La Esencia Del Trabajo Intelectual Y Otros Escritos2

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JOSEPH DIETZGEN

LA ESENCIA DEL TRABAJO INTELECTUAL Y OTROS ESCRITOS Prólogo de Antón Pannekoek Traducción de: Carlos Castro y Carlos Gerhard

EDITORIAL GRIJÁLBO, S. A . México, D- F., 1975

L A E S E N C IA D E L T R A B A J O Y O T R O S E S C R IT O S

IN T E L E C T U A L

T ítu lo original: D as W esen des menschlichen K opfarbeit• D argestellt von einem H an-> darbeitec. E in e abermalige K rítk der reinen und packtischen V erm m ft, 1869. Traductor de L a esencia del trabajo intelectual. Situación g significación de la obra filosófica de Joseph D ietzgen y ¿Quién era Joseph Dietzgen?: C A R L O S C A S T R O . Traductor de los O tros escritos: C A R ­ LO S G ERH ARD . 1961, 1962, 1965. Schriften in drei Bünden. Deutschen Akadem le der ’W ’issenschaften zu Berlín, Berlin/D DR. D .R . 1975, E D IT O R IA L G R IJ A L B O , S. A . A v . Granjas 82, M éxico 16, D . F. P R IM E R A E D IC IO N Reservados todos los derechos. Este lib ro no puede ser reproducido, en todo o en parte, en forma, alguna, sin perm iso.

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UNA CITA DE ENGELS SOBRE DIETZGEN 'Y , cosa notable, esta dialéctica materialista, que era 'desde hapía. varios años nuestro mejor ins­ trumento de trabajo y nuestra arma — no son las materias corporales sino las fuerzas es­ pirituales; que para la ciencia la materia sólo sea un acceso­ rio, que permita descubrir fuerzas. H e ahí lo que tampoco el materialista querrá discutir. La separación de la fuerza y de la materia “ procede de la necesidad de sistematización de nuestro espíritu” . jM u y cierto! P ero tanto como en general la ciencia procede de ía necesidad de sistematización de nuestro espíritu. La oposición entre la materia y la fuerza es tan v ieja como la oposición entre el idealismo y el materialismo. L a primera mediación fue realizada por la imaginación, gracias a la creencia en los espíritus, que sustituía por todos los fenóme­ 119

nos naturales como constituyentes de su esencia causal secre­ ta. A h ora, en la época moderna, la ciencia ha expulsado nu­ merosos espíritus particulares, reemplazando demonios fan­ tásticos por explicaciones científicas, es decir, generales. Si hemos logrado explicar el demonio del espíritu puro, no nos será difícil expulsar el espíritu particular de la fuerza en ge­ neral con ayuda del conocimiento general de su esencia, y así remediar también científicamente esa oposición entre el espiritualismo y el idealismo. E n el objeto de la ciencia, en el objeto del espíritu, la materia y la fuerza no están separadas. En la realidad sensi­ ble corporal, la fuerza es materia y la materia es fuerza. “ N o se puede ver la fuerza” . ¡C laro que sí! E l ver mismo es pura fuerza. E l ver es tanto efecto del objeto como efecto del ojo, constituyendo un doble efecto, y los efectos son fuerzas. N o vemos las cosas mismas, sino sus efectos en nuestros ojos: v e ­ mos sus fuerzas. Y no sólo se puede ver la fuerza, sino que se puede oírla, olería, gustarla, tocarla. ¿Quién se atre­ verá a .negar que pueda sentir la fuerza del calor, del frío, de la pesantez? Y a hemos citado lo que dice el profesor K oppe: " N o podemos percibir el calor mismo, concluimos de sus efectos la presencia de ese agente en la naturaleza” . En otras palabras: vemos, oímos, tocamos no las cosas sino sus efectos o fuerzas. H a y tanta verdad al decir: siento la materia y no la fuerza, como al decir inversamente: siento la fuerza y no la materia. D e hecho, como ya hemos dicho, en el objeto no está separada su pareja. Pero gracias a la facultad de pen­ sar separamos en los fenómenos yuxtapuestos o sucesivos lo general de lo particular. P o r ejemplo, abstraemos de los fe­ nómenos distintos de nuestra vista el concepto general del ver en general, y lo distinguimos en tanto que facultad de ver de los objetos particulares o materias de la vista. A partir de la multiplicidad sensible desarrollamos lo general por la razón. L o que hay de general en las múltiples manifestacio­ nes fenoménicas del agua, es Za fuerza, del agita, distinguida

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de la .materia del agua. Si palancas de materias diferentes y de longitudes iguales poseen la misma fuerza, salta a los ojos que aquí la fuerza es distinta de la materia sólo en la medida en que saca a la luz lo que hay de común en las ma­ terias diferentes. E l caballo no tira sin fuerza y la fuerza no tira sin el caballo. E n el hecho, en la práctica, el caballo es la fuerza y la fuerza es el caballo. Sin embargo, podemos distinguir de las demás propiedades del caballo la fuerza de tracción constituyendo algo aparte, y podemos separar lo que hay de general en las diversas funciones del caballo como constituyendo su fuerza general, no obstante sin v o l­ vernos culpables de una hipótesis diferente de la que come­ temos cuando distinguimos el sol de la tierra; aunque de he­ cho el sol no exista sin la tierra, ni la tierra sin el sol. L a realidad sensible sólo nos es dada por la conciencia, pero la conciencia presupone la realidad sensible. La natu­ raleza, según que la consideremos desde el punto de vísta de la conciencia como unidad incondicionada o desde el pun­ to de vista de la realidad sensible como diversidad incondi­ cionada, está infinitamente unida e infinitamente separada. U n a y otra son verdaderas: unidad y multiplicidad, pero cada una únicamente con ciertas presuposiciones, relativamente. E l problema es saber si adoptamos el punto de vista de lo general o el de lo particular, si vemos con los ojos del espírituo o con los del cuerpo. V is ta con los ojos del espíritu, la materia es fuerza. V is ta con los ojos del cuerpo, la fuerza es materia. L a materia abstracta es fuerza, la fuerza con-^ creta es materia. Las materias son objetos de la mano, de la práctica, las fuerzas son objetos del conocimiento, de la cien­ cia. L a ciencia no se limita a lo que se llama el mundo cien­ tífico. Supera todas las clases particulares, y pertenece a la vid a en toda su extensión y profundidad. L a ciencia per­ tenece al hom bre pensante en general. D e igual manera tam­ bién la separación entre fuerza y materia. Sólo el embota­ miento de la pasión puede desconocerla. prácticamente. E l

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avaro que acumula dinero sin enriquecer su vida olvida que la fuerza del dinero, distinta de su materia, es la que consti­ tuye el elemento de valor; olvida que no es la riqueza en tanto que tal, que no es el simple dinero metálico, sino su contenido espiritual, la capacidad de comprar subsistencias inherente a él, lo que hace racional el esfuerzo de poseerlo. T od a práctica científica, es decir, toda acción realizada con la presunción del éxito, después de un profundo examen del sujeto, atestigua que la separación de la materia y del pen­ samiento, incluso realizada en pensamiento, y por lo tanto como ser de razón, nó constituye sin embargo un fantasma vacío, una hipótesis, sino una idea muy esencial. Cuando el campesino abona su campo, se trata de la pura fuerza del abono, en la medida en que poco importa la materia en la que se incorpora, estiércol, polvo de hueso o guano. Cuando se pesa un bulto de mercancías, no es la materia del peso, el hierro, el cobre o la piedra, sino la pesantez la que es pesada., Por supuesto, no hay fuerza sin materia, no hay materia sin fuerza; las materias sin fuerza, las fuerzas sin materias, son quimeras. Cuando los sabios idealistas creen en una exis­ tencia inmaterial de fuerzas, que no vemos ni percibimos de manera sensible, pero sin embargo, en las cuales debemos creer, entonces en este punto ya no son sabios, sino especula-* tivos, es decir, visionarios. Pero igualmente irreflexiva es por otra parte la palabra del materialista que llama hipótesis a la distinción intelectual entre la fuerza y la materia.* Con el fin de que esta distinción sea honrada según su mérito, para evitar que nuestra conciencia volatilice la fuer> za de manera espiritualista' o la niegue de manera materialis­ ta, para que forme científicamente su concepto, no podemos sino reconocer la facultad de distinción en general, o en sí, es decir, su forma abstracta. E l intelecto no puede operar sin material sensible. Para distinguir entre la fuerza y la ma­ teria, es necesario que esas cosas sean dadas de manera sen­ sible, que sean objeto de ,experiencia. Sobre la base de la

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experiencia, damos a la materia la apelación de dinámica, y a la fuerza la apelación de material. E l objeto sensible que se trata de comprender es pues una materia dinámica, y como todos los objetos son materias dinámicas en su realidad corporal, entonces la distinción que realiza el poder de dis­ tinción consiste en la modalidad general del trabajo cerebral, en el desarrollo de lo general a partir de lo particular. La distinción entre la materia y la fuerza se resume en la dis­ tinción de ío concreto y de lo abstracto. N e g a r todo valor a esta distinción es entonces desconocer el valor de la distin­ ción, la del intelecto en general. Cuando llamamos a los fenómenos sensibles fuerzas de la material general, esta materia unitaria no es otra cosa que la generalidad abstracta. Cuando entendemos por realidad sen­ sible las diferentes materias, entonces lo general que tota­ liza, domina o atraviesa la diversidad es la fuerza que tiene por efecto lo particular. M ateria o fuerza, lo que no es sen­ sible, lo que la ciencia busca no con las manos, sino con el cerebro, lo que pertenece a la esencia, a la causa, a la idea, lo que es superiormente espiritual, es la generalidad que com~ prende lo particular.

