La escuela en el capitalismo democrático
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Universidad Autónoma de Sin loa

Rector: Lic. Audómar Ahumada Quintero

Secretario Gmtral: M.C. José Guadalupe Meza Mcndoza

Tuortro Gmtral: L. A. E. Francisco Alvarcz Cordero Director de Strvicios Escolarts: M.C. Carlos Alfaro Morales

Mariano Femández Enguita LA ESCUELA EN EL CAPITALISMO DEMOCRATICO Colección Educación

Primera edición de la UAS, 191.17 ©Universidad Autónoma de Sinaloa Culiacán, Sinaloa, México (1987) tditoru: Felix Goded, Rafael Centeno, Elsa Naccardla ISBN 968-59-0094-9 Edición con fines académicos, no lucrativos Diseño de portada: Felix God ed Hecho en México

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PRESENTACION

La Escuela m d capitalismo democrático constituye una reflexión sobre el papel de la educación en la reproducción y el cambio sociales; es, tam­ bién, un intento por establecer las relaciones entre la educación y la economía y el Estado que nos permitan caracterizar la real naturaleza y funciones de la escuela y la educación dentro de las formaciones económico-sociales que pueden ser englobadas bajo la categoría de ca­ pitalismo democrático. Se trata, por tanto, de una obra que se ubica en el campo de la sociología de la educación. Sin embargo esa caracterización genérica no es suficiente. La so­ ciología de la educación es una disciplina. Como tal admite múltiples enfoques. Agreguemos que se trata de una obra situada en la pers­ pectiva del marxismo, entendido como una teoría que posibilita el "despliegue de los saberes" -tal como lo desarrolla Delia Volpe­ y la elaboración de constructos que permiten dar cuenta de los fenó­ menos inmediatos en estrecha relación con las categorías más amplias que los contienen y los explican. En esa perspectiva, Fernández Enguita se sitúa en el contexto de las sociedades capitalistas europeas occidentales y norteamericanas a las que denomina de capitalismo democrático. Esta categoría permite diferenciar las sociedades bajo el capitalismo real de acuerdo con los grados de autonomía relativa de la sociedad civil respecto de los apa­ ratos de Estado y el nivel de ejercicio de los derechos ciudadanos y vigencia de los mecanismos de la democracia, formalmente definida. Así, se aparta de la nebulosa y generalizadora formulación de la es­ cuela inserta en la amplia categoría modo de producción -como lo hacen Aníbal Ponce y los teóricos soviéticos del periodo estalinista y posestalinista- para acercarse a las formulaciones propiamente mar­ xianas, continuadas por Makarenko y en la actualidad retomadas por los llamados "radicales norteamericanos" -en especial Carnoy, Bow­ les y Gintis- y los marxistas franceses -Baudelot, Establet, Boudot, y otros. 5

Las sociedades capitalistas democráticas marcan

el acento en las

libertades individuales -forma necesaria de legitimar la libertad de empresa y de mercado- y en la igualdad de oportunidades. En ese sentido, el conjunto de las relaciones sociales juegan un papel de legi­ timación de la hegemonía dominante, pero, como lo advierte nuestro autor, en el caso de la escuela se aplican dos modalidades diferentes para lograr la función de ideologización y reproducción: de una par­ te, se prepara realmente al joven para la incorporación al aparato pro­ ductivo por medio de la internalización de prácticas escolares que reproducen la misma mecánica y disciplina del taller; mientras, por otra parte, se maneja en el lenguaje pedagógico y en la polftica edu­ cativa una retórica que tiende a ubicar la escuela en un campo similar al del mercado, es decir como una instancia de plena igualdad en la que los "fracasos escolares" sólo son !a justa equivalencia a un traba­ jo mal realizado o a la carencia de aptitudes. En tal perspectiva, la responsabilidad del fracaso es individual y no del sistema escolar o de la sociedad, puesto que al existir igualdad de oportunidades garantizada por la escuela gratuita y unitaria- las diferencias que al interior de ellas se dan sólo se corresponderían con las diferencias in­ dividuales. E�ta perspectiva -develada ya como errónea e interesada por los reproduccionistas franceses y norteamericanos, así como por la teoría Je la correspondencia elaborada por Bowles y Gintis- cumple la mis­ ma función encubridora que Marx asigna al mundo de la circulación y el mercado. Así como el mercado y su oferta permiten mantener en funcionamiento los valores asociados a las excelencias del capita­ lismo, de la misma fonna el mito de la igualdad de oportunidades edu­ cativas permite mantener una fe colectiva e ilimitada en el valor de la educación como mecanismo de nivelación social o de movilidad so­ cial ascendente. No importa que estadísticamente se pueda demos­ trar que el fracaso escolar no se distribuye de manera uniforme, sino que presenta una sospechosa tendencia a concentrarse en las clases subordinadas; tampoco importa que no sea posible demostrar en for­ ma unívoca una corrtlación favorable entre educación y éxito social y/o económico. La conciencia colectiva sigue dando muestras eviden­ tes de su confianza en la educación sistemática como una rampa de lanzamiento para mejorar las condiciones individuales y familiares. De ahí que muchas veces no se cuestione la significación concreta que para los distintos grupos sociales reporta la educación, sino más bien la discusión tienda a centrarse en la ampliación de las oportunidades educativas

6

n

rnpos

..�colares,

o bien, sobre una nuuca definida nece-

sidad de "elevar la calidad de la educación" o el "nivel académico". En ambas situaciones se recalca la necesidad de a�ecuar la escuela a los requerimientos de los avances científicos y técnicos, pero sin en­ trar a analizar si efectivamente los nuevos y más avanzados produc­ tos tecnológicos requieren un mayor adiestramiento/capacitación/ formación de la mano de obra, o si por el contrario, cada nueva inno­ vación tecnológica significa una nueva y más profunda -descualifica­ ción de la fuerza de trabajo.

