a cargo de los más de mil milicianos liberales y republicanos del Batallón de Auxiliares, víctimas junto con militares y vecinos de los setenta días de asedio con intenso bombardeo de la ciudad a cargo del ejército carlista. El de Bilbao era un ritual que consistía en una procesión cívica y la ofrenda a «los mártires de la libertad», celebrado cada dos de mayo desde poco después de aquella batalla, al que solían acudir Indalecio Prieto y Miguel de Unamuno. En 1924 lo protagonizó el recién nombrado por Alfonso XIII, presidente del Directorio Militar, circunstancia aprovechada por los habituales del ritual para rogar un gesto liberal a Primo para poner fin al destierro de Unamuno. El general respondió en verdad con un gesto, que significaba la prohibición de celebrar la conmemoración bilbaína en lo que restaba de dictadura, al sugerir entonces su celebración cada cincuenta o cien años. En 1933 acudió al cementerio de Mallona el presidente de la República, Alcalá-Zamora, al que los miembros de la sociedad El Sitio no necesitaron rogarle ningún gesto liberal y, sin embargo, pudieron oír los acordes de la Marsellesa y de Riego a cargo de la banda municipal (ABC, 3 de mayo de 1924; AHN, leg. 59, exp. 7; El Sol, 3 de mayo de 1933). La procesión cívica de esta celebración, así como las cívico-militares de otras localidades, conmemoraban la participación del pueblo y del ejército liberal en la lucha contra la reacción y el carlismo durante el siglo XIX, una contienda que parecía tener aún sentido en las primeras décadas del siglo siguiente. Por eso, rivalizaron con éxito con la conmemoración de 1808, ya que, en lugar de simbolizar la lucha escueta por la soberanía territorial no cuestionada en el siglo XX, los ejemplos anteriores representaban la defensa de los derechos de ciudadanía recién conquistados frente a la reacción monárquica y clerical aún no periclitada. Aunque las procesiones cívicas no constituyeran la liturgia central de esta conmemoración, la del 11 de febrero, aniversario de la proclamación de la Primera República, tenía carácter oficial —sustituía con ese carácter al Dos de Mayo en Madrid—, era festivo en los ministerios, en los establecimientos bancarios y principales despachos parti330

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culares, y se engalanaban los edificios públicos con colgaduras y el pabellón republicano. Era habitual el acto protocolario de la entrega de condecoraciones de la Orden de la República en el Ministerio de Estado, los banquetes de raigambre republicana, el cierre de comercios por la tarde, como en Barcelona, algunas procesiones cívicas en otras ciudades, e iniciativas propias de la milicia, como las salvas de ordenanza (por ejemplo, Ahora, 12 de febrero de 1936). En Madrid había otra conmemoración, y además en mayo, de escaso seguimiento popular, pero que su mera existencia alejaba aún más la de 1808. La Asociación de ex combatientes que llegó a tener su domicilio social en Madrid, en la esquina de la calle Álvarez de Castro con la de Eloy Gonzalo, nació con la iniciativa de los ex combatientes del Barranco del Lobo, que se reunían en un café de la calle Mayor, a los que después se sumaron los soldados de Cuba y Filipinas. Celebraban en Chapinería, el pueblo natal de Eloy Gonzalo —el socio número 1— y ante su monumento, un homenaje. Pero cada año celebraban un día del ex combatiente ante el monumento del héroe de Cascorro en Madrid. El presidente honorario fue desde la proclamación de la República, Manuel Azaña (Y a , 14 de mayo de 1936). Nada importante comparado con el éxito del Primero de Mayo, una conmemoración tan cercana al Dos que ésta sentía su fuerte aliento en el cuello. De hecho, el ritual de la fraternidad obrera fue tan compartido, criticado y relatado en los años treinta, que no había ya energía y tinta para atender y reflejar la fecha del día siguiente. El Dos de Mayo de 1808 no podía competir con el Primero y, de hecho, no sólo por mera resaca del día anterior, sino por rechazo o indiferencia, la prensa socialista y anarcosindicalista apenas se refería a la nación del Dos de Mayo. Tampoco podía competir con el 14 de abril, un ritual tan próximo, tan oficial y tan extendido por todo el territorio español desde 1932, compuesto de recepciones oficiales, inauguraciones de escuelas, banquetes, descubrimiento de placas callejeras... y desfiles militares de cada guarnición, presididos por las autoridades civiles y militares, y —según las circunstancias— también por la Iglesia. La conmemoración del aniversario de la Segunda República constituía «una expresión de compenetración entre el ejército y el pueblo» y «expresión sincera de la fe del pueblo en el Régimen republicano y en sus autori331

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dades» (Portela Valladares a Gobernadores Civiles, 14 de abril de 1935, AGA, Interior, 2416). La aportación de la Segunda República al ritual del Dos de Mayo de 1808 se limitó por tanto a cambiarle los colores de los lazos y banderas y a suprimir lo más grosero de su carácter religioso, pero permitió que continuara el protagonismo militar instaurado veinte años antes como una servidumbre más de los gobernantes civiles españoles para obtener la adhesión del ejército (Demange, 2004: 266-267). La intensa rivalidad política presente en las tres legislaturas republicanas tampoco se formalizó en la conmemoración chispera de manera relevante. El alcalde y concejales electos no pudieron asistir al ritual en 1935 por haber sido sustituidos por una comisión gestora tras la huelga general de octubre de 1934. Las corrientes católica y monárquica protestaron por la supresión de la liturgia religiosa del ritual, resaltaron la escasa trascendencia «nacional» del rito republicano como si fuera innovador, al olvidar que la cuesta abajo llevaba veinte años; ensalzaron las iniciativas de la Cruz Roja en el barrio de Maravillas y trataron de realizar un ritual alternativo que sólo cuajó en 1933 con la misa de Renovación Española en la iglesia de Los Jerónimos (El Debate y ABC, de 1931 a 1936). Los falangistas plantaron su Dos de Mayo en Castrillo de Duero, Valladolid, con marchas de varios kilómetros por su España castellana, campesina y popular, equiparando además a los afrancesados con los demócratas de los años treinta. Pero en la conmemoración madrileña de 1936 los camisas azules con gabardina quisieron mostrar su presencia disparando al aire y gritando su Arriba España. Dos de los detenidos tenían dieciséis años (FE, 26 de abril y 5 de mayo de 1934; El Socialista, 16 de mayo de 1936). La competencia de otros rituales y la intensa rivalidad política no parecieron suficientes razones para impulsar la conmemoración de la hipotética fundación popular de la patria en 1808. La fraternidad republicana no se vinculó con el Dos de Mayo. La última vez que se ritualizó en Madrid antes de la guerra, el rector de la capilla de la Santa Faz, Daniel Lampreave Ipar pronunció una oración fúnebre en la iglesia de las Maravillas —cerca del antiguo parque de Artillería de Monteleón, de donde salieron Daoíz y Velarde en 1808— en la que elogió a los mártires del ideal patriótico proponiéndoles como ejemplo de amor a la patria, digno de ser seguido por todos los españoles (Y a, 2 de mayo de 1936). 332

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Oración... en una iglesia... todo demasiado incoherente con la fraternidad republicana, mucho más cerca de la Revolución Francesa... y de los afrancesados, mucho más lejos de la Iglesia y de su perspectiva de la patria santa. Todo tan ajeno a la comunidad popular, sujeto de soberanía en los años treinta, que no pudo festejar el Dos de Mayo por la intervención y el legado de Fernando VII y sus descendientes en el trono. De manera explícita se expuso así en Estampas de España, obra de Fernando José de Larra y Premio de Literatura Nacional en 1932, con un párrafo que venía a destacar lo que muchos republicanos, socialistas y anarcosindicalistas pensaban: «El triunfo de los afrancesados hubiera sido probablemente un bien para la vida del país» (cit. en Boyd, 2001: 201). Tras la revolución del 14 de abril ni siquiera los republicanos necesitaban reengendrar el mito del Dos de Mayo. Ya no era útil para hablar, ni representaba ni otorgaba sentido a la República. Aunque los republicanos no andaban sobrados de mitos y rituales para constituir el centro sagrado de la sociedad española, el Dos de Mayo, tal como creció y se arrugó desde 1808 no podía constituir la referencia histórica de la fraternidad republicana. El ritual, al contrario, se había convertido en una conmemoración en forma de susurro, señal de queja del pueblo aquel que se levantó por el hogar, el altar y el trono. Un pueblo equivocado, fanatizado, que no representaba al certero y sabio del 14 de abril, del 16 de febrero y, después, del 20 de julio. Un pueblo que festejó, no hacía mucho en noviembre de 1918, la victoria francesa contra los imperios centrales en la Gran Guerra, con cientos de mítines y manifestaciones por todo el territorio español, oyendo la Marsellesa y aplaudiendo a los representantes consulares del país vecino (AHN, leg. 41, exp. 19). Fueron los monárquicos, en cambio, los que intentaron rescatar 1808 del susurro quedo para salir de las catacumbas políticas durante ese período, al utilizar, por ejemplo, a Agustina de Aragón como ejemplo para las mujeres españolas antirrepublicanas, o al mostrar el fundamento bélico de una campaña electoral, ya que, según ellos, en la de febrero de 1936 se enfrentaban dos banderas: «Una representa la vida de España como nación, su continuidad histórica, su bienestar, su paz, su progreso. Otra, el sometimiento a la dictadura de los dictadores del proletariado, la miseria y la esclavitud para todos, la 333

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desaparición de España libre y digna en manos de poderes extranjeros». Con esos argumentos, ABC proponía defender «a España con el voto como se la defendería con un fusil. Ésta también es una guerra de independencia». Si no fuera por la fecha de la cita —8 de enero de 1936—, los españoles podían pensar que se adelantaba el mes de agosto de ese año.

II. LOS GRITOS. LA FECHA SANTA DE LA PATRIA

La diferencia que existe entre la España de 1808 y la de 1938 es que tenemos mayores posibilidades de vencer. (Mundo Obrero, 2 de mayo de 1938)

La revolución republicana ocurrida en los días posteriores a la rebelión militar del 17 de julio de 1936 adquirió un significado defensivo, como la huelga general de octubre de 1934, al producirse una serie de insurrecciones urbanas como respuesta a la rebelión, con el propósito de garantizar los derechos de ciudadanía alcanzados el 14 de abril de 1931 y el 16 de febrero de 1936. El diario El Sol asignaba al 3 de septiembre el término de «contrarrevolución» para la defensa de la legalidad republicana y de los valores supremos de la civilización. La revolución o la República «del 20 de julio», calificativo que adscribieron las dos corrientes socialistas y el Partido Sindicalista a ese proceso, no se proponía otro objetivo que la republicanización integral del Estado para excluir a sus enemigos de forma definitiva, la única manera de impedir el estrangulamiento de los derechos conquistados por el pueblo. Todos los grupos políticos y sindicales contrarios a los rebeldes afirmaron que era el pueblo el que se batía contra el enemigo. La CNT señalaba que el levantamiento del pueblo en los días de julio había sido posible por el vigoroso espíritu comunitario del que gozaba el país, «que los hijos del Estado llaman impropiamente sentido político». Las políticas de identidad de todos los grupos políticos y sindicales, incluidos los gobiernos, se dirigieron a situar al pueblo en el centro sagrado de la lucha contra los rebeldes. Apelaron a él, para dar un significado a la contienda, para identificar a los grupos armados, a sus 334

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reivindicaciones y alternativas; definieron al enemigo en virtud de serlo de la comunidad popular. Las organizaciones obreras y republicanas reclamaron interpretar los anhelos del pueblo, se reconocían en sus rasgos, y sus iniciativas no respondían a otra voz que a la de su voluntad colectiva. Cualquiera de los miembros de las organizaciones militares eran hijos del pueblo, guardianes de los derechos ciudadanos con las armas en la mano. Un pueblo al que le sobraba valor para vencer y dignidad para preferir el sufrimiento a la esclavitud. Poseía fe en sí mismo; era invencible, la verdad, la razón, el derecho... Practicaba la religión de la honradez, pero también ejercía la justicia, administrándola sin clemencia contra sus enemigos. Y, sobre todo, ejercía la soberanía, ya que los derechos soberanos del pueblo no se cedían. La República era todo el pueblo, la voluntad popular expresada con las armas, y su sangre la que amasaba el régimen, el régimen del pueblo. Fue tal la exaltación del pueblo en el lenguaje de todos los grupos políticos y sindicales, y tan mayúsculo el protagonismo de la identidad de comunidad popular, que las organizaciones obreras se vieron obligadas a recordar en ocasiones su condición obrera. Así puede leerse que el proletariado tomaba el «timón y era el nervio y el músculo de las fuerzas que combaten». Los trabajadores eran «los principales protagonistas del pueblo», y «no debían aceptarse otras consignas que las que emanen de la voluntad del pueblo y de las masas proletarias unidas y armadas». CNT, representante del proletariado, reclamaba actuar «en unión del pueblo en general». Las organizaciones obreras no confundían pueblo y clase; cuando hablaban de pueblo no se referían en exclusiva a la clase; distinguían las dos categorías, llamaban la atención sobre la presencia y protagonismo de la segunda, pero en sus políticas de identidad y de movilización quedaba incluida, subordinada, en la más amplia, en la más compartida y en la más estratégica, de pueblo. Un pueblo luchando en el campo de batalla y en la calle, no en la fábrica o en el taller, con su enemigo de siempre: la casta dominante. Junto con estos rasgos tradicionales adscritos ya a la comunidad popular durante la República, en los primeros meses de la guerra se consolidó otra característica como consecuencia de la extensión del enfrentamiento bélico a todo el territorio español y, a partir de agosto de 1936 y hasta el final de la guerra, resultado del rechazo a la ayuda 335

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alemana e italiana al bando franquista. «En España no hay más que pueblo», apuntó Barriobero. La República democrática —la del 20 de julio— «ha convertido a España en un pueblo». De ahí que el pueblo en esos momentos se equiparara a patria y nación y, con excepción de los seguidores de ERC y del PNV, a nación española. «Ahora sí que es un orgullo ser español», señalaba ABC; y la izquierda socialista contestaba a su propia pregunta, cuando se refería a España, «Nuestra España, ¿qué contenido puede tener la palabra salvo el entrañable y profundamente popular?». Todos los grupos políticos y sindicales afirmaban representar al pueblo español, como otros grupos lo hacían respecto del pueblo vasco o catalán, y alegaban luchar contra los invasores extranjeros, a los que la oligarquía había abierto las puertas de España (Babiano, 1990; Ucelay da Cal, 2003: 152; Álvarez Junco, 2004: 643-644; Núñez Seixas, 2006; Cruz, 2006: 317-319). Como prolongación de la competencia y los enfrentamientos políticos en el régimen republicano, la lucha armada abierta en el verano de 1936 por la adjudicación de la ciudadanía con exclusión del adversario-enemigo incluyó diversas iniciativas con el fin de obtener distinción, reconocimiento y legitimidad de la identidad de cada grupo frente al enemigo, con respecto al resto de grupos que luchaban contra el mismo enemigo, y entre la comunidad internacional; de su identidad y de los objetivos declarados a través de un programa, fuera la restitución de la ciudadanía, la independencia frente a potencias extranjeras, la revolución social, la democracia popular, etc. Además, requerían el asentimiento y la colaboración de la población a la que afirmaban defender, por medio del alistamiento voluntario, el reclutamiento obligatorio, la disciplina militar y en la retaguardia, la continuidad y la moral de combate. Con esos propósitos, las iniciativas planteadas se expresaron en el bando republicano con tres lenguajes fundamentales: el populista, para identificar al protagonista del sacrificio, en el que se incluyó el lenguaje subordinado de clase; el religioso, para dotar el sacrificio popular de trascendencia sagrada; y el nacionalista y patriota, este último con el fin de convertir al pueblo no sólo en víctima de invasores extranjeros, señalados como el principal obstáculo que impedía al pueblo la victoria, sino para destacar que el sacrificio exigido para lograrla merecía la pena, al defender la patria en peligro, esto es, una 336

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comunidad formada por ciudadanos con derechos en trance de ser eliminados. El lenguaje patriota —y el nacionalista en su conjunto— acabará por sobreponerse al resto y permanecerá así hasta el mismo final de la guerra, sostenido por el gobierno de Negrín. Ninguno de los lenguajes mencionados resultaba mutuamente incompatible; todos ellos se alimentaban de manera recíproca y complementaban sus argumentos condensados en la formulación de una guerra santa emprendida por el pueblo español. Esta argumentación estuvo ya presente en los años anteriores en el marco de la competencia política del régimen republicano, en términos entonces de lucha sin cuartel del pueblo perseguido por los tiranos-fascistas, pero que la sorpresa e improvisación patente en el desenlace de la rebelión militar del 17 de julio y el comienzo de la guerra requirió su revisión, actualización y negociación, acorde con el alcance y prolongación del desafío. Los republicanos tuvieron que preguntarse en julio de 1936 por primera vez cuáles eran los bandos en disputa; qué disputa; cómo ganarla; y qué, después del desenlace. Junto con otros nombres, fechas, comparaciones, referencias a otras experiencias pasadas, ajenas, representaciones e imágenes visuales, lugares comunes, valores universales —por ejemplo, el Bien, lo verdadero, lo absoluto—, ironías, metáforas, causalidades, argumentos de contagio, de autoridad y, también tópicos —de cantidad, de cualidad, de orden—, en definitiva, pruebas para convencer sin relación alguna con la guerra contra los franceses, ¿qué papel, sin embargo, desempeñó la referencia al Dos de Mayo y 1808 en la argumentación republicana entre 1936 y 1939? Porque ambas fechas ya sonaban desde el 23 y 24 de julio: Pasionaria, Azaña, el alcalde de Madrid, ABC, El Socialista, el Comité Nacional de la CNT... A partir de entonces, en alocuciones de radio, en mítines, en la prensa, con palabras y dibujos, en cuadros y carteles, en conmemoraciones, etc., se hizo referencia a 1808, a sus batallas, asedios, ciudades, levantamientos, personajes, formas de lucha, formas políticas..., siempre para hablar de la guerra que les ocupaba, la de 1936, en forma de paralelismos, con similitudes y diferencias, entre un episodio y otro. Los susurros sobre el acontecimiento, hasta el mismo día anterior a la rebelión militar, se convirtieron en gritos clamorosos. 337

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Es muy probable que no fuera útil cualquier interpretación de 1808 y menos aún la sostenida hasta entonces por los diferentes grupos republicanos y, sobre todo, obreristas. Era inservible para los propósitos republicanos referirse a 1808 como un lamentable levantamiento popular dirigido por el altar y el trono. Aunque algunos portavoces, como El Socialista (2 de mayo de 1938), volvieron a reconocer que aquella independencia se envolvió de «fanatismo religioso y de incivilidad política y social», la interpretación más extendida sobre los acontecimientos de 1808 fue la de Guerra de la Independencia, rodeada de un lenguaje épico, patriotero, populista y ahistórico, con el que contribuir a dotar de significado el conflicto bélico, sus protagonistas, la solución y la alternativa al enfrentamiento de 1936.

