La Fascinacion Del Islam

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JÜCAR UNIVERSIDAD Serie Antropología, dirigida por Alberto Cardin

MAXIME RODINSON

LA FASCINACION DEL ISLAM

E1 Serie Antropologia ÍÜCAR UNIVERSIDAD

T ítulo original: La fascination d e VIslam Traducción: Ramón M artínez Castellote Cubierta: J. M. D om ínguez Primera edición: Febrero de 1989

© Libraire Francois M aspero, 1980 (C) de esta edición, E D IC IO N E S JÚCAR, 1989 Fdez. de los R íos, 20. 28015 Madrid. A lto Atocha, 7. G ijón ISBN: 84-334-7018-3 D epósito legal: B. 6.019 - 1989 Compuesto en Fernández Ciudad, S. L. Catalina Suárez, 19. 28007 Madrid Impreso en R om an yá/V alls. Verdaguer, 1. Capellades (Barcelona) P rinted in Spain

INDICE

Introducción, 9 I. ETAPAS DEL INTERÉS OCCIDENTAL POR EL MUNDO MUSULMAN, 21 I. La Edad Media: dos universos en lucha, 23 2. Crecimiento y declive de una visión menos polémica, 45 . La coexistencia cercana: el enemigo se convierte en socio, 53 4. De la coexistencia a la objetividad, 61 5. Nacimiento del orientalismo, 65 6. La Época de las Luces, 71 7. El siglo xix: exotismo, liberalismo y especialización, 79 8. La quiebra del eurocentrismo, 97 II. LOS ESTUDIOS ARABES E ISLÁMICOS EN EUROPA, 109 1. La orientación de partida: el orientalismo tradicional, 113 2. La crisis y los problemas actuales, 121 3. La situación actual, 127 4. Las facetas locales, 137 5. Los caminos del porvenir y del progreso, 141 ALGUNAS TESIS PARA CONCLUIR, 145

IN T R O D U C C IO N

Este pequeño libro contiene dos esbozos de dimensiones dis­ pares. El primero, el más largo y más nutrido de datos y hechos, es también el que más tiempo ha estado a la espera de una edición completa. Corre el riesgo de no ser bien comprendido por los lectores más o menos especializados. En efecto, no es, o mejor, no pretende ser ni una recopilación erudita ni un en­ sayo desenvuelto y ligero, dos géneros literarios a los que ellos se hallan habituados, lo que les perm itiría apreciar el primero o vilipendiar o, lo que es más frecuente, despreciar y desaten­ der el segundo, respectivamente. Encontrarán además — más adelante remitido a estos traba­ jos— detalles bibliográficos y otros en mayor abundancia so­ bre la historia de los estudios y las visiones de Oriente musul­ mán en Occidente. No he querido retener de toda esta masa de datos más que lo que me ha parecido pertinente, típico, sig­ nificativo o revelador en lo que se refiere a ilustrar las grandes tendencias que he creído poder poner de manifiesto. Mi obje­ tivo esencial — siempre con la intención de escribir un texto legible para un público amplio—- ha sido precisamente el de determinar estas grandes tendencias e intentar descubrir la cau­ salidad de las mismas. En un principio, una de mis motivacio­ nes había sido también la de averiguar hasta qué punto estaban fundadas las denuncias de unos y la buena conciencia satisfe­

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cha de otros, y desvelar cuánto unas y otras ocultaban de extra­ polación ideológica. Dejando atrás este punto de vista que tiene por origen una reacción ante las representaciones polémicas actuales, que quie­ re orientarse a través de los problemas factuales que éstas pro­ vocan («que éstas te lanzan a la cara», sería más vulgar pero más justo) y que otorga una im portancia primordial a las rela­ ciones vividas (o por vivir) entre «musulmanes» (o más am­ pliamente entre colonizados) y «occidentales», además de un condensado cuadro descriptivo que los primeros destinatarios de esta exposición esperaban de mí, existe también una orienta­ ción a la cual yo pienso que mi ensayo puede aportar una con­ tribución y que no he perdido de vista jamás. Mis miras apun­ tan hacia un problema mucho más amplio, un problema de carácter sociológico que yo encuentro más importante que los planteados por las polémicas entre «orientales», «islamófilos» y orientalistas. Más im portante y más duradero desde el punto de vista científico, aún en el caso de ser juzgado igualmente omisible por las dos categorías de lectores (al menos potenciales) a las que he hecho alusión: los especialistas en estudios orientales y aquellas personas que se han definido partidarias de un grupo de pueblos u otro en el conflicto que opone a éstos, al menos ideológicamente. Desde el punto de vista científico, es de primordial interés estudiar la forma en que se forjan, se determinan y se desarro­ llan las actitudes y concepciones de un vasto grupo de pueblos de cultura análoga con respecto a otro grupo del mismo tipo. Las ideas (a menudo avanzadas en lo que a este tema se refiere) encuadradas bajo el nombre de «etnocentrismo» o «racismo», son más o menos exactas pero, con mucho, demasiado vagas Sea lo que sea lo que de ello piense (desde un punto de vista práctico) el gran público conformista y los orientalistas de igual óptica a pesar de su ciencia, ya no se puede tratar de una visión estrictamente objetiva de las realidades. Yo he tratado de mos­ trar que los grandes factores eran, por una parte, la situación 1 H e tratado de ir más lejos en la tipología de las actitudes y bús­ queda de sus fuentes, especialm ente en m is artículos «Racisme et ethnism e», en Pluriel, núm . 3, 1975, pág. 7-27; «N ation et idéologie», en Ency­ clopaedia U niversalis, vol. II, 1971, págs. 571-575.

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respectiva (y cambiante) de los dos mundos en presencia y, por otra parte, las tendencias internas del espectador-actor que emite los juicios (éstos también cambiantes y, en gran medida, en fun­ ción igualmente de factores internos). Estas tendencias son nor­ malmente propensas a constituirse en ideologías. El resultado de las cuales es, no una imagen como la presuponen en la mayoría de los casos tanto analistas, sino varias, las cuales dependen de los entornos, las capas sociales, el lugar que los miembros de estas últimas tienen en las relaciones con el otro universo, el papel que juegan, su grado de involucración en las ideas de su mundo, etc. Estas imágenes son a menudo operatorias, activas, introduciéndonos, cuando menos, en actitudes que tienen im­ portantes consecuencias y, cuando más, en acciones orientadas por dichas actitudes. Uno de los principales vicios, a mi entender, de los análisis realizados sobre el tema ha sido la creencia ingenua en el pre­ dominio de una imagen, naturalm ente la imagen más teórica, aquella que se esfuerzan por imponer los ideólogos «orgánicos» de la cultura que aporta los juicios. La realidad es muy otra, tal como, según espero, se desprende de mi análisis. En otro sentido, al mismo tiempo que muchos — y, de un modo más notable, los m ilitantes— proclaman que toda imagen es ideo­ lógica— lo cual permite decir que todas ellas valen y que, con­ secuentemente, se puede escoger aquella que a uno le guste sin aportar su justificación— , yo he intentado demostrar que la ideologización más propulsada de una población dada no excluía la preservación de zonas de objetividad, en ocasiones muy reduci­ das, pero que las circunstancias pueden desarrollar aunque esto no sea sin repercusiones que hacen algunas veces perder por un lado lo que se gana por otro. Es justamente a estas dos perspectivas de examen crítico de los argumentos polémicos y de construcción de un modelo so­ ciológico a las que he dedicado mayor interés, si bien estoy lejos de ser insensible, como se verá, al sabor vivido de la anécdota.

El primer texto, del que acabamos de tratar, ha tenido al­ gunas vicisitudes que creo necesario remarcar con el fin de jus­ tificar algunos complementos que van a seguirse en esta intro­

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ducción y sus límites. Lo esencial del mismo fue escrito en 1968. Se me había pedido que tratara el tema para un libro colectivo sobre el legado de la civilización islámica en la cultura univer­ sal 2. Apasionado por este tema, me dejé embarcar en la escritu­ ra de una contribución, con mucho, demasiado extensa para el volumen al que estaba destinada. El responsable de la publicación por aquellas fechas era Joseph S chacht3, un gran sabio que re­ novó el estudio del derecho musulmán (sin detrimento de otros trabajos). Con mucha devoción, emprendió la tarea de efectuar al mismo tiempo la condensación y la traducción inglesa de mi texto. Este trabajo fue llevado a cabo con gran inteligencia, res­ peto de mis opiniones (que J. Schacht no siempre compartía) e ingeniosidad. Con todo, gran cantidad de datos e incluso desarro­ llos enteros hubieron de ser sacrificados para obtener un texto de la extensión conveniente. La muerte de J. Schacht (el 1 de agosto de 1969) y muchos otros factores retrasaron la aparición del volumen que contenía este «condensado» hasta 19744. El texto francés completo sirvió de base a algunas conferen­ cias y exposiciones5. Yo mismo se lo pasé a diversos amigos 2 Se trataba de la edición totalm ente renovada de un volum en que tuvo gran resonancia en su tiem po, T he L egacy of Islam , editado por el difunto Sir Thom as A r n o l d y Alfred G u i l l a u m e , Londres, O xford University Press, 1931, aparecido en una colección en la cual diversos gru­ p os de especialistas inventariaban respectivam ente el «legado» de Grecia, de Roma, de Israel, de China, de la Edad M edia, del antiguo Egipto, et­ cétera. 3 Joseph Schacht, nacido en 1902 en Ratibor (hoy R acibórz), en Si­ lesia, por entonces alem ana, y muerto en 1969, ha sido uno de los muy raros alemanes que se desolidarizaron de su país por puras razones de principios (él no era judío ni tenía ninguna convicción política afirmada) cuando el advenim iento de Hitler. A creditado com o catedrático de uni­ versidad, abandonó A lem ania para siem pre en 1934 y no v olvió jamás a escribir en alemán; colaboró con la B . B . C. durante la guerra y se convirtió en ciudadano inglés en 1947. V er sus necronologías a cargo de R. B r u n s c h v i g , en S tu d ia Islam ica, París, núm . 31, 1970, págs. V -IX ; y Ch. P e l l a t , Arábico, Leyden, vol. 17, 1970, págs. 1-2, etc. 4 M áxime R o d i n s o n , «The W estern Im age and W estern Studies of Islam », en T he Legacy of Islam , 2.“ ed., realizada por el difunto Joseph S c h a c h t con C. E. B o s w o r t h , O xford, Claredon Press, 1974, pá­ ginas 9-62. 5 En primer lugar, una conferencia dada el 27 de diciem bre de 1969 en El Cairo, de la cual han aparecido algunos resúm enes en árabe (no revisados por mí) en el diario A l-A hram del 29 de diciem bre y en la revista A l-T alt’a, El Cairo, 6.° año, núm . 2, febrero 1970, págs. 48-83, con extractos de las discusiones que siguieron.

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interesados, algunos de los cuales, a partir de entonces, han escrito obras sobre el tema. Terminó, al fin, por aparecer, aunque bajo una forma que impedía toda difusión del m ism o6. Ahora, por fin, la presente edición asegura una publicación de tipo normal. Desde el momento de su redacción inicial se han producido, como siempre, numerosos avances en la acumulación de los da­ tos básicos. Estos datos son, sobre todo, textos. En lo referente a la Edad Media, textos que permanecían manuscritos se han hecho accesibles al publicarse, y otros ya impresos han tenido mejores ediciones, más correctas y extensas. Por lo que hace a períodos posteriores, unos y otros han sabido atraer la atención sobre obras o documentos olvidados o desatendidos. Por otra parte, han aparecido varias obras de síntesis sobre el tema, retomando el mismo proyecto bajo diferentes formas y desde distintos puntos de vista, y utilizando con frecuencia los mismos documentos aunque también, en ocasiones, otros que eran desconocidos o que yo deliberadamente había pasado por alto. Estas obras, sobre todo, han adelantado otras ideas junto con algunas que yo ya compartía. Por mi parte, siempre con la atención puesta en este tema, he anotado, naturalmente, en el curso de mis lecturas, nuevos datos básicos y mi reflexión acer­ ca de ciertos puntos ha progresado notablemente a la luz de acontecimientos recientes. No puedo plantearme ahora una reescritura completa de mi texto inicial, ni tampoco creo que sea útil. He añadido la men­ ción o la cita de algunos textos particulares interesantes, así como algunas referencias. La bibliografía no ha podido ponerse al día, sino de un modo parcial. Pero yo jamás me he propuesto ser exhaustivo y, por otra parte, eso me resultaría imposible. Nadie ha leído todos los textos pertinentes y no voy a pretender yo ser el más leído sobre el tema. He procedido a una especie de muestreo de textos que me parece lo bastante importante para permitir el análisis. ‘ Con el segundo texto publicado aquí, en M áxime R o d i n s o n , La fascination d e l’Islam , étapes du regará occiden tal sur le m on de m usul­ m án, Nim ega, A sociación neerlandesa para el estudio del O riente Me­ dio y del Islam , 1978. Esta publicación, que yo no pude revisar, contie­ ne un gran núm ero de errores de reproducción, remiendos, lagunas, etc. N o com ercializada, fue distribuida a los participantes de un Congreso in­ ternacional de estudios islám icos.

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Este análisis de conjunto era y sigue siendo mi prim era pre­ ocupación como supongo es la que persigue la mayoría de mis lectores. No creo que deba modificar las líneas principales del mismo. A lo sumo, me he limitado a matizar ciertas formula­ ciones. Tanto aquí como en otros escritos, he tratado de seguir una vía intermedia entre dos tendencias que me parecen, por igual, aberrantes, aun cuando sean las más difundidas por la fuerza de las cosas. Por un lado, los expertos en la materia, los espe­ cialistas, tienden a menudo a apreciar exclusivamente la acu­ mulación de las informaciones básicas, a interesarse únicamente por la presencia de un texto que ellos no conocen, por ejemplo. Por otro lado, hay un público más amplio, los «generalistas» (filósofos, sociólogos, etc.), los especialistas en otras disciplinas, todos aquellos que cuentan con encontrar en él luces que escla­ rezcan, den conocimiento de causa o, sobre todo, sean suscepti­ bles de fortificar un compromiso fundamental (político, social o existencial), que no se interesa más que por las ideas emitidas. Empujando hasta el límite en uno u otro sentido (lo que, afor­ tunadamente, está lejos de tener que ser siempre el caso), se obtiene por un lado al erudito limitado, incapaz de establecer vínculos entre dos datos y desprovisto siquiera del m enor inte­ rés por las ideas generales y, por otro, al malabarista que, con gran virtuosismo, elabora teorías mostrando el más absoluto des­ dén por los hechos. Yo he intentado aquí, como he hecho en otras partes, dem ostrar que es posible seguir un curso que pro­ ceda con prudencia hacia la abstracción, siempre dispuesto por otra parte abierto a la revisión, iluminándose al máximo con el conocimiento de los hechos y sin perseguir la exhaustividad. Es lo que se entiende, en mi opinión, por proceder científico.

He pensado que sería de utilidad señalar aquí y caracterizar rápidamente los ensayos de síntesis publicados a partir de la re­ dacción de mi texto de base, o al menos los más importantes, a mi modo de ver, de cuantos han llegado a mi conocimiento. Un gran especialista de los estudios islámicos superiormen­ te informado de prim era mano, W. Montgomery W att, ha publi­ cado un estudio de conjunto sobre la influencia del Islam en la

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Europa m edieval7. No es éste exactamente el tema que yo me he propuesto tratar aquí, si bien me he interesado por él en otros escritos8 y he criticado, en dicho campo también, las ideas más divulgadas en el medio orientalista. Pero W. M. W att trata también en su estudio, como cabe esperar, de la imagen que en la Europa medieval se tenía del Islam. Sus conclusiones, a mi modo de ver, convergen en parte con las mías en lo que a este tema se refiere. Aunque no sé si aceptaría por entero mi modo de ver las cosas. Tampoco se sitúa en el mismo plano que yo el P. Youakim Moubarac, como lo indica por otra parte el título mismo de su libro, publicado en 1977, Recherches sur la pensée chrétienne e l’Islam dans les tem ps modernes et á l’époque contem poraine 9. Pero, en este libro de gran erudición y detalle, constituido por varias secciones yuxtapuestas, se encontrarán tratados en mu­ chas páginas problemas que yo abordo. Los análisis de autores particulares y las múltiples citas hacen de ésta una obra muy atrayente e instructiva. Las visiones sintéticas están en la mayo­ ría de los casos orientadas por la perspectiva del diálogo entre creyentes cristianos y musulmanes, cosa que evidentemente se halla muy lejos de mis intenciones, aun cuando dicho diálogo, visto desde el exterior, entre, hasta cierto punto, en mi campo de análisis. Por el contrario, debido a que no toma como eje exclusivo de su proceder el punto de vista religioso, puede decirse que el talentoso historiador y ensayista tunecino Hichem Djait aborda el problema de la visión europea del Islam o, más bien, del

7 W . M o n t g o m e r y W a t t , «L’influence de l ’Islam sur l ’Europe m édié­ vale», en R evu e des étu des islam iques, Paris, vol. 40, 1972, págs. 7 4 1 , 297-327; vol. 41, 1973, págs. 127-156. * M axim e R o d i n s o n , «Les influences de la civilisation m usulm ane sur la civilisation européenne dans le dom aine de la consom m ation et de la distraction», en C onvegno Internazionale, 9-15, aprile 1969, Tem a: O rien te e O cciden te nel M edioevo: F ilosofia e scienze, Roma, A cadem ia nazionale dei Lincei, 1971, págs. 479-499; y «Dynam ique de l ’évolution interne et des influences externes dans l ’histoire culturelle de la M édite­ rranée», en A c te s du prem ier Congrès d ’étu des des cultures m éditerra­ néennes d ’influence arabo-berbère [M alte, 1972], Argel, S. N . E. D ., 1973, págs. 21-30. 9 Con prefacio de Edm ond Rabbath. Beirut, 1977 (P ublicaciones de la Universidad libanesa, sección de estudios históricos, num . 22).

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mundo m usulm án10, con una perspectiva paralela a la mía. Djait consagra a este tema la primera parte de un libro titulado L ’Eu­ ro pe et l’Islam, donde el análisis de estos dos universos cultu­ rales e históricos en sí mismos ocupa también un gran lugar. Ks una obra brillante, muy inteligente y sagaz, donde tiene oca­ sión de desplegarse la gran cultura del autor tanto en el domi­ nio árabe como en el de la historia y el pensamiento europeos, Yo recomiendo encarecidamente su lectura. Sólo en raras ocasio­ nes estoy en desacuerdo con el propósito de este autor, al menos en esta parte de su obra. Sencillamente, no se propone compo­ ner un cuadro tan igualmente detallado para todas las épocas como yo he intentado hacer; sino que concentra su atención sobre cierto número de puntos y de autores, lo que le permite, por otra parte, emitir juicios especialmente penetrantes y de tajante ni­ tidez. También aconsejaría a mis lectores leer el libro de Edward W. Said, Orientalism , cuya traducción francesa tiene prevista su aparición, si no estoy mal informado, para aproximadamente las mismas fechas que este libro 11. La obra de este palestino, convertido en profesor de litera­ tura inglesa y comparada, de la Universidad de Columbia, en Nueva York, de gran cultura literaria, tanto en francés como en inglés, ha tenido una amplia y exitosa resonancia en el mundo anglosajón. Ha suscitado en el medio profesional de los orien­ talistas algo así como un trauma. Estaban habituados, en efec­ to, a ver sus trabajos tachados de «etnocentristas», así como a verse a sí mismos acusados de ser agentes, conscientes o incons­ cientes, del imperialismo europeo-americano por las publicacio­ nes «indígenas». Pero estas obras no afectaban a su entorno propio. ¡He aquí, de pronto, las mismas acusaciones reprodu­ cidas en inglés por un profesor de valía reconocida, conocedor de Flaubert y de Coleridge, y que invoca las ideas de Michel Foupault! Los orientalistas reaccionaron criticando el estilo de Said 10 H ichem D j a i t , L ’E urope e t l'Islam , París, Seuil, 1978 (colección «Esprit»). " Edward W . S a id , O rientalism , Londres et H enley, R outledge and Kegan Paul, 1978. La traducción francesa acaba de ser publicada por las Editions du Seuil bajo el título de L ’O rientalism e, l’O rien t crée par l ’Occident, prefacio de T. T odorov, trad. C. M alam oud, 1980.

