La filosofía española actual

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JU LIÁN MARÍAS

LA FILOSOFÍA. ESPAÑOLA ACTUAL SEGUNDA EDICIÓN

ESPASA

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ARCE N TINA,

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Prologo

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GENIO Y FIGURA DE MIGUEL DE UNAMUNO .. Unamuno en su m u n d o ................................................ La figura de U n a m u n o ................................................ La pretensión de Unamuno ........................ ............ Los géneros literarios de Unamuno ..........................

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VIDA Y RAZÓN EN LA FILOSOFÍA DE ORTEGA. 73 I. — L a g é n e s i s d e l a r a z ó n viTAt................................ 73 La idea de la vid a..................................................... 73 La razón v ita l.............................................................. 86 II. — L a r a z ó n v i t a l e n m a r c h a ................................ 95 El encuentro con la caza.......................................... 97 El ser de la caza.......................................................... 102 El decir de la razón v ita l.......................................... 107 La caza en la vida humana...................................... 114 EL LEGADO FILOSÓFICO DE MANUEL GARCÍA MORENTE ........................................................................ 123 ZUBIRI O LA PRESENCIA DE LA FILOSOFÍA... 133

Ofrezco al lector en este volumen de la Colección Austral, que ha asumido la misión de am pliar el horizonte intelectual del mundo de habla españo­ la, cuatro estudios sobre otros tantos pensadores españoles de nuestro siglo: Unamuno, Ortega, Morente, Zubiri. Son — junto con José Gaos, discípulo a su vez de todos ellos — mis maestros. Unamuno en un sentido más lejano, en la forma en que ha sido durante muchos años maestro de buen número de españoles, con una mayor cercanía procedente de algún trato personal, allá en 1934, y de una te­ naz meditación de sus escritos; los otros tres, en una relación asidua y próxima de muchos años, hecha de filosofía y de amistad cordial. Estos cuatro nombres significan lo más granado que la filosofía ha producido en España en este tiempo, después de tres centurias de casi total au­ sencia; repárese en lo que esto supone, sobre to­ do si se tiene en cuenta que, aparte Unamuno, cu­ yo papel fué otro, han constituido esa realidad que se llama una escuela filosófica, de la cual me honro en ser uno de sus últimos eslabones. Sobre esto no cabe ninguna duda; y a pesar de tantos hados ad­ versos, me atrevo a confiar en que en España habrá insólitamente, por obra de esa escuela, filosofía;

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si no, al tiempo, que tiene la misión de decidir lo incierto. Y Unamuno, en un momento en que apenas ha­ bía en nuetro país vestigios de filosofía, y casi de vida intelectual, ejerció un influjo profundo, vivo, violento, como entonces era menester, hecho de ca­ lor más aún que de luz, sobre las mentes españo­ las; y m ientras creaba ese clima fértil, del cual he­ mos beneficiado todos, anticipaba perspicazmente lo que había de ser la filosofía de las generaciones inmediatas, la que él mismo no podía en rigor hacer, pero cuya necesidad le fué patente, tal vez antes que a nadie en Europa (*). Ortega señaló, en plena mocedad, este papel de Unamuno, hombre con quien tanto tuvo que con­ tar, para potenciar su espléndida figura, para evi­ tar sus yerros y su innegable propensión a la des­ mesura y el capricho. En 1908, a los veinticinco años, escribía: «Unamuno, el político, el campea­ dor, me parece uno de los últimos baluartes de las esperanzas españolas, y sus palabras suelen ser nuestra vanguardia en esta nueva guerra de inde­ pendencia contra la estolidez y el egoísmo ambien­ te s ... Y aunque no esté conforme con su método, soy el primero en adm irar el atractivo extraño de su figura, silueta descompasada de místico ener­ gúmeno que se lanza, sobre el fondo siniestro y es­ téril del achabacanamiento peninsular, m artillean­ do con el tronco de encina de su yo sobre las tes­ tas celtíberas. . . El espíritu de Unamuno es de(l )

V éase m i lib ro M iguel de U n a m u n o . (B sp asa-C alp e, M adrid, 1943.)

