La epopeya castellana a través de la literatura española 9788423915613, 8423915611

Este libro se compone de una serie de conferencias dadas, en francés, en la Universidad John's Hopkins de Baltimore

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Spanish; Castilian Pages 234 Year 1974

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La epopeya castellana a través de la literatura española
 9788423915613, 8423915611

Table of contents :
Portada
Índice
Capítulo I
. Orígenes de la epopeya castellana
Capítulo
II. Castilla y León
Capítulo
III. El Poema de Mio Cid
Capítulo IV. El Cid y Jimena
Capítulo
V. El Romancero
Capítulo
VI. El teatro clásico
Capítulo
VII. Los temas heroicos en la poesía moderna
Conclusión

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COLECCION AUSTRAL

RAMóN MENÉNDEZ PIDAL

los libros de que se habla. los libros de éxito permanente.

El insigne polígrafo español nació en La Coruña el 13 de

los libros que usted deseaba leer. los libros que aún no habla

marzo de 1869 y murió en Madrid el 14 de noviembre

leido porque eran caros o circulaban en ediciones sin garantla.

de 1968. Ganó la cátedra de Filología Románica de la Uni­ versidad Central en 1901.

los libros de cuyo conocimiento ninguna persona culta puede

Nuestra moderna y reputada

prescindir. los libros que marcan una fecha capital en la historia

escuela filológica tuvo por guía al que fue director indis­

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Calpe. De sus magistrales obras han aparecido en CO­

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Vega, Idea imperial de Carlos V, Poesía árabe y poesía

MARRON: Ciencia y técnica. Clásicos de la cienci a.

europea, El idioma español en sus primeros tiempos, La lengua de Cristóbal Colón, Poesía juglaresca y juglares, Castilla. La tradición, el idioma, Tres poetas primitivos, El

ÚLTIMOS VOLÚMENES PUBLICADOS

Cid Campeador, De primitiva lírica española y antigua épica, Miscelánea histórico-literaria, Los españoles en la historia, Los Reyes Católicos y otros estudios, Los espa­ ñoles en la litera.tura, Los godos y la epopeya española, España, eslabón entre la Cristiandad y el Islam, El P. Las Casas y Vitoria, con otros temas de los siglos XVI y XVII, En torno a la lengua vasca, Estudios de lingüística y L A EPOPEYA CASTELLANA A TRAVtS D E LA LITERATURA ESPAÑOLA, conferencias dadas en francés, en la Universi­ dad John's Hopkins de Baltimore el año 1909, incorpora­ das las investigaciones posteriores. En ellas se presenta "la continuidad de inspiración como uno de los caracteres más singulares y profundos que ofrece el conjunto de la literatura española", así como su manifiesta individualidad

(V) Miguel de Unamuno.-De esto y de aquello. (V) José Ortega y Gasset.-¿Qué es filosofía? 1552. (Ne) Camilo José Cela.-Balada del vagabundo sin 1550. 1551.



suerte y otros papeles vo-

landeros.

1553. (An) Jacques y Pierre de lacretelle -Racine. .



1554. (Az) José Fernández Castro.-La tierra lo esperaba. 1555. (Az) Ramón Gómez de la Serna.-¡ Rebeca!





1556. (An) Philippe Erlanger .-Rodollo 11 de Habsburgo.



1557. (Az) Rafael García Serrano.-La ventana daba al rlo. 1558. (Az) Francisco García Pavón.-La cueva de Montesinos y otros relatos (Antología). 1559. (An) Bernard Fay .-Beaumarchais o las travesuras de Ffgaro. 1560.

(V)



Claudia Sánchez-Aibornoz.-EI Islam de España y el O cc i d ente.



LA EPOPEYA CASTELLANA A TRAVÉS DE LA LITERATURA ESPAÑOLA

COLECCIÓN AUSTRAL N.o 1561

RAMÓN

MENÉNDEZ PIDAL

LA EPOPEYA CASTELLANA A TRAVÉS DE LA LITERATURA ESPAÑOLA

ESPASA-CALPE, S. A. MADRID

Edición especialmente autorizada por los herederos del autor para la

COLECCIÓN AUSTRAL ©

Jimena y Gonzalo JI enéndez Pidal, 1945 Espasa-Calpe, S.

Depósito legal: ISBN

M.

A.,

Madrid

12.436-197 4

84-299-1561-1

Impreso en España Printed in

Spain

Acabado de imprimir el día 17 de abril de 1974 Talleres tipográficos de la Editorial Espasa-Calpe, Carretera de Irún, km. 1Z,200. Madrid-34

S. A.

íNDICE Páginas

l.

Orígenes de la epopeya castellana..... ....... ..

II.

Castilla y León... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

37

III.

El Poema de Mio Cid. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

66

11

IV.

El Cid y Jimena............................

93

V.

El Romancero... . ...........................

119

VI.

El teatro clásico............ . ...... ... .. .. ...

151

VII.

Los temas heroicos en la poesía moderna........

180

CONCLUSIÓN..



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. . •







.











208

Este libro se compone de una serie de conferencias dadas, en francés, en la Universidad John's Hopkins de Baltimore, el año 1909, y publicadas según la traducción hecha por Henry Mérimée con el título L'épopée castillane a travers la littérature espagnole, con un prefacio de Ernest Mérimée, París, A. Colin, 1910. El tiempo y el gusto me faltaban siempre para revisar el texto original en español y darlo a la imprenta. Instancias de la Editorial Espasa-Calpe, en especial del buen amigo don Manuel Olarra, reiteradas hace años, me han decidido a hacer ahora ese trabajo de revisión. No altero en nada la materia ni el estilo conferencista de la obra. Sólo hago las correcciones y retoques que me pare­ cen necesarios para poner al día esas conferencias, teniendo en cuenta algunas publicaciones recientes. También introduz­ co algunas adiciones, advirtiendo en nota la alteración hecha cuando importa el advertirlo.

NÚM. 1561. -2

CAPÍTULO 1 ORíGENES DE LA EPOPEYA CASTELLANA

Importancia de la p oesía heroica castella n a en la literatura espa­ ñola.-Carácter nacional de esta p oesía. Descubrimiento recien­ te de la epopeya castellana. Teorías sobre el origen de la epopeya castellana: teoría del ori gen francés . Origen visigótico.-Waltharius y Ga if eros -C ostumbres ger­ mánicas reflejadas en la epopeya castellana. Escasez de elementos árabes en la epopeya lnfi uen c ias cristia­ nas y p aganas.-Influjo francés.-Carácter general de la epop eya castellana. -

.

.-

La Edad Media ha cesado definitivamente de ser conside­ rada como una época bárbara, como una solución de conti­ nuidad abierta en la historia de la cultura entre la Antigüedad clásica y el Renacimiento. Hace más de un siglo que la ciencia introdujo en su recin­ to a la literatura medieval; ha publicado cuidadosamente los textos de ésta, ha creado una filología especial a ellos consa­ grada, mostrándolos dignos de la atención y de los esfuerzos de la critica, antes reservados exclusivamente a los monumen­ tos de las épocas clásicas. La espontaneidad profunda de la literatura medieval, la originalidad con que expresa el carác­ ter de una sociedad en formación, le dan el valor de un precio­ so documento artístico y cultural, que debe ser interrogado atentamente. Entre las ramas de esa vieja poesía en España, hay una dotada de atractivo particular, porque no sólo ha sabido como las otras, aunque la última de todas, conquistar un puesto en el panteón literario, sino que el espíritu que la animaba desde su primera encarnación poética, no ha dejado de trans-

llAMóN MENtNDEZ PIDAL

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migrar de generac1on en generación, adoptando necesarias metamorfosis que no le impidieron conservar siempre el claro recuerdo de sus existencias anteriores. Tal es la epopeya. Si la seguimos en sus maravillosas emigraciones, la veremos ani­ mar todos los géneros literarios: los poemas, los romances, el teatro, la novela, la lirica. Es una materia poética creada por oscuros genios allá en los tiempos más remotos del arte mo­ derno, a veces en una edad prehistórica del mismo. Pero sus poetas supieron comunicarle algún destello del alma nacio­ nal, de modo que el pueblo la recibió y la conservó siempre como suya. Después, los más grandes poetas de la edad áurea de la literatura española cubrieron con espléndidas vestiduras esa vieja poesía y la levantaron, como sobre grandioso pedes­ tal, mediante el prestigio de una lengua cuyo imperio se di­ lataba prodigiosamente por el globo. Más tarde, los poetas románticos infundieron nueva vida a esa misma materia épica, tomando jirones de ella como bandera revolucionaria. Por último, en nuestros días, los modernos artistas descubren también en esos viejos temas nuevos rumbos y nuevas formas de ideal. Por eso la historia de la materia épica castellana nos per­ mite considerar la historia entera de la literatura española, uno de cuyos caracteres distintivos es precisamente esta armo­ niosa unidad de inspiración. Pío Rajna tenía razón cuando observaba que en ningún otro país, fuera de España, podía hallarse la materia para un libro como

La gesta del Cid,

de

Antonio Restori, que, ciñéndose a una sola tradición poética, reúne obras que pertenecen a todos los siglos y a la mayor parte de los géneros literarios; y Heinrich Morf hace una observación semejante a propósito de la Leyenda de los In­ fantes de Lara. Intentaré aquí trazar sumariamente un cuadro del desarrollo de este arte nacional español que pueda interesar a un público extranjero. Difícil es despertar la emoción artística de un pa­ sado muy lejano, aun en el alma de aquellos que

se

sienten

ligados a él por comunidad de raza o de tradición; la difi­ cultad aumenta cuando tal comunidad falta. Que la curiosi­ dad de mis lectores, abierta a todas las impresiones y ávida de las que le son más extrañas, logre adivinar, en lo que yo deje entrever, aquello que no acertare a decir.

*

LA EPOPEYA CASTELLANA

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España es el país que con más perseverancia ha continuado su primera tradición poética. Esta tradición, en todas las gran­ des épocas de su literatura, ha producido alguna manifestación artística popular o, mejor dicho, nacional. Para que se practique una poesía que se dirija a la nación entera no es preciso, contra lo que algunos afirman, que sea dentro de un estado primitivo de cultura en que se desconozca la profunda distinción entre letrados e iletrados. Los términos del problema no se refieren a la mayor o menor ilustración de las diversas clases sociales, sino al destino que el poeta quiere dar a su obra. En una misma época pueden coexistir un género de poesía destinada a todas las clases de la sociedad y otro que sólo se dirija a las gentes más cultas. Un mismo poeta, Lope de Vega, por ejemplo, puede escribir sus comedias para todos y su 7erusalén para los más selectos. Por otro lado, la distinción entre letrados e iletrados existe siempre más o menos, lo mismo que la distinción entre ricos y pobres existe tanto en esas edades felices en que unos y otros llevan en común una vida patriarcal, como en aquellas en que los unos se apartan de los otros con desconocimiento y odio. Por lo común, el divorcio es completo entre la clase educada y la inculta ; la una y la otra quedan extrañas en sus gustos, ignorándose o despreciándose. El poeta literato no se dirige nunca a gentes de nivel cultural inferior, hasta desde­ ñaría el agradarles, pues son incapaces de apreciar las finuras técnicas de cuyo dominio él se precia. La clase ignorante, por su parte, tiene también sus poetas; pero éstos, sin contacto con las clases letradas, encerrados en su ineducación, no pue­ den producir sino obras de arte vulgar e infimo, que ni suelen merecer el nombre de obras de arte. Caso especial muy diverso es cuando el arte se dirige a una nación entera. Aunque la distinción entre cultos e incultos existe, no divide y aísla com­ pletamente a los unos de los otros, sino que hay entre ellos una fraternal participación en algún ideal común, y éste a todos comunica tendencias, gustos, sentimientos y entusias­ mos comunes, de donde con facilidad puede brotar una for­ ma determinada de arte. El artista entonces no se esmerará en exquisiteces de estilo, sino que se animará con las grandes ideas y grandes pasiones que conmueven a todas las clases sociales, de donde resultará un arte que, si bien inferior en corrección y refinamiento, será superior por su espontaneidad, por sus aspiraciones y por su alcance social a ese arte que,

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con altivo menosprecio, se desentiende de las clases inferiores. El poeta que cultiva este arte nacional posee en más alto grado que el pueblo un tesoro de ideas y de imaginación ; es, de ordinario, mucho más instruido ; pero no desdeña el poner su riqueza intelectual al alcance de los iletrados, y así produce obras que agradan a la vez a los doctos y a los ignorantes, aunque estos últimos no lleguen a ver en ellas todo lo que los primeros perciben. El mismo poema de Mio Cid, que se can­ taba en las plazas de Castilla, donde entusiasmaba a nobles y plebeyos, era leído con veneración en la corte de Sancho el Bravo por los sabios maestros que lo utilizaban como docu­ mento histórico al redactar la Crónica general de España. El mismo romance que regocijaba a «las gentes de baja y servil condición» (para emplear la frase desdeñosa del Marqués de Santillana, mal avenido con esta patriarcal comunidad de gus­ tos), es el que endulzaba las melancolías del Rey Impotente o el que recreaba los oídos de la Reina Católica. La misma comedia El Mágico prodigioso, que Calderón escribía para la oscura villa de Yepes, podía ser después representada en Ma­ drid ante Felipe IV. Esta comunidad de sentimientos y de gustos produjo en la poesía española, mejor que en ninguna otra, monumentos de valor secular, y dio origen sucesivamente a tres géneros prin­ cipales muy relacionados entre sí: los Cantares de gesta, el Romancero y el Teatro, que son las más hermosas joyas poé­ ticas de la nación. Otros pueblos han tenido producciones análogas, pero en ninguna parte la vitalidad de estos géneros ha sido tan persistente, ni los tres se han desarrollado tan conformes en sus temas y en su espíritu. En España (al contrario que en Francia, por ejemplo), las gestas, los romances y el teatro mantienen entre sí estrechas relaciones y conservan por mucho tiempo su carácter nacio­ nal originario. Por esto la epopeya, en el curso de su desen­ volvimiento, lejos de remontarse como la francesa a formas refinadas, conservó las formas primitivas, y buscó pervivencia en el pueblo, en la nación entera ; para perdurar entre ese pueblo se refugió en el Romancero, y después animó al teatro. Estas varias formas de un mismo arte nacional, que adentra sus raíces tan profundamente en los recuerdos y sentimientos del pueblo, son las que me propongo exponer. *

LA EPOPEYA CASTELLANA

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La primera de todas estas manifestaciones, la epopeya me­ dieval, es un descubrimiento reciente de la ciencia. Hace poco más de medio siglo (1) el estudio de la poesía épica se reducía al estudio de Homero, de Virgilio, del Tasso, del Ariosto y de sus imitadores; esto es, a la epopeya de tipo clásico. Sólo cuando la ciencia moderna fue sacando a luz toda una literatura caballeresca de la Edad Media, se renovó completamente la crítica de la epopeya, distinguiendo con claridad dos categorías : de un lado, una epopeya primitiva, más e spontánea, de carácter popular, o mejor dicho, tradi­ cional (2), como la Ilíada, la Chanson de Roland, los Nibe­ lungos; de otro lado una epopeya más tardía, más docta y artificiosa, escrita en un estilo más personal y erudito; por ejemplo, la Eneida, el Orlando furioso, la Araucana, la Hen­ riada. Los poemas de vida tradicional son anónimos o debidos a autores sin una personalidad literaria bien definida, se es­ criben y se difunden dentro de un ambiente cultural poco especializado y están destinados a ser cantados en público; los poemas eruditos, al contrario, son obra de un literato perfec­ tamente individualizado, celoso de su reputación, que escribe pensando habrá de ser leído en privado por un círculo redu­ cido de personas entendidas. Muchos pueblos tienen una poesía tradicional lírica o lírico­ épica, pero muy pocos han logrado esa forma más desarro­ llada y compleja que constituye un poema narrativo de alto vuelo. Se pretende que la epopeya es una creación propia de los pueblos llamados arios, y más precisamente, de unos pocos de ellos, a saber: la India, la Persia, Grecia, Bretaña, Germa­ nía y Francia. A éstos pudo añadírse el nombre de España sólo desde 1874. Antes de esa fecha, aun los que conocían más a fondo la Edad Media española, como Fernando Wolf y R. Dozy, afirmaban no sólo que España no habia tenido poesía épica, sino que no había podido tenerla, y aducían para ello buenas razones históricas. España podía darse por contenta con la universal admiración que despertaba el Ro­ mancero, en particular por sus originales romances fronteri­ zos, y se repetía en todos los tonos que España, como Servia

(1 ) Recordarnos que estas conferencias fueron escritas en 1 9 09. (2) Introduzco a veces la palabra «tradi ci onal» en vez de «nacio nal», que usé en la primera edi ción. V. mi estudi o Poesía popular y poesía tradicional de 1 9 22. Teorías que desconocen el lugar aparte debido a la poesía tradi cional, son confusionistas.

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y Escocia, no había dado un desarrollo completo a estos e s­ bozos de cantos épicos. Entonces se conocían ya dos poemas extensos : el de Mio Cid y el de las Mocedades de Rodrigo; pero Wolf veía tan sólo en ellos rudos y desdichados intentos para imitar un género francés, cuya aclimatación en España resultaba imposible. En 1874 la crítica comenzó a descubrir y a estudiar toda una poesía épica castellana. Se probó que los dos poemas recién mencionados, de Mio Cid y de Rodrigo, no eran un caso aislado, sino que habían existido otros referentes a ese mismo héroe, dos por lo menos sobre Fernán González, tres sobre los Infantes de Lara, más de uno sobre Bernardo del Carpio, otros sobre Garci Fernández y sobre el Infante Gar­ cía... Se ha probado, en fin, que hubo en Castilla una gran actividad épica, cuyo apogeo ocurre en los siglos xr y XII, seguido de una decadencia, notable aún y fecunda, en los siglos XIII y XIV; se ha probado, además, que varios de los más viejos romances no son sino fragmentos desgajados de largos poemas de la decadencia (1). Si quisiéramos asistir a la proclamación de esta conquista de la ciencia, nada mejor que escuchar la completa contradic­ ción que existe entre dos afirmaciones hechas con treinta años de intervalo por el venerable maestro de la filología románica Gastón París, quien no vaciló en contradecirse, llevado de la absoluta probidad científica en que su noble espíritu se inspiró siempre. En 1865 decía él : «España no ha tenido epopeya. Hábiles críticos han demostrado este hecho y han dado las razones de ello; no tenemos para qué volver a tratarlo... La opinión que supone ser los romances fragmentos de grandes poemas perdidos, está hoy abandonada por los eruditos más autorizados, y no resiste el examen.» Después, en 1898, resu­ me con la misma exactitud el estado último de la ciencia : reconoce que Milá y Fontanals ha probado la existencia de una epopeya castellana y que muchos de los romances del si­ glo xv «son esencialmente fragmentos desprendidos, y con frecuencia alterados, de antiguos cantares de gesta»; reconoce que los descubrimientos posteriores han probado además: «que la vida de la epopeya castellana ha sido más larga, más (1) M. Milá y Fontanals, De la poesía heroico-popular cas­ tellana, Barcelona, 1 874. R. Menéndez Pida!, La leyenda de los Infantes de Lara, Madrid, 1896.

LA EPOPEYA CASTELLANA

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rica y más variada de lo que se había creído hasta aquí» ; y después de exponer la opinión de que esta rica epopeya nació por imitación de la epopeya francesa, el maestro continúa en estos términos: «No es en modo alguno por despreciar la epopeya española por lo que yo afirmé su originaria depen­ dencia de la francesa. Ésta, a su vez, tiene muy probablemente sus raíces en la epopeya germánica, lo que no le impide osten­ tar su valor propio y ser plenamente nacional. Lo mismo sucede con la epopeya española : jamás un retoño trasplantado a otro suelo se ha impregnado más ávidamente de los jugos de la tierra en que arraigó, ni ha producido flores y frutos más diferentes de los del tronco nativo» (1). Bien lo vemos; pocos años han bastado a la epopeya cas­ tellana para darse a conocer y hacerse admirar. Las palabras de Gastón París que comprueban ese hecho nos llevan, por otra parte, a considerar los orígenes de esta poesía.

