La España De Fernando De Rojas

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STEPHEN GILMAN

LA ESPAÑA DE

FERNANDO DE ROJAS PANORAMA INTELECTUAL Y SOCIAL DE «LA CELESTINA»

taurus

INDICE

P r ó l o g o ...................................................................................................

13

L ista

19

de a b r e v i a t u r a s .......................................................................

Capítulo 1. El El El

La r e a l i d a d d e F e rn a n d o d e R o ja s ...........

23

testim onio del t e x t o ............................................................ testim onio de los archivos .................................................. testim onio del a u t o r ...........................................................

25 46

Capítulo II.

.........

81

La p r i s i ó n ........................................................................................... U n curriculum v i t a e ....................................................................... El p r o c e s o .......................................................................................... Evasión y afirm ación p e r s o n a l................................................... La c á r c e l .............................................................................................

83

Capítulo III.

El

c a s o de A l v a r o d e M o n t a lb á n

68

88 94 110 118

F a m ilia s d e c o n v e r s o s ......................................

121

La casta de los c o n v e r s o s ............................................................ Los M ontalbán, los A v ila , los Rojas, los T orrijos, los Lucena y los Franco ... ............................................................. « M i principal e s t u d i o » .................................................................. L ibertad y d is e n tim ie n to ............................................................. « P o rq u e soy h i d a lg o ...» ............................................................... Los «d istin to s yo » de los a u t o r e s ............................................

12 3



9



131 139 145 151 158

Capítulo IV.

...

163

Los «a n u sím »............................................................................... La caída de la fo rtu n a............................................................... « ...A manera de contienda o batalla» ............................... «Lo de allá no sabemos qué e s » ........................................... «Razón y sinrazón».....................................................................

165 175 185 193 197

C apítulo V.

Los

t ie m p o s de

F ernando de R o j a s . . .

L a P u e b la d e M o n t a l b á n ...............................

«E fue nascido en La Puebla de Montalván» ................. «Mollejas el ortelano »................................................................ La villa de La Puebla de M ontalbán..................................... «Una población de ju d ío s»........................................................ «Sus enemistades, sus embidias, sus aceleramientos e des­ contentamiento» .................................................................... «El dicho bachiller se abia ydo de la dicha villa de La P u e b la ».................................................................................... «Son más de los R o jas»............................................................. Capítulo VI.

209 211 217 221 235 243 252

258

S a l a m a n c a ..............................................................

267

Estudiantes y claustro ................................................................ Visiones lite rarias........................................................................ La república llamada Universidad........................................... «La feria de las le tr a s » ........................................................... «Habla el a u to r» .......................................................................... «Lee los ys tonales, estudia los filósofos,mira los poetas». «Escucha al Aristóteles» ..........................................................

269 275 281 295 306 319 329

S * - va."ñ

Capítulo VII.

' -H .

................... ~*••

F e rn a n d o d e R o ja s c o m o a u t o r ................

347

La intención de La C e le s tin a .................................................. «In hac lachrymarum v a lle » .................................................... «Cortaron mi com pañía»................. ...................................... La retórica de la angustia.........................................................

349 358 369 379

C apítulo VIII.

...............................

383

¿Por qué Talavera? ................................................................... «La ynsigne villa de Talavera» .............................................

385 388

T a la v e r a de l a



10

R e in a

«Primeramente unas casas principales de su morada» ... «Todos los libros de romance que yo t e n g o » .................. «Cada día vemos nouedades e las oymos» ........................ «Todos mys bienes e acciones e derechos»........................ «El señor bachiller Hernando de Rojas que en gloria sea». A péndice

I.

A péndice

II.

y

404 416

440 454

464

e x p e d i e n t e s ...............................

471

G e n e a l o g í a s ..........................................................

473

La p ro b a n z a de h id a lg u ía d e l lic e n ­ c ia d o F e rn a n d o d e R o j a s .........................................................

485

I. II. III.

486 504

P ro b a n z a s

A péndice III.

Deposiciones le g a le s........................................................ Transcripción del testim onio....................................... Resumen de los testimonios restantes ...................

A péndice IV. I n d ice

Los

lib r o s

de n o m b r e s y

de

obras

leyes

d e l ba c h i l l e r

...

a n ó n i m a s ..............................................

— 11 —

485

507 515

PROLOGO

Las páginas de La C elestina son un venerable lugar de encuen­ tro. En ellas, como en todo libro de su magnitud, sea de ficción o no, generaciones de lectores han encontrado con siempre renovada admi­ ración el espíritu de su autor. Pero no es ran sólo la mente de Rojas, por única, sensible e inteligente que sea, la que engendra esta mara­ villa y secreto regocijo. La sensación de que algo misterioso, total­ mente nuevo e inmensamente importante rezuma de la obra, se debe a una intuición de a temporalidad. Nos encontramos ante un espíritu que ha descubierto la manera de liberarse de la monótona limitación de la rutina cotidiana; espíritu encaramado al pináculo del poder crea­ dor, rastreando como un lebrel, cerniéndose como un balcón y ha­ ciendo eternos «algunos ratos [hurtados] de [su] principal estudio», Tales espíritus y tal liberación son la sustancia misma de una calidad llamada —por aquellos que la han experimentado de segunda mano— grandeza artística. Nuestra noción de lo que significa la creación literaria queda ilus­ trada frecuentemente por el recuerdo anecdótico de estos intervalos fuera del tiempo. Berceo en su oscuro portal, Cervantes en su pri­ sión, Stendhal escondido en el número 8 de la rué Caumartin, nos recuerdan que lo que parece superior a la capacidad humana, comien­ za en la liberación del hombre. Pero Fernando de Rojas no tiene un mito tan familiar, si bien trató de darnos uno en su carta-prólogo. Los lectores quedaron tan subyugados por las voces registradas por él, y que apagaron la suya propia, que generalmente han pasado por alto las circunstancias de su trascendencia. La autonomía de los locu­ tores proporciona de por sí una sensación casi embriagadora de liber­ tad. Hasta el punto de que, cuando los lectores encuentran el espíritu de Rojas, no caen en la cuenta de que es su alma —es decir, la mente — 13 —

de un autor vivo, engastada en una biografía, que escribe enfebrecido en una celda de estudiante, libre de clase durante dos semanas. Es precisamente esto lo que el presente libro intentará remediar. Colocando a Fernando de Rojas en el transfondo de su España, de sus circunstancias históricas y biográficas, llamadas La Puebla de Montal­ bán, Salamanca y Talavera de la Reina, podremos volverle a encon­ trar y apreciar mejor su experiencia. Por la misma naturaleza de los datos a su disposición, la mayoría de los biógrafos intentan revelar los seres humanos a quienes estudian por un examen de su cautiverio. No tienen por qué disculparse: solamente por el conocimiento de los ba­ rrotes, cadenas, grilletes, muros y guardianes, puede reconocerse y admirarse el milagro de la evasión creadora. Recuerdo el momento en que por primera vez me di cuenta de haber encontrado a Fernando de Rojas. Fue en Columbus, Ohio, en una mañana de primavera de 1954. Me hallaba sentado en mi estudio tratando de revisar un manuscrito mío que iba a llevar por título «La C elestina»: arte y estructura *: es decir, unas páginas concebidas sobre la idea tácita de que el texto, en alguna forma, era su propio artista. Pensaba en aquella interpolación del acto XII en que Sempronio men­ cionaba sus miedos de infancia al servicio de Mollejas el Ortelano; de repente, me acordé de haber leído en uno de los tres documentos bio­ gráficos entonces publicados, que el mismo Rojas había sido dueño de una propiedad en La Puebla de Montalbán, llamada la «huerta de Mollejas». La ironía y la astucia de atribuir a Sempronio ( ¡nada me­ nos!) un recuerdo de su propia infancia, comunicaban una repentina y viva intuición del hombre que había tras el diálogo, una presencia de la que hasta entonces sólo oscuramente me había dado cuenta. Mucho más tarde había de enterarme de que el descendiente de Ro­ jas, don Fernando del Valle Lersundi (hoy fallecido), había publicado el documento en cuestión (una copia del testimonio relativo al status de Rojas como hidalgo, conservada en sus archivos privados) con idea precisamente de resaltar este mismo punto. Pero de momento, quedé atónito, tanto por el hecho del descubrimiento como por la aparición inesperada en aquella página de un artista que antes no había sido más que una especie de conjetura necesaria. En aquel momento no tuve la menor idea del riesgo que corría y, quizá si hubiese tenido más vista, habría interpretado resuelta­ mente la semejanza como simple coincidencia. Sin embargo, en la ceguera de mi exaltación decidí despejar ciertas dudas paleográficas (algunos testigos dan diferentes versiones del nombre Mollejas), cotejando con el documento original, que se podía encontrar (según me indicó mi colega Claudio Aníbal) en los Archivos de la Real Chancillería de Valladolid. Al hacerlo, fue en aumento mi sorpresa al com­ *

Publicado en esta misma colección, n* 71.

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probar que había descubierto una cantidad sustancial de testimonios relativos a Rojas, testimonios que damos aquí por primera vez, según la transcripción del más eminente de los paleógrafos, don Agustín Millares Cario (véase Apéndice III). En ese momento, mi futuro profesional quedó encauzado. Un documento llevaba a otro y ése a otro, formando una cadena que recordaba muy de cerca el juego de niños llamado «Caza del Tesoro». En efecto, he tenido con frecuencia la sensación de que no era yo el que se había embarcado en escribir este libro, sino que más bien — como en el caso del Invitado a la boda acosado por el Viejo Marinero de Coleridge— el propio libro me había elegido a mí como a su humano instrumento para venir a la existencia. Por qué habría de ser así, dada mi incapacidad profesio­ nal y temperamental para la tarea, me sería difícil decirlo. Sólo quie­ ro pedir disculpa al lector cuando encuentre señales de desaliño y desánimo aquí y allí en el transcurso de su lectura. Antes de pasar del recuerdo personal a la expresión de gratitud a las personas que me han ayudado, quisiera hablar de mi relación con el hombre que más contribuyó a hacer posible La España d e Fer­ nando d e R ojas: don Fernando del Valle Lersundi. Cuando advertí que el testimonio que él había publicado en 1925 no procedía directa­ mente de la Chancillería (en cuyo caso se habría publicado entero), sino de una copia parcial (hecha hace siglos en un esfuerzo por esta­ blecer la «nobleza» dudosa de los Rojas) que debió encontrar en los archivos de familia, se me ocurrió que podría poseer también otros documentos de interés. Entonces le escribí y concertamos una cita en Madrid. Cuando apareció en la terraza del Café Gijón, trayendo una cartera repleta de documentos del siglo xvi, me di cuenta de que estaba en presencia de una persona totalmente excepcional. Digo esto no por su porte de mando, su extraordinaria energía (con cerca de ochenta años, me dejó atrás jadeante cuando subió de dos en dos las escaleras del campanario de San Miguel de La Puebla), o su mente fenomenalmente rápida. Lo más impresionante para mí fue que, como descendiente directo del autor de La C elestina, tenía tan clara con­ ciencia como yo de la plena significación de sus papeles, y estaba ciertamente mejor preparado que yo para explotarlos. Siendo joven, don Fernando había quedado fascinado por los ex­ tensos archivos (los ochenta documentos relacionados con Rojas y su linaje son solamente una pequeña parte del conjunto) que se conser­ van en la casa familiar o solar, en Deva. Como consecuencia de ello, se especializó en paleografía y aprovechando aquella biblioteca for­ mada a lo largo de generaciones (contiene, de hecho, algunos libros que pertenecieron a Rojas), llegó a ser un genealogista profesional. No se trataba, pues, de que yo usara sus documentos, sino más bien de que le ayudara a publicar aquel material que él ya conocía y enten­ día. Y para ello necesitaba lo que yo, como profesor de una Univer­ — 15 —

sidad americana, en alguna medida podía ofrecerle: tiempo y dinero. Nuestro acuerdo fue el siguiente: compartiríamos cualquier ayuda o beneficio que yo pudiera obtener en los Estados Unidos (de hecho re­ cibimos varías ayudas de la Universidad de Harvard, el American Counríl of Learned Societies y la American Phílosophical Society), y él me permitiría hacer los trabajos preliminares en su biblioteca de Deva y me ayudaría en las transcripciones difíciles; yo prepararía un artículo o resumen que habría de ser firmado por los dos y que pre­ sentaría, en citación directa, información relativa a Fernando de Ro­ jas y a su familia inmediata. La realización de este trabajo me llevó dos años, siendo necesario relacionar la serie de nuevos hechos con otros que iba descubriendo al mismo tiempo. Fue preciso consultar también a algunos eruditos, incluido mi maestro, Américo Castro. Quedé con don Fernando en que cuando estuviera acabado mi trabajo yo se lo sometería para su revisión y aprobación. Su repu­ tación profesional quedaba tan comprometida como la mía, y él era el único experto capaz de corregir los errores o las lecturas equivo­ cadas de que yo, como «amateur», pudiera ser responsable. Desgra­ ciadamente (por razones que no son del caso), nunca se llegó al exa­ men final, a pesar de que todavía en 1969 seguía insistiendo yo en mi empeño de persuadir a don Fernando para que lo emprendiese. En la última carta que le dirigí le decía que, puesto que mí interés en el asunto se cifraba únicamente en poder disponer de información para esta biografía, yo vería con buenos ojos que él publicara bajo su solo nombre una versión corregida. Me contestó que esperaba po­ der realizar sus propias transcripciones en el futuro —y luego, unos meses más tarde, me enteré de su muerte. Como consecuencia, al escribir La España d e Fernando d e Rojas me veo en la apurada situación de esos funcionarios del gobierno que intentan justificar públicamente su política a base de información se­ creta, Una solución en que he pensado más de una vez sería incluir aquí mi resumen del archivo de Deva en forma de Apéndice. MÍ obli­ gación personal con don Fernando ya no existe; y mi obligación pro­ fesional hacia su antecesor es apremiante; todos los hechos relacio­ nados con una figura tan enigmática e importante como el autor de La C elestina deberían ver la luz. Pensándolo mejor, sin embargo, he decidido dejar las cosas tal cual están. Aunque confío en que mis in­ terpretaciones son correctas, no hay duda de que las transcripciones debieran ser ratificadas por un experto con acceso a los documentos, antes de su publicación. En caso de que cualquier erudito cuestiona­ ra mis afirmaciones, con sumo gusto le facilitaría una copia de la prueba que tengo a disposición. En la mayoría de los casos podría ser un microfilm. Otra posibilidad es el recurso privado a los archivos de Deva, archivos que, yo personalmente espero, serán con el tiempo adquiridos por la Biblioteca Nacional, Todo lo relativo a Rojas habría — 16 —

de ser publicado pero, mientras tanto, es de importancia para mí —y espero y creo que para La C elestina— el que este libro pueda apare­ cer lo antes posible. Aparte de los ya mencionados, la lista de eruditos y amigos que me Kan brindado generosamente su tiempo y su saber, es larga. En efecto, tanta ayuda indispensable me ha sido dada por tantas perso­ nas que, al comenzar a formar esta lista, mi único temor es que pue­ da olvidarme de alguien merecedor de toda gratitud. Comenzaré por mis investigadores auxiliares, Margery Resnick, Peter Goldman, Nora Weinerth, Loraine Ledford y sobre todo Michael Ruggerio —que no sólo han dedicado muchas horas al trabajo de investigación y de des­ broce sino que además me han hecho muchas sugerencias valiosas—. Lo mismo puede decirse de otros lectores a los que he recurrido den­ tro y fuera de la profesión: Francisco Márquez Villanueva, Francis Rogers, Roy Harvey Pearce, Mor ton Bloomfield, Raimundo Lida, Claudio Guillen, Dorothy Severin y Jorge Guillen. Todos ellos vieron un capítulo u otro en diferentes momentos de su desarrollo, y algunos hace ya tanto tiempo que quizá no recuerden su contribución personal. Los únicos que leyeron toda la obra en su forma más o menos defi­ nitiva han sido Edmund L. King y Albert Sicroíf, lectores designados por la Princeton University Press. A ellos he de manifestar mi espe­ cial agradecimiento por su examen exhaustivo y sus sugerencias esen­ ciales. Sin sus conocimientos y su sentido del estilo muchos errores mayores y oscuridades de expresión jamás hubieran sido detectados. Como siempre, la falta es mía por los muchos que puedan quedar. Otros muchos han respondido a mi llamada de ayuda con una generosidad que en el transcurso del texto se reconocerá. Estos son: Luis G. de Valdeavellano, Ernest Grey, Ricardo Espinosa Maeso, M. J. Benardete, Almiro Robledo, Antonio Rodríguez Moñino, An­ gela Selke de Sánchez, Harry Levin, George Williams, Isadore Twersky, Rafael Lapesa, Carmen Castro de Zubiri, Edith Hellman, y los archiveros: padres Gerardo Maza, de la Real Chancillería de Valladolid; José López de Toro, de la Biblioteca Nacional; Ramón Gonzálvez, de la catedral de Toledo, y Gregorio Sánchez Doncel, de la catedral de Sigüenza. A todos ellos quiero expresar mi más profunda gratitud. Pero, aparte de don Fernando, hay dos personas que contribuye­ ron más que ninguna a que este libro llegara a su término, y a quie­ nes se lo dedico con todo afecto: mi maestro, don Américo, y mí mu­ jer, Teresa. C am bridge, Mass. N oviem b re d e 1971. — 17 — 2

LISTA DE ABREVIATURAS

AHN = Archivo Histórico Nacional. Ajo = C. M. Ajo y G. S a i n z d e Z ú ñ ig a , Historia de las Universidades Hispáni­ cas, 2 vols., Madrid, 1957. A m a d o r d e l o s R ío s = J . A m a d o r d e l o s R ío s , Historia social, política y religiosa de los jud'tos de España y Portugal, Madrid, 1960. Artes — R a im u n d o G o n z á l e z d e M o n t e s , Artes de la Inquisición Española . publicadas y traducidas de la edición original latina (Heidelberg, 1567), por U. Usoz y R ío , n, p., 1851. BAE = «Biblioteca de Autores Españoles». B a e r = Y i t z h a k B a e r , History of the Jews in Cbristian Spain, 2 vols., Philadelphia, 1961, 1966 (también: F r it z B a e r , Die Juden in Christlicben Spanien, 2 vols., Berlín, 1929, 1936 libro base de la posterior History del mis­ mo autor). B A íl = Boletín de la Academia de la Historia. B a t a i l l o n = M a r c e l B a t a i l l o n , «La Céiestine» selon Fernando de Rojas, Pa­ rís, 1961. B e l l = A u b r e y B e l l , Luis de León, Oxford, 1925. B e t h e n c o u r t = F. F e r n á n d e z de B e t h e n c o u r t , Historia genealógica y he­ ráldica de la monarquía española, casa real y grandes de España, 10 vols., Madrid, 1897-1920. BH = Bulletin Hispanique. BHS = Bulletin of Hispanic Studies. BN = Biblioteca Nacional. BNM = (cita de un manuscrito de la Biblioteca Nacional). BRAE = Boletín de la Real Academia Española. BRAH = Boletín de la Real Academia de la Historia. C a r o B a r o j a = J u l i o C a r o B a r o j a , Los judíos en la España moderna y con­ temporánea, 3 vols., Madrid, 1961. C aro L y n n = Caro L y n n , A College Professor of the Renaissance (Lucio Ma­ rineo), Chicago, 1937. Catálogo de pasajeros = Catálogo de pasajeros a Indias, ed. C. Bermúdez Plata, 3 vols., Sevilla, 1946. «La Celestina»: arte y estructura = S t e p h e n G i l m a n , The Art of «La Ce­ —

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lestina», Madíson, 1956. [Traducción española: «La Celestina»: arte y es­ tructura, Madrid, 1974.] D o m ín g u e z O r t i z = A n t o n io D o m ín g u e z O r t i z , La dase social de los cotíversos en la edad moderna, Madrid, 1955. D u m o n t = Louis D u m o n T, Homo hierarchicus, París, 1966. Epistolario = P e d r o M á r t i r , Epistolario, en Documentos inéditos para la his­ toria de España, nueva serie, vols. IX-XII, publicado por J. López de Toro, Madrid, 1955-57. Erasmo = M a r c e l B a t a i l l o n , Erasmo y España, México, 1950. E s p e r a b é A r t e a g a = E . E s p e r a b é A r t e a g a , Historia pragmática e interna de la Universidad de Salamanca, Salamanca, 1914. FELS = Fondo de expedientes de limpieza de sangre. _ G il m a n - G o n z á l v e z = S t e p h e n G i l m a n y R a m ó n G o n z á l v e z , «The Family of Femando de Rojas», Romaniscbe Forscbungen, LXXVIII (1966), 1-26, HR = Híspame Revtew. _ _ I n q u isic ió n d e T o l e d o = Documentos del Archivo Histórico Nacional refe­ rentes a la Inquisición de Toledo; habiendo cambiado los números de referencia, ahora escritos a mano, en el catálogo de Vincent Vignau, Ma­ drid, 1903, los documentos se citan en este libro exclusivamente por el número de página. Investigaciones = F r a n c i s c o M á r q u e z , Investigaciones sobre Juan Alvarex Gato, M a d r id ,

1960.

^

Judaizantes = F r a n c i s c o C a n t e r a B u r g o s y P . L e ó n T e l l o , Judaizantes del Arzobispado de Toledo habilitados por la Inquisición en 1495 y 1497, Ma­ drid, 1969. _ L e a = H, C . L e a , The Inquisición of Spain, 3 vols., Nueva York, 1907. L l ó r e n t e = J u a n A n t o n io L l ó r e n t e , Historia critica de la Inquisición en Es­ paña, 10 vols., Madrid, 1822. MLN = Modcrn Language Notes. NBAE — «Nueva Biblioteca de Autores Españoles». NRFH = Nueva Revista de Filología Hispánica (México). Orígenes = M a r c e l i n o M e n é n d e z y P e l a y o , Orígenes de la Novela, edición nacional, Santander, 1943 (edición original, 1905). La originalidad = M a r í a R o s a L id a d e M a l k i e l , La originalidad artística de «La Celestina», Buenos Aires, 1962. Propalladta — J. E. G i l l e t , Filadelfia, 1961. RABM = Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos. Realidad = A m é r i c o C a s t r o , La realidad histórica de España, 1,® edición, México, 1954; 2.* edición, México, 1962. Relaciones = Relaciones de los pueblos de España, Reino de Toledo, edición de C. Viñas y R. Paz, Madrid, 1951. R e y n i e r = G u s t a v e R e y n ie r , La Vie unwersitaire dans l’ancienne Espagne, P a ­ r ís , 1 9 0 2 .

RF = Romaniscbe Forscbungen. RFE = Revista de Filología Española (Madrid). RH — Revue Hispanique. RHM = Revista Hispánica Moderna (Nueva York). R i v a = A. B a s a n t a d e l a R i v a , Sala de los hijosdalgo, catálogo de todos sus pleitos, 4 vols., VaUadolid, 1922. RO = Revista de Occidente.

— 20 —

y C a s t r o = S a l a z a r y C a s t r o ; Archivos de la Academia de la His­ toria, Indice editado por B. Cuartero v Huerta y A. de Vargas-Zúñiga, Ma­ drid, 1956. S e r r a n o y S a n z = M a n u e l S e r r a n o Y S a n z , «Noticias biográficas de Fer­ nando de Rojas», Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, VI (1902), 245-298. S i c r o f f — A l b e r t o A , S i c r o f f , Les Controverses des statuts de «.purété de sartg» en Espagne du XV' au XVII' siécle, París, 1960. VLA = Archivos V a l l e L e r s u n d i , VL II (VLA 35) = publicados por V a l l e L e r su n d i como «Documentos refe­ rentes a Fernando de Rojas», Revista de Filología Española, XII (1925), 385-396. VL II (VLA 7 y 33) = Testamento de Rojas y el inventario hecho después de su muerte, publicado por V a l l e L e r s u n d i : «Testamento de Femando de Rojas», Revista de Filología Española, XVI (1929), 367-388.

Salazar

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CAPITULO I

LA REALIDAD DE FERNANDO DE ROJAS

No quiere mi pluma tú manda razón Que quede la fama de aqueste gran hombre Ni su digna fama ni su claro nombre Cubierto de olvido... A

lo n so

de

P ro aza

E l t e st im o n io del te xto

No hace mucho tiempo un distinguido humanista americano pro­ puso a la actual generación de críticos profesionales una pregunta radi­ cal y desconcertante: «¿Cómo es posible la literatura?» *. Y por lo que a mí respecta, he de confesar que la acogida hostil que la críti­ ca ha dispensado a mí libro T he Art o f «La C elestin a » 2, justifica tal pregunta. Clasificado por quienes me han reseñado como «existencialista» o como típico del «New Criticismo americano, el apre­ tado análisis textual que allí se hace de La C elestina les parecía ana­ crónico. En mi opinión, los marbetes son contradictorios y la acusa­ ción de anacronismo carece de base. No obstante, he de admitir al mismo tiempo mi responsabilidad por la incomprehensión. Cautivado por la vitalidad del diálogo y de los personajes, dejé de considerar la cuestión histórica preliminar: «¿Cómo fue posible el arte sin prece­ dentes y enteramente original de su autor, Fernando de Rojas?» Hay aquí dos preguntas tácitas: primero, «¿cómo pudo un hombre que vivió a finales del siglo xv en España haber escrito un libro de tanto significado para nosotros y nuestras preocupaciones?». Y, segundo, «¿qué se puede saber sobre él y sobre su vida que nos pueda ayudar en nuestra búsqueda de una respuesta adecuada?». Las cuestiones que acabamos de plantear son evidentemente idénti­ cas a las que plantea cualquier obra maestra que trasciende el tiempo —el Q u ijote, Edipo R ey, H am let y ese limitado número de las 1 R o y P j : a r c e , «Historicism Once More», en Historictsm Once More: Problems and Occasions for the American Scholar, Princeton, 1969. 2 Madison, Wis., 1956 {traducción española: «La Celestina»: arte y estructara. —

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que les igualan— . La única diferencia es que en estos casos el inves­ tigador puede servirse de gran cantidad de trabajos históricos y bio­ gráficos previos, mientras que en el caso de La C elestina apenas si hay nada: no hay una biografía conocida, ni siquiera una adecuada comprensión de la época sobre las que apoyar las ideas. Como resul­ tado de esta falta de base, la interpretación de La C elestina ha ido en dos direcciones diferentes. Por un lado, están los que intentan pro­ porcionar una comprensión histórica de carácter arqueológico sacada de sus propios almacenes de erudición. La C elestina es una creación retórica del siglo xv, un espejo de la moralidad medieval, o una ale­ goría de los siete pecados capitales —lo que quiere decir que es una obra^ interesante pero muerta— . Por otro lado, estamos unos pocos, tan interesados en la vida explosiva del diálogo de Rojas, que nos vernos expuestos a la acusación de ignorar lo que La C elestina quería decir desde el punto de vista histórico. Es, pues, no sólo oportuno sino urgente un nuevo planteamiento. Después de habernos ocupado de la vida de la obra, debemos buscar el transfondo necesario para comprender cómo ese libro virio a la vida de forma tan inmortal. La valoración de La C elestina como una de las más importantes creacio­ nes del hombre, lo veo ahora, exige algo más que un análisis textual del estilo, de la estructura o del tema. Se necesita además un pacien­ te esfuerzo por comprender las angustias históricas de su nacimiento. En otras palabras, no podemos comprender verdaderamente lo que es La C elestina sin tratar de resolver con todo rigor, tanto el problema de su concepción como el problema, más amplio, de có m o fue posible esa concepción. A nada menos que a esto va dedicado el presente libro. Esta declaración de propósitos enfrenta tanto al crítico como a su lector con problemas teoricos de tal envergadura que requieren más bien confesion de compromisos previos que soluciones preparadas de antemano. Para comenzar, diré que la interrogación en términos de po­ sibilidad fue ideada para eliminar la búsqueda positivista de la cau­ salidad histórica. La C elestina no fue escrita por su «raza» (judeoespañola), «medio» (Salamanca) o «momento» (el Renacimiento isabelino). Por el contrario, fue escrita (dejando a un lado el angustioso problema del acto I) por un hombre llamado Fernando de Rojas que encontro y experimento estos tres determinantes, que vivió dentro — —¡y al través! de su clima historico. No desde fuera de la historia, sino desde la íntima conciencia personal y profunda de la historia es como las obras maestras se abren camino a la luz. Lo que significa proclamar algo evidente: que la historia modela el arte en la medida en que penetra toda la vida del artista. No hay atajos ni corto circui­ tos. La C elestina puede concebirse quizá como una posibilidad histó­ rica realizada por el Fernando de Rojas de «carne y hueso». Pero no puede concebirse como una necesidad histórica. — 26 —

Este es nuestro compromiso y este nuestro programa. Si la litera­ tura es, como diría Jean-Pierre Richard «una aventura del se r»3, he­ mos de ver la época de La C elestina desde el punto de vista de su asimilación en la biografía de un «ser humano». No nos interesa lo que sucedió en la historia, sino la historia tal como podemos ha­ cerla revivir con reverencia diltheyana; nos importa su presencia inmediata para un hombre vivo y superconsciente dentro de sus cir­ cunstancias concretas corporales, rurales o urbanas. La domesticidad en el sentido amplío será por encima de todo decisiva. Más aún, si el único conocimiento significativo que poseemos del hombre que nos interesa es su obra, es claro que será por el prisma de nuestra lec­ tura por donde tendremos que mirar fundamentalmente. En este sen­ tido se puede afirmar sin paradoja que La C elestina crea su tiempo más bien que lo contrario. Lo que va a decirnos, será para nosotros la única posible medida del sentido histórico y biográfico de cual­ quier hecho, viejo o nuevo, que pudiéramos presentar. La obra no escoge los hechos (tal licencia cuando hay tan pocos a mano sería in­ defendible), pero sí los valora y los ordena en una jerarquía inevita­ ble. Sólo permitiendo a La C elestina realizar esta función esencial nos será posible evitar la aberración crítica contra la que nos previene José F. Montesinos, aberración «según la cual, la vida real de un poe­ ta condiciona la comprensión de su arte, cuando lo cierto es justamen­ te lo contrario» \ Un segundo y quizá más vulnerable flanco nos separa de aquellos que insisten en los peligros que entraña el relacionar la infor­ mación histórica y biográfica con la literatura. A pesar de todas las precauciones, ciertos críticos creen que la aproximación de las dos es, en el peor de los casos, nociva, y en el mejor, carente de sentido, una mezcla insensata y complaciente de criterios inconciliables. Contra ta­ les creencias podemos levantar dos líneas distintas de defensa. La primera es la de mi maestro Améríco Castro: la comprensión de la historia misma como ámbito de valor dentro del cual la literatura más que extranjera se siente indígena —y es contada entre los ha­ bitantes más respetados— . Característica del valiente e incesante es­ fuerzo de Castro por reintegrar la historia dentro de las humanida­ des es el siguiente juicio inédito: «La literaratura de una época y la época de esa literatura son fenómenos indisolubles. Sin la luz de la literatura y el arte, la dimensión historiable de cualquier momento 3 «On a done vu dans l’écriture une activité positíve et créatrice a l ’intérieur de íaquelle ceitains étres parviennent á coincider pleinement avec eux mémes... L’élaboration d une grande oeuvre Jittéraire n'est ríen d’autre en effet que la découverte d'une perspective vraie sur soi-méme, ía vie, les hommes. Et la littérature est une aventure d’étre» (Littérature ct Sensación, París, 1954, p. 14). t _ 4 Estudios sobre Lope de Vega, México, 1951, p. /I.

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del pasado no sería como e s » 5. He traducido al inglés la expresión de Castro «dimensión historiable» por el neologismo «historíability», ya que con ella se quiere significar el derecho de un período a la atención del historiador. Entre otras razones, la vida y el tiempo de Fernando de Rojas son importantes por cuanto constituyen el sue­ lo humano en el que La C elestina pudo crecer y, de hecho, creció. Hemos de entender la literatura con criterios históricos y biográficos, sostendría Castro, aunque no sea más que para salvar la biografía y la historia de su trivialidad. Es fácil aceptar este compromiso cuando se trata de una obra de la intrínseca significación e inmortalidad de La C elestina. Por lo que se refiere a mis esfuerzos, la negativa de Castro a aceptar la dispari­ dad entre literatura e historia, me da pie, al menos, para una justifi­ cación preliminar para escribir sobre la España de Fernando de Ro­ jas. Y —aunque la prueba, claro está, se verá en el resultado...— con tales ingredientes el riesgo no es grave. Si un ensayo sobre la vida y la época de Rojas puede sacar a la luz un solo hecho hasta ahora des­ conocido, un solo aspecto del proceso de esa creación que ha pasado desapercibido, el ensayista —sean los que sean sus pecados de omisión o comisión— no tiene nada que temer. Todo lo cual nos lleva a la se­ gunda línea de defensa: la situación de La C elestina en los orígenes de un género, la novela, que tradicionalmente ha estado compuesta de grandes trozos de experiencia cruda, sacada en gran parte de la circuns­ tancia histórica. Lo que el autor siente sobre el mundo histórico al que ha sido arrojado, es el fundamento de casi todas las novelas que nos importan, desde el Lazarillo d e T orm es hasta F ínnegan’s Wake. Preci­ samente por esta razón, los que se oponen a la crítica biográfica e histó­ rica suelen preferir hablar de otros géneros más formalmente elabo­ rados. El historiador de La C elestina no puede permitirse tales prefe­ rencias. Como espero demostrar en el curso de las muchas páginas que siguen, su diálogo no se entiende si eliminamos de ella la profunda experiencia histórica de Fernando de Rojas y su sardónica compren­ sión de la España en que vivió. Estas afirmaciones no se han de tomar como si buscaran una ecuación romántica entre lo que sucede en La C elestina y los presun­ tos hechos de la biografía de Rojas. En contraste con Stendhal, que nos dejó toda clase de posibles facilidades para observar la transfor­ mación de su vida en arte (concibiendo, al parecer, tal observación como una componente necesaria del tipo de apreciación que buscaba), Rojas no nos ofrece nada —ni siquiera las pocas huellas traviesas de un Cervantes— . Aunque en ocasiones nos permite echar una mi­ rada a sus fuentes, sus modelos vivos (que ciertamente existieron, pues ninguna creación de la magnitud de La C elestina puede haber 5 Para mayor desarrollo de estas ideas, ver sus Dos Ensayos, México, 1956.

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brotado sólo de fuentes literarias) quedan deliberadamente apartados de nuestra vista. Incluso se nos esconde el nombre de la ciudad que es el escenario de su «argumento» tragicómico. Todo artista impone la aceptación de los términos de un pacto implícito, y puesto que ésas son las condiciones del propio Rojas, no nos queda más remedio que aceptarlas. Tal fue mi respuesta a una persona que me preguntó cómo podía intentar una biografía de Rojas sin conocer la identidad de Melibea. Cierto, si pudiéramos identificar los modelos de Rojas o revivir sus experiencias personales de amor y de muerte, la tentación sería irresistible. En un sentido muy real puede convenir a La C eles­ tina el que este primer intento de describir la vida de su autor se haya, hecho más de cuatro siglos después de su muerte. Pero hay que preci­ sar algo más esta aclaración. La afirmación de que no es deseable (no sólo imposible) revelar la incubación anecdótica de La C elestina no pretende poner en duda la realidad viva y palpitante de su autor (o de sus autores). Es histórica, como dijimos, precisamente porque es auto­ biográfica —autobiográfica en un sentido más profundo que el de la simple reminiscencia narrada— . «Cómo se hace una novela, ¡bien!, pero ¿para qué se hace?», pregunta Unamuno, y contesta: «Para hacerse el novelista. Y ¿para qué se hace el novelista? Para hacer el lector. Y sólo haciéndose uno el novelador y el lector de la novela se salvan ambos de su soledad radical»6. Tendremos ocasión en un capítulo posterior de reflexionar con más detenimiento sobre La C e­ lestin a como «autobiografía» de este tipo, concluyendo, con la ayuda de Kenneth Burke, que Rojas buscaba en su escrito no tanto crea rse a sí mismo cuanto —por un proceso de transmutación de sus más íntimos pesares— salvarse a sí mismo. Pero de momento, basta con confesar nuestra fe en el «pesar sobre la tierra» unamuniano de aquel hombre del siglo xv cuyas experiencias están a punto de obsesionamos. Los que no están familiarizados con el tipo de crítica que se viene haciendo de La C elestina quizá no comprendan lo que tienen de poco común estos empeños. Rojas ha sido, desde un principio, el menos reconocido de todos los grandes autores del mundo occidental. Lope de Vega, cuya admiración por La C elestina no tenía límites, se olvidó de nombrarle junto a Jorge de Montemayor, Fray Luis de León y otros escritores posteriores en su Laurel d e Apolo. Más significativa aún es la breve mención que hace de él el padre de la historia literaria española, Nicolás Antonio. El nombre de Rojas, como sabemos, sólo aparece de pasada en un párrafo dedicado a Rodrigo de Cota, a quien la mayoría de los lectores del tiempo suponían autor del acto I. Más anónimo durante el siglo de oro que su totalmente anónimo predece­ sor, Rojas no ha tenido desde entonces mejor suerte. No solamente 6 «Cómo se hace una novela», Obras Completas, ed. M. García Blan­ co, vol. X, Madrid, 1958, p. 922.

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no ha prestado su nombre a ninguna calle en Madrid, no solamente es confundido por algunos con Francisco de Rojas Zorrilla, sino que cuan­ do se le menciona, ordinariamente se hace como si se tratara de una no-entidad, de un rótulo humano, sin realidad existencial. La observa­ ción de Blanco White de «que ningún autor ha gozado menos de la fama de sus escritos que él de esta su famosa tragicomedia» 1, sigue siendo verdad. La excepción más conspicua a esta generalización fue, natural­ mente, don Marcelino Menéndez Pelayo, el virtual fundador del his­ panismo. Pero a pesar de sus valiosos esfuerzos a principios de este siglo por establecer a Rojas como un gran escritor, si bien enigmáti­ co 8, pocos de sus sucesores se han cuidado de afirmar otro tanto. Los que conocen la historia del problema saben por qué. Tanto para Blan­ co White como para Menéndez Pelayo, Rojas necesitaba ser reinventado a fin de fortificar una cierta percepción crítica de la unidad orgá­ nica de La Celestina, Para ellos La C elestina no pudo haber sido sino ■hija de un solo padre, padre cuya virtual desaparición hacía más ne­ cesaria su resurrección crítica. Pero ahora que la afirmación de que el acto I fue escrito por un predecesor, es generalmente aceptada, su realidad como autor parece aún más dudosa y sin interés que antes. Así, Menéndez Pidal se refiere a La C elestina como a una obra «semianónima» 9, mientras que Claudio Sánchez Albornoz, ignorando inexcusablemente la inequívoca evidencia documental, pone en duda que sea realmente «el co n v erso Fernando de Rojas y no otro caste­ llano portador del mismo nombre» la persona a quien se alude en los versos acrósticos 10. Otros, admitiendo que Rojas probablemente exis­ tió, no ponen de relieve su papel como autor. Carmelo Samoná, por ejemplo, lo tiene por una «personalidad no cristalizada», que reúne y refleja los tópicos de la retórica de la época u. Menos abiertamente, esta misma viene a ser la postura de Marcel Bataillon, quien parece considerar a Rojas —al menos implícitamente— como a un simple imitador con talento de la «primitiva Celestina»; por otra parte, su tesis de que el diálogo de La C elestina es espejo de una moralidad medieval deja poco lugar a la creación personal u. Pero quizá el juicio más demoledor sea el de los editores de una recentísima edición eru­ dita: «A la antigua creencia en un autor único, ligada a la tesis idea­ 7 Variedades, o el Mensajero B a t a illo n (ve r n. 12 ), p. 2 1 .

de Londres,’,

L o n d re s,

1824

( c ita d o

por

8 Orígenes de la Novela, Edición Nacional, Santander, 1943 (orig., 1905), en adelante citada: Orígenes. 9 «La lengua en tiempo de los Reyes Católicos», Cuadernos Hispanoame­ ricanos, Madrid, núm. 40, 1950, p. 15. 10 España, un enigma histórico, 2 vols., Buenos Aires, 1962, II, 280. 11 Aspetti del retoricísmo nella Celestina, Roma, 1953, p. 11. 12 M a r c e l B a t a i l l o n «La Celestiñe» selon Fernando de Rojas, París, 1961 (citado en lo sucesivo como B a t a i l l o n ).