Al situar la educación en esos planos la discusión en tomo a su orien­ tación y contenidos, da por supuesto que ésta efectivamente cumple las funciones de movilización social y de modernización tecnológica y científica. En el primer caso, resulta más fácil y convincente para quienes se encuentran ubicados en situaciones de poder y relevancia social justificar su posición privilegiada atribuyéndola a la educación. Se evita así tener que establecer relaciones con el origen familiar, so­ cial, redes de amistad o de participación de otro tipo que, en la mayo­ ría de los casos, resultan mucho más convincentes para explicar la conformación de las élites sociales, económicas y políticas de cualquier país. De cualquier forma, educación se asocia con inteli:gencia y ca­ pacidad, mientras los lazos familiares y de pertenencia a grupos apa­ recen asociados a compadrazgo, oportunismo u otras razones no claramente explicitables y cargadas de una cierta connotación negati­ va ante la mayor parte de la población. El segundo aspecto, el de la modernización científico-tecnológica, significa reconocer una complejización creciente de la sociedad al que sólo los más capaces y actualizados pueden incorporarse. Surge así la vieja tesis de la idea del progreso

versus

el atavismo como forma de

avance social y de renovación de las élites. La parte no manifiesta de ese discurso, pero sí explicitada en Marx, es que la ciencia y la tecno­ logía al aplicarse al contexto de las relaciones económicas y sociales, significa la expropiación de una parte de los conocimientos acumula­ dos en los trabajadores y su transferencia al nuevo artilugio tecnoló­ gico, teniendo como resultado final una descualificación del trabajo asalariado en su conjunto, aunque eventualmente puedan ser recuali­ ficados una parte ínfima de los mismos. Dado que el proceso es conti­ nuo,

cada

innovación

trae

como

consecuencia

asociada

esa

descualificación, que va afectando progresivamente a nuevos sectores de trabajadores, quedando incorporados la mayor parte y/o casi la to­ talidad de éstos bajo la férula del capitalismo y el trabajo asalariado. El examen de la creciente proletarización del •:rabajo intelectual como la denomina Mandel- o el rápido proceso de conversión de los 7

profesionistas en trabajos asalariados, así como la creciente descuali­ ficación de numerosas profesiones por el impacto de las nuevas tecno­ logías, bastarían como ejemplos para el debate en torno a ese punto. La enseñanza universitaria es un campo privilegiado donde se re­ producen esas tesis acerca de la educación. La preocupación por el nivel académico ocupa una buena parte de la literatura especializada, tratando de encontrar la llave mágica qúe permita resolver los pro­ blemas de una educación actualizada, científica, crítica, renovada y renovadora, capaz de incidir en el mercado de trabajo y en el avance científico. De ahí los intentos de reforma universitaria que cíclicamente sacuden esas casas de estudio, sin que ellos puedan resolver los problemas de fondo que se manejan al momem..) del estallido reformista. No importa que se busque la salida por la vía de la actualización pe­ dagógica o de la actualización de los contenidos; por la reforma curricular o la formación de profesores; por la ampliación de la cobertura o la instauración de los numeras

clausus o selectividad.

Al fmal, se com-

prueba que la situación de fondo -más allá de pequeños cambios su-

,

perficiales y/o de autoridades directivas- continúa siendo exactamente la misma. Pese a ello, se sigue sosteniendo la autoridad y el papel distributi­ vo de la educación y la escuela. Se sigue argumentando que la educa­ ción y las universidades pueden ser los mecanismos privilegiados para la movilidad social. En ese análsis, tolerado y respaldado por las auto­ ridades de los gobiernos en época de bonanza económica, hay mucho de lo que Carlos Lerena denomina el campo de los "idealismos peda­ gógicos", es decir, la proyección de los deseos de los que forman parte de la institución escolar, muchas veces omitiendo o idealizando las

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reales relaciones de la escuela con la sociedad por la sobrevaloración de la función de la primera. Esto podría ser la expresión del papel que juegan tanto la escuela como quienes se encargan de su funciona­ miento: la primera es una instancia que al reproducir o guardar una relación de correspondencia con las relaciones sociales dominantes sirve de factor de amortiguación de los conflictos sociales, como una suerte de colchón intermedio entre capital y trabajo. De la misma forma, quienes se encargan de su operación son las capas medias sociales, que encuentran su propia legitimación y posibilidad teórica de ascen­ so social en la misma medida en que la escuela aumente su grado de reconocimiento y prestigio social. Por consiguiente, el sistema educa­ tivo estaría realizando su propio diseño ideal sobre la realidad, mien­ tras los sectores dominantes efectúan su diseño y su práctica concreta sobre la sociedad, incluida la escuela. Esa práctica otorga a la escuela

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el aprendizaje de las relaciones de producción, dado que la familia -ni ninguna otra institución u organización social- ya no puede cum­ plir con tal cometido, aprendizaje que realmente im

�rta

a quienes

detentan el poder fáctico en la sociedad. Mientras tanto, la escuela sigue pensando que lo que enseña tiene una valoración en el mercado social y lo que ofrece es un mecanismo de movilidad social. Asrel aná­ lisis de los problemas educativos deviene en una práctica donde las capas medias extrapolan sus propias posibilidades de recorrido para sí y para las otras clases; como señala Fernández Enguita: "Lo que es más triste, como una muestra de las anteojeras o prejuicios de gru­ po con que académicos, investigadores, expertos y autoridades en la educación, generalmente universitarios, analizan la sociedad en su con­ junto sin imaginar que puedan existir otras formas que las de su pro­ pio entorno inmediato''. Fernández Enguita avanza en la discusión de las relaciones entre escuela y sociedad, en una polémica con las teorías actualmente en boga, haciendo una profunda inmersión en las fuentes del marxismo original y recordando que Marx no formuló una teoría explícita de la educación ni un recetario pedagógico, sino que estableció la forma en que ésta se inserta en el proceso de renovación de la mano de obra dentro de las relaciones capitalistas y el papel ideológico que esta acti­ vidad trae consigo, La forma en que dichas relaciones han ido varian­ do, conforme se modifica la sociedad, y las características especiales que ellas adquieren en determinados momentos históricos y en el mo­ mento actual de las sociedades capitalistas democráticas o industrial­ mente más avanzadas, conforman el cuerpo analítico de su obra; sin olvidar tampoco la necesaria revisión y ajuste de cuentas con diversas teorías explicativas de esas relaciones entre escuela, economía y Estado. En tal sentido, la Escuela en el capitalismo democrático resulta ne­ cesariamente controvertida. Tanto por retomar y profundizar los te­ mas constituyentes del actual debate en la sociología de la educación, cuanto por hacerlo desde una perspectiva marxista en un momento en que se ha vuelto lugar común el considerar que el pensamiento mar­ xiano ya está superado en el debate educativo. Esta última afirma­ ción aparece sobre todo en Europa, donde la derechización creciente de las distintas sociedades ha ido conformando un pragmatismo ideo­ lógico que, como primer punto de su ideario, propugna y proclama el fin de las ideologías y la muerte definitiva del marxismo. Pese a esa proclama, en sí nada original ni nueva, la escuela sigue en crisis y la primera puesta a punto de los postulados educativos de esa con­ cepción, tuvo como respuesta el explosivo renacimiento del movimiento

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estudiantil durante

1986 en Italia, Francia, España, que convulsio­

nan a la sociedad y ponen en tela de juicio a las autoridades educati­ vas de esos países, paradojalmente -o quizá no tanto- herederos directos de las tradiciones del movimiento estudiantil de

1968 del cual

fueron actores y, en varios casos, dirigentes destacados.