* La tesis del origen francés de la epopeya castellana que Gastón Paris enuncia en el pasaje citado, fue aceptada por el eminente crítico español Eduardo de Hinojosa, y mucho an­ tes ya había sido expuesta por el hispanoamericano Andrés Bello (2). Gastón Paris apoya su presunción sobre dos consideracio­ nes. La forma métrica en las gestas francesas y en las espáño:. las ofrece muchas semejanzas, «y no es probable que esta forma naciese espontánea e independientemente al sur y al norte de los Pirineos». Ahora bien, el examen de la métrica española nos revela que no nació con la perfección o seme­ janza que pudiera esperarse en una imitación de una métrica ya perfeccionada, sino que fue evolucionando lentamente por sí misma, siempre aparte de la evolución seguida por el metro francés, y que además ofrece desde sus comienzos un proce­ dimiento fundamental, la -e paragógica, desconocido de las

(1) G. Paris, Histoire poétique de Charlemagne, 1 865, p ági­ na 203 ; y Journal des Savunts, mai j uin 1 898, sobre la Leyenda de los Infantes de Lara. (2) E. de Hinojosa, Discursos en la Academia Española, mar­ zo 1904, p ágs. 29-30. A. Bello, Obras completas, VI, Santiago de Chile, 1 8 8 3, p ág. 279 al final, estudio p ublicado por p rimera vez en 1 8 34 y 1 841. -

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chansons de geste (1).

El otro argumento de Gastón Paris establece «que la producción épica comenzó en España cuando ya la epopeya francesa existía hacía mucho tiempo y estaba en toda la fuerza de su plena floración, y que no parece ha­ berse cantado ningún suceso histórico español antes de la introducción de las gestas francesas». Sin embargo, el hecho es que el primer contacto activo de la brillante civilización francesa con la española se produjo a fines del siglo XI bajo la iniciativa de Alfonso VI, y que las primeras noticias que se tienen de la introducción de canciones de gesta francesas en España datan de comienzos o mediados del XII, en la Historia Silense y en el falso Turpin; pero, en cambio, los sucesos que son asunto de los cantares de Femán González y de los Infantes de Lara pertenecen al siglo x, y si se tiene en cuenta la sorprendente exactitud que hoy se descubre en esos cantares re specto a ciertos pormenores históricos, geo­ gráficos y genealógicos, se llega al convencimiento de que e stos poemas hubieron de recibir su primera forma muy poco después de ocurrir los sucesos que cantan. Gastón Paris no puede menos de considerar esta contemporaneidad respecto al cantar de los Infantes de Lara, pero la rechaza al fin, por­ que no puede ponerla de acuerdo con su hipótesis del origen francés de la epopeya castellana. El crítico alemán H. Morf, que no admite este origen francés, admite sin vacilación que existió en el siglo x un cantar contemporáneo sobre la muerte de los Infantes de Lara (2). En suma : el poema del Cid en el siglo XII y otros poemas en el XIII revelan, indiscutiblemente, persistente influencia de lá epopeya francesa, influencia posterior a la primera gran invasión de gentes y costumbres francesas en tiempos de Al­ fonso VI, y a las primeras noticias relativas a la introducción

(1 ) La -e llamada paragógica remonta a una métrica formada lo más tarde en los s iglos x a XI (véase Cantar de Mio Cid, pá­ ginas 1 185 - 1 192, edic. de Obras Completas, que pronto saldrá a luz), cuando no es de suponer influjo de las gestas francesas. Trato por extenso la cuestión de orígenes épicos en la historia de la epopeya, que no tardará en aparecer. (2) H. Morf, en la Deutsche Rundschau, j unio 1 9 00, pági­ na 392 ; en la pág. 377 cree que las chansons francesas sirvieron s ólo de modelo para el desarrollo ulterior de la poesía heroica española. El artículo de Morf Die sieben lnfanten von Lara está reimp reso en la colección del autor Aus Dichtung und Sprache der Romanen, I, 1 9 03, págs . 5 5 - 1 00.

LA EPOPEYA CASTELLANA

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de las gestas francesas en España; pero mucho antes de la penetración francesa se compusieron cantos relativos a Fernán González, a los Infantes , de Lara y al Infante García, que por su fecha no podemos suponer inspirados en la épica extranjera, y más observándose en ellos una manera de con­ cebir y de tratar poéticamente los asuntos, muy diversa de la manera francesa. Si es, pues, indudable el influjo de la épica de Francia en una época avanzada de la epopeya castellana, no hay motivo alguno para afirmarlo respecto a la época de orí­ genes (1). Por el contrario, conviene suponer para la épica castellana esos mismos orígenes germánicos que con verosimilitud se han supuesto para la épica francesa (2). Tácito nos habla de antiguos cantos de los germanos que servían de historia y de anales al pueblo, y nos indica dos asuntos de ellos : unos celebraban los orígenes de la raza germánica, procedente del dios Tuistón y de su hijo Mann (esto es, una epopeya etnogónica); otros cantaban a Arminio, el libertador de la Germanía en tiempo de Tiberío (una epo­ peya enteramente histórica). Más tarde, el uso de estos cantos narrativos está atestiguado respecto a varias de las razas ger­ mánicas que se establecieron en territorio del imperio romano: lombardos, anglosajones, borgoñones y francos. Por lo que hace a los establecidos en España, la existencia de estos cantos está afirmada por testimonios diversos. A mediados del siglo VI, J ordanes, el historiador de los godos, al contar la emigración de este pueblo a Escitia, con­ ducido por su rey Filimer, nos dice que después que la mitad de los emigrantes había pasado un puente sobre el río (acaso el Vístula, divisorio entre la Germanía y la Escitia), se hun­ dió el puente con el peso de los hombres y del ganado, ane­ gándose multitud de ellos, y entonces los godos que habían logrado atravesar el río no pudieron retroceder, ni los que

(1 ) Véase La leyenda de los Infantes de Lara, segunda edi­ ción 1 934, p ágs. 45 3-45 8, para la contemp oraneidad del primi­ ti vo cantar de lo s Infantes; Historia y Epopeya, 1 934, págs. 33-98, para la contemporaneidad del Romanz del Infante García. (2 ) Renuevo aquí, abreviándola, la hipótesis que expuse en un curso del Ateneo de Madrid en 1898 (Heraldo de Madrid, 1 8 de octubre de 1 898). La magistral obra de Bédier, Les légendes épi­ ques, 1 908- 1 91 3, no es convincente en lo que toca a los orígenes de la epopeya francesa. Vuelvo sobre esto en mi Historia de la epo p eya esp añola.

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quedaron atrás pudieron avanzar, pues toda aquella tierra era pantanosa, llena de tremedales y lagunas; «y aún hoy -pro­ sigue Jordanes- los que por allí pasan perciben mugidos de ganado y voces de hombre que hablan a lo lejos» ; después los godos que habían pasado el puente con Filimer, vencieron a los spalos y llegaron victoriosos al extremo de la Escitia, a las riberas del Ponto Euxino, «como lo celebran universal­ mente sus cantos primitivos, que son una especie de historia, y Ablavio, el ilustre historiador de los godos, lo da también por cierto». Sin duda aquí, en este relato, tenemos una mezcla de leyenda y de historia ; la leyenda histórica se adorna con una fábula aplicada a varias lagunas famosas, en el fondo de las cuales parecen resonar gritos de quienes allí se anegaron o el clamor de las campanas de una ciudad sumergida. El mismo Jordanes, cuando habla del modo como el sabio Dicineo adoctrinaba a los godos, dice que les dio sacerdotes a quienes llamó pilleati, y que a los demás godos mandó lla­ mar capillati o cabelludos, «nombre que recibieron con gran estima, y aún lo recuerdan hoy en sus canciones» ; noticia curiosa que nos declara el sobrenombre atribuido a la nación goda en los cantos que Jordanes conocía. Viniendo a una época posterior en la historia de este pue­ blo, sabemos que Hermenerico, el gran conquistador ostro­ godo, cuyo dominio se extendía desde el Danubio al mar Báltico, siendo a la postre vencido por los hunos, y Teodorico, el famoso rey de Italia, tutor en 507 del rey visigodo de Es­ paña, Amalarico, fueron sin duda cantados por sus contem­ Poráneos. De los visigodos, que son los que concretamente nos interesan por su relación con España, nos informa tam­ bién Jordanes que celebraban en cantos épicos los hechos de sus caudillos ; e ste historiador inestimable nos dice que los godos «cantaban con modulaciones, acompañándose con la cítara, los altos hechos de sus antepasados : Esterpamara, Ha­ nale, Fridigerno, Vidigoia y otros, que gozaban entre ellos gran renombre» (1). Y resulta que de e stos cuatro héroes nom­ brados, los dos primeros son desconocidos, mientras los dos últimos son visigodos. Uno e s Fridigerno, el rey de los visigo­ dos, que libró a su pueblo del hambre y de las vejaciones con que le afligian los romanos en Mesia, y que causó la

Jordanis, Getica, IV y XI, edic. Th. Mommsen, pági­ 6015 y 7419 (Monumenta Germaniae historica, V).

(1) nas

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derrota· y ·la muerte del emperador Valen te, recorriendo des­ pués vencedor el Epiro y la Acaya, con lo que dejó a su pueblo en el camino de saquear poco después la misma Roma. El otro, Vidigoia, es un visigodo, según Mühllenhoff, que vivió también en el siglo rv de nuestra Era, del cual sólo sabemos que «fue uno de los más valientes entre los godos» y que fue muerto dolosamente por los sármatas ( 1 ). Aquellos que rehusaban a España una poesía épica se apo­ yaban en consideraciones totalmente faltas de fundamento. Para F. Wolf, los visigodos no pudieron traer a España una epopeya; su conversión al cristianismo había precedido a la de los otros pueblos bárbaros, y sus largas peregrinaciones a través de todo el imperio les habían romanizado demasiado; primero arrianos celosos, después no menos celosos católicos, no pudieron conservar el recuerdo de sus mitos ni de su estado primitivo. Este razonamiento por hipótesis, que tam­ bién expuso R. Dozy (2), pierde todo valor si se reflexiona que los cantos que celebraban a Fridigerno, recién convertido el pueblo visigodo al arrianismo, no eran en modo alguno una epopeya mítica y primitiva, sino una epopeya completa­ mente histórica, y no se alcanza por qué la civilización que los visigodos recibieron de Roma les debía hacer olvidar esos cantos. Cuando se establecieron en la Galia y en España, los visigodos no llevaban apenas cuarenta años de cristianismo y de peregrinación a través de varias provincias del imperio. Ese tiempo era bastante para adoptar, al establecer su nuevo reino, la organización administrativa imperial, puesto que no poseían otra que pudiese compararse con ella, y así, como dice Mommsen, el reino visigodo parecía más una provincia roma­ na hecha independiente que un reino de nacionalidad germá­ nica. Pero en tan corto transcurso de tiempo no pudieron olvidar sus instituciones políticas, que poco a poco echaron brotes bien conocidos en los reinos sucesores del visigodo, ni menos pudieron olvidar sus costumbres sociales y privadas que vemos conservadas con persistencia en la España medie-

(1) Véase Jordanis, Getica, edic. Mornrnsen, p ágs. 653 y 1 5 6 a. (2) F. Wolf, trabajo recogido en Jos Studien zur Geschichte der span. und port. Nationalliteratur, Berlín, 1 85 9, p ág. 4 08 . R . Dozy, Recherches sur l'histoire politique et littéraire de l'Es­ pagne, Ley (1), de 1849, pág. 649, p asaje alterado o suprimido en las ediciones posteriores.

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val. Lo mismo cabe decir de los cantos épicos. Sabemos tam­ bién por J ordanes que el rey visigodo Teodorico, muerto en la batalla de los Campos Cataláunicos (451), fue allí enterrado con cánticos (cantibus honoratum); algo es esto, dada la gran escasez de documentos y la carencia entre los visigodos de historiadores por el estilo de los merovingios, Gregorio de Tours o Fredegario, lo cual nos priva de algún indicio de leyendas poéticas que en esos cantos pudiera haberse con­ servado. Sin embargo, en el siglo v, el Cronicón del obispo gallego Hidacio, deplorablemente seco de ordinario, pero un poco más animado cuando se trata de contar portentos, quizá en uno de estos relatos milagrosos remonta a alguna aventura de origen épico : narra una asamblea solemne tenida por el rey Eurico, durante la cual las férreas puntas de los vena­ blos, que los godos asistentes llevaban en la mano, cambiaron prodigiosamente de color: las unas verdes, las otras rosadas, otras rojas, otras negras ( 1 ). Además hay que suponer que la tan divulgada leyenda del último rey godo, Rodrigo, pro­ viene en gran parte de poemas aproximadamente contempo­ ráneos del infortunado rey, conocidos sin duda por los historiadores árabes ya en el siglo VIII (2). Añadamos aparte otro indicio de la persistencia de la epo­ peya entre los visigodos después de establecidos en Galia y en España : el extraordinario renombre que gozó en todo el mundo germánico un héroe que hemos de tener por visigodo, al que llaman «Walter de España» los poemas alemanes del siglo XIII, los Nibelungos y el Biterolf, así como la compila­ ción noruega del mismo siglo, conocida antes con el nombre de Vilkinasaga y hoy con el de Thidreksaga. Un monje de Saint Gall, que en el siglo x puso en hexámetros latinos la leyenda de este celebrado personaje, la llama Waltarius Aqui­ tanus. Ahora bien, este héroe que vivió en la época del gran imperio de los hunos bajo Atila, nos conserva en su doble sobrenombre de Español y Aquitano un recuerdo vago, pero

(1) Hydatii Lemici, Continuatio Chronicorum Hieronymiarum, número 243 ; pasaje copiado en lsidori Hispalensis, Historia Go­ thorum, núm. 34. (2) Véase mi estudio El rey Rodrigo en la literatura, 1 924, especialmente págs. 14-24; o bien en Floresta de leyendas heroi­ cas, 1, 1 925, págs. 24-3 9 (colección de «Clásicos de La Lectura», tomo 62).

LA EPOPEYA CASTELLANA exacto, de una pasajera extensión territorial del reino VISI­ godo, que durante noventa años, y precisamente en la época de Atila, comprendió toda la Aquitania además de España. Tal recuerdo debe de ser contemporáneo del héroe, o poco menos, ya que no es de suponer que subsistiese varios siglos después de haber desaparecido de la faz de Europa, no sólo ese reino hispanoaquitano, sino el mismo reino visigodo de España. Por esto creo que es preciso asentir a la opinión de J. Grimm, quien veía en la famosa leyenda de Walter la con­ tribución aportada por los visigodos al tesoro común de la poesía heroica de las naciones germánicas, opinión sostenida después, e independientemente, por Milá y Fontanals y por W. Müller. Y en modo alguno nos puede extrañar que Walter fuese cantado por otros pueblos germánicos distintos de los visigodos, pues entre las diversas familias de raza germánica era completa la comunidad de héroes: Sigfrido era proba­ blemente un héroe franco, Teodorico de Verona un héroe ostrogodo; y, sin embargo, los cantos del siglo xur que los celebran, son alemanes, anglosajones o escandinavos, y no franceses ni menos italianos, pues en sus patrias ya no que­ daba memoria de tales héroes. De este Walter de España o Aquitania se contaba que, hallándose con su esposa en rehenes en la corte del rey huno Atila, huyeron ambos, llevándose el tesoro del rey; persegui­ dos por los hunos (según cierta versión), o atacados (según otra) por los francos o los borgoñones, Walter sostuvo un encarnizado combate para defender su tesoro y su esposa. A todos vence; y sobre aquel campo de batalla regado de sangre, donde el héroe perdió una mano, el rey Gunther un pie, Hagen un ojo y varios dientes, se sientan vencedores y vencidos para beber y reír, olvidando lo pasado, y luego se separan. W alter se encamina a su patria, donde llega feliz­ mente y se casa con su prometida, Hiltgunda, la cual es origi­ naria de Aragón, según cierto fragmento conservado de un poema en alto alemán sobre este héroe. Aún más; este Walter de España quizá no sólo nos indica la existencia de relatos épicos entre los visigodos que se asen­ taron en la Península y nos da una muestra de ellos, sino además parece advertirnos que esos viejos relatos hubieron de ejercer un influjo persistente sobre la poesía peninsular, ya que nos vemos sorprendidos de encontrar el recuerdo de un poema de Walter en el romance español juglaresco y popular

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el siglo XVI, que cuenta cómo Gaiferos salió huyendo de Sansueña con su esposa Melisenda, allí cautiva (1). Los moros persiguen a los fugitivos, y Gaiferos tiene que combatir contra ellos, los vence, y llega con su esposa a su patria, donde e s recibido muy honradamente y celebran fiestas, como Walter a su llegada con Hiltgunda. La semejanza total del asunto e s muy completa, pero además existen otras d e pormenor en extremo curiosas, si comparamos el romance con el poema latino del siglo x, que es la más completa exposición que co­ nocemos de la leyenda germánica. En su huida Gaiferos mira a menudo hacia atrás, y cuando ve muy cerca ya a sus perse­ guidores manda a su esposa que se apee y se entre en una gran espesura, mientras él combate con los moros ; lo mismo que Walter, cuando su esposa vuelve la cabeza y ve venir a sus perseguidores, la manda entrar en el bosque cercano, mientras él espera. Vencedor en el combate, Gaiferos busca a su esposa ; y ella, al verle teñido en sangre, le pregunta si tiene heridas, que ella las vendará con las mangas de su camisa o con su toca ; asimismo Walter llama en altas voces a su esposa, la cual llega y liga las heridas al vencedor y a los vencidos, y luego les escancia el vino. Al huir, Gaiferos y su e sposa andan «de noche por los caminos, de día por los jarales», e igual­ mente Walter y su esposa caminan de noche y al amanecer entran por los bosques y los matorrales e spesos (lugar común para indicar la cautela del caminante, pero que valdrá aquí unido a las otras coincidencias). En fin, Gaiferos y su e sposa, que después de la lucha prosiguen su camino, se sorprenden al ver llegar otro caballero armado, y se preparan para un nuevo combate ; lo mismo Walter, después de haber vencido a sus primeros agresores a la boca de una caverna de los Vosgos, se pone en camino, y su esposa tiembla al ver venir detrás dos perseguidores. Tantas analogías acumuladas no pueden ser pura casuali­ dad. El Walter de España, célebre en el siglo XIII en Alemania, en Noruega, en Inglaterra, lo debió de ser también en su patria, donde existía, como en Alemania, una robusta epo­ peya, de modo que podemos considerar la huida y los com-

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(1) Romance de don Gaiferos (en Primavera y flor, Ber­ lín, 1856, JI, pág. 229). Ekkehards, Waltharius, herausg. von K. Strecker, Berlín, 1 907, versos 1208, 1407, 347, 419, 1209. Véase mi Romancero Hispánico, 1953, 1, págs. 286-300.

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bates de Gaiferos (1) como un resto, conservado por acaso, del lazo misterioso que une la poesía heroica de los visigodos con la epopeya castellana. Ese lazo se nos hace ya tangible al final de los tiempos góticos en la leyenda del rey Rodrigo, que acabamos de mencionar, leyenda de máxima divulgación e ininterrumpidas manifestaciones, por ser imprescindible en todas las historias de la Península, árabes o cristianas; no puede chocamos que la insignificante leyenda de Walter no se nos haga visible en España sino en un romance juglaresco, tan sólo recogido por la imprenta a mediados del siglo XVI. En apoyo de este presumible entronque de la epopeya cas­ tellana con las leyendas de la edad visigoda, notaremos que la sociedad misma retratada en esa epopeya tiene un carácter fuertemente germánico que enlaza a su vez con las institucio­ nes y costumbres de los visigodos, retoñadas en los reinos medievales. En la épica castellana el rey o señor, antes de tomar una resolución, consulta a sus vasallos, clara manifes­ tación del individualismo germánico. El duelo de dos campeo­ nes revela el juicio de Dios, y se acude a él tanto para decidir una guerra entre dos ejércitos como para juzgar sobre la culpabilidad de un acusado. El caballero, en ocasiones solem­ nes, pronuncia un voto lleno de soberbia y difícil de cumplir, costumbre que proviene de un rito pagano conocido entre los germanos. La espada del caballero tiene un nombre pro­ pio que la distingue de las demás. Se cortan las faldas de la

( 1 ) El romance de Gaiferos funde dos temas distintos: uno es el rescate de la esposa cautiva entre moros, y otro es el de Walter, o sea, combate con los perseguidores y retomo triunfal a la patria. El primer tema, el rescate, pertenece al ciclo caro­ lingio, como adelante digo. ¿Pudiera ser carolingio también el tema de Walter, y haber llegado a España por interme dio de algún relato francés? F. Hanssen, Sobre poesía épica de los vi­ sigodos, S antiago de Chile, 1892, cree posible que un reflejo de la epopeya visigótica se haya conservado fuera de España y que luego reapareciese en España a través de la literatura francesa. Difícil es suponer que el tema de Walter se hubie­ se conservado en Francia y que no quedase de él muestra alguna siendo tan copiosos los textos conservados. Otra co­ nexión muy curiosa entre la leyenda visigoda y una castellana nota W. J. Entwistle, a la cual hacemos referencia en el capí­ tulo II, tratando de la liberación de Castilla en pago de un caballo y un azor.