Un significado del conflicto Después del 17 de julio y antes del inicio de la guerra, la mayoría de los grupos enfrentados a los rebeldes tuvo que improvisar un significado del conflicto. Sus portavoces entendieron que se encontraban ante una prolongación de la competencia y rivalidad ya conocidas durante el proceso político de la Segunda República, como el 10 de agosto de 1932, la huelga general de octubre de 1934 y las distintas iniciativas más o menos secretas de diferentes sectores contrarios a la mayoría parlamentaria de la primavera de 1936. Se acusaba a Gil-Robles de ser el promotor de la rebelión, como lo había sido desde meses atrás la oposición al gobierno en el Parlamento. Apenas alguien vislumbró entonces el alcance y la naturaleza del enfrentamiento y, sin embargo, desde el 20 de julio, se extendió la idea de definir lo que estaba ocurriendo como una «segunda guerra de la independencia», en la que en esta ocasión los bravos milicianos, «herederos de los heroicos luchadores del 2 de Mayo», luchaban también por la libertad. Pero ni aquella fecha —«ni la Comuna de París o el Petrogrado de 1917»— podía parangonarse con los días pasados vividos por el pueblo (ABC, 25 de julio de 1936; Ahora, 21 de julio de 1936; La Libertad, 24 de julio de 1936). Un enfrentamiento comprendido y señalado como fugaz y resuelto por la victoria rápida del pueblo frente al enemigo, sin embargo, se 338

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comparó con un levantamiento que dio lugar a una guerra, una Guerra de la Independencia, en esta ocasión también por la libertad. En apariencia puede parecer una comparación desproporcionada, pero resulta razonable al situar el eje del argumento en la determinación —no asegurada de antemano— de las organizaciones sindicales y políticas —el pueblo— en el enfrentamiento para combatir a los rebeldes. Además, el concepto de guerra había sido utilizado en distintas ocasiones en los meses y años anteriores para designar una lucha resultante de la quiebra de la convivencia cívica. El concepto de independencia, por último, resaltaba el carácter fascista, extranjero, de los rebeldes. Ese carácter de extranjería se incluiría en el debate republicano en los meses siguientes, alimentado por la ayuda militar magrebí, alemana e italiana, pero también por la negación de españolidad a los militares sublevados, a los que se consideró traidores, primero a la República, después a España. Por eso, numerosos políticos y periodistas rechazaron el carácter civil de la guerra —«no se llame a ésta guerra civil» (Solidaridad Obrera, 23 de agosto de 1936)—, aunque algunos de ellos seguirán nombrándola de esa manera sin asumir su significado con plenitud: «esta guerra civil es por la independencia de España» (ABC, 25 de julio de 1936). Para los partidarios de pensar la guerra como «incivil», el enemigo —«que un día se sentaron con nosotros en la mesa» (El Sol, 17 de septiembre de 1936)— se había despojado a sí mismo de los derechos de ciudadanía que ostentaban todos los españoles: «fuera de nosotros nada hay de español en la querella fraticida que estamos dirimiendo» (La Libertad, 12 de septiembre de 1936); «ésta no es una lucha entre hermanos» (Mundo Obrero, 26 de julio de 1936); «han perdido los derechos de la común ciudadanía y hasta de residencia en el territorio nacional» (Claridad, 10 de agosto de 1936). En este debate sobre guerra civil, entre ciudadanos del mismo Estado, o guerra entre ciudadanos contra traidores y extranjeros, el concepto de guerra de independencia se consideraba adecuado, y el paralelismo con la de 1808, útil. «Nuestra guerra de la independencia», o la «segunda guerra de independencia», con el mismo carácter de «epopeya», de «gesta», entablada por la población frente a los franceses, vino a legitimar la lucha del bando republicano contra el fascismo primero, contra italianos —sobre todo, italianos— y alemanes, después. Se había producido un «alzamiento» o «movimiento nacional» 339

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(sic) como el del Dos de Mayo de 1808 para realizar una «epopeya popular» en nombre de la «verdadera España». Como aquella de principios del siglo XIX ésta era una «guerra santa», una «guerra sagrada de liberación», para impedir que las potencias imperialistas «se repartan España». Pero España «no es una colonia africana» y «la historia volverá a repetirse». El paralelismo entre las dos guerras era lógico porque para la mayoría de los portavoces ambas tenían la misma causa: el pueblo en armas contra los invasores extranjeros. Se advertía que, en particular, algunos momentos de la de 1936, como el 18 de julio (sic) y el 7 de noviembre, eran fechas idénticas a las del 2 de mayo de 1808. En el ataque franquista a la ciudad madrileña, las organizaciones defensoras alentaban la resistencia con la retórica visual de las reproducciones de Goya o los dibujos de Agustina de Aragón, junto con las arengas a comportarse de la misma manera que los chisperos de antaño. Los caminos de identificación, sin embargo, pudieron deslindarse en los significados de cada una de las guerras, aunque pareciera lo contrario. Azaña ya lo señaló al principio al afirmar que la epopeya de 1808 fue por la independencia, pero la de 1936 lo fue por la libertad. Esta última mucho más cerca, a pesar de todo, de las guerras carlistas del siglo XIX, luchas contra la reacción, aún protagonista en el siglo XX. Esta visión de la guerra de 1936 como una guerra de 1808 por la libertad enlazaba de forma más adecuada con la imagen de guerra civil, expuesta por el mismo Azaña y por Prieto. Para solventar las diferencias, la generalidad de portavoces resaltaron que la guerra de 1936 era la misma que la de 1808, pero por la independencia y por la libertad —«fusión extraña de las guerras carlistas y de la independencia», exclamó ABC, el 2 de mayo de 1937—, ya que no sólo suponía arrojar del territorio español a los invasores extranjeros, sino sustraer la ciudadanía a las «negras huestes reaccionarias» del bando franquista.

El enemigo El paralelismo con 1808 también alcanzaba de la misma suerte a los protagonistas de la guerra. Durante la mayor parte del conflicto bélico, los enemigos de la República fueron las potencias extranjeras jun340

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to con los traidores sin sangre española, que les abrieron las puertas, de manera similar al absolutista Fernando VII y las clases dominantes con respecto al ejército napoleónico. Era la Anti-España, los que han renegado de la nacionalidad española, junto con el fascismo internacional, la internacionalista Compañía de Jesús y con guerreros africanos, en 1936; más concentrados en torno a Alemania e Italia y los traidores criminales, en 1937 y 1938. Al establecer una conexión tan nítida y cercana entre 1808 y 1936, fue obligado precisar en algunas ocasiones que los franceses, enemigos de entonces, eran hoy estrechos aliados, republicanos, laicistas y con gobiernos de Frente Popular, coincidentes en espíritu frente al mismo enemigo: ellos también luchaban «contra los napoleones liliputienses, militarmente hablando, Hitler y Mussolini». Pero los ajustes de buenos y malos en las dos guerras resultaban complicados, porque el pueblo español de entonces se rebeló contra la Francia revolucionaria. Y para complicarlo aún más El Socialista del 2 de mayo de 1938 señaló que «la nación francesa cumplía entonces la función de coco como ahora es Rusia». Con esta alusión, ¿se reconocía que el bando enemigo luchaba para expulsar a Rusia del territorio español; o que el pueblo de 1808 se alzó contra un enemigo inexistente? Mucho más coherente resultaba recordar que los carlistas de las guerras del siglo XIX eran los fascistas de 1936 y que había vuelto endurecida la guerra carlista (Ahora, 4 de agosto de 1936; Zugazagoitia, en El Socialista, 3 de mayo de 1937). La distinción entre «franceses» o «carlistas» como identidad del enemigo, prestada del siglo XIX, era clave a la hora de proceder contra ellos: exterminio o expulsión del territorio al no ser españoles; reconciliación —«abrazo de Vergara»— e inclusión política tras la guerra, al serlo, aunque reaccionarios. Al no producirse una victoria republicana en la guerra, poco puede intuirse de la solución del dilema. Aquí sólo es pertinente dejar constancia de su existencia a la hora de considerar al enemigo tanto durante el enfrentamiento bélico como a su término. Quizá para que no cupiera la posibilidad de ningún «abrazo de Vergara», una buena parte de los grupos republicanos optó por definir al enemigo como no español, ajeno a la «auténtica» España, al «verdadero» pueblo español.

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La víctima Ese pueblo, «atropellado y herido en lo más íntimo de la dignidad de hombres y de españoles», era la víctima de la guerra. El mismo pueblo español que se alzó contra Napoleón, los descendientes, hijos, de aquellos héroes, guerrilleros, milicianos hoy; héroes y mártires de la independencia y de la libertad; la nación en armas, los soldados de la independencia que siguen el ejemplo de aquel pueblo de 1808, porque sabe, es auténtico cumplidor de sus compromisos... Más que herederos, hijos o descendientes, «son los mismos», en la formulación más utilizada para definir a los soldados de 1936 que luchaban contra el enemigo de España. Y, junto a ellos, las mujeres también eran las mismas, igual de heroínas: «esa mujer... que arranca la mecha de un artillero caído» —al referirse a Agustina de Aragón— era gemela de «la mujer que se apresta valiente a la lucha ocupando los puestos que nuestros voluntarios dejan en la producción de la guerra» (Cartel del Socorro Rojo Español, 1938, en J. Carulla y A. Carulla, 1996: 95). La comparación del pueblo y de los soldados de 1936 con la referencia de 1808 se utilizó en aquella guerra para manifestar la respetabilidad, la unidad, la grandiosidad y el compromiso de la población bajo control del bando republicano. La respetabilidad del esfuerzo republicano se expuso al igualarse, incluso superar, las «gestas» de Zaragoza, Gerona, el Dos de Mayo, Bailén..., la lucha a muerte contra el ejército de Napoleón. El esfuerzo era respetable porque lo llevaba a cabo la auténtica España que no podía permitir ser oprimida por invasores. La lucha por la independencia, el amor a la patria, la reconquista de derechos, de la dignidad ultrajada... eran motivos muy distintos a los del enemigo y a cualquiera relacionado con programas políticos partidistas. Eran víctimas contra verdugos, España contra traidores, la defensa de la legalidad contra forajidos. Era una lucha contra la inmoralidad que nadie en el mundo podía justificar y menos apoyar. La unidad se presentaba en la identificación del bando republicano con España y España con el pueblo. Con el fin de frenar la dispersión de esfuerzos en el territorio republicano durante los primeros meses de guerra y centralizar de nuevo los recursos en manos del Estado; con el objetivo también de neutralizar a los free riders entre las or342

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ganizaciones y la población en general, la unidad fue resaltada como un requerimiento de la identidad republicana. Así de centrado en la unidad fue también el esfuerzo del pueblo español en 1808: unido en el ideal, en las juntas, en el ejército, junto al gobierno. El Frente de la Juventud conmemoraba el Dos de Mayo en 1937 y recogía firmas de los heroicos combatientes madrileños para el Gobierno de la República como «prueba palpable de la confianza que en él tienen los defensores de la independencia de España» (ABC, 2 de mayo de 1937). La «Junta Central de Defensa» —nombre que en 1936 se utilizó en los dos bandos para referirse a la Junta Suprema Central de 1808— equivalía al gobierno de Unión Nacional tanto de Largo Caballero como de Negrín. Así, la referencia a los acontecimientos de 1808 no sólo sirvió para ilustrar el esfuerzo del pueblo español auténtico y único, sino para anular y arrinconar a los grupos que luchaban en el bando republicano al margen o discrepantes del gobierno. La grandiosidad del esfuerzo republicano ajustó su medida también en relación con la guerra de 1808. Ésta había sido la epopeya del pueblo español, una gesta comparable a las hazañas más altas de cualquier pueblo. Al compararla con aquélla, el alcance de la guerra de 1936 fue considerado a su altura: tenía carácter de «epopeya», de «heroica gesta de liberación nacional», de «reconquista». «Una epopeya por la libertad que es pareja a la epopeya que por la independencia se escribió el 2 de mayo de 1808», en palabras de Pedro Rico, el alcalde de Madrid. «Zaragoza, Aragón todo, puede repetir las gestas que os distinguieron a través de la historia»; «Madrid, el Madrid galdosiano, está escribiendo en su propia carne mutilada su moderno episodio nacional» (ABC, 25 de julio de 1936; Solidaridad Obrera, 24 de julio de 1936 y 2 de mayo de 1937). Si el esfuerzo de 1936 ya podía medirse con el del pueblo de 1808, se intentó resaltar que quizá fuera superior, ya que «todos los españoles... están dispuestos a superar a los héroes del dos de mayo histórico»; «nada en la historia de nuestro país ni en la historia del mundo puede compararse...»; «también en nuestra guerra encontramos hechos de heroísmo análogos, superados las más de las veces...» (El Socialista, 2 de mayo de 1938; La Libertad, 24 de julio de 1936; Mundo Obrero, 2 de mayo de 1938). La grandiosidad, sin duda, descansaba en la determinación y el compromiso del pueblo español para vencer a sus enemigos. La lucha 343

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incansable de las organizaciones republicanas y obreristas para persuadir y espolear a los gorrones, a todos los que pensaban que el sacrificio no merecía la pena y no compartían una identidad guerrera con los milicianos; a los que paseaban el fusil por las calles céntricas de las ciudades, pero se escondían para ir al frente de batalla; a los que no querían sacrificarse por una dudosa victoria; «contra los timoratos, contra los pusilánimes que no creen en la fuerza invencible de nuestro pueblo», les gritaban que «nuestro pueblo repetirá la epopeya de 1808». Los acontecimientos de la guerra antinapoleónica sirvieron para destacar el mismo compromiso y la determinación para preferir «morir antes que dejar paso franco al invasor»: «¿Qué hombre habrá que se considere español, que no esté dispuesto a coger un fusil?». Si la defensa de la patria era lo primero y la victoria era segura, no había razonamientos más nobles para acudir al grito de «¡Alistaos prontamente!», en los «batallones de nuestro glorioso Ejército popular, escuela de ciudadanía, de amor a la patria, de heroísmo y de abnegada conducta» (Ahora, 1 de mayo de 1938; Cartel de 1938, en J. Carulla y A. Carulla, 1996: 96; Mundo Obrero, 19 de agosto de 1937). No importaba que el enemigo fuera muy superior: ya había ocurrido lo mismo contra Napoleón en 1808 —«los mejores soldados del mundo»—. Ahora la lucha se disponía contra Alemania e Italia. En ambos casos, el pueblo estaba inerme, sin defensa. «... Pero como el pueblo de 1808, se lanzó al combate sin tener en cuenta la superioridad del enemigo» (Mundo Obrero, 2 de mayo de 1938). El pueblo español no regateaba ahora en sacrificios en su lucha por la independencia patria: «a Goya le hubieran faltado cartones para recoger los trágicos gestos de los madrileños asesinados en las calles o en sus propios hogares por la metralla de los traidores» (El Sol, 3 de mayo de 1938; ABC, 2 de mayo de 1937). La glorificación del sacrificio, de la muerte, de la desolación, de la pérdida, más que suficientes para abatir a la mayoría de la población, sirvió —como en las guerras del siglo XX— para enmascarar las realidades terribles de la guerra y era un requisito indispensable para excitar la lucha, animar el alistamiento y levantar la moral de combate. Para contribuir a esa glorificación los portavoces republicanos y obreristas utilizaron la mitología religiosa que narra las proezas de seres y fuerzas sobrenaturales, otorga un sentido positivo a la violencia y a la muerte, al martirio como 344

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fuente de inmortalidad, sobre todo cuando matar y morir se cubren de ropajes morales (Bunk, 2002: 65; Aho,1981: 3-10). El pueblo sufriente y su identificación con una patria desolada, a la manera de la Pietà de Miguel Ángel, además del carácter sagrado de la guerra, armaron los ropajes morales de la inmortalidad para los combatientes, hijos del pueblo, mártires de la independencia y de la libertad que no han muerto: Vivís en la santa memoria que nos ilumina y nos extasía. ¡No habéis muerto no, mártires del honor del pueblo, no!... enseñando al pueblo la senda de la regeneración, del sacrificio y del honor; esa voz sagrada de la nueva religión del pueblo, la única, la verdadera... ¿Cómo habéis de morir, nuevos mártires, nuevos héroes, nuevos dioses, si hasta la viril y olímpica epopeya de vuestra noble sangre, al ser vertida por la canalla criminal fascista, ha hecho germinar y echar flores en los campos yermos y baldíos de los predios secos y marchitos de la anti-España, de la lepra monárquica y jesuita?... La generación actual, los hombres del mañana, las civilizaciones futuras elevan y elevarán en sus almas recuerdos imperecederos, himno de admiración y gloria a vuestro triunfo inmortal... Mientras la Diosa Libertad, en su aleteo raudo y víbrido posa sus labios maternos sobre vuestra frente de elegidos, de super-hombres, sellando así en la inmensidad eterna vuestra majestad Victoria... ¡Los hijos del pueblos os aman y os reverencian! [Solidaridad Obrera, 2 de agosto de 1936]

Y ésos eran los mismos muertos inmortales que los fusilados ayer en la montaña del Príncipe Pío, retratados por Goya, los bombardeados ahora en Guernica, pintados por Picasso, de la misma manera representados inmortales. La patria era una suma de muertos, una trayectoria continuada de muertos, que permitía asegurar que la historia se repite, la de 1808, porque los muertos de ayer y de entonces eran los mismos: los muertos del pueblo español. Todos ellos héroes, descendientes e hijos de héroes; mártires del pueblo y mártires de la libertad. La afirmación de respetabilidad, unidad, grandiosidad y compromiso con el sacrificio auguraban que la estrategia adecuada consistía en perseguir la victoria en una «guerra hasta la última tapia» (Mundo Obrero, 2 de mayo de 1938).