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y poniendo de relieve las lagunas y errores de este autor que no es de la especialidad y no conoce bien los problemas de historia factual o cultural con que se enfrentan los especialistas. Advir­ tamos que, aun teniendo ideas generales, suficientes para abor­ dar los casos de China y la India, E. W. Said dedica especial­ mente su atención a los estudios referidos al Próximo Oriente y al Magreb musulmanes, y, en primer lugar, al Mundo Arabe. Algunas de las críticas de los orientalistas están justificadas y yo mismo podría formular algunas más al respecto. El relati­ vismo total del autor no me parece fundado ni tampoco m ante­ nido de una forma coherente. Pero lo esencial no está ahí. Siem­ pre hay provecho que sacar de las observaciones de un no espe­ cialista sobre la actividad desarrollada en el campo de una es­ pecialidad, por lo menos cuando esta observación proviene de alguien que posee un mínimo de conocimiento sobre el campo en cuestión (lo que mayormente suele ser el caso). El mérito de Said consiste en haber contribuido a definir mejor la ideología del orientalismo europeo (de hecho, sobre todo, anglofrancés) de los siglos xix y xx y su enraizamiento en los objetivos políti­ cos y económicos europeos del momento. El análisis que ofrece es inteligente, sagaz y a menudo pertinente. Parece, sin em bar­ go, desencaminarse algunas veces en la interpretación que hace de ciertos textos de orientalistas, como si su percepción se viera enturbiada por su natural over-sensitiveness 12 ante las reaccio­ nes de los otros, de los europeos-americanos instalados. De don­ de resultan algunas formulaciones excesivas. Pero, una gran par­ te de sus críticas contra el orientalismo tradicional son válidas y el efecto chocante de su libro se revelará muy útil si logra mo­ ver a los especialistas a comprender que no son tan inocentes como dicen ni siquiera como creen, a tratar de detectar las ideas generales en las que inconscientemente se inspiran, y a tomar conciencia y dirigir a las mismas una m irada crítica. El único peligro podría ser que, llevando al límite ciertos análisis y, más aún, ciertas formulaciones de Edward Said, se cayera en una doctrina muy parecida a la teoría jdanoviana de las dos ciencias. Esta es, por otra parte, la tentación natural de toda ideología que, apoyándose en un movimiento contestatario 12 H ipersen sibilidad. En inglés en el original. (N . d el T.)

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y haciéndose portavoz del mismo, critica las conclusiones cien­ tíficas, o las consideradas tales, que emanan de los miembros de una clase, una capa social o étnica, o una categoría en el po­ der. Siempre hay fundamentos reales para esta actitud, pues es bien cierto que el pensamiento científico lleva siempre la marca de aquellos que lo han producido y, por tanto, entre otros fac­ tores, la de su situación social o nacional. Pero las consecuencias de una teoría semejante pueden re­ sultar muy peligrosas. Llevada al extremo, como tienden siem­ pre a hacer los ideólogos contestatarios interesados por estable­ cer o afirmar su posición, da como resultado los Lyssenko de tum o. Es bien cierto que las conclusiones de los sabios burgue­ ses estaban, en una proporción más o menos grande según las disciplinas, las personalidades, las conjeturas y los casos es­ pecíficos, influenciadas por su situación de clase. Pero esto no significa que carecieran por completo de relación con lo que haremos bien en llamar la realidad. Y, sobre todo, no significa que los proletarios, por ignorantes que fuesen, tuviesen por na­ turaleza el privilegio exclusivo de acceder por entero a esta rea­ lidad. Es también exacto que la no heredabilidad de los caracte­ res adquiridos, y la herencia de los otros, tiende a fom entar una visión racista y jerárquica de la historia y de la sociedad. Pero esta visión no constituye la conclusión obligatoria de dicha cues­ tión. Por encima de todo, sin embargo, esto no significa de nin­ guna manera que sólo los antirracistas militantes tengan el dere­ cho a estudiar la biología de la herencia o el privilegio de extraer de ella lecciones válidas. Y tampoco significa, de manera alguna, que las experiencias de los sabios de ideología racista, consciente o insconsciente, carezcan todas de valor y que las de los mili­ tantes antirracistas puedan admitirse todas sin crítica alguna. El jdanovismo, concebido como doctrina con fundamento de análisis social, no ha dejado de tener sus émulos. Muchos inte­ lectuales del Tercer Mundo (y también adeptos de los nacionalis­ mos contestatarios regionales de Europa) han sentido cuando me­ nos la tentación de ir en el mismo sentido. Se ha oído hablar de mía ciencia negra y de una ciencia de los imperialistas. Hasta i*l presente, las estructuras de los movimientos de lucha no han permitido a dichas doctrina desarrollarse mucho. Cualquiera que sen la importancia de las desviaciones ocasionadas por la sitúa-

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ción colonial en la elección de los datos y en el razonamiento, cualquiera que sea la necesidad de combatirlas y cualquiera que pueda ser la importancia de la entrada en escena del jui­ cio de los colonizados o excolonizados competentes, utilizando su sensibilidad normal en dichas desviaciones, es indispensable no dejarse deslizar hacia la doctrina en cuestión, esto es, la de las dos ciencias.

El segundo texto que podrán leer en este libro expresa pre­ cisamente mis ideas acerca de este punto. No deja de ser sig­ nificativo que los mejores orientalistas me hayan pedido que tra­ te esta cuestión tal como lo muestra dicho texto, el de una con­ ferencia dada en Leiden, en los Países Bajos, en junio de 1976 para los miembros de la Asociación Neerlandesa para el estudio del Oriente Medio y el Islam, que es el organismo corporativo, por así decirlo, de los orientalistas islamistas de los Países Bajos 13. La repercusión del libro de Edward Said ha avivado tam bién la inquietud y el interés de los orientalistas por el tema del condi­ cionamiento social, étnico y cultural de su disciplina. No me extrañó demasiado tampoco que, en marzo de 1980, el XXI Con­ greso de los orientalistas alemanes en Berlín me invitase a pro­ nunciar en tal marco una conferencia cuyo tema se me fijó de antemano: Etnocentrismo y orientalismo. No sé si las respuestas que aporto a las preguntas así plan­ teadas serán enteramente satisfactorias. Indudablemente, no. En todo caso, es cierto que no todos las juzgarán de esta manera. Por supuesto, es mucho mejor así. Pero yo he hecho cuanto me ha sido posible por proporcio­ nar materiales adecuados para aportar una luz al lector y por ofrecerle las conclusiones de una reflexión honesta. El resto ya no está dentro de mi competencia, ni de mi poder. M á x im e R

o d in s o n

13 Sobre estas m ismas líneas ha aparecido otra exposición bajo el título de «Situation, acquis et problèm es de l ’orientalism e islam isant», en Le m al de voir, eth nologie et orientalism e, París, U. G. E., 1976, col. 10/18, núm. 1101, págs. 242-257.

ETAPAS DEL INTERÉS OCCIDENTAL POR EL MUNDO MUSULMÁN

Las notas no van encaminadas a dar una bibliografía, ni siquiera se­ lectiva, sobre ninguna de las cuestiones tratadas, sino a justificar, don­ de proceda, las alegaciones del autor. M. R.

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L A ED AD M ED IA: D O S U N IVERSO S EN LUCHA

Durante mucho tiempo, para el Occidente cristiano, los mu­ sulmanes constituyeron un peligro antes de convertirse en una cuestión. En las regiones lejanas de Oriente había habido des­ plazamientos de poder y un pueblo turbulento y depredador, an­ ticristiano en extremo, había invadido y saqueado inmensos te­ rritorios, se los había robado al dominio de la cristiandad. Así habla de ello, treinta o cuarenta años después de dichos aconte­ cimientos, un cronista borgoñón: «Los Agareni, llamados tam­ bién sarracenos como lo atestigua el libro de Orosio, nación circuncisa habitante de la margen del monte Cáucaso, por en­ cima del mar Caspio, en el país llamado Ercolia, al haberse hecho demasiado numerosos, cogieron las armas y se arrojaron sobre las provincias del em perador Aeraglia [H eraclio] ... Los sarracenos, según su costumbre, avanzaron asolando sin tregua las provincias del imperio» Tanto bajo Constantino como bajo Constancio, los dos emperadores que siguieron a Heraclio, «los sarracenos cometieron espantosos estragos. Después de haber to­ mado Jerusalem y destruido otras ciudades, invadieron el Egipto superior e inferior, tomaron y saquearon Alejandría, devastaron toda el Africa y se apoderaron...». El emperador se vio reba­ jado a tener que pagarles un trib u to 2. 1 Chronique dite de Frédégaire, IV § 66 (ed. y trad. J. M. WallaceHadrill, Londres, 1960, págs. 53 s.). 2 Ibid., § 81 (págs. 68 s.), trad. Guizot revisada.

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Este azote debió alcanzar España, las costas de Italia y la Galia. Pero siempre se trataba de la misma ola de saqueadores bárbaros. Al revisar poco antes de su muerte, en el 735, su His­ toria eclesiástica de la nación de los anglos, Beda el Venerable, monje anglosajón, resume así los últimos acontecimientos: «En esta época, una terrible plaga de sarracenos asoló las Galias per­ petrando una deplorable carnicería; pero, poco después, en este país, recibieron el castigo merecido por su perversidad3.» Se refería a la famosa batalla llamada de Poitiers (732). Pocas preguntas se hacían, al parecer, acerca de este pueblo que, como tantas otras poblaciones bárbaras, constituyó un azote para las naciones cristianas de Occidente. Con fecha del 793, los anales carolingios falsamente atribuidos a Eginardo consignan: dúo valde displicentia de diversis terrarum partibus adlata sunt («[m ientras el emperador se hallaba así ocupado], dos terribles desgracias vinieron de dos territorios distintos») \ Se trataba de la revuelta sajona y de la incursión sarracena en Septimania. Las campañas de los moros de España, con sus alternancias de éxito y fracaso, las alianzas incluso con los emires omeyas disidentes que vinieron algunas veces a buscar apoyo en Aquisgrán, la lucha contra las razzias en la Galia, contra la piratería en las costas de Provenza, Córcega, Cerdeña e Italia, operaciones como el desembarco de Boniface de Lucques en el Túnez de los Aglabíes en 828... nada de esto cambiará en lo fundamental la actitud de los francos. Para los cronistas seguía siendo vaga la relación entre los sarracenos de Occidente con los Mauri que par­ ticipaban algunas veces en sus depredaciones, los sarracenos «de Africa» (Ifriqiyá, Túneb) y los de Persia que gobernaba el amiralmummminim (por emplear la ortografía más correcta presen­ tada en los manuscritos), rex Persarum, «rey de los persas» (en otras partes rex Sarracenorum, «rey de los sarracenos»)5. Los sarracenos, o árabes, eran conocidos desde hacía mucho tiempo, mucho antes del Islam, y, en un principio, su cambio de religión apenas si fue notado. Una descripción del mundo es­ 3 Historia ecclesiastica gentis Anglorum, V, 23 (ed. y trad. G. Colgra­ ve y R. A. B. Mynors, Oxford, 1969, pàgs. 556-7). 4 Annales regni Francorum, ed. F. Kurze, Hannover, 1895 (Scriptores rerum Germanicarum in usura scholarum), pàgs. 94 s. ! Ibid., pàgs. 114, 131, etc.

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crita en el siglo iv, por ejemplo, aseguraba que se procuraban «mediante el arco y la rapiña todo cuanto necesitaban para vi­ v ir» 6. No hacía falta saber más de ellos. Unicamente los sabios hacían uso del raciocinio en torno a su nombre, que ellos creían derivado de Sara, mujer de Abraham, mientras que aquellas gen­ tes descendían (como indicaba su otro nombre Agareni) de Agar, la sierva abandonada en el desierto junto a su hijo Ismael. Ello planteaba un problema. Los cristianos de la España musulmana, los mozárabes, fue­ ron los únicos en ir más lejos, por razones evidentes. Sometidos al dominio político de los musulmanes que daba libre curso a una influencia cultural árabe devastadora para la fe de los cris­ tianos, aquéllos tuvieron que hacerse alguna imagen más pre­ cisa, si no más exacta, de sus dominadores y de las ideas de éstos. Al igual que en los países conquistados de Oriente circula­ ron leyendas despectivas e injuriosas entre las masas cristianas y judías, mezcladas con impresiones más justas extraídas de los contactos cotidianos. Lo mismo que los cristianos también some­ tidos de Oriente (recordemos a Juan Damasceno), los intelec­ tuales trataron de llevar un poco más lejos el análisis de la ideo­ logía musulmana con el único fin de combatir la posible influen­ cia de la misma. Pero el ardor militante de Eulogio, de Alvaro y de sus seguidores durante el corto período del 850 al 859, sus esfuerzos (vanos) por convencer a la jerarquía y a las masas cristianas y, finalmente, su sed de martirio, mal les preparaban para un esfuerzo intelectual profundo destinado a conocer y com­ prender al adversario7. En el siglo xi, la imagen del mundo sarraceno se precisa un poco por razones bastante claras. Los normandos, los húngaros y una parte de los eslavos se habían convertido. El mundo mu­ sulmán continuaba siendo el enemigo principal. Las batallas que se libraron contra él en España, el sur de Italia y Sicilia no eran más que simple resistencia. El avance cristiano, lento y fluctuan‘ Expositio totius mundi et getiium, § 20, ed. J. Rougé, París, 1966. 7 Cfr. resumen de los hechos en E. L e v i -P r o v e n ç a l , Histoire de l’Es­ pagne musulmane, 2.a éd., I, Paris y Leiden, 1950, págs. 225 ss. Sobre la imagen del mundo musulmán entre los cristianos orientales, cfr. A. Duc e l l ie r , Le Miroir de l’Islam, Musulmans et chrétiens d ’Orient au Mo­ yen A ge (V IIe-XIe siècles), Paris, lulliard, 1971, col. «Archives», núme­ ro 46.

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te, comenzaba a implicar con más frecuencia relaciones políticas e incluso culturales con las poblaciones sometidas. Ya no se tra­ taba de guerras locales, sino de que Europa entera se movilizaba para combatir al lado de los españoles en la Reconquista. Los normandos pasaban de Inglaterra a Italia. La extrema división de los Estados se veía trascendida por el movimiento cluniacense, ligado a la creación y ascensión de la ideología papal. A la ideo­ logía imperial carolingia centrada en la Europa continental le sucede esta ideología papal esencialmente fundada en los valores religiosos. El papa hum illa simbólicamente al emperador en Canossa, en el año 1077. La unidad cristiana exaltada por los papas debe consolidarse mediante grandiosos proyectos perseguidos en común bajo su dirección. ¿Q ué obra común podía ser más esti­ mulante que la Reconquista extendida a todo este mundo medi­ terráneo hacia el que precisamente vuelven su mirada las ciuda­ des comerciantes italianas con un éxito creciente en el campo de la economía?

No es tanto — como ya se ha dicho— la Cruzada lo que da origen a una imagen del Islam, como la unidad ideológica len­ tamente forjada del m undo cristiano latino, la que empieza al mismo tiempo a precisar la faz del enemigo y a dirigir sus ener­ gías hacia la Cruzada. El ejemplo dado por las peregrinaciones a la T ierra Santa, cada vez más numerosas y mejor organizadas en el transcurso del siglo xi, y que habían pasado ya a la acción armada contra los asaltantes beduinos, el valor escatológico de Je­ rusalem y del Santo Sepulcro mancillados por la presencia de los infieles, el valor purificador de la peregrinación y la idea del deber de ayuda a los cristianos humillados de Oriente hacen de la expedición a la Tierra Santa la tarea sagrada a proponer a los fieles. La lucha de este modo concentrada y polarizada debía fijarse un enemigo que también estuviese dotado de rasgos bien defini­ dos, específicos, con una imagen más o menos unificada. Si, por un lado, los sarracenos son para los peregrinos figuras sin ros­ tros, infieles sin interés, autoridades de hecho apenas menciona­ das por en medio de las cuales se desplazan, si la fabulosa y satí­ rica Peregrinación de Carlomagno, en el siglo xi o principios

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del x ii, nos muestra aún al emperador desplazándose a Jerusalem sin ningún contacto con ellos, la Canción de Roldán hacia las mismas fechas nos m uestra, en un estilo tam bién cuasi fabuloso, un Islam poderoso y rico con distintos potentados que se pres­ tan m utuamente su ayuda disponiendo, bien es verdad, de múl­ tiples contingentes paganos, nubios, esclavonios, armenios y ne­ gros, ávaros y prusianos, hunos y húngaros 8, pero unificado en torno al culto de Mahoma, Tervagan y Apolo. Roger d ’Hauteville comienza la reconquista de Sicilia en 1060, Alfonso VI entra en Toledo en 1085 y Godofredo de Boui­ llon en Jerusalem en 1099. Sobre estos tres frentes, el contacto con los musulmanes se va haciendo más estrecho. La imagen del Islam va configurándose y poco a poco se hace más precisa. No obstante, se verá afectada durante largos siglos por una ri­ validad ideológica que le im pondrán sus deformaciones ha­ bituales.

En realidad, la Europa cristiana no tiene, como normalmente se supone, una sino varias imágenes de este universo hostil con el que choca. Se han estudiado más que nada las ideas de los europeos sobre la religión musulmana. Pero es todo el mun­ do musulmán el que se ofrece a ellos como objeto de asombro o de escándalo. Se pueden distinguir, de manera resumida, tres aspectos de esta aprehensión. El mundo del Islam es, por encima de todo, una estructura político-ideológica enemiga. Pero tam­ bién es una civilización diferente y una zona económica extraña. Estos diversos aspectos suscitan curiosidades y reacciones de dis­ tintas clases, a menudo en los individuos mismos. Las divisiones políticas de los musulmanes son cosa cono­ cida, y con frecuencia de primerísima mano. Pero se sabe tam­ bién que hay una solidaridad global latente detrás de estas divi­ siones, que la unidad puede en cualquier momento tomar cuerpo contra la cristiandad, y que el alma de esta solidaridad es la ideología, la fe común. Los Estados musulmanes forman un sistema hostil. Se puede jugar con sus rivalidades. Puede uno aliarse temporalmente con 8 Chanson de Roland, 3220 s.

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alguno de ellos, utilizarlo, ponerse en ocasiones también a su servicio, tal como relata la misma epopeya acerca del joven Carlomagno, Mainet, quien sirve con fidelidad a Galafré, el rey sarraceno de Toledo, y desposa a su hija Galiena, que eviden­ temente se convirtió (Mainet). Episodios de este género fueron frecuentes en España y en Oriente. Pero la hostilidad sigue la­ tente y siempre puede resurgir. Como han puesto de relieve varios autores, resulta chocante constatar la gran semejanza entre la actitud del mundo cristiano frente al mundo musulmán en tanto que estructura político-ideológica y la del mundo capitalista occidental de hoy día frente al mundo comunista. Desde el punto de vista estructural, las ana­ logías son evidentes. En ambos casos, dos sistemas agrupan, cada uno, Estados divididos y rivales; pero, unidos por la ideología, se enfrentan. Los hombres políticos, sus funcionarios, sus informadores y sus espías tenían con toda seguridad su visión del mundo musul­ mán sobre la cual no estamos bien documentados. Esta era sin duda más matizada que la de los ideólogos y la de las masas. Los más cercanos, los señores de la Tierra Santa, debían saber muchas cosas sobre las divisiones internas de los Estados mu­ sulmanes. Sólo de este modo se pueden explicar las frecuentes coaliciones de ciertos gobernantes francos con unos soberanos musulmanes en contra de otros. De esto ya se dejaba ver algo, por ejemplo, en la Histoire de Guillermo de Tiro, escrita a ins­ tancias del rey de Jerusalem, Amaury, en los años 1170. Este arzobispo, que fue canciller del reino de Jerusalem y llevó a cabo frecuentes misiones diplomáticas, conoce bien y pone de relieve la lucha entre sunnitas y chiitas, las diferencias entre árabes y turcos. Conoce las rivalidades entre gobernantes musul­ manes del mismo origen étnico. Cuando M awdüd, atabek de Mossul, es asesinado en Damasco en 1113, él sabe que «se sospechó que Dodequins (Tughtegin), el rey de Damasco, le ha­ bía hecho matar o, por lo menos, estaba de acuerdo con ello; pues éste temía mucho a aquél, que era hábil y poderoso, y tenía miedo de que le arrebatase su reino» 9.