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lista y, al gran prestigio de don Marcelino Menéndez Pelayo, ha sucedido la convicción de que se superponen en el texto diversas épo­ cas y autores. Para nuestro concepto actual, La C elestina, lejos de ser una creación improvisada y personalista, es el resultado de larga y accidentada elaboración, en la que parece resumida una extensa suma de elementos medievales y renacentistas» 13. El amigo y editor de Rojas, Alonso de Proaza, demostró tener una intuición singular cuan­ do al concluir los versos citados en el epígrafe de este capítulo ex­ presó el temor de que la «fama de aqueste gran hombre» juntamente con su «claro nombre» pudiera quedar «cubierto de olvido». En presencia de tal coro de voces autorizadas, el lector podrá pre­ guntarse: ¿por qué seguir discutiendo el tema? Sólo hay una res­ puesta: «Por La C elestina.» Como ya indicó Menéndez Pelayo, el carácter peculiar de este huérfano literario hace imperativo el descu­ brimiento de un padre. Quiero decir, de manera concreta, que pensar en la obra como de generación espontánea, o, lo que es peor, como criatura de un número indefinido de progenitores anónimos, lleva a las malas intelecciones implícitas en muchas de las observaciones arri­ ba citadas. Contrariamente al P oem a d e m ió Cid o el Romancero, La C elestina (¡Proaza tenía toda la razón!) lleva mal el anonimato. Eliminar de ella una mente que la preside, lleva necesariamente a convertirla en un montón de fuentes, un dechado de estilos, un «bre­ viario» de doctrinas del siglo xv o un conglomerado de «elementos medievales o renacentistas» indefinidos y quizá indefinibles. Existe, por supuesto, un «argumento»' que, como todos los argu­ mentos, se puede leer sin tener en cuenta al autor. Pero tomado en sí mismo, es algo derivado y secundario que está descrito por Rojas como un esqueleto seco y descarnado, como «huesos que no tienen virtud». Hay también personajes que hablan — todos ellos fascinan­ tes— , pero en tantas formas, entonaciones y niveles de expresión que su caracetrización fija e independiente resulta con frecuencia ambigua. Sólo la voz autónoma y consecuente de Celestina se enseñorea de la obra, imponiendo una unidad que va a reflejarse en el título. Elimi­ nado el autor, La C elestina cae así en manos de una vieja alcahueta cuya combinación de conciencia sensual («assí goce yo de esta alma pe­ 13 G . D. T r o t t e r y M. C r ia d o de V a l , Tragicomedia, Madrid, 1958, pp. vi-vii. En cierto sentido, eso está de acuerdo con la creencia de María Rosa Lída de Malkiel (v. infra, n. 14), no sólo en un autor original y Rojas, sino también en un «cenáculo» de amigos que compusieron juntos las adiciones de 1502. No hay evidencia alguna en la que basar esta última opinión, la cual parece haber surgido por la repulsa o desagrado de la Sra. Lida de Mal­ kiel por ciertos párrafos y frases en las adiciones. Un ejemplo podría ser el dicho suavemente irónico de Calisto: «el que quiere comer el ave, quita primero las plumas». Sin embargo, me parece de mayor rigor el aceptar la responsabi­ lidad directa y asumida por Rojas que seguir a Cejador y a Foulche-Delbosc en su imposición de preferencias subjetivas en cuanto al texto. —

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cadora»), valor épico («dos veces he puesto... mi vida al tablero»), y autoafirmación estoica («que soy una vieja cual Dios me hizo, no peor que todas») ha fascinado a generaciones de lectores. Como lectores, pueden tener alguna excusa. Pero cuando los eruditos, y esto es bas­ tante más peligroso, deciden eliminar a Rojas, convierten con frecuen­ cia a La C elestina en poco más que un receptáculo del acopio perso­ nal de su erudición histórica. Hemos de reconocer que ni el lector impresionable ni el erudito miope son del todo culpables del eclipse de Fernando de Rojas. Como veremos, él mismo como autor del prólogo, ha de llevar una gran par­ te de responsabilidad. Al afirmar humildemente la existencia previa del acto I (algo menos de una quinta parte del todo) y al revelar de forma velada (en un acróstico fácil) su propia paternidad sobre el res­ to, invitaba tanto a los elementos dispersos de su creación («fontezicas de filosofía») como a las vidas más conspicuas por él creadas, a proyectar su sombra sobre él. Parecía, incluso, apetecer la oscuridad. Hasta el hecho de no haber ejercitado después nunca más su genio para el diálogo puede interpretarse como demostración de falta de in­ terés por la publicidad personal. Más adelante veremos con más de­ talle algunos de los problemas planteados por la modesta confesión de Rojas de que no ha sido más que continuador, por las ambigüeda­ des del prólogo, y por el hecho de no haber establecido su derecho a la fama con una segunda obra. Pero de momento estos tres factores pueden descartarse: aunque significativos, no son cruciales en el he­ cho de la desaparición del autor. Dada la explosiva originalidad de La C elestina —originalidad de­ fendida y documentada a lo largo de más de 700 páginas de apasiona­ da erudición por la fallecida María Rosa Lida de M alkiel14— , la ne­ cesidad de un ser responsable de esa originalidad, debería descartar estas dudas e incertidumbres biográficas. La postura creadora del Arcipreste de Hita es cuando menos tan ambigua como la de Rojas; sin embargo, pocos críticos le describirían por esta razón como perso­ naje carente de identidad o borrarían su nombre de la historia de la literatura castellana. Para una comprensión más profunda de lo que sucedió a Fernan­ do de Rojas en su ascenso al Parnaso debemos examinar el texto. Fue en lo que James Fitzmaurice-Kelly (uno de los pocos eruditos además de Menéndez Pelayo que reconoció la urgente necesidad de encontrar la procedencia humana de La C elestina) llamaba la «alta perfección» de su arte, y no en la «furtiva» presentación de su persona donde se fraguó su anonimato. Precisamente porque la «alta perfección» de Rojas se consiguió a través de voces que parecen autónomas, él se 14 La originalidad artística de «.La Celestina», Buenos Aires, 1962 (citado en lo sucesivo: La originalidad).

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achica y retrocede. Los interlocutores y particularmente esa gran maes­ tra del lenguaje hablado, Celestina, se apoderan de La C elestina, pa­ reciendo — en una especie de apoteosis pirandeÜana— como sí fueran sus autores. Sin embargo, el reconocimiento de este fenómeno no supone ne­ cesariamente su aceptación. Soy tan ferviente admirador como el que más de la realidad existencial de Celestina. Pero estimo que ya es hora de no seguir escuchando su voz como si de hecho sonara —esto es, como si estuviera grabada en cinta en lugar de estar impresa en un libro. El problema radical es cómo pudo crearse esta impresión de autonomía auditiva... ¿Quién fue, preguntamos de nuevo, el creador de Celestina? Y, ¿cómo pudo él, un don nadie silencioso en opi­ nión de la mayoría de sus lectores, haberla captado en el papel? SÍ estas preguntas nos vuelven a nuestro punto de partida —el problema de la posibilidad de la literatura— , también aguzan más esa interrogación preliminar: ¿cómo fue posible este misterioso tipo de literatura? En busca de una respuesta preliminar a la cuestión, prematura en este momento, podemos pedir ayuda a tres autoridades bien conocidas. La primera es Stephen Díedalus: La personalidad del artista, primeramente un grito, una canción, una humo­ rada, más tarde una narración fluida y superficial, llega por fin como a evapo­ rarse fuera de la existencia, a impersonalizarse, por decirlo así. La imagen estética en la forma dramática es sólo vida purificada dentro de la imagina­ ción humana y reproyectada por ella. El misterio de la estética, como el de la creación material, está ya consumado. El artista, como el Dios de la crea­ ción, permanece dentro, o detrás, o más allá, o por encima de su obra, trasfundido, evaporado de l a existencia... indiferente... entretenido en arreglarse las uñas l5.

A esta afirmación, tan citada, se le pueden añadir dos comentarios. En primer lugar, ese «evaporarse fuera de la existencia» no es una situación real, ni tan siquiera posible, sino como cabía esperar del jo­ ven estudiante de teología que la formula, una paradoja. Alguien ha de realizar ese «evaporarse», alguien que es tanto más él mismo por el hecho de realizarlo. El misterio ha sido replanteado con locuacidad ju­ venil pero no queda resuelto. En segundo lugar, si el recurso al diálo­ go fuera por sí mismo capaz de producir tales resultados, todos los dramaturgos tendrían la misma habilidad para liberar la vida humana en sus obras —cosa evidentemente absurda a la vista de los resulta­ dos— . Aparte del genio, veremos en su momento que precisamente por no ser Rojas un dramaturgo y no estar sujeto a las expectaciones del público de teatro (caracterizaciones más o menos rígidas, dominio 15 J a m e s J o y c e , El artista adolescente. Traduc. de «Alfonso Donado» [Dá­ maso Alonso], Madrid, Biblioteca Nueva, 1926, p. 289.

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del tempo del diálogo en busca del efecto más seguro, etc.), precisa­ mente por eso, las voces de los personajes por él creados parecen tan autónomas. Trataremos de expresarlo una vez más con una fórmula que nos ofrece Giuseppe Borgese: «Los escritores románticos identifican el arte con su fuente o raíz de inspiración, mientras que los escritores clásicos la identifican con su realización o florecimiento en forma aca­ bada» 16. La formulación de esta antítesis es particularmente intere­ sante para los lectores de La C elestina por cuanto les recuerda una imagen que figura en el prólogo. La palabra del sabio es como una semilla, dice Rojas, « ... que de muy hinchada y llena quiere rebentar, echando de sí tan crescidos ramos y hojas, que del menor pimpollo se sacaría harto fruto». Dejados a un lado los orígenes del tópico, según este texto el escritor es menos un dios que un jardinero. A medida que las palabras florecen en situaciones y se ordenan ellas mismas en actos, la mano y la conciencia de su horticultor solícito nunca están manifiestas. El fluir de las voces a través de las páginas con su cons­ tante generación de sentido parece espontáneamente autónomo —has­ ta tal punto, que los lectores no sólo olvidan la fuente humana, sino que, incluso, llegan a dudar de su existencia; al modo como en los jardines más perfectos el artificio queda disimulado dentro del efecto de conjunto. De aceptar las dos categorías de Borgese, tendríamos que concluir que la «típica auto-ocultación» del autor clásico consigue su última realización en La Celestina. ¡Pero sólo con la condición de que estemos dispuestos a aceptar la monstruosidad formal, la rudeza feroz y feraz del paisaje de Rojas! Lo mismo que en el caso de las distin­ ciones genéricas de Stephen Daedalus, la simplicidad de la clasificación no puede abarcar lo que tiene de único esta obra. Hay aquí una fecun­ didad oral sin límites que por instinto creemos más cercana a Sha­ kespeare que a Racine. Esta comparación nos lleva a un tercer crítico preocupado de ma­ nera especial por el problema de la autonomía de La Celestina. Aun­ que Shakespeare ha servido con frecuencia como de vara de medir el arte de Rojas (particularmente por la semejanza de su trama con la de R om eo y Ju lieta ), esta relación ha sido estudiada más extensa y persuasivamente por M.a R. Lida de Malkiel. La «rica individualidad de los personajes» lo mismo que la «visión integral» y «la avidez» de su creador hacia la realidad humana no pueden —hace constar María Rosa Lida— quedan aprisionadas en fórmulas literarias. Sólo la com­ paración con los más grandes —con un Shakespeare, con un Sófocles— podría bastar. Así, por ejemplo, cuando Rojas «penetraba» las pasio­ nes de interlocutores a quienes juzga con evidente severidad (la esté­ 16 G t. por pRAN Cls F e r g u s o n , «D. H. Lawrence’s Sensibility», en Forms of Modern Fiction, comp. por W. V. O’Connor, Minneapolis, 1948, p. 77. —

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ril rebeldía de Areusa, el equivocado sentido del honor de Celestina o la ciega solicitud de Pleberio), sólo la objetiva e íntima presentación que hace Shakespeare de un Shylock o de un Polonio se le podría comparar17. Los entusiastas de La C elestina no pueden dejar de aplaudir a M.a R. Lida de Malkiel en la medida en que tales comparaciones hon­ ran a su autor; pero dar por supuesto, tan claramente como hace ella, que Rojas es un dramaturgo lo mismo que Shakespeare, es, a mi jui­ cio, una simplificación excesiva y, en definitiva, equivocada. La idea del arte de Shakespeare, tal como lo expresa María Rosa Lida, viene por lo menos desde William Hazlitt y, en su origen, ten­ día a echar sobre el poeta el mismo tipo de oscuro olvido que ha sido el destino crítico de Rojas; «Shakespeare... fue lo menos egotista que se puede ser. En sí mismo no era nada, pero era todo lo que otros fueron o pudieron llegar a ser. No sólo tenía en sí mismo los gérme­ nes de toda facultad y sentimiento, sino que podía anticiparlos (...). Sus personajes son seres reales de carne y hueso; hablan como hom­ bres, no como autores. Podemos imaginar al autor atento para escu­ char secretamente lo que pasa entre ellos» 18. Se puede dudar de si esta beatería ante el misterio shakespeariano ha ilustrado mucho a lectores o espectadores, pero una cosa es segu­ ra: trasladar esta idea proteica del artista a Fernando de Rojas sólo puede agravar su evanescencia histórica y biográfica. Lo cual, a su vez, impedirá inevitablemente la apreciación de esa «originalidad» que la señora de Malkiel ha puesto tanto empeño en demostrar. Los partidarios de Shakespeare, al ser enfrentados con asevera­ ciones a su parecer tan atrevidas, podrían responder señalando la dis­ paridad en la magnitud de las dos realizaciones. Después de todo, con­ tinúa con entusiasmo Hazlitt, Shakespeare «refleja los tiempos pasa­ dos y presentes: todos los hombres y mujeres que han vivido están allí... Todos los rincones de la tierra, los reyes, reinas, estados, cria­ das y matronas, hasta los secretos de la tumba: nada logra ocultarse a su mirada escrutadora». ¿Cómo pueden compararse con tal universa­ lidad las catorce voces —no más— de Rojas, repartidas entre hom­ bres y mujeres, jóvenes y viejos, ricos y pobres que viven a un tiro de piedra unos de otros y en un mismo y no identificado medio ur­ bano? . Se podría contestar, por supuesto, que estas diferencias de enfo­ que no afectan a las profundas semejanzas del procedimiento artístico. Pero, en última instancia, creo que M.a R. Lida de Malkiel hubiera estado dispuesta a admitir que la limitación en la variedad y en el 17 La originalidad, p. 310. i» Hazlitt's Works, Londres, 1902, ed. A. A. Waller y A. Glover, vol. V, «Lectores on the English Poets», p. 47.

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número de los interlocutores de La Celestina (en este sentido sí po­ dría considerarse como clásico) era indispensable a su creación. Pues­ to que la obra es un mosaico de encuentros y situaciones cuidadosa­ mente yuxtapuestos (por ejemplo, la seducción que hace Celestina de Areusa como repetición en caricatura de la primera seducción de Melibea), las comparaciones y los contrastes humanos sugeridos de acto en acto limitaban y canalizaban necesariamente el élan creador de Rojas. El naciente empuje rabelesiano del acto I ha sido conte­ nido, pero no disminuido. Lo cual equivale a decir que, a pe*ar de su intensa vitalidad, el proceso de la «amplificación» del primer acto, por su misma naturaleza, excluye la libertad shakespeariana de crea­ ción de caracteres. El empeño de M.a R. Lida de Malkiel en subrayar la caracterización de los personajes de La Celestina, como base de comparación con los de Shakespeare, hace indispensable clarificar más la distinción que acabamos de hacer. Ella tiene razón, por supuesto, al afirmar que cuando nos detenemos a considerar la experiencia ofrecida por la lec­ tura de la T ragicomedia como un todo, es legítimo caracterizar no sólo a Celestina sino también a voces tan vacilantes como las de Pármeno y Areusa. Tras veintiún actos, se nos han revelado ya totalmen­ te tal como son y, en este sentido, poseen una «tercera persona», un ser que puede ser juzgado como un todo desde fuera. Pero esto no es lo mismo que decir que Rojas, como artista, estuvo primordialmente interesado en la caracterización individual. Más bien lo que le preocu­ paba, como he sostenido en «La Celestina»: arte y estructura, era el diálogo concebido como una interacción de conciencias, es decir, dos o más conciencias en íntima relación que cambian con cualquier cambio de interlocutor. Caracterizares subrayar aquellos elementos que perma­ necen estables en la acción y en la reacción, elementos que fascina­ ban a Rojas bastante menos que la mutación momentánea o duradera. Como el mismo Rojas Índica en el Prólogo, está menos interesado en el retrato de los dos amantes en tanto que individuos que en se­ guir hasta el fin «el proceso de su deleyte». Fue ésta seguramente la primera vez que tal intención se expresara en castellano. Y es, por tanto, una innovación personal que habremos de considerar en los ca­ pítulos siguientes de esta «biografía». En definitiva, mi desacuerdo con María Rosa Lida —o quizá fue­ ra más exacto decir el de ella conmigo 19— se refiere a la cuestión bá­ 19 A mi entender, la señora de Malkiel ha insistido demasiado en su crítica de mi intento de entender a los habitantes de La Celestina como vidas — o voces— conscientes, conocibles no sólo exclusivamente a través del diálogo, sino viviendo en función del diálogo. Mi afirmación de que no se puede definir para ninguna de ellas —excepto Celestina— la tercera persona del paradigma creador (un «él» o «ella» definitivos) es evidentemente extremada. Pero el lector acos­ tumbrado a los géneros posteriores de novela y drama que dedica su atención

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sica de cómo habría que leer La Celestina. Si el lector se acerca con expectaciones derivadas del teatro (de un teatro virtualmente inexis­ tente en tiempos de Rojas), ese número de actos sin precedente, cada uno dedicado escena por escena a ilustrar el flujo de la conciencia, no le resultará totalmente comprensible. Entenderemos de la obra poco más o menos lo que ha entendido el público madrileño en la versión de Casona. Sólo leyendo a Rojas como él quería que lo leyésemos —es decir, sólo escuchando las cosas que él quería insinuar— cobra­ rá sentido la repetida «geminación» de interlocutores y de encuentros (término ostensiblemente novelístico aplicado a La C elestina por M.a R. Lida) y podremos darnos cuenta de la estructura humana del conjunto. Esto no quiere decir que Shakespeare, como maestro en el diálo­ go, no supiera emplear técnicas similares (por ejemplo, los consejos de Polonio a su hijo y a su hija), pero difícilmente pueden considerarse como la unidad fundamental de su arte. En sus comedias y tragedias el diálogo, como expresión consciente del sentir personal, me atreve­ ría a dedr, importaba más que el diálogo como revelación sin querer de la intimidad recóndita. Aceptando de momento las generalizaciones ya algo anticuadas de A. C. Bradley, podríamos llegar a decir que en los cinco actos de la tragedia shakcsDeariana el personaje central medita desesperadamente sobre la mutabilidad (ordinariamente una trayectoria única) a la que está sometido. En La C elestina, por el contrario, cada ser es el pro­ ducto final de miles de transformaciones reunidas e incesantes. El contraste es patente. La angustia trágica de un Hamlet o un Macbeth surge tan sólo en las formas de muerte y de soledad, cuando el diá­ logo llega a su fin. En La T em pestad, por ejemplo, escuchamos un mundo de caracteres maravillosos que llenan la escena con su figura y con su voz, para disiparse como sueños que son al final del acto V. Pero Rojas, cuyo arte (como veremos en un capítulo posterior) es entera­ mente oral, cuyo escenario es ilimitado, y que intencionadamente no nos enseña las caras y los cuerpos de sus interlocutores, escucha más a la caracterización de los que hablan o habrá simplificado el arte de Rojas o se quedará aturullado ante el número casi infinito de inesperados cambios en el «proceso» de esas vidas. Por ejemplo, la vuelta a una aparente postura de virtud de parte de Pármeno en el Acto II se comprende en el contexto del di alogo, pero los lectores que creían que ya comprendían su «carácter» débil a base de su autopresentación en el Acto I, quedan desconcertados, como cual­ quiera que haya tratado de explicar la obra a una clase de principiantes sabe perfectamente. Es el mismo desconcierto que experimentan cuando se dan cuenta de la imposibilidad de visualizar un retrato físico para cada voz. Y aun en el caso de Celestina, cuyo carácter e imagen parecen logrados y fijos, resulta sor­ prendente que su medrosa facha no asuste a Melibea —que la recuerda como «hermosa» hace pocos años.

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de cerca, despaciosamente, las menores inflexiones momentáneas de las conciencias. Los dos, Shakespeare y Rojas, crearon seres huma­ nos independientes, pero por diferentes medios y para diferentes fines. Mi crítica de estas tres respuestas a la cuestión de la posibili­ dad de La C elestina no significa rechazarlas. Cada uno de los ci­ tados nos ha señalado una condición fundamental a la que ha de so­ meterse un autor de vidas independientes. Ha de saber situarse, como observaba Stephen Dsedalus, a cierta distancia y observar desapasio­ nadamente los destinos que traza, Pero al mismo tiempo, como nos recuerda Borgese, ha de ser un artífice consumado, jardinero invisible pero siempre presente y solícito, capaz de dirigir el crecimiento de las plantas en forma armónica. Finalmente (la condición de María Rosa Lida es sin duda la más importante), habrá de ser un genio: un genio dotado de aguda visión de la vida, capaz no sólo de podar y ordenar sus ramas, sino también de penetrar hasta sus raíces. Que Fernando de Rojas cumpliera plenamente con estos requisitos lo atestigua la existencia de La C elestina. Aunque digan lo contrario críticos y lec­ tores, Rojas es más real como hombre y como artista precisamente por el hecho de que Celestina parece hablar con su propia boca. Como sabía Galdós, que enlaza su arte del diálogo con el de Rojas, un autor «podrá estar más o menos oculto, pero no desaparece nunca». O con palabras de Eliot, «el mundo de un gran poeta dramático es un mun­ do en que el creador está a la vez presente por todas partes y oculto por todas partes»20. Desde el punto de vista biográfico las dos primeras condiciones (las de S. Díedalus y de Borgese) son más importantes, por más acce­ sibles. El genio —sea el de Shakespeare, el de Rojas o el de cual­ quier otro— es, por definición, objeto de reverencia más que de ex­ plicación; el distanciamiento y la habilidad artística, en cambio, son más fáciles de vincular a la experiencia personal. Así, por ejemplo, el distanciamiento creador de Rojas fue a la vez irónico e intelectual —dos adjetivos que corresponden, como veremos, a sectores de su vida. Walter Kaiser, en su reciente P raisers o f F olly, ha propuesto a Erasmo, contemporáneo de Rojas, como el primer profesional de la iro­ nía en la literatura europea. Pero Rojas, cuya precoz C elestina se ade­ lantó a la primera publicación de Erasmo, presenta (profesionalismo aparte, ya que él se confiesa «aficionado») títulos no menos convin­ centes. Como traté de probar en mi libro anterior, y como veremos nuevamente en éste, La C elestina es una estructura inmensamente compleja de ironía, y sólo cuando la omnipresenda del autor es sen­ 20 G a l d ó s , prólogo a El abuelo. La cita de Eliot es de «The Three Voices of Poetry», en O# Poetry and Poets, Londres, 1947, p. 102.

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tida entre líneas se llega a comprender a fondo el diálogo. Esto es lo que no vio Stephen Daedalus. La ironía por su propia índole supone una persona irónica que sale a nuestro encuentro y que, según Vladímir Jankélévitch, ante todo quiere ser «entendida»21. Hay en La Ce­ lestin a, como en toda obra de creación irónica, dos líneas opuestas de comunicación: el diálogo sonoro de los interlocutores y, cruzándolo verticalmente, la búsqueda silenciosa de nuestra compañía por parte del autor y (como dice José Ferrater Mora, de acuerdo con Jankélé­ vitch) de nuestra «participación»22. Lo cual viene a confirmar mi jui­ cio inicial: una C elestina sin autor resultaría tan desconcertante, tan escorzada y tan expuesta a ser malentendida como La Cartuja d e Parma —valga el ejemplo— desgajada de Stendhal. El hecho de que Kaiser presente a Erasmo como fundador de la ironía europea Índica la dificultad y a la vez la importancia de enten­ der el derecho de Rojas a compartir tal título. Será mi empeño de­ mostrar que la ironía de Rojas nace no sólo de su temperamento per­ sonal o del hecho de ser hombre del Renacimiento sino, además, de haber sido lo que en la España de su tiempo se llamó un con verso. Esta interpretación no es nueva. Tanto Menéndez Pelayo como Ra­ miro de Maeztu han explicado ciertas actitudes expresadas en La Ce­ lestin a —hedonismo y pesimismo metafísico— como consecuencia del hecho (establecido en 1902 como hecho histórico incontrovertible) 23 de que su autor fue un cristiano de origen judío, es decir, un alma perdi­ da, que bien pudiera haber abandonado una fe sin ganar otra, un hombre potencialmente escéptico ante el dogma y la moral tradicio­ nales. A mi juicio, esta explicación tiene buena base, pero resulta in­ suficiente. Es imposible demostrarlo a aquellos que, como Marcel Bataillon y Gaspar von Barth, leen La C elestina desde otros puntos de vista. Y, al suponer que Rojas buscaba ante todo expresar senti­ mientos y opiniones personales, simplifica a ultranza la relación entre biografía y creación. Más recientemente, sin embargo, Américo Castro, en una serie de libros y monografías que han hecho época (serie iniciada en 1948 con la publicación de España en su H istoria) ha trasladado el dilema del 21 Viróme ou la bonne conscience, París, 1950, p. 51 (cit. por V í c t o r en Stendhal el la voie oblíque, París y New Ha ven, 1954: « L ’ i r o nie ne veut pas étre crue; elle veut étre comprise»). 22 Cuestiones disputadas, Madrid, 1955, pp. 31-32. 23 M a n u e l S e r r a n o y S a n z , «Noticias biográficas de Fernando de Rojas», RABM, VI (1902), 245-298 (citado en lo sucesivo: S e r r a r n o y S a n z ) . En el proceso del suegro de Rojas allí reproducido, el acusado afirma específica­ mente: primero, que su yerno escribid La Celestina; y segundo, que «es un converso». Aceptando esto —como debía— Menéndez Pelayo lo utilizó como base para su noticia biográfica en los Orígenes. El examen del tema «hedonístico» de Rojas puede hallarse en Don Quijote, Don Juan y La Celestina, de R a m i r o d e M a e z t u , Madrid, 1926. B rom bert

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co n v erso del ámbito del individuo aislado, con sus incertidumbres y su dislocación psicológica, al de la sociedad. Ser converso no es, sin más, un modo de ser personal; es —cosa más importante— una ma­ nera de ser con otros. Rojas no estaba solo, aunque viviera en soledad. Biográficamente hablando, perteneció a una casta sujeta al escarnio y la sospecha, relegada a una postura marginal, que se enfrentó a la persecución en una serie de formas características. Entre ellas, como veremos detenidamente, estaban el cultivo de la inteligencia y sus profesiones (la experiencia salmantina de Rojas será el tema de un capítulo ulterior) y la ironía. Se puede filosofar solo, pero para ironizar, como dicen Jankélévitch y Ferrater Mora, -ha de existir al menos en potencia una solida­ ridad, una potencial comprensión. El irónico necesita una sociedad —o quizá fuera mejor decir una contrasociedad, unos cuantos «happy» o, en este caso, «unhappy few»—. De ahí la insuficiencia de la ecua­ ción: La C elestina igual a producto de con verso. Más bien, siguiendo el pensamiento de Castro, entiendo que el dístanciamiento irónico e in­ telectual necesario para la creación de La C elestina fue posible por la situación común de los conversos en cuanto conciencia plural. Tal interpretación nos llevará de hecho más allá de las fronteras de la vida privada de Rojas y de su arte personal hasta los límites más amplios de la historia literaria. Si llegamos a entender cómo fue primero posible la creación irónica —que equivale a decir cómo se realizó una primera relación irónica entre autor, personaje y lector— estaremos preparados para meditar por nosotros mismos su posterior explotación. Aprendiendo cómo Rojas pudo estar irónicamente dis­ tante, podemos asimismo aprender cómo la novela —la mayor contri­ bución genérica de España a las letras europeas— fue no sólo «posi­ ble», sino inevitable durante el siglo que siguió a La C elestina, En una forma u otra, una amplia variedad de narraciones y diálogos (imitacio­ nes de Le Celestina, Lazarillo d e T orm es y sus continuaciones, Guzmán d e A lfaracbe, Viaje d e Turquía, C rotalón, La lozana andaluza, y numerosas otras) continuaron explotando las potencialidades irónicas de la situación de conversos en la que habían nacido sus autores. Un efecto lógico y evidente en algunas de estas obras fue la inmediata po­ pularidad de Erasmo y los miembros de la casta de Rojas, no sólo por sus propuestas de reforma religiosa sino también por su magistral ex­ presión irónica. Indicativa es la fusión de las dos tradiciones en el Qui­ jo te, producto de un espíritu que fue educado por un erasmista y que casi seguramente era consciente de su remoto origen c o n v e r s o L a 21 S a l v a d o r d e M a d a r i a g a fue el primero en dar expresión impresa a una sospecha de que aquellos lectores que habían percibido la constante burla de Cervantes de las pretensiones de linaje (no sólo en el Retablo de las maravillas, sino también en Persiles y el Quijote) habían sentido fu­ gazmente: ver «Cervantes y su Tiempo», Cuadernos, 1960. Desde entonces,

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despiadada y mordaz (demasiado «descubierto» para Cervantes) ironía de los medioconversos se ha convertido en forma más delicada y com­ pleja en un medio de exploración artística de la relación del hombre moderno con la sociedad desvalorizada en que vive. Lo que describire­ mos después como alienación del converso fue presagio drástica­ mente impuesto de una alienación más general que se ha convertido en una forma de vida para todos nosotros y que encontró su primera y acabada expresión novelística en las páginas del Q uijote. La mención de la novela que había de venir nos vuelve a la condición sugerida por la definición que hace Borgese del clasicismo. Sin las ventajas genéricas de un Cervantes —sin una voz narrativa y sin la posibilidad de manipular el estilo narrativo— ¿cómo pudo Rojas madurar lo que Ortega hubiera llamado su irónica «postura hacia la vida»? O, para decirlo más sencillamente: ¿cómo pueden unas voces autónomas originar implicaciones irónicas? Un ejemplo es el de los trágicos griegos, e incuestionablemente en La C elestina pre­ domina una ironía dramática tan terrible en su forma como la de Edipo R ey. Sin embargo, como ya sugerí en la respuesta a la señora de Malkiel, Rojas estaba, en última instancia, menos interesado en la presenta­ ción dramática del destino del hombre que lo que él llama en el Pró­ logo los «aceleramientos e mouimientos... afectos diuersos e varie­ dades... desta nuestra flaca humanidad». Es decir, en la inmediata y momentánea mutabilidad de la conciencia, íntimo tejido cómico de una tragedia de mayor magnitud. ¿Cómo fue posible comunicar de una manera irónica —no sólo con los compañeros de estudio sino también con su casta y con las futuras generaciones de lectores— su sin par comprensión de una materia tan efímera como ésta? Es necesario plantear esta cuestión con tan repetido énfasis, aun­ que no sea más que para evitar el peligro de tratar de explicar La Ce­ lestina sociológicamente. Está muy bien describir a Rojas —como lo haré en los capítulos siguientes— como perteneciente a una casta marginal y como juzgando a la sociedad que le rodea desde una dis­ tancia sardónica. Pero, para relacionar el diálogo de La C elestina con su situación biográfica, hemos de molestarnos en describirle también como artista. Al tratar de entender la posibilidad de su «ausencia» de la sociedad («de sus tierras ausentes»), debemos asimismo tratar de entender la posibilidad de su p resen cia creadora en cada conversa­ C astro en su Cervantes y los casticismos, Madrid, 1966, ha aportado indica­ ciones adicionales y ha corregido a Madariaga por considerar a Cervantes como un tanto no español por sus orígenes. Como insistiremos nosotros mismos, nada más lejos de la verdad esencial del tema. En cualquier caso, aparte la interpre­ tación, los hechos son los hechos, y la presencia de no menos de cinco médicos en la familia inmediata de Cervantes será altamente significativa a los que conocen la historia social del tiempo. Otro hecho, si bien menos conclusivo, es el que dio a con) and Culll(re> 1959, Ín p. ^154T ss. punto Frídeed0m vista queda sorprenden fe mente c o n fia d o por Salomen ben Verga: «Todo alimento a que el hombre det lo rechaza y su naturaleza lo detesta. Como dijesen a un cristiano que comiera carne de perro o de eato v o m it a r ía

y h u ir í a

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h u y e e l ju d í o d e la c o m id a d e

Sras“'>> {P ‘ he‘ e 62>- B“ a s ¿ X que ademas de la .enemistad que sienten los cristianos motivada por la Báctica t i l^ rra f ,e a P°r los. judíos, «todavía creo yo que existe otra razón Í hlhL r 13 dlferencia que Ios seP ^ cristianos en su comer uUeSj n° y COsa que mas aproxime los corazones de la gente como la costumbre de comer unos con otros en igual trato íntimo» (p. 66) .. numero de individuos perseguidos por la Inquisición a causa Í J , ^ ePanCla! ^ etetliCas iní Iuía evidentemente a muchos que no tenían S S S on concreta d.e volver a las prácticas antiguas, sino que más bien sentían nauseas por la comida que se veían obligados a comer. H. C. Lea traduce la horripilante escena recogida de la tortura de una mujer acusada de «no mm+r carne de cerdo» y que finalmente confiesa que\ T c 5 o « a derto Z q uT 5 «cerdo me pone enferma» (III, 24). porque el

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¿Cómo cabía esperar de Alvaro de Montalbán y de sus amigos en los años anteriores a la imposición de la Inquisición que comieran como los cristianos? Incluso después, cuando los conversos vivían bajo la más estricta vigilancia, tuvieron que pasar varias generaciones antes de que la conversión viniera a ser un facsímil convincente de aculturación. El pobre Alonso Quijano todavía en 1605 se vio obligado a comer «duelos y quebrantos»21. La educación de Alvaro de Montalbán era un aprendizaje de co­ mercio: «que siendo este confesante de hedad de nueve o diez años [su padre] le puso a leer en esta cibdad y estuvo con unos parientes que se decían Martín González, especiero, a San Vicente, e Mari Al­ varez, su mujer, que era hermana de su padre deste confesante, y que estuvo aprendiendo a leer aquí tres o quatro años, y que desde aquí volvió a casa de su padre... y siendo de edad de quince o diez y seis años yva a las ferias de £afra con Diego de Dueñas e Martín Sorja, vecinos desta ciudad... luego boluía con los susodichos mercaderes a comprar paños a la Mancha e a otras partes; e anduvo en esto yendo y viniendo a casa del dicho su padre por espado de nueve o diez años» n . Después de la muerte de su padre, cuando tenía unos vein­ ticuatro años, volvió a La Puebla, donde, juntamente con una her­ mana viuda y otro hermano soltero, cuidó a su madre. La oportuni­ dad de ayudar a su cuñado, Gonzalo de Torrijos, en la recaudación de las rentas para el obispo de Astorga y León se le presentó más tarde y era demasiado buena para dejarla, pero se las arregló para volver 21 El que los problemas de Alvaro de Montalbán estaban lejos de ser únicos, queda confirmado por los comentarios de C a r o B a r o j a sobre las di­ ficultades generales que los conversos encontraban para adaptarse a su nueva situación histórica: « ...lo s judaizantes condenados aún en las tres_ primeras décadas del siglo xvi demuestran una inadaptación o incomprensión individual constante hacia el régimen de fuerza que _supone el Santo Oficio, que les hace comportarse, a veces, de modo más imprudente y distinto a como se comportaron sus descendientes. Critican a la Inquisición en publico, defienden la libertad de conciencia, ironizan o judaízan sin^recato.» {I, 433.) 22 S e r r a n o y S a n z , p. 2 7 6 . Un Martín Sorja, «mercader», está registrado como «condenado» de la parroquia de San Ginés (Judaizantes, p. 2 4 ) . Para el dominio que los conversos tenían del comercio de las telas (ya observado en e l caso de los Franco) ver C a r o B a r o j a , I, 73. En un «Indice alfabético de personas vecinas de los pueblos del distrito de la Inquisición de Toledo a l parecer acusados o culpables de delitos contra la fe» (sin fecha, pero cier­ tamente confeccionado en los últimos años de 1490^ o primeros de 1500) en­ contramos el nombre de «Alvaro de Montalbán, gujetero». Es decir, un ven­ dedor de agujetas o cordones. Esto correspondería a la autobiografía comercial que dimos arriba, pero la identificación parece ligeramente dudosa porque su lista va seguida de otros dos: «su muger» y «su madre». Alvaro afirma clara­ mente que su matrimonio siguió a la muerte de su madre. Por otra parte, esto podría explicarse como ejemplo de la práctica (tan atroz desde nuestro punto de vista) de fichar y procesar a los muertos. La lista está catalogada en el Leg. 2 6 2 , n.° 1. Debo a Angela Selke de Sánchez el que me hablara de su existencia. 91

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las más veces que podía a estar un día o dos con su madre. Su cariño hacia ella queda demostrado más adelante cuando dijo tristemente a los inquisidores que murió cuando él estaba ausente en Galicia. Incluso de estos escasos recuerdos podemos intentar sacar algu­ nas conclusiones. Como él dice de sí mismo, resulta claro que el sen­ tido que Alvaro de Montalbán tiene de su propia vida supone dos se­ ries distintas de valores: los que se miden por el dinero y los incon­ mensurables lazos de afecto y obligación de la familia. Uno se echa al camino o va a la ciudad para ganar o aprender, pero también vuelve al hogar familiar siempre que puede o siempre que es necesario. Solamente después de la muerte de su madre, cuando tenía unos treinta años, pudo Alvaro de Montalbán aceptar la responsabilidad de casarse con Mari Núñez, con la que estaba prometido años antes. Pero también aquí el dinero estaba de por medio. La dote de 50.000 maravedíes que Mari Núñez aportó —dice él— le ayudó a mejorar los escasos bienes de su madre, «su poquilla hacienda», dividida en tantas porciones. Dar cuenta de uno mismo —según Claudio Guillén, la más ominosa responsabilidad de los españoles del siglo x v i23— era hacer una declaración financiera y una genealogía sentimental. La llegada de la Inquisición a La Puebla en 148634 (cuando Al­ varo de Montalbán tenía unos treinta y siete años y el futuro bachiller era aún un niño) afectó hondamente a las dos seríes de valores. Como explican con detalle autoridades de la talla de Lea, los inquisidores co­ menzaban con un espeluznante sermón en que se informaba a la co­ munidad que ocultar la conducta herética propia o de otra persona no solo era un pecado mortal, sino un crimen que se castigaría con todo el rigor posible. La denuncia estaba al orden del día. Luego, como hemos visto, se anunciaría un «período de gracia» durante el cual se reuniría la información que los aterrados informadores sumi­ nistraban hasta hacer reventar los ficheros. El saber que uno era vul­ nerable a las acusaciones creaba una especie de reacción en cadena en la_ que los desventurados candidatos a la «reconciliación» eran inducidos a contar todo lo que sabían o sospechaban sobre sus alle­ gados. La rendición de Alvaro de Montalbán ante esta presión era tan abyecta y sumisa que se las arreglo para evitar la pública vergüen­ za, pero aquellos años no por eso fueron menos dolorosos. No pudo evitar ser testigo al menos de oídas— de las humillantes ceremonias en que su familia hubo de participar, cuando menos en parte, como resultado de sus propias declaraciones. Y más desgarrador debió ser 264 279> Ie muItaron con maravedíes «e nunca más tuuo Otilio» . En años anteriores pasó mucho tiempo con las familias de sus hijos; en Valencia con su hija Ysabel Núñez, en Madrid donde otra hija, Constanza Núñez, había casado con un próspero y bien en BRAH, XI (p, 302). Al confrontarlo con un espectáculo tan extraño v. para nosotros tan repugnante, podemos preguntamos sobre el carácter de la imaginación plastica que hay detrás de él. Podemos encontrar una indicación en una observación contemporánea citada por M e n é n d e z P e l a y o (Historia de rlnHi Madrid, 1956 ’ If 107°) referente a un auto de fe en Valla-

“ "sre8,ci,5n *“ erd del “ ""*>•••. ™ ProP¡o Inquisición de Toledo, p. 229. Esto era probable­ mente con ocasión de las procesiones secundarias de La Puebla. La indicacion de que tuvieron lugar está en el documento citado, p. 302: «E luego otro día lunes salieron en procession de Sant pedro mártir, e fueron a sant francisco disciplinándose en la forma susodicha. E les mandaron que andovíesen siete viernes disciplina; e después todo un año, de cada mes el primer viernes y mas que viniesen d día de santa maría de agosto a esta ciudad Ttr Una pt0?essión¿ y eI íueves de la cena otra en dicha ciudad; e todas 30

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^ SUS 266.