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La solución La solución al conflicto propuesta por las principales organizaciones fue la de una resistencia a ultranza hasta el final porque la victoria era segura. Como la de 1808 fue la misma guerra, el mismo pueblo, «los mismos procedimientos y en las mismas circunstancias maravillosamente parecidas a las de entonces» —en palabras de Azaña—, sólo hacía falta imitarlos, poner el valor a prueba como ellos, escribir las más hermosas páginas de la historia como en 1808, fecha en la que el pueblo movilizó todas sus energías y resistió al enemigo después de las primeras derrotas. Se recordaba el Dos de Mayo... pero como una primera derrota que, sin embargo, galvanizó el país y mereció la pena porque «sacó del letargo a España». Resistencia llegó a ser el término preferido para englobar la estrategia del pueblo republicano —unidad, organización, movilización—, como ya se probó victoriosa en la epopeya de 1808 frente a un enemigo superior que había ocupado casi todo el país. Alrededor de la conmemoración del Dos de Mayo, en 1938, ciento treinta años después, el gobierno de Negrín proclamó que «resistir es vencer» —y la victoria del pueblo español ante Napoleón era la comprobación más imaginada—. Poco importaba que fueran quedando en el camino anteriores dirigentes ahora críticos con el transcurso de la contienda; antiguos soldados que ya no quisieron volver a morir por un desenlace incierto; y parte de la población civil, exhausta de tanta escasez y sacrificio. Resistir era la consigna que el gobierno de Negrín y lo que restaba de organizaciones republicanas y obreristas lanzaban aún en los primeros meses de 1939, apoyándose en lo que afirmaban había sido la experiencia antinapoleónica, un país invadido por sus cuatro costados que a partir de 1811 supo ganarse la victoria.

La alternativa Si la estrategia consistía en la lucha sin cuartel y, después, en la resistencia, a imitación de la empresa popular de 1808, la victoria se imaginaba con la expulsión de la extranjería, las hordas extranjeras, del 346

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suelo patrio, también como a principios del siglo XIX: «Un solo grito nos atrae y nos agrupa a todos. Queremos tener patria», clamaba La Libertad, el 1 de mayo de 1938, como si ya no importara en qué condiciones políticas se repusiera la patria o, por el mero hecho de su supervivencia, equivaldría a ciudadanos libres. Durante la mayor parte de la guerra, los portavoces republicanos rememoraron 1808 como la «primera» Guerra de la Independencia, en la que todo, todo, recordaba a lo que estaba viviéndose; la historia se repite. Pero algo de aquel tiempo no concordaba con los objetivos republicanos: la despedida de Napoleón coincidió con el triunfo final de Fernando VII y «la clericalla española, la más cerrada de mollera de las clericallas de todo el mundo», según puntualizó Jacinto Benavente, en la conmemoración de 1938. La evocación republicana de 1808, como una experiencia que había que imitar y llena de enseñanzas positivas, que demostraba la victoria antes de producirse, incluyó siempre un final feliz que consistía en «la independencia», en peligro por la ocupación napoleónica. Pero en pocas ocasiones se reseñaban «los errores» populares de aquella independencia, al dar la bienvenida al absolutismo fernandino y cercenar los avances constitucionales de Cádiz. El silencio sobre ese aspecto de 1808 fue notorio. El sentido de independencia abstracto y casi instintivo de 1808 contrastaba, sin embargo, con el concreto y consciente de 1938. La independencia de España significaba la expulsión de los invasores extranjeros, pero también del «fascismo» autóctono, de tal manera que la revolución del 20 de julio consolidaría en España la República democrática, una suerte de régimen político del que quedarían excluidas las organizaciones no participantes en el bando republicano. Este significado de independencia enlazaba mal con el resultante de 1808. De la misma manera que necesitaba explicaciones recurrir a la «primera» Guerra de la Independencia, para añadir las diferencias con el presente en cuanto a las alternativas. Como lo hizo la CNT al señalar que «hoy el pueblo hispano lucha por algo más que por la dignidad geográfica del país: lucha por la Revolución ibérica». «No valdría la pena luchar sin descanso —se afirmaba en Solidaridad Obrera el 2 de mayo de 1937— contra verdugos extranjeros, para caer luego a manos de verdugos nacionales», nueva edición de un «fernandismo antifascista y democrático». 347

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Epílogo La referencia al motín de aquel 2 de mayo, los enfrentamientos a campo abierto y en ciudades durante la ocupación del territorio español por el ejército napoleónico a partir de 1808, fue utilizada en el bando republicano para definir la guerra y legitimar el esfuerzo por la victoria, de manera inmediata tras la rebelión militar del 17 de julio de 1936 y hasta el mismo fin de la guerra en abril de 1939. Los argumentos más utilizados fueron el carácter de levantamiento nacional del pueblo español contra el invasor por la independencia de la patria. De ahí que esa referencia al pasado hablara del significado del conflicto, de sus protagonistas —tanto el enemigo, como la víctima—, y de la solución para acabar la guerra con victoria. La experiencia histórica, sin embargo, ofrecía escasa ayuda a los republicanos al hablar de la alternativa, puesto que el ideal de independencia era bien distinto al de aquel tiempo: la República democrática o la revolución sindical. Los argumentos centrados en el paralelismo de la guerra de 1936 con un acontecimiento del pasado del tipo de la guerra de 1808 fueron dirigidos a intentar persuadir entre otros a aquellos sectores de la población más indecisos, escépticos, los más distantes de los lenguajes obreristas, pro soviéticos o revolucionarios. Los sectores en apariencia extraños a la identificación de la guerra con algunas conquistas sociales y derechos políticos, a los que podía resultar más convincente sacrificarse en una «segunda guerra de independencia».

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14. ¿EL TRIUNFO DEL DOS DE MAYO?: LA RELECTURA ANTILIBERAL DEL MITO BAJO EL FRANQUISMO HUGO GARCÍA *

El Dos de Mayo, declarado fiesta de la España liberal por las Cortes de Cádiz en 1811, en franca decadencia desde la Restauración de 1875, suplantado por el Día de la Hispanidad como efeméride patriótica en 1918, recuperó su estatus de fiesta nacional a raíz de la sublevación militar que acabó con la Segunda República en julio de 1936. Por más que este renacimiento no fuese a durar más de tres meses, no deja de resultar paradójico que los insurgentes, herederos confesos del nacional-catolicismo de Marcelino Menéndez y Pelayo —para quien la revolución liberal simbolizaba la desviación de España de su verdadera tradición— escogiesen como fiesta nacional una fecha llena de connotaciones liberales, cívicas y populares. Es cierto que, a la altura de los años treinta, la conmemoración de la Independencia había perdido ya buena parte de su antiguo carácter liberal-democrático: desde la época isabelina la ceremonia había dejado de ser una exaltación de la soberanía popular para transformarse en un rito funerario con evidentes dimensiones religiosas; los héroes militares de la guerra contra Napoleón (los artilleros Daoíz y Velarde) habían arrebatado al pueblo su antiguo protagonismo. El Dos de Mayo se había convertido en un símbolo disputado, al que los diferentes actores políticos y sociales atribuían significados distintos. Se trataba de un culto híbrido, «tan religioso como cívico, tan militar como popular y más madrileño que nacional» (Demange, 2004: 284). La decisión de los rebeldes de 1936 de reivindicar el Dos de Mayo, en cualquier caso, no deja de suscitar preguntas de interés para los historiadores de los símbolos nacionales. De entrada, nos obliga a * Investigador del Departamento de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos, Universidad Complutense de Madrid. 351

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plantearnos la posibilidad de que la fiesta constituyese por entonces una referencia mucho más poderosa y ampliamente compartida de lo que considera la literatura sobre el tema, escrita por lo general en sintonía con las tesis sobre la «débil nacionalización» del país desde mediados del siglo XIX (Moreno, 2007). Desde otra perspectiva, nos exige repensar el papel de la historia como instrumento de legitimación en los procesos revolucionarios como el franquismo. En un intento de despejar estos interrogantes, este trabajo trata de reconstruir el lugar del Dos de Mayo en el universo ideológico de los componentes del bando nacional para, a continuación, reflexionar sobre su función política durante las sucesivas etapas de la dictadura instaurada por éste. Las lecturas del mito realizadas por los actores en cada momento servirán, así, para comprender mejor la supervivencia del propio mito hasta bien avanzado el siglo XX.

I. EL DOS DE MAYO EN LA TRADICIÓN NACIONAL-CATÓLICA

Para acercarnos al imaginario de los sublevados puede resultar útil comenzar por plantearnos quiénes eran y de dónde venían. La primera cuestión se puede responder recurriendo a una fórmula muy extendida en la historiografía sobre el primer franquismo: la insurrección del 18 de julio de 1936 estuvo protagonizada por una «coalición reaccionaria» formada por una fracción del Ejército, la jerarquía de la Iglesia católica y la oposición parlamentaria al gobierno del Frente Popular salido de las elecciones de febrero (Sánchez Recio, 1993). La impresión de unidad que transmiten las declaraciones de sus líderes es claramente equívoca: bajo la denominación de nacionales combatían fuerzas muy dispares que disentían en objetivos tan básicos como la forma de Estado o el sistema económico que debía implantarse en España. En un extremo, los tradicionalistas abogaban por un retorno a la España anterior a 1808, como la soñada por sus antepasados carlistas: «Dios, patria, fueros, rey». En otro, los falangistas defendían una «revolución nacionalsindicalista» que sustituyese la monarquía parlamentaria por un Estado totalitario de partido único, construido sobre el modelo de los regímenes fascistas italiano y alemán. Entre medias, 352

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los alfonsinos de Renovación Española, los cristianos de Acción Católica y la mayor parte de la jerarquía eclesiástica se habrían conformado con un retorno al statu quo anterior a 1931: una monarquía con algún tipo de representación corporativa y donde la Iglesia tuviese garantizado el control de la educación y las costumbres. El «Movimiento nacional», en suma, constituía una síntesis de las grandes tradiciones ideológicas de la derecha española (González Cuevas, 2000). Dentro de su pluralidad, las derechas compartían muchas cosas, como una conciencia clara de la identidad de sus enemigos. La experiencia del primer bienio republicano —con sus leyes anticlericales, su «trituración» del ejército, su estatuto catalán y su reforma agraria— había resultado traumática para todos, contribuyendo a limar las diferencias y facilitando la formación del Bloque Nacional que concurrió a las elecciones de febrero y allanó luego el camino de los jefes de la conspiración. En el fondo, la colaboración entre las distintas fuerzas conservadoras durante los años republicanos no había hecho sino reproducir, en un contexto de oposición y amenaza revolucionaria, la experiencia de la dictadura implantada por el general Miguel Primo de Rivera a partir de septiembre de 1923. Un régimen que prefigura al de Franco en muchos aspectos, entre ellos la actuación del Ejército como garante de la unidad nacional. Durante los años precedentes, el desafío a la identidad nacional planteado por el trauma del 98, la eclosión de los regionalismos catalán y vasco, el fortalecimiento del movimiento obrero —con sus símbolos internacionalistas, como el Primero de Mayo— y la aventura colonial en Marruecos habían acercado a muchos oficiales a las actitudes antiparlamentarias y corporativas de la derecha radical. Antonio García Pérez, profesor de historia en la Academia de Infantería de Toledo desde 1905, y que tuvo a Franco entre sus alumnos, veía a las Fuerzas Armadas como la garantía de la unidad de la patria e incluso la encarnación de la «nación». Otro profesor de la Academia con interés por la historia, José Millán Astray, fundador de la Legión Extranjera en 1920, transmitió también al futuro Caudillo su sentido heroico de la guerra y su visión de la muerte como sacrificio supremo por la patria, así como su aversión hacia la política civil (Jensen, 2001: 99-155). La apropiación de los símbolos patrios por parte del Ejército, visible ya en las conmemoraciones del primer centenario de 1808, se 353

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acentuó durante la Dictadura, un régimen nacido de un golpe militar que protagonizó el que ha sido considerado como el primer proyecto sistemático de nacionalización de masas de la España contemporánea. La propaganda del régimen, canalizada a través del partido oficial Unión Patriótica y del diario oficioso La Nación, no sólo recogió el españolismo elemental predominante en las academias militares; también consagró la alianza entre el Ejército y la Iglesia en la formación del espíritu nacional. Los oficiales desplegados por toda España durante los primeros meses de la Dictadura con el rango de delegados gubernativos y la misión de divulgar ideas patrióticas entre la población buscaron con frecuencia el apoyo del clero local: las celebraciones que organizaban incluían casi siempre una misa de campaña, reflejo del carácter de «religión cívica» que se ha atribuido a la política conmemorativa de Primo de Rivera (Quiroga: 124-145; en prensa). Más que de una religión cívica cabría hablar de una simbiosis muy lograda entre nacionalismo y religión, como refleja la principal conmemoración patriótica de la Dictadura: el 12 de octubre o Día de la Raza. Una fecha elevada a la categoría de fiesta nacional por el gobierno del conservador Antonio Maura en 1918, y que exaltaba al mismo tiempo el imperialismo español en América y a la Virgen del Pilar, patrona de Zaragoza (Barrachina, 1999-2000). En comparación con el 12 de octubre, la memoria de la Guerra de la Independencia tuvo un papel secundario en la política nacionalizadora de la Dictadura, claramente identificada con la herencia imperial simbolizada por el Día de la Raza. La epopeya, es cierto, continuaba viva en la memoria popular: durante este período se realizaron películas como El Dos de Mayo, de José Buchs (1927) y Agustina de Aragón, de Florián Rey (1928). El mismo régimen no dudó en recurrir a la simbología antinapoleónica para combatir las identidades regionales más recalcitrantes: en Barcelona, cambió el nombre de las calles adyacentes al santuario dedicado a los mártires ejecutados en la Ciutadella en 1809 y proyectó la construcción de un nuevo monumento «A los mártires de la Patria» (Michonneau, 2004: 107-109). Pero el proyecto no llegó a fructificar: la capacidad, y quizá también la voluntad nacionalizadora del régimen, tenían sus límites. El reto que supuso la caída de la Dictadura y la instauración de la República en abril de 1931 no parece haber inducido a la derecha a 354

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replantearse sus preferencias en materia de símbolos nacionales. Las páginas de Acción Española, el órgano de expresión más influyente del conservadurismo español durante los años republicanos —en sus páginas colaboraron autores primorriveristas, como José María Pemán; tradicionalistas, como Víctor Pradera; falangistas, como Ernesto Giménez Caballero y alfonsinos, como Jorge Vigón— están llenas de cantos a «la Hispanidad», un concepto popularizado por Ramiro de Maeztu y asociado al 12 de octubre (Acción Española, 1, 15 de diciembre de 1931; 5, 16 de febrero de 1932 y ss.). El Dos de Mayo, en cambio, brilla por su ausencia en los números de 1 y 16 de mayo de 1932, éste dedicado a conmemorar el XX aniversario de la muerte de Menéndez y Pelayo. Un homenaje con el que los responsables de la revista dejaban constancia de su fidelidad a la visión de la historia formulada por el historiador cántabro a finales del siglo anterior, para quien la identidad española había quedado fijada por los Reyes Católicos y los primeros Austrias al fundir la monarquía con la fe católica, y la evolución seguida por el país a partir de la llegada de los Borbones era, con escasas excepciones, herética y antiespañola. El Dos de Mayo tenía un difícil encaje en este esquema, como se refleja en una selección de escritos de Menéndez realizada por el oficial retirado Jorge Vigón para la Biblioteca de Acción Española en 1934. La estructura de esta Historia (dividida en períodos titulados «Hacia la unidad de España», hasta los Reyes Católicos; «Cuando no se ponía el sol en las tierras de España», hasta la llegada de los Borbones; y «En la pendiente de la revolución», dedicado a los siglos XVIII y XIX) reflejaba claramente la lógica de la selección, y el lugar tan equívoco que ocupaba en ella la Guerra de la Independencia. El pasaje dedicado a la lucha contra el francés —extraído de la celebérrima Historia de los heterodoxos españoles— contenía los dos elementos clave en la interpretación nacionalcatólica del episodio. Por una parte, Menéndez exaltaba el levantamiento popular contra Napoleón como un glorioso despertar de la nación española tras un siglo de «miseria y rebajamiento moral»: su grandeza residía tanto en sus rasgos irregulares, democráticos y federales como en su carácter de «guerra de religión contra las ideas ilustradas difundidas por las legiones napoleónicas», y adoptadas por esa «legión de traidores, de eterno vilipendio en los anales del mundo» conocida como los 355

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«afrancesados». Por otra, la victoria militar sobre el francés se había visto empañada por la derrota ideológica que había supuesto la adopción, por parte de las Cortes de Cádiz, de una organización política calcada de la francesa y ajena a la tradición española. Ahí veía Menéndez el origen de todos los males sufridos por la nación desde entonces: «gracias a aquellas reformas quedó España dividida en dos bandos, iracundos e irreconciliables; llegó, en alas de la imprenta libre, hasta los últimos confines de la Península, la voz de sedición contra el orden sobrenatural, lanzada por los enciclopedistas franceses... y a la larga, perdido en la lucha el prestigio del trono, socavado en mil maneras el orden religioso, constituidas y fundadas las agrupaciones políticas..., comenzó esa interminable tela de acciones y de reacciones, de anarquías y de dictaduras, que llena la torpe y miserable historia de España en el siglo XIX» (Menéndez y Pelayo, 1934: 235-250). Desde la perspectiva nacionalcatólica el Dos de Mayo constituía, así, un mito profundamente ambiguo: una gloriosa afirmación del espíritu nacional que, sin embargo, acababa «traicionada» por una parte de esa nación: o, mejor dicho, por aquellos que Maeztu había descrito como la «Antipatria» en el primer número de Acción Española. La sintonía de la derecha de los años treinta con esa visión se aprecia en la obra de uno de los principales portavoces de la Dictadura y luego de la revista citada, el poeta José María Pemán. Su poema dramático Cuando las Cortes de Cádiz, estrenado ese mismo año 1934, refleja bien a las claras el aprecio del autor gaditano por la idea de 1812 como una funesta desviación de la senda de afirmación nacional emprendida en 1808. La obra estaba ambientada en el Cádiz de 1812, sitiado por los franceses. La causa del pueblo español, encarnada en una cantante local llamada Lola la Piconera, era traicionada por los liberales gaditanos que, con falsos pretextos, la persuadían para cruzar las líneas enemigas en una misión supuestamente patriótica y que, en realidad, pretendía tan sólo abortar el nombramiento de un «servilón» como diputado a Cortes. El descubrimiento y fusilamiento de La Piconera por las tropas francesas simbolizaba la traición y la derrota de la patria a manos del enemigo interior, como el padre Alvarado se encargaba de subrayar en el epílogo. Este parlamento, en el que late el concepto de «Antipatria» popularizado por Acción Española, 356

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contiene también una impugnación del concepto liberal de «pueblo» muy elocuente para entender la visión conservadora del período 1808-1814: «Nuestro pueblo, el de verdad, / el que luchó contra Francia / y adoró a la Piconera, / es esa gente tranquila / que en una infinita espera / está en una y otra acera / quieta, callada ¡y en fila!» (Pemán, 1934: 197-203). Tanto Pemán como la mayoría de los representantes del nacionalismo conservador español no exaltaban nunca al pueblo sin precisar que éste no tenía nada que ver con el invocado por republicanos y demócratas: un matiz que ayuda a entender la actitud que adoptarán estos sectores ante el símbolo tras conquistar el poder en julio de 1936. Ésta era, en todo caso, la visión del Dos de Mayo más extendida entre la derecha española en vísperas de la sublevación. El entusiasmo brillaba por su ausencia, tanto entre los nacionalcatólicos de Acción Española como entre los tradicionalistas, que desde finales del siglo anterior conmemoraban a sus propios muertos cada 10 de marzo en la Fiesta de los Mártires de la Tradición (Canal, 2006). Éste era también el caso de los militantes de Falange, el partido fascista español fundado por José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador, en octubre de 1933: apegados a sus propios símbolos, los falangistas optaron por sabotear la celebración del 2 de mayo de 1936 en Madrid con gritos de «¡Viva el Fascio!» (Cruz, 2006: 160). A pesar de todo, la rígida doctrina nacionalcatólica iba a demostrar una enorme capacidad de adaptarse a nuevas circunstancias gracias, precisamente, a una visión de la historia caracterizada por «un concentrado de mitos historiográficos, negativos y positivos, que forman una red en la cual la sugerencia que cada mito inspira deriva, en gran parte, de la capacidad de evocar y confirmar los anteriores» (Botti, 1992: 19). El mito de la Guerra de la Independencia, forjado por la historiografía liberal del siglo XIX a partir del de la Reconquista serviría así, a partir del 18 de julio, para fundamentar un nuevo mito destinado a legitimar el levantamiento armado contra la República y la creación de un nuevo orden político-social: el del movimiento nacional, guerra de liberación o cruzada.