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5.

L A R A Z O N P R A C T IC A O L A M O R A L

1. L o que es prudente, razonable La comprensión del método del saber, la inteligencia del espíritu, están destinadas a resolver todos los problemas de la religión y de la filosofía, a aclarar explicándolas las oscuridades importantes o generales, y a restaurar totalmen­ te y sin divisiones la investigación en su vocación: el cono­ cimiento de las relaciones empíricas en detalle. Si considera­ mos como una ley de la razón el hecho de que ésta tiene como presuposición de su accionar un material sensible, que tiene necesidad de una causa, entonces al mismo tiempo es superflua la cuestión de las causas generales o primeras. Pues la razón humana es reconocida como causa primera y última, causa definitiva de todas las causas particulares. Si consideramos como ley el hecho de que para ejercer su acti­ vidad la razón tiene necesidad de algo que le sea necesaria­ mente dado, de un comienzo por el cual comienza, entonces la cuestión del primer comienzo necesariamente carece de sen­ tido. Si comprendemos qué la razón desarrolla unidades abs­ tractas a partir de diversidades concretas, que construye la verdad a partir de los fenómenos, la sustancia a partir de los accidentes, percibiendo cualquier cosa sólo en tanto que par­ te de un todo, individuo perteneciente a un género, propie­ dad de una cosa, entonces la cuestión de la “ cosa en sí*’, dé una realidad que con toda autonomía estaría en él funda­ mento de los fenómenos, se vuelve una cuestión ociosa. En

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pocas palabras, la inteligencia de la no autonomía de la ra­ zón nos hace reconocer como desprovisto de razón el deseo de un conocimiento autónomo. Incluso si en adelante los asuntos capitales de la meta­ física pero bajo la presuposición de que también es la hu­ manidad universal y no una parte particular la que nos sir­ ve de patrón. La ciencia puede conocer no sólo la estructura corporal de un individuo particular, sino también el tipo uni^ versal del cuerpo humano, pero eso también con la sola con­ dición de que someta a la facultad de conocer un material no individual, sino universal. Cuando la ciencia de la natura­ leza divide el conjunto de la humanidad en cuatro-o cinco razas, estableciendo por así decirlo, la ley fisiognomónica que la rige, y cuando ulteriormente en la realidad encuentra per­ sonas o tribus que en virtud de la rareza de sus propiedades no se dejan clasificar en ninguna fracción determinada, en­ tonces la existencia de esa excepción no constituye un de^ lito contra el orden físico del mundo, sino simplemente una prueba de lo defectuoso de nuestra clasificación científi­ ca. Cuando por el contrario la concepción dominante califi­ ca como generalmente racional o irracional una manera de actuar, y cuando luego en la vida tropieza con una contra­ dicción, cree poder ahorrarse el trabajo del conocimiento ne­ gando derecho de ciudadanía en el orden moral del mundo a su contradictor. E n vez de que la existencia de instancias

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contradictorias lleve a la convicción de que la regla sólo tie­ ne un valor limitado,, se concede a la regla una barata valiHez absoluta sin tener en cuenta la contradicción. Se trata allí de uña negativa dogmática, de una práctica negativa, que ignora el objeto como incongruente, y no de un conoci­ miento positivo, de un saber inteligente, que se documenta precisamente por la mediación de las contradicciones. Por eso, si nuestra tarea exige el descubrimiento de lo ra­ cional humano entendido absolutamente, entonces tal predi­ cado sólo es merecido por maneras de actuar que convienen siempre y bajo todas las relaciones a todos tos hombres sin excepción, partiendo de generalidades sin contradicción, y en esa medida vagas, indeterminadas. Q ue físicamente el todo sea mayor que la parte, que moralmente él bien deba ser preferido al mal; he ahí tales conocimientos generales, y por esa razón intrascendentes y desprovistos de práctica. E l objeto de la razón es lo general, pero lo general de un objeto particular. En su práctica, la razón tiene que ver con lo individual, lo particular, con lo contrario de lo general, con conocimientos determinados, particulares. E n física, el conocimiento de lo que es todo y de lo que es parte supone fenómenos u objetos dados. E l descubrimiento de lo que mo­ ralmente constituye el bien preferible y de lo que es mal presupone un quantum determinado, dado ,y especial de ne­ cesidades humanas. L a razón general, con su teoría de ver­ dades eternas y generales es una quimera, ignorancia que ciñe al derecho de individualidad con lazos desastrosos. La razón real, la razón verdadera es individuad, sólo puede producir conocimientos individuales, que sólo son generales en la medida en .que poseen como soporte un material gene­ ral. Racional en general sólo es lo que. toda razón reconoce. * Guando la razón de una época* de una clase, de una persona, califica de racional lo que en otra parte se reconoce por lo contrario, cuando él noble ruso llama Institución racional a la servidumbre, y cuándo el burgués inglés hace otro tanto en lo que concierne a la libertad de su obrero* ninguno de los

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dos es absolutamente racional, cada un*j ío es sólo relativa­ mente,. en el interior de sus círculos más o menos limitados. Sería superfluo asegurar que con ello no se contradice la importancia superior de nuestra razón. Si la razón no pue­ de de manera absoluta y autónoma descubrir también los objetos de la investigación especulativa, los objetos del mun­ do moral, lo verdadero, lo bello, el derecho, lo malo, lo racio­ nal, sabrá sin embargo, ayudándose de relaciones dadas de manera sensible, distinguir de manera relativa lo general de lo particular, el ser y la apariencia, lo indispensable de lo que sólo es lujo. Incluso si nos desprendemos de la creencia en lo racional en sí, y si luego no somos pacifistas absolutos, podemos sin embargó, calificar la guerra relativamente a los intereses pacíficos de nuestra época o de nuestra ciudad, con el nombre de mal desastroso. Sólo si interrumpimos la vana búsqueda de la verdad en general podremos encontrar lo que es espacial y temporalmente verdadero. La palanca más poderosa del progreso es precisamente la conciencia d é la validez sólo relativa de nuestro conocimiento. Quienes creen en la verdad absoluta poseen en su pensamiento el esquema monótono de hombres respetables y de instituciones raciona­ les. P o r eso son rebeldes a todas las formas humanas e his­ tóricas que no se pliegan a su norma, aunque de todas mane­ ras la realidad las produce sin preocuparse de lo que ellos puedan pensar. L a verdad absoluta, tal es el fundamento primordial de la intolerancia. A la inversa, la tolerancia tiene como origen la conciencia de la validez limitada de las “ ver­ dades eternas” . Comprender la razón pura, es decir, enten­ der la dependencia general del espíritu, tal es la verdadera vía que Conduce a la razón práctica.

2. L o que es m oralmente recto N u estro trabajo se limita esencialmente a demostrar qué una razón pura es un sinsentido, que la razón es totaliza-

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ción de los diversos actos de conocimiento individuales, pues totaliza conocimientos simplemente presumidos como puros, es decir generales, pero de hecho y necesariamente, simple­ mente prácticos, es decir particulares. Consideraremos la filosofía, esa pretendida ciencia de los conocimientos puros o absolutos. Su fin se revela vano en la medida en que el desarrollo filosófico no es sino un acto ininterrumpido de desilusión en el cual los sistemas incondicionados o abso­ lutos se .revelan condicionados espacial y temporalmente. Nuestra exposición ha mostrado la significación relativa de lasverdades eternas. Hemos reconocido la dependencia de la razón en relación a la realidad sensible,. hemos reconocido fronteras determinadas como la condición necesaria de toda verdad. Refiriéndonos especialmente a la sabiduría, hemos visto adquisiciones cientificas .de la; facultad “pura” de co­ nocer confirmadas prácticamente por la dependencia de lo que es prudente o racional en relación a relaciones dadas de manera sensible. Si además aplicamos esta teoría en el caso de la moral entendida en sentido estricto, entonces tam­ bién aquí, donde el derecho y el mal son objeto de discu­ sión, se debe necesariamente poder alcanzar la unanimidad científica por el método científico. . La moral pagana es diferente de la moral cristiana. La moral feudal se distingue de la* moral burguesa moderna como la valentía de la solvencia. En pocas palabras, no hay ninguna necesidad de desarrollar en detalle el hecho de que las épocas y pueblos diferentes tienen inórales dife­ rentes. Conviene Concebir ese cambio como necesario; como un privilegio del género humano* en tanto que desarrollo histórico; conviene en consecuencia cambiar la creencia en , la ‘‘verdad eterna” por medio de la cual cada vez la clase dominante hace pasar sus mandamientos egoístas, contra el saber del hecho que el derecho en general es un concepto puro, que gracias a nuestra facultad de pensar sacamos di­ ferentes derechos particulares. E l derecho en general no tie­ ne ni más ni menos significación que cualquier otro nombre