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prostituta como pena infamante. El manto de una señora es, para un hombre perseguido, asilo tan inviolable como el recinto sagrado de una iglesia. Y así otros muchos usos. Pero no hablamos sólo de usos aislados. Las más signifi­ cativas costumbres germánicas constituyen como el espíritu mismo de la epopeya castellana. Bastará recordar algunos rasgos fundamentales que se desprenden del retrato más an­ tiguo que poseemos de los bárbaros del Norte. Veremos así que en la epopeya castellana palpitan los sentimientos más fuertes y nobles de aquellos germanos en quienes el historia­ dor Tácito, como observador cáustico, encarece la propen­ sión al juego y a la embriaguez, la suciedad y la pereza, lo mismo que la hospitalidad, la castidad, la fidelidad y la in­ dependencia indomable. Así, uno de los caracteres que Tácito da como fundamentales de todos los pueblos germanos, res­ ponde a la organización del ejército, constituido no por alis­ tamiento de ciudadanos o de mercenarios, sino por la reunión de bandas armadas ; éstas se formaban con los parientes y allegados de un señor, unidos a él con un vínculo de fidelidad, individual y voluntariamente contraído, vínculo que implicaba la obligación de una ayuda mutua durante la vida, y el deber de la venganza después de la muerte. La mesnada del Cid, parientes y vasallos de éste, que abandonan sus heredades para seguir al héroe en su desgracia, jurándole fidelidad, nos ofrece una continuación del viejo uso descrito. Otro ejemplo, entre muchos, nos lo dan los parientes y vasallos de la noble casa de los Infantes de Lara, que acuden en armas al lado de Mudarra para vengar la traición de Ruy Velázquez. El germano sentía crecer su ardor en el combate con la presencia de su mujer y de sus hijos, que colocaba cerca del campo de batalla como sagrados testigos de su valentía. De igual modo el Cid hace que su mujer y sus hijas presencien la batalla contra el rey de Marruecos, y les dice que, estando ellas delante, se sentirá más esforzado; afecto sinceramente patriarcal, bien alejado aún de aquella refinada galantería del caballero andante que, al levantar la espada, invoca a su dama. Aquellas asambleas periódicas descritas por Tácito, donde los germanos deliberaban armados, y adonde, con viciosa li­ bertad, no les importaba llegar después del plazo fijado, de modo que se perdían dos o tres días en completar la reunión, las reconocemos en esas juntas de la corte regia, obligatorias para los vasallos, pero en las que alguno, como el conde Fer-

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nán González, cuando va a las cortes de León, hacía esperar, con su tardanza, a todos los demás ya reunidos. Después, las asambleas no deliberaban sólo sobre asuntos de interés gene­ ral, sino que entendían también en las causas criminales, y lo mismo hacía la corte regia, que era el tribunal supremo de la justicia feudal. Del ejercicio de e sta función nos ofrece varios ejemplos la epopeya, sea en la magnífica escena de las cortes de Toledo, reunidas por el rey Alfonso para juzgar sobre la afrenta que hicieron al Cid los Infantes de Carrión, sea en las cortes que declaran traidores a varios condes en el poema de Rodrigo. En la Germanía, de Tácito, las enemistades son obligatorias para los allegados del ofendido, y lo mismo ocurre en la epo­ peya románica, donde vemos que la venganza es obligatoria para todos los parientes del agraviado, hombres y mujeres. Este espíritu de venganza llena la mayor parte de la acción en casi todas las gestas castellanas. Mencionaremos como ejemplos la de los Infantes de Lara, la de Fernán González, la del Infante García, la del Cid, de que luego diremos. Pero Tácito advierte que estas enemistades entre familias no eran implacables, y que hasta el homicidio podía ser reparado me­ diante la entrega (a falta de moneda o de oro) de cierto nú­ mero de cabezas de ganado, recibidas con general complacen­ cia por la familia ofendida. De igual modo, en 1a epopeya castellana el agravio causado por el homicidio de un caballero podía ser reparado mediante el pago de quinientos sueldos, en que estaba tasada la vida de un hidalgo. Por el contrario, como observa Tácito, el adulterio no al­ canzaba perdón ni del marido ni de la sociedad : se cortaba el cabello a la mujer culpable, y el marido, en presencia de los parientes, la desnudaba y echaba de casa, azotándola a través del lugar; pena infamante que hubo de conocer la poesía épica, como lo prueba el Romancero, en forma de amenaza dirigida a la mujer.

Yo te cortaré las faldas por vergonzoso lugar, por cima de las rodillas un p almo y mucho más. Y aunque con el desarrollo de la civilización desapareció tan repugnante infamia, lo implacable del castigo subsistió, exigiéndose la muerte de la adúltera, también por mano del marido, como condición necesaria para el honor de éste. Por eso el conde Garci Fernández de Castilla, en el cantar de la

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Condesa traidora, abandona todo, hasta el gobierno de su condado, para perseguir él solo en Francia a la esposa infiel y al amante que la raptó, y únicamente después de haberles dado muerte por mano propia se cree digno de volver a go­ bernar a los castellanos : primer drama de honor que nos ofrece la literatura española, donde se repetirá bajo tantas formas, gracias sobre todo a la trágica inventiva de Calderón. Como se ve por estos ejemplos, que pudieran multiplicarse en abundancia, el cuadro social que nos presenta la poesía heroica de España reproduce multitud de rasgos que como originarios y característicos de los pueblos germánicos halla­ mos en el cuadro que el historiador romano nos dejó trazado. Los paisajes mismos que sirven de fondo a las gestas castella­ nas : esa Tierra de Campos, esos Campos de Toro (Campi Gothorum) o de Villatoro (Villa Gothorum), cuyas llanuras de trigales, inmensas y solemnes como el océano, atraviesa el viajero sin encontrar el habitante que las cultiva, parecen una réplica de los vastos campos de la Germania, de Tácito, a los que el bárbaro, desdeñoso de toda otra agricultura, no pedía sino trigo. Esta abundante serie de instituciones y costumbres ajenas a los romanos, y como ajenas notadas por Tácito, se refle­ jan en las gestas españolas con muchísima más intensidad que en cualquier otra producción de nuestra literatura, pues constituyen no sólo el ambiente, sino el espíritu mismo de la epopeya. No pudieron crear primitivamente tal poesía los elementos hispanorromanos de la población peninsular, que nada de ese espíritu sentían ni en la vida ni en el arte. Tal poesía tuvo que nacer entre los descendientes de los germa­ nos establecidos en España, los que ocuparon aquellos Campos Góticos, en cuyo límite oriental surgen las primeras manife s­ taciones épicas conocidas. * Frente a tan numerosas señales de la influencia germánica, buscaríamos inútilmente en la epopeya castellana rastros de la influencia árabe que ciertos críticos han exagerado tanto respecto a toda la literatura española. Apenas encontraríamos algunos tipos y usos de la vida militar, por ejemplo, los adalides o guías prácticos de la guerra, los enaciados o espías, la algara, incursión o razzia, los alaridos, gritos de combate, y más especialmente, la notable costumbre de que el vasallo en­ trega se al rey o señor la quinta parte de las ganancias de la

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guerra, quinta prescrita por una sura del Corán, y que el conquistador de Valencia, el Cid, pagaba religiosamente a Alfonso VI, lo mismo que, en plena Edad Moderna, el con­ quistador del Perú, Francisco Pizarro, pagaba al emperador Carlos V, sin que ni el uno ni el otro sospechasen que en ello se ajustaban a un precepto del odiado Mahoma. Hay que llegar a una época muy tardía, al momento en que una rama de la poesía heroica, cambiando completamente de solar y de forma trasplantada a la vega de Granada, dio allí vida a los romances fronterizos y moriscos, para que en éstos en­ contremos rasgos manifiestamente inspirados en los gustos y en las costumbres de los moros nazaritas. La influencia del cristianismo es naturalmente mucho más perceptible, como más profunda. El Cid va devotamente a Santiago de Galicia, santuario que junto a los de Jerusalén y de Roma, era en la Edad Media uno de los tres grandes centros de peregrinación. El Cid, también, y sus caballeros, preparándose para un negocio grave, pasaban la noche en vigilia, orando en un lugar sagrado, iluminado por los cirios, y oían allí la misa de alba en la que hacían ricas ofrendas. Las mesnadas, antes de la batalla, oían la misa de Santa Tri­ nidad, y el obispo absolvía de sus pecados (como en las Cru­ zadas) a los que muriesen «lidiando de cara» en aquella santa guerra contra los moros. La oración más extensa (imitada de los poemas franceses), la breve invocación, el religioso grito de combate, la oferta de misas y dones piadosos, manifiestan con frecuencia la firme confianza en un Dios protector. Pero tal confianza no declina en la pueril espera de un mi­ lagro que resuelva todos los apuros. En la épica francesa vemos a menudo que San Jorge o San Mauricio bajan del paraíso para combatir al lado de los caballeros ; el socorro es a veces de treinta mil ángele s ; los ángeles coronan al primer rey de Francia ; un ángel recoge el guante que Roldán, mo­ ribundo, alarga hacia el cielo ; el ángel Gabriel pasa la noche a la cabecera de Carlomagno y le revela el porvenir. Cario­ magno ve repetirse en su favor los prodigios bíblicos de Josué ; por él se detiene el sol, las aguas de los ríos se abren a su paso, las murallas de la ciudad sitiada se derrumban por sí solas. Dios saca siempre de todo peligro a los héroes france­ ses, y aun en el caso en que el caballero se ve comprometido a causa de alguna fanfarronada imprudente, el cielo con bo­ nachona complacencia le saca de aquel trance difícil mediante una serie de portentos en los que se mezcla grotescamente lo

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admirable, lo extravagante y lo obsceno. Por el contrario, la epopeya española no gusta de lo maravilloso ; a lo más, el ángel Gabriel se aparece en sueños al Cid, para confortarle en el dolor del destierro; pero cuando llega el momento del combate, el héroe no necesita más que su espada, sin descon­ fiar jamás de su brazo ni de su Dios ; invoca siempre al apóstol Santiago, pero no espera que el apóstol guerrero descienda del cielo sobre un caballo blanco. Lo milagroso no aparece hasta que un clérigo se entromete en los relatos de los jugla­ re s ; entonces, por obra de un monje del monasterio de Ar­ lanza, autor del Poema de Femán González, vemos a S an­ tiago y a San Millán bajar de lo alto en socorro del conde de Castilla durante la batalla de Hacinas ; es la misma aparición que otro monje de espíritu menos poético pero mucho más práctico, contó a su modo, amañando un diploma en que se supone que por iniciativa del conde, agradecido al celeste socorro, los pueblos de Castilla se comprometían a pagar un tributo al monasterio de San Millán. También debe de tener origen clerical, aunque se halla contada en el poema de Ro­ drigo, la aparición de San Lázaro en figura de leproso, pro­ metiendo al héroe ayuda en la lid. Total, dos episodios de ayuda sobrenatural en los combates de todos los textos épicos españoles (1). Una superstición, que toca a lo maravilloso, debemos men­ cionar por último: la de los agüeros, y no sabemos si añadirla al influjo de los germanos o atribuirla a los romanos, a los hispanos o a los árabes, pues todos estos pueblos la practica­ ron. Lo notable es que el uso de los agüeros tiene una gran importancia en la epopeya castellana, mientras que la epopeya francesa no lo conoce. En Castilla, todo ayo, para educar y aconsejar a los jóvenes nobles a él encomendados, debía saber interpretar bien el vuelo de las aves. Un ejemplo de e ste di­ fícil saber nos da la gesta de los Siete Infantes de Lara : cuan­ do los siete hermanos atraviesan el pinar de Canicosa para entrar en tierra de moros, ven dos cornejas y un águila colo-

( 1 ) De otro carácter es la aparición de S an Pedro al Cid mo­ ribundo, y no se cuenta en ningún cantar, sino en la leyenda prosística escrita en el monasterio de Cardeña. G. Girot, a pro­ pósito de este libro mío (en el Bulletin Hispanique, XIII, 1 9 1 1, páginas 77-78) observa con razón que en las crónicas abunda lo sobrenatural religioso; buena prueba de la diferencia que hay entre la literatura erudita o clerical y la juglaresca, contra la tendencia de la crítica actual a atribuir carácter muy erudito a la epopeya.

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cadas en tal forma que presagian una gran desgracia, según entiende el viejo ayo Nuño Salido, el cual advierte a los In­ fantes que no osen pasar más allá de e stas aves, sino que vuelvan a casa para esperar allí que las señales se mude n ; si de todos modos quisieran los Infantes seguir camino, sería preciso «quebrantar aquellos agüeros» ; esto es, conjurarlos, fingiendo que la desgracia presagiada por las aves había ocu­ rrido ya, para lo cual debían enviar mensaje a su madre, que cubriese de luto siete lechos y llorase a los hijos como si hubiesen muerto. Menospreciando este prudente consejo, los siete hermanos y su tío Ruy Velázquez discuten luego muy agriamente con el viejo ayo sobre la interpretación que cabe dar a aquellos agüeros, mostrándonos esa trágica discusión lo complicado que era el arte adivinatorio y lo universalmente admitido que estaba. Era superstición general entre las gentes de guerra : el adalid, o guía, observaba cuidadosamente el vuelo de las aves e indicaba al capitán el momento oportuno para empezar la batall a ; ¡y ay de aquel que llevado de su ardor menospreciaba el agüero y se lanzaba a la pelea antes del momento favorable ! El Cid «cataba las aves» cuando partía para el destierro o cuando caminaba en tierra enemiga, y si antes de la batalla en Tébar el conde de Barcelona le echa en cara su confianza en los cuervos, cornejas, gavilanes y águilas, él le hace pagar cara su incredulidad burlona, de­ rrotándole y haciéndole prisionero. Muchos guerreros insignes de aquellos siglos fueron hábiles agoreros, y el serlo es uno de los defectos que la casquivana reina doña Urraca achacaba a su marido, el rey aragonés Alfonso el Batallador. En fin, e l arte augural s e consideraba comúnmente en Europa como cosa propia de españoles; así, por ejemplo, según Guillermo de Malmesbury, el papa Silvestre II había aprendido entre los sarracenos de España, con la astronomía y la magia, la adivinación por el canto y vuelo de los pájaros ; también Robert Wace, en su Brut, introduce a un astrólogo español que asiste al rey sajón Edwin, adivinando por el vuelo de las aves los planes del enemigo. Entre los elementos constitutivos de la epopeya española hay que mencionar todavía otro importante : el influjo de la epopeya francesa, pues si ésta, según ya dijimos, no fue el primer modelo seguido en la creación de la epopeya española, influyó mucho en su ulterior desarrollo. Ese influjo se manifiesta principalmente en el trasplante a España de una rama entera de los poemas franceses, los

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referentes a Carlomagno y a los doce pares. Mediante esos poemas, el genio francés e jerció por vez primera, como des­ pués con tantos otros productos literarios, una maravillosa influencia sobre toda Europa; Inglaterra, Irlanda, los Países Bajos, Alemania, Noruega . . . , tradujeron r refundieron los can­ tares de gesta franceses, y más que ninguna otra nación se los asimilaron Italia y España, hasta el punto que en ellas vivie­ ron los héroes carolingios como en una segunda patria, intro­ duciéndose en las obras históricas y en las ficciones literarias, mezclándose íntimammte a las tradiciones locales y genealó­ gicas del país. Para nuestro objeto basta recordar que los poemas franceses sobre la famosa derrota de Roncesvalles promovieron en España, además de varias imitaciones, la creación de un personaje como Bernardo del Carpio, que, a pesar de ser puramente fabuloso, llegó a ser el tercer héroe nacional, celebrado al par de los históricos Fernán González y el Cid. España se sentía bien naturalmente asociada a la epopeya carolingia, puesto que era el escenario en que se desarrollaban las grandes guerras de Carlomagno contra los sarracenos. Éste, además, había pasado su mocedad en España, al decir de los juglares, y el poema que cantaba esos primeros años del gran conquistador, el Mainel, hubo de ser escrito por primera vez en Toledo, por un francés allí avecindado, pues abunda en exactos pormenores referentes a esta ciudad, tanto históricos como geográficos, cosa que choca con los hábitos de las otras gestas francesas referentes a España, desprovistas de todo recuerdo local y de toda topografía real ( 1 ). Parecerá extraño que la epopeya española, siendo una poe­ sía eminentemente nacional, haya cantado a Carlomagno, a Roldán y a otros héroes extran jeros. Pero la naturalización de los héroes franceses en la poesía, no sólo de España, sino de otros pueblos europeos, no es más que una última manifes­ tación del fenómeno ya anotado: la comunidad de los héroes entre las diversas naciones germánicas ; y para el presente caso había una razón muy especial, pues las guerras de Cario­ magno contra los sarracenos hacían de él y de sus doce pares los campeones de la cristiandad entera, y muy en particular, de la de España y de Italia. Se comprende que esta refundición e imitación de los poe­ mas franceses en España tuvo que influir en los poemas de

(1) Modifico aquí la primitiva redacción. Véase mi estudio Galiene la Be/le y los palacios de Galiana (reimpreso en la Colec­ ción Austral, en el torno titulado Poesía árabe y poesía europea).