El presente libro está constituido por un conjunto de ensayos que tie­ nen el común denominador de situarse en el campe de la reflexión sobre el papel de la educación en la reproducción y el cambio socia­ les, correspondiendo a trabajos que han sido publicados como artícu­ los de revistas o ponencias en seminarios y encuentros científicos en el periodo

1982-1986. Esto presenta el inconveniente de la repetición

de algunas tesis centrales de la propuesta del autor, aunque resituán­ dolas en el nuevo contexto de discusión. La ventaja de una presenta­ ción cronológicamente diferente es el permitir la visualización de la evolución y cambio en las discusiones teóricas respecto de la educa­ ción, con el correspondiente auge y caída de algunos enfoques que en su momento alcanzaron gran difusión, tanto en Europa como en América Latina. Pese a ese origen diverso de los ensayos, la obra pre­ senta una continuidad argumental y de desarrollo que permite su lec­ tura continua, aunque también el lector puede intentar su lectura agrupándolos por los temas que guardan mayor relación entre sí. En tal sentido, los capítulos primero, tercero, quinto y séptimo tienen como común denominador las teorías de la reproducción tratadas a un alto nivel de abstracción. Estos análisis teóricos son complementados con un esfuerzo de concreción empírica en el análisis de algunos aspectos de la enseñanza secundaria en el capítulo sexto. Asimismo, los capí­ tulos segundo y cuarto se relacionan directamente con la temática de educación, trabajo e innovación tecnológica, constituyendo una revi­ sión de las teorías que se manejan en esa área y de los mecanismos mediante los cuales el sistema escolar y la innovación tecnológica fue­ ron despojando a los trabajadores de sus cualificaciones y sus iniciati­ vas en educación, en especial de la autoinstrucción que propugnaban importantes sectores de la Primera Internacional. Los capítulos octavo y noveno desplazan el foco de atención de las teorías de la reproducción a las llamadas teorías de la resi�tencia, re­ visando críticamente y ofreciendo una versión nueva de las mismas.

El capítulo noveno, es un ejercicio etnográfico, que tiende a estimu­ lar la observación participante como forma de aproximación al análi­ sis de los problemas escolares, tal y como éstos se dan en la escuela.

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De la somera descripción de los capítulos que conforman la obra, puede inferirse su actualidad y valor polémico para la discusión edu­ cativa, en especial la universitaria, tanto por la cercanía de autores y fuentes a las que se utilizan por muchos investigadores de las uni­ versidades mexicanas, cuanto porque significan el desplie�e de un similar artesanal teórico sobre problemas relativamente comunes, aun­ que en realidades estructurales y sociopolíticas diferentes. La obra de Fernández Enguita permitirá conocer lo que actualmente

se realiza en sociología de la educación en España. Es verdad que la sociología de la educación es una disciplina relativamente nueva en este país, ya que su pleno despegue se produce en forma conjunta con e! proceso de transición democrática iniciada en

1976, pero también

no es menos cierto que con anterioridad a su implantación libre, en la sociedad española existían sociólogos españoles formados en las más diversas universidades de países europeos y americanos, incluido Mé­ xico. La dictadura produjo el fenómeno curioso de que hubiesen so­ ciólogos españoles antes que una sociología hecha en España. El advenimiento de la democracia produjo la conjunción de todos ellos en su país, con la consiguiente discusión teórica y metodológica, pro­ ducto necesario de las distintas formaciones teóricas que cada uno traía consigo. En esta perspectiva, se puede asumir que la sociología de la educa­ ción en España tiene menos tradición e implantación histórica que en México, pero, como podrán apreciar los lectores a través de la obra de Fernández Enguita, no por ello carece de significación y validez en el contexto de la discusión educativa y de los problema.s relativos a la situación actual y perspectivas de la escuela en su sentido más amplio. Descubrirán, también, que en los paises de la OCDE que agru­ pa las naciones más industrializadas (España es el país número 12 en índices de industrialización) algunos de los problemas que confronta la escuela son similares a los que debe afrontar la escuela de los países que se encuentran en vías de desarrollo.

La escuela en el capitalisTTUJ democrático

permite una aproximación a

temas comunes a los investigadores educativos de las universidades mexicanas, con enfoques teóricos renovados pero no desconocidos para esos investigadores y con un tratamiento de profundidad teórica y al­ ta ironía respecto de los problemas educativos de la España de hoy que, insistimos: no son lejanos ni ajenos a los que movilizan la discu­ sión educativa en México. La publicación de esta obra por parte de

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la Editorial de la Universidad Autónoma de Sinaloa, permite el cono-

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cimiento de la sociología de la educación española, de la cual Maria­ no Fernández Enguita junto a Carlos Lerena forman parte de su estamento más significativo y relevante. Ornar Ruz Aguilera Centro de Investigaciones y Servicios Educativos UAS.

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CAPITULO 1 TEXTO Y CONTEXTO EN LA EDUGducción y a Ja ideologi'a dominante. Por último, es lógico que unas organizacio­

nes de fines tan imprecisos y con un rendimiento tan poco claro como las escuelas, tiendan, en la búsqueda de legitimidad, a adaptarse mi­ méticamente a las formas de las organizrciones más exitosas, princi­ palmente las empresas capitalistas. ' Para terminar, debemos rendir tributo a los autores que pionera­ mente han señalado la importancia de las relac=ones sociales de la edu­ cación. Algunos clásicos del pensamiento occidental, como Locke y Kant, y la mayor parte dt; las órdenes religios:1s dedicadas a la ense­ ñanza, particularmente los jesuitas, los Hermanos de las Escuelas Cris­ tianas y los Escolapios, fueron siempre muy conscientes de que lo fundamental en la enseñanza no era el saber, sino la disciplina. Ni el imperativo categórico ni la cosa en sí impidieron a Kant ver la im­ portancia del mero hecho de tener a los alumnos sentados, en silencio y atentos varias horas al día. Sin necesidad de ir tan lejos, las teorías sociológicas que ponen énfasis en la socialización, los "desescolariza­ dores" (Reimer, Illich) y los teóricos del