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genérico,-por ejemplo, la cabeza' en general. T oda cabeza real es. particular:* cabeza de hombre o cabezal de animal/ ancha o alargada, estrecha ó gruesa, es décir, propia a un sér dado. Pero, sin embargo, toda cabeza particular posee dé nuevo propiedades generales que sé armonizan para perte­ necer a todas las cabezas, como por ejemplo, la dé ser el jefe del cuerpo. Sí, toda cabeza tiene tañítas propiedades comunes como particulares, no posee más propiedades específicas qué cualidades comunes. La facultad de pensar toma lo general' de las cabezas individuales reales y así realiza para su uso el concepto de cabeza, es decir, la cabeza en general. D e igual manera qué la cabeza eñ general significa lo qué es común a todas las cabezas, así el derecho en génerál tiene la significación de lo que és común a todos los derechos* U no y otro son conceptos, no cosas. Todo derecho real es un derecho particular que sólo es* derecho con la reserva de ciertas condiciones, para ciertas épocas, para tal o cuál pueblo. “ N o matarás” , constituye un derecho en tiempos de paz, pero no durante la guerra; es un derecho para la mayoría de la sociedad que quiere ver los caprichos de la pasión sacrificados a sus necesida­ des dominantes, pero nó para el salvaje que no ha llegado al punto de estimar una vida social pacífica, y que por esta razón siente el mencionado derecho como un límite injusto de su libertad. Cuando se aína la vida, el asesinato consti­ tuye una ignominiosa abominación; cuando tino se venga, es un precioso reconfortante. Así, el robo es justó para él ladrón* injusto para el robado. E n consecuencia, no se pue­ de hablar de injusticia en general sino en un sentido relativo. L a acción soló es injusta de manera general en tanto que es mal vista de manera general. E s injusta para la gran ma­ yoría porque-nuestra generación encuentra más interés en el comercio burgués que en el bandidismo de camino real. Si una ley, una doctrina, tina acción quisieran ser absolu­ tamente justas, justas en general, deberían corresponder á l ; bien de' todos los hombres en todas las situapoñes. Sin em-

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bargo, ese bien es tan variado como los hombres, las cir­ cunstancias y el tiempo. L o que es bueno para mí es malo para otro, lo que es por regla general beneficioso es excep­ cionalmente dañino; lo que es útil en una época es un obs­ táculo en otra- La ley que pretendiera ser derecho en' ge­ neral debería nunca ir en contra de nadie. Ninguna moral, ningún deber, ningún imperativo categórico, ninguna idea del bien, puede enseñar al hombre el bien, el mal, lo justo, lo injusto. Es bien lo que responde a nuestra necesidad, mal lo que la contradice. ¿Pero qué es lo que puede ser bueno en. general? T o d o y nada. N i la madera rectilínea ni la made­ ra curvada son buenas. N i una ni otra lo son, cada una de ellas lo es desde el momento en que tengo necesidad de ellas. Y tenemos necesidad de todo, a todas las cosas les encontramos su lado bueno. N o estamos limitados a esto o ^aquello, Somos ilimitados, universales, y tenemos necesi­ dad de todo. P or eso nuestro intereses son innumerables, inexpresables, por eso toda ley es insatisfactoria, pues siem­ pre sólo tiene a la vista un bien particular, un interés indi­ vidual, por eso ningún derecho es justo, o bien todos los dere­ chos lo son: debes matar y no debes matar. La distinción entre las necesidades que son buenas, las que son dañinas, las que son justas y las que son malas, como la distinción entre verdad y error, razón y sinrazón, en­ cuentra su solución en la distinción de lo general y de lo particular. Partiendo de sí misma, la razón no puede descu­ brir derechos positivos, máximas absolutamente morales, más que cualquier otra verdad especulativa. Sólo cuando un ma­ terial sensible le es dado será capaz de medir lo general y lo particular, según la cantidad, y lo esencial y lo inesencial según el grado. D e igual manera que el conocimiento en general, el conocimiento de lo que es derecho o moral quie­ re lo general. P ero lo general sólo es posible en el interior de límites determinados, en tanto que constituye lo general de un objeto sensible particular dadó. Se olvida esta limitación necesaria cuando se erige a cualquier máxima, ley o dere­ 136

cho, en derecho "en sí", en derecho absoluto o derecho en general. E l derecho en general es en primer lugar un con­ cepto vacío que sólo adquiere un va go contenido cuando es comprendido como derecho del hom bre en general. Sin embargo, la moral, la determinación del derecho, tiene un fin práctico. Consideremos que el derecho moral es el derecho humano de manera general, el derecho sin contradicciones: entonces faltará necesariamente el fin práctico. U na acción, una manera de actuar que es generalmente justa, es decir, que lo es en todas partes, se recomienda por sí misma, y por esta razón no tiene ninguna necesidad de prescripción legal. Sólo la ley determinada, la ley adaptada a personas, cla­ ses, pueblos, épocas, circunstancias determinadas, posee un valor práctico; y este último es tanto más práctico cuanto más limitado, determinado, preciso, menos general. D esde el punto de vista de ¿a cualidad que le es propia, el derecho o la necesidad que es lo más general o que tiene la mayor extensión no es superior en justicia, en bien o en valor, al más pequeño derecho de un instante, a la necesidad momentánea de una persona. Aunque sepamos que la dimen­ sión del sol es de cien o de mil leguas, tenemos la libertad de verlo grande como un plato. Asimismo, aunque reconoz­ camos teóricamente o en general el carácter bueno y sagrado de un mandamiento de la moral, en la práctica somos libres momentáneamente, por lugares, individualmente, de rechazar­ lo como malo e inútil. E l derecho más venerable, el más sagrado, el más general, también sólo tiene valor en el inte­ rior de límites determinados, así como en el interior de lími­ tes determinados lo que contradice de la manera más burda al derecho adquiere valor de derecho. Sin duda existe una eterna distinción entre los verdaderos intereses y los seudointereses, entre razón y pasión, entre las necesidades e incli­ naciones esenciales, dominantes, generales, objetos de un reconocimiento obligatorio por una parte, y por otra los ape­ titos contingentes, subordinados, particulares. Pero esta-dis­ tinción no funda dos"mundos separados: un mundo del bien Í37

y otro mundo, el del mal. La distinción no es positiva, ge­ neral, constante, absoluta; sólo tiene un valor relativo. A semejanza de la distinción entre lo bello y lo feo, se regla­ menta sobre la individualidad de quien la efectúa entonces. L o que aquí constituye una necesidad verdadera, imperativa, allá será una inclinación secundaria, subordinada, condenable. La moral es la suma de las más diferentes leyes morales que se contradicen y que tienen como fin común reglamentar las maneras de actuar del hombre en relación a sí mismo y a los demás, de manera que- en el presente se considera tam­ bién el fu turo, que al pensar en uno no se ignora el otro, y que en la consideración del individuo se considera también el género. Cada uno de los hombres se encuentra defectuoso, insuficiente, limitado. Para completarse, tiene necesidad del oíro, de la sociedad, y para vivir debe dejar vivir a los de­ más. Las consideraciones para los otros, que tienen su fuente en esta indigencia mutua, constituyen lo que se llama con una palabra; moral. La insuficiencia del individuo, la necesidad de confrater­ nidad es el fundamento o la causa del tomar en considera­ ción al prójimo, de la moral. Necesariamente el soporte de esa necesidad, el hombre, es siempre individual; de la misma manera, necesariamente la necesidad es una necesidad in­ dividual a veces más intensa, a veces menos. Las considera­ ciones exigibles son tan necesariamente diversas como lo es nuestro prójimo. A l hombre concreto, moral concreta. La humanidad general es tan abstracta y desprovista de contenido como lo es la moralidad general, siendo las leyes éticas que se trata de deducir de esa vaga idea, igualmente despro­ vistas de posibilidades de éxito práctico. E l hombre es una personalidad viva que tiene su salvación y su fin en sí mis­ ma, y posee como mediador entre ella y el mundo, la nece­ sidad, el interés,, la duración y la extensión de su obediencia a toda ley sin excepción, siendo función de la subordinación de esta última a ese interés. E l deber y la obligación mo­ ral de un individuo nunca van más allá de su interés. P ero lo

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que va más allá es el poder m aterial que ejerce lo general sobre lo particular. Si asignamos a la razón por tarea el descubrimiento de lo que es moralmente recto, entonces puede ser alcanzado un resultado científico unánime, a condición de que de ante­ mano estemos de acuerdo sobre las personas, las relaciones y los límites en el interior de los cuales lo que es general­ mente recto estaría por determinar, por lo tanto, no buscando a título de presuposiciones determinadas derechos en sí, sino derechos determinados, precisando la tarea. La contradicción en la determinación de la moral, el desacuerdo en la solu­ ción reposan en la mala comprensión de esa tarea. Buscar el derecho estando desprovisto de un quántum determinado de realidad sensible o de un material delimitado, he ahí lo que constituye una acción de la especulación, que cree poder en cualquier circunstancia realizar sus investigaciones con­ cernientes a la naturaleza prescindiendo de los sentidos. E n ese deseo de alcanzar una determinación positiva de la moral a partir de actos puros del conocimiento, o simplemen­ te partiendo de la razón, se manifiesta la creencia de los fi­ lósofos en los conocimientos a p rio ri. "E s verdad — dice M acaulay en su H istoria de Ingla~ térra, donde habla de la rebelión contra el cruel e ilegal go­ bierno de Jacobo II-—■, es imposible determinar con precisión la frontera que separa una insurrección justa de la que no lo es. Esta imposibilidad tiene su origen en la naturaleza de la distinción entre justo e injusto, y se encuentra en todas partes de la ética. N o se puede distinguir la buena acción de la mala con tanta precisión como en el caso del círculo y del cuadrado. H a y una frontera donde vicio y virtud se confunden. ¿Quién sería capaz de marcar con precisión la diferencia entre valor y temeridad, prudencia y cobardía, ge­ nerosidad y prodigalidad? ¿Quién será capaz de determinar hasta qué punto la gracia puede ser extendida al crimen, así como el momento en que deja de merecer el nombre de gra­ cia para volverse una peligrosa debilidad?"