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II. LA GUERRA CIVIL: UN VIEJO MITO PARA UNA NUEVA ESPAÑA

El recuerdo de 1808 hizo su aparición en la zona sublevada desde los primeros días de lucha, cuando la España nacional no constituía más que un boceto encarnado en la Junta de Defensa de Burgos. La imagen fue invocada por primera vez en una proclama difundida por la junta en Navarra, principal bastión carlista, el 19 de julio, donde se justificaba la necesidad de combatir la «invasión extranjera» que amenazaba España como se había hecho «en los días lejanos de la Reconquista o en los más cercanos y asimismo gloriosos de la Guerra de la Independencia» (Núñez Seixas, 2006: 183). Días después, el 24 de julio, Pemán reiteraba la comparación en términos algo más precisos en una arenga pronunciada por Radio Jerez, en territorio entonces controlado por el general Queipo de Llano: la lucha contra el marxismo tenía «anchura de reconquista y magnitudes de guerra de la Independencia»; era una «guerra santa en que el Ejército y el pueblo, puesto unánimemente de pie, vuelven a gritar a todos los vientos que si ayer la Virgen del Pilar no quería ser francesa, menos quiere ser ahora rusa ni judía» (Pemán, 1937: 12). Con variaciones que afectaban tanto a la combinación de gestas heroicas invocadas —Reconquista, cruzada— como a la identidad del enemigo —ruso, francés, masón, judío—, el paralelismo se incorporó desde entonces al repertorio discursivo de los insurgentes, difundiéndose de manera reiterada a través de los organismos de propaganda creados de manera paralela a la institucionalización del nuevo régimen. A finales de año, después de la proclamación de Franco como «jefe del Gobierno del Estado» y su traslado a Salamanca, las autoridades iniciaron un tímido programa monumental, inaugurando algunas lápidas que conmemoraban la participación local en la Guerra de la Independencia y subrayaban los rasgos comunes entre los patriotas de ambas fechas (Núñez Seixas, 2006: 237). La recuperación del mito llegó a su apogeo con la celebración del primer Dos de Mayo de la España sublevada, que se presentó como una ocasión de redefinir las señas de identidad del movimiento. El 12 de abril, apenas dos días antes de la celebración de la fiesta nacional republicana, la Junta Técnica del Estado inauguraba un nuevo calendario festivo con un decreto que suprimía todas las efemérides crea358

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das por la República (el 11 de febrero, el 14 de abril y el 1 de mayo), bautizaba como Primer Año Triunfal el período transcurrido desde el 17 de julio de 1936 y declaraba el 2 de mayo Fiesta Nacional del mismo (Box, 2007: 246). Llegado el gran día, la prensa oficial se volcó en la «restauración» de la fiesta nacional «proscrita» por la «anti-España» (ABC, Sevilla, 2 de mayo de 1937). La celebración recibió una sanción oficial con un acto en el Palacio Anaya de Salamanca, donde el Caudillo pronunció una breve arenga ante «el pueblo entero, en cordial confusión de militares uniformes, camisas azules y boinas rojas». Ante esta audiencia entregada, Franco se limitó a describir la fecha como la fiesta del «buen pueblo español» y a acusar a la República de haberla hecho «desaparecer», concluyendo que había sido necesario «un nuevo y santo Alzamiento nacional» para recuperarla (Franco, 1943: 251-252). El contenido doctrinal lo puso esa misma noche Pemán —que en noviembre había sido nombrado presidente de la Comisión de Cultura y Enseñanza de la Junta Técnica del Estado, encargada de la depuración del profesorado— en una charla transmitida por la nueva Radio Nacional de España. El poeta oficial del régimen reformuló el mensaje del Caudillo en los términos menendezpelayistas que le eran tan gratos, advirtiendo que el peligro para España no residía en el enemigo, sino en la dejadez tras la victoria: éste debía ser «el Dos de Mayo sin Cortes de Cádiz», la «guerra carlista sin derrota ni malogro...». Bastaba con que los nacionales supieran mantener su «intransigencia» frente a los «enrojecidos» (nuevo avatar de los afrancesados) y apoyasen unánimemente a su Caudillo (Pemán, 1937: 83-95). Los actos celebrados en el resto del territorio nacional no se apartaron mucho del guión fijado en Salamanca. En Pamplona, el general Mola reiteró el paralelismo entre las dos fechas gloriosas de 1808 y 1936 en un discurso en el balcón del Nuevo Casino. En otras capitales de provincia, como Córdoba, Huelva, Málaga, Granada, Cádiz y Soria, la conmemoración adoptó formas tradicionales: actos religiosos, acompañados en algunos casos de lecturas de poemas en recuerdo de la epopeya por parte de maestros y escolares (ABC, Sevilla, 4 de mayo de 1937). Centralistas a ultranza, las nuevas autoridades no dejaron de exaltar los diversos mitos de resistencia local al invasor: los Sitios de Gerona, la actuación de la Junta Soberana de Asturias, la reconquista de Vigo por el capitán Cachamuiña... (Núñez Seixas, 2006: 238). 359

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Lo único realmente novedoso, aparte del énfasis concedido a la semejanza entre las dos guerras, fue la banda sonora que acompañó a los actos: junto al himno nacional (la Marcha Real del siglo XVIII, con la aséptica letra compuesta por Pemán por encargo de Primo de Rivera) en la mayor parte de las localidades se tocaron los «cantos nacionales» establecidos por el reciente decreto de unificación: el de Falange Española (Cara al sol) y el tradicionalista Oriamendi, de letra mucho más ajustada a la ocasión («Por Dios, por la Patria y el Rey lucharon nuestros padres. / Por Dios, por la Patria y el Rey lucharemos nosotros también»). La nueva fiesta nacional servía, así, para celebrar el nacimiento del nuevo partido único, Falange Española Tradicionalista de las JONS, y el segundo gran paso adelante en la consolidación de la dictadura franquista. Al margen de esta circunstancia aparentemente casual, este Dos de Mayo de 1937 plantea algunas preguntas: ante todo, ¿por qué escogieron los sublevados esta fiesta entre todas las posibles? Más que por un apego sentimental que sabemos débil, la clave reside probablemente en el «carácter instrumental» que adquirió la retórica nacionalista durante la Guerra Civil, como sucede en la mayoría de los conflictos armados (Núñez Seixas, 2006: 22 y ss.) y con frecuencia en la vida política normal. Para los dos bandos, y para los sublevados en particular, la apelación a la nación y a símbolos nacionales como el Dos de Mayo cumplía fines muy diversos, todos ellos sumamente beneficiosos. Para empezar por el más obvio, la referencia al pasado representado por la Guerra de la Independencia permitía entroncar la rebelión con la tradición, y darle sentido como un jalón más de una historia nacional marcada —de acuerdo con el canon liberal decimonónico— por la lucha secular del pueblo español por su independencia y sus tradiciones frente a sucesivas tentativas de invasión extranjera. El constante paralelismo entre las dos fechas (el 2 de mayo y el 18 de julio) estaba destinado a revalorizar la segunda, no la primera. Esto, es cierto, no basta para explicar la elección del Dos de Mayo entre otros ejemplos de resistencia victoriosa de la nación frente al invasor: la invocación de la Reconquista, aparentemente más cercana al universo ideológico de los sublevados, habría permitido también subrayar el apego de los españoles a su independencia y (de forma más clara) a su religión. Si no se empleó fue, tal vez, porque los musulma360

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nes —enemigos seculares de España desde 711— luchaban en 1937 junto al «buen pueblo español» (Álvarez Junco, 2006: 667). La invocación del «pueblo», y de una guerra eminentemente «popular» como la de la Independencia, tenía también la ventaja de lavar el pecado original del movimiento: su ilegalidad. Ante la necesidad de justificar la toma de armas contra un gobierno salido de las urnas, y bendecido con una legitimidad democrática formal, los insurgentes no tenían más remedio que recurrir a otra fuente de legitimidad, más abstracta pero también más poderosa: dijeran lo que dijesen las leyes, la «nación» luchaba de su lado, como había sucedido en 1808. Decir nación era decir pueblo, pero no en el sentido liberal de conjunto de individuos iguales en derechos, sino en el romántico de comunidad cultural, espiritual, racial. Como las derechas del período republicano, los nacionales rara vez se referían al pueblo sin adjetivarlo para distinguirlo del invocado por sus enemigos: su pueblo era el «pueblo sano», unido, disciplinado; es decir, lo contrario de las «masas» manipuladas por ideologías extranjeras. Para el monárquico Marqués de Quintanar, socio fundador de Acción Española, el «pueblo» del 2 de mayo de 1808 era lo contrario del «populacho» del 14 de abril de 1931: sólo el primero, «acaudillado por un Daoíz, por un Velarde, movido por el amor filial a su dinastía», era «el verdadero pueblo» (Gallego de Chaves, 1937). Quienes no pertenecían al «verdadero pueblo» tampoco formaban parte de la nación: no eran españoles. Presentar la Guerra Civil como «guerra de independencia» permitía también construir un enemigo clásico (extranjero) capaz de sustituir al siempre más incómodo enemigo interior, vecino al fin y al cabo. El concepto de «anti-Patria» elaborado por Acción Española a partir de Menéndez y Pelayo facilitaba enormemente la desnacionalización del enemigo, condición necesaria para su deshumanización. Las imágenes del enemigo que pueden rastrearse en el discurso bélico de los sublevados eran extremadamente diversas («rojos», «masones», «judíos»...), pero todas ellas tenían en común su carácter extranjero, ajeno a la esencia de lo español. El internacionalismo proletario, y especialmente la intervención de la Unión Soviética en ayuda de la República a finales de septiembre, facilitó la conversión de los franceses de 1808 en «rusos», y de los afrancesados en «arrusados». El tradicional antigalicismo español aparece 361

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también de manera recurrente en la retórica de los nacionales, que no dejaron de denunciar la continuidad entre el imperialismo de Napoleón y las maniobras del primer ministro Léon Blum (socialista y judío) en favor de los «rojos» y del separatismo vasco y catalán (Ara, 1940). Pero la Rusia soviética, país oriental —con todas las connotaciones de crueldad y barbarie que tenía entonces el Oriente— y además anticristiano, constituía un enemigo mucho más satisfactorio. Con un antagonista tan radicalmente lejano no había conciliación posible: ante una amenaza semejante, la única salida era la guerra total, intransigente, y el exterminio del adversario. Como señaló Pemán en su citada arenga por Radio Jerez, «la idea de turno o juego político, ha sido sustituida para siempre por la idea de exterminio y de expulsión, única válida frente a un enemigo que está haciendo en España un destrozo como jamás en la Historia nos lo causó ninguna nación invasora» (Pemán, 1937: 13). El hecho de que ese enemigo fuese español, y que estuviese empleando fórmulas casi idénticas para movilizar a sus partidarios, constituía una razón añadida para profundizar en esta línea argumental. En toda la propaganda de la Guerra Civil hay un componente de emulación, y la retórica nacionalista de ambos bandos constituye quizá el mejor ejemplo de ello. La pretensión de los líderes republicanos de estar dirigiendo una «nueva Guerra de Independencia» contra los aliados de Franco (italianos, alemanes y moros) tenía algo de respuesta a la retórica nacionalista de los sublevados, y a su vez no dejó de influir en ésta. La apoteósica celebración del Dos de Mayo de 1937 en Salamanca puede leerse como una réplica a la formidable campaña lanzada por el gobierno de Valencia tras la captura de numerosos legionarios italianos en la batalla de Guadalajara, a mediados de marzo: una campaña plasmada en un Libro blanco sobre la intervención italiana en España que denunciaba, precisamente, la «invasión de España» por unidades regulares del ejército fascista. Incapaces de rebatir las certeras acusaciones del enemigo, los nacionales no tenían otra salida que reiterar su españolismo y apropiarse de la fiesta nacional de más larga tradición: el Dos de Mayo. Cuando el gobierno de Negrín empezó a imitarles, como sucedió a partir de Guadalajara, tuvieron que acusarle de hipocresía, como hizo Franco en un discurso pronunciado en el aniversario del Alzamiento en 1938: tras denunciar «el aparente pa362

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triotismo de las nuevas propagandas rojas...», precisó que «invasión extranjera es la que abre la frontera catalana y da paso a los indeseables internacionales que saquean y destruyen. Guerra de la Independencia, exclaman, quienes ofrecen en venta nuestras tierras y nuestros puertos a la codicia de los imperialismos extranjeros...» (Franco, 1943: 22-23). La intensificación del patriotismo republicano denunciada por el Caudillo no se tradujo, sin embargo, en un aumento paralelo de la importancia de 1808 en la retórica de los nacionales. Su reinado fue, por el contrario, extremadamente efímero: cuando no habían transcurrido tres meses desde las celebraciones del 2 de mayo de 1937, un decreto estableció como nueva Fiesta Nacional el 18 de julio, «fecha en que España se alzó unánimemente en defensa de su fe, contra la tiranía comunista y contra la encubierta desmembración de su solar». A la nueva fiesta se sumarían, en el curso del siguiente año, el 1 de octubre, Fiesta Nacional del Caudillo; el 19 de abril, Día de la Unificación; y el 20 de noviembre, aniversario de la muerte de José Antonio (Cenarro, 2003: 121-122). La vieja fiesta liberal se veía, así, desplazada por toda una serie de conmemoraciones, de clara inspiración fascista, destinadas a celebrar los distintos aspectos del movimiento nacional: su inicio, su líder, su partido único. Los nacionales habían perdido interés en buscar la legitimidad de la tradición y empezaban a celebrarse a sí mismos, inventando una tradición radicalmente nueva (por mucho que se presentase como continuación de glorias pasadas). La elección del 18 de julio de 1936 como año cero a partir del cual contar los sucesivos «Años Triunfales», calcada de la Italia mussoliniana, demostraba la creciente influencia de Falange en la política simbólica del Régimen y su voluntad de establecer una especie de tábula rasa respecto a un pasado de decadencia y discordia. Es cierto que, junto a las nuevas fiestas «nacionales», el nuevo calendario mantenía festividades religiosas tan tradicionales como los días de Santiago, Inmaculada Concepción, Corpus Christi, San José, Jueves y Viernes Santos y 12 de octubre, Día del Pilar y de la Hispanidad. Todas ellas estaban destinadas a celebrar la alianza entre el Estado y la Iglesia en la gloriosa «cruzada», como se denominó al alzamiento con frecuencia cada vez mayor desde finales de 1936. El declive del Dos de Mayo como símbolo de la sublevación puede expli363

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carse también por una carencia que resultaba imperdonable en la nueva España nacionalcatólica: su (relativa) falta de connotaciones religiosas. Pese al papel desempeñado por el clero en el levantamiento de 1808, la protección de la «Virgen capitana» a los patriotas de Zaragoza durante los Sitios de 1809 era una muestra mucho más patente de auxilio divino. Durante la Guerra Civil, la invocación de la guerra contra el francés no resultó en ningún momento contradictoria con la definición del movimiento como una «cruzada». El documento eclesiástico que consagró este término, la pastoral publicada por el obispo de Salamanca y futuro primado Enrique Pla y Deniel el 30 de septiembre de 1936 con el título agustiniano Las dos ciudades, establecía un claro paralelismo entre 1808 y 1936: «Por Dios y por España han ido nuestras juventudes cristianas en las distintas milicias voluntarias a la lucha... Igualmente sucedió en 1808; pero luego las Cortes de Cádiz, en gran parte, malbarataron el fruto de tanta sangre derramada» (Botti, 1992: 92). Pero la intensificación del motivo religioso en la retórica de los nacionales no hizo nada por fomentar un símbolo irremediablemente identificado con la España liberal. El mismo Pemán que había exaltado el Dos de Mayo en 1937 describió poco después la guerra en términos apocalípticos en su Poema de la Bestia y el n Ágel (1938). Tras la victoria, volvería al tema desde un ángulo inequívocamente católico con su poema dramático Por la Virgen Capitana, ambientado en el Nazaret de Cristo y en la Zaragoza de los sitios (Pemán, 1940). Bajo el impacto combinado de la fascistización y la recatolización, el Nuevo Estado sustituyó el Dos de Mayo por una fiesta que se adaptaba mucho mejor a sus nuevas necesidades: el 12 de octubre. Una fecha que, además de entroncar el movimiento con el período prerrepublicano, tenía la ventaja de resumir casi las características de la historia patria que más atraían a los nacionales: ante todo, el Descubrimiento y la expansión imperial de los siglos XV y XVI; pero también la Virgen del Pilar, protectora del apóstol Santiago durante la evangelización de España y de los patriotas aragoneses durante la invasión francesa. Con el pretexto del impacto de dos obuses republicanos contra la basílica del Pilar de Zaragoza al comienzo de la guerra, los insurgentes relanzaron un culto que venía de los tiempos más remotos y que expresaba, como ningún otro, la fusión del espíritu nacional (la Hispanidad) con el catolicismo a través de la historia (Di Febo, 2002: 45-47). La cele364

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bración del Día de la Raza de 1938 en Zaragoza se vio bendecida con la presencia del ministro del Interior falangista y nuevo hombre fuerte del régimen Ramón Serrano Súñer; al año siguiente fue el mismo Franco quien, acompañado de su guardia mora y numerosos ministros, acudió al Pilar para presidir la celebración (ABC, Sevilla, 12 de octubre de 1938; y 12 de octubre de 1939). La recuperación de este viejo festejo explica la declaración del Dos de Mayo como día festivo «a efectos meramente oficiales» (es decir, sólo para los empleados públicos), el 29 de abril, y la correspondiente degradación del nivel de los actos respecto al año anterior. Aparentemente, la antigua fiesta nacional había cumplido ya su función para el éxito de la «cruzada»: a medida que se acercaba la victoria y surgía un nuevo Estado radicalmente distinto del de 1936, su utilidad como «mito de resistencia al invasor» y referencia compartida por los españoles de todas las tendencias políticas se había desvanecido.