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asunto puramente castellano. Pero, contra lo que era de es­ perar, ese influjo no fue muy grande. Los poemas españoles en general no muestran el menor rastro de influencia recibida en su fondo mismo, y pocos la muestran en alguno de sus episodios. Tocante a la forma, el poema de Mio Cid, con pertenecer a una época de muy íntima compenetración entre las culturas francesa y española, ofrece pocas señales de imi­ tación, pues se pueden reducir a una plegaria, algunas des­ cripciones enumeratorias, y unas asonancias gemelas, aunque tales asonancias difieren bastante de los llamados couplets similaires que creemos modelo de ellas ; por lo demás, la ver­ sificación, la manera de concebir el asunto, los episodios, el modo de conducir el relato, la sobriedad en la poetización, todo difiere en tal manera del estilo francés, que no es com­ prensible cómo se ha repetido tanto la afirmación de haberse escrito el Mio Cid a imitación de las chansons francesas. En términos generales, la literatura francesa y la española, las dos únicas literaturas románicas poseedoras de una epo­ peya, difieren en este punto una y otra del modo más notable que puede imaginarse. Las dos pueden provenir de una semi­ lla germánica, pero el suelo en que esa semilla germinó ha comunicado a una y a otra poesía un carácter individual muy diverso, como arraigadas una y otra en lo más hondo del carácter nacional. Se ha dicho que la epopeya india era fundamentalmente mítica ; la epopeya griega, heroica, y la epopeya francesa, his­ tórica. Pues si quisiéramos continuar esta aventurada síntesis, diríamos que la epopeya castellana es profundamente histó­ rica, incomparablemente más que la francesa. Es verdad que no faltó alguno capaz de afirmar que los siete Infantes de Lara no son sino la última evolución de un mito legado por la humanidad primitiva, o que el Cid Cam­ peador jamás ha existido, sino como una nueva encarnación de Ciro Cambises; pero tan ineptas paradojas no merecen la menor atención. Los poemas heroicos españoles tienen un fondo histórico extenso, prolongado a través de toda su acción, al revés de los poemas franceses, cuyo elemento histórico se reduce a un solo punto, a la noticia de un suceso central. La mayor parte y las mejores de las gestas españolas son histó­ ricas hasta en multitud de sus particularidades más secunda­ rias ; rebosan verdad en el nombre y condición de los perso­ najes, aun en los de última fila, así como en las costumbres sociales que describen, en los paisajes que ponen por fondo

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a los sucesos, en los lugares que nombran, en la geografía política que la acción supone. Este carácter fuertemente histórico puede explicarse, desde luego, porque la epopeya española nos conserva varios textos referentes a sucesos contemporáneos, o poco posteriores a su redacción, mientras la epopeya francesa hoy conservada canta sucesos muy lejanos. Es bien significativo que en el centro de la épica española se alza el Cid, el cual murió en 1 099, y el poema a él consagrado fue escrito tan sólo cuarenta años después ; por el contrario, en el centro de la épica francesa está Roldán, cuya muerte ocurrió en 7 7 8 , siendo la chanson de e ste héroe unos tres siglos posterior. Bien se comprende, que, con el alejamiento, el fondo histórico se oscurece y la afabu­ lación se desarrolla más libremente, como la transparencia del río se pierde cuanto más se aleja de su fuente. Esto se manifiesta en el tono general de la narración, propensa a la inverosimilitud. Cuando los héroes franceses conquistan una ciudad de los sarracenos, imponen inmediatamente el bautis­ mo a todos los vencidos ; algunos que lo rehusan son conde­ nados a muerte, pero la mayoría abrazan la nueva fe, y quedan hechos, repentina y milagrosamente como San Pablo, unos perfectos cristianos. En cambio, cuando el Cid se apodera de un pueblecito de moros, todo ocurre en un mundo que no tiene nada de convencional : los moros conservan su religión, el vencedor dispone libremente de ellos y de sus casas, pero comportándose con tal benevolencia que, cuando parte de allí, los vencidos, hombres y mujeres, no cesan de bendecirle. El gusto de inverosimilitud se revela mejor en esto : des­ pués que Roldán, tañendo desesperadamente su cuerno para avisar al emperador, con la fuerza del soplo revienta las venas del cuello y de las sienes, combate solo contra miles de pa­ ganos, y de cada acometida mata veinticinco. El Cid, nada de eso; en perfecta salud y en general batalla, blandiendo su lanza, se contenta con derribar a siete enemigos y matar a cuatro, hazaña de que sabemos era capaz el Cid de la realidad, y aun de bastante más, pues la Historia latina del héroe nos cuenta que triunfó él solo de quince caballeros juntos. S i el Cid del poema hiende al moro Búcar desde el yelmo hasta la cintura, hallamos proezas semejantes referidas por testigos oculares a Godofredo de Bouillon o a otros personajes mem­ brudos, y no parecerán imposibles al que con su mano haya sopesado una de esas espadas antiguas, grandes, anchas y bien equilibradas, como la que se conserva en la Armería Real de

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Madrid, atribuida precisamente al Cid. Sólo en las redaccio­ nes de los poemas castellanos más alejadas de su original primitivo, más olvidadas del suceso histórico a que se refie­ ren, por ejemplo, en la gesta de los Infantes de Lara rehecha en el siglo XIII, los héroes luchan solos contra millares de moros y al fin se rinden, no de heridos, sino de cansados. Pero no sería exacto atribuir la mayor verosimilitud e his­ toricidad de la epopeya castellana únicamente a la proximidad en que se halla respecto a los sucesos cantados ; hay que explicar esas cualidades por otra causa más general: la fuerte tendencia re al ista que predomina en todas las épocas de la literatura española, realismo que es, a la vez, la causa de la misma proximidad y contemporaneidad mencionadas. Ese es­ píritu realista resplandece en la más grande y primitiva gesta nacional, la del Cid, lo mismo que en el mejor poema erudito, la Araucana, donde Ercilla, a pesar de la influencia del Ariosto, parece ligado mediante un m i sterioso lazo tradicional a la contemporaneidad e historicismo de la vieja epopeya, por él ignorada totalmente. Jamás la epopeya española deformó la realidad como la epopeya francesa, que llega a hastiamos en su empeño de agrandar los personajes fuera de toda proporción humana. ¿Cómo interesarnos, dice Nyrop, por un héroe que mide quin­ ce pies de alto, que puede, sin que nadie le ayude, hacer huir a un ejército entero o meterse dentro de una ciudad pagana, conquistar en ella una torre y defenderla durante varios me­ ses? La epopeya española, que, como hemos dicho, no suele acudir a lo maravilloso cristiano, desconoce por completo lo maravilloso fantástico ; no hay en ella el menor rastro de gi­ gantes, de enanos ni de hadas, nada de esas armas, vestiduras o anillos encantados que la epopeya francesa tiene en común con la germánica ; nunca la acción se desarrolla o se soluciona por arte de magia Este elemento fantástico sólo se encuentra, más tarde, en los romances carolingios, muy apegados a los poemas franceses, y en los libros de caballerías, a partir del Amadís, en los cuales el influjo francés es patente y el divor­ cio de la antigua inspiración épica es muy grande. Sin duda que la epopeya francesa es más brillante, más suntuosa, más dotada de habilidad e invención artísticas ; pero también es más amanerada que la epopeya española. :Esta se avalora sobre todo por una inspiración que mana directamen­ te en las profundidades de la realidad histórica ; retrata con vigorosa fidelidad la raza y la tierra que dan vida a su acción, .

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y gana en vigorosa individualidad lo que pierde en generali­ dad. La epopeya francesa es más inventiva, más fecunda, ad­ mirándonos por el gran número de poemas que no s ha dejado. La epopeya española es mucho más pobre en obras, pero, sin salir de esta pobreza, es más rica en variedades verdaderamen­ te originales. La epopeya francesa nos admira por su fuerza expansiva, cuando la vemos propagarse por toda Europa, des­ de Portugal hasta Noruega. Pero la epopeya española la exce­ de en longevidad, tanto en sí misma como prolongando su vida en el Romancero, por el cual se propagó también en la Europa de Corneille, de Herder y de Southey, y por el Ro­ mancero conserva aún hoy restos vivos en boca del pueblo, no sólo en España, sino en América, en las islas Azores y Ma­ deira, en África y en los Balcanes, imperio poético incompa­ rable, aunque ejercido principalmente sobre espíritus rudos. Gastón Paris, que ha estudiado como nadie la epopeya francesa y la ha gustado con extrema delicadeza, se sintió sorpren dido ante el espectáculo que le ofrecían las ruinas de la epopeya española recientemente desenterradas por la cien­ c ia, y se maravilló de las bellezas que en ella se descubrían. Comparando la poesía surgida a los dos lados del Pirineo, dice : «La epopeya española tiene un carácter particular en todo y un mérito absolutamente original. . . Ofrece a nuestra admiración una dignidad constante, un noble porte muy e s­ pañol, y a veces una ternura que conmueve y encanta como flor delicada aparecida de pronto en las quiebras de un áspero peñasco. Su estilo es también muy suyo, y superior al de la epopeya francesa, al menos tal como nos ha sido transmitida : sobrio, enérgico, eficaz, sin lugares comunes, pero rico en esas bellas fórmulas consagradas que desde Homero forman parte del estilo de la verdadera epopeya, impresiona por su sencilla grandeza y sorprende a menudo por un brillo intenso y poderoso. España bien puede estar orgullosa de su epopeya medieval, lamentando las desdichadas circunstancias que han causado la gran pérdida de sus textos.» Superfluo sería añadir ahora nada a e sta impresión que la epopeya española produjo en e l conocedor de la epopeya fran­ cesa más sabio y de más fina sensibilidad artística. A conti­ nuación intentaremos dar a conocer en particular alguno de los textos conservados, reconstruir algo de lo perdido, y sobre todo, observar la prolongada vitalidad de esa poesía primitiva, esbozando sus transformaciones a través de los siglos. Tal será e l objeto de los capítulos siguientes.

CAPÍTULO 1 1

CASTILLA Y LEóN

La unidad política de España rota con la invasión árabe.-Orí­ genes del condado de Castilla en antagonismo con León. Poema de Fernán González Poetiza las luchas de la naciente Castilla con los musulmanes y con los cristianos hostiles.-La venganza de familia .-La enemistad política entre el condado de Castilla y el reino de León. Castilla, hecha reino, aspira a la hegemonía política de Espa­ ña.-Guerras entre los hijos del primer rey castellano. Cantar del cerco de Za mora Escen a de la muerte del rey Femando.-Ambición del rey S ancho de Castilla.-Muerte de éste por traición del leonés Vellido Dolfos.-Los castellanos retan a la ciudad leonesa de Zamora .-Juramento que los castellanos exigen al rey leonés antes de reconocerle.-Elevado espíritu poé­ tico en que este cantar de gesta se inspira.-Conclusión. .-

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La unidad política de España, sólo realizada completamente por los reyes visigodos y, a destiempo, por los de la casa de Austria, tuvo alternativas muy profundas; anhelada por los espíritus más elevados, y combatida por inmediatos intereses de las partes mal unidas, fue precaución frecuente de unos u otros. El catalanismo de nuestros días, en uno de sus aspec­ tos, no por cierto e l más noble ni el más fecundo, es el recuer­ do actual de esas discordias, recuerdo pálido, si se le compara con la viva rivalidad que, por e jemplo, separó a León y a Castilla en otro tiempo. Estos dos nombres, Castilla y León, que hoy nos suenan como indisolublemente unidos, tardaron mucho en soldarse así. Los vaivenes de su acercamiento y repulsión dejaron hon­ da . huella en la historia de los siglos x al XIII, y e s por demás interesante ver cómo este aspecto de la fermentación nacional

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se refiej,a en la literatura antigua, en dos poemas cuyo dife­ rente espíritu quiero mostrar aquí. Los pueblos germanos que se establecieron en España pro­ fesaban la herejía de Arrio y un altivo exclusivismo de raza ; y ambas cosas les mantuvieron muy aislados de la población romano-española, que era ortodoxa atanasiana. Más de siglo y medio tardaron los visigodos en abjurar el arrianismo, y más de dos siglos en abolir la prohibición de matrimonios entre sí y los hispano-romanos. Después de estos dos impor­ tantes acontecimientos, la unificación nacional parecía ya constituida ; mas apenas habían pasado sesenta años, fue arruinada tan laboriosa obra con la invasión de los árabes. Este nuevo pueblo, antes desconocido de la historia, se levan­ taba ahora con un vigor increíble ; en un empuje conquistaba gran parte de Asia y de África y se arrojaba irresistible sobre Europa. España recibió este choque y sucumbió, sufriendo la crisis más grave de su historia, a que le condenaba su situa­ ción geográfica entre los pueblos europeos. La cordillera pi­ renaica fue el manto protector que amparó los pocos hombres de ánimo independiente que pudieron huir de la invasión árabe. Sólo al abrigo de esos montes van surgiendo pequeños núcleos de resistencia, empeñados en una empresa común, unidos por el antiguo nombre de España y por el de Cristo, pero materialmente aislados y con distinto carácter. Así van creciendo el reino de Asturias y León, tradicionalista, here­ dero de todo el ideario y mecanismo político de la extinguida monarquía visigoda; Castilla, rebelde a ese tradicionalismo, innovadora y llena de aspiraciones ; Navarra, resurgiendo con el espíritu indomable y apartadizo de los vascos ; Cataluña, nacida como una prolongación de la Aquitania, antes de tener la conciencia de su personalidad hispánica. Simplificando mucho las cosas podríamos decir que mientras León, lo mis­ mo que la mayor parte de Aragón y Cataluña, renacen sobre un fondo de población ibérico, Castilla se reconstruye sobre un fondo cántabro-celtíbero. Acaso es ésta la causa de la fiso­ nomía especial con que Castilla aparece en la historia y de la hegemonía decisiva que ejerció en la trabajosa reconstrucción de España ; acaso pudiera deberse también a la acumulación en esa tierra celtibérica de ciertos elementos germánicos, di­ versos de los que prevalecían en Toledo y demás partes de la monarquía goda. Lo cierto es que Castilla fue, entre todos los pueblos de la Península, el único que heredó la poesía heroica de los visigodos. A primera vista parece haber con-

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tradicción entre la aceptación de esta herencia poética y la repugnancia que Castilla mostró, en el siglo x, hacia la legis­ lación visigoda mantenida en León ; pero tal contradicción es sólo aparente. Sabido es que el código visigótico se dejó influir demasiado por el derecho romano y el eclesiástico, de modo que contrariaba las costumbres más arraigadas de los germa­ nos, como la venganza privada, que alienta en el fondo de toda la epopeya, y el duelo judicial ; claro es que estas y otras costumbres análogas habían de mantenerse y retoñar prefe­ rentemente en la región que rechazaba el código que las pros­ cribía, es decir, en Castilla, más bien que en León. Estas dos regiones tenían en sus orígenes un sello bien distinto: el reino astur-leonés nació fortalecido con los restos de la nobleza goda de Toledo, que ante la increíblemente rápi­ da invasión musulmana se refugiaron en Asturias. A Alfon­ so 1, entronizado al abrigo de las montañas asturianas, se le daba el título de «descendiente del rey godo Recaredo» (de stirpe regis Recaredi et Ermenegildi). Así León fue en los pri­ meros cuatro siglos de la reconquista mirado por los otros estados cristianos de la Península como legítimo heredero del imperio visigodo toledano. En los documentos públicos de Castilla casi siempre, y en los de los otros estados cristianos algunas veces, al lado del nombre del conde o del rey propio, se registra también el nombre del rey de León, como superior jerárquico de toda España, y a veces dándole el significativo título de imperator. León, fiel a su herencia y a su alta re­ presentación, era una monarquía arcaizante, empeñada en conservar en vigor el código visigodo, y aquel fuerte carácter clerical del destruido reino, que se manifiesta bien, ora en los concilios de León y Coyanca, resurrección de los antiguos concilios visigóticos de Toledo, ora en el señorío temporal de obispos y abades, que pesaba sobre las grandes poblaciones del reino leonés. Castilla se levantó enfrente, con una tendencia revolucio­ naria e innovadora. Era una de tantas provincias o condados del reino leonés, gobernada por varios condes que nombraba el rey de León. Pero e stos condes se volvían a menudo rebel­ des, llevando siempre mal las dos grandes sujeciones del con­ dado respecto del reino : la obligación de todo vasallo de acudir a la corte del rey cuando éste le llamase y la necesidad de todo litigante de ir en alzada a los jueces de León, que tenían su tribunal a la puerta de la iglesia catedral de aquella ciudad, y juzgaban por el código visigótico, llamado Fuero

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de los jueces de León (Forum judicum, Fuero judgo). El espíritu autonomista de Castilla fue a veces ahogado en san­ gre. El rey de León, Ordoño II, a principios del siglo x, llamó a su palacio a los condes castellanos, y cuando éstos, cumpliendo su deber de vasallos, se le presentaron, los hizo encadenar y los llevó a León, donde la leyenda dice que fue­ ron muertos. Los castellanos entonces eligieron dos jueces que, teniendo su tribunal en Burgos, les librase de acudir al tribunal de León ; y pronto un conde, Fernán González, de singular energía y habilidad política, y de gran talento mili­ tar, dio cuerpo a esta autonomía y logró en algún modo su reconocimiento por parte de León. Entonces se dice que los castellanos recogieron por toda su tierra cuantos manuscritos del código visigótico pudieron encontrar, y los quemaron en Burgos ; sus jueces dieron libre acogida legal a las nuevas costumbres civiles y políticas, que no eran en muchos casos sino supervivencia de antiguas costumbres germánicas ; los condes se aplicaron a dictar pequeños códigos para cada ciu­ dad según los usos propios de cada una, concedieron privi­ legio y exención de caballeros a cuantos servían en la guerra con un caballo de batalla, aunque por su nacimiento no per­ teneciesen a la casta de hidalgos, suavizaron la servidumbre, hasta extinguirla. Pronto Castilla se distinguió de León ade­ lantándose en una variada y nueva legislación municipal y en una constitución democrática de la caballería, que en todas partes era esencialmente nobiliaria. De este modo nació Castilla como región bien caracterizada dentro de las demás de España. Literariamente se distinguió también Castilla de todas las demás regiones por haber sido, como ya dijimos, la única dentro de la Península que heredó la poesía heroica de los visigodos. Esta limitación es análoga a la que ocurre en Fran­ cia, donde la epopeya es de origen franco y radica primitiva­ mente sólo en el norte del territorio, en especial en la parte lindante con Alemania, donde el germanismo fue más vigoro­ so ; en la antigua Austrasia (en la Lorena) y en las regiones limítrofes de la Neustria (en Flandes y Picardía). Ahora bien : esta epopeya española, en sus principios abso­ lutamente castellana, nos cuenta de modo novelesco los orí­ genes políticos del condado de Castilla bajo el gobierno de Femán González. El poema consagrado a este famoso conde fue escrito ha­ cia 1 250 por un monje de San Pedro de Arlanza, ilustre mo-

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nasterio de Castilla. Es, pues, un poema más erudito que popular; pero inspirado indudablemente en otro poema popu­ lar anterior, como se ve bien por el tono de muchos episodios. El poema ( 1 ) cuenta detenidamente las guerras incesantes que el conde Fernán González sostiene contra el gran rey de Córdoba, Almanzor, contra el rey de Navarra y contra el conde de Tolosa. Apenas acababa de vencer una batalla, em­ prendía otra guerra, sin dar a sus vasallos tiempo para reposar, ni siquiera para desvestir sus armas. En vano ellos murmuraban : «Esta vida no es sino propia de demonios, que jamás tienen un punto de reposo ; mientras para todos los seres creados hay un descanso, nuestro conde parece Satanás y nosotros la hueste infernal (cuyas azuladas lumbres se ven de noche vagar en los cementerios y en los montes); nuestro único solaz es arrancar almas de los cuer­ pos, combatiendo.» Pero el conde les sabía animar con un oportuno discurso moral y sus vasallos le seguían llenos de entusiasmo a buscar otra victoria. Así, el incansable guerrero castellano, tan arrogantemente pintado en el poema, quedó en la imaginación popular como el campeón eterno del cristianismo, que ni en su sepulcro de Arlanza quería descanso, pues en todas las grandes guerras de la cristiandad los huesos del héroe se agitaban inquietos dentro del sepulcro y su alma volaba sobre los campos de ba­ talla, atraída por la matanza de musulmanes. Esto aseguraban testigos presenciale s ; cuando Juan Hunyada venció en Bel­ grado a Mahomet II, o cuando los Reyes Católicos empeza­ ron la última guerra de Granada, se oyeron ruidos de huesos y golpes en el sepulcro de Arlanza ; y la noche antes de rom­ perse la tremenda batalla de las Navas, pasó sobre la ciudad de León gran fragor, como de un ejército, que fue a golpear la puerta del panteón real de San Isidro : eran el conde Fer­ nán González y el Cid, que iban a despertar en su tumba al rey Fernando 1, para que acudiese con ellos a la batalla. Menos fácil fortuna que en las guerras tuvo el conde en la paz. El rey de León don Sancho le llamó a su corte, y el conde tuvo que obedecer, aunque de mala gana; deseando ser independiente, se veía obligado a ir a besar la mano del rey

( 1 ) Poema de Fernán González, texto crítico con introducción, notas y glosario por C. Carroll Marden, Baltimore, 1904. He hecho nueva edición en mi obra Reliquias de la poesía épica es­ pañola, 195 1, pág. 34. NÚM. 1561. - 3