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La imposibilidad de una determinación precisa de esa frontera tiene por causa, no como piensa M acaulay la natu­ raleza de la distinción entre lo justo y lo injusto, sino la prevención de una concepción que cree en un derecho sin lí­ mites, en virtudes y vicios positivos, que no se ha elevado al punto de ver que bueno y valiente, justo y malo, siempre tienen valor sólo considerando la relación del sujeto que juzga, y iio del objeto en sí. Para quien es prudente el valor es temeridad, como la prudencia es cobardía para quien es va­ liente. -La insurrección contra un gobierno siempre es justa sólo para el rebelde, y para quien sufre la agresión siempre es injusta; Ninguna acción puede ser justa y sólo eso, no puede ser absolutamente justa o injusta. Las mismas cualidades humanas son según la necesidad y el empleo, el tiempo y el lugar, a veces buenas, a veces malas. A q u í tienen valor el rodeo, la astucia, la malicia, allá la confianza, la rectitud, la sinceridad. A qu í la piedad y la dulzura llevan a la meta y a la prosperidad, allá un rigor brutal y sangriento. L a cantidad, lo que hay de más o me­ nos saludable en una cualidad humana, eso es lo que deter­ mina la diferencia entre vicio y virtud. Sólo en la medida en que la razón es capaz de medir lo que hay de cuantitativamente justo en una cualidad, un pre­ cepto o una acción, sabe separar lo justo de lo injusto, el vicio de la virtud. N ingún imperativo categórico, ningún de­ ber ético funda el derecho práctico real, y a la inversa, la ética encuentra su fundamento en lo que es justo realmente y de manera sensible. Para la razón en general, la franqueza no es una cualidad del carácter mejor que la malicia. Sólo en la medida en que la franqueza triunfa cuantitativamente, es decir, más a menudo, más frecuentemente, de una manera más general, mejor, ella es preferible. Con ello se hace claro que una ciencia del derecho no puede servir de hilo conduc­ tor a l a . práctica sino en la medida en. que, por otra parte, la práctica ha servido como presuposición para la ciencia. L a ciencia sólo puede instruir á la práctica en la medida en

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que previamente ha sido instruida por la práctica y no más allá. L a razón no puede determinar de antemano la manera de actuar del hombre, porque sólo puede experim entar la realidad, y de ninguna manera anticiparla, porque todo hom­ bre, toda situación, son nuevos, originales, originarios, irre­ ductibles al pasado, porque la posibilidad de la razón se li­ mita al juicio a posteriori. E l derecho en general o el derecho en sí es un derecho en el aire, un voto de la especulación. E l derecho científica­ mente general tiene necesidad de presuposiciones dadas, sen­ sibles, que fundan la determinación de lo general. L a cien­ cia no es una seguridad dogmática que podría entonces declarar: tal o cual cosa es justa porque es conocida como justa. Para conocer, la ciencia necesita un fundamento e x ­ terior. Sólo puede conocer el derecho en tanto que es derecho. Ser, tal es el material, la presuposición, la condición, el fundamento de la ciencia. D e lo que hemos dicho surge la exigencia de sustituir la investigación especulativa o filosófica de la moral por una investigación inductiva o científica. ISÍo podemos desear co­ nocer un derecho general de manera absoluta, sino sólo de manera relativa. N o podemos determinar como la tarea moral de la razón más que a derechos que reposen sobre presupo­ siciones determinadas anteriormente. A sí, la creencia en un orden moral del mundo se disuelve en la conciencia de la libertad humana. E l conocimiento de la razón, del saber o de la ciencia incluye el conocimiento de la validez limi­ tada de las máximas éticas. L o que dejaba en el hombre la impresión de lo saludable, de lo válido, de lo divino, él lo exponía en el tabernáculo de la fe como el bien supremo. Eso es lo que hizo el egipcio con el gato, el cristiano con la solicitud paterna. A sí, cuando en el comienzo su necesidad lo condujo al orden y a la disciplina, el entusiasmo suscitado por los beneficios de la ley lo llevaron a una opinión Xan elevada de la nobleza del origen de esa ley, que tomó una obra que él mismo había

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fabricado por un don de los dioses. La invención de la ra­ tonera o de otras innovaciones beneficiosas expulsaron al gato de su sublime situación. D onde el hombre es su propio amo, donde es su propia protección, donde es su propia pro­ videncia, cualquier otra providencia se vuelve inútil, siendo pesada cualquier tutela superior cuando se es mayor. ¡El hombre es un hombre celoso! Sin ninguna consideración, su­ bordina todas las cosas a sus intereses: ja Dios y a los man­ damientos! P or los fieles servicios que ha prestado, un mandamiento puede haber adquirido una autoridad tan an­ tigua y poderosa como se quiera; sin embargo, las necesida­ des, nuevas y contradictorias, degradan las instrucciones di­ vinas al rango de preceptos humanos, y hacen de un antiguo derecho una fresca injusticia. La intimidación por el castigo ejemplar (o jo por ojo, diente por diente) había sido hon­ rada y consagrada por los hebreos como la protección por excelencia de la vida moral, pero el cristiano le negó el respeto de una manera completamente frívola. Había apren­ dido esa bendición que es el espíritu de paz, aportaba a T ie rra Santa sumisión y resignación, repobló el tabernáculo vacío pretendiendo con dulzura que aún hay que poner la m ejilla izquierda cuando la derecha ha tenido lo suyo en ma­ teria de bofetadas. Y en nuestra época, cristiana de nombre pero de hecho profundamente anticristiana, hace mucho tiem­ po que la paciencia antes reverenciada se ha vuelto extraña a la práctica. ' T o d a época tiene su derecho particular con el mismo título que toda creencia su dios particular. Hasta cierto punto, la religión y la moral permanecen de acuerdo para respetar lo que hace su santidad; pero esos señores se vuel­ ven arrogantes, porque pretenden ser más de lo que son, porque quieren imponer en adelante a lo que es divino y justo, provisionalmente y bajo ciertas circunstancias, una extensión a todas las relaciones, con la idea de que se trata de algo insuperable, absoluto, permanente, porque, en po­ sesión del remedio que los cura de su enfermedad indivi­

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dual, se hacen los .charlatanes de una panacea, olvidando en su fatuidad de dónde proviene esa panacea. En el ori­ gen, una necesidad individual es la que dicta la ley, y lue­ go se pretende que el hombre de mil y una necesidades baile en la cuerda floja de la regla. En el origen es derecho sólo lo que es efectivamente bueno, luego se pretende que lo que es condenado como siendo derecho sea efectivamente bueno. H e ahí precisamente lo intolerable: no basta a la le y establecida ser justa para esa época, para ese pueblo o para ese país, para esa clase o esa casta; quiere dominar el mun­ do entero, quiere ser el derecho en general, a semejanza de una pastilla que se pretendiera medicamento en general, buena para todo, buena tanto para la diarrea como para la constipación. Rechazar esas usurpaciones presuntuosas, des­ plumar al arrendajo que se adorna con las pluma del pavo real, tal es la tarea del progreso que lleva al hombre más allá de los límites lícitos ampliando su mundo y reconquis­ tando para sus intereses oprimidos una libertad de la que se le privaba- L a emigración de Palestina a Europa, donde el prohibido goce de la carne de -puerco ya no tiene como consecuencia nefasta la sarna y la tiña, liberó nuestra libertad natural de una limitación antes divina y en adelante absurda. Sin embargo, el progreso no arranca sus galones a un dios o a un derecho para decorar con ellos a otros: se trataría de cambio y no de adquisición. La evolución no niega la per­ manencia a los santos de la tradición; se contenta con llevar­ los del suelo usurpado de lo general a su recinto particular. V a cía la bañera con todo y niño. Ñ o por haber perdido su carácter sagrado dejando de ser dios, el gato ha dejado de atrapar ratones, y aunque desde hace mucho tiempo y a no se oiga hablar de los mandamientos judíos que ordenan las purificaciones en momentos determinados, siempre se tie­ ne por la limpieza la consideración que le es debida. Sólo a una gestión económica de las antiguas adquisiciones d e­ bemos la riqueza presente de la civilización. L a evolución

es tan conservadora como revolucionaria, y en toda ley en­ cuentra tanta justicia como injusticia. Es verdad que quienes creen en el deber sienten una diferencia entre lo que es moralmente recto y lo que lo es legalmente; sin embargo, su perplejidad interesada no les permite ver que todo ley es originalmente moral y que toda moral determinada cae en el curso de la evolución al rango de simple ley. Su comprensión alcanza otras épocas y otras clases, pero no las suyas. En las leyes de chinos y lapones, se reconoce las necesidades chinas y laponas. ¡P ero qué ma­ y o r sublimidad en el reglamento de la vida burguesa! N u es­ tras instituciones y nuestros conceptos morales actuales son o bien verdades eternas de la razón y de la naturaleza o bien los oráculos permanentes de una conciencia pura. Com o si el bárbaro no tuviera una razón bárbara, el hebreo una con­ ciencia hebraica, el turco una conciencia turca; ¡como si el hombre pudiera dirigirse según su conciencia y no, a ia inversa, la conciencia reglamentarse sobre el hombre! Quien limita el destino del hombre al amor y al servicio de dios con vistas a una ulterior felicidad eterna, puede re­ conocer con fe una autoridad en las prescripciones tradi­ cionales de su moral, y en consecuencia vivir según su fe. Quien por el contrario tiene por meta el desarrollo, la cul­ tura, el bienestar terrestre del hombre, no encontrará de ninguna manera ocioso plantear la cuestión de los títulos de esa superioridad. L a conciencia de la libertad individual, frente a toda regla, produce en primer lugar la audacia necesaria para un progreso resuelto, nos libera del esfuerzo hacia un ideal ilusorio, un mundo, el mejor de los mundos, y nos entrega a los intereses prácticos determinados de nuestro tiempo o a la individualidad. P ero al mismo tiempo, nos re­ concilia con el mundo existente en la realidad, en el cual ya no vemos una realización fracasada de lo que debe set, sino el orden de lo que puede ser. E l mundo siempre es justo. L o que existe debe existir y de ninguna manera debe ser 'diferente antes de volverse diferente. D onde la realidad es el

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poder, sucede lo mismo per se con el derecho, es decir, con la formulación del derecho. En realidad no queda a la im-. potencia otro derecho que el de adquirir en primer lugar un poder superior, con el fin de adquirir luego para sus necesi­ dades la autoridad que se le había negado. D e igual manera que la comprensión de la historia nos hace ver las religio­ nes, las costumbres, las instituciones y las concepciones del pasado no sólo en su lado negativo, ridículo, anticuado, sino también en su aspecto positivo, racional, necesario, por ejemplo, enseñándonos a comprender la divinización de los animales como el reconocimiento entusiasta de su utilidad, así la comprensión del presente nos muestra el orden exis­ tente de las cosas no sólo en su insuficiencia, sino también en tanto que conclusión racional, necesaria, de premisas an­ tecedentes.