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más

situado primo, Pero de Montalbán, aposentador real, y probablemen­ te con Leonor Alvarez y su marido abogado, aunque no lo dice explí­ citamente. Parecería como si estuviera más tranquilo lejos de su tie­ rra natal. Estas visitas podían durar períodos de tres o cuatro meses hasta un año y, mientras estaba ausente, Alvaro de Montalbán se cuidaba menos de ir a misa y de ofrecer una adecuada apariencia de ortodoxia que en La Puebla. Una de las frases en su esfuerzo de defensa harto desdichada Índica que asistir al culto entre sus vecinos le era suma­ mente incómodo: ... es verdad que... yva a missa los días que podía, estando en la Puebla, y que si algunas vezes faltaua era por no estar en la tierra... e que siempre confesaua e comulgaua continuamente él y los de su casa31.

En Madrid, según un testimonio del sacerdote que le había de­ nunciado, nunca se sometió ni a la confesión ni a la comunión. Ya fuera resultado del resentimiento, del asco por los rituales cristianos o de la sensación de estar constantemente espiado, o de las tres cosas a la vez, lo cierto es que Alvaro de Montalbán parece claramente ha­ ber preferido el semianonimato de Valencia y Madrid a la vida parro­ quial de la villa cuyo nombre llevaba. En el proceso de 1494 en que fue descrita la persecución de los reconciliados de La Puebla (y que tendremos ocasión de citar exten­ samente en el capítulo V), hay bastantes más pruebas de la dudosa reputación local de los Montalbán y del género de menosprecios y desaires a que fueron sometidos. El acusado era un converso bien situado, el mayordomo de Alonso Téllez Girón, señor de La Puebla, y siguiendo el procedimiento usual, los inquisidores le dieron una oportunidad de tratar de adivinar la identidad de sus acusadoresy de probar sus prejuicios. Por lo tanto, compuso una lista un tantofre­ nética de todo incidente desagradable, querella y encuentro personal que podía recordar. Como veremos, equivale a un verdadero informe sociológico revelador de la forma de vida que se vivía en La Puebla de Montalbán durante la adolescencia de Rojas. Pero lo que nos in­ teresa ahora es que entre los nombres y hechos que enumera están los siguientes: Tiénele odio e enemiga Pedro Gonsales de Oropesa e su mujer, porque tratando Frey Andrés, que en su casa posaba, dixo al dicho Pedro Serrano que se casase con su fija, que le respondió [Serrano] que no con gente tanto aju­ diada. De ay le tomaron grande odio e echaron una loca que lo desonTase. Testigo Frey Miguel de la Puente33. X Ibid., p. 274. 32 Para los problemas de transcripción, ver cap. V, n. 85,

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El caso es que Pedro Gonsales de Oropesa y su mujer aquí men­ cionados no eran otros que la hermana de Alvaro de Montalbán, Leo­ nor Alvarez (apellido de la mujer de Rojas) y su cuñado33. Los dos estaban en la lista de los «reconciliados» y «rehabilitados» (ver nota 10), pero esta prueba es todavía más decisiva. Incluso entre otros con­ versos, los Montalbán de La Puebla fueron despreciados por su per­ sonal proximidad a lo que se llamaba «ley vieja». No sorprende, pues, que Alvaro de Montalbán tuviera el desliz fatal que le llevó a su detención en un tiempo en que estaba ausente de su terruño y por lo tanto mucho menos cauto de lo que de otra manera hubiera sido. La Puebla, en palabras de uno de los testi­ gos que testificaron en una probanza posterior, era «lugar pequeño donde se sabe y conoce en particular cada uno quién es», un lugar donde había que andar y hablar con toda cautela. La historia que está detrás de la detención se nos narra mejor con las palabras del principal acusador, un tal Yñigo de Mongon34, probablemente (y no excepcionalmente) pariente por matrimonio35: 33 34

S e r r a n o y S anz, p . 2 7 5 . L l ó r e n t e (II, 155-156) describe

el proceso de acusación como sigue: «Los juicios comienzan con una acusación... Cuando la acusación se ha fir­ mado, el testimonio jurado del informador se incluye dentro de la lista de personas de quienes el acusador sabe que poseen información importante o que supone que pueden poseerla. Estas personas son interrogadas, y sus de­ claraciones junto con las del acusador forman lo que se llama «información sumaria». 35 Un Iñigo de Mondón está registrado en el padrón de 1 5 0 6 de la Pa­ rroquia de San Ginés de Madrid como hidalgo exento de los impuestos del pecho. Este documento está tomado en parte de la probanza de hidalguía de 1 5 4 8 de Alonso Montalbán, el hijo de Pedro Montalbán, aposentador real a quien Alvaro visitaba al tiempo de su detención. El nombre de Iñigo de Mondón está en la lista inmediatamente después del de Alonso de Montalbán, el abuelo (ver R i v a , II, 4 2 0 ) . Los Mondón y los Montalbán estaban relacio­ nados de varías manetas. Un Fernando de Mondón (no hay una indicación específica de su parentesco con Iñigo) fue padre de Ysabel Hurtado de Mon­ dón, la primera esposa (la hija de Alvaro, Costan^a Núñez, fue por supuesto la segunda) de Pero de Montalbán. Un Diego de Mondón, «escribano público», fue padrino de aquel Alonso de Montalbán, que entabló los procesos de pro­ banza. Ver S e r r a n o y S a n z , pp. 2 9 7 - 2 9 8 . Goncalo de Mondón, «vecino de Getafe», fue testigo de probanza de Alonso, dándose a conocer él mismo «como pariente deste que litiga de parte de su madre y este que litiga es sobrino deste testigo, hijo de una prima hermana deste testigo» (p. 8 9 ) . Más información sobre Iñigo de Mondón nos la facilita una partida de 1 5 4 0 en el Catálogo de Pasajeros a Indias, ed. C. Bermúdez Plata, Sevilla, 1 9 4 6 , vol. III n." 1 0 8 1 : «Alonso de Gutiérrez de Gibaja, hijo de Iñigo de Mondón y de Ysabel^ de Gibaja, vecinos de Madrid, a Nueva España, 30 enero.» A nadie familiarizado con los asuntos inquisitoriales puede sorprender que un pariente o un allegado muy íntimo de Alvaro lo denunciase. Es curioso notar que uno de los padrinos del autor converso de La Araucana, Alonso de Ercilla, cuyo bautismo tuvo lugar en Madrid (1533) fue el Licenciado Monzón (ver J o s é T o r i b i o M e d in a , Vida de Ercilla, México, 1 9 4 8 , p. 2 8 4 ) ,

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Un día de los meses de mayo ó junio del año pasado de quinientos y veynte y quatro Aluaro de Montaluan, de edad de setenta anos, poco más o menos, suegro de Pedro de Montaluan, aposentador de sus Magestades, vecino desta villa, donde avia venido a visitar á su hija, muger del dicho Pedro de Mon­ taluan, aposentador, fueron el dicho Aluaro de Montaluan e yerno e fija que se cree que se llama Costan^a, y Alonso Ruyz, cura de San Gines e este tes­ tigo, á un heredamiento del dicho Pedro de Montaluan que es $erca de la huerta de Leganés, en el término de Madrid, á se holgar e recrear, después de mediodía; sobre aver merendado e pasado tiempo en plazer, boluiéndose para la villa dixo este testigo: veys aquí cómo pasan los plazeres deste mundo; que emos holgado e todo es pasado; todo es burla syno ganar para la vida eterna. A lo qual respondio el dicho Aluaro de Montaluan: acá toviese yo bien, que allá no sé yo si ay nada. Y que respondiéndole este testigo le dixo: ¿No sabéis que es nuestra fe: quien bien hiztere avrá vida eterna? E replicó el dicho Aluaro de Montaluan e dixo: acá toviese yo bien, que no sé yo lo de allá. Lo cual oyó también el dicho cura. E faziéndole este testigo seña con el ojo e trabándole de la manga, le respondió el dicho cura: no quisiera avérgelo oydo, porque lo avré de dezir, que es heregía36. E que después lo han plati­ cado en uno para efecto de venirlo a denunciar veniendo carta de edito de la Ynquisición 37.

Al reflexionar sobre este fatal fragmento de una conversación del siglo xvi, deberíamos en primer lugar tener en cuenta sus peculia­ res circunstancias. Alvaro de Montalbán había comido, bebido y se había explayado con sus amigos en un día de primavera en el campo. Era un hombre en estado de descuido, un hombre que por un momen­ to se había quitado su armadura de autocontrol, un hombre que había olvidado que nunca más podría expresar su ser auténtico. Y en esta situación de relajamiento cometió el único desliz que la Inquisi­ ción había estado aguardando poder oír durante casi cuarenta años. Las actas del Santo Oficio están llenas de ejemplos similares de momentáneo descuido verbal; sus redes eran tupidas y se tiraba de ellas con la esperanza de capturar tales peces minúsculos38. Oigamos, 36 Alonso Ruiz, el párroco de San Ginés, parece haberse mostrado un tanto reacio a acusar a un pariente de la influyente familia de los Montalbán residente en la parroquia. Su testimonio, en general, es menos malicioso y extenso que el de Iñigo de Mondón, el instigador verdadero del asunto. Po­ demos advertir que los Montalbán de Madrid continuaron siendo influyentes en los asuntos parroquiales mucho después del proceso de Alvaro. Pero de Montalbán fue sepultado en la capilla privada de su familia en la parroquia de San Ginés (la llamada «Capilla del Lagarto» que posee un caimán disecado que todavía se puede ver y que, según Valle Lersundi, fue traído por un miembro de la familia en uno de los viajes de Colón). En 1528, un «cura de San Ginés», sin nombre, fue nombrado albacea por el muerto ( S e r r a n o y S a n z , p. 298). 57 Ibid., 212. 34 En el llamado Libro verde de Aragón (una especie de «guía confiden­ cial» para la actividad inquisitorial o un «Quién es quién entre los condena­ dos», al parecer compuesto per un funcionario converso malicioso) se recogen

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por ejemplo, a un tal Gonzalo de Torrijos, tundidor de Toledo, que un día de 1538 había bebido unos vasos de más y que, mientras esta­ ba en la iglesia, había hecho notar a la mujer de un colega «que Dios era verdad e los moros dezían verdad que se salvaban también los moros en su ley como los cristianos en la su ya»39. La observación fue recogida por los que estaban alrededor y, después de un año, llegó a oí­ dos de un inquisidor. El bachiller Sanabria (un jurista salmantino, al­ calde de Almagro y posible autor del Auto d e T raso) fue traicionado en 1555 por un tipo diferente de descuido: en una conversación pública se entregó a una explosión jocosa contra la hipocresía de su propia situación: «¡Boto a Dios, que soy judío, boto a D io s!»40. O, en lugar de la borrachera o las bromas, el calor de la discusión llevaba con frecuencia a la denuncia personal. Llórente tuvo acceso a una verdadera cosecha de frases como éstas. (Reproducido en Revista de Es­ paña, 1885, vols. 105-106; ver también Lea, II, 563-564). Más tarde podre­ mos ver algo del trasfondo histórico del escepticismo del converso, pero de momento es mejor concentrar nuestra atención sobre las situaciones inme­ diatas. 39 Inquisición de Toledo, p. 54. Las palabras exactas de Torrijos repre­ sentaban otra opinión común totalmente diferente de la expresada por Alvaro de Montalbán. En contraste con su escepticismo sobre la idea en conjunto de la otra vida, encontramos aquí una tolerancia igualmente reprensible desde el punto de vista de la Inquisición. Para la aceptación de esta opinión entre los conversos, ver el fascinante estudio de A. S icroff, «Clandestine Judaism in the Hieronymite Monastery of... Guadalupe», Studies in Honor of M. j. Benardete (Nueva York, 1965) y «Saladino en las literaturas románicas» de A. Castro, Semblanzas y estudios españoles (Princeton, 1956), así como en Realidad, 2.a ed., p. 200. Ernst Cassirer, en The Individual and the Cosmos in Renaissanee Pbilosopby (Nueva York, 1963), estudia la defensa de Nicolás de Cusa de una doctrina similar. La atribución de la imprudencia de Torrijos a la borrachera proviene del testimonio de un testigo que temía ser moles­ tado por no haber denunciado mucho antes a su amigo. La intoxicación le parecía al testigo, aunque no al Santo Oficio, una buena razón para olvidar el desliz. Inquisición de Toledo, p. 227. El llamado Auto de Traso es un frag­ mento de un solo acto de una primera continuación perdida («la comedia que ordenó Sanabria») puesto como apéndice a La Celestina en tres ediciones después de 1526. Es interesante por cuanto que su autor parece haber em­ pleado la propia técnica de Rojas de continuar el Acto I. Esto es, sin inter­ valo de tiempo, parte de una situación del original en su nueva dirección. Mi atribución de la comedia a este bachiller Sanabria es pura conjetura. Está un tanto reforzada por el tenor antiinquisitorial de ciertas partes del diálogo del Auto y por una indicación (mencionada arriba) de su parentesco con una familia de conversos en la Puebla de _Montalbán. Sanabria fue libertado más tarde como resultado de un testimonio favorable por parte de clientes cris­ tianos viejos de Almagro. En el decurso de la investigación se tornó claro que el denunciante principal (como en el caso de Iñigo de Mondón, un pa­ riente) estaba movido por codicia y una riña pasada. Del proceso aparecería que Sanabria nació en la primera década del siglo. Si fue el autor de la comedia de la que se tomó el Auto, debió ser un producto de una primera juventud, como La Celestina, escrita mientras su autor estudiaba en Salamanca.

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un expediente que describe como un médico defendía un diagnóstico contra la opinion contraria de un colega, diagnóstico que confirmaba no sólo con argumentos paganos, sino con los cuatro Evangelistas. A lo que el colega replicó imprudentemente en voz alta: «también mintieron ésos como los otros». Luego, cuando se hubo calmado, se apresuro a retirar la observación ante los atentos circunstantes («mire vmd. qué necedad he dicho»), pero era demasiado tarde41. Incluso menores ofensas podían a veces traer resultados igualmente despro­ porcionados. Un pariente lejano de la familia, Juan de Lucena, que por un tiempo, como veremos, imprimió libros hebreos en La Puebla, queda descrito por un testigo hostil como «hombre leydo y tenía grandes yrrornas en la santa fe». El ejemplo dado es absolutamente trivial, pero no obstante consignado con toda gravedad: «vine a ha­ blar con él, dixele: señ or, ha v.m d. esto ; respondióme: no m e digáys m erced , que y o n o s ó syn o mi ju dío azino» 42. ^ Para nuestro propósito, el aspecto más significativo de casos como éstos no son las circunstancias psicológicas individuales —confianza, euforia, cólera, borrachera, desesperación— que conducen a sus tri­ viales aunque peligrosas revelaciones: es más bien la luz que, toma­ dos en conjunto, arrojan sobre la explosividad potencial de la exis­ t i d a de los conversos. El rígido enmascaramiento del yo inte* rior, la calculada conformidad43, la constante autobservación a que fueron obligados estos primeros habitantes a la sombra de la Inqui­ 41

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L l ó r e n t e , III, 1 7 4 - 1 8 0 . t S e r r a n o y S a n z , p.

282. Las palabras «judío azino» pueden traducirse por «judío desgraciado» (al parecer azino deriva del árabe aziti). Más espe­ cíficas y menos triviales «yrronías en la sania fe» son citadas por C a r o B a r o j a , tomadas del proceso de 1603 del bachiller Felipe de Nájera (Los judíos, II, 201-206). Contrariamente a la blasfemia con su agresión directa y rabiosa, tales «yrronías» juegan humorísticamente con las creencias aceptadas —como, por ejemplo, cuando Nájera llama a la Virgen una «buena vieja», o cuandoun Martín de Santa Clara recuerda a su abuelo que mantenía: «No hay más pa­ raíso que el mercado de Calatayud» (J. C a b e z u d o A s t r a n a , « L os conversos aragoneses según los procesos de la Inquisición», Sefarad, X VIII (1958, 282). A veces los cristianos viejos —aunque gran parte del antisemitismo de los si­ glos XVI y x v i i fue violento y amargo en sumo grado— pagaban en especie la ironía de los conversos. Así, en una probanza paródica que confería el status de marrano a un hidalgo pobre y además el derecho de participar en su prosperidad, encontramos que al solicitante se le permite oficialmente a creer «que no hay otro mundo sino nascer é morir». Ver la «Respuesta del Capitán Salazar» en A. P a z y M e l i a , Sales españolas, Madrid, 1890, I, 95. 43 Es evidente que esta situación violenta a principios del siglo XVI fue demasiado inmediata y tensa para permitir la generalización intelectual o la reflexión moral. Incluso la idea de «disimulo» defendida por el filósofo del siglo x v i i , exiliado y luego prisionero de la Inquisición, Isaac Orobio de Cas­ tro (en un diálogo latino con un teólogo protestante estudiado extensamente por C a r o B a r o j a , II, 282), parece demasiado abstracta y fácil para seme­ jantes máscaras dedicadas a esconder la angustia interior.

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sición, crea una tensión e inestabilidad suma u . Más tarde, la hipo­ cresía se convertiría en una segunda naturaleza, pero durante la vida de Fernando de Rojas había de mantenerse de manera consciente y precaria. Sería sumamente arriesgado el tratar de explicar La C eles­ tina en estos términos; es decir, como una expresión o explosión ex­ trema de la interioridad que, una vez que gastada su fuerza, permitía a su autor aceptar la inautenticidad de todo el resto de su vida. Por otra parte, sin tratar de intuir la manera en que Rojas se sintió con­ verso en los años de 1490 (un converso resuelto a no seguir los pasos errantes y fatales de su padre), no hay posibilidad de entender las más importantes calidades de su obra: su mordaz ironía, su implí­ cito ataque a Dios, su casi épica destrucción de valores. Me doy cuenta, por supuesto, de la infinita distancia que separa a una obra maestra como La C elestina de unas cuantas palabras espon­ táneas y dichas sin posibilidad de refrenarse. Al mismo tiempo he de hacer hincapié en que si no conseguimos cierta comprensión de la situación humana inmediata, el suelo humano potencialmente explo­ sivo en que se mueve y crece la obra de Rojas, no podemos apreciar su casi increíble unicidad como obra de arte. Nos quedaríamos enton­ ces sencillamente con la tradición literaria de la que procedía o a la que dio lugar. Desde luego, ambos puntos de referencia, el biográfico y el literario, son necesarios y útiles, pero la dependencia ciega de uno de ellos como base de interpretación lleva a la distorsión. Como trataré de demostrar, las continuaciones, a veces moralizantes, a ve­ ces jocosas, ofrecen una tentación particularmente peligrosa para el crítico histórico. Leer La C elestina a su sola luz y, al hacerlo así, 44 A n g e l a S e l k e d e S á n c h e z en su fascinante «Un ateo español» {Archivum, VII, 1957) presenta el caso de un médico cuyas oraciones de rutina le sugerían esta frase repetida: «Deus non est.» La afirmación común, aun cuando se haga por uno mismo, parece sugerir su antítesis. Angela Selke con­ cluye (pp. 22-23): «Creemos que la circunstancia de que Illescas fuese de la estirpe de los conversos no debió ser ajena a esas dudas y a esa angustia. Aunque él hubiera nacido y vivido siempre en un mundo cerradamente cató­ lico, debía sin duda, como hijo de judíos, sentirse muy distinto de los cris* tianos viejos. Estos nunca se veían obligados a preguntarse si creían o no lo que enseñaba la Iglesia. Los conversos, por el contrario, y dejando de lado las muchas conversiones forzosas, conversiones sólo en la apariencia, tenían que empezar^ por hacerse creyentes mediante un acto de la voluntad, por una aceptación interior de los credos y prácticas de la Iglesia. Y sería mucho su­ poner que ellos, o ■sus hijos, y aun sus nietos, fueran siempre capaces de sentirse identificados totalmente con el mundo de quienes eran católicos por el mero hecho de existir. En el proceso contra Illescas encontramos algunos indicios de cuán precaria era, en realidad, la integración a la sociedad cris­ tiana de ciertos conversos, aun de aquellos que, como el médico de Yepes, creían haber abrazado firmemente la fe católica; y de cómo, en cualquier momento, en ellos podían salir a flote ideas y sentimientos que habían sido severamente reprimidos y relegados al fondo de la conciencia.»

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tratar de negar lo que se incuba y se cuece en la vida que crea su diálogo, vale tanto como leer el Q uijote a la luz de Avellaneda. Pero, volviendo al caso de Alvaro de Montalbán, aparte de sus circunstancias inmediatas, ¿qué es lo que le provocó a su repentina, y manifiestamente no calculada expresión de agnosticismo? Por el testimonio transcrito, podemos suponer que el suegro de Rojas fue impelido menos por un deseo de negar directamente las creencias de Yñigo de Monzón que por una reacción irrefrenable contra el estilo piadoso, estereotipado y moralizante de sus expresiones. Era la cháchara de los tópicos, la repetición de la doctrina oída una y mil veces antes y pronunciada tan solemnemente como si el que hablaba acabara de inventarla, lo que sin previo aviso penetraba en la carne viva por debajo de la armadura de la prudencia. Cuando un converso aceptaba el cristianismo en los siglos xiv y xv, tenía que aceptar no solamente un dogma extraño, no solamente una revolución en sus convicciones y el ritmo más íntimo de su existencia diaria y anual {la nueva «ley»), sino también toda una serie de afirmaciones recibi­ das que se habían hecho cada vez menos originales y que se repetían más y más insistentemente en el curso de la Edad Media. La presen­ cia inmediata de Dios era subrayada una y otra vez; todo aconteci­ miento tenía un sentido parabólico; el comportamiento moral era alabado sentenciosamente en todo momento, con el resultado inevita­ ble de que la tradición de la meditación ascética, tradición en la que un San Bernardo o un Inocencio III habían conseguido su grandeza, se convirtió en algo tan común y trillado como el lenguaje de los pe­ riódicos de hoy. Sin embargo, el no alabar de boca para fuera este tipo de piedad era peligroso en sumo grado. El sacerdote Alonso Ruyz, que confirmó la denuncia de Yñigo de Monzón, recordaba la conversación de esta manera: «Hablando el dicho cura con Yñigo de Mongon... de los trabajos y desventuras que ay en este mundo e de otras cosas semejantes, este testigo dixo que si no toviese por cierto el descanso que ay en el otro mundo, según acá ay los trabajos, temían [xic] mucha desventura, e comentó a loar y ensalmar las cosas de Dios, e respondió e dixo el dicho Alvaro de Montaluán: lo d e acá vem o s, q u e lo d e allá no sab em os qué a y» 4S. Es fácil imaginar cómo reflexiones del calibre de éstas podían ser fastidiosas y luego intolerables incluso para conversos que vivían su fe con un fervor que le faltaba a Alvaro de Montalbán. Una Santa Teresa, por ejemplo, supo bien desechar la falsa piedad con un buen sentido del humor, mientras que el rechazo de perogrulladas y meli­ fluos sermoneos fue la característica común de los impacientes erasmistas. Raimundo G. de Montes, célebre por su evasión de la Inquisición, 1,5

S e rra n o

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Sanz, p. 272.

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describió a su maestro intelectual, el ferviente heterodoxo doctor Constantino de la Fuente, como un genio que «sobre todo, se reía de los predicadores nezios, que en ningún tiempo faltan, raza vilísima de hombres» 46. Y si a esta clase de personas les parecía irritante este género de sermoneo improvisado, para Alvaro de Montalbán y para aquellos de sus compañeros que reaccionaban escépticamente a la si­ tuación de conversos era inaguantable. El énfasis generalizado y dia­ rio sobre la existencia de Dios, sobre la buena suerte de tenerle de nuestra parte, sobre los beneficios de la Providencia, sobre la virtud automáticamente recompensada en la otra vida, sólo podían producir una actitud interior de repudio violento. La amenazada autenticidad de la propia existencia, incluso la misma sensación de que se era víctima de la injusticia organizada, llevaba inevitablemente a las nega­ ciones apasionadas y bruscas del género de las que acabamos de oír. Un modelo de reacción idéntica a la de Alvaro de Montalbán se puede encontrar en el caso de una tal Ysabel Rodrigues, de San Mar­ tín de Valdeiglesias, no lejos de Talavera. Encarcelada en vida (1506), fue convicta por fin después de muerta (para detrimento económico de sus herederos) de haber interrumpido violentamente una conver­ sación de un grupo de «católicos... hablando en cosas de la muerte e de los que murían e de commo por las culpas que acá cometían avían de penar en el otro mundo, diziéndolo a otras personas cathólicas, la dicha Ysabel dixo que el hombre no tenía más que huelgo e sangre» 47. Un ejemplo todavía mucho más extremo es el que nos da Diego de Pisa, un adolescente resentido de La Puebla y primo del imprudente bachiller Sanabria arriba mencionado. Durante su proceso (1537) se describe una riña con su madre: «Una bez riñendo ella a Diego de Pisa, su hijo, algunas travesuras suyas... poniendo ella a Dios delan­ te y amonestando al dicho su hijo con Dios para que se enmendase,, el dicho su hijo, Diego de Pisa, rrespondió, no ay Dios, o cosa seme­ jante» 47 bls.^Como veremos en otra parte, el agnosticismo e incluso el ateísmo tenían ambos una tradición histórica y una especie de inevitabilidad sociológica entre ciertos conversos, pero de momento estamos t El doctor Constantino de la Fuente está descrito por su discípulo en términos que indican que sus frecuentes deslices verbales eran debidos a «un injenio sumamente festivo» que le conducía a «perder, alguna vez, con la li­ bertad de sus chistes, aun en la edad más provecta, sus aprobadas costum­ bres». (Artes, pp. 305-306.) Tales solemnidades, tantas veces repetidas, le lle­ varon, como llevaron a tantos otros conversos, a actitudes de cómica no partici­ pación, La ironía y el ingenio eran armas de defensa oral y de ofensa en aquel mundo asfixiante de piadosas afirmaciones en voz alta en el que vivían. ^ 47_ Fue asimismo acusada de observar (con una ironía que hubiera de­ leitado a Voltaire) que éste era el mejor de los purgatorios posibles: «no avia syno^tres purgatorios y que este era el mejor deste mundo y que ella aca querría biuir mili annos...» (Inquisición de Toledo, o. 221). 47 bis Ibid., p. 45. —

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menos interesados en la historia de las ideas que en las reacciones inmediatas de los individuos frente a la situación en que se veían obligados a vivir4S. Me atrevería a sostener, pues, que la fe al nivel del lugar común del cura y de Yñígo de Monzón crearon, o al menos dieron expresión clara, al escepticismo repentinamente manifestado de Alvaro de Mon­ talbán. Que él mismo comprendiera en parte el camino que le había llevado a su fatal indiscreción, se desprende de su defensa. Una vez que hubo leído la acusación y tenido tiempo de reflexionar sobre ella, alegó patéticamente su afecto por los lugares comunes morales: ...e l cual dixo que él ha pensado en aquel artículo que le acusan, que auía dicho que en este mundo toviese el bien, que en la otra vida no sabía sy avia nada; que no se acuerda él aver dicho tal cosa, mas antes syempre ha tenido el contrario, e dezia fablando en las cosas deste mundo que no tenia él este mundo e los bienes dél en nada; porque las cosas dél e sus bienes son perecederos, y que teniendo él un sayo que se vista era o es tan contento como otro que tenga veynte sobrados en el arca (porque no se viste más de uno); e que si tenía vn poco de carne que comer, estava tan contento como otro que le tmxiesen X X aves para comer, que en fin no comia mas que vna; e que sy un muchacho le dava a beber un poco de vino, que tan contento era como sy veníesen veynte pajes á dárselo; e que teniendo esto, todos los otros bienes deste mundo no los tenia en nada; e que esto ha dicho muchas vezes ante muchas personas, lo qual entiendo probar; e que cree que algunas personas de los que allí estarían entenderían al revés, e avran dicho que lo que él dezia deste mundo era por lo que dizen que dezia del otro mundo... 49.

Prescindiendo de la revelación tácita del gusto de Alvaro de Mon­ talbán por los vestidos que abrigan, la buena comida y el vino, es interesante escucharle en un intento de probar su ciudadanía en el mundo de clichés. Pero era inútil. Una vez que el camuflaje verbal, indispensable para la existencia pacífica de los siglos xv y xvi, había quedado al descubierto, era imposible ya el ocultamiento. Alvaro de 48 El proceso de 1517 contra Diego de Oropesa en que el mismo Rojas fue citado como testigo (y que consideramos en el Cap. VIII) recoge unos cuantos exabruptos fruto de la irritación o del descuido parecidos a los que hemos visto arriba. Uno de ellos, en particular, indica una viva reacción ante la repetición de palabras pías: «Porque cierta persona reprendía a ciertas per­ sonas que no quebrantasen las fiestas, el dicho Diego de Oropesa dijo: twMíra qué majadero; déles él de comer y no quebrantarán las fiestas”» (Inquisición de Toledo, p. 215). El problema es que para caracterizar a Diego de Pisa, Diego de Oropesa, Alvaro de Montalbán y sus semejantes como ateos o ag­ nósticos en base a tales afirmaciones hay que sacarles fuera de su contexto vivo. Parece muy plausible que Alvaro de Montalbán tuviera poca o ninguna fe en una vida futura preparada por una divinidad benévola, pero la desca­ rada falta de fe expresada en «Acá toviera yo bien...» ha de entenderse ante todo como una reacción a un mundo irritantemente enfático en cuanto a su fe al margen del cual vivía. 49

S errano

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S an z, p p . 2 6 8 -2 6 9 .

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Montalbán había dejado de dominar la maravillosa ambigüedad iró­ nica con la que su yerno fue capaz a un tiempo de afirmar y minar los tradicionales lugares comunes de su época. Más bien, de manera muy parecida a ciertos caracteres de La C elestina, se las arregló para traicionarse a sí mismo en casi todas las palabras que pronunció. Se pregunta pensativo un poco después ... que sy este confesante creyera lo que los testigos dizen que él dixo, que no tenía necesidad de tomar bullas, ¿cómo las ha tomado muchas vezes, e las tiene desde las que los Reyes Católicos primero fízieron traer de la Cruzada, de a seis reales, que a XLII años poco más o menos?

^ Otra curiosa indicación de la lucha diaria del converso con las afirmaciones religiosas prefabricadas y repetidas que le perseguían du­ rante todas sus horas de vigilia, era la invención y la amplia circula­ ción de un lugar común negativo, un lugar común que expresaba escepticismo y una resignada falta de fe. Me refiero a una sentencia a modo de proverbio que aparece en distintas formas de las que la mas antigua (en el Vortalitium Fidet de fray Alonso de Espina, 1460) era: «En este mundo no me veas mal pasar; en el otro no me verás penar» SI. Lo mismo que en el caso de la observación imprudente de Alvaro de Montalbán, el sentido claro que se desprende es que debe­ mos vivir lo mejor posible en esta vida, puesto que la futura —si es 50 _ Aunque el hijo de Alvaro de Montalbán, Juan del Castillo, junto con su^ cuñado, Pedro de Montalbán, y un tercer socio «cobraba la bula en los obispados de Mallorca,_ Oríhuela y Córdoba» ( S e r r a n o y S a n z , p. 298), la presión social que obligaba a la compra de dispensas era una fuente par­ ticular de irritación para los conversos indefensos. Ya estaba bien (incluso se prestaba a la diversión picaresca como en el caso del astuto buldero del , vender nada por algo, pero verse obligado por las circunstancias y dándose plena pm icatam tnte d capíj i • Villalobos se daba perfecta cuenta de su manera de ser v de Jos términos antitéticos expresados dentro de ella, queda manifiesto en estos versos reveladores: «Escrivo burlas de veras, / Padezco veras burlan­ do, / Y gufro dtssimulando / Mil angustias lastimeras, / Que me hieren

r 2í :m u “ a ' 71 Sales españolas, I, 225 ss.

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va allí va vituperándome y llamándome judío porque maté a su ma­ rido? —Y señalando al altar— : Y esta que está aquí está llorando y cabizbaja porque dice que le maté su hijo, y ¿queréis vos vaya aho­ ra a matar a vuestro padre?» Otra vez, en un autorretrato directo (es­ crito en forma de diálogo) apunta sus dudas sobre la existencia del Espíritu Santo72. Al tratar de comprender este extraño comportamiento desde den­ tro, el ensayo de Sartre es importante, por cuanto no está interesado por el judaismo p er se, sino por la «situación vital» del judío en una sociedad extraña. Pues es precisamente esa situación (una situación in­ dependiente de la discrepancia en la fe) lo que se intensificó lastimosa­ mente para Rojas y sus compañeros. Sartre escribe lo siguiente: «La raíz de la inquietud judía es esa necesidad en que el judío se encuentra de no cesar de interrogarse, y de tomar finalmente partido, acerca del personaje fantasma, desconocido y familiar, inasible y próximo, que le obsesiona, y que no es más que él mismo, él mismo tal y como es para los demás» 73. Lo cual significa —aplicado a nuestro intento— que los acechadores crean otro yo, un yo que por otra parte bien puede evadirse retirándose al anonimato, o ser dominado y dirigido haciendo el payaso. O había que camuflarse, o si no convertirse en eterno chocarrero habitual, categoría humana familiar de la época cuyo ingenio se especializa en observaciones chocantes y que por lo mismo hace de sus observadores —sus m osca s y azecbadores— un auditorio74. Si Rojas, después de escribir La C elestina, parece haber tomado el primer camino, Villalobos tomó claramente el segundo. Acentuan­ do su condición de judío, haciendo filigranas con sus características de converso, jugando al máximo su papel, entretenía a su noble clien­ tela al mismo tiempo que actuaba como su médico. Para citar sola­ mente uno de los muchos comentarios que se le atribuyen cuando habla de su cobardía, dice, «Yo que era el mayor judihuelo de mi p u eb lo ...»75. Y con todo, al mismo tiempo podemos sentir en sus 17 Ver Curiosidades bibliográficas, BAE, vol. 36, p. 444. 73 Réflexions, p. 101. 74 El Bachiller Sanabria se defendió contra varios cargos de descuido verbal diciendo que era hombre de «muchas chocarrerías y burlas con los amigos». Por otra parte, para el fanático Juan de Padilla, conocido como «el Cartuxano», esta disculpa, si la hubiera escuchado, hubiera sido tan repren­ sible como la ofensa. En su Retablo de la vida de Cristo envía concretamente a los chocarreros al infierno junto con otros Judas conversos que «venden a Christo». Ver Cap. VIII, n. 120. De una manera parecida, pero más compa­ sivo, Fray H e r n a n d o de T a l a v e r a , en su Breve forma de confesar, p. 3 0 , trata largamente «el pecado de la ironía o de disimulación». 75 Para muchos conversos —los poetas Rodrigo de Cota y Antón de Montoro son ejemplos conocidos— lo molesto de su situación quedaba ali­ viada únicamente por esta exhibición. Las cartas de V i l l a l o b o s son ricas en comentarios con frecuencia demasiado dolorosos para ser humorísticos. «Yo no puedo negar á V. S. esta maldita naturaleza que saqué de mi nación y tan sucia

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escritos su profundo asco de sí mismo, su asco incluso de la risa que tan bien sabía suscitar16. Los dos, él y Rojas, escribieron sus prime­ ros libros en los últimos años del siglo xv estando en Salamanca, pero desde aquel momento sus vidas tomaron rumbos opuestos, pero no desvinculados. Uno eligió el anonimato, y el otro, una incesante y en definitiva frustrada búsqueda de afirmación personal por el desplie­ gue tanto de su habilidad profesional como de su cómico «personaje fantasma» ante los hombres más poderosos de su tiempo. Después de haber propuesto este contraste esquemático entre las actitudes y biografías de Rojas y Villalobos, he de apresurarme a añadir que un factor significativo derivado del mismo es la calidad y la profundidad de la expresión creadora personal en los dos casos. La C elestina es, entre otras y muy importantes cosas, una coherente y profunda revelación de la vivencia del converso —afirmación ba­ sada no solamente en mi propia interpretación, sino también, como veremos, en sus lectores contemporáneos77— . Una vez que hubo dicho lo que La C elestina dice, ya podía Rojas hacer las paces consi­ go mismo; podía, también, aceptar la propia aceptación de su condi­ ción durante los largos años que todavía le quedara vivir. Pero un Villalobos, forzado a jugar sin cesar con su máscara de chorar re ro (incluso se imagina a sí mismo jugando el papel de Sempronio en la tentativa fragmentaria de diálogo celestinesco que acabamos de menmencionar)7S, no pudo nunca encontrar satisfacciónw. que no la he podido lavar con todo el Jordán y el Espíritu Santo encima dél» (Algunas obras, p. 21). La crítica oculta va contra los cristianos que no creen en la eficacia de su propio sacramento del bautismo, pero al mismo tiempo hay una nota de perversa autoflagelación. Para más estudio y ejemplos, ver C a r o B a r o j a , I , 284-292. 76 En su Tratado de la gran risa, V i l l a l o b o s describe la circunstancia de un humorista en la Corte de la siguiente manera prequevedesca: «Esta risa es propiedad de una alimaña que se llama la corte. Este es un animal que siempre se anda riendo, sin haber gana de reír; tiene dos o tres mil bocas, todas muertas de risa, unas desdentadas como bocas de máscaras, otras colmi­ lludas como de perros, otras grandes como calaveras, que descubren de oreja a oído, otras fruncidas como ojales de botones, otras barbudas y otras rasas, otras masculinas, otras vocingleras y otras roncas y otras gomitonas...» (Cu­ riosidades, p. 454). 77 Ver Cap. VII, nn. 16-21. 78 Después de una serie de intercambios jocosos, algunos de los cuales nos recuerdan el estilo del Acto I, hay un aparte parcialmente comprendido como en La Celestina: «Duque.— ...e n mi seso estoy de haceros mercedes, como os las he hecho, más por vuestra buena razón que por la física. Doctor,—Tal salud os dé Dios como vos me habéis hecho las mer­ cedes, y aún como me las haréis. Duque.— ¿Qué estáis gruñendo entre dientes? Doctor,—Digo, Señor, que Dios dé mucha salud á vuestra señoría por las mercedes que me ha hecho y me hará.» (Curiosidades, p. 446.) 79 Para un atinado y detallado estudio de un autor atormentado por n na

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Me apresuro también a admitir que el contraste no es absoluto. Rojas, contrariamente al autor de Lazarillo d e T orm es, no eligió el camino del anonimato total80. No sólo había el acróstico y el autorre­ trato en ei prólogo donde el autor se presenta como autor preocupa­ do, intelectual y timorato (al tener que presentarse, se sirvió de esa máscara convencional, pero no necesariamente falsa), sino que ade­ más, como hemos visto, era conocido como «el que compuso a Ce­ lestina» durante tres y cuatro generaciones después de su muerte. El hecho de escribir La C elestina (deducimos) supuso un m ín im u m de autoafirmación: «Yo soy el autor, y así soy yo.» Pero al mismo tiem­ po el estilo de su redacción y el modo de vida del que la escribió reflejan un talento extraordinario para el anonimato en cuanto autor y en cuanto ser humano, talento que al menos en parte hemos de vincular a la afirmación de Alvaro de Montalbán: «dixo que nombrava por su letrado al bachiller Fernando de Rojas, su yerno, vecino de Tala vera, que es converso». Esta meditación sobre la vida y el suplicio final de Alvaro de Montalbán nos ha servido, pues, como de pórtico a la situación hu­ mana en que fue creada La Celestina. Esto fue debido menos a que la víctima fuera el suegro de Rojas, que a su existencia típica entre las de muchos conversos de su generación8I. El atributo fundamental de esa existencia se nos revela en las palabras de los inquisidores mis­ mos: la afirmación recogida casi literalmente de que solamente acep­ tarían a un abogado «sin sospecha». La desgracia de esas innumera­ bles vidas que todavía nos gritan desde los archivos de la Inquisición radica no sólo en un sentimiento de diferencia (del género descrito por Sartre) sino todavía mucho más en las nubes de mortal sospecha que les envolvieron. Suspicaces entre sí, objetos de sospecha por parte de todo el mundo, los conversos vivían en un mundo en que no se podía contar con ninguna relación humana, en que una frase impre­ meditada podía traer una humillación indecible y una insoportable tortura. Era un mundo en que había que estar constantemente obser­ vándose a sí mismo desde el punto de vista ajeno, el de los acechado­ sucesión de roles insatisfactorios, ver J . R. A n d rew s, Juan del Encina, Berkeley, Cal., 1959. 80 Ver mi «Death of Lazarillo», anteriormente citado (n. 55). 81 Me refiero particularmente a aquellos individuos mal adaptados, sor­ prendidos e imprudentes, cuyas diversas indiscreciones constituyeron el ne­ gocio de la Inquisición durante sus primeras décadas (ver n. 21). Muchos otros contemporáneos suyos fueron sospechosos por un fervor contrario a su «Acá toviera bien»: erasmístas intelectuales, alumbrados sensuales, seguidores ignorantes de una variedad de improbables profetas, incluida una jovencitade quince años que insistía en haber visitado el Cielo y haber visto los mártires de la Inquisición en tronos de oro, y otras cosas. Como veremos, es bastante más difícil calibrar las reacciones que describir la común situación de la casta.