9 G u i l l a u m e d e T y r , X I, 20 (Recueil des historiens des Croisades, Historiens Occidentaux, 1/1, 1844, pág. 487; trad. francesa, ed. Paulin París, I, París, 1879, pág. 413); cfr. R. G r o u s s e t , Histoire des Croisades,

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En estos medios, se aprende a conocer las proporciones de fuerzas entre potencias y sus relaciones entre sí, no sin asimilar inconscientemente esta situación a la situación europea. El califa (palabra que significa «heredero») es el papa de los musulmanes (apóstoles de los sarracenos) y, al mismo tiempo, su «príncipe soberano», su «gran capitán» («chevetaine»). Hacia el 1200, la obra Devision de la terre de oultre-mer dice que Bagdad es la capital (chies, chief) de toda la «paganidad», lo mismo que Roma es la capital de toda la cristiandad10. Joinville, en el si­ glo x i i i , sabía por experiencia directa muchas cosas sobre la organización del imperio mameluco con su extraña costumbre de confiar la dirección del Estado a los esclavos, que ya había asombrador al traductor y continuador francés de Guillermo de Tiro 11. Pero este tesoro de conocimientos de los hombres políticos de Oriente apenas se difundió fuera de su medio. Las cancillerías occidentales no extraían de ello más que lo estrictamente necesa­ rio para su política oriental. Todavía no había público en Oc­ cidente para una exposición detallada de la historia política del Islam; ni tampoco un interés mínimamente extendido por las querellas políticas que dividían a los «infieles». La Cruzada, en cambio, creó un vasto público ávido de una imagen global, sintética, entretenida y satisfactoria de la ideo­ logía adversa en tanto que sistema de ideas. Las doctrinas pare­ cían siempre, vistas desde fuera, lo que ellas pretenden ser para sus fieles: lo esencial. Pero el gran público necesitaba que la ima­ gen propuesta, además de m ostrarle y explicarle toscamente el carácter detestable del Islam, fuese de una naturaleza tal que satisficiese también su gusto literario por lo maravilloso, tan notable en toda la producción de la época, y llevase implícitas las características exóticas más llamativas que hubieran podido impresionar a los cruzados en sus relaciones con los musulma­ nes. Además, al igual que en todo movimiento ideológico se cons­ I, París, 1934, págs. 275 s.; J. L. la M o n t e , «Crusade and Jihád», en The Arab Heritage, ed. by N. A. Paris, Princeton, 1944, págs. 168 s. 10 Referencias ap. E. D r e e s b a c h , Der Orient in der altfranzösischen Kreuzzugslitteratur, Dissertation, Breslau, 1901, pág. 10. “ J o in v il l e , Histoire de saint Louis, cap. LVI, § 280 s., cfr. también E. D r e e s b a c h , op. cit., pág. 34; G u il la u m e d e T y r , XXI 23 (Recueil..., Historiens occidentaux, 1/2, 1849, págs. 1043 s.; trad, francesa, t. II, pá­ gina 395).

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truye una historia santa que explica diacrónicamente su apari­ ción como remedio necesario para los males del siglo, como si extrajera su autoridad de factores sobrenaturales o, en los casos menos privilegiados, como fatal conclusión de la historia hum a­ na, que su fundador instaura como individuo dotado de dones excepcionales que le glorifican hasta, en ocasiones, divinizarlo, del mismo modo todo movimiento adverso descifra la esencia del carácter nocivo de su rival en esta historia santa tornada diabó­ lica y en la nefasta actividad de su fundador. Así, los autores latinos que, entre el 1100 y el 1140, empren­ dieron la tarea de responder a esta necesidad del gran público, concentraron sus esfuerzos sobre la vida de Mahoma sin preocu­ parse mucho por la exactitud, dando vía libre, como escribe R. W. Southern, a «la ignorancia de la imaginación triunfante». Mahoma era un mago que había destruido la Iglesia en Africa y en Oriente mediante la magia y el engaño, y había confirmado su éxito autorizando la promiscuidad sexual. Leyendas proce­ dentes del folklore general, de la literatura clásica, de los textos bizantinos sobre el Islam y de relatos musulmanes rencorosa­ mente deformados por los cristianos de Oriente vinieron a enri­ quecer esta imagen 12. Tal como nos revela Southern, Guibert de Nogent (muerto hacia 1124-1130) admitía no disponer de fuen­ tes escritas y limitarse únicamente a dar la plebeia opinio (opi­ nión popular), sin forma de distinguir lo verdadero de lo falso. Pero, desvelando ingenuamente el verdadero fundamento de toda crítica de tipo ideológico, concluía: «Se puede sin vacilar hablar mal de aquél cuya nefasta naturaleza sobrepasa todo cuanto de malo se pueda d ecir»13. Esta visión de la literatura para el gran público, como cons­ tantemente sucede, debía inform ar mucho más de la imagen con­ servada para la posteridad que de los trabajos más sabios y más escrupulosos. Y aún habría de verse embellecida por múltiples obras literarias. La pura fábula, con el único fin de excitar el interés del lector, se mezclaba aquí en proporciones variables con las deformaciones ideológicas que azuzaban el odio hacia el ene­ 12 R. W . S o u t h e r n , Western Views of Islam iti the Middle Ages, Cambridge, Mass., 1962, págs. 28 s. 13 Gesta Dei per Francos, I, c a p . III (Patrología Latina, t. 156, c o l. 689; c f r . S o u t h e r n , p á g . 31).

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migo. Los cantares de gesta llevan al grado máximo las inven­ ciones fabulosas. Se atribuye a los musulmanes un culto idólatra mientras que, por su parte, éstos acusan a los cristianos de «asociacionismo» (shirk). Su ídolo principal es Mahoma a quien, sal­ vo algunas excepciones, los trovadores creen el dios principal de los sarracenos. Sus estatuas son enormes y de ricos materia­ les. A él se añade un núm ero variable de acólitos que en Strick e r 14, autor alemán del siglo x m , asciende a 700. Sin duda por semejanza con el cristianismo se ve a veces a la cabeza de éstos una trinidad donde Tervagant y Apolo se unen a Mahoma para ser adorados en sinagogas (lo que aproxima al Islam a la creen­ cia igualmente reprobada de los judíos) o mahom erías1S. No es posible aún encontrar una actitud objetiva sino en otro campo bien distinto, que sólo de un modo muy indirecto tocaba a la religión musulmana. Se trata de las ciencias en el sentido más amplio de la palabra. Desde el principio del siglo x, ciertos medios restringidos habían tratado de acrecentar el tesoro de conocimientos teóricos sobre el mundo y el hombre que cons­ tituían el material de algunos libros latinos salvados del naufra­ gio de la antigua civilización. En estos escasos círculos habían aprendido que los musulmanes poseían en árabe las traducciones de las obras fundamentales de la Antigüedad y disponían de manuales completos de las ciencias juzgadas asimismo fundamen­ tales. Algunos se pusieron a la búsqueda de estas obras, de las ciencias y de las prácticas de que disponían sus poseedores. A menudo se han citado, por ejemplo, los estudios llevados a cabo en Cataluña por Gerbert d ’Aurillac, nacido hacia el 938, y con­ vertido en papa bajo el nombre de Silvestre II, desde el 999 hasta su muerte en el 1003. Consigo llevó gran cantidad de conoci­ mientos técnicos y científicos que luego se ocupó de difundir. Poco a poco se iban viendo traducciones latinas de las obras en árabe y se iba difundiendo el saber científico del mundo mu­ sulmán: en Inglaterra, en Lorena, en Salerno y, sobre todo, en H Der S t r ic k e r , Karl der Grosse, ed. K. Bartsch, Quedlinburg und Leipzig, 1857, vers 4205, pâg. I l l ; cfr. H. A d o l f , «Christendom and Is­ lam in the Middle Ages: N ew Light on ’’Grail Stone” and "Hidden Host”» (Speculum, vol. 32, 1957, pâg. 105). 15 Cfr. y Ch. P e l l a t , «L’idée de Dieu chez les "Sarrasins” des Chan­ sons de Geste», en Studia Islamica, vol. 22, 1965, pâgs. 542.

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España, donde los contactos eran más fáciles. La obra traduc­ tora se desarrolló y organizó en este último país tras la caída de la gran ciudad de Toledo, centro intelectual entre otros, en 1085 ,6. Indudablemente, lo que se buscaba en los manuscritos árabes no era, en modo alguno, la imagen del Islam o del m undo musulmán sino un saber objetivo sobre la naturaleza. Sin em­ bargo, por la fuerza de los acontecimientos, se terminó por aprender algunos datos sobre el vehículo musulmán de este sa­ ber. Se entabló también estrecho contacto con los traductores em­ pleados que algunas veces eran musulmanes pero, en cualquier caso, conversos, mozárabes o judíos, con un conocimiento extenso y directo del mundo musulmán 17. Era inevitable que comenzasen a difundirse conocimientos más exactos sobre este universo a través de dicho canal. Es sin duda por él como se explican algunas relaciones de la primera mitad del siglo x n que resaltan por su precisión objetiva de entre el fantasioso diluvio de la literatura de distracción. La prueba de ello la tenemos en Pedro de Alfonso, judío español bautizado en Huesca en 1106 y convertido en médico del rey Enrique I de Inglaterra (y muerto en 1110); traductor de obras de astronomía, pero también redactor de la primera obra que contenía datos de algún valor objetivo sobre Mahoma y el Islam. 16 Cfr. U. M o n n e r e t d e V i l l a r d , L o studio dell’Islám in Europa nel X II e nel X III secolo, Cittá del Vaticano, 1944 (Studi e Testi, núm. 110), págs. 2 s. 17 La transmisión no era sólo libresca. Según el monje historiador anglonormando Orderic Vital (muerto después de 1143), el príncipe Luis, futuro Luis VI, fue envenenado por su madrastra, Bertrade d’Anjou, hacia el año 1100. «Cuando ya todos los médicos franceses se veían in­ capaces de curarlo, llegó de Berbería (norte de Africa, aquí más bien la España musulmana) un individuo hirsuto (quídam hirsutus, melenu­ do y barbudo) que se puso a practicar sobre el joven en aquel estado desesperado una experiencia del arte médica. Gracias a Dios, ésta tuvo éxito a pesar de los médicos indígenas (franceses). Este hombre, que ha­ bía vivido durante mucho tiempo entre los paganos (los musulmanes), había estudiado con precisión, bajo las enseñanzas de sus maestros, los secretos más profundos de la física (medicina). En efecto, la búsqueda prolongada les había elevado por encima de todos los sabios bárbaros en el conocimiento de las cosas. Entonces, el príncipe se restableció...» (Histórica ecclesiástica, X I, 9, ed. A. Le Prévost, París, 1838-1855, t. IV, págs. 196-7; cfr. la traducción de todo el relato en A. Zeller y P. Luchaire, Les Premiers Capétiens, París, 1883, págs. 140 s.; aquí traduzco más literalmente).

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En la confluencia de la corriente de interés intelectual por el patrimonio científico del m undo musulmán y de la corriente po­ pular de curiosidad por el Islam se sitúa el esfuerzo excepcional de Pedro el Venerable, abad de Cluny (nacido hacia 1094 y muer­ to en 1156) por adquirir y comunicar un conocimiento científico objetivamente fundado de la religión musulmana. Son varias las razones que se detectan en esta sorprendente iniciativa: el cono­ cimiento adquirido al menos indirectamente de los problemas mu­ sulmanes y de la actividad de los traductores con ocasión de sus visitas a los monasterios de su orden en España y la preocupación por combatir las herejías., el judaismo y el Islam con argumentos intelectualmente fundados y serios, así como con caridad hacia la persona de los individuos «en el error», que es fruto del pro­ pio carácter del abad de Cluny y de la que dio numerosos ejem­ plos en otros casos. Poseía también una conciencia aguda de los peligros que corría la Iglesia al entrar en una edad de turbulen­ cia intelectual, de cismas amenazantes y de controversia genera­ lizada. Por convicción personal y como jefe de una orden con­ sagrada a este objetivo, quería armar a la Iglesia contra dichos peligros. Por su carácter y, al mismo tiempo quizás, como refle­ jo de las nuevas maneras de ver las cosas todavía muy limitadas, no deseaba armarla sino con armas sólidas, sin traicionar la ca­ ridad que el cristiano ideal debe a toda alma sincera. Es muy posible que estuviese movido, sin saberlo, por una curiosidad desinteresada de la que él sentía vergüenza y que trataba de disi­ mularse a sí mismo. Sabía que su iniciativa sería poco comprendida y la actitud con que se la acogió, especialmente por parte de su amigo y a veces adversario Bernard de Clairvaux, lo confirmó en tal con­ vicción. Se excusa de ello, no obstante, mediante los mismos ar­ gumentos que siempre han utilizado, de cara a los «militantes» puros, los intelectuales teóricos aparente o realmente alejados de las luchas presentes, que los consideran cuando menos con cier­ to distanciamiento. «Si bien este trabajo parece superfluo por­ que el enemigo no puede ser vulnerable a semejantes armas, yo respondo que, en la república de un gran rey, ciertas cosas se hacen para protección, otras para ornamentación y otras, final­ mente, tanto para lo uno como para lo otro. Salomón el Pacífico hizo armas protectoras que no eran necesarias para su época.

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David preparó ornamentos para el Templo aunque éstos no pu­ dieron ser de ninguna utilidad en su tiem po... Este trabajo tam­ poco, me parece a mí, puede ser calificado de inútil. Si los m u­ sulmanes descarriados no pueden ser convertidos por él, al me­ nos los sabios celosos de la justicia, tan fácilmente escandaliza­ dos e inconscientemente conmovidos por causas m ínim as18, no podrán dejar de prevenir las fábulas dentro de la Iglesia.» En España, Pedro el Venerable financió a un grupo de tra­ ductores que trabajaron en equipo. El inglés Robert de Ketton finalizó su traducción del Corán en 1143. El equipo tradujo una serie de textos árabes y recopiló otros. Es lo que se llama el «Corpus cluniacense», que comprendía una síntesis hecha por el mismo Pedro el Venerable. Dicho corpus alcanzó amplia difusión, pero no se hizo de él tanto uso como se podía haber hecho. Fueron las partes de más directa y rápida utilidad las que sirvieron y se citaron tal cual. No se partió, sin embargo, de los materiales de esta colección para un estudio serio y profundo del Islam. Un estudio semejante no interesaba a nadie. No parecía ser útil para las luchas en curso, tanto más cuanto que la polé­ mica religiosa no se dirigía más que a musulmanes ficticios, fá­ cilmente pulverizados sobre el papel. De hecho, parece más bien haberse orientado a dar a los cristianos buenas razones para for­ talecer su propia fe. Por lo demás, el estado espiritual del Occi­ dente latino preparaba mal a éste para intesarse por las ideologías en sí mismas como se hacía en el Oriente m usulm án19. En un campo también en confluencia con varias corrientes de intereses, los latinos descubrieron aún otra imagen del Islam que contrastaba violentamente con la que habían forjado en el m arco religioso. Me refiero a la filosofía. Esta aparece en primer lugar como un simple apéndice de la ciencia. Los manuales auto­ rizados sobre las ciencias de la naturaleza habían de completarse “ M ig n e , Patrologia Latina, t. 189, col. 651-2; cfr. R. W. S o u t h e r n , op. cit., pâgs. 38 s.; Dom J. L e c l e r q , Pierre le Vénérable, Abbaye StWandrille, 1946, pâgs. 242 s. 19 Cfr. sobre todo M.-Th. d ’A lv ern y , «Deux traductions latines Coran au Moyen Age», en Archives d ’histoire doctrinale et litéraire du Moyen Age, vols. 22-23, 147-1948, pâgs. 69-131; f. K r it z e c k , Peter the Venerable and Islam, Princeton, 1964; resumen del mismo «Robert of Ketton’s Translation of the Qur’ân» (The Islamic Quartely, vol. 2, 1955, pâgs. 309-312).

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con obras de metodología científica, que diríamos nosotros, es decir, de lógica, de teoría del Cosmos y del hombre. Los mismos autores enciclopédicos habían tratado ya de todo ello: Aristóte­ les y, mucho más tarde, el filósofo de lengua árabe Avicena (Ibn Sina, muerto en 1037) a la cabeza de todos. El Occidente latino deseaba completar su conocimiento de Aristóteles. En el siglo x i i , de los textos del maestro griego, sólo se conocían gracias a las viejas traducciones de Boecio, el breve tratado de las Categorías y el De interpretatione. El resto de la enciclopedia aristotélica se iba haciendo paulatinam ente accesible gracias a nuevas traduc­ ciones hechas directamente del original griego, pero sólo para un pequeño puñado de lectores. Gerardo de Cremona (nacido hacia 1114 y muerto en 1187) fue a Toledo en busca de versiones ára­ bes de los tratados del maestro para traducirlos y añadirlos de este modo al tesoro filosófico occidental20. Hacia la misma época se abordó la traducción de la Shifä, la gran enciclopedia filo­ sófica de Avicena. Allá por el 1180 debió terminarse y ponerse en circulación en Europa el prim er corpus de las obras filosó­ ficas de A vicena21. La influencia de éste fue enorme, siendo se­ guido rápidamente por las traducciones de otros filósofos. La obra de Avicena proporcionaba a los latinos un modelo de síntesis original. Esta parecía sobrepasar, englobándolas, las tendencias rivales que se enfrentaban en los medios filosóficos cristianos a finales del siglo x i i , derivadas de San Agustín, del pseudo Dionisio el Areopagita y de Aristóteles. La explicación total del m undo y del hombre que ella ofrecía añadía a la sínte­ sis aristotélica — verdadera concepción científica del mundo— la dimensión de la búsqueda de la salvación y la afirmación de una divinidad creadora, ambas necesarias para el pensamiento cristiano. Más aún, daba un ejemplo y un estímulo para replan­ 20 Cfr. L. M i n i o -P a l u e l l o , «Aristotele dal mondo arabo a quello latino», en L ’Occidente e l’Islam nell’ alto M edioevo, 2-8 aprile 1964, Spoleto, 1965 [Settimane di studio del Centro italiano sull'alto Medioe­ vo, X II], t. II, págs. 603-637. 21 Cfr., entre otros, M.-Th. d ’A l v e r n y , «L’introduction d’Avicenne en Occident», en Miléneire d ’Avicenne, Revue du Caire, núm. 141, juin 1951, págs. 130-139; y sus «Notes sur les traductions médiévales d’Avicenne», en A rchives d ’histoire doctrínale et literaire du Moyen Age, vol. 19, 1952, págs. 337-358; M. S t e i n s c h n e i d e r , Die europäischen Übersetzun­ gen aus dem Arabischen bis M itte des 17, fahrhunders, 1904-1905, reim­ preso Graz, 1966, núm. 46, págs. 16-32.

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tearse de manera original las relaciones entre Dios, el mundo y el hombre integrándolas sobre el plano del conocimiento y de su teoría, con el proceder aristotélico. Apenas es posible extrañarse de su éxito. Roger Bacon (hacia 1214-1292), esbozando en algu­ nas palabras la historia de la filosofía, proclama: Deinde renovata est [philosophia] principaliter per Aristotelem in lingua graeca, deinde principaliter per Avicennam in lingua arabica («Seguidamente la filosofía fue renovada principalmente por Aristóteles en lengua griega, y después principalmente por Avicena en lengua árabe» ) n . La imagen del m undo musulmán como cuna de filósofos de gigantesca envergadura, que así se constituía entre los pensado­ res, contradecía violentamente a su imagen como estructura po­ lítica dominada por una ideología enemiga y errónea según las ideas populares fundadas en ridiculas y odiosas fábulas. Resultaba bastante penoso conciliar estas dos imágenes. Los filósofos-teólo­ gos podían adaptar a la cristiandad las referencias de Avicena a la civilización musulmana, como hace también Roger Bacon al aplicar en su exaltación del papel del papa lo que Avicena dice del im ám 23. Los sarracenos aparecían ante los ojos de algunos como una nación filosófica. Algunas veces, como vemos ya en Abelardo (muerto en 1142 y — hagámoslo notar— amigo de Pe­ dro el Venerable), «filósofo» parece significar prácticamente «musulmán» 24 y, un siglo más tarde, será de hecho a los sarracenos a quienes vaya dirigida la Summa contra Gentiles de Tomás de Aquino, este tratado que quiere probar las tesis cristianas única­ mente a la luz de la razón: quia quidam eorum [gentilium], ut machomestitae et pagani non conveniunt nobiscum in auctoritate 72 O pus tertium, ed. Brewer, pág. 32, citado por R. d e V aux , «No­ tes et textes sur l’avicennisme latín aux confins del X IIe-XIIIc siècles», París, 1934 (Bibliothèque thomiste, núm. 20), pág. 58, n. 9. 23 O pus majus, ed. Bridges, II, págs. 227 s., citado por R. d e V aux , op. cit., pág. 60, n. 3. 24 Cfr. J. J o l iv e t , «Abélard et le Philosophe (Occident et Islam au X IIe siècle)», en Revue de l’histoire des religions, vol. 164, 1963, pági­ nas 181-189. Resulta chocante ver a Abelardo, exasperado por sus difi­ cultades con los teólogos de su país, soñar con instalarse en tierra mu­ sulmana donde al menos podría ganarse la vida disfrutando de un es­ tatuto legal aunque fuese en medio de enemigos de Cristo: A b e l a r d , Historia calamitatum, ed. J. Monfrin, París, 1959, págs. 97 s.; Cfr. R. R o ­ q u e s , Structures thélogiques, de la Gnose à Richard de Saint-Victor, Pa­ rís, 1962, pág. 261.