3.

L o santo

L a teoría aquí desarrollada de la moral encuentra su formulación práctica en la proposición bien conocida: el fin justifica los medios. Se dice que se nos reprocha esta máxima utilizada de manera equívoca, tanto a nosotros como a los jesuítas. Los defensores de la Compañía de Jesús tratan de presentarla como una calumnia malintencionada. N o quere­ mos intervenir en ese debate, ni a favor ni en contra, pero queremos poner nuestra palabra al servicio de la cosa mis­ ma, fundar la tesis en su verdad y su racionalidad, tratar de rehabilitarla en la opinión pública. Para terminar con la contradicción más general, podría bastar comprender que los medios y los fines son conceptos muy relativos, y que todos los fines particulares son medios así como todos los medios son fines. N o somos más capaces de hacer una distinción positiva entre medios y fin que en­ tre grande y pequeño, justo e injusto, vicio y virtud. C on­ siderada como totalidad, tomada por sí misma, toda acción

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tiene su fin en sí misma, y los- momentos distintos en* los cuales se divide incluso la más breve de las acciones son sus medios. En su comunidad con otras acciones, cada acción particular es un medio, que con sus semejantes per­ sigue un fin general. En sí, las acciones no son ni medios ni fines. N ad a hay que sea en y por sí. T o d a existencia es relativa. Las cosas son lo que son únicamente en y por sus relaciones. Las circunstancias cambian las cosas. En la me­ dida en que toda acción es vecina de otras acciones, es medio, que posee su fin fuera de sí misma, en la comunidad. P ero ,en la medida en que toda acción está cerrada sobre sí misma, es el fin que incluye sus medios. Comemos para vivir; sin embargo, en la medida en que vivimos durante el tiempo en que comemos, vivimos para comer. Existe la misma relación entre la vida y las funciones vitales que entre el fin y sus medios. D e igual manera que la vida sólo es la suma de las funciones vitales así el fin es la suma de sus medios. La distinción de medio y fin se reduce a la distin­ ción de lo general y de lo particular, porque la misma facul­ tad de abstracción o de distinción se reduce a la facultad de distinguir entre lo particular y lo general. Pero esta dis­ tinción presupone un material, un dato, un ciclo de fenó­ menos sensibles, algo por medio de lo cual manifestar su actividad. Cuando ese ciclo es dado sobre el terreno de las acciones o de las funciones, en otras palabras, cuando un número predeterminado de acciones distintas constituye el objeto, entonces llamamos fin a lo general y medio a toda parte más o menos grande del ciclo, a toda función particular. Una acción determinada cualquiera, ¿es - medio o fin? La respuesta depende del punto de vista: o bien la consideramos como un todo en relación a sus propios momentos cuyo con­ junto la constituye, o bien la consideramos como parte en relación a la comunidad que mantiene con otras maneras de actuar. En general, desde un punto de vista que engloba todas las acciones humanas que tienen por objeto la totali­ dad de las acciones humanas, sólo existe un fin: la salva­

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ción humana. Esa salvación es el fin de los fines, el fin en última instancia, el fin específico, verdadero, general, frente al cual todos los demás fines sólo son medios. Ahora, cuando afirmamos que el fin justifica los medios, eso no puede tener valor incondicionado más que si se trata de un fin incondicionado. A h o ra bien, todos los fines par­ ticulares son limitados, condicionados. E l único fin absoluto incondicionado es la salvación de los hombres, un fin que justifica todas las prescripciones y acciones, todos los me­ dios, desde que le están sometidos, pero que los difama des­ de que abandonados a sí mismos ya no le sirven. La salva­ ción [ H e íí] es tanto verbal como efectivamente origen y fundamento de lo que es santo [ heilig] . Santo es en todas partes lo salvable. En este caso, no hay que desconocer y hacer abstracción de la salvación en general, esa salvación que justifica todos los medios, cuyo contenido real es tan diverso como las épocas, los pueblos o las personas que es­ tán en búsqueda de su salud. N o se debe desconocer que la determinación de lo que es santo o saludable es inseparable de una situación determinada, que ninguna acción, ningún medio se vuelven santos en sí, sino sólo en función de rela­ ciones dadas. N o es el fin en general, sino el que es santo, el que justifica los medios consagrándolos. P ero como todo fin real o particular no es santo sino relativamente, sólo puede consagrar y justificar sus medios de una manera re­ lativa. Los argumentos que se invocan contra nuestra máxima no son tanto dirigidos contra ella sino contra un falso uso que de ella se hace. Se rehúsa aprobarla, no se concede a los fines pretendidamente sanos sino medios limitados porque en el segundo plano se disimula la conciencia de que esos fines sólo poseen una santidad limitada. Por otra parte, al afirmar esta proposición, sólo queremos decir esto: los fines y los medios diversos a los que se llama santos no lo son por­ que una autoridad cualquiera, alguna expresión de un escri­ to, de una conciencia o de una razón Ies confieran tal nombre.

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sino únicamente cuando y porque, únicamente en la medida en que corresponden al fin común de todos los fines y me­ dios, a la salvación del hombre. Nuestra doctrina del fin no proclama en absoluto nuestro deber de sacrificar el amor y la fidelidad a la santidad de la fe, ni tampoco a la inversa la £e al amor y a la fidelidad. E lla es la simple expresión del hecho siguiente: donde el fin supremo es dado por disposi­ ciones o circunstancias sensibles, malos son todos los medios que lo contradicen, y a la inversa, los medios generalmente malos encuentran una consagración momentánea o indivi­ dual por el hecho de su relación con una salvación momentá­ nea o individual. Donde el espíritu de paz es efectivamente amado en tanto que fin saludable, la guerra constituye un medio malo. A la inversa, donde el hombre busca su sal­ vación en la guerra, matar e incendiar constituyen un medio sagrado. En otras palabras, para determinar en última ins­ tancia lo que es santo, nuestra razón necesita, a título de pre­ suposición, relaciones o hechos dados sensibles; no puede determinar lo que es santo en general, a prioru filosófica­ mente, sino sólo en particular, a posteriori, empíricamente. Saber que la salvación del hombre es el fin de los fines, lo que santifica todos los medios, independientemente de toda determinación particular o idea personal de esa salvación, reconocer su variedad de hecho es al mismo tiempo compren­ der que en cualquier circunstancia los medios sólo son santos según la santidad del fin. Ningún medio, ninguna acción es positivamente santa o saludable. Según las circunstancias o según la relación, un mismo medio es a veces bueno, a ve­ ces malo. U n a cosa sólo es buena donde lo que resulta de ella es bueno, únicamente porque el bien es su resultado, su fin. L a mentira y el engaño son malos únicamente porque sus consecuencias no nos ganan, porque no queremos que se nos mienta y que se nos engañe. P o r el contrario, donde se trata de un fin sagrado, la maniobra destinada a producir el cambio por medio de la astucia y del engaño se llama astucia de guerra. N o tenemos la intención de discutir más

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con quien en la firmeza de su fe aprueba la castidad porque Dios hizo de ella un mandamiento; al contrario, quien honra la virtud por sí misma y aborrece el vicio por sí mismo, es decir, en razón de sus consecuencias, concede que sacrifica el deseo de la carne a ese fin; la salvación; en otras pa­ labras, que en principio es el fin el que consagra los medios. Para la concepción cristiana del mundo, los mandamien­ tos que prescriben esta relación son incondicional y absolu­ tamente buenos, buenos para el tiempo y la eternidad, buenos porque la revelación cristiana los aprueba. E lla ignora, por ejemplo, que su virtud por excelencia, la virtud específica-, mente cristiana de la abstinencia sólo ha obtenido su valor frente a la lujuria corrompida de los paganos, y a no siendo virtud ante el gozo razonable y reflexionado. Está én po­ sesión de medios determinados que para ella son buenos estando desprovistos de relación con su fin, así como de otros medios que son malos para ella estando sin relación con el fin. En esta medida, con razón se levanta contra la máxima en cuestión. E l cristianismo moderno y el mundo contemporáneo desde hace mucho tiempo han prácticamente abolido esa creencia. Cuando habla, el mundo moderno llama alma a la imagen de Dios y al cuerpo saco de gusanos hediondos; pero cuan­ do actúa, demuestra la poca seriedad que da a esa fraseología religiosa. Se preocupa poco por esa parte de sí mismo que es la mejor, y dedica todos sus cuidados al cuerpo, tan deni­ grado. Exaltarlo, vestirlo con preciosidad, alimentarlo deli­ cadamente, acostarlo cómodamente, a eso se dedican la cien­ cia, el arte, los productos d el mundo entero. A l compararla con la vida eterna de arriba, se habla con desaprecio de esta vida terrestre de acá abajo; sin embargo, seis días a la sema­ na, incansablemente, la práctica es suspendida para el go zo de aquélla, mientras que no hay sino el domingo en el que se considera al cielo digno de una corta hora de atención distraída. C on l a .misma incoherencia atolondrada, lo que se llama el mundo cristiano se levanta también ocalmente con­