III. EL REFLUJO DEL MITO (1939-1958)

La entrada de las tropas nacionales en Madrid a finales de marzo de 1939 y el multitudinario Desfile de la Victoria realizado el 19 de mayo parecían cerrar definitivamente el breve idilio entre el nuevo régimen y la vieja fiesta liberal. Desde entonces, la victoria en la Guerra Civil se iba a transformar en el mito fundacional y ubicuo de una dictadura en vías de institucionalización: un proceso iniciado durante el conflicto que se completaría, durante las décadas siguientes, con la promulgación de las leyes fundamentales del Nuevo Estado. La posibilidad de restaurar el statu quo de preguerra se alejaba paralelamente a la perspectiva de cualquier tipo de conciliación política y simbólica con los vencidos. En estas circunstancias, la gesta de 1808 quedaba reducida a servir como mero precedente histórico de la iniciada el 18 de julio: al realizar las promesas que aquélla dejó incumplidas, ésta habría permitido la «redención» de la nación. La transformación de la Guerra de la Independencia en un mero «borrador» de la «cruzada» se aprecia claramente en la principal actividad conmemorativa realizada por el régimen durante la inmediata posguerra: la erección de obeliscos, lápidas 365

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y otros monumentos a los caídos «Por Dios y por España». El culto a los caídos tan característico de la Europa de entreguerras, y tan cuidado por los fascismos, fue sin duda la manifestación simbólica más sobresaliente de la posguerra española. Una posguerra que, en este terreno, resultó interminable, como muestra la prolongada construcción del principal monumento funerario del franquismo: el Valle de los Caídos inaugurado en 1959 cerca de El Escorial, el símbolo del Imperio de los Austrias (Moreno, 2007: 33-34). El pistoletazo de salida de esta campaña fue, precisamente, el 2 de mayo del Año de la Victoria, que sirvió de pretexto al Régimen para erigir obeliscos a los caídos en ciudades como Barcelona, Castellón, Málaga, Salamanca, Valladolid y Vigo (ABC, 3 de mayo de 1939). Aparentemente dedicados a los caídos de 1808, los túmulos no estaban menos consagrados a las víctimas de los «rojos», como demuestra la inscripción que adornaba el construido en Castellón: «2 de mayo de 1808. Héroes de la Independencia. 18 de julio de 1936. Presentes». Al margen de estos ambiguos recordatorios, destinados a subrayar la continuidad y hasta la identidad entre ambas fechas, la contribución de la dictadura al acervo monumental de la Guerra de la Independencia fue ridícula en un régimen tan nacionalista. Las dos únicas construcciones que recogen los anales —el monumento en memoria a la resistencia catalana instalado en 1941 en el exterior de la iglesia de San Severo de Barcelona, y la estatua en recuerdo del timbaler del Bruch inaugurada por Franco el 10 de junio de 1952— sugieren que la Dictadura, como su predecesora de los años veinte, sólo apreciaba la utilidad nacionalizadora de la Guerra de la Independencia en regiones «rebeldes» como Cataluña (Martín González, 1996: 189). Eso explicaría la «atronadora renovación» del culto a los héroes de 1808 que se produjo a partir de 1939 en Gerona, donde el tradicional aniversario del general Álvarez de Castro se fusionó con la celebración de los días de los Caídos y de Difuntos, «conmemoraciones todas de un hondo contenido español y cristiano» (Michonneau, 2005: 213-214). Desde la victoria, la memoria de la guerra antinapoleónica quedó así indisolublemente unida a la memoria de la «cruzada», en un paralelismo claramente desequilibrado en beneficio de ésta. En sus cada vez más raras alusiones a la epopeya de 1808, Franco se cuidó de recordar su carácter fallido en comparación con la de 1936: en un dis366

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curso de 22 de julio de 1941, matizó el paralelismo entre ambas fechas puntualizando que la primera «fue estéril para España, porque después de nuestro triunfo... España fue postergada y traicionada, y... se sumió en la más terrible de las decadencias... porque paralelamente al esfuerzo militar no se realizó la revolución que el pueblo ansiaba...» (García Cárcel, 2006: 221). Transcurrida una década, su punto de vista no había cambiado un ápice, a juzgar por las palabras con que recibió el título de alcalde perpetuo de la ciudad de Móstoles en su residencia del Pardo el 2 de mayo de 1953. Ante miles de afiliados a Falange, el Caudillo volvió a evocar el paralelismo entre «nuestras dos guerras de la independencia» y a resumir su visión del siglo XIX como «aquel siglo maldito, aquella etapa de decadencias y desastres» en el que, tras obtenerse la victoria «se perdió la paz» debido a la «confianza de la juventud» y a la falta de una organización como el Frente de Juventudes que la guiase (ABC, 3 de mayo de 1953). En un rasgo de humildad, el Generalísimo olvidaba citarse a sí mismo como la principal diferencia entre ambas gestas, como sí había hecho un texto sobre las fiestas de la «España nacionalsindicalista» editado por la Vicesecretaría de Educación Popular en 1942: «Nunca como ahora entendemos el Dos de Mayo; la gesta precursora de nuestra Cruzada, que, rematada victoriosamente en lo militar, se perdió en lo político por la falta del Caudillo que supiera seguir la batalla de paz» (Moret Messerli, 1942: 33). Esta visión crítica del Dos de Mayo característica de la posguerra condujo, con el tiempo, a una reinterpretación del episodio que rebajaba el papel atribuido por la historiografía liberal al «pueblo» para magnificar el del Ejército. La contribución de las guerrillas a la derrota napoleónica, exaltada todavía por la prensa del Movimiento en 1944, fue cuestionada ya por Jorge Vigón, futuro ministro de Obras Públicas en el octavo gobierno de Franco, en un artículo de 1946: a su juicio, la exaltación del guerrillero como modelo bélico nacional era «la negación del Ejército», y equivalía a «fiar a la ventura y al desorden lo que debe esperarse de la inteligencia y de la previsión». El levantamiento del Dos de Mayo, señalaba Vigón, había sido determinante para la derrota napoleónica sólo por accidente: la clave de la resistencia había residido en la «confabulación de los artilleros» previamente diseñada por Daoíz y Velarde (Vigón, 1946). Esta tesis fue evocada de manera recurrente en las celebraciones del Dos de Mayo realizadas en la Academia de la Artillería de Segovia, principal lu367

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gar de la memoria militar de la gesta de 1808; en 1950 se restauró allí el Premio Daoíz instituido en 1908 a los artilleros destacados en el servicio de la patria en los cinco años anteriores (ABC, 3 de mayo de 1950). Hasta 1964 no admitió la prensa oficial que el ejército español no había tomado parte como tal en la lucha contra el francés, y que los oficiales Daoíz, Velarde, Goicoechea y Ruiz habían tenido que desobedecer a sus superiores para unirse a la revuelta (ABC, 3 de mayo de 1964). Esta sencilla verdad histórica habría resultado contradictoria con la exaltación del orden y la disciplina que deseaban transmitir las autoridades al pueblo. La memoria de la epopeya difundida por los responsables del nuevo sistema educativo, pertenecientes a la familia católica, tampoco resultaba especialmente estimulante, al seguir al pie de la letra la concepción menendezpelayista de la historia de España. Ésta, aderezada con la retórica y la simbología falangista, se transformó desde el final de la guerra en la versión oficial difundida en las escuelas, institutos y universidades de todo el país (Boyd, 2000: 33). La reforma educativa realizada en septiembre de 1938 por Pedro Sáinz Rodríguez, intelectual procedente de Acción Española, convirtió a la historia en la principal arma nacionalizadora del nuevo sistema educativo, con siete cursos completos sólo en el currículo de secundaria. Los nuevos manuales de la materia se inspiraban fielmente en la obra de Menéndez y Pelayo, de la que el ministro era un destacado divulgador. El preparado por Pemán para los alumnos avanzados de primaria por encargo del Ministerio en 1938 describía la historia española como un «drama dividido en tres actos», tan conformes al esquema fijado por Menéndez como al lema falangista «España: una, grande y libre». Al hablar de 1808, Pemán no dejaba de evocar su similitud con el «Movimiento Nacional», ni el hecho de que había supuesto el punto de partida de «la guerra a muerte, que había de durar un siglo... entre la tradición y la revolución» (Pemán, 1938: 310-334). El maniqueo esquema presentado por el gaditano a los alumnos de primaria —«la lucha elemental del mal y el bien, de la muerte y la vida de España»— no resulta tan sorprendente como el hecho de que el manual de historia contemporánea más utilizado en las universidades españolas entre 1939 y 1950, el Itinerario histórico de la España contemporánea de Eduardo Aunós, interpretase los siglos XIX y XX en términos casi idénticos: una época de «decadencia», marcada por la derrota de la «tradición española» ante la «mo368

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dernidad europea», la «revolución» y la «anti-España» (Pasamar, 1991: 338). Significativamente, el relato concluía en 1936, fecha que, al cerrar la larga decadencia abierta en 1808, marcaba el principio de una nueva era de unidad, grandeza y libertad. Frente a estas dos visiones esencialmente reaccionarias, las principales aportaciones de la posguerra al mito del Dos de Mayo fueron las realizadas por el tercer pilar del Régimen: la Falange. Privada de su autonomía por el decreto de unificación, y asimilada al Estado en calidad de Movimiento tras la victoria, la vieja Falange revolucionaria no dejó de gozar de un efímero momento de gloria durante los primeros años de la posguerra, que asistieron a la formulación de un proyecto político de corte inequívocamente totalitario y, hasta cierto punto, enfrentado a los objetivos mucho más conservadores del catolicismo oficial (Saz, 2003: 157 y ss.). Bajo la dirección de Serrano Súñer, ministro de Exteriores entre 1939 y 1942, y espoleados por los éxitos del Eje en los campos de batalla de todo el mundo, los camisas viejas de Falange intentaron entonces llevar a cabo su antiguo proyecto de una revolución capaz de nacionalizar a las masas españolas a la manera fascista, aplazado durante la «cruzada» por la necesidad de aplastar a la «antiEspaña». Su pugna política con los católicos, que en términos abiertos habría resultado implanteable en un régimen dictatorial y caudillista como el de Franco, se tradujo, ante todo, en una lucha por el control de la cultura oficial, por los símbolos y los medios para conferirles significado (Ferrary, 1993: 21). Al sistema educativo, coto privado de los católicos, los falangistas opusieron el control del aparato de Prensa y Propaganda del Régimen, encomendado al Ministerio del Interior (en manos de Serrano) a principios de 1938. Las fiestas nacionales, y en particular el Dos de Mayo, estuvieron precisamente entre las competencias que cayeron en manos falangistas en este peculiar reparto de cuotas de poder administrado por Franco. Una norma publicada el 16 de abril de 1940 confió a la Organización Juvenil del Movimiento la celebración de la antigua fiesta nacional —convertida, como sabemos, en festejo «meramente oficial»— bajo el añejo lema «Que no puede esclavo ser / pueblo que sabe morir» (Demange, 2004: 272). Desde entonces, aunque durante un período relativamente breve, la conmemoración se transformó en una seña de identidad falangista, una «fiesta nacionalsindicalista». La apropiación del símbolo por el 369

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partido único se vio favorecida por el creciente desinterés gubernamental, reflejado en la cada vez más modesta presencia oficial en los actos de Madrid: si la misa del Campo de Lealtad de 1940 contó aún con la asistencia de dos ministros (Serrano y Gamero del Castillo, ambos altos cargos del Movimiento), desde entonces la presencia oficial quedó reducida al gobernador civil y al presidente de la Diputación provincial, acompañados por el alcalde, el gobernador militar, generales de los distintos cuerpos, el jefe superior de Policía y otras personalidades. Las distintas organizaciones juveniles de Falange (cadetes, flechas, Sindicato Español Universitario, Sección Femenina) se esforzaron por llenar este vacío y reactivar la celebración por todo el país, promoviendo desfiles, concentraciones, misas de campaña y homenajes a los caídos. Unos caídos que, como se refleja en los obeliscos construidos desde 1939, se presentaban como la contribución de sangre del movimiento a la liberación de España. La filiación entre los guerrilleros de 1808 y los falangistas de 1936 había quedado establecida durante el mismo conflicto por Ernesto Giménez Caballero, discípulo de Ortega y Gasset y padre intelectual del fascismo español. En una alocución pronunciada el 2 de mayo de 1937, Gecé había esbozado una lectura falangista de la gesta de 1808 que subrayaba explícitamente la continuidad entre ambos movimientos: durante la República, había señalado, «los descendientes del 2 de mayo —nosotros los chisperos de la Falange madrileña y los guerrilleros de las viejas provincias leales castellanas— nos enlazábamos las manos en persecución, en la cárcel, en la huida, con los descendientes de la Navarra genial y pura...» (Giménez Caballero, 1939: 21). Un vínculo que reiteraría en otra alocución reproducida por la prensa oficial tras la victoria, al referirse a los guerrilleros madrileños de 1808 como «aquellos primeros fascistas» y solicitar, a modo de conclusión, que el Dos de Mayo fuese declarado «fecha nacional de todos los caídos» por el pueblo de España (Giménez Caballero, 1939: 28, 33-34). Al margen de esta identificación afectiva, la lectura del Dos de Mayo de Giménez Caballero no difería de manera sustancial de la realizada por un católico como Pemán. También él veía en la epopeya un ejemplo de heroísmo traicionado: su texto de 1937, de hecho, identificaba tres «traiciones» sucesivas del Dos de Mayo, representadas por otros tantos compromisos entre España y sus enemigos: las Cortes de 370

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Cádiz, el abrazo de Vergara que había cerrado «la primera guerra civil» (carlista) y la Restauración que había liquidado la segunda. Y también él consideraba la victoria nacional como una venganza por esas traiciones, el «triunfo definitivo del Dos de Mayo». La principal diferencia residía, acaso, en el tono más trágico y exaltado con que Giménez Caballero se refería a esta historia de traición y venganza, y en su correspondiente énfasis en los caídos. En la inmediata posguerra, no obstante, el mensaje falangista experimentó un cambio sutil, introduciendo una nota de discordancia respecto al discurso oficial. Ya en 1939 el órgano del partido se atrevió a cuestionar la comparación entre las dos «guerras de independencia» realizada por «los apologetas del paralelismo simplista», señalando que «el 2 de mayo se parece al 18 de julio lo mismo que el viejo cañón de ayer se parecía al moderno antitanque de hoy». La diferencia, sugería el editorial, es que «los españoles del 18 de julio», «los nacionalsindicalistas», habían borrado por completo «la huella del Bonaparte», cortando de raíz toda posibilidad de «afrancesamiento» (Arriba, 3 de mayo de 1939). Un año más tarde, el mismo diario criticaba con dureza las celebraciones de preguerra por exaltar al pueblo mientras acrecentaban las filas de la «anti-España», reiterando que la diferencia entre los dos alzamientos consistía en que el segundo no caería en el error de abandonar el esfuerzo tras la victoria (Arriba, 2 de mayo de 1940). De lo que se trataba era, obviamente, de realizar de una vez la «revolución nacional» para evitar una nueva «traición» al espíritu del Dos de Mayo. Éste fue el mensaje que transmitió el director general de Prensa, el falangista Jesús Ercilla, en un acto celebrado en el Teatro Calderón de Valladolid con motivo de las fiestas de 1939, al recordar la «dominación pacífica» de España por Inglaterra y Francia a partir de 1814 y la necesidad de llevar a cabo la «revolución de las almas y los espíritus» aplazada en aras de la victoria para mantener la libertad conquistada (Arriba, 3 de mayo de 1939). Dos años más tarde, el ministro de Exteriores y presidente de la Junta Política del Movimiento desarrollaría el tema en un espectacular acto de afirmación falangista celebrado en Mota del Cuervo, la localidad conquense donde José Antonio había pronunciado un importante discurso un año antes de su muerte. Para Serrano, la «decadencia» del Dos de Mayo entrañaba una lección muy clara: «la victoria que no se considere como instrumento para las crea371

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ciones políticas nuevas revisando ideas arcaicas o sustituyendo mentalidades atrasadas... está condenada a perderse en la desembocadura de la esterilidad». Para que el 18 de julio (el «2 de mayo de nuestro siglo») no se malograse como su precedente, las juventudes debían armarse de «intransigencia» contra «viejas rutinas» y lanzarse a la «Revolución Nacional» guiadas por «la minoría política» (tampoco los falangistas confiaban en los instintos del «pueblo»). El contenido de la «revolución» quedaba difuso, aunque Serrano advirtiese contra la «intromisión plutocrático-democrática» que, como en el pasado, trataba de desviar a España de una política exterior basada en el «interés nacional» (ABC, 3 de mayo de 1941). La empresa, al parecer, debía realizarse ante todo en el ámbito exterior, abandonando la secular subordinación de España respecto de Francia e Inglaterra y emprendiendo una nueva «política de independencia» que permitiese restaurar el «Imperio». Pero el declive de Serrano, iniciado semanas después de este discurso con la exclusión de sus partidarios del área de Prensa y Propaganda y que culminaría con su sustitución por el monárquico y anglófilo conde de Jordana al frente de Asuntos Exteriores en septiembre de 1942, iba a frustrar una vez más el proyecto. De forma paralela al colapso del nuevo orden mundial diseñado por Hitler, el régimen franquista tuvo que renunciar a sus proyectos totalitarios y refugiarse en su identidad nacionalcatólica, más aceptable para los nuevos amos del mundo: la entrada de dos católicos oficiales en el tercer gobierno de Franco, en julio de 1945, constituía una muestra inequívoca del nuevo equilibrio interno. En este proceso de adaptación, la vocación revolucionaria de la Falange sufrió un nuevo golpe, esta vez definitivo, a manos de una nueva generación de militantes franquistas. Sus celebraciones, y entre ellas la del Dos de Mayo, perdieron así los elementos novedosos que se habían incorporado durante la «cruzada» y la posguerra, recuperando modelos más tradicionales. La evolución experimentada por las fiestas del Dos de Mayo en Madrid a partir del fin de la Guerra Mundial refleja una clara vuelta al casticismo tan denostado por Giménez Caballero —que, en realidad, no había desaparecido ni en los momentos álgidos de influencia fascista, como demuestra el protagonismo de la decimonónica Orden Española Humanitaria de la Santa Cruz y Víctimas del 2 de mayo de 1808 en la organización de los actos desde 1940—. La «folclorización» del Dos de Mayo, iniciada en 1944 con su fusión con la fiesta de las Cru372

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ces, en honor de la virgen de la Almudena, llegó a su apogeo con su integración en las fiestas municipales de San Isidro, en 1951. Los actos más característicos y tradicionales —los homenajes del Campo de la Lealtad, el arco de Monteleón y el cementerio de la Florida— se mantuvieron, pero sepultados en un programa de festejos extensísimo (abarcaba todo el mes de mayo) y dominado por actividades recreativas y deportivas, de manera que los concursos de trajes de majas y chisperos eran el único elemento remotamente relacionado con el antiguo espíritu de la fiesta nacional (Demange, 2004: 277). Las prudentes quejas de Arriba contra la transformación de ésta en una «fiesta de barrio» reflejan más su impotencia que una voluntad decidida de frenar esta evolución (Arriba, 2 de mayo de 1952). Sería reduccionista, no obstante, interpretar la lenta decadencia de la fiesta sólo como un signo de la neutralización de Falange. Más allá de la política interna del Régimen, lo que sugiere su creciente desinterés por el Dos de Mayo es su renuncia a imponer su lectura de la historia nacional a los españoles; o, en otros términos, su renuncia a la «revolución nacional» reclamada por los camisas viejas durante la posguerra a favor de una política destinada a garantizar el «consenso pasivo» de la población en torno al nuevo mito de «la paz de Franco» (Cazorla, 2000: 224). El fin del proyecto nacionalizador del Régimen se advierte con claridad en el nuevo calendario festivo promulgado tras la entrada de dos ministros del Opus Dei en el quinto gobierno de Franco, en febrero de 1957. En un alarde del nuevo clima tecnocrático, el decreto que reformaba el calendario de 1940 defendía la necesidad de aumentar el número de días de trabajo como medio de lograr «el incremento de la renta nacional»; en la necesaria simplificación del cuadro festivo —el 18 julio se convertía en la única «fiesta nacional», aunque en enero de 1958 se le añadió el 12 de octubre—, la antigua «fiesta meramente oficial» del Dos de Mayo desapareció por completo (Da Silva, 1999-2000: 143-44).