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alicujus scripturae («porque algunos de entre los gentiles, como los mahometanos y los paganos, no se ponen de acuerdo con nosotros sobre la autoridad de ninguna E scritura»)2S. Sabemos que la obra fue escrita hacia 1261-1264 a instancias de San Rai­ mundo de Peñafort, zelator fidei propagandae inter Saracenos («celoso propagandista de la fe entre los sarracenos»)26 para las necesidades de sus campañas misioneras en España. Se salió de este dilema suponiendo que los filósofos estaban, de un m odo u otro, en desacuerdo con la religión oficial de su país, opinión demasiado resumida y demasiado general pero que podía apoyarse en ciertas informaciones exactas. Los filósofos podían haber admitido determinados dogmas o prescripciones como útiles para un pueblo ignorante y bárbaro. Aún se fue más lejos, dando exagerado eco al conflicto entre razón y fe en el seno del Islam. Se llegó a afirm ar que los filósofos se burlaban en secreto del Corán y eran perseguidos por las autoridades27. Esta adquisición de conocimientos más objetivos y más mati­ zados sobre el mundo político e ideológico al que el Occidente cristiano se enfrentaba no provenía solamente (y probablemente en absoluto) de una profundización automática de un cada vez mayor volumen de datos, sino que había de responder también a la lenta transformación de la mentalidad occidental. Los dis­ cípulos occidentales de Avicena — y todavía más los de Averroes (el filósofo árabe español, Ibn Roshd, muerto en 1198) por consiguiente — tuvieron dificultades con los teólogos con­ servadores, aun cuando aquéllos integraban el stimulus recibido del exterior en síntesis del tipo de lo que E. Gilson ha dado en llamar el agustinismo avicenizante. Y con mucho más motivo las tuvieron cuando algunos llegaron hasta a fundar un «avicenismo latino» (R. de Vaux), así como otros un averroísmo. Esto habría de prepararles para percibir en el m undo musulmán esci­ siones más o menos análogas. Una buena cantidad de factores internos llevaban en el m undo occidental a m atizar las imágenes y actitudes recibidas sobre el mundo musulmán. Pero no nos corresponde a nosotros el análisis de éstos. 25 Tomás

de

A q u in o , Summa contra gentiles, I, 2.

“ U . M o n n e r e t d e V il l a r d ,

27

op. cit., p á g . 3 6 , c f r . p á g . 3 7 , n . 5.

C fr. N . D a n i e l , Islam and the West, the Making of an Image,

Edinburgh, 1960, págs. 65 s.

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Aquel mundo extraño no interesaba únicamente por razones políticas y militares, o desde una orientación sabia o ideológica. Despertaba también mucha curiosidad entre los espíritus ávidos de relatos curiosos coloreados de exotismo. También en este sentido, la multiplicación de los contactos como resultado de la Reconquista española, la conquista de la Sicilia musulmana y el establecimiento de los Estados latinos en Oriente, facilitaba informaciones más detalladas y precisas. Esto sin que llegasen a desaparecer los juicios simplistas sobre el Islam como religión, ni tampoco por completo los relatos fabulosos transmitidos con gran profusión por la literatura de distracción. Por lo menos se aprendieron muchas cosas, en buena medida exactas, sobre la geografía, las plantas y animales y las producciones agrícolas e industriales. También se llegaron a conocer muchas costumbres de los sarracenos, de los beduinos y más tarde de los tártaros, es decir, de los mongoles. Los sarracenos llevaban barba, la cual tenían en muy gran estima, hasta el punto de prestar juramento por ella y lamentar inconsolablemente su pérdida. Se tocaban la cabeza con un turbante que les protegía de los golpes en la lucha. Cruzaban sus manos sobre el pecho en señal de respeto. Comían sentados sobre esteras, enterraban a sus muertos importantes junto con joyas y objetos suntuosos, y también con una imagen de Mahoma (?). Las leyes de hospitalidad eran sagradas para ellos y su seguridad quedaba reafirmada cuando se había compar­ tido con ellos el pan y la sal. Respetaban a los ancianos. Gustaban de los colores chillones. Se admiraba su riqueza en oro, plata, pie­ dras preciosas y bellos tejidos, y los palacios de sus soberanos adornados con oro, plata y mármol y embellecidos con refres­ cantes fuentes. Aves multicolores traídas de todo el Oriente se recreaban en sus jardines y, en las casas de fieras, se podían adm irar toda clase de anim ales28. Sometidos a los sarracenos, estaban los beduinos nómadas, dedicados al comercio y al pas­ toreo; éstos no tenían alojamiento fijo y eran malos soldados, evitando siempre el combate y esperando a ver cuál de los dos adversarios resultaba vencido para ir y saquear su campamento 29. 28 Referencias ap. E. D r e e s b a c h , op. cit., págs. 36 s., 67 s. 25 Ibid., pág. 40 s.

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Las mismas motivaciones impulsaron, en el plano histórico, a las prim eras tentativas serias. En el siglo x n , Godofredo de Viterbo, secretario de los emperadores alemanes, insertaba en su Chronique universelle un resumen muy bien informado sobre la vida de Mahoma M. A comienzos del siglo siguiente, el cardenal Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, redactaba la primera Historia de los árabes occidental, a partir de Mahoma y de los primeros califas, pero centrado esencialmente en la acti­ vidad de los árabes en E spaña31. A menudo se olvida que hubo otro impulso importante que contribuyó al conocimiento del mundo musulmán. Se trata de la motivación económica, de la búsqueda del provecho comercial. El mundo musulmán era también un dominio económico, e in­ cluso de una importancia prim ordial para gran número de mer­ cados europeos. Los occidentales comercian primero con el Oriente musul­ mán a través de intermediarios extranjeros: griegos y sirios, o semiextranjeros: los judíos. Pero, a partir del siglo v m , este trá­ fico pasa parcialmente a manos de ciudades italianas bajo domi­ nio bizantino: Venecia, Nápoles, Gaeta y Amalfi, que poco a poco se fueron independizando. Los escandinavos comenzaron también a jugar un im portante papel como intermediarios, y su conversión les hará miembros del mundo cristiano de Occidente. Después, los otros pueblos del mundo cristiano entrarán en el circuito. Esto, sin embargo, implicaba un mínimo de institucio­ nes comunes que aproximaban entre sí estos dos mundos: mo­ nedas sarracenas en circulación o imitadas en Occidente, tipos de contratos com erciales32, etc. Los primeros sarracenos que co­ nocieron y temieron los mercaderes occidentales fueron los pira­ tas. Pero los italianos pronto adquirieron la fuerza suficiente para escapar de ellos o responderles a la espera de convertirse ellos mismos en agresores. Muy rápidamente pusieron pie en tierra sarracena, algunas veces para entregarse a actos discutibles, como 30 C fr. E. C e r u l l i , «Il libro della Scala» e la questione delle fonti arabo-spagnole della Divina Commedia, Città del Vaticano, 1949, pàg. 417 s. 31 Editada por Thomas Erpenius, Historia saracénica, Lugduni Batavorum, 1625. 31 Cfr. A. U d o v i c h , «At the origins of the Western Commenda: Is­ lam, Israel, Byzantium», en Speculum, vol. 37, 1962, pàgs. 198-207.

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el secuestro de las reliquias de San Marcos en Alejandría en el 828, perpetrado por los venecianos. Pero, mucho más frecuente­ mente, provistos de pasaportes (aman), para entrar directamente en relación con sus homólogos musulmanes o cristianos orienta­ les. Esto implicaba contactos con los aduaneros, los funcionarios de rango inferior y, seguidamente, con poderes cada vez más emi­ nentes a medida que el volumen de los intercambios crecía y la fuerza occidental se afirmaba. Muy pronto el comercio acabó por imponer relaciones a escala gubernamental. Fue a este nivel don­ de forzosamente se llevó a cabo, por ejemplo, la alianza de las ciudades campanias, principalmente Amalfi, con los sarracenos en el siglo ix, a pesar de las amenazas y las ofertas del papa y a pesar de las lamentaciones del emperador Luis II, para quien Nápoles se había convertido en una segunda Palermo o una se­ gunda M ahdiyya33. Parecidas relaciones les fueron necesarias a los amalfitanos en Palestina a comienzos del siglo xi para res­ taurar en Jerusalem la iglesia de Santa M aría de Latina, destrui­ da por el califa fatimí Hakim, así como para instalar allí, el 14 de septiembre de cada año, un mercado donde cada uno po­ día exponer su mercancía mediante el pago de dos monedas de o ro 34. Estos debían ya tener un barrio de Antioquía antes de la prim era Cruzada. Naturalmente, estas relaciones limitadas se hicieron mucho más numerosas e importantes después de las Cruzadas. Sabido es ya cómo las agencias comerciales italianas se m ultiplicaron y jugaron un papel cada vez más importante. El m undo musulmán aparecía ante estos comerciantes pro­ cedentes de una zona subdesarrollada como fuente de objetos de lujo, venidos a veces de países más lejanos: papiros, mar­ fil, tejidos preciosos, especias y algunas veces ya productos de gran consumo, como el aceite de oliva. Era también un mer­ cado para las «materias primas» o productos brutos europeos, como la m adera, el hierro y otros metales, la pez, los esclavos y las pieles. Poco a poco las relaciones se invirtieron y Europa em­ pezó a exportar productos m anufacturados, como las espadas 13 A. S c h a u b e , Handelsgeschichte der römischen Völker des Mittelmeergebiets bis zum Ende der Kreuzzüge, München und Berlin, 1906, pág. 30 s. 34 Ibid., pág. 36.

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escandinavas y, sobre todo, tejidos en cantidades cada vez ma­ yores 35. Evidentemente, por apegados a la fe cristiana que pudieran estar los mercaderes europeos que mantenían relaciones de ne­ gocios con el mundo musulmán, no podían com partir las ideas sumarias que de este m undo se hacían en otros medios europeos. Poseemos testimonios esporádicos, pero significativos, de rela­ ciones amistosas entre comerciantes cristianos y musulmanes 36. La impresión general de uno de los mejores conocedores de estas cuestiones, Roberto López, era que «estas dos comunidades no sentían simpatía la una por la otra, pero tampoco se desprecia­ ban como los antiguos griegos y romanos habían despreciado a los bárbaros, o los cristianos triunfantes a los paganos». La «si­ lenciosa complicidad» de los comerciantes hacía surgir una es­ tima recíproca 37. Esta estima podía nacer también en un contexto completa­ mente distinto, como en medio de los combates entre cruzados y sarracenos en Oriente. A pesar de todos los odios, se sabía reconocer en su momento, en el enemigo, los valores que la ideo­ logía caballeresca había aprendido a exaltar. Un cruzado italia­ no anónimo, que redactó sus impresiones en el transcurso de la prim era cruzada, admira profundamente el valor, la sagacidad y las dotes guerreras de los turcos en la batalla de Dorilea, en la que él participara en el 1097. Ellos, según él, compartían también la misma estima: «se dicen de la raza de los francos y aseguran que nadie, aparte de los francos y ellos, tiene derecho a llamar­ se caballero». Con el resuelto sentimiento de valentía que se suele tener al escribir semejantes palabras (veritatem dicam quam meno audebit prohibere, «yo diré la verdad y ninguno podrá osar eludirla»), expone que, con sólo que hubiesen «conservado la fe en C risto»38, «no encontraría a nadie que pudiese igualarles 15 Sigo la admirable síntesis de R. S. L ó p e z , «L’importanza del mon­ do islámico nella vita economica europea» en V occiden te e VIslam nell’ alto M edioevo, t. I, págs. 433-460. 36 A. S c h a u b e , op. cit., págs. 33, 296 s. Cfr. J. L e G o f f , Marchands et banquiers du Moyen Age, París, 1956, pág. 75. 37 R. S. L ó p e z , op. cit., pág. 460. 31 Si in fide Christi et Christianitate sancta sem per firmi fuissent... R. G r o u s s e t , Histoire des Croisades, París, 1934-1936, t. I, pág. 36, n. 1, se pregunta sobre el sentido de esta referencia. ¿Cómo habría sabido el cruzado que los antepasados de los Seldjouks se habían inclinado ha­

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en fuerza, valor y ciencia de la guerra» 39. Un siglo más tarde, el gran adversario Saladino (el sultán Saláh al-din, 1138-1193) suscitaba una desbordante admiración entre los occidentales. H a­ bía llevado la guerra con hum anidad y de forma caballeresca, aunque bien mal pagado, por cierto, por los cruzados, y espe­ cialmente por Ricardo Corazón de León. Durante el sitio de Acre (1189-1191), en los intervalos de los combates, podía verse a los adversarios confraternizar, bailar, cantar y jugar juntos, sin hablar de las mujeres libres de Europa venidas a consolar a los cruzados, y cuyos favores compartían igualmente algunos musulmanes 40. En este ambiente debieron echar raíces los relatos que, tras una época más bien desfavorable para el sultán ayyubí (se trata sin duda de relatos originarios del me­ dio cristiano de Levante que manifiestan un buen conocimiento de las condiciones de la región), proliferaron para gloria de éste. En el siglo xiv se llegó a escribir en Flandes sobre él un inmenso poema que recogía todos los episodios acumulados en torno a él por las narraciones fabulosas anteriormente divul­ gadas. Se contaba cómo, disfrazado de asno (!), había tomado El Cairo, y se detallaba su conducta caballeresca en numerosas oca­ siones. Se decía que había viajado hasta Francia, pasando por Roma, donde la escucha de las confesiones hechas al papa por los caballeros franceses que le acompañaban no le resultó par­ ticularmente edificante. Ya en París, observa cómo, si bien la corte da de comer a doce pobres en memoria de los doce após­ toles, también se tiene buen cuidado de no darles más que los restos41. La reina de Francia, esposa de Felipe Augusto, se ena­ cia el nestorianismo? ¿No se trataría más bien de la vaga idea de que todo el dominio del Islam había pertenecido en otro tiempo a la cris­ tiandad y que, por consiguiente, todos aquellos que no eran árabes de pura cepa debían ser descendientes de renegados? 39 Histoire anonyme de la premiére Croisade, editada y traducida por Louis Bréhier, París, 1924 (Les Classiques de l’histoire de France au Moyen Age), págs. 50-53. 40 Cír. R. G r o u s s e t , op. cit., t. III, París, 1936, pág. 28 s. 41 Desde la segunda mitad del siglo x m , el N ovellino da como mo­ delo: «Saladino..., soldano, nobilissimo signore, prode e largo», «Sala­ dino..., sultán, muy noble señor, esforzado y generoso», que alecciona a los cristianos en el transcurso de una tregua y, asqueado por su des­ dén hacia los pobres y su irreverencia hacia su propia religión, vuelve a las armas mientras que, de no haber sido así, se habría hecho cris­

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mora de él y sus amores se prolongan so capa de conversaciones teológicas. Un caballero tan perfecto debía evidentemente tener alguna vinculación con el cristianismo. Se le atribuía ser hijo de una tal condesa de Ponthieu, que fue arrojada a las costas de Egipto por una tempestad y también se dice que se convirtió en su lecho de m u erte42. ¡Se le atribuía tam bién haber sedu­ cido a Leonor de Aquitania, que había viajado a Palestina veinte años antes de su rein ad o !43. Se dio su nombre a muchos niños cuyos descendientes figuran en gran cantidad en nuestros listines telefónicos. Igualmente, se les supuso un origen cristiano a otros gran­ des musulmanes, como Zengi, Qilidj y Arslán, y, más tarde, se atribuyó a Thomas Becket (muerto en 1170) ser descendiente de m adre sarracena44. Cierto era, por otra parte, que alguna vez se había esbozado proyectos matrimoniales entre monarcas europeos y m usulm anes45.

tiano; § X XV , ed. E. Sicardi, Strasbourg, s. d., p. 52 s. La historia es más antigua por otra parte. 42 S. D u p a r c -Q u io c , Le Cycle de la Croisade, París, 1955, págs. 128130. Cfr. G. P a r is , «La légende de Saladin» (Journal des Savants, 1893, págs. 284 s., 428 s., 486 s. y edición aparte, París, 1893); N. D a n ie l , Islam and the West, pág. 199 s.; Saladin, suite et fin du deuxième Cycle de la Crois Croisade, ed. crítica por Larry S. Crist, Genève y París, 1972 («Textes littéraires français», num. 185). 43 G. P a r i s , op. cit., p á g . 3 4 . C f r . t a m b i é n G. P a r i s , La littérature française au Moyen Age, 5 .a e d ., P a r í s , 1 9 1 3 , p á g . 8 7 s. 44 Cfr. D . C. M u n r o , «The Western Attitude toward Islam during the Period of the Crusades» (en Speculum, 6, 1931, págs. 329-343), págs. 339. 43 Ibid.; Cfr. R. G r o u s s e t , op. cit.; III, pág. 83 s.

C REC IM IEN TO Y D EC LIVE DE U N A V ISIO N M E N O S POLEM ICA

La acumulación de conocimientos exactos sobre el Islam y sus orígenes, así como sobre los pueblos musulmanes, las rela­ ciones prácticas multiplicadas, tanto en el campo de la política como en el del comercio, la estima recíproca que de ellas nacía en algunos casos y la gran apreciación de doctrinas científicas o filosóficas, cuya fuente se hallaba implantada en tierra del Islam, todo ello, añadiéndose a la lenta evolución interna de la mentalidad occidental, llevó a cambiar poco a poco el ángulo desde el cual se veía aquel mundo extraño. Pero el factor esencial en esta evolución fue la transforma­ ción del mundo latino. El cristianismo había sido un movimien­ to ideológico t r i u n f a n t e q u e había utilizado en su triunfo la estructura del Estado rom ano para hacerse con un centro de doble dirección, ideológica y política. La unidad ideológica per­ maneció (en la parte latina de la cristiandad) mientras que se derrum baba la unidad política, reconstituida momentánea y par­ cialmente por Carlomagno. El movimiento en pro de la suprema­ cía papal, ligado a la expedición común a la Tierra Santa deci1 Sobre este concepto, cfr. Máxime R o d in s o n , «Problématique de I’étude des rapports entre Islam et communisme» (Colloque sur la sociologie musulmane, Actes, 11-14 septembre 1961, Bruxelles, s. d., pági­ nas 119-149); reproducido y matizado en Marxisme et monde musulmán, París, Seuil, 1972, pág. 130 s.; «Sociologie marxiste et idéologie marxiste» en Diogéne, núm. 64, 1968, págs. 70-104 y en Marx et la pensée scientifique contem poraine..., La Haye-París, Mouton, 1969, págs. 67-92.