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tra. nuestro tema, mientras que de hecho consagra los peores medios refiriéndolos a la salvación de cada uno, tolerando a título de argumento ad hominem hasta la prostitución a costa del Estado. Cuando las cámaras de nuestros Estados parlamentarios ejercen una represión contra los enemigos de su orden burgués, juzgándolos sumariamente y deportándo­ los, y cometen ese crimen contra la máxima tan alabada: " N o hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti" invocando el interés público, o cuando justifican sus leyes sobre el di­ vorcio por el interés de los particulares, encontramos en ello un reconocimiento efectivo del hecho de que el fin justifi­ ca los medios. E incluso si los burgueses conceden al Es­ tado derechos que se niegan a sí mismos, incluso en el sen­ tido de nuestros adversarios, sólo se trata de derechos que pertenecen a sus sujetos y de los cuales se han desistido. P or supuesto, quien en el mundo burgués adopta como medio para enriquecerse la mentira y el engaño, incluso si es con el fin de repartir en otras partes los beneficios, o bien el que, a semejanza de Crisptn, roba cuero para hacer zapatos para los pobres, eso de ninguna manera santifica sus medios por su fin, porque su fin no es santo, o sólo lo es nominalmente, siéndolo en general, pero no en el caso invocado, en particular; pues la beneficencia sólo es un fin de santidad subordinada, que frente a su fin principal, el or­ den burgués, sólo constituye un medio, y que en la eventua­ lidad de una oposición entre ella y esa determinación que es suya, pierde con ello el nombre de fin bueno; como hemos dicho, el fin que es santo bajo reserva de condiciones sólo puede santificar sus medios bajo la reserva de las mismas condiciones. L a condición sine qua non de todos los fines buenos es su carácter saludable que, requerido de manera cristiana o pagana, de manera feudal o burguesa, exige siem­ pre que se subordine lo inesencial y lo menos necesario a lo que se considera como esencial y necesario; por el con­ trario, en el caso invocado se sacrificaría la probidad y la honorabilidad, objetos de estima mayor, a la beneficencia.

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objeto de estima menor. “ El. fin justifica los medios” signi­ fica en otras palabras: tanto en economía como en ética, es preciso que la ganancia haga rentable el capital invertido. A sí, llamando fin bueno a la conversión del incrédulo y mal medio a las medidas policiacas, no se descarga con ello contra la verdad de la máxima, sino contra una aplicación falsa. E l medio no es santo porque el fin no es bueno, por­ que la conversión forzada no es un fin saludable sino que más bien tiene como fin la pérdida de la salud, la hipocre­ sía; porque ésa es una conversión que no merece su nom­ bre de conversión, o porque la violencia es un medio al cual en el presente caso no corresponde el nombre de medio. Sí para nosotros una conversión forzada o de hierro a madera constituyen iguales locuras, ¡cómo osar atacar una verdad efectivam ente reconocida por todos, con tales trapacerías y sofismas dialécticos! D e la misma manera, los medios, estra­ tagemas e intrigas empleados por los jesuítas, el veneno y el asesinato son para nosotros desprovistos de santidad, únicamente porque, para nosotros, el fin perseguido por los jesuítas (p o r ejemplo, la extensión, el enriquecimiento y la glorificación de su orden) constituye un fin auxiliar, que puede recurrir a la inocencia de un sermón, pero no un fin, íncondicionalm ente santo, no un fin a. cualquier precio, que nos permitiría usar medios que nos frustrarían un fin más esencial, por ejemplo, la seguridad pública o individual- E l crimen y el asesinato en tanto que acciones individuales son inmorales desde nuestro punto dé vista, porque de nin­ guna manera son los medios de nuestro fin, porque nuestras disposiciones comportan no la venganza o la piratería, no lo arbitrario o el uso despótico de la función judicial, sino más bien la legalidad y la decisión más imparcial del Es­ tado. P ero cuando nos constituimos en sala de lo criminal y neutralizamos a los peligrosos criminales colgándolos o gui­ llotinándolos, ¿no significa eso expresamente: el fin jus­ tifica los medios?

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E n el ejemplo tratado, encontramos que están en plena contradicción con su propia tendencia esas mismas gentes que presumen de haber roto desde hace siglos con A ristó­ teles, es decir, con la fe incondicional, y en consecuencia de haber reemplazado la verdad muerta de la tradición por la verdad viva que ellos mismos han encontrado. ¡Aconteci­ miento burlesco! Incluso si es contado por un testigo digno de fe, no se es, sin embargo, menos fiel al principio de la libertad de conciencia; en otras palabras, el auditor puede encontrar fatal y serio lo que el que cuenta llama burlesco y divertido. Se sabe distinguir entre la historia y la impre­ sión subjetiva que ella produce, caracterizando esta última más al que cuenta que a su objeto. P or el contrario, cuando se trata de un fin bueno y de medios malos, se rehúsa to­ mar en consideración la diferencia entre el objeto y su deter­ minación subjetiva, que por otra parte constituye el punto de referencia de toda crítica. Sin pensar, a priori, se otorga el nombre de buenos y de santos a fines tales como la bene­ ficencia, la conversión de los incrédulos, etc., porque lo han sido en otras partes, aunque en los casos invocados, la im­ presión viva que producen sea la expresión precisamente de lo contrario; después de todo, uno se sorprende de que la ilegalidad del título entrañe la ilegalidad de los privilegios. E n la práctica, sólo merece el predicado de bueno y cíe santo él fin que es además un medio, un sujeto del fin de los fines, la salvación. D on de el hombre busca su salvación en la vida burguesa, en la producción y el comercio, en la pa­ sible posesión de sus bienes, el mandamiento: “ N o robarás", corta las alas de su rapacidad; por el contrario, donde, como entre los espartanos, el bien supremo es la guerra, siendo la astucia la cualidad necesaria de un buen guerrero, se usa la fullería para adquirir astucia, y se sanciona el robo eri­ giéndolo en medio del fin. Am onestar al espartano con el pretexto de que era un guerrero y no un honorable pequeñoburgués, es desconocer la realidad, es desconocer el he­ cho de que la vocación de nuestro cerebro no es de ninguna

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manera sustituir el mundo de las circunstancias fácticas, sino concebir esto: una época, un pueblo, un individuo, son siem­ pre lo que pueden y, por lo tanto, también deben ser en las circunstancias dadas. Cuando al afirmar que “ el fin justifica los medios” in­ vertimos la concepción dominante, no se trata del capricho individual censurable del amor de las paradojas, sino el uso consecuente de la ciencia filosófica. L a filosofía tiene su origen en la creencia en la oposición dualista entre Dios y el mundo, el cuerpo y el alma, el cerebro y los sentidos, el pensamiento y el ser, lo general y lo particular. La resolu­ ción de esta oposición se presenta como el fin o el resultado total de la búsqueda filosófica. La filosofía descubrió su so­ lución cuando reconoció que lo divino es mundano y lo mun­ dano divino, y que la relación del alma con el cuerpo, del espíritu con la carne, del pensamiento con el ser, del enten­ dimiento con el sentido, es totalmente idéntica a la que man­ tienen la unidad y la multiplicidad o lo general y lo particu­ lar. L a filosofía comenzó presuponiendo falsamente que es del Uno, en tanto que es el primero, de donde surgen como consecuentes el dos, el tres, el cuatro, el múltiple. Desembocó en un resultado cuando reconoció que la verdad o la rea-, lidad invierten esa presuposición, y que la realidad multi­ forme, la multiplicidad sensible, lo particular, son el término primero de donde después de todo la función humana del cerebro deduce el concepto de la unidad o de la generali­ dad. . Cuando uno se sitúa en el punto de vista del gasto en genio y en sagacidad que ha costado este único pequeño fruto de la especulación, ningún producto de la ciencia so­ porta la comparación. P ero tampoco existe novedad cientí­ fica que no encuentre obstáculos para su reconocimiento, tan antiguos y tan p ro fluidamente enraizados. L o que do­ mina todos los espíritus ignorantes del resultado de la filo ­ sofía, es la antigua creencia en la realidad de una salud auténtica, verdadera y general, cuyo descubrimiento anula

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todas las formas inauténticas, aparentes y particulares de laf salud, mientras que el conocimiento del proceso del pensa­ miento nos enseña a reconocer en la buscada salud un pro­ ducto del cerebro, que precisamente por que debe ser una salud general, es decir, •abstracta, no puede ser una salud sensible o real, es decir particular. En la creencia en la dis­ tinción completa de la salud auténtica y de la salud inauténtica se manifiesta la incertidumbre relativa a la marcha de las operaciones intelectuales. Pitágoras había instituido el número en tanto que esencia de las cosas. Si el griego hubiera podido reconocer en esta esencia de las cosas una cosa producida por el cerebro o la razón, y si por consi­ guiente hubiera determinado el número en tanto que esencia de la razón, en tanto que contenido común o abstracto de todo acto intelectual, entonces se habrían economizado to­ das las disputas que desde entonces se introdujeron a pro­ pósito de las diferentes formas de la verdad absoluta, de la "cosa en sí". E l espacio y el tiempo son las formas generales de la realidad, o bien, la realidad existe, como se sabe, en el es­ pacio y en el tiempo. P or consiguiente, toda salud real es espacio-temporal, y toda salud espacio-temporal es real. En la medida en que son saludables, las formas más distintas de la salud sólo son distintas según su extensión y su com­ prensión, según su extensión cuantitativa, según el número. T o d a salvación, ya sea verdadera o conjetural, nos es dada por el sentimiento sensible, por la práctica, no por la razón. P ero la práctica ha presentado a los diferentes hombres y a las diferentes épocas las cosas más contradictorias como saludables. L o que aquí es salud no lo es allá, y a la inversa. Para el conocimiento o la razón, subsiste una sola tarea: la enumeración de esos medios de salud dados por la sensación material-sensible según las diferentes personas y épocas en las cuales han aparecido, o más bien según el grado de intensidad de su manifestación; la distinción, por lo tanto* de lo pequeño y de lo grande, de lo inesencíal y de lo esen­