IV. UN NUEVO LENGUAJE EN TORNO A UN NUEVO CENTENARIO

La conmemoración del CL Aniversario de la Guerra de la Independencia a partir de 1958 constituyó, así, una especie de funeral por una fies373

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ta desaparecida. La efeméride se celebró en cada región por separado, sin un programa común ni intervención gubernamental de relieve. En Madrid, el acto más notable del programa de festejos elaborado por el ayuntamiento presidido por el conde de Mayalde fue una exposición histórica de 152 piezas en el Museo Municipal, cuyo principal atractivo residió, de acuerdo con la prensa, en la asistencia de los representantes diplomáticos de Inglaterra y Francia y del presidente de un comité de amistad hispano-francés (ABC, 3 de mayo de 1958). Como era natural en esas circunstancias, los diarios no registraron paralelismos ni alusiones a la «gloriosa cruzada nacional». La normalización de las relaciones del Régimen con sus vecinos y su renuncia a evocar su mito fundacional se advierte también en las celebraciones realizadas en Zaragoza a partir de junio de 1958, mucho más ambiciosas e innovadoras que las de la capital. En la capital aragonesa, el programa del CL aniversario repitió al del centenario de 1908, en el que estaba explícitamente inspirado. Los festejos volvieron a incluir una exposición histórica hispanofrancesa, cuyo catálogo subrayaba la intención de los organizadores de presentar los Sitios sin olvidar la perspectiva de los sitiadores, «de suerte que el hecho histórico quedase individualizado con la objetividad que la Historia puede recoger ciento cincuenta años después de un hecho, sin olvidar el legítimo apasionamiento que un glorioso comportamiento ha podido dejarnos» (Catálogo de la Exposición Histórica hispano-francesa de los sitios de aZragoza , 1958: 5-6). La misma preocupación por enlazar con la España anterior a la «cruzada», y la misma voluntad de equilibrio entre «historia» y «apasionamiento» se aprecia en el acto que clausuró las conmemoraciones, el II Congreso Histórico Internacional de la Guerra de la Independencia y su época, celebrado en el Palacio Provincial entre el 30 de marzo y el 4 de abril del año siguiente. Organizado por la Institución Fernando el Católico, fundada en la posguerra para promover la alta cultura aragonesa y adscrita al CSIC, se planteó explícitamente como una continuación del celebrado en octubre de 1908. El evento reunió a más de doscientos investigadores, entre los que había representantes de los principales países europeos (Heraldo de Aragón, 31 de marzo-5 de abril de 1959). La representación española, era, con todo, mayoritaria, y el título de muchas de las comunicaciones presentadas reflejaba un atraso ideológico a tono con el atraso social del país: «Los sitios de Zaragoza como labora374

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torio social de virtudes heroicas», «El Padre Consolación, héroe de Zaragoza, mártir de la Patria y santo»; «La lucha heroica del guerrillero en la guerra de la Independencia», etc. Pero, junto a las propuestas destinadas a glosar a los héroes de la patria y a los mártires de la fe y a execrar «la peste del afrancesamiento», había otras de tono académico y planteamiento claramente heterodoxo, como las de José Luis Comellas y Diego Sevilla Andrés reivindicando la obra de las Cortes de Cádiz; o la de Vicente Palacio descalificando la política de Fernando VII durante las restauraciones (II Congreso Histórico Internacional de la Guerra de la Independencia y su época, 1959). Unas propuestas tan incongruentes con la ortodoxia dominante como el título de la conferencia pronunciada por el historiador francés Jacques Godechot el 1 de abril —el mismo día en que el Caudillo inauguraba la basílica del Valle de los Caídos con una rememoración de la «cruzada» y una advertencia contra el resurgimiento de «la antipatria»—: «Les caractères généraux des soulèvements contrarrevolutionnaires en Europe àla fin du XVIIIe siècle et au début du XIXe». La charla, cuyo mismo planteamiento comparativo atentaba contra cualquier pretensión mitificadora de la gesta de 1808, fue presentada por Jaume Vicens Vives, destacado representante de la nueva generación de historiadores que, con Miguel Artola a la cabeza, había tratado de rehabilitar la figura de los afrancesados desde comienzos de la década (García Cárcel, 2007: 222-223). Al renunciar a imponer el mito del Dos de Mayo, el Régimen dejaba así el camino libre para que la sociedad civil empezase a reivindicar un mito alternativo con evidentes connotaciones políticas: las Cortes de Cádiz. La modernización ideológica se estaba produciendo, de hecho, con la complacencia y hasta la participación activa del ala más dinámica del Régimen, la que accedió al poder a partir del Plan de Estabilización que enterró la autarquía en 1959. El ejemplo más representativo de esta nueva generación franquista es sin duda el joven catedrático de Derecho Constitucional Manuel Fraga, nombrado ministro de Información y Turismo en 1962 y responsable de la flexibilización limitada de la censura durante esa década. Pocos años antes de su investidura, Fraga había celebrado el CL aniversario de 1808 impartiendo una serie de conferencias en Pontevedra y Oviedo; en ellas había abogado por sustituir los mitos nacionales en torno al acontecimiento, por el frío análisis sociológico que lo presentaba como el inicio de la modernización de Es375

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paña: «El proceso que se inicia con la invasión francesa no es ciertamente grato; pero ésta no es razón para dejar de afrontarlo. Es más agradable, desde luego, estudiar los tiempos gloriosos de los Reyes Católicos; pero el historiador o el teórico de las Ciencias Sociales no puede hacer esta clase de selección...» (Richards, 2006: 186). Semejantes planteamientos, sin duda los más revolucionarios alumbrados en este terreno durante la Dictadura, eran claramente inasumibles para el núcleo duro del Régimen. Cada vez más aferrado a sus viejas certezas, el búnker siguió viendo en el Dos de Mayo una mera antesala del «movimiento nacional», por más que este lenguaje resultase cada vez más inconveniente en la España del desarrollo y la apertura. Así se refleja en la que probablemente sea la última versión del mito del paralelismo entre 1808 y 1936 publicada bajo el franquismo, resultado de una tesis doctoral en Ciencias Políticas presentada por el teniente general Manuel Chamorro en la Universidad Complutense en 1972 y declarada «de utilidad y obligatoria adquisición» para el Ejército y la Marina. Su prólogo recordaba el carácter de «cruzada» de «nuestra Guerra de Liberación», «aun cuando ahora se ponga en duda por algunos y resulte molesto para los bien situados que han encontrado su camino por la acomodación» y «el transfuguismo... religioso» (Chamorro, 1974: 17). Su autor no parecía advertirlo, pero hacía ya mucho tiempo que el Dos de Mayo había sufrido una nueva «traición»: tras ganar la guerra, «España» había vuelto a perder la paz.

BIBLIOGRAFÍA

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15. 1808-1950: AGUSTINA DE ARAGÓN, ESTRELLA INVITADA DEL CINE HISTÓRICO FRANQUISTA 1 JESÚS ALONSO LÓPEZ *

El historiador Georges Didi-Huberman nos advirtió de la condición anacrónica de las imágenes. Son muchos los problemas que se le plantean a la historia del cine en relación con «el tiempo». Por ello, DidiHuberman nos invitaba a resolverlos, epistemológicamente, a través del concepto de anacronismo. Esto es, la imagen como portadora de memoria, en tanto que la relación entre tiempo e imagen supone un montaje de tiempos heterogéneos y discontinuos que sin embargo se conectan. Enfrentarnos hoy a las imágenes propuestas por el franquismo de la «Guerra de 1808» supone hacerse cargo de un programa iconográfico que aunque se nos antoje ajeno, y posiblemente olvidado, nos obliga, en una suerte de «Nuevo Historicismo» a plantearnos una «poética cultural» que estudie las negociaciones, transacciones y cambios sociales y culturales que hay en la obra cinematográfica —el intercambio dinámico de un momento histórico específico—. Por ello, habrá que centrarse en las «marcas textuales» (las distintas creencias colectivas, las prácticas sociales y los discursos culturales que dan forma a una obra específica) de la cultura en la que la obra es creada. La endogamia cultural y la represión política franquistas trajeron consigo una constante exaltación autárquica nacionalista. En el cine franquista de primera hora, encargado como sistema de propaganda para buscar coartada justificativa de los orígenes del «Nuevo Estado», se comenzó a hacer uso prolijo de un discurso histórico opuesto a los modelos políticos democráticos. Es entonces cuando se comenzaron a 1 Agradezco la atención prestada por Carlos García Simón durante la realización de este artículo. * Crítico de cine.

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exhumar algunas de las figuras y hechos históricos más susceptibles de ser manipulados en favor de la creación de un pasado histórico coherente con el discurso del nuevo régimen caudillista. En consecuencia, empezó a forjarse una suerte de sistema de representación bajo el emblema de la productora valenciana CIFESA (Compañía Industrial Film Español S.A.). Durante aquel período se asistió al florecimiento del género «histórico». CIFESA fue, si nos ceñimos al primer franquismo, la productora de las cuatro películas más significativas del género: Locura de amor (1948, acerca de Juana la Loca), Agustina de Aragón (1950), Leona de Castilla (1951, en torno a la revuelta comunera) y Alba de América (1951, peculiar biopic de Cristóbal Colón); las cuatro dirigidas por Juan de Orduña. En el presente texto haremos hincapié en la tercera de ellas, Agustina de Aragón, raro ejemplo de masculinización (una mujer-guerrera como protagonista) y alegoría de «España»: un personaje en el que se deposita la expresión concentrada de los «valores eternos» (idealismo, abnegación, fidelidad, sacrificio, entrega e, incluso, castidad) sobre los que descansa la representación simbólica de la patria franquista. 1950: las producciones cinematográficas españolas, y en particular aquellas procedentes de CIFESA, se caracterizaron por un nacionalismo y una pomposidad de cartón-piedra que pronto se desveló anacrónico en relación con el viento que soplaba, dada la reorientación internacional de la dictadura 2. Apareció, entonces, un ambicioso ciclo historicista que se desplegó en abierta contradicción con el devenir político del momento y tratando de dar un fundamento al orgullo au2

El largo período comprendido entre los años 1945 y 1951 es conocido como «la etapa de la autarquía». Diremos que la autarquía —y el intervencionismo estatal que la legitimó— marcaron la pauta de una política de desarrollo del capital financiero mediante la concentración del sector bancario convertido en la principal fuente financiadora del proceso de industrialización gracias al sistema de créditos y avales y ante la dificultad —que no el cierre total— para la entrada de capitales extranjeros. Cfr. Font (1976: 75). Con el desvanecimiento falangista se desarrolló el auge de la Iglesia más integrista (gabinete de 1945) que dio primacía al aparato ideológico-religioso mediante el cual se justificó el sentido nacional-católico y el carácter de Cruzada que revistió el Alzamiento Nacional (componente religioso de signo nacionalista determinando una práctica de clase pretendidamente unitaria que se manifestó nítidamente en el cine de los géneros autárquicos y que, a la postre, se adecuó perfectamente con los intereses más retardatarios de la oligarquía terrateniente). Cfr. Font (1976: 79). 380

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tárquico y despechado de un régimen, aislado frente a las democracias emergentes tras el desenlace de la Segunda Guerra Mundial. Para Heredero (1993: 171) nos encontraríamos ante una alegoría intemporal del «Imperio Español» perdido y, al tiempo, con una mitología utilitaria justificadora del aislamiento. De ahí, la retórica plástica y escenográfica de su configuración visual, el acartonamiento dramático de sus imágenes —consonante con el anquilosamiento ideológico que lo alimentó—, el aliento xenófobo de sus propuestas narrativas y el anclaje decimonónico de sus matrices pictóricas y esteticistas. En definitiva, una exaltación nacionalista constante que fluyó por todas las películas de esta tendencia bajo el subrayado de unas ficciones que se convirtieron en metáfora de su apoteosis. No obstante, las películas en cuestión continuaban una tendencia que durante la primera mitad del decenio se había generalizado en la Italia fascista, la Alemania nazi y el régimen de Vichy —incluso en Inglaterra: Caesar and Cleopatra (Gabriel Pascal, 1944) o Henry V (Laurence Olivier, 1944)— donde abundaron los títulos que se proyectaban hacia la historia, bien con la intención de propiciar simbólicas relecturas interesadas o de dignificar el celuloide a partir de la literatura académica. Cfr. Castro de Paz (2002: 137-138). El exasperado nacionalismo que fuera inoculado durante la etapa autárquica actuó como coartada para el llamado «cine histórico-nacional» (según la acepción de sus promotores) o «cine de barbas» o «fazaña» (si atendemos a la expresión popular de la época). La identidad «histórico-nacional» de Cataluña, Euskadi o Galicia, así como sus manifestaciones culturales y estéticas, dejaron de existir por decreto en el ámbito nacional, es decir, que la exaltación imperialista comenzaba y finalizaba en las gestas castellanas preñadas de santos, reyes, conquistadores y héroes de un glorioso pasado, defensores de los valores raciales y la pura esencia de la España eterna. Si la Cruzada —y el cine patriótico que la exaltara— pudo dar pie al considerando de una España dividida, la historia pasada excluía todo tipo de divisiones, toda diferencia de fuerzas en litigio; no en vano la «Historia Castellana» estaba escrita a partir de una encarnizada lucha entre una unidad perenne —España— y la fuerza enemiga, fuera ésta o no unitaria (Font, 1976: 80-81). En definitiva: se buscó la conjunción entre el sentir espiritual de las hazañas y la unidad nacional como reflejo corolario 381

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de una homogeneidad, que el régimen necesitaba presentar como justificación ante el aislamiento internacional —pudiendo presentarlo entonces oficialmente como actos de hostilidad al pueblo español—. Todo ello manifestaba con suma nitidez los intereses ideológicos de una aristocracia agraria que se apoyó en el nacionalismo y en el patrimonio espiritual para reivindicar la lucha del pueblo llano contra el desarrollo capitalista, intereses maniqueos y feudales típicos del militarismo nacionalista. El debate acerca de un cine de tales características viene de lejos, así Castro de Paz (2002: 138-139) nos recuerda el siguiente editorial —publicado en la revista de cine, tutelada por Falange y tan popular como la revista Fotogramas, en aquel momento—, titulado «Necesidad de un cine histórico español», Primer Plano, núm. 95 (9 de agosto de 1942: s. p.): «La altura y la responsabilidad del cine histórico es tal que con ningún otro género puede compararse (...). La importancia del género histórico en la pantalla alcanza, pues, a la formación misma del espíritu nacional (...). Ningún momento como éste —en que la exaltación de las esencias nacionales es deber primordial e ineludible de todo español— para que productores y realizadores sientan como imperativo indeclinable la obligación de enseñar, dentro y fuera de nuestras fronteras, cuál fue la trayectoria magníficamente gloriosa de España a través de los siglos» 3. En 1943 escribía, por su parte, Javier Olondriz: «hay que producir, sin duda, películas históricas, sobre el fondo de nuestras gestas más representativas, de nuestros héroes, sabios, artistas y santos más auténticos, para dar a conocer al mundo nuestra verdad histórica. No todas nuestras películas deberán ser obras de tesis; pero en las que se realicen de este género habrá que exponer y justificar las tesis fundamentales y externas del pensamiento español, para divulgarlo y hacer que sobre él no quepan mixtificaciones» («Cinematografía con misión hispánica», Primer Plano, núm. 143, 11 de julio de 1943, cit. en Castro de Paz, 2002: 138-139). 3 Pueden consultarse, además, otros artículos tan significativos como Francisco Casares, «El cinema al servicio de la historia», Radiocinema, 70 (3 de noviembre de 1942); José Sainz y Díaz, «Hacia un cinema nacional. La misión de la pantalla: distraer y educar», Radiocinema, 50 (15 de abril de 1940) o Joaquín Romero Marchent, «Cinema Nacional LIII. El cinema espejo de la cara de los pueblos», Radiocinema, 55 (30 de agosto de 1940).