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al saludarle, reconociéndose así públicamente vasallo. Iba el conde en un hermoso caballo árabe, que había sido de Alman­ zor, y llevaba en el puño un azor mudado, que no había otro mejor en toda Castilla. Tan buenos eran el caballo y el azor del conde, que el rey de León se acodició de ellos y se los quiso comprar. El conde, generoso, no quiere sino regalárselos ; pero el rey, no menos generoso, juzga incorrecto aceptarlos si no es en venta, y ofrece mil marcos como precio. :este es aceptado por el conde, pero con la condición de que el rey ha­ bía de pagar en d ía fijo, y si se retrasaba el pago, se duplicase cada día el precio. El rey de León consintió ; y luego, sin saber a cuánto se había obligado, no se volvió a acordar más de tal convenio. El conde se despidió de su rey; pero la reina, al despedirle, le tendió una red peligrosa : ofrecióle el casamiento de una sobrina de ella, princesa de Navarra, y escribió secretamente al rey de este país para que, en vez de consentir el matrimo­ nio, prendiese al conde y vengase en él viejos agravios de fa­ milia. El buen conde cayó en el lazo, y convino una entrevista con el rey de Navarra ; cada uno debía concurrir al lugar de Cirueña sólo con cinco caballeros ; pero el navarro llevó más de treinta, y prendió al conde sacrílegamente en una ermita donde se había refugiado. Un grito del cielo mostró la indig­ nación de Dios por tal atropello, y el altar de la ermita se partió de arriba abajo, y partido se ve hoy en día, dice el poeta ; mas a pesar de tal prodigio, el conde fue aherrojado y metido en un castillo de Navarra. Fernán González caía así víctima de una venganza; él ha­ bía matado al anterior rey navarro, y la hermana y el hijo del muerto quieren vengarle. Los medios que para ello em­ plean no son aprobados por el poeta, quien, sin embargo, aprueba el propósito como irreprochable : «La reina de León -dice- buscaba siempre a los castellanos la muerte y la deshonra ; quería vengar a su hermano y por eso nadie podrá culparla.»

era de castellanos enemiga mortal, de buscarles la muerte nunca pensaba en al, non la debíe por ende ningún omne reutar. He aquí una muestra típica del que el Poema de Fernán González, de acuerdo con otros textos jurídicos y literarios,

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llama «odio viejo guardado» ( 1 ) ; este odio es el instigador de esas venganzas familiares en que desahogaba su energía el alma bárbara de aquellos señores del siglo x, protagonistas de los poemas épicos. Los hijos del conde Vela, que heredan el odio guardado por su padre, y después de muchos años lo hacen caer sobre la persona inocente del hijo del ofensor, son el ejemplo más típico. A veces el rencor viejo, disimulado con falsas reconciliaciones, no retrocede ante la traición contra los parientes, contra la patria y contra la fe, como en el caso de Ruy Velázquez que entrega sus sobrinos a los moros. Y aún la epopeya nos presenta más rencorosas a las mujeres ; ellas enardecen para la venganza el odio adormecido en el corazón del hombre ; y eso hacen, no sólo aquellas ricashem­ bras que la poesía trata de pintar desfavorablemente, como la reina de León, enemiga de Fernán González, o doña Lam­ bra, la mujer de Ruy Velázquez, sino también la heroína del poema, como la madre de los Infantes de Lara, que quiere inclinarse para beber la sangre que manan las heridas de su enemigo hermano; o la primera reina de Castilla, que como presente de boda, recibe amarrado al conde que la agravió, y ella misma le despedaza haciendo de verdugo. Ni las unas ni las otras tienen nada que envidiar en ferocidad a los más exagerados tipos de barbarie que nos da, por su parte, la epo­ peya francesa. Pero el Poema de Fernán González nos da también, en con­ traste, la nota delicada de otra mujer, que olvida ese bárbaro deber familiar, vencida por el amor que en ella despierta el héroe de quien debiera vengarse. La joven infanta de Navarra oyó a un peregrino lombardo alabar al conde Fernán Gon­ zález, supo además que estaba preso por amor de ella, y entre curiosa y enternecida, se decidió a visitarle, a escondidas, en la prisión. Al entrar habló así al asombrado prisionero : «Buen conde,

( 1) La expresión « saña vieja al�ada» ocurre en el Poema de Fernán González, copla 2 1 5 (véase nota de Marden, pág. 176) , y en el Libro de Alixandre, publicado por A. Morel-Fatio, Dres­ de, 1906, copla 1583; « saña alzada» en Berceo, Milagros de Nuestra Señora, copla 395, y «sayna vieylla» en un documento del año 1 192, inserto en el Fuero de Navarra, V, 2, 4 (edición de P. Ilarregui y S. Lapuerta, Pamplona, 1869, pág. 97 b). En el Fuero, la expresión sayna vieylla corresponde a la otra emplea­ da más arriba: venganza de malquerienza d'antes.

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esto hace el noble amor, que quita a las damas vergüenza y miedo y la s hace olvidar a sus padres por su amante.» Buen conde, dixo ella, esto

faz

buen amor,

que tuelle a las d u eñas vergüeníDA t

prendas suelen tener un valor de afección : tal moro luce una toca labrada por su amiga ; los hidalgos cristianos de Jaén llevan, por reatas de sus monturas, listones que les dieron sus damas al despedirlos, mientras ellos les prometían no volver de la cabalgada sin traerles un moro en aguinaldo. La galan­ tería es también el alma de los regocijos públicos. Los moros que hacen fiesta en la vega de Granada llevan pendones muy ricamente bordados por las damas de quienes son galanes; el moro que no tiene amores no escaramuza ; y las damas son testigo del valor de los caballeros, presenciando la fiesta desde las torres de la Alhambra. Más tarde en pleno siglo xvr y en el XVII, e sta descripción de galas y fiestas, recargada en vistosos pormenores, la galan­ tería viniendo a ser el pensamiento único de los caballeros, la acción tejida sólo de amores, celos y desdenes, fue lo que constituyó los romances moriscos, que no son sino una forma ulterior de los fronterizos. Bajo este ropaje morisco los poetas españoles gustaron disfrazar su lírica ; no hubo entre los si­ glos xvr y XVII género más de moda, así que el romance mo­ risco cundió como mala hierba en el Romancero. El lector no especialista puede disfrutar el conjunto de unos dieciséis ro­ mances fronterizos y veintiún moriscos, artificiosamente en­ gastados como piedras finas en bien pulida prosa, leyendo la Historia de las guerras civiles de Granada, del murciano Gi­ nés Pérez de Hita. Muy conocedor éste de su materia, como soldado en las guerras con los moriscos de las Alpujarras, en­ treteje los romances en una trama novelesca, y los realza, dán­ donos una viva impresión del escenario donde la acción se desarrolla: esa Alhambra que aunque descolorida, desmante­ lada y apagado en ella el espíritu musulmán que la animó, aún es ahora el encanto del viajero; y esa vega, limitada de un lado por la oscura Sierra Elvira, y de otro por las blan­ curas de la Sierra Nevada, llena de cármenes y jardines, que al decir de Pérez de Hita, estaban cultivados como maceta de claveles y albahaca por la sabia mano de la agricultura mo­ risca, y de cuya amenidad, luego de la reconquista, quedaban sólo restos lamentables. El libro de Pérez de Hita tiene el encanto de un ensueño. Washington Irving interpreta las impresiones de todo lector, al expresar las suyas de este modo : «Desde mi primera juven­ tud, cuando a orillas del Hudson fijé por primera vez mis ojos en las Guerras de Granada, esta ciudad ha sido siempre

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objeto de mis ensueños, y a menudo he paseado con la ima­ ginación por los románticos patios de la Alhambra.» Pérez de Hita desarrolla un eficaz contraste artístico, pín­ tando primero con los más vivos colores la alegría de Granada, deslumbrante de fiestas, saraos, juegos de cañas y amores de la nobleza granadína tan rica en galas como en íngenio, y contando después el luto y ruína en que se hunde la ciudad con la matanza de los abencerrajes y con la guerra que co­ mienzan los Reyes Católicos. La acción termina con la ren­ dición de la ciudad a los conquistadores ; sobre la ancha torre de Comares, dentro de la cual se hallaba el salón del trono de la Alhambra, se enarbolan la cruz y el estandarte de Cas­ tilla ; la Reína Católica, que lo ve desde la vega, cae de rodillas y la capilla real entona el Tedéum, mientras lloran de emo­ ción los aguerridos castellanos. Tal es la novela de Pérez de Hita que hizo famosos en el mundo los romances fronterizos y los moriscos ; ella ínspiró nobles imitaciones, como la de Chateaucriand o la de Wash­ ington Irving, y despertó en más de uno, como en Walter Scott, el deseo de saber el español ; el gran novelista dolíase de no haber leído antes la obra para haber puesto en España la acción de alguna de sus creaciones.

* Los romances fronterizos son los últimos retoños de la poesía heroica nacional. Con la toma de Granada la poesía heroica agotó su segunda vida y nunca ya supo hallar otros manantiales de inspiración. El latido postrero de esta vena moribunda se percibe setenta años después, cuando la rebe­ lión de los moriscos de las Alpujarras hizo recordar la añeja guerra de moros y cristianos, popular durante tantos siglos. Un soldado de don Juan de Austria halló la última nota de la inspiración tradicional, para componer el romance del le­ vantamiento de la Galera en 1 5 70. Ya no lograron promover una poesía tradicional las nuevas fases de la vida patria, ni siquiera las grandes empresas de la exploración y conquista del Nuevo Mundo. En América no faltaron ciertamente ni la misma raza castellana ni la acción heroica ; ésta aún tomaba gigantescas proporciones : imperios destruidos, territorios inmensos que se ganaban para Dios y el César. Con todo, no nació un Romancero americano. La musa heroica que de Castilla la Vieja, donde vivía avecindada

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en los siglos x y xn, se había trasladado en el XIV a los reinos de Jaén y Murcia, no supo emigrar al Nuevo Conti­ nente. Es cierto que la colonización de América ocurrió al tiempo en que el romance estaba más en boga en la memoria de todos ; pero no era ya un período creador. Cortés y los conquistadores, como luego se verá, llevaban su cabeza llena con recuerdos de romances viejos, pero no crearon nada se­ mejante a los romances fronterizos. Y es a primera vista bien chocante este agotamiento, ya que la épica continuó vi­ viendo ; pero vivió sólo de recuerdos pasados, quedando estéril, falta del vigor artístico necesario para engendrar materia poética de la realidad actual, precisamente en los momentos de hazañas más aventureras y heroicas, tales como las empre­ sas españolas en Italia, Alemania, los Países Bajos y en el Nuevo Mundo. Hay aquí, sin duda, un problema estético y cultural muy interesante. Ante todo debemos hacer alguna consideración dentro de lo que primero pensó la crítica romántica. Si la epopeya es un producto literario complejo, que requiere con­ diciones de cultura artística bastante desarrolladas y de vida social bastante sencillas, y si la idealización épica sólo se logra gracias a cierta fermentación nacional que desenvuelve el ca­ lor para ella indispensable, manteniendo una concepción de la vida firme, ajena a las vacilaciones que engendra una re­ flexión atenta, entonces no nos chocará la muerte de la poesía heroica popular castellana en el siglo XVI, sino al contrario, su larga vida hasta el comienzo de la Edad Moderna. La edad de la producción épica, se ha dicho, suele ser una edad primitiva : en Grecia, el período de la emigración eólico­ aquea ; en Francia, el de las dinastías Merovingia y Caro­ lingia. Pasada esa época, la poesía heroica puede seguir vi­ viendo; pero ya no se inspira en los hechos actuales, sino que canta los antiguos : le falta en l os ojos luz para ver cuanto le rodea, y entretiene su vejez tan sólo con los recuer­ dos del pasado. Dentro de estas consideraciones, la longevidad de la épica castellana se aprecia bien en relación con la vida de la épica francesa. Los últimos acontecimientos históricos que inspira­ ron a la epopeya en Francia son de fines del siglo x, esto es, coetáneos de la ruina del imperio carolingio y de la constitu­ ción definitiva de la nacionalidad. En España la vieja epopeya se inspira en los sucesos actuales hasta fines del siglo XI, con el Cid ; mas luego, continúa despierta a la realidad, y la se-

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gunda producción épica, la edad del Romancero, no acaba hasta que la nación se constituye definitivamente. Con la toma de Granada y la reunión de los reinos de España en manos de los Reyes Católicos, estaba completa la reconquista y asentada la nación en sus fases fundamentales. Entonces la poesía he­ roico-popular, una vez cumplida su misión de dar aliento a estas empresas, cesó de inspirar nuevos cantos. La vida le jana de las colonias, lo mismo que las campañas extranjeras en los países europeos, no eran ya de su incumbencia. Creo yo ahora que e stos antiguos conceptos, verdaderos en su fondo, deben reducirse a términos estrictamente literarios. La epopeya es una historia poética que sólo puede vivir en cuanto el interés público por la vida nacional es bastante po­ pular, bastante unánime y bastante cálido para revestir un carácter fuertemente afectivo y sentimental, más que práctico y positivo, por lo cual la colectividad prefiere la información poética a la documental e historiográfica. Esto puede ocurrir en algunos pueblos, en épocas de aquella fermentación na­ cional, antes aludida, en las que se trabaj a para asentar las piedras angulares del futuro. Por el contrario, cuando en las épocas de madurez el interés público toma un sesgo realista, no puede satisfacer sino el noticierismo prosaico, la crónica y la historia ; entonces podrán producirse también relatos poé­ ticos de los sucesos impresionantes, pero no alcanzarán la vitalidad colectiva de la epopeya. Se escribieron romances coetáneos sobre las conquistas de Méjico y del Perú, sobre Lepanto, sobre las guerras de Flandes, pero ninguno llegó a popularizarse permanentemente, ni menos a hacerse tradicio­ nal, elaborándose durante su transmisión. Además todas esas empresas se realizaban en países lejanos, fuera de la vista del pueblo ; el interés que despertaban no podía ser bastante ge­ neral ni bastante vehemente, y se satisfacía de sobra con las relaciones e historias que en abundancia se escribían. La única épica que podía producirse era la de tipo docto : la Araucana, el Arauco domado de Oña, el Cortés valeroso de Laso de la Vega, los Varones ilustres de Indias de Juan de Castellanos, La Argentina de Barco Centenera ( 1 ).

*

(1) Este párrafo fue añadido en la segunda edición. Desen­ vuelvo aqui algo el concepto de la edad heroica que di en La España del Cid, 1 92 1 , pág. 6 3 3 . NÚM. 1561. - 6

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Pero si el Romancero no producía ya nuevos cantos tradi­ cionales en el siglo XVI, lograba en cambio la mayor difusión de sus antiguas producciones. Todos entonces, nobles y plebe­ yos, sabían de memoria los romances viejos, saboreando sus tonadas sentidas y melancólicas. A fines del mismo siglo xv las altas clases sociales para quienes la epopeya había nacido, seguían gustando de los romances. El rey Enrique IV, al decir de su cronista «cantaba muy bien de toda música, ansí de la Iglesia como de romances e canciones, e había gran placer de oirla». El romance de la muerte injusta de los caballeros Carvajales era uno de los que «solía oír cantar muchas veces la Reina Católica, enterneciéndose del agravio manifiesto que hizo el rey Fernando a estos caballeros» ; y el hidalgo Barba, a quien alude el Cancionero General, perdidos ya los amores de la juventud, conservaba, entre los más gratos «dulzores del buen anciano vevir», el amor a alabarse de haber sido buen guerrero, de haber estado en el ataque primero contra Gra­ nada y el amor a los romances :

Amor e n cantar l a historia de los «Infantes de Lara» ... amor en cantar al temple : «De vos, el duque de Arjona.» Más tarde, en todo el siglo XVI, la boga continuó entre las altas clases. Felipe II, cuando aún era niño de ocho años, co­ nocía ya bastante romancero para sacar de él agudezas infan­ tiles : un cortesano le importunaba a menudo con la misma petición : «Señor, cuando Vuestra Alteza sea rey, hacerme ha merced ; prométame Vuestra Alteza algo para entonces . » Hasta que cargado el príncipe, le parodió los versos de la jura en Santa Gade a : «Hulano, mucho me aprietas ; mañana me besarás la mano.» Entre la gente de letras el romance gozaba de altísimo apre­ cio. Un bibliófilo como Fernando Colón, el fundador de la Biblioteca Colombina de Sevilla, hijo del gran navegante, entre las preciosidades que adquiría para su tesoro de libros, figuran multitud de romances impresos en pliegos sueltos, que compró en la renombrada feria de Medina del Campo por noviembre de 1 5 24. Juan Díaz de Rengifo, en su Arte Poética publicada en 1 5 92, menciona los romances como la más eficaz poesía histórica. «¿Quién, dice, no ha experimentado en sí los efectos que se despiertan en el corazón, cuando oye cantar alguno de los romances viejos que andan de los zamoranos y ..

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de otros casos lastimosos?» Y el preclaro historiador Maria­ na, al lado de las Crónicas sobre el mismo cerco de Zamora, cita, como fuentes del histórico relato, «los romances viejos que andan en este propósito, y se suelen cantar a la vihuela en España, de sonada apacible y agradable» . Los tratadistas de música d e la época, como Milán ( 1 5 3 4), Valderrábano ( 1 547), Pisador ( 1 5 5 2), Fuenllana ( 1 5 54), Sa­ linas ( 1 5 77), incluyen en sus obras algunas de esas tonadas, llenas de encanto y dulzura ; los novelistas, verbigracia Cer­ vantes y fray Jerónimo Yáñez de Ribera, nos atestiguan por su parte la costumbre que la gente de las ciudades tenía de cantar a la vihuela romances viejos y nuevos en las horas de recreo en común ; y Fernández de Oviedo da testimonio de cómo los recitaban también las gentes de clase más humilde, los labradores en sus danzas corales, cuando «en verano con los panderos, hombres y mujeres se solazaban». Las mucha­ chas los cantaban bordando en sus almohadillas, las fregonas los entonaban acompañándose del ruido de los platos, y según frase consagrada por Lope y por Quevedo, los niños los canta­ ban «al son de la aceitera y el jarro», cuando su abuela les mandaba a comprar aceite o vino. El romance, presente en la memoria de todos, saltaba por doquiera en la conversación, para sazonada con donaires. Don Francesilla de Zúñiga, el célebre truhán de Carlos V, los re­ cuerda a menudo y u sa de ellos en los apodos y agudezas de que está salpicada su crónica burlesca del emperador. Baste decir que en la famosa Floresta de Melchor de Santa Cruz, entre los siete chistes «de responder con copla antigua», seis de ellos responden con un romance viejo.