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res desde fuera. Era un mundo de simulación y camuflaje interrumpi­ do por estallidos de autenticidad irrefrenable, de lugares comunes rotos de repente por una súbita «originalidad», de máscaras neutrales que se quitaban para revelar las muecas de las caras y las voces ás­ peras del disentimiento. Un símbolo expresivo y harto repetido de esta represión fue el empleado por Raimundo G. de Montes (en su obra A ries, parcialmente autobiográfica): las mordazas y las esposas de hierro que llevaban las víctimas impenitentes al patíbulo a fin de impedir que se dirigieran a la multitud. Estas, nos dice él, eran sola­ mente la contrapartida física de «aquellas mordazas más fuertes que el hierro con las que la Inquisición aseguró su tiranía»82. Los lectores del siglo xx pueden verse propensos a entender las experiencias de Alvaro de Montalbán y de sus compañeros en térmi­ nos de los personajes de Franz Kafka. Sin embargo, aquéllos no tu­ vieron incertidumbre alguna sobre las transgresiones que les pudie­ ron llevar al tormento, ni había en ellos vaguedad alguna sobre la última autoridad a la que estaban sometidos. El tormento físico y mental de estos hombres, mujeres y niños, más que emerger de un vago sentimiento A ngst, era clara y perfectamente definible. Lo mismo que la agonía amorosa de Calisto, su incendio duraba más y era más doloroso que el de ninguna otra llama. Por otra parte, la enorme disparidad de fuerzas entre los que sos­ pechaban profesionalmente y los que estaban bajo sospecha es fami­ liar a nuestra propia experiencia histórica como algo predicho por Kafka. H. C. Lea, el más sobrio y completo investigador del tema, escribiendo en un tiempo en que parecía que este tipo de institucio­ nes pertenecían al pasado, describe la Inquisición de esta manera: «Semejante concentración del poder secular y de la autoridad espi­ ritual protegida con tan poca limitación y responsabilidad no ha sído confiada nunca, bajo ningún sistema a la falible naturaleza huma­ na» A resultas de lo cual, según una descripción del tiempo: «Andam estes mal bautizados tan cheos de temor fera que pella rúa vam voltando os olhos se os arrebata, e com os corafoes yncertos e como a folha de aruore mouedi^os caminham e se param atonítos, com temor se delles vem trauar» B4. Contra este monstruo burocrático y contra el número infinito de 82 Artes, p. 5. “ L e a , II, 2 3 3 . 84 S a m u e l U s q u e , Consolagam as tribulagoen* B a r o ja ^ II, 440. Usque hablaba en realidad sobre

de Ysrael, citado por C a r o Portugal, pero la situación de Castilla en las primeras décadas del siglo xvi se le podía comparar perfec­ tamente. El librero talaverano Abrahán García declaró a los inquisidores que un pariente suyo, un Martín Enrique, médico regio en Portugal, le había ur­ gido en repetidas veces a buscar la seguridad en aquel reino, manifestando su sorpresa de que un converso pudiera dormir pacíficamente en Castilla dado que « do estaba en más de vida en cuanto su mozo quisiese».

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ojos y oídos aficionados y profesionales, que le servían como sus órganos del sentido 85, la única defensa del converso particular era evadirse de la multitud, llevar en todo tiempo su frágil y a veces inaguantable armadura de conformidad. Piadosas frases hechas, gestos rituales, calculadas expresiones faciales y exhibición calculada de costumbres dietéticas cristianas, todo ello constituía una especie de negación del yo —pendiente de una incesante autoinspección— den­ tro de la cual se podía esperar vivir desapercibido. Pero dentro de esta concha, la conciencia ardía más, avivada por una obligada aliena­ ción y atizada por el miedo, la vergüenza, el orgullo y, sobre todo, por el resentimiento. Villalobos, que conoció a estos conversos me­ jor que nadie de su tiempo, expresa los sentimientos de los mismos con un rasgo estilístico típico. Comentando una carta de un amigo francés, escribe: «dixe entre mí [con sorpresa]: este noble señor con­ migo habla; parece que me responde; el romance es de puro caste­ llano, la retórica es de toscano, la prolixidad de siciliano, la venganza, de marrano; los disparates, de é l» 66. El resentimiento y la venganza no son sentimientos que hayamos de atribuir a las criaturas desesperadamente atormentadas de Kafka pero, como veremos, parece que sí subyacen en ciertas observaciones hondamente maliciosas de C elestina. Concediendo que tal reacción ante la vida y el mundo es, por definición, negativa, solitaria, antipáti­ ca, y en la mayor parte de los casos improductiva, prestémosle no obstante simpatía y comprensión. Comencemos por aceptar la invita­ ción de Francisco Márquez a meditar «sobre el sinvivir de aquellas existencias aupadas sobre una mentira inicial y que podían derrum­ bar el soplo de un delación, de cualquier cominería nacida de alguna inconfesable envidia o resquemor»87. SÍ lo hacemos asi, y somos capaces de recorrer los siglos con animo de captar refajos de aque­ llas ardientes conciencias, podemos aprender otra cosa distinta. Y es esta cosa distinta lo que importa: podemos comprender cómo fue posible a Fernando de Rojas utilizar su situación de una forma crea­ dora y positiva, convertir, en otras palabras, su resentimiento en ironía. O, como observa el filósofo español, José Ferrater Mora, 53 L l ó r e n t e , en su Memoria histórica, y C a s t r o , en La realidad, citan el juicio cautelosamente expresado del historiador jesuíta P* juap de Mariana en el sentido de que el aspecto más impugnable de la Inquisición no era el traspasar los pecados de los padres a los hijos, ní la denuncia secreta, nt si­ quiera la pena de muerte por infracciones menos importantes. Peor que esta lista cada vez mayor de iniquidades institucionales era «que le s quitaban la libertad de oir y hablar entre sí, por tener en las ciudades, pueblos y aldeas personas a propósito, para dar aviso de lo que pasaba, cosa q u e a l g u n o s tenían en figura de una servidumbre gravissima y a par de muerte». Keattdaa, 1* ed-, I, p. 509. 36 Algunas obras, p. 9. 87 Investigaciones, p . 7 9 .

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«La ironía emerge sólo cuando la vida humana existe, individual o colectivamente, en un estado de "crisis”... Si en el fondo de todo estado de crisis humana hay una especie de desesperación, puede admitirse que la ironía, cualquiera que sea su forma, es un modo de escapar, o tratar de escapar, de esta desesperación»ss. Si podemos llegar a entender el sentido de estas frases de Ferrater no sólo con nuestra razón, sino con nuestra vida, si podemos de esta forma llegar a participar con la imaginación en la desesperación de Rojas, habre­ mos, por fin, comenzado a responder la pregunta que venimos hacien­ do: «¿Cómo fue posible La C elestina?» La c á r c e l

A modo de epílogo podemos echar una breve ojeada al interior de los muros impenetrables de la cárcel de la Inquisición de Toledo. En 1525, cuando Alvaro de Montalbán se vio obligado a residir en ella, habla un número considerable de otros presos cuyos casos indi­ viduales —a pesar de la resignación senil o del confinamiento solita­ rio— bien pudieron llegar a su horrorizada atención. De los sumarios de los procesos y de los «soplos» que incluyen, bien sean de los presos que trataban de conseguir el favor de los inquisidores o de los m oscas profesionales, pudiera parecer que toda la institución estaba envuelta en rumores, ecos, voces, cuchicheos subrepticios y señas desde las ven tan asP o strados en la agonía e incertidumbre, los indi­ viduos acusados encontraban en sí mismos un irresistible impulso hacia la comunidad. El consejo de los que habían sufrido interroga­ torio y tortura, las noticias del mundo exterior y de las familias, traídas por los que seguían ingresando en la cárcel, los avisos contra un testimonio que pudiera traicionar, y sobre todo el mero solaz del diálogo eran por sí mismos indispensables y daban al lóbrego aloja­ miento más la apariencia de un club infernal que de un hotel imper­ sonal. De todos modos, haya o no participado Alvaro de Montalbán s® Tres mundos, Barcelona, 1963, p. 137. • 39 pr° ces?s de Abrahán García (1514) y del médico bachiller Fran­ cisco de San Martin 1537, Inquisición de Toledo, p. 229) reveían mejor que otros varios que he leído este aspecto de la existencia en la prisión. Aparte e las denuncias originales (San Martin se había negado a comer un estofado de lamprea en una taberna de Valladolíd), ambos habían sido perjudicados por una información detallada de su indignación ante su propia situación (ver Caps. IV, n. 22, y III, n . 49). Puesto que no eran judaizantes, difícil* mente podían llegar a creer que fuese posible lo que les iba a suceder o que fuese posible tal regimen. De todos modos, ya que todo lo que dijeron fue delatado por moscas y' compañeros de prisión, sus casos ofrecen una transcrip­ ción fascinante del diálogo de aquella sociedad encarcelada. En el primer pro­ ceso se consigna que «todas las noches los prisioneros gritan las preguntas de vuestras Reverencias en la Ynterrogadón». —

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en aquella camaradería verbal, había otros con él en la prisión, y sus diversas situaciones particulares merecen examen. Aunque distinta de la suya, nos pueden dar perspectivas complementarias para su propio caso e historia. Dos de los presos les fueron seguramente bien conocidos, tanto de Rojas preocupado en Talavera como de su suegro, que padecía con patético desaliento dentro de los muros. Uno era pariente en grado desconocido, Bartolomé Gallego, que había sido un mes an­ tes y cuyo caso se examinará más detalladamente en el capitulo VIII. De momento, basta con decir que, sometido a interrogatorio, iden­ tificó a su madre como tía de Leonor Alvarez, y así ■mismo como judío que acompañó a su padre al destierro en 1492, Antes^ de volver primero a su lugar de nacimiento, La Puebla, y despues^ a Talavera, había vivido en Marruecos y Argel y había sido denuncia­ do en realidad por un desliz oral. Había comparado favorablemen­ te la limpieza ritual de los mahometanos con el descuido cristia­ n o 90. La otra era una bruja de la aldea de El Carpió, en las proxi­ midades de La Puebla. Su nombre era Inés Alonso, «la Manjirona», y puesto que, al tiempo de su detención el año anterior, tenía unos noventa años, su reputación en la región y su conocimiento de los bajos fondos de la comunidad local debían ser grandes. Una vez más tendremos que esperar hasta después (capítulo V) para tratar más ampliamente sus actividades profesionales bastante primitivas (muy por debajo del nivel alcanzado por Celestina)91. Lo que ahora^ nos interesa es sugerir que los dos debieron ser compañeros muy incómo­ dos para Alvaro de Montalbán. Se puede suponer que se apartaría de ellos lo más posible, confiando desesperadamente el no verse envuelto con ellos bajo ningún respecto. El que su nombre pudiera salir en los interrogatorios a que fueron sometidos sólo haría empeorar las cosas. Como sabemos, los inquisidores sugerían a veces posible clemencia a los encarcelados que dieran detalles del pasado de sus compañeros y estuvieran dispuestos a informar sobre ellos. ^ Un preso de Toledo, cuya culpa principal no era distinta a la del propio Alvaro, era un tal Francisco Alvarez, fichado como «portu­ gués» 92. Encarcelado por primera vez en 1522, manifestó mas ade­ lante a un amigo que había estado detenido durante tres años tenien­ do sólo una silla para dormir. Exagerando todavía más la iniquidad inquisitorial, el resentido e imprudente ex presidiario llegó a decir que su única culpa era haber llevado camisas limpias los sabados y que los testigos de cargo eran tan sólo conversos miedosos cuidado­ samente adoctrinados por los inquisidores. Por este crimen de violar 90

S errano

y

S anz,

pp. 252-255.

91 Vidas mágicas, II, 12-16. 52 Inquisición de Toledo, p. 162.

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«e l secreto» (esto es, de hablar a otros de la experiencia personal con la institución) fue detenido en 1531 y luego condenado, si bien se desempolvaron de los archivos buen número de otros c a r g o s E n t r e ellos, y al parecer el que dio comienzo a sus penas, había una indis­ creción impremeditada del género arriba expuesto. La ocasión fue Un l u-pU? S°bre la autenticidacl de una «carta de pago» que Alvarez no había firmado, pero que otra persona le había atribuido a é l Des­ pués de examinarla en presencia del alcalde, explotó diciendo: «¡juro a Dios tan falsa es como la fe de Dios!» Y luego (como el desventu­ rado medico que había gritado que los evangelistas eran unos embus­ te ro s)^ apresuró a corregirse; «tan falsa es como el diablo». Difícil es decir si esta blasfemia fatal se debió al descuido de un acceso de ira o si fue resultado de un desliz freudiano provocado por la palabra Dios en la primera cláusula; pero, como en el caso de Alvaro, una vez que estas palabras fueron pronunciadas y pasaron a constar en su ex­ pediente, Francisco Alvarez ya no podía negarlas ni olvidarlas. . finalmente, según los documentos vistos por Lea, la famosa Fran­ cisca Hernández, cuyos poderes de seducción física y espiritual fue­ ron el escandalo de la época, pasó uno de sus varios períodos de encarcelamiento en la misma prisión en 1525 9\ Puesto que más tarde tendremos ocasión de mencionar el culto ferviente (particu­ larmente entre los creyentes más o menos heterodoxos) que ella ani­ mo y exploto, no son necesarios más comentarios sobre este punto Lo importante es que este muestreo al azar de la población encar­ celada (el archivo es desesperantemente incompleto) ilustra la amplia varieda ddeitpos de delincuencia representadas por los tristes compa­ ñeros de Alvaro de Montalbán. Brujas, indefensos, personas vueltas del exilio que habían probado las tres religiones, escépticos amargados y. °f , ^ue sabian como medrar al amparo de la exaltación reli­ giosa de la época, estaban hacinados juntos detrás de los barrotes de lo que literalmente bien puede llamarse su penitenciaría.

condenado en 1537, aunque la sentencia no se concreta en el exüediente, Entre otros cargos hay quebrantamientos del ayuno y abstinencia de „ que slSue; «Wue alabando a uno por muy agudíssimo dixo ouer¿k c h r ¿ o e.>l’ab'a did,° qu Cancionero castellano del M “ d lld >

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“ 5 «La fresca yra y saña / no es luego de exsecutar. / Déxala un poco

r l T f , ' ef T S “ n tlento maña- / El que en sí no tiene tiento / con la nueva turbación / de la tu insultación / haurá doble sentimiento; / dexa . ^ >Sl Peligro non es cercano; / después con manso dulzor / pmnl J 0 r 7Síma>>, p. 596.) La misma palabra «amansar» {no empleada en La Celestina) aparece en otra semejanza remota: «ca non ay dolor que non canse / e que el tiempo non lo amanse: e non lo faga cesar» {p. 586).

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Toda fortuna se vence sufriendo, digo sufriendo en esta manera, con la paciencia, que muy plazentera es al señor non contradíziendo, sus justos juizios e fírme creyendo, que lo mal obrado con razón padece, o sí Dios le tienta sufriendo, meresce assí de fortuna triunphar venciendo... n6.

Una categoría final es la de la instrucción religiosa y la piadosa edificación. Tres de estos tomos —los Evangelios y Epístolas} la Flos Sancionan y el R etablo d e la vida d e Cristo— encabezan el inventa­ rio y al parecer ocupaban un lugar destacado en los anaqueles. Pero otros dos —un Confesionario y los Diálogos Christianos, de Pérez de Chinchón— fueron incluidos, quizá por descuido, entre los volú­ menes profanos. Las únicas otras indicaciones de orden bibliográfico son cinco historias y crónicas agrupadas no lejos de éstas y de los libros de caballería (que forman con dos interrupciones desde Amad'ts a Platir nueve tomos más). En vista de este lugar de honor (así como de nuestras anteriores suposiciones sobre el esceptimismo de Rojas) será necesario examinar estos libros piadosos con algún detalle. Es imposible saber si la fe que parecía implícitamente rechazada en La Celestina fue apoderándose paulatinamente del alma de su autor, o si, como fue el caso de otras familias de conversos, los padres creían necesario apoyar el engaño de su conformismo no sólo por lo que co­ mían, sino también por lo que leían. Tal es el problema planteado por la posesión por Rojas de estos volúmenes. Lo que cabe decir con certe­ za es el hecho de que no hay nada en la biblioteca (ningún Antiguo Testamento en español, por ejemplo) o en La Celestina misma que indique un judaismo clandestino. Los E vangelios y Epístolas, puestos en «romance» por el con­ verso y abogado aragonés Gonzalo García de Santa María, es una colección glosada de material evangélico dispuesto según determina­ dos domingos y fiestas. Traducido en 1484 de la Postilla su p er epís­ tolas e t evangelia, de Guillermus Parisiensis (1437), parece haber que­ rido servir tanto a los predicadores deficientes en latín como para la lectura semanal en voz alta en el círculo familiar. El autor espera de modo explícito que cada uno «en la intimidad del hogar» vaya apren­ diendo los dichos («In illo tempore dixit Jesús...») y los hechos de su Salvador al ritmo de la celebración litúrgica. El mismo didactismo temporal aparece en la traducción de la Flos Sanctorum hecha por fray Pedro de la Vega, versión que parece haber sido la más di­ fundida entre las varias que circulaban 117. Día a día y mes tras mes, 116 Ibtd., p. 604. 117 Ediciones que llevan este título (y no el de ha Leyenda de los sanctos:

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el aprendiz de cristiano —ya que no sólo los conversos, sino todos los cristianos, son por definición aprendices— era instruido en las cosas que debía conocer, creer y acatar en el culto. Contrariamente a la multitud de las familias de clase baja social de origen judío o morisco, cuya ignorancia abismal de su nueva «ley» tanto preocupaba a fray Hernando de Talavera, los Rojas evidentemente se creyeron en el deber de entender sus compromisos. Tal lectura —así como su funeral rigurosamente convencional y las ofrendas piadosas de las que hablaremos después— era parte del precio para poder sobrevivir. Más interesante para nosotros que estos compendios comunes era el Retablo d e la vida d e Cristo (1485) 1B, que circulaba amplia­ mente, y cuyo autor era Juan de Padilla, conocido como «el Cartuja­ no». Inspirado probablemente en un modelo alemán n9, Padilla dirige muchas de sus «coplas de arte mayor» a un público formado por los nuevos conversos que en 1492 habían preferido el bautismo al exilio. La explicación («¿Por qué quiso Dios que fuesse su madre casada?»), la acusación («Hereje maldito, cruel zizañoso, / dentro judío, de fuera cristiano, / mira dañado muy más que pagano / este misterio muy maravilloso: La Trinidad») y la persuasión («O ciegos incrédulos, veys y no veys / la fe de tan sanctos e dignos testigos... que revelan la verdad de nuestra Católica religión») glosan la biografía sagrada mientras el poeta predicador se exalta cada vez más. En su implaca­ ble fanatismo, el Retablo expresa la furia religiosa de su época y, con ello, nos ayuda a comprender el escepticismo igualmente implacable de La Celestina y el Lazarillo. En cierto sentido podemos creer que se trata de una especie de anti-Celestina, escrito por un converso casi esquizofrénico acerca de sus antepasados. En una estrofa, Padilla alaba el rito de la circuncisión o «la gran dignidad del precepto mosaico», y en la siguiente se regocija en la diáspora y dice que los adversarios de nuestra fe «merecen... yr todo ahechos a las hogue­ ras que son temporales» 12°. Sólo podemos conjeturar la reacción de

la qual se llama historia lombarda, Burgos, 1500, y Madrid, 1525) fueron edi­ tadas en Santiago, 1483, y Madrid, 1525. U£ J. S i m ó n D ía z , Bibliografía de la literatura hispánica, vol. III, Ma­ drid, 1953, registra nueve ediciones durante la vida de Rojas, y siguió reedi­ tándose a lo largo del siglo xvi. U9 Ver Erasmo, I, 52. 120 El continuo tránsito de Padilla desde el pasado evangélico al present dominado por el odio puede ilustrarse por dos ejemplos más tomados del tercer «Retablo». Todos los sorprendidos realizando «cerimonias de la jude­ ría... merecen... yr todos ahecho a las hogueras que son temporales». Luego arremete contra los que hoy, lo mismo que Judas en su tiempo, continúan traicionando a Cristo: «Venden a Christo mercantes traperos / y los alqui­ mistas también sobre todos / y los echacuechos con formas y modos / y mas los ypocritas y chocarreros.» «Echacueros» parece ser una corrupción de «echacuervos», que significa «alcahuetes». Otros mencionados son los «he­ chiceros» y los «logreros». Todo lo cual equivale a decir que los «conversos»,

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Rojas ante tan apasionados excesos. Pero no es probable que le per­ suadieran a creer que el cristianismo era una religión de amor y ca­ ridad, Hombres como Padilla, a quienes Rojas conocía demasiado bien, eran los enemigos más feroces de su raza, y era necesario enten­ derlos, aunque no fuera más que con el propósito de defenderse de ellos. Los dos últimos libros religiosos, un Confesionario y los Diálogos christianos contra la secta m ahom ética y la pertinacia d e los judíos (Valencia, 1535) m, del erasmista Bernardo Pérez de Chinchón, son muy diferentes. El Confesionario es difícil de identificar, pero, sí era —como muy bien pudiera haber sido— la B reve form a d e con ­ fesa r m , de fray Hernando de Talavera, la familia Rojas hubiera en­ contrado en ella una instrucción útil para su conducta y su fe. Diri­ gido directamente a los lectores conversos, pero con una comprensiva firmeza que contrasta extrañamente con la obra de Padilla, muchos de los pecados explicados por Talavera nos son ya familiares: la discu­ sión entre laicos de cuestiones de fe 123, el trato familiar con judíos124 y (como Alvaro de Montalbán) el esquivar la misa en la iglesia pa­ rroquial. Por otra parte, en defensa de los que a la fuerza han perdi­ do su ley tradicional, declara que el demasiado celo de algunos ecle­ siásticos que bautizan a adultos que no han sido instruidos en su nueva fe durante un período que ha de durar por lo menos ocho me­ ses, es también pecado. Fray Hernando, converso y fervoroso d is­ iden tíficados por sus ocupaciones y actividades típicas, merecen el castigo impuesto a Judas. 121 Erróneamente identificado por los editores del RFE como «catecismo de la época», este libro es descrito por B a t a i l l o n (Erasmo, I , 331), y más detalladamente por Bonilla («Erasmo en España», RH, XVII, 1907, págs. 466­ 469), ya que el autor, según parece, era un traductor subrepticio de Erasmo. 122 Esta obra queda ahora como una sección de la Breue y muy prouechosa doctrina de lo que deue saber todo christiano, con otros tratados muy prouecbosos, de Talavera, impresa antes de 1500 y que se puede encontrar en la BAE, vol. XVI. Sin embargo, como señala Haebler, un examen tipo­ gráfico indica que los tratados individuales están impresos separadamente y probablemente así distribuidos. Más tarde, el impresor parece haber encua­ dernado el stock que sobraba con un nuevo «título y tabla común» en la forma en que sobrevivió. _ _ 12i «Peca el que cree las cosas de la Santa Fe no porque Dios las dijo y las manda creer, mas por razones naturales que al su parecer convencer a creer; por manera que si las tales razones no le convencíessen, no creería.» O también, «Pecan los que delante cristianos simples, que no son por infieles o hereges temptados cerca de la fe, disputan della» (pág. 4). Como vimos, Pedro Serrano fue castigado precisamente por este pecado. ^ 134 «Pecan los no muy firmes en la fe que gran familiaridad tienen con los infieles.» Escribiendo antes de 1492, Fray Hernando^ llega hasta proponer una rígida segregación. Condena la presencia de^ los criados y amas de cría cristianos en los hogares judíos, el uso de médicos judíos, comadronas y farmacéuticos, así como los baños mixtos.

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tíano lo mismo que Padilla, presentaba un ejemplo opuesto de hu­ mana comprensión hada aquellos a quienes se dirigía. En la actitud de Bernardo Pérez de Chinchón hacia el no creyen­ te, aunque igualmente tolerante y caritativa, vemos menos las adver­ tencias prácticas que un interés irreprimible por precisamente ese tipo de argumentación religiosa que fray Hernando de Talavera encontraba peligrosa. Los Diálogos, de los que hoy existe tan sólo un ejemplar U5f van dirigidos contra la idea (ya mencionada como co­ rriente entre círculos medio convertidos) de que moros, judíos y cris­ tianos «cada uno se puede salvar en su ley, el judío en la suya, el Christiano en la suya y el moro en la suya». Apoyado en su experien­ cia de predicar a la población morisca de la costa levantina de Espa­ ña (era canónigo de Gandía), el autor inventa una serie de conversa­ ciones razonables y desapasionadas con «Joseph Zumilla mi maestro en aráuigo» en las que prueba que sólo el camino de Cristo lleva a la salvación. El problema real es encontrar la senda dentro de uno mis­ mo. Las «guerras y armas» pueden forzar la conversión y regular la conducta; pero, como afirmó Unamuno en una ocasión tan tremenda como famosa, nunca pueden llevar a la convicción interna. Sólo una llamada a la facultad de la comprensión racional compartida por «todo linaje... y estado de personas» 126 puede superar la desgracia de haber sido educado en una fe errónea 171. «Dios mismo —observa Pérez de Chinchón en términos que habrían parecido heréticos a los inquisidores de Pedro Serrano— quiere que su ley sea examinada, discutida y probada por la razón» m . Los argumentos empleados son 125 No puedo hallar rastro de una edición valenciana de 1534, vista por J. P. F u s t e r , al compilar su Biblioteca valenciana, Valencia, 1827-30. Pero he leído un microfilm de la edición de 1535 existente en la Staatsbibliothek de Munich; Diálogos chrisfíanos contra la secta mahomética y contra la pertinacia de los judíos compuestos por el maestro Bernardo Pérez de Chinchón: obra nueuamente compuesta muy útil y prouechosa. El impresor fue Francisco Díaz. La numeración de los folios no es sistemática. m «... ní por parte de ser hombres nos devemos recelar el uno del otro pues el entendimiento humano es amigable compañero desseosso del saber y amigo de la verdad, y hazer lo contrario es ser el hombre más fiera que no hombre». Eáte rechazo de la conciencia «conflictiva» de casta en favor de la hermandad de la razón despertó sin duda reacciones interesantes en el autor de La Celestina, libro igualmente alejado de la cerrazón del espíritu pero carente de confianza en el homo sapiens, Pérez de Chinchón parece haber sido un converso sincero que en unas cuantas observaciones indica la admiración por sus antepasados (los Macabeos eran «mártires»), pero que, al mismo tiempo, en contraste con los preceptos cristianos, juzga la forma de vida judía como una. «ley pesada». 127 Pérez de Chinchón comienza por observar que nadie debe ser conde­ nado por creer aquello que le han enseñado a creer: «Cosa clara está que todo hijo naturalmente ama y sigue la doctrina y crianza de su padre». 128 «El mismo Dios quiere que su ley se examine y platique y averigüe conforme a la razón...» O también: «'l'atita es la excelencia de la razón humana quando está fuera de malicia que puede juzgar de las cosas divinas.»

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los tradicionales (basados en su mayor parte en las profecías del An­ tiguo Testamento sobre la vida del Mesías) pero la actitud de to­ lerancia y serenidad desplegada a lo largo de la obra es digna de destacar. De aquí quizá lo útil y lo placentero de este libro a una persona que se encontraba en la postura de Rojas. ¿Meditó seriamen­ te el autor de La Celestina —preguntamos nosotros— sobre la razón de la sinrazón teológica durante sus últimos años? ¿O simplemente utilizó los Diálogos como una fuente de argumentos aceptables, cuan­ do no podía esquivar aquel apasionante tema de conversación? Una vez más hemos tenido que resistir la tentación de simplificar dema­ siado la España y la secreta conciencia de Fernando de Rojas. Tal era, pues, la biblioteca personal del autor de La Celestina 13°, biblioteca dedicada principalmente al consuelo y alivio de las amena­ zas y preocupaciones de la existencia cotidiana que Guevara vio como la función principal de la lectura. Reconociendo los riesgos de los juicios positivos basados en factores negativos (los libros que pudie­ ran haberse encontrado en el inventario), no obstante distinguimos en ella más interés por los libros de caballería que por Erasmo, más de­ leite en la lengua vernácula que en el lenguaje del humanismo. Unos pocos libros —notablemente el Quereta pacís— reflejan una cons­ tante meditación sobre el tema de La Celestina. Otros representan una selección típica de la buena lectura (moral, ejemplar, informa­ tiva) y de los buenos escritos que se encontraban en aquel tiempo. Pero, tomada en conjunto, la biblioteca delata lo que pudiera lla­ marse un sentido «arquitectónico» de la afición a la lectura: puer­ tas de evasión (al pasado, al extremo Oriente o a los horizontes de la 125 El escritor cree que los exponentes del nuevo saber han abandonado lamentablemente la vieja tarea de defender la fe y de combatir credos extra­ ños: «Mueren algunos por anotar a Plinío, sudan por declarar a Virgilio, tra­ bajan por metrificar epigramas y versos de amores, y ninguno se excita por estírpar este error de Maboma que tanto cunde.» Sólo él —aunque indigno— quiere continuar la tradición de Lulio y probar apoyado en las profecías del Antiguo Testamento que Cristo fue realmente el Mesías. Como se señala al principio, puesto que los mahometanos aceptan el Antiguo Testamento, no pueden rechazar esta argumentación sin más ni más. 130 Un tomo no mencionado arriba es el Jardín de las nobles mujeres, de fray M a r t í n d e C ó r d o b a , Valladolid, 1500, registrado en el inventario de 1546. Como espejo de princesas dedicado a Isabel, al ser impreso se convirtió en un compendio de piadosos y decorosos consejos para un público de jóvenes literatas. Se aconsejaba aquí a Leonor Alvarez cómo había de hablar («Mucho hablar y mucho callar... son vicios de la lengua»), caminar (« ...n o sea mucho apriesa ni mucho de vagar, ni andando quebrar el paso que es una manera de lozanía y significa liviandad»), y vestir («cada una según su estado»). Sí Rojas lo leyó, pudo haberse complacido en las observaciones sobre los cos­ méticos: «... no hayan en sí ningún afeite sofístico ca esto es ilícito y siempre es pecado cuando la mujer procura parescer más hermosa de lo que es, po­ niendo albayalde y arrebol, azafrán y alcohol y otras posturas deshonestas.» Cito de la edición facsímil de Toledo, 1953,

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imaginación) y muros de tópicos y formación religiosa detrás de los cuales el espíritu escéptico podía encontrar reposo. Más que luchar por remodelar el cristianismo a la medida de su propia tradición, Ro­ jas y su familia —así lo suponemos— prefirió aprender lo que se esperaba de ellos y a conformarse a lo que habían aprendido. Una vez realizado esto, ya podían permitir a su conciencia vivir (o morir a lo Unamuno) en la libertad sin precedentes que ofrecían los libros impresos131. A modo de epílogo, podemos observar que la biblioteca tal como quedó registrada en el inventario, no permaneció mucho tiem­ po intacta. En 1546, después de la muerte de Leonor Alvarez, fue dividida juntamente con el resto de los bienes entre los hijos. Por lo que se refiere al inestimable ejemplar de La Celestina (valorado en el segundo inventario en 10 maravedíes) fue, sin discusión, a Alvaro el escribano. El licenciado Francisco que, como hijo mayor, tenía la primera opción, no se la llevó; y esta decisión suya bien pudiera haber sido la causa de no incluirla entre los pocos libros que aún siguen en posesión de su descendiente directo, don Fernando del Valle Lersundi. Cuando en 1580 murió el licenciado durante una visi­ ta a su hijo, éste trajo a Valladolid los muebles y los bienes domés­ ticos que estaban en buenas condiciones y se podían trasladar. Entre ellos estaba la biblioteca de su padre y los libros que en ella queda­ ban de la de su abuelo. El resto, principalmente las enormes tinajas y su contenido, así como los utensilios usados y los muebles medio rotos, fueron puestos a subasta. Uno no puede menos de preguntarse qué hizo Pedro Hernández, el pescador, con «un estante de libros» que adquirió en una puja por ocho reales m . «C ada

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nouedades

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o ym o s»

Rodeadas por la «fábrica y fortaleza» de las murallas de la ciu­ dad, así como por las de sus casas, las vidas de Fernando de Rojas y de su familia parecen sigularmente protegidas, inmunes a la his­ toria. Por otro lado, como ya hemos observado varias veces, precisa­ mente por su veneración del orden y de la repetición ritual, él y sus contemporáneos se daban perfecta cuenta de la mutabilidad y del cam­ bio. Vidas que intentaban convertirse en «retablos de su propio exis­ t í El tamaño de ta biblioteca (aparte de las obras legales, los dos inven­ tarios registran 62 volúmenes) era respetable en aquella época. L . F e b v r e y H. J. M a r t i n . , en Vapparition du livre, mencionan ciertos hombres de toga de París que hacia 1520 poseían muchísimo más (pág. 399), pero la colec­ ción de Rojas parece bastante amplia para un abogado talaverano. Luego, además, tenía sin duda amigos locales con los que podía intercambiar los libros. ™ El 22 de enero de Í58Í, VLA 33.

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tir» tenían aguda conciencia de «que desde la primera edad hasta que blanquean las canas» estaban envueltos en litigio y sometidos a ia fortuna tanto desde dentro como desde fuera. La catastrófica de­ rrota biológica a la que todo hombre está abocado encontraba su compensación en la fe o —para los hombres sin fe— en la misma ínevitabilidad. Pero la historia que rondaba desde fuera, en las len­ guas de los vecinos, aterrorizaba porque era arbitraria, imprevisible, empujada por las pasiones o accidentes siempre cambiantes. Estas eran fuerzas contra las cuales los muros sólo ofrecían una débilísima defensa. Más allá de la vecindad, había zonas de lucha más importantes para la historia: la municipalidad, la provincia, el reino y el continen­ te. Y aunque no tan inmediatamente peligrosos como una riña con la familia cristiana (o conversa) de al lado, la muy desarrollada sensi­ bilidad de los conversos hacia los tiempos cambiantes creaba un inte­ rés sin precedentes respecto a las noticias impersonales. Pero esto no estaba limitado a su casta atormentada. Como pone de manifiesto Pierre Sardella, una conciencia y un interés general por las noticias parece haberse extendido desde Italia sobre el resto de Europa a fina­ les del siglo xv y principios del x v i133. Rojas vivió en un tiempo en que los «titulares orales» empezaron a divulgarse, en que empezaban a interferir en la vida diaria con toda su superficialidad, alarma, os­ tentación y encanto. Más allá del refugio de las paredes y de la rela­ tiva seguridad y orden de la vida doméstica, mil voces en los merca­ dos y en las esquinas se preguntaban unas a otras: «¿Habéis oído...?» Sardella está fundamentalmente interesado por los cambios histó­ ricos y los progresos técnicos — incremento del comercio, mejoras en los transportes de mar y tierra, la imprenta— que dieron urgencia y prominencia sin precedentes a las noticias internacionales. Insiste largamente en los efectos de las noticias sobre los precios y las con­ diciones de vida, y de modo particular sobre la repentina aceleración de la actividad económica originada por la llegada de buenas o malas nuevas. Podemos pensar, por ejemplo, en Jacques Cceur (que tenía sus émulos españoles) y su escuadrón de palomas mensajeras. Sar­ della no reflexiona, sin embargo, sobre un aspecto que interesa de modo especial a los lectores de La Celestina: el impacto de las no133 S a r d e l l a concluye: «C’est au debut de X V P siécle que ía nouvelle étend son pouvoir sur des domables beaucoup plus íarges et plus dífférenciés qu’auparavant, et acquiert un róíe beaucoup plus évident dans la vie des hommes» (Nouvelles et spéculations a Venise au áébut du X VI' síécle, París, 1948, pág. 16). Divina, la heroína de la curiosa Comedia Jacinta, de Torres Naharro (basada en el tema de las noticias), aparece en una postura repre­ sentativa de la época: «Poníase a la ventana / muchas vezes a prazer / con voluntad y con gana / de nueuas nueuas saber» (Propalladia, II, 327).