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cial, de lo particular y de lo general. La razón no puede^ pres­ cribirnos la verdadera felicidad de manera autocrática, sólo puede censar, sobre la base de un quántum de medios de salud dado de manera sensible, lo que numéricamente resulta ser más frecuente, más grande o más general. Pero no se puede olvidar que la verdad de tal conocimiento o cómputo reposa sobre una presuposición determinada, dada. P or con­ siguiente, ¡qué vanidad hay en padecer en la búsqueda de la verdadera felicidad en general! La investigación será prác­ tica, será coronada por el éxito sólo si se limita al conoci­ miento de la felicidad determinada de una particularidad determinada. L o general sólo es posible en, el interior de lími­ tes establecidos. Pero, las diferentes determinaciones de la salud se unen para afirmar que en todas partes es saludable sacrificar lo pequeño ante lo grande, lo inesencial ante lo esencial, y no a la inversa. E n la medida en que esta má­ xima es justa, es justo también que utilicemos o soportemos en favor del: buen fin de la gran felicidad el medio malo de una pequeña cosa contraria a ella; que el fin justifique y consagre los medios. Si se fuera bastante liberal para permitir a cada uno ser feliz a su manera, los adversarios de nuestra manera de ver se convencerían fácilmente de su verdad. En vez de eso, se sigue la vía habitual de la miopía y se eleva su punto de vista particular a lo universal. Se llama verdadera a la pro­ pia felicidad, y se llama mala inteligencia la felicidad de los pueblos, de épocas, de relaciones diferentes, de ■la misma manera que cada escuela estética quiere hacer pasar un gusto subjetivo por belleza objetiva, desconociendo el hecho de que la unidad sólo es asunto de la idea, del pensamiento, mien­ tras que el asunto de la realidad efectiva es la multiplicidad; L a felicidad, real es múltiple, y la verdadera sólo es una opción subjetiva que, a semejanza de esas historias diverti­ das que dejan en otra parte una impresión diferente, puede ser una salud desprovista de verdad. K a n t o F ich te o cual­ quier otro particular inclinado a la filosofía tratan a lo largo

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y a lo ancho del destino del hombre, luego resuelven el pro­ blema para la más grande satisfacción de su personal y de su auditorio; ahora tenemos bastante experiencia para sa­ ber que por el método de la investigación especulativa cier­ tamente se puede definir su concepto personal del destino del hombre, pero de ninguna manera descubrir un objeto □culto, desconocido. E l objeto necesariamente debe ser dado al pensamiento, al entendimiento, siendo su trabajo el de juzgar, el de criticar; que distinga, si lo quiere, la felicidad auténtica de la inauténtica, pero también que recuerde sus propios límites, que recuerde que esa distinción es tan perso­ nal como él mismo, pues sólo vale en tanto que otros reciben la misma impresión del mismo objeto. La humanidad es una idea, pero el hombre siempre es una persona particular que sólo encuentra su vida propia en el elémento que le es propio, y por esta razón se somete a la ley general partiendo de las solas motivaciones personales. Com o el sacrificio religioso, el sacrificio moral no es sino la aparente renuncia de sí, militando en beneficio del fin del amor propio racional, una inversión con la intención de una ganancia más importante. L a moralidad, que merece su nom­ bre y no se llamaría mejor obediencia, sólo entra en ejercicio en función del conocimiento de su valor, de su carácter sa­ ludable, de su utilidad. D e la distinción de los intereses pro­ cede la distinción de los partidos, de ía distinción del fin la de los medios. D e esto dan testimonio a propósito de cues­ tiones de menor importancia incluso los representantes de la moral absoluta. ■' En su historia de la Revolución Francesa, Thiers relata una situación particular del año de 1796: los patriotas tenían la fuerza pública y los realistas mantenían la agitación revo­ lucionaria, al punto que los miembros del partido de la re­ volución, que habrían debido ser los partidarios de la libertad ilimitada, deseaban medios de represión, y que la oposición, que en su fuero interno se inclinaba más por la monar­ quía que por la república, votó por la libertad ilimitada. “ D e

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tal manera los partidos son regidos por sus intereses", agrega Th iers en una observación final, como si fuera una anomalía y no el curso natural, necesario e inflexible del mundo. P o r el contrario, cuando se trata de las leyes ft^ídamerítales del orden burgués, los representantes de la moral de la clase dominante tienen suficiente egoísmo para negar su dependencia en relación a los intereses de ella y para presentar a éstos en tanto que leyes metafísicas eternas del mundo, haciendo de los sostenes de su dominación particu­ lar los sostenes eternos de la humanidad, de sus medios los únicos qué son santos, y de su fin el fin de fines. H a y engaño funesto, robo en relación a la libertad hu­ mana, tentativa de hundir el desarrollo histórico cuando una época o una clase erigen así los fines y los medios que les son particulares en felicidad absoluta de la humanidad. A s í co­ mo la moda da testimonio del gusto, la moral da testimo­ nio originalmente de los intereses; luego, se adapta al mode­ lo propuesto, allá el vestido, aquí la acción. Para mantenerse, el poder ejerce necesariamente la fuerza y obliga a los re­ calcitrantes a someterse. Aunque no sean exactamente sinó­ nimos, deber e intereses constituyen, sin embargo, expresiones estrechamente emparentadas. A m bas se agotan en el con­ cepto de salud. E l interés es más la salud concreta, presente, manifiesta; al -contrario, el deber es la salud amplia, general e incluso preocupada por el futuro. M ientras que el interés se preocupa por la comodidad inmediata, palpable y so^nanté del portamonedas, el deber exige por el contrario que consideremos no sólo el bien presente, inmediato, sino tam­ bién el bien lejano, por venir, no sólo el del cuerpo, sino también el del espíritu. E l deber se preocupa también por el corazón, las necesidades sociales, el futuro, en pocas pala­ bras por los intereses en toda su extensión, y nos inculca la renuncia a lo superfluo, con el fin de obtener y de con­ servar lo necesario. A s í tu deber es tu interés y tu interés es tu deber. .

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Si nuestras ideas deben adaptarse a la verdad o a la rea­ lidad y no, a la inversa, la verdad a nuestras ideas o pensamieijtos, debemos reconocer como naturalmente necesario y verdadero el carácter cambiante de lo que es santo y mo­ ral, también debemos otorgar teóricamente a la personalidad la libertad que prácticamente no se deja quitar, y reconocer que hasta aquí sigue tan libre de modelar la ley según su necesidad y no según vagas, irreales e imposibles abstraccio­ nes tales como la justicia o la moralidad. ¿Qué es la justicia? La suma de lo que se considera justo, por lo tanto, un con­ cepto individual, que toma formas diferentes entre perso­ nas diferentes. E n la realidad, sólo hay derechos indivi­ duales, determinados, particulares, luego llega el hombre y saca de ellos el concepto de justicia, tal como sacó de las diversas maderas el concepto de madera en general, o bien de las cosas materiales la idea de materia. Cualquiera que sea el alcance de su difusión, la consideración según la cual las cosas materiales existen a partir o por la mediación de la materia, es falsa e igualmente falsa es la creencia en lo$ términos de la cual las leyes morales o civiles tendrían su origen en la idea de justicia. . - .. E l perjuicio moral que comporta nuestra consideración realista, o si se prefiere materialista, de la moral no, es tan importante como parece. N o debemos temer por esta razón pasar del estado de hombres sociales al de caníbales o de ermitaños sin leyes. La libertad y la legalidad están estre­ chamente vinculadas por la necesidad de compañía, que nos pone en la necesidad de permitir también a los otros vivir cerca de nosotros. A q u el á quien su conciencia u otros mo­ tivos espiritualistas-morales pueden mantener apartado de las acciones contrarias a la ley > —contrarias a la ley en el sentido amplio del término— o bien sólo ha estado expues­ to a débiles tentaciones, o bien posee un carácter tan dócil que los castigos naturales y legales son más que suficientes para mantenerlo dentro de los límites prescritos- D onde re­ chazan sus servicios, la moral es también un medio despro­

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visto de fuerza. D e otra manera debería ejercer en secreto sobre el creyente esa misma limitación con la cual la opi­ nión pública retiene al incrédulo; sin embargo, de Hecho encontramos más creyentes tramposos que bandidos incrédu­ los. L a extrema atención con la que el mundo gratifica el zódigo penal y la policía demuestra el hecho de que el mun­ do, que verbalmente atribuye tanto valor social a la mora­ lidad, reconoce de hecho que prevalece nuestra opinión. También nuestro combate concierne no a la moralidad, ni tampoco a una de sus formas determinadas, sino únicamente a la arrogancia que erige su forma determinada, en forma absoluta, en moralidad en general. Reconocemos a la moral una eterna santidad, con tal que se com préndanlas conside­ raciones que el hombre se debe a sí mismo y debe a sus prójimos en relación con el fin de una salud común. Pero la determinación de las modalidades y del grado de esa con­ sideración, eso pertenece a la libertad del individuo. Que el poder, la clase dirigente o la mayoría hagan valer sus necesidades particulares en tanto que prescripciones jurí­ dicas, eso es tan necesario como el hecho de que la camisa está más próxima al hombre que su saco. Pero esta razón, el que se considere a la prescripción jurídica como el derecho absoluto, como un límite infranqueable de la humanidad es, nos parece, cosa altamente superflua e incluso dañina para la energía del progreso que demanda el futuro.