currículum oculto

han llama­

do en mayor o menor medida la atención sobre este punto. Lo que queremos destacar, no obstante, son las aportaciones de Althusser, Baudelot y Establet, Bowles y Gintis y Sharp. Althusser (1977) su­ brayó lo que él llamaba el carácter material de las ideologías , es decir, el hecho de que éstas, lejos de ser simplemente ideas, encarnan en prácticas, rituales, modos de comportamiento, etcétera, dentro de los "aparatos ideológicos de Estado"(AIE). Cualquiera que sea el juicio que merezca la teoría de los AlE, debemos tener cuidado de no me­ nospreciar lo que es una importante contribución al análisis de las ideo­ logias. Baudelot y Establet ( 1976) en su conocido libro sobre la escuela francesa, hicieron un fino análisis de las diferencias en la forma de organización del aprendizaje entre las ramas de élite (la red secundaria­ superior) y las de aluvión (la red primaria-profesional), o sea, entre la enseñanza de los futuros burgueses y cuadros y la de los futuros trabajadores: este análisis se refería en parte a los contenidos y en parte a las relaciones sociales, aún cuando ellos no lo formularan así. Bow­ les y Gintis ( 1976) tienen el mérito de haber señalado el hecho de que las relaciones sociales de la educación deben ser examinadas

al mis­

mo título que las relaciones sociales de producción, añadiendo ade­ más un importante trabajo empírico sobre la importancia en la escuela de los rasgos no cognitivos, considerados como un indicador indirec27

to de las relaciones sociales. Rache! Sharp ( 1980), en fin, distingue en La escuela lo que denomina ideologías teóricas -el contenido- e ideo­ logías prácticas -la organización material de la vida escolar-. La mayor parte de estos autores están ahora bajo el fuego cruzado de quie­ nes señalan que no todo el monte es reproducción y que también hay conflicto y contradicción, de los estudios etnográficos, de la etnome­ todología y el interaccionismo, de los estudios culturales, etcétera, pero las críticas a la perspectiva de la reproducción -de las que el autor de estas líneas sólo participa a medias-, por muy saludables que sean a la hora de restablecer el papel de los actores y de sustituir el pesi­ mismo y el cinismo que invadían a la sociología por la afirmación de la posibilidad y la necesidad de una acción militante y transformado­ ra, no deben hacernos olvidar lo que ha sido su mejor aportación: ha­ ber restablecido la eficacia ideológica propia de las condiciones y las relaciones materiales, dando así el primer paso hacia la recuperación de la teoría materialista y marxista de la ideología para el análisis de la escuela, lo que quiere decir para su transformación. Sería triste ter· minar tirando al niño con el agua sucia del baño.

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CAPITULO 11 CON EL SUDOR DE TU FRENTE ...

Concebimos normalmente el trabajo como una actividad regular y sin interrupciones, intensa y carente de satisfacciones intrínsecas. Nos im­ pacientamos cuando un camarero tarda en servirnos y nos sentimos indignados ante la imagen de dos funcionarios que charlan entre sí haciendo un alto en sus tareas, aunque sabemos que sus empleos no tienen probablemente nada de estimulantes. Consideramos que alguien que cobra un salario por ocho horas de jornada, o las que sean, debe cumplirlas desde el primer minuto hasta el último. Incluso cuando en nuestro propio trabajo hacemos exactamente lo contrario, escurrir­ nos cuanto podemos, lo vemos como una excepción que revela nues­ tra escasa moral kantiana, adoptando la postura delfree rider, de1 viajero gorrón que incumple las normas en la confianza de que otros las cum­ plirán por él y nada se vendrá abajo. No se trata simplemente de que pensemos que el trabajador por cuenta ajena tiene contraídas obliga­ ciones que debe cumplir, sino más bien de que somos incapaces de imaginar el trabajo de otra manera. Nos resultaría igualmente extra­ ño que un dentista o un fontanero que ejercen su profesión de modo independiente lo hicieran sólo a media jornada y veríamos como irra­ cional que interrumpiesen una y otra vez sus tareas para entregarse al descanso, a sus aficiones o a sus relaciones sociales, en lugar de tra­ bajar el máximo tiempo posible para obtener los máximos ingresos posibles. Por supuesto que conocemos las excelencias de estar tumba­ dos o dedicarnos a lo que nos plazca al margen del trabajo, pero éstos no nos parecen motivos suficientes. Vivimos en una cultura que pa­ rece haber dado por perdido el campo del trabajo para buscar satis­ facciones solamente en el del consumo. Este fatalismo del trabajo se expresa lo mismo en máximas religiosas -"ganarás el pan con el su­ dor de tu frente"- que

en

canciones - ' 'arrastrar la dura cadena,

trabajar sin tregua y sin fin, etcétera"-. En este contexto, acepta­ mos de buena o mala gana empleos sin interés, compuestos por ta-

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reas monótonas y rutinarias, sin creatividad, que requieren nuestra atención y nuestra dedicación permanentes, y elegimos -cuando podemos- entre uno y otro no en función de lo que son en sí, sino de lo que los rodea: ingresos -lo que nos darán a cambio-, horarios y vacaciones -durante cuánto tiempo nos libraremos de ellos-, pres­ tigio, posibilidades de promoción -o sea de escapar de ellos-, etcé­ tera.