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ticms sobre el espíritu europeo como último y más fascinante me­ dio de representar la mutabilidad. Mí ejemplo favorito es, por su­ puesto, el diálogo de Sempronio en el acto III (un fragmento suyo es el título de esta sección) que representa el paso del tiempo en una ecuación de las habladurías locales y las noticias nacionales e interna­ cionales. Un pasaje comparable en inglés es la última conversación de Lear con Cordelia en que compara las «noticias de la Corte» y las alzas y bajas del favor real al flujo y reflujo de la marea impulsada por la luna, y no sería difícil encontrar otros muchos parecidos. En ambos casos, el escritor presenta las noticias como una imagen del tiempo, y hasta llega a expresar de manera implícita su placer per­ verso en su paso. ¡El ubi sunt melancólico del siglo anterior se esta­ ba conviniendo en un quid n ovi concupiscente! Como comprendieron tanto Sempronio como Lear, las noticias son fascinantes y transitorias a la vez, como los fuegos de artificio, que fascinan precisamente por su transitoriedad. Las noticias ofrecen una tentación casi irresistible incluso a Tboreau (su frase tantas veces citada, «El tiempo es una corriente en la que yo soy un pescador»} alude a su caminata a pie a Concord en busca de noticias) o a un Bécquer que aguarda impaciente la prensa de Madrid junto al camino en Veruela. Pero volviendo al siglo xvi, es significativo que en dos casos —los dos más o menos contemporáneos de Rojas— duendes familia­ res traen noticias a sus dueños. Hemos aludido ya al médico Eugenio Torralba (con el que Rojas pudo muy bien estar relacionado), cuyo contacto sobrenatural, Zequiel, le anunció la muerte del Rey Fer­ nando y predijo la guerra civil de las Comunidades, En otro proce­ so narrado por Llórente encontramos exactamente el mismo uso del poder oculto. Una monja demente declara que sabía de antema­ no el futuro encarcelamiento de Francisco I, su matrimonio y tam­ bién las Comunidades, todo ello comunicado por un duende llama­ do Balbán1J4. Cuando Pedro Mártir, cuya correspondencia parece un continuo boletín de noticias, escribía que se sentía inquieto y pre­ ocupado cuando se veía privado de noticias us, expresaba una moda de su tiempo. Castilla, ya como parte de Europa y América, no se­ guía meditando, como lo había hecho la generación anterior, en el lamentable paso y duradera claridad de sus varones famosos; por el contrario, sus habitantes —lo mismo conversos que cristianos viejos, 114 L l ó r e n t e , IV, 40 . 135 Debemos distinguir entre la conciencia de noticias en La Celestina y en la de una comedía como Volpone. En esta última, interesada fundamental­ mente por los bienes de la fortuna, las noticias que vienen de fuera son decisivas, mientras que en la primera encontramos por parte de los habitantes un interés igualmente intenso, pero puramente local por la novedad o el chismorreo, que vale tanto como decir las noticias de las relaciones humanas. En ambos casos, sin embargo, las antenas hacia el mundo exterior se menean con avidez.

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pero quizá los primeros con avidez más temerosa— escuchaban con curiosidad las noticias de sus hechos más recientes. La guerra de las Comunidades (1520-21), tan inequívocamente predicha por Balbán y Zequiel, fue la mayor noticia de la época. Fue un amargo conflicto civil que se interpreta normalmente como la representación del último esfuerzo de las ciudades y comunidades de Castilla para defender la soberanía local frente a los grandiosos sueños imperiales y la política sin tacto de la nueva dinastía de los Habsburgo. Por entonces se asignaron también otras causas más inme­ diatas, tales como los nombramientos a rapaces privados flamencos del joven Emperador para altos cargos. Pero políticamente hablando, la ex­ plosión de la violencia local y de la anarquía repentina e imprevista (excepto para los que se servían de la ayuda sobrenatural) ha sido ex­ plicada por los historiadores como un esfuerzo por cambiar la corriente de los acontecimientos y defender los tradicionales privilegios medieva­ les y la autonomía municipal frente a las exigencias de la corona. Más recientemente, José A. Maravall ha estudiado la revuelta en el contex­ to del desarrollo social y económico de la Europa occidental: es decir, el crecimiento de la burguesía y la evolución del poder parlamenta­ rio. Cree Maravall que los comuneros eran, hablando en general, la contrapartida castellana de los «squires» y mercaderes ingleses que buscaban un rol político correspondiente a su naciente poder econó­ mico. El que no pudieran imponerse y la misma abyección de su de­ rrota total, había de ser la desgracia histórica de España 136. Hay ciertamente algo de verdad tanto en las interpretaciones neomedievales como protoeuropeas de los acontecimientos. A pesar de sus diferentes matices, no son contradictorios. Sin embargo, como ha observado Américo Castro (a base de una extensa documentación del siglo xvi), detrás de la violencia yace una tradición, no sólo de conservadurismo institucional o de evolución institucional, sino de guerra sangrienta de castas. Hombres como Femando de la Torre, el converso rebelde de Toledo, y los que pertenecían a los turbulentos «partidos» políticos conversos en tiempo de don Alvaro de Luna, fueron los auténticos precursores de los Comuneros. En cuanto a los cristianos viejos (burgueses enojados por los impuestos reales, hidal­ gos pobres, e incluso campesinos resentidos que constituyeron la mayoría), en esta coyuntura encontraron intereses en común con los conversos de clase media que todavía gobernaban muchas villas y que durante dos generaciones habían sido la presa favorita del San­ to Oficio. Contrariamente a los amotinados y conspiradores de Tole­ do, Zaragoza y Sevilla allá por los años de 1480 y antes, estos rebel­ des más o menos adaptados y bien establecidos habían aprendido a camuflar sus motivos y a sacar ventaja del desasosiego general. Mo­ 13í

Las Comunidades, Madrid, 1963.

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tivos de interés nacional, de derechos municipales y del poder de las Cortes ofrecían ahora un atractivo aspecto político a los ocultos pre­ juicios de casta. Las viejas querellas habían encontrado un nuevo disfraz. Era, en efecto, una época de disfraces. Como hemos visto en un contexto tras otro (incluido el de La Celestina), la España de Fer­ nando de Rojas estuvo caracterizada por un engaño y una hipocresía de tipo histórico tanto individual como socialmente. No sólo llevaba cada hombre su máscara social como algo normal, sino que ahora volvemos a encontrar una casta que consigue alzarse como sí fuera una clase social. Sí los campesinos cristianos viejos convirtieron su justifica­ do resentimiento económico y político en fanatismo religioso y en virulento prejuicio racista, los conversos habían aprendido a cu­ brir sus propias reacciones a la persecución con un manto de patrio­ tismo y de tradicionalismo burgués. Uno sospecha asimismo que, en muchos casos, ambos aprendieron algo aún más útil: el creérselo 137. Pero los disfraces —por útiles e inteligentes que sean— pueden, o podían penetrarse. Como comentaba, a propósito de una batalla cerca de Toledo, «don» Francesíllo de Zúñiga, el cronista cómico: «En esta batalla fueron hallados muchos muertos sín prepucios»13S. Siendo él mismo converso, Zúñiga supo penetrar por debajo de las causas históricas y autojustificaciones para llegar hasta la médula del odio, la tradición agresiva y vengativa que animaba el movimiento. ¿Cómo reaccionó Rojas ante las noticias de las Comunidades? Juzgando por el escepticismo irónico de La Celestina y por lo poco que conocemos sobre su conducta biográfica, mi sospecha sería que no fue­ ra partidario entusiasta 139. Mientras simpatizaba con los rebeldes, su alienación personal de la historia pudo haberle llevado a estar de acuerdo con su condiscípulo Villalobos. Este (que también percibía el ,J7 Además de «La Celestina» como contienda, págs. 41-67, ver J. I. Gu­ N i e t o , « L o s conversos y el movimiento comunero», Collected Studíes in Honour of Américo Castro’s Etghtietb Year, ed. M. P. Homík, Oxford, 1965, págs. 199-220. En la transcripción de los extensos, coloquios y delibe­ raciones de los vecinos de Teruel aterrorizados por la amenaza de la In­ quisición (ver el fascinante relato hecho por A. C. F l o r i a n o C u m b r e ñ o , «El tribunal del Santo Oficio en Aragón», BRAH, LXXXVII, 1925, pági­ nas 544-605), es ¡significativo que nunca hablan ni siquiera indirectamente de su casta. Superficialmente —y quizá en .muchos casos profundamen­ te— su propia imagen colectiva era burguesa y nada más. Pero cuando después muchos de ellos fueron condenados y quemados, uno se pre­ gunta sín no se quebró esa fachada socioeconómica. «« Crónica, BAE, vol. XXXVI, pág. 14. 139 Hubo un Fernando de Rojas, «vecino de Toledo», a quien en 1522 se le negó la amnistía por su participación en la revuelta {Orígenes, pág. 247), pero, como apunta Menéndez Pelayo, no hay base para afirmar ni la identidad ni el parentesco. El nombre era, como ya sabemos de sobra, bastante frecuente. t ié r r e z

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largo rencor de los conversos en las raíces de la rebelión) 140 se expre­ só de esta manera en una carta de 1520: Otras nueuas no las escribo, porque si hablo contra el Rey seré traydor, y si contra la Comunidad seré puto, porque ya no quieren ahorcar a ninguno sino de los pies 141, y sí hablo contra el tiempo seré herege, porque es delito contra el primer mandamiento, y no faltará quien me lo acuse.

La ciudad de Talavera, a la que Rojas se había vinculado, adoptó una política de neutralidad que reflejaba una actitud cauta similar a la expuesta privadamente por Villalobos. Como recordamos, recibió des­ pués una carta de agradecimiento del joven monarca. Entre los parti­ cipantes en las deliberaciones municipales en ese momento crucial (según Cosme Gómez) estaba el mismo «señor Juan de Ayala» (muer­ to en 1530) 142, cuyas diversas deudas a Rojas son consignadas en el inventario. Este dignatario local, terrateniente y nieto de Fernán Pé­ rez de Guzmán 143, era entonces el «procurador general» y al parecer uno de los más influyentes del consejo 144. El resultado fue que Ro­ jas, sabio en su elección de un refugio apartado de la historia, pudo con toda probabilidad residir tranquilamente en su casa durante estos años y oír hablar de los violentos hechos de los Comuneros como simples noticias, intensamente interesantes pero que no exigían com­ promiso personal alguno. El que la guerra de las Comunidades, más que el descubrimiento de América o las victorias europeas (que ahora parecen de bastante más importancia histórica) dominara el cuadro de noticias, Índica que desde el principio el concepto «noticias» dependía de la relevan­ cia personal y del interés humano. Es noticioso lo que yo me figuro que podía ver o haber visto, aquello en que me figuro estoy tomando parte, o — en la linea del pensamiento de Sardella— aquello que pu­ diera afectar mi vida o mis negocios. Así, la misma batalla de Pavía era menos destacada en cuanto noticia que sus resultados: la cap­ 140 por ejemplo, nos habla de un noble flamenco que, para salvarse, tra­ taba de pasar por castellano y comunero, diciendo «que no cree en Dios a cada paso» {Algunas obras, pág. 47). Como sabía Villalobos, su amigo Jufre había sido atrozmente asesinado por haber llamado a ciertos comuneros «marranos» que merecían ser relajados (Introducción, pág. 33). 141 íbid., pág. 48. Al parecer esta forma de ejecución de la pena capital se aplicaba a los homosexuales. 142 S u testamento se encuentra en S a l a z a r y C a s t r o , doc. 20, 889. Se hace una donación a una hermana, doña María de Ayala, monja del convento de la Madre de Dios. Esto es claramente idéntica a la patrona original mencionada por Cosme Gómez, que entró en la orden en 1518. 143 S a l a z a r y C a s t r o , docs. 20, 888 y 20, 889. Cosme Gómez da una descripción bastante detallada de la prudencia oficial talaverana durante esos años. Uno de los jurados que aconsejó lealtad al joven rey fue el licenciado Alonso Ortiz, que bien pudo ser el testigo de idéntico nombre presente en la certificación del testamento.

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tura y prisión en Madrid de Francisco I. Y el Nuevo Mundo, preci­ samente por ser totalmente nuevo (inimaginable y sin relación apa­ rante con el individuo y su comunidad) constituyó una noticia extraña. Balbán y Zequiel no se molestaron en hablar de elía. Las noticias nacionales que interesaban por su relevancia local incluían el paso del Rey Fernando por Talavera (Pedro Mártir, que iba en el acompañamiento, la llamó una «insigne ciudad»)145, en su camino hacía Madrigalejo, donde murió un mes después. Tres años antes, la comunidad le había demostrado su lealtad enviando 400 peones locales a sus guerras con Francia 146. En 1522, los tala veranos se excitaron todavía más por la accesión y matrimonio de un nuexo duque de Estrada (el título más importante de la región) y por los festejos que lo acompañaron 147. Pero hubo además otro aconteci­ miento, sin duda despreciado por Rojas y sus vecinos como mero chisme, y que había de ser, andando el tiempo, de más importancia para la historia que cualquiera de los anteriores: el nacimiento en 1536 de un hijo natural del reverendo bachiller Juan Martínez de Ma­ riana, deán de la Iglesia Colegial y representante local de la Inqui­ sición m . Aparte de los dos años de las Comunidades, la fuente más impor­ tante de noticias, noticias comunicadas y escuchadas con especial avi­ dez por su interés humano, fue el Santo Oficio. El secreto y misterio que acompañaban sus trámites conseguían el efecto deseado de dar gusto a los chismosos con una especie de titilación horrorizada. Ese tipo de publicidad era el más efectivo. No sólo se podía poner uno en lugar de la víctima («Sólo por la gracia de D ios...»), sino que, además, la incertidumbre y los rumores que acompañaban a los procesos individuales y las pesquisas daban rienda suelta a la imagina­ ción colectiva. Las noticias oficiales que salían cuando los cargos eran leídos y era infligido el castigo en los autos de fe iban precedidas por 145 Epistolario, XI, 204. 146

Jim é n e z

de

la

L la v e , pág. 19 2 .

MT Sa l a z a r y C a s t r o , doc. 27, 345. 148 Este hecho, pocas veces mencionado por los biógrafos de Mariana, está recogido por Cosme Gómez. Entre los deberes inquisitoriales de su padre estaba el presidir la toma de testimonios de testigos talaveranos para enviarlos después a Toledo. Así, en el proceso de Diego de Oropesa, amigo de Rojas, encontramos: «En Talavera a doce días de noviembre de mil e quinientos e diez y seis años, ante el reverendo señor bachiller Juan Martínez de Ma­ riana, deán de la iglesia colegial de nuestra señora Santa María de la dicha villa, juez e vicario general en ella e su arcedianazgo, e en presencia de mi el notario público...» Con toda probabilidad, el deán había sido también un condiscípulo de Rojas en Salamanca, ya que difícilmente podía haber con­ seguido un puesto tan prominente inmediatamente después de su gradua­ ción, y dado que en una carta de 1526 se describe a sí mismo como «verda­ dero hijo» de aquella universidad. R. E s p i n o s a Maeso, «Una carta inédita del licenciado Mariana», BRAE, XIII (1926), 285.

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años de aprehensiones, de discusiones y conjeturas. Contrariamente a algunas otras comunidades, Talavera no fue diezmada con saña, pero proporcionó una serie de casos bien conocidos que se conservan en los archivos hasta hoy. En 1486, por ejemplo, un sacerdote de la igle­ sia de San Martín fue degradado y quemado en la hoguera. La escena está descrita en una crónica de su tiempo: él y otro beneficiado, ...a sí vestidos con sus cálices y libros en las manos, puestos delante el obispo leyendo por un libro en alta voz, les fueron quitando de grado en grado todos los vestimentos, hasta que les quitaron los mantos y hopas y los dejaron en sendos sayuelos. Entonces los entregaron a la justicia seglar; y desde allí les pusieron sendas corolas en las caberas, e sogas a los percue^os; y los llevaron a la vega, donde fueron quemados; y así se acabaron 1W.

Un caso igualmente notíciable (comentado por Lea como famoso en aquel entonces) que ocurrió no mucho después de la llegada de Rojas, fue el de Bemaldino Díaz, otro eclesiástico. Después de ser absuelto de sus cargos de herejía en 1512, usó de su libertad para matar a su acusador cristiano viejo, un rico campesino. Menos por el hecho en sí mismo que por desacato a su autoridad y por el peligro de que los futuros denunciantes podían no atreverse a dar sus testi­ monios, los inquisidores ordenaron que se le prendiera de nuevo. Pero Bemaldino se escapó, huyó a Roma, consiguió la protección papal y el caso suyo fue uno de los pocos que conocemos en los que la au­ toridad papal prevaleciera sobre la de los inquisidores. En el decurso de la contienda jurisdiccional, los inquisidores fueron excomulgados, Bemaldino Díaz fue quemado en efigie y los familiares de éste, en­ carcelados 150. Un mínimo resultado posterior fue la deprivación (mencionada anteriormente como una caída mínima de la fortuna) de Alonso de Arévalo — que más tarde fue protegido y agente de Rojas— de su derecho a ejercer su profesión de gm rdacam pos. Se le había oído aprobar el acto de venganza 151. Otros procesos, aunque menos sensacionalistas, nos sirven para poder presenciar aspectos insospechados de la vida de Talavera. Sa­ bemos, por medio del caso de un bautizado con el nombre de Rodri­ go Jiménez Herrador, de una curiosa subsodedad de alfareros, ceste­ ros y albañiles moriscos (había habido una mezquita y un barrio morisco claramente delimitado en Talavera hasta los años 1470)152 dedicados al mesianismo y a la superstición. Todavía hacia 1530, estos desgraciados supervivientes del pasado (bastante más primitivos F . F i t a , «La Inquisición toledana», pág. 300. 150 Ver C a p . V, n. 45, y L e a , II, 123 y 550. Un defensor contemporáneo del secreto inquisitorial señaló este caso como prueba de su necesidad ( C a r o B a r o j a , II, 311). Ver Cap. IV, n. 31. 152 F . F i t a , «Documentos inéditos de Talavera», BRAE, II (1882), 314. 149

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y maltratados que la mayoría de los hebreos conversos) podían reunir­ se secretamente para practicar ritos medio olvidados, que comenzaban con el lavatorio público de sus partes privadas. Luego, cuando la atmósfera estaba convenientemente cargada y llena de reverencia, uno del grupo entraba en trance y era poseído por un ángel. De éste se decía que había bendecido en varías ocasiones a la asamblea, que ha­ bía prometido conseguir para ella un Corán en español y haber anun­ ciado noticias tan espera nzadoras como la conquista de Venecia por los turcos ,sí. Otro caso que probablemente causó comentarios entre­ tenidos por la naturaleza pública y pintoresca de la sentencia fue el de un joven inglés residente en Talavera. En 1524, este individuo, cuyo nombre había sido hispanizado como Gaspar Guíllén (¿Jasper Williams?) y que al parecer era bilingüe, fue acusado de haber hecho la observación en una taberna de que un grabado en madera de la Virgen que se pregonaba a los parroquianos, estaba tan mal ejecutado que ni siquiera serviría con horror para limpiar los excre­ mentos. Por esta imprudente observación (contada por varios de los piadosos bebedores) fue sentenciado a estar de pie todo un día frente a la iglesia, desnudo hasta la cintura, amordazado y «teniendo en una mano una imagen similar a aquella contra la que había blas­ femado y golpeando su pecho con la o tra...» IS4. En cuanto testigo de tales espectáculos, seguía siendo agudísima la conciencia de Fernando de Rojas de la necesidad de la máxima precaución verbal. Un tercer proceso que nos lleva fuera de la imprudencia ebria de la atmósfera de taberna nos permite escuchar una conversación en un corrillo nervioso de conversos. Sobresaltados, blasfemos y burles­ cos a un tiempo, se trata de un intercambio de noticias y comenta­ rios del tipo de los que Rojas se esforzaba por evitar. En 1535, un tal Francisco López Cortidor fue acusado por un cristiano viejo car­ pintero de que orinaba sobre un crucifijo al mismo tiempo que pro­ nunciaba «No creo en Dios». Por supuesto, ni el relator, nuestro viejo amigo Diego Ortíz de Angulo, ni el inquisidor, el temible Pedro de Vaguer que sentenció a las hijas de Juan de Lucena, estaban do­ tados de la suficiente sensibilidad como para percibir que los dos cargos tenían un sentido profundamente contradictorio. De todas maneras, habiendo sido preso e informado de la acusación, el pri­ sionero hizo la siguiente declaración en su defensa:

Y este testigo, para leuantarme este falso testimonio, devíera de tomar ocasion que estando un día hablando el bachiller guevara y Juan Sevilla, clérigo, arrimados a un poste del portal de la yglesia de San Miguel en la villa de talauera, estauan diziendo de un judio que avia andado por badajoz y por llerena y que traya un capazo de moysen y que hazia mili vellaquerias y el bachiller guevara dixo que tenia un crucifixo en nn entresuelo y le daua con 153 Inquisición de Toledo, pág. 246. 154 Ibid., p. 146,

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orines en la cara y le ponía un trapo suzio en la cara y que le daua al crucifixo con unos cagaxones y el bachiller montenegro 155 que estaua alli presente díxo que daría harto para mas de ocho dias al crucifico y luego se partieron y yo abia llegado antes y abia dicho que me avía hallado en badajoz quando por lo susodicho prendieron al primer honbre que se avia prendido por la santa ynquisicion y que avía huydo un mercader rrico que se llamaba paredes o pariente de paredes y estaua en yelves en portugal y que le avian prendido la muger y que avia dado a un caballero portugués dozientos ducados, lo qual dixe que yo avia oydo dezir y de la dicha conseja y platica el dicho tes­ tigo deviera de tomar ocasion de me levantar tan gran falso testimonio... ,5Ú.

El acusado llega hasta tratar de establecer el prejuicio de su desco­ nocido acusador y da una lista de posibles enemigos comparable a la de Pedro Serrano de La Puebla. Sin embargo, a pesar de su falta de éxito en este juego de sospechas, se las arregló para sustanciar la con­ versación citada arriba y al fin fue absuelto. Uno de los casos más amargamente contestados durante los años de Rojas en Talavera fue el de Luis (Abrahán) García, al que hemos aludido ya en varias ocasiones. En 1514, este belicoso librero y arren­ dador fue preso por un supuesto amigo cuando trataba de huir a Portugal y cayó de nuevo en manos de la Inquisición. Un gran nú­ mero de personas, tanto de dentro como de fuera de la prisión, tenían ganas de declarar contra él. Al poco tiempo, no menos de veintitrés cargos distintos le habían sido hechos, a los que contestó con esme­ rado y tesonero detalle. Este caso lo describe Caro Baroja 157 como uno de los de inadaptación extrema. Convertido por la fuerza en 1492 cuando ya era adulto, pasó su vida arrepintiéndose del cambio y manifestando su pesar de palabra y de obra. Como resultado, se le trató sin compasión y, según la tradición local talaverana, su muerte en la hoguera ocurrió fuera de los muros, en presencia de multitud de vecinos. Además se dice que parte del combustible había sido su al­ macén de libros. Su mujer flagrantemente infiel y su agresivo aman­ te (paje de un noble local), que le había perseguido a través de la ciudad con una espada había contribuido a amargarle la vida, pero lo que le llevó a las llamas fue la verdad aparente de la afirmación que se le atribuía: «Juro a Dios que más quisiera ser cochino o puer­ co que no convertido» 158. 155 Este individuo fue acusado de múltiples e increíbles blasfemias y pecados por la beata enloquecida mencionada anteriormente (Cap. II, n. 58). Por su testimonio parecería que él y su mujer se complacían en tomarle el pelo inventando diálogos espeluznantes. Dada la seria atención concedida inicialmente a estos informes, esas bromas estuvieron a punto de convertirse en el más arriesgado de los juegos. 156 Inquisición de Toledo, pág. 310. 157 C a r o B a r o j a , I , 434. ^ 158 Caro Baroja pasa por alto los aspectos del caso que antes menciona­ mos, Ver mi Cap. II, nn. 58, 84, 89; y Cap. III, n. 50.

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De especial interés para nosotros son dos procesos en los que Rojas estuvo personalmente implicado. El primero es el del pariente y compañero de prisión de Alvaro de Montalbán, llamado Bartolomé Gallego, del que ya hicimos mención en el capítulo II. Como explica Serrano y Sanz, la vida errante y el exilio (la común suerte de los judíos españoles fieles a su fe) habían sido su destino y su suplicio: Entre los conversos de La Puebla de Montalbán, y emparentado sin duda alguna con el suegro de Femando de Rojas, hubo uno que por su vida y costumbres fue modelo acabado del picaro... Hijo de padres judíos, llamóse el niño Menahen, y después Bartolomé Gallego; en el año 1492 salió de España... y se hizo cristiano en Cerdeña; luego residió en Fez, Tremecén y Orán, comerciando ya en garbanzos, aceite y lienzo, ya en sortijas y otras alhajuelas de plata. Allí judaizaba a su gusto, o mejor dicho, según su conve­ niencia. Vuelto a España y establecido en Talavera de la Reina, donde ejercía el oficio de Sastre...J39.

Serrano y Sanz llega hasta reproducir la breve autobiografía es­ crita por Gallego en 24 de abril de 1525 para la Inquisición. En ella nombra a su padre como un tal Abenyule, que le llevó al exilio a la edad de seis años, e identifica a su madre como hermana de Alva­ ro y Francisco de Montalbán. Pero luego volvió a España y después de un año de aprendiz de sastre en Valencia apareció de nuevo en su «clara nación», donde pidió ayuda a sus parientes 16°. Y luego en 1522 (a los treinta y seis años) se trasladó a Talavera, donde des­ pués de un tiempo fue denunciado por su alabanza de la limpieza religiosa mora en contraste con la práctica cristiana «de llevar zapatos llenos de lodo» en la iglesia. Condenado, lo mismo que su tío Alvaro, a un sambenito y a prisión perpetua, sé escapó valiéndose de una ar­ timaña, siendo después quemado en efigie. A propósito de esto, ob­ serva Serrano y Sanz: «SÍ Gallego,que con seguridadsehallaría fuera de España, se enteró del auto de fe, hecho con su estatua, la única a que podía esperar un hombre de su laya, se reiría de lo lin­ do...»- En otras palabras, «había jugado una treta picaresca a los honrrados y venerables Inquisidores» 161. Estemos o no de acuerdo con Serrano y Sanz al comparar la vida ele este desarraigado y vulnerable converso con la del alegre Gil Blas 159

S errano y

S an z, p p . 2 5 2 - 2 5 3 .

160 Al parecer vivían en Toledo por ese tiempo (hacia 1510): «... dende allí se vino a esta cibdad de Toledo y pasó a la Puebla de Montaluan y estuvo en casa de Carrillo xpiano nuevo de judío, y desde allí volvió a esta cibdad y habló con unos tíos suyos que se dezían los Montaluanes que biuían en la perrochia de Sant Miguel, xpianos nuevos, y que se llamavan el uno Francisco de Montaluán y el otro Alvaro de Montaluán, los quales eran her­ manos de su madre de este testigo, y estuvo con ellos obra de un mes poco más o menos...» ( S e r r a n o y S a n z , pág. 253). 161 Ibid., p á g . 2 5 5 .

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(por mi parte me lo figuro temblando más que riendo al darse cuenta de lo que no le había pasado), no hay duda de que fue molesto para Leonor Alvarez y su marido el presentarse ante tal pariente en Talave­ ra. En efecto, seria interesante saber cómo le recibió la familia (no sólo los Rojas, sino también la tía, Beatriz Alvarez). ¿Fueron hos­ tiles? ¿Le cerraron las puertas, o más bien cumplieron sus obligacio­ nes de parientes del desventurado Gallego? Pues, como observa Serrano y Sanz, está probado documentalmente que existía el paren­ tesco; la única cuestión que permanece oscura es el grado del mis­ mo 1É3, En todo caso, cualquiera que fuera el grado de consanguinidad y proximidad personal, una cosa parece cierta: la prisión de Gallego trajo la consternación a la familia. ¿Qué no podría él confesar o in­ ventar cuando fue sometido a tortura? ¿Qué acusaciones no podrían inducirle a hacer (contra cualquiera o todos ellos) los avariciosos in­ quisidores? El trato que le habían dado, ¿le había molestado en al­ guna forma? Luego, cuando menos de un mes después fue preso Alvaro de Montalbán (quizá lo que primero pudieron sospechar fue la debilidad o la malevolencia de Gallego), estos sentimientos se multiplicaron. En 1525, temibles e inciertas noticias llegaron hasta la puerta de aquella bien ordenada casa junto a los muros de la ciudad. El segundo proceso tenía una relación menor con Rojas. El acu­ sado, un arrendador llamado Diego de Oropesa, fue preso en 1517 e inculpado, entre otros crímenes, de haber afirmado que el pago de los diezmos no era «un mandamiento divino», de llevar camisa lim­ pia en sábado y de negarse a comer tocino 163. En el curso de los trámites (el abogado defensor era el mismo licenciado Bonillo), Orope­ sa pidió a algunos de sus amigos que testificaran a su favor y que ase­ guraran a los inquisidores de que era buen cristiano. Entre ellos estaba Rojas, a quien se le hicieron las tres preguntas siguientes: Y ten, sí saben, etc., que el dicho Diego de Otopesa bivia como fiel y ca­ tólico xpiano. Y facía obras de xpiano. yendo á oyr misas y sermones y otros divinos oficios, guardando los domingos y pascuas y fiestas mandadas guardar Ifi2 Alvaro de Montalbán, en su propio interrogatorio, no^ menciona el matrimonio de una de sus hermanas con Abenyule, pero, en vísta del exilio de este último en 1492, pudo creer que esta tergiversación no podía descu­ brirse. Parecería por el testimonio un tanto esquemático de Gallego que su madre prefirió permanecer en España, donde probablemente volvió a casarse en su nueva ley. Por otra parte, pudiera ser que Gallego estuviera _confun­ dido sobre su parentesco con los miembros de esa numerosa familia que no había visto desde niño. Según Alvaro ( S e r r a n o y S a n z , pág. 263), él y Francisco no eran hermanos, sino primos, en cuyo caso el ultimo sólo podía ser tío de Gallego. láí Además, como se advirtió en el Cap. II, n. 48, se_ había permitido varios deslices orales parecidos a los que motivaron la acusación de Yñigo de Mondón.

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por la santa madre Yglesia, confesando e comulgando y rebebiendo los Santos Sacramentos como fiel y católico xpiano. Yten, si saben, etc., que el dicho Diego de Oropesa fazia matar puercos en su casa y comía y come tocino y morcillas y longanizas y lechones y otras cosas de puerco y liebres y conejos y otras cosas proyvidas comer á los judíos en su ley. Yten, si saben, etc., que aquí en la iglesia, como en otras partes, todas las veces que se ofrecía tañer á la ave María ó á la plegaria se fincaba de rodillas como xpiano, y rezava con mucha devoción, como lo fazen los fieles y católicos xpianos.

Las respuestas de Rojas fueron transcritas como sigue: Este dicho día, mes y ano el bachiller Fernando de Rrojas, testigo jurado en forma de derecho dixo que conoce á Diego de Oropesa de diez años á esta parte e que no es pariente suyo, ni es sobornado n¡ induzido. A la [primera] pregunta dixo que por buen xpiano, le tenia e le veya yr á misa e sermones, e lo demás que no lo sabe164. A la [segunda] pregunta dixo que no lo sabe. A la [tercera] pregunta dixo que la cree, pero que no lo bió 165.

Más interesantes que las respuestas evasivas y sin compromiso de Rojas (dadas en el mismo año en que Lutero clavaba sus 95 tesis a la puerta de la catedral) son otros aspectos del proceso. Diego de Oropesa, «converso y no de los recientemente convertidos» fue de­ nunciado por dos mujeres de la aldea de Montearagón, de donde era terrateniente. El instigador de la denuncia fue el cura del lugar, con cuya hermana Oropesa había tenido una relación amorosa, pero, aparte de esta causa específica, podemos apreciar en buena parte del testimonio el antagonismo de la gente campesina hacia los propieta­ rios ausentes, holgazanes, manipuladores de dinero, deshonestos y es­ cépticos. Y como es natural, los valientes y eficaces esfuerzos de Diego de Oropesa para defenderse parecen haber fomentado más que apa­ ciguado tales sentimientos. Por ejemplo, al saber que se le iban a hacer las denuncias, Oropesa ... tovo manera como... el alcalde de la dicha villa de Talavera, envió un mandamiento con un reportero so pena de dos mil maravedís, que fuese la dicha muger de este testigo e su suegra e parescíese otro día siguiente ante él... en que el mismo día que habían de parecer no habían ido; el dicho alcalde envió otro día... un escrivano para tomarles los dichos de las palabras que le habían oído decir / a Diego de Oropesa y que pensaban denunciar al Santo Oficio. / E como este testigo supo que el dicho escrivano era ido... se fue este testigo, su muger e su suegra a las viñas por no parecer; e que la 164 La numeración de las preguntas de la transcripción ha sido reorde­ nada con fines de claridad. 165

S errano

y

S

anz,

p ágs.

2 5 1 -2 5 2 .

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misma noche... se vinieron a esta ciudad a decir sus dichos; que vino un alguacil de la dicha villa con un mandamiento del dicho alcalde maior para los prender... e como no los hallaron, sacaron prendas de casa de este tes­ tigo 166.

Amenazas de golpes, de muerte y de mutilación 167 e incluso de la influencia del cardenal arzobispo163 recayeron también sobre el sacer­ dote. Pero el hecho más extraordinario de desafío al poder inquisi­ torial se dio después de su prisión. La mujer y el hermano de Oropesa se atrevieron a presionar sobre uno de los testigos de cargo con la intención de saber las preguntas que les habían hecho y lo que habían respondido. Cuando el testigo, una pobre mujer, protestó de que decirlo sería violar su juramento, se le contestó que fuera a «un fraile de la Trinidad» que, con toda seguridad, le absolvería y le li­ braría de su excomunión. Ni siquiera el temido y sacrosanto secreto intimidaba a esta familia. Aunque estos esfuerzos para defenderse mediante contraataques seguramente le acarrearon a Oropesa más daño que provecho (el acta del proceso está incompleta) indican claramente hasta qué punto los conversos de Talavera podían actuar unidos como una clase estable­ cida y poderosa. El alcalde y otros funcionarios municipales se mo­ vían a sus órdenes y eran capaces (o creían serlo) de conseguir la ayu­ da de los frailes e incluso del mismo cardenal de Toledo. Diego de Oropesa y sus amigos, en otras palabras, eran no sólo ricos y estaban acostumbrados a pensar en los términos abstractos del tiempo, del dinero y de la ley; eran también influyentes. Por lo menos, en 1517, en Talavera, ciertos conversos todavía se sentían protegidos por una red de relaciones a la que podían acudir en caso de necesidad. Toda­ vía no habían visto la necesidad del aislamiento, con su máscara de hipocresía y su genealogía artificial. Rojas, con su cauto testimonio (quizá precisamente más cauto debido a la audacia del acusado), su modesto tren de vida,y su estudiada conformidad, parece en este sen­ tido haberse adelantado a su tiempo. El y los que como él se por­ taban, serían los que sobrevivirían. Sabían que la supervivencia dependía, no de influenciar las noticias ni de formar parte de ellas, sino más bien de estar al tanto de ellas y de ponerse fuera de su alcance169. lí6 inquisición de Toledo, pág, 215, 167 «...este declarante dijo a la dicha Mencía López que dijese a su hija que callase su lengua, si no que no sería mucho que le cruzasen la cara...» 168 Según el testimonio del sacerdote, « ...e l dicho Diego de Oropesa ha dicho y publicado que ha de decir muchos males y cosas de mí al cardenal...» 169 Otro caso con el que Rojas pudo haber estado relacionado fue el de un tal Diego de Vargas, un vecino de Talavera condenado en 1519 {por rrasgresiones que ignoramos) después de una inútil apelación al Papa ( L l ó ­ r e n t e , X, 55). Desgraciadamente, el acta se ha perdido, ya que su nombre

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« T o d o s m y s b ie n e s e a c c io n e s e d e r e c h o s »

Entre las modestas paredes de la casa sita en la calle de Gaspar Duque y las famosas murallas de la ciudad, entre la intimidad de la vida de familia y la publicidad de las noticias, se extendía para el bachiller Rojas una zona intermedia de actividad. Era el mundo de los negocios y de los asuntos legales, es decir, un mundo de seres humanos transformado convencionalmente en abstractas entidades jurídicas y financieras. He aquí un ámbito de dos dimensiones en que la vida constituía un juego serio y en que el tiempo se medía en tér­ minos de dinero y el dinero en términos de tiempo. Lewis Mumford sigue su estudio de la erosión del orden medieval por las horas pre­ gonadas por las campanas de la manera siguiente: Primero vino el método mecánico de medir el tiempo: luego un método para medir el espacio: finalmente en la moneda, los hombres comenzaron a aplicar con más amplitud una forma más abstracta de medir el poder, y en el dinero lograron un cálculo para toda actividad humana. Este sistema financiero de medir liberó al europeo de su viejo sentido de limitaciones sociales y económicas. Nadie, pur glotón que sea, puede comer cien faisanes; ningún borracho puede beber cien botellas de vino de una sentada; y si alguien se propusiera llevar demasiada comida y bebida a su mesa diaria, estaría loco. Cuando pudo cambiar los faisanes que sobraban y el vino de Borgoña que no podía beber por marcos o táleros, pudo dirigir el trabajo de sus vecinos y conseguir el puesto de un aristócrata sin estar sujeto a su condición social según el nacimiento. La actividad económica cesó de tratar con realidades tangibles propias del mundo medieval: la tierra, el grano, las casas, las universidades y las ciudades. Se había cambiado en la caza de una abstracción: el dinero 170.

Aparte de la revolución económica, todos estos cambios repre­ sentaban también una revolución en la conciencia. Cuando Alvaro de Montalbán, por ejemplo, se refugió detrás de una pantalla de tó­ picos protectores, estaba en realidad —si bien sin darse cuenta— expresando esta nueva forma de valoración: «e que si tenía un poco de carne que comer, estaba tan contento como otro que le truxiessen aves para comer, que en fin no comía más de una». La semejanza de la reflexión habitual de Alvaro con la especulación histórica de Lewis Mumford es sorprendente. Alvaro pudo haber querido con­ no

aparece en el catálogo de la Inquisición de Toledo. De todos modos,, una persona del mismo nombre aparece en la lista de «censos» en el testa­ mento: «Yten mili maravedís de censo al quitar questan sobre las casas e maxuelo de Diego de Vargas, vecino desta dicha villa, que son las casas de su morada...» (pág. 373). 170 The Golden Day, pág. 9.

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vencer a los inquisidores de su ascetismo cristiano, pero en realidad estas frases (frases «que él siempre acostumbraba a decir») expresan su pericia comercial. Es decir: no tenía interés en acumular pollos y botellas de vino, precisamente porque pensaba en términos moneta­ rios. Y lo mismo sucedía —como los lectores de la última parte del testamento pueden observar por sí mismos— con su yerno. La mo­ destia de la casa está compensada por la estudiada cartera de inversio­ nes. El recuerdo patético de Alvaro de estas sentencias capitalistas ilumina irónicamente basta qué punto él y su familia eran indepen­ dientes de las formas ya pasadas de adquisición. No sólo estaban liberados de la tiranía del almacenaje y de los cofres, sino que además se daban plena cuenta de su libertad yde sus posibilidades. Por otro lado, como señaló Gabriel Alonso de Herrera, tal libe­ ración trajo consigo otra clase de servidumbre. Las actividades finan­ cieras de las nuevas generaciones de hombres mercantiles se vieron acosadas por «trabajos, perjurios, engaños y falsedades», dificultades todas ellas más peligrosas, implica él, para sus compañeros conversos. Triunfar, por tanto, suponía estar en constante alerta en todas las relaciones interpersonales, en mantener amistades profesionales, en ser siempre capaz de ganar y mantener la confianza de la clientela. Jean-Paul Sartre ha descrito estas exigencias con su habitual capacidad iluminadora: La mayoría de los judíos franceses pertenecen a la pequeña o gran burgue­ sía. Ejercen, en su mayor parte, oficios que yo llamaría de opinión, en el sentido de que el éxito no depende de la habilidad con que se trabaja la materia, sino de la opinión que los demás tienen de uno. Ya sea uno abogado o sombrerero, la clientela viene si uno sabe complacerla. En consecuencia, los oficios de que hablamos están llenos de ceremonias; hay que seducir, retener, captar la confianza; la corrección del vestido, la severidad externa de la conducta, la honorabilidad todas ellas aparecen en estas ceremonias, en estos miles de danzas en miniatura que hay que danzar para mantener la clientela. Así, lo que cuenta, por encima de todo, es la reputación: se forja uno una reputación, se vive de elía, lo cual significa que en el fondo se depende ente­ ramente de otros hombres, de modo opuesto al campesino que depende ante todo de su tierra, o al obrero que depende de su materia y de sus herramien­ tas. Ahora bien, en este sentido el judío se encuentra en una situación paradójica. Pero esta reputación se añade a otra reputación primera, conseguida de golpe y de la que no se puede librar haga lo que haga: la de ser judío. Un obrero judío olvidará en su mina, en su vagoneta o en su fundición que es judío. Un comerciante judío no puede olvidarla m .