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dida en el Concilio de Clermont, restableció una cierta unidad en torno a un proyecto común sin centro político específico e in­ dependiente. Los factores políticos centrífugos reafirmaron rápi­ damente su fuerza, hasta en este campo de las expediciones a Oriente marcadas por el sello de la unidad ideológica. Las mo­ narquías se desarrollaron, proporcionando marcos de acción a sentimientos nacionalistas de los que se vieron brotar manifesta­ ciones cada vez más firmes. Las discordancias internas ganaron terreno poco a poco en detrimento de la unidad ideológica que se iba reduciendo muy lentamente al puro dominio de lo espiri­ tual. Cuando un movimiento ideológico unificado originalmente en el plano de la dirección política (como podemos ver clara­ mente hoy día en la Europa del Este y, sobre todo, en China) se desmorona debido a las tensiones internas, las cosas se van len­ tam ente aproximando a ese umbral donde el conflicto con el enemigo ideológico parece a muchos adeptos menos importante que las luchas entre fieles de una misma fe, sobre todo cuando un elemento ideológico en un principio secundario — en los dos casos la conciencia prenacional o nacional— viene a reforzarlas. De la visión polémica brutal, de la «diabolización» maniquea del enemigo político-ideológico, se pasó así paulatinamen­ te a concepciones más matizadas — por lo menos, claro está, en ciertos círculos, ya que la imagen im plantada en los espíritus de la alta Edad Media y ampliamente divulgada por la literatu­ ra continuaba influyendo en las masas de mentalidades simples. Todavía no se había llegado, bien es verdad, a una concepción relativista de las ideologías, salvo en casos poco numerosos como el del emperador islamófilo y arabizante Federico II Hohenstaufen (1194-1250), que discutía en árabe con musulmanes de filo­ sofía y de lógica, de medicina y de matemáticas, e implantó en Lucera, Italia, una colonia sarracena a su servicio con una mez­ quita y todos los acondicionamientos de una vida a la o riental2. Ya conocemos la historia de la sorprendente «cruzada» del em­ perador excomulgado, sus negociaciones con el sultán al-Malik al-Kamil, su amistad con el emir Fakhr ad-din ibn ash-Shaykh, Cfr. E. K a n t o r o w ic z , Kaiser Friedrich der Zweite, Berlin, 19271931, reimpr. Düsseldorf und München, 1963, t. I, pägs. 122, 170 s 321 s., etc.

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el pacto de 1229 por el cual el sultán restituía al reino franco diversos territorios y, en prim er lugar, las ciudades de JerusaIcm, Belem, Nazaret con continuación del culto musulmán en la Oubbat as-Sakhra3, la muy santa mezquita elevada sobre el em­ plazamiento del antiguo Templo de Salomón y de Herodes. El papa Gregorio IX excomulgó a Federico II en 1239, acu­ sándole, entre otras fechorías y aparte de sus manifestaciones de islamofilia, de haber afirmado que el m undo había sido enga­ ñado por tres impostores: Moisés, Jesús y Mahoma. La acusa­ ción puede ser falsa, como pretendía el em perador, pero prue­ ba al menos que este tema, que parece haber tenido su origen en el m undo musulmán, se había difundido en esta época por luda la Europa cristiana. Por lo demás, ya se había acusado, al parecer, un poco antes de Federico II, a un canónigo de Tournai Je haber proferido la misma blasfem ia4. Cuando, en repetidas ocasiones, algunos musulmanes son puestos como ejemplo a los cristianos por su piedad en el ejer­ cicio de su culto o sus virtudes prácticas5, puede tratarse de una ustucia moralista o un punto que se inserta en la corriente anti­ clerical medieval de sobra conocida, pero refuerza de todas ma­ neras la tendencia a ver en los musulmanes hombres como los demás que adoran a Dios a su manera, incluso si ésta sigue una dirección errónea. En época misma de Federico II se puede ver esta actitud ilusirada al máximo en la obra del trovador bávaro Wolfram d ’Esehenbach (1170-1220 ?). En su Willehalm, éste hace resaltar un cantar de gesta francés sobre la caída de Orange. Pero la lucha cutre sarracenos y francos, dotado por igual de virtudes caballe­ 3 Ibid., pág. 154 s.; cfr. R. G r o u s s e t , op. cit., III, pág. 271 s. 4 Cfr. E. K a n t o r o w i c z , op. cit., pág. 455; L. M a s s ig n o n , «La lé­ gende de tribus impostoribus et ses origines islamiques» en Revue de l'histoire des religions, vol. 82, 1920, págs. 74-78; reimpreso en L. M a s­ s i g n o n , Opera Minora, t. I, Beirut, 1963, págs. 82-85; R. W. S o u t h e r n , op. cit., pág. 75, núm. 16. La contrapartida positiva de la historia de los tres impostores es la de los tres anillos (las tres religiones) dados l>or un padre a sus tres hijos sin que pudiera saberse cuál era el autén­ tico, el precioso. Esta historia se encuentra en el Novellino (segunda miliid del siglo xiil, donde tanto se exalta a Federico II y a Saladino, cap. LX X III, ed. E. Sicardi, pág. 94 s.; t. a través de Bocaccio, Decamcrone, I, 3, llegará a Lessing, Nathan der Weise, 1779. 5 Cfr. N. D a n iel , Islam and the West, pág. 195 s. y passim.

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rescas, aparece marcada por un esfuerzo de comprensión al tiempo que la bella musulmana Arabela (Orable), convertida al cristianismo bajo el nombre de Cyburg (Guibourg) lanza una llamada a la tolerancia. El poeta comenta: «¿Acaso no es pe­ cado tratar a gentes que nunca han oído hablar del cristianismo como si fueran ganado? Yo mismo diré un gran pecado, y es que todos los hombres que hablan las ochenta y dos lenguas son cria­ turas de Dios.» El Parzival de W olfram transforma igualmente la atmósfera de su modelo Chrétien de Troyes. Vemos aquí al padre de Parzival, Gahmuret, partir hacia Oriente pero en ab­ soluto en el marco de la cruzada. Por el contrario, se pone al servicio del baruc (mubárak, «beni»?) de Bagdad (Baldag) que es, W olfram lo sabe, el jefe espiritual, el papa de los musulma­ nes. «Recibió la vida en Anjou, y la perdió por el baruc 6 delan­ te de Bagdad». Es enterrado en la capital del Islam, a costa del baruc, en una suntuosa tum ba donde los sarracenos le veneran y lloran. El caballeresco sarraceno Feirefitz es, como resultado del éxito amoroso de Gahmuret, el hermanastro de Parzival. Mu­ chos se han perdido en conjeturas, a veces extremadamente auda­ ces, sobre las fuentes orientales de W olfram. Sea lo que fuere de éstas, es preciso señalar que nuestro autor retranscribe con bastante corrección los nombres árabes de los planetas7, que él afirma tener por fuente principal un m anuscrito descubierto en Toledo por el enigmático K yót8, y que se remonta al mago-as­ trólogo Flegetanis (al-falak ath-tháni, «la segunda esfera celes­ te»?), de origen medio judío y medio musulmán. Resulta sor­ prendente constatar que, posiblemente, la coronación de la le­ yenda medieval del Grial, una de las cumbres de la expresión literaria del espíritu medieval cristiano, con sus fuentes célticas sobradamente conocidas, sea una epopeya abarrotada de elemen­ tos musulmanes e impregnada de tendencias gnósticas y maniqueístas originarias del mundo oriental. W olfram , aparentemen­ te un buen cristiano, no predica menos en su obra la ausencia de odio hacia los paganos (musulmanes), que no lo son sino 4 Wolfram D ’E s c h e n b a c h , Parzival, estrofa 108, trad. M. Wilmotte, París, Renaissance du Livre, 1933 (coll. «Les cent chefs-d’oeuvre étran­ gers»), 7 Op. cit., estr. 782. ' Op. cit., estr. 453.

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porque no han tenido la ocasión de conocer el mensaje de C risto9. La evolución en este sentido se vio acentuada, por una par­ te, por el peligro mongol y el descubrimiento del mundo pagano más allá del Islam, y, por otra, por el desencadenamiento de las divisiones ideológicas en el mundo cristiano en el plano incluso de lo espiritual y de la doctrina universalista, y ya no solamente en el de los conflictos entre unidades políticas cuyo proceso de ideologización o mentalización hacia la exaltación de los valo­ res étnicos, prenacionales o nacionales estaba todavía poco avanzado. La invasión mongola del siglo x m se interpretó, en parte, según los esquemas maniqueístas de la visión polémica anterior. Muchos vieron en ella solamente un ataque poderoso contra el mundo musulmán, que cogía a éste por la espalda de forma inesperada, dando la esperanza de acabar con él definitivamen­ te. Los datos exactos sobre la fuerza del nestorianismo en Asia central, sobre las simpatías de algunos jefes mongoles por el cristianismo y sobre el papel de algunos cristianos en el Esta­ do o el ejército mongol fueron engrandecidos, especialmente gra­ cias a la fábula del Preste Juan. Ya conocemos la historia de los contactos diplomáticos en busca de una coalición m ilitar latinomongola contra el Islam. Pero también se comprende rápidamente que los mongoles no eran cristianos, que su apoyo a la causa cristiana no estaba asegurado y que hacía falta ganarlo, no sin dificultad, y conser­ varlo. H abían avasallado cruelmente a algunas naciones cristia­ nas y tenían intención de conquistar la tierra entera, «de devas­ tar el conjunto de nuestros territorios y reducir a nuestros pue­ blos a la esclavitud» como advirtió Juan de Plano Carpino tras su embajada de 1245-1247. Este estaba persuadido de que aniqui­ larían el culto cristiano si quedaban victoriosos 10. En una pala­ bra, el peligro por este lado le parecía mucho más grande aún que el del Islam. Esta inmensa fuerza pagana, política y militar, 9 Cf. H. G o e t z , «Der Orient der Kreuzzüge in Wolframs Parzival», en Archiv für Kullurgeschichte, vol. 49, H. 1, págs. 1-42; M. P lf.ssner , «Orientalistische Bemerkungen zu religionshistorischen Deutungen von Wolframs Parzival», en M édium Aevum , vol. 36, 1967, pág. 253-266. 10 Jean de P lan C a r pin , Historia mongalorum, ch. 8, trad. francesa por C. Schmitt, París, Éditions franciscaines, 1961, pág. 90 s. i

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complicaba de modo singular todos los problemas. La palabra «pagano» difícilmente podía seguir siendo ya sinónimo del Is­ lam. Con los conocimientos cada vez mayores sobre el mundo del Asia central y oriental aportados por embajadores y comer­ ciantes, el esquema bipartito del mundo habría de suavizarse y dejar margen a un mayor relativismo en la visión ideológica. Los cristianos ya no formaban la m itad o los dos tercios de la población mundial, mientras el resto lo componían esencialmen­ te musulmanes, sino sólo la décima, o quizás la centésima, parte de una abigarrada hum anidad 11. El sentimiento de una manco­ munidad de pensamiento con el Islam basada en el monoteísmo, de vez en cuando manifestado de una manera fugaz, ahora se reforzaba. En 1254, delante del Gran Khan, Guillermo de Rubroek, enviado de San Luis, sostenía una controversia con nestorianos, musulmanes y budistas, formando alianza contra éstos con los dos primeros. La corriente de mayor comprensión hacia la ideología musul­ mana que resultaba de estas circunstancias habría de durar, sin embargo, bastante poco. Roger Bacon (hacia 1214-1294) y des­ pués Ramón Llull (hacia 1235-1316) hablaron de reemplazar el esfuerzo militar por el esfuerzo misionero basado en el estudio en profundidad de la doctrina y el aprendizaje de las lenguas. Bacon tomaba en consideración la aportación positiva del Islam en la economía de plan divino de la revelación tal como han recomenzado a hacerla, hace poco, los católicos más avanzados por la vía del ecumenismo 12. Se trataba de combatir al Islam, por supuesto, pero una profundización en su conocimiento no po­ día más que llevar a una mayor objetividad y, a la larga, a un mayor relativismo. A comienzos del siglo xiv, Dante exime del infierno y sitúa en el limbo a Avicena, Averroes y Saladino, al lado de los héroes y sabios de la A ntigüedad13. El concilio de Viene de 1312 ratifica las ideas de Bacon y Lull sobre el apren­ dizaje de las lenguas y, de modo especial, el árabe. Pero era demasiado tarde. La toma de Acre en 1291 ponía fin definitivamente a las esperanzas fundadas en las cruzadas. Desde hacía mucho tiempo, la lucha contra el infiel en Oriente “ Cfr. R. W. S o u t h e r n , op. cit., póg. 42 s. n Ibid., pág. 52 s. u D a n t e , Inferno, IV, 129, 143 s.

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no conseguía ya movilizar a Occidente. Los proyectos políticos nacionales reemplazaron definitivamente al plan de expansión de la Europa cristiana unida. Unicamente en España la Recon­ quista continuó, pero integrada en un proyecto nacional del mismo tipo. Además, desde la m itad del siglo x m , los Estados musulmanes ya no representaban un peligro. La política a seguir frente a ellos no era ya más que un problema secundario. La to­ lerancia más o menos practicada con los súbditos musulmanes (y judíos) de los Estados cristianos era un fenómeno particu­ lar de España exótico y que no habría de prolongarse mucho tiempo. La Europa latina, vuelta su atención hacia las luchas inter­ nas y en pleno progreso en el plano cultural, ya no concede al Islam una importancia prim ordial en el plano ideológico. Pierde su interés por él. Las luchas ideológicas internas se vuelven ahora capitales. Para John Wycliffe (hacia 1320-1384), era la reforma de la Iglesia lo que prim aba, y el resurgimiento del cristianismo bastaría para ocasionar la decadencia del Islam. Los vicios re­ prochados al Islam se pueden encontrar también en el cristia­ nismo latino; la Iglesia es musulmana. Los griegos, judíos y mu­ sulmanes no están más lejos de la salvación que muchos cristia­ nos occidentales14. Esta últim a opinión se extiende del mismo modo que los tres impostores 15. Desde el punto de vista intelectual, los grandes autores mu­ sulmanes cuyo descubrimiento había sido un elemento innova­ dor empiezan a ser asimilados y englobados en la cultura común. Se copiará, se comentará, se estudiará durante siglos a Avicena, Averroes y Algazel en filosofía, a Avicena, Haly (’Alí ibn ’Abbás) y Rhazés (con el médico árabe cristiano Ibn Masáwayh, lla­ mado Mesué), en medicina, y otros musulmanes para otras cien­ cias. Un médico modelo es sin duda aquél a quien Geoffrey Chaucer (muerto en 1400 y que compiló también un Treatise on the Astrolabe de acuerdo con las versiones latinas del árabe Máshá’ Alláh) se encuentra hacia 1390 en Tabard Inn durante su peregrinación hasta Canterbury. Este hombre no era muy sa­ bio acerca de la Biblia, pero: 14 Cfr. R. W. S o u t h e r n , op. cit., pág. 77 15 Ibid., pág. 75 s.

s.

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W ell knew he the olde Esculapius, A nd Deyscorides, and eek Rujus Olde Ypocras, Haly and Galyen, Serapion, Razis, and Avycen, Averrois, Damascien and Constantyn, Bernard, and Gatesden, and G ilbertyn16. Pero, convertidos los árabes en clásicos al lado de los griegros, el Renacimiento preferirá a estos últimos. Las traducciones del griego a través del árabe se convertirán en el ámbito de la fal­ sificación de la Antigüedad por el espíritu «gótico» de los medie­ vales. La innovación consistirá en remontarse a las fuentes. El término arabismo se volverá peyorativo 17. El desprecio por la edad bárbara contra la cual era preciso reaccionar se extenderá también a todo lo que sea árabe. Petrarca (1304-1374) expresa con vigor su disgusto por el estilo de los poetas árabes que él indudablemente desconocía18. Esto no impidió en absoluto que los préstamos culturales del Oriente musulmán fuesen más numerosos que nunca y los prés­ tamos literarios se multiplicaran, gracias sin duda alguna a las relaciones comerciales que se hacían mucho más regulares y más estrechas. Pero, en el plano teórico, la preocupación que en ciertos medios al menos se había tenido por conocer y compren­ der la ideología musulmana dejó paso a la indiferencia.

14 Canterbury Tales, Prologue, 429434: «II connaissait bien le vieil Esculape — et Dioscoride, et aussi Rufus, — le vieil Hippocrate, Haly et Galen; — Sérapion, Rhazès et Avicenne; — Averroès, Damascène et Constantin; — Bernard et Gatisden et Gilbertin». Trad. L. Cazamian (París, Aubier Montaigne, 1942). «El conocía bien al viejo Escula­ pio — y a Dioscórides, y también a Rufus, — al viejo Hipócrates, a Haly y a Galeno; — a Serapión, Rhazés y Avicena; — a Averroes, Damasceno y Constantino; — a Bernardo y Gastiden y Gilbertino». 17 Cfr. H. S c h ip pe r g e s , Ideologie und Historiographie des Arabismus, Wiesbaden, 1961. “ P etrarca , Senilia, X II, Ep. 2 (Opera, ed. Bale, 1581, p. 913). Cfr. E. C e r u l l i , «Petrarca e gli Arabi», en Studi in onore di A. Schiaffini, Rivista di cultura classica e medioevale, voi. 7, 1965, pàgs. 331-336.

L A C O E X IST E N C IA CERCANA: EL ENEM IG O SE C O N V IE R T E EN SOCIO

El crecimiento del imperio otomano a partir de finales del siglo xiv, a expensas de la Europa balcánica cristiana, despertó por un momento el interés por la religión musulmana en algu­ nos círculos teológicos. Mientras el espíritu de cruzada parecía decididamente difícil de resucitar en el estado de disolución en que se encontraba el concepto mismo de cristiandad, algunos teó­ logos se sintieron impulsados a investigar si la lucha era verda­ deramente eficaz, si el esfuerzo misionero pacífico era por sí mismo suficiente o si resultaba útil bajo la forma habitual, si no se podría llevar a cabo un acercamiento entre portadores de un mensaje común sustancialmente idéntico. Era el «momento de la visión» del que habla R. W . Southern, que se sitúa significa­ tivamente en torno a la fecha de la caída de Constantinopla, en­ tre 1450 y 1460. Juan de Segovia (hacia 1400-1458) forma el proyecto en 1454 de realizar una serie de conferencias con los fuqahá’ (clérigos) musulmanes. Este método sería útil, afirmaba él, aún cuando el resultado no fuese la conversión de los inter­ locutores. El mismo emprendió una traducción del Corán (per­ dida) que pretendía evitar el defecto de las traducciones cluniacenses: la modificación del sentido original por la adaptación a los conceptos latinos. Juan de Segovia recibió la desaprobación (en la práctica) de Jean Germain, obispo de Chalon-sur-Saône (alr. 1400-1461), integrista, partidario de la respuesta militar y

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del renacimiento del espíritu de cruzada. Pero contó con la apro­ bación de Nicolás de Cusa (1401-1464), quien examinó los me­ dios prácticos de realizar sus planes e intentó, en su Cribratio Alchoran (1460), llevar a cabo un estudio filológico e histórico preciso del Corán. Juan de Segovia inspiró también parcialmente la carta de Pío II a Mahomet II (1460), obra maestra de hábil dialéctica encaminada a la persuasión intelectual, pero obra de hom bre político, maniobra en el fondo desprovista de sin­ ceridad *. Los turcos otomanos representaban un peligro considerable. Pero, en el nuevo ambiente del siglo xv, se veía en ellos más un peligro temporal o cultural que un peligro ideológico. Aquellos que partieron a defender la cristiandad estaban movidos más por el ideal caballeresco que por el celo religioso. Muchos espíritus, ciertamente, soñaban todavía con una reconquista de los terri­ torios musulmanes, sobre todo de aquellos recientemente arre­ batados a los cristianos, como los Balcanes, donde pensaban que podrían contar con un levantamiento general contra el turco 2. Pero las circunstancias obligaron a ponerse a la defensiva. Y nun­ ca la expansión del cristianismo pareció merecer a los ojos de los príncipes que sacrificasen por ello sus intereses políticos, eventualmente nacionales, ni a los ojos de las masas una movi­ lización como las que anteriormente se habían visto. Enrique V III se lo decía claramente al embajador veneciano en 1516 3. Desde entonces, el imperio otomano se convirtió para los realistas en una potencia como las demás, e incluso, por sus conquistas, en una potencia europea, mucho más próxima de cuanto hubiese estado desde hacía mucho tiempo ninguna potencia musulmana, con la cual era imperioso tener relaciones políticas. La alianza, la neutralidad o la guerra dependerían de factores políticos diso­ ciados de la ideología religiosa. Si ésta seguía siendo una fe muy fielmente conservada en el fondo de los corazones, se esperaba 1 Sobre todo esto, cfr. R. W.

Southern,

op. cit., pág. 86 s.