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El esquema era idéntico para todas las películas históricas (exceptuando algún caso, como es el de Alba de América). El punto de partida era siempre agónico, España se debatía entre la muerte y la supervivencia. En este tipo de películas se tejían siempre dos tramas, una de amor y otra política. Según la película, una primaba sobre la otra. Este esquema solía teñirse de los códigos característicos de algún género cinematográfico: el melodrama, la película de aventuras, el musical... De hecho, el cine histórico se manifestó en estrecha promiscuidad con una multiplicidad de géneros y cauces narrativos; esencialmente, el melodrama, la película de aventuras, el espectáculo musical y las biografías. Del primero extrajo la base emocional sobre la que pivotaron las frecuentes historias amorosas que lo salpicaban. La segunda ofrecía un cauce idóneo para el desarrollo de la acción individualista y para la expresión nostálgica del pasado. El tercero utilizaba a las estrellas de la canción popular española como una llave que facilitaba la penetración ideológica del producto y, finalmente, las biografías reforzaban la propuesta ejemplarizante a través de figuras públicas susceptibles de ser asimiladas por el franquismo como modélicas. No deja de ser curiosa, en este campo, la proliferación de heroínas: Juana la Loca, María Pacheco, Agustina de Aragón, Catalina de Inglaterra, Lola la Piconera, Rosa de Lima, Teresa de Jesús y, en la década anterior, Inés de Castro, Isabel la Católica, Eugenia de Montijo..., mujeres fuertes en las que se depositaba la expresión concentrada de los «valores eternos» (idealismo, maternidad, abnegación, fidelidad, sacrificio, entrega e, incluso, castidad, en algunos casos) sobre los que descansaba la representación simbólica de la patria. Huelga decir que esta tipología misógina excluía, salvo excepciones, casi cualquier tipo de excelencia intelectual: una faceta reservada para los personajes masculinos que eventualmente las acompañaban. Cfr. Heredero (1993: 172-173). El referente visual no solía ser la iconografía correspondiente al período en el cual se desarrollaba la acción sino anacrónica: la acuñada por la pintura histórica del siglo XIX. Los referentes iconográficos y narrativos del ciclo se alimentaron de la literatura del siglo XIX (Palacio Valdés, Alarcón, Coloma), del teatro burgués de la segunda mitad de dicho siglo (Echegaray, Tamayo y Baus, Marquina) y de sus epígonos franquistas (Pemán, Luca de Tena, Benavente), así como de la pintura romántica de Rosales, Gisbert o Padilla. Estas señas de identi383

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dad se manifestaron en el diseño de una arquitectura escenográfica capaz de traducir y amparar la ampulosidad dramática y triunfalista de sus propuestas. Así como en la tendencia a rodar los exteriores con los criterios de iluminación de los interiores y, ambos a su vez, bajo una pátina global de excesos compositivos y manieristas. Cfr. Heredero (1993: 172-173). Por otra parte, desde el Teatro Español y el María Guerrero, Cayetano Luca de Tena y Luis Escobar, respectivamente, habían impulsado ese modelo tradicionalista que entroncaba con la recuperación del «modernismo castizo» —a lo Eduardo Marquina— y el drama barroco calderoniano. Incluso en lo musical se produjo tal «modernismo castizo», así la música del llamado Maestro Quintero, autor, por cierto, de la partitura original de Agustina de Aragón. Éste parece ser el Zeitgeist del momento. Desde el punto de vista ideológico podemos distinguir los siguientes aspectos característicos: se trataba de películas que mantenían con el público una relación autoritaria y admonitoria. Todas ellas empezaban con una voz en off que precisaba el tipo de lección que se iba a impartir. En el orden de las excusas, también todas ellas decían ser poco fieles a la realidad de los hechos. En palabras de Juan de Orduña: «yo siempre he creído que las películas históricas para que sean verdaderamente soportables deben tener un 30% de rigor histórico y el 70% de apuntalamiento en la fantasía». En todas ellas se exaltaba lo español por encima de lo foráneo, lo extranjero. La idea de España podía venir expresada, no era raro, por una sinécdoque: Castilla, Aragón, Andalucía, etc. La política siempre se presentaba como una actividad innoble, cosa de intrigantes. También era habitual que al frente de cada situación comprometida se situara a un militar para recordarnos que hay otros modos diferentes a la intriga, la maledicencia y la corrupción para hacer avanzar el mundo. Los dos momentos históricos preferidos fueron la España de los Austrias (Locura de amor, La leona de Castilla, Alba de América...) y la España de la resistencia contra Napoleón (Agustina de Aragón, Lola la Piconera...). En ellos se recogían dos nódulos de intensidad imprescindibles para el apuntalamiento del discurso franquista: uno, el de una España imperial forjada según el modelo de unidad acuñado por los Reyes Católicos, y otro, el de la resistencia frente al extranjero como principal tarea patriótica. Cfr. Fanés (1982: 179-180). 384

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El motor de la historia (story) era el héroe individual, exaltado, siempre católico, y patriota. La colectividad quedaba postergada al papel de coro y caja de resonancia, composición ésta que ejercía de metáfora justificativa de la teoría del caudillaje entendida como reafirmación del principio unitario de la patria y como oposición integrista a los modelos democráticos mediante la condena de la actividad política y el realce de las bondades encarnadas en la alternativa militar. Por lo demás, tal concepción individualista de la historia generaba, en paralelo, un desarrollo de los conflictos bélicos o políticos en términos de meros enfrentamientos personales evacuando todo componente ideológico, económico o de clase; una idealización que estaba en el origen del planteamiento abstracto y casi litúrgico de las ficciones. La dinámica histórica se sustituía, de hecho, por una quimérica confrontación de los héroes patrióticos contra las fuerzas del mal en defensa de ideas que también tendían hacia la abstracción: la patria, la religión, la bandera, etc. Cfr. Heredero (1993: 172). En resumen: predominio de lo territorial sobre lo político, lo económico y lo sociológico, confianza en las grandes biografías de personajes ilustres, propensión hacia la exaltación del héroe-caudillo como motor de la historia y sujeto de relaciones paternalistas con el común de la población, maniqueísmo tanto en la consideración del «otro» (asumido bien como enemigo interior bien exterior), voluntad erudita de acumular acontecimientos concretos y «decisivos», carencia de cualquier hipótesis interpretativa o crítica frente a una voluntad sacralizante de hacer predominar lo mítico sobre lo histórico, concepción teleológica de lo nacional como misión antepuesta a cualquier diferencia regional y, finalmente, selección interesada de determinados segmentos cronológicos entendidos como gloriosos en función del valor anticipador y legitimador del presente. Cfr. Monterde (1995: 235-236). En todo el proceso de acelerada redefinición ideológica, el cine representó la baza de convertirse en uno de los vehículos de transmisión por excelencia; mecanismo de representación y legitimación que, dado su peso como forma de entretenimiento dominante en el período —dominio compartido con la radio—. Esto es, se reafirmaba la lectura de la historia de España elaborada por Menéndez Pelayo, pero con la interpretación de Donoso, según la cual los momentos de grandeza del país coincidían con los del «catolicismo patrio», esto es, los concilios tole385

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danos y la unidad nacional, la Reconquista, Isabel la Católica, la conquista de América, Felipe II, la Guerra de la Independencia «y esta otra guerra contra el bolchevismo». Cfr. Di Febo (2002: 154).

II. ESTUDIO DE CASO: AGUSTINA DE ARAGÓN (JUAN DE ORDUÑA, 1950)

El 29 de abril de 1938, una orden del gobierno nacional de Burgos hizo del Dos de Mayo «un día festivo a efectos oficiales». El franquismo rescató la vieja fiesta nacional de la España liberal integrándola en el copioso calendario de las nuevas fiestas nacionales que solían celebrarse bajo la tutela de la Falange y según unas normas que se impusieron a todos. Pese a la aparente paradoja —cómo la mayor fiesta de la España liberal pudo ser recuperada por el régimen franquista— éste supo desde el principio apoyarse en la conmemoración para legitimarse por la historia. El argumento era sencillo: las guerras que empezaron el 2 de mayo de 1808 y el 18 de julio de 1936 eran dos guerras de independencia. Así se cultivó con obstinación el paralelismo, sobre todo durante los primeros años. Los héroes y mártires de 1808 y los caídos de la Cruzada de 1936 luchaban por la unidad y la independencia de España, dos valores fundamentales inscritos en los conceptos de raza y nacionalidad españolas. Cfr. Demange (2004: 272-273). Agustina de Aragón, epopeya de la señorita barcelonesa Agustina Saragossa i Domènech 4, es narrada como la evocación de un recuer4 Leemos en Fraser (2006: 259-261): catalana por parte de madre, «tenía unos 22 años de edad, una hermosa mujer, de la clase baja del pueblo», así la describió un observador inglés de clase alta que la conoció en Zaragoza. Otro testigo ofreció una imagen más halagadora: «su apariencia es dulce y femenina; su sonrisa encantadora y su rostro en general lo último que hubiera imaginado en una mujer que había conducido a las tropas a través de sangre y matanza y apuntado el cañón al enemigo». Aunque fue, y es, comúnmente conocida como Agustina de Aragón, sus apellidos eran Zaragoza Doménech. Como recompensa por su acción fue nombrada teniente de artillería, y llevaba enaguas y una casaca militar amplia, con una charretera dorada. En una breve visita a Andalucía al año siguiente, donde Agustina estaba sirviendo, Byron, que nunca afirmó haberla conocido, hizo de ella, en su Childe Harold’s Pilgrimage, una de sus heroínas románticas.

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do. Antes de los créditos, Agustina —en escorzo, junto a un cañón y con la mecha prendida—, grita estentóreamente: «Nunca venceréis, nunca entraréis en Zaragoza». Un adverbio de tiempo y un verbo enmarcan el relato, quizá, incluso por metonimia al mismo régimen (nunca, vencer). Tras los créditos se lee la siguiente cartela: «Esta película que no pretende ser un exacto y detallado proceso histórico de la gesta inmortal, glosa ferviente y exaltada del temple y el valor de sus hijos, de héroes y heroínas reunida en la impar figura de Agustina de Aragón, símbolo del valor de la raza y del espíritu insobornable de independencia de todos los españoles». La construcción narrativa se apoyó, con frecuencia, sobre el mecanismo de contar en presente —y desde una voz en off admonitoria— anécdotas y acontecimientos cuyo desenlace «se encontraba en los libros de historia», lo que tendía a reforzar el papel del espectador como observador privilegiado de unos hechos cuya resolución ya conocía (?). Este recurso se complementaba con la anticipación icónica del desenlace o de la encrucijada decisiva, ya contenidos o insinuados en las primeras imágenes de cada ficción: procedimiento que reducía al mínimo la función del suspense o de la intriga para concentrar el interés de la representación en la intensidad con la que se pretendía hacer vivir al espectador el desarrollo de la narración. Esa intensidad se derivaba o se hacía recaer sobre la identificación de los espectadores, al mismo tiempo, con el narrador del relato (poseedor de un punto de vista omnisciente) y con el héroe patriótico portador del ideario didáctico. Cfr. Heredero (1993: 173). A continuación, sobre un plano de la basílica de Nuestra Señora del Pilar, leemos: Templo Nacional y Santuario de la Raza. Conviene recordar la dedicatoria de Francisco Franco en su libro Raza —o por mejor decir, Jaime de Andrade, Raza. Anecdotario para un guión de una película, Madrid, Numancia, 1942— que dio lugar a la película de igual título (José Luis Saénz de Heredia, 1942): «A las juventudes de España, que con su sangre abrieron el camino a nuestro resurgir. Vais a vivir escenas de una generación; episodios inéditos de la Cruzada española, presididos por la nobleza y espiritualidad características de nuestra raza. Una familia hidalga es el centro de esta obra, imagen fiel de las familias españolas que han resistido los más duros embates del materialismo. Sacrificios sublimes, hechos heroicos, rasgos de generosidad y actos de elevada nobleza desfilarán ante vuestros ojos. Nada artifi387

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cioso encontraréis. Cada episodio arrancará de vuestros labios varios nombres... ¡Muchos!... Que así es España y así es la raza». Cfr. Reig Tapia (2003: 107-108). El relato se inicia con el homenaje que el rey Fernando VII rinde años después (los signos, luto y canas, informan de ello) a Agustina en el Palacio Real. La protagonista se encuentra allí con un antiguo mando del ejército que la recibe calurosamente, Agustina le interpela como General, el militar responde: «No, Coronel. Imaginemos que no ha pasado el tiempo». Ergo otro mecanismo narrativo: la ficción de un tiempo detenido. A continuación, Agustina se acerca melancólicamente (y un travelling acompaña su paseo por la sala) hacia el pendón con la imagen de la Virgen del Pilar, la bandera, la misma, que, avanzada la película, sabremos «guió la defensa de Zaragoza»: guerra de imágenes, guerra de símbolos. Como recuerda Di Febo (2002: 135), el régimen —recuperando costumbres del catolicismo integrista-carlista— confirió a los santos y a las vírgenes honores y grados militares, premiándolos por su apoyo a la Cruzada e incorporándolos virtualmente a las jerarquías del ejército. A partir del decreto-ley que estableció la creación del «Nuevo Estado», éstos se convirtieron en un instrumento para ratificar un poder absoluto que borra el confín entre lo humano y lo sobrehumano. Siguiente secuencia: desde un primer plano de Agustina se produce un fundido encadenado sobre un Napoleón en el momento en que decide, rodeado de sus consejeros, invadir España. Tras esta secuencia, le sigue otra de montaje donde se encadenan distintos «episodios nacionales» de la guerra de 1808: Dos de Mayo, Tres de Mayo (recreación del cuadro los Fusilamientos de Goya), Móstoles, el Bruch, Valencia y Barcelona. Se trata de la reafirmación del principio de la unidad de la patria, recuerda Torreiro (1999: 60-61), identificada como una «unidad de destino en lo universal», construida por encima, o directamente sofocando, las diferencias regionales o nacionales, cimentando en su lugar los más manidos lugares comunes sobre el supuesto carácter de cada pueblo de España, convertido en mero soporte folclórico de la acción: recuérdese, en la secuencia referida el grito de «¡visca Fernando VII!», o al esforzado catalán que sólo habla su lengua para dar loas a la Virgen de Montserrat. Otro apunte más sobre esa secuencia memento. Como ha indicado Selva (1999: 185-186), en lo que refiere a la representación (heroi388

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ca) de la mujer, el valor de sus aportaciones no siempre era reconocido, sólo lo era episódicamente, según conveniencia. Cuando sí lo era, ese valor significante no partía de una estimación real de una posible cultura femenina, sino que sólo era tenida en cuenta desde los lugares que la sociedad patriarcal consideraba productivos a sus intereses. Y de ahí la necesaria y por otra parte fácil transformación de lo femenino patriarcal en varonil. La misma Agustina vive con emoción el reconocimiento a su defensa de Zaragoza desde su posición de civil, alejada de lo político y de cualquier función de intervención pública, esto es, desde una posición perfectamente asumible, por fin, como pictograma de la historia. En la publicidad de la película se decía: «símbolo de la heroica mujer española», esto es, heroína fílmica que, obvio decirlo, representa los intereses de la realeza, la nobleza feudal y la aristocracia para edificar ilusoriamente un mayor consenso entre las mujeres españolas de clase baja que debían acudir al cine como refugio subliminal a su depauperada supervivencia económica. Cfr. Font (1976: 84). Agustina sale de Barcelona para ir a Zaragoza, donde la espera su prometido, Luis Montana. Al salir de la ciudad un desconocido le entrega unos documentos para que Agustina los haga llegar a manos de unos guerrilleros comandados por Juan. Éste, que salva a Agustina de ser violada por un francés, produce una fuerte impresión a la muchacha, que por todos estos hechos se ha convertido en una ferviente patriota. Ya en Zaragoza, Agustina descubre que su prometido está de parte de los franceses (¡sobre el escritorio de su casa se observa un volumen de Voltaire!). Por esta razón el proyecto de matrimonio queda en eso, en proyecto. Agustina se suma —reencontrando a Juan— a los quehaceres de resistencia de la ciudad. A partir de ese momento, la acción (que ha pasado de film de aventuras a film bélico) se ve fustigada por una serie de momentos límite, resueltos por sendas arengas de Agustina que, simultáneamente, reafirman su carácter patriótico, hacen que la narración progrese. Obsérvese que Palafox y en alguna medida Agustina son presentados como providenciales —fruto de un anacrónico universo míticoreligioso originado por la «guerra-cruzada» que generaba la macrorrepresentación del nacionalcatolicismo, fundado en la asimilación de la identidad nacional con el catolicismo conservador y tradicional—, 389

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encargados de una misión palingenésica con connotaciones salvíficas y patrióticas. Los resultados bélicos son consecuencia de una protección milagrosa tanto más poderosa cuanto más difícil se hace la conquista de territorios y ciudades. Di Febo (2002: 133-134) ha estudiado cómo la especificidad de la construcción del carisma del Caudillo, a diferencia de otros dictadores, se inscribía en el nacionalcatolicismo en cuanto ideología que estructuraba el estado confesional y que permitía la utilización de aparatos devocionales y sacrales con una función legitimadora del poder. Al mismo tiempo ofrecía al dictador la posibilidad de exaltarse en una clave mítico-religiosa hasta extremos de pretensión de omnipotencia. Volviendo una vez más a la estructura, en primer lugar, se observa que el acontecimiento central que vertebra la película siempre es generado por fuerzas o presiones enemigas, supone un peligro para la patria. En segundo lugar, este peligro se construye en clave de pérdida de los valores universales, dotados por una idea de patria, de indiscutible trascendencia ontoteológica. Esta clave de pérdida confiere a la mayoría de las películas un tono elegíaco y una visión apocalíptica de cualquier cambio, convirtiéndose en un lastre pesadísimo de sobrellevar en lo que a tramas argumentales se refiere. Un lugar común de gran parte de este cine, mayoritario sobre todo durante los primeros años del franquismo, es precisamente la pesadez, un engolamiento claramente sobresignificado y una tendencia a la astracanada sin miramientos, resultante alarmantemente lógica de la pérdida de peso de las argumentaciones, del razonamiento. En relación con las tramas que contemplaban la presencia de personajes femeninos como protagonistas, tal como ocurre en numerosas películas entre 1941-1961, se detecta una clara superposición de valores masculinos, basados en la heroización, sobre su condición de mujeres ejemplares. El héroe de estas películas poco guardaba en común con el tradicional protagonista de las películas de Hollywood y sí con otros sistemas axiológicos que eran los que las ficciones históricas en el fondo movilizaban. De hecho, el efecto de estrellato en estas películas estaba prioritariamente subordinado al honor y, sobre todo, a la disposición del protagonista para el sacrificio. A diferencia del cine hollywoodiense, la estrella del género histórico durante el franquismo no tenía asegurada, por su propio espesor mítico, la obtención de pre390