masiado turbulento y arrastra en su corriente ver­ tiginosa, junto a algunas sustancias de oro, m u­ chas cosas inútiles y malsanas. Conviene que ten­ gamos fauces discretas» (J) . Y un año después, con ocasión de los más ásperos reproches que dirigió nunca a Unamuno, escribía esta frase, que precisa­ mente explica esa aspereza: «Y, sin embargo, un gran dolor nos sobrecoge ante los yerros de tan fuerte máquina espiritual, una melancolía honda. . . «¡Dios, qué buen vassallo si oviese buen Se­ ñor!» (2). Y el 4 de enero de 1937, recién muerto Unamuno, escribía Ortega en La Nación de Buenos Aires estas palabras, tan distantes en el tiempo, coincidentes en su último fondo, y en las que re ­ suena ese rum or como de resaca que guardan las cosas labradas por el oleaje espiritual de una vida entera: «Ya está Unamuno con la muerte, su pe­ renne amiga — enemiga —. Toda su vida, toda su filosofía ha sido, como las de Spinoza, una meditatío mortis. Hoy triunfa en todas partes esta inspi­ ración, pero es obligado decir que Unamuno fué el precursor de ella. Precisam ente en los años en que los europeos andaban más distraídos de la esencial vocación humana, que es tener que morir, y más divertidos con las cosas de dentro de la vida, este gran celtíbero •— porque, no hay duda, era el gran celtíbero, lo era en el bien y en el mal — hizo de la m uerte su a m a d a ... Hay siempre en las virtu­ des y en los defectos de Unamuno mucho de gii 1) “ Sobre u n a ap o lo g ía de la in e x a c titu d ” . O bras com pletas, 1946,I, p. 117-118. ( 2) “ U n a m u n o y E u ro p a, fá b u la ” . Ibid., p. 132.

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gantismo. A esa idea del escritor como hombre que se da en espectáculo a los demás, hay que ponerle una espoleta de enorme dinamismo. Porque Una­ muno era, como hombre, de un coraje sin lím ite s... Unamuno sabía mucho, y mucho más de lo que apa­ rentaba, y lo que sabía, lo sabía muy bien. Pero su pretensión de ser poeta le hacía evitar toda doc­ trina. En esto también se diferencia su generación de las siguientes, sobre todo de las que vienen, pa­ ra las cuales la misión inexcusable de un intelectual es ante todo tener una doctrina taxativa, inequívo­ ca, y, a ser posible, formulada en tesis rigurosas, fácilmente intelig ib les...» Y concluía, con una sombra de melancolía y angustia en el acento: «La voz de Unamuno sonaba sin parar en los ámbitos de España, desde hace un cuarto de siglo. Al cesar para siempre, temo que padezca nuestro país una era de atroz silencio.» Fué Ortega el llamado a realizar entre nosotros esa misión intelectual que señalaba. Por eso, desde él, hay filosofía rigurosa en España, y hay, por añadidura, esa forma del filosofar, la más eficaz de todas, que es la escuela. Desde dentro de ella, nutrido de su sustancia, personalmente incorpora­ do a la empresa de hacer un filosofía española que fuese filosofía a secas, don Manuel García Moren te, Decano im par de la Facultad de Madrid, decía en 1935: «La obra de Ortega y Gasset significa nada menos que la incorporación del pensamiento espa­ ñol a la universalidad de la cultura. Esa incorpora­ ción no podía hacerse más que por medio de la fi­ losofía... Ahora bien, esto es lo que don José ha

hecho entre no: otros. Ha hecho filosofía, una filoso­ fía auténtica. Y por haberla hecho, ha incorporado el pensamiento español a la corriente del pensa­ miento universal». Y agregaba: «Yo conocí a don José Ortega y Gasset hace veintisiete años. ¡Vein­ tisiete años! Durante esos veintisiete años, la amis­ tad fraternal que nos ha unido no ha sido enturbia­ da por una sola nube. Han sido veintisiete años de convivencia diaria, de compenetración íntima. ¿Puede usted imaginar lo que eso ha representado para mí? Y cuando pienso en ello — y cada vez pienso más en ello —, me maravillo de la fortuna increíble que he tenido. Cuando yo era niño, y em­ pezaba a leer con entusiasmo de neófito a Piatón, a Descartes, a Kant, no solía contentarm e con las exaltaciones que me causaban los magníficos acor­ des intelectuales de esos gigantescos pensadores, sino que, más allá del texto escrito, más allá de la urdim bre mental, ideológica, intentaba con la fan­ tasía penetrar hasta las personas efectivas; me re­ presentaba a Platón, a Descartes, a Kant mirmos; imaginaba su ser físico; me hacía la ilusión de oír su voz, de escuchar su palabra viva, de cultivar su trato personal; en suma, de exi:tir yo en la vida real de ellos y ellos en la mía. Hubiera dado no sé qué, cualquier trozo grande de mi ser, por poder milagrosamente verlos, oírlos, hablarles, siquiera un instante. Puede usted, pues, suponer lo que para mí ha sido la amistad de Ortega y Gasset.» Por cier­ to, cuando se haga una historia completa de la men­ talidad contemporánea, convendrá recordar que en estos años se ha escrito un largo estudio sobre