Al tratar de estimar la relevancia de estas consideraciones para la vida profesional del bachiller, no hemos de olvidar que muchos de sus contactos fueron con otros conversos. Su nombramiento como al­ 171 Reflexión s, págs. 94, 95.

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calde del 15 de febrero de 1538 al 21 de marzo del mismo añ o 1,2 indica por sí mismo su aceptación por parte de la camarilla munici­ pal que {como hemos visto) en éste como en otros ayuntamientos de Castilla y Aragón estaba formada por miembros de su casta 173. Los contactos locales de Rojas están confirmados por dos documentos de los archivos de la ciudad que revelan que en 1527 y 1535 actuó como abogado de ella. En la primera fecha, el concejo ordenó que le fuera pagado un ducado por sus servicios en «ciertas caps as» 174. Entre los que participaron en la decisión estaba el «Corregidor doctor Ortiz de Zarate», que diez años antes había ordenado la segunda prisión de Bemaldino Díaz y que puede estar relacionado con el «relator» del mismo nombre que en Madrid redactó los cargos contra Alvaro de Montalbán 175. En la segunda se le hizo otro pago de 340 marave­ díes por su participación en un pleito del gobierno contra un veci­ no 176. Otros que compartieron los honorarios con él fueron el bachi­ ller Alonso Martínez de Prado {posiblemente el mismo bachiller Mar­ tínez que enseñó gramática a su nieto en 1549)177 y un activo escri172 Orígenes, pág. 245. Este nombramiento particular fue hecho proba­ blemente con el consentimiento del arzobispo, don Juan Tavera, no habiendo «sede bacante» en aquel tiempo. Durante este período, el ayuntamiento pre­ sidido por Rojas ordenó la siguiente norma para reducir la contaminación del aire proveniente de los hornos de alfarería: «Dende el primero de mar^o de cada anno, asta fin de set., den fuego a los fornos dende el anochezer para que ardan toda la noche; esto conformándose a las ordenanzas antiguas y por el danno que se faze a la saluz.» Según Akniro Robledo que descubrió y reprodujo este reglamento, «La firma del bachiller Rojas es muy garabatosa ya que apenas tiene letras». Al parecer, tal como Robledo lo interpreta, un secretario firmó por él con la abreviatura «bachiller Ferd.*». Desgraciada­ mente, cuando estuve en Talavera no pude ver el original personalmente. A l m i r o R o b l e d o , «Alcalde que dejó grandiosa huella», Municipalia, n. 170 (1967), pág. 950. m Ver Cap. III, n. 32. 174 Tal como lo reproduce Robledo: «Este día los sobredichos señores platicaron de como el bachiller Fernando de Rojas, becino desta, a ayuda e ayuda sobre ciertas capsas desta dicha, como letrado y para su cuenta, ypor gracia de lo que a de suplir en ello, le mandaron librar unducado.Firma: E yo, Comes Mayordomo» (op. cit., pág. 950). 173 S e r r a n o y S a n z creyó que eran los mismos (pág. 269), pero es difícil identificar a un «bachiller» que funcionaba como «relator»en Madrid en 1525 con el «corregidor doctor» de Talavera dos años más tarde. 176 «Iten, que dió y pagó por otro libramiento firmado de Alonso Bemal e del dicho escribano trezientos e quarenta maravedís al dicho Francisco Verdugo escribano, e al bachiller Alonso Martínez de Prado e al bachiller Rojas e a Iohan Fanega de las costas de un proceso que se causó contra Bartolomé Sanches (tachado) vecino del lugar. Su fecha a veynte y seys días del dicho mes de mayo del dicho año». Tomado del Libro de Actas de 1535 existente en el Archivo Municipal y estudiado por primera vez por Valle Lersundi. Más tarde conseguí una fotografía, de la que se hizo la transcripción arriba citada. VLA-25. —

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baño local con el que trataba con frecuencia, Francisco Verdugo 116. Además de estos servicios al concejo de que tenemos pruebas do­ cumentales, existen otros dos recuerdos más vagos de la prominencia oficial de Rojas. Cosme Gómez va más allá de los pocos meses en que hizo de alcalde tal como consta en los archivos fragmentarios y afirma: «y aun hizo algunos años oficio de Alcalde Mayor» 179. Tam­ bién aquel mismo testigo de la probanza, Alonso Martínez, que re­ cordaba los muchos visitantes de la casa, le menciona a él y a su hijo el licenciado Francisco como ostentando otros puestos y honores lo­ cales: ... e ansí mismo sabe que fueron alcaldes de la Hermandad, jurados e pro­ curadores generales de la dicha villa algunos años ynterpoladamente, por el estado de los hijosdalgo, porque en la dicha villa se husa e acostumbra, que la mitad de los dichos oficios de jurados e alcaldes de la Hermandad y fieles se dan a los hijosdalgo, y la otra mitad a los que no lo son, y el oficio de pro­ curador general syempre se le dio a honbres hijosdalgo, y el padre y el agüelo del que litiga syempre Ies vio tener y húsar los dichos oficios por el estado de los hijosdalgo, y oyó decir por público y notorio e pública voz e fama que por ser tales hijosdalgo no pagavan ni pagaron el dicho derecho del portaz­ gúelo... lg\

Aunque este testimonio probablemente exagera, no puede pasar­ se por alto. Sería razonable esperar que una persona que había sido designado alcalde tuviera antes y después honores menores. La men­ ción del licenciado Francisco es asimismo significativa, ya que, como demuestran las actas, también él fue alcalde un año después de la muerte de su padre 141. De todo lo cual podemos concluir que una parte importante de los negocios y asuntos profesionales de Rojas era tratar con la camarilla municipal que —para decirlo sin querer provocar a nadie— n o tenía prejuicios contra sus orígenes. Al menos esta parte de la sociedad en la que sé movía profesionalmente no era tan hostil como la que Sartre supone para un abogado judío en Francia. Pero al mismo tiempo, como indica la lista de deudores dada en el inventario, Rojas tenía que tratar también con una clientela distin­ ta y potencialmente más peligrosa. Diego Díaz, Pero Martín, Juan !7e En el testamento aparece como «escribano» para tres «cartas de censo». Aparece como agente de los Ayala en S a l a z a r y C a s t r o , doc. 2 3 , 8 3 2 . 179 Orígenes, p. 244. Ver supra, n. 10 de este capítulo. 180 Apéndice III. También mencionado por un testigo en la «probanza de Indias», VLA 32. 181 A l m i r o R o b l e d o afirma que ba visto dctoimentos a este efecto, si bien no los reproduce: «Localizamos en el Archivo Municipal que el licen­ ciado Francisco de Rojas Alvarez tomó posesión de Alcalde Mayor en 1542, al año de morir su padre.» «La Muy Noble y Leal Ciudad de Talavera de la Reina». Municipalia, n. 161 (1967), pág. 83. Tampoco pude verlos perso­ nalmente.

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Alonso de Castro, Juan Martín del Lomo («vednos de Halía»), Pero Sánchez Qa$o («vecino de Castilblanco»), Pero González Hidalgo («vecino de Ylíán de Vacas») y otros consignados en él son clara­ mente campesinos y propietarios modestos de la casta de cristianos viejos. Eran éstos precisamente aquellos individuos cuyo rencor, como en el caso de Diego de Oropesa, podía terminar fácilmente en denun­ cia. No obstante, no está nada claro el que Rojas compartiera el des­ dén hacia el campesino de sus compañeros de casta o que ellos por su parte le miraran con odio como a un típico señorito converso que vivía en la ciudad y prestaba dinero. No sólo no hay ningún indicio de que fuera denunciado, sino que además su éxito profesional indi­ ca que debió ser muy hábil «en las mil danzas y pequeñas ceremo­ nias» de que habla Sartre. La buena disposición de los pecheros cris­ tianos viejos (los que no siendo hidalgos estaban «pactados» a pagar ciertos impuestos o «pechos») de La Puebla y Talavera a testificar en favor de la familia en las dos probanzas y el respeto con que recuer­ dan al bachiller y los suyos («hijodalgo notorio», «gente onrrada y principal», de «aver tenydo oficio noble», «gente muy honrada», «abidos y tenidos como tales hijosdalgo») son significativos. Como abogado, como prestamista, como hidalgo y como vecino, Rojas pare­ ce haber ganado la confianza y la estima no sólo de sus semejantes, sino de un círculo mucho más amplio y mucho más humilde de cris­ tianos viejos. ¿Cómo consiguió Rojas su reputación, una reputación esencia] tanto para su prosperidad como para su seguridad? La idea de Sartre de la inocente hipocresía inherente a los «oficios de opinión» es in­ dudablemente una parte de la respuesta. Le podemos añadir nuestra propia hipótesis de que el autor de La Celestina era un maestro en el arte del autocamuflaje a que se veían obligados los conversos. Pero estos hábitos del engaño diario, tomados en sí mismos, tienden a simplificar demasiado la complejidad y la ambivalencia de las realida­ des humanas con las que intento tratar. Los cristianos viejos que acudían en masa a los autos de fe y que literalmente daban culto a los inquisidores (Montes los llama un «miserable populacho» que «se postra en tierra» ante ellos)182 ya nos son conocidos. Son los mismos públicos fanáticos violentos, exaltados y afirmativos que acudían en masa en décadas posteriores a las comedias. Lo colectivo en este caso, sin embargo, corresponde al ámbito del prejuicio y no a una verda­ dera conciencia mutua. Individualmente —y ésta era la manera con que los conversos individuales conocían a sus vecinos— eran perso­ nas. Y entre personas que hablan el mismo lenguaje el afecto, la simpatía y la confianza, son tan probables como la envidia, el rencor y la sospecha. IÍG

M o n te s,

A rtes, p. 156.

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Había, naturalmente, muchas clases de relaciones positivas éntre­ los conversos educados y los simples cristianos viejos. Amador de los Ríos describe al converso zaragozano Xímeno Gordo como una especie de demagogo shakesperiano que agita las pasiones popula­ res en provecho político propio. O en el pueblo de El Viso (al otro lado de Toledo), donde, siendo muchacho Rojas, un cura local y médico ganó tal reputación de mago entre sus feligreses y enfermos que en el lugar se seguía hablando de él y de sus poderes mágicos un siglo después 18í. Y, en la misma Talavera, el bachiller Alonso de Montenegro (presente en la conversación recogida por López Cortídor) y su mujer se divirtieron con bromas bien estudiadas para sus crédulos vecinos. A ambos, el fingir y engañar a los simples, les pa­ recía un pasatiempo estupendo 1SÍ. En el caso de Rojas, sin embargo, parece apenas razonable ima­ ginarle tratando de explotar su inteligencia y su penetración de la vida humana en beneficio de un interés político, de la admiración popular, o de una carcajada falta de gusto. Más bien, pienso que deberíamos imaginárnoslo dispensando favores y buenos consejos, o prestando dinero a aquellos que se encontraban en apuros, y sin hacer excesivos esfuerzos para recuperar el dinero cuando el deudor no pu­ diera hacer frente a sus pagos a tiempo. De hecho, el inventarío men­ ciona deudas no vencidas. Como demuestran ciertos procesos de la In­ quisición, este tipo de relación protectora y amistosa podía ayudar a salvar a algunos conversos en sus horas de peligro. El bachiller Sana­ bria (abogado y alcalde de Almagro, cuyos exabruptos verbales com­ paramos a Jos de Alvaro de Montalbán) fue absuelto porque sus clien­ tes le defendieron como testigos ante el Santo Oficio. Les había prestado dinero, había aconsejado gratuitamente a los perseguidos, dando limosna a los pobres y, en general, se había portado como una especie de funcionario intelectual y responsable. De igual manera, el médico Juan López de Illescas, cuyas observaciones sobre la no existencia de Dios han sido ya citadas, fue ayudado por el testimonio de sus pacientes agradecidos 18:>. En las actas de estos procesos no hay nada que indique que la mutua confianza y el calor de la amistad fueran resultado de una política calculada o solamente del desarrollo habitual de las ceremo­ nias adecuadas. Más bien, parecería ser fruto de años de trato diario, 183 En las Relaciones (III, 773-776) la leyenda de sus cuevas mágicas, de sus espíritus familiares, de sus diagnósticos de enfermedades por medios sobrenaturales, etc., está contada con tal detenimiento que lo único que pode­ mos concluir es que durante su estancia, sus simples parroquianos estaban totalmente sometidos a sus brujerías. En esa localidad, que debía ser par­ ticularmente dada a la superstición, los relatores se acuerdan no sólo de este cura, sino de otro que poseía las mismas artes. Ver n. 155. 1*5 Ver Cap. II, n. 44.

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de consultas, de negociaciones, de saludos y de intercambio de noti­ cias. Lo que hemos llamado el ámbito bidimensional de los negocios puede profundizarse gradualmente, de la misma manera que las en­ tidades legales y compañías anónimas pueden ocasionalmente expre­ sar en su conducta la humanidad de sus directores. Sancho Panza y Sosia antes que él (a diferencia de los grotescos y obscenos «villanos» de Torres Naharro) tipifican en la literatura el respeto y el afecto que la simplicidad, la honradez y la fidelidad de los cristianos viejos campesinos pudieron inspirar a escritores cuyos espíritus eran bastan­ te más complejos y sofisticados que los suyos. No es mi intención, por supuesto, retratar al bachiller viviendo en Talavera rodeado úni­ camente de un coro de admiradores fieles y sumisos. En cada clien­ tela hay de todo. Pero, por otro lado, no necesitamos ir al otro ex­ tremo y figurárnosle caminando siempre con miedo y temblor, rodea­ do constantemente de espías voluntarios al servicio del Santo Oficio. Conoceríamos seguramente más sobre las actividades legales de Rojas, de no estar ya jubilado en favor de su hijo en el momento de su muerte. Contrariamente a su nieto el licenciado Fernando, cuyo albacea hubo de rescatar de sus clientes deudas impagadas, no hay indicación de actividad profesional reciente en el testamento ni en el inventario l86. No obstante, hay dos hechos que sugieren que era empleado como abogado y hombre de negocios por miembros emi­ nentes de la sociedad local. Uno de ellos era nada menos que el secretario y canónigo de la colegiata de Talavera, don Pero Martínez de Mariana. Este individuo (hermano del deán de quien dijimos ha­ bía sido padre natural de Juan de Mariana) había hecho un testamen­ 156 En la «Sección de Reales Cartas Ejecutorías» del Archivo de la Real Chancíllería (Leg. 971, n.° 36) el nieto de Rojas, Gar^í Ponce, actuando como albacea de su difunto hermano, el licenciado Fernando, consiguió al realizar su herencia el reconocimiento de una deuda de «diez y ocho mil maravedís por todo el tiempo que el dicho licenciado Rojas ayudó [a un cliente] como abogado en sus pleitos...». Garcí Ponce fue nombrado albacea en un codicilo añadido al testamento del licenciado Fernando a 24 de Septiembre de 1594 (Archivo de Protocolos, Valladolid, Leg. 948, fols. 708-709). Del tenor del do­ cumento se desprende que, contrariamente a su abuelo, el licenciado Fernando se daba cuenta que su fallecimiento inminente (murió dos días después, como anota Gar^í Ponce en eu «Libro de memorias», VLA 25) no le daría tiempo para dejar arreglados sus negocios. El arreglarlos constituía una verdadera tarea, ya que su riqueza era considerable (suficiente para la fundación de un «ma­ yorazgo» el 15 de septiembre de 1594, VLA 34B) y su clientela numerosa y muy bien situada. Entre los que aparecen en el «Libro de Memorias» están la princesa de Eboli, varios otros miembros de la nobleza, la ciudad de Talavera, el arzobispado de Sevilla y las tres órdenes militares de mayor categoría. Según Valle Lersundi, su residencia habitual en Valladolid en la calle de Francos (ahora Juan Mambrilla) sigue todavía en posesión de la familia. Otro documento de última hora también en el Archivo de Protocolos es un poder de procurador por parte de un hijo (Leg. 984, fols. 691-692). —

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to ante Rojas, cuya copia sigue en posesión de Valle Lersundi w . En segundo lugar, el dinero que se le debía de la herencia de «el señor Juan de A ya la» (unos 16.000 maravedíes) no representaban présta­ mos vencidos, sino tres libramientos impagados. Puesto que esto significa concretamente órdenes de pago dadas a un administrador o representante financiero, sólo podemos concluir que al menos duran* te un tiempo Rojas actuó como abogado de Aya la y también como su mayordomo. El hecho de haber sido enterrado en el convento de la Madre de Dios confirma esa relación, ya que había sido construido en 1517 con el patronazgo de un miembro de la familia, doña María de Ayala, monja que fue enterrada allí más tarde 1S8. Los servicios prestados fueron sin duda un factor a la hora de hacer estos arreglos funerarios, que al mismo tiempo eran difíciles y social mente indispen­ sables para una persona de la posición de Rojas. Un resultado probable de tan altas relaciones fue la oposición coronada por el éxito que Rojas hizo a la confiscación de la mitad de su dote por parte del Santo Oficio. Como sabemos por los do­ cumentos de Serrano y Sanz, el 21 de noviembre de 1525 fue sen­ tenciado Alvaro de Montalbán (tres días después del fallo) a prisión y a sufrir la confiscación de todo el dinero y propiedades adquiridos desde 1480. A resultas de lo cual, a Rojas y su cuñado, el aposenta­ dor Pedro de Montalbán (que se había casado con una hermana de Leonor, Constanza Núñez), les fueron confiscados la mitad de sus respectivas dotes, según los documentos recientemente descubiertos por A. Redondo ]89. La cifra mencionada para Rojas de «quarenta mil maravedís de la mitad de la dote» corresponden exactamente a la suma de los 80.000 mencionados varias veces en los documentos Valle Lersundi. En cualquier caso, lo que sorprende no es el hecho de la confiscación (práctica común, como hemos visto), sino la reac­ ción de Rojas a la misma. En vez de entregar mansamente el dinero, trató de evitar el pago y, aunque sus esfuerzos iniciales fallaron (en 1527 «fue confirmada la sentencia»), en definitiva, o ganó su causa o consiguió se le restituyera la suma. Esta fue la buena fortuna de Pero de Montalbán que en 1532 no sólo recobró su dinero, sino que además percibió los intereses. Por lo que se refiere a Rojas, cuyos 80.000 maravedíes seguían intactos en el momento de su muerte ^ es difícil imaginárnoslo tomando una resolución tan firme sin estar seguro de una poderosa ayuda exterior. 157 He visto el documento, pero su importancia en relación a la repu­ tación legal de Rojas fue percibida primero por Almiro Robledo, «Alcalde que dejó grandiosa huella», p. 497. i® Ver n. 143. , 189 «Fernando de Rojas et Tlnquisition», Mélanges de la Casa de Velázquez, 1965, II, 345-347. 190 Lo afirma concretamente Rojas en el testamento.

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Que Rojas traspasó su clientela al licenciado Francisco (venido -de Salamanca con su nuevo grado y recientemente casado con su prima, Catalina Alvarez de Avila) se prueba por la donación de «sus libros de derechos e leyes» a este último. Viviera o no en su casa, parece que el licenciado se -hizo cargo de la clientela de su padre du­ rante algún tiempo en el mismo despacho antes y después de 1541 191. La misma biblioteca, de unos cuarenta y cuatro tomos, la considera Luis G. de Valdeavellano una buena colección de trabajo que indica no sólo lo que el bachiller había aprendido en Salamanca, sino tam­ bién el desarrollo profesional a lo largo de los años. Como puede verse en el Apéndice IV, si muchos de los libros datan de los años 70, 80 y 90, un apredable número de los mismos fueron comprados du­ rante los años vividos en Talavera. En general, no desmerece de la biblioteca del célebre jurista toledano (ejecutado en la hoguera en 1486) doctor Alonso Cota m . Como colección, no contradice nuestra conjetura de que Rojas fue un experto abogado de su «facultad» y cuya conducta profesional se basaba en el profundo respeto a la ley (aunque no a todos los abogados) que hemos observado en La C eles­ tina. Profesionalismo aparte, puede haber existido otro motivo más hondo de la profunda estima de Rojas por su disciplina. Como escri­ tor temáticamente interesado con el tiempo y el cambio, probable­ mente estaba de acuerdo con Pedro Mártir, quien exaltaba el derecho como antídoto racional de la mutabilidad m . En lugar de la evasión (la vida tranquila de la bien ordenada domesticidad de Talavera) ha­ bía aquí una forma tradicional de contraataque. Es decir, en la medi­ da en que una biblioteca de Derecho podía ayudar a resolver los miles de problemas de. la existencia humana, constituía asimismo la única arma eficaz del hombre contra el estado de cosas descrito por Petrar­ ca y ejemplificado en La Celestina, El combate legal contra el caos de la historia —Rojas sería el primero en afirmarlo— no puede ga­ narse, pero eso no le libra del deber de entregarse a él con diligencia y conciencia. Ser un abogado competente en Talavera en vez de ser un exiliado, un rebelde o un mártir, suponía no sólo prudencia, sino una clase especial de heroísmo. 191 Según el «Libro de memorias» del licenciado Femando, su padre fue nombrado juez de Llerena el año de 1546, volviendo después a ejercer de abogado en Talavera. Que tuviera menos éxito profesional que su padre (el bachiller) o que sus hijos, resulta claro por el hecho ya observado de que uno de los documentos de hidalguía conservados en la familia revela que apeló al fuero de hidalguía para evitar la prisión pedida por sus acreedores. Ver Cap. III, n. 83. 192 A. J. B a t t i s t e s s a , «Biblioteca de un jurisconsulto toledano», RABM, XLVI (1925), 342-351. La comparación de las dos bibliotecas está basada en la consulta con el profesor Valdeavellano. 193 Ver su carta adulatoria al Dr. Villasandino, Epistolario, II, 103-105.

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Si nuestro conocimiento de la clientela legal de Rojas es limita­ do, tenemos la compensación parcial de una información detallada sobre sus inversiones y su posición económica. A la hora de su muer­ te, su riqueza total (o al menos la parte de la misma que se registró públicamente) llegaba a la suma de algo menos de 400.000 marave­ díes l94, y de esta cantidad, como un tercio (119.500) lo formaban hipotecas sobre tierras. Esta era, por supuesto, la forma más común de invertir dinero en aquel tiempo 19S. Incluso Sancho Panza ingenuo, desde el punto de vista económico —además de su futura ínsula— sueña con tener una cartera de censos lucrativos si llega a encontrar una segunda talega de doblones. El interés cargado por Rojas no era usurario (invariablemente 8,3 u 8,4 por ciento) y ascendía en 1541 a 10.572 maravedíes al año. Con todo, esta cantidad, combinada con los procedimientos de préstamo de prendas 196, rentas de la propiedad rural y honorarios de su profesión, ascendía probablemente a un total de 30 ó 40.000 maravedíes durante sus más activos años de trabajo. Que todo esto proporcionó un razonable confort burgués y seguridad (a pesar de la inflación galopante del tiempo)197 lo podemos deducir de algunos salarios típicos. En 1538, un alguacil de Salamanca ga­ naba 10.000 maravedíes 193, mientras que los profesores de gramática percibían el doble de esta cantidad m . En Sevilla, en 1557, el padre de Mateo Alemán recibió la miserable suma de 12.000 maravedíes como médico de la prisión suma que se puede comparar con los 100.000 que tenían asignados los inquisidores en 1541 201. ¿Qué sig­ nifican estos números? En cuanto yo alcanzo a ver, no existe una for­ ma totalmente satisfactoria de traducirlos a sus equivalentes moder­ nos 20C, pero es claro al menos que la familia Rojas era una familia m La «partida de bienes» entre los herederos de Rojas hecha en 1541 arroja la cifra de 396.510 maravedís (VLA 24). Sin embargo, como sospecha­ mos anteriormente, pudo haber habido posesiones ocultas, incluidas las propie­ dades de La Puebla. Ver Cap. V, n. 126. 195 Ver C a r a n d e , I, 75. 196 Alonso de Ercilla estaba entregado también a esta ocupación en mayor escala, como sabemos por M e d i n a , p. 180. Probablemente el interés exigido p a r a tales préstamos era mayor que el de los censos. C a r o B a r o j a ( I , 7 1 ) afirma que las cargas normales para estos últimos eran normalmente del 6-7 % , pero podían llegar hasta el diez. 197 Ver C a r a n d e , I , 244-245. Estima una subida de precios en más del 50 % entre 1518 y 1530 y añade que la curva va subiendo hasta 1540. 198 E s f e r a b é A r t e a g a , I, 334. _ l" R , E s p i n o s a M a e s o , «El maestro Fernán Pérez de Oliva en Salaman­ ca», BRAE, X III (1926), 457. Fue sólo en 1529 cuando Pérez de Oliva, ac­ tuando como rector, pudo nombrar dos profesores de esa materia. 200 G . A l v a r e z , Mateo Alemán, Buenos Aires, 1953, p . 39. mi L e a , II, 2 5 1 . . , Es posible determinar, como lo hace E. J . H a m i lT o n {The History of Money and Pnces tn Andalusia: 1503-1660, tesis de Harvard, 1 9 2 9 ) , que en 1 5 3 9 dos libras de carne de vaca podían costar a la familia de Rojas unos

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acomodada en el sentido de que ganaba sustancialmente más de lo que necesitaba gastar. El bachiller no tuvo tanto éxito en los negocios como su nieto el abogado de la Real Chancillería que fundó un mayorazgo, pero dentro de las más modestas posibilidades ofrecidas por Talavera, su acumulación de capital era económicamente respetable. Como consecuencia, podíii prestar sin interés a Isabel Núñez, su cuñada viu­ da, la suma considerable de 44 ducados «que se los prestó el dicho señor bachiller de su mano a la suya» 203. Y al morir tenía la satisfac­ ción no sólo de haber triunfado en su profesión, sino de saber que su mujer e hijos vivirían sin apremiantes necesidades. « E l s e ñ o r b a c h i l l e r H e r n a n d o d e R o j a s q u e en GLORIA SEA»

No deja de ser irónico el que sepamos más sobre las circunstan­ cias de la muerte de Rojas que sobre las de su vida. No puede deter­ minarse, por supuesto, la naturaleza de su última enfermedad, pero de la afirmación del testamento en que se dice que fue redactado es­ tando «enfermo del cuerpo y sano de la memoria», parecería que fue de ese tipo de enfermedades que le permitieron prever el fin sin terri­ ble agonía, ni coma y alucinación prolongados. Y cuando miraba de cara a la muerte el 3 de abril de 1541, oímos un posible eco de ese «yo» joven que en la «Carta &un su amigo» había mirado de cara al amor: Yo el bachiller Fernando de Rojas, vesino e morador que soy en la noble villa de Talavera, estando enfermo del cuerpo e sano de la memoria y estando como estoy en my seso y entendimiento natural tal qual Dios nuestro Señor, por su santa e infinita bondad le plugo de me dar, temyendome de la muerte* ques cosa natural de la qual ninguna persona puede buyr ny escapar... 204. 11 maravedís, una piel de cuero unos 72, etc. (II, 394). Pero tales precios hay que juzgarlos en función de la gama completa de bienes existentes en el mercado, así como de las necesidades probables y gastos necesarios de una familia típica de entonces. Esto es lo que hace que las comparaciones de la posición económica de Rojas con la de un abogado próspero, digamos de Má­ laga ahora, aparezcan dudosas. 203 A este acto de delicadeza se alude en el testamento: «Yten quarenta y quatro ducados que deve la de Alonso Rodríguez de Palma, biuda, vecina de Toledo, que se los prestó el dicho señor bachiller de su mano a la suya» (p. 3 8 1 ) . Esta mujer queda identificada como hija suya por Alvaro de Montal­ bán: «Ysabel Núñez, muger de Alonso Rodríguez de Palma que biue en Va­ lencia» (S e r r a n o y . S anz , p, 2 6 3 ) . A l realizar el caudal hereditario, los here­ deros (al parecer menos caritativos que el bachiller) enviaron a Alonso Martín, el marido de su criada, Juana de Torres (VLA 1 8 ) , a Toledo a hacerse cargo de la deuda. S u sueldo y dietas de viaje ascendieron a siete reales y medio (VLA 2 4 ) . a» VL II, pp. 366-368.

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Lina vez más encontramos la misma mente racional consciente de sí misma que hacía tantos años se había observado a sí mismo como ca­ zador terrestre y aéreo de la verdad. Debajo de la fraseología al uso, intuimos la presencia de un espíritu con temple. La escena que acompañaba el dictado mortal que acabamos de escuchar, no es difícil de imaginar. En torno al moribundo, lo mismo que alrededor de la cama de don Alonso Quijano el Bueno, estaba la familia, su servidumbre, dos escribanos y los testigos legales indis­ pensables. No era infrecuente en los siglos xvi y x v i i diferir la pre­ paración del testamento hasta el último momento. Entonces, con gran solemnidad, cuando las glorias del otro mundo estaban ya casi a la vista del testador, podía disponer de los bienes acumulados en éste. La partición parcialmente obligatoria de la hacienda entre los miem­ bros de la familia según el Derecho Romano (la mitad a la esposa su­ perviviente, una parte más importante al hijo primogénito, etc.) pare­ ce haber hecho menos necesario que en derecho anglosajón el ade­ lantarse a la posibilidad de un muerte repentina. Lo cual equivale a decir en esencia que la última redacción semipública del testamento podía considerarse tanto un rito de transición como una operación legal. Lo mismo que la última confesión y la extremaunción (que sin duda Rojas exigía con insistencia), formaba parte de la ceremonia de la despedida final. Y, como todas las ceremonias, se realizaba en com­ pañía de otros. La única cosa que Rojas hubo de evitar fue el deseo de volver su cara a la pared y entregar su espíritu en la soledad, según la costumbre de sus antepasados. En repetidos casos, la Inquisición había quemado los restos y expropiado la herencia de individuos acu­ sados de haber muerto en esa postura. Además de Leonor Alvarez, los hijos y las criadas, junto a la cama de Rojas encontramos algunos nombres conocidos: Andrés Dávyla, el escribano que después redactó la renuncia de Juan de Montemayor a su parte de los bienes a cambio de una suma fija antes de partir para las Indias en 1542; Francisco Dávyla, un notario que anterior­ mente había testimoniado a favor de Abrahán García; Alonso Ortiz, que era probablemente uno de los jurados municipales menciona­ dos Cosme Gómez por haber apoyado la causa real contra los comu­ neros 205; y finalmente el escribano público, favorito del bachiller, Juan de Arévalo, que certificó el documento Otros dos testigos, “ Ver n. 144. . . . 204 Consignó cierto número de censos relacionados en el inventario y, aparte de su empleo por Rojas, se han conservado otros indicios de su actividad profesional. Ver, por ejemplo, Clemente V i l l a s a n t e , «Alcaudete de la Jara», BRAH, XC (1927), 157, para su inventario de bienes donado a la iglesia local. Que la familia había sido influyente en los medios oficiales durante mucho tiempo queda demostrado por la existencia de otro Juan de Arévalo que actuó como procurador en 1476. Ver F i t a , citado en la n. 152.

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Pedro Rosado y Juan Bravo, son inidentificables. Y tampoco conoce­ mos nada sobre Gonzalo de Salcedo que, como albacea y probable­ mente amigo profesional de confianza, pudo haber estado también presente. Todos éstos estaban dispuestos a certificar —en caso de que la veracidad o la piedad de la última ceremonia pública de Rojas hubiera sido cuestionada por los chismosos— que había cumplido su papel con ortodoxia irreprochable según la ley y la religión. Se han hecho naturalmente algunos intentos para interpretar el lenguaje y mandas religiosos como pruebas de que, cualquiera que sea su origen, Rojas era (o llegó a ser con los años) un indudable cre­ yente en «la Santa Madre Yglesia». ¿Cómo explicar de otro modo, se ha preguntado, el entierro en un convento, las reiteradas afirma­ ciones de fe («creyendo como creo firmemente en la Santísima Trynidad... en la qual fee y creencia protesto de bivir e morir»), el bas­ tante caro «abito del señor San Francisco» que fue su sudario 207, los legados a los monasterios e iglesias locales, o los 2.000 maravedíes que se habían de distribuir en limosnas a «las personas pobres e vergonzantes» por el mayordomo de la institución que le ofreció su último asilo? Aparte de la costumbre, caben dos respuestas a esta pregunta múltiple. La primera es que la sepultura cristiana certificada en una institución religiosa (como en el caso del supuesto padre de Rojas Garcí González) era de máxima importancia social para estos inse­ guros hidalgos. El luminoso ensayo de Francisco Márquez sobre el trasfondo económico de las «fundaciones» de Santa Teresa ilustra este hecho sin lugar a ulterior disputa. Mucho del dinero era donado por los conversos que no podían comprar sus nichos en las criptas, capillas, conventos o iglesias establecidos 203. De lo cual podemos cole­ gir que Rojas, también, en 1517 había contribuido con admirable previsión a la construcción monástica de los Ayala. La segunda res­ puesta es que en algunos casos (por ejemplo, el de Ysabel Rodríguez, condenada después de muerta por una indiscreción momentánea se­ mejante a la de Alvaro de Montalbán) 209, legados similares eran empleados por los herederos para probar la ortodoxia de sus parien­ m Costó 600 maravedís y fue descrito como «espléndido» por el médico que lo examinó del Laboratorio de Medicina Legal de Madrid sobre la base de los pocos fragmentos que se encontraron con los restos de Rojas {ver n. 216). Sin embargo, esta suma era poca si la comparamos con otros gastos del fune­ ral, que incluían mil maravedís al «Cabildo» para el cortejo, 400 a la Cofradía de la Caridad que acompañó al féretro; casi 2.000 por las «hachas de cera», así como mayores cantidades aún para las misas que se piden en el testamento. Sin catalogar y al parecer empleado como señal de página, el recibo del hábito (firmado el 19 de junio de 1491 por una tal Ana López) fue encontrado en los Archivos de Rojas por Valle Lersundi. 208 «Santa Teresa y el linaje», Espiritualidad y literatura, pp. 141-205. ^ Ver Cap. II, n. 47.

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tes, y de esta manera proteger sus herencias de la expropiación posm orí en¿ por la Inquisición, Se ha de notar en relación con esto que el licenciado Fernando conservaba también el testamento redactado en parecidos términos de su tía soltera, Juana, que murió en 1557 210. Al parecer, Leonor Alvarez no tuvo oportunidad de preparar esta salvaguardia para sus hijos antes de su muerte. Es imposible determinar la fecha exacta y el tiempo de la muerte de Rojas, pero probablemente las honras fúnebres terminaron hacia el 8 de abril, cuando se comenzó el inventario. Por lo que se refiere a su tumba, podemos aceptar la opinión de Luis Careaga de que, en contraste con la monumentalidad tan cultivada por sus paisanos de Talavera, Rojas eligió un lugar de descanso notablemente modesto215. El nuevo convento de la Madre de Dios no sólo carecía de historia ilustre, sino que además era de construcción sencilla y sin pretensio­ nes, cual convenía a las «pobres y humildes monjas» que lo habita­ ban. Otras familias más prominentes (y menos «manchadas») prefe­ rían descansar en los grandiosos edificios religiosos que abundaban en la ciudad, pero los Rojas evitaron escrupulosamente toda ostentación externa. Es típico el que, cuando Juana preparaba su propio sepulcro, ordenara que fuese «el más humilde que estaba todavía por ocupar en la nave trasera» de la iglesia de su parroquia. Tales disposiciones para la muerte corresponden a la vida de fa­ milia que les había precedido. El hogar era seguro, cómodo e incluso abundante. Las sábanas de lino estaban bien guardadas; las tinajas, llenas hasta el borde; las cuentas, en orden, y las dieciséis horas del día serenamente reguladas. Pero lo que claramente estaba de más era «la presunción de soberbia», al amor al lujo y a los vestidos finos, la sed de «muy gran riqueza y vanagloria», la «empinación y lozanía» por la que los cristianos viejos criticaban a sus vecinos conversos2i'. O había que tratar de dominar la sociedad circundante (como los Franco, los Rojas de Escalona o los Montalbán de Madrid con su suntuosa capilla privada) o de lo contrario había que apartarse de sus ojos con una coloración protectora. Y esto último es lo que eligió Rojas. VLA 18. Investigaciones, diado Cap. III, n. 2 0 . «Hacia 1541, el Mo­ nasterio de la Madre de Dios carecía de historia y de tradición, estaba habi­ tado por monjas pobres y humildes, y seguramente presentaba poco o ningún aliciente a las familias encumbradas de la villa, como lugar destinado a recoger sus restos mortales después de la muerte...» (p. 4). _ 212 Esta descripción frecuentemente citada está tomada de la Historia de ios Reyes Católicos, de A n d ré s B ern áld e z (el llamado «Cura de los Pala­ cios), ed. M. Gómez Moreno y J. de M. Carriazo, Madrid, 1962, p. 95. Allí encontramos todas las acusaciones acostumbradas de las prácticas secretas ju­ días junto con el comentario ya citado: « ...n o eran judíos ni cristianos... más eran ereges e sín ley...». Ver Cap. IV, n. 84. 211

C areaga,

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Así, tal como se desprende del inventario, ía casa predice la tum­ ba. Allí había lo necesario, pero la falta de guardarropa superfluo para marido y m ujer213, y el servicio de mesa limitado a siete cucha­ ras de plata, indican la estudiada falta de ostentación. Quizá lo más significativo de todo sea la pobreza de joyas de Leonor Alvarez, cuyo valor total ascendía únicamente a seis reales y diez maravedíes. No eran para llevar un público «una lanternica de oro para la toca» o «dos sortijas de oro» y «tres prendedericos de la toca de oro» con­ signados en otra parte como de valor y probablemente adquiridos como prenda2H. De la misma manera, el bachiller llevó tan sólo a la tumba su acostumbrado «medallón» al pecho y un «pequeño alfiler de oro». Tanto en vida como en muerte, siguió el consejo de la Pru­ dencia al final de La visión deleitable: El que quiere ser prudente ha menester que no sea solitario, mas que sea conforme al tiempo et a la gente, ca en otra manera verná a murmuración et a perseguirlo et aborrecerlo; e si no se pudiere con toda gente conformar el corazón, conforme la cara si la plática es necesaria 215.

En su testamento, Femando de Rojas, lo mismo que Fran^ois Villon antes que él, y según la invariable costumbre de aquellos tiempos, legó su «cuerpo a la tierra donde fue formado». Pero en la primavera de 1936, esta manda fue revocada por el acta de ex­ humación. Por el lugar y por los pobres restos de huesos y vestido, la identidad quedó establecida por encima de toda duda razonable. El examen ulterior reveló que era hombre de buena estatura y que. contrariamente a Cervantes, sus dientes estaban en perfectas condi­ ciones . *

20 Sólo nueve vestidos, la mayor parte de eüos descritos como usados, quedan registrados para ambos. *14 Están relacionados con su peso en el inventario inmediatamente des­ pués de «el pesito de o to » , instrumento esencial para tasar la s joyas toma­ das a empeño. ™ p! 388. 214 A l m i r o R o b l e d o ha tenido la amabilidad de proporcionarme una fo­ tocopia de «La ciencia en el descubrimiento de los restos del autor de La Celestina», Aurora, 31 de mayo de 1936. Consiste en una entrevista de Julio Angulo con los Doctores González Bern.tl y Aznar (no se dan las iniciales o los nombres), profesores de la Escuela de Medicina Legal, que examinaron los restos. Suyas son las dos afirmaciones hechas más arriba. La estatura de Rojas se estima en un metro setenta centímetros. Su perfección dental, ob­ servan, es común entre los talaveranos, aunque no pueden explicarlo. El flúor natural del agua potable parecería hoy una causa probable.