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mio alguno... como no fuera, obviamente, la vida eterna y la no menos eterna memoria de su gesta y el recordatorio de su dolor, del cual la película se convertía en voluntario monumento. El valor supremo era el concepto de deber y, subsidiariamente también, en buena lógica del nacional-catolicismo que impregnaba casi todas las manifestaciones artísticas del período, el del martirologio. El conflicto amoroso (en este caso la relación entre Agustina y Juan) en el que habitualmente le sumergía la trama solía ser más que un recurso narrativo para atraer la atención del respetable: era un elemento amortiguador de las desavenencias que los hechos de la historia presentaban respecto al discurso integrador de «lo nacional», «lo español», etc. De ahí que no costara entender que en multitud de películas históricas de la época, la muerte de los portadores de identificación se antojara casi inevitable: al fin y al cabo, para la ideología dominante, el héroe era una mezcla de soldado y monje, dispuesto al abandono de la vida cotidiana y presto a inmolarse en el altar de una patria siempre en peligro, siempre acosada (así la muerte de Juan, bien distinta a la del afrancesado, redimido por la vía definitiva de la muerte). Ese héroe presentaba comportamientos unívocos, era a menudo autoritario y rígido en sus posturas, intransigente en la defensa de sus ideales. Como vehículo privilegiado de la expresión de un discurso, más que de una historia, su hacer en la película se veía compensado también por la habitual invocación, igualmente autoritaria, a un saber narrativo situado fuera de la ficción, expresado con frecuencia por una voz en off (en nuestro caso por los intertítulos del inicio) que no se correspondía con personaje alguno y que solía introducir y clausurar el relato, lo que paradójicamente sitúa a éste fuera de la historia, lejos de las contingencias de la discusión y la confrontación de ideas: al espectador se le daba a ver una ficción revestida con las formas de lo histórico, y al tiempo se le indicaba una única dirección posible en su trabajo de lectura. Cfr. Torreiro (1999: 62-63). Podríamos considerar sintomática otra constante: el papel que en el orden de los conflictos se asigna a lo femenino. Según éste, su presencia sólo se asocia a la hábil recurrencia a las capacidades y cualidades ancestrales de las mujeres, asociadas a la preservación de los valores tradicionales (transferencia instrumental de su capacidad reproductora) o consideradas como espoletas que activan el deseo de conquista de los 391

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varones. Cada época deja, en cada una de las películas que produce, los indicios de cómo se entiende el denominado hecho femenino en el presente de la creación de la obra y en relación también con los ambientes históricos que recrea. A cada época le corresponde su obsesión y a cada una de ellas sus imágenes. Entre éstas la de la mujer que ha quedado siempre bastante blindada y ha sido siempre bastante reiterativa. El cine que se produjo durante la etapa franquista presenta una serie de fijaciones reveladoras que acabaron por constituir unas coordenadas ejemplares respecto a la representación de los arquetipos femeninos, arquetipos de los que el cine posterior a esta etapa no acaba de desprenderse con la rotundidad deseable. Encontramos en aquel cine materiales explícitamente referidos a estas premisas que pueden ayudarnos a entrever constantes y valores. En cualquier caso, esta presencia subsidiaria nos permite abordar el cine histórico producido y su tratamiento elíptico de la diferencia sexual como un síntoma de los modos de representación que el pensamiento hegemónico ha desarrollado en España. Cfr. Selva (1999: 181-183). Cuando se daba el caso, como en nuestra película, de una figura de la mujer (personaje) fuerte, y por tanto digna de heroización, tenía o corría siempre el riesgo de tener que pagar un peaje que para nada respondía a la gestión que su deseo exigía y que la obligaba a un travestismo irredento. Sólo las mujeres capaces de demostrar una cierta «virilidad estándar» eran ejemplares para las otras mujeres en tanto que modelos capaces de un reconocimiento público. La hipérbole narrativa en la que descansaban los relatos sobre los grandes héroes, a todas luces deshumanizada en exceso para todos y todas, funcionó también para las mujeres, pero con la salvedad de que, en estos casos, su desafección por el mundo de las emociones y en general por todo lo que el orden de las convenciones patriarcales fue interiorizando como carácter asociado a los «valores femeninos»: se encriptaba como una deuda extrema que sólo se saldaba, en la mayoría de las ficciones, con la infelicidad o incluso con la muerte. Es difícil encontrar ejemplos en los que la ambición personal de personajes femeninos estuviera descrita desde una realidad diferenciada y, por lo tanto, conjugada por otros verbos que atendieran a la complejidad necesaria que exigían realidades también diferenciadas. Al no ser reconocidas por esta exagerada miopía patriarcal, que consideraba su estandarización como 392

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un universal indiscutible, cuando aparecían estas referencias a lo diferente se convertían siempre en un gesto histérico dentro de la película. Cfr. Selva (1999: 183-184) 5. El resultado, en Agustina de Aragón, acaba siendo un refrito de gritos en los que se modula en falsete la pasión política de esta mujer desprovista, como personaje, de la menor consistencia. En verdad, este personaje contiene una serie de dobleces narrativas que nos permiten también convocarlo en relación con un tema tan fundamental como destacable dentro de la construcción arquetípica de los personajes femeninos pertenecientes a esta corriente denominada cine histórico, fundamentalmente el del franquismo, pero también el de la transición y el de parte de la época democrática: la asociación entre mujer y madre patria. Esta relación es uno de los elementos que permite entender cómo, durante los primeros años del régimen franquista, se observa una notable cantidad de películas que tenían a persona5 ¿Cómo resolver el protagonismo femenino en el terreno político de la mano de un personaje inscrito en un conflicto bélico cuando la Sección femenina promovía un explícito ademán de deserción de la vida pública y laboral de las mujeres? Para la Falange, era menester que las mujeres colaborasen mediante misiones de propaganda y de organización en la construcción de una España grande e imperial: «es a ti a quien toca actuar (mujer), compromete al hombre a hacerlo» (Punto 5 de la Falange Femenina); el movimiento sólo se hará fuerte durante la guerra. Los historiadores se preocupan por la paradoja de la Falange Femenina: la muerte de los jefes (José Antonio, Onésimo Redondo) convirtió a la hermana del primero, Pilar Primo de Rivera, y a la viuda del segundo, Mercedes Sanz Bachiller, en las organizadoras de un movimiento que los nuevos jefes (Franco, la Iglesia) fueron modificando poco a poco. Para la Falange, eran prioritarias la separación de la Iglesia y el Estado, la lucha contra la gran propiedad, una concepción fascista de la sociedad y del imperio; con el franquismo, desde la guerra se produjo la evolución inversa: las tendencias fascistas demasiado marcadas desaparecieron con ocasión de la Segunda Guerra Mundial, tras la muerte de Mussolini y con la posible victoria de los aliados. A partir de ese momento el «adoctrinamiento social» ya no fue fascista sino nacionalcatólico. La Guerra Civil permitió a Franco utilizar a las mujeres en la organización llamada Auxilio de invierno y luego Auxilio social (imitación del Winterhilfe alemán), «florecimiento de azul y de ternura» «ordenada por Dios» y unida por Franco en la Falange Femenina en 1937. En efecto, el estado de espíritu forjado por la guerra y el franquismo no pudo admitir heroínas históricas que no estuvieran sometidas a la divinidad, ni mujeres que no estuvieran sometidas a la maternidad: Pilar Primo de Rivera se dirigió al Caudillo en mayo de 1939, en presencia de 10.000 miembros de la Falange Femenina, para «festejar la victoria», pues «la única misión que la Patria asigna a las mujeres es el hogar» (Bussy Genovois, 1993: 216-218).

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jes femeninos como aparentes protagonistas de causas públicas. «La Patria está en peligro». Y para salvarla, convenía recurrir al reducto donde se consideraba que residían los valores esenciales de la civilización: la mujer. Ella, en defensa del estatuto que la sostenía en lo transhistórico, traspasaba las barreras entre lo privado y lo público y accedía a comprometerse en este último ámbito para retirarse en cuanto las cosas volvían a su cauce. Así, cuando interesaba o convenía, los atributos tópicamente relacionados con lo que debía ser la mujer se trasladaban de lo privado a lo público, adquiriendo aparentemente otro significado. El carácter transhistórico (es decir, su fijación a valores inmutables a través de los siglos) devenía transitoriamente histórico en tanto que era reclamado por los asuntos públicos. Una pirueta oportunista que buscaba en el concepto contrario la baza fundamental para validar, puntualmente, la eficacia ideológica (para recibir del primero un carácter indiscutible). Desde la defensa de estos valores situados normalmente en el reducto de lo íntimo-doméstico, se movilizó a las mujeres-personajes en el espacio público. Saneado, este mismo entorno las expulsó de nuevo, como cuerpos extraños. Cfr. Selva (1999: 185-186).

III. CODA I

Ante nuestra irremediable atadura a la memoria en todos los modos en los que ésta aparece, por ejemplo la historia, y teniendo a nuestra disposición distintas correas a través de las cuales hacernos cargo de aquélla, observamos que el franquismo pareció decantarse por una suerte de «historia monumental», activa y esforzada, de exaltación heroica que transmutaba en héroe, por extensión, también a quien la formulara. Esto es, parecía obsesionado por crear «algo grande»: hacer historia, de ahí la necesidad de mirar hacia atrás, al decir del régimen, pues sólo quien supiera ver la grandeza de un momento pasado podía producir algo de similar categoría en el presente. Suerte de arcaísmo monumental en donde no tenía cabida una modernidad que rompiera con el pasado y sí la tenía en cambio otra reacción no menos desligada del pasado: la del historicismo romántico del que se alimen394

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taron los primeros nacionalistas y que el franquismo recogió en alguna medida (Gómez Ramos, 2003: 28-29). Y así Agustina de Aragón, otro espectáculo más, otro desfile de la victoria, pues la película se preocupa siempre de esconder la derrota. En aquella larga victoria que fue la posguerra, el «caudillaje» encontró su confirmación en cultos y ceremonias al mismo tiempo que en liturgias civiles. En este sentido los desfiles militares, durante muchos años solemnes celebraciones de movilización y recomposición nacional alrededor del Caudillo (conductor y pater patriae), no fueron únicamente expresión de una liturgia secularizada con su mensaje épico-salvífico, sus símbolos y sus ceremonias. Acompañados a menudo por actos promovidos por la Iglesia se fundieron, para el imaginario colectivo, en una única representación patriótico-militar-religiosa. (Di Febo, 2002: 12). Poco se puede decir sobre la operatividad sociológica y movilizadora de opiniones de un cine como éste. Como ha advertido Torreiro (1999: 64), no disponemos aún de estudios científicamente rigurosos sobre la recepción de estas películas; pero en todo caso, se puede apuntar como hipótesis que a estas ficciones no parece haberles correspondido un destino diferente al de, por ejemplo, la enseñanza durante el mismo período. Incapaz de crear unas elites gobernantes que posibilitaran un engarce real con los países del entorno, el sistema de aprendizaje del franquismo sólo reprodujo ideología vindicadora, anticomunismo feroz, y fáciles idealizaciones del pasado. Hay una insuficiencia, obvia, de la escritura ante «la imagen», y hay, también, un espectador, sesenta años después, que ríe atónito ante lo que considera un delirio que, por supuesto, no va con él. En castellano tenemos la expresión «tener que ver con alguien», ¿qué nos es dado a ver, qué tenemos que ver? ¿Qué tenemos en común? Hay un sentimiento de extrañeza al contemplar aquellas imágenes; pareciera que no son para nosotros. Y claro que no lo son. Y, sin embargo, estamos a la vez implicados y estamos de más. Enfrentarse con las imágenes... ¿desde qué punto de vista? ¿Cómo enfrentarse hoy a unas imágenes que consideramos que no son nuestras, no somos nosotros, y que sin embargo parecen atenazarnos? Escribo: enfrentamiento. Porque, quizá, sólo podamos pelearnos con unas imágenes que desprenden humo, miedo, guerra y muerte, mucha muerte, «antes muerto que...» se repite muchas veces a lo largo de la película. 395

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Godard en el primer capítulo de sus Histoire(s) du Cinema dice, en uno de esos intertítulos que parecen losas: «mas, para en lugar de la incertidumbre instalar la idea y la sensación, las dos grandes historias fueron el sexo y la muerte», y añade más adelante: «una industria de la muerte», y concluye: «una industria de los cosméticos (máscaras)». Agustina se antoja una lápida: lo que perdura, frente a la horizontalidad del cadáver. Ni siquiera es un muerto, es un fantasma —un espectro—. ¿Qué exorcismo no se ha llevado a cabo, a lo largo de estos años, para que esas imágenes nos acechen? ¿Por qué nuestro sentimiento de superioridad ante aquellas imágenes que consideramos raras, histéricas, paranoicas? Porque nos reímos de segunda mano, porque creemos ver el negativo de ellas, porque nunca enterramos su cadáver y con frecuencia nos visita, y a su manera, nos pide árnica. Hace años, antes, cuando aún se distinguía y discutía acerca de los conceptos de alta y baja cultura, había uno que hizo fortuna, y comentadores egregios (Adorno, Broch) del mismo, era el kitsch. Agustina de Aragón sería, entonces, un fantasma —el fantasma del kitsch— que nos obligaría a estudiar los rasgos grotescos e hiperbólicos en el cine franquista, incluso su persistencia en la cultura contemporánea. Eran los años del neorrealismo (Godard lo explica proponiendo el matrimonio de Daumier con Rembrandt); ya se habló de cuáles eran las fuentes iconográficas (pictóricas) de Agustina, e incluye en la película uno de los autorretratos de Rembrandt, aquel en el cual mira espantado al espectador (al fuera de campo): el mirar espantado. «La vida nunca ha devuelto a las películas aquello que les había robado y que el olvido de la exterminación forma parte de la exterminación» (Godard).

IV. CODA II. PERVIVENCIA EN EL LENGUAJE

Walter Benjamin nos advirtió de la rivalidad (llamada diálogo) entre el artista (cineasta) y el líder político; trabajan la misma materia: la figuración política. En su película de 1978, Hitler - ein Film aus Deutschland, HansJürgen Syberberg reprocha a la marioneta-Hitler haber empobrecido la lengua alemana, haber enkitschado a Alemania, haber vuelto impro396

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nunciables ciertas palabras, haberlas matado o, peor, haberlas condenado a asediar la lengua de un modo obsesivo, en definitiva, haber sido, ante todo, un muy mal cineasta. Como si esas palabras se hubiesen convertido en palabras-marionetas, que hay que manipular con precaución. La pregunta es qué hacer con las palabras desvariadas. Qué hacer, se pregunta Syberberg, con palabras como «Hitler», «judío», «tierra» o «irracional». Qué hacer con ellas allá donde ya no hay comillas, en un film, por ejemplo. Decía Daney (2004: 53) que la inscripción del significante «Hitler», ya en el título mismo de la película, señala el lugar del problema: hay un duelo que no se ha podido elaborar, ciertas palabras continúan sin poder ser pronunciadas con simplicidad. El conocimiento que tenemos de las condiciones socioeconómicas que produjeron a Hitler y al nazismo no nos ha liberado de aquello que la enunciación de ciertas palabras han continuado anudando: la vergüenza y el horror, la fascinación vaga, el humor negro y la repugnancia. Podemos renunciar a esas palabras, no pronunciarlas más, lo menos posible, o con muchas precauciones. Política del avestruz. Lo siniestro es que lo reprimido siempre retorna, poco a poco, en la deriva de las connotaciones. Decididamente, hay un trabajo de duelo que hacer, palabras que devolver a su banalidad, a su denotado. El proyecto Syberberg no es ni piadoso ni bien pensante; se trata de un exorcismo. Asimismo en el caso que nos ha ocupado, ciertas palabras se han enkitschtado como signos unívocos de una ideología: «España», «raza», «victoria»... Si bien la figura de Syberberg es, en cierto modo, un caso marginal (pero no aislado: Kluge) España no ha contado con un trabajo de duelo similar; nadie se ha arrogado esa responsabilidad. Tanto es así que ese fantasma kitsch sobrevive y reaparece episódicamente hasta en nuestra historia más reciente.

V. APÉNDICE

Si durante la Segunda República no encontramos referencias cinematográficas a 1808, durante la década anterior sí. Como ha advertido Cánovas Belchí (1999: 36-37), a lo largo de los años veinte prolifera397

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ron películas basadas en significativas figuras históricas del pasado más inmediato, recreadas en un imaginario fílmico donde la utilización de la iconografía de procedencia artística (pictórica, fotográfica, escultórica), literaria (teatro, novela, poesía) y escénica (zarzuela y varietés) sirvió de coartada para legitimar una versión del pasado acorde a los intereses del poder financiero que sustentó estos proyectos y al imaginario que los sectores más populares de la sociedad reclamaban como símbolos de su identidad nacional. Tal es el caso de Agustina de Aragón (1928), dirigida por Florián Rey —de ella apenas nos han llegado algunas secuencias—, o El Conde de Maravillas (1927) —basada libremente en la obra de Alejandro Dumas El caballero de Harmental donde «al parecer la película presentaba a un Godoy magnánimo...»—, o El dos de mayo (1927) —adaptación sui géneris de los Episodios Nacionales de Galdós—, dirigidas ambas por José Buchs. De hecho, hay que esperar a la Transición para reencontrarnos con 1808. Y así Curro Jiménez: la primera gran figura que guió los discursos políticos en la Transición fue ésta. Se emitieron cuarenta episodios entre diciembre de 1976 y abril de 1978. Entre sus diversos realizadores encontramos a Joaquín Romero Marchent, Mario Camus y Pilar Miró. Nació como una serie de aventuras continuadora de las tradiciones del western europeo. Tuvo un parto rodeado de muchas dosis de arbitrariedad. Según Palacio (1999: 146), al parecer, el origen de la serie fue una partida de cartas que Sancho Gracia ganó al presidente del Gobierno, Adolfo Suárez. De cualquier modo, su éxito la convirtió durante años en el referente obligado de un populismo pedagógico, que, excusado es decirlo, estuvo al servicio de la construcción de un imaginario nacional democrático contrapuesto al «otro» (el invasor francés). No se privaron en alguna ocasión de realizar algún capítulo de verdadero cine político de izquierda comunista —por ejemplo, La batalla de Andalucía de Antonio Drove—, caso absolutamente inusual en toda la historia de la televisión en España. Lo cierto es que nunca hasta entonces una serie histórica había permeabilizado tanto en el espacio público. El latente nacionalismo de Curro Jiménez tuvo una expresión más depurada y visible en otras series, también, por cierto, interpretadas por Sancho Gracia, como La máscara negra (realizada por José Antonio Páramo y Emilio Martínez Lázaro) —donde sorprende por su patrioterismo y su carácter antifran398

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cés— o Los desastres de la guerra (con guión, entre otros, de Jorge Semprún) —donde el enemigo exterior, como ocurrirá años más tarde en la serie Goya, abarca «al invasor francés» y al duque de Wellington—. Parece, por tanto, que también Televisión Española buscó durante la Transición procesos de identificación del imaginario de los españoles con la guerra de 1808 o con la Guerra de la Independencia (Palacio, 1999: 146-147).

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