2 C fr. por ejemplo, Philippe D e C o m m y n e s , Mémoires VII, 17, en

Historiens et chroniqueurs du Moyen Age, ed. A. Pauphilet et E. Pog­ non, 2e éd., Paris, 1958 (Bibliothèque de la Pléiade, núm. 48), pág. 1345; ed. crítica de J. Calmette et G. Durville, Paris, 1924-1925, t. III, pág. 103. 3 Cfr. J. R. H a l e , en The Cambridge M odem History, vol. I, The Renaissance, Cambridge, 1957, pág. 264.

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poder ponerla entre paréntesis (¡provisionalmente, pensaban!) para las operaciones políticas «serias». Comenzaron entonces a verse en Europa embajadores oto­ manos establecidos durante largos períodos. Así sucedió en Venecia. Se empezó a tratar con el turco. Mientras que el quimérico Carlos V III creía conquistar Italia como base para una cruzada, con vistas a la reconquista de Constantinopla y de Jerusalem, el papado recibía de 1490 a 1494 una renta anual del sultán otomano Bayazet II por retener prisioneros a su hermano y rival Djem. En 1493, el papa Alejandro VI Borgia recibió con gran solemnidad en Roma al embajador del Gran Turco ante el con­ sistorio secreto, rodeado de cardenales, obispos y embajadores europeos. Podemos leer en Commynes esta frase, sorprendente para un espíritu medieval: «El T urco... les envió inmediatamen­ te [a los venecianos] un em bajador... quien, a petición del papa, les amenazó si no se declaraban contra el rey [de Fran­ cia] 4». Y, en efecto, el papa había enviado al sultán una carta cuyo texto conservamos, denunciando los proyectos de cruzada de Carlos V III, pidiéndole que hiciese intervenir a los venecia­ nos contra él y advirtiéndole tan sólo que se abstuviese «duran­ te cierto tiempo» de atacar a Hungría u otros países cristianos, ya que esto le pondría en una situación bastante delicada. A cambio, Bayazet le recomienda elevar a Nicolás Cibo al carde­ nalato y, sobre todo, hacer eliminar a Djem, adjuntando un pago de 300.000 ducados y la promesa sobre el Corán de no importu­ nar para nada a los cristianos s. El acuerdo parece haber sido debidamente observado6. Dos años más tarde, Milán, Ferrara, Mantua y Florencia se pusieron de acuerdo para pagar a los tur­ cos con el fin de que atacasen V enecia7. Y otros dos años más tarde, cuando Francia y Venecia se preparaban para atacar a Milán, Ludovico el Moro, duque de Milán, y otros príncipes ita­ lianos advirtieron a Bayazet que la toma de Milán no constitui­ ría sino un primer paso hacia la cruzada. En vista de lo cual, 4 Philippe De C o m m y n e s , Mémoires, VII, 19 (Bibliothèque de la Pléiade, pág. 1351; edición crítica, t. III, pág. 116). s J. B u r c h a r d , Diarium, ed. E. Celani, 1907-1913, I, 547 s.; ed. Thuasiie, 1885, II, 202 s.; trad. fr. J. Turmei, Paris, Rieder, 1932, pág. 175 s. 6 Cfr. J. T u r m e l , nota a su traducción de J. B u r c h a r d , pág. 222. 7 J. R. H a u e , op. cit., pág. 265.

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el sultán declaró la guerra a V enecia8. Algunos decenios más tarde, mientras Solimán el Magnífico conquistaba Hungría y es­ taba ya cerca de convertir el Mediterráneo en un lago turco, Francisco I concertaba con él una alianza activa y ambos com! V. J. P arry , en The Cambridge Modern History, I, pág. 403. Las buenas relaciones de Milán con los turcos eran por aquel en­ tonces tradicionales, cimentadas por su oposición común a Venecia y avivadas más aún mientras la ciudad lombarda dominó Génova, cons­ tante rival de la Serenísima. Un siglo antes, sus relaciones habían tenido incluso repercusiones en la política interior francesa. El duque Juan-Galeazzo Visconti (1385-1407), bisabuelo de Ludovico, y el sultán Bayazet I (Bayaceto) «se tienen profunda simpatía el uno al otro, pese a que nunca se hayan visto en persona», escribe un contemporáneo (Reíation de la croisade de Nicopolis, ap. F r o is s a r t , Chroniques, ed. de }. Kervyn de Lettenhove, Bruxelles, 1867-1877, t. XV, pág. 492). Sabemos también que el duque era informado sobre los asuntos de la corte de Francia por su hija Valentine, casada con Luis de Orleáns, hermano del rey Carlos VI. Cuando las «Cruzadas» dirigidas por Jean, conde de Nevers, fueron derrotadas por el sultán de Nicópolis en 1396, Bayazet liberó al caballero borgoñón Jacques de Heilly para que llevase a París la nueva de su victoria y sus exigencias de rescate, pero le ordena también pasar por Milán para saludar a Juan-Galeazzo. El duque de Borgoña, pa­ dre del conde, hace llegar por dos veces cartas al duque de Milán para que éste recomiende a su hijo a la benevolencia del sultán (J. D ei.aville le Roux, La France en Orient au X IV a siécle, París, 1886, I, págs. 291, 301, 304). Esto no impide al conde, futuro duque Juan sin miedo, sos­ pechar que las informaciones de Valentine de Orleáns, a través de Milán, pudieran haber contribuido a la derrota. Liberado tras dos duros años en las prisiones turcas, donde había visto sufrir y morir a sus compañeros, regresa lleno de rencor. Este se añade a muchos otros motivos para ter­ minar en ese odio feroz que le lleva a ordenar el asesinato de Louis d’Orleáns en la noche del 23 de noviembre de 1407, en la rué Vieilledu-Temple de París (Cfr. F r o is s a r t , op. cit., XV, pág. 354; J. d’AvouT, La querelle des Armagnacs et des Bourguignons, París, Gallimard, 1943, pág. 43 ss.). Dos decenios más tarde, las relaciones entre el duque Philippe-Marie (1412-1447), hijo de Juan-Galeazzo, y el sultán Murad II (14211451), nieto de Bayazet, son no menos estrechas. Se tratan de «herma­ nos» e intercambian presentes. A un embajador de Milán que quiere, siempre con una intencionalidad antiveneciana, empujarle a la paz y a vastas concesiones territoriales en favor del emperador de Alemania y el rey de Hungría, Segismundo, Murad le responde públicamente en 1433 que ya era bastante con que «por amor a él, había a menudo desis­ tido de llevar a cabo grandes conquistas en el reino de Hungría». Sin embargo, poco después, detiene la guerra en Transilvania y envía a Se­ gismundo una embajada pacífica con ricos presentes en felicitación por su coronación en Roma en 1433; cf. Bertrandon de la B r o n o q u ié r e , Le Voyage d ’Outremer, ed. de Ch. Schéfer, París, 1892, pág. 191-196; G. Rom ano, «Filippo Maria Visconte e i turchi», Archivio Storico Lom­ bardo, vol. 17, 1890, págs. 585-618. En general, ver Dorothy M. V aughan, Europe and the Turk, a Pattern of Alliances, 1350-1700, Liverpool, University Press, 1954.

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binaban sus movimientos militares contra Carlos V (1535). Con todo, el rey francés no dejaba de tomar precauciones para de­ fenderse desde el punto de vista cristiano. Pero, en 1588, Isabel de Inglaterra denunciaba ante el sultán al rey de España como jefe de los idólatras. La alianza se proponía esta vez sobre el plano ideológico: monoteístas estrictos contra católicos de múlti­ ples cultos dudosos9. El hecho es significativo aun teniendo en cuenta la falta de sinceridad de la Reina Virgen. Parecidas negociaciones a las de los siglos xv y xvi habían tenido lugar en Oriente en tiempos de los Estados cruzados. Pero aquélla era una política colonial, muy diferente de las cosas que ahora tenían lugar en el corazón de Europa. En Italia, no solamente todos los Estados un poco importantes habían un día u otro conspirado con los turcos en contra de sus rivales, sino que además poblaciones enteras ame­ nazaban a los gobiernos opresivos con acoger de buen grado una eventual invasión turca como ya habían hecho una parte de los cristianos balcánicos 10. Los turcos se hallaban, pues, integrados a nivel político en el concierto europeo. Esto no significa que lo estuvieran en to­ dos los aspectos. Naturalm ente, el elemento de contradicción ideológica, la hostilidad religiosa, estaba bien lejos de haber desaparecido. Tal como ha mostrado Norman Daniel, los rasgos esenciales de la imagen de la fe musulmana que se había forjado en la Edad Media, imagen polémica y apologética, en gran medida despectiva e incomprensiva, seguían sin cambiar. Sin embargo, la intensidad de los odios religiosos en el seno mismo del cristia­ nismo hacía que el Islam apareciera como un caso menos ex­ traordinario y menos repugnante. En la misma Edad Media había sido considerado ya como un cisma, una herejía del cristianismo. Así es como lo veía Dante. En un momento en el que los cismas se m ultiplicaban, no solamente como ideologías, sino con moti­ vaciones políticas al igual que el Islam, no se podía ya clasificar 9 Cfr. N. D a n iel , Islam, Europe and Empire, Edinburgh, 1966, pâg. 12. 10 J. B u r c k h a r d t , Die K u ltu r der Renaissance in Italien, Basel, 1860, l.a parte, trad. ingl. London, Phaidon Press, 1944, pâg. 59 s.; cfr. F. Babinger , Mahomet II le Conquérant et son temps, trad, fr., Paris Payot, 1954, pâg. 396 s., etc.

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a éste en una jerarquía en la que no necesariamente aparecía como el más nocivo 11. Tam bién a nivel cultural, si bien había quienes integraban a los turcos en las genealogías fabulosas de moda en la época como hermanos de las naciones europeas, haciéndoles descender de los troyanos, de un rey Príamo o de sus antepasados, lo mis­ mo que los franceses y los italianos, otros protestaban contra esta tesis que terminaba por reconocer como legítimo el turquismo de Anatolia, aunque la revancha contra Agamenón y los suyos por la conquista de Grecia y de los Balcanes pudiera pa­ recer excesiva. Los seguidores de la segunda tesis los hacían descender más bien de los Escitas, lo que permitía una versión hum anista de la vieja hostilidad cristiana12. Ya no se trataba tanto de la lucha contra los infieles como de una defensa contra los bárbaros (bellum contra bárbaros, imagen retórica común de la época) que arrebataban a unos espíritus nutridos de Herodoto y Jenofonte. El Islam vino a identificarse en la práctica con los turcos y la palabra turco se convertía en sinónimo de musulmán. Se apren­ dió a conocer a los iraníes, cuya hostilidad política y religiosa contra el Imperio Otomano proporcionaba m ateria para negocia­ ciones políticas complejas. Se tomó también contacto, en la le­ janía, con los musulmanes de la India y sus maravillosos sobera­ nos los Grandes Mogoles. En cuanto a los árabes, reducidos casi a la nada política, no aparecían ya más que muy secundariamen­ te en el cuadro que estaba formándose del Oriente, identificados poco menos que con los saqueadores beduinos tal como había tendencia a hacer al menos desde la época de Joinville. El tér­ mino «sarraceno» poco a poco fue desapareciendo del uso co­ rriente. Aun cuando arrojados a las tinieblas de la barbarie escítica en cuanto a sus orígenes por los pedantes, los turcos musulmanes no dejaban de ser los señores del más poderoso imperio de Euro­ 11 La tesis de V. Segesvary , L ’Islam et la Reforme, étude sur l’attitude des Réformateurs zurichois envers l’Islam (1510-1550), Lausanne, Ed. L’Age d ’Homme, 1977, contiene numerosos materiales que sobrepasan con mucho la Reforma zuriquense e incluso la suiza. n Cfr. R. S c h w o e b e l , The Shadow of the Crescent, The Renaissance Image of the Turk (1453-1517), Nieuwkoop, 1967, págs. 148, 189, etcétera.

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pa, los amos de Constantinopla con todas sus maravillas, ahora más accesibles gracias al progreso de las comunicaciones. La pompa de la Sublime Puerta impresionaba profundamente a los europeos y su potencia imponía. Tal como se ha hecho observar, al mismo tiempo que Luis XIV afrontaba la excomunión por enviar a Roma en 1687 una tropa porque el papa había osado pedirle que renunciase a los privilegios de su embajada, exten­ didos a todo un barrio donde se refugiaban los malhechores, el Rey Sol toleraba que sus embajadores en Constantinopla fue­ ran acusados, maltratados y encarcelados, y que su personal se viese sometido a mil vejaciones 13.

13 Cfr. F. G renard , Grandeur et décadence de l’Asie, Paris, A. Co­ lin, 1939, pág. 130.

4 D E LA C O E X IST E N C IA A LA O BJETIVID AD

La proximidad, las estrechas relaciones políticas, las incre­ mentadas relaciones económicas, el gran número de viajeros y misioneros que recorrían el Oriente y la decadencia de la hege­ monía y unidad ideológicas del cristianismo en Europa hacían más fácil un estudio objetivo del Oriente musulmán. Dicho es­ tudio se estaba volviendo incluso una necesidad más imperiosa que nunca para los políticos y los comerciantes. Las descripcio­ nes detalladas y precisas, sobrias y tan objetivas como fuera po­ sible empiezan a hacerse cada vez más numerosas con posterio­ ridad a la de Arnold von H arff en 1 4 9 6 Las costumbres se ana­ lizan desde un punto de vista que ya no es el de su apartamiento de la moral cristiana. El sistema político, administrativo y mili­ tar del imperio otomano se vuelve objeto de meditaciones, a menudo críticas, pero tam bién con frecuencia admiradas de su eficacia en numerosos aspectos2. El Oriente musulmán en su conjunto era una región rica y próspera, de una civilización su­ perior, con magníficos monumentos y cortes maravillosas de inigualable pompa. 1 R. S c h w o e b e l , op. c it, pág. 188, cfr. pág. 180, pero H arff es bastante menos sobrio con respecto a Arabia. 2 Cfr. por ejemplo M aqu ia velo , Príncipe, cap. XIX, en que com­ para el régimen otomano y el de los mamelucos, siendo este último com­ parado a su vez con el papado como ejemplo de monarquía efectiva. Cfr. también cap. IV y Discorsi sulla prima Deca di Tito Livo, libro II, prefacio.

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El cosmopolitismo y enciclopedismo del Renacimiento, y el manierismo de sus expresiones culturales, habían hecho sitio al Oriente musulmán en el marco de los estudios proximorientales, Pero la curiosidad por Oriente no es aún exotismo, gusto por lo extraño transportado a su propio entorno, por el arte o la m anera de vivir lejanos. Todavía no se ven más que los pri­ meros trazos en casos aislados, como aquellos viajeros que, de vuelta ya en Europa, se visten de turcos3. Pero, aun viéndose real­ zado con prestigios mágicos como en Ariosto (1474-1533) o en Tasso (1544-1595), aun siendo tanto episodios como temas real­ mente de origen oriental4, y aun cuando el argumento esté tomado enteramente de la historia oriental como sucede en el Tamburlaine de Marlowe (1587 ?), es mucho más frecuente que el mun­ do oriental se vista a la occidental que lo contrario. Si bien tanto lectores como espectadores quedaban encantados con estos re­ latos fabulosos, ninguno buscaba en ellos una información sobre la historia o las costumbres del Oriente musulmán. Pero la presión de las informaciones exactas transmitidas por los viajeros y diplomáticos se deja sentir gradualmente. Poco a poco el color local se impone. Los pintores de la vida de Jesús o de los mártires entarascan de turbantes a la gente del Sanedrín y a los potentados orientales. Otelo no conserva ya de su origen «moro» más que el fatal pañuelo mágico que una maga egipcia había entregado a su p a d re 5. Pero, en 1670, Molière se toma la molestia de transcribir unas frases turcas verdaderas en la cere­ monia burlesca de su Bourgeois gentilhomme y, en 1672, Raci­ ne, en el prefacio de su Bajazet, insiste en el cuidado que se ha tomado de documentarse sobre la historia de los turcos. Cor­ neille y otros, sin embargo, le reprochan el no haber puesto en escena un solo personaje «que tenga los sentimientos que se deben tener y que se tienen en Constantinopla; todos ellos mues­ tran, bajo vestimentas turcas, los sentimientos que se tienen en la misma Francia»6. Racine juzga necesario redargüir en sus 3 R . S c h w o e b e l , op. cit., pág. 178. 4 Cfr. por ej. G. L evi D ella V ida , «Fonti orientali dell’ Isabella ariosteca» en sus Anedotti e svaghi arabi e non arabi, Milano-Napoli, 1959, págs. 170-190. 5 William S h a k e s p e a r e , Othello, III, 4, vers. 53 s. 6 Segraisiana citado por G. L a nso n , Théâtre choisi de Racine. 7e éd., Paris, 1910, pág. 437.

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prefacios posteriores: «Yo me he atenido a expresar en mi tra­ gedia cuanto sabemos de las costumbres y máximas de los turcos.» Los temas exóticos, ininterrumpidos desde la Edad Media, no faltan en la literatura. En muchos autores se deja sentir un cierto esfuerzo por reforzar estas obras literarias con detalles exactos; el exotismo hace su irrupción en el arte en el siglo xvn y se desborda en el siglo x v m . Sin embargo, los datos exactos conocidos sobre las civilizaciones orientales, retomados por el arte y la literatura, no pueden menos de resultar deformados al ser integrados en un conjunto dominado por una visión del mun­ do completamente diferente, pero que se cree a sí misma univer­ sal. Sólo muy lentamente se va pasando de la noción abstracta de la relatividad de las civilizaciones, que se formula netamente en el siglo x v m , a la integración de los hechos exóticos en tota­ lidades desprovistas de todo etnocentrismo. Este proceso proba­ blemente aún no se ha llegado a consumar en el día de hoy. Comienza por el derrum be del privilegio concedido a la ideo­ logía central de la civilización europea, el cristianismo, aun cuan­ do dicho privilegio sea trasladado a las nuevas ideologías, a la cultura, la sensibilidad y el gusto de Europa. Se hace posible es­ tudiar objetivamente el mundo musulmán desde el momento en que sus valores y sus ideas ya no se ven necesariamente afecta­ dos por el signo negativo del error absoluto. La política práctica y la observación objetiva del viajero y el comerciante no han hecho más que preparar los caminos. A ello se añade la nueva corriente de la erudición. El estudio erudito tiende de por sí a una cierta objetividad, aun si se sitúa en el marco de un proyecto polémico en la escala social. Y con mayor razón cuando dicho proyecto se difumina y tiende a desvanecerse. La verdad parcial servía a una sín­ tesis polémica en la que cobraba un sentido que tendía a defor­ marla. La erudición continúa buscando la verdad por sí misma. Los hechos se integran una y otra vez en concepciones sintéticas inconscientes, pero es un gran progreso el que ya no sean desde el principio buscados, escogidos y elaborados con vistas a ser­ vir a una síntesis ideológica consciente.