Víctimas de nuestro etnocenrrismo y de nuestra limitada

experiencia histórica, no imaginamos que pueda ser de otro modo. Sin embargo, casi siempre ha sido de otro modo. La organización actual del trabajo y nuestra actitud hacia la misma son cosas que tra­ tan de fecha bien reciente y que nada tienen que ver con "la natura­ leza de las cosas". Son, por el contrario, productos y constructos sociales que tienen una historia y cuyas condiciones han de ser cons­ tantemente reproducidas. La humanidad trabajadora ha recorrido un largo camino antes de llegar aquí y cada individuo debe recorrerlo para incorporarse al estadio alcanzado. La filogénesis de este estadio de la evolución ha consistido en todo un proceso de conflictos que, por desgracia, nos es prácticamente desconocido (la historia, no se ol­ vide, la escriben los vencedores). Reconstruirlo es una ambiciosa ta­ rea, apenas comenzada , que dará mucho trabajo a los historiadores -tanto más cuanto que son pocos todavía los que han comprendido que la historia real de la humanidad no puede tener su única ni su primera fuente en los testimonios de los poderosos. Aquí nos limita­ remos a argumentar que el trabajo ha jugado un papel distinto en la vida de la gente a lo largo de la evolución de la sociedad. En el si­ guiente capítulo pasaremos a ocuparnos, por así decirlo, de la onto­ génesis, o sea del proceso que lleva a seres humanos que desarrollan en principio apetitos y disposiciones inconstantes y variables a acep­ tar empleos rutinarios y frustrantes, proceso en el que la escuela jue­ ga un papel principal. Nos compadecemos de los pueblos primitivos y tendemos a imagi­ narlos sometidos a un durísimo trabajo para atender a sus meras ne­ cesidades de subsistencia. Sin embargo, y sin necesidad de hacer aquí el canto al buen salvaje, podríamos envidiarlos por numerosas razo­ nes, la primera de ellas su trabajo. Es lo mínimo si tenemos en cuen­ ta, por ejemplo, que Jos bemba, los hawaianos o los kuikuru sólo trabajan cuatro horas diarias, y los bosquímanos 'kung y Jos kaipaku seis; todavía más si nos enteramos que los mismos bosquímanos tra­ bajaban dos días y medio a la semana, lo que hace quince horas se­ manales, y los kaipaku un día sí y otro no; y mucho más si consideramos que se trata de jornadas de trabajo tranquilas y jalona-

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das por interrupciones. No se trata de casos excepcionales, sino de una pauta normal entre los pueblos cazadores-recolecto�s (Lee y De­ vore, 1968; Sahlins, 1977; Meillassoux, 1979). Podemos pensar que no trabajaban más porque con ello, dado su primitivismo, sólo po­ drían haber conseguido más subsistencias que no podrían con¡¡ervar y más objetos que no podrían transportar, lo que, dicho sea de paso, significaría atribuirles una racionalidad de la que nosotros, que acu­ mulamos objetos que no necesitamos y que a veces ni siquiera tene­ mos tiempo de utilizar, hacemos poca gala; pero, en todo caso, no es esa la cuestión. El acceso a las técnicas agrícolas fue, lógicamente, una condición necesaria para el paso de la caza y la recolección a la agricultura y la ganadería, pero quizá no fue suficiente. Seguramente fue más im­ portante la presión del crecimiento demográfico sobre los recursos na­ turales,

pues los cazadores-recolectores necesitaban

de grandes

extensiones para sobrevivir, al menos tierra adentro. Muchos pueblos han rechazado, mientras han podido, la agricultura porque implica­ ba una mayor cantidad de trabajo, a pesar de conocer sus técnicas o poder acceder a ellas y de estar al tanto de su mayor productividad: así, por ejemplo, desde los muy primitivos hadza, aun estando rodea­ dos de pueblos agricultores (Sahlins, 1977:

41), pasando por los ger­

manos según el testimonio contemporáneo de Tácito (Le Goff, 1983: 108), hasta, en el siglo pasado, los bachkir de los Urales (Le Play, citado por Lafargue, 1970: 12). Como señala Marshall Sahlins (1977, 99 y ss.), la antropología oc­ cidental ha mantenido un doble prejuicio respecto a estos pueblos: por un lado, se los imaginaba trabajando constantemente sólo para so­ brevivir, mientras por otro no dejaba de señalar su "haraganería con­ génita". Pero la realidad era más sabia: tenían unas necesidades limitadas y trabajaban solamente hasta donde se veían obligados a ha­ cerlo para cubrirlas, más allá de lo cual preferían el ocio. Por otra parte, la estructura de parentesco existente no habría resistido un pro­ ceso de producción de mayor excedente y acumulación, como lo mues­ tra su disolución progresiva en las economías agrícolas. Aunque la economía campesina supone mayores cantidades de tra­ bajo y, con ello, mayores posibilidades de acumulación y de diferen­ ciación social , conserva la característica de buscar un equilibrio entre esfuerzo de trabajo y satisfacción de las necesidades. Ambos se sitúan en un punto muy superior, pero se mantiene, no obstante, la misma lógica cualitativa de la economía primitiva. Esto es particularmente cierto en la economía campesina de subsistencia, autosufici-ente, so31

bre todo en sus formas más primitivas, pero continúa siéndolo, aun­ que con una intensidad muy mitigada, cuando el ritmo de la producción se ve forzado por el contacto con el mercado o por la ex­ plotación directa de un tercero . Así, estudiando la economía campe­ sina de subsistencia en la Rusia de principios de siglo, Chayanov ( 1 966) llegaba a la conclusión de que, cuanto mayor era la capacidad de tra­ bajo de una familia, menos trabajaban sus miembros y viceversa. Di­ cho de otro modo, cada familia tiene unas necesidades rígidas, de acuerdo con sus dimensiones, y las cubre de acuerdo con sus posibili­ dades, sea con mucho trabajo de pocos o con poco trabajo de muchos, según cómo se distribuyan las capacidades laborales de su s miembros. Esta " regla de Chayanov" , como la denomina Sahlins, vale lo mis­ mo para explicar el escaso trabajo de los nupe (Nadel , 1 942) que las intensas jornadas de los campesinos sometidos al trabajo complemen­ tario a domicilio de principios del capitalismo (Medick, 1 976; Levi­ ne, 1 97 7 ; B erg, 1 985). El trabajo de los artesanos independientes no ofrecía un panorama esencialmente distinto . La imagen del laborioso artesano inclinado de sol a sol sobre la rueca, el telar o el yunque tiene más que ver con los enanitos de Blancanieves que con la realidad. No queremos decir que los artesanos fueran haraganes: bien al contrario , era gente orgu­ llosa de su condición trabajadora y capaz de grandes esfu erzos, arro­ pados por una cultura gremial que consideraba al trabajo como un alto valor. Pero también eran gente con ideas firmes sobre qué era un nivel de vida decente y suficiente y qué era una jornada j usta, que daba una gran importancia al libre control de su propio tiempo y que, más allá de un cierto límite, tenía una marcada preferencia sobre el ocio. Tras la peste negra de 1 348 , por ejemplo, los gremios artesana­ les de Orvieto decidieron , como ofrenda, celebrar las fiestas de los san­ tos de todas las iglesias, capillas y barrios de la ciudad , cincuenta en total , con lo que redujeron en un día su jornada laboral ( Kula, 1979: 206). Si hacemos caso a Lafargue ( 1 970: 30) los artesanos del Anti­ guo Régimen no debían de trabajar más de cinco días a la semana, pues solamente la iglesia les garantizaba noventa días de descanso al año (52 domingos y 38 festivos). Lo esencial, no obstante, no es la jornada laboral sino su ritmo. El artesano podía decidir por sí mismo cuándo empezar y cuándo ter­ minar su trabajo, cuándo interrumpirlo, cuándo ralentizado y cuán­ do intensificarlo. Los artesanos que trabajan directamente para el mercado , cuando todavía no se había interpuesto el capitalista, da­ ban una importancia mucho mayor a la calidad del producto de su 32