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Otros escritos

Cartas de Joseph Dietzgen a K arl Marx 1 AVassili O strow , San Petersburgo, 24 de octubre [7 de noviembre de 1867] Sr. Dr. K arl M a rx en Londres M u y estimado señor: Permítame que, aun sin conocerle, le> presente mi home­ naje por los méritos inapreciables que ha contraído usted con sus estudios tanto en beneficio de la ciencia como espe­ cialmente de la clase trabajadora. Y o en mi primera juven­ tud, cuando más bien podía intuir que comprender el con­ tenido extraordinariamente rico de sus escritos, me sentí cautivado p o r ellos, y no podía dejar de leerlos y volver a íeerlos hasta haber llegado con mis esfuerzos a una claridad para mí suficiente. A h o ra bien, el entusiasmo que suscita en mí el estudio de su obra recientemente publicada en H am burgo me impele a la modestia tal ve z inoportuna de desear atestiguar a usted mi reconocimiento, mi admiración y mi agradecimiento. E l primer cuaderno, aparecido en Berlín, de Crítica, de la economía política me lo estudié en su día con mucha apli­ cación, y confieso que jamás un libro, por voluminoso que

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fuera, me ha proporcionado tanto conocimiento positivo y tanta enseñanza como este pequeño cuaderno. Así, pues, he esperado la continuación con gran impaciencia. Usted pro­ clama por primera vez en forma científica clara e irresistible aquello que en adelante habrá de ser la tendencia consciente del desarrollo histórico; esto es, someter la fuerza hasta aquí ciega del proceso social de producción a la conciencia humana. Haber conferido a esta tendencia un sentido, haber ayudado a la comprensión de que nuestra producción es des­ atinada, tal es, mi estimado señor, su hazaña inmortal. El tiempo ha de conquistarle y le conquistará a usted por ello reconocimiento universal. Leo entre las líneas de su obra que el supuesto previo de su economía fundamental consiste en una filosofía funda­ mental. Puesto que esto me ha ocasionado mucho trabajo, no logró reprimir el deseo de comunicar brevemente a usted, con la confesión de que no soy más que un curtidor con ins­ trucción elemental, mis esfuerzos científicos. M i objeto fue desde muy tempranamente una filosofía sistemática; Ludwig Feuerbach me mostró el camino a tal efecto. Mucho, sin embargo, lo debo a mi propio trabajo, de modo que actualmente puedo decir de mí: las cosas gene~ rales, la naturaleza de lo general o la “ esencia de las cosas’*, esto me es científicamente claro. Lo que me falta saber son las cosas particulares* Puesto que de ello sé alguna cosa, me digo para mí, que saberlo todo es demasiado para el in­ dividuo.. E l fundamento de toda ciencia consiste en el conocimien­ to del proceso mental [N o ta marginal de M arx: ¡B ra vo!]. Pensar significa desarrollar a partir de lo dado en forma. sen~ sible, a partir de lo particular, lo general. E l fenómeno cons­ tituye el material necesario del pensar. Debe estar dado antes de que pueda encontrarse la esencia, lo general o abstracto. La comprensión de este hecho contiene la solución de todos los enigmas filosóficos. L a pregunta, por ejemplo, acerca del principio y del fin del mundo no pertenece ya a la esencia*

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si el mundo no puede ser más que supuesto previo, pero no, en cambio, resultado del pensar o del saber. La esencia del pensamiento es el número. T od as las di­ ferencias lógicas son puramente «cuantitativas. T o d o ser es un parecer más o menos constante, y todo parecer es un ser más o menos constante [N o t a marginal de M a rx : ¡Schelling! ] . T o d a s las causas son efectos y viceversa. En una serie de fenómenos sucesivos, aquello que precede con carácter general se designa como causa. D e 5 pájaros, por ejemplo, 4 levantan el vuelo y huyen a consecuencia de un disparo. A sí, pues, el disparo es causa de que 4 huyan, y la impavidez es causa de que uno no se mueva. En cambio, sí uno huye y cuatro se quedan, entonces ya no es el disparo la causa de la huida, sino el susto. U n célebre físico escribe: "'E l calor mis­ mo no podemos percibirlo, sino que sólo concluimos a la pre­ sencia de este agente de la naturaleza a partir de los fenó­ menos” . P o r mi parte, concluyo inversamente, a partir del carácter imperceptible del “ calor” mismo, a la inexistencia de este agente, y comprendo los fenómenos o los efectos del calor como material a partir del cual la cabeza forma el con­ cepto abstracto de calor. Si llamamos, sin confusión de los conceptos, lo concreto y sensible a la materia, entonces lo abstracto de ella es la fuerza. A l pesar una bala de mer­ cancía, la fuerza de gravedad se trata por libras, sin consi­ deración de la materia, del peso. E l insípido Büchner [a p re ­ ciación de M a r x : tvéll sa id l] dice: "iV o xv what I want is fa c ts " ( “ lo que necesito, por mi parte, son hechos” ), pero no sabe lo que quiere; en efecto a la ciencia no le importan tanto los hechos como las explicaciones de los hechos: no las ma­ terias, sino las fuerzas. Aunque en la realidad fuerza y mate­ ria sean idénticas, su distinción, la separación de lo particu­ lar y lo general, está, con todo, más justificada. “ La fuerza no puede verse” . Claro, como que la visión misma y lo que vem os es pura fuerza [M a r x proveyó estas líneas con un p u n to e x cla m a tiv o ]. Sin duda, no vemos las cosas mismas, sino su efecto sobre nuestros ojos. L a materia es imperece-

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dera; esto sólo significa: en todas partes y en todo momento hay materia. La materia aparece, y los fenómenos son ma­ teriales. La diferencia entre parecer y ser sólo es cuantitativa. E l intelecto compone a partir de lo múltiple lo uno, a partir de las partes el todo, a partir de lo perecedero lo imperece­ dero, a partir del accidente la sustancia. M oral. Por moral entiende el mundo las consideraciones que el individuo se tributa a sí mismo y a sus semejantes para fines de su propio bien. E l número y el grado de estas consideraciones los determinan individuos y círculos diversos de individuos diversamente. Dado el círculo, el intelecto sólo puede distinguir el derecho general del particular. ¿Qué cosa es el fin? ¿Qué son los medios? Frente al bien humano abs­ tracto, todos los fines son medios y, en esta medida rige in­ condicionalmente el principio de que: “E l fin justifica los medios/* Si la falta de erudición no me detuviera, escribiría sobre estos temas una obra: tanto es lo nuevo que Creo saber de ello. _ Dispense usted, admirado señor, que me haya tomado la libertad de disponer así de su tiempo y su atención. H e creído que podría proporcionarle placer con la prueba de que la - filosófía de un obrero como yo es más clara que el promedio de la filosofía de nuestros profesores actuales. Su aproba­ ción la apreciaría en mayor grado que si alguna academia quisiera nombrarme miembro suyo. Termino dándole la seguridad, una vez más, de que sim^ patizo de la manera más sincera con sus esfuerzos que tras­ cienden más allá de nuestro tiempo. E l desarrollo social y la ' lucha por el dominio de la clase trabajadora me interesan más vivamente que mis asuntos privados. Lo único que siento es no poder colaborar en esto más activamente. Allons enfants pour la patrie! Joseph Dietzgen, Maestro de la Curtiduría de "Wladimir.

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2 Curtiduría de W ladim ir, San Petersburgo, 20 de mayo de 1868

M u y estimado amigo: M e complace infinitamente que su amable carta del 9 de mayo y su ejemplo me confieran el permiso de poder llamarlo a usted así. Se estima, sin duda, a muchos en la alocución; pero a usted le pido permiso para poder decirle, y rogarle que no lo tome como una simple expresión cortés, que estimo en usted el ideal de un pensador eminente, de un estilista in­ comparable, de un carácter auténtico e intrépido y de un hombre de acción. ¡ Y cómo no debiera, pues, la condescendencia amable de un maestro tan admirado alegrar al discípulo! L e debo a usted la comprensión del movimiento histórico de la huma­ nidad; esto es, un tesoro que me eleva por encima d e mu­ chas contrariedades de la vida y por encima de todas las miserias de mi tiempo y de mis alrededores. Es más: al pro­ porcionarme usted la comprensión del carácter general de la economía burguesa, me ha capacitado al propio tiempo para poseer mi punto de vista particular, en el seno de esta socie­ dad, con conciencia. Y es a esta conciencia a la que debo en gran parte el buen éxito del que hasta aquí he podido con­ gratularme en esta vida burguesa inevitable.

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Su propuesta de redactar una recomendación de su últi­ ma obra estoy ciertamente en condiciones de aceptarla. M i posición es absolutamente independiente y no necesito te­ mer firmar algo con mi nombre. Sin duda, la pobreza puede humillar, pero se necesitaría en todo caso mucho de ella antes de que llegara yo a ser tan humilde como para coartarme la - libertad de expresar mis pensamientos. "Incondicionalidad” es una palabra que elijo