5 N A C IM IE N T O D EL O R IE N T A L ISM O

Se comienza por el estudio de las lenguas y la reunión de los materiales bajo un impulso completamente ideológico. Ya en la Edad Media, en España, los estudios árabes se habían inicia­ do de esta manera al servicio de la obra misionera. Si bien éstos perdieron todo su interés tras la toma de G ranada en 1492 y la supervivencia de sólo una minoría morisca de habla romance. Se reanudan más tarde integrados en el conjunto de los estudios se­ míticos, en una Roma donde la Curia se interesa por la unión de las iglesias orientales. El humanismo en busca de una cultura universal y los intereses políticos y comerciales los amplían, englobándolos en un conjunto de estudios musulmanes. Guillaume Postel (1510-1581), sabio comprometido donde los hu­ bo, a pesar de su misticismo, su locura incluso, su ardor en el servicio de la fe y su patriotismo francés, imprime grandes pro­ gresos al estudio de las lenguas e incluso de los pueblos, al tiempo que reúne en Oriente una importante colección de ma­ nuscritos1. Su discípulo Joseph Scaliger (1540-1609), poseedor de una erudición enciclopédica, cultiva el orientalismo desligán­ dose de sus preocupaciones misioneras. En 1586, la tipografía 1 Cfr. J. Fück, Die arabischen Studien in Europa bis in den Anfang des 20. Jahrhunderts, Leipzig, 1955, p. 36 s. Ver además, sobre G. Postel, especialmente F. S ecret , Les Kabbalistes chrétiens de la Renaissance, París, 1964, pág. 171 s. et passim; Y. M oubarac , Recherches sur la pen­ sée chrétienne et l’Islam..., Beyrouth, 1977, pág. 45 s. s

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árabe en Europa va a disponer de la imprenta fundada por Fer­ nando de Médicis, cardenal y gran duque de Toscana. Bien es cierto que se la justifica por el esfuerzo misionero, pero desde el principio imprime la obra médica y filosófica de Avicena, así como libros gramaticales, geográficos y matemáticos. Este es­ fuerzo será retomado en París, en Holanda y en Alemania a fi­ nales del siglo xvi y principios del xvn, especialmente en la pers­ pectiva de un mejor conocimiento de la medicina avicénica. El fin del siglo xvi y el siglo xvn presencian la expansión de toda una armazón científica y erudita especializada que es uti­ lizada, financiada y sostenida con vistas a proyectos interesados, tanto de carácter ideológico como político o económico. El cre­ cimiento económico, protegido y controlado por los Estados fuertes, hacía deseable y a veces hasta necesario un cierto desa­ rrollo del conocimiento por el bien de sus dominios. La relativa organización traída por este impulso desde lo alto imponía una cierta especialización que rompía con el enciclopedismo indivi­ dualista del Renacimiento. A partir de estas tendencias se consti­ tuiría una red organizada, protegida y financiada por los Estados, para la adquisición y la difusión del saber, al tiempo que se divulgaba la idea de que esta búsqueda del conocimiento cien­ tífico era un deber so cial2. La especialización y un cierto grado de planificación exigía la cooperación de los investigadores que se habían hecho más numerosos. Esta tendencia condujo a una regresión de la ambición, a un estrechamiento de los horizontes de cada uno de ellos. Pero también favoreció al mismo tiempo lo que podríamos llam ar una «objetividad regional». El sabio especializado se asigna o se deja asignar una tarea limitada, pero se esfuerza por aplicarse a ella a conciencia. Desligado de pre­ ocupaciones sintéticas, puede permitirse el lujo de ignorar las consecuencias ideológicas, filosóficas, políticas y sociales que otros podrán extraer de sus trabajos. Aquéllos a quienes la im­ paciencia por concluir empuja a continuar los sueños enciclo­ pédicos del Renacimiento, se alinean en una categoría cada vez más marginada, distinta de la de los «sabios serios»: los fantasistas más o menos iluminados. Junto a ellos se encuentran úni­ 2 Cfr. G. nas 278, 287 s.

P r e t i,

Storia del pensiero scientifico, Milán, 1957, pági­

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camente los filósofos, ya que la problemática de las ciencias hu­ manas no está todavía lo bastante avanzada como para desvincu­ larse y convertirse en otra cosa que no sea en provincias de la filosofía general. El pluralismo ideológico que se establece en Europa tras el final de las guerras de religión sin que ningún partido haya podido vencer definitivamente a su adversario y la citada cooperación entre sabios de distinta obediencia ideológica favorece también la objetividad. Los factores de tipo general actúan igualmente en el campo del orientalismo. El papado y numerosos cristianos se interesan por la unión de las iglesias, buscando el acuerdo de los cristia­ nos de Oriente, lo que implica el estudio de su lengua y sus textos. Inglaterra, Francia y las Provincias Unidas se preocupan más bien del comercio y de sus proyectos políticos en Oriente. La mayor facilidad de las comunicaciones trae a Europa sabios maronitas, y el mismo Erpenius llegará a encontrarse en Conflans con un comerciante musulmán marroquí, en 1611. La exégesis bíblica, tema de primer orden en las discusiones entre católicos y protestantes, conduce tam bién al estudio de las filologías orien­ tales. Los médicos siguen interesados en Avicena a pesar de la reacción «antiarabista». La amenaza turca obliga a estudiar más de cerca el imperio otomano y también el Islam. Su decadencia perm itirá considerarlos con mayor serenidad. El crecimiento de la fuerza y de la cultura europea provoca en las cortes orientales un cierto interés por los viajeros europeos (cada vez más nu­ merosos), que aportan recetas prácticas de utilidad en campos todavía limitados, y especialmente en el campo de las artes mili­ tares. Estos lazos más estrechos, estas preocupaciones y estas con­ diciones explican el nacimiento de una tupida red orientalista. La prim era cátedra de árabe será creada en París en 1539, en el recién fundado Collège de France, por Guillaume Postel, sabio ilustrado de cariz muy «renacentista», como se ha visto, pero que publica esbozos de manuales y, sobre todo, forma alumnos entre los que destaca Joseph Scaliger, dotado de una formación orientalista ya relativamente importante. Las colecciones, de manuscritos de las bibliotecas proporcionarán a los sabios los ma­ teriales necesarios para adquirir una información seria. La im­ prenta — y, en particular, la imprenta en caracteres árabes cuyos

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inicios hemos visto— hará que unos se beneficien fácilmente de los trabajos de los otros. Una serie de especialistas se dedicará a sum inistrar los instrumentos de trabajo indispensables: gramá­ ticas, diccionarios y ediciones de textos. En primerísimo plano figuran los holandeses Thomas van Erpe [Erpenius] (15841624), que publica la prim era gramática árabe y la primera edi­ ción de texto hechas según apropiados métodos filológicos, y su discípulo Jacob Golius (1596-1667). En Austria, en 1680, el lorenés Franz Meninski publica su voluminoso diccionario tur­ co. Las cátedras de estudios orientales se m ultiplican. París no es ya la única. F. Ravlenghien [Raphelengus] (1539-1597) enseña árabe en Leiden desde aproximadamente el año 1593. Urba­ no V III funda en Roma el Colegio de Propaganda Fide, activo centro de estudios, en 1627. Edward Pocock inaugura una cáte­ dra de árabe en Oxford en 1638. Los especialistas practican la ascesis intelectual de la cien­ cia. Acumulan los instrumentos de trabajo, los materiales, los estudios más o menos limitados donde, ocasionalmente, se pue­ den encontrar elementos que contradicen la imagen general de las cosas impuestas por la ideología dominante de la sociedad. No se proponen voluntariamente y de un modo consciente mo­ dificar esta imagen ni combatir esta ideología. Con frecuencia son conformistas. Pero el ambiente general de finales del si­ glo xvii y del siglo x v m les influyen cuando menos en el sen­ tido de que no les impone ya más tomas de postura apologéticas y polémicas. Su fidelidad a la ideología cristiana puede limitarse a expresarse por medio de las declaraciones (sinceras o no) aña­ didas a sus trabajos y que no suponen menoscabo alguno al ca­ rácter neutral del contenido de éstos3. El relativismo ideológico alcanza a los intelectuales y al pú­ blico cultivado antes que a los sabios4. Pero la atmósfera que crea deja vía libre a estos últimos. Aquéllos a quienes un gusto personal muy vivo ha atraído hacia el Oriente musulmán pueden ahora trabajar a sus anchas. Barthélémy d ’Herbelot (1625-1695) redacta sobre la base de materiales ya bastante abundantes su Bibliothèque orientale (publicada después de su muerte por 3 Comparar las referencias de los clásicos marxistas que, de modo ritual, siembran los trabajos científicos más especializados en la U. R. S. S. 4 Como ha hecho reconocer J. FÜck, op. cit., pág. 98.

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Galland, en 1697), prim era versión de la Encyclopédie de l’Islam. Antoine Galland (1646-1715) da un impulso decisivo al gusto por el Oriente publicando en los albores del siglo xv m su tra­ ducción de las Mil y una Noches (104-1717), cuya influencia será enorm e5. A partir de este momento el m undo musulmán de­ jará de aparecer a los ojos de Occidente como el dominio del Anticristo, para pasar a ser la cuna de una civilización exótica, pintoresca y viva, rodeada de una atmósfera fabulosa poblada de genios caprichosos, buenos o malos, que encantará a un público que tanto gusto había m ostrado ya por los cuentos de hadas eu­ ropeos 6.

3 Ver sobre todo M. A bd el -Halim, Antoine Galland, sa vie et son oeuvre, Paris, 1964. 6 Cfr. especialmente M.-L. D u fr e n o y , L ’Orient romanesque en Fran­ ce, 1704-1789, Montréal, 1946-1947, 2 vol.; t. III, Amsterdam, 1975.

LA EPOCA DE LAS LUCES

Las primeras opciones prácticas se adoptaron fuera de la ideología cristiana. En torno a ellas se constituyen lineamientos de ideologías sectoriales o «regionales», que van tomando cada vez más sustancia, se van afirmando cada vez más atrevidamen­ te, no sólo como independientes de la ideología cristiana, sino como concurrentes, tendiendo a constituir lo mismo que aquélla una concepción totalitaria del mundo, la ideología racionalista, progresista y laica de la Aufklärung. Se pasa a la lucha contra la concepción medieval del mundo que tiende a mantener y defender las estructuras políticas establecidas. La lucha contra el «oscurantismo medieval» sostenida desde el Renacimiento to­ ma ahora el aspecto de una lucha contra el propio cristianismo, que no se ha desprendido a tiempo de la elaboración ideoló­ gica de sus líneas de fuerza originales. Bajo este aspecto ha que­ dado, sobre todo en los países católicos, ligado a las estructuras políticas que cada vez con más impaciencia apoyan las fuerzas ascendentes. En adelante se puede ya considerar la ideología religiosa concomitante con cristianismo con im parcialidad, y hasta con simpatía, buscando en ella (y evidentemente encontrando), incons­ cientemente incluso, los valores de la nueva ideología opuesta al cristianismo. Numerosos autores, en el transcurso del siglo xvn, defendieron al Islam contra los prejuicios medievales y las difa­ maciones polémicas, y pusieron de manifiesto el valor y la sin­

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ceridad de la piedad musulmana. Este es el caso de Richard Si­ mon (1638-1712), católico sincero pero cuya erudición lucha obs­ tinadamente contra las deformaciones dogmáticas impuestas a los hechos objetivos, tanto en la lectura de la Biblia como en el estudio de los cristianos orientales. En su Histoire critique de la créance et des coutumes des nations du Levant (1684), después de describir la fe y los ritos de los cristianos orientales, describe también los de los musulmanes, sobria y claramente expuestos de acuerdo con la obra de un teólogo musulmán, sin injurias ni denigración y, en ocasiones, con apreciación positiva e incluso admiración. Acusado de ser demasiado objetivo sobre el Islam por Arnauld, aconseja a éste sacar provecho de las «excelentes lecciones»1 de los moralistas musulmanes. El arabista holandés Adriaan Reland, con una competencia superior, redactará en 1705 un cuadro objetivo de la religión musulmana a partir úni­ camente de fuentes m usulm anas2. El filósofo Pierre Bayle, admi­ rador de la tolerancia musulmana, da en su Dictionnaire critique (1.a edic. 1697) una biografía objetiva de Mahoma, retocada en las ediciones posteriores en función de los estudios eruditos. La siguiente generación pasará de la objetividad a la admi­ ración. La tolerancia del imperio otomano hacia toda suerte de minorías religiosas, es puesta como ejemplo a los cristianos por Bayle y por muchos otros: es la época en que, siguiendo el ejem­ plo de los judíos españoles dos siglos atrás, los calvinistas de Hungría y Transilvania, los protestantes de Silesia y los «viejos creyentes» cosacos de Rusia buscan refugio en Turquía, o vuel­ ven sus ojos hacia la Puerta para huir de las persecuciones ca­ tólicas u ortodoxas3. El Islam es considerado como una religión racional, alejada de los dogmas cristianos más opuestos a la ra­ zón, que admite un mínimo de concepciones y de ritos mís­ ticos (el mínimo sin duda necesario, pensamos, para obtener 1 Histoire critique... par le sieur de Moni (pseudónimo anagramático de R. Simon), Francfort, 1684, cap. XV: cfr. sus Lettres choisies, Amsterdam, 1730, III, pág. 245 s.; J. S teim a n n , Richard Simon et les origines de l’exégèse biblique, Paris, 1960, pág. 157 s.; Comp. de M. Rod in s o n , «Richard Simon et la dédogmatisation» en Les Temps moder­ nes, núm. 202, mars 1963, pág. 1.700 s. 2 Adrianus R elandus , De religione mohammedica..., Utrecht, 1705. 3 Cfr. T. W. A r n o l d , «Toleration (Muhammadan)» en ]. Hastings, Encyclopaedia of Religion and Ethics, t. XII, Edinburgh, 1921, págs. 365-9, in fine; F. B a b in g e r , op. cit., pág. 143 s.

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la adhesión de las masas) y concilia la llam ada a una vida de m oralidad con un respeto razonable de las exigencias del cuerpo, de los sentidos y de la vida social. En suma, es una religión muy próxim a al deísmo que profesan la mayor parte de los Aufklärer. Históricamente, se pone de manifiesto el papel civilizador del Islam: la civilización no ha salido de los monasterios; ha teni­ do su origen en los paganos griegos y romanos y ha sido transmi­ tida a Europa a través de pueblos no cristianos: los árab es4. En esta línea piensan ya Leibniz (1646-1716); el autor anó­ nimo de un panfleto provocativamente titulado Mahomet no im­ postor! (1720)5; Henri de Boulainvilliers (1648-1722), de quien en 1730 se publica una apologética Vie de Mahomet, y Voltaire, adm irador de la civilización musulmana. Este último oscila por otra parte entre la apología del profundo político, que fue fun­ dador de una religión racional, y la facilidad que le ofrece In doctrina oficial de su país de denunciar en este mismo Mahomn el prototipo de los impostores que han atraído a las almas por medio de fábulas religiosas6. El espíritu de la época terminó por alcanzar incluso a los especialistas, sobre todo y en primer lugar a los situados fucni de los marcos y la tradición universitarios. Así tenemos al abo­ gado arabista inglés George Sale (hacia 1697-1736), cristiano ilustrado, que publica en 1734 una notable traducción del Corán con un Preliminary Discourse y unas notas sobrias, medidas y bien documentadas, fuente de muchos autores posteriores. Y, sobre todo, al genial autodidacta que fue el alemán Johann |akob Reiske (1716-1774), conocedor apasionado, e incomparable en su época, de la literatura y la historia árabes, infatigable erudito 4 Ver Voltaire, Robertson, Herder, Cfr. H. S c h ip p e r g e s , ldeoloxie und Historiographie des Arabismus, págs. 29, 34. Este tema es desaíro liado al máximo a finales del siglo por el jesuíta español Juan A n d k ís (1740-1817) en su libro Origen, progresos y estado actual de toda la literatura; edic. italiana, Parma, 1782-1798; trad. española 1784-1806. 5 N. D an iel , Islam and the West, pág. 288. 6 ¡Oscilación raras veces comprendida por los musulmanes y por los orientalistas! Comparar la tragedia de Mahomet y, por ejemplo, los capí­ tulos VI, XXVII y XLIV del Essai sur les Moeurs. Voltaire analiza bien el punto al final de su vida en el artículo «Mahométans» del Dictionnairi' philosophique. El libro de Djavád H a d id i , Voltaire et l’Islam, París, P. U. F., 1974, ofrece un análisis simplista y apologético, pero con la ventaja de reunir gran cantidad de textos dispersos.

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perseguido por los profesores Schultens y Michaelis que desea­ ban mantener los estudios árabes en la órbita de la «filología sa­ grada» y de la exégesis bíblica. También este erudito reconocía en la fundación del Islam algo de d ivino7. El catedrático de Oxford Simón Ockley (1678-1720), al escribir su historia de los sarracenos, primera presentación al gran público del resultado de las investigaciones orientalistas, exalta en 1708 al Oriente mu­ sulmán por encima de O ccidente8. Los datos eruditos y las ideas generales son reelaborados por espíritus sintéticos como el ya citado Voltaire y Edward Gibbon (1737-1794), cuyas equilibra­ das apreciaciones sitúan al mundo musulmán en un buen lugar dentro de la historia cultural e intelectual de la humanidad. Un mito empieza a desarrollarse: el de Mahoma como soberano y le­ gislador tolerante y juicioso 9. El siglo x v m vio ciertamente al Oriente musulmán con ojos fraternales y comprensivos. La idea de la igualdad de disposi­ ciones naturales en todos los hombres, divulgada por el optimis­ mo activo, verdadera religión de la época, permitía examinar con espíritu crítico los reproches que las épocas anteriores ha­ bían dirigido al mundo musulmán. La crueldad y la barbarie exis­ ten ciertamente en Oriente pero, ¿está acaso Occidente libre de reproches? La esclavitud en Turquía es más blanda que en otras partes y también los cristianos practican la piratería, se hace n o ta r10. El despotismo es un sistema político deplorable, pero susceptible de ser estudiado y explicado como cualquier otro por causas ecológicas y sociales; posiblemente se ve favoreci­ do por las condiciones geográficas orientales, pero también se ha desarrollado en ocasiones en otras partes. Montesquieu, tan propugnador siempre de la causalidad geográfica, cita a Domiciano como precursor del Sofí de Persia 11. El relativo liberalismo se­ xual del Islam (para los hombres), objeto de horror (o de atrac­ ción ambigua e inconsciente) en la Edad Media, se tornaba par­ 7 J. F ück , op. cit., pâg. 108-124. * Cfr. Paul H azard , La crise de la conscience européenne (1680-1715), Paris, 1935, t. I, p. 22. 9 M. P e t t r o c h i , «Il mito di Maometto in Boulainvilliers» en Rivista storica italiana, voi. 60, 1948, pâg. 367-377. 10 N. D an iel , Islam, Europe and Empire, pâg. 14 s. “ M o n tesqu ieu , L ’esprit des lois [Trad. castellana: El espiritu de las leyes, Madrid, Tecnos, 1986].

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ticularmente simpático en una cultura que cultivaba el erotismo. Los musulmanes son, a los ojos del Siglo de las Luces, hombres como los otros y muchos son incluso superiores a los europeos. «El turco, siempre, que no está influenciado por el fanatismo, es tan caritativo como confiado», escribe Thomas Hope (hacia 1770-1831), quien pasó algún tiempo en Oriente a finales de si­ g lo 12. Al final del Candide, los trasteados héroes encuentran la paz cerca de Constantinopla siguiendo los consejos de un «der­ viche muy famoso que pasaba por ser el mejor filósofo de Tur­ quía» y de un buen anciano musulmán, trabajador, sobrio y des­ preocupado por la política. Los viajeros a Oriente son numero­ sos y, si bien muchos son limitados, cuando, como los misione­ ros, viven por lo general en Oriente en un mundo cerrado sobre sí mismo, algunos de ellos, como James Bruce, Carsten Nibuhr, Henry M aundrell, Richard Pococke, Jean de la Roque, Claude-Etienne Savary y Thomas Shaw transmitieron interesantes datos que vi­ nieron a añadirse a los relatos siempre tan leídos de individuos del siglo anterior, como Chardin y Tavernier. Lady Montagu, en Constantinopla, consiguió penetrar en el mundo femenino mu­ sulmán y lo describió sin misterios y sin m ito s13. En sentido opuesto, orientales, sobre todo cristianos, viajan a Europa. El joven Jean-Jacques Rousseau, hijo de un relojero del serrallo de Constantinopla, pariente de un cónsul en Persia y de su hijo cónsul en Masora, Alepo, Bagdad y Trípoli, no se sorprende de encontrarse cerca de Neuchátel con un falso archimandrita de Jerusalem, un aventurero griego sin duda, súbdito del Gran Se­ ñor 14. El tema del espía turco, que describe de una manera crí­ tica las costumbres y usos de Europa, lanzado en 1684 por el aventurero genovés Giovanni Paolo Maraña, quien había vivido largo tiempo en Egipto, hace prodigiosa fortuna y desemboca en las Lettres Persones de Montesquieu (1 7 2 1 )15. 12 Anastasius or Memoirs of a Modern Creek (aparecido sin el nom­ bre del autor), London, 1819, cap. 32, trad. francesa J.-A. Buchón, Pa­ rís, 1844, pág. 419. 13 Cfr. B. L e w i s , «Some English Travellers in the East» en Middle Eastern Studies, vol. 4, núm. 3, abril 1968, págs. 296-315; N. D a n i e l , Islam, Europe and Empire, pág. 13 s., 20 s. 14 Jean-Jacques R o u s s e a u , Confessions, libro IV. [Trad. castellana, Confesiones, Madrid, Espasa, 1980]. 15 P. H a z a r d , op. cit., I, pág. 20, 23 s.; M.-L. D u f r e n o y , op. cit., pág. 157 s.