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APENDICES

APENDICE I PROBANZAS Y EXPEDIENTES

Dado que muchos de los hechos a los que se alude en los capí­ tulos precedentes se encuentran en las probanzas d e hidalguía y los ex ped ien tes d e limpieza d e sangre, puede ser útil a los lectores no familiarizados con tales documentos incluir aquí algunas observacio­ nes generales relativas a los mismos. Por desgracia, no se han hecho, que yo sepa, estudios técnicos exhaustivos (que combinen las con­ sideraciones legales, sociológicas e históricas) de este casi aplastante cuerpo de documentos heredados del pasado español. El estudio de­ finitivo de Albert Sicroff de la discriminación contra los que tenían antepasados conversos nos proporciona un conocimiento esencial rela­ tivo a la situación humana que fue responsable de la investigación maníaca de la genealogía así como —naturalmente— Ve la edad conflictiva, de A, Castro. Y F. Mendizábal, en un breve artículo sobre «La Real Chancillería de Valladolid», da útiles explicaciones del procedimiento y terminología legales de su colección de proban­ zas 2. Pero lo que se echa de menos es una ojeada de conjunto a los documentos mismos, sus diversos propósitos, sus métodos varios de reunir información y su resultante credibilidad histórica. Está bien que ciertos españoles e hispanoamericanos vanidosos y preocupados por su linaje (son los que principalmente consultan tales archivos hoy en día) crean que esas probanzas les ha de propor­ cionar una certificación incontrovertible de su alcurnia. Es una forma inocente de autoengaño. Pero, como hemos visto, cualquiera que bus­ que en ellas la verdad sobre Fernando de Rojas y su familia tiene que 1 Les coniroverses des statuts de «pureíé de sang» en Espagtie du XV* au XVIT siécle, París, 1960. 2 Hidalguía, 1 (1953), 305-335.

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ser más exigente y escéptico. El conocimiento de las circunstancias legales y humanas de cada pleito y la habilidad para leer entre líneas son esenciales \ Como investigador de textos literarios y no de histo­ ria legal, ciertamente estoy mejor preparado para hacer lo segundo que lo primero, pero he leído buen número de estos documentos y he llegado a algunas conclusiones sobre los mismos. De entrada, es esencial hacer una distinción entre investigaciones de hidalguía e investigaciones de limpieza. Las probanzas legales como la amañada por el licenciado Fernando (la que se reproduce en el Apéndice III es un ejemplo) pueden en este sentido colocarse aparte de la certificación de la ascendencia sin mancha por los cuatro costados que era necesaria para la admisión de instituciones sociales restringidas y semioficiales, tales como las órdenes militares, los cole­ gios residenciales universitarios, los calbídos de las catedrales impor­ tantes, las cofradías e incluso ciertos gremios. Precisamente porque la hidalguía no sólo era una categoría social sino que estaba sujeta a una definición legal (los hidalgos estaban exentos de ciertos impuestos y de ciertas formas de encarcelamiento, y tenían el derecho a ejercer de­ terminados cargos), los poseedores y candidatos a ese fuero no eran interrogados acerca de su sangre. Identificar la España de Rojas con la Alemania de Hitler sería un craso error. Ser converso era socialmenté difícil y a veces angustioso, pero no era ilegal. Es cierto, naturalmente (como en el caso de los Franco) que una ascendencia exclusiva o preponderantemente judía podía privar de todo derecho a la hidalguía, sobre todo si había abuelos reconciliados. Pero, al mismo tiempo, el objeto de la investigación era establecer que la condición de hidalgo la había mantenido la familia durante cuatro generaciones y no establecer una genealogía exhaustiva. La posesión de fincas, el matrimonio legal, la legitimidad del nacimien­ to y el reconocimiento de los privilegios tradicionales por los veci­ nos y la comunidad era lo que estaba en cuestión, más que la sos­ pecha de la «mancha». No era necesario inquirir el linaje materno (con frecuencia el más dudoso), resultando de ello que la mayoría de los conversos que lo solicitaban tenían poca dificultad en tapar los descubrimientos comprometedores. Y aun cuando éstos se pro­ dujeran (como en el caso de los Cepeda)4, el solicitante podía to­ davía, si era lo bastante influyente, conseguir la deseada ejecutoria. 3 Aun suponiendo que la hidalguía requiriese un genuino pasado de cristiano viejo (que claramente no lo exigía) sería totalmente inadecuado afir* mar sobre la base de la probanza que Rojas no era converso, como lo hizo C ejado r , quien al parecer vio el ejemplar de Valle Lersundi: «El bachiller Hernando de Rojas, verdadero autor de La Celestina», Revista Crítica HispanoAmerícana, II (1916), 85-86. Como j-a hemos visto, el perjurio y la falsifica­ ción son ingredientes de este y otros documentos. * Ver Homero S e r ís , «Nueva genealogía de Santa Teresa», NRJFH, X, 1 9 5 6 , y N. A lo n so C o r t é s , «Pleitos de los Cepeda», BRAE, 1 9 4 6 , p. 9 1 .

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Lo que sucedió a los Franco (desgraciadamente para ellos, afortu­ nadamente para nosotros) parece haber sido bastante excepcional. Lo único que podemos concluir, pues, es que un Pero de Montalban, un Alonso Quijano, o esos individuos ufanos de su hidalguía en las comedias de Lope, pero desdeñados por sus vecinos peche­ ros, eran en efecto hidalgos. Algunos de los más recientes pue­ den no haber tenido gran confianza en sus pretensiones, particu­ larmente en el momento cuando sus amaestrados pero posible­ mente traicioneros testigos, hacían sus declaraciones (la decisión del licenciado Fernando de no llevar hasta el fin su litigio lo demues­ tra) 5,^pero una vez que la certificación estaba hecha, eran lo que eran. Quizás era resultado de perjurio6; quizás sus fortunas no venían de tierras ancestrales sino de antepasados arrendadores o traperos; pero ya eran hidalgos de ley —así como Sem Tob creía ser de «natura». No todas las probanzas eran dirigidas a conseguir un estado de­ tras del cual se podía esconder el linaje converso. A medida que Es­ paña iba dejando atrás su pasado medieval y oral y entraba en una nueva era burocrática de reglamentación y documentación fue inevi­ table que el problema legal de si uno era hidalgo o pechero tendría que resolverse por escrito y en pergamino. Particularmente al prin­ cipio, muchos pleitos se originaron de desavenencias reales. Por ejemplo, vecinos enemigos podían incitar a los funcionarios muni­ cipales a incluir a un hidalgo no simpático en las listas de impues­ tos, a fin de fastidiarle. También se dio el caso de que un individuo, después de haberse visto obligado a dejar su hacienda en el norte, pasando a una nueva situación en las provincias del sur o en las In­ dias, se encontró con que sus derechos sobre su pasado eran pues­ tos en duda. Cuando ocurrían tales disputas, había que seguir los procedimientos legales, se aducían argumentos por ambas partes y se llegaba a una decisión por parte de la Chancillería. En otros ca­ sos, sin embargo, es claro que los acosados conversos veían en estos nuevos trámites (la primeza probanza registrada fue la de Pedro de la Caballería en 1447) una forma de resolver sus dificultades socia­ les. Como insinuamos antes, parece un golpe de genio del licenciado Fernando, siendo joven abogado, haber reconocido en su momento justo esta necesidad y oportunidad. 5 Esto no se temía en muchos otros casos. Ver, por ejemplo, las proban­ zas de los Cepeda o la de los antepasados de Jorge Guillen, con las que he disfrutado de modo particular leyéndolas en eí ejemplar de la familia. Ver R i v a , V II, 165. La prudencia del licenciado Fernando, podemos concluir, era tan excepcional como justificada. 6 Un caso curiosamente paralelo al de Rojas nos lo ofrece la probanza de los descendientes de otro famoso abogado converso de su tiempo, el Dr. Alonso Díaz de Montalvo, que entre otras cosas se había atrevido a componer una fuerte defensa de «nuestro linaje»-. Ve*" Fermín C a b a l l e r o , Noticia de h vida, carga y escritos del doctor Alonso Díaz de Montalvo, Madrid, 1873.

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No quisiera dar a entender, naturalmente, que estas dos clases de probanzas eran rígidamente categóricas. Entre los advenedizos como los Franco y los auténticos hidalgos de pueblo cuyas reclama­ ciones podían ponerse en duda (tales como el tercer amo del Lazarillo o don Mendo en El alcalde d e Zalamea) hay una serie de situaciones intermedias. Y en cada caso, una lectura cuidadosa del testimonio ha de revelar las proporciones de verdad y mentira. Pienso, por ejemplo, en la probanza de los Cepeda, algunos de cuyos antepa­ sados parecen haber tenido una genuina pretensión a la hidalguía, o en los otros Rojas de La Puebla que habían ocupado cargos ele­ vados y hasta militares a pesar de nuestras sospechas sobre su origen. El problema consiste en que (admitiendo las infinitas grada­ ciones de las reclamaciones individuales) en cada caso hay que tomar en cuenta y sopesar los dos motivos, el uno resultado del cambio histórico y el otro de la persecución social. En todo caso los dos —en conjunto— han dejado en las Chandllerías de Valladolid y de Gra­ nada una extraordinaria cantidad de documentación histórica. Más apremiantes en sus interrogatorios, pero menos costosos en su tramitación, eran los certificados de limpieza exigidos para la emi­ gración a Indias. El número extraordinario de conversos conocidos como tales por todo el mundo que consiguieron tramitar su certifica­ ción de limpieza para salir de España hacia las nuevas colonias indica la relativa facilidad para conseguir el permiso. La razón es sencilla. Lo mismo que en el caso del certificado conseguido por el licenciado Fer­ nando y sus hermanos, en lugar de la oposición de un fiscal, los cues­ tionarios pro forma eran normalmente examinados únicamente por funcionarios municipales que probablemente eran también sospecho­ sos del mismo achaque. Tales examinadores podían estar inclinados a pasar por alto el testimonio levemente dudoso o negativo. No obs­ tante, contrariamente a las probanzas de hidalguía, numerosos testi­ gos de los lugares de origen de los solicitantes eran preguntados sobre el linaje materno y concretamente sobre su limpieza. Para escapar a América, en otras palabras, los conversos como Mateo Alemán7, el hijo de Rojas, Juan de Montemayor, y sus nietos (que no emigraron) tuvieron que acudir a amigos y conocidos, especialmente cristianos viejos campesinos que pudieran ser comprados u obligados a mentir. El perjurio era, en efecto, frecuente e, tal como queda testificado 7 Ver J. G e st o so y P érez , Nuevos dalos para ilustrar las biografías del Maestro Juan de Mal hara y de Mateo Alemán, Sevilla, 1896. 8 Sobre la frecuencia del soborno y el perjurio, ver en general (los do­ cumentos aquí empleados ofrecen ejemplos concretos), C a r o B a r o ja , I I , 323 ss.; S ic r o f f , p. 189, y D o m ín g u e z O r t iz , pp. 73 ss. Este último cita a Roco C a m p o f r í o : «la honra y reputación de toda la nobleza... estriba tan solamente en las deposiciones y dichos de los hombres más viejos de cada lugar, que {ttt in plurimum) son sastres, zapateros, curtidores y la hez del pueblo, y los más de ellos tan pobres y miserables que con quatro reales y

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de manera directa por escritores de la época e indirectamente por la creciente elaboración de los juramentos que se tomaban. En el expe­ diente de 1571, los testigos de Rojas que afirmaron la espúrea lim­ pieza de Inés de Avila y de su marido, el médico Juan Alvarez de San Pedro9, fueron obligados a jurar como sigue: «por Dios nuestro Señor e por Santa María su madre y por las palabras de los santos evangelios y por una señal de cruz... en que corporalmente pusieron sus manos derechas... les fue preguntado si a berdad dixeren, Dios nuestro Señor les ayude y al contrarío se lo demande, y a la fuerza de dicho juramento, dixo cada uno por sy: "si juro” e ”amén”». Poco nos ha de maravillar si a la luz de un juramento semejante uno de los testigos contestara a la cuestión principal con una evasión: «los tuvo este testigo en posesión de buenos cristianos y de gente onrrada, y en possessión de buenos cristianos y de gente onrrada eran abidos y te­ nidos en esta villa, y que en quanto a declarar si son cristianos vie­ jos, no lo puede declarar, porque no a conocido su linaje de atrás, y que este testigo no sabe si los susodichos descienden de moros y ju­ díos, y que no a visto este testigo ni oyó decir que ayan sido peniten­ ciados por el santo oficio de la Ynquisición, y si otra cosa fuere, este testigo lo supiera o obiera oydo decir...». Es significativo que a lo largo de todo el documento sólo esta voz revela una reacción adversa a la hipocresía inherente en el proceso y en la época 10. Las investigaciones más costosas eran las exigidas para la admi­ sión en órdenes v cabildos exclusivistas y en los colegios universita­ una vez (sic) de vino o con una amenaza o caricia les hacen decir quanto quieren» (p. 237). Observaciones similares se hacen en el Diálogo de la vida de los pajes de palacio. Ver J. S i l v e r m a n , «Judíos y conversos en el Libro de chistes de Luis Pinedo», Papeles de Son Armadans, n.® 69, 1961, p. 294. La posibilidad del soborno queda cuestionada directamente por un examinador en la probanza de Montalbán (cit. Cap. III, n. 76). 9

C o m o v im o s, su fa m ilia es p ro m in e n te e n la lis ta q u e d a C an te ra en ( v e r Cap. II, n . 10). C a r o B a r o ja lleg a h a sta lla m a r a estas in v e s ­ tig acio nes « p u ra fa rs a ec o n ó m ic a » (II, 339).

Judaizantes

10 VLA, 32. Otra protección contra el testimonio influenciado eran las llamadas «preguntas generales de la ley» a que cada testigo estaba sometido previamente a toda interrogación. Entre ellas estaba la de sí era «pariente o enemigo» de las partes litigantes. Normalmente, como en el caso de Alfonsina de Avila, testigo en el expediente citado arriba, los lazos familiares eran de­ masiado conocidos para permitir el perjurio. Por esto, ella admite: «que es pariente de la dicha doña Catalina no sabe en qué grado, y ansimismo es pariente del dicho Licenciado Francisco de Rojas poca cosa...». Por otra parte, encontramos a Antonio Salazar, el primer testigo llamado a declarar en la probanza reproducida como Apéndice III, negando cualquier parentesco. En realidad, como sabemos por testimonio de Palavesín, era el suegro del her­ mano del licenciado Fernando, Garcí Ponce. Ver G i l m a n - G o n z á l v e z ,^ p. 3. Asimismo, como se advirtió anteriormente (Cap. I, n. 24), pues se había^ tras­ ladado de Esquivias a La Puebla, seguramente era miembro de la familia de la mujer de Cervantes.

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rios —como ya hemos visto— . Pero en los tres tipos de probanzas, los candidatos, junto con el soborno que pudiera ser necesario, tenían que pagar los costos legales, incluidas las cargas p er d iem y toda clase de extras a los funcionarios locales y de la ChanciUería, así como los proverbiales chupatintas, los escribanos y sus asistentes ayudantes, Y así (como vimos en el expediente Palavesín), para las investigaciones más exhaustivas, la cuenta podía ser astronómica. Una vez más se han de hacer algunas precisiones. Como indica el caso del hermano de Catalina Alvarez de Avila, Francisco, era bas­ tante más fácil obtener una canonjía en la catedral de Sigüenza que en la de Toledo. Unos pocos testigos brevemente interrogados fue­ ron suficientes en su caso frente a la interminable lista de testigos de numerosas localidades sometidas a un largo y serio examen escri­ to que llenan Jos legajos de los archivos de Toledo. En el mismo sentido, la orden de Santiago trataba de ser más rígida en sus exi­ gencias que las demás. Una regla general podría ser que, cuánto más exclusiva era la organización, más altas eran las costas. El honor era un lujo que se vendía como marca registrada, estando tasada cada marca según su grado de prestigio. En ese sentido, una canonjía de Toledo era el Rolls Royce de aquella época. Más inquietante incluso que las costas era el peligro que acompa­ ñaba a esta tercera clase de expedientes. Recordemos los varios in­ tentos maliciosos de denigrar a Juan Francisco Palavesín porque su segundo apellido era Rojas. El fue de hecho vindicado pero hubo otros casos en que personas de linaje irreprochable sufrieron públi­ ca vergüenza al serles negada la admisión en tal o cual cabildo, gremio u orden a causa de testimonio anónimo n . Puesto que la limpieza de sangre, contrariamente a la nobleza hereditaria, era fundamentalmen­ te irreal (un mito social inventado para justificar y camuflar una re­ volución oculta), la prueba misma se convirtió en algo cada vez más carente de sentido. La limpieza dependía menos de los hechos (que ordinariamente estaban fuera del alcance de una determinación posi­ tiva) que de la opinión, que es como decir de la buena voluntad o del odio de mil y una lenguas desconocidas. Uno era lo que la gente decía que era, y en casos extremos (como mencionan Domínguez Ortiz y otros ,2) los examinadores, lo mismo que los más severos maridos de 11 A resultas de lo cual, cualquiera que Contemplaba someterse a estas investigaciones se daba cuenta de que él y su familia se estaban enfrentando con un largo período de peligro social. Lea (II, 301) cita una carta escrita por un pariente a un joven ambicioso aconsejándole en los términos más fuertes posibles que abandonara tan peligrosas pretensiones. Ver también el estudio que hace Castro de un soneto de Quevedo que se deleita en los azares que trae consigo la investigación de los propios antepasados (De la edad conflictiva, p. 23). u D o m ín g u e z O r t i z , p . 1 9 3 .

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Calderón, rehusarían la admisión aunque sabían que el testimonio era falso. Por otra parte, si el riesgo era grande, también lo era el premio: casarse bien (como en La verdad sospechosa) o por lo menos poder callar a los chimosos al ser certificado como miembro limpio de una organización exclusiva. Claro está que los chismosos de entonces sa­ bían que en muchos casos descendientes de conversos lograron con­ seguir estos honores, pero aquello tampoco era susceptible a prueba. Y después de todo las creencias existen para que se crea en ellas. Caro Baroja, que ha estudiado el asunto con tacto admirable, comenta que aquellas «armas» defensivas contra la sociedad u, también eran in­ dispensables hasta para familias nobles y nada sospechosas. Los Ro­ jas, por ejemplo, que sabían lo que hacían al pedir su ejecutoria, nunca se hubieran atrevido a solicitar un hábito. A lo más que se atrevió el licenciado Fernando fue a conseguir el ingreso en la «Co­ fradía de los Abades» de Valladolid, a pesar de su estatuto l4. Fue esta clase de eficacia negativa la que hizo apetecibles tales organiza­ ciones sociales a pesar del extendido escepticismo sobre la pureza de tod os sus miembros.

»

II, 350-357.

14 V er Cap. I, n. 41.

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APENDICE II GENEALOGIAS

El primero de los cuadros que siguen es una reproducción del árbol de los Franco (ver cap. I, p. 39). Dado que sería casi ilegible una reproducción de la fotografía que poseo de dicho documento, lo que he hecho es trazar el esquema y reproducir separadamente la in­ formación que nos da sobre cada una de las personas registradas. Tal información aparece en el original en círculos concéntricos. La nume­ ración indica dónde se puede localizar en dichos cuadros lo que afir­ man tanto el fiscal como los Franco. (1) Pedro González Notario, fue casado con Mayor Fernández su muger año de 1420. Pretende Fernán Suárez Franco, que litiga, que dexó tres hijos, Aluar Pérez que quedó en Asturias, y Garcí González de Rojas que se fue a La Puebla de Montalbán, y Pedro Franco que se fue a Toledo, y que des te dedende; y el señor Fiscal y villa de Madrídejos y don Antonio de Rojas cauallero del hábito de Santiago, vezino de Toledo y delator desta causa [pretenden] que decíende de Pedro Francoi. (2) Aluar Pérez de Rojas, hijo mayor, sus padres solo le llaman Aluaro, pretende el actor que dexó por su hijo mayor a Aluar Pérez. (3) Pedro Franco, arrendador y trapero, que casó con María Alvarez reconciliada, año 1485, la qual dize son sus hijos, Alonso Franco, Juan Franco, Mencía, muger de Alonso de San Pedro, y Catalina Alvarez, muger de Antonio de San Pedro, y dize fueron 1 Este último párrafo pudo quedar inconcluso. Pudo haberse terminado con la frase «natural de Toledo» o algo semejante, ya que según está, parece implicar una concordancia bastante improbable entre las dos partes en cuanto al origen geográfico de la familia.

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297, 423 n., Díaz de Pan y Agua, Juana (Puebla, esposa del Dr, Francisco Hernán­ dez, «protomédico de las Indias»), 235 n. Díaz de Rojas, Garcí (Puebla, escriba­ no), 224. Díaz de Toledo, Fernando, 239, 338 387 n., 513.

°395dn ^427^ Roí,rigo' e! Cid> 114> Diccionario de autoridades, 313, 374 n.

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Dickens, Charles, 160 n„ 292, 380. Diógenes, 412. Docientas del castillo de la fama, Las, 433. Documentos inéditos para 4a historia de España, 234 n. Dolfos, Vellido, 389. Domínguez Bordona, J., 133 n., 181 n. Domínguez Ortiz, Antonio, 20f 111 n.f 126, 133 n., 137 n., 154 n.t 166 n„ 187, 188, 189, 191 n , 195 n., 235 n , 241 n., 336 n.t 474 n., 476. Du Bois, William, 204 n. Dueñas, Diego de (amo de A.), 91. Dumont, Louis, 20, 124, 129 n.

E Ebersole, A. V., Jr., 344 n. Eboli, Princesa de, 460 n, Edel, León, 159 n. Eliot, T. S., 38, 352 n., 379, 380, 382. Encina, Juan del, 71, 115 n., 190 n., 204, 213, 221, 272 n., 275, 276, 289 n., 304, 324, 325, 361 n., 416, 423, 433. Enrique, Martín {médico regio en Portugal, pariente de Luis García el «librero»), 116 n. Enrique IV de Castilla, 125, 151, 178, 197, 227, 229, 260, 319 n., 358, 528. Enriquez, Teresa (duquesa de Maqueda), 142 n. Entrambasaguas, J. de, 343. Epístolas de Rabí Samuel embiadas a Rabí Ysaac doctor y maestro de la synagoga, Las, 257, 320 n. Erasmo, Desiderio, 20, 3840, 109, 133 n., 216, 222, 258, 305, 341, 415, 420-423, 436 n., 437 n., 439. Ercilla, Alonso de, 64 n., 96 n., 137, 141, 191 n., 433, 463 n. Erikson, Erik, 112 . Erosístrato, 328 n. Esopo, 431. Esperabé Arteaga, E., 20, 269 n., 270 n., 272 n , 273 n„ 282 n„ 286 n„ 307 n., 463 n. Espina, Fr. Alonso de (Alfonso), 104, 173, 187, 198. Espinel, Vicente, 73, 192 n., 214, 275 n. Espinosa Maeso, Ricardo de, 17, 251,

269 n., 271 n„ 275 n , 276, 446 n„ 463 n. Esplandi&n, Las Sergas de, 157, 424, Espronceda, José de, 279. Esteban, Francisco (sacerdote coetá­ neo del bachiller), 224, 225, 261 n.. Esténaga, Narciso de, 41 n„ 54 n 59 n., 260 n. Estrada, duque de, 446. Eyb, Albrecbt von, 319, 325, 417, 518 n.

F Fabié, A. M., 127 n. Fanega, Iohan (Talavera, ayudante de R.), 456 n. Faulkner, William, 160 n. Fe, Dr. Constantino de la (véase Fuen­ te, doctor Constantino de la), Febvre, Luden, 194, 320 n., 440 n. Feijoo, Benito Jerónimo, 339 n. Felipe II, 141, 223, 224, 231, 323, 390, 403, 516. Ferguson, Francís, 34 n. Fermoselle, Diego de, 272. Fernández, Lucas, 272, 289, 290 n„ 401. Fernández, Mayor (Franco), 65, 478. Fernández Aceituno, Alonso, 59 n. Fernández de Bethencourt, F., 19, 234 n., 244, 248, 255, 262 n. Fernández de Córdoba, Gonzalo (el Gran Capitán), 153, 261. Fernández de Retama, Luis, 298. Fernández Rubio, Martín (vecino de Halía, reo de la Inq.), 108 n. Femando el Católico, 128, 174 n., 194, 229, 241, 255, 260, 264, 284, 285, 302, 325 n., 442, 446. Ferrater Mora, José, 39, 40, 117, 118. Ferrer, san Vicente, 167, 201 n., 296 n. Fielding, Henry, 76, 139. Fielding, Sarah, 140 n. Filón de Alejandría, 428 n. «Física», la, véase Mondón, Mayor de. Fita, P. Fidel, 54 n., 93 n., 104 n., 171 n., 177 n., 187 n„ 195 n., 196 n., 202 n., 242 n., 403 n., 447 n., 465 n. Fitzmaurice-Kelly, James, 32. Flamminio, Lucio, 303 n., 305. FIórez de Valdés y Rojas, Alonso, 66 n. Floriano Cumbre ño, A. C., 174 n., 444.

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Fluchére, Henri, 355. Fontano, Jacobo, 426. Foulché - Delbosc, Raymond, 31 n., D I n., 434 n. Fraker, Charles W., 257 n., 381 n. Francisco I, 134, 442, 446. Franco, Alonso (Franco), 57 n., 61, 478, 482. Franco, Alonso (hijo de Alonso de Villareal Franco e Inés de Cepeda), 483, 486. Franco, García (reo de la Inq., santo Niño de la Guardia), 104 n., 320 n. Franco, Hernán (Franco), 61, 482, 483. Franco, Juan (Franco), 61, 478, 483. Franco, Mentía, 478. Franco, Pedro (arrendador de alcaba­ las y trapero, marido de María Al­ varez, reconciliado en Toledo), 55 n., 57 n., 61, 65, 66, 94, 133, 136, 478, 482, 483, 486. Franco, Teresa (Franco), 483. Franfon, M., 186 n. Francos, Alonso de (Rojas de Tineo), 66 n., 482, 483. Friedburg, Bemhard, 138 n., 235 n. Fries, F. R., 316 n. Frye, Northrop, 359. Fuensanta del Valle, marqués de la, 239 n. Fuente, Dr. Constantino de la, 102, 338 n. Fuente, Diego de la (terrateniente de La Puebla), 136 n., 249. Fuente, Rodrigo de la (Puebla, hijo de Diego), 136 n. Fuente, Rodrigo de la (Puebla, nieto de Diego), 136 n. Fuente, Vicente de la, 176 n., 211 n., 213 n., 274 n., 280 n„ 281, 291 n., 302 n„ 309 n. Fuentesalida, comendador, Alonso de (Serrano), 249. Fuster, J. P., 438 n. G Galeno, 328 n. Gallego, Bartolomé (sobrino de A., je fugó de la Inquisición), 83 n., 119, 123, 388, 450, 451. Ganívet, Angel, 224. García (sastre, Serrano), 252. García, Alonsyco (Serrano), 252.

Gurda, Fernando (clérigo, Serrano), 248. García, Francisco (Talavera, proban­ za), 505. García, Gonzalo (Rojas de Tineo), 483. García, licenciado Juan (probanza), 487, 493, 496. García, Luís [Abraham] (librero de Talavera, reo de la Inq,), 84 n., 104 n„ 108 n., 116 n., 118 n„ 132 n., 138 n., 143, 233, 239, 423, 426, 449, 465. García, Miguel, 252. García Blanco, Manuel, 29 n., 324 n., 325 n. García de Moyos, bachiller Marcos ( « M a rq u illo s de Mazarambros»), 195 n., 338, 397. García de Proodian, Lucía, 137 n. García de Rojas, Gonzalo (Rojas de Tineo), 66 n. García de Santa María, Alvar, 131 n. García de Santa María, Gonzalo, 435. García Mercadal, José, 127 n., 213 n., 277 n., 284 n., 293 n., 308 n., 309, 342 n. García Morales, Justo, 343 n. Garcilaso de la Vega, 235 n. Garnica (Serrano), 249. Garrido Pallardó, F., 356 n. Garzón, P. F. de Paula, 393 n. Gestoso y Pérez, J., 474 n. Gibaja, Ysabel de, 96 n. Gíedion, Siegfried, 49, 388. Gili Gaya, Samuel, 263 n., 322 n. Gilman, Stephen, 20, 54 n., 55 n., 56 n., 57 n., 58 n., 59 n., 60 n., 61 n., 260 n., 271 n., 475 n., 483 n. Gilmore, Myron, 299 n., 303 n. Gillet, J. E., 20, 272 n., 273 n., 280 n„ 320. Girón, Pedro, 263 n. Girón de Rojas, Juan (Puebla, oíros Rojas), 261 n., 262 n. Glaser, Edward, 154. Glover, A., 35 n. Goldman, Peter, 17, 357. 358. Gómez, Avira, 250. Gómez, Elvira (hermana de A.), 86 n., 124, 211 n., 265. Gómez, Fernán (primo de Juan de Lucena, impresor), 125 n. Gómez, Fernando (Serrano), 247, 249. Gómez, Gonzalo (Serrano), 249.

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Gómez de Avila, Ferrant (Puebla), 131 n. Gómez de Castro, Alvaro, 414 n., 415 n. Gómez de Santesteban, 426. Gómez de Toledo, Alvar (claustro), 303, 415 n., 416 n. Gómez Moreno, Manuel, 467 n. Gómez Quemado, Fernando (Serrano), 250. _ Gómez Tejada de los Reyes, Cosme, 135 n., 383, 391-397, 401, 402, 414, 445, 446 n„ 457, 465. Gomiel, Pedro de, 274. Góngora, Luis de, 372. González, Beatriz (Puebla, reo de la Inquisición), 240. González, Bernardino (procurador, pro­ banza), 485. González, Catalina (loca, informadora de la Inquisición), 189 n. González, García (Serrano), 247, 250. González, Julio, 279. González, Martín, 91. González Berna), Dr., 468 n. González de Bustamante, Gonzalo, 513. González de la Calle, Pedro Urbano, 301 n. González de Mendoza, cardenal Pe­ dro, 151 n., 365 n. González de Montes, Raimundo, 19, 87 n., 101, 116, 174 n„ 177, 191, 338, 458. González de Oropesa, Pedro (cuñado de A.), 86 n., 95, 96, 249. González Francés, Antonio (inquisi­ dor, A.), 83 n., 123. González Hidalgo, Pedro (deudor de R.), 458. González Husillo, Fernando (converso toledano), 86 n., 90, 169 n., 170, 242 n. González Notario, Pedro (Franco), 65, 85, 132, 478. González Sacristán, Pedro, 249. Gonzálvez, Ramón, 17, 20, 54 n., 55 n., 56 n., 59 n., 60 n., 61 n., 65 n., 130 n., 260 n., 271 n., 475 n., 483 n. Gordo, Ximeno, 182 n., 336, 459. Gracia Dei, Pedro, 289 n. Gracián, Baltasar, 128, 349, 353. Green, Otis, 156 n., 326 n.. 358 n., 381 n. ^ Gregoriis, Gregorius de, 509.

Gregoriis, Johannes de, 509. Gregorio IX, papa, 507. Grey, Ernest, 17, 196 n., 235 n., 236 n. Griffin, N. E., 327 n. Groethuysen, Bernhard, 190 n., 332 n. Guadix, Diego de, 238. Guarino Mesquino, Crónica del ftoble cauallero-------, 424 , 425. Guevara, Antonio de, 71, 72, 205, 248, 310 n., 315, 321, 353, 412, 414, 416, 4 2 1 ,4 2 4 ,4 3 1.4 3 9 . Guevara, bachiller (Talavera), 448. Guevara, Carlos de (Puebla), 254 n. Guevara, Marina de (esposa de Alon­ so Téllez), 248. Guevara, Marina de (mencionada por Llórente), 248. Guicciardini, Francesco, 127, 217, 290. Guillén, Claudio, 17, 92, 135. Guillén, Gaspar (Talavera, reo de la Inquisición), 448. Guillen, Jorge, 17, 73, 130 n., 473 n. Gutenberg, Johann Gensfleisch, 71, 311, 419. Gutiérrez de Gibaja, Alonso de (hijo de Iñigo de Monzón), 96 n. Gutiérrez Nieto, J. I., 444 n. Guzmán, Gaspar de (probanza), 493, 504. Guzmán, Leonor de, 428 n.

H Haebler, 419 n., 437 n. Hajnal, Istvan, 270 n., 308 n., 309 n., 314, 317 n. Hamilton, E. J., 463 n. Hamilton, Guy, 356 n. Hartmatm, E., 316 n. HartnoU, 316. Haskins, Charles Homer, 310. Hazlitt, William, 35. Héctor, 152, 430. Hellman, Edith, 17. Henríquez, Juana, 128 n. Heráclito, 74, 185, 186, 300. Herbort, Johannes, 508. Hernández, Diego (hermano de Ga­ briel Alonso de Herrera), 415. Hernández, Diego (probanza), 413, 493, 496. Hernández, Francisca, 120, 341 n., 342.

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Hernández, Francisco, 128 n., 142 n., 235 n., 266, 333 n. Hernández, Pedro, 440. Herrera, Gabriel Alonso de, 398-400, 415, 455. Herrera, Hernán Alonso de, 398 n., 415. Herrero, Juan (Serrano), 251. Herriot, J. Homer, 78 n., 212 n., 433 n. Hijes Cuevas, V., 414 n. HÍ1I, J. M., 256 n. Hiller, J. H., 418 n. Hillgarth, Jocelyn, 178 n. Hinojosa, doctor (notable de Talavera, probanza), 489, 491, 496. Hipócrates, 428 n. Historia de Henrrique ji de Oliva, A?A 475 Hitler, Adolf, 472. Homero, 430. Hornik, M. P., 147 n., 444 n. Hordz (véase Ortiz, «Fulano»), Huizinga, Johan, 178, 185, 283 , 290, 293, 366. Hurtada, Ysabel (nieta de R.), 387 n. Hurtado, Elvira (esposa de Alonso de Montalbán), 155 n. Hurtado, Guiomar (esposa de Diego de la Fuente), 136 n. Huitado, Luis (yerno de R.), 124. Hurtado de Mendoza, Diego, 237 n., 295 n., 298 n. Hurtado de Mondón, Ysabel (esposa de Pero de Montalbán), 96 n. Hurus, Juan, 511. Husillo, Diego [González] (converso toledano), 86 n. Husillo, Fernán o Hernando (véase González Husillo).

I Ignacio, San, 168 n. Infantado, duque del, 254. Inocencio III, 101. Isaac, 239. Isabel I la Católica, 109 n., 178, 182, 194 , 229, 241, 255, 264, 289 n., 302, 324, 439 n.

J Jankélévitch, Vladimir, 39, 40. Jarada, Leonor (Puebla, reo de la Inquisición), 240, 241 n., 242.

Jenson, Nicolaus, 507, 509. Jiménez, Lucas (procurador, probanza), 485, 486, 493. Jiménez de Gregorio, F., 396 n., 397 n. Jiménez de la Llave, Lucas, 402 n., 446 n. Jiménez Herrador, Rodrigo (Talavera, reo de la Inq.), 447. Job, 182, 183, 186, 413. Jonson, Ben, 379. Josefo, Flavio, 319, 320 n., 426, 428 n., 431 n. Josué, 152, 430. Joyce, James, 33 n., 150, 160 n. Juan, príncipe, 273, 274, n., 284 n., 304. Juan II, 125, 134, 167, 226, 229. Juan Bautista, san, 231 n. Judas Iscariote, 437. Judas Macabeo, 152, 430. Jufré, 334 n., 445 n. Jung, Cari Gustav, 382. Junta, Juan de, 324, 512. Justiniano, 509, 510. Juvenal, Décimo J., 303, 306. K Kafka, Franz, 116, 117, 202. Kaiser, Walter, 38, 39. Kennedy, M. B., 310 n. King, Edmund L., 17. Kohut, George A., 357 n. L Lacrando, 417. Ladrada, Diego (véase Adrada). Laínez, Diego, 168 n. Landsberg, Paul Ludwig, 230. Lapesa, Rafael. 17, 106, 147, 237 n. Larra, Mariano José de, 79. Las Casas, Bartolomé de, 329. Laurencín, marqués de, 152 n. Lavardin, Jacques de, 365 n. Lawrence, D. H., 34 n. Lazarillo de Tomes, passirn. Lea, H. C., 20, 61 n., 62 n„ 84 n., 87 n., 90 n., 92, 93 n., 98 n., 116, 120, 157 n., 165 n„ 170 n„ 171 n„ 174 n., 178 n., 191 n., 194, 195 n., 197, 241 n„ 243 n., 295 n., 447, 463 n., 476 n. Ledford, Loraine, 17.

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Lee, Dorothy, 90. Leo, Ulrich, 312 n. León X, papa, 177 n. León, Francisco (Talavera, probanza), 505. León, Fray Luis de, 19, 29, 64 n., 128, 204, 205, 213, 243 n., 278, 281 n„ 282 n., 283, 284, 288 n ., 297, 309, 337, 391 n. León, Ynés de [Franco), 483. León Tello, P., 20, 61 n., 215. Leonor, Reina (Relaciones, esposa de Juan II), 226. Lerma, Diego de (Serrano), 250. Lerma, Gravíel de (Serrano), 248. Lerma, Juancho de (Serrano), 250. Levey, Michael, 331 n. Levin, Hariy, 17. Lewin, B., 202 n. Libro del Alborayque, 195-197. Libro del Anticristo, 257. Libro del esforzado cauallero don Tris­ tán de Leonís, 424. Libro segundo de Palmerín..., 424. Libro verde de Aragón, 97 n., 262 n. Lícaón (rey de Arcadia), 431 n. Lida, Raimundo, 17. Lida de Malkiel, María Rosa, 20, 31, 32, 34-38, 41, 42, 47, 112 n„ 218, 239 n., 289, 290, 295, 312 n., 317, 324, 326, 327, n., 349, 352, 353, 359 n., 372 n„ 376 n., 417, 418 n. Lilio, Fray Martín de, 263 n., 264 n. Lira (Serrano), 250, 251. Lodeña (Serrano), 247. Lodosa, conde de, 55 n. Lomo, Juan Martín del (deudor de R.), 458. López, Ana (firmante del recibo del hábito de R.), 466 n. López, capitán Bartolomé (Puebla), 234. López, Diego (cuñado de A,, y ma­ yordomo de Arias de Silva), 133. López, doctor Diego (médico real), 141. López, Diego (Talavera, calcetero), 406. López, Isabel (hija de Francisco de Montalbán), 105. López, Juan (escribano, probanza), 486. López, Mencía (enemiga de Diego de Oropesa), 453 n.