trabajo que ¡t la cantidad, y a la dignidad de su proceso de trabajo que a sus resultados en renta. Incluso cuando ya producían para un capitalista que les proporcionaba las materias primas y l�vaba sus pro­ ductos al mercado , se mantenían en buena medida dueños y señores de su proceso de trabaj o . Oigamos a un historiador de la Revolución Industrial hablar del sistema de trabajo a domicilio (putting-out) entre los campesinos, a los que se suponían más dóciles: [El manufacturero] no tenía forma alguna de forzar a sus traba­ jadores a hacer un número dado de horas de trabaj o . El tejedor o el artesano domésticos eran dueños de su tiempo, empezando y terminando c uando lo de > -::a ban. Y, si bien el empleador po­ día elevar el pago por pieL· con vistas a estimular la diligencia, solía encontrarse con que, en realidad, esto reducía la produc­ ción . El trabajador, que tenía un concepto bastante rígido de lo que ccnsideraba como un nivel de vida decente, prefería el ocio a lo:. in gresos por encima de cierto punto ; y , cuanto más altos fueran sus salarios, menos tendría que hacer para alcanzar ese punto. En momentos de abundancia el campesino vivía al día, no pensando en absoluto en el mañana. Gastaba mucho de su magra pitanza en la taberna o la cervecería locales; se iba de parranda el sábado de paga, el dom ingo sabático y también el " sagrado lunes " , volvía de mala gana al trabajo el martes, entraba en c alor el miércoles y trabaj aba furiosamente el jueves y el viernes para terminar a tiempo para otro fin de semana (Lan­ des, 1 969 : 5 8-59). L o s campesinos que trabajaban a domicilio para los manufacture­ ros tenían la ventaja de poder atender en buena parte a s us necesida­ des con el trabajo agrícola, algo que no podían hacer los artesanos sometidos al mismo sistema. Pero , a cambio , éstos tenían ideas más firmes sobre hasta dónde estaban dispuestos a trabajar. " Cuando el comercio interior y el comercio exterior de Gran Bretaña se desarro­ llaron, los salarios subie ron y los obreros exigieron cambiar una parte de sus ingresos por más ocio" (Marglín, 1 9 7 3 : 7 2 ) . Por eso los patro­ nos, que todavía no habían podido someterlos al trabajo fabril , recu­ rrieron una y otra vez al parlamento, en el siglo XVIII, para que forzase mediante leyes a los trabajadores a domicilio a entregar el producto terminado en plazos determinados (Heaton , 1 920). Tanto en el caso de los pueblos primitivos como en los de la econo­ mía campesina de subsistencia o el trabajo artesanal, incluido el tra­ bajo a domicilio, nos encontramos ante formas de trabajo sometidas

33

solamente, de estarlo, a mecanismos de coerción externos. El cazador primitivo o el campesino están a merced de la relación entre sus nece­ sidades y la fuerza productiva familiar, así como de los cambios eco­ lógicos, la aleatoriedad de las cosechas o la presión demográfica. El artesano y el trabajador por cuenta ajena a domicilio, por su parte, dependen de los precios del mercado o de la fuerza de intermediarios. Pero en ningún caso se ejerce una coerción directa sobre el proceso de trabajo mismo. No obstante, esta coerción, por sí misma, tampoco es muy útil cuando el trabajador controla Jo esencial de su proceso de trabajo. Una muestra de ello la tenemos en la bajísima productivi­ dad del trabajo esclavo. Sabemos que la esclavitud hubo de ser aban­ donada en el declive de la Antigüedad precisamente por eso, porque cerradas las fuentes de nuevos esclavos la sociedad ya no podía des­ cansar sobe un trabajo tan improductivo (Kovaliov, 1973; Anderson, 1979). Lo mismo puede decirse de la esclavitud tardía en el sur de Estados Unidos, con la sola diferencia de que, en este caso, la bajísi­ ma productividad del trabajo esclavo se veía parcialmente compensa­ da a corto plazo por una actitud depredadora ante una disponibilidad de tierra prácticamente ilimitada (Williams, 1973). Tampoco el feudalismo destacó como una máquina particularmente eficaz en la extracción de plustrabajo. Aunque los campesinos tenían obligación de trabajar la tierra de los señores, obligación a la que no podían escapar salvo huyendo a las ciudades o emigrando, la mano de obra se veía notablemente desperdiciada en los latifundios. La ex­ plotación real de los campesinos por los señores se situaba muy por debajo del límite fisiológico al que tanto se acercaría después con el capitalismo fabril, y ello sin duda por la resistencia activa o pasiva de los siervos: con la misma técnica y con tierras de similar o mejor calidad, el trabajo de los campesinos rendía notablemente menos en las tierras del señor que en las suyas propias. Incluso éstos se negaban a aceptar parcelas mayores para sí por temor a una elevación de las cargas asociadas (Kula, 1979). Tal como Jo ha expresado Le Goff (1983: 64-65) refiriéndose al occidente medieval en su conjunto, "en líneas generales, el tiempo de trabajo es el de una economía aún dominada por los ritmos agra­ rios, exenta de prisa, sin preocupación por la exactitud, sin inquietud por la productividad, y el de una sociedad a su imagen, sobria y púdica, sin grandes apetitos, poco exigente, poco capaz de esfuerzos cuantita­ tivos". Estos hábitos resultaron difíciles de romper para el capitalismo na­ ciente. Sin duda porque no se trataba simplemente de la oposición 34