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La corriente prerrom ántica, complaciéndose con la visión exó­ tica y hechizadora del Oriente musulmán que había lanzado A. Galland, permanece firmemente apegada a esta visión y pro­ duce una obra maestra, como el Vathek de William Beckford (1781), quien será amante en Madrid, en 1788, de un joven mu­ sulmán llamado Mohammad. Dicha visión resulta vivificada por toda la tendencia al esoterismo que marca el final del siglo y cuyo símbolo es Gagliostro, el «Gran Copto», quien se jacta de hacer prolongados viajes a Oriente. Un esteticismo menos fantástico es el que propone William Jones en su estudio de las literaturas orientales pero, al igual que Voltaire y tantos otros, reducirá lo más posible las formas y los contenidos a los cánones y catego­ rías europeas, transponiendo, por ejemplo, los versos árabes en métrica grecolatina. La corriente realista, sin embargo, positiva y universalista, en la línea de los enciclopedistas, persiste con gran fuerza, formando un espíritu como el de Yolney (17571820), cuyo Voyage en Syrie et en Egypte (1787) es una obra maestra de análisis escrupuloso y sorprendente sagacidad en ma­ teria política y social, que desconfía al máximo de la inclinación por lo pintoresco y se limita a observar la realidad. Volney co­ noce las lenguas de Oriente y posee una erudición imponente, pero es su experiencia viva lo que nos interesa sobre to d o ló. El desempeñará un gran papel en la preparación de la expedición a Egipto cuyo resultado será la admirable Description de l’Egypte (1809-1822), recopilación inigualada de precisos y profundiza­ dos estudios arqueológicos, geográficos, demográficos, médicos, tecnológicos y, léase al pie de la letra, sociológicos. Volney conoce bien la historia oriental, pero él confiesa que la mejor manera de comprender ésta es a partir de la observación del Oriente vivo. Llevará a cabo esfuerzos por desarrollar el es­ tudio práctico del árabe hablado y criticará a los eruditos, muy sabios acerca de los gramáticos árabes de la Edad Media, pero incapaces de hacerse comprender por los árabes vivos. La atenta preocupación por lo vivo y la pasión por conocer el mecanismo real de las cosas son poco favorables a los estudios puramente filológicos que van decayendo a lo largo de todo el siglo xvm . 16 Cfr. la tesis de Jean G a u l m ie r , L’idéologie Volney, Beyrouth, 1951, hábilmente condensada por el autor, Un grand témoin de la Révolution et de l’Empire, Volney, París, Hachette, 1959.

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Maronitas como los Assemani en Italia, o Casiri en España, cata­ logan los fondos manuscritos. Luis XIV en 1700 y Marie-Thérése en 1754 fundan escuelas con el fin esencialmente práctico de formar intérpretes. En la India, William Jones (1746-1794) fun­ da en 1784 la primera sociedad erudita orientalista, la Asiatic Society (of Bengal). Hay allí, en tierra musulmana, un grupo de británicos interesados tanto por las lenguas y literaturas musul­ manas como por las de la India clásica. La Compañía de las In­ dias, también con fines prácticos, fundará en Calcuta en 1800 el Colegio de Fort William, bajo cuyos auspicios serán publicados y traducidos, a menudo por autores indígenas, numerosos clá­ sicos persas y árabes, así como manuales y otros instrumentos de trabajo. Todavía se pensaba, por entonces, que el conoci­ miento de Oriente era una base necesaria. Hacia los años 1820, la orientación occidentalista comenzará a dominar; todo lo orien­ tal será considerado superfluo y Lord Macaulay, en 1835, anglizará todo el sistema escolar in d io 17.

17 J. F ü c k , op. cit., págs. 135-140; Raymond orientale, París, 1950, pág. 208 s.

Schw ab,

La Renaissance

7 E L SIG LO X IX : E X O T ISM O , IM PERIALISM O Y E SP E C IA L IZ A C IO N

El siglo xix aparece con las tres tendencias combinadas del occidentalismo utilitario e imperialista, lleno de desprecio por las otras civilizaciones, del exotismo romántico que se embelesa con un Oriente mágico cuya pobreza creciente realza su encanto, y de la erudición especializada que se dedica, sobre todo, al es­ tudio de las épocas de esplendor. Tres tendencias, a pesar de las apariencias, más complementarias que contradictorias. El exotismo romántico no nace de un cambio en las relacio­ nes entre Occidente y Oriente tal como se ha sugerido — ade­ más el exotismo oriental no es más que un caso particular— , sino de una evolución interna de la sensibilidad occidental. No es solamente el gusto por lo extraño, sino el énfasis que se pone en lo más particular, lo más específico en la imagen que la sociedad y cada uno se hace de lo extranjero. Lo extranjero ha sido siempre también lo extraño, pero existe ahora un deleite por lo más extraño. Esta tendencia echa su raíz en la Aufklärung cuando, después de Rousseau, ésta se complace en la exaltación del sentimiento, de lo individual, de lo tempestuoso, de lo in­ culto. De aquí deriva el prerromanticismo inglés, con su amor por la poesía pretendidamente primitiva, ambiente que habrá de orientar las curiosidades de W illiam Jones. Del mismo modo, el Sturm und Drang alemán, en cuyo interior se sitúa I leider (17441803), se preocupa, entre otras, por las literaturas orientales, y sus ensayos de síntesis histórica sitúan en un primer plano a la

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contribución musulmana, asegurando que los árabes fueron «los maestros de Europa». Pero el deseo de conocer y comprender los mundos exóticos permanece durante largo tiempo ligado a una visión universalista y clásica que, tanto en Oriente como en otras partes busca, por encima de todo, al hombre de todo tiempo y lugar. Los poemas de Goethe a la gloria de Mahoma, especial­ mente su admirable Mahomets Gesang de 1774, son incompara­ blemente más poéticos que el Mahomet de Voltaire (1742), pero contienen todavía menos color local. Cuando, más de cuarenta años después, en 1819, aquél saca a la luz su Westöstlicher Divan con sus doce nameh, su llamada inicial a una «hégira» hacia Oriente donde el poeta cobrará una nueva juventud en la fuente de Khidr (Chiser), con sus sabias anotaciones y sus pospuestas reflexiones llenas de erudición oriental, siente el deber de excu­ sarse, con su lucidez habitual, por dejar aparecer su irreprim i­ ble origen europeo, su acento específico que le hace reconocible como extranjero ‘. El orientalista Merx considerará el Oriente de Goethe, un poco exageradamente, como «una fantasmagoría ine­ xistente», ya que, dice H. Lichtenberger, «no quiere retratar ni el Oriente ni Occidente sino el hombre que, por intuición, él des­ cubre tanto en el uno como en el otro» 2. Goethe mantiene en 1819 la actitud de espíritu de una época ya superada. La reacción contra el clasicismo ha alcanzado, en prim er lugar en Alemania, un grado inigualado con las corrien­ tes de pensamiento nacidas del fracaso o del triunfo ambiguo de la revolución francesa y del nacionalismo alemán. Friedrich Schlegel, desde 1800, proclama la alianza de lo gótico y el orien­ talismo contra lo clásico. «Es en Oriente, escribe, donde debemos buscar el romanticismo supremo (das höchste Romantische) 3» y vuelve su mirada hacia la India. El desbancamiento de la prosa burguesa de la nueva era que comienza no se lleva a cabo por la integración clásica en lo universal, sino por el recurso a la magia de la subjetividad desencadenada, que se embelesa con lo bárbaro, lo específico, lo extraño4. 1 West-Ostlieher Divan, Noten und Abhandlungen, Einleitung. 2 Introducción a la edición con traducción francesa del Divan, París, Aubier-Montaigne, 1940. Cfr. R. S c h w a b , op. cit., pág. 386. 3 Athenaeum, 1800, citado por R. S c h w a b , op. cit., pág. 20. 4. Cfr. G. L u k a c s , Brève histoire de la littérature allemande (du X V IIIe siècle à nos jours), trad. fr., Paris, 1949, pág. 83 s.

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HI

Esta orientación contribuye efectivamente al surgimiento de una nueva ola en los estudios orientales que toman derroteros de verdadero Renacim iento5 y que, a cambio, proporcianará al ro­ manticismo una gran riqueza en material. El orientalismo eru­ dito, sin embargo, enraíza en las preocupaciones de la A ufklä­ rung. Todos aquellos que, en Europa, desean alguna iniciación seria en las lenguas y civilizaciones del Oriente Próximo volverán sus ojos hacia la Escuela de las lenguas vivas orientales de Par ís, creada por la Convención en marzo de 1795 como resultado de los esfuerzos de Langlés, orientalista de un valor muy discutido. Este, por encima de todo, pone de relieve la utilidad práctica, después de haber insistido también en la aportación de las len­ guas orientales al «progreso de las letras y de las ciencias» IS. Pa­ radójicamente, el gran iniciador será Silvestre de Sacy, legitimista y jansenista, apegado a los valores del pasado y que, por ejemplo, concibe la lingüística en el marco de la visión univer­ salista abstracta, definida por una «gramática general» en el espí­ ritu de Port-Royal. De Sacy se convierte en el maestro de todo el orientalismo europeo, y París en la Meca de todos aquellos que querían especializarse en los estudios del Oriente Próxim o7. Fi­ lólogo escrupuloso y minucioso, prudente hasta el extremo en sus conclusiones, reacio a adelantar nada que no sea estrictamente demostrable por los textos y positivista al pie de la letra, impuso al m undo europeo de los especialistas la ascesis rigurosa a que su jansenismo le había preparado. Su estilo de trabajo sigue sien­ do aún en gran medida el del universo orientalista de nuestros días. Las críticas actuales que atacan esta actitud se hicieron sen­ tir ya desde aquella época. La estrechez de espíritu que favorece (pero que no es de ninguna manera una consecuencia obligada de ella y a la cual muchos de sus adeptos, los más dotados, esca­ pan) provocará la irritación de Volney y más tarde la de Renan. La ascesis erudita tendía a separar los problemas del pasado de lo del m undo viviente, en detrimento algunas veces de la com­ prensión del primero; con frecuencia era inconscientemente tri­ 5 El término se encuentra en los autores de la época; cfr. R. S en w a i i , op. cit. 6 J. Fück, op. cit., pág. 141. 7 J. F ü c k , ibid., págs. 140-158; H. D e h é r a i n , Silvestre de Sacy, ses contemporains et ses disciples, Paris, 1938.

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butaria de las ideas generales del medio en cuyo seno se ejercía. Su rechazo de las conclusiones sintéticas imprudentes podía desembocar en un agnosticismo bastante estéril, o hacerle mane­ jar ideologías implícitas sin criticarlas, hasta el punto de garan­ tizarlas con el prestigio de una impresionante erudición. Pero, esto no es más que el reverso de cualidades y ventajas excepcio­ nales, indispensables en el progreso científico. La desconfianza frente a las síntesis brillantes y ligeras, tan injusta como pueda ser a veces para teorizaciones valiosas e importantes, era condi­ ción indispensable para la instauración de nuevos edificios sobre una base sólida. O tra condición era la ruptura definitiva con la teología, rup­ tura que el ambiente del siglo xvm había consumado en Fran­ cia y en Inglaterra. La preocupación práctica por formar drago­ manes 8 en París y Viena había dado lugar a una enseñanza libre de las cadenas de la teología. Resultado de esta enseñanza, y creada en el fervor revolucionario francés, la Escuela de Lenguas Orientales de París, con el muy devoto Silvestre de Sacy, presen­ taba el modelo de una institución orientalista al mismo tiempo erudita y laica. En los países de lengua alemana, las universida­ des seguían en manos de los teólogos y el orientalismo laico ha­ bría de ser cultivado en un principio por amateurs, en cuyo pri­ mer plano se hallaba el prolífico Josef von Hammer-Purgstall (1774-1856), salido de la Academia oriental de Viena y de la carrera de dragomán, quien, aun careciendo de formación filo­ lógica, fue un difusor inigualable de conocimientos sobre Orien­ te. Fue él quien fundó la primera revista orientalista especiali­ zada de Europa, los Fundgruben des Orients (1809-1818), en la que colaboraron todos los orientalistas europeos, así como letra­ dos orientales y que dividía equitativamente su interés entre el pasado y el presente9. 8 Dragomán: «antiguo nombre de los intérpretes en los países del Levante». (Robert) es una vieja palabra prestada, como su doblete «truchement», en árabe turjumán, «intérprete», derivado a su vez del acadio (asirio-babilonio) turgumannu. [N. del T.: El término «dragomán» es un galicismo que sirve para designar a los intérpretes nativos en los países islámicos. La palabra tradicional española es trujimán.] 9 Había también un título árabe rimado y un título francés: Mines de l’Orient exploitées par une société d’amateurs. En epígrafe, un versículo del Corán muy apropiado: «Está escrito: Dios es el señor de Oriente y Occidente. El guía a quien quiere por el camino recto» (II 136/142).

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Este recurso a la objetividad, al trabajo ingrato del especia­ lista, estaba en la línea de las tendencias profundas de una época cuya m irada estaba vuelta hacia la organización de la investiga­ ción científica en profundidad, en una sociedad donde el capi­ talismo anim aba un desarrollo industrial sin precedente. El éxito paneuropeo de la enseñanza de Silvestre de Sacy lo demuestra bien. Y también la eclosión de instituciones especializadas. En 1821 se funda la Société Asiatique de París. Esta lanza, en 1822, un periódico que será su órgano propio, el Journal asiatique. En 1834 hace su aparición el Journal of the Royal Asiatic Society of Great Britain and Isreland, sociedad fundada en 1823. En 1832, una publicación regular, el Journal of the Asistic Society of Bengal, sucederá en la India a las Asiatic Researches del gru­ po de W illiam Jones. En 1841, la rama de Bombay publicará su propia revista. En 1842 se funda la American Oriental Society, que publica también una revista. En 1847 aparece en Leipzig la Zeitschrift der deutschen morgenlandischen Gesellschaft, publi­ cada por la Sociedad Orientalista Alemana, fundada dos años atrás. La europeización de Rusia había provocado, desde la se­ gunda m itad del siglo x v m , un cierto florecimiento de trabajos orientalistas. A partir de 1804, la enseñanza universitaria de las lenguas del Oriente musulmán se desarrolló en Cracovia y, sobre todo, en tierras musulmanas, en Kazán. El centro de Kazán, es­ timulado por las necesidades de la política interior musulmana del Estado ruso, experimentó muy pronto un gran em puje10. De este modo nace el orientalismo. El término orientaliste aparece en inglés hacia 1779 y en francés en 1799. Así mismo, el término orientalisme es admitido en el Dictionnaire de VAca­ démie française en 1838. La idea de una disciplina particular consagrada al estudio del «Oriente» toma cuerpo. Los especia­ listas no son todavía lo bastante numerosos para formar asocia­ ciones o revistas exclusivamente consagradas a un país, un pue­ 10 Cfr. V. V. B a r t h o l d , La découverte de l’Asie, trad. francesa, Pa­ ris, 1947, päg. 264 s.; J. F ü c k , Die arabischen Studien..., pags. 155, 195 s .; B. M. D a n t s ig , « I z istorii izu izutshenija Blijnego Vostoka v Rossii» en Otsherki po istorii russttogo vostokovendenija, IV, Moscou, 1959, pâg. 3-38, I. Ju. K r a t s h k o v s k i j , Otsherki po storii russkoj arabistiki, Moscü-Leningrado, 1950, päg. 73 s., trad. alemana de O. Mehlitz, Die russische Arabistik, Umrisse ihrer Entwicklung. Leipzig, 1957, pa­ gina 66 s.

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blo o una región del Oriente. Por el contrario, su horizonte abra­ za con frecuencia varios campos con desigual profundidad. Se los clasifica pues como «orientalistas». La idea de orientalismo indica cierta profundización, pero también un repliegue y una escisión. En las obras sintéticas del siglo x v m , el Oriente tenía su lugar al lado de Occidente, zonas más o menos bien delimi­ tadas del universo humano dentro de una perspectiva universa­ lista. Ahora se ha tomado conciencia de que no se podía hablar seriamente de Oriente sin un estudio previo fundado en los tex­ tos originales y, por consiguiente, en un conocimiento profundo de las lenguas indígenas. Con los materiales ahora disponibles, dicho trabajo de estudio previo se revela inmenso: ediciones y traducciones de textos, recopilación de diccionarios y gramáticas científicamente concebidas, constitución de la historia factual, et­ cétera. Los especialistas pueden tener ideas generales, pero deben ponerlas entre paréntesis, en la medida de lo posible, en el curso de su trabajo. Poco tiempo les queda para mantenerse al corrien­ te de las tendencias científicas fuera de su especialidad. Las cien­ cias humanas están todavía en la infancia, desprovistas de una metodología precisa que les permitiera elaborar la enorme masa de conocimientos adquiridos en síntesis teóricamente fundadas. Las doctrinas filosóficas, demasiado generales, no se lo permiten, salvo a riesgo de, en la medida en que algunos estén impregna­ dos de ellas, desviar su visión en el sentido de una ideología im­ plícita. La puesta en marcha de las instituciones orientalistas es rela­ tivamente rápida. En enero de 1829, en el prefacio a sus Orien­ tales (que se abrían con tres epígrafes de Sa’di y que ilustraban una serie de traducciones de poemas árabes y persas), Víctor Hugo escribe: «Los estudios orientales jamás se han visto tan avanzados. En el siglo de Luis XIV se era helenista, ahora se es orientalista... Nunca tantas inteligencias han sondeado a la vez ese gran abismo que es Asia. Tenemos hoy día a un sabio acantonado en cada uno de los idiomas de Oriente, desde China hasta Egipto». Hugo se documenta por medio de Ernest Fouinet y el barón de Eckstein; Goethe por medio de Friedrich von Diez y muchos otros, etc. El orientalismo literario y artístico se ve naturalmente fo­ mentado por todos los acontecimientos relativos al Oriente mu­

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sulmán, y muy especialmente por la «cuestión de Oriente», que constituirá uno de los grandes problemas de la política eu­ ropea del siglo xix. El punto de partida del exotismo romántico recibe su verdadero empuje, significativamente, a partir de la guerra de Grecia que atrae a Byron (y donde éste muere en 1824) e inspira la primera pintura orientalista. La Masacre de Scio de Delacroix se expone en aquel mismo año. El Oriente de los ro­ mánticos, cuya imagen se divulga durante mucho tiempo entre el gran público, se halla ya por entero en este cuadro y en las Orientales (Hugo escribe el prim er poema de esta colección en 1825): derroche de color, suntuosidad y ferocidad bárbaras, ha­ renes y serrallos, cabezas cortadas y mujeres arrojadas en sacos al Bosforo, falúas y bergantines adornados con el estandarte de la media luna, redondez de las cúpulas azules y blancas esbel­ teces de los minaretes, odaliscas, eunucos y visires, fuentes fres­ cas bajo las palmeras, giaours n, degollados y cautivas entrega­ das a los amores tumultuosos del vencedor. Estos cuadros subidos de color dan satisfacción a bajo coste a los instintos profun­ dos, a la sensualidad turbia, al masoquismo y al sadismo incons­ cientes de los tranquilos burgueses occidentales, como bien ha­ bía observado ya Heine. Incluso cuando los occidentales van a Oriente, es esta imagen la que van a buscar, seleccionando des­ piadadam ente los espectáculos y dejando a un lado todo cuanto no se adapte a la visión preestablecida. Esta imagen coloreada por la sensibilidad europea, en virtud de su evolución interna, traduce también la realidad de una situa­ ción. En el siglo xix, el Oriente musulmán todavía sigue siendo un enemigo, pero ahora ya un enemigo vencido de antemano. En 1853, Nicolás I podrá hablar a Sir Hamilton Seymour del «hombre enfermo, gravemente enfermo» que Europa tenía «en los brazos», a saber, el Im perio otomano. Pero, mucho tiempo atrás, la superioridad de Europa no ofrecía ya ninguna duda. El reflujo turco en los Balcanes se hace patente desde el siglo x v i i i y, con la independencia de Grecia, alcanza a la zona central del 11 Giaour, palabra bien conocida en la época (Byron publica en IH1 1 su poema The Giaour), transcribe una designación turca: «Término de desprecio aplicado en otro tiempo a los cristianos del mismo modo