* Se comprende que una poesía tan gustada de todos había de tener una influencia literaria notable. Las imitaciones de los poetas más o menos cultos no se hicieron esperar. En la primera mitad del siglo XVI se compusieron bastantes roman­ ces semipopulares, que se inspiraban en la tradición oral y en las crónicas referentes a los asuntos de la epopeya caste­ llana o francesa, pero que aprovechaban estas fuentes con bastante libertad, innovando a veces los principales datos con­ sagrados por la tradición, o poetizando episodios hasta enton­ ces no tratados. Recordemos que entonces se compusieron gran parte de los romances sobre la aventura amorosa y las desdi-

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chas del rey Rodrigo, famoso más que ninguno en las litera­ turas románticas inglesa y francesa ; entonces también entró aquel episodio de las Mocedades del Cid nunca cantado por los romances viejos y luego tan repetido, en que el padre de Rodrigo pone a prueba el valor de sus hijos para saber a cuál ha de confiar su venganza. En la segunda mitad del siglo XVI la imitación tomó otro camino. Entonces la publicación en 1 54 1 de la Crónica Ge­ neral de España hizo accesible al público este gran monu­ mento de la historiografía medieval, y varios eruditos se dedicaron a versificar los relatos más llamativos que hallaban en la venerable crónica, estimándolos más dignos de divulgarse en una forma métrica que las escenas contenidas en los ro­ mances viejos, entonces tan en boga. Así Alonso de Fuentes publicó en 1 5 5 0 Cuarenta cantos peregrinos sobre historia de España, y Lorenzo de Sepúlveda, otro historiador poeta, dio a luz en 1 5 5 1 Romances nuevamente sacados de historias «en tono de romances viejos, que es lo que agora se usa», de­ seando que sus versos aprovechasen a los «que cantarlos qui­ sieran en lugar de otros muchos impresos ... , harto mentirosos y de poco fruto» . Tales palabras nos dicen que estos autores más que de imitar, trataban de contraponer un Romancero erudito e his­ tórico al Romancero tradicional. Lo único que imitaban de los viejos romances era el metro y la asonancia, en vez de los «consonantes trabados y limados», demostrando la más abso­ luta incapacidad para sentir la belleza del estilo épico-lírico. Se limitaban a seguir en sus relatos puntualmente la narra­ ción de la historia, sin arte ni invención alguna, sin mudar siquiera el giro prosaico que rimaban. Algo después de estos eruditos rimadores de crónicas, en las dos últimas décadas del siglo XVI, llegaron los verdaderos poetas a comprender el romance como forma artística y a componer romances por su cuenta, desarrollando plenamente una tendencia que apuntaba ya desde fines del siglo xv. Bien lejos de ceñirse al relato histórico, buscaron más independien­ temente la inspiración y procuraron adornar el relato con varios artificios poéticos, alusiones mitológicas, pompas retó­ ricas, máximas y reflexiones morales ; hasta acudieron a veces a remedar la lengua medieval. El asunto legendario antigu o o el inventado de nuevo por estos poetas, era lo de menos, pues servía sólo de pretexto o motivo para las hábiles varia­ ciones que a propósito se le ocurría ejecutar al artista ; en

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cuatro palabras solían indicar la situación o el tema, y luego se desbordaba la inspiración en detalles accesorios, en des­ cripciones animadas, en monólogos llenos de elocuencia. Estos son los romances que llamamos artificiosos. El romance así concebido sirvió de forma poética en que pudieron encarnar la rebosante y plástica inspiración de Lope de Vega, el bri­ llante cultismo de Góngora, o el conceptismo sentencioso y humorista de Quevedo. Los romances de estos y de otros poetas que nos los dejaron en gran parte anónimos, tampoco tienen nada de común con los romances viejos, si no es el fondo del asunto cuando es tradicional, y la forma métrica ; y aun ésta se muestra muy afinada ; los asonantes son más difíciles y esmerados que an­ tes, y la puntuación o distribución de cláusulas se regulariza para formar cuartetas, llegando en esta tendencia estrófica hasta la adopción del estribillo lírico, que a veces iba en verso endecasílabo. Los romances artificiosos tuvieron un éxito merecido, que redundó en perjuicio de los viejos. Las numerosas colecciones que se publicaron a partir de 1 5 5 0 y que en un principio acogieron a buen número de romances tradicionales, fueron poco a poco eliminándolos, y el olvido fue completo al apa­ recer el Romancero General en 1 600, que ya no contiene más que romances artificiosos. Éstos aún hoy son, sin duda, los más saboreados y los que las gentes saben de memoria, ( 1 ). Cuando se habla en general del Romancero, acuden a la me­ moria en primer término romances de esta clase, como el del desafío del Moro Tarfe, o el de Azarque el granadino, o el del Forzado de Dragut, compuesto por Góngora; pero muy pocos recordarán un romance fronterizo. Si se habla en es­ pecial del Romancero del Cid, se citará el del desafío del Cid al conde Lozano, celebrando la fabla en que está escrito, esa «fabla antigua» llena de neologismos arbitrarios que preten­ den ancianidad, y se repetirán, creyéndolas auténticas, pala­ bras del tiempo del Cid : que la sangre despercude

mancha que finca en la honor.

Se traerán a la memoria también aquellos romances de las cartas que se cruzaron entre Jimena y el rey, cuyo hechizo ( 1) En estos últimos decenios el gusto ha cambiado notable­ mente y el Romancero tradicional es más gustado.

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mujeril y cuya delicada ironía tanto alabaron Federico Schle­ gel y Durán ; o se encomiará la sana malicia que campea en la disputa del Cid con el abad de Cardeña (romance en fabla, creído de los más viejos por un erudito como Edelstand Du Méril), o se recitarán los romances de las bodas del Cid, gra­ ciosa fantasía sobre el patriarcal lujo de la España de antaño. Algunos modernos eruditos, estudiosos del Romancero vie­ jo, tachan de exagerada la admiración que los romances artificiosos despiertan, pues no descubren en éstos nada co­ mún con los romances primitivos, sino a todo más el dato fundamental o el fondo de la escena. Pero aun desde un punto de vista puramente legendario no podemos despreciarlos. Ellos desarrollan con ingeniosa habilidad las situaciones y los asun­ tos de la ruda epopeya extinguida, y sostenidos por el espíritu de la vieja poesía que evocan, saben revestirse de una inge­ nuidad, entre sincera y afectada, llena de agrado para una época que se sentía muy ajena a la sencilla y estrecha vida de la edad heroica, época de apogeo, de extraordinaria expan­ sión política y colonial por dos mundos, dominada en litera­ tura por corrientes de agudeza y preciosismo; pero esta época de refinamiento envidiaba la retirada vida solariega de la na­ ciente Castilla, y el candor, la patriarcal simplicidad del buen tiempo pasado, que los poetas del siglo xvn se complacían en fantasear, para hacer, por contraste, sátira del presente. Esa nostalgia «del buen anciano vivir», que se desahoga en ficcio­ nes más o menos acertadas de ideas, costumbres y trajes de otra edad es, sin duda, uno de los principales alicientes de los romances artificiosos : adórnanlos también muy especialmente la arrogancia de los sentimientos caballerescos y el ingenio de los conceptos sentenciosos. Además, téngase en cuenta que la imitación de los roman­ ces viejos por los romances eruditos y artísticos es en muchos casos, a pesar de lo que arriba dijimos, suficiente para pro­ ducir la impresión de unidad de e stilo entre los unos y los otros, y esta ilusión se produce no sólo en el ánimo del lector no especialista, sino en el mismo Dozy y en Du Méril, y aun en conocedores tan experimentados como Agustín Durán, que tomó por romance tradicional uno del Caballero Cesáreo, feliz colaborador de Lorenzo de Sepúlveda. Para estimar en la historia legendaria los romances no tra­ dicionales, ha de tenerse también en cuenta que en vista del conjunto de todos, y no en vista de los tradicionales sola­ mente, se han formulado las apreciaciones más elogiosas del

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Romancero, ora considerando a éste, cual Joaquín Costa hace, como la poesía heroica que más alto coloca el principio de la justicia y en que más ferviente culto se rinde al derecho eter­ no y a las leyes nacionales, ora mirándolo sólo desde el punto de vista artístico, como hace Hegel cuando en su Estética for­ mula este brillante encomio: «Los romances son un collar de perlas ; cada cuadro particular es acabado y completo, y a su vez estos cantos forman un conjunto armónico . . . , tan épico, tan plástico que la realidad histórica se presenta a nuestros ojos en su significación más elevada y pura, lo cual no ex­ cluye una gran riqueza en la pintura de las más nobles esce­ nas de la vida humana y de las más brillantes proezas. Todo esto forma una tan bella y graciosa corona poética, que no­ sotros, los modernos, podemos oponerla audazmente a [o más bello que produjo la antigüedad clásica.»

* La gran boga del romance en el siglo XVI ocasionó la ruina del género. Los asuntos de la vieja epopeya se agotaban por cansancio. Los romanceristas preferían los asuntos de pura ínvención, donde mejor podían lucir su inventiva, y si querían hablar de sus personales sentimientos en romance hallaban más apropiados el género morisco y el pastoril. Todo galán se disfrazaba de pastor o de moro, y según frase de Lope de Vega, había de rebautizar a su dama en algún romance : «Si es de cristianos, Amarilis; si es de moros, 1arifa.» El género morisco llevaba la superioridad, fue el género de moda. No había romance más cantado por grandes y chicos, desde el amanecer hasta la noche, que aquel en que una mora enojada dice a su amante :

Mira, Zaide, que te aviso que no pase8 por mi calle, ni hables con mis mujeres, ni con mis cautivos trates. Un poeta del Romancero General, al oír cómo aquí el boticario al son del almirez, más allá el pastelero picando la carne, acullá el sastre y el zapatero, y en calles y plazas las mujeres y chicos de todos los barrios cantaban a porfía el

Mira, Zaide, que te aviso que no pases por mi calle . . .

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pregunta, condolido del pobre moro :

¿adónde ha de ir el cuitado, pues en el mundo no cabe? Otro poeta del mismo Romancero Apolo contra los poetas moriscos :

General

pedía justicia a

Renegaron de su ley los romancistas de España, y ofrecieron a Mahoma las primicias de sus gracias . . . Los Ordoños, los Bermudos, los S anchos y los de Lara, ¿qué es de ellos?, ¿y qué es del Cid? ¡ tanto olvido a gloria tanta ! Y el poeta recuerda tristemente el comienzo de varios ro­ mances viejos :

Buen conde Fernán González, por el val de las Estacas, Nuño Vero, Nuño Vero, viejos son, pero no cansan. «Los mejores de todos (decía ya hacia 1 595 don Luis Zapata, autor del Carla famoso) son los romances viejos. De novedades, Iíbrenos Dios.» Pero ni Dios ni Apolo quisieron evitar el exceso de las novedades, y éstas a su vez se agotaron pronto después de haber hecho olvidar los romances viejos. Sin embargo, un destino más alto y más larga vida le esta­ ban reservados al romance tradicional. Pocos años antes del completo olvido a que le relegaban los romancistas del Ro­ mancero General de 1 600, el Romancero viejo ejercía una in­ fluencia decisiva en un dominio más vasto : formaba el teatro español naciente, le comunicaba su espíritu poético y nacional ; y en seguida triunfaba sobre la escena, gracias a Lope de Vega y a Guillén de Castro ; todavía en los tiempos modernos había de ejercer una acción preponderante en el triunfo del roman­ ticismo, como veremos más adelante. * Además, si los romances viejos eran excluidos de las colec­ ciones que se publicaban en el siglo xvrr, siguieron propagán­ dose, como en siglos anteriores, por medio de la tradición oral,

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mucho más eficazmente que por el libro impreso, y gracias a eso lograron una expansión territorial que parece fabulosa. Primeramente en 1 492, el destierro de los judíos difundió la lengua y las tradiciones españolas por África y Turquía. Aque­ llos millares de expatriados llevaban en su memoria los cantos de la Península y los conservaron cariñosamente, como recuer­ do de la patria perdida, tan cara para ellos cual otra Jerusalén. Y allá en Marruecos o en el apartado Oriente, continuaron siguiendo con interés la vida española, y mandando muchos de sus hijos a educarse en España, con lo cual recibía nuevo refuerzo la tradición de los romances. Esto se desprende del relato del capitán español Domingo de Toral, quien al llegar a Alepo en 1 634 se encontró más de ochocientas casas de ju­ díos, entre los cuales había asiduos lectores de Lope de Vega y de Góngora, los grande s maestros del romance artístico. Así el Romancero tuvo arraigo especial en el Oriente, llegando hasta influir en la poesía sagrada de los hebreos. Muchas composiciones poéticas judías de carácter religioso, obra del siglo XVII en adelante, como las del poeta neo-hebreo Israel Negara, o las de Magula, escritas en una especie de jerga es­ pañola, están hechas para cantarse sobre tonadas de romances españoles. Lo propio ocurre con las letanías rimadas, dichas juncos, que se recitaban, y aún se recitan, la mañana del sábado en la sinagoga principal de Andrinópolis ; y también a mediados del siglo XVII, el falso Mesías Sabbatai Zeví, in­ vocando las canciones españolas a todos gratas, ejercía sobre sus fieles un irresistible atractivo, cantándoles, con alusiones místicas, el romance de la linda Melisenda, hija del empera­ dor, la de labios de coral y carne de leche. Fruto de un recuerdo tan antiguo y repetido, el Romancero persiste hoy lleno de vida entre los judíos españoles, lo mismo en Tánger, Tetuán, Larache y Orán, que en Andrinópolis, Sa­ lónica, Constantinopla, Bulgaria, Bosnia, Rodas y dondequie­ ra que hay colonias de sefardíes. Además las versiones que ellos repiten son más arcaicas e interesantes que las de Espa­ ña, pues como es sabido, la tradición es más conservadora en los países adonde emigra que en el país de origen. También el Romancero arraigó vigorosamente en las regio­ nes españolas de habla no castellana ; a ellas se propagó en su época de gran difusión literaria, gracias al prestigio universal que la lengua de Castilla iba ganando. Cataluña ya en el si­ glo xv empezó a recibir el romance como forma propia, y

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luego, conforme la decadencia literaria del catalán se extremó, el romance castellano aumentó su prestigio hasta llegar a ser forma propia de la poesía popular catalana, ora cantando en castellano, ora en catalán más o menos mezclado de cas­ tellanismos, ora sirviendo de modelo a romances nuevos que cantaron sucesos históricos o temas novelescos propios de Cataluña. Al mismo tiempo se propagaba intensamente el romance en Portugal, aunque aquí, lejos de coincidir este hecho, como en Cataluña, con una decadencia literaria del país, coincidía con un gran florecimiento. Los poetas cortesanos de fines del si­ glo xv, y el coleccionador de sus producciones, García de Re­ sende, dan en sus versos muestra de tener muy presentes en la memoria los romances castellanos. El fundador del teatro por­ tugués, Gil Vicente, cita a menudo sobre la escena los ro­ mances desde 1 5 1 9, en una fecha en que aún las comedias castellanas no se acordaban de ellos o apenas los aludían. El gran poeta nacional Camoens los recuerda también en sus obras festivas como poesía de todos gustada. En fin, la tra­ dición moderna atestigua cuánto el pueblo portugués sigue aún apegado al viejo recuerdo, ofreciéndonos numerosas ver­ siones de romances recogidas tanto en Portugal, como en los archipiélagos de Azores y Madeira, algunas de las cuales están ya olvidadas en Castilla. Y aquí hay que observar algo semejante a lo que obser­ vamos respecto de los judíos españoles. La tradición penin­ sular de los pueblos no castellanos no sólo es única a veces en completar el Romancero moderno con romances descono­ cidos en las regiones centrales, sino que otras veces ofrece versiones mucho mejores que las conservadas en el antiguo reino de Castilla, y en vista de todo esto se hace muy vero­ símil la hipótesis que Carolina Michaelis de Vasconcellos funda en hábiles razones. Supone la ilustre romanista que Castilla , Portugal y Cataluña, esa unidad tripartida por el idioma, colaboraron, no sólo en la conservación, sino en la creación del Romancero; cree que así como el idioma gallego­ portugués fue la lengua lírica de la Península durante el si­ glo XIII y mitad del XIV, así el castellano fue la lengua épica en toda España, primero con los cantares de gesta en los siglos XII y XIII, luego en el XVI con los romances, muchos de los cuales pueden estar compuestos en castellano por autores portugueses o catalanes.

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Sea como quiera, el romance nacido en Castilla dejó en los siglos xv y XVI de ser poesía local castellana, para venir a constituir la poesía popular española por excelencia. Entonces era la época gloriosa para la historia peninsular y universal en que castellanos y portugueses de consuno, se hacían el mayor pueblo navegante y descubridor que nun­ ca existió. Ambos pueblos, bajo la autoridad pontificia, se repartieron ambiciosamente el mundo en dos mitades : el sur­ co de los navíos hispánicos, lanzados audazmente «por mares nunca de antes navegados», ensanchaba de modo increíble la faz del planeta y removía hondamente los destinos de multitud de razas humanas, bajo los climas y las constelaciones más di­ versos ; y cada conquistador y cada mercader que se hacía al mar, llevaba, entre los más tenaces recuerdos de su mocedad, jirones del Romancero que allá en la expatriación acudían a su memoria en cualquier trance de la vida nueva, renovando soledades de la patria lejana. Cuenta Berna! Díaz del Castillo en su Historia de la con­ quista de la Nueva España, que navegando por primera vez Hernán Cortés, el conquistador de Méjico, las costas de este país, en 1 5 1 9, los que ya conocían la tierra iban mostrándole las altas sierras nevadas, el río donde había entrado Pedro de Alvarado, el río de Banderas, donde se rescataron los 1 6.000 prisioneros, la isla de Sacrificios, donde se hallaron los indios sacrificados cuando lo de Gdjalva. Entonces, un caballero lla­ mado Puertocarrero, creyendo muy impertinentes aquellos tristes recuerdos pasados, dijo a Cortés : «Paréceme, señor, que os dice estos caballeros, que han venido otras dos veces a esta tierra palabras inútiles de romance viejo:

Cata Francia, Montesinos, cata París la ciudad, cata las aguas de Duero do van a dar a la mar. Yo digo que miréis las tierras ricas y sabeos bien gobernar.» A lo cual Cortés, entendiendo la reprensión, contestó con otros versos de romance viejo:

Denos Dios ventura en armas como al paladín Roldán; y continuó en prosa. «Que teniendo yo a vuestra merced y a otros caballeros por señores bien me sabré entender.»

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Este diálogo, sostenido con alusiones a versos de romances populares, nos prueba cuán presente estaba el Romancero en la memoria de todos aquellos conquistadores. Otros ejemplos análogos referentes a otras tierras pudieran citarse para con­ firmar cómo entre los recuerdos de cada emigrante pasaba al Nuevo Mundo alguna porción del entonces popularísimo Ro­ mancero español. Por su parte, los portugueses llevaban también consigo el Romancero a tierras lejanas; lo indican varias anécdotas re­ gistradas en los cronistas de los sucesos de África y Asia, de las cuales citaré sólo un par, que nos muestran el romance todavía cantado para diversión de la gente de la más alta sociedad. Varios presagios anunciaron el desastrado fin de la jorna­ da de Alcazarquivir, en que se perdió el infortunado rey por­ tugués don Sebastián. Cuando éste hacía la travesía para Áfri­ ca ( 1 5 78), cuenta el capellán mayor de la armada que un músico del rey, Domingo Madeira, tañendo en su vihuela, cantó aquel inspirado romance que refiere la derrota del rey Rodrigo, cuya suerte en el Guadalete había sido tan igual a la que esperaba al rey portugués. Al llegar la canción al verso «Ayer fuiste rey de España, hoy no tienes un castillo», todos los circunstantes lo escucharon con extraña impresión de mal agüero, y uno interrumpió al músico, que dejase aquel triste cantar y cantase cosa más alegre. Luego la desaparición del rey en la batalla con los moros confirmó bien tristemente lo justificado de aquellos presentimientos. Otra anécdota nos presenta al virrey de la India don Luis Ataide haciendo su entrada solemne en Barcelor en 1 5 7 1 . Rodeado por todos los navíos d e remo d e l a flota, iba el virrey en una falúa, sentado en sillón de terciopelo, y al lado de él iba Veiga, tañendo un arpa y cantando aquel romance viejo que dice :

Entran los griegos en Troya

tres a tres y cuatro a cuatro. Al llegar cerca de la fortaleza empezaron a venir zumbando balas de bombarda por cima de las embarcaciones, y Veiga calló su canto ; pero el virrey, muy tranquilo, le mandó con­ tinuar : «Oh, ide por diante, nao vos estorve nada» ; y su serenidad se comunicó a todos. Sería inacabable referir casos como éstos. El hecho es que el Romancero tradicional penetró y arraigó en toda la Amé-

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rica portuguesa lo mismo que en la española, y eso a pesar del olvido que dijimos sobrevino para él en las colecciones literarias de romances que se publicaban en la Peninsula. Es que el Romancero tradicional contaba con un medio de pro­ paganda mucho más eficaz que la imprenta, cual es la músic3 y el canto. La música y tonada con que van acompañados estos ro­ mances en la recitación popular es un elemento esencial en la vida del Romancero, son las alas que le transportan a través del tiempo y del espacio. Esta música, que Rengifo encontraba conmovedora y que Mariana calificaba de dulce y agradable, el pueblo de hoy no la ha olvidado; ella le ayuda a recordar más fácilmente los versos, de los que es inseparable hasta el punto de haber recitadoras que si no lo cantan no pueden recitar un romance. Así, estos viejos relatos, según observaba Fernán Caballero, sostenidos sólo por esas melodías de es­ casas notas que el oído del pueblo ha guardado, duran mucho más que la grandeza colonial de España apoyada en el pode­ río político, en las minas del Perú y en la fuerza de los cañones. Esta tradición oral tiene un alto interés desde el punto de vista filológico y artístico, pues ofrenda al que sabe interro­ garla hermosas canciones antiguas no conocidas hasta ahora. Estas reliquias dispersas por dondequiera que se habla espa­ ñol, se recogen afanosamente por los eruditos y la ciencia se esfuerza por estudiarlas, para ofrecer a nuestra contem­ plación el Romancero completo, el Romancero en que palpita el alma de la nación española, y que extiende su pacífico im­ perio desde Portugal a Cataluña, desde Cerdeña y las Ba­ leares hasta los archipiélagos de Azores, Madeira y Antillas, desde las playas del Pacífico hasta los Balcanes, el Asia Menor y Marruecos; ese Romancero, en fin, dotado de una incom­ parable fuerza de expansión y cuyo encanto seis veces secular fascina todavía la imaginación de tantos pueblos. No sólo por su gran extensión geográfica supera el Roman­ cero a los demás géneros de baladas populares, sino más aún por la variedad extraordinaria de su inspiración. Primero so­ bresalen los cantos heroicos, cuyas raíces se adentran en la epopeya, que ahora principalmente consideramos, tales los romances de Bernardo, de Fernán González, de los Infantes de Lara, los del Cid, que constituyen una creación excepcio­ nalmente original de la balada española. Después tenemos los romances carolingios, que prolongan la vida de la epopeya

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francesa en la tradición española, mientras la tradición fran­ se acordó de esos temas. Después se destacan también muy singularmente los cantos históricos, que nos con­ servan en abundancia nombres muy famosos en las crónicas españolas, desde don Pedro el Cruel hasta los Reyes Católicos, y que glorifican las hazañas eminentemente nacionales, como la reconquista, celebrada en los romances fronterizos. Por otra parte, encontramos los temas propios de las baladas ex­ tranjeras, los romances novelescos, entre los que hay notables joyas, como el romance de la Infantina o el del conde Arnal­ dos, en el que intuía Longfellow todo el misterio del mar y Berchet todo el encanto de la poesía popular. Y estos romances no se han contentado con vivir su vida propia, sino que ade­ más, por aquel su extraordinario poder expansivo, han dado al teatro español, cuando estaba en la cuna, la inspiración y la sustancia que necesitaba. En verdad que la musa tradicional no ha alcanzado en ningún otro país destino tan glorioso como en España.

cesa oral nunca

CAPÍTULO

VI

EL TEATRO CLÁSICO Primeros contactos del Romancero y del teatro.-Juan de la Cueva.-Otros precursores de Lope de Vega en la comedia heroi­ ca.-Farsa del obispo don Gonzalo. Lope de Vega; desde sus comienzos se inspira en la poesía po­ pular.-Cómo innova el modo de dramatizar el Romancero y las crónicas.-El Arte Nuevo y la preceptiva literaria. Guillén de Castro: Las mocedades del Cid .-Aci erto superior en la dramatización del Romancero.-influjo de Guillén de Castro en el arte dramático de P. Comeille. Vélez de Guevara: La serrana de la Vera, El príncip e viña­ dor.-Otros romances de tradición popular llevados al teatro.­ Los romances artificiosos en la escena; Tirso y Calderón.- Deca­ dencia del teatro español.