López Barbadillo, J., 107 n,, 279 n., 354 n. López Cortídos, Francisco (Talavera, reo de la Inquisición), 84 n„ 448 459. López de Ayala, Iñigo, 260. López de Ayala, Pero, 84 n., 148, 226, 428. López de Haro, Alonso, 260. López de Hoyos, Juan, 430 n. López de Illescas, doctor Juan, 100 n.f 258 n„ 459. López de León, Diego, 421 n. López de Montalbán, Rodrigo (To­ ledo), 136 n. López de Toledo, Ana (esposa de Fran­ cisco de Montalbán), 105. López de^ Toro, José, 17, 20, 176 n. Louys, Pierre, 74 n. Lucena, Catalina de (hija de Juan de Lucena, impresor), 138. Lu?ena, doctor mosén Fernando de (Puebla), 125. Lucena, Francisco (hijo del doctor maestro Martín), 134. Lucena, Juan de (cronista real), 301. Lucena, Juan de (impresor en hebreo de La Puebla), 93 n., 99, 125, 131­ 133, 138, 146, 147, 150, 174 n., 200, 206, 235 n„ 240-242, 259, 319, 323, 324, 337, 359 n„ 448. Lucena, Leonor de (hija de Juan de Lucena, impresor), 174. Lucena, Luis de, 134, 146, 147, 272, 293, 323, 334, 414. Lucena, Martín de («El doctor maes­ tre»), 134, 135, 138. Lucena, Teresa de (hija de Juan de Lucena, impresor), 84 n., 125, 138, 242. Lucero, Diego Rodrigues, 176-178, 272, 431 n. Lukács, Gyorgy, 203, 411. Lulio, Raimundo, 439 n. Luna, Alvaro de, 134, 167, 169 n., 179, 181, 182, 226, 229, 234, 254, 443. Luna, Juan de, 150. Lurquí, Rabbi Josué [fray Jerónimo de Santa Fe], 173. Lutero, Martín, 216, 452. Lynn, Caro, 19, 272 n., 278 n., 280 n., 281 n., 283 n., 285, 297 n., 300 n., 303, 307, 308 n., 309 n„ 313 n.

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LL Llaguno Amirola, A., 226 n. Llorca, Bernardino, 54 n. Llórente, Juan Antonio, 20, 54, 61 n., 84, 96 n., 98, 99 n., 117 n., 174 n., 178, 201 n., 236 n., 248 n., 442, 453 n. M Machado, Antonio, 73. Madariaga, Salvador de, 40 n., 41, 153 n., 187 n„ 191, 320. Madrid, Francisco, 183 n., 375. Madrid, Francisco de (Alcalá, reo de la Inquisición), 105 n. Madrigal, Alonso de, «el Tostado», 181, 330, 340. Madrigal, Pedro Manuel de, 272. Maeztu, Ramiro de, 39. Magallanes, Fernando de, 217. Magnes, 274. Magno (impresor sevillano), 511. Mahoma, 196, 439 n. Maimónides, 202, 320, 334. Maino, Jasón de, 510. Majón, Lope (Serrano), 246, 248, 252. Mal Lara, Juan de, 284, 474 n. Maldonado (criado, Serrano), 247, 250, 251. Maldonado Verdejo, Juan (Talavera, probanza), 493, 500, 503. Mandeville, Sir John, 426. «Manjirona», la (véase Alonso, Inés). Manrique, Antonio, 264. Manrique, Enrique, 249. Manrique, Jorge, 179, 182 n., 226, 254, 325, 349. Manrique, Rodrigo, 179, 181 n., 214. Manrique, Rodrigo (rector de estu­ diantes de Salamanca), 272. Manthen, Johannes, 507. Maqueda, duque de, 142 n. Maravall, José Antonio, 443. Mariana, Alonso de (inquisidor, A.), 83 n., 123, 143. Mariana, Juan de, 117 n., 174, 245, 392 n., 393, 460. Marichal, Juan, 205, 379 n. Marihoz (Serrano), 248. Marineo Sículo, Lucio, 19, 223, 272, 278, 280, 281, 283, 296, 299, 303, 305, 306 n., 312, 313 n., 323, 427, 428.

Maritain, Jacques, 185, 203, 366. Marlowe, Chistopher, 424. Márquez Villanueva, Francisco, 17, 20, 54 n., 117, 126, 127, 135 n., 145 n., 146 n., 160 n., 173 n„ 174, 189, 195 n., 275, 322 n., 324 n., 336 n., 340, 341 n., 420 n., 466. Martín V., papa, 280 n. Martín, Alonso (Talavera, esposo de Juana de Torres, criada de R.), 406 n., 464 n. Martín, García (zapatero, Serrano), 251. Martín, H.-J., 320 n., 440 n. Martín, Pero (Halía, deudor de R.), 457. Martín Gamero, A., 223 n. Martindale, D., 401 n., 402 n. Martínez, bachiller (Talavera, precep­ tor del lie. Fernando), 270 n. Martínez, Juan (Puebla, informador en las Relaciones), 224, 234 n., 235. Martínez Dampiés, Martín, 320. Martínez de Mariana, bachiller Juan (Talavera, padre de Juan de Maria­ na), 446. Martínez de Mariana, Pero (canónigo de la colegiata de Talavera, clien­ te de R.), 460. Martínez de Prado, Alonso, 456, 457. Martínez de Silíceo, cardenal Juan, 131 n., 338 n., 397. Martínez de Toledo, Alonso, 159, 181, 292 n., 320, 325. Mártir, Pedro, 20, 176, 190, 283 n., 302, 304, 305, 312, 442, 446, 462. Mata Carriazo, Juan de, 427 n., 467 n. Matute (Serrano), 248, 250. Maximiliano, Emperador, 234. Máximo, Valerio, 328 n. Mayre, 134 n. Maza, Gerardo, 17. «Mazarambros, Marquillos de» (véase García de Moyos, Marcos). McLuhan, Marshall, 290, 311, 312, 314 n., 317 n., 319, 321 n„ 419. McPheeters, D. W., 273 n., 317 n. Medina, José Toribio, 96 n., 141 n., 463 n. Medrano, Antonio de, 84 n., 341, 342. Melgar, Alonso de, 512. Melgares Marín, J., 109 n., 337 n., 342. Melville, Hermán, 278. Aleña {Serrano), 250, 251.

— 526 —

Mena, Juan de, 179, 302, 311, 320, 328, 349, 360, 429, 430, 433 n. Menandro, 274. Méndez, Diego, 320. Méndez, Fray Francisco, 297. Méndez Bejarano, M., 131 n. Mendizábal, F., 471. Mendoza Lassalle, M. A. de, 155 n. Mendoza y Bobadilla, cardenal Fran­ cisco de, 151 n. Menéndez Pelayo, Marcelino, 20, 30­ 32, 39, 85 n„ 94 n„ 190 n„ 214, 271, 272 n., 324, 325 n., 326, 327 n., 340-342, 352, 355, 358, 360, 363, 364, 388, 418 n , 444 n. Menéndez Pidal, Ramón, 30, 49, 166, 326, 328, 392 n. Meneses, Gerónimo (Talavera, proban­ za), 504. Meneses y Padilla, Antonio de, 59 n. Merton, R., 178 n. Míguez, Joáo, 357 n. Millares Cario, Agustín, 15, 219, 485. Moliere, J. B. P., 333. Molina, Juan de, 427 n. Mollejas «el ortelano», 217, 218 n., 219, 221-223, 228, 253, 265, 289, 385, 395. Mollejas, Juan (Puebla), 220. Mondón, Diego de (escribano de Ma­ drid, suegro de Alonso de Montal­ bán), 96 n. Mondón, Femando de (Madrid, padre de Isabel Hurtado de Mondón), 96 n. Mondón. Gonzalo de (Getafe; testigo de la probanza de Alonso de Mon­ talbán), 96 n. Moncón, Yñigo de (denunciante de A.), 96-98 n., 101, 103, 149, 451 n. Mondón, Isabel (madre de Alonso de Montalbán), 156 n. Mondón, licenciado (Madrid; padrino de Alonso de Ercilla), 96 n. Mondón, Mayor de «la Física» (Pue­ bla; reo de la Inq.; posible modelo de «Celestina»), 232, 233. Montaigne, Michel de, 74, 145, 245, 416, 424. _ Montalbán, Aldonga de (prima de A.),

86 n.^

Montalbán, Alonso de (hermano de A.), véase Alvarez de Montalbán, Alonso. Montalbán, Alonso de (hijo de Pero de Montalbán), 96 n., 133 n., 137 n. Montalbán, Alonso de (Madrid; pri­

mo de A.; aposentador real de los Reyes Católicos), 124, 125 n., 154, 155, 177 n„ 254. Montalbán, Alonso de (Toledo), 136 n. Montalbán, Alvaro de, 49, 54, 66, 67, 73, 81, 83-89, 91-98 n., 101-105, 107, 109-111 n„ 115, 116, 118-120, 123-126, 129-139, 141, 146, 147 n„ 154, 156, 170, 171 n„ 175, 176, 188, 191, 194, 196, 198, 199, 201, 215, 216, 227, 230, 232, 235, 236, 240-243, 249 n., 252, 253, 265, 293, 386, 387, 408, 434, 437, 450, 451, 454-456, 459, 461, 464 n., 466, 484, 515. Montalbán, Fernando de (Puebla), 197. Montalbán, Francisca de (Madrid), 155 n. Montalbán, Francisco de (hijo de Alon­ so de Montalbán, aposentador real), 137 n. Montalbán, Francisco de (primo de A.), 86 n., 105 n., 265 n., 440, 450, 451 n. Montalbán, García de (hermano de Alonso de Montalbán, aposentador real), 135 n. Montalbán, Juan de (Madrid), 155 n. Montalbán, Juan de (Toledo), 155 n. Montalbán, Juana de (Madrid), 155 n. Montalbán, Melchor de (nieto de A. y último aposentador real), 156 n. Montalbán, Pedro de (primo de A., sobrino de Alonso de Montalbán, aposentador real), 86 n. Montalbán, Pero [Pedro] de (yerno de A., segundo aposentador real), 95, 95 n., 97, 104 n., 124, 133, 137 n., 156 n., 461, 473. Montemayor, Jorge de, 29, 52, 159. Montemayor, Juan de (hijo de R.), 137, 406, 465, 474. Montenegro, licenciado (y bachiller), Alonso de (Talavera), 108 n., 189 n., 449, 459. Montes, Raimundo (véase González de Montes, Raimundo). Montesa, Jaime de, 104 n. Montesinos, José F., 27. Montoro, Antón de, «el Ropero», 42, 90, 113 n., 330, 359 n., 380. Monzón, véase Mondón. Mora y Layos, señor de, 56 n. Moravia, Alberto, 160. Moreno Nieto, Luis, 228 n., 232 n., 234 n.

— 527 —

Moro, Tomás, 216, 287, 412. Morton, F. Rand, 179 n. Mose (herrero, Serrano), 251. Mumford, Lewis, 318 n., 398, 400 n., 406, 454. Münzer, Hieronymus, 127 n., 172. Muñón, Sancho de, 107 n., 279, 354 n., 365 n. Murcia, Francisco de {Serrano), 248. Murcia, Juan de {Serrano), 247, 248. Murry, John Middleton, 148. N Nájera, bachiller Felipe de, 99 n. Napoleón, 54. Natos, Pero {Serrano), 252. Nava Ocanna, Alonso de (Serrano), 252. Navagero, Andrea, 393. Navarro, Martín {Serrano), 246. Nebrija, Elio Antonio de, 150, 222, 272, 273, 283, 285 n., 299 n., 300­ 302, 304, 305, 306 n., 310, 312, 313, 316 n., 321, 323 n., 324 n„ 415. Nef, John V., 245. Nehama, J., 193 n. Nerón, 206. Neuwirth, G., 401 n. Nevio, 273. Nieto, Juan {Serrano), 250. Niño de la Guardia, santo (véase Fran­ co, García). Nogales, fray Alonso de, 108 n. Ñola, Ruperto de, 410. Norris, F. P., 327 n. Norton, F. J., 427 n., 433 n. Núñez, Aldonza «la Romera» (Toledo, reo de la Inquisición), 260, 262. Núñez, Costan^a (hija de A.), 94, 96 n., 97, 124, 156 n., 461. Núnez, Fernán «el Comendador grie­ go», 273. Núñez, Isabel (hija de A.), 94, 406 n., 464. Núñez, Mari (esposa de A.), 92. Núñez de la Torre, Mari (Toledo), 136 n. Núñez de Reínoso, Alonso, 45 n., 159, 186 n., 287 n. Núnez Delgado, Pero, 327 n. Núñez Dientes, Juana, 233.

O Obregón, Antonio de, 433. Ocaña, Andrés de (Serrano), 248. O ’Connor, W. V., 34 n. Olmedo, F. G., 222 n„ 285 n., 301 n„ 308 n , 321 n., 323 n. Ong, P. W. J., 283 n., 295, 309 n., 313 n. Ornstein, J., 293 n. Orobio de Castro, Isaac, 99 n. Oropesa, Diego de (Talavera, reo de la Inquisición), 84 n., 103 n., 108 n., 214, 387, 423 n., 446 n.. 451, 452, 453, 458. Orozco, Fray Alonso de, 297 n. Orozco, E., 356 n. Orozco, Sebastián de, 171 n., 394 n. Ortega, Fray Juan, 295. Ortega y Gasset, José, 41, 49, 166, 185, 205, 261, 301, 330; 425. Ortegón, Simón de (escribano, pro­ banza), 486. Ortiz, Alonso (jurado municipal, Ta­ lavera), 445 n., 465. Ortiz, Blas (testigo de la abjuración de A.), 84 n. Ortiz, Fray Francisco, 191 n., 251, 253, 300, 338, 342. Ortiz, «Fulano» (hidalgo que marchó de La Puebla con R.), 158, 253, 255. Ortiz, Teresa (Franco), 483. Ortiz Calderón, Sancho (Serrano), 248. Ortiz de Angulo, Diego (fiscal en el proceso de A.), 83 n., 448. Ortiz de Zarate, Doctor (corregidor de Talavera), 456. Osma, Pedro de, 297. Osuna, duques de, 128 n„ 223. Ovidio, Publio, 308 n., 353 n., 431 n., 432.

P Pacheco, Andrés, 343 n. Pacheco, Juan (marqués de Villena), 127 n., 177 n., 179, 181, 182 n., 224, 226, 227, 229, 254, 255, 263, 311, 342 n. Pacheco, Pedro, 234. Padilla, Juan de, «el Cartujano», 113, 190 n„ 351, 353 n., 436-438. Padilla, María de, 226, 428 n. Palacios, Pedro (Serrano), 247.

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Palacios Rubios, doctor Juan López de, 291, 297, 298 n„ 305. Palau, Bartolomé, 418 n. Palavesín y Rojas, Juan Francisco (To­ ledo, pretendiente a canonjía), 57 , 58, 59 n., 65 n., 67 n., 68, 85, 130 n., 131, 138, 154, 168, 211, 240, 259, 265, 475 n., 476, 483, 486. Falencia, Alfonso de, 197 n., 319, 320. Palma, Bachiller, 324 n, Palmerín de Oliva, 424. Paniagua, Diego (Serrano), 235 n., 249. Pardo, Miguel (Serrano), 247. Pardo Bazán, Emilia, 277. Paredes (mercader; se libró de la In­ quisición), 449. Paredes, Pedro de (Serrano), 250, 251. Parisiensis, Guillermus, 435. Park, Robert Ezra, 144 n., 149 n., 335. Parra, Alonso de la, 274 n. Pastrana, Alonso de (Serrano), 246, 252. Patinir, Joachim de, 217. Paz, R., 20, 141 n. Paz y Melia, A., 99 n., 128 n., 148 n., 289 n. Pearce, Roy Harvey, 17, 25 n. Pedro I, el Cruel, 225, 226, 428. Pegnitzer, Juan, 511. Peñaloza, marqueses de, 136 n. Peñas, capitán (Puebla), 234. Pérez, Alvar (Rojas de Tineo), 65, 478, 482, 483. Pérez, Alvar (Rojas de Tineo, hijo del anterior), 483. Pérez, Antonio, 135. Pérez, Francisco (Puebla), 105 n. Pérez de Chinchón, Bernardo, 435, 437, 438. Pérez de Espinaredo, Alvar (abogado, probanza), 485. Pérez de Guzmán, Fernán, 229 n., 320, 328 n., 330, 418 n., 428, 429, 434, 445. Pérez de Oliva, Fernán, 269, 316, 317, 432, 463 n. Pérez de Rojas, Alvar (Rojas de Ti­ neo), 478. Pérez de Ubeda, Alonso (Franco), 483. Pérez de Villarreal, Hernán (Franco), 483. Pérez Galdós, Benito, 38, 43, 44, 63, 259, 328, 391. Pérez Pastor, C., 343 n. Pérez y Gómez, A., 187 n., 433 n.

Pericles, 372 n. Petrarca, Francesco, 75, 180, 181 n., 182, 183, 185, 187, 190, 192, 203, 212, 214, 284, 299 n., 302 n., 319, 324, 325 n., 326, 328 n., 331, 344 n., 360, 361, 363, 367, 368, 373, 375, 417, 418 n., 422, 4 6 2 ,5 1 1 . Picasso, Pablo, 207. Pimentel, Juana, 169 n. Pimienta (zapatero, Serrano), 251. Pineda, fray Juan de, 353. Pineda, Juan de (véase Baena, Juan Alfonso de). Pinedo, Luis de, 112, 475 n. Pinta Llórente, Miguel de la, 54 n. Pisa, Diego de (Puebla, reo de la In­ quisición), 87, 93 n., 102, 103 n., 105, 136 n. Pistoia, Ciño da, 511, 514. Pizarro, Francisco, 179. Platón, 317 n. Plauto, 273, 308, 310, 417, 418 n., 432. Plinio, 199 n., 303 n., 399, 439 n. Plutarco, 417. Poe, Edgar Alian, 173. Pilanco, Pedro de (Serrano), 248. Polono, Stanislau, 511, 513. Porras Barrenechea, R., 235 n. Porta, Giambatústa della, 344. Pound, Erza, 44, 301, 369. Prado, Juan de, 193 n. Prescott, W. H., 303, 305 n. Primaleón, 157. Proaza, Alonso de: 23, 31) 70-72, 76, 78, 79, 150 n., 237-239, 273, 274, 311, 314 n., 317, 324, 389, 393 n., 432. Puente, frey Miguel de la (Serrano), 95, 249. Pulgar, Femando del, 121, 187 n., 195, 386. Puñonrostro, conde de, 151, 239. Puyol y Alonso, J., 319 n.

Q Quesada, Pedro de (Serrano), 246, 252. Quevedo, Francisco de, 132 n., 150, 160, 192 n., 292 n„ 331, 391 n., 476 n. Quíncoces, Pedro de (maestre de or­ den militar. Serrano), 246. Quirós, Francisco de, 272.

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Rodríguez de Palma, Alonso (yerno de A.), 464 n. Rodríguez de San Isidro, Fernando Rabel ais, Fran^ois, 193 n., 298 n. (claustro), 272. Racíne, Jean, 34. Ramírez de Orejón, Mateo (informa­ Rodríguez Marín, Francisco, 237 n. dor en las Relaciones), 137 n., 224, Rodríguez Moñino, Antonio, 17. Rogers, Francis M., 17, 426. 225 n., 231, 235. Rojas, Alonza de (Puebla), 137 n. Ramírez de Prado, Lorenzo, 343 n. Rojas, Alvaro de (escribano, hijo de Ramus, Pierre, 312 n. R.), 132 n., 406, 440. Rasura, Ñuño, 336, 410 n. Rojas, Antonio de (enemigo de los Real de la Riva, C. del, 325 n. Franco), 56-58, 61, 68, 156, 262, Redondo, A., 461. 478. Reinosa, Rodrigo de, 256, 311, 325, Rojas, Catalina de (hija de R-), 124, 325 n., 344 n., 420 n. 154, 215, 407. Resnick, Margery, 17. Rojas, Catalina de (madre de R.), 66, Révah, I. S., 193 n. 2 11, 259, 488, 495. Rey, E., 168. Rojas, Diego de (Puebla, otros Rojas), Reynier, Gustave, 20, 280 n., 282 n., 153, 225 n., 259-262. 288 n. Rojas, Elvira de (nieta de R.), 488, Ria?a (Serrano), 246. ' 496, 499, 503. Riber, L., 309. Ribera, Juan de (testigo de la abju­ Rojas, Fernando de (abad de Santa Coloma), 58 n. ración de A.), 84 n. Rojas, licenciado Femando de (nieto Richard, Jean-Pierre, 27. de R.), 50-54, 55 n„ 56-59, 60 n.: Ríos, José Amador de los, 19, 62 n., 63-68, 88, 135-137, 167, 238, 253, 87 n., 131 n., 133 n., 134, 155 n., 255 n., 259-261, 270, 271, 387 n., 166, 167, 181 n., 235 n„ 241 n„ 424 , 460, 462 n., 467, 472474, 274 n., 336, 402 n., 403, 459. 475 n., 477, 485-489, 491-500, 502­ Riquer, Martín de, 77, 430 n. 505. Riva de Trento (véase Basanta de la Rojas, Fernando de (Puebla; pariente Ríva, A.). de R.), 260. Rivers, J. Pítt, 389 n. Rojas, Femando de (Toledo; participó Roa, Femando de, 323 n. en las Comunidades), 444 n. Robbins, E. R., 319 n. Rojas, licenciado Francisco de (hijo Robledo, Almiro, 17, 53, 456, 457 n., de R.), 124, 135, 137, 157, 213, 461 n., 468 n. 215, 216, 260, 265, 387, 393, 400 n„ Robles, Juan de (Franco), 483 11. 407, 414, 457, 462, 475 n., 487, 488, Rodrigo, Rey Don, 304 n., 427. 489 , 491, 493 , 495-500, 503-506. Rodríguez, Blas (Puebla, probanza), Rojas, Francisco de, «el Ronco» (Rojas 487, 491. t de Carriches), 260. Rodríguez, Diego, 134. Rojas, fray García de (nieto de R.), Rodríguez, Francisca (cuñada de A.), 55 n., 59, 132 n., 138. 249 n. Rodríguez, Ysabel (San Martín de Val- Rojas, Garcí González Ponce de (su­ deiglesias, reo de la Inquisición), puesto padre de R.), 64-66, 68, 211, 102, 466. 212, 216, 219, 223, 234, 253, 466, Rodríguez, Juan (albañil, Serrano), 246. 478, 482, 484, 487-489, 491-496, Rodríguez, Juan (clérigo, Serrano), 246, 505. 249. Rojas, Garcí Ponce de (hijo de R.), Rodríguez, Mayor (Toledo), 86 n. 136 n. Rodríguez, Pedro (barbero, Serrano), Rojas, Garcí Ponce de (nieto de R.), 246, 247 , 249 , 251. 59, 400 n., 460 n„ 475 n„ 496, 499, Rodríguez de Dueñas, Francisco (abue­ 503. lo de A.), 133. Rojas, Gonzalo de (Puebla, otros Ro­ Rodríguez de Montalvo, Garcí, 320, jas), 261 . 321, 425. Rojas, Hernando de (padre de R., se­ R

— 530 —

gún la Inquisición), 63, 64 , 66, 68, 88, 211, 253, 479. Rojas, Juan de (hermano de R.), 135, 137 n„ 211 n„ 259. Rojas, Juan de {hijo de R.), véase Montemayor, Juan de. Rojas, Juan de {nieto de R.), 271 n., 496, 499, 503. Rojas, Juan de {biznieto de R.), 55 n., 67 n., 140 n. Rojas, Juana de, 52, 467. Rojas, Marina de {Talavera), 108 n. Rojas, Martín de (Rojas de Carriches), 259, 260, 483, 515. Rojas, Martín de (Toledo, abuelo de Palavesín y Rojas), 58 n. Rojas, Melchor de {Talavera), 125 n. Rojas, Miguel de {Puebla), 260. Rojas, Rodrigo de (sacerdote; 'Puebla, otros Rojas), 260 n. Rojas, Sancho de (primo del rey Fer­ nando), 128 n. Rojas Franco, Juan de {Rojas de Ti­ neo), 65, 483. Rojas y Toledo, Beatriz {Puebla, otros Rojas), 262. Rojas Zorrilla, Francisco de, 30, 48. Rolevínck, Werner, 419. Romero, Diego, 260, 262. Rosado, Pedro {testigo del testamen­ to), 466. Rose, Constance, 45 n., 186 n. Rosellis, Antonius de, 514. Rosenfeld, H., 366 n. Rothe, Arnold, 331 n. Rougemont, Denis de, 360. Rousseau, Jean-Jacques, 222. Rozmital de Blatna, León von, 197 n. Rúa, Pedro de, 414, 415. Ruiz, Diego (Puebla, otros Rojas), 261 n. Ruggerio, Michael J., 17, 311 n., 325 y n., 366 n., 420 n. Ruiz, Alonso (sacerdote, acusador de A.), 97, 101, 235, 236, 238. Ruiz, Fernando (Serrano), 248. Ruiz, Juan, Arcipreste de Hita, 32, 292 n., 360. Ruiz de Alarcón, Juan, 213 n., 277, 279, 345. Ruiz de Vergara, F., 273 n., 274 n., 294 n. Ruiz Regarbe, Fernán (escribano, pro­ banza]), 491, 493.

S Sahabedra (hidalgo, se marchó de La Puebla con R.), 158, 255. Sainz de Baranda, P., 234 n. Sainz de Zúñiga, G., 19, 213 n. Salamanca, Antón de {claustro), 274. Salazar, Antonio de (testigo en la pro­ banza; suegro del nieto de R.), 475 n.f 487, 488, 491. Salazar, capitán, 99 n. Salazar, María de {esposa del nieto de R.), 400 n. Salazar y Castro, Luis de, 21, 136 n., 254, 255, 262 n., 445 n., 446 n., 457. Salcedo, Emilio, 296. Saliceto, Bartholomaus de, 508-510. Salinas, Pedro, 179, 373. Salomón, Mose (Serrano), 251. Salustio, Cayo, 427. Salva, M., 234 n. Salzedo, Gonzalo de (albacea de R.), 466. Samoná, Carmelo, 30, 310. San Martín, Francissco de (reo de la Inquisición), 118 n„ 173 n. San Pedro, Alonso de (Franco), 61, 478, 482. San Pedro, Antonio de (Franco), 478, 482. San Pedro, Diego de, 47, 159, 160 n., 180, 263 , 322-325, 349, 360, 432. San Pedro, Tomás de (claustro), 272. Sanabria, bachiller (Almagro, reo de la Inquisición), 84 n., 93 n„ 98, 102, 105, 112, 113, 356, 459. Sancipriano, M., 205 n. Sánchez, Ana (Puebla), 220 n. Sánchez, Baltasar (Talavera, probanza), 506. Sánchez, Bartolomé (Talavera), 456 n. Sánchez, Bartolomé {Universidad de Salamanca), 271 n. Sánchez, Francisco, «el Brócense», 297, ^309 n. Sánchez, Pedro (Serrano), 250. Sánchez-Albomoz, Claudio, 30, 47 n., 168 n. Sánchez CaC°> Pedro (deudor de R.), 458. Sánchez Doncel, padre Gregorio, 17, 67 n. Sánchez Franco, Gaspar (Franco), 57 n., 483.

531 —

Sánchez Franco, Juan (Franco), 57 n., 483. Sánchez Lasa (probanza), 493. Sánchez y Piníllos, M., 231 n. Sanmartín, P. Mose de (Serrano), 252. Sant Juan Verdugo, Juan de (Serra­ no), 250. Sant Román (Serrano), 247. Santa Clara, Martín de, 99 n. Santa Fe, fray Jerónimo de {véase Lurquí, Rabbi Josué). Santa María, obisoo Pablo de, 149. Santángel, Gabriel de, 155. Santillana, marqués de, 50, 151, 181, 186, 320, 434. Santo Domingo, Sor María de, 341 n. Sanz del Río, Julián, 301. Sanzio, Rafael, 217. Saravía (Serrano), 247. Sardella, Pierre, 441, 445. Sarmiento, frey Diego (Serrano), 246. Sarmiento, Pedro, 167, 169, 170. Sartre, Jean-Paul, 69, 1 1 1 , 113, 115, 127, 142, 156, 165, 455, 457, 458. Sassoferrato, Bartolo de, 299 n. Scott, sir Walter, 389. Schmeller, J. A., 197 n. Sedeño, Diego (Serrano), 248. Sedeño, Juan (Serrano), 248, 250. Sedeño, Rodrigo (Serrano), 247. Segovia, Juan de, 213, 279. Segura, Alfonso, 299, 300. Seleuco, rey, 328 n. Selke de Sánchez, Angela, 17, 84 n., 91 n., 100 n., 120 n., 191 n„ 243 n., 300 n., 338 n., 341, 342. Séneca, Lucio A., 75 n., 182, 183, 319, 328 n., 330, 331, 337 n., 418, 419 n„ 431, 432. Seneor Mosén (Serrano), 247. Sepúlveda (Serrano), 249. Sepúlveda, Juan Ginés de, 302, 305. Seraphina, La, 354. Serís, Homero, 168 n., 472 n. Serma, Nicolás de la {Talavera, pro­ banza), 506. Serrano, Pedro (Puebla, reo de la In­ quisición), 94 n., 95, 108 n., 136 n., 235 n., 242 n., 243 n., 244-253, 255-257, 284, 437 n., 438, 449, 516. Serrano Poncela, S., 356 n. Serrano y Sans, Manuel, 21 , 39 n., 53, 54, 66, 83 n .-86 n., 89 n., 9 i n., 93, 94 n., 96 n., 97 n., 99 n., 101 n., 103 n.-105 n., 109 n., 119 n., 124 n„ 125 n., 133 n., 138 n., 147 n., 155, n..

156 n., 169 n., 170 n„ 175 n., 214 n., 215 n., 235 n., 239 n., 240 n., 241 n., 247 n., 260 n„ 275 n., 278, 341 n„ 387 n„ 450, 451, 456 n., 461, 464 n. Severin, Dorothy, 17, 180 n., 218, 334, 359 n., 421 n. Sevilla, Juan de, «don Ysaque» {To­ ledo, reo de la Inquisición), 187, 240, 241, 448. Shakespeare, W., 34-38, 207, 310 n., 322, 349, 355, 356, 424. Sheshet, Isaac ben, 236 n. Shipjev, George, 400 n. Sicroff, Alberto, 17. 21 , 98 n., 108 n., 126, 142, 145, 154, 168 n., 170 n., 194 n., 235 n., 236 n„ 336 n., 471, 474 n. Sigüenza, fray José de, 231 n. Silíceo, cardenal {véase Martínez de Silíceo). Silva, Arias de, 133. Silva, Feliciano de, 218 n., 221. 357. Sílverman, Joseph, 64 n., 142, 173 n., 475 n. Silvio, Eneas, 319, 421. Simón Díaz, José, 181 n., 320, 436 n. Simpson, L. B., 316 n. Singleton, Mack, 316 n. Slote, B., 359 n. Sobriqués, S., 393 n., 408 n. Sófocles, 34, 333. Somolinos d’Ardois, G., 142 n. Sorja, Martín (mercader toledano, amo de A.), 91. Soto (Serrano), 249. Spinoza, Baruch, 145, 150, 193 n. Spitzer, Leo, 310. 318, 359 n., 363 n. Stendhal, véase Beyle. Stonequist, Everett V., 144, 149. 188, 204 n. Suárez, Francisco, 12S. Suárez, Hernán (Franco), 483. Suárez Franco, Alonso (Franco), 483. Suárez Franco, Francisco (Franco), 483. Suárez Franco, Gaspar (Franco), 483. Suárez Franco, Hernán (Franco), 54, 55 n., 57, 58, 60-65, 478, 483. Sylbii, Pedro de (Serrano), 246.

T Taine, H. A., 203. Talavera, Arcipreste de (véase Martí­ nez de Toledo, Alonso). Talavera, fray Hernando de, 88 n.,

532 —

109 n., 127 n., 133 n., 155, 173 n„ 176, 181, 189, 254, 398 n.. 412, 413 n., 415, 436-438. Tapia, Catalina de, 84 n. Tartagnis, Alexander de [Imola] (véa­ se Ymola, Alexandro de). Tavera, arzobispo Juan, 456 n. Téllez Girón, Alonso (Señor de La Puebla), 56 n., 58 n., 60 n., 95, 158 n., 226, 227, 230, 234, 244, 248, 253-255 , 259 , 261-264 , 385, 386. Téllez Girón II, Alonso, 262 n. Téllez Girón, Pedro, 263 n. Téllez de Toledo, Juana (Puebla, oíros Rojas), 261, 262 n. Terciado, Diaguito (Serrano), 246. Terciado, Pero (Serrano), 246. Terencio, Publio, 75 n„ 294, 305, 308, 3 11, 316 n„ 319. 324, 325, 353 n., 417, 418 n. Teresa de Avila, Santa, 47, 101, 128, 137, 138 168 n., 174, 191 n„ 204, 304 n., 424, 466, 472 n. Tetzel, Gabriel, 197 n. Thebayda, La, 140 n., 239, 354, 355, 432. Thíbaudet, Albert, 74, 416. Tbomas (impresor sevÚlano), 511. Thoreau, H. D., 442. Thomdike, L., 293 n. Tirso de Molina, 374. Tob (de Cardón), rabí Sem, 152, 199, 200, 343, 416, 473. Toledo, Catalina de (Serrano), 249, 252. Tomás de Aquino, santo, 275. Torquemada, fray Tomás de, 128, 173, 178. Torralba, doctor Eugenio, 201, 442. Torre, A. de la, 154 n. Torre, Alfonso de la, 198, 199, 274 n., 320, 323, 334, 335, 432. Torre, E. de la, 154 n. Torre, Fernando de la, 133 n., 170, 175, 336, 443. Torreblanca Villalpando, Francisco, 112 n. Torrecillas (paje, Serrano), 252. Torrejón, Andrés de, 396 n., 402 n. Torrellas, Pere, 339 n. Torres (criada de Alonso Téllez Gi­ rón, Serrano), 247. Torres, Alonso de, 141. Torres, Diego de, 343. Torres, Juana de (criada de R.), 406, 410. 464 n.

Torres, Pedro de, 274. Torres Naharro, Bartolomé de (cuña­ do de A.), 45 n., 186 n., 221 n., 272 n., 287 n., 33 n., 357, 401, 432, 433 n., 441 n., 460. Torresanus, Andreas, 509. Torrijos, Alfonso de, 137. Torrijos, Fernando de (Serrano), 252. Torrijos, bachiller Francisco de (To­ rrijos, maestro), 141, 386. Torrijos, García de (Serrano), 252. Torrijos, Gonzalo de (cuñado de A.), 91, 133. Torrijos, Gonzalo de (tundidor toleda­ no), 98. Tortis, Baptista de, 509. Tortis, Hieronymus de, 508. Triomphe des neuf preux, 430 n. Trotter, G. D., 31, 63, 433 n. Tuppi, Franciscus, 513. Twain, Mark, 160 n., 222. Twersky, Isadore, 17. U Ubaldis, Baldus de [Baldo], 509, 511. Ucello, Paolo, 200. Unamuno, M. de, 29, 189, 219, 438, 440. Ungut M., 511, 513. Ureña y Smengaud, 513. Urraca, Reina, 227. Usillo, Hernán (ver Husillo, nando). Usillos, Fernando (ver Husillo, nando). Usoz y Río, U. L., 19, 87 n. Usque, Samuel, 116 n.

510, 416,

Her­ Fer­

V Vaguer, Pedro de, 448. Valdeavellano, Luis G. de, 17, 178 n„ 462, 507. Valdés, Juan de, 150, 424. Val era, mosén Diego de, 152, 182 n., 186 n., 320, 427. Valla, Lorenzo, 299 n. Valladolid, Alfonso de (Serrano), 250. Valladolid, Fernando de (Serrano), 250. , Valle Lersundi, Fernando del, 14-17, 21, 50, 52, 53, 55 n., 64, 66 n.,

— 533 —

67 n., 97 n„ 135, 137 n., 156 n„ 219 n., 220, 259, 260, 265, 400 n., 404 n„ 405, 420 n., 424, 440, 456 n., 460 n„ 461, 466 n., 472 n„ 486, 504, 507. Vargas, Diego de (Talavera, reo de la Inquisición), 453 n., 454 n. Vargas-Zúñign, A. de, 21, 136 n. Vanea, Alonso (Serrano), 248. Varthema, Ludovico, 426. Vasco, obispo de Cotia (Serrano), 252. Vázquez de Rojas, Martín (Rojas de Carriches), 260. Veblen, Thorsten, 335. Vega, Lope de, 27 n., 29, 52, 78, 111 n„ 153, 154, 160, 353, 358, 378, 389, 413, 473. Vega, Pedro de la, 264, 435. Velasco (Salamanca, tutor del licen­ ciado Fernando), 271. Velázquez de Velasco, Alfonso, 353 n. Venegas, Alejo, 353. Venero y Leiva, doctor don Carlos (investigador, Palavesín y Rojas, pro­ banza), 209. Verardi, Cario, 325 n. Verardi, Marcelino, 325 n. Verdugo, Francisco (Talavera, escriba­ no), 456 n., 457. Verga, Solomón ben, 89, 90 n., 141 n., 153 n., 247 n., 257. Vergara, Juan de, 297. Vícens Vives, J,, 127 n., 408 n. Vidal de Noya, Francisco, 427. Vignau, Vincent, 20, 86 n., 172. Villa, Juan de la (claustro), 274. Villalobos, Francisco de, 112-114, 117, 123, 126, 128 n., 141, 146, 154 n., 179, 180, 184-186, 190 n., 199 n„ 222, 239, 255, 263, 264, 272, 287 n., 316 n., 323, 334, 337, 339 n„ 340, 341, 343, 353, 357, 359 n„ 361 n., 380, 418 n., 444, 445. Villalobos, Juan Martín de {escribano, probanza), 493 , 500, 503. Villalón, Cristóbal de, 277. Villareal, Alonso de {franciscano, Fran­ co), 138, 483. Villareal Cuello, Leonor de (Franco), 482. Villareal Franco, Alonso de (Franco), 482, 483. Villasandino, doctor, 462 n. VÍIIasante, Clemente, 465 n. Villegas, Juan de {despensero, Serra­ no), 247-252.

Villegas, licenciado Busto de, 141. Villegas Selvago, Alfonso de, 317 n. Villena, marqués de {véase Pacheco, Juan). Villon, Fran?oís, 468. Villoslada, bachiller, 272. Viñas, C., 20, 141 n. Virgilio, Publio, 439 n. Vitoria, Francisco de, 128, 273, 274 n., 275, 298, 344. Vives, Luis, 107 n., 125 n., 128, 180, 205, 299, 309, 312, 353. Vivían, Dorothy, 160 n. Voltaire, F. M. A., 102 n., 171 n. Vossler, Karl, 373. _



.i

.i. .

'

'

W Wadsivorth, J. B., 201 n., 320 n., 344 n., 353 n. Waller, A. A„ 35 n. Wardropper, Bruce, 381 n. Webber, E. J., 308 n., 310 n. Weber, Max, 143, 401, 402. Wehmer, Karl, 324 n. Weinerth, Nora, 17, 433 n. Wennsler, Michael, 324 n. Wheelwright, P., 186. Williams, George, 17, 197 n. Williams, Jasper {véase Guillen, Gas­ par). Woolf, Virginia, 159. X Ximénez, Lucas, véase Jiménez, Lu­ cas. Y Yeats, W. B., 150. YUada en romance, La, 430. Ymola, Alexandro de, 508, 510. Z



Zabnrella, Francesco, 510. Zacut, Abrabán, 200, 273, 295, 296 n„ . 343. Zamora, Alfonso de, 275 n. Zamora Lucas, F., 414 n. Zanta, L., 185 n. Zarfati, José ben Samuel, 357. Zola, Emile, 405. Zumilla, Joseph, 438. Zúñiga, Francesillo de 359 rt., 444.

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E s t e li b r o s e t e r m i n ó d e i m p r i m i r el día

DE JULIO DE 1 9 7 8 , EN LOS TALLERES

17 de

T o r d e s illa s ,

f ic a ,

S ie rra

O rg a n iz a c ió n de

M o n c h iq u e ,

M a d rio -1 8

G rá ­ 25,