-en palabras de Sombart, antes del capitalismo tnU"C dos culturas produce para vivir, mientras con el advenimiento de y se a traba:j � para trabajar y producir-, sino del choque entre una cul­ e te se vive tura construida a partir del solo criterio del beneficio empresarial, la

de la maximización de la productividad del trabajo y otra basada en racional de todos, en las disposiciones natur�es o, un sano cálculo al menos, en la inercia de las leyes físicas, la cultura que busca. un equilibrio entre el esfuerzo y sus resultados. Las formas más espectaculares de este choque pueden verse allí don­ de el capitalismo entra en súbito contacto con una cultura enteramente distinta. Es el caso de la primera colonización del Nuevo Mundo o de la explotación de la fuerza de trabajo indígena todavía hoy. Max Weber se refiere repetidamente al tema en su Historia Económica Gene­

ral:

"En los siglos XVI y XVII [en el sur de Estados Unidos de Amé­

rica) se había intentado utilizar a los indios para la producción en masa, pero pronto se 'lÍO que no servían para este tipo de trabajo, por lo cual se acudió a la importación de esclavos negros" (Weber, 1974; también Williams, 1973). La situación de los propietarios de escla­ vos, ya en la Antigüedad, era de lo más desdichada, pues debido a su falta de interés en el trabajo "sólo a base de una disciplina bárbara podfa obtenerse el rendimiento que hoy fácilmente arroja un obrero libre en el sistema contractual. De ahí que las grandes explotaciones con esclavos constituyeran grandes excepciones; en toda la historia aparecen sólo en gran escala cuando existe un monopolio absoluto en la rama en cuestión" (Weber

1974: 121).

"Las colonias capitalistas se resolvieron por lo regular e n plantacio­ rus.

Los indígenas suministraban la mano d e obra necesaria. [ . . . ]

Pronto se evidenció que los indios eran absolutamente inservibles pa­ ra el trabajo en las plantaciones. A partir de entonces se inició la im­ portación de esclavos negros, negocio que poco a poco se hizo con regularidad y adquirió considerable extensión en las Indias Occiden­ tales". Pero ni siquiera los negros resultaron buenos para el trabajo propiamente fabril: " Durante largo tiempo los negros se han mostra­ do ineptos para el servicio de máquinas; en muchas ocasiones queda­ ban sumidos en un sueño cataléptico" (Weber:

254).

En las colonias, la incorporación de la población indígena como mano de obra a la industria exige su previo desposeimiento. Allá donde la población conserva la posibilidad de subvenir total o parcialmente a sus necesidades por medio de la agricultura o el artesanado inde­ pendientes, su paso por la industria suele ser, como comentan com­ pungidos los economistas burgueses del "desarrollo" , efímero y

35

ocasional (dicho sea de paso, esto sirve al capital para justificar eco­ nómicamente salarios más bajos -si fueran más altos se irían igual, pero antes- y lo libra en gran parte de la necesidad de reproducir las fuerzas de trabajo, al operarse esta reproducción sobre las espal­ das de otro modo de producción) (Gunder Frank, 1979: II, 236 y ss; Meillassoux, 1979). Generalmente el capital tiene que vencer también fuertes resistencias culturales, pues los pueblos a los que pretende ex­ plotar tienen una gama de necesidades mucho menor que la de los obreros de la metrópoli, rechazan el tipo de trabajo al que pretende sometérseles o incluso no aceptan la explotación masiva de los recur­ sos naturales. Miguel Angel Asturias, por ejemplo, ha representado espléndidamente, en Hombres de maíz, la lucha de los indios maya­ quiché contra los cultivadores de maíz, que a sus ojos violaban el or­ den natural al extraer de la tierra más de lo que necesitaban para su subsistencia. Pero el problema no fue muy distinto en la industrialización de las metrópolis: simplemente, fue expuesto de una manera menos brutal por la literatura de la época, recubriéndose la lucha por el sometimiento de la mano de obra rebelde de toda especie de moralinas sobre las vir­ tudes del trabajo y los males de la indolencia. En Inglaterra, durante el siglo XVI, masas ingentes de campesinos, jornaleros, pequeños apar­ ceros y antiguos sirvientes fueron arrojados de sus tierras y apartados de sus medios de subsistencia sin otras pertenencias que su capacidad laboral nuda. Ahí estaba la base humana de la Revolución Industrial, el futuro proletariado, pero muchos de estos nuevos "trabajadores li­ bres'', libres de cualquier forma de propiedad que no fuera la propie­ dad ajena, preferían vagabundear y vivir de raíces y de la caridad pública y privada antes que vender su fuerza de trabajo en las condi­ ciones reinantes en la naciente industria. Por lo demás, ésta ni siquie­ ra era capaz de absorber la mano de obra al mismo ritmo que era "liberada" por el campo.

De ahí -escribe Marx- que a fines del siglo XV y durante todo el siglo XVI proliferara en toda Europa Occidental una legislación san­ guinaria contra la vagancia. A los padres de la actual clase obrera se los castigó, en un principio, por su transformación forzada en vagabundos e indigentes. La legislación los trataba como a delincuentes voluntarios: suponía que de la buena voluntad de ellos de­ pendía el que continuaran trabajando bajo las viejas condiciones, ya ine­ xistentes (Marx, 1975a: 1, 3, 918). 36

En

1530,

Enrique VIII legisla en Inglaterra que los vagabundos ca­

paces de trabajar serán atados a la parte trasera de un carro y azota­ dos hasta que mane la sangre, tras lo cual deberán prestar juramento de que regresarán a su lugar de procedencia y se pondrán a trabajar; una nueva ley establecerá más tarde que, en caso de ser arrestados por segunda vez, y tras ser flagelados de nuevo, les sea cortada· media oreja y a la tercera serán ejecutados. Eduardo VI establece que quien rehúse trabajar será entregado como esclavo a su denunciante, el cual podrá forzarlo a poner manos a la obra con el uso de cadenas y del látigo si es preciso; si se escapa más de quince días será condenado a Ja esclavitud de por vida y el dueño podrá venderlo, alquilarlo o legarlo; si se escapa por segunda vez será condenado a muerte; quien sea descubierto holgazaneando durante tres días setá marcado con una v y, quien indique un falso lugar de nacimiento, condenado a ser es­

clavo en el mismo y marcado con una S; cualquiera tiene derecho a quitar a un vagabundo sus hijos y tomarlos como aprendices; los amos podrán poner a sus esclavos argollas en el cuello, los brazos o las pier­ nas para mejor identificarlos, etcétera. Isabel regula en

1572

que los

mendigos no autorizados serán azotados y, si nadie quiere tomarlos a su servicio por dos años, marcados a hierro en la oreja izquierda; en caso de reincidencia serán ejecutados si nadie los toma a 'su servi­ cio y en la tercera ocasión ejecutados en todo caso. Jacobo