En la epopeya y en el Romancero hemos visto una gran poesía sin poetas conocidos, una poesía absolutamente tradi­ cional; los autores que en ella colaboraron no sienten amor propio literario, no trabajan por alcanzar fama, sino por el recreo común, y por eso quedaron anónimos; además, la obra de cada autor es refundida por otros muchos y no puede llevar el nombre de ninguno. Ahora sobreviene un cambio total; la misma materia poética será trasplantada a un géne­ ro literario nuevo, al teatro, y cultivada allí por los poetas de nombre más famoso, y sin embargo, seguirá siendo poesía popular en cierto modo. Veamos cómo hubo de obrarse esta feliz transformación y por qué luchas y vicisitudes pasó en sus comienzos el género dramático. La vieja tradición poética atravesó en el siglo xv una crisis muy grave: la del Renacimiento. En Italia, el Renacimiento había penetrado y transformado progresivamente la cultura medieval; por el contrario, en Francia y en España tornó el

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carácter de una revolución, hostil a las direcciones poéticas de la Edad Media. El conocimiento de las obras de Dante, Petrarca y Boccaccio produjo impresión extremadamente pro­ funda en el marqués de Santillana, en don Enrique de Villena, y en otros de los primeros iniciadores, hasta el punto de hacerles perder toda simpatía por el arte nacional, que les parecía tosco y pobre. Las conquistas de españoles en Italia, desde tiempo de Alfonso V de Aragón, contribuyeron a aumentar este desvío y la admiración aquélla, repitiéndose una vez más el inevitable: Graecia capta ferum victorem cepit. El momento era crítico y decisivo, pues entonces nacía el teatro, y éste volvió sus ojos a Italia, adonde los volvía todo el mundo. Torres Naharro, Lope de Rueda, Timoneda y todos sus seguidores se absorbieron en la imitación de las comedias y de las novelas italianas; dd mismo modo que en la lírica, al decir de Lope de Vega, las imitaciones del italiano habían acabado con el nativo donaire y la verdadera gloria del in­ genio español. De seguir por este camino, la tradición de la Edad Media española se hubiera roto violenta y completamente, como su­ cedió en Francia, donde el poema de tipo latino-italiano y la tragedia greco-latina fueron los únicos modelos admitidos, haciendo tabla rasa de todo el pasado. Pero el espíritu na­ cional de España empezó luego a reaccionar, aunque lenta­ mente. Al iniciarse el último tercio del siglo XVI dominaban en el teatro los asuntos sacados de comedias y novelas italianas, o bien los celestinescos o los pastoriles. Sólo les hacían com­ petencia los asuntos caballerescos, que daban al teatro español un tono más o menos romántico, en obras como el Amadís y Don Duardos, de Gil Vicente, o La duquesa de la rosa, de Alonso de la Vega; y debió de preferir el público tales asuntos, pues Carvajal, en el prólogo de su Tragedia 'Josefina, hacia 1520, los pone como los más socorridos, cuando dirigiéndose a los espectadores les dice: «El señor autor desea complacer a vuesas mercedes, para lo cual ha trastornado todo Amadís y la Demanda del Santo Grial de pe a pa.» Los libros de caballería eran, como se ve, el primer pensamiento de un autor puesto en el trance de buscar asunto para las tablas. Por otra parte, aun los imitadores de Juan del Encina, o los poetas del gusto italiano, al remedar los diálogos fami­ liares, no podían menos de incluir alusiones a romances que andaban entonces en boca de todos. Gil Vicente los cita en

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abundancia, Torres Naharro y Alonso de la Vega los recuer­ dan aunque fugazmente; además, en tiempo de Lope de Rueda, al comienzo de las representaciones, los músicos can­ taban romances viejos. El público no podía, pues, prescindir de los romances en el teatro, y los poetas 11e servían de ellos, si bien sólo en esas alusiones pasajeras durante el diálogo y no como elemento dramático, ni menos convertidos en acción. En el año 1579 el sevillano Juan de la Cueva introdujo en el teatro una feliz novedad: escogió para asunto de una comedia La muerte del rey don Sancho, donde el público veía desarrollarse ante sus ojos la más célebre de las leyendas épicas nacionales, el cerco de Zamora. Una emoción fuerte y nunca antes sentida debió de cundir entre los espectadores cuando se dejó oír aquella voz leal de un zamorano que gri­ taba al rey de Castilla:

Rey don S ancho, rey don S ancho, no dirás que no te aviso, que del cerco de Zamora un traidor había salido. Eran versos de un romance que todos sabían y cantaban. Aprovechados ahora por primera vez como recurso dramá­ tico, evocaban en la memoria del público gratas emociones de vieja poesía aprendida desde la infancia; identificaban en nuevo modo a los espectadores con la escena, y hacía que el auditorio con sus propios recuerdos colaborase al efecto dramático, intensificándolo; una poderosa corriente de vida tradicional animaba a los personajes dramáticos con un vigor que hasta entonces nunca habían logrado las ficciones escé­ nicas. Por esto bien podemos decir que ese año 1579, en que los romances se introdujeron por primera vez en la trama de una comedia, marca una etapa decisiva en la historia del teatro español, el comienzo de su nacionalización. En este año mismo estrenó Cueva en Sevilla otras dos co­ medias sacadas de la tradición heroica: la comedia La libertad de España por Bernardo del Carpio y la tragedia Los siete Infantes de Lara, sin contar otra tomada de la historia con­ temporánea, El saco de Roma y coronación de Carlos V. Hasta entonces no se habían tratado asuntos semejantes. Si con mucha anterioridad, en 1524, el bachiller Bartolomé de Palau había sacado a escena el rey don Rodrigo y la Cava, fue como elemento episódico de una comedia de santos, Santa Orosia. Si en 1577 el humanista fray Jerónimo Bermúdez había tra-

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tado la historia de doña Inés de Castro, lo había hecho de forma enteramente clásica, desviada del camino emprendido por el teatro nuevo. Cueva fue, dentro de este camino, el primero que comprendió el valor dramático de las leyendas españolas y que estimó a los héroes patrios tan dignos de la escena como Áyax Telamón, Mucio Escévola y Virginia, sien­ do por esto un iniciador del verdadero teatro nacional, tanto por la elección de los asuntos como por la manera de tra­ tarlos. Eran también innovaciones del poeta sevillano el haber escogido una forma más corta de comedia, dividiéndola en cuatro actos, en vez de los cinco que solían tener: el escribirla en mucha variedad de metros, cosa antes desusada; el dar a la acción más soltura y movilidad, con una variada sucesión de escenas y situaciones. Cueva ponía en esto último un empeño muy grande; así lo dice en su Exemplar poético, que, escrito en 1606, es la primer arte poética compuesta en verso español. Allí Cueva aparece como poeta de convicciones arraigadas; no le inti­ mida la autoridad de Aristóteles, aunque estaba acatada por todas las naciones cultas; lejos de eso, proclama que los tiem­ pos varían, y que los modernos no pueden realizar su idea artística según los usos antiguos. Halla pobre y cansado el teatro anterior con su «fábula... sin ornato, sin artificio y corta de argumento». En cambio, le seduce el ingenio de las comedias nuevas, «la maraña tan intrincada» que da a la comedia española la excelencia «en artificio y pasos diferen­ tes». En consecuencia, para lograr esta animación era nece­ sario huir del precepto que forzaba al poeta a encerrar toda la acción teatral en los estrechos límites de un día. Rechaza, pues, Cueva teóricamente la famosa unidad de tiempo, y en la práctica la conculca sin el menor reparo. Por ejemplo, en Los Infantes de Lara anuncia el nacimiento de Mudarra, el bastardo, en la jornada tercera, y en la cuarta sale Mudarra hecho ya un mozo capaz de vengar a su padre. Y un desprecio igual siente por la unidad de lugar: entre esas mismas jor­ nadas tercera y cuarta la escena se muda de Córdoba a Castilla. Todo eso exigía la exposición completa de la leyenda. Esto escandalizaba a los tratadistas de entonces, como el Pinciano, y a grandes literatos, como Cervantes, que se bur­ laban del personaje de comedia nacido en una jornada y que a la siguiente aparecía ya barbudo ante los espectadores. Tales burlas, luego repetidas por Boileau, no aminoraban la convic­ ción de Cueva. Pocos la tuvieron tan firme como él, y éste

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es un gran mérito suyo, habiendo permanecido siempre libre de las vacilaciones que pesaron sobre más privilegiados inge­ nios. Cervantes, que en el Quijote se mofa de la comedia nueva, la defendió en el Rufián dichoso. Lope de Vega dudó en defender sus obras frente a las teorías reinantes. Pero Cueva estaba más lleno de fe en las ideas revolucio­ narias que de acierto para su realización. Sabe escoger un argumento rico e ingenioso, pero no atina a desarrollarlo dentro de un plan claro y bien tratado; el movimiento rápido de la acción se halla a menudo contrariado por el diálogo de solemne lentitud con que el poeta quería realzar la pompa y decoro de la tragedia; y aun además la languidez se agrava con una versificación propensa al lirismo. Además Cueva, siempre iniciador infortunado, si entrevió la importancia de la poesía tradicional, no supo asimilársela. Tomaba como fuente de sus composiciones las crónicas y los romances antiguos; pero tomaba de ellos la anécdota, no el espíritu y el tono, y así nos presenta en divorcio absoluto, por un lado un argumento tradicional, y por otro una forma enteramente erudita, llena de alusiones mitológicas, de imi­ taciones de los clásicos latinos, así como de nociones moder­ nas, y falta de toda comprensión de la Edad Media. Baste decir que al califato de Córdoba lo suele llamar la «nación otomana». La reforma a que el poeta se aventura tiene todavía bas­ tante de transacción entre las exigencias del preceptismo y el gusto del público; quiere dignificar con formas eruditas la materia que arranca de la tradición. Y es que Cueva tenía un sentido bastante embotado para la poesía tradicional: admi­ rando mucho el Romancero, compuso en 1587 su Cqro febeo de romances historiales, en que también predomina la erudi­ ción clásica, y cuando trata en él asuntos españoles, lo hace en un tono enteramente artificioso, bien lejano de la difícil sencillez que brilla en los romances viejos. El ejemplo que Cueva daba en Sevilla tenía su correspon­ diente en otras ciudades, y no faltaron autores que excedie­ ran al escritor sevillano, si no en dotes poéticas, al menos en alguna de las ideas capitales de la reforma dramática. Una Segunda parte de los hechos del Cid (1), inédita y de

(1)

Esta comedia, así como la Farsa del obispo don Gonzalo

y demás comedias inéditas de que aquí trato, se conservan en las bibliotecas de Madrid y saldrán a luz en un tomo que hace mucho

está en preparación.

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autor desconocido, recuerda a Cueva por la división en cua­ tro jornadas, por la variedad de metros, por el excesivo amontonamiento de materia que abarca casi los dos reinados enteros de Fernando I y Sancho II, y por la inclusión de un romance, aunque no en la forma pura, sino glosado. Los Famosos hechos de Mudarra (1583), obra también anónima, si emplea versificación más pobre y acción más lenta, en cambio aparece ya con la moderna división en tres jornadas y se inspira mucho más directamente que Cueva en la tra­ dición popular. Y entre estos primeros ensayos merece muy especial mención el letrado de la Chancillería de Valladolid, Francisco de las Cuevas, que hacia 1587 compuso una inédita Farsa del obispo don Gonzalo. Por su versificación muy monótona está ligado aún a la escuela antigua, pero se lanza decidido por la senda nueva, no sólo admitiendo la más moderna división en tres actos, sino entregándose a la inspi­ ración heroica tradicional mucho más franca y hábilmente que Cueva. Hasta cuatro romances fronterizos introduce Francisco de las Cuevas en la acción de su farsa, ora glosa­ dos, ora textuales, y para incluir estos últimos redacta tres escenas en el mismo verso de romance hasta entonces poco usado en el teatro. Al propio tiempo, y ésta es otra novedad importante en esta obra, observamos la mezcla del elemento cómico en el drama. El argumento de la Farsa pertenece a la poesía heroica, y su desenlace es el martirio patriótico y re­ ligioso del obispo y de los caballeros de Jaén, cautivos en Granada; mas a pesar de este cuadro trágico, Francisco de las Cuevas, resucitando la figura del simple o el bobo de que habían hecho uso los dramáticos primitivos, desde Encina y Naharro a Lope de Rueda, introduce en la acción grave dos criados, que repiten en tono chocarrero las despedidas y pro­ mesas de las damas y los caballeros, cuando éstos parten para la guerra. Es la primera aparición del gracioso o figura del donaire, con el carácter mismo de contraposición o pa­ rodia del protagonista que Lope de Vega le dará algunos años más tarde. Como vemos en los años 1579 a 1587, Juan de la Cueva y sus inmediatos secuaces habían llevado a la escena todos los elementos de una revolución; pero faltaba un poeta ge­ nial que le hiciese triunfar de las indecisiones y tanteos. Entonces surgió Lope de Vega.

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Si hubiésemos de creerle (pero en sus noticias autobiográ­ ficas se complace en exagerar la precocidad que le distinguió), Lope, a los doce años de edad, antes de que Cueva escribiese para el teatro, componía ya comedias en cuatro jornadas al gusto antiguo. Ha llegado hasta nosotros un único y precio­ so resto de esas obras de los primeros ensayos de Lope, cuan­ do el poeta tenía, no doce años, sino unos diecisiete, la Comedia de los hechos de Garcilaso de la Vega y moro Tarfe, dividida en cuatro actos, con versificación de la antigua es­ cuela, pero con la novedad de contener dos fragmentos de romances fronterizos diestramente entretejidos en la acción. Al emplear estos romances en su comedia, Lope aparece guia­ do por dos poetas autores de romances eruditos: uno es el mismo Juan de la Cueva, el primero que introdujo en el tea­ tro el romance popular; el otro es Lucas Rodríguez, de quien Lope torna la versión del romance «Cercada está Santa Fe», que sirve de fundamento a la comedia (1). Pero es de notar que Lope introdujo en el texto dado por su predecesor algu­ nas fugaces correcciones para ajustarlo mejor al verdadero texto popular, y así la feliz memoria del poeta, desde el principio de la mocedad, se revela a nosotros, aunque tími­ damente, como rico depósito de recuerdos tradicionales y ca­ riñosamente apegada a ellos. Lope, además, muestra desde esta primera comedia suya que conocemos una orientación espontánea y segura, fundien­ do en una sola corriente de inspiración la vieja poesía heroico­ popular y la nueva manera dramática. En Cueva ambas

(1) Menéndez Pelayo, Obras de Lope, XI, pág. XLI, sienta que Los hechos de Garcilaso está compuesta por Lope «a los once y doce años»; pero esto no es aceptable. Lucas Rodríguez publicó su Romancero Historiado con licencia de 27 de enero de 1 579. D e é l copió Lope, n o sólo e l nombre del moro Tarfe, sino e l romance mismo con todos sus pormenores, hasta con el error de atribuir el titulo de Señor de Palma a Martín Galindo, cuando pertenecía a Luis Fernández Portocarrero. No se ha notado esta fuente de Lope; la hacemos constar aquí para advertir que la comedia de Garcilaso no debió de ser escrita a los doce años de Lope, hacia 1574 (cinco años antes que las comedias de Cueva arriba aludi­ das), sino, lo más pronto, hacia 1 579. A. Restori en la Zeitschrift für romanische Philologie, XXX, 2 1 9, dudó ya de la aludida opinión, pero no creía poder negarla. En lo posible cabe que el romance de Lucas Rodríguez corriese manuscrito algunos años antes de ser impreso, pero no es probable; y menos probable es que un niño de doce años se procurase tal manuscrito.

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direcciones se acercaban y hasta se tocaban, pero no se con­ fundían, Y es que los romances tradicionales eran entonces mal comprendidos; aunque todos los sabían y los recordaban, no veían todavía en ellos los poetas cultos sino antiguos re­ latos de hazañas memorables; los tomaban tan sólo como documento histórico; así Alonso de Fuentes, Lorenzo de Sepúlveda, Gabriel Lobo y el mismo Cueva, creían de buena fe imitar los romances viejos con escribir narraciones de su­ cesos históricos en verso de romance, pero en un estilo pe­ sadamente narrativo, sin elevarse un momento a la intensa rapidez épico-lírica que distingue los romances tradicionales. Éstos, en suma, eran venerados como historia, pero no se gust2ba su valor poético. En la imaginación de Lope, abierta desde la muchachez al deleite de la poesía tradicional, se obró la amorosa unión del alma de la colectividad con el alma del poeta, y de esa unión fecunda nace entonces el verdadero teatro nacional. Y en Lope ese vivo sentido de la poesía tradicional no se embotó ni un ápice con la extensa erudición y cultura adqui­ ridas después, ni con los halagos de la fama que gozó en el mundo de los literatos. Su corazón siempre estuvo abierto a la inspiración ingenua y simple de los cantos populares; siem­ pre en él despertaban la nota acorde y armoniosa de la más honda poesía. Empecemos por notar cómo no sólo aporta elementos ar­ tísticos al teatro de Lope la poesía tradicional narrativa sino también la lírica, con los breves estribillos que el pueblo can­ taba y que Lope aprovechaba directamente como sugestiones de emoción dramática. En Las almenas de Toro y en El Sol parado se oye la voz del centinela que ahuyenta el sueño con una canción de melancólico alegorismo:

Velador que el castillo velas, vélale bien y mira por ti, que velando en él me perdí. En La adúltera perdonada se escucha aquella amorosa in­ vocación a los soñolientos ojos verdes, que entonces estaban tan de moda:

Despertad, ojuelos verdes, que a la mañanita lo dormiredes. En La victoria del marqués de Santa Cruz y en Lo cierto por lo dudoso se dramatiza una albada popular, dolorosa des-

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pedida al amante que parece salir de los apasionados labios de Julieta: Ya cantan los gallos, buen amor, y vete; cata que amanece.