Morente, en el que no aparece siquiera el nombre de O rteg a... Y al evocar Morente la situación española en la fecha en que se inició su amistad, escribe: «Por entonces, la filosofía en España no existía. Epígo­ nos mediocres de la escolástica, residuos informes del positivismo, místicas tinieblas del krausismo, habían desviado el pensamiento español de la tra ­ yectoria viva del pensamiento universal, recluyén­ dolo en rincones excéntricos, inactuales, extempo­ ráneos. España permanecía, por decirlo así, al m ar­ gen del movimiento filosófico. Ni siquiera como sim­ ple espectadora participaba en él. Desde el prim er momento, Ortega y Gasset se propuso incorporar el pensamiento español a la corriente viva de la filo­ sofía eu ro p ea ... La enseñanza filosófica que don José Ortega ha dado durante veinticinco años en la Universidad de Madrid ha creado en realidad la base del pensamiento filosófico español. Esto lo sa­ ben muy bien las personas a quienes la filosofía importa algo, aquí y fuera de aquí. Hoy, la actua­ ción universitaria de don José Ortega, complemen­ tada por la de otros profesores que como amigos o discípulos han recibido la influencia directa de su pensamiento, ha hecho de la Universidad de Ma­ drid uno de los lugares en donde se cultiva la filo­ sofía con más intensidad, escrupulosidad y am pli­ tud» (J) . En la misma fecha, otro discípulo, perteneciente a la siguiente generación, Xavier Zubiri, después (*) E l Sol, 8 de m arzo da 1936. Recogido en E n sa yo sP de M. G. More n te , 1945, p . 201-207.

de recordar in extenso su largo trato con Ortega y su función resonadora, propulsora de la filosofía, liberadora en ese sentido, sensibilizadora para lo filosófico, implacable en la exigencia de verdad, escribía estas frases cargadas de gravedad perso­ nal y filosófica: «Con todo, se estaría muy lejos de haber entendido de una m anera últim a y radical la actuación de Ortega sobre quienes han estado en torno suyo. Es posible — no lo sé — que en otras disciplinas baste con que el maestro sea resonador, propulsor y sensibilizador. En filosofía hace falta algo más. El discipulado filosófico es una genera­ ción intelectual, no para producir de la nada una capacidad filosófica en los discípulos, pero sí para ponerla en marcha y hacer de ella un habltus de la inteligencia Para esto es preciso darles una acogi­ da intelectual, sum inistrarles un hogar, y esto a su vez requiere tenerlo. Hay que ser algo más que un monolito hermético: hace falta poder trazar en torno suyo el ámbito interno donde acoger al que quiere filosofar. Ortega ha sido maestro en la aco­ gida intelectual, no sólo por la riqueza insólita de su haber mental, sino por el calor de su inteligen­ cia am ig a ... A los que acogió así, Ortega no sólo brindó elementos de trabajo — e incluso ciertos se­ cretos de técnica —, sino que los asoció a su pro­ pia vida e hizo de ellos sus amigos. Muchos le otor­ gamos entonces nuestra confianza intelectual y nu­ trimos en él nuestro afán de filosofía. Fuimos, más que discípulos, hechura suya, en el sentido de que él nos hizo pensar, o por lo menos nos hizo pen­ sar en cosas y en forma en que hasta entonces no

habíamos pensado. Hoy es fácil alistarse bajo el nombre de un maestro maduro; más difícil fué otorgarle nuestra adhesión ferviente en momentos aún germinales, sobre todo cuando a ello iban apa­ rejadas toda suerte de hostilidades oficiales, socia­ les y algunas veces incluso privadas. Y fuimos he­ chura suya, nosotros que nos preparábamos a ser m ientras él se estaba haciendo. Recibimos entonces de él lo que ya nadie podrá recibir: la irradiación intelectual de un pensador en formación. Fuimos, finalmente, hechura suya porque continuamos y continuaremos aprendiendo de é l...» Y concluía: «No es fácil discernir aún lo que será del futuro fi­ losófico. Sea de él lo que fuere, si el ser alumno pertenece al pasado, el ser discípulo pertenece a lo que no pasa. Al recorrer sumariamente estos vein­ ticinco años de la labor docente de Ortega, sus dis­ cípulos no podemos dejar de ofrendar al ejemplar maestro, en testimonio de gratitud y adhesión vi­ vientes, el gaudium de veritate en que vivimos, he­ mos vivido y viviremos unidos a él» (’). Me he detenido, tal vez más de lo discreto, en es­ tas citas, por dos razones. La primera, porque era mi propósito indicar las relaciones filosóficas en­ tre los cuatro pensadores estudiados en este volu­ men, y ninguna exposición puede mostrarlas más vivamente que sus propias palabras, en que de un O ) X. Z u b iri: O rtega, m a estro de filo so fía (en el c ita d o nú m ero de t'l S o l), p or c'\»rto, en vin ÜUro en