1

dicta que

los jueces de paz podrán hacer azotar en público a los vagabundos y encarcclarlos hasta seis meses la primera vez y hasta dos años la se­ gunda, que serán azotados durante su estancia en prisión, que los in­ corregibles serán marcados con la letra R y, si son arrestados de nuevo, ejecutados. La mayoría de estas disposiciones conservaron su vigen­ cia hasta comienzos del siglo XVIII, siendo derogadas por la reina Ana

(ibid. : 919-921). Max El

Weber prolonga este panorama:

reclutamiento dt obreros para la nueva forma de producción,

tal

como se ha desarrollado en Inglaterra desde el siglo XVUI, a base de la reunión de todos los medios productivos en manos del empresario, se realizó en ocasiones utilizando

vos

medios coerciti­

muy violentos, en particular de carácter indirecto. Entre és­

tos figuran. ante todo, la ley de pobres y la ley de aprendices de la reina Isabel. Tales regulaciones se hicieron necesarias da­ do el gran número de vagabundos que existía en el país, gente a la que la revolución agraria había convertido en deshereda­ dos. La expulsión de los pequeños agricultores por Jos grandes arrendatarios y la transformación de las tierras laborables en pas-

37

tizales (si bien se ha exagerado la importancia de e�te último fe­ nómeno) han determinado que el número de obreros necesarios en el campo se hiciera cada vez más pequeño, dando lugar a un excedente de población que se vio sometida al trabajo coer­ citivo. Quien no se presentaba voluntariamente era conducido a los talleres públicos regidos por severísima discíplina. Quien sin permiso del maestro o empresario abandonaba su puesto en el trabajo, era tratado como vagabundo; ningún desocupado re­ cibía ayuda sino mediante su ingreso en los talleres colectivos. Por este procedimiento se reclutaron los primeros obreros para la fábrica. Sólo a regañadientes se avinieron a esa disciplina de trabajo. Pero la omnipotencia de la clase acaudalada era abso­ luta; apoyábase en la administración, por medio de los jueces de paz, quienes, a falta de una ley obligatoria, administraban justicia tan sólo conforme a una balumba de instrucciones par­ ticulares, según el propio arbitrio; hasta la segunda mitad del siglo XIX dispusieron a su antojo de la mano de obra, embu­ tiéndola en las nuevas industrias (Weber, 1 9 74 : 260-1). A principios de la Edad Moderna la concentración de obreros den­ tro de los talleres se operó en parte por medios coactivos; pobres, va­ gabundos y criminales fueron obligados a ingresar en la fábrica, y hasta entrado el siglo XVIII los obreros de las minas de Newcastle iban su­ jetos con argollas de hierro (ibid: 158). Sidney Pollard escribe, refi­ riéndose a Gran Bretaña, que: Hubo pocas áreas del país en las que las industrias modernas, particularmente las textiles, no estuvieran , en el caso de desa­ rrollarse en grandes edificios, asociadas a prisiones, casas de tra­ bajo u orfanatos . . . El moderno proletariado industrial fue introducido en su papel no tanto por medio de la atracción de la recompensa monetaria como por medio de la compulsión, la fuerza y el temor . . . [Esto ] , es raramente subrayado, particu­ larmente por aquellos historiadores que dan por bueno que los nuevos talleres reclutaban solamente trabajo libre (Pollard, 1965: 38; en el mismo sentido Berg, 1983: 41). Los publicistas, en sintonía con los poderes de su tiempo, se lanza­ ron también a la caza. Un folleto atribuido a Dekker, Grevious groan for the poor, se quejaba de que "muchas parroquias lanzan a mendi­ gar, estafar o robar para vivir, a los pobres y a los obreros válidos 38

no quiefen trabajar, y de esta manera, el país está infestado mi­ 1967: 1, 106). En 1630, una comisión re­ gia recomienda perseguir "a todos aquellos que vivan en la ociosidad y que no desean trabajar a cambio de salarios razonables" (loe. cit. ). EJ &Jard of Tradt se propone "volver útiles al público" a los pobres y considera que el origen de su situación no está en los bajos $alarios ni en el desempleo, sino en "el debilitamiento de la disciplina y el relajamiento de las costumbres" (ibid. : 1, 1 17). La economía política no se queda a la zaga. Bentham propone una organización de casas de trabajo sobre el modelo de su panóptico, mientras Malthus, Ri­ cardo y Say criticarán toda la legislación asistencial sobre los pobres y propondrán su supresión (De Gaudemar, 1981 ) Say propondrá di­ rectamente el trabajo forzado (Say, 1972). Weber, de nuevo, nos informa de que el fenómeno no quedaba res­ tringido a las islas británicas: "Las primeras fábricas que aparecen en Alemania tienen el carácter de instituciones obligatorias para ayu­ dar [sic] a los pobres y a los necesitados" (Weber, 1974: 150; también Mumford, 1970). En su Historia de la locura en la época clásica, Michel Foucault ha do­ cumentado abundantemente esta cruzada en favor del sometimiento laboral de los indigentes, particularmente en el caso francés. En 1685, un edicto prohíbe toda forma de mendicidad en la ciudad de París, "so pena de látigo la primera vez; y la segunda, irán a las galeras los que sean hombres o muchachos, y mujeres y muchachas serán des­ terradas" (Foucault, 1967: I, 104-5); cuatro años más tarde hay cin­ co o seis mil personas encerradas en París.

�uerablemente" (Foucault,

.

No olvidemos que las primeras casas de internación aparecen en Inglaterra en los puntos más industrializados del pafs: Wor­ cester, Norwich, Bristol; que el primer Hospital General se inau­ guró en Lyon cuarenta años antes que en Parfs; que la primera entre todas las ciudades alemanas que tiene su Zuchthaus es Ham­ burgo, desde 1620. Su reglamento, publicado en 1622, es muy preciso: todos los internos deben trabajar. Se calcula exactamente el valor de sus trabajos y se les da la cuarta parte (Foucault, 1967: I, 107-108).

Colbert es perfectamente consciente del papelformatiuo de la legis­ lación sobre pobres: ''Todos los pobres capaces de trabajar deben ha­ cerlo en los días laborables, tanto para evitar 1; ociosidad, que es la madre de todos los males, como para acostumbrc�rse al trabajo, y tam39

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o " libid.: l iO). En :65 7 se ordena G eneral , sal­ según un fotlctv anónimo de 1676,

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