Una de las más hermosas comedias de Lope, Peribáñez, está enteramente basada en una copla popular. San Isidro Labra­ dor, donde también se canta esa misma copla de Peribáñez, entre muchas otras, es una comedia que en su totalidad puede estimarse como documento precioso para el estudio de la poesía folklórica. Por lo que hace al Romancero, las alusiones sueltas y la cita de versos aislados del mismo son también abundantísimas en todas las comedias de Lope : centellean aquí y allá esos re­ cuerdos como evocaciones fugaces de la antigua vida heroica; difunden otras veces suave luz, transformadas en alegorías a lo divino; surgen por todas partes, realzando la arrogancia caballeresca de las situaciones, animando las agudezas de la conversación, los donaires del gracioso, las tosquedades del rústico. Pero además muchas obras dramáticas de Lope de Vega fundan toda su acción en un romance tradicional; ora de los publicados en los romanceros entonces de moda, como las tituladas Las almenas de Toro, El primer Fajardo, El cerco de Santa Fe, El marqués de Mantua, La fuerza lastimosa, y tantas más ; ora de los romances inéditos, que no habían ha­ llado acogida en las colecciones corrientes, pero que Lope conservaba entre los tesoros de su felicísima memoria: así El Sol parado y La serrana de la Vera. De esta poesía tradicional recibió el teatro un brillo poé­ tico que antes no tenía. Mientras las antiguas comedias, aun cuando imitaban romances, ahogaban la frescura de los mis­ mos diluyéndolos en pesados endecasílabos o glosándolos en numerosas quintillas o décimas, Lope, al enriquecer nota­ blemente la métrica teatral, usó con amplitud del mismo ver­ so del romance, mucho más adecuado al movimiento dramá­ tico que no las agrupaciones estróficas ; llevó también a la escena la agilidad de expresión de los romances viejos, in­ sertando éstos, unas veces fielmente, y otras con breves am­ plificaciones que él sabe ajustar al estilo romancístico sin nota ninguna discordante, y así logró dar a aquella forma

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dramática recién nacida la savia poética vigorosa de una tra­ dición arraigada desde hacía siglos en la memoria del pueblo. Aquel ambiente de realismo vigoroso y palpitante dentro del cual Lope de Vega hacía vivir sus creaciones no conve­ nía a los asuntos famosos de la antigüedad griega, romana o hebrea. Por eso el poeta buscaba preferentemente sus temas en la realidad contemporánea o en las fuentes tradicionales de donde esa realidad derivaba; por eso lo mismo que se complace en llevar a la escena todos los tipos, todos los usos, todas las regiones españolas, que nunca otro poeta conoció tan profundamente como él, con igual solicitud se consagra a dramatizar todos los asuntos de la antigua epopeya, tesoro abolengo de la nación, tan patrimonial de ella como las se­ rranías y los campos que sustentan aquella su vida contem­ poránea. Muchos otros se inspiraron después en los restos de la vieja poesía heroica; pero ninguno al igual de Lope la sin­ tió como una ráfaga potente que llega a las generaciones actuales caldeada aún por su paso a través de los entusias­ mos y pasiones de tiempos remotos. Nadie al igual de Lope supo adivinar en los romances y las crónicas tanta riqueza dramática, hasta entonces desconocida y juzgada como estéril para el teatro por espíritus menos geniales que el suyo. A la vez que el Romancero, otro camino, más frecuentado aún, conducía hacia la vieja epopeya. Las crónicas medieva­ les eran, al lado del Romancero, otro depósito de reliquias épicas; en esas crónicas se conservaban prosificados los más famosos poemas nacionales y se hallaban recogidas otras varias leyendas heroicas en medio de la narración estricta­ mente histórica. El teatro de la nueva escuela, queriendo tratar temas del más alto interés en el pasado nacional, acu­ dió a buscar ávidamente sus asuntos en esas crónicas y na­ turalmente escogía de preferencia aquellos pasajes dotados de más color poético, que eran precisamente los derivados de poemas, y que también ofrecían una poetización paralela en el Romancero. Los tesoros de la muerta epopeya usurpados hacía siglos por la historia, eran así devueltos a la poesía. Este contacto de la nueva forma literaria con la antigua se facilitó por la circunstancia de que el lenguaje de los viejos monumentos era, y es hoy todavía accesible a todos los lec­ tores. No se produjo al sur de los Pirineos, como se produjo al norte una transformación tal de la lengua que los france-

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ses de hoy no comprenden sus textos antiguos sin una inicia­ ción especial. Por esto, además, la prosa narrativa de las crónicas me­ dievales, derivada de la epopeya en cuanto a su forma y en cuanto a muchos de sus ternas, ejerció un influjo decisivo en el naciente teatro. Al tornar éste los asuntos históricos entre los preferidos, se ajustó en la manera de tratarlos al estilo cronístico, reproduciendo la integridad del relato. Por mayor adhesión y respeto a la materia tratada no concentró el interés en torno a una situación culminante, sino que desarrolló la acción completa con todos sus episodios. En la prosa del cronista, corno en los versos del antiguo juglar, las transiciones eran frecuentes, llevando sin dificultad la atención del lector a los diversos lugares y diversos tiempos en que los sucesos acaecían, facilidad que el teatro imitó, mu­ dando desernbarazadarnente la escena a los sitios y tiempos más apartados, con lo cual se hizo apto para tratar las más complicadas tramas de la epopeya, de la historia y de la no­ velística. Lope de Vega amplió y perfeccionó esas tendencias, según puede observarse claramente en obras como El bastardo Mu­ darra, que tienen antecedentes en los precursores de la re­ forma teatral. En las dos comedias de igual asunto citadas anteriormente: la de Cueva Los Infantes de Lara y la anóni­ ma Los hechos de Mudarra, no se había llevado al teatro más que la última parte de la historia de los Infantes: la venganza de Mudarra. Es decir, que antes de Lope tan sólo el epílogo de esta leyenda cabía en una exposición dramática, y ésta pobre de acción y de interés. Lope en cambio imprime una andadura rápida a la acción escénica, y no trata ya sólo la venganza, sino la traición misma y hasta los más remotos sucesos que la ocasionan, esto es, todos los pormenores de la leyenda, con los cuales por espacio de tantos siglos venía en­ cariñada la imaginación del público. El bastardo Mudarra de Lope es, pues, dentro del asunto de los Infantes de Lara, la primera comedia que logró esa plenitud narrativa caracte­ rística del teatro español, sobre todo característica del tea­ tro de Lope, quien da forma definitiva a ese tipo de comedia dinámica, renovación constante de impresiones episódicas y discontinuas corno la que busca el arte cinematográfico mo­ derno; en otra ocasión llamé a la comedia histórica de Lope un cinedrama; lo cual quiere decir que su movimiento rá­ pido la hizo apta para incluir muchos ternas, antes imposibles

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e infecundos para el teatro, pero es frecuente también verla absorbida en lo cinemático y olvidada de lo dramático. Lue­ go, hay que considerar también que además de esa ampli­ tud narrativa, Lope procura captar una inspiración tradicional más plena que sus precursores, siguiendo las dos principales versiones que entonces corrían de la leyenda de los Infantes, en las crónicas y en el Romancero. La Crónica había sido aprovechada en parte por Cueva, pero no fue tenida presen­ te por Los famosos hechos ... ; algún romance se vislumbra también a través de los versos de Cueva, y otro se halla di­ luido en un larguísimo pasaje de Los famosos hechos; pero la belleza de esos viejos fragmentos aparece tan agobiada bajo la pesada forma dramática de que se hallan revestidos, que apenas se trasluce alguno que otro verso de sabor decidida­ mente tradicional en las redondillas de ambas comedias. En cambio, para los diálogos de la suya Lope tomó de las crónicas todos los rasgos poéticos en ellas conservados, al par que la rapidez y fuerza narrativa de la antigua prosa historial; y de los romances adoptó el metro, imitó su corte y sus giros en muchas escenas, y aun insertó algunos enteros o copió de otros bastante número de versos, siendo así el primero que, con­ tándonos en el teatro la historia completa de Gonzalo Gus­ tioz, logró hacer que tanto éste como las demás figuras épicas, al mismo tiempo que vivían como seres reales, apareciesen sobre la escena con todo el vigor y el encanto de su poetiza­ ción secular. Concebida bajo esta forma, la comedia heroica española se constituyó a modo de una epopeya dramática; el principio que la regía era éste: todo lo que pueda ser narrado puede también presentarse sobre la escena. Como aplicación nota­ ble de este principio puede presentarse las Mocedades de Ber­ nardo, donde a la vista de los espectadores se ejecuta el cas­ tigo de sacar los ojos al conde de Saldaña; lo mismo en el arte de Shakespeare, tan afín al de Lope en muchos aspectos, el arrancar los ojos y mesar la barba al conde de Gloucester en El rey Lear se realiza sobre la escena. Esta misma leyenda heroica de Bernardo nos sirve para mostrar cómo Lope am­ pliaba y completaba las creaciones de los juglares antiguos, con invenciones altamente épicas; tal es la grandiosa escena final de El casamiento en la muerte. Contaba la Crónica Ge­ neral, prosificando un canto épico, que Bernardo, después de muchos años de pedir al rey la libertad de su padre, en­ carcelado por sus amores secretos con la infanta, al fin

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consigue del monarca la deseada libertad; pero como por aquellos días el padre hubiera muerto en la prisión, el rey, para cumplir su palabra, manda que ablandando con baños la rigidez del cadáver, lo vistiesen lujosamente, y colocado en una silla se lo presenta al hijo. Bernardo corre alegre a besar la mano a su padre, y al encontrarla helada, mírale a la cara, le ve difunto y rompe en dolorosos lamentos. Pues bien, Lope supo admirablemente acentuar la nota trágica de esta escena dándole más valor. Bernardo, al pretender la liber­ tad de su padre, quiere a la vez legitimar su propio nacimien­ to, y cuando ve que el padre está muerto, se dirige al monas­ terio donde estaba encerrada su madre, también perseguida por el rey, la lleva junto al padre, la hace coger la fría mano del muerto y allí los casa, inclinando él mismo la cabeza del cadáver en señal de consentimiento. Ciertamente no hay in­ vención moderna que mejor se acomode a la ruda grandeza primitiva. No podemos analizar, ni siquiera enumerar todas las come­ dias consagradas por Lope de Vega a poner en acción las crónicas y los romances medievales; pasan de setenta las que hoy se conservan. Pueden verse en la edición que la Aca­ demia Española ha hecho de las obras dramáticas de este autor y allí se hallarán ilustradas con la desbordante erudi­ ción y la critica de un maestro como Menéndez Pelayo. Li­ mitémonos a notar en presencia de tal cúmulo de comedias heroicas que esta feliz rehabilitación artística de las cróni­ cas viejas, y esta intima comprensión del Romancero, que hasta entonces había sido más acatado que sentido, fueron las que aseguraron en la literatura española la continuidad de inspiración poética, comenzada a interrumpir por el Re­ nacimiento; y gracias a esta continuidad los principales usos, ideas y sentimientos de la España de la Reconquista queda­ ron presentes y comprensibles para la España de la Monar­ quía absoluta; como dice Morel-Fatio: «La nación, aunque transformada, permanece en contacto y en comunión con el pasado; la España del siglo xvn no rompió con la Edad Media como hizo la Francia del mismo tiempo, sino que al contrario siente vivamente que ella la continúa, la compren­ de, la estima.» No de otro modo la Grecia de Pericles recogió en el teatro la envejecida inspiración de las edades heroicas. La epopeya española, lo mismo que la griega, no murió en medio de una

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decadencia de pesados poemas y prosaicas crónicas. La fe­ cundidad de una y otra se conservó hasta que el genio poé­ tico del pueblo, llegado a plena madurez, se apodera del tea­ tro para hacerlo salir de su infancia litúrgica, y entonces la epopeya vierte un torrente de vida nacional en la nueva for­ ma poética. Al considerar que en otros países, Francia por ejemplo, que también tuvieron una vigorosa poesía heroica, el teatro se desarrolló aislado de la tradición épica, es bien sorprendente ver producirse en la literatura griega y en la española, con intervalo de veinte siglos, el mismo fenómeno de transformación de la epopeya en drama. Si nos atuviéramos a las declaraciones que hace Lope res­ pecto a su participación en la reforma del teatro, ella ha­ bría sido poca. Lope nos viene a decir que aceptó la comedia tal como los poetas, complacientes con el gusto del público, la tenían constituida; adoptó de mala gana y con remordi­ mientos una forma dramática viciosa, contraria a las reglas del arte acatadas por Italia y Francia, y escribió con arreglo a ella sus obras únicamente por ganar la paga del vulgo a quien tal forma agradaba. Pero de estas declaraciones del poeta no hay que hacer gran caso. Lope no se limitó a aceptar con disgusto las infracciones del arte consagrado que venía prac­ ticándose en la nueva escuela, sino que las llevó resueltamen­ te a sus últimas consecuencias. Por ejemplo, la disposición de la comedia a modo de una verdadera crónica dramática, tal como venía ensayada por los predecesores, fue como acaba­ mos de ver, exagerada por Lope en gran manera, para lo cual tuvo que atropellar más decididamente las unidades de lugar y tiempo. No es sincero Lope cuando se excusa en El pere­ grino en su patria: «Adviertan los extranjeros que las come­ dias en España no guardan el arte, y que yo las proseguí en el estado que las hallé, sin atreverme a guardar los precep­ tos.» En tales palabras hay mucho más de timidez ante las censuras posibles de los doctos italianos y franceses que de verdadero aprecio de las reglas. Repitamos: Lope no sólo ac­ cedió al gusto del público, sino que le concedió aún más de lo que estaba acostumbrado a recibir. Contradicción curiosa: Cueva, hombre de convicciones ro­ mánticas inquebrantables, no tuvo habilidad ni fuerza poéti­ ca para imponerlas, mientras Lope, de ideas vacilantes, en de­ finitiva de apariencias clásicas, encontróse lleno de genio innovador para hacer triunfar aquellas convicciones de Cueva,

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que él no se decidía a confesar sino con precauciones o em­ bozadamente (1). Al levantarse Lope, Cueva, «no amigo de poetas», enmude­ ció, disimulando poco su mal humor contra quien le eclip­ saba. Con alma más noble, Cervantes, que tampoco había acertado a sacar la comedia de las vacilaciones en que se perdía, retiróse contento de ver a Lope «alzarse con la mo­ narquía cómica». Lope, en efecto, acertó a organizar el de­ sorden, dando a la comedia la forma más adecuada al gusto nacional; supo imponerla a todas las soluciones diversas que se ensayaban; fijó el tipo y la norma a que pudieron acogerse con seguridad los ingenios de segundo orden, ahorrándose en lo sucesivo iniciativas discordes. Y así, en vez de la des­ bandada de antes, el teatro español conoció una fuerte con­ tinuidad de gusto y de orientación, que se mantuvo firme durante más de un siglo, período considerable, si recordamos el teatro inglés que tuvo también una semejante orientación nacional, pero sostenida sólo en tiempo de Shakespeare. Toda una escuela se agrupó en torno de Lope, y Madrid fue el centro del teatro nuevo que atrajo a sí el importante grupo de dramáticos valencianos, concordia de los dos grandes cen­ tros literarios, simbolizada en la estrecha amistad que unió al madrileño Lope de Vega y al valenciano Guillén de Castro. En la historia de las tentativas que se hicieron para adap­ tar el Romancero al teatro, ocupa puesto eminente el caba­ llero don Guillén de Castro, sobre todo por haber producido Las mocedades del Cid, obra capital del género. Por lo de­ más, acudió varias otras veces al tesoro poético tradicional. Los romances también le inspiraron Las hazañas del Cid o el cerco de Zamora; en los romances carolingios fundó otras obras suyas, como El nacimiento de Montesinos y El conde Dirlos; el romance famoso del Conde Alarcos le sirvió de base para su comedia de igual título; en Allá van leyes do quieren reyes trata el asunto de uno de los romances más difundidos hoy entre los judíos españoles, el del desdichado marido Juan

(1) En Lope no existe la contradicción constante, que suele decirse, entre sus teorías y su práctica teatral, y el Arte Nuevo no es tímida palinodia, sino afirmación de una estética rebelde; véase mi estudio: Lope de Vega, el Arte Nuevo y la Nueva Biografía, en la Rev. de Filo!. Esp., XXII, 1935, pág. 337 s. (reimpreso en la Colección Austral, vol. 120, titulado De Cervantes y Lope de Vega).

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RAMóN MENENDEZ PIDAL

Lorenzo de Acuña, «el de los cuernos de oro»; en la Tragedia por los celos obtiene un efecto dramático haciendo cantar en escena el romance de la aparición de la esposa difunta. He llamado a Las mocedades del Cid la obra capital del género que reseñamos, y por muchas razones merece este dic­ tado. En primer lugar para su trama aprovecha Guillén de Castro un gran número de romances; después, aunque son tantos, los sabe agrupar con magistral unidad y fuerza dra­ mática; en fin, gracias a esta obra, pronto imitada por Cor­ neille, logró el asunto tratado una difusión universal. Hay cier�amente muchas comedias españolas inspiradas en dos o más romances, pero Las mocedades y Las hazañas del Cid superan a todas por ser ellas el Romancero del Cid puesto en acción. Podríamos definirlas, no ya según la frase usual, como una crónica dramática, sino como el Romancero dra­ matizado. Cuando el romance no puede ser encajado bien en el diálogo, el poeta lo conserva en su forma de narración, poniéndolo en boca de un personaje que refiere un suceso pasado, o que anuncia al espectador algo que está ocurriendo entre bastidores. El respeto al romance llega en Guillén de Castro a extre­ mos curiosos. Emest Mérimée (1) llamó la atención sobre el chocante procedimiento de que alguna vez se vale el poeta para no desperdiciar en la escena unos versos narrativos que por lo divulgados y famosos quiere a toda costa hacer en­ trar en su comedia. Un ejemplo bastará: cuando en el acto segundo de Las mocedades entra Jimena a pedir justicia al rey contra Rodrigo, un romance se ofrecía a la memoria de todos. Para repetirlo, Guillén de Castro hace que el escudero que acompaña a Jimena diga el primer verso del conocido romance: Sentado está el señor rey en su silla de respaldo.

La cita es tan ingenua, tan intempestiva, que acude a in­ terrumpirla la misma Jimena, comenzando con una observa­ ción un tanto cómica: Para arrojarme a sus pies ¿qué importa que esté sentado? ( 1 ) En su edición de la Primera parte de las mocedades del Cid, Toulouse, 1890, pág. XCIX.

LA EPOPEYA CASTELLANA

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Si es magno, si es justiciero premie al bueno y pene al malo, que castigos y mercedes hacen seguros vasallos.

Pero no hay que olvidar el romance; el público está poseído de la afición al Romancero, y hay que aprovechar esa emoción

poética para coadyuvar al efecto dramático, así que Diego Laínez se entrega a una descripción que es la continuación del romance comenzado por el escudero de Jimena: Arrastrando luengos lutos entraron de cuatro en cuatro escuderos de Jimena, hija del conde Lozano. Todos atentos la miran, suspenso quedó palacio y para decir sus quejas se arrodilla en los estrados. Y en seguida Jimena emprende por su cuenta la conti­ nuación del romance, para exponer su queja al rey. Como se ve, Guillén de Castro no quería desperdiciar ninguno de los pormenores esenciales de la tradición. Por esto Las moceda